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FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE GIJÓN

22 NOVIEMBRE 2014 // nº 2

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222 NOVIEMBRE 2014 // nº 2

El trauma precede al duelo, pero cuando el duelo es negado aparecen los fantasmas. El fuego es la metáfora para representar esos espectros, imposibles de ser exorcizados, que se manifiestan en el cuerpo ausente de Alba y en la ira contenida de Carlos, con una única y agónica posibilidad de liberación. Fuego no es una película más sobre las víctimas del terrorismo. Fuego es la metáfora del rencor que arde en el interior de un cuerpo herido, aún sin cicatrizar. ETA es tan sólo la excusa mediática para abordar el eje central de esta valiente y turbadora película: la venganza.

Carlos es policía, hace 11 años un miembro de ETA colocó una bomba en su coche que causó la muerte a su mujer y dejó sin piernas a su hija. Ahora vive en Barcelona, tiene un nuevo trabajo y finge haber superado las secuelas de aquel suceso gracias a largas horas de terapia y tratamiento psicológico. Pero nada es lo que parece: Carlos tiene en mente cobrar la deuda con sus muertos, principio supremo de toda sociedad, salvaje o civilizada, y llevar a cabo su propia justicia para librarse del sentimiento de culpa inevitable que le supone ser el destinatario oficial del atentado.

La venganza, como la violencia, ha pasado de ser un valor dominante a constituir un comporta-miento anómalo y degradante. Desde las sociedades primitivas, holistas pero igualitarias, en las que los individuos están sometidos al orden colectivo, la venganza es un código de sangre, un imperativo inmemorial para regular la violencia que ha sido eliminado de la lógica del nuestro mundo. Resulta complicado descodificar la venganza, conceptualizarla y representarla en el cine. También es problemático definir la venganza como equivalente de la justicia, más aún cuando esa justicia se ejerce de manera privada, en contra del Estado y de sus leyes. El conflicto generalmente se desencadena para vengar un ultraje, una muerte, un accidente o una herida, y como ocurre en Fuego, es la venganza la que rige los comportamientos en función de restablecer una especie de orden simbólico, una simetría del pensamiento, y restaurar la cordura, el equilibrio provisional-mente roto que amenaza con desestabilizar la armonía del mundo.

En la escena inicial aparece la muerte como espectáculo: la mujer de Carlos agoniza mientras ve los pedazos de su hija esparcidos por el parking. Esta experiencia estética es el motor de arranque del relato; a partir de ese momento, la bomba se lleva por delante toda sensación de cotidianeidad para desequilibrar al espectador y articular en torno a ese instante todo el hilo de la narración. El plan de Carlos se va llevando a cabo en una historia que sigue la estela de La seconda volta (1995) de Mimmo Calopresti, cinta que narra la historia de una víctima de las Brigadas Rojas que ha sobrevivido a un atentado y aún lleva una bala alojada en su cabeza. Años después del suceso se topa de bruces con la terrorista que intentó matarle y entabla una obsesiva relación con ella mediante la observación distante, lo que provoca una forzosa justificación del atentado que acaba por desestabilizar el binomio culpable-inocente.

Pero, en Fuego, el asesino no se presenta ante nosotros, por lo que nos es imposible empatizar con él, sino que son su mujer y su hijo (que para rematar es un chaval majo y con síndrome de Down) los que comparten planos con la víctima, interpretada por José Coronado, que

se convierte en lo que Jean Amèry llama “averías del sistema”, refiriéndose a los supervivientes de atentados. Una víctima que tratará de ganarse la confianza del entorno del etarra, que se muestra cada vez más benigno y vulnerable, sin perder de vista por un momento su verdadero objetivo: devolverle al artífice del atentado todo el daño que le ha infligido. La necesidad del perdón para escapar a lo irreversible, como alternativa al castigo para contrarrestar los efectos del mal, se va suplicando con angustia a lo largo de toda la película. Al mismo tiempo vamos descubriendo que cada personaje tiene sus propias heridas y muchas de ellas están aún abiertas y supurantes.

José Coronado ha pasado de ser el actor que gusta a las madres a de-mostrar que detrás de esa pose de galán rancio se esconde un tipo que sabe hacer bien su papel, y que en ocasiones incluso llega a resultar con-vincente. Lo demostró hace unos años con No habrá paz para los malvados (2011) y ahora lo confirma, llenando la pantalla con su imponente pre-sencia, no eclipsando por ello las magníficas interpretaciones de Aida Folch y Leyre Berrocal, sus compañeras de reparto.

El terrorismo, como exhibición del horror, es un tabú permeable, que lejos de lastimeros retratos de víctimas o acercamientos documentales, como la controvertida La pelota vasca. La piel contra la piedra (2003) de Julio Medem, no se ha explicado y/o dialectizado con mucho acierto en la historia del cine español. No así en el arte, donde siempre hay algún intrépido como Clemente Bernard, quien intentó presentar una radiografía del cráneo perforado de Miguel Ángel Blanco en el museo Guggenheim de Bilbao. En esta ocasión, Marías trata de mostrar las diferentes caras de un mismo conflicto sin llegar a entrometerse demasiado; no es ese su objetivo, y parece ser que en España, a pesar del éxito de la simpática caricatura Ocho apellidos vascos (2014), hay ciertos temas que aún siguen levantando ampollas.

FUEGOLuis Marías España / 2014, 103 min.

HOY • 09:30 h. // Cines Centro sala 5 (Prensa y acreditados)

HOY • 20:00 h. // Teatro Jovellanos

MAÑANA • 17:00 h. // Cines Centro sala 5

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Por: CARMEN DÍAZ-FAES

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