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EL VERDADERO MAGO ENTRE LOS ESPÍRITUS [ Por Noelia Fernandez. Fotografías: Nazarena Talice ] Marty Willson-Piper y Olivia Dibowski, en Emergente Bar, 10 de Febrero de 2016

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EL VERDADERO MAGO ENTRE LOS ESPÍRITUS

[ Por Noelia Fernandez. Fotografías: Nazarena Talice ]

Marty Willson-Piper y Olivia Dibowski, en Emergente Bar, 10 de Febrero de 2016

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A las veinte treinta en punto de ese viernes algo lluvioso me

acerqué, ansiosa, a la puerta de El Emergente que, tal y como

lo imaginaba antes de llegar, aún estaba cerrada casi herméti-

camente. Me siento en un escalón para leer el diario cuando, a

los pocos minutos, en un inesperado momento, el pesado por-

tón se abrió por apenas unos segundos, suficientes, sin embar-

go, para que esta cronista pudiera reconocer, de espaldas, al

héroe de la guitarra, Marty Willson Piper, quien discutía aca-

loradamente con el sonidista. Así comenzó, abruptamente, la

brecha entre la realidad del diario y la noche que me esperaba.

Sin embargo, temí, en aquel momento, que esa realidad me

empujara nuevamente al vacío y dejara trunco el deseo que me

había perseguido durante décadas. Al percibir que, tras cerrar la

puerta nuevamente, la discusión continuaba, los pocos que está-

bamos allí nos preguntamos si, debido a este altercado, el concier-

to íntimo de Marty y su fiel acompañante, la violinista alemana

Olivia Dibowski, seguiría en pie. Me imaginé tomando amarga-

mente el colectivo otra vez para volver, decepcionada, con el alma

vacía, a casa. Pero cuando el lugar se abrió definitivamente a las

21 –esta vez, para hacer ingresar al público- se disiparon todos

los temores. Yo me tranquilicé y, al mismo tiempo, me llené de

ansiedad (¿más todavía?). Allí, sobre el alto escenario del oscuro

bar Emergente, vi afinando su guitarra a mi héroe, el legendario

Marty Willson Piper, ex integrante de bandas como All About

Eve, The Church y The Saints; creador, además, del original dúo

Noctorum, y artífice de una hermosa y prolífica carrera solista.

La gente se apura por acomodarse en el lugar; algunos se jun-

tan de pie alrededor de las mesas, dos chicas darks caminan sobre

altísimos tacos buscando lugar donde ubicarse. Marty les pide

que se sienten porque, según dice, no es sano estar parado sobre

esos zapatos. Pide, también, enfáticamente, que los que están ha-

blando al fondo se callen; que hagan silencio “sólo por una hora.

¿Qué cosa tan importante tenés que decir mientras un músico

está tocando?” –expresa en inglés con una irritación que se re-

vela, enseguida, como un estado pasajero, pero que al comienzo

del concierto Marty arrastra de la prueba de sonido fallida a cau-

sa de la inoperancia y el desinterés del técnico; un verdadero clá-

sico al que los músicos porteños estamos casi acostumbrados.

Mientras el público va entrando (“¿más personas afuera?” –in-

terroga, como puede, en castellano), Marty prepara las cuerdas.

Está ansioso por tocar todas las canciones que tiene preparadas,

ya que hay poco tiempo y luego viene otra banda. Se preocupa

por hacer que todos le entiendan cuando habla. Hace grandes

esfuerzos por expresarse en español y, en pleno show, pregun-

ta al público las palabras que no conoce. Quiere saber cuántos

de los que colman el lugar entienden inglés. Concluye, luego de

quejarse por las complejidades y absurdos de la gramática espa-

ñola, que “sobre” es una palabra muy importante que no debe

olvidar, y todo el salón le festeja la salida. Asegura que el inglés

es más fácil que el español, a lo que yo le respondo “nooo” a viva

voz, en lo que sería el comienzo de un amistoso, espontáneo y

divertido intercambio entre el público y el músico a lo largo del

corto show. Olivia, mientras tanto, permanece erguida y silen-

ciosa. Es que habla a través de su violín, una pieza original del

siglo XVIII que parece, casi, formar parte de su esbelta figura.

Ni bien suenan las primeras notas arpegiadas de “Wa-

ter” me largo a llorar, sola, sentada a la mesa frente al esce-

nario, escondida. Es que ese momento me lo había imagina-

do miles de veces, pero nadie me había podido convencer de

que alguna vez sucedería. La legendaria Takamine acústica de

12 cuerdas –clásico instrumento dentro del equipamiento de

Marty que aún no puedo creer estar viendo en vivo y en direc-

to- suena penetrante, poderosa y profunda como una catarata,

como si se tratara de dos guitarras sonando al unísono; efec-

to típico y muy eficaz de las guitarras con cuerdas duplicadas.

Marty anuncia que la próxima canción es de una de sus ban-

das favoritas: Big Star. Le interesa saber cuántos la conocen.

Quiere compartir con el mundo su música favorita. El proyecto

enciclopédico que él mismo creó, In Deep Music Archive, fue

pensado, justamente, con dicho objetivo. Pero la parca respues-

ta que recibe por parte del público lo decepciona, y entonces no

duda en conminar enfáticamente a los presentes a comprar dis-

cos de Big Star al día siguiente, “a las diez”, cuando abren las dis-

querías de Buenos Aires. La gente, por supuesto, estalla en una

carcajada de tantas, como si el concierto íntimo se convirtiera,

frecuentemente, entre tema y tema, en una suerte de stand up.

Cuando, a minutos de comenzado el show, esta cronista pide, a

los gritos, ¡¡¡“You whisper!!!”; una de las canciones que integran el

precioso segundo álbum solista de Marty –Art Attack-, él reprende

graciosamente mi impaciencia y asegura que así es como se com-

portan los fans del heavy metal. Todos nos reímos nuevamente.

Al rato, Olivia me mira y sonríe cómplice desde el escena-

I am certain of a thousand things

I know nothing of a million more

The silence will eventually ring

Just listen, just listen…

(Marty Willson-Piper. “Listen/Space”)

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rio; me señala con el dedo la lista de temas que está pegada

en el piso y, con un gesto silencioso, me avisa que esa can-

ción tan deseada (¡pero si es apenas una de las que me atre-

vo a pedir, venciendo sólo temporalmente la vergüenza y

tirando momentáneamente por la borda mi afán de no inva-

dir!) es la próxima. “¿Dónde está la Metallica fan?” –pregun-

ta Marty siguiendo la broma comenzada un rato antes. Le-

vanto las dos manos: “Aquí!” –grito siguiéndole el chiste. Él,

entonces, cuenta una historia imaginaria sobre el título de la

canción –siempre sin dejar de mofarse de mi ansiedad- para

concluir que, en realidad, terminó titulándola “You whisper”.

Mientras tocan la canción, creo percibir desde abajo del es-

cenario que Marty casi no aparta la vista de mí, como si de ese

modo quisiera y pudiera llegar a saber en qué consiste todo lo

invisible que me está pasando, lo que estoy sintiendo y pensan-

do mientras suena en vivo esa canción que tantas veces disfru-

té y tarareé en mi soledad durante los últimos veinticinco años.

Más tarde, durante la amena e interesante charla que compar-

timos en un bar cercano él diría, sobre sí mismo y su expe-

riencia de melómano empedernido: “la música me atraviesa el

alma”. Me doy cuenta de que esa descripción visceral podría

definirme también a mí, y que es lo que, -por la manera en que

creo ver que él me mira desde arriba- mi cara no deja de trans-

parentar, por mucho que yo me resista o intente disimular…

Es como si así, sin palabras, quisiera decirme: “¿ves que ha-

bía que tener paciencia? Acá tenés lo que pedías”. Igual, qui-

zás es sólo parte de la ensoñación en la que estoy inmersa gra-

cias a las cuerdas de los instrumentos y la típica voz cascada de

mi héroe. Así transcurren mi mente, mi corazón y hasta mi

cuerpo mientras suenan las versiones más cálidas de clásicos

de The Church como “Tristesse” e, inclusive, “Into my hands”,

ante cuyo anuncio se oye un amplio suspiro en el público. Cla-

ro; soy yo, que no logro contener la emoción de poder escu-

char esa obra perfecta de Remote Luxury. El público también

se extasía, ahora sí callado ante el despliegue de las canciones.

El set continúa con “After eight”, la melancólica “Ugly

and cruel”, "High as kite" y “Chromium”, otro clásico de

The Church que integra After everything now this, álbum

que, según comenta Marty, no compró nadie. Desde el pú-

blico varios lo contradecimos orgullosos -“yo lo tengo!”. Se

pone a contar cuántos somos los que levantamos la mano,

como si fuera una clase del colegio. “Cinco”-retruca divertido.

Durante el show, los músicos se miran y se besan como dos

adolescentes entre tema y tema. El gesto se siente y se ve des-

de abajo del escenario como una felicitación, como un agrade-

cimiento, o quizás como un mutuo premio al trabajo bien rea-

lizado o al placer compartido por la música. La conexión entre

ambos es inmediata y total, y él se encarga de elogiar amorosa-

mente a su compañera comentando con los presentes cuánto

admira su belleza y su talento como música. “Tiene una gran

facilidad para aprender las canciones” –dice; destacando su don

natural para interpretar y adaptar al violín los clásicos solos de

guitarra que, por ejemplo, en los discos de The Church, tocaba

Peter Koppes, o el mismo Marty, quien esta noche se encarga

de la parte más rítmica. Pero, sobre todo, el elogio del anfitrión

apunta a la extraordinaria e integral comprensión, por parte de

Olivia, de la música que tocan. La dama luce un hermoso vestido

de noche, comprado en Buenos Aires esa misma tarde –según

el propio Marty cuenta en otro de sus entusiastas comentarios

durante el show. Yo misma me encargué, luego, de ponde-

rar el atuendo cuando saludé a la violinista. Ella, sin embar-

go, se quejaba de que era “demasiado largo para bailar tango”.

Llega, entonces, el momento más esperado por muchos de

los que están entre el público. Los primeros acordes de “Un-

der the Milky Way hacen su aparición, pero Marty se detie-

ne abruptamente y amenaza –siempre bromeando junto al

público- con no tocarlo. Sin embargo, el superclásico de The

Church –tan clásico que, incluso, integró la banda sonora de

la película Donnie Darko y es, muchas veces, e injustamen-

te, la única canción que el público conoce- retoma el camino

y se desliza sin pausas ni nuevas bromas pesadas junto con

las voces del público que corean el archiconocido estribillo. El

excelente solo de harmónica que ofrece la versión en estudio

es brillantemente interpretado por las cuerdas de Olivia, que

también improvisa sobre el final, donde originalmente Ko-

ppes tocaba un oscuro y sombrío paseo de palanca Fender.

Se acerca el final. El show es –o se nos hace- extremadamen-

te corto a todos. ¡No puede ser! ¿Sólo una hora? Era cierto, en-

tonces… Lo bueno dura poco. Naturalmente, los niños de es-

cuela protestamos y pataleamos, pero el maestro Marty aclara

que más no se puede porque viene la otra banda… Y prome-

te un nuevo show para los próximos días, lo cual es, por su-

puesto, celebrado por todos. “Vengan. Puedo tocar otras can-

ciones; ¡tengo muchas!” –propone, como si fuese un vendedor

tratando de encajarnos un producto que no es bueno a sim-

ple vista… ¡Y como si hiciera falta convencer a alguien de

volver a vivir tan inolvidable e increíble experiencia! Obvia-

mente, ante el anuncio, nos retiramos más o menos tranqui-

los. Una interesante, cálida y entretenida charla con Marty y

Olivia nos esperaba en la puerta del lugar y un bar cercano.

Pasadas las 2 de la mañana, y habiéndome despedido de la

adorable pareja y de todos los que tuvimos el privilegio de com-

partir esa noche con ambos, me subí al colectivo, -que tardó

como cuarenta minutos en venir- preguntándome todavía si lo

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un rato canta lo más rockero del álbum; “Russian autumn heart”. Miro por la ventanilla y veo en una esquina a un loco tocando algo

de los Beatles con una Rickenbaker réplica igual a una que Marty perdió en un robo. Concluyo que sí; lo que durante tantos años

había esperado, sucedió de verdad esa noche. Y sonrío satisfecha al entender que la realidad no es (sólo) lo que cuenta el diario.

No tengo sueño. Ni bien llego a casa, me siento a escribir.