En Nod, Al Oriente Del Eden

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La muerte de Abel a manos de Cain sigue girando infinitamente en la rueda de los ciclos.

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En Nod, al Oriente del Eden.

Raúl Oscar IfranPunta Alta. Buenos Aires. Argentina

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El mayor de los muchachos Mc. Adams estuvo largo rato sentado en el escritorio del gerente gene-

ral, su padre. Sabía que él no aprobaría esta actitud, no le agradaba que ocuparan su lugar y menos

que lo hiciera él, el vago, el inútil de la familia.

Seguramente la reacción no sería la misma si el autor del atrevimiento fuera el menor de los mu-

chachos Mc. Adams. A él, todo le estaba permitido porque lo que él hacía invariablemente estaba

bien hecho, amén de que por una cuestión de respeto, el menor de los Mc. Adams nunca se sentaría

en el lugar de su padre en el escritorio principal de la monumental empresa.

Cerró los ojos como para defenderse de la ociosa jaqueca que lo acorralaba. Imaginó que lo natural

era que los primogénitos se convirtieran en la mano derecha de los padres. Reconoció que le faltaba

ingenio, voluntad, energía, sinceridad, honestidad y un par de virtudes más, completamente necesa-

rias, pero se negaba a ser relegado, olvidado e innecesario. En ese momento operó por primera vez

el prodigio.

Le llamaron mucho la atención las rústicas prendas de lana que cubrían su cuerpo y las sandalias de

cuero que envolvían sus pies. Más aún, lo turbaron las interminables dunas de arena calcinada que

lo rodeaban. El efecto era tan poderoso que creía sentir bajo sus plantas ese universo de piedras des-

menuzadas que el encantamiento esparcía. Le dolían las manos y cuando las contempló notó que es-

taban erosionadas por el duro contacto con la tierra, casi le costaba reconocerlas como propias. Aún

le sofocaba el pecho la angustia de haber sido severamente reprendido por el padre. Los frutos de su

recio trabajo no habían servido para obtener un reconocimiento que él consideraba merecido. Todos

los elogios, todas las bendiciones, todas las alabanzas se las había llevado el hermano menor. Todo

este manejo era injusto y desigual. En tanto él seguía esperando sin saber qué, en medio del páramo

apenas agitado por el viento y severamente agredido por el sol. Es decir, lo sabía él, el del sueño,

pero ese conocimiento no le era revelado a quien soñaba.

En ese momento el brusco cabeceo lo devolvió a la realidad. Se había adormilado sentado en el es-

critorio de su padre como si estuviera en el banquillo del acusado. Los nervios, la gran tensión que

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cargaba sobre sus espaldas le habían jugado una mala pasada. Lo peor era que ese lastre mortifican-

te no cedía un ápice, era la piedra de Sísifo, el buitre de Prometeo, un calvario que se repetía y pro-

longaba alimentado en su propio ejercicio.

Se puso de pie y miró por la ventana. Una plácida tarde se extendía más allá de los altos rascacielos.

Sin quererlo observó sus dedos largos, finos y blancos y sonrió ponderando el contraste con las ma-

nos de la fantasía recientemente adquirida. Por la venida circulaba como una flecha el BMW-MZ3

color celeste cielo de su hermano. El auto mismo era todo un símbolo de su categoría de elegido.

Cuando el menor de los muchachos Mc. Adams entró al suntuoso despacho del gerente general de

la empresa se topó con una tormenta, una borrasca con llamaradas del infierno en la cara de su her-

mano mayor.

− estarás muy conforme con tu gran performance- le espetó con ironía- la última soberbia

actuación del infalible de los Mc. Adams!- agregó con fingida solemnidad.

− No pienso gastar mis energías discutiendo- replicó el menor- de modo que cortala, viejo.

− Es fácil hacer méritos desprestigiando el esfuerzo de los demás- continuó el mayor como si

no lo hubiera oído.

− Mira, entre nosotros dos hay una diferencia básica y es que tú vives de la empresa y yo

vivo para la empresa.

− ¡Qué grande tú con tus eufemismos, con tus undisonantes juegos de palabras! Error. Hay

otra diferencia más, y es que yo soy un reverendo pelotudo y tu eres un grandísimo hijo de

puta, alcahuete y advenedizo.

El menor no le temía a la confrontación como a la vulgaridad. Cuando el debate adquiría ribetes de

bajeza era el momento de enfriar las aguas.

− para la próxima vez que insultes, piensa primero si no te ensucias a ti mismo con tus

blasfemias. El menor de los Mc. Adams salió del recinto y el mayor se tomó la cabeza con ambas manos. Tuvo

un pequeño mareo, un ligero vahído que pareció querer arrancarle la conciencia del cuerpo. Curio-

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samente, el sueño anterior recurrió con el mismo alarmante realismo.

El seguía allí, en la candente desolación, escapando angustiosamente, ocultándose tras los promon-

torios rocosos, sin conocer la determinación que lo guiaba pero aceptando que quien él era en el

sueño sí lo sabía. Furioso, se quitó la cascada de sudor que brotaba de su frente. Un escorpión per-

seguía su presa entre las piedras. Con primitiva simplicidad la atrapaba y la abatía de un aguijonazo.

Observó con cierto morboso placer las convulsiones mortales de la víctima.

Odiaba a su hermano menor, porque en el sueño había un hermano menor sin nombre ni rostro. Lo

odiaba salvajemente, con un odio sin límites, un odio venido de la raíz de los celos y la envidia don-

de germinan los frutos más amargos y ponzoñosos. Lo odiaba aún así, vistiendo tan extraño con ese

vestido de lana y calzando unas humildes sandalias de cuero. Lo odiaba aún en medio de ese paisaje

vacío, llano y calcinado donde era más sencillo y urgente pensar en sobrevivir que en odiar, y donde

entendía que no existían las corporaciones, los vehículos, los trajes y los perfumes franceses.

El portazo que repitió el menor de los Mc. Adams, esta vez para regresar, lo arrancó de ese peldaño

surrealista en el que se hallaba estacionado. Sentía contra la piel la sudada camisa blanca y en torno

a la garganta la corbata a medio anudar. El reloj de oro parecía tomarle el pulso presionando las tur-

gentes y azules venas. Otra vez desfilaban frente a él sus temidos fantasmas cotidianos; una sombra

informe conducía el impresionante, el cinematográfico BMW celeste y el odiado enemigo de su

sangre lo atropellaba como un desafío, como una provocación de la vida.

− no deberías estar en el sillón de papá. ¿Porqué mejor no te tomas el día y te vas a casa a

serenarte un poco?

Esta benevolencia que lejos de ayudarlo lo humillaba fue la gota que colmó el resquebrajeado vaso.

En el cajón superior del escritorio asomaba la culata de una Parabellum nueve milímetros. Era un

arma importante, una joya de la mecánica, era ideal para alguien que amara la importancia y los

detalles delicados. Todo sucedió tan rápido que el menor de los Mc. Adams apenas si tuvo tiempo

para esbozar un gesto de sorpresa. El disparo lo alcanzó en medio del pecho. Cayó sin un grito

mientras un pequeño asterisco rojo aumentaba presurosamente en la impecable camisa blanca.

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Atraída por la explosión del balazo, la secretaria del gerente general entró a la oficina. Ante la trá-

gica escena que se ofrecía a sus ojos prorrumpió en histéricos y estridentes chillidos. Como el ma-

yor de los hermanos aún empuñaba el arma que destilaba un delgado e inconstante hilo de humo

blanco, la mujer salió pavorosamente del lugar sin cejar en su acceso de llanto desgarrador. Un gran

alboroto se armó en los pasillos donde se mezclaban de repente todas las voces, las corridas y los

golpes. El mayor de los Mc. Adams reclinó la frente agobiada sobre las manos entrelazadas, como

para negarse a ver la realidad, como para circunscribir la visión a ese pequeño espacio geométrico

que limitaban sus brazos, como para desconocer el piso de repente encharcado de sangre, como pa-

ra renegar de la oficina y la gente espantada, como para desmaterializar el cuerpo de su hermano

menor exánime sobre la alfombra. Un ululante enjambre de sirenas apuntaba sus aguijones sonoros

hacia el edificio de la corporación. Entonces ocurrió el milagro.

Apareció de nuevo entre las dunas, entre los cascotes polvorientos con esa sensación de haber corri-

do mucho y de haber odiado mucho y de haber temido mucho. La gargante le pedía imperiosamente

un trago de agua y la piel color cobre imploraba un recodo de sombra para aliviarse. Recordaba ha-

ber odiado mucho a un hermano menor y sufría la lanza de la injusticia- injusticia según su propio

juicio y su propio veredicto- lacerándole el costado izquierdo.

Lo sobresaltó el ruido de una piedra rodando, que en su caída engendró una pequeña avalancha de

pedregullo. Era demasiado vívida la impresión, demasiado real el mecanismo del momento. En sus

fueros más íntimos, en el plano más consciente de su propiedad, reconocía estar viviendo un sueño.

En ese sueño asentía el drama acaecido y aguardaba el impacto que lo despertara y lo hiciera reasu-

mir la vigencia de su vida. Esto no sucedía. Se sintió alentado por esta continuidad. El desierto, el

sol, su pobre ropa que olía a sudor, sus manos curtidas no desaparecían. Buscó en el mismo sueño

una explicación medianamente razonable. Tal vez no quería despertar, no quería abandonar un sue-

ño que era como una cueva donde guarecerse, como una habitación donde protegerse de una reali-

dad indeseable. El roce con una espina le provocó un dolor agudo. Se mordió los labios y vio como

un espeso goterón se deslizaba por el brazo. Se lamió la sangre y el sabor le resultó demasiado con-

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creto, demasiado definido. Saltó, gritó, giró en el aire para comprobarlo y era cierto. Ahora estaba

en ese misterioso desierto de arenas silenciosas y por alguna permutación inexplicable de los órde-

nes esa era la verdad ahora, y no la desdichada instancia de la corporación, de la ciudad erizada de

rascacielos, de la avenida estrangulada por el tráfico y de su hermano asesinado. Es más, no alcan-

zaba a discernir si el sueño no había sido el otro, aquel muchacho de traje y corbata en medio de la

suntuosa oficina de pronto asaltada por sirenas. Empero había un hermano no concreto, una sensa-

ción poderosa, que envenenaba su pensamiento y aceleraba los pulsos de su corazón.

Entonces oyó atronando el aire, omnipresente, abarcándolo todo e imposible de ignorar, la portento-

sa voz, la temible voz de la que huía. A su eco hubo un revuelo de arenas, un remolino de piedras y

las nubes giraron en círculos poderosamente arreadas.

− ¿Dónde está tu hermano?- preguntó la voz

− No lo sé ¿Acaso es mi obligación cuidar de él?

La voz siguió pulsando sus miedos ancestrales.

− ¿Porqué has hecho esto? La sangre de tu hermano derramada en la tierra me demanda a

gritos justicia. Por eso quedarás maldito y expulsado de la tierra que se ha bebido la sangre

de tu hermano a quien tú mataste. Aunque trabajes los surcos, no volverán a darte sus frutos.

Andarás vagando por el mundo sin poder descansar jamás.

− No puedo soportar un castigo tan grande. Hoy me echas afuera de esta tierra y tendré que

vagar por el mundo lejos de tu presencia sin poder descanzar jamás; y así, cualquiera que me

encuentre me matará.

La voz contestó sin inmutarse, sin conmoverse, con una autoridad perfecta.

− si alguien te mata, será castigado siete veces.

Entonces el Señor le puso una señal en la frente para que el que lo encontrara no lo matara. Y Caín

se fue lentamente del lugar donde había asesinado a su hermano Abel y donde había estado hablan-

do con el Señor, y se quedó a vivir en la región de Nod, que está al oriente del Edén. Nunca llegó a

descifrar la señal, el símbolo, el significado del extraño sueño de aquel día.