El viaje a la ficción - Popular Libros · gurarse el alimento y matar antes de que lo maten. ......

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El viaje a la ficción El mundo de Juan Carlos Onetti www.puntodelectura.com

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El viaje a la ficciónEl mundo de Juan Carlos Onetti

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© 2008, Mario Vargas Llosa© De esta edición:2011, Santillana Ediciones Generales, S.L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España)Teléfono 91 744 90 60www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-2337-6Depósito legal: B-9.739-2011Impreso en España – Printed in Spain

© Cubierta: Pep Carrió

Primera edición: abril 2011

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El viaje a la ficción

Retrocedamos a un mundo tan antiguo que laciencia no llega a él y la que dice que llega no nos con-vence, pues sus tesis y conjeturas nos parecen tan alea-torias y evanescentes como la fantasía y la ficción.

Se diría que el tiempo no existe todavía. Todaslas referencias que puntúan su trayectoria aún no hanaparecido y quienes viven inmersos en él carecen de laconciencia del transcurrir, del pasado y del futuro, e in-cluso de la muerte, a tal extremo se hallan prisionerosde un continuo presente que les impide ver el antes y eldespués. El presente los absorbe de tal manera en suafán de sobrevivir en esa inmensidad que los circundaque sólo el ahora, el instante mismo en que se está, con-sume su existencia. El hombre ya no es un animal peroresultaría exagerado llamarlo humano todavía. Estáerecto sobre sus extremidades traseras y ha comenzadoa emitir sonidos, gruñidos, silbidos, aullidos, acompa-ñados de una gesticulación y unas muecas que son lasbases elementales de una comunicación con la horda dela que forma parte y que ha surgido gracias a ese instin-to animal que, por el momento, le enseña lo más impor-tante que necesita saber: qué es imprescindible para po-der sobrevivir a la miríada de amenazas y peligros quelo rodean en ese mundo donde todo —la fiera, el rayo,el agua, la sequía, la serpiente, el insecto, la noche, elhambre, la enfermedad y otros bípedos como él— pa-rece conjurado para exterminarlo.

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El instinto de supervivencia lo ha hecho inte-grarse a la horda con la que puede defenderse mejorque librado a su propia suerte. Pero esa horda no esuna sociedad, está más cerca de la manada, la jauría, elenjambre o la piara que de lo que, al cabo de los si-glos, llamaremos una comunidad humana.

Desnudos o, si la inclemencia del tiempo loexige, envueltos en pellejos, esos raleados protohom-bres están en perpetuo movimiento, entregados a lacaza y la recolección, que los llevan a desplazarse con-tinuamente en busca de parajes no hollados donde seaposible encontrar el sustento que arrebatan al mundonatural sin reemplazarlo, como hacen los animales,vasta colectividad de la que aún forman parte, de laque apenas están comenzando a desgajarse.

Coexistir no es todavía convivir. Este últimoverbo presupone un elaborado sistema de comunica-ción, un designio colectivo, compartido y cimentadoen denominadores comunes, como lenguaje, creen-cias, ritos, adornos y costumbres. Nada de eso existetodavía: sólo ese quién vive, esa pulsación prelógica,ese sobresalto de la sangre que ha llevado a esos se-mianimales sin cola que empuñan pedruscos o garro-tes debido a su falta de garras, colmillos, veneno, cuer-nos y demás recursos defensivos y ofensivos de quedisponen los otros seres vivientes, a andar, cazar ydormir juntos para así protegerse mejor y sentir me-nos miedo.

Porque, sin duda, la experiencia cotidiana hahecho que de todos los sentimientos, deseos, instin-tos, pasiones aún dormidos en su ser, el que primerose desarrollara en él en ese su despertar a la existenciahaya sido el miedo.

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El pánico a lo desconocido que es, de hecho,todo lo que está a su alrededor, el porqué de la oscuri-dad y el porqué de la luz, y si aquellos astros que flotanallá arriba, en el firmamento, son bestias aladas y mor-tíferas que de pronto caerán vertiginosamente sobre éla fin de devorarlo. ¿Qué peligros esconde la boca negrade esa caverna donde quisiera guarecerse para escapardel aguacero, o las aguas profundas de esa laguna a laque se ha inclinado a beber, o el bosque en el que se in-terna en pos de refugio y alimento? El mundo está lle-no de sorpresas y para él casi todas las sorpresas sonmortíferas: la picadura del crótalo que se ha acercadosinuosamente a sus pies reptando entre la hierba, elrayo que ilumina la tempestad e incendia los árboles ola tierra que de pronto se echa a temblar y se cuartea yraja en hendiduras que roncan y quieren tragárselo. Ladesconfianza, la inseguridad, el recelo hacia todo y ha-cia todos es su estado natural y crónico, algo de lo quesólo lo dispensan, por brevísimos intervalos, esos ins-tintos que satisface cuando duerme, fornica, traga odefeca. ¿Ya sueña o todavía no? Si ya lo hace, sus sue-ños deben ser tan pedestres y ferales como lo es suvida, una duplicación de su constante trajín para ase-gurarse el alimento y matar antes de que lo maten.

Los antropólogos dicen que después de ali-mentarse, adornarse es la necesidad más urgente en elprimitivo. Adornarse, en ese estadio de la evolución hu-mana, es otra manera de defenderse, un santo y seña,un conjuro, un hechizo, una magia para ahuyentar alenemigo visible o invisible y contrarrestar sus poderes,para sentirse parte de la tribu, darse valor y vacunarsecontra el miedo cerval que lo acompaña como susombra día y noche.

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El paso decisivo en el proceso de desanimaliza-ción del ser humano, su verdadera partida de naci-miento, es la aparición del lenguaje. Aunque decir«aparición» sea falaz, pues reduce a una suerte de hechosúbito, de instante milagroso, un proceso que debiótomar siglos. Pero no hay duda de que cuando, en esasagrupaciones tribales primitivas, los gestos, gruñidosy ademanes fueron siendo sustituidos por sonidos in-teligibles, vocablos que expresaban imágenes que a suvez reflejaban objetos, estados de ánimo, emociones,sentimientos, se franqueó una frontera, un abismo in-salvable entre el ser humano y el animal. La inteligen-cia ha comenzado a reemplazar al instinto como elprincipal instrumento para entender y conocer el mun-do y a los demás y ha dotado al ser humano de un po-der que irá dándole un dominio inimaginable sobre loexistente. El lenguaje es abstracción, un proceso men-tal complejo que clasifica y define lo que existe dotán-dolo de nombres, que, a su vez, se descomponen ensonidos —letras, sílabas, vocablos— que, al ser perci-bidos por el oyente, inmediatamente reconstruyen ensu conciencia aquella imagen suscitada por la músicade las palabras. Con el lenguaje el hombre es ya un serhumano y la horda primitiva comienza a ser una socie-dad, una comunidad de gentes que, por ser hablantes,son pensantes.

Estamos a las puertas de la civilización peroaún no dentro de ella. Los seres humanos hablan, secomunican, y esa complicidad recóndita que el len-guaje establece entre ellos multiplica su fuerza, es de-cir, su capacidad de defenderse y de hacer daño. Peroa mí me cuesta todavía hablar de una civilización enmarcha frente al espectáculo de esos hombres y muje-

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res semidesnudos, tatuados y claveteados, llenos deamuletos, que siembran el bosque de trampas y enve-nenan sus flechas para diezmar a otras tribus y sacrifi-car a los hombres y mujeres que las pueblan a sus bár-baras divinidades o comérselos a fin de apropiarse desu inteligencia, sus artes mágicas y su poderío.

Para mí, la idea del despuntar de la civilizaciónse identifica más bien con la ceremonia que tiene lu-gar en la caverna o el claro del bosque en donde ve-mos, acuclillados o sentados en ronda, en torno a unafogata que espanta a los insectos y a los malos espíri-tus, a los hombres y mujeres de la tribu, atentos, ab-sortos, suspensos, en ese estado que no es exageradollamar de trance religioso, soñando despiertos, al con-juro de las palabras que escuchan y que salen de la bocade un hombre o una mujer a quien sería justo, aunqueinsuficiente, llamar brujo, chamán, curandero, puesaunque también sea algo de eso, es nada más y nada me-nos que alguien que también sueña y comunica sussueños a los demás para que sueñen al unísono con élo ella: un contador de historias.

Quienes están allí, mientras, embrujados porlo que escuchan, dejan volar su imaginación y salende sus precarias existencias a vivir otra vida —unavida de a mentiras, que construyen en silenciosa com-plicidad con el hombre o la mujer que, en el centrodel escenario, fabula en voz alta—, realizan, sin adver-tirlo, el quehacer más privativamente humano, el quedefine de manera más genuina y excluyente esa natu-raleza humana entonces todavía en formación: salirde sí mismo y de la vida tal como es mediante un mo-vimiento de la fantasía para vivir por unos minutos ounas horas un sucedáneo de la realidad real, esa que

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no escogemos, la que nos es impuesta fatalmente porla razón del nacimiento y las circunstancias, una vidaque tarde o temprano sentimos como una servidum-bre y una prisión de la que quisiéramos escapar. Quie-nes están allí, escuchando al contador, arrullados porlas imágenes que vierten sobre ellos sus palabras, yaantes, en la soledad e intimidad, habían perpetrado,por instantes o ráfagas, esos exorcismos y abjuracionesa la vida real, fantaseando y soñando. Pero convertiraquello en una actividad colectiva, socializarla, insti-tucionalizarla, es un paso trascendental en el procesode humanización del primitivo, en la puesta en mar-cha o arranque de su vida espiritual, del nacimientode la cultura, del largo camino de la civilización.

Inventar historias y contarlas a otros con tantaelocuencia como para que éstos las hagan suyas, lasincorporen a su memoria —y por lo tanto a sus vi-das—, es ante todo una manera discreta, en aparien-cia inofensiva, de insubordinarse contra la realidadreal. ¿Para qué oponerle, añadirle, esa realidad ficticia,de a mentiras, si ella nos colmara? Se trata de un en-tretenimiento, qué duda cabe, acaso del único queexiste para esos ancestros de vidas animalizadas porla rutina que es la búsqueda del sustento cotidiano y lalucha por la supervivencia. Pero imaginar otra vida ycompartir ese sueño con otros no es nunca, en el fon-do, una diversión inocente. Porque ella atiza la imagi-nación y dispara los deseos de una manera tal quehace crecer la brecha entre lo que somos y lo que nosgustaría ser, entre lo que nos es dado y lo deseado yanhelado, que es siempre mucho más. De ese desajus-te, de ese abismo entre la verdad de nuestras vidas vi-vidas y aquella que somos capaces de fantasear y vivir

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de a mentiras, brota ese otro rasgo esencial de lo hu-mano que es la inconformidad, la insatisfacción, la re-beldía, la temeridad de desacatar la vida tal como es yla voluntad de luchar por transformarla, para que seacerque a aquella que erigimos al compás de nuestrasfantasías.

Cuando surgen los contadores de historias enla humana tribu —y ellos aparecen siempre, sin ex-cepciones, en esas comunidades primitivas que evolu-cionarán luego en culturas y civilizaciones—, aquéllaha empezado ya inevitablemente a progresar —a su-perar obstáculos, a enriquecer sus conocimientos y sustécnicas— espoleada, sin saberlo, por esos oficianteshechiceros que pueblan sus tardes o noches vacías conhistorias inventadas.

¿Cómo eran estos primeros contadores de his-torias, anónimos, remotos, tan antiguos casi como loslenguajes que ayudaron a forjar y les permitieron laexistencia? ¿Qué historias contaban estos prehistóricoscolegas, embriones o piedras miliares de los futuros no-velistas? ¿Y qué significaban para las vidas de esos hom-bres y mujeres de la aurora de la historia aquellos pri-meros cuentos y relatos que desde entonces fueroncreando, junto y dentro de la vida real, otra vida para-lela, invisible, de mentiras, de palabras, pero rica, di-versa e intensa, y, aunque siempre de modo difícil decuantificar, enredada y fundida con la otra, la de ver-dad, la que ella, de manera sutil y misteriosa, contagiae inficiona, corrigiéndola, orientándola, coloreándo-la, complementándola y contradiciéndola?

Desde el mes de agosto de 1958 y gracias a unaexperiencia que viví sin sospechar entonces la impor-tancia que tendría en mi vida, me he hecho muchas

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veces esas preguntas y he imaginado las posibles res-puestas, y hasta he escrito una novela que me absorbióenteramente por dos años, El hablador, que es unaimaginaria averiguación de esos albores de la civiliza-ción cuando aparecieron, con los contadores de histo-rias, los gérmenes de lo que, pasado el tiempo y con laaparición de la escritura, llamaríamos literatura.

Ocurrió en una amplia cabaña de Yarinacocha—el lago de Yarina— en los alrededores de Pucallpa,en la Amazonía peruana, en agosto de 1958. Yo for-maba parte de una pequeña expedición que habíanorganizado la Universidad de San Marcos y el Institu-to Lingüístico de Verano para un antropólogo mexi-cano de origen español, el doctor Juan Comas, quequería visitar las tribus del Alto Marañón. La expedi-ción partiría al día siguiente de Yarinacocha, dondetenía su central de operaciones el Instituto Lingüísti-co de Verano, cuyo fundador, Guillermo Townsend,un amigo y biógrafo de Lázaro Cárdenas, estuvo allíaquella noche con nosotros. La reunión tuvo lugardespués de una temprana cena. Recuerdo que varioslingüistas —eran lingüistas y misioneros a la vez, puesel Instituto, al mismo tiempo que aprendía las lenguasaborígenes y elaboraba gramáticas y vocabularios deellas, tenía como designio la traducción de la Biblia aesas lenguas— nos hicieron exposiciones sobre las co-munidades aguarunas, huambisas y shapras que visi-taríamos en el viaje. Pero todo eso se me ha ido con-fundiendo y borrando en la memoria de aquella noche,porque, para mí, lo emocionante e inolvidable de lasesión ocurrió al final, cuando tomaron la palabra losesposos Wayne y Betty Snell. Jóvenes todavía, esta pa-reja de lingüistas había pasado ya varios años —él des-

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de 1951 y ella desde 1952— conviviendo con una pe-queña comunidad machiguenga, en la región limita-da por los ríos Urubamba, Paucartambo y Mishagua,que, hasta la llegada de ellos a ese paraje, había vividosin contacto alguno con la «civilización».

Betty y Wayne Snell nos explicaron la cuida-dosa estrategia que habían desarrollado para vencer ladesconfianza de los machiguengas —desnudándosepara acercarse a sus cabañas y dejándoles regalos, porejemplo, y luego retirándose para que supieran quevenían en son de paz— hasta ser aceptados y alojadospor ellos. También, los difíciles primeros tiempos deconvivencia en el nuevo hábitat, y su entusiasmo al irpoco a poco aprendiendo las costumbres y ritos de sushuéspedes y familiarizándose con el idioma machi-guenga.

Pero lo que mi memoria conserva como másvívido y apasionante de aquella noche, un recuerdoque nunca más se eclipsaría y, más bien, con el tiem-po, recobraría cada vez su fosforescencia contagiosa,fue aquello que, en un momento dado, nos contóWayne Snell. Estaba solo con los machiguengas porqueBetty había salido de viaje, tal vez a la central de Yarina-cocha. Advirtió, de pronto, que cundía una agitacióninusitada en la comunidad. ¿Qué ocurría? ¿Por quéestaban todos, hombres y mujeres, chicos y viejos, tanexaltados? Le explicaron que iba a llegar «el hablador».(Wayne Snell pronunció una palabra en machiguengay dijo que el equivalente podría ser eso, «hablador».)Los machiguengas lo invitaron a escucharlo, juntocon ellos. Éste es el momento de su historia que a míme quitaría el sueño muchas noches, que cientos deveces retrotraería para volverlo a oír e imaginármelo,

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que sometería a un escrutinio enfermizo, al que, consólo cerrar los ojos, imaginaría los meses y años fu-turos de mil maneras diferentes. Wayne Snell no teníaun buen recuerdo de aquella noche entera —sí, en-tera— que pasó, sentado en la tierra, en un claro delbosque, rodeado de todos los machiguengas de la co-munidad, escuchando al hablador. Lo que él recorda-ba sobre todo era la unción, el fervor, con que todoslo escuchaban, la avidez con que bebían sus palabrasy cuánto se alegraban, reían, emocionaban o entriste-cían con lo que contaba. Pero ¿qué era lo que el ha-blador les contaba? Wayne Snell ya sabía la lengua,pero no comprendía todo lo que aquél decía. Sí lobastante para entender que aquel monólogo era unverdadero popurrí u olla podrida de cosas disímiles:anécdotas de sus viajes por la selva, y de las familiasy aldeas que visitaba, chismografías y noticias de aque-llos otros machiguengas dispersos por la inmensidadde las selvas amazónicas, mitos, leyendas, habladurías,seguramente invenciones suyas o ajenas, todo mezcla-do, enredado, confundido, lo que no parecía molestaren absoluto a sus oyentes, que vivieron aquella larganoche —a diferencia de Wayne Snell, a quien le do-lían todos los huesos y los músculos por la incómodapostura, pero no se atrevía a partir para no herir la sus-ceptibilidad de los demás oyentes— en estado de in-candescencia espiritual. Luego, cuando el habladorpartió, en toda la comunidad siguieron rememorandosu venida muchos días, recordando y repitiendo lo queaquél les contaba.

Como me ha ocurrido con casi todas las expe-riencias vividas que luego se han convertido en mate-ria prima de mis novelas u obras de teatro, aquello

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que oí, esa noche de agosto de 1958, en un bungalowa orillas de Yarinacocha, a los esposos Snell, quedóprimero firmemente almacenado en mi memoria, yen los meses y años siguientes, en Madrid, mientrasescribía mi primera novela, y en París, cuando escribíala segunda, y en Lima o Londres o Estados Unidosmientras fabulaba la tercera y la cuarta, o en Barcelo-na, Brasil, Lima de nuevo, mientras seguía escribien-do otras historias y pasaban los años, aquel recuerdovolvía una y otra vez, siempre con más fuerza y ur-gencia, y, desde algún momento que no sabría preci-sar, acompañado ya de la intención de escribir algunavez una novela a partir de aquellas imágenes que medejaron en la memoria los esposos Snell en mi primerviaje a la Amazonía.

Muchas veces no sé por qué ciertas cosas vivi-das se me convierten en estímulos tan poderosos —casien exigencias fatídicas— para inventar a partir de ellashistorias ficticias. Pero en el caso del «hablador» machi-guenga sí creo saber por qué la imagen de esa pequeñacomunidad de hombres y mujeres recién salidos, o sóloen trance de empezar a salir, de la prehistoria, excita-da y hechizada a lo largo de toda una noche por loscuentos de ese contador ambulante, me conmovíatanto. Porque aquel hombre que recorría las selvasyendo y viniendo entre las familias y aldeas machi-guengas era el sobreviviente de un mundo antiquísi-mo, un embajador de los más remotos ancestros, yuna prueba palpable de que allí, ya entonces, en esefondo vertiginosamente alejado de la historia huma-na, antes todavía de que empezara la historia, ya habíaseres humanos que practicaban lo que yo pretendíahacer con mi vida —dedicarla a inventar y contar his-

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torias— y, además, sobre todo, porque allí, en esos al-bores del destino humano, aquel hablador y su rela-ción tan entrañable con su comunidad eran la pruebatangible de la importantísima función que cumplía laficción —esa vida de mentiras soñada e inventada delos contadores de cuentos— en una comunidad tanprimitiva y separada de la llamada «civilización». Nohabía duda: aquello iba mucho más lejos de la meradiversión, aunque, por supuesto, escuchar al habladorfuera para los machiguengas la diversión suprema, unespectáculo que los embelesaba y les hacía vivir, mien-tras lo escuchaban, una vida más rica y diversa que suspedestres vidas cotidianas. Gracias a sus habladores, unsistema sanguíneo que llevaba y traía historias que lesconcernían a todos, los machiguengas, pulverizadosen una vasta región en comunidades minúsculas casisin contacto entre sí, tenían conciencia de pertenecer auna misma cultura, a un mismo pueblo, y conservabanvivos, gracias a aquellas narraciones, un pasado, una his-toria, una mitología, una tradición, pues, por el testi-monio de Wayne Snell, era clarísimo que de todo estoestaba compuesto —como en una manta de retazos—el discurso del hablador machiguenga.

Sólo en 1985 me puse a trabajar sistemática-mente en El hablador. Para entonces había leído yanotado todos los artículos y trabajos etnológicos, fol-clóricos y sociológicos a los que había podido echarmano sobre los machiguengas. Pero sólo entonces lohice a tiempo completo, pasando muchas horas en bi-bliotecas y consultando a antropólogos o misionerosdominicos (que han tenido y tienen aún misiones enterritorio machiguenga). Además, cuando terminé unaprimera versión de la novela, hice un viaje a la Amazo-

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nía, con Vicente y Lorenzo de Szyszlo y el antropólo-go Luis Román, que llevaban algún tiempo haciendotrabajo social y de investigación en comunidades ma-chiguengas del alto y medio Urubamba y afluentes.Visité algunas de ellas y pude conversar con los nati-vos, así como con criollos y misioneros de la zona.Antes, en 1981, con ayuda del Instituto Lingüísticode Verano, había visitado las primeras aldeas machi-guengas de la historia: Nueva Luz y Nuevo Mundo,donde, con alegría, me encontré con los esposos Snell,a quienes no había vuelto a ver desde aquella nochede 1958. Recuerdo todavía la cara de estupefacción deambos cuando, en Nueva Luz, tomando una infusiónde yerbaluisa y mientras los izangos me devoraban lostobillos, les dije que lo que les había oído contar vein-titrés años atrás sobre los machiguengas, y más preci-samente sobre el hablador, me había acompañadotodo este tiempo y que estaba decidido a escribir unanovela inspirada en ese personaje de su historia. LosSnell no podían creer lo que yo les decía. Ya teníanuna edición de la Biblia en machiguenga, que memostraron, y ambos habían publicado trabajos lin-güísticos, gramaticales y vocabularios sobre esa comu-nidad que ahora —en 1981— veían, felices, agruparseen localidades, desarrollar actividades agrícolas y elegir«caciques», autoridades, algo que antes no habían teni-do nunca.

Toda esa investigación fue apasionante y re-cuerdo los dos años que dediqué a El hablador connostalgia. Pero una de mis grandes sorpresas en el cur-so de esa investigación fue lo poco que encontré, en lomucho que leí, sobre los «habladores» o contadoresde cuentos machiguengas. No podía explicármelo.

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Había algunas referencias al paso sobre ellos en algu-nos cronistas viajeros del siglo XIX, como el francésCharles Wiener, y en los informes o memorias de lasmisiones dominicas —el «hablador» jamás aparecíacon esa denominación—, pero casi nada en los antro-pólogos y etnólogos que habían trabajado sobre losmachiguengas contemporáneos. Algunos de los críti-cos que han estudiado mi novela, como Benedict An-derson, que le dedicó un penetrante estudio*, deducenpor eso que, como no está documentado por los cien-tíficos sociales, aquello de los «habladores» machi-guengas es una invención mía. ¡Qué más quisiera yoque haberme inventado a ese personaje formidable!Aunque, a veces, la memoria me ha jugado algunasmalas pasadas y me ha hecho confundir recuerdos vi-vidos con recuerdos inventados en el proceso de gestaruna novela, en este caso metería mis manos al fuego yjuraría que aquella historia del «hablador» se la oí aWayne Snell tal como mi memoria la ha conservadohasta ahora, medio siglo después.

Cuando volví a ver a los Snell, en 1981, en elpoblado de Nueva Luz, él recordaba apenas aquellasesión nocturna en Yarinococha de 1958 (y, a mí, me-nos aún). Cuando yo le mencioné al «hablador», él ysu esposa, Betty, y el joven cacique o jefe de la comuni-dad, cambiaron frases en machiguenga, se consultaron y,finalmente, poniéndose de acuerdo, pronunciaron esenombre que yo he estampado en la dedicatoria de Elhablador: «kenkitsatatsirira». Sí, dijeron, se podía tra-ducir por «hablador» o «contador». Pero la verdad es

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* «El malhadado país», en Benedict Anderson, The Spectre of Comparisons.Nationalism, Southeast Asia and the World, Londres / Nueva York, Verso, 1998,pp. 333-359.

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que ninguno de los tres me pudo dar datos más pre-cisos sobre los habladores. Y, de los machiguengascon los que hablé, directamente o a través de intér-pretes, en el alto y el medio Urubamba, siempre ob-tuve respuestas evasivas cada vez que los interroguésobre los habladores. ¿Me soñé con todo aquello, pues?Estoy seguro que no. Y estoy seguro, también, de quelos «habladores» no son criaturas de mi imaginación.Existen y, ahora mismo, alguno de ellos está reco-rriendo los bosques o hablando, hablando, en los cla-ros o aldeas de la tribu, ante una ronda de caras cré-dulas y maravilladas.

¿Por qué los ocultan? ¿Por qué no han habladomás de ellos a los forasteros? ¿Por qué los informantesmachiguengas que han proporcionado tanto materiala etnólogos y antropólogos sobre sus mitos y leyendas,sobre sus creencias y costumbres, sobre su pasado, hansido tan reservados en torno a una institución que, sinla menor duda, ha representado y debe representar to-davía algo central en la vida de la comunidad? Tal vezpor la razón que inventé en mi novela El habladorpara explicar ese silencio pertinaz: a fin de mantenerdentro del secreto de las cosas sagradas de la tribu,amparado por un pacto tácito o tabú, algo que perte-nece a lo más íntimo y privado de la cultura machi-guenga, algo que, de manera intuitiva y certera, losmachiguengas, que en el curso de su historia han sidodespojados ya de tantas cosas —tierras, sembríos, dio-ses, vidas—, sienten que deben mantener a salvo deuna contaminación y manoseo que lo desnaturalizaríay despojaría de su razón de ser: mantener viva el almamachiguenga, lo propio, lo intransferible, su naturale-za espiritual, su realidad emblemática y mítica. Pues todo

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eso es lo que representa el hablador para ellos. O, acaso,la curiosidad de los científicos sociales jamás concedió laimportancia debida a esos contadores de cuentos pri-mitivos, aunque algunos de ellos, como el padre JoaquínBarriales (O. P.), recopilador y traductor de algunoshermosos poemas y leyendas machiguengas, se hayaninteresado por su folclore y mitología.

En todo caso, una cosa es universalmente sabi-da: la ficción, esa otra realidad inventada por el serhumano a partir de su experiencia de lo vivido y ama-sada con la levadura de sus deseos insatisfechos y suimaginación, nos acompaña como nuestro ángel de laguarda desde que allá, en las profundidades de la prehis-toria, iniciamos el zigzagueante camino que, al cabo delos milenios, nos llevaría a viajar a las estrellas, a domi-nar el átomo y a prodigiosas conquistas en el dominiodel conocimiento y la brutalidad destructiva, a descu-brir los derechos humanos, la libertad, a crear al indi-viduo soberano. Probablemente ninguno de esos des-cubrimientos y avances en todos los dominios de laexperiencia habría sido posible si, mirando a nuestrasespaldas millones de años atrás, no descubriéramos anuestros antepasados de los tiempos de la caverna y elgarrote, entregados a esa iniciativa ingenua e infantil,seguramente cuando, en la hora cumbre del pánico, lanoche oscura, apretados contra otros cuerpos huma-nos en busca de calor, se ponían a divagar, a viajarmentalmente, antes de que el sueño los venciera, a unmundo distinto, a una vida menos ardua, con menosriesgos, o más premios y logros de los que les permitíala realidad vivida. Ese viaje mental fue, es, el princi-pio de lo mejor que le ha pasado a la sociedad huma-na, pero también, sin duda, de muchas de sus trage-

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dias, porque abandonarse a los sortilegios de la imagi-nación empujados por nuestros deseos no sólo nosdescubre lo que hay de altruista, generoso y solidarioen el corazón humano, también esos demonios, ape-titos destructores, de feroz irracionalidad, que suelenanidar también entreverados con nuestros sueños másbenignos.

La literatura es una hija tardía de ese quehacerprimitivo, inventar y contar historias, que humanizó ala especie, la refinó, convirtió el acto instintivo de la re-producción en fuente de placer y en ceremonia artísti-ca —el erotismo— y disparó a los humanos por la rutade la civilización, una forma sutil y elevada que sólofue posible con la escritura, que aparece en la historiamuchos miles de años después de los lenguajes. ¿Alte-ró sustancialmente la escritura —la literatura— el via-je a la ficción que emprendían juntos los primitivoscada vez que se reunían a oír contar historias a sus con-tadores de cuentos? Esencialmente, no. La escrituradio a las historias una forma más ceñida y cuidada, y lashizo más personales, complejas y elaboradas, diversifi-cándolas, sutilizándolas hasta dotar a algunas de ellasde dificultades que las volvían inaccesibles al lector co-mún y corriente, algo que de por sí era inconcebible enel género de ficciones orales dirigidas al conjunto de lacomunidad.

Y por otra parte, la escritura dio a las ficcionesuna estabilidad y permanencia que no podían tener lasficciones orales, transmitidas de padres a hijos y de ge-neración en generación, de pueblo a pueblo y de cultu-ra en cultura, que, como muestran todas las recopila-ciones que se han hecho de esos relatos, leyendas ygestas conservadas por tradición oral a lo largo de los

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años, se diversifican y transforman hasta no parecerprovenir de un tronco común ni guardar parentescoentre sí.

Pero, descontando las variantes formales y lametamorfosis a que está sometida inevitablementela literatura oral, hay una inequívoca línea de continui-dad entre aquélla y la escrita, entre la ficción contaday escuchada y la leída, por lo menos en lo que ambasrepresentan en su origen y designio: un movimientomental del desvalido ser humano para salir de la jaulaen que transcurre su vida y alcanzar una libertad e ini-ciativa que lo hace escapar del espacio y del tiempo enque transcurre su existencia, y extiende y profundizasus experiencias haciéndolo vivir, como en una meta-morfosis mágica, otras acciones, aventuras, pasiones,y le permite adueñarse de toda clase de destinos, aunlos más estrafalarios y riesgosos, que las ficciones bienconcebidas y contadas —las ficciones persuasivas—,oídas o leídas, incorporan a sus vidas.

Esta vida de mentiras que es la ficción, quevivimos cuando viajamos, solos o acompañados (es-cuchando a los habladores o leyendo a cuentistas ynovelistas), hacia esos universos creados por la imagi-nación y los apetitos humanos, no debe ser considera-da una mera réplica de la vida de verdad, la vida obje-tivamente vivida, aunque ésta sea la tendencia conque suelen estudiarla los científicos sociales que, va-liéndose de la literatura oral y escrita, ven en ésta undocumento sociológico e histórico para conocer lasintimidades de una sociedad. En verdad, la ficción noes la vida sino una réplica a la vida que la fantasía delos seres humanos ha construido añadiéndole algo quela vida no tiene, un complemento o dimensión que es

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precisamente lo ficticio de la ficción, lo propiamentenovelesco de la novela, aquello de lo que la vida realcarece, pero que deseábamos que tuviera —por ejem-plo un orden, un principio y un fin, una coherencia ymil cosas más— y para poder tenerlo debimos inven-tarlo a fin de vivirlo en el sueño lúcido en el que se vi-ven las ficciones.

Éste es un tema largo y complejo sobre el queno debo ni puedo extenderme aquí, sólo apuntarlo eneste somero croquis de la antigüedad y razón de ser dela ficción en la vida de los seres humanos. Es un errorcreer que soñamos y fantaseamos de la misma maneraque vivimos. Por el contrario, fantaseamos y soñamoslo que no vivimos, porque no lo vivimos y quisiéra-mos vivirlo. Por eso lo inventamos: para vivirlo de amentiras, gracias a los espejismos seductores de quiennos cuenta las ficciones. Esa otra vida, de mentiras,que nos acompaña desde que iniciamos el largo pere-grinaje que es la historia humana, no nos refleja comoun espejo fiel, sino como un espejo mágico, que, pe-netrando nuestras apariencias, mostraría nuestra vidarecóndita, la de nuestros instintos, apetitos y deseos,la de nuestros temores y fobias, la de los fantasmasque nos habitan. Todo eso somos también nosotros,pero lo disimulamos y negamos en nuestra vida pú-blica, gracias a lo cual es posible la convivencia y lavida social, a la que tantas cosas debemos sacrificarpara que la comunidad civilizada no estalle en caos, li-bertinaje y violencia. Pero esa otra vida negada y re-primida que es también nuestra sale siempre a flote yde alguna manera la vivimos en las historias que nossubyugan, no sólo porque están bien contadas, sinoacaso sobre todo porque gracias a ellas nos reencon-

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tramos con la parte perdida —Georges Bataille la lla-maba la «parte maldita»— de nuestra personalidad.

Diversión, magia, juego, exorcismo, desagra-vio, síntoma de inconformidad y rebeldía, apetito delibertad, y placer, inmenso placer, la ficción es mu-chas cosas a la vez, y, sin duda, rasgo esencial y exclu-sivo de lo humano, lo que mejor expresa y distinguenuestra condición de seres privilegiados, los únicos eneste planeta y, hasta ahora al menos, en el universo co-nocido, capaces de burlar las naturales limitaciones denuestra condición, que nos condena a tener una solavida, un solo destino, una sola circunstancia, gracias aesa arma sutil: la ficción.

Por eso no es impropio decir que sin la ficciónla libertad no existiría y que, sin ella, la aventura hu-mana hubiera sido tan rutinaria e idéntica como lavida del animal. Soñar vidas distintas a la que tene-mos es una manera díscola de comportarse, una ma-nera simbólica de mostrar insatisfacción con lo quesomos y hacemos y, por lo mismo, significa introdu-cir en nuestra existencia dos elementos sediciosos: eldesasosiego y la ilusión. Querer ser otro, otros, aun-que sea de la manera vicaria en que lo somos entre-gándonos a los ilusionismos y juegos de disfraces de laficción, es emprender un viaje sin retorno hacia para-jes desconocidos, una proeza intelectual en que estácontenida en potencia toda la prodigiosa aventura hu-mana que registra la historia. Difícilmente hubieransido posibles todas esas hazañas y descubrimientos enla materia y el espacio, en la mente y en el cuerpo, en lageografía y en la conciencia y subconciencia, ni hu-biéramos alcanzado, al igual que en la ciencia y la téc-nica, en las artes las deslumbrantes realizaciones de un

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Dante, un Shakespeare, un Botticelli, un Rembrandt,un Mozart o un Beethoven, si, antes de todo ello, nonos hubiéramos puesto a soñar historias a veces tanpersuasivas que indujeron a ciertos lectores apasiona-dos, como el Quijote y Madame Bovary, a quererconvertirlas en realidades, y a tantos otros a actuar conímpetu y genio para que la vida real se fuera acercan-do más y más a la que creamos con nuestra fantasía.

A la vez que sirvió para que con ella aplacáramosnuestros miedos y deseos, la ficción nos hizo más incon-formes y ambiciosos y dio un sentido trascendente anuestra libertad, al hacer nacer en nosotros la voluntadde vivir de manera distinta a la que nuestra circunstan-cia nos obliga. Por eso, aunque en el milenario transcu-rrir del acontecer humano nos hemos ido despojandode tantas cosas —prejuicios, tabúes, miedos, costum-bres, creencias, dioses y demonios que eran otros tantosobstáculos para poder alcanzar nuevas cimas de progre-so y civilización—, hemos seguido siendo fieles a ese an-tiguo rito que, para fortuna nuestra, comenzaron a prac-ticar los ancestros en el principio de la historia: soñarjuntos, convocados por las palabras de otro soñador—hablador, cuentista, juglar, trovero, dramaturgo o no-velista—, para de este modo conjurar nuestros miedos yescapar a nuestras frustraciones, realizar nuestros anhe-los recónditos, burlar a la vejez y vencer a la muerte, yvivir el amor, la piedad, la crueldad y los excesos que nosreclaman los ángeles y demonios que arrastramos connosotros, multiplicando de esta manera nuestras vidas alcalor del fuego que chisporrotea de esa otra vida, impal-pable, hechiza e imprescindible que es la ficción.

El tema de la ficción y la vida es una constanteque, desde tiempos remotos, aparece en la literatura,

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y, además de las obras que ya he citado —el Quijote yMadame Bovary—, muchas otras lo han recreado y ex-plorado de mil maneras diferentes. Pero acaso en nin-gún otro autor moderno aparezca con tanta fuerza yoriginalidad como en las novelas y los cuentos de JuanCarlos Onetti, una obra que, sin exagerar demasiado,podríamos decir está casi íntegramente concebidapara mostrar la sutil y frondosa manera como, junto ala vida verdadera, los seres humanos hemos venidoconstruyendo una vida paralela, de palabras e imáge-nes tan mentirosas como persuasivas, donde ir a refu-giarnos para escapar de los desastres y limitacionesque a nuestra libertad y a nuestros sueños opone lavida tal como es.

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