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Año XXVIII / Nº184 / Junio - Julio 2020 / Comisión Episcopal de Liturgia / ECUADOR EN TIEMPO DE PANDEMIA Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo La consagración del Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús Solemnidad de los santos Pedro y Pablo SE RECOMIENDA TENER INSTALADO EL ACROBAT READER PARA UNA MEJOR EXPERIENCIA DEL DOCUMENTO |1| IR AL ÍNDICE PÁG. SIG. PÁG. ANT. IR A LA PORTADA

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Año XXVIII / Nº184 / Junio - Julio 2020 / Comisión Episcopal de Liturgia / ECUADOR

EN TIEMPO DE PANDEMIA

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

La consagración del Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús

Solemnidad de los santos Pedro y Pablo

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Índice

Revista de Liturgia y PastoralRevista bimestral de Liturgia para sacerdotes,religiosos y agentes de pastoral.Órgano oficial de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana.AÑO XXVIII N° 183, Ciclo AJunio - Julio 2020Edición:Comisión Episcopal de LiturgiaConferencia Episcopal EcuatorianaFotografías: Archivo CEE, ShutterstockCaricatura:FanoDiseño y diagramación:Ma. Fernanda MorenoImpresión: Imprenta Don Bosco, QuitoCorrespondecia y Suscripciones:Conferencia Episcopal EcuatorianaLibrería de la Conferencia Episcopal EcuatorianaApartado: 17-01-1081, QuitoAutorización: SENAC SPI 647Telfs.: (593-2) 222 3137 / 138 / 139, Ext.: 300 / 308E-mail: [email protected]ón anual por correo:Nacional 24 USD / Exterior - De acuerdo al país de destino

X DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020 6SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

XI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020 8

XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020 11

XIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020 14

XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020 16

XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020 19

XVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020 21

XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020 24

DECRETO 27

EN TIEMPO DE PANDEMIA 28

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo 33

La consagración del Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús 37

Solemnidad de los santos Pedro y Pablo 40

RITUAL DE LAS EXEQUIAS EN FAMILIA, Y RESPONSO POR LOS DIFUNTOS 43

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1. Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdo-te: el jueves posterior a la solemnidad de Pente-costés celebramos la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Esta fiesta fue introducida en Es-paña en 1973. Además de España, otras Conferen-cias Episcopales incluyeron esta fiesta en sus calen-darios particulares y entre ellas, también Ecuador. Como sabemos el Nuevo Testamento no utiliza el término sacerdote para referirse a los ministros de la comunidad. Lo reserva para denominar a Cristo (Hb 6–10) y al pueblo de Dios que todo es sacerdo-tal (1 Pe 2,9). Mediante el Bautismo, todos hemos sido configurados con Cristo Profeta, Sacerdote y Rey. Nuestra vida es sacerdotal en la medida en

que, unida a la suya, se convierte en una completa oblación al Padre. San Juan Pablo II, dirigiéndose a todos los sacerdotes del mundo, les exhortaba con es-tas palabras: “¡al celebrar la Eucaristía en tantos altares del mundo, agradecemos al eterno Sacerdote el don que nos ha dado en el sacramento del Sacerdocio!”.

EDITORIAL

unio, el mes dedicado por la Iglesia a solemnidades muy entrañables que nos indican la infinita misericordia de nuestro Señor Jesucristo, quién está con nosotros hasta la consumación de los tiempos y sigue alimentándonos para tener vida y ésta en abundancia.

Este encuentro profundo con un “Dios que tiene cora-zón, y que se da como alimento” nos impulse como a los santos Pedro y Pablo a una misión evangelizadora eficaz.

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2. Conmemoración de la consa-gración del Ecuador al Sagra-do Corazón. Día de la oración por la Patria Ecuatoriana: El 18 de octubre de 1873, el gobernante cató-lico Gabriel García Moreno, con Decreto presidencial, consagró el Ecuador, al Sa-grado Corazón de Jesús, como deseo y promesa de un pueblo que levantó su voz al Creador. El ejemplo dado por el Ecuador al consagrarse al Sagrado Corazón (gesto jamás antes visto en la historia, pero pos-teriormente reproducido por otras nacio-nes) representó no sólo un acto espiritual sino también un llamado a la conciencia común contra los enemigos de la Fe, la Familia, la vida y la sociedad, avivando por ello la eficacia de la unión entre Estado e Iglesia, y remarcando a esta como la propulsora de una vida terrenal virtuosa que acerque al pueblo al Reino de los cielos. En esta fiesta especial para nuestro país, es una valiosa oportunidad para intensificar el culto al Sagrado Corazón de Jesús a fin de que, regenerado el hombre por la gracia de Dios y comprendiendo que debe ser el centro de sus afectos, pueda reinar en el mundo aquella paz que produce el orden del cual tan distantes estamos.

3. Santos Pedro y Pablo: Esta-mos tan acostumbrados a mencionar a san Pedro y san Pablo que podemos olvidar la importancia de su misión en los orígenes de la Iglesia. El texto de los Hechos de los Apóstoles que se lee en esta solemnidad (Hech 12,1–11) nos remite a un momento bellísimo en el que el artista Rafael Sanzio, en 1514, dejó plasmada la liberación de Pe-dro, en un hermoso fresco, que se encuen-tra en el Museo Vaticano. Herodes lo había metido en la cárcel durante la semana de Pascua. Pero “mientras Pedro estaba en la

cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él”. Orar por Pe-dro era un deber de gratitud y de amor para la primera comunidad de Jerusalén.

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Pedro será bien consciente de que esa oración le ha “liberado de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos”. También Pablo es consciente de que el Señor lo ha liberado de la boca del león y lo seguirá librando de todo mal, sal-vándolo para su Reino. (2 Tim 4,17–18). A estos pilares de la fe de la Iglesia cele-bramos hoy en una misma fiesta. Su diferencia de talente y de opiniones no los separó en vida de la gran misión que les fue confiada por su Señor ni los aleja, ahora en nuestra veneración. Así, pues, los dos Apóstoles y pilares de nuestra fe han sido liberados por Dios para convertirse en agentes de la liberación que nos proporciona el Evangelio de Jesucristo.

4. El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo: Después de la multiplica-ción de los panes y los peces, las gentes siguen a Jesús. En realidad, tienen ham-bre de pan y hambre de orientación para la vida. De sobra sabe Él que muchos lo siguen por el interés. Pero en el largo dis-curso que pronuncia en la Sinagoga de Cafarnaúm, Jesús explica el sentido últi-mo del pan que él ofrece a las gentes. La multiplicación de los panes revela lo que el Maestro es y la misión que le ha sido confiada. En el texto bíblico de esta solemnidad (Jn 6,51–58), Jesús recuerda el maná del desierto: “este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron. El que come este pan vivirá para siempre”. Vivir y vivir con dignidad es una aspiración universal. Vivir para siempre parece una uto-pía o un milagro inalcanzable por las solas fuerzas humanas. Pero Jesús anuncia que el pan de su vida y el pan de su palabra anuncian y realizan ese milagro de la vida sin término. En esta fiesta, en que veneramos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, meditamos y agradecemos el don de su Cuerpo y de su Sangre.

Acudamos como nación que confía, teniendo la certeza que toda dificultad, situación o

problema sólo se enfrenta con paz uniéndonos íntimamente a Jesús Pan de Vida.

“Dios de Amores, santa Eucaristía, mira al Pueblo de tu Corazón”

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Conocemos a Dios a través de Jesús. Algunos de los versículos finales de este pasaje se leen en la fiesta de la Santísima Trinidad, del ciclo A. Por eso trataré de ahondar en esta verdad fundamental de nuestra fe.

La palabra “misterio” ha sido muy utilizada desde el principio por el cristianismo y también se emplea mucho ahora. Pero con sentidos muy distintos: cuando la decimos ahora, pensamos en un problema

que no podemos entender; cuando la decían los primeros cristianos, querían expresar una realidad llena de vida.

La Trinidad no es ningún rompecabezas, aun-que con frecuencia nos dejamos atrapar por un problema de matemáticas, tan de moda en nuestra sociedad: uno igual a tres, que es imposible. No es con las matemáticas como podemos abordar este misterio. Hemos de afrontarlo desde un punto de vista existencial.

El dogma no es un enunciado, sino un medio para ayudarnos a conocer la rea-lidad. Cuando hablamos de la vida íntima de Dios estamos expresando, a la vez, la clave o la raíz de ser hombres en el mundo. Desde la experiencia del mundo en profundi-dad y de nosotros mismos, podemos llegar a ras-trear a Dios (Rom 1,19-23).

La Trinidad es para nosotros un misterio de salvación, de vida en plenitud. Dios es inde-finible, impensable, respuesta total y auténtica a las aspiraciones de los hombres. Dios es lo primero y lo último, lo profundo, el fundamento de todo lo que existe. No tenemos palabras para expresarlo. Es tan claro, que no hay pruebas. Es tan hondo, que no se ve con los ojos corporales. Es una llamada, una experiencia más seria que todas las demás. Es un acto de fe, una sugerencia aclaradora, una aventura y, a la vez, base de todo. A Dios lo vamos conociendo a través del Hijo. Y creemos que la comunidad de vida que es

X DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

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Dios es posible en nosotros, es una realidad en nosotros gracias al Espíritu. La Trinidad tiene que estar presente en cada momento de nuestra vida, porque es la vida del hombre. Sólo desde la Trinidad se nos aclaran todos los interrogantes que nos van surgiendo a través de nuestra

vida: qué es vivir, por qué no podemos ser felices solos, por qué nos gustan muchas cosas, pero ninguna nos llena,

la sed de infinito y plenitud...

Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha co-

nocido a Dios, porque Dios es Amor. (1Jn 4, 7-8)

¿Quién de nosotros puede afirmar de verdad que ama? ¿No somos egoístas incluso cuando amamos? ¿Quién puede decir que ha puesto en común todo lo que es y todo lo que tiene? Entonces, ¿cómo «ver» a Dios? (Mt 5,8).

Vivimos apoyados en la miseria de los pobres, edificamos sobre los que pasan hambre, nuestra comodidad es fruto de los que trabajan como esclavos, perdemos el tiempo de un modo lamentable, mientras tantos de nuestros hermanos necesitarían que les dedi-cáramos ese tiempo nuestro desperdiciado...

¿No estamos sordos ante el gemido de los que sufren, impasibles ante el silencio de los que se tienen que callar a la fuerza, insensibles ante los encarcelamientos por causa de la insoportable corrupción de nuestra sociedad, indiferentes ante los que nos niegan los derechos humanos más elementales?

Nuestra vida no manifiesta amor. Estamos llenos de fariseísmo, de cultos, de palabras de Dios, mientras los que nos ven tienen que exclamar: ¡el Dios de los cristianos ya ha muerto!

Jesús nos trajo la vida eterna. ¿Cómo pretendemos poseer la vida, si la hemos matado? Llegamos a llamar a la tiniebla luz y luz a la tiniebla. Escribimos un evangelio de burgueses satisfechos y nos creamos nuestro Dios, que es una grotesca caricatura del verdadero. Vivimos solos, desterra-dos, incapaces de aceptar a los otros, incapaces de hacer la igualdad, incapaces de crear un ámbito de libertad y de justicia. Los cristianos hemos arrasado dema-siados valores para que podamos ver el futuro con optimismo. Me parece que se está generalizando el concepto, al decir que “el mundo llamado cristiano”, es el culpable de las injusticias en el mundo. Y del hambre. El mensaje cristiano que nos hemos fabrica-

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do está al margen del mundo; tenemos miedo al mundo de hoy y al futuro, a la novedad y al riesgo; dudamos de la fuerza transformadora del evangelio. Tenemos miedo por-que carecemos de la fe en el Dios de Jesús. Nos dedicamos a transmitir normas y ritos en lugar de ser transmisores del amor universal. Buscamos en ideologías o políticas -»cisternas rotas»- lo que hemos sido incapaces de encontrar en el evangelio.

A pesar de todo, el amor de Dios está en el mundo, ofrecido. Dios sigue empeñado en salvarnos. Podemos volver del aislamiento y del destierro. ¿Seremos capaces de acep-tar que el amor salve nuestras vidas?

XI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020

Escogidos y enviados a las ovejas perdidas. Este pasaje del evangelio de hoy es fundamental para determinar la fisonomía que la Iglesia deberá tener en los siglos que restan hasta la segunda venida de Cristo. Esboza las gran-des líneas de la misión de los Apóstoles y de la Iglesia.

El discurso de Jesús arranca de la compasión que el mismo Jesús siente por la multitud. No es la primera vez que un relato importante comienza por

esta situación, y ya encontramos esto en Marcos (6, 34), con ocasión de la multiplicación de los panes. El Señor constata las necesidades de la multitud y se conmueve. Esa mul-titud tiene necesidad de guías; es una buena simiente y podría dar frutos. Pero faltan obreros. Ante esta situación, Cristo recomienda orar, a fin de que el dueño de la mies envíe obreros a su mies.

Y es este el momento escogido por Jesús para designar a un grupo de hombres que serán esos obreros de pri-mera fila. De este modo, la elección de los apóstoles, su misión y la misión de la Iglesia que va a nacer tie-nen como punto de partida la infinita compasión de Jesús por la multitud.

Jesús ve a esa multitud abatida, fatigada y sin pastor. El pastor, el guía, es una imagen frecuente en el Antiguo Testamento, sumamente sensible a la experiencia de un pueblo desamparado. El libro de los Números nos presenta a Moisés frente a la angustia que le ocasiona la visión del pue-blo abatido y sin guía, y suplica al Señor que suscite un guía que se ponga a la cabeza de dicho pueblo (Num 27, 17). El profeta Zacarías describe a ese pueblo que emigra como ovejas sin pastor (Zac 10, 2). Jesús, pastor por excelencia, se

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conmueve y anhela el envío de guías y obreros a la mies. Hay pocos obreros, lo cual debe animar la oración de los após-toles, a fin de que acudan obreros a ofrecer sus servicios. Sabemos que la imagen de la siega no es infrecuente ni en el Antiguo Testamento, donde sirve más bien para re-ferirse al último día (Jer 51, 33; Joel 4, 13), ni en el Nuevo, donde dicha imagen sirve para designar el trabajo que

hace germinar y la discriminación entre el grano bueno y el malo, al Señor que siembra personalmente la buena semilla

y, por último, los últimos tiempos y el juicio final (Mt 13, 30: 13, 39). Pero es preciso orar para que se realice la siega. Orar, porque

es el Señor quien, en definitiva, es el dueño de la mies. Cristo escoge en-tonces a los primeros segadores. Llama a los Doce y les inviste de poderes, poderes que se determinan con toda precisión en el texto. Poderes, por otra parte, que pueden extrañarnos: expulsar los malos espíritus, curar todo tipo de enfermedad y de dolen-cia. Atribuciones extrañas a primera vista. Y sin embargo, cuando leemos a san Ma-teo, vemos que esta actividad misionera fue en primera instancia la actividad de Cristo. «Recorría Jesús toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23); «Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolen-cia» (Mt 9, 35). Por eso, los Doce son enviados con el poder de curar toda enfermedad y toda dolencia y expulsar demonios. Cumplen la misma función que Cristo. A nosotros, sin embargo, se nos invita a trascender el nivel de las enfermedades físicas. Según san Mateo, los discípulos son llamados para hacer lo que ha hecho Cristo. Ahora bien, Cris-to, en cumplimiento de la profecía de Isaías que recoge Mateo (8, 17), «tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Is 53, 4). El misionero es el servidor de Dios; por consiguiente, debe llevar la carga de los otros. Tiene el papel de anunciador del reino: por eso expulsa a los demonios y cura las enfermedades. Inmediatamente después, Mateo da la lista de los Apóstoles escogidos de ese modo por Jesús.

Por último, el Señor les da unas instrucciones bien concretas: No deben dirigirse a los gentiles ni a los samaritanos; deben dirigirse más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Nos hallamos en los primerísimos momentos de la misión de los Apóstoles, antes incluso de que Jesús hubiera acabado de realizar la tarea que culminaría en el misterio pascual. En consecuencia, limita el trabajo de los Apóstoles a Israel: después de Pascua, los misioneros serán enviados a «instruir a todas las naciones» (Mt 28, 19).

Las actividades apostólicas consisten sobre todo en anunciar la presencia del reino. Por eso, como hemos visto, curan las enfermedades, resucitan a los muertos, limpian a los

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leprosos, expulsan a los demonios, signos todos ellos de la presencia del reino. Han sido llamados por concesión gratuita de Cristo, sin haber hecho el menor mérito y, por consiguiente, deben dar de modo gratuito.

-Un reino de sacerdotes (Ex 19, 2-6): Lo que el Señor hace por sus apóstoles, el Dios de Israel lo había hecho, en cierto modo, por todo su pueblo. Todo su pueblo debía ser mi-sionero, anunciar a las naciones el carácter único de su Dios y su Alianza con él. El pueblo de Israel no podía ser, pues, un pueblo cerrado en sí mismo. Si es un pueblo privilegiado, debe demostrarlo: ha de hacer conocer a las naciones este testimonio de la Alianza.

Es en este sentido como hay que entender la expresión «un reino de sacerdotes». No se trata ya de pensar que todo Israel pertenece a una clase sacerdotal. Hay que pensar más bien, en el ministerio de todo el pueblo que, por una parte, participa de la realeza de Dios y, por otra, debe comportarse de una manera sacerdotal porque ha sido segre-gado y tiene que orar, interceder por las otras naciones, ofrecer el sacrificio, hacer conocer al Señor. El pueblo es, consiguien-temente, un pueblo santo, es decir, un pueblo que vive en intimidad con el Señor; su misión consiste, sobre todo, en anunciar esta intimidad a las naciones. Así, del mis-mo modo que Moisés fue enviado para decir al pue-blo abatido que era un pueblo, un reino de sacerdo-tes, una nación santa cuya misión particular consiste en anunciar su intimidad con Dios, del mismo modo escoge Cristo a sus apóstoles y los envía a las ovejas perdidas de la casa de Israel.

Estas dos lecturas son ricas en enseñanzas para nosotros, y ello a dos niveles. En primer lugar, al nivel del universalis-mo. Si Mateo nos transmite palabras de Jesús que se refieren a la primera etapa de la misión de los apóstoles -etapa que pronto será superada por el anuncio del reino a todas las naciones-, si la lectura del Éxodo nos muestra a un pueblo escogido, la redacción del texto parece abrirse ya a un cierto universalismo. El pueblo de Israel debe dar testimonio de que es una nación santa. La misión está abierta a todos los pueblos. Lo mismo sucede con la Iglesia, que nunca puede cerrarse en sí misma, sino que su vocación misionera y su apostolado entre todas las naciones forman parte de su misma definición.

En segundo lugar, al nivel del «sacerdocio». El Concilio Vaticano II, en su constitución Lumen Gentium, quiso poner de relieve con toda precisión el carácter sacerdotal del nuevo pueblo de Dios que somos nosotros. Después de afirmar que el único sacerdo-te, de hecho, es Cristo, muestra como su sacerdocio es participado de dos maneras esencialmente diferentes. Si todo el pueblo de Dios es sacerdotal, sin embargo, hay que

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matizar esta afirmación. No es que el sacerdocio de los fieles sea únicamente analógico: es un verdadero sacerdocio. Pero es esencialmente diferente del sacerdocio ministerial conferido por la ordenación. Todo el pueblo de Dios está llamado a ser misionero, a interceder, a ofrecer el sacrificio. Pero su actividad no es la del sacerdocio ministerial, que significa una participación particular en el sacerdocio de Cristo, en un grado más elevado y con un poder esencialmente diferente: el sacerdocio ministerial está encarga-do de actualizar en el presente los misterios de la salvación; el sacerdocio de los fieles puede participar íntimamente en estos misterios actualizados por el sacerdocio minis-terial. Esta precisión del Concilio y esta vuelta al sentido sacerdotal de todo el pueblo de Dios es importante. Porque la Iglesia no es sólo una institución, un cuerpo jerárquico, sino que es «una sola cosa», lo cual no suprime las distinciones y la organización. Cada miembro tiene su lugar y su función misionera, orando, enseñando y ofreciendo el sa-crificio según el rango que le haya sido otorgado.

Cada fiel es invitado, de este modo, a controlar su propia manera de concebir la Iglesia y su propio papel dentro de la misma, debiendo aceptar el hecho de que no puede ser verdaderamente cristiano si no cumple su misión de enviado y de «escogido» según el designio de Dios.

El salmo 99, que se utiliza como responso de la primera lectura, canta nuestro reconoci-miento al Señor por lo que ha hecho con nosotros: “Sabed que el Señor es Dios; que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño”.

XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020

En el texto que acabamos de leer, Jesús invita por tres veces, a los suyos, a no tener miedo. Esas palabras suyas, esa insistencia en que perdamos el miedo, no han perdido, en absoluto, vigencia; antes, al contrario, son mu-chos los que, hoy en día, viven sumidos en el miedo o, en el mejor de los casos, lo camuflan de mil formas para no hacer frente a esa realidad que, a pesar de todo, sigue estando ahí, minando nuestras alegrías, nuestras

seguridades, nuestras confianzas.

Miedo al paro, a la guerra, al desastre nuclear, a perder votos, a no conseguir el poder, a no conservar la categoría social, a no «triunfar» en la vida, a la oposición, al terrorismo, a la inflación, a la sequía, al hambre, a la soledad, al dolor, a la enfermedad y, sobre todo, miedo a la muerte, como síntesis total de todos los posibles fracasos que en la vida se pueden dar.

Hay, ciertamente, muchas más formas y situaciones de temor, de miedo, de pánico. No se trata de hacer una lista completa. Cada uno conoce sus miedos personales y ésos son los que de verdad cuentan.

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A estos hombres concretos de nuestro tiempo, con sus nombres y apellidos, con sus problemas y miedos personales, Jesús les dirige esa invitación por tres veces repetidas. No se trata de una afirmación abstracta y general. Va dirigida a todos y cada uno de no-sotros. Pero, ¿por qué no hemos de tener miedo? Las cosas no están para bromas y la verdad es que el miedo, además de estar frecuentemente justificado por la dura y triste realidad, puede incluso ser un buen mecanismo de precaución y defensa.

Pues bien, a pesar de todas nuestras consideraciones, a pesar de toda la parte de razón que tenemos -o parecemos tener- en nuestra justificación de nuestros miedos, Jesús insis-te: «No tengáis miedo». Y nuestra pregunta sigue sin respuesta: ¿Por qué no hemos de tener miedo? Tres razones básicas aparecen en el texto para justificar nuestra confianza:

-Su plan, su mensaje, su anuncio, se cumplirán. Es verdad que habrá oposiciones de todo tipo: religiosas, políticas, económicas, sociales, psicológicas...; habrá -y hay- incom-prensiones, y reveses, problemas y fracasos, persecuciones y muerte. Pero, frente a

esta historia, aparentemente negativa, hay otra historia, que hay que sa-ber verla, y es que la historia de Dios, la historia que, a veces de

forma imperceptible, pero inapelable, va llevando al hombre a las manos de Dios.

Cielo y tierra pasarán, pero no sus palabras. Es la seguridad que da Jesús; una seguridad que no es sólo palabras; es, también, acción; ahí está su propia resurrección procla-mando, de antemano, el triunfo final. Claro, esto sólo «lo ve quien saber ver».

La solidaridad de Jesús es la segunda razón, estrechamente unida a la primera. Él no ha dudado en asumir nuestra con-

dición, incluidos los miedos a los que quiere dar respuesta. Él se ha hecho hombre para que nosotros podamos alzarnos hasta Dios

nuestro Padre. Quien confía en Jesús verá como Jesús sale fiador por él a la hora de la verdad; pero, eso sí; hay que confiar en él de forma incondicional; si recelamos, si duda-mos..., entonces seremos nosotros mismos quienes no podremos estrechar esa mano que Jesús nos tiende. Él ha estado junto a nosotros y ahora sigue entre nosotros. De una forma todo lo misteriosa que queramos, pero el hecho es que aquí está, y son muchos los que dan testimonio de esto.

Por muy solos que nos parezca estar, no lo estamos; él nos acompaña, él sigue siendo solidario con nosotros; nada de lo que nos suceda le es ajeno; a veces no compren-demos el porqué de muchas situaciones, de muchos acontecimientos; pero él sigue a nuestro lado, dándonos la fuerza necesaria y suficiente para seguir confiando en él, incluso cuando más difícil nos puede resultar.

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El miedo. Y hay una tercera razón. Más arriba decíamos que en ocasiones la verdad es que el miedo está perfec-tamente justificado. Si ese miedo es a la muerte, que es el fin de todo lo que tenemos y somos, que es el fracaso culmen de todos los fracasos que en la vida podamos ex-perimentar, entonces sí que parece que no hay ninguna duda: lo más normal, lo más lógico, es tener miedo.

A este «miedo definitivo» también Jesús da una respuesta. Una respuesta que consiste en hacernos conscientes de cuál es la realidad del hombre. Hay una realidad más amplia, más profunda, más definitiva que la realidad que vemos cuando contemplamos la muerte. Y esa rea-lidad más amplia y más profunda es que la muerte física no es, de ninguna manera, el fin de la persona.

La integridad de la persona no se agota con la integridad física; la integridad de la persona no muere a manos de la enfermedad, del accidente o del arma asesina. La integridad de la persona va mucho más allá de la integridad física. El único que puede destruir esa integri-dad personal es Dios. ¡Pero Dios está de nuestra parte! Por eso no hay lugar al miedo.

La muerte, la destrucción física de la persona, también tiene un sentido, una razón de ser. En la muerte, Dios no está ausente: está presente, y lo está dando vida, recogiendo en su regazo a la persona, que conserva así su integridad personal para siempre, parti-cipando de la misma vida de Dios.

Es verdad que en estas palabras muchas cosas nos pueden sonar a misteriosas; es ver-dad que a veces nos es difícil o imposible comprender todo esto. Pero no podemos olvi-dar que lo que se nos pide es trabajar y confiar. Jesús no nos invita a comprender, sino a

perder el miedo. Y para ello nos da una razón, no oscura, sino tan lu-minosa que nos desborda: ¡Dios es nuestro Padre, Dios está de

nuestra parte; no temamos! Si hacemos el esfuerzo de leer el Evangelio no como un manual de ascética, de moral o de

disciplina eclesial, sino como el lugar donde se nos revela el rostro de Dios, encontraremos insistentemente esta invitación; no ya sólo en el pasaje que hoy hemos leído, sino a lo largo de todo el Nuevo Testamento: «no te-máis; paz a vosotros; vuestra alegría no os la quitará

nadie; tened confianza; el que teme no es perfecto en el amor; soy yo, no tengáis miedo; no tengáis miedo,

os traigo una buena noticia; no tengáis miedo, os haré pescadores de hombres»; etc.

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Es una constante: Dios es vuestro Padre; por tanto, no tengáis miedo. Nuestro mundo tiene muchos problemas; el mucho miedo que ha acumulado no es el menor de ellos. Es cierto que hay muchos motivos para tener miedo; pero no es menos cierto, ni menos real, el aprender a confiar; es, justamente, lo que nos propone Jesús: ser realistas, conocer la verdad de nuestra situación; y la verdad de nuestra situación no se queda en los proble-mas y dificultades; nuestra verdad va mucho más allá; la verdad de nuestra situación es que somos hijos de Dios. Y esa verdad nos debe llevar a confiar. Ahora sólo falta una cosa: que seamos capaces de creernos, de verdad, lo que Jesús nos dice. Y la paz, esa paz que él se empeña en ofrecernos, nacerá y crecerá en nuestro corazón. Incluso aunque sean muchos y muy serios los motivos que pudiéramos tener para sentir temor. Siempre será más fuerte el motivo que tenemos para confiar: Dios está de nuestra parte.

XIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020

Al final, Mateo habla de acogida. En dos planos: el de escuchar (acoger la palabra proclamada por los mensajeros) y el de la hospitalidad (ayudar, proteger, servir a los misioneros del evangelio).

Sin duda alguna debemos admitir que la categoría más difícil de acoger es la de los profetas. El hecho es que no es cómodo «reconocer» a los profetas. Al menos mientras viven y caminan por nuestras carreteras.

Los profetas vivos normalmente gozan de mala fama. Son tenidos por «cabezas calien-tes», exagerados, capaces solamente de una crítica demoledora, subversivos, rebeldes. Cuando mueren, sin embargo, se da rienda suelta a los pesares, a las conmemoraciones y a las celebraciones más encomiastas.

El profeta no lleva en la frente la marca «hombre de Dios». Y no siempre usa la cortesía (es más, casi nunca). Es un tipo arisco, huraño, no inmune de defectos. Es fácil, pues, descalificarlo con la etiqueta de «profeta falso». Intentemos determinar algunos ras-gos característicos que nos permitan reconocer al profeta.

a. Es un coleccionista. Tiene el pésimo gusto de coleccionar piedras, no aplausos. Quie-ro decir las piedras del rechazo, de las condenas calculadas, de la hostilidad sin funda-mento, de las sospechas, de las ejecuciones primarias, de las intrigas de pasillo.

Es un coleccionista de piedras, porque es un hombre libre. Es un coleccionista de pie-dras, porque tiene la pasión de la exploración.

No es alguien que camina por una carretera ya bien trazada, declarada apta para el tráfico, señalizada, y que se convenza de que aquella carretera es la buena porque las personas ali-neadas en sus márgenes aplauden a su paso. No. El profeta es alguien que marca la carre-tera. Sin preocuparse si los otros le siguen detrás. Y sin mendigar aprobaciones previas. (...).

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Aquí está precisamente la diferencia entre el verdadero y el falso profeta. El profeta fal-so busca las carreteras «trilladas» por el éxito, por la popularidad, por la facilidad, por la publicidad. El profeta, por el contrario, inventa el camino, lo traza fatigosamente con el instrumento de la incomodidad. El profeta falso no puede estar solo: tiene necesidad del número, de la cantidad, de los aplausos, de las inclinaciones, de la fotografía para los periódicos. El profeta auténtico, sin embargo, consigue vivir, dolorosamente, en compa-ñía de aquellos que... vendrán después.

Cuando el profeta muere, quizás de infarto, todos se disponen a honrarlo. No se para mientes en los gastos para mármoles e inscripciones sepulcrales. Y quizás estas son las piedras, que más daño hacen al profeta...

b. Es el hombre de los excesos. El profeta es el hombre de la impaciencia (porque tie-ne una palabra que comunicar que le explota dentro y no puede depositarla en los armarios de los compromisos y del oportunismo), pero es también el hombre de la paciencia incansable (porque sabe que la palabra debe pudrirse en la oscuridad, en el rechazo, en la incomprensión, en el sufrimiento).

«La vocación del profeta se acredita cuando un individuo se olvida de sí mismo para dejar hablar solamente al amor probado de la humildad» (P. Talec). Es alguien que sabe hablar (y su palabra es áspera, ruda, deja su marca en profundidad), pero sabe también callar (y sus silencios son tan inquietantes como las invectivas). «Profeta es quien no pone en el platillo de la balanza el peso de las palabra, sino el peso de la vida». Más exagerado que esto...

c. Es un «culpable». Su reloj va adelantado algún decenio respecto a la masa. Por eso el profeta tiene el inconveniente imperdonable de tener razón con mucha anticipa-ción respecto a los demás.

Es culpable de ver claro en medio de la confusión. Tiene la desgracia de leer el presente. Una concepción vulgar tiende a presentar al profeta como un individuo extraño, una especie de mago que prevé el futuro. No. El profeta tiene el sentido del hoy, de la histo-ria. El profeta es uno que tiene la culpa de ser obediente, hasta la... desobediencia. Su desobediencia, en definitiva, es una desobediencia en nombre de una obediencia más alta: a la conciencia y a Dios.

Sobre todo, el profeta es culpable de proclamar una verdad crucificada, pisoteada, es-carnecida, solitaria. Mientras que nosotros sólo nos fiamos de una verdad aplaudida, triunfante. Estamos dispuestos a abrazar una verdad tranquila, confortable, que haya recibido una consagración oficial, que esté garantizada por el éxito. Para nosotros está bien no una verdad escandalosa y arriesgada, sino una verdad que posea las creden-ciales del número y del poder. Entonces, ¿estamos todavía dispuestos a acoger, a hos-pedar al profeta conociendo sus «pésimas» costumbres? ¿Caemos en la cuenta de que

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abrirle las puertas de nuestra casa quiere decir perder la paz, porque él tendrá algo que decir en contra nuestra, y no dudará en criticarnos? Estará bien barrer todas las ilusio-nes. Acoger a un profeta significa, en el fondo, acoger a un Dios que, casi nunca, está de acuerdo con nosotros...

XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020

En este pasaje que debe ser de los más hermosos del Evangelio contempla-mos al Señor regocijarse con Dios Padre, porque siendo el Señor del cielo y de la tierra, es decir, siendo todopoderoso, ha querido, sin embargo, re-velarse a los más pequeños y sencillos, Jesús desnuda su alma: habla de su especial relación con el Padre y de su profundo deseo de abrazarnos con nuestras debilidades y flaquezas.

Seguramente el Señor daba continuamente gracias a Dios por muchos motivos distin-tos, pero en los evangelios solo he encontrado cuatro ocasiones: antes de la multiplica-ción de los panes y de los peces; antes de la resurrección de Lázaro; durante la acción de gracias en la última cena; y en este pasaje que contemplamos ahora: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”.

Vemos al Señor llenarse de gozo por querer estar al alcance de quienes tienen un cora-zón humilde, y no ser alguien incomprensible que solo alcanza a entender a los sabios y entendidos, Dios no quiere ser encerrado en los conceptos teóricos de una élite de la sociedad que creen saberlo todo, Dios prefiere ser sentido por todo aquel que ponga su confianza en Él, y le acepte sin más.

El problema de los sabios y entendidos, es que tratan de buscarle una lógica a todo; una respuesta a cada pregunta; una explicación a cada misterio, y Dios es demasiado grande para poder encerrarle en nuestros conceptos, el problema de los sabios es que están tan seguros de sí mismos y de su inteligencia, que no creen en la posibilidad de que alguien pueda enseñarles algo a ellos, no es que Dios se niegue a mostrarle su ros-tro, es que ellos se cierran a la posibilidad de abrirse a un conocimiento que no puedan explicar con su lógica, definir en sus teorías, o poner a prueba en sus experimentos.

Jesús, el trabajador milagroso, el enemigo de los demonios, nos viene a hablar hoy de humildad, de mansedumbre y de servicio: «Tomen sobre ustedes mi yugo y apren-dan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas»... ¿No es un mensaje ya trasnochado y pasado de moda? ¿Acaso el que triunfa, hoy en día, no es el hombre «fuerte», el «grande», el “poderoso”?

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El pequeño, el débil y el humilde ni siquiera es tomado en cuenta; más aún, muchas ve-ces es ridiculizado y marginado. El mismo Nietzsche se mofaba de la humildad, diciendo que era «un vicio servil y un comportamiento de esclavos».

¡Jesús no hacía milagros para «ganar votos» para las elecciones, ni se aprovechó de su popularidad entre la gente para hacerse propaganda política y ocupar los mejores puestos, como muchos de nuestros gobernantes! Él no era un populista o un demagogo como los que abundan hoy en nuestras plazas y manifestaciones públicas.

Él no conocía, sin duda, esa «picardía» y oportunismo interesado, ni sabía mucho de eso que nosotros llamamos «técnicas de publicidad y de imagen».

«Aprendan de mí. Nos dice…que soy manso y humilde de corazón», sí Él había dicho durante su vida pública que «no había venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45) y lo cumple al pie de la letra. ¡Aquí está la ver-dadera grandeza: no la del poder, sino la grandeza de la humildad!, ¡de la mansedumbre y del servicio!

Si seguimos su ejemplo, Él nos asegura los frutos que obten-dremos: «Encontrarán descanso para sus almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera», la persona humilde goza de una paz muy profunda porque su corazón está sosegado, ese yugo y esa carga se refieren a la cruz que tenemos que llevar todos los seres humanos, muchas ve-ces nos sentimos obligados por la familia, por la religión o por otros motivos a vivir de forma rutinaria, a llevar car-gas que no nos pertenecen, a cumplir preceptos que no tienen sentido o que nos alejan de lo que es verdaderamente el amor cristiano, Jesús es el gran liberador de la opresión nos anima a no vivir en la tristeza, ni en el cumplimiento de las cosas por cumplir, sino porque salga de nuestro corazón, Él nos llena de paz y de felicidad en medio del dolor porque su presencia y su compañía nos bastan y nos sacian, Él es nuestra paz, y no importa que nos lluevan las persecuciones, las calumnias, las injurias y todo tipo de mentiras.

Para un cristiano vivir descansado y sin agobios es vivir de acuerdo con la palabra de Cristo, vivir clara y llanamente, siendo transparentes y coherentes con nuestra forma de pensar y sentir, no criticando, ni imponiendo ideas a los demás.

A lo largo de toda su vida pública, el Señor comprueba cómo sus palabras calan en el corazón de la gente sencilla, que las entiende perfectamente sin necesidad de hacerle ninguna pregunta, y las acepta sin reparos; sin embargo, también se da cuenta de que, quienes más capacidad tendrían que tener para entenderle, por ser expertos en las

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sagradas escrituras o personas muy piadosas y cumplidoras, son los más incrédulos e ignorantes, los que más preguntas le formulan y más problemas ponen para aceptar sus enseñanzas.

Mucho cuidado, por tanto, quienes meditamos a diario la Palabra de Dios, frecuenta-mos los sacramentos, o incluso tienen títulos de teología, porque no somos nosotros quienes conseguimos, con nuestras fuerzas e inteligencia, revelar a Dios, sino que es Él quien se revela amorosa y gratuitamente a quien tenga la suficiente humildad de reco-nocer que nos supera, y está más allá de nuestra capacidad de entendimiento.

Tener una buena formación teológica está bien; investigar no es malo; tratar de buscar respuestas a las preguntas

que nos surgen, tampoco es ningún pecado, pero a la hora de relacionarnos con Dios y de anunciarle,

es más importante haberle experimentado que haberle estudiado.

Quienes tienen muchos conocimientos teoló-gicos, son capaces de dar muchas lecciones magistrales, pero si no tienen la experiencia de haberse encontrado personalmente con el Señor, les sirve lo mismo que dar lecciones de matemáticas.

En cambio, quien tiene experiencia de haberse encontrado con el Señor, es capaz de transmitir-

le mucho más eficazmente, aunque no sea capaz de explicar muchas cosas ni de responder a muchas

preguntas. Entre los primeros discípulos del Señor, no abundaban precisamente los teólogos, sino la gente sencilla y,

sin embargo, extendieron el Evangelio por todo el mundo.

Hay cansancios que no se quitan durmiendo un poco más, desconectándonos del tra-bajo, o marchándote lejos de vacaciones, hay agobios que nos ahogan por dentro y nadie puede quitarnos, en ocasiones nos quedamos sin fuerzas y sin ganas de nada, ni siquiera de orar, pues bien, en esos momentos precisamente, es en lo que más necesi-dad tenemos de Él.

El Señor nos invita a acudir a Él cuando nos encontremos así, porque solo Él puede sos-tenernos en esos momentos; solo Él puede devolvernos la paz, cuando la perdemos por dentro, es una gran suerte, para quienes seguimos al Señor, contar con su ayuda para hacer frente a las dificultades de la vida.

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XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020

En el Evangelio de esta semana, san Mateo nos narra la parábola del sem-brador, como sabemos a Jesús le encantaba enseñar utilizando parábo-las, ya que es una forma de enseñar muy inteligente y eficaz, porque no transmiten directamente la enseñanza a un discípulo que se limita a escu-char pasivamente, sino que obliga al discípulo a buscar y a descubrir por sí mismo la sabiduría que se trata de transmitir; un discípulo puede estar

en desacuerdo con su maestro respecto a sus enseñanzas, pero no puede estar en desacuerdo con lo que él mismo ha descubierto. ¿De quién nos habla en esta ocasión?, pues de este hombre que salió a sembrar y parte de sus semillas cayeron ¿dónde? ; Junto al camino y vinieron las aves y se las comieron; parte de las semillas cayeron en un pedregal las cuales se dieron, pero se murieron al final; parte cayó entre espinos, las cuales tampoco produjeron frutos, y parte cayó en tierra buena la cual dio buen fruto.

Así que si el autor se toma la molestia de distinguir entre el camino, el pedregal, los espinos y tierra buena quiere decir que lo importante en la parábola tiene que ver con el sembrador ya que Él es el protagonista de la escena, su palabra es la semilla; y no nuestro pobre terreno, porque si miramos bien, no podemos trabajar la tierra sin la ayuda de Dios, si nos creemos el centro de la escena, estaremos equivocados; pero si entendemos nuestro papel de colaboración con la obra de Dios, entonces hemos atina-do en nuestra relación con Él.

Jesús explica la parábola y hace una relación entre las condiciones del lugar donde cayó la semilla y la palabra de Dios relacionada al Reino, nos dice que aquella que cae en el camino es como aquella Palabra de Dios que es escuchada por la gente, no la en-tienden, y por lo tanto se marcharán como han venido; también habla de otros que, si entenderán sus enseñanzas, pero están demasia-do ocupados con otras cosas e intereses, y no las vivirán en sus vidas; hay otros que si las entenderán pero no las seguirán durante mucho tiempo, porque son inconstantes y no se-rán capaces de hacer frente a las dificultades; finalmente, hace referencia a quienes entenderán sus enseñanzas, serán constantes y las aplicarán a sus vidas, estos son los que darán fruto; nosotros como agricultores del Reino de Dios, tenemos que estar vigilantes, tenemos que cuidar, tenemos que dar seguimiento a las nuevas vidas que es-cuchan de Dios; a las nuevas vidas que escuchan las Buenas Nuevas del Evangelio.

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Tenemos que ser consistentes en el mensaje de que Dios nos ama tal cual somos y vivir-lo para que quienes nos vean aprendan por nuestros actos, por nuestras palabras, por nuestras vidas y así habrá frutos.

Cristo se pone a la orilla del lago de nuestra vida y quiere entrar con su barca, no como extraño, sino como amigo que trae la paz, Y ¿de qué forma? Él quiere que nos demos cuenta de las dos únicas fuentes de vida: su Palabra en el Evangelio y su cuerpo en la Eucaristía. Todo el evangelio se centra en nuestro primer alimento vital, que es esta se-milla lanzada a tu alma en particular.

Ahora bien, es bonito percibir el amor de Dios que lanza con cariño las semillas, y sen-timos vergüenza de la aspereza con que recibimos su Palabra en el Evangelio, sin mejo-rar nuestra vida. Entonces ¿qué podemos hacer? Primero, analizar el grado de sintonía entre lo que yo quiero y lo que Dios quiere, después, aceptar o no su voluntad, pero

nunca estar indecisos porque nos mueve a la desesperación y, por último, llevar a cabo la Palabra de Dios en el día, esto es, vivir los dos mandamientos de

Dios: Amarlo a Él y al prójimo como a nosotros mismos. Vivir de cara a Dios, hablándole en la oración como amigo, esposo y Señor,

respetando su cuerpo en la Eucaristía, y al prójimo, preocupán-donos por todo el que está a nuestro lado, prestando atención al que me habla, demostrando cariño a todos, así Dios podrá producir el “ciento por uno” en nuestras almas.

Jesús nos habla de aquellos que escuchan la palabra, la go-zan temporalmente y luego se olvidan; lo mismo nos sucede

a nosotros. Hay personas que se gozan, se entusiasman en la palabra del Reino de Dios; se entusiasman con lo que sucede en

la Iglesia, con las actividades que se realizan, con el compartir, con la gente, pero en algún momento del camino se dan cuenta de que no

ha germinado fruto ¿por qué? Porque se equivocaron de propósito.

Jesús habla también de los que escuchan la palabra, pero las preocupaciones o las cosas de la cotidianidad tienen más peso y no hay fruto; debemos tener nuestras prioridades claras; Cristo debe ser nuestra prioridad número uno, por encima del trabajo, por encima de la pareja, por encima de la familia, por encima de los amigos, por encima del dinero.

La semilla es la misma para todos y se lanza por todos lados; El sembrador no va depo-sitándola con cuidado solo en los sitios donde puede dar más frutos, el Reino de Dios se anuncia a todos sin discriminación, todo el mundo está invitado a entrar a formar parte de él. El Señor no excluye a nadie.

Es tiempo de sembrar y el tiempo de sembrar no es tiempo de paños tibios, no es tiem-po de dudas, ni de mirar hacia atrás, no es tiempo de comparar, el tiempo de sembrar no es tiempo de pasividad ni de vagancia, no es tiempo para el miedo ni la timidez, no es

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tiempo de peros, no es tiempo de criticar, el tiempo de sembrar no es tiempo de prisas, ni de desesperos e impaciencias, el tiempo de sembrar es tener nuestras metas claras, de establecer nuestra visión y propósi-tos para llevarlos a cumplimiento con la inspiración del Espíritu Santo.

El Señor no se cierra a la posibilidad de que descubran la importancia de lo que se les anuncia, y se conviertan en tierra buena que da fruto, incluso de la semilla que cae en tie-rra buena, no se sabe cuánto fruto producirá: «ciento o sesenta o treinta por uno». Por tanto, no hay que cansarse de sembrar porque la semilla es siempre buena. Demos a la tierra la oportunidad de producir su fruto.

También nosotros somos tierra y hemos tenido la experiencia de no haber entendido siempre las palabras del Señor; de no haber sido constantes a la hora de seguirlas; o de no dedicarle al Señor el tiempo y el interés necesario para poder dar fruto. La tierra no siempre está preparada para poder dar fruto. A veces es necesario primero labrarla, abonarla o dejarla y dejarla que descanse durante un tiempo. Por eso no hay que des-alentarse si no damos todos los frutos que nos gustaría dar.

De los frutos que dan las semillas se obtienen más semillas; estas semillas son para sem-brarlas también; así que, además de tierra, somos también sembradores; nuestra tarea es lanzar la semilla a nuestro alrededor: familiares, amigos, compañeros de trabajo y por todos lados. Tampoco tenemos que desalentarnos si esas semillas no dan todo el fruto que nos gustaría, porque eso no depende de nosotros sino de la tierra que la recibe. Nuestra tarea es lanzar la semilla. Dejemos que la Providencia se encargue del resto.

XVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020

El Señor, para describir el Reino de los cielos, recurre en muchas ocasiones a las parábolas; en vez de soltar un discurso explicando qué es, cómo es, o dónde está, toma ejemplos cercanos a la vida de quienes le escuchan, para que después de reflexionarlo, meditarlo y orarlo detenidamente, puedan descubrir y entender por sí mismos, la enseñanza que encierran.

En este pasaje tenemos tres parábolas sobre el Reino de los cielos: la pará-bola del trigo y la cizaña, la parábola del grano de mostaza y la parábola de la levadura, todas ellas empiezan diciendo: «el Reino de los cielos se parece…», por tanto, el Señor no está haciendo una descripción exacta de lo que es el Reino de los cielos, sino ponien-do comparaciones que nos sirvan para entenderlo.

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Nos empeñamos en hacer separaciones, buenos y malos, creyente e increyentes, sin embargo, el evangelio lo deja bien claro, tenemos que vivir juntos, compartir, coexistir, nos creemos mejores los que practicamos la fe cada domingo y, eso no es así; practi-quemos o no, todos tenemos cada día el deber de ser mejores, hacernos la vida más fácil y, eso repercutirá en bien de todos.

El practicar la fe en comunidad es el deseo de compartir con otras personas que quie-ren vivir al estilo de Jesús, es llenarse de energía y alimento para el espíritu; pero tam-bién debemos estar abiertos a contar y trabajar con los que piensan de forma distinta a nosotros, porque esa es la mejor forma de amar a Dios.

Semilla y cizaña crecen y viven juntas, por ello nadie es mejor que los demás, sólo Dios sabe quién es semilla y quien cizaña y, sólo Él como sembrador puede separar y segar si lo cree necesario. 

En la vida hay muchas cosas que solo comprendes realmen-te cuando las descubres por ti mismo, por mucho que los demás se esfuercen en enseñártelas, solo conseguirán lle-narte la cabeza de conceptos o definiciones que no tienen demasiado significado para ti.

La parábola del grano de mostaza y la de la levadura tie-nen un significado semejante; un grano de mostaza es algo muy pequeño pero que tiene la capacidad de con-vertirse en algo muy grande. Una palabra, un gesto, una mirada, un saludo, pueden parecernos cosas irrelevantes y sin importancia para nosotros, pero podrían ser la razón por la que una persona decidiera acercarse a Dios y cambiar su vida. Podría ser como esa pequeña semilla que se convierte en un árbol; por tanto, no hay que infravalorar absolutamente nada, por pequeño que sea, que sirva para sembrar el Reino de los cielos en el mundo, porque crecerá, se hará grande y será capaz incluso de cobijar vida.

La levadura es aún más pequeña que el grano de mostaza, es una forma de vida micros-cópica de la familia de los hongos, cuando se mezcla con harina desaparece en medio de ella, pero al cabo de un tiempo de reposo, aun siendo algo tan insignificante, ha con-seguido fermentar toda la masa; se ha multiplicado y ha llenado de vida toda la harina con la que estaba mezclada, convirtiéndola en algo nuevo; del mismo modo nosotros, mezclados con las personas con las que nos relacionamos, debemos propagar los va-lores del Reino y convertir la realidad en la que vivimos en algo nuevo y lleno de vida.

Por desgracia el odio, los celos, la ambición, la mentira, el orgullo, la soberbia, el egoísmo, etc., son también muy fáciles de transmitir, hay personas que totalmente entregadas a

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esas actitudes, impiden que el amor, el perdón, la solida-ridad, la sinceridad, la humildad, la unidad, etc., sean

la realidad que impere en todos los rincones de nuestro mundo.

Y de eso es de lo que nos habla la parábo-la del trigo y la cizaña, no quisiera hablar del demonio, para no hacerle publicidad a la competencia, pero es una realidad que está ahí; existe el mal; existe la maldad, eso es algo que podemos ver todos los días, el Señor nos dice que del mismo modo que Él

siembra la buena semilla, que son sus discí-pulos, el maligno siembra la cizaña, que son

sus partidarios. El mundo parece un campo de batalla donde el Señor y su enemigo luchan por ser

el que más siembre; por ser el que más discípulos lo-gre conseguir. A nosotros nos toca elegir de parte de quien

estamos; en función de esa opción, entraremos en el Reino de los cielos o nos queda-remos fuera.

El Señor podría acabar con el mal cuando quisiera, los ángeles están dispuestos a hacer-lo en cuanto el Señor se lo ordene, el problema es que al arrancar la cizaña, se podría arrancar accidentalmente el trigo, y el Señor prefiere esperar hasta el momento de la siega, para no perder ni siquiera a uno solo de sus discípulos; al contrario de lo que ocurre muchas veces entre nosotros, el Señor no va a permitir que paguen justos por pecadores; otra cosa que se pone de manifiesto en esta parábola, es el deseo que tiene el Señor de que todo el mundo se salve, espera hasta el momento de la siega para darle a la cizaña la oportunidad de convertirse en trigo; para que todo el que quiera, pueda optar por Él y entrar a formar parte de su Reino.

Una cosa se deja muy clara en esta parábola del trigo y la cizaña: al final el Señor vencerá, la lucha entre los discípulos del Señor y los partidarios del maligno no es una lucha entre iguales, en la que no sabemos quién ganará, el Señor es mucho más poderoso y su Reino es el que terminará imponiéndose; el mal no tiene ningún poder sobre Él, y acabará sin ninguna duda derrotado. Por eso, no podemos desalentarnos cuando a nuestro alrede-dor parezca que el mal se impone y vence al bien, porque la victoria al final es del Señor. Nuestra tarea, mientras tanto, es perseverar en nuestro seguimiento del Señor, siendo lo más coherente que nos sea posible con los valores de su Reino, y tomando conciencia de que, por muy pequeño que sea nuestro esfuerzo en favor del Reino de los cielos, tendrá su efecto y producirá su fruto, como la levadura y el grano de mostaza.

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XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 2020

Las dos primeras parábolas nos hablan de dos personas que encuentran un tesoro y la reacción de ambos: una gran alegría; ¿Qué tesoro es tan valioso para vender todo lo que se tiene? ¿Qué merece desprenderse de cuanto se posee para conseguir otro bien? ¿Qué hallazgo puede producir inmensa ale-gría?; no cabe la menor duda que lo que encontró el hombre tiene un valor inestimable, inmedible, y lo más grande en valor, es el Reino de Dios, y por

él se puede renunciar a todo, y ésta sería la mejor decisión tomada.

Era muy común en ese tiempo que los habitantes acumulen riquezas y tesoros al no ha-ber bancos u hombres de confianza con quién dejarlo a su cuidado, lo mejor era enterrar-los, se iban y después regresaban, algunos no regresaban y era más fácil en este caso se le vendiera el campo a quién ofreciera una cantidad determinada; muchos hombres se la pasaban en busca de tesoros, lo que se conoce en la actualidad: buscadores de tesoros.

En las épocas de exilio y deportación donde muchas propiedades no se recuperaban y los dueños anteriores habían enterrado sus riquezas allí en esos terrenos, los nuevos dueños, no sabían que allí habían tesoros; en este relato se refiere a aquel hombre que trabajando la tierra encuentra un tesoro, alquilado como trabajador, peón o jornalero por un denario al día, se encuentra con este tesoro cuando andaba arando, fue tanta su alegría que lo vuelve a ocultar, tal vez hasta toma una parte para completar porque qui-zá no le alcanzaba con lo que tenía de pertenencia y propiedades, luego va a comprarlo y es obvio que disfrutará después de la riqueza del tesoro.

Es cierto que los bienes materiales dan seguridad, status, bienestar, te dan comodidad, feli-cidad incluso, pero realmente es una buena sensación que es pasajera, es efímera, se pue-de tener todo en la vida, riqueza, lujos, autos, viajes, buena universidad, buenos muebles, buena tecnología, pero no significa que seas feliz, no significa que seas el hijo más cuidado, amado, atendido, besado, no significa que por tener dinero tengas al mejor papa o mamá.

Quién se ha encontrado como tesoro el Reino de Dios, seguramente dará todo por él, la alegría, la felicidad no tendrá valor calculado, por el tesoro como Reino se es capaz de dejar una vida efímera, de tener el valor de iniciar una conversión personal y hasta de dar la vida por el Reino de Dios. Quién se ha encontrado con Dios, no tiene comparación alguna aún ante el lingote de oro más tentador, la esmeralda o el rubí.

El Reino de los Cielos, no es otro más que defender la verdad, trabajar por la justicia, sem-brar el amor y compartir con los demás lo que tenemos y lo que somos; quien encuentra un tesoro como éste, debe dejarlo todo por él, y renunciar con alegría a lo que tiene terrenal-mente, pues es indudable que no podemos comparar los bienes terrestres con la posesión de Dios, «Ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al dinero». (Mt 6-24).

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Jesús también nos agrega la parábola del comerciante de perlas. Ambas parábolas nos muestran que vale la pena hacer una gran valoración de la posesión de Dios, que es el tesoro del que nos habla Jesús, no puede tener ninguna comparación.

Pero para poseer a Dios debemos despojarnos de todo lo que aprisiona nuestro cora-zón. Es decir de nuestros afectos, o inclinaciones, pasiones e instintos, de todo cuanto nos impida la posesión de Dios. Si vaciamos el corazón de nosotros mismos, éste podrá ser ocupado por Dios.

Un buen negocio nos propone Jesús, el mejor de los trueques, un intercambio o entrega de cosas de poco precio, por otras valiosísimas, es así, como nos pone el ejemplo de un negociante, para indicarnos que es un hombre que conoce el valor de las cosas, y se desprende de todo por una perla fina.

Es así, como nos invita, pero también nos condiciona, que para la adquisición del Reino de los Cielos, tenemos que renunciar con alegría a todo, porque la renuncia a lo material tiene el mejor de los premios, como es la posesión de Dios. La verdadera riqueza es Dios.

El tesoro y la perla valen más que los otros bienes, y por tanto, el campesino y el comerciante, cuando lo encuentran renun-cian a todo lo demás para poder conseguirlo. No necesitan hacer razonamientos, pensar, reflexionar: se dan cuenta en-seguida del valor incomparable de lo que han encontrado, y están dispuestos a perder todo para tenerlo.

En segundo lugar se refiere a la perla preciosa; las perlas finas, eran cotizadas en la antigüedad en millones, ya sean en plata, en talentos, en dólares en la actualidad, la parábola se refiere a un buscador de perlas, experto, que va de un lugar a otro, capaz de vender todo lo que posee por tener la perla en su poder, en este caso este buscador la ha encontrado y al igual que la parábola anterior del tesoro escondido em-pieza una vida de menos a más, de pobreza a riqueza, de una actitud de búsqueda a una actitud de plenitud, al encontrarla tal vez la vaya a negociar y con ello obtener una substanciosa fortuna y proseguir su búsqueda de más perlas.

Pero en el reino de Dios sucede lo contrario quién la encuentra es capaz de todo, es capaz de ser buen católico, capaz de hacer feliz a los demás , de amar con intensidad a Dios, capaz de mantener un fuego interno que se convierten en flama de amor para los demás, se han encontrado con Cristo Jesús, pero aquí es donde adquiere un valor kerigmático, Jesús es el buscador experto, quién ha encontrado una perla finísima que es cada hombre y mujer, al tener ese encuentro con aquel hombre de ojos abiertos y co-razón palpitante, Jesús es capaz de dar hasta su vida, de dar su cuerpo por aquella perla,

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es capaz de derramar su sangre por aquellos hombres con tal de salvarlos, con tal de que vivan su reino, con tal de que sean redimidos; Jesús sale al encuentro del hombre para te-ner ese encontronazo que hará, que la vida de los hombres

y mujeres adquieran un valor único como la perla fina y de incalculable valor.

La tercera parábola de la red; es una parábola de tipo escatológico la segunda venida de Jesús, para está parábola es necesario trasportar-

nos al lago de Galilea donde muchas veces Pedro, Andrés, Santiago y Juan echa-ron las redes, pescaron muchos peces, pues su oficio era el de ser pescadores; a la orilla del Lago donde varias veces tal vez los discípulos fueron a comprar peces mientras que los pescadores llevaban las redes las llevaban a la orilla y empezaban a seleccionar los peces más grandes, los mejores, separarlos de los que se podían comer y los que por sus características no son comestibles, los peces más pequeños y de menor valor o de calidad se tiraban.

En este caso escatológico se refiere a los pescadores o ángeles que van a apartar los buenos de los malos, los que por sus obras fueron mejores, los que por su fe y adhe-sión se han ganado ser seleccionados como buenos, es imposible no separar lo bueno de lo malo como lo fue el trigo y la cizaña, no se puede crecer en el Reino de los cielos viviendo con lo malo y lo bueno, por esa razón el mismo Jesús proclama: conviértete, cambia, transfórmate; aquí es donde entra la parte doctrinal, la parte de la moral, de las normas, de los mandatos, donde ser bueno es también agradar a Dios respetándolo, dándole su lugar, eligiendo entre lo bueno y lo malo, los buenos actos y los malos actos y como llevar una vida decorosa.

Así las parábolas tienen una relación íntima entre sí, Jesús saca cosas del antiguo testa-mento, situaciones cotidianas que conocen los habitantes de Galilea, Samaria y Judea y a la vez enseña de una forma nueva poniendo parábolas nuevas, con signos nuevos y a futuro como la escatología y el seguimiento de su persona, no sólo para los tiempos actuales sino para el futuro de las nuevas generaciones.

Las riquezas tendremos que dejarlas aquí, lo queramos o no; por el contrario, la gloria que hayamos adquirido con las buenas obras la llevaremos hasta el Señor, deberíamos de estar agradecidos, contentos y felices por el honor que se nos ha concedido.

Si he encontrado yo la perla de gran valor, ¿estoy listo para vender todo lo que tengo para obtenerla? Jesús compara esta perla, con el Reino que Él vino a proclamar e inau-gurar, y esto me da alegría y esperanza. Nosotros hemos descubierto el Reino de Dios a través de Jesús y sin embargo no reaccionamos así; Jesús no quiere que se le siga porque si, o buscando intereses personales, sino porque al igual que Él descubramos el Reino de los cielos.

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CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO

Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS

Prot. N. 156/20

DECRETO

sobre la misa en tiempo de pandemia

No temerás la peste que se desliza en las tinieblas (cf. Sal 90, 5-6). Estas palabras del salmista invitan a tener una gran confianza en el amor fiel de Dios, que no abandona jamás a su pueblo en el momento de la prueba.

En estos días, en los que el mundo entero está gravemente afectado por el virus Covid-19, han llegado a este Dicasterio muchas peticiones para poder celebrar una misa específica, a fin de implorar a Dios el final de esta pandemia.

Por eso, esta Congregación, en virtud de las facultades concedidas por el Sumo Pontífice FRANCISCO, concede poder celebrar la Misa en tiempo de pandemia, cualquier día, excepto en las solemnidades y los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua, los días de la octava de Pas-cua, la Conmemoración de todos los fieles difuntos, el Miércoles de Ceniza y las ferias de Sema-na Santa (Ordenación general del Misal Romano, n. 374), durante el tiempo que dure la pandemia.

Se une a este decreto el formulario de la Misa.

No obstante cualquier disposición contraria.

En la sede de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, a 30 de marzo de 2020.

Robert Card. Sarah

Prefecto

Arthur Roche

Arzobispo Secretario

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EN TIEMPO DE PANDEMIAEsta misa se puede celebrar, según las rúbricas de las Misas y Oraciones por diversas necesidades, todos los días, excepto las solemnidades y los domingos de Adviento, Cua-resma y Pascua, los días de la octava de Pascua, la Conmemoración de todos los fieles difuntos, el Miércoles de Ceniza y las ferias de Semana Santa.

Antífona de entrada Is 53,4

El Señor soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores.

Oración colectaDios todopoderoso y eterno,

Refugio en toda clase de peligro,

A quien nos dirigimos en nuestra angustia;

te pedimos con fe que mires compasivamente nuestra aflicción, concede descan-so eterno a los que han muerto,

consuela a los que lloran,

sana a los enfermos,

da paz a los moribundos,

fuerza a los trabajadores sanitarios, sabiduría a nuestros gobernantes

y valentía para llegar a todos con amor glorificando juntos tu santo nombre.

Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,

que vive y reina contigo

en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Oración sobre las ofrendas

Acepta, Señor, los dones

que te ofrecemos en este tiempo de peligro;

y haz que, por tu poder,

se conviertan para nosotros

en fuente de sanación y de paz.

Por Jesucristo, nuestro Señor.

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Antífona de comunión Mt 11, 28

Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré, dice el Señor.

Oración después de la comuniónOh, Dios, de quien hemos recibidola medicina de la vida eterna,concédenos que, por medio de este sacramento,podamos gloriarnos plenamente de los auxilios del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre el pueblo

Oh, Dios, protector de los que en ti esperan,bendice a tu pueblo,sálvalo, defiéndelo, prepáralo con tu gracia,para que, libre de pecado y protegido contra sus enemigos, persevere siem-pre en tu amor.Por Jesucristo, nuestro Señor.

Opción 1

Primera lectura

Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor

Del libro de las Lamentaciones.

3, 17-26

Me han arrancado la pazY ya no me acuerdo de la dicha.Pienso que se me acabaron ya las fuerzasY la esperanza en el Señor.Fíjate, Señor, en mi pesar,En esta amarga hiel que me envenena.

Apenas pienso en ello,Me invade el abatimiento.Pero, apenas me acuerdo de ti,Me lleno de esperanza.

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La misericordia del Señor nunca terminaY nunca se acaba su compasión;Al contrario, cada mañana se renuevan.¡Qué grande es el Señor!

Yo me digo:“El Señor es la parte que me ha tocado en herencia”Y en el Señor pongo mi esperanza.El Señor es bueno con aquellos que en él esperan,Con aquellos que lo buscan.

Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor.Palabra de Dios.

Salmo responsorial

Del salmo 79

R/. Señor, muéstranos tu favor y sálvanos.

Tú, que apacientas a Israel, escúchanos;desde tu trono de querubes, muéstrate;despierta tu poder, y ayúdanos. R/.

¿Hasta cuándo, Señor de los Ejércitos,Resistirá tu enojo a nuestras súplicas?Para nuestros vecinos somosobjeto de disputa,y nuestros enemigosde nosotros se burlan. R/

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Opción 2

Primera lectura

Ni muerte ni vida podrán separarnos del amor de Dios

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos.

8, 31-39

Hermanos:

Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra? El que no nos escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿Cómo no va a estar dispuesto a dár-noslo todo, junto con su Hijo? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Si Dios mismo es quien los perdona ¿Quién será el que los condene? ¿Acaso Jesucristo, que murió, resu-citó y está a la derecha de Dios para interceder por nosotros?

¿Qué cosa podrá apartarnos del amor con que nos ama Cristo? ¿Las tribulaciones? ¿Las angustias? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada?

Como dice la Escritura: Por tu causa estamos expuestos a la muerte todo el día; Nos tratan como ovejas llevadas al matadero.

Ciertamente de todo esto salimos más que victoriosos, gracias a aquel que nos ha ama-do; pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni el presente ni el futuro, ni los poderes de este mundo, ni lo alto ni lo bajo, ni creatura alguna podrá apartarnos del amor que nos ha manifestado Dios en Cristo Jesús.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial

Del salmo 122

R/. Ten piedad de nosotros, ten piedad.O bien:

R/. Nuestros ojos están fijos en el Señor, hasta que se apiade de nosotros.

En ti, Señor, que habitas en lo alto,fijos los ojos tengo,como fijan sus ojos en las manosde su señor, los siervos. R/.

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Así como la esclava en su señoratiene fijos los ojos,fijos en el Señor están los muertoshasta que Dios se apiade de nosotros. R/.

Aclamación antes del Evangelio 2 Cor 1, 3b-4a

A. En el tiempo de Cuaresma: antes y después del versículo pueden emplearse algu-nas de las aclamaciones propuestas para este tiempo.

B. En el tiempo pascual: antes y después del versículo se canta o se dice Aleluya.

Bendito sea el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra.

Evangelio

¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!

Lectura del santo Evangelio según san Marcos.

Mc 4, 35-41

Un día, al atardecer Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla del lago” entonces los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaban. Iban además otras barcas.

De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua. Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: “¡cállate, enmudece!”. Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma. Jesús les dijo: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?”. Todos se que-daron espantados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?”.

Palabra del Señor.

Tomado del Decreto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, sobre el formulario para la Misa en tiempo de Pandemia, sus lecturas son las propuestas pero acopladas a los Leccionarios aprobados para Ecuador.

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Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Presencia, adoración, bendición, Iglesia

Lo que vimos y rezamos el 27 de marzo, difícilmente se podrá olvidar: la plaza lluviosa de S. Pedro, vacía de gente, pero llena con la plenitud del Santísimo ex-puesto desde el atrio de la basílica; el silencio adorador a Cristo Eucaristía acari-ciado por la mirada fija del Papa; la posterior bendición, tan necesaria, mientras le aclamaban las campanas (a las que se unió la sirena de una ambulancia que providencialmente pasaba por allí); etc.

¿Qué pasó ese día? Una multitud, seguramente muchos millones de católicos co-nectados por los medios de comunicación, honramos una Presencia, que se echaba mucho en falta al no poder visitar los sagrarios debido a la cuarentena. Cristo Eucaristía, abrazado por su vicario en la tierra el papa Francisco, mientras el cielo parecía llorar de emoción, ben-decía Urbi et Orbe, la ciudad y el mundo, y todos arrodillados (físicamente o espiritualmente) delante de las pantallas, hicimos realidad lo que el pontífice anunciaba días antes “a la pan-demia del virus queremos responder con la universalidad de la oración, la compasión, la ter-nura. Permanezcamos unidos”1. Cristo siempre une la Iglesia en torno al Papa y sus pastores, la Eucaristía siempre es comunión.

1 Francisco, Palabras desPués del ángelus 22-03-20.

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Necesitamos la Presencia Eucarística. En los días de confinamiento se puso nuevamente en evidencia esa necesidad de adorar y de recibir su bendición. La so-lemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es la fiesta de esa necesidad. Los sacerdotes “sacamos” a Cristo Eucaristía para que recorra nuestras ciudades y pueblos, nuestros campos y fábricas, nuestras montañas y mares, etc; para que sea Cristo en salida quien alcanza la cotidianidad de cada persona. Esta solemnidad realiza los más íntimos de-seos de todo el año: que sea universalmente adorado, y que bendiga la globalidad de nuestro ser y de nuestro espacio vital. Quizá por eso, antaño en la procesión del Corpus Christi había una bendición y el canto del inicio de uno de los cuatro Evangelios en correspondencia con cada uno de los puntos cardinales. De este modo se simboliza-ban “los cuatro extremos de la tierra, o sea todo el universo, el mundo en que vivimos. Se daba la bendición en los cuatro puntos cardinales, para ponerse bajo la protección del Señor Eucarístico. También los cuatro Evangelios expresaban lo mismo. Se conside-ra que han sido inspirados por el Espíritu Santo y el hecho de que sean cuatro expresa la fuerza universal de la palabra y el Espíritu de Dios. El principio es el todo; cuando se le nombra se pone el aliento del Espíritu Santo frente a las cuatro paredes, para que las traspase y las purifique. El mundo se declara ámbito de la Palabra creadora de Dios y se somete la materia al poder de su Espíritu”2.

Él nos da su Presencia, nosotros le adoramos. Como decía Guardini: “En cierto modo todo depende de que en nuestra vida haya o no adoración. Siempre que adoramos, ocurre algo en nosotros y en torno a nosotros. Las cosas se enderezan de nuevo. Entramos en la verdad”3. Y en ese mismo sentido el papa Francisco nos hacía considerar: “Cuando uno adora, se da cuenta de que la fe no se reduce a un conjunto de hermosas doctrinas, sino que es la relación con una Persona viva a quien amar. Cono-cemos el rostro de Jesús estando cara a cara con Él. Al adorar, descubrimos que la vida cristiana es una historia de amor con Dios, donde las buenas ideas no son suficientes, sino que se necesita ponerlo en primer lugar, como lo hace un enamorado con la per-sona que ama. Así debe ser la Iglesia, una adoradora enamorada de Jesús, su esposo”4.

En los días pasado de confinamiento por la pandemia Covid-19, cuantas personas han sentido la necesidad de la Eucaristía, cuantos han deseado estar a solas o en comunidad adorando en el Sagrario a nuestro Señor. Las hambres de Dios han aumentado el afán de adoración y de su Presencia que nos bendice.

Haciendo un poco de historia, sabemos que una de las razones de esta solemnidad es precisamente adorar la Eucaristía. Fue santa Juliana de Lieja quien con-tribuyó decididamente a establecer esta solemnidad. Alrededor del 1208 tuvo una vi-sión, que se repetiría en otras ocasiones, en la que se presentaba la luna en su pleno

2 ratzinger, J. la Fiesta de la Fe, Desclée, BilBao 1999, pp.180-181.

3 Citado en Manglano, J.p. aPertura. (toMaDo De internet reF. https://Books.google.coM.ec

4 Francisco, Homilía 6-01-20.

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esplendor, pero con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. “El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litúrgica, para la institución de la cual se pedía a Juliana que se comprometie-ra de modo eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento”5.

El obispo de Lieja instauró por primera vez esta celebración en su diócesis en 1247. Pos-teriormente, otras diócesis también lo hicieron. En 1264 el papa Urbano IV, que había conocido a santa Juliana, extendió la solemnidad del Corpus Christi a toda la Iglesia, con la bula Transiturus: «Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, con-sideramos justo que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. (…) En esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en su propia sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con us-tedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)»6. Ese mismo año de 1264, muere Urbano IV antes de que se hubiera generalizado la celebración; fue el Papa Juan XXII en 1317 quien la restableció.

Presencia real: El Pan Consagrado lo podemos adorar porque, como dice la bula de Urbano IV, Jesucristo está presente con nosotros en su propia sustancia. Esa es nuestra fe, por ello el Catecismo de la Iglesia dedica un epígrafe a explicar la presencia eucarística como “Presencia de Cristo por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo” (CEC 1373-1381). Puntos que el Compendio del Catecismo resume así: «Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su divi-nidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacra-mental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino» (n. 282). Y como decía Pablo VI: “Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro”7.

Todos necesitamos presencias para realizarnos pues somos seres relacionales, a imagen y semejanza de un Dios Amor y Trino. La vida está poblada de presencias. Presencias visi-bles y cercanas como la de una madre que cuida al niño. Presencias invisibles como la de dos personas que se aman, piensan y se encuentran más allá de la distancia. Presencias que brindan paz o presencias perturbadoras, que se ciernen como una amenaza8.

5 BeneDicto XVi, Catequesis 17-11-2010.

6 UrBano iV, bula transiturus de HoC mundo del 11-08-1264.

7 paBlo Vi, enCiCliCa mysterium Fidei n. 5 del 3.09-65.

8 Ideas sacadas de texto anónimo en https://www.maranatha.it/Festiv2/festeSolen/CorpusApage.htm consultado 12-04-

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En el nivel de la experiencia humana profunda, el hombre advierte una presencia mis-teriosa pero real que toca el centro de su ser; una presencia que inspira un sentimiento inefable de confianza y que le atrae íntimamente; una presencia que sustenta, alimenta y purifica como explica el Prefacio de la Eucaristía I: “su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica”. La historia de la salvación, es la historia de un Dios que quiere estar cada vez más presente en la vida de sus hijos. El Amor es así. Cristo, encarnándose, es la culmi-nación de una larga serie de signos a través de los cuales el Dios viviente había hecho sentir su presencia (profetas, patriarcas, jueces, reyes,...). Después de la ascensión, la presencia de Jesús cambia de apariencia, pero no de realidad. Él permanece hasta el fin del mundo encarnado y glorioso bajo la apariencia de pan y vino. De ese modo humilde continua su entrega y salvación.

En esta solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Iglesia da “un testimonio públi-co de fe y de veneración al Santísimo Sacramento de tal modo que los fieles se sienten ‘Pueblo de Dios’ que camina con su Señor, proclamando la fe en Él, que se ha hecho verdaderamente el ‘Dios con nosotros’9. De este modo aprendemos a adorar, a vivir de su bendición: su Presencia vivifica la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, que se nutre de la Eucaristía camina en el tiempo y el espacio hacia la plenitud del Reino.

Por. P. Juan Romero

Opus Dei

9 Directorio de la Piedad Popular n. 162. (Ver también: Ritual sagrada comunión y culto Eucaristía fuera de la misa n. 101-104; CDC 944 y CEC 1378).

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La consagración del Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús

Durante su visita pastoral al Ecuador, el Papa Francisco comentaba, que a pesar de que en todos los lugares el recibimiento siempre era alegre y cordial, la gente del Ecuador transparentaba una especial sensibili-dad religiosa. Y añadía, que para sus adentros se interrogaba “¿Cuál es la receta de este pueblo?”. Encontró la respuesta mientras rezaba. Comentaba, que mientras hacía su oración personal, “se me impuso”

-decía- “aquella consagración al Sagrado Corazón”. Y subrayó que esta era una parte de su mensaje para nuestra patria. Continuaba señalando que la riqueza espiritual del Ecuador mana de aquella consagración al Corazón de Jesús, hecha en momentos cier-tamente difíciles.

El itinerario de la consagración comienza con una carta que el P. Manuel Proaño, SJ, escribe desde Riobamba, sugiriendo esta posibilidad al entonces presidente Gabriel García Moreno: “vuestra Excia., (...) debe, interpretando la fe casi unánime del Pueblo Ecuatoriano, estrechar los lazos de amor que han de unir a los Ecuatorianos con Dios, por medio de un decreto que consagre oficialmente la República al Divino Corazón de Jesús” Después de alguna insistencia, García Moreno se demostró dispuesto. El siguien-te paso, consistía en tratar el tema en el Tercer Concilio Provincial Quitense. Al finalizar sus trabajos, el 31 de agosto de 1873, el sínodo emite un decreto por el que “ofrece y

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consagra solemnemente la República del Ecuador al Sacratísimo Corazón de Jesús; y con la fe, humildad e instancia que le son posibles, le ruega que sea, desde hoy para siempre, el Protector de ella, su guía y amparador”. Tres días más tarde, Mons. Ignacio Checa, dirige un oficio al ministro del Interior, Francisco Javier León en el que pide que las autoridades civiles secunden la iniciativa del sínodo. El documento se traslada des-pués a la Cámara del Senado, que aprueba unánimemente el pedido. La Comisión de Negocios Eclesiásticos redacta un texto, que fue discutido los días 16 y 17 de septiembre de 1873 y luego aprobado por unanimidad. Fue Juan León Mera quien le confirió su for-ma definitiva. Poco tiempo después, Gabriel García Moreno encarga a Rafael Salas una imagen del Corazón de Jesús. A comienzos del año 1874 se dio principio a una serie de misiones en ciudades y aldeas, con el objetivo de preparar la jornada de la consagración oficial, que se realizó el 25 de marzo de 1874, después de la Eucaristía que el arzobispo Mons. Ignacio Checa celebró en la catedral.

Al terminar, se expone el Santísimo Sacramento, y se lee la consagración: “Este es Señor, vuestro Pueblo (...) sea vuestro Corazón el faro luminoso de nuestra Fe (...) nos consa-gramos y entregamos sin reserva a vuestro Divino Corazón (...) dicte nuestras leyes y nuestra Fe”. A continuación, el Arzobispo bendice a los fieles con el Santísimo Sacramen-to. La ceremonia se cierra con los repiques de las campanas y el rugido de los cañones. El P. Manuel Proaño SJ, había compuesto también una oración para la devoción perso-nal. En ella el pueblo pide la Corazón de Jesús: “conserva nuestra Fe, asegura nuestra es-peranza, inflama nuestra caridad, defiéndenos de nuestros enemigos, danos la paz (...) sepa el mundo que es verdaderamente dichoso el pueblo que Tú proteges y amparas”. Pocos meses, después, el 18 de diciembre de 1875, la Santa Sede, a través de la Sagrada Consagración de Ritos, declara al Corazón de Jesús patrono principal de la República del Ecuador. El Ecuador se convertía así en la primera nación que se consagraba ofi-cialmente al Corazón de Jesús. La consagración adquiriría, más adelante, una expresión material y solemne a través de la construcción de la Basílica del Voto Nacional, recuerdo perenne de la devoción ecuatoriana al Corazón de Cristo. El venerable Julio María Mato-velle desempeñó una labor fundamental en la inspiración y desarrollo del templo.

Al margen de las vicisitudes políticas podemos ver en la historia de la consagración una singular providencia divina para nuestra Patria, que ocupa un lugar especial en el Cora-zón de Jesús. Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre mira con particular afecto a esta nación que fue la primera en consagrársele. Esto nos permite abrigar una certera con-fianza, puesto que los dones y las promesas de Dios son irrevocables (Cfr. Rom 11,29). Constituye también una responsabilidad especial, para que los corazones de todos los ecuatorianos “estén enteramente con Yahveh, nuestro Dios, para caminar según sus decretos y para guardar sus mandamientos” (1Re 8,61).

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El aniversario de la consagración es también es un día especialmente dedicado a la ora-ción por la Patria. El cristiano siempre tiene esa necesidad imperiosa de

elevar al plano sobrenatural sus afanes, porque sabe bien que si “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los alba-

ñiles” (Sal 126,1). Es también un modo de vigorizar la espe-ranza. Los proyectos humanos surgen constantemente. Algunos de ellos son fuertemente impulsados por perso-nas o ideologías que quisieran eliminar toda referencia trascendente de la vida del hombre. En no pocas oca-siones, los recursos humanos con los que los creyentes

cuentan para sostener e impulsar la tarea evangelizadora son irrisorios. Sin embargo, la fe nos dice que los vaivenes

de la historia, y los proyectos de los poderosos están en manos de Dios Padre, que ha constituido a su Hijo Jesucristo como

Rey y Señor del universo. Por eso, el verdadero poder es la oración. La súplica humilde, confiada, perseveran-

te, cuajada en obras, es esa fuerza que mueve el Co-razón Sacratísimo de Jesucristo para que no aban-

done a la primera nación que fue consagrada a su corazón misericordioso. Jesucristo conoce

nuestra debilidad personal y por eso pide oración. Una oración que comienza con

el corazón, se continúa con las pala-bras y se prolonga en las acciones. Y de este modo, se cumplen una vez más las palabras de san Pablo: “Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte” (1Cor 1,27). De nuestra súplica confiada depende

que se haga realidad.

Por. P. Juan Miguel Rodríguez

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Solemnidad de los santos Pedro y Pablo

Esta solemnidad es un recuerdo constante, no solo de la figura de estos dos grandes personajes, que brillan en el horizonte de la Iglesia, sino de la mi-sionalidad que ella misma está impulsada a vivir.

La oración colecta, de la Misa de vísperas, así lo indica: “[…] por quienes diste a tu Iglesia los primeros dones de la fe”. ¿Cuáles son estos primeros dones? Las antífonas para la salmodia de las I Vísperas nos indican ya la

repuesta: La confesión de fe petrina, sobre la identidad auténtica de Cristo, y la verdad de la fe, de la predicación del Pablo. El responsorio breve nos da un tercer elemento: la valentía, como fuerza para anunciar a Cristo.

Sin embargo, la liturgia de esta fiesta, nos permite descubrir que la misionalidad de la Iglesia, no es un evento aislado, ni un “algo” que algunos deben hacer a título personal. El himno del Oficio de lectura, nos muestra que, si bien es cierto, la tarea misionera incumbe a todo bautizado, solo es efectiva cuando se hace en comunión con toda la Iglesia. San Pedro, que es expresión de la autoridad de la Iglesia, puesto que es él quien tiene las llaves, y el que guía la barca, está unido a san Pablo, el que es carismático, el que se lanza sin miedo al océano de los gentiles, surcando ese nuevo horizonte con la barca del Evangelio.

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Pero, san Pablo, no actuaba por cuenta propia, él mismo refiere cómo luego de su con-versión y estancia en Damasco, sube a Jerusalén y se reúne con Cefas (Pedro), quince días. Luego de los cual comienza su actividad misionera (cf. Gal 1, 18-20). La comunión es vital para que el Evangelio de verdad sea el de Jesucristo, pues es la Iglesia la que lo anuncia. Ella es la depositaria de estos tesoros, y solo ella puede, por medio de sus en-viados, distribuirlos entre los hombres.

Es significativa la acción de Pedro, que, guiado por la inefable luz del Espíritu, no se opo-ne a la iniciativa de Pablo, sino que la anima y la impulsa, como carta de presentación del Apóstol de los gentiles en las recién formadas comunidades cristianas. Tal acción petrina, anima a los pastores de la Iglesia, a quienes se les ha confiado la plenitud del sacerdocio, la misma diligencia, que haga posible que estos tesoros, que la Iglesia cus-todia como fiel administradora, no dejen de ser distribuidos.

Son válidas las palabras del responsorio breve de las vísperas: “Los apóstoles anuncia-ban la palabra de Dios con valentía”, pues sin ella, sin el impulso de dar a conocer a Cris-to a todos, de anunciar la Buena Nueva que los transformó a ellos, en primer momento, la comunidad nunca habría salido de Jerusalén. Valentía que hoy es necesaria tanto para los pastores, como para todos los bautizados, haciéndonos capaces de romper nuestro propios miedos y seguridades, y como Pablo y Pedro, podamos mirar confiados el nuevo horizonte que hoy tenemos ante nosotros.

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La experiencia de esta pandemia que azotó el mundo, hace de la solemnidad de estos dos grandes apóstoles, una nueva oportunidad para redescubrir la voz que le impulsó a san Pablo a salir de sus propias seguridades, y seguir la voluntad de Jesucristo: “Pasa a Macedonia y ayúdanos” (Hch 16, 9), que es, también, la misma voz que escuchó Pedro: “apacienta a mis ovejas” (Jn 21, 15b. 16b. 17c).

El talante misionero, frente a la nueva realidad, de una humanidad asustada, que ha vuelto a ser consciente de su finitud, de su fragilidad, que se ha tornado de nuevo en peregrina, debe hacer surgir en nosotros, con renovadas esperanzas, el carácter misio-nero de nuestro bautismo, fruto de la acción que estos dos grandes apóstoles, junto con los demás, y con tantos discípulos del Señor perpetuaron en el tiempo, hasta lle-gar a nosotros con el mismo efecto salvador. Es un tesoro que no estamos llamados a guardar-esconder, sino a comunicar para que otros tengan vida en abundancia, porque dichos tesoros, solo hacen posible la acción de la gracia salvadora de Jesucristo, a quien Pedro y Pablo entregaron gustosos sus vidas, incluso hasta el testimonio de la sangre.

“[…] haz que tu Iglesia se mantenga siempre fiel a las enseñanzas de estos apóstoles, de quienes recibió el primer anuncio de la fe”. (Oración conclusiva. II Vísperas).

Por. P. Mauricio EspinosaVicariato Apostólico de Puyo

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RITUAL DE LASEXEQUIAS EN FAMILIA, Y

RESPONSO POR LOS DIFUNTOS(Sin la presencia de un diácono o presbítero)

El velatorio de una persona recién fallecida, es un momento en que sus familiares y amigos experimentan hondo dolor y con frecuencia se encuentran con su propia realidad y el sen-tido último de la vida. Ante el misterio de la muerte humana, los Evangelios atestiguan que nuestro Señor Jesucristo se conmovió y no ahorró sentimientos sinceros de dolor; al mismo tiempo Jesús encamó el consuelo y el amor del Padre Dios, anticipando la liberación de las ataduras de la muerte que consumaría con su propia muerte y resurrección. Por lo tanto, el momento del velatorio de una persona es propicio para el anuncio evangelizador siempre en el marco del respeto por el dolor de los presentes.

Si por motivos de la grave emergencia que atravesamos, no se puede tener un momento de oración de-lante del cuerpo de la persona fallecida, reúnase la familia (sólo grupos familiares que viven en la misma casa) para celebrar este rito.

Un miembro de la familia preside la Liturgia de la Palabra. Quien preside o guía la oración en este momento debe generar un clima de reflexión y oración, sin apuros.

1. Monición inicial

El que preside dice:

Queridos hermanos:

En estos momentos en que la muerte deja de ser algo lejano y se convierte en una realidad que nos golpea y duele muy hondo, surgen seguramente en nosotros muchos interrogantes. Por eso, como familia creyente nos ponemos en oración y apelamos a nuestra fe cristiana.

Justamente, por nuestra fe creemos que la muerte no es el fin, sino un paso hacia la plenitud de la vida. Y esto porque Jesús ha dicho: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás».

Creemos así, que la muerte ha sido vencida por la resurrección de Jesús y por eso cele-bramos el triunfo de la vida sobre la muerte, al orar y poner en las manos misericordio-sas de Dios a nuestro (abuelo(a)-papá-mamá-hermano(a)-amigo(a)) N.

Los invito a unirnos en la plegaria confiada junto a la comunidad de la Iglesia que inter-cede por nuestros difuntos.

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2. Saludo

En nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

R/. Amén.

Se recita alguna de las siguientes antífonas de la Sagrada Escritura (elija una):

Ecli 2, 6Confíate a Dios, y él te cuidará, corrige tus caminos y espera en él; conserva tu amor y en él envejece.

O bien:

Mt 11, 28«Vengan a mí, todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré».

O bien:

2 Col, 3-4Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la misericordia Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones.

Luego, si tiene agua bendita, rocía el cuerpo y puede asperger también a los presentes.

3. Oración por el difunto y sus familiares

Quien preside invita a un momento de silencio para orar y encomendar a Dios a quien ha fallecido; luego dice:

Oremos.Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, te suplicamos por el alma de tu hijo(a) N., a quien has llamado de este mundo a tu presencia; concédele gozar del lugar del descanso, de la luz y de la paz.Permítele atravesar sin dificultades las puertas de la muerte, para que pueda vivir con los santos contemplando el resplandor de tu gloria, que prometiste en otro tiempo a Abraham y a su descendencia. Que su alma no sufra ningún daño; y cuando llegue el gran día de la resurrección y de la retribución, resucítalo(a) con tus santos y elegidos.

Perdona todas sus ofensas y pecados, para que ingresando en el reino eterno goce de la vida inmortal en tu compañía.

Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor.

R/. Amén.

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Todos recitan juntos la siguiente oración:

Oremos

Padre de la misericordia y Dios de todo consuelo, que nos proteges con tu amor eterno, y transformas las sombras de la muerte en aurora de vida:

Mira a tus hijos que lloran afligidos, (Sé para nosotros como un refugio y reanímanos para que, superando las tinieblas de nuestro dolor, seamos consolados con la luz y la paz de tu presencia.)

Ayúdanos a encaminar nuestra vida hacia Cristo, tu Hijo y Señor nuestro, que muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró nuestra vida, de modo que, cuando concluyamos nuestra vida mortal, nos encontremos con nuestros hermanos, allí donde serán secadas las lágrimas de nuestros ojos.

Por Jesucristo nuestro Señor.

R/. Amén

4. Lectura de la Palabra de Dios. Quien preside invita a escuchar la Palabra de Dios.

PRIMERA LECTURACon el pensamiento puesto en la resurrección

Del segundo libro de los Macabeos12, 43-46

En aquellos días, Judas Macabeo, jefe de Israel, hizo una coleta y recogió dos mil drac-mas de plata, que envió a Jerusalén para que ofrecieran un sacrificio de expiación por lo pecados de los que habían muerto en la batalla.

Obró con gran rectitud y nobleza, pensando en la resurrección, pues si no hubiera espe-rado la resurrección de sus compañeros, habría sido completamente inútil orar por los muertos. Pero él consideraba que, a los que habían muerto piadosamente les estaba reservada una magnífica recompensa.

En efecto, orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados es una acción santa y conveniente.

Palabra de Dios.

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SALMO RESPONSORIALDel salmo 24

Ant. ¡A ti, Señor, levanto mi alma!

Muéstrame, tus caminose instrúyeme, Señor, en tus senderos;haz que camine con lealtady enséñame a cumplir tus mandamientos,porque eres tú mi Dios y Salvadory en ti continuamente espero. R/.

Acuérdate, Señor, que son eternostu amor y tu ternura.Señor, acuérdate de mícon ese mismo amor y esa ternura. R/.

Protégeme, Señor, mi vida salva,que jamás quede yo decepcionadode haberte entregado mi confianza;la rectitud e inocencia me defiendan,pues en ti tengo puesta mi esperanza. R/.

SEGUNDA LECTURAEl bautismo nos sepultó con Cristo para que llevemos una vida nueva.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos

6, 3-4.8-11

Hermanos: Todos los que hemos sido incorporados a Cristo Jesús por medio del bautis-mo, hemos sido incorporados a su muerte.

En efecto, por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros lleve-mos una vida nueva.

Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo, estamos seguros de que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya nunca mo-rirá. La muerte ya no tiene dominio sobre él, porque al morir, murió al pecado de una vez para siempre; y al resucitar, vive ahora para Dios. Lo mismo ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Palabra de Dios.

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EVANGELIOEn la casa de mi Padre hay muchas habitaciones.

Lectura del santo Evangelio según san Juan

14, 1-6

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No pierdan la paz. Si creen en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, yo se lo habría dicho a ustedes, porque voy a prepararles un lugar. Cuando me vaya y les prepare un sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Y ya saben el camino para llegar al lugar a donde voy”.

Entonces Tomás le dijo: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿Cómo podemos saber el camino?” Jesús le respondió: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí”.

Palabra del Señor.

Quien preside u otro puede hacer una breve reflexión sobre la Palabra de Dios.

6. Oración de los fieles

Queridos hermanos: elevemos juntos nuestra oración confiada a Dios, que es Padre omnipotente y ha resucitado a Jesucristo de la muerte. A cada intención respondemos:Escúchanos, Señor, que confiamos en ti.

- Para que nuestro(a) querido(a) N., que ha traspasado las barreras de la muerte, sea recibido(a) en la gran familia de los santos. Oremos.

- Para que N., que en el bautismo recibió el germen de la vida eterna y en la Euca-ristía se alimentó con Cristo, pan de vida, resucite con él en el último día. Oremos.

- Para que nuestras familias encuentren el consuelo y la esperanza que nos da el Evangelio de Jesús. Oremos.

- Para que todos nosotros, aquí presentes, crezcamos en la fe y nos ayudemos unos a otros mediante la caridad. Oremos.

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7. Padre NuestroSe invita a rezar la Oración del Señor con esta u otras palabras:

El Señor nos enseñó a rezar y confiar. Hagámoslo como verdaderos hijos de Dios. Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre;venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas,como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.

8. Ritos conclusivos

Oración

Luego concluye con una de las siguientes oraciones:

Oremos.Dios, Padre todopoderoso, nuestra fe confiesa que tu Hijo murió y resucitó; por este misterio, concede a tu servidor(a) N., que se ha dormido en el Señor, alcanzar la alegría de la resurrección.Por Jesucristo, nuestro Señor. R. Amén.Oración para el momento de colocar el cuerpo en el féretro(Si no se tiene el cuerpo presente, se puede hacer igual). Recitan todos juntos.

SALMO 129 Canto de las subidas.

Desde el abismo clamo a ti, Señor,Señor, Oye mi voz;préstale oído atentoa mi clamor.

Si guardas el recuerdo de las culpas,¿quién se podrá salvar?Pero de ti, Señor, viene el perdónque nos infunde un gran temor filial.

Confío en el Señor, espero en su palabra que perdona.Mi alma suspira ya por el Señormás que los centinelas por la aurora.

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Que suspire Israel por el Señormás que los centinelas por la aurora,pues del Señor viene el perdón,la redención copiosa.

Y al pueblo de Israel redimiráde su maldad y de sus malas obras.

Col 3, 34:

Ustedes están muertos y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra Vida, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria.

Rom 6, 8-9:

Si hemos muerto con Cristo, estamos seguros que también viviremos con él; Pues sabe-mos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya nunca morirá. La muerte ya no tiene dominio sobre él, porque al morir, murió el pecado de una vez para siempre; y al resucitar, vive para Dios.

2 Co 4, 14:

Estamos seguros de que Aquel que resucitó al Señor Jesús nos resucitará con él.

Después se dice la siguiente oración.

Oremos.Recibe, Señor, el alma de tu servidor(a) N.,a quien te has dignado llamar de este mundo a tu presenciapara que, libre de todo vínculo de pecado,le concedas el gozo del descanso y la luz que no tiene fin,y, entre tus santos y elegidos,merezca participar de la gloria de la resurrección.Por Jesucristo, nuestro Señor. R. Amén.Se termina el rito recitando el Ave María.

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Responso por los fieles difuntos

V/. No te acuerdes, Señor, de mis pecados.R/. Cuando vengas a juzgar al mundo por medio del fuego.

V/. Señor, Dios mío, dirige mis pasos en tu presencia.R/. Cuando vengas a juzgar al mundo por medio del fuego.

V/. Concédele(s), Señor, el descanso eterno, Y que le(s) alumbre la luz eterna.R/. Cuando vengas a juzgar al mundo por medio del fuego.V/. Señor, ten piedad.R/. Señor, ten piedad.

V/. Cristo, ten piedad.R/. Cristo, ten piedad.

V/. Señor, ten piedad.R/. Señor, ten piedad.

Padre nuestro…

V/. Libra, Señor, su(s) alma(s).R/. De las penas del infierno.

V/. Descanse(n) en paz.R/. Amén.

V/. Señor, escucha mi oración.R/. Y llegue a ti mi clamor.

V/. El Señor esté con ustedes.R/. Y con tu espíritu.

OREMOSTe rogamos, Señor, que absuelvas el alma de tu siervo(a) N. de todo vínculo de peca-do, para que viva en la gloria de la resurrección, entre tus santos y elegidos. Por Cristo nuestro Señor.R/. Amén.

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V/. Concédele(s) Señor, el descanso eterno.R/. Y brille para él(ella, ellos) la luz eterna.

V/. Descanse(n) en paz.R/. Amén.

V/. Su(s) alma(s) y las de todos los fieles difuntos, por la misericordia del Señor, descan-sen en paz.R/. Amén.

Acto de aceptación de la muerte.¡Señor, Dios mío! Ya desde ahora acepto de buena voluntad, como venido de tu mano, cualquier género de muerte que te plazca enviarme, con todas sus angustias, penas y dolores.

Tomado, editado y acoplado con los Leccionarios aprobados para Ecuador de: http://curas.com.ar/

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“La pandemia nos enseña que solo unidos y cuidando a los demás superaremos los

desafíos globales”

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