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David Cantero

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David Cantero

Diagonal, 662, 08034 Barcelonawww.editorial.planeta.eswww.planetadelibros.com

Autores Españoles

e Iberoamericanos

Diseño de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño.

Área Editorial Grupo Planeta

Fotografía de la cubierta: © Micha Pawlitzki/Corbis

Fotografía del autor: © David Vegal/Mediaset España

27 mm

Cuenta la leyenda que existe un lugar en Japón

al que muchos ancianos van a morir y que guarda, tal

vez, el secreto de la inmortalidad. Su nombre es Yonsú.

Mei Tanaka es una joven que jamás ha salido de Tokio.

Vive en una enorme isla y detesta viajar. Se siente feliz

con la rutina del cuidado de su madre. El mundo

que existe fuera lo conoce por los libros, la radio

y la televisión. Pero todo cambiará para ella cuando

su madre muera y decida emprender un largo viaje

con sus cenizas hasta encontrar la misteriosa aldea

de Yonsú.

David Cantero ha escrito una bella fábula que destila

amor y optimismo y que nos enseña el poder

de superación que posee todo ser humano.

David Cantero nació en Madrid el primer

día de marzo de 1961. Como periodista ha

viajado por los cinco continentes y cubierto

todo tipo de noticias y acontecimientos.

Su primera novela fue Amantea. También

ha publicado artículos en numerosas revistas

y diarios. Presentó los telediarios de

Televisión Española y el programa Informe Semanal, entre otros. Ahora está al frente de

la primera edición de Informativos

Telecinco. Su última novela, El hombre del baobab, fue acogida con gran entusiasmo por

los lectores y la crítica.

10039229PVP 19,90 €

«Yonsú es un lugar entre sagrado y maldito

en el que, según las supersticiones, habitan

algunos de esos ancianos desaparecidos, tal

vez como una especie de muertos vivientes

que aguardan el momento del desagravio.

Las fantásticas y aterradoras historias que se

cuentan sobre ese lugar incierto

y sobrenatural fl otan siempre a medias entre

el mito y la realidad. Pero lo único cierto

sobre la aldea de Yonsú es que nadie o casi

nadie ha osado jamás acercarse a ella…

Les invito, pues, a leer esta humilde fábula

japonesa que gira en torno a una de nuestras

más ancestrales y eternas inquietudes: la

calamidad que para todo ser vivo supone

envejecer, aceptar el paso del tiempo, el

deterioro y la muerte. También discurre

alrededor del sueño improbable de poder

existir mucho más allá de lo imaginable, tal

vez eternamente. Espero que la disfruten…»

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SERVICIO

Planeta

15 x 23

1 marzo

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CARACTERÍSTICAS

XX

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IMPRESIÓN

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INSTRUCCIONES ESPECIALESXX

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DISEÑO

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23/1 sabrina

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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a unsistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos,sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechosmencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual(art. 270 y siguientes del Código Penal)

Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiaro escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactarcon Cedro a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono enel 91 702 19 70 / 93 272 04 47

© David Cantero, 2014c/o DOSPASSOS Agencia Literaria

© Editorial Planeta, S. A., 2014Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)www.editorial.planeta.eswww.planetadelibros.com

Diseño de la colección: © Compañía

Primera edición: marzo de 2014Depósito legal: B. 2.171-2014ISBN: 978-84-08-12549-5Preimpresión: Víctor Igual, S. L.Impresión: Rotativas de Estella, S. A.Printed in Spain - Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y estácalificado como papel ecológico

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UN BREVE PREÁMBULO

Cuenta la leyenda que en algún lugar de los frondo-sos bosques de las islas más septentrionales del Ja-pón, donde la naturaleza es realmente salvaje y elclima suele ser extremo, no demasiado lejos de lamoderna ciudad de Sapporo, existe un paraje alque todos llaman el bosque de los abandonados, aun-que muy pocos se atrevan a reconocer su existencia,ni siquiera a mencionarlo. Es un aciago mar de ár-boles muy similar a otro cercano a Tokio, el Aokigaha-ra, conocido este como el bosque de los suicidas. Enellos, cada año, son abandonados decenas de ancia-nos. La mayoría mueren y desaparecen, de eso seocupan las alimañas, el tiempo y las larvas. De tantoen tanto se retiran los restos más visibles, huesos,ropa y objetos personales, para no espantar a losturistas. Otros, muy pocos, quizá los más fuertes otenaces, los que tienen un mayor instinto de super-vivencia, consiguen resistir y escapar de la muerte.Cuentan que uno de esos supervivientes, de forma

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completamente casual, fue el primero en llegar aYonsú, una remota aldea abandonada por sus mora-dores en las montañas de Hokkaido, en las antiguastierras de la maltrecha etnia ainu. Allí encontró losuficiente para ir tirando y sobrevivir. Detrás de élllegaron más. Poco a poco fueron sumándose otrosdesdichados que también encontraron refugio yconsuelo en ese lugar, donde se ayudaban unos aotros. Nadie sabe con exactitud dónde está, siquie-ra si existe realmente. Yonsú es un lugar entre sa-grado y maldito en el que, según las supersticiones,habitan algunos de esos ancianos desaparecidos, talvez como una especie de muertos vivientes queaguardan el momento del desagravio. Las fantásti-cas y aterradoras historias que se cuentan sobre eselugar incierto y sobrenatural flotan siempre a me-dias entre el mito y la realidad. Pero lo único ciertosobre la aldea de Yonsú es que nadie o casi nadie haosado jamás acercarse a ella...

Les invito, pues, a leer esta humilde fábula japo-nesa que gira en torno a una de nuestras más ances-trales y eternas inquietudes: la calamidad que paratodo ser vivo supone envejecer, aceptar el paso deltiempo, el deterioro y la muerte. También discurrealrededor del sueño improbable de poder existirmucho más allá de lo imaginable, tal vez eterna-mente. Espero que la disfruten...

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Mei salió a tirar la basura. Depositó la bolsa enel cubo con cuidado y regresó caminando des-

pacito. Hacía una noche espléndida. Miró su casaque se recortaba en la oscuridad bajo el cielo estre-llado, la fachada de madera quedaba apenas ilumi-nada por las farolas que salpicaban las angostasaceras, la calle estaba desierta. ¡Era una viviendatan bella, noble y antigua! La luz de su cuarto esta-ba encendida, había olvidado apagarla. Tambiénbrillaba tras el ventanal de la planta baja la lampa-rilla bajo la que aún leía o cosía su madre. Nada legustaba más que estar en casa, ahí arriba, en suhabitación, viendo pasar la vida a través del rosetónovalado que coronaba la parte delantera. El granojo siempre entreabierto de su hogar. Ver desdeallí pasar a la gente, los gatos, las bicicletas, los co-ches, o a los pequeños del vecindario correteando,jugando al escondite, saltando de jardín en jardín,ocultándose tras los setos, entre los arbustos, como

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ella hacía de niña. También los pocos aviones queaterrizaban o despegaban del viejo aeropuerto cer-cano. Desde esa ventana, que quedaba casi al rasde la tarima del suelo, divisaba bien toda su calle ymucho más allá, las lejanas luces del centro de To-kio, su fulgor de amanecer de neón por encima delos tejados de las casas de enfrente. Miraba afueratendida de lado en el futón, bocabajo o bocarriba,descalza, con el pelo recogido en una coleta, en-fundada en un suave camisón y abrazada a su ma-ravillosa almohada, la misma que la acompañabadesde la cuna. Nada le gustaba más que eso, quepasar el tiempo holgazaneando en ese lugar. Ensi-mismarse, dejar la mirada perdida en las telarañasque remataban el alto techo abuhardillado, leer oescribir allí, dibujar, acariciar las cuerdas del koto oescuchar música en la radio estando allí arriba, se-gura, serena, silenciosa, mientras oía trastear abajoa su amada madre. Eso era para ella la felicidad. Elresto de elementos de la existencia eran algo ame-nazante y turbio, pero allí adentro apenas se nota-ba, apenas se sentía el miedo a una vida que le pa-recía plagada de sinsabores, de amenazas, dedilemas, de relaciones indeseables, de compromi-sos estúpidos, de obligaciones baldías, de doloresinesperados, de extravagantes desgracias, de pala-bras vacías, de vicios absurdos, de sentimientos des-atinados, de ingratitudes. Pero había que vivirla,¡qué remedio! ¡Pide un deseo!, pensaba: ser niñasiempre sin enterarme de nada o casi nada, al me-

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nos sin saber de ese aluvión de asuntos frívolos que llenan las horas y los sueños de todos los adultos. ¡Ah! ¡Y no tener que ir nunca más a la escuela!, total, ¿para qué?, allí no enseñaban más que cosas tontas, completamente inútiles. Y crecer muy po-quito a poco, madurar y envejecer muy lentamen-te, sin darse cuenta apenas, hasta que un día o una noche, transformada ya en una ancianita, morir de sueño y ya no despertar nunca más. No sentir nada. Nada más. Tal vez el paraíso consistía en eso, en es-tar ahí, sin hacer nada práctico, nada útil, nada co-mún, nada de nada. Solo beber y comer frugalmen-te de vez en cuando, mirar afuera a través del cristal o de la televisión, algo que hacía cada vez menos. No hablar con nadie excepto con mamá cuando era necesario.

¿Qué haría cuando se fuera? No iba a vivir eter-namente. No. Llegaría el momento, se apagaría y ¿entonces?, ¿qué sería de ella? Del bienestar de su octogenaria madre dependía por completo su bien-estar. «Del bienestar de los muertos depende el bienestar de los vivos, no lo olvides —le recordaba mamá de vez en cuando—; debemos rendir culto a nuestros ancestros, niña, tampoco lo olvides.» ¿Y si no hay otros dioses que los difuntos, mamá? Llega-rá el día en que las dos seamos solo eso, dos muer-tas, dos espíritus, dos entes invisibles vagando por un mundo invisible a los ojos de los vivos, tal vez felices para siempre, juntas y dichosas del mismo modo que lo estuvimos y lo fuimos en vida. Eternas.

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Como el espejismo etéreo de una diminuta y felizfamilia japonesa, sin recelar ya de la devastación nidel olvido, sin más necesidad de bienes y dineros,sin recordar o temer ya nada triste o doloroso. Lasdos de la mano volando a ras del suelo o sobrevo-lando altísimos templos y pagodas, árboles y jardi-nes extraordinarios, saboreando divertidas el re-gusto de las vidas pasadas allá abajo, rememorandoel sorprendente encanto de sus antiguas existen-cias, los buenos recuerdos. Y reír las dos por enci-ma del cielo y de todos los mares, absolutamentedespreocupadas ya de la muerte. «No había otrosdioses que los muertos, ¿ves?, y ahora, mamá, noso-tras somos dos de ellos, ¡ven!, ¡sígueme!, ¡sobrevo-lemos una vez más nuestras tumbas!, ¡acariciemoslas flores y las ofrendas que nos dejaron nuestrosfamiliares! Gocemos de esta fabulosa eternidad,ahora que ya hemos aprendido que no había nadaque aprender...»

Después de pasar un rato rumiando estas cosasen la oscuridad, sentada en el banquito del jardín,se descalzó y entró en la casa sin hacer ruido. Mamádormitaba en la mecedora con la costura aún entrelas manos. «¡Qué belleza! ¡Qué bella estampa! ¡Québuena mujer!»... La arropó con cuidado de no des-pertarla, la besó con suavidad en la frente y apagó laluz. Subió las escaleras con mucho sigilo, procuran-do no hacer crujir demasiado los peldaños. Ya en suhabitación se arrodilló frente al enorme óvalo de laventana y, mirando al cielo anaranjado y negro,

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rezó a sus dioses pidiéndoles salud y vida para sumadre, también para ella, para así poder cuidarlacomo merecía. Luego buscó música sosegada en eldial de su pequeño transistor. Se tumbó en el col-chón, cerró los ojos y en apenas un minuto empezóa quedarse plácidamente dormida.

—¡Dulces sueños, pequeña Mei! —oyó que ledecía su madre desde abajo.

—¡Dulces sueños, mamá! ¡¿Pero no estabas yadormida?! —rezongó con cariño—. No tardes enacostarte, por favor, debes descansar...

Debería haber intentado llegar con ella a Yonsú.Al menos haber probado suerte, haberla hechocreer que buscarían juntas ese lugar, que algún díalo encontrarían, por lejano e imposible que pudie-ra parecer ese destino. Lo había pensado mil veces,pero ya era tarde. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si la leyendafuera algo más que eso? ¿Y si hubiera sabido antesde su posible existencia? Tal vez las cosas habríansido distintas...

Su madre siempre estuvo convencida de que erareal, de que existía, absolutamente, del mismomodo en que millones de seres humanos en esteplaneta viven convencidos de la existencia de losdioses. Había desarrollado una fe inquebrantableen ese sitio que ella presentía sereno y hechizado,colmado de maravillas y misterios, tan celestialcomo improbable.

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—Llévame allí, hija —le suplicaba de tanto entanto—, allí donde la vida puede ser eterna, dondeya no se envejece más, nunca más, llévame antes deque sea tarde. Ya no queda mucho tiempo —añadíasiempre en un sollozo, en un susurro.

Nunca le hizo demasiado caso, nunca la tomódemasiado en serio. Llegado el momento desistióde convencerla de abandonar esa quimera, ese deli-rio senil. Solo le seguía la corriente, como tantasveces hacemos con los niños y con los viejos. Ahoradetestaba haberlo hecho.

¿Eso era Yonsú en realidad?, ¿una locura, un sue-ño infantil perdido en la extraviada cabeza de unapobre anciana? Aunque lo cierto es que su insisten-cia venía de antiguo, de muchos años atrás, de mu-cho antes de que su mente se empezara a ver en-vuelta en las tenebrosas tinieblas de la demencia yel aturdimiento. Bajo su futón guardaba celosamen-te un viejo pedazo de seda, enrollado como un per-gamino, en el que alguien había garabateado a tin-ta una especie de plano. Estaba descolorido ydeshilachado y las letras y las líneas trazadas conmano temblorosa ya eran casi ilegibles, pero aque-lla misteriosa y bella cartografía era su más valiosotesoro.

—Aquí, ¿ves? —señalaba con su arqueado dedoíndice—, justo donde indica este símbolo, ahí está.Hacia el norte, muy al norte, casi en el centro de laisla de Hokkaido, en las antiguas tierras de los ainu.Camino del mar del norte, mucho más allá del bos-

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que de los abandonados, ese del que hablaron undía en las noticias, en algún rincón de las montañasque rodean Yubari, en alguna de esas laderas, allíestá la remota aldea de Yonsú. Es un lugar bellísimoen el que habitan los kodamas y otros espíritus mara-villosos, un lugar perdido entre frondosos bosquessurcados por torrentes, acantilados y cascadas. Allíestá Yonsú. No es sencillo llegar, seguramente, perose puede, lo sé. Créeme —le suplicaba—. Tu abuelalo sabía bien, ella me lo contó todo, conoció a al-guien que estuvo allí, alguien que regresó, para sudesgracia. Pobre mujer, ella trazó este plano pocoantes de morir y se lo entregó a tu abuela. Míralobien, anda. Hazme caso, hija...

A pesar de su febril entusiasmo, sus fábulas yconjeturas eran siempre demasiado vagas, sus evo-caciones torpes y confusas. Sus lloriqueos resulta-ban fatigosos.

—¿Pero dónde está exactamente ese lugar? —lepreguntaba Mei—. ¿Cómo averiguarlo? ¿Cómo lle-gar hasta allí? ¿Dónde está, mamá?

—Lejos —respondía ella aturdida.—Pero ¿cómo de lejos?—Muy lejos de casa, hija.—Pero ¿lejos dónde es?—Justo ahí, donde indica este sagrado mapa en

el que tú no confías, en el que no quieres creer. Ahíestá. —Señalaba con el dedo tembloroso ya visible-mente enojada.

La lógica no servía de nada al hablar de este

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asunto. Ningún razonamiento era suficientementepersuasivo.

En cualquier caso ya daba igual, el sueño de lle-gar a su edén en la tierra se había esfumado parasiempre. El tiempo había concluido. Quizá deberíahaberle hecho caso, debería haber apartado los in-convenientes, las precauciones y sus miedos y haberviajado con ella hacia algún paraje semejante, ha-berle hecho creer que realmente se encaminabanjuntas a su siempre soñado lugar...

Su único y verdadero afán fue siempre que losdías al lado de su madre transcurrieran lentos y plá-cidos, silenciosos, pacíficos, lejos del chirriar de lamultitud, de la desgracia o de la muerte. Desde quesu padre desapareciera, desde que se largara alládonde fuera, estuviera vivo o muerto, se empeñó enla serenidad con toda su alma. Y lo había consegui-do. La vida junto a su madre fue un largo, ancho ymaravilloso remanso de paz. Las dos solas saludan-do a la vida día tras día, del alba al ocaso, sin estrépi-tos. Dejó de pensar en ello. Había demasiadas cosasque hacer, tenía que preparar un hermoso funeralpara su madre, disponer todos los detalles, avisar afamiliares, amigos y vecinos. También, si hallaba elánimo, escribir a su hermana para darle tan malanueva...

La misma tarde en que recibió la inquietantenoticia acerca de su propia dolencia en la consulta

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del doctor Akira Sugimoto, encontró a su madremuerta al llegar a casa. Estaba tendida en el suelo,gélida y acurrucada, hecha un ovillo junto a unostrapos y un barreño de agua turbia y jabonosa. Laimagen, en contra de lo que cabría imaginar, no lepareció aterradora ni le sobresaltó en exceso. Nogritó ni se contrajo, no sollozó, apenas se movió,pero la invadió una tristeza inmensa, palpable, ca-liente como una rara fiebre. Le pareció aún máspequeña de lo que ya era en vida. El calor en la ca-lle era sofocante mientras que dentro de la casa, enla estancia donde yacía, el ambiente estaba fresco.Todo olía a jazmín, a incienso y a jabón de sebo. Lereconfortó que fuera así. Se arrodilló con suavidada su lado y acarició lentamente su pelo corto, bri-llante y negro, aún de aspecto vivo, como una crinansiosa de brisas y carreras. No haría mucho de sumuerte cuando descubrió el cuerpo, como muchoun cuarto de hora. El suelo aún estaba húmedo a sualrededor. Puso la mano en su pecho buscando al-gún latido, aproximó la boca a las ventanas de sunariz esperando sentir un leve aliento, tomó entrelos dedos su diminuta muñeca, pero nada, no hallóni el más leve signo de vida. Estaba muerta, sinduda. Qué buena mujer y qué buena madre habíasido, imposible ser mejor, pensó Mei, y con cuántadignidad y discreción había vivido y fallecido. Latarima brillaba oscura, impoluta, y el reflejo de lacara en la caoba difuminaba su diminuto rostrosonriente, detenido para siempre en una mueca

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casi cómica. No parecía haber sufrido. No habíagesto de agonía o dolor. Simplemente se había idomientras fregaba. Le gustaba hacerlo como cuandoera una niña, deslizando veloz por el suelo el pañoescurrido y enrollado. Correteaba con las manos so-bre él de un extremo a otro de las alcobas, impul-sándose con los pies a la carrera, en un loco ir y ve-nir como de vivaz insecto o de ágil reptil. Sonriendosiempre como una niña traviesa y divertida. Así en-jabonaba, enceraba, enjuagaba, secaba y abrillanta-ba el pavimento cada día. Así había fallecido en unacalurosa tarde de primavera que más parecía de ve-rano.

Los pensamientos se le enturbiaron y un par delágrimas silenciosas resbalaron por su mejilla parair a caer en el agua sucia del cubo. Debería tomaralgunas de esas decisiones que trae consigo cual-quier defunción y que requieren de eficacia y sere-nidad. Se preguntó cómo un ser tan diminuto comosu amada madre podía hacer sentir de inmediatoun vacío tan inmenso, una ausencia tan inabarca-ble, inesperada e infinita como el estrellado cielonocturno. La casa estaba desolada, rotundamentehueca. Un silencio de muerte lo llenaba todo y opri-mía. Ahora sí que estaba sola, muy sola. Había suce-dido.

Lo primero sería llamar al doctor Sugimotopara que certificara lo evidente, también a la pre-fectura de Policía y comunicar la defunción, comoera obligatorio. Después, ocuparse de todos los por-

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menores de un funeral que sería sencillo y humil-de. Seguir los pasos del ritual del nokân, como elladeseaba. Acicalar, perfumar, maquillar y vestir elcadáver de su madre antes de la cremación. Tal ycomo mamá le insistió una y otra vez en sus últimosaños de vida. Era algo muy importante para ella.Debía cuidar con esmero todos esos pequeños de-talles mortuorios que ella, previsora, tantas veces lehabía descrito con su voz aguda, susurrante y can-tarina. Quedaba escribir o llamar a su hermanaMisha para darle tan triste noticia y esperar a sullegada, si acaso se dignaba a venir, para esparcirjuntas las cenizas en el jardín. No, no lo haría. Novendría. Dudaba mucho que ella regresara desdetan lejos, ni siquiera tras la muerte de mamá. Lasmalas noticias, aunque suelen volar, a veces no tie-nen prisa. Mei no tenía ordenador, pero podría en-viarle un e-mail desde algún cibercafé. ¿Qué horasería allí donde vivía? Habría unas doce horas dediferencia, estaría dormida. Siempre vivían al re-vés. En ningún caso llegaría Misha a tiempo para elsepelio, para qué engañarse, para qué precipitarse.Mejor, tal vez, mandarle un telegrama, unas letrasescuetas, dolientes, sencillas... Ya vería.

Tomó el cuerpo en brazos y subió con él por laescalera hasta la habitación de su madre, apenaspesaba. La tumbó en el futón y le cubrió el rostrocon un pañuelo de seda. Luego se acercó hasta elteléfono. «La existencia humana es insólita», pen-só mientras buscaba en el listín el número del doc-

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tor; la suya y la de todos los seres que pueblan elplaneta. ¿Cuántos más habrían muerto en el mun-do esa misma mañana, en el mismo y preciso ins-tante que su madre? Miles. Todos aferrados a unideal de trascendencia inexistente, imposible. Ten-tados por la idea de una eternidad inalcanzable. Lavida empieza y acaba, tarde o temprano. ¿Y ya está?Las dos van siempre de la mano, enmarañadas, en-cariñadas. El tránsito final le llega a cada uno en sumomento, se dijo, y así debe ser. Así sería tambiénpara ella. ¿Pero cuándo? Unas cuantas palabras re-tumbaron otra vez en su mente, términos médicos,malignos y siniestros que ya, seguramente, la acom-pañarían durante toda su existencia, durante eltiempo que le quedara de vida. No quería pensaren ello. Ahora no. La muerte llegó para su madrecuando y como tenía que llegar, discreta y a tiem-po. ¿Y la suya? ¿Cuándo y cómo llegaría? Entrevióque demasiado pronto y absolutamente a destiem-po. Mamá pasó su vida rogando a Shinigami que nose la llevara hasta que sus hijas hubieran cumplidoal menos veinte años. Probablemente entonces,tanto la que partía como las que quedaban podríanasumir la muerte de buena manera. Nunca son sen-cillas de entender las decisiones del dios de la muer-te, ni se puede confiar en que atienda a tus súplicas,pues sus designios son del todo incomprensiblespara los vivos. Él decide quién muere, cuándo ycómo. No es bueno ni malo por ello. Flexible o im-placable, resulta simplemente tan justo como des-

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concertante. Con su madre se había portado bien.Había cumplido. Se la llevó antes que a sus dos hi-jas, como ella le suplicaba silenciosa y febril. Comotenía que ser. Y además eligió el momento preci-so para llevarse su alma. Mei y su madre habían na-cido en la misma fecha, con cuarenta años de di-ferencia, un dos de abril, de 1932 y de 1972. ¡Québella casualidad! La anciana falleció precisamenteen la primavera de 2012, justo el día en que cum-plía ochenta años y cuando Mei, su pequeña, ano-taba en el calendario su cuarta década. Justo la mi-tad. Un cumpleaños doblemente triste. Pero elsombrío Shinigami fue paciente, justo y generosocon su madre y pudo partir tranquila. No había dequé lamentarse. ¿Cómo sería con ella llegado elmomento? Le aterraba pensarlo. No, no quería mo-rir, por nada quería perderse la fiesta cotidiana deeste mundo, aunque ella percibiera los días contanta compostura y los viviera con aparente desape-go y distancia. Muchos pensaban que era un ser untanto ajeno a la vida, pero adoraba existir y podersentir, mirar, olisquear, saborear, escuchar, acari-ciar, leer, escribir...

Adoraba la vida.

Su hermana Misha se marchó hacía ya muchosaños y muy lejos, a los Estados Unidos. Ahora teníaun marido y dos hijos a los que cuidar. Otra vida.Había pasado demasiado tiempo desde su huida,

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aunque todo pareciera aún tan reciente. Al menoshacía una década. Debía decírselo, decirle quemamá...

Tras comunicar el deceso al médico y a la prefec-tura, se sentó a esperar a la sombra de uno de losfrondosos cerezos del jardín, los brotes sonrosadosya asomaban tímidos, no tardarían en florecer.Tampoco tardarían mucho en llegar los hombrescon la cajita blanca a hombros, los pésames, los pa-peleos y la mortal burocracia de la muerte. Tomóuna libreta y un lápiz y empezó a escribir a su her-mana Misha. ¿Cuánto tiempo llevaba ya sin verla,sin hablar con ella? Unos seis años, la edad que ten-dría su sobrino pequeño, al que no conocía salvopor algunas fotos. El mayor ya habría cumplidoocho. Encontraría la fuerza y las palabras precisaspara decírselo, para decirle que mamá había muer-to. Para decirle otras muchas cosas. Ya no era nece-sario que viniera, no encontraría a mamá, tampocoa ella. No habría ya nadie en casa. Si era capaz dehacerlo, en cuanto el buzón se tragara aquella car-ta, metería cuatro cosas en la maleta, cubriría losmuebles, cerraría bien las contraventanas y el por-tón, y partiría dejando todo atrás. Lo poco que que-daba, apenas nada. La idea de dejar su hogar, deviajar, era aterradora, casi tanto como la de la expi-ración. Nunca hasta entonces lo había hecho, nomás allá de algún trayecto de ida y vuelta en trenhasta Tokio, los apenas treinta kilómetros que sepa-raban su casa de la costa, del centro de la ciudad, de

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la bahía. Pero tras la muerte de mamá, sintió queuna fuerza inusitada tiraba de ella y de su estómagoincitándola a marchar. No soportaría estar en esacasa sin ella. Hallaría el valor necesario para hacer-lo. Encontraría ese lugar, lo haría...

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