Emaus y Poder Lc 14 Ruth Padilla

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El loco amor de Dios: abandonar Jerusalén para reconocer a Jesús Ruth Padilla Apesadumbrados iban. Los pies les pesaban y el camino se hacía largo. No era solo el cansancio; no. Es que las expectativas que les habían animado por años se habían despedazado. Quebrada en mil pedazos había quedado la esperanza de que su maestro impusiera un reinado de paz y acabara con los abusos del imperio romano. Apenas días antes su maestro había entrado a la ciudad, triunfante. El pueblo lo había aclamado como rey. Pero todo había acabado en el fracaso, en vergüenza pública, en la humillación más profunda… Esa mañana un par de mujeres les habían compartido la noticia: aseguraban que dos hombres en la tumba habían anunciado que el maestro ya no estaba muerto. Pero ¿quién podía creer tales afirmaciones? Los discípulos las había descartado como vana ilusión… Las mujeres, pensaban, siempre fantasean… Muerto. Jesús estaba muerto. ¡Cómo podían haber sido tan ilusos! Tal vez debieron haberle creído al Sanedrín… El verdadero Mesías, el Rey de los judíos, nunca podría proceder de un lugar tan insignificante como Galilea. El Rey de los judíos lógicamente vendría de Jerusalén. Allí se habían sentado los reyes en la antigüedad. Allí estaba el Templo. Allí descansaba el poder de Dios. Y cuando llegara, el Ungido seguramente se rodearía de gente poderosa, joven, bella, exitosa e inteligente, educada y prometedora –no con los perdedores, leprosos, trabajadores, vende patrias y mujeres de mala vida. Además, ¡el Salvador de Israel con toda seguridad nunca acabaría sus días como un criminal común en manos de soldados paganos! Y ahora, ¿qué les restaba hacer? Dejar atrás Jerusalén y el fracaso. Escaparse y esconderse en el anonimato. Agradecer que habían salido ilesos. Asunto riesgoso era meterse con un grupo radical que desafiaba los poderes del día, los sumos sacerdotes, el mismo imperio romano. ¿Cómo se habían animado a cuestionar su autoridad? Lo mejor era volver a Emaús lo más rápido posible y 1

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El loco amor de Dios: abandonar Jerusalén para reconocer a Jesús

Ruth Padilla

Apesadumbrados iban. Los pies les pesaban y el camino se hacía largo. No era solo el cansancio; no. Es que las expectativas que les habían animado por años se habían despedazado. Quebrada en mil pedazos había quedado la esperanza de que su maestro impusiera un reinado de paz y acabara con los abusos del imperio romano. Apenas días antes su maestro había entrado a la ciudad, triunfante. El pueblo lo había aclamado como rey. Pero todo había acabado en el fracaso, en vergüenza pública, en la humillación más profunda… Esa mañana un par de mujeres les habían compartido la noticia: aseguraban que dos hombres en la tumba habían anunciado que el maestro ya no estaba muerto. Pero ¿quién podía creer tales afirmaciones? Los discípulos las había descartado como vana ilusión… Las mujeres, pensaban, siempre fantasean…

Muerto. Jesús estaba muerto. ¡Cómo podían haber sido tan ilusos! Tal vez debieron haberle creído al Sanedrín… El verdadero Mesías, el Rey de los judíos, nunca podría proceder de un lugar tan insignificante como Galilea. El Rey de los judíos lógicamente vendría de Jerusalén. Allí se habían sentado los reyes en la antigüedad. Allí estaba el Templo. Allí descansaba el poder de Dios. Y cuando llegara, el Ungido seguramente se rodearía de gente poderosa, joven, bella, exitosa e inteligente, educada y prometedora –no con los perdedores, leprosos, trabajadores, vende patrias y mujeres de mala vida. Además, ¡el Salvador de Israel con toda seguridad nunca acabaría sus días como un criminal común en manos de soldados paganos!

Y ahora, ¿qué les restaba hacer? Dejar atrás Jerusalén y el fracaso. Escaparse y esconderse en el anonimato. Agradecer que habían salido ilesos. Asunto riesgoso era meterse con un grupo radical que desafiaba los poderes del día, los sumos sacerdotes, el mismo imperio romano. ¿Cómo se habían animado a cuestionar su autoridad? Lo mejor era volver a Emaús lo más rápido posible y regresar a la rutina. Ya no más sueños. Ya no más riesgos. Ahora que la misma esperanza había sido enterrada tras esa pesada piedra, Cleofas y su esposa caminan, cabizbajo él, desesperanzada ella, en peregrinaje forzado.

Peregrinos cabizbajos, peregrinas desesperanzadas. Como tanto pueblo latinoamericano. Mamá emigró. Papá nunca regresó. Hermano se fue a la guerra. Hermana es empleada en la ciudad. ¿Cuántos se han ido –huyendo del hambre y los dictadores? Los sobrevivientes de las bombas, de los terremotos y de los escuadrones paramilitares levantan sus tiendas, una y otra vez. Millones se amontonan en ciudades superpobladas. La esperanza es pisoteada. Los frutos del campo no logran competir con el producto de la maquinaria global. Ríos de desechos esparcen enfermedad y muerte a su paso. El aire es pesado plomo. Las montañas, desprovistas de sus anclas de madera, se desploman sobre la gente. Sobre peregrinos forzados, con pies pesados y corazones cargados.

Tan apesadumbrados iban que apenas notaron al extraño que comenzó a caminar con ellos. Era común que los caminantes buscaran compañía: era más seguro que andar solo frente los ataques de los maleantes.

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--¿Qué vienen discutiendo por el camino?, les preguntó.

Se detuvieron, cabizbajos y asombrados. ¡Cómo no estaba enterado este hombre! ¿Dónde había pasado los últimos días! Era tema obligado. Cierto es que los romanos imponían una mano dura sobre el pueblo, pero no había crucifixiones todos los días! ¿De qué más estarían conversando?

--¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no se ha enterado de todo lo que ha pasado recientemente?

--¿Qué es lo que ha pasado? Les preguntó el extraño.

--Lo de Jesús de Nazaret, le explicaron. Era un profeta, poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo. Los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron; pero nosotros abrigábamos la esperanza de que era él quien redimiría a Israel.” Con pesar repasan los eventos al extraño que se ha unido a su pesada caminata.

De repente, inesperadamente, el extraño interrumpe su narración:

--Qué torpes son ustedes, les dijo, y qué tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas!...

Cómo se atreve este extraño a insultarnos! Qué sabe él sobre nosotros! Nos llamó torpes. Lentos. Ciegos!

Y ciegos están. ¿Cómo así? ¿Por qué será que todavía no lo reconocen? Porque están cegados por una ideología de poder envuelta en religiosidad. Al desechar la historia y la Escritura, el establishment religioso ha definido “Mesías” según los intereses de las clases poderosas de tal modo que quedan asegurados su poder y su complicidad con las injusticias del imperio romano y sus lacayos.

En el vocabulario del Templo, Mesías implica poder, implica éxito, implica popularidad, implica seguridad. Y tan sujetos a ese paradigma están los discípulos que sólo son capaces de oir la ‘historia oficial’. Se mantienen sordos al testimonio de las mujeres y ciegos a la presencia del Jesús resucitado así como habían sido incapaces de comprender sus repetidos anuncios respecto a su muerte.

América Latina está plagada de “historias oficiales”, del poder del estado y la religión atadas en un paquete vergonzoso. Cierto es que fueron los conquistadores españoles y portugueses los que, con cruz y espada en mano, tiñeron el suelo americano con sangre, violaron a las mujeres y a la tierra, construyeron lujosas iglesias con el sudor y el clamor de mujeres y hombres indígenas y africanos. Sin embargo, la expresión del cristianismo que crece exponencialmente en años recientes y recibe aplausos triunfalistas dentro y más allá de nuestro continente, no es esa variedad Católico-romana sino una expresión Protestante-evangélica. Y demasiado común es en nuestro continente que los evangélicos den sello de aprobación, aun promuevan, se beneficien de y adquieran poder político. Ustedes conocen mejor que yo la realidad brasilera… Permítanme pintarles cuadros del resto del continente:

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En los años 80 y 90, los evangélicos en Guatemala celebraron el ascenso al poder de dos presidentes “evangélicos”. Pocos todavía hoy quieren reconocer que estos supuestos heraldos de la moralidad, la disciplina y el nacionalismo fueron responsables por la tortura y masacre de pueblos enteros.

Durante la dictadura militar en Argentina a mediados de los 70, muchos líderes evangélicos celebraron la represión de los “subversivos” y bendijeron la incursión militar en las Islas Malvinas. Entretanto, unos 30 mil argentinos estaban siendo arrancados de su hogares, internados en cámaras de tortura y desaparecidos. Casi todas las iglesias se quedaron calladas.

Tal vez sepan que al ex presidente peruano, Fujimori, se le prohíbe regresar al Perú por la corrupción y la violación de los derechos humanos de su gobierno. Lo que tal vez pocos sepan es que los evangélicos contribuyeron significativamente a su llegada al poder.

En un 11 de septiembre, pero de 1973, Augusto Pinochet llegó al poder en Chile mediante un golpe de estado sangriento. La iglesia Metodista Pentecostal desde ese día convocó un Te Deum anual para celebrar la supuesta victoria contra el régimen marxista de su antecesor --tildado como demoníaco. Durante su dictadura, miles fueron torturados, asesinados y desaparecidos. Pero muchos evangélicos siguen apoyándolo hasta el día de hoy.

Estos cuadros ilustran que, tal como ocurrió con los profetas de la corte durante las monarquías en Israel, cuanto más cerca estamos como cristianos en América Latina a los centros de poder, más atada queda nuestra lengua. Porque cuando tenemos como iglesia algún interés en que se mantenga el status quo, ya sea político, económico o social, quedamos cautivos de ese poder y perdemos la capacidad de ver y denunciar el mal (Lois Barret- Missional 113). La lealtad a-crítica a cualquier ideología, partido, gobierno y aún teología constituye idolatría porque cuestiona la autoridad suprema de Dios. La iglesia sólo tiene la libertad de caminar con el poder estatal cuando coinciden en la búsqueda del bien de todas las personas, en el camino de la justicia. Somos llamados, en palabras de René Padilla, a “cristianizar la política pero nunca a politizar la fe, a morir por lo que amamos pero nunca a matar por lo que creemos.”

“No debía el Mesías sufrir estas cosas antes de entrar en la gloria?”, continuó el desconocido. Sufrir? Qué concepto más extraño. Nosotros pensábamos en victoria, triunfo sobre nuestros enemigos, la restauración de la gloria de los días del Rey David, ¡en probarle finalmente al mundo entero que somos el pueblo elegido! Pero sufrir!?

“Entonces, comenzando por Moisés y por los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.” Jesús recorre con Cleofas y su esposa la historia del pueblo judío, mostrándoles cómo, vez tras vez, Dios trabaja no desde el poder, la riqueza o el prestigio sino desde lo insignificante y lo débil. Los que se destacan no son los esperados hermanos mayores sino los menores como Abel, Jacob y David. Se presenta a múltiples extranjeros como héroes mientras se exponen los pecados de prestigiosos líderes religiosos nacionales. Mujeres, esas ciudadanas

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de segunda clase, como Débora, asumen liderazgo cuando los hombres han fallado. El relato entero de la acción de Dios en la historia está marcado por desconcertantes reversos.

Y en el clímax de la acción restauradora de Dios, la gran estrella, el protagonista liberador es descrito así: “Fue despreciado y rechazado, varón de dolores, experimentado en quebranto”. El hijo de una joven campesina y un sencillo carpintero en una perdida provincia de Judea, lejos del establishment religioso de Jerusalén y aún más alejada del trono imperial en Roma, sin casa propia, sin beneficio social ni seguro de vida, Jesús vivió la vida del pobre. Caminó sendas polvorientas y pasó sus días con dones y doñas ‘nadie’. Tocó a los intocables y así afirmó que todos tenían derecho a vivir. Así es el loco, ilógico, amor de Dios.

Por cierto, también arrancó las mascaras de los ‘vigilantes religiosos’ de su día, así restándoles poder a quienes más lo acaparaban. Pero lo hizo no con grandes ejércitos ni con al apoyo de donantes acaudalados. En cambio „fue despreciado y rechazado por los hombre, varón de dolores, hecho para el sufrimiento... (Is 53). Su entrega en vida y en muerte no fue un plan mal manejado ni fallido: la humillación, el sometimiento, el agudo dolor, la oscura soledad, en suma, la cruz misma, fue designio de Dios, su modo preferido de acción! Así es el loco, ilógico, amor de Dios.

La tentación más grande de Jesús, ¿no había sido la de llevar a cabo la tarea que le había sido encomendada, hacer todo lo que debía hacer, presentar todos los mensajes correctos sobre la vida y las relaciones, cumplir su misión –pero sin la cruz? ¿No había tenido que huír cuando la gente intentó coronarle, evitando así sucumbir a la tentación del poder? La búsqueda de la eficiencia y la productividad, ¿no habrá nunca desafiado su ministerio humilde e itinerante entre los pobres y marginalizados? ¡Imaginen cuánta más gente hubiera oído su mensaje si lo hubiera predicado desde el sillón del Sumo Sacerdote o decretado su obediencia desde Roma! Cuánto más rápidamente se hubiera esparcido su mensaje si se hubiera ganado el favor de los gobernantes y poderosos. Cuánto dolor se hubiera ahorrado si sólo hubiera hecho algunas pequeñas concesiones, más digeribles, y hubiera trabajado dentro del sistema. ¿No había clamado su alma en el jardín? “¿No hay otro camino?” ¿No podrían cumplirse los propósitos de Dios sin sufrimiento?

Tentados en forma similar, muchos evangélicos en América Latina depositan su confianza en los números. Su lema es “Más es siempre mejor”. Más adeptos. Edificios más grandes. Radios con mayor alcance. Mayores ofrendas. Hay poder en los números, dicen. El crecimiento reciente de las iglesias evangélicas es motivo de celebración. El poder también se deriva de las asociaciones. Y, bajo el lema “Somos hijos del Rey”, muchos “escaladores sociales” cristianos se apresuran a codearse con las élites gobernantes y a establecer conexiones empresariales que favorecen a los evangélicos. El poder también se proyecta mediante imágenes y relaciones públicas. Y bajo el lema “Dios nos ha puesto como cabeza y no como pies”, el ‘evangelio’ se mercadea y se lanzan campañas multitudinarias en medios masivos y música masiva, se ofrecen conferencias cristianas en hoteles de lujo, los apóstoles contemporáneos visten, manejan y exudan los símbolos del éxito. El crecimiento galopante, la alianza con el poder estatal y financiero, y el impacto de las imágenes positivas, todo esconde la necesidad de sufrir. Los

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tiempos de la persecución y la exclusión por la fe son cosas del pasado, cuando éramos una minoría sin palabra en el destino de nuestros países. ¡Hoy somos poderosos!

Con la vista obstaculizada por estas luces ilusorias de neón, muchos evangélicos hoy son tan ciegos como los discípulos. ¿Cómo podían ellos reconocer a un Señor que no ostentaba ninguna de esas armas? Pocos eran sus seguidores; y ¿quién se mantuvo con él en su momento de mayor necesidad? Fue abandonado por todos –incluyendo su propio Padre—sólo y ridiculizado. No podía contar con el poder de los números. No había posibilidad, tampoco, de derivar poder de sus alianzas sociales cuando se había rodeado de los ‘nadies’ de la sociedad. Finalmente, no demostró preocupación alguna por la opinión que despertaban sus acciones, asociaciones y enseñanzas. Lejos de impresionar con piropos, con frecuencia confrontaba y demandaba ¡justamente a las personas que debía haber atraído a su campaña!

Ya se acercan a Emaús. La conversación debe acabar. “Jesús hizo como que iba más lejos. Pero ellos insistieron: “Quédate con nosotros, que está atardeciendo; ya es casi de noche. No poco común esta invitación: los caminos eran aún más peligrosos de noche. “Así que entró para quedarse con ellos.”

La acostumbrada y esperada hospitalidad de los judíos de aquellos días incluía compartir pan, no importa cuán avanzada fuera la hora. Las buenas costumbres hubieran demandado entregarle un pan entero, sin romper, a la visita. Pero ocurre otro reverso, y un repentino flashback a un aposento alto, apenas días antes. Y aquí, en su casa, ellos son los anfitriones pero “estando con ellos a la mesa, Jesús, –la visita—tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio.” Al instante “se les abrieron los ojos y lo reconocieron.” Las vendas de la tradición, las expectativas desviadas, el espejismo del poder y la ideología religiosa que les obstaculizaban la vista se caen de sus sorprendidos ojos y ahora –sólo ahora-- logran ver al verdadero Mesías.

Sólo es allí, alrededor de su sencilla mesa, compartiendo pan y comunión, que se cae la venda de sus ojos y finalmente reconocen al Señor. En la comunión del pan partido y compartido. Un cuerpo roto y entregado a favor de otros. Un Hijo que no retiene nada sino que se somete en amor a la voluntad de su Padre y así contribuye a sus propósitos restauradores en su mundo. Un Hombre cuya amorosa obediencia lo ubica en el camino de la justicia e inaugura el Reino de Dios en la tierra. En aquella noche Cleofas y su mujer se encontraron íntimamente con aquel a quien no habían logrado reconocer a pesar de que les había acompañado todo el trayecto. Dios, en Jesús, estaba con él, estaba con ella. No les tocaba enfrentar el futuro solos. Podían disfrutar de la comunión plena con su creador y salvador para siempre. ¡Esas sí que eran buenas noticias!

Ah, Maestro... Pensamientos y palabras se confunden en alivio y entusiasmo. “Debemos llamar a los vecinos. Celebremos nuestro re-encuentro.” ¡Qué tremendo que el Mesías esté en nuestro humilde hogar! Tengámoslo con nosotros para siempre. Pero “el desapareció…,” narra Lucas. No esperó el halago y la fiesta. Es que tanto él como ellos tenían trabajo que hacer….

Para ellos el primer trabajo era reconocer su ceguera. “¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?,” se preguntaron los unos a los otros… ¿No estaba gestándose el reconocimiento, alistándose a estallar dentro nuestro y

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aliviar nuestra carga? ¿No oíamos ecos de las palabras de nuestro Maestro cuando nos hablaba el desconocido? “No he venido para servir sino para ser servido”, “El Hijo del Hombre debe sufrir estas cosas… y morir. El tercer día resucitaré” “Este es mi cuerpo, entregado por ustedes.” El lo había dicho. Nos había explicado estas cosas. Nos enseño. Pero no le habíamos comprendido. Verdaderamente estábamos ciegos!

Pero ahora nada sería igual. Sus acciones de aquí en más no serían fruto del miedo y tampoco un mero activismo religioso ni caridad social. Sus pasos desde entonces serían fruto del loco amor de Dios. Su misión surgiría de su íntima amistad con el Dios de la vida.

De regreso a Jerusalén

¡Y ahora nada los puede retener! Ni la noche, ni los bandidos, ni temor al juicio o la persecución. Su encuentro con el Señor crucificado, resucitado y viviente no les permite simplemente teorizar ni filosofar intelectualmente ni es una experiencia mística para disfrutar a solas. El encuentro con Jesucristo es una experiencia profundamente misional. La comunión con él nos compromete inevitablemente con la labor de Dios en su mundo. La conciencia de la presencia de Dios en nuestras vidas nos lanza a relacionarnos con otras personas y a participar de la obra transformadora de Dios en su mundo.

Así que, relata Lucas “Al instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén.” Ahora no hay tiempo que perder: deben reconectarse con los otros discípulos. No pueden guardarse las buenas nuevas para ellos solos. Aún si eso implica regresar a Jerusalén: a ese centro de poder que no había tenido espacio para su Señor. Jerusalén: la ciudad que habían abandonado con desesperanzada resignación. “Allí encontraron a los once y a los que estaban reunidos con ellos. ¡Es cierto!—decían. El Señor ha resucitado y se le ha aparecido a Simón.” Pasaron de la alegría a la certeza: sus relatos coincidían! “Los dos, por su parte, contaron lo que les había sucedido en el camino, y cómo habían reconocido a Jesús cuando partió el pan.” El recuento les fortalece la confianza.

Pero “todavía estaban ellos hablando acerca de esto, cuando Jesús mismo se puso en medio de ellos y les dijo: --Paz a ustedes.” ¿Qué otra confirmación necesitaban? Jesús, en persona, con ellos nuevamente. Y sin embargo, ¿cómo responden los discípulos? “Atemorizados, creyeron que veían un espíritu” recuenta Lucas… Todavía no creían …

Y Jesús, con paciencia nuevamente se les revela, explicando quién es él y para qué vino al mundo: “¿Porqué se asustan tanto? ¿Por qué les vienen dudas? ¡Soy yo mismo! Tóquenme y vean; un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que los tengo yo. Y les mostró las manos y los pies” Luego comió delante de ellos y “les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras. Esto es lo que está escrito: el Mesías padecerá y resucitará al tercer día.” Las buenas nuevas de vida y restauración nacen en la matriz del sufrimiento. Y la victoria que él encarna no es la de una nación sobre otra, la de ricos sobre pobres o poderosos sobre débiles, sino el triunfo de la vida, el amor, la justicia sobre todo lo que conspira contra ellos.

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Aún más: les explica quienes son ellos y para qué están ellos en el mundo: “Uds son testigos de estas cosas”. Testigos, mártires, personas llamadas a entregarse en vida y en muerte como lo hiciera él, a favor del reino de Dios y su justicia. Pero no hay porqué temer. No estarán solos: el Espíritu vendrá sobre ellos y les otorgará poder de lo alto. Poder para seguir en sus pisadas, para vivir y morir por todo lo que él vivió y murió. Poder para sufrir. Poder para soportar la ineludible insatisfacción que causan las distorsiones de nuestro mundo. Poder para caminar con esperanza. Poder para proclamar las Buenas Nuevas del justo reinado de Dios y para denunciar todo lo que atenta contra él.

En Jerusalén y más allá

Y dónde quedamos nosotras y nosotros en este panorama? ¿A qué somos llamados quienes decimos conocer las Buenas Nuevas? Aprendamos junto con Cleofas y su esposa:

1. Alejémonos de Jerusalén.

Antes que nada, tenemos que aprender a alejarnos de nuestras “Jerusalén”, con todas sus cegadoras pretensiones de poder, para encontrarnos verdaderamente con Jesús y con otras personas. No es cosa sencilla librarnos de la expectativa de que el ministerio efectivo depende del poder económico, aun militar y político. Dentro de ese paradigma, evangelio e imperio van de la mano. Pero es paradigma de muerte, no de vida. No podremos vivir fielmente en ‘Jerusalen’ si no estamos dispuestas y dispuestos a darle la espalda.

2. Escuchemos TODAS las escrituras, no solo las partes ‘seguras’.

Necesitamos compenetrarnos de todo el relato bíblico y ver la acción del Dios trino desde la creación hasta la re-creación. Si no, sólo viviremos con caricaturas de Jesús: Jesús, mi Salvador individual y privado, mi talisman de buena suerte, mi password para la prosperidad --- y seguiremos incapaces de reconocerle en el camino de la vida. Comprender los propósitos de Dios y su accionar en la historia es pre-requisito para comprender nuestro lugar en cada momento histórico particular.

3. Abracemos el sufrimiento en lugar del consumo.

El sufrimiento es una marca intrínseca de nuestro seguimiento al Rey Siervo. En nuestro ansioso esfuerzo por garantizarnos inmunidad contra toda amenaza corremos el riesgo de convertirnos en los monstruos que tememos. Intentando evitar el dolor, y para acallar todo atisbo de conciencia, nos envolvemos en una vorágine de consumo y construimos muros aislantes más altos y más largos. Todo es susceptible de ser comprado y vendido: zapatos y joyas, piedras y pensamientos, sexo y sí, también personas. Compramos más con la ilusión de vivir más. Consumimos todo –aun los unos a los otros—de modo de no sentir los unos por los otros, para no sufrir nuestro quebranto compartido. Y de tanto escapar nos hacemos insensibles al sufrimiento de millones en manos de pocos.

El Arzobispo salvadoreño, Oscar Romero, dijo una vez: “Una iglesia que no sufre persecución sino que disfruta de los privilegios y sustento de las cosas de la tierra no es la verdadera iglesia

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de Jesucristo. La predicación que no denuncia injusticia no es predicación del evangelio. Una predicación que hace sentir bien al pecador, para que se sienta seguro en su condición de pecado, traiciona el llamado del Evangelio (1/22/78). Romero vio. Romero predicó. Y Romero, como Cristo, fue asesinado.

4. Practiquemos una hospitalidad radical

En tanto nuestros corazones, hogares y fronteras se mantengan cerradas, continuaremos ciegos a la presencia de Dios entre nosotras y nosotros y a lo que significa seguirle. Fue solo en el pan compartido en la intimidad de su hogar que Cleofas y su esposa reconocieron a Jesús. ¿Quiénes son hoy los peregrinos, inmigrantes, migrantes, que vagan necesitados de pan, de hogar, de comunión? ¿Qué significará para nosotros y nosotras escuchar las voces enmudecidas por la maquinaria de nuestra sofisticada sociedad tecnológica? Como ocurrió con las mujeres en la resurrección, sus relatos muchas veces quedan escondidos, desacreditados como marginales e insignificantes. ¿Qué significará partir hoy el pan con víctimas del VIH-Sidea, con niños de la calle, con indígenas desechados, con todos aquellos a quienes el progreso –no Jesús—ha dejado atrás?

5. Identifiquemos nuestro ‘acento’ y convirtámonos continuamente

Otro paso en el camino de la fidelidad es el auto examen a la luz de la revelación de Dios. Una vez que reconocieron a Jesús cuando partió y compartió el pan, los discípulos comenzaron a preguntarse cómo podían haber sido tan ciegos cuando tenían al mismo maestro frente a sus propios ojos.

Yo crecí en Buenos Aires, donde pensábamos que la gente de otras zonas de Argentina tenía acentos peculiares: uno más musical, otro más stacatto y así. En nuestra arrogancia, creíamos que la nuestra era la única pronunciación neutra del idioma español. De manera similar, todas y todos somos rápidos para identificar los ‘acentos’ y las evidencias de sincretismo en otras personas y otros contextos, pero somos muy lentos en reconocer que nosotros también tenemos prejuicios culturales, paradigmas, valores y características también acentuadas que distorsionan nuestra vivencia de la Buenas Nuevas. Con demasiada frecuencia, descansamos en el prestigio de grandes iglesias, instituciones teológicas, casas editoriales, conferencias, los medios masivos, y élites para-eclesíasticas. Envolvemos el ministerio cristiano en afluencia en un paquete de poder a tal punto que nos distanciamos de “los otros” y amordazamos el poder transformador del Evangelio.

Sólo nos resta confesar, como Cleofas y su esposa, lo lentos que somos en reconocer nuestros acentos, arrepentirnos y convertirnos continuamente –como individuos, familias, agencias, instituciones e iglesias. La fidelidad a Jesús como Señor sobre todo lo que somos y tenemos demanda un movimiento hacia estilos de vida más sencillos, la reconsideración de nuestra definición de necesidad y, como proclamara Romero: la denuncia del egoísmo escondido en todo corazón, del pecado que deshumaniza a las personas, destruye familias y convierte al dinero, las posesiones, la ganancia y el poder en los fines últimos a los cuales aspira la persona”

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6. Regresemos a “Jerusalén” como comunidad de otro Rey

Si el primer paso para los discípulos era abandonar Jerusalén y los espejismos de poder que ella representaba, el encuentro con Jesús ahora les envía de regreso a Jerusalén con nueva visión y nuevo propósito. Su fe renovada no pude esconderse en el anonimato de Emaús. Deben confrontar los poderes, aunque no en su estilo ni con armas propias, sino mediante el poder del Espíritu Santo, quien construye y dota a una nueva comunidad de iguales, con relaciones interdependientes de respeto mutuo independientemente de posición social, trasfondo étnico-cultural o género.

“¿Bajo qué poder y en nombre de quién hacen esto?” viene la pronta censura de los líderes judíos, celosos y amenazados por el crecimiento de la iglesia. La mera existencia de esta comunidad es subversiva, porque se anima a desafiar el sistema existente que genera y se alimenta de la discriminación y la injusticia. Ronald Sider transpone el desafío a nuestro día:

Cuando los líderes cristianos apelan al gobierno pidiendo cambio estructural, tienen mayor integridad y poder si logran decir: “Somos parte de comunidades cristianas que ya han comenzado a vivir lo que estamos pidiendo que legislen”. Nuestro llamado a favor de cambios en la política pública para implementar mayor justicia económica sólo tiene integridad si somos parte de congregaciones que ya están comenzando a encarnar un estilo de vida sencillo que apunta hacia un planeta más justo y ecológicamente sustentable. Nuestro clamor por el desarme nuclear y la paz internacional sólo tiene integridad si hay creciente paz e integridad en nuestras familias e iglesias.1

La iglesia es llamada, entonces, nada más ni nada menos que a ser la comunidad del Rey Siervo, primeramente en Jerusalén. Valiosas como son las colaboraciones inter-eclesiales, las alianzas estratégicas y los vínculos internacionales, lo que necesitamos como evangélicos es escudriñarnos a nosotros mismos y explorar hasta que punto estamos siendo esa comunidad local alternativa en medio de los jalones de autonomía, individualismo, racismo, competencia, protagonismo, activismo, consumismo y falta de direccionamiento que tanto caracterizan a nuestra sociedad. La acción y la palabra fiel proceden del ser fiel. Lo público se sustenta en lo íntimo. La misión surge de la comunión con Dios.

Inesperada y sorpresivamente, el loco amor de Dios llenó de sentido y dirección la vida de Cleofas y su esposa aquella noche. Iban por el camino del desencanto. Pero por gracia de Dios la venda cayó de sus ojos y reconocieron al Jesús resucitado en la intimidad de su hogar, lejos de los centros de poder, al compartir su pan. Y así se tornaron portadores de las Buenas Nuevas. Dios permita que también nosotras y nosotros compartamos nuestro pan, logremos reconocer la presencia de Dios en nuestro medio, y nos hagamos parte entusiasta de su loco amor por su mundo.

1 Ronald J. Sider (Sojourners voice of the day, sep 25, 2006

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