En la corte del lobo hilary mantel

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Inglaterra, en 1520, está a un pasodel desastre. El rey Enrique VIII noconsigue engendrar un herederovarón y quiere divorciarse de sumujer, Catalina de Aragón, paracasarse con Ana Bolena, pero elcardenal Wolsey, su principalasesor, no obtiene más quenegativas del papa. En este climade desconfianza y necesidad llega ala corte Thomas Cromwell, alprincipio como segundo de Wolseyy más tarde como su sucesor.Cromwell es un hombre con unatrayectoria original: hijo de un

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herrero que le trataba con granbrutalidad, llega a ser un geniopolítico, sobornador, encantador yfanfarrón, y con una delicada ymortífera habilidad para manipularlos hechos y las personas.

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Hilary Mantel

En la corte delloboePUB v1.0

Sergio2R 13.02.13

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Título original: Wolf HallHilary Mantel, 2009Traducción: José Manuel Álvarez Flórez

Editor original: Sergio2R (v1.0)ePub base v2.1

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Quiero dedicar esto a misingular amiga Mary Robertson

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Reparto de personajes

En Putney, 1500

— Walter Cromwell, herrero ycervecero.

— Thomas, su hijo.— Bet, su hija. Kat, su hija.— Morgan Williams, marido de Kat.

En Austin Friars, desde 1527

— Thomas Cromwell, abogado.— Liz Wykys, su esposa.— Gregory, hijo de ambos.— Anne, hija de ambos.

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— Grace, hija de ambos.— Henry Wykys, padre de Liz,

mercader de lana.— Mercy, su esposa.— Johane Williamson, hermana de

Liz.— John Williamson, su marido.— Johane (Jo), su hija.— Alice Wellyfed, sobrina de

Cromwell, hija de Bet Cromwell.— Richard Williams (llamado más

tarde Cromwell), hijo de Kat y deMorgan.

— Rafe Sadler, mano derecha deCromwell, formado en Austin Friars.

— Thomas Avery, contable de la

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casa.— Helen Barre, una mujer pobre

acogida en la casa.— Thurston, el cocinero.— Christophe, un sirviente.— Dick Purser, encargado de los

perros guardianes.

En Westminster

— Thomas Wolsey, arzobispo deYork, cardenal, legado pontificio, LordCanciller: patrón de Thomas Cromwell.

— George Cavendish, gentilhombrede cámara y más tarde biógrafo deWolsey.

— Stephen Gardiner, director de

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Trinity Hall, secretario del cardenalWolsey, más tarde secretario de Estadode Enrique VIII: el enemigo másencarnizado de Cromwell.

— Thomas Wriothesley, oficial delsello, diplomático, protegido deCromwell y de Gardiner.

— Richard Riche, abogado, mástarde procurador de la corona.

— Thomas Audley, abogado,portavoz de la cámara de los Comunes,Lord Canciller después de la dimisiónde Thomas Moro.

En Chelsea

— Thomas Moro, abogado y hombre

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de letras, Lord Canciller tras la caída deWolsey.

— Alice, su esposa.— Sir John Moro, su anciano padre.— Margaret Roper, su hija mayor,

casada con Will Roper.— Anne Cresacre, su nuera.— Henry Pattinson, un sirviente.

En la ciudad

— Humphrey Monmouth, mercader,encarcelado por albergar a WilliamTyndale, traductor de la Biblia al inglés.

— John Petyt, mercader,encarcelado bajo sospecha de herejía.

— Lucy, su esposa.

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— John Parnell, mercader,enzarzado en una prolongada disputalegal con Thomas Moro.

— El Pequeño Bilney, hombre deletras quemado por herejía.

— John Frith, hombre de letrasquemado por herejía.

— Antonio Bonvisi, mercader deLucca.

— Stephen Vaughan, mercader deAmberes, amigo de Cromwell.

En la corte

— Enrique VIII.— Catalina de Aragón, su primera

esposa, conocida más tarde como

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princesa viuda de Gales.— María, hija de ambos.— Ana Bolena, segunda esposa de

Enrique VIII.— María, hermana de Ana Bolena,

viuda de William Carey y ex amante deEnrique VIII.

— Thomas Bolena, padre de Ana yde María, más tarde conde de Wiltshirey lord del Sello Real: le gusta que lellamen «monseñor».

— George, hermano de María y deAna, más tarde lord Rochford.

— Jane Rochford, esposa deGeorge.

— Thomas Howard, duque de

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Norfolk, tío de Ana.— Mary Howard, su hija.

— Mary Shelton —dama de honor— Jane Seymour —dama de honor

— Charles Brandon, duque deSuffolk, amigo de Enrique VIII, casadocon su hermana María.

— Henry Norris —gentilhombre decámara

— Francis Bryan —gentilhombre decámara

— Francis Weston —gentilhombrede cámara

— William Brereton —gentilhombre

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de cámara— Nicholas Carew —gentilhombre

de cámara

— Mark Smeaton, un músico.— Henry Wyatt, un cortesano.— Thomas Wyatt, su hijo.— Henry Fitzroy, duque de

Richmond, hijo ilegítimo del rey.— Henry Percy, conde de

Northumberland.

El clero

— William Warham, ancianoarzobispo de Canterbury.

— Cardenal Campeggio, emisario

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pontificio.— John Fisher, obispo de Rochester,

asesor legal de Catalina de Aragón.— Thomas Cranmer, erudito de

Cambridge, arzobispo reformista deCanterbury, sucesor de Warham.

— Hugh Latimer, sacerdotereformista, más tarde obispo deWorcester.

— Rowland Lee, amigo deCromwell, más tarde obispo deCoventry y Lichfield.

En Calais

— Lord Berners, el gobernador,hombre de letras y traductor.

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— Lord Lisie, el nuevo gobernador.— Honor, su esposa.— William Stafford, agregado a la

guarnición.

En Hatfield

— Lady Bryan, madre de Francis(Bryan), al cargo de la princesa infanta,Isabel.

— Lady Anne Shelton, tía de AnaBolena, al cargo de la anterior princesaMaría.

Los embajadores— Eustache Chapuys, diplomático

de carrera de Saboya, embajador en

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Londres del emperador Carlos V.— Jean de Dinteville, embajador de

Francisco I.

Miembros de la casa de Yorkpretendientes al trono

— Henry Courtenay, marqués deExeter, descendiente de una hija deEduardo IV.

— Gertrude, su esposa.— Margaret Pole, condesa de

Salisbury, sobrina de Eduardo IV.— Lord Montague, Geoffrey Pole y

Reginald Pole (hijos de Margaret).

La familia Seymour en Wolf Hall— El anciano sir John, que tiene una

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aventura con la esposa de suprimogénito.

Hijos del mismo:— Edward Seymour, el primogénito.— Thomas Seymour.— Jane, en la corte.— Lizzie, casada con el gobernador

de Jersey.

— William Butts, médico.— Nikolaus Kratzer, astrónomo.— Hans Holbein, pintor.— Sexton, bufón de Wolsey.— Elizabeth Barton, profetisa.

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Primera parte

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IHacia el otro lado del

estrecho

Putney, 1500

—Vamos, levántate.Ha caído derribado, aturdido, mudo;

desplomado cuan largo es en elempedrado del patio. Ladea la cabeza,vuelve los ojos hacia el portón, como sipudiese llegar alguien a ayudarle. Unsolo golpe, en el lugar adecuado, podríamatarle ahora.

Le cae por la cara la sangre del

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corte de la cabeza (el primer objetivo desu padre). Se añade a esto que no puedeabrir el ojo izquierdo; aunque, de reojo,puede ver con el derecho que a su padrese le ha descosido una costura de labota. El bramante se ha soltado delcuero y un nudo duro que hay en él le haalcanzado en la ceja y le ha abierto otrocorte.

—¡Vamos, levántate! —le gritaWalter mientras estudia dónde asestar lapatada siguiente. Él alza un poco lacabeza y avanza sobre el vientre,procurando hacerlo sin sacar las manos,que a Walter le encanta pisotear.

—¿Qué eres, una anguila? —

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pregunta su padre. Luego retrocede,toma impulso y le asesta otra patada.

Exhala con ella el último aliento;eso piensa él, que debe de ser el último.La frente vuelve al suelo. Espera,tendido, que Walter salte sobre él. Laperra, Bella, está ladrando, encerrada enun cobertizo. «La echaré de menos»,piensa él. El patio huele a cerveza y asangre. Alguien grita abajo, en la orilladel río. Nada duele, o tal vez sea queduele todo, porque no hay ningún dolordiferenciado que pueda señalar. Peronota el frío en un punto exacto: justo enel pómulo que tiene apoyado en laspiedras.

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—Mira, mira —vocifera Walter.Salta a la pata coja como si estuviesebailando—. Mira lo que he hecho.Reventar la bota dándote patadas en lacabeza.

Palmo a palmo. Palmo a palmo,hacia delante. «No importa que te llameanguila, gusano o culebra. No alces lacabeza, no le provoques.» La sangre letapona la nariz y tiene que abrir la bocapara respirar. Aprovecha la distracciónmomentánea de su padre por la pérdidade su excelente bota para vomitar.

—Eso es. Vomítalo todo —gritaWalter. Vomítalo todo, en mi buenempedrado—. Vamos, muchacho, arriba.

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Veamos cómo te levantas. ¡Por la sangrede Cristo reptante, ponte de pie!

«¿Cristo reptante? —se pregunta él—. ¿Qué quiere decir?» Ladea lacabeza, apoyando el pelo en el vómito.La perra ladra, Walter vocifera y lascampanas repican al otro lado del río.Tiene una sensación de movimiento,como si el suelo sucio se hubieseconvertido en el Támesis. Su superficiecede y se balancea. Él deja escapar elaliento, un gran jadeo final. «Esta vez lohas hecho», le dice una voz a Walter.Pero él cierra los oídos, o Dios loscierra por él. Se ve arrastrado corrienteabajo, en una marea negra y profunda.

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Cuando vuelve en sí, es casimediodía, y está apoyado en la entradade Pegaso, el Caballo Volador. Suhermana, Kat, sale de la cocina con unabandeja de pasteles calientes en lasmanos. Casi se le caen al verle. Abre laboca, atónita.

—¡Qué te ha pasado!—Kat, no grites, me hace daño.Ella llama a gritos a su marido.—¡Morgan Williams! —Se vuelve,

despavorida, la cara ruborosa del calordel horno—. Coged esta bandeja, porDios, ¿dónde estáis todos?

Él tiembla de pies a cabeza, igualque Bella cuando se cayó de la barca

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aquella vez.Llega corriendo una muchacha.—El amo ha ido a la ciudad.—Ya lo sé, tonta.El pánico que le ha causado ver a su

hermano le ha nublado el juicio. Leentrega de malos modos la bandeja a lachica.

—Si los dejas donde puedancogerlos los gatos, te abofetearé hastaque veas las estrellas. —Une las manosun momento como en ferviente oración—. ¿Otra pelea o ha sido tu padre?

«Sí», dice él asintiendovigorosamente, con lo que le caen gotasde sangre de la nariz. «Sí», se señala,

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como si dijera: «Walter estuvo aquí».Kat pide una palangana, pide agua, pideagua en una palangana, pide un paño,pide que aparezca el diablo en el acto yse lleve a Walter, su servidor.

—Siéntate antes de que te caigas.Él intenta decir que acaba de

levantarse, de salir al patio. Podríahacer una hora, incluso un día, y, por loque sabe, hoy podría ser mañana. Salvoque si hubiese estado allí tirado un día,seguro que habría aparecido Walter y lehabría matado por obstruir el paso, o sele habrían coagulado un poco las heridasy estaría todo dolorido y casi demasiadoentumecido para moverse. Sabe bien,

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por la larga experiencia de los puños ylas botas de Walter, que el segundo díapuede ser peor que el primero.

—Siéntate. No hables —dice Kat.Cuando llega la palangana, se

inclina sobre él y trabaja con ahínco,dándole leves toques en el ojo cerrado,limpiándole en pequeños círculos.Respira entrecortadamente y le apoya lamano libre en el hombro. Jura entredientes, y chilla a veces y le acaricia lanuca, susurrando: «Vamos, calla,vamos», como si fuese él quien chillase.Él tiene la sensación de estar flotando, yde que ella le sujeta a la tierra. Legustaría abrazarla, apoyar la cara en su

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delantal y reposar allí, escuchando loslatidos de su corazón. Pero no quieremancharla, llenarla de arriba abajo desangre.

Llega Morgan Williams, ataviadocon su chaqueta buena de la ciudad.Parece galés y combativo. Es evidenteque ha oído la noticia. Se queda paradojunto a Kat, mirando hacia abajo,momentáneamente sin palabras; hastaque dice: «¡Mira!», cierra un puño y lolanza tres veces en el aire.

—¡Esto! —dice—. Esto es lo querecibiría Walter. Esto es lo querecibiría. De mí.

—Apártate un poco —le aconseja

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Kat—. No querrás manchas de sangre deThomas en tu ropa de Londres.

Desde luego que no. Retrocede.—No es asunto mío, pero mírate,

muchacho. Podrías dejar baldado a eseanimal en una lucha justa.

—Nunca es una lucha justa —diceKat—. Se acerca por detrás, ¿verdad,Thomas? Con algo en la mano.

—Parece que una botella de cristal,en este caso —dice Morgan Williams—.¿Era una botella?

Él cabecea. Vuelve a sangrarle lanariz.

—No hagas eso, hermano —diceKat. Le ha caído sangre en la mano. Se

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limpia en la ropa. Qué desastre, en eldelantal. Podría haber apoyado lacabeza en él después de todo.

—Supongo que no lo viste —diceMorgan—. ¿Con qué te pegóexactamente?

—Ésa es la ventaja —dice Kat— deaproximarse por detrás: que luego tú nosabes qué decirles a los jueces. Vamos,Morgan, ¿es que he de explicarte cómoes mi padre? Agarra lo primero queencuentra. Que a veces es una botella,sí. Le he visto hacérselo a mi madre.Incluso le vi golpear en la cabeza anuestra pequeña Bet. Y, a veces, no leveía hacerlo porque quien iba a caer sin

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sentido era yo…—Me asombra la gente con la que he

ido a emparentar —dice MorganWilliams.

Pero, en realidad, Morgan sólohabla por hablar; algunos hombrestienen catarro permanente, algunasmujeres, dolor de cabeza, y Morgantiene ese asombro. El muchacho no leescucha. «Si mi padre le hacía eso a mimadre, que murió hace tanto tiempo —piensa—, tal vez la matase él. No, poreso seguramente le habrían detenido; enPutney no hay ley, pero si cometes unasesinato no te libras.» Kat ha sido laúnica madre que ha tenido él, la que ha

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llorado por él, la que le ha acariciado lanuca.

Cierra el ojo izquierdo para que estéigual que el derecho, luego intenta abrirlos dos.

—Kat —dice—, tengo un ojocerrado, ¿verdad? Es que no veo nada.

—Sí, sí, sí —dice ella, mientrasMorgan Williams prosigue con suinvestigación de los hechos.

Se decide por un objeto duro,moderadamente pesado, afilado, peroposiblemente no una botella rota,porque, en ese caso, Thomas habríavisto su borde mellado antes de queWalter le abriese la ceja, decidido a

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dejarle ciego. Él oye a Morgan elaboraresta teoría y le gustaría hablar de labota, del nudo, el nudo en la costura,pero el esfuerzo de mover la bocaparece desproporcionado para larecompensa. Está de acuerdo con laconclusión de Morgan en términosgenerales; intenta encogerse de hombros,pero le duele mucho y se siente tanaplastado y descoyuntado, que sepregunta si no tendrá el cuello roto.

—De todos modos —dice Kat—,¿qué estabas haciendo para queempezara, Tom? No suele hacerlo sinmotivo hasta después de oscurecer.

—Sí —dice Morgan Williams—.

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¿Había algún motivo?—Ayer. Me peleé.—¿Te peleaste ayer? ¿Con quién te

peleaste, en nombre del cielo?—No sé.El nombre se le ha ido de la cabeza,

y también el motivo; pero tiene lasensación de que se hubiesen llevado, alsalir, una esquirla mellada de hueso desu cráneo. Se toca el cuero cabelludocon cuidado. ¿Una botella? Tal vez.

—Oh —dice Kat—, los chicossiempre andan peleándose. A la orilladel río.

—A ver si lo entiendo bien —diceMorgan—. Llega a casa ayer con la ropa

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rota y los nudillos despellejados y elviejo dice: «¿Qué es esto, has tenido unapelea?». Y va y espera un día y entoncesle atiza con una botella. Y cuando letiene allí tirado, en el patio, le da depatadas, le arrea una buena tunda conuna tabla que encuentra a mano…

—¿Fue eso lo que hizo?—¡Lo sabe toda la parroquia!

Estaban haciendo cola en el muelle paracontármelo, me lo gritaron antes deamarrar la barca. «Morgan Williams,escucha: el padre de tu mujer le hapegado una paliza a Thomas, que se haarrastrado moribundo a casa de suhermana. Han llamado al sacerdote…»

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¿Habéis llamado al sacerdote?—¡Oh, vosotros, los Williams! —

dice Kat—. Os creéis tan importantesaquí… La gente hace cola para deciroslas cosas. Pero ¿por qué? Porque oscreéis lo que sea.

—¡Pero es verdad! —grita Morgan—. Casi todo, ¿no? Menos lo delsacerdote. Y que aún no está muerto.

—Conseguirás ese puesto en elbanco de los magistrados, seguro —diceKat—, con tu minucioso estudio de ladiferencia entre un cadáver y mihermano.

—Cuando sea magistrado, pondré atu padre en la picota. ¿Multarle? No hay

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multa suficiente para él. ¿Qué sentidotiene multar a alguien que volverá arobar o estafar lo mismo al primerinfeliz que se cruce en su camino?

Él gime. Procura hacerlo sininterrumpir.

—Vamos, vamos, ya está —susurraKat.

—Creo que los magistrados estánhasta la coronilla de él —dice Morgan—. Cuando no se dedica a aguar lacerveza, anda metiendo ganado ilegal enel ejido, y cuando no está expoliando ala comunidad, agrede a un agente de laautoridad, y cuando no está bebido estáborracho perdido; si no muere antes de

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su hora es que no hay justicia en estemundo.

—¿Has terminado? —pregunta Kat;se vuelve a él—. Tom, será mejor que tequedes con nosotros. ¿Qué dices tú,Morgan Williams? Podrá hacer eltrabajo pesado, cuando se cure. Puedehacerte las cuentas, sabe sumar y… ¿quées lo otro? Bueno, no te rías de mí,¿cuánto tiempo crees que tuve paraaprender los números, con un padrecomo ése? Si sé escribir mi nombre esporque Tom me enseñó.

—A él no —dice Thomas—. Legustará.

Sólo puede hablar así, con frases

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breves, simples, explicativas.—¿Gustarle? Debería avergonzarse

—dice Morgan.—La vergüenza se quedó fuera

cuando Dios hizo a mi padre —dice Kat.—Sólo hay una milla de distancia. Y

puede fácilmente… —dice él.—¿Venir a buscarte? Déjale que lo

haga. —Morgan blande de nuevo supequeño y nervioso puño galés.

Cuando Kat terminó de curarle yMorgan Williams dejó de fanfarronear yde hablar de la agresión, él pasó echadouna hora o dos, para recuperarse. En esetiempo, Walter acudió a la puerta, conconocidos suyos, y se oyeron gritos y

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golpeteo de puertas, aunque a él le llegóde un modo apagado y pensó que tal vezestuviese soñando. «Qué voy a hacer, nopuedo quedarme en Putney», eso es loque tiene ahora en la cabeza. Se debe enparte a que está recuperando el recuerdode anteayer y de la pelea anterior, ypiensa que podría haber habido uncuchillo en ella en algún momento; uncuchillo que no se clavó en él, así que¿lo clavaría él? Todo está confuso en sumente. Lo único que está claro es lo quepiensa sobre Walter: «Estoy harto deesto. Si vuelve a por mí, lo mataré; y silo mato, me ahorcarán, y si tienen queahorcarme quiero que sea por un motivo

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mejor».Le llega el subir y bajar ele sus

voces. No puede oír todas las palabras.«Ha quemado las naves», dice Morgan.Kat se está arrepintiendo de su primeraoferta (un puesto como lavaplatos,criado para todo y vigilante), porqueMorgan está diciendo: «Walter andarásiempre rondando por aquí. "¿Dóndeestá Tom? —dirá—, tiene que volver acasa. ¿Quién pagó a ese cura condenadopara que le enseñara a leer y a escribir,eh? Yo, lo pagué yo, y ahora recoges losmalditos beneficios tú, furcia comepuerros"».

Baja las escaleras.

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—Tienes buen aspecto, después detodo —le dice Morgan alegremente.

La verdad sobre Morgan Williams(y él no lo estima menos por ello), laverdad es que la idea de que va apegarle un día una paliza a su suegro, espura fantasía. En realidad, teme aWalter, como muchos de Putney, y, enrealidad, de Mortlake y de Wimbledon.

—Bueno, me marcho —dice él.—Tienes que quedarte esta noche —

le dice Kat—. Ya sabes que el segundodía es el peor.

—¿A quién le pegará cuando yo mevaya?

—No es asunto nuestro —dice Kat

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—. Bet está casada y ya se libró de eso,gracias a Dios.

—Si Walter fuese mi padre, teaseguro que yo me largaría —diceMorgan Williams; él espera quecontinúe—. Mira, hemos reunido unpoco de dinero.

Una pausa.—Os lo devolveré.—¿Y cómo vas a hacerlo, Tom? —

dice Morgan, riendo con alivio.No lo sabe. Le cuesta respirar, pero

eso no significa nada, es sólo por elcoágulo que tiene en la nariz. No parecerota; la toca, inspeccionándola, y Katdice, precavida: cuidado, éste es un

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delantal limpio. Sonríe, una sonrisatriste, no quiere que él se vaya, pero nova a contradecir a Morgan Williams,¿verdad? Los Williams son genteimportante en Putney, en Wimbledon.Morgan la adora; le recuerda que tienesirvientas para que se ocupen del hornoy de hacer la cerveza. ¿Por qué no sesienta en el piso de arriba a coser comouna dama y a rezar para que a él le salgatodo bien cuando va a Londres a hacertratos con su ropa de ciudad? Podríahacer un recorrido por el Pegaso dosveces al día bien vestida y poner enorden lo que fuese preciso: eso es lo quepiensa Morgan. Y aunque, por lo que él

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puede ver, ella trabaja tanto comocuando era pequeña, comprende lo quedebe de gustarle que Morgan insista enque no se esfuerce y viva como unadama.

—Os lo devolveré —dice—. Podríahacerme soldado. Podría enviaros unaparte de la paga y conseguir botín.

—Pero no hay guerra —diceMorgan.

—Habrá alguna en algún sitio —dice Kat.

—O podría ser grumete. Pero, claro,Bella… ¿Creéis que debería volver apor ella? Estaba llorando. La teníaencerrada.

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—¿Para que no le mordisqueara losdedos de los pies? —dice Morgan.Habla burlonamente de Bella.

—Me gustaría que viniera conmigo.—He oído hablar de gatos en un

barco. Pero no de perros.—Es muy pequeña.—No pasará por un gato —se burla

Morgan—. De todos modos, eres muymayor ya para hacer de grumete. Tienenque subir corriendo por los aparejos,como monitos…, ¿has visto alguna vezun mono, Tom? Soldado te va más.Sinceramente, de tal padre tal hijo. Túno estabas el último de la fila cuandoDios repartió puños.

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—Bueno, veamos —dice Kat—. Aver si aclaramos esto… Resulta que undía mi hermano Tom va y se pelea.Como castigo, su padre se le acerca pordetrás y le atiza con lo que fuese, algopesado y probablemente agudo, y luego,cuando se desploma, casi le saca un ojo,se dedica a darle de patadas en lascostillas, le aporrea con una tabla quetenía a mano, le deja la cara que si yo nofuese su hermana casi no le reconocería.Y mi marido va y dice: «La respuesta aesto, Thomas, es irse de soldado, ir abuscar a alguien a quien no conoces,sacarle un ojo y darle de patadas en lascostillas, en realidad matarle, me

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imagino, y que te paguen por ello».—Puede compararse —dice Morgan

— con lo de andar peleándose a laorilla del río, sin beneficio para nadie.Mírale…, si de mí dependiese,organizaría una guerra sólo para darletrabajo.

Morgan saca su bolsa. Cuenta lasmonedas con incitante lentitud.

Él se toca el pómulo. Estámagullado, intacto, pero muy frío.

—Escucha —dice Kat—, nosotrossomos de aquí, probablemente hayagente que eche una mano a Tom…

Morgan le lanza una mirada queindica elocuentemente: «¿Quieres decir

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que hay mucha gente a la que le gustaríaenfrentarse a Walter Cromwell? ¿Paraque les echase la puerta abajo?». Y elladice, como si oyera en voz alta lo que élpiensa:

—No. Tal vez. Tal vez sea lo mejor,Tom, ¿qué te parece?

Él se levanta.—Morgan, míralo, no debería

marcharse esta noche —dice ella.—Debo hacerlo. Dentro de una hora

estará como una cuba y volverá.Prendería fuego a esto si creyera que yoestaba dentro.

—¿Tienes lo que necesitas para elcamino? —le pregunta Morgan.

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Él quiere volverse a Kat y decir no.Pero ella ha apartado la cara y está

llorando. No llora por él, porque él creeque nadie llorará nunca por él, Dios nohizo las cosas de ese modo en su caso.Kat llora por la idea que tiene de cómodebería ser la vida: domingo después demisa, todas las hermanas, las cuñadas,las esposas dando besos y palmadas, ygolpecitos a los niños de unas y otras, yqueriéndoles al mismo tiempo yacariciando sus cabecitas redondas, lasmujeres comparando e intercambiando alos niños, y todos los hombres reunidos,hablando de negocios, de la lana, elhilo, las telas, los embarques, los

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malditos flamencos, los derechos depesca, la elaboración de la cerveza, elbalance del año, la informaciónoportuna, favor por favor, pequeñossobornos, pequeños pagos, mi abogadodice. Así debería ser, casada conMorgan Williams como está, siendocomo son los Williams una familiaimportante de Putney. Pero lo cierto esque no ha sido así. Walter lo haestropeado todo.

Él se yergue con cuidado,agarrotado. Ahora le duele todo. Notanto como le dolerá mañana. Al tercerdía salen los cardenales y hay queempezar a contestar a la gente que

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pregunta de qué son. Para entonces, yaestará lejos de aquí, y es de suponer quenadie le pedirá cuentas, porque nadie leconocerá ni se interesará por él.Pensarán que es normal en él lo de tenerla cara magullada.

Recoge el dinero. Dice:—Hwyl, Morgan Williams. Diolch

am yr arian. Gracias por el dinero.Gofalwch am Katheryn. Gofalwch ameich busness. Wela I chi eto rhywbryd.Pob lwc. Cuida de mi hermana. Cuida detu negocio. Nos veremos algún día.

Morgan Williams le mira fijamente.Él casi sonríe; lo haría si no tuviese

la cara como la tiene. Todas aquellas

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veces que había pasado el día rondandopor el hogar de los Williams…,¿pensarían que había ido sólo por lacomida?

—Pob lwc —dice Morganlentamente. Buena suerte.

—Si me voy por el río, ¿será unabuena ruta o no? —pregunta.

—¿Adónde quieres ir?—Al mar.Morgan Williams parece lamentar

por un momento que las cosas hayanllegado a ese punto.

—¿Te irá bien, Tom? —le pregunta—. Mira, si Bella viene a buscarte, no lamandaré a casa con hambre. Kat le dará

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un pastel.Debe procurar que le dure el dinero.

Podría ir río abajo; pero teme que si leven le capture Walter por medio de suscontactos y sus amigos, esa clase deindividuos que harían cualquier cosa porun trago. Lo primero que se le ocurre esmeterse furtivamente en un barco decontrabando de los que salen deBarking, Tilbury. Pero luego piensa queen Francia es donde hay guerras. Laspocas personas con las que habla (se leda muy bien hablar con desconocidos)opinan lo mismo. Dover entonces. Sepone en camino.

Si ayudas a cargar un carro, la mitad

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de las veces puedes viajar en él. Eso lehace pensar lo mal que se le da a lagente cargar los carros. Hay hombresque intentan pasar por una puertaestrecha con un baúl de maderademasiado ancho. Un simple giro delbaúl resuelve muchísimos problemas. Yluego los caballos, él siempre ha estadoentre caballos, asustados además,porque Walter, cuando no dormía por lamañana la mona del brebaje fuerte quereservaba para sí mismo y para susamigos, se dedicaba a su segundo oficiode herrero y herrador; y, fuese por sualiento agrio, por su voz fuerte o por suforma general de comportarse, hasta los

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caballos fáciles de herrar empezaban amover la cabeza y a apartarse del fuego.Temblaban mientras Walter les sujetabael casco. El trabajo de él consistía ensujetarles la cabeza y hablarles,frotarles el espacio aterciopelado deentre las orejas, diciéndoles cuánto losquerían sus madres, hablándoles de ellassuavemente y diciéndoles que Walteracabaría enseguida.

Pasa un día o así sin comer; le dueledemasiado. Pero cuando llega a Dover,se le ha cerrado la herida del cuerocabelludo, y confía en que se la hayancurado solas las partes internas: losriñones, los pulmones y el corazón.

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Sabe que todavía tiene la caramagullada, por las miradas de la gente.Morgan Williams había hecho uninventario de él antes de que se fuese:los dientes milagrosamente en su sitiotodavía y dos ojos que milagrosamenteveían. Dos brazos, dos piernas: ¿quémás quieres?

Pasea por los muelles preguntando ala gente si sabe dónde hay guerra.

Cada hombre al que le pregunta lemira detenidamente a la cara, da un pasoatrás y le contesta que él debería saberlomuy bien.

Esto les hace mucha gracia y se ríentanto de su propio ingenio que él sigue

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preguntando sólo por dar placer a losdemás.

Se encuentra, sorprendentemente,con que dejará Dover más rico de lo quellegó. Se había fijado en un individuoque estaba haciendo el truco de las trescartas, y cuando descubrió el secreto seestableció por su cuenta. Como es unmuchacho, muchos paran y prueban aver. Y pierden.

Calcula lo ganado y lo gastado.Retira una pequeña suma para un breveescarceo con una dama de la noche. Noes algo que se pudiese hacer en Putney,Wimbledon o Mortlake. No sin que lafamilia Williams se enterase y te

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hablase de ello en galés.Ve a tres flamencos ya de edad con

sus bultos y se apresta a ayudarles. Lospaquetes son blandos y voluminosos,muestras de telas de lana. Un empleadodel puerto les plantea problemas con losdocumentos, gritándoles en la cara. Él secoloca detrás del empleado, fingiéndoseun zoquete flamenco, e indica a loscomerciantes alzando los dedos lo queconsidera un soborno justo. «Por favor—dice uno de ellos, en un laboriosoinglés al funcionario—, ¿podríaishaceros cargo de estas monedas inglesasen mi nombre? Es que me sobran.» Depronto el funcionario es todo sonrisas.

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Los flamencos son todo sonrisastambién; ellos habrían pagado muchomás. Cuando suben a bordo dicen: «Elchico viene con nosotros».

Mientras esperan a que sueltenamarras, le preguntan cuántos años tiene.Él dice que dieciocho, y ellos se ríen.«No es verdad, muchacho», le dicen.Propone quince, y ellos conferencian ydeciden aceptar los quince; piensan quees más joven, pero no quierenavergonzarle. Le preguntan qué le hapasado en la cara. Podría contarlesvarias versiones, pero se decide por laverdad. No quiere que piensen que es unladrón fracasado. Lo discuten entre ellos

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y el que es capaz de traducir le dice:«Lo que decíamos es que los inglesesson crueles con sus hijos. Y fríos decorazón. El hijo debe levantarse si entrasu padre en la habitación. Los hijosdeben decir siempre muyrespetuosamente "mi señor padre" y "miseñora madre"».

Esto le sorprende. ¿Hay gente en elmundo que no sea cruel con sus hijos?Se alivia un poco por primera vez laopresión que siente en el pecho; piensaque tal vez haya lugares diferentes,mejores. Habla; les habla de Bella, yellos parecen entenderlo, y no le dicenninguna estupidez como que podría

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conseguir otro perro. Él les habla delPegaso, y de la destilería de su padre,les cuenta que a Walter le ponen multasal menos dos veces al año por su malacerveza. Y que le multan por robarmadera, cortar árboles de otros y quemete a pastar demasiadas ovejas en elejido. Ellos se interesan; enseñan lasmuestras de tela y discuten entre ellossobre el peso y la trama, volviéndose aél de vez en cuando para incluirle einstruirle. No les parece gran cosa engeneral el acabado de la tela inglesa,aunque esas muestras pueden hacerlescambiar de opinión… Él pierde el hilode la conversación cuando intentan

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explicarle sus motivos para ir a Calais ylas diversas personas que conocen allí.

Les habla de la herrería de su padre,y el que sabe inglés dice, interesado:¿sabes hacer una herradura? Él indicapor gestos cómo se hace, el metalcaliente y un padre malhumorado en unespacio pequeño. Ellos se ríen; les gustaverle contar una historia. Buenconversador, dice uno. Antes de queatraquen, el más callado se levanta yhace un discurso extrañamente serio, alque todos asienten y que otro traducirá.«Somos tres hermanos. Ésta es nuestracalle. Si alguna vez visitas nuestraciudad, hay una cama, fuego y comida

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para ti.»«Adiós —les dirá—. Adiós y buena

suerte con vuestras vidas.» Hwyl,pañeros. Golfalwch eich busnes. No vaa parar hasta que llegue donde haya unaguerra.

Hace frío, pero el mar está en calma.Kat le ha dado una medalla bendecidapara que la lleve puesta. Se la hacolgado al cuello con un cordón. La notafría en la piel. La desata. La roza con loslabios, para que le dé suerte. La dejacaer; susurra en el agua. Recordará suprimera visión de alta mar: unainmensidad gris y arrugada, como elresiduo de un sueño.

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IIPaternidad

1527

Stephen Gardiner se dispone a salircuando entra él. Llueve y hace un calorimpropio para una noche de abril, peroGardiner viste pieles, que parecenplumas negras, densas y aceitosas. Se hapuesto de pie ya, erizándolas,disponiendo sus ropas como las alas deun ángel negro en torno a su persona,alta y recta.

—Tarde… —dice hoscamente el

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señor Stephen.Él es afable.—¿Vos o yo?—Vos. —Él espera.—Había borrachos en el río. Los

barqueros dicen que es la fiesta de unade sus santas patronas.

—¿Le rezasteis una oración?—Rezo a quien sea, Stephen, hasta

llegar a tierra firme.—Me sorprende que no cogieseis un

remo vos mismo. Debisteis hacer tareasfluviales de muchacho.

Stephen pulsa siempre la mismanota: «Vuestro padre réprobo. Vuestroorigen humilde…». Stephen es

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supuestamente una especie de bastardosemirregio: criado discretamente comohijo propio por personas discretas enuna ciudad pequeña. Comerciantes enlanas, cosa que al señor Stephen leincomoda y que quiere olvidar; y, dadoque él, por su parte, sabe todo lo quehay que saber del comercio de la lana,sabe demasiado sobre el pasado deStephen para el gusto de éste. ¡El pobreniño huérfano!

Al señor Stephen le incomoda todosobre su propia situación. Le incomodaser el primo no reconocido del rey. Leincomoda que le destinaran a la Iglesia,aunque la Iglesia le ha tratado bien. Le

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incomoda el hecho de que otro conversea altas horas de la noche con elcardenal, del que él es secretarioparticular. Le incomoda ser uno de esoshombres altos de pecho hundido, sinmucho peso; le incomoda saber que, sise encontrasen una noche oscura, seríael señor Thomas Cromwell quien sealejaría sonriente, sacudiéndose elpolvo de las manos.

—Dios os bendiga —dice Gardiner,adentrándose en una nocheintempestivamente cálida.

—Gracias —dice Cromwell.El cardenal, que está escribiendo,

dice sin alzar la vista:

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—Thomas. ¿Sigue lloviendo? Osesperaba más temprano.

El barquero. El río. La santa. Haestado viajando desde por la mañanatemprano y lleva en la silla casi dossemanas por asuntos del cardenal, y habajado ahora por etapas (etapas nadafáciles) desde Yorkshire. Ha estado consus empleados en Gray's Inn y ha tomadoprestada una muda de ropa. Ha estado enel este de la ciudad, para saber québarcos han llegado y comprobar qué esde un encargo no consignado que estáesperando. Pero no ha comido y no haido a casa aún.

El cardenal se levanta. Abre una

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puerta, habla a los sirvientes queaguardan allí:

—¡Cerezas! ¿Qué? ¿No hay cerezas?¿En abril, decís? ¿Sólo en abril? Nos vaa resultar difícil aplacar a mi invitado,entonces —suspira—. Traed lo quetengáis. Pero no valdrá de nada, claro.¿Por qué estoy tan mal servido?

Luego toda la habitación se pone enmovimiento: comida, vino, se aviva elfuego de la chimenea. Un hombre selleva sus prendas mojadas con unmurmullo servicial. Todo el servicio dela casa del cardenal es así: manejable,callado y habituado a disculparse y asoportar burlas. Y a todos los visitantes

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del cardenal se les trata del mismomodo. Si le hubieses interrumpido cadanoche durante diez años y te hubiesessentado, ceñudo y hosco, allí frente a éltodas esas noches, aún seguirías siendosu honrado huésped.

Los criados se deslizan, se esfumancamino de la puerta.

—¿Qué otra cosa os gustaría? —dice el cardenal.

—¿Que saliese el sol?—¿Tan tarde? Mis poderes no llegan

a tanto.—Los de la aurora sí.El cardenal inclina la cabeza hacia

los criados.

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—Atenderé esta petición yo mismo—dice con gravedad; y ellos murmurany se retiran con gravedad también.

El cardenal junta las manos. Emiteun suspiro grande, profundo, risueño,como un leopardo acomodándose en unespacio cálido. Mira a su hombre denegocios; su hombre de negocios le miraa él. El cardenal sigue siendo tanapuesto a los cincuenta y cinco añoscomo en sus años mozos. Esta noche noviste su escarlata habitual, sino unmorado oscuro con delicado encajeblanco: como un humilde obispo. Suestatura impresiona; el vientre, quedebería en justicia pertenecer a un

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hombre más sedentario, no es más queotro aspecto principesco de su persona,y deja reposar a menudo en él,confiadamente, una mano grande, blanca,con anillo. La cabeza, que es grande(diseñada sin duda por Dios parasustentar la tiara papal), se asientasoberbiamente sobre unos hombrosanchos: hombros sobre los que descansa(aunque no en este momento) la grancadena de Lord Canciller de Inglaterra.La cabeza se inclina; el cardenal dice,con esos tonos dulces, famosos desdeaquí hasta Viena:

—Bueno, contadme cómo os fue enYorkshire.

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—Horroroso todo —se sienta—. Eltiempo. La gente. Los modales. Aunqueya estoy hablándole a Dios del tiempo.

—Oh, y la comida. Cinco millastierra adentro y ningún pescado fresco.

—Y escasas esperanzas de encontrarun limón, supongo. ¿Qué comen?

—Londinenses, cuando puedenconseguirlos. Nunca se han vistopaganos como ellos. Son muy altos,frentes bajas. Viven en cuevas, peropasan por nobles en esas regiones.

Debería ir a verlo él mismo; elcardenal, aunque es arzobispo de York,nunca ha visitado su sede.

—Y en cuanto a los asuntos de Su

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Eminencia…—Escucho —dice el cardenal—.

Más aún. Estoy cautivado.La cara del cardenal se arruga en sus

pliegues afables perpetuamente atentosmientras escucha. De vez en cuandoanota una cifra que se le da. Bebesorbos de un vaso de su excelente vino ypor fin dice:

—Thomas…, ¿qué habéis hecho,servidor monstruoso? ¿Hay una abadesaembarazada? ¿Dos, tres abadesas? Oveamos… ¿Habéis prendido fuego aWhitby, por un capricho?

Con su sirviente Cromwell, elcardenal siempre tiene dos chistes, que a

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veces se unen para formar uno solo. Elprimero es que llega pidiendo cerezasen abril y lechuga en diciembre. El otroes que anda por el país haciendotropelías y anotándolas a la cuenta delcardenal. El cardenal hace uso de vez encuando de algunos chistes más, cuandolos necesita.

Son las diez, más o menos. Lasllamas de las velas de cera se inclinan,corteses, hacia el cardenal y seenderezan de nuevo. La lluvia (ha estadolloviendo desde finales de septiembre)resuena en los cristales de la ventana.

—En Yorkshire —dice él— no lesgusta vuestro proyecto.

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El proyecto del cardenal: trasobtener el permiso del papa, se proponefusionar unas treinta fundacionesmonásticas pequeñas mal dirigidas conotras más grandes y subvencionar conlos ingresos de estas últimas (endecadencia, pero muchas de ellas muyantiguas) los dos colegios que estácreando: el Colegio del Cardenal, enOxford, y otro en su ciudad natal deIpswich, donde se le recuerda biencomo el estudioso hijo de un próspero ydevoto maestro carnicero, miembrodestacado del gremio, propietarioademás de una posada grande y bienregida, de las que frecuentan los mejores

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viajeros. La dificultad estriba… No, enrealidad, hay varias dificultades. Elcardenal, que se licenció en artes a losquince años, en teología a la mitad de laveintena, tiene un conocimiento generalde las leyes, pero no soporta susdilaciones; no puede aceptar que unapropiedad real no se pueda convertir endinero con la misma velocidad yfacilidad con la que una oblea seconvierte en el cuerpo de Cristo.Cuando él le explicó una vez, a modo deprueba, una cuestión secundaria de laley de la tierra sobre…, bueno, da igual,era sólo una cuestión secundaria…, vioque el cardenal empezaba a sudar y

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decía: Thomas, ¿qué puedo daros yopara persuadiros de que no volváisnunca a mencionarme eso? Hallad unmedio, hacedlo, decía cuando surgíanimpedimentos. Y cuando se enteraba deque alguien de poca talla obstaculizabasu grandioso plan, decía: Thomas,dadles algo de dinero para que secallen.

Él dispone de tiempo para pensar entodo esto porque el cardenal mirafijamente una carta a medio escribir quehay en su escritorio. Por fin alza la vista.

—Tom… —Y luego—: No, noimporta. Explicadme por qué fruncís elceño de ese modo.

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—La gente de allá arriba dice queva a matarme.

—¿De veras? —exclama elcardenal; su rostro dice: estoyasombrado y decepcionado—. ¿Y loharán? ¿Qué pensáis?

Un tapiz cubre toda la pared detrásdel cardenal. El rey Salomón recibe a lareina de Saba con las manos extendidasen la oscuridad.

—Yo pienso que, si vas a matar a unhombre, lo haces. No le escribes unacarta para contárselo. No bravuconeasni amenazas ni le pones en guardia.

—Si os proponéis alguna vez bajarla guardia, comunicádmelo. Es algo que

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me gustaría ver. No abandonaré miproyecto. He elegido personal ycuidadosamente esas instituciones, y SuSantidad lo ha aprobado con su sello.Los que se oponen no comprenden miintención. Nadie pretende arrojar a loscaminos a los monjes viejos.

Esto es verdad. Puede haberreubicación; puede haber pensiones,compensaciones. Se puede negociar, conbuena voluntad por ambas partes. Hayque inclinarse ante lo inevitable, insta.Hay que respetar a Su Eminencia. Hayque considerar su entrega vigilante ypaternal; que sus ojos atentos siempremiran por el bien último de la Iglesia.

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Ésas son las frases para negociar.Pobreza, castidad y obediencia: eso eslo que hay que destacar cuando seexplica a algún prior senil lo que hayque hacer.

—No es que no lo comprendan —dice él—. Es sólo que quieren esosingresos para ellos.

—Tendréis que llevar una guardiaarmada la próxima vez que vayáis alnorte.

El cardenal, que piensa en el finúltimo de todo cristiano, ha hecho yaque proyecte su tumba un escultor deFlorencia. Su cadáver reposará bajo lasalas extendidas de unos ángeles, en un

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sarcófago de pórfido. Esa piedra devetas como venas será su monumento,después de que el embalsamador hayadrenado sus propias venas; cuando susmiembros estén asentados como mármol,una inscripción resaltará en oro susvirtudes. Pero los colegios han de ser sumonumento vivo, que ha de existir yperdurar mucho después de que él hayamuerto: muchachos pobres, hombres deletras pobres, transmitirán al mundo elingenio del cardenal, su sensibilidadpara lo maravilloso y lo bello, suinstinto para el decoro y el placer, sudelicadeza. No tiene nada de extrañoque asienta con la cabeza. No es

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frecuente que tenga que proporcionarseuna guardia armada a un abogado. Elcardenal detesta cualquier exhibición defuerza. La considera una falta desutileza. A veces, uno de los suyos (porejemplo, Stephen Gardiner) acude a éldenunciando algún nido de herejes en laciudad. Él dice, compasivo: «Pobresalmas descarriadas. Rezad por ellos,Stephen, y rezaré por ellos yo también, aver si entre los dos podemos infundirlesuna mejor disposición. Y decidles quese enmienden, o se ocupará de ellosThomas Moro y los encerrará en sussótanos. Y no oiremos ya más quealaridos».

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—Por cierto, Thomas —alza la vista—. ¿Sabéis algo de español?

—Un poco. Militar, claro. Tosco.—Tenía entendido que habíais

servido en los ejércitos españoles.—Franceses.—Ah. Ya veo. ¿Y no fraternizasteis?—Sólo hasta cierto punto. Sé

insultar a la gente en castellano.—Lo tendré en cuenta —dice el

cardenal—. Puede que llegue vuestrahora. De momento… estaba pensandoque sería conveniente tener más amigosen casa de la reina.

Quiere decir espías. Para ver cómose toma ella las noticias. Para ver qué

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dirá la reina Catalina, en privado y sintrabas, cuando se desprenda del corsédel latín diplomático en que se le diráque al rey (después de haber pasadounos veinte años juntos) le gustaríacasarse con otra dama. Cualquier dama.Cualquier princesa bien relacionada quea él le parezca que podría darle un hijo.

El cardenal apoya la barbilla en lamano; se frota los ojos con el índice y elpulgar.

—Me llamó el rey esta mañana —dice—, excepcionalmente temprano.

—¿Qué quería?—Compasión. Y a tales horas. Oí

con él la misa del alba y me lo contó

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todo. Quiero al rey. Dios sabe biencuánto le quiero. Pero a veces micapacidad de compasión se ve forzada.—Alza su vaso, mira por el borde—.Imaginad, Tom. Imaginadlo. Tenéis unostreinta y cinco años. Gozáis de buenasalud y de un voraz apetito, aliviáis elvientre a diario, contáis con unasarticulaciones flexibles, unos huesos queos sostienen bien y además de todo esosois rey de Inglaterra. Pero —mueve lacabeza—. ¡Pero! Si al menos deseaseisalgo sencillo. La piedra filosofal. Elelixir de la juventud. Uno de esos cofresque aparecen en los cuentos, llenos demonedas de oro.

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—¿Y que cuando los vacías vuelvena llenarse solos?

—Exactamente. Pues bien, confío enconseguir el tesoro y el elixir y todo lodemás. Pero ¿dónde podré buscarle unhijo que gobierne su reino después deél?

Detrás del cardenal, levementeagitado por una corriente de aire, el reySalomón se inclina, el rostrooscurecido. La reina de Saba (sonriente,ágil de pies) le recuerda a la jovenviuda con la que se alojó en Amberes.¿Debería haberse casado con ella, dadoque habían compartido una cama? Enjusticia, sí. Pero si se hubiese casado

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con Anselma no podría haberse casadocon Liz; y sus hijos habrían sido unoshijos distintos de los que tiene ahora.

—Si no podéis buscarle un hijo —dice—, debéis buscarle una frase de lasEscrituras que le levante el ánimo.

El cardenal parece estar buscándolaen su escritorio.

—Bueno, el Deuteronomio. Querecomienda positivamente que unhombre debería casarse con la esposade su difunto hermano. Como hizo él. —El cardenal suspira—. Pero a él no legusta el Deuteronomio.

Inútil decir por qué no. Inútil sugerirque, si el Deuteronomio te ordena que te

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cases con la viuda de tu hermano, y elLevítico dice que no lo hagas, porque noengendrarás, deberías intentar vivir conla contradicción, y aceptar que el asuntode cuál de los dos tiene prioridad ya loresolvieron en Roma, a cambio de unoshonorarios sustanciosos, distinguidosprelados, veinte años atrás, cuando seemitieron las dispensas y se entregaroncon el sello papal.

No entiendo por qué se toma elLevítico tan a pecho. Tiene ya una hija.

—Pero creo que en las Escrituras seconsidera en general que «hijos»significa «varones».

El cardenal lo justifica remitiéndose

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al hebreo; su voz es suave, arrulladora.Le encanta instruir cuando existevoluntad de dejarse instruir. Hace yaalgunos años que se conocen y, pese a laelevada condición del cardenal, entreellos se ha esfumado el formalismo.

—Yo tengo un hijo —dice—. Peroya lo sabéis, claro. Dios me perdone.Una debilidad de la carne.

El hijo del cardenal (ThomasWinter, le llaman) parece inclinado alestudio y a la vida tranquila, aunque supadre tenga otras ideas. El cardenaltiene también una hija, una joven a laque nadie ha visto. Le puso, bastantesignificativamente, el nombre de

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Dorotea, regalo de Dios; está yainstalada en un convento, donde rezarápor sus padres.

—Y vos tenéis un hijo —dice elcardenal—. O debería decir que tenéissólo un hijo al que dar vuestro nombre.Porque sospecho que hay algunos másde los que no tenéis conocimiento,andando por ahí, por las orillas delTámesis…

—Espero que no. Sólo tenía quinceaños cuando me escapé.

A Wolsey le divierte que él no sepala edad que tiene. El cardenal atisba através de las capas de la sociedad hastaun estrato muy por debajo del suyo,

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como hijo bien alimentado de uncarnicero; hasta el lugar donde susirviente nació, un día desconocido, enla profunda oscuridad. Seguro que supadre estaba borracho ese día; y sumadre, naturalmente, atribulada. Kat leasignó una fecha; y le está agradecidopor ello.

—Bueno, quince… —dice elcardenal—. Pero supongo que a losquince podíais, ¿no? Yo sé que podía.En fin, yo tengo un hijo, el barquero delrío tiene un hijo, el mendigo de la calletiene un hijo, vuestros presuntosasesinos de Yorkshire sin duda tienenhijos que jurarán perseguiros en la

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generación siguiente, y ya hemosaceptado que vos mismo habéisengendrado una tribu de ribereñospendencieros… y, sin embargo, el rey esel único que no tiene ningún hijo. ¿Quiénes culpable de tal hecho?

—¿Dios?—¿Más cerca que Dios?—¿La reina?—¿Más responsable de todo que la

reina?Él no puede evitar una amplia

sonrisa.—¿Vos mismo, Su Eminencia?—Yo mismo, Mi Eminencia. ¿Qué

voy a hacer al respecto? Os diré lo que

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podría hacer. Podría enviar al señorStephen a Roma para sondear a la Curia.Pero el caso es que lo necesito aquí…

Wolsey observa su expresión, y seríe. ¡Subalternos enfrentados! Él sabemucho de eso, descontentos de suspadres originales luchan por ser el hijopredilecto.

—Penséis lo que penséis del señorStephen, está muy versado en derechocanónico, y es muy persuasivo, salvocuando intenta persuadiros a vos.Veréis…

Se interrumpe; se inclina haciadelante, apoya la cabeza de león en lasmanos, la cabeza que habría ostentado la

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tiara papal si en la última elección sehubiese pagado el dinero preciso a lagente adecuada.

—Le he suplicado —dice elcardenal—. Thomas, me hinqué derodillas y desde esa humilde posiciónintenté disuadirle. Majestad, dije, guiaospor mí. Nada se conseguirá si intentáislibraros de vuestra esposa, sólo muchosgastos y muchos problemas.

—¿Y qué dijo él?…—Levantó un dedo. A modo de

aviso. «Nunca —dijo— llaméis a esadama querida mi esposa, mientras nopodáis demostrarme por qué lo es, ycómo puede ser así. Hasta entonces,

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llamadla mi hermana querida. Puestoque fue, no cabe duda alguna, esposa demi hermano, antes de pasar por unaforma de matrimonio conmigo.»

Nunca sacaréis a Wolsey unapalabra desleal con el rey.

—Lo cual es —dice—, es… —dudacon la palabra—, es en mi opinión…absurdo. Aunque mi opinión no sale deesta habitación, por supuesto. Oh, no lodudéis, los hubo que enarcaron las cejasen su momento por la dispensa. Y huboaño tras año personas que murmurabanen los oídos del rey; él no escuchaba,aunque ahora deba creer que sí. Pero,¿sabéis?, el rey era el más sumiso de los

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hombres como marido. Se borrarontodas las dudas.

Apoya una mano en el escritorio consuave firmeza.

—Se borraron completamente.Pero lo que deseaba ahora Enrique

era evidente. La anulación. Ladeclaración de que su matrimonio nuncahabía existido.

—Ha vivido dieciocho años en elerror —dice el cardenal—. Le ha dichoa su confesor que tiene que expiardieciocho años de pecado.

Espera alguna pequeña reaccióngratificante. Su servidor se limita amirarle, dando por supuesto que el

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secreto de confesión se viola aconveniencia del cardenal.

—Así que si enviáis al señorStephen a Roma —dice él—, se dará alcapricho del rey, si se me permitedecirlo…

El cardenal asiente: podéis llamarloasí.

—… ¿difusión internacional?—El señor Stephen debe ir

discretamente. Digamos que para unabendición papal.

—No sabéis lo que es Roma.Wolsey no puede contradecirle.

Nunca ha sentido ese frío en la nuca quete hace mirar por encima del hombro

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cuando dejas atrás la luz dorada delTíber y te adentras en una gran zona desombras. Junto a alguna columna caída,junto a una sobria ruina, aguardan losladrones de la integridad, una querida deobispo, un sobrino del sobrino, unadinerado seductor de turbio aliento; élse considera afortunado a veces porhaber podido escapar de aquella ciudadcon el alma intacta.

—Hablando claro —explica él—,los espías del papa sabrán lo queStephen se propone antes de que terminede hacer el equipaje, y cardenales ysecretarios tendrán tiempo para fijar susprecios. Si le enviáis a él, dadle una

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gran cantidad de dinero en metálico.Esos cardenales no aceptan promesas; loque les gusta de verdad es una bolsa deoro para aplacar a sus banqueros,porque la mayoría de ellos han agotadoel crédito —se encoge de hombros—.Lo sé muy bien.

—Debería enviaros a vos —dicejovialmente el cardenal—. Podríaisofrecerle un préstamo al papa Clemente.

¿Por qué no? Él conoce losmercados del dinero; probablemente sepudiese arreglar. Si él fuese Clemente,contraería cuantiosas deudas este añopara poder contratar tropas queasegurasen sus fronteras territoriales.

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Probablemente sea ya demasiado tarde;para las operaciones militares delperiodo estival hay que empezar areclutar por la Candelaria.

—¿Por qué no iniciáis este asuntodel rey en vuestra propia jurisdicción?Hacedle dar los primeros pasos aquí, yasí verá si de verdad quiere lo que dice.

—Ésa es mi intención. Me propongoconvocar un pequeño tribunal aquí, enLondres. Le abordaremos de una formaalarmante: «Rey Enrique, parecéis habervivido todos estos años de forma ilícitacon una mujer que no era vuestraesposa». Él detesta (lo digo con eldebido respeto) figurar en el lado malo:

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que es donde debemos ponerle, con todafirmeza. Es posible que olvide que lasprimeras dudas partieron de él. Esposible que nos grite y que le dé unataque de indignación contra la reina. Sino es así, debo conseguir luego unarevocación de la dispensa, aquí o enRoma, y si logro separarle de Catalinale casaré, hábilmente, con una princesafrancesa.

Huelga preguntar si el cardenal hapensado en alguna princesa concreta. Noha pensado en una sino en dos o tres. Élnunca vive sólo en una realidad, sino enuna red imprecisa y sombría deopciones diplomáticas. Mientras hace

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cuanto puede por mantener al rey casadocon la reina Catalina y su familiaimperial española, pidiendo a Enriqueque olvide sus escrúpulos, planeatambién un mundo alternativo, en el quese tengan en cuenta los escrúpulos delrey y el matrimonio con Catalina no seaválido. Una vez que se haya reconocidosu nulidad (y queden borrados los casidieciocho años de pecado ysufrimiento), reajustará el equilibrio deEuropa, aliando a Inglaterra conFrancia, formando un bloque de poderque pueda oponerse al joven emperadorCarlos, sobrino de Catalina. Y todos losdesenlaces son posibles, todos pueden

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manejarse, e incluso manipularse hastaque resulten deseables: oración ypresión, presión y oración, lo que ha depasar, pasará por designio divino, undesignio reenfocado y rediseñadomediante útiles enmiendas por elcardenal. Al principio solía decir: «Elrey hará esto y aquello». Luego empezóa decir: «Haremos esto y aquello».Ahora dice: «Esto es lo que haré».

—¿Pero qué pasará con la reina? —pregunta él—. ¿Adónde irá si laechamos?

—Los conventos pueden sercómodos.

—Tal vez vuelva a su país, a

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España.—No, no lo creo. Ya no es el mismo

país. Hace… ¿cuántos años? Veintisiete.Hace veintisiete años que llegó aInglaterra. —El cardenal suspira—.Recuerdo su llegada. Como sabéis, acausa del mal tiempo ella había estadodías y días en el Canal soportando losembates del oleaje. El viejo rey bajóhasta allí decidido a conocerla. Ellaestaba entonces en Dogmersfield, en elpalacio del obispo de Bath, venía yacamino de Londres; era el mes denoviembre y llovía, claro. Cuando llegóel rey, los miembros del séquito de laprincesa se atuvieron a sus costumbres

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españolas: la princesa debe mantenersevelada, hasta que la vea su marido el díade la boda. ¡Pero ya sabéis cómo era elviejo rey!

Él no lo sabía, por supuesto; él habíanacido más o menos en la época en queel viejo rey, toda su vida un renegado yun refugiado, luchaba por conseguirelevarse hasta un trono incierto. Wolseyhabla como si él mismo hubiese sidotestigo de todo, testigo ocular, y lo hasido, en cierto modo, pues el pasadoreciente sólo se estructura de acuerdocon las pautas que acepta su mentesuperior y que le resultan gratas. Sonríe.

—El viejo rey recelaba de todo en

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sus últimos años, hasta de lo másinsignificante. Simuló aminorar el pasopara conferenciar con su séquito y luegosaltó de la silla (todavía era un hombreenjuto) y dijo a los españoles en la caraque la vería porque si no… Es mi reinoy son mis leyes, dijo; aquí noadmitiremos ninguna clase de velos.¿Por qué no debo verla, se me haengañado, es deforme, acaso pretendéiscasar a mi hijo con un monstruo?

Thomas piensa que el rey estabasiendo innecesariamente galés.

—Mientras tanto, sus damas habíanmetido en la cama a aquella pobrecriatura; o dijeron que lo habían hecho,

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porque pensaron que en la cama estaríasegura contra él. Pero fue en vano. Elrey Enrique recorrió los aposentos comosi tuviese el propósito de arrancar lasropas de la cama. Las mujeres la taparonpara preservar una cierta decencia. Élirrumpió en la cámara. Al verla, se leolvidó el latín. Tartamudeó y retrocediócomo un muchacho, se le trabó la lengua.—El cardenal ríe entre dientes—. Yluego, cuando ella bailó por primera vezen la corte…, nuestro pobre príncipeArturo estaba sentado en el estrado,sonriente, pero aquella muchachita noera capaz de estarse quieta sentada en suasiento…, nadie conocía las danzas

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españolas, así que salió ella a bailar conuna de sus damas. Nunca olvidaré aquelgiro de su cabeza, el momento en que suhermoso cabello pelirrojo se le deslizósobre un hombro. No había ningúnhombre que lo viese que noimaginase…, aunque la danza era enrealidad muy seria… Ay, querido. Ellatenía dieciséis años.

El cardenal mira al vacío y Thomasdice:

—¿Dios os perdonó?—Dios nos perdona a todos. El

viejo rey tenía que acusarseconstantemente de lujuria en confesión.Murió el príncipe Arturo, y, al poco

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tiempo, murió la reina, y cuando el viejorey se encontró viudo, pensó que élmismo podría casarse con Catalina.Pero entonces… —alza sus hombrosprincipescos—. No pudieron ponerse deacuerdo con la dote. Fernando, el padrede ella, era un viejo zorro. Capaz deembaucar a cualquiera en cuestión dedeudas pendientes. Pero nuestro actualrey Enrique era un niño de diez añoscuando bailó en la boda de su hermano,y tengo para mí que fue allí, entonces,cuando su corazón se prendó de lanovia.

Ambos guardan silencio, pensativos.Es triste, los dos saben que es triste. El

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viejo rey manteniéndola aislada, sindejarla salir del reino y en la pobreza,decidido a no perder la parte de la doteque según é! aún se le debía, e igual dedecidido a no pagarle a ella su partecomo viuda y dejarla irse. Y también esinteresante considerar los numerososcontactos diplomáticos que estableció lamuchachita en aquellos años, lahabilidad que demostró en el juego deenfrentar unos intereses con otros.Enrique tenía dieciocho años cuando secasó con ella; era un alma cándida. Encuanto murió su padre, reclamó para sí aCatalina. Ella era mayor que él, y losaños de angustia la habían serenado y se

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habían llevado parte de su belleza. Perola mujer real era menos radiante que lavisión que él tenía en su mente; élansiaba lo que su hermano mayor habíaposeído. Volvió a sentir aquel levetemblor de la mano de ella que habíasentido cuando era un niño de diez añosy se la había apoyado en el brazo. Eracomo si se hubiese confiado a él, comosi (así se lo contó a sus amigos íntimos)hubiese reconocido que nunca habíaestado destinada a ser la esposa deArturo, sólo nominalmente; su cuerpoestaba reservado para él, el hijosegundo, hacia el que dirigía sus bellosojos, de un gris azulado, su sonrisa

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complaciente. Ella siempre me amó amí, decía el rey. Unos siete años dediplomacia, si puede llamarse así, memantuvieron alejado de ella. Pero ya nohe de temer a nadie. Roma ha emitido ladispensa. Los documentos están enorden. Las fianzas están acordadas. Mehe casado con una virgen, ya que mipobre hermano no la tocó; me he casadocon una alianza, la de sus parientesespañoles; pero, sobre todo, me hecasado por amor.

¿Y ahora? Ese amor está muerto. Oprácticamente muerto: media vidaesperando a ser impugnado, borrado delregistro.

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—Bueno, en fin —dice el cardenal—. ¿Cuál será el desenlace? El reyespera ganar la partida, pero no seráfácil conseguir que ella ceda.

Hay otra historia sobre Catalina, unahistoria diferente. Enrique fue a Franciaa librar una pequeña guerra; dejó aCatalina como regente. Vinieronentonces los escoceses. Fueronderrotados y se le cortó la cabeza a surey en Flodden. Y Catalina, ese ángelblanco y rosa, propuso enviar la cabezaen una bolsa en el primer barco quecruzase el Canal para que alegrara a sumarido en su campamento. Ladisuadieron; le explicaron que era, como

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gesto, antiinglés. Envió en su lugar unacarta. Y con ella, el ropón con el quehabía muerto el rey escocés, que estabatieso, negro y crujiente de su sangre.

El fuego agoniza, sólo queda ya untronco ceniciento; el cardenal, envueltoen sus sueños, se levanta de la silla y loapaga a pisotones. Se queda allí, con lavista baja, ensimismado, dando vueltas alos anillos de sus dedos. Hasta quefinalmente sale de su ensueño y dice:

—Un día largo. Volved a casa. Y nosoñéis con la gente de York.

Thomas Cromwell ya tiene más decuarenta años. Es un hombre deconstitución fuerte, aunque no alto. Su

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rostro dispone de varias expresiones, yuna es legible: una expresión de alegríacontenida. Tiene el pelo oscuro, tupido yondulado, y unos ojos pequeños, demirada muy penetrante, que se iluminanen la conversación: eso nos contará muypronto el embajador español. Se dice deél que sabe de memoria el NuevoTestamento en latín, y que gracias a ellotiene siempre a su disposición comosirviente del cardenal una cita oportunacuando los abades titubean. Habla congravedad y rapidez, sus modales indicanseguridad; se siente en casa en la sala deun tribunal y en un muelle, en el palaciodel obispo y en el patio de una posada.

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Sabe redactar un contrato, adiestrar unhalcón, trazar un mapa, detener unapelea callejera, amueblar una casa yencandilar a un jurado. Sabe emplearcitas alusivas de los autores de laAntigüedad, desde Platón a Plauto yviceversa. Conoce la nueva poesía ypuede recitarla en italiano. Trabajatodas las horas del día, desde que selevanta hasta que se acuesta. Ganadinero y lo gasta. Acepta toda clase deapuestas.

Se levanta para irse, dice:—Si hablaseis con Dios y saliese el

sol, el rey podría salir a cabalgar consus gentilhombres, y no se sentiría tan

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preocupado y agobiado, se animaría ytal vez dejase de pensar en el Levítico yos complicase menos la vida.

—Sólo le comprendéisparcialmente. Él disfruta con la teologíacasi tanto como cabalgando.

Él está ya en la puerta.—Por cierto —dice Wolsey—, en la

corte se habla… Su Excelencia el duquede Norfolk anda quejándose de que yohe invocado un espíritu maligno y le hedado instrucciones para que le siga porahí. Si alguien os lo menciona…,limitaos a negarlo.

Él se queda parado en la puerta,sonriendo parsimoniosamente. El

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cardenal sonríe también, como diciendo:he reservado el buen vino hasta el final.¿Verdad que sé complaceros? Luegobaja la cabeza hacia sus papeles. Es unhombre entregado al servicio deInglaterra y apenas necesita dormir;cuatro horas le bastan para reponerfuerzas, y estará levantado cuando lascampanas de Westminster anuncien otrodía de abril de lluvia, humo y oscuridad.

—Buenas noches —dice—. Dios osbendiga, Tom.

La gente de Thomas Cromwellespera fuera con luces para acompañarlea casa. Tiene una casa en Stepney, peroesta noche irá a la que tiene en la

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ciudad. Una mano se posa en su brazo:Rafe Sadler, un joven frágil de ojosclaros.

—¿Qué tal en Yorkshire?La sonrisa de Rafe tiembla, el viento

agita la llama de la antorcha y laconvierte en una mancha lluviosa.

—No debo hablar de ello; elcardenal teme que nos dé malos sueños.

Rafe frunce el ceño. Él no ha tenidonunca un mal sueño en sus veintiún añosde vida; ha dormido seguro bajo el techode Cromwell desde los siete, primero enFenchurch Street y ahora en AustinFriars, ha crecido con una mente limpia,y sus preocupaciones nocturnas son

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todas racionales: ladrones, perrossueltos, hoyos inesperados en el camino.

—El duque de Norfolk… —dice él;y luego—: Nada, no importa. ¿Quién hapreguntado por mí mientras he estadofuera?

Las calles mojadas están desiertas;sube la niebla del río. Las nubes y lalluvia sofocan las estrellas. Se extiendesobre la ciudad el aroma dulzón yputrefacto de los pecados olvidados deayer. Norfolk está al lado de su cama, derodillas, le castañetean los dientes; lapluma trasnochadora del cardenal rascay rasca, como una rata bajo su colchón.Mientras Rafe, a su lado, le explica las

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novedades del despacho, él redacta sudesmentido, dirigido a quien puedainteresar: «Su Eminencia el cardenalrechaza totalmente cualquier imputaciónde que haya enviado un espíritu malignoal duque de Norfolk. Desaprueba talsugerencia en los términos más firmesposibles. Ningún ternero sin cabeza,ningún ángel caído en forma de perrocon la lengua fuera, ningún sudariousado arrastrándose, ningún Lázaro nicadáver animado ha sido enviado por SuEminencia para perseguir a SuExcelencia, ni hay prevista persecuciónalguna de tal género».

Alguien grita en los muelles. Los

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barqueros cantan. Se oye un chapoteoapagado a lo lejos; tal vez esténahogando a alguien. «Mi señor elcardenal hace esta declaración sinperjuicio de su derecho a acosar yatormentar a mi señor de Norfolk pormedio de cualquier fantasma que puedaelegir en su sabiduría: en cualquierfecha futura y sin notificarlo: todo ello atenor del criterio del cardenal sobre elasunto.»

Este tiempo hace que duelan lasviejas heridas. Pero él entra en su casacomo si fuese mediodía: sonriendo eimaginando al duque tembloroso. Es launa. Norfolk, en su pensamiento, aún

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sigue arrodillado. Un diablillo de rostronegro le pincha los talones callosos conun tridente.

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IIIEn Austin Friars

1527

Lizzie está aún levantada. Cuandooye a los sirvientes abrirle la puerta,sale llevando bajo el brazo la perrita deél, que se debate y gime.

—¿Olvidaste dónde vives?Él suspira.—¿Qué tal Yorkshire?Él se encoge de hombros.—¿El cardenal?Él asiente.

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—¿Has comido?—Sí.—¿Cansado?—En realidad no.—¿Vino?—Sí.—¿Del Rin?—Por qué no.Se han pintado los paneles. Entra en

el brillo apagado verde y oro.—Gregory…—¿Carta?—Algo así.Ella le da la carta y la perra

mientras va a por el vino. Se sienta y sesirve ella también una copa.

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—Nos saluda. Como si fuésemosuno solo. Mal latín.

—Oh, vaya —dice ella.—Bueno, escucha. Espera que estés

bien. Espera que yo también. Espera quesus amadas hermanas Anne y la pequeñaGrace estén bien. Él, por su parte, estábien. Y nada más, por falta de tiempo,vuestro devoto hijo, Gregory Cromwell.

—¿Devoto? —dice ella—. ¿Sóloeso?

—Es lo que les enseñan.La perrita Bella le mordisquea las

yemas de los dedos, sus redondos ojosinocentes se iluminan como lunasexóticas. Liz tiene buen aspecto, aunque

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parece cansada por la larga jornada; lasvelas se alzan altas y rectas detrás deella. Lleva el collar de perlas y granatesque le regaló él por Año Nuevo.

—Es más agradable mirarte a ti queal cardenal.

—Es el cumplido más insignificanteque haya recibido jamás una mujer.

—Y eso que he estado preparándolotodo el viaje desde Yorkshire. ¡En fin!—dice él, cabeceando. Alza en el aire aBella, que patalea de alegría—. ¿Qué talel trabajo?

Liz hace labores de seda. Etiquetaspara los sellos de los documentos;delicadas redecillas para las damas de

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la corte. Tiene dos chicas en casa comoaprendices, y vista para la moda; perose queja, como siempre, de losintermediarios y del precio del hilo.

—Deberíamos ir a Génova —dice él—. Te enseñaría a mirar a los ojos a losproveedores.

—Ya me gustaría. Pero nunca teseparas del cardenal.

—Esta noche ha intentadoconvencerme de que debería conocer alas personas de la casa de la reina. Lasque hablan español.

—¿Sí?—Le dije que no sé tanto español.—No tanto, ¿eh? —Ella se ríe—.

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¡Qué zorro!—No tiene que saber todo lo que sé.—He estado de visita en Cheapside

—dice ella; nombra a una de sus viejasamigas, la esposa de un maestro joyero—. ¿Quieres oír la noticia? Se encargóuna gran esmeralda y también unamontura para un anillo, un anillo demujer. —Le indica el tamaño de laesmeralda, grande como la uña de supulgar—. Que ha llegado, tras unassemanas de nervios, y que estabantallándola en Amberes —chasquea losdedos—: ¡Rota!

—¿Y quién asume la pérdida?—El tallador dice que le estafaron y

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que tenía un defecto oculto en la base. Elimportador dice que, si estaba tanoculto, ¿cómo podía esperar que él loviese? El tallador dice, pues que oscompense de los daños vuestroproveedor…

—Se pasarán años en pleitos.¿Pueden conseguir otra?

—Están intentándolo. Debe de ser elrey, es lo que pensamos. Nadie más enLondres compraría una piedra de esetamaño. Así que, ¿para quién es? Seguroque para la reina no.

La pequeña Bella vuelve a estar yaechada en su brazo, pestañea, muevegentil el rabo. Será interesante ver si

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aparece un anillo de esmeralda ycuándo, piensa él. Me lo contará elcardenal. El cardenal dice: está muybien esto de mantener a distancia al reyy conseguir regalos, pero la tendrá en sucama este verano, seguro, y en otoño sehabrá cansado de ella, y la despedirácon una pensión; si él no lo hace, lo haréyo. Si Wolsey va a importar unaprincesa francesa fértil, no querrá que leestropeen sus primeras semanas escenasde despecho de concubinas suplantadas.Wolsey piensa que el rey debería sermás implacable con sus mujeres.

Liz espera un momento, hasta que seda cuenta de que no va a conseguir un

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indicio.—Bueno, en cuanto a Gregory —

dice—… , se acerca el verano. ¿Sequedará aquí o irá fuera?

Gregory va a cumplir trece años.Está en Cambridge, con su tutor. Él haenviado a sus sobrinos, los hijos de suhermana Bet, al colegio con él. Es algoque hace con mucho gusto por la familia.El verano es para su recreo. ¿Qué haríanellos en la ciudad? Gregory muestrapoco interés por los libros hasta elmomento, aunque le gusta que le cuentencuentos, cuentos de dragones, cuentos dehombrecillos de color verde que vivenen los bosques; puedes arrastrarle

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rezongando por un pasaje en latín si lepersuades de que en la página siguientehay una serpiente marina o un fantasma.Le gusta estar en el bosque y en elcampo y le gusta cazar. Aún le quedamucho por crecer, y hay esperanzas deque llegue a ser alto. El abuelo maternodel rey, como te contarán todos losancianos, medía seis pies y cuatropulgadas. (Su padre, sin embargo, eramás de la talla de Morgan Williams.) Elrey mide seis pies y dos pulgadas, y elcardenal puede mirarle a los ojos. AEnrique le gusta rodearse de hombrescomo su cuñado Charles Brandon, deuna talla impresionante similar y

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hombros muy anchos. Ser alto no está demoda en las callejas; y es evidente quetampoco en Yorkshire.

Sonríe. Lo que él dice sobreGregory es que al menos no es como yoa su edad; y cuando la gente dice: ¿cómoeras tú?, él dice: bueno, yo solía clavarcuchillos a la gente. Gregory nunca haríaeso; así que no le importa, o le importamenos de lo que cree la gente, que noacabe de dominar las declinaciones ylas conjugaciones. Cuando le cuentan loque Gregory no ha conseguido, él dice:«Está muy ocupado creciendo».Comprende su necesidad de dormir; él,por su parte, nunca había dormido gran

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cosa con Walter por allí, y después deescaparse siempre estaba en un barco opor los caminos, y luego se encontró yaen un ejército. Lo que la gente no sabedel ejército es que hay grandes periodosininterrumpidos de inactividad en losque tienes que arreglártelas por tu cuentapara encontrar comida, acampado a laintemperie, en un sitio que se inundaporque lo ha dicho el loco de tu capitán,y has de cambiar de pronto de sitio enplena noche y pasar a una posiciónindefendible, así que nunca duermes deverdad, los pertrechos son defectuosos,los artilleros no paran de provocarpequeñas explosiones involuntarias, los

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ballesteros están borrachos o rezando,se han pedido las flechas pero aún nohan llegado, y ocupa todo tupensamiento el bullir de la angustia deque todo va a ir mal porque a ilprincipe, o a cualquier otra excelenciaque esté ese día al mando, no se le damuy bien el asunto básico de pensar. Nole hicieron falta muchos inviernos paradejar los combates y pasar alavituallamiento. En Italia, siemprepodías combatir en verano, si teapetecía. Si querías.

—¿Dormido? —pregunta Liz.—No. Pero soñando.—Ha llegado el jabón de Castilla. Y

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tu libro de Alemania. Estabaempaquetado como si fuera otra cosa.Casi despaché al chico.

Él había soñado con el jabón deCastilla en Yorkshire, que olía ahombres sin lavar, vestidos con pielesde cordero y sudando de cólera.

Más tarde ella dice:—Así que ¿quién es la dama?Su mano, apoyada en el pecho

izquierdo de ella, familiar peroencantador, se retira, desconcertada.

—¿Qué?¿Acaso piensa ella que ha tenido

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relaciones con alguna mujer enYorkshire? Se echa de espaldas y sepregunta cómo convencerla de que no esasí; si es necesario la llevará allí, yentonces verá.

—La de la esmeralda —dice ella—.Sólo lo pregunto porque la gente diceque el rey quiere hacer algo muyextraño, y no puedo creerlo, la verdad.Pero es lo que se dice en la ciudad.

¿De veras? El rumor se ha extendidoen los quince días que él ha estado entrelos cabezotas del norte.

—Si se atreve a hacerlo —dice ella—, la mitad de la gente de este mundo sevolverá contra él.

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Él sólo había pensado, y Wolseytambién, que se pondrían en su contra elemperador y España. O sea, sólo elemperador. Sonríe en la oscuridad, conlas manos detrás de la cabeza. No lepregunta qué gente sino que espera a queella se lo cuente.

—Todas las mujeres —le dice—.Todas las mujeres de toda Inglaterra.Todas las mujeres que tienen una hijapero ningún hijo. Todas las mujeres quehan perdido un hijo. Todas las mujeresque han perdido la esperanza de tener unhijo. Todas las mujeres de cuarenta.

Y apoya la cabeza en su hombro.Demasiado cansados para hablar, yacen

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uno al lado del otro, en sábanas de linodelicado, bajo un edredón amarillo deraso turco. Sus cuerpos transpiran elleve aroma prestado a sol y hierbas. Encastellano, recuerda él, sabe insultar a lagente.

—¿Estás dormido ya?—No. Pensando.—Thomas, son las tres —dice ella,

y parece asombrada.Y luego son las seis. Él sueña que

todas las mujeres de Inglaterra están enla cama, empujándole y echándole deella. Así que se levanta a leer su libroalemán, antes de que Liz pueda hacernada al respecto.

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No es que ella diga nada; o dicesólo, si se la empuja a hacerlo: «Milibro de oraciones es una buena lecturapara mí». Y de hecho lee su libro deoraciones, lo sostiene abstraída en lamano en pleno día (aunque nointerrumpa más que a medias lo que estéhaciendo) e intercala en el murmullo desu letanía instrucciones domésticas; fueun regalo de boda, un libro de horas, desu primer marido, que escribió en él elapellido de casada de ella: ElizabethWilliams. A veces, celoso, le gustaríaescribir otras cosas, sentimientosopuestos: conoció al primer marido deLiz, pero eso no significa que le

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agradase. Él le ha dicho: Liz, tenemos ellibro de Tyndale, su Nuevo Testamento,está en ese baúl cerrado, léelo, toma lallave; léemelo tú si eres tan amable,dice ella; y él dice: está en inglés, léelotú misma, de eso se trata, Lizzie. Léelo,te sorprenderá lo que no está en él.

Él creía que esa indirecta laempujaría: al parecer, no. Él no puedeimaginarse leyendo para los de su casa;no es como Thomas Moro, una especiede sacerdote fallido, un predicadorfrustrado. Siempre que ve a Moro (unaestrella de otro firmamento, que lereconoce con hosco cabeceo) sientedeseos de preguntarle: ¿qué os pasa? ¿O

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qué me pasa? ¿Por qué todo lo quesabéis, y todo lo que habéis aprendido,os confirma en lo que creíais antes?Mientras que en mi caso, todo aquellocon lo que crecí y lo que pensé quecreía, va poco a poco desprendiéndose,un fragmento primero y luego otro. Amedida que transcurren los meses, sevan desprendiendo las certezas de estemundo; y también del próximo.Mostradme dónde dice purgatorio en laBiblia. Mostradme dónde dice reliquias,frailes, monjas. Mostradme dónde dicepapa.

Vuelve a su libro alemán. El rey, conla ayuda de Thomas Moro, ha escrito un

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libro contra Lutero, por el que el papa leha otorgado el título de Defensor de laFe. No es que él ame al hermano Martín;el cardenal y él están de acuerdo en quesería mejor que Lutero no hubiesenacido, o mejor que hubiese nacido mássutil. De todos modos, él sigue atento alo que se escribe, a lo que llega decontrabando por los puertos del Canal, alas ensenadas de East Anglia, a las calasen que arriba con la pleamar unapequeña embarcación con una cargadudosa que puede descargarse a la luzde la luna y volver luego al mar. Élmantiene informado al cardenal, paraque cuando Moro y sus amigos clérigos

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irrumpen, alentando fuego del Infiernosobre la herejía más reciente, elcardenal pueda hacer gestosapaciguadores, y decir: «Caballeros, yaestoy informado». Wolsey quemarálibros, pero no hombres. Lo hizo elpasado octubre, sin ir más lejos, en laCruz de la catedral de San Pablo: unholocausto de las letras inglesas, y tantobuen papel de hilo consumido y tantatinta negra de impresores.

El Nuevo Testamento que guardabajo llave es la edición pirateada deAmberes, que es más fácil de conseguirque la alemana. Él conoce a WilliamTyndale; antes de que Londres se hiciese

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demasiado peligroso para él, estuvoalojado seis meses con HumphreyMonmouth, el maestro pañero, en laciudad. Es un hombre de principios, unhombre duro, a quien Thomas Morollama La Bestia; da la impresión de nohaberse reído en toda su vida; pero, enrealidad, ¿qué motivos hay para reírsecuando te expulsan de tu tierra natal? SuNuevo Testamento está editado enoctavo, en papel barato y desagradable;lleva en la página del título, dondedeberían estar el colofón y la referenciadel impresor, estas palabras: IMPRESOEN UTOPÍA. Tiene la esperanza de queThomas Moro haya visto uno de esos

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libros. Siente la tentación deenseñárselo, sólo por ver qué cara pone.

Cierra el nuevo libro. Es hora deenfrentarse al día. Sabe que no tienetiempo para poner él mismo el texto enlatín, para que pueda hacerse circulardiscretamente; debería pedir a alguienque lo hiciese por él, por amor o pordinero. Es asombroso cuánto amor hay,últimamente, entre los que leen alemán.

A las siete se ha afeitado, hadesayunado y está envuelto gentilmenteen fresco lino y lana oscura y delicada.A veces, a esta hora, echa de menos alpadre de Liz; aquel buen anciano, en piesiempre desde muy temprano, listo para

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posar en su cabeza una mano suave ydecir: «Disfruta del día, Thomas, hazlopor mí».

Había estimado mucho al viejoWykys. Su relación con él habíaempezado por un asunto legal. En aquelentonces, él tenía…, ¿cuántos años?,¿veintiséis?, ¿veintisiete? No hacíamucho que había regresado delextranjero, todavía era propenso ainiciar una frase en un idioma yterminarla en otro. Wykys había sidolisto y había hecho una fortunahonradamente en el comercio de la lana.Era en principio un hombre de Putney,pero ése no fue el motivo de que le

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diese trabajo; se lo dio porque ibarecomendado y porque salía barato. Ensu primera entrevista, cuando Wykysexpuso las cosas, dijo: «Eres el chico deWalter, ¿verdad? ¿Qué sucedió, pues?Porque, por Dios que no había nadiemás granuja que tú cuando eraspequeño».

Él se lo habría explicado si hubiesesabido qué clase de explicaciónentendería Wykys. ¿Qué le iba a decir?¿Que había dejado de pelearse porquecuando vivía en Florencia miraba losfrescos todos los días? Dijo: «Descubríuna forma más fácil de ser».

Wykys se había cansado al final,

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había dejado que el negocio se le fuerade las manos. Aún enviaba paño fino alos mercados alemanes del norte,cuando, en su opinión, con las lanas tangruesas que había últimamente y el buenpaño fino difícil de tejer, deberíahaberse pasado al paño de Kersey, a unatela de ese tipo, más ligera, y exportar aItalia por Amberes. Pero él escuchó (eraun buen oyente) las quejas del viejo ydijo: «Las cosas están cambiando.Dejadme que os lleve este año a lasferias del paño».

Wykys sabía que debería dejarse veren Amberes y en Bergen op Zoom, perono le gustaba cruzar el Canal.

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—Estará perfectamente conmigo —le explicó a la señora Wykys—.Conozco una buena familia con la quepodemos alojarnos.

—De acuerdo, Thomas Cromwell —dijo ella—. Tomad nota de esto. Nadade bebidas holandesas extrañas. Nadade mujeres. Nada de predicadoresprohibidos en bodegas. Sé lo que hacestú.

—No sé si podré prescindir de lasbodegas.

—Hagamos un trato. Podéis llevarlea un sermón si no le lleváis a un burdel.

Mercy, sospecha él, viene de unafamilia donde se preservan y citan los

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escritos de John Wycliffe, donde se hanconocido siempre las escrituras eninglés; fragmentos de escritosguardados, versos prohibidosencerrados en la cabeza: Esas cosaspasan de generación en generación, lomismo que pasan los ojos y las narices,igual que la mansedumbre o lacapacidad para la pasión, o la potenciamuscular o la necesidad de correrriesgos. Si has de correr riesgos en estostiempos, mejor el predicador que laputa; evita a Monsieur Rompehuesos,conocido en Florencia como la FiebreNapolitana y en Nápoles, sin duda,como la Podredumbre de Florencia. El

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buen sentido impone la abstinencia encualquier parte de Europa, incluidasestas islas. Nuestras vidas se hallanlimitadas en ese aspecto más de lo quelo estaban las de nuestros antepasados.

En el barco, escuchó las quejashabituales de los otros pasajeros: esospilotos condenados, esas calles sinrotular, esos monopolios ingleses. Losmercaderes de la Hansa preferían quefuesen hombres suyos los que subiesenlas naves hasta Gravesend: los alemanesson una pandilla de ladrones, pero sabencómo hay que navegar río arriba. Elbuen Wykys estaba mareado cuandozarparon. Él se quedó en cubierta,

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procurando ser útil; debéis de habersido grumete, señor, le dijo untripulante. Una vez en Amberes, fueronhasta el letrero de El Espíritu Santo. Elsirviente que abrió la puerta gritó: «EsThomas, que vuelve con nosotros»,como si hubiese resucitado de entre losmuertos. Cuando salieron los tresancianos, los tres hermanos del barcocacarearon: «¡Thomas, nuestro pobreniño abandonado, nuestro fugitivo,nuestro amiguito maltratado.Bienvenido, entrad y calentaos!».

En ningún otro lugar más que aquísigue siendo aún él un fugitivo, aún unchiquillo maltratado.

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Sus mujeres, sus hijas, sus perros lecubrieron de besos. Dejó al viejo Wykysjunto al fuego…; resulta sorprendente lointernacional que es el idioma de losviejos, intercambian consejos sobreungüentos para los dolores, secompadecen de pequeñas desdichas yanalizan los caprichos y las exigenciasde sus esposas. El más joven de loshermanos era como siempre el quetraducía: imperturbable, incluso cuandolos términos eran anatómicos.

Él había salido a beber con los treshijos de los tres hermanos. «Wat willje?», se burlaban. «¿El negocio delviejo? ¿Su mujer cuando él muera?»

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—No —dijo, sorprendiéndose élmismo—. Creo que quiero a su hija.

—¿Joven?—Una viuda. Bastante joven.Cuando volvió a Londres, sabía que

podía darle la vuelta al negocio.Aunque, de todos modos, necesitabapensar en la vida cotidiana.

—He visto el surtido —le dijo aWykys—. He visto las cuentas. Ahorapresentadme a los empleados.

Ésa era la clave, por supuesto, lallave que abría las puertas del beneficio.Las personas son siempre la clave, y sipuedes mirarlas a la cara, puedes llegara estar bastante seguro de si son

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honradas y sirven para el trabajo. Élechó al sospechoso encargado(diciéndole que se marchara orecurrirían a la justicia) y lo sustituyópor un joven tartamudo, un muchachoque le habían dicho que era tonto. Sóloera tímido; él revisó su trabajo cadanoche, indicando sin palabrasamablemente cada error y omisión y encuatro semanas el muchacho era almismo tiempo competente y agudo, yhabía empezado a seguirle a todas partescomo un perrillo. Cuatro semanasinvertidas y unos cuantos días en losmuelles, averiguando quién se dejabasobornar, y, a finales del año, Wykys

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volvía a tener beneficios.Wykys salió corriendo después de

que le enseñara los números.—¿Lizzie? —gritó—. ¿Lizzie? Baja.Ella bajó.—Necesitas un marido. ¿Te parece

bien él?Ella se quedó parada y lo miró de

arriba abajo.—Bueno, padre. No le habéis

elegido por la presencia.A él, enarcando las cejas, le dijo:—¿Vos queréis una esposa?—¿Debo dejaros que lo habléis? —

preguntó el anciano Wykys. Parecíadesconcertado, como si pensara que

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debían sentarse a redactar un contratoallí mismo.

Casi lo hicieron. Lizzie deseabatener hijos; él quería una esposa conrelaciones en la ciudad y algo de dinero.Se casaron a las pocas semanas.Gregory nació al cabo de un año. Lesacaron de la cuna, llorando, fuerte, conuna hora de vida: le besó el cráneoblando de recién nacido y dijo: serécontigo todo lo tierno que mi padre nofue conmigo. Pues ¿qué sentido tieneengendrar hijos, si cada generación nomejora la anterior?

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Así que cuando despierta hoy,temprano, cavilando sobre lo que dijoLiz anoche, se pregunta: ¿por qué ha depreocuparse mi esposa por las mujeresque no tienen hijos? Tal vez sea propiode las mujeres imaginarse cómo es serotras.

Puede aprenderse de eso, piensa él.Son las ocho. Liz ya está abajo.

Tiene el pelo recogido en un gorro delino y está remangada.

—Oh, Liz —le dice él, riéndose deella—. Pareces la mujer de un panadero.

—Cuida tus modales —dice ella—.

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Mozo de taberna.Entra Rafe.—¿Primero a casa del cardenal?Adónde si no, dice él. Recoge los

documentos del día. Da una palmadita asu mujer. Besa a su perra. Sale.Llovizna, pero la mañana estádespejando y, antes de llegar a YorkPlace es evidente que el cardenal hacumplido su palabra. Tiñe el río una luzpálida como pulpa de limón.

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Segunda parte

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ILa caída

Están desmantelando la casa delcardenal. Los hombres del rey estánvaciando York Place de su propietariohabitación por habitación. Empaquetanrollos y pergaminos, misales,memorandos, los libros de sus cuentaspersonales; se están llevando incluso latinta y las plumas. Retiran de lasparedes las tablas en las que estápintado el escudo de armas del cardenal.

Llegaron un domingo, dos grandes

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del reino, deseosos de venganza: elduque de Norfolk, un halcón de ojosvivos, y el duque de Suffolk, igual deincisivo. Le dijeron al cardenal queestaba destituido como Lord Canciller yle pidieron que les entregara el GranSello de Inglaterra. El, Cromwell, tocóen el brazo al cardenal. Unaconversación apresurada. El cardenal sevolvió hacia ellos, amablemente: alparecer, es necesaria una peticiónescrita del rey; ¿tenéis una? Oh, quédescuidados. Hace falta mucha sangrefría para mantenerse tan sereno; peroentonces el cardenal la tiene.

—¿Queréis que volvamos a

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Windsor? —pregunta Charles Brandon,incrédulo—. ¿Por un papel? ¿Cuando lasituación está clara?

Es muy propio de Suffolk; pensarque la letra de la ley es una especie deartículo de lujo. Él susurra de nuevo alcardenal, que dice:

—No, creo que es mejor decírselo,Thomas…, sin prolongar el asunto másallá de su vida natural… Señores, miabogado dice que no puedo daros elsello, haya petición escrita o no. Segúnél, desde el punto de vista legal sólodebería entregárselo al ArchiveroMayor. Así que será mejor que osacompañe él.

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—Alégrense de que se lo digamos,señores —dice él rápidamente—. De locontrario, hubieseis tenido que hacertres viajes, ¿no?

Norfolk sonríe. Le gusta la pelea.—Muchas gracias, señor —dice.Cuando se marchan, Wolsey se

vuelve y le abraza con expresiónjubilosa. Aunque sea su última victoria,y lo sepan, es importante mostraringenio; vale la pena ganar veinticuatrohoras, siendo el rey tan voluble.Además, disfrutan con ello.

—El Archivero Mayor —diceWolsey—. ¿Lo sabíais o lo habéisinventado?

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Los duques vuelven el lunes por lamañana. Tienen instrucciones de echar alos ocupantes ese mismo día, porque elrey quiere enviar a sus constructores yproveedores, y dejar listo el palaciopara entregárselo a lady Ana, quenecesita una residencia propia enLondres.

Él está preparado para mantenersefirme y debatir la cuestión: ¿me heperdido algo? Este palacio pertenece ala archidiócesis de York. ¿Cuándo hannombrado arzobispo a lady Ana?

Pero la marea de hombres que lleganen tropel por las escaleras del río los

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aparta. Los dos duques brillan por suausencia y no hay nadie con quiendiscutir. Qué terrible espectáculo, dicealguien, el señor Cromwell privado deuna disputa. Y ahora el cardenal estádispuesto a marcharse, pero ¿adónde?Sobre el púrpura habitual, viste unacapa de viaje que pertenece a algúnotro; están confiscando su guardarropapieza a pieza, así que tiene que coger loque puede. Estamos en otoño y, aunquees un hombre corpulento, siente el frío.

Vuelcan y vacían los cofres.Esparcen su contenido en el suelo:cartas de pontífices, cartas de eruditosde Europa: de Utrecht, de París, de

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Santiago de Compostela; de Erfurt, deEstrasburgo, de Roma. Estánempaquetando sus Evangelios parallevárselos a las bibliotecas del rey. Lostextos son pesados para transportarlosen brazos, y tan embarazosos como siestuvieran vivos y respiraran; suspáginas son de vitela de ternero nonato,que el iluminador ribeteó en tonosultramarino y verde.

Quitan los tapices, dejando lasparedes desnudas. Enrollan a losmonarcas de tela, Salomón y la reina deSaba; cuando los colocan en ovilladaproximidad, los ojos de cada uno deellos se llenan con los del otro y sus

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pequeños pulmones aspiran la fibra devientres y muslos. Descuelgan lasescenas de caza del cardenal, escenas deplacer secular: los lúdicos campesinosque chapotean en pozas, los ciervosacorralados, la jauría aullando,podencos contenidos con correas deseda y mastines con collares de púas;los cazadores con cuchillos y cinturonestachonados, las damas a caballo congarbosos sombreros, el estanquebordeado de juncos, las apaciblesovejas en el pastizal y las copas de losárboles emplumadas de azul, que sealejan por un distante fondoempenachado en el que se alzan

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gredosos riscos bajo un amplio y blancocielo.

El cardenal mira a los carroñerosmientras realizan su trabajo.

—¿Tenemos refrescos para nuestrosvisitantes?

Han instalado mesas de caballete enlos dos salones contiguos a la galería.Cada una de ellas mide veinte pies delargo, y están subiendo más. En laCámara Dorada han depositado lavajilla de oro del cardenal, sus joyas ypiedras preciosas, y están descifrandosus inventarios y pregonando el peso dela vajilla. En la Cámara del Consejoestán depositando la de plata y oro.

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Como lo anotan todo, hasta la últimacacerola abollada de las cocinas, hancolocado cestos debajo de las mesaspara echar lo que no es probable queinterese al rey. Sir William Gascoigne,tesorero del cardenal, va de unahabitación a otra, preocupado, hablando,llamando la atención de los comisarioshacia cualquier rincón, armario y arcónque cree que puedan haber pasado poralto.

George Cavendish, el gentilhombrede cámara del cardenal, corre detrás deél; su rostro refleja una profunda ypatente consternación. Sacan lasvestiduras del cardenal, sus capas

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pluviales. Cargadas de adornos,cubiertas de perlas, con piedraspreciosas incrustadas, parece que sesostienen solas. Los invasores lasderriban una a una como si estuviesenabatiendo a Thomas Becket. Las reseñany, tras forzarlas a arrodillarse yquebrarles la columna, las echan en lascajas. Cavendish se sobresalta:

—Por amor de Dios, caballeros,forren esos cajones con una doble capade cambray. ¿Quieren destrozar ladelicada labor que ha llevado a lasmonjas toda una vida? —Se vuelve—.Señor Cromwell, ¿podremos librarnosde estos hombres antes de que

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oscurezca?—Sólo si ayudamos. Si hay que

hacerlo, así podremos asegurarnos almenos de que lo hacen como es debido.

Es un espectáculo indecente: elhombre que ha gobernado Inglaterra,humillado. Han sacado piezas de finaholanda, terciopelos, gro, cendal ytafetán, púrpura por varas: la seda conla que desafía el calor del verano deLondres, los brocados carmesíes quemantienen caliente su sangre cuando lanieve cae en Westminster y bate enremolinos sobre el Támesis. En público,el cardenal viste siempre de rojo, sólode rojo, pero de diversos pesos,

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diversas tramas, diversos grados depigmento y tinte, aunque siempre losmejores de su género, los mejores rojosque puede proporcionar el dinero. Habíahabido días en que decía pavoneándose:

—¡Bien, señor Cromwell,valoradme por varas!

Veamos, decía él. Y daba una vueltadespacio alrededor del cardenal; ypreguntando: «¿Puedo?», pellizcaba unamanga con pulgar e índice de experto;retrocedía para examinarle y calcular sucontorno (el cardenal se ensancha añotras año) y poder dar una cifra. Elcardenal aplaudía, encantado. «¡Que losresentidos nos contemplen! Venga,

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vamos, vamos.» Se formaba su comitiva,las cruces de plata, los sargentos dearmas con sus hachas doradas: porque elcardenal no iba a ninguna parte enpúblico sin comitiva.

Así que día tras día, a petición suyay para divertirle, él ponía precio a suseñor. Ahora el rey ha enviado unejército de escribanos para hacerlo.Pero a él le gustaría quitarles las plumaspor la fuerza y escribir en susinventarios: THOMAS WOLSEY ESUN HOMBRE QUE NO TIENEPRECIO.

—Bueno, Thomas —dice elcardenal, dándole una palmada—. Todo

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lo que tengo, lo tengo por el rey. El reyme lo dio y si le place tomar York Placey todo lo que contiene, estoy seguro deque poseemos otras casas, tenemos otrostechos bajo los que podemos cobijarnos.Y no estamos en Putney. —El cardenalle ase con fuerza—. Así que no ospermito que le peguéis a nadie.

Él finge apretarse los brazos a loscostados, con risueña contención. Alcardenal le tiemblan los dedos.

Llega el tesorero Gascoigne yanuncia:

—Dicen que Su Eminencia va a irderecho a la Torre.

—¿De veras? —dice él—. ¿Dónde

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lo habéis oído?—Sir William Gascoigne —dice el

cardenal, resaltando el nombre—, ¿quécreéis que he hecho para que el reyquiera enviarme a la Torre?

—Es muy propio de vos —le dice éla Gascoigne— propagar todo lo que oscuentan. ¿Es ése el consuelo quebrindáis, unos rumores maliciosos?Nadie va a ir a la Torre. Vamos a ir —todos contienen la respiración,esperando, mientras él improvisa— aEsher. Y vuestra tarea —no puede evitardarle un empujoncito en el pecho— esvigilar a todos esos extraños y procurarque lo que salga de aquí llegue a su

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destino y que no se pierda nada en elcamino; porque si se pierde algo,aporrearéis las puertas de la Torresuplicando que os encierren paralibraros de mí.

Ruidos diversos: sobre todo delfondo de la habitación, una especie deovación contenida. Es difícil evitar lasensación de que lo que sucede es unaobra de teatro, y que el cardenal actúaen ella: el Cardenal y sus Ayudantes. Yque es una tragedia.

Cavendish le apremia, sudoroso,angustiado.

—Pero, señor Cromwell, la casa deEsher es una casa vacía, no tenemos ni

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una cazuela, no tenemos ni un cuchillo niun espetón, ¿dónde va a dormir mi señorel cardenal? No creo que haya una solacama oreada, no tenemos sábanas nileña ni…, ¿y cómo vamos a llegar allí?

—Sir William —dice el cardenal aGascoigne—, no toméis a mal lo quedice el señor Cromwell, que estásiendo, en esta ocasión, de unafranqueza impropia; pero tomad en seriolo dicho. Dado que todo lo que yo tengoprocede del rey, todo ha de devolverseen buen estado.

Se vuelve, se le crispan los labios.Salvo cuando se burló de los duquesayer, hace ya un mes que no sonríe.

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—Tom —dice—, he pasado añosenseñándoos a no hablar de ese modo.

Cavendish le dice:—No han incautado la barcaza de mi

señor el cardenal. Ni los caballos.—¿No? —pregunta él, posándole

una mano en el hombro—:Remontaremos el río hasta donde noslleve la barcaza. Los caballos puedenreunirse con nosotros en…, en Putney,sí… y luego… pediremos prestadascosas. Vamos, George Cavendish,ejercitad un poco el ingenio; en estosúltimos años hemos hecho cosas másdifíciles que trasladarnos a Esher.

¿Es verdad? Él nunca ha prestado

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mucha atención a Cavendish, un hombresensible que habla muchísimo deservilletas. Pero intenta idear un mediode infundirle un poco de espíritu militar,y el mejor medio consiste en sugerir queson camaradas de alguna antiguacampaña.

—Sí, sí —dice Cavendish—,dispondremos la barcaza.

Bien, dice él, y el cardenal dice:¿Putney?, y él intenta reírse. Bien,Thomas, dice, le dijisteis las cosasclaras a Gascoigne, sí; hay algo en esehombre que nunca me ha gustado, y éldice: ¿por qué no le despedisteis,entonces? Y el cardenal dice: oh, bueno,

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uno hace esas cosas, y dice de nuevo:así que Putney, ¿eh?

—Enfrentémonos a lo que nosenfrentemos al final de la jornada —dice él—, no debemos olvidar que hacenueve años, con motivo del encuentro dedos reyes, Su Eminencia creó una ciudaddorada en unos campos tristes yhúmedos de Picardía. Desde entonces,Su Eminencia no ha hecho más quecrecer en sabiduría y en la estima delrey.

Habla para que lo oigan todos; ypiensa: entonces se trataba de la paz, enteoría, mientras que ahora no sabemos loque nos aguarda, si es el primer día de

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una campaña larga o breve; lo mejorsería atrincherarse y confiar en quenuestras líneas de suministro semantengan.

—Creo que encontraremos algunosútiles de chimenea y cazuelas, y todo loque George Cavendish consideraimprescindible. Cuando recuerdo que SuEminencia aprovisionó los grandesejércitos del rey que fueron a combatir aFrancia…

—Sí —dice el cardenal—, y todossabemos lo que pensabais de nuestrascampañas, Thomas.

—¿Qué? —dice Cavendish.—George —dice el cardenal—, ¿no

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recordáis lo que dijo en la Cámara delos Comunes mi buen Cromwell hacecinco años, cuando queríamos unasubvención para la nueva guerra?

—¡Pero él habló contra SuEminencia!

Gascoigne (que se aferraobstinadamente a esta conversación)dice:

—No conseguisteis lo que queríaisallí, señor, hablando contra el rey ycontra Su Eminencia, porque recuerdovuestro discurso, y os aseguro quetambién otros lo recordarán, y noobtuvisteis ningún favor allí, Cromwell.

Él se encoge de hombros.

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—No pretendía comprar favores. Nosomos todos iguales, Gascoigne. Yoquería que los Comunes tuvieran encuenta algunas lecciones de la vezanterior. Que considerasen lo sucedido.

—Dijisteis que perderíamos.—Dije que nos arruinaríamos. Pero

os aseguro que todas nuestras guerrashabrían acabado mucho peor si no sehubiese encargado Su Eminencia de lossuministros.

—En el año 1523… —diceGascoigne.

—¿Tenemos que volver a discutirloahora? —dice el cardenal.

—… el duque de Suffolk estaba sólo

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a cincuenta millas de París.—Sí —dice él—, ¿y sabéis lo que

son cincuenta millas para un soldado deinfantería medio muerto de hambre eninvierno, que tiene que dormir en elsuelo mojado y despierta muerto defrío? ¿Sabéis lo que son cincuenta millaspara una línea de avituallamiento,cuando los carros se hunden en el barrohasta los ejes? Y en cuanto a las gloriasde 1513…, Dios nos ampare.

—¡Tournai! ¡Thérouanne! —gritaGascoigne—. ¿Es que negáis lo queocurrió? ¡Dos ciudades francesastomadas! ¡El valor que demostró el reyen el campo de batalla!

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Si estuviésemos en el campo debatalla ahora, os escupiría a los pies,piensa él.

—Si tanto os gusta el rey, id atrabajar para él. ¿O ya lo hacéis?

El cardenal carraspea suavemente.—Todos lo hacemos —dice

Cavendish.—Thomas, somos la obra de sus

manos —dice el cardenal.

Cuando salen hacia la barcaza,ondean en ella las banderas delcardenal: la rosa de los Tudor, lascornejas de Cornualles.

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—Mirad todas esas barquillas quehay en el río —dice Cavendish con ojosdesorbitados.

El cardenal piensa por un momentoque los londinenses han acudido adesearle suerte. Pero cuando suben a labarcaza se oyen gritos y chillidosprocedentes de las barcas; losespectadores se amontonan en la orilla,y, aunque los hombres del cardenal losmantienen a raya, su intención esbastante clara. Cuando los remerosempiezan a remontar la corriente en vezde bogar río abajo, hacia la Torre, seoyen protestas y gritos amenazadores.

Es entonces cuando el cardenal se

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derrumba, se desploma en su asiento, yempieza a hablar, y sigue hablando sinparar todo el trayecto hasta Putney.

—¿Tanto me odian? ¿Qué he hechoyo, sino favorecerles en sus trabajos ydemostrarles mi buena voluntad? ¿Hesembrado odio? No. No he perseguido anadie. Busqué remedio todos los añosque hubo escasez de trigo. Cuando sesublevaron los aprendices, supliqué alrey de rodillas, con lágrimas en los ojos,que no castigara a los infractores, queestaban ya con la soga al cuello paraahorcarlos.

—La multitud —dice Cavendish—siempre está deseosa de un cambio.

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Nunca quieren que un gran hombre semantenga en una posición elevada,siempre tienen que echarle abajo… porla novedad del asunto.

—Quince años canciller. Veinte a suservicio. Al de su padre antes. Sinahorrar esfuerzos…, madrugando,acostándome tarde…

—¡Ya veis lo que es servir a unpríncipe! —dice Cavendish—.Deberíamos tener cuidado con lainconstancia de su carácter.

—Los príncipes no están obligadosa ser consecuentes —dice él. Deberíaolvidarme de mí mismo, piensa, estirarel brazo y tiraros por la borda.

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El cardenal no se olvida de símismo, ni mucho menos; estárecordando, hasta veinte años antes,cuando subió al trono el joven rey.

—Ponedle a trabajar, dijo alguien.Pero yo dije: no, es un hombre joven.Que participe en justas y cacerías, queadiestre a sus gerifaltes y halcones…

—Toca instrumentos —diceCavendish—. Siempre está pulsandouno u otro. Y cantando.

—Hacéis que parezca un Nerón.—¿Nerón? —salta Cavendish—.

Nunca he dicho eso.—Es el príncipe más sabio y gentil

de la Cristiandad —dice el cardenal—.

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No estoy dispuesto a escuchar unapalabra de nadie contra él.

—No la oiréis —dice él.—¡Pero qué no haría yo por él!

Cruzar el Canal con la ligereza con laque un hombre podría saltar un reguerode orina en la calle… —El cardenalmueve la cabeza—. Despierto ydormido, a caballo o con las cuentas delRosario…, veinte años…

—¿Es algo que tenga que ver con lode ser ingleses? —pregunta convehemencia Cavendish; aún estápensando en el alboroto que se produjocuando embarcaron; y aún hay gente quecorre por la orilla, haciendo gestos

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obscenos y silbando—. Decidnos, señorCromwell, vos que habéis estado en elextranjero. ¿Son los ingleses una nacióningrata? A mí me parece que les gusta elcambio sólo por el cambio.

—No creo que sean los ingleses.Creo que es sólo la gente. Siempretienen la esperanza de que pueda veniralgo mejor.

—¿Pero qué es lo que consiguen conel cambio? —insiste Cavendish—. A unperro saciado de carne lo sustituye otromás hambriento que muerde más cercadel hueso. Se va el hombre que haengordado con los honores y llega otroflaco y hambriento.

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Él cierra los ojos. El río cambiabajo ellos, figuras imprecisas en unaalegoría de la Fortuna. La GrandezaAbatida sentada en el centro. Cavendish,apoyado a su derecha como unConsejero Virtuoso, murmura conretraso palabras superfluas de consejo,ante las que el magnate pesaroso inclinala cabeza; él, como un Satán Tentador,se sienta a la izquierda, y la gran manodel cardenal, con sus nudillos de granatey turmalina, aprieta la suyadolorosamente. George acabaría en elrío si no fuese porque lo que dice, pesea los tópicos, tiene un lúgubre sentido.¿Y por qué? Stephen Gardiner, piensa.

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No parece muy adecuado llamar alcardenal perro que ha engordado, peroStephen está claramente hambriento yflaco, y ha sido elevado por el rey alpuesto de secretario de Estado. No esinsólito que se produzca entre elservicio del cardenal un traslado de esegénero, después de una esmeradaformación en la escuela de eficacia ydiligencia de Wolsey; pero aun así, esositúa a Stephen como el hombre que (siconsigue cumplir sus deberes de laforma adecuada) puede estar máspróximo que ningún otro al rey, salvoquizá el gentilhombre que le atiende ensu excusado y le entrega el paño con el

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que se limpia. No me importaría tantoque Stephen consiguiese ese puesto,piensa.

El cardenal cierra los ojos. Laslágrimas fluyen bajo sus párpados.

—Porque es cierto —diceCavendish— que la fortuna esinconstante, voluble y mudable…

Con un movimiento rápido, mientrasel cardenal tiene los ojos cerrados,podría fácilmente estrangularle.Cavendish parece adivinarle elpensamiento porque se lleva una mano ala garganta. Y luego se miran los dos,tímidamente. Uno de ellos ha dichodemasiado; uno de ellos ha sentido

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demasiado. No es fácil saber dónde estáel equilibrio. Él escruta las orillas delTámesis. El cardenal aún llora y leaprieta la mano.

Al desplazarse río arriba, la riberase apacigua. No es porque los inglesesde Putney sean menos volubles. Es sóloporque aún no se han enterado.

Los caballos están esperando. Elcardenal, en su condición deeclesiástico, ha montado siempre unamula grande y fuerte; aunque, como hacazado con reyes durante veinte años, suestablo es la envidia de toda la nobleza.

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Aquí está el animal, meneando susgrandes orejas, con sus jaeces habitualesde color escarlata, y junto a él el señorSexton, el bufón del cardenal.

—¿Qué demonios hace ése aquí? —le pregunta él a Cavendish.

Sexton se adelanta y le susurra algoal oído al cardenal; el cardenal se ríe.

—Muy bien, Patch. Ahora ayúdamea montar, sé buen chico.

Pero Patch (el señor Sexton) no estáa la altura. El cardenal parecedebilitado; parece sentir el peso de sucarne colgando de los huesos. Él,Cromwell, se desliza de la silla, hace ungesto a tres de los criados más fuertes.

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—Señor Patch, sujetadle la cabeza aChristopher.

Cuando Patch finge no saber queChristopher es el mulo y ase por lacabeza al hombre que está a su lado y sela retuerce hasta conseguir derribarle, éldice: válgame Dios, Sexton, si no osquitáis de en medio, os meto en un sacoy os tiro al río.

El hombre que ha estado a punto deque le arrancaran la cabeza se levanta yse frota el cuello; dice: gracias, señorCromwell, y se adelanta torpemente asujetar la brida. Cromwell y otros doscolocan al cardenal en la silla. Elcardenal parece avergonzado.

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—Gracias, Tom —dice riéndosetemblorosamente—. Ya habéis oído,Patch.

Están listos para cabalgar.Cavendish alza la vista.

—¡Que los santos nos protejan! —Un jinete baja la ladera al galope—.¡Una detención!

—¿Por un hombre solo?—Un escolta —dice Cavendish; y él

dice: Putney es accidentado, pero no hayque enviar exploradores.

—¡Es Harry Norris! —grita alguien.Harry desmonta de un salto. Sea cual

sea su cometido, está muy agitado. HarryNorris es uno de los amigos más íntimos

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del rey; para ser exactos, es elencargado del excusado, el caballeroque entrega el paño.

Wolsey advierte de inmediato que elrey no enviaría a Norris para llevarle encustodia.

—Bueno, sir Henry, recuperad elaliento. ¿Qué puede ser tan urgente?

Mis disculpas, Eminencia, diceNorris; se quita el gorro emplumado, selimpia la cara con el brazo, esboza susonrisa más encantadora. Hablacortésmente al cardenal: el rey le haordenado que cabalgue tras SuEminencia y le dé alcance, y le dirijapalabras de consuelo y le dé este anillo,

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que él conoce bien…, un anillo que leofrece, en la palma de su guante.

El cardenal se desliza con torpezade la montura y cae al suelo. Coge elanillo y se lo lleva a los labios. Estárezando. Rezando, dando las gracias aNorris, pidiendo bendiciones para susoberano. «No tengo nada para enviarle.Nada de valor para enviar al rey.» Miraa su alrededor, como si sus ojospudieran posarse en algo que pudieseenviar; ¿un árbol? Norris intentalevantarle, acaba de rodillas a su lado,de rodillas (ese hombre pulcro yencantador) en el barro de Putney. Elmensaje que le está dando al cardenal

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es, al parecer, que el rey sólo parecedisgustado, pero que no está disgustadoen realidad; que él sabe que el cardenaltiene enemigos, pero que él, HenricusRex, no es uno de ellos; que estaexhibición de fuerza es sólo parasatisfacer a esos enemigos; que es capazde recompensar al cardenal con el doblede lo que le ha quitado.

El cardenal se echa a llorar. Haempezado a llover y el viento les azotaen la cara con la lluvia. El cardenalhabla deprisa a Norris, en voz baja;luego se quita una cadena que lleva alcuello, intenta ponérsela a Norris y se leengancha en los broches de su capa de

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montar; algunos de los presentes seapresuran a ayudarle, sin conseguirlo.Norris se levanta y se limpia con unguante sosteniendo la cadena en el otro.

—Ponéosla —le ruega el cardenal—. Y cuando la miréis, pensad en mí yencomendadme al rey.

Cavendish da un respingo, se acercaa caballo hasta ponerse rodilla conrodilla.

—¡Su relicario! —exclama,ofendido, atónito—. ¡Desprenderse asíde él! ¡Es un trozo de la Vera Cruz!

—Le conseguiremos otro. Conozco aun hombre en Pisa que los Vende y queda diez por cinco florines y redondea

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hasta la docena si se le paga en efectivo.Y os entrega además un certificado conla huella del pulgar de san Pedro, paraatestiguar que son auténticos.

—¡Qué vergüenza! —diceCavendish, y aparta de un tirón elcaballo.

Norris retrocede también, una vezentregado el mensaje, y ellos intentansubir de nuevo al cardenal a la montura.Esta vez se adelantan cuatro hombresfuertes, como si fuese algo rutinario. Laobra de teatro se ha convertido en unaespecie de entreacto de baja comedia;eso, piensa él, es porque está aquí Patch.Se acerca y dice, mirando hacia abajo

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desde la silla:—Norris, ¿podemos tener todo eso

por escrito?Norris sonríe, dice:—Me temo que no, señor Cromwell;

es un mensaje confidencial para SuEminencia. Un mensaje sólo para él.

—¿Y qué hay de la recompensa quemencionáis?

Norris se ríe (como hace siempre,para desarmar la hostilidad) y susurra:

—Yo creo que eso podría serfigurativo.

—También yo lo creo. —¿El doblede lo que posee el cardenal? No a costade Enrique—. Devolvednos lo que se le

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ha quitado. No pedimos el doble.Norris se lleva una mano a la

cadena, que se ha colgado al cuello.—Pero todo ello procede del rey.

No podéis llamarlo robo.—No lo he llamado robo.Norris asiente, caviloso.—No lo habéis hecho.—No deberían haberse llevado las

vestiduras. Pertenecen a monseñor comoeclesiástico. ¿Qué se llevarán después?¿Sus beneficios?

—Esher, adónde os dirigís ahora,¿verdad?, es una de las residencias deque dispone Su Eminencia como obispode Winchester.

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—¿Y?—Seguirá teniéndola mientras tenga

esa condición y ese título, pero… ¿hacefalta decir… que eso ha de someterse ala consideración del rey? Sabéis que SuEminencia está acusado de acuerdo conlas normas del praemunire facias porpostular una jurisdicción extranjera en elpaís.

—No me deis lecciones de derecho.Norris inclina la cabeza.Cuando las cosas empezaron a

torcerse la primavera pasada, piensa él,tendría que haber conseguido que SuEminencia me permitiese manejar susrentas y enviar algún dinero al

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extranjero, donde ellos no pudiesencogerlo; pero él nunca quiso admitir quealgo fuese mal. ¿Por qué le dejédespreocuparse tanto?

Norris tiene la mano en la brida desu caballo.

—He admirado siempre a vuestroseñor —dice— y espero que él lorecuerde en la adversidad.

—Yo creía que no estaba en laadversidad. Por lo que habéis dicho.

Qué sencillo sería si se le permitiesebajarse y sacarle alguna respuesta claraa Norris. Pero no es sencillo; eso es loque el mundo y el cardenal seconfabulan para enseñarle. Dios santo,

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piensa, a mi edad debería saberlo. No seconsigue nada siendo original. No seconsigue nada siendo inteligente. No seconsigue nada siendo fuerte. Loconsigues siendo un truhán sutil; encierto modo piensa que eso es lo queNorris es, y siente arraigar en él unaaversión irracional, y procurarechazarla, porque prefiere susaversiones racionales, aunque despuésde todo estas circunstancias sonextremas, el cardenal en el barro, elforcejeo humillante para volver asubirle a la silla, el hablar y hablar en labarcaza y, peor, el hablar y hablar derodillas, como si estuviese

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deshilachándose, en un gran destejersede hilo escarlata que pudiese hacerteretroceder por un laberinto escarlata quetuviese un monstruo agonizante en suinterior.

—¿Señor Cromwell? —dice Norris.No puede decir lo que piensa, así

que baja la vista hacia Norris,suavizando la expresión, y dice:

—Gracias por tanto consuelo.—Bueno, sacad a Su Eminencia de

la lluvia. Le contaré al rey cómo le heencontrado.

—Contadle cómo os arrodillasteisjuntos en el barro. Podría hacerle gracia.

—Sí. —Norris parece triste—.

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Nunca se sabe lo que le hará gracia.Entonces, Patch empieza a chillar.

Parece ser que el cardenal (mirando a sualrededor en busca de un regalo) se loha dado al rey. El cardenal ha dichomuchas veces que Patch vale mil libras.Tiene que irse con Norris, sin demora; yhacen falta otros cuatro hombres delcardenal para obligarle a hacerlo.Lucha. Muerde. Da puñetazos y patadas.Hasta que le echan en el mulo delequipaje, que han descargado; y rompe allorar, hipando, las costillas alzadas, susestúpidos pies colgando, la chaquetarasgada y la pluma del sombrero rota,reducida a una púa.

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—Pero Patch —dice el cardenal—,mi querido amigo. Nos veremos confrecuencia, en cuanto el rey y yovolvamos a entendernos. Os escribiréuna carta, mi querido Patch, una cartapara vos. La escribiré esta noche —promete— y le pondré mi gran sello. Elrey os tratará bien; es el alma másbondadosa de la Cristiandad.

Patch llora con una sola nota aguda,como si lo hubiesen apresado los turcosy lo hubiesen empalado.

Esher: el cardenal desmonta a lasombra del viejo torreón del obispo

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Wayneflete, sobre el que se alzan torresoctogonales. El portón está emplazadoen una muralla defensiva coronada poruna pasarela; aunque bastante lúgubre aprimera vista, es todo él de ladrillo, yestá ornamentado y bellamenteenmarcado.

—No se podía fortificar —dice él;Cavendish guarda silencio—. George,deberíais decir: «Pero no se planteónunca la necesidad».

El cardenal no ha utilizado el lugardesde que construyó Hampton Court.Han enviado mensajes por adelantado,pero ¿se ha hecho algo? Acomodad aMilord, dice él, y va directamente a las

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cocinas. En Hampton Court las cocinastienen agua corriente; aquí, el únicolíquido que corre es el de las narices delos cocineros. Cavendish tiene razón. Dehecho es peor de lo que él piensa. Lasdespensas están deterioradas y lasprovisiones muestran signos de descuidoy pillaje. Hay gorgojos en la harina. Hayexcrementos de ratones donde deberíaamasarse. Está próximo el día de sanMartín y ni siquiera han pensado ensalar la carne. La batterie de cuisine esun escarnio y la olla está mohosa. Hayvarios niños pequeños sentados junto alfuego y se les puede inducir, con dinero,a que barran y frieguen; a los niños les

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gusta la novedad, y la idea de limpiarparece ser algo novedoso para ellos.

Mi señor necesita comer y beberahora, dice él; y necesita comer ybeber…, no sabemos cuánto tiempo.Hay que poner en orden esta cocina parael invierno que tenemos por delante.Encuentra a alguien que sabe escribir yle dicta sus órdenes. No aparta la vistadel escribiente de la cocina. Cuenta conla mano izquierda las tareas: haced esto,luego esto, luego en tercer lugar esto.Con la mano derecha casca huevos en uncuenco, con un solo golpe firme yprofesional cada uno de ellos, y le goteaen los dedos la clara, lenta y pegajosa,

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separándose de la yema. «¿De cuándo eseste huevo? Cambiad de proveedor.Necesito una nuez moscada. ¿Nuezmoscada? ¿Azafrán?», le miran como sihablase griego. Todavía le duele en losoídos el grito de Patch. Le miran desdearriba ángeles de polvo cuando sale alvestíbulo.

Es tarde ya cuando acuestan alcardenal en una cama digna de talnombre. ¿Dónde está el mayordomo dela casa? ¿Dónde está el contador?Piensa ya que es verdad que Cavendishy él son viejos supervivientes de unacampaña. Se queda levantado con él (noes que haya camas si las quisieran)

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discutiendo lo que necesitan paraproporcionar al cardenal una comodidadrazonable; necesitan una cubertería deplata, para que no tenga que comer concubiertos de peltre mellados, necesitanropa de cama, mantelerías, leña.

—Mandaré a unos cuantos —dice—para que pongan en orden la cocina.Serán italianos. Resultará violento alprincipio, pero en tres semanas estarátodo en marcha.

¿Tres semanas? Quiere poner aaquellos niños a limpiar las vasijas ycacerolas de cobre. «¿Podemosconseguir limones?», pregunta, justocuando Cavendish dice: «¿Y quién será

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canciller ahora?».Me pregunto si habrá ratas abajo,

piensa él.—¿Recordáis al arzobispo de

Canterbury? —pregunta Cavendish.¿Él? ¿Quince años después de que el

cardenal le hiciese abandonar aquelcargo? «No, Warham es demasiadoviejo.» Y demasiado obstinado,demasiado poco complaciente con losdeseos del rey. «Tampoco el duque deSuffolk», porque en su opinión CharlesBrandon no es más inteligente que elmulo Christopher, aunque sea mejor enla lucha y la moda, y la ostentación engeneral. «Suffolk no, porque el duque de

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Norfolk no lo permitirá.»—Y viceversa —asiente Cavendish

—. ¿El obispo Tunstall?—No. Thomas Moro.—¿Un lego y del común? ¿Y tan

opuesto en la cuestión del pleitomatrimonial del rey?

Él cabecea, sí, sí, será Moro. Es unhecho sabido que el rey entrega suconciencia a los que apuestan alto. Talvez albergue la esperanza de que lesalven de sí mismo.

—Si el rey se lo ofrece (y creo que,como un gesto, podría hacerlo), seguroque Thomas Moro no aceptará.

—Sí aceptará.

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—¿Apostáis? —dice Cavendish.Acuerdan los términos de la apuesta

y se dan la mano. Eso aparta supensamiento de los problemas urgentes:las ratas, el frío y cómo puedenacomodar en el espacio mucho máspequeño de Esher un servicio domésticode varios cientos, retenido enWestminster. El personal al servicio delcardenal, si se incluyen sus casasprincipales, y se cuenta desde lossacerdotes y juristas hasta el que seocupa de la limpieza y el lavado deropa, es de unas seiscientas almas. Ellosesperan que les sigan inmediatamentetrescientos.

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—Tal como están las cosas,tendremos que desmantelar el servicio—dice Cavendish—. Pero no tenemosdinero disponible para los salarios.

—Que me condene si van a irse sincobrar —dice él.

Y Cavendish dice:—Creo que os condenaréis de todos

modos. Después de lo que dijisteissobre la reliquia.

Mira a Cavendish a los ojos.Rompen a reír los dos. Al menos hanconseguido hacerse con algo para beberque vale la pena; las bodegas estánllenas, lo que es una suerte, diceCavendish, porque necesitaremos beber

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las próximas semanas. «¿Qué pensáisque quería decir Norris? —añade—.¿Cómo puede el rey mantener dosposturas? ¿Cómo puede ser destituidoMilord el cardenal si él no quieredestituirle? ¿Cómo puede el rey cederfrente a los enemigos de Milord? ¿Noestá el rey por encima de todos losenemigos?»

—Así habría de ser.—¿O es ella? Debe de ser. Él le

tiene miedo, ¿sabéis? Es una bruja.Él dice: no seáis infantil. George

dice: es una bruja completa, sí: el duquede Norfolk dice que lo es, y es tío suyo,debería saberlo.

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Son las dos, luego las tres; a veceses liberador pensar que no tienes queirte a la cama porque no hay cama. Nonecesita pensar en irse a casa; no hayninguna casa a la que ir, no le quedaninguna familia. Es mejor estar aquíbebiendo con Cavendish, acurrucado enun rincón de la gran cámara de Esher,con frío, cansado y temeroso del futuro,que pensar en su familia y en lo que haperdido.

—Mañana —dice— avisaré a misempleados de Londres e intentaremosaclarar con qué recursos cuenta aún SuEminencia. No será fácil, porque se hanllevado todos los documentos. Sus

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acreedores no se sentirán inclinados aliquidar pagos cuando sepan lo que haocurrido. Pero el monarca francés lepaga una pensión, y, si no recuerdo mal,siempre se atrasa… Tal vez quieraenviar una bolsa de oro, por si Milordvuelve a contar con el favor del rey. Yvos…, vos podéis ir a saquear.

Cavendish está ojeroso y demacradocuando él le hace subir a un caballofresco al rayar el alba.

—Pedid el pago de algunos favores.No hay un caballero en el reino que nodeba algo a Su Eminencia.

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Es finales de octubre; el sol, unamoneda que apenas asoma por encimadel horizonte.

—Procurad que se anime —le diceCavendish—. Procurad que hable. Quehable de lo que dijo Harry Norris…

—En marcha. Si veis las brasas enlas que asaron a san Lorenzo, traedlas,nos vendrían muy bien aquí.

—Oh, no —suplica Cavendish.Ha progresado mucho desde ayer y

es capaz de hacer chistes sobre lossantos mártires; pero anoche bebiódemasiado y si se ríe le duele. Aunquetambién es doloroso no reír. George dacabezadas, el caballo se agita debajo de

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él, con los ojos llenos de desconcierto.—¿Cómo han llegado las cosas a

esto? —pregunta—. Mi señor elcardenal arrodillándose en el barro.¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Cómodemonios ha ocurrido?

—Azafrán. Pasas. Manzanas —diceél—. Y gatos, conseguid gatos, inmensosy hambrientos. No sé dónde seconsiguen gatos, George. ¡Oh, unmomento! ¿Podremos conseguirperdices?

Si podemos conseguir perdices,podremos cortar las pechugas y hacerlasa fuego lento en la mesa. Todo lo quepodamos hacer de ese modo, lo

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haremos; y así Su Eminencia no seráenvenenado, si podemos evitarlo.

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IIUna historia oculta de

Inglaterra

1521 − 1529

Había una vez, allá por el tiempoinmemorial, un rey de Grecia que teníatreinta y tres hijas. Todas se rebelaron yasesinaron a sus maridos. Su regiopadre, perplejo, no entendía cómo habíapodido engendrar a aquellas rebeldes,pero no quería matar a quienes eran desu propia sangre, así que las condenó aldestierro, dejándolas en el mar, a la

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deriva, en un barco sin timón.El barco estaba aprovisionado para

seis meses. Al final de ese periodo, losvientos y las corrientes las habíanllevado al límite del mundo conocido.Llegaron a una isla envuelta en niebla.Como no tenía nombre, la asesina mayorle puso el suyo: Albina.

Las hermanas desembarcaronhambrientas y ávidas de carne de varón.Pero no encontraron hombres. La islasólo estaba habitada por demonios.

Las treinta y tres princesas seaparearon con los demonios yengendraron una raza de gigantes, que, asu vez, se aparearon con sus madres y

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produjeron más de su género. Estosgigantes se extendieron por toda la isla.No había sacerdotes ni iglesias ni leyes.Tampoco había ninguna forma de medirel tiempo.

Tras ocho siglos de reinado, fueronderrocados por Bruto Troyano.

Bruto, el biznieto de Eneas, nació enItalia; su madre murió al traerlo almundo, y él mismo mató accidentalmentea su padre de un flechazo. Entonces huyóde su patria y se convirtió en jefe de ungrupo de hombres que habían sidoesclavos en Troya. Zarparon todosrumbo al norte, y los azares del viento ylas corrientes los llevaron a las costas

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de Albina, lo mismo que a las hermanas.Cuando desembarcaron, se vieronobligados a luchar con los gigantes,acaudillados por Gogmagog. Losderrotaron y arrojaron a su caudillo almar.

Se mire como se mire, todo empiezacon una matanza. Bruto Troyano y susdescendientes gobernaron hasta lallegada de los romanos. Londres sellamaba Nueva Troya antes de llamarseCiudad de Lud. Y nosotros éramostroyanos.

Algunos dicen que esa historiasangrienta y demoníaca no afecta a losTudor, que ellos descienden de Bruto

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por la estirpe de Constantino, hijo desanta Elena, que era britano. Arturo, reysupremo de Britania, era nieto deConstantino. Se casó con tres mujeres,que se llamaban todas Ginebra, y sutumba está en Glastonbury, pero se debeentender que no está muerto en realidad,sólo esperando a que vuelva a llegar suhora.

Su bendito descendiente, el príncipeArturo de Inglaterra, primogénito deEnrique, el primer monarca Tudor, nacióen el año 1486. Se casó con Catalina,princesa de Aragón, pero murió a losquince años y fue enterrado en lacatedral de Worcester. Si viviese ahora,

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sería rey de Inglaterra. Y su hermanomenor, Enrique, probablemente seríaarzobispo de Canterbury y no estaría (almenos esperamos devotamente que no)persiguiendo a una mujer de quien elcardenal no oye decir nada bueno: unamujer en la que tendría que habersefijado varios años antes de queinterviniesen los duques paradespojarle; cuya historia necesitarácomprender, antes de que la ruina caigasobre él.

Por debajo de cada historia, hay otrahistoria.

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La dama apareció en la corte en laNavidad de 1521, bailando, con unvestido amarillo. Tenía…, ¿cuántosaños? Unos veinte. Hija del diplomáticoThomas Bolena, había sido educadadesde la infancia en la corte borgoñonaen Malinas y Bruselas, y másrecientemente, en París, en el séquito dela reina Claude, entre los belloscastillos del Loira. Ahora habla sulengua materna con un leve acentoindefinible, y salpica las frases conpalabras francesas cuando finge que noes capaz de pensar en inglés. En

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Carnaval, baila en una mascarada de lacorte. Las damas van disfrazadas devirtudes, y ella interpreta el papel de laPerseverancia. Baila con gracia perocon viveza, y su rostro indica que sedivierte, con una sonrisa dura eimpersonal de mírame y no me toques.Pronto cuenta con un pequeño séquito degentilhombres de bajo rango que lasiguen; y un gentilhombre de rango notan bajo. Se rumorea que va a casarsecon Harry Percy, el heredero del condede Northumberland.

El cardenal hace llamar al padre dela joven.

—Sir Thomas Bolena —le dice—,

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hablad con vuestra hija o lo haré yo. Latrajimos de Francia para casarla enIrlanda con el heredero de los Butler.¿Por qué no lo hace ya?

—Los Butler… —empieza a decirsir Thomas.

—Bien, decidme, ¿los Butler qué?—dice el cardenal—. Si tenéis algúnproblema, yo me encargaré de losButler. Lo que quiero saber es si laincitáis a hacerlo. A intrigar en losrincones con ese muchacho necio.Porque, sir Thomas, permitidme quehable claro: yo no lo aceptaré. El rey nolo aceptará. Eso tiene que acabar.

—Apenas he estado en Inglaterra los

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últimos meses. No podéis pensar quetengo algo que ver con la conspiración.

—¿No? Os sorprendería lo quepuedo pensar. ¿Es ésa vuestra mejorexcusa? ¿Que no sois capaz de controlara vuestros hijos?

Sir Thomas parece enojado yextiende las manos. Está a punto dedecir: los jóvenes de hoy…, pero elcardenal se lo impide. El cardenalsospecha (y ha comunicado su sospecha)que la joven no está entusiasmada con laperspectiva del castillo de Kilkenny ysus frugales atractivos, ni con el génerode vida social a la que tendrá accesocuando, en ocasiones especiales, recorra

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los sucios y polvorientos caminos quellevan a Dublín.

—¿Quién es ése? —pregunta Bolena—. El que está en el rincón.

El cardenal agita una mano.—No es más que uno de mis

letrados.—Decidle que se vaya.El cardenal suspira.—¿Está tomando notas de esta

conversación?—¿Lo hacéis, Thomas? —pregunta

el cardenal—. Si es así, dejad dehacerlo.

Medio mundo se llama Thomas.Bolena nunca sabrá a ciencia cierta si

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era él.—Veamos, Milord —dice, su voz

sube y baja las escalas del diplomático:es sincero, un hombre de mundo, y susonrisa dice: vamos Wolsey, vamos, vossois también un hombre de mundo—.Son jóvenes. —Hace un gesto, destinadoa indicar franqueza—. Ella ha llamadola atención del muchacho. Es natural. Hetenido que decírselo. Ella sabe que nopuede seguir. Sabe cuál es su sitio.

—Bien —dice el cardenal—,porque está por debajo de un Percy. Ensentido dinástico, quiero decir —añade—. No hablo de lo que podría hacerseen un pajar una noche cálida.

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—Él no lo acepta, el joven. Le dicenque se case con Mary Talbot, pero… —sir Thomas suelta una risilladespreocupada— él no quiere casarsecon Mary Talbot. Cree que es libre yque puede elegir esposa.

—¡Elegir esposa! —le interrumpe elcardenal—. En mi vida he oído cosasemejante. No es un campesino. Un día uotro tendrá que controlar el norte paranosotros, y si no sabe cuál es suposición tendrá que aprenderlo o se veráprivado de ella. El enlace ya acordadocon la hija de Shrewsbury es unmatrimonio adecuado para él, lo heconcertado yo y el rey está de acuerdo.

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Y os aseguro que al conde deShrewsbury no le hace gracia este tipode simpleza alocada de un muchachoque está prometido con su hija.

—El problema es que… —sirThomas se permite una discreta pausadiplomática—… , creo que Harry Percyy mi hija tal vez hayan ido un pocodemasiado lejos.

—¿Qué? ¿Queréis decir quehablamos de un pajar y una nochecálida?

Él observa desde las sombras;piensa que sir Thomas es el hombre másfrío y más falso que ha visto en su vida.

—Por lo que me cuentan, se han

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prometido ante testigos. ¿Cómo puededeshacerse eso?

El cardenal da un puñetazo en lamesa.

—Yo os diré cómo. Haré bajar a supadre de la frontera, y si ese hijopródigo le desafía, se le privará de suprimogenitura delante de sus pródigasnarices. El conde tiene otros hijos, ymejores. Y si no queréis que se anule elmatrimonio de los Butler y que vuestraseñora hija se marchite en Sussex sinpoder casarse y tengáis que mantenerlael resto de su vida, olvidad todo eseasunto de promesas y testigos…,¿quiénes son esos testigos? Conozco esa

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clase de testigos que no aparecen nuncacuando los llamo. Así que no quierosaber nada de eso. Promesas. Testigos.Contratos. ¡Dios del cielo!

Sir Thomas sigue sonriendo. Es unhombre delgado, con mucho aplomo;necesita controlar todos los músculosdel cuerpo sincronizados para mantenerla sonrisa.

—No os pregunto —dice Wolsey,implacable— si habéis buscado en esteasunto el consejo de vuestros parientesde la familia Howard. Preferiría creerque no emprendisteis esta intriga sin suconformidad. Lamentaría mucho saberque el duque de Norfolk fue informado

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de esto: oh, sí, lo lamentaría muchorealmente. Así que procurad que nollegue a mis oídos. Pedid a vuestrosparientes algún buen consejo. Casad a lamuchacha en Irlanda antes de que lleguea oídos de los Butler algún rumor de quees mercancía estropeada. No es que yolo haya mencionado. Pero la corte habla.

Sir Thomas tiene dos manchas rojasde cólera en los pómulos.

—¿Habéis terminado, Eminencia?—dice.

—Sí. Marchaos.Sir Thomas se da la vuelta con un

revuelo de sedas oscuras. ¿Hay lágrimasde indignación en sus ojos? La luz es

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imprecisa, pero él, Cromwell, tiene muybuena vista.

—Ah, un momento, sir Thomas… —dice el cardenal; su voz serpentea por lahabitación para inmovilizar a su víctima—. Mirad, sir Thomas, debéis recordarvuestro linaje. La familia Percy incluyelo más noble del país, creo yo. Mientrasque los Bolena, pese a vuestra notablebuena suerte al casaros con una Howard,eran comerciantes, ¿no es así? Alguiende vuestro apellido fue alcalde deLondres, ¿verdad? ¿O confundo vuestraestirpe con la de otros Bolena másdistinguidos?

Sir Thomas ha palidecido; las

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manchas rojas se han esfumado de susmejillas, y casi parece a punto dedesmayarse de rabia. Abandona laestancia susurrando: «Hijo decarnicero». Y cuando pasa delante delletrado (cuya robusta mano descansaociosa en el escritorio) masculla,desdeñoso: «Perro de carnicero».

Se oye el portazo.—Sal, perro —dice el cardenal. Se

ríe, sentado con los codos apoyados enel escritorio y la cabeza entre las manos—. Tomad nota y aprended. Nadiepuede elevarse nunca por encima de su

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linaje, y bien sabe Dios, Tom, quenacisteis en una clase bastante másdeshonrosa que yo, así que el truco essiempre someterlos a sus propiasnormas. Las hicieron ellos, así que nopueden quejarse si las aplico con todorigor. Los Percy están por encima de losBolena. ¿Quién se creerá que es?

—¿Es buena política poner furiosa ala gente?

—Oh, no. Pero me divierte. Llevouna vida dura y descubro que necesitodistracción.

El cardenal le dirige una miradaamable; sospecha que él puede ser susiguiente diversión de la velada,

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después de haber hecho trizas a Bolenay haberle tirado al suelo como unamonda de naranja.

—¿A quién se debe respetar? LosPercy, los Stafford, los Howard, losTalbot: sí. Si tienes que pincharlos, usaun palo largo. En cuanto a sir Thomas…,bueno, al rey le agrada, y es un hombrehábil. Por eso abro sus cartas, hace añosque lo hago.

—Así que Su Eminencia sabía…,no, disculpad, no es apropiado paravuestros oídos.

—¿Qué? —pregunta el cardenal.—Es sólo un rumor. No me gustaría

induciros a error.

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—No podéis hablar y no hablar.Debéis contármelo inmediatamente.

—Es sólo lo que se rumorea entrelas mujeres. Las esposas de los sederos.Y las esposas de los pañeros —alega él,y espera, sonriendo—. No es asunto queos interese, estoy seguro.

El cardenal echa hacia atrás la silla,riéndose, y su sombra se alza con él.Salta, iluminada por el fuego. Su brazose dispara, su alcance es largo, la manoes como la mano de Dios.

Pero cuando Dios cierra la mano, susúbdito está al fondo de la sala, junto ala pared.

El cardenal retrocede. Su sombra

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vacila. Vacila y se para. Él no se mueve.La pared registra el vaivén de su aliento.Inclina la cabeza. Parece detenerse en unhalo de luz, examinar ese espacio llenode nada. Abre la mano, una manoinmensa, iluminada por el fuego. Laposa sobre el escritorio. Se esfuma,desaparece en el paño de damasco. Élvuelve a sentarse. Cabizbajo, la caramedio oculta.

Él, Thomas, también Tomos,Tommaso y Thomas Cromwell, recluyesus egos anteriores en su cuerpo actual yvuelve donde estaba antes. Su sombraúnica se desliza por la pared, como unvisitante poco seguro del recibimiento

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que se le va a dispensar. ¿Cuál de esosThomas vio venir el golpe? Haymomentos en que un recuerdo te dominasúbitamente. Te sobresaltas, te agachas,corres; si no, el pasado te coge el puño ylo acciona, sin intervención de lavoluntad. ¿Y si tuvieses un cuchillo en lamano? Así es como se produce elasesinato.

Él dice algo, el cardenal dice algo.Se interrumpen. Dos frases que no llegana ningún sitio. El cardenal vuelve atomar asiento. Él vacila; se sienta.

—Me gustaría mucho saber lo que semurmura en Londres —dice el cardenal—. Pero no me proponía sacároslo a

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golpes.El cardenal baja la cabeza, mira

ceñudo un papel que hay en elescritorio; espera que se apacigüe latensión. Cuando habla de nuevo, su tonoes mesurado y tranquilo, como el dequien cuenta anécdotas después de lacena.

—Cuando yo era pequeño, mi padretenía un amigo, un cliente en realidad, detez rojiza. —Se toca la manga, comoejemplo—. Así…, escarlata. Se llamabaRevell, Miles Revell. —Posa de nuevola mano en el damasco oscuro—. Poralguna razón, yo creía…, aunque seguroque era un ciudadano honrado, y le

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gustaba tomar un vaso de vino del Rin…Yo creía que era un bebedor de sangre.No sé…, supongo que por algún cuentoque me había contado la niñera, o algúnniño estúpido…, y cuando losaprendices de mi padre se enteraron(porque fui tan estúpido que me puse agemir y a lloriquear), me gritaban: «Ahíviene Revell a por su copa de sangre,corre, Thomas Wolsey, corre…». Y yocorría como alma que se lleva el diablo.Ponía toda la plaza del mercado pormedio. Me asombra que no meatropellara un carro. Corría siempre sinmirar. Todavía ahora —añade, alza unsello de cera del escritorio, le da

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vueltas, lo deja—, cuando veo a unhombre rubio, de tez rojiza (como elduque de Suffolk, por ejemplo), meentran ganas de llorar. —Hace unapausa. Fija la mirada—. Así quedecidme, Thomas, ¿no puede uneclesiástico ponerse de pie sin quecreáis que quiere vuestra sangre? —Alza de nuevo el sello; le da la vuelta;aparta la mirada; empieza a jugar conlas palabras—. ¿Os turbaría un obispo?¿Os aterraría un sacristán? ¿Osdesconcertaría un diácono?

—¿Cómo se dice en inglés? —pregunta él—. No lo sé…, un estoc…

Tal vez no haya en inglés ninguna

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palabra para eso: el cuchillo de hojaestrecha que se clava bajo las costillas,a poca distancia, empujando haciaarriba.

—¿Y lo de ese estoc fue…? —pregunta el cardenal.

Hace unos veinte años. Una lecciónaprendida y bien aprendida. Noche,hielo, el corazón inmóvil de Europa; unbosque, reflejos de plata en un lago bajouna trama de estrellas invernales; unahabitación, la luz del fuego, una figuradeslizándose por la pared. No vio alasesino, pero vio su sombra moverse.

—De todos modos —dice elcardenal—. Hace ya cuarenta años de lo

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del señor Revell. Supongo que llevarámucho tiempo muerto. ¿Y vuestrohombre? —vacila—. ¿También llevamuerto hace mucho?

Es el modo más delicado que sepuede encontrar de preguntarle a unhombre si ha matado a alguien.

—Y en el Infierno, supongo. Conpermiso de Su Eminencia.

Wolsey sonríe; no por la mencióndel Infierno, sino por el sometimiento ala amplitud de su jurisdicción.

—Así que si atacabas al jovenCromwell, ¿ibas derecho a las llamaseternas?

—Si lo hubieseis visto, señor. Era

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demasiado inmundo para el Purgatorio.Nos dicen que la Sangre del Corderopuede hacer mucho, pero dudo quepudiese haber dejado limpio a aquelindividuo.

—Yo soy partidario de un mundo sintacha —dice Wolsey. Parece triste—.¿Habéis hecho una buena confesión?

—Fue hace mucho tiempo.—¿Habéis hecho una buena

confesión?—Yo era soldado, Eminencia.—Los soldados tienen esperanzas de

ir al Cielo.Él alza la vista hacia la cara de

Wolsey. No hay modo de saber lo que

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cree.—Todos las tenemos —dice. Los

soldados, los mendigos, los marineros,los reyes.

—Así que fuisteis un rufián de joven—dice el cardenal—. Ça ne fait rien —cavila—. Aquel individuo inmundo queos atacó…, no sería clérigo, ¿verdad?

Él sonríe.—No se lo pregunté.—Esos trucos de la memoria… —

dice el cardenal—. Procuraré nomoverme sin avisaros antes, Thomas.Así nos llevaremos muy bien.

Pero el cardenal le observa; siguedesconcertado. Su relación es muy

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reciente y el carácter de él, según laversión del cardenal, aún se halla enproceso de elaboración en esa etapa; dehecho, ¿no será precisamente esa veladala fuente de su inspiración? En los añosvenideros, el cardenal dirá: «Pienso amenudo en el ideal monástico…, enespecial, aplicado a los jóvenes. Miservidor Cromwell, por ejemplo…Llevó en la juventud una vida dereclusión, dedicada casi por entero alayuno, la oración y el estudio de lospadres de la Iglesia. Por eso es tanalocado ahora».

Y cuando la gente pregunte: ¿lo es?,tratando de recordar lo mejor posible a

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un hombre que parece sumamentediscreto, cuando dicen: ¿de veras?¿Vuestro servidor Cromwell?, elcardenal moverá la cabeza y dirá: peroyo procuro arreglar las cosas, porsupuesto. Cuando rompe las ventanas,nos limitamos a llamar a los vidrieros ya desembolsar el dinero. En cuanto a laprocesión de jóvenes agraviadas…Pobres criaturas, les pago…

Pero esta noche vuelve al asunto.Las manos unidas sobre el escritorio,como para mantener bajo control losucedido.

—Bien, veamos, Thomas, mehablabais de un rumor.

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—Por los pedidos a loscomerciantes de seda, las mujeres creenque el rey tiene una nueva… —Seinterrumpe y pregunta—: ¿Cómo llamáisa una puta cuando es hija de uncaballero?

—¡Ah! —dice el cardenal,abordando el problema—. A la cara,«Mi señora». A su espalda… Pero ¿dequién se trata? ¿De qué caballero?

Él señala con un cabeceo el lugardonde estaba sir Thomas diez minutosantes. El cardenal parece asustado.

—¿Por qué no hablasteis?—¿Cómo habría podido introducir

el tema?

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El cardenal acepta la dificultad.—Pero no se trata de la lady Bolena

nueva en la corte. No es la de HarryPercy. Es su hermana.

—Comprendo —el cardenal seretrepa en el asiento—. Por supuesto.

María Bolena es una rubita amableque, según dicen, ha pasado de mano enmano por toda la corte francesa antes devolver a ésta, prodigando buenavoluntad, con su ceñuda hermanitasiempre detrás de ella.

—Por supuesto, he seguido ladirección de la mirada de Su Majestad—dice el cardenal; cabecea para sí—.¿Ha habido ya una aproximación? ¿Está

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enterada la reina? ¿O no lo sabéis?Él asiente. El cardenal suspira.—Catalina es una santa. Claro que si

yo fuese santa y reina, tal vez pensaraque no debía esperar ningún daño deMaría Bolena. Regalos, ¿eh? ¿De quétipo? ¿No demasiado costosos? Pues losiento por ella. Debería aprovechar suposición ventajosa mientras dure. No esque nuestro monarca tenga tantasaventuras, aunque cuentan…, cuentanque cuando era joven, cuando todavía noera rey, fue la esposa de sir Thomasquien le sacó de su estado virginal.

—¿Elizabeth Bolena? —Él no sesorprende a menudo—. ¿La madre de la

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de ahora?—La misma. Tal vez el rey carezca

de imaginación en ese sentido. No esque yo lo haya creído nunca… Siestuviésemos al otro lado —señala en ladirección de Dover—, ni siquieraintentaríamos seguir el rastro de lasmujeres. Cuentan que mi amigo el reyFrancisco se acercó con sigilo una vez ala dama con la que había estado la nocheanterior, le besó la manoceremoniosamente, preguntó cómo sellamaba y deseó que fuesen mejoresamigos. —Mueve la cabeza, complacidopor el éxito de su historia—. Pero Maríano causará problemas. Es una mujer

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fácil. El rey podría hacer cosas peores.—Pero su familia querrá algo a

cambio. ¿Qué consiguieron antes?—La posibilidad de hacerse útiles.Wolsey se interrumpe y toma una

nota. Él puede imaginar su contenido: loque puede conseguir Bolena si lo pidecomo es debido. El cardenal alza lavista.

—Así que debería haber sido en mientrevista con sir Thomas…, ¿cómo loexpresaría?…, ¿más amable?

—Creo que no podríais haber sidomás amable. Lo atestiguaba su semblantecuando se marchó. La viva imagen de lasatisfacción apacible.

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—Thomas, de ahora en adelante,comunicadme de inmediato cualquierrumor de Londres —toca la tela dedamasco—. No os preocupéis por lafuente. De eso ya me ocuparé yo. Yprometo no atacaros nunca. De veras.

—Está olvidado.—Lo dudo, si habéis llevado la

lección grabada todos estos años —elcardenal se recuesta en el asiento—. Almenos ella está casada. —Se refiere aMaría Bolena—. Así que si pare, élpuede reconocerlo o no, según le plazca.Tiene un niño de la hija de John Blount yno querrá tener demasiados.

Una habitación de niños demasiado

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grande puede resultar embarazosa paraun rey. El ejemplo de la Historia y deotras naciones demuestra que las madresluchan por conseguir rango, e intentanque sus mocosos accedan a la línea desucesión. El hijo que Enrique reconocese llama Henry Fitzroy; es un niño rubioy guapo, la viva imagen del rey. Supadre le ha nombrado duque deSomerset y de Richmond; todavía no hacumplido los diez años y es el primernoble de Inglaterra.

La reina Catalina, cuyos hijosvarones han muerto todos, lo acepta conpaciencia, es decir, sufre.

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Él se siente furioso y abatido cuandodeja al cardenal. Piensa en su vidaanterior, aquel muchacho medio muertoen el empedrado de Putney, por el queno siente la menor ternura, sólo una leveimpaciencia: ¿por qué no se levanta?Por su yo posterior (aún proclive aenzarzarse en peleas, o, al menos, aestar siempre donde podría haber una)siente algo parecido al desprecio, unidoa una angustiosa inquietud. Así era elmundo: un cuchillo en la oscuridad, unmovimiento en el borde del campo devisión, una serie de advertencias que sehan ido grabando en la carne. Ha dadoun susto al cardenal, lo cual no forma

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parte de su trabajo; su trabajo, tal comolo ha definido él esta vez, consiste entransmitirle información, aplacar sucólera, entenderle y adornar sus chistes.El fallo fue sólo un error de cálculo. Siel cardenal no se hubiese movido tandeprisa, si él no hubiese estado tannervioso, sin saber cómo podríaindicarle que fuese menos despótico consir Thomas. El problema de Inglaterra,se dice, es la pobreza de gestos.Tenemos que crear un ademán queindique: «Cuidado, nuestro príncipefornica con la hija de ese hombre». Lesorprende que los italianos no lo hayanhecho. Aunque tal vez sí lo hayan hecho

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y sencillamente él nunca se hubiese dadocuenta.

Recordará esa noche del año 1529,con Su Eminencia el cardenal reciéncaído en desgracia.

Él está en Esher; es la noche sinfuego y sin luz, cuando el gran hombrese ha ido a la cama (posiblementehúmeda) y sólo está allí GeorgeCavendish para mantener vivo suespíritu. Él le preguntó a George quéhabía ocurrido después con Harry Percyy Ana Bolena.

Él sólo conocía la versión fría y

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despectiva del cardenal. Pero Georgedijo:

—Os contaré cómo fue. Ahora.Levantaos, señor Cromwell.

Él lo hace.—Un poco a la izquierda. Bueno,

¿quién os gustaría ser? ¿Su Eminencia elcardenal o el joven heredero?

—Ah, ya veo, es una obra deteatro… El cardenal seréis vos. No meconsidero a la altura.

Cavendish le sitúa en posición,apartándole un poco de la ventana,donde la noche y los árboles desnudosson su público. Su mirada reposa en elaire, como si contemplara el pasado:

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cuerpos en sombra que se mueven enesta habitación sin luz.

—Tenéis que parecer atribulado —le insta George—. Como si cavilaseissobre un discurso sedicioso, pero no osatrevieseis a hablar. No, no, así no. Soisjoven, desgarbado, con la cabeza baja,estáis ruborizado. —Cavendish suspira—. Me parece que no os habéisruborizado nunca, señor Cromwell.Mirad. —Cavendish le posa las manosamablemente en los antebrazos—.Cambiemos los papeles. Sentaos aquí.Seréis el cardenal.

Ve de inmediato a Cavendishtransformado: parpadea, vacila, casi

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llora. Se convierte en el temblorosoHarry Percy, un joven enamorado.

—¿Por qué no debería casarme conella? —gime—. Aunque sea sólo unasimple doncella…

—¿Simple? —dice él—. ¿Doncella?George le mira furioso.—El cardenal nunca dijo eso.—No en ese momento, de acuerdo.—Vuelvo a ser Harry Percy.

«Aunque ella sea sólo una simpledoncella y su padre sólo un caballero, sulinaje es limpio»…

—Ella es algo así como prima delrey, ¿no?

—¿Algo así como prima? —

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Cavendish abandona de nuevo su papel,indignado—. Su Eminencia el cardenalhabría desplegado su linaje ante él, todosegún lo consignan los heraldos.

—¿Qué debo hacer, pues?—¡Sólo fingir! Veamos: «Sus

antepasados no carecen de mérito»,alega el joven Percy. Pero cuanto mayores la firmeza con que habla el muchacho,mayor es la indignación del cardenal. Elmuchacho dice: «Hemos hecho uncontrato de matrimonio, que es tanválido como un matrimonio auténtico»…

—¿Lo hace? Quiero decir, ¿lo hizo?—Sí, ése era el sentido que tenía.

Tan válido como un matrimonio

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auténtico.—¿Y qué hizo entonces Su

Eminencia?—Dijo: «Dios santo, muchacho,

¿qué me decís? Si habéis incurrido enese proceder extraviado, el rey ha desaberlo. Mandaré llamar a vuestro padrey veremos entre nosotros cómo podemosanular esa locura».

—¿Y qué dijo Harry Percy?—No mucho. Bajó la cabeza.—Me pregunto si la chica le tenía

algún respeto.—No se lo tenía. Le gustaba el

título.—Comprendo.

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—Así que entonces el padre delmuchacho bajó del norte…, ¿seréis elconde o el muchacho?

—El muchacho. Ahora ya sé cómohacerlo.

Se levanta y adopta un airearrepentido. Al parecer, el conde y elcardenal habían mantenido una largaconversación en una larga galería; luego,tomaron un vaso de vino. Debía de seralgo fuerte. Las pisadas del conderesonaron en la galería. Luego sesentaron, dijo Cavendish, en un bancodonde solían descansar los sirvientesentre tarea y tarea. El conde pidió que suheredero compareciese ante él. Y le

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reprendió delante de los sirvientes.—«Señor —dice Cavendish—.

Siempre habéis sido un derrochadormanirroto, engreído, presuntuoso yarrogante…» Buen comienzo, ¿no?

—Me gusta cómo recordáis laspalabras exactas —dice él—. ¿Lasanotasteis entonces? ¿O es que ospermitís ciertas licencias?

—Nadie supera el poder de vuestramemoria —dice Cavendish conexpresión maliciosa—. Su Eminenciapide las cuentas de algo y, sea lo quesea, las sabéis al dedillo.

—Tal vez las invente.—Oh, no lo creo. —Cavendish se

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sobresalta—. No podríais hacerlomucho tiempo.

—Tengo un método para recordar.Lo aprendí en Italia.

—Hay gente en esta casa y en otrossitios que daría mucho por saber todo loque aprendisteis en Italia.

Él asiente. Por supuesto que loharían.

—Pero, veamos, ¿dónde estábamos?Harry Percy, que está prácticamentecasado, según decís, con lady AnaBolena, se halla en presencia de supadre, y el padre dice…

—Que si heredase él el título seríala destrucción de su noble casa… Él

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sería el último conde deNorthumberland. Y «Alabado sea Dios—le dice—, tengo más hijos paraelegir…». Y se va, haciendo resonar suspisadas en la galería. Y el muchacho sequeda allí, llorando. Había entregado sucorazón a lady Ana. Pero el cardenal lecasó con Mary Talbot, y ahora están tantristes como el amanecer del miércolesde Ceniza. Y lady Ana dijo —todos nosreímos entonces—, dijo que si algunavez podía darle un disgusto a SuEminencia, lo haría. ¿Os imagináis cómonos reímos? ¡Una mozuela cetrina, conperdón, la hija de un caballero,amenazar a monseñor! ¡Estaba

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desesperada porque no podía conseguirun conde! Pero entonces no podíamossaber cómo subiría y subiría.

Él sonríe.—Así que decidme —continúa

Cavendish—, ¿qué fue lo que hicimosmal? Os lo diré. Nos equivocamosdesde el principio. El cardenal, el jovenHarry Percy, su padre, vos, yo… Porquecuando el rey dijo: «Lady Ana no va acasarse en Northumberland», yo creoque el rey ya había puesto los ojos enella, que los tenía puestos en ella desdeel principio.

—¿Mientras estaba con Maríapensaba en su hermana Ana?

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—¡Sí, sí!—Me pregunto —dice él— cómo es

posible que, aunque toda esa gente creasaber lo que complace al rey, élencuentre a cada paso obstáculos que leimpiden conseguirlo.

Frustrado a cada paso: enloquecidoy perplejo. Lady Ana, a quien ha elegidopara que le divierta, mientras abandonaa la esposa anterior y llega la nueva, seniega en redondo a complacerle. ¿Cómopuede negarse? Nadie lo sabe.

Cavendish parece abatido porque nohan continuado con la representación.

—Debéis de estar cansado —dice.—No, sólo estoy pensando. Cómo es

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posible que Su Eminencia… —Errara elblanco, quiere decir. Pero no es unaforma respetuosa de hablar de uncardenal. Alza la vista—. Continuad.¿Qué pasó luego?

En mayo de 1527, el cardenal,sintiéndose presionado e irritado, creauna comisión investigadora en YorkPlace para examinar la validez delmatrimonio del rey. Es una comisiónsecreta; no se requiere la comparecenciade la reina, ni siquiera que estérepresentada; ni se supone que tenga quesaberlo, aunque toda Europa lo sabe. Es

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a Enrique a quien se ordena comparecer,y presentar la dispensa que le permitiócasarse con la viuda de su hermano. Lohace, y está convencido de que lacomisión considerará nulo el documentopor una razón u otra. Wolsey estádispuesto a declarar que el matrimoniopuede considerarse dudoso. Pero le dicea Enrique que no sabe lo que el tribunallegatino puede hacer por él, tras estepaso preparatorio, porque seguramenteCatalina apelará a Roma.

Catalina y el rey han vivido seisveces (que se sepa) la esperanza de unheredero.

—Recuerdo al niño del invierno —

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dice Wolsey—. Supongo que no habíaisregresado a Inglaterra aún, Thomas. Lareina se vio afectada inesperadamentepor dolores y el príncipe nació antes detiempo, justo con el nuevo año. Lo tuveen mis brazos cuando contaba menos deuna hora de vida; la cellisca golpeabalas ventanas, la luz del fuego iluminabala cámara, había empezado a oscurecera las tres de la tarde, y la nieve cubrióaquella noche las huellas de aves yanimales, todas las señales del viejomundo se borraron, y todo nuestro dolorquedó abolido. Le llamamos el príncipedel Año Nuevo. Decíamos que sería elmás rico, el más bello, el más piadoso.

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Se iluminó todo Londres paracelebrarlo… El príncipe respirócincuenta y dos días, y yo los contétodos. Creo que si hubiese vivido,nuestro rey podría haber sido, no digoque mejor rey, pues eso sería imposible,pero sí un cristiano más satisfecho.

El niño siguiente fue un varón quemurió al cabo de una hora. En 1516nació una hija, la princesa María,pequeña pero vigorosa. Al añosiguiente, la reina perdió un varón. Otraprincesita vivió sólo unos días; sehabría llamado Elizabeth, como lamadre del rey.

El rey habla a veces de su madre,

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dice el cardenal, Elizabeth Plantagenet,y se le llenan los ojos de lágrimas. Fue,¿sabéis?, una dama de gran belleza yserenidad, que aceptó con mansedumbrelas desgracias que Dios le envió. Ella ysu esposo el rey se vieron bendecidoscon muchos hijos, y algunos murieron.Pero, dice Enrique, mi hermano Arturoles nació a mis padres al año de casarse,y le siguió al poco tiempo otro hijovarón bien parecido, que era yo. Así que¿por qué me he quedado yo después deveinte años sólo con una hija frágil conla que cualquier ráfaga de viento puedeacabar?

Ahora, esta pareja que lleva tanto

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tiempo casada se siente acongojada poruna confusa conciencia de pecado. Talvez, algunos se pregunten si no sería unfavor dejarles libres. «Dudo queCatalina piense así —dice el cardenal—. Si la reina tiene un pecado en laconciencia, creedme, lo confesará.Aunque le lleve los próximos veinteaños.» ¿Qué he hecho yo?, preguntaEnrique al cardenal. ¿Qué he hecho yo,qué ha hecho ella, qué hemos hechojuntos? No hay ninguna respuesta quepueda darle el cardenal, aunque sucorazón sangra por su príncipe, el másbenévolo; no hay ninguna respuesta quepueda dar y detecta algo no del todo

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sincero en la pregunta; piensa, aunque nolo dirá, salvo en una habitaciónpequeña, a solas con el administrador detodos sus negocios, que ningún hombreracional podría adorar a un Dios tanpuramente vengativo, y él cree que elrey es un hombre racional.

—Considerad los ejemplos quetenemos ante nosotros —dice—. El deánColet, ese gran erudito. Fue uno de losveintidós hijos de sus padres y el únicoque sobrevivió a la infancia. Algunosdirían que para provocar semejantecastigo de lo alto, sir Henry Colet y suesposa debían de ser monstruos deperversión, los más infames en toda la

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Cristiandad. Pero, en realidad, sir Henryfue alcalde de Londres…

—Dos veces.—… e hizo una gran fortuna, por lo

que yo diría que el Todopoderoso no ledesdeñó ni mucho menos; sino querecibió todas las señales del favordivino.

La mano de Dios no mata a nuestroshijos. Los matan la enfermedad, elhambre y la guerra, las mordeduras derata, el aire malsano y las miasmas delas fosas de los apestados; las malascosechas, como la de este año y la delaño pasado; y las nodrizas descuidadas.

—¿Qué edad tiene ahora la reina?

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—le pregunta a Wolsey.—Unos cuarenta y dos años,

supongo.—¿Y el rey dice que no puede tener

más hijos? Mi madre tenía cincuenta ydos cuando nací yo.

—¿Estáis seguro? —le pregunta elcardenal, mirándolo fijamente; y se echareír, una risa alegre y fácil que hacepensar que es bueno ser príncipe de laIglesia.

—Bueno, más o menos, en realidad.Unos cincuenta.

Esas cosas nunca estaban claras enla familia Cromwell.

—¿Y ella sobrevivió a la prueba?

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¿Lo hizo? Os felicito a los dos. Pero nose lo contéis a la gente, ¿eh?

El único resultado vivo de los partosde la reina Catalina es la diminutaMaría, que en realidad no es unaprincesa completa, sino como muchodos tercios de una. Él la había vistocuando estuvo en la corte con elcardenal, y le pareció que era deltamaño de su hija Anne, que tiene dos otres años menos.

Anne Cromwell es una niña fuerte.Podría comerse a una princesa paradesayunar. Como el Dios de san Pablo,ella no hace acepción de personas, yclava fríamente los ojos pequeños y

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firmes como los de su padre en quienesla contrarían; el chiste de la familia escómo será Londres cuando nuestra Annesea alcalde de la ciudad. María Tudores una muñeca pálida y avispada, decabello castaño oscuro, que habla conmás gravedad que la mayoría de losobispos. Apenas había cumplido losdiez años cuando su padre la envió aLudlow a recibir a la corte comoPrincesa de Gales. Allí era dondehabían llevado a Catalina antes decasarse; donde había muerto su primermarido; donde había estado a punto demorir ella misma en la epidemia deaquel año, y donde permaneció

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despojada, debilitada y olvidada, hastaque la esposa del viejo rey pagó de supeculio para que la llevaran de nuevo aLondres, en una larga sucesión dedolorosos días, en una litera. Catalinahabía ocultado (oculta tanto) su dolorpor tener que separarse de su hija. Ellaes, además, hija de una reina reinante.¿Por qué María no habría de regirInglaterra? Ella lo había consideradouna señal de que el rey estaba contento.

Pero ahora sabe que no es así.

En cuanto se convoca la audienciasecreta, Catalina empieza a dar rienda

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suelta a los agravios acumulados. Segúnella, todo es culpa del cardenal. «Os lodije —comenta Wolsey—. Os dije quepasaría. ¿Va a buscar la mano del rey enello? ¿La voluntad del rey? No, ella nopuede hacerlo. Porque para ella el reyes inmaculado.»

La reina afirma que Wolsey, desdeque ascendió a ese cargo que ocupa alservicio del rey, intenta arrebatarle sulegítimo puesto como confidente yasesora de Enrique. Ha empleado todoslos medios a su alcance para apartarmedel rey, proclama, para que no sepanada de sus proyectos y así podercontrolarlo todo él, el cardenal. Ha

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impedido mis reuniones con elembajador de España. Ha puesto espíasen mi casa: todas mis damas son espíassuyas.

El cardenal dice cansinamente:nunca he favorecido a los franceses, nitampoco al emperador. He favorecido lapaz. No he impedido que viese alembajador español, sólo le hice larazonable petición de que no lo viese asolas, para poder tener algún control delas insinuaciones y mentiras que él letransmite. Las damas de su casa sonnobles inglesas que tienen derecho aservir a su reina; después de casi treintaaños en Inglaterra, ¿iba a tener sólo

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españolas? En cuanto a lo de apartarladel lado del rey, ¿cómo podría hacerlo?Durante muchos años él decía siempre:«La reina tiene que ver esto» y «ACatalina le gustará enterarse de esto.Hay que comunicárselo enseguida».Nunca hubo una dama que conociesemejor las necesidades de su marido.

Ella las conoce. Por primera vez, seniega a someterse a ellas.

¿Está obligada una mujer a laobediencia conyugal cuando el resultadoserá verse privada de la condición deesposa? Él, Cromwell, admira aCatalina: le gusta verla moverse por lospalacios reales, tan ancha como alta,

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embutida en trajes tan cargados depiedras preciosas que más parecendestinados a resistir golpes de espadaque a adornar. Lleva el cabello castaño,descolorido y veteado de canas,recogido en la toca como modestas alasde un gorrión urbano. Bajo los trajes,viste un hábito de monja franciscana.Procurad siempre, dice Wolsey,averiguar lo que lleva la gente debajo dela ropa. En una anterior etapa de la vida,esto le habría sorprendido; él habíacreído que la gente no llevaba nadadebajo de la ropa.

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Hay muchos precedentes que puedenayudar al rey en sus propósitos actuales.A Luis XII se le permitió anular elmatrimonio con su primera esposa. Máscerca de nosotros, su hermana Margaret,viuda del rey de Escocia, se divorció desu segundo marido y volvió a casarse. Yel gran amigo y ahora cuñado deEnrique, casado con su hermana menor,María, se deshizo de un enlace anterioren circunstancias que no resistirían unainvestigación.

Pero a esto se opone el hecho de quela Iglesia no se dedica a romper

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matrimonios establecidos ni a declararilegítimos a los hijos. Si la dispensafuese errónea técnicamente o decualquier otro modo, ¿por qué no puedeenmendarse con una nueva? El papaClemente debe de pensar lo mismo, diceWolsey.

Cuando lo dice, el rey grita. Élpuede hacer caso omiso de los gritos;uno se acostumbra, y observa cómo secomporta el cardenal mientras descargala tormenta; con una leve sonrisa, cortés,pesaroso, aguarda a que llegue la calma.Pero Wolsey se inquieta mientras esperaque la hija de sir Thomas (no la fácil,sino la más joven, la de pecho liso) deje

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de una vez sus evasivas y complazca alrey. Si lo hiciese, el monarca adoptaríauna visión más grata de la vida yhablaría menos de su conciencia. Al finy al cabo, cómo podría hacerlo en plenoenamoramiento. Algunos dicen que ellaquiere ser la nueva esposa, lo cual esridículo, dice Wolsey, pero, bueno, elrey está encaprichado, así que quizá noponga reparos, al menos delante de ella.Él ha llamado la atención del cardenalhacia el anillo de esmeraldas que luceahora lady Ana, y le ha indicado suprocedencia y valor. El cardenal semostró muy sorprendido.

Después del desastre de Harry

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Percy, el cardenal había conseguido queenviasen a Ana a la casa de su familiaen Hever, pero ella se las arregló paravolver a la corte con las damas de lareina, y ahora él no sabe nunca dóndeestá, ni si dejará de tener a Enrique a sualcance, porque la sigue de un lugar aotro. Piensa en llamar a su padre, a sirThomas, y hablar de nuevo con él, pero—incluso sin mencionar el antiguorumor sobre Enrique y lady Bolena—¿cómo puedes explicarle a un hombreque, puesto que su primera hija es unaputa, la segunda ha de serlo también? Escomo insinuar que se trata de unaespecie de negocio de la familia en el

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que él las va introduciendo.—Sir Thomas no es rico —dice él

—. Yo se lo plantearía. Le haría unapropuesta. La columna del haber. La deldébito.

—Sí, claro —dice el cardenal—,pero vos sois el maestro de lassoluciones prácticas, mientras que yo,como eclesiástico, he de poner cuidadoen no aconsejar activamente que mimonarca emprenda el camino deladulterio deliberado.

Mueve las plumas sobre elescritorio, revuelve unos papeles.

—Thomas, si estuvieseis algunavez…, ¿cómo lo diría?

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Él no puede imaginar lo que dirá elcardenal a continuación.

—Si estuvieseis alguna vez próximoal rey, si descubrieseis, por ejemplo,cuando yo haya muerto…

No es fácil hablar de la inexistencia,aunque se haya encargado ya elsepulcro. Wolsey no puede imaginar unmundo sin Wolsey.

—Oh, bueno. Sabéis que siemprepreferiría que estuvieseis a su servicio,y nunca os lo impediría, pero elproblema es…

Putney, quiere decir. Es la crudarealidad. Y como él no es eclesiástico,no hay títulos eclesiásticos que la

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suavicen como han suavizado la crudarealidad de Ipswich.

—Me pregunto —dice Wolsey— sitendríais paciencia con nuestrosoberano. Cuando es medianoche y élestá bebiendo y riendo con Brandon, ocantando, los documentos del día sinfirmar aún, y cuando le presionas, tedice: ahora me voy a la cama, mañanavamos de caza… Si se os ofreciese laoportunidad de servirle, tendríais queaceptarle como es, un príncipe amantede los placeres. Y él tendría queaceptaros como sois, que es más biencomo uno de esos fornidos perros depelea que la gente baja lleva por ahí

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sujetos con correa. No es que carezcáisde cierto esporádico atractivo, Tom.

La idea de que él o algún otrollegase a tener el control que tieneWolsey sobre el rey es más o menos tanprobable como que Anne Cromwellllegue a ser alcalde. Pero él no lorechaza del todo. Todos conocemos lahistoria de Juana de Arco. Y el asuntono tiene por qué acabar en la hoguera.

Vuelve a casa y le cuenta a Liz lo delos perros de pelea. A ella también leparece muy adecuado. No le cuenta lodel esporádico atractivo, porque es algoque sólo puede apreciar el cardenal.

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La comisión investigadora está apunto de completar su tarea, dejando elasunto para asesoramiento posterior,cuando llega de Roma la noticia de quelos soldados alemanes y españoles delemperador, que llevan meses sin cobrarla paga, se han sublevado y han invadidola Ciudad Santa, pagándose ellosmismos con el saqueo los tesoros y eldestrozo de las obras de arte. Ataviadossatíricamente con vestimentas robadas,han violado a las esposas y vírgenes deRoma. Han tirado al suelo estatuas ymonjas, aplastándoles la cabeza. Unsoldado raso ha robado la punta de lalanza que abrió el costado a Cristo y la

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ha colocado en el asta de su armaasesina. Sus camaradas han destrozadolas tumbas antiguas y han sacado losrestos humanos para que el vientodisperse las cenizas. El Tíber está llenode cadáveres recientes, los acuchilladosy estrangulados se balancean en el aguagolpeando las orillas. La noticia másdolorosa es que han hecho prisionero alpapa. Como el joven emperador Carlosestá nominalmente al cargo de esastropas y se supone que impondrá suautoridad y sacará provecho de lasituación, no se sigue adelante con lacausa conyugal del rey Enrique. Carloses sobrino de la reina Catalina, por lo

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que parece improbable que, mientrasesté en manos del emperador, el papaClemente juzgue favorablementecualquier apelación que presente ellegado de Inglaterra.

Según Thomas Moro, las tropasimperiales se divierten asando niñosvivos en espetones. ¡Muy propio de él!,dice Thomas Cromwell. Los soldadosno hacen eso. Están demasiadoocupados arramblando con todo lo quepueden convertir en dinero contante ysonante.

Es bien sabido que Moro llevadebajo de la ropa un jubón de tela decrin. Se azota con un pequeño flagelo,

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como los que usan algunas órdenesreligiosas. Lo que ocupa el pensamientode él, Thomas Cromwell, es que alguienhace esos instrumentos de tortura diaria.Alguien peina la crin de caballo enásperos mechones, los anuda y corta laspuntas sabiendo que su objetivo es quese rompan bajo la piel y la irriten enllagas supurantes. ¿Son monjes los quelos hacen, anudando y cortando,arrastrados por un arrebato de rectitud,riéndose al pensar en el dolor quecausarán a desconocidos? ¿Son simplesaldeanos, pagados…?, ¿a cuánto ladocena? ¿Y por hacer flagelos connudos encerados? ¿Mantiene esa tarea

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ocupados a los campesinos los largosmeses de invierno? Cuando les ponen enla mano el dinero por su honradotrabajo, ¿piensan en las manos queadquirirán el producto?

No tenemos que invitar al dolor,piensa él. Nos espera y llegará tarde otemprano. Preguntádselo a las vírgenesde Roma.

Él piensa, también, que la gentedebería encontrar mejores trabajos.

Demos un paso atrás y examinemosla situación, dice el cardenal en estepunto. Le aqueja cierta alarma auténtica.

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Siempre ha sabido que uno de lossecretos para lograr la estabilidad deEuropa es la independencia delpontificado, que esté libre del control deFrancia y del emperador. Pero su menteágil ya está pensando en conseguiralguna ventaja para Enrique.

Supongamos, dice, pues en estacrisis será en mí en quien piense el papaClemente para mantener unida laCristiandad, supongamos, digo, quecruzo el Canal, paro en Calais atranquilizar a los nuestros y acallarrumores inútiles, y a continuación meadentro en Francia y celebroconversaciones con el rey, sigo luego

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hasta Aviñón, donde saben alojar a unacorte pontificia y donde los carniceros ylos panaderos, los fabricantes de velas,los posaderos e incluso las putas hanvivido todos estos largos años con laesperanza de que llegue una. Yoinvitaría a los cardenales a reunirseconmigo y a celebrar un concilio pararesolver el problema de cómo deberegirse la Iglesia mientras Su Santidadpadece la hospitalidad del emperador.Si entre las cuestiones que se planteasenen el concilio figurase el asunto privadodel rey, ¿estaría justificado mantener aun monarca tan cristiano esperando aque se resolviesen los acontecimientos

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militares de Italia? ¿No podríamosdecidir nosotros? No tendría por quéhallarse fuera del alcance del ingenio delos hombres o de los ángeles enviar unmensaje al papa Clemente, aunque estécautivo, y que esos mismos hombres oángeles volvieran con un mensaje, quesin duda respaldaría nuestra decisión,pues habremos tenido en cuenta todoslos hechos. Y cuando, por supuesto a sudebido tiempo (y cómo esperamos todosese día), el papa Clemente recupere suplena libertad, estará tan agradecido porel buen orden mantenido en su ausenciaque cualquier pequeña cuestión defirmas y sellos será puro trámite. Y

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voilà: el rey de Inglaterra estará soltero.

Antes de que eso ocurra, el rey ha dehablar con Catalina. No puede pasarseel tiempo cazando en otro sitio mientrasella le espera paciente, implacable,reservándole un lugar para la cena ensus aposentos privados. Es el mes dejunio de 1527. Con la barba biencortada y rizada, alto y apuesto aún si sele observa desde ciertos ángulos,vestido de seda blanca, el rey se dirige alos aposentos de su esposa. Avanza enuna nube perfumada de esencia de rosas,como si poseyese todos los rosales,

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todas las noches estivales.El rey habla con voz grave, cortés,

persuasiva y apesadumbrada. Si fueselibre, dice, si no hubiese ningúnimpedimento, la elegiría a ella poresposa entre todas las mujeres. Noimportaría la falta de hijos; cúmplase lavoluntad de Dios. Nada le gustaría tantocomo volver a casarse con ella;legalmente, esta vez. Pero es imposible.Ella fue la esposa de su hermano. Suunión ha contravenido la ley divina.

Puede oírse lo que respondeCatalina. Esa ruina de cuerpo, sujeto porcintas y corsés, contiene una voz quepuede oírse desde Calais: resuena de

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aquí a París, de aquí a Madrid, a Roma.Ella insiste en su posición, se vale desus derechos. Vibran las ventanas deaquí a Constantinopla.

Menuda mujer, comenta ThomasCromwell en español, sin dirigirse anadie en particular.

A mediados de julio, el cardenalestá haciendo los preparativos para latravesía del Canal Estrecho. El tiempocálido ha traído a Londres la fiebre delsudor, y la ciudad se está quedandovacía. Algunos ya han enfermado ymuchos creen que lo están: se quejan de

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dolor de cabeza y de dolores en lasextremidades. En las tiendas sólo sehabla de píldoras e infusiones y losfrailes hacen en las calles un lucrativocomercio de santas medallas. Esta pestellegó hasta nosotros el año 1485, con losejércitos que nos trajo el primer EnriqueTudor. Ahora, llena los cementerioscada pocos años. Mata en un día. Tancontento al desayuno, dicen, y muerto almediodía.

Así que el cardenal deja la ciudadcon alivio, aunque no puede embarcarsin el séquito que corresponde a unpríncipe de la Iglesia. Tiene queconvencer al rey Francisco de los

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esfuerzos que ha de hacer en Italia paraliberar al papa Clemente mediante unaintervención militar; debe garantizarle laamistad y la ayuda del rey de Inglaterra,pero sin comprometer soldados nifondos. Si Dios le proporciona vientofavorable, traerá no sólo una anulaciónsino también un tratado de ayuda mutuaentre Inglaterra y Francia, un tratado quehará temblar la gran mandíbula deljoven emperador y arrancará unalágrima de sus pequeños ojos deHabsburgo.

Así que ¿por qué no está másanimado mientras recorre a grandeszancadas su cámara privada de York

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Place? «¿Qué conseguiré yo, Cromwell,si logro cuanto pido? La reina, a quienno le gusto, quedará relegada, y, si elrey persiste en su locura, entrarán losBolena, a quienes tampoco les gusto. Lamuchacha está contra mí, hemenospreciado a su padre durante años,y su tío, Norfolk, se alegraría mucho deverme muerto en una fosa. ¿Creéis quecuando regrese habrá terminado estapeste? Dicen que todos estos castigosfatídicos proceden de Dios. Pero yo nopuedo pretender conocer sus designios.Vos, por vuestra parte, deberíaisabandonar la ciudad mientras yo estéfuera.»

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Él suspira; ¿son los asuntos delcardenal su única ocupación? No; elcardenal sólo es el patrón que requiereatención más constante. El negocio crecesin cesar. Cuando trabaja para elcardenal, en Londres o en otro lugar,corre con sus gastos y los del personalal que manda ocuparse del asunto deWolsey. El cardenal dice: cobraos vosmismo, y confía en que añada unporcentaje justo. No pone objeciones,porque lo que es bueno para ThomasCromwell es bueno para ThomasWolsey, y viceversa… Su actividadcomo abogado es próspera, y puedeprestar dinero a interés, y negociar

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préstamos mayores en el mercadointernacional, cobrando honorarioscomo agente. El mercado es volátil (lasnoticias de Italia nunca son buenas dosdías seguidos), pero lo mismo que hayhombres con buena vista para la carnede caballo o para el engorde del ganado,él la tiene para el riesgo. Hay una seriede nobles que están endeudados con él,no sólo por negociarles préstamos, sinopor hacer que sus fincas rindan más. Nose trata de las exacciones de losarrendatarios, sino, en primer lugar, dedar al propietario de la tierra un informepreciso del valor de la misma, de lascosechas que produce, del suministro de

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agua y de los inmuebles, y valorar luegoel potencial de todo eso. Después, hayque colocar a personas inteligentescomo administradores de las fincas, yestablecer además un sistema contableque dé cuenta del año y pueda revisarse.Entre los comerciantes de la ciudad, sesolicita su consejo sobre posiblessocios comerciales en el extranjero.Tiene también una actividad secundariade arbitraje, principalmente en pleitoscomerciales, pues su habilidad paravalorar los hechos del caso y emitir unaresolución rápida e imparcial se estimaaquí, en Calais y en Amberes. Si tú y tuadversario podéis poneros de acuerdo al

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menos en que es necesario ahorrar elcoste y las dilaciones de una vistajudicial, Cromwell es sin duda, por unprecio, vuestro hombre; y tiene el gratoprivilegio, con bastante frecuencia, deque ambas partes se sientan satisfechascon su intervención.

Éstos son días buenos para él: cadauno, una lucha que puede ganar. «Aúnsirviendo a vuestro dios hebreo, segúnveo —comenta sir Thomas Moro—. Avuestro ídolo Usura, quiero decir.» Perocuando Moro, un erudito venerado entoda Europa, despierta en Chelsea parasus oraciones matutinas en latín, él sedespierta a un Creador que habla el

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rápido dialecto de los mercados; cuandoMoro se prepara para administrarse unasesión de latigazos, él y Rafe corren aLombard Street para ver los tipos decambio del día. No es que él corrarealmente: una antigua herida se loimpide a veces, y, cuando se cansa,tuerce un pie hacia dentro, como si fuesea desandar lo andado. Se comenta que esel legado de un verano con CesareBorgia. Le gustan las historias quecuentan sobre él. Pero ¿dónde estáCesare ahora? Ha muerto.

«¿Thomas Cromwell? —dice lagente—. Un hombre de gran ingenio. Sesabe de memoria el Nuevo Testamento.»

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Es el hombre adecuado si surge unadiscusión sobre Dios; es el hombreadecuado para decirles a tusarrendatarios doce buenas razones porlas que sus alquileres son justos. Es elhombre adecuado para deshacer unembrollo legal que te ha atrapado tresgeneraciones, o para convencer a tugimoteante hijita de que acepte unmatrimonio que jura que nunca aceptará.Es afable y tolerante con los animales,las mujeres y los litigantes timoratos;pero hace llorar a tus acreedores. Puedeconversar contigo sobre los Césares oproporcionarte cristalería veneciana aun precio muy razonable. Nadie le

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supera hablando, si quiere hablar. Nadiecomo él para conseguir que la gente nopierda la cabeza, cuando los mercadosse hunden y los hombres, llorosos,rompen letras de crédito en la calle.

—Liz, creo que en un año o dosseremos ricos —dice una noche.

Ella está bordando camisas paraGregory con un diseño de hilo negro; esel mismo que usa la reina, que le hacelas camisas al rey.

—Si yo fuese Catalina, dejaría laaguja en ellas —dice él.

—Sé que lo harías —dice ella,sonriendo.

Lizzie guardó silencio, con tristeza,

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cuando él le contó lo que había dicho elrey en su conversación con Catalina. Lehabía dicho que tenían que separarse, ala espera de un juicio sobre sumatrimonio; ¿se retiraría ella entoncesde la corte? Catalina había dicho que no;que eso no sería posible; dijo quepediría consejo a los especialistas enderecho canónico, y que él, por su parte,debería buscar mejores abogados ymejores sacerdotes; y luego, cuandocesaron los gritos, la gente que tenía lasorejas pegadas a las paredes había oídollorar a Catalina. «A él no le gusta queella llore.»

—Los hombres dicen que no les

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gusta ver llorar a las mujeres comoquien dice que no le gusta que llueva. —Liz intenta alcanzar las tijeras—. Comosi el que lloraran no tuviese nada quever con ellos. Como si fuese sólo una deesas cosas que pasan.

—Yo nunca te he hecho llorar,¿verdad?

—Sólo de risa —dice ella.La conversación se desvanece en un

silencio cómodo; ella borda sus propiospensamientos; él piensa en lo que harácon su dinero. Está costeando losestudios de dos jóvenes estudiantes, queno pertenecen a la familia, en laUniversidad de Cambridge; dar es

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bendición para el que da. Podríaaumentar esas donaciones, piensa.

—Creo que debería hacer testamento—dice.

Liz busca su mano.—Tom, no te mueras.—Santo cielo, no, no tengo intención

de hacerlo.Tal vez no sea rico todavía, piensa,

pero soy afortunado. Mira cómo melibré de las botas de Walter, del veranode Cesare y de una serie de malasnoches en las callejas. Se supone quelos hombres quieren transmitir lo quesaben a sus hijos; él daría muchas cosaspor proteger a su hijo de una cuarta

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parte de lo que conoce. ¿De dóndeprocede ese carácter dulce de Gregory?Debe de ser el resultado de lasoraciones de su madre. RichardWilliams, el hijo de Kat, es agudo, deingenio vivo y atrevido. Christopher, elhijo de su hermana Bet, también es listoy voluntarioso. Y luego tiene a RafeSadler, en el que confía como confiaríaen un hijo; no es una dinastía, piensa,pero es un principio. Y los momentostranquilos como éste son raros, porquesu casa está todos los días llena degente, de personas que quieren teneracceso al cardenal. Hay artistasbuscando un encargo. Hay solemnes

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eruditos flamencos con libros bajo elbrazo y mercaderes de Lübeck quedesgranan parsimoniosamente solemneschistes germánicos; hay músicos entránsito afinando extraños instrumentos,y ruidosos cónclaves de agentes de losbancos italianos; hay alquimistas queofrecen recetas y astrólogos que ofrecendestinos favorables, y solitarioscomerciantes de pieles polacos que hanestado vagando de un lado para otro enbusca de alguien que hable su idioma;hay impresores, grabadores, traductoresy cifradores; y poetas, diseñadores dejardines, cabalistas y geómetras. ¿Dóndeestán esta noche?

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—Chiss —dice Liz—. Escucha lacasa.

Al principio, no se oye nada. Luegocrujen las maderas, respiran. En laschimeneas se agitan pájaros anidados.Sopla una brisa que llega del río y agitalevemente las copas de los árboles. Larespiración de niños dormidos,imaginada desde otras habitaciones.

—Vamos a la cama —dice él.El rey no puede decírselo a su

esposa. Ni, con resultado positivo, a lamujer que dicen que ama.

Las muchas valijas del cardenal

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salen hacia Francia; su séquito excedepoco en esplendor a aquel con que cruzósiete años atrás camino del Campo de laTela de Oro. Su itinerario es pausado,antes de embarcar: Dartford, Rochester,Faversham, Canterbury durante tres ocuatro días, oraciones en la tumba deBecket.

Así que, Thomas, dice, si os enteráisde que el rey ha tenido a Ana, enviadmeuna carta el mismo día. Sólo lo creeré sime lo decís vos. ¿Cómo sabréis si hasucedido? Yo diría que lo sabréis por surostro. ¿Y si no tengo el honor de verlo?Buena pregunta. Ojalá os hubiesepresentado a él; debería haber

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aprovechado la oportunidad cuando latuve.

—Si el rey no se cansa de Anaenseguida —le dice él al cardenal—, noveo lo que podéis hacer. Sabemos quelos príncipes hacen lo que quieren ynormalmente es posible adornar susactos. Pero ¿qué podéis decir de la hijade sir Thomas? ¿Qué le aporta ella?Ningún tratado. Ningún territorio.Ningún dinero. ¿Cómo vais a poderpresentarlo como un enlace digno?

Wolsey está sentado con los codosapoyados en el escritorio, se acariciacon los dedos los párpados cerrados.Tras una gran inspiración, empieza a

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hablar: empieza a hablar sobreInglaterra.

Es imposible conocer Albión, dice,sin remontarse a la época en que aún nose había concebido. Antes de laslegiones de César, a los tiempos en quelos huesos de hombres y animalesgigantes yacían sobre la tierra en la quese edificaría más tarde la ciudad deLondres. Hay que retroceder hasta laNueva Troya, la Nueva Jerusalén y lospecados y crímenes de los reyes quecabalgaron bajo los estandartes hechosjirones de Arturo y que se casaron conmujeres que salieron del mar o nacieronde huevos, mujeres con escamas y aletas

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y plumas; al lado de las cuales, dice, noresulta ya tan insólito el enlace con Ana.Son viejas historias, dice, pero algunaspersonas, no lo olvidemos, creen enellas.

Habla de las muertes de los reyes:de cómo desapareció Ricardo II en elcastillo de Pontefract, donde murió dehambre o fue asesinado; de cómo murióde lepra Enrique IV, el usurpador, unaenfermedad que le consumió y le marcóel cuerpo hasta que era del tamaño de unenano o un niño. Habla de las victoriasdel quinto Enrique en Francia, y elprecio, no en dinero, que hubo que pagarpor Agincourt. Habla de la princesa

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francesa con la que el gran príncipe secasó; era una dulce dama, pero su padreestaba loco y creía estar hecho decristal. De ese matrimonio (Enrique V yla Princesa de Cristal) nació otroEnrique que gobernó una Inglaterraoscura como el invierno, fría, estéril,calamitosa. Eduardo Plantagenet, hijodel duque de York, llegó como elanuncio de la primavera: había nacidobajo el signo de Aries, el signo bajo elcual se hizo el mundo entero.

Cuando Eduardo tenía dieciochoaños, se apoderó del reino, y lo hizo acausa de una señal que recibió. Sussoldados estaban confusos y cansados

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de combatir, era el periodo más sombríode uno de los años más sombríos deDios, y él acababa de recibir una noticiaque debería haberle abatido: su padre ysu hermano más joven habían sidocapturados, escarnecidos y ejecutadospor las fuerzas lancasterianas. Era por laCandelaria; refugiado en su tienda consus generales, rezó por las almas de losejecutados. Llegó el día de san Blas: 3de febrero, oscuro y gélido. A las diezde la mañana, aparecieron tres soles enel cielo: tres borrosos discos de plata,nebulosos y relumbrantes entrepartículas de escarcha. Su guirnalda deluz se extendió por los campos

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desolados, por los bosques empapadosde las fronteras galesas, sobre sussoldados desmoralizados, que no habíancobrado sus pagas. Sus hombres searrodillaron a rezar en el suelo helado.Sus caballeros se postraron de hinojosmirando al cielo. La vida entera deEduardo alzó el vuelo y se remontó. Enaquella estela de luz brillante vio sufuturo. Cuando nadie podía ver, él pudo.Y eso es lo que significa ser rey. En labatalla de Mortimer's Cross, hizoprisionero a un Tudor, Owen. Lodecapitó en la plaza del mercado deHereford y clavó su cabeza en la cruzdel mercado para que se pudriera. Luego

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llegó una mujer desconocida con uncuenco de agua y lavó la cabeza; peinóel cabello ensangrentado.

A partir de entonces (el día de sanBlas, con los tres soles brillantes), cadavez que empuñó la espada, lo hizo paraganar. Tres meses después, estaba enLondres y era el rey. Pero no volvió aver el futuro, no con la claridad con quelo había visto aquel año. Desconcertado,anduvo el resto de su reinado a tumbos,como envuelto en niebla. Entregado porcompleto a astrólogos, religiosos ytejedores de fantasías. No se casó comodebería haber hecho, para obtenerventajas en el extranjero, sino que se

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enredó en una serie de compromisosmedio hechos y medio deshechos con unnúmero desconocido de mujeres. Entreellas figuraba una Talbot, Eleanor denombre, y ¿qué había en ella deespecial? Se decía que era descendiente(por línea materna) de una mujer que eraun cisne. ¿Y por qué vinculó su afecto,al final, a la viuda de un caballerolancasteriano? ¿Porque, como pensabala gente, la fría belleza rubia de aquellamujer le aceleraba el pulso? Noexactamente. Fue porque ella decíadescender de la mujer serpiente,Melusina, a la que puede verse enpergaminos antiguos enroscada en el

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tronco del Árbol del Conocimiento ypresidiendo la unión del sol y la luna.Melusina se hizo pasar por princesanormal, mortal, pero, un día, su maridola vio desnuda y descubrió su historia deserpiente. Cuando ella escapó a sudominio, predijo que sus descendientesfundarían una dinastía que reinaríasiempre: poder sin límites, garantizadopor el demonio. Se fue, dice el cardenal,y nadie volvió a verla.

Algunas velas se han apagado;Wolsey no pide más luces.

—Así que ya veis —dice—, losconsejeros del rey Eduardo planeabancasarle con una princesa francesa. Igual

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que yo…, igual que me he propuesto yo.Y mirad lo que pasó en vez de eso.Mirad lo que escogió.

—¿Cuánto hace de eso, de lo deMelusina?

Es tarde. En el gran palacio de YorkPlace reina el silencio. La ciudadduerme. El río se arrastra por suscanales, enloda las orillas. En estascuestiones, dice el cardenal, no haymedida del tiempo. Esos espíritus se nosescurren de las manos y atraviesan lasedades, serpentinos, mudables,taimados.

—Pero la mujer con la que se casóel rey Eduardo… aportó un derecho al

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trono de Castilla, ¿verdad? Muy antiguo,muy oscuro.

El cardenal asiente.—Eso significaban los tres soles: el

trono de Inglaterra, el trono de Francia,el trono de Castilla. Así que cuandonuestro rey actual se casó con Catalina,se estaba aproximando más a susantiguos derechos. No es que nadie,imagino, se atreviese a exponérselo enesos términos a la reina Isabel y al reyFernando. Pero también convienerecordar y mencionar de vez en cuandoque nuestro monarca es soberano de tresreinos. Aunque cada uno tenga el suyo.

—Según vuestro relato, el abuelo

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Plantagenet de nuestro rey decapitó a subisabuelo Tudor.

—Algo que hay que saber, pero queno hay que mencionar.

—¿Y los Bolena? Creía que erancomerciantes, pero ¿debería habersabido que tenían colmillos de serpienteo alas?

—Os reís de mí, señor Cromwell.—En absoluto. Pero necesito la

mejor información, si me dejáis alcuidado de la situación para informaros.

El cardenal habla entonces deasesinato. Habla de pecado: de lo que sedebe expiar. Habla del rey Enrique VI,asesinado en la Torre; del rey Ricardo,

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nacido bajo el signo de Escorpio, elsigno de los tratos secretos, de latribulación y el vicio. En Bosworth,donde murió el nacido bajo Escorpio, seeligieron malas opciones; el duque deNorfolk luchó en el bando perdedor, ysus herederos se vieron privados delducado. Tuvieron que esforzarse muchopara recuperarlo. Si os preguntáis porqué tiembla a veces el Norfolk actualcuando el rey se enfurece, sabed que esporque cree que puede perder todo loque tiene por el capricho de un hombreairado.

El cardenal se da cuenta de que suservidor toma nota mental, y habla de

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los huesos sueltos que tintinean bajo elpavimento de la Torre. Esos huesosenladrillados en las escaleras, envueltosen el barro del Támesis. Habla de losdos hijos desaparecidos del reyEduardo; el más joven, proclive aobstinadas resurrecciones queestuvieron a punto de arrebatar el reinoa Enrique Tudor. Habla de las monedasque acuñó el Pretendiente, en las quefigura estampado su mensaje al reyTudor: «Tenéis los días contados. Se osha pesado en la balanza y os falta peso».

Habla del miedo que imperabaentonces a que volviese la guerra civil.Se acordó el enlace con Catalina, se la

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llamó «Princesa de Gales» desde lostres años; pero antes de que su familia ladejase embarcar en La Coruña,exigieron un precio en carne y hueso.Pidieron que Enrique dirigiese suatención hacia el principal pretendientePlantagenet, el sobrino del rey Eduardoy del malvado rey Ricardo, que llevabaencerrado en la Torre desde los diezaños. Con un poco de presión, el reyEnrique capituló; sacaron a la benditaluz del sol al Rosa Blanca (a losveinticuatro años) para decapitarlo.Pero siempre hay otro Rosa Blanca; losPlantagenet se reproducen aunque no sinsupervisión. Siempre serán necesarias

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las ejecuciones; supongo que hay quetener estómago para ello, dice elcardenal, aunque no sé si yo lo tengo;siempre enfermo cuando hay unaejecución. Rezo por ellos, por esosantiguos difuntos. A veces, rezo inclusopor el malvado rey Ricardo, aunqueThomas Moro me dice que arde en elInfierno.

Wolsey baja la vista, se quedamirándose las manos y da vueltas a susanillos.

—No sé —susurra—. No sé quéserá.

Los que envidian al cardenal dicenque tiene un anillo que permite a su

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propietario volar y provocar la muertede sus enemigos. Detecta los venenos,amansa a las fieras, asegura el favor delos príncipes y protege de morirahogado.

—Supongo que otros lo sabrán,Eminencia. Porque han empleado ahechiceros para intentar copiarlo.

—Yo mismo lo copiaría si supiese.Os daría uno.

—Yo cogí una serpiente una vez. EnItalia.

—¿Por qué lo hicisteis?—Por una apuesta.—¿Era venenosa?—No lo sabíamos. Era el motivo de

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la apuesta.—¿Os mordió?—Claro.—¿Por qué claro?—No merecería la pena contarlo si

no, ¿verdad? Si la hubiese soltado sinmás, ileso.

El cardenal se ríe a su pesar.—¿Qué haré sin vuestra compañía

entre esos franceses hipócritas? —pregunta.

En la casa de Austin Friars, Liz estáen la cama, pero se agita en sueños. Casidespierta, dice el nombre de él y se echa

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en sus brazos. Él le besa el cabello y ledice:

—El abuelo de nuestro rey se casócon una serpiente.

—¿Estoy despierta o dormida? —susurra ella.

Y se aparta de él al momento y sevuelve, estirando un brazo. Él sepregunta qué estará soñando. Se quedadespierto, pensando. Todo lo que hizoEduardo, sus batallas, sus conquistas, lohizo con el respaldo del dinero de losMédici; sus cartas de crédito eran másimportantes que las señales y losmilagros. Si, como dicen muchos, el reyEduardo no era hijo de su padre ni del

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duque de York, si la madre del reyEduardo, como algunos creen, lo habíatenido con un honrado soldado inglés, unarquero llamado Blaybourne, entonces,si Eduardo se casó con una mujerserpiente, su progenie sería… Poco defiar, es lo que se le ocurre. Si hubieraque creer todas las historias antiguas, yalgunos las creen, recordémoslo,entonces nuestro rey sería, por una parte,arquero bastardo, por otra, serpienteoculta y otra parte, galés; y todo él,endeudado con los bancos italianos…También él se desliza en el sueño. Cesael control. Irrumpe el mundo espectral,donde hay páginas de imágenes.

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Procurad saber siempre, dice elcardenal, lo que lleva la gente bajo laropa, porque no lleva sólo la piel.Vuelve al rey del revés, y encontrarás asus ancestros con escamas. Su pielserpentina sólida y caliente.

Cuando vivía en Italia, él habíacogido una serpiente con la mano poruna apuesta, la había sujetado mientrasellos contaban hasta diez. Contaronbastante despacio, en los idiomas másl e nto s : eins, zwei, drei… Cuandollegaron a cuatro, la serpiente sacudió lacabeza asustada y le mordió. Entrecuatro y cinco, él la apretó. Entonces,alguien gritó: «¡Santo cielo, suéltala!».

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Unos rezaban, otros maldecían y otrosseguían contando sin más. La serpienteparecía enferma; cuando llegaron a diez(y sólo entonces), él posó el cuerpoenroscado en el suelo con cuidado ydejó que se deslizara hacia su futuro.

No hubo dolor, pero se veíaclaramente la marca de la mordedura. Lachupó, instintivamente, mordiéndosecasi su propia muñeca. Se fijósorprendido en la carne blanca, inglesa,de la parte interior del brazo; vio lasvenas verdeazuladas y finas en las quela serpiente había deslizado el veneno.

Recogió sus ganancias. Esperabamorir, pero no murió. En realidad, se

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hizo más fuerte, más rápido paraocultarse y más rápido para golpear. Nohabía intendente milanés que pudieseganarle a gritar, ningún capitán bernés asueldo que no retrocediese ante sulúgubre fama de sangre primero y tratodespués. Hoy hace calor, estamos enjulio, él duerme, sueña. En algún lugarde Italia, una serpiente tiene hijos.Llama a sus hijos Thomas. Llevan en suscabezas pinturas del Támesis, de lasorillas cenagosas y poco profundas queestán fuera del alcance de la marea, másallá del chapoteo del agua.

Liz aún duerme cuando él despiertaa la mañana siguiente. Las sábanas están

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húmedas. Está caliente y ruborosa.Tiene la cara tersa como una jovencita.Le da un beso en la frente. Sabe a sal.Ella susurra: «Dime cuándo volverás acasa».

—Liz, no me marcho —dice él—.No me voy con Wolsey.

La deja. Llega el barbero a afeitarle.Se mira los ojos en un espejo bruñido.Parecen muy vivos; ojos de serpiente.Qué sueño tan extraño, se dice.

Cuando baja las escaleras, cree vera Liz siguiéndole. Piensa que ve elbrillo de su gorro blanco. Se vuelve y ledice: «Liz, vuelve a la cama…». Peroella no está allí. Se ha equivocado. Coge

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sus documentos y se va a Gray's Inn.

Es un descanso. No se trata de unasunto jurídico; se discute sobre textos,y sobre el paradero de Tyndale (algúnlugar de Alemania), y el problemainmediato es un colega abogado (así que¿quién dirá que no debería estar allí, enGray's Inn?) llamado Thomas Bilney,que es también eclesiástico, y profesordel Trinity Hall. Le llaman PequeñoBilney, por su baja estatura y susatributos de gusano. Se retuerce sentadoen el banco, hablando sobre su misióncon los leprosos.

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—Para mí las Escrituras son comomiel —dice Pequeño Bilney, moviendosu grueso trasero y sus piernasencogidas—. Estoy ebrio de la palabrade Dios.

—Por Dios, hombre —dice él—. Nocreáis que podéis salir de vuestramadriguera porque el cardenal estéfuera. Pensad que ahora el obispo deLondres tiene las manos libres, por nomencionar a nuestro amigo de Chelsea.

—Misas, ayuno, vigilias, perdonesdel Purgatorio… Todo inútil —diceBilney—. Eso es lo que me ha sidorevelado. En realidad, sólo falta ir aRoma a discutirlo con Su Santidad.

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Estoy seguro de que se dejará convencerpor mi opinión.

—Creéis que vuestro punto de vistaes original, ¿verdad? —dice éllúgubremente—. Aunque tal vez lo sea,padre Bilney, si creéis que el papaaceptaría complacido vuestro consejo enesos asuntos.

Él sale, diciendo: he ahí uno quesaltará a la hoguera si se lo piden.Señores, cuidado con eso. No lleva aRafe a esas reuniones. No llevará aningún miembro de su casa allí dondepueda haber compañías peligrosas. Lacasa de Cromwell es tan ortodoxa comolas demás de Londres, y tan piadosa.

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Ellos tienen que ser irreprochables,dice.

Del resto del día no hay nadamemorable. Habría regresado pronto acasa si no hubiese quedado en verse enel enclave alemán, el Steelyard, con unindividuo de Rostock que llevó consigoa un amigo de Stettin, el cual se brindó aenseñarle un poco de polaco.

Es peor que el galés, dice él al finalde la velada. Necesitaré muchísimapaciencia. Venid a mi casa, dice.Avisadnos y prepararemos unosarenques en escabeche; si no, habrá queconformarse con lo que haya.

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Algo va mal si llegas a casa aloscurecer y hay antorchas encendidas.El aire es dulce y te sientes tan biencuando entras, te sientes joven, sincicatrices. Luego ves los rostrosdesolados; se apartan al verte.

Mercy viene y se para ante él, peroaunque su nombre significa «merced» nola hay. «Decidlo», le ruega.

Ella aparta la vista y dice: lo sientomucho.

Él piensa que se trata de Gregory,piensa que su hijo ha muerto. Luego,casi lo sabe, porque ¿dónde está Liz?

—Decidlo —le ruega.—Os buscamos. Pedimos a Rafe que

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fuese a ver si estabais en Gray's Inn.Que os trajera. Pero los porteros dijeronque no os habían visto en todo el día.Confiad en mí, le encontraré, dijo Rafe.Aunque tenga que recorrer toda laciudad; pero ni rastro…

Él recuerda la mañana: las sábanashúmedas, la frente húmeda de ella. ¿Noluchaste, Liz?, piensa. Si hubiese vistovenir tu muerte, le habría pegado en sucabeza de muerte, la habría crucificadoen la pared. Las niñas están todavíalevantadas, aunque alguien les ha puestolos camisones, como si fuese una nochenormal. Están descalzas y alguien les haatado con mano resuelta los gorros de

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dormir, unos de encaje que les habíahecho su madre. La cara de Agnesparece de piedra. Aprieta en el puño lamanita de Grace. Grace alza la vistahacia él, vacilante. Casi nunca lo ve.¿Por qué está aquí? Pero confía en él yle deja cogerla en brazos sin protestar.Se queda dormida enseguida, con lacabeza apoyada en su hombro, losbrazos colgando alrededor de su cuelloy la coronilla bajo su mentón.

—Vamos, Anne —dice él—.Tenemos que llevar a Grace a la cama,porque es pequeña. Sé que tú todavía noquieres irte a dormir, pero debesquedarte con ella, porque puede

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despertarse y tener frío.—Yo puedo tener frío —dice Anne.Mercy camina delante de él hacia la

habitación de las niñas. Él echa a Graceen la cama sin que se despierte. Annellora, pero en silencio. Me quedaré conellas, dice Mercy; pero él dice: «Mequedaré yo». Espera hasta que Annedeja de llorar y le suelta la mano.

Estas cosas pasan; pero no anosotros.

—Ahora, dejadme ver a Liz —diceél.

La habitación —que esta mañanasólo era su dormitorio— está animadapor el aroma de las hierbas que se

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queman contra el contagio. Hancolocado velas encendidas a la cabeza ya los pies. Le han atado la mandíbulacon lino, así que ya no parece ella. Separece a los muertos; parece intrépida,como si pudiese juzgarte; parece másplana y más muerta que los muertos queél ha visto en los campos de batalla conlas tripas fuera.

Baja, para saber cómo fueron susúltimas horas, para hacerse cargo de lafamilia. A las diez de la mañana, dijoMercy, se sentó: Jesús, qué cansadaestoy. En mitad del trabajo del día. No

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es propio de mí, ¿verdad?, había dicho.Yo dije: no es propio de ti, Liz. Le pusela mano en la frente y le dije: Liz,cariño, le dije, échate, acuéstate. Tienesque eliminar ese sudor. Ella dijo: no,dame unos minutos. Estoy mareada. A lomejor lo que necesito es comer algo.Pero se sentó a la mesa y apartó lacomida.

A él le gustaría que abreviase elrelato, pero comprende que necesitacontarlo todo, minuto a minuto, decirloen voz alta. Es como si estuviesehaciendo un paquete de palabras paraentregarlo. Ahora es tuyo.

Elizabeth se acostó al mediodía.

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Temblaba, aunque la piel le ardía. Dijo:¿está Rafe en casa? Dile que vaya abuscar a Thomas. Y Rafe se fue y luegofueron otros y nadie le encontró.

A las doce y media, ella dijo: dile aThomas que cuide de los niños. ¿Yluego qué? Se quejó de que le dolía lacabeza. ¿Pero nada para mí, ningúnmensaje? No. Dijo que tenía sed. Nadamás. Pero, bueno, Liz nunca hablabamucho.

A la una en punto pidió un sacerdote.A las dos se confesó. Dijo que una vezhabía cogido una serpiente, en Italia. Elsacerdote dijo que era la fiebre la quehablaba. Le dio la absolución. Y estaba

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deseando, dijo Mercy, estaba deseandosalir de la casa, tenía miedo acontagiarse y morirse.

Liz empeoró a las tres de la tarde. Alas cuatro se liberó de la carga de estavida.

Supongo, dice él, que querrá que laentierren con su primer marido.

—¿Por qué tenéis que pensar eso?Porque yo llegué después, dice él, y

se marcha. No tiene sentido escribir lasinstrucciones habituales sobre ropas deluto, clérigos que recen, velas. Tienenque enterrar a Liz rápidamente, como atodos los que mueren de estaenfermedad. No podrá mandar a buscar

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a Gregory ni reunir a la familia. Lanorma es que se cuelgue un haz de pajadelante de la casa, como señal deinfección, y restringir luego el acceso aella cuarenta días y salir lo menosposible.

Mercy entra y dice: una fiebre,podría ser cualquier fiebre, no tenemospor qué aceptar que sea la del sudor…Si nos quedamos todos encerrados encasa, Londres se paralizará.

—No —dice él—. Tenemos quehacerlo. Su Eminencia estableció esasnormas y sería impropio que yo no lascumpliese.

Bueno, da igual, pero ¿dónde

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estabais?, dice Mercy. Él la mira a lacara. Dice: ¿conocéis a PequeñoBilney? Estaba con él; le advertí, le dijeque acabará saltando a la hoguera.

¿Y después? Después estuveaprendiendo polaco.

Claro. Por supuesto, dice ella.Ella no espera que tenga sentido. Él

no espera que llegue a tener nunca mássentido del que tiene ahora. Se sabe dememoria el Nuevo Testamento, pero aver si encuentras una cita para esto.

Más tarde, cuando piensa en losucedido aquella mañana, desea captarde nuevo el brillo del gorro blanco deella, aunque, cuando se volvió, no

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estaba allí. Le gustaría imaginarla con elajetreo y el calor de la casa tras ella, depie en la entrada, diciendo: «Dimecuándo volverás a casa». Peroúnicamente puede imaginarla sola, a lapuerta, y detrás de ella hay una tierradevastada y una luz azulada.

Piensa en su noche de bodas; en elvestido de tafetán largo de ella, en sugesto cauteloso con los codos pegadosal cuerpo. Al día siguiente, ella dijo:«Bueno, no hay problema, eh». Y sonrió.Eso es todo lo que le ha dejado. Liz, quenunca hablaba mucho.

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Se queda un mes en casa. Lee. Leesu Testamento. Pero ya sabe lo que dice.Lee a Petrarca, que le gusta. Lee cómodesafió a los médicos: cuando le habíandejado en manos de la fiebre como uncaso desesperado, él siguió viviendo, ycuando volvieron por la mañana estabalevantado, sentado, escribiendo. Elpoeta nunca confió en los médicosdespués. Pero Liz le dejó demasiadorápido para que pudiese mediar elconsejo del médico, bueno o malo, o delboticario con su casia, su galanga, suajenjo, sus estampas con oraciones.

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Ha conseguido el libro de NiccolòMachiavelli, El príncipe. Es una ediciónen latín, toscamente impresa en Nápoles,que parece haber pasado por muchasmanos. Piensa en Niccolò en el campode batalla, en Niccolò en la cámara detortura. Se siente en la cámara detortura, pero sabe que un día encontrarála puerta de salida, porque es él quientiene la llave. Alguien le dice: ¿qué hayen tu pequeño libro? Y él dice: unoscuantos aforismos, unos cuantos tópicos,nada que no sepamos ya.

Siempre que alza la vista del librove a Rafe Sadler. Rafe es un muchachopequeño, y los otros bromean siempre

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fingiendo que no lo ven y diciendo:«¿Dónde está Rafe?». Disfrutan con estabroma como si fuesen niños de tresaños. Rafe tiene los ojos azules, elcabello de un rubio castaño y no podríapasar por un Cromwell. De todosmodos, es un tributo al hombre que loeducó: obstinado, sardónico, rápidopara entender las cosas.

Rafe y él leen un libro sobre ajedrez.Es un libro impreso antes de que élnaciese, pero tiene ilustraciones. Lasestudian detenidamente, perfeccionandosus conocimientos del juego. Durante loque parecen horas, ninguno de los doshace un movimiento. «Fui un imbécil —

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dice Rafe, apoyando un índice en lacabeza de un peón—. Debería haberosencontrado. Cuando dijeron que noestabais en Gray's Inn debería habermedado cuenta de que sí estabais.»

—¿Cómo ibas a saberlo? No es fácilsaber dónde no debería estar yo. ¿Vas amover ese peón o sólo lo acaricias?

—J'adoube. —Rafe aparta la mano.Siguen sentados largo rato, mirando

las piezas. La configuración que lasmantiene en su sitio. Lo ven venir:tablas.

—Somos demasiado buenos. Losdos.

—Tal vez debiéramos jugar con

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otras personas.—Más adelante, cuando podamos

ganarles a todos.—¡Oh, un momento! —dice Rafe.

Coge el caballo y lo hace saltar.Contempla luego el resultado,sobrecogido.

—Rafe, estás foutu.—No necesariamente. —Rafe se

frota la frente—. Todavía podéis haceruna tontería.

—Claro. La esperanza es lo últimoque se pierde.

Rumor de voces. Sol fuera. Él tienela sensación de que casi podría dormir,pero cuando se duerme vuelve Liz

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Wykys, alegre y llena de vida. Y,cuando despierta, tiene que volver aasumir su ausencia.

Llora un niño en una habitaciónlejana. Pisadas arriba. Cesa el llanto.Alza su rey, lo observa por debajo,como si comprobase cómo está hecho,j'adoube, susurra. Vuelve a ponerlodonde estaba.

Anne Cromwell se sienta con él,mientras cae la lluvia, y escribe en sucuaderno de latín de principiante. Parael día de san Juan se sabe los verbosprincipales. Aprende más deprisa que su

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hermano, y él se lo dice. «Vamos a ver»,dice, tendiendo la mano para coger elcuaderno. Descubre que ella ha escritosu nombre una y otra vez, «AnneCromwell. Anne Cromwell…».

Llegan de Francia noticias de lostriunfos, procesiones, misas públicas yoraciones improvisadas en latín delcardenal. Parece que, en cuantodesembarcó, se detuvo en todos losaltares mayores de Picardía y otorgó alos fieles el perdón de sus pecados. Asíque ya hay unos cuantos miles defranceses que pueden empezar a pecarde nuevo.

El rey está principalmente en

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Beaulieu, una casa de Essex que le hacomprado hace poco a sir ThomasBolena, a quien ha nombrado vizcondede Rochford. Se pasa el día cazando, sinpreocuparse por la lluvia. Al final deldía, recibe. El duque de Suffolk y elduque de Norfolk le acompañan encenas privadas, que comparten con elnuevo vizconde. El duque de Suffolk esun viejo amigo, y si el rey dijese:tejedme unas alas para que pueda volar,él diría: ¿de qué color? El duque deNorfolk es el jefe de la familia Howard,claro, y cuñado de sir Thomas: unhombre nervudo y pequeño que, aunqueaquejado de temblores, espasmos y

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tirones, sabe actuar siempre en beneficiopropio.

Él no escribe al cardenal paracontarle lo que comenta todo el mundoen Inglaterra, que el rey se proponecasarse con Ana Bolena. No tiene lasnoticias que quiere el cardenal, así queno le escribe. Manda a sus empleadosque lo hagan, para mantener al cardenalal día de sus asuntos legales, de susfinanzas. Contadle que estamos todosbien, dice. Transmitidle mis respetos ydecidle que sigo a su servicio. Decidlecuánto nos gustaría ver su rostro.

No enferma nadie más de la casa.Ese año, Londres ha escapado de la

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peste sin demasiados problemas. O esoes, al menos, lo que dicen todos. Serezan oraciones de acción de gracias enlas iglesias de la ciudad; ¿o habría quellamarlas oraciones de propiciación? Enlos pequeños cónclaves nocturnos seindaga sobre el propósito de Dios.Londres sabe que peca. Como nos dicela Biblia: «Difícilmente se libra de faltael negociante». Y en otra parte dice:«Quien se hace rico rápidamente, noquedará impune». La costumbre de citares indicio seguro de mente atribulada.«El Señor corrige al que ama.»

A primeros de septiembre, la pesteha seguido su curso y la familia puede

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reunirse para rezar por Liz. Puede tenerlas ceremonias que se le negaron cuandolos dejó tan súbitamente. Se danchaquetas negras a doce pobres de laparroquia, los mismos que habíanseguido su ataúd; cada hombre de lafamilia ha prometido siete años de misaspor su alma. El día elegido, aclara eltiempo brevemente y el ambienterefresca. «Pasó la siega, terminó elverano, y aún no estamos a salvo.»

Grace, la niña pequeña, despierta denoche y dice que ve a su madreamortajada. No llora como una niña,ruidosamente y con hipo, sino como unamujer, derramando lágrimas de miedo.

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«Todos los ríos van al mar, pero elmar no se llena.»

Morgan Williams se encoge año trasaño. Hoy parece especialmentepequeño, gris y acosado, y le aprieta elbrazo y dice: «¿Por qué han de irse losmejores? ¡Ay! ¿Por qué?». Luego: «Séque eras feliz con ella, Thomas».

Están de nuevo en Austin Friars, unamultitud de mujeres, niños y hombresrobustos a los que el luto apenas saca desu negro habitual, el atuendo deabogados y comerciantes, de contables yagentes comerciales. Ahí está su

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hermana, Bet Wellyfed; sus dos hijos, suhijita Alice. Ahí está Kat. Sus hermanastienen las cabezas juntas, estándecidiendo quién irá a ayudar a Mercycon las niñas, «hasta que vuelvas acasarte, Tom».

Sus sobrinas, dos buenasmuchachitas, aún aprietan las cuentasdel rosario. Miran a su alrededor, sinsaber muy bien qué deben hacer acontinuación. Ignoradas, mientras losmayores hablan por encima de suscabezas, se apoyan en la pared y semiran parpadeando. Se deslizan poco apoco por la pared, con la espalda recta,hasta que tienen la altura de niñas de dos

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años, acuclilladas. «¡Alice! ¡Johane!»,exclama alguien. Se levantan, despacio,muy serias, recuperando su talla. Gracese acerca a ellas; se le echan encimasilenciosamente, le quitan el gorro, lesueltan el cabello rubio y empiezan atrenzárselo. Él la mira, distraído,mientras los cuñados hablan de lo quehace en Francia el cardenal. Grace abremucho los ojos cuando sus primas letiran del pelo hacia atrás, con fuerza.Abre la boca en silencio como un pez,atónita. Cuando se le escapa un chillido,acude en su ayuda Johane, la hermana deLiz, que cruza la habitación y la coge enbrazos. Él observa a su cuñada,

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pensando, como tantas veces, en lomucho que se parecían las doshermanas.

Su hija Anne da la espalda a lasmujeres, y desliza el brazo en el de sutío. «Estamos hablando del comercio enlos Países Bajos», le explica Morgan.

—Una cosa es segura, tío. Si Wolseyfirma un tratado con los franceses, enAmberes no les gustará.

—Eso es lo que le decimos a tupadre, pero, bueno, él apoyará a sucardenal. ¡Vamos, Thomas! ¡No tegustan los franceses más que a nosotros!

Ellos no saben como él lo muchoque necesita el cardenal la amistad del

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rey Francisco. Sin el apoyo de una delas grandes potencias europeas quehable en su favor, ¿cómo va a conseguirel rey Enrique el divorcio?

—¿Tratado de Paz Perpetua?Veamos, ¿cuándo fue la última PazPerpetua? Yo le doy tres meses.

Quien así habla es su cuñado,Wellyfed, riéndose; y John Williamson,el marido de Johane, pregunta si quierenapostar: ¿tres meses, seis? Entoncesrecuerda que están celebrando un actosolemne. «Perdona, Tom», dice, y le daun ataque de tos.

—Si el viejo apostador siguetosiendo así —tercia Johane—, no

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pasará de este invierno, Tom, y entoncesme casaré contigo.

—¿De verdad?—Pues claro. Siempre que consiga

el correspondiente documento de Roma.Todos sonríen, disimulando.

Intercambian miradas significativas.Gregory dice: ¿qué es tan divertido? Nopodéis casaros con la hermana devuestra mujer, ¿verdad? Él y sus primosvarones se van a un rincón a hablar detemas privados, los hijos de Bet,Christopher y Will, los de Kat, Richardy Walter… (¿Por qué le pusieron a esechico Walter? ¿Necesitaban unrecordatorio de su padre, acechando

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después de su muerte, para que noolvidasen que no debían ser demasiadofelices? La familia nunca se reúne, peroél da gracias a Dios porque Walter noesté ya con ellos. Se dice a sí mismo quedebería haber sido más benévolo con supadre, pero su bondad sólo alcanza alpago de misas por su alma.)

El año antes de regresardefinitivamente a Inglaterra, habíacruzado el mar una y otra vez, indeciso;tenía tantos amigos en Amberes, ademásde buenos contactos de negocios, que, amedida que la ciudad crecía (lo hacíatodos los años), parecía cada vez más ellugar adecuado para vivir. Si sentía

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nostalgia era de Italia: la luz, el idioma,Tommaso, como le llamaban allí.Venecia le había curado de todanostalgia de las orillas del Támesis.Florencia y Milán le habían dado ideasmás flexibles que las de la gente que sehabía quedado en Inglaterra. Pero algotiraba de él; curiosidad por saber quiénhabía muerto y quién había nacido, eldeseo de ver de nuevo a sus hermanas yreírse —uno siempre puede reírse encierto modo— de su educación, de suinfancia. Había escrito a MorganWilliams para decir: estoy pensando entrasladarme a Londres. Pero no se lodigas a mi padre. No le digas que

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vuelvo a casa.Los primeros meses intentaron

convencerle. Mira, Walter se hacalmado, no le reconocerías. Ya noabusa de la bebida. Bueno, sabía que leestaba matando. Ya no pisa losjuzgados. Hasta ha hecho su turno demayordomo de la iglesia.

¿Qué?, dijo él. ¿Y no se emborrachócon el vino de misa? ¿No escapó con eldinero de las velas?

Por más que insistieron, no lograronpersuadirle de que fuera a Putney.Esperó más de un año, hasta que estuvocasado y fue padre. Entonces se sintiócapaz de ir. Había estado más de doce

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años fuera de Inglaterra. Le sorprendiócómo había cambiado la gente. Leshabía dejado jóvenes y se habíanablandado o afilado en la madurez. Loságiles y flexibles eran enjutos y secosahora. Los gordos, más gordos. Losrasgos delicados se habían desdibujadoy ablandado. Los ojos luminosos eranmás apagados. A algunos no losreconoció. Al menos, a primera vista.

Pero habría reconocido a Walter encualquier sitio. Al verle acercarse,pensó: «Estoy viéndome a mí dentro deveinte, treinta años, si es que vivo».Decían que la bebida casi habíaacabado con él. Pero no parecía medio

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muerto. Parecía como siempre, como sipudiera tumbarte de un golpe, y como sipudiese decidir hacerlo. Su cuerpo bajoy fuerte se había hecho más ancho y mástosco. El cabello tupido y rizado apenastenía canas. Su mirada te ensartaba.Ojos pequeños, brillantes, de un castañodorado. Necesitas buena vista en unaherrería, solía decir él. La necesitasestés donde estés para que no te robenhasta la camisa.

—¿Dónde has estado? —lepreguntó. Mientras que en otros tiemposhabría parecido furioso, ahora parecíasólo irritado. Era como si su hijohubiese llevado un recado a Mortlake y

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hubiese tardado demasiado en volver.—Oh…, aquí y allá —contestó él.—Pareces un extranjero.—Soy un extranjero.—¿Y qué has estado haciendo?Se imaginó diciendo: «Unas cosas y

otras». Lo dijo.—¿Y qué clase de cosas haces

ahora?—Estudio leyes.—¿Leyes? —dijo Walter—. Si no

fuese por las llamadas leyes, seríamosseñores. Tendríamos casa solariega. Ymuchas mansiones más por ahí.

Ésa es una cuestión interesante,piensa. Si se consiguiese ser un señor

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peleando, gritando, siendo más grande,mejor, más audaz y más desvergonzadoque el prójimo, Walter sería un señor.Pero es peor que eso; Walter piensa quetiene derecho. Él ya ha oído todo eso ensu infancia: los Cromwell eran entiempos una familia rica, tenían fincas.«¿Cuándo, dónde?», solía decir él.Walter decía: «En un lugar del norte,¡por allá arriba!». Y le gritaba pordudarlo. A su padre no le gustaba que nole creyeran, aunque lo que dijera fueseclaramente una mentira. «¿Y cómollegamos a caer tan bajo?», preguntabaél, y Walter decía que por los abogadosy las trampas, que todos los abogados

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son tramposos, que roban la tierra a suspropietarios. Entiéndelo si puedes,decía Walter, porque yo no lo entiendo,y no soy tonto, muchacho. ¿Cómo seatreven a llevarme al juzgado y ponermeuna multa por llevar animales a losllamados pastos comunales? Si cada unotuviera lo suyo, serían míos.

Pero ¿cómo era posible eso si lastierras de la familia estaban en el norte?Pero no tenía sentido preguntárselo, enrealidad era la forma más rápida derecibir una lección del puño de Walter.«¿Pero no había dinero? —insistía él—.¿Qué pasó con el dinero?»

Sólo una vez, que estaba sobrio,

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había dicho Walter algo que parecíaverdad, y que era convincente, a suentender: supongo, dijo, supongo que lodilapidamos.

Había pensado en ello a lo largo delos años. El día que había vuelto aPutney, le había preguntado: «Si losCromwell fueron ricos alguna vez, y yointentase recuperar lo que quede, ¿tesentirías satisfecho?».

Había procurado adoptar un tonotranquilizador, pero era difíciltranquilizar a Walter. «Sí, claro, pararepartíroslo, ¿verdad? Tú y el puñeteroMorgan del que eres tan amigo. Esedinero es mío, y a cada uno lo suyo.»

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—Sería dinero de la familia. —Pero¿qué hacemos, enfrentándonos nada másvernos, peleándonos a los cinco minutospor esa riqueza inexistente?—. Ahoratienes un nieto —añadió, sin levantar lavoz—: Y no te acercas a él.

—Oh, de eso ya tengo —dijo Walter—. Nietos. ¿Quién es ella, alguna chicaholandesa?

Él le habló de Liz Wykys.Confesando, con ello, que llevaba enInglaterra tiempo suficiente para habersecasado y tener un hijo.

—Pescaste una viuda rica —dijoWalter, con una risilla—. Supongo queeso era más importante que venir a

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verme. Lo sería. Supongo que pensasteque había muerto. Abogado, ¿eh?Siempre fuiste un charlatán. Un sopapoen la boca podía curar eso.

—Pues bien sabe Dios que lointentaste.

—Supongo que ahora no querrássaber nada del trabajo de la fragua. Nide que ayudabas a tu tío John y dormíasentre mondaduras de nabos.

—Por Dios, padre —había dicho él—, en Lambeth no comían nabos. ¡Elcardenal Morton comiendo nabos!¿Cómo dices eso?

Cuando él era pequeño y su tío Johnera cocinero del gran hombre, él solía

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escaparse al palacio de Lambeth, porqueallí había más probabilidades de comer.Se quedaba rondando por la entrada máspróxima al río (Morton aún no habíaconstruido su gran entrada) y observabaa la gente que iba y venía, preguntandoquién era cada uno y reconociéndolos lavez siguiente por los colores de la ropa,los animales y objetos pintados en susescudos. «No te quedes ahí plantado,haz algo útil», le gritaban.

Había otros niños además de él queayudaban en la cocina, llevando ytrayendo cosas, empleando sus deditosen desplumar pájaros cantores y enquitar la parte dura a las fresas. A la

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hora de las comidas, los empleados dela casa formaban filas en los corredoresque salían de las cocinas, y llevaban losmanteles y el salero principal. Su tíoJohn medía las hogazas y si no eranexactamente como tenían que ser, seechaban en un cesto para el servicio.Las que pasaban la prueba, las contabasegún iban entrando. Él se quedaba a sulado fingiendo que era su ayudante, y asíaprendió a contar. Llevaban las carnes ylos quesos al gran salón, las frutasazucaradas y las galletas especiadaspara la mesa del arzobispo (todavía noera cardenal). Luego se dividían lassobras y los restos. Lo mejor, para el

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personal de la cocina. A continuación,para el asilo de pobres y el hospital, ylos mendigos de la puerta. Lo que noservía siquiera para ellos, era para losniños y los cerdos.

Los niños se ganaban el sustento porla mañana y por la tarde subiendo lasescaleras de atrás con cerveza y panpara colocarlos en los aparadores de losjóvenes gentilhombres que eran pajesdel cardenal. Los pajes eran de buenafamilia. Servían la mesa e intimaban conlos grandes hombres. Les oían hablar yaprendían. Cuando no atendían la mesa,aprendían con los grandes volúmenes desus maestros de música y de otros

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maestros, que andaban por la casa conramilletes de flores y almohadillasperfumadas en las manos, y quehablaban griego. Le señalaron a un paje:el señor Thomas Moro, de quien elarzobispo dice que será un gran hombre,por su profunda erudición y su brillanteingenio.

Un día, él llevó una hogaza de trigoy la puso en el aparador y se quedó allí,y el señor Thomas Moro dijo: «¿A quéesperas?». Pero no le tiró nada. «¿Quéhay en ese libro tan grande?», preguntó.Y el señor Moro contestó: sonriendo:«Palabras, palabras, sólo palabras».

El señor Moro tiene ya catorce años,

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dice alguien, y va a ir a Oxford. Él nosabe dónde queda Oxford, ni si él quiereir allí, o simplemente lo mandan. A unmuchacho le pueden mandar, y el señorMoro todavía no es un hombre.

Catorce es dos veces siete. ¿Yotengo siete?, pregunta. No digas sólo sí.Dime si los tengo. Por amor de Dios,Kat, dice su padre, invéntale uncumpleaños, dile lo que sea, pero que secalle.

Cuando su padre dice que está hartode verlo, él se marcha de Putney y se vaa Lambeth. Si el tío John dice «Estasemana tenemos muchos chicos y eldemonio siempre encuentra trabajo para

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las manos ociosas», él regresa a Putney.A veces, recibe un regalo para llevar acasa. A veces, un par de pichones conlas patas atadas y los picosensangrentados abiertos. Va caminandopor la orilla del río y los hace girarsobre su cabeza como si volaran hastaque alguien le grita: «¡No hagas eso!».No puede hacer nada sin que alguien legrite. No es extraño, dice John, porqueno hay trastada en la que no intervengas,y no paras de contestar y siempreapareces donde no tendrías que estar.

En un cuartito frío que da a loscorredores de la cocina hay una mujerque se llama Isabella y que hace

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figuritas de mazapán para que elarzobispo y sus amigos se entretengancon ellas después de cenar. Algunasfiguritas son héroes, como el príncipeAlejandro, el príncipe César. Otras sonsantos. Hoy estoy haciendo a santoTomás, le dice ella. Un día, ella haceanimales de mazapán y le regala un león.Puedes comértelo, le dice; él prefiereguardárselo, pero Isabella le dice que sedeshará enseguida. «¿No tienesmadre?», le pregunta ella.

Él aprende a leer con los pedidosgarabateados de harina de trigo yalubias secas, cebada y huevos de pato,que salen de las despensas de los

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mayordomos. Según Walter, el objetivode saber leer es aprovecharse de los queno saben; hay que aprender a escribircon el mismo propósito. Así que supadre le manda al cura. Pero él vuelve aequivocarse siempre, porque los curastienen normas muy raras; él debía acudira dar la lección a una hora fija, nocuando le pilla de paso yendo a hacercualquier otra cosa, no cuando lleva unsapo en la bolsa, o cuchillos que hay queafilar, y no puede ir tampoco si tienecortes y magulladuras por causa de unade esas puertas (llamadas Walter) conlas que tropieza siempre. El cura grita yse olvida de darle de comer, así que él

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se marcha otra vez a Lambeth.Por los clavos de Cristo, ¿dónde has

estado?, le dice su padre los días quevuelve a Putney. Salvo que esté ocupadodentro, encima de una madrastra.Algunas madrastras duran tan pocotiempo que su padre ha acabado conellas y las ha echado a patadas cuandoél llega a casa, pero Kat y Bet le hablande ellas, riéndose a carcajadas. Una vez,cuando él entra sucio y mojado, lamadrastra de ese día pregunta «¿Dequién es este chico?», e intenta echarle apatadas al patio.

Un día, cuando casi ha llegado acasa, se encuentra la primera Bella

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tirada en la calle, y se da cuenta de quenadie la quiere. No es mayor que unarata mediana y está tan asustada y tienetanto frío que ni siquiera gime. Se lalleva a casa en una mano, mientras, en laotra, sostiene un queso pequeño envueltoen hojas de salvia.

El perro se muere. Su hermana Betle dice que puede conseguir otro. Élmira por la calle, pero nunca encuentraninguno. Hay perros, pero tienen dueño.

Puede tardarse mucho tiempo enllegar a Putney desde Lambeth, y, aveces, se come el regalo, si no estácrudo. Pero si sólo le dan una col, laecha a rodar y va dándole patadas hasta

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que queda completamente destrozada.En Lambeth sigue a todas partes a

los mayordomos y cuando dicen unnúmero, él lo recuerda. Así que la gentedice: si no te da tiempo a anotarlo,díselo al sobrino de John. Él echa unaojeada al saco de lo que hayan pedido, yluego avisa a su tío para que compruebesi es que falta peso.

De noche, en Lambeth, cuandotodavía hay luz y ya han fregado todaslas ollas, los muchachos salen alempedrado a jugar a la pelota. Sus gritosse elevan en el aire. Maldicen, tropiezanunos con otros y se pelean a puñetazoshasta que alguien les grita que paren, y,

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a veces, se muerden. Desde la ventanaabierta de arriba, los jóvenesgentilhombres entonan con voces agudasy cuidadas el canto polifónico que estánaprendiendo.

A veces, aparece la cara del señorThomas Moro. Él le hace señas, pero elseñor Thomas mira a los niños sinreconocerles. Sonríe imparcialmente.Cierra el postigo con su blanca mano deestudiante. Sale la luna. Los pajes se vana sus carriolas. Los pinches seenvuelven en arpillera y duermen juntoal fuego.

Él recuerda una noche de verano enque los chicos que jugaban a la pelota

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guardaron silencio mirando hacia arriba.Estaba oscuro. Temblaba en el aire elsonido fino y penetrante de una flautadulce. Un mirlo recogió la nota y cantóen un matorral que había junto a lapuerta de la esclusa. Respondió elsilbido de un barquero en el río.

1527: en cuanto el cardenal regresade Francia, empieza a organizarbanquetes. Espera que lleguenembajadores franceses para sellar suconcordato. Nada, dice, nada serádemasiado bueno para esos caballeros.

La corte deja Beaulieu el 27 de

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agosto. Poco después, Enrique ve alcardenal cara a cara por primera vezdesde principios de junio. «Oiréis decirque el rey me recibió fríamente —diceWolsey—, pero os aseguro que no. Ella—lady Ana— estaba presente…, escierto.»

A primera vista, buena parte de sumisión ha sido un fracaso. Loscardenales no se reunieron con él enAviñón: dieron la excusa de que noquerían ir al sur con tanto calor. «Peroahora tengo un plan mejor —le dice elcardenal—. Pediré al papa que me envíeun legado y trataré con él el asunto delrey en Inglaterra.»

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Mientras estabais en Francia, muriómi esposa Elizabeth, dice él.

El cardenal alza la vista. Se llevalas manos al pecho. Baja luego laderecha hasta el crucifijo. Le preguntacómo sucedió. Escucha. Recorre con elpulgar el cuerpo torturado de Dios. Unay otra vez, como si fuese un trozo demetal cualquiera. Inclina la cabeza.Susurra: «A quien el Señor ama…».Ambos guardan silencio. Para romperlo,él empieza a hacer preguntasinnecesarias al cardenal.

Él no necesita en modo alguno unarelación de las tácticas del verano queacaba de terminar. El cardenal ha

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prometido ayuda para financiar unejército francés que entrará en Italia eintentará expulsar al emperador.Mientras tanto, el papa, que no sólo haperdido el Vaticano sino también losEstados Pontificios, y ha visto cómoexpulsaban de Florencia a sus parientesMédici, se sentirá agradecido yobligado con el rey Enrique. En cuanto acualquier acercamiento a largo plazocon los franceses, él, Cromwell,comparte el escepticismo de sus amigosde la ciudad. Si has estado en la calle enParís o en Ruán y has visto a una madretirar de su hijo diciendo: «Deja deberrear o llamo a un inglés», te

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inclinarás a creer que cualquier acuerdoentre los dos países es protocolario ytransitorio. Nunca perdonarán a losingleses el talento para la destrucciónque han demostrado siempre que salende su isla. Los ejércitos inglesesasolaron el territorio por el que pasaron.Ejecutaron, como si se tratase de algosistemático, todos los actos prohibidospor los códigos de la caballería, yquebrantaron cada una de las leyes de laguerra. Las batallas no fueron nada; loque dejó huella fue lo que hicieron entrebatalla y batalla. Robaban y violaban encuarenta millas a la redonda de la rutaque seguían. Quemaban las cosechas en

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los campos y las casas con la gentedentro. Exigían pagos en dinero y enespecie y, cuando acampaban en unaregión, obligaban a los habitantes apagar por cada día que los dejaban enpaz. Mataban a los sacerdotes y loscolgaban desnudos en las plazas de losmercados, como si fuesen infieles,saqueaban las iglesias, se llevaban loscálices en sus bagajes, alimentaban losfuegos en los que cocinaban con librosvaliosos; esparcían las reliquias ydespojaban los altares. Buscaban a lasfamilias de los muertos y pedían que losvivos los rescataran. Si los vivos nopodían pagar, prendían fuego a los

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cadáveres delante de ellos, sinceremonias, sin una oración,deshaciéndose de los muertos como sise tratase de ganado enfermo.

En estas circunstancias, los reyespueden perdonarse; pero los pueblos no.Él no se lo dice a Wolsey, a quien ya leesperan suficientes malas noticias. En suausencia, el rey había enviado a Romaun representante propio paranegociaciones secretas. El cardenal lohabía descubierto; y el asunto habíaquedado en nada, por supuesto. «Pero siel rey no es sincero conmigo, eso noayuda nada a nuestra causa.»

Él nunca se había encontrado con

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semejante doblez. El hecho es que el reysabe que su causa es débil desde elpunto de vista legal. Lo sabe, pero seniega a reconocerlo. Se ha convencidoen el fondo de que nunca ha estadocasado y por eso puede ahora casarsesin problema. Digamos que su voluntadestá convencida, pero su conciencia no.Sabe derecho canónico, y se ha hechoexperto en lo que no sabe. Comohermano menor, Enrique había sidoeducado y preparado para la Iglesia, ypara los puestos más altos dentro deella. «Si no hubiese muerto Arturo,hermano de Su Majestad, el cardenalsería ahora Su Majestad y no yo —dice

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Wolsey—. Y otra cosa. ¿Sabéis,Thomas?, no he tenido un día libredesde…, desde que estaba en el barco,supongo. Desde el día que me mareé alzarpar de Dover.»

Habían cruzado juntos el CanalEstrecho una vez. El cardenal se habíaquedado echado abajo, invocando aDios, pero él, como estabaacostumbrado a la travesía, se pasó eltiempo en cubierta, haciendo dibujos delas velas y las jarcias, y de barcosimaginarios con jarcias imaginarias, eintentando persuadir al capitán («No osofendáis por ello», le dijo) de que habíaun medio de navegar más rápido. El

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capitán lo pensó y dijo: «Cuando fletasun barco mercante por tu cuenta, puedeshacerlo de ese modo. Por supuesto,cualquier navío cristiano pensará que esun barco pirata, así que no pidáis ayudasi tenéis problemas. A los marineros —explicó— no les gustan las novedades».

—A nadie le gustan —dijo él—. Porlo que puedo ver.

En Inglaterra no puede haber nadanuevo. Sólo lo de siempre, presentadode otro modo. O novedades que se hacenpasar por cosas antiguas. Para ganarsela confianza, los hombres nuevos han deinventarse un abolengo, como el deWalter, o entrar al servicio de familias

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antiguas. No intentéis actuar por vuestracuenta, o creerán que sois piratas.

Este verano, con el cardenal entierra firme de nuevo, él recuerdaaquella travesía. Espera que el enemigodesembarque y que empiece la luchacuerpo a cuerpo.

Pero, de momento, baja a las cocinasa ver cómo les va con sus obrasmaestras para impresionar a losenviados franceses. Han conseguidoreproducir en pasta de azúcar la cúpulade San Pablo, pero tienen problemas conla cruz y la bola de arriba. Él dice:«Haced leones de mazapán. Los quiereel cardenal».

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Ellos ponen los ojos en blanco ypreguntan si no acabarán nunca.

Desde que ha regresado de Francia,su señor muestra una acritud impropiade él. No refunfuña sólo por los fracasosmanifiestos, sino por el trabajo sucioentre bastidores. Se imprimieron burlasy calumnias contra él, y por muy rápidoque pudiese comprarlas pronto habíamás en la calle. Todos los ladrones deFrancia parecían acechar su séquito y subagaje; en Compiègne, aunque puso unaguardia noche y día para proteger suvajilla de plata, descubrieron a un niñopequeño que subía y bajaba por lasescaleras de atrás y pasaba las piezas a

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un ladrón adulto que le había adiestrado.—¿Qué ocurrió? ¿Le capturasteis?—Pusieron en la picota al ladrón

adulto. El niño escapó. Luego, unanoche, un villano consiguió colarse enmi cámara y colocó un artilugio junto ala ventana…

Y a la mañana siguiente, un rayo desol matutino atravesó la niebla y lalluvia e iluminó una horca de la quecolgaba un capelo cardenalicio.

El verano ha sido lluvioso de nuevo.Él juraría que nunca se había visto elsol. Se perderán las cosechas. El rey y

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el cardenal intercambian recetas depíldoras. El rey deja a un lado losasuntos de Estado por si le asaltan losestornudos, y se prescribe un díaagradable de composición musical opaseo (si cesa la lluvia) en sus jardines.A veces, por la tarde, Ana y él se retirana solas. Se murmura que ella le permitedesnudarla. Por las noches, el buen vinoelimina los escalofríos y Ana, que lee laBiblia, le señala firmes advertenciasque figuran en ella. Después de cenar,Enrique se queda pensativo, dice quesupone que el rey de Francia debe deestar riéndose de él. Supone que elemperador también se ríe. Después de

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oscurecer, el rey se siente enfermo deamor. Está melancólico, inaccesible aveces. Bebe y duerme profundamente,duerme solo; despierta y, como es unhombre fuerte y joven aún, se sienteoptimista, lúcido, preparado para elnuevo día. A la luz del día, su causa esesperanzadora.

El cardenal no deja de trabajaraunque esté enfermo. Sigue sentado a suescritorio estornudando, dolorido yquejoso.

Retrospectivamente es fácil verdónde empezó la caída del cardenal,pero en su momento no lo era. Mirasatrás y recuerdas que estás en el mar. El

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horizonte se hunde vertiginosamente y lacosta se pierde en la bruma.

Llega octubre, y sus hermanas yMercy y Johane se hacen cargo de lasropas de la esposa difunta y lasconvierten cuidadosamente en nuevasprendas. Nada se desperdicia. Cadatrozo de tela buena se convierte en otracosa.

En Navidad, la corte canta:

Como el acebo que crece verdey nunca cambia de color,así soy yo y he sido siempre,de mi dama fiel servidor.

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Verde el acebo crece,la hiedra igual,aunque sople inclementeel viento invernal.

Como el acebo que es siempreverde

mientras los otros árboles sus hojaspierden.

Verde crece el acebo, verde crecíatan sólo con la hiedra por

compañía.

Primavera de 1528: Thomas Moro

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deambula, afable, raído. «Precisamentela persona —dice—. Thomas, ThomasCromwell. Precisamente la persona a laque quiero ver.»

Es afable, siempre lo es; tiene elcuello de la camisa sucio. «¿Vais a ir aFrankfurt este año, señor Cromwell?¿No? Creía que el cardenal os enviaría ala feria, para ver lo que tienen a la ventalos libreros heréticos. Está gastandomucho dinero acaparando sus escritos,pero la marea de inmundicia no cesa.»

Moro, en sus escritos contra Lutero,le llama «la mierda alemana». Dice quesu boca es como el ano del mundo.Parece imposible que semejantes

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palabras procedan de Thomas Moro.Pero así es. Nadie ha hecho másindecente la lengua latina.

—En realidad no es asunto mío —dice Cromwell—. Los libros de losherejes. Los herejes extranjeros soncosa del extranjero. Dado que la Iglesiaes universal.

—Oh, pero cuando esos hombres dela Biblia llegan a Amberes, ¿sabéis?…¡Qué ciudad ésa! Sin obispo niuniversidad ni un centro culturaladecuado, sin autoridades adecuadasque detengan la proliferación desupuestas traducciones, traducciones delas Escrituras que en mi opinión son

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maliciosas e intencionadamenteengañosas… Pero ya lo sabéis, claro,vivisteis años allí. Y ahora dicen quehan visto a Tyndale en Hamburgo, segúnparece. Lo conoceríais si lo vierais,¿no?

—Y el obispo de Londres. Y vosmismo, quizá.

—Cierto. Cierto. —Moro loconsidera; se muerde el labio—. Y mediréis, bueno, que no es trabajo para unabogado perseguir las falsastraducciones. Pero yo espero disponerde medios para proceder contra loshermanos por sedición, ¿comprendéis?—Los hermanos, dice; su chistecito.

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Rezuma desdén—. Si hay un delitocontra el Estado, entran en juegonuestros tratados y puedo pedir que losextraditen. Para que respondan ante unajurisdicción más rigurosa.

—¿Habéis hallado sedición en losescritos de Tyndale?

—¡Ay, señor Cromwell! —Moro sefrota las manos—. Me agradáis, lo digoen serio. Ahora me siento como debesentirse una nuez moscada cuando larallan. Un hombre de menor valía, unabogado de menor valía, diría: «Heleído la obra de Tyndale y no hallo erroren ella». Pero Cromwell no se dejaatrapar, devuelve la pelota y me

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pregunta: ¿habéis leído a Tyndale? Y yolo admito. He estudiado al hombre. Hedesmenuzado sus presuntastraducciones, y lo he hecho letra a letra.Lo leo, por supuesto. Con licencia. Demi obispo.

—En el Eclesiástico dice: «El quecon pez anda, se mancha». A menos quese llame Thomas Moro.

—Vaya, vaya. Sabía que erais lectorde la Biblia. Muy acertado. Pero si unsacerdote oye una confesión y la materiaes licenciosa, ¿eso hace licencioso alsacerdote?

Como distracción, Moro se quita elsombrero y lo dobla a la mitad entre las

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manos, abstraído. Sus ojos brillantes ycansados miran alrededor, como siestuviese rodeado de gente dispuesta arefutar su argumentación.

—Y tengo entendido —prosigue—que el cardenal de York ha dadolicencia también a sus jóvenes teólogosdel Colegio del Cardenal para leer lospanfletos de los sectarios. Tal vez osincluya en sus dispensas. ¿Es así?

Sería extraño en él incluir a suabogado, pero en fin, se trata de unatarea muy impropia de los abogados.

—Hemos recorrido un círculo —dice él.

Moro le sonríe.

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—Bueno, después de todo, enprimavera estaremos bailando alrededordel árbol de mayo. Buen tiempo parauna travesía. Podríais aprovechar laoportunidad para hacer algún negocio enel comercio de la lana, salvo que sóloesquiléis a los hombres últimamente…Y si el cardenal os pidiese que fueseis aFrankfurt, supongo que lo haríais, ¿no?Porque cuando desea acabar con unpequeño monasterio, si cree que tienebuenas dotaciones, que los monjes sonviejos y se les va un poco la cabeza,benditos sean, y que los graneros estánllenos, los estanques bien abastecidosde peces y el ganado gordo, y que el

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abad es anciano y flaco…, allá vaThomas Cromwell. Sea el norte, el sur,el este o el oeste. Vos y vuestrospequeños aprendices.

Si otro hombre hablase así, seríapara iniciar una pelea. Cuando lo diceThomas Moro, desemboca en unainvitación a cenar.

—Venid a Chelsea —dice—. Laconversación es magnífica y nos gustaríaque os sumarais a ella. Nuestra comidaes sencilla pero buena.

Tyndale dice que un muchacho quelava platos en la cocina es tan grato alos ojos de Dios como un predicador enel púlpito o el apóstol en la costa

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galilea. Tal vez será mejor, piensa él,que no mencione la opinión de Tyndale.

Moro le da unas palmadas en elbrazo.

—¿No tenéis planes para casaros denuevo, Thomas? ¿No? Quizá seajuicioso. Mi padre siempre dice queelegir esposa es como meter la mano enuna bolsa en la que hay una anguila yseis culebras. ¿Qué posibilidades hay desacar la anguila?

—¿Cuántas veces se ha casadovuestro padre? ¿Tres?

—Cuatro. —Sonríe. Es una sonrisareal. Le arruga los rabillos de los ojos—. Soy el hombre que reza por vos,

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Thomas —dice, mientras se aleja.Cuando murió la primera esposa de

Moro, su sucesora estaba en la casaantes de que se enfriara el cadáver.Moro habría sido sacerdote si la carneno le acuciase con sus improcedentesexigencias. No quería ser un malsacerdote, así que se convirtió enmarido. Se había enamorado de unamuchacha de dieciséis años, pero suhermana, que tenía diecisiete, aún no sehabía casado. Así que Moro se casó conla mayor para que su orgullo no sesintiese herido. No la amaba. Ella nosabía leer ni escribir; él confiaba en queeso se enmendase, pero no fue así, al

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parecer. Intentó que aprendierasermones de memoria, pero ellaprotestaba y se obstinaba en suignorancia. La llevó a casa de su padre,que propuso que le pegase, lo cual laasustó tanto que juró que no protestaríamás. «Y nunca lo hizo —diría Moro—.Aunque tampoco aprendió ningúnsermón.» Parece ser que él pensó quelas negociaciones habían sidosatisfactorias: que el honor estaba asalvo. La mujer obstinada le dio hijos, ycuando murió, a los veinticuatro años, élse casó con una viuda de la ciudad,entrada en años y ducha en laobstinación: otra que no sabía leer. Ahí

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tenéis: si sois tan indulgentes convosotros mismos como para insistir envivir con una mujer, entonces, por elbien de vuestra alma, mejor hacerlo conuna que no os guste.

El cardenal Campeggio, a quien elpontífice envía a Inglaterra a petición deWolsey, fue un hombre casado antes dehacerse sacerdote. Por eso esespecialmente adecuado para ayudar aWolsey (que no tiene experiencia en losproblemas conyugales) en la etapasiguiente: disuadir al rey de seguir eldeseo de su corazón. Aunque el ejércitoimperial se ha retirado de Roma, unaprimavera de negociaciones no ha

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producido ningún resultado definitivo.Stephen Gardiner ha estado en Romacon una carta del cardenal, en la que sealaba a lady Ana y se intenta convenceral papa de que el rey no es en modoalguno obstinado y caprichoso en suelección de esposa. El cardenal habíadedicado mucho tiempo a la carta queenumera las virtudes de ella,escribiéndola de su puño y letra.«Modestia femenina…, castidad…,¿puedo decir castidad?»

—Deberíais.El cardenal levantó la vista.—¿Sabéis alguna cosa? —Vaciló y

volvió a la carta—. ¿Apta para tener

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hijos? Bueno, su familia es fértil. Hijaamorosa y fiel de la Iglesia…, quizáhaciendo una excepción…, dicen quetiene las Escrituras en francés en susaposentos y que deja que las mujeres laslean, pero yo no tendría ningúnconocimiento cierto de eso…

—El rey Francisco permite la Bibliaen francés. Ella aprendería lo que sepade las Escrituras allí, supongo.

—Ah, pero las mujeres, veréis.Mujeres leyendo la Biblia, he ahí unmotivo de disputa. ¿Sabe ella lo quepiensa el hermano Martín sobre el lugarque corresponde a una mujer? Nodebemos llorar, dice, si nuestra esposa o

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nuestra hija muere de parto, pues sólohace aquello para lo que la hizo Dios.Muy duro, el hermano Martín, muyimplacable. Y tal vez no sea lectora dela Biblia. Tal vez sólo sea una mentiraque cuentan de ella. Quizá sólo sea quelos eclesiásticos la impacientan. Ojaláno me culpase a mí de sus problemas,ojalá no me culpase tanto.

Lady Ana envía mensajes amistososal cardenal, pero él cree que no sonsinceros. «Si viese la posibilidad de queel rey obtuviera la anulación —habíadicho Wolsey—, iría en persona alVaticano. Pediría que me abriesen lasvenas y escribiesen los documentos con

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mi sangre. ¿Creéis que complacería aAna si lo supiese? No, no lo creo. Perosi veis a algún Bolena, proponédselo.Por cierto, supongo que conocéis a unindividuo llamado HumphreyMonmouth. Es quien acogió en su casa aTyndale seis meses, antes de queescapara a donde haya escapado. Dicenque todavía le envía dinero, pero nopuede ser cierto, ¿como va a saberadónde enviárselo? Monmouth… Sólomenciono el nombre. Porque…, bueno,¿por qué lo hago? —El cardenal habíacerrado los ojos—. Sólo pormencionarlo.»

El obispo de Londres ya ha llenado

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sus prisiones. Está encerrando enNewgate y en Fleet a luteranos ysectarios con delincuentes comunes.Permanecen allí hasta que se retractan yhacen penitencia pública. A los relapsoslos quemarán. No hay segundasoportunidades.

Cuando registran la casa deMonmouth no encuentran ningún escritosospechoso. Casi parece como si lehubiesen avisado. No hay libros nicartas que le relacionen con Tyndale ysus amigos. De todos modos, lo llevan ala Torre. Su familia está aterrada.Monmouth es un hombre amable ypaternal, un maestro pañero muy

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estimado en el gremio y en toda laciudad. Ama a los pobres y compra telaincluso cuando el comercio no va bien,para que los tejedores sigan trabajando.Es indudable que la prisión persigue elfin de arruinarle. Su negocio se estáyendo a pique cuando le ponen enlibertad. Tienen que hacerlo por falta depruebas, porque no puede sacarse nadaen limpio de un montón de cenizas de lachimenea.

El propio Monmouth sería un montónde cenizas si Thomas Moro se salieracon la suya. «¿No venís a vernos aún,señor Cromwell? —dice—. ¿Seguíspartiendo pan duro en las bodegas?

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Vamos, mi lengua es más punzante de loque merecéis. Tenemos que ser amigos.»

Parece una amenaza. Moro se alejamoviendo la cabeza. «Tenemos que seramigos.»

Cenizas, pan duro. El cardenal diceque Inglaterra ha sido siempre un paísmiserable, patria de un puebloabandonado y marginado, que trabajalentamente por su liberación y al queDios castiga con tribulacionesespeciales. Si pesaba sobre Inglaterraalgún maleficio o la maldición divina,parece que por una vez el maleficio seha roto, que lo han roto su áureo rey y suáureo cardenal. Pero los años de oro han

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terminado, y este invierno el mar sesecará. Los que lo vean lo recordarántoda la vida.

Johane se ha trasladado a la casa deAustin Friars con su marido JohnWilliamson y con su hijita Johane (Jo, lellaman las niñas, porque les parece quees demasiado pequeña para tener unnombre completo). Se necesita a JohnWilliamson en el negocio de Cromwell.

—¿Cuál es exactamente tu negocioahora, Thomas? —pregunta Johane.

De esta forma, le retiene paraconversar.

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—Nuestro negocio —dice él— esenriquecer a la gente. Hay muchasformas de hacerlo y John va a ayudarme.

—Pero John no tendrá que tratar conel cardenal, ¿verdad?

Se rumorea que personas influyentesse han quejado al rey y que el rey se haquejado a Wolsey por los centrosmonásticos que ha cerrado. No piensanen el buen uso al que el cardenal hadestinado los bienes; no piensan en suscolegios, en los alumnos que mantiene nien las bibliotecas que está fundando. Loúnico que les interesa es meter ellos lasmanos en el botín. Y como se les haimpedido, fingen creer que los mojes se

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han quedado abandonados llorando porlos caminos. No es así. Los hantrasladado a otros lugares, a conventosmayores y mejor organizados. A algunosde los más jóvenes se les ha dejadomarchar, porque son muchachos sinvocación para esa vida. Él sueledescubrir, interrogándoles, que no sabennada, lo cual desmiente las absurdaspretensiones de los abades de que son laluz del conocimiento. Sólo saben recitarcon torpeza alguna que otra oración enlatín, pero cuando les dices: «Veamos,ahora decidme lo que significa», ellosdicen: «¿Lo que significa, señor?»,como si creyeran que la unión entre las

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palabras y su significado es tan débilque se rompe al primer tirón.

—No te preocupes por lo que dicela gente —le explica a Johane—. Yoasumo la responsabilidad por ello, yosolo.

El cardenal recibe las quejas consumo desdén. Anota lúgubremente en suarchivo los nombres de los quejosos.Luego saca la lista del archivo y se laentrega a su hombre con una sonrisatensa. Él sólo se cuida de sus nuevosedificios, sus banderas ondeantes, suescudo de armas grabado en relievesobre el enladrillado, y sus eruditos deOxford; está saqueando Cambridge para

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llevarse a los doctores jóvenes másinteligentes al Colegio del Cardenal.Hubo problemas antes de Pascua,cuando el decano descubrió que seis delos nuevos se hallaban en posesión deuna serie de libros prohibidos.Encerradlos bajo llave sin demora, dijoWolsey, encerradlos bajo llave yrazonad con ellos. Si no hace demasiadocalor, o no llueve demasiado, podría iryo mismo hasta allí a razonar con ellos.

No tiene sentido explicarle eso aJohane. Ella sólo quiere saber que sumarido estará a salvo de las calumniasque se están propagando.

—Supongo que sabes lo que haces.

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—Le lanza una mirada rápida—. Almenos, siempre parece que lo sabes,Tom.

Todo en ella le recuerda a Liz: suvoz, su paso, su ceja enarcada, susonrisa mordaz. A veces se vuelve,creyendo que ha entrado Liz en lahabitación.

Los nuevos arreglos confunden aGrace. Sabe que el primer marido de sumadre se llamaba Tom Williams; lonombran en las oraciones de la familia.¿Es entonces tío Williamson hijo suyo?,pregunta.

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Johane intenta explicárselo.—No gastes saliva. Es lenta —le

dice Anne. Se da un golpecito en lacabeza. Sus dedos brillantes rebotan enlos aljófares del gorro.

Más tarde, él le dice a Anne: «Graceno es lenta, sólo pequeña».

—No recuerdo que yo haya sidonunca tan tonta.

—¿Son todos lentos salvo nosotros?¿De verdad?

La expresión de Anne indica que sí,más o menos.

—¿Por qué se casa la gente?—Así puede haber niños.—Los caballos no se casan. Pero

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hay potrillos.—La mayoría de la gente —dice él

— cree que así aumenta su felicidad.—Oh, sí, eso —dice Anne—.

¿Puedo yo elegir a mi marido?—Por supuesto —dice él; queriendo

decir hasta cierto punto.—Entonces elijo a Rafe.Por un momento, dos instantes

seguidos, él siente que su vida podríaenmendarse. Luego piensa: ¿cómopodría pedirle a Rafe que esperase? Élnecesita tener una casa propia. Aunqueesperase cinco años, Anne sería unanovia muy joven todavía.

—Ya lo sé —dice ella—. Y el

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tiempo pasa tan despacio.Es verdad; parece que siempre

esperamos algo.—Parece que lo has pensado mucho

—dice él. A ella no tienes queexplicárselo, guárdatelo para ti, porqueella sabe hacerlo; no tienes que guiar aesta niña en una conversación con lospequeños cambios y objeciones querequieren casi todas las mujeres. Ella noes como una flor, un ruiseñor: ella escomo…, como un mercader audaz,piensa él. Una mirada a los ojos paraadivinar tus intenciones, y un tratosellado con un apretón de manos.

Ella se quita el gorro; retuerce los

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aljófares en los dedos, y tira de unmechón de su cabello oscuro,estirándolo y deshaciendo los rizos. Serecoge el resto del pelo, lo retuerce y selo enrolla alrededor del cuello.

—Podría darme dos vueltas situviese el cuello más pequeño —dice.Parece preocupada—. Grace cree queno puedo casarme con Rafe porquesomos parientes. Ella cree que todos losque viven en una casa tienen que serprimos.

—Tú no eres prima de Rafe.—¿Estás seguro?—Estoy seguro. Anne…, ponte otra

vez el gorro. ¿Qué dirá tu tía?

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Ella hace una mueca. Una mueca queimita a su tía Johane.

—Oh, Thomas —susurra—, ¡estássiempre tan seguro!

Él alza una mano para taparse lasonrisa. Por un momento, Johane parecemenos inquietante.

—Ponte el gorro —dice élsuavemente.

Ella vuelve a encasquetárselo. Estan pequeña, piensa él; pero, aun así, lesentaría mejor un casco.

—¿Cómo vino aquí Rafe? —pregunta ella.

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Vino aquí de Essex, porque era allídonde estaba su padre entonces. Supadre, Henry, era mayordomo de sirEdward Belknap, que era primo de lafamilia Grey, y estaba, por lo tanto,emparentado con el marqués de Dorset,que había sido el protector de Wolseycuando el cardenal estudiaba en Oxford.Por lo tanto, sí, intervienen primos; y elhecho de que, cuando él llevaba sólo unaño o dos de regreso en Inglaterra, sehubiese ganado ya en cierto modo laestimación del cardenal, aunque todavíano hubiese podido conocer

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personalmente al gran hombre; él,Cromwell, era ya un empleado útil.Trabajaba para la familia Dorset envarios de sus enrevesados pleitos. Laanciana marquesa le enviaba a la cazade colgaduras de cama y alfombras paraella. Enviad eso. Venid aquí. Para ellatodos eran siervos. Si quería unalangosta o un esturión, lo pedía; y siquería buen gusto, lo pedía del mismomodo. La marquesa acariciaba las sedasflorentinas lanzando grititos de placer.«La compró usted, señor Cromwell —decía—. Y hay que ver qué Bella es. Supróxima tarea será averiguar cómovamos a pagarla.»

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En algún punto de este laberinto deobligaciones y deberes, él habíaconocido a Henry Sadler y aceptadoacoger a su hijo en su casa. «Enseñadletodo lo que sabéis», propuso Henry, concierto temor. Quedó en que recogería aRafe a su regreso de un viaje denegocios por aquella zona del país, peroeligió un mal día para ello: barro ylluvia incesante, nubes que irrumpíandesde la costa. Llegó chapoteando a lapuerta poco después de las dos, pero yaestaba oscureciendo. ¿No podéisquedaros?, dijo Henry Sadler, noconseguiréis llegar a Londres antes deque cierren las puertas. Tengo que estar

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en casa esta noche, dijo él. He de ir aljuzgado y ver luego a los recaudadoresde la deuda de lady Dorset, y ya sabéiscómo es eso. La señora Sadler mirabatemerosa afuera y miraba al niño, delque debía separarse ya, confiarlo a lossiete años a los azares e inclemenciasdel tiempo y de los caminos.

Esto no es cruel, esto es habitual.Pero Rafe era tan pequeño que a él casile pareció cruel. Le habían cortado losrizos de niñito, y tenía el cabello rojizoerizado en la coronilla. Su madre y supadre se arrodillaron, le dieronpalmaditas. Luego lo envolvieron yapretaron y anudaron con múltiples

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capas sobrepuestas, de manera que sufrágil cuerpecillo se hinchó hastaparecer un tonelete. Él bajó la vistahacia el niño y luego miró fuera, a lalluvia, y pensó: a veces debería estarcaliente y seco, como otros hombres;¿cómo se las arreglarán paraconseguirlo, mientras que yo nuncapuedo? La señora Sadler se arrodilló ycogió la cara del niño entre las manos.«Recuerda todo lo que te hemos dicho—le susurró—. Reza tus oraciones.Señor Cromwell, por favor, procure querece sus oraciones.»

Cuando ella alzó la vista, él vio quetenía los ojos llenos de lágrimas y vio

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que el niño no podía soportarlo y quetemblaba en su gran envoltorio y estabaa punto de romper a llorar. Se envolvióen la capa, que salpicó una rociada degotas de lluvia que bautizó la escena.«Bueno, Rafe, ¿qué piensas tú? Si ereslo bastante hombre… —Tendió su manoenguantada. La mano del niño se aferró aella—. ¿Vemos hasta dónde podemosllegar?»

Lo haremos deprisa para que nomires atrás, pensó. El viento y la lluviahicieron retroceder a los padres de lapuerta abierta. Colocó a Rafe en la silla.La lluvia les azotaba casihorizontalmente. En los arrabales de

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Londres, cesó el viento. Vivía entoncesen Fenchurch Street. En la puerta, uncriado tendió los brazos para coger aRafe, pero él dijo: «Los hombresahogados nos mantendremos unidos».

El niño era un peso muerto en susbrazos, encogido en el interior de sietecapas de lana. Lo dejó de pie junto alfuego. Brotaban de él vapores.Desentumecido por el calor, estiró losdeditos congelados y empezó adesenvolverse, a desenredarse de unmodo tanteante. ¿Dónde estamos?,preguntó, en un tono claro y educado.

—En Londres —le contestó él—. EnFenchurch Street. En casa.

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Cogió una toalla de lino y le limpiócon suavidad la dura jornada del rostro.Le frotó la cabeza. El pelo del niño sealzó formando espigas. Entró Liz.«Válgame el cielo: ¿es un niño o es unpuercoespín?» Rafe se volvió a mirarla.Sonrió. Durmió a los pies de él.

Cuando vuelve la fiebre ese verano(1528), la gente dice lo mismo que elaño anterior: que si no piensas en ella,no enfermas. Pero ¿cómo evitarlo? Élenvió a las niñas fuera de Londres.Primero a casa de Stepney y luego máslejos. Esta vez, la corte está infectada.

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El rey Enrique procura librarse del maldesplazándose de un pabellón de caza alsiguiente. Se envía a Ana a Hever. Lafiebre estalla allí, entre la familiaBolena, y el primero que cae es el padrede la dama. Sobrevive. Muere el maridode su hermana María. Ana enfermatambién, pero a las veinticuatro horas seinforma de que ya está en pie. Aun así,la fiebre puede destrozar el aspecto deuna mujer. No sabes por qué desenlacerezar, le dice al cardenal.

El cardenal dice: «Yo rezo por lareina Catalina… Y también por laestimada lady Ana. Rezo por losejércitos del rey Francisco que están en

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Italia, para que tengan éxito, pero notanto como para que olviden lo muchoque necesitan a su amigo y aliado el reyEnrique. Rezo por Su Majestad el rey ypor todos sus consejeros, y por losanimales del campo y por el Santo Padrey por la curia, para que el cielo guíe susdecisiones. Rezo por Martín Lutero, ypor todos los infectados por su herejía, ypor todos los que le combaten, muyespecialmente por el canciller del duquede Lancaster, nuestro querido amigoThomas Moro, contra todo buen juicio ytoda capacidad de observación, rezo poruna buena cosecha y para que deje dellover. Rezo por todos. Y por todo. En

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eso consiste ser cardenal. Sólo cuandole digo al Señor: "Ahora, por ThomasCromwell…", Dios me dice: "Wolsey,¿qué te tengo dicho? ¿Es que no sabescuándo has de parar?"».

Cuando la infección llega a HamptonCourt, el cardenal se aísla del mundo.Sólo se permite a cuatro sirvientes quese acerquen a él. Cuando reaparece, dala impresión de que ha estado rezando.

Las niñas, cuando regresan aLondres al final del verano, han crecidoy a Grace el sol le ha aclarado el pelo.Se muestra vergonzosa con él, que sepregunta si es posible que ya sólo puedaasociarle con aquella noche que la llevó

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a la cama, después de que le hubiesendicho que su madre había muerto. Elverano que viene, prefiero quedarmecontigo pase lo que pase, dice Anne. Laenfermedad se ha ido de la ciudad, perolas oraciones del cardenal han tenido unéxito variable. La cosecha es escasa. Alos franceses les va muy mal en Italia ysu comandante en jefe ha muerto depeste.

Llega el otoño. Gregory vuelve consu tutor; su renuencia a hacerlo esbastante clara, aunque poco de Gregoryresulte claro para él. «¿Cuál es elproblema», le pregunta. El muchacho nolo dirá. Con los demás es alegre y

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animoso, pero con su padre es reservadoy cortés, como si quisiera mantener unadistancia protocolaria entre ambos.«¿Me tiene miedo Gregory?», lepregunta él a Johane.

Rápida como la aguja en el bastidor,ella le espeta: «No es un monje; ¿porqué va a querer serlo? —Luego suavizael tono—. Pero, Thomas, ¿por quéhabría de tenerte miedo? Eres un buenpadre. En realidad, creo quedemasiado».

—Si no quiere volver con el tutor,podría mandarle a Amberes con miamigo Stephen Vaughan.

—Gregory nunca será un hombre de

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negocios.—No. —No imagina a su hijo

cerrando un trato sobre tasas de interéscon uno de los agentes de los Fugger ocon un agente de los Mèdici todosonrisas—. ¿Qué puedo hacer con él,entonces?

—Te diré lo que tienes que hacer:cuando esté preparado, cásale bien.Gregory es un gentilhombre. Salta a lavista.

Anne está deseosa de empezar con elgriego. Él piensa quién sería mejor paraenseñárselo, y lo busca. Quiere alguienagradable, con quien pueda conversardespués de la cena, un joven letrado que

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viva en la casa. Lamenta la elección deltutor de su hijo y sus sobrinos, pero aestas alturas no se lo cambiará. Es unhombre irascible, y la verdad es quehubo un episodio lamentable cuando unode los muchachos prendió fuego a suhabitación porque había estado leyendoen la cama con una vela. «No seríaGregory, ¿verdad?», había dicho él,siempre esperanzado; al parecer, elprofesor creyó que se tomaba el asunto abroma. Y no para de enviarle facturasque él cree que ya ha pagado. Necesitoun contable para los gastos de la casa,piensa.

Se sienta al escritorio, en el que se

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amontonan dibujos y planos de Ipswichy del Colegio del Cardenal, con cálculosde los dibujantes y facturas de losplanes de siembra de Wolsey. Examinauna cicatriz que tiene en la palma de lamano. Es de una antigua quemadura yparece un trozo de cuerda retorcido.Piensa en Putney. Piensa en Walter.Piensa en el caballo inquieto que sedesvía nervioso, los caballos se asustan,el olor de la destilería. Piensa en lacocina de Lambeth, y en el muchacho depelo revuelto que solía llevar lasanguilas. Recuerda cómo agarraba delpelo al chico de las anguilas y le metíala cabeza en una tina de agua y lo

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empujaba. ¿Lo hice de verdad?, piensa.Se pregunta por qué. Es probable que elcardenal tenga razón, que ya no hayaposibilidad de redención para mí. Lacicatriz le pica a veces. Es dura como unespolón. Necesito un contable, piensa.Necesito un profesor de griego.Necesito a Johane. Pero ¿quién dice quepuedo conseguir lo que necesito?

Abre una carta. Es de un sacerdotellamado Thomas Byrd. Quiere dinero. Yparece que el cardenal le debe algo.Toma nota para comprobarlo y pagar.Luego vuelve a coger la carta. Mencionaa dos hombres, dos letrados, Clerke ySumner. Los conoce. Son dos de los seis

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del colegio, los hombres de Oxford quetenían los libros luteranos. Encerradloscon llave y razonad con ellos, le habíadicho el cardenal. Sostiene la carta en lamano y aparta la vista de ella. Sabe quese acerca algo malo; su sombra semueve en la pared.

Lee. Clerke y Sumner han muerto.Habría que comunicárselo al cardenal,dice el que escribe. El decano, al nodisponer de ningún otro lugar seguro,consideró adecuado encerrarlos en lasbodegas del colegio, las bodegasprofundas y frías donde se almacena elpescado. E incluso en aquel lugarsilencioso, secreto y gélido, les encontró

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la peste estival. Murieron a oscuras ysin sacerdote.

Hemos rezado todo el verano y nohemos rezado con suficiente fervor. ¿Sehabría olvidado sin más el cardenal desus herejes? Tengo que ir acomunicárselo, piensa.

Es la primera semana de septiembre.Su dolor contenido se convierte encólera. Pero ¿qué puede hacer con lacólera? Hay que contenerla también.

Sin embargo, cuando al fin terminael año y el cardenal dice: Thomas, ¿quévoy a daros como regalo de AñoNuevo?, él dice: «Dadme a PequeñoBilney —y sin esperar a que el cardenal

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conteste, añade—: Lleva un año en laTorre. La Torre asustaría a cualquiera.Pero Bilney es un hombre tímido, no esfuerte, y me temo que esté soportandounas condiciones muy duras. Recordad aSumner y a Gierke y cómo murieron.Usad vuestro poder, Milord. Escribidcartas, una petición al rey, si esnecesario. Dejadle libre».

El cardenal se retrepa en el asiento.Une las yemas de los dedos. «Thomas—dice—, mi querido ThomasCromwell. Muy bien. Pero el padreBilney debe volver a Cambridge. Debeabandonar su proyecto de ir a Roma ahablar con el papa para intentar

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convencerle y sacarle de su error. En elVaticano hay bodegas muy profundas, ymi brazo no podrá sacarlo de ellas.»

Él está a punto de decir: «Nopodríais llegar ni hasta las bodegas devuestro propio colegio». Pero no lohace. La herejía (su roce con ella) esuna pequeña indulgencia que le otorga elcardenal. Siempre le complace tener losmalos libros más recientes fileteados, ysaber todo lo que se murmura en elSteelyard, donde viven los comerciantesalemanes. Se siente feliz rechazando unoo dos textos y disfrutando de un debatedespués de la cena. Pero el cardenalconsidera que cualquier cuestión

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polémica debe envolverse una y otra vezcon un delicado filamento de palabras,fino como hebras de cabello. Cualquieropinión peligrosa tiene que hincharsecon justificaciones ridículas, de maneraque parezca tan endeble e inofensivacomo los almohadones en que te apoyas.Es cierto que cuando le contaron lo delas muertes en las bodegas, el cardenalse conmovió hasta las lágrimas. «¿Cómoes posible que yo no me enterase? —dijo—. ¡Aquellos jóvenes tanexcelentes!»

Llora con facilidad los últimosmeses, pero eso no significa que suslágrimas sean menos auténticas. Y, en

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realidad, ahora se enjuga una lágrima,porque conoce la historia: PequeñoBilney en Gray's Inn, el hombre quehablaba polaco, los mensajeros inútiles,las niñas desconcertadas, la cara deElizabeth Cromwell asentada en lagravedad inmóvil de la muerte. Se apoyaen el escritorio y dice: «Thomas, nodesesperéis, por favor. Aún tenéis avuestros hijos. Y, con el tiempo, tal vezdeseéis casaros de nuevo».

Soy un niño al que no se puedeconsolar, piensa. El cardenal posa unamano sobre la suya. Las piedrasextrañas chispean a la luz, mostrandosus profundidades. Un granate como una

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burbuja de sangre, una turquesa de brilloplateado; un diamante con un guiño grisamarillento, como el ojo de un gato.

Nunca le contará al cardenal lo deMaría Bolena, aunque sentirá elimpulso. Wolsey podría reírse, podríaescandalizarse. Tiene que darle elcontenido de contrabando, sin elcontexto.

Otoño de 1528: él está en la cortepor el asunto del cardenal. María correhacia él. Las faldas alzadas, mostrandoun par de delicadas medias verdes deseda. ¿La persigue su hermana Ana?

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Espera a ver.Ella se detiene de pronto.—¡Ah, sois vos!No se le había ocurrido pensar que

le conociese. Ella apoya una mano en lapared, conteniendo la respiración, y laotra en su hombro, como si formaseparte de la pared. María es aún de unabelleza deslumbrante. Rubia, de rasgosdelicados.

—Esta mañana, mi tío —le dice—,mi tío Norfolk, estaba gritando contravos. ¿Quién es ese hombre horrible?, lepregunté a mi hermana. Y ella dijo…

—¿Es el que parece una pared?María aparta la mano. Se ríe, se

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ruboriza e intenta recuperar el alientocon una ligera agitación del pecho.

—¿De qué se quejaba MilordNorfolk?

—Oh… —Ella agita una mano paraabanicarse—. Él dice: cardenales,legados, dejó de haber alegría enInglaterra desde que tuvimos cardenalesentre nosotros. Dice que el cardenal deYork está despojando a las casasnobles, dice que se hará con todo elpoder y que los lores serán comoescolares entrando asustados a que lesazoten. Aunque no hay que hacer muchocaso de lo que digo…

Parece frágil, todavía no ha

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recuperado el aliento, pero los ojos deél le indican que hable. Suelta una risillay dice: «Mi hermano George tambiéngritaba. Dijo que el cardenal de Yorknació en un asilo de pobres y que tieneun empleado que nació en el arroyo.Vamos, mi querido hijo, dijo mi señorpadre, no se pierde nada siendo preciso.No exactamente en el arroyo, sino en elpatio de una destilería, según creo.Porque desde luego no es ungentilhombre». María da un paso atrás.«Vos parecéis un gentilhombre. Megusta vuestro terciopelo gris. ¿Dónde loconseguisteis?»

—En Italia.

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Ha sido ascendido, ya no es lapared. María acerca la mano despacio;absorta, lo acaricia. «¿Podríaisconseguirme algo parecido? Aunque talvez sea un poco sobrio para unamujer…»

No para una viuda, piensa él. Laidea debe de resultar visible en suexpresión, porque María dice: «Así es,sí. William Carey ha muerto».

Él inclina la cabeza, se muestra muycorrecto. María le alarma.

—La corte le echa mucho de menos.Lo mismo que vos.

Un suspiro.—Era bueno. Dadas las

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circunstancias.—Tiene que haber sido difícil para

vos.—Cuando el rey empezó a fijarse en

Ana, él pensó que, sabiendo como sehacen las cosas en Francia, ella podríaaceptar una…, una determinada posiciónen la corte. Y en su corazón, como dijoél. Dijo que prescindiría de las otrasamantes. En las cartas que ha escrito. Desu propia mano.

—¿De veras?El cardenal siempre dice que no

puedes conseguir nunca que el reyescriba una carta. Ni siquiera a otromonarca. Ni siquiera al papa. Ni aunque

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pudiese resultar eficaz.—Sí, desde el verano pasado.

Escribe y luego, a veces, donde deberíafirmar Henricus Rex… —le coge lamano, la vuelve y traza una forma en lapalma—, dibuja en su lugar un corazónen el que pone sus iniciales. ¡Oh, nodebéis reíros!… —Ella no puede borrarla sonrisa de su rostro—. Dice quesufre.

Él desea decirle: «María, esascartas, ¿podéis robarlas para mí?».

—Mi hermana me dice que esto noes Francia y que ella no es tonta comoyo. Ella sabe que he sido amante deEnrique, y ve cómo he quedado. Y ha

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aprendido la lección.El casi está conteniendo la

respiración. Está ya lanzada, dirá lo quetiene que decir.

—Os lo aseguro, pasarán por encimadel Infierno para casarse. Lo hanprometido. Ana dice que le tendrá, y queno le importa que Catalina y todos losespañoles se ahoguen en el mar. Enriqueconseguirá lo que quiere. Y Anaconseguirá lo que quiere. Y puedodecirlo porque les conozco a los dos,¿quién mejor? —Tiene los ojos tiernos yllenos de lágrimas; por eso dice—: Asíque añoro a William Carey, porqueahora ella lo es todo, y yo soy algo que

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se barre y se tira después de la cena,como los juncos pisoteados. Ya no soyesposa de nadie, pueden decirme lo quequieran. Mi padre dice que sólo soy unaboca que alimentar. Y mi tío Norfolkque soy una puta.

Como si él no os hubiese hechoserlo.

—¿Necesitáis dinero?—¡Oh, sí! —dice ella—. ¡Sí, sí, sí, y

a nadie se le ha ocurrido pensarlo!¡Nadie me lo ha preguntado hasta ahora!Tengo hijos. Vos lo sabéis. Necesito…—Se aprieta la boca con los dedos paraque deje de temblar—. Si vieseis a mihijo… Bueno, ¿por qué creéis que le

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puse de nombre Enrique? El rey lohabría reconocido, lo mismo quereconoció a Richmond, pero mi hermanase lo prohibió. Hace lo que ella quiere.Se propone darle un príncipe, así que noquiere al mío.

Se han enviado informes al cardenal:el hijo de María Bolena es un niño sano,pelirrojo, animoso y vivaz. Ella tienetambién una hija mayor, pero eso no estan interesante en el contexto, una hija.

—¿Cuántos años tiene vuestro hijo,lady Carey?

—Hará tres en marzo. Mi hijaCatherine tiene cinco. —Se toca denuevo los labios, consternada—. Se me

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había olvidado… Vuestra esposa murió.¿Cómo he podido olvidarlo? —Cómo osenterasteis siquiera, se pregunta él, peroella le contesta de inmediato—: Ana losabe todo sobre la gente que trabajapara el cardenal. Hace preguntas yescribe las respuestas en un cuaderno.—Alza la vista hacia él—. ¿Y tenéishijos?

—Sí… ¿Sabéis que nadie me lo hapreguntado nunca tampoco? —dice él.Apoya un hombro en la pared y ella seacerca un poco más; y sus semblantes serelajan, pasando quizá de la resueltatensión habitual a la conspiración de losdespojados—. Tengo un hijo mayor.

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Está en Cambridge con un tutor. Tengouna niña pequeña que se llama Grace; esmuy linda, y tiene el cabello rubio,aunque no sé… Mi esposa no era unabelleza, y yo, ya veis. Y tengo a Anne;Anne quiere aprender griego.

—Santo cielo —dice ella—. Parauna mujer, ¿sabéis?…

—Sí, pero ella dice «¿Por qué debetener la preeminencia la hija de ThomasMoro?». Sabe tan buenas palabras. Ylas emplea todas.

—Es a la que más queréis.—Su abuela vive con nosotros, y la

hermana de mi mujer. Pero no es… Noes el mejor arreglo para Anne. Podría

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enviarla a alguna otra casa, peroentonces… Bueno, su griego… y, talcomo están las cosas, apenas la veo. —Le parece el discurso más largo que hahecho en mucho tiempo, salvo conWolsey. Dice—: Vuestro padre debemanteneros como es debido. Pediré alcardenal que hable con él.

El cardenal disfrutará con eso,piensa.

—Pero yo necesito un marido. Paraque dejen de insultarme. ¿Puedeconseguir maridos el cardenal?

—El cardenal puede hacer cualquiercosa. ¿Qué clase de marido os gustaría?

Ella lo considera.

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—Uno que se ocupara de mis hijos.Uno que fuese capaz de enfrentarse a mifamilia. Uno que no se muriese. —Unelas yemas de los dedos.

—Deberíais pedir que fuese joven yapuesto, también. Quien no llora, nomama.

—¿De veras? A mí me educaron enla otra tradición.

Entonces recibisteis una educacióndistinta de la de vuestra hermana, piensaél.

—En el baile de máscaras en YorkPlace, ¿lo recordáis?… ¿Erais laBelleza o la Bondad?

—Oh… —Ella sonríe—. Debió de

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ser, ¿cuándo? ¿Hace siete años? No meacuerdo. Me he disfrazado tantas veces.

—Por supuesto, aún sois ambascosas.

—Era de lo único que me ocupabaentonces, de disfrazarme. Pero meacuerdo de Ana. Era la Perseverancia.

—Esa virtud suya puede ponerse aprueba —dice él.

El cardenal Campeggio vino aquícon un breve de Roma para obstruir.Obstruir y dilatar. Haced lo que sea,pero evitad emitir juicio.

—Ana siempre está escribiendocartas o escribiendo en su cuadernito.Pasea de aquí para allá, a un lado y a

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otro. Cuando ve a mi señor padre, alzauna mano para que se detenga: no osatreváis a hablar. Y cuando me ve a mí,me da un pellizquito, así… —María daun pellizquito al aire con los dedos de lamano izquierda—. Así.

Se pasa los dedos de la manoderecha por el cuello hasta que llega alhoyuelo palpitante de la garganta.

—Aquí —dice—. A veces tengo unmoratón. Ella cree que me desfigura.

—Hablaré con el cardenal —diceél.

—Hacedlo.Ella espera.Él necesita irse. Tiene cosas que

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hacer.—Ya no quiero ser una Bolena —

dice ella—. Ni una Howard. Si el reyreconociese a mi hijo, sería diferente,pero tal como están las cosas, ya noquiero bailes de máscaras ni fiestas nidisfraces de virtudes. Ellos no tienenvirtudes. Es sólo un espectáculo. Si noquieren saber nada de mí, yo no quierosaber nada de ellos. Preferiría ser unapordiosera.

—La verdad…, no hay que llegar aeso, lady Carey.

—¿Sabéis lo que quiero? Quiero unmarido que les contraríe. Quierocasarme con un hombre que les dé

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miedo.Hay una súbita luz en sus ojos

azules. Ha surgido una idea. Apoya eldedo delicado en el terciopelo gris quetanto admira y dice en voz baja: «Quienno llora, no mama».

¿Thomas Howard como tío? ¿SirThomas Bolena como padre? ¿El rey, asu tiempo, como hermano?

—Os matarían —dice él.Cree que no debe extenderse sobre

el tema: sólo dejarlo así, como unhecho.

Ella se ríe, se muerde el labio.—Por supuesto. Por supuesto que lo

harían. ¿Qué estoy pensando? De todos

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modos, os doy las gracias por lo que yahabéis hecho. Por un ratito de paz estamañana… Porque mientras ellosgritaban contra vos, no lo hacían contramí. Ana querrá un día hablar con vos.Mandará a buscaros y os sentiréishalagado. Tendrá un trabajillo para vos.O querrá algún consejo. Así que antesde que suceda, haced caso de lo que osdigo. Dad la vuelta y caminad endirección contraria.

Se besa la yema del dedo índice y selo posa a él en los labios.

El cardenal no lo necesita esa noche,así que se va a casa, a Austin Friars.Tiene la sensación de que debe

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distanciarse de los Bolena, de todosellos. Tal vez, algunos hombres sesintiesen fascinados por una mujer quehabía sido amante de dos reyes, pero élno se cuenta entre ellos. Piensa en lahermana, Ana, en por qué debería teneralgún interés por él; posiblemente tengainformación mediante lo que ThomasMoro llama «vuestra fraternidadevangélica», pero eso resultadesconcertante. Los Bolena no parecenuna familia que piense mucho en elalma. Tío Norfolk tiene sacerdotes paraque lo hagan por él. Odia las ideas ynunca lee un libro. El hermano Georgese interesa por las mujeres, la caza, la

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ropa, las joyas y el jeu de paume. SirThomas, el diplomático encantador, sólose interesa por sí mismo.

Le gustaría contarle a alguien loocurrido. No puede contárselo a nadie,así que se lo cuenta a Rafe. «Creo queos lo imaginasteis», dice Rafe conseveridad. Abre mucho sus ojos clarosal oír la historia de las iniciales en elinterior del corazón, pero ni siquierasonríe. Limita su incredulidad a lapropuesta matrimonial.

—Debía de querer decir otra cosa.Él se encoge de hombros. Es difícil

ver qué.—El duque de Norfolk caería sobre

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nosotros como una manada de lobos —dice Rafe, moviendo la cabeza—.Incendiaría la casa.

—Pero los pellizcos. ¿Qué remediohay para eso?

—Una armadura, es evidente —diceRafe.

—La gente podría hacerse preguntas.—Ya nadie mira a María.—Excepto vos —añade él en tono

acusador.Con la llegada del legado pontificio

a Londres, la casa casi regia de AnaBolena se desmonta. El rey no quiereproblemas; el cardenal Campeggio estáaquí para considerar sus objeciones al

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matrimonio con Catalina, que no tienennada que ver, insistirá él, con cualquiersentimiento que pueda albergar hacialady Ana. A ella la envían a Hever, y laacompaña su hermana. Llega a Londresel rumor de que María está embarazada.Rafe dice: «Con el debido respeto,señor, ¿estáis seguro de que sólo osapoyasteis en la pared?». La familia deldifunto marido dice que no puede serhijo suyo, y el rey también lo niega. Estriste comprobar con qué rapidez cree lagente que el rey miente. ¿Qué leparecerá a Ana? Tendrá tiempo desobrellevar sus ataques de furia,mientras se encuentra en su retiro

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rústico. «Pondrá a María morada depellizcos», dice Rafe.

Gente de toda la ciudad le explica loque se murmura, sin saber lo muyinteresado que está él. Le entristece, lehace dudar, le hace preguntarse por losBolena. Todo lo que pasó entre él yMaría ahora lo ve, lo escucha, de unmodo diferente. Se le pone la carne degallina, cuando piensa que si se hubiesesentido halagado, susceptible, si lehubiese dicho sí a ella, podría haberseconvertido pronto en padre de un niñoque no parecería en absoluto unCromwell y muchísimo un Tudor. Comoartimaña, tenía que reconocer que era

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admirable. María puede parecer unamuñeca pero no es tonta. Cuandoapareció corriendo por la galeríaenseñando sus medias verdes, habíaelegido bien la presa. Para los Bolena,los demás son para usar y tirar. Lossentimientos de los demás no significannada, ni su reputación, el buen nombrede sus familias.

Sonríe ante la idea de que losCromwell tengan un apellido de familia.O una reputación que defender.

Fuese lo que fuese lo sucedido, notiene consecuencias. Tal vez Maríaestuviese equivocada, o la charla fuesesimple maldad; Dios sabe, esa familia lo

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propicia. Tal vez hubiese un niño y loperdió. El rumor se extingue, sin ningunaconclusión clara. No hay ningún niño. Escomo uno de esos extraños cuentos dehadas del cardenal, en que la propianaturaleza está pervertida y las mujeresson serpientes y aparecen y desaparecena voluntad.

La reina Catalina tuvo un niño quedesapareció. En el primer año de sumatrimonio con Enrique, abortó, perolos médicos dijeron que eran gemelos, yel propio cardenal la recuerda en lacorte con los corpiños aflojados y unasonrisa secreta en la cara. Se retiró a sushabitaciones para su periodo de

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aislamiento; después de un tiempo,reapareció seria y rígida, con el vientreliso y sin ningún niño.

Debe de ser una especialidad de losTudor.

Poco después, oye que Ana haasumido la tutela del hijo de su hermana,Henry Carey. Él se pregunta si sepropone envenenarlo. O comérselo.

Año Nuevo, 1529: Stephen Gardinerestá en Roma, transmitiendo ciertasamenazas al papa Clemente en nombredel rey; el contenido de las amenazas nose ha comunicado al cardenal. Es fácil

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asustar a Clemente en las mejorescircunstancias, y nada tiene de extrañoque, con el señor Stephen soplándoleazufre en los oídos, caiga enfermo. Sedice que es probable que muera, y hayagentes del cardenal por toda Europa,sondeando, contabilizando apoyos yhaciendo tintinear alegremente susbolsas. Habría una rápida solución alproblema del rey si Wolsey fuese papa.Él refunfuña ante su posible ascensión.El cardenal ama su país, sus guirnaldasde mayo, los dulces cantos de lospájaros. En sus pesadillas, ve a italianosachaparrados escupiendo, un bosque desogas, una llanura salpicada de

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cadáveres. «Necesitaré que meacompañéis, Thomas. Podréis estar a milado y actuar con rapidez si uno de esoscardenales intenta apuñalarme.»

Él se imagina a su amo ensartadocon muchos puñales, como san Sebastiáncon las flechas. «¿Por qué ha de estar elpapa en Roma? ¿Dónde está escritoeso?»

El cardenal esboza una leve sonrisa.«Traer la Santa Sede a casa. ¿Por quéno?» A él le encanta siempre un planaudaz. «Supongo que no podría traerse aLondres. Si al menos fuese arzobispo deCanterbury, podría instalar mi cortepontificia en el palacio de Lambeth…

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Pero el viejo Warham aguanta y aguanta,ahí está siempre cortándome el paso.»

—Su Eminencia podría trasladarse asu propia sede.

—York está tan lejos. No podríainstalar el papado en Winchester,¿verdad? ¿Nuestra antigua capitalinglesa? ¿Y más cerca del rey?

Sería un régimen insólito. El reycenando con el pontífice, que es tambiénsu Lord Canciller… ¿Tendrá el rey queentregarle su servilleta y servirleprimero?

Cuando llega la noticia de queClemente se ha recuperado, el cardenalno dice que es una gloriosa oportunidad

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perdida. Dice: ¿qué haremos ahora,Thomas? Tenemos que convocar altribunal legatino, no puede aplazarsemás. Dice: buscadme a un hombrellamado Anthony Poynes.

Él espera de pie, con los brazoscruzados, más y mejores detalles.

—Probad en la isla de Wight. Ytraedme a sir William Thomas, a quiencreo que encontraréis en Carmarthem.Es… Es muy mayor, así que decid avuestros hombres que vayan despacio.

—Yo no empleo a nadie que vayadespacio. De todos modos, lo tendré encuenta. No hay que matar a los testigos.

El juicio sobre la gran causa del rey

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se aproxima. El monarca pretendedemostrar que la reina Catalina no eravirgen cuando vino a él, porque habíaconsumado su matrimonio con suhermano Arturo. Con ese fin, estáreuniendo a los caballeros queatendieron después de la boda a lapareja real en el castillo de Baynard, yluego en Windsor, adonde se trasladó lacorte aquel año en noviembre, y mástarde en Ludlow, adonde les enviaron ainterpretar los papeles de Príncipe yPrincesa de Gales. «Arturo tendría máso menos vuestra edad si no hubiesemuerto, Thomas», dice Wolsey. Losacompañantes, los testigos, son una

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generación más viejos como mínimo. Yhan pasado ya tantos años… Veintiocho,para ser exactos. ¿Hasta qué puntopueden recordar con claridad?

Las cosas no deberían haber llegadonunca a esto, a esta exposición pública eimpropia. El cardenal Campeggio haimplorado a Catalina que se someta a lavoluntad del rey, que acepte la nulidadde su matrimonio y se retire a unconvento. Con mucho gusto se harámonja, dice ella amablemente, si el reyse hace monje.

Mientras tanto, Catalina presentarazones por las que el tribunal legatinono debería intervenir en el asunto. Aún

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está sub judice en Roma, por una parte.Por otra, ella es extranjera, dice, en unpaís extranjero. Hace caso omiso de lasdécadas en las que ha mantenido unarelación íntima con todos losacontecimientos y vicisitudes de lapolítica inglesa. Afirma que los juecestienen prejuicios contra ella. Haymotivos para creerlo. Campeggio selleva una mano al corazón y le aseguraque emitirá un juicio honesto, aunquepudiese peligrar por ello su vida.Catalina cree que mantiene una relacióndemasiado estrecha con el otro legado; ypiensa que cualquiera que haya pasadomucho tiempo con Wolsey ya no sabe

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qué es la honradez. ¿Quién asesora aCatalina? John Fisher, obispo deRochester. «¿Sabéis que no soporto aese hombre? —dice el cardenal—. Estodo piel y huesos. Abjuro del preladoesquelético. Nos deja mal a todos losdemás. Nos hace parecer… demasiadoterrenales.»

Él ostenta su pompa terrenal, suescarlata más delicado, cuando se cita alrey y a la reina ante los dos cardenalesen Blackfriars. Todo el mundo suponíaque Catalina enviaría a un representante,pero se presenta en persona. Todos losescaños de los obispos están ocupados.El rey contesta a su nombre con voz

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plena y retumbante, hablandodirectamente desde su gran pechoenjoyado. Él, Cromwell, habríaaconsejado un movimiento de la mano,un murmullo, inclinar la cabeza ante laautoridad del tribunal. La mayor partede la humildad es en su opinión,fingimiento; pero fingir puede significarganar.

La sala está llena. Él y Rafe sonespectadores distantes. Después, cuandola reina ha hecho ya su declaración (seha visto llorar a unos cuantos hombres),salen a la luz del sol. Rafe dice:

—Si hubiésemos estado más cerca,habríamos visto si el rey le aguantaba la

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mirada a ella.—Sí. Eso es en realidad todo lo que

se necesita saber.—Lamento decirlo, pero yo creo a

Catalina.—Calla. No creas a nadie.Algo les quita la luz. Es Stephen

Gardiner, ceñudo y sombrío. Su aspectono ha mejorado con el viaje a Roma.

—¡Señor Stephen! —dice él—.¿Qué tal el viaje de regreso? Nunca esagradable volver con las manos vacías,¿verdad? Lo lamento mucho por vos.Supongo que hicisteis todo lo posible,dadas las circunstancias.

El ceño de Gardiner se acentúa.

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—Si esta comisión no es capaz dedarle al rey lo que quiere, vuestro amoestará acabado. Y entonces seré yoquien lo lamente por vos.

—Salvo que no lo haréis.—Salvo que no lo haré —admite

Gardiner, y se marcha.La reina no regresa para estar

presente en las partes sórdidas delproceso. Habla por ella su consejero.Ella le ha contado a su confesor que lasnoches que pasó con Arturo quedóintacta, y le ha dado permiso pararomper el secreto de confesión y hacerpública su afirmación. Antes ha habladoante el más alto tribunal, el tribunal de

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Dios. ¿Condenaría su alma mintiendo?Además, hay otro asunto en el que

todos piensan. Después de la muerte deArturo, se ofreció a Catalina variosnovios posibles —al anciano rey, comoera de rigor, o al joven príncipe Enrique— como carne fresca. Podían haberpedido a un médico que la examinase.Ella se habría asustado, habría llorado,pero habría obedecido. Tal vez ahoralamentase que no lo hubieran hecho; queno la hubiesen puesto en las manos fríasde un desconocido. Pero nunca lepidieron que demostrase lo queafirmaba; tal vez la gente no fuese tandesvergonzada por aquel entonces. Las

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dispensas para su matrimonio conEnrique se proponían cubrir las dosposibilidades: que fuese virgen y que nolo fuese. Los documentos españoles sondistintos de los ingleses, y ahí es dondedeberíamos estar ahora, entre lascláusulas secundarias, estudiando papely tinta, no litigando en un juzgado por untrocito de piel y una mancha de sangreen una sábana de lino.

Si hubiese sido él su asesor, la reinahabría asistido al juicio, por mucho quehubiese protestado. Porque, ¿habríanhablado los testigos en su presenciacomo hablaban a sus espaldas? A ella lehabría dado vergüenza mirarles,

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enfrentarse a ellos, encorvados, canososy dotados todos con una memoriaperfecta. Pero él la habría obligado asaludarles cordialmente y a declarar quenunca les habría reconocido, después detanto tiempo; y les preguntaría si teníannietos, y si el calor del verano aliviabalas molestias y achaques de la edad. Losque más se avergonzarían serían ellos:¿no vacilarían, no flaquearían, ante lamirada firme de los honestos ojos de lareina?

Sin la presencia de Catalina, eljuicio se convierte en un entretenimientosubido de tono. El conde de Shrewsburyestá frente al tribunal, un hombre que

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combatió con el viejo rey en Bosworth.Recuerda su propia y lejana noche debodas, en que era un muchacho dequince años como el príncipe Arturo.Nunca había tenido una mujer antes,dice, pero cumplió con su deber con ladesposada. La noche de bodas deArturo, él y el conde de Oxford habíanllevado al príncipe a la cámara deCatalina. Sí, dice el marqués de Dorse,y yo también estaba allí; Catalina yacíabajo el cobertor, el príncipe se metió enla cama a su lado. «Nadie está dispuestoa jurar que se metió también con ellos—susurra Rafe—, pero me pregunto sino habrían encontrado a alguien

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dispuesto a jurarlo.»El tribunal debe contentarse con las

pruebas de lo que se dijo a la mañanasiguiente. Al salir de la cámara nupcial,el príncipe dijo que tenía sed y pidióuna copa de cerveza a sir AnthonyWilloughby. «Anoche estuve enEspaña», dijo. El burdo chiste de unmuchachito, sacado de nuevo a la luz; elmuchacho lleva muerto treinta años.¡Qué solitario es morir joven, bajar a laoscuridad sin ninguna compañía!Maurice Saint John no está con él en sucripta de la catedral de Worcester, ni elseñor Cromer, ni William Woodall, nininguno de los hombres que le oyeron

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decir: «Señores, es un buen pasatiempotener esposa».

Después de escuchar todo esto ysalir al aire libre, él se sienteextrañamente frío. Se lleva una mano ala cara, se acaricia el pómulo.

—Sería un novio bastantedeplorable el que saliese por la mañanay dijese: «Buenos días, señores. ¡No hapasado nada!» —dice Rafe—. Estabapresumiendo, ¿verdad? Eso fue todo.Han olvidado lo que es tener quinceaños.

Mientras el tribunal continúa sussesiones, el rey Francisco estáperdiendo una batalla en Italia. El papa

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Clemente se dispone a firmar un nuevotratado con el emperador, sobrino de lareina Catalina. Él no lo sabe cuandodice: «Ésta es una mala jornada. Si loque queremos es que Europa se ría denosotros, ya tienen todas las razonespara hacerlo».

Mira de reojo a Rafe, cuyo problemaconcreto es sin duda que no puedeconcebir que nadie, ni siquiera un jovende quince años apresurado, deseepenetrar a Catalina. Sería como copularcon una estatua. Rafe, por supuesto, noha oído hablar al cardenal sobre el temade los antiguos atractivos de la reina.«Bueno, me reservo el juicio. Que es lo

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que harán los miembros del tribunal. Estodo lo que pueden hacer —dice él—.Rafe, tú estás mucho más cerca de esascosas. Yo no puedo acordarme decuando tenía quince años.»

—¿De veras? ¿No teníais unosquince cuando llegasteis a Francia?

—Sí. Debía de tener esa edad.Wolsey: «Arturo tendría vuestra

edad, Thomas, si hubiese vivido». Élrecuerda a una mujer de Dover, contra lapared; sus pequeños y frágiles huesos,su rostro joven, pálido y triste. Sienteuna leve sensación de pánico, depérdida; ¿y si el chiste del cardenal noes un chiste y la tierra está salpicada de

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hijos suyos, y nunca ha hecho lo quedebía hacer por ellos? Es lo únicohonrado que hay que hacer: cuidar delos hijos.

—Rafe —dice—, ¿sabes que no hehecho testamento? Dije que lo haría perono lo hice. Creo que debería ir a casa aredactarlo.

—¿Por qué? —Rafe pareceasombrado—. ¿Por qué ahora? Elcardenal os necesitará.

—Vamos a casa.Coge del brazo a Rafe. En el lado

izquierdo, una mano toca la suya. Dedossin carne. A su lado camina un fantasma.Arturo, pálido y solícito. Rey Enrique,

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piensa, vos lo elevasteis, ahora loderribáis.

Julio de 1529: Thomas Cromwell deLondres, gentilhombre. En pleno uso desus facultades físicas y mentales. Lega asu hijo Gregory seiscientas sesenta yseis libras, trece chelines y cuatropeniques. Y los lechos de plumas, lasalmohadas y el edredón de raso turcoamarillo, el lecho adjunto, con laboresde Flandes, y el aparador tallado y losarmarios, la vajilla de plata y la de platadorada y doce cucharas de plata, y losarrendamientos de granjas, que

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administrarán los albaceas hasta quealcance la mayoría de edad, y otrasdoscientas libras de oro en esa fecha.Lega también un dinero para losalbaceas, destinado a las dotes ymantenimiento de su hija Anne y su hijapequeña, Grace. Una dote para susobrina Alice Wellyfed; trajes, jubonesy ropones para sus sobrinos; paraMercy, todos los enseres domésticos yparte de la vajilla de plata y cualquierotra cosa que los albaceas considerenque debería tener. Fija también unasmandas para Johane, hermana de sudifunta esposa, y para su marido JohnWilliamson, y una dote para su hija

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Johane. Un dinero para sus sirvientes.Cuarenta libras que se repartirán entrecuarenta doncellas pobres cuando secasen. Veinte libras para el arreglo delos caminos. Diez libras para alimentosdestinados a los presos pobres de lascárceles de Londres.

Su cadáver ha de recibir sepulturaen la parroquia donde muera, o deacuerdo con el criterio de sus albaceas.

El resto de sus bienes se destinará amisas por sus padres.

A Dios, su alma. A Rafe Sadler, suslibros.

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Cuando vuelve la peste estival, élpregunta a Mercy y a Johane:¿enviaremos fuera a las niñas?

¿En qué dirección?, pregunta Johane,no desafiante, sólo por saberlo.

Mercy dice: ¿puede alguien dejarlaatrás? Se tranquilizan con la idea deque, como la infección mató a tantaspersonas el año pasado, este año no serátan grave; él no cree que eso seaforzosamente cierto, y le parece queestán atribuyendo a la peste unainteligencia humana, o animal, al menos:el lobo ataca al rebaño, pero no las

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noches que lo esperan hombres conperros. Salvo que crean que la peste esmás que animal o humana, que detrás deella está Dios, Dios con sus viejostrucos. Cuando Wolsey se entera de lasmalas noticias de Italia, del nuevotratado de Clemente con el emperador,baja la cabeza y dice: «Mi Señor escaprichoso». No se refiere al rey.

El último día de julio, el cardenalCampeggio suspende las sesiones deltribunal legatino. Son, dice, lasvacaciones romanas. Llega la noticia deque el duque de Suffolk, el gran amigodel rey, ha aporreado la mesa delante deWolsey y le ha amenazado cara a cara.

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Todos saben que el tribunal no volverá areunirse. Todos saben que el cardenal hafracasado.

Aquella noche con Wolsey, él creepor primera vez que el cardenal caerá.Si el cardenal cae, piensa, yo caeré conél. Tiene una reputación sombría. Escomo si el chiste de Su Eminenciahubiese tomado forma: como si vadeaseentre arroyos de sangre, dejando en suestela un rastro de cristales rotos eincendios, de viudas y huérfanos.Cromwell es un hombre malvado, dicela gente. El cardenal no hablará de loque ocurre en Italia ni de lo que hapasado en el tribunal del legado. Dice:

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«Me cuentan que ha vuelto la fiebre delsudor. ¿Qué haré yo? ¿Moriré? Heresistido cuatro ataques. En el año…,¿qué año fue?… Creo que 1518…Bueno, os reiréis, pero fue así: cuandolos sudores terminaron conmigo, parecíael obispo Fisher. Estaba consumido.Dios me levantó e hizo que mecastañetearan los dientes.

—¿Su Eminencia estaba consumido?—pregunta él, intentando sonreír—.Ojalá os hubieseis hecho un retratoentonces.

El obispo Fisher ha declarado anteel tribunal (justo antes de que llegaranlas vacaciones romanas) que ningún

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poder divino ni humano podría disolverel matrimonio del rey y la reina. Si hayalgo que le gustaría enseñarle a Fisher,es a no hacer grandes declaracionesexageradas. Él sabe muy bien lo quepuede hacer la justicia, y difiere de loque piensa el obispo Fisher.

Hasta ahora, todos los días hastahoy, todas las noches hasta ésta, si ledecías a Wolsey que algo era imposible,él se limitaba a reírse. Esta noche dice(cuando consigue concentrarse en eltema): mi amigo el rey Francisco estáderrotado. Y yo también estoyderrotado. No sé qué hacer. Con peste osin peste, creo que debo morir.

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—Tengo que irme a casa —dice él—. ¿Me bendeciréis?

Se arrodilla ante él. Wolsey alza lamano y se queda con ella en el aireinmóvil como si se hubiese olvidado delo que estaba haciendo.

—Thomas —dice—, no estoypreparado para encontrarme con Dios.

Él alza la vista sonriendo.—Tal vez Dios no esté preparado

para recibiros.—Espero que estéis conmigo cuando

muera.—Pero eso será en una fecha lejana.—Si hubieseis visto cómo me atacó

hoy Suffolk —dice Wolsey con un

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cabeceo—. Él, Norfolk, Thomas Bolena,lord Thomas Darcy, sólo estabanesperando esto, que fracasase con estetribunal, y ahora me entero de que estánpreparando un memorial, que estánredactando una lista de acusaciones,cómo he oprimido a la nobleza y demás,están preparando un libro titulado…,¿cómo lo titularán? ¿Veinte años deagravios? Están preparando una olla enla que vierten los posos de cadahumillación, que así es como ven ellos,como interpretan, todas las verdades queles he dicho… —Respira hondo y miraal techo, en el que está grabada la rosade los Tudor.

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—No habrá ninguna olla de ésas enla cocina de Su Eminencia —dice él. Selevanta. Mira al cardenal y lo único queve es que hay más trabajo que hacer.

—Liz Wykys —dice Mercy— nohabría querido que sus hijas anduvieranarrastrándose por el campo.Especialmente Anne, que sé que llora sino está con su padre.

—¿Anne? —pregunta él, asombrado—. ¿Anne llora?

—¿Qué pensabais? —preguntaMercy con cierta aspereza—. ¿Creéisacaso que vuestras hijas no os quieren?

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Él deja que tome la decisión ella.Las niñas se quedan en casa. Unadecisión equivocada. Mercy cuelga en lapuerta los signos de la fiebre del sudor.¿Cómo ha ocurrido esto?, pregunta.Limpiamos, fregamos los suelos, no creoque haya en Londres casa más limpiaque la nuestra. Rezamos nuestrasoraciones. Nunca he visto a una niñarezar como Anne. Reza como si fuese air al combate.

Anne es la primera que enferma.Mercy y Johane le gritan y la zarandeanpara que siga despierta, porque dicenque si te duermes mueres. Pero laenfermedad tira más fuerte de ella y cae

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exhausta sobre la almohada, respirandoa duras penas, y se hunde aún más, enuna inmovilidad lúgubre en la que sólomueve una mano, abre y cierra losdedos. Él se la coge e intenta que dejede moverla, pero es como la mano de unsoldado impaciente por combatir.

Más tarde, ella se anima y preguntapor su madre. Pregunta por el cuadernoen el que ha escrito su nombre. Alamanecer, cesa la fiebre. Johane llora,aliviada, y Mercy la manda a dormir.Anne se debate para incorporarse, ve asu padre claramente, sonríe, dice elnombre de él. Llevan una jofaina conagua y pétalos de rosa, y le lavan la

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cara. Ella extiende un dedo, tanteante,para hundir los pétalos en el agua, deforma que cada uno se convierte en unnavío cargado de agua, una copa, ungrial perfumado.

Pero cuando sale el sol, vuelve asubir la fiebre. Él no permitirá queempiecen a pellizcarla y a zarandearlade nuevo; la deja en manos de Dios y lepide que sea bueno con ella. Le habla,pero ella no da muestras de oírle. Noteme al contagio. Si el cardenal hasobrevivido a esta peste cuatro veces,estoy seguro de que no corro peligro. Ysi muero, ya he hecho testamento. Sesienta con ella, observando cómo sube y

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baja su pecho, observando cómo lucha ypierde. No está con ella cuando muere.Grace ya ha enfermado, y él se ocupa deque la acuesten. Así que no está en lahabitación de Anne en ese momento ycuando le hacen entrar, la carita tensa seha relajado dulcemente. Anne parecepasiva, plácida; su mano pesa inerte ya,un peso que él no puede soportar.

Abandona la habitación.—Estaba aprendiendo griego —

dice. Por supuesto, dice Mercy, era unaniña maravillosa, y una hija fiel. Y seapoya en el hombro de él y llora.

—Era lista y buena, y, a su modo,¿sabéis?, era guapa —añade.

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Lo que había pensado él había sido:estaba aprendiendo griego, quizá lo sepaahora.

Grace muere en sus brazos; muerefácilmente, con la misma naturalidad conla que nació. La posa en la sábanahúmeda: una niña de perfeccióninverosímil, los dedos desplegadoscomo pequeñas hojas blancas. No laconocía, piensa él. Nunca me di cuentade que la tenía. Siempre le habíaparecido imposible que un acto suyo lehubiese dado vida, algo que Liz y élhabían hecho sin pensar una noche queno recordaban. Pensaban ponerle Henrysi era niño y Catherine si era niña, y Liz

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había dicho: eso será también por tuKat. Pero cuando la vieron envuelta enlos pañales, hermosa, completa yperfecta, él dijo algo totalmente distintoy Liz estuvo de acuerdo: no merecemosla gracia. No somos dignos de ella.

Él pregunta al sacerdote si puedeenterrar a su hija mayor con sucuaderno, en el que ha escrito sunombre: Anne Cromwell. El sacerdotedice que nunca ha oído semejante cosa.Él está demasiado agotado y furiosopara discutir.

Ahora sus hijas están en elPurgatorio, un lugar de fuegos lentos yde hielo estriado. ¿Dónde dice

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«Purgatorio» en los Evangelios?Tyndale dice: ahora permanecen

estas tres, la fe, la esperanza y el amor;pero la más excelente es el amor.

Thomas Moro piensa que es unamala traducción, y perversa. Él insisteen «la caridad». Moro sería capaz deencadenarte por una mala traducción, temataría por un error en griego.

Él se pregunta de nuevo si losdifuntos necesitan traductores. Tal vezen un instante, en un lapso del dejar deser, sepan todo lo que necesitan saber.

Tyndale dice: «El amor nunca seacaba».

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Llega octubre. Wolsey preside comosiempre las reuniones del consejo delrey. Pero en los tribunales de justicia, aliniciar sus sesiones después de sanMiguel, se inician procesos contra elcardenal. Con éxito. La acusación secentra en el ejercicio indebido delpoder. Se le acusa concretamente deaplicar en el reino una jurisdicciónextranjera, es decir, de ejercer sufunción de legado pontificio. Lo quequieren decir es: él es un alter rex. Loes y lo ha sido siempre, y más imperiosoque el rey. Por lo cual, si eso es undelito, es culpable.

Así que ahora entran pavoneándose

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en York Place el duque de Suffolk, elduque de Norfolk: los dos grandes paresdel reino. Suffolk, con su barba rubia yrizada, parece un cerdo entre trufas; a SuEminencia, recuerda él, le repugnan loshombres rubicundos. Norfolk parecereceloso, y cuando examina lasposesiones del cardenal es evidente queespera encontrar figuras de cera, puedeque de él mismo, traspasadas tal vez porlargas agujas. El cardenal ha realizadosus hazañas mediante un pacto con eldiablo, ésa es la opinión predominante.

Él, Cromwell, los echa. Peroregresan. Vuelven con más encargos, ysuperiores, y con mejores firmas; y

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acompañados por el Archivero Mayor.Se llevan el Gran Sello del cardenal.

Norfolk le mira de soslayo con unafugaz sonrisa de hurón. Él no sabe porqué.

—Venid a verme —dice el duque.—¿Por qué, señor?Norfolk tuerce el gesto. Él nunca da

explicaciones.—¿Cuándo?—No hay prisa —dice Norfolk—.

Cuando hayáis corregido vuestrosmodales.

Es el 19 de octubre de 1529.

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IIITodo o nada

Día de todos los santos, 1529

Víspera de Todos los Santos: losbordes del mundo rezuman y sangran. Esel momento en que los que llevan lascuentas del Purgatorio, sus escribanos ycarceleros, escuchan las oraciones delos vivos, que rezan por los muertos.

En esta época del año, Liz y élvelaban con su parroquia. Rezaban porHenry Wykys, el difunto padre de ella;por su marido difunto, Thomas

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Williams; por Walter Cromwell y porparientes lejanos; por nombres casiolvidados, hermanastras que llevabanmucho tiempo muertas, por hijastrosperdidos.

Anoche, él veló solo. Permaneciódespierto en la cama, deseando quevolviese Liz; esperando que llegara y seechara a su lado. Claro que no está encasa, en Austin Friars, sino en Esher conel cardenal. Pero ella sabráencontrarme, pensó. Buscará al cardenaly cruzará el espacio que media entre losmundos, guiada por el incienso y la luzde las velas. Dondequiera que esté elcardenal, estaré yo.

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Debió de dormirse en algúnmomento. Cuando llega la luz delamanecer, la habitación parece tan vacíaque hasta parece que no esté él.

Día de Todos los Santos: el dolorllega en oleadas. Ahora amenaza conhundirle. Él no cree que los muertosvuelvan. Pero eso no le impide sentir elroce de las yemas de sus dedos, de laspuntas de sus alas en el hombro. Desdeanoche, más que figuras y rostrosindividuales, son una masa compacta,agrupada, con una carne que choca ygolpetea, de una textura densa, como de

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criaturas marinas, y sus rostros tienen latonalidad enfermiza del brillosubmarino.

Ahora está junto al alféizar de unaventana, con el devocionario de Liz enla mano. A su hija Grace le gustabamirarlo. Y él siente hoy la huella de susdedos en los suyos. Son las oraciones deNuestra Señora para las horascanónicas. Las páginas están iluminadascon una paloma, un jarrón de lirios. Esel oficio de maitines y María searrodilla en un suelo de baldosasajedrezadas. El ángel la saluda, laspalabras de la Anunciación estánescritas en un pergamino que se

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despliega de sus manos unidas, como silas palmas hablasen. Tiene las alas decolor azul cielo.

Pasa la página. El oficio de laudes,con un dibujo de la Visitación. María,con su vientre pulcro y pequeño, esrecibida por su prima Isabel. Tienen lafrente despejada, las cejas depiladas, yparecen sorprendidas, como debían deestarlo, sin duda; una es virgen, la otrade edad avanzada. Brotan a sus piesflores de primavera, y ambas llevan unacorona etérea de hilos de oro, finoscomo cabellos rubios.

Pasa la página. Grace, silenciosa ypequeña, la pasa con él. El oficio es

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Prima. La imagen es la de la Natividad:un Jesús blanco y pequeño en lospliegues del manto de su madre. Eloficio es Sexta. Los Magos ofrendancopas enjoyadas. Detrás de ellos, unaciudad en una colina, una ciudad deItalia, con campanario, la vista de laladera que asciende y su nebulosa hilerade árboles. El oficio es Nona: José llevaun cesto de palomas al templo. El oficioes Vísperas: una daga enviada porHerodes hace un limpio agujero en unniño aterrado. Una mujer alza las manosen señal de protesta, o de oración: suselocuentes palmas desvalidas. Delcuerpo sin vida del niño caen tres gotas

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de sangre en forma de lágrimas. Cadalágrima de sangre es de un bermellónnítido.

Él alza la vista. La forma de laslágrimas nada en sus ojos como unaimagen persistente; la estampa seempaña. Él pestañea. Alguien se acerca.Es George Cavendish. Se frota lasmanos, su rostro es una máscara depreocupación.

No permitas que me hable, ruega él.Que pase de largo.

—Señor Cromwell —diceCavendish—. Me ha parecido quellorabais. ¿Qué ocurre? ¿Malas noticiasde nuestro señor?

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Él intenta cerrar el libro de Liz, peroCavendish tiende la mano hacia él.

—¡Ah, estáis rezando! —Parecesorprendido.

Cavendish no puede ver los dedosde su hija tocando la página, ni lasmanos de su mujer sosteniendo el libro.George sólo ve las imágenes, invertidas.Respira hondo y dice: «¿Thomas?…».

—Lloro por mí mismo —dice él—.Voy a perderlo todo, todo por lo que hetrabajado siempre, porque caeré con elcardenal (no, George, no meinterrumpáis), porque hice lo que él mepedía y he sido su amigo y su manoderecha. Si me hubiese limitado a mi

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trabajo en la ciudad, en vez dededicarme a andar de un lado para otropor el interior del país creándomeenemigos, ahora sería rico. Y en cuantoa vos, George, ahora os invitaría a minueva mansión y os pediría consejosobre el mobiliario y los macizos deflores. ¡Pero miradme! Estoy acabado.

George intenta hablar: emite ungemido de consuelo.

—A menos… —dice él—. A menos,George, que… ¿Qué pensáis? Heenviado a Rafe a Westminster.

—¿Qué va a hacer él allí?Pero él está llorando de nuevo. Los

fantasmas se amontonan. Siente frío. Su

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posición es insostenible. Habíaaprendido en Italia un método pararecordar, así que puede recordarlo todo:cada etapa de su camino hasta aquí.

—Creo que debería seguirle —dice.—No antes de comer, por favor —

dice Cavendish.—¿Por qué no?—Porque tenemos que pensar cómo

despedir al servicio de Su Eminencia.Transcurren unos instantes. Él

estrecha el libro de oraciones; lo abraza.Cavendish le ha proporcionado lo quenecesita: un problema de contabilidad.

—George —dice—, ¿sabéis que loscapellanes del cardenal acudieron aquí

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en tropel, y que ganan todos…, ¿cuánto?¿Cien, doscientas libras al año por sugenerosidad? Así que creo que…Haremos que capellanes y sacerdotespaguen al servicio de la casa, porquecreo que…, he visto que los servidoresaman a Su Eminencia más que lossacerdotes. Así que ahora vamos acomer y después de comer avergonzaréa los sacerdotes y haré que se abran lasvenas y suelten el dinero. Necesitamosdar al servicio por lo menos tres mesesde salarios y un anticipo. A descontar eldía de la rehabilitación de SuEminencia.

—Bueno —dice George—, si

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alguien puede hacerlo, sois vos.Él se sorprende sonriendo. Tal vez

sea una sonrisa amarga, pero no creíaque pudiese sonreír hoy.

—Una vez hecho eso, tendré quemarcharme —dice—. Volveré cuandome haya asegurado un puesto en elParlamento.

—Pero se reúne dentro de dosdías… ¿Cómo os las arreglaréis?

—No lo sé. Pero alguien ha dehablar por Su Eminencia. Porque, si no,acabarán con él.

Ve el dolor y la conmoción; desearetirar lo que ha dicho; pero es verdad.

—Sólo puedo intentarlo —dice—.

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Todo o nada, antes de que vuelva averos.

George casi hace una reverencia.—Todo o nada —susurra—. Era lo

que decíais siempre.Y luego recorre la casa diciendo:

Thomas Cromwell estaba leyendo unlibro de oraciones. Thomas Cromwellestaba llorando. Sólo ahora comprendeGeorge lo mal que están las cosas.

Había una vez en Tesalia un poetallamado Simónides. Le encargaron queasistiese a un banquete que daba unhombre llamado Escopas y recitase allí

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un poema de alabanza a su anfitrión. Lospoetas tienen caprichos extraños, ySimónides incluyó en su poema versosen alabanza de Cástor y Pólux, losgemelos celestiales. Escopas se enfadóy le dijo que sólo le pagaría la mitad delos honorarios: «El resto cóbraselo a losGemelos».

Poco después, entró en el salón unsirviente. Susurró algo al oído aSimónides. Había dos jóvenes fuera quepreguntaban por él.

Simónides se levantó y salió delsalón del banquete. Fuera, buscó a losdos jóvenes, pero no encontró a nadie.

Cuando volvía para terminar la cena,

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se oyó un gran estruendo de piedras quese rompían y se desmoronaban. Oyó losgritos de los agonizantes al desplomarseel techo del salón. Simónides fue elúnico que quedó con vida de todos loscomensales.

Los cadáveres quedaron tandestrozados y desfigurados que losfamiliares no podían identificarlos. PeroSimónides era un hombre notable. Todocuando veía quedaba grabado en sumente. Guió entre las ruinas a losfamiliares y fue señalando los restosaplastados diciendo a cada uno: ése esvuestro hombre. Para relacionar a losdifuntos con sus nombres, se basó en la

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distribución de los comensales, querecordaba con toda exactitud. Cicerónnos cuenta esta historia. Y dice queaquel día Simónides inventó el arte de lamemoria. Recordaba los nombres, losrostros, hoscos y abotargados unos,alegres o aburridos otros. Recordabadónde estaba sentado cada uno en elmomento en que el techo se hundió.

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Tercera parte

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IEl trilero

Invierno de 1529 —Primavera de1530

Johane: «No tienes más que decir:Rafe, consígueme un escaño en el nuevoParlamento. Y allá va él, como unasirvienta a la que le han dicho querecoja la colada».

—Fue más difícil que eso —diceRafe.

—¿Cómo lo sabes? —dice Johane.Los escaños de los Comunes están

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en gran parte en manos de los lores; loslores, los obispos y el rey. Un reducidonúmero de electores, presionado desdearriba, suele hacer lo que le mandan.

Rafe le ha conseguido Taunton. Eraterritorio de Wolsey; no le habríanpermitido entrar sin el visto bueno delrey, sin el visto bueno de ThomasHoward. Él había enviado a Rafe aLondres para que explorara el territorioincierto de las intenciones del duque: aaveriguar qué oculta aquella sonrisahuraña. «Como mandéis, señor.»

Ya lo sabe.—El duque de Norfolk cree que el

cardenal ha enterrado un tesoro y que

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vos sabéis dónde —dice Rafe.

Hablan a solas. Rafe: «Os pediráque trabajéis para él».

—Sí. Tal vez no con esas mismaspalabras.

Él observa la expresión de Rafe,sopesando la situación. Norfolk es ya(salvo que se cuente al hijo bastardo delrey) el primer noble del reino.

—Le garanticé vuestro respeto —dice Rafe—, vuestra…, vuestraveneración, vuestro deseo de estar asu…

—¿Servicio?

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—Más o menos.—¿Y qué dijo él?—Dijo mmm.Él se ríe.—¿En ese tono?—En ese tono.—¿Y con su adusto cabeceo?—Sí.Muy bien. Me seco las lágrimas, las

lágrimas del día de Todos los Santos.Me siento con el cardenal junto al fuegoen Esher, en una habitación cuyachimenea humea. Digo: señor, ¿creéisque os abandonaría? Localizo al hombreque se encarga de las chimeneas y losfuegos. Le doy órdenes. Cabalgo hasta

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Londres, hasta Black Friars. Es un díanebuloso, el día de san Huberto. Norfolkestá esperando para explicarme que seráun buen señor para mí.

El duque ronda los sesenta años,pero no hace concesiones a la edad. Derostro pétreo y mirada incisiva, esdelgado como un hueso roído, y fríocomo hoja de hacha; sus articulacionesparecen unidas por eslabones flexibles,y se mueve además con un ruidometálico. Se debe a que lleva reliquiasocultas en la ropa: lleva diminutosrelicarios con restos de piel y pelo, y

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esquirlas de huesos de mártires enmedallones. «¡Santa María!», dice, amodo de juramento. Y «¡Por la santamisa!»; y, a veces, saca una medalla oun amuleto y lo besa con fervor,invocando a algún santo o mártir paraque impida que la cólera que le invadese apodere de él. «¡San Judas, dadmepaciencia!», exclamará; tal vez loconfunda con Job, sobre quien escuchóuna historia de niño, sentado en elregazo de su primer sacerdote. Es difícilimaginar al duque de niño, o más joveno distinto del personaje que es ahora.Considera la Biblia un libro que loslaicos no necesitan para nada, aunque

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comprende que los sacerdotes hagancierto uso de ella. Opina que la lecturade libros es pura afectación y desearíaque hubiese menos afectación de esegénero en la corte. Su sobrina AnaBolena siempre está leyendo, y tal vezsea la razón de que siga soltera a losveintiocho años. El duque no comprendepor qué tiene que escribir cartas ungentilhombre. Para eso están losescribanos.

Ahora lanza una mirada ardiente.—Cromwell, me complace que

estéis en el Parlamento.Él inclina la cabeza. «Milord.»—He hablado con el rey en vuestro

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favor, y también le complace. Seguiréissus instrucciones en los Comunes, ytambién las mías.

—¿Serán las mismas, señor?El duque frunce el ceño. Pasea;

tintinea un poco; por último grita:—¡Maldita sea, Cromwell! ¿Por qué

sois tan…persona? Cuando no pareceque pudieseis permitíroslo.

Él espera, sonriendo. Sabe lo quequiere decir el duque. Él es una persona,una presencia. Sabe abrirse paso en unahabitación sin que lo vean. Pero tal vezesos tiempos hayan terminado.

—No es broma —dice el duque—.La casa de Wolsey es un nido de

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víboras. No es que… —Acaricia unamedalla, vacilando—. Dios me librede…

Comparar a un príncipe de la Iglesiacon una serpiente. El duque desea eldinero del cardenal, desea el puesto delcardenal al lado del rey. Pero, por otraparte, no quiere arder en el Infierno.Cruza la habitación; une las manos conuna palmada; se las frota. Se vuelve.

—El rey se dispone a quejarse devos, señor. Oh, sí. Os honrará con unaaudiencia porque desea comprender losasuntos del cardenal, pero tiene muybuena memoria, ya lo comprobaréis, yrecuerda que, cuando estabais en el

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Parlamento anterior, hablasteis contra suguerra.

—Espero que no siga pensandoinvadir Francia.

—¡Maldita sea! ¡Qué inglés no lopiensa! Francia nos pertenece. Tenemosque recuperar lo que es nuestro. —Se lecontrae un músculo de la mejilla. Pasea,agitado; se vuelve, se frota la mejilla;cesa la contracción. Y dice, conabsoluta naturalidad—: En realidad,tenéis razón.

Él espera.—No podemos ganar —añade el

duque—, pero tenemos que luchar comosi pudiéramos. Olvidar el dinero.

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Olvidar las pérdidas (de dinero,hombres, caballos y navíos). Ése es elerror de Wolsey, ¿comprendéis?Siempre en la mesa del tratado. ¿Cómova a entender el hijo de un carnicero…?

—La gloire?—¿Sois hijo de un carnicero?—De un herrero.—¿De veras? ¿Sabéis herrar un

caballo?Él se encoge de hombros.—Si me mandaran hacerlo, señor.

Pero no puedo imaginar…—¿No podéis? ¿Qué podéis

imaginar? Un campo de batalla, uncampamento, la noche antes del

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combate… ¿Podéis imaginar eso?—También yo fui soldado.—¿De veras? No en un ejército

inglés, estoy seguro. Bueno, veamos —el duque hace una mueca, sinanimosidad—. Sabía que había algoextraño en vos. Sabía que no megustabais, pero no podía determinar porqué. ¿Dónde estuvisteis?

—Garellano.—¿Con?—Los franceses.El duque silba.—Bando equivocado, amigo.—Me di cuenta.—Con los franceses —se ríe—. Con

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los franceses. ¿Y cómo conseguisteissalir de aquel desastre?

—Fui hacia el norte. Me metí en…—Iba a decir en el comercio del dinero,pero el duque no comprendería lo decomerciar en dinero; así que dice—:telas. Seda principalmente. Ya sabéis,hay mercado, con los soldados porallí…

—¡Por la santa misa, sí! Johnnie elMercader, con el dinero a la espalda.¡Esos suizos! Como una compañía deactores. Encaje, cintas, sombreros defantasía. Un blanco fácil, en realidad.¿Arquero?

—De vez en cuando —sonríe—. Me

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faltaba talla para eso.—También a mí. Sin embargo,

Enrique sabe manejar el arco. Muy bien.Tiene talla para eso. Y brazo. Aun así.Ya no ganaremos muchas batallas comoaquélla.

—Entonces, ¿qué tal si no libramosninguna? Negociemos, señor. Es másbarato.

—Os aseguro, Cromwell, que habéistenido un gran descaro viniendo aquí.

—Me llamasteis vos, señor.—¿De veras? —Norfolk parece

asustado—. ¿Ha sido así?

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Los consejeros del rey estánpreparando no menos de cuarenta ycuatro acusaciones contra el cardenal.Abarcan desde violación de losestatutos de praemunire (es decir,apoyar una jurisdicción extranjera en losterritorios del rey) hasta comprar carnepara su casa al mismo precio que el rey;desde ilegalidades financieras hasta noemplear los medios precisos paraimpedir la propagación de herejíasluteranas.

La ley de praemunire data de otrosiglo. Ya nadie sabe muy bien lo que

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significa. Parece que significa lo quediga el rey que significa, y eso dependedel día. Es tema de discusión en todoslos mentideros de Europa. Entretanto, elcardenal se sienta y a veces susurra parasí, y a veces habla en voz alta y dice:«¡Thomas, mis colegios! Pase lo quepase con mi persona, mis colegios hande salvarse. Acudid al rey. No puedeproponerse apagar la luz delconocimiento, sea cual fuere el castigoque quiera imponerme por cualquierofensa imaginaria».

Desterrado en Esher, el cardenaldeambula y se preocupa. La graninteligencia que antes manipulaba los

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asuntos de Europa ahora cavila sin cesarsobre las propias pérdidas. Se abstraeen una inactividad silenciosa, entregadoa sus pensamientos mientras la luz seapaga; por amor de Dios, Thomas, leruega Cavendish, no le digáis que veníssi no lo vais a hacer.

No lo haré, dice él, y vengo cuandopuedo; pero a veces me es imposible. LaCámara se reúne tarde y, antes de salirde Westminster, tengo que recoger lascartas y peticiones para Su Eminencia yhablar con todos los que quieren enviarmensajes pero no quieren ponerlos porescrito.

Comprendo, dice Cavendish, pero,

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Thomas, se lamenta, no os imagináis loque es estar en Esher. ¿Qué hora es?,pregunta Su Eminencia. ¿A qué horallegará Cromwell? Y al cabo de unahora, otra vez: Cavendish, ¿qué hora es?Nos hace salir con luces e informarledel tiempo que hace; como si vos,Cromwell, fueseis una persona a quienasustaran granizadas y hielo. La vezsiguiente, preguntará: ¿y si ha tenidoalgún accidente en el camino? El caminodesde Londres está lleno de ladrones.Los agentes maléficos pululan poryermos y páramos al oscurecer. De esopasará a decir: este mundo está lleno detrampas y engaños, y en muchos de ellos

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he caído yo, mísero pecador.Cuando él, Cromwell, se quita al fin

la capa de montar y se deja caer en unasiento junto al fuego —por la sangre deCristo, esa chimenea humeante—, elcardenal está a su lado sin darle tiempoa respirar. ¿Qué dijo mi señor deSuffolk? ¿Cómo estaba mi señor deNorfolk? ¿Habéis visto al rey? ¿Hahablado con vos? Y lady Ana, ¿seencuentra bien de salud y tiene buenaspecto? ¿Habéis ideado algún medio decomplacerla? Porque tenemos quecomplacerla, ¿sabéis?

—Hay una forma fácil de complacera esa dama, que consiste en coronarla

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reina —dice él. Cierra los labios sobreel tema de Ana, y no tiene más quehablar.

María Bolena dice que su hermanase ha fijado en él, pero hasta hace pocono había mostrado el menor indicio deello. Sus ojos pasaban sobre él sindetenerse camino de alguien que leinteresaba más. Son unos ojos negros, unpoco saltones, brillantes como cuentasde ábaco; son brillantes y siempre estánen movimiento, mientras hace cálculosen beneficio propio. Pero tío Norfolkdebe de haberle dicho: «Ahí va elhombre que conoce los secretos delcardenal». Porque ahora, cuando él entra

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en su campo de visión, ella estira ellargo cuello y las cuentas brillantes semueven mientras le examina de arribaabajo y decide qué utilidad puede sacarde él. Supone que ella disfruta de buenasalud, mientras el año avanza lentamentehacia su fin. No tose como un caballoenfermo, por ejemplo, ni cojea. Suponeque es guapa, si su fisonomía coincidecon tus gustos.

Una noche, poco antes de Navidad,él llega tarde a Esher y el cardenal estásentado, solo, escuchando a unmuchacho que toca el laúd.

—Gracias, Mark, ahora márchate —le dice.

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El muchacho hace una reverencia alcardenal; a él apenas le dirige la veniaapropiada para un representanteparlamentario. Cuando el muchacho seretira, el cardenal dice:

—Mark es muy hábil, y un muchachomuy agradable. En York Place era unode los niños del coro. Creo que nodebería seguir aquí, debería enviárseloal rey. O tal vez a lady Ana, ya que es unjoven tan lindo. ¿Le gustaría a ella?

El muchacho se demora en la puertapara saborear las alabanzas. Una duramirada cromwelliana (equivalente a unapatada en el trasero) le impulsa a salir.A él le gustaría que no le preguntaran lo

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que le gustaría o dejaría de gustarle alady Ana.

—¿Me envía un mensaje el LordCanciller Moro? —pregunta el cardenal.

Él deja un fajo de documentos en lamesa.

—Parecéis enfermo, Eminencia.—Sí, estoy enfermo. ¿Qué haremos,

Thomas?—Sobornaremos a la gente —dice él

—. Seremos liberales y generosos conlos bienes que os quedan, pues aúndisponéis de beneficios, aún tenéistierras. Escuchad, señor, aunque el reyos quitara todo lo que tenéis, la gentepreguntará si el rey puede disponer de lo

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que pertenece al cardenal. Quienesreciban una concesión real no estaránseguros de sus títulos a menos que loconfirméis vos. Así que aún tenéiscartas en la mano.

—Y después de todo, si sepropusiera formular una acusación detr… —le falla la voz—. Si…

—Si pensara acusaros de traición,ya estaríais en la Torre.

—Cierto… ¿Y de qué le serviríacon la cabeza en un sitio y el cuerpo enotro? Creo que es así: el rey piensa daruna buena lección al papadegradándome. Lo que quiere indicar es:yo, como rey de Inglaterra, mando en mi

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casa. Oh, ¿pero es así? ¿O es lady Ana oThomas Bolena quien manda? Es unapregunta que no hay que hacer, fuera deesta habitación.

La lucha ahora es para conseguirhablar a solas con el rey, averiguar susintenciones, si es que él mismo lasconoce, y llegar a un acuerdo. Elcardenal necesita dinero en efectivo conurgencia. Ésa es la primera escaramuza.Día tras día, espera una entrevista. Elrey tiende una mano, recibe de él lascartas que le ofrece, mirando el sellodel cardenal. No le mira a él, se limita adecir, abstraído: «Gracias». Un día, lemira y dice: «Señor Cromwell, sí…, no

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puedo hablar del cardenal». Y cuando élabre la boca para hablar, el rey dice:«¿Es que no entendéis? No puedo hablarde él». El tono es cortés, desconcertado.«Otro día —le dice—. Os avisaré. Loprometo.»

Cuando el cardenal le pregunta:«¿Qué aspecto tenía hoy el rey?», élresponde que daba la impresión de nohaber dormido.

El cardenal se ríe. «Si no duerme esporque no caza. Este suelo helado esdemasiado duro para las almohadillasde los perros. No pueden salir. Es lafalta de aire fresco, Thomas. No es suconciencia.»

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Más tarde, él recordará aquellanoche de finales de diciembre en queencontró al cardenal escuchando música.La repasará mentalmente dos veces, yluego, una tercera vez.

Porque cuando deja al cardenal ycontempla de nuevo el camino, la noche,oye la voz de un muchacho que habladetrás de una puerta entornada: es Mark,el que toca el laúd. «… así que por mihabilidad dice que me enviará con ladyAna. Y me alegraré, porque ¿qué sentidotiene estar aquí cuando el rey puededecapitar al viejo el día menospensado? Creo que debería hacerlo,porque el cardenal es muy orgulloso.

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Hoy es el primer día que dice algoagradable de mí.»

Una pausa. Alguien habla en vozbaja; no sabe quién es. Luego, habla elchico: «Sí, seguro que el abogado caerácon él. Digo el abogado, pero ¿quién es?Nadie lo sabe. Dicen que ha matadohombres con sus propias manos y quenunca lo ha dicho en confesión. Peroesos hombres tan duros siempre lloranal ver al verdugo».

No le cabe ninguna duda de que essu propia ejecución lo que Mark anhela.Al otro lado de la pared, el chicocontinúa: «Así que cuando esté con ladyAna, seguro que ella se fija en mí y me

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hace regalos. —Una risilla—. Y memira con buenos ojos. ¿No lo crees?¿Quién sabe a quién puede recurrirmientras sigue rechazando al rey?».

Una pausa. Luego, Mark: «Ella no esvirgen. No lo es».

Qué conversación tan encantadora:cháchara de criados. Otra respuestaapagada y luego Mark: «¿Crees quepodría haber estado en la corte francesa,y regresar virgen? ¿Más de lo que pudosu hermana? Y María era la jaca detodos».

Pero eso no es nada. Él estádecepcionado. Esperaba enterarse dedetalles. Eso sólo es lo que on dit. De

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todos modos, vacila y espera.—Además, Tom Wyatt ha tenido

relaciones con ella en Kent, y todo elmundo lo sabe. Yo estuve en Penshurstcon el cardenal, y, ya sabes, el palacioqueda cerca de Hever, donde vive lafamilia de la dama, y la casa de losWyatt queda cerca a caballo.

¿Testigos? ¿Fechas?Pero, entonces, la persona

desconocida dice «chisss». De nuevo,una risilla leve.

No puede hacerse nada con eso.Sólo tenerlo en cuenta. La conversaciónes en flamenco, el idioma del país enque ha nacido Mark.

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Llega la Navidad y el rey la pasa enGreenwich, con la reina Catalina. Anaestá en York Place; el rey puede subirrío arriba para verla. La compañía deella es agotadora, dicen las mujeres. Lasvisitas del rey son breves, escasas ydiscretas.

En Esher, el cardenal guarda cama.Nunca lo habría hecho en otros tiempos,aunque parece lo bastante enfermo paraque esté justificado. Dice: «No pasaránada mientras el rey y lady Ana esténintercambiando sus besos de AñoNuevo. Estamos a salvo de incursioneshasta el día de Reyes». Vuelve la cabeza

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en las almohadas. Dice con tonovehemente: «Por el Cuerpo de Cristo,Cromwell. Marchaos a casa».

La casa de Austin Friars estáadornada con guirnaldas de acebo yhiedra, de laurel y de tejo encintado. Enla cocina hay mucho ajetreo, hay quealimentar a los vivos. Pero este año seomiten las canciones y lasrepresentaciones navideñas habituales.Ningún año ha traído tanta devastación.Su hermana Kat y su marido MorganWilliams han sido arrebatados de estemundo tan deprisa como lo fueron sushijas, hoy andando y hablando, y al díasiguiente fríos como piedras. Arrojados

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a sus tumbas de la orilla del Támesis,abiertas donde queden fuera del alcancede la marea, lejos de la vista y el olordel río; sordos ya al tañido de laagrietada campana de la iglesia dePutney, insensibles al olor a tinta fresca,a lúpulo, a cebada malteada y al aroma,aún animal, de los fardos de lana;insensibles al aroma otoñal a resina depino, velas de manzana y buñuelos.Cuando el año termina, se añaden doshuérfanos a su casa: Richard y el niñoWalter. Morgan Williams era muyparlanchín, pero listo a su manera, ytrabajaba mucho por la familia. Y Kat…Bueno, últimamente comprendía tanto a

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su hermano como podía comprender losmovimientos de las astros, más o menos.«Nunca acabo de entenderte, Thomas.»Siempre había algo en él con lo que nocontaba, lo cual sólo era culpa suya,porque ¿quién la había enseñado acontar con los dedos para descifrar lasfacturas de los comerciantes?

Si tuviese que darse un consejo porNavidad, se diría: deja ya al cardenal ovolverás a verte en las calles con eltrile. Pero él sólo da consejos a los queson propensos a aceptarlos.

Tienen una gran estrella dorada enAustin Friars, que cuelga en el vestíbuloel día de Año Viejo. Da la bienvenida a

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los invitados el día de Reyes. A partirdel verano, Liz y él se dedicaban apensar en los trajes de los tres magos deOriente, y reunían y atesoraban trozos decualquier tela extraña que veían, ynuevos adornos. Luego, a partir deoctubre, Liz se dedicaba a coser ensecreto, mejorando los atuendos del añoanterior con remiendos de telasbrillantes, acolchando un hombro,rematando un dobladillo y haciendonuevas y fantásticas coronas todos losaños. A él le correspondía pensar en losregalos que llevarían los reyes. En unaocasión, un rey dejó caer asustado elcofrecito cuando el regalo empezó a

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cantar.Este año nadie tiene ánimo para

colgar la estrella. Pero él la examina ensu cuarto sin luz. Retira las fundas delona que protegen las puntas ycomprueba que están intactas y que nohan perdido el color. Llegarán añosmejores en que vuelvan a colocarla.Aunque él no pueda concebirlo. Colocade nuevo las fundas, complacido por lobien hechas que están y lo bien queajustan. Las vestiduras de los tres reyesestán guardadas en un baúl, como laspieles de los niños que harán decorderos. Ve los cayados de lospastores apoyados en un rincón. Las alas

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del ángel cuelgan de un gancho. Lastoca. Se mancha el dedo de polvo.Retira la vela para no correr riesgos,descuelga las alas y las sacude concuidado. Emiten un leve siseo, y el airese llena de un ligero perfume ambarino.

Vuelve a colgarlas. Pasa sobre ellasla palma de la mano para alisarlas ydetener su temblor. Recoge la vela.Sale. Apaga la vela. Cierra la puerta conllave y se la da a Johane.

—Ojalá tuviésemos un niño —ledice—. Da la sensación de que hacetanto ya que no hay niños en la casa.

—A mí no me mires —dice Johane.Él lo hace, por supuesto.

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—¿No cumple con su deberúltimamente John Williamson? —lepregunta.

—Su deber no es mi placer —diceella.

Ésa es una conversación que nodebería haber tenido, piensa él mientrasJohane se aleja.

El día de Año Nuevo, cuando cae lanoche, él está sentado a su escritorio;escribe cartas para el cardenal y a vecescruza la habitación hasta el ábaco ymueve las cuentas. Parece que, a cambiode una confesión oficial de culpabilidadpor las acusaciones de praemunire, elrey perdonará la vida al cardenal y le

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concederá cierta libertad. Pero el dineroque le queda para mantener su posiciónserá una fracción de sus antiguosingresos. York Place ya ha sidoocupado. Hampton Court se perdió hacemucho, y el rey está considerando cómogravar el rico obispado de Winchester yapoderarse de él.

Entra Gregory.—Os traigo luces. Me lo ha pedido

tía Johane. Ve con tu padre, me ha dicho.Gregory se sienta. Espera. Mueve

las manos. Suspira. Se levanta. Seacerca al escritorio de su padre y separa frente a él. Luego, como si alguienle hubiese dicho: «Haz algo útil», alarga

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tímidamente la mano y empieza aordenar los papeles. Él alza la vistahacia su hijo, concentrado en su tareacon la cabeza baja. Por primera vez,quizá desde que era pequeño, se fija ensus manos y se sorprende. Ya no sonmanos infantiles, sino las manosgrandes, blancas y finas del hijo de ungentilhombre. ¿Qué hace Gregory? Estácolocando los documentos en un montón.¿Basándose en qué principio? No puedeleerlos, porque están al revés. No losordena por asunto. ¿Lo hace por lafecha? Santo cielo, ¿qué está haciendo?

Él tiene que acabar esa frase con susnumerosas subordinadas de importancia

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vital. Alza de nuevo la vista e identificael plan de Gregory. Es un sistema de unasanta simplicidad: los documentosgrandes debajo y los pequeños encima.

—Padre… —dice Gregory. Suspira.Cruza la habitación hasta el ábaco.Mueve las cuentas con un índice. Luegolas junta, las retira y las agrupa en unahilera ordenada.

Él alza la vista al fin.—Eso era un cálculo. Estaban así

por una razón.—Oh, lo siento —dice Gregory, muy

educado. Se sienta junto al fuego yprocura no agitar el aire al respirar.

La mirada más dulce puede ser

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imperiosa. Él siente la de su hijo y lepregunta:

—¿Qué pasa?—¿Creéis que podréis dejar de

escribir?—Un momento —contesta él,

alzando una mano. Firma la carta de laforma habitual: «Vuestro fiel amigo,Thomas Cromwell». Si Gregory va adecirle que alguien más de la casa estágravemente enfermo, o que él mismo,Gregory, se ha ofrecido en matrimonio ala lavandera, o que se ha hundido elpuente de Londres, tiene que prepararsepara asumirlo como un hombre; peroantes tiene que secar y sellar esto. Alza

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la vista—. ¿Sí?Gregory aparta la cara. ¿Está

llorando? No sería sorprendente, claro,hasta él mismo ha llorado en público.Cruza la habitación. Se sienta frente a suhijo junto al fuego. Se quita el gorro deterciopelo y se echa el pelo hacia atráscon las manos.

Ninguno de los dos habla durante unlargo rato. Él se mira las manos, degruesos dedos, las cicatrices y señalesde quemaduras ocultas en las palmas.¿Gentilhombre?, se pregunta. Así tedices, pero ¿a quién quieres engañar?Sólo quienes no te han visto nunca o aquienes mantienes a distancia con

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cortesía, tus clientes como abogado y tuscompañeros de los Comunes, loscolegas de Gray's Inn, los criadosdomésticos de los cortesanos, loscortesanos… Su pensamiento se desvíahacia la carta siguiente que tiene queescribir. Entonces, Gregory le dice convoz delicada, como si hubieseretrocedido al pasado:

—¿Recordáis la Navidad en quehabía aquel gigante en larepresentación?

—¿Aquí en la parroquia? Sí que meacuerdo.

—Decía: «Soy un gigante, me llamoMarlinspike». Contaban que era tan alto

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como el mayo de Cornhill. ¿Qué es elmayo de Cornhill?

—Lo derribaron. El año de losdisturbios. El Mal Día de Mayo, lollamaron. Tú eras muy pequeñoentonces.

—¿Dónde está el mayo ahora?—La ciudad lo tiene guardado.—¿Volveremos a poner nuestra

estrella el año que viene?—Si mejora nuestra suerte…—¿Seremos pobres ahora que el

cardenal se ha arruinado?—No.Gregory se queda mirando las

pequeñas llamas que saltan y relumbran

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en la chimenea.—¿Recordáis el año que me tiñeron

la cara de negro y me puse una pielnegra de becerro? ¿Cuando hice dedemonio en la representación deNavidad?

—Sí. Lo recuerdo —contesta él, conexpresión tierna.

Anne quería que la tiñeran, pero sumadre había dicho que no era adecuadopara una niña. Él lamenta no haber dichoque Anne debía tener su oportunidadcomo ángel de la parroquia, aunque,como tenía el pelo oscuro, tuviese quellevar una de las pelucas amarillastejidas de la parroquia, que se les caían

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por los lados o sobre los ojos a losniños.

El año que Grace fue un ángel, lehicieron las alas con plumas de pavoreal. Se le ocurrió a él. Las otras niñaseran criaturas torpes y desaliñadas y seles caían las alas si se les enganchabanen las esquinas del establo. Pero Graceestaba resplandeciente: llevaba elcabello entrelazado con hilos de plata;los hombros reforzados con una aureolaexpansiva y temblorosa y el airesusurrante se perfumaba cuandorespiraba. Lizzie dijo: Thomas, eresinsuperable. Tiene las mejores alas quese han visto nunca en la ciudad.

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Gregory se levanta. Se acerca adarle el beso de buenas noches. Por unmomento, su hijo se inclina hacia él,como si fuese un niño; o como si elpasado, las imágenes en el fuego, fuesenuna alucinación.

Cuando el muchacho se va a lacama, él recoge los documentos delmontón que le ha ordenado. Les da lavuelta. Los ordena con el endoso a lavista, listo para cumplimentar. Piensa enel Mal Día de Mayo. Gregory no le hapreguntado el motivo de los disturbios.Los disturbios fueron contra losextranjeros. Él había regresado hacíapoco al país.

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Cuando empieza 1530, no celebra lafiesta de la Epifanía, porque muchagente, sensible a la desgracia delcardenal, se vería obligada a rechazar lainvitación. En su lugar, lleva a losjóvenes a los festejos de la noche deReyes a Gray's Inn. Lo lamenta casi deinmediato. Este año son másescandalosos que ningún otro que élrecuerde.

Los estudiantes de Derechorepresentan una obra sobre el cardenal,en la que huye del palacio de YorkPlace a su barcaza del Támesis. Unosagitan hojas pintadas que representan el

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río, y otros corren y les tiran agua quellevan en cubos de cuero. Cuando elcardenal consigue subir a su barcaza, seoyen gritos como de cazadores y entracorriendo en la sala un necio ignorantecon dos perros rastreadores sujetos conuna correa. Llegan otros con redes ycañas de pescar para arrastrar alcardenal de nuevo a la orilla.

En la escena siguiente, el cardenalaparece chapoteando en el barro dePutney, corriendo hacia su escondite deEsher. Los estudiantes jalean y gritanmientras el cardenal solloza y alza lasmanos rezando. De todos los que lopresenciaron, ¿quiénes lo han convertido

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en una comedia?, se pregunta. Si él losupiese, o lo sospechase, lo lamentarían.

El cardenal yace boca arriba, unamontaña carmesí; agita las manos;ofrece su obispado de Winchester aquien vuelva a subirle a la mula. Unosestudiantes hacen de mula bajo unarmazón cubierto de pieles de asno; lamula se vuelve y hace chistes en latín yventosea en la cara del cardenal. Haymuchos juegos de palabras sobreobispados y obispenes, que podríanpasar por ingeniosos si se tratara debarrenderos; pero él piensa que unosestudiantes de Derecho deberían haceralgo mejor. Se levanta, disgustado, y los

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suyos no tienen más remedio quelevantarse con él y marcharse.

Se para a hablar con algunos de losregidores: ¿cómo se ha permitido esto?El cardenal de York es un hombreenfermo, puede morir. ¿Cómoresponderíais entonces vos y vuestrosestudiantes ante Dios? ¿Qué jóvenesestáis formando aquí, tan valientes comopara atacar a un gran hombre que hacaído en desgracia, un hombre cuyofavor habrían suplicado hace pocassemanas?

Los regidores le siguen,disculpándose; pero sus voces sepierden en la algarabía de risas que

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llegan en oleadas del local. Los jóvenesde su casa se rezagan y lanzan miradashacia atrás. El cardenal está ofreciendosu harén de cuarenta vírgenes a quien leayude a montar. Está sentado en el sueloy se lamenta, mientras asoma de suropaje un miembro viril flácido yserpentino, tejido con lana roja.

Fuera, las luces arden tenues en elaire gélido.

—A casa —dice él. Oye a Gregorysusurrar: «Sólo podemos reírnos si élnos lo permite».

—Bueno, al fin y al cabo, es él quienmanda —oye decir a Rafe.

Él retrocede un paso para hablar con

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ellos.—En realidad, fue el malvado papa

Borgia, Alejandro, el que tuvo cuarentamujeres. Y ninguna era virgen, os loaseguro.

Rafe le roza en el hombro. Richardcamina a su izquierda, muy pegado a él.

—No tenéis que sostenerme. No soycomo el cardenal —dice afablemente.Se para. Se ríe. Dice—: Supongo queera…

—Sí, era muy divertido —diceRichard—. Su Eminencia debía de tenersiete palmos de cintura.

La noche, animada por las llamas delas antorchas, retumba con el estruendo

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de las sonajas de hueso. Pasachacoloteando a su lado una tropilla dehombres disfrazados con cabezas decaballo hechas con juncos trenzadoscantando, y también un grupo dehombres con cornamentas y campanillasen los tobillos. Cuando ya están cerca decasa, los adelanta un muchacho vestidode naranja, con un amigo vestido delimón.

—¡Gregory Cromwell! —gritan, y aél, como corresponde a una personamayor, le saludan alzando cortésmente,en vez de sombreros, la parte superiorde la piel del disfraz—. Dios osconceda un buen año.

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—Lo mismo a vosotros —dice él; yañade, para el limón—: Dile a tu padreque venga a verme por lo delarrendamiento de Cheapside.

Llegan a casa.—A la cama. Es tarde —dice. Le

parece mejor añadir—: Dios os guardehasta mañana.

Se marchan. Él se sienta a la mesade trabajo. Recuerda a Grace, al final desu velada como ángel: de pie, iluminadapor el fuego, pálida de agotamiento, conlos ojos resplandecientes y los ojos desus alas de pavo real brillando a la luzde las llamas como topacios, dorados,ahumados. Liz dijo: «Apártate del fuego,

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cariño, que pueden prenderse las alas».Su hijita retrocedió hacia las sombras;las plumas tenían colores de ceniza yescorias cuando se alejó hacia lasescaleras y él le preguntó: «¿No tequitarás las alas para acostarte,Grace?».

«No hasta que rece mis oraciones»,dijo ella, volviendo la cara y mirándole.Él la siguió, temiendo por ella, por elluego y por algún otro peligro, aunqueno sabía cuál. Ella subió las escalerascon sus plumas susurrantes, y el plumajese fue oscureciendo.

Ay, Señor, piensa, al menos nuncatendré que entregársela a otro. Ha

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muerto y no tendré que dársela a uncaballerete codicioso de su dote. Gracehabría querido un título. Habría pensadoque, como era encantadora, él lecompraría uno: lady Grace. Ojaláestuviese aquí mi hija Anne, piensa;ojalá estuviese aquí, prometida a RafeSadler. Si Anne fuese mayor. Si Rafefuese más joven. Si Anne estuviese viva.

Inclina la cabeza una vez más sobrelas cartas del cardenal. Wolsey estáescribiendo a los gobernantes de Europapidiéndoles que le apoyen, que ledefiendan, que luchen por su causa. Él,Thomas Cromwell, desearía que no lohiciese, y, si tiene que hacerlo, ¿no sería

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mejor el lenguaje cifrado? ¿Noconstituye traición que Wolsey les instea poner obstáculos a lo que el reypretende? Enrique consideraría que sí.El cardenal no les pide que hagan laguerra a Enrique en beneficio propio.Sólo les pide que no aprueben laconducta de un rey al que le complacemucho que le estimen.

Se recuesta en el asiento, tapándosela boca con las manos, como paraocultarse a sí mismo lo que piensa. Mealegro de estimar a Su Eminencia, sedice, porque si no lo hiciese y fuera suenemigo —si fuese, digamos, Suffolk, o,digamos, Norfolk, o, digamos, el rey—,

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le haría comparecer en juicio la semanaque viene.

Se abre la puerta.—¿Richard? ¿No puedes dormir?

Bueno, ya lo sabía. La obra te haalterado mucho.

Ahora es fácil sonreír, pero Richardno sonríe; su cara está en la sombra.

—Señor —dice—. Tengo quehaceros una pregunta. Nuestro padre hamuerto y ahora nuestro padre sois vos.

Richard Williams y Walter (llamadoasí por Walter) Williams son ahorahijos suyos.

—Siéntate —le dice.—¿Así que cambiaremos nuestro

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apellido por el vuestro?—Me sorprendes. Tal como están

las cosas ahora, los que se apellidanCromwell desearán cambiarse elapellido por Williams.

—Si yo tuviese vuestro apellidonunca lo rechazaría.

—¿Le gustaría a tu padre? Ya sabesque él creía que descendía de príncipesgaleses.

—Sí, lo creía. Cuando bebía unpoco, decía: ¿quién me dará un chelínpor mi principado?

—De todos modos, llevas elapellido Tudor en tu linaje, segúnalgunas versiones.

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—¡No! —suplica Richard—. Eso esalgo que me hace sudar sangre.

—No es para tanto —se ríe—.Escucha. El rey anterior tenía un tío,Jasper Tudor, que tuvo dos hijasilegítimas, Joan y Helen. Helen era lamadre de Gardiner. Joan se casó conWilliam ap Evan, y era tu abuela.

—¿Eso es todo? ¿Por qué mi padrehacía que pareciese tan misterioso? Perosi yo soy pariente del rey —hace unapausa— y de Stephen Gardiner…, ¿enqué me beneficiaría eso? Nosotros noestamos en la corte ni es probable quelleguemos a estarlo ahora que elcardenal…, bueno… —aparta la vista

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—. Señor…, cuando estabais envuestros viajes, ¿pensasteis alguna vezque moriríais?

—Sí, claro.Richard se queda mirándole: ¿qué se

siente?—Rabia —dice él—. Supongo que

me parecía un esfuerzo inútil. Llegar tanlejos. Cruzar el mar. Morir por… —seencoge de hombros—. Dios sabe porqué.

—Enciendo una vela por mi padretodos los días —dice Richard.

—¿Te ayuda?—No. Sólo lo hago.—¿Sabe él que lo haces?

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—No puedo imaginar lo que sabe él.Sé que los vivos deben consolarse unosa otros.

—Eso me conforta, RichardCromwell.

Richard se levanta, le da un beso enla mejilla.

—Buenas noches. Cysga'n dawel.Que duermas bien. Es la expresión

familiar para los allegados. Se empleacon padres, hermanos. Importa elnombre que elijamos, el que noshagamos. Los que mueren en el campode batalla pierden el nombre, loscadáveres ordinarios sin linaje, sinheraldo que los busque, ni capilla

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dedicada ni oraciones perpetuas. Laestirpe de Morgan no se perderá, estáseguro, aunque muriese un año en que lamuerte no paró, cuando Londres estabasiempre de luto. Se lleva la mano alcuello, donde debería estar la medalla,la que le regaló Kat; se sorprende al noencontrarla. Comprende por primera vezpor qué se la quitó y la dejó caer al mar.Para que la mano de ninguna personaviva la cogiera. La cogieron las olas yaún sigue en sus manos.

La chimenea de Esher siguehumeando. Él va a ver al duque de

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Norfolk, que siempre está dispuesto arecibirle, y le pregunta qué hay quehacer con el servicio del cardenal.

Los dos duques se muestranserviciales en ese asunto.

—No hay nada más descontento queun hombre sin amo —dice Norfolk—.Ni más peligroso. Se piense lo que sepiense del cardenal de York, hay quereconocer que siempre estuvo bienservido. Enviádmelos a mí, mandadlos ami casa. Serán hombres míos.

Dirige una mirada penetrante aCromwell, que aparta la vista. Se sabecodiciado. Tiene una expresión deheredero: astuta, recatada, fría.

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Está tramitando un préstamo para elduque. Sus contactos extranjeros no sesienten muy emocionados. El cardenalcae, dice él, el duque asciende como elsol matutino y se sienta a la diestra deEnrique. Tommaso, dicen ellos, enserio, ¿qué ofrecéis como garantía? Unduque viejo que puede morir mañana…,¿no dicen que es colérico? ¿Ofrecéiscomo garantía un ducado, en esa bárbaraisla vuestra, en la que hay siempreguerras civiles? ¿Y no habrá otra guerrasi vuestro empecinado rey rechaza a latía del emperador e instaura como reinaa su puta?

Conseguirá el préstamo de todos

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modos, en alguna parte.—¿Otra vez aquí, señor Cromwell,

con vuestras listas de nombres? —diceCharles Brandon—. ¿Hay alguien aquien me recomendéis especialmente?

—Sí, pero me temo que se trata deun hombre de baja condición, y seríamás adecuado que lo tratase con vuestroencargado de cocina…

—No, decidme —dice el duque. Nosoporta la incertidumbre.

—Se trata sólo del hombre de losfuegos y las chimeneas, no creo que a suexcelencia…

—Lo aceptaré, lo aceptaré —diceCharles Brandon—. Me gusta un buen

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fuego.Thomas Moro, el Lord Canciller, ha

firmado el primero todas las demandascontra Wolsey. Cuentan que, a peticiónsuya, se ha añadido una extrañaalegación. Se acusa al cardenal desusurrar al oído del rey y echarle elaliento en la cara. Como el cardenaltiene el mal francés, se proponíacontagiar a nuestro monarca.

Imaginaos en la cabeza del LordCanciller, piensa él cuando se entera.Imaginaos escribiendo semejanteacusación y llevándosela al impresor yhaciéndola circular por la corte y por elreino, exponiéndola allí donde la gente

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creerá lo que sea; exponiéndola ante lospastores de las montañas, ante eljornalero de Tyndale, ante el mendigode los caminos y hasta el pacienteanimal en su redil o establo;exponiéndola a los crudos vientos delinvierno y el débil sol primero y loscopos de nieve de los jardines deLondres.

Es una mañana gris, con nubes bajas,sin ningún claro. La escasa luz que sefiltra por el cristal es del color delpeltre empañado. Qué brillantes coloresluce el rey, parece el rey de una baraja

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nueva; qué pequeños sus ojos, de un azulapagado.

Son muchos los gentilhombres querodean a Enrique Tudor; cuando seacerca él, no le hacen caso. Sólo HarryNorris sonríe, le da, cortés, los buenosdías. A una señal del rey, losgentilhombres se retiran a ciertadistancia; brillantes en sus capas demontar (es una mañana de cacería)revolotean, remolinean, se agrupan;cuchichean y transmiten todo un discursocon cabeceos y encogimientos dehombros.

El rey mira por la ventana.—Entonces —dice—, ¿cómo está?

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…Parece reacio a nombrar al cardenal.—No puede estar bien hasta que

cuente con el favor de Su Majestad.—Cuarenta y cuatro acusaciones —

dice el rey—. Cuarenta y cuatro, señor.—Con permiso de Su Majestad, hay

una respuesta para cada una, y si se nosconcediese una audiencia, lasexpondríamos.

—¿Podríais exponerlas aquí ahora?—Si, si Su Majestad quisiese

sentarse.—Tengo entendido que sois hombre

competente.—¿Cómo iba a venir aquí sin estar

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preparado?Ha hablado casi sin pensarlo. El rey

sonríe. Esa ligera mueca de los labiosrojos. Tiene una boca bonita, casifemenina. Demasiado pequeña para sucara.

—Os pondré a prueba otro día —dice—. Me espera lord Suffolk. ¿Qué osparece, se despejará el cielo? Ojaláhubiese salido antes de misa.

—Creo que aclarará —contesta él—. Un buen día para cazar algo.

—¿Señor Cromwell? —El rey sevuelve, lo mira, asombrado—. No soisde la opinión de Thomas Moro,¿verdad?

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Él espera. No puede imaginar lo queva a decir el rey.

—La chasse. La considera unabarbarie.

—Ah, ya. No, Majestad, soypartidario de cualquier deporte que seamás barato que una batalla. Es más bienque… —¿Cómo puede expresarlo?—.En algunos países cazan osos, lobos yjabalíes. En Inglaterra tuvimos entiempos esos animales, cuando habíagrandes bosques.

—Mi primo de Francia cazajabalíes. De vez en cuando dice que meenviará algunos. Pero me parece…

Os parece que se burla.

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—Nosotros decimos. —Enrique lemira fijamente—, decimos normalmente,nosotros, los caballeros, que la caza nosprepara para la guerra. Lo cual nos llevaa un tema espinoso, señor Cromwell.

—Así es —dice él, alegre.—Hace unos seis años, dijisteis en

el Parlamento que no podía permitirmeuna guerra.

Eran siete años: 1523. ¿Y cuántotiempo ha durado esta audiencia? ¿Sieteminutos? Siete minutos y ya está seguro.No tiene sentido echarse atrás. Hazlo yEnrique te acosará. Avanza, y sólopodrá vacilar.

—Ningún gobernante en la historia

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del mundo ha podido nunca permitirseuna guerra —dice—. No son cosaspermisibles. Ningún príncipe dicenunca: este es mi presupuesto, así queéste es el tipo de guerra que puedohacer. Inicias una guerra y gastas todo eldinero que has reunido y luego caes enla quiebra y la bancarrota.

—Cuando fui a Francia el año 1513,tomé la ciudad de Thérouanne, que envuestro discurso llamasteis…

—Madriguera, Majestad.—Madriguera —repite el rey—.

¿Cómo pudisteis decir eso?Él se encoge de hombros.—He estado allí.

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Un destello de cólera.—También yo he estado. Al frente

de mi ejército. Escuchadme, señor.Dijisteis que yo no debía combatirporque los impuestos hundirían al país.¿Para qué es el país sino para apoyar asu príncipe en sus empresas?

—Creo que dije, y que Su Majestadme perdone, que no teníamos el oronecesario para un año de campaña. Laguerra consumiría todo el del país. Heleído que hubo un tiempo en que la genteintercambiaba piezas de cuero a falta demonedas de metal. Dije que volveríamosa esos tiempos.

—Dijisteis que yo no debía dirigir

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mis tropas. Dijisteis que si caíaprisionero el país no podría pagar elrescate. ¿Qué queréis, pues? ¿Queréis unrey que no luche? ¿Queréis que meacurruque en casa como una muchachaenferma?

—Eso sería ideal, a efectos fiscales.El rey respira hondo y jadea. Ha

estado gritando. Ahora (y es una cosabreve), decide reírse.

—Abogáis por la prudencia. Laprudencia es una virtud. Pero hay otrasvirtudes propias de los príncipes.

—Entereza.—Sí. Definidla.—No significa valor en el combate.

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—¿Me leéis la cartilla?—Significa constancia de propósito.

Significa capacidad de resistencia.Significa tener la fuerza necesaria parasoportar las limitaciones.

Enrique cruza la estancia. Se oye eltaconeo de sus botas de montar. Estápreparado para la chasse. Se vuelve,bastante despacio, para mostrar sumajestad con mayor efecto: ancho,fornido y deslumbrante.

—Sigamos con esto. ¿Qué melimita?

—La distancia —dice él—. Lospuertos. El territorio, la gente. El barroy la lluvia del invierno. Cuando los

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antepasados de Su Majestadcombatieron en Francia, Inglaterraposeía allí provincias enteras. Desdeallí, podíamos avituallar y aprovisionar.Ahora que sólo tenemos Calais, ¿cómovamos a mantener un ejército en elinterior?

El rey mira fijamente la mañanaplateada. Se muerde el labio. ¿Estáinmerso en una lenta furia que cuece,que burbujea hasta el punto deebullición? Se vuelve con una sonrisaradiante.

—Lo sé —dice—. Por eso lapróxima vez que entremos en Francianecesitaremos apoyo en la costa.

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Por supuesto. Necesitamos tomarNormandía. O Bretaña. Eso es todo.

—Bien razonado —dice el rey—.No os guardo rencor. Sólo supongo queno tenéis experiencia en táctica ydirección de una campaña.

Él cabecea.—Ninguna.—Dijisteis, me refiero al discurso

en el Parlamento, que había un millón delibras en oro en el reino.

—Di una cifra redonda.—Pero ¿cómo obtuvisteis esa cifra?—Me adiestré en los bancos

florentinos. Y en Venecia.El rey le mira fijamente.

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—Howard dijo que fuisteis soldadoraso.

—También.—¿Algo más?—¿Qué le gustaría a Su Majestad

que fuese?El rey le mira directamente a la cara.

Algo que raras veces hace. Él lesostiene la mirada. Es su costumbre.

—Señor Cromwell, no tenéis buenareputación.

Inclina la cabeza.—¿No os defendéis?—Su Majestad es capaz de formar

su propia opinión.—Lo soy. Lo haré.

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En la puerta, los guardias separanlas lanzas. Los gentilhombres se apartany se inclinan. Entra Suffolk. CharlesBrandon: su atuendo resulta demasiadonovedoso.

—¿Estáis dispuesto? —le preguntaal rey. Sonríe al ver a Cromwell y dice—: ¡Oh, Cromwell! ¿Qué tal vuestroclérigo gordo?

El rey se sonroja, disgustado.Brandon no lo advierte.

—Veréis —dice con una risilla—,cuentan que el cardenal cabalgaba unavez con su criado y paró el caballo a laentrada de un valle, y miró hacia abajo yvio una iglesia muy bonita, con sus

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tierras alrededor. Y le dice a su criadoRobin: ¿de quién es eso? ¡Me gustaríaque fuese un beneficio mío! Y Robindice: lo es, señor. Lo es.

Su historia tiene poco éxito, pero élse ríe.

—Señor, esa historia la cuentan entoda Italia —le dice—. De un cardenal yotro.

Brandon tuerce el gesto.—¿Cómo? ¿La misma historia?—Mutatis mutandis. El criado no se

llama Robin.El rey lo mira a los ojos. Sonríe.Al salir, pasa entre los

gentilhombres y ¡con quién se encuentra

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si no es con el mismísimo secretario delrey!

—¡Buenos días, buenos días! —dice. No suele repetir las cosas, pero elmomento parece requerirlo.

Gardiner se frota las grandes manosazuladas.

—Frío, ¿eh? —dice—. ¿Qué tal,Cromwell? Desagradable, supongo.

—Todo lo contrario —dice él—.Oh, y se va con Suffolk; tendréis queesperar.

Sigue caminando, pero luego sevuelve. Siente un dolor sordo, como deuna magulladura dentro del pecho.

—Gardiner, ¿no podemos dejar

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esto?—No —contesta Gardiner; parpadea

con torpeza—. No, no creo quepodamos.

—Bien —dice él. Sigue su camino.Espera, piensa. Tal vez tengas queesperar uno o dos años, pero espera yverás.

Esher, dos días después: apenascruza el portón, ve en el patio aCavendish, que se acerca apresurado.

—¡Señor Cromwell! Ayer, el rey…—Calma, George —le aconseja él.—… Ayer envió cuatro carros de

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enseres. Venid a verlos: tapices,cuberterías de plata, colgaduras decama… ¿Ha sido por mediaciónvuestra?

¿Quién sabe? Él no había pedidonada directamente. Si lo hubiese hecho,habría especificado más. No esacolgadura, sino esta que le gusta aMilord. A él le gustan las diosas, másque las vírgenes mártires, así que fuerasanta Inés y pongamos a Venus en unaarboleda. A Su Eminencia le gusta lacristalería veneciana; retirad esas copasde plata abolladas.

Se muestra desdeñoso cuandoinspecciona lo recibido.

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—Sólo lo mejor para vosotros, losde Putney —dice Wolsey; y añade casicomo una disculpa—: Es posible que nohayan enviado lo que eligiese el reypara mí. Que lo sustituyeran por cosasinferiores personas inferiores.

—Es muy posible —dice él.—De todos modos, estaremos más

cómodos.—El problema es que hay que

ponerse en marcha —dice Cavendish—.Hay que fregar y ventilar toda la casa afondo.

—Cierto —dice el cardenal—. Labendita santa Inés se desmayaría con elolor de los excusados.

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—¿Así que buscaréis el apoyo delconsejo del rey?

Él suspira.—George, ¿qué sentido tiene?

Escuchad. No hablo con ThomasHoward. No hablo con Brandon. Estoyhablando con él.

El cardenal sonríe. Una sonrisaamplia y paternal.

Se sorprende (cuando hablan de unacuerdo financiero para el cardenal) dela capacidad de Enrique para captar losdetalles. Wolsey ha dicho siempre queel rey tiene una gran inteligencia, tan

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viva como la de su padre, pero con unavisión más amplia. El viejo rey fuehaciéndose más intransigente con laedad. Mantenía en un puño a Inglaterra.No había noble a quien no tuvieseatrapado con una deuda o un vínculo, ydecía con franqueza que si no podíaconseguir que le amasen, conseguiríaque le temiesen. Enrique tiene uncarácter distinto, pero ¿qué caráctertiene exactamente? Debería escribirosun manual, le dice Wolsey, riéndose.Mientras se adentra en los jardines de lapequeña residencia de Richmond a laque el rey le ha permitido trasladarse, lamente del cardenal se nubla. Habla de

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profecías, de la caída del clero deInglaterra, que dice que está profetizaday que se producirá ahora.

Aunque no crea en presagios,entiende el problema. Porque si elcardenal es culpable de un delito queconsiste en afirmar su jurisdicción comolegado, ¿no son también culpables todosesos clérigos, de los obispos para abajo,que lo aceptaron? No puede ser él elúnico que lo piense así. Pero la mayoríade sus enemigos no ve más allá delpropio cardenal, de su vasta y purpúreapresencia en el horizonte. Temen que sealce de nuevo, dispuesto a vengarse.«Corren malos tiempos para los

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prelados orgullosos —le dice Brandoncuando vuelven a encontrarse. Pareceanimoso, un hombre que silba paramantener el valor—. No necesitamoscardenales en este reino.» —Y él —diceel cardenal, furioso—, él, Brandon,cuando se casó a toda prisa con lahermana del rey, cuando se casó con ellacuando sólo hacía unos días que habíaenviudado, sabiendo que el rey la teníadestinada a otro monarca… Habría sidodecapitado si yo, un simple cardenal, nohubiese suplicado por él al rey.

Yo, un simple cardenal.—¿Y qué excusa dio Brandon? —

dice el cardenal—. «Oh, Majestad,

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vuestra hermana lloraba. ¡Cómo llorabay me suplicaba que me casase con ella!¡Nunca he visto llorar así a una mujer!»Así que le secó las lágrimas y seapropió de un ducado. Y ahora hablacomo si ostentase el título desde eljardín del Edén. Escuchad, Thomas, siacudiesen a mí hombres de sólidosconocimientos y buena disposición,como el obispo Tunstall, como ThomasMoro, y afirmasen que había quereformar la Iglesia, bueno, lesescucharía. ¡Pero Brandon! ¡Hablar deprelados orgullosos! ¿Qué era él? ¡Elcaballerizo del rey! Y he conocidocaballos con más ingenio.

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—Moderaos, Eminencia —suplicaCavendish—. Y Charles Brandon,¿sabéis?, pertenecía a una antiguafamilia, era gentilhombre de nacimiento.

—¿Gentilhombre, él? Un fanfarrónarrogante, eso es Brandon. —Elcardenal se sienta, exhausto—. Me duelela cabeza —dice—. Cromwell, id a lacorte y traedme mejores noticias.

Día tras día, recibe las instruccionesde Wolsey en Richmond y cabalga hastadonde esté el rey. Piensa en el rey comoen un territorio en el que tiene queavanzar sin punto de apoyo en la costapara los suministros.

Él se da cuenta de lo que ha

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aprendido Enrique de su cardenal: sudiplomacia fluctuante, su ciencia de laambigüedad. Ve cómo ha aplicado el reyesa ciencia a la lenta, imprecisa eincierta caída de su ministro. Enriqueacompaña cada acto de bondad con unode crueldad, una nueva acusación oconfiscación. Hasta que el cardenal dicegimiendo: «Quiero marcharme».

—Winchester —propone él a losduques—. Su Eminencia está deseandotrasladarse a su palacio de allí.

—¿Cómo, tan cerca del rey? —diceBrandon—. No somos tan necios, señorCromwell.

Dado que él, el hombre del cardenal,

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ve con tanta frecuencia a Enrique, hancorrido rumores por toda Europa de queWolsey está a punto de ser repuesto ensu cargo. El rey está haciendo un trato,dice la gente, para disponer de lariqueza de la Iglesia a cambio de queWolsey recupere su cargo anterior. Sefiltran rumores de la cámara delconsejo, de la cámara privada: al rey nole gustan sus nuevos consejeros. Norfolkes un ignorante. A Suffolk se le acusa detener una risa enojosa.

—Su Eminencia no irá al norte —dice él—. No está en condiciones dehacerlo.

—Pero yo le quiero en el norte —

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dice Howard—. Decidle que se marche.Comunicadle que Norfolk dice que debeponerse en camino y salir de aquí. De locontrario, decidle que iré yo a dondeestá y le haré pedazos con mis dientes.

—¿Podría sustituir eso por lapalabra «morder», señor? —pregunta élcon una venia.

Norfolk se le acerca. Demasiado.Tiene los ojos inyectados en sangre. Sele tensan todos los tendones.

—Nada de eso, malnacido… —Elduque le clava un índice en el hombro—. Persona… —dice; y añade—: ¡Donnadie del Infierno, cachorro de puta,crisol del mal, abogado!

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Sigue empujándole con el dedo,como un panadero que marcara loshoyos en unas hogazas. Cromwell tienela carne firme, dura, impenetrable. Eldedo ducal simplemente rebota.

De entre los gatos que ha traído paracazar ratones hay una gata que tiene unacamada en los aposentos del cardenalantes de que se marchen de Esher. ¡Quépresunción en un animal! Pero espera…,¿nueva vida, en la habitación delcardenal? ¿Podría ser un presagio? Élteme que un día haya un presagio de otrogénero: caerá un pájaro muerto por lachimenea humeante, y entonces… ¡Ay denosotros!… Nunca sabrá el final.

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De momento, el cardenal seentretiene. Pone los gatitos en un baúlabierto y observa cómo crecen. Uno esnegro, de pelaje tupido y ojos amarillos,y está hambriento. Cuando se desteta, élse lo lleva a casa. Lo saca de debajo dela chaqueta, donde ha dormidoacurrucado en su hombro.

—Gregory, mira. —Se lo enseña asu hijo—. Soy un gigante, me llamoMarlinspike.

Gregory lo mira receloso,desconcertado. Parpadea; aparta lamano.

—Lo matarán los perros —dice.Marlinspike baja a la cocina para

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crecer fuerte y vivir según su naturalezaanimal. Hay un verano por delante,aunque él no pueda imaginar susplaceres; lo ve a veces, cuando paseapor el jardín. Un gato semiadulto,tumbado en un manzano, observando, oroncando en una tapia al sol.

Primavera de 1530: el mercaderAntonio Bonvisi le invita a cenar en sumansión de Bishopsgate, alta yespléndida.

—No llegaré tarde —le dice aRichard, esperando que sea la tensareunión habitual, todo el mundo enojado

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y hambriento, porque ni siquiera unitaliano rico, con un cocinero ingenioso,puede dar con un centenar de modos deguisar la anguila ahumada o el bacalaoseco. En Cuaresma, los comerciantesechan de menos el carnero y lamalvasía, el gruñido nocturno en unlecho de plumas con la esposa o laamante; desde ahora hasta el miércolesde ceniza, tendrán empuñados loscuchillos, dispuestos a emplear de unmodo feroz la información, cualquiermezquina ventaja comercial.

Pero la reunión es más notable de loque esperaba. Asiste el Lord Canciller,entre un grupo de abogados y regidores.

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Humphrey Monmouth, a quien Morohabía encerrado en una ocasión, sesentaba a bastante distancia del granhombre. Moro parece a sus anchas, ycautiva a los reunidos con una de sushistorias sobre el gran sabio Erasmo, suquerido amigo. Pero cuando alza la vistay ve a Cromwell, se interrumpe a mitadde una frase, baja la vista y adopta unaexpresión opaca y pétrea.

—¿Queríais hablar de mí? —pregunta él—. Podéis hacerlo mientrasestoy presente, Lord Canciller. Tengo lapiel muy gruesa.

Apura un vaso de vino y ríe.—¿Sabéis lo que anda diciendo

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Brandon? Que no entiende mi vida. Misviajes. El otro día me llamó buhonerojudío.

—¿Os lo dijo a la cara? —preguntasu anfitrión educadamente.

—No. Me lo dijo el rey. Pero, enfin, el cardenal llama caballerizo aBrandon.

—Tenéis acceso al rey últimamente,Thomas —dice Humphrey Monmouth—.¿Y qué pensáis ahora que soiscortesano?

Hay sonrisas alrededor de la mesa,porque, por supuesto, la idea es tanridícula, la situación tan provisional. Lagente de Moro es gente de la ciudad, no

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hay grandes. Pero él es sui generis, unhombre culto e ingenioso. Y Moro dice:

—Tal vez no debamos insistir en elasunto. Son cuestiones delicadas. Haymomentos en que es mejor callarse.

Un anciano del gremio de pañeros seinclina sobre la mesa y advierte con vozgrave:

—Thomas Moro dijo, cuando tomóasiento, que no hablaría del cardenal nitampoco de la dama.

Cromwell mira a los presentes.—El rey me sorprende, sin embargo.

Lo que llega a soportar.—¿De vos? —pregunta Moro.—Me refiero a Brandon. Van de

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caza y él llega y grita: «¿Estáis listo?».—Para vuestro señor el cardenal fue

una lucha constante en los primeros añosdel reinado impedir que los compañerosdel rey estableciesen relacionesdemasiado familiares con él —diceBonvisi.

—Quería la familiaridad sólo paraél —apunta Moro—. Aunque, porsupuesto, el rey puede elevar a quienquiera.

—Hasta cierto punto —diceBonvisi.

Se oye alguna risa.—Y el rey disfruta de sus amistades.

Eso es bueno, ¿no?

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—Una palabra suave, procediendode vos, señor Cromwell.

—En modo alguno —diceMonmouth—. Es sabido que el señorCromwell es capaz de hacer cualquiercosa por sus amigos.

—Yo creo… —Moro se interrumpe,baja la vista—. Sinceramente, no estoyseguro de si puede considerarse amigo aun príncipe.

—Pero aun así —dice Bonvisi—,vos conocéis a Enrique desde que era unniño.

—Sí, pero la amistad debería sermenos agobiante…, debería serreparadora. No como… —Moro se

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vuelve hacia él por primera vez, comoinvitando al comentario—. A veces,tengo la impresión de que es como…,como Jacob luchando con el ángel.

—¿Quién sabe por qué era la lucha?—dice él.

—Sí. El texto guarda silencio. Comocon Caín y Abel. ¡Quién sabe!

Él percibe cierto desasosiego entrelos comensales más piadosos, los menosbulliciosos; o sólo los que estánpendientes del plato siguiente. ¿Quéserá? ¡Pescado!

—Cuando habléis con Enrique —dice Moro—, os ruego que habléis albondadoso. No al obstinado.

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Habría seguido, pero el anfitriónpide más vino con un gesto y lepregunta:

—¿Cómo está vuestro amigoStephen Vaughan? ¿Qué nuevas hay deAmberes?

La conversación se centra entoncesen el comercio. En el transportemarítimo y las tasas de interés. No esmás que un zumbido de fondo para laespeculación desbocada. Si entras enuna habitación y dices: de esto es de loque no estamos hablando, se deduce deello que no estabais hablando de ningunaotra cosa. Si no estuviese presente elLord Canciller, se hablaría sólo de tasas

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de importación y almacenes públicos; noestaríamos pensando en el caviloso ypurpúreo cardenal y nuestrashambrientas mentes cuaresmales no seocuparían de la imagen de los dedosreales arrastrándose por un pechovirginal acelerado y firme.

Se retrepa en el asiento y mira aThomas Moro. En ese momento, hay unapausa natural en la conversación, undescanso. Y el Lord Canciller, tras uncuarto de hora en silencio, interviene,con voz grave y colérica, la mirada fijaen los restos de lo que ha comido.

—El cardenal de York —dice—tiene un ansia de ejercer el mando sobre

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el resto de los hombres que nunca severá saciada.

—Lord Canciller —dice Bonvisi—,miráis el arenque como si lo odiaseis.

—El arenque no ha hecho nada malo—dice el gentil invitado.

Él se inclina hacia delante,preparado para este combate. No piensaeludirlo.

—El cardenal es un hombre públicoigual que vos. ¿Debería desdeñar uncargo público?

—Sí. —Moro alza la vista—. Creoque debería hacerlo, un poco. Deberíamostrar, quizá, un ansia menos evidente.

—Es tarde para dar una lección de

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humildad al cardenal —dice Monmouth.—Sus verdaderos amigos se la han

dado hace mucho tiempo. Y han sidoignorados.

—¿Os contáis entre esos amigos? —Se retrepa en el asiento cruzando losbrazos—. Se lo contaré a él, LordCanciller, y por la sangre de Cristo quele servirá de consuelo mientras está enel exilio preguntándose por qué lehabéis calumniado ante el rey.

—Caballeros. —Bonvisi se levantade su asiento, nervioso.

—No —dice él—. Sentaos.Aclaremos esto. Thomas Moro os dirá:habría sido un simple monje, pero mi

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padre me hizo estudiar leyes. Me habríapasado la vida en la Iglesia si hubiesepodido elegir. Soy, como sabéis,indiferente a la riqueza. Estoyconsagrado a lo espiritual. Laestimación del mundo no significa nadapara mí.

Mira a su alrededor.—¿Cómo llegó a ser Lord Canciller,

entonces? ¿Por casualidad?Se abren las puertas. Bonvisi se

levanta rápidamente. Su expresión es dealivio.

—Bienvenido, bienvenido —dice—.Caballeros, el embajador delemperador.

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Es Eustache Chapuys, llega a lospostres; el nuevo embajador, como se lellama, aunque lleva en el cargo desde elotoño. Espera en el umbral, para quepuedan conocerle y admirarle: unhombrecillo encorvado, con un jubónacuchillado y abullonado, de raso azul,negro en sus ondulaciones; debajo, unaspiernecillas larguiruchas y flacas.

—Lamento llegar tan tarde —sonríecon afectación—. Les dépêches,toujours les dépêches.

—Así es la vida de un embajador —él alza la vista y sonríe—. ThomasCromwell.

—Ah, c'est le juif errant.

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El embajador se disculpa enseguida,sonriendo a los presentes; parecesorprendido por el éxito de su broma.

Sentaos, sentaos, dice Bonvisi, y lossirvientes se afanan, se retiran losmanteles, el grupo se reacomoda demodo más informal, salvo el LordCanciller, que sigue sentado en la mismaposición. Llegan frutas de otoño enconserva y vino especiado, y Chapuysocupa un lugar de honor al lado deMoro.

—Hablaremos en francés,caballeros —dice Bonvisi.

El francés es la primera lengua delembajador del Imperio y de España; y

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él, como cualquier otro diplomático,nunca se tomará la molestia de aprenderinglés, porque, ¿de qué le serviría en supróximo puesto? Muy amables, muyamables, dice, mientras se acomoda enla silla tallada que ha dejado vacía suanfitrión. Los pies no le llegan al suelo.

Moro se yergue entonces; elembajador y él juntan las cabezas.Cromwell les mira. Le miran a su vezcon rencor. Pero la mirada es libre.

En un breve instante en el que hacenuna pausa, él interviene.

—Monsieur Chapuys, ¿sabéis?,estuve hablando con el reyrecientemente sobre esos hechos tan

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lamentables que han sucedido, cuandolas tropas de vuestro señor saquearon laCiudad Santa. Tal vez podáisexplicarnos. No conseguimos entenderlo que pasó.

Chapuys mueve la cabeza.—Unos hechos muy lamentables.—Thomas Moro cree que fueron los

mahometanos encubiertos de vuestroejército los que se desmandaron…bueno, y los míos, por supuesto, losjudíos errantes. Pero ha dicho que antesde eso fueron los alemanes, que violarona las pobres vírgenes y profanaron lossantuarios. En cualquier caso, como diceel Lord Canciller, el emperador ha de

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asumir la culpa. Pero ¿a quiéndeberíamos culpar nosotros? ¿Podríaisecharnos una mano?

—¡Mi estimado sir Canciller! —Elembajador está asombrado. Vuelve lavista hacia Thomas Moro—. ¿Habláisasí de mi señor el emperador?

Mira por encima del hombro y pasaal latín.

Los comensales, lingüísticamenteversátiles, le sonríen. Él aconsejaafablemente:

—Si deseáis hablar medio ensecreto, probad con el griego. ¡Allez,Monsieur Chapuys, parlotead! El LordCanciller os entenderá.

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El grupo se deshace poco después.El Lord Canciller se levanta paramarcharse. Pero antes de irse, hace unadeclaración en inglés al grupo:

—La posición del señor Cromwelles indefendible, en mi opinión. Comotodos sabemos, no es amigo de laIglesia, es amigo de un solo eclesiástico.Y ese eclesiástico es el más corrupto dela Cristiandad.

Y con la venia más escueta posible,se va. Ni siquiera Chapuys se merecemás. El embajador le ve marcharse,dubitativo, mordiéndose el labio; comosi dijese: buscaba más ayuda y amistadaquí. Él advierte que todo lo que hace

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Chapuys parece propio de un actor.Cuando piensa, baja la vista, se llevados dedos a la frente. Cuando selamenta, suspira. Cuando está perplejo,mueve la barbilla, sonríe vagamente. Escomo si hubiese entrado sin darse cuentaen una representación teatral y, al verque se trataba de una comedia, hubiesedecidido quedarse hasta el final.

La cena ha terminado; los invitadosempiezan a irse, hacia la tempranaoscuridad.

—¿Quizá ha acabado antes de lo queos habría gustado? —le pregunta él a

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Bonvisi.—Thomas Moro es un viejo amigo

mío. No deberíais venir aquí y acosarle.—Oh, ¿os he estropeado la fiesta?

Invitasteis a Monmouth. ¿No era esoacosarle?

—No, Humphrey Monmouth tambiénes amigo mío.

—¿Y yo?—Por supuesto.Han vuelto con naturalidad al

italiano.—Explicadme algo que me intriga

—dice él—. Quiero saber sobre ThomasWyatt.

Wyatt se fue a Italia agregado a una

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misión diplomática, de forma bastantesúbita. Hace ya tres años. Pasó unaépoca desastrosa allí, pero eso es paraotra velada; lo que él quiere saber espor qué se escapó de la corte inglesa tandeprisa.

—Ah, Wyatt y lady Ana —diceBonvisi—. Una vieja historia, diríayo…

Bueno, tal vez, dice él. Pero lecuenta lo del muchacho Mark, el músico,que parece estar seguro de que Wyatthabía tenido relaciones con ella. Si esuna historia que se cuenta por Europaentre criados y servidores, ¿no esprobable que el rey la haya oído?

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—En mi opinión, saber cuándotaparse los oídos forma parte del arte degobernar. Y Wyatt es apuesto —diceBonvisi—. Al estilo inglés, claro. Esalto, rubio, mis compatriotas semaravillan; ¿dónde criáis gente así? Ytan seguro de sí mismo, además. ¡Ypoeta!

Él se ríe de su amigo, porque, comotodos los italianos, es incapaz de decir«Wyatt», que se convierte en «Guitt» oalgo parecido. Había un hombre llamadoHawkwood, un caballero de Essex, queviolaba y quemaba y asesinaba en Italiaen la época de la caballería. Lositalianos le llamaban Acuto, La Aguja.

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—Sí, pero Ana… —Percibe, por loque ha podido vislumbrar de ella, queno es probable que se conmueva poralgo tan efímero como la belleza—. Enestos pocos años ha necesitado unmarido, más que ninguna otra cosa: unapellido, un asentamiento, un lugar en elque pueda negociar con el rey conseguridad. En fin, Wyatt está casado.¿Qué podría ofrecerle?

—¿Versos? —pregunta el mercader—. No fue la diplomacia lo que le sacóde Inglaterra. Fue que ella le torturaba.Ya no se atrevía a estar en la mismahabitación que ella. En el mismocastillo. En el mismo país —mueve la

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cabeza—. Qué raros son los ingleses,¿verdad?

—¡Santo cielo, ya lo creo! —diceél.

—Debéis tener cuidado. La familiade la dama está llevando las cosas allímite de lo posible. Andan diciendo:«¿Por qué esperar al papa? No podemoshacer nosotros un contrato matrimonialsin él?».

—Parecería el camino a seguir.—Probad estas almendras

garrapiñadas.Él sonríe.—Tommaso —dice Bonvisi—,

¿puedo daros un consejo? El cardenal

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está acabado.—No estéis tan seguro.—Sí. Y si no le estimaseis sabríais

que es verdad.—El cardenal ha sido muy

bondadoso conmigo.—Pero debe irse al norte.—El mundo le perseguirá. Preguntad

a los embajadores. Preguntad a Chapuys.Preguntadles a quién informan. Están enEsher, en Richmond. Toujours lesdépêches. Eso es lo que hay.

—¡Pero de eso le acusan! ¡Degobernar un país dentro del país!

Él suspira.—Lo sé.

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—¿Y qué haréis al respecto?—Pedirle que sea más humilde.Bonvisi se ríe.—Ay, Thomas. Por favor, sabéis que

cuando él se vaya al norte seréis unhombre sin señor. De eso se trata. Estáisviendo al rey, pero eso es sólo demomento, mientras decide cómo dar alcardenal una compensación que lemantenga callado. Pero ¿y después?

Él vacila.—Le agrado al rey.—El rey es un amante inconstante.—No con Ana.—Ahí es donde tengo que

advertiros. No por Guitt… ni por ningún

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rumor o ligereza…, sino porque prontodebe acabar todo… Ella cederá, es unamujer… Pensad lo necio que habría sidoun hombre si hubiese vinculado su suertea la de la hermana de la dama, la queocupó antes su lugar.

—Sí, hay que ver.Mira a su alrededor. Allí estaba

sentado el Lord Canciller. A suizquierda, los mercaderes hambrientos.A su derecha, el nuevo embajador. Allí,Humphrey Monmouth el hereje. Allí,Antonio Bonvisi. Aquí, ThomasCromwell. Y allí, sitios fantasmalesreservados para el duque de Suffolk,grande e insulso, para Norfolk, con sus

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medallas tintineantes, gritando: «¡Por lasanta misa!». Hay un lugar reservadopara el rey y para la pequeña y resueltareina, hambrienta en este tiempopenitencial, con el estómago protestandobajo la rígida armadura de su atuendo.Hay un lugar reservado para lady Ana,que mira alrededor con sus ojos negrosincansables, que no come nada, no sepierde nada, que da tirones a las perlasque rodean su cuellecito. Hay un lugarpara William Tyndale, y otro para elpapa. Clemente mira los membrillosconfitados, cortados con excesivatosquedad, y frunce sus labios deMédici. Y allí se sienta el hermano

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Martín Lutero, tosco y gordo, que mira atodos iracundo y escupe las espinas delpescado.

Entra un criado.—Dos jóvenes gentilhombres

preguntan por vos, señor.Él alza la vista.—¿Sí?—El señor Richard Cromwell y el

señor Rafe. Esperan con vuestroscriados para acompañaros a casa.

Comprende que todo el propósito dela velada ha sido advertirle. Avisarle deque se vaya. Recordará la fataldisposición de asientos…, si resultafatal… El cuchicheo y el murmullo

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suave, de piedra que se desmorona; elsonido lejano de paredes que sedeslizan, de yeso que se desmigaja, deescombros que aplastan frágiles cráneoshumanos… Es el sonido del techo de laCristiandad, que se derrumba sobre losque hay debajo.

—Tenéis un ejército privado,Tommaso —dice Bonvisi—. Supongoque tenéis que guardaros las espaldas.

—Sabéis que lo hago —recorre lahabitación con la mirada, un vistazofinal—. Buenas noches. Ha sido unabuena cena. Me gustaron las anguilas.¿Mandaréis a vuestro cocinero a ver almío? Tengo una buena salsa para alegrar

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la estación. Se necesita macis yjengibre, unas hojas de menta seca…

—Os lo ruego —dice su amigo—.Os suplico que tengáis cuidado.

—… un poco de ajo, pero muypoco…

—Dondequiera que cenéis lapróxima vez, os ruego que no…

—Y un poco de pan rallado…—… os sentéis con los Bolena.

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IIMi muy estimado

Cromwell

Primavera. —Diciembre de 1530

Llega temprano a York Place. Lasgaviotas atrapadas, encerradas en susrediles, gritan a sus hermanas libres delrío, que sobrevuelan en círculoschillando y descienden hasta lasmurallas del palacio. Van llegando loscarreteros que transportan artículosdesde el río y los patios huelen a panhaciéndose en el horno. Unos niños

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llevan juncos atados en haces y lesaludan por su nombre. Les da unamoneda a cada uno por su cortesía y separan a hablar.

—Así que vais a ver a la damamalvada. Ha hechizado al rey, ¿sabéis?¿Tenéis una medalla o una reliquia queos proteja, señor?

—Tenía una medalla, pero la perdí.—Deberíais pedirle otra a nuestro

cardenal —dice un niño—. Él os ladará.

El olor de los juncos es fresco ypenetrante. La mañana es espléndida.Conoce bien las habitaciones de YorkPlace y cuando las cruza hacia las

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cámaras interiores ve un rostrovagamente familiar y dice: ¿Mark?

El muchacho se aparta de la pareden que se apoya.

—Madrugas. ¿Cómo estás?Se encoge de hombros hoscamente.—Debe de resultarte extraño estar

de nuevo aquí en York Place, ahora quelas cosas han cambiado tanto.

—No.—¿No echas de menos a Su

Eminencia?—No.—¿Estás contento?—Sí.—Su Eminencia se alegrará de

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saberlo.Mientras se aleja, se dice: tal vez no

pienses nunca en nosotros, Mark, peronosotros pensamos en ti. Al menos yo.Recuerdo que me llamaste felón ypredijiste mi muerte. Es cierto que elcardenal siempre dice que no hay ningúnlugar seguro, no hay habitacionesselladas, tanto si gritas en Cheapside tuspecados como si te confiesas con unsacerdote en cualquier lugar deInglaterra. Pero cuando yo hablaba conel cardenal de matar, cuando vi unasombra en la pared, no había nadie queme oyera. Así que si Mark me consideraun asesino, sólo se debe a que cree que

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lo parezco.

Ocho antesalas: en la última, dondedebería estar el cardenal, encuentra aAna Bolena. Mira, ahí están Salomón yla reina de Saba, desplegados de nuevo,de nuevo en la pared. Hay una corrientede aire. La reina de Saba remolineahacia él, sonrosada, redondeada, y él lareconoce: Anselma, dama hecha de lana,creía que no volvería a verte nunca.

Había mandado recado a Amberespara enterarse discretamente. Anselmase había casado, le había dicho StephenVaughan, con un hombre más joven, un

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banquero. Pues si se ahoga o algoparecido, dijo él, hacédmelo saber.Vaughan le escribe contestando: vamos,Thomas, ¿es que no está llena de viudasInglaterra? ¿Y de muchachas jóvenes ylozanas?

La reina de Saba deja mal a Ana,que resulta a su lado cetrina y agria. Depie junto a la ventana, arranca y estirauna ramita de romero y la rompe. Ladeja caer al verle, y vuelve a sepultarlas manos en las mangas.

El rey dio un banquete en diciembrepara celebrar la ascensión del padre deAna a la condición de conde deWiltshire. La reina estaba en otra parte,

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y Ana se sentó donde debería habersesentado Catalina. Había escarcha en elsuelo, escarcha en la atmósfera. Ellossólo lo oyeron, en la casa de Wolsey. Laduquesa de Norfolk (que siempre estáindignada por algo) estaba furiosa por elhecho de que se otorgase una posiciónmás encumbrada a su sobrina. Laduquesa de Suffolk, hermana de Enrique,se negó a comer. Ninguna gran damahabló con la hija de sir Thomas. Sinembargo, Ana había ocupado su sitiocomo primera dama del reino.

Pero ahora es el final de laCuaresma y Enrique ha vuelto con suesposa. No tiene el descaro de estar con

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su concubina cuando se acerca lasemana de la pasión de Cristo. El padrede Ana está en el extranjero, por asuntosdiplomáticos; lo mismo que su hermanoGeorge, ahora lord Rochford; y lomismo Thomas Wyatt, el poeta al queella tortura. Está sola y se aburre enYork Place. Y se ve reducida a llamar aThomas Cromwell para ver si él leproporciona alguna diversión.

Un revuelo de perrillos (son tres),que se apartan rápidos de sus faldas ycorren hacia él.

—No les dejéis salir —dice Ana, yél los levanta con manos expertas ysuaves. Son, como sus Bellas, el tipo de

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perros de orejas desiguales y rabillosmóviles que tendría la esposa decualquier mercader al otro lado delestrecho. Cuando se los devuelve, le hanmordisqueado los dedos y la chaqueta,le han lamido la cara cariñosamente conojos desorbitados: como si fuese alguiena quien ansiaran encontrar.

Deja en el suelo a dos; entrega elmás pequeño a Ana.

—Vous êtes gentil —le dice ella—.¡Cuánto os quieren mis niños! Yo nopodría amar a esos monos que tieneCatalina, ¿sabéis? Les singes enchaînés.Sus manitas, sus cuellecillosencadenados. Mis niñitos me quieren

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por mí misma.Es tan menuda. Tiene unos huesos

tan delicados, una cintura tan fina. Sidos estudiantes de leyes hacen uncardenal, dos Anas hacen una Catalina.Hay varias mujeres sentadas entaburetes bajos que cosen o fingen coser.Una es María Bolena. Mantiene lacabeza baja, no es para menos. Otra esMary Sheldon, una audaz prima Bolenablanca y sonrosada, que le mira dearriba abajo y se dice (muy claramente):¡Madre de Dios, es eso lo mejor quepensó lady Carey que podría conseguir!Detrás, en la sombra, hay otra muchachaque vuelve la cara, intentando ocultarse.

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Él no sabe quién es, pero comprende porqué mira fijamente al suelo. Pareceinspirarlo Ana. Ahora que ha dejado losperros, él hace lo mismo.

—Alors> —dice Ana suavemente—.De pronto no se habla más que de vos.El rey no para de citar al señorCromwell.

Lo pronuncia como si no dominarael inglés: Cremuel.

—Tiene tanta razón. Acierta entodo… Y también, no lo olvidemos,Maître Cremuel nos hace reír.

—Veo que el rey se ríe a veces,pero ¿vos, madame? ¿En vuestrasituación? ¿Tal como os halláis?

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Le lanza una mirada sombría porencima del hombro.

—Creo que lo hago raras veces.Reír. Ahora que lo pienso. No lo habíapensado.

—Vuestra vida se ha convertido enesto.

Le han caído de las faldas briznaspolvorientas, hojas y tallos secos. Mirafijamente la mañana.

—Permitidme decirlo de este modo—dice él—. Desde que mi señor elcardenal fue apartado, ¿cuánto habéisvisto que progrese vuestra causa?

—Nada.—Nadie sabe cómo funcionan los

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países cristianos mejor que mi señor elcardenal. Nadie conoce mejor a losreyes. Pensad lo obligado que se sentiríacon vos, lady Ana, si mediaseis paradeshacer ese malentendido y restaurarleen el favor del rey.

Ella no contesta.—Pensadlo —dice él—. Es el único

hombre de Inglaterra que puedeproporcionaros lo que necesitáis.

—Muy bien. Defended su causa.Disponéis de cinco minutos.

—Por otra parte, veo que estáis muyocupada.

Ana le mira con irritación. Y hablaen francés.

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—¿Sabéis cómo ocupo mis horas?—Señora, ¿hablamos en francés o en

inglés? Lo dejo a vuestra elección. Peroelijamos una cosa u otra. ¿Sí?

Él ve un movimiento por el rabillodel ojo; la muchacha medio oculta haalzado la cara. Es pálida y vulgar;parece sobrecogida.

—¿Os es indiferente? —dice Ana.—Sí.—Muy bien, en francés.Se lo explica de nuevo: el cardenal

es el único que puede obtener un buenveredicto del papa. Es el único hombreque puede aliviar la conciencia delmonarca y dejarla libre.

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Ella escucha. Tiene que decir eso ensu favor. Siempre se ha preguntadocómo pueden oír las mujeres, debajo delos pliegues amortiguadores de los velosy tocas que las cubren, pero Ana da laimpresión de que ha oído lo que él hadicho. Espera con paciencia, al menos;no interrumpe, hasta que lo hace al fin:así, dice, si el rey lo quiere y elcardenal lo quiere, él que era antes elprimer súbdito del reino, debo decirentonces, señor Cremuel, ¡que estátardando un tiempo asombrosamentelargo en llegar a pasar!

Su hermana añade desde el rincóncon voz casi inaudible: «Y ella no se

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está haciendo precisamente más jovenmientras tanto».

Ni una puntada han añadido lasmujeres a su labor desde que él haentrado en la habitación.

—¿Me permitís que siga? —pregunta, persuasivo—. ¿Os queda aúnun momento?

—Oh, sí —dice Ana—, pero sólo unmomento. En Cuaresma, raciono lapaciencia.

Él le dice que desdeñe a loscalumniadores que afirman que elcardenal puso obstáculos a su causa. Leexplica cuánto le apena al cardenal queel rey no pueda satisfacer los deseos de

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su corazón, que siempre son también lossuyos. Le dice que todos los súbditosdel rey depositan en ella sus esperanzasde un heredero para el trono; y que élestá convencido de que tienen razón alhacerlo. Le recuerda las muchas ygentiles cartas que ella ha escrito alcardenal en el pasado: todas las cualesguarda él en un archivo.

—Muy bien —dice ella cuando élcalla—. Muy bien, señor Cremuel. Perointentadlo de nuevo. Una cosa. Unasimple cosa le pedíamos al cardenal y élno la hacía. Una simple cosa.

—Sabéis que no era simple.—Tal vez yo sea una persona simple

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—dice Ana—. ¿Creéis que lo soy?—Podéis serlo. Apenas os conozco.Esa respuesta indigna a Ana. Él ve

que su hermana sonríe.—Podéis iros —dice Ana.Y María se levanta de un salto y le

sigue.

María tiene una vez más las mejillasruborosas, los labios entreabiertos. Hallevado consigo la costura, lo que a él leparece extraño, pero tal vez Ana lesaque las puntadas si la deja atrás.

—¿Sin aliento de nuevo, ladyCarey?

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—Pensamos que podría levantarse yabofetearos. ¿Vendréis de nuevo?Shelton y yo lo estamos deseando.

—Ella puede aguantarlo —dice él.Y María dice: ciertamente, a ella legusta una escaramuza con alguien de sunivel. ¿Qué es lo que estáis haciendoahí?, le pregunta. Y ella se lo enseña. Esel nuevo escudo de armas de Ana. Sepondrá en todas sus cosas, me imagino,dice él, a lo que ella responde con unaamplia sonrisa, oh, sí, en las enaguas, enlos pañuelos, en las cofias y en losvelos; tiene prendas que nadie ha usadojamás, para que se puedan bordar susarmas en todas ellas, sin mencionar las

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colgaduras de las paredes, lasservilletas…

—¿Y vos cómo estáis?Ella baja los ojos y aparta la mirada.—Cansada. Un poco desmadejada,

podríamos decir. Las Navidadesfueron…

—Se pelearon. Es lo que dicen.—Él se peleó primero con Catalina.

Luego vino aquí buscando compasión.Ana dijo: ¡qué! Os avisé de que nodebíais discutir con Catalina. Sabéis queperdéis siempre. Si no fuese rey —dicecon satisfacción—, se le podríacompadecer. Por la vida de perro que lehacen llevar.

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—Se rumorea que Ana…—Sí, pero no es cierto. Yo sería la

primera en saberlo. Si engordase uncentímetro, sería yo quien le ensanchasela ropa. Además, no puede, porque ellosno… No han…

—¿Os lo ha dicho ella?—Sí, claro… ¡Por despecho!María no le mira a los ojos aún.

Pero parece creer que le debeinformación.

—Cuando están a solas, ella lepermite desatarle el corpiño.

—Al menos no os pide a vos que lohagáis.

—Le baja la ropa y le besa los

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pechos.—Hombre hábil, si es capaz de

encontrarlos.María se ríe; una risa bulliciosa y

nada fraterna. Debe de ser audibledentro, porque al momento se abre lapuerta y aparece la muchachita que seocultaba. Su expresión es grave, sureserva, absoluta; tiene la piel tandelicada que es casi translúcida.

—Lady Carey, lady Ana os llama.Dice sus nombres como si estuviese

presentando a dos cucarachas.¡Por todos los santos!, exclama

María, y se gira sobre los talonesbatiendo la cola del vestido en retirada

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con la facilidad que da la larga práctica.Para sorpresa de él, la muchachita

pálida atrae su mirada; tras la espaldaen retirada de María Bolena, alza suspropios ojos al cielo.

Cuando sale caminando (ochoantecámaras ha de recorrer paraincorporarse al resto de su jornada)sabe que Ana ha dado un paso al frente,situándose donde él pueda verla, la luzde la mañana bañando la curva de lagarganta, ve el fino arco de la ceja, lasonrisa, el giro de su cabeza en el cuellolargo y esbelto. Ve su rapidez, su

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inteligencia y su rigor. No habíapensado que fuese a ayudar al cardenal,pero ¿qué se pierde por preguntar? Es laprimera propuesta que le he hecho,piensa. Probablemente no sea la última.

Ana le dedicó toda su atención endeterminado momento: aquella miradasuya sombría y penetrante. También elrey sabe mirar; ojos azules, de engañosasuavidad. ¿Es así como se miran entreellos? ¿O de otro modo? Por unsegundo, lo entiende. Luego, no. Sedetiene junto a una ventana. Unabandada de estorninos se posa entre lasnegras y prietas yemas de un árbol sinhojas. Luego, como negras yemas que se

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abriesen, despliegan las alas. Aletean ycantan, poniéndolo todo en movimiento,aire, alas, notas negras de música. Se dacuenta de que los está observando conplacer: ese algo casi extinto, cierto levegesto hacia el futuro, está listo para darla bienvenida a la primavera; de algúnmodo supletorio y desesperado, estádeseando que llegue la Pascua, quetermine el ayuno cuaresmal, el final dela penitencia. Hay un mundo más allá deeste mundo sombrío. El mundo de loposible, un mundo en el que Ana puedeser reina, es un mundo en el queCromwell puede ser Cromwell. Lo ve;luego ya no. El momento es fugaz. Pero

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no puede recuperar la intuición. Nopuedes volver al momento anterior.

En Cuaresma hay carniceros quevenden carne roja, si sabes dónde tienesque buscarla. En Austin Friars baja ahablar con el personal de cocina, y ledice al jefe:

—El cardenal está enfermo, estádispensado del ayuno.

El cocinero se quita el gorro.—¿Por el papa?—Por mí.Recorre con la mirada la hilera de

cuchillos colgados en los ganchos, las

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hachas de carnicero para partir huesos.Coge una, examina el filo, decide quenecesita que la afilen y dice:

—¿Creéis que parezco un asesino?Según vuestra sincera opinión.

Silencio. Al poco rato, Thurstondice:

—En este momento, señor, tendríaque decir…

—No, supongamos que voy caminode Gray's Inn…, ¿podéis imaginároslo?Con un legajo de papeles y un tintero…

—Supongo que eso lo llevaría unsirviente.

—Así que no podéis imaginarlo.Thurston vuelve a quitarse el gorro,

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le da la vuelta. Lo mira como sipudiesen estar en su interior sus propiossesos, o al menos alguna indicación delo que ha de decir a continuación.

—Yo creo que pareceríais unabogado. No un asesino, no. Pero si meperdonáis, señor, siempre parecéis unhombre que sabe despiezar una res.

Da orden en la cocina de quepreparen rollos de carne para elcardenal, con salvia y mejorana, atadosy colocados uno al lado de otro enbandejas, para que los cocineros deRichmond sólo tengan que ponerlos enel horno. Mostradme dónde dice en laBiblia que un hombre no debe comer

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rollos de carne en marzo.Piensa en lady Ana, en su apetito

insatisfecho de pelea. En las tristesdamas que la rodean. Envía a aquellasdamas unas cestas planas de pastelillos,hechos con miel y naranjas en conserva.A la propia Ana le envía un plato decrema de almendra. Está sazonada conagua de rosas y adornada con pétalos ycon violetas confitadas. Él está porencima de lo de llevarlo personalmentecabalgando por el campo, pero no muypor encima. No hace tantos años de lacocina de Frescobaldi de Florencia; oquizá los haga, pero su recuerdo esnítido y preciso. Estaba aclarando una

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gelatina de pie de ternera, charlando ensu mezcla de francés, toscano e inglés dePutney, cuando alguien gritó:«Tommaso, os llaman arriba». Susmovimientos fueron sosegados cuandohizo una seña a un marmitón, que lellevó un cuenco de agua. Se lavó lasmanos, se las secó con un paño de lino.Se quitó la bata y la colgó en un gancho.Que él sepa, aún debe de estar allí.

Vio a un muchacho (más joven queél) de rodillas fregando las escaleras.Cantaba mientras trabajaba:

Scaramella va alia la guerra

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Colla lancia et la rotellaLa zombero boro brorombetta,La boro borombo…

—Por favor, Giacomo —dijo.El muchacho se desplaza hacia la

curva de la pared para dejarle paso. Uncambio de la luz borró la expresión decuriosidad de su rostro, dejándolo enblanco, desvaneciendo su pasado en elpasado, limpiando el futuro. Scaramellava alla guerra… Pero yo ya he estadoen la guerra, pensó.

Había subido. En sus oídos elestruendo y el tartamudeo del tambor

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militar de la canción. Había subido y nohabía vuelto a bajar nunca más. En unrincón de la contaduría de Frescobaldi,le esperaba una mesa. Scaramella fa lagala, tarareó. Había ocupado su sitio,afilado una pluma. Sus pensamientosremolineaban, juramentos en toscano, eninglés de Putney, en castellano. Perocuando encomendaba sus pensamientosal papel, salían en latín, con una tersuraperfecta.

Antes incluso de que entre en lascocinas de Austin Friars, las mujeres dela casa saben que ha ido a ver a Ana.

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—Decidnos —pide Johane—. ¿Altao baja?

—Ni lo uno ni lo otro.—Me han dicho que es muy alta,

cetrina, ¿verdad?—Sí, cetrina.—Dicen que es gentil. Que baila

bien.—No bailamos.—Pero ¿qué os parece? —dice

Mercy—. ¿Amiga de los Evangelios?—No rezamos —dice él,

encogiéndose de hombros.—¿Cómo vestía? —pregunta su

sobrinita Alice.Ah, eso puedo decíroslo; da precios

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y procedencias, desde la toca aldobladillo, del talón a la punta del pie.En cuanto al peinado, Ana se atiene alestilo francés, la capucha redonda leensancha los delicados huesos de lacara. Lo dice y, aunque su tono es frío,mercantil, parece que por alguna razónlas mujeres no lo aprecian.

—¿No os gusta ella, verdad? —diceAlice, y él dice que no es cosa suyatener una opinión. Ni tampoco vuestra,Alice, dice abrazándola y haciéndolareír. La niña Jo dice: nuestro amo estáde buen humor. Ese ribete de piel deardilla, dice Mercy, y él dice: calabrés.Alice dice: oh, calabrés, y arruga la

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nariz; Johane comenta: he de decir,Thomas, que parece que os acercasteismucho a ella.

—¿Tiene buenos dientes? —pregunta Mercy.

—Por amor de Dios, mujer, cuandome los clave os lo haré saber.

Cuando el cardenal oyó que el duquede Norfolk iba a ir a Richmond adespedazarle a dentelladas, se rio ydijo: «Dios santo, Thomas, es hora deponerse en marcha».

Pero el cardenal necesita fondospara ir al norte. Se plantea el problema

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al consejo del rey, que se disuelve sinacuerdo. La disputa continúa en suaudiencia.

—Después de todo —dice CharlesBrandon—, no se puede permitir que unarzobispo tenga que ir de cualquiermanera a su entronización como unsirviente que ha robado los cubiertos.

—Ha hecho más que robar loscubiertos —dice Norfolk—. Se hatragado la comida que habría alimentadoa toda Inglaterra. Ha robado el mantel,santo cielo, y ha vaciado la bodega.

El rey puede ser esquivo. Un día,cuando él cree que tiene una cita paraverle, se encuentra con el secretario de

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Estado en vez del monarca.—Sentaos —dice Gardiner—.

Sentaos y escuchad. Tened pacienciaporque he de aclararos unos cuantosasuntos.

Él observa cómo divaga Stephen, eldemonio del mediodía. Es un individuode articulaciones flojas, de cuyasarrugas fluyen amenazas. Tiene lasmanos grandes y velludas, y unosnudillos que restallan cuando aprieta elpuño derecho en la palma izquierda.

Él toma nota de la amenazaimplícita, y del mensaje. Se detiene alllegar a la puerta y dice en voz baja:

—Vuestro primo os envía saludos.

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Gardiner le mira fijamente. Se leerizan las cejas como los pelos delcuello a los perros. Cree que Cromwellsupone…

—No el rey —le dice suavemente—. No Su Majestad. Me refiero aRichard Williams.

—¡Ese viejo cuento! —diceGardiner, consternado.

—Vamos —dice él—. No es unadesgracia ser bastardo real. O, al menos,eso pensamos en mi familia.

—¿En vuestra familia? ¿Acasosaben ellos lo que es el decoro? No meinteresa lo más mínimo ese joven. Noadmito ningún parentesco con él y no

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haré nada por él.—No tenéis por qué hacerlo,

ciertamente. Ahora se llama RichardCromwell. —Cuando ya se marcha, estavez de verdad, añade—: No dejéis queeso os quite el sueño, Stephen. Yo me hehecho cargo del asunto. Podéis estaremparentado con Richard, pero no estáisemparentado conmigo.

Sonríe. En el fondo, está fuera de sí,la cólera le inunda, es como si su sangrefuese tenue y estuviese llena de venenodiluido, como la sangre incolora de unaserpiente. En cuanto llega a casa, aAustin Friars, abraza a Rafe Sadler y lerevuelve el pelo, erizándoselo.

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—Guiadme, Cielos: ¿muchacho opuercoespín? Rafe, Richard, me sientocomo un penitente.

—Es la estación —dice Rafe.—Quiero conseguir una calma

perfecta —dice él—. Quiero ser capazde entrar en el gallinero sin que se leslevanten las plumas a las gallinas.Quiero parecerme menos a tío Norfolk ymás a Marlinspike.

Mantiene una conversación larga yreconfortante en galés con Richard, quese ríe de él porque se le esfuman de lamemoria las viejas palabras y siempreestá introduciendo frases en inglés, conuna entonación furtiva de la frontera. Da

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a sus sobrinitas los brazaletes de perlasy corales que les compró hace semanasy había olvidado. Baja a la cocina yhace sugerencias, todas animosas.

Reúne al servicio de la casa, a susempleados.

—Tenemos que planearlo —dice—,ver cómo puede estar más cómodo elcardenal en el viaje al norte. Quiere irdespacio, para que la gente puedaadmirarle. Necesita llegar aPeterborough para Semana Santa, yseguir desde allí por etapas hastaSouthwell, donde organizará la etapasiguiente hasta York. El palacio delarzobispo en Southwell tiene buenas

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habitaciones, pero de todos modos talvez tengamos que conseguir albañilesen…

George Cavendish le ha contado queel cardenal se pasa el tiempo rezando.Ha buscado la compañía de algunosmonjes de Richmond. Ellos le explicandetalladamente el valor de las espinasen la carne y la sal en la herida, losméritos del régimen de pan y agua y loslúgubres placeres de la flagelación.«Oh, eso lo confirma —dice enojado—.Tenemos que ponerle en marcha. Estarámejor en Yorkshire.»

Le dice a Norfolk: «Bueno, Milord,¿cómo lo haremos? ¿Queréis que se

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vaya o no? ¿Sí? Entonces venid conmigoa ver al rey».

Norfolk gruñe. Se envían mensajes.Uno o dos días después, se encuentranen una antecámara. Esperan. El duquepasea. «¡Por san Judas! —exclama—.¿No podemos respirar un poco de airefresco? ¿O los abogados no lonecesitan?»

Pasean por los jardines. O pasea él,el duque patea el suelo.

—¿Cuándo salen las flores? —pregunta el duque—. Cuando yo eramuchacho, nunca teníamos flores. FueBuckingham, ¿sabéis?, quien trajo todoeso del jardín. ¡Santo cielo, era

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fantástico!Al duque de Buckingham, notable

jardinero, lo decapitaron por traición.Eso fue en 1521: menos de diez añosantes. Resulta triste mencionarlo ahora,en presencia de la primavera, que cantaen cada arbusto, en cada rama.

Llega al fin la convocatoria. Cuandose dirigen a la entrevista, el duque separa de pronto y se muestra reacio.Revuelve la mirada y se le dilatan lasnarices, se le acelera la respiración.Cuando le pone una mano en el hombro,se ve obligado a aminorar el paso y searrastran ambos (él luchando contra elimpulso de zafarse de aquella mano)

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como veteranos de guerra en un desfilede mendigos. Scaramella va allaguerra. A Norfolk le tiembla la mano.

Pero sólo al pasar a presencia delrey comprende él plenamente cómo lecrispa los nervios al viejo duque estaren la misma habitación que EnriqueTudor. Su áurea efervescencia le haceencogerse. Enrique los recibecordialmente. Dice que el día esmaravilloso, y el mundo bastantemaravilloso también. Da vueltas por lahabitación con los brazos abiertosrecitando unos versos compuestos por élmismo. Hablará de cualquier cosamenos del cardenal. A Norfolk,

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frustrado, se le pone la cara de un rojointenso y empieza a refunfuñar.Despedidos, retroceden. Enrique dice:

—Oh, Cromwell…El duque y él se miran. «Por la santa

misa…», masculla el duque.Marchaos, Milord Norfolk, os veré

más tarde, le indica él, con una mano ala espalda.

El rey espera, con los brazoscruzados y la mirada fija en el suelo. Nodice nada hasta que él, Cromwell, seacerca.

—¿Mil libras? —susurra Enrique.Él está a punto de decir: eso será la

primera parte de las diez mil que debéis

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al cardenal de York hace una década,que yo sepa.

No lo dice, por supuesto. En talesocasiones, Enrique espera que seinclinen de rodillas ante él: duque,conde, plebeyo, ágil o torpe, viejo ojoven. Él lo hace. El tejido cicatrizal leda tirones. Pocos a los cuarenta nollevamos heridas.

Podéis levantaros, le indica el reycon una seña. Y añade, con curiosidad:

—El duque de Norfolk os da muchasmuestras de amistad y favor.

Se refiere a la mano en el hombro: laminúscula e inesperada vibración de lapalma ducal en el músculo y los huesos

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plebeyos.—El duque procura respetar

cuidadosamente todas las diferencias derango. —Enrique parece aliviado.

Un pensamiento inoportuno sedesliza entonces en su mente: ¿y si vos,Enrique Tudor, enfermarais y cayeseis amis pies? ¿Me estaría permitidolevantaros, o debería llamar a un condepara que lo hiciese? ¿O a un obispo?

Enrique se aleja. Se vuelve depronto y dice, en voz baja:

—Todos los días echo de menos alcardenal de York. —Hace una pausa.Susurra—: Aceptad el dinero connuestra bendición. No se lo digáis al

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duque. No se lo digáis a nadie. Pedid avuestro señor que rece por mí. Decidleque es todo lo que puedo hacer.

El agradecimiento de él, todavía derodillas, es amplio y elocuente. Enriquele mira sombríamente y dice: Diossanto, señor Cromwell. Sabéis hablar,¿verdad?

Él sale con expresión serena,luchando con el impulso de sonreír deoreja a oreja. Scaramella fa la gala…«Todos los días echo de menos alcardenal de York.» ¿Qué, qué, qué hadicho?, pregunta Norfolk. Oh, nada, diceél. Sólo unas palabras especialmenteduras que quiere que le transmita al

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cardenal.

El itinerario está trazado. Losefectos del cardenal se cargan enbarcazas costeras, para llevarlos a Hull,e ir por tierra desde allí. Él mismo haconseguido personalmente una rebaja enel precio de las barcazas, hastareducirlo a una cantidad razonable.

¿Sabes?, le dice a Richard, millibras no es mucho cuando hay quetrasladar a un cardenal.

—¿Cuánto dinero vuestro habéisaportado a esta empresa? —preguntaRichard.

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Algunas deudas no deberíancontabilizarse nunca, dice él.

—Yo personalmente sé lo que medeben, pero por Dios que sé muy bien loque debo yo.

A Cavendish le dice: «¿Cuántossirvientes lleva?».

—Sólo ciento sesenta.—Sólo —asiente—. Bien.Hendon. Royston. Huntingdon.

Peterborough. Ha ordenado que vayandelante hombres a caballo, coninstrucciones precisas.

La última noche, Wolsey le da un

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paquete. Contiene un objeto pequeño yduro, un sello o un anillo. «Abridlocuando me haya ido.»

Entra y sale gente del aposentoprivado del cardenal, con baúles ylegajos. Cavendish vaga por allí con unacustodia de plata.

—¿Vendréis al norte? —dice elcardenal.

—Iré a buscaros en cuanto el rey osllame de nuevo.

Cree y no cree que sucederá esto.El cardenal se levanta. Hay una

presión en el aire. Él, Cromwell, searrodilla para recibir la bendición. Elcardenal tiende la mano para que se la

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bese. No lleva en ella el anillo deturquesa. A él no se le escapa el hecho.El cardenal le apoya la mano abierta enel hombro un momento, con el pulgar enel hueco de la clavícula.

Es hora de que se vaya. Se han dichotanto entre ellos que es innecesarioañadir un comentario marginal. No lecorresponde a él ahora glosar el texto desus acuerdos, ni añadir una moraleja. Noes la ocasión del abrazo. Si el cardenalno tiene más elocuencia que ofrecer, él,desde luego, no tiene ninguna. Antes dellegar a la puerta de la habitación, elcardenal se vuelve hacia la chimenea.Empuja su silla hacia el fuego y alza una

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mano para protegerse la cara, pero sumano no está entre él y el fuego, estáentre él y la puerta que se cierra.

Se dirige hacia el patio. Vacila; enun hueco ennegrecido por el humo dondela luz se ha extinguido, se apoya en lapared. Está llorando. Que no paseGeorge Cavendish y me vea, se dice, ylo escriba y lo convierta en una obra deteatro.

Maldice en voz baja y en variosidiomas: contra la vida, contra sí mismopor ceder a sus exigencias. Pasancriados, diciendo: «¡Ha llegado ya elcaballo del señor Cromwell! ¡La escoltadel señor Cromwell está a la puerta!».

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Espera hasta que recupera el control, ysale, desembolsando monedas.

¿Tenemos que borrar el escudo dearmas del cardenal?, le preguntan lossirvientes cuando llega a casa. No, porDios, dice él. Todo lo contario,repintadlo. Retrocede para mirar. «Lascornejas podrían destacar más. Ynecesitamos un rojo mejor para elcapelo.»

Apenas duerme. Sueña con Liz. Sepregunta si ella le conocería, sireconocería al hombre que él jura quepronto será: inflexible, bondadoso, unguardián de la paz del rey.

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Hacia el amanecer, se adormila.Despierta pensando: en este momento, elcardenal estará montando en su caballo.¿Por qué no estoy con él? Es el 5 deabril. Johane se encuentra con él en lasescaleras; le besa la mejilla, castamente.

—¿Por qué nos pone Dios a prueba?—musita ella.

—No creo que la superemos —susurra él.

¿No debería ir personalmente aSouthwell?, pregunta. Iré yo por vos,dice Rafe. El le da una lista. Haced quebarran bien todo el palacio delarzobispo. Milord llevará su propiacama. Conseguid personal para la

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cocina en el King's Arms. Comprobadcómo estabulan a los animales.Conseguid músicos. La última vez quepasé por allí vi que había unas pocilgasadosadas al muro del palacio. Buscad alpropietario, pagadle, y derribadlas. Novayáis a beber a la Crown. La cervezaes peor que la de mi padre.

—Señor…, es hora de dejar alcardenal —dice Richard.

—Es una retirada táctica, no unaderrota.

Creen que se ha marchado, pero noha hecho más que entrar en un cuartointerior. Se oculta entre los archivos.Oye que Richard dice: «Se deja guiar

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por el corazón».—Es un corazón experto.—Pero ¿puede un general organizar

la retirada cuando no sabe dónde está elenemigo? Es evidente que el rey tienedos caras en este asunto.

—Podría retirarse uno directamenteen sus brazos.

—¡Santo cielo! ¿Creéis que tambiénnuestro señor tiene dos caras?

—Tiene tres por lo menos —diceRafe—. Mirad, a él no le beneficiabaabandonar al anciano… Sóloconseguiría con eso que le llamasendesertor. Tal vez haya algo que ganarmanteniéndose fiel. Para todos nosotros.

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—Pues marchaos, entonces,porquero. ¿A quién más que a él se leocurriría pensar en las pocilgas? AThomas Moro, por ejemplo, jamás.

—O exhortaría al porquero, buenhombre, se acerca la Pascua…

—… ¿estáis preparado para recibirla santa comunión? —Rafe se ríe—. Porcierto, Richard, ¿lo estáis vos?

—Puedo tomar un pedazo de pancualquier día de la semana —diceRichard.

En Semana Santa llegan informes dePeterborough: nadie recuerda que se

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haya congregado nunca tanta gente comola que ha acudido a ver a Wolsey en esaciudad. Cuando el cardenal continúahacia el norte, él le sigue en el mapa querecuerda de esas islas. Stamford,Grantham, Newark; la corte itinerantellega a Southwell el 28 de abril. Él,Cromwell, escribe para tranquilizarle,escribe para prevenirle. Teme que losBolena o Norfolk o ambos hayan dadocon algún medio de introducir un espíaen su comitiva.

El embajador Chapuys, al salirprecipitadamente de una audiencia conel rey, le ha tocado en la manga, le hallevado aparte. «Monsieur Cremuel,

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pensaba visitaros. Somos vecinos,¿sabéis?»

—Seríais bienvenido.—Pero me han informado de que

ahora estáis a menudo con el rey, lo cuales grato, ¿no? Recibo noticias devuestro viejo señor todas las semanas.Se interesa mucho por la salud de lareina. Pregunta si conserva el buenánimo, y le ruega que considere quepronto se verá restaurada en el seno delrey. Y en la cama. —Chapuys se ríe; ledivierte—. La concubina no le ayudará.Sabemos que lo habéis intentado sinresultado. Así que ahora él recurre a lareina de nuevo.

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—¿Y qué dice la reina? —se veforzado a preguntar.

—Dice: espero que Dios en sumisericordia considere posible perdonaral cardenal, porque yo nunca podréhacerlo.

Chapuys espera. Él guarda silencio.—Creo —continúa el embajador—

que sabéis muy bien el desastrosoconflicto que se produciría si seconcediese ese divorcio o, digamos, sise forzase de algún modo a Su Santidada otorgarlo. El emperador, en defensa desu tía, puede hacer la guerra a Inglaterra.Vuestros amigos mercaderes perderán sumedio de sustento y muchos perderán la

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vida. Vuestro rey Tudor puede caer y lavieja nobleza camparía por sus respetos.

—¿Por qué me decís esto?—Se lo digo a todos los ingleses.—¿Vais de puerta en puerta?Se pretende que transmita este

mensaje al cardenal: que su crédito conel emperador se ha agotado. ¿Qué haráeso sino conducirle a apelar al reyfrancés? De un modo u otro, la traiciónacecha.

Él imagina al cardenal en Southwellentre los canónigos, en su asiento de lacasa capitular, presidiendo bajo el altotecho abovedado, como un príncipe asus anchas en algún claro del bosque,

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con una guirnalda de tallas de flores yhojas. Son tan flexibles que es como silas columnas, las nervaduras, hubiesenadquirido movimiento, como si la piedrahubiese estallado en vida floreciente;los capiteles están adornados con bayas,los remates son vástagos retorcidos, seenredan rosas en los fustes, florecen enun tallo semillas y flores; en el follajeatisban rostros, rostros de perros,liebres, cabras. Y también rostroshumanos, que parecen tan vivos que talvez puedan cambiar de expresión, quizámiren abajo, atónitos, la corpulentaforma purpúrea de su patrón. Y tal vezlos hombres de piedra silben y canten en

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el silencio de la noche, cuando loscanónigos duermen.

Él había aprendido en Italia unmétodo para recordar basado enimágenes. Algunas se componen debosques y campos, de setos y arboledas:tímidos animales ocultos, ojos quebrillan en la espesura. Algunos sonzorros y ciervos, otros son grifos,dragones; algunos son hombres ymujeres: monjas, soldados, doctores dela Iglesia. Coloca en sus manos objetosinverosímiles, santa Úrsula, unaballesta; san Jerónimo, una guadaña,mientras que Platón lleva un cucharón yAquiles una docena de ciruelas

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damascenas en un cuenco de madera. Esinútil pretender recordar con la ayuda deobjetos corrientes, de rostros familiares.Se necesitan yuxtaposicionessorprendentes, imágenes un tantopeculiares, ridículas, incluso indecentes.Cuando has hecho las imágenes, lassitúas por el mundo en losemplazamientos que eliges, cada unocon su lote de palabras, de figuras, queacudirán cuando las llames. EnGreenwich, un gato afeitado puedemearte desde detrás de un aparador; enel palacio de Westminster, una culebrapuede mirar de reojo desde una viga deltecho y silbar tu nombre.

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Algunas de esas imágenes son planasy puedes caminar sobre ellas. Otrasestán cubiertas de piel y caminan poruna habitación, pero pueden ser hombrescon la cabeza vuelta o con rabospeludos como los leopardos de losescudos de armas. Algunos te miranceñudos como Norfolk, o boquiabiertosy desconcertados como Milord Suffolk.Algunos hablan, otros graznan. Él losconserva en un estricto orden en lagalería del ojo de su mente.

Tal vez sea porque estáacostumbrado a componer esasimágenes por lo que su mente estépoblada por el reparto de mil obras de

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teatro, de diez mil entremeses. A estapráctica se debe que tienda a vislumbrara su difunta esposa atisbando en unaescalera, su rostro blanco alzado, odoblando rápidamente una esquina deAustin Friars, o de la casa de Stepney.La imagen empieza a fundirse ahora conla de su hermana Johane, y todo lo quepertenecía a Liz empieza a pertenecerlea ella: la semisonrisa, la miradainquisitiva, su forma de desnudarse.Hasta que él dice basta y la borra de sumente.

Rafe cabalga hacia el norte conmensajes para Wolsey, demasiadosecretos para ponerlos por escrito. Iría

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él mismo, pero, aunque el Parlamentosiga aplazando sus sesiones, no puedeirse, porque teme lo que podría decirsesobre Wolsey si no estuviese allí él paradefenderle; y el rey podría llamarle conurgencia, o lady Ana. «Y aunque noestoy con vos en persona —escribe—,estad seguro de que estoy, y estaré todala vida, con Su Eminencia en el corazón,en espíritu, en la oración y elservicio…»

El cardenal contesta: él es «mipropio grato, fiel y seguro refugio enesta calamidad mía». Él es «mi muyestimado Cromwell».

Escribe para pedir codornices.

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Escribe para pedir semillas de flores.—¿Semillas? —pregunta Johane—.

¿Piensa echar raíces?

El crepúsculo encuentra melancólicoal rey. Otro día de retrocesos en sucampaña para ser de nuevo un hombrecasado; niega, por supuesto, que estécasado con la reina.

—Cromwell —dice—, necesitohallar el medio de adquirir la titularidadde esos… —Mira de reojo,resistiéndose a decir a qué se refiere—.Comprendo que hay dificultades legales.No pretendo entenderlas. Y antes de que

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empecéis, no quiero que se meexpliquen.

El cardenal ha dotado a su colegiode Oxford, y también a la escuela deIpswich, con tierras que producirán unasrentas a perpetuidad. Enrique quiere suvajilla de plata y oro, sus bibliotecas,sus rentas anuales y la tierra queproduce esas rentas. Y no comprendepor qué no debería tener lo que quiere.Se han destinado a esas fundaciones lasriquezas de veintinueve monasterios, losmonasterios clausurados con permisodel papa, a condición de que sus bienesreviertan a los colegios. Pero ¿sabéisque empiezan a preocuparme muy poco

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el papa y sus permisos?, dice Enrique.Es el principio del verano. Los

atardeceres son largos y la hierba y elaire, fragantes. Se diría que un hombrecomo Enrique, en una noche como ésta,podría ir a cualquier lecho que leapeteciese. La corte está llena demujeres deseosas. Pero, después de estaentrevista, paseará con lady Ana por eljardín, la mano de ella apoyada en subrazo, conversando, absorto; luego seirá a su lecho vacío, y ella, se supone, alsuyo.

Cuando el rey le pregunta qué sabedel cardenal, él le dice que el cardenalañora la luz del semblante de Su

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Majestad; que se han iniciado lospreparativos para su entronización enYork.

—Entonces, ¿por qué no se va aYork? Me parece que lo estádemorando. —Enrique le mira, furioso—. Diré algo en vuestro favor. Sois fiela vuestro señor.

—Sólo he recibido amabilidad delcardenal. ¿Por qué no iba a serlo?

—Y no tenéis ningún otro señor —dice el rey—. Milord Suffolk mepregunta de dónde ha salido ese hombre.Le digo que hay Cromwells enLeicestershire, en Northamptonshire:hacendados o que lo fueron en tiempos.

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Supongo que pertenecéis a alguna ramadesdichada de esa familia.

—No.—Tal vez no conozcáis a vuestros

antepasados. Pediré a los heraldos queinvestiguen.

—Su Majestad es muy bondadoso.Pero tendrán escaso éxito.

El rey se exaspera. No consiguesacar partido de la oferta: unagenealogía, aunque modesta.

—Milord, el cardenal me contó quesois huérfano, me dijo que os educasteisen un monasterio.

—Ah. Ése era uno de suscuentecillos.

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—¿Me contaba cuentecillos? —Varias expresiones se suceden en elrostro del rey: enojo, diversión, deseode evocar tiempos pasados—. Supongoque sí. Me contó que menospreciabais alos consagrados a la vida religiosa. Poreso supuso que seríais diligente en latarea que os encomendaba.

—No fue ésa la razón. —Alza lamirada—. ¿Puedo hablar?

—¡Oh, por amor de Dios! —exclama Enrique—. Me gustaría quealguien lo hiciera.

Él se sobresalta. Luego comprende.Enrique desea conversar, sobrecualquier tema. Uno que no tenga nada

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que ver con el amor, la caza o la guerra.Ahora que ya no está Wolsey, no haymuchas posibilidades para eso; a menosque quieras hablar con algún tipo desacerdote. Y si haces llamar a unsacerdote, ¿qué será lo que vuelva? Elamor, Ana, lo que deseas y no puedestener.

—Si me preguntáis por los monjes,hablo por experiencia, no por prejuicio.Y, aunque no me cabe duda de quealgunas fundaciones están bien regidas,mi experiencia me dice que son másfrecuentes el derroche y la corrupción.¿Puedo sugerir a Su Majestad que sidesea ver un desfile de los siete pecados

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capitales, no organice un baile demáscaras en la corte, sino una visita sinprevio aviso a un monasterio? He vistomonjes que viven como grandes señoresde las ofrendas de los pobres, queprefieren comprar una bendición acomprar pan, y ese comportamiento noes cristiano. Tampoco acepto que losmonasterios sean las sedes de culturaque creen algunos. ¿Fue Groeyn unmonje, o Colet o Linacre, o cualquierade nuestros grandes eruditos? Eranuniversitarios. Los monjes toman niños ylos emplean de sirvientes, ni siquiera lesenseñan latín macarrónico. No les niegoel derecho a algunas comodidades

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corporales. No siempre puede serCuaresma. Lo que no soporto es lahipocresía, el engaño, la ociosidad, susviejas reliquias, su culto trillado y sufalta de inventiva. ¿Cuándo ha salidoúltimamente algo bueno de unmonasterio? No inventan, sólo repiten, ylo que repiten es corrupto. Durantesiglos, los monjes han acaparado lapluma, y lo que han escrito es lo queconsideramos nuestra Historia, pero yono creo que lo sea, en realidad. Creoque han suprimido la Historia que no lesgusta y han escrito una favorable aRoma.

Parece que Enrique mirara a través

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de él la pared que hay a su espalda. Élespera.

—¿Madrigueras, entonces? —pregunta Enrique.

Él sonríe.—Nuestra Historia… —dice

Enrique—. Como sabéis, estoyrecogiendo datos. Manuscritos,opiniones. Comparaciones con laorganización de los asuntos en otrospaíses. Tal vez deberíais consultar conesos gentilhombres ilustrados. Encauzarun poco sus esfuerzos. Hablad con eldoctor Cranmer… Os dirá lo que hacefalta. Yo podría hacer buen uso deldinero que va anualmente a Roma. El

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rey Francisco es muchísimo más ricoque yo. No tengo ni una décima parte delos súbditos que tiene él. Les pone losimpuestos que quiere. Yo, en cambio,tengo que convocar al Parlamento. Si nolo hago, hay disturbios. —Añade conamargura—: Y si lo hago, también.

—Vos no toméis lecciones del reyFrancisco —dice él—. Le gustademasiado la guerra y demasiado pocoel comercio.

Enrique esboza una leve sonrisa.—Vos no lo creéis, pero yo

considero que es la misión de un rey.—Cuando el comercio va bien, se

pueden subir los impuestos. Y si hay

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oposición a los impuestos, puede haberotros medios.

Enrique asiente.—Muy bien. Empezad con los

colegios. Hablad con mis abogados.Harry Norris le acompaña a la

salida de los aposentos privados delrey. Sin sonreír ni un momento, más bienadusto, dice:

—Yo no sería su recaudador deimpuestos.

¿Pasaré los momentos más notablesde mi vida bajo la vigilancia de HenryNorris?, piensa él.

—Él mató a los mejores hombres desu padre. Empson, Dudley. ¿No

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consiguió el cardenal una de sus casas?Sale una araña corriendo de debajo

de un taburete, presentándole un hecho.—La casa de Empson de Fleet

Street. Otorgada el 9 de octubre, elprimer año de este reinado.

—Este reinado glorioso —diceNorris, como si aportara una corrección.

Gregory tiene quince años cuandoempieza el verano. Sabe montar acaballo espléndidamente, y los informesde su destreza con la espada son buenos.En cuanto al griego…, bueno, su griegosigue igual.

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Pero tiene un problema.—En Cambridge se ríen de mis

lebreles.—¿Por qué?Son dos perros negros parejos.

Tienen cuellos curvos y musculosos ylas patas finas. Mantienen los ojosbajos, dulces y recatados, hasta que venla presa.

—Dicen: ¿por qué tienes perros queno se ven de noche? Sólo los felonestienen perros así. Dicen que cazo en losbosques violando la ley. Dicen que cazotejones, como los patanes.

—¿Qué quieres? —pregunta él—.¿Unos blancos, o que tengan manchas de

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colores?—Ambos serían buenos.—Me haré cargo de tus perros

negros.No es que tenga tiempo para salir de

caza, pero ya los usarán Richard o Rafe.—Pero ¿y si la gente se ríe?—Vamos, Gregory —dice Johane—.

Te aseguro que nadie se atreverá areírse.

Cuando llueve demasiado para salirde caza, Gregory se concentra en lalectura de La leyenda dorada; le gustanlas vidas de los santos.

—Algunas cosas son ciertas y otrasno —dice. Lee Le morte d'Arthur, y,

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como es la nueva edición, se agrupantodos a su alrededor para ver lacubierta, mirando por encima de suhombro: «Aquí comienza el libroprimero del más noble y digno prínciperey Arturo, en tiempos del rey de laGran Bretaña…». En el primer plano dela ilustración se abrazan dos parejas.Sobre un caballo que trota muy alzadode patas hay un hombre con un sombrerode tubos enroscados como serpientesgruesas. Señor, ¿llevabais un sombrerocomo ése cuando erais joven?, preguntaAlice; y él dice que tenía uno de uncolor diferente para cada día de lasemana, pero más grandes.

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Una mujer monta a la grupa detrásdel hombre.

—¿Creéis que representa a ladyAna? —pregunta Gregory—. Dicen queal rey no le gusta separarse de ella, asíque la sube detrás como si fuese lamujer de un campesino.

La mujer tiene los ojos grandes yparece mareada de las sacudidas; podríamuy bien ser Ana. Hay un castillopequeño, poco más alto que un hombre,con un tablón a modo de puentelevadizo. Los pájaros, que sobrevuelanla escena en círculos, parecen dagasvoladoras.

—Nuestro rey se considera

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descendiente de ese Arturo —diceGregory—. No murió, en realidad, sinoque esperó en el bosque el momentooportuno, o tal vez en un lago. Tienevarios siglos. Merlín es un mago. Vienedespués, ya veréis. Hay veintiúncapítulos. Pienso leerlos todos si siguelloviendo. Algunas historias son ciertasy otras no, pero todas son buenashistorias.

Cuando el rey le llama la próximavez a la corte, quiere que se envíe unmensaje a Wolsey. Un mercader bretóncuyo navío había sido requisado por los

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ingleses ocho años antes, declara que noha recibido la indemnización prometida.Nadie encuentra el documento. Fue elcardenal quien llevó el caso. ¿Lorecordará?

—Estoy seguro de que sí —dice él—. Debe de ser el navío que llevabaperlas en polvo de lastre y la bodegallena de cuernos de unicornio…

¡Dios nos asista!, dice CharlesBrandon; pero el rey se ríe y dice: «Seráése».

—Si las sumas son dudosas, o todoel caso lo es, en realidad, ¿puedoocuparme yo?

El rey vacila.

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—No estoy seguro de que tengáislocus standi en el asunto.

En ese momento, Brandon le da deimproviso su apoyo. «Harry, dejadle.Cuando este hombre haya terminado, elbretón os pagará.»

Los duques giran en sus esferas.Cuando conferencian, no es por elplacer de la mutua asociación; lescomplace verse rodeados de sus propiascortes, de individuos que les reflejan yson obsequiosos con ellos. Por gusto,tanto pueden encontrarse con unencargado de las perreras como con otroduque; así pasa él una hora amistosa conBrandon, examinando los perros del rey.

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Aún no ha llegado la temporada de lacaza del ciervo, así que los perros de lajauría están en las perreras bienalimentados. Su ladrido musical seeleva en el aire vespertino, y los perrosrastreadores, silenciosos como les hanenseñado a ser, se alzan sobre las patastraseras y vigilan babeantes la llegadade la cena. Los niños de las perrerasllevan cestos con pan y huesos, cubos demenudillos y cuencos con un guiso desangre de cerdo. Charles Brandon inhalacomplacido como una viuda en unarosaleda.

Un cazador llama a una perra blancacon manchas de color canela, Barbada,

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de cuatro años. Se monta en ella ahorcajadas y le echa la cabeza haciaatrás para mostrar sus ojos, nubladospor una telilla fina. Le contraría muchotener que matarla, pero duda de que seade alguna utilidad en esta temporada. Él,Cromwell, sujeta la mandíbula de laperra con la mano.

—Podéis quitarle la membrana conuna aguja curva. He visto que lo hacen.Hace falta mano firme y rapidez. A ellano le gustará, pero tampoco le gustaráquedarse ciega. —Le acaricia lascostillas, apreciando el medroso latidode su pequeño corazón animal—. Tieneque ser una aguja muy fina. Y de este

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tamaño. —Se lo indica con el pulgar yel índice—. Dejadme hablar con vuestroherrero.

Suffolk le mira de soslayo.—Sois un hombre de gran utilidad.Se alejan.—Veréis. El problema es mi esposa

—dice el duque. Él espera—. Siemprehe querido que Enrique tenga lo quedesea; siempre le he sido leal. Inclusocuando hablaba de cortarme la cabezapor haberme casado con su hermana.Pero, ahora, ¿qué voy a hacer? Catalinaes la reina. ¿No? Mi mujer siempre hasido amiga de ella. Ha empezado ahablar de, no sé, a decir que daría la

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vida por la reina, cosas así. Y el que lasobrina de Norfolk tenga preferenciasobre mi mujer, que fue reina deFrancia, no lo soportamos.¿Comprendéis?

Él asiente. Comprendo. «Además —continúa el duque—, me han dicho queWyatt vuelve de Calais.»

—Sí, ¿y?—Me pregunto si debería

contárselo. A Enrique, quiero decir.Pobre diablo.

—Dejadle en paz, Milord —dice él.El duque se sume en lo que, en otrohombre, se llamaría pensamientosilencioso.

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Verano: el rey está cazando. Si él lenecesita, tiene que seguirle. Y si el reyenvía a alguien a buscarle, él acude.Enrique visita en su itinerario de veranoa sus amigos de Wiltshire, de Sussex, deKent, o se instala en sus propiasresidencias, o en las que le ha quitado alcardenal. A veces, ahora incluso, lareina cabalga con su pequeña y reciafigura armada con un arco, cuando el reycaza en uno de sus grandes parques o enel parque de algún señor, dondeconducen los ciervos hacia los arqueros.Lady Ana también cabalga (en distintasocasiones) y disfruta de la búsqueda.

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Pero hay una estación para dejar a lasdamas en casa, y cabalgar por el bosquecon los rastreadores y los perros; paralevantarse antes del amanecer, cuando laluz está nublada como una perla; paraconsultar con el cazador y luego levantarel ciervo elegido. No sabes dónde nicuándo terminará la cacería.

Harry Norris le dice, riéndose:pronto llegará vuestro turno, señorCromwell, si él continúa favoreciéndooscomo lo hace. Un pequeño consejo:cuando se inicie el día y salgáis acabalgar, elegid una zanja. Grabadla envuestra mente. Cuando él haya agotadotres buenos caballos, cuando suene el

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cuerno para otra persecución, soñaréiscon esa zanja y os imaginaréis tumbadoen ella: hojas secas y agua fresca de esazanja será todo lo que deseéis.

Él mira a Norris: su encantadormenosprecio de sí mismo. Estabais enPutney con mi cardenal cuando cayó derodillas en el barro, piensa. ¿Contasteisesas cosas en la corte, al mundo, a losestudiantes de Gray's Inn? Porque si novos, ¿entonces quién?

En el bosque podéis encontrarosperdido, sin compañeros. Podéis llegara un río que no figura en ningún mapa.Podéis perder de vista a la presa, yolvidar por qué estáis allí. Podéis

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encontraros con un enano, o con elCristo viviente, o con un antiguoenemigo, o con uno nuevo, uno que noconocéis hasta que veis aparecer surostro entre las hojas crujientes y veis elbrillo de su daga. Podéis encontraroscon una mujer dormida en una enramada.Por un instante, antes de que no lareconozcáis, creeréis que es alguien queconocéis.

En Austin Friars hay pocasposibilidades de estar solo o únicamentecon una persona. Cada letra del alfabetote observa. En la contaduría está el

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joven Thomas Avery, a quien preparaspara que se haga cargo de tus finanzasprivadas. A medio camino entre lasletras llega Marlinspike, caminando porel jardín con sus dorados ojosobservadores. Hacia el final delalfabeto llega Thomas Wriothesley, quese pronuncia Risley. Es un joveninteligente, de unos veinticinco años ybien relacionado, hijo del heraldo deYork, sobrino del jefe de los heraldos.Trabajó en casa de Wolsey bajo sudirección, luego se lo llevó Gardiner,como secretario jefe, a trabajar para él.Ahora está unas veces en la corte, otrasen Austin Friars. Es el espía de Stephen,

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dicen los muchachos, Richard y Rafe.El señor Wriothesley es alto, de

cabello rubio rojizo, pero nadapropenso (como otros individuos de pielclara, como el rey, por ejemplo) asonrojarse cuando está contento o a lasmanchas rojizas cuando se enfada. Élestá siempre pálido y frío, conservasiempre su gallardía, siempre estásereno. En Trinity Hall era un gran actoren las obras de los estudiantes, y es untanto afectado, siempre pendiente de símismo y de su apariencia. Richard yRafe le imitan a sus espaldas, y dicen:«Me llamo Wri-oth-es-ley, pero quieroahorraros el esfuerzo, podéis llamarme

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Risley». Dicen que sólo complica suapellido de ese modo para venir aquí yfirmar cosas y gastar nuestra tinta. Yaconocéis a Gardiner, dicen, esdemasiado irascible para emplearapellidos largos, y le llama simplemente«vos». Les encanta esta broma y por untiempo, cada vez que aparece el señorW, ellos gritan: «¡Es vos!».

Sed compasivos con el señorWriothesley, dice él. Los hombres deCambridge merecen nuestro respeto.

Le gustaría preguntar a Richard, aRafe, al señor Wriothesley LlamadmeRisley: ¿parezco un asesino? Hay unmuchacho que dice que lo parezco.

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Este año no ha habido peste estival.Los londinenses dan las gracias derodillas. La víspera de san Juan ardenlas hogueras toda la noche. Al amanecerllegan azucenas de los campos. Lasjóvenes de la ciudad las trenzan condedos temblorosos en guirnaldasmarchitas que se colocan en las entradasy en las puertas de la ciudad.

Él piensa en aquella niña como unaflor blanca. La que acompañaba a ladyAna y que se asomó a la puerta. Habríasido fácil averiguar su nombre, pero nolo hizo, porque estaba ocupadointentando descubrir los secretos deMaría. La próxima vez que la vea…

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Pero de qué vale pensar eso.Pertenecerá a una familia noble. Habíapensado escribir a Gregory y decirle: hevisto a una muchacha muy dulce. Meenteraré de quién es y si consigo guiar ami familia con habilidad en lospróximos años, tal vez puedas casartecon ella.

No lo ha escrito. En su precariasituación actual, sería más o menos tanútil como las cartas que solía escribirleGregory. Querido padre: espero que osencontréis bien. Espero que vuestroperro se encuentre bien. Y, bueno, nadamás, porque no tengo tiempo.

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Él Lord Canciller dice: «Venid averme y hablaremos de los colegios deWolsey. Estoy seguro de que el rey haráalgo por los pobres profesores. Venid.Venid y veréis mis rosas antes de que elcalor las marchite. Venid y veréis minueva alfombra».

Es un día apacible y gris; cuandollega a Chelsea, ve la barca delsecretario de Estado amarrada. Labandera de los Tudor cuelga lánguida enel aire bochornoso. Pasada la entrada, lacasa de ladrillo rojo, de nuevaconstrucción, muestra su alegre fachadaque da al río. Camina hacia ella entrelas moreras. Stephen Gardiner espera en

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el pórtico, bajo la madreselva. Losjardines de Chelsea están llenos depequeños animales domésticos. Cuandoél se acerca y su anfitrión le saluda, veque el Canciller de Inglaterra tiene enbrazos un orejudo conejo de níveopelaje; cuelga pacíficamente de susmanos como unos mitones de armiño.

—¿No nos acompaña hoy vuestroyerno Roper? —pregunta Gardiner—.¡Qué lástima! Esperaba verle cambiarde religión otra vez. Deseabapresenciarlo.

—¿Un paseo por el jardín? —propone Moro.

—Creía que podríamos verle

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sentarse a la mesa, amigo de Lutero,como antes, y volviendo a la Iglesiacuando trajesen las grosellas y las uvascrespas.

—Will Roper ya está asentado —dice Moro— en la fe de Inglaterra y deRoma.

—Este año no es bueno para losfrutos pequeños —dice él.

Moro le mira de reojo, sonríe.Conversa afablemente mientras entran enla casa. Detrás de ellos, caminatorpemente Henry Pattinson, un sirvientede Moro al que él llama a veces subufón, y al que otorga cierta licencia. Esun gran provocador, muy pendenciero.

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Normalmente se acepta a un tonto paraprotegerle. Pero, en el caso de Pattinson,son los demás quienes necesitanprotección. ¿Es realmente tonto? Hayalgo taimado en Moro, disfruta poniendoa los demás en situaciones embarazosas.A él le gustaría tener un tonto que no lofuese. Dicen que Pattinson se cayó decabeza desde el campanario de unaiglesia. Lleva a la cintura una cuerdacon nudos que a veces dice que es surosario. Otras veces dice que es suflagelo. Y otras, que es la cuerda quedebería haberle salvado de su caída.

Al entrar en la casa, la familiacolgada en la pared recibe a los

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visitantes, que los ven pintados a tamañonatural antes que en carne y hueso. YMoro, consciente de ese doble efecto, sedetiene para que los examinen, para quese fijen en ellos. La favorita, Meg, sesienta a los pies de su padre con un libroen las rodillas. Agrupadosrelamidamente en torno al LordCanciller están su hijo John, su pupilaAnne Cresacre, esposa de John;Margaret Giggs, también pupila suya; elanciano padre, sir John; sus hijas Cecilyy Elizabeth; Pattinson, con ojos saltones;y su esposa Alice, con la cabeza baja yun crucifijo sobre el pecho, a un extremodel cuadro. El maestro Holbein les ha

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agrupado bajo su mirada, plasmándolospara siempre: mientras no los consumanlas polillas, las llamas, el moho o eltizón.

En la vida real, hay algo en suanfitrión que se deshilvana, unasospecha de tejido deshilachado. Comoestá en su tiempo de holganza, viste unasencilla túnica de lana. La nuevaalfombra está extendida en dos mesas decaballete para que la examinen. El fondono es carmesí, sino de color rosa. Rubiatintórea no, piensa él, sino un tinte rojomezclado con suero.

—A Su Eminencia el cardenal legustaban las alfombras turcas —susurra

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él—. El Dux le envió una vez sesenta.La lana es suave, de ovejas de

montaña, pero ninguna de ellas eranegra; donde el dibujo es más oscuro, lasuperficie da una sensación quebradiza,de tinte desigual, y con el tiempo y eluso se desprenderá. Dobla una esquina,pasa las yemas de los dedos por losnudos contándolos por pulgadas, con lafacilidad de la costumbre.

—Es nudo de Ghiordes —dice—,pero el diseño es de Pérgamo… ¿Veisahí en los octógonos, la estrella de ochopuntas? —Suelta la esquina de laalfombra y se distancia de ella, vuelve aacercarse y añade—: Ahí.

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Se acerca más, posa suavemente unamano en el fallo, la interrupción en eltejido, el rombo ligeramente deformado,desequilibrado. En el peor de los casos,la alfombra son dos alfombras unidas.En el mejor, se ha tejido en la aldea dePattinson, o la recompusieron yremendaron el año pasado esclavosvenecianos en el taller de una callejuela.Para asegurase tendría que darle lavuelta.

—¿No es una buena compra? —pregunta su anfitrión.

Es hermosa, dice él, que no quiereestropear la satisfacción de Moro. Perola próxima vez, piensa, llevadme con

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vos. Repasa la superficie rica y suavecon la mano. El defecto del tejidoapenas importa. Una alfombra turca noes un juramento. Hay personas en estemundo a las que les gusta todo preciso yajustado, y las hay que aceptan algunadesviación marginal. Él es ambos tiposde persona. No permitiría, por ejemplo,una ambigüedad despreocupada en unarriendo, pero el instinto le indica que aveces un contrato no tiene por quéredactarse con demasiado rigor.Arriendos, autos judiciales, cláusulas,se escriben para que se lean, y cada cuallos lee en función de su propio interés.

—¿Qué les parece, caballeros? —

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pregunta Moro—. ¿Para andar sobre ellao para colgar de la pared?

—Para andar sobre ella.—¡Qué gustos fastuosos, Thomas!Y se ríen. Cualquiera que los viese

pensaría que son amigos.Salen al aviario; se entregan a la

conversación mientras revolotean ycantan los pinzones. Llega dando pasitosinseguros un nieto pequeño. Le sigue,vigilante, una mujer que viste una bata.El niño señala los pinzones, emitesonidos expresivos de placer, agita losbrazos. Mira a Stephen Gardiner; fruncela boquita. La niñera se apresura allevárselo antes de que empiece a llorar.

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¿Cómo se puede ejercer esa influenciaen los jóvenes sin esfuerzo?, le preguntaa Stephen. Stephen frunce el ceño.

Moro le coge del brazo.—Bueno, respecto a los colegios —

le dice—, he hablado con el rey, y aquíel secretario ha hecho todo lo posible.Lo ha hecho, de verdad. El rey deberefundar el colegio del cardenal en sunombre. Pero en cuanto a Ipswich, creoque no hay ninguna esperanza, despuésde todo, sólo es…, lamento decirlo,Thomas, pero sólo es el lugar en quenació un hombre que ha caído endesgracia, así que no tenemos ningunaobligación.

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—Es una vergüenza para losmaestros.

—Lo es, sin duda. ¿Entramos acenar?

En el salón de Moro se hablaexclusivamente en latín, aunque suesposa, Alice, que es la anfitriona, noentiende una palabra. Es costumbre de lafamilia leer un pasaje de las Escrituras,a modo de benedícite.

—Hoy es el turno de Meg —diceMoro.

Le gusta exhibir a su favorita. Ellacoge el libro, lo besa; lee en griego, sin

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reparar en las interrupciones del tonto.Gardiner permanece con los ojosfirmemente cerrados. No parece piadososino exasperado. Él observa a Margaret.Tendrá unos veinticinco años. La cabezaes lustrosa, de movimientos rápidos,como la de la zorrilla que Moro diceque ha domesticado; aunque pese a elloestá en una jaula, por motivos deseguridad.

Entran los sirvientes. Miran a Aliceal colocar los platos. ¿Aquí, señora, yaquí? La familia del cuadro no necesitasirvientes, claro. Existen sólo por símismos, flotando en la pared.

—Comamos, comamos —dice Moro

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—. Todos menos Alice, que, si no, leestallará el corsé.

Ella vuelve la cabeza al oír sunombre.

—Esa expresión de sorpresadolorida no es natural en ella —diceMoro—. Es consecuencia de peinarsehacia atrás e introducir en el cabellograndes agujas de marfil, con peligropara su cráneo. Cree que tiene la frentedemasiado estrecha. Y así es, sin duda.Alice, Alice —dice—, recordadme porqué me casé con vos.

—Para que llevara la casa, padre —dice Meg en voz baja.

—Sí, sí —dice Moro—. Una ojeada

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a Alice me libera de la mancha de laconcupiscencia.

Él percibe algo extraño, como si eltiempo hubiese efectuado una vueltaatrás o se hubiese atrapado a sí mismoen un lazo corredizo; les ha visto en lapared tal como les congeló Hans, yahora se representan a sí mismos, consus diversas expresiones de retraimientoo diversión, bondad y gracia: unafamilia feliz. Él prefiere a su anfitrióncomo le pintó Hans; en el Thomas Morode la pared puedes ver que estápensando, pero no lo que está pensando,y así es como debería ser. El pintor losha agrupado con tanta habilidad que no

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queda espacio entre las figuras paranadie más. El de fuera sólo puedesuperponerse a la escena, como unamancha o un borrón imprevistos.Ciertamente, piensa él, Gardiner es unborrón o una mancha. El secretario agitasus mangas negras. Discutevigorosamente con su anfitrión. ¿Quéquiere decir san Pablo cuando afirmaque Jesús fue hecho un poco por debajode los ángeles? ¿Hacen chistes algunavez los holandeses? ¿Cuál es el escudode armas que corresponde al herederodel duque de Norfolk? ¿Es un trueno loque oye a lo lejos o seguirá este calor?Alice tiene un monito con una cadena

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dorada, exactamente igual que en elcuadro. En el cuadro, juega junto a susfaldas. En la vida real, está en su regazoy se aferra a ella como un niño. Ella seinclina a veces y le habla, lo hace asípara que nadie más lo oiga.

Moro no toma vino, pero se lo sirvea sus invitados. Hay varios platos, quesaben todos igual. Carne de algún tipo,con una salsa tan arenosa como el cienodel Támesis. Y luego, cuajadas y quesoque él dice que ha hecho una de sushijas… Una de sus hijas, sus pupilas,sus hijastras, una de las mujeres quellenan la casa.

—Porque hay que mantenerlas

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ocupadas —dice—. No pueden estarsiempre con sus libros. Y las muchachasjóvenes tienden a la mala conducta y laholgazanería.

—Sin duda —susurra él—. Y luegoacabarán peleándose por las calles.

El queso atrae involuntariamente sumirada. Está picado y tiembla, como lacara de un mozo de establo tras unanoche libre.

—Henry Pattinson está nervioso estanoche —dice Moro—. Tal vez habríaque sangrarle. Espero que su dieta nohaya sido copiosa.

—Oh —dice Gardiner—. No tengotemor alguno a ese respecto.

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El anciano sir John, que debe detener ya ochenta años, ha entrado acenar, y le ceden la palabra. Le gustacontar historias.

—¿No han oído nunca la deHumphrey, duque de Gloucester, y elmendigo que se fingía ciego? ¿No hanoído nunca la del hombre que no sabíaque la virgen María era judía?

Uno espera más de un agudo y viejoabogado, incluso en su decrepitud.Luego, empieza con anécdotas demujeres necias, de las que posee unavasta colección. E incluso cuando sequeda dormido, el anfitrión aporta más.Lady Alice está ceñuda. Gardiner, que

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ya había oído todas las historias, rechinalos dientes.

—Miren a mi nuera, Anne —diceMoro, y la muchacha baja los ojos;encoge los hombros esperando lo que seavecina—. Anne anhelaba…, ¿se locuento, cariño?… Anhelaba un collar deperlas. No paraba de hablar de él, yasabéis cómo son las muchachas. Así quecuando le di una caja que resonaba almoverla, imagínense la cara que puso. Eimagínense la que puso luego cuando laabrió. ¿Qué había dentro? ¡Guisantessecos!

La joven hace una profundainspiración. Alza la cara. Él se da

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cuenta del gran esfuerzo que le cuesta.—Padre —dice—, no olvidéis

contar la historia de la mujer que nocreía que el mundo fuese redondo.

—No, ésa es buena —dice Moro.Cuando él se fija en Alice, que mira

a su marido con dolorosa concentración,piensa: ella todavía no lo cree.

Después de cenar, hablan delmalvado rey Ricardo. Thomas Moroempezó a escribir muchos años atrás unlibro sobre él. No era capaz de decidirsi escribirlo en inglés o en latín, así quelo hizo en ambas lenguas, aunque no hallegado a terminarlo nunca, ni a enviarninguna parte al impresor. Ricardo nació

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para el mal, dice Moro; estaba escritoen él desde su nacimiento. Mueve lacabeza. «Hechos sangrientos. Juegos dereyes.»

—Tiempos oscuros —dice el tonto.—Que nunca vuelvan.—Amén. —El tonto señala a los

invitados—. Y que tampoco vuelvanéstos.

Hay gente en Londres que dice queJohn Howard, abuelo del Norfolk deahora, estuvo bastante involucrado en ladesaparición de los niños que entraronen la Torre y nunca volvieron a salir.Los londinenses dicen (y él admite quelos londinenses saben) que fue cuando

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estaban bajo la vigilancia de Howardcuando se vio a los príncipes por últimavez. Aunque Thomas Moro cree que fueel condestable Brakenbury quien entrególas llaves a los asesinos. Brakenburymurió en Bosworth; no puede salir de sutumba para protestar.

El hecho es que Thomas Moro estámuy próximo al Norfolk actual, ydeseoso de negar que su antepasadoayudase a hacer desaparecer a alguien,no digamos ya a dos niños de sangrereal. Él, con el ojo de su mente, enmarcaal duque actual: en una mano empapaday nervuda sostiene un pequeño cadáverde cabello dorado, y en la otra el tipo de

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cuchillo pequeño que lleva uno a lamesa para cortar la carne.

Vuelve a la realidad: Gardiner,punzando el aire con el índice, presionaal Lord Canciller con sus pruebas. Llegaun momento en que los susurros ygruñidos del tonto se haceninsoportables.

—Padre, echad a Henry, por favor—dice Margaret.

Moro se levanta para reñirle, lecoge del brazo. Todas las miradas losiguen. Pero Gardiner aprovecha elrespiro. Se inclina y habla en inglés envoz baja.

—Acerca del señor Wriothesley.

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Recordadme. ¿Trabaja para mí o paravos?

—Yo diría que para vos, ahora quele han nombrado oficial del Sello.Ayudan al secretario de Estado, ¿no?

—¿Por qué está siempre en vuestracasa?

—No es un aprendiz vinculado.Puede ir y venir.

—Supongo que está harto de loseclesiásticos. Quiere ver qué puedeaprender de… lo que digáis que soisvos, en estos tiempos.

—Una persona —dice élplácidamente—. El duque de Norfolkdice que soy una persona.

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—El señor Wriothesley mira por susintereses.

—Confío en que todos lo hagamos.¿O para qué nos dio Dios los ojos, sino?

—Él piensa hacer fortuna. Todossabemos que el dinero se pega avuestras manos.

Como los pulgones a las rosas deMoro.

—No —dice con un suspiro—,desgraciadamente pasa por ellas. Yasabéis lo que amo el lujo, Stephen.Mostradme una alfombra y andaré sobreella.

Reprendido y expulsado el tonto,

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Moro vuelve con ellos. «Alice, ya sabeslo que te he dicho sobre beber vino. Tebrilla la nariz.» Alice crispa el gesto,con disgusto y con cierto temor. Lasmujeres más jóvenes, que entienden todolo que se dice, bajan la cabeza y semiran las manos, jugueteando con losanillos y dándoles vueltas para captar laluz. Luego, algo aterriza en la mesa conun golpe, y Anne Cresacre, impulsadapor la sorpresa a volver a su lenguamaterna, grita: «¡Henry, para ya!». Hayuna galería encima, con miradores; eltonto mira por uno de ellos y lesacribilla con mendrugos de pan.

—No se sobresalten, señores —grita

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—. ¡Les apedreo con Dios!Consigue alcanzar al anciano, que

despierta sobresaltado. Sir John mira asu alrededor; se limpia la baba delmentón con la servilleta.

—¡Vamos, Henry! —grita Moro—.Has despertado a mi padre. Y estásblasfemando. Y desperdiciando el pan.

—¡Santo cielo! Habría que azotarle—exclama Alice.

Él mira a su alrededor. Siente algoque identifica como lástima, unaagitación agobiante bajo la clavícula.Piensa que Alice tiene buen corazón. Losigue creyendo incluso cuando,dispuesto ya a marcharse, con licencia

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para darle las gracias en inglés, ella lepregunta:

—¿Por qué no volvéis a casaros,Thomas Cromwell?

—Nadie me querría, lady Alice.—Tonterías. Vuestro señor puede

haber caído en desgracia, pero no soispobre, ¿verdad? Tenéis vuestro dineroen el extranjero, según me han dicho.Tenéis una buena casa, ¿verdad? El reyos escucha, según mi marido. Y, por loque cuentan mis hermanas de la ciudad,lo tenéis todo dispuesto en muy buenorden.

—¡Alice! —dice Moro. La toma porla cintura sonriendo, la zarandea un

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poco. Gardiner se ríe: una risa con untono grave de bajo, como si se riese poruna hendidura de la tierra.

El aroma de los jardines impregna elaire cuando salen hacia la barcaza delsecretario de Estado.

—Moro se acuesta a las nueve —dice Stephen.

—¿Con Alice?—La gente dice que no.—¿Tenéis espías en la casa?Stephen no contesta.Ha oscurecido ya. Se balancean

luces en el río.—¡Santo cielo, estoy hambriento! —

se queja el secretario de Estado—.

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Ojalá hubiese guardado uno de losmendrugos del tonto. Ojalá hubieseechado mano al conejo blanco, me locomería crudo.

—¿Sabéis?, no se atreve a hablarclaro —dice él.

—Es cierto, no se atreve —diceGardiner; sentado bajo el dosel, seencoge como si tuviese frío—. Perotodos conocemos sus opiniones, que yocreo que son fijas e inmunes al debate.Cuando asumió su cargo dijo que no semezclaría en el asunto del divorcio y elrey lo aceptó. Pero no sé cuánto tiempolo aceptará.

—No me refería a que sea claro con

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el rey. Me refería a Alice.Gardiner se ríe.—La verdad es que si Alice hubiese

entendido lo que dijo de ella le habríamandado a la cocina y le habríadesplumado y asado.

—Supongamos que ella muriese. Éllo lamentaría.

—Tendría otra esposa en la casaantes de que el cadáver se enfriase. Unaaún más fea.

Él cavila: vislumbra vagamente laoportunidad de hacer unas apuestas.

—Esa joven —dice—, AnneCresacre. ¿Sabéis si es una heredera ouna huérfana?

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—Hubo cierto escándalo, ¿verdad?—Cuando murió su padre, los

vecinos la robaron para que se casaracon su hijo. El muchacho la violó. Ellatenía trece años. Eso fue en Yorkshire.Así fue como llegaron ellos allí. Miseñor el cardenal se puso furioso cuandose enteró. Fue él quien se la llevó. Lapuso bajo la tutela de Moro porquecreyó que estaría protegida.

—Y lo está.No de la humillación.—El hijo de Moro vive de las

tierras de ella desde que la tomó enmatrimonio. Tiene cien libras al año.Creo que podría permitirse un collar de

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perlas.—¿Creéis que Moro está

decepcionado con su hijo? No muestratalento para los negocios. De todosmodos, creo que tenéis un hijo como él.Pronto le buscaréis una heredera.

Él no contesta. Es cierto; John Moro,Gregory Cromwell, ¿qué les hemoshecho a nuestros hijos? Los hemosconvertido en jóvenes caballerosociosos…, pero ¿quién puede culparnospor querer para ellos las comodidadesque no tuvimos nosotros? Una cosabuena de Moro es que no está ocioso niun momento, se ha pasado la vidaleyendo, escribiendo, hablando de lo

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que cree que es bueno para lacomunidad cristiana. Stephen dice:

—Debéis de tener otros hijos, claro.¿No estáis deseando saber qué esposaos buscará Alice? Os alabó muyencarecidamente.

Él siente miedo. Es como Mark, eltocador de laúd: gente que imagina loque no se puede saber. Está seguro deque Johane y él han sido discretos.

—¿Vos no pensáis casaros nunca?—le dice.

Sopla sobre las aguas una brisa fría.—Soy un eclesiástico.—Vamos, Stephen. Debéis de tener

mujeres, ¿no?

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La pausa es tan larga, tan silenciosa,que oye los remos cuando se hunden enel Támesis, el leve chapoteo cuando sealzan; oye el rumor de las olas de laestela de la barcaza. Oye los ladridos deun perro en la orilla sur. El secretariopregunta:

—¿Y qué hay de esa investigaciónen Putney?

El silencio se prolonga hastaWestminster. Pero, en conjunto, no es unviaje muy malo. Como menciona él, aldesembarcar, ninguno de los dos haarrojado al otro al río.

—Espero hasta que el agua esté másfría —dice Gardiner—. Y hasta que

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pueda ataros algún peso. Tenéis un trucopara salir a la superficie, ¿verdad? Porcierto, ¿por qué os llevo a Westminster?

—Voy a ver a lady Ana.Gardiner se ofende.—No me lo habíais dicho.—¿Acaso he de informaros de todos

mis planes?Sabe qué es lo que querría Gardiner.

Dicen que el rey está perdiendo lapaciencia con su consejo. Les grita: «Elcardenal sabía hacer las cosas mejorque todos vosotros». Si regresa SuEminencia, piensa él, lo que podríasuceder en cualquier momento por uncapricho del rey, estáis todos muertos,

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Norfolk, Gardiner, Moro. Wolsey escompasivo, pero sólo hasta cierto punto.

Mary Shelton está presente; alza lavista, sonríe bobaliconamente. Ana tieneun aspecto suntuoso, con su bata de sedaoscura. Lleva el cabello suelto, losdelicados pies en unas chinelas decabritilla. Se retrepa en el asiento, comosi el día la hubiese dejado sin fuerzas.Pero de todos modos, cuando alza lavista, le chispean los ojos hostiles.

—¿Dónde habéis estado?—En Utopía.—Oh —se interesa—. ¿Y qué pasó?

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—La dama Alice tiene un monitoque se sienta a la mesa en su regazo.

—Yo los odio.—Ya lo sé.Él pasea. Ana le deja tratarla con

bastante normalidad, salvo cuando tieneun arrebato súbito y fiero de «yo, queseré reina» y le zahiere, despectiva.Examina la punta de su chinela.

—Dicen que Thomas Moro estáenamorado de su hija.

—Pienso que deben de tener razón.La risa socarrona de Ana.—¿Es una joven bonita?—No. Pero es culta.—¿Hablaron de mí?

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—Nunca os mencionan en esa casa.Me gustaría saber el veredicto de

Alice, piensa él.—¿De qué se habló entonces?—De los vicios y necedades de las

mujeres.—Supongo que participasteis, ¿no?

Es cierto, en realidad. Casi todas lasmujeres son necias. Y viciosas. Lo hevisto. He vivido demasiado tiempo entremujeres.

—Norfolk y vuestro padre están muyocupados viendo embajadores —dice él—. Francia, Venecia, el hombre delemperador…, sólo en estos dos últimosdías.

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Sé que le están preparando unatrampa a mi cardenal, piensa él.

—No creí que pudieseis conseguirtan buena información, aunque dicen quehabéis gastado mil libras en el cardenal.

—Espero recuperarlas, de un sitio uotro.

—Supongo que la gente os estáagradecida si ha recibido donaciones delas tierras del cardenal.

Vuestro hermano George, lordRochford, vuestro padre Thomas, elconde de Wiltshire, piensa él, ¿no se hanenriquecido con la caída del cardenal?Mirad cómo se viste Georgeúltimamente, el dinero que gasta en

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caballos y mujeres; pero no veo muchasmuestras de gratitud de los Bolena.

—Yo sólo cobro mis honorarioscomo abogado por las cesiones —dice.

Ella se ríe.—Parece que se os da bien.—Bueno, hay modos y modos…, a

veces, la gente me cuenta cosas.Es una invitación. Ana baja la

cabeza. Está a punto de convertirse enuna de esas personas que le cuentancosas. Pero tal vez no esta noche.

—Mi padre dice: nunca se puedeestar seguro con ese hombre, nuncasabes para quién trabaja. Yo diría queestá muy claro que trabajáis para vos

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mismo, pero, bueno, sólo soy una mujer.Eso nos hace iguales, piensa él, pero

no lo dice.Ana bosteza, un leve bostezo gatuno.—Estáis cansada —dice él—. Me

iré. Por cierto, ¿cuál fue el motivo deque me llamaseis?

—Nos gusta saber dónde estáis.—Entonces, ¿por qué no me llamó

vuestro señor padre o vuestro hermano?Ella alza la vista. Quizá sea tarde,

pero no demasiado para la sonrisaperspicaz de Ana.

—Ellos creían que no vendríais.

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Agosto: el cardenal escribe al reyuna carta llena de quejas, en la que diceque los acreedores le están asediando,«cercado por la miseria y el miedo»…Pero las historias que llegan sondiferentes. Está celebrando comidas einvitando a toda la aristocracia local.Está haciendo caridad a su antiguaescala principesca, resolviendoconflictos y convenciendo con tiernaspalabras a maridos y mujeresenemistados para que vuelvan a vivirbajo el mismo techo.

—Llamadme Risley estuvo en

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Southwell en junio con WilliamBrereton, de la cámara privada del rey:consiguió la firma del cardenal para unapetición que Enrique está haciendocircular y que se propone enviar alpapa. Es idea de Norfolk el que lospares del reino y los obispos firmen esacarta pidiendo a Clemente que deje queel rey disponga de libertad. Contieneciertas amenazas turbias e inconcretas,pero Clemente está acostumbrado a quele amenacen, nadie mejor que él paradar la vuelta a un asunto, para enfrentara una parte con otra, para enredar lascosas.

El cardenal tiene buen aspecto,

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según Wriothesley. Y parece que sutrabajo de construcción va más allá deunas reparaciones y unas cuantasrenovaciones. Ha estado buscando portodo el país vidrieros, carpinteros yfontaneros; es terrible cuando mi señordecide mejorar el saneamiento. Nuncatuvo una iglesia parroquial, peroconstruyó la torre más alta. Nunca sealojó en ningún lugar donde no trazaseplanes de drenaje. Pronto habrámovimientos de tierra, alcantarillas ytuberías. Luego instalará fuentesornamentales. El pueblo le aclamadondequiera que va.

—¿El pueblo? —dice Norfolk—.

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Aclamaría a un mono de Berbería. ¿Quéimporta a quién aclamen ésos? Habríaque ahorcarles a todos.

—Pero ¿quién pagaría impuestosentonces? —dice él. Y Norfolk le miratemeroso, sin saber muy bien si bromea.

Los rumores sobre la popularidaddel cardenal no le alegran, le dan miedo.El rey ha otorgado su perdón a Wolsey,pero si se sintió ofendido una vez, puedevolver a hacerlo. Si pudieron inventarcuarenta y cuatro acusaciones entonces,si la fantasía no está constreñida por laverdad, pueden inventar otras cuarenta ycuatro.

Ve que Norfolk y Gardiner juntan las

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cabezas, le miran. Le miran furiosos yno hablan.

Wriothesley continúa con él, es susombra, sigue sus pasos, escribe suscartas más confidenciales, las dirigidasal cardenal y al rey. Nunca dice «Estoydemasiado cansado». Nunca dice «Estarde». Recuerda todo lo que se le exigeque recuerde. Ni siquiera Rafe es másperfecto que él.

Es hora de que las chicas seincorporen al negocio familiar. Johanese queja de lo mal que cose su hija, yparece ser que, trasladandosubrepticiamente la aguja a la mano queno es, la niña ha ideado un tipo de punto

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torpe que sería difícil imitar. Él leencomienda la tarea de coser losdespachos que van al norte.

Septiembre de 1530: el cardenalsale de Southwell camino de York,viajando en cómodas etapas. La partesiguiente de su itinerario se convierte enun desfile triunfal. Acude en masa gentede todo el país, le esperan emboscadosen los cruces de los caminos para quepueda posar sus mágicas manos sobresus hijos. A eso lo llaman«confirmación», pero parece ser unsacramento más antiguo. Llegan a miles,

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para contemplarle, boquiabiertos, y élreza por todos.

—El consejo tiene al cardenal bajovigilancia —dice Gardiner al pasar a sulado—. Han cerrado los puertos.

—Decidle que si vuelvo a verlealguna vez me lo comeré crudo. Huesos,carne y ternilla —dice Norfolk. Él loescribe así y lo envía al norte: «huesos,carne y ternilla». Imagina el crujido y elchasquido de los dientes del duque.

El 2 de octubre, el cardenal llega asu palacio de Cawood, a diez millas deYork. Su entronización está previstapara el 7 de noviembre. Llega la noticiade que ha convocado a la Iglesia del

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norte; deben reunirse en York al díasiguiente de su entronización. Es unademostración de su independencia.Algunos pueden considerarlo señal derebeldía. No ha informado al rey, no hainformado al anciano Warham,arzobispo de Canterbury. Él puede oír lavoz del cardenal, suave y burlona,diciendo: «Bueno, Thomas, ¿por quétienen que saberlo?».

Norfolk le llama. Tiene la cara rojay espumilla en la boca cuando empieza agritar. Ha estado con su armero para unaprueba y aún lleva puestas diversaspartes de la armadura (la coraza, losguardarrenes), así que parece una olla

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de hierro burbujeante a punto de hervir.«¿Es que piensa que puede atrincherarseallí y adjudicarse un reino? No le bastael capelo cardenalicio, sólo serábastante una corona para el malditoThomas Wolsey, ese condenado hijo decarnicero, y os diré algo, os diréalgo…»

Él baja la vista por si el duque separase a leerle el pensamiento. Mi señorhabría sido un rey excelente, piensa; tanbenigno, tan seguro y afable en sustratos, tan equitativo, tan diligente y tanjuicioso. Su reinado habría sido elmejor; sus súbditos, los mejores; y cómohabría disfrutado él de su condición.

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Sigue con la mirada al duque, quecontinúa cabeceando y echando espuma;pero, para su sorpresa, cuando el duquese vuelve, se golpea el muslo metalizadoy tiembla en sus ojos una lágrima, por eldolor, o por alguna otra cosa. «Ay,Cromwell, creéis que sois un hombreduro. ¿Sabéis lo que os digo? Os digoque no conozco un hombre en Inglaterraque hubiese hecho lo que habéis hechovos por alguien caído en desgracia ycondenado. El rey lo dice. Hasta él,Chapuys, el hombre del emperador,dice: no podéis echar la culpa a "comose llame". Yo digo que es una lástimaque entraseis al servicio de Wolsey. Es

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una lástima que no trabajéis para mí.»—Bueno —dice él—. Todos

queremos lo mismo. Que vuestra sobrinasea reina. ¿No podemos trabajar juntos?

Norfolk gruñe. Hay algo que falla,en su opinión, en esa palabra, «juntos»,pero no puede determinarlo. «Noolvidéis cuál es vuestro lugar.»

Él se inclina. «Hago buena cuenta delos constantes favores que me dispensavuestra señoría.»

—Mirad, Cromwell. Desearía queme visitarais en mi casa de Kenninghally hablaseis con mi señora esposa. Esuna mujer de exigencias monstruosas.Cree que yo no debería tener ninguna

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mujer en la casa, para mi placer,¿sabéis? Yo digo: ¿en qué otro lugardebería estar? ¿Queréis que salga unanoche de invierno y me aventure poresos caminos helados? No soy capaz deexpresarme correctamente con ella.¿Creéis que podríais ir hasta allí ydefender mi caso? —Luego añade,precipitadamente—: Ahora no, porsupuesto. No. Es más urgente… queveáis a mi sobrina…

—¿Cómo está?—En mi opinión —dice Norfolk—,

Ana está dispuesta a asesinar. Quiere lasentrañas del cardenal en un plato paraalimentar a sus perros, y que claven sus

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miembros en las puertas de la ciudad deYork.

La mañana es oscura y sus ojos sevuelven espontáneamente hacia Ana,pero hay algo sombrío que se balanceaalrededor, en los bordes del círculo deluz.

—El doctor Cranmer acaba devolver de Roma —dice Ana—. No traebuenas noticias, por supuesto.

Ellos se conocen. Cranmer trabajabaa veces para el cardenal; ¿quién no lo hahecho, en realidad? Ahora trabajaactivamente en el caso del rey. Se

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abrazan con cautela: maestro deCambridge, persona de Putney.

—Señor —dice él—, ¿por qué novinisteis a nuestro colegio? Me refieroal colegio del cardenal. Su Eminencia lolamentó mucho. Habríamos procuradoque os sintieseis muy cómodo.

—Creo que quería algo máspermanente —dice Ana, sonriendo.

—Respecto a eso, lady Ana, el reycasi me ha dicho que se hará cargopersonalmente de la fundación deOxford —sonríe—. Tal vez pudiesellevar vuestro nombre.

Ana lleva esta mañana un crucifijocon una cadena de oro. A veces tira de

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él con impaciencia y luego esconde denuevo las manos en las mangas. Es unacostumbre tan presente en ella que lagente dice que tiene algo que ocultar,alguna deformidad; pero él cree que esuna mujer a la que no le gusta enseñar lamano.

—Mi tío Norfolk dice que Wolseyanda con ochocientos hombres armadostras él. Dicen que recibe cartas deCatalina…, ¿es cierto? Dicen que Romaemitirá un decreto en el que se dirá queel rey tiene que separarse de mí.

—Sería un error manifiesto porparte de Roma —dice Cranmer.

—Sí, lo sería. Porque a él no se le

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puede decir lo que ha de hacer. ¿Acasoes el rey de Inglaterra un sacristán? ¿Oun niño? En Francia no pasaría eso; sumonarca controla bien a sus clérigos. Elseñor Tyndale dice: «Un rey. Una ley.Eso es lo que manda Dios en cadareino». He leído su libro La obedienciade un cristiano. Yo misma se lo heenseñado al rey y le he indicado lospasajes relacionados con su autoridad.El súbdito debe obedecer a su rey comoobedecería a su Dios; ¿no digo bien? Elpapa aprenderá cuál es su sitio.

Cranmer mira a Ana con una levesonrisa. Ella es como un niño al queenseñas a leer y que te desconcierta con

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su súbita aptitud.—Esperad. Tengo algo que

enseñaros —dice ella. Lanza una miradarápida—. Lady Carey…

—Oh, por favor —dice María—. Nolo difundáis.

Ana chasquea los dedos. MaríaBolena avanza hacia la luz, unresplandor de cabello rubio.

—Dámelo —dice Ana; es un papel ylo despliega—. Lo encontré en mi cama.¿Podéis creerlo? Fue una noche, cuandoesta rastrera pálida y empalagosa retirólas sábanas, y, por supuesto, no pudesacarle nada que tuviese sentido, llorasólo con que la mires de reojo, así que

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no puedo saber quién lo dejó allí.Muestra un dibujo. Hay tres figuras.

La central es el rey. Es corpulento yapuesto, y, para que no quepa duda,lleva corona. A cada lado de él hay unamujer. La de la izquierda no tienecabeza.

—Ésa es la reina —dice ella—,Catalina. Y ésa soy yo. —Se ríe—.Anne sans tête.

El doctor Cranmer tiende la manopara que le dé el papel.

—Dejádmelo a mí. Lo romperé.Ella lo estruja en la mano.—Puedo romperlo yo misma. Hay

una profecía según la cual una reina de

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Inglaterra será quemada. Pero no measusta una profecía. Y, aunque fueseverdad, correré el riesgo.

María permanece inmóvil como unaestatua en la posición en que la hadejado Ana. Tiene las manos unidascomo si el papel siguiese en ellas. Oh,santo cielo, piensa él, cuánto daría porverla fuera de aquí, por llevarla a algúnsitio en que pudiese olvidar que es unaBolena. Me lo pidió una vez. Le fallé. Sivolviese a pedírmelo, le fallaría denuevo.

Ana se vuelve hacia la luz. Tiene lasmejillas chupadas, qué delgada está, lebrillan los ojos.

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—Ainsi sera —dice ella—. Noimporta quién proteste, sucederá. Quierotenerle.

El doctor Cranmer y él salen ensilencio, hasta que ven acercarse a lamuchachita pálida, la rastreraempalagosa que lleva ropa blancadoblada.

—Creo que ésta es la que llora —dice él—. Así que no la miréis mal.

—Señor Cromwell —dice ella—,éste puede ser un largo invierno.Enviadnos algunos de vuestrospastelillos de naranja.

—Hace mucho que no os veo…¿Qué habéis estado haciendo? ¿Dónde

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habéis estado?—Cosiendo más que nada —

considera cada pregunta por separado—. Donde me mandan.

—Y espiando, creo.Ella asiente.—No lo hago muy bien.—No sé. Sois muy pequeña y pasáis

desapercibida.Lo dice como un cumplido. Ella

pestañea, agradecida.—No hablo francés. Así que no lo

hagáis vos, por favor, porque entoncesno tengo nada de lo que pueda informar.

—¿Para quién espiáis?—Para mis hermanos.

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—¿Conocéis al doctor Cranmer?—No —dice ella; le parece que es

sólo una pregunta.—Bueno —la instruye—, debéis

decir quién sois vos.—Ah. Entiendo. Soy la hija de John

Seymour. De Wolf Hall.Él se sorprende.—Creía que sus hijas estaban con la

reina Catalina.—Sí, a veces. Ahora no. Ya os lo he

dicho. Yo voy donde me mandan.—Pero no donde sois apreciada.—Lo soy, en cierto modo. Bueno,

lady Ana no rechaza a ninguna dama dela reina que quiera pasar tiempo con

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ella. —Alza los ojos, una pálida ymomentánea claridad—. Muy pocas lohacen.

Todas las familias en ascensonecesitan información. Con el reyconsiderándose soltero, cualquierjovencita puede tener la llave del futuro,y él no apuesta todo su dinero por Ana.

—Bien, buena suerte —dice él—.Procuraré que hablemos en inglés.

—Os lo agradecería —dice ella conuna inclinación—. Doctor Cranmer.

Él se vuelve para observarlamientras camina hacia Ana Bolena.Cruza por su mente una leve sospechasobre el papel de la cama. Pero no,

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piensa, no es posible.—Tenéis muchas conocidas entre las

damas de la corte —dice Cranmer conuna sonrisa.

—No tantas —le dice—. Todavía nosé qué hija es ésa. Hay por lo menostres. Y supongo que los hijos deSeymour son ambiciosos.

—Apenas les conozco.—El cardenal educó a Edward. Es

listo. Y Tom Seymour no es tan tontocomo aparenta.

—¿El padre?—Está en Wiltshire. Nunca le

vemos.—Se le podría envidiar —susurra el

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doctor Cranmer.La vida en el campo, la felicidad

rural. Una tentación que él nunca haconocido.

—¿Cuánto tiempo pasasteis enCambridge antes de que el rey osllamase?

Cranmer sonríe.—Veintiséis años.Los dos visten para cabalgar.—¿Regresáis hoy a Cambridge?—No para quedarme. La familia —

se refiere a los Bolena— quiere tenermea mano. ¿Y vos, señor Cromwell?

—Un cliente privado. No puedoganarme la vida con las miradas

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sombrías de lady Ana.Los mozos esperan con sus caballos.

El doctor Cranmer saca de los plieguesde su ropa objetos envueltos en tela.Uno es una zanahoria cuidadosamentecortada a lo largo y otro, una manzanamustia en cuartos. Le da dos trozos dezanahoria y la mitad de la manzana,como si fuese un niño que repartiesesolidariamente una golosina, para que selo dé a su caballo. Mientras lo hace,dice:

—Debéis mucho a Ana Bolena. Talvez más de lo que creéis. Se ha formadouna buena opinión de vos. Estoy segurode que quiere ser vuestra cuñada,

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¿sabéis?…Los animales inclinan la cabeza,

mordisquean, mueven las orejas,agradecidos. Es un momento de paz,como una bendición.

—No hay secretos, ¿verdad? —diceél.

—No. No. Absolutamente ninguno—el sacerdote niega con la cabeza—.Me preguntasteis por qué no fui avuestro colegio.

—Era sólo por hablar.—De todos modos… Cuando nos

enteramos en Cambridge, vosrealizabais tantos trabajos para lafundación…, los estudiantes y los

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maestros os alababan…, al señorCromwell no se le escapa un detalle.Aunque, desde luego, esas comodidadesde que os ufanabais… —El tono suave ysin énfasis no cambia—. ¿En la bodegadel pescado? ¿Dónde murieron losestudiantes?

—Su Eminencia no se tomó eso a laligera.

—Ni yo —dice Cranmer sin acritud.—Su Eminencia nunca fue un

hombre que condenase a otro por susopiniones. No habríais tenido ningúnproblema.

—Os aseguro que no habríaencontrado en mí ni sombra de herejía.

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Ni siquiera en la Sorbona encontraríanuna falta en mí. No tengo nada que temer—una sonrisa desvaída—, aunque talvez…, bueno, quizá sea sólo un hombrede Cambridge en el fondo.

—¿Es ortodoxo en todo? —le dice aWriothesley.

—Es difícil saberlo. No le gustanlos frailes. Deberíais investigar más.

—¿Le apreciaban en el Colegio deJesús?

—Dicen que era un examinadorsevero.

—Supongo que no lo añora mucho.Aunque cree que Ana es una damavirtuosa —suspira—. ¿Y qué pensamos

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nosotros?Llamadme Risley suelta un bufido.

Acaba de casarse (con una parienta deGardiner), pero sus relaciones con lasmujeres no son en general afables.

—Parece un hombre melancólico —dice él—, de los que quieren vivirretirados del mundo.

Wriothesley enarca las rubias cejasde forma casi imperceptible.

—¿Os contó lo de la moza detaberna?

Cuando Cranmer llega a la casa, élle da de comer la exquisita carne del

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corzo. Cenan en privado, y le saca suhistoria poco a poco, con facilidad. Lepregunta de dónde es y cuando lecontesta: «De ningún sitio queconozcáis», le dice: «Probadme, heestado en casi todos los sitios».

—Aunque hubieseis estado enAslockton, no os habríais dado cuentade que estabais allí. Si un hombrerecorre las quince millas que hay desdeallí hasta Nottingham, basta con quepase una noche fuera para que no vuelvaa acordarse más de ese lugar.

Su aldea no tenía ni siquiera iglesia,sólo unas cuantas casuchas y la de supadre, donde había vivido su familia

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tres generaciones.—¿Vuestro padre es gentilhombre?—Lo es, sí. —Cranmer parece

ligeramente sorprendido: ¿qué otra cosapodría ser?—. Los Tamworth deLincolnshire figuran entre mis parientes.Los Clifton de Clifton. La familiaMolyneux, de la que habréis oídohablar. ¿O no?

—¿Y teníais muchas tierras?—Si lo hubiese pensado, habría

traído los documentos.—Disculpad. Nosotros, los hombres

de negocios…Le examina valorativamente.

Cranmer asiente.

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—Una pequeña propiedad. Y yo nosoy el primogénito. Pero él me educóbien. Me enseñó a montar. Me dio miprimer arco. Me regaló el primer halcónpara que lo adiestrara.

Muerto, piensa él, el padre muertohace mucho: y aún busca su mano en laoscuridad.

—Cuando tenía doce años me envióa la escuela. Sufrí allí. El director eramuy severo.

—¿Con vos? ¿O también con losotros?

—Si he de ser sincero, yo sólopensaba en mí mismo. Era débil, sinduda. Supongo que él buscaba la

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debilidad. Los maestros lo hacen.—¿No podíais quejaros a vuestro

padre?—Ahora me pregunto por qué no lo

hice. Pero luego él murió. Yo tenía treceaños. Al cabo de un año, mi madre meenvió a Cambridge. Yo estaba contentode poder escapar. Huir de la palmeta.No es que la llama de la sabiduríaardiese con mucho vigor. La apagó elviento del este. Oxford, Magdalenespecialmente, donde estaba vuestrocardenal, lo era todo por aquel entonces.

Él piensa: si hubieses nacido enPutney, veríais el río todos los días y loimaginaríais ensanchándose hacia el

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mar. Aunque no hubieseis visto nunca elocéano, tendríais una imagen de él en lacabeza después de que los extranjerosque subían a veces río arriba te hubiesencontado cosas. Sabías que un díasaldrías a un mundo de pavimentos demármol y pavos reales, de laderasvibrando de calor, de fragancia dehierbas aplastadas elevándose a tualrededor al caminar. Planeabas adóndete llevarían tus viajes: el tacto de laterracota caliente, el cielo nocturno enotro clima, flores extrañas, la mirada deojos de piedra de los santos de otrasgentes. Pero si habías nacido enAslockton, en anchos campos bajo un

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ancho cielo, sólo serías capaz deimaginar Cambridge, nada más.

—El cardenal le contó a un hombrede mi colegio que os robaron los piratasde pequeño —dice vacilante el doctorCranmer.

Él le mira fijamente un instante,sonríe con un gozo tranquilo.

—Cuánto echo de menos amonseñor. Ahora que se ha ido al norte,no hay nadie que me invente.

—¿Así que no es verdad? —dicecautamente el doctor Cranmer—. Es queyo me preguntaba si no podría haberdudas sobre si estabais bautizado.Porque, bueno, podría haberlas en un

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caso así.—Pero ese secuestro jamás tuvo

lugar. De veras. Y los piratas mehabrían devuelto.

—¿Erais un niño rebelde? —pregunta el doctor Cranmer frunciendoel ceño.

—Si os hubiese conocido entonces,podría haberle dado a vuestro maestrouna zurra por vos.

Cranmer ha dejado de comer. No esque haya comido mucho. Él piensa: estehombre seguirá albergando en el fondola idea de que yo soy pagano; ya nuncaconseguiré quitárselo del todo de lacabeza.

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—¿Echáis de menos los estudios?Habéis visto interrumpida vuestra vidadesde que el rey os nombró embajador yos envió a ultramar.

—En el golfo de Vizcaya, cuandovenía de España, tuvimos que achicar lanave. Oí las confesiones de losmarineros.

—Debieron de ser algo digno deoírse —se ríe—. Gritadas por encimadel estruendo de la tormenta.

Tras ese viaje agotador, y aunque elrey estaba satisfecho de su embajada,Cranmer podría haber vuelto a suantigua vida, si no hubiese comentado,al encontrarse con Gardiner en el

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pasillo, que se podría consultar a lasuniversidades europeas para queapoyasen la causa del rey. Habéishablado con los canonistas, probadahora con los teólogos. ¿Por qué no?,dijo el rey. Traedme al doctor Cranmery encargadle que lo haga. El Vaticanodijo que mi tenía nada contra la idea,salvo que no se debería ofrecer dinero alos eclesiásticos. Una advertenciadivertida procediendo de un pontíficeque se apellidaba Médici. A él estainiciativa le parece casi fútil. Peropiensa en Ana Bolena, piensa en lo quehabía dicho su hermana: ella no se hacemás joven cada día.

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Decidme, habéis visto a un centenarde letrados en una serie deuniversidades, y algunos dicen que elrey tiene razón…

—La mayoría…—Y si encontráis otros doscientos

qué importaría. Clemente ya no cederá ala persuasión, sólo a la presión. Y no merefiero a la presión moral.

—Pero no es a Clemente a quientenemos que persuadir sobre el caso delrey sino a toda Europa. A todos loscristianos.

—Me temo que convencer a lascristianas puede ser más difícil aún.

Cranmer baja la vista.

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—Yo nunca pude convencer a miesposa de nada. Nunca pensé enintentarlo, en realidad —hace una pausa—. Somos dos viudos, creo, señorCromwell, y si vamos a ser colegas, nodebo permitir que os hagáis ciertaspreguntas, o que estéis a merced dehistorias que os contará la gente.

La luz se está consumiendo a sualrededor mientras habla, y su voz, cadamurmullo, cada vacilación, sedesvanece en la oscuridad. Fuera de lahabitación en la que están sentados,donde la casa sigue su curso nocturno,hay ruidos y roces, como si seestuviesen arrastrando caballetes, y un

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leve rumor de vítores y gritos alegres.Pero él lo ignora. Concentra la atenciónen el sacerdote. Joan, una huérfana, dice,sirvienta en la casa de un gentilhombredonde él solía ir de visita. Sin familia,sin dote. Le inspiró compasión. Unsusurro en una habitación hace surgirespíritus de los pantanos, trae a losdifuntos: oscureceres de Cambridge, lahumedad de las marismas, las velas dejunco y sebo arden en una habitaciónbarrida y desnuda donde se produce unacto de amor. No podía hacer otra cosa,tenía que casarme con ella, dice eldoctor Cranmer. Y en realidad cómopuede uno no casarse. Su colegio le

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retiró la beca, por supuesto, no puedehaber becarios casados. Y naturalmente,ella tuvo que dejar la casa en la quetrabajaba, y como no sabía qué hacercon ella, la alojó en El Delfín, quellevaban unos parientes suyos, unos(confiesa, no sin bajar los ojos), unosfamiliares de ella, sí, es verdad quegente de su familia llevaba El Delfín.

—No es nada de lo que haya queavergonzarse. El Delfín es un buenestablecimiento.

Ah, lo conocéis: y se muerde ellabio.

Observa al doctor Cranmer: suforma de pestañear, el dedo cauteloso

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que apoya en la barbilla, sus ojoselocuentes y sus pálidas manossuplicantes. Así que Joan no era, dice,no era, bueno, una moza de taberna, digalo que diga la gente. Y sé lo que dice.Era una esposa con un hijo en el vientre,y él un pobre hombre de letras que sedisponía a vivir con ella en una pobrezahonesta, aunque eso no sucediófinalmente. Él pensaba que podríaencontrar un puesto de secretario conalgún gentilhombre, o de tutor, o quepodría ganarse la vida con la pluma.Pero ninguno de esos planes sirvió denada. Pensó que podrían irse deCambridge, incluso que podrían

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abandonar Inglaterra, pero al final notuvieron que hacerlo. Esperaba quealgún pariente hiciese algo por él antesde que naciese el hijo, pero cuandomurió Joan de parto, ya nadie pudohacer nada por él. «Si el niño hubieravivido, habría salvado algo. Pero talcomo fueron las cosas, nadie sabía quédecirme. No sabían si darme el pésamepor la pérdida de mi mujer, o felicitarmeporque el Colegio de Jesús me habíaaceptado de nuevo. Me hiceeclesiástico; ¿por qué no? Todo aquello,el matrimonio, el hijo que pensaba quetendría, mis colegas parecíanconsiderarlo una especie de error de

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cálculo. Como perderle en el bosque.Llegas a casa y no vuelves a acordartede ello.»

—Hay en este mundo una genteextraña y fría. Y son los sacerdotes,creo yo, y perdonadme que os lo diga.Se adiestran para no sentir lo natural. Lohacen con una finalidad buena, claro.

—No fue un error. Tuvimos un año.Pienso en ella todos los días.

Se abre la puerta. Alice, que traeluces.

—¿Es vuestra hija?En vez de hablarle de su familia,

dice:—Es mi querida Alice. Esto no es

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trabajo tuyo, Alice…Ella hace una reverencia, una

pequeña genuflexión para uneclesiástico.

—No, pero Rafe y los otros quierensaber de qué habláis tanto tiempo. Yquieren saber también si habrá undespacho para el cardenal esta noche. Jotambién espera con la aguja y el hilo.

—Diles que ya lo escribiré yo y quelo enviaré mañana. Jo puede irse a lacama.

—Oh, no vamos a irnos a la cama.Estamos haciendo correr a los lebrelesde Gregory arriba y abajo por el salón, yhaciendo tanto ruido como para

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despertar a los muertos.—Ya veo por qué no queréis dar por

terminada la velada.—Sí, lo estamos pasando muy bien

—dice Alice—. Tenemos modales defregonas y nadie querrá casarse nuncacon nosotras. Si nuestra tía Mercy sehubiese comportado así de joven lehabrían aporreado la cabeza hastahacerla sangrar por las orejas.

—Entonces vivimos en tiemposfelices —dice él.

Cuando Alice se marcha y cierra lapuerta, Cranmer pregunta:

—¿No se azota a los niños en estacasa?

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—Procuramos enseñarles con elejemplo, como propone Erasmo, aunquea todos nos gusta hacer correr a losperros y armar bulla, así que nohacemos muy bien las cosas en eseaspecto.

No sabe si debería sonreír. Él tienea Gregory. Tiene a Alice y a Johane, y ala niña Jo y, por el rabillo del ojo, porla periferia del campo de visión, laniñita pálida que espía en casa de losBolena. Tiene halcones en jaulas que semueven hacia donde suena su voz. ¿Estehombre qué tiene?

—Yo pienso en los consejeros delrey —dice el doctor Cranmer—. El tipo

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de hombres que le rodean ahora.Y él tiene al cardenal, si el cardenal

sigue pensando bien de él después detodo lo que ha pasado. Si se muere, tienelos perros negros de su hijo para que setiendan a sus pies.

—Son hombres hábiles —diceCranmer— que harán todo lo que élquiera. Pero a mí me parece, no sé loque pensáis vos, que no entienden enabsoluto la situación en que seencuentra…, que carecen de compasióny de bondad. Que no tienen ningunacaridad. Ni amor.

—Eso es lo que me hace pensar quellamará de nuevo al cardenal.

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Cranmer estudia su rostro.—Me temo que eso ya no puede

suceder.Él siente deseos de hablar, de

expresar la cólera y el dolor contenidos.—La gente ha procurado crear

malentendidos entre nosotros.Convencer al cardenal de que nodefiendo sus intereses, sólo los míos,que he sido comprado, que veo a Anatodos los días…

—La veis, desde luego…—¿Cómo voy a saber si no lo que he

de hacer? Su Eminencia no puede saber,no puede entender cómo están las cosasaquí ahora.

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—¿No deberíais ir a verle? —pregunta amablemente Cranmer—.Vuestra presencia disiparía cualquierduda.

—No hay tiempo. Le han tendido unatrampa y no me atrevo a moverme.

Ha refrescado; los pájaros delverano se han ido y abogados de negrasalas acuden a los campos de Lincoln'sInn y de Gray's Inn para el nuevoperiodo. La temporada de caza (o almenos la temporada en que el rey caza adiario) terminará pronto. Pase lo quepase en otros lugares, haya los engaños

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y frustraciones que haya, en el campouno puede olvidarlos. El cazador figuraentre los hombres más inocentes de estemundo; vive en el momento y eso le hacesentirse puro. Cuando regresa aloscurecer, le duele el cuerpo, tiene lacabeza llena de imágenes de hojas ycielo; no quiere leer documentos. Susdesdichas, sus perplejidades hanretrocedido, y se mantendrán apartadas,siempre que (después de comer y beber,reír e intercambiar historias) se levanteal amanecer para volver a hacerlo todode nuevo.

Pero en invierno, el rey, menosocupado, empezará a pensar en su

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conciencia. Empezará a pensar en suorgullo. Empezará a pensar en lasrecompensas con que premiará a los quepuedan proporcionarle resultados.

Es un día de otoño, asoma tras lashojas que tiemblan V caen un soltrémulo y blanquecino. Entras en elcampo de tiro con arco. Al monarca legusta hacer más de una cosa al mismotiempo: hablar, lanzar flechas a unblanco.

—Aquí estaremos solos —dice— ypodré deciros libremente lo que pienso.

En realidad circula alrededor deellos la población de un pueblo pequeñocomo podría ser Aslockton. El rey no

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sabe lo que significa «solo». ¿Está soloalguna vez, incluso en sueños? «Solo»significa sin Norfolk matraqueandodetrás de él. «Solo» significa sinCharles Brandon, a quien, en un ataquede furia estival, el rey aconsejó que sefuese y se mantuviese a más de cincuentamillas de la corte. «Solo» significa tenerúnicamente al lado a mi arquero y a susayudantes, a mis gentilhombres decámara, que son mis amigos másescogidos e íntimos. Dos de esosgentilhombres duermen al pie de sucama, salvo que esté con la reina; haceaños que prestan ese servicio.

Cuando ve a Enrique tensar el arco,

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piensa: ahora veo que es regio. Enpalacio o en el exterior, en tiempo deguerra o en tiempo de paz, feliz oenojado, al rey le gusta practicar variasveces por semana, como debería hacertodo inglés; aprovechando su talla, losmúsculos bien adiestrados de losbrazos, los hombros y el pecho, lanzalas flechas para que vayan a clavarse enel centro preciso del blanco. Luegotiende el brazo para que alguien ate odesate el protector real; para que alguiense lleve el arco y le traiga otro. Unesclavo servil le entrega un pañuelopara enjugarse la frente y lo recoge dedonde él lo haya tirado; y luego,

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exasperado porque ha fallado una o dosveces, el rey de Inglaterra chasquea losdedos, para que Dios cambie ladirección del viento.

—Recibo de diversas partes —gritael rey— el consejo de que deberíaconsiderar disuelto mi matrimonio antela Europa cristiana y casarme a mielección. Y pronto.

Él guarda silencio.—Pero otros dicen… —sopla la

brisa, llevándose hacia Europa suspalabras.

—Yo soy uno de esos hombres.—Santo cielo —dice Enrique—, no

me desanimará eso. ¿Cuánto creéis que

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va a durar mi paciencia?Él no se decide a decir: aún vivís

con vuestra esposa. Compartís un techo,una corte, vais juntos a dondequiera queos desplacéis, ella en la condición dereina, vos en la de rey. Dijisteis alcardenal que ella era vuestra hermana,no vuestra esposa, pero si hoy no tiráisbien con el arco, si el viento no osfavorece o vuestra vista se nubla conlágrimas súbitas, es sólo a la hermanaCatalina a la que podréis recurrir; conAna Bolena no podéis admitir debilidad,ningún fallo.

Él ha estudiado detenidamente aEnrique mientras practica con el arco.

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Ha tomado también un arco a invitaciónsuya, lo que causa cierta consternaciónen las filas de los gentilhombres quetachonan la hierba y se apoyan en losárboles, vistiendo sus sedas del color defrutos maduros, morado, oro y ciruela.Enrique tira bien, pero no tiene losmovimientos de un arquero nato; elarquero nato apoya todo el cuerpo en elarco. Le compara con Richard Williams,Richard Cromwell, como se llamaahora. Su padre, ap Evan, era un artistacon el arco. Aunque él nunca llegase averle, seguro que tenía músculos comomaromas y que los empleaba todos,desde los talones hasta la cabeza.

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Observando al rey, se convence de quesu bisabuelo no era el arqueroBlaybourne, como cuenta la historia,sino Ricardo, duque de York. Su abueloera de sangre real. Su madre era desangre real; tira con el arco como ungentilhombre aficionado, y es rey, deeso no cabe duda alguna.

El rey le dice: tenéis buen brazo,buen ojo. Él alega desdeñosamente: oh,a esta distancia. Tiramos al arco todoslos domingos, explica, los de mi casa.Vamos a San Pablo para el sermón yluego a Moorfields; nos encontramosallí con nuestros compañeros del gremioy derrotamos a los carniceros y a los

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tenderos, y luego comemos todos juntos.Tenemos contiendas muy reñidas con losvinateros. —Enrique se deja llevar porun impulso y le mira.

—¿Y si os acompañase una semana?Podría ir disfrazado. A los Comunes lesgustaría, ¿no? Podría tirar para vos. Unrey debería mostrarse a veces, ¿no osparece? Sería divertido, ¿verdad?

No mucho, piensa él. No puedejurarlo, pero le parece que hay lágrimasen los ojos de Enrique. «Seguro queganaríamos —le dice. Es lo que lediríais a un niño—. Los vinaterosbramarían como osos.»

Empieza a lloviznar y cuando

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caminan hacia una arboleda protectora,un dibujo de hojas sombrea el rostro delrey. Ana amenaza con dejarme, explica.Dice que hay otros hombres y que estádesperdiciando su juventud.

Norfolk, aterrado, esa última semanade octubre de 1530: «Escuchad. Estetipo de aquí —señala con el pulgargroseramente a Brandon, que ha vuelto ala corte, ha vuelto, por supuesto—, esteindividuo, hace unos años arremetiócontra el rey en la liza y casi le mata.Enrique no se había puesto la visera,sabe Dios por qué, pero esas cosas

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pasan. Aquí Milord arremete con lalanza, ¡paf!, en el yelmo del rey y lalanza dio, a una pulgada, una pulgada,del ojo».

Norfolk se ha hecho daño en la manoderecha por la fuerza aplicada en lademostración. Con un rictus de dolor,pero furioso, vehemente, prosigue:

—Un año después, Enrique ibasiguiendo a su halcón, era ese tipo deterreno cortado, llano pero engañoso, yasabéis, y llega a una zanja, asienta unavara para ayudarse a cruzar, y el infernalinstrumento se rompe, Dios hizo queestuviese podrido, y allá va Su Majestady hunde la cara aturdido en un pie de

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agua y barro, y si un sirviente no lohubiese sacado de allí, en fin,caballeros, tiemblo al pensarlo.

Él piensa que es una preguntacontestada. En caso de peligro, puedessacarle de él. Como a un pez. Como sea.

—¿Y si se muere? —preguntaNorfolk—. Supongamos que se lo llevauna fiebre. Que se cae del caballo y serompe el cuello. Entonces, ¿qué? ¿Subastardo, Richmond? No tengo nadacontra él, es un buen muchacho, y Anadice que debería casarle con mi hijaMaría. Ana no es tonta, pongamos unHoward en todas partes, dice, en todaslas partes a las que pueda mirar el rey.

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Yo no tengo nada contra Richmond, enrealidad, salvo que nació fuera delmatrimonio. ¿Puede reinar?Preguntáoslo vos mismo. ¿Cómoconsiguieron la corona los Tudor? ¿Portítulo? No. ¿Por la fuerza? Exactamente.Ganaron la batalla por la gracia deDios. El viejo rey tenía un puño comono encontraríais en muchas millas a laredonda. Tenía grandes libros en los queanotaba sus agravios y perdonaba,¿cuándo? ¡Nunca! Así se gobierna,señores.

Se vuelve a su público, a losconsejeros que aguardan y observan y alos gentilhombres de corte y de cámara.

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A Henry Norris, a su amigo WilliamBrereton, al secretario de EstadoGardiner, a (casualmente, en realidad)Thomas Cromwell, que está cada vezmás donde no debería.

—El viejo rey engendró, y con laayuda del cielo engendró varones. Perocuando Arturo murió, se afilaron lasespadas en Europa y se afilaron pararepartirse este reino. Enrique, que es reyahora, era un niño de nueve años. Si elrey hubiese aguantado unos años más,habría habido guerras de nuevo. Un niñono puede gobernar Inglaterra. ¿Y un niñobastardo? ¡Dios me dé fuerzas! ¡Yaestamos otra vez en noviembre!

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Es difícil poner objeciones a lo quedice el duque. Él lo entiende todo.Incluso el último grito, que le sale alduque del alma. Es noviembre de nuevoy ha transcurrido un año desde queHoward y Brandon entraron en YorkPlace y exigieron la cadena del cargo alcardenal y le expulsaron de su casa.

Se hace el silencio. Luego, alguientose, alguien suspira. Alguien(probablemente Henry Norris) se ríe. Esél quien habla.

—El rey tiene una hija de sumatrimonio.

Norfolk se vuelve. Furioso, la carade un rojo intenso y moteado.

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—¿María? —pregunta—. ¿Esarenacuaja parlante?

—Crecerá.—Eso esperamos todos —dice

Suffolk—. Ya ha cumplido los catorce,¿no?

—Pero tiene la cara del tamaño dela uña de mi dedo pulgar —diceNorfolk.

El duque muestra su dedo a lospresentes.

—Una mujer en el trono inglés —añade—. Eso ofende a la naturaleza.

—Su abuela fue reina de Castilla.—Ella no puede ponerse al mando

de un ejército.

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—Isabel lo hizo.—Cromwell —dice el duque—,

¿por qué estáis aquí? ¿Escuchando loque hablan los gentilhombres?

—Señor, cuando gritáis puedenoíros hasta los mendigos de la calle. EnCalais.

Gardiner se vuelve a mirarle.Interesado.

—Así que creéis que María puedereinar…

—Depende de quién la aconseje —dice, encogiéndose de hombros—.Depende de con quién se case.

—Tenemos que actuar pronto —diceNorton—. Catalina tiene a la mitad de

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los abogados de Europa trabajando paraella. Esta dispensa. Aquella dispensa.La otra dispensa con una condenadaredacción distinta que dicen queprocede de España. No importa. Es algoque va más allá de los documentos.

—¿Por qué? —pregunta Suffolk—.¿Acaso está vuestra sobrina encinta?

—¡No! Y es una lástima. Porque silo estuviese, no habría más remedio quehacer algo.

—¿Qué? —dice Suffolk.—No sé. ¿Que él mismo se otorgue

el divorcio?Se oye un arrastrar de pies, un

susurro, un suspiro. Algunos miran al

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duque. Otros se miran los zapatos. Nohay nadie en la habitación que no quieraque Enrique consiga lo que desea. Susvidas y fortunas dependen de ello. Él veel camino que hay delante: un caminotortuoso por un terreno llano, elhorizonte engañosamente despejado, elcampo entrecruzado por zanjas, y elTudor actual, con cierta cantidad desalpicaduras de barro por cuerpo yrostro, es sacado de la zanja jadeando alaire claro.

—Aquel buen hombre que sacó alrey de la zanja, ¿cómo se llamaba? —pregunta.

—Al señor Cromwell le gusta

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escuchar las hazañas de las personas debaja condición —dice secamenteNorfolk.

No cree que ninguno de ellos losepa. Sin embargo, Norris contesta:

—Yo lo sé. Se llamaba EdmundLudy.

Todo sería más apropiado, diceSuffolk, y suelta una carcajada. Le mirantodos fijamente.

Es el Día de Difuntos: noviembreotra vez, como dice Norfolk. Hanllegado Alice y Jo para hablar con él.Las acompaña Bella (la Bella de ahora)

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con una cinta de seda rosa. Él alza lavista: ¿puedo hacer algo por estas dosdamas?

—Señor —dice Alice—, hace másde dos años que murió mi tía Elizabeth,vuestra esposa. ¿Escribiréis al cardenalpidiéndole que pida al papa que la dejesalir del Purgatorio?

—¿Y qué me decís de vuestra tíaKat? —pregunta él—. ¿Y de vuestrasprimitas, mis hijas?

Las niñas intercambian miradas.—No creemos que ellas hayan

estado allí tanto. Anne Cromwell seenorgullecía de su trabajo con losnúmeros y se ufanaba de estar

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aprendiendo griego. Grace estabaenvanecida con su cabello y solía decirque tenía alas, lo cual era mentira.Creemos que tal vez ellas deban sufrirmás. Pero el cardenal podría intentarlo.

Pedid y se os dará, piensa él.—Habéis trabajado tanto —dice

Alice animosamente— en los asuntosdel cardenal que no os lo negaría. Yaunque ya no cuente con el favor del rey,seguro que contará con el del papa.

—Y supongo que el cardenal escribeal papa todos los días —dice Jo—.Aunque no sé quién le coserá las cartas.Y supongo que el cardenal podríaenviarle un regalo por ese favor. Dinero,

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quiero decir. Nuestra tía Mercy dice queel papa no hace nada si no se le dadinero.

—Venid conmigo —dice él. Ellasintercambian miradas. Les pide quevayan delante. Las patitas de Bellacorren. Jo aminora la marcha, pero, detodos modos, Bella tiene que correr.

Mercy y Johane, la mayor, estánsentadas juntas. El silencio no es alegre.Percy lee, murmurando las palabras parasí. Johane mira a la pared con la costuraen el regazo. Mercy señala con el dedola línea que está leyendo.

—¿Qué es esto? ¿Una embajada?—Decídselo —dice él—. Jo,

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explícale a tu madre lo que me habéispedido que haga.

Jo se echa a llorar. Alice habla yexpone su propuesta.

—Queremos que nuestra tía Lizsalga del Purgatorio.

—¿Qué les has estado enseñando?—pregunta él.

Johane se encoge de hombros.—Muchas personas mayores creen

lo mismo que ellas.—Santo cielo, ¿qué está pasando en

esta casa? Estas niñas creen que el papapuede bajar al otro mundo con unmanojo de llaves. Mientras que Richardniega el sacramento…

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—¿Qué? —pregunta Johane,boquiabierta—. ¿Lo hace?

—Richard tiene razón —dice Mercy—. Cuando nuestro Señor dijo éste esmi cuerpo, quería decir esto significa micuerpo. No dio permiso a los sacerdotespara ser conjuradores.

—Pero dijo es. No dijo esto escomo mi cuerpo. Dijo es. ¿Puede mentirDios? No. Es incapaz de hacerlo.

—Dios puede hacer lo que quiera —dice Alice.

—Ay, bonita —dice Johanemirándola fijamente.

—Si mi madre estuviera aquí tedaría una bofetada por eso.

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—Nada de peleas, por favor —diceél.

Austin Friars es como un mundo enpequeño. En los últimos años se parecemás a un campo de batalla que a unhogar. O a un campamento de tiendas decampaña en las que los supervivientescontemplan desesperados sus miembrosmaltrechos y sus expectativas frustradas.Pero es él quien tiene que dirigir a estasúltimas tropas endurecidas; para que nose las desbaraten en el siguiente ataque,es él quien debe enseñarles el artedefensivo de afrontar ambas vías, la fe ylas obras, el papa y los nuevoshermanos, Catalina y Ana. Mira a

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Mercy, que sonríe, burlona. Mira aJohane, que se ha ruborizado. Desvía laatención de Johane y de sus propiospensamientos, que no son precisamenteteológicos.

—No habéis hecho nada malo —lesdice a las niñas; pero ellas estánafligidas y las engatusa—. Te haré unregalo por coser entre las ropas lascartas del cardenal, Jo; y a ti otro, Alice,estoy seguro de que no hace faltaninguna razón. Te regalaré unos monitos.

Ellas se miran. Jo se siente tentada.—¿Sabéis dónde conseguirlos?—Creo que sí. He estado en casa del

Lord Canciller y su esposa tiene uno. Se

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lo sienta en las rodillas y escucha todolo que le dice.

—Ya no están de moda —diceAlice.

—Pero os lo agradecemos —diceMercy.

—Pero os lo agradecemos —repiteAlice—. Aunque ya no se ven monitosen la corte desde que apareció lady Ana.Nos gustarían cachorrillos de Bella paraestar a la moda.

—Tal vez con el tiempo —dice él.La habitación está llena de

corrientes subterráneas, y algunas se leescapan. Coge a su perra, se la ponedebajo «Id brazo y sale a ver cómo

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conseguir algo más de dinero para elhermano George Rochford. Sienta aBella en el escritorio, para que eche unsueñecito entre sus papeles. Ha estadochupando la punta de su lazo intentandosutilmente deshacer el nudo del cuello.

El 1 de noviembre de 1530 leentregan una orden para la detención delcardenal a Harry Percy, el joven condede Northumberland. El conde llega aCawood para detenerle. Cuarenta y ochohoras antes de su llegada a York para lainvestidura como estaba previsto. Se lollevan bajo guardia al castillo de

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Pontefract, de allí a Doncaster, y de allía Sheffield Park, la casa del conde deShrewsbury. Donde cae enfermo. El 26de noviembre llega el condestable de laTorre con veinticuatro hombresarmados, para escoltarle al sur. Lellevan desde allí hasta la abadía deLeicester. Muere tres días después.

—¿Qué era Inglaterra antes deWolsey? Una islita de ultramar pobre yfría.

George Cavendish llega a AustinFriars. Llora mientras habla. A veces seseca las lágrimas y moraliza. Pero sobre

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todo llora.—Ni siquiera habíamos acabado de

cenar —dice—. Monseñor estabatomando el postre cuanto llegó el pobreHarry Percy. Estaba salpicado de barrodel camino y llevaba las llaves en lamano. Ya se las había quitado al porteroy había puesto centinelas en lasescaleras. Monseñor se levantó, dijo:Harry, si lo hubiese sabido os habríaesperado para cenar. Me temo que casihemos acabado ya el pescado. ¿Queréisque rece pidiendo un milagro? Yo lesusurré: monseñor, no blasfeméis.Entonces, Harry Percy avanzó hacia él.Monseñor, os detengo por alta traición.

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Cavendish espera. Espera que le déun ataque de furia. Pero él une losdedos, los junta como si estuvieserezando. Piensa: Ana lo ha preparado,debe de haberle procurado unasatisfacción profunda y secreta; unavenganza aplazada, por ella misma, porsu antiguo amante, a quien reprendióseveramente el cardenal y echó de lacorte.

—¿Y cuál era la actitud de él, deHarry Percy?… —pregunta.

—Temblaba de pies a cabeza.—¿Y Monseñor?—Le pidió que le enseñase la orden.

Percy dijo: hay cosas en mis

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instrucciones que no debéis ver. Así queyo le dije a monseñor: si no os laenseña, no os entregaré, así que tenéisun problema, Harry. Vamos, George, medijo monseñor, entraremos en mishabitaciones a hablar. Ellos le siguieronpisándole los talones, los hombres delconde, así que me planté a la puerta yles corté el paso. Monseñor entró en sucámara con un gran dominio de símismo, y cuando se volvió, dijo:Cavendish, miradme a la cara: no tengomiedo a ningún hombre vivo.

Él, Cromwell, se aleja paseando,para no tener que ver la congoja deCavendish. Mira la pared, los paneles

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nuevos forrados de lino, y recorre con elíndice sus ranuras.

—Cuando le sacaron de la casa, lagente del pueblo se había congregadofuera. Se arrodillaban en el caminollorando. Pedían a Dios venganza contraHarry Percy.

Dios no tiene por qué molestarse,piensa él: ya me encargaré yo.

—Cabalgamos hacia el sur. Eltiempo empeoraba. Era tarde cuandollegamos a Doncaster. La gente delpueblo se amontonaba en la calle, codocon codo, cada uno con una vela en laoscuridad. Creímos que se dispersarían,pero pasaron toda la noche en el camino.

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Aunque se les apagaron las velas. Yllegó la claridad del día, al menos unapoca.

—Debió de animarle mucho. Lo dela gente.

—Sí, aunque por entonces, no lo hedicho, debería haberlo hecho, llevabauna semana sin comer.

—¿Porqué? ¿Por qué lo hizo?—Algunos dicen que quería morir.

Yo no lo creo, un alma cristiana… Pedípara él un plato de peras asadas conespecias… No sé si hice bien.

—¿Y comió?—Un poco. Pero luego se llevó la

mano al pecho y dijo: noto algo frío en

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mi interior. Frío y duro como una piedrade afilar. Y entonces fue cuandoempezó. —Cavendish se levanta; paseatambién por la habitación—. Pedí queavisaran a un boticario. Le preparó unospolvos y los echó en tres vasos. Yo toméuno. Él, el boticario, bebió otro. SeñorCromwell, yo no confiaba en nadie. Miseñor bebió el suyo y de momento eldolor se calmó. Y dijo: bueno, era flato,y se echó a reír, y yo pensé: mañanaestará mejor.

—Entonces llegó Kingston.—Sí. ¿Cómo podía decirle a

monseñor: ha llegado el condestable dela Torre para llevaros con él? Monseñor

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se sentó en un baúl del equipaje. Dijo:¿William Kingston? ¿William Kingston?Y seguía repitiendo su nombre.

Y todo ese tiempo, un peso en elpecho, una piedra de afilar, un acero, uncuchillo aguzado en sus entrañas.

—Yo le dije: vamos, tomáoslo conbuen ánimo, monseñor. Compareceréisante el rey, limpiaréis vuestro nombre.Y Kingston dijo lo mismo. Peromonseñor dijo: me conducís a unafelicidad engañosa. Sé lo que estáprevisto para mí y la muerte que meespera. Aquella noche no dormimos. Miseñor expulsó sangre negra del vientre.A la mañana siguiente, estaba

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demasiado débil para tenerse en pie, asíque no pudimos cabalgar. Pero luego lohicimos. Y por fin llegamos a Leicester.

»Los días eran muy cortos, la luzpobre. El domingo despertó a las ochode la mañana. Yo entraba en aquelmomento con unas velas y las estabaponiendo en el aparador. Me dijo: ¿dequién es la sombra que salta por lapared? Y gritó vuestro nombre. Dios meperdone. Le dije que estabais de camino.Él dijo: los caminos son traidores. Yodije: ya conocéis a Cromwell, ni eldemonio es la paz de detenerle. Si éldice que se ha puesto en camino, prontollegará.

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—George, abreviad la historia. Nopuedo soportarlo.

Pero George debe contarlo todo: a lamañana siguiente, a las cuatro, uncuenco de caldo de pollo, pero no lotomó. ¿No es hoy día de abstinencia?Pidió que lo retiraran. Llevaba ya ochodías enfermo, vaciando continuamente elvientre, sangrando, y con dolores, ydecía: creedme, el final de esto es lamuerte.

Poned a mi señor ante una dificultady él hallará un medio. Con su habilidady su astucia, hallará un medio, unasalida. ¿Veneno? Si es así, entonces porsu propia mano.

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Exhaló el último suspiro al díasiguiente a las ocho de la mañana.Alrededor de su cama, el tintinear de lascuentas de los rosarios. Fuera, el patearinquieto de los caballos en los establos,la luna tenue del invierno iluminando elcamino de Londres.

—¿Murió en el sueño? —Le habríadeseado menos dolor. George dice: no,estuvo hablando hasta el final—.¿Volvió a hablar de mí? ¿Dijo algo?¿Alguna palabra?

Le lavé, dice George. Le preparépara el entierro. «Debajo de la camisade holanda encontré un cinturón decerdas… Lamento contároslo, sé que no

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os agradan esas prácticas, pero esverdad. Creo que él no hizo nunca eso,hasta que estuvo en Richmond con losmonjes.»

—¿Qué se hizo de él? ¿Del cinturónde cerdas?

—Se lo quedaron los monjes deLeicester.

—¡Santo cielo! Sacarán buen dinerode él.

—¿Sabéis que no pudieronproporcionar nada mejor que un simpleataúd de tablas?

Sólo al decir esto flaquea GeorgeCavendish. Sólo en este punto jura ydice, por la pasión de Cristo, les oí

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clavarlas. Cuando pienso en el escultorflorentino y en su tumba, el mármolnegro, el bronce, los ángeles a la cabezay a los pies… Pero pude verle vestidocon sus ropas de arzobispo y le abrí losdedos para ponerle en la mano elbáculo, tal como creía él que deberíaempuñarlo cuando fuese entronizado enYork. Sólo faltaban dos días. Yahabíamos preparado el bagaje yestábamos a punto de ponernos encamino cuando apareció Harry Percy.

—Mirad, George —dice él—. Yo lerogué: daos por satisfecho con lo quehabéis salvado de la ruina, marchaos aYork, alegraos de estar vivo… Si las

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cosas hubiesen seguido su curso, habríavivido otros diez años. Lo sé.

—Mandamos llamar al alcalde y atodas las autoridades de la ciudad paraque le vieran en el ataúd, para que nocorrieran falsos rumores de que seguíavivo y había huido a Francia. Algunoshicieron comentarios sobre su bajonacimiento, santo cielo, ojalá hubieseisestado allí…

—Ojalá, sí.—Delante de vos, señor Cromwell,

no lo habrían hecho, no se habríanatrevido. Cuando oscureció, le velamos,con cirios encendidos alrededor delataúd, hasta las cuatro de la mañana,

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que, como sabéis, es la hora canónica.Luego oímos misa. A las seis ledepositamos en la cripta. Allí se quedó.

A las seis de la mañana, unmiércoles, la festividad de san Andrésapóstol, yo, un simple cardenal. Ledejaron allí y partieron hacia el sur,para ver en Hampton Court al rey. Quele dice a George: «Ni por veinte millibras habría querido que el cardenalmuriese».

—Mirad, Cavendish —dice él—,cuando os pregunten qué dijo el cardenalen sus últimos días, no les contéis nada.

George enarca las cejas.—Ya lo he hecho. Se lo he contado

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todo. El rey me preguntó. Y MilordNorfolk.

—Si le habéis contado algo aNorfolk, lo tergiversará para convertirloen traición.

—De todos modos, como es el LordTesorero, me ha pagado mis salariosatrasados. Eran tres o cuatro años deatrasos.

—¿Cuánto os pagaban, George?—Diez libras anuales.—Deberíais haber acudido a mí.Éstos son los hechos. Éstas, las

cifras. Si el Señor del Inframundo seapareciese mañana en la cámara privadadel rey y ofreciese que un difunto

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volviese a la vida, saliese de la tumba,saliese de la cripta, el milagro deLázaro por veinte mil libras… EnriqueTudor se vería impulsado a reunirías.¿Norfolk Lord Tesorero? Bien, noimporta quién ostente el título, quiéntenga las llaves tintineantes de los cofresvacíos.

—¿Sabéis? —dice—, si el cardenalpudiese preguntarme como solía hacer:Thomas, qué os gustaría de regalo deAño Nuevo, yo diría: me gustaría ver lascuentas de la nación.

Cavendish vacila; empieza a hablar;se detiene; empieza de nuevo.

—El rey me dijo ciertas cosas. En

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Hampton Court. «Tres pueden celebrarconsejo si dos están ausentes.» —Creoque es un proverbio.

—Dijo: «Si creyese que mi gorraiba a darme consejos, la arrojaría alfuego».

—Creo que también es un proverbio.—Parece indicar que ya no elegirá

ningún consejero: ni Milord Norfolk niStephen Gardiner ni nadie, ningunapersona que esté próxima a él, nadie queesté tan próximo como lo estaba elcardenal.

Él asiente. Parece una interpretaciónrazonable.

Cavendish tiene aspecto de estar

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enfermo. Es la tensión de las largasnoches insomnes, del velatorio junto alataúd. Está preocupado por diversassumas de dinero que tenía el cardenal enel viaje y que no tenía cuando murió.Está preocupado por cómo llevar suspropios efectos a su casa desdeYorkshire; al parecer, Norfolk le haprometido un cargo y dinero para eltransporte. Él, Cromwell, habla de ellomientras piensa en el rey, y, sin queGeorge lo vea, dobla los dedos uno auno con firmeza en la palma de la mano.María Bolena trazó en su palma ciertaforma. Él piensa: Enrique, tengo tucorazón en mi mano.

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Cuando Cavendish se marcha, seacerca a su cajón secreto y saca elpaquete que le dio el cardenal el día queinició su viaje al norte. Desata el hiloque lo cierra. El hilo se enreda, se traba,él lo manipula con paciencia. Antes delo que esperaba, el anillo turquesa ruedaen la palma de su mano, tan frío como sillegara de la tumba. Se imagina lasmanos del cardenal, de dedos largos,blancas y sin cicatrices, firmes tantosaños al timón de la nave del Estado;pero el anillo se adapta como si hubiesesido hecho para él.

Los ropajes escarlata del cardenalyacen ahora doblados y vacíos. No

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pueden desperdiciarse. Se cortarán y seconvertirán en otras prendas. Quién sabedónde acabarán con el paso de los años.Tu mirada quedará atrapada por un cojíncarmesí o un trozo de rojo en unestandarte o una enseña. Tendrás unatisbo de ellas en la manga interior dealguien o en el destello de la enagua deuna puta.

Otro hombre iría a Leicester a verdónde murió y a hablar con el abad.Otro hombre tendría problemasimaginando, pero él no tiene problemas.El rojo del fondo de una alfombra, elrubor de la pechuga del pinzón, el rojode un sello de cera o el corazón de la

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rosa: implantado en su paisaje,embalsamado en su ojo interior ycaptado en el brillo de un rubí, en elcolor de la sangre, el cardenal siguevivo y habla. Miradme a la cara: yo notengo miedo a ningún hombre vivo.

En el gran salón de Hampton Courtrepresentan un entremés; se titula Eldescenso del cardenal al Infierno. Lerecuerda la representación del añoanterior, en la Gray's Inn. Bajo la miradade los funcionarios de la casa real, loscarpinteros han estado trabajandodenodadamente con estipendios extra,

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alzando estructuras en las que colocantelas pintadas con escenas de tortura. Alfondo del salón, las mamparas estánllenas de llamas.

La diversión consiste en losiguiente: una enorme figura escarlataaullando en posición supina esarrastrada por el suelo por actoresvestidos de demonios. Hay cuatrodemonios, uno para cada extremidad deldifunto. Los demonios llevan máscaras.Tienen tridentes con los que pinchan alcardenal, haciéndole retorcerse y saltary suplicar. Él tenía la esperanza de queel cardenal muriese sin dolor, peroCavendish había dicho que no. Murió

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consciente, hablando del rey. Habíadespertado lleno de sobresalto y habíadicho: ¿de quién es esa sombra que hayen la pared?

El duque de Norfolk pasea por elsalón riendo satisfecho: «¿Verdad queestá bien, eh? ¡Merecería que seimprimiese! Por la santa misa, ¡es lo queharé! Haré que lo impriman para poderllevármelo a casa y podremos asírepresentarlo otra vez en Navidad».

Ana está sentada y ríe, señala,aplaude. Nunca la había visto así:deslumbrante, resplandeciente. Enriqueestá sentado a su lado, inmóvil. A vecesse ríe, pero él cree que si pudiese

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acercarse lo suficiente vería el miedo ensu mirada. El cardenal rueda por elsuelo, dando patadas a los demonios,pero ellos le acosan vestidos con sustrajes negros de lana y gritan: «Vamos,Wolsey, tenemos que llevarte alInfierno, porque nuestro señor Belcebúte espera para cenar».

Cuando la montaña escarlata alza lacabeza y pregunta: «¿Qué vino sesirve?», él está a punto de olvidarsetambién y de reírse. «No tomaré vinoinglés», proclama el difunto. «Ningunode esos orines de gato que sirve MilordNorfolk.»

Ana cacarea; señala; señala a su tío.

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El ruido se eleva hacia las vigas deltecho a la par que el humo de lachimenea, las risas y cánticos de lasmesas, los aullidos del gordo prelado.No, le aseguran, el demonio es unfrancés, y hay rechiflas y silbidos y seoyen canciones. Los demonios echan unnudo corredizo al cuello del cardenal.Le obligan a ponerse de pie, pero éllucha con ellos. Los puñetazos que lanzano son todos fingidos, y él oye susgruñidos, cuando se quedan sin aliento.Pero hay cuatro verdugos y un gran sacoescarlata que se sofoca, que araña; lacorte grita: «¡Dejadle caer! ¡Dejadlecaer!».

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Los actores alzan las manos; dan unsalto brusco hacia atrás y le dejan caer.Cuando rueda por el suelo jadeante, leclavan los tridentes y devanan de éltripas de lana escarlata.

El cardenal blasfema, ventosea y, enlos rincones del local, estallan fuegosartificiales. Él ve por el rabillo del ojoa una mujer corriendo con una mano enla boca; pero tío Norfolk correteaseñalando: «Mirad, le están sacando lastripas, como se las sacaría el verdugo.¡Vaya que sí, yo pagaría por verlo!».

Alguien grita: «Avergüénzate,Thomas Howard, habrías vendido elalma por ver caer a Wolsey». Se

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vuelven cabezas y él también se vuelve,pero nadie sabe quién ha hablado. Élpiensa, sin embargo: ¿podría ser…,sería quizá… Thomas Wyatt? Losdemonios gentilhombres se han sacudidoel polvo y recuperan el aliento.Arremeten de pronto gritando«¡Ahora!»; el cardenal les ha arrastradoal Infierno, que al parecer está detrás delas mamparas del fondo del salón.

Él les sigue. Salen corriendo pajescon toallas de lino para los actores, peroel remolino de diablos les apartaviolentamente. Al menos, uno de losniños recibe un codazo en un ojo y dejacaer el cuenco de agua humeante a sus

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pies. Ve cómo los demonios forcejeanpara quitarse las máscaras y cómo lasarrojan maldiciendo en un rincón; vecómo intentan quitarse los trajes dedemonios; se vuelven, se miran,riéndose, empiezan a quitárselos unos aotros. «Parece la camisa de Neso», diceGeorge Bolena, cuando Norris le libradel suyo.

George sacude la cabeza paraasentar el cabello en su sitio. Su pielblanca brilla por el contacto con laáspera lana. George y Henry Norris sonlos demonios de las manos, los quesujetaban al cardenal por los brazos.Los dos demonios de los pies siguen

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pugnando por quitarse sus atavíos. Unmuchacho llamado Francis Weston yWilliam Brereton, que (como Norris)tiene años de sobra para saber más.Están tan absortos en sí mismos(maldiciendo, riéndose, pidiendo ropalimpia) que no se fijan en quién lesobserva y les da igual, en realidad. Seechan agua por encima unos a otros, sesecan el sudor, arrancan las camisas dela mano de los pajes, se las meten por lacabeza. Y con las pezuñas diabólicasaún puestas, salen contoneándose asaludar.

En el centro del espacio que handejado vacío yace inerte el cardenal,

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protegido por las mamparas. Tal vezesté durmiendo.

Él se acerca al montículo escarlata.Se detiene. Baja la vista. Espera. Elactor abre un ojo.

—Esto debe de ser el Infierno —dice—. Esto debe de ser el Infierno siestá aquí el italiano.

El muerto se quita la máscara. EsSexton, el bufón: el señor Patch, quetanto gritaba hace un año cuando queríansepararle de su amo.

Patch estira una mano para que leayude a levantarse, pero él la ignora.Así que se levanta solo, maldiciendo.Empieza a quitarse la ropa escarlata,

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arrastrándola y rompiéndola. Él,Cromwell, se mantiene inmóvil, con losbrazos cruzados, apretando el puño de lamano con la que escribe. El bufón sedeshace del relleno, gruesosalmohadones de lana. Es flaco,esquelético, tiene un pecho velludo depelo hirsuto.

—¿Qué vienes a hacer a mi país,italiano? —dice—. Por qué no te quedasen el tuyo, ¿eh?

Sexton es un bufón, pero no está malde la cabeza. Sabe perfectamente que élno es italiano.

—Deberías haberte quedado allí —dice Patch, con su tono londinense—.

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Ahora tendrías una ciudad amurallada.Tendrías una catedral. Tendrías tupropio cardenal de mazapán paradespués de comer. Lo tendrías todo unoo dos años, ¿eh? Hasta que llegara ungrupo más grande y te apartara delpesebre.

Él recoge la vestidura que ha tiradoPatch. Su rojo es el escarlata intenso ybarato que se apaga enseguida, el deltinte de madera de Brasil, y huele asudor ajeno.

—¿Cómo puedes representar estepapel?

—Yo represento el papel por el queme pagan. ¿Y tú? —Se ríe: un ladrido

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agudo, que le hace parecer un loco—.No me extraña que estés tanmalhumorado últimamente. Nadie tepaga, ¿verdad?, Monsieur Cremuel, elmercenario retirado.

—No tan retirado. Puedo castigarte.—¿Con esa daga que guardas donde

tenías en tiempos la cintura? —Patch seaparta de un salto, cabriolea. Él,Cromwell, se apoya en la pared. Leobserva. Oye el gemido de un niño enalgún lugar fuera de la vista; tal vez seael pequeño al que pegaron un codazo enel ojo, al que estén dando sopapos pordejar caer el cuenco, o tal vez sólo porllorar. La infancia era así; te castigaban

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y luego volvían a castigarte porprotestar. Así uno aprende a noquejarse. Es una lección dura, peronunca se olvida.

Patch ensaya varias posturas, gestosobscenos, como si se preparara paraalguna futura representación.

—Sé en qué zanja te engendraron,Tom —dice él—, y era una zanja que noquedaba lejos de la mía.

Se vuelve hacia el salón, donde,invisible y al otro lado de la mamparadivisoria, el rey continúa, es de suponer,su grata jornada. Patch separa laspiernas, saca la lengua.

—El bufón ha dicho en su corazón

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que no hay papas —vuelve la cabeza,sonríe—. Vuelve dentro de diez años,señor Cromwell, y cuéntame entoncesquién es el bufón.

—Desperdicias tus chistes conmigo,Patch, derrochas tu repertorio.

—Los bufones podemos decir lo quenos dé la gana.

—No donde rige mi mandato.—¿Y dónde es eso? Ni siquiera en

el charco del patio trasero donde tebautizaron. Ven y vuelve a reunirte aquíconmigo dentro de diez años, si aúnsigues vivo.

—Te daría miedo si estuviesemuerto.

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—Porque yo seguiré aquí aún y tedejaré derribarme.

—Podría aplastarte el cráneo contrala pared ahora. Nadie te echaría demenos.

—Cierto —dice el señor Sexton—.Me sacarían por la mañana y me tiraríanen un estercolero. ¿Qué es un bufón?Inglaterra está llena de bufones.

Le sorprende que aún haya luz deldía. Estaba convencido de que era nochecerrada. En esos patios, Wolseypersiste; los construyó él, doblacualquier esquina y creerás ver a

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monseñor, con un rollo de planos en lasmanos, con su alegría por las sesentaalfombras turcas, su esperanza de alojary agasajar a los mejores constructoresde espejos venecianos: «Mirad,Thomas, debéis añadir a vuestra cartaalgunos halagos venecianos, algunasfrases encubiertas que sugieran, en eldialecto local y de la forma más sutilposible, que yo pago los precios másaltos».

Y él añadirá que los ingleses dan labienvenida a los extranjeros y que elclima del país es benigno, que pájarosdorados cantan en doradas ramas y quehay un rey dorado sentado en una

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montaña de monedas, cantando unacanción que él mismo ha compuesto.

Cuando llega a casa, a Austin Friars,entra en un espacio que le resultaextraño y vacío. Ha tardado horas enllegar desde Hampton Court y es tarde.Mira el lugar de la pared en el quebrillan las armas del cardenal: la birretaescarlata, retocada recientemente apetición suya.

—Ya podéis borrarlas —dice.—¿Y qué pintaremos, señor?—Dejadlo en blanco.—Podríamos poner una bonita

alegoría.—Estoy seguro —da la vuelta y se

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aleja—. Dejad ese espacio en blanco.

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IIILos difuntos se quejan

de su entierro

Navidad de 1530

La llamada al portón llega pasada lamedianoche. El vigilante despierta atoda la casa, y cuando él baja lasescaleras (con expresión furiosa ycompletamente vestido, por lo demás),encuentra a Johane en camisón, con elpelo suelto, que pregunta: «¿Qué pasa?».Richard, Rafe, los hombres de la casa laapartan; en el vestíbulo de Austin Friars

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está William Brereton, de la cámara delrey, con su escolta armada. Vienen adetenerme, piensa él. Se acerca aBrereton.

—¡Feliz Navidad, William!¿Madrugáis o trasnocháis?

Aparecen Alice y Jo. Él recuerda lanoche que murió Liz, cuando encontró asus hijas despiertas, en camisón, tristesy desconcertadas, esperando que élllegase a casa. Jo se echa a llorar. LlegaMercy y se las lleva. Baja Gregory,vestido para salir.

—Aquí estoy por si me necesitáis —dice respetuosamente.

—El rey está en Greenwich —dice

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Brereton—. Quiere veros ahora.Tiene formas ordinarias de

manifestar su impaciencia: se golpea lapalma de la mano con el guante ytaconea.

—Volved a la cama —dice a los desu casa—. El rey no me mandaría ir aGreenwich para apresarme; no es asícomo sucede eso.

Aunque no sabe exactamente cómosucede. Se vuelve a Brereton.

—¿Para qué me quiere?La mirada de Brereton vaga por el

entorno. Quiere ver cómo vive estagente.

—En realidad no puedo decíroslo.

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Él mira a Richard y ve cuánto deseapartirle la boca a ese señoritingo. Yotambién lo habría hecho en otrostiempos, piensa. Pero ahora soy tandulce como una mañana de mayo.Richard, Rafe, su hijo y él salen a laoscuridad y el frío intenso.

Un grupo de pajes de hacha esperancon las luces. Una barca espera en lasescaleras de embarque más próximas. Elpalacio de Placentia queda tan lejos y elTámesis es tan negro que podrían estarnavegando por la laguna Estigia. Losmuchachos van sentados frente a él,encogidos, en silencio, parecen un solopariente múltiple; aunque Rafe no es

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pariente suyo, claro. Hago lo mismo queel doctor Cranmer, se dice: losTamworth de Lincolnshire se cuentanentre mis parientes, y los Clifton deClifton, la familia Molyneux, de la quehabréis oído hablar, ¿o no? Alza la vistahacia las estrellas, que le parecen tenuesy lejanas; y, piensa: probablemente loestén.

¿Qué debería hacer, pues? ¿Deberíaintentar conversar con Brereton? Lastierras de su familia están enStaffordshire, Cheshire, en la fronteragalesa. Sir Randal ha muerto este año ysu hijo ha tomado posesión de una buenaherencia, al menos mil libras anuales en

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concesiones de la Corona, más unastrescientas de los monasterios locales…Suma mentalmente. No es demasiadopronto para heredar, Brereton debe detener su misma edad, o casi. Su padreWalter habría congeniado con losBrereton, gente pendenciera, grandesperturbadores de la paz. Recuerda unproceso contra ellos en Star Chamber,debió de ser hace unos quince años…No parece un tema de conversaciónadecuado. Ni tampoco Brereton parecedispuesto a conversar.

Todos los viajes terminan;concluyen en algún puerto, algúndesembarcadero, algún muelle envuelto

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en la niebla, donde esperan antorchas.Tienen que dirigirse de inmediato a lapresencia del rey, a sus aposentosprivados. Harry Norris los espera.¿Quién más? «¿Cómo está ahora?»,pregunta Brereton. Norris pone los ojosen blanco.

—Bueno, señor Cromwell —dice—,nos vemos en las más extrañascircunstancias. ¿Son éstos vuestroshijos? —Sonríe, examinando sus rostros—. No, es evidente que no, al menos quetengan diferentes madres.

Él los nombra: el señor Rafe Sadler,el señor Richard Cromwell, el señorGregory Cromwell. Advierte un destello

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de disgusto en el semblante de su hijo yaclara: «Éste es mi sobrino y éste mihijo».

—Entrad solo. Vamos, os espera —y añade, volviendo la cabeza—: El reytiene miedo a enfriarse. ¿Queréis ir abuscar la camisa de dormir bermeja, lade martas cibelinas?

Brereton responde con un gruñido.Valiente trabajo, sacudir las pieles,cuando podrías estar en Chesterdespertando al populacho, batiendo untambor alrededor de las murallas de laciudad.

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La cámara del rey es espaciosa, conuna cama alta tallada; él la recorre conun parpadeo. A la luz de la vela, lascolgaduras parecen negras. La cama estávacía. Enrique se sienta en un taburetede terciopelo. Parece que está solo, perohay un aroma seco en la estancia, unacalidez de cinamomo, que le induce apensar que el cardenal debe de estar enlas sombras, con la naranja peladacubierta de especias que llevaba en lamano siempre que estaba entre lamuchedumbre. Los difuntos querríanevitar el olor de los vivos; pero lo que

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ve al otro lado de la habitación no es lafigura oscura del cardenal sino un pálidoóvalo a la deriva que es el rostro deThomas Cranmer.

El rey vuelve la cabeza hacia élcuando entra.

—Cromwell, mi hermano muertoacudió a mí en un sueño.

Él no contesta. ¿Cuál sería unarespuesta razonable a eso? Observa alrey. No siente ninguna tentación dereírse.

—En los doce días entre la Navidady la Epifanía —dice el rey—, Diospermite salir al mundo a los difuntos. Esalgo bien sabido.

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—¿Qué aspecto tenía vuestrohermano? —pregunta él amablemente.

—Tal como lo recuerdo…, peropálido, muy delgado. Le rodeaba unfuego blanquecino, una luz. Pero,¿sabéis?, Arturo tendría ahora cuarenta ycinco años. ¿Es ésa vuestra edad, señorCromwell?

—Más o menos —dice él.—Se me da bien calcular la edad de

la gente. Me pregunto qué aspectotendría Arturo ahora si viviera. El de mipadre, probablemente. Yo, en cambio,me parezco a mi abuelo.

Él piensa que el rey dirá: ¿a quién osparecéis vos? Pero no: ha llegado a la

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conclusión de que no tiene antepasados.—Murió en Ludlow, en invierno.

Los caminos estaban intransitables.Tuvieron que llevar su ataúd en un carrode bueyes. Un príncipe de Inglaterra enun carro. Creo que no estuvo bien.

Llega Brereton con el terciopelobermejo forrado de pieles de martascibelinas. Enrique se levanta y sedesprende de una capa de terciopelo,toma otra más gruesa y velluda. El forrode marta le cubre las manos como a unrey monstruo al que le creciese un pelajepropio.

—Lo enterraron en Worcester —dice—. Pero me atribula. Nunca le vi

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muerto.—Los difuntos —dice el doctor

Cranmer desde las sombras— noregresan para quejarse de su entierro.Son los vivos quienes se preocupan poresos asuntos.

El rey se abriga bien con su manto.—Nunca vi su rostro hasta hoy en el

sueño, ni su cuerpo, de un blancobrillante.

—Pero no es su cuerpo —diceCranmer—. Es una imagen formada enla mente de Su Majestad. Esas imágenesson quasi corpora, como cuerpos. Leeda Agustín.

No parece que el rey quiera pedir un

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libro.—En el sueño, se paraba ante mí y

me miraba. Parecía triste, muy triste.Como si me dijera que le habíasuplantado. Como si me dijera: mehabéis usurpado el reino y habéistomado a mi esposa. Ha vuelto paraavergonzarme.

—Si el hermano de Su Majestadmurió antes de poder reinar —diceCranmer con cierta impaciencia—, fuevoluntad de Dios. En cuanto a vuestrosupuesto matrimonio, todos sabemos ycreemos que fue claramente contrario alas Escrituras. Sabemos que el hombrede Roma no tiene poder para dispensar

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de la ley divina. Eso fue un pecado, loreconocemos; pero Dios es bastantemisericordioso.

—No conmigo —dice Enrique—.Cuando llegue el Día del Juicio, mihermano declarará contra mí. Ha vueltopara avergonzarme y he de soportarlo.—La idea le enfurece—. Yo. Yo solo.

Cranmer está a punto de hablar. Élcapta su mirada, cabeceaimperceptiblemente.

—¿Os habló vuestro hermano Arturoen el sueño?

—No.—¿Hizo alguna señal?—No.

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—Entonces, ¿por qué creéis quedesea algo que no sea vuestro bien? Meparece que habéis leído en su rostro loque no había en él, en realidad. Que esun error que cometemos con losdifuntos. Escuchadme.

Alarga la mano hacia el rey, hacia lamanga de terciopelo bermejo, hacia subrazo, y lo aprieta lo suficiente parahacerse sentir.

—¿Conocéis el dicho de losabogados Le mort saisit le vif? Elmuerto ase al vivo. El príncipe muere,pero su poder se transmite en elmomento de su muerte, no hay lapso,interregno. Si vuestro hermano os ha

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visitado, no es para avergonzaros, sinopara recordaros que os invistieron conel poder de ambos, de los vivos y losmuertos. Es una señal que os envía paraque consideréis vuestra realeza. Y laejerzáis.

Enrique alza la vista hacia él. Estápensando. Acaricia la bocamanga depiel con expresión absorta.

—¿Es posible?Cranmer empieza a hablar de nuevo.

Él vuelve a interrumpirle.—¿Sabéis lo que está escrito en la

tumba de Arturo?—Rex quondam rexque futurus. El

rey anterior es el futuro rey.

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—Vuestro padre lo aseguró. Unpríncipe que venía de Gales hizocumplir la palabra dada a susantepasados. Volvió del destierro yreclamó su antiguo derecho. Pero nobasta con reclamar un país; hay queconservarlo. Hay que conservarlo yasegurarlo en cada generación. Sivuestro hermano parecía decir quehabíais ocupado su lugar, eso significaque os convertisteis en el rey que habríasido él. Él no pudo cumplir la profecía,pero quiere que lo hagáis vos. Para él,la promesa. Y para vos, el cumplimientode la promesa.

El rey vuelve la mirada hacia

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Cranmer, que dice secamente:—No veo nada que se oponga a eso.

Os aconsejo, de todos modos, que nohagáis caso de los sueños.

—Oh —dice él—, pero los sueñosde los reyes no son como los de losdemás hombres.

—Tal vez tengáis razón.—Pero ¿por qué ahora? —pregunta

Enrique, bastante razonablemente. —¿Por qué vuelve ahora? Soy rey haceveinte años.

Él resiste la tentación de decir«Porque tenéis cuarenta años y os pideque maduréis. ¿Cuántas veces habéisrepresentado las historias de Arturo,

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cuántas mascaradas, cuántas funciones,cuántas compañías de actores conescudos de papel y espadas demadera?».

—Porque éste es un momentodecisivo —dice—. Porque es elmomento en que tenéis que convertirosen el soberano que debéis ser y en laúnica y suprema cabeza de vuestroreino. Preguntad a lady Ana. Ella os lodirá. Ella os dirá lo mismo.

—Lo hace —confiesa el rey—. Diceque no deberíamos seguir inclinándonosante Roma.

—Y si se os apareciese vuestropadre en un sueño, interpretadlo

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exactamente igual que éste. Pensad queha venido a fortalecer vuestra mano.Ningún padre desea que su hijo seamenos poderoso que él.

Enrique sonríe lentamente. Parecedesembarazarse y desprenderse delsueño, de la noche con sus terroresamortajados, de larvas y gusanos. Selevanta. Le brilla la cara. El fuego trazafranjas luminosas en su ropaje, cuyosprofundos pliegues parpadean con tonosocre y amarillo oscuro, colores detierra, de arcilla.

—Muy bien —dice—. Comprendo.Lo entiendo todo. Sabía a quién teníaque llamar. Siempre lo sé. —Se vuelve

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y habla hacia la oscuridad—. HarryNorris, ¿qué hora es? ¿Las cuatro? Queel capellán se vista para decir misa.

—Podría celebrar la misa yo —propone el doctor Cranmer, peroEnrique dice:

—No, estáis cansado. Les he sacadode la cama, caballeros.

Así de simple, de perentorio. Debenirse ya. Pasan entre los guardias.Caminan en silencio, vuelven con lossuyos, seguidos por Brereton como unasombra. Por fin, el doctor Cranmer dice:

—Buen trabajo.Él le mira. Ahora desea reírse, pero

no se atreve.

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—Un toque diestro, «y si vuestropadre se os apareciese». Supongo queno os gusta que os despierten a menudoa altas horas.

—Los míos se alarmaron.El doctor parece lamentarlo, como si

pudiese haber sido un comentariofrívolo.

—Por supuesto —susurra—. Comono estoy casado, no pienso en esascosas.

—Yo tampoco estoy casado.—No, lo olvidaba.—¿Alguna objeción a lo que dije?—Fue perfecto en todos los

sentidos. Como si lo hubieseis

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preparado.—¿Cómo podría haberlo hecho?—Sí. Sois hombre de gran inventiva.

De todos modos…, en cuanto a laverdad, sabéis…

—En cuanto a la verdad, loconsidero un buen trabajo nocturno.

—Pero me pregunto —diceCranmer, casi para sí mismo—, mepregunto qué pensáis que es elEvangelio. ¿Creéis que es un libro dehojas en blanco en las que ThomasCromwell imprime sus deseos?

Él se detiene, le pone una mano en elbrazo y dice:

—Cranmer, miradme: creedme, soy

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sincero. No puedo evitar que Dios mehaya dado apariencia de pecador. Algodebe de proponerse con eso.

—Seguro —dice Cranmer con unasonrisa—. Ha dispuesto vuestro rostroasí para que podáis desconcertar anuestros enemigos. Y esa mano vuestra,el que aprovechaseis de ese modo elmomento, cuando asisteis el brazo delrey, yo pestañeé. Y Enrique, lo sintió —cabecea—. Sois una persona de granfuerza de voluntad.

Los clérigos pueden hacerlo: hablarde tu carácter. Emitir veredictos. Ésteparece favorable, aunque el doctor,como un adivino, sólo le ha dicho lo que

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él ya sabía.—Vamos —dice Cranmer—.

Vuestros muchachos deben de estarinquietos y deseosos de veros.

Rafe, Gregory y Richard se agrupana su alrededor. ¿Qué ha pasado?

—El rey tuvo un sueño.—¿Un sueño? —pregunta Rafe,

asombrado—. ¿Nos sacó de la cama porun sueño?

—Creedme —dice Brereton—. Lesaca a uno de la cama por menos de eso.

—El doctor Cranmer y yo estamosde acuerdo en que los sueños de un reyno son como los sueños de los demáshombres.

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—¿Era un mal sueño? —preguntaGregory.

—Inicialmente. Él creía que lo era.Pero ya no.

Le miran. No entienden, peroGregory sí.

—Cuando yo era pequeño soñabacon demonios. Creía que estaban debajode la cama. Pero me dijisteis que nopodía ser, que no hay demonios en estaorilla del río, que los guardias no lesdejan cruzar el Puente de Londres.

—¿Por eso te aterra cruzar el ríohacia Southwark? —dice Richard.

—¿Southwark? —pregunta Gregory—. ¿Qué es Southwark?

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—¿Sabéis? —dice Rafe, en tono demaestro—, a veces veo una chispa dealgo en Gregory. No es una llama, desdeluego, sólo una chispa.

—¡Y que te burles tú! ¡Con unabarba como ésa!

—¿Eso es una barba? —diceRichard—. ¿Esos cuatro hilajospelirrojos? Creía que sólo era unanegligencia del barbero.

Se abrazan, aliviados,entusiasmados.

—Creíamos —dice Gregory— queel rey os había encerrado en algunamazmorra.

Cranmer cabecea, tolerante,

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divertido.—Vuestros hijos os aman.—No podemos arreglárnoslas sin el

encargado —dice Richard.Faltan muchas horas para que

amanezca. Parece la mañana sin luz enque murió el cardenal. El aire huele anieve.

—Creo que volverá a llamarnos —dice Cranmer—. Cuando piense en loque le habéis dicho y siga después hastadonde le lleven sus pensamientos.

—De todos modos, volveré a laciudad para que me vean la cara. —Paracambiarme de ropa, piensa, y esperar loque llegue después; a Brereton le dice

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—: Ya sabéis dónde encontrarme,William.

Un cabeceo y se aleja.—Doctor Cranmer, decidle a la

dama que hemos hecho un buen trabajonocturno por ella. —Echa un brazo porlos hombros a su hijo y susurra—:Gregory, esas historias de Merlín queleíste, vamos a escribir alguna más.

—Oh, no las terminé —dice Gregory—. Salió el sol.

Ese mismo día, más tarde, vuelve aGreenwich. Es el último día de 1530. Sequita los guantes, piel de cabritilla

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perfumada con ámbar. Acaricia con losdedos de la mano derecha el anillo deturquesa, ajustándolo en su sitio.

—El consejo espera —dice el rey;se ríe, como de algún triunfo personal—. Id con ellos. Os tomarán juramento.

El doctor Cranmer acompaña al rey.Muy pálido, muy silencioso. El doctorasiente, a modo de saludo; y luego, deforma sorprendente, esboza una sonrisaque ilumina la tarde entera. Sobre lahora siguiente pende un aire deimprovisación. El rey no quiere esperary se trata de ver a qué consejerospueden avisar con rapidez. Los duquesestán en sus tierras, con sus cortes

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navideñas. Está con nosotros el ancianoWarham, arzobispo de Canterbury. Hacecincuenta años que Wolsey le echó apatadas de su puesto de Lord Canciller;o, como decía siempre el cardenal, leliberó de los trabajos mundanos,dándole la oportunidad de entregarse auna vida de oración en sus últimos años.

—Bueno, Cromwell —dice—. ¡Vos,consejero! ¡Cómo está el mundo!

Tiene la cara llena de arrugas comocosturones y ojos de pez muerto. Letiemblan un poco las manos cuandoofrece el libro sagrado.

Está con nosotros Thomas Bolena,conde de Wiltshire, lord del Sello

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Privado.Está aquí el Lord Canciller. Él

piensa con irritación: ¿por qué Moro nopuede afeitarse nunca como es debido?¿Es que no puede disponer de tiempo,abreviar su sesión de azotes? CuandoMoro se acerca a la luz, comprueba queestá más desgreñado de lo habitual, queestá demacrado, que tiene manchasmoradas bajo los ojos.

—¿Qué os ha pasado?—¿No lo sabéis? Mi padre ha

muerto.—Aquel buen anciano —dice él—.

Echaremos de menos sus sabiosconsejos en el foro.

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Y sus tediosas historias. No lo creo.—Murió en mis brazos. —Moro

empieza a llorar; o, mejor dicho, pareceencogerse y deshacerse en lágrimas—.Era la luz de mi vida, mi padre.Nosotros no somos ya aquellos grandeshombres. Somos una sombra de lo quefueron ellos. Pedid a los vuestros enAustin Friars que recen por él. Esextraño, Thomas, desde que ha muerto,me pesan los años. Como si hasta hacepocos días fuera un muchacho. PeroDios ha chasqueado los dedos y veo quemis mejores años quedan atrás.

—¿Sabéis?, cuando murió Elizabeth,mi esposa… —Y luego, desea decir,

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mis hijas, mi hermana, mi familiadiezmada, los míos siempre de luto, yahora, mi cardenal…, pero no admitiráni por un momento que el dolor hadebilitado su voluntad; no puede unoconseguir otro padre, pero él, enrealidad, no lo querría, y en cuanto aesposas, Thomas Moro las considerainútiles—. Ahora os parece que no,Thomas, pero el sentimiento volverá.Por el mundo y todo lo que debéis haceren él.

—Vos habéis tenido vuestraspérdidas. Lo sé. Bueno, bueno —el LordCanciller suspira y cabecea—. Hagamosesta tarea que tenemos que hacer.

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Es Moro quien empieza a leerle eljuramento. Jura dar consejo fiel, serclaro en su palabra, imparcial,reservado en su actitud, sincero en sufidelidad. Cuando llega al consejo sabioy discreto se abre la puerta y apareceGardiner, que se abalanza como uncuervo que ha divisado una ovejamuerta.

—Creo que no podéis hacerlo sin elsecretario —dice. Por la santa Cruz,exclama Warham, ¿tenemos que empezara tomarle juramento de nuevo?

Thomas Bolena se mesa la barba. Hapuesto los ojos en el anillo del cardenaly su expresión pasa de asombrada a

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meramente sardónica.—Si nosotros no conocemos el

procedimiento —dice—, estoy segurode que Thomas Cromwell lo tieneanotado. Dadle uno o dos años y tal veztodos resultemos superfluos.

—Estoy seguro de que no vivirépara verlo —dice Warham—. LordCanciller, ¿podemos continuar? ¡Oh,vuestro pobre padre! Llorando de nuevo.Lo siento mucho por vos, pero la muertenos llega a todos.

Santo cielo, piensa él, si es eso todolo que se puede conseguir del arzobispode Canterbury, podría encargarme yo desu trabajo.

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Jura apoyar a las autoridades delrey, sus potestades, sus jurisdicciones.Jura respaldar a sus herederos ylegítimos sucesores. Y piensa en el niñobastardo, Richmond, y en María, larenacuaja parlante, y en el duque deNorfolk mostrando a los presentes lauña de su pulgar.

—Bien, ya está —dice el arzobispo—. Y amén, porque ¿qué elección nosqueda? ¿Podemos tomar un vaso de vinocaliente? Este frío se mete en los huesos.

—Ya sois miembro del consejo —dice Moro—. Espero que digáis al reylo que debe hacer. No simplemente loque puede hacer. Si el león conociese su

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fuerza, sería difícil controlarlo.Fuera cellisquea. Caen sobre las

aguas del Támesis copos oscuros.Inglaterra se extiende a lo lejos, un solrojo y bajo sobre campos nevados.

Recuerda el día que desmantelaronYork Place. George Cavendish y élestaban junto a los cofres cuando losabrieron y sacaron las vestiduras delcardenal. Las capas pluviales, cosidascon hilo de oro y plata, con bordados deestrellas doradas, aves, peces, ciervos,leones, ángeles, flores, girándulas.Después de que volvieron a guardarlasen los baúles de viaje y clavaron lastapas, los hombres del rey pasaron a las

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cajas donde estaban las albas y lassobrepellices, todas dobladas con untoque experto en delicados pliegues.Pasaron de mano en mano, ingrávidascomo ángeles en reposo. Brillabantenues a la luz; despliega una, dijo unode los hombres, comprobemos sucalidad. Palparon las cintas de lino;vamos, dejadme, dijo GeorgeCavendish. Libre, la tela flota gentil enel aire, de un blanco deslumbrante,delicada como ala de mariposa. Cuandoalzaron las tapas de los baúles de lasvestiduras surgió un olor a cedro yespecias, sombrío, lejano, con unasequedad de desierto. Pero los ángeles

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flotantes los habían guardado conespliego; golpeaba el cristal la lluvia deLondres e impregnaba la tarde oscura elolor del verano.

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Cuarta parte

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IDisponed vuestro

rostro

1531

Sea por dolor o por miedo, o poralgún defecto natural; sea por el calordel verano o por el sonido lejano de loscuernos de caza o el remolino de polvoque brilla en las habitaciones vacías; osea porque en el hogar itinerante de supadre se está haciendo el equipaje desdeel amanecer y la niña ya no puededormir; sea cual sea la razón, ella está

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encogida y tiene los ojos del color delagua de zanja. En una ocasión, cuandoestá formulando las cortesíaspreliminares en latín, ve su manoapretada en el respaldo del asiento de sumadre. «Señora, vuestra hija deberíasentarse.» Y, por si pudiese seguir unenfrentamiento de voluntades, coge untaburete y lo coloca con un golperesuelto junto a las faldas de Catalina.

La reina se echa hacia atrás, rígidaen su jubón emballenado, para hablarlea su hija en susurros. Las damas deItalia, aparentemente libres de cuidados,llevaban armazones de hierro debajo delas sedas. Había que desplegar una

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paciencia infinita, no sólo en lanegociación, sino también para sacarlasde sus ropas.

María baja la cabeza para susurrartambién; insinúa en castellano que setrata de su trastorno de mujer. Dos paresde ojos se elevan para enfrentar lossuyos. La mirada de la niña está casidesenfocada. Le ve, supone él, como unamasa voluminosa de sombra, en unespacio del que emana aflicción. Pontederecha, murmura Catalina, como unaprincesa de Inglaterra. María, apoyadaen el respaldo de la silla, toma aliento.Vuelve hacia él su feo rostro crispado:duro como la uña del pulgar de Norfolk.

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Es primera hora de la tarde, hacemucho calor. El sol traza en la paredcuadrados cambiantes lila y oro. Fuerase extienden los campos resecos deWindsor. El Támesis se estrecha entresus riberas.

La reina habla en inglés.—¿Sabéis quién es éste? Es el señor

Cromwell, que ahora escribe todas lasleyes.

—Madam —dice él, atrapadoembarazosamente entre lenguas—,¿seguiremos en inglés o en latín?

—Vuestro cardenal hacía la mismapregunta, como si yo fuese una extrañaaquí. Os diré, como le dije a él, que ya

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me llamaban princesa de Gales cuandotenía tres años. Tenía dieciséis cuandovine aquí para casarme con MilordArturo. Era virgen y tenía diecisietecuando él murió. Y veinticuatro cuandome convertí en reina de Inglaterra. Y,para que no haya duda, diré que tengoahora cuarenta y seis y aún soy la reina.Y creo que, de momento, prácticamenteuna inglesa. Pero no os repetiré todo loque le dije al cardenal. Supongo que élos dejó notas de esas cosas.

Él cree que debe hacer una venia.—Desde que empezó el año —dice

la reina— se han llevado ciertosproyectos de ley al Parlamento. Para lo

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que hasta ahora tenía talento el señorCromwell era para prestar dinero, peroha descubierto que también lo tiene parahacer leyes: si necesitas una ley nueva,no hay más que pedírsela. Tengoentendido que os lleváis de noche losborradores a vuestra casa de…, ¿dóndeestá vuestra casa?

Lo dice como si dijese «vuestramadriguera».

—Esas leyes están hechas contra laIglesia —dice María—. Me preguntopor qué lo permiten nuestros lores.

—Ya sabéis —dice la reina— queel cardenal de York fue acusado, deacuerdo con las leyes de praemunire, de

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usurpar la jurisdicción de vuestro señorpadre como soberano de Inglaterra.Ahora, el señor Cromwell y sus amigosconsideran a todo el clero cómplice deese delito, y les piden que paguen unamulta de más de cien mil libras.

—Una multa no. Nosotros lollamamos una muestra de buenavoluntad.

—Yo lo llamo extorsión —se vuelvehacia su hija—. Si preguntas por qué nose defiende la Iglesia, sólo puedo decirque en este país hay nobles… —serefiere a Suffolk, a Norfolk—… que, alparecer, han declarado que acabarán conel poder de la Iglesia, que no volverán a

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soportar nunca, emplean esa palabra,que un eclesiástico se haga tan eminentecomo nuestro difunto legado. Que nonecesitamos un nuevo Wolsey es algocon lo que estoy de acuerdo. Pero conlos ataques a los obispos no. Wolsey fuepara mí un enemigo. Eso no altera missentimientos hacia nuestra Santa MadreIglesia.

Wolsey fue para mí un padre y unamigo, piensa él. Eso no modifica missentimientos hacia nuestra Santa MadreIglesia.

—Vos y el portavoz Audley osconfabuláis a la luz de las velas.

La reina menciona el nombre del

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portavoz del Parlamento como si dijese«vuestro pinche de cocina».

—Y cuando llega la mañana, inducísal rey a considerarse cabeza de laIglesia de Inglaterra.

—Mientras que —dice la niña— lacabeza de la Iglesia en todas partes es elpapa, y del trono de san Pedro emana lalegitimidad de todo gobierno. Deninguna otra fuente.

—Lady María —dice él—, ¿no vaisa sentaros?

La coge justo cuando dobla lasrodillas y la sienta en el taburete.

—Es el calor —le dice, para que nose avergüence. Ella alza unos ojos

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vacuos y grises, con una mirada desimple gratitud; y, en cuanto se sienta,adopta una expresión tan pétrea como lamuralla de una ciudad cercada.

—Decís «inducir» —responde aCatalina—. Pero Su Alteza sabe mejorque nadie que al rey no se le puededirigir.

—Pero se le puede seducir —diceella, volviéndose a María, que hacruzado los brazos sobre el regazo—,así que nombran a vuestro padre el reyjefe de la Iglesia, y para tranquilizar laconciencia de los obispos introducenesta fórmula: «Mientras la ley de Cristolo permita».

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—¿Qué significa? —pregunta María—. No significa nada.

—Lo significa todo, Alteza.—Sí. Es muy ingenioso.—Os ruego —dice él— que lo

consideréis de este modo, que penséisque el rey se ha limitado a definir unaposición que ya existía, que cuenta conprecedentes antiguos…

—… inventada en los últimosmeses.

—… que legitiman su derecho.La frente de María está cubierta de

sudor bajo la incómoda toca triangular.—Lo que ya está definido puede

redefinirse, ¿verdad?

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—Cierto —dice su madre—. Yredefinirse a favor de la Iglesia… Sólocon que yo ceda a sus deseos y renunciea la condición de reina y esposa.

La princesa tiene razón, piensa él.Hay espacio para la negociación.

—No hay nada irrevocable.—No, esperad a ver lo que llevo yo

a vuestra mesa de negociaciones. —Catalina muestra las manos abiertas,unas manos rollizas e hinchadas, paraindicar que están vacías—. Sólo medefiende el obispo Fisher. Sólo él hasido constante. Sólo él es capaz de decirla verdad, que es que la cámara de losComunes es un nido de paganos.

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Suspira, deja caer las manos a loslados.

—Y ahora —continúa—, ¿con quépretexto se ha ido mi esposo sindespedirse? Nunca lo había hecho.Nunca.

—Quiere cazar unos días fuera deChertsey.

—Con esa mujer —dice María—.Esa persona.

—Luego irá a Guildford a visitar alord Sandys, quiere ver su hermosagalería nueva en el Vyne. —Él empleaun tono natural y afable, como el delcardenal; ¿tal vez demasiado?—. Desdeallí, según el tiempo que haga y la caza,

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seguirá hasta Basing, a casa de WilliamFaulet.

—Debo seguirle, ¿cuándo?—Volverá en unos quince días, si

Dios quiere.—Unos quince días —dice María—

solo con esa persona.—Antes de eso, señora, debéis ir a

otro palacio…, se ha elegido el deMore, en Hertfordshire, que ya sabéisque es muy confortable.

—Siendo la residencia del cardenal,será lujoso —dice María.

Mis hijas nunca hablarían así, piensaél.

—Princesa —le dice—, ¿queréis ser

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caritativa y dejar de hablar mal de unhombre que nunca os hizo daño?

María se ruboriza.—No pretendía faltar a la caridad.—El difunto cardenal es vuestro

padrino. Debéis recordarle en vuestrasoraciones.

Ella le mira parpadeando; pareceasustada.

—Rezo para que se acorte su tiempoen el Purgatorio…

Catalina la interrumpe.—Enviad una caja a Hertfordshire.

Enviad un paquete. No tratéis deenviarme a mí.

—Tendréis con vos toda vuestra

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corte. La casa está preparada para alojara doscientas personas.

—Escribiré al rey. Le llevaréis lacarta. Mi sitio está a su lado.

—Os aconsejo que lo toméis concalma —dice él—. O él podría… —Señala a la princesa. Une y separa lasmanos—. Separaros.

La niña reprime el dolor. Su madrereprime el pesar y la cólera, el disgustoy el miedo.

—Ya lo esperaba —dice la reina—,pero no esperaba que enviase a unhombre como vos a decírmelo.

Él tuerce el gesto. ¿Acaso piensaque le iría mejor si se lo dijese Norfolk?

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—Dicen que trabajasteis comoherrero; ¿es cierto?

Ahora dirá: ¿herrasteis caballos?—Era el negocio de mi padre.—Empiezo a entenderos —dice ella

con un cabeceo—. El herrero se hacesus propias herramientas.

Media milla de paredes de caliza, unespejo para el resplandor del sol, lanzansobre él un calor incandescente. A lasombra de un portón, Gregory y Rafeforcejean y se empujan, se zahieren coninsultos culinarios que les ha enseñadoél. Caballero, sois un flamenco gordo y

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untáis el pan con mantequilla. Caballero,sois un pobre romano, ojalá vuestrosvástagos coman caracoles. El señorWriothesley, recostado al sol, lesobserva con una lánguida sonrisa; leorlan la cabeza mariposas.

—Ah, sois vos —dice. Wriothesleyparece contento.

—Estáis perfecto para que os pinten,señor Wriothesley. Jubón azul oscuro yun rayo de luz en el punto adecuado.

—Decidme, señor, ¿qué diceCatalina?

—Dice que nuestros precedentes sonfalsos.

—¿No sabe que vos y el doctor

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Cranmer trabajasteis en ello toda lanoche? —pregunta Rafe.

—¡Oh, tiempos locos! —diceGregory—. ¡Viendo amanecer, con eldoctor Cranmer!

Echa un brazo sobre los hombrospequeños y huesudos de Rafe y losestrecha. Es una liberación estar lejosde Catalina, de la niña que retrocedecomo una perra azotada.

—Una vez, yo, con Giovannino…,bueno, con algunos muchachos queconocía…

Se interrumpe: ¿qué es esto? Yo nocuento historias sobre mí mismo.

—Continuad, por favor —dice

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Wriothesley.—Bueno, habíamos hecho una

escultura, una diosecilla risueña conalas, y luego le dimos con martillos ycadenas para que pareciese antigua, ycontratamos a un mulero y la llevamos aRoma, y se la vendimos a un cardenal.—Qué día tan caluroso cuando losacompañaron a su presencia: nebuloso,truenos lejanos y el polvillo blanco delas obras en construcción que flotaba enel aire—. Recuerdo que el cardenaltenía lágrimas en los ojos cuando nospagó. —«Pensar que el emperadorAugusto debió de contemplar estospreciosos piececillos y estas dulces

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alas»—. Cuando los muchachos dePortinari se pusieron en camino paraFlorencia, se tambaleaban con el pesode sus bolsas.

—¿Y vos?—Yo tomé mi parte y me quedé a

vender las mulas.Caminan cuesta abajo atravesando

los patios interiores. Al salir al sol, seprotege los ojos con la mano como siintentase ver a través de la espesura delas copas de los árboles que se pierdenen la lejanía.

—Le he dicho a la reina que deje aEnrique irse en paz. O que podríaimpedir que la princesa vaya con ella al

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interior.—Pero ya se ha decidido. Tienen

que separarse —dice Wriothesley,sorprendido—. María tiene que ir aRichmond.

Él no lo sabía. Espera que suvacilación no sea perceptible.

—Por supuesto. Pero a la reina no selo habían dicho, y merecía la penaintentarlo, ¿no?

Ved lo útil que es el señorWriothesley. Ved cómo nos aportainformación secreta del secretarioGardiner.

—Es duro —dice Rafe— usar a laniña contra su madre.

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—Duro, sí… Pero la cuestión es:¿has elegido a tu príncipe? Porque esoes lo que haces, le eliges, y sabes lo quees. Y luego, cuando has elegido, le dicessí, sí, eso es posible, sí, eso puedehacerse. Si no te agrada Enrique, puedesirte al extranjero y encontrar otropríncipe. Pero os lo aseguro, si estofuese Italia, Catalina llevaría tiempo enla tumba.

—Pero jurasteis que respetaríais ala reina —dice Gregory.

—Y lo hago. Y respetaría sucadáver.

—No procuraríais su muerte,¿verdad?

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Él se detiene. Agarra del brazo a suhijo, le da la vuelta para mirarle a lacara.

—Volvamos al principio delrazonamiento. —Gregory se aparta—.No, escucha, Gregory. Yo dije: cedes alas peticiones del rey. Abres el camino asus deseos. Eso es lo que hace uncortesano. Ahora bien, comprende esto:es imposible que Enrique me pida a míni a ninguna otra persona que haga dañoa la reina. ¿Acaso es un monstruo?Incluso ahora siente cariño por ella;¿cómo podría no sentirlo? Y tiene unalma que espera que se salve. Seconfiesa todos los días con uno u otro de

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sus capellanes. ¿Crees que hacen lomismo el emperador o el rey Francisco?Te aseguro que Enrique tiene un corazónlleno de sentimientos; y que su alma esel alma más escudriñada de laCristiandad.

—Señor Cromwell —diceWriothesley—, es vuestro hijo, no unembajador.

Él suelta a Gregory.—¿Iremos por el río? Quizá haya

viento.En el gran patio inferior, seis

parejas de perros de caza se agitan yladran en jaulas con ruedas, donde van atransportarlos campo a través. Se echan

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unos sobre otros, moviendo el rabo, lasorejas, mordisqueando, aumentando consus ladridos y aullidos la sensación caside pánico que se ha apoderado delcastillo. Más parece la evacuación deuna fortaleza que el inicio de un trasladoestival. Sudorosos porteadores carganlos enseres del rey en los carros. Dosindividuos con un baúl tachonadoquedan atascados en una puerta. Élpiensa en sí mismo en el camino, un niñomagullado, cargando carros paraconseguir que le llevasen. Se acerca.

—¿Cómo ha pasado, muchachos?Sostiene una esquina del baúl y les

hace retroceder hacia las sombras;

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ajusta el grado de rotación con un golpe,y, tras un instante de tanteo ydeslizamiento, irrumpen en la luz,gritando «¡Ahí va!» como si se leshubiese ocurrido a ellos. Cargad luegolas cosas de la reina, dice, para elpalacio del cardenal en More, y ellosdicen sorprendidos: ¿de verdad, señor, ysi la reina no quiere ir? Entonces, laenvolveremos en una alfombra y lameteremos también en el carro, dice él.Reparte monedas: tomáoslo con calma,hace demasiado calor para trabajartanto. Vuelve con los muchachos. Unhombre guía a los caballos, dispuestospara engancharlos a los carros de los

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perros; y, en cuanto los perros losolfatean, inician un nervioso coro deladridos, que todavía siguen oyendocuando llegan al río.

El río está oscuro y letárgico; en laorilla de Eton, sale y entra deslizándoseentre los juncos un grupo de apáticoscisnes. La barca cabecea cuando suben aella.

—¿No es éste Sion Madoc? —pregunta él.

—Nunca olvidáis una cara, ¿eh?—No cuando es fea.—¿Os habéis visto, bach? —el

barquero se ha comido una manzana,corazón y todo; meticuloso, escupe las

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pepitas por la borda.—¿Qué tal vuestro padre?—Murió. —Sion escupe el rabo de

la manzana—. ¿Es vuestro alguno deéstos?

—Yo —dice Gregory.—Éste es mío. —Sion señala con la

cabeza al remo opuesto, a un muchachogrueso que enrojece y aparta la vista—.Vuestro padre solía cerrar el negociocuando hacía tanto calor. Apagaba elfuego y se iba a pescar.

—A azotar el agua con la caña —dice él— y matar peces a puñetazos.Saltaba al agua y los sacaba boqueandodel fondo. Les metía los dedos en las

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agallas. «Qué miras tú, hijo de putaescamoso? ¿Me miras a mí?» —No erahombre que se sentase a disfrutar del sol—dice Madoc—. Podría contarosmuchas historias sobre WalterCromwell.

La cara del señor Wriothesley es unestudio. No entiende lo mucho que sepuede aprender de los barqueros, sujerga blasfema y rápida. Él la hablaba alos doce años con fluidez, su lenguamaterna, y ahora brota de su boca comoalgo natural, algo sucio. Hay muletillasde griego que domina, que intercambiacon Thomas Cranmer, con LlamadmeRisley: idioma temprano, jugoso, como

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fruta tierna. Pero nunca las palabras deun helenista se clavan en tus oídos comolas de Sion ahora, con lo que opinaPutney de los malditos Bullen. Enriquelo hizo con la madre, buena suerte paraél. Lo hace con la hermana, ¿para quésirve un rey? Pero hay que pararle enalgún sitio. No somos animales delcampo. Sion dice que Ana es unaanguila, dice que es una escurridizahabitante del cieno, y él recuerda lo quela había llamado el cardenal: mienemiga serpentina. Según Sion, ella lohace con su hermano. ¿Quién, suhermano George?, dice él.

—Con los hermanos que tenga. Los

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de esa clase lo guardan en la familia.Hacen sucios trucos franceses, como…

—¿Podéis bajar la voz? —miraalrededor, como si pudiese haber espíasnadando al lado de la barca.

—… y así se asegura ella de que nose lo dará a Enrique, porque si le dejahacerlo y tiene un chico, bueno, muchasgracias, ahora largo, muchacha… Asíque ella dice: oh, Majestad, no podríapermitirlo…, porque sabe que esamisma noche se lo hará su hermano,lamiéndola hasta los pulmones, y luegole dirá: perdonad, mi señora hermana,pero qué voy a hacer yo ahora con todoeste paquete…, y ella le dice: oh, no os

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preocupéis, mi señor hermano, podéismeterlo por la entrada de atrás, por allíno hará daño a nadie.

Gracias, dice él, no tenía ni idea decómo se las arreglaban.

Los muchachos sólo han entendidouna de cada tres palabras. Sion recibepropina. Merece la pena ponerse denuevo en contacto con la imaginación dePutney. Considerará la imagen maliciosade Sion, tan distinta de la Ana real.

Más tarde, en casa, Gregory dice:—¿Debe hablar así la gente? ¿Y que

les paguen por ello?—Decía lo que pensaba —se encoge

de hombros—. Si quieres saber lo que

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piensa la gente…—Llamadme Risley os tiene miedo.

Dice que cuando veníais de Chelsea conel secretario amenazasteis con tirarlo desu barca y ahogarle.

No es eso precisamente lo querecuerda él de la conversación.

—¿Y Llamadme Risley cree que yolo haría?

—Sí. Cree que haríais cualquiercosa.

En Año Nuevo le regala a Ana unjuego de tenedores de plata con mangode cristal de roca. Espera que los use

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para comer, no para pinchar a la gente.—¡De Venecia! —está agradecida.

Los alza para que los mangos capten yreflejen la luz.

Ha llevado otro regalo para que ellalo entregue. Está envuelto en una piezade seda azul claro.

—Es para la muchachita quesiempre está llorando.

Ana entreabre la boca.—¿No lo sabéis? —pregunta, con un

brillo lúgubre en los ojos—. Venid, paraque pueda decíroslo al oído.

Le roza la mejilla con la suya. Tienela piel ligeramente perfumada. Ámbar,rosa.

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—¿Sir John Seymour? ¿El estimadosir John? ¿El viejo sir John, como lellama la gente?

Sir John tal vez no le lleve doceaños, pero su amabilidad puede estarenvejeciendo; con sus hijos Edward yTom, que ahora son los jóvenes, en lacorte, él da la impresión de haberseacomodado en su retiro.

—Ahora sabemos por qué no levemos nunca —susurra Ana—. Ahorasabemos lo que hace en el campo.

—Cazar, supongo.—Sí, y ha cazado a Catherine Fillol,

la mujer de Edward. Los sorprendieronin fraganti, pero no he podido saber

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dónde, si en la cama de ella, en la de él,en un prado o en un pajar…, Sí, un lugarfrío, desde luego, pero se estaban dandocalor uno a otro. Y ahora sir John lo haconfesado todo, de hombre a hombre, leha contado a su hijo en la cara que haestado con ella sin perder semana desdela boda, así que eso es un par de años y,digamos, seis meses, así que…

—Podríamos redondearlo diciendoque ciento veinte meses, suponiendo quese abstuviesen en las fiestas mayores…

—Los adúlteros no paran enCuaresma.

—Ah, pues yo creía que sí.—Ella ha tenido dos niños, así que

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hay que tener en cuenta el descanso delparto… Y son varones, ¿sabéis? Así queEdward está… —Él imagina cómoestará Edward, ese puro perfil aguileño—. Está alejándolos de la familia. Hande ser bastardos. A ella, a CatherineFillol, hay que meterla en un convento.¡Creo que deberían meterla en una jaula!Está pidiendo la anulación. En cuanto alestimado sir John, creo que no leveremos pronto en la corte.

—¿Por qué cuchicheamos? Debo deser la última persona de Londres que seentera.

—El rey no lo sabe. Y ya sabéis lorecto que es. Así que si alguien llega a

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bromear sobre ello, mejor que noseamos ni vos ni yo.

—¿Y la hija? Se llama Jane, ¿no?Ana suelta una risilla.—¿Cara de Pasta? Se ha marchado a

Wiltshire. Lo mejor que podría hacersería seguir a su cuñada al convento. Suhermana Lizzie hizo una buena boda,pero a la Llorica no la quiere nadie, yahora ya nadie la querrá. —Posa lamirada en el regalo de él; y pregunta depronto, nerviosa, celosa—: ¿Qué es?

—Sólo un libro de dibujos debordados.

—Mientras no sea algo que ponga aprueba su ingenio. ¿Por qué queréis

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hacerle un regalo?—La compadezco. —Ahora más,

por supuesto.—Ah. No os gusta, ¿verdad? —La

respuesta correcta es: no, mi señoraAna. Sólo me gustáis vos—. Porque ¿escorrecto que le hagáis un regalo?

—No es como si fuesen cuentos deBoccaccio.

—Ellos sí que podrían contarle uncuento a Boccaccio, esos pecadores deWolf Hall —dice ella riéndose.

El sacerdote Thomas Hitton fuequemado justo cuando terminaba

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febrero; le detuvo Fisher, obispo deRochester, por introducir decontrabando las Escrituras de Tyndale.Poco después, al levantarse de la frugalmesa del obispo, una docena deinvitados se habían desmayado,vomitaban, agarrotados de dolor, y huboque trasladarles, pálidos y casi sinpulso, a sus camas y encomendarles alos cuidados de los médicos. El doctorButts dijo que la causa había sido elcaldo. Según el testimonio de lossirvientes, era el único plato que habíantomado todos. Hay venenos que fabricala propia naturaleza, y él, antes desometer a tortura al cocinero del obispo,

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habría visitado las cocinas y pasado unaespumadera por la olla del caldo. Peronadie más duda de que haya sido unintento de asesinato.

Finalmente, el cocinero confiesahaber añadido al caldo un polvo blancoque le dio alguien. ¿Quién? Sólo unhombre, un desconocido, que habíadicho que sería una broma darles aFisher y a sus invitados un purgante.

El rey está fuera de sí. Cólera ymiedo. Echa la culpa a los herejes. Eldoctor Butts dice, moviendo la cabeza yalzando el labio inferior, que el venenoes algo que Enrique teme más que alpropio Infierno.

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¿Echarías veneno en la comida delobispo porque un desconocido te dijeseque sería divertido? El cocinero no dirámás, o quizás haya llegado ya a unaetapa en que no pueda decirlo. Elinterrogatorio se ha llevado muy mal, ledice a Butts. Me pregunto por qué. Elmédico, un hombre amante delEvangelio, se ríe amargamente y dice:«Si querían que el hombre hablase,tendrían que haber llamado a ThomasMoro».

Dicen que el Lord Canciller se haconvertido en maestro de las artesgemelas de estirar y comprimir a lossiervos de Dios. Cuando se detiene a un

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hereje, él acude a la Torre y presenciala aplicación de la tortura. Se dice queen la casa del guarda de Chelsea tienedetenidos a sospechosos en el cepo, yles predica y les asedia: el nombre devuestro impresor, el nombre del capitándel barco que trajo esos libros aInglaterra. Cuentan que emplea el látigo,las manillas y un aparato de tortura quellaman «la hija del carroñero». Es uninstrumento portátil, en el que meten a unhombre encogido, con las rodillaspegadas al pecho y con un aro de hierroa la espalda. Por medio de un tornillo,se va apretando el aro hasta que se lerompen las costillas. Hace falta arte

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para manejarlo bien sin que el hombrese ahogue, porque, si se ahoga y semuere, se pierde todo lo que sabe.

La semana siguiente murieron dosinvitados. Fisher, por su parte, serecupera. Es posible, piensa él, que elcocinero hablase pero que lo que dijeseno fuera para los oídos de súbditoscorrientes.

Va a ver a Ana. Una espina entre dosrosas. Está sentada con su prima MaryShelton y la esposa de su hermano, Jane,lady Rochford.

—¿Sabéis, señora, que el rey ha

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ideado una nueva forma de muerte parael cocinero de Fisher? Va a ser hervidovivo.

Mary Shelton suspira y se ruborizacomo si algún galán la hubiesepellizcado. Jane Rochford dice entredientes: «Vere dignum et justum est,aequum et salutare». Ella traduce paraMaría: «Apropiado».

En el rostro de Ana no hay ningunaexpresión. Ni siquiera un letrado comoél puede leer nada en su semblante.

—¿Cómo lo harán?—No pregunté la mecánica del

asunto. ¿Os gustaría que lo hiciese?Creo que van a izarle con cadenas, para

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que así la multitud vea cómo se ledesprende la piel y le oigan gritar.

Para ser justos con Ana, hay quedecir que si te acercases a ella y ledijeseis: vais a ser hervida,probablemente se encogiese de hombrosy dijese: «C'est la vie».

Fisher tiene que guardar cama unmes. Cuando se levanta y sale, parece uncadáver ambulante. La intercesión de losángeles y los santos no ha bastado paracurarle las tripas llagadas y poner denuevo carne sobre sus huesos.

Son días en que se demuestra laverdad brutal de Tyndale. Los santos noson tus amigos y no te protegerán. No

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pueden ayudarte a alcanzar la salvación.No puedes ganar su favor con oracionesy velas, como harías con un jornaleroque contratases para la recolección. Elsacrificio de Cristo se hizo en elCalvario, no se hace en la misa. Lossacerdotes no pueden ayudarte aalcanzar el cielo; no necesitassacerdotes entre tu Dios y tú. Susméritos, por muchos que sean, no puedensalvarte. Sólo los méritos del Cristovivo.

Marzo: Lucy Petyt, cuyo marido esmaestro tendero y miembro de losComunes, acude a verle a Austin Friars.Viste piel de cordero negra (importada,

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a primera vista) y modesto vestido grisde estameña. Alice recibe sus guantes ydesliza subrepticiamente un dedo en unopara valorar el forro de seda. Él selevanta del escritorio y la coge de lamano. La conduce hasta el fuego y leofrece un vaso de vino caliente conespecias. Le tiemblan las manos con quesostiene el vaso y dice:

—Ojalá John tuviese esto, este vino,este fuego.

Nevaba al amanecer el día quehicieron el registro en Lyon's Quay, peropronto salió un sol invernal,abrillantando los cristales y trazando enlos paneles de las habitaciones de las

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casas de la ciudad agudos relieves,cañadas de sombras y gélidos rayos deluz. «Eso es lo que no puedo quitarmede la cabeza. El frío», dice Lucy. Y elpropio Moro, con la cara cubierta depieles, en la puerta con sus agentes,dispuesto a registrar el almacén y hastasus propias habitaciones.

—Fui la primera que salió —diceella—, y le entretuve con palabrascorteses… Querido mío, ha venido elLord Canciller por algún asunto delParlamento, le grité a John.

El vino le calienta la cara y le sueltala lengua.

—¿Habéis desayunado, señor?, le

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dije, ¿estáis seguro? Y las sirvientastejían a sus pies, impidiéndole el paso—suelta una risilla escandalosa, sinalegría—, y, mientras tanto, John estabaguardando sus papeles detrás de unpanel…

—Lo hicisteis bien, Lucy.—Cuando subieron, John estaba

preparado. Oh, Lord Canciller,bienvenido a mi humilde casa. Pero eldesdichado había guardado su volumendel Testamento debajo del escritorio;fue lo primero que vi, me pregunté si losojos de ellos no seguirían los míos.

El registro de una hora no dio ningúnresultado; así que estáis seguro, John,

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dijo el canciller, de que no tenéis ningúnlibro nuevo, porque a mí me haninformado de que los tenéis (y Tyndaleallí plantado como una mancha venenosaen los mosaicos). No sé quién puedehaberos informado, dijo John Petyt. Mesentí orgullosa de él, dice Lucy,tendiendo el vaso para que le sirvan másvino, me sentí orgullosa de lo que dijo.Y Moro dijo: es verdad, no heencontrado nada hoy, pero tenéis queacompañar a estos hombres. Señorteniente, ¿queréis haceros cargo de él?

John Petyt no es un hombre joven.Por instrucciones de Moro duerme en uncolchoncillo de paja tirado sobre las

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losas. Sólo se han permitido visitas paraque cuenten a sus vecinos lo enfermoque parece.

—Hemos enviado alimentos y ropasde abrigo —dice Lucy—. Y los hanrechazado por orden del Lord Canciller.

—Hay una tarifa para propinas a loscarceleros. ¿Necesitáis dinero enefectivo?

—Si lo necesitase acudiría a vos —deja el vaso en su escritorio—. Nopuede encerrarnos a todos.

—Tiene suficientes prisiones.—Para los cuerpos, sí; pero ¿qué

son los cuerpos? Puede llevarsenuestros bienes, pero Dios nos hará

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prosperar. Puede encerrar a los libreros,pero seguirá habiendo libros. Tienen susviejos huesos, sus santos de cristal enlas ventanas, sus velas, sus altares, peroDios nos ha dado la imprenta. —Lebrillan las mejillas; baja la vista hacialos dibujos de su escritorio—. ¿Qué esesto, señor Cromwell?

—Los planos de mi jardín. Esperopoder comprar algunas casas de la partede atrás. Quiero el terreno.

—Un jardín —dice ella, y sonríe—.Es lo primero agradable que oigo enmucho tiempo.

—Espero que podáis venir con Johna disfrutar de él.

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—¿Y esto?… ¿Vais a hacer que osconstruyan una pista de jeu de paume?

—Si consigo el terreno… Y aquí,mirad, me propongo plantar un huerto defrutales.

A ella se le llenan los ojos delágrimas.

—Hablad con el rey. Contamos convos.

Él oye pasos. De Johane. Lucy selleva una mano a la boca.

—Dios me perdone… Por unmomento creí que erais vuestra hermana.

—Es un error que se comete —diceJohane—. Y a veces persiste. Lamentomucho saber que vuestro marido está en

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la Torre, señora Petyt. Pero os lo habéisbuscado. Fuisteis los primeros quecalumniasteis al difunto cardenal.Supongo que ahora querríais quevolviera.

Lucy se marcha sin añadir unapalabra. Sólo lanza una larga mirada porencima del hombro. Oye a Mercysaludarla fuera. De ella recibirá algunaspalabras fraternales. Johane se acerca alfuego y se calienta las manos.

—¿Qué cree que puedes hacer porella?

—Acudir al rey. O a lady Ana.—¿Y lo harás? No. No lo hagas —

dice ella. Se enjuga una lágrima con el

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nudillo. Lucy la ha alterado—. Moro nole torturará. Se sabría y la ciudad no lopermitiría. Pero puede morir de todosmodos —alza la vista hacia él—. Esbastante vieja, ¿sabes?, Lucy Petyt. Nodebería vestir de gris. ¿Has visto cómose le han hundido las mejillas? Notendrá más hijos.

—Comprendo —dice él.Ella aprieta con la mano la tela de la

falda.—Pero ¿y si lo hace? ¿Y si le

tortura? ¿Y si da nombres?—¿Y a mí qué me importa? —se

vuelve—. El mío ya lo conoce.

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Habla con lady Ana. ¿Qué puedohacer?, pregunta ella; y él dice: sabéiscómo complacer al rey, supongo; ella seríe y dice: ¿cómo, mi doncellez por untendero?

Habla con el rey cuando puede. Peroel rey le dirige una mirada vacua y diceque el Lord Canciller sabe lo que hace.Ana dice: lo he intentado, yo misma hepuesto, como sabéis, libros de Tyndaleen sus manos, en sus reales manos.¿Creéis que Tyndale podría volver aeste reino? En invierno negociaron, lascartas cruzaron el Canal. En primavera,Stephen Vaughan, su hombre enAmberes, preparó un encuentro: noche,

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oscuridad protectora, un campo fuera delas murallas de la ciudad. Tyndale llorócon la carta de Cromwell en la mano:quiero volver a Inglaterra, dijo, estoyharto de esto. Perseguido de ciudad enciudad y de casa en casa. Quiero volvera mi patria y si el rey dijesesimplemente sí, si dijese sí a lasEscrituras en nuestra lengua, puedeelegir a su traductor. Yo no volveré aescribir más. Puede hacer conmigo loque le plazca, torturarme o matarme, contal de que deje que el pueblo deInglaterra oiga el Evangelio.

Enrique no ha dicho que no. No hadicho que nunca. Aunque la traducción

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de Tyndale y cualquier otra esténprohibidas, él puede permitir un día queun estudioso al que apruebe haga unatraducción. ¿Cómo puede decir menosél? Desea complacer a Ana.

Pero llega el verano y él, Cromwell,sabe que ha llegado al límite y que tieneque retroceder con cautela. Enrique esdemasiado timorato, Tyndale demasiadointransigente. En sus cartas a Stephenhay una nota de pánico: abandona elbarco. No quiere sacrificarse a latruculencia de Tyndale. Santo cielo,dice, Moro, Tyndale, se merecen el unoal otro, esas mulas que pasan porhombres. Tyndale no apoyará el

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divorcio de Enrique. Y, en realidad,tampoco lo aprobará el monje Lutero.Lo lógico sería que sacrificasen unacuestión delicada de principios paraganarse la amistad del rey de Inglaterra:pero no.

Y cuando Enrique pregunta «¿Quiénes Tyndale para juzgarme?», Tyndale seapresura a responder, tan rápido comopueden volar las palabras: «Un cristianopuede juzgar a otro».

—Un gato puede juzgar a un rey —dice él. Está acunando en brazos aMarlinspike y conversa con ThomasAvery, el muchacho al que enseña suoficio. Avery ha estado con Stephen

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Vaughan para aprender con losmercaderes de allí, pero cualquier barcopuede llevarle a Austin Friars con subolsita, que contiene un jubón de lana yunas cuantas camisas. Entra conestrépito y llama a voces a Mercy, aJohane, a las niñas, a las que traeconfites y bisutería de los vendedorescallejeros. Con Richard, con Rafe y conGregory, si está en casa, intercambiaalgunos golpes como una forma de decir«Estoy de vuelta», pero siempreconserva la bolsa bien sujeta debajo delbrazo.

El muchacho le sigue a su despacho.—¿Nunca sentíais nostalgia, señor,

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cuando estabais fuera en vuestrosviajes?

Él se encoge de hombros: supongoque si hubiese tenido un hogar. Deja elgato en el suelo, abre la bolsa. Saca conel dedo una hilera de cuentas de rosario;para enseñar, dice Avery; y él dice,buen chico. Marlinspike salta alescritorio. Atisba en la bolsa dandogolpecitos con una zarpa. «Los únicosratones que hay dentro son de azúcar.»El muchacho tira de las orejas al gato,juguetea con él.

—En casa del señor Vaughan notenemos animalitos.

—Stephen sólo piensa en el negocio.

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Y va muy mal últimamente.—Él dice: Thomas Avery, ¿a qué

hora llegaste anoche? ¿Has escrito a tuseñor? ¿Has ido a misa? ¡Como si a élle importase la misa! Es casi como si medijese: ¿has hecho de vientre?

—La primavera próxima podrásvenir a casa.

Mientras hablan, él desenrolla eljubón, le da la vuelta con una sacudida ycon unas tijeras pequeñas empieza acortar una costura.

—Muy bien cosido…, ¿quién lohizo?

El muchacho vacila. Se ruboriza.—Jenneke.

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Él saca del forro el fino papeldoblado. Lo abre.

—Pues debe de tener buenos ojos.—Los tiene.—¿Y bonitos también?Alza la vista sonriendo. El

muchacho le mira a la cara. Por unmomento, parece sobresaltado y como sifuese a hablar. Luego baja la vista yaparta la cara.

—Sólo bromeaba, Tom. No te lotomes a pecho —lee la carta de Tyndale—. Si es una buena chica y está en casade Stephen, ¿qué mal hay en ello?

—¿Qué dice Tyndale?—¿Has traído la carta sin leerla?

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—Prefería no saberlo. Por si acaso.Por si acaso acaba también como

invitado de Thomas Moro. Él sostiene lacarta con la mano izquierda; aprieta laderecha.

—Que se acerque a mi gente. Lesacaré a rastras de su corte deWestminster y le aplastaré la cabeza enlos adoquines hasta meterle en ella unpoco de sentido del amor de Dios y delo que significa.

El muchacho sonríe y se sienta en untaburete. Él, Cromwell, mira de nuevo lacarta.

—Tyndale dice que cree que nopodrá volver nunca, ni aunque milady

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Ana sea reina… Un proyecto en el queno piensa ayudar, debo añadir. Dice queno confiaría en un salvoconducto aunquelo firmase el propio rey mientrasThomas Moro siga vivo y ocupe sucargo. Porque Moro opina que no haypor qué cumplir las promesas hechas aun hereje. Toma, léela si quieres.Nuestro Lord Canciller no respeta laignorancia ni la inocencia.

El muchacho se sobresalta, perocoge el papel. Qué mundo éste, en el queno se cumplen las promesas.

—Contadme quién es Jenneke —dice él amablemente—. ¿Queréis queescriba a su padre en vuestro nombre?

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—No. —Avery alza la vista,asustado; le mira, ceñudo—. No, eshuérfana. El señor Vaughan la tiene a sucargo. Estamos todos enseñándoleinglés.

—¿Así que no te aportará dinero?El muchacho parece confuso.—Supongo que Stephen le dará una

dote.El día es demasiado templado para

encender el fuego y la hora demasiadotemprana para encender una vela. Enlugar de quemar el mensaje de Tyndale,lo rompe. Marlinspike alza las orejas ymasca un trozo.

—El hermano gato —dice él—

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siempre amó las Escrituras.Scriptum sola. Sólo el Evangelio te

guiará y te consolará. De nada vale rezara un poste tallado o encender una vela aun rostro pintado. Tyndale dice que«evangelio» significa buena noticia,significa cantar, significa bailar: dentrode ciertos límites, claro.

—¿De verdad podré volver a casa laprimavera próxima? —pregunta ThomasAvery.

Permiten a John Petyt dormir en unacama en la Torre, pero no hayposibilidad de que vuelva a su casa, aLion's Square.

Cranmer le había dicho una vez

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mientras conversaban a altas horas de lanoche: san Agustín dice que nonecesitamos preguntar dónde estánuestro hogar, porque al final todosllegamos a nuestro hogar, que es Dios.

La Cuaresma debilita el ánimo,como sin duda se pretende que haga.Cuando va de nuevo a casa de Ana, seencuentra a Mark, que toca algo triste,inclinado sobre su laúd. Le da en lacabeza con un dedo al pasar y dice:

—Más alegre, ¿o no sabes?Mark casi se cae del taburete. A él

le parece que hay personas que están en

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las nubes, tan vulnerables al sobresalto,a caer en una emboscada. Ana despiertade su sueño y pregunta:

—¿Qué acabáis de hacer?—Pegarle a Mark. Sólo —se lo

muestra— con un dedo.—¿Mark? —pregunta Ana—.

¿Quién? Ah, ¿se llama así?Esta primavera de 1532, él se

propone animarse. El cardenal era muygruñón, pero siempre refunfuñaba de unmodo divertido. Cuanto más se quejabaél, más se animaba su servidorCromwell. Ése era el acuerdo.

El rey es un quejica también. Leduele la cabeza. El duque de Suffolk es

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un necio. Hace demasiado calor paraesta época del año. El país va a la ruina.Está inquieto, además; tiene miedo a loshechizos, y a que el pueblo piense malde él de forma concreta o inconcreta.Cuanto más se inquieta el rey, mástranquilo se siente su nuevo servidor,más confiado, más seguro. Y cuanto másse insolenta y protesta el rey, másbuscan sus solicitantes la compañía deCromwell, de una cortesía a todaprueba.

En casa, Jo acude a él con expresiónperpleja. Ya es una joven dama de ceñofemenil, una leve arruga en la frente,como la de su madre Johane.

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—¿Cómo pintamos los huevos dePascua, señor?

—¿Cómo los pintasteis el añopasado?

—Antes les poníamos todos los añosgorros como los del cardenal. —Le miraa la cara, para ver el efecto de suspalabras; es exactamente su propiohábito, y piensa: no sólo vuestros hijosson vuestros hijos—. ¿Hicimos mal?

—En absoluto. Ojalá lo hubiesesabido. Le habría llevado uno. Le habríagustado.

Jo pone su manita suave en la suya.Aún es una mano de niña, con rozadurasen los nudillos y las uñas mordidas.

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—Ahora pertenezco al Consejo Real—dice él—. Podéis pintar coronas siqueréis.

Esta locura con su madre, estedisparate, tiene que acabar. Johanetambién lo sabe. Solía dar excusas paraestar donde estaba él. Pero ahora, si élestá en Austin Friars, ella está en la casade Stepney.

—Mercy lo sabe —susurra ella depasada.

Lo sorprendente es que haya tardadotanto, pero hay una lección aquí. Unocree que la gente siempre le observa,pero es el remordimiento, que te hacesaltar en las sombras. Sin embargo,

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finalmente, Mercy descubre que tieneojos en la cara y lengua para hablar, yelige un momento en que puedan estar asolas.

—Me han dicho que el rey haencontrado el medio de sortear al menosuno de sus obstáculos. Me refiero alproblema de casarse con lady Ana apesar de que su hermana María haestado en su lecho.

—Hemos solicitado los mejoresconsejos —dice él suavemente—. Eldoctor Cranmer, por recomendaciónmía, ha pedido asesoramiento sobre elsentido de los textos antiguos a unailustre corporación de rabinos de

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Venecia.—Entonces ¿no es incesto? ¿Salvo

que hayas estado realmente casado conuna hermana?

—Los clérigos dicen que no.—¿Cuánto ha costado?—El doctor Cranmer no lo sabía.

Los sacerdotes y los letrados van a lamesa de negociaciones, luego algunoshombres menos piadosos les siguen, conuna bolsa de dinero. No tienen queencontrarse ni al entrar ni al salir.

—Poco ayuda eso en vuestro caso—dice ella bruscamente.

—En mi caso no hay ayuda posible.—Ella quiere hablar con vos.

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Johane.—¿Qué se puede decir? Todos

sabemos…Todos sabemos que no hay salida.

Aunque su marido John Williamson sigatosiendo todavía: uno siempre estámedio esperando oírlo, aquí y enStepney, el jadeo anunciador en laescalera o en la habitación de al lado;una cosa que tiene John Williamson esque nunca aparecerá por sorpresa. Eldoctor Butts le ha recomendado el airedel campo, y mantenerse alejado devapores y humos.

—Fue un momento de debilidad —dice él. Luego… ¿qué? Otro momento

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—. Dios lo ve todo. Según me dicen.—Tenéis que escucharla. —La cara

de Mercy cuando se vuelve esincandescente—. Se lo debéis.

—Tal como a mí me parece, escomo si fuese parte del pasado. —Lavoz de Johane es insegura; con un levemovimiento de los dedos se asienta latoca de media luna y se echa el velo, unanube de seda, sobre un hombro—.Durante mucho tiempo no creía que Lizse hubiese ido de verdad. Esperabaverla entrar un día.

Ha sido una tentación constante paraél, tener a Johane bellamente ataviada, yla ha afrontado, como dice Mercy,

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derrochando el dinero con los orfebres ymerceros de Londres, para que todas lascasadas de la ciudad hablen de lasmujeres de Austin Friars y cuchicheen(en un murmullo respetuoso, casi unagenuflexión): santo cielo, ThomasCromwell, a ése debe de llegarle eldinero como llega la gracia de Dios.

—Así que ahora pienso —dice ella— que lo que hicimos porque ella habíamuerto, cuando estábamos sobrecogidos,cuando estábamos afligidos, esotenemos que dejar de hacerlo ya. Quierodecir, aún estamos afligidos. Siempre loestaremos.

Él comprende. Liz murió en otra

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época, cuando el cardenal aún brillabacon toda su pompa, y él era el hombredel cardenal.

—Si quisierais casaros —dice ella—, Mercy tiene su lista. Pero, bueno,probablemente vos tengáis también lavuestra. En la que no figurará nadie queconozcamos. Por supuesto —añade—, siJohn Williamson… Dios me perdone,pero cada invierno pienso que será elúltimo para él. Entonces, claro, yo sinduda, quiero decir, enseguida, Thomas,tan pronto como fuera decente, no quenos cojamos de la mano delante delataúd…, aunque, bueno, entonces laIglesia no lo permitiría, la ley no lo

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permitiría.—Nunca se sabe —dice él.Ella mueve las manos, no puede

parar de hablar.—Dicen que intentas someter a los

obispos y hacer al rey jefe de la Iglesiay quitar sus rentas al Santo Padre ydárselas a Enrique, y entonces Enriquepodrá hacer las leyes, aprobar la ley siquiere y deshacerse de su esposa comodesea y casarse con lady Ana. Y será élel que diga lo que es pecado y lo que noy quién puede casarse. Y la princesaMaría, Dios la perdone, será bastarda yel próximo rey después de Enrique seráel hijo que le dé esa dama.

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—Johane… Cuando se reúna denuevo el Parlamento, ¿te gustaría ir adecirles lo que acabas de decir ahora?Porque eso ahorraría mucho tiempo.

—Es imposible —dice ella, abatida—. Los Comunes no lo votarán. Loslores tampoco. El obispo Fisher no lopermitirá. Ni el arzobispo Warham. Niel duque de Norfolk. Ni Thomas Moro.

—Fisher está enfermo. Warham esviejo. Norfolk me dijo el otro día sin irmás lejos: «Estoy harto de luchar bajo elestandarte de la sábana manchada deCatalina», si se me permite emplear suspalabras, «y si Arturo pudo o no pudogozarla, a quién demonios le importa

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ya».Modifica sobre la marcha, en

realidad, las palabras del duque, quefueron mucho más groseras.

—«Dejemos paso a mi sobrina Ana—dijo— y que haga todo el mal quepueda.» —¿Y qué mal puede hacer ella?—Johane tiene la boca entreabierta; laspalabras del duque rodarán porGracechurch Street abajo, llegarán al ríoy cruzarán el puente, llegarán hasta lasdamas pintadas de Southwark, hastaellas las pasarán de boca en boca, comoúlceras; pero eso son los Howard parati, eso son los Bolena; con o sin él, lasnoticias sobre el carácter de Ana

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llegarán a Londres y al mundo.—Ella provoca la cólera del rey —

dice él—. Él se queja de que Catalinanunca le habló como Ana lo hace.Norfolk dice que emplea con él unlenguaje que nadie emplearía ni con unperro.

—¡Jesús! Me pregunto por qué no laazota.

—Tal vez lo haga cuando se casen.Mira, si Catalina retirase su pleito deRoma, si aceptara que se juzgase su casoen Inglaterra, o si el papa estuviesedispuesto a acceder a los deseos del rey,entonces todo esto, todo lo que hasdicho, no ocurriría. Sólo ocurriría… —

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Mueve levemente la mano en un ademánde retroceso, como si enrollase unpergamino—. Si Clemente acudiese a suescritorio una mañana, no despierto deltodo, y firmase con la mano izquierda unpapel que no hubiese leído, en fin,¿quién podría reprochárselo? Yentonces yo le dejo, nosotros ledejamos, sin molestarle, en posesión desus rentas, en posesión de su autoridad,porque en este momento Enrique sólodesea una cosa, a Ana en su cama. Peroel tiempo corre y él empieza a pensar,créeme, en otras cosas que podría hacer.

—Sí. Por ejemplo en lo que élquiere.

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—Es el rey. Está acostumbrado ahacerlo.

—¿Y si el papa sigue mostrándoseobstinado?

—Acabará suplicando por susrentas.

—¿Puede el rey coger el dinero delpueblo cristiano? El rey es rico.

—En eso te equivocas. Es pobre.—Oh. ¿Y él lo sabe?—No estoy seguro de que sepa de

dónde llega su dinero ni adónde va.Mientras el cardenal vivía, nunca deseóuna joya ni un sombrero ni un caballo niuna hermosa mansión. Henry Norrisseocupa de sus gastos privados. Pero

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también interviene en los ingresos,demasiado para mi gusto. Henry Norris—aclara antes de que ella le pregunte—es la maldición de mi vida.

Está siempre con Ana (esto lo piensapero no lo dice), cuando yo necesitoverla a solas.

—Bueno, si quiere cenar, siemprepuede venir aquí. No me refiero a eseHenry Norris. Me refiero a Enrique,nuestro pobre rey.

Se levanta; se mira al espejo; seaparta, como si le diese vergüenza supropio reflejo, y dispone el rostro enuna expresión más alegre, más curiosa ydistanciada, menos personal; él la ve

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hacerlo, ve cómo enarca las cejaslevemente, curva hacia arriba lascomisuras de los labios… Podríapintarla, piensa, si tuviese la habilidad.La he contemplado tanto tiempo; pero lacontemplación no nos devuelve a losmuertos. Cuanto más miras, más rápidoy más lejos se van. Él nunca habíaimaginado que Liz Wykys le sonriesedesde el cielo por lo que hacía con suhermana. No, piensa, lo que he hecho esempujar a Liz a la oscuridad; y algovuelve a él, lo que dijo una vez Walter,lo de que su madre solía rezar a unpequeño santo tallado que llevaba en suhatillo cuando llegó del norte de joven y

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al que solía darle la vuelta antes deacostarse con él. Walter había dicho:Santo cielo, Thomas, era, si no meequivoco, santa jodida Felicidad. Y lanoche que te hice a ti estaba de cara a lapared, puedes estar seguro.

Johane da vueltas por la habitación.Es una estancia amplia y luminosa.

—Todo esto, lo que tenemos ahora—dice—, el reloj, ese cofre nuevo quepediste a Stephen que nos mandara deFlandes, con las tallas de aves y flores,he oído muy bien cómo le decías aThomas Avery: oh, dile a Stephen que loquiero, no me importa lo que cueste.Todos esos retratos de gente que no

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conocemos, todo eso, no sé, laúdes ylibros de música, son cosas que nuncateníamos. Yo, cuando era joven, nuncame miraba al espejo. Pero ahora lo hagotodos los días. Y un peine, me regalasteun peine de marfil. Nunca había tenidouno. Liz me trenzaba el pelo y me lorecogía en la toca. Y luego se lotrenzaba yo a ella, y si no teníamos elaspecto que teníamos que tener,enseguida nos lo decía alguien.

¿Por qué estamos tan encariñadoscon los rigores del pasado? ¿Por quéestamos tan orgullosos de nosotrosmismos por haber soportado a nuestrospadres y a nuestras madres, y los días

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sin fuego y los días sin carne, los crudosinviernos, las lenguas afiladas? Nohabía alternativa. Incluso Liz, una vez,cuando eran jóvenes, cuando le habíavisto una mañana temprano poner lacamisa de Gregory a calentar delante delfuego, hasta ella le había dicho conaspereza: no hagas eso, luego esperaráque lo hagas todos los días.

—Liz —dice—, quiero decir,Johane…

Lo has hecho demasiadas veces, ledice la expresión de ella.

—Quiero ser bueno contigo. Dimequé puedo darte.

Espera que le grite, como hacen las

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mujeres: crees que puedes comprarme,pero no, escucha, y él piensa que está entrance, la expresión atenta, los ojos fijosen los suyos, escuchando su teoría sobrelo que puede comprar el dinero.

—Había un hombre en Florencia, unfraile, fray Savonarola, que indujo atodo el mundo a pensar que la bellezaera un pecado. Algunos creen que era unmago y que habían estado un tiempobajo su hechizo, porque hicieronhogueras en las calles y arrojaron enellas todo lo que les gustaba, todo lo quehabían hecho o habían comprado graciasa su trabajo, piezas de seda y lino quehabían bordado sus madres para sus

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lechos de matrimonio, libros de versosescritos a mano por el poeta, contratos ytestamentos, registros de rentas, títulosde propiedad, perros y gatos, lascamisas que vestían, los anillos quellevaban en los dedos, las mujeres susvelos, y, ¿sabes qué fue lo peor,Johane?, que también quemaron susespejos. Así que luego no podían versela cara y saber que eran diferentes delos animales del campo y de lascriaturas que chillaban en la pira. Ycuando se fundieron los espejos,volvieron a sus casas y las encontraronvacías, y se echaron en el suelo porquehabían quemado las camas. Y cuando se

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levantaron al día siguiente, les dolíatodo el cuerpo, y no tenían mesa paradesayunar, porque habían usado la mesapara alimentar las hogueras, y no teníantaburetes para sentarse, porque loshabían hecho astillas; y no tenían panque comer, porque los panaderos habíanarrojado a las llamas los recipientes y lalevadura y la harina y las balanzas. ¿Ysabes lo peor de todo? Que estabansobrios. La noche anterior habíanquemado también los pellejos de vino…—mueve el brazo, imitando a alguienque arroja algo al fuego—, así queestaban sobrios y despejados y mirarona su alrededor y no tenían nada que

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comer ni nada que beber ni dóndesentarse.

—Pero eso no era lo peor. Hasdicho que lo peor era lo de los espejos,no poder verse.

—Sí, bueno, eso creo. Espero queyo siempre pueda mirarme a la cara. Ytú, Johane, deberías tener siempre unbuen espejo para verte. Porque eres unamujer digna de verse.

Podrías escribir un soneto, ThomasWyatt podría escribirle un soneto, y nohacer este efecto… Ella aparta lacabeza, pero a través de la fina películade su velo él ve cómo le brilla la piel.Porque las mujeres rogarán: decidme,

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decidme sólo alguna cosa, decidme loque pensáis; y eso es lo que ha hecho él.

Se separan amigos. Consiguensepararse incluso sin una última vez enhonor a los viejos tiempos. No es que seseparen, en realidad, pero su relación esya diferente.

—Thomas —dice Mercy—, cuandoestéis frío y debajo de una lápida, osconvenceréis vos mismo de que debéissalir de la tumba.

La casa está silenciosa, tranquila. Eltumulto de la ciudad queda encerrado alotro lado de la puerta; ha mandadorenovar las cerraduras, que refuercen lascadenas. Jo le lleva un huevo de Pascua.

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—Mirad, hemos guardado éste paravos.

Es un huevo blanco sin pintas. Sólotiene dibujado un rizo, del color de lapiel de cebolla, un rizo que asoma deuna corona ladeada. Eliges a tu príncipey sabes cómo es, ¿o no?

—Mi madre —dice la niña— osmanda un mensaje: dile a tu tío que,como regalo, me gustaría un vaso hechocon la cáscara de un huevo de grifo. Escomo un león con cabeza y alas depájaro. Ahora está muerto, así que ya nopuedes conseguirlo.

—Pregúntale de qué color lo quiere—dice él.

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Jo le planta un beso en la mejilla.Él mira el espejo y ve toda la

luminosa habitación: laúdes, retratos,cortinas de seda. En Roma, había unbanquero llamado Agostino Chigi. EnSiena, de donde procedía, afirmaban queera el hombre más rico del mundo.Cuando el papa se sentó a su mesa,Agostino le sirvió la comida en platosde oro. Luego contempló el corolario:los cardenales saciados y retrepados ensus asientos, los restos, los huesos, lasraspas de pescado, las conchas de lasostras, las mondas de naranjas, y dijo:qué caramba, no vale la pena lavar todoesto.

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Los invitados tiraron por lasventanas al Tíber cubiertos y vajilla. Ellino manchado que cubría la mesa volótras ellos, con las servilletas flotandocomo ávidas gaviotas detrás de lassobras. Resonaron las risas romanas enla noche romana. Chigi había colocadoredes en las orillas y tenía buceadoresdispuestos para recoger lo que pudieseescapar de las redes. Uno de sussirvientes de más alto rango, que teníabuena vista, bajó a la orilla en cuantoamaneció y fue comprobando en la lista,marcando con un alfiler cada objeto quese sacaba del río.

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1531: es el verano del cometa. En ellargo anochecer, bajo la curva de la lunacreciente y la luz de esa extraña estrellanueva, caminan por el jardín unosgentilhombres hablando de la Salvación.Son Thomas Cranmer, Hugh Latimer, loseclesiásticos y empleados de la casa deAna, y van flotando abstraídos en unabrisa de cháchara teológica camino deAustin Friars; ¿dónde se equivocó laIglesia? ¿Cómo podemos volver aencauzarla por el buen camino?

—Sería un error —dice él,observándoles desde la ventana—pensar que alguno de esos gentilhombresestá de acuerdo con otro en algún punto

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de la interpretación de las Escrituras. Siles diesen un tiempo de respiro sinThomas Moro, se dedicarían aperseguirse unos a otros.

Gregory, sentado en un cojín, juegacon la perrita. Se divierte acariciándoleel hocico con una pluma y haciéndolaestornudar.

—Señor —dice—, ¿por qué llamáissiempre a los perros Bella y sonsiempre tan pequeños?

Detrás de él, sentado a una mesa deroble, está Nikolaus Kratzer, elastrónomo del rey, con su astrolabio, supapel y su tinta. Posa la pluma y alza lavista.

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—Señor Cromwell —dicealegremente—, o mis cálculos sonerróneos, o el universo no es comopensamos.

—¿Por qué son los cometas unamala señal? —dice él—. ¿Por qué noson una buena señal? ¿Por qué anuncianla caída de las naciones? ¿Por qué no laascensión?

Kratzer es de Múnich, un hombremoreno, de su misma edad, con una bocagrande y cómica. Acude allí por lacompañía, por la amena y doctaconversación, parte de ella en su propioidioma. El cardenal había sido protectorsuyo, y él le había hecho un hermoso

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reloj de sol de oro. Cuando el granhombre lo vio, se ruborizó de placer.«¡Nueve caras, Nikolaus! Siete más queel del duque de Norfolk.»

En el año 1456 hubo un cometacomo éste. Los sabios lo reseñaron, elpapa Calixto lo excomulgó, y es posibleque aún haya uno o dos ancianos vivosque lo vieran. Se indicó que tenía lacola en forma de sable, y que aquel año,los turcos pusieron sitio a Belgrado.Conviene registrar todos los portentosque puedan brindar los cielos. El reybusca el mejor consejo. El alineamientode los planetas en Piscis en el otoño de1524 fue seguido de grandes guerras en

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Alemania, la aparición de la secta deLutero, de levantamientos de gentes delcomún y la muerte de cien mil súbditosdel emperador; también hubo tres añosde lluvias. Se predijo así mismo el sacode Roma, diez años antes de quesucediese, con ruidos de combates en elaire y bajo tierra: un choque de ejércitosinvisibles, acero contra acero, y losgritos espectrales de los moribundos. Élno estaba en Roma para oírlo, pero haconocido a muchos hombres que dicenque tienen un amigo que conoce a unhombre que sí estaba.

—Bueno —dice él—, si podéisresponder de la lectura de los ángulos,

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yo puedo comprobar vuestro trabajo.—Doctor Kratzer —dice Gregory—,

¿adónde va el cometa cuando nosotrosno estamos viéndolo?

Se ha puesto el sol. Cesa el canto delos pájaros. Sube el olor de la hierba yentra por la ventana abierta. Kratzer estáinmóvil, un hombre transfigurado por laoración o por la pregunta de Gregory,contempla sus papeles con los largos ynudosos dedos unidos. Abajo en eljardín, el doctor Latimer alza la vista yhace señas.

—Hugh tiene hambre. Gregory, hazpasar a nuestros invitados.

—Repasaré primero las cifras —

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dice Kratzer, moviendo la cabeza—.Lutero dice que Dios está por encima delas matemáticas.

Traen velas para Kratzer. La maderade la mesa es negra en la penumbra y laluz cae sobre ella en temblorosasesferas. Los labios del astrónomo semueven como los de un monje envísperas. Brotan con fluidez de su plumalas cifras. Él, Cromwell, se vuelve en lapuerta y las mira. Se alzan en unrevoloteo de la mesa, se deslizan y sefunden en los rincones de la habitación.

Llega Thurston muy agitado de las

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cocinas.—¡A veces me pregunto qué piensa

esta gente! Dad algunas comidas o nosabremos qué hacer. Todos esos gentilhombres cazadores y las damas tambiénnos han enviado carne suficiente paraalimentar a un ejército.

—Mandadla a los vecinos.—Suffolk nos envía cada día un

cabrito.—Monsieur Chapuys es vecino

nuestro. No recibe muchos regalos.—Y Norfolk…—Dadlo por la puerta de atrás.

Preguntad al párroco quién pasa hambre.—¡Pero el problema es el trabajo de

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carnicero! ¡El desollar y despiezar!—Ya iré yo a echaros una mano.

¿Puedo?—¡Vos! No podéis hacerlo. —

Thurston se retuerce el delantal.—Será un placer —se quita el anillo

del cardenal.—¡Sentaos y estaos quieto! Quedaos

ahí y sed un gentilhombre, señor. Haceduna proclama, ¿no podéis? ¡Redactaduna ley! Tenéis que olvidar queconocisteis en tiempos estas artes.

Se sienta de nuevo con un hondosuspiro.

—¿Están recibiendo nuestrosbenefactores cartas de agradecimiento?

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Sería mejor que las firmara yo.—Se les están dando gracias y más

gracias —dice Thurston—. Hay unadocena de escribanos dedicados a latarea.

—Debéis tomar más sirvientes parala cocina.

—Y vos más escribanos.Si se lo pide el rey, va desde

Londres hasta donde él esté. Agosto lesorprende con un grupo de cortesanosque observan a Ana, de pie en unestanque de claridad, vestida como ladyMarian, la compañera de Robin Hood,disparando a un blanco.

—William Brereton, buenos días —

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dice él—. ¿No estáis en Cheshire?—Sí. Pese a las apariencias, estoy.Me lo busqué.—Creía que estarías cazando en

vuestras tierras.Brereton frunce el ceño.—¿Es que tengo que daros cuenta de

todos mis pasos?Ana en su verde claro del bosque, en

sus sedas verdes, está enojada, furiosa.No le gusta su arco. Lo lanza a la hierbaen un arrebato.

—Ya era así de pequeña.Se vuelve y ve a María Bolena a su

lado: una pulgada más cerca de lo que loestaría cualquier otra persona.

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—¿Dónde está Robin Hood? —siguemirando a Ana—. Tengo un despacho.

—No los mirará hasta que se pongael sol.

—¿No estará ocupado entonces?—Ella se vende a pulgadas. Todos

los gentilhombres dicen que laaconsejáis vos. Quiere un regalo enefectivo por cada avance por encima dela rodilla.

—No como vos, María. Un revolcóny buena chica. Aquí tenéis cuatropeniques.

—Bueno, ¿sabéis? Si son reyes losque lo hacen… —se ríe—. Ana tiene laspiernas muy largas. Cuando llegue a su

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parte secreta, el rey estará en la ruina.Las guerras francesas resultarán baratasen comparación.

Ana ha rechazado la oferta de laseñora Shelton de otro arco. Se dirigehacia ellos por la hierba. La redecilladorada con que lleva recogido el pelobrilla con puntos diamantinos.

—¿Qué es esto, María? ¿Otra vezatacando la reputación del señorCromwell?

Hay risillas en el grupo.—¿Tenéis alguna buena noticia para

mí? —le pregunta a él. Suaviza el tonode voz. Y la expresión. Le pone unamano en el brazo. Las risillas cesan.

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En un pequeño aposento que da alnorte, fuera de la claridad del sol, ellale dice:

—Tengo noticias para vos, enrealidad. Gardiner va a conseguirWinchester.

Winchester era el obispado más ricode Wolsey.

Él tiene todas las cifras en la cabeza.—Eso puede hacerle más amable.Ella sonríe: frunce los labios.—No conmigo. Se ha esforzado por

librarse de Catalina, pero no querría queyo la reemplazase. Ni siquiera Enriquehace de eso un secreto. Ojalá no fuesesecretario de Estado. Vos…

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—Demasiado pronto.Ella asiente.—Sí. Tal vez. ¿Sabéis que han

quemado al Pequeño Bilney? Mientrasandábamos jugando a los ladrones porlos bosques.

Habían llevado a Bilney ante elobispo de Norwich, le habíansorprendido predicando por el campo ydistribuyendo páginas de los Evangeliosde Tyndale entre la gente. El día que lequemaron hacía viento, y el vientoapartaba las llamas de él, así que tardómucho en morir.

—Thomas Moro dice que searrepintió cuando estaba en la hoguera.

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—Eso no es lo que me han contadolos que lo vieron.

—Era un necio —dice Ana;enrojece, un rojo intenso y colérico—.La gente debe decir lo que la mantengacon vida, hasta que lleguen mejorestiempos. No es ningún pecado. ¿No osparece? —Él no suele vacilar—. Oh,vamos, habéis pensado en ello.

—Bilney se arrojó él mismo a lahoguera. Siempre dije que lo haría. Sehabía arrepentido antes y le habíanperdonado, así que no podía haber másmisericordia.

Ana baja los ojos.—Qué suerte tenemos de que la

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misericordia de Dios nunca se acabe.Parece que tiembla. Estira los

brazos. Huele a hojas verdes y lavanda.Sus diamantes son fríos como gotas delluvia en la oscuridad.

—El rey de los forajidos estarávolviendo ya a casa. Será mejor quevayamos a su encuentro.

Se estira de nuevo.Ha empezado la recolección. Las

noches tienen una tonalidad violácea ysobre los campos en rastrojo brilla elcometa. Los cazadores llaman a losperros. Después del Día de la SantaCruz, el ciervo estará seguro. Cuando élera niño, ésta era la época en que los

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muchachos que habían vivido en elcampo a su libre albedrío todo el veranovolvían a casa y hacían las paces consus padres; entraban furtivamente lanoche de la cena de la cosecha, con laparroquia entera bebiendo. Desde antesde Pentecostés habían vivido al rebuscoy valiéndose de las artimañas delmendigo, cazando con trampas pájaros yconejos, y cocinándolos en su olla dehierro, persiguiendo a todas las chicasque veían, que huían gritando a suscasas, y refugiándose las noches delluvia y de frío en cobertizos y pajares,donde se calentaban cantando ycontando acertijos y chistes. Cuando

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terminaba la estación, era hora devender el caldero, llevándolo de puertaen puerta y proclamando sus méritos.

—Esta olla nunca está vacía —explicaba—. Si sólo os quedan cabezasde pescado, basta echarlas en ella paraque aparezca nadando un lenguado.

—¿No estará agujereada?—Esta olla es sólida, y si no me

creéis, señora, podéis mear en ella paracomprobarlo. Vamos, decidme cuántome daréis. No ha habido olla igualdesde que Merlín era pequeño. Echad enella un ratón que tengáis en la ratonera yantes de que os deis cuenta será unacabeza de jabalí con especias y con una

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manzana en la boca.—¿Qué edad tienes? —le pregunta

una mujer.—Eso no podría decirlo.—Volved al año que viene y

podremos yacer en mi lecho de plumas.Él vacila.—El año que viene me marcho.—¿Vas a andar por los caminos

como un titiritero? ¿Con esa olla?—No, he pensado hacerme ladrón y

vivir en el bosque. O domador de osos,que es un buen oficio.

—Espero que te vaya bien —dice lamujer.

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Esta noche, después de bañarse,cenar, cantar y bailar, el rey quiere darun paseo. Tiene gustos campesinos, leagrada lo que podría llamarse el vinorústico, que no es nada fuerte; pero estosdías se echa al coleto enseguida elprimer vaso, y cabecea, indicando quequiere más. Así que, cuando abandona lafiesta, necesita el brazo de FrancisWeston para apoyarse. Ha caído unacopiosa rociada, y los gentilhombres,con antorchas, caminan aplastando lahierba. El rey respira unas cuantasbocanadas de aire húmedo.

—Gardiner —dice—, no sigáis.—A mí no me molesta —dice él

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suavemente.—Entonces, es a él a quien le

molestáis vos.El rey se desvanece en la oscuridad.

Luego habla detrás de la llama de unaantorcha, como Dios desde la zarzaardiente.

—Puedo manejar a Stephen. Leconozco bien. Y yo lo que necesitoahora es un servidor fuerte. No quierohombres que tengan miedo a lacontroversia.

—Su Majestad debería volver aentrar. Estos vapores nocturnos no sonsaludables.

—Habláis como el cardenal —dice

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el rey riéndose.Él se sitúa a la izquierda del rey.

Weston, que es joven y de constituciónfrágil, muestra signos de que le fallanlas rodillas.

—Apoyaos en mí, señor —aconseja.El rey le echa un brazo al cuello, en

una especie de presa de lucha. Domadorde osos es un buen oficio. Le parece porun momento que el rey está llorando.

Al año siguiente no se escapará,para ser domador de osos y para ningúnotro oficio. Porque al año siguiente fuecuando llegaron los rebeldes deCornualles bramando campo a través,decididos a quemar Londres y capturar

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al rey inglés y obligarle a someterse a suvoluntad. El miedo se extendía ante suejército, porque se sabía que quemabanalmiares y desjarretaban el ganado, queincendiaban viviendas con la gentedentro, que mataban a los sacerdotes yse comían a los niños y pisoteaban elpan del altar.

El rey le suelta bruscamente.—Marchaos a vuestros fríos lechos.

¿O es sólo el mío el que está frío?Mañana cazaréis. Si no tenéis buenamontura, se os proporcionará. Veré sipuedo cansaros, aunque Wolsey decíaque era imposible. Vos y Gardinertenéis que aprender a empujar juntos.

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Este invierno vais a ser uncidos alarado.

No son bueyes lo que él quiere, sinoanimales que se lanzarán uno contraotros, testuz contra testuz, que se herirány mutilarán luchando por conseguir sufavor. Es evidente que sus posibilidadescon el rey son mejores si no se pone deacuerdo con Gardiner que si lo hace.Divide y vencerás. De todos modos,será él el que venza.

Aunque no se ha reunido elParlamento, el periodo de san Miguel esel más ajetreado que ha visto en su vida.

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Llegan casi cada hora gruesos archivosde los asuntos del rey, y Austin Friars sellena de mercaderes de la ciudad,monjes y sacerdotes de diversos tipos,solicitantes que piden cinco minutos desu tiempo. Y, como si percibiesen algo,un cambio de poder, un sucesoinminente, empiezan a reunirse a laentrada pequeños grupos de londinensesque señalan las libreas de los hombresque vienen y van, el del duque deNorfolk, el criado del duque deWiltshire. Él les mira por una ventana ycree reconocerlos. Son los hijos de loshombres que se reunían todos los otoñosa murmurar y a calentarse a la puerta de

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la fragua de su padre. Son muchachoscomo fue él: inquietos, esperando quesuceda algo.

Los mira y dispone su rostro.Erasmo dice que debe hacerse por lasmañanas antes de salir de casa. «Ponerteuna máscara, como si dijésemos.» Él loaplica a cada lugar, cada castillo oposada o sede de noble donde despierta.Envía un poco de dinero a Erasmo,como hacía el cardenal. «Para que sepague las gachas», solía decir. «Y puedadisponer el pobre de plumas y tinta.»Erasmo está sorprendido. Sólo ha oídocosas malas de Thomas Cromwell.

Desde el día en que prestó juramento

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en el consejo del rey, ha dispuesto surostro. Durante los primeros meses delaño observó los rostros de los demás,para ver cuándo indicaban duda,reserva, oposición. Para captar esemomento fugaz antes de que se asienteen los rasgos suaves dEl cortesano, elfacilitador, el subordinado servil. Rafele dice: no podemos confiar enWriothesley, y él se ríe. Sé dónde estoycon Llamadme. Está bien relacionado enla corte, pero empezó en la casa delcardenal: ¿quién no? Pero Gardiner fueprofesor suyo en el Trinity, y nos havisto ascender a los dos. Nos ha vistosacar músculo, dos perros de presa, y no

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es capaz de decidir por cuál apostar. Yopodría sentir lo mismo en su caso, ledice a Rafe; en mis tiempos era fácil, loapostabas todo por Wolsey. No teníamiedo a Wriothesley ni a nadie como él.Las acciones de los hombres sinprincipios pueden calcularse, mientrasles veas correr pisándote los talones.Menos predecibles y más peligrosos sonlos individuos como Stephen Vaughan,hombres que te escriben como haceVaughan: Thomas Cromwell haríacualquier cosa por vos. Hombres quedicen que te comprenden, cuyo abrazo estan fuerte y tenaz que pueden lanzarte alabismo.

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En Austin Friars envía cerveza y pana los hombres que están a la puerta.Caldo, cuando las mañanas se hacen másfrías. Thurston dice: bueno, si queréisalimentar a todo el vecindario. Sólo elmes pasado, dice él, os quejabais de quelas despensas estaban llenas a rebosar, ytambién las bodegas. San Pablo nos diceque debemos saber florecer en tiemposde escasez y en tiempo de abundancia,con el estómago lleno y con el estómagovacío. Baja a las cocinas a hablar conlos muchachos que ha contratadoThurston. Gritan sus nombres y lo quesaben hacer, y él anota muy serio susconocimientos en un libro. Simon sabe

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preparar una ensalada y tocar el tambor.Mathew sabe decir el Pater noster.Todos estos garzoni deben seradiestrables. Deben ser capaces de subirun día las escaleras como él, y ocuparun puesto en la contaduría. Debendisponer de ropa decente y de abrigo, yhay que animarlos a usarla, a novenderla, pues él se acuerda de sustiempos de Lambeth, del frío intenso enlos almacenes. En las cocinas deWolsey en Hampton Court, donde laschimeneas tiraban bien y confinaban elcalor, ha visto copos de nieveextraviados en las vigas del techo yposándose en los alféizares.

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Cuando en las mañanas crudas saleal amanecer de su casa con su séquito deempleados, ya están reunidos allí loslondinenses. Se retiran y le observan, niamistosos ni hostiles. Les dice buenosdías y que Dios les bendiga, y algunosresponden buenos días, se quitan elsombrero y, como es un consejero delrey, no vuelven a ponérselo hasta que seva.

O c t u b r e : Monsieur Chapuys,embajador del emperador, acude a cenara Austin Friars, y entra en el menúStephen Gardiner.

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—Después de enviarle aWinchester, le enviarán al extranjero —dice Chapuys—. ¿Y qué le parecerá esoal rey Francisco? ¿Qué puede hacer élcomo diplomático que no pueda hacersir Thomas Bolena? Aunque supongoque él es parti pris. Siendo el padre dela dama. Gardiner es más…ambivalente, ¿no os parece? Másdesinteresado, ésa es la palabra. Noentiendo lo que ganará el rey Franciscoapoyando el enlace, salvo que vuestromonarca le ofreciese… ¿Qué? ¿Dinero?¿Navíos de guerra? ¿Calais?

En la mesa, con los de la casa,Monsieur Chapuys ha hablado,

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complacido, de poesía, de la pintura deretratos y de sus años de universitario enTurín. Dirigiéndose a Rafe, cuyo francéses excelente, ha hablado de cetreríacomo algo que parece probable queinterese a los jóvenes.

—Debéis salir con nuestro señor —le dice Rafe—. Es casi su único recreoen estos tiempos.

Monsieur Chapuys vuelve hacia élsus ojillos brillantes.

—Juega ya juegos de reyes.Al levantarse de la mesa, Chapuys

alaba la comida, la música, elmobiliario. Se percibe cómo gira sucerebro, se oyen los pequeños clics

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como mecanismos de una complejacerradura, cuando anota sus opinionespara incluirlas en los despachos queenvía a su señor el emperador.

Después, en el gabinete, elembajador lanza sus preguntas; habla sinparar, sin pausa para una respuesta.

—Si el obispo de Winchester está enFrancia, ¿cómo se las arreglará Enriquesin secretario? La embajada del señorStephen no puede ser breve. Tal vez éstasea vuestra oportunidad paraaproximaros más, ¿no creéis? Decidme,¿es cierto que Gardiner es primobastardo de Enrique? ¿Y ese muchachovuestro, Richard, también? Estas cosas

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asombran al emperador. Tener un reyque es tan poco regio. No es extraño porello que quiera casarse con una pobredama hija de un gentilhombre.

—Yo no llamaría pobre a lady Ana.—Cierto, el rey ha enriquecido a su

familia. —Chapuys sonríe, burlón—.¿Es habitual en este país pagar a unamuchacha por sus servicios poradelantado?

—Sí lo es. Deberíais tenerlo encuenta. Lamentaría mucho verosperseguido por la calle.

—¿Aconsejáis vos a lady Ana?—Reviso sus cuentas. No es

demasiado trabajo, para una amiga

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estimada.Chapuys ríe alegremente.—¡Una amiga! Es una bruja,

¿sabéis? Ha hecho un encantamiento conel que tiene sometido al rey, por lo quese arriesga a todo…, a ser expulsado dela Cristiandad, a condenarse. Y creo queél casi lo sabe. He visto cómo ella ledomina con la mirada, he visto suingenio disperso y en fuga, su almaretorciéndose como una liebre bajo lamirada de un halcón. Tal vez os hayaencantado también a vos.

Monsieur Chapuys se inclina y posaen la mano de él su pequeña zarpasimiesca.

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—Romped el encantamiento, moncher ami. No lo lamentaréis. Yo sirvo aun príncipe más generoso.

Noviembre: sir Henry Wyatt está enel vestíbulo de Austin Friars. Mira elespacio en blanco de la pared, donde sehan borrado las armas del cardenal.

—Hace sólo un año que murió,Thomas. A mí me parece más. Dicenque, cuando eres viejo, un año es igualque el siguiente. Puedo aseguraros queno es cierto.

Oh, vamos, señor, gritan las niñas.No sois tan viejo como para no poder

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contarnos un cuento. Le arrastran haciauno de los nuevos sillones de terciopeloy le entronizan en él. Sir Henry podríaser el padre de todas, si hubiesenpodido elegir, el abuelo de todas. Haservido en el Tesoro de este Enrique ydel Enrique anterior; si los Tudor sonpobres, no es por culpa suya.

Alice y Jo han salido al jardín,donde intentan coger al gato. A sirHenry le gusta ver que se honra a un gatoen una casa. A petición de las niñas,explicará por qué.

—Una vez —empieza—, en estatierra de Inglaterra, hubo un tirano muycruel que se llamaba Ricardo

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Plantagenet…—Oh, hubo gente malvada con ese

nombre —interviene Alice—. ¿Sabéis siquedan más todavía?

Risas.—Bueno, es verdad —grita Alice,

con las mejillas ardiendo.—… y yo, vuestro servidor Wyatt,

que cuenta esta historia, fui encerradopor ese tirano en una mazmorra, dondetenía que dormir sobre la paja, unamazmorra que sólo tenía un ventanuco, yese ventanuco tenía rejas…

Llegó el invierno, dice sir Henry, yno tenía fuego; no tenía alimentos niagua, porque los guardias se olvidaron

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de mí. Richard Cromwell escucha,sentado con la barbilla apoyada en lamano. Intercambia una mirada con Rafe;ambos le miran a él, y él hace un levegesto, silenciando el dolor del pasado.Saben que a sir Henry no le olvidaron enla Torre. Sus guardianes le pusieroncuchillos al rojo vivo en la carne. Learrancaron los dientes.

—¿Qué podía hacer? —dice sirHenry—. Por suerte para mí, aquellamazmorra era muy húmeda. Bebí el aguaque corría por la pared.

—¿Y para comer? —pregunta Jo, entono grave y expectante.

—Y ahora llegamos a lo mejor de la

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historia.Un día, dice sir Henry, cuando creía

que si no comía algo moriría, me dicuenta de que no entraba luz por elventanuco; alcé la vista y, ¿qué vi?, nadamenos que la figura de un gato, un gatolondinense blanco y negro. «Hola,minino», le dije; y él maulló y, alhacerlo, dejó caer su carga. ¿Y sabéis loque me había llevado?

—¡Una paloma! —grita Jo.—Señorita, o bien habéis estado

presa o habéis oído antes este cuento.Las niñas han olvidado que él no

tenía cocinero, ni espetón ni fuego. Losjóvenes bajan la vista ante la imagen

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mental de un preso descuartizando conlas manos esposadas una masa deplumas en la que hormiguean piojos deave.

—Luego, lo siguiente que oítumbado en la paja fue que empezaron asonar las campanas y a oírse gritos enlas calles. ¡Un Tudor!, gritaban. ¡UnTudor! Sin el regalo del gato, no habríavivido para oírlo, ni para oír la llavegirar en la cerradura y al rey Enrique,que gritaba: «Wyatt, ¿eres tú? ¡Ven arecibir tu recompensa!».

Había cierta exageración perdonableen esto. El rey Enrique no había estadoen aquella celda, pero el rey Ricardo sí.

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Había sido él quien había supervisadocómo calentaban el cuchillo y habíaescuchado con la cabeza un pocoladeada cómo gritaba Henry Wyatt; yluego se había marchado, porque leresultaba desagradable el olor a carnequemada, pero no sin ordenar antes querecalentaran el cuchillo y volvieran aaplicarlo.

Dicen que Pequeño Bilney, la nocheantes de que le quemaran, puso losdedos en la llama de una vela y pidió aJesús que le enseñase a soportar eldolor. Eso no fue prudente, hacerse dañoantes del hecho; prudente o no, él piensaen ello.

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—Sir Henry —dice Mercy—, ahoratenéis que contarnos la historia de laleona, porque si no nos la contáis no nosdormiremos.

—Bueno, en realidad es una historiade mi hijo, tendría que estar él aquí.

—Si estuviese aquí él —diceRichard—, todas las damas estaríanmirándole y suspirando… Sí, no lodudes, Alice… Y no harían caso dehistorias de leonas.

Cuando sir Henry recuperó el buennombre después de salir de la prisión,se convirtió en un hombre poderoso enla corte y un admirador le envió deregalo un cachorro de leona. La crié en

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el castillo de Allington, como si fueseuna hija, dice, hasta que desarrolló unapersonalidad propia, como haría unamuchacha. Un día de despreocupación, ypor culpa mía, salió de la jaula.Leontina, le había puesto de nombre,Leontina, le dije, estate quieta quevolveré a meterte en la jaula; pero ellase encogió, muy silenciosa, y me miró, ytenía los ojos como fuego. Entonces medi cuenta, dice Sir Henry, de que yo noera su padre, por mucho que la hubiesequerido. Yo era su comida.

—Sir Henry —dice Alice, con unamano en la boca—, debisteis de pensarque había llegado vuestra hora.

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—Y tanto que sí, y así habría sidode no haber dado la casualidad de queen aquel momento bajó al patio mi hijoThomas. Se dio cuenta enseguida delpeligro en que me hallaba y la llamó:Leontina, ven; y ella volvió la cabeza.Entonces yo, al ver que estaba distraída,retrocedí paso a paso. Mírame, decíaThomas. Aquel día iba vestido con unaropa de brillantes colores, con mangaslargas y flotantes y una túnica suelta quemovía el viento, y luego ese cabello tanrubio que tiene, ¿sabéis?, y lo llevabalargo, así que debió de parecerle unallama, creo yo, alto, y brillando al sol, y,por un momento, se quedó quieta,

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desconcertada, y yo seguí retrocediendopaso a paso…

Leontina se vuelve. Se encoge;dejando al padre, empieza a avanzarhacia el hijo. Podías verla avanzar pasoa paso y podías sentir el olor a sangre ensu aliento. (Entretanto, él, Henry Wyatt,muerto de miedo, retrocedió hasta quepudo escapar a pedir ayuda.) TomWyatt, con voz suave y encantadora, conamorosos susurros, con los tonos de laoración, habla a la leona, pidiendo a sanFrancisco que abra su corazón brutal ala gracia.

Leontina observa. Escucha. Abre laboca. Ruge: «¿Qué dice?».

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—Fi, fi, fo, fas y fes, huelo lasangre de un inglés.

Tom Wyatt se queda inmóvil comouna estatua. Los sirvientes avanzancautelosos con redes por el patio.Leontina está ya muy cerca de él, perose para de nuevo a escuchar. Se yergue,insegura, moviendo las orejas. Él puedever la baba rosada que le cae de laboca, y huele su piel fétida. Leontina seagacha, dispuesta a saltar. Él le huele elaliento. Ve cómo le tiemblan losmúsculos, cómo tensa la mandíbula;Leontina salta…, pero gira en el airecon una flecha clavada en las costillas.Se vuelve, se revuelca y rompe la

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flecha, brama, gime, se le clava otraflecha en el potente flanco y, cuando sevuelve otra vez, gimiendo, cae sobreella la red. Sir Henry se acerca entoncestranquilamente y le clava una terceraflecha en la garganta.

Incluso mientras agoniza, ruge.Escupe sangre y lanza zarpazos. Unsirviente lleva la marca de su zarpa aún.Su piel puede verse colgada en la pareden Allington.

—Y cuando estas jóvenes me visiten—dice sir Henry—, podrán ver quéclase de animal era.

—Las oraciones de Tom no fueronescuchadas —dice Richard, sonriendo

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—. Por lo que puedo ver, san Franciscono hizo nada por él.

—Sir Henry —dice Jo tirándole dela manga—, no nos habéis contado lamejor parte.

—No. Se me olvidó. Después, mihijo Tom, el héroe del día, se marchó deallí a vomitar entre los matorrales.

Los niños respiran con alivio. Todosaplauden. En su tiempo, la historia habíallegado a la corte y el rey, que entoncesera más joven y de dulce disposición,quedó muy impresionado al oírla.Cuando ve a Tom, incluso ahora, lesaluda y susurra para sí: «Tom Wyatt,que es capaz de domar leones».

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Sir Henry, que es muy aficionado alas frutas blandas, después de comerunas gruesas moras con natillas, dice:«Unas palabras con vos a solas», y seretiran. Si yo estuviese en vuestro lugar,dice sir Henry, le pediría que me hiciesetesorero de la Casa de las Joyas.

—En ese puesto, cuando yo lodesempeñé, descubrí que tenía unavisión clara de todos los ingresos.

—¿Pedírselo cómo?—Haced que se lo pida lady Ana.—Tal vez pudiera ayudar vuestro

hijo pidiéndoselo a Ana.Sir Henry se ríe. Mejor dicho, indica

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con un leve ejem que comprende elchiste. Según cuentan los bebedores delas tabernas de Kent, y los sirvientes delas escaleras de atrás en la corte (elmúsico Mark, por ejemplo), Ana hahecho a Thomas Wyatt todos los favoresque podría pedir razonablemente unhombre, incluso en un burdel.

—Pienso retirarme de la corte esteaño —dice sir Henry—. Es hora de queescriba mi testamento. ¿Puedonombraros albacea?

—Será un honor.—No hay nadie más a quien pueda

confiar mis asuntos. Sois la mano másfirme que conozco.

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Él sonríe desconcertado. Nada eneste mundo le parece firme.

—Os comprendo —dice Wyatt—.Sé que nuestro buen amigo de vestiduraescarlata casi os arrastra consigo. Pero,en fin, basta miraros, comiendoalmendras, con todos los dientes en laboca. Y vuestra casa y vuestros asuntosprosperan, y hombres como Norfolk oshablan cortésmente.

No necesita añadir, sin embargo, quehace un año se limpiaban los pies envos. Sir Henry se interrumpe, con unaoblea de cinamomo entre los dedos, y sela pone en la lengua, eucaristíacuidadosa y secular. Hace cuarenta años

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de lo de la Torre, pero aún le duele lamandíbula martirizada.

—Thomas, tengo que pediros algo.¿Querréis velar por mi hijo? ¿Ser unpadre para él?

—Pero Tom tiene, cuántos años,¿veintiocho? Tal vez no le guste tenerotro padre.

—No podéis hacerlo peor de lo quelo he hecho yo. Tengo muchas cosas quelamentar, sobre todo su matrimonio.Tenía diecisiete años, no quería casarse,era yo el que quería, porque el padre deella era el barón Cobham, y yo deseabamantener una posición elevada entre misvecinos de Kent. Tom siempre fue un

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joven apuesto, un muchacho bueno yafable; además, daba la impresión deque haría lo que fuese por la chica, perono sé si ella le fue fiel un mes siquiera.Así que, claro, luego él le pagó con lamisma moneda. Aquello estaba lleno deamantes suyas. Abrías un armario enArlington y salía una moza de él. Luegose va al extranjero, y qué resulta de eso.Acaba prisionero en Italia. Nuncaentenderé aquel asunto. Desde lo deItalia ha tenido todavía menos sentido.Escribir una pieza en terza rimaz, sí,muy bien. Pero sentarse a trabajar dondeestá su dinero —se frota la barbilla—.Aunque todo hay que decirlo: la verdad

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es que no hay muchacho más valienteque mi hijo.

—¿Volvéis ahora y continuáis lavelada? Ya sabéis que es un día defiesta para nosotros cuando nos visitáis.

Sir Henry se levanta con esfuerzo.Es un hombre corpulento, aunque vivade potajes y purés.

—Thomas, ¿cómo es que me hehecho viejo?

Cuando vuelven al salón, seencuentran con una representaciónteatral. Rafe interpreta el papel deLeontina, y los demás le rugen. No esque los muchachos no se crean lahistoria de la leona; es que les gusta

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ponerle sus propias palabras. Élextiende una mano perentoria haciaRichard, que está subido en un tabureteque rechina.

—Le tienes envidia a Tom Wyatt —le dice.

—Oh, no os enfadéis con nosotros,señor. —Rafe recupera la forma humanay se sienta en un banco—. Habladnos deFlorencia. Contadnos qué más hicisteiscon Giovannino.

—No sé si debo. ¿Haréis tambiénuna obra de teatro de eso?

Oh, vamos, le persuaden, y él miraalrededor: Rafe le estimula con unronroneo.

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—¿Estamos seguros de que no estáaquí Llamadme Risley? Bueno…Cuando teníamos un día libre, solíamosechar abajo los edificios.

—¿Echarlos abajo? —preguntaHenry Wyatt—. ¿Lo hacíais?

—Quiero decir volarlos. Pero no sinpermiso del propietario. A menos quecreyésemos que se estabandesmoronando y fuesen un peligro paralos transeúntes. Sólo cobrábamos losmateriales explosivos. No por nuestrahabilidad.

—Que era considerable, supongo.—Hay que cavar mucho por sólo

unos segundos de diversión. Pero conocí

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a algunos que lo convirtieron enprofesión. En Florencia —dice— erasólo algo que hacías para divertirte.Como pescar. Evitabas así meterte enlíos —vacila—. Bueno, en realidad, no.En realidad no.

—¿Llamadme se lo contó aGardiner? ¿Lo de vuestro Cupido?

—¿Qué creéis?El rey se lo había dicho: me he

enterado de que hicisteis una estatuaantigua. El rey se reía. Pero quizátambién tomase nota. Se reía porque erauna broma a costa de los clérigos, loscardenales, y estaba de humor parachistes de ese género.

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El secretario Gardiner dice:«Estatua, estatutos, no hay muchadiferencia».

—En la legislación, unas letras loson todo. Pero mis precedentes no sonfalsos.

—¿Exagerados? —preguntaGardiner.

—Majestad, el concilio deConstanza otorgó a vuestro antecesorEnrique V un control sobre la Iglesia deInglaterra superior al que pudieseejercer cualquier otro monarca cristianoen su reino.

—Esas concesiones no se aplicaron.No de forma coherente. ¿Por qué?

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—No sé. ¿Incompetencia?—Pero ahora tenemos mejores

consejeros…—Mejores reyes, Su Majestad.Gardiner, detrás de Enrique, adopta

una expresión de gárgola. A él casi se leescapa la risa.

El plazo legal concluye. Ana dice:venid a disfrutar conmigo de una cenapobre de Adviento. Usaremos tenedores.

Él va, pero no le gusta la compañía.Ella ha convertido en perrillos falderosa los amigos del rey, los gentilhombresde su cámara privada. Henry Norris,

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William Brereton, esa gente y suhermano, por supuesto, lord Rochford.Ana es frágil en compañía de ellos, y tanimplacable con los cumplidos que lededican como un ama de casa cortandocabezas de alondras para la mesa. Si suescueta sonrisa se esfuma un instante,todos se inclinan deseosos de hallar elmodo de complacerla. Sería difícilencontrar una pandilla de neciosmayores.

En cuanto a él, puede ir a donde sea,ha estado en todas partes. Educado en lacharla de sobremesa de la familiaFrescobaldi, la familia Portinari, yúltimamente en la mesa del cardenal

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entre sabios y grandes ingenios, esimprobable que no se desenvuelva bienentre la gente que Ana reúne en torno aella. Bien sabe Dios que ellos hacencuanto pueden, esos gentilhombres, paraque se sienta incómodo; pero él llevaconsigo la comodidad, la calma, suconversación precisa y aguda. Norris eshombre de talento, y ya no es joven, seembrutece con semejante compañía: ¿ypor qué? La proximidad a Ana le hacetemblar. Es casi un chiste, pero un chisteque nadie cuenta.

Después de esa primera ocasión,Norris le sigue fuera, le toca en lamanga y le hace detenerse y mirarle de

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frente.—No os gusta, ¿verdad? ¿Ana?Él dice que no con la cabeza.—Entonces, ¿qué os gusta a vos?

¿Alguna frau gorda de vuestros viajes?—Yo sólo podría amar a una mujer

por la que el rey no mostrase ningúninterés.

—Si es un consejo, dádselo al hijode vuestro amigo Wyatt.

—Oh, yo creo que el joven Wyatt yaha resuelto ese problema. Es unhombre casado. Y como dicen, de tusprivaciones haz un poema. ¿No noshacemos todos más sabios dandoalfilerazos al amour propre?

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—¿Podéis mirarme y pensar que yome hago más sabio? —pregunta Norris.

Pasa a Norris su pañuelo. Norris selimpia la cara y se lo devuelve. Élpiensa en santa Verónica grabando en suvelo los rasgos de Cristo en la Pasión;se pregunta si cuando llegue a casaestarán impresos en la tela los rasgoscaballerescos de Henry, y, si es así,¿colgará él el resultado en la pared?

Norris se vuelve con una risilla.—Weston, el joven Weston,

¿sabéis?, tiene celos de un muchachoque ella trae algunas noches para quenos cante. Está celoso del hombre queentra a avivar el fuego, y de la doncella

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que le quita a ella las medias. Lleva lacuenta de las veces que os mira, mirad,mirad, ¿veis?, está mirando a esecarnicero gordo. Le ha mirado quinceveces en dos horas.

—El hijo del carnicero gordo era elcardenal.

—Para Francis, un mercader es igualque otro.

—Lo sé muy bien. Buenas noches.Buenas noches, Tom, dice Norris

dándole una palmada en el hombro.Ausente, distraído, casi como si fueseniguales, como si fuesen amigos. Vuelvea mirar a Ana, vuelve con sus rivales.

¿Un mercader es igual que otro? En

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el mundo real no. Cualquier hombre conmano firme y un cuchillo de carnicero enla mano puede llamarse carnicero: perosin el herrero, ¿dónde conseguirá elcuchillo? Sin el hombre que trabaja elmetal, ¿dónde están vuestros martillos,guadañas, tijeras y cepillos? Vuestrasarmas y armaduras, vuestras puntas deflechas, las picas y las armas de fuego.Dónde están vuestros navíos en el mar yvuestras anclas. Dónde vuestros garfios,clavos, cerrojos, bisagras, atizadores ytenazas. Dónde están vuestros espetones,ollas, trébedes, argollas de arneses,hebillas y bocados de caballerías.Dónde están vuestros cuchillos.

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Recuerda el día que oyeron que seacercaba el ejército de Cornualles. Éltenía…, ¿cuántos?…, ¿doce años?Estaba en la fragua. Había limpiado losgrandes fuelles y estaba aceitando elcuero. Walter se acercó y lo miró.

—Tienes que calafatear.—Sí —dijo él. (Ése era el tipo de

conversación que tenía con Walter.)—Pues no se hará solo.—¡Ya he dicho que sí, sí, lo estoy

haciendo!Alzó la vista. Su vecino Owen

Madoc estaba en la puerta.—Ya se han puesto en marcha. Ha

llegado la noticia por el río. Enrique

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Tudor está dispuesto para el combate.La reina y los pequeños están en laTorre.

Walter se limpia la boca.—¿A qué distancia están?—Sabe Dios —dice Madoc—. Esos

cabrones pueden volar.Él se yergue. Empuña un martillo de

cuatro libras con mango de fresno.

Los días siguientes trabajan hastaque están a punto de desplomarse.Walter hace armaduras para los amigosy él pone filo a cualquier cosa quepueda cortar, rasgar o lacerar carne

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rebelde. Los hombres de Putney nosienten la menor simpatía por esospaganos. Ellos pagan sus impuestos.¿Por qué no han de pagarlos los deCornualles? Las mujeres temen que losrebeldes las ultrajen.

—Nuestro sacerdote ha dicho queellos sólo lo hacen con sus hermanas —dice él—. Así que no tendrás quepreocuparte, Bet. Pero el caso es quedice también que tienen el miembro fríoy escamoso como el diablo, así quepodría gustarte la novedad.

Bet le tira algo. Él lo esquiva. Ésaes siempre la excusa para justificar loque se rompe en la casa: se lo tiré a

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Thomas.—Bueno, yo no sé lo que te gusta a ti

—le dice.Esa semana proliferan los rumores.

Los hombres de Cornualles trabajanbajo tierra, así que tienen la cara negra.Están medio ciegos, así que puedescazarlos con red. El rey te dará un chelínpor cada uno; dos chelines si es unogrande. ¿Y cómo son de grandes?Porque lanzan Hechas de una yarda.

Ahora, todos los objetos de la casase ven a una luz nueva. Pinchos,espetones, agujas de mechar: cualquiercosa para defenderse en la lucha cuerpoa cuerpo. Los vecinos están dejando

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todo el dinero en el otro negocio deWalter, la destilería, como si creyeranque los de Cornualles quisiesen dejarseca Inglaterra. Owen Madoc entra yencarga un cuchillo de caza, conguardamano, canal para la sangre y hojade doce pulgadas.

—¿Doce pulgadas? —pregunta él—.Te cortarás una oreja al blandirlo.

—No serás tan insolente cuando tecoja un cornuallés. Clavan a los niñoscomo tú en un espetón y los asan enhogueras.

—¿No puedes atizarles con un remosin más?

—Voy a cerrarte la boca de un

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sopapo —grita Owen Madoc—,condenado bocazas. Ya tenías mala famaantes de nacer.

Enseña a Owen Madoc el cuchilloque se ha hecho para él. Lo llevacolgado de un cordel debajo de lacamisa. La hoja parece un raigón, unsolo diente maligno.

—¿Qué te parece?—¡Santo cielo! —dice Madoc—.

Mira bien a quién se lo clavas.

¿Por qué tenía yo mala fama antes denacer?, le dice a su hermana Kat,posando el martillo de cuatro libras en

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el alféizar del Pegaso.Pregúntale a Norman William, dice

ella, él te lo contará. Ay, Tom, Tom,dice. Le coge por la cabeza y le besa.No vayas tú. Déjale luchar a él.

Ella tiene la esperanza de que loscornualleses maten a Walter. No lo dice,pero él lo sabe.

Cuando sea yo el hombre de lafamilia, dice, las cosas serán distintas,te lo aseguro.

Morgan le cuenta (ruborizándoseporque es un hombre educado) que losmuchachos solían seguir a su madre porla calle gritando: «¡Mirad, la viejayegua está preñada!».

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—Otra cosa que tienen los deCornualles —dice su hermana Bet— esun gigante llamado Travesaño, que estáenamorado de santa Inés y la sigue atodas partes, y los de Cornualles llevanla imagen de ella en las banderas, asíque el gigante también los sigue haciaLondres.

—¿Travesaño? —pregunta él,riéndose—. Espero que sea así degrande.

—Ya verás —dice Bet—. Cuandollegue no vas a ser tan rápidocontestando.

Las mujeres del barrio, diceMorgan, se agrupaban alrededor de su

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madre fingiendo interés: ¿qué serácuándo nazca? ¡Ella es como la pared deuna casa!

Luego, cuando él llegó al mundollorando, con los puños cerrados yhúmedos rizos negros, Walter y susamigos se dedicaron a recorrer Putneycantando. Gritaban: «¡Venid que aquí lotenéis, chicas!» y «¡Que las estérilesvengan y se sirvan!».

Nunca anotaron la fecha. Él le dijo aMorgan: da igual, no tengo horóscopo,así que no tengo destino.

El destino quiso que no hubieseninguna batalla en Putney. Para darcuenta de los escoltas y los fugitivos, las

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mujeres estaban armadas con cuchillosde cortar el pan y navajas de afeitar; loshombres, con palas y azadones paraaporrearles, azuelas para destriparles ycolgarles en ganchos de carnicero. Lagran batalla se dio en Blackheath: losTudor descuartizaron e hicieronpicadillo a los cornualleses con sumáquina militar de picar carne. Todosellos estaban ya a salvo de loscornualleses, aunque no de Walter.

—¿Sabes lo que le pasó al gigante, aTravesaño? pregunta su hermana Bet. —Oyó decir que santa Inés había muerto.Se cortó un brazo y, con la pena quesentía, la sangre corrió hasta el mar. Se

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llenó con ella una cueva que nuncapuede llenarse, que acaba en un agujero,que va por debajo del resto del mar yllega al centro de la tierra y al Infierno.Así que se murió.

—¡Qué bien! Porque yo estaba muypreocupado con Travesaño.

—Está muerto hasta la próxima vez—dice su hermana.

Así que él nació en fechadesconocida. A los tres años ya recogíaleña para la forja. «¿Veis a mipequeño?», decía Walter, dándolegolpecillos cariñosos en la cabeza. Leolían los dedos a quemado y tenía lapalma sólida y negra.

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En años recientes, claro está,algunos sabios han intentado trazarle undestino; hombres doctos en la lectura delcielo han intentado remontarse a sunacimiento partiendo de lo que es ycómo es ahora. Júpiter se mostrabafavorable, indicando prosperidad.Mercurio en ascenso, brindando el dondel lenguaje rápido y persuasivo.Kratzer dice: si Marte no estaba enEscorpio, no conozco mi oficio. Sumadre tenía cincuenta y dos años ycreían que no podría concebir ni tenerhijos. Ella ocultó sus poderes y lecamufló con tela en las profundidades desí misma durante todo el tiempo posible.

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Cuando salió, dijeron: ¿qué es esto?

A mediados de diciembre, JamesBainham, abogado del Middle Temple,abjura de sus herejías ante el obispo deLondres. La ciudad dice que ha sidotorturado, que el propio Moro leinterrogó mientras accionaban el potro yle pidió que diera los nombres de otrosmiembros del gremio de abogadosinfestados. Unos días después quemaronjuntos a un antiguo monje y a unvendedor de cueros. El monje habíaintroducido libros por los puertos deNorfolk, y luego, de forma bastante

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estúpida, por el muelle de SaintKatharine, donde estaba el LordCanciller esperando para requisarlos. Elvendedor de cueros tenía en su poder Lalibertad de un cristiano, de Lutero, untexto copiado por él mismo. Sonhombres a los que él conoce, eldesdichado y torturado Bainham, elmonje Bayfield, John Tewkesbury, queno era doctor en teología, bien lo sabeDios. Así termina el año, con unavaharada de humo, un dosel de cenizahumana colgando sobre Smithfield.

El día de Año Nuevo despierta antes

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de amanecer y ve a Gregory a los piesde la cama.

—Será mejor que vengáis. Handetenido a Tom Wyatt.

Se levanta al instante. Lo primeroque piensa es que Moro ha golpeado elnúcleo del círculo de Ana.

—¿Dónde está? ¿No le habránllevado a Chelsea?

Gregory parece desconcertado.—¿Por qué iban a llevarle a

Chelsea?—El rey no puede permitir…, le

toca demasiado de cerca… Ana tienelibros, se los ha enseñado a él…, élmismo ha leído a Tyndale…, ¿qué va a

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hacer ahora Moro, va a detener al rey?Busca una camisa.—No tiene nada que ver con Moro.

Es que unos idiotas han organizado unescándalo en Westminster. Andaban porla calle saltando hogueras y luego lesdio por romper ventanas. Ya sabéiscómo son esas cosas… —Gregory hablaen tono cansino—. Después se ponen apelearse con la guardia y les encierran,y llega un mensaje: ¿podrá el señorCromwell bajar a darle al guardia de laprisión un regalo de Año Nuevo?

—¡Santo cielo! —dice él.Se sienta en la cama, súbitamente

consciente de su desnudez, de pies,

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canillas, muslos, pene, y la capa devello corporal, la barbilla sin afeitar: ynota los hombros sudorosos. Se pone lacamisa.

—Tendrán que llevarme cuando meencuentren dice. —Primero tengo quedesayunar.

—Aceptasteis ser un padre para él—dice Gregory ion cierta malicia—.Esto es lo que significa ser padre.

Él se levanta.—Llama a Richard.—Yo también iré.—Ven si te parece, pero quiero que

venga Richard por si hay problemas.No hay ningún problema, sólo un

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poco de regateo. Amanece ya cuando losjóvenes caballeros salen torpemente,demacrados, maltrechos, la ropa rota ysucia.

—Francis Weston —dice él—.Buenos días, caballero.

Él piensa: si hubiese sabido queestabais aquí os habría dejado.

—¿Por qué no estáis en la corte?—Lo estoy —dice el muchacho,

lanzando una bocanada de aliento agrio—. Estoy en Greenwich. No estoy aquí.¿Comprendéis?

—Bilocación —dice él—. Muybien.

—Oh, Jesús. Oh, Jesús mi Redentor.

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—Thomas Wyatt se detiene a la brillantey nívea luz, frotándose la cabeza—.Nunca más.

—Hasta la próxima vez —diceRichard.

Él se vuelve para ver salirtambaleante al último.

—Francis Bryan —dice—. Tendríaque haber sabido que esta empresa nosería completa sin vos. Caballero.

Expuesto al primer frío de AñoNuevo, el primo de lady Ana se sacudecomo un perro mojado.

—Por las tetas de santa Inés, quéfrío hace.

Tiene el jubón rasgado y las mangas

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de la camisa rotas, y sólo lleva unzapato. Se sujeta las medias para que nose le caigan. Hace cinco años perdió unojo en una justa; ahora ha perdido elparche de ese ojo y se le ve la cuencalívida. Mira a su alrededor con elequipamiento ocular que le queda.

—¿Cromwell? No recuerdo queestuvieseis con nosotros anoche.

—Estaba en la cama y me alegraríapoder seguir allí.

—¿Por qué no lo hacéis? —extiendelas manos, arriesgándose a un peligrosoresbalón—. ¿Qué mujeres de la ciudados esperan? ¿Tenéis una para cada díade los doce de Navidad?

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Casi se echa a reír, hasta que Bryanañade:

—¿Los sectarios no tenéis lasmujeres en común?

—Wyatt —dice, dándole la espalda—, haz que se tape, porque si no se levan a congelar las partes. Ya es bastanteque le falte un ojo.

—Dad las gracias —vociferaThomas Wyatt, y golpea a suscompañeros—. Dad las gracias al señorCromwell y pagadle lo que le debéis.¿Qué otro se habría levantado tantemprano un día de fiesta y con la bolsapreparada? Podríamos haber estado aquíhasta mañana.

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No parece que tengan un chelín entretodos.

—No os preocupéis —dice él—. Loanotaré en la cuenta.

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II«¡Ay, qué no haría yo

por amor!»

Primavera de 1532

Ya es hora de considerar losacuerdos que mantienen el mundo bienensamblado: el acuerdo entre gobernantey gobernados, y el acuerdo entre maridoy mujer. Ambos se basan en la devociónasidua de uno a los intereses del otro. Elmarido y señor protege y provee. Laesposa y sierva obedece. Por encima delos señores, por encima de los maridos,

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Dios lo gobierna todo. Anota nuestrasmezquinas rebeliones, nuestras locurashumanas. Tiende su largo brazo con elpuño cerrado.

Él se imagina considerando estosasuntos con lord George Rochford. Nohay joven más ingenioso que él enInglaterra, refinado e ilustrado. Pero loque le fascina hoy es el satén de un rojoanaranjado intenso que sale de susobremanga de terciopelo acuchillada.Manipula con la punta del índice lospequeños bultitos de tela, plegándolos,apretándolos y animándolos a hacersemás grandes de forma que parece uno deesos juglares que hacen rodar bolas por

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los brazos. Es hora de definir qué esInglaterra, su ámbito y sus límites. No decontar y medir sus defensas portuarias ysus murallas fronterizas, sino de valorarsu capacidad de autogobierno. Es horade decir qué es un rey, y la salvaguardiay la confianza que debe aportar a supueblo; la protección frente aincursiones extranjeras, morales omateriales; la libertad frente a laspretensiones de aquellos a los que lesgustaría decirle a un inglés cómo tieneque hablar con su Dios.

El Parlamento se reúne a mediadosde enero. La cuestión del principio de laprimavera es vencer la resistencia de

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los obispos al nuevo orden de Enrique,que propone una legislación que (aunquede momento se mantenga en suspenso)cortará el flujo de rentas a Roma, y quehará que la supremacía del rey sobre laIglesia no quede reducida a simplespalabras. Los Comunes redactan unapetición contra los tribunaleseclesiásticos, tan arbitrarios en susprocedimientos, tan presuntuosos en susupuesta jurisdicción. Pone enentredicho su jurisdicción, su propiaexistencia. Los documentos pasan pormuchas manos, pero finalmente él mismotrabaja toda la noche con Rafe yLlamadme Risley, garrapateando

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enmiendas entre líneas. Está obligado adar la cara a la oposición: Gardiner,aunque es el secretario del rey, se sienteobligado a dirigir a sus colegas, losdemás prelados, en el ataque.

El rey manda llamar al señorStephen. Llega con el pelo de la nucaerizado y se encoge como un mastín alque azuzasen contra un oso. El rey tienela voz aguda, a pesar de su corpulencia,y, cuando se enfada, chilla de formaensordecedora. ¿Son los clérigossúbditos suyos o sólo medio súbditos?Tal vez no sean súbditos suyos enabsoluto, porque ¿cómo podrían serlo sijuran obediencia y apoyo al papa? ¿No

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deberían prestarme juramento a mí?,grita el rey.

Stephen se apoya en los panelespintados de la pared al salir. Detrás deél, un grupo de ninfas pintadas retozanen un claro del bosque. Saca un pañuelo,pero parece olvidar para qué. Loretuerce en su manaza, enrollándoselo enlos nudillos como un vendaje. Lechorrea el sudor por la cara.

Él, Cromwell, pide ayuda.«Monseñor está enfermo.» Traen untaburete y Stephen lo mira furioso, lemira furioso a él, y se sienta concuidado, como si no confiara en susolidez.

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—Supongo que le habéis oído.Cada palabra.—Si os manda encerrar, me

aseguraré de que tengáis algunascomodidades.

—Dios os maldiga, Cromwell —dice Gardiner—. ¿Quién sois? ¿Quécargo ostentáis? No sois nada, nada.

Tenemos que ganar el debate, nosólo abatir a nuestros enemigos. Él haido a ver al anciano jurista ChristopherSaint German, cuya opinión se respetaen toda Europa. El anciano le recibecordialmente en su casa. No hay nadieen Inglaterra, dice, que crea que nuestraIglesia no necesite reformas, algo que

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cada año es más urgente. Y si la Iglesiano es capaz de hacerlo, debe hacerlo elrey en el Parlamento. Y puede hacerlo.Ésta es la conclusión a la que he llegadodespués de estudiar el tema variasdécadas. Por supuesto, dice el anciano,Thomas Moro no está de acuerdoconmigo. Tal vez haya pasado sutiempo. Después de todo, Utopía no esun lugar donde se pueda vivir.

Cuando ve al rey, Enriquedespotrica contra Gardiner. Deslealtad,grita, ingratitud. ¿Puede seguir siendo misecretario cuando se ha enfrentado a mí?(Se trata del mismo individuo a quien elmonarca alabara como sólido

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polemista.) Él espera tranquilamente,observando a Enrique, intentando que laquietud calme la tensión: envolver almonarca en un manto de silencio que lepermita oírse a sí mismo. Es muyimportante saber desviar la cólera delleón de Inglaterra.

—Yo creo… —dice él suavemente—, con permiso de Su Majestad, creoque… al obispo de Winchester, comosabemos, le gusta discutir. Pero no consu rey. No se atrevería a hacerlo pordeporte —hace una pausa—, así que susopiniones, aunque erróneas, sonsinceras.

—Cierto, pero… —El rey se

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interrumpe. Ha oído su propia voz, lavoz que solía emplear con el cardenalcuando le aplacaba. Gardiner no esWolsey…, aunque sólo sea en el sentidode que si se le sacrificase, pocos lerecordarían con pesar. Y, sin embargo, aél le conviene de momento que eseobispo gruñón siga en su puesto; lepreocupa la reputación de Enrique enEuropa.

—Majestad, Stephen os ha servidocomo embajador hasta el límite de susfuerzas, y reconciliarse con él mediantela persuasión sincera sería mejor queforzar su voluntad con el peso de vuestracólera. Es el camino más grato y

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también el más honroso.Observa la cara de Enrique. Le

estimula todo lo relacionado con lahonra.

—¿Es ése el consejo que daríaissiempre?

Él sonríe.—No.—¿No estáis plenamente convencido

de que debería gobernar con espíritu demansedumbre cristiana?

—No.—Sé que Gardiner os desagrada.—Su Majestad debería considerar

mi consejo precisamente por eso.Me lo debéis, Stephen, piensa. La

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factura llegará a su tiempo.Se reúne en su propia casa con

parlamentarios y gentilhombres delcolegio de abogados y de los gremios dela ciudad. Con Thomas Audley, que esel portavoz, y con su protegido RichardRiche, un joven de cabello rubio, bellocomo un ángel pintado, que posee uningenio secular, activo y diligente; conRowland Lee, un clérigo vigoroso yfranco, el hombre menos sacerdotal quese podría imaginar. En estos meses, lasfilas de sus amigos de la ciudad estándisminuyendo por enfermedad o pormuerte no natural. Thomas Somer, aquien conocía hace años, ha muerto

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poco después de salir de la Torre,donde le habían encerrado por distribuirlos Evangelios en inglés. Amante de labuena ropa y los caballos veloces, eraun hombre resuelto y animoso, hasta queacabó teniendo su ajuste de cuentas conel Lord Canciller. A John Petyt le hanpuesto en libertad, pero está demasiadoenfermo para participar en los Comunes.Él le visita, ya no sale de su habitación.Resulta doloroso oír los esfuerzos queha de hacer para respirar. La primaverade 1532, con los primeros calores delaño, no hace nada por facilitarle latarea. Siento, dice, como si tuviese unaro de hierro en el pecho y me lo

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apretaran cada vez más. Thomas, ledice, ¿cuidaréis de Luce cuando memuera?

A veces, si entra en los jardines conlos parlamentarios o con los capellanesde Ana, siente la ausencia del doctorCranmer a su derecha. Lleva ausentedesde enero, como embajador del reyante el emperador. Visitará en sus viajesa hombres ilustres de Alemania parasolicitar respaldo al divorcio delmonarca. Él le había dicho: «¿Qué harési el rey tiene un sueño mientras estáisfuera?».

Cranmer le había contestado con unasonrisa: «Os las arreglasteis muy bien

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solo la última vez, yo me limité aasentir».

Ve a Marlinspike, con las patascolgando, escondido en una ramaoscura. Lo señala. «Caballeros, ése erael gato del cardenal.» Ante la presenciade los visitantes, Marlinspike correrápidamente por el muro limítrofe ydesaparece moviendo la cola en elterritorio desconocido del otro lado.

En las cocinas de Austin Friars, losgarzoni aprenden a hacer obleasespeciadas. El trabajo requiere buenavista, cálculo exacto y mano firme. Haytantos detalles en los que se puedeequivocar uno. La masa ha de tener la

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consistencia justa, las placas de lasplanchas de largos mangos han de estarbien calientes y engrasadas. Cuando seunen las placas, se produce un chillidoanimal y silba el vapor en el aire. Sivacilas y aflojas la presión, tendrás queraspar la masa pegajosa. Hay queesperar que cese el vapor y entonces seempieza a contar. Si se falla por unsegundo, impregna la atmósfera el olor amasa quemada. Un segundo separa loséxitos de los fracasos.

Cuando presenta en los Comunes unproyecto de ley para suspender el pagode anatas a Roma, propone una divisiónde la Cámara. Es algo bastante insólito,

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pero, en medio de la conmoción y de lasprotestas, los miembros lo aceptan: afavor del proyecto de este lado, contrael proyecto al otro. El rey está presente;observa, toma nota de quién está con ély contra él, y al final da a su consejeroun hosco cabeceo de aprobación. Estatáctica no servirá en los Lores. El rey hade ir en persona tres veces y defender supropuesta. La vieja aristocracia(familias orgullosas como el clan deExeter, con derechos propios al trono)apoyan al pontífice y a Catalina y notemen decirlo, al menos todavía. Pero élidentifica a sus enemigos, dividiéndoloscuando puede.

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En cuanto los pinches de cocina hanhecho una sola oblea digna de elogio,Thurston les manda hacer cien más. Seconvierte en hábito el rápidomovimiento de la muñeca con el que seenrolla la oblea a medio hacer en elmango de una cuchara de madera y seextiende luego para que se enfríe en elestante de secado. Las perfectas (con eltiempo, deberían serlo todas) se marcancon el distintivo de los Tudor, y seapilan por docenas en bonitas cajastalladas en las que se llevarán a la mesa,cada frágil disco dorado perfumado conagua de rosas. Le envía una hornada aThomas Bolena.

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Wiltshire, como padre de la presuntareina, se considera merecedor de algúntítulo especial, y ha hecho saber que nole molestaría que le tratasen demonseñor. Conferencia con él, con suhijo y sus amigos, luego va a ver a Ana,cruzando las dependencias de Whitehall.La posición de ella es más elevada cadames, pero él pasa, recibido con unainclinación por los sirvientes. En lacorte y en las dependencias deWestminster viste, sin sobrepasar unápice su condición de gentilhombre, conchaquetas sueltas de lana de Lemster tandelicadas que fluyen como agua endorados e índigos de una tonalidad

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oscura tal que parece que hubiesenfundido la noche en ellos. Su gorro deterciopelo negro se asienta sobre elcabello negro, de manera que los únicospuntos de luz son sus ojos penetrantes ylos gestos de sus manos, sólidas ycarnosas; ésos y los centelleos del anillode turquesa de Wolsey.

Los constructores siguen enWhitehall (York Place, como antes sedecía). En Navidad, el rey le haregalado a Ana un dormitorio. Él mismola acompañó a verlo. Quería ver cómolanzaba un grito de asombro ante lostapices de las paredes, de tela de plata yde oro, al ver la cama tallada, con dosel

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de raso carmesí bordado con imágenesde flores y de niños. Henry Morris lehabía contado que Ana no había abiertola boca. Se había limitado a examinar lahabitación muy despacio, habíasonreído, pestañeado. Hasta que cayó enla cuenta de lo que debía hacer y fingiódesmayarse ante tanto honor, y emitió elgrito cuando se tambaleó y el rey lasostuvo en sus brazos. Espero condevoción, había dicho Norris, quetambién nosotros consigamos al menosuna vez en la vida que una mujer emitaese sonido.

Después de que Ana le huboexpresado su agradecimiento de

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rodillas, Enrique tuvo que marcharse,claro está. Salió de aquella habitaciónresplandeciente con ella de la mano yvolvió al banquete de Año Nuevo, parael escrutinio público de su expresión:con el convencimiento de que la noticiase transmitiría a toda Europa, por tierray mar, en lenguaje cifrado y normal.

Cuando, al final de este paseo porlos antiguos aposentos del cardenal, élencuentra a Ana sentada con sus damas,ella ya sabe, o parece saber, lo que handicho su padre y su hermano. Creen queplanean las tácticas de ella, pero ella essu propia y mejor táctica, y muy capazde considerar lo sucedido y de apreciar

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dónde ha habido un error. Él admira alos que aprenden de los errores. Un día,junto a las ventanas abiertas al revuelode los pájaros que construían sus nidos,ella dice: «Una vez me dijisteis que sóloel cardenal podría liberar al rey.¿Sabéis qué pienso ahora? Creo queWolsey era quien menos podía hacerlo.Porque era muy orgulloso, porque queríaser papa. Si hubiese sido más humilde,Clemente le habría complacido».

—Tal vez haya algo de cierto eneso.

—Supongo que deberíamos aprenderla lección —dice Norris.

Se vuelven los dos. Ana dice: «¿De

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veras?». Y él pregunta: «¿Qué lecciónsería?».

Norris les mira perplejo.—No es probable que ninguno de

nosotros sea cardenal —dice Ana—. Nisiquiera aspiraría a serlo Thomas, queaspira a casi todo.

—¿Ah, sí? No apostaría por eso —dice Norris.

Y se va, lánguido y cabizbajo, conuna languidez que sólo es capaz dedesplegar un sedoso gentilhombre comoél, dejándole con las mujeres.

—Decidme, lady Ana —pregunta—,cuando reflexionáis sobre el difuntocardenal, ¿dedicáis un tiempo a rezar

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por su alma?—Creo que Dios ya le ha juzgado y

que mis oraciones, las rece o no, novalen de nada.

—Se burla de vos, Ana —diceMaría Bolena amablemente.

—Si no fuese por el cardenal,estaríais casada con Harry Percy.

—Al menos tendría la condición deesposa —replica ella—, que es unacondición honorable, mientras queahora…

—Ah, pero prima —dice MaryShelton—, Harry Percy se ha vueltoloco. Todo el mundo lo sabe. Estágastando todo lo que tiene.

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—Es cierto, y mi hermana imaginaque la culpa la tiene su fracaso con ella—dice María Bolena riéndose.

—Señora —dice él, volviéndose aAna—, no os gustaría estar en el país deHarry Percy. Porque sabéis muy bienque él haría lo que hacen esos señoresdel norte, y os tendría en una fría torrecon una escalera de caracol por la quesólo os permitiría bajar a comer. Ycuando estuvieseis sentada a la mesa yos llevasen un pudín de harina de avenamezclada con sangre del ganadoconseguido en una incursión, entraríaMilord con gran estruendo balanceandouna bolsa, y oh, cariño, diríais, ¿un

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regalo para mí? Y él diría: sí, señora, aver si os gusta. Y abriría la bolsa ycaería en vuestro regazo la cabeza de unescocés.

—Oh, es horrible —susurra MarySheldon—. ¿Es eso lo que hacen?

Ana se lleva la mano a la boca,riéndose.

—Y sabéis muy bien —continúa él— que preferiríais comer una pechugade pollo ligeramente escalfada, enrodajas, con salsa de crema al estragón.Y también un buen queso curado,importado por el embajador de España,que sin duda se proponía obsequiárseloa la reina, pero que finalmente acabó en

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mi casa.—¿Cómo podría ser mejor servida?

—pregunta Ana—. Una partida dehombres en el camino interceptando elqueso de Catalina.

—Bien, después de esta pequeñarepresentación, tengo que retirarme —hace un gesto señalando al tocador delaúd del rincón— y dejaros con vuestroadmirador de ojos saltones.

Ana lanza una mirada al muchacho,Mark.

—Sí que los tiene. Es cierto.—¿Le digo que se vaya? El lugar

está lleno de músicos.—Dejadle —dice María—. Es un

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muchacho encantador.María Bolena se levanta. «Tengo

que ir…» —Ahora lady Carey va a teneruna de sus conferencias con el señorCromwell —dice Mary Shelton, en eltono de quien transmite informaciónagradable.

—Va a ofrecerle de nuevo su virtud—dice Jane Rochford.

—Lady Carey, ¿qué es lo que nopodéis decir en nuestra presencia? —dice Ana, y asiente. Él puede marcharse.María puede marcharse. Es posible queMaría tenga que transmitir mensajes queella, Ana, es demasiado delicada paratransmitir directamente.

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Fuera: «A veces necesito respirar —él espera—. Jane y nuestro hermanoGeorge, ¿sabéis que se odian? Noduerme con ella. Si no está con otramujer, se pasa la noche despierto en losaposentos de Ana. Juegan a las cartashasta el amanecer. ¿Sabíais que el rey lepaga a ella las deudas de juego? Ananecesita más ingresos, y una residenciapropia, un retiro, no muy lejos deLondres, en algún lugar a la orilla delrío…

—¿En la residencia de quién piensaella?

—No creo que desee echar a nadie.—Las residencias suelen pertenecer

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a alguien.Cruza su mente un pensamiento.

Sonríe.—Una vez os advertí que os

mantuvieseis alejado de Ana —dice ella—. Pero ahora no podemosarreglárnoslas sin vos. Hasta mi padre ymi tío lo dicen. No se hace nada, nada,sin el favor del rey, sin su constantecompañía, y ahora ya, cuando no estáiscon Enrique, él quiere saber dóndeestáis. —Retrocede, le valora unmomento como si fuese un desconocido—. Mi hermana también.

—Yo quiero un trabajo, lady Carey.No me basta con ser un consejero:

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necesito un puesto oficial en la casa delrey.

—Se lo diré a Ana.—Quiero un cargo en la Casa de las

Joyas. O en el Tesoro.Ella asiente.—Ana convirtió a Tom Wyatt en

poeta. Convirtió a Harry Percy en loco.Estoy segura de que tiene alguna ideasobre lo que hay que hacer con vos.

Unos cuantos días antes de que elParlamento se reúna, Thomas Wyatt haido a disculparse por levantarle de lacama en plena noche el día de Año

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Nuevo.—Tenéis todo el derecho a estar

enfadado conmigo, pero he venido apediros que no lo estéis. Ya sabéis loque pasa en Año Nuevo. Se empieza abrindar y se suceden las rondas y hayque vaciar el cuenco.

Él observa a Wyatt, que pasea por lahabitación, demasiado curioso einquieto y hasta tímido para sentarse ypedir disculpas cara a cara. Hace girarel globo terráqueo pintado, y pone elíndice en Inglaterra. Se para a mirarcuadros, un pequeño retablo, y se vuelvea preguntar; era de mi esposa, dice él, loconservo por ella. El señor Wyatt lleva

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una chaqueta de brocado almidonadocolor crema y ribeteada con armiño, queseguramente no puede permitirse; jubónde seda de color tostado; tiene unostiernos ojos azules y una melena doradaque empieza a clarear. A veces se llevalas yemas de los dedos a la cabezatanteando, como si aún tuviese el dolorde cabeza de Año Nuevo. En realidad,está comprobando si las entradas delpelo han aumentado en los últimos cincominutos. Se detiene a mirarse en elespejo. Lo hace muy a menudo. Santocielo, dice. Andar recorriendo las callescon esa gente. Ya no tengo edad paraeso. Pero soy demasiado joven para

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quedarme calvo. ¿Creéis que a lasmujeres les importa? ¿Mucho? ¿Creéisque si me dejo barba compensará?…No, probablemente no. Pero tal vez lohaga de todos modos. Al rey le sientabien la barba, ¿verdad?

—¿No os dio vuestro padre algúnconsejo? —pregunta él.

—Oh, sí. Bebed un cuenco de lecheantes de salir. Membrillos cocidos enmiel…, ¿creéis que funciona?

Él procura contener la risa. Quieretomarse en serio su nuevo puesto comopadre de Wyatt.

—No me refiero a eso —dice—,¿nunca os aconsejó que os mantuvieseis

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apartado de las mujeres por las que seinteresa el rey?

—Sí. ¿No recordáis que me fui aItalia? Y después pasé un año en Calais.¿Cuánto tiempo puede estar fuera unhombre?

Un interrogante de su propia vida.Lo reconoce. Wyatt se sienta en untaburete. Apoya los codos en lasrodillas. Se coge la cabeza, las yemasde los dedos en las sienes. Escucha suspropios latidos; piensa; ¿estarácomponiendo un poema, quizá? Alza lavista.

—Mi padre dice que ahora queWolsey ha muerto, vos sois el hombre

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más listo de Inglaterra. Así que ¿podéiscomprender esto si lo digo sólo una vez?Si Ana no es virgen, yo no tengo nadaque ver.

Le sirve un vaso de vino.—Fuerte —dice Wyatt, después de

beberlo de un trago. Mira el fondo delvaso, y los dedos con que lo sostiene—.Creo que debo decir más.

—Si debéis, decidlo ahora y sólouna vez.

—¿Hay alguien escondido detrás deltapiz de Arras? Me han dicho que haysirvientes en Chelsea que os informan.En estos tiempos no puede estar unoseguro con los sirvientes, hay espías por

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todas partes.—Decidme cuándo no los hubo —

dice él—. Había un niño en casa deMoro, Dick Purser, Moro lo recogió porremordimiento cuando quedó huérfano…No quiero decir que Moro matasedirectamente al padre, pero le puso en elcepo y le encerró en la Torre y destrozósu salud. Dick les dijo a los otros chicosque no creía que Dios estuviese en lahostia de la comunión, así que Moromandó que le azotaran delante de todoslos de la casa. Ahora le he traído aquí.¿Qué otra cosa podía hacer? Recogeré acualquier otro al que él maltrate.

Wyatt pasa la mano sonriendo por la

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reina de Saba, es decir, por Anselma. Elrey le ha regalado el magnífico tapiz deWolsey. A principios de año, cuando fuea hablar con él a Greenwich, el reyhabía visto que alzaba la vista hacia ellacomo si la saludara, y había dicho, conuna sonrisa burlona: ¿conocéis a esamujer? La conocía, dijo él,explicándose, excusándose; no importa,dijo el rey, todos tenemos nuestraslocuras de juventud, y no puede unocasarse con todas, ¿verdad?… Y habíadicho en voz baja: no puedo olvidar queperteneció al cardenal de York, y luego,más alto: cuando vayáis a casa, hacedsitio para ella; creo que debería ir a

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vivir con vos.Se sirve un vaso de vino y le sirve

otro a Wyatt.—Gardiner tiene gente a la puerta —

dice— para vigilar quién entra y sale.Ésta es una casa de la ciudad, no es unafortaleza… Pero si entra alguien que nodebería hacerlo, los de mi casadisfrutarán echándole a patadas. Nosgusta la pelea. Preferiría dejar atrás elpasado, pero no se me permite. TíoNorfolk no para de recordarme que fuisoldado raso, y ni siquiera de suejército.

—¿Le llamáis así? —Wyatt se ríe—.¿Tío Norfolk?

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—Entre nosotros. Pero no tengo querecordaros lo que creen los Howard queles es debido. Y fuisteis vecino deThomas Bolena, así que sabéis que,sintáis lo que sintáis por su hija, nodebéis contrariarle. Espero que nosintáis nada. ¿Es así?

—Durante dos años —dice Wyatt—se me encogía el alma al pensar quepudiese tocarla otro. Pero ¿qué podíaofrecer yo? Soy un hombre casado. Y,además, no soy el duque ni el príncipeque ella quería pescar. Creo que legustaba, o le gustaba tenerme detrás deella, le divertía. Cuando estábamossolos, me dejaba besarla, y yo siempre

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pensaba… Pero ésa es la táctica de Ana,¿comprendéis? Dice sí, sí, sí. Y luegodice no.

—Y sois todo un caballero, porsupuesto.

—¿Qué queréis decir? ¿Que deberíahaberla violado? Si ella dice algo, lodice en serio… Enrique lo sabe. Peroluego, otro día, me permitía besarla denuevo. Sí, sí, sí. No. Lo peor es que ellainsinúa, casi se ufana de ello, que medice no a mí, pero les dice sí a otros.

—¿A quiénes?—Oh, nombres, los nombres

estropearían su pasatiempo. El asunto esque frente a todo hombre al que veas en

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la corte o en Kent, pienses: «¿Es él? ¿Esése, es aquél?». Que te preguntescontinuamente en qué fallas tú, por quéno la complaces nunca, por qué no tienesnunca la oportunidad.

—A mí me parece que sois el queescribís los mejores poemas. Eso ha deconfortaros. Los versos de Su Majestadpueden llegar a ser algo repetitivos, porno decir ensimismados.

—Esa canción suya «Pasatiempo enbuena compañía». Cuando la oigo, hayalgo en mi interior, como un perrillo,que desea ladrar.

—Cierto, el rey pasa de loscuarenta. Resulta triste oírle cantar

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sobre los tiempos en que era joven yestúpido.

Observa a Wyatt. El joven pareceobnubilado, como si tuviese un dolorpersistente en el entrecejo. Dice queAna ya no le atormenta, pero no es esolo que parece.

—Así que ¿cuántos amantes creéisque tiene ella? —le pregunta, brutalcomo un carnicero.

Wyatt se mira los pies. Mira altecho.

—¿Una docena? —dice—. ¿Oninguno? ¿O un centenar? Brandonintentó convencer a Enrique de que ellaes ropa usada. Pero él le echó de la

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corte. Imaginaos si yo lo intentase. Dudoque saliese vivo de la habitación.Brandon decidió hablar, porque creeque llegará el día en que ella ceda aEnrique y, ¿entonces qué? ¿No lo sabrá?

—Dadle crédito a ella. Tiene quehaberlo pensado. Además, el rey no esningún juez de doncellas. El mismo loadmite. Con Catalina tardó veinte añosen descubrir que su hermano habíaestado allí antes que él.

Wyatt se ríe.—Cuando llegue el día, o la noche,

Ana difícilmente podrá decirle eso.—Escuchad, éste es mi punto de

vista sobre el caso: Ana no se preocupa

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por su noche de bodas porque no tienemotivos para preocuparse.

Quiere decir: porque Ana no es unser carnal, es un ser calculador, con uncerebro hábil y frío operando detrás desus negros y ávidos ojos.

—Yo creo que una mujer que escapaz de decir no al rey de Inglaterra yseguir haciéndolo, tiene inteligenciasuficiente para decir no a cualquierhombre, incluido vos, incluido HarryPercy, incluido cualquier otro que ellapueda elegir para divertirse un pocoatormentándole mientras persigue susfines como le parece más apropiado.Así que creo que sí, que se ha reído de

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vos, aunque no exactamente de la formaque vos pensáis.

—¿Me lo decís como un consuelo?—Debería consolaros. Temería por

vos si hubieseis sido su amante. Enriquecree en su virginidad. ¿Qué otra cosapuede creer? Pero cuando se hayancasado, se pondrá celoso.

—¿Cómo lo harán? ¿Casarse?—Trabajo de firme con el

Parlamento, creedme. Y creo que puedosometer a los obispos. Después de eso,Dios sabe… Thomas Moro dice que enel reinado del rey Juan, cuando el papalanzó un interdicto contra Inglaterra, elganado no engendraba, el trigo dejó de

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madurar, la hierba dejó de crecer y lospájaros se caían del aire. Pero siempezara a suceder eso —sonríe—,estoy seguro de que podremos volvernosatrás.

—Ana me ha preguntado: Cromwell,¿en qué cree en realidad?

—¿Así que tenéis conversaciones?Y sobre mí… No sólo sí, sí, sí, no. Esmuy halagador.

Wyatt parece disgustado.—¿No podríais equivocaros?

Respecto a Ana.—Es posible. De momento, acepto

lo que me dice. Me conviene. Nosconviene a ambos.

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Cuando Wyatt se marcha, le dice:«Volved pronto. Mis niñas han oídohablar de lo guapo que sois. Podéisdejaros el sombrero puesto, si creéisque podrían desilusionarse».

Wyatt es el compañero habitual delrey en el jeu de paume. Así que sabe loque es el orgullo humillado. Consigueesbozar una sonrisa.

—Vuestro padre nos contó lahistoria de la leona. Los chicos hanhecho una obra de teatro sobre el tema.Tal vez os gustase venir un día yrepresentar vuestro papel.

—Oh, la leona. Cuando lo recuerdoahora, no me parece que aquello lo

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hiciese yo. Quedarme quieto, sinprotección y atraerla… —se interrumpe—. Parece algo más propio de vos,señor Cromwell.

Thomas Moro visita Austin Friars.Rechaza la comida, rechaza la bebida,aunque parece necesitado de ambascosas.

El cardenal no habría aceptado un nopor respuesta. Le habría hecho sentarsea tomar cuajada. O, si era la temporada,un buen plato de fresas con una cucharamuy pequeña.

—En estos últimos diez años —dice

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Moro—, los turcos han tomadoBelgrado; han encendido sus fuegos decampamento en la gran biblioteca deBuda. Hace sólo dos años que llegaron alas puertas de Viena. ¿Por qué queréisabrir otra brecha en las murallas de laCristiandad?

—El rey de Inglaterra no es uninfiel. Y yo tampoco.

—¿No lo sois? La verdad es que nosé si rezáis al dios de Lutero y de losalemanes, o a alguna deidad pagana queencontrasteis en vuestros viajes, o aalguna deidad inglesa de vuestra propiainvención. Tal vez nuestra fe esté a laventa. Serviríais al sultán si os pagase

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bien.Erasmo dice: ¿creó la naturaleza

alguna vez algo más bondadoso, másdulce o más armonioso que el carácterde Thomas Moro?

Él guarda silencio. Está sentado alescritorio (Moro le ha encontradotrabajando), con la barbilla apoyada enlos puños. Es una postura que le muestraprobablemente con cierta ventajacombativa.

Parece que el Lord Canciller fuesecasi a rasgarse las vestiduras: lo únicoque haría eso sería mejorarlas. Podríacompadecerse uno de él, pero decide nohacerlo.

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—Señor Cromwell, creéis queporque sois consejero podéis negociarcon herejes a espaldas del rey. Osequivocáis. Estoy enterado de esascartas a Stephen Vaughan que van yvienen, sé que él se ha reunido conTyndale.

—¿Me amenazáis? Sólo me interesasaberlo.

—Sí —dice Moro con tristeza—. Sí,eso es precisamente lo que hago.

Ve que el equilibrio de poder entreellos ha cambiado. No comofuncionarios del Estado sino comohombres.

Cuando se marcha Moro, Richard le

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dice:—No debería. Amenazaros, me

refiero. Hoy, debido a su cargo, se vatranquilamente. Pero mañana, ¿quiénsabe?

Era un niño, piensa él, de unos nueveaños, se escapó a Londres y vio cómopadecía por su fe una anciana. Elrecuerdo inunda su cuerpo y se va comosi navegara en su corriente, diciendo porencima del hombro:

—Richard, comprueba si el LordCanciller tiene una escolta como esdebido. Si no, proporciónale una, yacompáñale para que regrese en barca aChelsea. No podemos tenerle vagando

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por Londres, arengando a cualquiera acuya puerta llegue.

Dice lo último en francés, no sabepor qué. Piensa en Ana, con la manoextendida, atrayéndole hacia ella:maître Cremuel, à moi.

No recuerda el año, pero recuerdaque era a finales de abril, caían gruesasgotas de lluvia de las pálidas hojasnuevas. No recuerda la razón por la queestaba enfadado Walter, pero sírecuerda el miedo que sentía en lo másprofundo de su ser, recuerda cómo lelatía el corazón en las costillas. Poraquel entonces, si no podía ocultarsecon su tío John en Lambeth, se iba a la

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ciudad y procuraba trabar amistad conquien fuese, ver si podía ganar unpenique haciendo recados por losmuelles, llevando cestos o cargandocarretillas. Si le silbaban, acudía; habíasido una suerte, ahora lo sabe, no habertropezado con gentes de mal vivir quehabrían hecho que acabase marcado afuego o azotado, o convertido en uno delos pequeños cadáveres que sacaban delrío. A esa edad, no tenemos juicio. Sialguien decía: allí se divierte uno,seguía la dirección que el dedoseñalaba. No tenía nada contra aquellaanciana, pero no había visto nuncaquemar a alguien.

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¿Cuál es su delito?, preguntó. Es unalolarda, le dijeron, una que dice queDios en el altar es un trozo de pan. Qué,dijo él, ¿pan como el que hacen lospanaderos? Dejad que el niño se pongadelante, dijeron. Que se instruya, le harábien verlo de cerca. Así siempre irá amisa después, y obedecerá al sacerdote.Le colocaron en primera fila delante dela multitud. Ven aquí, cariño, venconmigo, dijo una mujer. Tenía unaamplia sonrisa y llevaba un gorro blancolimpio. Sólo con presenciarlo obtienesel perdón de los pecados, le dijo. Al quetrae leña para la hoguera, se le perdonancuarenta días de Purgatorio.

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Cuando llevaron a la lolarda entrelos guardias, la gente vitoreaba ygritaba. Vio que era una anciana, tal vezla persona más vieja que había visto ensu vida. Los guardias la llevaban casi envolandas. No tenía gorro ni velo.Parecía que le hubieran arrancado elpelo en algunas partes de la cabeza.Debió de arrancárselo ella desesperadapor sus pecados, decía la gente de detrásde él. Tras la lolarda iban dos frailes,como gordas ratas grises, con crucifijosen sus zarpas sonrosadas. La mujer delgorro limpio le apretaba los hombroscomo haría una madre, si él la tuviese.Miradla, decía, ochenta años y llena de

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maldad. No tiene mucha grasa sobre loshuesos, dijo un hombre, no tardará enquemarse si no cambia el viento.

Pero ¿qué pecado ha cometido?,pregunta él.

Yo te lo cuento: dice que los santossólo son postes de madera.

¿Como ese al que la estánencadenando?

Sí, como ése.El poste también arderá.La próxima vez ya pondrán otro,

dice la mujer. Retiró luego la mano desu hombro, apretó ambos puños, losagitó en el aire y dejó salir de lasprofundidades de su vientre un grito, un

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alarido, con una voz aguda de demonio.La gente se unió ávidamente al grito.Todos se agitaban y empujaban para vermejor, chillando y silbando y pateando.Ante la idea del espectáculo horribleque iban a presenciar, él sentía frío ycalor. Se volvió a mirar a la mujer quele hacía de madre en aquella multitud.Mira, le dijo ella. Presta atención ahora.Y le volvió la cara con una tiernacaricia para que contemplara elespectáculo. Los guardias ataron a laanciana a la estaca con cadenas.

La estaca estaba hincada en unmontón de piedras y llegarongentilhombres y sacerdotes, obispos tal

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vez, él no lo sabía. Gritaron a la lolardaque abjurase de sus herejías. Estaba losuficientemente cerca para ver que ellamovía los labios, pero no podía oír loque decía. ¿La dejarán libre si searrepiente ahora? No, no la dejaránlibre, dijo la mujer riéndose. Mira, estállamando a Satanás para que la ayude.Los gentilhombres se retiraron. Losguardias colocaron leña y haces de pajaalrededor de la lolarda. La mujer le diouna palmada en el hombro. Esperemosque no esté húmeda, ¿eh? Desde aquípodré verlo bien. La última vez estabamucho más atrás. Había dejado dellover. Había salido el sol. Cuando

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llegó el verdugo con una antorcha,brillaba pálida en la claridad, era pocomás que un movimiento escurridizo,como de anguilas en un saco. Los frailescantaban y alzaban un crucifijo hacia lalolarda, y hasta que ellos noretrocedieron, con el primer humo, nosupo la multitud que la hoguera estabaencendida.

Se lanzaron todos hacia delante,aullando. Los guardias formaron unabarrera con bastones y gritaban muyserios: atrás, atrás, atrás, y la multitudchillaba y retrocedía y luego volvía aavanzar, vociferando y cantando como sise tratara de un juego. Los remolinos de

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humo impedían ver bien y los apartabantosiendo. ¡Mirad cómo huele!, gritaban.¡Cómo huele la vieja cerda! Él contuvoel aliento para no respirarla. La lolardagritaba entre el humo. ¡Ahora llama a lossantos!, decían. La mujer se inclinó y ledijo al oído: ¿sabes que sangran en elfuego? Algunos creen que sólo searrugan, pero yo lo he visto y lo sé.

Cuando se despejó el humo, vieronque la anciana estaba ardiendo. Lamultitud empezó a vitorear. Habíandicho que duraría poco, pero los gritosduraron muchísimo, o eso le pareció aél. ¿Nadie reza por ella?, preguntó, y lamujer dijo: ¿para qué? Siguió

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alimentándose el fuego después inclusode que ya no quedase nada que pudiesechillar. Los guardias paseaban alrededorde la hoguera, apagando las pajas quevolaban y lanzando a patadas otra vez alfuego trozos de leña sueltos.

Cuando la multitud se dispersó,parloteando, podías ver quiénes habíanestado en el peor lado de la hoguera,porque tenían la cara gris de la ceniza.Él quería volver a casa, pero recordó aWalter, que había dicho que aquellamañana le mataría lentamente. Observóa los guardias golpeando con sus barrasde hierro los restos humanos quequedaban. Colgaban de las cadenas

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restos de carne adheridos. Se acercó yles preguntó cómo tenía que estar decaliente el fuego para quemar loshuesos. Esperaba que lo supieran. Perono entendieron su pregunta. Los que noson herreros creen que todos los fuegosson iguales. Su padre le había enseñadolos colores del rojo: rojo crepúsculo,rojo cereza, rojo amarillo brillante queno tiene más nombre que ése, salvo quese llame escarlata. Dejaron en el suelola calavera de la lolarda, con los huesoslargos de brazos y piernas. La cajatorácica no era mucho mayor que la deun perro. Un hombre cogió una barra dehierro y la hundió en la cuenca del ojo

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izquierdo de la mujer. Alzó luegoenganchada así la calavera y la colocóen las piedras, de forma que quedó defrente. Después alzó la barra y ladescargó sobre la coronilla. Él sabía ya,antes de oírlo, que era un golpe en falso,desviado. Voló un pedacito de huesoroto como una estrella y cayó al suelo.Pero el cráneo seguía casi intacto. Santocielo, dijo el hombre. Toma, toma,muchacho, ¿quieres probar tú? Un buenporrazo la destrozará.

Casi siempre decía que sí acualquier invitación, pero en este casoretrocedió con las manos a la espalda.Santo cielo, dijo el hombre. Ojalá

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pudiese permitirme yo ser tanmelindroso. Poco después empezó allover. Los guardias se limpiaron lasmanos, se sonaron y dieron porterminado el trabajo. Tiraron las barrasde hierro entre los restos de la lolarda.Ya eran sólo esquirlas de hueso y cenizadensa y fangosa. Él cogió una barra dehierro, por si necesitaba un arma. Pasóel dedo por la punta afilada, que era tancortante como un cincel. No sabía lolejos que estaba de casa, ni si Walterpodría ir a buscarle. Se preguntó cómose mataría a una persona lentamente, siquemándola o cortándola. Deberíahabérselo preguntado a los guardias

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mientras estaban allí, porque ellos,siendo como eran guardias de la ciudad,tenían que saberlo.

Aún seguía en el aire el hedor de lamujer. Se preguntó si estaría ya en elInfierno o todavía por las calles, aunquea él no le daban miedo los fantasmas.Habían instalado un estrado para losgentilhombres y, aunque habían retiradoya el dosel, se elevaba del suelo losuficiente para poder resguardarsedebajo. Él rezó por la mujer, pensandoque eso no podría hacer ningún daño.Movía los labios mientras rezaba. Elagua de la lluvia se amontonaba sobre ély caía en grandes gotas entre las tablas.

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Contó el tiempo que pasaba entre gota ygota y empezó a recogerlas en la mano.Lo hacía como pasatiempo. Estabaoscureciendo. Si hubiese sido un díanormal, habría tenido hambre porentonces y habría ido a buscar algo decomer.

Entre dos luces ya, llegaron unoshombres, y mujeres también; supo, al vera las mujeres, que no eran guardias ninadie que pudiese hacerle daño. Sejuntaron en un círculo irregularalrededor de la estaca, que seguía allísobre el montón de piedras. Él salió dedebajo del estrado y se acercó a ellos.Os preguntaréis qué ha pasado aquí, les

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dijo. Pero ellos no le contestaron nialzaron la vista. Se hincaron de rodillasy le pareció que estaban rezando. Yotambién he rezado por ella, dijo. ¿Hasrezado? Buen muchacho, dijo unhombre. Pero ni siquiera levantó lavista. Si me mira, pensó él, verá que nosoy bueno, sino un muchacho indignoque se escapa con su perro y se olvidade preparar la salmuera para la forja,así que cuando Walter grita: dónde estála maldita artesa, resulta que la salmuerano está allí. Recordó con un vuelco en elestómago lo que no había hecho y porqué iba a matarle Walter. Estuvo a puntode echarse a llorar, como si le doliese

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algo.Entonces vio que aquellos hombres y

mujeres no rezaban. Andaban a gatas.Eran amigos de la lolarda y estabanrecogiendo sus restos. Una de lasmujeres se arrodilló, con las faldasextendidas y con una olla de barro. Éltenía buena vista incluso en la oscuridady vio un fragmento de hueso entre elfango y las cenizas. Toma, le dijo. Lamujer acercó la olla. Aquí hay otro. Unhombre estaba apartado de los demás, acierta distancia. ¿Por qué no nos ayudaél?, preguntó. Será el vigilante. Silbarási vienen los guardias.

¿Nos cogerán?

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Deprisa, deprisa, dijo otro hombre.Cuando llenaron la olla, la mujer

que la tenía dijo: «Dame la mano».Él confió en ella y alargó la mano.

Ella metió los dedos en la olla y le untóel dorso de la mano con barro y arena,grasa y ceniza. «Joan Boughton», le dijo.

Al recordarlo ahora, le asombra sumala memoria. No ha olvidado a lamujer cuyos últimos restos llevó comouna mancha grasienta en la piel, pero¿por qué parece que en su vida de niñono encaja un fragmento con el siguiente?No recuerda cómo volvió a casa ni loque hizo Walter en vez de matarlelentamente. Ni por qué se había

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escapado sin preparar la salmuera. Talvez derramase la sal y estuviesedemasiado asustado para contarlo.Parecía probable. Un temor crea undesamparo, la falta provoca un granmiedo, y llega un momento en que elmiedo es demasiado grande y el espírituhumano simplemente renuncia y un niñovaga entumecido y desorientado, y acabasiguiendo a una multitud y presenciandoun asesinato.

Nunca le ha contado esa historia anadie. No le importa hablar de supasado con Richard, con Rafe, dentro delo razonable, pero no piensa divulgartrozos de sí mismo. Chapuys va a comer

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a menudo, se sienta a su lado y learranca pedacitos de la historia de suvida al mismo tiempo que arranca delhueso pedacitos de carne tierna.

Alguien me contó que vuestro padreera irlandés, dice Eustache. Espera,sereno.

Es la primera vez que lo oigo, diceél. Pero os aseguro que mi padre era unmisterio incluso para él mismo. Chapuysresopla. Los irlandeses son muyviolentos, dice.

—Decidme, ¿es cierto que huisteisde Inglaterra a los quince años despuésde escapar de la prisión?

—Por supuesto —dice él—. Un

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ángel me cortó las cadenas.Eso le dará algo que escribir a casa.

«Le planteé la cuestión a Cremuel, elcual me contestó con una blasfemia quevuestros imperiales oídos juzgaríanimpropia.» Él siempre tiene cosas quecontar en sus despachos. Si las noticiasescasean, cuenta lo que se murmura.Está lo que se murmura y que él recogede fuentes dudosas, y las murmuracionesque él mismo alimenta a propósito.Como no habla inglés, recibe lasnoticias en francés de Thomas Moro, enitaliano del mercader Antonio Bonvisi yen Dios sabe qué (¿latín?) de Stokesley,el obispo de Londres, cuya mesa

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también honra. Chapuys anda vendiendola idea de su amo el emperador de queel pueblo de Inglaterra está tandescontento con su rey que si se lealentara con unos cuantos soldadosespañoles, se rebelaría. Chapuys, porsupuesto, está completamenteequivocado. Los ingleses pueden apoyara la reina Catalina, parece que engeneral lo hacen. Pueden desaprobar ono entender las recientes medidas delParlamento. Pero el instinto le indicaque se unirán contra la intervenciónextranjera. Les gusta Catalina porquelleva mucho tiempo aquí y han olvidadoque es española. Son el mismo pueblo

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que se sublevó contra los extranjeros elMal Día de Mayo; el mismo pueblo,duro de corazón, obstinado, apegado asu terruño. Sólo una fuerza aplastante(por ejemplo, una coalición deFrancisco y del emperador) losometería. No puede desecharse, claro,la posibilidad de esa coalición.

Cuando termina la comida, élacompaña a Chapuys con su gente, consus altos y fornidos sirvientes yguardaespaldas, que haraganean por allíhablando en flamenco, a menudo sobreél. Chapuys sabe que él ha estado en losPaíses Bajos. ¿Acaso cree que noentiende el idioma? ¿O será algún

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complicado doble juego?Había días, no hace tanto de ello,

después de la muerte de Lizzie, en quedespertaba por la mañana y tenía quedecidir, antes de poder hablar con nadie,quién era y por qué. Había días en quedespertaba de sueños en que soñaba conlos muertos y los buscaba. En que su yodespierto temblaba en el umbral delcese de sus sueños.

Pero estos tiempos ya no sonaquéllos.

A veces, cuando Chapuys haterminado de desenterrar los huesos deWalter y de hacer que su propia vida leresulte extraña, se siente casi impulsado

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a hablar en defensa de su padre, de suniñez. Pero de nada sirve justificarse.No merece la pena explicar. Loanecdótico revela debilidad. Esprudente ocultar el pasado aunque nohaya nada que ocultar. El poder de unhombre está en la penumbra, en losmovimientos vistos a medias de la manoy en la expresión indefinida de su rostro.Lo que asusta a la gente es la ausenciade datos. Ese vacío que abres, en el quevierten sus temores, fantasías y deseos.

El 14 de abril de 1532, el rey lenombra intendente de la Casa de las

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Joyas. Desde allí podréis tener una ideade los ingresos y los gastos del rey,había dicho Henry Wyatt.

El rey grita, como si le gritase acualquier cortesano al pasar.

—¿Por qué no debería, decidme, porqué no debería emplear al hijo de unhonesto herrero?

Él oculta su sonrisa ante estadescripción de Walter. Mucho máshalagadora que cualquiera que hayapodido llegar a formular el embajadorespañol.

—Yo os hago lo que sois. Sólo yo—dice el rey—. Todo lo que sois, todolo que tenéis, llegará de mí.

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La idea le causa un placer al que leresulta difícil resistirse. Enrique está tanbien dispuesto últimamente, se muestratan dadivoso y amable, que hay queperdonarle el hecho de que afirme aveces su condición regia, sea necesarioo no. El cardenal solía decir que losingleses se lo perdonan todo a un reysiempre que no intente ponerlesimpuestos. También solía decir que noimporta en realidad cuál sea el título delcargo. Deja que cualquier colega delConsejo vuelva la espalda, cuando se déla vuelta de nuevo descubrirá que yohago su trabajo.

Un día de abril está en un despacho

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de Westminster y llega Hugh Latimer,que acaba de ser liberado de su encierroen el palacio de Lambeth.

—Bien —dice Hugh—, ¿podríaisdejar de escribir y darme la mano?

Él se levanta y le abraza, chaquetanegra polvorienta, tendones, huesos.

—¿Así que le habéis hecho aWarham un bonito discurso?

—Lo hice ex tempore, a mi manera.Salió tan fresco de mi boca como de laboca de un niño de pecho. Es posibleque el viejo esté perdiendo la afición alas hogueras ahora que se encuentra tancerca de su propio fin. Se está arrugandocomo la vaina de un guisante al sol,

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puedes oír el tintineo de los huesoscuando se mueve. En fin, no puedoexplicarlo pero aquí me tenéis.

—¿Cómo os trató?—Vaciaron las paredes de mi

biblioteca. Por suerte, tengo el cerebroabastecido de textos. Me despidió conuna advertencia. Me dijo que si no habíaolido el fuego había olido al menos lasartén. Ya me lo habían dicho antes.Debe de hacer unos diez años, cuandocomparecí por herejía ante la BestiaEscarlata —se ríe—. Pero Wolsey medio otra vez permiso para predicar. Y elbeso de la paz. Y de comer. Y bueno,¿qué? ¿Estamos algo más cerca de una

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reina que ama los Evangelios?Él se encoge de hombros.—Nosotros…, ellos… están

hablando con los franceses. Hay untratado en el aire. Francisco tiene unrebaño de cardenales que podríanprestarnos sus voces en Roma.

Hugh resopla.—Todavía esperando por Roma.—Así debe ser.—Convenceremos a Enrique. Le

atraeremos hacia los Evangelios.—Tal vez. No de forma brusca.

Poco a poco.—Voy a pedirle al obispo Stokesley

que me permita visitar a nuestro

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hermano Bainham. ¿Me acompañaréis?Bainham es el abogado al que había

detenido y torturado Moro el añoanterior. Poco antes de Navidadcompareció ante el obispo de Londres.Abjuró y fue puesto en libertad enfebrero. Es un hombre sencillo; deseabavivir, ¿cómo no? Pero una vez enlibertad, la conciencia no le dejabadormir. Un domingo entró en una iglesiallena de heles y se levantó delante detodos con la Biblia de Tyndale en lamano e hizo profesión de fe. Ahora estáen la Torre, esperando que lecomuniquen la fecha de su ejecución.

—¿Qué? —pregunta Latimer—.

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¿Vendréis o no?—Yo no debería darle munición al

Lord Canciller.Podría debilitar la resolución de

Bainham, piensa. Decidle, creedcualquier cosa, hermano, jurad por ellay cruzad los dedos a la espalda. Pero, enrealidad, poco importa ya lo que digaBainham. No habrá misericordia para él,ha de arder.

Hugh Latimer sale con paso firme.Para Hugh opera la misericordia divina.El Señor camina con él y sube con él alesquife para desembarcar a la sombrade la Torre; siendo así las cosas, nohace ninguna falta Thomas Cromwell.

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Moro dice que si mientes a un herejeo le engañas para que confiese, noimporta. Los herejes no tienen derechoal silencio, ni aunque sepan que seacusarán si hablan; si no hablan, hay queromperles los dedos, quemarles conhierros, colgarles por las muñecas. Nosólo es legítimo, Moro va más allá aún:es algo que cuenta con la bendición deDios.

Hay un grupo en la cámara de losComunes que come con sacerdotes en lataberna Queen's Head. Sale de allí lanoticia, y se propaga entre el pueblo deLondres, de que todo el que apoye eldivorcio del monarca se condenará. Tan

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partidario es Dios de la causa de estosgentilhombres, dicen, que un ángel asistea las sesiones del Parlamento con unrollo en el que anota quién vota y qué, ypone una señal cenicienta en losnombres de quienes temen más aEnrique que al Todopoderoso.

En Greenwich, un fraile llamadoWilliam Peto, cabeza en Inglaterra de surama de la orden franciscana, predica unsermón ante el rey en el que toma comotexto y ejemplo al desafortunado Ahab,séptimo rey de Israel, que vivía en unpalacio de marfil. Bajo la influencia dela malvada Jezabel, construyó un templopagano y aceptó en su séquito a los

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sacerdotes de Baal. El profeta Elías dijoa Ahab que los perros lamerían susangre; y así fue, como podréis suponer,porque sólo se recuerda a los profetasque acertaron. Los perros de Samarialamieron la sangre de Ahab. Todos susherederos varones perecieron. Suscadáveres quedaron tirados en las callessin enterrar. Jezabel fue arrojada poruna ventana de su palacio. Los perrosdespedazaron su cuerpo.

—Yo soy Jezabel. Vos, ThomasCromwell, sois los sacerdotes de Baal—dice Ana con ojos centelleantes—.Como soy mujer, soy el medio por elque entra el pecado en este mundo. Soy

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la fuerza del demonio, la vía de accesodel maldito. Soy el medio por el queSatanás ataca al hombre, al que no era losuficientemente audaz para atacardirectamente, sólo a través de mí. En fin,ésa es su idea del asunto. La mía es quehay demasiados sacerdotes con escasacultura y trabajo todavía más escaso.Ojalá el papa y el emperador y todos losespañoles estuviesen en el mar yahogados. Y si hay que arrojar a alguienpor la ventana de un palacio…, alors,Thomas, sé muy bien a quién me gustaríaarrojar. Salvo que en la niña María losperros no encontrarían ni pizca de carneque mascar. Y, en cuanto a Catalina, está

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tan gorda que rebotaría.

Cuando Thomas Avery llega a casa,posa en el empedrado el baúl de viajeen el que lleva cuanto posee, y acudecon los brazos abiertos como un niño aabrazar a su señor. La noticia de suascenso en el gobierno ha llegado aAmberes; al parecer, Stephen Vaughanenrojeció de satisfacción y se bebió unvaso entero de vino sin aguar.

Ven, dice él, hay cincuenta personasaquí para verme, pero pueden esperar.Ven a contarme cómo van las cosas alotro lado del mar. Thomas Avery

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empieza a hablar inmediatamente. Perocuando llega a la entrada de suhabitación se interrumpe, se quedamirando el tapiz que le ha regalado elrey. Lo examina detenidamente, luego sevuelve a su señor y de nuevo al tapiz.

—¿Quién es esa dama?—¿No lo adivinas? —se ríe—. La

reina de Saba visitando a Salomón. Melo ha regalado el rey. Era de mi señor elcardenal. Vio que me gustaba y lecomplace hacer regalos.

—Debe de valer una buena suma. —Avery lo contempla con respeto, comoel joven y despierto contable que es.

—Mira —le dice él—, tengo otro

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regalo, ¿qué crees que es? Tal vez sea laúnica cosa buena que haya salido jamásde un monasterio. Del hermano LucaPacioli. Tardó treinta años en escribirlo.

El libro está encuadernado en verdeoscuro con borde de oro y cantosdorados, así que brilla a la luz. Loscierres están tachonados con granatesoscuros, lisos, translúcidos.

—Casi no me atrevo a abrirlo —dice el muchacho.

—Por favor, te gustará.Es Summa de arithmetica. Lo abre y

ve un grabado del autor con un librodelante y un par de compases.

—¿Es una nueva impresión?

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—No exactamente, pero mis amigosde Venecia se han acordado de mí. Yoera un niño, por supuesto, cuando loescribió Luca. Y tú ni siquiera estabaspensado. —Roza apenas la página conlas yemas de los dedos—. Mira, aquítrata de la geometría. ¿Ves las figuras?Aquí es donde dice que no hay que irsea la cama hasta que no estén las cuentascerradas.

—El señor Vaughan cita esamáxima. Ha sido la causa de que hayatenido que quedarme levantado hasta elamanecer.

—Y yo —muchas noches en muchasciudades—. Luca, ¿sabes?, era un

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hombre pobre. Salió de Sansepulcro.Era amigo de artistas y se convirtió enun matemático perfecto en Urbino, quees una pequeña ciudad de las montañas,donde el conde Federigo, el grancondotiero, tenía su biblioteca de másde mil libros. Fue profesor en laUniversidad de Perugia y luego enMilán. Me pregunto por qué un hombrecomo él seguiría siendo fraile, pero, porsupuesto, ha habido practicantes delálgebra y de la geometría que fueronencerrados en mazmorras como magos,así que tal vez creyera que la Iglesia leprotegería… Asistí a sus clases enVenecia, hará más de veinte años, tenía

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tu edad, creo. Hablaba sobre laproporción. Proporción en los edificios,en la música, en la cultura, en la justicia,en la nación, en el Estado. Decía que losderechos deberían estar equilibrados, elpoder de un príncipe y el de sussúbditos, que el ciudadano rico deberíallevar bien sus libros y rezar susoraciones y servir a los pobres. Hablabade cómo debería ser una página impresa,cómo debía interpretarse una ley. O unrostro, lo que lo hace bello.

—¿Me lo contará en este libro? —Thomas Avery alza de nuevo la vistahacia la reina de Saba—. Supongo queellos lo sabían, los que hicieron el tapiz.

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—¿Cómo está Jenneke?El joven pasa las hojas con dedos

reverentes.—Es un hermoso libro. Vuestros

amigos de Venecia deben de admirarosmucho.

Así que ya no es Jenneke, piensa él.Ha debido morirse o se habráenamorado de otro.

—A veces —dice—, mis amigos deItalia me envían nuevos poemas, pero yopienso que todos los poemas estánaquí… No que una página de cifras seaun poema, pero cualquier cosa precisaes bella, cualquier cosa equilibrada entodas sus partes, cualquier cosa

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proporcionada. ¿No te parece?Se pregunta por el poder de la reina

de Saba para atraer la mirada delmuchacho. Es imposible que haya vistoa Anselma, que la haya conocido algunavez, que haya oído hablar de ella. Lehablé de ella a Enrique, piensa. Una deaquellas tardes en que le conté a mi reyun poco, y él me contó a mí mucho:cómo tiembla de deseo cuando piensa enAna, cómo lo ha intentado con otrasmujeres, para eliminar el filo de lalujuria y poder pensar y hablar y actuarcomo un hombre razonable; y cómo hafracasado con todas. Una extrañaconfesión, pero él cree que le justifica,

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piensa que certifica la rectitud de supropósito, porque yo sólo cazo unacierva, una cierva extraña, tímida ysalvaje, y ella me desvía de los caminoshollados por los hombres, y meencuentro solo en la espesura delbosque.

—Ahora —dice—, pondremos ellibro en tu escritorio para que teconsuele cuando parezca que no haynada que cuadre en las cuentas.

Tiene grandes esperanzasdepositadas en Thomas Avery. Es fácilconseguir que un niño sume lascolumnas y te las ponga delante de lasnarices, para repasarlas y encerrarlas

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luego en un cofre. Pero ¿qué sentidotiene eso? La página de un librocontable está allí para que la uses, comoun poema de amor. No está para queasientas y la olvides; está allí para abrirtu corazón a la posibilidad. Es como lasSagradas Escrituras: está allí para quepienses en ella, y actúes. Ama a tuprójimo. Estudia el mercado. Aumentala difusión de la benevolencia. Consiguemejores resultados el próximo año.

La fecha de la ejecución de JamesBainham se fija para el 30 de abril. Élno puede acudir al rey, no puede hacerlo

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con una mínima esperanza de obtener elperdón. Hace mucho que otorgaron aEnrique el título de Defensor de la Fe. Yél desea demostrar que todavía lomerece.

En Smithfield, en el estrado que haninstalado para los dignatarios, seencuentra con el embajador veneciano,Carlo Capello. Intercambianreverencias.

—¿En condición de qué estáis aquí,Cromwell? ¿Como amigo del hereje oen virtud de vuestra posición? Enrealidad, ¿cuál es vuestra posición?Sólo el diablo lo sabe.

—Y estoy seguro de que se lo dirá a

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Vuestra Excelencia, la próxima vez quetengáis una conversación en privado.

Envuelto en su sábana de llamas, elmoribundo grita:

—El Señor perdone a sir ThomasMoro.

El 15 de mayo, los obispos firmanun documento de sumisión al rey. Noemitirán legislación eclesiástica sinlicencia regia, y someterán todas lasleyes existentes a una revisión efectuadapor una comisión que incluirá seglares,miembros del Parlamento y otrossupervisores nombrados por el monarca.

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No convocarán sínodos sin permiso delrey.

Al día siguiente, él está en unagalería de Whitehall que da a un patiointerior, un jardín, donde espera el rey, yel duque de Norfolk pasea de un lado aotro. Ana está en la galería contigua.Viste una túnica de damasco de un rojoencendido con figuras, tan gruesa quesus blancos y pequeños hombrosparecen encorvarse en su interior. Aveces (en una especie de hermandad dela imaginación), se imagina posándole lamano en el hombro y recorriendo con elpulgar el hueco que hay entre suclavícula y su cuello, e imagina que

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sigue con el índice la línea de su pechocuando se hincha sobre el corpiño lomismo que sigue un niño una líneaimpresa.

Ella vuelve la cabeza y le mira conuna leve sonrisa.

—Ahí viene. No lleva la cadena deLord Canciller. ¿Qué habrá hecho conella?

Thomas Moro parece encorvado yabatido. Norfolk parece tenso.

—Mi tío lleva meses intentandoconseguirlo —dice Ana—. Pero el reyno lo aceptará. No quiere perder aMoro. Quiere complacer a todo elmundo. Ya sabéis cómo es.

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—Conoció a Thomas Moro cuandoera joven.

—Yo cuando era joven conocí elpecado.

Se miran y se sonríen.—Fijaos ahora —dice Ana—.

¿Creéis que es el Sello de Inglaterra loque lleva en esa bolsa de cuero?

Cuando Wolsey entregó el GranSello, prolongó el proceso dos días.Pero ahora el rey espera con la manoextendida en el paraíso privado deabajo.

—Así que ¿ahora quién? —dice Ana—. Anoche él dijo: «Mis cancilleres nome han dado más que disgustos. Tal vez

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pueda arreglármelas sin uno».—Eso no les gustará a los abogados.

Alguien tiene que regir los tribunales.—¿Quién proponéis?—Metedle en la cabeza que nombre

al señor portavoz. Audley hará un buentrabajo. Dejad que el rey le pruebe en elpapel pro tem; si luego no le gusta, notendrá necesidad de confirmarlo. Perocreo que le gustará. Audley es un buenabogado y un hombre independiente,pero sabe ser útil. Y me comprende,creo.

—¡Es posible que haya alguiencapaz de eso! ¿Bajamos?

—¿No podéis resistir el deseo de

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hacerlo?—No más que vos.Bajan por la escalera interior. Ana

le apoya en el brazo levemente lasyemas de los dedos. En el jardín hayruiseñores en jaulas. Están mudos, seacurrucan frente a la luz del sol. Unafuente ornamental tintinea en un pilón.De los lechos de hierbas aromáticas seeleva un olor a tomillo. Del interior delpalacio llega la risa de alguieninvisible. El ruido de una puerta que secierra corta el sonido. Él se para yarranca una ramita de tomillo, la estrujay se frota el aroma en la palma. Letraslada a otro lugar, lejos de allí. Moro

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hace una reverencia a Ana. Él cabecealevemente. Ella dedica a Enrique unainclinación profunda y se coloca a sulado, con los ojos bajos. Enrique leaprieta la muñeca; quiere decirle algo, osimplemente estar con ella a solas.

—¿Sir Thomas? —Él le ofrece lamano, pero Moro se da la vuelta. Luegolo piensa mejor; se vuelve de nuevo yacepta su mano. Tiene las yemas de losdedos frías y cenicientas.

—¿Qué haréis ahora?—Escribir. Rezar.—Mi recomendación sería que

escribieseis sólo un poco y rezaseismucho.

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—Vaya, ¿es una amenaza? —Morosonríe.

—Tal vez. Es mi turno, ¿no creéis?Cuando el rey vio a Ana se le

iluminó la cara. Tiene un corazónardiente; en la mano de su consejeroquema al tacto.

Encuentra a Gardiner enWestminster, en uno de esos sombríospatios traseros a los que nunca llega laluz del sol.

—¿Monseñor?Gardiner enarca las pobladas cejas.—Lady Ana me ha pedido que

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piense en una casa de campo para ella.—¿Qué tiene eso que ver conmigo?—Dejadme que os explique lo que

he pensado. Tendría que ser una queestuviese cerca del río, bien comunicadacon Hampton Court, y desde la quepueda ir en barca a Whitehall y aGreenwich. Un lugar que esté en buenascondiciones, porque ella no tienepaciencia, no querrá esperar. Conhermosos jardines bien atendidos. Asíque creo que, bueno, ¿qué os parece lamansión de Stephen Gardiner deHanworth, que le dejó el rey cuando lenombró secretario de Estado?

Incluso a aquella tenue luz, puede

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ver cómo se persiguen unos a otros lospensamientos en la mente de Stephen.Oh, mi foso y mis puentecillos, mirosaleda y los lechos de fresas, mijardín de hierbas aromáticas, miscolmenas, mis estanques y mi huerto defrutales, ay, mis medallones de terracotaitalianos, mi taracea, mis dorados, misgalerías y mi fuente ornamental deconchas, mi parque de ciervos.

—Sería una gentileza por vuestraparte ofrecérsela antes de que seconvierta en orden real. Una buena obraque compensaría por la obstinación delos obispos… Oh, vamos, Stephen.Tenéis otras casas, no es como si fuerais

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a tener que dormir en un pajar.—Si estuviese durmiendo en uno —

dice el obispo—, seguro que apareceríapor allí uno de vuestros sirvientes conun perro ratonero para sacarme de misueño.

Las pulsaciones de roedor deGardiner se aceleran. Le brillan los ojosnegros y húmedos. Rechina deindignación y furia contenida. Perodeberá sentirse aliviado, en parte,cuando lo piense. Aliviado de que lafactura haya llegado tan pronto, y quepueda pagarla.

Gardiner todavía es secretario deEstado, pero él, Cromwell, ve ahora al

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rey todos los días. Si Enrique quiere unconsejo, él puede dárselo. O si el temaqueda fuera de su alcance, encontrará aalgún otro que pueda. Si el rey tiene unaqueja, él dirá: dejádmelo a mí, si, porvuestro regio favor, puedo proceder. Siel rey está de buen humor, él estádispuesto a reír. Y si el rey se sientetriste, él se muestra gentil y cuidadoso.El rey ha emprendido un derrotero dedisimulo, que al embajador español,siempre atento, no le ha pasadodesapercibido.

—Os ve en privado, no en la cámaraen que recibe —dice—. Prefiere que susnobles no sepan la frecuencia con que os

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consulta. Si fueseis un hombre de menortalla, podrían introduciros y sacaros deallí en un cesto de lavandera. Pero talcomo son las cosas, creo que esosgentilhombres de la cámara privada, tanrencorosos, no pueden dejar decontárselo a sus amigos, quemurmurarán por vuestro éxito ypropagarán calumnias contra vos yconspirarán para conseguir vuestracaída. —El embajador sonríe y añade—: Si me permitís expresarlo con unaimagen que os gustará: ¿doy en el clavo?

Por una carta de Chapuys alemperador, una carta que pasacasualmente por manos del señor

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Wriothesley, se entera de cómo es supropio carácter. Llamadme se la lee:«Dice que vuestros antecedentes sonoscuros, que vuestra juventud fue loca ytemeraria, que sois desde hace muchohereje, una desgracia para el cargo deconsejero; pero que, personalmente, leparecéis un hombre de buen talante,liberal, dadivoso, gentil…».

—Sabía que le gustaba. Deberíapedirle trabajo.

—Dice que cuando os ganasteis laconfianza del rey le prometisteis que leconvertiríais en el rey más rico que hayatenido nunca Inglaterra.

Él sonríe.

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A finales de mayo, se capturan, o,más bien, son arrojados a la cenagosaorilla, agonizantes, dos peces dedescomunal tamaño.

—¿Y esperan que yo haga algo alrespecto? —pregunta él cuando Johanele da la noticia.

—No —dice ella—. Al menos yo nolo creo. Es un portento, ¿no? Es unpresagio, nada más.

A finales de julio recibe una carta deCranmer, que está en Nuremberg.Anteriormente ha escrito desde losPaíses Bajos, pidiendo consejos sobre

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sus negociaciones mercantiles con elemperador, cuestiones que cree que sehallan fuera de su alcance. Desde lasciudades de la cuenca del Rin, ha escritoesperanzadamente diciendo que elemperador debe llegar a un acuerdo conlos príncipes luteranos, porque necesitasu ayuda para combatir a los turcos en lafrontera. Explica también cómo seesfuerza por convertirse en unespecialista en el juego diplomáticohabitual de Inglaterra: ofrecer la amistaddel rey de Inglaterra, hacer promesas deoro inglés y no dar nada, en realidad.

Pero esta carta es diferente. Estádictada, escrita con letra de escribano.

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Habla de cómo actúa el Espíritu Santoen el corazón. Rafe se la lee y señala, alfinal y subiendo por el margenizquierdo, unas cuantas palabras conletra del propio Cranmer: «Ha sucedidoalgo. No se puede decir en una carta.Puede ser importante. Algunos dirán quehe sido temerario. Necesitaré vuestroconsejo. Guardad este secreto».

—Bueno —dice Rafe—, corramosde una parte a otra de Cheap diciendo:«Thomas Cranmer tiene un secreto, nosabemos cuál es».

Una semana después, llega Hans a

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Austin Friars. Ha alquilado una casa enMaiden Lane y se aloja en el Steelyardmientras se la arreglan.

—Dejadme ver vuestro nuevocuadro, Thomas —dice al entrar.

Se para ante él. Cruza los brazos. Daun paso atrás.

—¿Conocéis a esa gente? ¿Elparecido es bueno?

Dos banqueros italianos, socios,miran al espectador, pero anhelanintercambiar miradas; uno viste de seda,el otro de piel; un jarrón de claveles, unastrolabio, un jilguero, un reloj de arenamediado; por una ventana de arco se veuna nave con aparejos de seda, las velas

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translúcidas, navegando por un mar encalma. Hans se vuelve, complacido.

—¿Cómo consigue esa expresión dela mirada, tan dura y al mismo tiempotan astuta?

—¿Cómo está Elsbeth?—Gorda. Triste.—No me extraña. Vais a casa, le

dais un hijo, os vais de nuevo.—No digo que sea un buen marido.

Sólo envío el dinero a casa.—¿Cuánto tiempo estaréis con

nosotros?Hans gruñe. Vacía el vaso de vino y

habla de lo que ha dejado atrás. Hablade Basilea, de las ciudades y los

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cantones suizos. Disturbios y batallascampales. Imágenes, no imágenes.Estatuas, no estatuas. Es el cuerpo deDios, no es el cuerpo de Dios. Es comosi fuese el cuerpo de Dios. Es Su sangre,no es Su sangre. Los sacerdotes debencasarse, no deben casarse. Hay sietesacramentos, hay tres sacramentos. Elcrucifijo ante el que nos arrastramos derodillas y que reverenciamos con loslabios, o el crucifijo que hacemosastillas y quemamos en la plaza pública.

—A mí no me entusiasma el papa,pero ya estoy harto. Erasmo se ha ido aFriburgo con los papistas. Y ahora yo hevenido aquí con vos y con Junker

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Heinrich. Así llama Lutero a vuestrorey. Su Desgracia el rey de Inglaterra.—Se limpia la boca—. Lo único quepido es poder hacer un buen trabajo yque me paguen por él. Y prefiero que unsectario no lo destruya con un cubo decal.

—¿Venís buscando paz ytranquilidad? —Mueve la cabeza—.Demasiado tarde.

—Vine precisamente por el Puentede Londres y vi que alguien atacó laimagen de la madona. Le arrancó lacabeza al niño.

—Eso lo hicieron hace tiempo. Seríaese demonio de Cranmer. Ya sabéis

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cómo es cuando empina el codo.Hans sonríe.—Le echáis de menos. ¿Quién

habría pensado que os haríais amigos?—El viejo Warham no está bien. Si

se muere este verano, lady Ana pediráCanterbury para mi amigo.

—¿No para Gardiner? —pregunta,sorprendido, Hans.

—Ha estropeado sus posibilidadescon el rey.

—Es el peor enemigo de sí mismo.—Yo no diría eso.Hans se ríe.—Sería un gran ascenso para el

doctor Cranmer. No lo querrá. Él no.

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Demasiada pompa. A él le gustan loslibros.

—Lo aceptará. Será su deber. Losmejores de nosotros tenemos que ir acontrapelo.

—¿Vos también?—Es ir a contrapelo que tu viejo

patrón venga y me amenace en mi propiacasa y tenga que aceptarlotranquilamente. Como hago. ¿Habéis idoa Chelsea?

—Sí. Es una casa triste.—Se ha dicho que dimitía por

problemas de salud. Para que no resulteembarazoso a nadie.

—Él dice que tiene un dolor aquí. —

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Hans se frota el pecho—, y que le dacuando empieza a escribir. Pero losdemás tienen buen aspecto. La familiade la pared.

—Ahora no tenéis por qué ir aChelsea para encargos. El rey me tienetrabajando en la Torre. Estamosrestaurando las fortificaciones. Tieneconstructores y pintores y doradores,estamos vaciando las antiguasdependencias reales y engalanándolas, yvoy a construir un nuevo alojamientopara la reina. En este país, ¿sabéis?, losreyes y las reinas duermen en la Torre lanoche antes de su coronación. Cuando lellegue el día a Ana, habrá trabajo

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abundante para vos. Habrá funcionesque diseñar, banquetes, y la ciudadencargará una vajilla de oro y plata pararegalarle al rey. Hablad con losmercaderes de la Hansa, querránexponer sus mercancías. Hablad conellos cuando aún estén haciendo planes.Aseguraos el trabajo antes de quelleguen aquí la mitad de los artesanos deEuropa.

—¿Va a tener joyas nuevas?—Tendrá las de Catalina. No ha

perdido del todo el sentido.—Me gustaría pintarla. A Ana

Bolena.—No sé. Tal vez no quiera que la

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estudien.—Dicen que no es bella.—No, tal vez no lo sea. No la

escogeríais como modelo para unaPrimavera. Ni para una imagen de laVirgen, ni para un símbolo de la paz.

—Entonces, qué. ¿Eva? ¿Medusa?—pregunta Hans riéndose—. Nocontestéis.

—Tiene una gran presencia,esprit… Tal vez no fueseis capaz deplasmarlo en un cuadro.

—Veo que me consideráis limitado.—Algunos temas se os resisten,

estoy seguro.Entra Richard.

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—Ha llegado Francis Bryan.—El primo de lady Ana —dice él, y

se levanta.—Tenemos que ir a Whitehall. Lady

Ana está rompiendo los muebles ydestrozando los espejos.

Él maldice entre dientes.—Dad de comer al maestro Holbein.

Francis Bryan se ríe tanto que sucaballo tiembla debajo de él, inquieto, ybrinca hacia los lados, con peligro paralos transeúntes. Cuando llegan aWhitehall, él ya tiene todos los datos delo sucedido: Ana acaba de enterarse de

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que la mujer de Harry Percy, MaryTalbot, se dispone a pedir al Parlamentoel divorcio. Dice que su marido llevados años sin compartir su lecho, ycuando finalmente le preguntó por qué,él le dijo que no podía seguir fingiendo.En realidad, no estaban casados y nuncalo habían estado, porque él estabacasado con Ana Bolena.

—Milady está furiosa —explicaBryan; el parche del ojo, adornado conjoyas, se le arruga cuando ríe—. Diceque Harry Percy va a estropearlo todo.No puede decidir si matarle de unmandoble o despedazarle torturándolepúblicamente durante cuarenta días,

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como hacen en Italia.Esas historias son muy exageradas.

Él nunca ha presenciado ni creído deltodo las explosiones incontroladas decólera de lady Ana. Cuando le pasan asu presencia, está paseando con lasmanos unidas y parece pequeña y tensa,como si alguien la hubiese tejido con lospuntos demasiado apretados. La siguencon la mirada tres damas (JaneRochford, Mary Shelton y MaríaBolena). En el suelo hay una alfombrillaarrugada que tal vez colgase antes de lapared. Jane Rochford dice: «Hemosbarrido el espejo roto». Sir ThomasBolena, monseñor, está sentado a la

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mesa con un montón de documentosdelante. George está a su lado, sentadoen un taburete. Apoya la cabeza en lasmanos. Las mangas son sólo medioabullonadas. El duque de Norfolk mirala chimenea, con la leña preparada perosin encender; tal vez esté intentandoencenderla con la fuerza de su mirada.

—Cerrad la puerta, Francis —diceGeorge—, y no dejéis entrar a nadie.

Él es la única persona de lahabitación que no es un Howard.

—Propongo que hagamos elequipaje de Ana y la enviemos a Kent—dice Jane Rochford—. La cólera delrey, una vez desatada…

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—Si decís una palabra más, puedopegaros —dice George.

—Es un consejo sincero. —JaneRochford, Dios la ampare, es una deesas mujeres que no saben parar—.Señor Cromwell, el rey ha dicho quedebe hacerse una investigación. Debehacerse antes del Consejo. Esta vez nopuede eludirse. Harry Percy testificarásin que nadie se lo impida. El rey nopuede seguir haciendo todo lo que hahecho y todo lo que se propone hacerpor una mujer que oculta un matrimoniosecreto.

—Ojalá pudiese divorciarme de vos—dice George—. Ojalá tuvieseis un

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matrimonio secreto, pero, santo cielo, nohay la menor posibilidad. Los camposestaban llenos de hombres que corríanen la otra dirección.

Monseñor alza una mano.—Por favor…—¿De qué sirve llamar al señor

Cromwell y no explicarle lo que haocurrido? —pregunta María Bolena—.El rey ha hablado ya con mi señorahermana.

—Lo niego todo —dice Ana. Escomo si estuviese el rey delante ella.

—Bien —dice él—. Bien.—Admito que el conde me habló de

amor. Me escribió versos y yo, que era

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entonces una jovencita y lo considerabainofensivo…

Él tiene que contener la risa.—¿Versos? ¿Harry Percy? ¿Los

conserváis?—No. Por supuesto que no. Nada

escrito.—Eso facilita las cosas —dice él

afablemente—. Y no hubo promesas, porsupuesto, ningún contrato, ni se habló deello siquiera.

—Y no se consumó nada de ningúngénero —dice María—. No es posible.Es bien sabido que mi hermana esvirgen.

—¿Y cómo estaba el rey?

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¿Estaba…?—Salió de la habitación —dice

María— y la dejó plantada.Monseñor alza la vista. Carraspea.—En esta coyuntura, hay una

diversidad y un número de enfoques, meparece, que se podrían…

Norfolk explota. Patea sin parar elsuelo como Satanás en unarepresentación del Corpus Christi.

—¡Oh, por el sudario tres vecescagado de Lázaro! Mientras elegís unenfoque, monseñor, mientras adoptáis unpunto de vista, vuestra señora hermanaes calumniada por todo el país. La mentedel rey está envenenada y la fortuna de

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esta familia se desmorona ante vuestrosojos.

—Harry Percy —dice George; alzalas manos—. Escuchad, ¿me dejáishablar? Tal como lo veo yo, a HarryPercy le convencieron una vez de queolvidase sus reclamaciones, así que sise le persuadió una vez…

—Sí —dice Ana—, pero lepersuadió el cardenal. Y por desgraciaahora el cardenal está muerto.

Se hace el silencio. Un silenciodulce como música. Él mira sonriendo aAna, a monseñor, a Norfolk. Si la vidaes una cadena de oro, a veces Dioscuelga de ella un amuleto. Para

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prolongar el momento, cruza lahabitación y recoge la colgadura caída.Telar estrecho. Fondo índigo. Nudoasimétrico. ¿Isfahán? La cruzananimalitos desfilando rígidamente,sorteando nudos de flores.

—Mirad —dice él—. ¿Sabéis lo queson? Pavos reales.

Mary Shelton se acerca a mirar porencima ele su hombro.

—¿Qué es esto que parece comoserpientes con patas?

—Son escorpiones.—Virgen santa. ¿No muerden?—Pican —dice él—. Lady Ana, si el

papa no puede impedir que lleguéis a

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ser reina, y yo no creo que pueda, nodebería interponerse en vuestro caminoHarry Percy.

—Pues quitadle de en medio —diceNorfolk.

—Comprendo por qué no sería unabuena idea para la familia…

—Hacedlo —dice Norfolk—.Partidle el cráneo.

—Figurativamente, Milord —diceél.

Ana se sienta. Aparta la cara de lasmujeres. Aprieta los diminutos puños.Monseñor mueve los documentos.George, perdido en sus pensamientos, sequita la gorra y juega con su alfiler

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enjoyado, probando la punta en la yemadel índice.

Él ha enrollado la colgadura y se laentrega cortésmente a Mary Shelton.

—Gracias —susurra ella,ruborizándose como si le hubiesepropuesto algo íntimo. George grita; haconseguido pincharse.

—Muchacho imbécil —dice tíoNorfolk agriamente.

Francis Bryan le sigue fuera.—Por favor, podríais dejarme

ahora, sir Francis.—Pensaba acompañaros. Quiero

aprender cómo lo hacéis.Él se detiene, apoya la mano abierta

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en el pecho de Bryan, le da la vuelta yoye el golpe del cráneo contra la pared.

—Tengo prisa —le dice. Alguien lellama. El señor Wriothesley dobla unaesquina.

—Está en San Marcos y el León.Cinco minutos a pie.

Llamadme ha mandado seguir aHarry Percy desde que llegó a Londres.Lo que le preocupaba era que los que ledeseaban mal a Ana en la corte (elduque de Suffolk y su esposa, lossoñadores que creían que Catalinavolvería) habían estado reuniéndose conel conde y animándole a una revisión delpasado que consideraban que sería útil

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desde su punto de vista. Pero no hatenido lugar ninguna reunión, al parecer:salvo que se haya celebrado en las casasde baños de la orilla de Surrey.

Llamadme se vuelve bruscamente ycorre por una calleja, y acaban saliendoal sucio patio de una posada. Miraalrededor; dos horas con una escoba yun corazón diligente podrían hacerlorespetable. La hermosa cabeza de undorado rojizo del señor Wriothesleybrilla como un faro. San Marcos, quechirría sobre su cabeza, está tonsuradocomo un monje. El león es pequeño yazul y tiene una cara sonriente.Llamadme le toca el brazo: «Ahí

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dentro». Están a punto de entrar por unapuerta lateral cuando oyen un silbido.Dos mujeres se han asomado a unaventana y con un graznido y una risaahogada menean sus pechos desnudos enel alféizar.

—¡Santo cielo! —exclama él—.Más damas Howard.

En San Marcos y el León hay varioshombres con librea de Percy apoyadosen las mesas y tirados debajo de ellas.El conde de Northumberland bebe enuna habitación privada. Privada si nohubiese una trampilla para servir, por laque se ven caras riéndose. El conde leve. «Oh, casi os esperaba.» Tenso, se

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pasa las manos por el pelo corto, que sele eriza por toda la cabeza.

Él, Cromwell, va hacia la trampilla,alza un dedo hacia los espectadores y lacierra en su cara. Pero cuando se sientacon el muchacho habla como siemprecon voz suave y dice:

—Vamos, Milord, ¿qué hacéis aquí?¿Cómo puedo ayudaros? Decís que nopodéis vivir con vuestra esposa. Peroella es una dama tan encantadora comola que más del reino. Si tiene algunafalta, jamás la he oído mencionar. Asíque, ¿por qué no podéis entenderos conella?

Pero Harry Percy no está allí para

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que le manejen como a un halcón tímido.Está allí para gritar y llorar.

—Si no pude entenderme con ella nisiquiera el día de nuestra boda, ¿cómovoy a hacerlo ahora? Me odia, porquesabe que en realidad no estamoscasados. ¿Por qué sólo el rey puedetener una conciencia en este asunto, porqué no puedo tenerla yo? Si él duda desu matrimonio, grita para que le escuchetoda la Cristiandad. Pero cuando yodudo del mío, me envía al hombre máspersuasivo que tiene a su servicio paraque me encandile con palabras dulces yme diga que vuelva a casa y que meconforme. Mary Talbot sabe que yo

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estaba prometido con Ana. Sabe dóndeestá mi corazón y dónde estará siempre.He dicho la verdad, he dicho que noscasamos ante testigos y por tantoninguno de los dos era libre. Lo juré y elcardenal me amedrentó para que meretractara; mi padre dijo que meexpulsaría de la familia, pero mi padreha muerto y ya no me da miedo decir laverdad. Enrique puede ser rey, pero estárobando la esposa de otro hombre. AnaBolena es legalmente mi mujer, y ¿quéhará él el Día del Juicio, cuando llegueante Dios desnudo y despojado de suséquito?

Él deja de oír. De oírle deslizarse y

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despeñarse en la incoherencia…, amorverdadero…, promesas…, juró que meentregaría su cuerpo. Me permitiólibertades que sólo permitiría unaprometida…

—Milord —le dice—, habéis dicholo que teníais que decir. Ahoraescuchadme a mí. Sois un hombre queapenas tiene dinero ya. Yo soy unhombre que sabe cómo lo habéisgastado. Sois un hombre que ha pedidoprestado por toda Europa. Yo soy unhombre que conoce a vuestrosacreedores. Una palabra mía y osexigirán el pago de las deudas.

—¿Ah, sí? ¿Y qué pueden hacer? —

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pregunta Percy—. Los banqueros notienen ejércitos.

—Tampoco vos los tenéis, señor, sivuestros cofres están vacíos. Miradme.Entended esto. Tenéis vuestro condadopor el rey. Vuestra tarea es asegurar elnorte. Los Percy y los Howard nosdefienden de Escocia. Ahora, suponedque los Percy no pueden hacerlo.Vuestros hombres no combatirán sólopor una palabra amable…

—Son mis colonos, su deber esluchar.

—Pero, señor, necesitansuministros, necesitan provisiones,necesitan armas, necesitan murallas y

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fuertes en buen estado. Si no podéisproporcionárselos, sois peor que inútil.El rey os quitará el título, y la tierra ylos castillos, y se los dará a alguien quehaga el trabajo que no podéis hacer vos.

—No lo hará. Respeta todos lostítulos antiguos, todos los derechosantiguos.

—Entonces, digamos que lo haré yo.Digamos que te destrozaremos la

vida. Mis amigos banqueros y yo.¿Cómo puede explicarle? El mundo

no se gobierna desde donde él cree. Nose gobierna desde sus fortalezas en lafrontera, ni siquiera desde Whitehall. Elmundo se rige desde Amberes, desde

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Florencia, desde lugares que él nunca haimaginado. Desde Lisboa, desde dondelos barcos con velas de seda naveganhacia el oeste y se abrasan al sol. Nodesde murallas de castillos, sino desdecontadurías, no por la llamada del clarínsino por el clic del ábaco, no por larejilla y el clac del mecanismo delcañón, sino por el rumor de la pluma enel papel del pagaré con el que secompra el arcabuz y al arcabucero, y lapólvora y la bala.

—Os imagino sin dinero y sin título—dice—. Os imagino en una choza,vestido con toscas ropas de lana yllevando a casa un conejo para la olla.

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Imagino a vuestra legítima esposa, AnaBolena, desollando y partiendo elconejo. Os deseo que seáis muy feliz.

Harry Percy se desploma sobre lamesa. Brotan de sus ojos lágrimasfuriosas.

—Nunca hubo acuerdo dematrimonio —le dice él—. Cualquierpromesa estúpida que hicieseis carecede valor real. Lo que pudieseis pensarque teníais no lo teníais. Y hay algo más,Milord. Si volvéis a decir una palabramás sobre la libertad —concentra enesa palabra su cólera— de lady Ana,tendréis que responder ante mí, y losHoward y los Bolena y George

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Rochford no cuidarán tiernamente devuestra persona, y Milord Wiltshirehumillará su orgullo y, en cuanto alduque de Norfolk, si oye la más leveimputación contra el honor de su sobrinaos sacará a rastras de cualquiermadriguera en que os hayáis metido y osarrancará los huevos de un mordisco.Ahora —añade, volviendo a suafabilidad inicial—, ¿está claro,Milord?

Cruza la habitación y abre de nuevola trampilla.

—Ya pueden mirar.Aparecen rostros; o, a decir verdad,

sólo frentes que se balancean y ojos. Se

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detiene en la puerta y se vuelve hacia elconde.

—Y os diré esto, para que no tengáisninguna duda: si creéis que lady Ana osama, no podéis estar más equivocado.Os odia. El único favor que podéishacerle ahora, aparte de morir, esretractaros de lo que le dijisteis avuestra pobre esposa, y hacer cualquierjuramento que os exijan, para despejarsu camino y que pueda convertirse enreina de Inglaterra.

Cuando salen, le dice a Wriothesley:«Lo siento por él, la verdad». Llamadmese ríe tan fuerte que tiene que apoyarseen la pared.

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Al día siguiente, se levanta tempranopara la reunión del consejo del rey. Elduque de Norfolk ocupa su puesto a lacabecera de la mesa, y lo abandonacuando llega la noticia de que presidiráel propio rey. «Y ha venido Warham»,dice alguien: se abre la puerta. No pasanada. Luego, despacio, muy despacio,entra el anciano prelado arrastrando lospies. Se sienta. Le tiemblan las manoscuando las apoya en la tela que cubre lamesa. Le tiembla la cabeza en el cuello.Tiene la piel del color del pergamino,como el dibujo que le hizo Hans. Mira asu alrededor con un lento parpadeo de

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lagarto.Él cruza la estancia y se detiene al

otro lado de la mesa, frente a Warham,preguntándole por su salud, por cortesía;es evidente que se está muriendo.

—Esa profetisa a quien albergáis envuestra diócesis, Eliza Barton —le dice—. ¿Cómo le va?

Warham apenas alza la vista.—¿Qué queréis, Cromwell? Mi

comisión no encontró nada contra esamuchacha. Ya lo sabéis.

—He oído que anda diciendo a susseguidores que si el rey se casa con ladyAna sólo tendrá un año de reinado.

—Eso no podría jurarlo. No lo ha

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dicho delante de mí.—Tengo entendido que el obispo

Fisher ha ido a verla.—Bueno…, fue ella a verle a él.

Una cosa u otra. ¿Por qué no deberíahacerlo? Es una joven piadosa.

—¿Quién la controla?Parece que la cabeza de Warham

vaya a salirse de los hombros.—Puede ser imprudente, puede

desvariar. A fin de cuentas, es unasimple campesina. Pero tiene un don, deeso estoy seguro. Cuando la gente va averla, puede decirles de inmediato quéles atribula, qué pecados les pesan en laconciencia.

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—¿De veras? Tengo que ir a verla.Me pregunto si podría decirme qué meatribula…

—Paz —dice Thomas Bolena—. Hallegado Harry Percy.

Entra el conde acompañado de doscustodios. Tiene los ojos enrojecidos yuna vaharada de vómito rancio indicaque se ha resistido a los intentos de lossuyos de adecentarle. Entra el rey. Es undía de calor y viste sedas claras. Losrubíes se amontonan en sus nudilloscomo burbujas de sangre. Posa sus ojosazul mate en Harry Percy.

Thomas Audley (en funciones deLord Canciller) guía al conde por sus

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negativas: ¿contrato previo? No.¿Promesas de algún género? ¿Ningúnconocimiento carnal (lamentomencionarlo)? Por mi honor, no, no y no.

—Lamento tener que decirlo, peronecesitaremos más que vuestra palabrade honor —dice el rey—. Las cosas hanido demasiado lejos, Milord.

Harry Percy parece aterrado.—¿Qué más he de hacer entonces?Él dice suavemente: «Acercaos a Su

Gracia de Canterbury, señor. Élsostendrá el Libro».

Eso es, ciertamente, lo que elanciano intenta hacer. Monseñor haceademán de ayudarle y Warham le aparta

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las manos bruscamente. Sujetándose a lamesa y arrastrando el tapete que lacubre, consigue ponerse en pie.

—Harry Percy, habéis afirmadocosas y os habéis desdicho en esteasunto. Habéis afirmado, negado yvuelto a afirmar; ahora os han traídoaquí para que neguéis de nuevo. Peroesta vez no sólo ante los hombres.Ahora… pondréis la mano sobre estaBiblia y juraréis ante mí y en presenciadel rey y de su consejo que no habéistenido conocimiento ilícito de lady Anay que no hicisteis ningún contrato dematrimonio con ella.

Harry Percy se frota los ojos. Tiende

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la mano. Le tiembla la voz.—Lo juro.—Ya está —dice el duque de

Norfolk—. Se preguntarán cómo hapodido ocurrir todo este asunto enprimer término, ¿verdad?

Se acerca a Harry Percy y le cogepor el codo.

—¿No volveremos a oír mencionarnada de esto, muchacho?

—Howard —dice el rey—, ya lehabéis oído prestar juramento. Dejad demolestarle. Que alguien ayude alarzobispo, es evidente que no seencuentra bien. —Aplacado su malhumor, sonríe a los consejeros—.

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Caballeros, iremos a mi capilla privaday veremos a Harry Percy recibir lacomunión para sellar esta promesa.Luego, lady Ana y yo pasaremos la tardededicados a la reflexión y a la oración.No quiero que se me moleste.

Warham se arrastra hasta elmonarca.

—Winchester está vistiéndose paradecir esa misa para vos. Yo me voy a midiócesis.

Enrique se inclina con un susurro abesarle el anillo.

—Enrique —dice el arzobispo—, hevisto que admitís en vuestra corte y envuestro consejo a personas cuyos

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principios y moralidad difícilmenteresistirán una inspección. He visto quedeificáis vuestra voluntad y vuestrosapetitos, para pesar y escándalo delpueblo cristiano. Os he sido leal, hastael extremo de violentar mi conciencia.He hecho mucho por vos, pero lo que hehecho ahora es la última cosa que haré.

Rafe está esperando por él en AustinFriars.

—¿Sí?—Sí.—¿Y ahora?—Ahora, Harry Percy puede pedir

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prestado más dinero y precipitarse másen la ruina. Algo que yo facilitarécomplacido —se sienta—. Creo quepodré quitarle ese condado algún día.

—¿Cómo lo haríais, señor? —Él seencoge de hombros: no sé—. Noquerréis que los Howard tengan másfuerza de la que ya tienen en lafrontera…

—No. No, probablemente no —cavila—. ¿Podéis buscar esosdocumentos sobre la profetisa deWarham?

Mientras espera, abre la ventana ymira al jardín. El sol ha clareado elcolor de las rosas. Lo siento por Mary

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Talbot, piensa; su vida no será más fácildespués de esto. Durante unos días, sólounos cuantos días, no hablarán de Anaen la corte del rey sino de ella. Piensaen Harry Percy, llegando a detener alcardenal, con las llaves en la mano, laguardia que dispuso alrededor del lechodel moribundo.

Se retira de la ventana. «Mepregunto si se darían aquí losmelocotones.» Llega Rafe con el legajo.

Retira la cubierta y extiende cartas ymemorandos. Todo este desagradableasunto empezó hace seis años, en unamaltrecha capilla situada a la orilla delcenagal de Kent, cuando una imagen de

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la Virgen empezó a atraer peregrinos, yuna joven llamada Elizabeth Bartonempezó a montar espectáculos paraellos. ¿Qué hacía la imagen en primerlugar para llamar la atención?Probablemente moverse, o llorarlágrimas de sangre. La chica eshuérfana, criada en la casa de uno de losadministradores de fincas de Warham.No tiene más familia que una hermana.

—Nadie se fijó en ella —le dice aRafe— hasta que a los veinte añospadeció una enfermedad y cuandomejoró empezó a tener visiones y ahablar con voces extrañas. Dice que havisto a san Pedro a las puertas del Cielo

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con las llaves. Ha visto al arcángel sanMiguel pesando las almas. Si lepreguntas dónde están tus parientesdifuntos, puede decírtelo. Si es en elCielo, habla con voz aguda; si en elInfierno, con voz grave.

—El efecto podría ser cómico —dice Rafe.

—¿Eso crees? Qué muchachos tanirreverentes he criado. —Lee. Luegoalza la vista—. A veces se pasa nuevedías sin comer. A veces se cae de prontoal suelo. No es sorprendente, ¿verdad?Sufre espasmos, contorsiones y trances.No debe de ser nada agradable. Laentrevistó monseñor el cardenal, pero…

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—revuelve los papeles— no hay nada,ninguna reseña de la reunión. Mepregunto qué pasaría. Es probable queintentase que comiera, y a ella no legustara. Pero veamos esto —lee—…Está en un convento de Canterbury. Lamaltrecha capilla ha conseguido untejado nuevo y reciben dinero enabundancia para el clero local. Haycuraciones. Los paralíticos caminan, losciegos ven. Velas que se enciendensolas. Los peregrinos llenan loscaminos. ¿Por qué tengo la impresión dehaber oído antes esta historia? Tiene unrebaño de frailes y curas a su alrededor,que dirigen los ojos de la gente hacia el

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cielo mientras les roban las bolsas. Ycabe suponer que son los mismos frailesy sacerdotes los que le han dicho quedifunda su opinión sobre el matrimoniodel rey.

—Thomas Moro ha ido a verla. YFisher también.

—Sí, no se me olvida. Oh, y…,caramba…, María Magdalena le haenviado una carta iluminada en oro.

—¿Sabe leer?—Sí, parece que sí —alza la vista

—. ¿Qué pensáis? ¿Creéis que el reyaguantará que le insulten, aunque se tratede una virgen santa? Supongo que estáacostumbrado. Ana le riñe con bastante

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frecuencia.—Es probable que tenga miedo.Rafe ha estado con él en la corte; es

evidente que comprende mejor aEnrique que algunas personas que leconocen de toda la vida.

—Lo tiene, sí. Cree en doncellassencillas que pueden hablar con lossantos. Está dispuesto a creer enprofecías, mientras que yo… creo que lodejaremos correr un tiempo. Veremosquién la visita. Quién hace ofrendas.Algunas damas de la nobleza han estadoen contacto con ella. Querían que lesleyese el futuro, que rezase por susmadres para sacarlas del Purgatorio.

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—Milady Exeter —dice Rafe.Henry Courtenay, marqués de

Exeter, es el pariente varón máspróximo del rey, nieto del viejo reyEduardo; útil, por tanto, para elemperador, cuando llegue con sus tropasa echar a patadas a Enrique y poner unrey nuevo en el trono.

—Si yo fuese Exeter, no dejaría quemi esposa le bailase el agua a unamuchacha estúpida que alimenta susfantasías de llegar a ser reina algún día.—Empieza a recoger los documentos—.Esta muchacha, ¿sabes?, afirma quepuede resucitar a los muertos.

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En el funeral de John Petyt, mientraslas mujeres están arriba con Lucy, élorganiza una reunión improvisada abajoen el Lion's Quay para hablar con suscolegas los mercaderes sobre losdisturbios que hay en la ciudad. AntonioBonvise, amigo de Moro, se excusa ydice que se va a casa; «la Trinidad osbendiga y os dé prosperidad», dice,retirándose y llevándose consigo lamóvil isla de frialdad que le ha seguidodesde su aparición inesperada.«¿Sabéis? —dice, volviéndose en lapuerta—, si se plantea ayudar a laseñora Petyt, yo, con mucho gusto…» —No es necesario. La ha dejado rica.

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—Pero ¿la ciudad permitirá que ellase haga cargo del negocio?

Él le corta: «Ya me ocupo yo deeso».

Bonvisi cabecea y se marcha.—Es sorprendente que haya

aparecido por aquí. —John Parnell, delgremio de pañeros, tiene un historial dechoques con Moro—. Señor Cromwell,si vais a haceros cargo de eso, significaque… ¿tenéis pensado hablar con Lucy?

—¿Yo? No.—¿Podemos celebrar primero la

reunión y acordar matrimonios luego?—pregunta Humphrey Monmouth—.Estamos preocupados, señor Cromwell,

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como debéis de estarlo vos, como debede estarlo el rey… Todos lo estamos,creo —mira a su alrededor—. Estamostodos, ahora que Bonvisi se hamarchado, por la causa por la quenuestro difunto hermano Petyt fue, enrealidad, martirizado, pero tenemos laobligación de mantener la paz, dedistanciarnos de las explosionesblasfemas…

El domingo anterior, en unaparroquia de la ciudad, en el momentode la elevación de la Sagrada Hostia, ycuando el sacerdote decía «hoc est enimcorpus meum» se oyó que alguiencanturreaba «hoc est corpus, oh, qué

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incordio», y en una parroquia contigua,en la evocación de los santos, cuando elsacerdote nos pide que recordemosnuestra hermandad con los santosmártires, «cum Joanne, Stephano,Mathia, Barnaba, Ignatio, Alexandro,Marcellino, Petro…» , alguien habíagritado, «y no me olvidéis a mí y a miprima Kate y a Dick con su barril deberberechos en Leadenhall y a suhermana Susan y a su perrito Posset».

Se lleva una mano a la boca.—Si Posset necesita un abogado, ya

sabéis dónde estoy.—Señor Cromwell —dice un

anciano malhumorado del gremio de

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peleteros—. Habéis convocado estareunión, dadnos ejemplo de seriedad.

—Se hacen baladas —diceMommouth— sobre lady Ana. No sonletras respetables que puedan repetirseen esta compañía. Los sirvientes deThomas Bolena se quejan de que lesinsultan por la calle, les tiran estiércol alas libreas. Los maestros tienen quecontrolar a sus aprendices. Habría quedenunciar la charla desleal.

—¿A quién?—Probad conmigo —dice él.Encuentra a Johane en Austin Friars.

Ha dado una excusa para quedarse encasa: un catarro estival.

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—Pregúntame qué secreto sé —diceél.

Para guardar las apariencias, ella sefrota la punta de la nariz.

—Veamos. ¿Sabes cuánto tiene elrey en su Tesoro hasta el chelín?

—Lo sé hasta el cuarto de penique.No es eso. Pregúntame, dulce hermana.

Cuando ella lo ha intentado losuficiente, le dice:

—John Parnell va a casarse conLucy.

—¿Cómo? ¿Y John Petyt aún no estáfrío? —se aparta para sobreponerse—.Tus hermanos se mantienen unidos. Lacasa de Parnell no está libre de

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sectarios. Me han dicho que tiene uncriado preso en la cárcel del obispoStokesley.

Se asoma a la puerta RichardCromwell.

—Señor. La Torre. Ladrillos. Cincochelines el millar.

—No.—Está bien.—Lo lógico sería que se casase con

un hombre más seguro.Él se acerca a la puerta.—Richard, vuelve. —Se da la vuelta

y le dice a Johane—: No creo que ellaconozca a nadie.

—¿Señor?

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—Bajadlo seis peniques ycomprobad cada hornada. Tenéis queelegir unos cuantos de cada carga einspeccionarlos bien.

—De todos modos —dice Johane enla habitación, detrás de él—, hiciste loque había que hacer.

—Por ejemplo, mídelos… Johane,¿crees que yo iba a casarme de unaforma precipitada? ¿Por accidente?

—¿Qué decís? —pregunta Richard.—Porque si los mides, los

ladrilleros se asustan, y podrás dartecuenta por la cara que pongan si hanhecho alguna trampa.

—Supongo que tendrás alguna dama

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prevista. En la corte. El rey te ha dadoun nuevo cargo…

—Supervisor del Cesto. Sí, unpuesto en las finanzas de lacancillería…, no es que proporcionemuchas oportunidades para lasrelaciones amorosas. —Richard se haido, dejando el eco de sus pasosescaleras abajo—. ¿Sabes lo quepienso?

—Piensas que debes esperar. Hastaque ella, esa mujer, sea reina.

—Creo que es el transporte lo quesube el coste. Incluso por barca. Tendríaque haber despejado un poco de terrenoy haber construido unos hornos propios.

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Domingo, 1 de septiembre, Windsor:Ana se arrodilla ante el rey para recibirel título de marquesa de Pembroke. Loscaballeros de la charretera la observandesde sus sitiales, las damas nobles deInglaterra la flanquean y (después denegarse la duquesa, y mascullar unamaldición ante la sugerencia) la hija deNorfolk, Mary, lleva en un cojín lapequeña corona. Los Howard y losBolena están en fête. Monseñor seacaricia la barba, cabecea y sonríe alrecibir las felicitaciones susurradas delembajador francés. El obispo Gardinerlee el nuevo título de Ana. Ésta luce

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tonos vivos de armiño y terciopelo rojo,y el negro cabello le cae, estilo virgen,en bucles serpentinos hasta la cintura.Él, Cromwell, ha dispuesto que leasignen para financiar su nueva dignidadlas rentas de quince mansiones rurales.

Se canta un Te Deum . Se pronunciaun sermón. Cuando la ceremonia terminay las mujeres se inclinan a recoger lacola del vestido, él capta unrelampagueo de azul, como un martínpescador, y alza al vista y ve a la hijitade John Seymour entre las damasHoward. Un caballo de batalla levantala cabeza ante el sonido de trompetas ylas grandes damas alzan la vista y

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sonríen; pero cuando los músicos inicianun floreo y la procesión abandona lacapilla de san Jorge, ella mantiene bajosu pálido rostro y los ojos clavados enlas puntas de los pies, como si temiesetropezar y caer.

En el banquete, Ana se sienta al ladode Enrique, en el dosel, y cuando sevuelve para hablarle, sus pestañasnegras le acarician los pómulos. Está yacasi allí, casi, el cuerpo tenso como lacuerda de un arco, la piel espolvoreadade oro, con tintes de color albaricoque ymiel. Cuando sonríe, lo cual hace amenudo, muestra unos dientes pequeños,blancos y agudos. Está planeando

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hacerse cargo de la barca real deCatalina, le dice, y borrar la divisa E &C, borrar todas sus huellas. El rey haenviado a por sus joyas, para que puedallevarlas Ana en el proyectado viaje aFrancia. Ha pasado una tarde con ella,dos tardes, tres, con el tiempoespléndido del mes de septiembre, elorfebre real a su lado, haciendo dibujos,y él, como intendente de las joyas,añadiendo sugerencias. Ana quiere quese hagan nuevos engastes. Al principio,Catalina se había negado a entregar lasjoyas. Había dicho que no podíasepararse de lo que era propiedad de lareina de Inglaterra y ponerlo en manos

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de la desgracia de la Cristiandad. Habíasido necesaria una orden real para quelas entregara.

Ana se lo cuenta todo; dice riéndose:«Cromwell, sois mi hombre». Se halevantado un viento favorable y la mareatambién le favorece. Siente el tirón bajolos pies. Su amigo Audley debe serconfirmado como canciller. El rey seestá acostumbrando a él. Viejoscortesanos han dimitido, para no servir aAna; el nuevo interventor de la CasaReal es sir William Paulet, amigo suyode los tiempos de Wolsey. Entre losnuevos cortesanos hay muchos que sonamigos suyos de los tiempos de Wolsey.

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Y el cardenal no empleaba a tontos.Después de la misa y la investidura

de Ana, atiende al obispo de Winchestermientras se desviste, se deshace de susprendas canónicas y las sustituye porropa más adecuada para celebracionesseculares. «¿Pensáis bailar?», lepregunta. Se sienta en el alféizar depiedra de una ventana, medio atento a loque pasa abajo, en los patios, losmúsicos que llegan con flautas y laúdes,arpas y rabeles, oboes, violas ytambores. «Causaríais muy buenaimpresión. ¿O no bailáis ahora que soisobispo?»

La conversación de Stephen sigue

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una vía propia.—Es lógico pensar que a una mujer

le baste con eso, ¿no os parece?, conque la hagan marquesa por derechopropio… Ahora cederá a los deseos deél. Un heredero en el vientre, si Diosquiere, antes de Navidad.

—Ah, ¿deseáis que ella lo consiga?—Deseo que él se calme. Y que

resulte algo de esto, no que se haga paranada.

—¿Sabéis lo que anda diciendoChapuys de vos? Que tenéis dos mujeresen casa vestidas de muchachos.

—¿Yo? —frunce el ceño—.Supongo que es mejor que tener dos

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muchachos vestidos de mujer. Eso sí quesería un oprobio.

Luego lanza una carcajada. Caminanjuntos hacia el banquete. Tralará, cantanlos músicos.

—Pasar el tiempo en buenacompañía es algo que estimo y seguiréestimando hasta la muerte.

El alma es musical por naturaleza,dicen los filósofos. El rey llama aThomas Wyatt para que cante con él; yal músico Mark. «Ay, ¿qué no haré yopor amor? Por amor, ay, ¿qué no haréyo?» —Cualquier cosa que se le ocurra—dice Gardiner—. No hay límite, queyo pueda ver.

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—El rey es bueno —dice él— conlos que le consideran bueno.

Se lo dice al obispo, por debajo dela música.

—Bien —dice Gardiner—, si unotiene la mente infinitamente flexible.Como veo que debe de ser la vuestra.

Habla con la señora Seymour.—Mirad —dice ella. Alza las

manos. El azul brillante con que las haribeteado, ese relampagueo de martínpescador, está cortado de la seda conque envolvió el regalo que le hizo, aquellibro de modelos de bordado. ¿Cómoandan ahora las cosas en Wolf Hall?,pregunta él, con el mayor tacto posible:

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¿cómo va a estar una familia, en mediode las secuelas del incesto? Ella dicecon su vocecilla clara: sir John está muybien. Pero, bueno, sir John siempre estámuy bien.

—¿Y los demás?—Edward, furioso. Tom, inquieto.

Mi señora madre, rechinando los dientesy dando portazos. La recolección, enmarcha, las manzanas en el árbol, lasmuchachas ordenando; nuestro capelláncon sus oraciones; las gallinas poniendo;los laúdes afinados y sir John…, sirJohn muy bien, como siempre. ¿Por quéno hacéis algún negocio en Wiltshire yos acercáis a visitarnos? Oh, y si el rey

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toma una nueva esposa, necesitarámatronas que la atiendan, y mi hermanaLiz viene a la corte. Su marido es elgobernador de Jersey, le conocéis,Anthony Oughtred… Yo, por mi parte,preferiría ir al norte con la reina, perodicen que va a trasladarse otra vez, yque su séquito se está reduciendo.

—Si yo fuese vuestro padre…, no…—Lo reformula—: Si yo tuviese queaconsejaros, os diría que sirvieseis alady Ana.

—La marquesa —dice ella—. Porsupuesto, es bueno ser humilde. Ella seasegura de que lo seamos.

—Ella en este momento se enfrenta a

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dificultades. Creo que cuando consiga loque desea su corazón se suavizará.

Incluso mientras lo dice, sabe que noes verdad.

Jane baja la cabeza, pero alza lavista hacia él.

—Ésta es mi cara humilde, ¿creéisque servirá?

—Os llevaría a cualquier parte —dice él, riéndose.

Mientras los bailarines descansan,abanicándose, de gallardas, pavanas yalmanas, él y Wyatt cantan el pequeñoaire de los soldados: «Scaramella se haido a la guerra, con su escudo y con sulanza». Es melancólica, como son las

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canciones, sea cual sea la letra, cuandose apaga la luz y la voz humana sedesvanece en las sombras de lahabitación sin acompañamiento. CharlesBrandon le pregunta: «De qué trata esacanción? ¿De una dama?».

—No, sólo de un muchacho que seva a la guerra.

—¿Y cuál es su suerte en ella?Scaramella fa la gala.—Es todo una gran fiesta para él.—Aquellos eran mejores tiempos —

dice el duque—. Vida de soldado.El rey canta al compás del laúd, con

voz fuerte, veraz, resonante: «Cuandocaminaba por los bosques solitarios».

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Algunas mujeres lloran, un pocoachispadas por los fuertes vinositalianos.

En Canterbury, el arzobispo Warhamyace frío sobre una losa. Tiene en lospárpados monedas del rey, como parasellar en su cerebro por toda laeternidad la imagen de su monarca.Espera a que le depositen bajo el suelode la catedral, en el húmedo vacío delosario, junto a los huesos de Becket.Ana está sentada con una inmovilidad deestatua. Los ojos fijos en su amado. Sólose le mueven, inquietos, los dedos.Tiene en el regazo uno de sus perrillos,y le acaricia la piel una y otra vez,

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retorciéndole los rizos. Cuando se apagala última nota, llevan velas.

Octubre, y vamos a ir a Calais. Unséquito de dos mil personas se extiendedesde Windsor hasta Greenwich, desdeGreenwich hasta Canterbury, a través delos verdes campos de Kent: para unduque, séquito de cuarenta; para unmarqués, de treinta y cinco; para unconde, de veinticuatro; mientras que unvizconde ha de conformarse con veinte;y él, con Rafe y los empleados quepuede meter en las ratoneras de losbarcos. El rey va a encontrarse con su

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hermano de Francia, que piensagranjearse su gratitud hablando con elpapa en favor de su nuevo matrimonio.Francisco ha propuesto casar a uno desus tres hijos (cuánto debe de amarleDios) con la sobrina del papa, Catalinade Médici; dice que exigirá comocondición previa que la reina Catalinarenuncie a apelar a Roma, y que suhermano de Inglaterra pueda resolversus asuntos matrimoniales de acuerdocon su propia jurisdicción, utilizando asus propios obispos.

Será la primera vez que se veanestos dos poderosos monarcas desde suúltimo encuentro, que se celebró en el

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llamado Campo de la Tela de Oro, y quepreparó el cardenal. El rey dice que elviaje debe costar menos que en aquellaocasión, pero cuando se le interrogasobre cosas concretas, quiere más deeso, y dos veces más de aquello…, todomás grande, más lujoso, más espléndidoy con más dorados. Lleva sus propioscocineros y su propia cama, sirvientes ymúsicos, caballos, perros y halcones, ya su nueva marquesa, a la que en Europallaman su concubina. Lleva a losposibles aspirantes al trono, incluidoslord Montague, de la casa de York, y alos Neville, de la casa de Lancaster,para demostrar lo domesticados que los

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tiene, y lo seguros que están los Tudor.Lleva su vajilla de oro, su ropa de cama,a su repostero mayor y a los que escogenlas aves y los que prueban la comida, eincluso lleva su propio vino: lo cualpodría considerarse superfluo, pero¿quién sabe?

Rafe le ayuda a preparar losdocumentos que va a llevar: «Tengoentendido que el rey Francisco hablarácon Roma en defensa de la causa delrey. Pero no estoy seguro de qué va asacar él de este tratado».

—Wolsey siempre decía que loimportante de hacer un tratado es eltratado en sí. No importa cuáles sean los

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términos, basta con que los haya. Lo queimporta es la buena voluntad. Cuandoeso se acaba, el tratado se rompe, seancuales sean los términos.

Lo que importa son los desfiles, elintercambio de regalos, los juegosregios de bolos, las justas y torneos ylos bailes de máscaras: no sonpreliminares del proceso, son el procesomismo. Ana, acostumbrada a la cortefrancesa y a la etiqueta gala, expone lasdificultades que les aguardan. «Si elpapa fuese a visitarle, entonces Franciapodría avanzar hacia él, tal vezencontrarse con él en un patio. Pero dosmonarcas que se encuentran, una vez que

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se ven, deberían dar el mismo númerode pasos uno hacia otro. Y estofunciona, a menos que uno de ellos,hélas, diera pasos muy pequeños,obligando al otro a andar más.»

—Santo cielo —estalla CharlesBrandon—. Ese hombre sería un truhán.¿Lo haría Francisco?

Ana le mira, con los párpadosentornados.

—Señor Suffolk, ¿está vuestraseñora esposa lista para el viaje?

Suffolk enrojece.—Mi esposa es una antigua reina de

Francia.—Estoy al corriente de ello.

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Francisco se alegrará de volver a verla.La consideraba muy bella, aunque, porsupuesto, ella era joven entonces.

—Mi hermana aún es Bella —diceEnrique, pacificador, pero en el interiorde Charles Brandon bulle la tempestad,que estalla con un grito como el restallarde un trueno:

—¿Esperabais que ella os sirviese?¿A una hija de los Bolena? ¿Que ospasase los guantes, madame, y ossirviese la primera en la comida?Convenceos, ese día nunca llegará.

Ana se vuelve a Enrique, y le cogedel brazo.

—Me humilla ante vuestra propia

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cara.—Charles —dice Enrique—.

Dejadnos ahora y volved cuandorecuperéis el control. Ni un momentoantes. —Suspira, hace una seña—.Cromwell, id tras él.

El duque de Suffolk bufa y hierve.—Un poco de aire fresco, Milord —

sugiere él.Ha llegado el otoño; sopla un viento

crudo del río. Levanta un pequeñoremolino de hojas mojadas que aleteanen su camino como banderas de unejército en miniatura.

—Windsor siempre me ha parecidoun lugar frío. ¿A vos no, Milord? Me

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refiero a la situación, no sólo al castillo.—Su voz continúa sin interrupción,tranquilizadora, suave—. Si yo fuese elrey, pasaría más tiempo en el palacio deWoking. ¿Sabéis que allí nunca nieva?Una vez cada veinte años, comomáximo.

—¿Si fueseis rey? —Brandon pateacuesta abajo—. Si Ana Bolena puedeser reina, por qué no.

—Lo retiro. Debería haber utilizadouna expresión más humilde.

Brandon gruñe.—Nunca figurará mi esposa en el

séquito de esa puta.—Milord, haríais mejor

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considerándola casta. Todos lohacemos.

—Su señora madre la adiestró, y fueuna gran puta, dejadme que os cuente.Liz Bolena, Liz Howard en realidad, fuela primera que se llevó a la cama aEnrique. Sé todo eso, soy su más viejoamigo. Diecisiete años, y no sabía pordónde meterla. Su padre la educó comouna monja.

—Pero ninguno de nosotros creeahora esa historia sobre la esposa demonseñor.

—¡Monseñor! ¡Santo cielo!—Le gusta que le llamen así, no

hace daño a nadie.

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—Su hermana María la adiestró, y aMaría la adiestraron en un burdel. ¿Nosabéis lo que hacían en Francia? Me locontó mi señora esposa. Bueno, no me locontó, pero me lo escribió en latín. Alhombre se le empina, ¡y ella se lo meteen la boca! ¿Imagináis algo así? Unamujer que puede hacer algo tan sucio,¿podéis llamarla virgen?

—Milord…, si vuestra esposa no vaa Francia, si no sois capaz depersuadirla…, ¿diréis que está enferma?Podríais hacerlo por el rey, que sabéisque es vuestro amigo. Le salvaríais de…—casi dice de la áspera lengua de ladama; pero cambia la frase iniciada por

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algo distinto—… Se guardarían lasapariencias.

Brandon asiente. Siguen hacia el río,y él intenta aminorar el paso, porqueAna esperará que vuelva pronto connoticias de una disculpa. Cuando elduque se vuelve hacia él, su expresiónes un cuadro de aflicción.

—De todos modos es verdad. Ellaestá mala. Sus pequeñas y lindas —haceun gesto indicativo con las manos en elaire—, todas caídas. Yo la amo de todosmodos. Está tan delgada como unaoblea. Le digo: María, un díadespertarás y no podré encontrarte. Tetomaré por un hilo de las sábanas.

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—Lo lamento —dice él.El duque se frota la cara.—Oh, Dios, volved con Enrique,

¿queréis? Decidle que no puede hacereso.

—Él esperará que vayáis a Calais,aunque vuestra esposa no pueda.

—No me gusta dejarla sola. No megusta dejarla, ¿comprendéis?

—Ana no perdona —dice él—. Esdifícil de complacer, fácil de ofender.Milord, guiaos por mí.

Brandon gruñe.—Todos lo hacemos. Debemos

hacerlo. Sois vos quien lo hace todo.Ahora sois todas las cosas. Decimos:

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¿cómo sucedió? Nos lo preguntamos —gime—. Nos lo preguntamos, pero por lasangre humeante de Cristo, noobtenemos ninguna maldita respuesta.

La sangre humeante de Cristo es unjuramento digno de Thomas Howard, elviejo duque. ¿Cuándo se convirtió él enel intérprete de los duques, suaclarador? Se lo pregunta, pero noobtiene ninguna maldita respuesta.

Cuando vuelve con el rey y la futurareina, se están mirando los dosamorosamente a la cara. «El duque deSuffolk pide perdón», dice. Sí, sí, diceel rey. Os veré mañana, pero nodemasiado temprano.

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Se diría que son ya marido y mujer,con una lánguida noche ante ellos, llenade delicias conyugales. Se pensaría eso,si no fuese por el hecho de que tiene lapalabra de María Bolena de que con elmarquesado sólo ha comprado elderecho a acariciar la parte interior delmuslo de su hermana. María se lo dice, yni siquiera en latín. Siempre que pasatiempo a solas con el rey, Ana informaluego a sus parientes, sin ahorrardetalles. Resulta admirable. Su mesuraprecisa, su contención. Utiliza su cuerpocomo un soldado, conservando susrecursos; es como uno de los profesoresde la Escuela de Anatomía de Padua, lo

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divide y nombra cada parte, este muslomío, este pecho mío, esta lengua mía.

—Tal vez en Calais —dice él—.Quizá él consiga lo que quiere allí.

—Ella tendrá que estar segura —dice María, y se va; pero de pronto sedetiene y se vuelve, con expresiónatribulada—. Ana dice: Cromwell es mihombre. No me gusta que lo diga.

En los días siguientes surgen otrascuestiones que atormentan a laexpedición inglesa. ¿Quién será la realdama que reciba a Ana cuando seencuentren con los franceses? No será lareina Leonor…, no puede esperarse eso,es la hermana del emperador, y sus

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sentimientos de familia se ven afectadospor el hecho de que Su Desgracia hayapostergado a Catalina. La hermana deFrancisco, la reina de Navarra, alegaenfermedad para no recibir a la amantedel rey de Inglaterra. «¿Es la mismaenfermedad que aflige a la pobreduquesa de Suffolk?», pregunta Ana.Quizá, sugiere Francisco. ¿Seríaapropiado que recibiese a la nuevamarquesa la duquesa de Vendôme, supropia maîtresse en titre?

Enrique está tan furioso que le dadolor de muelas. Llega el doctor Buttscon su caja de específicos. Un narcóticoparece lo más adecuado, pero cuando el

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rey despierta, aún sigue tan atormentadoque durante unas horas parece que nohay más alternativa que suspender laexpedición. ¿Es que no puedencomprender, no pueden darse cuenta deque Ana no es la amante de ningúnhombre sino la prometida de un rey?Pero comprender eso no se correspondecon el carácter de Francisco. Él jamásesperaría más de una semana por unamujer a la que quisiese. ¿Ejemplo decaballerosidad, él? ¿El más cristiano delos reyes? Lo único que sabe ése,vocifera Enrique, es bramar como unciervo. Pero os aseguro que cuando subramido cese, los otros ciervos le

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abatirán. ¡Preguntad a cualquiercazador!

Al final se propone que la soluciónserá dejar a la futura reina en Calais, ensuelo inglés, donde nadie puedeofenderla, mientras el rey se encuentracon Francisco en Boulogne. La pequeñaciudad de Calais debería podercontrolarse mejor que Londres, aunquela población acuda al puerto para gritar«Putain!». Y «¡Gran puta deInglaterra!». Si cantan cancionesobscenas nos negaremos simplemente aentenderles. En Canterbury, con laexpedición regia sumándose a losperegrinos de todas las naciones, las

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casas están llenas desde las bodegashasta el tejado. Rafe y él son alojadoscon cierta comodidad cerca del rey,pero hay señores en posadas llenas depulgas y caballeros en las habitacionestraseras de burdeles, peregrinosobligados a instalarse en establos ycobertizos, y a dormir a la intemperiebajo las estrellas. Por suerte, el tiempoes templado para el mes de octubre.Cualquier año anterior, el rey habría idoa rezar a la tumba de Becket y a dejaruna cuantiosa ofrenda. Pero Becket fueun rebelde contra la corona, no la clasede arzobispo que nos agrada ensalzar eneste momento. Todavía cuelga en el aire

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de la catedral el incienso del entierro deWarham. Y se oye el zumbido constante,como de mil panales, de las oracionesque se rezan por su alma. Se hanenviado cartas a Cranmer, que seencuentra en algún lugar de Alemania,con la corte itinerante del emperador.Ana ha empezado a referirse a él comofuturo arzobispo. Nadie sabe cuántotardará en volver a Inglaterra. Con susecreto, dice Rafe.

Por supuesto, dice él, su secreto,escrito en el margen de la página.

Rafe visita el sepulcro. Es laprimera vez que lo hace. Vuelveasombrado, diciendo que está cubierto

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de joyas del tamaño de huevos de pato.—Lo sé. ¿Crees que son auténticas?—Enseñan una calavera, dicen que

es de Becket. Los caballeros larompieron, pero está unida con unaplaca de plata. Si pagas en efectivo,puedes besarla. Tienen una bandeja conlos huesos de los dedos. Y un pañuelocon mocos suyos. Y un trozo de bota. Yuna ampolla que agitan, dicen que es susangre.

—En Walsingham tienen unaampolla con leche de la Virgen.

—¡Santo cielo! Me pregunto quéserá. —Rafe hace un gesto de asco—.La sangre se ve claramente que es agua

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con un tinte rojo, flota en grumos.—Bueno, piensa en esa pluma de

ganso arrancada de las alas del arcángelsan Gabriel, cógela y escribiremos conella a Stephen Vaughan. Debemosconseguir que se ponga en camino paratraer a casa a Thomas Cranmer.

—Tendréis que esperar un poco —dice Rafe— hasta que me lave lasmanos y borre de ellas todo rastro deBecket.

Aunque no irá al sepulcro, el reyquiere mostrarse al pueblo con Ana.Después de la misa, y contra todoconsejo, pasea entre la multitud,respaldado por sus guardias, rodeado de

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consejeros. Ana mueve de un lado a otrola cabeza sobre el esbelto tallo de sucuello para captar los comentarios queoye a su paso. La gente tiende las manospara tocar al rey.

Norfolk, a su lado, tieso dedesconfianza, mira a todas partes.

—No me gusta este proceder, señorCromwell.

Él mismo, que en tiempos fue rápidocon el puñal, está atento a cualquiermovimiento por debajo de la línea devisión. Pero lo más parecido a un armaes un gran crucifijo que blanden unosfrailes franciscanos. La multitud les dejapasar hasta un grupo de sacerdotes con

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vestiduras, un contingente debenedictinos de la abadía y en medio deellos una joven con hábito debenedictina.

—¿Majestad?Enrique se vuelve.—Santo cielo, ésta es la santa

doncella —dice él.Los guardias intervienen, pero

Enrique alza una mano.—Dejadme verla.Es una muchacha corpulenta, pero no

tan joven, de unos veintiocho años.Rostro vulgar, morena, excitada, con unrubor compulsivo. Avanza hacia el reyy, por un instante, él lo ve con los ojos

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de ella: una mancha de rojo y oro, ycarne sonrosada, un cuerpo dispuesto,priápico, una mano como un jamóntendida para sostenerla por el codomonjil.

—Señora, ¿tenéis algo que decirme?Ella intenta hacer una reverencia,

pero la presa del rey se lo impide.—El Cielo y los santos, con los que

converso, me dicen que los herejes queos rodean deben ser arrojados a unagran hoguera. Y si no encendéis esahoguera, acabaréis también ardiendo —le dice.

—¿Qué herejes? ¿Dónde están? Yono acepto herejes a mi alrededor.

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—Ella es una hereje.Ana se encoge y se apoya en el rey;

se funde como cera en el escarlata y orode su chaqueta.

—Y si contraéis alguna forma dematrimonio con esa mujer indigna, noreinaréis siete meses.

—Vamos, señora, ¿siete meses?Redondead la cifra, ¿no podéis? ¿Quéclase de profeta dice «siete meses»?

—Eso es lo que me dice el Cielo.—¿Y cuando transcurran los siete

meses quién me reemplazará? Hablad,decid quién os gustaría que reinase enmi lugar.

Los frailes y los sacerdotes intentan

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llevársela. Aquello no formaba parte delplan.

—Lord Montague, él es de sangrereal. El marqués de Exeter, él es desangre real. —Ella, por su parte, intentazafarse del rey; le dice—: Veo a vuestraseñora madre rodeada de pálidosfuegos.

Enrique la suelta como si su carnequemara.

—¿Mi madre? ¿Dónde?—He estado buscando al cardenal

de York. Le he buscado en el Cielo, enel Infierno y en el Purgatorio. Pero noestá allí.

—¿No veis que está loca? Está loca

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y habría que azotarla. Y si no está loca,ahorcarla.

—Señora —dice un sacerdote—, esuna persona muy santa. Habla conlenguaje inspirado.

—Apartadla de mi camino —diceAna.

—El rayo te alcanzará —dice lamonja a Enrique. Él se ríe, inseguro.

Norfolk irrumpe en el grupo,apretando los dientes, un puño alzado.

—Llevadla a su burdel antes de quepruebe esto.

En la melé, un fraile pega a otro conel crucifijo. Se llevan a la doncella, quesigue profetizando. Aumenta el alboroto

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de la multitud y Enrique coge a Ana delbrazo y retrocede con ella. Él, por suparte, sigue a la doncella,manteniéndose cerca de los últimos delgrupo, hasta que la multitud se dispersay puede darle un golpecito en el brazo aun fraile y preguntarle si puede hablarcon ella.

—Yo fui servidor de Wolsey —dice—. Quiero oír su mensaje.

Se hacen consultas y al final le dejanpasar.

—¿Señor? —dice ella.—¿Podríais intentar encontrar al

cardenal de nuevo? ¿Si hago unaofrenda?

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Ella se encoge de hombros. Unfranciscano dice: «Tendría que ser unaofrenda sustancial».

—¿Cómo os llamáis?—Soy el padre Risby.—No tengo problema para dar lo

que me pidáis. Soy un hombre rico.—¿Queréis simplemente localizar un

alma, reforzar vuestras propiasoraciones, o pensáis en misas, tal vez, oen un donativo?

—Lo que aconsejéis. Peronecesitaría saber que no está en elInfierno, claro. No tendría sentidodesperdiciar unas buenas misastratándose de un caso perdido.

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—Tendré que hablar con el padreBocking —dice la muchacha.

—El padre Bocking es el directorespiritual de la dama.

Él inclina la cabeza.—Volved y preguntadme —dice la

chica. Da la vuelta y se pierde entre lamultitud. Él reparte un poco de dineroentre el séquito. Para el padre Bocking,sea quien sea. Al parecer, el padreBocking es quien elabora la lista deprecios y lleva las cuentas.

La monja ha sumergido al rey en lastinieblas. ¿Cómo os sentiríais si os

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dijesen que os abatiría un rayo? Por lanoche se queja de dolor de cabeza;también le duelen la cara y lamandíbula.

—Marchaos —dice a los médicos—. Nunca me curáis, así que ¿por quéibais a hacerlo ahora? Y vos, señora —le dice a Ana—, que os lleven a la camavuestras damas. No soporto las vocesagudas.

Norfolk masculla algo. Siempre hayalgún problema con el Tudor.

En Austin Friars, si alguien moqueao tiene una torcedura, los chicosinterpretan una farsa titulada «SiNorfolk fuese el doctor Butts». ¿Dolor

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de muelas? ¡Que se las arranquen! ¿Undedo aplastado? ¡Que le corten la mano!¿Dolor de cabeza? ¡Que se la corten y lepongan otra!

Norfolk, que retrocedía, se detiene.—Majestad, ella no ha dicho que

vaya a fulminaros un rayo.—Claro que no lo ha dicho —añade

Brandon alegremente.—No muerto sino destronado, no

muerto sino fulminado y chamuscado, noes algo deseable, ¿verdad?

El rey, indicando patéticamente elestado en que se halla, grita aunsirviente que lleve troncos para lachimenea y a un paje que caliente un

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poco de vino.—¿Es que tengo que sentarme aquí,

yo, el rey de Inglaterra, con un fuegomiserable y sin nada que beber? —parece frío y distante; dice—: Ha visto ami señora madre.

—Majestad —dice él con cautela—,¿sabéis que en una de las vidrieras de lacatedral hay una imagen de vuestraseñora madre? ¿No entraría el sol y lailuminaría de forma que parecieseenvuelta en un resplandor de luz? Creoque eso fue lo que vio la monja.

—¿No creéis en esas visiones?—Yo creo que tal vez ella no pueda

diferenciar lo que ve en el mundo

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exterior y lo que hay en su cabeza.Algunas personas son así. Tal vez seadigna de compasión. Aunque no dedemasiada.

El rey frunce el ceño.—Pero yo amaba a mi madre —

dice; y añade—: Buckingham dabamucha importancia a las visiones. Teníaun fraile que profetizaba para él. Le dijoque sería rey.

No tiene necesidad de añadir queBuckingham fue un traidor que murióhace más de diez años.

Cuando la corte zarpa para Francia,

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él va con el grupo del rey, en elSwallow. Está en cubierta viendo cómose aleja Inglaterra, con el duque deRichmond, bastardo de Enrique,emocionado porque es su primer viajepor mar, y porque lo hace en compañíade su padre. Fitzroy es un muchachoapuesto de trece años, cabello rubio,alto para su edad, pero delgado:Enrique, como debe de haber sido dejoven príncipe, y dotado de unaadecuada conciencia de sí mismo y desu dignidad.

—Señor Cromwell, no os veíadesde la caída del cardenal —dice;vacila, con un embarazo momentáneo—.

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Me alegro de que prosperaseis, porqueen el libro llamado El cortesano se diceque en hombres de baja condiciónvemos a menudo grandes dotesnaturales.

—¿Leéis italiano, señor?—No, pero partes de ese libro se

han traducido al inglés para que yo lolea. Es una lectura muy buena para mí.—Una pausa—. Ojalá —vuelve lacabeza y baja la voz—, ojalá no hubiesemuerto el cardenal, porque ahora mitutor es el duque de Norfolk.

—Y tengo entendido que Su Graciava a casarse con una hija suya, Mary…

—Sí. Pero no quiero.

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—¿Por qué?—La he visto. No tiene nada de

pecho.—Pero tiene buen ingenio, señor. Y

el tiempo puede remediar el otro asuntoantes de que lleguéis a vivir juntos. Sivuestra gente os tradujese la parte dellibro de Castiglione que trata de lasdamas y de sus cualidades, estoy segurode que veríais que Mary Howard lastiene todas.

Esperemos, piensa él, que no resultecomo la boda de Harry Percy, o la deGeorge Bolena. Por el bien de la joventambién. Castiglione dice que todo loque entienden los hombres pueden

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entenderlo las mujeres, que sucapacidad de comprensión es la misma,sus facultades y sin duda también susamores y odios. Castiglione estabaenamorado de su esposa, Ippolita, peromurió cuando hacía sólo cuatro años quela tenía. Escribió un poema para ella,una elegía, pero lo escribió como si loescribiera Ippolita, la mujer muerta,dirigiéndose a él.

Las gaviotas gritan como almasperdidas en la estela de la nave. El reyacude a cubierta y dice que se le hapasado el dolor de cabeza.

—Majestad —dice él—, estábamoshablando del libro de Castiglione.

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¿Habéis tenido tiempo de leerlo?—Ciertamente. Alaba la

sprezzatura, el arte de hacerlo todo bieny gentilmente, sin apariencia deesfuerzo. Una cualidad que tambiéndeberían cultivar los príncipes —yañade, bastante dubitativo—: El reyFrancisco la tiene.

—Sí. Pero además de sprezzatura,uno ha de mostrar siempre una dignacontención pública. Estaba pensandoque podría encargar una traduccióncomo regalo para Milord Norfolk.

Debe de estar pensando en la escenade Thomas Howard en Canterbury,amenazando con asestar un puñetazo a la

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monja santa; Enrique sonríe.—Deberíais hacerlo.—Bueno, siempre que no lo tome

como un reproche. Castiglionerecomienda que un hombre no deberizarse el pelo ni arrancarse las cejas. Yya sabéis que Milord hace ambas cosas.

El príncipe le mira, ceñudo.«¿Milord de Norfolk?» Enrique sueltauna carcajada nada regia ni digna nicontenida. Él la oye complacido. Latablazón de la nave cruje. El rey leapoya una mano en el hombro paraguardar el equilibrio. El viento hinchalas velas. Baila el sol en el agua.

—Llegaremos a puerto en una hora.

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Calais, ese puesto avanzado deInglaterra, su última posesión enFrancia, es una ciudad donde él tienemuchos amigos, muchos compradores,muchos clientes. La conoce, Watergate yLantern Gate, la iglesia de San Nicolás yla iglesia de Nuestra Señora. Conocesus torres y baluartes, sus mercados,patios y muelles, la Staple Inn, dondereside el gobernador, y las casas de lasfamilias Whethill y Wingfield, casas conjardines sombreados, donde losgentilhombres viven en grato retiro deuna Inglaterra que afirman nocomprender ya. Conoce las

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fortificaciones (que se desmoronan) ymás allá de las murallas de la ciudad,las tierras aún bajo dominio inglés, susbosques, aldeas y marismas, suscompuertas, diques y canales. Conoce elcamino de Boulogne, y el de Gravelines,que es territorio del emperador, y sabeque cualquiera de los dos monarcas,Francisco o Carlos, podría tomar esaciudad con un ataque decidido. El ingléslleva allí doscientos años, pero en lascalles se oye hablar más francés yflamenco.

El gobernador recibe a Su Majestad.Lord Berners, viejo militar y hombreilustrado, es el modelo de la virtud a la

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antigua, y si no fuese por su cojera y suevidente nerviosismo por los enormesgastos en que está a punto «le incurrir,parecería salido del libro titulado Elcortesano. Ha dispuesto incluso que elrey y la marquesa se alojen enhabitaciones comunicadas por unapuerta.

—Creo que será muy adecuado,Milord —dice—, siempre que haya unbuen cerrojo de ambos lados.

Porque María le había dicho antesde embarcar: «Hasta ahora ella noquería hacerlo, pero ahora sí». Sinembargo, él no lo hará. Le dice quequiere asegurarse de que si queda

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embarazada el niño nazca dentro delmatrimonio.

Los monarcas van a entrevistarsedurante cinco días en Boulogne, así queserán cinco días en Calais. La idea deque la dejen atrás ofende a Ana. Éladvierte en su nerviosismo que sabe queésta es una tierra dudosa, en la quepodrían suceder cosas imprevisibles.Entretanto, tiene asuntos personales queresolver. Deja atrás incluso a Rafe, y sedirige furtivamente a una posada quequeda en un patio trasero de CalkwellStreet.

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Es un lugar bastante miserable, quehuele a humo de leña, pescado y moho.En una pared lateral hay un espejodesvaído en el que atisba su propiorostro, pálido, sólo los ojos vivos. Porun instante, le sorprende. No esperas vertu imagen en un tugurio como éste.

Se sienta a una mesa y espera. A loscinco minutos hay una perturbación en elaire, al fondo de la estancia. Pero nopasa nada. Él ha previsto que le haránesperar. Para pasar el tiempo, repasamentalmente las cifras de los recibos delrey del ducado de Cornualles del último

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año. Está a punto de pasar a las cifraspresentadas por el chambelán deChester, cuando se materializa unafigura oscura que se convierte en lapersona de un anciano con una largatúnica. Avanza vacilante y luego lesiguen otros dos. Parecen los tresintercambiables: toses sordas, barbaslargas. De acuerdo con algunapreferencia que negocian entre gruñidos,toman asiento en un banco enfrente de él.Odia a los alquimistas, y ellos leparecen alquimistas: tienen en las ropassalpicaduras indefinidas, los ojoshúmedos, el moqueo inducido por losvapores. Les saluda en francés. Ellos

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vacilan y uno le pregunta en latín si novan a tener algo para beber. Él llama almozo y le pregunta sin mucha esperanzaqué sugiere.

—¿Beber en otro sitio? —proponeel mozo.

Llega una jarra de algo avinagrado.Él deja que los ancianos bebanávidamente antes de preguntar: «¿Quiénes el maestro Camillo?».

Ellos intercambian miradas. Leslleva tanto tiempo como a las Grayaspasarse el ojo único que comparten.

—El maestro Camillo se hamarchado a Venecia.

—¿A qué?

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Toses.—A consultar.—¿Pero no piensa volver a Francia?—Es muy probable.—Eso que tenéis, lo quiero para mi

señor.Silencio. ¿Qué pasaría, se pregunta

él, si les quitase el vino hasta quedijesen algo útil? Pero uno se leadelanta, apoderándose de la jarra; letiemblan las manos y derrama el vino enla mesa. Los otros gimotean irritados.

—Creí que podríais traer dibujos —dice él. Ellos se miran.

—Oh, no.—¿Pero hay dibujos?

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—No exactamente.El vino derramado empapa la

madera astillada. Ellos observan en untriste silencio cómo sucede eso. Uno seentretiene pasando un dedo por unagujero de polilla que tiene en la manga.

Él decide pedir al mozo otra jarra.—No queremos ofender —dice el

portavoz—. Debéis comprender que elmaestro Camillo está de momento bajola protección del rey Francisco.

—¿Se propone hacer un modelo paraél?

—Es posible.—¿Un modelo operativo?—Cualquier modelo sería, por su

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propia naturaleza, operativo.—Si considerase que las

condiciones del servicio no sonsatisfactorias, mi señor Enrique le daríagustoso la bienvenida en Inglaterra.

Otra pausa, hasta que llega la jarra yse va el mozo. Esta vez decide servir él.Los ancianos vuelven a intercambiarmiradas, y uno dice:

—El maestro cree que le disgustaríael clima inglés. Las nieblas. Y además,toda la isla está llena de brujas.

La entrevista ha sido insatisfactoria.Pero por algún sitio hay que empezar.Cuando se marcha, le dice al mozo:

—¿Podrías limpiar esa mesa?

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—También podría esperar que ellosderramen la segunda jarra, Monsieur.

—Cierto. Llévales algo de comer.¿Qué tenéis?

—Potaje. No os lo recomendaría.Parece lo que queda donde una putaacaba de lavar su ropa sucia.

—No tenía noticia de que lasmuchachas de Calais lavasen algo.¿Sabes leer?

—Un poco.—¿Escribir?—No, Monsieur.—Deberías aprender. Entretanto, usa

los ojos. Si viene alguien a hablar conellos, si sacan algún dibujo, pergamino,

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rollos, cualquier cosa de ese género,quiero saberlo.

—¿De qué se trata, Monsieur? —pregunta el mozo—. ¿Qué venden?

Está a punto de decírselo. ¿Qué malpodría hacer? Pero al final no se leocurren las palabras exactas.

A medio camino de lasconversaciones de Boulogne, recibe elmensaje de que a Francisco le gustaríaverle. Enrique delibera antes de darlepermiso. Los monarcas deberían tratarcara a cara sólo con otros monarcas yseñores y eclesiásticos de elevado

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rango. Desde que desembarcaron,Brandon y Howard, que fueron bastanteamistosos a bordo de la nave, se handistanciado de él, como para dejar muyclaro a los franceses que no le otorganningún rango. Él es un capricho deEnrique, fingen, un novedoso consejeroque pronto desaparecerá, sustituido porun vizconde, un barón o un obispo.

—No se trata de una audiencia —leexplica el mensajero francés.

—No —dice él—, lo comprendo.Nada de ese género.

Francisco está sentado esperando,acompañado de unos cuantos cortesanos,para lo que no es una audiencia. Parece

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una vara de enramar judías, hombros yrodillas sobresalen en el aire, losgrandes pies huesudos se mueveninquietos en unas enormes zapatillasalmohadilladas.

—Cremuel —le dice—. Vamos aver, dejad que me haga cargo. Soisgalés.

—No, majestad.Ojos afligidos de perro; le examinan

de arriba abajo, vuelven a examinarle.—No sois galés.Él ve la dificultad con que se

enfrenta el monarca francés. ¿Cómohabrá conseguido introducirse en lacorte si no es de alguna familia de

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humildes sirvientes de los Tudor?—Fue el difunto cardenal quien me

introdujo en los asuntos del rey.—Sí, ya lo sé —dice Francisco—,

pero me parece que hay algo más en elasunto.

—Puede ser que lo haya, Majestad—dice él sucintamente—, pero, desdeluego, no es el hecho de que sea galés.

Francisco se acaricia la punta de lanariz ganchuda, inclinándola aún máshacia la barbilla. Elige a tu príncipe: note gustaría tener que contemplar a éstetodos los días. Enrique es tan saludable,en su blancura sonrosada, carnosa ypulcra.

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—Cuentan —dice Francisco,apartando la vista de él— que luchasteisen tiempos por el honor de Francia.

Garellano. Baja la vista por unmomento, como si recordase unaccidente muy grave en la calle; algunamutilación irreparable en lasextremidades.

—Un día muy desafortunado.—De todos modos…, esas cosas

pasan. ¿Quién recuerda hoy Agincourt?Casi se ríe.—Es verdad —dice—. Una

generación o dos, o tres… o cuatro, yesas cosas se olvidan.

—Cuentan —dice Francisco— que

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estáis en muy buena relación con EsaDama —se muerde el labio—. Decidme,tengo curiosidad, ¿qué piensa mihermano el rey? ¿Piensa que esdoncella? Yo, por mi parte, nunca la heprobado. Cuando estaba aquí en la corteera joven, y plana como una tabla. Suhermana, sin embargo…

Le gustaría interrumpirle, pero nopuede interrumpir al rey. Su voz recorrea María desnuda, desde la barbilla a lapunta de los pies, y luego le da la vueltacomo a una torta y hace lo mismo por elotro lado, desde la nuca a los talones.Un servidor le entrega un cuadrado delino delicado y, cuando termina, se

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limpia la comisura de los labios ydevuelve el pañuelo.

—Bien, basta ya —dice Francisco—. Veo que no confesaréis que soisgalés, así que es el final de mis teorías.

Esboza una sonrisa, mueve un pocolos codos; agita las rodillas; la noaudiencia ha terminado.

—Monsieur Cremuel —dice—, talvez no volvamos a vernos. Vuestrasúbita fortuna tal vez no dure, así que,venid, dadme la mano como un soldadode Francia. Y recordadme en vuestrasoraciones.

Él se inclina.—Rezaré por vos, señor.

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Cuando se va, un cortesano seadelanta y, susurrando: «Un regalo de SuAlteza», le entrega unos guantesbordados.

Otro hombre se sentiría complacido,piensa él, y se los probaría. Pero lo quehace es tantear los dedos de los guantesy encuentra lo que busca. Sacude elguante con cuidado, con la palmadebajo.

Va directamente a ver a Enrique, queestá jugando una partida de bolos al sol,con unos caballeros franceses. Enriquepuede convertir una partida de bolos en

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algo tan estruendoso como un torneo:grita, gruñe, vocifera los resultados,gime, maldice. El rey le mira,preguntando con la mirada: «¿Qué tal?».Él le responde también con la mirada:«A solas». El rey dice: «Más tarde». Yno se habla una palabra, porque el reyno deja ni por un instante las bromas ylas palmadas en la espalda, y se yergue,para mirar cómo se desliza su bola porla hierba cortada y señala en sudirección.

—¿Veis a este consejero mío? Os loadvierto. No juguéis nunca una partidacon él, porque no respetará vuestraalcurnia. Él no tiene escudo de armas ni

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nombre, pero cree que ha nacido paraganar.

—Perder gentilmente —dice uno delos caballeros franceses— es un arteque cultiva todo gentilhombre.

—Espero cultivarlo también —diceél—. Si veis un ejemplo que puedaseguir, indicádmelo, por favor.

Porque se da cuenta de que todosellos se esfuerzan por ganar la partida,por recibir una pieza de oro del rey deInglaterra. Jugar no es un vicio si puedespermitírtelo. Tal vez pudiese darlefichas de juego, piensa, reembolsablessólo si su poseedor se presentapersonalmente en algún despacho de

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Westminster, con tortuoso papeleoañadido y honorarios para losempleados y el indispensable selloespecial que ha de figurar. Eso nosahorraría algún dinero.

Pero la bola del rey avanzasuavemente hacia su objetivo. Enriqueestá ganando la partida. Se oyen unosaplausos corteses de los franceses.

Cuando está ya a solas con el rey,dice: «Tengo algo que os complacerá».

A Enrique le gustan las sorpresas.Con un grueso pulgar, su limpia ysonrosada uña inglesa da vueltas al rubí

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en el dorso de la mano. «Es una piedrabuena —dice—. Soy buen juez paraestas cosas. —Una pausa—. ¿Quién esel orfebre principal aquí? Decidle quevenga a verme. Es una piedra oscura,Francisco volverá a verla; la llevaré enel dedo antes de que terminen nuestrasconversaciones. Francia verá cómo mesirven. —Está de muy buen humor—.Pero os daré lo que vale. —Él cabecea,desechando la idea—. Ya sé quehablaréis con el orfebre para asignarleun valor más alto y os partiréis con él elbeneficio… Pero seré generoso.»

Dispón tu rostro.El rey se ríe.

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—¿Por qué iba a confiar a unhombre mis asuntos si no fuese capaz demanejar los suyos? Un día, Francisco osofrecerá una pensión. Debéis aceptarla.Por cierto, ¿qué os preguntó?

—Me preguntó si era galés. Parecíaimportarle mucho. Lamentédecepcionarle.

—Oh, vos no decepcionáis —diceEnrique—. Pero cuando lo hagáis os loharé saber.

Dos horas. Dos reyes. ¿Qué osparece, Walter? Se queda parado en elaire salobre, hablando con su padredifunto.

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Cuando Francisco regresa conEnrique a Calais, Ana le saca a bailardespués del gran banquete de la velada.Tiene las mejillas ruborosas y lechispean los ojos bajo la máscaradorada. Cuando baja la máscara y miraal rey de Francia, hay en su rostro unaextraña sonrisa, no del todo humana,como si detrás de la máscara hubieseotra máscara. Puede verse que el rey sequeda boquiabierto, que empieza ababear. Ella enlaza los dedos en los deél y le conduce a un asiento junto a laventana. Hablan una hora en francés,cuchicheando, la cabeza oscura decabello lacio y brillante de él inclinada

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hacia la de ella; a veces se ríen,mirándose a los ojos. Hablan, sin duda,de la nueva alianza. Parece que élpiensa que ella tiene otro tratadoguardado en el justillo. En una ocasión,Francisco le alza la mano. Ellaretrocede, medio resistiéndose y, por unmomento, parece que él pretendecolocar los dedos de ella en suindescriptible braguetón. Todo el mundosabe que Francisco ha pasadorecientemente por un tratamiento demercurio, pero nadie sabe si ha sidoeficaz.

Enrique baila con las esposas de losnotables de Calais: gigas, saltarelos.

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Charles Brandon, olvidada su mujerenferma, hace chillar a sus parejas debaile lanzándolas al aire para que se lesalcen las faldas. Pero Enrique se vuelveuna y otra vez a mirar a Ana yFrancisco. Se le agarrota la columna depánico. Su semblante expresa unaangustia risueña.

Él piensa finalmente: debo poner fina esto. ¿Es posible, se pregunta, que yo,como debería hacer todo súbdito, amerealmente al rey?

Saca a Norfolk del rincón oscuro enque se esconde por miedo a que lemanden bailar con la esposa delgobernador.

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—Milord, ocupaos de vuestrasobrina. Ya ha hecho suficientediplomacia. Nuestro rey está celoso.

—¿Qué? ¿De qué demonios se quejaahora?

Pero Norfolk ve con una mirada loque está pasando. Maldice y cruza laestancia, entre los bailarines, norodeándolos. Ase a Ana de la muñeca,doblándosela como si fuera a partírsela.

—Con vuestro permiso, Alteza.Milady, ¿bailamos?

La levanta de un tirón. Bailan,aunque lo que hacen no tenga relacióncon ninguna danza que se haya vistohasta entonces. Por parte del duque, un

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atronar de pezuñas demoníacas; porparte de ella, un leve cabrioleo, con unbrazo alzado como un ala rota.

Él mira a Enrique. El rostro del reyexpresa una satisfacción sobria y justa.Ana debería ser castigada, y ¿por quién,sino por los suyos? Los caballerosfranceses se juntan con risillas.Francisco mira achicando los ojos.

Aquella noche, el rey se retiratemprano, despidiendo incluso a losgentilhombres de su cámara privada.Sólo entra y sale Henry Norris, seguidode un subalterno que lleva vino, fruta, un

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gran edredón, luego una gran cacerolallena de brasas; ha empezado a hacerfrío. Las mujeres, por su parte, estáninquietas e irritables. Se ha oído alzar lavoz a Ana. Portazos. Mientras él hablacon Thomas Wyatt, se le acercapresurosa la esposa de Shelton.

—¡Mi señora quiere una Biblia!—El señor Cromwell puede recitar

el Nuevo Testamento entero —diceservicial Wyatt.

—Creo que la quiere para jurarsobre ella.

—En tal caso, no le seré de ningunautilidad.

Wyatt le coge las manos.

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—¿Quién va a daros calor estanoche, decidme?

—Ella se zafa, y sigue buscando lasEscrituras. —Os diré quién. HenryNorris.

Él mira a la muchacha, que se aleja.—¿Atrae a muchos?—Yo he sido afortunado.—¿Al rey?—Quizá.—¿Recientemente?—Ana les sacaría el corazón a los

dos y los asaría.Él percibe que no debe ir más lejos,

por si le llama Enrique. Encuentra unrincón para jugar una partida de ajedrez

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con Edward Seymour. Entre jugadas,dice:

—¿Vuestra hermana Jane…?—Una criaturilla extraña, ¿verdad?—¿Qué edad debe tener?—No sé…, ¿unos veinte? Se dedicó

a recorrer Wolf Hall diciendo: «Estasmangas son de Thomas Cromwell», ynadie sabía de qué hablaba. —Se ríe—.Muy satisfecha de sí misma.

—¿Le ha buscado marido vuestropadre?

—Algo se habló de… —alza lavista—. ¿Por qué lo preguntáis?

—Sólo por distraeros.Tom Seymour irrumpe en la

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habitación y le grita a su hermano:—Buenas noches, abuelo. —Le quita

el gorro y le revuelve el pelo—. Haymujeres esperándonos.

—Aquí, mi amigo lo desaconseja.—Edward quita el polvo al gorro—.Dice que son como las inglesas, peromás sucias.

—¿La voz de la experiencia? —pregunta Tom.

Edward se pone el gorro conremilgo.

—¿Cuántos años tiene nuestrahermana Jane?

—Veintiuno, veintidós. ¿Por qué?Edward mira el tablero, busca su

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reina. Ve que está atrapado. Alza lavista, reconociéndolo.

—¿Cómo lo habéis conseguido?

Más tarde, se sienta con una hoja depapel delante. Se propone escribir unacarta a Cranmer y divulgarla a los cuatrovientos, enviarla en su busca por todaEuropa. Alza la pluma pero no escribe.Repasa mentalmente su conversacióncon Enrique sobre el rubí. Su rey suponeque él tomaría parte en un furtivoengaño, de la clase que le habríasolazado en los tiempos en que dabaaspecto antiguo a cupidos y se los

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vendía a los cardenales. Perodefenderse de tales acusaciones te hacíaparecer culpable. ¿Era extraño queEnrique no confiara en él? Un príncipeestá solo: en la cámara del Consejo, ensu dormitorio y, por último, en laantecámara del Infierno, desnudo —como decía Harry Percy— para elJuicio Final.

Esta visita ha condensado lasdisputas e intrigas de la corte en elreducido espacio de las murallas de laciudad. Los viajeros han intimado unoscon otros como los naipes de una baraja:contiguos pero con ojos ciegos decartón. Se pregunta dónde estará Tom

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Wyatt y en qué clase de líos estarámetido. Cree que no podrá dormir,aunque no porque le preocupe Wyatt. Seacerca a la ventana. La luna arrastraharapos de una nube negra, como siestuviese ultrajada.

En las paredes de los jardines ardenantorchas en abrazaderas, pero élcamina lejos de la luz. El leve oleaje delmar es firme e insistente como loslatidos de su corazón. Sabe quecomparte esta oscuridad y un instantedespués oye un paso, un rumor de faldas,alguien toma aliento suavemente, sedesliza en su brazo una mano.

—Vos —dice María.

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—Yo.—¿Sabéis que han abierto el cerrojo

de la puerta que les separaba? —Se ríe,una risa implacable—. Está en susbrazos, desnuda como vino al mundo.Ya no puede cambiar de actitud.

—Creía que esta noche reñirían.—Lo han hecho. Les gusta pelearse.

Ella afirma que Norfolk le ha roto elbrazo. Enrique la llamó Magdalena yotros nombres más que he olvidado.Creo que de damas romanas. Lucreciano.

—No. Al menos, espero que no.¿Para qué quería la Biblia?

—Para jurar ante él. Con testigos.

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Yo. Norris. Él hizo una promesa decompromiso. Se han casado ante Dios.Y él jura que se casará de nuevo conella en Inglaterra y la coronará reinacuando llegue la primavera.

Él piensa en la monja, enCanterbury: si os unís en alguna formade matrimonio con esta mujer indigna,no reinaréis siete meses.

—Así que ahora —dice María— essólo cuestión de si él descubre que escapaz de realizar la hazaña.

—María. —Le coge la mano—. Nome asustéis.

—Enrique es tímido. Piensa en loque se espera que ha de ser capaz de

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hacer un rey. Pero si es tímido, Anasabrá cómo ayudar. —Añadecuidadosamente—: Quiero decir, la heaconsejado. —Le posa la mano en elhombro—. Así que ahora, ¿nosotrosqué? Ha sido una lucha agotadoratraerles aquí. Creo que nos hemosganado un esparcimiento.

Él no responde.—¿Aún tenéis miedo a mi tío

Norfolk?—María, vuestro tío Norfolk me

aterra.De todos modos, ésa no es la razón,

no es la razón por la que vacila, no sealeja del todo. Ella le roza los labios

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con los suyos.—¿Qué pensáis? —le pregunta.—Pensaba que si yo no fuese el

siervo más fiel del rey, posiblemente meembarcase en la próxima nave.

—¿Adónde iríais?Él no se acuerda de invitar a alguien.—Al este. Aunque admito que éste

no sería un buen punto de partida.Al este de los Bolena, piensa, al este

de todo el mundo. Piensa en elMediterráneo, no en esas aguasnorteñas. Y sobre todo en una noche, unamedianoche cálida en una casa deLarnaca: luces venecianas iluminando elpeligroso puerto, el rumor de pies

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esclavos en los mosaicos, aroma deincienso y cilantro. Rodea a María conun brazo y encuentra algo blando,totalmente inesperado: piel de zorro.

—Muy lista —dice.—Oh, lo trajimos todo. Hasta el

último detalle. Por si tenemos quequedarnos aquí hasta el invierno.

Un brillo de luz sobre carne. Sugarganta muy blanca, muy suave. Todaslas cosas parecen posibles si el duquese queda en casa. Recorre la piel hastaque la piel se encuentra con la carne.Tiene el hombro caliente, perfumado yun poco húmedo. Puede sentir cómo lelate el pulso.

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Un sonido a su espalda. Se vuelve,daga en mano. María chilla, le tira delbrazo. La punta del arma se detiene en eljubón del hombre, debajo del esternón.

—Está bien, está bien —dice eninglés una voz sobria e irritada—.Apartad eso.

—Cielos —dice María—. Casimatáis a William Stafford.

Hace retroceder al desconocidohasta la luz. Cuando le ve la cara, sóloentonces, aparta la hoja de la daga. Nosabe quién es Stafford: ¿el caballerizode alguien?

—William, creí que no veníais —dice María.

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—Pues parece que teníais a alguiende reserva por si no venía yo.

—¡No sabéis lo que es la vida deuna mujer! Crees que has acordado algocon un hombre y no es así. Él dice quese reunirá contigo y no aparece.

Es un grito desde el corazón.—Os doy las buenas noches —dice

él; María se vuelve como para decir: oh,no os vayáis—. Es hora de que rece misoraciones.

Ha empezado a soplar un viento delestrecho que hace chasquear losaparejos de las naves en el puerto, ytraquetear las ventanas en tierra.Mañana, piensa él, puede que llueva.

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Enciende una vela y vuelve a su carta.Pero la carta no tiene ningún atractivopara él. Se agitan las hojas en losjardines, en los planteles de frutales. Semueven en el aire imágenes al otro ladodel cristal, vuelan gaviotas comofantasmas: un relampagueo del gorroblanco de su esposa Elizabeth, cuando lesigue hasta la puerta en su últimamañana. Salvo que no lo hizo: ellaestaba durmiendo, envuelta en linohúmedo, bajo el edredón turco amarillo.Si piensa en la suerte que le trajo aquípiensa igualmente en la suerte que lellevó hasta aquella mañana de cincoaños atrás, en que salió de Austin Friars

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casado, los documentos de los asuntosde Wolsey bajo el brazo: ¿era felizentonces? No lo sabe.

Aquella noche en Chipre, hace tantoya, había estado a punto de entregar albanco su dimisión, o al menos depedirles cartas de introducción para irseal este. Tenía curiosidad por ver TierraSanta, su flora y su gente, besar laspiedras sobre las que habían caminadolos discípulos, comerciar en barriosocultos de ciudades desconocidas y entiendas negras donde mujeres veladas seescabullían, rápidas como cucarachas,en los rincones. Esa noche había tenidouna suerte equilibrada. En la habitación

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que había atrás, cuando miraba fuera lasluces del puerto, oyó la risa gutural deuna mujer, su suave «alhamdu lillah» alagitar en la mano los dados de marfil. Laoyó lanzarlos, los oyó correr ydetenerse: «¿Cuánto?».

Gana el Este. Pierde el Oeste. Jugarno es un vicio, si puedes permitírtelo.

—Tres y tres.¿Es eso? Debes decir que lo es. El

destino no le ha dado un empujón, másbien una palmada suave. «Volveré acasa.»

Pero no esta noche. Es demasiadotarde para la marea.

Al día siguiente sintió los dioses a

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su espalda, como una brisa. Volvía aEuropa. Su casa entonces era una casaestrecha con postigos en un canaltranquilo, Anselma arrodillada, desnuday cremosa bajo la bata de damascoverde larga hasta el suelo, con un brillonegruzco a la luz de la vela; arrodilladadelante del pequeño retablo de plata quetenía en su habitación, que le habíaexplicado que era un objeto valioso paraella, la cosa más valiosa que poseo.Perdóname, es sólo un momento, lehabía dicho; rezaba en su propio idioma,ya rogando, lisonjera, ya casiamenazando, y debía de haberles sacadoa sus santos de plata alguna chispa de

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gracia, o percibido alguna desviación ensu relumbrante rectitud, porque se pusode pie y se volvió hacia él, diciendo:«Ya estoy lista», y tiró de las cintas deseda de la bata para que él pudiesecogerle los pechos en sus manos.

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IIIMisa del alba

Noviembre de 1532

Rafe está de pie a su lado y dice queya son las siete. El rey ha ido a misa.

Él ha dormido en un lecho defantasmas.

—No queríamos despertaros. Nuncadormís hasta tarde.

El viento es un leve suspiro en laschimeneas. Una ráfaga de lluviagolpetea la ventana como gravilla,arrecia en remolinos y vuelve a

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repiquetear en el cristal.—Quizá estemos en Calais un

tiempo —dice él.Cuando Wolsey viajó a Francia

cinco años antes, le había pedido quevigilase la situación en la corte y que leinformase si el rey y Ana se acostaban.¿Cómo lo sabré?, había preguntado él.El cardenal había dicho: «Yo diría quelo sabréis por la cara de él».

Ha amainado el viento y la lluvia hahecho una pausa cuando él llega a laiglesia. Pero las calles se hanconvertido en barrizales, y la gente queespera para ver salir a los nobles aúnlleva las chaquetas sobre la cabeza,

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como una nueva raza de decapitadosambulantes. Él se abre paso entre lamultitud y luego entre los gentilhombresreunidos, susurrando: S'il vous plaît,c'est urgent, dejen paso a un granpecador. Se ríen y le dejan pasar.

Ana sale del brazo del gobernador.Él parece tenso (como si le torturase lagota), pero se muestra atento con ella,murmurando galanterías que no obtienenrespuesta; la expresión de Ana se atienea una cuidadosa impasibilidad. El reylleva del brazo a una dama deWingfield, que va con la cara alzada,hablando. Él no le presta la menoratención. Parece grande, ancho, benigno.

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Su mirada regia escruta a la multitud. Seposa en él. El rey sonríe.

Enrique se pone un sombrero al salirde la iglesia. Un sombrero grande,nuevo. Y en ese sombrero hay unapluma.

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Quinta parte

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IAnna Regina

1533

Los dos niños están sentados en unbanco en el salón de Austin Friars. Sontan pequeños que no les llegan laspiernas al borde, y como aún llevanblusones, no se puede determinar susexo. Les brillan bajo los gorros lascaras con hoyuelos. El que estén tanrollizos y contentos es mérito de lajoven Helen Barre, que cuenta suhistoria: hija de un pequeño comerciante

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arruinado de Essex, esposa de un talMathew Barre, que le pegaba y que laabandonó, «dejándome con ésa en elvientre», dice, señalando.

Los vecinos acuden continuamente aél con problemas del barrio: puertasinseguras, gallineros ruidosos, unmatrimonio que vocifera y aporreacacerolas toda la noche, impidiendo quelos vecinos conciben el sueño. Élprocura no inquietarse por que esascosas le roben tiempo, y Helen lemolesta menos que un gallinero. La sacamentalmente de su vestido barato delana encogida y la viste con unterciopelo labrado que vio ayer, a seis

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chelines la vara. Ve que tiene las manosdespellejadas e hinchadas del durotrabajo; le suministra guantes decabritilla.

—Aunque diga que me abandonó, esposible que haya muerto. Bebía mucho yera pendenciero. Un hombre que leconocía me dijo que había salidomalparado en una pelea y que deberíabuscarlo en el fondo del río. Pero otrolo vio en el muelle de Tilbury con unabolsa de viaje. Así que, qué soy,¿esposa o viuda?

—Lo investigaré, aunque creo queos iría mejor si no lo encontrase. ¿Cómohabéis vivido?

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—Cuando se marchó, yo cosía paraun fabricante de velas. Desde que lleguéa Londres a buscar trabajo he estado ajornal. He trabajado en la lavandería deun convento cerca de Saint Paul,ayudando en el lavado anual de la ropade cama. Me consideran buenatrabajadora, dicen que me darán unjergón en el desván, pero no quieren alos niños.

Un ejemplo más de caridad eclesial.Se tropieza con ellos continuamente.

—No podemos consentir que seáisesclava de un grupo de mujereshipócritas. Tenéis que quedaros aquí.Estoy seguro de que seréis útil. No para

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de venir gente a casa y estoy edificando,como veis. —Ha de ser una buena chica,piensa él, para no acceder a ganarse lavida del modo obvio; si anduviera porla calle, no le faltarían ofertas—. Medicen que os gustaría aprender a leer,para poder leer el Evangelio.

—Unas mujeres que conocí mellevaron a lo que llaman escuelanocturna. Estaba en un sótano deBroadgate. Antes ya conocía la historiade Noé, de los tres reyes y del padreAbraham, pero de san Pablo no sabíanada. En casa, en nuestra granja, habíaduendes que derramaban la leche yprovocaban tormentas, pero me dicen

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que no son cristianos. Ojalá noshubiésemos quedado en el campo, apesar de todo. Mi padre no se lasarreglaba en la ciudad.

No aparta la mirada inquieta de losniños, que se han bajado del banco y hancaminado torpemente por las losas paraacercarse a ver la pintura que estácreciendo en la pared, y ella contiene elaliento a cada paso que dan. El pintor esalemán, un joven que le recomendó Hanspara una tarea sencilla, y se vuelve (nohabla inglés) a explicar a los niños loque está haciendo. Una rosa. Tresleones, mirad cómo saltan. Dos pájarosnegros.

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—Rojo —dice la niña, que es lamayor.

—Ella conoce los colores —diceHelen, ruborizándose de orgullo—.También está empezando a contar hastatres.

El espacio que ocupaba antes elescudo de Wolsey se está repintandocon su escudo, otorgado recientemente.Azur en una banda horizontal entre tresleones rampantes, o una rosa de gules,con puntas de hojas de sinople entre doscornejas con su color.

—Mirad, Helen —le dice—, esospájaros negros eran el emblema deWolsey —se ríe—. Algunos esperaban

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no volver a verlos nunca.—Hay otras personas, de nuestra

condición, que no lo entienden.—¿Os referís a los de la escuela

nocturna?—Dicen que cómo puede un hombre

que estima el Evangelio haber estimadoa un hombre así.

—A mí nunca me gustaron susmodales altaneros, ¿sabéis?, ni susprocesiones diarias, el ceremonial quemantenía. Y, sin embargo, jamás hubohombre más activo en el servicio deInglaterra desde que Inglaterra existe. Yademás —añade con tristeza—, cuandootorgaba su confianza a alguien, era un

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hombre tan afable y bondadoso… Helen,¿podéis venir aquí hoy? —Piensa enesas monjas y en el lavado anual de suropa de cama. Imagina la expresión deasombro del cardenal. Las lavanderasseguían a sus séquitos como las putassiguen a un ejército, agobiadas por sustrabajos incesantes. El cardenal se habíahecho un baño en York Place tan hondoque un hombre podría estar de pie en él.La habitación se calentaba con unaestufa como las de los Países Bajos, y élhabía tratado más de una vez los asuntoscon la cabeza balanceante del prelado,que parecía estar hirviendo. Enrique loha incautado ahora y chapotea en él con

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sus favoritos, que se avienen a que suseñor les hunda en el agua y casi lesahogue si está de humor para hacerlo.

El pintor ofrece el pincel a la niña.Helen resplandece.

—Cuidado, cariño —dice. Se aplicauna gota azul. Eres una pequeña experta,dice el pintor. Gefällt es Ihnen, HerrCromwell, sind Sie stolz darauf?

Pregunta si me siento satisfecho yorgulloso, le dice él a Helen. Si no loestáis, vuestros amigos se sentiránorgullosos por vos, dice ella.

Siempre estoy traduciendo, piensaél: si no de un idioma a otro, de unapersona a otra. De Ana a Enrique. De

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Enrique a Ana. Los días que él necesitasosiego y ella está tan espinosa como unarbusto de acebo. Las ocasiones (lashay) en que él desvía la mirada haciaotra mujer y ella la sigue y se retiraenfurecida a sus aposentos. El,Cromwell, se ocupa como un poetapúblico de llevar de uno a otro garantíasde deseo.

Apenas son las tres de la tarde y lahabitación ya está en penumbra. Él cogeal niño pequeño, que se le echa en elhombro y se queda dormido con lamisma rapidez con que se cae alguien deun muro si le empujan.

—Helen —dice—, esta casa está

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llena de jóvenes atrevidos, y todos seofrecerán a enseñaros a leer, y os haránregalos y procurarán endulzar vuestrosdías. Aprended y aceptad los regalos ysed feliz aquí con nosotros. Pero sialguien se propasa, tenéis que decírmeloa mí o decírselo a Rafe Sadler. Es elmuchacho de la barbita pelirroja.Aunque no debería decir muchacho. —Pronto hará veinte años que trajo a Rafede casa de su padre, un día tanencapotado y oscuro como hoy, la lluviacaía a cántaros del cielo, el niño sedesplomó en su hombro cuando entrócon él en el vestíbulo en FenchurchStreet.

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Las borrascas les retuvieron diezdías en Calais. Se hundieron barcos enBoulogne. Amberes estaba inundado,gran parte del campo bajo el agua. Legustaría enviar mensajes a sus amigos,interesarse por sus vidas y propiedades,pero los caminos están intransitables,Calais es una isla flotante en la quereina un monarca feliz. Él va a losaposentos del rey a pedir audiencia.(Hay que resolver los asuntos, a pesardel mal tiempo.) Pero le dicen: «El reyno puede recibiros esta mañana. LadyAna y él están componiendo música parael arpa».

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Rafe y él se miran y se van.—Esperemos que tengan a su tiempo

una cancioncilla que enseñar.Thomas Wyatt y Henry Norris se

emborrachan juntos en una taberna demala muerte. Se juran amistad eterna.Pero sus sirvientes tienen una pelea enel patio de la taberna y ruedan por elbarro.

Él no ve nunca a María Bolena. Esde suponer que ella y Stafford hanencontrado un refugio donde puedencomponer juntos.

Lord Berners le enseña su bibliotecaa la luz de las velas, al mediodía; vacojeando diligentemente de un escritorio

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a otro, manejando con sumo cuidado losviejos folios de los que ha hecho susdoctas traducciones. Aquí hay unahistoria del rey Arturo.

—Cuando empecé a leerla, estuve apunto de abandonar el proyecto. Estabaclaro para mí que era demasiadofantástica para ser verdad. Pero seguíleyendo y, poco a poco, me pareció quehabía una enseñanza moral en lahistoria. —No dice cuál—. Y aquí estáFroissart puesto en inglés, un encargoque me hizo personalmente Su Majestad.No pude negarme, porque acababa deprestarme quinientas libras. ¿Os gustaríaleer mis traducciones del italiano? Son

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de carácter privado, no se las heenviado al impresor.

Pasa una tarde con los manuscritos yhablan de ellos en la cena. Lord Bernersostenta el cargo de canciller del Tesoro,que Enrique le ha otorgado de por vida.Pero como no está en Londres ni lodesempeña, no le reporta mucho dineroni la influencia que podría.

—Sé que sois hombre ducho en losnegocios. ¿Podríais examinar miscuentas, confidencialmente? No están loque se dice en orden.

Se queda a solas con el batiburrilloque lord Berners llama libros mayores.Pasa una hora. El viento silba en los

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tejados, tiemblan las llamas de lasvelas, el granizo golpea los cristales.Oye arrastrarse el pie malo de suanfitrión, que se asoma a la puerta consemblante inquieto. «¿Os divertís?»

Lo único que puede encontrar sondeudas. Es lo que se acumula cuandouno se consagra a la erudición y a serviral rey al otro lado del mar, cuandopodría estar en la corte con dientesagudos, ojos atentos y codos activos,dedicado a rentabilizar susposibilidades.

—Ojalá me hubieseis avisado antes.Siempre se pueden hacer cosas.

—Ay, pero no os conocía, señor

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Cromwell —dice el anciano—. Unointercambia cartas, sí. Asuntos deWolsey, asuntos del rey. Pero no osconocía. Ni creía probable que llegase aconoceros, hasta ahora.

El día que se disponen a embarcar alfin, aparece el muchacho de la posadade los alquimistas.

—¡Tú por fin! ¿Qué tienes para mí?El muchacho muestra las manos

vacías y empieza a hablar en unaespecie de inglés.

—On dit que los magi han vuelto aParís.

—Entonces estoy decepcionado.—Es difícil encontraros, Monsieur.

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Fui al lugar en que se alojan le roiHenri y la Grande Putain y dije jecherche Milord Cremuel y se rieron demí y me pegaron.

—Es que no soy un Milord.—Entonces no sé lo que es un

Milord en vuestro país.Ofrece al muchacho una moneda por

sus trabajos y otra por la paliza, pero éllas rechaza.

—Pensaba serviros a vos,Monsieur. He decidido viajar.

—¿Cómo te llamas?—Christophe.—¿Tienes apellido?—Ça ne fait rien.

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—¿Tienes padres?Se encoge de hombros.—¿Cuántos años tienes?—¿Cuántos diríais?—Sé que sabes leer. ¿Sabes pelear?—¿Hay muchas peleas chez vous?Christophe es de complexión

achaparrada; necesita sobrealimentarse,pero en uno o dos años será difícilderribarle. Él le calcula unos quinceaños, no más.

—¿Tienes problemas con la ley?—En Francia —dice

despectivamente el chico, como podríauno decir en la lejana Catay.

—¿Eres ladrón?

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El muchacho hace un movimientorápido, como si llevara un cuchilloinvisible en el puño.

—¿Dejaste muerto a alguien?—No tenía buen aspecto.Él sonríe.—¿Estás seguro de que quieres

llamarte Christophe? Puedes cambiar denombre ahora, pero luego ya no.

—Me comprendéis, Monsieur.Santo cielo, y tanto. Podrías ser mi

hijo. Le mira detenidamente paraasegurarse de que no lo es; que no esuno de los muchachos pendencieros delos que hablaba el cardenal que él hadejado a la orilla del Támesis, y es

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posible que a la orilla de otros ríos, enotros climas. Pero Christophe tiene losojos grandes, serenos y azules.

—¿No te da miedo viajar por mar?—le pregunta—. En mi casa de Londreshay muchos que hablan francés. Prontoserás uno de los nuestros.

Ahora, en Austin Friars, Christophele persigue con preguntas. Aquellosmagi, ¿qué tienen? ¿Un plano de untesoro enterrado? ¿Son (agita losbrazos) las instrucciones para hacer unamáquina voladora? ¿Es una máquinapa r a faire grandes explosiones, o undragón militar que sopla fuego?

—¿Has oído hablar alguna vez de

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Cicerón? —le pregunta él.—No. Pero estoy dispuesto a oír

cosas de él. Hasta hoy nunca había oídohablar del obispo Gardineur. On dit quele habéis robado sus macizos de fresas yse los habéis dado a la amante del rey yahora él se propone… —El muchachose interrumpe y transmite de nuevo suimpresión de lo que es un dragón militar—… arruinaros por completo yperseguiros hasta la muerte.

—Y más allá, si lo conozco bien.Ha habido peores versiones de su

situación. Siente deseos de decir: ellano es una amante, ya no. Pero no tienederecho a contar el secreto, aunque

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pronto será un secreto a voces.

Veinticinco de enero de 1533, alamanecer, en una capilla de Whitehall,con su amigo Rowland Lee comosacerdote, Ana y Enrique pronuncian susvotos, confirman el contrato quehicieron en Calais: casi en secreto, sincelebración, sólo un corrillo de testigos,la pareja callada salvo las brevesconfesiones de intención que laceremonia requiere. Henry Norris estápálido y sobrio. ¿Era caritativo hacerledos veces testigo de la entrega de Ana aotro hombre?

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William Brereton es testigo, porqueestá de servicio en la cámara regia.

—¿Estáis aquí de verdad? —lepregunta él—. ¿O estáis en otro sitio?Los gentilhombres decís que domináis labilocación como los grandes santos.

—Habéis estado escribiendo cartasa Chester —dice Brereton, furioso.

—Es un asunto del rey. ¿Por qué no?Mantienen esta conversación en

susurros mientras Rowland une lasmanos de los novios.

—No os lo repetiré. No os metáis enlos asuntos de mi familia. O saldréispeor parado de lo que imagináis, señorCromwell.

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Sólo acompaña a Ana una dama, suhermana. Cuando se van (el rey guía a suesposa, con la mano en el brazo de ella)a tocar un poco el arpa, María se vuelvey le dirige una sonrisa esplendorosa.Alza la mano, pulgar e índice separadosuna pulgada. Seré la primera en saberlo,había dicho ella siempre; seré quien leensanche los corpiños.

Él se dirige de nuevo a WilliamBrereton, cortésmente. Habéis cometidoun error amenazándome, le dice.

Vuelve a su despacho deWestminster. ¿Lo sabe ya el rey?, sepregunta. Probablemente no.

Se sienta con su dibujo. Traen velas.

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Ve la sombra de mi mano moviéndosesobre el papel, el puño inocultabledesenmascarado del guante deterciopelo. No quiere que haya nadaentre él y la trama del papel, la líneanegra móvil de tinta, así que se quita losanillos, el de turquesa de Wolsey y el derubí de Francisco; en Año Nuevo, el reyse lo sacó del dedo y se lo devolvió,con el engarce que había hecho elorfebre de Calais, y le dijo, como hacenlos soberanos, en un arrebato desinceridad: ahora esto será una señalentre nosotros, Cromwell, enviad unpapel con él y sabré que procede de vosaunque no tenga vuestro sello.

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Un confidente de Enrique que estabapresente (Nicholas Carew) habíacomentado: el anillo de Su Majestad osencaja a la perfección. Sí, así es, dijo él.

Vacila, con la pluma en el aire.Escribe: «Este reino de Inglaterra es unimperio». Este reino de Inglaterra es unimperio y así lo ha aceptado el mundo,gobernado por un rey y soberanosupremo…

A las once, cuando el día haaclarado todo lo que aclarará, come conCranmer en su alojamiento de CannonRow, donde vive hasta que le otorguensu nueva dignidad y se traslade alpalacio de Lambeth. Ha estado

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practicando su nueva firma, ThomasElecto de Canterbury. Pronto comeráceremonialmente, pero hoy, como unraído profesor, echa a un lado lospapeles mientras se pone un mantel en lamesa y traen el pescado salado, sobre elque reza una oración.

—Eso no lo mejorará —dice él—.¿Quién cocina para vos? Os mandaré aalguien.

—¿Así que ya se ha celebrado laboda? —Es propio de Cranmer esperarque le cuenten las cosas, trabajar seishoras seguidas con silenciosa paciencia,la cabeza inclinada sobre los libros.

—Sí, Rowland hizo lo que

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correspondía a su cargo. No la casó conNorris, ni al rey con su hermana —extiende la servilleta—. Sé algo, perodebéis persuadirme para que os locuente.

Confía en que Cranmer, parapersuadirle, revele el secreto prometidoen su carta, el secreto anotado almargen. Pero debía ser una indiscreciónmenor, olvidada ya. Y como el Electode Canterbury está ocupado separando,inseguro, escamas y piel, dice: «Ella,Ana, ya está embarazada». Cranmer alzala vista.

—Si lo decís en ese tono, la gentepensará que os atribuís el mérito.

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—¿No os asombráis? ¿No oscomplace?

—Me pregunto qué clase de pescadoes éste —dice Cranmer con medianointerés—. Pues claro que me complace.Pero ya lo sabía, ¿comprendéis?, porqueeste matrimonio es limpio…, ¿cómo noiba a bendecirlo Dios con un vástago? Ycon un heredero…

—Por supuesto, con un heredero.Mirad. —Saca los papeles en los que haestado trabajando. Cranmer se lava losdedos manchados de pescado y seinclina hacia la llama de la vela.

—Así que después de Pascua —dice, leyendo—, será contrario a la ley y

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a la prerrogativa real hacer cualquierclase de apelación al papa. Con lo cual,la causa de Catalina queda muerta yenterrada. Y yo, Canterbury, puedodecidir sobre el asunto del rey ennuestros propios tribunales. Bueno, estoha sido llegar bastante lejos.

Él se ríe.—También vos estabais bastante

lejos.Cranmer estaba en Mantua cuando

recibió la noticia del honor que el rey seproponía otorgarle. Inició el viajetortuosamente: Stephen Vaughan sereunió con él en Lyon, y le acompañópor las rutas invernales y por los

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ventisqueros de Picardía hasta el barco.—¿Por qué os retrasasteis? ¿Acaso

no desea todo niño ser arzobispo?Aunque yo no, si pienso en mi propiainfancia. Lo que yo quería era tener unoso.

Cranmer le mira, con expresiónespeculativa.

—Estoy seguro de que eso se ospodría proporcionar.

¿Cómo podré saber cuándo bromeael doctor Cranmer?, le había preguntadoGregory. No lo sabrás, le había dicho él.Es tan raro como una flor de manzano enenero. Y ahora, por unas semanas, casitemerá que aparezca un oso a su puerta.

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Cuando se separan ese día, Cranmeralza la vista de la mesa y dice: «Porsupuesto, oficialmente no lo sé».

—¿Lo del embarazo?—Lo del matrimonio. Como he de

ser juez en el asunto del anteriormatrimonio del rey, no sería adecuadoque me enterase de que ya se hacelebrado el nuevo.

—Cierto —dice él—. Lo que hagaRowland a primera hora de la mañanasólo es asunto suyo.

Deja a Cranmer con la cabezainclinada sobre los restos de la comida,como si se propusiera reconstruir el pez.

Dado que nuestra ruptura con el

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Vaticano no se ha consumado, nopodemos tener un arzobispo nuevo amenos que lo nombre el papa. Losdelegados están autorizados a decir loque sea en Roma, a prometer lo que sea,pro tem, para conseguir que Clementeesté de acuerdo. El rey dice,sobrecogido: «¿Sabéis cuánto cuestanlas bulas papales de Canterbury? ¿Voy atener que pagarles eso? ¿Y sabéis cuántocuesta entronizarle?». Y añade: «Hayque hacerlo de la forma apropiada, porsupuesto, sin omitir nada, sin escatimarnada».

—Será el último dinero que SuMajestad envía a Roma, si depende de

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mí.—¿Y sabéis —dice el rey, como si

hubiese descubierto algo asombroso—que Cranmer no tiene ni un peniquepropio? No puede hacerse cargo denada.

Él pide prestado el dinero ennombre de la corona a un genovés ricollamado Salvago al que conoce. Parapersuadirle y que haga el préstamo, leenvía un grabado que sabe que anhela.Es el de un joven de pie en un jardínmirando hacia una ventana vacía, en laque se confía que aparezca una damamuy pronto. El aroma de la dama serespira en el aire. Los pájaros posados

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en las ramas miran, interrogantes, alvacío, preparados para cantar. El joventiene un libro en las manos. Un libro enforma de corazón.

Cranmer asiste a reuniones a diario,en las habitaciones traseras deWestminster. Está escribiendo undocumento para el rey, para demostrarque, aun en el caso de que el matrimoniode su hermano con Catalina no sehubiese consumado, eso no afectaría a lavalidez de la anulación, porque esindudable que se proponían casarse, yesa intención crea afinidad; además, lasnoches que pasaron juntos tuvo quehaber la intención por su parte de tener

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hijos, aunque no actuasen del modoadecuado para tal fin. Con objeto de noconvertir a Enrique ni a Catalina enmentirosos, a ninguno de los dos, losmiembros del Consejo ideancircunstancias en las que el enlace pudoconsumarse parcialmente o consumarseen cierto modo, para lo cual han deimaginar todos los hechos desastrosos yvergonzosos que pueden ocurrir entre unhombre y una mujer a solas en unahabitación a oscuras. ¿Os gusta eltrabajo?, pregunta él. Observando susfiguras encorvadas y oscuras, consideraque han de tener la experiencianecesaria. Cranmer sigue llamando a la

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reina en su escrito «SerenísimaCatalina», como para separar su rostroimperturbable, enmarcado por unaalmohada de lino, de las indignidadesque puedan tener lugar en la parteinferior de su cuerpo: el muchachotanteando y rebuscando, sus zarpazos enlos muslos.

Entretanto, Ana, la reina oculta deInglaterra, se separa de losgentilhombres que le hacen compañía yrecorre una galería de Whitehall; se ríemientras inicia un trotecillo, casi comosi anduviese a saltos, y ellos corren acontenerla, como si se hallase enpeligro; pero se zafa de sus manos

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riéndose: «¿Sabéis que tengo un grandeseo de comer manzanas? El rey diceque eso significa que estoy embarazada.Pero yo le digo: no, no, no puede ser».Se vuelve, se vuelve de nuevo. Seruboriza, se le llenan los ojos delágrimas que parecen volar lejos de ella,como aguas de un surtidordescontrolado.

Se abre paso en el grupo ThomasWyatt.

—Ana… —Le coge las manos; tirade ella hacia él—. Ana, escucha,cariño… Escucha…

Ella se desmorona en gemidosquebrados, apoyándose en su hombro.

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Wyatt la abraza; su mirada recorre elentorno, como si se encontrase desnudoen el camino y buscase algún viajeroque acudiera con una prenda paraocultar su vergüenza. Chapuys seencuentra entre los presentes. Elembajador efectúa una salida rápida ydecidida, moviendo sus piernecillas conuna sonrisa burlona en la cara.

Así que la noticia llega rápidamenteal emperador. Habría sido mucho mejorque el matrimonio anterior se hubieseanulado y el nuevo se hubieselegitimado, confirmado ante Europa,antes de comunicarse el feliz estado deAna. Pero, en fin, la vida nunca es

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perfecta para el servidor de un príncipe;como solía decir Thomas Moro, nodeberíamos esperar ir al cielo en lechosde plumas.

Él ve a Ana a solas dos díasdespués. Ella se apoya en el alféizar deuna ventana con los ojos cerrados,saboreando como un gato los escasosrayos de sol invernal. Le tiende la mano,casi sin saber quién es; ¿cualquierhombre servirá? Él toma las puntas desus dedos. Ella abre de pronto los ojosnegros. Es como una tienda cuando seabren los postigos: buenos días, señorCromwell, ¿qué podemos vendernos hoyel uno al otro?

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—Estoy harta de María —dice ella—. Me gustaría librarme de ella.

¿Se refiere a la hija de Catalina, a laprincesa?

—Debería casarse —dice ella— yquitarse de en medio. No quiero tenerque verla nunca. No quiero tener quepensar en ella. Hace mucho que laimagino casada con algún personajeoscuro.

Él espera, todavía perplejo.—Creo que no sería mala esposa

para alguien dispuesto a mantenerlaencadenada a la pared —añade.

—Ah, ¿os referís a vuestra hermanaMaría?

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—¿Qué pensabais? ¡Oh! —Se ríe—.Creíais que me refería a la bastarda delrey. Bueno, ahora que me lo recordáis,también ella debería casarse. ¿Cuántosaños tiene?

—Cumple diecisiete este año.—¿Y todavía es enana? —Ana no

espera respuesta—. Le buscaré algúngentilhombre. Algún anciano honorabley débil que no le dará hijos y al quepagaré para que se mantenga alejado dela corte. Pero, en cuanto a lady Carey,¿qué hay que hacer? No puede casarsecon vos. Nos burlamos diciéndole quesois su candidato. Algunas damassienten una predilección misteriosa por

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los hombres comunes. Le decimos:María, oh, cuánto anhelas descansar enlos brazos del herrero…, sólo conpensarlo ya os acaloráis.

—¿Sois feliz? —le pregunta él.—Sí. —Ella baja la vista, se lleva

las manos diminutas a la caja torácica yañade lentamente—. Sí, por esto, yasabéis. Siempre he sido deseada. Peroahora soy apreciada. Y es distinto, meparece.

Él guarda silencio, para permitirleentregarse a sus pensamientos, quecomprende que son preciosos para ella.

—Así que —dice— tenéis unsobrino, Richard, una especie de Tudor,

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aunque estoy segura de que no puedoentender cómo sucedió.

—Puedo trazar el árbol genealógico.Ella cabecea, sonriendo.—No quiero daros ese trabajo.

Desde esto —desliza los dedos haciaabajo—, despierto por la mañana y casino recuerdo mi nombre. Siempre mehabía preguntado por qué son tontas lasmujeres, y ahora lo sé.

—Mencionabais a mi sobrino.—Lo he visto con vos. Parece un

joven resuelto. Podría ser adecuadopara ella. Lo que desea son pieles yjoyas. Podéis regalárselas, ¿no? Y unniño en la cuna cada dos años. En cuanto

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a la paternidad, podéis hacer vuestrosarreglos familiares al respecto.

—Creía que vuestra hermana teníauna relación —dice él. No deseavenganza, sólo una aclaración.

—¿La tiene? Bueno, las relacionesde María… suelen ser pasajeras, y, aveces, muy raras, como bien sabéis,¿no? —No es una pregunta—. Traedlosa la corte, a vuestros hijos. Veámoslos.

Él la deja, con los ojos cerrados denuevo, pasando a la escasa calidez delos débiles rayos de sol que puedeofrecer febrero.

El rey le ha dado alojamiento en elviejo palacio de Westminster, para que

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cuando trabaje hasta muy tarde no tengaque regresar a casa. Debido a ello, tieneque recorrer mentalmente sushabitaciones de Austin Friars,recogiendo sus imágenes de la memoriadonde las ha dejado, en alféizares,debajo de taburetes y en los pétaloslanudos de las flores esparcidas en eltapiz a los pies de Anselma. Al final deun largo día, cena con Cranmer y conRowland Lee, que pasea entre losdiversos grupos que están trabajando,estimulándoles. A veces, se incorpora algrupo de Audley, el Lord Canciller,pero no guardan ceremonial, se sientancomo un grupo de estudiantes y

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conversan hasta la hora en que Cranmerse acuesta. Él quiere ver cómo trabajan,comprobar hasta qué punto puedeconfiar en ellos, y descubrir susdebilidades. Audley es un abogadoprudente que sabe tamizar una frase lomismo que un cocinero tamiza un costalde arroz para eliminar las arenillas.Orador elocuente, es tenaz en susplanteamientos y está consagrado a sucarrera. Ahora que es canciller, sepropone obtener unos ingresos acordescon el cargo. En cuanto a sus creencias,es algo susceptible de negociación; creeen el Parlamento, en el poder del reyejercido en el Parlamento y, en

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cuestiones de fe…, digamos que susconvicciones son flexibles. En cuanto aLee, él se pregunta si creerá en Dios…,aunque eso no le impida tener unobispado entre sus perspectivas. Éldice: «Rowland, ¿aceptaréis en vuestracasa a Gregory? Creo que Cambridge hahecho cuanto podía por él. Y admito queGregory no ha hecho nada porCambridge».

—Le llevaré conmigo —diceRowland— cuando vaya a pelearme conlos obispos del norte. Gregory es unbuen muchacho. No es el másadelantado, pero eso puedo entenderlo.Conseguiremos que sea útil.

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—¿No querréis destinarle a laIglesia? —pregunta Cranmer.

—He dicho que conseguiremoshacerle útil —refunfuña Rowland.

En Westminster sus empleadosentran y salen con noticias, rumores ypapeleo, y él mantiene a su lado aChristophe, supuestamente para que seocupe de su ropa, pero, en realidad,para hacerle reír. Echa de menos lamúsica de las noches en Austin Friars, ylas voces de las mujeres en otrashabitaciones.

Va a la Torre casi todos los días dela semana, a persuadir a los capatacesde que sus hombres sigan trabajando

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aunque hiele o llueva; a comprobar lascuentas del pagador y hacer un nuevoinventario de la plata y las joyas del rey.Visita a los encargados de la casa de lamoneda y propone un sistema deverificación del peso de la acuñación delas monedas del rey.

—Me gustaría conseguir quenuestras monedas inglesas sean tansólidas que los mercaderes de ultramarno se molesten siquiera en pesarlas —dice.

—¿Tenéis autoridad para hacerlo?—¿Porqué? ¿Qué ocultáis?Ha escrito un memorando al rey en

el que enumera las fuentes de sus

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ingresos anuales y los despachos delgobierno por los que pasan. Essumamente conciso. El rey lo lee una yotra vez. Da la vuelta al papel para versi hay algo intrincado e inexplicableescrito al dorso. Pero no hay más que loque tiene ante los ojos.

—No es ninguna novedad —dice él,disculpándose casi—. El difuntocardenal lo guardaba en la cabeza.Seguiré visitando la Ceca. Si SuMajestad está de acuerdo.

En la Torre, visita a un preso, JohnFrith. A petición suya, que no cuentapara nada, se mantiene al reclusolimpiamente separado del suelo de

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tierra, con un lecho caliente, comidasuficiente, una ración de vino, papel ytinta; aunque le ha aconsejado queguarde los escritos si oye la llave en lapuerta. Espera a un lado mientras elcarcelero le abre paso, mirando alsuelo, porque no le agrada lo que va aver, pero John Frith se levanta de lamesa. Es un joven esbelto y afable, unhelenista, y le dice: «Señor Cromwell,sabía que vendríais».

Cuando estrecha las manos de Frith,le parecen todo hueso, frías y secas, ycon huellas delatoras de tinta. Piensaque no puede ser tan delicado si havivido tanto. Fue uno de los estudiantes

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encerrados en la bodega del colegio deWolsey, donde mantuvieron a loshombres de la Biblia porque no habíaotro sitio seguro. Cuando la epidemiaestival llegó hasta allí, Frith estuvotendido a oscuras con los cadávereshasta que alguien se acordó de sacarlo.

—Señor Frith —dice él—, si yohubiese estado en Londres cuando osdetuvieron…

—Pero mientras vos estabais enCalais, Thomas Moro seguía trabajando.

—¿Qué os impulsó a volver aInglaterra? No, no me lo digáis. Sitrabajabais con Tyndale, preferiría nosaberlo. Dicen que os habéis casado, ¿es

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cierto? ¿En Amberes? Lo único que nosoporta el rey…, bueno, hay muchascosas que no soporta, pero detesta a lossacerdotes casados. Y detesta a Lutero,y vos habéis traducido a Lutero alinglés.

—Exponéis muy bien el caso, parami enjuiciamiento.

—Tenéis que ayudarme a ayudaros.Si pudiese conseguiros una audienciacon el rey (tendríais que estarpreparado, él es un teólogo muy astuto),¿creéis que podríais suavizar lasrespuestas, complacerle?

Han encendido el fuego, pero lahabitación aún está fría. Es imposible

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librarse de las nieblas y emanacionesdel Támesis.

—Thomas Moro aún tiene ciertocrédito con el rey —dice Frith, la vozapenas audible; consigue sonreír—. Y leha escrito una carta diciendo que soyWycliffe, Lutero y Zwinglio juntos yatados con una cuerda, un reformadormetido en otro, como para un banqueteen el que se rellena un faisán con unpollo y el pollo con un ganso. Moroquiere zamparme, así que no dañéisvuestro crédito pidiendo merced paramí. En cuanto a lo de suavizar misrespuestas…, creo, y lo diré antecualquier tribunal…

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—No, John.—Diré ante cualquier tribunal lo que

diré en el Juicio Final: la Eucaristía essólo pan, no necesitamos para nada lapenitencia, el Purgatorio es unainvención sin base en las Escrituras…

—Si vienen algunos hombres y osdicen que vayáis con ellos, Frith, id conellos. Los enviaré yo.

—¿Creéis que vais a poder sacarmede la Torre?

La Biblia de Tyndale dice que conDios nada será imposible.

—Si no de la Torre, entonces,cuando os lleven para interrogaros, ésaserá vuestra oportunidad. Estad

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preparado para aprovecharla.—Pero ¿con qué propósito? —Frith

habla amablemente, como si se dirigiesea un joven alumno—. ¿Creéis quepodéis alojarme en vuestra casa yesperar a que el rey cambie de opinión?Yo tendría que escaparme de allí, ydesde el púlpito público de la Cruz dela catedral de San Pablo proclamar antelos londinenses lo que ya he dicho.

—¿Vuestro testimonio no puedeesperar?

—No con Enrique. Podría esperarhasta que se hiciese viejo.

—Os quemarán.—¿Creéis que no puedo soportar el

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dolor? Tenéis razón, no puedo. Pero nome darán elección. Como dice Moro, nose convierte en héroe a un hombreporque acceda a soportar que le quemenuna vez encadenado a una estaca. Heescrito libros y no puedo desescribirlos.No puedo descreer lo que creo. Nopuedo desvivir mi vida.

Él se marcha. Son las cuatro. Eltráfico fluvial es escaso, entre el aire yel agua se arrastra un vapor fino ypenetrante.

Al día siguiente, un día frío, claro yazul, el rey baja en la barca real a vercómo va la obra, con el nuevo enviadofrancés; el tono es confidencial, el rey

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camina con una mano en el hombro deDinteville o, mejor dicho, en suhombrera; el francés lleva unashombreras tales que parece más anchoque las puertas, pero, aun así, tirita.

—Aquí, nuestro amigo tiene quehacer algo de ejercicio para calentar lasangre —dice el monarca—. Y es torpecon el arco…, cuando fue a tirar laúltima vez, temblaba tanto que creí quese clavaría la flecha en el pie. Se quejade que no somos halconeros serios, asíque le he dicho que os acompañe,Cromwell.

¿Será una promesa de tiempo libre?El rey se marcha.

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—No si hace tanto frío como hoy —dice el embajador—. No soporto estaren el campo con el viento silbando,sería mi muerte. ¿Cuándo veremos el solde nuevo?

—Oh, hacia junio. Pero los halconesestarán de muda entonces. Me propongotener los míos volando de nuevo enagosto, así que nil desperandum,monsieur, tendremos ocasión dedivertirnos.

—No aplazaréis esta coronación,¿verdad? —Es siempre así, después deuna breve charla surge de su boca unapregunta de embajador—. Porquecuando mi señor hizo el tratado, no

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esperaba que Enrique alardease de supresunta esposa y su gran vientre. Si lomantuviese discretamente, sería unasunto distinto.

Mueve la cabeza. No habráaplazamiento. Enrique afirma que cuentacon el apoyo de los obispos, los nobles,los jueces, el Parlamento y el pueblo; lacoronación de Ana es su oportunidad dedemostrarlo.

—No os preocupéis —dice él—.Mañana recibiremos al nunciopontificio. Veréis cómo le maneja miseñor.

Enrique les llama desde lasmurallas.

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—Venid, señor. Veréis el panoramade mi río.

—¿Os extraña que tiemble? —diceel francés con vehemencia—. ¿Osextraña que me estremezca delante deél? Mi río. Mi ciudad. Mi salvación,cortada y bordada justo para mí. MiDios inglés hecho a mi medida. —Maldice entre dientes e inicia la subida.

Cuando llega a Greenwich el nunciopontificio, Enrique le da la mano y lecuenta con franqueza lo mucho que leatormentan sus impíos consejeros ycuánto anhela volver a una relación deperfecta amistad con el papa Clemente.

Podrías observar a Enrique todos

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los días durante una década y no ver lamisma cosa nunca. Elige a tu príncipe:admira a Enrique cada vez más. Aveces, parece desdichado; a veces,incompetente; a veces, un niño; a veces,un maestro de su oficio. A veces pareceun artista, por su forma de recorrer suobra con la vista; a veces mueve lamano y parece que él no la ve moverse.Si hubiese estado destinado a unacondición inferior, podría haber sido unactor itinerante que dirigiese unacompañía propia.

Por orden de Ana, lleva a la corte asu sobrino, y también a Gregory; el reyya conoce a Rafe, porque siempre le

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acompaña. Se queda mirando a Richardun buen rato. «Lo veo. De veras que sí.»

No hay nada en la cara de Richard,al menos nada que él pueda ver, quemuestre que tenga sangre Tudor; pero elrey le mira con los ojos de un hombreque quiere parientes.

—Vuestro abuelo ap Evan, elarquero, fue un gran servidor de mipadre rey. Tenéis buena apostura. Megustaría veros manejar el arco. Megustaría veros llevando vuestros coloresen la justa.

Richard se inclina. Y luego el rey,porque es la esencia de la cortesía, sevuelve a Gregory y dice: «Y vos, señor

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Gregory, sois también un excelentejoven».

Cuando el rey se marcha, a Gregoryse le ensancha la cara de puro placer. Selleva la mano al brazo, al lugar en que leha tocado el rey, como para transferir alas yemas de sus dedos la gracia regia.

—Es verdaderamente espléndido. Estan espléndido… Mucho más de lo quehabría imaginado. ¡Y dirigirse a mí! —Se vuelve a su padre—. ¿Cómo te lasarreglas para hablar con él todos losdías?

Richard le lanza una mirada dereojo. Gregory le da un golpe en elbrazo.

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—A pesar de vuestro abuelo elarquero, ¿qué diría él si supiese quevuestro padre era así de alto? —Muestra entre el índice y el pulgar laestatura de Morgan Williams—. Llevotodos estos años participando en justas.Con la imagen del sarraceno, clavándolemi lanza así, zas, justo en su negrocorazón.

—Sí —dice Richard pacientemente—. Pero eres un inútil, ya verás que uncaballero vivo es una prueba más duraque un infiel de madera. No piensasnunca en el coste: armadura de grancalidad, establo con caballosadiestrados.

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—Podemos permitírnoslo —dice él—. Parece que nuestros días comosoldados de a pie quedan atrás.

Aquella noche en Friars Inn, le pidea Richard que vaya a hablar con él asolas después de cenar. Tal vez seequivocase al planteárselo como unapropuesta de negocios, diciéndoleclaramente lo que había sugerido Anasobre su matrimonio.

—No hagas nada de momento. Aúntenemos que conseguir la aprobación delrey.

—Pero si ella no me conoce —diceRichard.

Él espera alguna objeción; ¿no

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conocer a alguien es una objeción?—No te forzaré.—¿Estáis seguro? —pregunta

Richard alzando la vista.¿Cuándo he forzado yo a nadie a

hacer algo?, empieza a decir; peroRichard le interrumpe.

—No, no lo hacéis, estoy deacuerdo, sólo es que tenéis muchacapacidad de persuasión. Y, a veces, esmuy difícil, señor, distinguir entre serpersuadido por vos y que te derriben deun golpe en la calle y te pisoteen.

—Ya sé que lady Carey es mayor,pero es muy bella. Creo que es la mujermás Bella de la corte, y no es tan tonta

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como todo el mundo cree. Y no hay enella nada de la malicia de su hermana.—De un modo extraño, piensa, ha sidopara mí una buena amiga—. Y en vez deser el primo no reconocido del rey,serías su cuñado. Todos nosbeneficiaríamos.

—Un título, quizá. Para mí y paravos. Espléndidos matrimonios paraAlice y Jo. ¿Y Gregory? Para él, por lomenos una condesa —habla en tonoapagado.

¿Está hablando consigo mismo? Esdifícil saberlo. Con muchas personas,con la mayoría quizá, el libro de sucorazón está abierto para él; pero a

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veces es más fácil leer a los ajenos quea tu propia familia.

—Y Thomas Bolena sería mi suegro.Y tío Norfolk sería de verdad nuestrotío.

—Imagina la cara que pondría.—Oh, sí, su cara. Sí, sería capaz de

andar descalzo sobre brasas encendidaspor ver su expresión.

—Piénsalo. No se lo digas a nadie.Richard se va con una venia, pero

sin añadir nada. Parece que interpreta«no se lo digas a nadie» como «no se lodigas a nadie más que a Rafe», porquediez minutos después entra Rafe y sequeda mirándole con las cejas

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enarcadas. Los pelirrojos parecen muytensos cuando enarcan las cejas, más delo que lo están, en realidad.

—No tienes por qué contarle aRichard —le dice— que una vez MaríaBolena me hizo una proposición. No haynada entre nosotros. No será como WolfHall, si es eso lo que piensas.

—¿Y si el novio no piensa lomismo? Me pregunto por qué no lacasáis con Gregory.

—Gregory es demasiado joven.Richard tiene veintitrés años, es unabuena edad para casarse si puedespermitírtelo. Y tú ya has pasado esaedad, es hora de que te cases también.

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—Lo haré, antes de que busquéis unaBolena para mí. —Rafe se vuelve y dicesuavemente—: Sólo una cosa, señor, ycreo que es lo que hace dudar aRichard…, todas nuestras vidas ynuestra suerte dependen ahora de esadama, que además de ser voluble esmortal, y toda la historia del matrimoniodel rey nos indica que un niño en elvientre no es un heredero en la cuna.

En marzo, llega de Calais la noticiade la muerte de lord Berners. La tardeen su biblioteca, la tormenta soplandofuera: parece al evocarlo un refugio de

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paz, la última hora para sí mismo de quedispuso. Quiere hacer una oferta por loslibros del difunto (una oferta generosa,para ayudar a lady Berners), peroparece ser que los folios han saltado desu escritorio y han echado a andar, unosen la dirección de Francis Bryan,sobrino del anciano, y otros en la deotro pariente, Nicholas Carew.

—¿Olvidaríais sus deudas, al menosmientras viva su esposa? —le pregunta aEnrique—. Ya sabéis que no hadejado…

—Ningún hijo. —El pensamiento deEnrique se le ha adelantado: yo estuveen tiempos en esa condición desdichada,

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sin hijos, pero pronto tendré unheredero.

Le lleva a Ana unos cuencos demayólica. Tienen escrita por la parteexterior la palabra maschio y en elinterior imágenes de rubios bebésrollizos, todos con un pequeño y tímidofalo. Ella se ríe. Los italianos dicen quepara que sea niño hay que mantenerlocaliente, le explica. Calentad vuestrovino para calentar la sangre. Nada defruta fría, nada de pescado.

—¿Creéis que ya está decidido loque va a ser o que Dios decide mástarde? —pregunta Jane Seymour—.¿Creéis que él mismo lo sabe, sabe lo

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que es? ¿Creéis que si pudiéramos verdentro de vos seríamos capaces desaberlo?

—Jane, ojalá siguieseis en Wiltshire—dice Mary Shelton.

—No necesitáis abrirme —dice Ana—, señora Seymour. Es un niño y nadiedebe decir ni pensar otra cosa.

Frunce el ceño y se puede ver cómodoblega y concentra la gran fuerza de suvoluntad.

—Me gustaría tener un bebé —diceJane.

—Pues andad con cuidado —lapreviene lady Rochford—. Si os creceel vientre, señora, os emparedarán viva.

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—En su familia —dice Ana— ledarían un ramo de flores. Allá en WolfHall no saben lo que es la continencia.

Jane se ha ruborizado y tiembla.—No quería molestar a nadie.—Dejadla —dice Ana—. Es como

asustar a un ratón de campo. —Sevuelve hacia él y dice—: Aún no habéispresentado vuestro proyecto. Decidme,¿a qué se debe el retraso?

Se refiere al proyecto de ley paraprohibir las apelaciones a Roma. Élempieza a explicarle la fuerza de laoposición, pero ella enarca las cejas ydice:

—Mi padre está hablando en vuestro

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favor en la Cámara de los Lores; ytambién Norfolk. ¿Quién se atreve, pues,a oponerse a nosotros?

—Conseguiré que se apruebe porPascua. Contad con ello.

—La mujer que vimos enCanterbury, dicen que los suyos estánimprimiendo un libro con sus profecías.

—Tal vez, pero ya me aseguraré deque no lo lea nadie.

—Dicen que el pasado día de santaCatalina, mientras estábamos en Calais,tuvo una visión de la supuesta princesaMaría coronada reina.

Su voz fluye rápida, ésos son misenemigos, esa profetisa y quienes la

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rodean, Catalina, que conspira con elemperador, su hija María, la presuntaheredera, la antigua tutora de María,Margaret Pole, lady Salisbury, ella ytoda su familia son enemigos míos, suhijo lord Montague, su hijo ReginaldPole, que está en el extranjero, la gentehabla de su derecho al trono, así que¿por qué no se le puede traer a Inglaterray comprobar su lealtad? HenryCourtenay, el marqués de Exeter, creeque tiene también derecho al trono, perocuando nazca mi hijo saldrá de su error.Lady Exeter, Gertrude, anda siemprequejándose de que se destituye a losnobles de sus puestos y se les sustituye

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por hombres de baja condición, y yasabéis a qué se refiere con eso.

Milady, dice suavemente suhermana. No os alteréis.

No me altero, dice Ana. Con la manosobre el niño que crece en su interior,añade, calmada: «Esa gente me quieremuerta».

Los días aún son cortos, el aguantedel rey, todavía más. Chapuys se inclinay se contorsiona y se retuerce en supresencia y hace muecas, como siquisiese pedirle a Enrique que bailasecon él.

—He leído con cierta perplejidadalgunas conclusiones a las que ha

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llegado el doctor Cranmer…—Mi arzobispo —dice el rey con

frialdad; la entronización ha tenido lugarya, con grandes gastos.

—… conclusiones respecto a lareina Catalina…

—¿Quién? ¿Os referís a la esposa demi difunto hermano, la princesa deGales?

—… porque Su Majestad sabe quelas dispensas se emitieron de forma quepermitiesen que vuestro matrimoniofuese válido, se hubiese consumado o noaquel primer matrimonio.

—No quiero oír mencionar lapalabra dispensa —dice Enrique—. No

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quiero oíros mencionar lo que llamáismi matrimonio. El papa no tiene poderpara legitimar el incesto. No soy másmarido de Catalina que vos.

Chapuys se inclina.—Si el contrato no hubiese sido nulo

—dice Enrique, paciente por última vez—, Dios no me habría castigado con lapérdida de mis hijos.

—No tenemos certeza de que labendita Catalina no pueda tener hijos. —Alza la vista con una mirada delicada yastuta.

—Decidme, ¿por qué pensáis quehago esto? —El rey parece sentircuriosidad—. ¿Por lujuria? ¿Es eso lo

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que pensáis?¿Matar a un cardenal? ¿Dividir

vuestro país? ¿Escindir a la Iglesia?«Parece extravagante», murmuraChapuys.

—Pero eso es lo que pensáis, es loque le decís al emperador. Osequivocáis. Soy el senescal de mi país,señor. Y si tomo ahora una esposa enuna unión bendecida por Dios, es paratener un hijo de ella.

—Pero no hay garantías de que SuMajestad vaya a tener un hijo, o de quelos hijos que tenga, vivan.

—¿Por qué no habría de ser así? —Enrique enrojece. Se ha puesto de pie.

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Grita y ruedan por su cara lágrimasfuriosas—. ¿No soy un hombre como losdemás? ¿No lo soy? ¿No lo soy?

El hombre del emperador es unanimoso y pequeño terrier; pero hasta élsabe que cuando has hecho llorar a unrey es hora de retirarse. Al salir dice(sacudiéndose el polvo, con su recatadaagitación habitual): «Hay una distincióna tener en cuenta entre el bien del país yel bien de los Tudor. ¿O no lo creéis?».

—¿Quién es entonces vuestrocandidato preferido al trono? ¿Osinclináis por Courtenay o por Pole?

—No deberíais burlaros de personasde sangre real —dice Chapuys

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sacudiéndose las mangas—. Al menosahora estoy oficialmente informado delestado de la dama, mientras que antessólo podía deducirlo de ciertosespectáculos insensatos que habíapresenciado… ¿Sabéis cuánto apostáis,Cremuel, por el cuerpo de una mujer?Esperemos que no le suceda ningúnmal…

Él coge al embajador por el brazo,le hace girarse en redondo.

—¿Qué mal? Aclarad lo que decís.—Si me soltáis… Gracias. No

tardaréis en recurrir a maltratar a lagente. Lo cual demuestra, como dicen,vuestro origen. —Pese a sus palabras

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cargadas de bravuconería, estátemblando—. Mirad alrededor y veréisque ella ofende con su orgullo y supresunción a vuestra propia nobleza. Nisiquiera su tío puede soportar sustriquiñuelas. Los mejores amigos del reyse excusan para seguir alejados de lacorte.

—Esperad a que esté coronada —dice él—. Ya veréis cómo acudencorriendo.

El 12 de abril, domingo de Pascua,Ana aparece con el rey en la misa mayory se reza por ella como reina deInglaterra. El Parlamento aprobó ayer elproyecto de ley; él espera una modesta

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recompensa, y antes de que el rey y suséquito entren a romper el ayuno,Enrique le llama y le concede el cargoque ocupaba lord Berners, canciller delTesoro. «Berners os propuso para elpuesto»; Enrique sonríe, le gusta dar.Disfruta como un niño pensando en losatisfecho que te sentirás.

En la misa, su pensamiento habíavagado por la ciudad. ¿Qué gallinerosruidosos estarán esperándole en casa?¿Qué peleas en la calle, qué niñosabandonados en escalinatas de iglesias,qué aprendices rebeldes con los queaccederá a hablar? ¿Han pintado huevosde Pascua Alice y Jo? Son mayores ya,

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pero están contentas de ser las niñas dela casa hasta que llegue la generaciónsiguiente. Es hora de dedicarse a pensaren maridos para ellas. Anne, si hubiesevivido, podría estar casada ya, y, encuanto a Rafe, aún no le ha buscadonada. Piensa en Helen Barre; lo deprisaque va con la lectura, cómo no puedenarreglárselas sin ella en Austin Friars.Cree ya que su marido está muerto ypiensa: debo decírselo, debo decirle quees libre. Es demasiado comedida paramostrar su alegría, pero ¿a quién no legustaría saber que no está sometida ya aun hombre como aquél?

Enrique mantiene durante toda la

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misa un constante zumbido de charla.Examina documentos y se los pasa a susconsejeros. Sólo se arrodilla en unacceso de respeto en la consagración,cuando se produce el milagro y unaoblea se convierte en Dios. Tan prontocomo el sacerdote dice «Ita, missa est»,murmura: acudid a mi cámara, solo.

Primero los cortesanos reunidosdeben hacer sus reverencias a Ana. Susdamas retroceden y la dejan sola en unreducido espacio iluminado por el sol.Él observa, observa a gentilhombres yconsejeros, entre los cuales, este díafestivo, se cuentan muchos de los amigosde infancia del monarca. Se fija

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especialmente en sir Nicholas Carew; sureverencia a la nueva reina esimpecable, pero no puede evitar fruncirlos labios. Dispón tu rostro, NicholasCarew, tu antiguo rostro de familia. Oyea Ana decir: éstos son mis enemigos. Élañade a la lista a Carew.

Detrás de las cámaras de recepciónestán las habitaciones del rey, que sóloven los íntimos, donde le sirven susgentilhombres, y donde puede verselibre de embajadores y espías. Es elterreno de Henry Norris, y Norris lefelicita cortésmente por su nuevonombramiento y se va en silencio.

—Sabéis que Cranmer va a

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convocar un tribunal para decidir ladisolución oficial del… —dice Enrique,no quiere volver a oír hablar de sumatrimonio, así que hasta él evita lapalabra—. Le he pedido que loconvoque en el monasterio deDunstable, porque queda, a cuánto, adiez o doce millas de Ampthill, dondese aloja ella…, para que pueda enviar asus abogados si quiere. O comparecerante el tribunal ella misma. Quiero quevayáis a verla, en secreto, sólo ahablarle…

A comprobar que no tenga preparadaninguna sorpresa.

—Dejad a Rafe conmigo cuando os

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vayáis. —Al ver que se le entiende tanfácilmente, el rey se relaja y se anima—.Puedo confiar en que él diga lo que diríaCromwell. Contáis con un buenayudante. Y disimula mejor que vos. Osveo cuando estáis en el Consejo, con lamano delante de la boca. A veces hastaa mí me entran ganas de reír.

Se acomoda en un asiento, se cubrela cara como para protegerse los ojos.Él se da cuenta de que el rey está apunto de llorar otra vez.

—Brandon dice que mi hermana seestá muriendo. Los médicos ya nopueden hacer nada por ella. Aquelcabello que tenía en tiempos, era como

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plata…, mi hermana tenía eso. A lossiete años, ella era la viva imagen de mihermana, como un santo pintado en lapared. Decidme, ¿qué voy a hacer conmi hija?

Él espera, hasta que sabe que es deverdad una pregunta.

—Sed bueno con ella, señor.Calmadla. No debería sufrir.

—Pero tengo que convertirla enbastarda. Necesito asegurar Inglaterrapara mis hijos legítimos.

—Lo hará el Parlamento.—Sí —gime; se seca las lágrimas—.

Cuando Ana esté coronada. Una cosa,Cromwell, luego podremos desayunar,

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porque tengo mucha hambre. Esteproyecto de matrimonio para mi primoRichard…

Él recorre rápidamente la nobleza deInglaterra. Pero no, ve que es suRichard, Richard Cromwell.

—Lady Carey… —la voz del rey sesuaviza—, bueno, lo he pensado y creoque no. O, al menos, no en estemomento.

Él asiente. Comprende sus razones.Cuando Ana se entere, se pondráfuriosa.

—A veces es un solaz para mí —dice Enrique— no tener que hablar yhablar. Vos nacisteis para entenderme,

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creo.Es una visión de sus circunstancias

respectivas. Él llevaba unos seis añosen este mundo antes de que Enriquellegara a él. Años de los que hizo buenuso. Enrique se quita la gorra bordada,la tira, se pasa las manos por el pelo. Sucabello clarea, como la melena doradade Wyatt, y deja al descubierto la formade su enorme cráneo. Por un momentoparece una estatua tallada, una formamás simple de sí mismo, o uno de susancestros: un miembro de la raza degigantes que vagaban por Britania y queno dejaron rastro más que en los sueñosde sus insignificantes descendientes.

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Regresa a Austin Friars en cuantopuede. ¿Podrá tener un día libre? Lasmultitudes que hay a la entrada de sucasa se han dispersado, porque Thurstonles ha dado ya la comida de Pascua. Vaprimero a la cocina para darle unapalmada en la cabeza y una pieza de oro.

—Cien bocas abiertas, os lo juro —dice Thurston—. Y volverán a la horade cenar.

—Es una vergüenza que haya tantosmendigos.

—De mendigos, nada. Lo que salede esta cocina es tan bueno que ahí fuerahay concejales que se tapan la cara conla capucha para que no les conozcan. Y

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tengo en casa un montón de gente, estéisvos con nosotros o no. Hay franceses,alemanes, florentinos, todos dicenconoceros y todos quieren la comida queles gusta, tengo a sus criados aquí,además, picando de esto, probando deaquello. Tenemos que alimentar a menosgente o construir una cocina.

—Me ocuparé de ello.—El señor Rafe dice que habéis

comprado para la Torre una cantera enNormandía. Dice que los franceses estántodos minados y que se les abrenagujeros en el suelo y se caen por ellos.

Qué piedra tan bella. Tiene el colorde la manteca. Cuatrocientos hombres en

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nómina, y a todo el que se presenta se leenvía de inmediato al trabajo deconstrucción de Austin Friars.

—Thurston, no permitáis que nadieande picando ni probando nuestracomida.

Piensa que así fue como estuvo apunto de morir el obispo Fisher; amenos que la causa fuese en realidad laolla. Nunca podrías poner peros a laolla de Thurston. Acude a mirarla,burbujea.

—¿Sabéis dónde está Richard?—Picando cebollas en la escalera

del fondo. Ah, ¿os referís al señorRichard? Arriba, comiendo. Con todos.

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Sube. Ve que los huevos de Pascuallevan sus rasgos, son inconfundibles. Joha pintado su sombrero y su cabello enuno, así que parece que lleve una gorracon orejeras. Le ha puesto dos barbillaspor lo menos.

—Bueno, señor —dice Gregory—.Es indudable que estáis engordando.Cuando estuvo aquí Stephen Vaughan nopodía creer que fueseis vos.

—Mi señor el cardenal aumentabade tamaño como la luna —dice él—. Esun misterio, porque se sentaba a la mesay tenía que levantarse enseguida aresolver algún asunto, e incluso cuandoestaba en la mesa apenas podía comer,

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porque no paraba de hablar. Ay, pobrede mí. Llevo desde anoche sin meter enla boca ni un trozo de pan.

Coge un trozo de pan y dice: «Hansquiere pintarme».

—Espero que pueda darse prisa —dice Richard.

—Richard…—Comed.—Es mi desayuno. No, es igual.

Ven.—El novio feliz —dice, burlón,

Gregory.—Tú —le amenaza su padre— vas a

ir al norte con Rowland Lee. Si creesque soy duro, espera a conocer a

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Rowland.Ya en el despacho, dice:—¿Cómo va la práctica con el arco?—Bien. Los Cromwell derrotarán a

todos.Tiene miedo por su hijo. Miedo a

que caiga, a que resulte herido, a que lematen. Miedo por Richard también;estos muchachos son la esperanza de sucasa.

—¿Eso soy yo? —dice Richard—.¿El novio feliz?

—El rey dice que no. No es por mifamilia ni por la tuya… Dice que eres suprimo. Yo creo que su actitud connosotros es excelente en este momento.

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Pero necesita a María para él. El niñonacerá a finales de verano y tiene miedoa tocar a Ana. Y no desea reanudar suvida célibe.

—¿Lo ha dicho? —exclama Richardalzando la vista.

—Me lo dio a entender. Y lotransmito tal como lo entendí. Y los dosestamos asombrados, pero losuperamos.

—Supongo que si las hermanasfuesen más parecidas, podría unoempezar a entenderlo.

—Supongo que sí podría entenderse,sí —dice él.

—Y es la cabeza de nuestra Iglesia.

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No me extraña que los extranjeros serían.

—Si él fuese un modelo de conductaen su vida privada, resultaríasorprendente…, pero a mí lo único quepuede preocuparme es su condición derey. Si fuese un déspota, si no hiciesecaso al Parlamento, si no prestaseatención a los Comunes y gobernase a suvoluntad…, pero no lo hace…, así queno tengo que preocuparme por cómo secomporta con sus mujeres.

—Pero si no fuese rey…—Oh, estoy de acuerdo. Le harías

encerrar. Pero Richard, salvo lo deMaría, se ha portado bastante bien. No

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ha llenado el palacio de bastardos comolos reyes escoceses. Ha habido mujeres,pero ¿quién puede nombrarlas? Sólo lamadre de Richmond y las Bolena. Hasido discreto.

—Me atrevo a decir que Catalinasabía sus nombres.

—¿Quién puede decir que será unmarido fiel? ¿Podrás tú?

—Tal vez no tenga la oportunidad.—Todo lo contrario. Tengo una

esposa para ti. ¿Qué te parece la chicade Thomas Murfyn? La hija de unalcalde no es una mala propuesta. Yvuestra fortuna será superior a la suya,de eso ya me encargaré yo. A Frances le

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gustas. Lo sé porque se lo hepreguntado.

—¿Le habéis pedido a mi esposaque se case conmigo?

—Como estuve comiendo allíayer…, no tenía sentido aplazarlo,¿verdad?

—No, en realidad no.Richard se ríe. Se retrepa en el

asiento. Su cuerpo (su cuerpo capaz,admirable, que tanto ha impresionado alrey) transpira alivio.

—¡Frances! Bien. Me gusta Frances.Mercy lo aprueba. No puede

imaginar cómo se habría tomado ella lode lady Carew, no había comentado el

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asunto con las mujeres.—No aplacéis demasiado concertar

una boda para Gregory —dice ella—.Ya sé que es muy joven, pero hayhombres que no maduran hasta que notienen un hijo.

No ha pensado en eso, pero podríaser cierto. Si es así, hay esperanza parael reino de Inglaterra.

Dos días después, está de nuevo enla corte. El tiempo pasa muy deprisaentre Pascua y Pentecostés, en que Anaserá coronada.

Él inspecciona sus nuevos aposentosy ordena que lleven braseros paraayudar a secar el yeso. Quiere examinar

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los frescos, le gustaría que lo hicieseHans, pero está pintando a Dinteville ydice que necesita seguir con ello, porqueel embajador le está pidiendo al reyFrancisco que se acuerde de él, y leenvía una carta quejumbrosa en cadabarco. Para la nueva reina no vamos atener esas escenas de caza que se venpintadas en todas partes, ni lúgubressantos con los instrumentos de sumartirio, sino diosas, palomas, halconesblancos, doseles de verdes hojas. Y, enla lejanía, ciudades asentadas en lascolinas: en primer plano, templos,huertos de frutales, columnas caídas ycielos cálidos y azules delineados como

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dentro de un marco, con bordes decolores vitruvianos, mercurio ycinabrio, ocre tostado, malaquita, índigoy morado. Desenrolla los esbozos quehan hecho los operarios. El búho deMinerva extiende las alas en un panel.Una Diana descalza ajusta una flecha enel arco. Una cierva blanca la observadesde los árboles. Él anota unainstrucción para el supervisor: «Laflecha debe diferenciarse en oro. Todaslas diosas tienen los ojos oscuros».Siente un aletazo en la oscuridad, elmiedo le roza: ¿y si Ana muere? Enriquequerrá otra mujer. La llevará a esashabitaciones. Puede tener los ojos

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azules. Tendrá que borrar las caras ypintarlas de nuevo, sobre las mismasciudades, las mismas colinas violeta.

Fuera, se detiene a presenciar unapelea. Un cantero y el jefe de losalbañiles se dan de golpes con listones.Se detiene en el círculo que formanalrededor los demás operarios.

—¿Qué pasa?—Nada. Los canteros tienen que

pelearse con los albañiles.—¿Como Lancaster y York?—Así.—¿Habéis oído hablar alguna vez

del campo llamado Towton? El rey mecuenta que murieron allí más de veinte

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mil ingleses.El hombre le mira boquiabierto.—¿Contra quién luchaban?—Entre ellos.Fue el domingo de Ramos de 1461.

Los ejércitos de los dos reyes seenfrentaron en la nieve batida por elviento. El ganador fue el rey Eduardo,abuelo del rey actual, si se puede decirque hubo ganador. Los cadáveresformaban un puente balanceante de unaorilla a otra del río. Un númeroindeterminado de ellos consiguieronsalir de allí arrastrándose, rodando yrevolcándose en su propia sangre. Unoscegados, otros desfigurados, otros

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mutilados para toda la vida.El niño del vientre de Ana es la

garantía de que no habrá más guerrasciviles. Es el principio, el comienzo dealgo, la promesa de otro país.

Interviene en la lucha. Les grita queparen. Les da un empujón a los dos, quecaen de espaldas: dos ingleses frágiles,huesos quebradizos, dientes de tiza. Losvencedores de Agincourt. Se alegra deque no esté allí Chapuys observando.

Los árboles están llenos de hojascuando él se adentra en Bedfordshire,con un reducido séquito en un asunto

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extraoficial. Christophe cabalga a sulado y le agobia: me dijisteis que meexplicaríais quién es Cicerón y quién esReginald Pole.

—Cicerón era un romano.—¿Un general?—No, eso se lo dejó a otros. Como

yo, por ejemplo, podría dejárselo aNorfolk.

—Oh, Norferk. —Christophe someteal duque a su peculiar pronunciación—.Uno de los que se mean en vuestrasombra.

—¡Santo cielo, Christophe! He oídolo de escupir en la sombra de alguien,pero…

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—Sí, pero hablamos de Norferk. ¿YCicerón?

—Nosotros los abogadosprocuramos memorizar todos susdiscursos. Si hubiese hoy un hombre quetuviese toda la sabiduría de Cicerón enla cabeza, estaría… —¿Sería qué?—.Cicerón estaría al lado del rey —dice.

Esto no impresiona demasiado aChristophe.

—Y Pole, ¿es un general?—Un sacerdote. Aunque eso no es

del todo cierto… Tiene cargos en laIglesia, pero no ha sido ordenado.

—¿Por qué no?—Porque así puede casarse, sin

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duda. Lo que le hace peligroso es susangre. Es un Plantagenet. Sus hermanosestán en este reino bajo vigilancianuestra. Pero Reginald está en elextranjero y tememos que estéconspirando con el emperador.

—Mandad a alguien a matarlo. Iréyo.

—No, Christophe, os necesito paraimpedir que la lluvia me estropee lossombreros.

—Como queráis. —Christophe seencoge de hombros—. Pero mataré a unPole cuando lo necesitéis, será unplacer.

La mansión de Ampthill, en otros

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tiempos fortificada, tiene torresespaciosas y una espléndida entrada. Sealza en una colina que domina el entornoboscoso. Es una residencia agradable, eltipo de casa al que irías a recuperarfuerzas después de una enfermedad. Sehabía construido con dinero ganado enlas guerras francesas, en los tiempos enque los ingleses solían ganarlas. Pese aque, en consonancia con su nuevacondición como princesa viuda deGales, Enrique ha reducido el númerode sirvientes de Catalina, aún estárodeada de capellanes, confesores,administradores, cada uno con suséquito de sirvientes, de mayordomos y

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tallistas, médicos, cocineros,marmitones, malteros, artistas, tocadoresde laúd, encargados de las aves,jardineros, lavanderas, boticarios y unentorno de damas encargadas de la ropa,de damas de cámara y de sus doncellas.Pero cuando le hacen entrar en lahabitación, ella indica con un gesto a susacompañantes que se retiren. Nadie lehabía dicho que iba a llegar, pero debede tener espías en el camino. De ahí sudespreocupada exhibición de que estáocupada: un libro de oraciones en elregazo, y algo de costura. Él searrodilla, inclina la cabeza ante esosobstáculos.

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—Decidme, señora, ¿cuál de losdos?

—Bueno, ¿inglés hoy? Levantaos,Cromwell, no perderemos el tiempocomo en la última entrevista decidiendoqué idioma usar. Porque ahora sois unhombre muy ocupado. En primer lugar—añade luego, una vez superados losformalismos—, no compareceré antevuestro tribunal de Dunstable. ¿Es loque venís a preguntar, no? No loreconozco. Mi causa está en Roma,esperando la decisión del Santo Padre.

—Que tarda en decidirse, ¿verdad?—le dirige una sonrisa desconcertada.

—Esperaré.

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—Pero el rey quiere resolver de unavez sus asuntos.

—Tiene un hombre que lo hará. Yono le llamo arzobispo.

—Clemente emitió las bulas.—A Clemente le engañaron. El

doctor Cranmer es un hereje.—¿Pensáis tal vez que el rey es un

hereje?—No. Sólo cismático.—Si se convocase un concilio

general de la Iglesia, Su Majestad sesometería a su juicio.

—Será demasiado tarde, si estáexcomulgado y expulsado de la Iglesia.

—Todos tenemos la esperanza, estoy

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seguro de que también vos, señora, deque nunca llegará ese día.

—Nulla salus extra ecclesiam.Fuera de la Iglesia no hay salvación.Hasta los reyes comparecen en el JuicioFinal. Enrique lo sabe, y tiene miedo.

—Señora, dadle margen, demomento. Mañana, ¿quién sabe? Noeliminéis toda posibilidad dereconciliación.

—Tengo entendido que la hija deThomas Bolena está embarazada.

—Ciertamente, pero…Catalina más que nadie debería

saber que eso no garantiza nada.Considera lo que él quiere decir, lo

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piensa, cabecea.—Veo las circunstancias en las que

él podría volver conmigo. He tenidomuchas oportunidades de estudiar elcarácter de esa dama, y no es paciente nibuena.

No importa; basta que tenga suerte.—En el caso de que no tengan hijos,

deberíais pensar en vuestra hija, ladyMaría. Reconciliaos, señora. Él puedeconfirmarla como heredera. Y si cedéis,él os ofrecerá todos los honores y uncuantioso patrimonio.

—¡Un cuantioso patrimonio! —Catalina se levanta; se le cae la labor dela falda; el libro de oraciones golpea el

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suelo con un ruido seco y coriáceo, y eldedal de plata salta en las tablas y ruedahasta un rincón—. Antes de que mehagáis ninguna oferta ridícula más, señorCromwell, permitidme que os cuente uncapítulo de mi historia. Después de lamuerte de Milord Arturo, pasé cincoaños en la pobreza. No podía pagar amis servidores. Comprábamos lacomida más barata que podíamosencontrar, comida ruin, en mal estado, elpescado rancio…, cualquier pequeñomercader tenía mejor mesa que la hijade España. El difunto rey Enrique no mepermitía volver con mi padre porquedecía que le debía dinero…, regateaba

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conmigo como una de esas mujeres quevan de puerta en puerta vendiendohuevos podridos. Yo deposité mi fe enDios, no desesperé, pero hube depadecer la más profunda humillación.

—¿Por qué queréis volver apadecerla, entonces? —Frente a frente;se miran furiosos—. Suponiendo quetodo lo que se proponga el rey seahumillaros.

—Hablad claro.—Si se os considerase culpable de

traición, la ley seguiría su curso, comocon cualquier otro súbdito. Vuestrosobrino amenaza con invadirnos envuestro nombre.

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—Eso no sucederá. No en minombre.

—Es lo que digo yo, señora. —Suaviza el tono—. Digo que elemperador está ocupado con los turcos,no quiere tanto a su tía, perdonad que oslo diga, como para reclutar otro ejército.Pero algunos dicen: «Oh, callad,Cromwell, ¿qué sabéis vos?». Dicen quetenemos que fortificar los puertos, quetenemos que reclutar tropas, quetenemos que poner el país en estado dealerta. Chapuys, como sabéis, instacontinuamente a Carlos a bloquearnuestros puertos y confiscar nuestrasmercancías y nuestros barcos mercantes

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en el extranjero. Insta a la guerra entodos sus despachos.

—No tengo ninguna noticia de lo quedice Chapuys en sus despachos.

Es una mentira tan descomunal que aél le parece admirable. Una vez dichoeso, Catalina parece debilitada; sehunde de nuevo en la silla, y antes deque él pueda hacerlo por ella, se doblatorpemente por la cintura para recoger lalabor. Tiene los dedos hinchados, einclinarse así parece dejarla sin aliento.Permanece un momento inmóvil,recuperándose, y cuando habla de nuevolo hace de un modo tranquilo ydeliberado.

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—Señor Cromwell, sé que os hefallado. Es decir, he fallado a vuestropaís, que es ya también el mío. El reyfue un buen marido para mí, pero nopude hacer lo que es más necesario quehaga una esposa. Sin embargo, fui, soyuna esposa… ¿Os dais cuenta, os ladais, de que es imposible que crea quefui una ramera veinte años? Es ciertoque no he aportado a Inglaterra muchobien, pero no estaría dispuesta acausarle ningún mal.

—Pero lo hacéis, señora. Tal vez nolo deseéis, pero el mal está hecho.

—No se sirve a Inglaterra con unamentira.

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—Eso es lo que piensa el doctorCranmer. Así que anulará vuestromatrimonio, comparezcáis ante eltribunal o no.

—El doctor Cranmer seráexcomulgado también. ¿No le da ningúnreparo? ¿Tan perdido está?

—Ese arzobispo es el mejorguardián de la Iglesia que hemos tenidoen muchos siglos, señora.

Piensa en lo que dijo Bainham antesde que le quemaran; en Inglaterra hahabido ochocientos años de falsedad,sólo seis años de verdad y luz; seisaños, desde que el Evangelio en inglésempezó a entrar en el reino.

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—Cranmer no es un hereje. Cree enlo mismo que el rey. Reformará lo quehaya que reformar, eso es todo.

—Sé muy bien en qué acabará esto.Tomaréis las tierras de la Iglesia y selas daréis al rey. —Se ríe—. No decísnada, ¿eh? Lo haréis. Pensáis hacerlo.

Casi parece alegrarse, como hacen aveces algunos cuando les dicen que seestán muriendo.

—Señor Cromwell, debéis aseguraral rey que no traeré un ejército contra él.Decidle que rezo por él todos los días.Algunas personas, aquellos que no leconocen como yo, dicen: «Oh, impondrásu voluntad, tendrá lo que desea cueste

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lo que cueste». Pero yo sé que élnecesita estar del lado de la luz. No esun hombre como vos, que puede metersus pecados en las alforjas e ir con ellosde país en país, y cuando las alforjaspesan demasiado alquila una o dosmulas y no tarda en llevar tras él unareata y una tropilla de muleros. Enriquepuede equivocarse, pero necesita que leperdonen. Así que yo creo, y seguirécreyendo, que se apartará de estecamino del error para estar en pazconsigo mismo. Y paz es lo quedeseamos todos, estoy segura.

—Qué plácido final pintáis, señora.«Paz es lo que deseamos todos.» Como

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una abadesa. ¿Estáis completamentesegura, por cierto, de que no pensáisconvertiros en abadesa?

Una sonrisa. Una sonrisa amplia yclara.

—Lamentaré no volver a veros. Soismucho más hábil en la conversación quelos duques.

—Los duques volverán.—Estoy preparada. ¿Hay noticias de

milady Suffolk?—El rey dice que se está muriendo.

Brandon no tiene ánimo para nada.—Bien puedo creerlo —susurra

Catalina—. Sus rentas como reina viudade Francia mueren con ella. Y ésa es la

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parte más importante de las rentas deque dispone él. Aun así, estoy segura deque vos le conseguiréis un préstamo, aalguna tasa de interés inicua —alza lavista—. A mi hija le gustará saber queos he visto. Piensa que fuisteis buenocon ella.

Él sólo recuerda haberle dado untaburete para que se sentara. Debe dellevar una vida lúgubre, si recuerda eso.

—En realidad, lo correcto habríasido que permaneciese de pie,esperando una señal mía.

Su propia hijita transida de dolor.Ella debe sonreír, pero no cede unapulgada. Julio César habría tenido más

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compasión. Aníbal.—Decidme —pregunta ella,

tanteando el terreno—, ¿leería el rey unacarta mía?

Enrique ha dado en romper lascartas de Catalina sin leerlas, o enquemarlas. Dice que le disgustan por susexpresiones de amor. Él no estádispuesto a contarle eso.

—Entonces esperad una hora —diceella— mientras la escribo. Salvo quequeráis pasar una noche con nosotros…Me alegraría tener compañía en la cena.

—Gracias, pero debo regresar. ElConsejo se reúne mañana. Además, sime quedase, ¿dónde metería mis mulas?

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Sin mencionar a mi tropilla demuleros…

—Oh, los establos están mediovacíos. El rey procura que tenga escasezde monturas. Cree que estoy pensandoen salir a escondidas y cabalgar hasta lacosta y escapar a Flandes en un navío.

—¿Y lo haréis?Le ha recogido el dedal. Se lo

entrega. Ella lo hace saltar en la manocomo si fuese un dado y se dispusiese alanzarlo.

—No. Me quedaré aquí. O iré adonde me manden. A donde quiera elrey. Como debe hacer una esposa.

Hasta la excomunión, piensa él. Eso

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os librará de todos los vínculos, comoesposa, como súbdita.

—Esto también es vuestro —dice,abriendo la palma de la mano; hay enella una aguja con la punta dirigidahacia Catalina.

Corre por la ciudad la noticia de queThomas Moro ha caído en la pobreza. Élse ríe de ello con el secretario deEstado, Gardiner.

—Alice era una viuda rica cuandose casó con ella —dice Gardiner—. Yél tiene tierras propias. ¿Cómo puedeser pobre? Y ha casado bien a las hijas.

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—Y aún tiene su pensión del rey.Él está buscando documentos para

Stephen, que se prepara para presentarsecomo letrado titular de Enrique enDunstable. Ha reunido todas lasdeclaraciones de las audiencias deBlack Friars, que parecen datar de otrosiglo.

—Los ángeles nos valgan —diceGardiner—. ¿Hay algo que vos noarchivéis?

—Si siguiésemos buscando hasta elfondo de este cofre, encontraría cartasde amor de vuestro padre a vuestramadre.

Limpia el polvo de la última tanda.

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—Tomad. —Los documentosgolpean en la mesa—. Stephen, ¿quépodemos hacer por John Frith? Fuealumno vuestro en Cambridge. No leabandonéis.

Pero Gardiner cabecea y seconcentra en los documentos,revisándolos, tarareando entre dientes.

—Bueno —exclama—, ¡quién iba adecirlo! ¡Aquí hay algo interesante!

Coge una barca para ir a Chelsea. Elex canciller está tranquilamente en sugabinete, su hija Margaret traduce delgriego con voz monótona apenasaudible. Cuando él se acerca, oye cómole indica un error.

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—Dejadnos, hija —dice Moro, alverle—. No quiero que estéis en estacompañía diabólica.

Pero Margaret alza la vista y sonríe.Moro se levanta de la silla, un pocorígido, como si le doliese la espalda, yle ofrece una mano.

Es Reginald Pole, desde Italia, quiendice que él es un diablo. Lo malo es quelo dice en serio; en su caso, no es unaimagen, como en una fábula, sino algoque considera cierto, lo mismo que élconsidera cierto el Evangelio.

—Bueno —dice—. Nos hemosenterado de que no podéis asistir a lacoronación porque no podéis pagaros

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una chaqueta nueva. El obispo deWinchester os comprará una si queréisasistir.

—¿Stephen? ¿Lo hará?—Lo juro. —Le encanta la idea de

volver a Londres y pedirle a Gardinerdiez libras—. O los hombres del gremioharán una colecta, si queréis, paracompraros también un sombrero y unjubón nuevos.

—¿Y cómo iréis vestido vos? —pregunta afablemente Margaret, como sile hubiesen pedido que se ocupaseaquella tarde de dos niños.

—Me están haciendo algo. Dejo quelos demás se ocupen de eso. Con que

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pueda evitar que se rían de mí, serásuficiente.

No os vestiréis como un abogado eldía de mi coronación, ha dicho Ana. Hallamado a Jane Rochford y le ha hechotomar notas como a una empleada:Thomas debe ir de color carmesí.

—Señora Roper —dice—, ¿nosentís curiosidad por ver coronada a lareina?

Su padre interviene, impidiéndolehablar.

—Es un día vergonzoso para lasmujeres de Inglaterra. Se las oye decirloen las calles…, cuando llegue elemperador, las esposas tendrán de

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nuevo sus derechos.—Padre, estoy segura de que

procurarán no decir eso delante delseñor Cromwell.

Él suspira. No es gran cosa saberque todas las alegres y jóvenes putasestán de tu parte. Todas las mujeresencerradas y las hijas fugadas. Aunqueahora que Ana se ha casado, seconvierte en ejemplo. Ha abofeteado yaa Mary Shelton, le cuenta lady Carey,por escribir una adivinanza en el librode oraciones, y no era siquiera unaindecente. La reina se sientaúltimamente muy erguida, con el niñoagitándose en su vientre y la labor en la

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mano, y cuando Norris y Weston y losgentilhombres amigos suyos invaden susaposentos, ella les mira, mientrasofrendan cumplidos a sus pies, como siestuviesen esparciendo arañas por losbordes de sus faldas. Mejor noacercarse a ella a menos que lo hagascon un texto de la Biblia en la boca.

—¿Ha vuelto a visitaros laDoncella? ¿La profetisa?

—Sí —dice Meg—, pero noquisimos recibirla.

—Creo que ha ido a ver a ladyExeter por invitación suya.

—Lady Exeter es una mujer necia yambiciosa —dice Moro.

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—Tengo entendido que la Doncellale contó que sería reina de Inglaterra.

—Repito mi comentario.—¿Creéis en sus visiones? ¿En su

carácter sagrado, quiero decir?—No. Creo que es una impostora.

Lo hace para llamar la atención.—¿Sólo eso?—Nunca se sabe lo que puede hacer

una mujer joven. Tengo la casa llena dehijas.

Él hace una pausa.—Es una bendición.Meg alza la vista, recuerda las

pérdidas que ha sufrido él, aunque nuncahaya oído la pregunta de Anne

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Cromwell: ¿por qué debería tener lapreeminencia la señora Moro?

—Ha habido doncellas santas antesde ésta —dice ella—. Una en Ipswich.Una niña de doce años. Era de buenafamilia, y dicen que hizo milagros, y queno sacó ningún beneficio de ello, ningúnprovecho personal, y murió joven.

—Pero luego hubo aquella Doncellade Leominster —dice Moro, con un gozosombrío—. Cuentan que ahora es puta enCalais, y que se ríe con los clientes detodos los trucos con los que engañó alos que creyeron en ella.

Así que a él no le gustan lasdoncellas santas. Pero al obispo Fisher

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sí. Él la ha visto a menudo. Tiene tratoscon ella.

—Por supuesto, Fisher tiene suspropias ideas —dice Moro, como si lequitase las palabras de la boca.

—Fisher cree que ella ha resucitadoa un muerto. —Moro enarca una ceja—.Pero sólo el tiempo suficiente para queel cadáver se confesase y recibiese laabsolución. Luego se desplomó y semurió otra vez.

—Esa clase de milagros —diceMoro, sonriendo.

—Tal vez sea una bruja —dice Meg—. ¿Lo creéis? Hay brujas en lasEscrituras. Podría citaros.

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No, por favor.—Meg —dice Moro—, ¿os indiqué

dónde había dejado la carta?Ella se levanta, marcando con un

hilo el lugar por donde va en el textogriego.

—He escrito a esa doncellaBarton…, dama Elizabeth, debemosllamarla, ahora es una monja profesa. Lehe aconsejado que no perturbe la paz delreino, que deje de atribular al rey consus profecías, que evite la compañía delos grandes, hombres y mujeres, queobedezca a sus directores espirituales,y, en suma, que se quede en casa y recesus oraciones.

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—Como deberíamos hacer todos, sirThomas, siguiendo vuestro ejemplo. —Asiente, vigorosamente—. Amén.Supongo que guardáis una copia, ¿no?

—Tráela, Meg, porque, si no, no semarchará nunca.

Moro le da rápidas instrucciones asu hija. Pero él se convence de que no ledice que redacte la carta en el momento.

—Me iré enseguida —dice—. Noquiero perderme la coronación. Tengoque ponerme la ropa nueva. ¿No nosharéis compañía?

—Os haréis compañía unos a otrosen el Infierno.

Eso es lo que olvidas, esa

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vehemencia. Su capacidad para hacercomentarios malévolos, pero no parasoportarlos.

—La reina tiene buen aspecto —dice él—. Me refiero a vuestra reina, noa la mía. Parece muy cómoda enAmpthill. Pero ya debéis de saberlo,claro.

No tengo correspondencia con laprincesa viuda, dice Moro sin pestañear.Está bien, dice él, porque estoyvigilando a dos frailes que han estadollevando cartas de ella al extranjero…Empiezo a pensar que toda la orden delos franciscanos trabaja contra el rey. Siles detengo y no puedo convencerles, ya

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sabéis que soy muy persuasivo, para queconfirmen mis sospechas tendré quecolgarlos por las muñecas e iniciar unaespecie de competición entre ellos, paraver cuál es el que recobra antes elsentido común. Por supuesto, yo meinclinaría más por dejarles en casa,alimentarles y darles una bebida fuerte,pero en fin, sir Thomas, siempre me heguiado por vos y habéis sido mi maestroen estas artes.

Tiene que decirlo todo antes de queregrese Margaret Roper. Golpea la mesacon los dedos para conseguir que Morole preste atención. John Frith. Pedidaudiencia con Enrique. Os dará la

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bienvenida como a un hijo perdido.Hablad con él y pedidle que seentreviste con Frith. No os pido queestéis de acuerdo con John (para vos esun hereje, y tal vez lo sea), sólo os pidoque hagáis eso, y que se lo digáis al rey,que le digáis que Frith es un alma pura,que es un eximio erudito, para que ledeje vivir. Si su doctrina es falsa y lavuestra es verdadera, podéis hablar conél y convencerle, sois hombre elocuente,el más persuasivo de nuestra época, nocomo yo… Convencedle de que vuelvaa Roma si podéis. Pero si muere, nuncasabréis si podríais haber salvado sualma.

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Los pasos de Margaret.—¿Es ésta, padre?—Dádsela.—Supongo que hay copias de la

copia…—Ya podréis suponer que hemos

tomado todas las medidas razonables —dice la joven.

—Vuestro padre y yo estábamoshablando de monjes y frailes. ¿Cómopueden ser buenos súbditos del rey sideben fidelidad a los superiores de susórdenes, que están en el extranjero, enotros países, y que tal vez sean súbditosdel rey de Francia o del emperador?

—Supongo que de todos modos son

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ingleses.—He conocido pocos que se

comportasen como tales. Vuestro padreos explicará más detalladamente lo quedigo.

Le hace una venia, estrecha la manoa Moro, apretando sus flojos tendones;las cicatrices desaparecen. Essorprendente cómo lo hacen. Y ahora supropia mano es blanca, una mano degentilhombre, la piel tersa sobre lasarticulaciones, aunque en otros tiempospensaba que las marcas de quemaduras,las señales que todo herrero graba ensus manos debido a su trabajo, nuncadesaparecerían.

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Se va a casa. Le recibe Helen Barre.—He ido de pesca —dice él—. A

Chelsea.—¿Pescasteis a Moro?—Hoy no.—Han llegado vuestras ropas.—¿Sí?—Son de color carmesí.—Santo cielo —dice, riéndose—.

Helen…Ella le mira. Parece esperar.—No he encontrado a vuestro

marido.Ella tiene las manos hundidas en el

bolsillo del delantal. Las mueve como situviese algo en ellas. Él se da cuenta de

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que aprieta una mano con la otra.—¿Así que creéis que ha muerto?—Sería razonable pensarlo. He

hablado con el hombre que le vio en elrío. Parece un buen testigo.

—Así que podría casarme de nuevo.Si alguien me quisiese.

Helen posa la mirada en su rostro.No dice nada. Está inmóvil. El momentoparece prolongarse. Luego: ¿qué pasócon vuestro cuadro? El del hombre quetenía el corazón como un libro en lasmanos. ¿O era que el libro tenía formade corazón?

—Se lo regalé a un genovés.—¿Por qué?

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—Necesitaba pagar por unarzobispo.

Ella se mueve, renuente, despacio.Aparta los ojos de su cara.

—Ha venido Hans. Os estáesperando. Está furioso. Dice que eltiempo es dinero.

—Le compensaré.Hans está robando tiempo de sus

tareas para los preparativos de lacoronación. Anda construyendo unmodelo al natural del monte Parnaso enGracechurch Street, y hoy tiene queponer en su lugar a las nueve musas, asíque no le hace gracia tener que esperar aThomas Cromwell. Da golpes en la

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habitación contigua. Parece que estámoviendo los muebles.

Llevan a Frith al palacio delarzobispo en Croydon para que leexamine Cranmer. El nuevo arzobispopodría haberle visto en Lambeth; pero elcamino hasta Croydon es más largo, ypasa por los bosques. Con lafrondosidad de esos bosques, le dicen,sería un mal día para nosotros si osescapaseis. Fijaos en la espesura de losárboles en el lado de Wandsworth.Podría ocultarse allí un ejército.Podríamos pasarnos dos días

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buscándoos, más…, y si os hubieseismarchado hacia el este, hacia Kent y elrío, habríais salido del bosque antes deque llegásemos allí dando la vuelta.

Pero Frith conoce su camino; sedirige a la muerte. Ellos se paran,silbando, hablan del tiempo. Uno orina,pausadamente, en un árbol. Otro sigue elvuelo de un arrendajo entre las ramas.Pero cuando se vuelven, Frith estáesperando, tranquilo, a que se reanudesu viaje.

Cuatro días. Cincuentaembarcaciones en procesión,

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proporcionadas por los gremios de laciudad. Dos horas desde la ciudad aBlackwall. Los aparejos adornados concampanillas y banderas; brisa leve perofresca como pidió él a Dios en susoraciones. Invierte el orden, ancla en lasescaleras de Greenwich Palace, únete ala reina, que llega en su embarcación, laantigua de Catalina, rebautizada, deveinticuatro remos; al lado, sus mujeres,su guardia. Todos los ornamentos de lacorte del rey, todas esas almasorgullosas y nobles que juraron quesabotearían el acontecimiento. Barcasllenas de músicos; trescientasembarcaciones a flote, ondeando

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estandartes y gallardetes. La músicaresuena de una orilla a otra, y loslondinenses se alinean en ambas orillas.Río abajo con la corriente, con undragón acuático en cabeza escupiendofuego y acompañado de hombressalvajes que lanzan petardos. Los barcosgrandes saludan con salvas de artillería.

Cuando llegan a la Torre, ha salidoel sol. Parece que el Támesis estuvieseen llamas. Enrique espera para recibir aAna cuando desembarca. La besa sinformalismos, echa atrás la túnica,sosteniéndola a los lados para mostrarsu vientre a Inglaterra.

Luego Enrique nombra caballeros:

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una multitud de Howards y Bolenas, susamigos y servidores. Ana descansa.

Tío Norfolk se pierde elespectáculo. Enrique le ha enviado avisitar al rey Francisco, para reafirmaruna cordialísima alianza entre los dosreinos. Él es el conde mariscal y deberíaestar al cargo de la coronación. Pero hayotro Howard que actúa como delegadosuyo, y, junto a él, Thomas Cromwell lodirige todo, incluido el tiempo.

Ha conferenciado con lord ArthurLisley, que presidirá el banquete de lacoronación. Arthur Plantagenet, unagentil reliquia de una época anterior.Tiene que ir a Calais, en cuanto acabe

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esto, para sustituir como gobernador allía lord Berners, y él, Cromwell, debeinstruirle antes de que se vaya. Lisleytiene un rostro alargado y huesudo dePlantagenet, y es alto, como su padre elrey Eduardo, que tuvo sin duda muchosbastardos, pero ninguno tan distinguidocomo este primero, que dobla la rodillaobediente ante la hija de Bolena. Sumujer Honor, que es su segunda esposa,es veinte años más joven que él, menuday delicada, una esposa de juguete. Visteseda de color tostado, brazaletes decoral con corazones de oro y suexpresión es de una insatisfacciónvigilante que bordea la irritación. Le

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mira de arriba abajo. Supongo que soisCromwell… Si un hombre te hablase enese tono, le invitarías a salir fuera ypedirías a alguien que te sostuviese lachaqueta.

Segundo Día: traslado de Ana aWestminster. Él se levanta antes de lasprimeras luces. Otea desde las almenasy ve las nubes finas que se dispersansobre la orilla de Bermondsey, y el fríodel amanecer, claro como agua, dejapaso a un calor firme y dorado.

El cortejo de Ana va encabezado porel séquito del embajador francés. Siguenlos jueces, de escarlata. Los Caballerosdel Baño, de azul violeta, a la antigua

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usanza; luego, los obispos, el LordCanciller Audley y su comitiva, losgrandes lores ataviados con terciopelocarmesí. Dieciséis caballerostransportan a Ana en una litera blanca dela que cuelgan campanillas de plata quetintinean a cada paso, a cada aliento; lareina va de blanco, su extraña pielrelumbra, en la cara una sonrisa solemney atenta, el cabello suelto bajo uncírculo de joyas. Detrás, las damas enpalafrenes cubiertos de terciopeloblanco. Y ancianas viudas en suscarruajes, la expresión agria.

En cada vuelta de la ruta hayrepresentaciones y estatuas vivientes,

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recitados de las virtudes de la reina yregaba los de oro de las arcas de laciudad, su emblema, un halcón blanco,coronado y entrelazado de rosas, yflores desmenuzadas y aplastadas porlos pies de los dieciséis fornidoscaballeros, para que se eleve el aromacomo humo. Hay a lo largo del recorridotapices y estandartes colgados, y,siguiendo sus órdenes, el suelo, bajo loscascos de los caballos, está cubierto degravilla para que no resbalen, y semantiene contenida a la multitud convallas en previsión de avalanchas yalborotos. Todos los funcionarios de laley de Londres de los que puede

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disponer están entre la multitud, porquese ha decidido que, cuando se recuerdeen el futuro esto y se cuente a los que nolo presenciaron, nadie pueda decir: oh,la coronación de la reina Ana fue el díaen que me robaron la bolsa. FenchurchStreet, Leadenhall, Cheap, Paul'sChurchyard, Fleet, Temple Bar,Westminster Hall. Hay tantos surtidoresde vino que es difícil encontrar uno deagua. Y, mirándolos desde arriba, losotros londinenses, esos monstruos queviven en el aire, la innumerablepoblación de la ciudad de hombres depiedra y mujeres y animales y cosas queno son bestias ni humanas, conejos con

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colmillos y liebres voladoras, pájarosde cuatro patas y serpientes aladas,duendes de ojos saltones y picos depato, hombres con guirnaldas de hojas ocon cabezas de cabra o de carnero;criaturas con moños y alas de cuero, conorejas peludas y cascos por pies,cornudos y rugientes, con plumas yescamas, unos ríen, otros cantan, otrosabren los labios para enseñar losdientes. Leones y frailes, asnos y gansos,demonios con niños en las fauces,devorados del todo salvo por unos piesdesvalidos; de yeso o de plomo, demetal o de mármol, chillando y riendosobre la muchedumbre, gruñen y gritan y

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bufan desde contrafuertes, muros ytejados.

Aquella noche, con permiso del rey,él regresa a Austin Friars. Visita a suvecino, Chapuys, que se ha recluidohuyendo de los acontecimientos del día,cerrando los postigos y tapándose losoídos para protegerse de las fanfarrias ylos cañonazos ceremoniales. Vaacompañado de una reducida procesiónsatírica encabezada por Thurston, quelleva dulces al embajador paralevantarle el ánimo, y un excelente vinoitaliano que le envió el duque deSuffolk.

Chapuys le recibe sin una sonrisa.

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—Bueno, habéis triunfado dondefracasó el cardenal. Enrique haconseguido por fin lo que quería. Ledigo a mi señor, que es capaz de mirarestas cosas imparcialmente, que es unalástima desde el punto de vista deEnrique que no hubiese tenido aCromwell hace años. Sus asuntoshabrían ido mucho mejor.

Él está a punto de decir: «Todo melo enseñó el cardenal», pero Chapuyssigue, impidiéndole hablar.

—Cuando llegaba ante una puertacerrada, el cardenal intentabapersuadirla con halagos para que seabriese. ¡Oh, puerta hermosa, ábrete!

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Luego, intentaba abrirla con algunaartimaña. Y vos hacéis lo mismo,exactamente igual —se sirve parte delregalo del duque—. Pero, en últimocaso, os limitáis a abrirla de una patada.

El vino es uno de esos grandes ynobles vinos que le gustan a Brandon, yChapuys lo bebe apreciando su calidad,y dice: «Yo no lo entiendo, no entiendonada de este desdichado país. ¿Es papaahora Cranmer? ¿O es papa Enrique?¿Tal vez lo sois vos? Los hombres a miservicio que estaban entre la multitudhoy dicen que oyeron pocas voces afavor de la concubina y muchas quedecían: Dios bendiga a Catalina, la

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verdadera reina».¿De veras? No sé en qué ciudad

debían de estar.Tal vez hiciesen bien preguntando,

gime Chapuys. Últimamente el rey sóloesta rodeado de franceses, y ella,Bolena, es medio francesa, y estácomprada del todo por ellos; Franciscotiene a toda su familia en el bolsillo.Pero vos, Thomas, a vos no osentusiasman esos franceses, ¿verdad?

Él le tranquiliza. Mi querido amigo,en absoluto.

Chapuys llora. No es propio de él:todo el mérito es de ese noble vino.

—He fallado a mi señor el

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emperador. He fallado a Catalina.—No os preocupéis. —Él piensa:

mañana es otra batalla, mañana es otromundo.

Está en la abadía al amanecer.Empieza a formarse la procesión a lasseis. Enrique seguirá la coronacióndesde un palco protegido por unacelosía, aislado en la cantería pintada.Cuando él se asoma hacia las ocho, elrey ya está sentado, expectante, en uncojín de terciopelo, y un sirvientedesempaqueta su desayuno arrodillado.

—El embajador francés se unirá a

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mí —dice Enrique. Y él se cruza con esegentilhombre cuando sale apresurado.

—Dicen que os han pintado, señorCromwell. También a mí. ¿Habéis vistoel resultado?

—Todavía no. Hans está muyocupado.

Incluso en esta magnífica mañana,allí bajo la bóveda de abanico, elembajador parece teñido de azul.

—Bueno —dice él—, parece que,por la coronación de esta reina, nuestrasdos naciones han alcanzado un estado deperfecta amistad. ¿Cómo mejorar laperfección? Se lo pregunto, Monsieur.

El embajador hace una venia.

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—¿Cuesta abajo a partir de aquí?—Intentémoslo, ¿eh? Mantener una

relación de utilidad mutua. En quenuestros soberanos se den palmadasentre sí.

—¿Otro encuentro en Calais?—Tal vez dentro de un año.—¿Antes no?—No haré salir a mi rey a alta mar

de ninguna manera.—Hablaremos, Cremuel. —El

embajador le da una palmada en elpecho, sobre el corazón.

La procesión de Ana se forma a lasnueve. Ella lleva un manto de terciopelomorado ribeteado de armiño. Tiene que

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recorrer setecientas yardas sobre la telaazul que se extiende hasta el altar, yparece extasiada. Detrás de ella, lejos,la duquesa viuda de Norfolk, que lelleva la cola. Más cerca, sujetando elborde de su larga túnica, el obispo deWinchester a un lado, el obispo deLondres al otro. Ambos, Gardiner yStokesley, eran hombres del rey en lacuestión del divorcio; pero ahora pareceque quisieran hallarse muy lejos delobjeto viviente de su nuevo enlace, quetiene un brillo de sudor en la alta frentey cuyos labios apretados (cuando llegaal altar) parecen haberse esfumado en surostro. ¿Quién dice que deberían

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sostener los bordes de su túnica dosobispos? Todo está escrito en un granlibro, tan viejo que apenas se atreve unoa tocarlo, a alentar sobre él. Parece queLisley lo sabe de memoria. Tal vezdebiera copiarse e imprimirse, piensaél. Toma nota y se concentra en Ana:Ana, no tropecéis, cuando ella se inclinapara tenderse boca abajo en oración anteel altar. Sus ayudantes se adelantan parasostenerla en las doce pulgadascruciales antes de que el vientre toque elsuelo sagrado. Él se da cuenta de queestá rezando: este niño, cuyo corazón amedio formar palpita ahora en el suelode piedra, dejadle que sea santificado

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por este momento, y dejadle que seacomo el padre de su padre, como sustíos Tudor; que sea duro, que esté alerta,pendiente de la oportunidad, queaproveche hasta el giro más pequeño dela fortuna. Si Enrique viviese otrosveinte años, Enrique, que es creación deWolsey, y dejase luego que este niño lesucediese, yo podría construir unpríncipe propio: para la gloria de Dios yel bien de Inglaterra. Porque no serédemasiado viejo. Mira a Norfolk, tieneya sesenta años, su padre tenía setentacuando combatió en Flodden. Y yo noseré como Henry Wyatt, y diré: ahoraestoy retirado de mis ocupaciones.

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Porque qué hay, aparte de lasocupaciones…

Ana, temblorosa, se levanta.Cranmer, envuelto en una densa nube deincienso, aprieta la mano alrededor delcetro, la vara de marfil, y le coloca en lacabeza brevemente la corona de sanEduardo, cambiándola luego por unamás liviana y más soportable: unaprestidigitación, con manos tan diestrascomo si se hubiese pasado la vidamanejando coronas. El prelado pareceligeramente excitado, como si alguien lehubiese ofrecido una taza de lechecaliente.

Una vez ungida, Ana se retira,

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rodeada de incienso, sumergida en sussombras: Anna Regina se dirige a unacámara dispuesta para ella, a prepararsepara el banquete de Westminster Hall.Él se abre paso entre los dignatarios sinceremonias (todos vosotros, todos losque decíais que no asistiríais) y ve aCharles Brandon, condestable deInglaterra montado en su caballo blancoy preparado para entrar cabalgandoentre ellos. Es una presencia inmensa,deslumbrante, de la que aparta la vista;Charles, piensa, no me sobrevivirátampoco. Detrás, otra vez en lapenumbra, buscando a Enrique. Sólo unacosa le detiene: la visión, doblando una

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esquina, del borde de una túnicaescarlata; es, sin duda, uno de losjueces, que ha huido de su procesión.

El embajador veneciano bloquea elacceso al palco de Enrique, pero el reyle indica que se aparte y dice:«Cromwell, ¿verdad que mi esposaestaba bien, que estaba muy bella?¿Queréis ir a verla y darle… —miraalrededor, buscando algún regaloadecuado; luego se quita un diamante deldedo—… y darle esto? —El rey besa elanillo y añade—: Y esto también.

—Espero poder transmitir elsentimiento —dice él, y suspira como sifuese Cranmer.

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El rey se ríe. Está resplandeciente.—Este día es el mejor —dice—. Mi

mejor día.—Hasta el del nacimiento, Majestad

—dice el veneciano con una venia.

Le abre la puerta Mary Howard, lahijita de Norfolk.

—No, no podéis pasar —le dice—.De ninguna manera. La reina no estávestida.

Richmond tiene razón, piensa él; notiene pecho. Todavía. Para catorce años.Encantaré a esta pequeña Howard,piensa, y empieza a hacer revolotear

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palabras en torno a ella, alaba suvestido y sus joyas, hasta que oye unavoz que llega del interior, tan apagadacomo si procediese de una tumba. MaryHoward se sobresalta y dice: bueno,está bien, si ella lo dice, podéis verla.

Las cortinas de la cama estánechadas. Él las retira. Ana está acostadacon su vestido suelto. Parece lisa comoun fantasma, salvo por el sorprendentemontículo del niño de seis meses. Con elatuendo ceremonial apenas se apreciabasu estado, y sólo aquel instante sagradoen que ella se había echado boca abajosobre la piedra le había conectado conaquel cuerpo, que yace ahora tendido

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como para el sacrificio: se le marcanbajo el lino los senos, tiene los piesdescalzos hinchados.

—Madre de Dios —dice ella—. ¿Esque no podéis dejar en paz a lasHoward? Estáis muy seguro de vosmismo para ser un hombre feo. Dejadmeque os mire. —Alza la cabeza—. ¿Eseso carmesí? Es un carmesí muy oscuro.¿Desobedecisteis mis órdenes?

—Vuestro primo Francis Bryan diceque parezco un moratón ambulante.

—Una contusión en el cuerpopolítico —dice riéndose Jane Rochford.

—¿Podréis aguantarlo? —preguntaél, casi dubitativo, casi tierno—. Estáis

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agotada.—Oh, creo que lo soportará. —No

hay rastro de orgullo fraterno en la vozde María—. Nació para esto, ¿no?

—¿Está mirando el rey? —dice JaneSeymour.

—Está orgulloso de ella. —Hablapara Ana, tendida en su catafalco—.Dice que nunca habéis estado tan bella.Os envía esto.

Ana emite un leve susurro, ungemido, entre la gratitud y elaburrimiento: oh, qué, ¿otro diamante?

—Y un beso, que le dije que teníaque traer él en persona.

Ella no muestra ningún indicio de

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que vaya a recoger el anillo. Resultacasi irresistible el impulso decolocárselo sobre el vientre ymarcharse. Pero en vez de hacerlo, se loentrega a su hermana.

—El banquete os esperará, Alteza—dice—. Id cuando creáis que estáislista.

Ella se incorpora con un gemido.—Ya voy.Mary Howard se inclina y le frota la

parte inferior de la espalda con manoinexperta, un movimiento virginal,ondulante, como si acariciase a unpájaro.

—Vamos, estate quieta —dice la

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reina ungida; parece enferma—. ¿Dóndeestuvisteis anoche? Os necesitaba. Lascalles me aclamaron. Les oí. Dicen queel pueblo ama a Catalina, pero enrealidad son sólo las mujeres, que letienen lástima. Les enseñaremos algomejor. Me amarán cuando esta criaturaesté fuera de mí.

—Pero, señora —dice JaneRochford—, aman a Catalina porque eshija de dos soberanos ungidos.Convenceos de ello, señora. A vosnunca os amarán, lo mismo que noaman… aquí a Cromwell. No tiene quever con sus méritos. Es una cosa natural.No tiene sentido intentar eludirlo.

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—Basta ya —dice Jane Seymour. Élse vuelve a mirarla y ve algosorprendente. Ha crecido.

—Lady Carey —dice Jane Rochford—, debemos poner en pie ya a vuestrahermana y vestirla, así que acompañad ala puerta al señor Cromwell y disfrutadcon él de la confabulaciónacostumbrada. No es un día apropiadoel de hoy para romper con la tradición.

—¿María? —dice él, ya en lapuerta. Se da cuenta de que tiene unasojeras muy marcadas.

—¿Sí? —pregunta ella en tono de«sí y ¿ahora qué?».

—Lamento que el matrimonio con mi

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sobrino no resultara.—No es que yo lo pidiera nunca, por

supuesto —dice, esbozando una sonrisatensa—. No veré nunca vuestra casa. Yoye decir una tantas cosas de ella…

—¿Como qué?—Oh… Se habla de cofres

rebosantes de piezas de oro.—Nunca lo permitiríamos.

Compraríamos cofres más grandes.—Dicen que es el dinero del rey.—Todo el dinero es del rey. Su

imagen está en él. Mirad, María. —Lecoge la mano—. No pude disuadirle, legustáis. Él…

—¿Cuánto lo intentasteis?

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—Ojalá estuvieseis a salvo connosotros; aunque, claro, no era el granenlace que podríais esperar comohermana de la reina.

—Dudo que haya muchas hermanasque esperen lo que recibo yo, todas lasnoches.

Tendrá otro hijo de Enrique, piensaél. Ana hará que lo estrangulen en lacuna.

—Vuestro amigo William Staffordestá en la corte. Bueno, creo que aún esvuestro amigo…

—Imaginad lo que le gusta a él misituación. De todos modos, recibo almenos una palabra amable de mi padre.

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Monseñor considera que él vuelve anecesitarme. No quiera Dios que el reytenga que montar una yegua de cualquierotro establo.

—Esto se acabará. Os dejará libre.Os proporcionará una posición. Unarenta. Yo le hablaré en vuestro favor.

—¿Acaso un paño sucio reciberentas? —María se tambalea. Parecemareada de dolor y fatiga. Sus grandesojos se llenan de lágrimas. Él se lasenjuga, hablándole en susurros ycalmándola, deseando estar en cualquierotro sitio. Cuando se ve libre, vuelve lavista y la mira, y la ve parada en lapuerta, desolada. Hay que hacer algo

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por ella, piensa. Está perdiendo suatractivo.

Enrique observa desde una galería,situada sobre Westminster Hall, cómo sureina toma asiento en el lugar de honor,rodeada de sus damas, de la flor de lacorte y la nobleza de Inglaterra. El reyse ha fortificado antes, y picotea unplato de especias, sumergiendo finasrebanadas de manzana en canela. En lagalería con él, encore lesambassadeurs, Jean de Dintevillecubierto de pieles contra el frío dejunio, y su amigo el obispo de Lavaur,

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envuelto en una fina túnica de brocado.«Ha sido todo muy impresionante,

Cremuel», dice De Selve; le observanunos astutos ojos castaños que nopierden detalle. Tampoco él lo pierde:costuras y guateado, tachones y teñido;admira el morado intenso del brocadoepiscopal; dicen que estos dos francesesson partidarios de los Evangelios, peroeso en la corte de Francisco no va másallá de un pequeño círculo de eruditosque el rey desea patrocinar, porvanidad. Nunca ha sido capaz de crearun Thomas Moro propio, un Erasmopropio. Lo que le duele en su orgullo,como es natural.

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—Mirad a mi esposa la reina. —Enrique se asoma a la galería; muy bienpodría él estar también allá abajo—. Semerece el espectáculo, ¿verdad?

—He hecho cambiar los cristales detodas las ventanas —dice él— para quese la pueda ver mejor.

—Fiat lux —susurra De Selve.—Ella lo ha hecho muy bien —dice

Dinteville—. Debe de haber pasado seishoras de pie hoy. Hay que felicitar a SuMajestad por conseguir una reina tanfuerte como una campesina. Dicho seacon todos los respetos, por supuesto.

En París están quemando a losluteranos. A él le gustaría sacarlo a

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colación con los embajadores, pero nopuede hacerlo llegando como llega hastaallí de abajo el olor del pavo real y elcisne asados.

—¿Messieurs —pregunta (la músicase alza a su alrededor como una mareapoco profunda, ondas sonoras plateadas)—, conocéis a ese individuo llamadoGuido Camillo? Tengo entendido queestá en la corte de vuestro señor.

De Selve y su amigo intercambianmiradas. Les ha sorprendido la pregunta.

—El hombre que construye la cajade madera —susurra Jean—. Oh, sí.

—Es un teatro —dice él.De Selve asiente. «En el que la obra

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sois vos mismo.» —Erasmo nos haescrito sobre eso —dice Enrique porencima del hombro—. Está haciendoque los carpinteros le construyanestanterías con pequeños cajones ypequeños estantes de madera, unosdentro de otros. Es un sistema paramemorizar los discursos de Cicerón.

—Os diré, si me lo permitís, que sepropone más que eso. Es un teatrosiguiendo el antiguo modelo de Vitruvio.Pero no es para representar obras deteatro. Como dice Milord el obispo,vos, como propietario de un teatro,tenéis que estar en el centro y mirarhacia arriba. A vuestro alrededor hay un

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sistema de conocimiento humano. Comouna biblioteca pero como si…, ¿osimagináis una biblioteca en la que cadalibro contenga otro libro, y ese otrolibro uno más pequeño? Pero es más queeso.

El rey se lleva a la boca un confiteanisado y empieza a masticarlo.

—Ya hay demasiados libros en elmundo. Cada día hay más. No puede unotener la esperanza de leerlos todos.

—No entiendo como sabéis tanto deeso —dice De Selve—. Es muymeritorio, señor Cremuel. Guido sólohabla su propio dialecto italiano, eincluso en él tartamudea.

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—Si a vuestro señor le complacegastar su dinero dice Enrique. —EseGuido no es un hechicero, ¿verdad? Nome gustaría que Francisco cayese enmanos de un hechicero. Por cierto,Cromwell, voy a enviar a Stephen otravez a Francia.

Stephen Gardiner. Así que a losfranceses no les gusta tratar con Norferk.No es sorprendente.

—¿Su misión será de ciertaduración?

De Selve capta su mirada.—Pero ¿quién desempeñará la tarea

de secretario de Estado?—Cromwell, por supuesto. ¿Verdad

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que lo haréis? —Enrique sonríe.

Antes de que pueda llegar alvestíbulo, le intercepta el señorWriothesley. Éste es un gran día para losheraldos y sus empleados, sus hijos y sufamilia. Les esperan cuantiososhonorarios. Así lo afirma y Llamadmedice: y cuantiosos honorarios para vos.Retrocede hacia los biombos, baja lavoz; podía preverse, dice, porqueEnrique está cansado de eso, de laconstante oposición de Winchester encada etapa del camino. Está cansado dediscutir; ahora es un hombre casado y

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quiere un poco más de douceur. ¿ConAna?, dice, y Llamadme se ríe: laconocéis mejor que yo, si como dicen esuna dama de lengua afilada necesitarámuchos más ministros que sean buenoscon él. Así que procurad que mantenga aStephen en el extranjero y no tardará enconfirmaros en el cargo.

Christophe, engalanado para latarde, ronda por las proximidades y lehace señas. Me disculparéis, dice, peroWriothesley toca su ropa carmesí comopara que le dé suerte y dice: sois el amode la casa y el encargado de organizarlas diversiones, sois la fuente de lafelicidad del rey. Habéis hecho lo que

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no consiguió hacer el cardenal, y muchomás. Hasta esto (hace un gesto indicandotodo lo que le rodea, donde la noblezade Inglaterra, después de habersecomido sus propias palabras, estádevorando veintitrés platos), hasta estebanquete se ha organizado de formainsuperable. Nadie necesita pedir nada,lo tiene todo a mano antes de pensarlosiquiera.

Él inclina la cabeza. Wriothesley semarcha, y él hace una seña al muchacho.Me han dicho que no debo decir nadaconfidencial donde pueda oírloLlamadme, dice Christophe, porque,como dice Rafe, se va al trote enseguida

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a contárselo todo a Gardineur.Escuchad, señor, tengo un mensaje.Debéis ir enseguida a ver al arzobispo.En cuanto acabe el banquete. Alza lavista hacia el palio donde se sienta elarzobispo al lado de Ana bajo el doselcorrespondiente a su condición. Ningunode los dos come, aunque Ana fingehacerlo, están los dos observando lo quesucede abajo.

—Me voy al trote —dice; le hagustado la frase—. ¿Adónde?

—A su antiguo alojamiento, que diceque conocéis. Quiere que sea secreto.Dice que vayáis solo, que no llevéis aninguna persona.

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—Bueno, tú puedes acompañarme,Christophe. No eres una persona.

El muchacho sonríe.Siente recelo. No le gusta del todo la

idea del barrio donde queda la abadía.Las multitudes borrachas al oscurecer,sin nadie que le guarde la espalda. Pordesgracia, un hombre no puede tenerojos en el cogote.

El cansancio cae sobre sus hombroscomo una capa de hierro cuando casihan llegado ya al alojamiento deCranmer.

—Un momento —le dice a

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Christophe. Apenas ha dormido lasúltimas noches. Toma aliento en lasombra. Hace frío, y cuando entra en losclaustros, se sumerge en la noche. Lashabitaciones de alrededor tienen lospostigos cerrados, están vacías, no seoye nada dentro. Detrás, a su espalda,llega de las calles de Westminster unaincipiente algarabía, como los gritos delos vencidos después de una batalla.

Cranmer alza la vista. Está ya en suescritorio.

—Nunca olvidaremos estos días —dice—. Nadie que se lo haya perdido locreerá. El rey dijo muy buenas palabrasen alabanza vuestra, Cromwell. Creo

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que se proponía que yo os lastransmitiera.

—Me pregunto por qué tengo quedar importancia al coste de los ladrillosde la Torre. Ahora parece algoinsignificante. Mañana, las justas.¿Asistiréis? Mi hijo Richard participaen los combates a pie, lidiando encombate singular.

—Ganará —proclama Christophe—.Paf, y uno al suelo, para no volver alevantarse.

—Chisss —dice Cranmer—. Tú noestás aquí, muchacho. Cromwell, porfavor.

Abre una puerta baja que hay al

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fondo de la cámara. Agacha la cabeza yve una mesa, enmarcada por el quicio Amedia luz. En el taburete, una mujersentada, joven, tranquila, con la cabezainclinada sobre un libro. Alza la vista.

—Ich bitte Sie, ich brauch' eineKerze.

—Christophe, una vela para ella.Él reconoce el libro que ella tiene

delante; es un tratado de Lutero.—¿Puedo? —pregunta, y lo coge.Se sorprende a sí mismo leyendo. Su

mente salta a lo largo de las líneas. ¿Setrata de alguna fugitiva a la que Cranmerda asilo? ¿Sabe lo que puede costarleque la descubran?

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Le da tiempo a leer media páginaantes de que el arzobispo le interrumpa,como en una disculpa tardía.

—¿Esta mujer es…?—Margarete —dice Cranmer—. Mi

esposa.—Santo cielo. —Deja caer a Lutero

en la mesa—. ¿Qué habéis hecho?¿Dónde la encontrasteis? En Alemania,claro. Por eso tardasteis tanto enregresar. Ahora lo comprendo. ¿Porqué?

—No pude evitarlo —dice Cranmerhumildemente.

—¿Sabéis qué hará el rey cuando lodescubra? El verdugo jefe de París ha

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ideado una máquina con una vigacontrapesada. ¿Queréis que os ladibuje? Cuando queman a un hereje, losumergen en el fuego y vuelven aalzarle, para que la gente pueda ver lasetapas de su agonía. Enrique querrá una,o conseguirá algún artilugio capaz dearrancaros la cabeza de los hombros enun periodo de cuarenta días.

La joven alza la vista.—Mein Onkel…—¿Quién es?Ella nombra a un teólogo, Andreas

Osiander, un luterano de Núremberg. Sutío y los amigos de su tío, dice ella, ylos hombres ilustrados de su ciudad,

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creen…—Puede ser que en vuestro país,

señora, exista la creencia de que unpastor debe tener esposa, pero aquí no.¿No os lo advirtió el doctor Cranmer?

—Por favor —suplica Cranmer—,explicadme lo que dice ella. ¿Me culpaa mí? ¿Quiere regresar a su tierra?

—No, ella dice que sois bueno.¿Cómo habéis podido hacer esto?

—Ya os dije que tenía un secreto.Sí que lo dijisteis. En el margen.—Pero ¡tenerla aquí, delante de las

narices del rey!—La he tenido en el campo. Pero

quería ver las celebraciones y no pude

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negárselo.—¿Así que ha andado por la calle?—¿Por qué no? Nadie la conoce.Cierto. La protección del forastero

en la ciudad. Una joven con un alegretocado y un vestido, y un par de ojosentre miles de ojos: en el bosque sepuede ocultar un árbol. Cranmer seacerca a él. Tiende las manos, tanrecientemente manchadas con el óleosagrado. Unas manos delicadas, dedoslargos, los pálidos rectángulos de laspalmas cruzados y recruzados denoticias de viajes por mar y de alianzas.

—Os he pedido que vinierais porquesois un amigo. Cromwell, sois el mejor

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amigo con el que cuento en este mundo.Así que no hay nada que hacer, por

la amistad, más que estrechar esosdedos huesudos.

—Muy bien. Encontraremos elmedio. Mantendremos a vuestra damaoculta. Sólo me pregunto por qué no ladejasteis con su familia hasta quepudiésemos poner al rey de nuestraparte.

Margarete les observa. Sus ojosazules pasan de un rostro a otro. Selevanta. Empuja la mesa para hacerlo.Él se fija en esto, y le da un vuelco elcorazón. Porque ha visto hacer lo mismoantes a una mujer. Su propia esposa. Y

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ha visto cómo apoyaba las palmas de lasmanos en la superficie de la mesa paraincorporarse. Margarete es alta, y elbulto de su vientre sobresale por encimade la mesa.

—¡Santo cielo! —dice él.—Espero que sea una hija —dice el

arzobispo.—¿Para cuándo? —pregunta él a

Margarete.En vez de contestar, ella le coge la

mano. La coloca sobre su vientre yaprieta con la suya. En consonancia conlas celebraciones, el niño baila:spanoletta, estample royal. Esto tal vezsea un pie. Esto es un puño.

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—Necesitáis una amiga —dice él—.Una mujer que os acompañe.

Cranmer le sigue cuando sale de lahabitación.

—En cuanto a John Frith… —dice.—¿Qué?—Desde que le trajeron a Croydon,

le he visto tres veces, y hemosconversado en privado. Un joven digno,meritorio, una criatura muy gentil. Hededicado horas, no lamento ni unsegundo de ellas, pero no he podidoapartarle de su camino.

—Debería haberse escapado en elbosque. Ése era el camino que tenía queseguir.

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—No todos… —Cranmer baja lavista—. Perdonadme, pero no todosvemos tantos caminos como vos.

—Así que ahora debéis entregárseloa Stokesley, porque le detuvieron en ladiócesis de Stokesley.

—Nunca pensé, cuando el rey meotorgó esta dignidad, cuando insistió enque ocupara esta sede, que entre misprimeras tareas figuraría tener queactuar contra un joven como John Frith,e intentar apartarle de su fe.

Bienvenido a este mundo inferior.—No puedo demorarlo mucho más.—Ni vuestra esposa.

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Las calles que rodean Austin Friarsestán casi desiertas. Se empiezan ya aencender hogueras en la ciudad y elhumo oscurece las estrellas. Susguardias están en la puerta: sobrios,según advierte complacido. Se detiene adecirles unas palabras. Lo de tener prisay no mostrarlo es todo un arte. Despuésentra y dice: «Quiero hablar con laseñora Barre».

Casi todos los de la casa han salidoa ver las hogueras y estarán fuera hastamedianoche, bailando. Tienen permisopara hacerlo; ¿quién debería celebrar ala nueva reina si no lo hacen ellos? SaleJohn Page: ¿necesitáis algo, señor?

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William Bravazon, pluma en mano, esde los que estaban antes al servicio deWolsey. Los trabajos del rey nuncacesan. Thomas Avery, que está haciendosus cuentas: siempre hay dinero queentra, dinero que sale. Cuando cayóWolsey, los que trabajaban para él leabandonaron, pero los que trabajabanpara Thomas Cromwell se quedaron conél para verle seguir y salir adelante.

Suena una puerta arriba. Baja por laescalera Rafe, sus botas resuenan en losescalones. Tiene el pelo revuelto.Parece confuso y ruboroso.

—¿Señor?—No os quiero a vos. Está Helen

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aquí, ¿no?—¿Por qué?En ese momento aparece Helen. Se

sujeta el pelo bajo un limpio gorro.—Necesito que hagáis el equipaje y

me acompañéis.—¿Por cuánto tiempo, señor?—No puedo decirlo.—¿Para ir fuera de Londres?Haré algún arreglo, piensa él, las

esposas y las hijas de los hombres de laciudad, mujeres discretas, le encontraránsirvientas y una comadrona, algunamujer competente que pondrá al hijo deCranmer en sus manos.

—Tal vez por poco tiempo.

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—Los niños…—Ya nos cuidaremos de tus hijos.Ella asiente. Se va rápidamente.

Ojalá tuvieses hombres a tu servicio tandiligentes como ella. Rafe la llama.

—Helen… —parece enfadado—.¿Adónde va a ir, señor? No podéissacarla así a rastras en plena noche.

—Oh, sí, claro que puedo —dice élsuavemente.

—Necesito saber.—Creedme, no lo necesitas —se

aplaca—. Y si lo necesitas, éste no es elmomento… Rafe, estoy cansado. Noquiero discutir.

Quizá pudiera dejar en manos de

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Christophe o de alguno de los miembrosmás irreprochables de su casa trasladara Helen de la calidez de Austin Friars alfrío de la barriada de la abadía; o talvez aplazarlo hasta el día siguiente porla mañana. Pero en su pensamiento estápresente la soledad de la esposa deCranmer, el exotismo de la ciudad enfête, el aspecto desierto de CannonRow, donde deben acechar los ladronesincluso a la sombra de la abadía. Hastaen tiempos del rey Ricardo era ya esebarrio una guarida de bandoleros quesalían de noche tranquilamente y cuandollegaba la aurora se refugiaban en laabadía por el privilegio del santuario y

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para compartir sin duda el botín con elclero. Acabaré con toda esa pandilla,piensa. Mis hombres les seguirán comohurones hasta su madriguera.

Medianoche: la piedra emana unaliento mohoso. Los adoquines estánresbaladizos por las exhalaciones de laciudad. Helen apoya una mano en lasuya. Les hace pasar un sirviente, con lamirada baja; él le desliza una moneda enla mano para que no alce la vista.Ninguna señal del arzobispo, bien. Seenciende una lámpara. Se abre unapuerta. La esposa de Cranmer estáechada en un pequeño catre. Él le dice aHelen: «Esta dama necesita vuestra

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ayuda. Ya veis cuál es su situación. Nohabla inglés. De todos modos, no hacefalta que le preguntéis cómo se llama».

—Ésta es Helen —dice—. Tienedos hijos. Os ayudará.

La señora Cranmer, con los ojoscerrados, se limita a asentir y sonreír.Pero cuando Helen le tiende la mano,ella tiende la suya y se la estrecha.

—¿Dónde está vuestro esposo?—Er betet.—Espero que rece por mí.

El día que queman a Frith, él está decaza en el campo con el rey, cerca de

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Guildford. Llueve antes del amanecer, ysopla un viento fuerte y racheado quedobla las copas de los árboles. Llueveen toda Inglaterra, una lluvia queempapa los cultivos en los campos. Esmejor no poner a prueba el humor deEnrique. Se sienta a escribir a Ana, quese ha quedado en Windsor. Después dedar vueltas a la pluma entre los dedos,de mover a uno y otro lado el papel,pierde el deseo: escribid por mí,Cromwell. Os diré qué tenéis que poner.

Un aprendiz de sastre irá a lahoguera con Frith: Andrew Hewitt.

Catalina solía hacer que le llevasenreliquias, dice Enrique, cuando tenía que

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dar a luz. Un cinturón de la santísimaVirgen. Lo alquilé.

No creo que la reina lo quiera.Y oraciones especiales a santa

Margarita. Son cosas de mujeres.Mejor dejárselas a ellas, señor.Más tarde se enterará de que Frith y

el muchacho padecieron mucho, elviento apartó las llamas de ellosrepetidamente. La muerte es unabromista. Llámala y no acudirá. Se burlay acecha en la oscuridad, con la caracubierta por un paño negro.

Hay casos de la fiebre de lossudores en Londres. El rey, que encarnaa todo el pueblo, tiene todos los

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síntomas todos los días.Enrique contempla la lluvia. Seguro

que amaina, dice. Júpiter está enascenso. Bueno, decidle, decidle a lareina…

Él espera, con la pluma dispuesta.No, ya está bien. Dádmela, Thomas.

La firmaré.Él espera a ver si el rey dibuja un

corazón. Pero las frivolidades delgalanteo han terminado. El matrimonioes un asunto serio. Henricus Rex.

Creo que tengo dolor de estómago,dice el rey. Creo que tengo dolor decabeza. Siento náuseas, y veo puntosnegros delante de los ojos, eso es un

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síntoma, ¿no?Si Su Majestad descansase un poco,

dice él. Y se animase.Sabéis lo que dicen de los sudores.

Alegre al desayuno, muerto a la hora decomer. Pero ¿sabéis que pueden matarosen dos horas? Me han dicho que haygente que se muere de miedo, dice él.

El sol lucha por salir a la tarde.Enrique, riéndose, espolea su caballo decaza bajo los árboles que gotean. EnSmithfield recogen con palas a Frith, sujuventud, su gracia, su cultura, subelleza: una masa compacta de barro,grasa, huesos quemados.

El rey tiene dos cuerpos. El primero

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existe en los límites de su ser físico;puede medirse, y Enrique lo hace amenudo, la cintura, las pantorrillas, lasdemás partes. El segundo es su dobleprincipesco, que flota libre, sin trabas,ingrávido, que puede estar en más de unlugar al mismo tiempo. Enrique puedeestar cazando en el bosque mientras sudoble principesco hace leyes. Unolucha, otro reza por la paz. Uno estáenvuelto en el misterio de su soberanía;otro está comiendo un pato conguisantes.

El papa dice ahora que sumatrimonio con Ana no es válido. Leexcomulgará si no vuelve con Catalina.

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La Cristiandad se desprenderá de él, encuerpo y alma, y sus súbditos sesublevarán y le expulsarán, a laignominia, al exilio. Ningún hogarcristiano le cobijará. Y cuando muera,arrojarán su cadáver con los huesos delos animales a una fosa común.

Él ha enseñado a Enrique a llamar alpapa «obispo de Roma». A reírsecuando se menciona su nombre. Es unarisa insegura, pero es mejor que sugenuflexión anterior.

Cranmer ha invitado a la profetisaElizabeth Barton a una entrevista en sucasa de Kent. ¿Ha tenido una visión deMaría, la antigua princesa, como reina?

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Sí. ¿De lady Gertrude Exeter comoreina? Sí. Ambas visiones no pueden serciertas, dice él. La doncella dice: yosólo digo lo que veo. Él escribe que ladoncella está rebosante de salud y muysegura de sí misma; está acostumbrada atratar con arzobispos y le toma por otroWarham, pendiente de cada una de suspalabras.

Ella es un ratón bajo la zarpa delgato.

La reina Catalina se traslada, con elpersonal que la sirve muy reducido, alpalacio del obispo de Lincoln, aBuckden, que es un caserón de ladrillorojo con un gran salón y jardines

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inmensos que se pierden en huertos defrutales y campos y en terrenopantanoso. Septiembre le aportará losprimeros frutos del otoño, lo mismo queoctubre traerá las nieblas.

El rey pide que Catalina entregue lasropas con las que bautizaron a Maríapara su próximo hijo. Cuando oye larespuesta de Catalina, él, ThomasCromwell, se ríe. La naturaleza seequivocó con ella, dice, al no hacerlahombre. Habría superado a todos loshéroes de la Antigüedad. Ponen un papelante ella, en el que la llaman princesaviuda»; le muestran, sobrecogidos, cómolo ha atravesado con la pluma, al tachar

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el nuevo título.En las breves noches de verano

brotan los rumores. El amanecer losilumina como hongos en la hierbahúmeda. La gente de la casa de ThomasCromwell ha buscado a primera hora dela mañana una comadrona. Cromwelloculta a una mujer en alguna casa decampo, una mujer extranjera que le hadado una hija. Hagas lo que hagas, ledice él a Rafe, no defiendas mi honor.Tengo mujeres como ésa por todaspartes.

Lo creerán, dice Rafe. En la ciudad,se dice que Thomas Cromwell tiene unaprodigiosa…

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Memoria, dice él. Tengo un libromayor muy grande. Un inmenso sistemade archivos, en el que figuranregistrados (bajo su nombre, y casi bajosu delito) los datos de la gente que se hacruzado conmigo.

Todos los astrólogos dicen que elrey tendrá un hijo. Pero es mejor notratar con ellos. Hace meses acudió a élun hombre ofreciéndose a hacerle al reyuna piedra filosofal, y cuando se le dijoque se marchara, se puso grosero yagresivo, como hacen esos alquimistas,y ahora se dedica a decir que el reymorirá este año. En Sajonia, dice, estáesperando el hijo mayor del difunto rey

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Eduardo. Se dijo que era un esqueletotintineante debajo del pavimento de laTorre, sólo sus asesinos sabíanexactamente dónde. La gente ha vividoengañada, porque es un hombre adulto, yse dispone a reclamar su reino.

Él echa cuentas: el rey Eduardo V, siviviese, cumpliría el próximonoviembre sesenta y cuatro años. Es unpoco tarde para la lucha, dice.

Encierra al alquimista en la Torrepara que reconsidere su actitud.

Ninguna noticia de París. Sea lo quesea lo que el maestro Guido planea,guarda silencio al respecto.

Thomas, ya te he hecho las manos,

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pero no he prestado mucha atención alrostro, dice Hans Holbein. Prometo queeste otoño te acabaré.

Supongamos que dentro de cadalibro hubiese otro libro, y dentro decada letra de cada página otro volumendesplegándose continuamente. Pero esosvolúmenes no ocupan ningún espacio enel escritorio. Supongamos que elconocimiento pudiese reducirse a laquintaesencia, mantenerse dentro de uncuadro, un signo, conservado en un lugarque no es ningún lugar. Supongamos queel cerebro humano pudiese adquirir unamayor capacidad, que se abriesen en suinterior espacios, cámaras zumbando

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como colmenas.Lord Mountjoy, el chambelán de

Catalina, le ha enviado una lista de todolo necesario para el confinamiento deuna reina de Inglaterra. Le divierte eltono suave y cortés; la corte y susceremonias siguen su curso, sea cual seael personal, pero es evidente que lordMountjoy considera que es él,Cromwell, el hombre que está al cargode todo ahora.

Va a Greenwich y reabastece losaposentos, los prepara para Ana. Seredactan proclamas (sin fecha), paradifundir entre el pueblo de Inglaterra ylos gobernantes de Europa, comunicando

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el nacimiento de un príncipe. Hay quedejar un pequeño espacio, sugiere él, alfinal de príncipe, para que puedamodificarse, en caso necesario… Perole miran como a un traidor, así que loretira.

Cuando una mujer se recluye paradar a luz puede brillar el sol, pero lospostigos de su habitación se cierran paraque ella tenga un tiempo propio.Permanece en la oscuridad para quepueda soñar. Sus sueños la llevan lejos,d e terra firma a una extensión deterreno pantanoso, a un embarcaderoflotante, a un río en el que la densaniebla oculta la lejana orilla, y tierra y

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cielo son inseparables. Allí debeembarcar hacia la vida y la muerte, unafigura imprecisa en la popa dirigiendo alos remeros. En ese navío se rezanoraciones que nunca oyen los hombres.Se establecen pactos entre una mujer ysu Dios. A ese río llega la corriente dela marea y entre un golpe de remo y elsiguiente, la corriente puede cambiar dedirección.

El 26 de agosto de 1533, unaprocesión escolta a la reina a sushabitaciones cerradas de Greenwich. Sumarido la besa, adieu y bon voyage, yella ni sonríe ni habla. Está muy pálida,majestuosa, una cabeza pequeña

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enjoyada en equilibrio sobre la tiendabalanceante de su cuerpo. Pasos brevesy circunspectos, un libro de oraciones enla mano. En el embarcadero vuelve lacabeza. Una mirada persistente. Le ve;ve al arzobispo. Una última mirada, yluego, con sus mujeres sosteniéndola porlos codos, pone el pie en la barca.

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IILa saliva del diablo

Otoño e invierno de 1533

Es espléndido. En el momento delimpacto, el rey tiene los ojos abiertos, elcuerpo preparado para el atteint; encajael golpe a la perfección, absorbe sufuerza un cuerpo de armadurainvulnerable que se mueve en ladirección adecuada, a la velocidadadecuada. No se le altera el color. No letiembla la voz.

—¿Sana? —pregunta—. Entonces,

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gracias a Dios por favorecernos. Ygracias a todos, señores, por tan gratanoticia.

Enrique ha estado ensayando, piensaél. Creo que todos lo hemos hecho.

El rey se encamina a sus aposentos.Dice por encima del hombro: «Ponedlede nombre Isabel. Cancelad las justas».

—¿Las otras ceremonias según loprevisto? —pregunta con vozquejumbrosa un Bolena.

No hay respuesta. Todo según loprevisto, dice Cranmer, mientras no nosdigan lo contrario. Tengo que serpadrino del…, de la princesa. Vacila.Le cuesta trabajo creerlo. Para sí

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mismo, él pidió una hija, y tuvo una hija.Sigue con la mirada la espalda deEnrique, que se aleja.

—No ha preguntado por la reina. Noha preguntado cómo está.

—Eso importa poco, ¿no? —diceEdward Seymour, expresandobrutalmente lo que piensan todos.

Enrique se detiene en su largamarcha solitaria, se vuelve.

—Monseñor. Cromwell. Pero nadiemás.

En el gabinete de Enrique: «¿Osimaginabais esto?».

Algunos sonreirían. Él no. El rey sedeja caer en una silla. Él siente el

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impulso de ponerle la mano en elhombro, como se haría con alguiendesconsolado. Lo reprime, se limita aapretar el puño que sostiene el corazóndel rey.

—Algún día le prepararemos ungran matrimonio.

—Pobrecilla. Hasta su madre querrádeshacerse de ella.

—Su Majestad es bastante joven —dice Cranmer—. La reina es fuerte y sufamilia es fértil. Podéis tener otro hijopronto. Y tal vez Dios se proponga unabendición especial con esta princesa.

—Querido amigo, estoy seguro deque tenéis razón.

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Enrique parece inseguro, pero miraalrededor para recibir fuerza delexterior, como si Dios pudiese haberescrito algún mensaje amable en lapared: aunque sólo haya precedenteshostiles. Toma aliento, se levanta y sesacude las mangas. Sonríe, y puedeverse cómo alza el vuelo, como avevigorosa, el acto de voluntad quetransforma a un pobre desdichado enfaro de su nación.

—Fue como ver levantarse a Lázaro—le susurra él después a Cranmer.

Al poco tiempo, Enrique camina agrandes zancadas por el palacio deGreenwich, disponiéndolo todo para las

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celebraciones. Somos bastante jóvenes,dice, y la próxima vez será niño. Leprepararemos algún día un granmatrimonio. Creedme, Dios se proponeuna bendición especial con estaprincesa.

A los Bolena se les ilumina la cara.Es domingo, cuatro de la tarde. Él se ríeun poco de los que escribieron«príncipe» en sus proclamas y ahoratienen que cambiarlo, y luego vuelvepara calcular los gastos del servicio dela nueva princesa. Ha aconsejado quelady Gertrude Exeter se cuente entre lospadrinos. ¿Por qué debería tener unavisión de ella sólo la Doncella? Le

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sentará bien que la vea toda la cortesosteniendo con una sonrisa forzada a lahija de Ana al borde de la pilabautismal.

En cuanto a la Doncella, la hanllevado a Londres y se aloja en una casaparticular, donde los lechos son blandosy las voces que la rodean, las voces delas mujeres Cromwell, apenas perturbansus oraciones; donde la llave gira en lacerradura aceitada con un sonido tanleve como el chasquido del hueso de unpájaro.

—¿Come? —le pregunta él a Mercy,

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que le dice que come con tantas ganascomo él: bueno, no, Thomas, con tantasganas tal vez no.

—Me pregunto qué ocurriría con suproyecto de alimentarse sólo con laEucaristía.

—Ahora los sacerdotes y monjesque la indujeron a seguir ese camino nopueden ver lo que come, ¿verdad?

Lejos de su control, la monja haempezado a actuar como una mujernormal, reconociendo las simplesnecesidades de su organismo comocualquiera que desea vivir; pero podríaser demasiado tarde. A él le complaceque Mercy no diga: ay, pobre criatura

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inofensiva. Queda claro que no esinofensiva por naturaleza cuando lallevan al palacio de Lambeth parainterrogarla. Sería lógico pensar que elLord Canciller, Audley, con la cadenadel cargo realzando su imponente porte,bastaría para intimidar a cualquiercampesina. Añádase el arzobispo deCanterbury, y se supondría que unamonja joven sentiría algún temor. Enabsoluto. La Doncella trata a Cranmercon condescendencia, como si fuese unnovicio en la vida religiosa. Cuandopone en duda sus palabras en algúnpunto y le pregunta cómo lo sabe, ellasonríe compasivamente y contesta: «Me

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lo dijo un ángel».Audley lleva a Richard Riche con él

a su segunda sesión para que seencargue de tomar notas y aportar loscomentarios que se le ocurran. Ahora essir Richard, nombrado caballero yascendido a procurador de la Corona.En sus tiempos de estudiante era famosopor su lengua aguda y calumniosa, lairreverencia con sus superiores, porbeber y jugar apostando mucho dinero.Pero ¿quién levantaría la cabeza si nosjuzgasen por cómo fuimos a los veinteaños? Riche demuestra un talento pararedactar leyes que sólo superaCromwell. Su rostro, bajo el delicado

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cabello rubio, está siempre tenso yceñudo por la concentración; los chicosle llaman sir Frunce. Viéndole colocarmeticulosamente sus documentos, nadiecreería que había sido en tiempos lagran desgracia de Inner Temple. Él lodice así, con un retintín, burlándose,mientras esperan que comparezca lachica. ¡Bien, señor Cromwell! ¿Y quéme decís de vuestra historia con laabadesa de Halifax?, le dice Riche.

Siempre se guarda de desmentir esao cualquier otra historia de las quesobre él contaba el cardenal.

—Ah, eso —dice—. No fue nada, enYorkshire lo esperaban.

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Teme que la joven haya oído el finalde la conversación, porque hoy, cuandoocupa el asiento que han colocado paraella, le dirige una mirada especialmentedura. Se estira la falda, cruza los brazosy espera a que ellos la entretengan. Susobrina Alice Wellyfed se sienta en untaburete al lado de la puerta. Sólo asistepor si se produce un desmayo o surgecualquier otro contratiempo. Aunque unamirada a la Doncella indica que es másprobable que se desmaye Audley queella.

—¿Pregunto yo? —dice Riche—.¿Empiezo?

—Bueno, ¿por qué no? —dice

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Audley—. Sois joven y vigoroso.—Estas profecías vuestras, cambiáis

continuamente el momento del desastreque prevéis, pero tengo entendido quedijisteis que el rey no reinaría un mesdespués de casarse con lady Ana. En fin,han pasado los meses, lady Ana es reinacoronada y ha dado al rey una hermosahija. Así que, ¿qué decís ahora?

—Digo que, a los ojos del mundo, élparece ser el rey. Pero ya no lo es a losojos de Dios. —Se encoge de hombros—. No es más rey verdadero que él —señala con la cabeza a Cranmer— unverdadero obispo.

Riche no se deja desviar del tema.

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—¿Así que estaría justificadopromover una rebelión contra él?¿Destronarle? ¿Asesinarle? ¿Poner aotro en su lugar?

—Bueno, ¿qué os parece a vos?—Y entre los pretendientes vuestra

elección ha recaído en la familiaCourtenay, no en los Pole. Henry,marqués de Exeter, no Henry, lordMontague.

—¿O los confundís? —pregunta él,comprensivo.

—Por supuesto que no —dice ella,ruborizándose—. Conozco a esos doscaballeros.

Riche toma nota.

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—Veamos —dice Audley—,Courtenay, es decir, lord Exeter,desciende de una hija del rey Eduardo.Lord Montague desciende del hermanodel rey Eduardo, el duque de Clarence.¿Quién creéis que tiene más derecho?Porque si hablamos de reyes verdaderosy falsos, hay quien dice que Eduardo fueun bastardo que tuvo su madre de unarquero. Me pregunto si podréisaclararlo…

—¿Cómo podría aclararlo? —pregunta Riche.

Audley pone los ojos en blanco.—Porque ella habla con los santos

del cielo. Ellos tienen que saberlo.

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Él mira a Riche y es como si pudieseleer sus pensamientos: el libro deNiccolò dice que el príncipe prudenteextermina a los envidiosos, y si yo,Riche, fuese rey, esos pretendientes ysus familias estarían muertos. La chicase prepara para la pregunta siguiente:¿cómo es que ha visto dos reinas en suvisión?

—Supongo que se resolverá en elcombate, ¿no? —dice él—. Es buenotener algunos reyes y reinas en reserva,si vas a iniciar una guerra en un país.

—No es necesario que haya guerra—dice la monja. ¿Como? Sir Frunce selevanta: esto es nuevo—. Dios va a

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enviar una peste a Inglaterra en vez deeso. Enrique morirá en seis meses. Ytambién ella, la hija de Thomas Bolena.

—¿Y yo?—También.—¿Y todos los presentes en esta

habitación? Salvo vos, claro. ¿Todos,incluida Alice Wellyfed, que nunca osha hecho ningún daño?

—Todas las mujeres de vuestra casason herejes, y la peste pudrirá su cuerpoy su alma.

—¿Y qué me decís de la princesaIsabel?

Ella se da la vuelta para dirigir suspalabras a Cranmer.

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—Dicen que cuando la bautizasteiscalentasteis el agua para evitarle unsobresalto. Deberíais habérsela echadohirviendo.

¡Santo cielo!, exclama Riche. Sueltabruscamente la pluma. Es un joven padreamoroso, con una hija en la cuna.

Él posa una mano tranquilizadora enla suya, en la del procurador de laCorona. Cabría pensar que Alicenecesitaría consuelo, pero cuando laDoncella la condenó a muerte, él habíamirado a su sobrina y había visto que suexpresión era la viva imagen delsarcasmo.

—No es algo que se le haya

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ocurrido a ella, lo del agua hirviendo —le dice él a Riche—. Es algo que andandiciendo por las calles.

Cranmer se encoge; la Doncella leha hecho daño, se ha anotado un tanto.

—Ayer vi a la princesa. Está sana yfeliz, pese a los que le desean mal —dice él, Cromwell. Su voz indica calma:debemos conseguir que el arzobispo sesiente de nuevo en la silla. Se vuelvehacia la Doncella—: Decidme,¿localizasteis al cardenal?

—¿Qué? —pregunta Audley.—La Doncella me dijo que en una

de sus excursiones al Cielo, el Infierno yel Purgatorio buscaría a mi antiguo

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señor, y me ofrecí a pagarle los gastosdel viaje. Entregué a los suyos unanticipo. ¿Puedo esperar que tengamosalguna noticia?

—Wolsey habría vivido otrosquince años —dice la chica. Él asiente,eso también lo ha dicho él—. Pero Diosse lo llevó, para dar ejemplo. He visto alos diablos disputarse su alma.

—¿Sabéis el resultado? —preguntaél.

—No hay resultado. Le busqué entodas partes. Llegué a la conclusión deque Dios le había extinguido. Luego, unanoche le vi. —Una prolongadavacilación táctica—. Vi su alma entre

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los nonatos.Sigue un silencio. Cranmer se

encoge en su asiento. Riche mordisqueala punta de la pluma. Audley retuerce unbotón de su manga una y otra vez hastaque se tensa el hilo.

—Si queréis puedo rezar por él —dice la Doncella—. Dios sueleresponder a mis ruegos.

—Antes, cuando teníais cerca avuestros consejeros, el padre Bocking,el padre Gold, el padre Risby y losdemás, empezabais a regatear en estepunto. Yo proponía una suma mayor porvuestra buena voluntad y vuestrosdirectores espirituales la aumentaban.

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—Esperad. —Cranmer se lleva unamano al pecho—. ¿Podemos volveratrás? ¿Lord Canciller?

—Podemos seguir la dirección quequeráis, monseñor. O dar vueltas comosi jugáramos al corro…

—¿Veis demonios?Ella asiente.—¿Cómo se os aparecen?—Como pájaros.—Un alivio —dice escuetamente

Audley.—No, señor. Lucifer apesta. Sus

garras son deformes. Llega como unjoven gallo manchado de sangre y deexcrementos.

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Él alza la vista hacia Alice. Piensaque debe decirle que se marche. Sepregunta qué le han hecho a esta mujer.

—Tiene que resultaros desagradable—dice Cranmer—. Pero escaracterística de los demonios, segúntengo entendido, mostrarse en más deuna forma.

—Sí. Lo hacen para engañar. Él sepresenta como un hombre joven.

—¿De veras?—En una ocasión, trajo a una mujer.

De noche, a mi celda. —Hace una pausa—. La manoseaba.

—Es sabido que no tiene decencia—dice Riche.

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—No más que vos.—¿Y luego qué, dama Elizabeth?

¿Después del manoseo?—Le alzó las faldas.—¿Y ella no se opuso? —pregunta

Riche—. Me sorprendéis.—No dudo de que el príncipe

Lucifer posee gran habilidad —diceAudley.

—Lo hizo con ella delante de mí, enmi cama.

Riche toma nota.—Esa mujer, ¿la conocíais? —No

hay respuesta—. ¿Y el demonio nointentó lo mismo con vos? Podéis hablarcon libertad. No se os tendrá en cuenta.

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—Empezó a lisonjearme,pavoneándose con su chaqueta de sedaazul, la mejor que tiene. Y calzas nuevascon diamantes.

—¿Diamantes en las piernas? —pregunta él—. Tuvo que ser una grantentación…

Ella niega con la cabeza.—Pero sois una joven hermosa,

bastante buena para cualquier hombre,diría yo.

Ella alza la vista, con un atisbo desonrisa.

—No soy para el señor Lucifer.—¿Qué dijo cuando le rechazasteis?—Me pidió que me casara con él. —

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Audley apoya la cabeza en las manos—.Le dije que había hecho voto decastidad.

—¿No se enfadó cuando osnegasteis?

—Oh, sí. Me escupió en la cara.—No cabría esperar otra cosa de él,

en mi opinión —dice Riche.—Me limpié la saliva con un

pañuelo. Es negra. Con hedor a Infierno.—¿A qué se parece?—A podredumbre.—¿Y dónde está ahora el pañuelo?

Supongo que no lo enviaríais a lalavandería.

—Lo tiene fray Edward.

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—¿Se lo enseña a la gente? ¿Pordinero?

—Por donativos.—Por dinero.Cranmer aparta la cara de las manos.—¿Hacemos una pausa?—¿Un cuarto de hora? —pregunta

Riche.—Ya os dije de él que era joven y

fuerte.—Tal vez fuese mejor que nos

reuniésemos mañana —dice Cranmer—.Necesito rezar. Y un cuarto de hora noserá suficiente.

—Pero mañana es domingo —dicela monja—. Hubo una vez un hombre

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que salió a cazar un domingo y se cayópor un pozo sin fondo al Infierno.Imaginadlo.

—¿Cómo era sin fondo si estaba elInfierno al fondo? —pregunta Riche.

—Ojalá me fuese de caza —diceAudley—. Bien sabe Dios que correríael riesgo.

Alice se levanta del taburete y haceseñas a su dama de compañía. LaDoncella se pone de pie. Sonríe de orejaa oreja. Ha conseguido acobardar alarzobispo y él mismo ha perdido elentusiasmo, y el procurador de laCorona había estado a punto de echarsea llorar con lo de los niños escaldados.

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Ella cree que está ganando; pero estáperdiendo, perdiendo, perdiendo todo eltiempo. Alice le apoya una mano en elbrazo, pero la Doncella se zafa.

—Deberíamos quemarla —dicefuera Richard Riche.

—Por mucho que reprobemos sucháchara de que se le apareció el difuntocardenal —dice Cranmer— y losdemonios en su alcoba, habla de esemodo porque le han enseñado a remedarlas declaraciones de ciertas monjas quela precedieron, monjas a quienes Romase complace en reconocer como santas.No puedo declararlas culpables deherejía retrospectivamente. Ni tengo

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pruebas para juzgarla a ella por herejía.—Me refiero a quemarla por

traición.Es la pena que se aplica a las

mujeres; mientras que a los hombres losmedio ahorcan y los castran, y luego elverdugo los destripa muy despacio.

—No hay ningún hecho evidente —dice él—. Sólo ha expresado unaintención.

—¿No debería considerarse traiciónel propósito de provocar una rebeliónpara deponer al rey? Las meras palabrasse han considerado traición, hayprecedentes, ya los conocéis.

—Me extrañaría que los hubiese, si

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han escapado a la atención de Cromwell—dice Audley.

Es como si oliesen la saliva deldiablo; casi se empujan unos a otrospara salir al aire libre, puro y húmedo:un ligero aroma a hojas, una luz verdedorada susurrante. Él comprende que, enlos próximos años, la traición adoptaráformas nuevas y diversas. Cuando seperpetró el último acto de traición,nadie pudo difundir las palabras de lostraidores en un libro o un folletoimpreso, porque aun no se habíanconcebido los libros impresos. Sientepor un momento envidia de los muertos,de los que sirvieron a los reyes en

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tiempos menos precipitados que éstos.Hoy los productos de un cerebrocomprado o envenenado puedenpropagarse por toda Europa en un mes.

—Creo que hacen falta nuevas leyes—dice Riche.

—En ello estoy.—Y creo que se trata a esta mujer

con excesiva indulgencia. Somosdemasiado blandos. Nos limitamos ajugar con ella.

Cranmer se marcha, encorvado,arrastrando el hábito sobre las hojas.Audley se vuelve a él, animoso yresuelto, decidido a cambiar de tema.

—¿Así que decís que la princesa

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estaba bien?

Habían colocado a la princesa enalmohadones, sin pañales, a los pies deAna: una fea maraña femenina, morada ypardusca, con un collar de pelo claroerizado y la costumbre de alzarse laropa como para enseñar su rasgo másdesdichado. Al parecer, se handivulgado historias de que la niña deAna nació con dientes, seis dedos encada mano y pelaje como un mono, asíque su padre se la ha enseñado desnudaa los embajadores, y su madre lamantiene expuesta con la esperanza de

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desmentir los rumores. El rey ha elegidoHatfield como residencia de la princesa,y Ana dice:

—Me parece que podrían ahorrarsegastos y establecer el orden de cosasapropiado si se eliminase el servicio deMaría, la española, y ella misma seincorporase a la residencia de mi hija,la princesa Isabel.

—¿En calidad de qué? —La niñaestá callada; sólo, advierte él, porque seha metido un puño en la boca y estácanibalizándose a sí misma.

—Como sirvienta de mi hija. ¿Comoqué otra cosa si no? No puede haberpretensiones de igualdad. María es

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bastarda.La breve pausa ha terminado. La

princesa da un grito que podríadespertar a los muertos. Ana se vuelve amirar de soslayo, con una muecaamorosa y se inclina hacia su hija, perolas mujeres acuden al momento, trajinan,se afanan, levantan a la criatura quechilla, la envuelven, se la llevan, y lareina contempla con ojos lastimeroscómo sale de allí en procesión el frutode su vientre.

—Creo que tenía hambre —diceAna afablemente.

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Sábado por la noche: cena en AustinFriars para Stephen Vaughan, tan amenudo en tránsito; William Butts,Kratzer, Llamadme Risley. Conversanen varias lenguas y Rafe Sadler traducecon habilidad y fluidez, volviéndose aun lado y otro: temas elevados ycorrientes, asuntos de Estado ymurmuraciones, la teología de Zwinglio,la esposa de Cranmer. Sobre estoúltimo, no ha sido posible eliminar loscomentarios que corren por el Steelyardy por la ciudad.

—¿Puede Enrique saber y no saber?

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—pregunta Vaughan.—Es muy posible. Se trata de un

príncipe con muy grandes dotes.Más dotado durante el día, dice

Wriothesley riéndose; según el doctorButts es uno de esos hombres que debenestar siempre activos y últimamente lecausa problemas una pierna, una antiguaherida. Pero piensa que es natural que elque no ha eludido la caza y las justastenga alguna lesión al llegar a la edad deser rey. Este año cumple cuarenta y tres,como sabéis, y me gustaría, Kratzer, queme dijeseis qué creéis que indican losplanetas para los años posteriores de unhombre con una carta astral tan

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dominada por el aire y el fuego. Porcierto, ¿no advertíais siempre vos delhecho de que su luna estaba en Aries (unplaneta impetuoso y precipitado) en lacasa del matrimonio?

Se habló muy poco de la Luna enAries cuando estuvo unido a Catalinaveinte años, dice él con impaciencia. Noson las estrellas las que nos hacen,doctor Butts, sino las circunstancias y lanecessità, las decisiones que tomamosbajo presión; nuestras virtudes noshacen, pero las virtudes no bastan, aveces hemos de desplegar nuestrosvicios. ¿No estáis de acuerdo?

Él hace una seña a Christophe para

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que les llene los vasos. Hablan de laCeca, donde Vaughan va a desempeñarun cargo; de Calais, donde Honor Lisieparece ocuparse más de los asuntos deEstado que su marido el gobernador. Élpiensa en Guido Camillo en París,paseando impaciente entre las paredesde madera de su máquina de la memoria,mientras el conocimiento crece invisibleen sus cavidades y espacios internosocultos. Piensa en la Santa Doncella(que ya se ha demostrado que no essanta ni doncella), que debe de estar, sinduda, en este momento sentándose acenar con sus sobrinas. Piensa en suscompañeros, los otros interrogadores.

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Cranmer rezando arrodillado, sir Frunceceñudo, examinando las transcripcionesdel día, Audley…, ¿qué estará haciendoel Lord Canciller? Acariciando lacadena de su cargo, decide. Piensa endecirle a Vaughan, al margen de laconversación: ¿no había en vuestra casauna muchacha que se llamaba Jenneke?¿Qué ha sido de ella? Pero Wriothesleyinterrumpe el curso de sus pensamientos.

—¿Cuándo veremos el retrato de miseñor? Lleváis tiempo trabajando en él,Hans, ya es hora de que lo acabéis.Estamos deseando ver cómo le habéispintado.

—Aún está ocupado con los

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enviados franceses —dice Kratzer—.De Dinteville quiere llevarse a casa suretrato cuando reciba orden deregresar…

Hay risas a expensas del embajadorfrancés, siempre haciendo el equipaje ydeshaciéndolo de nuevo cuando su señorle ordena que siga donde está.

—De todos modos, espero que no lareciba demasiado pronto —dice Hans—, porque me propongo mostrarlo yrecibir encargos gracias a él. Quiero quelo vea el rey; en realidad, quiero pintaral rey. ¿Creéis que podré hacerlo?

—Se lo preguntaré —se limita adecir él—. Dejadme elegir el momento.

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Mira al fondo de la mesa y ve queVaughan resplandece de orgullo, comoJúpiter en un cielo raso pintado.

Después de levantarse de la mesa,los invitados toman dulces de jengibre yfrutas confitadas, y Kratzer esboza unosdibujos. Dibuja el sol y los planetas ensus órbitas según el esquema del padreCopérnico. Muestra cómo gira el mundosobre su eje, y ninguno de los presenteslo desmiente. Puede sentirse bajo lospies el tira y afloja, las rocas que gruñenpara liberarse de sus lechos, losocéanos moviéndose y azotando lascostas, el bandazo aturdido de los pasosalpinos, los bosques de Alemania

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rasgando sus raíces para liberarse. Elmundo ya no es lo que era cuandoVaughan y él eran jóvenes. Ni siquieraes lo que era en tiempos del cardenal.

Los invitados ya se han marchadocuando entra su sobrina Alice. Pasa antesus guardianes, envuelta en una capa. Laescolta Thomas Rotherham, uno de susguardias, que vive en la casa.

—No temáis, señor —dice—. EstáJo con la dama Elizabeth y a Jo no lepasa nada inadvertido.

—¿No? ¿A esa niña que siempreestá llorando porque se le ha estropeadola costura? ¿Esa muchachita sucia que aveces te encuentras rodando debajo de

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la mesa con un perro mojado opersiguiendo a un vendedor ambulantecalle abajo?

—Me gustaría hablar con vos —diceAlice—, si tenéis tiempo.

Por supuesto, dice él, cogiéndola delbrazo y estrechándole una mano; ThomasRotherham palidece (lo que a él ledesconcierta) y se va.

Alice se sienta. Bosteza.—Perdonadme, pero es un trabajo

duro y las horas se hacen largas. —Serecoge en la toca un mechón de cabelloy dice—: Está a punto de desmoronarse.Es valiente delante de vos y de los otrosinterrogadores, pero llora de noche,

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porque sabe que todo es mentira. Inclusomientras llora, anda atisbando para verel efecto que produce.

—Quiero acabar con este asunto deuna vez —dice él—. Ya ha causadodemasiados problemas, no somos unespectáculo edificante, tres o cuatroletrados duchos en las leyes y en lasEscrituras reviniéndonos día tras díapara intentar desenmascarar a unamuchachita.

—¿Por qué no la trajisteis antes?—No quería que cerrase la tienda de

las profecías. Quería ver quién acudía asu llamada. Lady Exeter lo ha hecho, yel obispo Fisher. Y una serie de monjes

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y sacerdotes necios cuyos nombresconozco, y puede que un centenar cuyosnombres no conozco aún.

—¿Y el rey los matará a todos?—A muy pocos, espero.—¿Le inducís a la misericordia?—Le inclino a la paciencia.—¿Qué le sucederá a ella? ¿A la

dama Elizabeth?—Presentaremos cargos.—¿No irá a una mazmorra?—No, induciré al rey a tratarla con

consideración. Él siempre es, bueno,habitualmente, respetuoso con laspersonas consagradas a la vidareligiosa. Pero, Alice —ve que ella está

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llorando—, creo que ha sido demasiadopara ti.

—No, en absoluto. Somos soldadosde vuestro ejército.

—¿Ella no te ha asustado hablandode las malignas ofertas del diablo?

—No, es por las propuestas deThomas Rotherham…, quiere casarseconmigo.

—¡Y qué tiene de malo! —Le parececurioso y divertido—. ¿Por qué no lopidió él?

—Pensó que le miraríais de esemodo que miráis…, como si estuviesessopesándole.

¿Como una moneda recortada?

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—Alice, es dueño de una buenaparte de Bedfordshire, y suspropiedades prosperan mucho desde queyo he empezado a cuidarme de ellas. Ysi os gustáis, ¿qué podría objetar yo?Eres una joven lista, Alice —añadesuavemente—, tu madre y tu padre sesentirían muy complacidos contigo si tevieran.

Por eso es por lo que llora Alice. Hade pedir permiso a su tío porque en esteúltimo año se ha quedado huérfana. Eldía que murió su hermana Bet, él estabaen el campo con el rey. Enrique norecibía a ningún mensajero de Londrespor temor al contagio, así que su

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hermana murió y la enterraron antes deque él supiese que estaba enferma.Cuando al fin recibió la noticia, el rey lehabló con ternura, poniéndole una manoen el brazo. Le habló de su propiahermana, la que tenía los cabellos deplata, como la princesa de un libro,arrebatada de este mundo y trasladada alos jardines del Paraíso que, habíaproclamado, estaban reservados a losdifuntos de condición regia; porque esimposible imaginar, le había dicho, aesa dama en cualquier lugar inferior,cualquier lugar de oscuridad, en elosario cerrado del Purgatorio con suscenizas voladoras y su hedor sulfuroso,

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su alquitrán hirviendo y sus turbiasnubes de aguanieve.

—Alice —dice él—, sécate laslágrimas, busca a Thomas Rotherham ypon fin a su dolor. Tienes que ir mañanaa Lambeth. Que te acompañe Jo si es tanformidable como dices.

Alice se vuelve en la puerta.—¿Volveré a verla? ¿A Eliza

Barton? Me gustaría verla antes deque…

Antes de que la maten. Alice no esinocente y sabe lo que ocurre en estemundo. Mejor así. Mira cómo acabanlos inocentes; utilizados por los aviesosy los cínicos, exprimidos para que

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sirvan a sus fines y aplastados bajo sustalones.

Oye correr a Alice escaleras arriba.La oye llamar: Thomas, Thomas…, elnombre pone en marcha a la mitad de lacasa, abandonan sus oraciones de antesde acostarse, hasta las camas; sí, ¿mebuscáis a mí? Se echa por encima elmanto de pieles y sale a contemplar lasestrellas. El entorno de su casa está bieniluminado; a la luz de las antorchas, losjardines son el emplazamiento deexcavaciones, trincheras abiertas paralos cimientos, tierra amontonada entúmulos y montículos. Se perfila contrael cielo la vasta estructura de madera de

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la nueva ala. A media distancia está sunueva siembra, un huerto urbano defrutales donde Gregory recogerá un díala fruta, y Alice y los hijos de Alice. Yatiene árboles frutales, pero quierecerezas y ciruelas como las que hacomido en el extranjero. Y despuésperas, para usarlas al modo toscano,para acompañar su crujiente carnemetálica con el bacalao salado delinvierno. Luego, al año siguiente, piensahacer otro huerto en el pabellón de cazade Canon Bury, convertirlo en un retirode la ciudad, una casa de verano.También tiene trabajo previsto enStepney, una ampliación; John

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Williamson está buscando constructores.Es extraño pero, milagrosamente, laprosperidad de la familia parece haberlecurado el catarro que le mataba. Legusta John Williamson, piensa, siempreme ha gustado, en realidad, igual que sumujer. Más lejos de la entrada, gritos ychillidos, Londres nunca guardasilencio; aunque haya tantos en loscementerios, los vivos siguen desfilandopor las calles, los borrachos que sepelean y se lanzan del Puente deLondres, los acogidos a sagrado quesalen furtivamente a robar, las putas deSouthwark, que vocean sus precioscomo carniceros que venden carne

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muerta.Entra de nuevo. Su escritorio le

atrae otra vez. Guarda el libro de suesposa en un cofre pequeño, su libro dehoras. Hay en él oraciones en papelessueltos que introdujo ella. Decid elnombre de Cristo mil veces y alejará lafiebre. Pero no lo hace, ¿verdad? Lafiebre llega a pesar de todo y te mata.Junto al nombre de su primer marido,Thomas Williams, ella escribió el de él,pero cae en la cuenta de que nunca llegóa tachar a Tom Williams. Ella anotó losnacimientos de sus hijos, y él ha escritoal lado de ellos las fechas de lasmuertes de sus hijas. Busca un espacio

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donde anotar los matrimonios de loshijos de sus hermanas: Richard conFrances Murfyn, Alice con su pupilo.

Tal vez haya superado lo de Liz,piensa. Parecía imposible quedesapareciese alguna vez aquel peso dedentro de su pecho, pero se ha aliviadolo suficiente para permitirle seguir consu vida. Podría volver a casarme,piensa, pero ¿no es eso lo que la genteme dice siempre? Ya no pienso nunca enJohane Williamson, se dice: no enJohane como era para mí. Su cuerpotenía un sentido especial, pero eso ya noexiste; la carne vivificada por las yemasde sus dedos, santificada por el deseo,

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se convierte sólo en la sustanciaordinaria de una esposa urbana, unamujer marchita, que no destaca por nadaespecial. Ya no pienso nunca enAnselma, se dice; es sólo la mujer deltapiz, la mujer de la tela.

Busca su pluma. He superado lo deLiz, se dice. ¿Estás seguro? Vacila, conla pluma en la mano, cargada de tinta.Alisa las páginas y tacha el nombre delprimer marido. Hace años que deseohacerlo, piensa.

Es tarde. Arriba, cierra el postigo,por el que la luna mira con ojos huecos,como un borracho perdido en la calle.

—¿Hay lobos en este reino? —

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pregunta Christophe mientras dobla laropa.

—Creo que murieron todos cuandotalaron los grandes bosques. El aullidoque oyes son sólo los londinenses.

Domingo: con una luz del día teñidade rosa salen de Austin Friars; sushombres, con la librea nueva de tela grisjaspeada, recogen al grupo de la casa dela ciudad donde se ha alojado la monja.Sería conveniente, piensa él, quedispusiese de la barca del secretario deEstado, en vez de tener que hacerarreglos ad hoc para cruzar el río. Ya ha

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oído misa. Cranmer insiste en que oigantodos otra. Observa a la muchacha y veque llora. Alice tiene razón, se hanacabado sus inventos.

A las nueve, ella está desenredandolos hilos que ha trenzado durante años.Confiesa sin tapujos, tan firme y tandeprisa que Riche apenas puede anotarsus palabras, y apela a ellos comohombres de mundo, como gente que sabehacer las cosas.

—Ya saben cómo es. Mencionasalgo y la gente se te echa encima, ¿quéqueréis decir, qué queréis decir? Dicesque has tenido una visión y no te dejanen paz.

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—No puedes desilusionar a la gente,¿verdad? —dice él; ella está deacuerdo, así es, no puedes. Una vez quehas empezado, tienes que seguir. Siintentases volver atrás, tedespedazarían.

Confiesa que sus visiones soninventos. Nunca habló con personajescelestiales. Nunca resucitó a losmuertos; todo eso era un fraude. Nuncapudo hacer milagros. La carta de MaríaMagdalena la escribió el padre Bocking,y un monje doró las letras, enseguidarecordará su nombre. Los ángeles fueronuna invención suya. Creía verlos, peroahora sabe que no eran más que

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resplandores de luz en la pared. Lasvoces que oyó no eran las voces de losángeles, no eran voces claras ni muchomenos, sólo el rumor de sus hermanascantando en la capilla, o una mujer en lacalle que gritaba porque le habíanpegado y robado, quizá el tintineo sinsentido de cacharros en la cocina; y losgruñidos y los gritos, que parecíanproceder de las gargantas de loscondenados, sólo era alguien quearrastraba un caballete en el piso dearriba o el lamento de un perroabandonado.

—Ahora sé que aquellos santos noeran reales, señores. No eran reales

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como lo sois vos.Algo se ha roto dentro de ella, y él

se pregunta qué.—¿Hay alguna posibilidad de que

pueda volver a Kent? —le dice.—Veré lo que puedo hacer —

contesta él.Hugh Latimer está sentado con ellos,

y él le mira con dureza, como siestuviese haciendo falsas promesas. No,en realidad no, dice. Es cosa mía.

—Antes de que podáis ir a ningunaparte —le dice cortésmente Cranmer—,será necesario que hagáis unreconocimiento público de vuestraimpostura. Una confesión pública.

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—A ella no le dan miedo lasmultitudes, ¿verdad que no os danmiedo?

Ha estado todos estos años por loscaminos, como un espectáculoambulante, y volverá a hacerlo; aunqueahora ha cambiado el carácter delespectáculo; él se propone exhibirla,arrepentida, en el púlpito público de laCruz de la catedral de San Pablo, yquizás también fuera de Londres. Creeque asumirá el papel de impostora conel mismo placer que asumió el de santa.

Niccolò, le dice a Riche, explicaque los profetas desarmados siemprefracasan. Luego sonríe y dice: lo

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menciono, Ricardo, porque sé que osgusta saber de qué libro es la cita.

Cranmer se inclina y le dice a laDoncella: de esos hombres que osrodeaban, Edward Bocking y los demás,¿quiénes eran amantes vuestros?

Esto la sobrecoge: tal vez porque lapregunta proceda de él, el más dulce desus interrogadores. Se limita a mirarlefijamente, como si uno de los dos fuesetonto.

Él dice en un susurro: tal vez ellaconsidere que amantes no sea la palabra.

Basta. A Audley, a Latimer, a Riche,les dice: empezaré trayendo a susseguidores y a sus jefes. Ha perdido a

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muchos, si nos cuidamos de hacerefectiva su perdición. A Fisher desdeluego. A Margaret Pole, quizá; aGertrude y a su marido, seguro. A LadyMaría, la hija del rey, muyposiblemente. A Thomas Moro, no; aCatalina, no, pero sí a un montón defranciscanos.

El tribunal se disuelve, si es que selo puede llamar tribunal. Jo se levanta.Estaba cosiendo (o más biendescosiendo, deshaciendo la cenefa degranadas de un panel con bordado decrewell; esos restos de Catalina, delpolvoriento reino de Granada, aúnpersisten en Inglaterra). Dobla la labor y

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se guarda las tijeras en el bolsillo, sesube la manga y clava la aguja en la telapara usarla más tarde. Se acerca a laprisionera y le apoya una mano en elbrazo.

—Debemos decir adiós.—William Hawkhurst —dice la

muchacha—. Ahora recuerdo el nombre.Él fue el monje que doró la carta deMaría Magdalena.

Richard Riche toma nota.—No digas más hoy —aconseja Jo.—¿Vendréis conmigo, señora?

¿Adónde iré?—Nadie os acompañará —dice Jo

—. Creo que no os hacéis cargo de la

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situación. Vais a ir a la Torre, y yo meiré a casa a comer.

Este verano de 1533 ha sido unperiodo de días despejados, debanquetes de fresas en los jardines deLondres, de zumbido de abejastanteantes, anocheceres cálidos parapaseos por las rosaledas y para oír elrumor que llega de la alameda de losjóvenes caballeros que disfrutan con supartida de golf. La cosecha de trigo esabundante, incluso en el norte. Lasramas de los árboles se inclinan bajo elpeso de la fruta madura. La corte se

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abrasa de luz en el otoño, como si el reyhubiese decretado que el calorcontinuase. Monseñor, el padre de lareina, brilla como el sol, y a sualrededor gira un planeta más pequeñopero que resplandece de todos modos,su hijo George Rochford. Aun así, esBrandon quien dirige el baile,galopando por los salones seguido porsu nueva novia, de catorce años. Es unaheredera, y estaba prometida a su hijo,pero Charles consideró que podría hacermejor uso de ella un hombre conexperiencia como él.

Los Seymour han dejado atrás elescándalo familiar y están

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reconstruyendo su fortuna. Jane Seymourle dice, mirándose a los pies:

—Señor Cromwell, mi hermanoEdward sonrió la semana pasada.

—Qué temeridad por su parte, ¿quéle hizo atreverse?

—Se enteró de que su esposa estabaenferma. La esposa que tenía. La amantede mi padre, ya sabéis.

—¿Es probable que muera?—Oh, sí, muy probable. Entonces él

conseguirá una nueva. Pero la guardaráen su casa de Elvetham, no le permitiráacercarse nunca a una milla de WolfHall. Y cuando mi padre vaya aElvetham, la tendrá encerrada en el

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cuarto de la ropa blanca hasta que él sehaya ido.

Lizzie, la hermana de Jane, está en lacorte con su marido, el gobernador deJersey, que tiene cierto parentesco conla nueva reina. Lizzie viene envuelta ensus ropas de terciopelo y encaje, con loque sus curvas, tan firmes como las desu hermana, resultan indefinidas eimprecisas; sin embargo, sus ojosaudaces de color avellana resultanelocuentes, jane la sigue, murmurando;sus ojos son del color del agua, y por sumirada se deslizan sus pensamientoscomo peces dorados, demasiadopequeños para el anzuelo y la red.

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Es Jane Rochford (que tiene elpensamiento excesivamente desocupado,en opinión de él) quien le ve observandoa las hermanas.

—Lizzie Seymour debe de tener unamante —le dice—. No puede ser sumarido quien ponga en sus mejillas esebrillo, es un hombre viejo. Era viejo yacuando las guerras de los escoceses.

Las dos hermanas se parecen sólo unpoco, comenta; tienen el mismo hábitode bajar la cabeza y morderse el labioinferior.

—Por lo demás —dice, sonriendo—, da la impresión de que su madrehubiese practicado las mismas tretas que

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su marido. Era una belleza en sustiempos, ¿sabéis?, Margery Wentworth.Y nadie sabe lo que pasa en Wiltshire.

—Me sorprende que no lo sepáisvos, lady Rochford. Parece que estáis altanto de los asuntos de todo el mundo.

—Vos y yo tenemos los dos los ojosbien abiertos. —Inclina la cabeza ydice, como si hablara para sí—: Yopodría mantener los ojos abiertos siquisierais en lugares a los que no tenéisacceso.

Santo cielo, ¿qué es lo que quiere?No puede ser dinero, sin duda. Lapregunta surge más fría de lo que sepropone:

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—¿Y qué podría induciros ahacerlo?

Alza los ojos hacia los de él.—Me gustaría disfrutar de vuestra

amistad.—Sin condiciones añadidas.—Pensé que podría ayudaros.

Porque vuestra aliada, lady Carey, se haido a Hever a ver a su hija. Ya no lanecesitan ahora que Ana ha vuelto aprestar sus servicios en la cámara regia.Pobre María —dice riéndose—. Dios ledio bastantes buenas cartas, pero nuncasupo jugarlas. Decidme, ¿qué haréis sila reina no tiene otro hijo?

—No hay ningún motivo para

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temerlo. Su madre tuvo uno cada año.Bolena solía quejarse de que eso hacíaque siguiesen siendo pobres.

—¿Habéis observado alguna vez quecuando un hombre tiene un hijo se llevatodo el mérito y cuando tiene una hijaecha la culpa a su mujer? Y si no tienenninguno, decimos que es porque elvientre de ella es estéril. No se dice quesea porque la semilla es mala.

—Es lo mismo en los Evangelios. Laculpa se la lleva el terreno pedregoso.

Los terrenos pedregosos, la cizañainaprovechable. Jane Rochford no tienehijos después de siete años dematrimonio. «Creo que mi marido quiere

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que me muera.» Lo dice alegremente. Élno sabe qué contestar. No ha pedido quele haga confidencias. «Si muriese —añade, en el mismo tono—, haced queabran mi cuerpo. Os lo pido comoprueba de amistad. Tengo miedo alveneno. Mi marido y su hermana sepasan horas los dos juntos, encerrados, yAna conoce todos los venenos. Alardeade que le dará a María un desayuno delque no se recuperará. —Él espera—.María, la hija del rey, quiero decir.Aunque estoy segura de que si leapeteciese, Ana no tendría escrúpulospara liquidar a su propia hermana. —Alza de nuevo la vista—. Sé que en el

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fondo de vuestro corazón os gustaríasaber lo que yo sé.

Está sola, piensa él, y alimenta uncorazón salvaje, como Leontina en sujaula. Se imagina todo lo que pasa a sualrededor, cada mirada y cadaconversación secreta. Teme que lasotras mujeres la compadezcan, y no losoporta.

—¿Qué sabéis vos de mi corazón?—le dice.

—Sé dónde lo tenéis.Es más de lo que sé yo.—Eso es frecuente entre los

hombres. Puedo deciros a quién amáis.¿Por qué no la pedís, si la queréis? Los

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Seymour no son ricos. Os venderán aJane encantados.

—Os equivocáis sobre el objeto demi interés. Tengo en mi casa jóvenesgentilhombres. Tengo pupilos, cuyosmatrimonios son asunto mío.

—Oh, laralalá —dice ella—. Cantadotra canción. Contádselo a los niños.Contádselo en la Cámara a los Comunes,a los que tantas mentiras contáis. Perono creáis que podéis engañarme a mí.

—Para ser una dama que ofreceamistad, tenéis unos modales muydesagradables.

—Acostumbraos a ellos, si queréismi información. Entráis ahora en las

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habitaciones de Ana y ¿qué veis? Lareina en su reclinatorio. La reinacosiendo un blusón para una mendiga,adornada con perlas del tamaño degarbanzos.

Es difícil no sonreír. El retrato esexacto. Ana tiene a Cranmer en trance.La considera el ejemplo de la mujerpiadosa.

—¿Así que qué pensáis que pasa, enrealidad? ¿Creéis que ha dejado lo delas confidencias con jóvenes y atentoscaballeros? ¿Las adivinanzas y losversos y las canciones en su honor,creéis que ha renunciado a eso?

—Tiene al rey para alabarla.

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—No oirá ni una buena palabraprocedente de él hasta que vuelva acrecerle el vientre.

—¿Y qué puede impedir que esosuceda?

—Nada. Si él está a la altura.—Tened cuidado —dice él con una

sonrisa.—No sabía que fuese traición decir

lo que pasa en el lecho del príncipe.Toda Europa habló de Catalina, de quéparte del cuerpo se colocaba dónde, siera penetrada y si se daba cuenta de elloo no. —Ríe entre dientes—. A Enriquele duele la pierna por la noche. Tienemiedo a que la reina le dé una patada en

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los espasmos de la pasión.Aunque se cubre la boca con la

mano, las palabras se deslizan entre losdedos.

—Pero si se queda quieta debajo deél, él dice: «¿Qué pasa, señora? ¿Porqué os interesáis tan poco por hacermeun heredero?».

—No veo qué tiene que hacer ella.—Dice que no siente placer con él.

Y a él, como estuvo siete añosbatallando por conseguirla, le cuestaconfesar que se ha quedado rancio elasunto tan pronto. Ya estaba rancio antesde que volviesen de Calais, eso es loque creo yo.

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Es posible; tal vez estuviesencansados del combate, agotados. Sinembargo, él le hace regalos tanespléndidos. Y se pelean tanto. ¿Sepelearían tanto si fuesen indiferentes?

—Así que —sigue ella— entre elpataleo y la pierna dolorida y la falta dedestreza de él y la falta de deseo de ella,será un milagro que lleguemos a teneralguna vez un príncipe de Gales. En fin,él es un hombre bastante bueno, si tieneuna mujer distinta cada semana. Y si a élle atrae la novedad, ¿quién puede decirque a ella no? Tiene a su propiohermano a su servicio.

Él se vuelve para mirarla.

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—Dios os ampare, lady Rochford.—Para llevar a sus amigos hasta

ella, quiero decir. ¿Qué creíais quequería decir? —una risilla enojosa.

—¿Sabéis vos lo que queréis decir?Lleváis en la corte bastante tiempo,conocéis los juegos que se practican enella. No tiene importancia que una damareciba cumplidos y versos, aunque estécasada. Ella sabe que su mando escribeversos en otras partes.

—Oh, ella lo sabe. Yo al menos losé. No hay joven beldad en treinta millasa la redonda que no haya recibido unacolección de versos de Rochford. Perosi creéis que la galantería no traspasa la

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puerta del dormitorio sois más inocentede lo que pensaba. Podéis estarenamorado de la hija de Seymour, perono tenéis por qué emularla en lo de tenerla inteligencia de un cordero.

Él sonríe.—Se difama a los corderos con ese

dicho. Los pastores dicen que sereconocen entre sí. Responden a susnombres. Hacen amistades que durantoda la vida.

—Y yo os diré quién entra y quiénsale del dormitorio de todo el mundo: esese muchachito furtivo que se llamaMark. Es el alcahuete de todos. Mimarido le paga con botones de perlas y

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cajas de confites y plumas para la gorra.—¿Por qué? ¿Es que lord Rochford

anda escaso de dinero en efectivo?—Veis una oportunidad de usura.—¿Por qué no?Al menos, piensa, hay un punto en el

que coincidimos: no tiene sentidodesdeñar a Mark. En casa de Wolseytenía deberes, enseñar a los niños delcoro. Aquí, lo único que hace es andarde un sitio para otro, ir a donde vaya lacorte, manteniéndose más o menos cercade los aposentos de la reina.

—Bueno, yo no veo nada malo en elmuchacho —dice.

—Se pega como un cardo a sus

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superiores. No sabe mantenerse en susitio. Es un don nadie con ínfulas queaprovecha su oportunidad en estostiempos en que anda todo revuelto.

—Supongo que podríais decir lomismo de mí, lady Rochford, y estoyseguro de que lo hacéis.

Thomas Wyatt le lleva cestos denueces y avellanas, de manzanas deKent, sube traqueteando él mismo hastaAustin Friars en el carro deltransportista.

—Más tarde llegará el venado —dice, saltando del carro—. Yo vengo

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con la fruta fresca, no con los cadáveres.Le huele el pelo a manzana. Lleva la

ropa polvorienta del camino.—Ahora discutiréis conmigo —dice

— por arriesgarme a romper un jubónque vale tanto…

—Lo que el transportista gana en unaño.

Wyatt parece arrepentido.—Olvidé que sois mi padre.—Ya os he regañado, así que ahora

podemos pasar a la conversación ociosay juvenil.

Está de pie, dándose un baño decauteloso sol otoñal, con una manzanaen la mano. La pela con una navaja

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delgada y la monda se separa de lacarne susurrando y cae entre suspapeles, como la sombra de unamanzana, verde sobre papel blanco ytinta negra.

—¿Visteis a lady Carey cuandoestabais en el campo?

—María Bolena en el campo. Quéplaceres frescos como el rocío despiertaeso en mi mente. Espero que estéretozando en algún pajar.

—Es precisamente por eso por loque quiero tenerla a mano, para lapróxima vez que su hermana esté horsde combat.

Wyatt se sienta en medio de los

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archivos, con una manzana en la mano.—Cromwell, imaginad que

hubieseis estado siete años fuera deInglaterra, que fueseis como uncaballero de una historia, víctima de unencantamiento, ¿miraríais a vuestroalrededor y os preguntaríais quiénes sonéstos, esta gente?

Este verano, Wyatt prometió que sequedaría en Kent. Leería y escribiría losdías de lluvia, cazaría cuando hiciesebueno, pero llega el otoño y las nochesse alargan, y Ana vuelve a atraerle cadavez más. Su corazón es veraz, cree: y siella es falsa, es difícil determinar dóndeestá la falsedad. No puedes bromear con

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Ana últimamente. Es incapaz de reír.Tienes que pensar que es perfecta, oencontrará algún medio de castigarte.

—Mi anciano padre habla de lostiempos del rey Eduardo. Dice: ¿vesahora por qué no es bueno para el reycasarse con una súbdita, una inglesa?

El problema es que, aunque Anahaya rehecho la corte, aún hay gente quela conocía antes, en los tiempos en quellegó de Francia, cuando se dedicó aseducir a Harry Percy. Compitencontando historias que demuestran queella no es honesta. O que no es humana.Es una serpiente. O un cisne. Unacandida cerva. Una cierva blanca

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solitaria, oculta entre hojas de color grisplata, que se esconde temblando entrelos árboles, esperando al amante quehará que deje de ser animal y vuelva aser una diosa. «Mandadme otra vez aItalia», dice Wyatt. Los ojos de ella,oscuros, luminosos, almendrados: meembrujan. Viene a mí de noche en milecho solitario.

—¿Solitario? No lo creo.Wyatt se ríe.—Tenéis razón. Duermo donde

puedo.—Bebéis demasiado. Aguad el vino.—Podría haber sido distinto.—Todo podría haber sido distinto.

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—Nunca pensáis en el pasado.—Nunca hablo de ello.—Enviadme fuera, a algún lugar —

suplica Wyatt.—Lo haré. Cuando el rey necesite un

embajador.—¿Es cierto que los Médici han

hecho una oferta por la mano de laprincesa María?

—No la princesa María, queréisdecir lady María. Le he pedido al reyque lo piense. Pero no son lo bastantegrandes para él. Si Gregory mostrasealgún interés por la banca le buscaríauna novia en Florencia, ¿sabéis? Seríaagradable tener aquí una chica italiana.

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—Mandadme otra vez allí.Enviadme a donde pueda ser útil, a voso al rey, porque aquí soy inútil y peorque inútil para mí mismo, y no sirvopara complacer a nadie.

—Oh, ¡por los huesos descoloridosde Becket! —dice él—. Dejad ese tonolastimero.

Norfolk tiene su propia opiniónsobre los amigos de la reina. Resuellaun poco mientras la expresa, le tintineanlas reliquias, se le encrespan sobre unosojos muy abiertos las enmarañadas cejasgrises. Estos hombres, dice, ¡estoshombres que andan alrededor de lasmujeres! Norris, ¡tenía mejor opinión de

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él! ¡Y el hijo de Henry Wyatt!Escribiendo versos, cantando.Blablablablá.

¿De qué vale hablar con lasmujeres? —pregunta con vehemencia—.Cromwell, vos no habláis con mujeres,¿verdad? Quiero decir, ¿cuál sería eltema? ¿Qué podríais decir?

Hablaré con Norfolk, decide, cuandoregrese de Francia; le pediré que inclinea Ana a la prudencia. Los francesestienen un encuentro con el papa enMarsella, y Enrique, dado que él no va aasistir, debe estar representado por supar más importante. Gardiner ya estáallí. Para mí cada día es como una

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fiesta, le dice a Tom Wyatt, cuando esosdos están fuera.

—Creo —dice Wyatt— que Enriquepuede tener un nuevo interés porentonces.

En los días siguientes, él estápendiente de las miradas de Enriquecuando se posan en las diversas damasde la corte. No hay nada en esasmiradas, quizá, más que el interésespeculativo de cualquier hombre. SóloCranmer piensa que si miras dos veces ala misma mujer tienes que casarte conella. Observa al rey bailando con LizzieSeymour, con la mano en su cintura. Veque Ana observa, con expresión fría,

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tensa.Al día siguiente, presta a Edward

Seymour algo de dinero en condicionesmuy favorables.

En las húmedas mañanas de otoño,cuando aún sólo hay inedia luz, la gentede su casa sale temprano hacia losbosques húmedos y goteantes. Nopuedes tener torta di funghi si no cogeslos ingredientes crudos.

Richard Riche llega a las ocho, concara de asombro y alarma.

—Me pararon a la entrada, señor, yme dijeron: «¿Dónde está vuestra bolsa

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de setas? Aquí no entra nadie sin setas».—A Riche esto le parece una afrenta asu dignidad—. No creo que le hubiesenpedido las setas al Lord Canciller.

—Oh, sí que lo habrían hecho,Richard. Pero en una hora las comeráscon huevos hervidos en leche, y el LordCanciller no lo hará. ¿Empezamos atrabajar?

En el mes de septiembre, él haestado deteniendo a los sacerdotes ydemás hombres próximos a la Doncella.Junto con sir Frunce, repasa losdocumentos y dirige los interrogatorios.Los clérigos no tardan en ser encerradosy empiezan a desmentirla a ella y a

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desmentirse unos a otros: nunca creí enella, fue el padre Fulano quien meconvenció. Yo nunca quise tenerproblemas. En cuanto a sus contactoscon la esposa de Exeter, con Catalina,con María…, todos rechazan suparticipación y se apresuran a denunciara sus hermanos en Cristo. La gente de laDoncella ha estado en contactopermanente con la casa de Exeter. Ellamisma ha estado en muchos de losprincipales monasterios del reino. Laabadía de Syon, la cartuja de Sheen, elmonasterio franciscano de Richmond. Éllo sabe porque tiene muchos contactosentre los monjes desafectos. En todos

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los monasterios hay unos cuantos, yelige a los más inteligentes. En cuanto aCatalina, ella no se ha reunido con lamonja. ¿Por qué iba a hacerlo? Tiene aFisher para actuar como intermediario ya Gertrude, la esposa de lord Exeter. Elrey dice: «Me resulta difícil creer queHenry Courtenay me traicionase. Uncaballero de la charretera, un granhombre en las justas, amigo mío desdeniño. Wolsey intentó separarnos, peroyo no lo acepté. —Él se ríe—. Brandon,¿os acordáis de Greenwich, de aquellasnavidades, ¿qué año fue? ¿Recordáis lalucha con bolas de nieve?».

Ésa es la gran dificultad de tratar

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con ellos, son hombres que no paran dehablar de linajes antiguos y amistades deinfancia y cosas que pasaron cuando aúnestabas comerciando en lanas en elmercado de Amberes. Les pones laspruebas delante de las narices y seentregan a evocaciones lacrimosas depeleas con bolas de nieve. «Mirad —dice Enrique—, la culpa de todo la tienela mujer de Courtenay. Cuando él sepalo que ha hecho, querrá librarse de ella.Es voluble y débil como todas las de susexo, fácil de enredar enconspiraciones.»

—Pues perdonadla —dice él—.Escribidle diciéndoselo. Haced que esas

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personas os deban gratitud, si queréisque abandonen su estúpidosentimentalismo con Catalina.

—¿Creéis que se pueden comprarcorazones? —dice Charles Brandon. Dala impresión de que se pondría triste sila respuesta fuese que sí.

El corazón, piensa él, es comocualquier otro órgano, puede pesarse enuna balanza.

—No es un precio en dinero lo queofrecemos. Tengo pruebas suficientespara llevar a juicio a la familiaCourtenay, a toda la gente de Exeter. Sinos abstenemos de hacerlo, estamosconcediéndoles su libertad y sus tierras.

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Dándoles una oportunidad de conservarhonorablemente el buen nombre.

—Su abuelo —dice Enrique— dejóCrookback para servir a mi padre.

—Si les perdonásemos, nostomarían por tontos —dice Charles.

—Yo creo que no, señor. Todo loque hagan a partir de ahora, lo haránvigilados por mí.

—Los Pole, lord Montague: ¿quéproponéis en su caso?

—No debería dar por supuesto queserá perdonado.

—Queréis hacerle sudar, ¿eh? —dice Charles—. No acaba de gustarmevuestro modo de tratar a los nobles.

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—Deben recibir su merecido —diceel rey—. Callaos, señor. Necesitopensar.

Una pausa. La posición de Brandones demasiado complicada para quepueda mantenerla. Quiere decir,tratadles como traidores, Cromwell:pero procurad despedazarlosrespetuosamente. De pronto, suexpresión se anima.

—Ah, ahora me acuerdo deGreenwich. Aquel año nos llegaba lanieve hasta las rodillas. Ah, éramosjóvenes entonces, sí. La nieve ya no escomo en aquellos tiempos, como cuandoéramos jóvenes.

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Él recoge sus papeles y pide que leexcusen. El recuerdo se afianza en latarde y hay trabajo que hacer.

—Rafe, ve a West Horsley. Dile a laesposa de Exeter que el rey considera atodas las mujeres volubles y débiles…,aunque yo diría que tiene abundantespruebas de lo contrario. Dile que seponga a escribir diciendo que no tienemás inteligencia que una pulga. Dile quediga que es excepcionalmente fácil deengañar, incluso para ser mujer. Dileque se humille. Aconséjale cómo deberedactar la carta. Sabes cómo hacerlo.Nada puede ser demasiado humilde paraEnrique.

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Es la estación de la humildad. Lanoticia que llega de las conversacionesde Marsella es que el rey Francisco seha puesto a los pies del papa y le habesado las zapatillas. Cuando llega lanoticia, Enrique grita una obscenidad yhace pedazos el despacho. Él recoge lostrozos, los recompone en una mesa y lee:

—Francisco ha sido fiel a vos, enrealidad —dice—, sorprendentemente.

Ha convencido al papa de quesuspenda su bula de excomunión.Inglaterra tiene un tiempo de respiro.

—Ojalá el papa Clemente estuvieseen la tumba —dice Enrique—. Biensabe Dios que es un hombre de vida

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indecente, y está siempre enfermo, asíque debería morirse. A veces rezo paraque Catalina pueda pasar a mejor vida.¿Está mal eso?

—Si chasqueáis los dedos,Majestad, acudirán corriendo uncentenar de sacerdotes que os dirán loque está bien y lo que está mal.

—Pero creo que prefiero que me lodigáis vos. —Enrique cavila, en unsilencio hosco y crispado—. Si murieseClemente, ¿quién sería el granujasiguiente que ocuparía el cargo?

—Yo he apostado mi dinero porAlejandro Farnesio.

—¿De veras? —Enrique se levanta

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—. ¿Se hacen apuestas?—Pero hay pocas opciones. Ha

estado distribuyendo tanto dinero entrela chusma romana todos estos años quecuando llegue el momento aterrorizarána los cardenales.

—Recordadme cuántos hijos tiene.—Cuatro, que yo sepa.El rey está mirando el tapiz de la

pared cercana, donde mujeres dehombros blancos caminan descalzas poruna alfombra de flores primaverales.

—Yo puedo tener otro hijo pronto.—¿Os ha dicho algo la reina?—Todavía no.Pero él ve, todos vemos, la

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llamarada de color de las mejillas deAna, el lustre sedoso de su persona, eltono de mando que resuena en su vozcuando reparte favores y recompensasentre los que la rodean. Esta últimasemana hay más recompensas quemiradas sombrías, y la esposa deStephen Vaughan, que está en la cámararegia, cuenta que no ha tenido elperiodo. El rey dice: «Ella no ha tenidosu…» y se calla, ruborizándose como uncolegial. Cruza la estancia, abre losbrazos y le abraza, resplandeciendocomo una estrella, sus grandes manos debrillantes anillos aprietan puñados deterciopelo negro de su chaqueta. «Esta

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vez es seguro. Inglaterra es nuestra.»Ese grito de su corazón es arcaico.

Es como si estuviese en medio delcampo de batalla entre estandartesensangrentados, la corona en una zarza,los enemigos muertos a sus pies.

Se desembaraza de él suavemente,sonriendo, y alisa el memorando quetenía en la mano cuando el monarca leabrazó; porque no es así como abrazanlos hombres, se golpean con grandespalmadas, como si quisieran derribarse.Enrique le aprieta el brazo y dice:«Thomas, es como abrazar unrompeolas. ¿De qué estáis hecho?».Coge el papel. Bosteza. «¿Esto es lo que

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tenemos que hacer esta mañana? ¿Estalista?»

—Sólo son quince asuntos.Acabaremos enseguida.

No puede dejar de sonreír el restodel día. ¿Quién se preocupa porClemente y por sus bulas? Podría igualplantarse en Cheat y dejar que elpopulacho le apedrease. Podríaplantarse debajo de las guirnaldasnavideñas (que espolvoreamos conharina los años que no hay nieve) ycantar: «Tararí, tarará, bajo los árbolestan verdes».

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Un día frío de finales de noviembre,la Doncella y media docena de susprincipales seguidores hacen penitenciaal pie de la Cruz de la catedral de SanPablo. Descalzos y con grilletes,azotados por el viento. La multitud esgrande y escandalosa, el sermónanimado, se cuenta lo que la Doncellahacía en sus paseos nocturnos, cuandosus hermanas de religión dormían, y quéhistorias lúgubres de demonios contabapara mantener sobrecogidos a susseguidores. Se lee su confesión, al finalde la cual ella misma pide a los

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londinenses que recen por ella y solicitael perdón del rey.

Está desconocida. Ya no es lamuchacha huesuda de Lambeth. Estádemacrada y parece diez años mayor.No es que le hayan hecho daño, él noaprobaría que torturasen a una mujer, y,en realidad, ninguno de ellos le hahablado con dureza; lo difícil ha sidoimpedirles complicar la historia conrumores y fantasías, de modo que mediaInglaterra se viese arrastrada a ella. Alúnico sacerdote que había mentidopersistentemente, se había limitado aencerrarle con un confidente, un hombredetenido por asesinato, y que se

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apresuró a hacer que el padre Richquisiese salvar su alma e interpretarpara él las profecías de la Doncella eimpresionarle con los nombres de lagente importante de la corte a la queconocía. Patético, realmente. Pero hasido necesario montar este espectáculo ya continuación él lo llevará aCanterbury, para que la Doncella puedaconfesar en su lugar de origen. Esnecesario desbaratar el poderpersuasivo de esta gente que habla delfinal de los tiempos y que nos amenazacon pestes y con la condenación. Esnecesario disipar el terror que crean.

Allí está Thomas Moro, entre los

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dignatarios de la ciudad. Se dirige ahorahacia él, mientras bajan lospredicadores y se hace descender delestrado a los presos. Moro se frota lasmanos frías. Sopla sobre ellas.

—Su delito es que fue utilizada.¿Cómo te dejó salir Alice sin

guantes?, piensa él.—Pese a todos los testimonios que

he obtenido —dice—, no he conseguidocomprender aún cómo llegó ella aquí,desde el borde de los pantanos a untablado público delante de la catedral.Porque desde luego no ha sacado nadade dinero de ello.

—¿Cómo formularéis las

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acusaciones? —el tono es objetivo,interesado, de abogado a abogado.

—El derecho común no trata demujeres que dicen que pueden volar oresucitar a los muertos. Solicitaré alParlamento una ley de muerte civil.Acusaciones de traición para losprincipales. Los cómplices, cadenaperpetua, confiscaciones, multas. El reyserá moderado, creo yo. Misericordiosoincluso. Me interesa más poner aldescubierto los planes de esa gente queel que se apliquen penas. No quiero unjuicio con muchos acusados y cientos detestigos, que mantengan enredados a lostribunales años y años.

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Moro vacila.—Vamos —le dice—, habríais

hecho lo mismo, cuando erais canciller.—Tal vez tengáis razón. De todos

modos yo estoy al margen. —Una pausa;luego, Moro añade—: Thomas. En elnombre de Cristo, lo sabéis.

—Mientras lo sepa el rey. Debemosgrabarlo bien en su mente. Tal vez unacarta vuestra, interesándoos por laprincesa Isabel.

—Puedo hacerlo.—Dejando claro que aceptáis sus

derechos y su título.—Eso no es ningún problema. El

nuevo matrimonio está hecho y hay que

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aceptarlo.—¿No creéis que podíais alabarlo

incluso?—¿Por qué necesita el rey que otros

hombres alaben a su esposa?—Suponed que escribís una carta

abierta. Para decir que habéis visto laluz en la cuestión de la jurisdicciónnatural del rey sobre la Iglesia.

Mira hacia dónde suben a los presosen los carros que esperan.

—Se los llevan otra vez a la Torre.—Hace una pausa—. No debéisquedaros por aquí. Venid a comer a micasa.

—No. —Moro mueve la cabeza—,

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preferiría soportar el viento que soplaen el río y volver a casa hambriento. Sipudiese confiar en que sólo pondríaiscomida en mi boca…, pero pondréispalabras en ella.

Observa cómo se mezcla con lamultitud de concejales que vuelven a suscasas. Moro es demasiado orgullosopara retractarse, piensa. Teme perder lacredibilidad entre los sabios europeos.Tenemos que dar con algún medio deque lo haga que no resulte abyecto. Elcielo se ha despejado y es de un azulintenso impecable. Los jardines deLondres están llenos de bayas. Hay uninvierno obstinado por delante. Pero él

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percibe una fuerza que está a punto debrotar como la primavera del árbolmuerto. Cuando se difunde la palabra deDios, los ojos de la gente se abren averdades nuevas. Hasta ahora, lo mismoque Helen Barre, saben de Noé y delDiluvio, pero no de san Pablo. Podríanexplicar los dolores de nuestra SantaMadre, y decir cómo arrastran alInfierno a los condenados. Pero noconocen los diversos milagros ni dichosde Cristo, las palabras y los hechos delos apóstoles, hombres sencillos que,como los pobres de Londres,desempeñaban oficios simples deiletrados. La historia es mucho mayor de

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lo que nunca pensaron ellos. No puedescontarle a la gente, le dice a su sobrinoRichard, sólo una parte de ella o sólolas partes que tú decidas. Han visto lareligión pintada en los muros de lasiglesias, o tallada en la piedra, pero,ahora, la pluma de Dios está dispuesta, yél está preparado para escribir suspalabras en los libros de sus corazones.

Chapuys ve, sin embargo, en estasmismas calles, la efervescencia de lasedición, una ciudad dispuesta a abrirsus puertas al emperador. Él no estuvoen el saco de Roma, pero algunas nochessueña con él como si hubiese estadoallí: las entrañas negras esparcidas

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sobre los antiguos pavimentos, losagonizantes ocultos en las fuentesornamentales, el repicar de campanasentre la niebla de los pantanos y lasllamas de las antorchas de losincendiarios saltando por las murallas.Roma ha caído con todo lo que haydentro de ella. No fueron los invasores,fue el papa Julio quien echó abajo laantigua catedral de San Pedro, que sehabía mantenido en pie mil doscientosaños, el lugar donde el propioemperador Constantino había cavado laprimera zanja, doce paladas de tierra,una por cada apóstol; donde los mártirescristianos, envueltos en pieles de

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animales salvajes cosidas, habían sidodespedazados por perros. Veinticincopies de profundidad cavó para susnuevos cimientos, a través de unanecrópolis, a través de doce siglos deespinas de pescado y ceniza, las palasde sus trabajadores fueron pulverizandolos cráneos de los santos. En el lugardonde habían derramado su sangre losmártires, se alzaban rocas de blancuraespectral: mármol, esperando a MiguelÁngel.

Ve en la calle a un sacerdote queporta la Eucaristía, un londinense queagoniza, sin duda. Los transeúntes sedescubren y se arrodillan, pero un

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muchacho se asoma a una ventana ygrita: «Mostradnos a vuestro Cristoresucitado. A vuestro muñeco deresorte». Él alza la vista y ve la cara delmuchacho, antes de que desaparezca:está crispada de rabia.

Esta gente, le dice a Cranmer,necesita una buena autoridad, alguien aquien puedan obedecer como es debido.Roma les ha pedido durante siglos loque sólo podrían creer los niños. Esindudable que les resultará más naturalobedecer a un monarca inglés, queejercerá sus poderes de acuerdo con elParlamento y con Dios.

Dos días después ve a Moro

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tiritando en el sermón, transmite unperdón para lady Exeter. Llega conalgunas palabras vejatorias del rey,dirigidas a su marido. Es el día de santaCatalina: en honor de la santa que fueamenazada con el martirio en una rueda,caminamos todos en círculo hacianuestro destino. Ésa es al menos lateoría. En realidad, él no ha visto nuncaa nadie mayor de doce años que lohiciese.

Hay una sensación de poder enreserva, un poder que recorre loshuesos, como el temblor que se percibeen el mango de un hacha al empuñarla.Puedes golpear, o puedes no hacerlo,

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pero si decides no asestar el golpe,puedes sentir de todos modos dentro deti la resonancia de lo que has omitido.

Al día siguiente, en Hampton Court,el hijo del rey, el duque de Richmond,se casa con Mary, la hija de Norfolk.Ana ha arreglado este matrimonio parala glorificación de los Howard; tambiénpara impedir que Enrique case a subastardo, para ventaja del muchacho,con alguna princesa extranjera. Haconvencido al rey para que desdeñe laespléndida dote que podría esperar, y,triunfante en todos sus designios, se une

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al baile, la cara delgada ruborosa, elcabello resplandeciente trenzado conpuntas de daga de diamantes. Enrique nopuede apartar los ojos de ella, nitampoco él.

Richmond atrae hacia sí todas lasdemás miradas, retozando como unpotrillo, exhibiendo sus galas de boda,girando, saltando y pavoneándose.Miradle, dicen las damas de más edad, yveréis cómo era su padre en otrostiempos: ese buen color, esa piel tandelicada como la de una muchacha.

—Señor Cromwell —le dice—,explicadle al rey mi padre que quierovivir con mi esposa. Él dice que tengo

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que volver a mi casa y que María tieneque quedarse con la reina.

—Él piensa en vuestra salud,Milord.

—Pronto cumpliré quince años.—Aún falta medio año para eso.La expresión alegre del muchacho se

esfuma. Cubre su rostro una expresiónpétrea.

—Medio año no es nada. Un hombrede quince es competente.

—Eso pensamos —dice ladyRochford, que está ociosa allí—. El reyvuestro padre presentó testigos ante eltribunal para que dijeran que su hermanopodía hacerlo a los quince, y más de una

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vez por noche.—Es también en la salud de la novia

en lo que debemos pensar.—La esposa de Brandon es más

joven que la mía, y él la tiene.—Cada vez que la ve —dice lady

Rochford—, a juzgar por la expresiónasustada de ella.

Richmond se atrinchera para unadiscusión prolongada, refugiándose enun precedente. Es la forma de discutir desu padre.

—¿Acaso mi bisabuela ladyMargaret Beaufort no dio a luz a lostrece años al príncipe que sería EnriqueTudor?

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Bosworth, los maltrechosestandartes, el campo ensangrentado; lasábana manchada de la maternidad. Dedónde venimos todos, piensa él, sino delmismo trato furtivo: querida, entrégate amí.

—Nunca oí que eso mejorase susalud —dice—, o su carácter. No tuvomás hijos.

De pronto se siente cansado de ladiscusión; la abrevia, con voz lisa yfatigada.

—Sed razonable, Milord. Cuando lohayáis hecho, querréis hacerloconstantemente. Unos tres años. Así sonlas cosas. Y vuestro padre tiene pensado

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otro trabajo para vos. Debe enviaros aabrir corte en Dublín.

—Tomadlo con calma, corderillo —dice Jane Rochford—. Siempre haymedios de solucionarlo. Un hombresiempre puede encontrar una mujer, siella está dispuesta.

—¿Puedo hablaros como amigo,lady Rochford? Os arriesgáis a la ira delrey si os mezcláis en esto.

—Oh —dice ella tranquilamente—.Enrique perdonará cualquier cosa a unamujer bonita. Ellos sólo quieren hacer loque es natural.

—¿Por qué tengo que vivir como unmonje? —dice el muchacho.

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—¿Un monje? Ésos lo hacen comolas cabras. El señor Cromwell os loexplicará.

—Tal vez —dice Richmond— seala reina la que quiere mantenernosseparados. No quiere que el rey tenga unnieto en la cuna antes de tener un hijopropio.

—Pero ¿no lo sabéis? —dice JaneRochford volviéndose a él—. ¿No hallegado a vuestros oídos que La Anaestá enceinte?

Le da el nombre que le da Chapuys.Ve una expresión de vacuo desmayo enel rostro del muchacho.

—Me temo que en el verano habréis

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perdido vuestro lugar, querido —diceJane—. En cuanto tenga un hijo nacidode su matrimonio, podréis engendrarpara alegría de vuestro corazón. Noreinaréis nunca, y vuestro hijo nuncaheredará.

No es frecuente ver destruidas lasilusiones de un príncipe en el instanteque se tarda en apagar entre los dedos lavela de una llama: y con el mismomovimiento calculado, como si naciesede la facilidad que proporciona elhábito. Ni siquiera se ha humedecido losdedos.

—Puede ser otra niña —diceRichmond, arrugando la cara.

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—Casi es traición esperar eso —dice lady Rochford—. Y si lo fuese, ellatendrá un tercer hijo, y un cuarto. Yocreía que no volvería a concebir, perome equivocaba, señor Cromwell. Ya loha demostrado.

Cranmer está en Canterbury, caminapor un sendero de arena, descalzo, haciasu entronización como primado deInglaterra. Concluida la ceremonia, sededica a limpiar el priorato de ChristChurch, cuyos miembros dieron tantoaliento a la falsa profetisa. Podría seruna tarea larga, entrevistar a cada

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monje, desentrañar sus historias.Rowland Lee irrumpe en la ciudad paraponer un poco de músculo en el asunto,y Gregory figura en su séquito; así que élse sienta en Londres a leer una carta desu hijo, que no es más larga ni másinformativa que sus cartas de colegial:«Y nada más ya, por falta de tiempo».

Él escribe a Cranmer, diciéndoleque sea misericordioso con lacomunidad de allí, que simplemente seextravió. Perdonad al monje que doró lacarta de la Magdalena. Sugiero que lehaga un regalo en metálico al rey,trescientas libras le contentarán.Limpiad Christ Church y toda la

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diócesis, Warham fue arzobispo treintaaños, su familia está arraigada allí, suhijo bastardo es archidiácono, empleaduna escoba nueva para ello. Colocad ensu lugar gente de casa: vuestra gente deleste de las tristes Midlands, formadosbajo cielos sobrios.

Hay algo debajo de su escritorio,bajo sus pies, en cuya naturaleza haevitado pensar. Echa el asiento haciaatrás; es la mitad de una musaraña, unregalo de Marlinspike. La coge y piensaen Henry Wyatt, comiendo gusanos en lacelda. Piensa en el cardenal,resplandeciente en el Colegio delCardenal. Arroja la musaraña al fuego.

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El cadáver crepita y se encoge, loshuesos estallan con un leve «pop». Cogela pluma y escribe a Cranmer, echad aesos hombres de Oxford de vuestradiócesis y poned en su lugar a hombresde Cambridge que conozcamos.

Escribe a su hijo: ven a casa y pasael Año Nuevo con nosotros.

Diciembre: Margaret Pole, en suangulosidad congelada, una luz azuldetrás de ella que sube proyectadadesde la nieve, parece que hubiesesalido de la vidriera de una iglesia, conastillas de vidrio temblando en su ropa;

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en realidad, esas esquirlas sondiamantes. La ha hecho venir hasta él, ala condesa, y ahora le mira desde detrásde sus gruesos párpados, le mira con lalarga nariz Plantagenet alzada, y susaludo resuena en la estancia con elbrillo del hielo. «Cromwell.» Sólo eso.

Va al grano.—¿Por qué debe dejar la princesa

María la casa de Essex?—Milord Rochford la quiere para su

uso. Es un buen territorio de caza,¿sabéis? María debe incorporarse a lacasa de su hermana la princesa, enHatfield. Allí ya no necesitará servicio.

—Me ofrezco a servirla a mis

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expensas. No podéis impedírmelo.Probadlo.—Yo me limito a cumplir los deseos

del rey, y supongo que deseáis tantocomo yo cumplirlos.

—Ésos son los deseos de laconcubina. No creemos, la princesa yyo, que sean los deseos del rey.

—Pues debéis ampliar vuestracredulidad, señora.

Ella baja la mirada hacia él desde supedestal: es la hija de Clarence, sobrinadel viejo rey Eduardo. En sus tiempos,los hombres de su condición searrodillaban para hablar con mujerescomo ella.

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—Yo estaba con Catalina en lahabitación de la reina el día que se casó.Soy una segunda madre para la princesa.

—Por la sangre de Cristo, señora,¿creéis que necesita una segunda madre?La que tiene la matará.

Se miran fijamente, por encima delabismo.

—Lady Margaret, si me permitís queos aconseje… La lealtad de vuestrafamilia se halla bajo sospecha.

—Eso decís vos. Por eso meseparáis de María, como castigo. Situvieseis pruebas suficientes paraacusarme me enviaríais a la Torre conElizabeth Barton.

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—Eso sería contrario a los deseosdel rey. Él os respeta, señora. Respetavuestra estirpe, vuestra mucha edad.

—No tiene ninguna prueba.—En junio del año pasado, justo

después de la coronación de la reina,vuestro hijo lord Montague y vuestrohijo Geoffrey Pole cenaron con ladyMaría. Luego, apenas dos semanas mástarde, Montague volvió a cenar con ella.Me pregunto de qué hablarían.

—¿De veras?—No —dice él, sonriendo—. El

muchacho que llevó a la mesa el platode espárragos era un muchacho mío. Elque cortó los albaricoques, también.

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Hablaron del emperador, de la invasión,de cómo se le podría inducir aefectuarla. Así que ya veis, ladyMargaret, que toda vuestra familia debemucho a mi tolerancia. Confío en quepuedan pagárselo al rey con su futuralealtad.

No le dice que se propone utilizar asus hijos contra su problemáticohermano que está en el extranjero. Nodice «Tengo en nómina a vuestro hijoGeoffrey». Geoffrey Pole es un hombreviolento e inestable. No sabe lo quepuede hacer. Se le han pagado cuarentalibras este año por ponerse de parte deCromwell.

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La condesa frunce los labios.—La princesa no abandonará su

casa tranquilamente.—Milord Norfolk se propone ir a

Beaulieu para informarla de que suscircunstancias han cambiado. Ella puededesafiarle, claro.

Él había aconsejado al rey quedejase a María seguir ostentando sucondición de princesa, que no mermaseen nada su estado. Que no diese a suprimo el emperador un motivo paradeclarar la guerra.

—¿Iréis vos a proponerle a la reinaque María conserve el título? —habíagritado Enrique—. Porque os aseguro,

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señor Cromwell, que yo no voy ahacerlo. Y si la veis encolerizarse,como sucederá, y enferma y pierde alniño, seréis el responsable. ¡Y no mesentiré inclinado a la clemencia!

A la puerta de la cámara regia, seapoya en la pared. Le dice a Rafe conlos ojos en blanco: «Santo cielo, no meextraña que el cardenal envejecieseantes de tiempo. Si él cree que con esoeliminará el resentimiento de ella, meparece que se equivoca. La semanapasada, yo era su hermano de armas.Esta semana me amenaza con un finalsangriento».

—Menos mal que no sois como el

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cardenal —dice Rafe.Cierto. El cardenal esperaba la

gratitud de su príncipe, materia en la quetenía que verse decepcionado sinremisión. Pese a su capacidad, era unhombre al que dominaban y agotaban suspropias emociones. Él, Cromwell, noestá sometido a las debilidades deltemperamento, y casi nunca se cansa. Seeliminarán los obstáculos, se calmaránlos ánimos, se desharán los nudos.Ahora, a finales de 1533, su espíritu esfirme, su voluntad fuerte, su aparienciaimperturbable. Los cortesanos ven quees capaz de controlar losacontecimientos, de moldearlos. Es

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capaz de contener los temores de otros yde proporcionarles una sensación defirmeza en un mundo incierto: estepueblo, esta dinastía, esta isla miserabley lluviosa del extremo del mundo.

Examina al final del día, a modo derecreo, las propiedades en tierras deCatalina y considera lo que puederedistribuir. Sir Nicholas Carew, aquien no le gusta él y a quien no leagrada Ana, se queda asombrado alrecibir una serie de donaciones deCromwell, entre las que figuran dosgrandes mansiones en Surrey que añadira las propiedades que posee ya en elcondado. Solicita una entrevista para

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expresar su agradecimiento; tiene quepedírselo a Richard, que lleva ahora laagenda de Cromwell; y Richard se laconcede para dos días después. Comosolía decir el cardenal, deferenciasignifica hacer esperar a la gente.

Cuando entra Carew, él estádisponiendo su rostro. Frío,ensimismado, El cortesano perfecto, seesfuerza por elevar las comisuras de loslabios. El resultado es una sonrisa boba,doncellil, incongruente sobre una barbatupida.

—Oh, estoy seguro de que lomerecéis —dice, quitando importanciaal asunto—. Sois amigo de la infancia

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de Su Majestad, y nada le causa mayorplacer que recordar a sus buenosamigos. Vuestra esposa mantienerelación con lady María, ¿no es cierto?¿Están muy unidas? Pedidle —añadecortésmente— que dé a la joven buenosconsejos. Que la prevenga de que ha deaceptar la voluntad del rey en todo.Últimamente, está tenso y no puedoresponder de las consecuencias quepueda tener no hacerlo.

El Deuteronomio nos dice que losregalos ciegan los ojos del sabio. Carewno es especialmente sabio, en suopinión, pero el principio parececumplirse, y, aunque no parezca

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exactamente ciego, parece al menosdeslumbrado.

—Consideradlo un regalo anticipadode Navidad —le dice con una sonrisa. Yempuja los documentos hacia él sobre lamesa.

En Austin Friars están limpiandocuartos de almacenaje para construircámaras de seguridad. Celebrarán elbanquete en Stepney. Las alas del ángelse trasladan allí; él quiere conservarlas,hasta que haya en la casa otro niño deltamaño adecuado. Las ve pasar,temblando en su mortaja de linodelicado, y observa cómo cargan laestrella de Navidad en un carro.

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—¿Cómo trabaja una de ésas, esamáquina terrible llena de puntas? —pregunta Christophe.

Él retira una parte de la lona y lemuestra el dorado.

—Santo cielo —exclama el chico—.La estrella que nos guía a Belén. Creíaque era un instrumento de tortura.

Norfolk va a Beaulieu a decir a ladyMaría que debe trasladarse a la mansiónde Hatfield y ponerse al servicio de lapequeña princesa y vivir bajo la tutelade lady Anne Shelton, tía de la reina. Loque resultó de ello lo explicó a la vueltaen tonos ofendidos.

—¿Tía de la reina? —dice María—.

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Sólo hay una reina, y esa reina es mimadre.

—Lady María… —dice Norfolk, ysus palabras la hacen romper a llorar ycorrer a su habitación y encerrarse.

Suffolk va a Buckden a convencer aCatalina de que se traslade a otra casa.Ella se ha enterado de que se proponenenviarla a un lugar aún más húmedo queBuckden y dice que la humedad lamatará. Así que también se encierra ycorre los cerrojos y le grita a Suffolk entres idiomas que se marche. No setrasladará a ninguna parte, dice, a menosque él esté dispuesto a echar la puertaabajo y llevarla atada. Lo que a Charles

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le parece un poco excesivo.Brandon escribe a Londres pidiendo

instrucciones en un tono muy lastimero:¡un hombre con una esposa de catorceaños esperando sus atenciones y tenerque pasar las fiestas de este modo!Cuando se lee su carta en el Consejo, él,Cromwell, se echa a reír. La alegríapura que le inspira el asunto leacompaña en el Año Nuevo.

Hay una joven que recorre loscaminos del reino, diciendo que es laprincesa María, y que su padre la haechado a pedir por los caminos. La hanvisto tan al norte como York y tan al estecomo Lincoln, y la gente sencilla de

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esos condados la aloja y la alimenta y leda dinero para que siga su camino. Éltiene gente intentando localizarla, perono la han encontrado todavía. No sabe loque haría con ella si la encontrase. Escastigo suficiente asumir la carga de laprofecía y andar en invierno por loscaminos sin protección. Se la imagina:una figura menguante de color pardo,caminando hacia el horizonte por loscampos lisos y cenagosos.

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IIIUna mirada de pintor

1534

Cuando Hans lleva a Austin Friars elretrato terminado, se avergüenza de él.Se acuerda de cuando Walter decía:«Mírame a la cara cuando me digas unamentira, niño».

Posa la mirada en el borde inferiordel cuadro y deja que vaya subiendo:una pluma, tijeras, papeles, su sello enla bolsita y un libro grueso,encuadernado en verde oscuro: la

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encuadernación ornamentada en oro, laspáginas con cantos dorados. Hans lehabía pedido que le enseñase su Biblia,y la había rechazado por demasiadovulgar, demasiado manoseada. Habíainvestigado por la casa y habíaencontrado el mejor libro que poseía enel escritorio de Thomas Avery. Es laobra del monje Pacioli, el tratado sobrela forma de llevar los libros, que leenviaron sus buenos amigos de Venecia.

Ve su mano pintada, descansandoante él en el escritorio, sujetandolánguidamente un papel. Es extraño,como si hubiese sido descompuesto enpartes, verse así en secciones, dígito a

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dígito. Hans le ha hecho la piel lisacomo la de una cortesana, pero elmovimiento que ha captado, ese plieguede los dedos, es tan seguro como el deun matarife cuando alza el cuchillo.Lleva la turquesa del cardenal. Él tuvoen tiempos un anillo de turquesa propio,se lo regaló a Liz cuando nació Gregory.Era un anillo que tenía forma decorazón.

Alza la vista más, hasta su rostro.No mejora mucho el del huevo dePascua que pintó Jo. Hans le habíadibujado en un pequeño espacio,empujando una mesa pesada para fijarleallí. Mientras Hans le dibujaba había

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tenido tiempo de pensar, y suspensamientos le habían llevado lejos, aotro país. No puede rastrear lospensamientos que hay detrás de sumirada.

Le había pedido que le pintase en eljardín. Hans había dicho que sudabasólo de pensarlo. ¿Podemos hacerlo mássimple, sí?

Lleva ropa de invierno. Dentro deella parece hecho de una sustancia másimpermeable que la mayoría de loshombres, más compacta. Muy bienpodría llevar armadura. Prevé el día enque podría tener que hacerlo. Hayhombres en este reino y en el extranjero

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(ahora no sólo en Yorkshire) que leapuñalarían nada más verle.

Dudo, piensa, que lleguen alcorazón. ¿De qué estáis hecho?, habíapreguntado el rey. Sonríe. En el rostropintado no hay rastro de sonrisa.

—Bien. —Va a la habitacióncontigua—. Podéis venir a verlo.

La gente irrumpe empujándose.Sigue un breve silencio, valorativo. Seprolonga.

—Ha hecho que parezcáis bastantegrueso, tío —dice Alice—. Más de loque debía.

—Como nos ha demostradoLeonardo —dice Richard—, una

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superficie curvada desvía mejor elimpacto de las balas de cañón.

—A mí no me lo parece —diceHelen Barre—. Creo que los rasgos sonbastante exactos. Pero ésa no es laexpresión de vuestro rostro.

—No, Helen —dice Rafe—. Lareserva para los hombres.

—Está aquí el hombre delemperador —dice Thomas Avery—.¿Puede pasar a verlo?

—Es bienvenido, como siempre.Entra Chapuys con paso saltarín. Se

planta delante del cuadro; da un saltitohacia delante; otro hacia atrás. Vistepieles de marta encima de las sedas.

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—¡Santo cielo! —dice Johane,tapándose la boca con la mano—.Parece un mono bailarín.

—Oh, no, me temo que no —comenta Eustache—. Oh, no, no, no, no,no. Vuestro pintor protestante ha erradoel tiro esta vez. Porque uno nunca osimagina solo, Cremuel, sino encompañía, estudiando los rostros deotros, como si vos mismo ospropusieseis pintarlos. Hacéis pensar alos demás, no «¿qué es lo que parece?»,sino «¿qué parezco yo?».

Se aleja, se vuelve luego como siquisiera captar la semejanza en el actode moverse.

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—De todos modos. Mirándolo bien,no le gustaría a uno cruzarse con vos. Enese aspecto, creo que Hans ha logradosu objetivo.

Cuando Gregory llega a casa deCanterbury, le lleva solo a ver elcuadro, aún con la ropa del viaje, conmanchas de barro del camino. Deseaconocer la opinión de su hijo antes deque los demás de la casa hablen con él.

—Tu señora madre siempre decía—le cuenta— que no me había elegidopor mi apariencia. Cuando llegó elcuadro, me sorprendió darme cuenta demi vanidad. Me veía a mí mismo talcomo era cuando me fui de Italia hace

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veinte años, antes de que nacieses.Gregory está junto a su hombro, con

la mirada fija en el retrato. En silencio.Se da cuenta de que su hijo es más

alto que él: no es que haga falta ser muyalto para eso. Se hace a un lado, sólomentalmente, para observar a su hijo conuna mirada de pintor: un muchacho dedelicada piel blanca y ojos coloravellana, un ángel esbelto de la segundahilera de un fresco moteado por lahumedad, en alguna ciudad de lamontaña lejos de aquí. Lo imagina comoun paje cabalgando en un bosque através de un pergamino, rizos oscurosque sobresalen por encima de una

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estrecha banda dorada; mientras que losjóvenes que hay a su alrededor a diario,los jóvenes de Austin Friars, sonmusculosos como perros de presa,llevan el pelo muy corto, tienen ojosagudos como puntas de espada. Élpiensa: Gregory es todo lo que deberíaser. Es todo lo que tengo derecho aesperar: su franqueza, su gentileza, lareserva y la consideración con quecontrola sus pensamientos hasta que losestructura. Le inspira tanta ternura quecree que podría llorar.

Se vuelve al retrato.—Me temo que Mark tenía razón.—¿Quién es Mark?

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—Un muchachito bobo que anda conGeorge Bolena. Una vez le oí decir queparezco un asesino.

—¿No lo sabíais? —preguntaGregory.

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Sexta parte

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ISupremacía

1534

En los días alegres que transcurrendesde Navidad a Año Nuevo, mientrasla corte está de fiesta y Charles Brandonen los pantanos gritando ante una puerta,él relee a Marsilio de Padua. Marsilionos planteó en el año 1324 cuarenta ydos proposiciones. Después de la fiestade la Epifanía, él acude sin prisa aexponerle unas cuantas a Enrique.

El rey ya conoce algunas, otras le

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son extrañas. Algunas son pertinentes ensu situación actual; otras le han sidocensuradas como herejía. Hace unamañana luminosa y gélida, el viento delrío corta la cara como un cuchillo. Nosapresuramos a tentar la suerte.

Marsilio nos cuenta que Cristo novino a este mundo como gobernante nicomo juez, sino como súbdito: súbditodel Estado con el que se encontró. Nopretendía gobernar, ni encomendó a susdiscípulos la misión de hacerlo. No dioa uno de sus seguidores más poder que aotro. Si creéis que lo hizo, leed denuevo los versículos sobre Pedro. Cristono hizo papas. No dio a sus discípulos

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el poder de hacer leyes o ponerimpuestos que los clérigos hanreclamado como derecho propio.

—No recuerdo que el cardenal mehablase nunca de eso —dice Enrique.

—¿Lo haríais vos si fueseiscardenal?

Si Cristo no indujo a sus seguidoresa buscar el poder terrenal, ¿cómo puedeafirmarse que los príncipes de hoyreciben su poder del papa? De hecho,todos los sacerdotes son súbditos, comoCristo quiso que fuesen. Corresponde alpríncipe gobernar los cuerpos de susciudadanos, decir quien está casado yquién puede casarse, quién es bastardo y

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quién legítimo.—¿De dónde recibe el príncipe ese

poder y el de imponer la ley? De uncuerpo legislativo que actúa en nombrede los ciudadanos. El rey obtiene susoberanía por voluntad del pueblo,expresada en el Parlamento.

Cuando él dice esto, Enrique pareceaguzar el oído, como si pudiese captarel rumor del pueblo bajando por elcamino hacia él dispuesto a expulsarlede su palacio. Él le tranquiliza a eserespecto: Marsilio no concedelegitimidad a los rebeldes. Ciertamente,los ciudadanos deben unirse paraderribar a un déspota, pero él, Enrique,

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no es un déspota. Él es un monarca quegobierna dentro de la ley. Le complaceque el pueblo le aclame cuando pasea acaballo por Londres, pero el príncipeprudente no siempre es el más popular;él lo sabe.

Tiene otras proposiciones queexponerle. Cristo no otorgó concesionesde tierras a sus seguidores, nimonopolios, cargos, ascensos. Todo esocorresponde al poder secular. ¿Cómopuede un hombre que ha hecho voto depobreza tener derechos de propiedad?¿Cómo pueden ser terratenientes losmonjes?

—Cromwell —dice el rey—, con

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vuestra facilidad para las grandescifras… —Mira fijamente a lo lejos.Acaricia el encaje plateado de subocamanga.

—El cuerpo legislativo debeproveer para el mantenimiento desacerdotes y obispos —dice él—.Después de eso, debería poder emplearla riqueza de la Iglesia para el bienpúblico.

—Pero ¿cómo liberar esa riqueza?Supongo que se pueden desmontar losaltares —dice Enrique; tachonado élmismo de piedras preciosas, piensa enla riqueza que se puede obtener—. Sialguien se atreviese.

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Es característico de Enriqueadelantarse a lo que aún no hasexpuesto. Él se había propuesto guiarlehacia un intrincado proceso legal dedesposesión y reposesión: la afirmaciónde antiguos derechos soberanos, larecuperación de lo que siempre ha sidovuestro. Él recordará que fue Enriquequien propuso primero sacar los ojos dezafiro de los santos con un cincel. Peroestá dispuesto a seguir el pensamientodel monarca.

—Cristo nos enseñó cómorecordarle. Nos dejó el pan y el vino: elcuerpo y la sangre. ¿Qué másnecesitamos? No veo dónde pidió que se

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alzasen altares, o que se instituyese uncomercio con partes del cuerpo, cabelloy uñas incluidos, ni nos pidió quehiciésemos imágenes de yeso y lasadorásemos.

—Seríais capaz de calcular —diceEnrique—, incluso… No, supongo queno. —Se levanta—. Bueno, brilla el sol,así que…

Así que es el mejor momento para lasiega. Recoge los documentos del día.

—Puedo acabar yo.Enrique va a ponerse la chaqueta de

montar. No queremos que nuestro reysea el hombre pobre de Europa, piensa.España y Portugal tienen tesoros que les

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llegan todos los años de las Indias.¿Dónde están nuestros tesoros?

Mirad a vuestro alrededor.Él calcula que el clero posee un

tercio de Inglaterra. Un día, pronto,Enrique le preguntará cómo puedeposeerlo la Corona en vez del clero. Escomo tratar con un niño. Un día, traesuna caja y el niño pregunta qué haydentro. Luego se va a dormir y seolvida, pero al día siguiente pregunta denuevo. Y no descansa hasta que se abrela caja y se le dan los regalos.

El Parlamento está a punto dereanudar las sesiones. Él le dice al reyque ningún Parlamento de la historia ha

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trabajado tanto como se propone él quetrabaje éste.

—Haced lo que tengáis que hacer —dice Enrique—. Yo os respaldaré.

Es como oír lo que has esperadotoda la vida. Es como oír un versoperfecto en un idioma que conocíasantes de nacer.

Se va a casa contento, pero elcardenal le espera en un rincón. Estárollizo como un almohadón con su ropaescarlata y tiene una expresión marcialde rebeldía en la cara. ¿Sabéis que él seatribuirá el mérito de vuestras buenasideas, y vos cargaréis con la culpa delas suyas erróneas?, le dice Wolsey.

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Cuando la fortuna os dé la espalda,sentiréis su azote: siempre vos, nunca él.

Querido Wolsey, le dice (porque elcardenal ya no está en este reino y sedirige a él como a un colega). QueridoWolsey, no es del todo así…, no culpó aCharles Brandon por romperle una lanzaen el yelmo, se culpó a sí mismo por nobajarse la visera.

¿Creéis que esto es una justa?,pregunta el cardenal. ¿Creéis que hayreglas, protocolos, jueces que vigilanque se juegue limpio? Un día, cuandoestéis aún ajustándoos el arnés, alzaréisla vista y le veréis arremeter contra vos.

El cardenal se desvanece con una

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risa ahogada.Antes incluso de que se reúnan los

Comunes, lo hacen sus adversarios paraplanear sus tácticas. Las sesiones no sonsecretas. Los sirvientes entran y salen, ypuede repetir el método que empleó conlos cónclaves de los Pole: hay jóvenesde la casa de Cromwell a los que no lesimporta ponerse un delantal y servir unafuente de pescado o un asado de carne.Los gentilhombres de Inglaterra solicitanpuestos en su casa ahora para hijos,sobrinos y pupilos, pensando que con élaprenderán el arte de gobernar, deescribir con caligrafía secretarial, deabordar la traducción de las cartas del

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extranjero y sabrán qué libros debenleer para ser cortesanos. Él se toma enserio la confianza que depositan en supersona. Retira cortésmente de lasmanos de estos jóvenes bulliciosos lasdagas, las plumas, y les habla, buscandopor detrás de la pasión y el orgullo dejóvenes de quince o veinte años lo quevalen en realidad, para qué sirven y paraqué servirían en condiciones difíciles.No aprendes nada de los hombresdesairándolos y aplastando su orgullo.Tienes que preguntarles qué son capacesde hacer en este mundo, lo que sóloellos son capaces de hacer.

Los muchachos se quedan atónitos

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con la pregunta, abren sus almas. Quizánadie les haya hablado así antes. Desdeluego, sus padres no.

Introduces a estos muchachosviolentos y poco ilustrados enocupaciones humildes. Aprenden losSalmos. Aprenden a usar el cuchillo defiletear y el cuchillo de mondar; sóloentonces, para defensa propia y en unalección no oficial, aprenden el estoc, elgolpe mortal que se asesta bajo lascostillas, el simple giro de la muñecaque te da la seguridad. Christophe seofrece como instructor. Estos messieurs,dice, hay que ver lo delicados que son.Le cortan la cabeza al ciervo o la cola a

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la rata, lo que sea, para enviársela acasa a su querido papá. Sólo vos y yo,señor, y Richard Cremuel, sabemoscómo cortar el paso a un maldito puercocondenado, de manera que acabemoscon él sin que le dé tiempo siquiera asoltar un chillido.

Antes de que llegue la primavera,algunos de los jóvenes que se congregana su puerta hallan el modo de entrar. Losojos y los oídos de los iletrados son tanagudos como los de los nobles, y nohace falta ser un erudito para teneringenio. Caballerizos y encargados delos perros oyen las confidencias de losnobles. El muchacho de la leña y los

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fuelles oye secretos de los umbrales delsueño a primera hora del día, cuandoentra a encender la chimenea.

Un día soleado de súbito y engañosocalor, llega a Austin Friars LlamadmeRisley.

—Buenos días, señor —grita, yarroja la chaqueta, se sienta a suescritorio y arrastra el taburete; coge lapluma y se queda mirando la punta—.Bueno, ¿qué tenéis para mí? —Lebrillan los ojos y tiene las puntas de lasorejas coloradas.

—Creo que Gardiner debe de estarde vuelta —dice él.

—¿Cómo lo sabéis? —Llamadme

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deja la pluma. Se levanta bruscamente.Pasea a grandes zancadas—. ¿Por qué escomo es? ¿A que tantas discusiones ydisputas y preguntas cuando lasrespuestas le tienen sin cuidado?

—Te gustaba bastante enCambridge.

—Oh, entonces —dice Wriothesley,despreciando su yo juvenil—. Se suponeque nos ejercitaba mentalmente. No sé.

—Mi hijo dice que le cansaba lapráctica del debate docto. La llamapráctica de la discusión inútil.

—Quizá Gregory no sea tonto deltodo.

—Me gustaría creer que no lo es.

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Llamadme se ruboriza intensamente.—No pretendía ofenderos, señor. Ya

sabéis que Gregory no es comonosotros. Él es demasiado bueno paraeste mundo. Claro que tampoco hay porqué ser como Gardiner.

—Cuando se reunían los consejerosdel cardenal, proponíamos planes, talvez hubiese alguna disputa, pero laresolvíamos hablando; luegoperfeccionábamos los planes y losaplicábamos. El Consejo del rey notrabaja de ese modo.

—¿Cómo iba a poder hacerlo? ¿ConNorfolk? ¿Con Charles Brandon? Sepelearán con vos por ser quien sois.

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Aunque estén de acuerdo, os llevarán lacontraria. Aunque sepan que tenéisrazón.

—Supongo que Gardiner te haamenazado.

—Con la ruina —aprieta un puñocontra el otro—. No me importa.

—Pues debería importarte.Winchester es un hombre poderoso y sidice que te arruinará, es que se proponehacerlo.

—Me llama desleal. Dice quecuando estuvo en el extranjero deberíahaberme ocupado de sus intereses y node los vuestros.

—Mi opinión es que estás al

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servicio del secretario de Estado, delque ocupe ese puesto. Si yo —vacila—,si…, Wriothesley, te hago esta oferta, sise me confirma en el puesto, te pondré alcargo del Sello.

—¿Seré el supervisor?Ve que está calculando los

honorarios.—Así que ahora ve a ver a

Gardiner, discúlpate y consigue que tehaga una oferta mejor. Procura cubrir lasapuestas complementarias.

Llamadme se queda en suspenso,alarmado.

—Apresúrate, muchacho. —Coge suchaqueta y se la tira—. Él todavía es

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secretario. Puede recibir de nuevo sussellos. Dile sólo que tiene que venir arecogerlos en persona.

Llamadme se ríe. Se frota la frente,desconcertado, como si se hubieseestado peleando. Se pone la chaqueta.

—No hay esperanza, ¿verdad?Luchadores inveterados. Lobos

arrebatándose la carroña. Leonesdisputándose cristianos.

El rey le manda entrar, conGardiner, para examinar la ley que sepropone presentar al Parlamentodestinada a garantizar la sucesión de los

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hijos de Ana. Les acompaña la reina.Muchos gentilhombres privados venmenos a sus esposas que el rey, piensa.Si él cabalga, Ana cabalga. Si él caza,Ana caza. Y a los amigos de él los haceamigos suyos.

Ana tiene la costumbre de leer porencima del hombro de Enrique; lo haceahora, deslizando una mano exploratoriapor el sedoso volumen del monarca, porlas capas de ropa, de forma que una desus pequeñas uñas se engancha debajodel cuello bordado de la camisa y alzala tela, separándola solo un poquito, unaminúscula fracción, de la regia y pálidapiel. La mano enorme de Enrique se

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desliza para acariciar la de ella, unmovimiento ausente, como en sueños,como si estuviesen solos. El borradoralude una y otra vez, correctamente, alparecer, a «Su queridísima y amadísimaesposa la reina Ana».

El obispo de Winchester estáboquiabierto. Como hombre, le subyugael espectáculo, pero como obispo lehace carraspear. Ana no se da cuenta enabsoluto; sigue haciendo lo que hace yleyendo el papel, hasta que alza la vista,sobrecogida: ¡menciona mi muerte! «Sisucediese que su dicha amada yqueridísima esposa la reina Anafalleciese…» —No puede excluirse el

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hecho —dice él—. El Parlamento puedehacer cualquier cosa, siempre que nosea contraria a la naturaleza.

Ella se ruboriza.—No moriré por el niño. Soy fuerte.Él no recuerda que Liz perdiese el

buen sentido en los embarazos. Enrealidad, se hacía siempre aún mássobria y frugal, y dedicaba muchotiempo a hacer inventario de lo quehabía almacenado en los armarios. Lareina Ana pide a Enrique el borrador dela carta. Lo agita en un arrebato. Estáindignada con el papel, celosa de latinta.

—Este proyecto de ley —dice—

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prevé que si muero, digamos quemuriese ahora, digamos que muero deuna fiebre y muero sin dar a luz,entonces él puede poner en mi lugar aotra reina.

—Querida —dice el rey—, nopuedo imaginar otra en tu lugar. Sólo esuna idea. Algo que él tiene que prever.

—Señora —dice Gardiner—, si mepermitís defender a Cromwell, él soloprevé la situación habitual.¿Condenaríais a Su Majestad a una vidade viudez perpetua? Y nadie conoce suhora, ¿verdad?

Ana no presta la menor atención. Escomo si Winchester no hubiese hablado.

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—Y si ella tiene un hijo, ese hijoheredará —dice—, «herederosmasculinos legítimamente engendrados».¿Qué pasará entonces con mi hija y suderecho?

—Bueno —dice Enrique—, ellasigue siendo princesa de Inglaterra. Simiráis el documento más adelante diceque…

Enrique cierra los ojos. Dios, damefuerzas.

Gardiner se apresura a aportar algo.—Si el rey no tuviese nunca un hijo,

es decir, en matrimonio legítimo con unamujer, entonces vuestra hija sería reina.Eso es lo que propone Cromwell.

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—Pero ¿por qué tiene que escribirseasí? ¿Y dónde dice que esa Maríaespañola es bastarda?

—Lady María está fuera de la líneade sucesión. Así que la deducción quedaclara. No hace falta decir más. Debéisdisculpar cualquier frialdad en laexpresión. Procuramos escribir las leyessobriamente. Por tanto, no hay nadapersonal en ellas.

—Santo cielo —dice Gardiner conalivio—. Si esto no es personal, ¿quées?

El rey parece haber invitado aStephen a esta conferencia con el fin dedesairarle. Mañana, por supuesto,

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podría suceder lo contrario; él podríallegar y ver a Enrique paseando conStephen cogido del brazo entre lascampanillas blancas.

—Queremos sellar esta ley con unjuramento —dice—. Que los súbditosde Su Majestad juren respaldar lasucesión al trono tal como se estableceen este documento y como ratifica elParlamento.

—¿Un juramento? —dice Gardiner—. ¿Qué clase de legislación necesitaque la confirmen con un juramento?

—Siempre habrá quien diga que unParlamento se equivoca o está compradoo es incapaz por algún motivo de

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representar a la nación. Además, habráquienes rechacen la competencia delParlamento para legislar en ciertasmaterias, que consideren que esocorresponde a alguna otrajurisdicción… A Roma, por ejemplo.Pero creo que es un error. Roma no tienevoz legítima en Inglaterra. En miproyecto de ley me propongo exponeruna posición. Es una posición modesta.Lo redacté yo, el Parlamento puedeconsiderar que merece aprobarse, el reypuede acceder a firmarlo. Entonces, yopediré al país que lo ratifique.

—¿Qué es lo que haréis? —preguntaStephen, mofándose—. ¿Enviaréis a

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vuestros criados desde Austin Friars aque recorran el país haciendo jurar atodo individuo al que saquéis de unataberna? ¿Haréis jurar a todos?

—¿Por qué no habría de hacerlo?¿Acaso creéis que porque no sonobispos son animales? El juramento deun cristiano es tan bueno como el deotro. Mirad a cualquier parte de estereino, monseñor, y encontraréisdesamparo, indigencia. Hay hombres ymujeres por los caminos. Los que cuidandel rebaño se han hecho tan grandes quearrebatan las tierras al hombre humildey el labrador pierde la casa y el hogar.En una generación, esa gente puede

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aprender a leer. El labrador puede cogerun libro. Creedme, Gardiner, Inglaterrapuede ser de otro modo.

—Os he enfurecido —comentaGardiner—. Si os provocan, osequivocáis de dirección. Yo no os hepreguntado si su palabra era buena o no,sino a cuántos os proponéis hacer jurar.Pero, por supuesto, en los Comuneshabéis introducido un proyecto de leyque va contra los corderos…

—Contra los que dirigen el rebaño—dice él, sonriendo.

—Gardiner —dice el rey—, es paraayudar a la gente del común…, ningúnganadero debe disponer de más de dos

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mil animales…El obispo interrumpe al rey,

tratándole como a un niño.—Dos mil, sí, mientras vuestros

enviados andan por los condadoscontando las ovejas, tal vez puedantomar juramento al mismo tiempo a lospastores, ¿no? Y a esos labradoresvuestros, en su condición iletrada, y acualquier furcia que encuentren en unazanja.

Él no tiene más remedio que reírsede la vehemencia del obispo.

—Monseñor, tomaré juramento aquien sea necesario para asegurar lasucesión y unir al país tras nosotros. El

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rey tiene sus funcionarios, sus jueces depaz…, y los lores del Consejo sesentirán honrados de hacer su trabajo, otendrán que explicarse si no.

—Los obispos tendrán que prestarjuramento —dice Enrique—. Espero quese muestren conformes.

—Necesitamos nuevos obispos —dice Ana. Nombra a su amigo HughLatimer. A su amigo Rowland Lee. Enrealidad, parece que tiene una lista quelleva en la memoria. Liz hacíaconservas. Ana hace pastores.

—¿Latimer? —Stephen cabecea,pero no puede acusar a la reina a la carade estimar a herejes—. Rowland Lee no

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ha subido a un púlpito en su vida, que yosepa. Algunos hombres entran en la vidareligiosa sólo por ambición.

—Y apenas tienen la gallardía dedisimularlo —dice él.

—Yo hago cuanto puedo por seguirmi camino —dice Stephen—. Mecondujo a él Dios, Cromwell. Y lo sigo.

Él alza la vista hacia Ana. Ve en susojos una chispa de alegría. No se pierdeuna sola palabra.

—Monseñor Winchester —diceEnrique—, habéis estado mucho tiempofuera del país, en vuestra embajada.

—Abrigo la esperanza de que SuMajestad piense que ha sido en

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beneficio suyo.—Ciertamente, pero no habéis

podido evitar descuidar vuestradiócesis.

—Como pastor, deberíais ocuparosde vuestro rebaño —dice Ana—.Contarlo, quizá.

—Mi rebaño está a salvo en el redil—dice él con una inclinación.

El rey no puede hacer mucho más ya,salvo echar al obispo por las escaleras apatadas o pedir a los guardias que lesaquen a rastras.

—De todos modos, podéisdedicaros ya por entero a él —susurraEnrique.

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Cuando un perro está a punto delanzarse a pelear emana de su piel unintenso hedor. Ese hedor es el queimpregna ahora la habitación, y él veque Ana se vuelve, melindrosa, yStephen se lleva la mano al pecho, comosi quisiera erizarse el pelo, para mostrarsu talla antes de enseñar los dientes.

—Volveré con Su Majestad dentrode una semana —dice. Susentimentalismo melifluo brota como ungruñido de las profundidades de susentrañas.

Enrique se echa a reír.—Mientras tanto, estamos a gusto

con Cromwell. Cromwell nos trata muy

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bien.Cuando Winchester se va, Ana se

cuelga de nuevo del rey; entorna losojos, como si estuviese arrastrándole auna conspiración. Todavía llevaapretado el jubón, sólo una leve plenitudde los pechos indica su estado. No hahabido ningún anuncio. Nunca se hacenproclamaciones, los organismosfemeninos son inciertos y puedenproducirse errores. Pero toda la corteestá segura de que lleva en el vientre alheredero, y ella lo dice así; no semencionan esta vez manzanas, y todoslos alimentos que deseó en el embarazode la princesa le repugnan ahora, lo que

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es buena señal de que será niño. Esteproyecto de ley que llevará él,Cromwell, a los Comunes, no es comopiensa ella una anticipación deldesastre, sino una confirmación dellugar que ella ocupa en el mundo. Debede tener ahora treinta y tres años. ¿Ycuántos años se rio él de su pecho planoy de su piel amarillenta? Ahora que esreina, hasta él puede apreciar su belleza.El rostro que parece esculpido en lapureza de sus líneas, su cráneo pequeñocomo el de un gato; el cuello tiene unbrillo mineral, como si estuvieseespolvoreado de oro potable.

—Stephen —dice Enrique— es un

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embajador resuelto, no hay duda, perono puedo mantenerle cerca de mí. Heconfiado en él introduciéndole en misconsejos más íntimos, y ahora resultaque… —menea la cabeza—… , odio laingratitud. Odio la deslealtad. Por esoaprecio a un hombre como vos. Fuisteisfiel a vuestro viejo amo en sutribulación. Nada pudo recomendarosmás que eso.

Enrique habla como si élpersonalmente no hubiese sido la causade la tribulación; como si la caída deWolsey la hubiese provocado un rayo.

—Otro que me ha decepcionado esThomas Moro.

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—Cuando redactéis el proyecto deley contra la falsa profetisa Barton —dice Ana—, poned en él a Moro, al ladode Fisher.

Él cabecea.—No prosperará. El Parlamento no

lo aprobará. Hay muchas pruebas contraFisher, y a los Comunes no les gusta.Habla de ellos como si fuesen turcos.Pero Moro vino a verme antes inclusode que detuviesen a la Barton y medemostró que no tenía nada que ver conel asunto.

—Pero eso le asustará —dice Ana—. Quiero que se asuste. El miedopuede destruir a un hombre. Yo misma

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lo he visto.

Tres de la tarde: llevan velas. Élconsulta la agenda de Richard: JohnFisher espera. Es el momento de estarfurioso. Intenta pensar en Gardiner, perono puede evitar reírse.

—Disponed vuestro rostro —diceRichard.

—Nunca imaginaste que Stephen medebía dinero. Pagué su instalación enWinchester.

—Reclamádselo, señor.—Pero ya le he quitado su casa para

dársela a la reina. Aún está ofendido. Es

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mejor que no le empuje hasta eseextremo. Tengo que dejarle abierta laposibilidad de volver.

El obispo Fisher está sentado consus manos esqueléticas apoyadas en unbastón de ébano.

—Buenas noches, monseñor —diceél—. ¿Por qué sois tan crédulo?

El obispo parece sorprenderse deque no empiecen con una oración. Sinembargo, susurra una bendición.

—Será mejor que pidáis perdón alrey. Que le roguéis que os favorezca denuevo. Que tenga en cuenta vuestra edady vuestra debilidad.

—No sé cuál es mi delito. Y,

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penséis lo que penséis, no estoy en misegunda infancia.

—Pues yo creo que sí. Si no, ¿cómohabríais dado crédito a esa tal Barton?Si os encontrarais con un espectáculo demarionetas en la calle, no os pararíais yvitorearíais y gritaríais: «Mirad cómoanda con esas piernecillas de madera,mirad cómo mueve los brazos. Hay quever cómo tocan sus trompetas». ¿Verdadque no lo haríais?

—Creo que no he visto nunca unespectáculo de marionetas —dice Fishercon tristeza—. Al menos uno que fuesecomo ese del que habláis.

—¡Pero estáis en uno, monseñor!

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Mirad a vuestro alrededor. Todo es ungran espectáculo de marionetas.

—Y, sin embargo, hubo tantos quecreyeron en ella —dice suavementeFisher—. El mismo Warham, es decir,Canterbury. Muchos, un centenar dehombres devotos e ilustrados ratificaronsus milagros. ¿Y por qué no habría decomunicar ella su conocimiento, siendoinspirado? Sabemos que el Señor antesde actuar advierte y previene mediantesus siervos, porque según proclamó elprofeta Amós…

—No me vengáis con el profetaAmós. Ella amenazó al rey. Previo sumuerte.

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—Preverla no es lo mismo quedesearla, y aún menos que tramarla.

—Bueno, pero ella nunca previonada que no deseara que ocurriese. Sesentó con los enemigos del rey y les dijocómo sería.

—Si os referís a lord Exeter —diceel obispo—, él ya está perdonado, porsupuesto, y también lady Gertrude. Sifuesen culpables, el rey habríaprocedido contra ellos.

—No son cosas equivalentes.Enrique desea la reconciliación. Creeque debe ser misericordioso. Como losería con vos aún, pero para eso debéisreconocer vuestras culpas. Exeter no ha

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escrito contra el rey, pero vos sí.—¿Dónde? Mostrádmelo.—Vuestra letra está disimulada,

monseñor, pero no para mí. Ya nopublicaréis nada más.

Fisher alza la vista hacia él. Sushuesos se mueven delicadamente bajo lapiel; el puño aprieta el bastón, cuyaempuñadura es un delfín dorado.

—Vuestros impresores extranjerostrabajan ahora para mí. Mi amigoStephen Vaughan les ha ofrecidomejores condiciones.

—Es por el divorcio por lo que meacosáis —dice Fisher—. No es porElizabeth Barton. Es porque la reina

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Catalina me pidió consejo y se lo di.—¿Decís que os acoso, cuando os

pido que os mantengáis dentro de la ley?No intentéis desviarme de vuestraprofetisa, os llevaré donde está ella y osencerraré en la celda de al lado.¿Habríais estado tan dispuesto a creerlasi en una de sus visiones hubiese vistocoronada reina a Ana un año antes deque sucediese, y al cielo contemplandosonriente el acontecimiento? En esecaso, os lo aseguro, habríais dicho queera una bruja.

Fisher cabecea. Retrocededesconcertado.

—Siempre me pregunté… ¿Sabéis?

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Me ha tenido dudando mucho tiempo laidea de si la María Magdalena de losEvangelios era la misma María hermanade Marta. Elizabeth Barton me dijo contoda certeza que lo era. No vaciló lomás mínimo en esa cuestión.

Él se ríe.—Oh, está familiarizada con esa

gente. Entra y sale de sus casas. Hacompartido un plato de potaje muchasveces con la Santísima Virgen. Mirad,monseñor, la santa simplicidad eraválida en su tiempo, pero hoy no.Estamos en guerra. No os engañéis porque los soldados del emperador norecorran las calles aún, esto es una

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guerra y estáis en el campo enemigo.El obispo guarda silencio. Se agita

un poco en su asiento. Gime.—Ya veo por qué os retenía

Wolsey. Sois un rufián como él. Hacecuarenta años que soy sacerdote y no hevisto nunca hombres tan impíos comolos que triunfan hoy, consejeros tanmalvados.

—Caed enfermo —dice él—.Guardad cama. Eso es lo querecomiendo.

El proyecto de ley de muerte civilcontra la Doncella y sus aliados se

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presenta en la Cámara de los Lores lamañana del sábado 21 de febrero.Figura en él el nombre de Fisher ytambién, por orden de Enrique, el deMoro. Él va a la Torre a ver a ElizabethBarton, para comprobar si tiene algomás que descargar de su concienciaantes de que se determine el día de sumuerte.

Ella ha sobrevivido a un invierno enel que ha recorrido el país para susconfesiones al aire libre, expuesta enpatíbulos bajo el viento crudo. Él llevaconsigo una vela y la encuentra sentadaen su taburete como un hato de haraposmal atado. La atmósfera es fría y rancia.

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Ella alza la vista como si reanudasenuna conversación.

—María Magdalena me dijo que yodebía morir —dice.

Tal vez, piensa él, haya estadohablando conmigo mentalmente.

—¿Os dio una fecha?—¿Os resultaría útil eso? —

pregunta ella.Él se pregunta si sabrá que el

Parlamento, indignado por la inclusiónde Moro, podría aplazar la sentenciacontra ella hasta la primavera.

—Me alegro de que hayáis venido,señor Cromwell. Aquí nunca pasa nada.

Ni siquiera los interrogatorios más

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sutiles, más prolongados, la habíanasustado. Había hecho uso de todos lostrucos que conocía para conseguir queincluyese a Catalina en la conspiración:sin resultado.

—¿Os dan bien de comer? —lepregunta.

—Oh, sí. Y me lavan la ropa. Peroecho de menos aquellos tiempos en queiba a Lambeth a ver al arzobispo, esome gustaba. Ver el río. El ajetreo de lagente y las barcazas descargando.¿Sabéis si me quemarán? Lord Audleydijo que me quemarían.

Habla como si Audley fuese un viejoamigo.

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—Tengo la esperanza de que puedaevitarse. Es el rey quien tiene quedecidir.

—Estas últimas noches voy alInfierno —dice ella—. El Señor Luciferme enseña una silla hecha con huesoshumanos tallados y con cojines dellamas.

—¿Es para mí?—No, pobrecillo. Para el rey.—¿Y habéis visto a Wolsey?—El cardenal está donde le dejé.Sentado entre los nonatos. Ella hace

una pausa; una pausa larga,desorientada.

—Dicen que un cuerpo puede tardar

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una hora en quemarse. La madre Maríame ensalzará. Me bañaré en las llamascomo en una fuente. Para mí estaránfrescas. —Le mira a la cara, pero ante laexpresión de él, aparta la vista—. Aveces cargan la leña con pólvora,¿verdad? Entonces arde más rápido. ¿Acuántos quemarán conmigo?

A seis. Él los nombra.—Podrían ser sesenta. ¿Lo sabéis?

Vuestra vanidad los ha traído aquí.También es cierto que la vanidad de

ellos la ha traído a ella aquí, piensacuando lo dice. Y se da cuenta de queella habría preferido que fuesen sesenta,habría preferido ver cómo caían en

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desgracia Exeter y la familia Pole. Esogarantizaría su propia fama. Y siendoasí, ¿por qué no incluiría a Catalina enel complot? Qué triunfo sería para unaprofetisa, destruir a una reina. Enrealidad, piensa, yo no debería habersido tan sutil; debería haber jugado consu ansia de ser tristemente célebre.

—¿No volveremos a vernos? —pregunta ella—. ¿Estaréis presentecuando me quemen?

—Ese trono —contesta él—, esesillón de huesos, sería mejor que no selo mencionaseis a nadie. Que nodejaseis que el rey se enterara.

—Yo creo que él debería saberlo.

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Habría que prevenirle de lo que leespera después de la muerte. ¿Y quépuede hacerme ya, peor de lo queplanea?

—¿No queréis alegar que estáisesperando?

Ella se ruboriza.—No estoy encinta. Os reís de mí.—Yo no aconsejaría a nadie que no

intentase conseguir unas cuantassemanas más de vida, por el medio quesea. Podríais decir que habían abusadode vos en el camino. Que os habíandeshonrado vuestros guardianes.

—Pero entonces tendría que decirquién había sido, y les llevarían ante un

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juez.Él cabecea, compadeciéndola.—Cuando un guardia abusa de una

prisionera no le dice su nombre.De todos modos, está claro que a

ella no le gusta la idea. Él se marcha. LaTorre es como una pequeña ciudad, ysus rutinas matinales resuenan a sualrededor, los guardianes y los hombresde la Ceca le saludan, y el que guardalos animales del rey se acerca corriendoa decir que es hora de comer (losanimales comen pronto) y que si quierever cómo comen. Sois muy amable, ledice él, desdeñando semejante placer;aún está en ayunas, y siente unas leves

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náuseas, percibe un olor a sangre ranciay le llegan de las jaulas gruñidosimpacientes y rugidos apagados. En lasmurallas, sobre el río, un hombre al queno se ve silba una vieja melodía y alllegar al estribillo rompe a cantar; cantaque es un alegre guardabosques. Lo quedesde luego no es.

Él mira a su alrededor buscando alos barqueros. Se pregunta si laDoncella estará enferma, y sisobrevivirá para la ejecución. No le hanhecho daño mientras ha estado bajo sucustodia, sólo la han presionado, lamantuvieron despierta una o dos noches,pero no más de lo que le mantienen

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despierto a él los asuntos del rey, y nopor ello, piensa, he confesado cosaalguna. Son las nueve; a las diez comerá,tiene que ver a Norfolk y a Audley, yabriga la esperanza de que no gruñan nihuelan como los animales. Luce un solgélido y vacilante. Sobre el río giranespirales de vapor, un garabateo deniebla.

En Westminster, el duque expulsa alos criados.

—Si quiero un trago, me lo serviréyo. Venga, fuera, largo, ¡Y cerrad lapuerta! ¡Y nada de mirar por el ojo de lacerradura, porque os desollaré vivos yos salaré! —Se vuelve, maldiciendo

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entre dientes, y se sienta con un gruñido—. ¿Y qué si le suplico? —dice—.¿Qué si me pongo de rodillas y digo:Enrique, por amor de Dios, saca aThomas Moro de ese decreto de muertecivil?

—¿Y si todos se lo pedimos derodillas? —dice Audley.

—Oh, y Cranmer también —dice él—. Le incluiremos en el asunto. No debelibrarse de este placentero entremés.

—El rey jura que si se rechaza elproyecto, acudirá en persona ante elParlamento, ante las dos cámaras si espreciso, e insistirá —dice Audley.

—Puede fracasar en el intento —

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dice el duque—. Y en público. Por amorde Dios, Cromwell, no permitáis que lohaga. Sabía que Moro estaba contra él yle dejó irse a Chelsea a mimar suconciencia. Peor es mi sobrina, supongo,que quiere ajustarle las cuentas. Ella selo toma de un modo personal. Lasmujeres lo hacen.

—Yo creo que es el rey quien se lotoma personalmente.

—Es una debilidad por su parte, enmi opinión —dice Norfolk—. ¿Por quétiene que importarle cómo le juzgueMoro?

—¿Llamáis débil al rey? —preguntaAudley con una sonrisa vacilante—.

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¿Llamáis débil al rey?El duque se lanza hacia delante,

graznándole a Audley en la cara comouna cotorra parlante.

—¿Llamáis débil al rey? ¿Qué esesto, Lord Canciller, habláis por vuestracuenta? Normalmente esperáis que hableCromwell y entonces decís pío, pío, pío,sí señor, lo que digáis, Tom Cromwell.

Se abre la puerta y aparece,parcialmente, Llamadme Risley.

—¡Santo cielo! —dice el duque—.Si tuviese una ballesta, os arrancaría lacabeza. He dicho que no entrase nadie.

—Ha llegado Will Roper. Traecartas de su suegro. Moro quiere saber

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qué haréis por él, señor, ya que habéisconfesado que legalmente no hacometido ningún delito del que tenga queresponder.

—Decidle a Will que precisamenteahora estamos hablando de cómo pediral rey que elimine el nombre de Moro dela lista.

El duque posa violentamente el vasoque se ha servido él mismo. Aporrea lamesa.

—Vuestro cardenal solía decir queEnrique es capaz de ceder la mitad de sureino antes que permitir que le impidansalirse con la suya; hará lo que él quierey se acabó.

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—Pero yo considero… ¿No creéis,Lord Canciller…?

—Ah, él considera —dice el duque—. Lo que consideréis, Tom, también loconsidera él. Blablablá.

Wriothesley parece sobrecogido.—¿Podría hacer pasar a Will?—¿Entonces estamos unidos?

¿Suplicando de rodillas?—Yo no lo haré a menos que lo haga

Cranmer —dice el duque—. ¿Por quéhabría de desgastar las articulaciones unlego?

—¿Mandamos también a por MilordSuffolk? —pregunta Audley.

—No. Su hijo está muriéndose. Su

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heredero. —El duque se limpia la bocacon la mano—. Le falta un mes paracumplir dieciocho años.

Manosea las medallas, las reliquias.—Brandon sólo tiene un hijo. Lo

mismo que yo. Lo mismo que vos,Cromwell. Y que Thomas Moro. Sólo unhijo. Dios ampare a Charles, tendrá queempezar a engendrar de nuevo, con sunueva esposa. Será muy duro para él.Estoy seguro. —Suelta una carcajada—.Si pudiese jubilar a mi señora, podríaconseguir yo también una jugosamuchacha de quince años. Pero ella nose jubilará.

Es demasiado para Audley. Se

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ruboriza.—Señor, lleváis casado, y bien

casado, veinte años.—¿Acaso creéis que no lo sé? Es

como meterte en un saco peludo decuero. —El duque baja la mano huesuday le aprieta el hombro—. Conseguidmeel divorcio, Cromwell. Vos y monseñorel arzobispo, buscad motivos. Prometoque no habrá asesinatos por eso.

—¿Dónde hay asesinatos? —diceWriothesley.

—Estamos disponiéndonos aasesinar a Thomas Moro, ¿verdad quesí? Y al bueno de Fisher, estamosafilando el cuchillo para él, ¿no?

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—No lo quiera Dios. —El LordCanciller se levanta, haciendo girar sumanto—. No se trata de delitos de penacapital. Moro y el obispo de Rochesterson sólo cómplices.

—Lo cual es sin duda bastante grave—dice Wriothesley.

Norfolk se encoge de hombros.—Matarles ahora o después. Moro

no prestará juramento. Fisher tampoco.—Estoy completamente seguro de

que lo harán —dice Audley—.Emplearemos persuasiones eficaces.Ningún hombre razonable se negará ajurar por la sucesión, por la seguridaddel reino.

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—¿Así que debe jurar Catalina pararespaldar la sucesión del hijo de misobrina? —pregunta el duque—. ¿YMaría…, jurará ella? Y si no lo hacen,¿qué proponéis? ¿Llevarlas a Tyburn enuna jaula, exponerlas a la vergüenzapública por traidoras y que cuelguenpataleando para que lo vea su parienteel emperador?

Audley y él intercambian miradas.—Milord —dice Audley—, no

deberíais beber tanto vino antes delmediodía.

—Oh, pío, pío —dice el duque.

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Una semana antes, él había ido aHatfield a ver a las dos damas reales: laprincesa Isabel y lady María, la hija delrey.

—Aseguraos de que decís bien lostítulos —le había advertido a Gregoryen el viaje.

—Ya estáis pensando que habríasido mejor que os acompañara Richard—había dicho Gregory.

Él no había querido dejar Londresen un periodo en que el Parlamentoestaba tan ocupado. Pero el rey lepersuadió: dos días y podéis volver,

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quiero que veáis cómo van las cosasallí. En la salida de la ciudad corría elagua del deshielo, y en los bosquecillosresguardados del sol los charcos estabanaún helados. Parpadeaba un sol débilcuando entraron en Hertfordshire, y aquíy allá les saludaba como una súplicacontra la excesiva duración del inviernoun escuálido endrino florido.

—Yo solía venir aquí hace años.Era donde estaba el cardenal Morton,¿sabéis? Y se marchaba de la ciudadcuando terminaba la actividad de lostribunales y mejoraba el tiempo, ycuando yo tenía nueve o diez años, mitío John solía cargarme en un carro de

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provisiones con los mejores quesos ypasteles por si alguien intentabarobarnos cuando parábamos.

—¿No teníais guardias?—Era a los guardias a los que tenía

miedo.—Quis custodiet ipsos custodes?—Yo, evidentemente.—¿Y qué habríais hecho?—No sé. ¿Morderles?La entrada de ladrillo es más

pequeña de lo que recuerda, pero así esla memoria. Estos pajes y caballerosque salen corriendo, esos mozos deestablo que llevan los caballos, el vinocaliente que les aguarda, el ruido y el

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ajetreo, es todo muy distinto de cuandollegaba allí mucho tiempo atrás. Eltransporte de leña y agua, encender losfuegos, esas tareas sobrepasaban lasfuerzas y la habilidad de un niño, pero élno estaba dispuesto a renunciar a ellas ytrabajaba con los hombres, desgreñado yhambriento, hasta que alguien se dabacuenta de que estaba a punto dedesplomarse o hasta que se desplomaba.Sir John Shelton es la cabeza de estaextraña casa, pero él ha elegido unmomento en que no está allí. Se proponehablar con las mujeres más que escuchara Shelton después de cenar explayarsesobre los caballos y los perros y sobre

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sus hazañas juveniles. Pero casi cambiade idea en el umbral. Ve bajar por laescalera corriendo a lady Bryan, madredel tuerto Francis, que está al cargo dela princesita. Es una mujer de casisetenta años, bien asentada en sucondición de abuela, y se da cuenta deque mueve los labios antes de llegar a sucampo de audición: Su Gracia hadormido hasta las once, berreó luegohasta medianoche, se agotó, ¡pobrecita!Luego durmió una hora, despertógimoteando, con las mejillas rojas,podía ser fiebre, despertó a ladyShelton, sacaron al médico de la cama,la dentición ya, ¡un periodo terrible! Le

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administraron un calmante, se quedódormida al amanecer, despertó a lasnueve, comió…

—Oh, señor Cromwell —dice ladyBryan—. ¡No puede ser su hijo!¡Bendito sea Dios! ¡Qué joven tan alto ytan encantador! ¡Y qué guapo! Debe deparecerse a su madre. ¿Cuántos añostiene?

—Los suficientes para hablar, creoyo.

Lady Bryan se vuelve hacia Gregory,con cara resplandeciente, como ante laperspectiva de compartir con él unanana. Aparece entonces lady Shelton.«Les doy los buenos días, señores.»

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Vacila un momento: ¿debe hacer unareverencia la tía de la reina al intendentede la casa de las joyas? Al final decideque no.

—Supongo que lady Bryan le hadado cuenta de las condiciones de sucustodia.

—Ciertamente, y ¿no podríais hacerlo mismo vos?

—¿Es que no vais a ver a ladyMaría?

—Sí, pero debería estar preparadopara…

—Ciertamente. No voy armada,aunque mi sobrina la reina recomiendaque emplee los puños con ella.

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Le mira de arriba abajo,valorativamente; el aire cruje de tensión.¿Cómo lo hacen las mujeres? Tal vezpudiese uno aprender. Percibe, más queverlo, que su hijo retrocede hasta que seve obstaculizado por el armario en elque se exhibe la ya extensa vajilla deplata y de oro de Isabel.

—He recibido el encargo —dicelady Shelton— de que si lady María nome obedece, debería, y os cito laspalabras de mi sobrina, abofetearla ypegarle como la bastarda que es.

—¡Oh, Santa Madre de Dios! —selamenta lady Bryan—. También fui ayade María, y también era obstinada de

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pequeña, así que no va a cambiar ahora,por mucho que la abofeteéis. Os gustaríaver antes a la pequeña, ¿verdad?Acompañadme.

Toma a Gregory bajo su custodia,cogiéndole del codo. Y sigueparloteando: con una niña de esa edad,una fiebre podría ser cualquier cosa.Podría ser el principio del sarampión,no lo quiera Dios. Podría ser viruela.Con una niña de seis meses, no sabes alprincipio lo que podría ser… Le palpitael cuello. Se pasa la lengua por loslabios resecos sin dejar de hablar ytraga.

Él comprende por qué quería el rey

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que fuese allí. Lo que está pasando nopuede contarse en una carta.

—¿Queréis decir que la reina os haescrito sobre lady María empleandoesos términos? —le pregunta a ladyShelton.

—No. Me ha transmitidoinstrucciones verbales. —Caminadeprisa delante de él—. ¿Creéis quedebería aplicarlas?

—Tal vez deberíamos hablar enprivado —susurra él.

—Sí, ¿por qué no? —dice ella.Vuelve la cabeza, emite un susurro.

La niña Isabel está envuelta muyapretada en capas de ropa, con los

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puños ocultos. Da igual, parece que sedispusiese a pegarle. Debajo del gorrole asoman cabellos erizados pelirrojos ymira, recelosa; nunca ha visto una niñaen la cuna tan dispuesta al ataque.

—¿Creéis que se parece al rey? —pregunta lady Bryan.

Él vacila, intentando ser justo conambas partes.

—Todo lo que podría parecerse unaniña pequeña.

—Esperemos que no comparta sucontorno —dice lady Shelton—. Estágordo, ¿verdad?

—Sólo George Rochford dice queno —explica lady Bryan inclinándose

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sobre la cuna—. Dice que es una Bolenaen todo.

—Sabemos que mi sobrina vivióunos treinta años en castidad —dicelady Shelton—. Pero ni siquiera Anapodría conseguir un nacimiento virginal.

—¡Pero el pelo! —dice él.—Lo sé —dice lady Bryan con un

suspiro—. Creo, con el debido respeto ala dignidad de Su Graciosa Majestad lareina y la de Su Majestad el rey, que sela podría exhibir en una feria como uncochinillo.

Alza el gorrito de la niña ymanipula, afanosa, intentando esconderel pelo erizado. La niña frunce el gesto y

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protesta con hipidos.Gregory la mira, ceñudo.—Podría ser de cualquiera.Lady Shelton alza una mano para

ocultar la sonrisa.—Queréis decir, Gregory, que todos

los bebés parecen iguales. Vamos, señorCromwell —dice, y le coge de la mangapara salir.

Lady Bryan se queda fajando yanudando a la princesa, a la que parecehabérsele desatado algo. Él dice, porencima del hombro: «Gregory, por amorde Dios». Se ha enviado gente a la Torrepor menos de eso.

—No veo cómo puede ser bastarda

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lady María —le dice a lady Shelton—.Sus padres obraban de buena fe cuandola engendraron.

Ella se detiene, enarcando una ceja.—¿Le diríais eso a mi sobrina la

reina? Quiero decir, a la cara.—Ya se lo he dicho.—¿Y cómo lo tomó ella?—Bueno, le diré, lady Shelton, si

hubiese tenido un hacha en la manohabría intentado cortarme la cabeza.

—Yo os diré a cambio, y podéistransmitírselo si queréis a mi sobrina,que aunque María fuese realmente unabastarda, y la bastarda del gentilhombresin tierra más pobre de Inglaterra, no

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recibiría de mí más que un trato amable,porque es una joven buena, y habría quetener el corazón de piedra para noapiadarse de su situación.

Camina deprisa, barriendo lossuelos de piedra con la cola del vestido,hacia la zona central de la casa. Estánpor allí los antiguos sirvientes de María,rostros que él ha visto antes. Llevanparches nuevos en las chaquetas dondeha sido arrancada la insignia de María ysustituida por la del rey. Mira a sualrededor y lo identifica todo. Sedetiene al pie de la escalinata. Nunca lehabían permitido subir por ella. Habíauna escalera en la parte de atrás para

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niños como él, que llevaban la leña o elcarbón. Una vez contravino la norma ycuando llegó arriba surgió de laoscuridad un puño y le pegó en lacabeza. ¿El mismo cardenal Morton queestaba allí acechando?

Acaricia la piedra, fría como unalápida: hojas de hiedra entrelazadas conalguna flor desconocida. Lady Shelton lemira sonriendo, interrogante, nocomprende por qué se detiene.

—Tal vez debiéramos cambiaros deropa antes de bajar a ver a lady María.Podría sentirse ofendida…

—Se ofendería si os demoraseis. Seenfadará de todos modos. Me da pena de

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ella, pero, ¡ay, no es fácil de tratar! Noacude a comer ni a desayunar connosotros, porque no quiere ocupar unaposición inferior a la de la princesita. Ymi sobrina la reina ha ordenado que nose le lleve comida a su habitación, sóloel trocito de pan del desayuno quetomamos todos.

Le ha conducido hasta una puertacerrada.

—¿Aún siguen llamando a estahabitación la cámara azul?

—Oh, vuestro padre ya había estadoaquí —le dice ella a Gregory.

—Él ha estado en todas partes —dice Gregory.

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—Cuidado con cómo se comportan,caballeros —les previene, volviéndose—. Por cierto, si se la llama «ladyMaría» no contestará.

La habitación es amplia, casi sinmuebles, y el frío les recibe en elumbral como el embajador de unespectro. Han sido retirados los tapicesazules, y las paredes de yeso estándesnudas. María se sienta junto a unfuego casi apagado. Encogida, pequeñay patéticamente joven.

—Se parece al hada Malekin —susurra Gregory.

Pobre Malekin, es una niñafantasma. Come de noche, vive de

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migajas y mondas de manzana. A veces,si bajas temprano y procuras no hacerruido en las escaleras, la encuentrassentada en las cenizas.

María alza la vista; se le alegra lacara, sorprendentemente.

—Señor Cromwell.Se levanta, da un paso hacia él y

casi se cae, porque se le enredan lospies en el ruedo del vestido.

—¿Cuánto hace que nos vimos enWindsor?

—No lo sé ya —dice él muy serio—. Los años han sido buenos con vos,señora.

Ella se ríe, tiene ahora dieciocho

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años. Busca a su alrededor comodesconcertada el taburete en que sesentaba. «Gregory», dice él, y su hijo seapresura a coger a la ex princesa antesde que se siente en el vacío. Lo hacecomo si diera un paso de baile. Tieneunos hábitos bien adquiridos.

—Lamento que tengan que estar depie. Podrían —dice vagamente—sentarse en aquel baúl.

—Creo que tenemos fuerzassuficientes para aguantar de pie. Aunqueno creo que vos las tengáis. —Ve queGregory le mira, como si nunca lehubiese oído hablar en aquel tono tansuave—. No os obligarán a estar sentada

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aquí sola con este fuego mísero,¿verdad?

—El hombre que trae la leña noquiere emplear mi título de princesa.

—¿Tenéis que hablar con él?—No, pero sería una cobardía por

mi parte no hacerlo.Eso es, piensa él: haz tu vida lo más

difícil posible.—Lady Shelton me ha hablado del

problema de…, la dificultad con lacomida. ¿Queréis que os envíe unmédico?

—Tenemos uno aquí. Mejor dicho,lo tiene la niña.

—Podría enviaros uno más útil.

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Podría daros un régimen para vuestrasalud y ordenar que os sirvan undesayuno abundante, en vuestrahabitación.

—¿Carne? —pregunta María.—En cantidad.—Pero ¿a quién enviaríais?—¿El doctor Butts?A ella se le ablanda la cara.—Le conocí en mi corte de Ludlow.

Cuando era princesa de Gales. Aún losoy. ¿Cómo es que se me ha eliminadode la sucesión, señor Cromwell? ¿Cómopuede ser legal?

—Es legal si el Parlamento hace quelo sea.

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—Hay una ley por encima delParlamento. Es la ley de Dios. Preguntadal obispo Fisher.

—No me parece que estén claros lospropósitos de la divinidad, y bien sabeDios que Fisher no me parece elexpositor adecuado de ellos. Sinembargo, la voluntad del Parlamento meparece clara.

Ella se muerde el labio inferior; y nole mira.

—He oído que el doctor Butts esahora un hereje.

—Sólo cree lo mismo que vuestropadre el rey.

Él espera. Ella se vuelve, y sus ojos

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grises le miran a la cara.—No llamaré hereje a mi señor

padre.—Bueno. Es mejor que esas cosas

las comprueben primero vuestrosamigos.

—No veo cómo podéis ser amigomío si también sois amigo de esapersona, me refiero a la marquesa dePembroke.

No está dispuesta a darle a Ana sutítulo real.

—Esa dama ocupa un lugar en el queno tiene necesidad de amigos, sólo deservidores.

—Pole dice que sois Satanás. Mi

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primo Reginald Pole. Que vive en elextranjero, en Génova. Dice que cuandonacisteis erais como cualquier almacristiana, pero que cierto día entró eldiablo en vos.

—¿Sabíais, lady María, que vineaquí cuando era un niño de nueve o diezaños? Mi tío era cocinero de Morton, yoera un pobre muchacho desdichado quetransportaba la leña de espino alamanecer para encender los hornos ymataba los pollos para las ollas antes deque saliera el sol. —Habla congravedad—. ¿Creéis que entraría eldiablo en mí por esas fechas? ¿O seríaantes, en la época en que a otras

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personas las bautizan? Comprended quese trata de algo que me interesa mucho.

María le observa, lo hace de reojo,aún lleva un tocado triangular a laantigua y parece atisbar por los lados deél como un caballo al que se le hubieseladeado la capucha.

—No soy Satanás —dice élsuavemente—. Vuestro señor padre noes ningún hereje.

—Y yo no soy bastarda, supongo.—No, ciertamente. —Repite lo que

le ha contado a Anne Shelton—: Osconcibieron de buena fe. Vuestrospadres creían que estaban casados, locual no significa que su matrimonio

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fuese válido. Supongo que apreciáis ladiferencia.

Ella se frota debajo de la nariz conel índice.

—Sí, lo entiendo. Pero elmatrimonio era válido.

—La reina va a venir pronto avisitar a su hija. Si accedéis a recibirlarespetuosamente como debe recibirse ala esposa de vuestro padre…

—… salvo que ella es suconcubina…

—… entonces vuestro padre osllevaría de nuevo a la corte, tendríaistodas las cosas de las que carecéisahora, y el calor y el consuelo de la

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sociedad. Escuchadme, os lo planteo porvuestro bien. La reina no espera vuestraamistad, sólo una apariencia exterior.Mordeos la lengua y hacedle una venia.Lo haréis en un abrir y cerrar de ojos ylo cambiará todo. Reconciliaos con ellaantes de que nazca su nuevo hijo. Si esvarón, ya no tendrá ninguna razón paraquerer reconciliarse con vos.

—Ella me tiene miedo —dice María—, y me tendrá más miedo aunque tengaun hijo. Tiene miedo a que me case,porque entonces mis propios hijos seránuna amenaza aún mayor.

—¿Alguien os habla de matrimonio?Una risilla seca, incrédula.

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—Me casaron en Francia cuando erauna niña de pecho. Luego, con elemperador, en Francia también, con elrey, con su hijo primogénito, con su hijosegundo, con otros de sus hijos de losque ya he perdido la cuenta y despuésotra vez con el emperador, o con uno desus primos. He estado prometida enmatrimonio hasta el agotamiento. Un díame casaré de verdad.

—Pero no os casaréis con Pole.Ella da un respingo y él se da cuenta

de que se lo han propuesto: quizá suvieja aya Margaret Pole, quizá Chapuys,que se pasa en vela hasta el amanecerespiando las tablas genealógicas de la

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aristocracia inglesa; fortalece suderecho, sitúala por encima de cualquierreproche, enlaza a la Tudor medioespañola con la antigua estirpePlantagenet.

—Yo he visto a Pole —dice él—.Nos conocimos antes de que se fuese delreino. No es hombre para vos. Vuestroesposo necesitará un brazo fuerte paraempuñar la espada. Pole es como unaanciana sentada junto al fuego queempieza a contar cuentos. Sólo tiene unpoco de agua bendita en las venas, ydicen que llora mucho si un criado suyoaplasta a una mosca.

Ella sonríe, pero se lleva una mano a

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la boca como una mordaza.—Así es —dice él—. No se lo

digáis a nadie.—No puedo ver para leer —dice

ella sin retirar la mano de la boca.—¿Cómo, no os dan velas

suficientes?—No, quiero decir que me falla la

vista. Me duele la cabeza continuamente.—¿Lloráis mucho? —Ella asiente—.

El doctor Butts os traerá un remedio.Hasta entonces, pedid que os leaalguien.

—Lo hacen. Me leen el Evangeliode Tyndale. ¿Sabéis que entre el obispoTunstall y Thomas Moro han

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identificado dos mil errores en supresunto Testamento? Es más heréticoque el libro sagrado de los musulmanes.

Así se habla. Pero él ve que están apunto de saltársele las lágrimas.

—Todo eso puede arreglarse.Ella se dirige, tambaleante, hacia él

y, por un momento, él piensa que seolvidará de sí misma y le abrazará y seechará a llorar con la cara apoyada ensu chaqueta de montar.

—El médico llegará en un día.Tendréis un fuego como es debido yvuestra cena. Donde queráis que os lasirvan.

—Dejadme ver a mi madre.

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—En este preciso momento, el reyno puede permitirlo. Pero eso puedecambiar.

—Mi padre me quiere. Es ella, essólo esa mujer malvada, que le envenenael pensamiento.

—Lady Shelton sería buena si se lopermitieseis.

—¿Quién es ella, para ser buena ono? Yo sobreviviré a Anne Shelton,creedme. Y a su sobrina. Y a cualquieraque pretenda arrebatarme el título. Quehagan lo que quieran. Soy joven. Sabréesperar.

Él se marcha. Gregory le sigue. Sumirada llena de fascinación se vuelve

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hacia la joven, que se sienta de nuevojunto al fuego casi apagado, que une lasmanos e inicia la espera, con expresiónfija.

—Toda esa piel de conejo en la queestá envuelta —dice Gregory—. Pareceque la hubiesen mordisqueado.

—Es hija de Enrique, no hay duda.—¿Por qué? ¿Alguien dice que no lo

es?Él se ríe.—No quería decir eso. Imaginad…,

si se hubiese persuadido a Catalina paraque incurriese en adulterio, habría sidofácil librarse de ella, pero ¿cómo puedeculparse a una mujer que no ha conocido

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más que a un hombre?Se contiene: es duro hasta para los

más fieles partidarios del rey recordarque se supone que Catalina ha sido laesposa del príncipe Arturo.

—Debería decir que conoció a doshombres. —Recorre a su hijo con lamirada—. María no os miró ni una vez,Gregory.

—¿Pensasteis que lo haría?—Lady Bryan os considera tan

guapo… ¿No sería natural en una joven?—No creo que ella sea natural.—Buscad alguien que avive ese

fuego. Yo pediré la cena. El rey nopuede proponerse hacerla pasar hambre.

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—Le gustáis —dice Gregory—. Esextraño.

Ve que su hijo habla en serio.—¿Os parece imposible? A mis

hijas les gustaba, creo yo. La pequeñaGrace, pobrecilla, no estoy seguro deque supiese quién era yo.

—Le gustasteis mucho cuando lehicisteis las alas de ángel. Dijo que lasconservaría siempre. —Su hijo sevuelve; habla como si le tuviese miedo—. Rafe dice que pronto seréis lasegunda autoridad del reino. Dice que yalo sois, salvo en el título. Dice que elrey os pondrá por encima del LordCanciller y de todos los demás. Por

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encima de Norfolk incluso.—Rafe se precipita. Escucha, hijo,

no hables con nadie de María. Nisiquiera con Rafe.

—¿He oído más de lo que debería?—¿Qué creéis que pasaría si el rey

muriese mañana?—Deberíamos sentirlo todos mucho.—Pero ¿quién reinaría?Gregory indica con la cabeza hacia

lady Bryan, hacia la niña que está en lacuna.

—El Parlamento lo dice. O el hijode la reina que no ha nacido aún.

—Pero ¿qué pasaría? ¿En lapráctica? ¿Un nonato? ¿O una hija que

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aún no ha cumplido el año? ¿Ana comoregente? Les iría bien a los Bolena, loadmito.

—Entonces, Fitzroy.—Hay un Tudor mejor situado.Gregory mira hacia lady María.—Exactamente —dice él—. Y

escucha, Gregory, está muy bien planearlo que harás en seis meses, lo que harásen un año, pero no sirve absolutamentede nada si no tienes un plan paramañana.

Después de la cena, él se sienta aconversar con lady Shelton. Lady Bryan

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se ha ido a la cama. Luego ha bajado denuevo para instarles a que se retirentambién.

—¡Estaréis cansados por la mañana!—Sí —dice Anne Shelton,

indicándole que se vaya—. Por lamañana no seremos capaces de hacernada. Se nos caerá el desayuno al suelo.

Siguen sentados hasta que lossirvientes se van bostezando a otrahabitación y se apagan las velas, yfinalmente se retiran ellos al interior dela casa, a habitaciones más pequeñas ymás calientes, a hablar un poco más.Habéis dado un buen consejo a María,dice ella. Espero que lo siga. Me temo

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que le esperan tiempos difíciles. Ellahabla de su hermano Thomas Bolena, elhombre más egoísta que he conocido enmi vida, no tiene nada de extraño queAna sea tan avarienta, porque de loúnico que le ha hablado él toda la vidaes de dinero, y de cómo aprovecharse delos demás. Habría vendido a sus hijasdesnudas en un mercado de esclavos deBerbería si hubiese creído que obtendríaun buen precio.

Él se imagina rodeado de sirvientescon cimitarras, dando un precio porMaría Bolena, sonríe y vuelve aconcentrarse en su tía. Le está contandolos secretos de los Bolena; él no le ha

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contado ningún secreto a ella, aunqueella crea que lo ha hecho.

Gregory está dormido cuando élentra, pero se vuelve y dice: «Queridopadre, ¿dónde habéis estado, en la camacon lady Shelton?».

Esas cosas pasan: pero no con losBolena.

—Qué extraños sueños debes detener. Lady Shelton ha estado casadatreinta años.

—Creí que podría sentarme conMaría después de la cena —susurraGregory—. Si no decía lo que no sepodía decir. Pero ella es tandesdeñosa… No podría sentarme con

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una joven tan desdeñosa.Se da la vuelta en el lecho de plumas

y se queda dormido de nuevo.

Fisher recupera la cordura y pideperdón. Luego el viejo obispo suplica alrey que considere que está enfermo ydébil. El rey indica que la ley de muertecivil debe seguir su curso: pero escostumbre suya, dice, sermisericordioso con quienes admiten suculpa.

La Doncella debe ser ahorcada. Élno dice nada sobre el trono de huesoshumanos. Le cuenta a Enrique que ha

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dejado de profetizar y abriga laesperanza de que no le desmienta enTyburn, con la soga al cuello.

Cuando los consejeros se arrodillanante el rey y ruegan que se borre elnombre de Thomas Moro de la ley,Enrique cede. Tal vez lo esperara, quele persuadieran. Ana no está presente,porque si hubiese estado, las cosaspodrían haber sido de otro modo.

Se levantan y salen, sacudiéndose elpolvo. Le parece oír al cardenal reírsede ellos desde algún lugar invisible dela habitación. La dignidad de Audley nose ha visto mermada, pero el duqueparece nervioso; al intentar ponerse en

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pie le han fallado las ancianas rodillas yhan tenido que sostenerle por los codosAudley y él, y ayudarle a levantarse.

—Creí que iba a tener que estar allíplantado otra hora —dice—. Rogándoley rogándole.

—Lo cómico es —le dice él aAudley— que a Moro le siguen pagandola pensión del Tesoro. Creo que seríamejor poner fin a eso.

—Ahora tiene un margen de respiro.Quiera Dios que recobre la sensatez.¿Ha arreglado sus asuntos?

—Transfirió lo que pudo a los hijos.Eso me contó Roper.

—¡Ay, los abogados! —dice el

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duque—. ¿Quién se cuidará de mí el díaque caiga?

Norfolk suda. Él aminora el paso yAudley también, de manera que caminanmuy despacio y Cranmer llega detrás,como una idea tardía. Él se vuelve y lecoge del brazo. Ha asistido a todas lassesiones del Parlamento: el banco de losobispos ha estado por lo demás bastantevacío.

Este mes, mientras él presenta alParlamento sus grandes proyectos deley, el papa emite su sentencia definitivasobre el matrimonio de la reinaCatalina: una sentencia aplazada durantetanto tiempo que él pensaba que

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Clemente se proponía morir sin tomaruna decisión. Las dispensas originales,considera Clemente, son válidas; portanto, el matrimonio es válido. Lospartidarios del emperador tiran cohetesen las calles de Roma. Enrique semuestra despectivo, sardónico. Expresaesos sentimientos bailando. Ana aúnpuede bailar, aunque se le nota elembarazo; debe pasar un veranotranquilo. Él recuerda la mano del rey enla cintura de Lizzie Seymour. No resultónada de eso, la joven no es tonta. Ahoraes a la pequeña Mary Shelton a la quehace girar, alzándola del suelo yhaciéndole cosquillas y apretándola y

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dejándola sin aliento con sus cumplidos.Esas cosas no significan nada; ve queAna alza la barbilla y desvía la mirada yse yergue en el asiento susurrando algúncomentario, con expresión pícara; suvelo roza un brevísimo instante lachaqueta de ese risueño canalla deFrancis Weston. Es evidente que Anapiensa que Mary Shelton puedetolerarse, incluso que hay que tratarlacon dulzura. Es más seguro mantener alrey entre primas, si no hay una hermanaa mano. ¿Dónde está María Bolena? Enel campo, anhelando quizá como él untiempo más cálido.

Y llega el verano, sin ningún

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intermedio para la primavera,súbitamente, un lunes por la mañana,como un criado nuevo de rostroresplandeciente: 13 de abril. Están enLambeth (Audley, el arzobispo y él),brilla el sol con fuerza en las ventanas.Él está mirando los jardines del palacio.Así empieza el libro Utopía: amigoshablando en un jardín. Abajo, en loscaminos del jardín, Hugh Latimer yalgunos capellanes del rey juegan aluchar, empujándose unos a otros comocolegiales, Hugh se cuelga del cuello dedos compañeros, balanceando los piesen el aire. Sólo les falta una pelota paraconvertirlo en un día de fiesta.

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—Señor Moro —dice él—, ¿por quéno salís y disfrutáis del sol? Osllamaremos dentro de media hora y ospropondremos de nuevo el juramento yentonces nos daréis una respuestadistinta. ¿De acuerdo?

Oye restallar las articulaciones deMoro al levantarse.

—¡Thomas Howard se puso derodillas por vos! —le dice él. Pareceque hiciese ya semanas. El estar sentadohasta altas horas de la noche y una nuevadisputa cada día le han fatigado, perotambién han aguzado sus sentidos, demanera que tiene muy presente que allímismo, detrás de él, está Cranmer, presa

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de una terrible angustia, y quiere queMoro salga de la habitación antes de quela presa estalle.

—No sé qué efectos creéis quepuede tener en mí esa media hora —diceMoro, en un tono guasón, despreocupado—. Aunque, por supuesto, podría irosbien a vos.

Moro había pedido que le enseñasenuna copia de la Ley de Sucesión. Audleyla despliega ahora. Él inclina la cabezasobre ella con deliberación y empieza aleer, aunque ya lo ha hecho una docenade veces.

—Muy bien —dice—. Pero creo queya he dicho claramente lo que pienso.

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No puedo jurar, pero no hablaré contravuestro juramento, ni intentaré apartar anadie de él.

—No es suficiente. Y lo sabéis.Moro asiente. Se dirige

sinuosamente hacia la puerta,inclinándose primero sobre la esquinade la mesa, y haciendo dar un respingo aCranmer, que se lanza a impedir que tirela tinta. Se cierra la puerta tras él.

—¿Y?Audley enrolla el documento. Da

unos golpecitos suaves en la mesa conél, mirando hacia el lugar en que habíaestado Moro.

—Escuchad, mi idea es ésta —dice

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Cranmer—. ¿Y si le dejamos jurar ensecreto? Que jure, pero prometemos nodecírselo a nadie. O si no puede aceptareste juramento, podemos pedirle que nosdiga qué juramento aceptaría…

Él se echa a reír.—Eso no satisfaría al rey. —Audley

suspira; da otros tres golpecitos en lamesa—. Después de todo lo que hemoshecho por él y por Fisher. Su nombreborrado de la lista, Fisher multado envez de encerrado de por vida, ¿qué máspueden pedir? Nuestros esfuerzosresultan contraproducentes.

—Bueno, en fin. Bienaventuradoslos pacíficos —dice él. Tiene ganas de

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estrangular a alguien.—Lo intentaremos de nuevo con

Moro —dice Cranmer—. Al menos, sise niega, tendrá que exponer susrazones.

Él masculla una maldición. Se apartade la ventana.

—Conocemos sus razones. Lasconoce toda Europa. Se opone aldivorcio. Cree que el rey no puede serel jefe de la Iglesia. Pero ¿va a decirlo?No. Le conozco. ¿Sabéis lo que más meindigna? Me indigna formar parte deesta comedia, que está escrita toda porél. Me indigna el tiempo que nos llevaráesto, un tiempo que podría dedicarse a

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algo más provechoso, me indigna quepodríamos concentrarnos en mejorescosas, me indigna ver cómo se nos pasala vida, porque estando como estamospendientes de esto, nos haremos viejosantes de que llegue el final de lacomedia. Y lo que más me indigna detodo es que el señor Moro está sentadoentre el público y se ríe cuando yo meequivoco porque él ha escrito todos lospapeles. Y los ha escrito todos estosaños.

Cranmer le sirve una copa de vino,como un criado, inclinándose hacia él.

—Tomad.En la mano del arzobispo, la copa

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tiene inevitablemente un caráctersacramental: no vino aguado, sino unamezcla equívoca, esto es mi sangre, estoes como mi sangre, esto es más o menosalgo parecido a mi sangre, haced esto enmemoria mía. Devuelve la copa. Losalemanes del norte hacen un licor fuerte,aquavite: un trago del cual sería másútil.

—Traed de nuevo a Moro —dice.Al cabo de un momento, Moro está a

la puerta, estornudando suavemente.—Pasad —dice Audley sonriendo

—. No es así como entra un héroe.—Os aseguro que no pretendo ser un

héroe ni mucho menos —dice Moro—.

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Han estado cortando la hierba.Arruga la nariz con otro estornudo y

avanza despacio hacia ellos sujetándoseel manto en el hombro; se sienta en lasilla que le ofrecen. Antes se habíanegado a sentarse.

—Eso está mejor —dice Audley—.Ya sabía que el aire os sentaría bien.

Él alza la vista, invitadoramente;pero él, Cromwell, indica que seguirádonde está, apoyado en la ventana.

—No sé —dice Audley alegremente—, primero no se sentaba uno y ahora nose sienta el otro. Mirad —empuja undocumento hacia Moro—. Éstos son losnombres de los sacerdotes que hemos

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visto hoy, que han jurado la ley y os handado un ejemplo. Y sabéis que todos losmiembros del Parlamento están deacuerdo. Así que ¿por qué vos no?

Moro alza la vista y mira desdedebajo de las cejas.

—Éste no es un lugar cómodo paraninguno de nosotros.

—Más cómodo que el lugar al queiréis —dice él.

—No será el Infierno —dice Morosonriendo—. Confío en que no.

—Entonces, si prestar el juramentoos condenaría, ¿qué me decís de todoséstos? —Se lanza hacia delante.Arrebata la lista de nombres a Audley,

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la enrolla y golpea con ella en elhombro a Moro—. ¿Están condenadostodos ellos?

—No puedo hablar por susconciencias, sólo por la mía. Sólo séque si prestase ese juramento vuestro,me condenaría.

—Muchos envidiarían vuestroconocimiento —dice él— de cómoactúa la gracia de Dios. Pero, claro, vosy Dios siempre habéis tenido unasrelaciones íntimas, ¿no es así? No sécómo os atrevéis. Habláis de vuestroHacedor como si fuese un vecino conquien salieseis a pescar un domingo porla tarde.

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Audley se inclina hacia Moro.—Seamos claros. ¿No prestaréis

juramento porque vuestra conciencia osaconseja que no lo hagáis?

—Sí.—¿No podríais ser un poco más

explícito en vuestras respuestas?—No.—¿Ponéis objeciones al juramento

pero no decís por qué?—Sí.—¿Es a la ley a la que ponéis

objeciones, o a la forma del juramento oal hecho de prestar juramento en sí?

—Preferiría no decirlo.—Tratándose de una cuestión de

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conciencia —aventura Cranmer—, ha dehaber siempre cierta duda…

—Oh, pero no se trata de ningúncapricho. He considerado el asunto porextenso, con diligencia, conmigo mismo.Y en este caso, oigo claramente la vozde mi conciencia. —Vuelve la cabezasonriendo—. ¿No habéis hecho lomismo vos, Milord?

—De todos modos, tiene que haberalguna duda…, porque tenéis quehaberos preguntado, dado que soishombre ilustrado y habituado a losdebates, a las discusiones, cómo puedeser que tantos hombres doctos piensende un modo y vos de otro. La cuestión es

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que hay una cosa cierta, y es que debéisobediencia natural a vuestro rey, comotodo súbdito. Además, cuando pasasteisa formar parte del Consejo Real hacetiempo hicisteis un juramento muyconcreto: obedecerle. ¿No juraréis,pues? —Cranmer pestañea—. Sopesadvuestras dudas con esa certidumbre yjurad.

Audley se retrepa en el asiento.Cierra los ojos, como diciendo: novamos a sacar nada en limpio de esto.

—Cuando fuisteis consagradoarzobispo —dice Moro—, pornombramiento del papa, prestasteisjuramento de fidelidad a Roma, pero

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dicen que todo el día, a lo largo de todaslas ceremonias, llevabais apretado en elpuño un papelito doblado que decía queprestabais juramento porque no podíaisevitarlo. ¿No es cierto? Dicen que esepapel lo había escrito el señorCromwell aquí presente.

De pronto, Audley abre los ojos:piensa que Moro les ha mostrado lasolución. Sin embargo, el rostro risueñode Moro es una máscara de malicia.

—Pero yo no haría una trampa comoésa —dice suavemente—. Norepresentaría ante el Señor mi Dios unespectáculo de marionetas como ése, nodigamos ya ante los fieles de Inglaterra.

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Decís que contáis con la mayoría. Yopienso que la tengo yo. Decís que osrespalda el Parlamento, y yo digo queme respaldan todos los ángeles y lossantos y toda la comunidad de losmuertos en Cristo, de todas lasgeneraciones que ha habido desde quese fundó la Iglesia, un cuerpo,indiviso…

—¡Vamos, por amor de Dios! —dice él—. Una mentira no deja de serlopor que tenga mil años de antigüedad.Vuestra iglesia indivisa se ha dedicadonada menos que a perseguir a suspropios miembros, a quemarlos ydescuartizarlos porque se atenían a sus

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propias conciencias, a abrirles elvientre y alimentar con sus entrañas alos perros. Invocáis la Historia, pero¿qué es la Historia para vos? Un espejoque halaga a Thomas Moro. Yo tengootro espejo, sin embargo, lo pongo antevos y muestra un hombre vano ypeligroso, y cuando lo muevo, muestra aun asesino, porque arrastráis a sabeDios cuántos, que sólo tendrán elsufrimiento y no vuestra placenterasatisfacción de mártir. No sois un almasencilla, así que no intentéis simplificaresto. Sabéis que os he respetado. Sabéisque os respeto desde que era niño.Preferiría ver muerto a mi propio hijo

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antes que ver que os cortan la cabeza,antes que ver que os negáis a prestareste juramento y apoyáis a todos losenemigos de Inglaterra.

Moro alza la vista. Por una fracciónde segundo, le sostiene la mirada. Luegola aparta dignamente y susurra, burlón (yél podría haberlo matado sólo por eso):

—Gregory es un joven bueno. Noquiero que muera. Si ha obrado mal, sereformará. Digo lo mismo de mi hijo.¿Qué valor tiene él? Pero vale más queun tema de debate.

Cranmer cabecea, afligido.—Esto no es un tema de debate.—Habláis de vuestro hijo —dice él

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—. ¿Qué le sucederá a él? ¿Y a vuestrashijas?

—Les aconsejaré que prestenjuramento. No creo que ellos compartanmis escrúpulos.

—Eso no es lo que quiero decir, y losabéis. Es a la generación siguiente a laque traicionáis. ¿Queréis que elemperador les ponga el pie en el cuello?No sois inglés.

—Vos sí que no lo sois —dice Moro—. No luchasteis con los franceses, ¿eh?¿No trabajáis para los bancos italianos?Antes de haceros adulto en este reino,vuestras transgresiones infantiles osobligaron a huir de él. Corristeis para

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escapar de la cárcel o de la horca. No,os diré lo que sois, Cromwell, soisitaliano y nada más, con todos los viciosde los italianos, todas sus pasiones.

Se retrepa en el asiento, con unarisotada forzada.

—Esa incansable afabilidad vuestra—continúa—, yo sabía que al final seacabaría. Es una moneda que hacambiado de mano demasiadas veces. Yla poca plata que tenía se ha desgastado,y se ve el metal del fondo.

—Parece que no tenéis en cuenta losesfuerzos del señor Cromwell en laCeca —dice Audley con una sonrisaburlona—. Sus monedas son ante todo y

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sobre todo sólidas.El canciller no puede evitarlo, es un

hombre burlón; alguien ha de conservarla calma. Cranmer está pálido ysudoroso, y puede verse galopar elpulso en la sien de Moro.

—No podemos dejaros volver acasa —dice él—. De todos modos,tengo la impresión de que no sois vosmismo hoy, así que en vez de enviaros ala Torre, tal vez fuese mejor que ospongamos bajo la custodia del abad deWestminster… ¿Os parecería adecuado,monseñor de Canterbury?

Cranmer asiente.—Señor Cromwell —dice Moro—,

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no debería burlarme de vos, ¿verdad?Habéis demostrado que sois mi amigomás destacado y afectuoso.

Audley hace una seña al guardia dela puerta. Moro se levanta sin ningúnesfuerzo, como si la idea de que lepongan bajo custodia le hubieraproporcionado un muelle en los pies.Estropea el efecto su forma habitual desujetarse el manto, su forma deencogerse; e incluso parece queanduviese hacia atrás y retrocediesesobre sus pasos. Él piensa en María enHatfield, levantándose del taburete yolvidando dónde lo había dejado.Luego, de un modo u otro, sacan a Moro

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de la habitación.—Ya tiene exactamente lo que

quiere —dice él.Apoya la palma de la mano en el

cristal de la ventana, ve la huella quedeja en el viejo vidrio defectuoso. Se haalzado sobre el río una masa de niebla.Queda ya atrás lo mejor del día. Audleycruza la habitación hasta él. Se para,vacilante, a la altura de su hombro.

—Si Moro nos indicase al menosqué parte del juramento le pareceinaceptable, es posible que se pudieseescribir algo que eludiese susobjeciones.

—Podéis olvidaros de eso. Si

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indicase algo, estaría liquidado. Suúnica esperanza es el silencio, y no es nimucho menos una gran esperanza.

—El rey podría aceptar algúncompromiso —dice Cranmer—. Perome temo que la reina no lo haría. Y, enrealidad —añade débilmente—, ¿porqué habría de hacerlo?

Audley le apoya una mano en elbrazo.

—Querido Cromwell. ¿Quién puedeentender a Moro? Su amigo Erasmo ledijo que se mantuviese apartado delgobierno. Le dijo que no tenía valorpara eso, y tenía razón. Nunca deberíahaber aceptado el cargo que ostento yo

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ahora. Sólo lo hizo por contrariar aWolsey, a quien odiaba.

—También le dijo que semantuviese apartado de la teología —dice Cranmer—, si no me equivoco.

—¿Cómo ibais a equivocaros? Moropublica todas las cartas que recibe desus amigos. Incluso cuando le reprueban,porque así exhibe su humildad y sacaprovecho de ella. Ha vivido en público.Todos los pensamientos que pasan porsu cabeza los ha encomendado al papel.Nunca ha mantenido nada en privado.Hasta ahora.

Audley se aparta de él, abre laventana. En el borde del alféizar se

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agolpa un torrente de cantos de pájarosque se derrama por la habitación, lasnotas líquidas y fluidas del zorzal de latormenta.

—Supongo que ahora estáescribiendo una versión del día —diceél—. Y enviándola fuera del reino paraque la impriman. Y en Europa,basándose en ella, nos considerarántodos unos necios y unos opresores. Y élserá la pobre víctima y el más elocuente.

Audley le da una palmada en elbrazo. Quiere consolarle. Pero ¿quiénpuede llegar a hacerlo? Él es elinconsolable señor Cromwell: elincognoscible, el incomprensible, el

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probablemente invencible señorCromwell.

Al día siguiente, el rey manda abuscarle. Se supone que es para reñirlepor no haber conseguido que Moropreste juramento.

—¿Quién me acompañará a estafiesta? —pregunta—. ¿Señor Sadler?

Tan pronto como llega a supresencia, Enrique hace un gestoperentorio a sus ayudantes para quedespejen un espacio y le dejen a él soloallí. Su expresión es terrible.

—Cromwell, ¿no he sido buen señor

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con vos?Él empieza a hablar…, generoso y

más que generoso…, nuestra tristeindignidad…, si os he fallado en algoconcreto os suplico encarecidamenteque me perdonéis…

Puede seguir todo el día. Loaprendió de Wolsey.

—Porque —dice Enrique—monseñor el arzobispo piensa que no mehe portado bien con vos. Pero —añadeen el tono de alguien a quien haninterpretado mal— soy un príncipeconocido por mi munificencia. —Parecedesconcertarle todo el asunto—. Tenéisque ser secretario de Estado. Seguirán

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recompensas. No comprendo por qué nolo he hecho tiempo atrás. Pero decidme:cuando se os preguntó sobre losCromwell que vivían en tiempos enInglaterra, dijisteis que no teníais nadaque ver con ellos. ¿Lo habéis pensadomejor?

—Sinceramente, no le he dedicadonunca otro pensamiento. No me gustaríallevar la chaqueta de otro hombre, niportar sus armas. Podría levantarse de latumba y vengarse de mí.

—Milord Norfolk dice que oscomplace ser de origen humilde. Diceque habéis inventado eso paraatormentarle. —Enrique le coge del

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brazo y añade—: Me pareceríaconveniente que a donde quiera quevayamos, aunque este verano no iremosmuy lejos, considerando el estado de lareina, os proporcionasen habitaciones allado de las mías, de forma quepudiésemos hablar siempre que osnecesitase; y donde sea posible,habitaciones que se comuniquendirectamente para que no haga faltaningún intermediario.

Sonríe a los cortesanos. Ellosretroceden como una marea.

—Que Dios me fulmine si llego adesdeñaros —dice Enrique—. Sécuándo tengo un amigo.

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Fuera, Rafe dice: «Que Dios lefulmine… ¡Qué terrible juramento! —abraza a su señor—. Esto ha tardadodemasiado en llegar. Pero escuchad,tengo algo que contaros cuandolleguemos a casa».

—Dímelo ya. ¿Es bueno?Se acerca un gentilhombre y dice:

«Señor secretario, os espera la barcapara llevaros a la ciudad».

—Debería tener una casa en el río—dice él—. Como Moro.

—Oh, ¿y dejar Austin Friars?Pensad en la pista de jeu de paume —dice Rafe—. En los jardines.

El rey ha hecho sus preparativos en

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secreto. Las armas de Gardiner se hanborrado de la pintura. Una bandera consu escudo de armas se alza al lado de labandera de los Tudor. Sube a su barcapor primera vez y, en el río, Rafe cuentasu noticia. El balanceo de la barca esimperceptible. Las banderas cuelganflácidas. La mañana es tranquila,nebulosa y encapotada, y donde la luzroza la piel o el lino, o las hojas frescas,hay un brillo como el de una cáscara dehuevo: el mundo entero es luminoso,tiene los ángulos suavizados y un aromaverde y acuoso.

—Me casé hace medio año —diceRafe— y no lo sabe nadie, salvo vos

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ahora. Me casé con Helen Barre.—¡Cómo! —dice él—. Bajo mi

propio techo. ¿Por qué lo hiciste?Rafe le escucha en silencio mientras

él dice todo lo que hay que decir: esencantadora, pero no es nadie, sólo unamujer pobre que no te aportará ningúnbeneficio. Podrías haberte casado conuna heredera. ¡Ya verás cuando se lodigas a tu padre! Se pondrá furioso, tedirá que no has pensado en tus intereses.

—¿Y si aparece un día su marido?—Le dijisteis que era libre —dice

Rafe. Está temblando.—¿Quién de nosotros lo es?Recuerda lo que le había dicho

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Helen. «¿Así que podría casarme otravez? ¿Si alguien me quisiese?»Recuerda cómo le había mirado, unamirada larga y llena de intención, sóloque él no había sabido interpretarla.Podría haberse puesto a dar saltosmortales y no se habría dado cuenta. Supensamiento se había desviado haciaotra cosa. Aquella conversación habíaterminado para él y estaba concentradoen algo distinto. Si la hubiese queridopara mí, si la hubiese tomado, ¿quiénpodría haberme reprochado que mecasase con una lavandera sin dinero,incluso con una mendiga de la calle? Lagente habría dicho: así que era eso lo

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que quería Cromwell, una belleza conbuenas carnes; no es raro que desdeñasea las viudas de la ciudad. Él no necesitadinero, no necesita relaciones, puedepermitirse satisfacer sus apetitos: ahoraes secretario de Estado, y ¿después,qué?

Mira fijamente el agua, parda ahora,y clara cuando le da la luz, pero siempreen movimiento, los peces en lasprofundidades, las hierbas, los ahogadosde manos huesudas nadando. Sobre ellégamo y los guijarros hay hebillas decinturón devueltas por el oleaje,fragmentos de vidrio, monedasalabeadas con las caras de los reyes

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borradas. Una vez, cuando era niño,encontró una herradura. ¿Un caballo enel río? Le pareció un hallazgo muyafortunado. Pero su padre dijo que si lasherraduras dieran suerte, muchacho, yosería el rey de Jauja.

Primero va a las cocinas acomunicar la noticia a Thurston. «Bueno—dice tranquilamente el cocinero—. Detodos modos ya estabais haciendo esetrabajo —una risa—. El obispoGardiner debe de estar que arde pordentro. Con los menudillos hirviendo ensu propia grasa. —Retira un paño

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ensangrentado de una bandeja—. ¿Veisestas codornices? Tienen menos carneque una avispa.»

—¿Malvasía? —sugiere él—.¿Hervirlas en ella?

—¿Cómo, tres docenas?¿Desperdiciar un buen vino? Haré algopor vos, si queréis. Las envía lord Lisiede Calais. Cuando le escribáis decidleque si envía otra partida que estén másgordas o que no las queremos. ¿Osacordaréis?

—Tomaré nota —dice él muy serio—. Creo que a partir de ahorapodríamos celebrar el Consejo aquí aveces. Cuando no asista el rey. Podemos

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cenar antes.—Bien. —Thurston se ríe con

disimulo—. A Norfolk no le vendría malmeter un poco de carne en esaspiernecillas suyas.

—No tenéis por qué ensuciaros lasmanos, Thurston. Tenéis personalsuficiente. Podríais poneros una cadenade oro y dedicaros a pasear por ahí.

—¿Es lo que haréis vos? —Unapalmada con una mano pringosa devolatería; luego, Thurston alza la vistahacia él, limpiándose los dedos deplumas—. Creo que es mejor que estépendiente del asunto, por si se tuercenlas cosas. No es que quiera decir que

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vayan a torcerse, pero acordaos delcardenal.

Él se acuerda de Norfolk: decidleque vaya al norte o iré yo a donde esté yle haré pedazos a dentelladas.

¿Debo sustituir las dentelladas por«mordiscos»?

Recuerda el adagio: homo hominilupus, el hombre es un lobo para elhombre.

—Así que te has hecho famoso,señor Sadler —le dice a Rafe despuésde la cena—. Te pondrán como ejemploilustre de alguien que ha desperdiciado

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sus relaciones. Los padres te señalarán asus hijos.

—No pude evitarlo, señor.—¿Cómo que no pudiste evitarlo?—Estoy violentamente enamorado

de ella —dice Rafe, en el tono más secoque puede.

—¿Cómo es eso? ¿Es como estarviolentamente furioso?

—Supongo. Tal vez. En el sentidode que te sientes más vivo.

—Yo no creo que pudiera sentirmemás vivo de lo que estoy.

Se pregunta si el cardenal se habríaenamorado alguna vez. Pero, porsupuesto, ¿por qué lo duda? La pasión

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devoradora de Wolsey por Wolsey eralo bastante fogosa para quemar todaInglaterra.

—Dime, aquella noche después dela coronación de la reina…

Él cabecea, da la vuelta a unosdocumentos que hay sobre el escritorio:cartas del alcalde de Hull.

—Os contaré lo que me preguntéis—dice Rafe—. No comprendo por quéno fui sincero con vos. Helen, miesposa, creyó que era preferiblemantener el secreto.

—Pero supongo que ahora estáembarazada y tenéis que decirlo.

Rafe se ruboriza.

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—Aquella noche, cuando llegué aAustin Friars a buscarla para llevarlacon la esposa de Cranmer… y ella bajó—mueve los ojos como si lo estuvieseviendo—, bajó sin tocado y tú detráscon el pelo revuelto; y te enfadasteconmigo por llevármela…

—Bueno, sí —dice Rafe. Alza lamano sigilosamente y se alisa el cabellocon la palma como si eso arreglara lascosas ahora—. Se habían ido todos a lasfiestas. Fue la primera vez que la llevé ala cama, pero no hubo ninguna falta. Yase había prometido conmigo.

Me alegro de no haber educado enmi casa a un joven sin sentimientos,

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piensa él, que sólo se aplica a ascenderde condición. Si careces de impulsos,careces, hasta cierto punto, de alegría;bajo mi protección, los impulsos sonalgo que Rafe puede permitirse.

—Mira, Rafe, esto es una… Bueno,bien lo sabe Dios, una locura, pero noun desastre. Dile a tu padre que miascensión en el mundo garantizará latuya. Por supuesto, pateará y rugirá. Paraeso están los padres. Lamento el día enque me separé de mi hijo, gritará, y ledejé ir a esa casa de corrupción deCromwell. Pero le haremos recapacitar.Poco a poco.

El muchacho ha permanecido de pie

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hasta entonces. Se sienta ahora en untaburete con las manos en la cabeza,inclinada hacia atrás; el alivio recorretodo su cuerpo. ¿Tenía tanto miedo? ¿Demí?

Mira, cuando tu padre vea a Helen,lo comprenderá, a menos que esté… —¿A menos que esté qué? Habría queestar muerto y enterrado para no darsecuenta: para no ver el cuerpo bello yllamativo de ella, sus dulces ojos—.Sólo tenemos que sacarla de esedelantal de cáñamo con el que anda porahí y vestirla como la señora Sadler. Y,por supuesto, querréis casa propia. Yoos ayudaré en eso. Echaré de menos a

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los pequeños, les he tomado cariño, yMercy también, todos les hemos tomadocariño. Si queréis que éste sea el primerniño de vuestra casa, ellos se puedenquedar aquí.

—Sois muy bueno. Pero Helen noquerría separarse de ellos. Ya lo hemoshablado los dos.

Así que ya no tendré más niños enAustin Friars, piensa él. Bueno, no amenos que me tome un poco de tiempode los asuntos del rey y me dedique acortejar: no a menos que cuando unamujer me hable, escuche de verdad.

—Lo que aplacará a tu padre, ypuedes decírselo, es que, a partir de

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ahora, cuando yo no esté con el rey,estarás tú. El señor Wriothesley seencargará de tratar con los diplomáticosy de las cuentas, porque es un trabajotaimado que se ajustará a él; y Richardestará aquí para dirigir la casa cuandoyo esté ausente, y se encargará de mistareas, y tú y yo atenderemos a Enrique,dulces como dos niñeras, y satisfaremossus caprichos. —Se echa a reír—. Eresun gentilhombre nato. Él puedeascenderte y otorgarte su confianza,darte acceso a la cámara regia. Lo cualsería útil para mí.

—Yo no busqué que pasase eso. Nolo planeé. —Rafe baja la vista—. Sé

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que nunca podré llevar a Helen conmigoa la corte.

—No tal como es el mundo ahora. Yno creo que vaya a cambiar en nuestravida. Pero, mira, has hecho unaelección. Jamás debes arrepentirte.

—¿Cómo podía pensar que iba apoder ocultaros un secreto? —dice Rafecon pasión—. Lo veis todo, señor.

—Bueno, sólo hasta cierto punto.Cuando Rafe se marcha, él saca su

tarea del final del día y empieza ahacerla, metódicamente, colocando losdocumentos cada uno en su sitio. Susproyectos de ley se aprueban, perosiempre hay otro proyecto esperando.

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Cuando se redactan leyes, se ponen aprueba las palabras, procurando dar consu máxima fuerza. Como los hechizos,tienen que hacer que las cosas sucedanen el mundo real y, como los hechizos,sólo operan si la gente cree en ellas. Situ ley impone una pena, has de ser capazde aplicarla…, a los ricos tanto como alos pobres, a la gente de las fronterasescocesas y de las marcas galesas, a loshombres de Cornualles igual que a losde Sussex y Kent. Ha redactado estejuramento, una muestra de lealtad aEnrique, y se propone que lo presten loshombres de todos los pueblos y aldeas ytodas las mujeres de cierta importancia:

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viudas con patrimonio, terratenientes. Sugente recorrerá el país, llanurasonduladas y brezales, pidiendo a los queapenas hayan oído hablar de Ana Bolenaque respalden la sucesión del hijo quelleva en el vientre. Si un hombre sabeque el rey se llama Enrique, que prestejuramento; no importa si confunde a esterey con su padre o con algún Enriqueanterior, porque los príncipes, como losdemás hombres, se desvanecen de lamemoria de la gente común. Sus rasgos,aquellas monedas que él solía cribar delcieno del río, no eran más que una leveirregularidad bajo las yemas de susdedos, e incluso cuando había llevado

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las monedas a casa y las había limpiado,no podía decir quiénes eran. ¿Es éste,preguntó, el príncipe César? Veamos,había dicho Walter; luego había tiradola moneda disgustado, diciendo: sólo esun cuarto de penique de uno de los reyesque lucharon en las guerras francesas.Deja eso y ponte a trabajar, le habíadicho. No pienses en el príncipe César.César era ya viejo cuando Adán era unmuchacho.

Él cantaba: «Cuando Adán cavaba yEva hilaba, ¿el gentilhombre dóndeestaba?». Walter le perseguía y lepegaba si le alcanzaba: hay una malditacanción rebelde para ti, aquí sabemos

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qué hacer con los rebeldes. Estánenterrados en fosas comunes,amontonados, los de Cornualles quesubieron aquí cuando él era un niño;pero siempre hay más hombres deCornualles. Y más allá de Cornualles, ydebajo de todo el reino de Inglaterra,debajo de las húmedas marcas de Galesy el territorio agreste de la fronteraescocesa hay otro paisaje; hay unimperio sepultado, donde teme que susdelegados no puedan llegar. ¿Quiéntomará juramento a los duendes ytrasgos que viven en los setos y en losárboles huecos, y a los hombres salvajesque se ocultan en los bosques? ¿Quién

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tomará juramento a los santos en sushornacinas, y a los espíritus que seagolpan en los pozos sagrados, quesusurran como las hojas caídas y a losniños abortados enterrados en tierra noconsagrada; a todos esos muertosinvisibles que rondan en invierno entorno a las fraguas y los fuegos de lasaldeas, intentando calentarse los huesosdesnudos? Porque ellos también son suscompatriotas: las generaciones de losinnumerables muertos que alientan enlos vivos, que les roban su luz, losespectros sin sangre del señor y deltruhán, de la monja y la puta, losespectros del cura y el fraile que se

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alimentan de la Inglaterra viva, y chupanla sustancia del futuro.

Mira fijamente los documentos quehay en el escritorio, pero suspensamientos están lejos de allí. Mi hijaAnne dijo: «Yo escogí a Rafe». Apoyala cabeza en las manos y cierra los ojos;ante él está Anne Cromwell, diez u onceaños. Directa y resuelta como un hombrede armas. Sus ojillos no pestañean, estásegura de su capacidad para decidir sudestino.

Se frota los ojos, vuelve a lospapeles. ¿Qué es esto? Una lista, unaletra meticulosa de escribano, legible,pero que tiene poco sentido.

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Dos alfombras. Una cortada enpiezas.

Siete sábanas. Dos almohadas. Uncojín.

Dos bandejas. Cuatro platos, dosplatillos.

Un cuenco pequeño, peso 12 libras a4 peniques la libra; lo tiene la señorapriora, 4 chelines pagados.

Da la vuelta al papel intentandodeterminar su origen. Ve que lo queexamina es el inventario de los bienesde Elizabeth Barton, que ella dejó en el

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convento. Todo esto queda confiscadopor el rey, puesto que se trata de lapropiedad personal de una traidora: untablero de mesa, tres fundas dealmohada, dos palmatorias, una chaquetavalorada en cinco chelines. Un mantoviejo ha sido donado en caridad a lamonja más joven del convento. Otramonja, una tal dama Alice, ha recibidoun cobertor.

La profecía no la hizo rica, le habíadicho él a Moro. Elabora unmemorando: «Disponer dinero para elverdugo de la dama Elizabeth Barton».Le quedan cinco días de vida. La últimapersona a la que verá cuando suba la

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escalera será el verdugo, que extenderála zarpa. Si no puede pagar el viajefinal, puede sufrir más de lo necesario.Ella había pensado lo que tardaría enmorir quemada, pero no cuánto se tardaen morir asfixiado al extremo de unasoga. En Inglaterra, no hay misericordiapara los pobres. Has de pagar por todo,incluso para que te partan el cuello.

La familia de Thomas Moro haprestado juramento. Él mismo les havisto, y Alice no le ha dejado ningunaduda de que le considera personalmenteresponsable de no haber sido capaz deconvencer a su marido.

—Preguntadle qué se propone, en

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nombre de Dios. Preguntadle si esrazonable, si cree que lo es, dejar a suesposa sin compañía, a sus hijos sinconsejo, a sus hijas sin protección, y atodos nosotros a merced de un hombrecomo Thomas Cromwell.

—Eso es lo que decís vos —habíasusurrado Meg con una leve sonrisa.Había tomado la mano de él entre lassuyas, con la cabeza inclinada—. Mipadre habla muy cálidamente de vos.Dice que habéis sido amable con él yhabéis sido vehemente…, lo que nocuenta menos en vuestro favor. Dice quecree que le entendéis como él a vos.

—¿Meg? ¿Por qué no podéis

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mirarme?Otro rostro inclinado bajo el peso de

una toca: Meg mueve los velos como siestuviese en medio de una tormenta y leproporcionasen protección.

—Puedo entretener al rey uno o dosdías. No creo que desee ver a vuestropadre en la Torre. Busca constantementealguna señal de…

—¿Rendición?—Apoyo. Y entonces…, ningún

honor sería demasiado elevado.—Dudo que el rey pueda ofrecer la

clase de honor a la que él aspira —diceWill Roper—. Por desgracia. Vamos,Meg, debemos volver a casa. Tenéis que

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llevar a vuestra madre al río antes deque inicie un altercado. —Roper tiendela mano—. Sabemos que no soisvengativo, señor. Aunque bien sabeDios que él nunca ha sido un amigo paravuestros amigos.

—Hubo un tiempo en que tambiénvos erais un hombre de la Biblia.

—Los hombres cambian de opinión.—Estoy completamente de acuerdo.

Decídselo a vuestro suegro.Era una amarga nota de despedida.

No permitiré que Moro, piensa él, ni sufamilia abriguen ilusiones de que mecomprenden. ¿Cómo podríancomprenderme ellos, cuando ni yo

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mismo me comprendo?Toma nota: Richard Cromwell debe

presentarse al abad de Westminster,escoltar a sir Thomas Moro, preso, hastala Torre.

¿Por qué vacilo?Démosle un día más.Es el 15 de abril de 1534. Llama a

un empleado para que ordene y archivelos documentos, listos para mañana, y sequeda junto al fuego, charlando; esmedianoche y las velas se hanconsumido. Coge una y sube lasescaleras; Christophe está echado,roncando a los pies de su ancha ysolitaria cama. Santo cielo, piensa, mi

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vida es absurda.—Despierta —dice, pero en un

susurro; al ver que Christophe noresponde, le mueve como si fuese lamasa de un pastel, hasta que elmuchacho despierta, mascullando enfrancés gutural. «Oh, por los huevospeludos de Cristo —parpadeaagitadamente—. Mi buen señor. Nosabía que erais vos. Estaba soñando queera un pastelillo. Perdonadme, estoycompletamente borracho, hemos estadocelebrando la unión de la Bella Helencon el afortunado Rafe.» Alza un brazo,cierra el puño, hace un gesto de lo máslibidinoso; el brazo cae de nuevo inerte

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sobre el cuerpo, los párpados sedeslizan inevitablemente hacia lasmejillas y, con un hipido final,Christophe se duerme.

Él lleva al muchacho a su litera. Yapesa. Es todo un cachorro de bulldog;gruñe, susurra, pero no se despierta.

Él se echa al lado de sus ropas yreza sus oraciones. Apoya la cabeza enla almohada: siete sábanas, dosalmohadas, un cojín. Se duerme encuanto se apaga la vela. Pero su hijaAnne se le aparece en un sueño.

Alza la mano izquierda, afligida,para enseñarle que no lleva anillo deboda. Se retuerce el largo cabello y se

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lo enrolla al cuello como una soga.

Pleno verano: las mujeres corren alos aposentos de la reina con ropalimpia doblada, tan pálidas ysobrecogidas, tan presurosas que esevidente que no puedes pararlas.Encienden fuegos en las cámaras de lareina para quemar lo que ha sangrado. Sihay algo que enterrar, las mujeres lomantienen en secreto.

Aquella noche, acurrucado en elalféizar de una ventana, el cieloiluminado por estrellas como dagas,Enrique le cuenta que la culpa es de

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Catalina. Creo que me desea mal. Locierto es que tiene el vientre enfermo.Me engañó todos aquellos años. Nopodía tener un hijo y sus médicos losabían. Afirma que me ama, pero meestá destrozando. Viene por la noche consus manos frías y su corazón frío y seinterpone entre la mujer a la que amo yyo. Me posa la mano en el miembro y sumano huele a tumba.

Los lores y las damas dan dinero alas doncellas y a las parteras, para quedigan qué sexo tenía el niño, pero lasmujeres dan respuestas distintas cadavez. En realidad, qué sería peor: ¿queAna hubiese concebido otra niña o que

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hubiese concebido y perdido un niño?Es verano. Se encienden hogueras portoda la ciudad. Arden en las brevesnoches. Los dragones recorren lascalles, echando humo y rechinando susalas mecánicas.

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IIEl mapa de laCristiandad

1534 − 1535

—¿Queréis el cargo de Audley? —le pregunta el rey—. Si lo queréis, esvuestro.

Ha terminado el verano. No havenido el emperador. El papa Clementeha muerto, y con él sus dictámenes; hayque reiniciar el juego, y él ha dejado lapuerta abierta, sólo un resquicio, paraque el próximo obispo de Roma

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converse con Inglaterra. Personalmente,la cerraría de golpe. Pero esto no es unasunto personal.

Ahora piensa las cosasdetenidamente: ¿le convendría sercanciller? Sería ventajoso tener un cargoen la jerarquía judicial, así que ¿por quéno situarse en la cúpula?

—No tengo el menor deseo demolestar a Audley. Si Su Majestad estásatisfecho con él, yo también lo estoy.

Recuerda que el cargo ataba aWolsey a Londres cuando el rey estabafuera. El cardenal actuaba en lostribunales; pero tenemos suficientesabogados.

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Decidme lo que os parece mejor,dice Enrique. Humillado como amante,no puede pensar en los regalos másadecuados. Dice: escuchad a Cromwell,me aconseja Cranmer, y si necesita uncargo, una tasa, un impuesto, una medidaen el Parlamento o un decreto real,dádselo.

Está vacante el cargo de primermagistrado de la Cámara de los Lores.Es un antiguo cargo judicial que otorgael control de las grandes secretarías delreino. Sus predecesores eran hombresdoctos y eminentes, casi todos obispos:los que yacen en sus tumbas con susvirtudes grabadas al pie en latín. Nunca

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se siente más vivo que cuando retuerceel rabo de esta fruta madura y la arrancadel árbol.

—Teníais razón también en lo delcardenal Farnese —dice Enrique—.Contamos ya con un nuevo papa, obispode Roma, debo decir. He ganado lasapuestas.

—Ya veis —dice él sonriendo—.Cranmer tiene razón. Dejaos aconsejarpor mí.

La corte se divierte al enterarse decómo han celebrado los romanos lamuerte del papa Clemente. Hanirrumpido en su sepulcro y hanarrastrado su cuerpo desnudo por las

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calles.

La residencia del primer magistradode la Cámara de los Lores de ChanceryLane es la más extraña que ha visto ensu vida. Huele a moho, mantillo y sebo,y se extiende hacia atrás en meandrostras su retorcida fachada, una conejerade espacios pequeños y entradas bajas;¿serían enanos nuestros antepasados, ono sabían elevar los techos?

La residencia data de hacetrescientos años, la mandó construir elEnrique de entonces; la edificó comorefugio para judíos que querían

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convertirse. Si daban ese paso(aconsejable si deseaban protegerse dela violencia), la Corona requisaba susbienes. Así que era justo que lesprocurase cobijo y sustento el resto desu vida.

Christophe corre delante de él,adentrándose en las profundidades de lacasa.

—¡Mirad! —pasa un dedo por unatela de araña inmensa.

—Sois un muchacho despiadado,habéis destruido su hogar. —Examina laarrugada presa de Ariadna: una pata, unala—. Vámonos antes de que ellavuelva.

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Unos cincuenta años después de queEnrique construyese la casa, expulsarondel reino a todos los judíos. Pero elrefugio nunca ha estado del todo vacío;todavía hoy, viven aquí dos mujeres. Lasvisitaré, dice él.

Christophe golpetea las paredes ylas vigas como si de verdad supiera loque busca.

—¿No saldrías corriendo si alguienrespondiera? —le pregunta él confruición.

—¡Santo cielo! —Christophe sesantigua—. Supongo que han muertoaquí centenares de hombres, tanto judíoscomo cristianos.

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Detrás de este panel, es cierto,siente los huesecillos de los ratones:cien generaciones, con las patasdelanteras articuladas dobladas eneterno reposo. Se siente en el aire laproliferación de sus descendientes. Esun trabajo para Marlinspike, dice, siconsiguiéramos atraparlo. El gato delcardenal es salvaje ahora, vaga avoluntad por los jardines de Londres,atraído por el olor a carpa de losestanques de los monasterios de laciudad, tentado (por lo que sabe) por laotra orilla del río, donde puedeacurrucarse en los pechos de las putas,senos flácidos, friccionados con pétalos

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de rosa y ámbar gris; se imagina aMarlinspike repantigado, ronroneando,negándose a volver a casa.

—No sé cómo puedo ser primermagistrado de la Cámara de los Lores sino puedo controlar a un gato.

—Los dictámenes no tienen pataspara escapar. —Christophe da patadas aun zócalo y explica—: He metido el pieen él sin querer.

¿Dejará él las comodidades deAustin Friars por las ventanitas depaños alabeados, los corredoresrechinantes y las viejas corrientes deaire?

—Será un viaje más corto hasta

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Westminster —dice. Su objetivo tieneque estar allí: Whitehall, Westminster yel río, la barca del secretario de Estadopara bajar hasta Greenwich o subir hastaHampton Court. Volveré a Austin Friarsa menudo, se dice. Casi a diario. Estáconstruyendo una cámara del Tesoro, unlugar seguro para guardar el oro y laplata que le confía el rey; todo lo quedeposite allí puede convertirserápidamente en dinero en metálico. Sutesoro recorre las calles en carrosnormales para no llamar la atención,aunque va escoltado por guardias. Loscálices en fundas de cuero blandohechas para ellos. Cuencos y platos, en

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bolsas de lona, envueltos en tela de lanablanca de a siete peniques la yarda. Lasjoyas están envueltas en seda dentro decofres con cerraduras nuevas yrelucientes, y él tiene las llaves. Hayperlas enormes en las que brilla lahumedad del océano; cálidos zafiros dela India. Hay piedras preciosas que soncomo los frutos que coges una tarde enel campo: granates como endrinos,diamantes rosados como escaramujos.«Por un puñado de estas joyas yoderrocaría personalmente a cualquierreina de la Cristiandad», dice Alice.

—Menos mal que el rey no os haconocido, Alice.

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—Si las tuviese yo —dice Jo—, lasinvertiría en licencias de exportación. Oen contratos militares. Alguien ganaráuna fortuna en las guerras irlandesas.Alubias, harina, malta, carne decaballo…

—Veré lo que puedo hacer por ti —dice él.

En Austin Friars tiene un contrato dealquiler por noventa y nueve años. Susbiznietos seguirán teniendo la casa:serán londinenses anónimos. Cuandomiren los documentos, verán su nombre.Sus armas estarán talladas en lasentradas. Apoya la mano en labarandilla de la escalinata, mira hacia

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arriba, al centelleo de motas de polvo enun ventanal. ¿Cuándo hice yo esto? EnHatfield, a primeros de año: levantabala vista, escuchaba los sonidos de lacasa de Morton, hace mucho tiempo. Siél iba a Hatfield, ¿no debe haber ido allítambién Thomas Moro? ¿Sería su pasoleve lo que él esperaba, allá arriba?

Recuerda aquel puño que surgió dela nada.

Su primera idea había sido trasladarempleados y documentos a la residenciade Chancery Lane, así Austin Friarsvolvería a ser un hogar. Pero un hogar,¿para quién? Ha sacado el libro dehoras de Liz y en la página en que ella

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había escrito los nombres de la familia,ha introducido modificaciones,añadidos. Rafe se mudará pronto a sunueva casa de Hackney; y Richard estáconstruyendo en el mismo barrio, con suesposa Frances. Alice va a casarse consu pupilo Thomas Rotherham. Suhermano Christopher se ha ordenado ydispone de un beneficio eclesiástico. Yase ha encargado el ajuar de Jo; se casacon John ap Rice, abogado, joven doctoy amigo suyo, a quien él admira y concuya lealtad cuenta. He ayudado a losmíos, se dice. Ninguno de ellos es pobreni desgraciado ni se siente inseguro desu puesto en este mundo inseguro.

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Vacila, alza la vista hacia la luz, dorada,azul cuando pasa una nube. Quienquieraque baje las escaleras y le llame, ha dehacerlo ya. Su hija Anne con sus pisadasresonantes: ¿no podríamos cubrir esoscascos vuestros con unas zapatillas defieltro?, le diría a Anne. Grace pasarozando como polvo en una espiral, unremolino vivo… que no va a ningunaparte, que se dispersa, desaparece.

Baja, Liz.Pero Liz guarda silencio. Ni se

queda ni se va. Siempre está y no estácon él. Se vuelve. Así que esta casa seconvertirá en un lugar de trabajo. Todassus casas se convertirán en lugares de

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trabajo. Mi hogar estará donde estén misempleados y mis archivos. Por otraparte, mi hogar estará con el rey, dondeél esté.

—Ahora que nos trasladamos aChancery Lane —dice Christophe—, yapuedo deciros, cher maître, lo feliz quesoy de que no me dejaseis atrás. Porqueen vuestra ausencia me llamaríancerebro de caracol y cabeza de nabo.

—Alors… —mira a Christophe—,esa cabeza tuya parece realmente unnabo. Gracias por indicármelo.

Instalado en Chancery Lane, examinasu situación: satisfactoria. Ha vendidolas dos mansiones de Kent, pero el rey

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le ha regalado una en Monmouthshire yse está comprando otra en Essex. Piensaadquirir parcelas en Hackney yShoreditch, y alquilar las propiedadesque rodean Austin Friars, que sepropone incluir en sus planes deedificación; y luego construirá un granmuro que lo rodee todo. Quiere tenertambién una mansión en Bedfordshire,otra en Lincolnshire y dos propiedadesen Essex, que piensa dejar a Gregory enfideicomiso. Todo esto son cosasinsignificantes, nada comparado con loque se propone conseguir, o con lo queEnrique le deberá.

Por otra parte, sus gastos asustarían

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a un hombre de menor talla. Si el reyquiere que se haga algo hay queconseguir personal para la tarea yfinanciarla. Es difícil mantenerse a laaltura de los gastos de sus noblesconsejeros, y, sin embargo, unos cuantosde ellos viven endeudados y acuden a élmes tras mes para tapar los agujeros desus cuentas. Él sabe cuándo dejar correresas deudas; hay más de un tipo demoneda en Inglaterra. Lo que él percibees que se está extendiendo a sualrededor una gran red, una red defavores que se hacen y que se reciben.Los que quieren tener acceso al rey,esperan pagar por ello. Y nadie tiene

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mejor acceso que él. Y, al mismotiempo, corre el rumor: ayuda aCromwell y él te ayudará. Sé leal, sédiligente, sé inteligente en su beneficio;serás recompensado. Los que secomprometen a servirle seránascendidos y protegidos. Es un buenamigo y un buen señor, eso es lo quedicen de él en todas partes. Por lodemás, corren los habitualescomentarios ofensivos: su padre eraherrero, destilador tramposo, irlandés,delincuente, judío; y él, por su parte,sólo era un mercader de lana, unesquilador, y ahora es un hechicero.¿Cómo, si no, podría tener en sus manos

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las riendas del poder? Chapuys escribeal emperador sobre él; sus orígenessiguen siendo un misterio, pero es unaexcelente compañía, y mantiene su casay el servicio de forma irreprochable. Esun maestro del lenguaje, escribeChapuys, y hombre de gran elocuencia,aunque su francés, añade, sólo estáassez bien.

Está bastante bien para vos, piensaél. Un cabeceo y un guiño bastarían.

El Consejo no ha cesado de trabajarlos últimos meses. Un duro verano denegociaciones ha cristalizado en untratado con los escoceses. Pero Irlandaestá en rebeldía. Sólo el castillo de

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Dublín y la ciudad de Waterford sehallan bajo el control del rey, mientraslos señores rebeldes ofrecen susservicios y sus puertos a las tropas delemperador. Es el territorio másproblemático de estas islas, que no pagaal rey lo que le cuesta mantener allí suguarnición; pero no puede darle laespalda, por miedo a quién puedaocupar su puesto. Apenas se respeta laley, porque los irlandeses creen quepueden pagar un asesinato con dinero, yvaloran la vida de un hombre en ganado,como los galeses. Al pueblo se lemantiene pobre con los impuestos y lasapropiaciones, con confiscaciones y

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simples robos a plena luz del día. Losingleses piadosos se abstienen de comercarne miércoles y viernes, pero se diceen son de burla que los irlandeses sontan devotos que se abstienen de tomarcarne todos los días de la semana. Susgrandes señores son brutales eimperiosos, traicioneros y volubles,pendencieros inveterados,extorsionistas, tomadores de rehenes, ysu fidelidad a Inglaterra es nula, porqueno son leales a nada y prefieren la fuerzade las armas a la ley. En cuanto a loscabecillas nativos, no reconocen límitesnaturales a sus derechos. Dicen que ensu tierra poseen cada loma cubierta de

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helechos y cada lago, poseen el brezo, lahierba de los prados y los vientos que laazotan; son dueños de todos losanimales y todos los hombres, y, enperiodos de escasez, toman el pan paraalimentar a sus perros de caza.

No es extraño que no quieran seringleses. Eso acabaría con su condiciónde propietarios de esclavos. El duque deNorfolk aún tiene siervos en sus tierras,y, aunque los tribunales de justiciaactúen para intentar liberarlos, el duqueespera que se le pague por ello. El reypropone enviar a Norfolk a Irlanda, peroél dice que ya ha pasado suficientesmeses inútiles allí y que sólo volverá si

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construyen un puente para que puedaregresar a casa el fin de semana sinmojarse los pies.

Norfolk y él se enfrentan en lareunión del Consejo. El duquedespotrica y él se retrepa en el asiento,cruza los brazos y observa cómovociferan. Tendrían que enviar a Dublínal joven Fitzroy, dice al Consejo. Unaprendiz de rey: que se exhiba, quebrinde un espectáculo, que reparta unpoco de dinero.

—Tal vez debiéramos ir nosotros aIrlanda, señor —le dice Richard.

—Creo que mis tiempos de militarhan terminado.

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—A mí me gustaría. Todos loshombres deberían ser soldados una vezen la vida.

—Es tu abuelo quien habla por ti.Ap Evan el arquero. De momento,concéntrate en lucirte en los torneos.

Richard ha demostrado que es unhombre formidable en las justas. Más omenos como dice Christophe: zas, yderribados. Se diría que es algo que susobrino lleva en la sangre, y que está enla sangre de los gentilhombres quecompiten. Luce los colores deCromwell, y al rey le encanta por eso, yle encanta cualquier hombre conaptitudes, valor y fuerza física. La

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pierna enferma obliga a Enrique cadavez más a sentarse con los espectadores.Cuando le duele, se aterra, se le ve en lamirada; y cuando se recupera, seimpacienta. La inseguridad acerca de lapropia salud le hace menos proclive alos gastos y los problemas deorganización de un gran torneo. Cuandoparticipa, con su experiencia, su peso ysu talla, sus soberbios caballos y subrioso temperamento, es probable quegane. Pero prefiere enfrentarse aadversarios que conoce, para evitaraccidentes.

—¿No tuvo el emperador un humormaligno en el muslo, hace dos o tres

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años, cuando estaba en Alemania? —pregunta Enrique—. Dicen que el climano le sentaba bien. Pero, claro, susdominios le permiten cambiar de clima.Mientras que en mi reino el clima nocambia de un sitio a otro.

—Bueno, supongo que en Dublín espeor.

Enrique mira cómo diluvia fuera,desesperado.

—Y cuando salgo a caballo, la genteme grita. Salen de las zanjas y gritancosas sobre Catalina, que deberíavolver con ella. ¿Qué les parecería si yoles dijese cómo tienen que organizar suscasas y tratar a sus mujeres y a sus

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hijos?Ni siquiera cuando aclara el tiempo

disminuyen los temores del rey.—Ella escapará y reclutará un

ejército contra mí —dice—. Catalina.No sabéis lo que sería capaz de hacer.

—Ella me dijo que no escaparía.—¿Y creéis que nunca miente? Sé

que miente. Tengo pruebas de ello.Mintió sobre su virginidad.

Oh, eso, piensa él cansinamente.Parece que Enrique no cree en el

poder de los guardias armados, en lascerraduras y las llaves. Cree que unángel reclutado por el emperador Carloslos hará desaparecer. Cuando viaja,

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lleva una cerradura de hierro enorme,que instala en la puerta de su cámara unsirviente que le acompaña para ese fin.Hace que prueben su comida por si tieneveneno, y que examinen su cama es loúltimo que se ha de hacer cada noche,por si hay armas ocultas, por ejemploagujas; pero aun así, teme que leasesinen mientras duerme.

Otoño: Thomas Moro estáadelgazando, un hombrecillo nervudoemerge de lo que nunca fue un exceso decarne. Él permite que Antonio Bonvisile envíe alimentos.

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—No es que los lucanos sepáiscomer. Se los enviaría yo mismo, peroya sabéis lo que diría la gente sienfermase. Le gustan los huevos. No sési hay muchas más cosas que le gusten.

Un suspiro. «Budines de leche.»Él sonríe. Éstos son días carnívoros.

«No me extraña que no engorde.»—Hace cuarenta años que lo

conozco —dice Bonvisi—. Toda unavida, Tommaso. No le haríais daño,¿verdad? Si podéis, por favor, que nadiele haga daño.

—¿Por qué creéis que no soy mejorque él? Mirad, no necesito presionarle.Lo harán su familia y sus amigos. ¿Por

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qué no van a hacerlo?—¿No podéis dejarle allí sin más?

¿Olvidaros de él?—Por supuesto. Si el rey lo

permitiese.Toma medidas para que Meg Roper

pueda hacerle visitas. Padre e hijapasean por los jardines, cogidos delbrazo. Él les observa a veces por unaventana de las habitaciones del jefe dela guardia. En noviembre, esa políticaha fracasado. Ha sido contraproducente,en realidad, le ha mordido la manocomo un perro al que recoges de la callepor compasión.

—Él me ha dicho —dice Meg—, y

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me ha pedido que se lo diga a susamigos, que no tendrá nada que ver conjuramentos de ningún género, que si nosdicen que ha jurado, tenemos queconsiderar que le han obligado conmalos tratos y burda manipulación. Yque si se muestra al Consejo undocumento con su firma, debemospensar que la letra no es la suya.

Se pide ahora a Moro que jure laLey de Supremacía, una ley que ratificatodos los poderes y dignidadesasumidos por el soberano en los dosúltimos años. No nombra al rey jefe dela Iglesia, como dicen algunos. Declaraque es cabeza suprema de la Iglesia y

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que siempre lo ha sido. Si al pueblo nole gustan las ideas nuevas, démoselasviejas. Si necesitan precedentes, él tieneprecedentes. Un segundo decreto, queentrará en vigor el nuevo año, define elalcance de la traición. Se considerarádelito de traición negar los títulos o lajurisdicción de Enrique, hablar oescribir maliciosamente contra él,llamarle hereje o cismático. Esta leyafectará a los frailes que propagan elpánico y dicen que los españoles van adesembarcar con la próxima marea paraentregar el trono a lady María. Afectaráa los sacerdotes que despotrican en sussermones contra la autoridad del rey y

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dicen que está arrastrando a sus súbditosal Infierno con él. ¿Es excesivo que unmonarca pida que un súbdito suyo searespetuoso con él y controle su lengua?

Esto es nuevo, dice la gente, que secometa traición sólo con palabras. No,dice él, podéis estar seguros. Es antiguo.Convierte en derecho positivo lo que losjueces en su sabiduría han definidocomo derecho común. Es una medidaaclaratoria. Soy un decidido partidariode la claridad.

Ante la negativa de Moro a prestareste segundo juramento, se dicta undecreto contra él, confiscando susbienes, que pasan a pertenecer a la

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Corona. Ya no tiene esperanza deliberación; mejor dicho, la esperanzareside en él mismo. Es su debervisitarle, explicarle que ya no sepermitirán más visitas ni paseos por losjardines.

—No hay nada que ver en esta épocadel año. —Moro mira el cielo, unaestrecha franja gris que cruza el ventanal—. ¿Puedo conservar mis libros?¿Escribir cartas?

—De momento.—¿Y John Wood, se queda

conmigo?Su sirviente.—Sí, por supuesto.

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—Me trae de vez en cuandopequeñas noticias. Dicen que haestallado la enfermedad del sudor entrelos soldados del rey en Irlanda. En unaépoca tan avanzada del año, además.

También ha estallado la peste. Perono se lo va a decir a Moro, ni que todala campaña irlandesa es un desastre y underroche de dinero, ni que lamenta nohaber hecho caso a Richard y haber idoél mismo.

—La fiebre del sudor se lleva amuchos —dice Moro—. Y muy deprisa,y en la flor de la vida, además. Y sisobrevives, no estás en condiciones decombatir a los salvajes irlandeses,

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desde luego. Recuerdo cuando lacontrajo Meg, estuvo a punto de morir.¿La habéis tenido? No, nunca enfermáis,¿verdad? —Habla por hablar; luego alzala vista—. Decidme, ¿qué sabéis deAmberes? Cuentan que Tyndale está allí.Dicen que vive con estrecheces. No seatreve a salir de la casa de losmercaderes ingleses. Dicen que estácomo en prisión, casi como yo.

Es verdad. Al menos, en parte.Tyndale ha trabajado en la pobreza y laoscuridad, y ahora su mundo ha quedadoreducido a una pequeña habitación.Mientras fuera, en la ciudad, bajo lasleyes del emperador, marcan a los

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impresores y les sacan los ojos, matan ahermanos y hermanas por su fe,decapitan a los hombres y entierranvivas a las mujeres. Moro todavíacuenta con una compacta red en Europa,una red hecha de dinero; él cree que sushombres han seguido a Tyndale muchosmeses, pero, pese a todo su ingenio y alde Stephen Vaughan, que está allí, nohan conseguido descubrir qué inglesesde los que pasan por esa ajetreadaciudad son agentes de Moro.

—Tyndale estaría más seguro enLondres —dice Moro—. Con vos, elprotector del error. Mirad lo que estápasando ahora en Alemania. Ya veis a

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lo que nos lleva la herejía, Thomas. Noslleva a Münster, ¿no creéis?

Sectarios, anabaptistas, se hanapoderado de la ciudad de Münster. Laspeores pesadillas (cuando despiertasaterrado y crees que has muerto) son unabendición comparadas con eso. Losburgomaestres han sido expulsados delConsejo, y ladrones y lunáticos hanocupado sus puestos, proclamando queha llegado el final de los tiempos y quetodos deben bautizarse de nuevo. Losciudadanos que disienten han sidoexpulsados de la ciudad, desnudos, paraque perezcan en la nieve. La ciudad estácercada ahora por las tropas de su

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propio príncipe-obispo, que se proponerendirla por hambre. Dicen que losdefensores son mayoritariamente lasmujeres y los niños que quedaron atrás.Los mantiene aterrados un sastrellamado Bockelson, que se ha coronadorey de Jerusalén. Se rumorea que susamigos han instaurado la poligamia,como recomienda el AntiguoTestamento, y que algunas mujeres sehan ahorcado o ahogado para nosometerse a esa violación al amparo dela ley de Abraham. Esos profetas seentregan al robo a plena luz del día, conel pretexto de establecer una comunidadde bienes. Dicen que se han apoderado

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de las casas de los ricos, quemado suscartas, roto sus cuadros, fregado lossuelos con finos bordados y destruidolos archivos en los que consta quién espropietario de qué, para que no puedanvolver nunca los viejos tiempos.

—Utopía —dice él—, ¿No?—Me han dicho que están quemando

los libros de las bibliotecas de laciudad. Erasmo ha sido pasto de lasllamas. ¿Qué clase de demoniosquemarían al apacible Erasmo? Pero nohay duda, no hay duda. —Moro cabecea—. En Münster se restaurará el orden.Estoy seguro de que el príncipe Felipede Hesse, amigo de Lutero, prestará al

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buen obispo sus cañones y sus artilleros,y un hereje aplastará a otro. Loshermanos se atacan entre ellos,¿comprendéis? Como perros rabiososbabeantes en las calles, que se arrancanlas entrañas cuando se encuentran.

—Yo os diré cómo acabaráMünster. Alguien del interior de laciudad la rendirá.

—¿Lo creéis? Parece que quisieraishacerme apostar. Pero, en fin, nunca hesido jugador. Y además ahora todo midinero lo tiene el rey.

—Un hombre como ése, un sastre,asciende al poder por un mes o dos…

—Un mercader de lana, el hijo de un

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herrero, asciende al poder por un año odos…

Él se levanta, recoge la capa: lananegra, forro de piel de cordero. Los ojosde Moro relampaguean: ah, veis, os hepuesto en fuga. Ahora susurra, como sise tratase de una cena. ¿Tenéis quemarcharos ya? Esperad un poco. ¿Nopodéis? Alza la barbilla.

—¿Así que no veré más a Meg?El tono, el vacío, la pérdida. Le

llega directamente al corazón. Se vuelvepara responder con calma algo sabido.

—Tenéis que decir unas palabras.Nada más.

—Ah. Sólo palabras.

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—Y si no queréis, puedo ponéroslaspor escrito. Firmáis y el rey se dará porsatisfecho. Mandaré mi barca para queos lleven de nuevo a Chelsea y os dejenen el embarcadero del fondo de vuestrojardín. No hay mucho que ver, comodecís, en esta época del año, peropensad en el cálido recibimiento. Ladama Alice está esperando… Alice estácocinando, en fin, sólo eso osrestauraría; está de pie a vuestro lado,viéndoos masticar y, en el momento enque os limpiáis la boca, ella os estrechaen sus brazos y retira con besos la grasade carnero, ¡cuánto os he echado demenos, marido! Os lleva a su

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dormitorio, cierra la puerta con llave yse guarda la llave en el bolsillo y osdesnuda hasta dejaros en camisa, sólolas piernecillas blancas asomando… Enfin, admitidlo, la mujer tiene susderechos. Luego, al día siguiente,pensadlo bien, os levantaréis antes deamanecer, iréis a vuestra celda familiary os azotaréis, pediréis pan y agua comosiempre y, a las ocho, os volveréis aponer el cilicio y, encima, vuestro viejotraje de lana, el encarnado deldesgarrón, pondréis los pies en unescabel y vuestro único hijo os llevarálas cartas, romperéis el sello de vuestroquerido Erasmo. Y luego, cuando hayáis

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leído la correspondencia, podréis salir adar un paseíto (digamos que es un día desol) y contemplar vuestros pájarosenjaulados y vuestra zorrilla en su cubily podréis decir: yo también he sidoprisionero, pero ya no, porqueCromwell me enseñó que podía serlibre… ¿No lo deseáis? ¿No queréissalir de aquí?

—Deberíais escribir una obra deteatro —dice Moro, dubitativo.

—Tal vez lo haga —dice él,riéndose.

—Eso es mejor que un cuento deChaucer. Palabras. Palabras. Sólopalabras.

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Él se vuelve. Mira fijamente a Moro.Parece que hubiera cambiado la luz. Seha abierto una ventana que da a un paísextraño, donde sopla un viento frío de lainfancia.

—Aquel libro… ¿Era undiccionario?

Moro frunce el ceño.—¿A qué os referís?—Yo subía las escaleras de

Lambeth…, perdonad un momento… Yosubía corriendo las escaleras, llevandovuestra ración de cerveza de malacalidad y vuestra barra de pan de trigopara que no pasaseis hambre sidespertabais de noche. Eran las siete de

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la tarde. Estabais leyendo y cuandoalzasteis la vista, apoyasteis las manosen el libro —alarga las suyas como alas— como si lo protegieseis. Señor Moro,¿qué hay en ese libro grande?, ospregunté. Palabras, palabras, sólopalabras, contestasteis.

Moro ladea la cabeza.—¿Cuándo fue eso?—Creo que yo tenía siete años.—Oh, qué disparate —dice Moro

afablemente—. Yo no os conocí cuandoteníais siete años. Porque estabais… —frunce el ceño—, tendríais que haberestado…, y yo estaba…

—A punto de ir a Oxford. No os

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acordáis. Pero ¿por qué habríais deacordaros? —se encoge de hombros—.Creí que os reíais de mí.

—Oh, es muy probable, sí —diceMoro—. Si es que ese encuentro tuvolugar. Pero considerad lo que sucedeahora, que venís aquí y os reís de mí.Me habláis de Alice. Y de mispiernecillas blancas.

—Creo que debía de ser undiccionario. ¿Estáis seguro de que no osacordáis? En fin… Mi barca espera y noquiero que los remeros pasen frío.

—Aquí los días son muy largos —dice Moro—. Y las noches, más. Tengoel pecho mal. Y problemas para

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respirar.—Pues volved a Chelsea, el doctor

Butts os visitará, veamos, ThomasMoro, ¿qué os habéis estado haciendo?Tapaos la nariz y bebed esta pócimahedionda…

—A veces pienso que no llegaré a lamañana.

Él abre la puerta.—¿Martin?Martin tiene treinta años, nervudo,

cabello rubio y ralo bajo la gorra, rostroafable y risueño lleno de arrugas. Suciudad natal es Colchester, su padre essastre y aprendió a leer en el Evangeliode Wycliffe, que su padre escondía en el

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techo, debajo de la paja. Ésta es unanueva Inglaterra; una Inglaterra en la queMartin puede sacar el texto antiguo yenseñárselo a sus vecinos. Tienehermanos, todos ellos hombres de laBiblia. Su esposa se encuentra ahoraprecisamente dando a luz a su tercerhijo. «Entre la paja», como dice él.

—¿Alguna noticia?—Todavía no. Pero ¿seréis el

padrino? Le pondremos Thomas si esniño y si es niña ponedle vos el nombre,señor.

Un roce de palmas y una sonrisa.—Grace —dice él. Se sobrentiende

un regalo en dinero; para que el niño

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pueda empezar en la vida. Se vuelvehacia el hombre enfermo, que ahora seha desmoronado sobre la mesa.

—Sir Thomas dice que de noche lefalta el aliento. Traedle algunos cojines,almohadones, lo que encontréis, yapoyadle en ellos para que puedarespirar mejor. Quiero que tenga todaslas posibilidades de vivir para quereconsidere su actitud, muestre lealtad anuestro rey y vuelva a su casa. Y ahora,buenas tardes a los dos.

Moro alza la vista.—Quiero escribir una carta.—Por supuesto. Tendréis tinta y

papel.

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—Quiero escribir a Meg.—Entonces enviadle una palabra

humana.Las cartas de Moro van más allá de

lo personal. Pueden ir dirigidas a suhija, pero están escritas para que laslean sus amigos de Europa.

—¿Cromwell? —Le llama desdeatrás—. ¿Cómo está la reina?

Moro siempre es correcto, no comoquienes se exceden y dicen «la reinaCatalina». ¿Cómo está Ana?, quieredecir. Pero ¿qué podría contarle? Yaestá de camino. Ha cruzado la puerta.Una oscuridad azul ha reemplazado algris en la estrecha ventana.

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Había oído la voz de ella desde lahabitación contigua: grave, implacable.Enrique grita, indignado. «¡Yo no! Yono.»

En la antecámara, Thomas Bolena,monseñor, su estrecho rostro rígido.Algunos parásitos de los Bolena queintercambian miradas: Francis Weston,Francis Bryan. En un rincón, procurandopasar desapercibido, Mark Smeaton, elmuchacho que toca el laúd; ¿qué hace élaquí? No es del todo un cónclave defamilia: George Bolena está en París,manteniendo conversaciones. Se hapropuesto que la infanta Isabel se case

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con un hijo de Francia. Los Bolenapiensan realmente que será así.

—¿Qué puede haber ocurrido paraalterar a la reina? —dice él. Su tono esde asombro: como si se tratase de lamás plácida de las mujeres.

—Es lady Carey —dice Weston—.Está…, quiero decir que se encuentra…

Bryan da un bufido.—Embarazada de un bastardo.—Ah. ¿No lo sabíais? —La

conmoción que se produce a sualrededor es gratificante; él se encogede hombros—. Creía que era un asuntode familia.

El parche del ojo de Bryan le hace

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un guiño. Hoy es de un amarillo ictérico.—Debéis vigilarla muy

estrechamente, Cromwell.—Una tarea en la que yo he

fracasado —dice Bolena—.Evidentemente. Ella asegura que elpadre del niño es William Stafford, yque se ha casado con él. Conocéis aStafford, ¿no?

—Más o menos. Bueno —dicealegremente—, ¿entramos? Mark, noqueremos poner música a este asunto,así que ve a otro lugar donde seas útil.

Sólo Henry Norris atiende al rey;Jane Rochford, a la reina. Enrique estápálido.

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—Me hacéis reproches, señora, porlo que hice incluso antes de conoceros.

Se han agrupado detrás de él.—Milord Wiltshire —dice Enrique

—, ¿es que no sois capaz de controlar avuestras hijas?

—Cromwell lo sabía —dice Bryan.Y él se ríe.

Monseñor empieza a hablar,vacilante; él, Thomas Bolena, eldiplomático célebre por su astuciaelocuente. Ana le corta:

—¿Por qué habría de tener ella unniño de Stafford? No creo que sea suyo.¿Por qué iba a acceder él a casarse conella, salvo que sea por ambición? Ha

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dado un paso en falso ahí, porque novolverá a la corte, y ella tampoco. Yapuede ponerse de rodillas ante mí. Meda igual. Por mí, puede morirse dehambre.

Si Ana fuese mi esposa, piensa él,me iría a pasar la tarde fuera de casa.Está demacrada, no puede estarsequieta. No le dejarías tranquilamente amano un cuchillo afilado. «¿Quéhacer?», cuchichea Norris. JaneRochford se apoya en los tapices, dondelas ninfas se entrelazan en los árboles.El borde de su falda se hunde en algúnrío fabuloso, y roza con el velo unanube, desde la que atisba una diosa. Ella

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alza la cara, con una discreta expresiónde triunfo.

Podría hacer que traigan alarzobispo, piensa él. Ana no seenfurecería ni patearía estando élpresente. Ahora ha cogido a Norris de lamanga. ¿Qué se propone?

—Mi hermana lo ha hecho parafastidiarme. Cree que podrá pavonearsecon su gran barriga por la corte ycompadecerse y reírse de mí porque heperdido a mi hijo.

—Estoy seguro de que si se enfocasela cuestión… —empieza a decir supadre.

—Marchaos —dice ella—. Dejadme

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sola y decidle a ella, la señora Stafford,que ya no pertenece a mi familia. No laconozco, ya no es una Bolena.

—Wiltshire, marchaos —añadeEnrique en el tono en que se promete unaazotaina a un colegial—. Hablaremosmás tarde.

—Majestad —le dice él al rey, entono inocente—, ¿no despacharemosningún asunto hoy?

Enrique se ríe.

Lady Rochford corre a su lado. Él noaminora el paso, así que ella tiene quealzarse las faldas.

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—¿Lo sabíais de verdad, señorsecretario? ¿O lo dijisteis sólo por verla cara que ponían?

—Sois demasiado buena para mí.Adivináis todas mis estratagemas.

—Afortunadamente, adivino las delady Carey.

—¿Lo habéis descubierto vos?¿Quién si no?, piensa él. Con su

marido George fuera, no tiene a quiénespiar.

En la cama de María hay esparcidastelas de seda de colores (rojoanaranjado, naranja, encarnado) como sihubiese estallado un fuego en el colchón.De los taburetes y del banco que hay al

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pie de la ventana cuelgan vestidos delinón, cintas enredadas y guantesdesparejados. ¿Son ésas las mismasmedias verdes que ella mostró una vezhasta la rodilla, corriendo hacia él el díaque le propuso matrimonio?

Espera a la puerta.—Stafford, ¿eh?Ella se yergue, con las mejillas

ruborosas, una zapatilla de terciopelo enla mano. Ahora que se ha descubierto elsecreto, se ha aflojado el justillo.Desvía la vista de él.

—Muy bien, Jane. Traed.—Disculpad, señor.Es Jane Seymour, que pasa a su lado

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de puntillas, con una brazada de ropalimpia doblada. Luego entra detrás deella dando tumbos un muchacho con unbaúl de cuero amarillo.

—Déjalo aquí. Mark.—Ya veis, señor secretario —dice

Mark—. Soy útil.Jane se arrodilla ante el baúl y lo

abre.—¿Batista para forrarlo?—Olvidad la batista. ¿Dónde está mi

otro zapato?—Es mejor marcharse —advierte

lady Rochford—. Si tío Norfolk os ve ospegará. Vuestra real hermana cree que elpadre de vuestro hijo es el rey. Dice que

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por qué iba a ser William Stafford.María bufa.—Ella no sabe nada. ¿Qué sabe Ana

de amar a un hombre sólo por él mismo?Podéis decirle que me ama. Podéisdecirle que se preocupa por mí, y quenadie más lo hace. Nadie en este mundo.

Él se inclina y susurra: señoraSeymour, no sabía que fueseis amiga delady Carey.

—Nadie más la ayudará —mantienela cabeza baja y se le enrojece la nuca.

—Esas colgaduras de la cama sonmías —dice María—. Bajadlas.

Él ve que tienen bordadas las armasde su marido Wilt Carey, muerto hace

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cuánto…, ¿siete años ya?—Puedo quitarles los distintivos. —

Por supuesto: ¿de qué valen un difunto ysus distintivos?—. ¿Dónde está mipalangana dorada, Rochford? ¿La habéiscogido?

Da una patada al baúl amarillo; tieneestampado el halcón de Ana.

—Si me ven con esto, me lo quitarány tirarán mis cosas en el camino.

—Si podéis esperar una hora —diceél—, os enviaré a alguien con un carro.

—¿Llevará estampado ThomasCromwell? Dios me ampare, nodispongo de una hora. ¡Lo sé muy bien!

—Empieza a retirar las sábanas de

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la cama. —¡Haced lardos!—Qué vergüenza —dice Jane

Rochford—. ¿Vais a escapar como unasirvienta que ha robado la vajilla?Además, no necesitaréis estas cosas enKent. Stafford tiene una granja o algoasí, ¿no? ¿Una mansión pequeña? Detodos modos, podréis venderlas.Tendréis que hacerlo, supongo.

—Mi buen hermano me ayudarácuando regrese de Francia. Y no dejaráque me tengan confinada.

—Lamento no ser de la mismaopinión. Lord Rochford comprenderá,como yo, que habéis deshonrado a todala familia.

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María se vuelve, estirando el brazocomo un gato que enseñase las uñas.

—Esto es mejor que el día devuestra boda, Rochford. Es como recibiruna casa llena de regalos. No podéisamar, no sabéis lo que es el amor, y loúnico que sois capaz de hacer esenvidiar a los que saben y disfrutar consus problemas. Sois una mujerdesventurada y desdichada cuyo maridola desprecia, y me dais lástima y me dalástima también mi hermana Ana, no mecambiaría por ella. Prefiero estar en lacama de un gentilhombre pobre perohonrado que sólo se preocupa por míque ser como la reina y tener que

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conservar a su hombre con los trucos deuna puta vieja… Sí, sé que lo hace, él leha contado a Norris lo que le ofreceella, y eso no sirve para tener un hijo, oslo aseguro. Y ahora tiene miedo de todaslas mujeres de la corte… ¿La habéismirado, habéis visto el aspecto que tieneúltimamente? Se pasó siete añosconspirando para ser reina, y Dios noslibre de las oraciones correspondidas.Creía que todos los días serían como elde su coronación.

María busca en el batiburrillo de susposesiones, sin aliento, y tira a JaneSeymour un par de manguitos.

—Toma, para ti, querida, con mi

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bendición. Eres el único corazónbondadoso de la corte.

Jane Rochford se marcha, con unportazo.

—Dejad que se vaya —susurra JaneSeymour—. Olvidadla.

—¡Hasta nunca! —exclama María—. Debo alegrarme de que noinspeccionase mis cosas y me ofrecieseun precio.

Sus palabras chocan, revolotean yresuenan en el silencio de la habitacióncomo pájaros atrapados que se espantany cagan en las paredes: él le ha dicho aNorris lo que ella le ofrece. De noche,tácticas ingeniosas. Él lo reformula:

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¿como hay que hacer, sin duda?…Apuesto a que Norris es todo oídos.¡Santo cielo, esta gente! El muchachoMark está allí plantado, boquiabierto,detrás de la puerta.

—Mark, si sigues ahí como un pezfuera del agua tendré que cortarte enfiletes y freírte.

El muchacho escapa.La señora Seymour ha atado los

fardos y parecen pájaros con las alasrotas. Él se los coge y vuelve a atarlos,no con cintas de seda sino con unapráctica cuerda.

—¿Siempre lleváis cuerda encima,señor secretario?

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—¡Oh, mi libro de poemas de amor!—exclama María—. Lo tiene Shelton.

Sale rápidamente de la habitación.—Lo necesitará —dice él—. Allá en

Kent no hay poemas.—Lady Rochford le dirá que los

sonetos no quitan el frío. No —dice Jane—, la verdad es que yo nunca he tenidoun soneto. Así que en realidad no losabría.

Liz, piensa él, aparta de mí tu manomuerta. ¿Me impides ver a estamuchachita tan pequeña, tan delgada, tanplana? Se vuelve.

—Jane…—¿Señor secretario?

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Ella hunde las rodillas y se vuelvede lado sobre el colchón; se incorpora,se estira la falda, se asienta, se agarra aun poste de la cama, se pone en pie, alzael brazo y empieza a soltar las cortinas.

—¡Bajaos de ahí! Ya lo haré yo.Mandaré un carro para la señoraStafford. Ella no puede llevar encimatodas sus cosas.

—Puedo hacerlo. Un señorsecretario no se dedica a descolgarcortinas de cama.

—Un señor secretario hace de todo.Me sorprende que no tenga que hacerlelas camisas al rey.

Jane se balancea suavemente por

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encima de él. Hunde los pies en lasplumas del colchón.

—Eso lo hace la reina Catalina.Todavía.

—La viuda Catalina. Bajaos.Ella salta a los juncos del suelo,

agitando las faldas.—Ahora incluso, después de todo lo

que ha pasado entre ellos. Le envió unpaquete nuevo la semana pasada.

—Creía que el rey se lo habíaprohibido.

—Ana dice que habría que rasgarlasy usarlas, bueno, ya sabéis para qué, enel retrete. Él se enfadó. Quizá porque ledisgusta la palabra «retrete».

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—Ya no.—Al rey no le gusta nada el lenguaje

grosero y no pocos cortesanos han sidoapartados por contar historias sucias.

—¿Es verdad lo que dice María?¿Que la reina tiene miedo?

—Es que ahora el rey andasuspirando por la señora Shelton.Bueno, ya lo sabéis. Lo habéisobservado.

—Pero es evidente que se trata dealgo sin importancia. Un rey estáobligado a ser galante, hasta que llega ala edad en que se pone la túnica larga yse sienta al fuego con sus capellanes.

—Decídselo a Ana. Ella no lo ve

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así. Quería echar a Shelton. Pero supadre y su hermano se opusieron.Porque los Shelton son primos suyos, ysi Enrique va a mirar hacia otro sitio,quieren que sea un sitio que quede cercade casa. ¡El incesto es muy popular enestos tiempos! Tío Norfolk dijo…,quiero decir, Su Excelencia…

—No os preocupéis —dice él,distraído—. También yo le llamo así.

Jane se lleva una mano a la boca. Esuna mano infantil, de uñas pequeñas ybrillantes.

—Pensaré en eso cuando esté en elcampo y no tenga con qué entretenerme.Y entonces, ¿él dice «querido sobrino

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Cromwell»?—¿Os vais de la corte? —sin duda

tiene un marido a la vista, algún maridocampesino.

—Espero que cuando haya servidootra temporada quede libre.

María irrumpe en la habitaciónresoplando. Sostiene precariamente doscojines bordados sobre el bulto de suvientre, un bulto que ahora resultaevidente. Tiene una mano libre para supalangana dorada, en la que lleva ellibro de poesías. Tira los cojines, abreel puño y esparce un puñado de botonesde plata que resuenan como dados en lapalangana.

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—Los tenía Shelton, condenadaurraca.

—No me gusta la reina, en realidad—dice Jane—. Y hace mucho que noestoy en Wolf Hall.

Como regalo de Año Nuevo para elrey, le ha encargado a Hans unaminiatura en pergamino que muestra aSalomón en su trono recibiendo a lareina de Saba. Ha de ser una alegoría,explica, del rey recibiendo los frutos dela Iglesia y el homenaje de su pueblo.

—Comprendo —dice Hanslanzándole una mirada desdeñosa.

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Hans prepara bocetos. Salomón estásentado majestuosamente. La reina deSaba está de pie ante él, con la caraalzada, que no se ve, de espaldas alespectador.

—¿Podéis verle mentalmente lacara, aunque esté oculta? —pregunta él.

—¡Pagasteis por la parte de atrás dela cabeza, eso es lo que tenéis! —Hansse frota la frente; suaviza el tono—. Noes verdad. Puedo verla.

—¿Como una mujer a la que seencuentra uno en la calle?

—No exactamente. Más bien comoalguien a quien recuerdas. Como unamujer que conociste de pequeño.

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Se sientan frente al tapiz que leregaló el rey. La mirada del pintor seposa en él.

—Esa mujer de la pared… la teníaWolsey, la tuvo Enrique y ahora latenéis vos.

—No es nadie de la vida real, os loaseguro. —Bueno, no a menos queWestminster tenga una puta muy discretay versátil.

—Sé quién es. —Hans asienteenfáticamente, apretando los labios, conojos chispeantes y burlones, como unperro que te roba un pañuelo para quecorras tras él a quitárselo—. Hablan deello en Amberes. ¿Por qué no vais a

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buscarla?—Está casada. —Le espanta la idea

de que ese asunto privado suyo seaobjeto de comentarios públicos.

—¿Creéis que no vendría con vos?—Han pasado muchos años. Yo he

cambiado.—Ja. Ahora sois rico.—Pero ¿qué se diría de mí si le

quitase una mujer a su marido?Hans se encoge de hombros. Los

alemanes son muy realistas. Moro diceque los luteranos fornican en la iglesia.

—Además —dice Hans—, está lodel…

—¿El qué?

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Hans se encoge de hombros: nada.—¡Nada! ¿Vais a colgarme de las

manos hasta que confiese?—Yo no hago eso. Sólo amenazo

con hacerlo.—Yo sólo quería decir —añade

suavemente Hans— que está lo de todaslas otras mujeres que quieren casarsecon vos. Las mujeres de Inglaterra tienentodas libros secretos en los que anotancon quién van a casarse cuandoenvenenen a sus maridos. Y vos sois elprimero en la lista de todas ellas.

En sus momentos de ocio (dos o tresa la semana) ha revisado los archivosdel Registro del Reino. Aunque los

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judíos tienen prohibida la entrada en elpaís, no se puede saber qué pecioshumanos arrojará la marea de la fortuna,y sólo una vez, durante un mes nada másen estos trescientos años, ha estado lacasa vacía. Repasa las cuentas de lossucesivos guardianes y examina,curioso, los recibos de los gastos demanutención de los habitantes muertos,escritos en caracteres hebreos. Algunospasaron cincuenta años entre estasparedes, amedrentados por loslondinenses del otro lado. Cuandorecorre los tortuosos pasillos, siente laspisadas de ellos debajo de las suyas.

Va a ver a las dos residentes que

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siguen allí. Son unas mujeres silenciosasy vigilantes de edad indeterminada quese llaman Katherine Wheteley y MaryCook.

—¿Qué hacéis? —con su tiempo,quiere decir.

—Rezamos nuestras oraciones.Le observan para adivinar sus

intenciones, buenas o malas. Sussemblantes dicen: somos dos mujeres alas que sólo les queda la historia de suvida. ¿Por qué habríamos de compartirlacon vos?

Él les envía regalos, volatería, perose pregunta si comerán carne procedentede manos gentiles. Hacia Navidad, el

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prior de la Christ Church de Canterburyle envía doce manzanas de Kent,envueltas cada una en lino gris, unasmanzanas de un tipo especial, excelentescon vino. Se las lleva a las conversas,con vino elegido por él.

—En el año 1353 —les dice— sólohabía una persona en la casa. Me duelepensar que vivió aquí sin compañía. Suúltimo domicilio fue la ciudad deExeter, pero me pregunto dónde viviríaantes. Se llamaba Claricia.

—No sabemos nada de ella. Seríasorprendente que lo supiésemos —diceKatherine, o tal vez Mary. Tantea lasmanzanas con la yema de los dedos. Es

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posible que no sepa lo especiales queson, ni que son el mejor regalo quepodía encontrar el prior. Les dice que sino les gustan, tiene peras hervidas, si lasprefieren. Que alguien le ha regaladoquinientas.

—Un hombre que quería hacersenotar —dice Katherine; o Mary.

—Habrían sido mejor quinientaslibras —dice la otra.

Las dos se ríen, pero su risa es fría.Se da cuenta de que nunca se entenderácon ellas. Le gusta el nombre deClaricia, piensa que ojalá lo hubiesepropuesto para la hija del carcelero. Esun nombre para una mujer con la que

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podrías soñar: podrías ver a través deella.

Cuando Hans termina el regalo deAño Nuevo para el rey, dice:

—Es la primera vez que hago suretrato.

—Pronto haréis otro, espero.Hans sabe que él tiene una Biblia

inglesa, una traducción casi acabada. Selleva un dedo a los labios; demasiadopronto para hablar de eso, tal vez al añoque viene.

—Si se la dedicaseis a Enrique —dice Hans—, ¿podría rechazarla ahora?Le pondré en la portada, en toda sugloria, como cabeza de la Iglesia.

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Hans pasea, masculla unas cifras.Calcula los costes del papel y laimprenta, calcula sus beneficios. LucasCranach dibuja las portadas para Lutero.

—Esos cuadros de Martín y suesposa, ha vendido montones degrabados de ellos. Y Cranach hace quetodo el mundo parezca un cerdo.

—Cierto. Incluso esos desnudosplateados que pinta tienen tiernas carascerdunas, y pies de jornalero, y orejascartilaginosas.

—Pero supongo que si yo pinto aEnrique tengo que halagarle. Mostrarlecómo era hace cinco años. O diez.

—Basta con cinco. Si no, pensaría

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que os burláis de él.Hans se pasa un dedo por el cuello,

dobla las rodillas, saca la lengua comoun hombre ahorcado, parece prevertodos los métodos de ejecución.

—Haría falta una grandeza sencilla—dice él.

Hans resplandece.—Puedo hacerlo sin problema.

El final del año trae consigo frío yuna luz de un verde acuoso que baña elTámesis y la ciudad. En su escritoriocaen las cartas con un susurro leve,como grandes copos de nieve. Doctores

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en teología de Alemania, embajadoresde Francia, María Bolena desde suexilio de Kent.

Rompe el sello.—Escucha esto —le dice a Richard

—. María quiere dinero. Dice que sabeque no debía haberse precipitado tanto.Dice que el amor ofusca la razón.

—Amor, ¿fue eso?Él lee. No lamenta ni un instante

haberse casado con William Stafford.Podría haber tenido, dice, otrosmaridos, con títulos y riqueza. Pero «siestuviese libre ahora y pudiese elegir,os aseguro, señor secretario, que hecomprobado que hay en él tanta

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honestidad que preferiría mendigar mipan a su lado a ser la reina más grandede la Cristiandad».

No se atreve a escribir a su hermanala reina. Ni a su padre ni a su tío ni a suhermano. Son todos tan crueles. Así quele escribe a él… Él se pregunta: ¿estabaStafford inclinado sobre su hombromientras ella escribía? ¿Se reiría ella ydiría: hice concebir esperanzas aThomas Cromwell en una ocasión?

—Ya casi no me acuerdo de queMaría y yo íbamos a casarnos —diceRichard.

—Fue en unos tiempos muy distintosa éstos.

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Y Richard se siente feliz; ve cómohan ido las cosas; podemos prosperarsin los Bolena. Pero la Cristiandadandaba trastornada por el matrimonio deAna Bolena, todo para poner un cerdopelirrojo en la cuna. ¿Y si fuese cierto,lo de que Enrique está harto? ¿Y si laempresa estuviese condenada?

—Llama a Wiltshire.—¿Que venga aquí?—Vendrá al instante.Le humillará, a su modo amable, y le

obligará a asignar una anualidad aMaría. La chica trabajó para él, tumbadade espaldas, y ahora tiene queconcederle una pensión. Richard estará

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sentado en las sombras y tomará notas.Eso recordará a Bolena los viejostiempos: unos tiempos que quedan más omenos seis o siete años atrás. La semanapasada, Chapuys le dijo: en este reino,vos sois ahora todo lo que era elcardenal y más.

Alice Moro va a verle el día deNochebuena. Hay una luz tenue y áspera,como el filo de un viejo cuchillo, yAlice parece vieja a esa luz.

La recibe como a una princesa, y lalleva a una de las cámaras que ha hechoreformar y pintar, en la que arde un gran

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fuego en una chimenea reconstruida. Elaire huele a ramas de pino.

—¿Celebráis aquí la fiesta? —Aliceha hecho un esfuerzo por él; se harecogido el cabello detrás, bien tirante,bajo una cofia salpicada de aljófar—.¡Bueno! Cuando vine aquí anteriormenteera un lugar viejo y mohoso. Mi maridosolía decir… —y él percibe el uso delpasado—, mi marido solía decir:encierra a Cromwell en una mazmorraprofunda por la mañana, y cuandovuelvas por la noche estará sentado enun mullido cojín comiendo lenguas degolondrina, y los carceleros le deberándinero.

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—¿Hablaba mucho de encerrarme enmazmorras?

—Era sólo hablar por hablar —diceella, incómoda—. Pensé que podríaisllevarme a ver al rey. Sé que él essiempre cortés con las mujeres y,bueno…

Él mueve la cabeza. Si lleva a Alicea ver al rey, ella le hablará de cuandosolía ir a Chelsea y paseaba por losjardines. Ella le perturbará. Agitará sumente, haciéndole pensar más en Moro,cosa que ahora no hace.

—Está muy ocupado con losenviados franceses. Quiere tener unagran corte esta temporada. Tendréis que

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confiar en mi criterio.—Habéis sido amable con nosotros

—dice ella, no sin esfuerzo—. Mepregunto por qué. Siempre tenéis algunatrampa.

—Tramposo nato —dice él—. Nopuedo evitarlo. Alice, ¿por qué es tanobstinado vuestro marido?

—Le comprendo tan poco como elmisterio de la Santísima Trinidad.

—¿Qué vamos a hacer, entonces?—Creo que él le daría al rey sus

razones. En privado. Si el rey dijeseantes que le quitaría todas las penas quepesan sobre él.

—¿Queréis decir darle permiso para

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la traición? El rey no puede hacer eso.—¡Santa Inés! ¡Thomas Cromwell,

osáis decirle al rey lo que no puedehacer! He visto pavonearse por elgallinero a más de un gallo como sifuera el amo hasta que un día llega unamuchacha y le corta el cuello.

—Es la ley del país. La costumbrede la nación.

—Creía que Enrique estaba porencima de la ley.

—No vivimos en Constantinopla.Aunque no tengo nada que decir contrael turco. Aplaudimos a los infielesúltimamente. Mientras mantengan alemperador con las manos atadas.

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—No me queda mucho dinero —dice ella—. Tengo que encontrar quincechelines cada semana para sumanutención. Me preocupa que pase frío—gime—. De todos modos, podríadecírmelo él. No me escribe. Es todopara ella, ella, su querida Meg. No eshija mía. Ojalá estuviese aquí suprimera mujer para explicarme si naciótal como es ahora. Encerrada en símisma, ¿sabéis? Sigue su propio consejonada más, y el de él. Ahora me dice quele daba a ella las camisas para quelavara la sangre, que llevaba un ciliciodebajo de la ropa. También lo hacíacuando nos casamos. Le rogué que lo

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dejase y creía que lo había dejado. Pero¿cómo iba a saberlo? Él duerme solo yecha el cerrojo. Si tenía un sarpullido,yo no podía saberlo. Tenía querascárselo él mismo por fuerza. En fin,de todos modos, era algo entre ellosdos, en lo que yo no participaba.

—Alice…—No creáis que no me inspira

ternura. Hemos tenido relaciones, en unou otro momento. —Se ruboriza, más decólera que de timidez—. Y cuandosucede eso, no puedes evitar sentir quepodría estar pasando frío, hambre,porque su carne está unida a la tuya.Sientes por él lo que podrías sentir por

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un hijo.—Sacadle de allí, Alice, si tenéis

posibilidades de hacerlo.—Vos tenéis más que yo —sonríe

con tristeza—. ¿Vendrá vuestro pequeñoGregory a casa para las fiestas? Le hedicho varias veces a mi marido queojalá fuese hijo mío Gregory Cromwell.Lo asaría con una capa de azúcar y melo comería.

Gregory vuelve a casa en Navidad,con una carta de Rowland Lee que diceque es un tesoro y que puede volver a sucasa cuando quiera.

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—Así que ¿debo volver —diceGregory—, o ya estoy educado por fin?

—Tengo un plan este nuevo año paramejorar tu francés.

—Rafe dice que estoy recibiendouna educación de príncipe.

—Sois por ahora todo lo que tengopara practicar.

—Mi querido padre…Gregory coge su perrita. La abraza y

le acaricia la piel del cuello. Él espera.—Rafe y Richard dicen que, cuando

mi educación sea suficiente, pensáiscasarme con alguna viuda vieja quetenga una gran fortuna y los dientesnegros y que me agotará con su lujuria y

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me gobernará a su capricho y luegodejará sus bienes a los hijos que tenga yque ellos me odiarán y atentarán contrami vida, y una mañana apareceré muertoen la cama.

La perra se gira en los brazos deGregory y vuelve hacia él sus ojosredondos, dulces, inquisitivos.

—Se burlan, Gregory. Si conociesea una mujer así me casaría yo con ella.

Gregory asiente.—No podría gobernaros, señor. Y

me atrevo a decir que tendría un buenparque de ciervos, muy adecuado paracazar. Y sus hijos os tendrían miedo,aunque fuesen hombres adultos —parece

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casi aliviado—. ¿De qué es ese mapa?¿De las Indias?

—Es la frontera de los escoceses —dice él afablemente—. El país de HarryPercy. Mira, déjame que te enseñe.Éstas son partes de sus tierras que hatenido que entregar a sus acreedores. Nopodemos permitir que siga haciéndolo,porque tenemos que tener un control defronteras.

—Dicen que está enfermo.—Enfermo o loco. —Su tono es de

indiferencia—. No tiene herederos y suesposa y él nunca están juntos, así queno es probable que los tengan. Estáenemistado con sus hermanos y debe

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muchísimo dinero al rey. Así que seríamuy razonable que le nombrase herederoa él, ¿no? Habrá que hacérselocomprender.

Gregory parece asustado.—¿Quitarle su ducado?—Puede conservar su condición. Le

daremos algo para vivir.—¿Es por lo del cardenal?Harry Percy detuvo a Wolsey en

Cawood cuando iba hacia el sur. Entró,llaves en mano, salpicado de barro delcamino: monseñor, os detengo por altatraición. Miradme a la cara, le dijo elcardenal. Yo no temo a ningún hombrevivo. Él se encoge de hombros.

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—Gregory, vete a jugar. Lleva aBella y practica francés con ella; me laregaló lady Lisle en Calais. Yo irédentro de poco. Tengo que despacharasuntos del reino.

Para Irlanda, en el despachosiguiente, cañón de bronce y balas dehierro, baquetas y cazos de carga,pólvora serpentina y cuatrocientascargas de azufre, quinientos arcos detejo y dos barriles de cuerdas de arco;palas, zapas, palanquetas, picos, pielesde caballo, doscientas de cada; cienhachas de talar, mil herraduras, ocho milclavos. El orfebre Cornelys no hacobrado la cuna que hizo para el último

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hijo del rey, el que nunca vio la luz;reclama veinte chelines desembolsadosa Hans por pintar a Adán y Eva en lacuna, y se le debe el raso blanco, lasborlas y flecos de oro y la plata paramodelar las manzanas del jardín delEdén.

Está en tratos con gente de Florenciapara contratar un centenar dearcabuceros para la campaña irlandesa.Ellos no se echan atrás, como losingleses, si tienen que combatir en losbosques o en terreno rocoso.

Un año nuevo afortunado para vos,Cromwell, dice el rey. Y seguirán más.Él piensa: la suerte no tiene nada que

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ver. De todos los regalos que recibeEnrique, el que más le place es el de lareina de Saba y un cuerno de unicornio yun instrumento para exprimir naranjascon una gran «E» de oro.

Poco después de iniciarse el año, elrey le concede un título que nadie haostentado antes. Vicegerente de AsuntosEspirituales. Su delegado en los asuntosde la Iglesia. Hace tres o más años quecorren rumores en el reino de que seeliminarán las casas religiosas. Ahora éltiene poder para visitar, inspeccionar yreformar monasterios. Para cerrarlos, en

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caso necesario. Apenas hay una abadíacuyos asuntos no conozca, debido a suexperiencia al servicio del cardenal y alas cartas que llegan día tras día;algunos monjes se quejan de abusos yescándalos y de la deslealtad de sussuperiores, otros buscan cargos en suscomunidades, asegurándole que unapalabra en el lugar adecuado les dejarásiempre en deuda con él.

—¿Estuvisteis alguna vez en lacatedral de Chartres? —le dice aChapuys—. Si se camina siguiendo ellaberinto que hay en el pavimento,parece que no tiene sentido. Pero si sesigue fielmente, conduce directamente al

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centro. Directamente a donde deberíauno estar.

Oficialmente, el embajador y él nomantienen ni mucho menos relacionescordiales. Extraoficialmente, Chapuys leenvía una cuba de buen aceite de oliva.Él corresponde con capones; elembajador en persona llega, seguido deun sirviente con queso parmesano.

Chapuys parece compungido y frío.—Vuestra pobre reina pasa la

estación con estrecheces en Kimbolton.Tiene tanto miedo a los consejerosherejes que rodean a su marido que haceque le preparen toda su comida al fuegoen su propia habitación. Y Kimbolton

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más parece un establo que una casa.—Tonterías —dice él enfáticamente;

entrega al embajador un vaso caliente deun vino especial—. Sólo la trasladamosallí desde Buckdem porque se quejabade la humedad. Kimbolton es unaresidencia excelente.

—Ah, lo decís porque tiene gruesosmuros y un ancho pozo. —El olor a miely cinamomo impregna la habitación,crepitan en el fuego troncos, las ramasverdes que decoran el salón difunden suaroma resinoso—. Y la princesa Maríaestá enferma.

—Oh, lady María siempre estáenferma.

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—¡Razón de más para cuidarse deella! —Pero Chapuys suaviza el tono—.Si su madre pudiese verla, sería de granayuda para ambas.

—De gran ayuda para sus planes defuga.

—Sois un hombre sin corazón. —Chapuys toma un sorbo de vino—.Sabéis que el emperador está dispuestoa ser vuestro amigo.

Una pausa, cargada de intención, enla que el embajador suspira.

—Se rumorea que La Ana estáangustiada —añade—. Enrique mira aotra dama.

Él toma aliento y empieza a hablar.

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Enrique no tiene tiempo para otrasmujeres. Está demasiado ocupadocontando su dinero. Se ha vuelto muyreservado. No quiere que el Parlamentoconozca sus ingresos. Yo tengodificultades para conseguir quecontribuya en la financiación de lasuniversidades, o que pague susconstrucciones, e incluso que dé dineropara los pobres. Sólo piensa enpertrechos y armamentos. Municiones.Construcción de navíos. Faros. Fuertes.

Chapuys tuerce el gesto. Sabe muybien cuándo le mienten. Si no lo supiese,¿dónde estaría el placer del asunto?

—¿Así que he de decirle a mi señor

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que el rey de Inglaterra está tanconcentrado en la guerra que no tienetiempo para el amor? ¿He de decírselo?

—No habrá guerra, a menos que lahaga vuestro señor. El cual, con losturcos en los talones, no tendrá tiempopara ella. Bueno, ya sé que sus cofres notienen fondo. El emperador podríaarruinarnos a todos si quisiese. —Sonríe—. Pero ¿qué sacaría en limpio?

El destino de los pueblos se hace deeste modo, dos hombres en habitacionespequeñas. Olvida las coronaciones, loscónclaves de cardenales, la pompa y losdesfiles. Así es como cambia el mundo:la carta que se empuja sobre una mesa,

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un trazo de pluma que altera la fuerza deuna frase, el suspiro de una mujercuando pasa dejando en el aire un rastrode azahar o de agua de rosas; su manocerrando la cortina del lecho, la discretavisión de piel sobre piel. El rey (señorde generalidades) debe aprender ahora atrabajar el detalle, conducido por lacodicia inteligente. Como hijo de suprudente padre, conoce a todas lasfamilias de Inglaterra y lo que tienen. Haregistrado sus posesiones mentalmente,hasta el último curso de agua y el últimosoto. Ahora van a quedar bajo su controllos bienes de la Iglesia, necesitaconocer su valor. La ley de quién posee

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qué (la ley en general) ha adquirido unacomplejidad parasitaria, es como elfondo de un navío cubierto de percebes,como un tejado resbaladizo de musgo.Pero hay suficientes abogados, y ¿cuántahabilidad hace falta para raspar loescrito cuando te dicen lo que debesraspar? Los ingleses pueden sersupersticiosos, pueden tener miedo alfuturo, pueden no saber lo que esInglaterra, pero no escasea entre ellos lahabilidad de sumar y restar. Westminstertiene un millar de plumas raspadoras,pero Enrique necesitará hombresnuevos, piensa, nuevas estructuras, unpensamiento nuevo. Entretanto, él,

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Cromwell, pone en marcha a susemisarios. Valor ecclesiasticus. Lo haréen seis meses, dice. Nunca se haintentado antes una tarea igual, es cierto,pero él ya ha hecho muchas cosas quenadie había imaginado siquiera.

Un día, a principios de primavera,regresa de Westminster helado. Le duelela cara, como si los huesos estuviesenexpuestos a la intemperie, y le acucia enla memoria aquel día en que su padre lepateó en los adoquines: la visión dereojo de la bota de Walter. Quierevolver a Austin Friars porque ha hechoinstalar estufas y toda la casa estácaliente; la casa de Chancery Lane sólo

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se calienta a trozos. Además, desea estardetrás de su muro.

—Vuestras jornadas de dieciochohoras no pueden continuar eternamente,señor —dice Richard.

—El cardenal las hacía.Esa noche va en sueños a Kent.

Examina las cuentas de la abadía deBayham, que ha de cerrarse por ordende Wolsey. Los rostros hostiles de losmonjes se ciernen sobre él, le hacenjurar y decir a Rafe: coge esos librosmayores y cárgalos en la mula, losexaminaremos durante la cena con unvaso de borgoña blanco al lado. Espleno verano. A caballo, la mula a paso

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lento detrás, siguen una ruta queatraviesa los descuidados viñedos delmonasterio, hundiéndose luego en laoscuridad selvática, en la hondonadafrondosa del fondo del valle. Parecemosdos orugas deslizándose por unalechuga, le dice a Rafe. Salen de nuevoa la claridad, y ante ellos se alza la torredel castillo de Scotney: sus murallas depiedra arenisca, oro punteado de gris,brillan tenues sobre el foso.

Despierta. ¿Ha soñado con Kent o haestado allí? Aún siente en la piel lasondas de la luz del sol. Llama aChristophe.

No sucede nada. Yace inmóvil.

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Nadie acude. Es temprano: no lleganingún sonido de abajo, de la casa. Lospostigos están cerrados y las estrellaspugnan por entrar, colándose comopuntos acerados por las fisuras de lamadera. Piensa que no ha llamado aChristophe, en realidad, sólo lo hasoñado.

Los tutores de Gregory le hanpresentado una gavilla de facturas, elcardenal está a los pies de la cama,ataviado con todos sus ornamentospontificales. El cardenal se convierte enChristophe, que abre el postigo,moviéndose a contraluz.

—¿Tenéis fiebre, señor?

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Él es el que tiene que saberlo, deuna forma u otra. ¿Tengo que hacerlo yotodo, que saberlo todo?

—Oh, es la italiana —dice, como sieso le quitase importancia.

—Entonces, ¿debemos traer unmédico italiano? —Christophe parecedudoso.

Está aquí Rafe. Toda la casa estáaquí. Charles Brandon, que él cree quees real, hasta que entra MorganWilliams, que está muerto, y WilliamTyndale, que está en esa casa inglesa deAmberes y no se atreve a salir de allí.Puede oír en las escaleras el mortífero yeficaz taconeo de las botas de acerada

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puntera de su padre.Richard Cromwell brama: «¿Es que

no podemos tener tranquilidad?».Cuando brama, suena a galés. Nunca mehabría dado cuenta de eso en un díanormal, piensa. Cierra los ojos. Tras lospárpados se mueven damas,transparentes como pequeños lagartos,meneando la cola. Las reinas serpientesde Inglaterra, de negros colmillos,altaneras, arrastrando su lino empapadode sangre y las faldas crujientes. Matany comen a sus propios hijos, como esbien sabido. Les chupan el tuétano antesde que puedan nacer.

Alguien le pregunta si quiere

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confesarse.—¿Debo?—Sí, porque si no pensarán que sois

un sectario.Pero mis pecados son mi fuerza,

piensa; los pecados que he cometido,que otros no han tenido siquiera laoportunidad de cometer. Los abrazo.Son míos. Además, cuando llegue lahora del Juicio Final, tengo previstoacudir con un memorando en la mano. Lediré a mi Hacedor: tengo aquí cincuentapartidas, seguramente más.

—Si debo confesarme, lo haré conRowland.

El obispo Lee está en Gales, le

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dicen. Podría tardar días en llegar.Llega el doctor Butts, con otros

médicos, un enjambre de ellos, enviadospor el rey.

—Es una fiebre que contraje enItalia —explica él.

—Digamos que lo es. —Butts lemira ceñudo.

—Si me estoy muriendo, que vengaGregory. Tengo cosas que decirle. Perosi no me estoy muriendo, que no seinterrumpan sus estudios.

—Cromwell —dice Butts—, nopodría mataros aunque os atravesase conuna bala de cañón. El mar os rechazaría.Si naufragaseis, os devolvería a tierra.

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Hablan de su corazón; él alcanza aoírles. Cree que no deberían: el libro demi corazón es privado, no es un libro depedidos que se deja en el mostradorpara que cualquier empleado que paseescriba en él. Le dan una bebida. Pocodespués, vuelve a sus libros mayores.Las líneas resbalan y se deslizan y lascifras se entremezclan y cuando terminade sumar una columna, el total se diluyey nada tiene sentido. Pero él sigueintentándolo e intentándolo, y sumando ysumando; hasta que el veneno y labebida curativa dejan de hacer presa enél y despierta. Aún tiene delante de losojos las hojas de los libros contables.

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Butts piensa que está descansando comodebe, pero en la intimidad de su mentepequeñas cifras pegajosas con brazos ypiernas de tinta escapan de los libros yse pasean. Está llevando leña para elfuego de la cocina, pero el venado queestá atado para despiezarlo se convierteen un ciervo, que se frota inocentementeen la corteza de los árboles. Los pájaroscantores dispuestos para el estofadovuelven a ponerse las plumas ellos solosy empiezan a saltar de rama en rama,unas ramas que aún no se han cortado yconvertido en leña. La miel para lardearha vuelto a las abejas, y las abejas hanvuelto a la colmena. Oye los ruidos de

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la casa abajo, pero es otra casa, de otropaís: tintineo de monedas que cambiande mano, y el roce de cofres de maderaen el suelo de piedra. Se oye contandoalguna historia en la Toscana, en ellenguaje de Putney, en el francés delcampamento y en el latín de un bárbaro.¿Será esto tal vez Utopía? En el centrode ese lugar, que es una isla, hay unlugar llamado Amaurotum, la Ciudad delos Sueños.

Está agotado del esfuerzo dedescifrar el mundo, cansado del esfuerzode sonreír al enemigo.

Llega Thomas Avery de lacontaduría. Se sienta a su lado y le coge

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la mano. Llega Hugh Latimer y rezasalmos. Llega Cranmer y le mira,dubitativo. Tal vez tiene miedo a que lepregunte, febril: ¿cómo está últimamentevuestra esposa Grete?

—Ojalá estuviese aquí paraconsolaros el cardenal, señor —le diceChristophe—. Era un hombre simpático.

—¿Qué sabes tú de él?—Yo le robé, señor. ¿No lo sabíais?

Le robé la vajilla de oro.Él intenta incorporarse.—¿Christophe? ¿Eras tú el

muchacho de Compiègne?—Pues claro. Subía y bajaba las

escaleras con cubos de agua caliente

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para el baño. Y cada vez que subíametía una copa de oro en el cubo vacío.Lamentaba hacerlo, porque él era tangentil. «Vaya, ¿otra vez con el cubo,Fabrice?» Debéis saber que Fabrice erami nombre en Compiègne. Dadle decomer a este pobre chico, decía. Probéentonces los albaricoques, no los habíacomido nunca.

—Pero ¿no te descubrieron?—Cogieron a mi señor, un ladrón

muy grande. Le marcaron. Hubo unescándalo. Pero, ya veis, señor, yoestaba destinado a una suerte mejor.

Me acuerdo, dice él, me acuerdo deCalais, los alquimistas, la máquina de la

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memoria. Guido Camillo estáhaciéndola para Francisco, para que seael rey más sabio del mundo, pero el muytonto no aprenderá nunca a usarla.

Delira, dice Butts, la fiebre aumenta,pero Christophe dice: no, os lo aseguro,hay un hombre en París que haconstruido un alma. Es una construcción,pero está viva. Está forrada toda conpequeñas estanterías. En esas estanteríashay ciertos pergaminos, fragmentos deescritura, son como llaves, que llevan auna caja que contiene una llave quecontiene otra llave, pero esas llaves noson de metal, ni las cajas forradas demadera.

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Entonces, ¿qué, niño franchute?, dicealguien.

Están hechas de espíritu. Son lo quenos quedaría si se quemasen todos loslibros. Nos permitirán recordar no sóloel pasado sino el futuro, y ver todas lasformas y costumbres que habrá en latierra.

Está ardiendo, dice Butts. Él piensaen Pequeño Bilney, cómo puso una manoen la llama de la vela la noche antes desu muerte, para tantear el dolor. Lallama le chamuscó la carne arrugada.Por la noche, gemía como un niño y sechupaba la mano en carne viva. Y por lamañana, los concejales de la ciudad de

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Norwich le llevaron a rastras hasta elhoyo donde sus antepasados habíanquemado a los lolardos. Incluso cuandolas llamas ya habían consumido la cara,siguieron metiendo en él los emblemas yenseñas del papado: las telas sechamuscaban y los flecos ardían, lasvírgenes de ojos en blanco se curabancomo arenques y se retorcían en elhumo.

Pide agua cortésmente en variosidiomas. No demasiada, dice Butts,poco a poco. Ha oído hablar de una islallamada Ormuz que es el reino más secodel mundo, en el que no hay árboles nicultivos, sólo sal. Si te sitúas en el

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centro y miras, ves hasta treinta millasde llanura cenicienta en todasdirecciones: y más lejos sólo hay ellitoral, salpicado de perlas.

De noche llega su hija Grace. Tieneluz propia, envuelta en su cabelloresplandeciente. Le mira fijamente, sinpestañear, hasta que llega la mañana, y,cuando abren el postigo, las estrellas seestán desvaneciendo y el sol y la lunacuelgan juntos de un cielo pálido.

Transcurre una semana. Hamejorado y quiere que le lleven trabajo,pero los médicos lo prohíben. Quién vaa hacerlo, pregunta él, y Richard dice:señor, nos habéis enseñado a todos y

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somos vuestros discípulos, habéisconstruido una máquina de pensar quefunciona como si estuviese viva, notenéis que atenderla cada minuto todoslos días.

De todos modos, dice Christophe,dicen que le roi Henri gime y gruñecomo si le doliese a él: oh, ¿dónde estáCremuel?

Llega un mensaje. Enrique ha dicho:iré a visitarle. Es una fiebre italiana, asíque no me contagiaré.

Él apenas puede creerlo. Enriquehabía huido de Ana cuando tuvo lafiebre. Incluso en el apogeo de su amorpor ella.

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Que suba Thurston, dice. Han estadomanteniéndole con una dieta pobre,comida de enfermo, gallina de Guinea.Ahora, dice, hay que preparar, ¿qué?,¿un cochinillo relleno y asado de lamanera que vi una vez que lo hacían enun banquete papal? Necesitaréis pollotroceado, lardo y un hígado de cabrapicado muy fino. Necesitaréis semillasde hinojo, mejorana, menta, jengibre,mantequilla, azúcar, nueces, huevos degallina y un poco de azafrán. Algunos leponen queso, pero aquí en Londres notenemos queso del tipo adecuado.Además, me parece innecesario. Sitenéis problemas con algún ingrediente,

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mandad recado al cocinero de Bonvisi,él os ayudará.

—Mandad aviso al prior George deaquí al lado —dice—. Decidle que susfrailes no salgan a la calle cuando vengael rey, para que no les reformedemasiado pronto.

Tiene la sensación de que todo elproceso debería ir muy despacio, muydespacio, para que la gente vea lo justoque es; no hace falta echar a la calle alos religiosos. Los frailes que viven allado de su casa son una desgracia parasu orden, pero son buenos vecinos paraél. Le han cedido el refectorio, y desdelas ventanas de su habitación oye el

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rumor de alegres cenas festivas denoche. Cualquier día puedes ir a bebercon ellos al Pozo de los dos Cubos, quequeda al lado de su casa. La iglesia dela abadía parece más bien un mercado, yun mercado de carne, además. El barrioestá lleno de jóvenes solteros de lascasas mercantiles italianas, que pasan elaño en Londres. A veces les recibe, ycuando abandonan su mesa (drenados deinformación comercial) sabe que se danuna vuelta por el entorno del conventode los frailes, donde hay emprendedorasmuchachas londinenses resguardándosede la lluvia y esperando establecerrelaciones amistosas.

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El rey efectúa la visita el 27 deabril. Al amanecer, llueve. A las diez, elaire es suave y cremoso. Él se halevantado y está sentado en una silla, dela que se incorpora. Mi queridoCromwell. Enrique le besa fuerte enambas mejillas, le coge por los brazos y(para que no vaya a creerse que él es elúnico hombre fuerte del reino) vuelve asentarle resueltamente.

—Sentaos y que no haya discusión—dice Enrique—. Por una vez, dadmela razón, secretario de Estado.

Las señoras de la casa, Mercy y sucuñada Johane, se han ataviado como

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madonas de Walsingham en un día defiesta. Se inclinan cortesanamente, yEnrique se yergue sobre ellas,informalmente ataviado, chaqueta debrocado plateado, gruesa cadena de orocruzándole el pecho, los puñosrelumbrantes de esmeraldas indias. Nodomina del todo las relaciones defamilia, algo que nadie puedereprocharle.

—¿La hermana del secretario deEstado? —pregunta a Johane—. No,disculpad, recuerdo que perdisteis avuestra hermana Bet el mismo día quemurió mi amada hermana.

Es una frase tan sencilla, tan humana,

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viniendo de un rey. Ante la mención desu pérdida más reciente, los ojos de lasdos mujeres se llenan de lágrimas yEnrique, volviéndose, ya a una, ya aotra, se las limpia de las mejillas con uníndice cuidadoso, y las hace sonreír.Hace girar en el aire a las reciéncasadas Alice y Jo como si fuesenmariposas y las besa en los labios,diciendo que ojalá las hubiese conocidocuando era un muchacho. La tristeverdad, no os dais cuenta, señorsecretario, es que cuanto mayor se haceuno más encantadoras son lasmuchachas.

Entonces, los ochenta años tendrán

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sus ventajas, dice él: cualquier busconaserá una perla. No digáis eso, señor, nosois viejo, le dice Mercy al rey, como sihablase con un vecino. Enrique abre losbrazos y se exhibe ante los presentes:«Cuarenta y cinco en julio».

Él percibe el murmullo incrédulo.Cumple su función. Enrique estácontento.

El rey se pasea por la habitación ymira todos los retratos y preguntaquiénes son los que aparecen en ellos.Mira a Anselma, la reina de Saba, quecuelga de la pared. Les hacer reírcogiendo a Bella y hablando con ella enel atroz francés de Honor Lisie.

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—Lady Lisle envió a la reina unanimalillo todavía más pequeño. Muevela cabeza a un lado y alza las orejas,como diciendo: ¿por qué hablan de mí?Así que ella la llama Pourquoi.

Cuando habla de Ana, su vozadquiere un tono conyugal, como mielclara. Las mujeres sonríen, contentas alver que su rey da ejemplo.

—Vos lo conocéis, Cromwell, lohabéis visto en brazos de ella. Lo llevaa todas partes. A veces —y ahoracabecea críticamente— pienso que loquiere más que a mí. Sí, yo voy detrásdel perro.

Él sonríe allí sentado, no tiene

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apetito, observa cómo come Enrique enla vajilla de plata que ha diseñado Hans.

Enrique habla amigablemente conRichard, llamándole primo. Le indicaque se quede mientras él habla con suconsejero e indica a los demás que seretiren un poco. Qué hacer si el reyFrancisco hace esto o aquello, deberíacruzar el mar yo mismo para sellar unaespecie de acuerdo, deberíais cruzar voscuando os recuperéis del todo, y quéhacer si los escoceses, qué hacer si todose desmanda y tenemos guerras como enAlemania, y campesinos que se coronan,y qué hacer si esos falsos profetas, quéhacer si Carlos se abalanza sobre mí y

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Catalina asume el mando, es de carácteraudaz y el pueblo la quiere, sabe Diospor qué, yo no lo sé.

Si sucediese eso, dice él, melevantaré de esta silla y saldré al campode batalla, con la espada en la mano.

Después de disfrutar de la comida,el rey se sienta a su lado y habla de símismo en voz baja. El día abrileño,fresco y lluvioso, le recuerda el día quemurió su padre, habla de su infancia.Vivía en el palacio de Eltham, tenía unbufón que se llamaba Ganso. Cuandotenía siete años, llegaron los rebeldes deCornualles, capitaneados por un gigante,¿os acordáis de eso? Mi padre me

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mandó a la Torre para que estuviese asalvo. ¡Dejadme, quiero luchar!, dije yo.No me asustaba un gigante del oeste,pero temía a mi abuela, MargaretBeaufort, porque tenía la cara como lade la muerte, y cuando me cogía por lamuñeca su mano era como la de unesqueleto.

Cuando éramos jóvenes, dice,siempre nos decían: vuestra abuela dio aluz a vuestro señor padre el rey cuandoera una niña de trece años. Su pasadoera como una espada que sostenía sobrenosotros. ¿Cómo, Enrique, os reís enCuaresma? ¿Cuando yo, con pocos añosmás que vos, di a luz al Tudor? ¿Cómo,

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Enrique, estáis bailando, cómo, Enrique,estáis jugando a la pelota? Toda su vidaera deber. Alimentaba a veinte pobresen su casa de Woking, y una vez meobligó a arrodillarme con una palanganay lavarles los pies. Tuvo suerte de queno les vomitase encima. Empezaba arezar todas las mañanas a las cinco.Cuando se arrodillaba en el reclinatorio,lloraba de lo que le dolían las rodillas.Y siempre que había una celebración,una boda o un nacimiento, un pasatiempoo un motivo de alegría, ¿sabéis lo quehacía ella? ¿Siempre, sin excepción?Lloraba.

Y para ella, en este mundo sólo

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existía el príncipe Arturo, él era su luziluminadora y su niñito bueno.

—Cuando me convertí yo en rey envez de él, ella enfermó y se murió derabia. Y en el lecho de muerte, ¿sabéislo que me dijo? —Enrique resopla—.¡Obedeced al obispo Fisher por encimade todo! Lástima que no le dijese aFisher que me obedeciese a mí.

Cuando el rey se ha marchado consus gentilhombres, Johane acude a sulado y se sienta con él. Hablanquedamente; aunque puede oírse todo loque dicen.

—Bueno, ha salido todo muy bien.—Hay que hacer un obsequio a la

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cocina.—Todos lo han hecho bien. Me

alegro de la visita.—¿Es lo que esperabais? No sabía

que fuese tan tierno. Comprendo por quéha luchado tanto por él Catalina. Quierodecir, no sólo por ser reina, a lo quecreo que tiene derecho, sino por tenerlede marido. Yo diría que es un hombremuy apto para ser amado.

—¡Cuarenta y cinco años! —terciaAlice—. Creía que era mayor.

—Os habríais acostado con él porun puñado de granates —se burla Jo—.Lo dijisteis.

—¡Bueno, vos por licencias de

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exportación!—¡Basta! —dice él—. ¡Chicas! Si

os oyeran vuestros maridos…—Nuestros maridos saben lo que

somos —dice Jo—. Somos mujeres muyseguras de sí mismas, ¿no? A AustinFriars no acude nadie a buscardoncellitas tímidas. Me pregunto porqué no nos arma nuestro tío.

—Me lo impide la costumbre.Porque si no, os enviaría a Irlanda.

Johane las observa cuando se van.Cuando ya no pueden oírla, mira porencima del hombro y susurra: «Nocreeréis lo que voy a contaros acontinuación».

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—Probadme.—Enrique os tiene miedo.Él cabecea. ¡Quién es capaz de

asustar al León de Inglaterra!—Sí, os lo juro. ¡Deberíais haber

visto su cara cuando dijisteis queempuñaríais la espada!

El duque de Norfolk acude avisitarle. Sube las escalerastraqueteando desde el patio, donde loscriados se cuidan de su caballoemplumado.

—El hígado, ¿eh? Yo lo tengodestrozado. Y en estos cinco años mis

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músculos se han echado a perder.¡Mirad! —Extiende una zarpa—. Heconsultado a todos los médicos delreino, pero no saben qué me pasa. Loque sí saben todos es mandar lascuentas.

Él sabe muy bien que Norfolk nopagaría nunca algo tan insignificantecomo la cuenta de un médico.

—Y los cólicos y los retortijones —dice el duque— convierten mi vidamortal en un purgatorio. A veces mepaso toda la noche sentado en el retrete.

—Su excelencia debería tomarse lavida con más calma —dice Rafe. Noengullir la comida, se refiere. No andar

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siempre a la carrera como un caballo deposta.

—Lo intento, creedme. Mi sobrinadeja claro que no quiere saber nada demi compañía ni de mis consejos. Me voya mi casa de Kenninghall y Enriquepuede encontrarme allí si me necesitapara algo. Dios os curará, señorsecretario. San Walterio es bueno, segúntengo entendido, si el trabajo ledesborda a uno, y san Ubaldo, para eldolor de cabeza. A mí me va muy bien.—Busca dentro de la chaqueta—. Os hetraído una medalla, bendecida por elpapa. Perdón, por el obispo de Roma.—La deja caer en la mesa—. Pensé que

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a lo mejor no tendríais ninguna.Se marcha. Rafe coge la medalla.—Probablemente esté maldita.En las escaleras pueden oír al

duque, que alza la voz, quejumbroso:«¡Creía que estaba casi muerto! Medijeron que estaba casi muerto!…».

—Se va —le dice a Rafe.—Suffolk también —dice Rafe,

sonriendo.Enrique nunca ha retirado la multa

de treinta mil libras que impuso cuandoSuffolk se casó con su hermana. De vezen cuando, la recuerda, y ésta es una deesas ocasiones; Brandon ha tenido quecederle sus tierras de Oxfordshire y

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Berkshire para pagar sus deudas, yahora sólo tiene una pequeña propiedaden el campo. Cierra los ojos. Es unabendición pensarlo: dos duques huyendode él.

Llega su vecino Chapuys.—Le dije a mi señor en los

despachos que os ha visitado el rey. Miseñor está asombrado de que el rey hayaacudido a la casa privada de alguien queni siquiera es lord. Pero yo le dije:tendríais que ver el provecho queobtiene del trabajo de Cromwell.

—Vuestro señor debería tenertambién un servidor que fuese así —diceél—. Pero, Eustache, sois un viejo

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hipócrita, ya lo sabéis. Bailaríais sobremi tumba.

—Querido Thomas, sois siempre elúnico adversario.

Thomas Avery le entregafurtivamente el libro de problemas deajedrez de Luca Pacioli. Resuelve todoslos problemas enseguida, y reseñaalgunos de cosecha propia en laspáginas en blanco de atrás. Le llevan suscartas y revisa la última partida dedesastres. Dicen que el sastre deMünster, el rey de Jerusalén de lasdieciséis esposas, ha tenido una peleacon una de ellas y le ha cortado lacabeza en la plaza del mercado.

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Se reincorpora al mundo. Derríbaley se levantará otra vez. La muerte havenido a examinarle, le ha medido, le haalentado en la cara y se ha ido de nuevo.Está un poco más delgado, se lo indicala ropa. Se siente ligero un tiempo,como si no estuviera ya asentado en latierra, y cada nuevo día le parece llenode posibilidades. Los Bolena le felicitancordialmente por haber recuperado lasalud, y es natural que lo hagan porque,sin él, ¿cómo serían lo que son ahora?Cranmer, cuando se encuentran, seinclina para darle palmadas en elhombro y estrecharle la mano.

Mientras ha estado recuperándose,

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el rey se ha cortado el pelo. Lo ha hechopara ocultar su creciente calvicie,aunque no la oculta en absoluto. Susleales consejeros han hecho lo mismo, ypronto se convierte en señal decamaradería entre ellos.

—Santo cielo, señor —dice el señorWriothesley—, si no os temiera ya, measustaríais ahora.

—Pero, Llamadme, ¿me teníasmiedo antes?

No hay ningún cambio en el aspectode Richard. Comprometido con lasjustas, mantiene el pelo corto para queajuste bien bajo el casco. El rapadoseñor Wriothesley parece más

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inteligente, si eso fuese posible; y Rafe,más resuelto y alerta. Richard Riche haperdido los vestigios del muchacho queera. La cara inmensa de Suffolk haadquirido una inocencia extraña.Monseñor parece engañosamenteascético. En cuanto a Norfolk, nadieaprecia el cambio. «¿Qué clase de pelotenía antes?», pregunta Rafe. Tiras degris acerado refuerzan su cuerocabelludo, como trazadas por uningeniero militar.

La moda se propaga por el país.Cuando Rowland Lee vuelve a apareceren la casa de Chancery Lane, él piensaque ve avanzar hacia él una bala de

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cañón. Los ojos de su hijo parecengrandes y tranquilos, de un sereno tonodorado. Su madre habría llorado por susrizos de niñito; así se lo dice, frotándolela cabeza afectuosamente.

—¿Lo habría hecho? Casi no larecuerdo —dice Gregory.

A lo largo de abril comparecen enjuicio cuatro frailes traidores. Se les hapropuesto repetidamente el juramento yse han negado. Hace un año que fueejecutada la Doncella. El rey se mostróclemente con sus seguidores. Ahora yano se siente tan inclinado a la clemencia.

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Es en la Cartuja de Londres donde seorigina la mala conducta, en esa austeracasa de hombres que duermen sobre lapaja. Fue allí donde Thomas Moro pusosu vocación a prueba antes de que se lerevelase que el mundo necesitaba sutalento. Él, Cromwell, ha visitado eseconvento, lo mismo que ha visitado lacomunidad recalcitrante de Syon. Hahablado cortésmente, ha hablado conaspereza, ha amenazado y halagado; haenviado clérigos ilustrados paradefender la causa del rey, y haentrevistado a los miembros desafectosde la comunidad y les ha puesto atrabajar contra sus hermanos. Todo

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inútil. La reacción de ellos es: fuera deaquí, fuera y dejadme con mi muertesantificada.

Si piensan que mantendrán hasta elfinal la ecuanimidad de sus vidas deoración, se equivocan, porque la leyexige que se aplique completa la penade traición, el breve giro en el aire y eldestripamiento público minucioso, unbrasero encendido para quemar entrañashumanas; es la muerte más horrible detodas, horror y rabia y humillaciónapuradas hasta las heces, un miedo tangrande que hasta el rebelde de mayorentereza la pierde antes de que elverdugo pueda hacer su trabajo con el

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cuchillo; antes de morir ve cada unocómo mueren sus compañeros, y, con lasoga cortada, se arrastran comoanimales, retorciéndose sobre las tablasensangrentadas.

Wiltshire y George Bolena son losrepresentantes del rey en el espectáculo,y Norfolk, al que se ha sacado a lafuerza gruñendo de su retiro en el campoy se le ha dicho que se prepare para unaembajada en Francia. Enrique piensa irtambién a ver morir a los frailes, para loque la corte se pondrá máscaras, yavanzarán todos ellos despacio en susaltos caballos entre los funcionarios dela ciudad y el harapiento populacho, que

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acudirá en masa a ver el espectáculo.Pero la corpulencia del rey dificulta eldisfraz, y teme que haya demostracionesde apoyo a Catalina, que sigue siendoaún la favorita entre la parte máspiojosa de toda la multitud. El jovenRichmond me representará, decide supadre, un día puede tener que defenderen el combate el título de suhermanastra, así que conviene que sefamiliarice con la visión y los sonidosde la matanza.

El muchacho acude a él de noche,las muertes están programadas para eldía siguiente.

—Buen secretario de Estado,

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ocupad mi lugar.—¿Ocuparéis vos el mío en la

reunión de la mañana con el rey?Pensadlo de este modo —le dice, firmey amable—. Si alegáis enfermedad u oscaéis del caballo mañana, o vomitáisdelante de vuestro suegro, jamás ospermitirá olvidarlo. Si queréis que osdeje acceder al lecho de vuestra esposa,demostrad que sois un hombre. Fijad lavista en el duque y adecuad vuestraconducta a la suya.

Pero Norfolk acude a él cuando todoacaba, y dice: Cromwell, juro por mivida que uno de los frailes hablódespués de que le sacaran el corazón.

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¡Jesús!, dijo, Jesús, sálvanos, pobresingleses.

—No, Milord. No es posible que lohiciese.

—¿Lo sabéis por experiencia? —Losé por experiencia.

El duque se encoge. Que lo crea, quesus hazañas pasadas incluyan arrancarcorazones.

—Me atrevo a decir que estáis en locierto. —Norfolk se santigua—. Debióde ser una voz de la multitud.

La noche antes de que ejecutasen alos frailes, él había firmado un pase

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para Margaret Roper, el primero envarios meses. Seguramente, piensa, paraque Meg pueda estar con su padrecuando se conduzca a los traidores a lamuerte; seguramente perderá suresolución, le dirá a su padre: ceded ya,el rey está en su vena asesina, debéisprestar el juramento como yo. Haced unareserva mental, cruzad los dedos a laespalda; no tenéis más que llamar aCromwell o a cualquier funcionario delrey, decir las palabras y volver a casa.

Pero su táctica falla. Ella y su padrecontemplan por la ventana sin lágrimasen los ojos cómo se llevan a lostraidores, aún con sus hábitos, camino

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de Tyburn. Siempre olvido, piensa él,que Moro no tiene piedad consigomismo ni con los demás. Como yohabría protegido a mis propias hijas dever algo así, pienso que él también loharía. Pero él utiliza a Meg parafortalecer su resolución. Si ella no cede,tampoco puede ceder él. Y ella nocederá.

Al día siguiente, va a ver a Moro. Lalluvia chapotea y silba en las piedrasbajo sus pies; las paredes y el agua sonindiferenciables, y al doblar lasesquinas gime un viento que pareceinvernal. Después de librarse de suscapas exteriores de ropa mojada,

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conversa con el guardián, Martin, que leda noticia del estado de su esposa y delnuevo bebé. Cómo se encuentra él,pregunta al fin, y Martin dice: ¿nunca oshabéis fijado en que tiene un hombromás alto que el otro?

Eso es de tanto escribir, le dice él.Un codo en el escritorio y el otrobajado. Bueno, debe de ser eso, diceMartin: Parece un jorobadito tallado enel extremo de un banco.

Moro se ha dejado barba. Su aspectoes como el que uno imagina que debende tener los profetas de Münster, aunquea él le parecería inaceptable lacomparación.

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—Señor secretario, ¿cómo se tomael rey las noticias del extranjero? Dicenque se han puesto en marcha las tropasdel emperador.

—Sí, pero van a Túnez, según creo.—Lanza una mirada hacia la lluvia—. Sifueseis el emperador, ¿no elegiríaisTúnez en vez de Londres? Mirad, no hevenido a pelear con vos. Sólo a ver si osencontráis bien.

—Me han dicho que habéis tomadojuramento a mi bufón Henry Pattinson —dice Moro.

Él se ríe.—Sí, mientras que los hombres que

murieron ayer siguieron vuestro ejemplo

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y se negaron a jurar.—Dejadme que hable claro. No soy

ningún ejemplo. Sólo soy yo mismo,nada más. No digo nada contra la ley.No digo nada contra los hombres que lahicieron. No digo nada contra eljuramento ni contra ningún hombre quelo jure.

—Sí, claro. —Se sienta en el baúl,donde guarda Moro sus posesiones—,pero todo ese no decir nada no valdráante un jurado, ¿sabéis? Si tuvieseis queexponerlo ante un jurado.

—Habéis venido a amenazarme.—Las hazañas militares del

emperador influyen en el humor del rey.

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Se propone enviaros una comisión, quequerrá una respuesta clara en lo tocantea su título.

—Oh, estoy seguro de que vuestrosamigos me convencerán, sí. ¿LordAudley? ¿Y Richard Riche? Escuchad.Desde que llegué aquí, he estadopreparándome para morir a vuestrasmanos. Sí, a las vuestras. O a las de lanaturaleza. Lo único que necesito es pazy silencio para mis oraciones.

—Queréis ser un mártir.—No, lo que quiero es irme a casa.

Soy débil, Thomas. Soy débil comotodos. Quiero que el rey me acepte a suservicio, que me considere el súbdito

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ferviente que nunca he dejado de ser.—Nunca he comprendido dónde se

traza la línea entre sacrificio yautoejecución.

—Cristo la trazó.—¿No veis nada erróneo en la

comparación?Silencio. La contenciosa sonoridad

del silencio de Moro. Rebota en lasparedes. Moro dice que ama a Inglaterray que teme que todo el país se condene.Está ofreciendo una especie de trato consu Dios, su Dios, que ama la matanza.«Conviene que muera un solo hombrepor el pueblo.» Bueno, está claro, sedice a sí mismo. Haced los tratos que

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queráis. Entregaos al verdugo si lodeseáis. Al pueblo le importa un rábano.Hoy es cinco de mayo. La comisión osvisitará dentro de cinco días. Ospediremos que os sentéis, no querréishacerlo. Permaneceréis de pie antenosotros como un padre del desierto,mientras nosotros estaremoscómodamente abrigados contra el fríoestival. Yo diré lo que digo. Vos diréislo que decís. Y tal vez acepte que habéisganado. Me marcharé y os dejaré, comoun buen súbdito del rey, si decís eso,hasta que la barba os llegue a lasrodillas y las arañas tejan telas envuestros ojos.

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Bueno, ése es su plan. Losacontecimientos le desbordan. ¿Algúncondenado obispo de Roma en lahistoria de su podrida jurisdicción hahecho alguna vez algo tan estúpidamenteintempestivo como esto?, le pregunta aRichard. Farnesio ha proclamado queInglaterra ha de tener un nuevo cardenal.El obispo Fisher. Enrique está furioso.Jura que enviará la cabeza de Fisher alotro lado del mar para que le pongan elcapelo.

Tres de junio: va él mismo a laTorre con Wiltshire, en representaciónde los Bolena, y Charles Brandon, con

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aire de alguien que va de pesca; Richepara tomar notas; Audley para hacerbromas. Llueve de nuevo y Brandondice: éste debe de ser el peor veranoque se ha visto, ¿eh? Sí, dice él. Menosmal que Su Majestad no essupersticioso. Se ríen. Suffolk, un tantoinseguro.

Algunos dijeron que en 1533 seacabaría el mundo. También el añopasado tuvo sus partidarios. ¿Por qué noéste? Siempre hay alguien dispuesto aproclamar que estamos en el final de lostiempos, y a decir que su vecino es elAnticristo. La noticia que llega deMünster es que los cielos se desploman

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con rapidez. Los que asedian la ciudadexigen la rendición incondicional. Losasediados amenazan con un suicidiomasivo.

Él va a la cabeza.—Jesús, qué lugar —dice Brandon;

las goteras le están estropeando elsombrero—. ¿No os deprime?

—Bueno, nosotros estamos siempreaquí —dice Riche encogiéndose dehombros—. Por un motivo u otro. Alsecretario de Estado le necesitan en laCeca o en la Casa de las Joyas.

Martin les da acceso. Moro alza lacabeza cuando entran.

—Hoy es sí o no —le dice él.

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—¿Ni siquiera buenos días y cómoestáis? —Martin le ha dado a Moro unpeine para la barba—. Bueno, ¿qué sesabe de Amberes? Tengo entendido quehan cogido a Tyndale…

—Ésa no es la cuestión —dice elLord Canciller—. Responded aljuramento. Responded a la ley. ¿Se tratade una ley legítima o no?

—Dicen que se atrevió a salir y quelos soldados del emperador ledetuvieron.

—¿Tuvisteis conocimiento previo?—pregunta él con frialdad.

No sólo habían cogido a Tyndale,sino que le habían traicionado. Alguien

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le tentó a salir de su refugio y Morosabe quién. Él se ve a sí mismo, unsegundo yo, actuando otra mañanalluviosa exactamente igual que ésta: enella, cruza la habitación, hace ponersede pie al preso y le saca el nombre de suagente a golpes.

—Por favor, Excelencia —le dice aSuffolk—, estáis adoptando unaexpresión violenta, os ruego que oscalméis.

¿Yo?, dice Brandon. Audley se ríe.—Ahora el demonio de Tyndale le

abandonará —dice Moro—. Elemperador le quemará. Y el rey nomoverá un dedo para salvarle, porque

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Tyndale no apoyaba su nuevomatrimonio.

—¿Pensáis acaso que mostraba buenjuicio al hacerlo? —dice Riche.

—Debéis hablar —dice Audley,bastante cortésmente.

Moro se agita. Se le atropellan laspalabras. Ignora a Audley, habla para él,para Cromwell.

—No podéis obligarme a que meponga en peligro. Porque si tuviese unaopinión contraria a vuestra Ley deSupremacía, cosa que no acepto, vuestrojuramento sería una espada de dos filos.Pondría mi cuerpo en peligro si dijeseque no a ella y mi alma si dijese que sí.

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Por tanto, no digo nada.—Cuando interrogabais a los que

llamabais herejes, no permitíais queeludieran lo que preguntabais. Lesobligabais a hablar y les torturabais enel potro si no lo hacían. Si a ellos se leshacía contestar, ¿por qué no a vos?

—No son casos iguales. Cuando yofuerzo a un hereje a contestar, merespalda todo el cuerpo de la ley, todoel poder de la Cristiandad. Con lo queestoy amenazado yo aquí es con una leyconcreta, una decisión singular defactura reciente, reconocida aquí pero enningún otro país…

Ve que Riche toma nota. Se vuelve.

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—El final es el mismo. Fuego paraellos. Hacha para vos.

—Si el rey os otorga esa merced —dice Brandon. Moro se encoge dehombros; aprieta con los dedos eltablero de la mesa. Él lo advierte,distanciado. Así que ése es un posiblecamino. Asustarle con una muerte másprolongada. Incluso mientras lo piensa,sabe que no lo hará; la idea esponzoñosa.

—En los números supongo que mederrotáis. Pero ¿habéis mirado un mapaúltimamente? La Cristiandad no es loque era.

—Señor secretario —dice Riche—,

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Fisher es más hombre que esteprisionero que tenemos delante, porqueFisher disiente y asume lasconsecuencias. Sir Thomas, creo queseríais un traidor declarado si tuvieseisvalor.

—No es así —dice Morosuavemente—. No me corresponde a míarrojarme en los brazos de Dios. EsDios quien tiene que llevarme hacia Él.

—Tomamos nota de vuestraobstinación —dice Audley—. Osahorraremos los métodos que habéisempleado con otros.

Se pone de pie.—El rey desea —añade— que

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pasemos a la acusación y al juicio.—¡En nombre de Dios! ¿Qué mal

puedo causar yo desde este lugar? Nohago daño a nadie. No hablo mal denadie. No pienso mal de nadie. Si estono es suficiente para que un hombrepueda seguir viviendo…

Él interviene, incrédulo.—¿No hacéis mal a nadie? ¿Qué me

decís de Bamham, os acordáis de él?Requisasteis sus bienes, encerrasteis enla cárcel a su pobre esposa, visteis convuestros propios ojos cómo letorturaban en el potro, le encerrasteis enla celda del obispo Stokesley, letuvisteis encerrado dos días en vuestra

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casa, encadenado de pie a un poste,luego le mandasteis otra vez a Stokesley,visteis cómo le pegaban y le maltratabanuna semana, y ni siquiera con eso quedósatisfecho vuestro rencor. Volvisteis amandarle a la Torre y ordenasteis que letorturaran de nuevo en el potro, demanera que al final estaba tandestrozado que tuvieron quetransportarle en una silla a Smithfieldpara quemarle vivo. ¿Y decís, ThomasMoro, que no hacéis ningún daño?

Riche empieza a retirar los papelesde Moro de la mesa. Se sospecha que haestado enviando cartas arriba, a Fisher:lo que no es mala cosa, si puede

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demostrarse su participación en latraición de Fisher. Moro deja caer lamano sobre los documentos, con losdedos extendidos; luego se encoge dehombros y cede.

—Lleváoslos si debéis. Leéis todolo que escribo.

—A menos que tengamos pronto uncambio de actitud —dice él—, debemosllevarnos la pluma y los papeles. Y loslibros. Enviaré a alguien.

Moro parece encogerse. Se muerdeel labio.

—Si tenéis que hacerlo, lleváoslotodo ya.

—¡Qué os habéis creído! —dice

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Suffolk—. ¿Nos tomáis acaso porcriados, señor Moro?

—Es todo por mí —dice Ana. Él seinclina—. Cuando saquéis al fin a Morolo que atribula su peculiar conciencia,descubriréis que lo que hay en el fondode todo es que nunca aceptará micondición de reina.

Ella es pequeña y blanca y estáfuriosa. Largos dedos con las yemasunidas que dobla hacia atrás. Ojosbrillantes.

Antes de que vayan más allá, él tieneque recordar a Enrique el desastre del

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último año; recordarle que no puedesalirse siempre con la suya sólo conpedirlo. El verano anterior, lord Dacre,uno de los señores del norte, fue juzgadopor traición, acusado de conspirar conlos escoceses. Detrás de la acusaciónestaba la familia Clifford, rivales yenemigos hereditarios de Dacre; detrásde ellos, los Bolena, porque Dacre sehabía destacado defendiendo a laantigua reina. Se celebró el juicio enWestminster Hall, y lo presidió Norfolk,como mayordomo mayor del rey: y aDacre hubieron de juzgarle, teníaderecho a ello, veinte lores como él. Yluego… se cometieron errores. Es

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posible que todo el asunto fuese un errorde cálculo, una cosa hecha demasiadodeprisa y demasiado forzada por losBolena. Puede que él se hubieseequivocado al no hacerse cargopersonalmente de la acusación. Habíaconsiderado preferible mantenerse ensegundo plano, ya que muchos hombrescon título le guardaban rencor por serquien era, y correría el riesgo de quequisiesen incomodarle. O quizá elproblema fuese Norfolk, que perdió elcontrol en el tribunal… Fuese cual fuesela razón, lo cierto es que se rechazaronlos cargos con el resultado de unarrebato de cólera y asombro por parte

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del rey. La guardia real condujo denuevo directamente a la Torre alacusado y le enviaron a él para queconsiguiese algún acuerdo, que debíaacabar, él lo sabía, con Dacre hechotrizas. En este juicio, Dacre habíahablado siete horas en defensa propia.Pero él, Cromwell, es capaz de hablaruna semana. Dacre había admitido queera culpable de no informar de un delitode traición, una falta menos grave.Consiguió el perdón real, por el quehubo de pagar diez mil libras. Lepusieron en libertad para que volvieseal norte, convertido en un pobre.

Pero la reina estaba furiosa; quería

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dar un ejemplo. Y los asuntos en Franciano van como ella quiere; algunos dicenque Francisco se ríe socarronamentecuando mencionan el nombre de ella. Yella sospecha, con razón, que su hombreCromwell se interesa más por la amistadde los príncipes alemanes que por unaalianza con Francia; pero ella tiene queelegir el momento para esa lucha, y diceque no descansará hasta que mueraFisher, hasta que muera Moro. Así queahora da vueltas por la habitación,agitada, nada regia, y se inclina una yotra vez hacia Enrique, acariciándole lamanga, tocándole la mano; y él larechaza cada vez, como si fuese una

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mosca. Él, Cromwell, observa. No sonla misma pareja todos los días. A vecesmuy amorosos; a veces, fríos y distantes.Los arrullos son, en conjunto, lo queresulta más desagradable.

—Fisher no me inquieta lo másmínimo —dice él—, su delito está claro.En el caso de Moro… moralmente,nuestra causa es irreprochable. Nadieduda de su lealtad a Roma y de querechaza el título de vuestra majestadcomo jefe de la Iglesia. Perojurídicamente es más débil, y Moroempleará todos los instrumentosprocesales y legales a su alcance. Estono será fácil.

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Enrique parece volver a la vida.—¿Acaso os tengo para lo que es

fácil? Que Dios se apiade de misimplicidad, os he elevado hasta unpuesto en este reino que nadie, nadie devuestro origen, ha ostentado jamás en lahistoria del país. —Baja la voz—.¿Creéis que es por vuestra bellezapersonal? ¿Por el encanto de vuestrapresencia? Os mantengo en ese puesto,señor Cromwell, porque sois tan astutocomo un saco de serpientes. Pero noseáis una víbora en mi seno. Sabéis cuáles mi decisión. Ejecutadla.

Cuando sale, se da cuenta delsilencio que cae tras él. Ana se acerca a

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la ventana. Enrique se mira los pies.

Así que cuando entra Richetemblando con secretos ocultos, sientedeseos de aplastarle como a una mosca.Pero se controla, y se frota las manos envez de hacerlo: el hombre más alegre deLondres.

—Bueno, sir Frunce, ¿recogiste loslibros? ¿Cómo estaba él?

—Bajó la persiana. Le pregunté porqué y dijo: los artículos se los hanllevado, así que estoy cerrando latienda.

A duras penas puede soportarlo,

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pensar en Moro sentado a oscuras.—Veréis, señor. —Riche tiene un

papel doblado—, tuvimos unaconversación. La anoté.

—Háblame de ella. —Se sienta—.Yo soy Moro. Tú eres Riche. —Riche lemira fijamente—. ¿Quieres que cierre elpostigo? ¿Saldrá mejor larepresentación a oscuras?

—Yo no podía dejarle —diceRiche, vacilante— sin intentar una vezmás…

—Muy bien. Tienes tu forma dehacerlo. Pero ¿por qué habría de hablarcontigo si no quería hablar conmigo?

—Porque a mí no me da

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importancia. Piensa que yo no importo.—Y eres el procurador de la corte

—dice él, burlón.—Así que estábamos haciendo

suposiciones.—¿Como si estuvieseis en Lincoln

Inn's después de cenar?—A decir verdad, señor, me dio

pena. Está deseando hablar y sabéis quese pone a parlotear sin parar. Suponedque el Parlamento aprobase una leydiciendo que yo, Riche, tenía que serrey, le dije. ¿No me aceptaríais comorey? Y se echó a reír.

—Bueno, admitirás que no es algoprobable.

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—Así que le presioné más; y dijo:sí, mayestático Richard, os aceptaría,porque el Parlamento puede hacerlo, y,considerando lo que ha hecho ya, no mesorprendería gran cosa despertarme undía en el reino del rey Cromwell,porque si un sastre puede ser rey deJerusalén, supongo que un mozo defragua puede ser rey de Inglaterra.

Riche hace una pausa: ¿le haofendido? Él le mira, radiante.

—Cuando yo sea el rey Cromwell,tú serás duque. Así que al grano,Frunce… ¿O es eso todo?

—Moro dijo: bueno, habéisexpuesto un caso, yo os expondré otro

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superior. Suponed que el Parlamentoaprobase una ley que dijese que Dios nodebería ser Dios. Yo dije que eso notendría valor, porque el Parlamentocarece de poder para eso. Entonces éldijo: ah, muy bien, joven, al menosreconocéis un absurdo. Y se detuvo ahíy me miró, como diciendo: ahorapasemos al mundo real. Le dije: ospondré un caso intermedio. Sabéis quenuestro señor el rey ha sido nombradojefe de la Iglesia por el Parlamento.¿Por qué no os mostráis conforme con sudecisión lo mismo que hicisteis cuandoel Parlamento le nombró rey? Y él dijo(como si estuviese instruyendo a un

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niño): no son casos iguales. En uno, hayuna jurisdicción temporal y elParlamento puede hacerlo. En el otro, lajurisdicción es espiritual, y elParlamento no puede ejercerla, porquequeda fuera de su ámbito.

Él mira fijamente a Riche.—Ahórcale por papista —le dice.—Sí, señor.—Sabemos que lo piensa. Nunca lo

ha declarado.—Dijo que una ley superior regía

este reino y todos los demás. Y que si elParlamento contraviniese la ley deDios…

—La ley del papa, quiere decir…,

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porque sostiene que son lo mismo, esono puede negarlo, ¿verdad? ¿Por quéanda siempre examinando su concienciasólo para comprobar noche y día si estáo no de acuerdo con la Iglesia de Roma?Eso es su consuelo, eso es su guía. Meparece que si niega claramente lacapacidad del Parlamento, niega sutítulo al rey. Lo cual es traición. Aun así—se encoge de hombros—, ¿hastadónde nos lleva eso? ¿Podemosdemostrar que su negativa fuemaliciosa? Supongo que alegará quehablaba por hablar, por pasar el rato.Que estabais planteando casos y quecualquier cosa que dijese en esas

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circunstancias no puede utilizarse en sucontra.

—Un jurado no estará de acuerdocon eso. Considerará que decía en seriolo que dijo. Después de todo, señor,sabía muy bien que no se trataba de undebate de estudiantes.

—Cierto. No se les envía a la Torrepor eso.

Riche le ofrece el memorando.—Lo he anotado todo fielmente,

según lo que recuerdo.—¿No tienes ningún testigo?—Entraban y salían, guardaban los

libros en un cajón, tenía muchísimoslibros. No podéis tacharme de

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descuidado, señor, porque ¿cómo iba asaber yo que accedería a hablarconmigo?

—No te culpo de nada —dice él,con un suspiro—. De hecho, Frunce,eres la niña de mis ojos. ¿Ratificaríasesto ante el tribunal?

Riche asiente, dubitativo.—Dime que lo harás, Richard. O

dime que no. Seamos claros. Haz elfavor de decirlo ahora, si piensas quepodría faltarte el valor. Si perdemosotro juicio, ya podemos despedirnos denuestros medios de subsistencia. Ytodos nuestros esfuerzos habrán sido envano.

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—¿Sabéis?, él no pudo resistirlo, laoportunidad de encauzarme por el buencamino —dice Riche—. Nunca podráprescindir de eso, de lo que yo hicecuando era un muchacho. Me utiliza paracontinuar con su sermón. En fin,dejémosle que haga el sermón siguienteen el tajo.

La víspera de la ejecución de Fisher,a última hora, visita a Moro. Llevaconsigo una sólida guardia, pero lesdeja en la habitación exterior y entrasolo.

—Me he acostumbrado a estar con

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la persiana bajada —dice Moro, casialegremente—. ¿No os importa quehablemos en la penumbra?

—No tenéis por qué temer al sol. Nolo hay.

—Wolsey solía ufanarse de que eracapaz de cambiar el tiempo. —Se ríeentre dientes—. Está bien que mevisitéis, Thomas, ahora que no tenemosmás que decir. ¿O sí?

—Los guardias vendrán a buscar alobispo Fisher mañana temprano. Metemo que os despertarán.

—Sería un mal cristiano si nopudiese velar con él. —Su sonrisa se haesfumado—. Me han dicho que el rey ha

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sido misericordioso en cuanto a la formade su muerte.

—Como es tan viejo y tan frágil…—Yo hago todo lo que puedo, ya lo

sabéis —dice Moro con amargacomplacencia—. Un hombre sólo puedeconsumirse a su ritmo.

—Escuchad.Tiende el brazo sobre la mesa, le

coge la mano, la aprieta más fuerte de loque se proponía. Mi presa de herrero,piensa. Ve que Moro se acobarda, sientesus dedos, la piel reseca como papelsobre los huesos.

—Escuchad. Cuando comparezcáisante el tribunal, solicitad

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inmediatamente el perdón del rey.—¿Y de qué me valdrá? —pregunta

Moro, sorprendido.—No es un hombre cruel. Lo sabéis.—¿Lo sé? No lo era. Era de dulce

disposición. Pero cambió de compañías.—Siempre es sensible a una petición

de clemencia. No quiero decir que vayaa perdonaros la vida si no prestáisjuramento. Pero puede otorgaros lamisma merced que a Fisher.

—No es tan importante lo que lesuceda al cuerpo. Yo he llevado enalgunos sentidos una vida dichosa. Diosha sido bondadoso y no me ha puesto aprueba. Ahora que lo hace, no puedo

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fallarle. He vigilado siempre micorazón, y no siempre me ha agradado loque he encontrado en él. Si al finalacaba en manos del verdugo, benditosea. Muy pronto estará en manos deDios, de todos modos.

—¿Me consideraréis un sentimentalsi digo que no quiero verosdespedazado? —Ninguna respuesta—.¿No os da miedo el dolor?

—Oh, sí, mucho. No soy un hombrerobusto y audaz como vos. No puedoevitar imaginarlo mentalmente… Perosólo lo sentiré un momento, y Dios nome dejará recordarlo después.

—Me alegro de no ser como vos.

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—Sin duda alguna. Porque si fueseiscomo yo estaríais sentado de este lado.

—Me refiero a lo de concentrarsementalmente en el otro mundo.Comprendo que no veáis ningunaperspectiva de mejora en éste.

—¿Y vos la veis?Casi una pregunta frívola. Un

puñado de granizo repiquetea en laventana. Se sobresaltan los dos. Él selevanta, inquieto. Preferiría saber lo quehay fuera. Ver el verano en su triste yventoso naufragio, en vez de encogersedetrás de la persiana preguntándose porlos daños.

—Una vez tuve grandes esperanzas

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—dice—. El mundo me corrompe,pienso. Tal vez sea sólo este tiempo. Medeprime y me hace pensar como vos queuno debería encogerse y encogerse hastaser un puntito de luz, conservar la propiaalma solitaria como una llama debajo deun cristal. Los espectáculos de dolor ydesgracia que veo a mi alrededor, laignorancia, el vicio irreflexivo, lapobreza y la falta de esperanza, y, oh, sí,la lluvia… La lluvia que cae sobreInglaterra y pudre el grano, apaga la luzen los ojos de los hombres y también laluz del conocimiento, porque ¿quiénpuede razonar si Oxford es un charcogigante y Cambridge se deshace y corre

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río abajo, y quién aplicará la ley si losjueces nadan para salvarse? La semanapasada la gente se amotinó en York.¿Por qué no iban a hacerlo, con laescasez de trigo, que cuesta además eldoble que el año pasado? Tengo queazuzar a los jueces para que denejemplo, supongo, porque si no, todo elnorte se amotinará. Saldrán con picas ypodaderas y se matarán, cómo no, unos aotros. La verdad es que creo que seríaun hombre mejor si el tiempo fuesemejor. Sería un hombre mejor si vivieseen un país en el que brillase el sol y losciudadanos fuesen ricos y libres.Bastaría que fuese así, señor Moro, para

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que vos no tuvieseis que rezar tanto pormí.

—Cómo podéis hablar así —diceMoro—. Palabras, palabras y sólopalabras. Lo hago, por supuesto. Rezopor vos. Rezo con todo mi corazón paraque veáis que estáis extraviado. Cuandonos encontremos en el Cielo, comoespero, se habrán olvidado todasnuestras diferencias. Pero, de momento,no podemos dejarlas a un lado. Vuestratarea es matarme. La mía es mantenermevivo. Es mi papel y mi deber. Todocuanto poseo es la tierra que piso, y esatierra es Thomas Moro. Si la queréis,tendréis que quitármela. No podéis

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pensar razonablemente que voy acederla.

—Querréis pluma y papel paraescribir vuestra defensa. Os loconcederé.

—Nunca dejáis de intentarlo,¿verdad? No, secretario jefe, mi defensaestá aquí —se da una palmada en lafrente—, donde estará a salvo de vos.

Qué extraña es la habitación, quévacía está sin los libros de Moro: estállena de sombras.

—Martin, una vela —dice.—¿Vendréis mañana? ¿Para lo del

obispo?Él asiente. Aunque no presenciará el

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momento de la muerte de Fisher. Elprotocolo es que los espectadores sepongan de rodillas y se descubran paraseñalar el tránsito del alma.

Martin les lleva una vela. «¿Algomás?» Hacen una pausa mientras lacoloca en la mesa. Cuando Martin seretira, siguen callados. El prisioneroinclinado, mirando la llama. ¿Cómosabe él si Moro ha iniciado un silencio oestá preparándose para hablar? Hay unsilencio que precede al discurso, hay unsilencio que lo sustituye. No hay por quéromperlo con una declaración, puederomperse con una vacilación: si…,cómo podría ser…, si fuese posible…

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—Yo os habría dejado, ¿sabéis? —dice—. Acabar vuestra vida.Arrepentiros de vuestras matanzas ycarnicerías. Si fuese rey.

La luz se desvanece. Es como si elprisionero se hubiese retirado de lahabitación dejando apenas una sombradonde debería estar. Una corriente deaire agita la llama. La mesa desnuda queles separa, ahora despejada de losescritos de Moro, ha adquirido elaspecto de un altar. ¿Y para qué es unaltar si no para un sacrificio? Mororompe al fin su silencio:

—Si al final, y después de que mejuzguen, si el rey no lo otorga, si todo el

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rigor de la pena…, Thomas, ¿cómo sehace? Se diría que cuando se abre elvientre de un hombre se produce lamuerte por la gran efusión de sangre,pero al parecer no es así… ¿Tienenalgún instrumento especial que usan pararomperle a uno la médula espinalmientras aún está vivo?

—Lamento que me consideréis unexperto.

Pero ¿no le había dicho él a Norfolk,o casi le había dicho, que le habíasacado el corazón a un hombre?

—Es el misterio del verdugo —dice—, se guarda en secreto para quesigamos aterrados.

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—Dejad que me maten limpiamente.No pido nada. Sólo eso.

Se tambalea en su asiento, presa,entre un latido del corazón y elsiguiente, de una agitación física. Llora,se estremece de pies a cabeza. Golpeacon las manos, débilmente, la mesavacía; y cuando él se marcha, «Martin,entra, dale algo de vino», siguellorando, temblando, golpeando la mesa.

La próxima vez que le vea será enWestminster Hall.

El día del juicio, los ríos sedesbordan de sus cauces. El propio

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Támesis crece, burbujeando como un ríodel Infierno, y arroja sus desechos porlos muelles.

Es Inglaterra contra Roma, dice él.Los vivos contra los muertos.

Presidirá Norfolk. Él le dice cómoserá. Se desecharán los primeroselementos de la acusación: se refieren adiversas palabras dichas en diversosmomentos sobre la ley y el juramento, yla conspiración de Moro con Fisher,considerada traición: cartas entreambos, aunque parece que esas cartas yase han destruido.

—Luego, en el cuarto cargo,escucharemos el testimonio del

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procurador de la corte. Y esto,Excelencia, distraerá a Moro, porque nopuede ver al joven Riche sin que le déun ataque pensando en sus negligenciascuando era un muchacho… —el duqueenarca una ceja—. Bebida, peleas.Mujeres. Dados.

Norfolk se frota la hirsuta barbilla.—Me he dado cuenta, un muchacho

que parece tan delicado, lucha sin cejaren su empeño. Para anotarse un tanto,claro. Mientras que nosotros, losveteranos que nacimos con la armadurapuesta, no necesitamos apuntarnosningún tanto.

—Ciertamente —dice él—. Somos

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los hombres más pacíficos del mundo.Milord, por favor, atended ahora. Noqueremos otro error como el de Dacre.Difícilmente sobreviviríamos a él. Seretirarán los primeros cargos. En elsiguiente, el jurado estará alerta. Y os heproporcionado un jurado excelente.

Moro se enfrentará a sus pares;londinenses, los mercaderes de losgremios. Hombres expertos, con todoslos prejuicios de la ciudad. Están hartos,lo están todos los londinenses, de laarrogancia y la rapacidad de la Iglesia, yno se toman a bien que les digan que notienen capacidad para leer las Escriturasen su propia lengua. Conocen a Moro y

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le conocen desde hace veinte años.Saben cómo dejó viuda a Lucy Petyt.Saben cómo hundió el negocio deHumphrey Monmouth, porque Tyndalehabía sido huésped en su casa. Sabenque ha puesto espías en sus casas, entresus aprendices, a los que tratan comohijos, entre los sirvientes, tan familiaresy domésticos que oyen todas las nocheslas oraciones de sus amos al pie de suscamas.

Hay un nombre que hace vacilar aAudley.

—¿John Parnell? Podríainterpretarse mal. Sabéis que llevadetrás de Moro desde que emitió juicio

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contra él en Chancery…—Conozco el caso. Moro hizo una

chapuza. No se leyó los documentos.Estaba demasiado ocupado escribiendouna carta de amor a Erasmo. Oencerrando a alguna alma cándidacristiana en su cepo de Chelsea. ¿Quéqueréis, Audley? ¿Queréis que vaya aGales a por un jurado? ¿O aCumberland? ¿O a algún sitio dondepiensen mejor de Moro? Han de serhombres de Londres, y, a menos que setrate de un jurado de recién nacidos, nopuedo borrar lo que tienen en lamemoria.

—No sé, Cromwell —dice Audley

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moviendo la cabeza.—Oh, es un tipo listo —dice el

duque—. Cuando cayó Wolsey, yo yadije: ojo con él, es un tipo listo. Hay quemadrugar mucho para pasarle delante.

La noche antes del juicio, mientrasrevisa sus papeles en Austin Friars,alguien se asoma a la puerta: unaestrecha cabecita londinense, de cráneoafeitado y rostro joven y tosco.

—Dick Purser. Pasa.Dick Purser examina la estancia. Es

el encargado de los perros feroces queguardan la casa de noche, y es la

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primera vez que entra aquí.—Pasa y siéntate. No temas. —Le

sirve un poco de vino en un fino vasoveneciano que era del cardenal—.Prueba esto. Me lo mandó Wiltshire, amí no me gusta demasiado.

Dick alza el vaso y lo manipulapeligrosamente. El líquido es clarocomo paja o como la luz estival. Tomaun trago.

—Señor, ¿puedo acompañaros aljuicio?

—Aún duele, ¿eh?Dick Purser es el muchacho al que

había azotado Moro delante de todos losde la casa en Chelsea por decir que la

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Sagrada Hostia era un trozo de pan. Eraun niño entonces, no es mucho másahora; cuando llegó a Austin Friarsdecían que lloraba en sueños.

—Búscate una librea —le dice él—.Y lávate las manos y la cara por lamañana. No quiero que me dejes mal.

Es lo de «dejar mal» lo que estimulaal muchacho.

—El dolor casi no me importó —dice—. Todos hemos recibido, y os lodigo con todo el respeto, tanto como esoy peor de nuestros padres.

—Cierto —dice él—, mi padre memachacaba como si fuese una plancha demetal.

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—Fue lo de que me mandaradesnudarme con las mujeres mirando. Ladama Alice. Las muchachas jóvenes.Pensé que alguna podría defenderme,pero cuando me vieron con lospantalones bajados, sólo les inspirérepugnancia. Se rieron. Mientras él meazotaba, ellas se reían.

En los cuentos, siempre son lasmuchachas jóvenes, muchachasinocentes, las que detienen la mano delhombre que empuña la vara o el hacha.Pero parece que nosotros nos hemosmetido en un cuento distinto: las nalgasflacas y apretadas contra el frío de unniño, sus huevitos pellejudos, su tímido

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pajarito encogido en un botón, mientraslas señoras de la casa se ríen y loscriados vitorean y brotan en la piel ysangran delgados verdugones.

—Está muerto y olvidado ya. Nollores.

Sale de detrás del escritorio. DickPurser le apoya la cabeza esquilada enel hombro y lloriquea, de vergüenza, dealivio, de triunfo, porque pronto habrásobrevivido a su torturador. Morocondujo a la muerte a John Purser, leacosó por tener libros alemanes; élabraza al muchacho, sintiendo elgolpeteo de su pulso, sus tensostendones, las fibras de sus músculos, y

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emite sonidos de consuelo, como hacíacon sus hijos cuando eran pequeños, ocomo podría hacer con un perro al quehan pisado la cola. A pesar de que hacomprobado que el consuelo se impartea menudo a costa de una o dos pulgas.

—Os seguiré hasta la muerte —proclama el muchacho, que abraza a suseñor con los puños cerrados: losnudillos le amasan la espina dorsal; élresopla—. Creo que estaré bien conlibrea. ¿A qué hora salimos?

Temprano. Llega el primero aWestminster Hall con su séquito, para

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ocuparse de los detalles de última hora.El tribunal se reúne en torno a él y,cuando llevan a Moro, los presentes seimpresionan visiblemente por suaspecto. Nunca se ha sabido que laTorre haya hecho bien a un hombre, peroél les sobrecoge con su figura flaca y subarba blanca y andrajosa: parece asímás viejo de lo que es.

—Da la impresión de que lehubiesen maltratado —susurra Audley.

—Y dice que yo no desaprovecho untruco.

—Bueno, yo tengo la conciencialimpia —dice tranquilamente el LordCanciller—. Se le ha tratado con toda

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consideración.John Parnell le saluda con un

cabeceo. Richard Riche, funcionariojudicial y testigo, le dirige una sonrisa.Audley pide un asiento para el reo, peroMoro se limita a sentarse al borde de él:nervioso, combativo.

Mira alrededor para comprobar sialguien toma notas por él.

Palabras, palabras, sólo palabras.Os conozco, Thomas Moro, piensa

él, pero vos no os acordáis de mí. Nisiquiera me visteis nunca llegar.

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IIIHacia Wolf Hall

Julio de 1535

Al atardecer del día de la muerte deMoro, el tiempo aclara y él sale aljardín con Rafe y Richard. Asoma el sol,una niebla plateada entre andrajos denube. Los lechos de hierba pisados nohuelen y un viento caprichoso agita susropas, les azota en la nuca y luego giraen redondo y les golpea en la cara.

Es como estar en el mar, dice Rafe.Caminan uno a cada lado de él y cerca,

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como si hubiese peligro de ballenas,piratas y sirenas.

Hace ya cinco días del juicio. Hanpasado muchas cosas desde entonces,pero no pueden evitar reconstruir losacontecimientos, intercambiar entreellos las imágenes que tienen en lacabeza.

El fiscal general poniendo una notafinal en la acusación; Moro riéndoseentre dientes cuando algún escribienteincurría en un error en su latín; losrostros fríos e imperturbables de losBolena, padre e hijo, en el estrado delos jueces. Moro no había alzado la vozen ningún momento; se sentó en el

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asiento que le había proporcionadoAudley, atento, con la cabeza un pocoinclinada hacia la izquierda,pellizcándose la manga.

Por eso resultó tan notoria lasorpresa de Riche cuando Moro sevolvió hacia él; había dado un pasoatrás y se había apoyado en la mesa.

—Os conozco desde hace mucho,Riche, ¿por qué os abriría mipensamiento? —Moro de pie, su vozrezuma desprecio—. Os conozco desdeque erais joven, un jugador aficionado alos dados, de reputación nadaencomiable ni siquiera en vuestra propiacasa…

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—¡Por san Julián! —habíaexclamado el juez Fitzjames; ése erasiempre su juramento. Entre dientes,dirigiéndose a él, a Cromwell—: ¿Va aganar por esto?

Al jurado no le había gustado: nuncasabes lo que le gustará a un jurado.Consideran el súbito cambio de Morocomo conmoción y remordimiento alverse enfrentado a sus propias palabras.Todos conocían, claro está, lareputación de Riche. Pero ¿no son elbeber, los dados y las peleas másnaturales en un joven, en realidad, que elayuno, el rosario y la flagelación? FueNorfolk quien interrumpió con voz seca

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la diatriba de Moro:—Dejad a un lado el carácter de la

persona. ¿Qué tenéis que decir delasunto que nos ocupa? ¿Dijisteis esaspalabras?

¿Fue entonces cuando el señor Morose excedió en su papel? Se habíaerguido, echándose sobre el hombro elmanto que se le caía; sujeto el manto así,hizo una pausa, se calmó, cerró un puñosobre el otro.

—Yo no dije lo que alega Riche. O,si lo dije, no lo dije con malevolencia;por lo tanto, estoy libre de culpa, deacuerdo con la ley.

Él había observado que cruzaba el

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rostro de Parnell una expresión dedesprecio. No hay nada más duro que unburgués londinense que piensa que leestán tomando por tonto. Audley ocualquier abogado podría haberaclarado las cosas al jurado: no es másque la forma de argumentar que tenemoslos abogados. Pero ellos no queríanargumentos de abogados, querían laverdad: ¿lo dijisteis o no lo dijisteis?George Bolena se inclina hacia delante.¿Puede el acusado exponernos suversión de la conversación?

Moro se vuelve sonriendo, como sidijese: buena pregunta, mi joven señorGeorge.

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—No tomé notas. No disponía dematerial para escribir, sabéis. Ya se lohabían llevado, porque, si recordáis,Milord Rochford, ésa fue precisamentela razón de que fuese a verme Riche,privarme de todos los instrumentos deescritura.

E hizo otra pausa, y miró al juradocomo si esperase un aplauso; ellos, porsu parte, le miraron con rostros pétreos.

¿Fue aquél el momento crucial?Podrían haber confiado en Moro, siendocomo había sido Lord Canciller untiempo, y Frunce, como es del dominiopúblico, un derrochador. Nunca sabes loque pensará el jurado; aunque cuando

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los había reunido, había sidopersuasivo, claro. Había hablado conellos por la mañana: no sé cuál es sudefensa, pero no tengo esperanzas deque acabemos al mediodía. Espero quetodos hayáis desayunado bien. Cuandoos retiréis, tenéis que tomaros tiempo,por supuesto, pero si os demoráis másde veinte minutos según mis cálculos,entraré a ver cómo van las cosas. Paradespejar cualquier duda que podáistener.

Sólo necesitaron quince minutos.Ahora, este atardecer en el jardín, 6

de julio, festividad de santa Godelva,una joven esposa intachable de Brujas,

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cuyo malvado esposo la ahogó en unestanque, alza la vista hacia el cielo, alpercibir un cambio en el aire, un vientohúmedo, como de otoño. El intermediode débil sol ha terminado. Las nubescorren y se agrupan en torres y almenas,llegan de Essex, se amontonan sobre laciudad, empujadas por el vientoatraviesan los anchos y empapadoscampos, los pastizales encharcados y losríos desbordados, los bosques goteantesdel oeste y luego el mar, camino deIrlanda. Richard recoge el sombrero deun lecho de lavanda y sacude gotitas deél maldiciendo en voz baja. Les azota enla cara una rociada de lluvia.

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—Es hora de entrar. Tengo queescribir cartas.

—No trabajaréis hasta altas horasesta noche.

—No, abuelo Rafe. Tomaré mi lechemigada y rezaré el avemaria y meacostaré. ¿Puedo llevarme a mi perrita?

—¡No, por favor! ¿Y tener que oíroscorretear arriba hasta altas horas de lanoche?

Es verdad que la noche anterior nodurmió mucho. Se le había ocurrido,después de las doce, que Moro debía deestar dormido, seguro, sin saber que erasu última noche en la tierra. No es usualque se prepare al condenado hasta la

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mañana; así que cualquier vela que hagapor él la haré solo, había pensado.

Entran rápidamente; el viento golpeauna puerta detrás de ellos. Rafe le cogedel brazo. Ese silencio de Moro, dice él,nunca era silencio en realidad, ¿verdad?Resonaba en él con fuerza su traición;era alegar nimiedades, mientras lasnimiedades pudiesen serle útiles, eraobjeciones y reparos, ambigüedadesinofensivas. Era miedo a las palabrassimples, o la afirmación de que laspalabras simples se corrompen. Eldiccionario de Moro contra el nuestro.Puede haber un silencio lleno depalabras. Un laúd retiene en su vientre

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las notas que ha tocado. El violínconserva una armonía en las cuerdas. Unpétalo marchito puede conservar elaroma. En una oración pueden vibrarmaldiciones. En una casa vacía aúnpueden resonar estruendosos fantasmasdespués de que sus propietarios ya sehan ido.

Alguien (probablemente noChristophe) ha dejado en su escritorioun cuenco de plata con aciano. El azuloscuro de la base de los pétalos lerecuerda la luz de esta mañana. Unamanecer tardío para el mes de junio, un

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cielo fosco. A las cinco, el teniente de laTorre habría entrado a buscar a Moro.

Puede oír abajo una serie demensajeros que entran en el patio. Haymucho que hacer, hay que adecentarlotodo después de irse el muerto; enrealidad, piensa, lo había hecho de niño,recoger lo que dejaban los jóvenesgentilhombres de Morton, y ésta es laúltima vez que tendré que hacerlo; seimagina al amanecer vertiendo en unajarra de cuero las heces de la cerveza,recogiendo los restos de las velas parallevarlas al candelero para que losfundieran otra vez.

Oye voces en el salón; no presta

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atención. Vuelve a sus cartas. El abad deRewley solicita un puesto vacante paraun amigo suyo. El alcalde de York leescribe sobre presas y nasas; «elHumber baja limpio y manso», lee, «y lomismo el Ouse». Una carta de lord Lisiede Calais, en que cuenta una turbiahistoria de autojustificación: el dijo,entonces dije yo, y él dijo…

Thomas Moro plantado ante él, mássólido en la muerte de lo que era envida. Tal vez esté siempre aquí ya: tanágil de pensamiento y tan duro como semostró en su hora final ante el tribunal.Audley se sintió tan feliz con elveredicto de culpabilidad que empezó a

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dictar sentencia sin preguntar al acusadosi tenía algo que decir. Fitzjames tuvoque estirarse y darle una palmada en elbrazo y el propio Moro se levantó de suasiento para interrumpirle. Tenía muchoque decir, y su voz era vivaz, el tonoincisivo, y sus ojos, sus gestos, noparecían en modo alguno los de uncondenado que legalmente estaba muertoya.

Pero no había nada nuevo en eso:nada nuevo, en realidad, para él. Yosigo a mi conciencia, dijo Moro, vosdebéis seguir las vuestras. Miconciencia me certifica, y ahora hablaréclaramente, que vuestra norma es falsa

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(y Norfolk le grita) y que vuestraautoridad carece de base (Norfolk gritade nuevo: «Ahora se ve claramentevuestra maldad»). Parnell se había reídoy los miembros del jurado se miraban ycabeceaban; y, mientras todos lospresentes susurraban, Moro expuso denuevo, sobreponiéndose al ruido defondo, su método traidor decontabilidad. Mi conciencia está con lamayoría, lo que me convence de que loque dice no es falso. «Frente al reino deEnrique, tengo a mi favor todos losreinos de la Cristiandad. Contra cadauno de vuestros obispos tengo ciensantos. Contra vuestro Parlamento único,

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tengo todos los concilios generales de laIglesia, que se remontan mil años atrás.»

Llévenselo, se acabó, dijo Norfolk.Es martes, son las ocho. Tamborilea

la lluvia en la ventana. Él rompe el sellode una carta del duque de Richmond. Elmuchacho se queja de que en Yorkshire,donde está instalado, no hay ningúnparque de ciervos, así que no puedeofrecer ninguna diversión a sus amigos.Ay, pequeño duque, pobrecillo, piensaél. ¿Cómo puedo aliviar vuestra pena?La viuda de Gregory, la de los dientesnegros, con la que se casará él, tiene unparque de ciervos, así que tal vez elprincipito debería divorciarse de la hija

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de Norfolk y casarse con ella. Deja a unlado la carta de Richmond, sintiéndosetentado de archivarla en el fuego.Continúa. El emperador ha dejadoCerdeña con su flota y navega rumbo aSicilia. Un sacerdote dice en Saint MaryWoolchurch que Cromwell es unsectario y que no le teme. Imbécil. LordHarry Morley le envía un galgo. Haynoticias de que la población de Münsterestá huyendo y refugiándose en otrospaíses, que algunos de ellos se dirigen aInglaterra.

Audley había dicho: «Acusado, eltribunal le dirá al rey que os otorguegracia, en cuanto a la forma de vuestra

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muerte». Y luego se había inclinadohacia él: ¿le prometisteis algo, señorsecretario? Os aseguro que no: pero elrey será sin duda benévolo con él.Norfolk dice: Cromwell, ¿influiréis paraque lo sea? Os hará caso; pero si no oslo hiciese, acudiré yo mismo y lesuplicaré. Qué maravilla, Norfolkpidiendo clemencia. Él había alzado lavista para ver cómo se llevaban a Moro,pero ya había desaparecido. Los altosalabarderos cerraban filas detrás de él:la barca que le llevaría a la Torreesperaba en la escalinata. Debe de tenerla sensación de irse a casa: la habitaciónfamiliar con la ventana estrecha, la mesa

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sin papeles, la vela, la persiana echada.Resuena la ventana, le sobresalta y

piensa: echaré el pasador al postigo.Cuando se levanta para hacerlo, entraRafe con un libro en la mano.

—Es su libro de oraciones, el únicoque tenía.

Lo examina. No tiene manchas desangre, misericordiosamente. Lo sujetapor el lomo y mueve las hojas en el aire.

—Ya lo he hecho yo —dice Rafe.Ha escrito su nombre en el libro.

Hay textos subrayados. «No recordéislos pecados de mi juventud.»

Qué lástima que él recordase los deRichard Riche.

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—¿Debo enviárselo a la damaAlice?

—No. Podría pensar que ella es unode esos pecados.

La mujer ya ha soportado suficiente.En su última carta ni siquiera sedespedía de ella. Cierra el libro.

—Enviádselo a Meg. En realidad,probablemente él quería que fuera paraella.

Toda la casa está en movimiento asu alrededor; viento en los aleros, vientoen las chimeneas, una corriente de airefrío debajo de cada puerta. Hacebastante frío, habría que encender elfuego, dice Rafe, ¿queréis que me

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encargue? Él mueve la cabeza, no.—Dile a Richard que vaya mañana

por la mañana al Puente de Londres ahablar con el encargado. La señoraRoper irá a verle y le pedirá la cabezade su padre para enterrarle. Tiene queaceptar lo que ella le ofrezca y procurarque no le pongan impedimentos. Ymantener la boca cerrada.

Una vez, en Italia, cuando era joven,había participado en un enterramiento.No era algo a lo que uno se ofreciesevoluntario; sencillamente te mandabanhacerlo. Se habían tapado la boca contela de saco y habían enterrado a suscamaradas en suelo no consagrado, y se

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habían marchado de allí con el olor dela putrefacción en las botas.

¿Qué es peor, tener a tus hijasmuertas delante o dejarlas que se ocupende tus restos?, piensa.

—Hay algo… —mira, ceñudo, suspapeles—. ¿Qué he olvidado, Rafe?

—¿La cena?—Más tarde.—¿Lord Lisie?—Ya me he ocupado de lord Lisie.Y del río Humber. Y del sacerdote

calumniador de Mary Woolchurch;bueno, no me he ocupado de él, sino quelo he puesto en el montón de casospendientes. Se echa a reír.

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—¿Sabes lo que necesito? Necesitola máquina de la memoria.

Guido ha abandonado París, segúndicen. Ha vuelto a Italia y ha dejado elartefacto a medio construir. Dicen queantes de su fuga había estado variassemanas sin hablar y sin comer. Losbienintencionados dicen que se ha vueltoloco, sobrecogido por las capacidadesde su criatura: que ha caído en el abismode lo divino. Los malintencionadossostienen que han salido demonios delas grietas y hendiduras del artefacto yle ha dado tanto miedo que se haescapado corriendo de noche, encamisa, sin un mendrugo de pan ni un

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trozo de queso para el viaje,abandonando todos sus libros y susropas de mago.

Es posible que Guido haya dejadoescritos en Francia. Podrían conseguirsepor un precio. También sería posiblehacerle seguir a Italia; pero ¿con quéobjeto? Es probable, piensa, que nuncalleguemos a saber qué era en realidadese invento suyo. ¿Una máquina deimprimir capaz de escribir librospropios? ¿Una mente que piensa sobre símisma? Si yo no lo tengo, al menos meconsuela saber que el rey de Francia nolo tiene tampoco.

Coge la pluma. Bosteza, la deja y

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vuelve a cogerla. Me encontrarán muertoen mi escritorio, como al poeta Petrarca.El poeta escribió muchas cartas noenviadas. Escribió a Cicerón, que muriómil doscientos años antes de que élnaciese. Escribió a Homero, queposiblemente ni siquiera existió. Peroyo, yo tengo suficiente trabajo que hacercon lord Lisie, y las redes y los galeonesdel emperador que navegan por elMediterráneo. Entre una vez que mojo lapluma y la siguiente, escribe Petrarca,«entre una vez que mojo la pluma y lasiguiente, pasa el tiempo: y yo corro, meencamino y me apresuro hacia la muerte.Siempre estamos muriendo…, mientras

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escribo, mientras lees, y otros mientrasescuchan o se tapan los oídos, todosestán muriendo».

Coge la siguiente partida de cartas.Un hombre llamado Batcock quiere unalicencia para importar cien toneles degualda. Harry Percy está enfermo denuevo. Las autoridades de Yorkshire handetenido a los alborotadores y los handividido entre los que serán acusados dedesórdenes públicos y homicidio, y losque serán acusados de asesinato yviolación. ¿Violación? ¿Desde cuándolos motines por la falta de alimentosincluyen violación? Pero olvido que setrata de Yorkshire.

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—Rafe, traedme el itinerario delrey. Lo comprobaré y con eso habréterminado aquí. Creo que podríamostener un poco de música antes de irnos ala cama.

La corte se dirige al oeste esteverano, a Bristol. El rey está dispuesto aponerse en marcha a pesar de la lluvia.Saldrán de Windsor, luego Reading,Missenden, Abingdon, cruzandoOxfordshire, se animarán, esperemos,tan lejos de Londres; le dice a Rafe quesi el aire del campo surte efecto, la reinavolverá embarazada. Rafe dice que sepregunta si el rey será capaz demantener la esperanza cada vez. Un

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hombre de menor talla se cansaría.—Si salimos de Londres el día 18,

podríamos alcanzarles en Sudely. ¿Nocrees?

—Mejor salir un día antes.Considerad el estado de los caminos.

—No habrá atajos, ¿verdad?No usará vados ni puentes, y, en

contra de su inclinación, se atendrá a loscaminos principales. Unos mapasmejores ayudarían. En tiempos delcardenal, ya se preguntaba si no podríaponerse en marcha un proyecto comoése. Hay mapas, sí, con castillos con suscampos tachonados, sus murallasbellamente tintadas, con sus parques y

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sus cotos de caza marcados por hilerasde árboles frondosos, con dibujos deciervos e hirsutos jabalíes. No esextraño que Gregory confundieseNorthumbria con las Indias, porque esosmapas son defectuosos en todos losaspectos prácticos. No indican, porejemplo, dónde queda el norte. Sería útilsaber dónde están los puentes, y teneruna indicación de la distancia entreellos. Sería útil saber la distancia hastael mar; pero el problema es que losmapas siempre son del año pasado.Inglaterra está rehaciéndosecontinuamente, sus acantilados seerosionan, los bancos de arena cambian

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de posición, los arroyos brotan,burbujeantes, en terreno seco. Lospaisajes por los que nos desplazamos sereagrupan mientras dormimos, e inclusolas historias que nos siguen. Los rostrosde los muertos se desvanecen en otros,como una hilera de colinas en la niebla.

Cuando era pequeño, cuando teníaseis años o así, el aprendiz de su padreestaba haciendo clavos con el materialque cogía de un montón de chatarra.Clavos corrientes de cabeza plana,había dicho, para clavar las tapas de losféretros. Las varillas brillaban en elsuelo, con un vivo color anaranjado.«¿Para qué clavamos a los muertos?»

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El muchacho apenas se detuvo,siguió aplanando las cabezas con dosmartillazos limpios. «Para que esosmalditos cabrones no salgan del ataúd ynos persigan.»

Ahora sabe que no es cierto. Son losvivos los que remueven y persiguen alos difuntos. Sacan los huesos largos ylos cráneos de los sudarios y les metenpiedras en las bocas traqueteantes.Corregimos sus escritos, reescribimossus vidas. Thomas Moro habíapropagado el rumor de que PequeñoBilney, encadenado a la estaca, se habíaarrepentido cuando habían encendido elfuego. No le había bastado con quitarle

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la vida a Bilney; también le habíaquitado su muerte.

Hoy, Moro fue escoltado hasta elpatíbulo por Humphrey Monmouthcumpliendo su tarea de sheriff deLondres. Monmouth es demasiado buenopara alegrarse de su cambio de fortuna.Pero ¿podemos alegrarnos por él?

Moro está en el tajo, puede verleahora. Está envuelto con una ásperacapa gris, que recuerda que pertenecía asu sirviente John Wood. Habla con elverdugo, haciéndole algún comentario,al parecer, limpiándose la lluvia de labarba y la cara. Se quita la capa, cuyoborde está empapado por la lluvia. Se

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arrodilla en el tajo, moviendo los labiosen su última oración.

Él, como todos los demás testigos,se envuelve en su propia capa y searrodilla. Ante el sonido estremecedordel hacha en la carne, alza la mirada. Elcadáver parece haber saltado hacia atráspor el golpe y haberse encogido comoun montón de ropa vieja, en la que élsabe que el pulso palpita todavía. Sesantigua. El pasado se muevepesadamente en su interior, un cambiode plano.

—Así que el rey —dice—. DesdeGloucester sigue hasta Thornbury. Luegola casa de Nicholas Poynz en Iron

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Acton: ¿sabe Poynz en lo que se estámetiendo? Desde allí hasta Bromham…

Precisamente este último año, unerudito, un extranjero, ha escrito unacrónica de Britania que omite al reyArturo basándose en que nunca existió.Una buena causa, si puede sostenerla.Pero Gregory dice que se equivoca,porque si tuviese razón, ¿qué pasará conAvalon? ¿Qué pasará con la espadaclavada en la piedra?

—Rafe, ¿eres feliz? —dice, alzandola vista.

—¿Con Helen? —Rafe se ruboriza—. Sí, señor. Ningún hombre lo ha sidotanto nunca.

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—Yo sabía que tu padre lo aceptaríacuando la viese.

—Es sólo gracias a vos, señor.Desde Bromham (estamos ya a

principios de septiembre) haciaWinchester. Luego, Bishop's Waltham,Alton, de Alton a Farnham. Lo traza, através del campo. El objeto es conseguirque el rey regrese a Windsor a primerosde octubre. Tiene sobre la página elesbozo de mapa, Inglaterra en unallovizna de tinta. Su calendario,rápidamente anotado, escrito al lado.

—Parece que dispongo de cuatro ocinco días. Bueno. ¿Decís que nuncahago fiesta?

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Antes de «Bromham» hace una señalal margen y dibuja un largo arco en lapágina.

—Pues bien, antes de llegar aWinchester, tenemos tiempo libre, ypienso Rafe, que visitaremos a losSeymour.

Lo anota.Primeros de septiembre. Cinco días.

Wolf Hall.

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Nota de la autora

En algunas regiones de la Europamedieval, el nuevo año oficialempezaba el 25 de marzo, día de laAnunciación, que se creía que era lafecha en que un ángel anunció a Maríaque llevaba en su seno al Niño Jesús.Venecia adoptó, en 1522, el 1 de enerocomo principio del año, y los demáspaíses europeos fueron siguiéndola aintervalos, aunque Inglaterra no lo hizohasta 1752. En este libro, como en lamayoría de las historias, los años sefechan a partir del 1 de enero, que se

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celebraba como uno de los doce días delas navidades y era en el que seintercambiaban regalos.

El gentilhombre George Cavendish,después de la muerte de Wolsey, seretiró al campo, y en 1554, cuando subióal trono María Tudor, empezó a escribirun libro: Thomas Wolsey, el difuntocardenal. Su vida y su muerte. Se hanhecho muchas ediciones de él y puedeencontrarse en la red en una edición quese atiene a la ortografía original. Nosiempre es exacto, pero es una versiónmuy conmovedora, directa y legible dela carrera de Wolsey y del papel deThomas Cromwell en ella. Influyó

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claramente en Shakespeare. Cavendishtardó cuatro años en escribir el libro ymurió justo cuando subía al trono Isabel.

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Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a DelythNeil por el galés, a Leslie Wilson por elalemán y a lady Norfolk por elflamenco. A Guada Abale por prestarmeuna canción. A Judith Flanders porayudarme cuando no podía acceder a laBritish Library. Al doctor ChristopherHaigh por invitarme a una espléndidacomida en el salón de Wolsey de ChristChurch. A Jan Rogers por compartir unaperegrinación a Canterbury y una copaen el Cranmer Arms de Aslockton. AGerald McEwen por llevarme en coche

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de un lado a otro y aguantar mispreocupaciones. A mi agente BillHamilton y a mis editores por su apoyoy estímulo. Y sobre todo a la doctoraMary Robertson; su campo comoinvestigadora han sido los pormenoresde la vida de Cromwell, pero me haalentado y ayudado con susconocimientos a lo largo del proceso deelaboración de esta obra de ficción, hasoportado mis especulaciones a ciegas yha sido tan amable como para aceptar lasemblanza que he trazado. Le dedicoeste libro con mi afecto y miagradecimiento.

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HILARY MANTEL (Reino Unido,1952) Estudió Derecho en Londres ytrabajó brevemente en un hospitalgeriátrico, experiencia que reflejó mástarde en sus novelas. En 1977 setrasladó a Botswana y en 1982 a ArabiaSaudí, donde está ambientada su terceranovela. Ha obtenido numerosos premios

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literarios por sus novelas y libros deviajes, pero su mayor éxito lo haalcanzado con En la corte del lobo. Enla actualidad está trabajando en lacontinuación. Hilary Mantel hizohistoria al ganar por segunda vez ManBooker Prize, algo que no habíaconseguido antes una mujer ni un autorbritánico. En 2009 lo hizo con En lacorte del lobo y en 2012 con Bring UpThe Bodies, ambas novelas de unatrilogía sobre la vida de ThomasCromwell.

Además, colabora con artículos yensayos para periódicos y revistas tanimportantes como The Guardian,

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London Review of Books y New YorkReview of Books.