EL TIEMPO DEL DESPERTAR (Parte 3) Obras...

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EL TIEMPO DEL DESPERTAR (Parte 3) Por C. A. Bontecou 1846-1937 Obras diversas Entre las carreras de los evangelistas del siglo pasado, mencionemos la de un notable siervo de Dios: Charles Spurgeon. A la edad de 20 años, en 1854, comenzó a predicar el Evangelio en Londres. Se convirtió a temprana edad, de manera que a los dieciséis años ya confesaba en reuniones públicas el nombre de su Salvador. Cuatro años más tarde, en 1858, se le llamó a presentar la verdad ante un auditorio de más de veinte mil personas, reunidas en el Palacio de Cristal, el día de humillación nacional convocado en ocasión de la gran revuelta de los Cipayos en la India. En estas circunstancias habló con tal poder que su discurso tuvo una resonancia extraordinaria en todo el país. En 1861 se construyó para él una gran sala que podía contener a seis mil personas. Durante treinta años, hasta su muerte en 1892, anunció el mensaje de salvación a muchedumbres siempre renovadas. De todas partes venían a escuchar a ese gran predicador, quien, hasta el fin, no perdió nada de su frescor ni de su poder. Una de las características de nuestro siglo, desde el punto de vista de la obra divina realizada en este mundo, ha sido la difusión cada vez más grande de las Sagradas Escrituras, por medio de las cuales la luz y la bendición se derraman hasta los lugares más recónditos de la tierra. La Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, fundada en 1804, ha sido un poderoso instrumento en la mano de Dios para poner su Palabra al alcance de millones de lectores. En su locura incrédula, Voltaire decía: «Dentro de cien años la Biblia habrá pasado a la historia y no se la hallará sino en los graneros y en los museos». ¿Cuál fue la respuesta divina a este audaz desafío? La Sociedad Bíblica Británica y Extranjera repartió, ella sola, en 1957 cerca de 8 millones de ejemplares de la Biblia, entera o partes de ella, lo que hacía ascender a 583 millones el número de Biblias y Nuevos Testamentos que, desde su fundación hasta esa fecha, repartió en todo el mundo esa Sociedad, en 851 lenguas diferentes. El cómputo de las sumas recibidas por ella para llevar a cabo esa inmensa labor superaba los veinte millones de libras esterlinas. «Dios es más grande que sus enemigos». Otras sociedades importantes, como la Sociedad Bíblica de Escocia, la Sociedad Bíblica Trinitaria, la Sociedad Bíblica de París (1818), la Sociedad Bíblica Francesa (1836), la Casa de la Biblia, etc., han propagado o propagan todavía la Palabra de vida por millones de ejemplares. A despecho de todas las negaciones y críticas de la incredulidad, el Libro Sagrado prosigue así mostrando su poder, porque es la Palabra viva y eficaz, más penetrante que toda espada de dos filos. Los milagros producidos por su simple lectura, acompañada por la operación del Espíritu en los corazones, serán un tema de alabanzas eternas para los habitantes del cielo. La casa donde Voltaire pronunció las palabras impías que acabamos de relatar, fue transformada en depósito de Sagradas Escrituras desde el cual, por centenares de miles de ejemplares, la Biblia lleva su mensaje a todos los países del mundo. Y de los libros de Voltaire, ¿cuántos ejemplares se venden cada año, y a cuántos idiomas han sido traducidos? En el inmenso edificio de la Sociedad Bíblica de Londres, dos salas no contienen nunca menos de dos millones de ejemplares de la Biblia que esperan ser encuadernados. Ante tales riquezas, uno piensa en el trigo almacenado en la antigüedad en los graneros del Faraón de Egipto bajo los cuidados de José. El mundo hambriento tiene a su disposición, y en abundancia, graneros llenos del pan espiritual. Alabemos por ello al Señor de la mies y pidámosle que facilite su circulación y distribución entre las almas deseosas de paz y de alimento, antes de que el juicio caiga sobre este mundo impío y apóstata que desconoció y rechazó esta Palabra eterna. “El cielo y la tierra pasarán” —ha dicho el Hijo de Dios— “pero mis palabras no pasarán— (Mateo 24:35). Los orfanatos de Bristol, fundados por George Müller (1806-1898) hace más de un siglo, son un ejemplo notable de la fidelidad de Dios acerca de sus promesas hechas a la fe, la que confía en Él tanto para todo lo que concierne a las necesidades temporales de los suyos como para las de sus almas. Durante cien años, más de dos millones de libras esterlinas han sido recibidas por los cristianos que dirigen estos establecimientos, como respuesta a sus oraciones, y se utilizaron ya sea para el mantenimiento de los millares de huérfanos criados bajo sus cuidados, o para la distribución de las Escrituras y la predicación del Evangelio en diversos países. Otra obra de fe es la del Dr. Barnardo, quien en 1866 abrió un asilo para niños abandonados de los bajos fondos de Londres. Después de darles una educación cristiana, cuyos frutos son duraderos y bendecidos, la mayor parte de estos jóvenes son enviados a países de habla inglesa en los cuales hallan ocasión para ganarse honradamente la vida. Un filántropo cristiano, cuya memoria es también de bendición, el conde Shaftesbury, consagró su vida al servicio del Señor para hacer el bien a la humanidad doliente. Los pobres, los desheredados de este mundo, eran objeto de su

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EL TIEMPO DEL DESPERTAR (Parte 3) Por C. A. Bontecou 1846-1937

Obras diversas Entre las carreras de los evangelistas del siglo pasado, mencionemos la de un notable siervo de Dios: Charles Spurgeon. A la edad de 20 años, en 1854, comenzó a predicar el Evangelio en Londres. Se convirtió a temprana edad, de manera que a los dieciséis años ya confesaba en reuniones públicas el nombre de su Salvador. Cuatro años más tarde, en 1858, se le llamó a presentar la verdad ante un auditorio de más de veinte mil personas, reunidas en el Palacio de Cristal, el día de humillación nacional convocado en ocasión de la gran revuelta de los Cipayos en la India. En estas circunstancias habló con tal poder que su discurso tuvo una resonancia extraordinaria en todo el país. En 1861 se construyó para él una gran sala que podía contener a seis mil personas. Durante treinta años, hasta su muerte en 1892, anunció el mensaje de salvación a muchedumbres siempre renovadas. De todas partes venían a escuchar a ese gran predicador, quien, hasta el fin, no perdió nada de su frescor ni de su poder. Una de las características de nuestro siglo, desde el punto de vista de la obra divina realizada en este mundo, ha sido la difusión cada vez más grande de las Sagradas Escrituras, por medio de las cuales la luz y la bendición se derraman hasta los lugares más recónditos de la tierra. La Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, fundada en 1804, ha sido un poderoso instrumento en la mano de Dios para poner su Palabra al alcance de millones de lectores. En su locura incrédula, Voltaire decía: «Dentro de cien años la Biblia habrá pasado a la historia y no se la hallará sino en los graneros y en los museos». ¿Cuál fue la respuesta divina a este audaz desafío? La Sociedad Bíblica Británica y Extranjera repartió, ella sola, en 1957 cerca de 8 millones de ejemplares de la Biblia, entera o partes de ella, lo que hacía ascender a 583 millones el número de Biblias y Nuevos Testamentos que, desde su fundación hasta esa fecha, repartió en todo el mundo esa Sociedad, en 851 lenguas diferentes. El cómputo de las sumas recibidas por ella para llevar a cabo esa inmensa labor superaba los veinte millones de libras esterlinas. «Dios es más grande que sus enemigos». Otras sociedades importantes, como la Sociedad Bíblica de Escocia, la Sociedad Bíblica Trinitaria, la Sociedad Bíblica de París (1818), la Sociedad Bíblica Francesa (1836), la Casa de la Biblia, etc., han propagado o propagan todavía la Palabra de vida por millones de ejemplares. A despecho de todas las negaciones y críticas de la incredulidad, el Libro Sagrado prosigue así mostrando su poder, porque es la Palabra viva y eficaz, más penetrante que toda espada de dos filos. Los milagros producidos por su simple lectura, acompañada por la operación del Espíritu en los corazones, serán un tema de alabanzas eternas para los habitantes del cielo. La casa donde Voltaire pronunció las palabras impías que acabamos de relatar, fue transformada en depósito de Sagradas Escrituras desde el cual, por centenares de miles de ejemplares, la Biblia lleva su mensaje a todos los países del mundo. Y de los libros de Voltaire, ¿cuántos ejemplares se venden cada año, y a cuántos idiomas han sido traducidos? En el inmenso edificio de la Sociedad Bíblica de Londres, dos salas no contienen nunca menos de dos millones de ejemplares de la Biblia que esperan ser encuadernados. Ante tales riquezas, uno piensa en el trigo almacenado en la antigüedad en los graneros del Faraón de Egipto bajo los cuidados de José. El mundo hambriento tiene a su disposición, y en abundancia, graneros llenos del pan espiritual. Alabemos por ello al Señor de la mies y pidámosle que facilite su circulación y distribución entre las almas deseosas de paz y de alimento, antes de que el juicio caiga sobre este mundo impío y apóstata que desconoció y rechazó esta Palabra eterna. “El cielo y la tierra pasarán” —ha dicho el Hijo de Dios— “pero mis palabras no pasarán— (Mateo 24:35). Los orfanatos de Bristol, fundados por George Müller (1806-1898) hace más de un siglo, son un ejemplo notable de la fidelidad de Dios acerca de sus promesas hechas a la fe, la que confía en Él tanto para todo lo que concierne a las necesidades temporales de los suyos como para las de sus almas. Durante cien años, más de dos millones de libras esterlinas han sido recibidas por los cristianos que dirigen estos establecimientos, como respuesta a sus oraciones, y se utilizaron ya sea para el mantenimiento de los millares de huérfanos criados bajo sus cuidados, o para la distribución de las Escrituras y la predicación del Evangelio en diversos países. Otra obra de fe es la del Dr. Barnardo, quien en 1866 abrió un asilo para niños abandonados de los bajos fondos de Londres. Después de darles una educación cristiana, cuyos frutos son duraderos y bendecidos, la mayor parte de estos jóvenes son enviados a países de habla inglesa en los cuales hallan ocasión para ganarse honradamente la vida. Un filántropo cristiano, cuya memoria es también de bendición, el conde Shaftesbury, consagró su vida al servicio del Señor para hacer el bien a la humanidad doliente. Los pobres, los desheredados de este mundo, eran objeto de su

particular, activa y bienhechora solicitud. A este creyente humilde le gustaba trabajar entre aquellos en favor de los cuales se despliega la especial simpatía del Señor Jesús, quien se hizo pobre, siendo rico, para que nosotros con su pobreza fuésemos enriquecidos. En 1843 se consagró con gran energía a la obra escolar en favor de niños desheredados. De hecho, ningún esfuerzo para hacer penetrar el Evangelio en los ambientes miserables de grandes ciudades y para mejorar la condición social de éstos no le dejaba indiferente. Así fue hasta el término de su larga carrera. Conclusión ¿Cuál es la esperanza de la Iglesia? ¿Es el establecimiento gradual y universal de un mejor estado de cosas, un milenio mundano de paz y prosperidad, pero del cual el Heredero legítimo del reino estaría ausente? ¿Es la conversión del mundo, o aun un «despertar general»? Ninguna de estas perspectivas es puesta ante nosotros por la Palabra inmutable de nuestro Dios. Al contrario, ella nos dice claramente que el paréntesis actual, el que comenzó el día de Pentecostés, se cerrará con la venida gloriosa del Esposo, la que el Espíritu Santo hizo recordar a la Iglesia adormecida, hace más de un siglo. Un incalculable número de rescatados, despertados de su sueño, miran ahora hacia el cielo con el ardor de la fe y de la esperanza recobrada, y, al clamor del Esposo: “Vengo en breve”, ellos responden: “Amén, ven, Señor Jesús”. Un adversario del gran movimiento que despertó a la Iglesia hace un siglo, se atrevió a decir que los cristianos que participaban en él se hallaban bajo la influencia de una «ilusión». La fe misma —ilusión para el incrédulo— es para nosotros, los que creemos, “la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). El inminente retorno de nuestro Señor y Salvador cumplirá su formal promesa: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3). Recordemos la advertencia de Pedro: “En los postreros días vendrán burladores... diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento?... Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día” (2.ª Pedro 3:3-8). Por cierto, el Señor quería que su Iglesia esperara su venida a toda hora. ¿Acaso es una ilusión sostener esta preciosa espera? “El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20). En cuanto a la cristiandad profesante, ella marcha rápidamente hacia el momento en que el Señor la rechazará. Se caracteriza, esencialmente, por el rechazo de la autoridad divina de las Sagradas Escrituras. El modernismo rehúsa recibirlas como divinamente inspiradas. Niega la caída del hombre y el juicio final de los no arrepentidos. Se generaliza el desprecio de los derechos de Dios sobre sus criaturas y de su amor manifestado en el don de su Hijo. El temor de desagradar a Dios y el respeto que la criatura debe a su Creador son cada vez más escasos. Por eso, no teniendo ya ningún freno que los detenga en el camino del pecado, los hombres se entregan con frenesí a sus concupiscencias, esperando hallar, en lo que les satisface, la dicha que han perdido. Son “amadores de los deleites más que de Dios” (2.ª Timoteo 3:4). Sin embargo, pese a la indiferencia y la incredulidad crecientes, Dios prosigue su obra de gracia mediante su Espíritu y su Palabra. Numerosas almas, traídas al conocimiento del Salvador, esperan con gozo su retorno. “Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca” (Lucas 21:28). La felicidad inefable de la casa del Padre será pronto la porción eterna de los rescatados. “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría” (Salmo 30:5). Luego la creación entera será redimida por el Príncipe de paz, para gozar de la gloria de los hijos de Dios: “Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 5:13). Algunos documentos relacionados con los principios de los «hermanos» UNA CARTA DE J.G. BELLETT SOBRE EL COMIENZO DE LA HISTORIA DE LOS HERMANOS Querido James: Cuando recuerdo los primeros hechos relacionados con la historia de aquellos a quienes se les llama «los hermanos» —a los que así llamaré para identificarlos— estoy compenetrado del sentimiento de que hubo entonces, en esa época, un trabajo del Espíritu de Dios para instruir a los creyentes, que fue completamente independiente y original. Aunque más tarde hayan podido ayudarse mutuamente y crecer juntos en la comprensión y el disfrute de más de una verdad común, las primeras nociones de esas verdades vieron la luz en los

espíritus de varios sin que conferenciaran entre ellos ni se sugirieran esos pensamientos el uno al otro. Esto mismo los preparó para caminar juntos una vez que conversaron al respecto. Creo que el principio de nuestra historia, tanto en Inglaterra como en Irlanda, pone claramente en evidencia lo que acabo de decir. Mis recuerdos podrían carecer de precisión y, naturalmente, podría equivocarme, ya que no estuve personalmente unido al movimiento en su principio, pero deseo seguir nuestra historia con toda la fidelidad que mi memoria me lo permita, pidiéndole al Señor que me dirija con toda sencillez y verdad. En el curso del año 1827 el arzobispo de Dublín, en una carta pastoral al clero de su diócesis, encabezo el envío de una petición al parlamento para que fuese reforzada la protección debida al clero de la Iglesia oficial encargado de enseñar la religión en ese país. John Darby era entonces vicario en el condado de Wicklow y yo lo visitaba a menudo en su parroquia de la montaña. La carta pastoral de su superior lo turbó grandemente, pues no podía conciliar con el cristianismo un principio que implicaba que los siervos del Señor —cuya tarea consistía en rendir testimonio contra el mundo a favor de un Cristo rechazado— al encontrar la resistencia del enemigo tuviesen que dar media vuelta ¡y buscar la protección de ese mismo mundo! Ello le afectó mucho. Expuso sus objeciones a semejante principio en un voluminoso tratado impreso y, sin publicarlo ni ponerlo en venta, mandó ejemplares a todo el clero de la diócesis. Todo esto tuvo una influencia decisiva sobre su espíritu, pues me acuerdo de él, en esa época, como de un hombre de Iglesia particularmente escrupuloso, pero era evidente que había recibido entonces un impacto y que para él las cosas nunca más serían como antes. Sin embargo, en su parroquia de la montaña, proseguía su ministerio visitando las diferentes localidades de la región para predicar o tomar la palabra en círculos religiosos. A principios de 1828, al ir a Londres, tuve ocasión de encontrar en privado y de oír en público a aquellos que, habiéndose visto recientemente esclarecidos en cuanto a las verdades proféticas, las exponían con vivo ardor. En mis cartas a J.N. Darby le conté lo que había oído acerca de cosas de las que nunca habíamos hablado; luego, vuelto a Dublín, le manifesté claramente de qué se trataba. Lleno de ese tema como yo lo estaba entonces, encontré a Darby igualmente preparado para meditar estas cosas, de modo que su espíritu y su corazón progresaron rápidamente en la dirección propuesta. En cuanto a lo que a mí concierne, yo vivía siempre en Dublín, mientras que él permanecía casi siempre en el condado de Wicklow; sin embargo, me había presentado a Francis H. Hutchinson, cuya memoria me es particularmente clara y venerada. Descubrimos que él y yo teníamos muchas cosas en común con el querido Francis. Insatisfecho como yo lo estaba, visitamos juntos, ocasionalmente, las iglesias disidentes, pero sin sentir mucha simpatía por el ambiente que allí reinaba; los sermones que oíamos eran, generalmente, más desprovistos de sencillez en cuanto a Cristo que aquellos que eran predicados en los púlpitos de la Iglesia establecida, y veíamos que las cosas de Dios eran más bien consideradas con la inteligencia humana que adaptadas a las necesidades propias de un espíritu renovado. Creo que puedo decir esto tanto por él como por mí, de modo que permanecíamos vinculados todavía a la Iglesia establecida, aunque nuestro vínculo con ella fuese muy débil. Poco tiempo antes el señor A. Groves, dentista del condado de Devonshire, distinguido en su profesión, había ofrecido sus servicios a la Sociedad misionera de la Iglesia y, para prepararse, se había hecho inscribir en la Universidad de Dublín, en el Colegio al cual pertenecíamos. Algún tiempo después tuve oportunidad de conocerlo, pues mantenía ocasional contacto con nosotros cuando venía a rendir sus exámenes trimestrales. De una manera totalmente independiente de los ejercicios que otros habían tenido, él llegó a comprender que una formación en un Colegio para cumplir la obra misionera no era el camino indicado por el Señor y que perdía su tiempo en Dublín preparando sus exámenes. Volvió a reexaminar todos sus asuntos y no sólo abandonó el Colegio sino que reconsideró también, como jamás lo había hecho hasta ese momento, toda la cuestión de la Iglesia establecida y también las pretensiones de los cuerpos disidentes. A fines de 1828 volvió a Dublín, aunque ya había roto con el Colegio. Predicó en Poolbey Street a pedido del querido Dr. Egan, ligado al pequeño grupo que se encontraba allí y del cual formaba parte R. Pope, muy conocido en Irlanda en esa época. Un día, mientras caminábamos juntos por la calle de Lower Pembroke, me dijo: «El pensamiento del Señor respecto a nosotros es, sin duda, éste: deberíamos reunirnos con toda sencillez, como discípulos, sin depender de ningún clero o ministerio establecido, cualquiera que sea, pero puesta nuestra confianza en el Señor para edificarnos todos juntos por medio del ministerio que a Él le plazca suscitar entre nosotros.» En el mismo momento en que él pronunciaba esas palabras, tuve la convicción de que mi alma tenía allí la verdad. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer, y le podría mostrar a usted el lugar exacto. Fue, si lo puedo expresar así, el día en que mi espíritu nació como «hermano». Edward Cronin había sido un Independiente y miembro de la congregación de York Street, pero en la misma época se hallaba bajo una influencia semejante a aquella que, lo puedo decir, era la que sentíamos todos nosotros. Tomamos la cena del Señor en una habitación privada con (me parece) otras tres personas, cuando yo estaba unido, todavía, a la Sandford Chapel y J.N. Darby

era todavía vicario en el condado de Wicklow. En el transcurso del verano de 1829 nuestra familia pasó una temporada en Kingstown y F. Hutchinson en Bray; nos vimos algunas veces para hablar de las cosas del Señor, pero no sé dónde se congregaba el domingo en ese momento. En cuanto a mí, yo seguía los servicios de la Iglesia escocesa de Kingstown, donde se recibía a todos los que eran considerados como nacidos de nuevo. Pero, al volver a Dublín, en noviembre de ese año, F. Hutchinson estaba completamente dispuesto a realizar la comunión en el nombre del Señor con todos aquellos, quienesquiera que fuesen, que Lo amaran con sinceridad; y, para ello, propuso un salón de su casa en Fitzwilliam Square. Nos reunimos, pues, pero sin la intención de impedir que quienquiera que fuese siguiera los servicios de las iglesias parroquiales o de capillas disidentes si así lo deseaba. F. Hutchinson prescribió también un cierto número de cosas, como las reuniones de oración, de canto y de enseñanza que debían tener lugar cada día entre nosotros. E. Cronin estaba enteramente dispuesto a ello; por mi parte, me uní a ellos, pero en ninguna manera, me parece, con la misma libertad y la misma decisión de espíritu. Muchos otros, también, se hallaron dispuestos a ello, y fue en ese momento cuando conocimos a W. Stokes. Continuamos así a partir de noviembre de 1829. Poco antes me había relacionado con J. Parnell, ahora lord Congleton, quien, durante ese mes de noviembre y en la primavera del año siguiente, se hallaba de vez en cuando en Dublín y muy a menudo entre nosotros. Se relacionó íntimamente con E. Cronin y, en el mes de mayo, a fin de dar a la Mesa del Señor entre nosotros un mayor carácter de testimonio, arrendó en Aungier Street una gran sala que pertenecía a un ebanista. La reunión fue transferida allí ese mismo mes. Esta circunstancia me preocupó aún más, porque el carácter público que tomaba la reunión era demasiado para mí e, instintivamente, yo me echaba atrás. F. Hutchinson, según recuerdo, también habría preferido continuar en su casa, en privado. En síntesis, creo no haberme unido a ellos durante dos o tres domingos y no estoy seguro de que él lo haya hecho, pero los demás estuvieron todos allí desde el principio: J. Parnell, W. Stokes, E. Cronin y algunas hermanas; poco tiempo después se les añadieron algunas personas más. En el transcurso del verano de 1831 se preparó el viaje misionero a Bagdad. A. Groves había ido ya hacía unos meses y E. Cronin, su hermana, como también J. Parnell y uno o dos más estaban deseosos de reunirse con él. Nos dejaron en septiembre, haciéndose a la vela rumbo a Francia y proponiéndose llegar a Bagdad a través del desierto de Siria. J. Hamilton, a quien algunos conocíamos desde hacía dos o tres años, era también de la partida. Como muchos otros, él estaba disconforme con el orden de cosas existente en las Iglesias y tenía un mismo pensamiento con todos nosotros. Había abandonado toda ocupación para unirse a la misión en Oriente y me agrada pensar que él también era una prueba de que el Espíritu de Dios soplaba en esos momentos, como lo he dicho, de una manera independiente en muchos lugares. Ellos partieron y nosotros continuamos en nuestro local de Aungier Street. Eran pobres recursos los nuestros, mi querido James, y en uno o dos casos tuvimos defecciones solemnes y terribles. No había más que poca energía espiritual y un muy pobre tesoro para un templo viviente. Pero, por la misericordia y los cuidados del Señor, estábamos muy unidos, progresando, así lo creo, en el conocimiento de su pensamiento. El orden que había sido instituido para el culto en Fitzwilliam Square desapareció progresivamente. En efecto, al principio la enseñanza y la exhortación eran consideradas como servicios accesibles a cada uno, mientras que la responsabilidad de la oración se hallaba limitada a dos o tres considerados como ancianos. Pero todo esto cedió gradualmente; pronto comprendimos que entre nosotros no debía haber cargo de anciano establecido ni oficialmente reconocido y todos los servicios tuvieron un carácter libre, ya que la presencia de Dios por el Espíritu fue más sencillamente creída y aprovechada. En el curso del año 1834 muchas personas fueron agregadas a nuestra reunión, y estando J.N. Darby en Dublín ese mismo año, se le planteó la disyuntiva de venir a Aungier Street para ayudarnos según la gracia que Dios le diera, o de ir a predicar al asilo de Leeson Street en respuesta a una invitación que se le había formulado; pero ya estaba separado de la Iglesia de Inglaterra. Ese mismo año y el siguiente visitó muchos lugares, entre otros Oxford, Plymouth, Cork y Limerick, predicando, doquier podía, la verdad que Dios le había comunicado por su Palabra; y mis recuerdos me permiten afirmar que halló. En todos esos lugares, nuevas pruebas del independiente trabajo del Espíritu de Dios —del cual he hablado— en los corazones y las conciencias de los santos. En Limerick y en Cork, donde predicó ocasionalmente en los púlpitos de la Iglesia establecida, encontró también cristianos en casas particulares, y su ministerio fue grandemente bendecido. Muchas almas fueron esclarecidas y reconfortadas de manera completamente nueva, y en cuanto a un orden de cosas al cual ellas habían sido extrañas hasta ese momento. Invitado a ir desde Wexford a Plymouth, hizo la misma experiencia, de modo que en esas ciudades, distante una de la otra, a las cuales nunca antes les había ocurrido que

sintieran una influencia común, la misma gracia de Dios fue magnificada; y se constituyeron en estos distintos lugares, entre los creyentes desalentados que buscaban socorro, pequeños grupos, felices, que tenían un buen comienzo.Hacia la misma época empezaron, en casa de lady Powerscourt, reuniones sobre temas proféticos. Esta señora había seguido la misma orientación que la de todos nosotros. Invitó a algunos de nosotros y también a hermanos de Inglaterra. Estos encuentros fueron para mí un gran socorro. En ese tiempo encontré por primera vez a G. Wigram, a Percy Hall y también a otros. Estas reuniones eran verdaderamente preciosas para el alma, y, noche tras noche, yo volvía a mi cuarto en Powerscourt House con el profundo sentimiento de mi poco desarrollo en Cristo en comparación con toda la gracia y toda la consagración que había podido comprobar a mi alrededor durante el día. Así transcurrieron esos días, mi querido James, y en Aungier Street proseguíamos nuestro camino; muchos hermanos y hermanas eran recibidos entre nosotros, de los cuales algunos todavía hoy forman parte de todos los que amamos y estimamos aquí en Brunswick Street. De vez en cuando recibíamos noticias de la misión que había partido para Bagdad; otras veces teníamos la visita de hermanos de Cork, de Limerick y de otras localidades en las que la misma influencia había sido sentida en esa época. Quisiera, sin embargo, mencionar especialmente al querido y venerado J. Mahon como otra prueba de la independiente acción del Espíritu de Dios de la cual ya he hablado. Recuerdo que en 1828 E. Cronin le hizo una visita en Ennis; y cuando volvió a Dublín, me habló de Mahon, y tengo razón para creer que aun antes de que la Mesa del Señor fuera dispuesta en la casa de F. Hutchinson, el partimiento del pan había sido realizado en algún lugar en la ciudad de Ennis, por medio de un miembro de la familia de J. Mahon, si no por él mismo. Esto se realizó absolutamente sin ninguna relación con la obra que había tenido lugar entre nosotros y sucedió lo mismo en Inglaterra, de lo cual puedo proporcionarle la prueba. Al haber tenido yo ocasión de visitar el Somerset en 1831 - 1832, me hallaba en la casa de sir E. Denny, quien me pidió que le diera una idea acerca de los principios de los «hermanos». Estábamos sentados junto al hogar, hallándose presente la hija de un eclesiástico. Mientras yo exponía nuestras opiniones, ella me dijo que eran las suyas desde hacía un año y que no estaba enterada de que alguien más las tuviera fuera de ella. Por otra parte, hallándome poco después, un querido hermano, que ahora está con el Señor, me dijo que él, su mujer y su suegra se reunían según la sencilla manera de los «hermanos», aun antes de haber oído hablar de ellos. Ese hermano, como así también la dama mencionada en casa de sir E. Denny, estuvieron en plena comunión con nosotros tan pronto como la ocasión se les presentó; y ella lo está hasta hoy en el condado de Down. Me agrada recordar estas circunstancias porque ellas confirman que la mano del Señor actuaba de una manera independiente, con el fin de suscitar otro testimonio en medio de sus santos. Estoy persuadido de tener allí una prueba importante de esta independiente energía del Espíritu Santo. Mencionaré todavía un ejemplo entre otros más próximos a mi casa: el querido Groves volvió a Irlanda después de una ausencia de dos o tres años, y recuerdo bien que él nos informó de un movimiento muy notable en el sur de la India, el cual denotaba un espíritu completamente en armonía con el que nos había conducido a nuestra posición en Inglaterra e Irlanda. Año tras año, los hermanos ingleses visitaban a Irlanda; no sólo a Dublín, sino también a otras localidades del país. Entre ellos se hallaba J. Harris, anteriormente clérigo cerca de Plymouth. G. Wigram permaneció mucho tiempo en Cork, mientras J. N. Darby viajaba continuamente de un país a otro, estando a veces con nosotros en Dublín, pero más generalmente en Plymouth o en Cork. Al multiplicarse las reuniones en Inglaterra, éstas terminaron por ser conocidas con el nombre de «hermanos de Plymouth» (Plymouth Brethren), mientras que en Irlanda se nos llamó «Darbystas». Yo no sé si debo proseguir mi relato, querido James, ya que usted desea, sobre todo, conocer los principios del movimiento. Por otra parte, no puedo dudar de que un nuevo designio de Dios y una nueva acción del Espíritu Santo se hayan manifestado en el llamamiento de los «hermanos», aunque en el curso del período cristiano se hayan producido, en diferentes épocas, movimientos que, con caracteres variados, hayan tenido un espíritu análogo. El cristianismo implica casi una cosa semejante, hasta la hace necesaria, porque no es un sistema de ordenanzas ligado a la tierra o a carne y sangre, como lo estaba Israel en el antiguo orden de cosas. El llamamiento de la Iglesia la coloca aparte del mundo para servir en la luz y el poder del Espíritu Santo y para mantener, en una gracia espiritual viva, un testimonio acerca de un Jesús rechazado por el mundo y glorificado en el cielo. Todo en nosotros y a nuestro alrededor es contrario a ello. Semejante llamamiento no puede ser sostenido, semejante dispensación no puede ser mantenida sino por la gracia del Espíritu que obre sin intermediarios en vasos elegidos, llenándolos con la verdad recibida en su frescor y comprendida con inteligencia. Ningún servicio preparado de antemano, ninguna serie de ordenanzas carnales puede, en manera alguna, responder a este objetivo; ningún ministerio transmisible o susceptible de interrupción puede, de ninguna manera,

hacer frente a esos deberes ni cumplirlos, ya que ninguna autoridad le es reconocida. Existe siempre en el hombre la tendencia a conformarse a la naturaleza pervertida y a las circunstancias de este mundo, tanto que, para mantener una cosa espiritual y viva, tal como lo es la Iglesia, el medio natural, el medio necesario —puesta aparte la soberanía de Dios— es un nuevo despliegue de luz y de potencia para revivificarla en repetidas ocasiones; por eso puede haber todavía un testimonio del poder de Dios y prosiguen los caminos y los servicios de una “casa viva” para que el pabilo no se apague. Cada uno de semejantes despertares puede tener un carácter particular; no obstante, al participar de un mismo Espíritu, todos juntos dan testimonio de que se trata de la obra del mismo Espíritu Santo. Siempre se reconoció que la Reforma estuvo caracterizada por un claro y ferviente testimonio de la justificación por la fe. La verdad misma era necesaria entonces para liberar almas que habían sido mantenidas en cautiverio durante largo tiempo. Otros despertares tuvieron igualmente su propio carácter; y, así hayan sido registrados por la historia o no, la fe los ha reconocido y las almas de los elegidos fueron edificadas y hechas capaces de agradecer a Dios. No dudo de que la obra de Dios realizada por los «hermanos» y con ellos, haya tenido su objetivo particular. Éste es, indiscutiblemente, la separación entre la Iglesia y el mundo, un claro testimonio dado a su llamamiento celestial y a su dignidad particular. Como también la afirmación de la preciosa verdad de que nada tiene más valor que la casa de Dios, aunque se halle en ruinas; eso es lo que ha sido reconocido y comprobado como lo que responde al sentido mismo de la economía cristiana. Por otra parte, los hermanos han contribuido a poner de relieve la verdad de la segunda venida del Señor y su reinado milenario, vuelta así a la luz. Lo hicieron con la inteligencia de las verdades celestiales vinculadas con este gran misterio, en conformidad con su posición separada y celestial. Porque se puede notar perfectamente que ciertas verdades proféticas se hallan en contradicción con todo sistema religioso vinculado con el mundo. Querido James, hice lo que usted me pidió, de una manera muy sencilla y tal como ello se presentó a mi mente. No quiero hablar de lo que siguió a este llamamiento de los hermanos; sería doloroso y sin utilidad. El actual estado de declinación, en el cual nos hallamos, es suficiente para recordarnos las muchas causas secretas de humillación que cada uno de nosotros conoce bien. Pero, “cuando Él da tranquilidad, ¿quién turbará?” ¡Ojalá podamos hacer esa feliz experiencia de una manera más abundante y profunda! J.G.B. Algunos documentos relacionados con los principios de los «hermanos» (continuación) CARTA DEL DR. EDWARD CRONIN (DE JULIO DE 1871) ...Como tengo un recuerdo bien definido de cosas que precedieron a todo lo que nuestro muy amado hermano J.G. Bellett escribió, concerniente a los caminos de Dios para con nosotros al principio de este movimiento, desearía agregar algunas observaciones. Yo había sido enviado del sur de Irlanda a Dublín, a causa de mi salud. Yo era un disidente (Independiente) y todos los cuerpos religiosos disidentes de Dublín recibían en comunión a cualquier cristiano que se hallase de paso. Esta libertad me fue concedida hasta que se me consideró como residente; entonces me informaron que no me sería permitido participar de la Cena con ninguna de esas asambleas si no me hacía admitir como miembro regular de una de ellas. Ello provocó que yo permaneciera separado varios meses, y luego, sintiendo que me era imposible asistir a sus reuniones porque el ministerio exclusivo de un solo hombre me parecía cada vez más inadmisible, fui acusado de irreligioso y anticristiano. Ése fue un tiempo de profundos ejercicios de corazón, y el hecho de tener que separarme de muchos de aquellos a quienes yo amaba en el Señor me afectó profundamente. Para evitar cualquier apariencia de mal, pasé más de un domingo de mañana sentado bajo un árbol o junto a una parva de heno, a la hora del culto. Luego de que el Reverendo W. Cooper, el pastor, me hubo denunciado por mi nombre públicamente, uno de sus diáconos, E. Wilson, se sintió constreñido a protestar y, poco tiempo después, a presentar su dimisión. Así separados de las sectas, nos reencontramos los dos en su casa para partir el pan y orar juntos, hasta que él partió para Inglaterra. Pero no fui dejado solo. Las dos señoritas Drury, mis primas, también fueron conducidas a abandonar la capilla del Reverendo Cooper, lo mismo que el señor Tims, un librero, quienes se reunieron en la antesala de mi casa en Lower Pembroke Street. Esto no tardó en divulgarse y, uno tras otro, varios fueron convencidos por la misma verdad, la de la unidad del cuerpo. La presencia del Espíritu Santo nos apareció como una verdad muy clara. Entonces nos encontró el señor Hutchinson y puso a nuestra disposición su amplio departamento en Fitzwilliam Square. En esa época, J.G. Bellett y J.N. Darby se hallaban bastante afectados por el estado general del mundo religioso, pero aún no estaban dispuestos a separarse completamente y miraban

nuestro movimiento con alguna suspicacia. Ellos estimaban que podían concurrir aún a la Iglesia anglicana y oficiar en ella, como asimismo asistir ocasionalmente a nuestra pequeña asamblea. Hermanos de toda condición venían a unirse a nosotros, de manera que no tardó en hacerse sentir la necesidad de un local más adaptado a nuestras reuniones que la casa de Fitzwilliam Square. Ello nos condujo a arrendar un gran salón de ventas en Aungier Street para reunirnos los domingos. ¡Qué recuerdos benditos tengo de esos sábados por la tarde cuando, con J. Parnell (lord Congleton), W. Stokes y otros, colocábamos los muebles a un lado y poníamos una sencilla mesa con el pan y el vino para el día del Señor! Momentos de dicha inolvidables, porque sabíamos que teníamos la autorización y la aprobación del Maestro en ese testimonio. Hacia esa época también tuvimos la visita de G.V. Wigram, quien venía de Inglaterra con el propósito de unirse a la misión que se preparaba para ir a Bagdad. A partir de ese momento y hasta mi partida de Dublín, en 1836, cristianos evangélicos vinieron continuamente a añadirse a nosotros; sin embargo, estábamos poco conscientes del verdadero carácter del movimiento que Dios operaba. La primera y más chocante de las cosas contra las cuales reaccionábamos era esa «pertenencia particular» (special membership) a un grupo definido, como dicen los disidentes, de modo que nuestra reunión, al principio, era realmente considerada como una pequeña compañía de Evangélicos disconformes. Nos sentíamos libres, hasta entonces y durante mucho tiempo después, para hacer arreglos entre nosotros en cuanto a quién distribuiría la Cena y quién cumpliría otros servicios en la asamblea. Por otra parte, fuera por ignorancia, fuera por indiferencia, éramos negligentes en cuanto a la conciencia y en cuanto al deber de cuidar los unos de los otros. Siento tanto más la necesidad de hacer esta observación por cuanto algunos hermanos del comienzo —ahora separados de nosotros— nos acusan de haber abandonado los primeros principios; pero estoy convencido de que tanto entonces como hoy no hubiéramos tolerado la falsa doctrina. El motivo por el cual muchos que nos amaban nunca se unieron a nosotros era nuestra firme ortodoxia en cuanto al misterio de la Deidad y la doctrina de la gracia y de la piedad. Deseo hacer notar aquí uno de los caracteres de los designios de Dios en los principios de este movimiento, a saber, que el mismo se realizó en y por medio de personas muy humildes, que vivían en lugares alejados entre sí y que tenían condiciones diversas; pero la misma gracia y la misma verdad de Dios permanecían en nosotros y, por poca que haya sido la inteligencia que teníamos, como ya lo he dicho, esa gracia y esa verdad nos condujeron por caminos más o menos conformes al pensamiento de Dios. Es interesante notar que hermanos calificados y honrados como J.N. Darby, J.G. Bellett y G.V. Wigram no constituyeran el embrión de este movimiento, aun cuando Dios los empleó, y los emplea todavía, para desarrollar, según la inteligencia divina, principios como aquellos que se relacionan con la asamblea, etc. Me he repetido algo sobre este punto, en razón de la acusación a la que aludí más arriba, mientras que los propósitos de Dios para con nosotros tenían y tienen por objeto desarrollar gradualmente en nosotros el conocimiento de la verdad en detalles prácticos variados. De modo que lo que, en el principio, no era mayor que una mano de hombre, cuando éramos poco numerosos, débiles e insuficientes en conocimiento, vino a ser bastante grande como para responder a las necesidades espirituales de millares reunidos según los mismos principios, para alabanza y gloria de Su gracia. E.C. ALGUNOS RECUERDOS DE J.B. STONEY QUE DATAN DE 1871 Conocí a los «hermanos» en 1833. Tenía yo un gran deseo de servir al Señor; había sido convertido por Cristo dos años antes, a los 17 años, cuando, afectado por el cólera, estaba en peligro de muerte. Renuncié a mis estudios de abogado y me puse a estudiar para entrar en alguna orden religiosa, persuadido de que era la única manera de servir al Señor. Fui llevado a Aungier Street por mi compañero de cuarto del Trinity College, de la Universidad de Dublín, a la cual yo había ingresado precozmente a la edad de 15 años, en 1829, logrando éxitos notables; era un tal señor Clarke, quien seguía regularmente esas reuniones (después se inclinó por el irvingismo). Yo iba a esas reuniones con no poca desconfianza, pero terminé por sentir un vivo interés por lo que se enseñaba. Recuerdo particularmente al señor Darby mientras hablaba sobre la expresión “nos hizo aceptos en el Amado”, y al señor Bellett cuando comentaba Marcos 7. Pero yo no tenía intención de unirme a ellos. Esperaba grandes cosas del señor Irving, y el señor Bellett trajo una vez a mi pieza del Colegio a B. Newton para desengañarme del irvingismo. Yo iba asiduamente a escuchar a J.N. Darby y, finalmente, le oí hablar sobre Josué 7: “Levántate; ¿por qué te postras así sobre tu rostro?, santifica al pueblo”, etc. ¡En primer lugar purificarse del mal! ¡Dios no puede estar con nosotros mientras no estemos separados del mal! Me sentí destrozado. Por primera vez, me di cuenta del inmenso paso que representaba, para ese humilde núcleo de Aungier Street, la ruptura con el orden eclesiástico establecido. Esto sucedía en junio de 1834. Le pedí al señor Darby que me permitiera asistir a las reuniones hasta que yo viera más claramente, porque no estaba del todo seguro de que él tuviera razón; pero, por lo menos, yo

estaba convencido de que la Iglesia de Inglaterra estaba equivocada. En esa época, el señor Stokes tenía la costumbre de leer regularmente alguna porción de la Escritura cada domingo, y en Plymouth, donde yo me hallaba en 1838, se tenía la costumbre de designar de antemano quién partiría el pan y actuaría oficialmente. En septiembre de 1833 asistí a las reuniones organizadas en casa de lady Powerscourt. El señor John Synge presidía, llamando a cada uno a hablar a su turno sobre un tema dado. El señor Darby hablaba en último lugar, a menudo durante horas, acerca de lo que había sido dicho precedentemente. El señor Wigram estaba sentado a su lado; el capitán Hall, el señor G. Curzon, sir Alex Campbell, el señor Bellett, el señor T. Maunsell, el señor Mahon y el señor E. Synge estaban presentes, como también clérigos e irvingistas. Yo me sentía particularmente impresionado por las reuniones de oración que tenían lugar a las siete de la mañana. Cada uno oraba pidiendo a Dios que nos otorgara su luz y la gracia de actuar en consecuencia. Cuando finalmente dejé la Iglesia establecida, ello suscitó animosidad contra J.N. Darby, pues otras separaciones se producían en la misma época en Oxford; a tal punto que, habiendo pedido al señor Darby que tuviéramos una reunión en mi habitación en el Colegio, se me notificó que las autoridades del mismo habían decidido quitármela... J.B.S. (1814-1897). NOTAS DE J.N.D. (1868) RESPECTO A UN ARTÍCULO SOBRE LOS «HERMANOS DE PLYMOUTH» APARECIDO EN LA «Appleton’s American Encyclopedia» Fue en Dublín, Irlanda, donde comenzamos a reunirnos hacia los años 1827-1828... Yo había hallado la paz para mi propia alma al descubrir mi unión con Cristo y el hecho de que mi posición ante Dios no era ya “en la carne” sino que yo estaba “en Cristo”, hecho agradable en el Amado y “sentado en lugares celestiales en Él”. Desde ese momento fui llevado directamente a comprender lo que era la verdadera Iglesia de Dios, compuesta por todos aquellos que están unidos a Cristo en los cielos y en seguida comprendí que esta posición no correspondía al conjunto de la Iglesia establecida. El manifiesto que publiqué entonces no era un ataque contra nada ni nadie, sino que trataba de la unidad de la Iglesia de Dios. Por más que yo buscaba a mí alrededor tratando de descubrir esa unidad, no la hallaba en ninguna parte; si yo me unía a un grupo de cristianos, resultaba que no pertenecía a otro. La Iglesia, la Iglesia de Dios, estaba dividida y sus miembros dispersados entre los diversos cuerpos que se habían formado a su vez. Sin embargo, yo sabía por la Palabra que la calidad de miembro no significaba que uno lo fuera de una asociación voluntaria en la tierra, sino miembro de Cristo: una mano, un pie, etc... Y así como el Espíritu Santo formó un solo cuerpo cuando descendió el día de Pentecostés (1.ª Corintios 12), el ministerio estaba constituido por aquellos a quienes Él calificaba para tal o cual servicio, como asimismo se ve en Efesios 4 y en 1.ª Pedro 4:10. En la misma época, Hechos 2 y 4 me hicieron sentir cuán terriblemente nos habíamos alejado, todos nosotros, del verdadero efecto de Su presencia. Sin embargo, yo sabía también por la Palabra que, doquier dos o tres se hallaran reunidos al nombre de Cristo, él estaría en medio de ellos, de modo que actué según esta promesa con otros tres hermanos y la esposa de uno de ellos. Pero mi pensamiento nunca fue más allá del deseo de responder a las necesidades de nuestras conciencias y de nuestros corazones según la Palabra. Dios cumplía una obra de la cual, por mi parte, no tenía ninguna idea y que se extendió por el mundo entero. Incluso en Plymouth esta obra no empezó antes de 1832, y fui allí a pedido del señor Newton, entonces estudiante superior en el Colegio Exeter, de Oxford. El número de los congregados en Plymouth nunca fue superior a 700. En Londres, el movimiento empezó casi en el mismo momento por medio de alguien a quien encontré en Oxford. No fue, en manera alguna, una ola de oposición particular la que me llevó a Suiza en 1837, sino un informe de un hermano que había ido allá y había comprobado que existían en ese país reuniones semejantes a las nuestras. Efectivamente, la forma de ellas era semejante en muchos aspectos, pero en realidad constituían Iglesias disidentes —como se las llama en Europa—, cada una con sus propios miembros. Fue allí donde empecé a trabajar; luego lo hice en Francia, también en Alemania —donde la obra ya había comenzado por intermedio de otra persona— y luego en Holanda. En estos últimos países la obra se extendió mucho más de lo que la Appleton’s American Encyclopedia lo supone, pues recientemente hubo aun en el norte de Alemania una muy grande bendición. La venida del Señor es otra verdad que se impuso a mi espíritu según la Palabra, y al mismo tiempo pensé que, como yo estaba sentado en lugares celestiales en Cristo, la única cosa que me quedaba por esperar era sentarme en los lugares celestiales con él. El capítulo 32 de Isaías me instruyó en cuanto a las consecuencias terrenales de la misma verdad, aunque ahora otros pasajes me parecen más llamativos; sin embargo, yo veía en ese capítulo un cambio evidente de dispensación cuando el Espíritu sea derramado sobre la nación judía y un Rey reine en justicia.

Me contento con precisar los hechos y las fechas tal como el artículo los presenta. El señor Newton permaneció como estudiante superior de Exeter aun después de nuestro encuentro en Plymouth. Ahora tiene su propia capilla en Londres y no tiene nada que ver con los «hermanos». Estuvo con los hermanos, pero desde hace años puso de lado los principios que éstos guardan y a partir de 1845 no tuvo ninguna relación con ellos. En 1846, su enseñanza respecto de la relación del Señor Jesús con Dios vino a ser motivo de una separación total. El señor Müller se vinculaba a una Iglesia bautista de obediencia estrecha; cuando el movimiento de los hermanos empezó a extenderse en Brístol, abandonó esa Iglesia y adoptó, en cierta medida, la forma de los «hermanos». Esta forma fue aplicada a sus reuniones, en mi opinión sin discernimiento, aunque con la mejor intención. A partir de 1848 el señor Müller volvió, no a los principios de los Bautistas estrechos sino a los de los Bautistas abiertos, y su Iglesia, con formas ligeramente modificadas, es en realidad una Iglesia disidente. ...Jamás existió entre nosotros un seminario para formar misioneros. En Lausana tuve conmigo una docena de jóvenes durante un año; estuve allí a su pedido, estudiando la Palabra con ellos y a veces con algunos otros en diferente ocasión. La mayor parte de ellos trabajan ahora como evangelistas en Francia y uno o dos en Suiza desde hace unos cuantos años, y ello con muchas bendiciones. ... Lo que considero esencial para los hermanos es la experiencia de la presencia del Espíritu Santo en la tierra, descendido el día de Pentecostés para constituir a los santos en un solo Cuerpo; e igualmente según la Palabra, esperamos del cielo al Hijo de Dios. El artículo ya precisa que insistimos sobre las grandes doctrinas fundamentales del cristianismo; no necesito agregar más, con excepción de la plena certidumbre de fe que estimo que es el único estado cristiano normal: el espíritu de adopción J.N.D. DOS CARTAS DE J.N.D. EN LOS PRIMEROS TIEMPOS DE LA OBRA EN IRLANDA Granard (Irlanda), 15 de octubre de 1832. Querido...: A raíz de diversas circunstancias nos hemos visto tan poco cuando estuve en Plymouth que esto me da la ocasión de escribirle, aunque para hacerlo le robo veinte minutos al trabajo de las reuniones de este día. También siento la necesidad de expresar algunas palabras acerca de mis muy queridos hermanos de Plymouth y de expresarles mi amor. Siento que el Señor estuvo con nosotros de una manera llena de gracia, no que haya dejado de estarlo sin cesar, pues su presencia es siempre una bendición, sino que nuestros corazones, por torpeza, no experimentan esa presencia. Él mismo reprimió la actividad de la carne en nuestras reuniones, produjo la unanimidad de apreciaciones y manifestó el poder de su Espíritu abriendo nuestros entendimientos que visiblemente estaban cerrados desde hacía tan largo tiempo, lo que para mí es completamente maravilloso. De hecho, las verdades por las cuales he trabajado estos últimos años, con sufrimiento (en parte, lo debo decir, por mi propia falta), resplandecen ahora en este país, al punto que yo creería no haber venido acá desde hace años: tan grande es el número de hermanos venidos de diversos lugares. Aunque, comparativamente, todo se halla por hacer, por la fuerza de las cosas que imperan estamos como en un país que requiere de la obra misionera; el estado de cosas es completamente distinto del de Inglaterra. Me sería imposible remitirle un bosquejo de nuestras reuniones aquí dado lo inmenso de sus temas; inmensidad no en relación con la Escritura, porque, en verdad, ésta manifestó nuestra ignorancia, sino en relación con nuestros pensamientos individuales. Consideramos importantes revelaciones de la Palabra concernientes al hombre de pecado, su espíritu de seducción y su poder, luego el poder y la operación de Satanás, la obra del Espíritu Santo y la oposición del uno contra el otro; a continuación los juicios del Señor en relación con nuestras perspectivas presentes. Todo ello fue sacado a luz con el mayor provecho (al menos eso es lo que sentí) y ello fue para mí la parte más interesante de nuestros estudios. Me llamó la atención la manera en que la fe estaba mezclada en todo lo que la Palabra nos presentaba sobre aquellos temas. Hubo una notable y casi general dependencia del Espíritu, lo que, según me parece, dio un carácter particular a lo que fue presentado, de modo que la mano del Señor era manifiesta. Algunos de los que nos conocíamos más íntimamente, tuvimos momentos de oración en común, por la mañana y por la tarde, lo que nos fue de gran ayuda... Pienso también que nos fueron dadas nuevas luces, aunque no tan vivaces, sobre Daniel, el Apocalipsis y otros libros de las Escrituras. Habría querido que usted hubiera estado con nosotros; estoy seguro de que habría disfrutado esas reuniones. El Señor ha desplegado abundantemente su gracia para con ustedes, en Plymouth. Pido a Dios que los guarde de todo lo que no coopera con su gran amor y la pura espera de su retorno. Estoy extremadamente ejercitado a este respecto. Tengo confianza de que Dios se valdrá del querido H. para guardarlos a ustedes en toda amplitud de corazón, porque sé que él lo desea ardientemente. Usted mismo,

querido hermano, como también todos los que se congregan con ustedes y los que los visitan, deben asegurarse de que ninguna raíz de amargura brote entre ustedes, y que ninguno, de manera alguna, se prive de la gracia de Dios. Allí está el verdadero secreto del mantenimiento del buen orden en la asamblea: en una perfecta amplitud de corazón... Confío en que los jóvenes de la grey marchen bien y sean alentados al sentir la consideración con que son tratados a causa de su juventud, a fin de que para ellos no haya ninguna ocasión de caída... Espero que, con dulzura y amor, los jóvenes estén deseosos de aprender y prontos para recibir del Señor lo que él juzgue bueno brindarles. Y, querido hermano, ¿trabaja usted por las pobres almas de K. Street, y vela por ellas? Siento una gran solicitud por ellas y deseo que caminen según el amor mutuo. ... Me he visto impedido de seguir mi viaje, y ahora le escribo desde lo más lejano del Westmeath. Realizo una importante gira de predicaciones, en la que tratamos de llevar la verdad misionera, y espero, además, poder despertar una gran parte de esta región. Esta obra es importante por el hecho de que introduce la predicación prescindiendo del clero y hace de esta región un campo misionero. Día a día siento más la necesidad de atender estas comarcas para que aquello que requiere el servicio del Señor sea realizado allí en toda la medida de lo posible. Me apoyo en la libertad y el poder del Espíritu de Dios. Creo que me veré retenido algún tiempo aquí, así que espero que a mi regreso a Plymouth pueda demostrarle que no he sido perezoso. Mi actual gira abarca el Meath, Enniskillen, Armagh, Trim (no sé si en algún mapa encontrará usted estas localidades), y dos o tres localidades más por día, de modo que podré indagar sus necesidades y predicar por espacio de quince días. Naturalmente que hay dificultades y no sé si tengo la disposición necesaria para cumplir un trabajo semejante, pero podré dar informaciones útiles a los que vengan después. En suma, tengo motivos para estar agradecido de hallarme en esta región. Creo que es bueno para Plymouth que yo esté alejado de allí por un tiempo, pero deseo ardientemente que la bendición de ellos sea plena. No me sentiré feliz de estar lejos si no recibo noticias que, así lo espero con confianza, sean placenteras. Le ruego que me dé noticias pronto, y no se inquiete si usted no las recibe de mi parte. Escríbame a Limerick. Transmita mis recuerdos a todos los hermanos. Su afectísimo en el Señor, J.N.D LIMERICK, 1833 Mi querido hermano: Tenía, desde hace cierto tiempo, la intención de escribirle... Como yo trabajaba y viajaba a la vez, aplazaba de día en día el hacerlo, y probablemente tampoco lo hubiera hecho hoy si no hubiera perdido la diligencia en la que debía hacer la prevista primera etapa de mi viaje a Plymouth. Estoy seguro de que esto me viene bien, porque en verdad estaba completamente agotado y, además, ello me dio ocasión para visitar aquí a algunas personas a las que, de lo contrario, habría tenido que dejar de lado. El Señor abrió la puerta de este modo inesperado y me franqueó el camino aquí de tal manera que me fue difícil marcharme. Sin embargo, yo había estimado mejor aplazar la obra aquí hasta una ocasión ulterior y dejar de lado, por el momento, el pueblo de Mayo, a fin de poder llegar a Plymouth. Dios mediante, pues, saldré mañana en esa dirección, aunque haciendo algunos desvíos. Pienso que su dicha y su buen estado me darán gran descanso en Plymouth, pues no dudo de que sinceramente podré regocijarme de ello cuando llegue allí. Hoy estoy a punto de caer de fatiga. Creo que el Señor ha llamado a muchos de los suyos aquí a una sentida consagración, mucho más afectuosa y bendecida que antes. Tuvimos también reuniones con católicos romanos, con un éxito muy alentador, como así también con protestantes que trabajan entre los pobres. De otro modo, esta ciudad estaría, en su conjunto, totalmente muerta. Tengo confianza en que un buen número de pobladores haya sido despertado, que el regreso del Señor sea ahora esperado por muchos y que otros hayan hallado la paz. Tenemos también muy buenas reuniones de estudio de la Palabra, a las que asisten eclesiásticos que sostienen la verdad; ellos están completamente mezclados con los asistentes y cada uno tiene la libertad de hablar. En esas reuniones se tratan sobre todo, naturalmente, principios elementales de la verdad, pero creo que han sido tratados a fondo y de manera práctica. Una circunstancia notable se produjo el otro día: una joven y amada hermana, quien me había sido de gran ayuda para organizar estas reuniones, fue súbitamente recogida junto al Señor. Hacía apenas un año que había sido convertida y desde entonces había dado un testimonio muy firme; la gente de Limerick se sintió muy conmovida y tengo confianza en que esa partida se convertirá en bendición para muchos. Toda la familia, que ocupa aquí un rango elevado, era absolutamente mundana hasta el año pasado y esta joven y su hermana se hallaban a la cabeza de todas las diversiones. Se ha formado una pequeña asamblea, o más bien un grupo se congrega como en Plymouth para el partimiento del pan y, aunque con gran debilidad, son, según creo, abundantemente bendecidos.

Yo pensaba escribirle a usted durante el tiempo en que teníamos nuestra reunión en Powerscourt, la que tomó un carácter muy marcado y decidido; el bien y el mal se opusieron firmemente, pero el Señor tenía las riendas. Empero, yo supongo que X le habrá puesto al corriente de todo y que usted habrá oído hablar de ello a lady Powerscourt. Me parece haber vivido dos años desde que vine a Irlanda y vi allí la obra del Señor; me doy cuenta de que la vida vale la pena de ser vivida sólo por esta obra. Casi siempre el Señor me hizo trabajar en algo distinto de lo que yo me había propuesto, y él me coloca en situaciones que yo no habría buscado. Así sucedió con la obra aquí, y no me sorprende... Yo pensaba encontrar aquí o allá algunas ovejas a las cuales poder hablar del amor de Cristo; pero tal vez no fui considerado digno para este trabajo; porque hubiera sido mucho más agradable que el de un hombre de debate, llamado a entablar sin resultado todas estas discusiones acerca de la verdad. Ojalá que otros obreros encuentren el camino abierto para seguir adelante; es todo lo que deseo. Que la gracia sea con usted, querido hermano... J.N.D. CARTA DE LOS HERMANOS DE LA «IGLESIA DEL BOURG DE FOUR» A SUS PASTORES A los señores Guers, Lhuillier, Empaytaz. Queridos hermanos y amados pastores: Al contestar a la exposición de principios que habéis tenido a bien mandarnos, deseamos aseguraros que hemos recibido con acciones de gracias a nuestro Dios y Padre y como provenientes de su bondad, todos los dones que él os ha repartido. Le pedimos insistentemente que, según Su sabiduría y Su bondad para con sus hijos, en las que descansamos, haga crecer estos dones de día en día. Lo único que tenemos que decir a este respecto, es rogaros que os consagréis más al ejercicio de esos dones, como lo leemos en los Hechos 6:4: Perseverar en la oración y el ministerio de la Palabra. Creemos que la carga de todos los asuntos de la Iglesia que pesa enteramente sobre vosotros, os ha estorbado a ese respecto. Además, estimados pastores, a la par de tener la absoluta convicción de que vuestros deseos e intenciones han sido buenos y que tal vez una culpable negligencia de nuestra parte contribuyó a ello, creemos que la libre acción del Espíritu Santo ha sido entorpecida en la Iglesia. No buscamos en manera alguna —pues sería estorbar nuestra propia felicidad, y Dios nos guarde de ello— poner trabas a la libre acción del Espíritu Santo en nuestros pastores y, por ellos, en medio de la Iglesia. Pero deseamos también que su libre acción en la Iglesia no sea impedida, ni reprimida, ni entorpecida, sino que se manifieste en ella y reine libremente, obrando, sea en los pastores o en otros hermanos, según su santo poder y la segura Palabra de nuestro Dios. Que la Iglesia, incluidos los pastores con todas sus luces y sus experiencias, actúe en todos los asuntos que son necesarios para su bienestar, según sus dones respectivos. Creemos que esto ha sido impedido, y es lo que reclamamos. Sobre este principio deseamos actuar en adelante y que vosotros también actuéis, para que el amor y la confianza —en una palabra, el Espíritu de nuestro Dios— reinen y obren libremente en medio de nosotros, sus pobres hijos. No pensamos confiar en nosotros mismos ni en el hombre, quienquiera que sea. No tenemos confianza sino en la libre acción del Espíritu Santo, y habiendo consultado la santa Palabra, creemos que lo que decimos es según esta Palabra. Demos, pues, plena libertad a la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y todo irá bien; y si la carne actúa en quienquiera que sea, que él sea juzgado como quien actúa según la carne. He aquí lo que sentimos y contestamos a vuestra exposición de principios. Hay muchas cuestiones sobre las cuales hemos deseado enseñanzas bíblicas más amplias y más seguidas, merced a las cuales deseamos, en consecuencia, ahondar todavía más en esta Palabra. Con este fin hemos proseguido nuestras reuniones, para que, si estos asuntos han de ser tema de discusiones en la Iglesia, podamos ser más capaces de juzgar y pronunciarnos sobre ellos según la Palabra de Dios. Por el momento, deseamos solamente comunicaros nuestros deseos sobre cosas que nos parecen vinculadas a la paz y la felicidad de la Iglesia. Ginebra, otoño de 1837 CONCLUSIÓN DEL ESCRITO TITULADO: BREVE ANÁLISIS DE DIVERSOS PRINCIPIOS ECLESIÁSTICOS Y EXAMEN DE LOS FUNDAMENTOS SOBRE LOS CUALES SE QUIEREN ASENTAR LAS INSTITUCIONES DE LA IGLESIA DE DIOS EN LA TIERRA. RESPUESTA A VARIOS ESCRITOS (Ginebra, 1848, 155 páginas)

...Vosotros, cristianos, que tomáis la Palabra por guía, por consejo, que halláis en ella un precioso don de Dios y una luz perfecta para toda circunstancia, no os desalentéis. Si encontráis oposición y si el número de personas que quieren seguir esa senda es pequeño, no os extrañéis: “No es de todos la fe” (2.ª Tesalonicenses 3:2). En el camino donde hay fe ¡cuántas cosas tienden a oscurecer la vida espiritual, a impedir que la mirada sea límpida, a hacernos decir: “Señor, déjame que primero vaya...”! (Lucas 9:59). Pero la fe es siempre bendecida. La mirada límpida siempre disfruta de la suave y preciosa luz de Dios. La Palabra basta para hacer a todo hombre cumplido; basta no sólo para salvarle sino también para hacerle sabio para salvación y, además, para hacerle cabal y preparado para toda buena obra. Quienesquiera que seáis, queridos y amados hermanos, confiaos a esta Palabra. Acordaos solamente que, para aprovecharla, necesitáis el socorro y la instrucción del Dios vivo. No sabréis aprehender la gracia y la verdad, ni serviros de ella, a menos que el Espíritu de Dios os instruya. Todo el lenguaje, todas las ideas de la fe, de la vida cristiana, se hallan en ella; pero tenéis los cuidados de un Señor vivo y divino. Esta Palabra es la espada del Espíritu. Por otra parte, cualesquiera que sean las formas y las maneras de la piedad que se hallan en ellos y el celo que los conduce, veréis que aquellos que se oponen a un caminar que reclama la Palabra de Dios como autoridad en todas las cosas, dejan de lado o rechazan y no entienden las verdades siguientes: En primer lugar, la doctrina de la Iglesia, cuerpo de Cristo, una en la tierra, Esposa del Cordero. En segundo lugar, la presencia y el poder del Espíritu de Dios, obrando en los hijos de Dios y dirigiéndolos. Especialmente la presencia del Espíritu Santo en el cuerpo, la Iglesia aquí abajo, obrando en él y dirigiéndolo, como asimismo a todos sus miembros, en el nombre de Aquel que es la Cabeza de dicho cuerpo. En tercer lugar, la autoridad y la suficiencia de la Palabra de Dios. Estos cristianos eluden, de una u otra forma, la autoridad de la Palabra de Dios. Como protestantes, la admiten; pero, como creyentes, como miembros de la Iglesia y como discípulos se sustraen de ella; y lo que ellos organizan no proviene, en ninguna manera, de esa Palabra, así como nos lo prueba la «Constitución de la Iglesia libre del cantón de Vaud». Vosotros veréis también que, en general, entre los cristianos de los que hablamos, el clero reemplaza al culto. Hay, es cierto, algún cambio y algún progreso respecto a este último. El Espíritu de Dios produce necesidades, pero nunca habrá una respuesta verdadera y bendecida a estas necesidades a menos que se admitan con fe los principios recordados anteriormente. Para vosotros, hermanos que habéis comprendido estas cosas, agregaré una advertencia. Se pueden poseer estos preciosos conocimientos para andar con inteligencia delante de Dios (Efesios 5:15), pero se los puede poseer, vanagloriarse de ellos, proclamarlos y, con todo ello, rechazar almas humildes, deseosas de andar con obediencia, y echarlas en manos de aquellos que no quieren que ellas anden según esos conocimientos. Es necesario que nosotros mismos marchemos con gravedad, con modestia, con el amor que produce la presencia de Dios. Esto supone la fe y la vida en el alma. Donde éstas se hallan, la bendición no falta para aquellos que caminan así. Sin que ello signifique justificar la incredulidad o la oposición de los demás, si presentáis la verdad de una manera que no glorifica a Dios, entonces vosotros mismos daréis fuerza e influencia contra esa verdad. Los principios no bastan: se necesita a Dios. Sin ello, los principios, por poderosos que sean, no son más que una espada en la mano de un niño o de un hombre ebrio; más valdría quitársela o que, al menos, él no la usara hasta estar sobrio. Mostremos los frutos de nuestros principios. Estemos firmes en la verdad. Es preciso estar firmes. Cuanto más se oponen los unos a la verdad, cuanto más los otros profesan querer poseerla y se acomodan —sin que sus conciencias se le sometan sinceramente— a las necesidades que ella produjo en otras personas (y estos dos casos se presentan), tanto más nosotros mismos hemos de mantenernos en el camino angosto que esa verdad ha jalonado para nuestras almas, según la gracia y el poder del Espíritu Santo que nos ha santificado para obedecer a Cristo. Que nuestros corazones sean ensanchados (2.ª Corintios 6:11) y nuestros pies estén en el sendero angosto. A menudo, cuando se habla de caridad, los corazones son estrechos y los pies siguen el camino que les conviene. Esto es lo que estrecha el corazón, porque la conciencia se siente cómoda y no resultan gratos los que ponen eso en evidencia. La presencia de Dios, y de ella hablamos, nos otorga firmeza, sumisión práctica a la Palabra, confianza en los designios de Dios, confianza en Dios mismo que tranquiliza el alma en las penas del camino, y obra para que no se procure hacer prevalecer los principios por procedimientos tortuosos y medios humanos; esa presencia de Dios da, en fin, humildad y rectitud. Dios sabrá hacer prevalecer estos principios allí donde él actúa en su gracia. Solamente manifestemos el poder de la misma; Dios hará lo demás. Sí, queridos hermanos, la vida, la presencia de Dios, eso es lo que, por la operación del Espíritu Santo en nosotros y en los demás, otorga fuerza a las verdades que nos han sido confiadas, cualesquiera que sean.

Más valdría que esas verdades no hicieran su camino si, para hacerlas valer, nosotros tuviéramos que salir de la presencia de Dios. La necesidad de unidad y de acción espiritual se hace sentir. Vosotros veréis surgir esfuerzos humanos destinados a producir cosas que responden a esa necesidad. No confiéis en ellas: la Iglesia, el Espíritu, la Palabra y la espera práctica de la venida de Jesús son las cosas por las cuales debéis hacer realidad actualmente la verdad y el poder. Esperar a Jesús, cual objeto inmediato de los afectos espirituales del corazón, es lo que debe animarnos. Hay sistemas de todas clases: el nacional, el libre, el de la Alianza evangélica y otros. Cuando se retiene firmemente la verdad, todo eso es juzgado en el alma sin violencia y sin ruido. Nada de todo eso puede estar de acuerdo con las cosas de las cuales he hablado. Únicamente estemos seguros de que Dios honrará la fe personal doquier la halle. Tengamos así el corazón abierto, pronto para reconocer a Dios doquier él obra; pero no nos dejemos engañar por las apariencias. Ninguno de tales sistemas puede ser la Esposa de Cristo ni la morada del Espíritu, de la cual nos habla la Palabra; ellos no pueden actuar puramente según la Palabra. Ahora bien, queridos hermanos, Dios todo lo conmueve, menos su “reino inconmovible” (Hebreos 12:28), el cual no podría ser movido jamás. Todo lo quitará, salvo a éste. ¿Por qué construir lo que su venida destruirá? Permanezcamos firmes en la palabra de “su paciencia”. Cristo no poseía, y no posee todavía, el fruto del trabajo de su alma. Y todo lo que no es “su trabajo” perecerá; apeguémonos, pues, a lo que no debe perecer. Cualquier otra cosa nos distraería. Es imposible que yo pueda disfrutar plenamente de la venida de Jesús como de una promesa si procuro edificar cosas a las que su venida destruirá. Su Iglesia será arrebatada junto a Él. Su Espíritu será, para siempre, el poder de ella. Su Palabra permanece para siempre. Atengámonos a ella. No será inútil nuestra pena (1.ª Corintios 15:30-32) ni el trabajo de fe, aunque esta Palabra sea, sin duda, la palabra de su paciencia. ¡Cuántos acontecimientos tuvieron lugar desde que esas páginas fueron escritas han venido a dar fuerza y realidad a las verdades reveladas sobre la Iglesia, el Espíritu, la Palabra y la espera práctica de la venida de Jesús! ¡Cuán felices somos de haber recibido en paz, por la fe, las cosas de las cuales esos acontecimientos son una demostración, cosas que se tornan doblemente preciosas en medio de todo lo que se desarrolla ante nuestros ojos! ¡Qué firmeza para la fe es ver que los acontecimientos confirman, mediante actos de la Providencia, las cosas que por la enseñanza del Espíritu hemos recibido y creído como verdades! En presencia de estos acontecimientos ¡cuánto deben los cristianos amar y estar pendientes de la venida del Señor Jesús, hoy más que nunca! Ella será el gozo diario de nuestras almas, y también un medio poderoso para afirmarnos en la paz y en un andar seguro y cristiano. Sepamos aplicar esas realidades con poder a todo nuestro testimonio práctico. Recordemos que una herencia incorruptible, incontaminada, está reservada en los cielos para nosotros, los que somos guardados mediante el poder de Dios por la fe, para una salvación lista para ser revelada (1ª Pedro 1:4-5). Mientras tanto, acordémonos que el Señor dijo: “Mi reino no es de este mundo” y que nosotros mismos no somos de este mundo, como Cristo tampoco lo era. Estamos muertos y resucitados con Él. Apliquemos estos testimonios de la Palabra a todo nuestro andar, recordando que nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesús, quien transformará nuestros cuerpos corruptibles para que sean semejantes a su cuerpo glorioso. Así, andando tranquilamente con Jesús, el Dios de paz permanecerá con nosotros. Nada nos podrá separar de su amor. Él puede permitir que seamos castigados si es necesario, pero no abandona jamás el gobierno de todas las cosas. Ni siquiera un pajarillo cae a tierra sin el permiso de nuestro Padre. El Señor Jesús camina tanto sobre un mar agitado como sobre un mar en calma; sin él nosotros no podríamos andar ni en el uno ni en el otro. Guardados en la comunión con el Señor, muy lejos de disminuir en nuestros corazones el precio de las verdades elementales del Evangelio, los principios de los cuales hablé antes las tornan infinitamente más preciosas y, a la vez, mucho más claras; se las predicará con más fuerza y sencillez. Así el retorno de Jesús reanimará nuestro celo para impulsar a los suyos a dirigirse a los pecadores, a advertir al mundo acerca del juicio que le espera tal como se encuentra. El regreso de Jesús nos impulsará, según nuestra medida, a realizar una santa actividad en la Iglesia para que ella despierte y se prepare, como así también nos inducirá a desplegar una santa actividad en favor del mundo. Dios nos tenga muy cerca de él y nos guarde, a vosotros como a mí, hermanos, quienesquiera que seáis los que amáis al Señor Jesús, en espera fiel y paciente de Jesús, quien nos dijo: “He aquí vengo en breve.” Amén. J.N. Darby EXTRACTOS DEL ESCRITO: CONSIDERACIONES SOBRE EL CARÁCTER DEL MOVIMIENTO RELIGIOSO ACTUAL Y SOBRE LAS VERDADES POR LAS CUALES EL ESPÍRITU SANTO ACTÚA PARA EL BIEN DE LA IGLESIA (Ginebra, 1849)

Acerca de la formación de las Iglesias libres ...La obra de la Reforma es una obra del Espíritu de Dios y del poder de la verdad; su historia me da una prueba de este poder y un efecto de esta verdad; pero la Reforma no me da la medida de esta obra... La Reforma jamás ha sido el cristianismo mismo... ella ha sido un fruto muy precioso que el Espíritu Santo produjo en el árbol ya plantado... No apreciar la Reforma sería despreciar la obra de Dios. Pero, por otra parte, tomar históricamente la Reforma como medida de la verdad y como el cristianismo íntegramente restablecido, es cometer un profundo error y atentar contra la autoridad de la Palabra en su naturaleza y contra los derechos que sólo ella tiene de ser escuchada. ...¿Queremos servir a Dios en nuestra generación? Tomemos, entonces, la Biblia misma, no para cuestionar verdades ya logradas (nuevas verdades no pueden poner de lado las que ya se conocen), sino tomémosla como la verdad misma. Yo me aferro a ella y no a una obra realizada en el hombre, aunque sea una obra del Espíritu de Dios. En la época de la Reforma, el Dios omnisapiente puso de relieve las verdades necesarias para su Iglesia. Al recibirlas, no concluyo que Dios no tiene ya nada que hacerme conocer de su Palabra y que sea necesario para los tiempos en que vivimos. Una cosa es hallar en la Reforma la libertad del pensamiento del hombre —es decir, el principio intelectual del pecado, a lo que se limitan los racionalistas de todo género—; otra cosa es hallar en ella la comunicación de la verdad de la que tenemos que valernos hoy, adaptándola a las nuevas circunstancias de la Iglesia —lo que es el horizonte en que se encierran los hermanos de Iglesias libres de diversos matices —; y otra cosa, finalmente, es reconocer la obra de Dios y las poderosas verdades sacadas a la luz por el poder de su Espíritu, y, como siervos de Dios obligados a ello, tomar la Biblia como única regla, sin osar reconocer otro medio para hallar Su voluntad, ni sustraerse a nada de lo que se halla en ella. ... En la perfección de la Palabra existen —no lo dudo en absoluto— verdades y luces necesarias para las circunstancias críticas, para los días difíciles en que nos encontramos y que Dios no dio a sus siervos en la época de la Reforma; verdades de las que, cuando menos, no hicieron uso, arrastrados por las circunstancias en que se hallaban y de las que nosotros, al contrario, no podremos prescindir si queremos asegurar la bendición de la Iglesia en este momento... J.N. Darby

FRAGMENTO DE UNA CARTA DE G.V. WIGRAM

15 de mayo de 1854

...El testimonio de nuestro tiempo es la expresión de la fidelidad de la gracia de Dios —pese a la caída y la ruina de todo en la tierra— por medio de aquellos que sienten esa ruina y se humillan a causa de ella. En esta posición, los hermanos experimentaron la bendición de Dios. Pero pensaron demasiado en su posición y en su testimonio; se vanagloriaron de ellos. Y una de dos: o serán puestos de lado y el testimonio será confiado a otros, o serán humillados a fin de poder mantener el testimonio. La humillación puede tener lugar como consecuencia de la acción de Dios en sus corazones, por medio de la Palabra. Dios les conceda la gracia que necesitan; pero si no se humillan, serán humillados por la poderosa mano de Dios. ...El Señor permanecerá fiel; los hermanos pueden estar persuadidos de ello. Roguémosle, pues, que nos conceda la gracia de juzgarnos a nosotros mismos para que no lo seamos por Él. Sabemos que Aquel que viene llegará pronto y estaremos con él. Ojalá que, a su regreso, nos encuentre llenos de su gracia y, a la vez, fieles a toda su verdad.

ALGUNAS CARTAS DE LOS ÚLTIMOS TIEMPOS DE J.N.DARBY. Londres, 2 de septiembre de 1881 ...He estado muy decaído, hasta el punto de no saber si me recuperaría... No he sentido la muerte, porque Dios trabaja especialmente en este momento; pero, muy incierto en cuanto a mi recuperación física, me pareció estar ante mi fin y me extraño de la poca diferencia que ello tenía para mí: Cristo, el precioso Salvador, conmigo para el camino; luego, yo con él, por gracia, para siempre; todo esto no había cambiado... Cristo es todo, querido amigo; todo lo demás desaparecerá, pero él (bendito sea su nombre) jamás. Aquel que no tiene vergüenza de llamarnos sus hermanos está, sin embargo, sentado en el trono del Padre. ¡Qué maravillosa redención!, y aquel que la realizó es infinitamente precioso... Mantengámonos cerca del Señor, pues él nos quiere allí, y sintamos profundamente

nuestra nulidad. El estado verdaderamente cristiano es que no haya un pensamiento ni un sentimiento en nuestro corazón, de los cuales no sea Él la fuente. Es la realización de esta frase: “Vivir es Cristo”, pero ¡qué gracia y qué vigilancia se necesitan para acercarnos a tal estado!.. J.N.D. Londres, 14 de septiembre de 1881 Al Sr. P. Muy querido hermano: No necesito decirle que me alegraron mucho las noticias que usted me dio de Orthez, lugar en donde trabajé hace mucho, pero que fue algo abandonado durante largo tiempo. Era el terreno de casi todos los primeros trabajos y triunfos del querido Barbey, y fue allí donde empezó el despertar en Francia. En cuanto a mí, querido hermano, Dios me condujo muy cerca de las puertas de la muerte, bastante cerca para conocerla en lo que es, pero no como juicio. Yo sentía que mi ser se disolvía. Esta experiencia me ha sido útil; ninguna nueva verdad me era necesaria, ya que la salvación, la gracia, Cristo mismo y su amor, el amor del Padre, todo esto se tornó mucho más sensible, mucho más real, una gran ganancia para mí. Es probable que ya no recupere más la fuerza física para trabajar como lo hice, pero, aunque trabajar sea una felicidad para mí, acepto con gozo la voluntad de Dios. Por lo demás, desde hace algún tiempo yo sentía que debía llevar una vida más recogida en Londres; luego pude ser útil en los ejercicios por los cuales los hermanos pasaron aquí en estos tiempos, ejercicios solemnes pero muy provechosos, los que no han terminado pero apuntan a su fin. Trabajo en mi escritorio, como de costumbre, e incluso he podido asistir a algunas reuniones. Un ataque de parálisis, si bien muy leve, me ocasionó algunos impedimentos, pero ahora sólo experimento molestias en la mejilla derecha. Aunque mis miembros no perdieron nada de su fuerza, tenía dificultad para mantenerme en equilibrio. Ya estoy mejor, pero debo cuidar mis pasos. Dios continúa su obra; en muchos lugares hay conversiones, y, de todas maneras, el estado de los hermanos ha ganado mucho. Es la presencia de Dios, querido hermano, la que da fuerza y gozo y la que nos los dará siempre. ¡Qué gozo ver a Cristo, que tanto nos amó, el mismo que estuvo en esta tierra, el amigo tan accesible a los suyos; verle realmente y para siempre! El trabajo es algo apropiado para este mundo y el gozo lo es para el otro, aunque lo gustamos como agua de arroyos antes de haber llegado a la fuente. Le agradezco, querido hermano, por todo su afecto. Me habría gustado volver a ver a los hermanos de Pau, a quienes estuve muy vinculado, como así también a los de las comarcas vecinas, pero no creo que esto sea posible; nos encontraremos en otro lugar. Quiera Dios reanimar a los ancianos que están alrededor de usted y sostener en el buen camino a los jóvenes convertidos, manteniéndolos junto a Él. Todo el resto perecerá y se irá. Su afectísimo hermano en Cristo, J.N.D. 1881 Muy querido hermano: Por la bondad de Dios estoy mucho mejor. ...Hay un cambio en mí después de la proximidad de la muerte; no en cuanto a la doctrina, tampoco en cuanto a mis puntos de vista; a ese respecto nada ha cambiado, todo se ve confirmado. Es un dulce pensamiento saber que todo lo que enseñé fue de Dios; pero tengo, mucho más íntimamente, la conciencia de pertenecer al otro mundo. Ya la tenía por la fe, desde hacía mucho, pero ahora tengo el sentimiento de estar en ese lugar. Yo no sé cuándo me llevará el Señor y, hasta este momento, hago, como siempre, lo que mis fuerzas me permiten. Velar y orar es necesario hoy como en el pasado, pero siento mucho más lo que nuestro muy amado Salvador dijo: “Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”; y ¿de dónde era Él? A este respecto, el cambio es sensible, y yo le espero... J.N.D. Bournemouth, 11 de marzo de 1882. Al Sr. P. S. Muy querido hermano: A menudo pensé escribirle, pero me he visto impedido de hacerlo. Actualmente debo emplear la mano de otra persona para comunicarle que no lo puedo hacer más. Quiero, tan sólo, recordar la larga travesía que hemos hecho juntos y agradecer, tanto el afecto fiel que he hallado en usted, como la benevolencia

de la señora S. Ahora es la fidelidad eterna de Cristo la que debe ser mi apoyo, la que, gracias a Dios, me hace feliz, bendito y sostenido de parte de Dios. Le deseo la bienvenida en el otro mundo. Salude afectuosamente a todos los hermanos. Su afectísimo, J.N.D. Bournemouth, 19 de marzo de 1882. Mis muy amados hermanos: Después de varios años de comunión en la debilidad, tengo tan sólo un poco de fuerza física para escribir algunas líneas, de afecto más que de cualquier otra cosa. Doy testimonio del amor que he hallado no solamente en el siempre fiel Señor, sino también en mis muy amados hermanos, y de la mucha paciencia que ellos han tenido para conmigo, ¡y cuánto más, entonces, de parte de Dios! Sinceramente doy testimonio de ello. Puedo añadir, aún, que Cristo ha sido mi único objeto y, bendito sea Dios, que ha sido también mi justicia. No creo que tenga nada que retirar de todo lo que enseñé, y ahora muy poca cosa que agregar. Adheríos firmemente al Señor. Confiad en la gracia abundante que hay en Él, de modo que podáis reflejarlo en el poder del amor del Padre; y velad para esperar a Cristo. No tengo nada que agregar sino mi sincero y agradecido afecto en Él. Agrego, sin embargo: no olvidéis el ministerio de Juan, pero insistid en el de Pablo. El uno nos da la dispensación en la cual la revelación es hecha; el otro, lo que es revelado. Muy amados hermanos: Estoy convencido de que, si reconocemos piadosamente que la mano de Dios está sobre nosotros y, humildemente, confiamos en el propósito del Padre para la gloria de su propio Hijo, tendremos una abundante bendición y una extensión de la obra por medio de las puertas que Él mismo abrirá. J.N. Darby (muerto el 29 de abril del mismo año). N.B.- Las cartas de J.N. Darby publicadas precedentemente fueron extraídas de las «Letters» (3 volúmenes, en inglés) y de numerosas cartas (casi 500) aparecidas en la publicación en lengua francesa «Le messager évangélique» desde 1881. Señalamos aquí el interés excepcional de dos de entre ellas que luego dieron lugar a sendas ediciones: «Carta al Redactor del Francés», 1874 (publicada en el M.E. 1902, pág. 401), y «Carta al Profesor Tholuck» (ibíd. 1913 pág. 134, 148). APÉNDICE VISTAZO A LA CRISTIANDAD ACTUAL El último capítulo de esta obra (págs. 305 a 415 del original en francés), debido en lo esencial a un querido siervo de Dios que está ahora en la presencia del Señor, no fue más allá del período que corre entre las dos guerras mundiales. No apuntó más que a dar un resumen sumario y forzosamente muy incompleto de la cristiandad moderna y no de la historia que le siguió Sería más difícil todavía bosquejar un cuadro del actual estado de cosas. Todo se precipita en la mayor confusión. Apenas se pueden indicar algunas de las tendencias que se afrontan. EL MOVIMIENTO ECUMÉNICO La más marcada de esas tendencias, tal vez, consiste en los esfuerzos hechos para elaborar una unidad visible de los cristianos. Las divisiones de la cristiandad, dolorosas para toda alma sincera, ponen en peligro su misma existencia. Desgraciadamente, en lugar de atenerse a la unidad del “solo cuerpo”, asegurada por el “solo Espíritu”, se busca una unidad ficticia, asociando entre ellas el mayor número posible de estas Iglesias y denominaciones, las que, precisamente por su existencia misma, son la negación práctica de la unidad real. El movimiento ecuménico, como se llama (de la palabra griega oikoumené, la tierra habitada, toda la tierra), hace remontar su origen a la primera Conferencia mundial de misiones, realizada en Edimburgo en 1910. Tuvo como derivación la «Alianza universal para la amistad internacional por medio de las Iglesias» (1914), formada bajo el impulso del obispo C.H. Brent, de la Iglesia episcopal americana, y paralelamente todo un gran movimiento, en vista de la agrupación de Iglesias, que se llamó: «Fe y Constitución» (Faith and Order). La Conferencia de Lausana, en 1927, consagró los progresos decisivos de este movimiento al reunir delegados de casi todas las Iglesias cristianas, salvo Roma. Al mismo tiempo se desarrollaba, gracias al arzobispo luterano Nathan Soederblom, un sueco, al obispo anglicano G.K. Bell y al pastor reformado francés Wilfred Monod, el movimiento llamado del cristianismo práctico (o «Vida y acción»), el que, «en una atmósfera intensa y patética», reunió la Conferencia universal de Estocolmo en 1925. Los dos movimientos, con aspiraciones similares, convergieron poco a poco. La fusión, preparada en 1938 (conferencia de Utrecht, seguida por la de Saint-Germain-en-Laye, en 1939), no pudo hacerse efectiva hasta después de la guerra: se realizó en Amsterdam, donde tuvo lugar en 1948 la primera

asamblea mundial, de la que salió el «Consejo ecuménico de Iglesias» (C.E.I.). Una segunda asamblea mundial se reunió en Evanston (EE.UU.) en 1954 y una tercera en Nueva Delhi (India) en 1961. Más de 200 Iglesias, o sea la casi totalidad de Iglesias y denominaciones protestantes, las Iglesias del Cercano y del Medio Oriente y la Iglesia ortodoxa rusa, están representadas en el C.E.I., cuya sede permanente está en Ginebra (asociado al Consejo internacional de Misiones). Sin embargo, Iglesias que, entre las llamadas corrientemente Evangélicas, invocan una estrecha adhesión a las Escrituras (fundamentalismo), no participan de esos movimientos, sino que han fundado aparte, en 1948, el «Consejo internacional de Iglesias cristianas». LA IGLESIA ROMANA Pese a todos los esfuerzos del Consejo ecuménico para trabar relaciones oficiales con la Iglesia romana y que ésta tenga un «secretariado para la unidad de los cristianos», ella permanece fuera del ecumenismo. No podría hacer otra cosa sin negarse a sí misma. Persiste en afirmar que ella es la única Iglesia, y no puede concebir otra unidad si no es reuniendo a los dispersos bajo su tutela. El papa Juan XXIII adelantó mucho cuando llamó «hermanos» a los cristianos no católicos —calificados hasta entonces como hermanos separados—; pero, dijo él, «hermanos que no participan todavía completamente en la unidad deseada y establecida por el Señor», entendiendo por esto la unidad de la Iglesia de Roma, la «Iglesia madre», al seno de la cual se debe retornar. Si ella trata con simpática benevolencia al movimiento ecuménico, es con el fin de utilizarlo en vista de esa incorporación. Esta Iglesia perdió algún terreno en América del Sur —en Brasil entre otros lugares— donde han progresado congregaciones protestantes; pero sigue ganando posiciones en los Estados Unidos. En África, aunque la extensión del islamismo se opone fuertemente a las misiones cristianas de todo origen, las estructuras católicas se afirman bajo los obispos negros. En Asia, el Vietnam cuenta con dos millones de católicos, y es difícil decir con exactitud el número de ellos en China. Roma ejerce una verdadera fascinación sobre muchos dirigentes del ecumenismo, tal como el superior de la comunidad de Taizé (la que es propiamente un monasterio protestante), quien desea expresamente ver al papa reconocido como el pastor universal de los cristianos. Pero el catolicismo debe hacer frente a graves problemas interiores. Jamás conoció una crisis semejante, por no hablar de revolución. Los «integristas» se aferran no tanto a la doctrina fundamental de las Escrituras como a los dogmas y ritos tradicionales, a la jerarquía y a la disciplina en una obediencia absoluta al papa, añorando la antigua dominación secular de la Iglesia. Mientras que los «modernistas» y los «progresistas» de matices diversos cuestionan todo esto, discuten el sacerdocio mismo y se esfuerzan por hacer coincidir a la Iglesia con el mundo intelectual, social y político; y aun algunos de sus dirigentes propician una combinación del comunismo ateo con un seudocristianismo poco más o menos desprendido de lo sagrado. Por encima y a despecho de estos desacuerdos se persigue una transformación de las relaciones con el exterior. Hace poco la Iglesia, aun la privada de todo poder oficial, era el sostén de las fuerzas conservadoras de la sociedad; ahora se inclina de buen grado hacia aquellos que discuten la autoridad establecida, manifiestan sus abusos y sus injusticias, critican y debilitan las instituciones y, en síntesis, cuestionan la estructura misma de los Estados. La Iglesia quiere estar en condiciones de echar mano a cualquier forma de sociedad y de gobierno que pudiera surgir del desorden al que va el mundo actual. ¿No es, desde Constantino, el mismo clericalismo que extiende su autoridad sobre el poder civil del momento con miras a dirigirlo? ¿Cómo el atento lector de la profecía no pensará en el momento cercano en que, según los símbolos de Apocalipsis 17, la “gran ramera”, unida a los diez cuernos, reinará una hora con la bestia surgida del mar de los pueblos? (Apocalipsis 13). La política pontifical, asistida por sus incomparables agentes secretos —los Jesuitas ante todo—, está más que nunca atenta a ganar el favor de las fuerzas que se anuncian y a interponer con mucho tacto su ascendiente moral en los conflictos de los Estados. Como consecuencia, se realizan esfuerzos más o menos aprobados por la jerarquía y en diversos niveles, para acercarse al pueblo mediante la agrupación de laicos y, sobre todo, por medio de sacerdotes obreros; ese catolicismo social actúa en nombre de la caridad cristiana, pero pone en segundo plano la verdad doctrinal. Se entiende perfectamente cuán difícil es, en medio de tanta tirantez, la situación de los verdaderos creyentes que se hallan en Tiatira (Apocalipsis 2:24) y particularmente de aquellos que, comprometidos en la jerarquía romana, consideran, como lo dice uno de ellos, que «el pastor, como el Cristo, debería estar presente por doquier, teniendo la osadía de proclamar únicamente el Evangelio y rehusando ser una potencia». La Iglesia romana intentó realizar su propia reforma con el segundo Concilio del Vaticano (1962-1965), donde se manifestaron múltiples tendencias. Allí se vio alzarse la autoridad de los obispos y de sus asambleas («concilios del episcopado», se dijo) contra la soberanía del papa; ésta resistió, pero las actividades en oposición,

en los Países Bajos en particular, dan que pensar. El papado tuvo que abandonar su desacuerdo frente a otras Iglesias. Es preciso subrayar la reconciliación con la Iglesia ortodoxa de Oriente (quitada la excomunión en 1968) y la búsqueda de un acuerdo con la Iglesia anglicana sobre la eucaristía. Finalmente el Concilio, rompiendo con el pasado de Roma, afirmó el principio de la libertad religiosa. LIBERTAD RELIGIOSA Y DESCRISTIANIZACIÓN En la gran mayoría de los Estados, la autoridad civil permite todavía una libertad muy amplia a todos para la evangelización y el culto. Sólo en algunos países la oposición de un clero es todavía sensible, pero se halla obligado a disminuir su presión, como lo hizo en otras partes donde tuvo que ceder frente a la acciones del Estado. Las oposiciones violentas, que llegan hasta la persecución, se hicieron reales en los países en los cuales la incredulidad y el ateísmo oficiales reemplazaron a las religiones del Estado. Así fue, por un tiempo, en Alemania cuando el hitlerismo quiso doblegar a un pueblo entero bajo un ideal racista anticristiano y entrometerse en las Iglesias. Así sucedió en los Estados totalitarios de inspiración marxista, la Unión Soviética y sus satélites, y ahora China en vías de rápida transformación mediante un comunismo más determinado todavía a extirpar toda noción religiosa (maoísmo). Hay allí una descristianización sistemática. Los testigos de la verdad tienen que sostener en esos lugares una lucha intensa y peligrosa; tienen para sí las promesas de Aquel que decía a los fieles de Esmirna: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2:10). Pero en nuestros países occidentales que invocan todavía su civilización cristiana, bajo el manto de libertad progresa una descristianización real, insidiosa pero no menos temible, y aquellos que quieren guardar un testimonio como el de la Iglesia de Filadelfia (Apocalipsis 3:7) deben luchar para “retener firme lo que tienen”. Multitudes que todavía se dicen cristianas se hallan casi enteramente desvinculadas incluso de toda forma religiosa. Un sinnúmero de niños en nuestros países se cría sin oír hablar de Jesús, del Evangelio, de la Biblia, ni aun de Dios. Estas masas son a veces indiferentes, a veces inquietas, sublevadas frente a los sufrimientos y opresiones, atrapadas por el deseo del bienestar material y la satisfacción de concupiscencias —aun de las más bajas— y, como consecuencia, son insensibles al pecado. Corrupción y violencia triunfan, como en los días de Noé y de Lot. El materialismo se ve favorecido por la omnipotencia que el progreso de los conocimientos científicos parece brindar a la técnica. El orgullo del hombre se exalta así. Se cree libre, cuando en realidad es más que nunca esclavo de sus pasiones y codicias, de las que se vale el “príncipe de este siglo”. Las actividades sobreexcitadas destruyen el equilibrio físico y mental. Los momentos de ocio presentan muchos más problemas que el trabajo y, finalmente, las engañosas felicidades dejan a las almas indiferentes al bien y al mal, pero ansiosas y agitadas, sin Dios y sin esperanza. Una parte demasiado grande de la juventud, insatisfecha, sin brújula ni freno, rivaliza en desprecio por todo lo que la precedió y en afición por una efervescencia estéril y los placeres más engañosos. Paralelamente se persigue un esfuerzo de agrupación en el seno de los grandes conjuntos protestantes. Así nació en 1938 la Federación protestante de Francia, comprendiendo, además de las Iglesias reformadas, a las Iglesias luteranas y bautistas (no todas), y se fundó, en 1947, en Lund (Suecia), la gran Federación luterana mundial. Pero, además de que numerosas denominaciones no se aliaron a esas Federaciones, otras minorías en el seno de Iglesias federadas no aceptan tampoco esa unión y constituyen nuevas Iglesias o uniones restringidas, de modo que la confusión se ve agravada. Pero, sobre todo, guardan siempre el mismo principio de Iglesias particulares libremente asociadas, organizadas cada una según su propio sistema; de modo que la unidad es nada más que exterior y, finalmente, ilusoria. ¿Cómo podría ser de otra manera, ya que, de hecho, la autoridad de la Palabra de Dios y la acción de un solo Espíritu son desconocidas? DIFUSIÓN DE LA BIBLIA Y EVANGELIZACIÓN Este cuadro tiene su contrapartida, consoladora para aquellos que sienten su “poca fuerza” y miran hacia Aquel cuyo “trono está en los cielos”. Su Espíritu está en actividad aquí abajo y su trabajo supera en profundidad y extensión lo que los ojos humanos son capaces de discernir, en todos los ambientes. La Biblia, traducida total o parcialmente a casi todos los idiomas, es difundida como nunca lo había sido. Laicos y eclesiásticos, católicos y no católicos, se reúnen libremente para leerla y estudiarla. La fe cristiana es objeto de estudios sinceros a partir de las Escrituras. Sin duda, como es de prever, Satanás se opone a esta difusión de la Biblia, persuadiendo a la gente de que es un libro prestigioso pero que, después de todo, es un producto superior de la mente humana y nada más. Hay quienes la leen sin sentir ninguna necesidad, tan sólo por seguir una corriente intelectual, y la mayoría la estudia sin tener conciencia de su autoridad y, menos aún, de su divina inspiración. Como quiera que sea, Dios se

vale de su Palabra para el bien de un sinnúmero de almas (Isaías 55:11). Él conoce qué necesidades profundas se esconden detrás de las turbulencias de jóvenes desquiciados. Él sabe cómo germina la semilla en el seno de estas extraordinarias olas religiosas que se ven actualmente en los Estados Unidos y en América del Sur, donde el catolicismo más formalista y supersticioso es atacado por diversos lados y el verdadero Evangelio es presentado entre manifestaciones a veces sospechosas. Por doquier se organizan campañas de evangelización con gran acompañamiento de medios publicitarios que las colocan lamentablemente en un mismo plano con otras propagandas; pero uno puede regocijarse de que “de todas maneras, Cristo es anunciado” (Filipenses 1:18), aun cuando haya que comprobar que demasiado a menudo la impresión sobre el auditorio es superficial y sin fruto perdurable. MUNDANALIDAD DEL CRISTIANISMO Como quiera que sea, este celo por llevar el Evangelio a los que están sin Dios tanto en el mundo industrializado como en los países poco desarrollados, al igual que asegurar por adhesión a la verdad bíblica, están cerca de una mundanalidad general del cristianismo, con una tibieza y pretensión espiritual propias de Laodicea, poniendo a Cristo fuera, en lugar de salir hacia Él. Esta mundanalidad del cristianismo, que no es otra cosa que una marcha acelerada hacia la apostasía, reviste todas las formas, actúa en todos los ambientes —culturales, sociales y políticos—. La confusión actual es tan grande que se puede hablar de un caos religioso. ¡Cuántos de los que hablan en nombre de la doctrina cristiana hacen de ésta una simple herramienta para modelar la sociedad humana, con fines puramente terrenales y para exaltación de la persona humana, sin preocuparse en manera alguna por los derechos de Dios! Se hace muy poco caso de los puntos fundamentales de la verdad, de los cuales la Iglesia ha sido constituida columna y baluarte, y de los que ella es responsable de mantener. ¡Cuántos pretendidos testimonios cristianos rehúsan admitir la inspiración plenaria de las Escrituras, la divinidad de Jesús, su resurrección, su gloria actual escondida y su gloria futura! ¡Más que nunca, las mismas palabras —fe, Cristo, resurrección de los muertos, salvación, Palabra de Dios, y aun Dios mismo— cambian de significado según quién la emplea! Reconocemos los esfuerzos de teólogos sinceros, como Karl Barth, que creyeron detener el modernismo y volver a poner las mentes bajo la autoridad de la Escritura. Pero, impotentes para librarse ellos mismos de una mentalidad persuadida de los “rudimentos del mundo“, la que rehúsa recibir la Biblia como la Palabra misma de Dios, han chocado con otros maestros que razonan, por no decir algo más que eso. ¡Cuántos ministros de culto son formados, lamentablemente, en semejante atmósfera, y predican una Palabra desprovista de su carácter sacrosanto, si es que la predican todavía! ”La sincera fidelidad a Cristo”, de la cual Pablo temía que los corintios se hubieran desviado (2ª Corintios 11:3), es estimada como una debilidad de espíritu. LAS SECTAS La proliferación de sectas, que hemos visto como una característica de los tiempos peligrosos, se ha ido acentuando. Algunas (Mormones, Testigos de Jehová, de donde salieron, en 1916, los Amigos del hombre, y otras derivadas del Adventismo), se hallan a tal punto alejadas de la “sana doctrina” que casi no es posible caratularlas como cristianas. Otras, al mantenimiento de verdades bíblicas esenciales le acompañan manifestaciones e interpretaciones cada vez más desorientadoras (Pentecostales, con tendencias múltiples). Los movimientos humanitarios, pacifistas, eminentemente morales y de elevado carácter humanitario, pero que tienen como fundamento al hombre en vez de colocarlo ante Dios como pecador, se dicen cristianos pero dan la espalda a Cristo, quien “no era del mundo”, como también a la vocación de su Iglesia, la cual “tampoco es del mundo”. Así, el Rearme moral, salido del grupo de Oxford, fundado después de la Primera Guerra Mundial por Franck Buchman, y las diversas formas del Cristianismo social, que efectivamente tienen como mira, según uno de sus promotores, «cristianizar el orden social... y armonizarlo con las convicciones morales que identificamos con la persona de Cristo». CIENCIA Y FE En cuanto a las numerosas tentativas para hacer concordar, como se dice, la ciencia y la fe, ellas atacan un falso problema, ya que se trata de dos dominios totalmente separados. Quien lo hace caerá, seguramente, en el error de colocarlas en un mismo plano y de querer someter la fe a las mismas exigencias que la investigación científica y

sus limitaciones. Con la ilusión de defender la fe, se la socava. Tal es, entre otras, la situación de un tal Teilhard de Chardin. No se trata aquí —lo que sería una tarea imposible— de pasar revista a todo lo que en estos últimos días de la Iglesia en la tierra conspira, bajo el impulso del Adversario, para activar la operación del “misterio de iniquidad” (2ª Tesalonicenses 2:7), sirviéndose de los logros de la ciencia para entusiasmar y, a la vez, angustiar a los hombres. Señalemos tan sólo el elemento importante de la evolución de la mente en nuestros tiempos, constituido por el psicoanálisis, adelantado por S. Freud al finalizar el siglo XIX y muy desarrollado después de él. El término psicoanálisis designa un conjunto de métodos que tienen por objeto el estudio de profundos procesos mentales del hombre, partiendo de neurosis y turbaciones psíquicas en general. Cualquiera sea el valor propio de estos métodos y su alcance terapéutico, ellos conducen, sobre todo en manos de incrédulos, a abolir la noción de responsabilidad moral y, por lo tanto, de pecado, y han ayudado no poco a desviar a las almas de la fe. CONCLUSIÓN El camino del creyente puede parecer difícil de discernir en esta extrema confusión de lo que bien se ha de llamar el mundo cristiano. No nos maravillemos de ello. El resultado será la unificación, de todo lo que lleva el nombre de cristiano, en la apostasía general que seguirá al arrebatamiento de la Iglesia junto a su Esposo celestial. La forma eclesiástica será conservada, y todo inclina a pensar que será, en apariencia por lo menos, más sólida que nunca. Pero será la falsa Iglesia, la Babilonia de los capítulos 16 (v. 19) a 18 del Apocalipsis, cuyo terrible fin será saludado con los Aleluyas del cielo (19:1-5). ¡Qué conclusión de la historia terrenal de aquella que habrá llevado el nombre de Iglesia de Cristo! El camino actual es claro sólo si el que anda tiene siempre ante sí las dos caras del sello puesto sobre el “firme fundamento de Dios” que “permanece”: “conoce el Señor a los que son suyos” y “apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor” (2.ª Timoteo 2:19). La puerta está siempre abierta para que se reúnan quienes “de corazón limpio invocan al Señor”. Sólo su separación en el seno de una cristiandad en rápida marcha hacia la apostasía final, mantendrá un testimonio hasta el próximo retorno del Señor. Quiera Dios afirmar a aquellos que han sido esclarecidos sobre esos puntos y darles la energía para mantenerse en ellos con mayor fidelidad; quiera también iluminar a muchos de los suyos que todavía no los hayan comprendido. Es un hecho significativo que en ambientes religiosos muy distintos, y aun en el seno mismo de la Iglesia católica, se esbozan espontáneamente comunidades de creyentes con independencia de toda jerarquía. Es una satisfacción encontrar en ellas una aspiración a la congregación de los santos en la sola unidad del cuerpo de Cristo, para decir con el Espíritu: "Ven, Señor Jesús." Pidamos a Dios que así sea. ¿No es lo que habían comprendido y realizado los humildes pero fieles testigos suscitados hace más de un siglo y medio, de cuyo ejemplo y enseñanza el Señor nos ha permitido aprovechar? La responsabilidad de aquellos a los que la gracia de Dios ha llamado a “apartarse” para luego “seguir” (2.ª Timoteo 2:19-22), es retener sencillamente con mayor firmeza “lo que es desde el principio”. Las inconsecuencias entre ellos no han faltado, como lo hemos visto. Dios permitió, en su misericordia, que algunas brechas causadas por divisiones inconsideradas hayan sido reparadas, al menos parcialmente. Les es preciso redoblar la vigilancia, ya que el enemigo será cada vez más encarnizado en su esfuerzo por dispersar. No se congrega sino con Cristo; Él no reúne alrededor de sí cristianos superiores a los demás, sino humildes y obedientes. Pide a todos que vuelvan a Él como al “Pastor y sobreveedor de nuestras almas” y que nos estrechemos alrededor de Él (1ª Pedro 2:25; Colosenses 2:19). Poco importa la apreciación de los hombres para aquel que tiene como única preocupación el “testimonio de nuestro Señor” (2ª Timoteo 1:8). Pero no perdamos de vista que sólo Él es “el testigo fiel y verdadero”, y que “separados de Él nada podemos hacer”. "Vengo en breve, retén lo que tienes."