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1 El yo tardo-moderno o la búsqueda inútil de la redención de la vida. De la autenticidad a la autorrealización como referente descentrado entre lo sagrado y lo profano Dra. Rodríguez-Molina, Teresa T. (Universidad de Granada) Habet mundus iste noctes sua et non pancas San Bernardo de Claraval Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello. Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl. Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica. Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían. Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo Augusto Monterroso La Rana que quería ser una Rana auténtica “La vanidad está tan arraigada en el corazón del hombre, que un soldado, un granuja, un cocinero, un mozo de cordel se alaba a sí mismo y quiere tener sus admiradores; los quieren hasta los mismos filósofos; y quienes escriben en contra quieren tener la gloria de haber escrito bien y quienes los leen quieren tener la gloria de haberlos leído; y yo mismo, que escribo esto, tengo quizás este deseo; y quizás quienes lo lean…” Pascal, Blaise Pensamientos, 150

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El yo tardo-moderno o la búsqueda inútil de la redención de la vida. De la autenticidad a la autorrealización como referente descentrado entre

lo sagrado y lo profano

Dra. Rodríguez-Molina, Teresa T.

(Universidad de Granada)

Habet mundus iste noctes sua et non pancas

San Bernardo de Claraval

Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello. Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su

ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl. Por fin pensó

que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para

saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica. Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de

manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían. Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que,

dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura

cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo

Augusto Monterroso La Rana que quería ser una Rana auténtica

“La vanidad está tan arraigada en el corazón del hombre, que un soldado, un granuja, un cocinero, un mozo de cordel se alaba a sí mismo y quiere tener sus admiradores; los

quieren hasta los mismos filósofos; y quienes escriben en contra quieren tener la gloria de haber escrito bien y quienes los leen quieren tener la gloria de haberlos leído; y yo

mismo, que escribo esto, tengo quizás este deseo; y quizás quienes lo lean…”

Pascal, Blaise Pensamientos, 150

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Introducción

En el mapa lingüístico de las sociedades occidentales actuales, la idea de la

autorrealización aparece como uno de los requisitos capacitadores para decir qué es lo

que nos mueve y alrededor de qué construimos nuestras vidas.

Como no puede haber mapa sin territorio, para no caer en la parábola borgiana

de confundir uno con otro, lo que aquí se propone es una indagación reflexiva y socio-

histórico fundamentada, por un lado, en una cuestión que emana de su cartografía: ¿Qué

imagen o imágenes de la naturaleza, actitudes, ideas y tradiciones dan sentido a la

autorrealización como respuesta vital de nuestro tiempo?

Por otro, como cualidad remitida desde el territorio, como situación existencial

de nuestro tiempo, la autorrealización refiere un horizonte inseparable del deslizamiento

moderno hacia el subjetivismo, desde donde se señala el término como generalización

de una visión que la convierte en el valor principal de la vida, relacionada con la

promesa de una vida propia.

Pensando el trabajo como una exploración de sus posibilidades, desde el

territorio, la autorrealización confirmaría un fundamento: la contingencia o el horizonte

de realidad que nos trasciende –ya Pascal dio voz a ello con su imagen del junco

pensativo–. Sobre el mapa, donde se confina la elaboración de sus implicaciones, la

autorrealización prodiga una larga narrativa cósmica, histórica, filosófica, literaria y

social de señales donde se registra algo valorado como sustrato cultural: desolados, pero

sin amilanamiento, los seres humanos de todos los tiempos existimos en un espacio de

interrogantes.

Desde ambas situaciones, la autorrealización proyecta y alberga la dirección

directriz sagrado/profano: horizontes de sentido reductores de la contingencia,

urdimbres contra la incertidumbre que nos contienen y fijan nuestro presente y nuestra

historia. Como atributo final tardomoderno, sin embargo, una cuestión grabaría ambas

circunstancias y sus extensiones. Palabras como autoexpresión, auto-afirmación o

autosatisfacción, referidas al mapa, contienen una disposición más compleja en el

territorio: el hombre y la idea de libertad proveen de un anhelo de redención de la vida

que se prolonga hasta la actualidad.

Esa redención arrastra al individualismo moderno, fijando un horizonte de

interioridad fundamentado por el elemento clave de la elección. Desposeídos, sin

embargo, del viejo orden teísta, desvinculados, por tanto, de un yo unitario, el mundo

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que nos rodea lo seguiríamos imaginando desolador, salvo por ese mundo interior que,

paradójicamente, fue arrojado por la Ilustración y el Romanticismo a nueva compostura

territorial fronteriza que, a partir de ahí, ya no provee de la redención de la vida. De ahí

que la autorrealización quede hoy des-dibujada en el mapa como elemento relativo a la

mercadería y la terapia.

Para evidenciar eso, el trabajo comienza tratando los conceptos de contingencia,

orden y riesgo, exponiéndolos como urdimbres de la inteligencia frente a lo

indeterminado. Se refiere el abandono de la raíz mitológica, como paso previo al

proceso de desencantamiento del mundo, que articulará los marcos referenciales de lo

interior-exterior de forma no-unida, que aquí sirven de ordenamiento central del

argumento. Con ellos comienza la historia de la idea de individualidad y en ellos

acontece la historia sagrado-profana de la “perdida” interior de la seguridad ontológica.

En esa historia son imprescindibles la concepción dual de cuerpo-alma, la idea

de autocontrol del final del helenismo o la idea de autorresponsabilidad del cristianismo,

la idea de autenticidad del Renacimiento, el nihilismo de la diferencia moderna, la

búsqueda de la felicidad, la idea de destino no adscrito, origen de la decisión y origen

del riesgo moderno, etc. En esa historia, la Ilustración supuso un nuevo énfasis hacia el

subjetivismo moderno y el Romanticismo será la última radicalización del énfasis

subjetivista de nuestra era.

Como ideas-resortes del Romanticismo, interior-exterior se presentan como un

no-lugar mental, donde la realización personal y el anhelo de una vida propia, junto a la

noción del poder comenzar-se de nuevo. Sobre ellas, sin embargo, se formula la

conmoción reductora de un yo atomizado-hedonista, adscrito al liberalismo existencial

imperante en el post-fordismo actual, como dominio biopolítico de la insustancialidad.

Sobre ese interior desprovisto se articula la idea tardomoderna del yo terapeutizado.

Esa reducción funcional, sin embargo, desatiende el hecho que la cultura

occidental es una cultura de fuentes múltiples. Ese yo atomizado no es la única tipología

de individualidad que nos circunscribe. Su dominio comporta un reto epistemológico en

nuestra era: desvelar esa mutación histórica aún en curso, descubriendo el vasto interior

humano-exterior mundo del siglo XXI. Contribuir con ese esfuerzo es el objeto de este

trabajo.

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Contingencia, pensamiento, orden, desencantamiento del mundo y riesgo. El territorio del yo moderno-tardomoderno

La inteligencia humana alberga la idea de lo indeterminado y de la contingencia.

La incertidumbre es una urdimbre en ese tipo de adversidad. La inteligencia humana

transfiere esos atributos al mundo. Lo imagina y percibe proporcionado y desarreglado

por ellos. Contra la contingencia, la inteligencia humana es el territorio del atávico

atrevimiento por representar un orden y el del empeño por el orden. El carácter social e

histórico del hombre rige la naturaleza social y mudable del tiempo, del orden y del

riesgo1.

Orden, tiempo y riesgo le confieren una genealogía conceptual a la

contingencia, una historia de representación a las diversas ideas y fórmulas reductoras

de la contingencia que pueblan la inteligencia humana y la historia social y cultural

humana. En su genealogía conceptual, por tanto, se observa la metamorfosis semántica

que experimenta la contingencia; es decir, la posibilidad de que la realidad sea de otro

modo. Desde el principio de los tiempos humanos, según Beriain (2000: 77), vemos que

las fórmulas de reducción de la contingencia –transformación de lo indeterminado en

determinado– conforman el umbral cultural y sociopolítico de seguridad, de

certidumbre y de verdad.

En el orden mitológico, la reducción de la contingencia se consigue a través de

la sacralización de toda la realidad (Beriain, 2000: 77). Con ella se llega a una

modalidad de experiencia y de pensamiento denominada matriz mitológica (Berger,

1993: 110). En ese mundo mitológico, las fronteras entre el individuo y el mundo tienen

un carácter fluido. Lo humano se integra en una continuidad del Ser que se extiende

desde la comunidad, pasando por lo que se denomina como naturaleza, comprendiendo

también el reino de los dioses y el de otras entidades sagradas (Mircea Eliade, 2003).

Esa cosmovisión mitológica, no obstante, se quebrará en diferentes momentos y

en distintas partes del mundo. Comienza la historia de la idea de individualidad,

1 Las cosas están ordenadas, si se comportan como uno espera que lo hagan. Esta es la principal atracción del orden: la seguridad que acompaña a la capacidad de predecir (Bauman, 2001: 43). El riesgo es un constructo social e histórico que se basa en la determinación de lo que cada sociedad considera en cada momento como normal y seguro. El riesgo es la medida, la determinación limitada del azar según la percepción social de una seguridad ontológica, el riesgo representa un dispositivo de racionalización, de cuantificación, de materialización del azar, de reducción de lo indeterminado como opuesto del apeiron (lo indeterminado) de Anaximandro (Beriain, 2000: 60).

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representada por la imagen de un yo desgajado de una continuidad cósmica o por la

ruptura de un yo plenamente integrado en el todo2.

Pasado ese acto primigenio de abandono de la matriz mitológica, en occidente

acontece el proceso de desencantamiento del mundo. La específica dinámica de

racionalización sociocultural occidental se explica por la significación social y cultural

del desencantamiento del mundo (Beriain, 2000: 106).

Articulado en forma de tradición, desde el judaísmo antiguo, como en el

pensamiento griego y el cristiano, a todas las preguntas últimas acerca del acontecer se

las empuja hacia un orden interior humano y otro exterior, llamado mundo, que se

comunican. El desencantamiento del mundo implica concebirlos no unidos; ya no son el

mismo y único todo, como señalaba el anterior monismo cosmológico. Interior y

exterior se disocian en mundo y humano (Sloterdijk, 2010).

El desencantamiento del mundo, la pérdida del jardín encantado (Weber, 2005),

en consecuencia, es el proceso de racionalización occidental que vuelve necesarios los

marcos referenciales de lo interior-exterior3. Desde entonces, sin el auxilio de una

respuesta dada, se formula la pregunta sobre qué es el mundo. Desde entonces,

desprovistos de ese orden cosmológico totalizado, para responder a la pregunta sobre

quiénes somos, hay que saber lo que es importante para nosotros.

Saber lo importante, saber quién eres, es ahora estar orientado (Taylor, 2006:

52). Estar orientado reduce la contingencia en el interior. La ineludible circunstancia de

estar en el mundo y tener que conocer el mundo, para saber a qué atenerse también en

ese exterior, supone también desde entonces tener que orientarse4.

Como consecuencia de ese tener que orientarnos, los seres humanos existimos

en un espacio interior y exterior de interrogantes. Desde ese tener que orientarse,

hombre y mundo son dos espacios ignotos llenos de interrogantes. A esos interrogantes

responden los nuevos marcos referenciales diferenciados de lo interior-exterior. En esos

marcos referenciales separados de lo interior-exterior es donde “de nuevo” actuamos

2 La idea de individualidad germina como consecuencia del colapso del orden mítico (Berger, 2006: 81). Si yo hoy puedo hablar en primera persona es porque antes alguien se ha dirigido a mí como un tu (Sloterdijk, 2006: 63). La primigenia interpelación occidental del tu (el momento originario de la individualidad occidental) comienza con el Dios único de los hebreos, un Dios que le habla directamente al yo humano de la primera persona (Berger, 2006). 3 Dejar de ver el mundo de forma unificada entraña la separación exterior-exterior. Según Beriain (2000: 107-108), esta fragmentación se ejemplifica en el “mito del héroe”. 4 El desencantamiento del mundo implica la fragmentación de la conciencia colectiva, de aquel primer mundo instituido de significado que se articulaba en torno a un imaginario social central: Maná, el Karma, Yahveh, Jesús de Nazaret, etc. Esa fragmentación del centro simbólico sagrado da origen a una comprensión descentrada del mundo, donde el mundo externo (naturaleza), la comunidad social y la psique han sido diferenciados (Beriain, 2000: 108).

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como si funcionásemos como un sentido y es desde donde percibimos el mundo como si

funcionase con un sentido5.

En ese interior originario, distanciado de lo exterior, indisoluble a la nueva

participación vinculada de la directriz de lo sagrado/profano, se deposita la disposición

moral y ética primigenia del hombre racional: que los seres humanos están capacitados

para una vida mejor (Taylor, 2006: 51). Como representación, forma parte del trasfondo

de nuestras creencias y pensamientos. Frente a la contingencia, eso es un sólido arraigo

y un orden fundamental, orientado a la acción, esencial para comprender el impulso de

la cultura occidental.

El hombre no es más que un junco, advierte Pascal (2008), “el más débil de la

naturaleza; pero es un junco pensante. No es necesario que el universo entero se arme

para aplastarlo: un vapor, una gota de agua basta para matarlo. Pero, aun cuando el

universo lo aniquilara, el hombre sería todavía más noble que lo que lo mata, porque él

sabe que muere y conoce la ventaja que el universo tiene sobre él; el universo no sabe

nada. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Por éste debemos

dignificarnos, y no por el espacio y la duración, que no podríamos llenar. Por lo tanto,

esforcémonos en pensar bien: he aquí el principio de la moral”.

La topografía integrada e inicial de ese marco referencial racional interior está

representada por la idea de una interioridad orientada, merecedora, y por la idea de un

mundo que puede ser alterado y arbitrado por medio de la razón. Sin eso aprehendido, el

último yo unificado de la filosofía, articulado en la teoría de Platón, no hubiese podido

desarrollar su conocimiento jerarquizado de la interioridad/realidad/mundo/cosmos. La

noción primigenia del yo moderno está afectada por esa ordenación trascendental de la

interioridad hacia la exterioridad, introducida por Platón. La definición de orden

racional, como la transformación que Descartes denomina interiorización, es el origen

de la razón moderna (Taylor, 2006: 179).

San Agustín, por su parte, es el autor que les confiere una nueva correspondencia

a esas entidades de interior-exterior, enfatizando también el interior. Inseparable de ese

proceso de desencantamiento del mundo, el vuelco de San Agustín hacia el interior

individual fue un vuelco hacia la reflexibilidad radical (Taylor, 2006: 190). Ahí reposa,

en origen, ese sentido irresistible del lenguaje de la interioridad.

5 Desde entonces, lo sagrado ya no es tanto una extensión totalizadora del mundo, como una propiedad que se inserta en los dos marcos referenciales interior-exterior. Al perder lo mitológico el monopolio cosmovisional, la propiedad de lo profano se inserta como otro marco referencial interior-exterior.

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Siguiendo con Taylor (Ibídem), San Agustín fue el inventor del argumento que

conocemos como “cogito”. Para la búsqueda de la verdad, fue el primero en asumir

como fundamental el punto de vista de la primera persona, originando la vertiente de la

espiritualidad occidental que registra en el interior las certezas de seguridad,

certidumbre, de verdad y de Dios (Taylor, 2006: 200).

Santo Tomás, Descartes, Leibniz, la filosofía en bloque, la literatura, la pintura,

no hubo vuelta atrás desde donde mirar. Había comenzado el giro moderno hacia la

subjetividad. Las fuentes morales, la ética o el mundo están dentro de nosotros. Se ha

interiorizado la primera persona como una significativa y pujante facultad

sagrado/profana de lo humano y de lo social-cultural (Sloterdijk, 2006). El orden de las

ideas deja de ser algo que encontramos para convertirse en algo que construimos

(Taylor, 2006: 205).

Como estructura moderna, la idea de interioridad adviene como un territorio con

diversas vertientes. De la tradición medieval, se deriva como el espacio de un dualismo

individual encontrado, simbolizado por las ideas diferenciadas de cuerpo y alma. El

cuerpo fue reservado para los instintos. Es la tierra de los impulsos, de todas las

pasiones, el habitáculo de los sentidos y el resorte de todos los placeres. El alma, en

cambio, se concibió como el lugar donde habita lo sensible, donde reposan las virtudes

y el vasto mundo de las imágenes preclaras. Es el depósito de la mejor inteligencia

humana y de la voluntad. Descubridora de las respuestas verdaderas y de la salvación.

Todo pensamiento y anhelo cabal se sustenta en ella.

La idea profana del autocontrol, por su parte, prescrita como respuesta

reguladora por las últimas filosofías individualistas del periodo helenístico, es rescatada

por San Agustín, incorporándose ya no solo como ordenamiento interior ascético frente

al mundo, sino como el horizonte moral de uno mismo, adyacente a la idea judeo-

cristiana de autorresponsabilidad (Berger, 1993).

Tras el declive de esa topología binaria cristiana, fundamentada en la creencia en

el cielo y en infierno, como mutación simbólica profana, surge el miedo a la nada, al

vacío, que ya no contiene solo el nihilismo desafiante y negador de la actitud del cínico,

sino el nihilismo de la razón procedente de la diferenciación moderna (Beriain, 2000:

110).

Incorporado también a esa vasta tradición, otra de las vertientes interiores del

proceso de desencantamiento ha contribuido a configurar la idea de destino no adscrito,

que la modernidad transforma en decisión. Si elegir había sido considerado por la

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tradición como una posibilidad real, pero remota, en el hombre moderno se convierte en

una necesidad. La modernidad crea una nueva situación en lo interior, en cuanto que

seleccionar y elegir devienen imperativos (Beriain, 2000: 110).

En el interior, diferenciación, secularización, pluralismo, fragmentación, etc.,

con arreglo a sus propias dinámicas, son los procesos que abren las compuertas a la

conformación de estructuras, valores, ideas y postulados sagrado-profanos que entran en

tensión. La articulación moderna de esos procesos introdujo nuevas situaciones sociales

y culturales que, en su tiempo, fueron percibidas más como lugares de preguntas que de

explicación (Sloterdijk, 2010).

Este hecho revela que la reducción de la contingencia ya no opera en la época

sobre la idea de un elemento de posibilidad única. El despliegue de la modernidad

supone la pérdida distintiva de la ordenación de puntos de partida unívocos. El inicio de

la posibilidad de pasar de un lenguaje a otro, de una realidad a otra, de una esfera a otra,

obliga a decidir y a tener que determinar lo contingente dentro de cada sistema. Supone,

por tanto, que decidir, el tener que elegir, alberga nuevos fundamentos de riesgo en un

contexto moderno que amplifica y extiende los resortes de lo contingente.

Tener que decidir sobre puntos de vista diferentes y cursos alternativos de acción

es la consecuencia moderna de la coexistencia problemática entre la expansión de las

posibilidades y la expansión de los riesgos. Entendido como secularización de la

fortuna, el riesgo moderno deviene de las consecuencias atribuidas a las decisiones. Esto

ha generado la idea de que es posible evitar los riesgos y ganar en seguridad cuando se

decide de forma diferente (Beriain, 2000: 61).

Eso suscita, sin embargo, una nueva cuestión trascendental: ¿esa prudente

resolución evita lo indeterminado de las consecuencias de las decisiones? No, la

modernidad es la nueva era en la que ninguna conducta o decisión están libres de riesgo

(Luhmann, 1998). Es un nuevo tiempo que implica tener que hacer frente a la falta de

“seguridad ontológica”, que no puede dar cuenta del incremento de las contingencias de

la modernidad, desatadas como consecuencia de que lo improbable deviene probable

(Beriain, 2000: 112). El riesgo aparece como constructo social e histórico, como rasgo

articulado e indisoluble a la modernidad.

Como expresan Berger y Kellner (1979: 80), la modernidad es el comienzo de la

pérdida metafísica de la urdimbre, como ese manto de confianza que posibilita el

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mantenimiento de un entorno viable como correlato del carácter migratorio de la

experiencia social del hombre y del “sí mismos”6.

Ilustración e identidad, un nuevo énfasis en el deslizamiento hacia el subjetivismo moderno

El programa de la Ilustración era el programa del desencantamiento del mundo.

Se propuesta era la de disolver los mitos y derribar lo imaginario, mediante la ciencia

(Horkheimer y Adorno, 1996: 59). Una vez ya no quede nada ignoto, lo humano podrá

haberse liberado del terror (Beriain, 2000: 112). Razón, libertad, descreimiento y

felicidad en la tierra se convierten en los rasgos característicos de la Ilustración.

Sin embargo, más allá de sus fundamentos descriptivos, porque la Ilustración no

termina en ellos, porque es mucha la vastedad de esos conceptos, se puede intuir que,

para penetrar ese complejo programa, como orientación analítica, no hay que perder de

vista un horizonte singular, a menudo obviado o reducido en las ciencias sociales: que la

cultura moral moderna es una cultura de fuentes múltiples7.

Como mantiene Taylor (2006: 79), los cambios sociales, políticos, económicos,

la ciencia o la renovación de ideas, etc., confluyen y hacen posible la identidad moderna

o disponen la urdimbre de la conciencia del hombre moderno. Pero se precisa de algo

más que una explicación sobre los hechos históricos, al preguntarse qué fue lo que

ocasionó la identidad moderna o ese nuevo tipo de conciencia.

Como cuestión trascendental, sin duda, está ligada a las nuevas condiciones

generadas por la modernidad. El tema, no obstante, obliga a no quedarse ahí, de la

misma manera que hoy no hay que contentarse con la explicación dominante que el

fenómeno de la globalización es una consecuencia-directriz del nuevo capitalismo

globalizado. Como expone Sloterdijk (2010: 25): “los comienzos reales de la

globalización están en la racionalización de la estructura del mundo de los cosmólogos

antiguos que, por primera vez con gravedad conceptual, mejor, morfológica,

reconstruyeron la totalidad de lo existente en figura esférica y ofrecieron a la

consideración del intelecto esa edificante configuración de orden”.

6 Esto se observa claramente a través de las representaciones del mundo. Desde la Grecia presocrática hasta la Edad Media, las diversas representaciones del mundo fueron obra de los metafísicos. En la modernidad, la tarea de dibujar la nueva imagen del mundo recae ya en los geógrafos y en los marinos (Sloterdijk, 2010: 39). Esto alberga una transformación radical en el sentido de lo ontológico y de lo cósmico. 7 ¿Qué tiene la Jerusalén celestial de la antigua Atenas griega? (Sloterdijk, 2006). En el mismo sentido también se puede pensar en la Granada Nazarí, como emplazamiento de la última presencia de oriente en occidente, y en la antigua Constantinopla, como emplazamiento de la última presencia de occidente en oriente (Yourcenar, 2002).

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Partiendo de una conjunción relacional de los procesos, funcionamientos e ideas,

pero trascendiéndolos en el tiempo, contra la contingencia, básicamente, la Ilustración

comienza situada en la fundamentación teísta de la tradición y, sin que esto suponga un

hecho excluyente de lo anterior, termina por organizar una perspectiva no teísta del

hombre y del mundo8.

Aunque el tema moderno de la identidad viene del Romanticismo,

esencialmente, la vertiente de la interiorización Ilustrada ha contribuido a establecer la

idea de identidad-conciencia en sentido moderno. La ilustración, por tanto, se convierte

en el momento inaugural de uno de los conceptos más poderosos de la era moderna.

Con ella, el viejo ideal judeo-cristiano de la auto-responsabilidad y el gran tema

heleno del auto-control emergen de nuevo, envueltos por su lago y prolífico viaje por el

medievo y el Renacimiento. Se anexan a ellos la idea de la dignidad humana y la idea de

felicidad en la tierra como un derecho para todos, donde las definiciones secularizadas

de la libertad y de la razón, que acompañan a la Ilustración, terminan siendo también los

instrumentos al servicio del sueño ambivalente del progreso social y humano.

Ahora ya filtradas por el racionalismo y por los debates propios de la época,

entre otras convergencias fundacionales, se pueden destacar dos ideas renovadas por la

Ilustración que penetran más hondamente esas ideas de autorresponsabilidad y auto-

control. Por un lado, el autoconocimiento, argumentado y defendido por Montaigne,

también vinculado al yo solitario que funda el proceso de desencantamiento del mundo

y enfatiza la tradición judeo-cristiana, inaugura un modo de interioridad reflexiva

secular que es intensamente individual. De su empeño profano y de su arraigo sagrado

deviene que el yo pensante de Descartes y el yo del autoconocimiento de Montaigne

sean dos yoes enfrentados en la Ilustración.

Por otro, el humanismo incorporó la idea de naturaleza al interior del hombre

moderno. Como visión, esto no solo dará lugar a la extensión del naturalismo como

fundamento de la Ilustración. La cuestión es que en Ilustración, ese naturalismo vincula

al nuevo individualismo moderno con los viejos resortes judeo-cristianos de la

independencia responsable y el de la particularidad reconocida (Berger, 1993), que

Simmel (2001), con posterioridad, examinará ya como rasgos propios del Idealismo,

distinguiéndolas expresamente en las tipologías del individualismo germánico y del

individualismo románico, adscritas al Romanticismo.

8 El humanismo secular en el que se basa la Ilustración también se arraiga en la fe judeo-cristiana; surge de una mutación que se desarrolla en a lo largo del medievo el seno de esa fe (Taylor, 2006: 434).

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Racionalismo, sensualismo y, posteriormente, idealismo, entrañan un vuelco en

la manera en la que se percibía la naturaleza y el lugar moral de la razón, amplificando

intensamente el alcance de la voz interior. Son los puntos de transformación de la

cultura moderna hacia una interioridad-mental más honda. Deístas, idealistas, realistas,

materialistas, monistas inflexibles, utilitaristas, nihilistas, mecanicistas, etc., son puntos

de inflexión en la individuación expresiva y en la revolución expresivista que emerge

con la época, escenificando el bullicio frenético de las ideas que atraviesan e impulsan

la Ilustración, fundamentando posteriormente la batalla entre el racionalismo de la

Ilustración y el idealismo del Romántico, que continúa librándose a lo largo de toda

nuestra cultura (Taylor, 2006: 564).

Autenticidad, razón auto-responsable, autocontrol, búsqueda de la felicidad,

autoafirmación, autorrealización, autosatisfacción, benevolencia, negación del

fatalismo, la afirmación de la vida corriente, impulsos/pulsiones, pasiones, imaginación

creativa, libertad, dignidad, moral, ética, los derechos, instrumentalismo, especialísimo,

fragmentación de la experiencia, etc., todos estos conocimientos y perspectivas son los

puntos en el mapa incipiente de la identidad-conciencia moderna, que el Romanticismo

y el siglo XX ahondarán en un marcado deslizamiento hacia el subjetivismo.

En su estela, Walter Benjamin reseñará una de las ideas centrales de nuestro

tiempo, que “el interior” representa para el hombre privado el universo. En él congrega

la lejanía y el pasado. Su salón es un palco en el teatro del mundo (Sloterdijk, 2010: 43).

Lo novedoso de esos puntos y de ese mapa del expresionismo incipiente es que

revelan cómo la idea de interioridad, a partir de la Ilustración, se presenta abierta al

mundo de la exploración que implica la postura principal de la primera persona.

El tema de la identidad-conciencia moderna, en definitiva, con la Ilustración,

comienza a ensanchar sus horizontes semánticos, avanzando en una nueva disposición

interior, donde pensamiento y sentimiento terminarán siendo entendidos por el

Romanticismo como cualidades psicológicas de lo humano.

En esa nueva disposición interior, sin embargo, será esencial el contrasentido del

confinado y trascendental pensamiento auto-reflexivo de Rousseau, al descubrir a su yo

solitario y afligido en la isla de Saint-Pierre –paradójicamente, el espacio elegido por el

autor para el descanso y el contento.

Si la razón es una potestad que fundamenta la libertad y la felicidad, como

progresos del hombre y de mundo que nos circunda, en el interior, sospecha Rousseau,

de nada sirven. En el interior humano, la felicidad perfecta es una ensoñación. Si es una

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12

conquista para el mundo, en el interior humano la inexactitud de su ofrecimiento

liberador se revela como la decepción ante su imposible.

A pesar de esa vasta certeza intuida, aunque sea de modo desolador y

desconsolado, Rousseau mantendrá su obstinación de Ilustrado, manteniendo la

proclama de que el individuo, a pesar de todo, debe intentar ser feliz en este mundo.

¿Cómo intentar serlo desde ese interior desconsolado? Comenzando de nuevo9.

La contradicción de Rousseau, no obstante, será la contradicción de su propio

tiempo. Por una parte, como derecho y obligación que incumbe al hombre, la felicidad

alberga un riesgo. Supone tener que afrontar la duda y la desilusión que reside en la

posibilidad de no ser felices en el mundo tal y como lo conocemos y experimentamos.

Por otra parte, están las proclamas optimistas y la fe ilustrada en los logros de la

razón, junto al escenario expansivo de la modernidad, que imprimen en el interior y en

el exterior, como anhelo y compromiso legítimo del hombre, el deseo de ser feliz y el de

construir y hacer un mundo mejor.

Ambas circunstancias gravan ahora la existencia interior del hombre, al tener

que cargar éste con el peso y la incertidumbre de que el anhelo de felicidad se conjuga

no solo con el carácter de una propiedad entitativa, también con el agravio de la

obligación y del deber. ¿Cómo no ser feliz en un mundo que afirma que se puede y se

debe serlo?

Romanticismo y contemporaneidad. El mapa de lo biográfico y la promesa de una vida propia sin redención

La órbita significativa del Romanticismo gira en torno a la idea de realización

personal. Desde entonces, el yo ya no es solo una idea, también es un lenguaje

históricamente condicionado (Taylor, 2006; Sloterdijk, 2006).

El Romanticismo nos acerca a la perspectiva inaugural del pensar y del sentir

tardo-moderno. Desde entonces, ese pensar y ese sentir son los lugares comunes, ante

los desafíos de lo desmesurado y las diversas atmósferas de un interior sagrado-profano,

permanente asediado. Ni lo interior, ni lo exterior, como tales, aparentan ya concreción

9 La aventura de la subjetividad en cada época no es muy diferente de la voluntad orientada a esa iniciativa del comenzar de nuevo. Solo porque la tradición puede ser también una madrastra, se han podido subjetivar tan apasionadamente los hombres; por esa razón han desarrollado su propiedad más sublime y peligrosa: la capacidad revolucionaria del comenzar por uno mismo contra el ser-ya-comenzado. […] La autodeterminación, la autorrealización, la autofundamentación… estas expresiones no habrían alcanzado todo su sentido e importancia para la humanidad si los hombres desde los inicios de las grandes culturas no hubieran tenido un interés en liberarse de las malas tradiciones (Sloterdijk, 2006: 47).

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ni objetividad ante nosotros. Termina el tiempo de la subjetivación Ilustrada. Comienza

la aventura de la subjetivación tardomoderna.

Tras el descubrimiento insólito de Rousseau, los Románticos son los primeros

que se plantean por qué los seres humanos sufren a través de los siglos y por qué el ser

humano vive en un estado permanente de contradicción interior.

Entendido ese interior como el lugar común al que nos arroja el

desencantamiento del mundo, a partir de esa tensión Ilustrada, el Romanticismo asume

esa sombra que se cierne sobre la idea de felicidad, aceptando su anhelo como una

incierta e ilusoria promesa depositada en la imagen de la simultaneidad y del no-lugar;

una representación que Hegel (2006) enclavará en su idea de la conciencia desdichada10.

Con ese término de conciencia desdichada, Hegel se refiere a una forma de observar

el mundo que había constituido la fuerza histórica del cristianismo anterior a la

Reforma. Al situar lo divino en un plano fuera de lo humano, el cristianismo había

establecido una división fatal entre lo sagrado y lo profano. Los seres humanos,

esforzándose siempre por alcanzar al Dios espiritual inmutable, chocaban

constantemente con las cambiantes necesidades y limitaciones del mundo material, por

lo que sus deseos y demandas entraban siempre en conflicto11.

La aportación de Hegel, sin embargo, consistirá en estimar que esa conciencia

desdichada no era un rasgo permanente de la condición humana, ni un defecto congénito

que sólo la gracia de Dios podía enmendar, sino un estadio transitorio en la historia,

según rige uno de los principios fundamentales defendidos por Hegel (2006): el proceso

histórico funciona al servicio de la liberación humana12.

El Romanticismo deposita en ese no-lugar las imágenes figurativas de la psique,

del “espíritu moderno”, y en la psique graba la emblemática cualidad del poder

comenzar de nuevo –un nuevo mirar hacia adelante para llegar otra vez al “sí mismo”–,

donde esa fuerte concepción idólatra del “sí mismo” se articula como un nuevo círculo

10 "El hombre es esa noche, esa nada vacía, esa noche que lo envuelve todo en su simplicidad, una infinita variedad de representaciones, de imágenes, ninguna de las cuales es en ese momento pensada ni está presente. Lo que existe aquí es la noche, la naturaleza en su interioridad, el yo en su pureza. En torno a esas representaciones fantasmagóricas se cierne la noche: aquí aparece bruscamente una cabeza ensangrentada, ahí una forma blanca, para desaparecer de inmediato. Esa noche es la que descubrimos cuando miramos a los ojos al hombre, una noche que se torna cada vez más espantosa: cae ante nosotros la noche del mundo" (Citado por Bataille, G., en “Hegel, la muerte y el sacrifico”, Escritos sobre Hegel. 2005. Madrid, Editorial Arena Libros) 11 Este análisis no es original de Hegel. Forma parte de la propia corriente del cristianismo que consideraba que el ser humano, fatalmente desgarrado por el pecado original, estaba condenado a vivir, terrenalmente, en un permanente conflicto consigo mismo. Aunque Santo Tomás abre la puerta a la posibilidad de ser feliz en la Tierra, a través de la idea de felicidad imperfecta, la felicidad, como tal, no está en la constitución humana. La sospecha de Rousseau la confirma el Romanticismo. 12 La obra de Darwin, El Origen de las especies, publicada en 1859, tuvo un gran efecto en su tiempo, produciendo además un cambio trascendental en las ciencias y en la propia concepción social y humana.

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interior cuyo centro está en todos sitios, pero en cuyas diferentes zonas referenciales la

idea de totalidad no está en ningún lugar –es el no-lugar como forma de conciencia que

esgrime el personaje de Musil en El hombre sin atributos.

Estructurado como partes del proceso de diferenciación moderna, a su vez, esa

propiedad enfática del “sí mismo”, que confirma el deslizamiento del romanticismo

hacia el subjetivismo, forja también que en el imaginario social de las sociedades

avanzadas ya no exista un patrón central –monoteísmo–, sino múltiples constelaciones

arquetípicas que actúan en nuestra alma y en nuestra psique –diferenciación (Berger y

Luckmann, 2002). El riesgo como condición interna del hombre y del mundo y un

politeísmo funcional y un politeísmo arquetipal conforman los nuevos territorios

fundacionales de lo tardo-moderno (Beriain, 2000: 143).

Finalmente, como puede derivarse de la obra Campbell (1989), ese no-lugar que

encuadra la psique y las emociones, ese poder comenzar siempre de nuevo, como la

nueva extensión de lo interior, atravesado por la directriz sagrado-profano, marca un

momento existencialmente nuevo. La articulación de estas ideas confirma una inflexión

moderna del vivir desde y por el interior, en un contexto de promesas sin límites, donde

la abundancia material desplegada por la modernidad cambiará profundamente lo que la

gente espera de la vida.

Insertados en una nueva esquematización fragmentada y fugaz de la

temporalidad, lo experimentado, esperado, pensado y lo imaginado, en y desde esa

nueva extensión de lo interior como no-lugar, explicitan la incertidumbre y la

indeterminación como rasgos del incipiente mundo tardo-moderno.

En ese no-lugar, el exterior se estructura sobre la diferenciación y un

intensificado horizonte de lo mudable, junto a las extensiones de lo posible que se abren

con el advenimiento de la sociedad de consumo. Como no-lugar, el interior ya no

gravita en torno a lo sólido, sino sobre lo flotante, porque no se puede mantener una

estabilización prolongada de las expectativas.

Ese interior no-lugar de la psique es el nuevo territorio “del sí mismo“, sitiado

por “el sí mismo”, donde la única abertura es la condición mental de un poder comenzar

de nuevo13. En la abundancia, pero sin asideros, así comienza la historia y el sueño

desbocado del vivir nuestra propia vida, como mecanismo reductor de la contingencia14.

13 Hay que advertir en este momento una cuestión trascendental que Borges refleja en El libro de arena. Ese libro nos permite comprobar una circunstancia adscrita a la condición humana con la que tenemos que vérnosla, espacialmente, de manera más enfática desde el Romanticismo: que el comenzar y el comenzar desde el comienzo son dos cosas muy distintas (Sloterdijk, 2006: 38). Filosóficamente, esa es una cuestión no resuelta. La respuesta de Freud a la

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15

Hoy ya no es una exageración, como expone Beck (2001: 233), decir que la

lucha diaria para tener una vida propia se ha convertido en la experiencia colectiva del

mundo occidental. La voluntad individual, las grandes o pequeñas esperanzas, el

hambre insaciable por las nuevas experiencias o la nueva pericia en lo fugaz, hacen que

los individuos tardo-modernos se encuentren también en la vanguardia de una

transformación más profunda (Beck, 2001: 234).

Es la idea de espacio interior llevada a su máxima expresión. En ese sentido, se

ha convertido en el símbolo de mayor expresividad, adaptado por liberalismo

existencial que circunscribe el capitalismo globalizado actual. Dinero significa dinero

propio, espacio significa espacio personal propio, cualquier interioridad se vuelve una

condición mental distintiva, indispensable de tener una vida propia. Colmar esa nueva

orientación pasa por centrar-descentrar interiormente la vida mental y sus voluptuosas

expectativas15.

La ética de la realización y el triunfo individual, originarias del Romanticismo,

se han convertido en la corriente más poderosa de la sociedad tardomoderna. La

prodigalidad simbólica y material del consumismo en la era postfordista, sin embargo,

les confiere un nuevo carácter narrativo atomizado. En ese sentido, la autorrealización

tiene una lectura biopolítica. El anhelo más hondo del interior del hombre romántico en

su conquista por una vida propia, se transmuta en una narrativa interior sobre el éxito

personal y, en consecuencia, adquiere un sentido vital de la experiencia de carácter

disciplinario.

Desde un punto de vista estructural, si la sociedad contemporánea es la

descomposición en multitud de esferas funcionales interdependientes, el nuevo

engranaje de cohesión social es el interior “mental” de ese individuo que tiene que

elegir constantemente, para poder vivir su propia vida. Estudiantes, consumidores,

jardineros, profesores, madres, hermanos, primos, desempleados, vecinos, extraños,

amigos, enemigos, peatones, etc., todo son diferentes lógicas de acción y

disconformidades, facetas parciales y esferas de contingencia, articuladas sobre los

pregunta ¿qué es comenzarse?, sin embargo, fue lapidaria y revolucionaria: comenzarse significa recordarse, traer a la memoria de qué trata tu propia historia (Sloterdijk, 2006: 118). 14 El realismo de la segunda mitad del siglo XIX se halla ligado a la novela épica, a la novela naturalista y a la novela mágica. Madame Bovay, de Gustave Flaubert, es la alegórica perspectiva de la desoladora reivindicación de un yo interior “mental” que ya no encuentra asidero en las fórmulas reductoras de la contingencia que ofrece el contexto burgués y el mundo de las convenciones burguesas. Madame Bovary es la novela burguesa de la intuición inicial psicológica por comenzar de nuevo y por la lucha emancipadora por tener una vida propia. 15 Ese énfasis en lo propio, desde el renovado concepto foulcaultiano de biopolítica, representa el redescubrimiento del ideal liberal de la individualidad disciplinada, exponente del control suave de la era postfordista.

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parámetros de la abundancia y la elección. En ellas el rasgo común destacable es que, en

su interior, sean cuales sean sus circunstancias, el hombre tardomoderno se ve obligado

a hacerse cargo de algo que está permanentemente en peligro de saltar por los aires: su

propia vida.

En un mundo de abundancias aparentemente sin límites, vivir nuestra propia

vida, tener una vida propia, significa, según Beck (2001: 236), que las biografías

corrientes se convierten en biografías que hay que escoger: biografías de bricolaje,

biografías de riesgo, biografías del éxito, biografías rotas o descompuestas, etc. Incluso

detrás de una fachada de seguridad, prosperidad y logros, las posibilidades de que la

biografía se deslice y se venga abajo están siempre presentes.

La comodidad y la seguridad que proporciona el dinero son ventajas, pero ya no

son un escenario consistente; nada es consistente. El fracaso, como riesgo, se vuelve

personal. El éxito, como riesgo, se vuelve personal. El trabajo ya no es una esfera

sólida. Ha dejado de ser un ámbito de seguridad para convertirse en una inseguridad,

apegada al mundo capitalista de lo descomunal y vertiginoso. El interior del hombre

tardo-moderno, en definitiva, se configura como el territorio “mental” de una nueva

atribución vinculante y atomizada, una nueva posición del sujeto respecto a un sí mismo

instrumental, en un contexto de demandas y ofertas encontradas, derivadas del nuevo

espacio de incertidumbre global.

En él, el sueño transformador del hombre de la Ilustración se ha alcanzado

fatalmente. En el interior, el hombre tardomoderno ya no puede ser un reflejo pasivo de

las circunstancias, sino un constructo activo de su propia vida. Es la nueva providencia

atomizada que rige la esfera interior del “no-lugar” mental, cuyos problemas se han

convertido en disposiciones psicológicas y emocionales determinadas por una decisión-

riesgo. Desde ese interior atomizado, en su órbita de abundancia cósmica e infinita, el

mundo exterior “parece” que gravita ajeno.

El exterior es tan profuso, que ya no es el espacio donde domesticar las

incertidumbres del interior, sino el escenario del regocijo que nos procuran la

experiencias de la cultura del narcicismo (Lasch, 1999), la cultura del ocio (Veblen,

2003), la cultura de la abundancia y de las sociedades opulentas (Galbraith, 1984), la

cultura del take-it-esasy (Sloterdijk, 2006), etc.

El exterior ya no es entendido como el lugar donde se materializa la promesa

ilustrada de un mundo mejor. Se ha trasmutado en un inmenso escenario planetario,

colonizado por el capitalismo, los mass-media, por la era del consumo (Baudrillard,

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1974). Material y simbólicamente, sus profusiones son experiencias-decisiones sobre lo

posible-imposible, alcanzable-no alcanzable, probable-improbable16.

Social y culturalmente, las personas tardomodernas no son desalojadas de las

certezas religiosas, de las cosmologías colectivas, solo son un campo de la elección

personal, donde son arrojadas al espacio interno y diferenciado del “sí mismo-mental”,

donde se erigen en individuos-consumo, a través de sus elecciones-satisfacciones

fugaces e híbridas. “El por ahora”, regido por el principio de urgencia y por el principio

de demora, prescribe una condición tardomoderna de la existencia atomizada, una

temporalización biopolítica escasa de la experiencia que disuelve cualquier vieja

pretensión de lo eterno e inmutable.

La identidad, la conciencia del hombre tardo-moderno, implica el relato de una

vida, más que la imagen fija del nosotros mismos (Sennett, 2001: 247). Razón por la

cual las frases sobre la identidad no dicen mucho, aunque colman de palabras la cultura

institucional y mediática actual con una apariencia dúctil: “identidades marginales”,

“identidades subalternas”, “identidades transgresoras”, “identidades oprimidas”, etc.

Todas esas palabras no sirven para comprender la vida interior en el mundo tardo-

moderno actual, porque ya no hay una imagen establecida del yo (Sennett, 2001: 248).

El yo flotante tardomoderno ya no es únicamente el no-lugar mental del

Romanticismo, ahora también es un yo biográfico atomizado, con una articulación

narrativa biopolítica del presente y del recuerdo. En ella ya no está el futuro. ¿A dónde

pertenece ese interior? ¿Dónde está el hogar del Ulises atomizado tardomoderno? Sin

una Ítaca a la que regresar, el Ulises actual sigue albergando la mirada que contiene toda

la aventura humana, pero ahora la terapia y la idea de comenzarse de nuevo –sin poder

comenzarse desde el comienzo–, orientan el cosmos interno de su viaje vital17. La vida

interior del hombre tardomoderno atomizado no es una identidad de sentido sino un

laboratorio psicológico.

Un interior terapeutizado es el de una conciencia defensiva, resignada, una

identidad en retirada ante lo desconocido, donde lo importante es predecir y domesticar

lo ignoto y lo incontrolable de ese yo atomizado. El interior terapeutizado habilita la 16 Sennett y otros autores, desde diferentes perspectivas, han explicado una crisis del espacio público como tal. No obstante, gracias a los modelos legados por el teatro griego y el romano, la idea del mundo como escenario es portadora todavía del fenómeno dramático y sigue siendo una idea fecunda desde la que observar los desarrollados de los actos simbólicos de apertura al mundo, aunque ahora esos actos remitan a los esfuerzos des-dramatizadores del aliviarse la vida, en un contexto-consumo planetario, relativo a la filosofía socio-liberal del deleite (Sloterdijk, 2006: 122). 17[…] Ítaca te brindó tan hermoso viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene ya nada que darte (Cavafis,1999)

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imagen impredecible del “sí mismo”, de un yo indefenso, huérfano –como lo imaginaba

Heidegger–, que sueña y busca en lo mental una versión del hogar a la carta (Berger y

Kellner, 1979).

El interior terapeutizado es una abrumadora advertencia: ni la autorrealización,

ni la autenticidad, ni el autoconocimiento, el autocontrol o la autorresponsabilidad, etc.,

ninguna de las grandes palabras modernas que conciernen al “si mismo”, en el yo

atomizado, proveen de la redención de la vida. No procuran alivio, no conceden tregua,

no reducen la contingencia, salvo en su manifestación como contornos disciplinarios y

justificaciones de la existencia, franqueadas por la perpetua y elegible posibilidad del

poder comenzar-comenzarse de nuevo.

Al aferrarse a un “si mismo” narrativo, en ese interior “mental” atomizado,

cualquier cosa solo sirve como justificación. El “sí mismo” narrativo ancla sus relatos

en la etiquetación, actos de relleno de contenido donde poder justificarse. “Padre, negro,

emigrante, africano, jardinero”; “madre, lesbiana, judía, abogada”; “procesador

informático, blanco no anglosajón, ni irlandés –otro blanco–, ex trabajador de IBM,

desempleado, soltero, deslocalizado” etc., (Sennett, 2001: 249).

Cualquier vida narrada es una exposición etiquetada. Ninguna de esas

referencias puede fortalecer el interior. Solo son el contorno de una subjetividad mental

perdida en el sí mismo, asediada por el miedo mental al sí mismo, una subjetividad

incapaz de transformar el inconveniente de haber nacido en la ventaja de venir al mundo

a través del hablar libre (Sloterdijk, 2006: 106).

En el interior mental-atomizado, el contorno es una zona donde no

comprometerse, donde definirse, pero no de manera inevitable (Sennett, 2001: 251). Ese

yo tardomoderno atomizado, cuyo arraigo es el liberalismo existencial, afín al

capitalismo dominante, tiene que revisar constantemente su vida “mental”, renovar

permanentemente sus justificaciones.

“Apego” ya no es una categoría funcional de sentido interior. “Inmigrante” ya no

es una categoría funcional de sentido interior. “Trabajo” ya no es una categoría

funcional de sentido interior. Son contornos disciplinarios desde los que el yo

tardomoderno atomizado ha aprendido, como argumento, a sortear las discrepancias,

convirtiendo las justificaciones de la identidad en un escenario interno des-dramatizado,

que necesita permanentemente de la elección-posibilidad para llenarse.

“Casarse, tener hijos, asumir la carga de la hipoteca, no hacerlo, no tenerlos, no

asumir la carga de la hipoteca, auto-realizarse, no hacerlo, auto-destruirse, no hacerlo,

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cuidarse, no hacerlo, viajar, no hacerlo, comenzar de nuevo, no hacerlo, seguir en lo

mismo, no hacerlo, etc., la dinámica y el desafío narrativo es elaborar un relato de vida

donde los contornos procuren cierta sensación de continuidad, de definición, de historia

en movimiento no errática, de viaje vital de regreso a ninguna parte.

En el mapa tardomoderno, la morfología del interior atomizada se presenta

etiquetada. Esa desconexión mapa-territorio a la que apuntan las etiquetas, como poco,

es paradójica y sintomática del liberalismo existencial imperante. La historia universal

del hombre, del mundo, de las ideas del hombre y de las ideas sobre el mundo desglosan

todos los elementos geodésicos de lo sagrado-profano y de la condición errante de la

materia, que se ordena-desordena invariablemente –es el territorio como el lugar de

arraigo de los arquetipos.

El mapa tardomoderno de la condición atomizada del hombre, sin embargo, es

una profusión de etiquetas que oscurecen el devenir extensivo de ese hombre-territorio y

de su fecunda articulación interior-humano-exterior-mundo. Es paradójico porque los

códigos socio-culturales, el orden funcional que rige la vida y el mundo, siguen

funcionando en el territorio como elementos de la estructura de la conciencia.

La gente se casa o no, tiene hijos o no, va a la iglesia o no, circula por los

aeropuertos, sueña o no, etc., pero el etiquetado impone solo la imagen de la elección,

de un todo que solo está a mano como posibilidad, un todo que se articula y se reduce,

existencialmente, como elección, como una elección domesticada, cuyo único eco

liberador indica que nada puede ser ya tomado de forma rígida e irrevocable. A eso se le

puede llamar el dominio biopolítico de la insustancialidad.

El yo atomizado, en realidad, solo es la morfología del yo imperante

postfordista, pero no es la única tipología de individuo que nos circunscribe. Si cada

época produce sus propios riesgos, consiguientemente, también produce su umbral de

seguridad (Beriain, 2000: 114). La metáfora de la vieja lucha entre los dioses (Weber,

2005) es la misma estructura simbólica de la actual lucha entre los distintos sistemas de

valores, el mismo umbral de seguridad interior-exterior. Sin embargo, parece que la

única lectura existencial que ahora emana del interior atomizado es la idea des-

dramatizada del vivir, a través de la elección y de la conquista de la vida propia.

Desdramatización, convergencia y mixtura son los rasgos distintivos originales

que se le atribuyen a ese yo tardomoderno atomizado (Eco, et al., 1974). Con ellos, en el

mapa, el liberalismo existencial imperante solo registra la insustancialidad. Contra ella,

y su reduccionismo, cabe añadir que des-dramatizar, sin embargo, no es el esfuerzo

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humano por organizar lo insustancial, sino otro atrevimiento de la inteligencia, donde el

verbo latino “existir” revela al verbo griego “éxtasis” –el engranaje sagrado-profano del

eterno viaje del hombre occidental de un interior humano a un exterior mundo.

El énfasis en lo insustancial, por tanto, podría ser considerado un error

topográfico de nuestra era. Es creer desterrada la noche del mundo del interior humano

por las profusiones, el instrumentalismo y la elección. Persistir en ese error eclipsa la

geodesia interior-exterior del territorio y de la dimensión directriz sagrado-profana del

hombre tardomoderno, donde residen el valor de los arquetipos: el Ulises primigenio, el

Sísifo condenado, en batalla permanente contra lo inútil, el Narciso ególatra, etc.

Con ellos, el hombre de la era tardomoderna concurre, se expone, articulado su

propia vida y girando en torno a la poética sagrado-profana del comenzarse; en realidad,

una transitoria redención en lo terrenal que no está en los mapas y que, sin embargo, en

el interior, requiere a Godot, sueña con Godot, espera a Godot.

Conclusiones

La inteligencia humana alberga la idea de contingencia. Contra ella, esa

inteligencia se ha instituido como el territorio de un ancestral atrevimiento y de un

profundo empeño por representar el orden. Cualquier tipo de orden es una fórmula

reductora de la contingencia. El orden conforma el umbral cultural y sociopolítico de

seguridad, de certidumbre y de verdad.

En el orden mitológico, la reducción de la contingencia se consigue a través de

la sacralización de toda la realidad. Esa cosmovisión mitológica, sin embargo, se

quebrará en diferentes momentos y en distintas partes del mundo. Tras ese abandono de

la matriz mitológica, en occidente, acontece el proceso de desencantamiento del mundo,

entendido como la específica dinámica de racionalización y de individuación socio-

cultural, que articula como referentes necesarios un orden interior–humano y otro

exterior–mundo no unidos.

Vinculados a la directriz sagrado-profano, el proceso de desencantamiento del

mundo deposita en el interior la disposición moral y ética primigenia del hombre

racional occidental: que los seres humanos están capacitados para una vida mejor. A

partir de esa idea orientada y merecedora del yo interior, se establece la idea de un

mundo que puede ser alterado y arbitrado por medio de la razón.

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Circunscrito a partir de ahí a la tradición y a los avatares del mundo moderno, el

orden interior del hombre moderno deviene como un territorio subjetivado con diversas

vertientes, donde ese proceso de desencantamiento del mundo configura la idea de

destino no adscrito, que la modernidad transforma en decisión. La modernidad crea así

una nueva situación en lo interior, en cuanto que seleccionar y elegir devienen

imperativos.

Ese imperativo conlleva la pérdida distintiva de la ordenación de puntos de vista

unívocos. La elección se convierte así en la pérdida de la seguridad ontológica y, por

tanto, en un fundamento de riesgo, en un contexto de modernidad extensiva, donde la

abundancia cambia lo que la gente espera de la vida, amplificando y ensanchando los

resortes de lo contingente.

Desde esa holgura, la Ilustración puede ser entendida como el programa del

desencantamiento del mundo. Su propuesta era disolver los mitos y derribar el mundo

de lo imaginado. Auto-responsabilidad, auto-control, dignidad humana,

autoconocimiento, búsqueda de la felicidad, etc., todos los resortes de la tradición son

renovados por la Ilustración, avanzado en una nueva disposición interior: pensamiento y

sentimiento se entienden como cualidades psicológicas de lo humano. A partir de la

Ilustración, la idea de interioridad se presenta abierta al mundo de la exploración que

implica la postura principal de la primera persona.

Con el Romanticismo termina el tiempo de la subjetivación ilustrada y comienza

la aventura de la subjetividad tardo-moderna. Originalmente, la óptica significativa del

Romanticismo gira en torno a la idea de realización personal. No obstante, en contraste

con un mundo de desarrollos y promesas de progreso, la intuición de Rousseau sobre el

interior desolado dará forma a la idea de interior como no-lugar, donde el Romanticismo

enclava las imágenes de la psique y en ella graba la idea del comenzar-comenzarse de

nuevo, un mirar hacia delante para llegar otra vez “al sí mismo”.

Ese “si mismo-mental” que inaugura el romanticismo es un no-lugar cuyo centro

está en todos sitios pero, en cuyas diferentes zonas referenciales, la idea de totalidad no

está en ningún lugar. Sin un patrón central –monoteísmo–, múltiples constelaciones

arquetípicas actúan en nuestra alma y en nuestra psique. Politeísmo funcional y

arquetipal conforman los nuevos territorios fundacionales de lo tardomoderno.

En la abundancia, pero sin asideros sólidos, comienza la historia y el sueño de

vivir nuestra propia vida, convertida ya, a través de la idea de yo atomizado, en la gran

experiencia disciplinaria de nuestro tiempo. Es la idea de espacio interior llevada a su

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máxima expresión. En ella, la ética de la realización y el triunfo individual se convierten

en las corrientes narrativas más poderosas de la sociedad tardomoderna. La auto-

realización, el anhelo más hondo del Romanticismo, se transmuta en un sentido

biopolítico vital de la experiencia y conquista de la vida propia.

Tal conquista, sin embargo, remite a un sujeto atomizado y está gravada en el

interior: sean cuales sean las circunstancias, el hombre tardomoderno se ve obligado a

hacerse cargo de algo que está permanentemente en peligro de saltar por los aires: su

propia vida.

Ante esa inseguridad, vivir nuestra propia vida supone que las biografías se

convierten en biográficas que hay que elegir. Como riesgo, el mundo de la elección le

confiere un carácter flotante al interior-exterior de ese yo atomizado tardomoderno. Ese

yo se ha convertido así en un yo biográfico, un no-lugar mental asediado y articulado,

contra la contingencia, por una narrativa terapeutizada del recuerdo y del presente.

Ese interior terapeutizado, sin embargo, representa una abrumadora advertencia:

ninguna de las grandes palabras del mundo de la tradición, renovadas por la Ilustración

y afinadas por el Romanticismo, concernientes al “si mismo”, como sería el caso de la

autorrealización, proveen ya de la redención de la vida, no reducen la contingencia,

salvo como contornos y justificaciones de la existencia, franqueadas por la perpetua y

elegible posibilidad de poder comenzar-comenzarse de nuevo.

En ese interior metal atomizado los contornos y las justificaciones son una zona

donde no comprometerse, donde definirse, pero no de manera inevitable. Se construye

así la idea del escenario de la insustancialidad, de una subjetividad incapaz, articulada

por el liberalismo existencial imperante como herramienta de la nueva biopolítica

postfordista de control suave.

Esa tipología biopolítica del yo tardomoderno circunscribe al individuo actual,

que tiene que revisar constantemente su vida “interior-metal”, renovar permanentemente

sus justificaciones en un contexto de profusiones sin límite.

En el mapa tardomoderno, la morfología atomizada de ese interior “asediado” se

presenta etiquetada y las etiquetas evidencian el reto epistemológico de nuestra era: el

yo atomizado imperante, arraigado al liberalismo existencial, afín al capitalismo

postfordista actual, no es la única tipología de individualidad que nos circunscribe.

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