EL UNICO ARGUMENTOnotas sobre el libreto de Don Giovanni. ... salía sino el de un anciano, quien...

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Los Cuadernos Inéditos EL UNICO ARGUMENTO Sergio Pitol I e aminaste por ciertas calles del Quar- tier Latín sin oeto preciso. Te habías propuesto volver a casa y continuar las notas sobre el libreto de Don Giovanni. Quizás analizar esa tarde la relación entre el pro- tagonista y Doña Elvira. Pero, casi sin advertirlo, iste demorando el momento del regreso, en es- pera, ¿o no?, de que ocurriera un milagro y vol- vieras a ser aquél que crees que iste un día. Te detuviste como alucinado; ente a ti, tambaleán- dose, un hombre de edad imprecisa trataba de encontrar algo en un bolso de tela que le pendía del hombro. Creíste descubrir en aquel rostro ajado las quijadas que tanto amaste y en los ojos de un azul desvaído la mirada que tanto tiempo te mantuvo, como por mala magia, hipnotizado. Llovía. Una melena rala y sucia, amarillenta, le llegaba a los hombros. ¿Te pareció abyecto o sólo desesperado el rictus de los labios? Buscaba algo con impericia e ira en el morral desmadado. La lluvia había comenzado a empaparte. Pensaste con terror que en el transcurso de unos años Piotr podría convertirse en una piltra semante. Luego caminaste horas enteras, colmado de re- mordimientos. Ensopado. Lejos ya de cualquier intención de volver a Mozart. ¿Sabías acaso en qué se había convertido aquel amor, aquel despe- cho, aquellas manchas de odio? No, sólo sabes que en el afán de protegerlo intentas lavar algunas de tus cuipas. Te asusta la idea de que no puedas ser capaz de resistir el encuentro concertado para el próximo fin de semana con él y con Phang, su nuevo amigo, el pintor vietnamita. 11 Hacia el final del Don Juan de Moliere, doña Elvira exclama: «Ce n'est plus cette done Elvire qui faisoit des voeux contre vous, et dont l'ame irrité ne jetoit que menaces, et ne respiroit que vengeance. Le ciel a banni de mon ame toutes ces indignes ardeurs que je sentois pour vous, tous ces transports tumultueux d'un attachement cri- minel, tous ces honteux emportements d'un amour terrestre et grossier, et il n'a laissé daos mon coeur, pour vous, qu'une flamme épurée de tout le commerce des seos, une tendresse toute sainte, un amour détaché de tout, qui n'it point pour soi, et ne se met en peine que de votre intéret. » 111 En una biograa popular de ese sepulcro blan- queado llamado Dorothy L. Sayers leíste que los 83 personajes que eran asesinados en sus novelas eran réplica textual de otros que en la vida real le habían hecho algún daño. Al asesinarlos, asesi- naba simbólicamente su resentimiento. Después de su venganza se sentía limpia de rencores. En ese mamotreto harto de baba y quejas que es tu diario encontraste dos entradas distintas, una del 14 de abril, otra del 5 de septiembre del mismo año, que registran igual idea: asesinarlo. Escribi- rías un relato: el protagonista encontraría el cadá- ver de Piotr al llegar a su apartamento. ¿En qué barrio situarlo? En Auteil, desde luego, por cono- cerlo mejor, por cilidad. No es que vayas a ponerte a describir Auteil, pero sabes que, caso de hacerlo, te equivocarías menos que si tuvieras que escribir sobre, digamos, ciertas partes de Enghien, de l'ile de Saint Louis o de les Buttes-Chaumont. No bien acabas de pensarlo cuando te traicionan unas ganas roces de escribir sobre alguien que vive en una calluela de l'ile de Saint Louis, que pasa sus fines de semana en el casino de Enghien y ecuenta con morosa regularidad casas de inde- cible sordidez en las cercanías de les Buttes- Chaumont. Pero habrás de ceñirte a Auteil. ¿Para narrar qué? ¿Hablar tal vez de Mozart? Decías que querías asesinar, literalmente por supuesto, a Piotr, aquel muchacho cuya sonrisa pocas veces coincidía con la vaguedad de la mirada. IV Te reúnes con él y a menudo entre copas re- cuerdan el pasado como si se tratara de una Edad de Oro perdida. Los amigos comunes, los espec- táculos compartidos, ciertos paseos y hábitos, las palabras que sólo para ambos poseían un sentido todo se recubre de una blancura patinada y triste. Detestas amar la belleza de lo ya muerto. Has comprobado que no puedes vivir sin él; sí, pero a pesar de ello adviertes que por alguna rón para ti incomprensible nunca podrías volver a su lado. No puedes vivir con... No puedes vivir sin... No sabes vivir, ni con ni sin... No sabes vivir... No sabes nada. V Esperabas en el balcón. Había aceptado tu invi- tación a comer. Eran ya más de las tres de la tarde. Durante las horas anteriores te resultó im- posible concentrarte. Fuiste a la cocina a preparar un té, abriste el periódico para volverlo a dejar con desgana un momento después, pusiste un disco, ordenaste en el armario la ropa recién lle- gada de la tintorería. Tal vez crees que hiciste todo eso cuando en realidad tu única acción con- sistió en permanecer a la espera, en tu torre de vigía. Un taxi se detuvo; viste cómo se abría la portezuela para dejarlo salir, pudiste ver a través de la ventanilla delantera los pantalones blancos y las manos que movían y removían algo que te pareció un atado de ropa. Dejaste de sentirte, como por milagro, el oso ciego y flagelado que

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EL UNICO

ARGUMENTO

Sergio Pitol

I e aminaste por ciertas calles del Quar­tier Latín sin objeto preciso. Te habías propuesto volver a casa y continuar las notas sobre el libreto de Don Giovanni.

Quizás analizar esa tarde la relación entre el pro­tagonista y Doña Elvira. Pero, casi sin advertirlo, fuiste demorando el momento del regreso, en es­pera, ¿o no?, de que ocurriera un milagro y vol­vieras a ser aquél que crees que fuiste un día. Te detuviste como alucinado; frente a ti, tambaleán­dose, un hombre de edad imprecisa trataba de encontrar algo en un bolso de tela que le pendía del hombro. Creíste descubrir en aquel rostro ajado las quijadas que tanto amaste y en los ojos de un azul desvaído la mirada que tanto tiempo te mantuvo, como por mala magia, hipnotizado. Llovía. Una melena rala y sucia, amarillenta, le llegaba a los hombros. ¿ Te pareció abyecto o sólo desesperado el rictus de los labios? Buscaba algo con impericia e ira en el morral desmadejado. La lluvia había comenzado a empaparte. Pensaste con terror que en el transcurso de unos años Piotr podría convertirse en una piltrafa semejante. Luego caminaste horas enteras, colmado de re­mordimientos. Ensopado. Lejos ya de cualquier intención de volver a Mozart. ¿Sabías acaso en qué se había convertido aquel amor, aquel despe­cho, aquellas manchas de odio? No, sólo sabes que en el afán de protegerlo intentas lavar algunas de tus cuipas. Te asusta la idea de que no puedas ser capaz de resistir el encuentro concertado para el próximo fin de semana con él y con Phang, su nuevo amigo, el pintor vietnamita.

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Hacia el final del Don Juan de Moliere, doña Elvira exclama: «Ce n'est plus cette done Elvire qui faisoit des voeux contre vous, et dont l'ame irrité ne jetoit que menaces, et ne respiroit que vengeance. Le ciel a banni de mon ame toutes ces indignes ardeurs que je sentois pour vous, tous ces transports tumultueux d'un attachement cri­minel, tous ces honteux emportements d'un amour terrestre et grossier, et il n'a laissé daos mon coeur, pour vous, qu'une flamme épurée de tout le commerce des seos, une tendresse toute sainte, un amour détaché de tout, qui n'agit point pour soi, et ne se met en peine que de votre intéret. »

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En una biografía popular de ese sepulcro blan­queado llamado Dorothy L. Sayers leíste que los

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personajes que eran asesinados en sus novelas eran réplica textual de otros que en la vida real le habían hecho algún daño. Al asesinarlos, asesi­naba simbólicamente su resentimiento. Después de su venganza se sentía limpia de rencores. En ese mamotreto harto de baba y quejas que es tu diario encontraste dos entradas distintas, una del 14 de abril, otra del 5 de septiembre del mismo año, que registran igual idea: asesinarlo. Escribi­rías un relato: el protagonista encontraría el cadá­ver de Piotr al llegar a su apartamento. ¿En qué barrio situarlo? En Auteil, desde luego, por cono­cerlo mejor, por facilidad. No es que vayas a ponerte a describir Auteil, pero sabes que, caso de hacerlo, te equivocarías menos que si tuvieras que escribir sobre, digamos, ciertas partes de Enghien, de l'ile de Saint Louis o de les Buttes-Chaumont. No bien acabas de pensarlo cuando te traicionan unas ganas feroces de escribir sobre alguien que vive en una callejuela de l'ile de Saint Louis, que pasa sus fines de semana en el casino de Enghien y frecuenta con morosa regularidad casas de inde­cible sordidez en las cercanías de les Buttes­Chaumont. Pero habrás de ceñirte a Auteil. ¿Para narrar qué? ¿Hablar tal vez de Mozart? Decías que querías asesinar, literalmente por su pues to, a Piotr, aquel muchacho cuya sonrisa pocas veces coincidía con la vaguedad de la mirada.

IV

Te reúnes con él y a menudo entre copas re­cuerdan el pasado como si se tratara de una Edad de Oro perdida. Los amigos comunes, los espec­táculos compartidos, ciertos paseos y hábitos, las palabras que sólo para ambos poseían un sentido todo se recubre de una blancura patinada y triste. Detestas amar la belleza de lo ya muerto. Has comprobado que no puedes vivir sin él; sí, pero a pesar de ello adviertes que por alguna razón para ti incomprensible nunca podrías volver a su lado. No puedes vivir con ... No puedes vivir sin ... No sabes vivir, ni con ni sin ... No sabes vivir ... No sabes nada.

V

Esperabas en el balcón. Había aceptado tu invi­tación a comer. Eran ya más de las tres de la tarde. Durante las horas anteriores te resultó im­posible concentrarte. Fuiste a la cocina a preparar un té, abriste el periódico para volverlo a dejar con desgana un momento después, pusiste un disco, ordenaste en el armario la ropa recién lle­gada de la tintorería. Tal vez crees que hiciste todo eso cuando en realidad tu única acción con­sistió en permanecer a la espera, en tu torre de vigía. Un taxi se detuvo; viste cómo se abría la portezuela para dejarlo salir, pudiste ver a través de la ventanilla delantera los pantalones blancos y las manos que movían y removían algo que te pareció un atado de ropa. Dejaste de sentirte, como por milagro, el oso ciego y flagelado que

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aparece en alguna parte de la Biblia y en los poe­mas de Edith Sitwell. Te echaste hacia atrás para evitar que advirtiera tu presencia y conociera la ansiedad con que aguardabas la suya. Colocado en un sitio estratégico te protegiste tras la rama de un árbol para no ser visto cuando, lo que haría con toda seguridad, levantara la mirada hacia la altura de tu piso. Era su primer visita después de la ruptura. Estabas dispuesto a aceptar cualquier disculpa que justificara el retraso, ¡pero, por Dios, que saliera ya del auto! Cuando la impaciencia comenzó a ganarte, se abrió del todo la puerta del automóvil y empezó a descender con lentitud exasperante, primero una pierna, luego la otra ... Advertiste entonces que no era su cuerpo el que salía sino el de un anciano, quien con evidentes esfuerzos echó a andar rumbo a la panadería.

VI

Una noche de fin de año regresaste a tu casa (¡pero se trata de otro tiempo, de otra ciudad, de otro amor!). Maldecías, chapoteabas entre la nieve, con las entrañas estallando de odio. Vestías smoking y zapatos de charol que dejaban penetrar el frío. Pocas veces has vivido arrebato igual; pero aún entonces, en medio de la indignación, de la tormenta que te azotaba con violencia y acrecen­taba tu ira, de la soledad con que iniciarías el nuevo año, pensabas en la manera de utilizar aquel patetismo soez en el capítulo final de una novela que entonces proyectabas.

VII

Llevaba apenas unos cuantos días en París cuando deseaste que se fuera. No obstante, a pe­sar de ese diario naufragio que fue la convivencia hubo momentos en que tu mano no hacía sino escribir su nombre. Casa quería decir Piotr. Pero hubo veces en que los vocablos de aliento excre­menticio también se convirtieron en su nombre. Los escribías, los pronunciabas sin cesar. El mando giraba, se desintegraba, volvía a ordenarse en torno tuyo y el corazón te batía con tal fuerza que por instante creías perder el conocimiento. Mas bien temías, y no andabas errado, perder la razón.

VIII

Tu intento de fijar ciertos momentos, de dete­nerse morosamente a examinarlos, a acariciarlos, equivale, al menos te gusta pensarlo, a la avidez con que en otras épocas te entregaste al gozo de Sterne, de César Frank, de las piezas de Chéjov, de la pintura veneciana, o, más recientemente de Mozart. En el fondo pretendes desvanecer, o por lo menos atenuar, un sentimiento agudo de preca­riedad que siempre te ha aquejado: lanzarte al rescate de fragmentos que impidan que todo a la postre se convierta en despojo total. Sólo al lado de esa criatura has sabido disfrutar del presente. Tal vez no tienes claras las ideas, quizá exageres.

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Hay cuadros que te producen un placer inmediato, algunos trozos de ciertas ciudades, los primeros y los últimos cuartetos de Beethoven, Venecia en­tera, todo Matisse, las óperas de Mozart. También esas películas que una vez y otra, no importa cuántas las veas, te retrotraen a un placer adoles­cente inenarrable. ¡Mil noches pasarías ante El Abanico de Lady Windermere de Lubitsch por el mero placer de presenciar la escena final! La en­numeración de todo aquello capaz de suscitarte placer sería abrumadora. Pero con las relaciones humanas siempre te ha ocurrido lo mismo: han sido sólo el presentimiento o la memoria de algo. Tanto una determinada situación personal como los momentos que la ciñeron carecieron siempre de peso. Hace años una amiga italiana te dijo que los instantes de placer más intensos no pueden despojarse de un grano de desesperación; por ser irrepetibles contienen ya un pregusto de la muerte. Por eso, en el fondo, no llegaría nunca a comprender el Don Giovanni. Don Juan carece de pasado y no intuye ni le interesa el futuro. Todo en él es presente. Lo mismo Cherubino, ese Don Juan en ciernes ... Al lado de Piotr llegaste a pre­senciar esa posibilidad de vida real. Pero la dife­rencia con Don Juan y Cherubino estriba en la capacidad de ambos para actuar, mientras que tú, si acaso sentías el presente te mantenías ante él en actitud contemplativa.

IX

No conoces. ninguna biografía de Mozart que logre desprenderlo del aspecto arcangélico con que lo revistió su niñez prodigiosa. Hay una obs­tinación de los siglos en querer confinarlo a esas fotos donde con traje de corte y peluca rizada, rebosante de encajes, lazos y hebillas, se sienta ante un clavecín y sus pies diminutos cuelgan apenas a la altura del almohadón de asiento. To­das sus posteriores desdichas están contaminadas por sus biógrafos de ese hálito seráfico. El azar, de pronto, te lleva a leer el ensayo de un ameri­cano que insinúa que aquel cuerpo celestial posi­blemente albergó a la ubicua espiroqueta que en los siglos XVIII y XIX diezmó las filas de las artes, y que su muerte se atribuye a una cura mercurial inmoderada (lo que explicaría tantas circunstancias oscuras: la leyenda de su asesinato por orden de Salieri, la sospecha de una acción, también criminal, por parte de algunos disidentes de su logia, la lejanía final de su mujer, las frases tachadas o raspadas de sus últimas cartas, las confusas explicaciones familiares sobre su enfer­medad, etc.). La noticia te suena a profanación, porque también tú eres reacio a despojar a tu héroe de su atmósfera de romanticismo blando. Pocos días después, al oír La flauta mágica te emociona pensar que aquel cuerpo corroído por los males de amor, abandonado por todos, cuyo féretro tardaría sólo unas semanas en viajar al cementerio seguido por un único amigo y un pe-

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rro, haya encontrado aún fuerzas para componer ese monumento de fe en la salvación del hombre.

X

Ha sido, lo has visto e inventado, de mil modos distintos. Si en alguien los estados de ánimo revis­ten formas corporales es en él. Basta con ver las fotos del momento en que lo conociste y las de los días precedentes a la ruptura. Te entusiasmó su imagen: Antes de conocerlo lo viste en una foto­grafía en casa de un amigo. Te resultó inconcebi­ble la existencia de un rostro semejante: la boca, los ojos, las mejillas reían. ¡ Murciélago radiante! Hasta las manos -su manera de sostener el cigarri­llo- desprendían alegría. Hay otra foto, tomada ya en París, indeciblemente melancólica: apareces junto a él, lo observas leer un libro; es ya otra persona. A pesar del marco colorido, un mantel de lino con volutas verdes, una jarra con flores, no se vislumbra el menor atisbo de sonrisa. Las mismas manos son ya diferentes, poco generosas. Vistes, como él, ropa de invierno. El frío debió esa noche haberles penetrado hasta el tuétano. La foto des­prende un tufo de prisión. Olivia le había dicho que su vida era idéntica a la de la prisionera de Proust. Te enfureció esa idiotez; él en cambio la tomó muy en serio.

XI

Existe también una fotografía inmunda que no posees y que él te mostró mucho después del final

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de la vida en común, cuando fue posible inventar un remedo de amistad. El magro equilibrio obte­nido con tantos esfuerzos estuvo a punto de volar hecho añicos. La foto revelaba un gusto atroz que nunca le hubieras imaginado. Un desnudo procaz y pretencioso. Una luz verdusca; en la mano, una calavera. ¡ Pufff! ¡ El simple recuerdo te resulta intolerable!

XII

Y un día, por casualidad (¿ quieres hacer creer que fue una casualidad?) encontraste en su libreta, garrapateada con letra insegura y desigual, un nombre (que conocías), una dirección, un telé­fono. ¿Enloqueciste de ira?, ¿lo golpeaste?, ¿te cortaste las venas?, ¿en el Sena?, ¿fue acaso con cicuta? ¿De qué modo, entonces, plañiste tus la­mentos?

XIII

Llamaste a Olivia, la misma que le comentó la semajanza de su caso con el de la prisionera. Habitualmente recurrías a ella. Olivia, le dijiste, ¿cómo resolverías tal trama? ¿Qué haría una per­sona en esas circunstancias? ¿ Cómo evitar la des­composición de un cadáver? Estabas afiebrado. No habías vuelto a verlo desde la ruptura, ¿te acuerdas? Ambos habían comprendido que esa despedida a media calle tenía un carácter irrever­sible, la quema total de las naves. Seguiste cami­nando hasta llegar a la estación del metro, como

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galvanizado, orgulloso por haber logrado sobrevi­vir al despegue. ¿Qué hiciste aquella tarde, qué las siguientes? No logras recordarlo. Con toda segu­ridad te ahogaste en alcohol. Tus recuerdos co­mienzan a ordenarse en los días posteriores, cuando te obligaste a pasar horas enteras en tu apartamento, a acostumbrarte a la idea de que la puerta no se abriría en ningún momento para dar paso a su cuerpo, y que cuando llegaras a la otra habitación también la encontrarías vacía. Salías a la hora debida a comer a la fonda de al lado, falto de ánimos para entrar a la cocina a prepararte aunque fuera un café. Varias veces llamó por telé­fono; te concedía apenas unas cuantas preguntas impertinentes y precisas: ¿Había recibido cartas? ¿Se las podías dejar con la portera, así como un termómetro, un rollo de alambre fino, unos boto­nes que había dejado olvidados? Seguía firme en su decisión de no decir donde vivía, si había con­seguido trabajo. Lo odiabas. Pero te hacía mucha falta. Y a para entonces habías leído la biografia de Dorothy L. Sayers y decidido matarlo.

XIV

¿Cómo, pues, se inició aquella pasión? No vale la pena detenerse demasiado en las ramas. Eres consciente del tedio producido por una estorbosa enumeración de detalles cuyo objeto es crearle a un acontecimiento su marco adecuado. El follaje termina siempre por escamotear el bosque. Co­mienzas: la mañana del día en que Piotr te hizo su primera visita habías comprado una versión de La traviata en húngaro. Sólo, te dijiste, por el placer de oír esa ópera en una lengua que amabas. La razón es muy pobre. Te gusta pensar que debieron existir otros motivos para que Gamás habías com­prado un disco de ópera) te interesaras por adqui­rir aquel álbum: razones emparentadas con la pre­destinación y las desconcertantes pero exactas le­yes del azar. Pusiste los discos en una mesa del vestíbulo y no en la estantería que les correspon­día. Cuando Piotr los vio le pidió oír el principio del tercer acto y sólo entonces pareciste reparar en tu compra. Llegaron otras personas, te desinte­resaste en la música, entraste y saliste del come­dor con vasos y botellas, observando al pasar a aquel joven absurdo acuclillado junto al tocadis­cos y concentrado en la agonía de Violeta. No supiste, sino días después, cuando a tu vez le hiciste una visita, la importancia que le daba a aquellas cosas. Te enseñó su colección de pro­gramas, sus discos, te habló de sus preferencias. Puccini sobre Verdi. Mozart sobre todos. Al vol­ver a tu casa, escuchaste por primera vez entera La traviata, y, también por vez primera, estu­diaste en el periódico la programación del Gran Teatro. ¡ Quién hubiera podido saber que aquel amor perecería y que a cambio obtendrías la pa­sión por la ópera!

XV

¿Saliste, acaso, ganando con el cambio?

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XVI

Quizás lo que más sugestivo te resulta en Don Giovanni sea su subtítulo de dramma giocoso. ¿Por qué giocoso?, te preguntas. ¿Es .suficiente la presencia de Leporello para otorgarle al drama ese adjetivo? Pero, entonces, ¿también la de Papa­geno podría conferirle un carácter giocoso a La flauta mágica? De ninguna manera. Las cosas no pueden ir por ahí. Quizás lo que en verdad resulte cómico sea el hecho de que en el transcurso de la obra el libertino no logre seducir a ninguna de las mujeres que pretende. Si tales han sido en el pa­sado sus conquistas, bien podría uno imaginar que la enumeración de Leporello sea pura fantasía elaborada por la complicidad de amo y criado. Un seductor castigado, enloquecido por el olor a hembra que revolotea siempre en torno suyo, sin poder disfrutar de una sola de las presas codicia­das. Hay demasiada verbosidad en su jactancia, esa innecesaria palabrería que siempre te sugiere, cuando la encuentras en la vida real, una exage­rada pretensión de virilidad. Pero no bien acabas de redactar una nota al respecto cuando adviertes que don Juan infiere a sus mujeres una herida más profunda que la mera violación corporal. Llega a poseer sus almas. Así, fantasmales, delirantes, agobiadas, aun cuando sus cuerpos permanezcan sin mancilla, doña Anna, doña Elvira y Zerlina cruzan la escena, profieren insultos, exhalan sus­piros e intentar reunir voluntades que sostengan su sed de venganza.

XVII

¿ Y qué decías de Olivia, falso erudito en Mo­zart? La mencionaste hace poco en relación a una llamada telefónica. Te referías a un relato que deseabas escribir y sobre el cual le consultaste ciertos detalles, algo relativo a la descomposición de un cuerpo.¿ Una llamada telefónica? En efecto, reflexionas, se trata de esa historia sobre la muerte de Piotr en la que perdiste algunos días. Comenzaste a describir el momento en que un personaje (también él, como tú, empleado en una agencia bancaria) llega a su apartamento y en­cuentra tendido en la cama al amigo con quien ha vivido los últimos años, arropado a la perfección, como si se hubiera acostado con un resfrío y que­dado profundamente dormido. Tu personaje llega a su casa muerto de fatiga, abrumado por todas las telarañas tejidas durante las interminables horas de oficina. Describiste los actos triviales que componen su ritual cotidiano. Lo hiciste, por ejemplo, entrar en la cocina y beber un vaso de limonada, darse después un baño de tina y ten­derse en la cama vecina. Una hora después lo despierta el teléfono. Es Olivia; bueno, por su­puesto, el equivalente a la Olivia que tú tratas; los invita a _c�nar. Intenta despertar al joven dur­miente (ya le· había sorprendido que el timbre del teléfono no lo hubiese logrado). Ningún movi­miento. Con terror descubre que está muerto. Allí

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comenzaban las tribulaciones del tema. Cabían varias posibilidades. El personaje podía irse con­virtiendo de modo gradual pero acelerado en un psicópata, y en estado de progresiva morbidez negarse a permitir que retiraran el cadáver de su amigo, impedir hasta que se descubriera su exis­tencia; luego, al tratar de realizar su vida coti­diana, sus colegas del banco, sus otros amigos, comenzarían a advertir en él síntomas cada vez más extraños, gestos y muecas innecesarios, una lugubrez creciente, hasta que el deterioro de su conducta, y, por otra parte, el hedor que llegaría a desprender· su piso, inquietaran a los vecinos. Se presentaría· la portera acompañada por dos poli­cías uniformados, registrarían las habitaciones, descubrirían el cadáver sumergido en la tina con el grifo del agua caliente permanentemente abierto, descamado casi del todo; los huesos despojados de una masa blanduzca y repelente que iría asen­tándose en el fondo de la tina. La otra posibilidad, porque esa primera te sugiere el fácil efectismo de un ditjector de cine que te desagrada, es que tu personaje le telefoneara a un amigo; que aquél llegara y le ayudase a transportar el cadáver al otro �tremo de París, despojándolo con anterio­ridad de cualquier documento o prueba de identi­ficación, para dejarlo en un lugar poco transitado, o, mejor aún, arrojarlo a los canales que corren no lejos de les Buttes-Chaumont, explicar luego a quien preguntase por el joven que se había mar-. chado a España en busca de trabajo, que no era posible saber cuándo volvería; entretenerlos hasta que se olvidaran de su existencia. La tercera posi­bilidad, la más sencilla, sería la de llamar a un médico, levantar el acta correspondiente y ate­nerse a las consecuencias legales. Pero, por fron­tal y directa, por carente de pathos, esa solución te resultó la menos convincente.

XVIII

La historia no fue escrita entonces. Esbozaste un poco el marco donde debía ocurrir. Describiste en forma somera un apartamiento en Auteil, con un vestíbulo anodino donde en un perchero anti­guo colgaban los abrigos de invierno, y sobre una mesa semicircular lucía un samovar. La época debía ser otoño avanzado, porque por los grandes ventanales se podía ver la fronda de los castaños con su cauda sienesa de ocres, de rojos apagados, de oros nuevos y viejos. La siguiente habitación era un espacio rectangular, sala, comedor, estudio y biblioteca a la vez. A lo largo de un muro corría una librería, del otro los cuadros.

Había también un armario con discos, y una lámpara de varios brazos cuya luz podía girar en todas direcciones, propicia al trabajo, a la lectura, pero no al descanso. En la otra habitación, la última, no había sino dos pequeñas camas geme­las. Todo lo descrito pretendía dar la sensación de un ámbito muy vivido, cálido y muelle, pero tam­bién opaco y rasposo. Describiste con morosidad

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la llegada, el momento en que el personaje se despojaba del abrigo, iba al lavabo, pasaba a la recámara, contemplaba con indiferencia y fatiga el sueño de su compañero, entraba un momento a la cocina, bebía el jugo de frutas recién preparado, se daba un baño de tina y luego se tendía a dor­mir. Después hablaste con Olivia, le planteaste las tres posibilidades de desenlace, las rumiaste du­rante algunos días y advertiste, ¿no es cierto?, que no era necesario ya escribir la historia, que su simple esbozo tenía un carácter terapéutico, que, sin más, tus pesares disminuían, que no odiabas a Piotr. Así que cuando poco después lo encontraste por casualidad en un bar, e iniciaron esa amistad de tan difícil equilibrio todos sus agravios se ha­bían borrado; pudiste saludarlo y conversaron con auténtica euforia.

XIX

¡Tu pobre sabiduría! En un reciente Festival Mozartiano te sorprendió la semejanza entre Che­rubino y don Juan. De no ser por la lista en que Leporello enumera las galantes victorias de su amo, nada conoceríamos de su pasado. Y ese pa­sado se reduce a cifras: en Italia, 641; en Alema­nia, 231; en Turquía, 91; y, en España, 1.003: datos sin vida, multitud carente de rostro. Don Juan transformado en máquina de fornicar y su­mar. Pero, de pronto, Cherubino, ese Adonis­N arciso-de Amor, te ofrece enamorado única­mente del amor, para el cual la condesa, Susana y Barbarina ofrecen la misma tentación, despiertan el mismo deseo, y quien, con astucia angelical solicita que le expliquen -¡ ellas que lo saben!- qué cosa es el amor. Don Juan adulto ha olvidado esa fase. Por el contrario de Cherubino, que procede bajo la inspiración del momento y cuyos recursos descansan exclusivamente en su encanto personal, don Juan engaña, trama, manipula y es implacable con las mujeres en quienes fija su mirada. Desea y necesita el odio de la hembra a la cual posee. Tal vez porque en su adolescencia, cuando aún se llamaba Cherubino, fue amado por ellas de una manera extraña. Las mujeres del palacio de Aguas Frescas pretenden destruir su virilidad; todas, en algún momento de la obra, desean vestirlo con prendas femeninas, convertirlo en niña, en un ob­jeto erótico que fuese a la vez una muñeca, hacer de su cuerpo un juguete de disfrute inofensivo. El festival de que hablas se clausuró con Don Gio­vanni. Y sentiste que estabas en lo cierto cuando en la cena final los músicos de don Juan le tocan aquel «Non piu andrai» con que en la ópera ante­rior Figaro había celebrado la marcha forzada de Cherubino al ejército, lleno de regocijo ante la idea de que no volverá a tropezar con él por una larga temporada.

Non piu andrai, farfallone amoroso, Notte e giorno d'interno girando, Delle belle turbando il riposo, Narcisetto, Adoncino d'amor.

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El final de don Juan está próximo. Le espera el infierno, no el ejército, y por eso la tonada ad­quiere ahí un sesgo macabro. Nunca más volverá a turbar el reposo de las bellas del mundo aquel marchito Adonis. Feliz con tu descubrimiento, llegaste a tu casa dispuesto a trabajar en un pe­queño ensayo sobre esa relación simbiótica entre Cherubino y don Juan, volviste a oír ambas óperas libreto en mano, abriste luego el libro de Eric Blom sobre Mozart, buscaste el capítulo dedicado a Las bodas, y el primer párrafo en que tus ojos se fijaron decía: Cherubino points two ways. He is at once the adolescent Don Juan and ... Cerraste el libro, descorazonado. ¡Eterno descubridor de Me­diterráneos! Por supuesto perdiste todo entu­siasmo en trabajar sobre el tema.

XX

¿De qué se enamora uno? ¿Qué mantiene vivo el sentimiento amoroso? ¿Crees que sea posible formular tales preguntas cuando cada persona obedece a órdenes diferentes y si en algún terreno las diferencias son radicales es en ése? Tal vez lo que sea cierto es que uno se enamora siempre de la misma manera y repite con distintas personas los mismos errores e iguales aciertos. A la larga debería ser un aburrimiento, sin embargo no lo es. ¿Podrías decir algo menos obtuso? Relata, por ejemplo, algún momento en que te habitó ese sen­timiento. El principio es omisible: se reduce a un asunto de gestos y miradas, de leves aproximacio­nes, de felices desafíos. Tampoco tiene caso ha­blar de los momentos de exaltación provocados por los celos, por más que en ellos el sentimiento de posesión se asemeje al amor. Harías mejor en hablar de aquella tarde de comienzos de invierno en que buscabas algo, no recuerdas qué, quizás algo tan poco espiritual como un martillo y unos clavos, y abriste el cajón en que guardaba sus propiedades. Nada había de extraordinario. Sus camisas, su ropa interior, sus calcetines, todo or­denado con maniática perfección, la bolsa de ins­trumentos al fondo, los frascos de vitaminas que no tomaba nunca, y en una caja de zapatos sus pequeños recuerdos de París: unos cuantos capa­razones de crustáceos, una pequeña réplica de N otre Dame en un metal horrendo, su libro de francés, el gallito de cerámica regalado por un admirador japonés, el pequeño saco de lavanda que perfumaba el cajón. La emoción que te pro­dujo aquello fue inmensa. Estabas a solas, ante el mundo que él preservaba a la mirada ajena, a la tuya en especial. Comprendiste el esfuerzo que le significaba mantener con coherencia su universo, y lo que de monstruoso tuvieron las semanas ini­ciales cuando no escatimaste recursos para dese­quilibrarlo, cuando como obseso apuntabas a una única meta: que volviera a su país. ¡ Cómo lo amaste en ese momento! Llegó horas después y tú vivías aún bajo el deslumbramiento. Lo abrazaste, lo festejaste, y él desconcertado ante aquella efu-

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sión, incrédulo, inseguro, pensó que tales fiebres no eran producto sino de una conciencia intran­quila.

Comenzó a observarte con desconfianza, a inte­rrogarte, sin que ninguna explicación le resultara convincente, hasta que acabaste con un humor de perros a desear que se largara lo más pronto posi­ble. ¡ Otro minusculísimo dramma giocoso!

XXI

Porque, claro, tú también vivías en el desequili­brio. París te había resultado al principio dema­siado hostil. Lo necesitabas. Contabas los días que faltaban para su llegada. Cuando fuiste a reci­birlo al aeropuerto, estuviste a punto de no llegar a tiempo. El tráfico se había interrumpido. Un accidente en la carretera. Por la ventanilla del autobús viste un cadáver. Luchaste contra la idea de que fuera una señal adversa. En el saludo ini­cial sentiste una vibración distinta. Esa tarde, cuando le mostrabas la ciudad, te dijo que no eras el mismo, que algo en ti había cambiado. Tú pen­sabas igual, sólo que en vez de decírselo le decla­raste la guerra.

XXII

Le aconsejas cuidar su relación con Phang. Te tranquiliza; imaginas que se convierte en un Piotr mejor. Sólo dos cosas crean en él armonía: el amor y la música. Lamentas, con cierta resigna­ción, que no sea de ti de quien esté enamorado. Pero, entonces, si todo está bien como lo pintas, ¿por qué rehiciste el relato de su muerte, el que, tú mismo lo has dicho, sólo podía servirte de exorcismo para librarte de él? Te defiendes. En primer lugar, dices, no fue un relato sobre su muerte sino todo lo contrario. Además, después de cinco años de silencio, sentiste que desapare­cían las trabas que te impedían escribir; debías, pues, continuar, sepultar ese período en que hasta una carta personal te resultaba imposible y sólo segregabas ese diario plañidero y torpón que tanto desprecias. Añades que ese pequeño texto fue, si se puede hablar de un plano simbólico, un verda­dero acto de reconciliación.

XXIII

Comienzas a explicarte. Habías vuelto a tomar las notas garrapateadas meses atrás. Te satisfizo el marzo, el departamento en Auteil, la calle y sus altos castaños, el personaje, alguien muy parecido a ti, repites, un extranjero que trabaja en la sucur­sal de una empresa bancaria de su país en Francia, la llegada, el baño, la fati,ga que le hace tenderse a dormir. El teléfono que lo despierta. Pero enton­ces, sin que lo adviertas, el cuento se desvió, tomó un rumbo imprevisto. Tachaste el último párrafo que te pareció demasiado verboso, la con­firmación poniendo un espejo a unos cuantos cen­tímetros de su boca de que el joven estaba muerto.

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Volviste atrás, borraste, enmendaste, introdujiste nuevas claves, y el personaje adquirió otras carac­terísticas, una morbidez crepuscular, una desme­dida fatiga. ¡ Otra mosca aturdida enfangada en las mieles del pastel! El esfuerzo que le produce vivir al lado del muchacho que yace en la cama ha devorado todas sus energías. Decide suicidarse. Con placer infantil piensa en las posibles reaccio­nes del joven cuando al despertar descubra su cadáver. El gozo que le proporciona inferirle ese castigo lo lleva a decidirse a proceder con rapidez. Todo debe consumarse antes de que su amigo despierte. No hay que pensar en las pastillas. Tampoco le tientan la tina de agua caliente y el corte de venas. No sabe qué tiempo puede tardar en llegar la muerte por ese método; además, el espectáculo de la sangre, del agua crecientemente rojiza en la tina le repugna. De ninguna manera querría ser salvado. La acción debía ser definitiva. La mera idea de que el otro pudiera pensar que se trataba del chantaje emocional de un histérico le hace sentir una ráfaga de odio en todo el cuerpo. Sale al balcón, da unas bocanadas de aire helado, contempla a través de la fronda oscura de los árboles la calle a esa hora desierta. En un banco, cincuenta metros adelante, el clochard de siem­pre, inmune a la humedad y al frío, mece la cuna en que guarda sus despojos. La solución se le revela con toda claridad. Subir a la azotea y des­plomarse. Ocho pisos. Una muerte instantánea y aparatosa. Llegarían la portera, algunos vecinos, los investigadores, la policía. Golpearían con es-

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trépito la puerta. La tierna bestezuela tendría que salir por fuera de su ensueño, se dirigiría a la puerta, y, al abrirla, sin despertar aún del todo, ya estaría detenida. La exaltación de tu personaje llega a su grado extremo. En un instante pasan por su mente todos los detalles nefastos de la vida en común y un gozo ciego y hondo lo penetra el saber a su verdugo detenido. El muchacho tarda­ría algunos minutos en salir de su estupor, en convencerse de que no sueña, en comprender al fin lo ocurrido. Se daría cuenta de lo riesgoso de su situación y por un instante llegaría a sentir la tentación de la fuga, pero, por fortuna, se deten­dría a tiempo. Hay un momento en que el perso­naje melancólicamente apoyado en el balcón cree haber comenzado a paladear su venganza, parece salir de un trance. Piensa en las dificultades que se le crearían a su amigo, en su incapacidad para defenderse, en la conmoción emocional, la cárcel, en el mejor de los casos la expulsión del país. Rechaza con violencia todas sus fantasías, corre a la cocina, se sirve un inmenso fajo de vodka y se lo bebe de un trago; vuelve al dormitorio, con­templa con asombro y felicidad el sueño del mu­chacho, se mete en su cama, se acurruca en sus brazos, lo despierta, le pide que salgan ese fin de semana a Londres, a Colmar, a Amsterdam, a donde se le antoje; añade que está hecho un ra­cimo de nervios y necesita descanso. Luego se queda profundamente dormido. En esa ocasión sí terminaste el relato, al menos una primera ver­sión.

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XXIV

Lo miraste con envidia cuando te relató su pre­cipitado regresó de Aviñón. No pudo asistir a ninguno de los actos del Festival; el viaje había resultado un fracaso debido a la enfermedad de Phang. Pasó dos días encerrado en un cuarto de hotel donde el vietnamita yacía aquejado por una dolencia intestinal, hasta que decidieron volver a París. El viaje en tren fue una tortura. Les dieron las literas superiores de un compartimento de se­gunda clase. En la madrugada, te dijo, lo desper­taron unos sollozos. La luz del amanecer le permi­tió ver el cuerpo frágil de su amante sacudido por una pesadilla. Nada le importó la opinión de los demás pasajeros. Sin poder contenerse, saltó a la litera de Phang, rodeó con los brazos su cuerpo y lo mantuvo en ellos hasta que el dolor o el mal sueño se desvaneció del todo. El ya no pudo dor­mir. Lo mirabas hechizado mientras te contaba esa historia. Tú, a quien le agrada imaginar que sus pasiones poseen una grandeza sombría, jamás habrías podido actuar de modo semejante. Más aún, si hubieses sido tú el enfermo y al despertar descubrieras a Piotr en tu litera, intentando recon­fortarte, habrías descendido de inmediato, mascu­llarías frases incoherentes sobre la gravedad de tus males, tratando de convencer a los pasajeros de la necesidad de aquella medida. Te parece estar viéndote: caminarías apresuradamente por el an­dén, sin dirigirle la palabra, buscarías un café cerca de la estación, y ya allí, instalado frente al desayuno, comenzarías a explicarle, con tono en apariencia sereno, paternal y hasta humorístico, las obligaciones que tiene uno para con los demás, los tácitos compromisos, absurdos quién lo duda, pero inevitables, adquiridos con la sociedad, la exigencia de dejar de comportarse como entes primitivos. ¡Todo eso y más, Señorita Secante! Y en el transcurso del día buscarías la ocasión para recalcar la validez de tus asertos de la mañana, hasta que al fin Piotr estallara y jurase no volver a hacer un viaje más contigo. ¿Lo envidias, dijiste? Sí, admiras esa palpable certidumbre de sus instin­tos. ¡Pero cómo te habría gustado no conocer la historia del tren!

XXV

Leíste en algún lado que una representación perfecta de Don Giovanni es imposible. Por una u otra razón, ninguna versión ha logrado satisfacer del todo a sus devotos. Algunos estudiosos atri­buyen ese hecho, por facilidad, a ciertas anoma­lías del libreto. Dicen que da Ponte acumuló me­cánicamente escena tras escena. Las situaciones no fluyen con la misma naturalidad que en Las bodas de Figaro. Se te ocurre que da Ponte so­mete a los personajes de Don Giovanni, más que a los de sus otras piezas, a los cánones de la Come­dia del Arte, que por estrechos les resultaron una verdadera prisión. Don Juan repetirá en cada es­cena sus cabriolas de gallito en brama. Doña Anna

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encarnará siempre el orgullo vejado y la sed de venganza; Leporello no dejará de ser untuoso, cobarde y servil; don Octavio, tal vez el personaje menos estimado por Mozart, se conformará con ser el leal enamorado de la obra; doña Elvira, el dolor de la pasión escarnecida. Masseto y Zerlina, rústicos, se comportarán como todos los rústicos · del siglo. Y esas siete alegorías andantes transita­rán la escena, se encontrarán y desaparecerán,integrarán dúos, tercetos, cuartetos, quintetos, sinque sus frases ofrezcan ninguna variación al con­cepto que encarnan. Pero entonces, ¡y de ahí queDon Giovanni sea la obra maestra que es!, lamúsica de Mozart se toma la revancha y puebla deambigüedad, de enigmas, de contrasentidos, laconducta de esos personajes en apariencia depalo. En los momentos de mayor patetismo o degran solemnidad irrumpe sorpresivamente unacorde burlón; cuando se espera una melodía hu­morística nos ofrece en cambio otra de un lirismoarrebatado. Y eso hace que el personaje se trans­forme, se vuelva complejo, se cargue de sentidos,y que en el auditor surjan las dudas. ¿Es que doñaAnna desea en realidad vengarse de don Juan porhaber asesinado a su padre? ¿No será que lo hacepor haberse marchado después de despertarla alos sentidos con una violencia que el pusiláminedon Octavio ni siquiera es capaz de imaginar? ¿ Yqué hay con el tiempo? Nunca sabemos si la ac­ción está regida por un tiempo semejante al nues­tro, o si ocurre en un espacio carente de tal. ¿Enun tiempo sin tiempo? ¿Se inicia, acaso, la obra al

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romper el alba para concluir en la noche del mismo día, o bien, en algún momento debe enten­derse que Cronos ha dado el tajo y entre escena y escena han pasado algunos días? En el caso de que la primera suposición fuera la adecuada, como a ti te lo parece, ¿a qué horas, entonces, sepulta­ron al Comendador e irguieron su estatua? Se lo preguntas a Piotr, que acaba de entrar al estudio, y él te responde con sonrisa burlona que es ab­surdo mantener tales escrúpulos y exigencias con la ópera. Es un género que le gusta a uno o lo aborrece, refractario a toda explicación. Que por ese camino acabarías por tratarle de encontrarle una lógica hasta a La forza del destino. Y a fin de no discutir ...

XXVI

Nunca revisaste la segunda versión de tu relato. Tan pronto como lo escribiste te pareció neutra, repelente, cargada de autocompasión. Has co­menzado otro, en cambio, donde el personaje, ese funcionario bancario de segunda, aprovechando la ausencia de su amigo, se vale de mil argucias para invitar a un joven vietnamita, que tratas de carac­terizar con todos los rasgos de Phang, para hacer un paseo por les Buttes-Chaumont, y en un mo­mento cuidadosamente preparado, después de as­cender con lentitud una colina y hablar con untuo­sidad y zalamería de las virtudes del au- esente, como por descuido, lo arroja del peñasco más alto.