El Ultimo Hombre Lobo

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    Para Osvaldo Gallone, que escuchó la historia

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    Los judíos, como dice Goethe, como pueblo «nunca han valido

    gran cosa», según demuestran los apuros que los profetas siempre

    han tenido con ellos. A su carácter típico no le faltan aspectos

    desagradables, ni siquiera cierta peligrosidad, pero ¿qué pueblo

    no muestra rasgos parecidos en su carácter? Cada uno de los pueblos

    europeos ha contribuido a su peculiar manera a la perdición de la Tierra.

    Pero a los judíos les caracteriza un aspecto que, hay que decirlo, hace

    que, entre alemanes, parezcan aún más de «otra casta» que su nariz;

    me refiero a su amor innato por el espíritu; ese amor que sin duda

    no pocas veces les ha convertido en guías de los caminos pecaminosos

    por los que ha enfilado la humanidad, pero que hará que quienes no sean

    del montón, los necesitados, los artistas, los poetas y escritores siempre sean sus

    deudores y amigos.

    Thomas Mann, «La cuestión judía»

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    Prólogo

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    Capítulo 1

    Breve informe sobre hombres lobos, zares y presidentes

    «Se convierten con luna llena y para matarlosse necesitan balas de plata […] Pero basta con la

    bendición del poderoso para que la criaturaasí nacida se limpie de todos los males.»

    Hildegarde Strum, Werewolf  

    En la Rusia de los siglos XVIII y XIX, aunque no lo registre en toda su esplendor

    la literatura de la época, proliferaron los hombres lobo. Hay pruebas de que,

    aunque no existieran, la gente los veía a menudo y, sobre todo, los oía, como es

    debido, en las noches de luna llena. La gente, digo: las pobres gentes, los siervos

    de la gleba, los tipos que arrancaban con los dedos destrozados una patata

    enterrada en la nieve.

    Como la leña era escasa y el vodka hacía las veces de calefacción en unas

    casas inhóspitas, y nadie sabía leer, y la radio y la televisión no se habían

    inventado, se tenían muchos hijos, de modo de un séptimo varón no resultaba

    tan infrecuente. Hasta era probable que muchos de ellos nacieran en luna llena,

    de ser uno lo bastante exigente con la leyenda como para aspirar a esa

    precisión. Más allá de la situación celeste, se temía por lo que fuera a ocurrirle al

    chico que ocupara ese turno en el árbol familiar. Si era la séptima hembra, sería

    bruja, lo cual hasta podía llegar a ser ventajoso: nadie intentó jamás romper el

    maleficio de la séptima hembra.

    El macho, en cambio, corría el riesgo de convertirse cada veintiocho días

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    en un animal mucho más terrible que los lobos y que los hombres: una bestia

    feroz de naturaleza ambigua, con asombrosas fauces y una plena conciencia

    humana y de estar lanzado al mal. Esta última descripción puede ser aplicada a

    más de un individuo considerado socialmente normal, pero yo la destino aquí

    únicamente al hombre lobo. El licántropo, el lobo hombre, si se quiere ser más

    exacto en el orden de los factores: en esos días, los de plenilunio, era más lobo

    que hombre, lo que no nos impide sospechar que el resto del tiempo fuera más

    hombre que lobo, pero con un importante remanente de fiera en su invisible

    interior.

    La cosa se puede plantear de varias maneras desde el punto de vista

    moral, y yo asumo la mía: si me pasara algo por el estilo, si cada veintiocho

    días, con regularidad cósmica, surgiera de mi humanidad un lobo, un míster

    Hyde, un vampiro o cualquier otra cosa por el estilo, o me encontraría en la más

    feliz de las condiciones, añorando el acontecimiento durante los veintisiete días

    restantes, o me vería obligado a suicidarme para no repetir. Por lo cual, imagino

    que algún gusto debían de encontrar los transformados en ese particular papel,

    puesto que no se registran casos de muerte por propia mano: a lo sumo, uno u

    otro pedía ser cazado o asesinado, pero eran los menos y rara vez era posible

    cumplir su voluntad, porque con la fieridad sobrevenía la astucia, y no habían

    de ser muchos los mujiks, y menos los kulaks, aún más míseros, que

    dispusieran de un arma adecuada para disparar balas de plata, ni, desde luego,

    munición de tan preciado metal. En el mejor de los casos, en la mayor

    prosperidad, se poseía una escopeta para mejorar mediante la caza furtiva el

    puchero familiar. Y no sería en absoluto lógico que un licántropo fuese abatido

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    con el mismo instrumento con que caían apenas si medio muertas unas

    escuálidas liebres esteparias.

    Eso sí, por gozosa que fuera su singularidad, eran peligrosos para los

    demás, de modo que no eran ellos los que, aterrorizados, acudían al pope para

    que los refugiara en el seno de la madre Iglesia de San Andrés, de presencia por

    entonces casi milenaria, es decir, eterna. Los que allí se presentaban eran los

    padres más civilizados o más bondadosos, los que preferían ser bendecidos a

    abandonar o asesinar a sus hijos.

    Los popes ortodoxos no eran gente de una gran imaginación, de modo

    que solían oponer a la bestia, licántropo o vampiro, el mismo remedio: la cruz.

    Método que sirvió para aumentar el número de víctimas y, por qué no decirlo,

    también el de lobos hombres. Se tardó mucho en dar con una auténtica cura

    para ese mal, pero al final se encontró. Una cura que sólo era posible en un país

    con una Iglesia nacional, en el que, por lo tanto, las cosas del Estado y las del

    espíritu no estaban demasiado separadas. La idea, bendecida por cuanto

    patriarca anduviera por ahí, y en Rusia no son pocos, además del de Moscú,

    que se encuentra por encima de los demás, era que si el zar apadrinaba a la

    criatura recién llegada al mundo, el maleficio se rompería.

    Quien primero apadrinó, o amadrinó, a un niño en riesgo de enlobarse

    no fue un zar, sino una zarina. Más aún: una emperatriz, Catalina, llamada la

    Grande, menos célebre de lo debido por su méritos de gobernante, y más

    célebre de lo debido por sus costumbres de cama. En alguna fecha de su largo

    reinado, Catalina aceptó ser la madrina del séptimo hijo varón de una familia

    campesina. Ése parece haber sido el principio de la prueba científica del valor

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    de la autoridad terrenal para vencer hechizos y maleficios, puesto que ningún

    séptimo hijo varón así bautizado, según abundantes testimonios, se convirtió

     jamás en bicho alguno. Mucho tiene que haber decaído la familia imperial para,

    menos de un siglo y medio más tarde, acoger en su intimidad al monje

    extraviado Grigori Yefimóvich Rasputin. Por lo demás, Rusia siempre ha estado

    en decadencia, y sigue estándolo, aunque procure olvidarlo de tanto en tanto

    con algún estallido revolucionario, o contrarrevolucionario, que viene a ser lo

    mismo aunque eso sólo se sepa al cabo de cien años.

    Fue la decadencia rusa lo que llevó a parte de sus pobladores a emigrar,

    mucho antes de la llegada al poder de Lenin y de la aniquilación de los

    Romanov. Los más emprendedores se iban a América, sin saber demasiado

    acerca de nortes y sures, de sueños ambiciosos y de carreras hacia la fortuna:

    sólo pretendían comer a menudo y les habían dicho que allá lejos se podía.

    Así llegó a la Argentina, a principio de siglo, una pareja de alemanes del

    Volga, muy marcados por la cultura rusa, para establecerse en el pueblo de

    Coronel Pringles, en la provincia de Buenos Aires, hoy ciudad de veinticinco

    mil habitantes. Se llamaban Enrique Brost y Apolonia Holmann, y tuvieron allí

    su séptimo hijo varón. El problema era que en el nuevo país no había zar. Pero

    pensaron, con lógica impecable, que el presidente podía desempeñar con

    eficacia el mismo papel, porque algo de sagrado debía de tener su función;

    asunto en el que coincidían con el entonces presidente José Figueroa Alcorta,

    que se sentía llamado a tan altos destinos que había decidido enviar a los

    bomberos a desalojar el Congreso para poder llevar a la nación hacia su

    próspero porvenir sin estorbos parlamentarios.

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    Además, en cuanto a lo de ser elegido, era más o menos como un zar: le

    tocó, por esos manejos de la política, ser vicepresidente en la candidatura de

    Manuel Quintana, a quien la gente, por entonces sólo los varones, sí había

    votado, imaginándolo quizás eterno, pese a sus casi setenta años, y que se

    murió a los dos de mandato. No sé si hubo fraude en aquellas elecciones,

    aunque solía haberlo en casi todas, pero Quintana tampoco era un demócrata

    convencido: gobernó con estado de sitio, sin garantías constitucionales y,

    cuando aún no era presidente, ante un conflicto entre la provincia de Santa Fe y

    la sucursal local del Banco de Londres, había propuesto a Inglaterra que sus

    tropas bombarderan la ciudad de Rosario. La calle de Buenos Aires que ostenta

    su nombre, y en una de cuyas casas habitó un tiempo don José Ortega y Gasset,

    lleva directamente al Cementerio de la Recoleta.

    Los Brost, ni cortos ni perezosos, tras haber llegado a un acuerdo sobre lo

    sagrado con sus propias almas, escribieron una carta a Figueroa Alcorta

    pidiéndole que apadrinara a su séptimo varón, al que bautizarían con el

    nombre de José, tanto por el santo como por el mandamás, supongo. Y el

    hombre aceptó. Con lo que los séptimos hijos pasaron a ser ahijados del

    presidente. La parte más curiosa de esta historia, como de muchas otras, está en

    la posterior intervención de Perón en el asunto. Él mismo había apadrinado a

    séptimos y a séptimas, cosa normal en el presidente que había hecho aprobar la

    ley de voto femenino. Ahora bien, por raro que parezca, el general, como

    católico convencido, no era hombre supersticioso. Es probable que en la edad

    provecta, por influencia de su mujer y de su secretario, el famoso Brujo López

    Rega, tal vez sin conocer el origen de la historia y pensando más en políticas de

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    estímulo a las familias numerosas que en cualquier potencial lobisón, que es

    como se denomina al monstruo en el campo argentino, en 1974, poco después

    de su regreso al país y poco antes de su muerte, convirtió en ley el padrinazgo

    presidencial, con medalla de oro recordatoria y hasta una beca para el vástago.

    Pero la tradición ya era un hecho en 1946, cuando Perón ganó sus

    primeras elecciones. Hacía alrededor de un año que Albert Herder había

    llegado a Buenos Aires. Y habían pasado unos veinte desde el arribo de Martin

    Lühe.

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    Primera parte

    El viaje de Martin Lühe

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    Capítulo 2

    Un joven joyero ario en Berlín

    Vieja Alemania, tu sudario heladoYa tejen en la sombra nuestros dedos,

    Y en el tejido vil, los labios mezclanDe maldición y cólera los ecos.

    Heinrich Heine, «Los tejedores de Silesia»

    I

    Oficios judíos

    El padre y el abuelo, y tal vez el bisabuelo, de Martin Lühe se habían dedicado a

    un oficio que, a principios del siglo XX, ya no ejercían muchos alemanes: el de

    fundidor de metales preciosos. Por entonces, aquél era un oficio de judíos, lo

    que no avergonzaba a Martin, que a sus quince años, casi dieciséis, porque

    había nacido en marzo, presenció en enero de 1919 el aplastamiento, por parte

    del gobierno de izquierda del socialdemócrata y pacifista Friedrich Ebert, de la

    revolución de izquierda iniciada a finales de 1918, a cuyo frente se habían

    puesto los espartaquistas, disidentes del grupo de Ebert y fundadores del

    Partido Comunista de Alemania. En la semana sangrienta de enero de 1919,

    fueron asesinados Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, por orden del ministro

    de Defensa, el también socialista Gustav Noske, que actuó así por creer que

    «alguien —él— tenía que ser el perro de caza». En esos mismos días se fundó el

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    Partido Obrero, entre cuyos primeros miembros se contaba un desconocido

    llamado Adolf Hitler.

    Al adolescente Martin Lühe le costaba comprender aquello. Sus padres

    habían hecho todo el recorrido desde la socialdemocracia al comunismo, se

    habían opuesto a la guerra y a la expansión territorial alemana, y lo habían

    educado en los principios del progreso, de manera que en su jovencísima

    cabeza no entraban con facilidad semejantes barbaridades entre hermanos,

    como no fueran debidas a una espantosa y fatal traición de una de las partes,

    precisamente la que ocupaba la jefatura del gobierno de la República de

    Weimar, traición acerca de la cual el viejo Lühe no tenía dudas. A finales de

    aquel año, Martin leyó el recién aparecido libro de Hermann Hesse llamado

    Demian, que le enseñó muchas cosas acerca del deseo y la experiencia, pero lo

    acercó poco a la realidad. Más cerca de sus intereses estaba Los Buddenbrook de

    Thomas Mann.

    Más cosas aprendería de los colegas de su padre, que también eran sus

    colegas, puesto que ya sabía casi todo lo que había que saber de la técnica de

    fundición y factura de joyas, incluida alguna especialidad como el engarce de

    piedras preciosas; aprendería, sobre todo, de compañeros y patronos judíos,

    que ya en los años veinte empezaban a percibir que algo terrible se les venía

    encima, aunque no fueran capaces de precisar qué ni de qué zona de la irritada,

    humillada y vengativa sociedad alemana, que en su conjunto atribuía a los

    imperialistas extranjeros, apoyados por una misteriosa banca hebrea, su derrota

    en la guerra que ella misma había iniciado en 1914. Jóvenes universitarios

    simpatizantes del partido de Adolf Hitler, que no era nadie pero que parecía

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    encarnar una patología social muy extendida, abuchearon al judío Albert

    Einstein, el «nuevo Newton», al decir de la prensa liberal británica, en las clases

    magistrales que dictó en varias ciudades alemanas después de recibir el Premio

    Nobel en 1921. Ya era símbolo de esos pogroms intelectuales «el despropósito

    de la svástica», que coronaba como «expresión toscamente popular», la acción

    de «fascismo alemán», según decía Thomas Mann. ¡Ay del que crea que todo

    aquello empezó en 1933!

    II

    Las jóvenes arias y el porvenir perfecto

    En 1924, Martin Lühe era un joven con algunas cosas claras, entre las cuales en

    modo alguno se contaba su noviazgo con una joven alemana y tradicionalista,

    cuando tuvieron lugar tres acontecimientos que cambiarían la orientación de su

    existencia.

    El primero fue la muerte de sus padres en el incendio de una pensión

    barata, en Hamburgo, a donde habían ido con la excusa de vender parte de su

    producción de bellos objetos de plata y oro, que habitualmente dibujaba Eva, la

    mujer, y realizaba Jürgen, el marido. No obstante, ésa era la parte pública del

    viaje. La parte secreta era la asistencia a una reunión del comité fundacional de

    una de las infinitas ramas en que se estaba subdividiendo el comunismo alemán

    tras su propio fracaso, la desaparición de Lenin y el nuevo camino emprendido

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    por los rusos en los últimos meses. Por lo tanto, corrieron incontables rumores

    acerca del fuego que acabó con los dos y con algunos de sus amigos: podía

    haber sido el gobierno Stresemann, aunque después del proceso y condena de

    Max Holtz en 1921, todo el mundo daba por muerto y enterrado el comunismo

    alemán; podía haber sido el minúsculo pero atrevido partido del ya muy

    conocido Adolf Hitler, rebautizado en el año veinte como Partido Nacional

    Socialista Obrero Alemán, aunque éste pasaba por su peor momento después

    del fallido golpe de Estado de 1923, el  putsch de Munich: en enero de 1924, el

    futuro dictador aún se estaba defendiendo a sí mismo en el proceso que se le

    seguía por alta traición, con el largo discurso que incluyó la afortunada frase «la

    historia me absolverá»; también podía haber sido cualquier banda que,

    actuando por libre, hubiese constatado la presencia en el lugar de unos cuantos

    comerciantes judíos de Berlín. Podía, por último, haber sido un accidente.

    El segundo fue la aparición de La montaña mágica, que Martin devoró con

    una mezcla de admiración, temor y apasionado interés por todos y cada uno de

    los discursos que se enfrentaban y se entretejían en el texto: por primera vez,

    leía a alguien que, más que enseñarle nada, le obligaba a pensar por sí mismo, a

    elaborar una idea del mundo propia y libre. Después de años de lecturas

    marxistas y debates internos, alguien le ponía delante una posibilidad de elegir

    antes de participar. Descubrió, porque era un tipo inteligente, que ninguna de

    las opciones que tenía a la vista le parecía suficiente ni necesaria.

    El tercer hecho fue a coincidir con un cuarto, absolutamente inesperado

    para él. En el mes de diciembre, el taller en el que trabajaba, en la enorme

    trastienda de un local aparentemente pequeño, una joyería abierta al público,

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    fue atacado durante la noche. Los propietarios, un matrimonio al que no pocos

    hubiesen considerado joven, vivían en los altos del edificio: fueron arrancados

    de su cama y al hombre lo golpearon con la intensidad necesaria para que

    muriera dos días más tarde en un hospital en el que fue atendido sin demasiado

    amor. Aunque todos recordemos la noche de los cristales rotos, que no sucedió

    hasta noviembre de 1938, por ser el origen de la primera deportación masiva de

     judíos hacia una Polonia que tampoco los quería, los pogroms se sucedían con

    regularidad y diversas intensidades desde los primeros años veinte. Como en el

    caso que tocó a Martin Lühe, se trataba sobre todo de ataques a pequeños

    comercios, pero también de asesinatos inopinados de judíos en cualquier calle

    más o menos oscura, o aun a pleno sol, de expulsiones de inquilinos judíos por

    grupos pagados al servicio de propietarios alemanes, y hasta de propietarios

     judíos arrojados de sus propias tiendas.

    Los más previsores, como la señora Ruth Grimbank, bella, lúcida y

    ocasional patrona de Martin Lühe tras la muerte de su marido, decidieron

    emigrar. No tantos como se suele creer, puesto que en 1939 sólo se había

    marchado de Alemania uno de cada diez judíos.

    —Martin —le dijo a Lühe unos días después del entierro de su esposo

    Samuel, mientras tomaban té—, tú no eres hebreo, aunque a veces parezcas uno

    de los nuestros. Podrías seguir con el negocio. Yo tengo una prima en la

    Argentina, en Bahía Blanca, una pequeña ciudad del sur. Me voy a ir con ella.

    Ya no me siento segura en Berlín.

    —Nadie se siente seguro en Berlín, señora Grimbank. Yo tampoco. Tal

    vez porque parezco uno de los suyos. Tal vez porque no sé quién mató a mis

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    padres, ni siquiera si los mataron. Pero yo también pienso dejar Alemania.

    Thomas Mann me ha dado a entender que es lo más conveniente.

    —¿Quién?

    —Un amigo al que usted no conoce, pero que sabe mucho sobre este país

    y este mundo. ¿Tiene pasaporte?

    —No.

    —¿Y dinero para el viaje?

    —Tampoco.

    —Venda la tienda, el taller, la casa, todo... No le darán gran cosa, pero le

    alcanzará para pagarse el pasaje y el soborno.

    —¿Qué soborno?

    —El que haga falta para conseguir un pasaporte. Eso se lo arreglo yo.

    —¿Cómo? Es muy peligroso, ¿no?

    —Hay un policía que en un tiempo fue compañero de mis padres.

    —¿Comunista?

    —Dejó de serlo justo a tiempo. No se preocupe. Es de fiar —no estaba

    seguro de ello, pero tenía que tranquilizar a la mujer.

    —¿Y tú?

    —Venderé la casa. De alemán a alemán. A mejor precio.

    —¿Y a quién le vendo yo lo mío?

    —A cualquier judío cuya codicia sea mayor que su inteligencia.

    Ruth lo miró a los ojos.

    —Conozco muchos —dijo, dejando que las lágrimas le corrieran por las

    mejillas.

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    —El primero que tenga a mano. Le sugiero a Steimberg, que además la

    mira con buenos ojos. Si es necesario, déjelo pensar que se va a casar con él

    cuando termine el duelo. Para entonces, usted ya no estará aquí. Y quién sabe

    dónde estará él, ¿no?

    —¿Qué harás con tu novia?

    —¿Ilse? Llevarla conmigo, supongo...

    Ruth Grimbank tardó en enunciar lo que pensaba al respecto, porque

    quizá no le alcanzaran las razones —había visto a Ilse sólo dos veces, y muy de

    pasada, y aunque eso le bastara a ella, tal vez no representara nada para

    Martin—, pero Martin le caía, por decir poco, demasiado bien, de modo que no

    fue capaz de callar.

    —Me temo que te equivocas con esa muchacha, Martin. No es como tú.

    —¿A qué se refiere? —dudó Lühe.

    —A que es, y perdóname por lo que te digo, excesivamente alemana.

    Aquél fue el anuncio del cuarto suceso, inesperado únicamente porque

    Martin Lühe, que ya había aprendido a esperarlo todo de los demás, había

    bajado la guardia con Ilse. Lo meditó aquella noche. Se dijo que ella no podía

    entrar en categorías generales: era una mujer con conciencia, con intereses

    trascendentes, con una apasionada curiosidad por la política, con una gran

    preocupación por el destino de su país, igual que él, aunque a él le inquietara

    más el destino de la humanidad... Ahí está la clave, pensó. No vendrá conmigo,

    lo considerará una renuncia, me odiará por dejar la patria librada a su suerte.

    Decidió no comunicarle sus planes hasta que hubiera avanzado un poco más en

    su proyecto, pero todo se le fue de las manos cuando ella llegó con una

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    imperdonable novedad.

    Se vieron al día siguiente, en un café al que solían ir por los maravillosos

    dulces que hacía un pastelero vienés.

    Ilse estaba eufórica.

    —Tengo algo muy importante que decirte —anunció desde detrás de una

    sonrisa perfecta, desde un rostro que hubiese resistido el más minucioso

    análisis antropométrico y estético de un médico ario.

    —¿Bueno o malo?

    —Excelente, creo. Vamos, que estoy segura.

    —Te escucho.

    —He entrado en el partido.

    Para Martin Lühe, el término «Partido», con mayúscula, sólo podía

    corresponder al de sus padres, el comunista, se llamara como se llamara en cada

    etapa de la historia. Pero comprendió que Ilse no se refería al de sus padres ni al

    de Rosa Luxemburgo, que ya no existía. Y todos los demás estaban mal.

    —¿En qué partido? —interrogó con ingenuidad, con cierta secreta

    esperanza de que se tratara de la socialdemocracia o alguna otra especie

    perecedera pero tolerable.

    —El de Alemania, mi amor. El nacional socialista.

    —¿El de Hitler? —no es que lo ignorara, sólo le costaba aceptar la idea de

    que ella, tan luego ella, hubiese dado semejante paso.

    —Claro —confirmó ella—. Es un hombre extraordinario. Su discurso...

    —Lo he leído completo.

    —Pues ahora está escribiendo un libro en la prisión...

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    —Lo esperaré ansioso...

    Martin comprendió, en una suerte de revelación que lo llevó a actuar sin

    mediación intelectual, que tendría que huir de ella tanto como de los demás.

    Ilse había empezado en un instante a darle miedo, un miedo espantoso.

    —Yo también tengo algo que decirte, Ilse —anunció de inmediato.

    —Espero que también sea algo bueno.

    —Sospecho que no, que no te hará feliz.

    Esperó antes de proseguir. Esperó a que se cumplieran las leyes del

    instinto o de la cultura, no sabía a cual de los dos terrenos adscribir la reacción

    que esperaba.

    —¿Hay otra mujer? —interrogó finalmente Ilse.

    Martin no respondió de inmediato. Dejó que fuera ella la que diera la

    respuesta a su propia pregunta.

    —Sí, veo por tu silencio que hay otra mujer. ¿La conozco?

    —No.

    —¡Menos mal! Es peor perder a la vez un novio y una amiga.

    —No lo sientas, querida Ilse. Dentro de un tiempo, comprenderás que es

    mejor que ocurra esto. Yo no estaría a tu altura. ¿Qué va a hacer un pobre joyero

    con una mujer como tú?

    —Mantenerla. Dentro de poco no quedarán en Alemania joyeros judíos.

    Serás uno de los pocos en ese oficio. Serás rico, muy rico...

    —No sé si quiero ser rico. Ni si quiero mantener a nadie. Además, yo no

    voy a afiliarme a ningún partido, así que los pedidos no serán para mí —sonrió

    Lühe.

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    —Pero sí para mí...

    —Lo siento, Ilse. Se llama Claudia —acababa de tomar en préstamo el

    nombre de un personaje de Thomas Mann—. Es obrera. No puedo decirte nada

    más.

    Se levantó para marcharse y puso dinero sobre la mesa. Ella le apretó la

    muñeca y lo miró con unos ojos llenos de interrogantes.

    —¿Y todo se acaba así?

    —Me parece que es lo mejor. Pronto cumpliré veintidós. Me parece que

    soy demasiado joven para tener una doble vida.

    —Ya la tienes. Si no, no hubieses conocido a otra. Además, todo el

    mundo hace lo que puede en eso.

    —¿Tú también? ¿Es lo que me quieres decir?

    Ilse se encogió de hombros. Ahora tocaría que llorase, pensó Lühe, pero

    no lo va a hacer.

    Se deshizo de la mano de la muchacha y se dirigió a la salida.

    Acabo de cometer mi primer acto de adulto, se dijo, una vez en la calle. Y

    la vida debe de ser toda así, si uno se la toma en serio: una trampa tras otra, una

    mentira para ocultar otra mayor, cada liberación un trozo de alma del que

    despedirse. Pero si le decía la verdad, me ponía en sus manos. Tengo que

    parecer un buen alemán hasta el final, si no quiero acabar mis días en una edad

    injusta.

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    III

    Una mujer madura

    Días más tarde, Martin Lühe fue a la casa de Ruth Grimbank. Aún no se había

    puesto el sol. Tendría té para él, aunque fuera su día libre.

    —Tengo comprador —anunció la recientísima viuda.

    —¿Judío?

    —Sí. Lo conoces. Moses Blumenfeld.

    —Pobre hombre.

    —¿Por qué pobre? Ya sabe lo que hay. Tanto como yo. Conoció a mi

    marido y ha visto cómo murió. Si se quiere hacer cargo de la herencia, allá él.

    —¿Ya le ha dado el dinero? Es importante hacerlo todo ahora, el pasaje y

    el pasaporte, para que no se lo coma la inflación.

    —Mañana. ¿De verdad irás a la policía por mí?

    —Por supuesto.

    —¿Cuándo piensas viajar tú?

    —Pronto. Solo.

    —¿Y la chica?

    —Colabora con el partido de Hitler. No le he dicho que la dejaba por eso.

    No lo hubiera entendido jamás. Le mentí que me había enamorado de otra.

    —¡Ah, qué muchacho! ¡Pensar que con ella en ese sitio estarías seguro y

    podrías quedarte! Pero tienes esa cosa de sacrificio, tan cristiana, tan judía en el

    fondo... Merecerías ser judío. Perdóname, ya sé que nadie se merece ese castigo,

    fue una manera de decir... ¿O sea que estás solo, sin padres, sin novia, sin nadie

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    que te cuide?

    —Me estoy acostumbrando a cuidarme a mí mismo.

    —Hasta que me vaya, o nos vayamos, a quién sabe dónde, porque nadie

    sabe dónde está Bahía Blanca, puedo cuidarte yo. Pero no serán más que unos

    días...

    Martin fingió no enterarse de la proposición, pero pensó en Eva, la

    madre de Max Demian, y en el joven Emil Sinclair. ¿Habría tenido Hermann

    Hesse la fortuna de conocer realmente una mujer así?

    —¿Hasta cuándo estará en la casa?

    —Tengo quince días para entregar la vivienda. El resto, lo ocupará el

    nuevo dueño pasado mañana.

    —Si viaja más tarde, puede quedarse conmigo hasta que yo deje la casa

    de mis padres. Tengo que deshacerme de los libros, unos libros que a nadie le

    conviene tener.

    —¿Vas a quemarlos? —preguntó ella.

    —Voy a meterlos en dos maletas y dejarlos en la consigna de una

    estación de trenes. Igual descansan allí hasta que llegue quien tenga que llegar a

    por ellos.

    —Hazlo cuanto antes, por favor...

    —Como todo: mañana.

    —¿Y hoy?

    —¿Hoy? —Martin devolvía la pregunta.

    —Sí. Son las siete. Hay que vivir el resto del día, y la noche. No quiero

    estar sola. Como no he tenido la suerte de tener hijos, no tengo a nadie. La poca

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    familia, lejana, que me queda, está en Polonia, muy, muy lejos. ¿Quieres

    quedarte conmigo?

    IV

    Sobornos

    Hasta el mes de febrero de 1925, en que Ruth Grimbank embarcó en Hamburgo

    con destino a Buenos Aires, Martin Lühe y ella vivieron juntos. Lo necesario

    para comprender que no hay relación más perfecta que la de un hombre joven

    con una mujer hermosa que lo dobla en edad; y también para sospechar que las

    relaciones perfectas lo son por su condición perecedera, porque no hay ningún

    futuro importunando los sueños de los amantes, como no sea el futuro de cada

    uno, del cual, en este caso, no se hablaba: era remoto y misterioso, iba a ser en

    una tierra desconocida y con personas cuya mera existencia eran en aquel

    momento incapaces de concebir.

    De modo que la despedida no fue triste. Ruth Ellenson, que había

    resuelto abandonar en su pasaporte y en su vida el apellido del finado, le dio a

    Martin la dirección de su prima en Bahía Blanca.

    Lo que Martin Lühe había hecho para poner a esa mujer a bordo del

    Lutetia, que así se llamaba el barco, le pareció a ella casi milagroso. Un

    pasaporte en dos días, un visado para la Argentina y un billete en menos de

    una semana y todos los volátiles marcos que había obtenido de Moses

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    Blumenfeld convertidos en libras esterlinas casi en el acto; cierto que esto

    último a un precio lamentable, el que imponía el mercado, pero debía bastar, y

    bastó, para alcanzar su destino.

    Antes de cambiar el dinero, una parte fue entregada en marcos al antiguo

    camarada de Eva y Jürgen Lühe, ahora funcionario de policía, llamado Konrad

    Herder. Martin no tuvo más remedio que confiar en él: el pago era por

    adelantado. Pero Konrad Herder, que ya no era joven, debía de conservar algún

    resto de la vieja moral solidaria de antaño y cumplió con su parte en cuarenta y

    ocho horas.

    Para su propio pasaporte, Martin hubo de hacer idéntico trámite, pero el

    precio fue mucho más elevado porque el individuo que firmaba los documentos

    debía ignorar a conciencia la cuestión no resuelta de sus deberes militares. Le

    horrorizaba depender de Konrad Herder para encaminar sus proyectos, y ya se

    había visto obligado a revelarle que tenía algún tipo de relación con una mujer

     judía. Ahora debía explicar que pensaba viajar a América. No dio más

    explicación que ésa. No confió a Herder que se dirigía al mismo país hacia el

    que había huido Ruth. Porque, después de haber considerado todos los aspectos

    de la cuestión, había decidido ir a Buenos Aires. Podía haber optado por New

    York, ciudad sobre la que poseía abundante información y que resultaba

    interesante para muchos de sus paisanos, pero estaba convencido de que más

    tarde o más temprano Alemania iba a ir a otra guerra, y que los Estados Unidos

    iban a tener en ella un papel parecido al que ya había tenido en la anterior, la

    Gran Guerra, una monstruosidad que, sin embargo, iba a parecer una minucia

    en comparación con la que vendría. La idea de regresar a Berlín algún día como

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    mujeres le impresionaban y le inquietaban tanto como a él, y del mismo modo:

    aquélla era bella y rica, aunque le llevara unos años.

    —¿Cómo lleva la cuestión del idioma? —le preguntó el muchacho en

    castellano.

    Para su propia sorpresa, Martin, que abrigaba terribles temores a ese

    respecto y llevaba alrededor de un mes estudiando la lengua con la ayuda de

    un viejo conocido que había vivido en España, entendió la pregunta y atinó a

    responderla como pudo:

    —No mucho bien.

    —¿Cuándo te vas?

    —Cuando haya barco, en seguida.

    —¿Querés que charlemos un poco para estar más tranquilo?

    Aquella frase fue excesiva, con el verbo charlar y ese querés que nunca

    había oído. Miró a Cicero con cara de idiota.

    —¿Quieres que conversemos para aprender un poco más? —tradujo el

    argentino—. Ahora te ayuda un español, ¿no?

    —Alemán que estuvo en España —articuló Martin, en una frase

    afortunadamente libre de erres.

    —Con eso, allá, no vas a ninguna parte. Yo te voy a dar una mano.

    Lühe no entendió todas las palabras, pero sí el sentido de la propuesta.

    —No puedo pagar —declaró.

    —Ya me pagaste. Yo no estoy casado, así que vendí el regalo de tu amiga

    por dos meses de sueldo. Hasta puedo con el café cuando nos encontremos.

    —¿Todos los argentinos son así de generosos? —preguntó Martin en

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    alemán.

    —No —respondió Cicero en castellano—. Como en todas partes, hay una

    mayoría de hijos de puta. Pero la amistad es sagrada —y lo repitió todo en

    alemán.

    —Está bien.

    —Ricardo —le tendió la mano el muchacho.

    —Martin —dijo él, estrechándola.

    —Martín —corrigió el otro—. Allá todo el mundo te va a llamar Martín,

    con el acento en la i.

    En el mes y medio que transcurrió hasta que Martin Lühe partió hacia

    Hamburgo para abordar el Hispania, que hacía escalas en Le Havre, Vigo,

    Lisboa y una decena de puertos más, vio a Ricardo cada día. El argentino se

    gastó una parte sustancial del ángel de Ruth en vinos del Rhin. Martin había

    vendido la casa, pero podía ocuparla durante un tiempo más, a cambio de un

    módico alquiler, de modo que él se encargaba de la comida, por lo general

    modesta pero llena de calorías, que contribuían al entusiasmo con que llevaban

    a cabo su tarea.

    Cicero llevó libros de geografía y una breve historia del país. Martin

    tenía un diccionario alemán-español y buscaba las palabras que no sabía: quería

    oírlas, pero también leerlas. Y, como la base de todo aquello era la conversación,

    acabaron por hablar de todo.

    —¿Podés ayudarme a llevar unas valijas? —indagó un día, tras dejar en

    el fondo de la memoria la palabra maletas que había aprendido al principio.

    —Claro. ¿Adónde?

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    —A una estación de tren.

    —¿Cuál?

    —Cualquiera. Se van a quedar ahí.

    —No sé qué pensás llevar, pero lo que sea que abandones lo podés

    vender...

    —No. Son libros. Libros de mis padres. De mis viejos, dices vos. No los

    puedo vender. Es peligroso. Y no sé quemarlos.

    —¿Por qué peligroso?

    —Mis viejos eran comunistas. Es una biblioteca... inconveniente —al

    final, dio con el término.

    —¿Sabés una cosa? Mi viejo también era comunista. Se murió el año

    pasado. Había estado entre los primeros. Antes, había sido socialista. Por eso

    tenía muchos amigos alemanes y hablaba el idioma bastante bien. Creo que lo

    aprendió, sobre todo, para poder leer justamente los libros de los que vos

    querés deshacerte.

    —Explicame eso de los alemanes socialistas, Ricardo.

    —Mirá, en la Argentina, igual que acá, hay alemanes indeseables y otros

    que no lo son. Hay piantados...

    —¿Piantados?

    —Locos. Locos que hablan de la raza aria y toda esa mierda. Y tipos que

    emigraron por razones políticas en distintas épocas. Unos cuantos anarquistas,

    pero la mayoría socialistas. Crearon sindicatos y partidos. ¿Sabés que el primer

    diario obrero de la Argentina salió en alemán?

    —Ni idea.

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    —Tres cosas importantes llevaron los alemanes para allá, aparte de sus

    manías: la cerveza, el sindicalismo y el bandoneón.

    —Eso es un instrumento... de iglesia, ¿no?

    —Justo. Solemne. Pero allá se usa para otra cosa, nada solemne, nada de

    iglesia. Se usa para tocar el tango, con la flauta, el violín y la guitarra. Los ricos

    le añaden el piano, pero al principio todo era de lo más sencillo.

    —¿Hacen bandoneones en Buenos Aires?

    —No. Los llevan de Berlín. Los fabrican dos hermanos, los Arnold. Los

    bandoneones doble A, de Arnold y Arnold. Pero qué carajo te estoy contando,

    si allá te lo vas a encontrar hasta en la sopa. ¿Vos no vas al cabaret?

    —Nunca.

    —Bueno, alguna vez vas a ir.

    Martin acabó hablando de la muerte de sus padres, de Ilse, de Hitler, que

    escribía Mi lucha en la prisión de Landsberg, de Ludendorff y de Röhm, y hasta

    de los asesinatos de Liebnecht y Rosa Luxumburgo y Rathenau. Y de los judíos.

    Imaginaba que debía de haber muchos en la Argentina.

    —Mirá si habrá que el primer bandoneón no lo llevó un alemán ario, sino

    un judío que se llamaba Bernstein. Pero no vayas a creer que son libres y bien

    mirados. Hace muchos años que el ejército argentino es cliente de Krupp y,

    como ya te dije, hay muchos hijos de puta sueltos. Y otros que no están sueltos,

    sino organizados... pero no me decís nada de tu amiga, la que se fue, la que está

    pagando este vino.

    —No hay mucho que decir. Tuve mucha suerte. Ella necesitaba ayuda

    para huir y yo necesitaba ayuda para vivir. Nos hizo bien a los dos. Nada más

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    —todo esto lo soltó en alemán, como todo lo que le tocaba íntimamente.

    —Pero te enamoraste de ella —ahondó Cicero en castellano.

    —No lo sé.

    —¿Y ella de vos?

    —Creo que no. Nos hacíamos falta.

    —¡Lo que acabás de decir, Martín! ¿Te das cuenta? Nos hacíamos falta.

    Eso ya es hablar argentino de verdad —aplaudió—. Y pensar que yo creía que

    te iba a mantener...

    —A lo mejor no nos vemos más, Ricardo. Seguro que no nos vemos.

    —Los reencuentros a veces son tristes.

    —Reencuentros —repitió Lühe, acariciando las letras, dulcificando la

    erre, y se quedó pensando. Reencuentros no habría muchos en su vida. Pero

    tenía que haber encuentros. En última instancia, eso es la vida, una sucesión de

    encuentros, reencuentros y desencuentros de toda clase.

    Cuando el Hispania  zarpó, Martin tenía apuntadas las señas de Ricardo

    Cicero, el único amigo que dejaba en Alemania.

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    Capítulo 3

    Babilonia

     Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos,

    y aun llorábamos, acordándonos de Sión.

    Salmos, 137, 1

    I

    Taller de joyería

    Los primeros días en Buenos Aires, los pasó en una pensión del bajo, paradorde estibadores del puerto, con un baño enorme y helado de cuyos grifos sólo

    salía agua fría. Caminó mucho, preguntando y fijándose en los nombres de las

    calles. Se compró una Guía Peuser de la ciudad y, consultándola mientras

    comía una porción de pizza y bebía un vaso de vino blanco, recibió una de esas

    lecciones que suelen propinar los porteños a los desprevenidos:

    —Peuser —dijo el hombre, señalando el libro con los planos y los

    nombres de las calles—. Un genio ese tipo. Vino cuando Mitre era presidente,

    imagínese, y empezó con un bolichito. Pero la vio venir. ¿Qué iba a pasar en

    Buenos Aires? Que se iba a llenar de gente. Gente de otros lados. Miles,

    millones, y él, Jacobo Peuser, esperándolos con una guía... ¿Se da cuenta? Usted

    mismo, que parece recién llegado, ¿qué haría sin la visión de ese hombre?

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    —Me perdería.

    —¿Ve? ¿De dónde viene?

    —De Alemania.

    —Igual que Peuser. Claro que él era judío, y usted no parece.

    —Las apariencias engañan —Martin soltó una de las primeras frases

    hechas que Ricardo Cicero le había enseñado, puso unos pesos sobre el

    mostrador y se despidió de su interlocutor. Ya sabía que los tipos que empiezan

    así pueden pasarse días hablando. Y el tema le inquietaba demasiado para

    dejarlo en manos de alguien que seguramente tenía una solución para la

    cuestión judía que a él no le iba a gustar.

    Estaba en la calle Corrientes, que aún no había alcanzado la categoría de

    avenida y era estrecha y más bien sucia, y acababa de darse cuenta de que la

    calle Libertad era la siguiente transversal. Blumenfeld le había dicho que ahí

    había unas cuantas joyerías desde hacía tiempo.

    Estuvo mirando los modestos escaparates que debían de ser la fachada

    de negocios importantes pero no del todo transparentes, como solía suceder en

    ese ramo singular en el que casi nadie parece rico. Vio objetos de calidad:

    ninguno que él no pudiera hacer y hasta mejorar. Necesitaba un taller. Entró en

    una tienda.

    —Buenas tardes —saludó el hombre que se encontraba sentado al otro

    lado del mostrador, ante un banco de trabajo. Se levantó, desplazando hacia

    arriba la lente de aumento con la que trabajaba, y fue hacia Martin—. ¿Le puedo

    ofrecer algo? —no tenía acento extranjero.

    —Yo vengo a ofrecerle algo a usted —dijo—. ¿Habla alemán?

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    —Lo entiendo bien.

    —Entonces todo será más fácil. Si me falta alguna palabra...

    —Claro. Compro oro, pero los precios...

    —Son muy bajos, lo sé. Quiero que vea unas cosas.

    Se desabotonó la camisa por debajo de la corbata y sacó un pequeño

    envoltorio de terciopelo.

    —Pase —invitó el comerciante—. Estaremos más cómodos en el fondo.

    En la trastienda había una mesa, tres sillas y unos cuantos ceniceros que

    nadie vaciaba. El hombre extendió el gigantesco ejemplar de La Nación del día

    sobre la mesa. Se sentaron frente a frente y Martin desplegó el terciopelo. El

    otro puso la lente en su sitio y observó cada pieza con atención, sin tocarlas.

    —Buena mercadería. Muy buena, diría. ¿De dónde la sacó?

    —De los metales. He hecho cada una con mis propias manos —las

    mostró para que se vieran las huellas del oficio.

    —¿Y entonces? Ya tiene la vida arreglada si sabe hacer esto.

    —Acabo de llegar a Buenos Aires. Necesito un sitio para trabajar hasta

    que tenga el mío y gente que me compre. Joyeros. No sé vender al público, no

    es mi tarea.

    —¿Tiene dinero para metales?

    —Un poco. Para empezar. Compraré más cuando empiece a vender.

    —¿Trabajaría aquí, en esta pieza?

    —Si no hay otra cosa, sí. Póngale precio a lo que está viendo y le diré si

    me conviene.

    El comerciante fue tasando las joyas a precios modestos, pero que a

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    Martin podían permitirle vivir. Sin embargo, se resistió a comprometerse de

    inmediato.

    —Dentro de unos días le diré si me conviene.

    —¿Va a hablar con mis colegas? No espere mucho más. ¿Soy el primero

    que visita?

    —Sí.

    —Me llamo Salomón Levy —dijo, tendiéndole la mano—. Igual que mi

    abuelo, que fue el primer judío que hizo una boda religiosa en este país.

    —Martin Lühe —aceptando la mano, que era fuerte y cálida.

    —Usted no es judío, ¿no? —le espetó Levy.

    —No. Alemán.

    —¿Y por qué se dedica a esto? Aquí, la mayoría somos judíos, aunque

    también hay armenios, pocos, y unos cuantos árabes siriolibaneses...

    —Mi padre y mi abuelo eran joyeros. Me hace sentir bien, hago objetos

    que me gustan.

    —Cuando vuelva, lo invito a comer un bife y me cuenta más... porque

    usted no vino a hacer fortuna.

    —¿Está tan seguro de que volveré?

    —Completamente. Nadie le va a ofrecer tanto.

    II

    Un librero que juega al ajedrez

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    Levy le caía bien, pero prefirió conocer a otros joyeros antes de tomar una

    decisión. Encontró miserables que buscaban esclavos con talento, tipos que le

    ofrecían más pero con los que era evidente que no podría trabajar, y sujetos que

    a duras penas sobrevivían porque no habían nacido para el comercio y un

    padre torpe les había legado esa función. Lühe pensaba que para hacer dinero,

    dinero de verdad, había que nacer con un don, como para ser músico o pintor, y

    las tiendas estaban tan llenas de negados como los conservatorios y las

    academias de arte.

    El resto del tiempo lo dedicó a vagar y revisar librerías de viejo, que

    abundaban en la calle Sarmiento, que algunos llamaban todavía Cuyo. Fue en

    aquellos días cuando inició su amistad con un librero, Luis Spörer, Ludwig en

    origen, alemán de Dantzig. Cuando entró por primera vez en su local, el

    hombre estaba jugando al ajedrez solo y Martin se quedó mirando hasta que

    terminó la partida y volvió a colocar las piezas. Mientras lo hacía, a ciegas,

    observó a su visitante sin ningún pudor.

    —No estoy loco —dijo en alemán—. Repito algunas partidas célebres.

    —Ya lo he visto. ¿Quiere probar conmigo?

    —Empiece —dijo el otro.

    Martin movió.

    —Esto es una obviedad —dijo Spörer en el cuarto movimiento—.

    Alekhine contra Capablanca en Petersburgo, 1914. Así no vamos a ninguna

    parte. Mejor sigo solo.

    —Hagamos una variación —propuso Martin, situando un caballo en una

    posición que no correspondía al juego original.

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    Empezó a ir a la librería de Spörer a jugar y a conversar con él. Para el

    recién llegado, el librero podía ser el maestro que le permitiera comprender el

    país en el que ahora vivía. Spörer le hizo leer a José Ingenieros y a Lugones.

    Martin tardó mucho en confesarle a su nuevo amigo que los libros de

    Ingenieros no le parecían ninguna maravilla y que Lugones le hacía pensar en

    una especie de parodia de escritor de gabinete alemán, con la excepción de su

    poesía, que tardó en poder valorar realmente por sus deficiencias en el

    castellano. Lo que sí le impresionó sobremanera y ocupó un lugar definitivo en

    sus lecturas fue el Facundo, verdadero y trágico génesis de una nación que,

    como empezaba a ver, tenía más de imaginario que de real: los ricos argentinos

    gastaban como pobres con plata, acumulaban sin esforzarse por ello, no eran

    esencialmente burgueses ni aristócratas modernos, sino, sobre todo, dilettantes

    de la fortuna. Nada de Buddenbrook.

    En cualquier caso, con más o menos placer, leía un libro cada día. Un

    acuerdo con Herr Spörer le permitía pagar solamente por los volúmenes con los

    que se quedaba. Los demás eran préstamos.

    A veces, incursionaba en librerías de nuevo.

    III

    La casa de Bernal

    Finalmente, fue a ver a Levy resuelto a aceptar su propuesta.

    Fueron a comer a una parrilla de Sarmiento y Talcahuano, que todo el

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    mundo conocía por el nombre de su dueño, el señor Sardi, pulcro, trabajador y

    con buenos precios. Martin contó su vida a grandes rasgos y descubrió que

    Levy no era ajeno a las batallas que habían librado sus padres, aunque tenía sus

    propias teorías sobre el tema.

    —La revolución forma asesinos, víctimas de su propia fe y comerciantes.

    Tres categorías respetables —decía, habiendo acordado ambos hablar en

    castellano—, cada una a su manera. Lenin era un asesino, como Mussolini, y sus

    herederos son peores. Tus padres fueron víctimas. Y tipos como yo aprendemos

    a negociar. ¿Oíste hablar de Parvus, el tipo que llevó a Lenin a Rusia? Hizo más

    guita que Rothschild. Había nacido para eso, y la revolución fue una escuela

    fantástica para él. Después, Lenin, que era de los peores, no lo dejó vivir en su

    país porque era un burgués: el tipo no conocía el agradecimiento. Era un

    asesino petulante.

    Martin, por supuesto, no sólo había oído hablar de Parvus, sino que

    recordaba su presencia en casa de los Lühe cuando él tenía diez u once años,

    pero eligió omitir el detalle. Lenin podía ser un cabrón, pero aquel individuo no

    era nada agradable.

    Salomón Levy, cuyo abuelo había llegado de Francia sin otra posesión

    que su capacidad de trabajo, era un argentino cabal: tenía una teoría para cada

    asunto y las exponía sin pudor alguno, se tratase de Lenin o de la correcta

    actuación ante un parto inesperado, pero también era eficaz y generoso.

    —¿Realmente querés trabajar en mi trastienda? —averiguó.

    —No veo otra solución.

    —Yo tengo una. Un poco incómoda, pero serías más independiente. Yo

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    —¿Tiene hijos?

    —Dos, nene y nena, muy chiquitos. Hasta dentro de veinte años no van a

     joder a nadie. A lo mejor, después tampoco, pero nunca se sabe...

    —¿Cuándo puedo ir a ver la casa?

    —El domingo, así te acompaño.

    La casa no era nada del otro mundo, pero a él le servía. Era espaciosa y

    las puertas y ventanas cerraban bien, algo muy importante en invierno. En el

    dormitorio había una cama nueva de dos plazas y un ropero. Lo demás tendría

    que ponerlo Martin. Se trataba de un barrio modesto, de viviendas muy

    parecidas entre sí, cosa rara en Buenos Aires, pero aquello no obedecía a

    planificación alguna, sino a los precios de la construcción: la imaginación tenía

    un alto precio y era mejor hacer lo mismo que los demás sin ocuparse de nada

    más que de los ladrillos, la luz y los desagües. Los vecinos eran en su mayoría

    otros alemanes, todos cerveceros. La estación del ferrocarril estaba muy

    próxima.

    Martin Lühe se estableció al cabo de una semana. Levy le consiguió un

    viejo banco de trabajo que le había quedado a la viuda de un joyero conocido. El

    resto lo fue comprando él con el paso del tiempo.

    —¿Está bien? —preguntó Levy en el tren a Buenos Aires.

    —Sí —dijo Martin.

    —No tenés muchas pretensiones, ¿no?

    —Estoy solo. Lo que realmente quiero es ganarme la vida sencillamente

    y tener tiempo para leer sin que nadie me moleste.

    —No te interesa la guita.

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    —No.

    —Decime, ¿por qué te viniste?

    —Porque Alemania es un país insoportable y porque no quiero que

    nadie me mande a una guerra ajena. Y va a haber una guerra.

    —No están contentos con el resultado de la que pasó, ¿no?

    —Nada contentos. Por eso quieren otra. Y otra más, si hace falta, hasta

    que ganen y el mundo entero hable alemán y escuche a Wagner. Esta vez las

    excusas son el comunismo en Rusia, que ellos mismos impusieron, y los judíos,

    muy perturbadores para la nación.

    —Está bien. Quedate acá. Es un buen sitio para trabajar y leer. Pero no te

    engañes: los argentinos aman a los alemanes y quisieran ser como ellos. Van a

    apoyar lo que Alemania haga, no importa lo que sea.

    —Seguramente. Pero no van a ser jamás alemanes.

    Los dos anuncios, el de Levy y el de Martin, se cumplieron.

    IV

    Ingeniero White

    El lunes que siguió a aquel domingo, uno de los últimos del invierno, Luis

    Spörer le habló a Martin por primera vez de la Zwi Migdal.

    —Cafishos, sí, cafishos. ¿No conocías la palabra? Aprendela, porque vas

    a encontrarte con muchos en esta ciudad. Más que en otras.

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    —¿Y por qué hay más que en otras? —ingenuo, Martin.

    —Porque hay más putas. Y hay más putas porque hasta aquí vinieron

    montones de tipos solos, como vos. Así que algún lince de los negocios se dio

    cuenta de que si venían masas, grandes masas, de clientes potenciales, había

    que traer minas en masa.

    —¿Minas?

    —Mujeres. Sí, se dice minas. ¿De dónde sale el oro, si no?

    —Ah, claro, entiendo.

    —Me parece que no del todo. Tendrías que ir a un quilombo para darte

    cuenta. Una casa, un burdel, eso es un quilombo. Donde hay minas.

    —No pienso hacerlo —comunicó Martin.

    —Eso quiere decir que tenés una idea de cómo es.

    —Sí.

    —Bueno, ahora te voy a decir algo que no te va a gustar, lo sé, porque sos

    como sos, rarito en esas cosas.

    —Te escucho.

    —La mayor parte de los quilombos son de cafishos judíos y tienen putas

     judías. Empezaron los polacos, pero como las pibas más pobres de Polonia, la

    carne de cañón, estaba en los shtetl, en las aldeas judías, tuvieron que negociar

    con colegas que hablaran idish. Así empezó el desastre. Porque los judíos

    pueden ser buenos o malos, pero no son tontos. ¿Y por qué iban a hacer lo más

    duro del trabajo sin estar asociados? Porque reclutar es lo peor. Van, se casan

    con ellas en las aldeas y dan una dote, se las llevan y las traen para acá. No te

    gusta, ¿no?

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    —La verdad es que no. Es como darle la razón a los nacionalsocialistas.

    —Sí, ya lo sé. Y lo saben los rabinos y la comunidad, que están contra

    ellos, que naturalmente son un ínfima minoría, pero no pueden hacer mucho.

    Les negaron el entierro en sus cementerios y ellos fueron y se consiguieron uno,

    con rabino y todo. ¿Pero vos crees que una mujer puede emigrar sola? Si alguna

    llega sola hasta Buenos Aires, cae en la trampa enseguida. No le queda otra. O

    eso o encontrar un marido, que no es tan fácil como parece. Acá no se ponen

    anuncios en los diarios, como en Alemania.

    Fue una conversación larga, en la que Martin preguntó por todos los

    detalles imaginables: la empresa misma, las condiciones del trabajo, la

    impunidad de quienes lo hacían, el soborno a las autoridades, las mafias, los

    beneficios. Spörer lo sabía todo. Lo había estudiado. Tenía un amigo, el

    comisario Alsogaray, uno de esos tipos que creen en lo que hacen, que había

    investigado la cuestión y estaba escribiendo un libro.

    Aquella noche lo escribió todo, a medias en alemán, a medias en

    castellano. Lo escribió para poner orden en los conocimientos que había

    adquirido, pero al día siguiente metió las hojas en un sobre, fue al correo y se lo

    envió a Ricardo Cicero con una confesión final, en tono delicadamente

    argentino: «¿Te acordás de la señora que te regaló el ángel? Está en Bahía

    Blanca. Voy a buscarla.»

    Los trenes de entonces, de propiedad británica, tenían un vagón comedor

    en el que se servía el mejor café con leche del mundo. Lo servían unos

    camareros como de circo, que recorrían el pasillo de una punta a la otra con dos

    enormes cafeteras, una en cada mano, la del café y la de la leche, se paraban

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     junto a cada una de las mesas y escanciaban los líquidos desde una altura

    sorprendente y en la proporción que pedía el pasajero. El servicio incluía pan

    tostado o medialunas y dos platitos, uno con mantequilla, a la que Martin ya

    sabía llamar manteca, y otro con dulce de naranja amarga. Cerraban y abrían en

    turnos de una hora. En el largo trayecto hasta Bahía Blanca, Martin pasó dos

    breves horas allí, leyendo dos tomitos de poesía que había adquirido en la

    Librería de Colegio, que se llamaba así por estar en la esquina del Colegio

    Nacional de Buenos Aires, un institución gloriosa de la instrucción pública

    argentina. Se titulaban Fervor de Buenos Aires  y Luna de enfrente, y los firmaba

     Jorge Luis Borges, de quien él ya había leído con gusto Inquisiciones. Pese a sus

    limitaciones con el idioma, que le imponían el uso de un diccionario, aquello sí

    que le olía a grandeza, sin el almidón de los cuellos de Lugones, que a Borges

    tampoco le gustaba.

    Para el asiento, donde leería sin interrupciones, se había llevado dos

    libros recién aparecidos: Don  Segundo Sombra  y El juguete rabioso, dos obras

    exactamente antitéticas, ambas novelas de iniciación, que no eran Wilhelm

     Meister  pero tenían una enorme fuerza.

    Consiguió no pensar en Ruth durante casi todo el viaje, catorce horas, en

    las que el sol se puso y volvió a salir, en las que el ferrocarril recorría cerca de

    setecientos kilómetros por la pampa inagotable, parando en incontables

    estaciones y también, sin que viniera a cuento, en el medio del campo, todo

    igual, con algunos pueblos o caseríos o cascos de estancias de tanto en tanto. El

    hombre que iba a su lado no era muy conversador pero Martin logró averiguar

    que era de Ingeniero White y que conocía la dirección de Ruth, que él le mostró

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    escrita en un papelito seco y que se partía por los dobleces después de casi un

    año en su cartera.

    —Esto está cerca del centro. No le va a costar nada llegar. Pero me parece

    que por ahí hay unas cuantas casas no muy respetables... Casas de mujeres de la

    vida.

    No dijo más. A Martin la expresión «mujeres de la vida» le dolió como

    una puñalada, pero se negó a preguntarse qué sentiría si encontraba a Ruth en

    esa actividad, cuánto podría llegar a sufrir por ello. No necesitaba interrogación

    alguna respecto de lo que haría, más allá de sus sentimientos por esa humillante

    circunstancia —no estaba seguro de si sería humillante para él o para ella—:

    intentaría llevarla con él a Buenos Aires, a la casa de Bernal. Como amiga, como

    esposa, como socia en el taller de joyería, como ella quisiera, pero con él, a salvo

    del mal.

    Como le había dicho su parco compañero de asiento, no le costó nada

    encontrar la dirección. La de la prima de Ruth Ellenson, que se llamaba Rachel

    Zimmerman. Llamó a la puerta y salió a atender una mujer entrada en carnes,

    muy pintada, con una bata de boatiné y unas chinelas doradas que a todas luces

    le iban pequeñas. Al ver que era un hombre, le sonrió como una serpiente,

    sacando la lengua, y se hizo a un lado para dejarlo entrar. Martin no se movió

    del umbral. Le tendió el papelito con los nombres de Ruth y Rachel.

    —¿Están acá? —preguntó.

    —La Raquel ya no —dijo la gorda—. Está en White —pronunciando

    Guaite—, en otra casa. Y la otra debe de ser la prima, que no quiso quedarse y

    también se fue para aquel lado. ¿Usted quién es?

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    —Un primo de Alemania.

    —Raquel tiene un hombre. O un hombre la tiene a ella, que viene a ser

    más o menos lo mismo, ¿no? Se lo digo por si se hizo ilusiones. Y acá está todo

    muy organizado. No se aceptan forasteros en el negocio, recién llegados, tipos

    sueltos...

    —Me hice muchas cosas en la vida, verdaderas perrerías, pero nunca una

    ilusión, señora. ¿Tiene la dirección de Guaite?

    —No se va a perder. Tiene que seguir todo el camino, medio empedrado,

    con árboles a los lados, hasta Guaite. Busque las casas de chapas que están cerca

    del puerto. Las hicieron altas, sobre pilares o pilotes, que no sé cómo llama la

    gente a eso, unas columnas, para que cuando el mar sube mucho no entre en las

    piezas. Pregunte en cualquiera por la Raquel, con el apellido, porque es un

    nombre que usan unas cuantas.

    El peso que llevaba era poco: dos mudas, dos camisas, cuatro libros no

    muy voluminosos, todo en una bolsa que ni siquiera aspiraba a maletín. Iba a

    cumplir veintisiete años. Echó a andar, aunque llevaba más de veinticuatro

    horas sin dormir y los asientos del tren eran considerablemente hostiles en la

    segunda clase. El camino era incómodo porque en ningún punto se podía

    apoyar un pie en un sitio totalmente liso. No se apresuró ante la posibilidad de

    torcerse un tobillo y quedarse varado. De tanto en tanto, pasaban a su lado, en

    uno y otro sentido, carros, coches, camiones destartalados y hasta un sulky en el

    que un hombre de bombachas y alpargatas, con el sombrero metido hasta las

    cejas, llevaba a una bonita niña, hija de algún poderoso de la zona.

    Llegó a Ingeniero White a media tarde, tras un recorrido de ocho

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    kilómetros. No era el puerto de Buenos Aires, pero tampoco era despreciable.

    Los vagones de carga del ferrocarril llegaban hasta allí, de todos los rumbos,

    por decenas de vías. Había dos enormes elevadores de granos. Nadie le contó a

    Martin entonces que habían sido construidos en Inglaterra y transportados en

    partes para ser montados allí. Ni que era un extremo de la modernidad,

    automatizados y con capacidad para almacenar y mover más de diez mil

    toneladas de cereal a granel, y que todo aquello consumía la mayor parte de la

    electricidad producida en el castillo que formaba parte del impresionante

    paisaje de los muelles. Toda esa escena contradecía el resto, que era pueblo y en

    su mayor parte, pueblo muy pobre.

    Las casas que buscaba estaban al otro lado del puerto, en una zona cuya

    miseria ni siquiera era disimulada por el falso pintoresquismo del barrio

    porteño de La Boca. Martin recorrió un par de kilómetros más y entró en un

    local con paredes de adobe y techo de hojalata acanalada, con un fogón donde

    ardían unas brasas, un mostrador y hasta una mesa pequeña y una silla para

    comer un trozo de carne y tomar un vaso de vino. Por aquel lado, los sifones,

    un lujo de moda en Buenos Aires, no eran de uso habitual y en el agua no

    confiaba.

    Atendía una mujer, aindiada, flaca y con ganas de hablar.

    —¿Busca trabajo? —preguntó al servir el vino.

    —No. Busco a una persona. Me dijeron que la encontraría en unas casas

    de lata que hay por acá.

    —¿Una mujer?

    —Sí.

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    —¿Suya?

    —No sé. A lo mejor, no. O sí. Quién sabe.

    —Si está en las casas... Mal asunto el de esas chicas. A veces viene

    alguna, con su hombre, claro, que la saca a pasear. Mire qué paseo, traerlas acá,

    como si esto fuera para fiestas.

    —La que busco se llama Raquel, a lo mejor la conoce.

    —No sé los nombres, señor, sólo pasan y no hablan más que con ellos.

    Cuando le puso la carne y un trozo de pan delante, Martin sacó de su

    bolsa Luna de enfrente y puso cara de concentrarse en él. La mujer entendió que

    no quería más charla y se quedó apoyada en el mostrador, una especie de cubo

    de ladrillos con una madera suelta encima, mirándolo.

    Martin comió en un santiamén. Estaba empezando a desesperarse, pero

    no podía enfrentar el resto del día sin meterse algo en el estómago. A los cinco

    minutos, sacó un billete del bolsillo del pantalón y apartó la vista del libro que

    no leía para pedir otro vino y pagar: se encontró con los ojos de la mujer, fijos

    en él.

    —Usted viene a buscar a esa mujer, ¿no?

    —Sí —confirmó Martin.

    —¿Está en la trampa? ¿La tiene alguien?

    —No sé.

    —Peliaguda la cosa, amigo. ¿Tiene un bufo?

    —¿Un qué?

    —Un revólver. Con menos no se va a mover por ahí.

    —No tengo, no.

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    —Le alquilo uno. Cincuenta pesos. Se maneja fácil.

    —Yo sé que se maneja fácil. Por eso no llevo.

    —Por cincuenta pesos más, le averiguo dónde está, qué pasa con ella y lo

    que va a tener que hacer. Es barato. Si la tiene que comprar, los precios son en

    miles.

    Martin tenía cien pesos; bastante más, en realidad. La oferta de la mujer

    era extorsiva, pero le convenía aceptarla. Le hubiera venido bien un amigo

    como el gaucho Segundo Sombra, o tal vez un protector como Facundo

    Quiroga, suma de espantos y de fuerza. Un tipo capaz de hablar con las fieras.

    Pero no lo tenía. Sacó dos billetes de cincuenta del bolsillo de la camisa, se

    levantó y los puso encima del mostrador.

    —Haga —dijo.

    La mujer desapareció como una cucaracha, por una grieta imprevista

    entre dos zonas del muro, cubierta por una plancha de lata, dejándolo ahí.

    Volvió a los dos minutos, por la entrada, con un revólver que dejó sobre la mesa

    a la que Martin había vuelto a sentarse. El alemán lo recogió, abrió el tambor,

    comprobó que tenía las seis balas de rigor y amagó metérselo en la parte de

    atrás de la cintura del pantalón. No abultaría mucho, no era un arma grande.

    —Llévelo en el bolsillo del saco —dijo ella—. Ahí atrás, va a ser lerdo

    para sacarlo. Téngalo escondido, en la mano, y tire sin sacarlo si hace falta.

    Martin obedeció. Era de puro sentido común pero a él le pareció una

    observación admirable.

    —Ahora, esperemé.

    Y fue lo que hizo.

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    Cuando ella volvió, al cabo de una hora, le hizo un gesto para que la

    siguiera y le señaló las casas. Quilombos, pensó Martin.

    —Vaya a la segunda. Como cliente. Pida por Raquel y lo harán pasar a su

    pieza. De la otra, nadie sabe nada. Sólo que no quiso acompañar a su amiga y se

    fue. Deje sus cosas acá, yo se las guardo, no va a ir para quedarse.

    En la casa, la puerta estaba abierta. En la habitación de la entrada no vio

    a nadie, pero sonaba un disco, un tango, en una victrola de manija, así que

    alguien debía de andar cerca. Apareció enseguida una gorda que podía ser la

    hermana gemela de la que lo había mandado hasta ahí desde Bahía Blanca. Con

    la misma sonrisa de serpiente.

    —¿Buscás una chica? —preguntó, con un fuerte acento idish.

    Martin dudó y la mujer esperó. Lo más probable era que ella se hubiera

    quedado con una parte de los cincuenta pesos para facilitar aquello.

    La gorda lo sacó de la duda.

    —La Raquel está libre ahora. Pasá, te va a gustar la polaca.

    Y Martin la siguió por un pasillo hasta la tercera y última pieza. El sitio

    no era muy grande.

    Delante de la puerta, la madama le dijo:

    —Son diez pesos.

    Y le entregó una especia de medallita de lata.

    —Entrá —y lo dejó ahí.

    Raquel no estaba realmente vestida, pero se había cubierto con una bata

    de raso. No les dejaban ropa para que no pudieran ir a ninguna parte.

    —Busco a Ruth —fue el saludo de Martin, que se quedó de pie porque

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    sólo podía sentarse en la cama, o en la única silla, a condición de retirar de ella

    una palangana desportillada con un líquido de color sospechoso. Prefirió

    mantener las manos limpias.

    —Ruth no está acá. Hace mucho que no la veo. No quiso hacer este oficio

    y se fue. Yo le presenté un hombre que la iba a cuidar, pero no le interesó. Así

    como llegó, se fue. Se escapó. Tenía el nombre de alguien en el Mercado de la

    Victoria y lo iba a ver. No sé quién.

    —¿Dónde está eso?

    —En Bahía. Ahí nomás. Sé que el tipo era lanero, de los que crían ovejas,

    y que ella pensaba que eso era mejor que esto. No sé. ¿Vos por qué la buscás?

    —Somos amigos.

    Raquel se quedó callada. Martin sacó diez pesos y se los mostró.

    —Vos sabés algo más.

    —Dame la chapa —pidió ella, y Martin le entregó la medallita de lata y

    los diez pesos—. El lanero se llama Natanson. Ella me lo dijo.

    —¿Y vos, por qué no te fuiste con ella?

    —¿Para qué? Me irían a buscar. Ya hubiera vuelto.

    —Gracias —Martin cerró la conversación. No iba a entrar en teologías

    con una mujer perdida.

    Cuando volvió al asador, la mujer seguía ahí, sola.

    Lühe puso el revólver encima de la mesa y pidió la bolsa.

    —¿Se va a ir como vino? —preguntó ella—. Ya se hizo de noche. Si no le

    hace ascos, tengo un cuero de vaca para poner en el suelo y duerme acá.

    —No, gracias, estoy apurado.

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    aceras por la que debían de llegar los transportes para descargar y volver a

    cargar mercancías. Al otro lado de la entrada del casi infinito galpón de los

    comerciantes, había unos bancos de madera rústica, incómodos pero suficientes

    para descansar un rato durmiendo con un solo ojo.

    Las ovejas huelen casi tan mal como las fábricas de cerveza, pero a

    Martin aquello ya no le molestaba. Lo único que le preocupaba era llegar a

    tiempo, justo antes de que la trituradora engullera a Ruth. Si no lo conseguía, le

    dolería durante un tiempo y después se convertiría en un recuerdo triste,

    porque la memoria está hecha de muchas cosas, también de olvido salvador.

    Pero eso aún no lo sabía. Vio a dos hombres más en los bancos, y los imitó,

    echándose en uno de ellos, tendido cuan largo era y con la bolsa debajo de la

    cabeza. Durmió a ratos y se mantuvo casi todo el tiempo en un entresueño

    alerta. Lamentaba no haberle comprado el revólver a la mujer del asador, se

    hubiese sentido más seguro con la mano en el bolsillo aferrando el arma.

    Apenas hubo amanecido, todo empezó a moverse a su alrededor. Un

    hombre corpulento, con traje de chaleco y corbata, portador de un llavero

    inmenso, abrió los candados que sujetaban las cadenas, rodeado por un montón

    de hombres con ropa de campo y facón a la cintura. Era una aglomeración que

    no se agitaba ni aguardaba con ansiedad. Eran tipos que desconocían la

    ansiedad. Estaban ahí esperando al funcionario para entrar antes y salir antes.

    Lo que querían era vender, cobrar y largarse a sus casas, en pueblos o puestos

    de estancia, con sus ovejas peladas, para esperar pacientemente a que volviera a

    crecerles el pelo. Uno de esos hombres tenía que ser Natanson.

    Se acercó en el momento preciso en que con gran esfuerzo de varios

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    hombres y un ruido de óxidos antiguos, abrieron el portón.

    Se paró junto a ellos, con la bolsa en la mano.

    —¡Natanson! —pronunció el nombre en voz alta y clara, sin llegar al

    grito, que le parecía una falta de respeto.

    Se volvió hacia él un hombre mayor, de espesa y crecida cabellera blanca,

    que no rendía pleitesía a los peines. Llevaba ropa de campo.

    —¿Quién me busca? —miró alrededor hasta dar con la figura solitaria de

    Martin Lühe, a unos metros de los demás, con ropa de ciudad, una bolsa y cara

    afantasmada por el cansancio. Se acercó a él.

    —¿Usted?

    —Me llamo Martin Lühe —le tendió la mano, que fue aceptada por el

    otro.

    —Y yo que estaba seguro de que no existía... ¿Sabe? Ruth no tenía dudas

    de que usted iba a venir a buscarla.

    —¿Dónde está? ¿Qué hace?

    —Quédese tranquilo, está bien, vive en una pensión con los restos de lo

    que se trajo y un poco de trabajo que le doy yo, con las cuentas. Además, la

    comunidad, que somos muy poquitos, la cuidamos. Esos tipos de la Migdal,

    que son como cuervos, la rondan todo el día. Pero nosotros damos un poco de

    batalla por las mujeres que no quieren caer en sus manos. Y hasta les sacamos

    algunas. Es raro, pero muchos cafishos tienen su propia versión de la ortodoxia

     judía y no discuten con un rabino que les reclame una muchacha. Otros no. En

    este caso, tuvimos suerte porque ella se resistió mucho.

    —¡Gracias a Dios! ¿Y por qué no la mandaron a Buenos Aires? Hay

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    empleo obrero.

    —No quiso moverse de acá porque lo esperaba. Esperaba a Martin.

    Usted es goy, ¿no?

    —Sí.

    —Eso me tranquiliza. Si no, a lo mejor pensaba que era otro cafisho. No

    se puede confiar.

    —Pero son sus paisanos.

    —Hay judíos y judíos, y en este país cayeron demasiados de los peores.

    —¿Puedo verla? —Martin no quería disquisiciones sobre temas acerca de

    los cuales lo había considerado todo.

    —No se mueva de acá. Dentro de una hora, vendrá. Le pedí que viniera

    para contar el dinero y las ovejas y ponerlo todo en el libro. Sabe contabilidad.

    Yo lo sé hacer, pero no me gusta, así que le ofrecí el trabajo a ella...

    —Bueno —dijo Martin.

    —Yo voy a entrar. Tampoco en esto se puede confiar. Te das vuelta y te

    falta un fardo de lana, y como son todos iguales...

    Martin regresó al banco y esperó. Le quedaban unos pocos cigarrillos. No

    iba a ponerse a leer. No podía.

    Pasó bastante más de una hora antes de que Ruth Ellenson, mucho más

    delgada que cuando era la señora Grimbank en Berlín, apareció a lo lejos. Él la

    vio sin que ella reparara en su presencia: andaba mirando el suelo, salvando

    escollos como había hecho él en la tarde anterior, como mujer de ciudad, llena

    de miedos ante lo que no era más que naturaleza dominada a medias. Martin se

    levantó y fue a su encuentro. Ella se detuvo un instante al reconocerlo, sólo un

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    instante, y después echó a correr hacia él.

    Se abrazaron.

    —¿Por qué tardaste tanto? —le lloró al oído sin apartarse de él—. ¡Me

    hacías tanta falta! —reconoció, ignorando que ratificaba lo que Martin había

    dicho mucho antes, definiendo su relación, a Ricardo Cicero.

    —¿Cómo sabías que iba a venir?

    —Lo sabía —se separó unos centímetros para mirarle los ojos—. Sabía

    que en cuanto te enteraras de cómo eran las cosas acá, ibas a venir a buscarme.

    —Terminá tus asuntos con Natanson y nos vamos a Buenos Aires.

    —Quedan dos días con la lana pero voy a hablar con él.

    Era la única mujer en aquel sitio. Vestía con una discreción casi

    exagerada, luterana, pensó Martin mientras volvía a su banco y encendía otro

    cigarrillo.

    Ruth salió del galpón con una sonrisa en los labios.

    —Termino hoy, a mediodía. ¿Cuándo querés que nos vayamos?

    —Cuando haya dormido un poco. Dos días son mucho tiempo para el

    cuerpo. Buscaré una pensión.

    —Vení a la mía. Te van a aceptar. Eso sí, en otra pieza. No puede ser de

    otro modo... No estamos casados.

    —Ya sé. Está bien. Sólo quiero descansar.

    —Te acompaño y vuelvo para acá. Así dormís.

    Bastó con que dijera «él es Martin Lühe» para que la dueña de la casa se

    deshiciera en atenciones. Hasta le preparó un baño sin cobrarle ningún extra.

    Martin despertó en la madrugada del día siguiente. No era una emoción

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    profunda lo que experimentaba, eso tal vez viniera más tarde, pero sentía un

    gran alivio. Se afeitó y bajó a la cocina, donde ya habían preparado mate cocido

    y tenían un lugar reservado para él. Sólo estaba la patrona.

    Cerró una mano fuerte sobre el brazo de Martin y lo miró de frente.

    —Es usted una bendición —le dijo—. Y los matrimonios en que el

    hombre es más joven son mejores. Cuídela.

    Empezó a entrar gente, inquilinos, que se presentaron formalmente y le

    dijeron cosas parecidas. Todos habían oído hablar de él hasta el cansancio. Y

    por una vez estaban delante de un hombre que no defraudaba, que recorría

    enormes e inhóspitas distancias para reunirse con la mujer que lo amaba. Nadie

    preguntó si él la amaba a ella, se daba por sentado o se pensaba que ése era un

    detalle menor si realmente estaba comprometido con ella.

    V

    Ángeles reunidos

    Al llegar a Buenos Aires, Martin recibió un telegrama de Ricardo Cicero. «Gané

    timba. Volví a comprar ángel. Espero tengas el tuyo.» La respuesta fue: «Sí.

    Tenemos ángeles.»

    Se establecieron en la casa de Bernal, donde Martin trabajaba horas y

    horas. Iban juntos a Buenos Aires una o dos veces por semana, y Salomón Levy

    compraba invariablemente toda la producción. Era un buen dinero. Comían con

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    él o con Luis Spörer, hablaban de Alemania, del crecimiento del nazismo, de la

    imparable ascensión de Adolf Hitler, de los delirios de Mussolini, del ajedrez.

    Corría 1927. Siguieron con atención el enfrentamiento entre Capablanca y

    Alekhine en la ciudad, como si hubieran ido hasta allí a jugar para ellos. Iban al

    cine y estaban atentos a los informativos que precedían a la película.

    Finalmente, pudieron hacerse con una radio de onda corta en la que podían

    escuchar las emisiones en alemán de la BBC.

    A mediados de 1928, un espía francés envió a París un informe sobre

    Adolf Hitler. "No es idiota, sino un demagogo bastante astuto", apuntó, “es el

    Mussolini alemán”, “comanda grupos paramilitares de orientación fascista”,

    pero no es peligroso y no hay que preocuparse al respecto.

    En esos mismos días, surgió en una de las reuniones con Spörer la idea

    de formar una asociación para ayudar a la resistencia alemana, que era una

    mezcla extraña de ausentes como ellos y gente que se había organizado en el

    interior de Alemania para hacer un poco de todo: atentados, panfletos y, más

    tarde, después de 1933, protección de judíos que no hubiesen huido a tiempo y

    una necesariamente limitada colaboración con los ingleses y con los soviéticos.

    Martin prefería a Míster Churchill, conocía demasiado bien la otra parte y no

    pensaba hacer esfuerzos por ella. Existía en la Argentina un contacto con ese

    movimiento interior, un médico de la provincia de Córdoba, liberal y discreto.

    De la ayuda a la URSS se ocupaban ya los comunistas.

    Decidieron llamarla Berlín Libre, un nombre para andar por casa, porque

    nadie debía saber fuera de ellos que tal cosa existía. Por otra parte, no podía ser

    un grupo demasiado activo porque las posibilidades de hacer llegar un apoyo

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    real a Europa eran muy limitadas. En realidad, Berlín Libre sólo funcionó

    realmente después de 1945, cuando empezaron a llegar supervivientes de los

    campos. Hasta entonces, apenas si pudieron enviar un poco de dinero y

    sumarse a las manifestaciones antinazis de los argentinos. Aproximadamente la

    mitad de los argentinos. De la otra mitad, mejor no hablar.

    El contacto sería siempre el librero. Una de las acciones de Berlín Libre

    sería la organización del viaje, en 1929, de Stephan Spörer, el hermano del

    librero, a cuyo pasaje contribuyeron todos, incluido Ricardo Cicero, que se

    encargó de entregarle un pasaporte argentino en blanco, con el que el hombre

    pudo viajar a Barcelona y, desde allí, a Buenos Aires.

    A Luis Spörer le llegaban libros y revistas desde los lugares más

    insospechados. Había recibido una carta y un paquete de un alemán de

    Olavarría. El hombre le ofrecía que dispusiera de aquella bibliografía como

    quisiera, pero que no la vendiera. Que la regalara o la donara a una biblioteca.

    En aquel montón de papel impreso, Spörer encontró un rimero de pruebas de

    imprenta de la revista Die Neue Mercur   con un artículo de Thomas Mann

    titulado «Sobre la cuestión judía». Como él tenía una colección propia que

    incluía aquella publicación, la repasó en busca del número en que Mann había

    publicado aquello. Encontró un ejemplar de la revista dedicado al tema, de

    1921, pero Mann no figuraba en él. En su siguiente carta a su hermano, que

    vivía en Alemania, le contó lo que le había ocurrido. La respuesta fue que se

    había hablado del tema, que los editores le habían pedido una colaboración y

    que Mann había enviado un texto antisemita y el  Mercur   lo había rechazado.

    Pero lo que Spörer tenía delante era un ardiente alegato projudío. Se lo explicó a

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    su hermano pero éste no supo responder a su demanda. Pasaría mucho tiempo

    antes de que se llegara a saber que el propio Mann lo había retirado por

    considerarlo excesivamente subjetivo: no era hombre de exhibir pasiones.

    Las pruebas de «La cuestión judía» formaron parte del regalo de bodas

    que el librero hizo a Ruth y a Martin a mediados de junio de 1928, cuando

    decidieron que todo estaba lo bastante bien como para casarse, únicamente en

    el juzgado, porque ni la sinagoga ni la iglesia estaban dispuestas a unirlos en

    matrimonio.

    Martin leyó el artículo con auténtico placer. Él sabía desde hacía mucho

    quién era Mann y aquello terminaba de convencerlo de que se trataba del más

    grande alemán de su tiempo y el mejor mentor que podía proporcionarse para

    una vida justa. Y estaba claro que por una vez se le había adelantado,

    emprendiendo antes que él el camino del exilio. No en lo de casarse con una

    mujer judía, cosa que Mann había hecho hacía mucho. Lo único que lamentaba

    de todo aquello era que la experiencia les estaba demostrando que no iban a

    tener hijos, cosa que se comprobó en 1930, cuando Ruth entró en la menopausia.

    Y, a finales del año, enfermó.

    VI

    Variaciones diplomáticas

    El 6 de setiembre, el general José Félix Uriburu, a quien sus camaradas de armas

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    llamaban Von Pepe por su archiconocida germanofilia, perpetró un golpe de

    Estado. Entre los judíos de Buenos Aires se corrió la voz de que entre los

    proyectos presidenciales estaba el de cercar los barrios de Villa Crespo y Once,

    donde se concentraba la mayoría de la población hebrea de la ciudad, y

    convertirlos en ghettos. Las cosas no llegaron a tanto, ni siquiera a nada

    aproximado, pero el antisemitismo se manifestó con mayor virulencia y los

    ataques a comercios y consultas de profesionales judíos se hicieron frecuentes.

    Para la vida de Martin Lühe y Ruth Ellenson, el cambio de gobierno,

    además de hacerlos más prevenidos, tuvo una consecuencia muy directa: los

    miembros de la embajada argentina en Berlín, hasta en el más modesto de los

    empleos, fueron reemplazados por otros, resueltamente afines al ascendente

    partido de Hitler, de modo que Ricardo Cicero regresó a Buenos Aires con su

    ángel de plata y oro. No lo habían puesto en la calle, pero de allí en más no le

    quedaron esperanzas de volver a salir del país con un sueldo asegurado y tuvo

    que conformarse con un minúsculo puesto de oficina en el ministerio de

    Exteriores.

    Como tenía libertad para viajar con todo lo que por aquel entonces

    formara parte de su casa y nadie le iba a revisar los baúles al llegar nada menos

    que de un país tan de fiar como Alemania, había retirado de la estación en la

    que se encontraban, las maletas con los libros que habían sido de los padres de

    Martin. No estaban ya donde las habían dejado, pero la secular burocracia

    prusiana todavía no las había subastado: las localizó en un depósito de los

    ferrocarriles y sólo sus documentos diplomáticos, una autorización fraguada de

    Martin Mann, que era el nombre que L