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¡ESPAÑOLES, A MARRUECOS! Julio Albi de la Cuesta Del autor de DE PAVÍA A ROCROI LA GUERRA DE ÁFRICA 1859-1860

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Cargas de coraceros con refulgentes cascos metálicos; agrestescabileños, de chilabas rayadas; lanceros con multicolores banderolas; la legendaria Guardia Negra, azul y roja; audacescornetas, casi niños; bellas hebreas; presidiarios encadenados, como salidos de Los miserables; húsares, blancos y celestes; aérea caballería marroquí, envuelta en jaiques fantasmales; misteriosasciudades santas; arias de Bellini cantadas a la luz de las hogueraspor oficiales sentimentales; zocos abigarrados; curtidas cantineras vestidas a la amazona, revólver en cinto; Prim tonante, en los Castillejos; caravanas ondulantes de camellos; ataques a la bayoneta con banderas desplegadas, al compás de músicas y charangas... Por estos y otros aspectos la Guerra de Marruecos de 1859-1860ha pasado a la historia con el nombre de «Guerra Romántica»,carácter que comparte la misma denominación oficial, Guerra deÁfrica, que desorbita el ámbito de las operaciones que se llevaron a cabo, para darles una dimensión continental. Junto a todoeso existe, sin embargo, otro rostro no tan evocador, el de unacampaña improvisada, lanzada en la peor época del año y con medios navales insuficientes; soldados ateridos, mal cobijadosen tiendas diseñadas para resguardar del sol, no para proteger delas constantes lluvias, y batallas inútiles y costosas. Y siempre, la sombra del cólera insidioso, matando a diestro y siniestro, más feroz que las balas, que envió a miles de hombres a la tumba, o a hospitales donde con frecuencia agonizaban olvidados en el suelo,sobre un montón de paja podrida.

En ¡Españoles, a Marruecos! La Guerra de África 1859-1860, Julio Albi de la Cuesta retrata con maestría esta dicotomía, porque si laguerra fue indiscutiblemente popular, miles de españoles pagaron para no ir a ella; si concitó consensos de todos los partidos, launanimidad duró poco; si obtuvo ciertas ventajas, generó decepciones; y si se derrochó bravura, sobraron imprudencias censurables. Fue, pues, una campaña con claroscuros, comotantas otras, lejos del escenario, a la vez idílico y teatral, que enocasiones se ha presentado.

JULIO ALBI DE LA CUESTA se licenció en Derecho e ingresó en 1973en la carrera diplomática. Además de desempeñar diversos cargos en losministerios de Asuntos Exteriores y de Defensa y, fuera de nuestras fronteras, enrepresentaciones diplomáticas en Senegal,Estados Unidos, Italia y Francia, hasido embajador en Honduras, Ecuador,Perú y Siria. Como historiador, es desde 2009 académico correspondiente de laReal Academia de la Historia y autor, coautor y editor de numerosos libros de historia militar, disciplina de la que se haconvertido en referente en nuestro país porobras clave como Banderas Olvidadas, En torno a Annual, Campañas de la caballeríaespañola en el siglo XIX, El Ejércitocarlista del Norte o De Pavía a Rocroi. Los Tercios españoles. Su impecable uso dellenguaje y sus conocimientos históricos lo convierten no solo en un magnífico ensayista y escritor de artículos, entre losque destacan los elaborados para Desperta Ferro Historia Moderna, sino tambiénen un gran narrador como demuestra su libro de cuentos, Caminantes, y la novela La calavera de plata.

Ilustración de portada: Batalla de Tetuán, de Vicente Palmaroli.© Museo del Ejército

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HISTORIADE ESPAÑA

9 788494 649981

ISBN: 978-84-946499-8-1

P.V.P.: 24,95 €

EN ESTA COLECCIÓN:

www.despertaferro-ediciones.com

El ejército español de José NapoleónISBN: 978-84-946499-1-2

De Pavía a Rocroi. Los tercios españolesISBN: 978-84-946499-6-7

El Ejército carlista del Norte (1833-1839)ISBN: 978-84-945187-7-5

Del autor de DE PAVÍA A ROCROI

LA GUERRA DE ÁFRICA1859-1860

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¡ESPAÑOLES, A MARRUECOS!

LA GUERRA DE ÁFRICA 1859-1860

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¡ESPAÑOLES, A MARRUECOS!

LA GUERRA DE ÁFRICA 1859-1860

Julio Albi de la Cuesta

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¡ESPAÑOLES, A MARRUECOS!La Guerra de África (1859-1860)Julio Albi de la Cuesta

© de esta edición: ¡Españoles, a Marruecos!Desperta Ferro Ediciones SLNEPaseo del Prado, 12 - 1.º derecha28014 Madridwww.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-946499-8-1D.L.: M-4258-2018

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo HernándezCartografía: Desperta Ferro Ediciones

Primera edición: abril 2018

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2018 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Impreso por: Advantia Comunicación

Impreso y encuadernado en España – Printed and bound in Spain

¡Españoles, a Marruecos!Albi de la Cuesta, Julio¡Españoles, a Marruecos! / Albi de la Cuesta, JulioMadrid: Desperta Ferro Ediciones, 2018. – 416 p., 8 p. de lám. :il.; 23,5 cm – (Historia de España) – 1.ª ed.D.L.: M-4258-2018ISBN: 978-84-946499-8-194(460).066.2 / "1859/1860"

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Si hoy la Guerra de África ha reunido a los españoles, desconfiemos de que los haya reunido.

Sueño político sobre las consecuencias de la Guerra de ÁfricaNicomedes Martín Mateos

Madrid, 1860

Este pequeño ejército, realmente bravo, y admirablemente paciente y disciplinado,

se merecía algo mejor.

The Spanish campaign in MoroccoFrederick Hardman

Edimburgo-Londres, 1860

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Prólogo ........................................................................................................................................................ XV

1 «¡ESPAÑOLES, A MARRUECOS!» ...................................................................... 1

2 ESPAÑA, 1859 .................................................................................................................................. 41

3 LOS CONTENDIENTES ............................................................................................... 83

4 OPERACIONES DE NOVIEMBRE Y DICIEMBRE DE 1859 ............................................................................................. 123

5 «UN MAL SUEÑO»; LA LARGA MARCHA (ENERO DE 1860) ................................................................................................................ 173

6 AITA TETTAUEN ................................................................................................................... 237

7 UNA BATALLA DIFÍCIL, UNA PAZ COMPLICADA Y OTROS COMBATES ............................................ 299

Apéndice I .................................................................................................................................................. 369Apéndice II ............................................................................................................................................ 373Apéndice III ......................................................................................................................................... 377Apéndice IV ......................................................................................................................................... 381Apéndice V ............................................................................................................................................ 383Bibliografía ............................................................................................................................................ 385Índice analítico ................................................................................................................................. 393

ÍNDICE

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PRÓLOGO

La campaña de 1859 a 1860 ha pasado a la historia con el nombre, desde muchos puntos de vista plenamente justificado, de «Guerra Ro-mántica». Para empezar, tiene ese carácter la misma denominación oficial, Guerra de África, que desorbita el ámbito de las operaciones que se llevaron a cabo para darles una dimensión continental, cuando, en realidad, solo se desarrollaron en un estrecho pasillo –se ha com-parado la distancia entre Ceuta y la bahía de Tetuán a la que separa a Madrid de la sierra de Guadarrama– que apenas sería perceptible en un mapa de regular tamaño del enorme continente.

Junto a estas exageraciones, se reunieron muchos ingredientes románticos: cargas de coraceros con refulgentes cascos metálicos; agrestes cabileños de chilabas rayadas; lanceros con multicolores ban-derolas; la legendaria Guardia Negra, azul y roja; audaces cornetas, casi niños; bellas hebreas; presidiarios encadenados, como salidos de Los Miserables; húsares, blancos y celestes; aérea caballería marroquí, envuelta en jaiques fantasmales; misteriosas ciudades santas; arias de Bellini cantadas a la luz de las hogueras por oficiales sentimentales; zocos abigarrados; curtidas cantineras vestidas a la amazona, revólver en cinto; Prim tonante, en los Castillejos; caravanas ondulantes de camellos; ataques a la bayoneta con banderas desplegadas, al compás de músicas y charangas, y plumas como las de Alarcón, que tomaban sus sueños por realidades.

Pero, junto a todo eso, existen otros aspectos: una campaña im-provisada, lanzada en la peor época del año y con medios navales in-suficientes; soldados ateridos, mal cobijados en tiendas diseñadas para resguardar del sol, no para proteger de las constantes lluvias, y batallas inútiles y costosas. Y, siempre, la sombra del cólera insidioso, matan-

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¡Españoles, a Marruecos!

do a diestro y siniestro, más feroz que las balas, y que envió a miles de hombres a la tumba, tras entierros clandestinos, para no desmoralizar a los supervivientes, o a hospitales donde con frecuencia agonizaban olvidados en el suelo, sobre un montón de paja podrida.

Es este doble aspecto de aquella guerra lo que se intenta reflejar en las páginas siguientes, procurando no caer en estereotipos mani-dos. Porque si la guerra fue indiscutiblemente popular, miles de es-pañoles pagaron para no ir a ella; si concitó consensos de todos los partidos, la unanimidad duró poco; si obtuvo ciertas ventajas, generó decepciones, incluidas las de la propia Isabel II, y si se derrochó bra-vura, sobraron imprudencias censurables.

Fue, pues, una campaña con claroscuros, como tantas otras, lejos del escenario, a la vez idílico y teatral, que, en ocasiones, se ha pre-sentado.

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1«¡ESPAÑOLES, A MARRUECOS!»1

LA CUESTIÓN DE LOS «MARMOLILLOS»

En la noche del 10 de agosto de 1859, sombras furtivas se afanan en torno a un edificio en construcción. Jadeantes, con palos y medios de fortuna destruyen las paredes apenas levantadas. Terminada la labor, se pierden en la oscuridad.

La mañana del día siguiente, Ramón Gómez Pulido, gobernador militar de Ceuta, envía a un subordinado a pedir explicaciones a la auto-ridad marroquí más próxima, el alcaide del Serrallo, un vetusto palacio situado a corta distancia de los muros de la plaza. El representante del sultán Abderramán se muestra sorprendido por la noticia, que atribuye a un desmán de la arisca cabila de Anghera. Aunque presenta sus excusas, maldiciendo a los montañeses, y ordena a sus acólitos restablecer como puedan un garitón que ha sido demolido, el español, hombre de corta pa-ciencia, no se da por satisfecho. Ese mismo día 11, comunica al ministro de la Guerra, en Madrid, su propósito de «escarmentarlos [a los agresores] sangrientamente, emboscándoles fuerza fuera del recinto».2

No obstante, solicita permiso para esa iniciativa, consciente de su posible alcance. Por el mismo motivo, pone al corriente al cónsul ge-neral de España en Tánger, Juan Blanco del Valle. Este, un rico propie-tario de San Roque, transformado en diplomático por los azares de la política, no oculta su alarma, o, en frase más expresiva, «una bomba que hubiese caído a sus pies no hubiera causado más desastroso efecto»3 que la inoportuna novedad.

En esas fechas estaba pendiente de firma un acuerdo sobre los lí-mites de Melilla,4 muy favorable para el Gobierno, y temía, justifica-damente, que lo sucedido afectase a las buenas relaciones entre los dos

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¡Españoles, a Marruecos!

países. De hecho, como recordará a Gómez Pulido, en respuesta a un oficio suyo del 6, había expresado ya su preocupación ante las eventua-les «dilaciones y entorpecimientos» que podían causar los trabajos que se habían emprendido en el campo exterior de Ceuta.

Por eso, en su contestación del 12 volverá a mencionar las posibles «complicaciones y dificultades» que se suscitarían. Al tiempo, evoca el muy delicado estado de salud del «anciano emperador berberisco», esto es, del sultán, y comenta que «si llegare a sucumbir todo lo habríamos perdido, porque la anarquía más espantosa se entronizaría en este país casi salvaje», haciendo estériles todos sus desvelos para concluir el tra-tado de Melilla. Con ese motivo, le ruega que, de momento, «suspenda las obras proyectadas». A la vez, traslada al Ministerio de Estado, como se titulaba entonces el actual de Asuntos Exteriores, su inquietud ante «los propósitos belicosos» del gobernador.

Finalmente, se dirige a Mohamed el-Jetib, ministro de Negocios Extranjeros de Marruecos, refiriéndose al «ultraje» cometido, que «no puede quedar impune». «Es preciso, absolutamente preciso, que se haga en presencia de la mencionada plaza […] un ejemplar castigo […] justo y severo» de los culpables.

Siempre el 12, una delegación de cabileños pidió parlamento ante Ceu-ta y manifestó al mayor que salió a escucharles que, en ningún caso, consenti-rían la erección de edificaciones en ese terreno, «aunque el sultán lo mande». Al informar de ello, y de su firme respuesta, Gómez Pulido destacó que estaba «sumamente satisfecho de la conducta que ha observado el alcaide del Serra-llo» en toda la cuestión, porque había hecho lo posible para convencer a los de Anghera para que depusiesen su actitud. Solo al final del despacho alude, por primera vez, a «los marmolillos […] volcados», que en el curso de los siete meses siguientes llevarían a la muerte a miles de hombres.

Para valorar lo sucedido, es preciso situar los acontecimientos en su contexto. En virtud del artículo 15 del Tratado de Mequínez, de 1 de agosto de 1799, vigente en 1895, que se remitía a su vez a un acuerdo de 1782, se estipulaba la concesión por parte de Marruecos de un «terre-no para el pasto» a las afueras de Ceuta, delimitado por los malhadados marmolillos.5 Se trataba del campo exterior, o «del moro» –la expresión ya revela la pertenencia–, de unos mil metros. Remacha6 estima que ese «espacio agropecuario» es «territorio del sultán, gravado con una servi-dumbre», pero considera que ello no excluía que España pudiera tomar «medidas de seguridad para su mantenimiento y uso». Acaso, en cambio, cree que cualquier construcción en dicho territorio era contraria a «la letra y el espíritu del tratado en vigor».7

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¡Españoles, a Marruecos!

Este punto de vista parece acertado. Se trataba, sin duda, de suelo marroquí; más concretamente, de la cabila mencionada. Desde luego, al cederlo para su aprovechamiento en un ámbito específico, estaba im-plícito que el usufructuario pudiera tomar las providencias precisas para hacer efectivo su disfrute, ya que, en caso contrario, el derecho cedido estaría vacío de contenido. Pero incluir entre ellas el levantamiento de estructuras duraderas, y más aún de carácter militar, se antoja exagerado. Al respecto, es muy significativo que los montañeses no protestasen por la existencia de construcciones, sino porque las nuevas, a diferencia de las anteriores, no eran de madera, sino de obra, lo que implicaba una clara voluntad de permanencia.

El fondo del asunto es que, al margen de disquisiciones, dicha voluntad existía. En efecto, de creer a una fuente nada sospechosa,8 ya desde julio de 1854, Leopoldo O’Donnell, como ministro de la Guerra de un gobierno anterior, acariciaba la idea de «redimir de su despres-tigio nuestra influencia en África mediante una acción enérgica». Con vistas a ello, en noviembre nombró gobernador militar de Melilla al brigadier Manuel Buceta, un belicoso militar. Es más, siendo presidente del gabinete, en 1859 le repuso en el puesto del que había sido relevado. Sin duda, se arrepentiría más tarde, ya que era tan impetuoso que sería condenado al año siguiente en un consejo de guerra por su acometivi-dad, tan excesiva como poco prudente.

Por otro lado, en 1855, una comisión había realizado reconoci-mientos de la costa marroquí para estudiar posibles puntos de desem-barco. Fueran o no reales los pretendidos planes de O’Donnell, existía una última cuestión de mayor cuantía: la vulnerabilidad de las plazas ante los crecientes avances en el alcance de la artillería, fruto de la apari-ción de nuevas tecnologías, que permitían que Ceuta pudiese ser bom-bardeada desde la altura llamada El Otero, en pleno «campo del moro». Para eliminar esta eventualidad, en Madrid se había decidido la erec-ción de cuatro fuertes en esa zona. Justamente para vigilar a los penados que trabajarían en ellos, se había comenzado a levantar el cuerpo de guardia llamado de Santa Clara, objeto del atentado del 11.

Complicaba todo la tenue soberanía ejercida por los sultanes en el ámbito de su propio país. Durante siglos, Marruecos estuvo dividido entre un estrecho Bled el-Majzen, donde la autoridad del emperador era indiscutida, y un amplio Bled es-Siba, en el que era contestada en mayor o menor medida, y que podía englobar, según las épocas, hasta dos tercios del territorio, incluyendo las regiones vecinas tanto de Ceuta como de Melilla.

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| 1 | «¡Españoles, a Marruecos!»

De ahí que en el citado texto de 1799 se autorizara a España a usar «del cañón y del mortero», si resultara preciso por «la mala índole de aquellos naturales». Así, el sultán reconocía expresamente que no siem-pre estaba en condiciones de reprimir los desmanes de sus revoltosos y teóricos súbditos. Por eso, la buena voluntad del alcaide del Serrallo, aun siendo real, tenía una eficacia muy relativa.

En cierto modo, pues, a mediados de agosto ambos países se en-contraban, incluso aunque no lo desearan, en rumbo de colisión. Los de Anghera se resistían a perder de forma definitiva unas tierras que consi-deraban propias, con razón; para Abderramán no era fácil controlarlos, pero tampoco podía ceder impunemente una parte de la herencia de sus antecesores, y menos todavía en su precario estado de salud, y para Es-paña resultaba vital impedir que Ceuta pudiese ser cañoneada. Se estaba ante intereses contrapuestos que resultaba problemático conciliar.

Un segundo escrito del gobernador al Departamento de Guerra, el 13, plasma meridianamente esa posición española. Narra ahora con más detenimiento lo sucedido. Dice que «habiendo dado principio a nuevas obras de fortificación», que requerirían movilizar a numerosos presidiarios, juzgó insuficiente la habitual custodia de dieciséis hombres de la compañía de lanzas, por lo que decidió levantar un cuerpo de guardia con capacidad para una compañía entera de infantería, a dos-cientos cuarenta pasos de las puertas de la plaza y a más de seiscientos del límite entre el «campo del moro» y el territorio plenamente marro-quí. Antes de hacerlo, informó al alcaide del Serrallo.

En su opinión, esa comunicación no fue más que una prueba de su buena voluntad, ya que, en una lectura peculiar del ya citado artícu-lo 15, consideraba que «los límites del campo absolutamente nos perte-necen». Desdeñaba, de esa manera, un punto tan esencial como era la limitada finalidad para la cual el sultán había renunciado parcialmente a sus derechos en ese espacio.

Continúa luego describiendo el incidente de la noche del 10 al 11 y detalla el encuentro con los cabileños. Menciona que estos se hicieron acompañar por tres escribanos, con lo que mostraban que contempla-ban el conflicto como un contencioso jurídico, y que deseaban resol-verlo por esa vía, y no por la fuerza. Argumentaron, en efecto, que el terreno pertenecía a su cabila –lo que era cierto– y que «solo había sido cedido para pastoreo de ganado y desahogo de la plaza», lo que también era verdad. Gómez Pulido cuenta que les respondió insistiendo en los derechos de España y que les amenazó con que «les ametrallaría» si no los respetaban. Entonces, sigue, los marroquíes «me pidieron que la

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¡Españoles, a Marruecos!

obra se construyese solo de madera, a lo que me negué resueltamente, retirándome sin querer oír nuevas explicaciones».

Del infructuoso diálogo se deduce que los montañeses tenían, como mínimo, un argumento atendible. Atribuir su actitud, como hace Gómez Pulido, a «ignorancia siempre acompañada de mala fe» era tan racista como injusto. Sobre todo, porque al final del despacho muestra sus verdaderos pensamientos. De un lado, considera «muy favorable para los intereses de España» la muerte próxima del sultán y el posterior periodo de caos que era previsible. De otro, alude de nuevo «a los cua-tro fuertes que están asignados y aprobados sobre El Otero, en la línea divisoria o próximos a ella».

Admite, por tanto, algo determinante para valorar la crisis. No intere-saba tener un interlocutor válido para negociar, y Madrid había decidido, sin consultar a Marruecos, extender las fortificaciones de Ceuta, estable-ciéndolas sobre un área en la que únicamente disfrutaba derechos de pasto. Además resultaba claro que esas obras estaban destinadas no a proteger al ganado mientras comía, sino a reforzar la seguridad de la plaza, una finali-dad que nada tenía que ver con el uso para el que se había cedido el terreno.

La situación se iría degradando de forma inexorable. Aunque el 24 del mismo mes se firmará el convenio ampliando los términos jurisdic-cionales de Melilla, aplicables también al Peñón de Vélez de la Gomera y a Alhucemas, pero no a Ceuta,9 los roces se siguen produciendo. El 20, Gómez Pulido oficia de nuevo al ministerio. Si bien dice «no comprender la analogía que pueda tener esta cuestión [el tratado sobre Melilla]», con la crisis ceutí, incurriendo en contradicción con lo que había dicho el 11, propone, sin duda a regañadientes y «como concesión gratuita» acceder a la petición del cónsul para que se suspendieran de forma transitoria las obras, a fin de no envenenar el ambiente antes de la firma del tratado. Pero se le debió contestar anunciándole el envío de tropas, ya que el 22 informa que en Ceuta «podrán alojarse 2000 hombres más».

También se refiere a los «marmolillos», precisando que «tenían las armas de España por un lado y la media luna por el otro». Anuncia que ha mandado hacer uno igual al despedazado y que lo colocará esa tarde, junto a una bandera y una escolta adecuada. Añade, lo que indica su mentalidad, que si vuelve a ser destruido, cuando lo reponga «servirán de pedestal dos cabezas de la guardia marroquí», a quien considera res-ponsable, directa o indirecta, de los hechos.

Incidentalmente, se podría comentar que, al haber una media luna tallada, los cabileños habían atentado tanto contra el sultán como con-tra España, lo que debilitaba la posición del Gobierno de O’Donnell

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| 1 | «¡Españoles, a Marruecos!»

que interpretaba lo sucedido como una afrenta dirigida exclusivamente contra su país.

El 23 confirma el gobernador que plantó la bandera, en presencia del alcaide del Serrallo, y que el mismo día se colocó un hito con el es-cudo español. Se amontonaron los de Anghera al percatarse de ello, pero salió con fuerzas y dos obuses, ante lo cual se retiraron. No obstante, ya de vuelta a la ciudad, ha sabido que la piedra había sido derribada una vez más, por lo que pide permiso para retirar las armas reales de ella.

Descubre su juego cuando comenta: «mañana temprano volverá a colocarse, pero seguramente se volcará por la noche; esto no lo considero un mal, pues si se empeñan en destruir lo que marca la división de cam-pos, nos autoriza a entrar en el suyo siempre que se tenga por convenien-te», lo que es otra de sus peculiares interpretaciones jurídicas. Recomien-da, como medida provisional, la edificación de cuatro blocaos de madera, dos de ellos artillados, cerca de donde se ha decidido «la construcción de los fuertes». Persevera, por tanto, en su intención de tomar el control del «campo del moro», recordando en otro oficio de igual fecha que «la altura en cuestión [el Otero] domina la plaza y por eso se ha proyectado y apro-bado la construcción de cuatro fuertes en ella».

El 26 se hace eco de una gestión del hermano del bajá de Tetuán, que le dijo que había aprehendido a los siete montañeses culpables, pero que sus compañeros les habían liberado. Se comprometió, sin em-bargo, a detenerles de nuevo. El 28 señala que ha dado instrucciones a

Campamento militar en las ruinas del Serrallo. Primera posición ocupada por el ejército español en la Guerra de África de 1859-1860. Fotografía de Enrique Fazio, incluida en La fotografía militar en la Guerra de África.

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¡Españoles, a Marruecos!

los medios navales de abrir fuego, y el 30 habla del fracasado intento de un «santón» por tranquilizar a los de Anghera, siempre agresivos.

Para entonces, ya han desembarcado los refuerzos prometidos; cua-tro compañías del Regimiento de Infantería de Línea de Albuera, el 27, y el 30, elementos de los batallones de Cazadores de Madrid y de Barbas-tro. Son justamente los barcos que les transportaban los que ha utilizado Gómez Pulido para cañonear las concentraciones de cabileños. Hay un dato preocupante, por lo que después se verá; hasta el 9 de septiembre no se completa el traslado de las dos últimas unidades citadas.

Hasta aquí, la versión española de lo sucedido, que difiere, como no podía ser menos, de la marroquí. Según esta, existía la costumbre de que, para vigilar el «campo del moro», los cabileños establecían «chozas de enea o de otros materiales», y los cristianos, «cabañas de planchas de madera». Un día, sin embargo, soldados de la guarnición de Ceuta «edificaron una casa de piedra y arcilla, y pusieron la bandera de su rey, que llaman la “Corona”». Los de Anghera «les invitaron a derribar esa casa, que era contraria al uso, para que las cosas volvieran a la situación anterior. Los cristianos se negaron, y los de Anghera se apoderaron de la casa, la demolieron, cogieron la “Corona” y la mancharon de excremen-tos»; además, «mataron algunos hombres», se añade.10

UNAS NEGOCIACIONES TORTUOSAS11

El origen, al menos teórico, de la Guerra de África fue una disputa terri-torial, que, en un primer momento se trató en el ámbito diplomático, lo que, a su vez, marcó los límites del conflicto antes de que empezara. Resulta preciso por ello examinar someramente su desarrollo.

Como se ha visto, ya desde el mismo 11 de agosto, y con motivo de los primeros incidentes, el cónsul general de España en Tetuán se había puesto en contacto con su interlocutor, el ministro de Negocios Extranjeros marroquí. Durante las siguientes semanas se cruzará entre ambos una correspondencia que irá plasmando la evolución de la crisis, y que resulta esencial para entenderla.

En su día, se presentó a El-Jetib como un viejo marrullero, que se com-placía en maniobras dilatorias y trapaceras para no atender las legítimas y mesu-radas reclamaciones de España. La realidad, como siempre, era más compleja.

Por lo que se refiere al personaje en sí, un científico español, Fernando Amor, ha dejado una interesante descripción de él, antes de que las tensiones entre los dos países nublaran todo. «Vestido de rigurosa etiqueta», le visitó en Tetuán, el 27 de julio, muy poco antes de los incidentes. Encontró a «un

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anciano venerable, de unos 66 años de edad, de alta estatura, tez blanquísima, color pálido y de fisonomía expresiva y dulce; viste con elegante sencillez, lo que y (sic) sus agradables maneras, su larga y blanca barba y su inteligente mirada, hacen de él un verdadero patriarca». Continúa: «me hizo ver el buen sentido en que el emperador está con nuestra augusta soberana, y el profun-do sentimiento que en su ánimo y en el de su señor causaban los atentados cometidos por hordas que ni ellos mismos podían sujetar».12

Cabe mencionar que, según la fuente marroquí ya citada,13 los de Anghera consideraban que El-Jetib era demasiado complaciente con los europeos: «aprueba todo lo que le dicen, y es él quien los hace tan audaces contra nosotros»; «traiciona al sultán y a los musulmanes».

Como todo es opinable, otro viajero14 se llevó una impresión bien distinta. Califica al ministro de «antiguo tendero de Tetuán», casado con una viuda rica y que había amasado «una fortuna enorme». Le califica de «musulmán fanático […] de espíritu estrecho», y afirma, en lo que acierta, que «no hace nada sin consultar al hábil representante de Gran Bretaña».

Un último retrato, hecho por un diplomático español, del minis-tro marroquí, que tan destacado papel jugó en la crisis. Dice:

[…] es hombre como de unos 50 a 60 años, de mediana es-tatura y bastante corpulento; tiene la barba blanca y blanco también el rostro; su continente es reposado, habla poco y en voz baja, y sus maneras son nobles y sencillas, como quien tiene gran conocimiento del mundo y de los hombres; no mira de frente ni se fija (sic), pero denota su mirada la astucia y la desconfianza; […] si este hombre viene de mala fe, ha de darnos mucho en qué entender.

De su vestuario comenta que «venía vestido de blanco, todo de lana finísima, y su traje era de un comme il faut irreprochable».15

La versión de Amor es acorde con el momento. Se estaba negocian-do entonces el tratado sobre Melilla, y España había obtenido satisfacción en dos cuestiones espinosas. Una era la indemnización por daños causa-dos a sus naves por piratas berberiscos. La otra, la liberación, tras muchos avatares, de un militar, el ayudante Álvarez, que conocería una efímera celebridad con el relato de sus aventuras.16 Por cierto, que las circuns-tancias de su captura son un buen ejemplo de la vida en aquella frontera agreste. Fue hecho prisionero cuando practicaba un reconocimiento sin uniforme, vestido de paisano, a la cabeza de veinte confinados, en lo que a todas luces era una operación clandestina.

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¡Españoles, a Marruecos!

Pero un mes después de la cordial entrevista, la atmósfera había cambiado radicalmente. Tanto que el 1 de septiembre el Gobierno de O’Donnell decreta la formación, en Algeciras y el Campo de Gibraltar, de un cuerpo de observación de dieciséis batallones, a las órdenes de Rafael Echagüe. De ellos, la mitad de los luego famosos cazadores, crea-dos recientemente por el propio presidente, en su época de ministro de la Guerra de un gabinete anterior. Las unidades procedían sobre todo de Cataluña y Valencia, y parte de ellas, porque todavía no estaba ter-minado el ferrocarril de Andalucía, se habían embarcado en Alicante, donde, por desgracia, se habían producido brotes de cólera. El Ejército de África lo pagaría bien caro.

Simultáneamente, se organizó una división de reserva, confiada al ge-neral José de Orozco, con otros ocho batallones, dos escuadrones y tres compañías de artillería montada.17 No existía, pues, el mejor ambiente para unas negociaciones reposadas, pero estas, en cualquier caso, se entablaron el 5 de septiembre.18 Ese día, Blanco del Valle escribía a El-Jetib para exigir-le la «debida reparación» al ultraje infligido a «una altiva nación». En con-creto, pedía que las armas de España fueran repuestas con todos los honores y saludadas por las tropas del sultán, que los principales culpables fueran arrestados y conducidos frente a Ceuta para ser «severamente castigados» y que el Gobierno marroquí hiciera una «declaración oficial del perfecto derecho que asiste al Gobierno de la reina para levantar en el campo de dicha plaza las fortificaciones que juzgue necesarias para la seguridad de ella». Como se apreciará, la expresión «campo» es, deliberadamente o no, imprecisa, ya que no aclara si se refiere al de la plaza o al «del moro».

Con poco tacto, repite dos veces que si el sultán carece de fuerzas para aplicar estas medidas, actuarán «los ejércitos españoles, penetrando en vues-tras tierras» contra «esas tribus bárbaras, oprobio de los tiempos». Da diez días de plazo para que se tome una decisión. Era una forma brutal de hacer los movimientos de apertura inherentes a toda negociación.

El ministro le responde el 7. Acusa al gobernador de la plaza de ser «el único responsable», debido a su «impolítico proceder» y por su falta de paciencia para no aguardar a que se encontrara una solución pacífica al incidente. Sin embargo, acepta las reclamaciones, excepto por lo que se refiere a la construcción de las obras defensivas, para lo que necesita consultar. Señala, además, que los diez días son insuficientes y alude a la salud del emperador, ignorando que, de hecho, había fallecido el 29 de agosto. Dos días después comunicará al cónsul la muerte de Abderra-mán y le informará de que, según los rumores, el hijo mayor del difunto, que reinaría como Mohammed IV, ha sido proclamado nuevo sultán. Le

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transmite su convencimiento de que, tan pronto como le sea posible, este enviará «un grueso ejército» para castigar a los de Anghera.

El 12, Blanco del Valle amplía la moratoria en veinte días, que para El-Jetib, como le manifiesta el 15, no eran bastantes, lo que se entiende habida cuenta de la complejidad de los procesos sucesorios marroquíes, en los que nunca faltaban pretendientes que disputaran el trono al de-signado, entre los cuales, Muley Solimán, el propio hermano del sultán, no era el menos peligroso. Indica, asimismo, que Gómez Pulido, lejos de mantenerse a la expectativa había practicado nuevas salidas, llegando a «incendiar las pobres chozas de nuestros inofensivos pastores».

Desde luego, estos no se distinguían por su mansedumbre, pero lo cierto es que el gobernador, animado con las tropas recibidas y espoleado por Madrid, no solo había comenzado a construir los fuertes en duro, sino que había realizado incursiones de castigo adentrándose en pleno territorio marroquí, más allá del «campo del moro». Hay que apuntar que, desde un

Abderramán, último emperador de Marruecos. El Museo Universal, n.º 21 del 21 de noviembre de 1859.

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primer momento, O’Donnell actuaba acuciado por la prensa –por ejemplo, a raíz de uno de los choques, El Mundo Militar19 sentenciaría que «el combate del 13 de septiembre obliga al Gobierno español a ser más exigente en sus reclamaciones, a pedir mayor extensión de territorio»– y la opinión pública, enfervorecidas, en parte, desde el propio ejecutivo. Tal era la desinformación que, todavía en 1905, alguien de la talla de Gabriel Maura, resueltamente contrario a la guerra, por otra parte, escribía que los cabileños habían «pasado a degüello a los centinelas», lo que es rigurosamente falso.20

Por otra parte, era tan tibio el interés español por una solución pa-cífica que el 25, Saturnino Calderón Collantes ya mencionaba al cónsul que «la moderación y el espíritu de templanza justificarían a los ojos de Europa las posibles medidas de fuerza necesarias»,21 con lo que desvela-ba las verdaderas intenciones del Gobierno.

El 3 de octubre, Blanco del Valle acepta una nueva prórroga, hasta el 15, hace un encendido elogio del «digno y pundonoroso militar» que es Gómez Pulido, e insiste en el «derecho perfecto» de su Gobierno a «hacer lo que hizo en los terrenos de que es absoluta dueña y señora la reina Isabel II». Sus frases requieren dos comentarios. En realidad, el cónsul no aprobaba, como se ha visto, la actitud del gobernador. Cum-plía, sin embargo, con su deber defendiéndolo ante una autoridad ex-tranjera, son gajes de la diplomacia. Pero proclamar los derechos «abso-lutos» de España sobre aquellos terrenos, carecía de toda base jurídica. Al contrario, eran, según los tratados, tan limitados como específicos.

De mayor calado, no obstante, era que ahora añadía una nueva exi-gencia. Reclamaba «inmediatamente, un arreglo de límites de dicha plaza, hasta los altos más convenientes para su seguridad», en la línea de lo acor-dado recientemente para Melilla. Introducía de esa forma en la discusión un elemento extraño a la misma, como era una modificación de fronteras, y eso cuando Mohammed IV no había acabado de consolidarse en el poder.

Se lo señala un día después su interlocutor. Tras mencionar que tiene instrucciones de aceptar las peticiones del 5 de septiembre, rebate las «expli-caciones» del cónsul: «respecto a las líneas de Ceuta, estábamos en la inteli-gencia de que la palabra española campo era el terreno construido entre las an-tiguas líneas de aquella plaza, y que el terreno para pastos no estaba incluido en él, porque en el artículo 15 del tratado antiguo, la palabra campo de Ceuta está mencionada, así como el terreno de pastos», por ser conceptos distintos.22

El 5, El-Jetib le vuelve a escribir para reiterar su satisfacción por que el sultán le ha mandado ceder a las reclamaciones españolas, y anuncian-do que se mandaba caballería para apresar a los agresores de Anghera. Ese mismo día, Blanco del Valle insiste en sus reivindicaciones. Argumenta que

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no se ha introducido ninguna novedad en ellas, porque en su nota del re-ferido 5 de septiembre se mencionaba «el campo de Ceuta, esto es, dentro de la línea divisoria entre dicha plaza y el territorio marroquí». Tal afirma-ción complicaba todavía más los términos del litigio, ya que confundía dos conceptos totalmente distintos. Como se ha dicho, un espacio era el que ocupaba la ciudad, de plena soberanía, y otro muy diferente el campo exterior, de soberanía de Marruecos, en el que España disfrutaba solo de una servidumbre. Con su declaración, el cónsul eliminaba de un plumazo el territorio intermedio, objeto inicial del litigio, y lo anexionaba a Ceuta.

El ministro, en su respuesta del 13, establece, de nuevo, la distin-ción, ya que se refiere a «el terreno para el pasto de vuestro ganado». No obstante, agrega que «aceptamos que los expresados límites sean ensan-chados hasta los parajes elevados más convenientes para la seguridad y desahogo» de la plaza.

Blanco del Valle le reprocha ese mismo día no haber contestado a un punto de su carta del 3 de octubre, en el que, dice, se refería a «los deseos de mi Gobierno relativos a la extensión del territorio que aún ha de ane-xionarse a los antiguos límites de la plaza de Ceuta». A pesar de su afirma-ción, esa frase no aparece en la comunicación que menciona y que se ha citado literalmente más arriba. Concluye diciendo que, de no recibir una contestación positiva, «saldré inmediatamente de este país con todos los súbditos españoles».23 El 16 de octubre aumenta más la presión: concede un «brevísimo plazo» para que dos ingenieros de cada parte procedan a la oportuna demarcación de unos nuevos límites que «tomarán necesa-riamente por base el deslinde de la sierra Bullones». Amenaza con que «el menor retardo […] será la señal del rompimiento de hostilidades».

Al día siguiente, el ministro muestra su disconformidad con esta inter-pretación, que pretende extender la frontera más allá del «campo del moro», pasado El Otero, en torno al cual giraba al principio el desacuerdo. Recuerda que «concedemos los parajes elevados para la seguridad de vuestra plaza y no otra cosa. Nos habéis dicho de viva voz que pensabais que los lugares en cuestión eran los comprendidos en el trazado de vuestros límites». Se muestra «sorprendido sobremanera» y recuerda que «hemos hecho concesión sobre concesión». En todo caso, no tiene potestad para acceder a esas pretensiones, ni sabe exactamente qué es la sierra de Bullones, lo que se entiende, porque españoles y marroquíes usaban topónimos diferentes.

El 24 se produce la ruptura. Blanco del Valle, tras protestar por los «subterfugios indisculpables» a los que, piensa, ha recurrido el ministro, le comunica que el Gobierno de España «encomienda a la fuerza de las armas la cuestión pendiente».

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Analizando lo sucedido, resulta imposible no pensar que por parte de Madrid hubo «una clara escalada».24 Movido por el deseo de poner a Ceuta al abrigo de cualquier ataque, había ampliado paulatinamente sus ambiciones. De contentarse con erigir fortificaciones en El Otero, en las inmediaciones de la plaza, había pasado, primero, a pretender un «derecho absoluto» en el «campo del moro», y, luego, a mover las fronteras casi siete kilómetros. No es evidente que tuviera fundamentos jurídicos para ello. Al menos, el propio Blanco del Valle hablaría del «derecho bastante dudoso» que asistía a España en la controversia.25

Del lado marroquí, parece, en efecto, que las condiciones plan-teadas por España eran «duras, humillantes y difíciles de aceptar por un soberano cuya autoridad estaba apenas establecida […]. Era difícil, por no decir imposible, para el emperador de Marruecos plegarse al desmembramiento de su territorio. Habría perdido el trono y la vida».26

Quizá O’Donnell no buscaba la guerra, pero desde luego estaba dispuesto a poner a salvo, por encima de todo, la seguridad de la plaza. Probablemente, Mohammed IV tampoco la deseaba pero, a su vez, no se encontraba –o al menos así lo creía– en situación de pagar un precio tan elevado como se le exigía para evitarla.

EN LA CARRERA DE SAN JERÓNIMO

En paralelo a las gestiones diplomáticas y a los movimientos de tropas, el Gobierno lanzó en el Parlamento una ofensiva política en torno a los incidentes de Ceuta. Bien es cierto que con el estado de ánimo de la opinión pública y de la prensa y la holgada mayoría de que disfrutaba, tampoco tuvo que esforzarse mucho. Da idea de la misma, por ejemplo, que cuando el 13 de marzo se votó una enmienda sobre el proyecto de ley que llamaba a filas a 25 000 hombres del reemplazo de 1859, fue derrotada por 126 votos contra 9.27

Pasadas las vacaciones del Congreso, el Ejecutivo presentó el 1 de oc-tubre28 una nueva propuesta. Argumentando «la posibilidad de una guerra extranjera a consecuencia de graves sucesos ocurridos recientemente», pide autorización para reclutar 50 000 hombres adicionales de la quinta de 1860 para elevar el ejército a 100 000. Anuncia, también, que por Real Decreto de 8 de septiembre de 1859 había adelantado tres meses «las operaciones preli-minares del reemplazo ordinario». Lleva, por fin, un proyecto autorizando, «si las circunstancias lo exigieran», aumentar el ejército hasta 160 000 plazas.29

Las correspondientes comisiones actúan con una celeridad digna de elogio. El 6 y el 7, respectivamente, hacen suyos ambos textos, a la vista

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«del estado político de la Europa» y de lo «inminente que parece una guerra exterior», en el caso del segundo,30 y de la «apremiante necesidad» ante la «posibilidad de una guerra exterior» en el primero.31 Conviene recordar que por esas fechas proseguían las negociaciones con Marruecos.

La sesión del 1132 reviste especial interés, porque en ella se expresa-ron las distintas sensibilidades que, aunque en muy diferente proporción, estaban representadas en los escaños. Las intervenciones proporcionan un buen retrato del ambiente que se respiraba entonces en el país. Nicolás M. Rivero, encarnación del Partido Democrático, acusa al gabinete de haber aprovechado «la coyuntura de Italia» –se refiere al conflicto entre Francia y Cerdeña, de un lado, y Austria, del otro– para reforzar a las fuerzas armadas. Pero, a continuación, añade que «la excitación que en España han producido los acontecimientos de África ha sido inmensa, extraordinaria, grandísima. Nuestros resentimientos, verdaderos o su-puestos, con el imperio de Marruecos nos han traído a España la idea de una gran guerra con África». Más adelante, sostuvo que «desde […] 1808 no ha habido ninguna que excite el entusiasmo, el ardor en todo pecho español que la guerra de África». Mostrando un africanismo temprano, manifiesta que «creo que las grandes soluciones políticas, económicas y sociales de España están [en] esa guerra de África».

Salustiano de Olózaga, la gran figura progresista, se referirá, por su parte, al «sentimiento nacional, hondamente ultrajado en Riff (sic)33 […] a ese instinto popular, ese sentimiento general en todas las clases del Estado», señalando que «el pueblo español deseaba que la repara-ción siguiera tan cerca como fuera posible al agravio». Acaba brindando «mi apoyo absoluto, incondicional, al Gobierno en esta cuestión».

Por último, Luis González Brabo, de la minoría moderada, tras recor-dar que «en África hay un pueblo por civilizar, que estamos constantemente amenazados por sus tribus y estamos llamados por la Providencia a llevar allí la luz de la civilización y a extenderla por todo el imperio» marroquí, se com-promete a que «ninguno de los diputados conservadores dejarán de votar con plena sinceridad, lealtad y franqueza» la propuesta del Gobierno.

Naturalmente, tal estado de ánimo general, que no hacía sino res-ponder al que de forma más estridente manifestaban los periódicos, era una bendición, el escenario soñado por cualquier político.

O’Donnell administró el triunfo con modestia, afirmando que no de-seaba la guerra, sino la paz «para desarrollar todos los elementos de riqueza que encierra esta nación». Reconoce, lo que quizá no es muy hábil, que el «agravio» sufrido «no es ni más ni menos que el que durante cincuenta años ha estado España sufriendo del África». La diferencia estriba en que «el Go-

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¡Españoles, a Marruecos!

bierno actual ha creído que la nación española estaba en el caso de decir: esto ha concluido». Por ello, si las satisfacciones pedidas y las garantías exigidas «se nos dan, no habrá guerra; pero, si no se nos dan, la habrá».

Hará, también, una declaración que condicionará todo el futuro conflicto antes de que empiece: «no, nosotros no vamos a conquistar […] sino a vengar agravios recibidos». Su ministro de Estado, Calderón Collantes, lo ratificará en la misma sesión: si se rompen las hostilidades, «no sería en primer término el deseo o deber de llevar la civilización a África lo que le hiciera [al gabinete] emprenderlas; iría a vengar sus agravios, a procurar la seguridad de sus posesiones».

Al día siguiente, el Congreso aprobaba el alistamiento de 50 000 hom-bres y la elevación de efectivos a 100 000, ampliables a 160 000.34

El 1735 se abre un brevísimo paréntesis en la belicosa atmósfera cuando dicho ministro comunica a la cámara que «el Gobierno de Su Majestad ha recibido antes de expirar el plazo señalado contestación del de Marruecos, concediendo todas las satisfacciones pedidas» y «segurida-des para el porvenir». Precisa, sin embargo, que sobre estas se ha consi-derado oportuno demandar «aclaraciones». Del tenor de ellas dependería que estallase o no el conflicto. Aun con esa reserva, la declaración supo-nía reconocer la política de apaciguamiento seguida por Mohammed IV, dentro de los límites de su estrecho margen de maniobra.

Entusiasmo en las calles de Madrid, grabado de José Martínez en El Mundo Pintoresco, n.º 7, del 12 de febrero de 1860.

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La sesión definitiva tendrá lugar el sábado 22 de octubre. Solemne, O’Donnell toma la palabra: «el Gobierno ha creído que era llegado el caso de apelar a las armas para recibir –“aplausos generales”, anota el ta-quígrafo–, para recibir (sic) la satisfacción del agravio hecho al honor de la nación española». Después de un relato de las negociaciones, desde su perspectiva, sentencia: «no vamos animados de un espíritu de conquista», para reiterar enseguida «no nos lleva un espíritu de conquista, no vamos al África a atacar los intereses de Europa, no, ningún sentimiento de esta clase nos preocupa; vamos a lavar nuestra honra, a exigir garantías para lo futuro […]. Nadie puede tacharnos de ambiciosos». «Grandes y repetidos aplausos», apostilla el escribano.

Las intervenciones de respuesta son todo lo favorables que cabría esperar en esas circunstancias.

Pedro Calvo Asensio, de la minoría progresista, presenta en la sala un escrito de la crema del periodismo español expresando «el entusias-mo […] de toda la prensa española, sin distinción de colores políticos». De su propia cosecha, ofrece al Gobierno «sin reserva alguna el apoyo de todos los españoles, sin distinción de clases, ideas y condiciones». Proclama que «el dedo de Dios es el que traza el rumbo» en aquella tesitura; que la «ruin morisma» debe ser vencida y que tiene que «rodar por el suelo la media luna al embate de la cruz y de la civilización».

González Brabo sostiene que «la ocasión no puede ser más gran-de» y que «mi patria empieza a ser tenida en cuenta en la opinión de Europa», al tiempo que expresa su satisfacción por «tener dispuesto este ejército para ir al África inmediatamente a vengar las ofensas». Se trata de «iniciar el cumplimiento de los destinos de esta nación».

Olózaga no se queda atrás. Después de fustigar al «bárbaro y obcecado gobierno» marroquí, comparte con los presentes «el placer inmenso de que seamos todos españoles y nada más que españoles […] llevando las glorias de nuestras armas al territorio de África […], donde hace siglos nos están esperando». Enardecido, asegura al ministro de Hacienda que «cuente con todo cuanto puedan votar los representantes de la nación».

Por último, los ciento ochenta y siete diputados presentes aprue-ban por unanimidad una proposición de apoyo al gabinete, «sin que el Congreso se cuidara en examinar la clase de agravio porque se pleiteaba, y si se habían apurado todos los medios pacíficos; […] no hubo más que entusiasmo y aplausos».36

El Diario del Congreso de la misma fecha reproduce un proyecto de ley estableciendo una ampliación presupuestaria si el ejército superase los cien mil efectivos. El 27, la comisión emitió su dictamen. El 29, se aprobó.

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¡Españoles, a Marruecos!

LA PÉRFIDA ALBIÓN

La exposición que había hecho O’Donnell sobre los motivos que lleva-ban al Gobierno a la guerra, y los objetivos que se habían fijado en ella, coincidía con los términos de una circular que se había enviado el 24 de septiembre a los representantes diplomáticos de España en el extranje-ro. Se decía en ella que «el Gobierno de la reina no cede en esta cuestión al impulso de un deseo preexistente de engrandecimiento territorial; las operaciones militares, si comenzasen, tendrían por único objeto el castigo de la agresión y la celebración de acuerdos encaminados a dar garantías» de que lo sucedido no se volvería a repetir.

El 29 de octubre, ya en estado de guerra, se distribuyó una segunda, justificando y ensalzando la actuación del ejecutivo, que contrastaba con la «deslealtad» del Majzén, designado como responsable del inminente conflicto armado. Reiteraba que se descartaba «toda mira ambiciosa» y se proclamaba que «el Gobierno de Su Majestad […] no ocupará perma-nentemente punto alguno cuya posesión pueda proporcionar a España una superioridad peligrosa para la libre navegación del Mediterráneo».

Ambos textos, como todos los de su clase, eran discutibles. Estaban cargados de subjetividad y contenían afirmaciones, como la referencia a que los cabileños de Anghera «en número de 1500 atacaron la plaza de Ceuta», que eran manifiestamente falsas. La autolimitación que se fijaba el gabinete sobre sus objetivos no era completamente espontánea, sino que se debía, en gran medida, a previas gestiones británicas.

En el contexto de la Guerra de África, Inglaterra fue la bestia negra para la mayoría de los españoles,37 que la hicieron blanco de sus iras y de sus chanzas.38 Se le atribuyó que azuzara al sultán a mantener posiciones in-flexibles y hasta que le facilitase material, e incluso mandos, para su ejército.

Lo cierto es que todas las capitales europeas importantes acogieron con complacencia la circular de septiembre, con excepción de Londres.39 La explicación reside en que Inglaterra era la única potencia que se había implantado en Marruecos, habiendo conseguido, de hecho, una posición hegemónica, articulada en torno al tratado de comercio de 1856, firmado tras ejercer muy serias presiones y repartir algún soborno.40 Quizá no sea preciso puntualizar que mientras Gran Bretaña obtuvo grandes beneficios de esa situación, para Marruecos supuso el «inexorable debilitamiento del Majzén», al tiempo que se sometió al país «a una penetración comercial que no podía controlar» y a «reformas a veces innecesarias y costosas que, eventualmente, vaciaron el tesoro».41 Fue una relación profundamente desequilibrada, propia de los tiempos.

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En ese aspecto, Inglaterra contó con un auxiliar precioso, su cón-sul general en Tánger, John Drummond-Hay, personaje de calibre muy superior a Blanco del Valle, su colega y rival. En el curso de su carrera diplomática había sucedido a su padre en el puesto, en 1845, y perma-necería en él hasta 1886. A diferencia del español, hablaba árabe con fluidez, ejerció una enorme influencia en la corte de sucesivos sultanes y supo trabar relaciones directas muy útiles con las cabilas.

Siguiendo la más elemental línea de la ortodoxia diplomática, el Gobierno de la reina Victoria no tenía el menor interés en que sur-gieran nuevos competidores en Marruecos, ni en que se alterara en lo más mínimo el provechoso statu quo del que disfrutaba. Por otro lado, entraba en juego otro elemento vital: Gibraltar.

Gran Bretaña goza de la enorme ventaja de haber mantenido du-rante siglos una política exterior invariable y coherente, que había sa-bido mantener con enorme firmeza. Uno de sus pilares era que la costa este del canal de la Mancha no estuviera nunca en manos de una gran potencia. Eso le llevó, por solo mencionar algunas, a sostener guerras con Felipe II, con Napoleón, el káiser Guillermo II y Hitler. Otro de esos pilares residía en el dominio del Estrecho, arteria de sus comunica-ciones con el Mediterráneo y la India, y que no podía poner en riesgo, fuesen cuales fueran las circunstancias.

Desde esa doble perspectiva, pues, tenía motivos para recelar de las intenciones de España, que ya contaba en Marruecos con las cabezas de puente que eran los presidios. Pero precisamente porque estaba satisfe-cha con su posición, no tenía ningún deseo de que se rompieran las hos-tilidades entre los dos países. Conocía mejor que nadie las limitaciones del ejército del sultán y la fragilidad de la posición de Mohammed IV, y hubiese sido insensato empujarle a un conflicto que no podía ganar y en el que Londres tenía mucho que perder. Se deben descartar, por tanto, las suspicacias españolas, en modo alguno justificadas.

Bien es verdad que los mismos motivos que impelían a Gran Bre-taña a procurar que Marruecos no fuese a la guerra, también la llevaban a intentar que tampoco lo hiciese España, ante las consecuencias que una victoria decisiva podría tener para la estabilidad del Majzén, para su propia influencia y para su control del Estrecho. En función de ello, estableció su política respecto a los futuros contendientes.

Así, y en contra de lo que se pensaba en Madrid, en fecha tan temprana como el 10 de septiembre, Andrew Buchanan –representante británico ante Isabel II–, escribe al vicecónsul James Reade, sustituto temporal de Drummond-Hay, que se hallaba de vacaciones, para que

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haga llegar al sultán que «no puede esperar el apoyo del Gobierno de Su Majestad si se opone a peticiones razonables del Gobierno español».42

De su lado, Drummond-Hay, cuando se reincorpora, envía el 16 un despacho a Buchanan. Lo que dice en él hubiera llenado de asombro a miles de españoles, que hubiese aumentado de haber sabido que era partidario de mantener buenas relaciones con España, e incluso de can-jear Gibraltar por Ceuta.43 Se refiere al acuerdo hispanomarroquí fir-mado en 1845, texto en el que, entre otras materias, se satisfacían pre-tensiones de Madrid sobre Ceuta.44 Era perfecto conocedor del mismo, ya que su padre –algo convenientemente olvidado en España– había desempeñado un papel fundamental en su negociación, hasta el punto de que su rúbrica figura en dos de los documentos suscritos, mientras que la del propio Hay está en el tercero y definitivo.

Pues bien, el cónsul general, que también había estado involucra-do en otros contenciosos entre ambos países, señala que el texto por el que se ratifica la cesión del terreno para pastos no contenía ninguna cláusula que prohibiera expresamente a España construir fortificacio-nes. En otras palabras, adopta una postura que se puede calificar de comprensiva con la española. Agrega que, en su criterio, el sultán no tiene otra opción que ceder.

Resulta interesante que Ahmed Ennasiri Esslaoui45 confirme que El-Jetib «se dirigió, dice, al ministro de Inglaterra, que le incitó a con-vocar a los acusados [de los desmanes], para salvar las apariencias a los ojos de las potencias, y le garantizó que no les haría ningún daño, caso de que se comprobara que a los españoles les asistía el derecho; esta propuesta gustó a El Jetib, y se dispuso a aplicarla».

No obstante, y a pesar de todo, Drummond-Hay está persuadido de que la impetuosidad del gobernador Gómez Pulido había agravado de forma innecesaria los incidentes de Ceuta. Curiosamente, según otro des-pacho suyo del 21,46 el propio Blanco del Valle así lo habría admitido en una conversación entre ambos del día anterior, en la cual añadió que, sin embargo, la opinión pública exigía la guerra. Se sabe, por lo que se ha visto más arriba, que el cónsul desaprobaba las iniciativas del gobernador, pero reconocerlo ante un colega extranjero fue o una indiscreción o una muestra de inexperiencia.

El 27, el cónsul informa a lord Russell, ministro británico de Ne-gocios Extranjeros, de que ha dictado, literalmente, a El-Jetib una carta para Mohammed IV, en la que condenaba la actitud de los cabileños y aconsejaba con firmeza que se accediese a las demandas del gabinete de O’Donnell.47 De esa forma, hacía gala ante su superior de su influencia

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y demostraba, en palabras de Francis Rosebro Flournoy, que «El Jetib actuó más como el secretario de Hay que como el ministro de Asuntos Exteriores de un país soberano».48

El 17 del mes siguiente volverá a tomar la pluma para dar su opi-nión a Russell sobre la crisis. Considera para entonces que los marro-quíes han cedido constantemente, pero que «los españoles han ido au-mentando sus exigencias y la arrogancia de su lenguaje a medida que, gracias a mis gestiones, se hacían concesiones». En suma, estima que Madrid está dando pruebas de mala fe.

Tres días después pudo haber una oportunidad para la paz, cuando El-Jetib comunica al cónsul de Inglaterra que «si la nueva frontera que el Gobierno español codicia está solo a dos millas y media de Ceuta, que haga a esos efectos una declaración formal por escrito a su Gobierno [el británico] y […] será tomada en consideración y aceptada, de forma que haya paz […]. Pero si es más de lo que puedo ceder, según los poderes que tengo concedidos […] consultaré a mi señor el sultán». La propuesta no podía prosperar, porque España ni confiaba ya en Marruecos ni estaba dispuesta a aceptar ninguna mediación de Gran Bretaña.49

Se siguen desarrollando los acontecimientos, y el 23 de octubre, Hay manifiesta a su capital que el ministro marroquí le había confesado que no tenía información exacta del lugar al que aludía el cónsul espa-ñol en sus reclamaciones, cuando se refería a la sierra de Bullones. Así pues, y en contra de lo que pensaba Blanco del Valle, la ignorancia del canciller era real, no fingida. Para aclarar la cuestión, el propio Hay hizo un reconocimiento de esa zona desde el mar. Como resultado del mis-mo, informó que «ninguna nación que quiera evitar conflictos con los nativos podía razonablemente aspirar a ese terreno». Por ello, sospecha, haciéndose eco de sus propios recelos, «que el Gobierno español puede tener otros objetivos distintos de la defensa de Ceuta».50

En resumen, Drummond-Hay, siguiendo instrucciones no dicta-das por la filantropía –moneda inexistente en diplomacia–, sino por el interés, principio que rige la política exterior, hizo lo posible por evitar una ruptura, que en nada favorecía a su Gobierno. Ello no quiere decir que sus simpatías personales no estuviesen perfectamente definidas a favor de Marruecos. En sus Memorias, publicadas por su hija Louisa Annette51 queda claro que pensaba que España actuaba movida «por un plan de engrandecimiento» de sus posesiones en la costa frente a Gibraltar. Refiere, asimismo, que un colaborador de Blanco del Valle le había confesado que «se había decidido hacer la guerra, fuesen cuales fueran las concesiones de Marruecos». Y en una carta a su madre sosten-

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drá que «los españoles han estado haciendo tonterías en Ceuta, y ahora piden una satisfacción que humillará al sultán y que, si acepta, le hará tambalear en el trono». Para terminar, existe un oficio suyo a Buchanan en el que subraya que «no se debe permitir [a España] que tome Tánger, la puerta del estrecho y de la que depende Gibraltar».52 Prueba de todo eso es que «durante la guerra, Hay trabajó con funcionarios del Majzén; en ocasiones les hizo sugerencias tácticas de cómo combatir a los espa-ñoles y otras veces les facilitó información sobre los movimientos de las fuerzas españolas».53 Como no podía ser menos, la línea seguida por Londres en Tánger coincidía con la que mantenía en Madrid.

Alarmado ante los incidentes de Ceuta, el 11 de septiembre Bu-chanan envió una nota a Calderón Collantes ofreciendo los buenos oficios de su país para desactivar la crisis. Un mes después, el ministro escribió al embajador de Isabel II en Londres, comentándole que el 10 había visto al inglés que le había reiterado la posición británica ex-puesta a principios de abril, con motivo de otro incidente, en el sentido de que su Gobierno «consideraría como cuestión grave cualquier ataque de fuerzas españolas contra los puertos del imperio de Marruecos, y especialmente contra Tánger». En aquella ocasión, lord Malmesbury, entonces jefe del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, había lle-gado a manifestar que «si los buques españoles rompían las hostilidades contra Tánger, el Gobierno de la Gran Bretaña se creería en la obliga-ción de dar órdenes a su marina para proteger aquella plaza».54

Calderón Collantes habría respondido que «el Gobierno de la rei-na está dispuesto a mantener su completa libertad de acción», y que «se había propuesto romper definitivamente las antiguas tradiciones, con arreglo a las cuales España, en sus diferencias con el Gobierno marro-quí, se creía obligada a acudir a la mediación de otras potencias».

Ya en abril, por tanto, ambos gabinetes habían dejado establecida sus posiciones. El de O’Donnell, reclamaba su autonomía; el de Lon-dres, intentaba poner coto a eventuales ambiciones españolas.

El 27 de septiembre, tres días después de la primera circular de Madrid, se produce un intercambio de notas significativo. Buchanan pide seguridades de que «los grandes aprestos» militares que hacía Espa-ña «no proceden de variación alguna en los proyectos del Gobierno de Su Majestad católica, y no indican una intención por su parte de hacer conquistas en Marruecos, o de ocupar permanentemente una parte del territorio del sultán».

Su interlocutor le respondió en la misma fecha, repitiendo los tér-minos de la circular. Va más allá, incluso, y asegura que «una vez firma-

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do el tratado de paz que haya de poner término a las hostilidades […] el Gobierno español no mantendría la ocupación de aquella plaza [Tán-ger] dado el caso de que se viera en la necesidad de establecerse en ella».

No obstante, el representante de Isabel II en Londres transmite a su ministerio una nota que ha enviado a lord Russell, a petición de este, en la que resume una conversación que han tenido. En ella, reitera

Leopoldo O’Donnell (1809-1867), conde de Lucena, en Crónica de la Guerra de África (1859), de Emilio Castelar et al.

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la posición del Gobierno. El 3 de octubre se le contestó con la imper-tinente frase de que «considero justo añadir que si Gran Bretaña no recibiera las seguridades que pide, se considerará en libertad para seguir la conducta que su interés le pueda exigir». El 6 respondió a su vez el diplomático español insistiendo una vez más en que «el Gobierno no abriga deseos de conquista, ni ambiciona nuevos dominios».

Quince días más tarde, y todavía no convencido, Buchanan se dirige a Calderón Collantes. Reconoce que su propio Gobierno «alberga recelos» –otra expresión fuera de lugar– de que la pretensión de ampliar la frontera de Ceuta «no pueda llevarse a cabo sin que resulte seriamente compro-metida la libertad de navegación en el Estrecho de Gibraltar». Pide, en consecuencia, ser informado de «hasta dónde se propone el Gobierno de Su Majestad la reina de España ensanchar el radio de Ceuta».

Reacciona con la misma fecha del 21 el ministro diciendo que «es muy difícil, si no imposible, para el Gobierno de Madrid determi-nar, ni aun aproximadamente, la naturaleza de las garantías que podría verse en la necesidad de pedir». Se compromete, sin embargo, a «no ocupar en el Estrecho punto alguno cuya posición pueda proporcionar a España una superioridad peligrosa para la navegación». Claramente amostazado, apostilla: «he dado a V. S. repetidamente las explicaciones necesarias».

El penúltimo documento enviado por el gabinete de O’Donnell al Congreso es una orden, del 25 de octubre, al representante en Londres. En ella, y a raíz de una enésima entrevista con Buchanan, se subraya que España había establecido «espontáneamente» su posición en la cuestión de Marruecos. Es decir, la anunciada voluntad de renunciar a toda con-quista era fruto de una decisión autónoma y no respondía a presiones externas de ningún tipo.

Del largo intercambio entre ambos países se desprende la obsesión del Gobierno británico por evitar que España mejorase su posición en el Estrecho. No se le puede negar sutileza, sin embargo. Así, cuando, dentro del forcejeo diplomático, el Almirantazgo despacha buques a Gibraltar, Drummond-Hay se apresura a aclarar al ministro de Mo-hammed IV que no estaban allí para obstaculizar las negociaciones con España «y que las simpatías del Gobierno británico estarían del lado español si el Majzén no aceptaba las peticiones sin demora».55 De esa forma, se utilizaba a los barcos, a la vez, para intimidar al gabinete de O’Donnell y poner coto a sus eventuales ambiciones de engrandeci-miento, y para advertir al sultán de que no contara con ellos como una baza contra Madrid.

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También se perciben los equilibrios que tuvo que hacer Calderón Collantes para conciliar su postura inicial frente a Marruecos, que no incluía ninguna reclamación territorial, con la consiguiente evolución hasta la exigencia de que los límites de Ceuta llegasen a la sierra de Bu-llones. El ejercicio era todavía más complicado porque no podía ignorar que todos los escritos a El-Jetib pasaban por los ojos del cónsul inglés.

Desde luego, Gran Bretaña no actuó con entera lealtad en sus contactos con España, lo que, por otra parte, era normal en esas cir-cunstancias. Así, en noviembre, la muy oficial London Gazette hizo públicos los textos intercambiados entre Londres y Madrid, mientras

Retrato de Isabel II, realizado por Fernando de Madrazo, Museo de Bellas Artes de Córdoba.

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que el Gibraltar Chronicle hacía lo mismo, sin duda por consejo de Drummond-Hay, con los cruzados por El-Jetib y Blanco del Valle. Esta doble maniobra estaba dirigida a poner en una situación embarazosa a O’Donnell, lo que consiguió, en parte. Se verá enseguida que esos documentos provocarían en España una oleada de ataques al gabinete –como se pretendía–, y que continuó después de empezada la guerra, y aun cuando esta acabó, pero también de indignación contra Inglaterra, lo que, en cambio, no convenía a los intereses británicos.

Una reacción típica fue la de Manuel Ibo Alfaro,56 una combina-ción de rabia y de impotencia, cuando dice, a raíz de que «las notas di-plomáticas entre Inglaterra y España se están publicando hoy»: «tomar Tánger para abandonarlo después es exponernos a perder y no ganar. Queremos que a nuestro pabellón no se le contente como a un niño, dejándole sentar en un banco que no es suyo, para hacerle levantar des-pués». Algún excitado iría mucho más lejos: «Inglaterra con sus temidas y poderosas naves exagera y se engaña en su poderío», al tiempo que olvida que «España puede y vale apoyada en su derecho y en sus propias fuerzas mucho más que los ingleses creen». En caso preciso, añade, le sería fácil lanzar «cientos de buques» de corso, que pondrían en aprietos a la Royal Navy.57

Se produciría, por otro lado, una circunstancia que colaboró a enturbiar aún más las relaciones bilaterales. Se trata de una deuda de 42 millones de reales, contraída durante la Primera Guerra Carlista, cuyo pago reclamó Inglaterra, lo que fue interpretado como una ma-niobra artera para colocar a España en una situación embarazosa, cuan-do se movilizaba contra Marruecos. El Gobierno hizo gran alarde de pagarla en el acto y en su totalidad. Pero, en realidad, fue un acto, a la vez, de puro quijotismo y de manipulación de la opinión pública nacional. La reclamación se había presentado en noviembre de 1858 –antes, por tanto, de los incidentes de Ceuta– y se había brindado la posibilidad de que se abonara en cuatro plazos anuales.58

La actitud de lord Palmerston dejaría honda huella de «sospechas y odio» hacia Gran Bretaña, que se centraron en particular en Drum-mond-Hay, al que se llegó a acusar de mandar en persona a las fuerzas marroquíes, lo que es tan poco verosímil como incompatible con su profesión.59

A su vez, tampoco el Gobierno español actuó con total transpa-rencia, no revelando a la opinión pública hasta junio del año siguiente una parte de las gestiones realizadas con Marruecos y Gran Bretaña, en un intento de ocultar las presiones que había sufrido y escamoteando

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los momentos de tensión con esta última que se llegaron a producir.60 Más tarde, tendría que soportar los reproches en el Congreso de la opo-sición, que sostuvo que, de haber dispuesto de esa información en su momento, quizá no habría prestado su apoyo a la guerra.

LA CONEXIÓN FRANCESA

Se da la paradoja de que, cuando las presiones inglesas se conocieron en España, despertaron una reacción prácticamente universal de cólera. No obstante, en realidad, el primer ministro Palmerston había terminado por ceder, aunque solo fuera en parte. De ahí, que se haya escrito que «Bucha-nan cayó en la trampa», siendo superado en astucia por Calderón Collan-tes, y que el Majzén quedó «sorprendido y consternado por la aceptación inglesa de una ocupación temporal de una ciudad de Marruecos».61 En efecto, a la hora de la verdad, O’Donnell iba a tener «su» guerra. El 17 de octubre, Palmerston, irritado con «las agresiones de España», había escri-to a Russell, para comentarle que «Marruecos ha cedido en todo lo que le hemos aconsejado ceder, y creo que nuestro honor está empeñado en protegerle ante más exigencias». Incluso se giraron instrucciones «para la ejecución de las medidas navales que sea preciso adoptar con el fin de interceptar a la escuadra española», en caso preciso.62

Russell definió bien a Buchanan la irritación británica ante el em-peño de Madrid, que había acabado por imponerse: «si España tiene el capricho de hacer la guerra, hay que condescender con ello».63

Aunque ni en las calles ni en las redacciones españolas se aprecia-ba, la actitud inglesa en este contencioso contrastaba favorablemen-te con la observada hacia Francia respecto a África del Norte, cuando había mostrado mucha mayor firmeza. Entonces, el primer ministro francés «reconoció francamente el derecho que tenía Inglaterra de pedir explicaciones sobre una empresa que podía afectar a sus intereses, y el deber de Francia de disipar las sospechas»; «el Gobierno francés, antes y después de la guerra, prometió no apoderarse de ninguna porción del territorio marroquí, pidiendo solo una reparación», lo que cumplió. En efecto, «en 1844, Inglaterra demandó explicaciones, y Francia no con-sideró humillante darlas de una manera franca y completa».64

Sin duda, esa diferencia obedecía a varias razones. Entre ellas, el apoyo, al que ya se ha aludido, que España recibió de varias potencias, o la muy superior amenaza que representaba Francia, pero también la enorme hostilidad contra Gran Bretaña que se había producido en la opinión pública española y que Londres no deseaba alimentar.

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No pudo complacer al soberbio Napoleón III «el gran contraste en-tre las escasas garantías [obtenidas por Gran Bretaña de España] y los completos compromisos impuestos a Francia en 1844».65 A ello hay que sumar que «no cabe duda de que el avance de O’Donnell en Marruecos generó un inquieto desasosiego en Francia […] presta a cortar de raíz cualquier conato de enfrentamiento entre España e Inglaterra»,66 pero que tampoco podía ver con satisfacción que otra potencia europea tuviera miras sobre Marruecos, que ya entonces consideraba como un territorio de expansión natural para sus posesiones en Argelia.

Por el momento, sin embargo, necesitaba aliados para equilibrar el poderío británico y España le resultaba un útil apoyo en sus aventuras exteriores, como ya estaba haciendo en Cochinchina y no tardaría en repetirlo, aunque con carácter limitado, en México.

Debido, pues, a su interés en mantener buenas relaciones con Ma-drid, el emperador daría, el 7 de septiembre de 1859, instrucciones a su ministro de Asuntos Exteriores para que insertase en el diario Le Moniteur una referencia a «la satisfacción que [Francia] sentiría al ver a España vengar las afrentas sufridas».67 Con ello pretendía contentar al Gobierno de Madrid, más que al patriotismo, de una prensa ibérica desencadenada, cuyo muy numeroso sector liberal le era hostil. Sin em-bargo, al hallarse todavía sin resolver la potencialmente explosiva «cues-tión de Italia» el respaldo sería limitado, como demuestra que el 23 de noviembre de ese año, ya rotas las hostilidades, el embajador francés alardeara de que había observado «una actitud completamente neutral e imparcial».68

Si el entusiasmo francés por las iniciativas africanas del gabinete de O’Donnell era descriptible, también lo era el que despertaba en distintos ámbitos de España el expansionismo del vecino imperio: «el Gobierno español no puede mirar con indiferencia que otras naciones vayan en-sanchando su dominio en un país que está tocando a España, y en el que tiene enclavadas algunas de sus plazas fuertes». Se recordaba, al respecto, que «España quedaría cercada si Francia toma Marruecos».69 Así pues, al final de una enrevesada senda diplomática, O’Donnell tenía las manos libres para operar en el norte de África, aunque dentro del estrecho límite fijado por Gran Bretaña.

Se ha discutido si se actuó con buena fe en las gestiones realizadas con el Majzén. Desde luego, ya se ha visto, Inglaterra opinaba que no, y lo mismo, inevitablemente, creyeron los marroquíes, que difundieron una circular respondiendo a las de Madrid.70 En sentido opuesto pensa-ba la mayoría de los países europeos importantes, que deseaban acabar

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con la piratería berberisca y que, en todo caso, eran poco escrupulosos con las naciones que consideraban «incivilizadas».

No hace falta decir que en el Congreso, la prensa y la opinión pú-blica de España prevalecía el convencimiento de que se había actuado con mesura y que la ruptura había sido inevitable por la obcecación y la intransigencia de Mohammed IV. Hubo, sin embargo, voces que resaltarían después que «los esfuerzos de los marroquíes para evitar una ruptura fueron infructuosos, pues sea que fuesen exageradas las pre-tensiones nuestras respecto a satisfacciones, sea que fuesen en realidad insatisfactorias, o más bien por ambas cosas, no se prestó O’Donnell a admitir ninguna solución pacífica de las cuestiones, prefiriendo la guerra».71 «Sin mirar que la gravísima enfermedad del sultán dejaba a Marruecos sin gobierno momentáneamente y amenazaba con todos los peligros de la sucesión», España nunca cejó en sus presiones, y, «aunque el Majzén no se negó a dar satisfacción, proclamamos el propósito de tomarla por nuestras manos».72

Quizá sea apropiado dejar la última palabra en esta materia a alguien tan bien informado, a pesar de su juventud entonces, como Antonio Cá-novas del Castillo. Admite que «Inglaterra fue más prudente con nosotros que lo había sido con los franceses en ocasión semejante», destacando que «la moderación de la Inglaterra y la del Gobierno español nos han salvado tal vez de un gran riesgo».73 Respecto a Marruecos, sostiene que «las dilaciones, tal vez necesarias; los escrúpulos, tal vez excusables, de los marroquíes se tomaron en la Península por nuevas y calculadas afrentas». La realidad es que «no había ya medio de avenencia; la España quería pelear a toda costa, mientras que el nuevo sultán, mal seguro en su trono, deseaba más vivamente cada día la paz». En efecto, «sobrevino la guerra con España a pesar de los deseos que realmente tenía el sultán de man-tener la paz […]. Nada bastó para colmar la justa cólera [de España]». Exonerando de responsabilidad al Ejecutivo, lo que es discutible, afirma que «el Gobierno que presidía el conde de Lucena [O’Donnell] no pudo entonces oponerse al unánime impulso» de la nación.74

Tenía razón el futuro presidente del Consejo de Ministros. Mo-hammed IV necesitaba una tregua para consolidarse en el poder. Poseía, además, conocimiento de primera mano de las limitaciones de su propio ejército y de las capacidades de uno europeo, por haberlas experimentado personalmente en la tremenda derrota de Isly.75 No ignoraba, por tanto, que podía ganar poco y perder mucho en un conflicto con España.

En sentido contrario, se ha mantenido que «es probable que el nuevo sultán, muy necesitado del apoyo de sus súbditos, buscara para

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afirmarse en el trono la Guerra Santa»,76 mientras que Ennasiri Esslaoui sostiene que ante las protestas de los cabileños, Mohammed IV con-sultó a sus asesores y «algunas personas de su entorno le inclinaron a la guerra; […] pretendían dar buenos consejos y le presentaron al ene-migo como si fuera insignificante, lo que es muy impolítico, aunque el adversario sea débil y despreciable».

Al margen de que el mencionado autor no es siempre fiable, y del desprecio que sus compatriotas sentían por los españoles como milita-res, sorprende que el sultán, que, como se acaba de comentar, sabía de la potencia del armamento moderno, quisiera embarcarse en un conflicto. Parece más bien que, al contrario, y por, entre otros, los motivos men-cionados antes, «tenía muchos más deseos que su padre de mantener buenas relaciones con los países cristianos».77

LOS MOTIVOS

Las razones que tuvo España para lanzarse a esa guerra son múltiples y todavía hoy se debaten. Lo que no se puede discutir es su profunda popularidad. «El octogenario anciano», «el balbuciente niño», «la dis-traída ama de casa», «la retirada virgen en el claustro»,78 fueron uno, junto al resto de sus compatriotas, a la hora de pedir sangre de «infiel». Sin duda, fue «el único acontecimiento bélico de esta época que halló verdadero eco en la opinión pública».79 Resulta imposible exagerar la magnitud del papel que, por primera vez en la historia del país, desem-peñó la prensa en ese estado de ánimo,80 no vacilando en jugar con los peores instintos de la población, lo que justifica plenamente que se haya hablado de la «primera guerra mediática española».81 Con el lenguaje almibarado y ampuloso de la época, erigió un tosco edificio, hecho de cartón piedra, tan basto, por lo simplista, como efímero, por lo que lue-go se vio, apelando a los manes de Isabel la Católica y de Cisneros, a un falso patriotismo y a los más innobles atavismos, como los que destilan, entre muchas otras, las páginas del periódico satírico El Cañón Rayado.

Desplegó, al tiempo, un tacticismo digno de mejor causa. Los pe-riódicos de la oposición, quizá porque esperaban que O’Donnell se em-pantanara en las arenas africanas. Por su parte, los ministeriales, como se decía, bien seguían la corriente, bien obedecían las inspiraciones del departamento de Gobernación, cuyo titular, José de Posada Herrera, era un notorio belicista. Frederick Hardman estima que en su virulenta «unanimidad» exigiendo la ruptura, la prensa hizo «un uso poco juicio-so de su poder»82 y Alfred Germond de Lavigne alude a su «lenguaje

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demasiado enfático y prematuramente glorioso».83 Coincide Gabriel Maura,84 el cual, comprende que la masa de la población se dejara arras-trar por las demagógicas llamadas de los periódicos, pero no entiende, en cambio, que «las clases directoras, la prensa, muy singularmente» entraran en ese juego.

El fervor despertado fue tal que, para saciar la avidez de noticias, se produjo una eclosión de publicaciones, algunas de ellas de muy ba-jos vuelos, y que no se recataban de plagiarse entre sí. En periódicos como La Correspondencia hubo que pedir protección policial para «que pusiese coto a la muchedumbre que con su dinero en la mano acudía a comprar los partes extraordinarios».85

Que llegó un momento en el que «España quería pelear a toda cos-ta», como acaba de decir Cánovas, es irrebatible, y así hubo malas lenguas que tildaron a O’Donnell de «Príncipe de la Paz»86 por persistir en las negociaciones. Quedan abiertas, sin embargo, dos cuestiones. La primera es la causa de esa llamarada belicista. La segunda reside en si el gabinete se dejó llevar por un torrente que no podía controlar ya, o si, por el contra-rio, lo propició, para apuntalar una política previamente decidida.

Son múltiples los motivos que se adujeron para justificar la guerra. Para la facción neocatólica, era una nueva cruzada, destinada a cristiani-zar a los infieles, pero se trataba entonces de una corriente minoritaria, aunque no exenta de influencia. Otra razón alegada, con deplorable frecuencia fue «el odio al musulmán, como levadura inextinguible»;87 «la mortal contienda entre moros y cristianos, el profundo antagonismo de razas».88 Menudearon al efecto, las alusiones a la Reconquista: «diez siglos hace que la España está esperando este momento; en el reloj de la Historia había sonado la hora de venganza contra sus enemigos heredi-tarios», «los moros son los enemigos de nuestra raza».89

También hubo posiciones más altruistas, en la línea condescen-diente tan habitual en aquellos tiempos. Se trataba de «introducir la civilización en las naciones incultas» –lo que no impedía que se soñase con una colonia de 50 000 km2, poblada por cerca de un millón de habitantes–,90 «para honra y gloria de la Humanidad y la civilización», ya que «ahora se trata de civilizar al África».91 Ese ímpetu podía ser tan fuerte como para desembocar en declaraciones sorprendentes: para España «sería más humillante no llevar la civilización a Marruecos que soportar una guarnición extranjera en Gibraltar».92

Había quien consideraba que llevar las luces al otro lado del Es-trecho, y más aún si eran acompañadas por la religión, era empresa tan elevada que permitía ignorar los principios jurídicos: «la conquista pue-

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de ser santa, aun atropellando el derecho de gentes, si el conquistador enarbola, al mismo tiempo que la espada, la antorcha de la civilización y el estandarte de la verdadera fe».93

No eran pocos los que pensaban, sin embargo, que el país no esta-ba en condiciones de ir a «civilizar» a nadie: «no vamos a civilizar a los moros, […] encárguense de vivificar a otros países los que tengan exceso de vida; ¿no tenemos acaso necesidad de recoger, de concentrar en el interior todo el espíritu vital para luchar contras las causas de nuestra decadencia?».94 En esa línea, se alegaba que en España faltaba población y sobraba tierra por explotar, con una densidad de 950 habitantes por legua cuadrada, comparada con los 2000 del vecino país.95 Además, «conquistas, no las necesitamos, que harta dificultad nos cuesta mante-ner nuestras dilatadas y ricas colonias, sin contar con que en la penín-sula hay no poco terreno».96 Alguno se preguntaba si el país «¿debía em-pobrecerse y despoblarse más y más para buscar en las inhospitalarias playas y pantanosos valles del África lo que de sobra tiene?».97

El modelo francés, en cualquier caso, estaba presente: «la obra de Francia en Argelia es la obra que a la España espera en Tánger y Te-tuán»,98 aunque tampoco faltaban voces menos ambiciosas: «abandone-mos, para siempre, el sistema de conquistas», lo que hay que buscar es «influencia política y ventajas religiosas, civiles y comerciales».99

Primaba, no obstante, el naciente africanismo, que planteaba una mi-sión secular, designada por el Cielo: «nuestro destino es África; Dios la ha acercado al continente español, a la civilización española, para llevar sobre ella su vida […] El trabajo de civilizar al África le corresponde al pueblo más occidental de Europa, a España. El dedo de Dios señala el camino».100 Abundando en esa dirección, se invocaba «el grito providencial que nos manda llevar a sus inhospitalarias playas la civilización», porque «Dios, que nos ha apartado del resto de Europa por una formidable cordillera, […] nos ha unido al África por un Estrecho, angosto paso»; no había sino que respe-tar «el plan divino de la Historia».101 Se destacaba, asimismo, «el porvenir que allí se brinda a nuestra patria, norte a donde se dirigió constantemente la política de Fernando el V»,102 afirmándose que «el Riff nos convida a su conquista», e incluso se diseñaba «un plan de conquista».103

Algunos, como Márquez de Prado, estimaban que «es llegada la hora de que el pabellón español domine y se eleve orgulloso entre las tribus aga-renas, con beneficio propio y sin detrimento de las demás naciones; al con-trario, prestará utilidad a la seguridad y comercio universal».104 Anglófobo, como tantos de sus compatriotas, y sospechando ambiciones británicas, advertía: «¡Ah del día en que la bandera de San Jorge llegase a tremolar

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sobre el pináculo del Monte Hacho!». Si eso llegaba a suceder, pronosticaba Ceuta que «sería aún más temida que la nombrada y potente Gibraltar».105

Cánovas, entonces, militaba en esas aguerridas filas. En 1851, de-claró que «en el Atlas está nuestra frontera natural»,106 y tres años después sostuvo que «España puede ser todavía una gran nación […] extendién-dose por la vecina costa de África»,107 para confirmar en 1860 que ha-bía que «cumplir en África nuestro destino».108 Más tarde, cargado ya de amargas experiencias, renegaría de esos fervores, de «esa frase juvenil», pronunciando solemnemente en la Cámara: «yo me desdigo».109

Otros opinaban que la vía del sur era la única para «la recuperación de nuestro antiguo poderío», debido a que «perdidas las Américas, y sin poder intentar ningún género de empresa en el continente europeo, no le queda a España para ensancharse otro campo abierto que el de las re-giones africanas», con la ventaja adicional de que así se evitaba el cerco francés de la Península.110 Quedaba espacio para el delirio; la conquista de Marruecos sería fácil, «por el miserable estado del conocimiento en todos los ramos, y especialmente en el arte de la guerra», y ofrecía una ventaja añadida: «además, en lo interior del África está Tim-bo-Kud (sic), ciudad célebre por sus riquezas».111

Había también quienes buscaban en la guerra efectos que se podrían llamar terapéuticos. Se trataba de «sacar a España de su abyección»;112 «el grito de “¡Guerra al África!”, vino a reanimar su decaído espíritu»,113 al tiempo que servía para «cerrar horizontes sombríos que señalaban las diversas banderías al Ejército»,114 protagonista político de aquel siglo.

Tampoco cabe desdeñar un complejo de inferioridad nacional que se quería borrar. No se iba a Marruecos a tomar «posesión de dos o tres leguas de terreno», ni a conquistar Tánger u otra ciudad, ni a dominar el Estrecho. «La idea grande, la idea principal […] es la de colocarnos en-tre las naciones de Europa en el sitio que nos corresponde, es la de hacer ver que hemos sido mal juzgados, que valemos tanto como cualquier otra potencia, y más que algunas». Hasta entonces, se afirmaba, los españoles habían vivido «despreciados y abatidos» porque «la Europa se ha vengado en el siglo XIX de las humillaciones por la que la hicimos pasar en los siglos XVI y XVII».115

La guerra se convertía así en una panacea. Para Alarcón, uno de los más notables africanistas de la época,116 en Marruecos no solo se hallaba «el tesoro de grandeza que perdimos», sino que España encontraría allí «un interés común para sus mal avenidos hijos, […] un empleo digno a su valor y a sus fuerzas», al tiempo que se «purifica […] una atmósfera malsana y, sobre todo, nos revela a los demás y nos devuelve a nosotros mismos la con-

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ciencia que casi habíamos perdido de nuestro ser».117 Gracias al conflicto, «el pueblo español se agita hoy movido por el entusiasmo; este entusiasmo une los partidos entre sí, y los partidos unidos se acercan al trono; hoy el trono de España está identificado con el pueblo».118 El campo de batalla sería «el gran absorbente de todos los elementos de agitación que pueden perturbar nuestra sociedad».119 Para conseguirlo, todo sacrificio era poco: España debe «levantar su nombre, aunque para ello tenga que derramar con profusión sus tesoros y su sangre».120 Se habría tratado, entonces, desde esa perspectiva, «de un ejemplo clásico de una guerra de honor».121

Es curioso que varios incondicionales de la intervención estimaran que los incidentes de Ceuta, por sí mismos, no la justificaban. Así se reco-nocía que «hay desproporción entre la noble ira que hoy conmueve a toda España y el vejamen que pudo haber sufrido nuestro pabellón»,122 y que «sin grande mortificación para el orgullo nacional se hubiera podido una vez más tolerarse» lo sucedido.123 Si los que apoyaron la expedición pensa-ban de esa manera, los críticos eran demoledores; se trató de una «repre-sión ridículamente desproporcionada»;124 «la Guerra de África, [es] gloria de nuestro ejército, aunque no de la justificación española. […] En ningún escrito [la] vemos justificada»;125 «la guerra pudo y debió evitarse».126

Autores posteriores se mostraron menos contundentes: los aconte-cimientos «fueron en un principio de escasa importancia, y es muy pro-bable que un poco de buena voluntad por ambas partes hubiera podido conjurar la tormenta totalmente, sin menoscabo del honor de nadie».127

A la vista de tantos beneficios como se anticipaban –hasta «una resurrección» de España–,128 nada extraña que muchos vieran detrás de la general efervescencia la larga mano del Gobierno. El poco sospechoso Tomás García Figueras129 admite que «la Guerra de África se montó artificialmente, para servir un objetivo interior: la gran unión efímera de los españoles en torno a una empresa exterior», y Nelson Durán130 afirma que se trató de «aprovechar las complicaciones en el exterior para distraer la atención de las cuestiones domésticas».

Con ello, confirman las opiniones de distinguidos antecesores: se habría buscado «sobre todo, asegurar la preponderancia de un parti-do nuevo que surgía con proyectos nobles y generosos»;131 «no para vindicar el honor nacional, que no fue verdaderamente ultrajado, sino con otros fines se promovió la guerra con Marruecos; […] se proponía con aquella lucha distraer a los partidos políticos de las cuestiones que los destrozaban, y al país, reuniendo su pensamiento y su acción en un asunto verdaderamente nacional y popular»;132 «es verosímil que el Gobierno buscase en África, a sabiendas de que nada más lograría, esa

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gloria militar aparatosa y huera, pero tan fecunda después en provechos políticos dentro de las naciones latinas».133

Según esa teoría, O’Donnell «no pudo menos de aprovechar, como venida del cielo, esta coyuntura de una guerra exterior […] que le permitía apaciguar las pasiones políticas, reconciliar a los partidos entre sí y conso-lidar la autoridad del trono».134 Los incidentes habrían sido un «pretexto» para una «guerra absolutamente querida, buscada por España»;135 «la for-tuna del general le proporcionó una ocasión de rehabilitarse, de distraer al menos la atención pública hacia un objeto de preponderante interés: la Guerra de África».136 El embajador francés fue más lejos. El 25 de agosto de 1858, más de un año antes de la ruptura, informa a su ministerio que el jefe del gabinete se hallaba «en una situación crítica, acosado por las fuer-zas de la reacción y de la revolución», y el 3 de diciembre asegura a París que el propio O’Donnell le ha comentado que desde hacía años tenía en la cabeza la idea de una operación contra Marruecos.137 De ahí que, en 1859, lanzara ese «cebo al honor nacional».138

Lo que resulta indiscutible es que tan pronto como el 27 de agosto de ese año, el conde de Lucena empezó a utilizar un lenguaje amenazador, se-guido casi de inmediato por preparativos bélicos, que se compaginaban mal con los pretendidos deseos de paz, y que existió una «frustración española ante el constante “sí” marroquí», que dificultaba el recurso a la guerra.139

Es, asimismo, claro que, bajo la apariencia de oasis de paz que se tiene del «gobierno largo» de O’Donnell, subyacían serias tensiones. Una publicación tan oficial como la Memoria sobre la organización y estado del ejército en 1 de enero de 1860,140 elaborada por el Depósito de la Guerra, a la que se recurrirá con frecuencia en el capítulo siguiente, dedica siete páginas a describir lo que llama «sucesos políticos». En la introducción, mantiene que:

[…] los años de 1857, 1858 y 1859 fueron de bastante gra-vedad porque revelaron que las ideas socialistas se habían in-filtrado en determinadas provincias entre las clases bajas del pueblo, manifestándose por repetidos ataques a la propiedad y otros actos no menos odiosos y alarmantes; las ideas abso-lutistas [esto es, carlistas], sirvieron también de pretexto para alterar momentáneamente el orden en algunos puntos.

Así pues, durante el periodo, la situación interna fue tranquila, pero, solo comparada con las agitaciones aún peores que se habían pro-ducido, que por sí misma.

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Resulta singular que biógrafos abiertamente favorables al presidente del Consejo de Ministros admitan su deseo de llegar a un conflicto, o, al menos, que este le favoreció. En la interpretación de uno de ellos, «don Leopoldo O’Donnell supo manejar con tan hábil política esta cuestión, que consiguió que el pueblo mismo le pidiera a gritos lo que él deseaba dar al pueblo», añadiendo que las sucesivas prórrogas concedidas a Marruecos tenían el objeto de «dejar que el corazón de los españoles fuera colmándose en (sic) encono».141 Según otro, «asediado siempre por las recriminacio-nes de sus enemigos, por los golpes de la prensa y por las interpelaciones de la oposición, el conde de Lucena, cansado de aquella lucha continua, comenzaba a entrever que no podía resistir mucho tiempo; sin embargo, se presentó un incidente que hizo cambiar repentinamente la faz de los negocios del Estado; este incidente fue el atentado de los marroquíes», que le permitió «sacar todo el partido posible de la guerra».142

Galdós143 lo ha dicho con gracejo: «el agravio no es de los que piden una reparación de sangre. Fueron los españoles a la guerra porque necesita-ban gallear un poquito ante Europa, y dar al sentimiento público, en el in-terior, un alimento sano y reconstituyente. Demostró el general O’Donnell gran sagacidad política, inventando aquel ingenioso saneamiento», aunque no falta quien estime que «antes de que la conveniencia de la guerra se hu-biera sopesado lo suficiente, el clamor público la había hecho inevitable».144 Al final, en realidad tanto el gabinete como el país la querían; además, llegó un momento en que «era evidente que si el Gobierno no la hacía, la oposi-ción se encontraría en situación de derribarlo»,145 hasta tal punto se habían exacerbado los ánimos bélicos. Queda la duda de si el «invento» al que alu-de don Benito fue espontáneo o si acabó por arrastrar a su presunto creador.

Hay, no obstante, algo melancólico en el conflicto próximo a reventar. Lo comentaron dos militares que pasaron a Marruecos. Uno de ellos, al ver el tristemente famoso garitón que inició todo, no pudo evitar una alu-sión al «mísero origen, manzana de la discordia de la presente campaña».146 Otro de ellos, el jefe del Estado Mayor del Ejército, mascullaría: «cuando nuestros nietos recuerden esta guerra, no querrán creer que ese miserable edificio había dado origen a la terrible campaña que nos espera».147

NOTAS

1. Título de una obra de Manuel Ibo Alfaro, impresa en Madrid en 1869. Está firmada el 16 de noviembre, pocos días antes de que empezaran las hostilidades formales.

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2. Martín Arrúe, F., 1915. En las páginas 16-32 reproduce los intercambios escritos que se produjeron entre distintas autoridades, utilizando documentación existente entonces en el Depósito de la Guerra. Es una fuente esencial para la gestación de la crisis.

3. Ibid., 17.4. Cuando los españoles ocuparon Tetuán, encontraron en la casa del

ministro marroquí de Negocios Extranjeros documentación sobre la firma de ese acuerdo, que revelaba la ambigua actitud británica sobre el mismo. Ver una carta del cónsul inglés de 15 de enero de 1859 en Herrero de Collantes, I. (marqués de Aledo), 1952, 44-45.

5. Ver el texto en Becker, J.,1918, 20.6. Remacha, J. R., 2001, 21 y 25.7. Acaso Deltell, S., 2007, 32.8. Martín Arrúe, F., 1915, 14-15. 9. Becker, J., 1918, 47-49.10. Ennasiri Esslaoui, A., 1907, 212. «Corona» figura en español, en el

original.11. Un estudio exhaustivo sobre el proceso negociador en Garrido Guijarro,

Ó., 2014, 162-218.12. Amor y Mayor, F., 1859, 52. La dedicatoria es del 15 de agosto del

mismo año.13. Ennasiri Esslaoui, A., 1907, 213.14. Godard, L., 1859, 66.15. Herrero de Collantes, I. (marqués de Aledo), 1952, 58-59. Carta de

Tomás de Lignés a Calderón Collantes.16. Diana, M. J., 1859.17. Servicio Histórico Militar, tomo I, 1947, 196. El cuerpo de observación

comprendía también tres escuadrones, tres compañías de artillería de montaña y una de ingenieros.

18. La correspondencia intercambiada aparece, más o menos completa, en diversas fuentes, pero la que el Gobierno dio a conocer oficialmente al Parlamento, nutrida, aunque expurgada, figura en el apéndice 3.º del número de 4 de junio de 1860 del Diario del Congreso.

19. El Mundo Militar, año 1, n.º 1, de 13 de noviembre de 1859, 3-6, para una descripción de esos pequeños combates.

20. Maura Gamazo, G., 1905, 18.21. Garrido Guijarro, Ó., 2014, 173-174.22. Es significativo que esta carta no aparezca en la colección enviada al

Congreso. Se encuentra en Beltrán, F. C., 1860, 33-34.23. Ibid., 36-37. Tampoco fue publicada en el Diario del Congreso.24. Alarcón Caballero, J. A., 2001, 329.25. Garrido Guijarro, Ó., 2014, 179. Despacho a Calderón Collantes, de 9

de octubre. El autor describe con sólido apoyo documental la posición falsa en la que el Gobierno, con sus exigencias, colocó al cónsul.

26. Fillias, M. A., 1860, 146 y 148. El autor, no obstante, consideraba dichas condiciones «justas y necesarias».

27. Diario del Congreso del 13 de marzo de 1859. La enmienda figura en el apéndice 1.º.

28. Diario del Congreso, del 1 de octubre de 1859, apéndice 2.º.29. Diario del Congreso, del 1 de octubre de 1859, apéndice 3.º.30. Diario del Congreso, del 8 de octubre de 1859, apéndice 2.º.

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31. Diario del Congreso, del 8 de octubre de 1859, apéndice 4.º.32. Diario del Congreso, del 11 de octubre de 1859.33. Entonces se escribía así habitualmente.34. Diario del Congreso, del 12 de octubre de 1859, apéndices 1.º y 2.º,

respectivamente.35. Diario del Congreso, del 17 de octubre de 1859.36. Pirala, A., 1876, vol. II, 344.37. Una obra más reciente que mantiene esa línea es la de Sevilla Andrés,

D.,1960, 108 y ss.38. Ver el periódico satírico El Cañón Rayado, permanentemente

obsesionado por «el inglés, […] sustancia dañina», n.º 1, de 11 de diciembre de 1859.

39. Becker, J., 1903, 44-61, para esta crisis.40. Ben-Srhir, K., 2005, 40-46, obra imprescindible, basada en

documentación oficial marroquí y británica.41. Ben-Srhir, K., 2005, XV-XVII, introducción de Daniel J. Schroester.42. Ibid., 79.43. Ibid., 233. Ver también Drummond-Hay, L. A. E. & Drummond-Hay,

A. E., 1896 para su argumentación. 44. Becker, J., 1918, 31-41, para los distintos documentos firmados.45. Ennasiri Esslaoui, A., 1907, 213.46. Ben Srhir, K., 2005, 81, para ambos oficios.47. Ibid., 83-84.48. Flournoy, F. R., 1935, 193.49. Ben Srhir, K., 2005, 90-91, para ambos escritos.50. Ibid., 91.51. Drummond-Hay, J., sir, 1896, 205-206.52. Ben Srhir, K., 2005, 88. Escrito del 12 de octubre de 1859.53. Ibid., 306, nota 158, citando fuentes marroquíes. 54. Gaceta de Madrid, del 4 de junio de 1860, ya citada, para este y todos los

documentos que se mencionan a continuación.55. Ben Srhir, K., 2005, 83.56. Ibo Alfaro, M., 1859, 24. 57. R. R. de M., 1860, 294-296. 58. Nelson, D., 1979, nota en página 236.59. Hardman, F., 1860, 24-26, para los sentimientos del Ejército de África al

respecto y 138-139 para las sospechas sobre Drummond-Hay.60. Ibid., 80, para un ejemplo del duro lenguaje que Buchanan llegó a

utilizar con Calderón Collantes. No extraña que este acabara hastiado de su interlocutor británico.

61. Flournoy, F. R., 1935, 195 y 196, respectivamente. Como reconoció Buchanan, Calderón Collantes llegó a estar tan hastiado de él que intentaba evitar los contactos directos entre ambos. Ben Srhir, K., 2005, 89.

62. Ibid., 198-199. 63. Ben-Srhir, K., 2005, 93.64. Ver un paralelismo interesante en Valdespino, S. A., 1859, 141-151. 65. Flournoy, F. R., 1935, 259.66. Inarejos Muñoz, J. A., 2007, 26.67. Ibid., 4.68. Ibid., 5.69. Ramírez Arcas, A., 1859, 304-305.

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70. Está reproducida en Beltrán, F. C., 1860, 28-30, aunque no figura en los documentos de la Gaceta de Madrid. Tiene fecha del 25 de octubre de 1859.

71. Miraflores, M., 1873, vol. II, 829.72. Reparaz, G. de, 1907, 223-224.73. Cánovas del Castillo, A., 1860, 191 y 207, respectivamente.74. Ibid., 190-191.75. Weil, 1893, ver páginas 330-336 y 340-347, para una completa

descripción de esa batalla.76. Servicio Histórico Militar, 1947, tomo I, 191. 77. Flournoy, F. R., 1935, 190.78. Alermón y Dorreguiz, B., 1859, V. Los términos empleados dan idea del

estilo de muchas publicaciones de la época.79. Fernández Bastarreche, F., 1978, 65.80. Para un completo estudio, ver Lécuyer, M. C. y Serrano, C., 1976, 35-92.81. Riego Amézaga, B., 2001, 563-575.82. Hardman, F., 1860, 92.83. Germond de Lavigne, A., 1889, 116.84. Maura Gamazo, G., 1905, 21.85. Galibert, L. y Rotondo, A., 1859, vol. II, 372. 86. Fillias, M. A., 1860, 148.87. Navarro y Rodrigo, C., 1869, 16.88. Bellido y Montesinos, J., 1866, 22.89. Balaguer, V., 1860, vol. I, 10-11.90. Gómez de Arteche, J. y Coello, F., 1859, VI. El proyecto de colonia,

entre el Atlántico, el Mediterráneo y el Muluya figura en la página 99. Se publicó el libro «cuando la guerra con el imperio de Marruecos aparece como inevitable».

91. Ventosa, E., 1859, vol. I, 201 y 209, respectivamente. En realidad, el autor es Fernando Garrido, notable republicano federal socialista.

92. Valdespino, S. A., 1859, 58.93. Diana, M. J., 1859, 246.94. La Guerra de África emprendida por el Ejército español, 1859, 47-48. 95. Ibo Alfaro, M., 1859, 12.96. Campuzano, F., 1859, 5.97. O’Donnell, L., 1861, 11.98. R. R. de M., 1860, 2.99. Galindo y de Vera, L., 1861, 49-50. 100. Castelar, E., Paula Canalejas, D. F. de, Cruzada Villaamil, D. G., Miguel

Morayta, D., 1859, 5.101. Galibert, L. y Rotondo, A., 1859, vol. II, 112 y 124, respectivamente.102. Estébanez Calderón, S. E., 1844, del prólogo, sin paginar. Fernando V

es más conocido como Fernando el Católico.103. Abenia Taure, I. de, 1859, 1 y 54 y ss, respectivamente.104. Márquez de Prado, J. A., 1859, VI.105. Ibid., 226-227.106. Cánovas del Castillo, A., 1860, 202, reproduciendo una frase de la

edición de 1851.107. Cánovas del Castillo, A., 1854, 120.108. Cánovas, del Castillo, A., 1860, 201.109. Diario del Congreso, del 17 de agosto de 1896.

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¡Españoles, a Marruecos!

110. Ramírez Arcas, A., 1859, 304-305.111. J.R.S., 1860, 85 y 87.112. Ibo Alfaro, M., 1860, VI.113. Roca, M. V., 1860, 24.114. Navarro y Rodrigo, C., 1869, 163.115. La América, de noviembre de 1859.116. González Alcantud, J. A. (ed.) y Lorente Rivas, M. (Col.), 2004.117. Alarcón, P. A. de, 1859, 3.118. Ibo Alfaro, M., 1859, 20.119. Galibert, L. y Rotondo, A., 1859, vol. II, 126.120. Núñez de Arce, G., 2003, 141.121. Carr, R., 1969, 258.122. Alarcón, P. A. de: loc. cit.123. Navarro y Rodrigo, C., 1869, 162.124. Maura Gamazo, G., 1905, 20.125. Pirala, A., 1876, vol. II, 422.126. Ventosa, E., 1860, 129. 127. Joly, A., 1910, 11.128. Navarro y Rodrigo, C., 1869, 163.129. García Figueras, T., 1961, 176.130. Durán, N., 1979, 104.131. Germond de Lavigne, A., 1889, 7. 132. Pirala, A., 1876, vol. II, 430-431.133. Maura Gamazo, G., 1905, 20-21.134. Joly, A., 1910, 20.135. Mordacq, 1904, 54.136. O’Donnell, L., 1861, 10.137. Inarejos Muñoz, J. A., 2007, 18. 138. Ibid., 16.139. Garrido Guijarro, Ó., 2014, 162-163 y 175, respectivamente.140. Del año 1860, 407-414.141. Ibo Alfaro, M., 1868, 213.142. Castillo, R. del, 1860, 455-456 y 539, respectivamente.143. Pérez Galdós, B., 1906, 45.144. Hardman, F., 1860, 92.145. Flournoy, F. R., 1935, 197.146. Gutiérrez Maturana, J., 1876, 5.147. Beltrán, F. C., 1860, 223.

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¡ESPAÑOLES,A MARRUECOS!

Julio Albi de la Cuesta

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Cargas de coraceros con refulgentes cascos metálicos; agrestes cabileños, de chilabas rayadas; lanceros con multicolores banderolas; la legendaria Guardia Negra, azul y roja; audaces cornetas, casi niños; bellas hebreas; presidiarios encadenados, como salidos de Los miserables; húsares, blancos y celestes; aérea caballería marroquí, envuelta en jaiques fantasmales; misteriosas ciudades santas; arias de Bellini cantadas a la luz de las hogueras por oficiales sentimentales; zocos abigarrados; curtidas cantineras vestidas a la amazona, revólver en cinto; Prim tonante, en los Castillejos; caravanas ondulantes de camellos; ataques a la bayoneta con banderas desplegadas, al compás de músicas y charangas... Por estos y otros aspectos la Guerra de Marruecos de 1859-1860 ha pasado a la historia con el nombre de «Guerra Romántica», carácter que comparte la misma denominación oficial, Guerra de África, que desorbita el ámbito de las operaciones que se llevaron a cabo, para darles una dimensión continental. Junto a todo eso existe, sin embargo, otro rostro no tan evocador, el de una campaña improvisada, lanzada en la peor época del año y con medios navales insuficientes; soldados ateridos, mal cobijados en tiendas diseñadas para resguardar del sol, no para proteger de las constantes lluvias, y batallas inútiles y costosas. Y siempre, la sombra del cólera insidioso, matando a diestro y siniestro, más feroz que las balas, que envió a miles de hombres a la tumba, o a hospitales donde con frecuencia agonizaban olvidados en el suelo, sobre un montón de paja podrida.

En ¡Españoles, a Marruecos! La Guerra de África 1859-1860, Julio Albi de la Cuesta retrata con maestría esta dicotomía, porque si la guerra fue indiscutiblemente popular, miles de españoles pagaron para no ir a ella; si concitó consensos de todos los partidos, la unanimidad duró poco; si obtuvo ciertas ventajas, generó decepciones; y si se derrochó bravura, sobraron imprudencias censurables. Fue, pues, una campaña con claroscuros, como tantas otras, lejos del escenario, a la vez idílico y teatral, que en ocasiones se ha presentado.

JULIO ALBI DE LA CUESTA se licenció en Derecho e ingresó en 1973 en la carrera diplomática. Además de desempeñar diversos cargos en los ministerios de Asuntos Exteriores y de Defensa y, fuera de nuestras fronteras, en representaciones diplomáticas en Senegal, Estados Unidos, Italia y Francia, ha sido embajador en Honduras, Ecuador, Perú y Siria. Como historiador, es desde 2009 académico correspondiente de la Real Academia de la Historia y autor, coautor y editor de numerosos libros de historia militar, disciplina de la que se ha convertido en referente en nuestro país por obras clave como Banderas Olvidadas, En torno a Annual, Campañas de la caballería española en el siglo XIX, El Ejército carlista del Norte o De Pavía a Rocroi. Los Tercios españoles. Su impecable uso del lenguaje y sus conocimientos históricos lo convierten no solo en un magnífico ensayista y escritor de artículos, entre los que destacan los elaborados para Desperta Ferro Historia Moderna, sino también en un gran narrador como demuestra su libro de cuentos, Caminantes, y la novela La calavera de plata.

Ilustración de portada: Batalla de Tetuán, de Vicente Palmaroli.© Museo del Ejército

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HISTORIADE ESPAÑA

9 788494 649981

ISBN: 978-84-946499-8-1

P.V.P.: 24,95 €

EN ESTA COLECCIÓN:

www.despertaferro-ediciones.com

El ejército español de José NapoleónISBN: 978-84-946499-1-2

De Pavía a Rocroi. Los tercios españolesISBN: 978-84-946499-6-7

El Ejército carlista del Norte (1833-1839)ISBN: 978-84-945187-7-5

Del autor de DE PAVÍA A ROCROI

LA GUERRA DE ÁFRICA1859-1860