El Zelote1

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17 Nota del autor C uando tenía quince años, yo encontré a Jesús. Pasé el verano de mi segundo año de bachillerato en un cam- pamento juvenil evangélico del norte de California, un sitio boscoso y de ilimitados cielos azules, donde, con el tiempo y la tranquilidad suficientes y unas afectuosas palabras de ánimo, no podías evitar oír la voz de Dios. Mis compañeros y yo entonábamos canciones entre los lagos artificiales y los majestuosos pinos, y practicábamos juegos e intercambiábamos secretos, divirtiéndonos, libres de las presiones de nuestras casas y escuelas. Al atardecer, nos reuníamos en asamblea en torno a una hoguera encendida en el centro del campamento. Fue allí donde oí la notable historia que cambiaría mi vida para siempre. Hace dos mil años, me dijeron, en un antiguo país llamado Ga- lilea, nació el Dios del cielo y de la tierra como un niño indefenso. El niño, al crecer, devino un hombre intachable. El hombre se convirtió en Cristo, el salvador de la humanidad. Con sus palabras y sus hechos milagrosos, desafió a los judíos, que se creían los elegidos de Dios y, en respuesta, los judíos lo clavaron en una cruz. Pese a que pudo haberse salvado de tan espantosa muerte, eligió libremente morir. Su muerte es lo que le da sentido a todo: por su sacrificio, todos nos liberamos de la carga de nuestros pecados. Pero la historia no acabó ahí, porque al cabo de tres días, resucitó, glorificado y divino, de modo que todos los que creen en él y lo aceptan en su corazón tam- poco morirán nunca, sino que tendrán una vida eterna. Para un niño criado en una familia heterogénea, compuesta de tibios musulmanes y entusiastas ateos, ésa fue de verdad la más im- portante historia jamás contada. Nunca antes había sentido yo tan

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Historia

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    Nota del autor

    Cuando tena quince aos, yo encontr a Jess.Pas el verano de mi segundo ao de bachillerato en un cam-pamento juvenil evanglico del norte de California, un sitio boscoso y de ilimitados cielos azules, donde, con el tiempo y la tranquilidad suficientes y unas afectuosas palabras de nimo, no podas evitar or la voz de Dios. Mis compaeros y yo entonbamos canciones entre los lagos artificiales y los majestuosos pinos, y practicbamos juegos e intercambibamos secretos, divirtindonos, libres de las presiones de nuestras casas y escuelas. Al atardecer, nos reunamos en asamblea en torno a una hoguera encendida en el centro del campamento. Fue all donde o la notable historia que cambiara mi vida para siempre.

    Hace dos mil aos, me dijeron, en un antiguo pas llamado Ga-lilea, naci el Dios del cielo y de la tierra como un nio indefenso. El nio, al crecer, devino un hombre intachable. El hombre se convirti en Cristo, el salvador de la humanidad. Con sus palabras y sus hechos milagrosos, desafi a los judos, que se crean los elegidos de Dios y, en respuesta, los judos lo clavaron en una cruz. Pese a que pudo haberse salvado de tan espantosa muerte, eligi libremente morir. Su muerte es lo que le da sentido a todo: por su sacrificio, todos nos liberamos de la carga de nuestros pecados. Pero la historia no acab ah, porque al cabo de tres das, resucit, glorificado y divino, de modo que todos los que creen en l y lo aceptan en su corazn tam-poco morirn nunca, sino que tendrn una vida eterna.

    Para un nio criado en una familia heterognea, compuesta de tibios musulmanes y entusiastas ateos, sa fue de verdad la ms im-portante historia jams contada. Nunca antes haba sentido yo tan

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    ntimamente el llamado de Dios. En Irn, el sitio donde nac, yo era musulmn del mismo modo que era iran. Mi religin y mi adscrip-cin tnica estaban ntimamente unidas la una a la otra. Como mucha gente nacida en una tradicin religiosa, mi fe era para m tan familiar como mi piel y senta hacia ella la misma indiferencia. Despus de que la revolucin iran oblig a mi familia a huir de nuestra patria, la religin en general, y el islam en particular, se convirti en un tab en nuestro mundo domstico. El islam era la clave de todo lo que habamos perdido a manos de los muls que ahora gobernaban en Irn. Mi madre an rezaba cuando nadie la vea, y todava se poda encontrar un solitario Corn o quiz dos, escondidos en un armario o en un cajn en algn sitio. Pero, en su mayor parte, toda huella de Dios haba sido eliminada de nuestras vidas.

    A m ya me pareca bien. Al fin y al cabo, en Estados Unidos y en la dcada de 1980, ser musulmn era como ser de Marte. Mi fe era una marca, el smbolo ms obvio de mi diferencia; deba ser ocultada.

    Por otra parte, Jess, era Estados Unidos. Era la figura central en la escena estadounidense. Aceptarlo en mi corazn era lo ms cercano posible a sentirme estaodunidense de verdad. No quiero decir que la ma haya sido una conversin de conveniencia. Al con-trario, yo senta una ardiente y absoluta devocin por mi recin ha-llada fe. Me fue presentado un Jess que no era tanto Seor y Salvador, sino una especie de amigo ntimo, alguien con quien yo poda mantener una relacin estrecha y personal. Como adolescente que trataba de encontrarle sentido a un mundo informe, lo nico que percib fue que se trataba de una invitacin que yo no poda rechazar.

    Cuando regres del campamento, comenc a compartir ansiosa-mente las buenas noticias sobre Jesucristo con mis amigos y familia, mis vecinos y compaeros de escuela, con personas que acababa de conocer o con desconocidos en la calle: con aquellos que escuchaban con agrado y con los que lo rechazaban. Adems, ocurri algo ines-perado durante mi misin de salvar las almas del mundo. Cuanto ms investigaba la Biblia para enfrentarme a los indecisos y no creyentes, ms distancia descubra entre el Jess de los evangelios y el Jess histrico: entre Jess el Cristo y Jess de Nazaret. En la facultad donde comenc mis estudios formales sobre Historia de las Religio-

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    nes, esa incomodidad inicial pronto se acrecent con mis propias y muy molestas dudas.

    El fundamento del cristianismo evanglico, por lo menos tal como me fue enseado, es la creencia incondicional de que cada palabra de la Biblia est inspirada por Dios y es cierta, literal e in-equvoca. La sbita comprensin de que esta idea es evidente e irre-futablemente falsa, de que la Biblia est repleta de errores y contra-dicciones de lo ms flagrante y evidente tal como es de esperar de un documento escrito por cientos de manos y a lo largo de miles de aos me dej confundido y sin anclaje espiritual. Y as fue como, al igual que mucha gente en mi situacin, desech enfadado mi fe como si fuera una costosa falsificacin que me haban embau-cado para que comprara. Comenc a replantearme la fe y la cultura de mis antepasados, y encontr en ellos, siendo adulto, una familia-ridad ms ntima que la que jams haba sentido de nio, como la que procede de recobrar el contacto con un viejo amigo del que uno estuvo alejado durante aos.

    Entre tanto, continu con mi labor acadmica de estudios reli-giosos, ahondando nuevamente en la Biblia, no como creyente in-condicional, sino como estudioso inquisitivo. Al no partir forzosa-mente de la premisa de que las historias que lea eran literalmente ciertas, me di cuenta de que el texto contena una verdad mucho ms significativa, una verdad deliberadamente independiente de las exi-gencias histricas. Irnicamente, cuanto ms estudiaba sobre la vida del Jess histrico, del turbulento mundo en el que vivi, y acerca de la brutal ocupacin romana que l combati, me senta ms atrado por l. De hecho, los campesinos judos y revolucionarios que desa-fiaron al gobierno del ms poderoso imperio que el mundo jams haya conocido y perdido se convirtieron para m en mucho ms rea-les que los seres distantes, sobrenaturales, que me haban presentado en mi iglesia.

    Hoy puedo decir con seguridad que dos dcadas de rigurosa investigacin acadmica sobre los orgenes del cristianismo han he-cho de m un discpulo de Jess de Nazaret ms genuinamente com-prometido de lo que jams estuve con Jesucristo. Es mi esperanza difundir con este libro la buena nueva del Jess de la historia, con el

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    mismo fervor que en otro tiempo apliqu a la difusin de la historia del Cristo.

    Es preciso tener en mente varias cosas antes de que comencemos nuestro anlisis. A cada argumento autentificado, exhaustivamente investigado y debidamente acreditado sobre el Jess histrico, se le contrapone otro igualmente autenticado, exhaustivamente investiga-do y debidamente acreditado. Ms que cargar al lector con el debate de largas centurias sobre la vida y la misin de Jess de Nazaret, he construido mi narracin sobre lo que me parece el argumento ms preciso y razonable, basndome en mis dos dcadas de investigacin acadmica del Nuevo Testamento y la historia del primer cristianis-mo. Para quienes tengan inters en el debate, he detallado exhausti-vamente mi investigacin y, siempre que ha sido posible, he propor-cionado los argumentos que ofrecen los que estn en desacuerdo con mi interpretacin en el extenso apartado de notas que se encuentra al final de este libro.

    Todas las traducciones del griego del Nuevo Testamento las he hecho yo (con un poco de ayuda del diccionario de griego de Liddell y Scott). En los pocos casos en que no he traducido directamente un pasaje del Nuevo Testamento, he confiado en la traduccin de la New Revised Standard Version de la Biblia.* Todas las traducciones del hebreo y el arameo al ingls son del doctor Ian C. Werrett, profesor asociado de Estudios Religiosos de la Saint Martins University.

    A lo largo del texto, todas las referencias al material de fuente Q (el material que se encuentra exclusivamente en los evangelios de Mateo y Lucas) estarn sealadas as: (Mateo | Lucas), de modo que el orden de los libros indica cul de los evangelios estoy citando ms directamente. El lector advertir que me he basado sobre todo en el Evangelio de Marcos y en el material Q para perfilar la trayectoria de Jess. Se debe a que sas son las fuentes ms antiguas y fiables de las que disponemos sobre la vida del Nazareno. En general, he optado por no ahondar demasiado en los llamados evangelios gnsticos. Aunque esos textos son inmensamente importantes para conocer la

    * Versin interconfesional estadounidense de la Biblia publicada por vez primera en 1989. (N. del E.)

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    gran variedad de opiniones que haba entre la primitiva comunidad cristiana sobre quin era Jess y cul era el significado de sus ense-anzas, no arrojan demasiada luz sobre el propio Jess histrico.

    Aunque existe un acuerdo casi unnime acerca de esta cuestin, con la posible excepcin de los Hechos de los Apstoles y el Evange-lio de san Lucas, los evangelios no fueron escritos por las personas cuyo nombre los identifica, para mayor facilidad y en beneficio de la claridad, continuar refirindome a los autores de los evangelios con el nombre con que los conocemos y reconocemos en la actualidad.

    Finalmente, de acuerdo con la convencin acadmica, en este texto se emplea en las fechase.c., o era comn, en lugar de d. C.; y a.e.c., en lugar de a. C. Tambin se hace referencia al Antiguo Testamento con los trminos ms apropiados Biblia hebrea o Es-crituras hebreas.

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    Introduccin

    Es un milagro que no sepamos nada acerca del hombre llamado Jess de Nazaret. El predicador ambulante, que vagaba de pueblo en pueblo, clamando sobre el fin del mundo, acompaado por una banda de andrajosos seguidores, era una estampa comn en la poca de Jess; tan comn, de hecho, que se convirti en una especie de caricatura entre la lite romana. En un fragmento cmico precisa-mente sobre esta figura, el filsofo griego Celso imagina a un santn judo vagabundeando por la campia galilea, gritndole al viento: Yo soy Dios, o el servidor de Dios, o un espritu divino. Pero he venido porque el mundo est agonizando, a punto de la destruccin. Y vosotros pronto me veris llegar con el poder del cielo.

    El siglo i fue una era de expectativas apocalpticas entre los judos de Palestina, la denominacin romana del extenso territorio que in-cluye el moderno Israel/Palestina, as como gran parte de Jordania, Siria y Lbano. Innumerables profetas, predicadores y mesas vagaban por Tierra Santa, difundiendo mensajes sobre la inminencia del juicio divino. A muchos de los falsos mesas los conocemos por sus nom-bres. A varios de ellos, incluso se los menciona en el Nuevo Testa-mento. El profeta Teudas, segn Hechos de los Apstoles, tena cua-trocientos discpulos antes de que Roma lo capturase y lo decapitase. Un carismtico y misterioso personaje conocido nicamente como el Egipcio form un ejrcito de seguidores en el desierto, la prc-tica totalidad de los cuales fueron masacrados por las tropas romanas. En el 4 a.e.c., ao en que la mayora de los investigadores creen que naci Jess de Nazaret, un humilde pastor llamado Atronges se puso una diadema en la cabeza y se coron a s mismo como rey de los

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    judos; tanto l como sus seguidores fueron brutalmente asesinados por una legin de soldados. Otro aspirante a mesas, llamado senci-llamente el Samaritano, fue crucificado por Poncio Pilato, pese a que no form ningn ejrcito ni desafi a Roma de ninguna manera, lo que indica que las autoridades, percibiendo en el aire la fiebre apocalptica, se haban vuelto extremadamente sensibles a cualquier indicio de sedicin. Estaban tambin Ezequas, el jefe de los bando-leros; Simn de Perea; Judas el Galileo; su nieto Menahem, Simn bar* Giora y Simn bar Kojba, todos los cuales confesaron tener ambiciones mesinicas y todos los cuales fueron ejecutados por Roma debido a ellas. A esta lista puede aadirse la secta de los esenios, al-gunos de cuyos miembros vivan recluidos en lo alto de la desrtica planicie de Qumrn, en la orilla noroeste del mar Muerto; el partido judo revolucionario de la primera centuria, conocido como los ze-lotes, que contribuy al lanzamiento de una sangrienta guerra contra Roma; y los temibles bandidos y asesinos que los romanos apodaron los sicarios (hombres de la daga o cuchilleros),** y el cuadro que sur-ge de la Palestina del siglo i es el de una poca inundada de energa mesinica.

    Es difcil situar a Jess de Nazaret exactamente en alguno de los movimientos poltico-religiosos conocidos de su tiempo. Era un hombre de profundas contradicciones: un da predicaba un mensaje de exclusin racial (No fui enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel; Mateo 15:24), y al siguiente, uno de benevolente universalismo (Id y haced discpulos entre todas las naciones, Ma-teo 28:19); en ocasiones, llamando a la paz incondicional (Bien-aventurados los pacificadores, porque ellos sern llamados hijos de Dios, Mateo 5:9), otras, promoviendo la violencia y el conflicto (Y el que nada tenga, que venda su capa y compre una espada; Lucas 22:36).

    * Bar, al igual que ben, significa en hebreo hijo (de). Ambos trminos identifican la procedencia de los judos de la antigedad y hasta el medievo, ya que no usaban apellidos. (N. de la T.)

    ** De la palabra hebrea sic, que significa daga, cuchillo, navaja o arma blan-ca, en general. (N. de la T.)

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    El problema al tratar de precisar la figura del Jess histrico es que, fuera del Nuevo Testamento, prcticamente no existe ni rastro del hombre que habra de alterar tan definitivamente el curso de la historia humana. La primera y ms fiable alusin no bblica a Jess procede del historiador del siglo i Flavio Josefo (100e.c.).

    En un breve pasaje tangencial de su obra Antigedades, Josefo escribe sobre un malvado sumo sacerdote judo llamado Ananas que, despus de la muerte del gobernador romano Festo, conden ilegal-mente a cierto Santiago, el hermano de Jess, uno al que llaman el mesas, a morir lapidado por haber quebrantado la ley. El fragmen-to sigue relatando qu le ocurri a Ananas despus de que el nuevo gobernador, Albino, llegara finalmente a Jerusaln.

    Por muy fugaz y despectiva que pueda ser esta alusin (la expre-sin uno al que llaman mesas manifiesta un claro desdn), sin embargo tiene un enorme significado para quienes buscan cualquier huella del Jess histrico. En una sociedad sin apellidos, un nombre tan comn como Santiago requiere un apelativo especfico un lu-gar de nacimiento o el nombre del padre para distinguirlo de otras personas del mismo nombre que circularan por Palestina (como por ejemplo, Jess de Nazaret). En este caso, el apelativo de Santiago procede de su vnculo fraternal con alguien que Josefo asume le sera familiar a su pblico. El fragmento no slo prueba que Jess, uno al que llaman mesas, probablemente existi, sino que en el ao 94e.c., cuando fueron escritas las Antigedades, era ampliamente reconocido como el fundador de un nuevo y perdurable movimiento.

    Es dicho movimiento, no su fundador, el que recibi la atencin de historiadores del siglo ii, como Tcito (m. 118) y Plinio el Joven (m. 113), que mencionan a Jess de Nazaret, pero revelan poco sobre l, salvo que fue detenido y ejecutado; una importante nota histrica, como veremos, pero que arroja poca luz sobre los detalles de su vida. Por lo tanto, no nos queda ms que la informacin que pueda recogerse del Nuevo Testamento.

    El primer testimonio escrito que tenemos sobre Jess de Nazaret procede de las epstolas de Pablo, un temprano seguidor de Jess que muri en algn momento en torno al ao 66e.c. (Su primera eps-tola, I Tesalonicenses, puede datarse entre el 48 y el 50e.c., un par

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    de dcadas despus de la muerte de Jess.) Lo malo de Pablo es que demuestra una extraordinaria falta de inters en el Jess histrico. Solamente tres episodios de la vida de Jess se mencionan en sus epstolas: la ltima Cena (I Corintios 11:23-26), la crucifixin (I Corintios 2:2) y, lo que es fundamental para Pablo, la resurreccin, sin la cual, asegura, vana es entonces nuestra prdica, vana es tam-bin vuestra fe (I Corintios 15:14). Pablo puede ser tambin una magnfica fuente para los interesados en la primitiva formacin del cristianismo, pero es una mala gua para descubrir al Jess histrico.

    Eso nos deja los evangelios, que presentan tambin su problem-tica propia. Para empezar, con la posible excepcin de Lucas, ninguno de los evangelios fue escrito por la persona con cuyo nombre se lo denomina. En realidad, sucede lo mismo en casi todos los libros del Nuevo Testamento. Lo que se ha dado en llamar obras seudoepigr-ficas es decir, las atribuidas a un autor concreto, aunque ste no las hubiera escrito eran extremadamente comunes en el mundo antiguo y eso no significa que debe pensarse que son falsas. Incluir en el ttulo de una obra el nombre de una persona era la manera habitual de indicar que la obra reflejaba las creencias de dicha persona o que representaba su pensamiento. En cualquier caso, los evangelios no estn ni fueron nunca pensados para servir como documentacin his-trica sobre la vida de Jess. No son relatos de testigos presenciales de las palabras y acciones de Jess, escritos por personas que lo cono-cieron. Son testimonios de fe, compuestos por comunidades de cre-yentes y escritos muchos aos despus de los acontecimientos que describen. Por decirlo simplemente, los evangelios nos hablan sobre Jess el Cristo, no sobre Jess el hombre.

    La teora ms ampliamente aceptada sobre la elaboracin de los evangelios, la teora de las dos fuentes, sostiene que el relato de Marcos fue escrito inicialmente en algn momento posterior al 70e.c., unos cuarenta aos despus de la muerte de Jess. Marcos tena a su disposicin una serie de tradiciones orales, y puede que tambin unas cuantas escritas, que haban ido circulando entre los primeros seguidores de Jess durante aos. Aadiendo una narracin cronolgica a esa mezcla de tradiciones, Marcos cre un gnero lite-rario enteramente nuevo, llamado evangelio, que en griego significa

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    buena nueva. Sin embargo, el Evangelio de Marcos es corto y algo insatisfactorio para muchos cristianos. No hay en l relatos de la in-fancia de Jess, que se limita a presentarse un da en la orilla del ro Jordn para que lo bautice Juan el Bautista. No hay apariciones tras la resurreccin. Jess es crucificado. Su cuerpo se deposita en una tumba. A los pocos das, la tumba est vaca. Hasta los primitivos cristianos necesitaban algo ms que ese parco relato sobre la vida de Jess y su ministerio, de modo que se dej a los sucesores de Marcos Mateo y Lucas la mejora del texto original.

    Dos dcadas despus de Marcos, entre el 90 y el 100e.c., los autores de los evangelios de Marcos y Lucas, trabajando indepen-dientemente uno del otro y con el manuscrito de Marcos como modelo, actualizaron la historia del evangelio, aadindole sus pro-pias tradiciones , incluyendo dos relatos distintos y contradictorios de la infancia de Jess, al igual que una serie de complejas historias de la resurreccin, para satisfacer a sus lectores cristianos. Mateo y Lu-cas tambin se basaron en lo que debi ser una primitiva coleccin, que fue ampliamente difundida, de las palabras de Jess, que los investigadores denominaron Q (del alemn Quelle, o sea, fuente). Pese a que no contamos con ningn ejemplar tangible de ese docu-mento, podemos inferir su contenido recopilando los versculos que comparten Mateo y Lucas, pero que no aparecen en Marcos.

    Estos tres evangelios juntos los de Marcos, Mateo y Lucas se conocen como sinpticos (en griego, vistos juntos), porque presen-tan un relato y una cronologa ms o menos coincidentes sobre la vida y el ministerio de Jess, muy distintos del cuarto evangelio, el de Juan, probablemente escrito poco antes de que acabara el siglo i, entre los aos 100 y 120e.c.

    sos son, pues, los evangelios cannicos. Pero no son los nicos. Hoy tenemos acceso a una completa biblioteca de escrituras no ca-nnicas, en su mayora de los siglos ii y iii, que ofrecen una perspec-tiva enteramente distinta de la vida de Jess de Nazaret. Incluyen el Evangelio de Toms, el Evangelio de Felipe, el Libro Secreto de Juan, el Evangelio de Mara Magdalena y multitud de otros escritos denominados gnsticos, manuscritos cristianos descubiertos en el Alto Egipto, cerca de la localidad de Nag Hammadi, en 1945. Pese

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    a que han quedado fuera de lo que se convertira en el Nuevo Testa-mento, esos libros son importantes porque demuestran las radicales divergencias de opinin que existen acerca de quin fue Jess y el significado de su figura, incluso entre aquellos que declaraban haber-lo acompaado en su camino, haber compartido su pan y comido con l, escuchado sus palabras y rezado junto a l.

    Al final, slo hay dos contundentes hechos histricos sobre Jess de Nazaret en los cuales podemos confiar con seguridad: el primero es que Jess fue un judo, que lider un movimiento popular judo en Palestina, al comienzo de la primera centuria de la era comn; el segundo es que Roma lo crucific por ello. Esos dos hechos, por s mismos, no ofrecen un retrato completo de la vida del hombre que vivi hace dos mil aos. Pero si se combinan con todo lo que sabe-mos sobre la tumultuosa poca en la que Jess vivi y gracias a los romanos, sabemos mucho, pueden contribuir a pintar un retrato de Jess de Nazaret ms preciso histricamente que el que nos ofre-cen los evangelios. De hecho, el Jess que surge de ese ejercicio histrico un revolucionario zelote involucrado, como todos los judos de aquel momento, en la vorgine religiosa y poltica de la Palestina del sigloi guarda poca semejanza con la imagen del ama-ble pastor cultivada por las primeras comunidades cristianas.

    Es preciso considerar lo siguiente: la crucifixin era una pena que Roma reservaba casi exclusivamente para los delitos de sedicin. La placa que los romanos colocaron encima de la cabeza de Jess mien-tras l se retorca de dolor Rey de los judos se llamaba titulus y, contra lo que se suele creer, no era un sarcasmo. A cada delincuen-te que colgaba de una cruz se le pona una placa, indicando el delito especfico por el cual lo ejecutaban. El delito de Jess, a ojos de los romanos, era haber intentado ser rey (es decir, traicin), el mismo crimen por el que fueron ejecutados casi todos los dems aspirantes a mesas de aquel tiempo. Jess tampoco muri solo. Los evangelios explican que a cada lado de Jess colgaban unos hombres que se llamaban lestai, una palabra griega que se suele traducir como la-drones, pero que en realidad significa bandidos y que era la de-nominacin ms comn de Roma para los insurrectos o rebeldes.

    Tres rebeldes en una colina cubierta por cruces, cada una de las

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    cuales soportaba el cuerpo torturado y ensangrentado de un hombre que se haba atrevido a desafiar el poder de Roma. Esa sola imagen basta para arrojar dudas sobre el retrato que los evangelios ofrecen de Jess como alguien incondicionalmente pacfico, casi completa-mente aislado de los disturbios de su tiempo. La idea de que el jefe de un movimiento mesinico popular, que llamaba a la instaura-cin de un reino de Dios un trmino que debi ser entendido por judos y gentiles como una rebelin implcita contra Roma, pudiera permanecer al margen del fervor revolucionario que se haba apoderado de la prctica totalidad de los judos de Judea es sencilla-mente ridcula.

    Por qu los autores de los evangelios habran ido tan lejos para moderar el carcter revolucionario del mensaje y el movimiento de Jess? Para responder a esta pregunta necesitamos, en primer lugar, reconocer que casi todos los relatos evanglicos sobre la vida y la misin de Jess de Nazaret fueron elaborados despus de la rebelin contra Roma del ao 66e.c. Ese ao, una banda de judos rebeldes, imbuidos de fervor por Dios, incitaron a sus compaeros tambin judos a la rebelin. Milagrosamente, los rebeldes consiguieron libe-rar Tierra Santa de la ocupacin romana. Durante cuatro aos glo-riosos, la ciudad de Dios estuvo nuevamente bajo control judo. Pero luego, en el 70e.c., los romanos regresaron. Despus de un breve sitio de Jerusaln, los soldados quebrantaron las defensas de la ciudad y desataron una orga de violencia contra sus residentes. Sacrificaron como animales a todos cuantos se cruzaron en su camino, amonto-nando cadveres en el monte del Templo. Un ro de sangre fluy por las calles adoquinadas. Cuando acab la masacre, los soldados incen-diaron el templo de Dios. El fuego se extendi hasta ms all del monte del Templo y se propag por la campia de Jerusaln, las granjas, los olivos. Ardi todo. Tan completa fue la devastacin per-petrada en la Ciudad Santa que Josefo escribi que no haba quedado nada que probase que Jerusaln haba sido habitada alguna vez. De-cenas de miles de judos fueron masacrados. Los dems fueron expul-sados de la ciudad cubiertos de cadenas.

    El trauma espiritual que debieron afrontar los judos al despertar de ese catastrfico evento es difcil de imaginar. Exiliados de la tierra

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    que les haba sido prometida por Dios, forzados a vivir marginados entre los paganos del Imperio romano, los rabinos del sigloii, gra-dual y deliberadamente, alejaron el judasmo del nacionalismo radical mesinico que haba puesto en marcha el infortunado intento de la guerra contra Roma. La Tor* reemplaz al templo como centro de la vida juda, y surgi el judasmo rabnico.

    Tambin los cristianos sentan la necesidad de distanciarse del fervor revolucionario que haba llevado al saqueo de Jerusaln, no slo porque eso permiti a la Iglesia primitiva evitar la clera de una Roma profundamente vengativa, sino tambin porque con la religin juda convertida en paria, los romanos se convirtieron en el primer objetivo de la evangelizacin eclesistica. As comenz el largo pro-ceso de transformar a Jess, de un nacionalista revolucionario judo en un pacfico lder espiritual, sin inters en ningn asunto terrenal. se era un Jess que los romanos podan aceptar, y de hecho lo hi-cieron al cabo de tres siglos, cuando el emperador romano Flavio Teodosio (m. 395) convirti el movimiento de los predicadores ju-dos ambulantes en religin oficial del Estado, y naci lo que hoy reconocemos como cristianismo ortodoxo.

    Este libro es un intento de recuperar, en la medida de lo posible, al Jess de la historia, al Jess anterior al cristianismo: la conciencia poltica revolucionaria juda que, hace dos mil aos, anduvo por la campia galilea, reuniendo seguidores para un movimiento mesini-co, con el objetivo de establecer el reino de Dios, pero cuya misin fracas cuando, despus de una entrada subversiva en Jerusaln y un ataque sin tapujos al templo, fue detenido y ejecutado por Roma, por el delito de sedicin. Tambin trata de cmo las consecuencias del fracaso de Jess para establecer el reinado de Dios en la tierra lleva-ron a sus discpulos a la reinterpretacin no slo de su misin e iden-tidad, sino tambin de la verdadera naturaleza del mesas judo.

    Hay quienes consideran que un empeo como ste es una pr-dida de tiempo, pues creen que el Jess de la historia est irremedia-blemente perdido y es imposible de recuperar. Lejos quedan los

    * Trmino hebreo que designa al Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia hebrea: Gnesis, xodo, Levtico, Nmeros y Deuteronomio. (N. de la T.)

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    estimulantes das de la bsqueda del Jess histrico, cuando los investigadores afirmaban confiados que los instrumentos cientficos modernos y la investigacin histrica nos permitiran descubrir la verdadera identidad de Jess. El Jess real ya no interesa, argumen-tan los investigadores. En lugar de eso, debemos centrarnos en el nico Jess que nos es accesible: Jess el Cristo.

    Doy por sentado que escribir una biografa de Jess de Nazaret no es como escribir una biografa de Napolen Bonaparte. La tarea es algo semejante a armar un inmenso puzzle teniendo solamente unas cuantas piezas en la mano; uno no tiene ms opcin que com-pletarlo basndose en las mejores conjeturas sobre cmo podra ser la imagen entera. Al eminente telogo cristino Rudolf Bultmann le gustaba decir que la bsqueda del Jess histrico es, en definitiva, una bsqueda interior. Los investigadores tienden a ver al Jess que quieren ver. Con demasiada frecuencia se ven a s mismos su propio reflejo en la imagen de Jess que construyen.

    Sin embargo, las mejores conjeturas pueden bastar para, por lo menos, cuestionar nuestros supuestos ms bsicos sobre Jess de Na-zaret. Si exponemos los argumentos de los evangelios al calor de los anlisis histricos, podemos purgar las Escrituras de sus florituras li-terarias y teolgicas y delinear un cuadro mucho ms preciso del Jess de la historia. De hecho, si nos comprometemos firmemente a situar a Jess dentro del contexto social, religioso y poltico de la poca en la que vivi marcada por una revuelta contra Roma que transfor-mara para siempre la fe y la prctica del judasmo, entonces, de alguna manera, su biografa se escribira por s sola.

    Puede que el Jess que an no ha sido descubierto no sea el que esperamos; ciertamente no ser el Jess que muchos cristianos mo-dernos reconoceran. Pero, en definitiva, es el nico Jess al que podemos acceder utilizando medios histricos.

    Todo lo dems es cuestin de fe.

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    Cronologa

    164 a.e.c. Rebelin de los Macabeos

    140 Fundacin de la dinasta asmonea

    63 Pompeyo el Grande conquista Jerusaln

    37 Herodes el Grande es nombrado rey de los judos

    4 Muere Herodes el Grande

    4 Rebelin de Judas el Galileo

    4 a.e.c. 6e.c.: Nacimiento de Jess de Nazaret

    6e.c.: Judea se convierte oficialmente en provincia romana

    10 Sforis se convierte en la primera sede real de Herodes Antipas

    18 Designacin de Jos Caifs como sumo sacerdote

    20 Tiberades se convierte en la segunda sede real de Herodes Antipas

    26 Poncio Pilato se convierte en gobernador (prefecto) de Jerusaln

    26-28 Inicio del ministerio de Juan el Bautista

    28-30 Inicio del ministerio de Jess de Nazaret

    30-33 Muerte de Jess de Nazaret

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    36 Rebelin de los samaritanos

    37 Conversin de Saulo de Tarso (san Pablo)

    44 Rebelin de Teudas

    46 Rebelin de Jacob y Simn, hijos de Judas el Galileo

    48 Pablo escribe su primera epstola: I Tesalonicenses

    56 Asesinato del sumo sacerdote Jonatn

    56 Pablo escribe la ltima epstola: Romanos

    57 Rebelin del Egipcio

    62 Muerte de Santiago, el hermano de Jess

    66 Muerte de Pablo y de Pedro apstol en Roma

    66 La Gran Revuelta Juda

    70 Destruccin de Jerusaln

    70-71 Redaccin del Evangelio de Marcos

    73 Los romanos capturan Masada

    80-90 Redaccin de la epstola de Santiago

    90-100 Redaccin de los evangelios de Marcos y Lucas

    94 Josefo escribe las Antigedades

    100-120 Redaccin del Evangelio de Juan

    132 Rebelin de Simn bar Kojba

    300 Compiladas las Pseudo Clementinas

    313 El emperador Constantino emite el Edicto de Miln

    325 Concilio de Nicea

    398 Concilio de Hipona

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  • PRIMERA PARTE

    Despierta! Despierta!Vstete de poder, oh, Sin!Vstete tu ropa hermosa, oh, Jerusaln, ciudad santa;porque nunca ms vendr a ti incircunciso ni inmundo.Sacdete del polvo; levntate,oh, cautiva Jerusaln;suelta las ataduras de tu cuello,oh, cautiva hija de Sin.

    isaas 52:1-2

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    Prlogo

    Otra clase de sacrificio

    La guerra contra Roma no comenz con un choque de espadas, sino con el toque de una daga extrada de la capa de un asesino.Temporada de festividades en Jerusaln: poca en que los judos

    de todo el Mediterrneo convergen en la Ciudad Santa, llevando fragantes ofrendas a Dios. En el antiguo culto judo hay una serie de prcticas y celebraciones anuales que nicamente pueden realizarse aqu, en el interior del Templo de Jerusaln, en presencia del sumo sacerdote, que acumula en los das de fiesta ms sagrados Pascua, Pentecosts, el festival de la cosecha de Sucot o Fiesta de las Caba-as todo lo que pueda embolsarse en forma de pinges honorarios, o diezmo, como sola llamarlo, por sus molestias. Y qu molesto era todo aquello! En tales das, la poblacin de la ciudad poda crecer en ms de un milln de personas. Se necesitaba todo el esfuerzo de los mozos y el cuerpo sacerdotal en pleno para contener las avalanchas de los peregrinos que deban atravesar las puertas de Hulda, en la muralla sur del templo, para conducir a ese rebao por las oscuras y cavernosas galeras situadas bajo la plaza del Templo y guiarlos hacia arriba, por el doble tramo de escaleras que lleva a la plaza pblica y al mercado, conocido como el patio de los Gentiles.

    El Templo de Jerusaln es una estructura ms o menos rectan-gular, de unos quinientos metros de largo por trescientos de ancho, que se yergue en lo alto del monte Mori, en el extremo oriental de la Ciudad Santa. Sus murallas exteriores estn enmarcadas por prti-cos cubiertos, cuyos tejados de losa se sostienen mediante hileras e hileras de relucientes columnas de piedra blanca, para proteger a las masas del sol inmisericorde. En el flanco sur del templo est el ms

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    ornamentado y el mayor de los prticos, el prtico Real, con una altura de dos plantas, semejante a una gran sala de planta basilical, al tpico estilo romano. sa es la zona administrativa del Sanedrn, el supremo cuerpo religioso y el ms alto tribunal de justicia de la na-cin juda. Tambin es ah donde los mercaderes y sucios cambistas de moneda estn a la espera de quienes se dirigen hacia las escaleras subterrneas que conducen a la espaciosa y soleada plaza.

    Los cambistas tienen un papel vital en el templo. Cobrndote una tasa, te cambiarn tus monedas extranjeras impuras por el shekel, el siclo hebreo, nica moneda admitida por las autoridades del tem-plo. Tambin recaudan el impuesto de medio siclo que todo adulto varn debe pagar para mantener la pompa y el espectculo de todo lo que uno ve a su alrededor: las montaas de incienso ardiendo y los incesantes sacrificios, las libaciones de vino y las ofrendas de las pri-micias de los frutos, el coro de levitas entonando salmos de agrade-cimiento y las orquestas que taen las liras y cmbalos que los acom-paan. Alguien tiene que pagar esas cosas tan necesarias. Alguien tiene que asumir el coste de las ardientes ofrendas que tanto compla-cen al Seor.

    Con el dinero recin cambiado en la mano, ya somos libres para examinar los corrales alineados a lo largo de las murallas perifricas y comprar lo que vayamos a sacrificar: una paloma, una oveja, depende del tamao de nuestro bolsillo o del tamao de nuestros pecados. Si lo segundo excede a lo primero, no hay que desesperar. Los cambis-tas estn encantados de ofrecer el crdito necesario para acrecentar el valor de la ofrenda. Hay un cdigo estrictamente legal que regula los animales que se pueden comprar para la bendita ocasin. Tienen que estar libres de manchas. Deben ser domsticos, no salvajes. No pueden ser bestias de carga. Ya sea un buey o un toro, carnero u oveja, deben haber sido criados nicamente para este propsito. No son baratos. Por qu habran de serlo? El sacrificio en el templo es un objetivo primordial. Es la verdadera razn de ser del templo. Los cnticos, las plegarias, las lecturas, cualquier ritual que tiene lugar aqu, est al servicio de este rito singular y absolutamente vital. La li-bacin de sangre no slo elimina los pecados, limpia la tierra. La ali-menta, renovndola y mejorndola, protegindonos a todos de la se-

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    qua o el hambre, o de algo an peor. El ciclo de la vida y la muerte que el Seor en su omnisciencia ha decretado depende por completo de los sacrificios. No es el momento de escatimar.

    As pues, compra tu ofrenda, y ms vale que sea buena. Entrga-sela a uno de los sacerdotes de blancas vestiduras que circulan por la plaza del Templo. Ellos son los descendientes de Aarn, el hermano de Moiss, responsables de mantener los ritos cotidianos del templo: hacer que arda el incienso, que se enciendan las lmparas, que suenen las trompetas y, por supuesto, que se lleven a cabo los sacrificios que se ofrendan. El sacerdocio es una dignidad hereditaria, pero no esca-sean, desde luego, los sacerdotes durante la temporada de festivida-des, cuando llegan en tropel, desde sitios distantes, para ayudar en las celebraciones. El templo est abarrotado de ellos, las veinticuatro horas, ya que se van turnando para asegurarse de que los fuegos de los sacrificios se mantengan encendidos da y noche.

    El templo est construido como una serie de patios en distintos niveles, cada uno ms estrecho, ms elevado y ms limitado que el anterior. El ms perifrico, el patio de los Gentiles, donde se adquie-ren los sacrificios, es una plaza amplia abierta a todos, independien-temente de su raza o religin. Si eres judo, sin ninguna tara fsica (no eres leproso ni paraltico) y te has purificado apropiadamente con un bao ritual, puedes seguir al sacerdote con su ofrenda a travs de una cerca en forma de celosa de piedra y pasar al siguiente patio, el de las Mujeres (una placa en la cerca advierte a todos los dems que no vayan ms all del patio exterior o se arriesgan a la pena de muerte). Aqu es donde se almacenan la madera y el aceite para los sacrificios. Tambin es lo ms lejos que puede adentrarse cualquier mujer juda en el templo; los hombres judos pueden continuar subiendo por una estrecha escalera semicircular y cruzar la puerta de Nicanor para ac-ceder al interior del patio de los Israelitas.

    Es lo ms cerca que estars nunca de la presencia de Dios. El hedor a carne es imposible de ignorar. Se adhiere a la piel, el pelo, y se convierte es una pestilente carga que no podrs quitarte fcil-mente de encima. Los sacerdotes encienden incienso para evitar el hedor y la enfermedad, pero la mezcla de mirra y canela, azafrn e incienso no consigue enmascarar la insoportable fetidez de la ma-

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    tanza. Aun as, es importante estar donde ests y ser testigo de que tu sacrificio se oficia en el patio contiguo, el de los Sacerdotes. La entrada al mismo se permite nicamente a los sacerdotes y a los funcionarios del templo, porque ah es donde est el altar: un pe-destal con cuatro cuernos, hecho de bronce y madera, de cinco codos de largo por cinco de ancho, que expulsa al aire densas nubes de humo negro.

    El sacerdote lleva tu sacrificio hasta una esquina y se lava en un recipiente prximo. Acto seguido, con una sencilla oracin, corta el cuello del animal. Un ayudante recoge la sangre en un cuenco para salpicar con ella los cuernos de las cuatro esquinas del altar, mientras el sacerdote destripa y desmiembra cuidadosamente el cadver. La piel del animal se conserva; alcanzar un buen precio en el mercado. Las entraas y el tejido graso se eliminan, se suben por una rampa hasta el altar y se colocan directamente encima del fuego eterno. La carne de la bestia se extrae cuidadosamente y se aparta para el festn que los sacerdotes celebrarn despus de la ceremonia.

    La liturgia se realiza enteramente frente al patio ms interior, el sanctasanctrum, una columna de oro y plata en el corazn mismo del complejo del templo. El santuario es el punto ms elevado de toda Jerusaln. Sus puertas estn tapizadas con tela de color prpura y escarlata, con bordados que representan la rueda del zodaco y una panormica de los cielos. Es ah donde se concentra fsicamente la gloria de Dios. Es el punto donde se unen los reinos del cielo y de la tierra, el centro de toda la creacin. El Arca de la Alianza, que contiene los mandamientos de Dios, estuvo aqu en otro tiempo, pero se perdi hace mucho. Ahora no hay nada en el santuario. Es un vasto espacio vaco que sirve para canalizar la presencia de Dios, para canalizar su espritu divino desde los cielos y llevarlo en ondas con-cntricas que atraviesan las cmaras del templo, el patio de los Sacer-dotes y el patio de los Israelitas, el patio de las Mujeres y el patio de los Gentiles, para luego superar las murallas porticadas del templo y descender hacia la ciudad de Jerusaln, cruzar los campos de Judea hacia Samaria e Idumea, Perea y Galilea, atravesar el ilimitado impe-rio de la poderosa Roma y alcanzar el resto del mundo, a todos los pueblos y naciones, todos ellos lo mismo judos que gentiles ali-

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    mentados y sostenidos por el espritu del Seor de la Creacin, un espritu que se nutre de una fuente nica y de ninguna otra: el san-tuario interior, el sanctasanctrum, que est en el interior del templo, en la sagrada ciudad de Jerusaln.

    La entrada al sanctasanctrum le est prohibida a todos, excepto al sumo sacerdote, que en este momento, 56e.c., es un joven llama-do Jonatn ben Ananas. Como muchos de sus recientes predeceso-res, Jonatn compr directamente su puesto a Roma, y por un precio considerable, sin duda. La dignidad de sumo sacerdote es lucrativa, limitada a un puado de familias nobles que van pasndose el cargo entre ellos hereditariamente (los dems sacerdotes suelen ser de or-genes ms modestos).

    El papel del templo en la vida juda no puede subestimarse. Les sirve a los judos como calendario y reloj: sus rituales marcan el ciclo anual y configura las actividades del da a da de cada uno de los ha-bitantes de Jerusaln. Es el centro del comercio de toda Judea, su institucin financiera principal y su mayor banco. El templo es tanto la morada del Dios de Israel como el sitio donde se asientan las aspi-raciones nacionalistas de Israel; no slo alberga las Sagradas Escritu-ras y los Rollos de la Ley que mantienen el culto judo, sino que es el principal depsito de los documentos legales, los anales histricos y los registros genealgicos de la nacin juda.

    A diferencia de sus vecinos paganos, los judos no tienen una multitud de templos dispersos por todo el pas. Hay un solo centro de culto, una fuente nica de la divina presencia, un sitio singular y exclusivo donde un judo puede tener comunin con el Dios vivo. Judea es, para cualquier intencin o propsito, un estado-templo. El mismsimo trmino teocracia fue acuado para describir a Jerusa-ln. Algunas personas confiaron los supremos poderes polticos a monarquas escribi el historiador judo del siglo i Flavio Josefo, otros a oligarquas, y aun otros a las masas [democracia]. A nuestro legislador [Dios], no obstante, no le atraa ninguna de esas formas polticas, sino que ha dado a su constitucin la forma de lo que (si se me permite una expresin artificial) puede denominarse una teocra-cia [theocratia], que deposita toda la soberana y la autoridad en las manos de Dios.

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    Hay que ver el templo como una especie de Estado feudal, que emplea a miles de sacerdotes, cantores, mozos, sirvientes y ministros, a la vez que mantiene enormes extensiones de tierra frtil, cultivadas por esclavos del templo, en nombre del sumo sacerdote y para su beneficio. Si a ello aadimos los ingresos extrados de los impuestos del templo y la constante afluencia de regalos y ofrendas de visitantes y peregrinos sin mencionar las enormes sumas que pasan por las manos de los mercaderes y cambistas, de las cuales el templo percibe una parte, es fcil entender por qu tantos judos consideran a la aristocracia sacerdotal en su totalidad y al sumo sacerdote en parti-cular una banda de avariciosos amantes del lujo, por citar a Josefo.

    Si nos imaginamos al sumo sacerdote Jonatn, de pie ante el al-tar, con el incienso ardiendo en su mano, es fcil ver de dnde pro-cede esa hostilidad. Incluso sus vestiduras sacerdotales, que le han traspasado sus ricos predecesores, confirman la opulencia del sumo sacerdote. La larga tnica sin mangas, teida de prpura (el color de los reyes) y ribeteada con delicadas borlas y minsculas campanillas de oro cosidas en el dobladillo; el costoso pectoral, con doce piedras preciosas incrustadas, una por cada tribu de Israel; el inmaculado turbante colocado encima de su cabeza como una tiara, que tiene en el frontal una placa de oro, donde est grabado el inefable nombre de Dios; los urim y thummim, una especie de dados sagrados, he-chos de madera y hueso, que el sumo sacerdote lleva en una bolsa cerca de su pecho y a travs de los cuales revela la voluntad de Dios, echndolos a suertes; todos esos smbolos de ostentacin estn pen-sados para representar el exclusivo acceso del sumo sacerdote a Dios. Son lo que hacen de l alguien diferente, lo sitan aparte de cualquier otro judo del mundo.

    Por esta razn slo el sumo sacerdote puede entrar en el sancta-sanctrum y un solo da del ao, en Yom Kipur, el Da de la Expia-cin, cuando se limpian todos los pecados de Israel. En ese da, el sumo sacerdote se presenta ante Dios para hacer expiacin por toda la nacin. Si es merecedor de la bendicin divina, los pecados de Is-rael sern perdonados. Si no lo es, una larga cuerda atada a su cintu-ra permite que, si Dios le quita la vida, se pueda sacar su cadver ti-rando de ella, sin que nadie entre al santuario y lo contamine.

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    Por supuesto, ese da, el sumo sacerdote muri, aunque al pare-cer no fue por la mano de Dios.

    Una vez completadas las bendiciones sacerdotales y cantado el shema (Oye, Israel, el Seor es nuestro Dios, el Seor es uno), el sumo sacerdote Jonatn se aleja del altar y baja la rampa hacia los patios exteriores del templo. Cuando llega al patio de los Gentiles lo engu-lle un exaltado frenes. Los guardias del templo forman una barrera de pureza a su alrededor, protegindolo de las impuras manos de las masas. Aun as es fcil para el asesino seguirle el rastro. No necesita guiarse por el cegador reflejo de sus vestiduras cubiertas de alhajas. Solamente le hace falta or el tintineo de las campanillas del dobladi-llo de su tnica. Esa peculiar meloda es la seal inequvoca de que el sumo sacerdote est a punto de llegar. De que est a su alcance.

    El asesino se abre paso a codazos entre la muchedumbre hasta situarse lo bastante cerca de Jonatn como para agarrar las sagradas vestiduras con una mano invisible, apartarlo de la guardia del templo y mantenerlo inmvil el tiempo justo para desenvainar la daga y des-lizarla a travs de su garganta. Otra clase de sacrificio.

    Antes de que la sangre del sumo sacerdote se derrame en el sue-lo del templo, antes de que los guardias puedan reaccionar a la inte-rrupcin del avance del sacerdote, antes de que nadie en el patio se entere de lo que ha ocurrido, el asesino ya se ha mezclado entre la multitud.

    Y no es de extraar que sea l quien grita primero: Asesino!

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    Un agujero en un rincn

    Quin asesin a Jonatn ben Ananas cuando recorra el monte del templo en el ao 56e.c.? No hay duda de que haba mu-chos en Jerusaln que anhelaban matar al rapaz sumo sacerdote, y a ms de uno le hubiera gustado eliminar por entero al abultado cuer-po sacerdotal del templo. Pero lo que nunca debe olvidarse al hablar de la Palestina del siglo i es que esta tierra esta tierra santa desde donde el espritu de Dios flota hacia el resto del mundo era terri-torio ocupado. Haba legiones romanas acuarteladas en toda Judea. Unos seiscientos soldados romanos vivan en lo alto del propio mon-te del templo, en el interior de los altos muros de piedra de la forta-leza Antonia, cuya esquina noroeste estaba adosada a la pared del templo. El centurin impuro que avanzaba con su capa roja y cora-za bruida por el patio de los Gentiles, rodeando con la mano la empuadora de su espada, no era un recordatorio sutil, por si se necesitaba alguno, acerca de quin gobernaba realmente ese lugar sagrado.

    La dominacin romana sobre Jerusaln comenz en el ao 63a.e.c., cuando el magistral estratega romano Pompeyo el Grande entr en la ciudad con sus legiones conquistadoras y puso sitio al templo. Para entonces, haca ya tiempo que Jerusaln haba pasado su apogeo econmico y cultural. El asentamiento cananeo que el rey David refund para establecerlo como sede de su reinado, la ciudad que traspas a su imprevisible hijo, Salomn, que construy el primer templo de Dios saqueado y destruido por los babilonios en el 586a.e.c., la ciudad que sirvi como capital religiosa, econmica y poltica de la nacin juda durante unos mil aos, en la poca en

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    que Pompeyo atraves sus puertas, era menos reconocida por su grandeza que por el fervor religioso de su problemtica poblacin.

    Situada en la meseta sur de las frondosas colinas de Judea, entre los picos gemelos del monte Scopus y el monte de los Olivos, y flan-queada por el valle de Cedrn al este y por el escarpado e imponente valle de Gehenna* al sur, Jerusaln, en la poca de la invasin roma-na, era el hogar de una poblacin estable de unas cien mil personas. Para los romanos era un punto irrelevante en el mapa imperial, una ciudad que el elocuente estadista Cicern despreci como un agu-jero en un rincn. Pero para los judos era el ombligo del mundo, el eje del universo. No haba ciudad ms singular, ms santa, ms venerable en el mundo entero que Jerusaln. Los viedos de color prpura cuyas retorcidas vides cubran las planicies, los bien labrados campos y los huertos multicolores estaban henchidos de almendros, higueras y olivos, y los verdes caaverales de papiro se mecan pere-zosamente a lo largo del ro Jordn: los judos no slo conocan y amaban profundamente cada aspecto de su tierra sagrada, sino que la reclamaban para s toda entera. Todo, desde las granjas de Galilea, pasando por las suaves colinas de Samaria y hasta los lejanos alrede-dores de Idumea, donde la Biblia dice que antao estuvieron las ciudades malditas de Sodoma y Gomorra, haba sido entregado a los judos por el Seor, pese a que, de hecho, ellos no gobernaban nin-guno de esos sitios, ni siquiera Jerusaln, donde era venerado el Dios verdadero. La ciudad que el Seor visti de esplendor y gloria y si-tu, como declar el profeta Ezequiel, en el centro de todas las naciones la sede eterna del reino de Dios en la tierra apenas era, al inicio del siglo i de nuestra era, una pequea provincia del pode-roso Imperio romano, y encima problemtica, situada en un lejano rincn del mismo.

    No es que Jerusaln no estuviera acostumbrada a las invasiones y ocupaciones. Pese al elevado lugar que ocupaba en el corazn de los judos, la verdad es que Jerusaln era poco menos que una insig-nificancia, que se iban traspasando una sucesin de reyes y empera-

    * Tambin llamado valle de Hinon, derivndose ambos nombres de la palabra hebrea ge-hinom que significa infierno. (N. de la T.)

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    dores, que se turnaban para saquear y expoliar la ciudad sagrada, mientras esperaban concretar ambiciones mucho ms importantes. En el ao 586a.e.c., los babilonios amos de Mesopotamia arra-saron Judea y destruyeron completamente tanto Jerusaln como su templo. Los babilonios fueron conquistados por los persas, que per-mitieron a los judos regresar a su amada ciudad y reconstruirla, no porque admirasen a los judos o se tomasen en serio su religin, sino porque consideraban a Jerusaln un punto irrelevante, que no inte-resaba ni inquietaba a un imperio que se extenda por toda Asia Cen-tral (aunque el profeta Isaas agradecera al rey persa Ciro que lo ungiera como mesas). El Imperio persa, y Jerusaln con l, cay ante los ejrcitos de Alejandro Magno, cuyos descendientes impregnaron la ciudad y sus habitantes de cultura e ideas griegas. A la muerte de Alejandro, en el 323a.e.c., Jerusaln se traspas como botn de gue-rra a la dinasta ptolemaica, que la gobern desde el lejano Egipto, aunque por poco tiempo. En el 198a.e.c., la ciudad fue arrebatada a los Ptolomeos por el rey selucida Antoco el Grande, cuyo hijo Antoco Epifanes se vea a s mismo como dios encarnado, y se esfor-z por acabar de una vez por todas con el culto al Dios judo en Je-rusaln. Pero los judos respondieron a esta blasfemia con una impla-cable guerra de guerrillas, liderada por los valientes hijos de Matatas el Asmoneo los Macabeos que recuperaron la Ciudad Santa de manos de los Selucidas en el 164a.e.c. y, por primera vez en cuatro siglos, restauraron la hegemona juda en Judea.

    Durante los siguientes cien aos, los Asmoneos gobernaron la tierra de Dios con mano de hierro. Eran reyes sacerdotes: todos ellos eran al mismo tiempo reyes de los judos y sumos sacerdotes del tem-plo. Pero cuando estall la guerra civil por el trono entre los herma-nos Hircano y Aristbulo, cada hermano intent, absurdamente, pedir ayuda a Roma. Pompeyo tom sus peticiones como una invi-tacin a apropiarse l de Jerusaln, lo que puso fin al breve perodo de dominio directo de los judos sobre la ciudad de Dios. En el 63a.e.c., Judea se convirti en un protectorado romano, y los ju-dos volvieron a ser un pueblo sojuzgado.

    La dominacin romana, que lleg despus de un siglo de inde-pendencia, no fue calurosamente recibida por los judos. La dinasta

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    asmonea fue abolida, pero Pompeyo permiti a Hircano mantener el cargo de sumo sacerdote, lo que contrari a los patridarios de Aris-tbulo, que iniciaron una serie de revueltas a las que Roma respondi con su brutalidad caracterstica: incendiando pueblos, masacrando rebeldes y esclavizando a la poblacin. Entre tanto, el abismo entre los hambrientos, endeudados y miserables trabajadores del campo y la rica clase social de la provincia que gobernaba Jerusaln creci an ms. La poltica habitual de Roma era forjar alianzas con los miem-bros de la aristocracia local en cada ciudad conquistada, hacindolos depender de los poderosos caciques romanos, por su poder y rique-zas. Al vincular sus intereses a los de las clases dirigentes, Roma se aseguraba de que los lderes locales estuvieran ms que interesados en mantener el sistema imperial. Por supuesto, en Jerusaln, la aris-tocracia local significaba, en mayor o menor medida, la clase sacer-dotal y, especficamente, el puado de ricas familias de sacerdotes que mantenan el culto del templo y que, como consecuencia, eran los encargados por Roma de recaudar los impuestos y tributos y de man-tener el orden entre la creciente poblacin opositora, tareas por las que dichos sacerdotes eran ricamente recompensados.

    La inestabilidad exitente en Jerusaln entre los poderes religio-sos y polticos haca necesario que Roma mantuviera una minuciosa supervisin sobre el culto judo y, en particular, sobre el sumo sacer-dote. Como cabeza del Sanedrn y lder de las naciones, el sumo sacerdote era una figura de renombre, tanto religioso como poltico, con poder de decisin en todos los asuntos de culto, para hacer cumplir la ley de Dios, e incluso para ordenar detenciones, aunque slo en las proximidades del templo. Si los romanos queran domi-nar a los judos, tenan que dominar al sumo sacerdote, que es la razn por la cual, inmediatamente despus de haber tomado el con-trol sobre Judea, Roma asumi la responsabilidad de designar y de-poner (directa o indirectamente) al sumo sacerdote, transformndo-lo en la prctica en un empleado de Roma. El imperio incluso mantuvo la custodia de las sagradas vestiduras del sumo sacerdote, entregndolas nicamente en las festividades santas y das de cele-bracin, y confiscndolas inmediatamente despus de que las cere-monias hubieran concluido.

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    Aun as, los judos estaban mucho mejor que otros pueblos so-juzgados por Roma. Los romanos admitan la mayor parte del culto judo, permitiendo que realizaran los rituales y sacrificios, sin inter-ferencias. Los judos incluso estaban exentos de rendir culto directo al emperador, algo que Roma impona prcticamente a cualquier otra comunidad religiosa bajo su dominio. Todo lo que Roma le peda a Jerusaln era el doble sacrificio diario de un toro y dos corderos en nombre del emperador y para mantener su buena salud. Mientras continuaran los sacrificios, se mantuviera la recaudacin de impues-tos y tributos y se respetaran las leyes provinciales, Roma estaba en-cantada de dejaros tranquilos a ti, a tu Dios y a su templo.

    Al fin y al cabo, los romanos eran muy duchos en las prcticas y creencias religiosas de los pueblos sometidos. En la mayora de los pases que haban conquistado se permita que se mantuvieran los tem-plos sin molestarlos. Los dioses rivales, lejos de ser derrotados o des-truidos, a menudo eran asimilados al culto romano (as es como, por ejemplo, el dios cananeo Baal fue asociado al dios romano Saturno). En algunos casos, en una prctica llamada evocatio, los romanos toma-ban posesin de un templo del enemigo y, por lo tanto, de su dios, porque ambos eran indisociables en el mundo antiguo y lo traslada-ban a Roma para honrarlo con ricos y devotos sacrificios en su honor. Estas exhibiciones estaban concebidas para enviar una clara seal de que la hostilidad de Roma no se diriga al dios enemigo, sino a quienes combatan en su nombre: el dios continuara siendo honrado y vene-rado en Roma si sus devotos deponan las armas y accedan a ser absor-bidos por el imperio.

    Aunque los romanos ya haban sido tolerantes en relacin con los cultos forneos, se mostraron ms indulgentes si cabe hacia los judos y su fidelidad a su nico Dios, que Cicern conden como brbara supersticin del monotesmo judo. Los romanos tal vez no enten-dieran el culto judo, con sus extraas observancias y su abrumadora obsesin por la pureza ritual Los judos ven profano todo lo que nosotros consideramos sagrado, mientras que permiten todo lo que no-sotros aborrecemos, escribi Tcito; no obstante, lo toleraron.

    Lo que ms perplejidad le causaba a Roma en relacin con los judos no eran sus ritos poco conocidos, o su estricta devocin a sus

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    leyes, sino ms bien lo que los romanos consideraban su incompren-sible complejo de superioridad. La idea de que una insignificante tribu semita, residente en un lejano rincn del poderoso Imperio romano, exigiera y, de hecho, recibiera un tratamiento especial por parte del emperador, para muchos romanos era sencillamente in-comprensible. Cmo se atrevan a considerar a su dios el nico Dios del universo? Cmo se atrevan a mantenerse aparte de todas las otras naciones? Quines se crean que eran esos retrasados y supers-ticiosos nmadas? Sneca, el filsofo estoico, no era el nico de entre la lite romana en preguntarse cmo era posible que los ven-cidos hubieran impuesto leyes a los vencedores.

    Para los judos, no obstante, ese sentido de excepcionalidad no era un asunto de arrogancia u orgullo. Era un mandamiento direc-to de un Dios celoso, que no toleraba la presencia extranjera en la tierra que l haba otorgado a su pueblo elegido. sa era la razn por la que, cuando los judos haban llegado all, unos mil aos antes, Dios haba decretado que masacraran a cada hombre, mujer y nio que encontrasen, que sacrificaran a cada buey, cabra y oveja que se les cruzara por delante, que incendiaran cada granja, cada campo, cada cosecha, cada cosa viva sin excepcin, para asegurar que esa tierra nicamente pertenecera a quienes veneraran a ese Dios nico y a ningn otro.

    En las ciudades que el Seor tu Dios te da en heredad dijo Dios a los israelitas, no dejars con vida nada que respire, sino que los destruirs completamente: al heteo, al amorreo, al cananeo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo, como Jehov tu Dios te ha mandado (Deuteronomio 20:17-18).

    La Biblia afirma que slo despus de que los ejrcitos judos hubiesen destruido totalmente todo lo que respiraba en las ciuda-des de Libna, Laquis, Egln, Hebrn y Debir, en la zona montaosa y en el Negev, en las tierras bajas y en las colinas slo despus de que cada individuo habitante anterior de esa tierra fuera erradicado, como el Dios de Israel ha ordenado (Josu 10:28-42) se les permitira a los judos establecerse aqu.

    Y ahora, mil aos ms tarde, esa misma tribu que haba derrama-do tanta sangre para limpiar la tierra prometida de todo elemento

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    extranjero, para poder gobernarla en nombre de Dios, se encontraba bajo la bota de un poder imperial pagano, forzada a compartir la Ciudad Santa con galos, hispanos, romanos, griegos y sirios, todos ellos extranjeros, todos ellos paganos; obligada por ley a ofrecer sa-crificios en el propio templo de Dios en nombre de un idlatra ro-mano que viva a miles de kilmetros de all.

    Cmo hubieran respondido los hroes antiguos a semejante humillacin y degradacin? Qu les hubieran hecho Josu o Aarn, Pinjs o Samuel a los ateos que haban contaminado la tierra que reserv Dios para su pueblo elegido?

    Hubieran inundado la tierra con sangre. Hubieran aplastado las cabezas de los paganos y los gentiles, reducido a cenizas sus dolos, matado a sus mujeres y nios. Hubieran exterminado a los idlatras y baado sus pies en la sangre de sus enemigos, exactamente como haba ordenado Dios. Hubiesen instado al Dios de Israel a que desa-tara la guerra desde los cielos, para pisotear a las naciones pecadoras y hacer que las montaas se retorcieran ante su furia.

    Y el sumo sacerdote, el miserable que traicionaba al pueblo ele-gido por Dios, a cambio de unas monedas y el derecho a zascandilear por ah con sus centelleantes vestiduras? Su mera existencia era un insulto a Dios. Era una deshonra para el pas entero.

    Haba que eliminarlo.

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