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Cuentos antiguos Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Cuentos antiguos

Emilia Pardo Bazán

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La paloma

A nuestro padre el zar.

Cuando nació el príncipe Durvati primogénitodel gran Ramasinda, famoso entre los monarcasindianos, vencedor de los divos, de los mons-truos y de los genios; cuando nació, digo, estepríncipe, se pensó en educarle conveniente-mente para que no desdijese de su prosapia,toda de héroes y conquistadores. En vez deconfiar al tierno infante a mujeres cariñosas,confiáronle a ciertas amazonas hircanas, nomenos aguerridas que las de Libia, que forma-ban parte de la guardia real; y estas hembrasvaroniles se encargaron de destetar y zagalear aDurvati, endureciendo su cuerpo y su almapara el ejercicio de la guerra. Practicaban lastales amazonas la costumbre de secarse y alla-narse el pecho por medio de ungüentos y em-plastos; y al buscar el niño instintivamente elcalor del seno femenil, sólo encontraba la lisura

y la frialdad metálica de la coraza. El únicoagasajo que le permitieron sus niñeras fue re-clinarse sobre el costado de una tigresa domes-ticada, que a veces, como enfiesta, daba al principito un zarpazo; y decíanlas amazonas que así era bueno pues se familia-rizaba Durvati con la sangre y el dolor, insepa-rable de la gloria. A los dieciocho años, recio, brillante y animo-so, entró el príncipe en acción por primera vez,al lado del rey, que invadía la comarca de Sog-diana y Bactriana, para someterla. ErguíaseDurvati sobre un elefante que llevaba a lomosformidable torre guarnecida de flecheros; cu-bría el cuerpo de la bestia un caparazón de cue-ro doble y en sus defensas relucían agudas lan-zas de oro. Escogida hueste de negros armadosde clavas cercaba al príncipe, y cuando se tra-taba de lid, Durvati se estremecía, sintiendoque los pies enormes del belicoso elefante, quebarritaba de furor, se hundían en cuerposhumanos, reventaban costillas, despachurraban

vientres y hollaban cráneos, haciendo informemasa sanguinolenta y palpitante. Al acabarseuna batalla más reñida, Durvati osó preguntara su padre, el gran rey, si aquella gente aplas-tada sufría mucho y si placía a Brahma que lagente sufriese. Y Ramasinda, colérico de la pre-gunta, que le pareció rasgo de flaqueza en elnovel guerrero, sólocontestó con palabras de un cántico sagrado:"Mira delante de ti la suerte de los que fueron;mira delante de ti la suerte de los que serán. Elmortal madura como el grano y como el granorenace." Acababa de pronunciar estas palabrasRamasinda, cuando cortó el aire una flecha yvino a fijarse, temblando, en la espalda del rey.Durvati, precipitándose hacia su padre, soloalcanzó a recibirle en brazos moribundo. Latropa, después de hacer pedazos al matador delrey, proclamó a Durvati, gritando que era pre-ciso llevar a sangre y fuego aquel país, y que elnuevo rey sabría cumplir tan alta empresa.

Aquella noche, el huérfano se durmió consueño de plomo y soñó cosas raras. Represen-tósele otra vez el triste fin de su padre; sintió lahumedad de la sangre que manaba la herida yla humedad del llanto que él mismo, Durvati,no se había atrevido a derramar en presenciadel Ejército, pero que ahora fluía copioso, em-papando sus ropas. Y cuando desahogaba así eldolor, parecióle que sobre su pecho notaba uncalor grato y suave, como un peso delicioso, yrozaba su cara algo fino cual seda. Era, a suparecer, una blanquísima paloma, de rosadopico, de cuello de bizantinos esmaltes verdiazu-les, de benignos y amorosos ojos negros, quearrullando mansamente murmuraba a su oídouna frase misteriosa. El arrullo calmó las angus-tias del príncipe, y le sepultó en un anonada-miento absoluto, reparador. Al despertar, gritóde sorpresa. Echada a su lado, recostada lafrente en su pecho, había una mujer muy joven,celestialmente bella, de blanco seno, de rosadaboca, de cabellera sombría y

suelta como plumaje de aves, de negras pupi-las; y al preguntar atónito, Durvati quién era laadmirable criatura, fuele respondido que unacautiva, una esclava, por hermosa señaladapara botín real, y que a no haber sido muerto elrey Ramasinda, estaría ahora en su tienda y noen la de Durvati. Mozo era, y nunca había ardido en su corazónel incendio que transforma y perpetúa los seres.En aquel punto y hora lo sintió con tal fuerza,que se borró de su mente cuanto no fuese lacautiva. Olvidando planes de conquista y do-minación, fijó sus reales en la ciudad máspróxima, y embelesado en coloquios deleitososse pasaba la existencia. No por eso se crea queDurvati se entregó a la molicie y al desenfreno.Al contrario; poseído casi siempre de exquisitadelicadeza, con casto arrobamiento, amaba a lacautiva a la manera que enseñan los kandas, ohimnos védicos (con el atmán, o que quiere"aliento" o "espíritu"); repitiendo aquellas pala-bras consagradas: "En verdad, lo que amamos

en la mujer no es la mujer, sino el espíritu; yquien busque en la mujer más que el espíritu,será abandonado por Brahma." Recordandoque la primera noche en que tuvo cerca a suamiga soñó Durvati que una paloma se le arri-maba arrullando, Paloma la llamó, y Paloma lanombraron todos. Lo que más encantaba a Durvati en Paloma, ylo que justificaba tal apodo era la ternura, lamansedumbre, la piedad, la blanda condición,tan diferente de la de aquellas feroces guerrerassin atributos femeniles, entre cuyas manos sehabía criado el joven rey; y según éste intimabacon Paloma, y la frecuentaba, y se apegaba aella, y pasaban juntos las largas siestas del estíoa orillas de los lagos cristalinos y bajo los copu-dos árboles, le repugnaba más y más la idea dela crueldad y de la matanza, se le hacía máscuesta arriba lanzar al combate otra vez sushuestes. Ya dueña de su confianza, y usando dela libertad que da el afecto, Paloma le pintabacon sus colores horribles el estrago de la guerra

y le aseguraba que todos tienen derecho a viviry deber de amarse, para disminuir los malesque cercan en la tierra al mortal. Por desgracia, no poseía cada soldado deDurvati su Paloma; furiosos con la inacción,vejaban y oprimían a los naturales, y el país sealzaba indignado, clamando independencia omuerte. Los jefes, compañeros del victoriosoRamasinda, aficionados al combate, maldecíany renegaban de la hechicera que tenía embau-cado al rey, y suspiraban por el momento dearmar a sus elefantes de combate y arrojarse albotín y a la gloria. La sorda conjuración contrala favorita tomó cuerpo al difundirse una noti-cia grave: contra todos los ritos costumbres yleyes, contra el decoro de su nombre y las tra-diciones heroicas de su raza, Durvati iba a ele-var al trono a aquella mujer, y regresar despuésa los bordes del Ganges, abandonando la tierraganada por el empuje de sus armas, devolvien-do la libertad a sus moradores, sin apropiarseni una pulgada de territorio ni una oveja de

ajeno rebaño. Cundió la nueva entre las tropas,y oyéronse maldiciones e imprecaciones contrael afeminado rey que losdeshonraba y envilecía. Era preciso que su ra-zón estuviese perturbada, y que aquella bruja,secuaz de los magos, hubiese dado algún bebe-dizo o hierba mala al joven héroe, para queolvidase la dignidad real y los deberes de sucargo altísimo, que principalmente en la guerrase resumen. Persuadidos ya de haber adivinadola causa de la decadencia y trastorno de Durva-ti, concertáronse las amazonas y los jefes, y unanoche, sigilosamente, sorprendieron y robarona Paloma de la misma cámara real. No ha logrado la Historia esclarecer su para-dero; las desgarradoras quejas de Durvati, susruegos, sus amenazas, no consiguieron que losraptores se la restituyesen; únicamente, ante lainsistencia del joven rey, quizá deseosos dehacerle irónica burla, idearon colocar en su le-cho, mientras dormía, una paloma mansa, quellevaba por collar el anillo de la cautiva: paloma

de níveo plumaje, de tornasolado cuello verdi-azul, de rosado pico, de ojos negros, amantes ycandorosos... No se sabe si Duvarti entendió la sátira, o si,en efecto, supuso que aquella ave arrulladora ydulce era el atmán o espíritu de su amada. Locierto es que, fingiendo atribuir el caso a unprodigio, convocó a sus huestes y les hizo saberque aquella metempsicosis de la amiga vueltapaloma significaba que Brahma quería la pazperpetua, la paz luciendo como blanca aurorasobre el mundo; y que esta resolución estabadecidido a mantenerla, cortando la cabeza sindemora a quien se opusiese o suscitase dificul-tades de cualquier género. Y en efecto, en todo el reinado de Durvati nose derramó gota de sangre humana. "Blanco y Negro", núm. 435, 1899.

Prejaspes

Pensamos los occidentales haber inventado lalealtad monárquica, y atribuimos el desarrollode este singular sentimiento a las ideas cristia-nas, confundiendo los efectos que debe inspi-rarnos Dios, suma Causa y Bien sumo, con losque tienen por objeto a un hombre nacido demujer. Yo no sé si un sentimiento se califica odescalifica por ser antiguo; pero sé que la leal-tad monárquica es tan vieja como los más viejoscultos, y en apoyo de esta opinión recordaré laaventura que le sucedió al adictísimo Prejaspes. Ciro había sido un soberano glorioso y justo,pero su hijo y sucesor Cambises, a medida quefue catando el vino del absoluto poder, mostrólos síntomas de la embriaguez especial que oca-siona este terrible licor, destilado con sudorhumano, sangre y lágrimas. Creyóse el centrode la vida y el ojo del mundo, y contribuyó aengreírle más y a persuadirle de que su volun-tad no reconocía ley ni freno, su incursión por

el Egipto, reino que había llegado a brillanteesplendor de civilización bajo el Faraón Amasisy que el persa rindió y subyugó, entrandotriunfante en las magníficas ciudades de la ri-bera del Nilo, henchidas de palacios, jardinesen terrazas, obeliscos; pirámides, esfinges ycolosos de pórfido y basalto. Dueño del EgiptoCambises, y viendo su nombre grabado en ca-racteres jeroglíficos en el pedestal de las esta-tuas naófaras y en las columnas de los templos,se tuvo, más que por mortal, por una divinidadcomo Osiris, y los egipcios se postraron anteaquel conquistadorde tiara de oro, aquella luz pálida venida delOriente. Sólo hubo una clase social que se resis-tió a tributar adoración a Cambises, y fue la delos sacerdotes. La religión era lo único que re-sistía en medio del abatimiento de todos, y porlo mismo Cambises tuvo empeño en humillarlay vencerla, en satirizarla y, como hoy diríamos,ponerla en solfa. No perdía ocasión de burlarsede aquel culto tributado a dioses con cabezas

de animales, tan risibles para un adorador de laLuz, el Fuego y el eterno Sol; y si casualmentesorprendía alguna ceremonia de la religiónegipcia, ideaba bufonadas para escarnecerla.Acertó a regresar impensadamente a Menfis enocasión en que se celebraba la fiesta del sagra-do buey Apis; y entrándose de rondón por eltemplo, mandó que le sacasen allí inmediata-mente al bovino dios, y tirando de cimitarra, lehirió de una cuchillada, que quiso dar en elvientre y dio en el muslo. "Este dios que sangray muge es digno de vosotros", gritó a los egip-cios,horrorizados de la profanación. Entonces, elgran sacerdote, alzando las manos a la bóvedaceleste, profetizó que el impío que hería al diosApis recibiría herida igual. Cambises mandóazotar mortalmente al profeta, pero la profecíaquedó grabada en la mente de los egipcios co-mo esperanza, como vago terror en la del rey. Tenía Cambises entre sus servidores al ma-yordomo Prejaspes, hombre valeroso, capaz de

echarse al fuego por su monarca. Veía Prejaspesen Cambises la forma de lo divino sobre la Tie-rra, y entendía que un acto era óptimo o pési-mo, según a Cambises placía o desplacía. Sinembargo, al mismo tiempo que tan decididaabnegación, existía en el alma de Prejaspes uninstinto natural de veracidad y de honradez,que le enseñaba a discernir el valor moral de lasacciones, y a darse cuenta de su alcance, al me-nos en su propia conducta. La única noción quePrejaspes no alcanzaba, es que si hay regla mo-ral para las acciones humanas, esta regla obligalo mismo o más a los príncipes que a los vasa-llos, y cuando las órdenes de los príncipes estáncon la regla en contradicción, la obediencia sóloa la regla es debida. No lo entendía así Prejas-pes, y hasta suponía, por exceso de nobleza deánimo, que su sangre y su vida entera y su al-ma inmortal pertenecían a Cambises. Sucedió, pues, que Cambises, conocedor de laincondicional lealtad de su mayordomo, pre-guntóle un día qué decían de su rey los vasa-

llos. Y como Prejaspes hubiese observado queal monarca le enfurecía y exaltaba el beber, con-testóle lleno de buena intención y con enterezay respeto: "Señor, opinan que eres un soberanovaleroso y grande; pero que te gusta el vino endemasía." No complació la respuesta a Cambi-ses, por lo mismo que exhalaba el acre aromade la verdad; frunció el poblado entrecejo deazabache, y por sus ojos cruzó un relámpagocomo el que despide el puñal al salir de la vai-na. Sin embargo, no hizo la menor objeción(señal malísima), y siguió hablando con agradoa su mayordomo. Cosa de una semana después, al levantarse dela mesa, hora en que solía Cambises pasear porlos jardines entreteniéndose en tirar agudasflechas a los pajarillos, llamó a Prejaspes y alhijo de Prejaspes, copero mayor de palacio; y alverlos en su presencia, dijo a Prejaspes en tonoalegre: "¿Sabes que he estado pensando en esode que mis vasallos comenten mi afición al vi-no? Porque capaces serán de creer que soy al-

gún insensato y que el abuso de la bebida haturbado mis sentidos, nublado mis pupilas ydebilitado este brazo que puso al Egipto poralfombra de mis pies. ¿Lo creerás? Yo mismosiento aprensión y quiero hacer un ensayo. ¡Ea!Que tu hijo se coloque ahí enfrente... Cuádralebien; échale atrás los brazos para que descubrael pecho... Así... Voy a flechar el arco y dispa-rar... Si coloco la punta en mitad del corazón,convendrás en que se engañan mis súbditos yCambises conserva íntegras sus facultades." Prejaspes, silencioso, obedeció. Temblor pro-fundo sacudía sus miembros; gruesas gotas desudor helado asomaban en la raíz de sus cabe-llos; un vértigo oscurecía sus ojos. Pero aún lesostenía la esperanza quimérica de que aquellofuese una chanza feroz, y no más. Cambisestendió el arco, apuntó cuidadosa y lentamente,pellizcó la cuerda; un silbido desgarró el aire, yel hijo de Prejaspes giró sobre sí mismo y cayóal suelo desplomado. "¡Hola! -gritó Cambises-;aquí mis trinchantes... Abrid el pecho de ese, a

ver si el hierro ha partido de medio a medio elcorazón." Palpitaba éste débilmente aún cuan-do se lo presentaron a Cambises, con la flechaplantada en el centro, sin desviación de unalínea. Soltó el rey gozosa carcajada, y volviósehacia el anonadado Prejaspes, preguntándoleen tono de buen humor: "¿Qué tal? ¿Sé yo dis-parar? ¿Sé acertar? ¿Conoces otro arquero me-jor que tu rey?" Tardó Prejaspes en contestar ala regia chanza cosa de medio minuto. Estabainmóvil, y suspupilas inmensamente dilatadas, no sabíanapartarse de aquel corazón sangriento, tibiotodavía -el corazón de su dulce hijo-, cuyasdébiles contracciones expirantes a cada segun-do parecían decirle con misterio: "Padre, vén-game." ¡Arrancar aquella flecha misma, clavarlaen la tetilla de Cambises! ¡Oh ventura, oh go-ce!... De pronto, Prejaspes volvió en sí: era el rey,era su rey, su dueño, su árbitro, la imagen deleterno Sol sobre la Tierra...; y devorándose el

labio en desesperada mordedura, su lenguaprofirió esta respuesta cortesana: "Señor, el diosApolo no flecha mejor que tú..." E inclinándosehasta el suelo, desapareció para revolcarse asolas, para poder morderse las manos y herirseel rostro y cubrirse el cabello de ceniza. Y en presencia de Cambises, Prejaspes ocultósus lágrimas. Fiel como el perro, acompañólesiempre. Pasado el primer horrible dolor, diría-se que le amó más desde que hubo entre los dossangre y sacrificio. A su lado estaba el día enque, montando Cambises precipitadamentepara sofocar una rebelión, se hirió con su pro-pia cimitarra en el muslo, donde había heridoal dios Apis; y a su cabecera, cuando se gan-grenó la herida y le llevó a la sepultura, Prejas-pes fue quien ungió con aromas de nardo ycinamomo el cadáver, y le colocó en las yertassienes la tiara de oro. "Blanco y Negro", núm. 396, 1898.

Zenana

Alejandro Magno es de esos caracteres históri-cos que se prestan igualmente a severa censuray a hiperbólica alabanza. Atrae en virtud de uncontraste vigoroso. Es ya luz, ya tinieblas, perogrande siempre. La complejidad de su almaextraordinaria se explica por antecedentes defamilia y de educación. Era hijo de Filipo (quereunía a un valor de león una sensualidad decerdo) y de Olimpias, reina de arrestos viriles,capaz de ajusticiar a sus enemigos por su pro-pia mano, y de mirar con tan despreciativa ma-jestad a doscientos soldados encargados deasesinarla, que se volvieron sin hacerlo, decla-rando no poder resistir aquella mirada domi-nadora y terrible. Era alumno de Aristóteles,cuyo solo nombre lo dice todo, y durante ochoaños había bebido de tal fuente la sabiduría,que sirve para templar y engrandecer el ánimo,y la ciencia política, que señala rumbos glorio-sos a la ambición. Y en un espíritu donde la

levadura de todas las pasiones humanas fer-mentaba al lado de lasnociones de todos los ideales divinos, teníanque surgir, entre impulsos atroces y violentasconcupiscencias, bellos rasgos de continencia,piedad y magnanimidad, y hasta poéticos ro-manticismos, semejantes al que da asunto a estecuento. La casualidad ha traído a mi poder algunasmonografías que dejó inéditas el doctísimoalemán Julius Tiefenlehrer, y que forma partede las doscientas setenta y cinco que este profe-sor de la Universidad de Gotinga consagró aesclarecer la biografía de Alejandro; las cualesconsultan fructuosamente y rebañan sin escrú-pulos los más recientes historiadores. Pareceque la leyenda contenida en la monografía quehoy saco a luz, es la misma que representa unatapicería gótica perteneciente al barón deRothschild, y en la cual, con donoso anacro-nismo, Alejandro luce una armadura de puntaen blanco, del siglo XIV, y Zenana el luengo

corpiño, el brial y el ancho tocado de las damascontemporáneas de la Santa Sede en Aviñón. Ha de saberse que Alejandro, después de ani-quilar a Darío y hacerse dueño de Persia, fuecorrompido por la muelle y refinada vida asiá-tica y por el servilismo de aquellas razas que, adiferencia de los griegos, se postraban ante elrey tributándole honores divinos. Pero, en losprimeros tiempos, antes de que el vencedor sedejase vencer por las delicias que reblandecenel alma, luchó para sobreponerse y conservarsus energías morales, y esta lucha, sostenidapor un hombre omnipotente, debe serle conta-da más gloriosa que la victoria de Arbelas. Claro es que entre las tentaciones de que seveía asaltado Alejandro a cada instante, desco-llaba la tentación de la mujer, dulcísima ase-chanza en que caen las almas grandes, igual oacaso más hondo que las pequeñas. No son máshermosas que las griegas las hijas de la Susiana,y acaso sus formas no se prestan tanto a que elpincel las reproduzca; pero en cambio poseen

un hechizo perturbador, que enciende la fanta-sía y subyuga potencias y sentidos. Los rostrospálidos y prolongados como la luna en su cre-ciente (según la comparación del poeta Firdu-si), donde se abren los labios sinuosos, color decinabrio, parecidos a una flor de sangre; los ojosluengos, de negrísimas y pobladas pestañas,"lagos a la sombra", dice una canción persa; loscuerpos flexibles, delgados de cintura y que enlo alto se ensanchan a manera de jarrón quecontiene dos tersas magnolias; el cutis impreg-nado de aromas sabeos, el pie diminuto ence-rrado en la delicada babucha de piel de ser-piente bordada deperlas, el vestir artificioso, las gasas que mues-tran y encubren hábilmente el tesoro de la bel-dad, los cabellos rizados con primor, los brazoslánguidos que saben ceñirse a guisa de anillosde culebra, otros tantos anzuelos y redes paraAlejandro, de los cuales no acertaba a desen-volverse. Y como quiera que a cada instantevenían a su tienda o a su palacio damas persas

a impetrar clemencia o justicia, Alejandro, co-nociéndose y no queriendo prevaricar en susfunciones de árbitro del mundo, ideó un extra-ño preservativo: al acercarse una mujer, cubría-se el rostro y los ojos con un paño de púrpura,y así las recibía y escuchaba, creyendo ellas queera misterio de la majestad real lo que sólo eraprevención contra la humana flaqueza. Acaeció, pues, que estando prisionero de ungeneral de Alejandro el sátrapa Artasiro -yhabiéndose resuelto que si el sátrapa no entre-gaba pingües tesoros que suponían ocultos lematarían cortándole en pedazos-, la única hijadel sátrapa, Zenana, se dio arte para llegar has-ta el rey, con propósito de abrazar sus rodillas ylibrar a su padre del suplicio. El candor y lapureza de Zenana se revelaban en la sencillezno estudiada de su atavío; vestida ya de luto,sin adornos ni joyas, con el cabello suelto, sólopor natural efecto de la gracia juvenil podríaagradar. Y es preciso que, a fuer de verídica,añada que Zenana no era tampoco lo que se

llama una hermosura, ni menos poseía elhechizo malvado de las grandes cortesanas deBabilonia, que saben con añagazas y tretas en-redar un albedrío. Sin embargo, Alejandro, aloír que una mujer moza solicitaba audiencia, seechó el paño por cara y hombros, y así la reci-bió. El no ver la faz augusta prestó ánimo a la tí-mida Zenana: arrojóse a los pies del macedón, ybañándolos con muchas lágrimas, expuso elobjeto de su venida. Notando que Alejandro laescuchaba atentísimo y al parecer con extrañacomplacencia, explicó detenidamente el caso. Yasí que hubo oído la promesa de que su padretenía salva la vida, Zenana, después de estre-char otra vez las rodillas de Alejandro, desapa-reció, yendo a ocultarse con su nodriza en unacueva cercana a Babilonia, pues temía ser per-seguida y ultrajada por los mismos que inten-taban matar al sátrapa. Pocos días después de este suceso, habiendonotado Higinio, el mayor amigo y confidente

de Alejandro, que éste andaba asaz pensativo,cabizbajo y melancólico, le preguntó la causa, yAlejandro, exhalando un suspiro, respondió: -Es una cosa extraña, querido Higinio, lo queme sucede. Ya sabes que, para precaverme,recibo a las mujeres con el rostro cubierto, por-que las hermosas persas hacen daño a los ojos.¡Ay! ¿De qué me ha servido? ¡Ya veo que elenemigo más allá de los ojos tiene su fortaleza!Recordarás que últimamente me pidió audien-cia una dama, hija del sátrapa Artasiro; y yo,fiel a mi propósito, no alcé el trozo de púrpuraque me impedía verla. Pero escuché su voz, yno hay arpa hebrea ni lira eolia que a la caden-cia de esa voz pueda compararse. El corazónme salta al recordar la música de esa voz. Asolas repito palabras que ella pronunció, porevocar mejor el recuerdo del tono con que lasdijo. No sé cómo no atropellé por todo y no ladetuve aquí cautiva, para seguir oyéndola: creoque fue efecto del mismo encanto que la vozme produjo. Estaba que ni me atrevía a respi-

rar. Y ahora, de día, de noche, tengo aquellavoz en los oídos, sueño con ella, y sólo puedealiviar mi mal oírlaresonar otra vez. Ya lo sabes. Búscame a Zena-na, tráemela aquí, porque si no, conozco queperderé el juicio. Obedeció Higinio prontamente, y puso enmovimiento numerosa cohorte, a fin de descu-brir a la misteriosa beldad; por tal la tenía. Bienescondida estaba Zenana, pero al fin se averi-guó su refugio, e Higinio, antes de llevarla a lapresencia de Alejandro, la enteró de cómo elrey, prendado de su voz, se moría por ella. Lajoven persa, al saber esto, murmuró dulcemen-te, con su voz melodiosa, que la emoción tim-braba: -Gloria es para mí haber causado tal impresiónen el gran rey; pero la placa de plata bruñida enque contemplo mi rostro después del baño y eltocado, me dice que no soy bella; Alejandro, alverme, perderá las ilusiones. Temo su indigna-ción, y temo ante todo que recaiga su cólera

sobre mi padre. ¿Por qué no le haces creer aAlejandro que estoy obligada por un voto a losdioses a presentarme cubierta la cara con unvelo? Yo no he visto a Alejandro; él no me ve-rá... y así tal vez consiga evitar su enojo. Pareció a Higinio tan excelente el ardid de ladiscreta Zenana, que estuvo conforme, y lamisma noche la condujo a los jardines del gine-ceo de Alejandro. Embriagado éste con la divi-na voz de la joven persa, se resignó a la condi-ción de velo, y hasta encontró en ella un miste-rio picante y un singular hechizo. Le parecía que aquel amor velado y despojadodel vulgar incentivo de unas facciones más omenos lindas, era algo delicado y original, queno había gustado nunca. El casto imán de aquelvelo triunfó de las desnudeces y la licencia im-púdica de las otras damas persas, obstinadas enrequerir al héroe. -Habla y no te descubras, murmuraba tierna-mente Alejandro, sentado cerca de una fuentedonde la luna fingía en el agua de los surtido-

res continuo desgrane de perlas; y las rosas delGulistán, que después se llamaron de Alejan-dro, dejaban caer sobre las cabezas de losamantes perfumados pétalos. Fue el amor de Zenana el más largo e intensode cuantos disfrutó Alejandro en su corta vida. "Blanco y Negro", núm. 397, 1898.

La gota de cera

Aunque los historiadores apenas le nombran,Higinio fue de los más íntimos amigos de Ale-jandro Magno. No se menciona a Higinio, talvez porque no tuvo la trágica muerte de Filotas,de Parmeion, y de aquel Clitos a quien Alejan-dro amaba entrañablemente, y a quien así ytodo, en una orgía atravesó de parte a parte; ysin embargo (si no mienten documentos descu-biertos por el erudito Julios Tiefenlehrer), Higi-nio gozó de tanta privanza con el conquistadorde Persia, como demostrarán los hechos que

voy a referir, apoyándome, por supuesto, en larespetabilísima autoridad del sabio alemánantes citado. Compañero de infancia de Alejandro, Higiniose crió con el héroe. Juntos jugaron y se baña-ron en Pela, en los estanques del jardín deOlimpias, y juntos oyeron las lecciones de Aris-tóteles. La leche y la miel de la sabiduría la gus-taron, así puede decirse, en un mismo plato; yen un mismo cáliz libaron el néctar del amor,cuando deshojaron la primera guirnalda derosas y mirto en Corinto, en casa de la gentilhetera Ismeria. Grabó su afecto con sello máshondo el batirse juntos en la memorable jorna-da de Queronea, en la cual quedó toda Greciapor Filipo, padre de Alejandro. Los dos amigos,que frisaban en los diecinueve años entonces,mandaron el ala izquierda del ejército, y des-truyeron por completo la famosa "legión sagra-da" de los tebanos. La noche que siguió a tanmagnífica victoria, Higinio pudo haber conse-guido el generalato; Alejandro se lo brindaba,

con hartos elogios a su valor. Pero Higinio, cu-bierto aún de sangre, sudor y polvo, respondiódulcemente a losofrecimientos de su amigo y príncipe: -No acepto el generalato, porque habiéndomeportado bien hoy, tal recompensa y tan altadignidad me obligarían en conciencia a por-tarme todavía mejor en otras ocasiones quesobreviniesen, y no puedo comprometerme aamanecer cada día con más valor y más fortu-na. Además, de las enseñanzas de nuestromaestro Aristóteles saco yo en limpio que elhombre, habitualmente, debe vivir en paz y noen guerra. Queda demostrado que no soy nin-gún medroso. El que ha combatido a tu lado enQueronea ya tiene derecho a plantar un laurelen el sagrado bosque de Marte. Déjame de bata-llas y dame otro puesto cerca de ti, Alejandro,porque te quiero bien y te serviré fielmente. Alejandro, cuya sangre hervía pidiendo luchasy glorias, se conformó mal de su grado a losdeseos de Higinio, y le nombró su gran copero.

Era cargo en extremo descansado y de alta con-fianza, pues sus funciones consistían en custo-diar y servir la copa de oro reservada al prínci-pe, a fin de que nadie pudiese depositar en ellaponzoña. El oficio de Higinio le permitía viviren constante comunicación con Alejandro, ycuando éste subió al trono, sucediendo a supadre, asesinado por Pausanias, los cortesanosauguraron a Higinio brillante carrera. Pocotardaron en verse desmentidos tales pronósti-cos: Higinio continuó presentando, recogiendoy custodiando la ya regia copa, sin mezclarseen intrigas ni aspirar a otras grandezas. Mientras tanto, Alejandro asombraba al uni-verso con sus campañas y triunfos, y ofrecía aGrecia, en compensación de la perdida libertad,páginas de luz para la Historia. Conteniendo a los bárbaros y sojuzgando elinmenso Imperio de Asia, bien pronto se viodueño del mundo Alejandro. Cuando, despuésde dejar trazado el emplazamiento de Alejan-dría, y de entrar vencedor en Babilonia y Ecb-

tana, el hijo de Filipo se declaró "hijo de Júpiter"y decretó su propia apoteosis, Higinio -quehacía mucho tiempo no departía con su rey,limitándose a servirle la copa en silencio- fuedespertado a las altas horas de la noche de or-den de Alejandro que le llamaba a su cabecera.La recién hecha deidad no podía dormir, y re-clamaba cuidados y consuelos... -Señor -dijo Higinio-, celebro poder hablartesin testigos, como antaño. Justamente deseabarogarte que me consientas dejar tu servicio yretirarme a mi casita del Ática, donde poseoolivos y colmenas. -¡Bonita ocasión escoges para abandonarme! -exclamó furioso Alejandro-. ¡Por el intento me-recías que te mandase crucificar! ¿Deseas ri-quezas? Pide cuanto se te antoje... Pero ¿mar-charte? Ni lo sueñes. ¿Y de dónde nace esa ma-nía? -Ya que lo preguntas -contestó Higinio-, lo vasa saber. Yo fui amigo y servidor de un hombre;pero ahora parece que ese hombre se ha vuelto

dios. No tengo vocación al sacerdocio. Desdeque has ascendido a hijo de Júpiter Hamnon,hermano de Apolo, me inspiras temor y frial-dad. El Alejandro que yo amaba no existe. Hasascendido al Olimpo. Él es inmortal, yo mortal.No nos entendemos. Por otra parte, la idea queme he formado de un dios, según la sublimedoctrina de Aristóteles... -¡Dale con Aristóteles! -interrumpió el con-quistador-. ¡Como le atrape, a ese sí que le cru-cifico! ¡Y alto, para que todos lo vean! -Crucifica, pero escucha. Prescindamos deAristóteles y supongamos que, en efecto, eresdios. Pues si eres dios, yo no puedo cometersacrilegio; yo no puedo seguir envenenándote. -¿Envenenarme tú? -gritó Alejandro incorpo-rándose convulso sobre su lecho de marfil in-crustado de oro-. ¡Ahora comprendo por quéun fuego constante abrasa mis venas; ahoracomprendo por qué no descanso sino en horri-ble modorra; ahora me explico las visiones y laspesadillas que de noche me asaltan y empapan

mis sienes en sudor frío! ¡Envenenarme tú! -ycon súbito acceso de ternura suspiró-. ¿Y porqué quieres mi muerte, tú, mi amigo de la ni-ñez, mi hermano de armas en Queronea? Higinio, conmovido, se arrojó a los pies deAlejandro, y éste abrió los brazos; los dos ami-gos juntaron sus rostros y mezclaron sus cabe-lleras, y el copero declaró, en tono muy diversodel de antes: -Señor, dulce amado mío, si te enveneno, escontra mi voluntad y por orden tuya... Esasvisiones, esas torturas de que te quejas proce-den de la doble embriaguez en que vives: estásebrio de poder y de vino añejo... Antes sólo mepedías la copa dos o tres veces en cada comida;desde que el Asia te ha inoculado su molicie ysus vicios, me duelen las manos de tanto reco-ger la copa vacía y extendértela colmada... Tualma se ha turbado, la demencia te ronda, tehabitúas a la crueldad, hieres a tus leales y mo-rirás joven, sin que nadie necesite pegarte una

puñalada, como a tu padre. No quiero ser cóm-plice, y me voy. Alejandro, pensativo, seguía estrechando elcuello y la cabeza de su amigo contra su pecho. -Tienes razón, amado -murmuró al fin consinceridad generosa-. Pero el hábito de beber seha arraigado en mí, y si no bebo, me caigo apedazos. ¿Qué haré? Aconséjame. -No puedo -declaró Higinio- curarte la borra-chera del poder; pero trataré de salvarte de laotra sin que te prives de tu gusto. Fíate en mí yverás. En efecto, los días que siguieron a esta conver-sación, Alejandro continuó bebiendo copas tanrebosantes y tantas en número como siempre.No obstante, poco a poco notó con placer granmejoría. Gradualmente se despejaba su cabeza,se tranquilizaban sus nervios, volvía a susmiembros el vigor y la alegría a su espíritu.Vastos planes maduraban en su cerebro, sobre-humanas empresas bullían en su imaginaciónheroica. Pasmado y enajenado preguntó a

Higinio el secreto, sin que éste se prestase arevelarlo. Pero un cierto Arsotas, juglar persa,adulador y afeminado, que divertía mucho alrey, le dio la clave del enigma. -Tu gran copero, ¡oh divino Alejandro!, echacada día una gota de cera en el fondo de tu co-pa. Así, insensiblemente, reduce su cabida yacorta tus libaciones. Bebes cada día una gotamenos. ¡El osado Higinio se atreve a engañar asu soberano y a cercenar sus deleites! Quedó Alejandro sorprendido; después susorpresa se convirtió en enojo. ¡Tratarle como aun chiquillo! ¡Embaucarle con un artificio así!¡Ah! No lo consentiría. ¿Qué se figuraba Higi-nio? Y una mañana mandó registrar y limpiarla copa, y a la tarde estableció sus famosos cer-támenes de intemperancia, apostando a bebercon los más pellejos de su ejército. Higinio en-tonces desapareció; probablemente se retiraríaal Ática. En cuanto a Alejandro, nadie ignora laocasión y modo de su muerte: después de va-ciar, con alarde jactancioso, no su propia copa,

sino la enorme llamada de Hércules, cayó re-dondo, dando un grito. La fiebre que allí mis-mo se apoderó de él le arrebató del mundo alos treinta y dos años de edad, en la plenitud dela vida y de la gloria. "El Imparcial", 25 de septiembre de 1898.

La palinodia

El cuento que voy a referir no es mío, ni denadie, aunque corre impreso; y puedo decirahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabu-lam groecanica incipimus: es el relato de unafábula griega. Pero esa fábula griega, no de lasmás populares, tiene el sentido profundo y elsabor a miel de todas sus hermanas; es una flordel humano entendimiento, en aquel tiempofeliz en que no se había divorciado la razón y lafantasía, y de su consorcio nacían las alegoríasrisueñas y los mitos expresivos y arcanos.

Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pul-sando la cuerda de hierro de su lira heptacordey haciendo antes una libación a las Euménidescon agua de pantano en que se habían macera-do amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonóuna sátira desolladora y feroz contra Helena,esposa de Menelao y causa de la guerra de Tro-ya. Describía el vate con una prolijidad de deta-lles que después imitó en la Odisea el divinoHomero, las tribulaciones y desventuras aca-rreadas por la fatal belleza de la Tindárida: losreinos privados de sus reyes, las esposas sinesposos, las doncellas entregadas a la esclavi-tud, los hijos huérfanos, los guerreros que en elverdor de sus años habían descendido a la re-gión de las sombras, y cuyo cuerpo ensangren-tado ni aun lograra los honores de la pira fúne-bre; y trazado este cuadro de desolación, vacia-ba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando aHelena de invectivas y maldiciones, cubriéndo-la de ignominia y vergüenza a la faz de Greciatoda.

Con gran asombro de Estesícoro, los griegos,conformes en lamentar la funesta influencia deHelena, no aprobaron, sin embargo, la sátira.Acaso su misma virulencia desagradó a aquelpueblo instintivamente delicado y culto; acasola piedad que infunde toda mujer habló en fa-vor de la culpable hija de Tíndaro. Su detractorse ganó fama de procaz, lengüilargo y desver-gonzado; Helena, algunas simpatías y muchalástima. En vista de este resultado, Estesícoro,con las orejas gachas, como suele decirse, seencerró en su casa, donde permaneció atacadode misantropía y abrazado a su fea y adustamusa vengadora. El sueño había cerrado sus párpados una no-che, cuando a deshora creyó sentir que unadiestra fría y pesada como el mármol se posabaen su mejilla. Despertó sobresaltado y, a la cla-ridad de la estrella que refulgía en la frente dela aparición, reconoció nada menos que al divi-no Pólux, medio hermano de Helena. Un es-tremecimiento de terror serpeó por las venas

del satírico, que adivinó que Pólux venía a pe-dirle estrecha cuenta del insulto. -¿Qué me quieres? -exclamó alarmadísimo. -Castigarte -declaró Pólux-; pero antes hable-mos. Dime por qué has lanzado contra Helenaesa sátira insolente; y sé veraz, pues de nada teserviría mentir. -¡Es cierto! -respondió Estesícoro-. ¡En vanotrataría un mortal de esconder a los inmortaleslo que lleva en su corazón! Como tú puedesleer en él, sabes de sobra que la indignación porlos males que ocasionó tu hermana y el dolorde ver a la patria afligida, me dictaron ese can-to. -Porque leo en lo oculto sé que pretendes en-gañarme -murmuró con desprecio Pólux-. Y sinposeer mi perspicacia divina, los griegos, hansabido también conocer tus móviles y tus inten-ciones. No existe ejemplo, ¡oh poeta!, de satíricoque tenga por musa el bien general: siempreesta hipócrita apariencia oculta miras persona-les y egoístas. Tú viste la belleza de mi herma-

na; tú la codiciaste, y no pudiste sufrir que otrocogiese las rosas cuyo aroma te enloquecía. -Tu hermana ha ultrajado a la santa virtud -declaró enfáticamente Estesícoro. -Mi hermana no recibió de los dioses el encar-go de representar la virtud, sino la hermosura -replicó Pólux, enojado-. Si hubiese un mortal enquien se encarnasen a un mismo tiempo la vir-tud, la hermosura y la sabiduría, ése sería iguala los inmortales. ¿Qué digo? Sería igual almismo Jove, padre de los dioses y los hombres;porque entre los demás que se nutren de la am-brosía, los hay, como la sacra Venus, en quienessólo se cifra la belleza, y otros, como la blancaDiana, en quienes se diviniza la castidad. Sitanto te reconcomía el deseo de zaherir a losmalos, debiste hacer blanco de tu sátira a algu-nas de las infinitas mujeres que en Grecia, sinpoder alardear de la integridad y pureza deDiana, carecen de las gracias y atractivos deVenus. La hermosura merece veneración; lahermosura ha tenido y tendrá siempre altares

entre nosotros; por la hermosura, Grecia serácelebrada en los venideros siglos. Ya que hasperdido el respeto a la hermosura, pierde el usode lossentidos, que no sirven para recrearte en ellapor la contemplación estética. Y vibrando un rayo del astro resplandecienteque coronaba su cabeza, Pólux reventó el ojoderecho de Estesícoro. Aún no se había extin-guido el ¡ay! que arrancó al poeta el agudo do-lor, y apenas había desaparecido Pólux, cuandoapareció el otro Dióscuro, Cástor, medio her-mano también de Helena, hijo de Leda y delsagrado cisne; y pronunciando palabras de re-probación contra el ofensor de su hermana, conuna chispa desprendida de la estrella que lucíasobre sus cabellos, quemó el ojo izquierdo delsatírico, dejándole ciego. Alboreó poco despuésel día, mas no para el malaventurado Estesíco-ro, sepultado en eterna y negra noche. Levan-tándose como pudo, buscó a tientas un báculo,y pidiendo por compasión a los que cruzaban

la calle que le guiasen, fue a llamar a la puertade su amigo el filósofo Artemidoro, y derra-mando un torrente de lágrimas, se arrojó en susbrazos, clamando, entre gemidos desgarrado-res: -¡Oh Artemidoro! ¡Desdichado de mí! ¡Ya nola veré más! ¡Ya no volveré a disfrutar de sudulce vista! -¿A quién dices que no verás más? -interrogósorprendido el filósofo. -¡A Helena, a Helena, la más hermosa de lasmujeres! -gritó el satírico llorando a moco ybaba. -¿A Helena? ¿Pues no la has rebajado tú en tusversos? -pronunció Artemidoro, más atónitocada vez-. ¿No la has estigmatizado y flageladoen una sátira quemante? -¡Ay! ¡Por lo mismo! -sollozó Estesícoro, de-jándose caer al suelo y revolcándose en él-.Ahora comprendo que mi sátira era un himno asu hermosura... un himno vuelto del revés, pe-ro al fin un himno. Los celestes gemelos me han

castigado privándome de la vista, y las tinieblasen que he de vivir son más densas, porque noveré a la encarnación humana de la forma divi-na, al ideal realizado en la tierra. -No te aflijas y espera -dijo Artemidoro-; talvez consiga yo salvarte. Cuando la incomparable Helena supo de Ar-temidoro que su detractor Estesícoro sólo la-mentaba estar ciego por no poder admirar sushechizos, sonrió, halagada la insaciable vani-dad femenil, y murmuró con deliciosa coquete-ría: -Realmente, Artemidoro, ese vate es un infeliz,un ser inofensivo; nadie le hace caso en Greciay yo, menos que nadie. No merece tanto rigor ytanta desventura. Anúnciale que voy a sanarlelos ojos. Y tomando en sus manos ebúrneas una copallena de agua de la fuente Castalia, bañó con sulinfa las pupilas hueras del satírico, que al pun-to recobró la luz. Como el primer objeto que viofue Helena, se arrodilló transportado prorrum-

piendo en una oda sublime de gratitud y arre-pentimiento, que se llamó Palinodia. "Blanco y Negro", núm. 342, 1897.

El mandil de cuero

No creáis que esto que voy a referir sucedió ennuestros días ni en nuestras tierras, ni que esinvención o ficción. Si encierra alguna moralejaaprovechable, consistirá en que la historia tienesentido y enseñanza. ¡Ay del género humano sila Historia se redujese a la opresión del débilpor el fuerte, al triunfo de la violencia! Érase que se era un rey de Persia, a quien mu-chos llaman Nemrod, pero que según versionesmás fundadas, debió de llamarse Doac, y fuematador y sucesor de aquel Yemsid cuyo peca-do consistía en creerse perfecto. Este Doac eramago brujo y sabidor; pero en vez de ejercer suciencia según la habían ejercitado sus predece-sores -fundando ciudades, enseñando y propa-

gando artes e industrias, venciendo en singularbatalla a los divos o genios del mal, estable-ciendo las primeras pesquerías de perlas, hora-dando las primeras minas de turquesas, popu-larizando el conocimiento del alfabeto y de lossignos que, trazados sobre ladrillo o piedra,conservan al través de las edades el recuerdode los hechos insignes-, el empecatado Doacsólo utilizó su magia para componer y destilarfiltros y venenos y refinar ingeniosos suplicios,porque se deleitaba en el dolor, y los gemidoseran para él regalada música. Hasta el reinadode Doac, no sabían los persas cómo desgarra lascarnes un haz devarillas, ni cómo aprieta la nuez una soga.Cuando se pregunta qué enseñó Doac a sussúbditos, la crónica responde que enseñó a azo-tar y ahorcar. Cansado sin duda el Cielo, infligió a Doac unpadecimiento cruel y vergonzoso. Una mañana,al disponerse a gozar las delicias del baño, notóel rey que en cada hombro le había salido grue-

sa verruga, tamaña como un huevo y de lamismísima figura que una cabeza de serpiente:chata, verdosa, horrible. Al principio no dolían las tales excrecencias;pero no tardaron en ulcerarse y causar atrozmartirio, que determinaba en Doac accesos derabia, siendo lo peor que como no quería ense-ñar a los médicos ni a persona viviente su as-queroso alifafe, tenía que lavarse, curarse yvestirse solo, y atender a las úlceras con lasplastas y ungüentos que encontraba en su re-pertorio mágico. Desesperado ya de tantas recetas que habíansalido vanas, y realizando nuevos conjuros, undía amaneció con la persuasión de que el únicoremedio eran los sesos de un hombre, aplicadoscalientes aún a las enconadas heridas. No vaya nadie a asustarse de la ignoranciaque esto acusa en los tiempos de Doac, puesaún en los nuestros hemos podido ver que sereceta el redaño del carnero, el pichón abiertoen canal y el trozo de carne de buey sobre el

lupus. Que la sangrienta medicina sería algoeficaz se demuestra con que poco a poco fueronvaciándose las prisiones del reino de Persia;diariamente ejecutaban a dos presos para sacar-les el meollo. Mas no hay en el mundo cosa queno se agote, y también los criminales encerra-dos; así es que, cuando faltó la ración de meollofresco, se fijó un tributo de dos hombres pordía, que cobraban sayones y verdugos enviadosaquí y allá a requisar. Solían éstos elegir, entrelas familias numerosas, el individuo enfermizo,deforme, imposibilitado, el viejo, el inútil. Yocurrió que, enterándose Doac de esta circuns-tancia, montó en furiosa cólera, jurando que siseguían dándole el desecho y lo peor de lossesos de sus vasallos, los degollaría a todos.Entonces losverdugos resolvieron sacrificar lo más floridode Yspahan, para dejar al rey satisfecho. No se determinaron, sin embargo, a buscarvíctimas entre la gente poderosa (magnates,empleados de la casa real); pero, en los prime-

ros instantes, acordándose de que un pobreherrero, llamado Cavé, tenía dos hijos comodos pinos de oro, gallardos en extremo y dies-tros en todos los ejercicios corporales; y pare-ciéndoles buena presa, los sorprendieron en laplaza pública, los degollaron, les abrieron elcráneo y llevaron a Doac su masa cerebral ca-liente todavía. Hallábase Cavé trabajando en su forja, cuandolos vecinos, entre compasivos e indiscretos,acudieron a darle la fatal nueva. Al pronto pa-reció como si el mísero padre no se hubieseenterado de la inaudita desventura que le co-municaban: helado, inmóvil, mudo, escuchó larelación del atroz caso. De súbito, su pena esta-lló formidable, cual transporte de león querompe la cadera y arranca de un zarpazo loshierros de la jaula. Lo que hizo salvar a Cavéfue saber que precisamente por ser sus hijosfuertes, inteligentes y hermosos, los habían se-ñalado para la cuchilla. "¡No dejarme ni siquie-ra uno para consuelo! ¡Ah! ¡Juro por la luz eter-

na del sol que me vengaré!" Y el herrero, gri-tando así, blandía su enorme martillo y al blan-dirlo, montañas de carne bronceada, endureci-da por el trabajo, se acumulaban en su brazodesnudo y negro de escoria. Desciñéndose el amplio mandilón de cueroque le protegía, Cavé lo ató a la punta de unpalo, y con el mandil por estandarte y el marti-llo por arma, salió a la plaza profiriendo clamo-res de maldición contra Doac. A la voz del des-esperado padre, sucedió un extraño fenómeno:los habitantes de Yspahan, que yacían aletar-gados y helados de miedo, recobraron energía,sacudieron la modorra; al ver que existía unhombre que se atrevía a enarbolar un estandar-te, corrieron a rodearle locos de entusiasmo, yla sedición estalló tan repentina, que el tiranosólo tuvo tiempo de huir vergonzosamente consus mujeres y sus tesoros. Lejos ya de Yspahan, juntó Doac un ejército demás de cien mil hombres, y volvió dispuesto adisolver las hordas que un artesano capitanea-

ba y que tenían por bandera sucio y denegridomandil de cuero. Pero avínole mal, porque elbordado guión de Doac, de seda y oro, recama-do de perlas, ostentando por emblema los sieteplanetas y la luna, hubo de retroceder ante elpedazo de suela que solo lucía los estigmas deltrabajo y las huellas del humano sudor, y lacabeza de Doac, goteando sangre, lívida, con-traída por la mueca de la agonía, quedó hinca-da en el palo que sostenía el mandil de cuero,mientras las tropas de Cavé, habiendo despoja-do al tirano de sus vestiduras, se reían a carca-jadas de las dos verrugas que en sus hombrosfiguraban cabezas de serpiente... Al ser saludado rey por su ejército, el herrerose negó rotundamente a aceptar la corona. Élmismo señaló para reinar al príncipe Feridún,que después fue un gran monarca y un sabioprofundo, y enseñó a los persas la astronomía,la medicina y la botánica. La única gloria quecupo a Cavé, el herrero, se cifró en su mandil,que Feridún tomó por estandarte regio. Siem-

pre que al entrar en batalla Feridún, sin falsorubor ni respetos humanos, colocaba ante síaquel trozo de suela que representaba la santi-dad del trabajo y la protesta contra la injusticiay el abuso del poder, era como si llevase untalismán: tenía la victoria segura. Cuando seavergonzaba del mandil de cuero, salía derro-tado. Por haberse perdido en las revueltas yvicisitudes de la invasión griega el mandil,símbolo de que no debe el monarca colmar lacopa de la iniquidad para que no se desborde lade la ira celeste; por haber desaparecido, digo,el estandarte de Cavé y su tradición de inde-pendencia, llegaron lospersas, pueblo nobilísimo en su origen y dealtas facultades intelectuales, al atraso, al servi-lismo y a la abyección en que hoy se pudren. "Blanco y Negro", núm. 392, 1898.

Los cabellos

Era en el doble reducto de la plaza fuerte deMahanaim. Entre ambas líneas de fortificacio-nes, sobre el reborde de piedra gris que soste-nía la casamata, David, extenuado, se sentó aesperar noticias. Más de dos horas hacía quedaba vueltas impaciente porque no acababande llegar los mensajeros. Aumentaba su fiebrela imposibilidad de acudir en persona al campode batalla, lo cual rompería su propósito firmede no mandar nunca tropas en casos de guerracivil. Si se tratase de combatir a los filisteos y derenovar los laureles de Balparasim, derraman-do la heroica libación del agua sagrada de Be-lén, por no aplacar la sed cuando desfallecíanlos soldados, o de organizar otra batalla de Re-faim, donde por primera vez en el mundo anti-guo hizo milagros la estrategia; si se encendiesela lucha con los moabitas idólatras y libres, ocon los opulentos arameos, o con los insolentesamonitas, que habían ultrajado a los embajado-res de Israel, allí estaría David el hondero, elgibor, el

aventurero para quien es dulce música, másque el acorde de la cítara, el choque de las ar-mas. Pero oponerse a los suyos, desenvainar laespada o blandir la lanza para que busque elcostado de un amigo, de un pariente, de uncompañero, había repugnado a David. Y ahora,en el trágico momento presente, el rey bendecíaaquella antigua resolución, que le evitaba lu-char con su propia sangre, el preferido de sualma, la luz de su ojo derecho, su hijo. Hay en las situaciones violentas y en las horasde extremada ansiedad un instante en que losnervios se aflojan y el cuerpo se rinde a la nece-sidad de descanso. La inquietud, la calenturadel viejo monarca se aplacaron desde que sedejó caer sobre aquel reborde de piedra en elsolitario fortificado recinto. Por las saeteras viola luz roja del poniente, que abrasaba el campocon reflejos de hoguera enorme. Aquella clari-dad purpúrea, sangrienta, devoradora, fue loúltimo que advirtió David antes de cerrar lospárpados y reclinar la cabeza en el muro, olvi-

dando lo presente, las angustias de la incerti-dumbre y los terrores del espíritu... Y después siguió viendo la misma claridad delocaso; pero sus tonos se habían dulcificado,fundiéndose en suaves medias tintas naranja,oro y verde. Era el divino atardecer de los paí-ses orientales, cien veces más hermoso que laaurora. Irisaciones de perla abrillantaban lasimperceptibles nubecillas, desgarradas comojirones del velo de una danzarina filistea; y so-bre el arrebolado horizonte, las ramas de lossicomoros y de los cedros formaban un pabe-llón de misterio y sombra sugestiva. La frescuradel aire atenuaba las emanaciones fuertes de lasresinas y las gomas; una languidez voluptuosase apoderaba del corazón. David se levantaba,se apoyaba en el balaustre de jaspe de la terra-za, se inclinaba para hundir la mirada en losmacizos de verdura, atraído por el rumor deli-cioso de los chorros de agua que se deshilan enel ancho pilón de mármol, surtiendo por diezbocas de bronce. Y al punto mismo en que el

rey se inclina, sobre las gradas que conducen ala pila aparece unaviviente estatua, rosada por el reflejo del cielo,vestida únicamente de la negra cabellera cauda-losa, que se reparte como los hilos del agua, yondea y brilla y juega, y se esparce, recién un-gida de aceite de nardo que la mujer, alzandolos brazos, extiende por los rizos sombríos, en-redándolos entre los dedos... Todo el incendio del firmamento ardió en lasvenas de David. Él mismo, desde aquella hora,se maravilló dentro de sí, no comprendiendo.Estaba bien seguro de que su fiel copero no lehabía vertido en el vino zumo de hierbas, en lascuales el conjuro de alguna nigromántica comola de Endor insinúa traidoramente el filtro de lapasión repentina y mortal. Pasados eran paraDavid los días de la juventud, cuando su manocertera clavaba el guijarro afilado en la frentedel descomunal gigante. Innumerables mujereshabían impregnado el olfato del rey con el per-fume de sus cabelleras, y al disiparse éste se

borraba la imagen, porque es indigno del sabio,del profeta, del caudillo, del legislador, reblan-decerse en el harén, ser cautivo de una débilhembra. Y sin embargo, en aquel instante, nocabía duda, era el incendio del cielo el que ar-día en las venas de David, y el rey conocía queni toda el agua de la piscina, ni de los torrentesque bajan impetuosos de Cedar y Hebrón, seríabastante a extinguirlo. Betsabé le había robadoel seso, no con el crujir de sus sandalias, porquedescalzos tenía los finos pies y hasta sin argollade plata el sutil tobillo, sino con el aroma pecu-liar de sus bucles negros como la tentación. Rápidamente sobrevenía la noche, y muchasnoches más, durante las cuales David se abis-maba en su pecado, esperando de un modoconfuso la hora del arrepentimiento. Presentíala aparición de la conciencia, el descenso delángel severo y terrible. Era inútil: su pecadoyacía hondo en su corazón, arraigado allí y fijoa manera de saeta en la herida. Ni la cienciaarcana que había de recibir andando el tiempo

Suleimán, a quien llamamos Salomón, acertaráa explicar las causas de la perseverancia en elamor, fenómeno extraño que induce fatalmentea un ser hacia otro ser. David no podía vivir sinla esposa de Urías el Héteo, el mejor oficial, elvaliente compañero de armas. ¡Si aquella mujerhubiese pertenecido a un enemigo! David, es-tremeciéndose, pensaba en las sugestiones delmiedo de la favorita, en las súplicas tiernas einsinuantes como silbo de culebra entre las ro-sas del valle de Jericó: "No accederé", murmu-raba; pero la idea del engaño y el crimen iba yadeslizándose en sualma, impregnándola de veneno. Urías estabasentenciado... El sentimiento más generoso ybello que crea la vida militar; el leal compañe-rismo, el cariño de los que a un mismo riesgo seexponen y ganan la misma gloria, le gritaba aDavid: "Vas a cometer la mayor de las infa-mias." Y a sabiendas, David, el de la concienciadespierta, el gran arrepentido, el que sentíaincesantemente la tremenda presencia de

Eloim-Jehová, por el olor de unos cabellos demujer, envió al capitán Urías, uno de los treintagibores o valientes, bajo los muros de Rabat-Amón, con mensaje cerrado para el generalJoab; y en cumplimiento de la real orden, Uríasfue puesto a la cabeza de un destacamento quea toda costa debía entrar en la ciudad. Y Uríasobedeció, gozoso, ansioso de victoria, y sucuerpo quedó tendido al pie de la muralla, ba-ñada en sangre. En los oídos de David, llenos de la voz acari-ciadora y ambiciosa de Betsabé, sonaba enton-ces otra voz terrible, la del vidente Natán, porcuya boca hablaba el Señor. Trémulo en brazosde la favorita, de la que ya era su esposa, sehumillaba ante el airado anatema, la maldiciónfatídica. "Porque hiciste lo malo en mi presen-cia, no se apartará espada de tu casa, y sobre tucasa levantaré el mal..." Al evocar las palabras del vidente, David ex-halaba un gemido doloroso... y se despertaba,empapadas las sienes en sudor frío. Miraba

alrededor con ojos extraviados y atónitos, yreconocía el lugar, aquel doble recinto fortifica-do de Mahanaim, tétrico y ceñudo, donde sóloresonaban los pasos del centinela y se escucha-ba, a trechos, el alerta gutural del vigía. A laroja brasa del poniente había sucedido el azulnegruzco de la noche, sobre el cual parpadea-ban las estrellas tristemente. ¿Sin noticias aún?¿Qué podía haber sucedido allá en la selva deEfraim, donde desde la hora de la mañana lu-chaban las fuerzas del rebelde Absalón con lasde David, mandadas por Joab? ¿Qué estragoshacía la espada aquella, nunca apartada de sucasa, según la profecía? De súbito, un clamoreoa distancia, una algazara inmensa. Confundían-se el trotar de los corceles, el choque de las ar-mas, el estrépito de la infantería hiriendo latierra con el duro calzado militar, y empujandoa los cautivosentre alaridos de muerte y gritos de cólera, elmugir de los bueyes que arrastraban las carre-tas de botín, todo lo que al oído experto del

guerrero suena a triunfo. David se incorporó,pálido y espantado: la guarnición de la plazaacudía con teas ardiendo, y el primer mensajerocaía a los pies del rey, sin aliento, ahogándose. -Alabemos al Señor... -tartamudeaba-. Des-hecha la rebelión, pasados a cuchillo tus ene-migos... ¡Gloria al rey! Arrojándose sobre el emisario, David exclamófuriosamente: -¿Y mi hijo? ¿Y Absalón, mi hijo, mi heredero,el príncipe real? No hubo respuesta. Otro emisario llegaba ja-deante, loco de júbilo. -El Señor ha confundido a los que te queríandañar. Veinte mil quedan en el campo de bata-lla, consumidos por la espada, sirviendo depasto a los buitres. Y Absalón, suspenso entre elcielo y la tierra, colgado de las ramas de unterebinto, ha recibido en el pecho muchos dar-dos. Dicha tuya ha sido ¡oh rey! que los hermo-sos cabellos del príncipe, todos impregnados deesencia, se enredaran en las ramas y le detuvie-

sen en su precipitada fuga. A no ser por losnegros bucles, que caían como maduros raci-mos de vid a lo largo de la espalda... tu enemi-go se hubiese salvado; tan ligera iba su mula... Y el emisario calló, porque el rey acababa dedesplomarse en tierra arañándose el rostro,arrancándose el pelo y sollozando: "¡Hijo, hijomío!" "Blanco y Negro", núm. 488, 1900.

Al buen callar...

No tenían más hijo que aquel los duques deToledo, pero era un niño como unas flores; sa-no, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, decondición tan angelical y noble, que le amabansus servidores punto menos que sus padres.Traíale su madre vestido de terciopelo queguarnecían encajes de Holanda, luciendo guan-tes de olorosa gamuza y brincos y joyeles depedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle

pasar por la calle, bizarro y galán cual un caba-llero en miniatura, las mujeres le echaban besoscon la punta de los dedos, las vejezuelas reíanguiñando el ojo para significar "¡Quién te verá alos veinte!", y los graves beneficiados y los frai-les austeros, sacando la cabeza de la capucha ylas manos de las mangas, le enviaban al pasouna bendición. Sin embargo, el duque de Toledo, aunquemuy orgulloso de su vástago, observaba coninquietud creciente una mala cualidad que te-nía, y que según avanzaba en edad el niño donSancho iba en aumento. Consistía el defecto enuna especie de manía tenacísima de cantar laverdad a troche y moche, viniese a cuento o noviniese, en cualquier asunto y delante de cual-quier persona. Cortesano viejo ya el duque deToledo, ducho en saber que en la corte todo esdisfraz, adivinaba con terror que su hijo, pormás alentado, generoso, listo y agudo que semostrase, jamás obtendría el alto puesto que le

era debido en el mundo, si no corregía tan fu-nesta propensión. -Reñida está la discreción con la verdad: comoque la verdad es a menudo la indiscreciónmisma -advertía a su hijo el duque-. Por la bocasolemos morir como los simples peces, y no esmuerte propia de hombre avisado, sino deanimal bruto, frío y torpe -solía añadir. Corríase y afligíase el rapaz de tales repren-siones y advertencias, y persuadido de queerraba al ser tan sincero, proponía en su cora-zón enmendarse; pero su natural no lo consen-tía: una fuerza extraña le traía la verdad a loslabios, no dándole punto de reposo hasta que lasoltaba por fin, con gran aflicción del duque,que se mataba en repetir: -Hijo Sancho, mira que lo que haces... La ver-dad es un veneno de los más activos; pero envez de tomarse por la boca, sale de ella. Espar-cida en el aire, es cuando mata. Si tan atractivate parece la fatal verdad, guárdala en ti y para

ti; no la repartas con nadie, y a nadie envenena-rás. Acaeció, pues, que frisando en los trece años ysiendo cada vez más lindo, dispuesto y gentil elhijo de los duques de Toledo, un día que la re-ina salió a oír misa de parida a la catedral, hubode verle al paso, y prendada de su apostura yde la buena gracia con que le hizo una reveren-cia profundísima, quiso informarse de quiénera, y apenas lo supo, llamó al duque y congrandes instancias le pidió a don Sancho parapaje de su real persona. Más aterrado que lison-jeado, participó el duque a su hijo el honor queles dispensaba la reina. -Aquí de mis recelos, aquí del peligro, San-cho... Tu funesto achaque de veracidad ahora escuando va a perderte y perdernos. Si la reservay el arte de bien callar son siempre provecho-sas, en la cámara de los reyes son indispensa-bles, te lo juro. -Antes pienso, padre -replicó el precoz donSancho-, que al lado de los reyes, por ser ellos

figura e imagen de Dios, alentará la verdadmisma. No cabrá en ellos mentira ni acción quedeba ser oculta o reservada. Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque,pues le escarabajeaban en la memoria ciertasmurmuraciones cortesanas referentes a livian-dades y amoríos regios; pero tomando aliento: -No, hijo -exclamó por fin-, no es así como túsupones... Cuando seas mayor y tu razón ma-dure, entenderás estos enigmas. Por ahora solote diré que si vas a la corte resuelto a decir ver-dades, mejor será que tomes ya mi cabeza y sela entregues al verdugo. Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiem-po don Sancho, hasta que, como el que prome-te, extendió la mano con extraña gravedad,impropia de su juventud. -Yo sé el remedio -afirmó. Mentir me es impo-sible, pero no así guardar silencio. Haced vos,padre, correr la voz de que un accidente me haprivado del habla, y yo os prometo, por dispen-

saros favor, ser mudo hasta el último día de mivida si es preciso. Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lode la mudez; siendo lo notable del caso que lareina, sabedora de que el bello rapaz era mudo,mostró alegría suma y mayor empeño en tener-le a su servicio y órdenes. En efecto, desdeaquel día asistió don Sancho como paje en lacámara de la reina, sellados los labios por elcandado de la voluntad, viendo y oyendo todocuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo.Poco a poco la reina iba cobrándole extremadocariño. Sancho se pasaba las horas muertasechado en cojines de terciopelo al pie del sillónde su ama y recostando la cabeza en sus faldas,mientras ella con la fina mano cargada de sorti-jas le acariciaba maternalmente los oscuros ysedosos bucles. Las primeras veces que donSancho fue encargado de abrir la puerta secretaa cierto magnate, y le vio penetrar furtivamentey a deshora en el camarín, y a la reina echarle alcuello los brazos, el pajecillo se dolió, se indig-

nó, y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tra-gediaque en el palacio se arma. Por fortuna, Sanchoera mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dosenamorados le pusieron al corriente de cosasharto graves, de secretos de Estado y familia;entre otros, de que el rey, a su vez, salía todaslas noches con maravilloso recato a visitar acierta judía muy hermosa, por quien olvidabasus obligaciones de esposo y de monarca, ymerced a cuyo influjo protegía desmedidamen-te a los hebreos, con perjuicio de sus reinos ymengua de sus tesoros. Envuelta en el misterioesta intriga, no la sabían más que el magnate yla reina; y don Sancho, trasladando su indigna-ción del delito de la mujer al del marido, cele-bró nuevamente no haber tenido voz, porqueasí no se veía en riesgo de revelar verdad taninfame. Pasado algún tiempo, la confianza conque se hablaban delante del mudo pajecilloinstruyó a éste de varias maldades gordas quese tramaban en la corte: supo cómo el privado,

disimuladamente, hacía mangas y capirotes dela hacienda pública, ycómo el tío del rey conspiraba para destronarle,con otras infinitas tunantadas y bellaqueríasque a cada momento soliviantaban y encrespa-ban la cólera y la virtuosa impaciencia de donSancho, poniendo a prueba su constancia, en elmutismo absoluto a que se había comprometi-do. Sucedía entretanto que le amaban todos mu-cho, porque aquel lindo paje silencioso, tanhidalgo y tan obediente, jamás había causadodaño alguno a nadie. No hay para qué decir sile favorecían las damas, viéndole tan gentil yestando ciertas de su discreción; y desde el reyhasta el último criado, todos le deseaban bie-nes. Tanto aumentó su crédito y favor, que alcumplir los veinte años y tener que dejar suoficio de paje por el noble empleo de las armas,colmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina,el privado y el infante, acrecentando los hono-res y preeminencias de su casa y haciéndole

donación de alcaldías, fortalezas, villas y casti-llos. Y cuando, húmedas las mejillas de besoempapado de lágrimas con que le despidió lareina, que le quería como a otro hijo; oprimidoel cuello con el peso de la cadena de oro queacababa de ceñirle el rey, salió don Sancho delalcázar y cabalgó en el fogoso andaluz de queel infante le había hecho presente; al ver cuán-tos males habíaevitado y cuántas prosperidades había traídosu extraña determinación, tentóse la lengua conlos dientes, y, meditabundo, dijo para sí (puespara los demás estaba bien determinado a nodecir oxte ni moxte): "A la primera palabra quesueltes al aire, lengua mía, con estos dientes ocon mi puñal te corto y te hecho a los canes." Hay eruditos que sostienen la opinión de quede esta historia procede la frase vulgar, sin otraexplicación plausible: "Al buen callar llamanSancho." "Blanco y Negro", núm. 1300, 1916.

Fausto y Dafrosa

La aguardaba en el embarcadero a boca denoche, y cuando divisó a lo lejos la barca, queavanzaba al empuje de los brazos fuertes de losremeros, abriendo estela de luz verdosa en elmar fosforecente, al corazón de Fausto se agol-pó la sangre, y sus ojos se nublaron. Venía o, mejor dicho, la traían, se la entrega-ban; en su poder iba a estar aquella por quientantas veces había pasado la noche en vela, fe-bril, paladeando acíbar, desesperando y mor-diéndose los puños de rabia, o esperando in-sensatamente. ¿Insensatamente? Criminalmente se diría me-jor. Por aquella que se reclinaba en la proa, en-vuelta en blancos velos, en actitud pensativa,Fausto había descendido a la delación y al es-pionaje como un liberto, echando negra man-cha sobre el decoro de su estirpe consular. Porella había deslizado en los oídos del emperador

"apóstata" el consejo fatal al ex prefecto Flavia-no, y más de una velada, a la claridad indecisade la triple lámpara cubicularia, las sombras delcortinaje dibujaron ante los ojos espantados deFausto la pálida figura de un varón ilustre mar-cado en la frente con el hierro que estigmatiza alos facinerosos... Pero en aquel instante el musi-cal chapaleteo de los remos ahuyentaba remor-dimientos y angustias, y de lo profundo de lasaguas la voz de las sirenas de la felicidad subíacomo un himno... Descendió Fausto al muelle con precipitación,y cogiendo de manos de los esclavos el taburetede cedro, lo presentó al pie de Dafrosa, queprontamente, sin hacer hincapié, saltó a laspuntiagudas piedras. A la salutación, al "¡Ave!"que en temblorosa voz articuló Fausto, respon-dió ella con una sonrisa triste. Y echaron a an-dar hacia la villa, sin que Fausto se atreviese aofrecer el antebrazo para que Dafrosa se apoya-se. Un poco de sobrealiento de la matrona indi-

caba, sin embargo, que no hubiese sido super-fluo el auxilio. En la terraza de la villa, alumbrada por antor-chas fijas en la pared, estaba dispuesto un re-fresco de bienevenida; leche, frutas, pan en flor,peces cocidos -los sencillos manjares de quegusta una cristiana-. Se lo hizo observar Faustoa Dafrosa, la cual, rompiendo uno de los panes,los llevó a los labios, no sin hacer antes la señalde la cruz. Quedáronse solos Fausto y la tandeseada. Parpadeaban las estrellas en el firma-mento turquí, y el aire columpiaba bocanadasde esencia de rosas purpúreas, unas rosas queel mismo emperador Juliano había traído deAlejandría para adornar con festones de ellas elara de la Afrodita, porque se atribuían a suaroma virtudes como de filtro para enajenar elcorazón. Fue Dafrosa quien rompió el peligroso silen-cio. -Fausto -dijo con tranquila melancolía-, ¿quiénnos dijera que nos encontraríamos así otra vez?

Cuando yo me confesaba llorando de que nopodía olvidarte, ¿iba a suponer que el Sacroemperador me desterrase a vivir contigo? Indeciso Fausto, dudó entre caer a los pies dela matrona y abrazar sus rodillas o contestaralgo -no sabía qué-. Entonces Dafrosa echóatrás el velo blanco que envolvía el óvalo de surostro, y a la luz de las antorchas Fausto pudover con asombro una cara consumida por eldolor, unos ojos marchitos, unas mejillas dema-cradas; el pelo, recogido modestamente concintas de lana violeta, no era ya aquella rubiavedija, aureola de oro; ¡a Dafrosa se le habíavuelto el cabello todo gris, del gris de las nubes,del gris de la ceniza seca y hacinada en elhogar! -Puedes mirarme impunemente, Fausto -añadió ella-. Soy otra. La Dafrosa que conocisteno está ya en el mundo. Después de que mecontemples, te volverás a tu palacio de Roma,dejándome sola en esta isla, donde haré peni-tencia. He sido justamente castigada por haber-

te querido, cariño involuntario que yo no podíaarrancar de mí por más que hacía. Se llevaron ami marido para matarle poco a poco, y a mí medespreciaron. Lo merecía. Ahora los malvadosme entregan a ti, quizá por creer que tú eres unpeligro. Para Dafrosa ya no hay peligros. Mí-rame así; despacio, con atención; examíname.La misericordia divina me ha quitado entera-mente mi hermosura. Inmóvil permanecía Fausto, penetrado de unsentimiento singular, diferente de cuantos hastaentonces habían agitado su alma complicada deromano de la decadencia, de amigo del refina-do filósofo, el césar Juliano. No hacía muchoque en el palacio imperial, ante las aras restau-radas de la Kaleos helénica, habían celebradolos dos amigos un pacto, especie de misteriosainiciación de un culto secreto, diverso del vul-gar paganismo que se saciaba con los sacrificiosde bueyes y terneros, con las ceremonias impu-ras. Esta otra religión, preferida por Juliano,reemplazaba la teogonía y las supersticiones

con la adoración de la belleza suprema de laForma en su armonía divina, en su euritmiasacrosanta, cuya relación percibe la inteligenciapor encima de los sentidos. Una estatua de mu-jer, perfectísima, de líneas impecables, obra deFidias, se erguía sobre el ara, en mitad de lacapillita o cella donde el emperador cumplía elrito, derramando las claras libaciones, que-mando elincienso sabeo en el pebetero de oro de exquisi-ta labor oriental. Y el Apóstata, tomando de lamano a su amigo, le obligaba a postrarse allí,murmurando: "Esta es la Diosa, ésta, y no eltriste Galileo, que ha traído la fealdad al mun-do." Y, ahora Fausto, en presencia de Dafrosa,la mujer tan codiciada cuando la poseía Flavia-no y ella vivía recluida al pie de sus lares, porno descubrir en los ojos los pensamientos, aho-ra Fausto advertía en sí mismo un trastorno,una variación incomprensible. Los afanes, losdelirios, las ansias de posesión, la fiebre pasio-nal tanto tiempo sufrida, alimentada por la

Beldad, que ata las almas y no las suelta hastael sepulcro, habían desaparecido. La formaadorada no existía, y tampoco lo que se derivade ella. En el mar tranquilo habían enmudecidolas sirenas cantoras; en el cielo turquí las estre-llas ya no parpadeaban de amor. Las rosas nodesprendían ni un átomo de esencia: el rocío dela noche probablemente congelaba sus cálices,derramandoen ellos una serenidad frígida. Las tenaces liga-duras de la carne se rompían en Fausto; su san-gre, antes fuego, discurría convertida en luzpor las venas. Y acercándose a Dafrosa, le tomólas manos y las llevó a su frente, murmurandoen un suspiro: -Porque has perdido tu hermosura, te quieromás. Te parecerá que es mentira, y a mí ayerme lo parecía también, pero mira que no te en-gaño. No retiró las palmas Dafrosa. Este sencillocontacto no infundía tanto horror a los cristia-nos de aquellos siglos como a los actuales, aca-

so porque entonces eran más castos en su cora-zón. Las palmas de Dafrosa halagaron la incli-nada cabeza de Fausto, y acercando los labios asu oído, susurró: -Te creo. Es natural eso que me dices. Tú,Fausto, hermano mío, eres cristiano también. La crónica refiere que San Fausto sufrió elmartirio y que Santa Dafrosa recogió de nochesu cuerpo para que no lo devorasen los perros,pagando esta obra de caridad con la vida.