Enrique Pelach-Abancay_Un Obispo en Los Andes peruanos

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ENRIQUE PELACH ABANCAY Un obispo en los Andes peruanos EDICIONES RIALP, S. A. MADRID

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ENRIQUE PELACH

ABANCAY

Un obispo en los Andes peruanos EDICIONES RIALP, S. A. MADRID

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DIÓCESIS DE ABANCAY

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De Gerona a los Andes del Perú

A modo de confidencia

En 1929 hubo en Barcelona una Exposición Internacional importante. Llamaba la atención la belleza de los jardines y el aparente derroche de agua en surtidores y cascadas delante del Pabellón de España, de cuyo entorno salían de noche unos haces de luz tan potentes que los veíamos en el cielo desde la finca de mis padres, a cien kilómetros de distancia.

Mis padres nos llevaron a los siete hijos mayores —éramos en total diez— a ver aquella maravilla. Yo era un muchachito de doce años que miraba todo aquello (los nuevos inventos y las maquinarias expuestas y tanto aparato sofisti-cado) con aires de persona mayor, pero sin entender gran cosa, como es natural. Lo único que me interesó de verdad fue el Pabellón de Misiones. ¡Aquello sí!

Recuerdo que, a la salida del recinto ferial, vendían pañuelos de seda con fotografías estampadas de los diversos pabellones. Mi padre nos dejó escoger un pañuelo a cada uno para comprarlos luego como recuerdo. El que más me agradaba era el del Pabellón Nacional por aquellos haces de luz que he referido antes; pero escogí el del Pabellón de Misiones, aunque era menos llamativo.

Sin duda lo preferí porque sintonizaba más con lo que Dios puso en mí desde niño. Aquella elección fue un presagio de mi vida entera. No me canso de dar gracias a Dios, porque el soñar y vivir para los demás, con proyección misionera, me ha hecho siempre muy feliz, ¡felicísimo! He tratado siempre de vivir el «mandamiento nuevo», aunque confieso que no siempre lo he logrado. Escogí como lema de mi episcopado: «ARDEO NAM CREDO», que traduzco li-bremente: ardo de amor a Dios y al prójimo porque creo, porque Dios me ha regalado el don de la Fe.

Un largo camino hacia el Perú

Cuando llegué a los Andes del Perú en 1957, vi que serían caballos o muías y vehículos de doble tracción los compañeros de mis aventuras humano—divinas. Gracias a Dios que venía preparado. Había ensillado y montado una yegua muchas veces en mi casa de Gerona. Era una diversión que ponía alas a mis sueños misioneros con afán de almas. Cabalgando por los caminos y senderos de la finca de mis padres, contemplaba los sembríos y los avellanos y, entrando por los bosques de pinos, encinas, robles y alcornoques, qué fácil era imaginar parajes de ultramar: África, Asia, América... Para ir en pos de las almas, ¿montaría caballos o muías, o camellos o quizás algún burrito como aquel del Señor? Al desensillar aquella buena yegua de color castaño, la acariciaba como fiel compañera de ideales. Hablaba con ella y la engreía con algarrobas y algún terrón de azúcar, que comía en mi mano.

Pero antes de llegar a los Andes, hubo un largo camino de cuarenta años: el seminario de Gerona, los estudios en Roma y muchos días de apostolado sacerdotal y vivencias providenciales, que creo conviene ahora mencionar. La primera de ellas, que tanto tuvo que ver con mi vida y con la salida a misiones, fue el Opus Dei.

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Primera noticia del Opus Dei

Del Opus Dei tuve la primera información el año 1941, con motivo de una de tantas persecuciones que padeció San Josemaría en Barcelona.

Yo era seminarista aún y vicerrector del Seminario de Gerona cuando el rector, Dr. Damián Estela, recibió la noticia de que en Barcelona habían expulsado de la Congregación Mariana a dos jóvenes, por ser miembros de una «secta herética» llamada Opus Dei. El Rector, alarmado en parte por la vecindad que une a Gerona con Barcelona, me comentó la noticia. Y yo me ofrecí a viajar y a enterarme in situ de lo sucedido.

En Barcelona residía un sacerdote amigo, el Dr. Ricardo Aragó, que sabía cuanto sucedía en el mundillo eclesiástico. Este sacerdote era además escritor y oriundo de una masía —casa de campo con tierras de cultivo y ganado, típica de Cataluña— muy cercana a la de mis padres. Él podría informarnos bien. En el primer tren de la mañana viajé a Barcelona y, de la estación, me dirigí en taxi a Sarria, en la parte alta de la ciudad. Él mismo me abrió la puerta y, al verme, me dijo:

—¡Qué milagro! ¿Qué te trae por aquí?

—Necesito una información —le contesté.

Nos sentamos y le pregunté por la «herejía» Opus Dei. —No es herejía —me dijo—, sino una obra de mucho bien y de un gran

porvenir para la Iglesia.

Pensé que no me había expresado bien y le insistí:

—No, doctor Aragó, yo pregunto por una herejía que dicen que es muy perniciosa y que desorienta especialmente a la juventud.

—Sí, claro, el Opus Dei —me repitió—. Pero esto no es una herejía, sino una organización de un gran porvenir para la Iglesia. Es una obra muy buena.

—Pero ¿no han expulsado a dos jóvenes de la Congregación Mariana por pertenecer a esta herejía?

—Sí, claro; pero ha sido una equivocación de la Congregación Mariana.

Entonces me contó con lujo de detalles quién era el Fundador, cuándo había nacido el Opus Dei, qué pretendía y por qué era perseguido injustamente, incluso por gente buena que veía herejías donde sólo había una llamada universal a la santidad y un querer ser santos en medio del mundo, metidos en los trabajos y quehaceres de la vida ordinaria.

La conversación era tan interesante que siguió durante el almuerzo y el tiempo de una larga sobremesa. Me habló de la vida que llevaban los miembros del Opus Dei y del apostolado que hacían en Barcelona, donde eran pocos todavía en comparación con Madrid y con otras ciudades de España.

Ya de regreso a Gerona tenía al menos una idea clara: el Opus Dei no sólo no era una herejía, sino que se trataba de una obra buena y de mucho porvenir para la Iglesia; no tenía por qué preocuparse el Rector del Seminario. Sólo deberíamos seguir informándonos para conocer mejor esta Obra de Dios. Por mi parte, iba a tener pronto la alegría de saber que algunos de mis amigos o conocidos recibirían la vocación al Opus Dei.

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El Año Santo de 1950

Sobre todo en Roma, se vivía una gran expectación por el Año Santo de 1950, que prometía grandes celebraciones. Se estaban terminando a toda prisa las obras de restauración de algunos palacios. Iban y venían las noticias de un año santo extraordinario.

El embajador español ante la Santa Sede, don Joaquín Ruiz Jiménez, tuvo la idea de organizar un almuerzo con la flor y nata de la colonia española para conversar sobre el Año Santo. Este encuentro tuvo lugar en el palazzo Altemps, sede del Colegio Español y residencia de los seminaristas y sacerdotes de las diócesis españolas, que los obispos enviaban a las universidades pontificias. Allí estaba yo por aquellos años.

En el gran comedor del Colegio los alumnos nos situamos en las mesas laterales, dejando las del centro en forma de T para los invitados. En la presidencia estarían las autoridades, entre las cuales se encontraban, además del Rector del Colegio, don Jaime Flores, el propio Embajador y Mons. Escrivá. En cuanto entró Mons. Escrivá, los alumnos que tenía cerca cuchichearon: «¡Es Mons. Escrivá!..., ¡el Fundador del Opus Dei, el Padre!» A pesar de los años transcurridos, no se me olvida la fecha: era el 3 de diciembre de 1949.

Durante el almuerzo pensé que, si Mons. Escrivá había fundado y llevado adelante su Obra, sin duda podría orientarme a mí en un modestillo plan misional, que trataba de poner en marcha en las diócesis catalanas.

Después del almuerzo, hicimos la visita al Santísimo y luego tuvimos una alegre reunión informal entre invitados y alumnos, en la galería principal del Colegio. Mons. Escrivá era muy requerido por todos, unos y otros le saludaban y hablaban con él. Yo me fui acercando y, ya junto a él, me presenté, añadiendo que quería pedirle un consejo. —Dime, hijo mío, ¿qué quieres?

En pocas palabras le expuse mi proyecto y la dificultad que encontraba: los señores obispos no me atendían.

—Mira, hijo mío —me dijo—, en primer lugar encomiéndalo mucho; en segundo lugar ofrece al Señor horas de estudio, de trabajo, etc.; después, vete a hablar a solas y confiadamente a cada obispo; y en cuarto lugar, ponió en marcha.

No añadió nada más. Le agradecí el consejo y me retiré. ¡Vaya si lo encomendé al Señor durante el poco tiempo que faltaba para la

Navidad! Quería ponerlo en marcha cuanto antes.

Entre Navidad y Reyes, aprovechando las vacaciones de la universidad, visité las ocho diócesis catalanas y todo fue saliendo como coser y cantar. ¡Qué amables y dispuestos los señores obispos! Me animé también a ir a hablar con el abad Escarré, porque a Montserrat suben muchos peregrinos. También él aceptó la idea y le pareció magnífico que pusiese allí propaganda y lo que quisiera sobre las misiones. La organización inicial que deseaba ya estaba en marcha.

Me habló un hombre de Dios

Cuando regresé a Roma ya había comenzado el Año Santo. A mitad de mayo se celebró la canonización de San Antonio María Claret, un santo catalán —de

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Vich, por más señas—, que fue obispo en Cuba. Acudieron a la canonización muchos españoles, y el embajador Ruiz Jiménez ofreció de nuevo, en el mismo palazzo Altemps, un almuerzo y agasajo a las personalidades españolas que llegaban para la canonización y a algunas de la colonia española en Roma.

Entre éstas estuvo otra vez invitado Mons. Escrivá y fue la oportunidad que se me presentó para agradecerle su acertado consejo. Como la primera vez, después de la visita al Santísimo, me acerqué a él y enseguida me dijo:

—Te recuerdo, hijo mío.

Y antes de que pudiera decirle algo, me cogió del brazo y fuimos caminando rápido hasta una galería abierta que había enfrente y donde no había nadie. Me escuchó, mientras yo le daba gracias y le contaba las gestiones que había hecho. No hizo ningún comentario.

Al terminar yo de hablar, me puso una mano en la espalda, al tiempo que con la otra mano me agarraba mi brazo derecho, apretándome contra su pecho, y comenzamos a caminar a lo largo de la galería. Mons. Escrivá me fue hablando de un tema bien diferente al que yo traía, aunque tenía relación. Me habló del sacerdocio, de santidad, de amor a la Iglesia, de entrega personal, de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas.

Me di cuenta pronto de que me estaba hablando un hombre de Dios. Al llegar al final de la galería, dimos la vuelta y él me siguió hablando. Recuerdo que era un caminar

algo incómodo, porque, apretado yo a su pecho, las dos sotanas se entreveraban; pero al final de la galería tampoco me soltó, y así dimos unas cuantas vueltas, no sé cuántas, quizá ocho o diez, despacio, siempre hablándome con palabras de fuego, a las que yo correspondía con algún monosílabo.

La impresión que guardo de aquel momento es indescriptible. Era encontrarme de repente con un sacerdote santo, que se interesaba por lo esencial de mi vida y de un modo directo. Fue algo tan personal y profundo que, cuando después quise rehacer toda su conversación, ya no pude.

El Opus Dei en Gerona

En aquel momento el clero diocesano no tenía aún cabida dentro del Opus Dei. Lo tendría un mes más tarde, el 16 de junio de aquel año 1950, cuando Pío XII firmó la aprobación definitiva del Opus Dei, del que forma parte, inseparablemente unida, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a la que podrían asociarse los sacerdotes diocesanos. Pero sólo más tarde me llegué yo a enterar de esta aprobación, que tanta importancia iba a tener en mi vida.

En 1951 terminé mis estudios en la Universidad Gregoriana. En aquel tiempo los sacerdotes misioneros eran todos o casi todos de órdenes religiosas. Si había algunos del clero secular que fueran por propia iniciativa y de forma asociada, lo desconocía. Yo, sin embargo, seguía abrigando la esperanza de ser misionero en tierras de misión, sin dejar por ello mi condición de sacerdote secular diocesano. Como, además, no quería exponerme imprudentemente a perder o a maltratar mi vocación sacerdotal, deberían antes asegurarme una conveniente ayuda espiritual y humana en el país de destino. En este caso, pensaba, nada mejor que ir en grupo, por ejemplo de siete sacerdotes, todos seculares. Por esta razón,

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aprovechando las vacaciones, recorrí media Europa (norte de Italia, Suiza, Alemania, Holanda, Bélgica, Francia, norte de España) con el fin de averiguar si había algo ya establecido para estos casos. ¿Para qué ser pionero y original, si ya existiese en la Iglesia alguna institución o costumbre aprobada al respecto? Me parecía lógico que existiera. El viaje, empero, me sirvió para saber que no la había, que no haría falta de momento pedir permiso a mi obispo y que mi vocación decidida de ir a misiones debía todavía esperar. Mi destino inmediato era otra vez Gerona, para ser profesor y director espiritual del Seminario Mayor, donde me estaban esperando.

Mi conversación con don Florencio

En 1952, en la Compañía de Telégrafos de Gerona trabajaba un miembro del Opus Dei, llamado Mariano, un joven con una grave desviación de la columna, muy atento, simpático y trabajador. Fue en la primavera de este año cuando llegó a Gerona un nuevo Director de Correos y Telégrafos. Era el señor Cardona, que se trasladaba de Jaén con toda su familia.

Su hijo mayor, Carlos Cardona, se paseaba por las oficinas de Correos como para entretenerse, al no tener conocidos en la ciudad. Pronto Mariano entabló con él una sincera y gran amistad.

A principios del mes de mayo, don Florencio Sánchez Bella, sacerdote del Opus Dei que residía en Monterols, un Colegio Mayor de Barcelona, recibió un telegrama que escuetamente decía:«Ya somos dos. Mariano». En el primer tren que encontró, llegó don Florencio a Gerona y buscó a Mariano, que le presentó a Carlos, quien había escrito al Padre pidiendo formar parte del Opus Dei. Fueron los tres al gran parque La Dehesa a conversar y, luego, sentados en uno de aquellos bancos del paseo, don Florencio les dio una meditación, que fue la primera que se daba en Gerona por un sacerdote de la Obra. Pienso que aquellos desubicados arbustos (plátanos), que plantaron los franceses durante su ocupación de Gerona, guardan aún la vibración de aquella meditación. Lo cierto es que enseguida comenzaron aquellos dos jóvenes un verdadero apostolado en la ciudad y, al mes, aprovechando varios días no laborables en torno a la solemnidad de San Pedro, un grupo de hombres tenía ya un curso de retiro que daba don Florencio con permiso del señor Obispo de Gerona, en la Casa Misión de la ciudad de Bañólas.

Al regresar el grupo a Gerona fueron a casa de mi tocayo y amigo Enrique Salvatella, quien me llamó por teléfono preguntando a qué hora podía recibir a un sacerdote del Opus Dei que acababa de darles un curso de retiro en Bañólas, y que deseaba hablar conmigo.

—Mira, Enrique —le dije— escucho por teléfono el rumor de voces, que deben ser de los que estuvieron en el retiro.

—Así es; están conversando con el Mosén.

—Pues mejor voy a tu casa y no le quito tiempo. Quizá yo tengo más tiempo que él, porque en el Seminario estamos ya de vacaciones.

Con el solemne manteo y el sombrero afelpado que usábamos entonces los sacerdotes, en diez minutos me presenté en aquel tercer piso de la calle Santa Clara, con hermosa vista al río Oñar, que atraviesa la ciudad.

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—Mejor entra a mi despacho —se excusó Enrique al recibirme—, porque tengo la casa llena de invitados.

—Los oigo, los oigo y parece que están muy contentos. —¡Ha sido fantástico! —me dijo, y añadió—: aquí podréis hablar tranquilos;

aviso al Mosén.

Enseguida entró aquel sacerdote joven, don Florencio. Apenas nos saludamos y, como si fuéramos viejos amigos, aunque no nos habíamos visto nunca, me dijo:

—Estos señores han hecho un curso de retiro en Bañólas. Algunos ya son del Opus Dei y otros quieren serlo. Les pregunté quién les podría confesar y dirigir, porque yo vivo en Barcelona, y me han dicho que Mosén Pélach. Parece que todos te conocen. ¿Estás de acuerdo?

—Un momento —le dije.

—¿Tienes algún reparo al Opus Dei?

—No, ninguno. Lo admiro, pero lo conozco poco. Me dices que algunos ya son del Opus Dei y que otros quieren serlo. Me tendrás que contar algo del Opus Dei. Si no, ¿cómo los dirijo?

—Mira, la espiritualidad de estos señores es perfectamente secular, como lo es la de un sacerdote diocesano.

Al escuchar estas palabras, no me explico por qué, pero me puse inmediatamente de pie, como si un muelle del sillón se hubiese disparado o algo así.

—¿Qué hay en el Opus Dei para los sacerdotes diocesanos? —le pregunté.

Don Florencio echó una carcajada y me dijo:

—Siéntate, siéntate...

Y pasó a contarme la aprobación definitiva y cómo ya los sacerdotes diocesanos podían ser del Opus Dei. Yo le escuchaba sorprendido y pensando a la vez por qué no me había enterado de esta aprobación en Roma. Recuerdo que en un momento de la conversación le dije convencido:

—Entonces, ¡debe haber muchos sacerdotes diocesanos en el Opus Dei!

—Mira, en la Obra no cuentan las estadísticas —se limitó a decirme. Confieso que esto de hacer el bien sin alharacas, sin vistosas estadísticas, me

dio especial alegría. (Más tarde me enteré de que había sido yo el primer sacerdote diocesano del mundo en pedir la admisión al Opus Dei.)

Siguió don Florencio contándome detalles de esta novedad, que yo iba descubriendo y en la que me iba embebiendo. En un momento, en que me hablaba de la universalidad de la Obra, le pregunté:

—¿Está previsto que un sacerdote diocesano pueda ir a misiones? —Sí —me contestó—. Pero el Padre —así llamábamos a San Josemaría sus

hijos en el Opus Dei— ha previsto que deberá ir en grupo y con la seguridad de tener siempre atención humana y sobrenatural, según nuestro espíritu.

Otra vez de pie y convencido, exclamé:

—Siendo así, ¡¡¡apúntame!!!

—No, ahora no —me dijo—. Antes tienes que pensarlo bien y encomendarlo mucho.

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—¡Apúntame! —repetí—. Lo tengo bien pensado y encomendado. Incluso he buscado esto por toda Europa.

—Y resulta que lo encuentras en Gerona mismo —comentó sonriente. Seguimos hablando un rato más. Luego me dijo que volvería a los ocho días y

que seguiríamos conversando, que encomendara mucho a la Virgen mi vocación al Opus Dei. Y nos despedimos.

Al bajar las escaleras me di cuenta de que no habíamos hablado nada referente a la dirección espiritual de aquellos señores, sólo de lo referente a mi persona. Caminaba por la calle con el pensamiento y la imaginación a tope. La alegría era tanta que, casi a mitad del puente del río Oñar, me detuve y dije en catalán: «¡Estic pescat...!» (estoy pescado). Y seguí luego caminando, pero ya a buen paso, para llegar pronto a la iglesia del Seminario y rezar ante el Sagrario.

Me sentía un hombre feliz

¡Y vaya si recé! ¡A cada rato! Constantemente me acordaba del gran descubrimiento. Allí estaba el camino para santificar mi sacerdocio. Me sentía un hombre feliz.

Tardaron en pasar las horas de aquellos ocho días. Don Florencio al fin no llegó, pero llegó otro sacerdote, don Emilio Navarro, a los diez días. Don Emilio, en la conversación que sostuvimos y que duró varias horas, fue dándome detalles de la vida y del espíritu del Opus Dei. Me dijo que Dios llama a cada uno donde está y que, por tener vocación al Opus Dei, no se saca a nadie de su lugar. Me dijo también que una consecuencia de esto, para el sacerdote diocesano, es que siempre obedecerá a su Obispo. Del Opus Dei sólo recibirá el espíritu inspirado por Dios al Padre, Mons. Escrivá, y la ayuda sobrenatural para santificarse en el ejercicio de su ministerio, por ser ése el «trabajo» del

sacerdote, añadió. Me habló de unidad de vida, de la importancia de las cosas pequeñas, de amar la vida ordinaria, de estar muy unido a los demás sacerdotes, del «nihil sine episcopo», y de muchas cosas más.

Yo estaba de acuerdo en todo y deseaba oficializar mi entrega total cuanto antes. Por tanto, «apúntame de una vez al Opus Dei», le dije. A don Emilio se le veía muy contento, pero me dijo que esperara, que a los ocho días vendría don Florencio y que tratara esto con él; que, mientras tanto, siguiera pensándolo bien y encomendándolo a la Virgen Santísima, que nos quiere mucho. Me dio la direc-ción de don Florencio y nos despedimos.

¡Qué hermoso era todo! ¡Qué gran invento para que el sacerdote diocesano nunca se sienta solo y siempre tenga la ayuda humana y sobrenatural que necesite! Está claro que esto está inspirado por Dios, pensé. Estos y otros pensa-mientos hacían larga la espera. ¿Por qué no querrán apuntarme, si les he dicho y redicho a uno y a otro que lo veo claro y que estoy totalmente decidido? A veces tarareaba una canción de amor que comienza: «Quien espera desespera...», y más adelante asegura: «vendrá, vendrá la felicidad».

Ni a los ocho ni a los diez días llegó don Florencio. Fui a esperarle tres días a la estación del ferrocarril, y... nada. Entonces subí al primer tren que salía para Barcelona y me fui a Monterols.

—¿Qué te trae por aquí? —me dijo al verme.

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—¡Cómo «qué me trae»! — fue mi respuesta.

Me dio un abrazo y entramos a una salita, donde conversamos largamente. Fue entonces cuando me enteré de que, para comenzar a ser miembro del Opus Dei, no nos «apuntan», sino que simplemente tenía que escribir una

carta sencilla y familiar al Padre pidiendo formar parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. «Mientras tanto —me dijo al despedirnos— sigue rezando y ofreciendo, y cuando llegue una fiesta de la Virgen que te agrade, escribe la carta. Una carta sencilla, familiar, al Padre» —me recordó.

El 5 de agosto celebra la Iglesia la fiesta de la Virgen de las Nieves. Yo aproveché ese día en 1952 para escribir la carta. Es una fiesta importante del calendario mariano. La historia de esta devoción demuestra hasta qué punto nos invita Dios a que amemos a su Madre. Una nevada sobre Roma en pleno verano, un 5 de agosto, indicó el lugar donde el Señor quería que se honrase a nuestra Madre: en el centro de la cristiandad y en el de cada corazón creyente. Esto ocurrió cuando se acababa de celebrar el Concilio de Éfeso, que proclamó la maternidad divina de María. Poco después se construyó la Basílica de Santa María la Mayor, el primer templo de Occidente dedicado a la Virgen y cuya imagen y fiesta principal es la Virgen de las Nieves.

Quise poner en manos de la Virgen mi entrega total en el Opus Dei, que no quería jamás desmentir. Ella me ayudaría a ser fiel. Recuerdo que luego se lo comuniqué a mi obispo de Gerona, quien no dudó en darme su bendición.

Mi decisión de ir al Perú

En el verano de 1956 conocí a don Ignacio Orbegozo. Fue en el encuentro sacerdotal que teníamos en Molino—viejo (una casa de retiros cerca de Segovia) un buen grupo de sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Don Ignacio nos contó que la Santa Sede iba a encargar al

Opus Dei un territorio eclesiástico en la selva del Perú. «¡A ver quién se apunta!» —nos animó. Yo me ofrecí de inmediato, y don Ignacio continuó habiéndonos del calor que allí hacía, e incluso de la vestimenta que llevaríamos. Don Ignacio era bilbaíno, médico y numerario del Opus Dei, sacerdote y hombre de dotes fuera de serie.

Luego, por no sé qué dificultades, el territorio eclesiástico no sería ya en la selva, circunstancia que aprovechó Mons. Escrivá para expresar a la Santa Sede: «Dennos el territorio que no quiera nadie». Y el 12 de abril de 1957 se creaba la Prelatura Nullius de Yauyos, con las dos provincias civiles de Yauyos y Huarochirí, en plena cordillera occidental de los Andes del Perú, y se nombraba prelado a don Ignacio María de Orbegozo y Goicoechea.

Al final del mes de mayo de 1957 llegó a Gerona don José María Hernández Garnica a comunicarme que, si quería ir a la recientemente creada Prelatura de Yauyos con Mons. Orbegozo y un grupo de sacerdotes, había llegado el momento de decidirlo. Decidido yo estaba, y salí de inmediato a comunicarlo a mi obispo, el Dr. Cartafiá, pidiéndole su autorización. El Dr. Cartafiá conocía bien mis afanes misioneros, y a la media hora salía del Palacio Episcopal con su autorización.

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Luego Chiqui —como le llamábamos familiarmente a don José María— me indicó que tenía que ir cuanto antes a integrarme en un curso de la OCSHA (Obra de Cooperación Sacerdotal para Hispano—América), que era la vía ordinaria de los sacerdotes diocesanos para ir a Hispanoamérica. Al mediodía, ya en el Seminario, comuniqué lo ocurrido en el palacio episcopal al Rector, Dr. Damián Estela, y a los profesores, y celebramos la feliz noticia en el almuerzo, 26

con una copita de «Calisay». Dos días más tarde, sin embargo, ellos cambiaron de opinión y fueron al obispo a pedirle que revocara la autorización, porque me «necesitaban» en el Seminario. ¡Vaya contratiempo! ¡Y cuántas idas y venidas...! Pero al fin se reafirmó la autorización episcopal y me fui a Madrid al curso de la OCSHA, que terminaba en quince días. Allí encontré a los otros cuatro sacerdotes que irían a Yauyos: don Frutos Berzal, de Segovia; don José Pedro Gresa, de Teruel; don Jesús María Sada, de Navarra; y don Alfonso Fernández Galiana, de Vigo.

Días de formación en Molinoviejo

Terminado el cursillo, nos fuimos a Molinoviejo para asistir a un curso de formación junto con otros sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. En estos días de convivencia «los de Yauyos» teníamos sesiones especiales, muy interesantes y divertidas, con don José María Hernández Garnica.

Alguien nos había contado que Chiqui, cuando conoció la Obra era un joven de alta alcurnia, muy elegante, lo que en España entonces se llamaba un «pollo pera». Un día le preguntamos cuándo había conocido al Padre. Nos respondió:

«Lo conocí encaramado sobre una escalera de tijera para colocar un cuadro. Un compañero de universidad me invitó un día a ir a un centro de la Obra para presentarme a un sacerdote fuera de serie, que me encantaría conocer. Allá fui y, al entrar, vi a un sacerdote subido a una escalera de tijera.

—Padre, le presento a un compañero mío de ingeniería. Se llama Chiqui.

—¡Bienvenido, hijo mío! —me dijo el Padre bajando de la escalera a saludarme, con un martillo y unos clavos en la mano—. Toma: ayúdame a colocar este cuadro.

»Me dio el martillo y los clavos, y se fue con mi acompañante al despacho contiguo. Yo miré con cierto horror aquella escalera de tijera y, con mi traje elegante, los puños impecables, el cuello duro y la corbata de seda, subí tan-teando los escalones y comencé la faena. Después de varios intentos fallidos, quedaron los clavos en la pared y colgué el cuadro. ¡Nunca me había visto en tales apuros! Así conocí al Padre, y hasta hoy sigo prendido de aquellos rebeldes clavos. Tiempo después supe que aquella misma noche, cuando ya me había ido, el Padre volvió a colocar el cuadro, pero bien y derecho.»

Don José María era divertido y muy claro al hablarnos de lo que nos podíamos encontrar en ciertos ambientes.

Aquella convivencia tenía un sabor especial. Nos preparábamos con gran ilusión para una —llamémosla— «aventura»; o mejor dicho, un servicio a la Iglesia que nos encomendaba el Fundador del Opus Dei, el Padre, deseoso de secundar los deseos de la Santa Sede. Sabíamos que teníamos la bendición del

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Papa Pío XII, que ya había nombrado al prelado de aquel nuevo territorio eclesiástico, Yauyos.

Nos esperaba don Ignacio Orbegozo

Don Ignacio estaba ya en Lima esperándonos impaciente. Pero nuestra salida se retrasaría un mes. El barco «Queen Mary», que debía zarpar de Santander y que nos llevaría a América, suspendió el viaje por averías. En contrapartida nos incluyeron en el «Marco Polo», cuya capacidad habitual estaba ya ocupada, pero añadieron camarotes en la bodega, donde nos alojaron. En la madrugada del 3 de septiembre pudimos zarpar del puerto de Barcelona rumbo al Perú.

El «Marco Polo» era un viejo trasatlántico, muy cansado de navegar. Se decía que aquél era su último viaje. El barco iba repleto de latinoamericanos. Allí hicimos nuestros primeros 'pinitos' misioneros. Charlas de evangelización y ca—tequesis, dos retiros espirituales, confesiones, dirección espiritual, amistades. En total 21 días bien aprovechados. Pero, como sucede de ordinario en los viajes, el último tramo se nos hizo largo por la impaciencia de llegar. En cuanto atracó el barco en El Callao, subió don Ignacio, feliz, a darnos un abrazo con inmenso cariño.

Recuerdo también que, aunque el muelle no estaba muy limpio, besé con toda el alma mi nueva Patria, el Perú. Luego recogimos todo nuestro equipaje, que era un montón de cajas, baúles, paquetes y maletas, donde abundaban cosas necesarias para iniciar la labor en la nueva Prelatura de Yauyos y escaseaban los efectos personales de los que llegábamos al Perú.

Once años en Yauyos

Esperamos en Lima cinco días, y don Ignacio, con un Land-Rover de doble tracción que tenía para los caminos de la Prelatura, nos llevaba a los cinco sacerdotes recién llegados, a presentarnos al Señor Nuncio, al cardenal Landá—zuri, a diversas mientras conocíamos algo de la ciudad y arreglábamos los documentos de migración.

El 1 de octubre subimos a Yauyos y el día siguiente, 2 de octubre, aniversario de la fundación del Opus Dei, se inauguró la nueva Prelatura con una Misa, lo más solemne que pudimos, en la iglesia de Yauyos, convertida desde ese día en catedral de aquella ciudad de escasos 1.400 habitantes y a 3.000 metros de altura. Allí acababa la carretera, pero no era el fin del mundo. Cabalgando se podían cruzar cerros de cinco y seis mil metros y llegar a pueblos que distaban 20 y hasta 40 horas de caballo. Y para ir a la capital de la otra provincia, Huarochirí, era mejor ir a Lima y trepar los Andes por el otro lado, porque por caminos de herradura eran cuatro jornadas de buen cabalgar.

Don Ignacio distribuyó a los cinco sacerdotes: dos en Yauyos y tres en la provincia de Huarochirí para acompañar a dos sacerdotes peruanos y uno norteamericano, que estaban ya en otras tantas parroquias de aquella provincia. Desde el principio ningún sacerdote debía estar solo.

Así comenzamos a atender los pueblos de aquel territorio eclesiástico que, durante años, había estado abandonado en todos los aspectos. Don Ignacio era el primer prelado que visitaba la mayoría de los pueblos. Constaba, por ejemplo,

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que el último obispo que visitó la región del noroeste de Yauyos fue Santo Toribio de Mogrovejo, que estuvo en Huáñec con motivo de la organización y desarrollo de uno de los concilios limenses del siglo XVI. Yo fui a atender la re-gión de Lanca y Langaico en el norte de Yauyos, donde hacía 25 años que había estado por allí el último sacerdote. Estuve un mes por aquellas alturas de 4.700 metros, atendiendo toda necesidad que se presentara. La gente se tenía 30

por católica, pero había que casar a los abuelos, bautizar y casar a sus hijos y bautizar a los nietos. Al año de recorrer aquellos cerros y quebradas atendiendo los pueblos, nos llegó un segundo equipo de seis sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. ¡Qué alegría y qué respiro!

Y llegó también el momento de comprar caballos y mulas, porque todos teníamos constantes salidas a los pueblos por caminos de varias horas de viaje. Don Ignacio compró un caballo negro y fuerte, el «Moro». Yo, uno de color ca-nela, el «Canelo», precioso y de santa memoria. El P. Manuel Lema escogió una muía, blanca como un rayo de luna, la «Gringa». El P. Feliciano, otra muía llamada «Mulana», muy noble y suave porque estaba adiestrada en el «paso pe-ruano». Y así los demás, cada uno a su gusto.

Teníamos todos los meses el retiro espiritual en Yauyos y otro en la provincia de Huarochirí, aunque esto exigía a varios sacerdotes diez o quince horas de cabalgar. Lo primero era lo primero. Estaba bien compensada la fatiga por la vida de familia que teníamos junto al prelado y los demás sacerdotes. Teníamos, además, un segundo día de descanso: tranquilas jornadas de pesca en el río, o partidos de fulbito a todo dar. De madrugada, al día siguiente, llegaba el mo-mento de ensillar los caballos a la luz de las estrellas y «cada mochuelo a su olivo», reconfortados y con nuevos bríos para aquella constante aventura sacerdotal.

Afortunadamente, en la primera reunión que tuvimos al inaugurar la Prelatura, don Ignacio nos dijo que cada noche, además del examen de conciencia, anotáramos las actividades sacerdotales de la jornada: bautizos, matrimonios, predicaciones, confesiones, comuniones, extremaunciones y horas de viaje a caballo, para que a la vuelta de los años autoridades civiles y a amistades suyas, pudiéramos informar al Fundador del Opus Dei, por ser la persona que había recibido de la Santa Sede el encargo de este territorio.

Cuando, a los cinco años, se anexó a la Prelatura la provincia civil de Cañete, situada en la costa, hicimos el recuento de todo lo anotado y se publicó en la revista española «Mundo Cristiano». Cada apartado mostraba una sorprendente estadística. Recuerdo, por ejemplo, que mis viajes a caballo sumaban más de 8.000 horas, que equivalían a más de 40.000 kilómetros, distancia que sobraba para dar una vuelta a la tierra.

Muchos de estos viajes los hice con don Ignacio, él con su «Moro» y yo con mi «Canelo», ya fuera acompañándole a Visitas Pastorales, ya para visitar a los sacerdotes, llevándoles alegría, buen humor y grata compañía.

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Una Navidad con don Ignacio

Recuerdo que un año, en vísperas de Navidad, estaba preparando las alforjas para salir al día siguiente hacia el norte de Yauyos. Don Ignacio tuvo compasión de mí, al ver que iba a pasar las Navidades solo, y me dijo, mientras cenábamos:

—¿Y si te acompañara?

—Como quieras. Hay que atender algunos pueblos; van a ser varios días. Si quieres prepara tus alforjas, porque tenemos que salir temprano, a las 2 de la madrugada.

—Yo preparo mis alforjas. Tú prepara más cebada para los caballos. Debemos alimentarlos bien durante el viaje.

A las dos de la madrugada, salimos de Yauyos. Después de ocho horas de constante subida llegamos a la Huacha,

collado de 5.300 metros de altura. Allí dimos de comer a los caballos y desayunamos. Arreglamos algo las monturas y, al cabo de dos horas de bajada, llegamos al distrito de Carania. Allí avisamos a la gente que el 27, de regreso, celebraríamos con ellos la Navidad. Seguimos bajando una hora más y llegamos al pueblito de Piños; avisamos al primero que encontramos que el 26 por la tarde, tendríamos la Navidad. Dos horas después llegamos al distrito de Alis, que está sólo a 3.100 m de altura. Les dijimos que el 25 a mediodía les celebraríamos la Misa de Navidad; se pusieron contentísimos. Les pedimos que, por favor, avisaran al pueblo de Tomas, que está más arriba en la misma quebrada, que allí tendrían la Misa el mismo día 25 por la noche. Nos sirvieron un refresco —«Inca Kola»— y seguimos viaje, por el empinado atajo, a Yauricocha.

Yauricocha era un asiento minero con unos 2.000 habitantes, a 4.700 m de altitud. Tardamos cinco horas en llegar; caían copos de nieve y el frío era inmisericorde. Entregamos los caballos a un obrero de la mina, para que les dieran buena cena. Nos fuimos a la iglesia, que estaba caldeada por la gente que llevaba largo rato en ella, rezando y ensayando villancicos. Ambos nos pusimos a confesar varias horas hasta las doce.

Don Ignacio celebró la Misa de Nochebuena, mientras yo bautizaba aparte muchos niños, todos tostaditos por el frío, el aire y el sol de la altura. Terminamos casi juntos. Entonces, delante de la iglesia y de pie, entre abrazos y felicitaciones navideñas, nos sirvieron un pocillo de agua con chocolate acompañado por un par de panecillos dulces, que nos supieron a gloria. A ello ayudó la fecha y el cariño de aquella buena gente.

«Canelo» y «Moro»

Seguía nevando un poco. Ensillamos los caballos y salimos para el distrito de Laraos, deseando felices navidades a todos. Era una noche muy oscura.

Para llegar a Laraos debíamos subir una cumbre para luego bajar recorriendo un valle. Antes de llegar a la cumbre, el caballo de don Ignacio se echó al suelo de panza. Don Ignacio iba encima y no se cayó, más bien desmontó cómodamente. Me bajé del «Canelo» deprisa y con susto. Hicimos levantar al caballo y miramos si tenía la cincha demasiado ajustada o qué estaba mal en la montura. Nos pareció que todo estaba bien y volvimos a montar. Dimos unos

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pasos más y el «Moro» se echó al suelo como antes. Con la linterna inspeccionamos otra vez el caballo y la montura; todo estaba conforme. Llevándole por el ronzal le hicimos caminar un poco y caminaba normal. Montamos de nuevo y, al poco trecho, por tercera vez el «Moro» se echó. ¡Caramba con el caballo!..., pensamos. Montar y desmontar en aquellas alturas era bien penoso: escaseaba el oxígeno. Revisamos de nuevo el caballo, dando vueltas con la linterna alrededor de él. La luz de la linterna parecía acabarse. Entonces don Ignacio se puso delante del caballo y, sujetándolo bien, le dio en el morro tres o cuatro manotazos bien fuertes como aviso enérgico, y nos montamos.

El resultado fue que seguimos el viaje sin más problemas. Se diría que el «Moro» entendió que «quien manda, manda». Don Ignacio comentó luego que seguramente el caballo tenía el morro frío y con los manotazos se lo había templado. Explicación que me pareció lógica, sobre todo sabiendo que don Ignacio era médico.

Cruzamos por fin aquellos peñascos de la cumbre y comenzamos a bajar hacia Laraos. En un momento de bajada, don Ignacio se dio cuenta de que avanzábamos hacía rato por un camino plano y, levantando la voz, me dijo a mí, que iba adelante:

—¡Enrique! ¿No comenzamos a bajar hace rato? Esto es muy plano, ¿no será una acequia?

Me apeé y, palpando, porque no se veía nada y la linterna no daba para más, me di cuenta de que realmente era una acequia sin agua.

—Y ahora ¿qué hacemos?

—Si regresamos, nos perdemos, porque ¿dónde estará el camino? Sin duda habíamos llegado a perdernos, porque yo cabalgaba medio dormido

delante, y el «Canelo», cansado de tanto bajar, siguió el camino más cómodo, es decir, la acequia, aprovechando que ésta atravesaba el sendero de bajada.

—Mira Ignacio —le dije—, los caballos ven de noche, aunque ahora esté todo tan oscuro; tiramos de la rienda de la derecha y, si ven que pueden bajar, llegamos al fondo del valle, que es donde está el camino.

—Prueba a ver —me respondió.

—Tenemos que agarrarnos bien a la baticola con una mano, para no salir por las orejas.

—Y encomendarnos a los Custodios, por si acaso —añadió don Ignacio. Dicho y hecho: tiré de la rienda de la derecha y el «Canelo» miraba y miraba

hacia abajo sin decidirse. Tuve que animarle hablándole suavemente. Al fin, dio un primer paso indeciso... y allá fuimos a trancas y barrancas, ¡Dios Santo, qué pendiente! A duras penas nos mantuvimos en

las sillas. Por fin llegamos al fondo del valle y allí estaba el camino. Se detuvieron los caballos y lanzaron un par de sonoros resoplidos, tras tener la respiración contenida durante la pendiente. Y a nosotros nos salió una sonora carcajada que subió hasta el cielo. Sin duda, don Ignacio, ahora que está allá arriba —murió el 4 de mayo de 1998—, sigue gozando esta aventura y agradeciéndola a los Santos Angeles. A continuación arreglamos las monturas,

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que se habían desajustado en demasía, y bien espabilados, comenzamos una media hora de oración en aquella madrugada de Navidad.

Navidades en Laraos

Llegamos a Laraos a las seis de la mañana. La gente todavía dormía. Subí a la torre y toqué con ganas las campanas: ¡era Navidad! Pero, al parecer no las toqué bien, porque muchos salieron de sus casas asustados, en camisón o con lo que tenían puesto.

—¿Qué pasa?... ¿Qué sucede?... —preguntaban.

—¡Vamos a tener la Misa de Navidad! —les decía don Ignacio. —¡Ah!, ¡Ah!. ¡Es que están tocando a rebato!

Yo seguía tocando con alegría, pero pronto subió el campanero a la torre y él sí sabía tocar.

Uno de los que acudió a medio vestir hacia la plaza fue el alcalde de Laraos, que, después de saludarnos con alegría, nos invitó a pasar a su casa para desayunar porque era todavía muy temprano y la Misa iba a ser a las ocho. Mientras la esposa del alcalde nos preparaba el desayuno, el señor Pancho —que así se llamaba el alcalde— nos comentó que en Laraos había protestantes.

—¿Usted es protestante? —le preguntó don Ignacio.

—He sido, pero ya no soy nada.

—¿Cómo es eso?

—Como casi nunca venía el señor cura de Yauyos, que era el único de la provincia y, además, él era el alcalde provincial y no tenía tiempo, vino un pastor evangélico; comenzamos a asistir a su capilla; hablaba bonito y con mi mujer nos hicimos evangelistas. Él me hizo quitar este cuadro del Corazón de Jesús, que era recuerdo de nuestro matrimonio, y lo llevé al desván para ponerlo entre los trastos. Luego nos prohibía otras creencias y no nos gustó; nos retiramos. Luego vino otro pastor que era adventista; parecía muy sabio y hablaba bien. Y también con mi mujer nos pasamos a los adventistas. Hasta que un día, en una discusión con él sobre la Santísima Virgen, entendimos que lo que nos decía no cuadraba con lo que habíamos aprendido de niños, y lo dejamos también. Pasó el tiempo y un día mi mujer me dijo:

«Mira, Panchito, ahora no somos nada: ni católicos, ni evangelistas, ni adventistas. No somos nada. Si nos morimos ¿cómo nos entierran?, ¿como un animalito?»

—¡Tenía razón! No sabíamos qué hacer.

—Por entonces llegaron ustedes a Yauyos y nos visitaron aquí el padre Frutos y el padre Enrique. Mi mujer primero y yo después hablamos con ellos y decidimos volver a ser católicos.

—¡Muy bien! Ahora ya son católicos.

—No, Monseñor. Todavía no. Quedamos con él —me señaló a mí— que en esta Navidad nos confesaríamos y bautizaríamos a las hijas.

—¿Cuántos hijos tienen?

—Tres mujercitas pequeñas, que aún están durmiendo; ya las verán, son muy lindas ¿verdad, padre Enrique?

—¡Son muy hermosas; Y después del Bautismo además serán hijas de Dios.

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—Bien, pues hoy —dijo don Ignacio— lo arreglamos todo. Ustedes se confiesan y comulgan; yo bautizo a las tres niñas y el padre Enrique será el padrino. ¿De acuerdo?

—¡Oh sí, Monseñor! Muchas gracias, ¡qué suerte la nuestra! Historias parecidas a la de este matrimonio, tuvimos bastantes. Había que ir

arreglando muchos despropósitos.

Después de la Santa Misa y del bautismo de las tres niñas, yo bauticé a un grupito de niños, cuyo bautismo estaba programado desde mi visita anterior. Nos despedimos y a cabalgar de nuevo. Tres horas más tarde llegamos a Alis. Era mediodía.

Villancicos en castellano y en quechua

La iglesia estaba repleta de gente esperándonos y cantando villancicos en castellano y sobre todo en quechua. Nos sentamos a confesar media hora. Yo celebré la Santa Misa y don Ignacio siguió confesando hasta el final.

Después, mientras preparaban el almuerzo, nos echamos a dormir una hora en dos camas que nos prestó un maestro en su casa. No había aún casa parroquial en Alis. Y ¡vaya si dormimos!... como niños, durante los sesenta minutos, hasta que nos llamaron para comer con las autoridades, los maestros y algunas personas más. Era el día de Navidad y para la comida habían preparado cuyes rellenos —conejillos de indias—, papa sancochada —un puchero o guiso—, rocoto —un fruto— muy picante, choclo tierno —mazorcas de maíz—, queso y un tazón de hierbabuena muy caliente.

Don Ignacio nos divirtió y entusiasmó a todos, contando con gracia y buen humor diversas historias. La sobremesa se alargó hasta la media tarde, momento en que partimos para Tomas, el pueblo siguiente según nuestro programa. Debíamos llegar aprovechando la trocha transitable de la mina de Yauricocha, que sigue el curso del río, quebrada abajo. El viaje duró dos horas. Al anochecer llegamos a Tomas. Nos esperaba la gente. Tenían ya montado un monumental pesebre, en medio del presbiterio. Les ayudamos a colocarlo a un lado, para dejar libre el altar. Acostumbrados a no tener Misa por Navidad, lo habían colocado así para cantar y danzar con holgura ante la imagen del Niño—Dios.

Mientras unos seguían acomodando el nacimiento, otros aprovecharon para confesarse. Seguidamente comenzó la Santa Misa. Por ser un pueblo de pastores, la juventud interpretó tres danzas pastoriles bellísimas durante la Misa. La primera en el momento del ofertorio, presentando al Niño—Dios corderitos adornados con cintas rojas y blancas, los colores de la bandera peruana. La segunda, muy fina y devota, después de la consagración, como un acto de adoración al Niño. La tercera al final de la Misa, cantando al Niño y sumándose ya todo el pueblo. Era una expresión de religiosidad popular de una sencillez encantadora y piadosa. Don Ignacio les felicitó emocionado.

¿La iglesia siempre cerrada?

Al día siguiente, 26 de diciembre, don Ignacio celebró la Santa Misa con asistencia de todo el pueblo. Yo la celebré solo y nos esperaba. Nos fuimos los

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tres a la cocina y preparamos una cena como si fuera la Nochebuena. ¡Qué bien se estaba en casa!1

Para cabalgar bien

Mons. Ignacio cabalgaba muy bien; en esto, como en tantas cosas, fue nuestro maestro en Yauyos. Entre las lecciones que nos daba, la primera era que los caballos teníamos que cuidarlos nosotros mismos, para quererlos más y para que los caballos —a su modo— nos quisieran y nos tuvieran confianza. ¡Y vaya si los quisimos, y qué nobles fueron el «Moro» y el «Canelo», por citar sólo dos ejemplos!

La segunda lección fue la de tener muñeca. Al caballo de silla le agrada más llevar encima a un buen jinete que, por ejemplo, un costal de papas, que no habla ni reacciona. Percibe enseguida si el jinete sabe dirigirle, ayudarle, espabilarle, corregirle, pues todo esto da seguridad al caballo. De lo contrario, agarra un andar cansino, se desvía para mordisquear el pasto que ve a la vera del camino, agarra mañas y caprichos, se detiene o estira la cabeza para inutilizar el freno y se va por donde le apetece. En este sentido, pienso que unas buenas clases de equitación le pueden ir bien a cualquiera, sobre todo si le van a nombrar obispo... de los Andes. Y es bueno saber, por ejemplo, que los caballos, incluso los potros, reaccionan mejor al cariño que a los palos; que no son máquinas y necesitan descansar; que son muy sensibles al buen trato y les encantan los terrones de azúcar, y se acercan a comerlos en la mano; y, en fin, que un buen chalán puede gobernar a un brioso criollo berebere y sacarle el comodísimo «paso peruano» con sólo cintas de seda en el freno, como hermosamente cantó Chabuca Granda, excelente compositora peruana.

La misión del obispo

Cuentan de un tonto que siempre decía que él sabía hacerlo todo. Esto le llevaba a constantes discusiones con los demás muchachos del pueblo, que le apostaban todo lo contrario y le decían que no sabía hacer nada. Un día llegó al pueblo la Banda Militar de la ciudad, con todos los instrumentos, para dar un concierto en la plaza. Allá se reunió toda la gente. La muchachada también. En cuanto comenzaron a sonar los instrumentos, los compañeros del tonto empezaron a increparle:

—¿Tú sabrías tocar la corneta como aquél?, ¿y el instrumento grande y brillante de aquel otro?, ¿y el largo y delgado del de en medio?

El pobre tonto iba moviendo la cabeza, indicando que no con un gesto. Y seguían las preguntas de unos y de otros... Fastidiado el pobre chico se echó a correr huyendo, pero sus compañeros corrieron tras él, gritándole:

—¡Ves como no sabes hacer nada!

Se detuvo y encarándose con ellos dijo: —¿Que no sé hacer nada? —¡Nada, pero nada! —gritaron.

1 Andanzas e historias como la descrita están ya narradas en el libro Yauyos, escrito por el padre Samuel Valero y editado por Rialp, Madrid. Para no repetir, sólo añadiré que tuve la inmensa suerte de trabajar sacerdotalmente en la prelatura de Yauyos con Mons. Ignacio María de Orbegozo hasta 1968. ¡Once años felices!

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—Un momentito: hacer sonar aquellos instrumentos tan brillantes, no. Pero hacer así (y movió el dedo índice estirado) como hacía el del palito, ¡eso sí! —dijo con firmeza.

Nos contaba este cuento sobre el «director» de orquesta Mons. Orbegozo, que, a su vez, lo aprendió de San Josemaría. Y añadía con gracia:

—Tampoco los obispos sabemos hacerlo todo; pero sí debemos saber mover el «palito». Es nuestro gran trabajo para tener el aplauso de Dios y de las almas, si lo hacemos bien. En la consagración episcopal se bendice y se nos da el báculo, signo de autoridad y de gobierno en la Iglesia. En definitiva —comentaba— el báculo es nuestro «palito».

¡Cuántas veces he meditado sobre esto! Y siempre me sale la misma letanía:

Que mi «orquesta» esté en buenas condiciones. Que estén juntitos todos.

Que cada uno suene lo que tenga que sonar. Que toquen con buen humor, alegría y arte.

Y yo delante de ellos, para darles unidad, seguridad

y vibración. Amén.

Abancay, mi nuevo destino

Afortunadamente los once años que estuve en la Prelatura de Yauyos me familiarizaron con los Andes. Además, Mons. Orbegozo fue para mí y para todos un excelente modelo, a quien poder imitar.

Aquel trato amigable y exquisito a los sacerdotes, la confianza y la seguridad que nos daba, la planificación certera de la labor, que llevaba a la eficacia. Su entrega, sacrificio y buen humor, para hacernos la vida agradable en un territorio difícil y lleno de incomodidades; los detalles y delicadezas de la vida en familia, a pesar de los altos cerros andinos que tienden a separar a los amigos; aquel espíritu deportivo con que ensillaba su caballo y salía de madrugada, cabalgando doce y quince horas, superando alturas de más de 5.000 metros, para visitar a un par de sacerdotes y llevarles alegría y verdadero cariño fraterno. La intrepidez y la fortaleza que ni el frío de las alturas, ni la fatiga, ni las tempestades andinas, ni las insolaciones de horas de sol radiante doblegaban. Todo este buen ejemplo nos ayudaba a ser mejores sacerdotes, qué duda cabe, y a estar disponibles para cargos imprevistos. El 25 de junio de 1968 el Papa Pablo VI me nombró Obispo de la diócesis de Abancay.

Algunos datos de la nueva diócesis

Abancay es una diócesis situada en pleno corazón de los Andes. Está en el departamento peruano de Apurímac, que junto con los de Huancavelica y Ayacucho, conforma el denominado Trapecio Andino: la región más pobre del país, donde la mortalidad infantil alcanza un índice de 132 por cada mil nacidos. La población, predominantemente campesina y de lengua quechua, se encuentra diseminada en pequeños pueblos, muchos de ellos ubicados a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar y de muy difícil acceso, dada la grandiosa e intrincada orografía andina, en la que se suceden gigantescas montañas y quebradas abismales. La mayoría de las carreteras son de tierra, y en la época de

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lluvias suelen quedar interrumpidas por los famosos «huaycos»: derrumbes de lodo que lo arrasan todo a su paso. A muchos pueblos sólo se puede llegar a pie o a caballo, aunque esta situación tiende un tanto a revertirse cada año.

La gente es profundamente religiosa, y ha sabido mantener la fe recibida de los primeros evangelizadores, a pesar de la escasez de sacerdotes. Todavía hoy las poblaciones más apartadas han tenido que esperar más de diez años para recibir la visita de un sacerdote.

Doce párrocos

La diócesis de Abancay fue creada en 1959, juntando parroquias desmembradas de las diócesis de Cuzco y Ayacucho. Abarcó en los primeros años todo el departamento de Apurímac. Abancay, ciudad habitada entonces por 12.000 personas y capital del departamento, se convertía así en sede episcopal. Se encargó de su administración al obispo de Cuzco, aunque pronto fue nombrado Obispo de Abancay el obispo auxiliar de la misma diócesis, Mons. Alcides Mendoza Castro. Mons. Alcides, sin embargo, se trasladaría a vivir a Lima en 1964 por motivo de salud, y dos años después sería nombrado vicario general castrense y administrador apostólico de Abancay. Siendo Mons. Alcides administrador apostólico de la diócesis fue cuando se dividió ésta. En abril de 1968 la Santa Sede separó de la diócesis de Abancay tres provincias altas —Grau, Antabamba y Cotabambas— creando la Prelatura de Chuquibambilla y encargando su atención pastoral a los Padres Agustinos de Italia. Mons. Lorenzo Michelli fue su primer prelado.

El pueblo de Abancay me recibió con alegría y esperanza, puesto que hacía dos años que no tenían obispo residencial y cuatro años que Mons. Alcides, a quien yo sucedía, residía en Lima.

La diócesis de Abancay contaba con poco clero: seis sacerdotes peruanos mayores y dos jóvenes, ocho extranjeros de habla inglesa de la Sociedad de Santiago Apóstol, con sede central en Boston, dos jesuitas y un franciscano. Había también 36 religiosas y cuatro hermanos de La Salle. La población de la diócesis ascendía a 300.000 habitantes, y su extensión a 12.950 km2.

Las parroquias que contaban con sacerdotes eran apenas doce. Las restantes, menores en número, se atendían desde las anteriores en visitas esporádicas del sacerdote y con el detenimiento que el tiempo disponible o su celo pastoral determinaban. Había pueblos que no eran visitados en muchos años. Cada parroquia comprendía varios distritos, circunscripción que en otros países equivale a ayuntamientos. Cada distrito constaba a su vez de muchos pueblos. La parroquia más extensa era Chalhuanca, capital de provincia, con doce distritos, aunque muy poco poblados. En la actualidad, sin embargo, hay ya varias parroquias de un solo distrito: Chincheros, Chicmo, Talavera, Andahuaylas y Tamburco. E incluso en la ciudad de Abancay fueron creadas recientemente dos parroquias con menos de un distrito: Guadalupe y Condebamba.

El Mississippi y el Amazonas

Para crear el departamento de Apurímac en 1874 fueron separadas cinco provincias del departamento de Cuzco y una, Andahuaylas, del departamento de

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Ayacucho. Se pensó denominarlo Entremos, porque limita con el río Apurímac por el sur, este y norte, y con el río Pampas por el oeste, dejando en medio un territorio en forma de corazón. Pero, al darse cuenta que ya existía en Argentina un territorio con el mismo nombre, determinaron nombrarle Apurímac, como el río que lo rodea. Apurímac es una palabra quechua que significa «gran hablador», o bien «dios hablador».

Cuando yo estudiaba geografía en la escuela, los libros enseñaban que el río más largo sobre la tierra era el Mississippi, y el más caudaloso el Amazonas. Pero resulta que el río Amazonas, además de ser el más caudaloso, es también el más largo. Pues bien, el río Apurímac es su último afluente, e indica, por tanto, el lugar de su nacimiento. Es famoso también este río por lo que se conoce como el cañón del Apurímac, hendidura en forma de V pronunciada que va de los 2.000 m a los 5.330 por el lado del departamento de Apurímac, y a los 6.271 por el lado del departamento de Cuzco, dejando en su recorrido unos paisajes agrestes ciertamente bellos.

El sabio Antonio Raymondi describía al departamento de Apurímac como «un papel arrugado en donde el tiempo se detuvo hace siglos». No le faltaba razón, porque en él no hay nada plano, salvo algunas punas (altiplanicies andinas) en general inhóspitas. La cumbre más alta es el nevado Ampay de 5.330 m, y la quebrada más baja está a 1.700 m. En 1968, año de mi llegada a Apurímac, no había ni un kilómetro de carretera asfaltada. Los apurimeños sobrevivían gracias a una difícil agricultura y a una ganadería empobrecida por falta de atención técnica. El 90% de la gente era de etnia quechua y chanka. El 52,2% de los hombres y el 80% de las mujeres eran analfabetos. Había en total diez médicos, siete en el Hospital de Abancay y tres en el Hospital de Beneficencia de Andahuaylas.

El primer día en Abancay

El Nuncio Apostólico Mons. Rómulo Carboni me pidió que, cuanto antes, recibiera la ordenación episcopal y tomara posesión canónica de la diócesis, porque eran ya varios los años que no residía un obispo en Abancay. El 14 de julio de 1968, en San Vicente de Cañete, en la catedral de la Prelatura de Yauyos—Cañete—Huarochirí, fui consagrado Obispo con toda solemnidad y devoción. El domingo siguiente, 21 de julio, llegué a la ciudad de Abancay.

Con inmensa alegría acudió la gente a recibirme en la parte alta de la ciudad, alrededor de la capilla del Señor de la Caída. La población estaba feliz de tener por fin obispo. Con rezos, cantos y júbilo general, la multitud me acompañó hasta la Catedral, donde tomé posesión canónica de la diócesis. ¡Deo gracias!

Los familiares y amigos que vinieron de Gerona para la toma de posesión, vieron con pasmo el triste espectáculo que ofrecían por las calles de Abancay: docenas de pobres, hombres y mujeres, recogiendo sobras de comida de casa en casa en latitas desechadas.

—Ahí tienes —me dijeron— un primer problema que solucionar, porque esto no puede continuar. Tú veras lo que haces. Cuenta, por supuesto, con nuestra ayuda.

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Y así nació la idea de los «Amics d'Abancay» (amigos de Abancay), familiares y amigos de Gerona dispuestos a arrimar el hombro para ayudar a una diócesis pobre en los Andes del Perú. Cuando regresaron ellos a Gerona, abrieron una cuenta de ahorros con la firma de mi hermano Luis y de Mn. Joan Guitart, hermano del padre Miguel, que era mi secretario.

En Gerona fue aumentando la cuenta y gracias a ella, a sólo tres meses de su apertura, abríamos, con mesas y bancas sencillas, un comedor para 40 ancianos en el externado del Monasterio de San José de las Carmelitas Descalzas. La ma-dre Celina fue la primera directora de este comedor. Con esta obra de caridad cristiana, los «Amigos de Abancay» iniciaron un sin fin de ayudas para la diócesis, acción que no se ha interrumpido hasta el día de hoy. Algunas irán apareciendo en las siguientes páginas, aunque no las nombremos como tales, al describir las necesidades que se fueron presentando.

Es necesario un asilo de ancianos

Cuando ya funcionaba el comedor de ancianos indigentes, una noche que regresaba de Andahuaylas y llovía torrencialmente, tuve que ir en coche a la parte alta de la ciudad y los faros iluminaron a un anciano que dormía en la vereda bajo el alero de una casa, cubierto sólo con unos cartones. En la misma calle, la Avenida Prado, vi a otro anciano durmiendo igual que el anterior. Al llegar al obispado comenté esto con el padre Miguel Guitart, quien no sólo no se extrañó de lo que le contaba sino que me dijo que así dormían unos cuantos viejos del comedor recién estrenado, porque no tenían casa donde alojarse. Salí de nuevo con el coche y recorrí la ciudad. En total conté 18 ancianos, que trataban de dormir en aquella noche lluviosa en las mismas condiciones que los dos primeros. Evidentemente había que encontrar una solución a este problema, ya que el Estado y las autoridades locales no parecían tomarse la molestia de solucionarlo.

En la avenida Arenas se encontraba el edificio de lo que había sido el Hospital de Beneficencia de Apurímac. Este había pasado en usufructo al nuevo Hospital del Ministerio de Salud, en compensación por haber aceptado las cargas sociales de los empleados del antiguo hospital. El Ministerio de Salud usaba como depósito los dos tercios del terreno del hospital. El tercio restante, situado en la parte baja, estaba semidestruido y abandonado.

Pedí permiso a la Beneficencia y al Hospital para acomodar allí a una docena de ancianos enfermos de los que dormían en la calle. Con catres viejos y rotos, tablas y alambres, logramos armar unas cuantas camas, pero no teníamos colchones ni dinero para comprarlos. Con la camioneta y unos jóvenes fui a buscar salvajina a los valles húmedos para hacer colchones. La salvajina es un vegetal parásito y esponjoso, que crece en los árboles en forma de enredadera colgante. Hay que hervir este vegetal antes de hacer los colchones porque de lo contrario la planta sigue creciendo y hace reventar la tela. Trajimos montones de salvajina y la madre Celina, ayudada por algunas chicas, cuidó de hervirla dentro de un cilindro. Una vez seca, hicieron los colchones que resultaron ser bastante cómodos.

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El terreno para el asilo

Fue una primera solución de emergencia. Pero estaba claro que lo que se necesitaba era construir un verdadero asilo de ancianos en Abancay.

Contando con el ánimo y la ayuda de los «Amigos de Abancay» de Gerona, comencé a moverme y a llamar puertas para que me cedieran el tercio de terreno que quedaba del antiguo Hospital. En la Beneficencia Pública me dijeron: «Sí, es nuestra la propiedad, pero no podemos donarlo porque el usufructo lo tiene por 30 años el Ministerio de Salud». En el nuevo Hospital la respuesta fue: «Sí, tenemos el usufructo, pero no podemos cederlo porque la propietaria es la Beneficencia». Las dos instituciones no se ponían de acuerdo.

En la diócesis me urgían otros asuntos, por ejemplo, la atención de los sacerdotes, que seguían desperdigados por las parroquias, separados por grandes cerros y enormes distancias, cada uno trabajando por su cuenta, sin un plan pastoral de conjunto ni ayuda entre ellos, con alguna excepción por parte de los sacerdotes de la Sociedad de Santiago Apóstol.

Convencido de que en Abancay no estaba la solución para el terreno del asilo, recurrí en Lima al Ministerio de Salud y a la Beneficencia. El resultado, sin embargo, era parecido: «¡Vuelva otra vez!», me decían. Al cabo de un año y siete meses de haber iniciado las gestiones, siempre con sólo buenas palabras y sin ninguna solución, subí un día las escaleras del Ministerio de Salud en Lima. Llegué al despacho del doctor Zapata, que era el director general, y muy decidido le dije:

—Vengo, señor director, para que de una buena vez me solucione el problema del terreno para construir el Asilo de Ancianos de Abancay. Si no, le pasaré factura.

—¡Factura!... ¿De qué? —me contestó muy tieso, frunciendo el ceño.

—¡De zapatos!, señor director, que los vengo gastando subiendo y bajando las escaleras de este Ministerio.

(No me acordé cuando decía esto de que él se apellidaba Zapata.)

—¡De acuerdo! —me dijo sonriente.

Tocó un timbre y vino de inmediato una secretaria, que me saludó amablemente como persona bien conocida de tantas veces andar por allí.

—Dígale al doctor Tito que venga de inmediato a mi despacho.

—Sí, señor —y salió la secretaria.

—Ahora lo arreglamos —me dijo—. ¿Ha venido usted con su carro? —Con mi camioneta, señor director.

Llegó el doctor Tito, le saludó y el director le dijo con voz de mando:

—Doctor Tito. Se irá mañana a Abancay con monseñor, y no regrese hasta haber entregado al señor Obispo aquella parte del terreno del antiguo hospital, para que pueda hacer el asilo de ancianos, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. ¿A qué hora salimos? —me preguntó.

—Si le parece bien —le dije—, después de almorzar, para ir a dormir a Nazca y pasado mañana llegar a Abancay.

La semana siguiente me entregaron el terreno. Acompañé al doctor Tito al Cuzco para que regresara a Lima en avión. El mismo día recogí al arquitecto Jorge

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Velaochaga —Cucho, para los amigos— en el aeropuerto para llevarlo a Abancay. Él iba a diseñar los planos del asilo.

Una broma de buen gusto

Cucho y yo éramos buenos amigos. En el viaje a Abancay, pasando por la Pampa de Anta, rezamos un rosario y luego conversamos de la grandiosidad de los Andes. La vista del nevado Salccantay de más de 6.000 metros de altura era imponente. Conversamos sobre la dureza de la vida en medio de estos cerros colosales. Vinimos a hablar de la alimentación de la gente y salió el tema del cuy, el conejito de indias. Él creía que la gente lo comía porque no tenía otra cosa.

—No, Cucho; la gente lo come porque es muy rico.

—Los cuyes parecen ratas y los comen por pobreza —afirmaba. —No, Cucho. Es una comida deliciosa. Su carne sabe mejor que la del conejo, lo que aquí llaman conejo de Castilla.

—Ni hablar. Parece una rata.

—Te equivocas, Cucho. Su carne es más sabrosa y más nutritiva que la de ternera y que la del buey. Lástima que sea un poco más pequeño...

Con buen humor seguimos hablando. Al llegar al puente Cunyac, sobre el río Apurímac, dieron las doce y rezamos la oración del ángelus a la Virgen. Seguimos un buen rato contemplando el Cañón del Apurímac mientras subíamos a Curahuasi, donde nos esperaban para almorzar en la casa parroquial. Los dos sacerdotes habían salido a atender uno de tantos pueblos de su zona parroquial y llegarían más tarde. Nos sentamos a la mesa y la excelente cocinera nos sirvió una sopa y luego un guiso de trozos de cuyes sin las patitas ni la cabeza. Disimulé mi asombro. El arquitecto miró la fuente y preguntó: —¿Son perdices?

—¡Prueba!... ¡Verás qué plato tan sabroso! —le animé. Nos servimos, y al probarlo, comentó:

—¡Qué rica perdiz! —Como para celebrar tu primera visita a estas serranías... —Sí, ya tenía ganas de visitar tu diócesis.

—¿Es la primera vez que vienes a Abancay?

—Sí, la primera. Y, si me tratas tan bien, regreso. ¡Qué rica la perdiz!

Y se sirvió de nuevo algún trozo más, al tiempo que yo seguía disimulando.

—¿Falta mucho para Abancay? —me preguntó Cucho.

—72 kilómetros; dos horas y cuarto. Primero tenemos que ir subiendo hasta los 4.000 metros y luego una hora de bajada hasta Abancay. Cuando lleguemos a la cumbre, podremos hacer la media hora de oración de la tarde. Y al llegar a Abancay tomaremos las medidas del terreno, para que puedas trabajar un poco por la noche. —Mejor, así podré avanzar algo, para regresar pronto a Lima. Cerca ya de Abancay, al pasar por San Antonio, se acordó una vez más del almuerzo en Curahuasi.

—¡Qué rica perdiz! Y ¡qué rica la salsa que la acompañaba! —Mira, Cucho, ahora que ya hemos hecho la digestión te diré una cosa: aquello que hemos comido no era perdiz, sino cuartos de cuyes guisados.

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—¡No puede ser! ¿No era perdiz?

—No, Cucho; era cuy, ¡de verdad! Eran cuyes de los que tienen los padrecitos en una chocita junto al gallinero.

—Pues ¡ciertamente estaba muy rico el cuy! Lo comí creyendo que era perdiz.

—¿Ves como los limeños no saben lo rico que comemos a veces en la sierra...?

La construcción del asilo

En un par de semanas estaban terminados los planos del asilo de ancianos. Serían construidos dos pabellones para hombres y uno para mujeres. Así lo pidió la madre Celina, la directora del asilo, porque, según su experiencia, los ancianos quedaban más fácilmente abandonados y desprotegidos por su familia que las ancianas. La razón es que las mujeres de la sierra cuidan, en general, mejor a sus hijos que a sus maridos, lo que más tarde los hijos valoran y premian, cuidándolas a su vez, si les es posible, hasta su muerte. Al diseñar los planos se había pensado también en la cocina, el comedor, los servicios higiénicos, la capilla, una gran sala de estar, un solárium para tomar el sol y hasta un pequeño dispensario de salud.

Al comenzar a levantar muros, se me ocurrió convertir el solárium en un gran escenario para hacer representaciones teatrales y así autofinanciar en algo el asilo. En el jardín frente al escenario hice construir asientos de bloquetas para más de 200 personas. Parecía una idea genial y comenzamos a representar obras de teatro con la juventud abanquina. Tenían éxito y daban dinero, pero fue una equivocación. Los ensayos y las representaciones tenían que ser por la noche y esto molestaba a los residentes, que se acostaban muy temprano. Los reflectores, los parlantes y la bulla del público no hacían más que incordiar a los ancianos, que, aunque algunos eran medio sordos o medio ciegos, lo advertían. Desistimos de la idea, redoblando en adelante nuestra confianza en la Providencia Divina.

Lo que sí dio buen resultado fue una huerta que adquirimos para el asilo. Hasta hoy, los ancianos se entretienen y se sienten útiles en esta huerta, cuidando tres o cuatro vacas, veinte ovejas, una docena de chanchos, gallinas y pavos. Algunos de los sesenta ancianos todavía tienen capacidad de salir al campo con vacas y ovejas para encontrar pastos.

Los niños de la calle

Entretanto apareció otro problema. Un día, a las nueve de la noche, cuando en Abancay apenas había luz eléctrica y a esa hora no andaba nadie por las calles, me llamó por teléfono el Prefecto de Apurímac —algo así como el Gobernador general del Departamento—.

—¡Aló! Contesta el Obispado.

—Buenas noches, señor Obispo, le habla el Prefecto.

—Buenas noches, señor Prefecto. ¡Gusto en saludarle! ¿Qué se le ofrece?

—Desearía, señor Obispo, hablar con usted.

—Muy bien. Mañana. ¿A qué hora?

—No señor Obispo; hoy, esta noche, por favor.

—¿Esta noche? ¡Es muy tarde, señor Prefecto! ¿Es tan urgente? —Sí, señor Obispo. Venga un momento, ahorita. Se lo suplico.

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—¡Voy, voy! Ahora mismo. Me puse una chaqueta gruesa por el frío y me fui a la Prefectura que estaba a

dos cuadras del obispado. El Prefecto me esperaba en la calle, al pie de la escalera de su despacho.

—Venga, señor Obispo; ¡Mire esto!

Al lado de la Prefectura está el mercado o plaza de abastos, una casa con un sótano, en el cual hay unas ventanas horizontalmente alargadas y a ras de la vereda o acera. En cada una de esas ventanas dormían cuatro o cinco chicos acurrucados entre sí.

—¡Mire esto! —¡Qué horror! ¡Pobrecitos¡ ¡Aquí qué frío tendrán!

—Son escolares de los pueblos, que no tienen casa ni familiares en la ciudad. Así es cada noche y esto no puede ser —me dijo.

—¡Desde luego que no!

—Pues el único que puede solucionarlo es el Obispo, nadie más, ni el Estado ni las familias. Sólo usted, señor Obispo.

Me quedé desconcertado y sin saber qué decir. Nos quedamos un momento los dos en silencio mirando a los chicos.

—Déjeme pensar, señor Prefecto; lo encomendaré a Dios y otro día hablamos.

Nos dimos las buenas noches y regresé triste al obispado.

Hogar para estudiantes pobres

De rodillas ante el Sagrario, hablé a Jesús de aquellos chicos. Aquella noche fue una de las pocas, siendo obispo, que casi no dormí.

Digo que fue una de las pocas noches que casi no dormí, porque al pasar de mi despacho al dormitorio, cierro la puerta y acostumbro a encomendar los trabajos y problemas que llevo entre manos y lo dejo todo para mejor oportunidad. Pero aquella noche, no; seguí pensando en aquellos chicos, muertos de frío y amontonados entre sí, en las ventanas a ras de vereda del mercado de la ciudad.

En la primera reunión que tuve con sacerdotes y religiosas les conté el problema. Había que encontrar alojamiento para aquellos pobres niños. Enseguida, las Madres Dominicas de Santa María Magdalena de Speyer, propusieron:

—Nosotras estamos vendiendo el antiguo colegio, porque teniendo el nuevo, ya no lo necesitamos. Se han vendido ya dos lotes y quedan tres. Si quiere pediremos a la Madre General que ceda los tres lotes que quedan para esta necesidad.

A vuelta de correo contestó desde Speyer (Alemania) la Madre General, Clara Kalmes, que dieran al obispado los tres lotes para el Hogar. Así nació el Hogar de Estudiantes San Martín de Porres, para 60 estudiantes pobres.

Hubo que remodelar gran parte de las construcciones existentes, comprar camas, colchones y ropa de cama, equipo de cocina y de comedor, víveres y, en fin, todo lo necesario. Demasiado para nuestra economía. Pero nuestra nada y nuestra pobreza contaba con un sumando decisivo: Dios; como sugiere San Josemaría en uno de los puntos de Camino:

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«En las empresas de apostolado está bien —es un deber— que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios+ 2+ 2...» (Camino, 471).

Escribí cartas a los «Amigos de Abancay» de Gerona, a quienes mantenía informados de los problemas que se presentaban. Afortunadamente en estas cartas aparecían también noticias buenas que se producían en Abancay y todo el bien que sembraban sus ayudas. No dudamos tampoco en pedir colaboración a instituciones extranjeras de ayuda a la niñez. Pronto vimos aquellas ventanas a nivel de vereda vacías, y una muchachada alegre y feliz en el Hogar de San Martín de Porres. Fue el primero de los doce hogares que tenemos actualmente en toda la diócesis.

Un consejo prudente

Para atender las necesidades que iban surgiendo al emprender la labor de la diócesis, lo más conveniente y lo que dio mejor resultado fue avivar la fe y fiarse de Dios. Eran tantas las necesidades de personal, tanta la labor a realizar y tantas las necesidades económicas, que progresivamente nos podíamos dejar aturdir y aplastar.

A base de horas ante el Sagrario y de acudir a la Virgen, se solucionaron muchas dificultades. En definitiva, nuestra misión era —como dije antes— ser instrumentos en las manos de Dios.

De la dificultad de la entrega y de la confianza habla una anécdota, tan fantasiosa como aleccionadora, que se cuenta de unos turistas que visitaron Machu Picchu, ciudadela de fama mundial. Mientras contemplaban las ruinas y aquel paisaje imponente, el guía les hizo fijar la atención en un obrero que pasaba con su carretilla de un cerro al otro, sobre un simple cable de acero. Con susto observaban al hombre que caminaba tranquilo y seguro de sí mismo.

—¡Qué seguridad! —exclamaron todos.

El guía les preguntó:

—¿Ustedes creen que aquel hombre va seguro?

—Sí, claro; si no, ya se hubiera venido abajo él y la carretilla —contestaron.

—Esto es lo que esperaba escuchar de ustedes, porque ahora el obrero volverá a pasar por el cable, pero con uno de ustedes montado en la carretilla. ¿Quién se apunta?...

Nadie se apuntó. «Creían» que iba seguro. Pero no se «fiaban». Yo tampoco me fiaría, pero «en la carretilla de Dios» sí me monto. Sé que puedo fiarme de El.

La ampliación del asilo

Al poco de haber construido el asilo de ancianos y de equiparlo para unos cuantos viejitos, fue al obispado la madre Celina, directora del asilo, y me dijo preocupada:

—Han llegado más ancianos y no tengo cómo atenderlos; me faltan camas, colchones, y frazadas (mantas). ¡Pobrecitos! Algunos están enfermos. ¿Qué hago?

—Recíbalos, Madre. Déles de comer porque seguro que tienen hambre, y ¡rece! Dios proveerá. El puede. Después iré a verlos.

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Se fue la madre Celina apurada para atenderlos. Yo entré al oratorio del obispado. Me arrodillé junto al Sagrario y dije: —¿Has escuchado, Jesús, a la madre Celina? Sabes que ya no tengo nada y nos mandas más ancianos. Muy bien; los cuidaremos como Tú quieres. Son tuyos, no míos ni de la madre Celina. ¡Tú verás! O nos mandas ayudas o tendremos que cerrar la barraca.

Y regresé a mi mesa de trabajo. Estaba preparando los esquemas para el retiro espiritual de sacerdotes, que tendríamos dos días después. A media tarde fui al asilo y encontré a la madre Celina más feliz que nunca.

Había conseguido ocho pellejos de oveja y cuatro frazadas usadas, pero en buen estado. —¿Dónde compró todo esto?

—Vino un comerciante de cueros —me contó— y me los ofreció. Le dije que los necesitaba pero que no tenía dinero para comprar nada. Le acompañé por el asilo a ver a los ancianos, se conmovió y me regaló los pellejos y las frazadas que llevaba para su uso en el camioncito. —¡Qué buena gente, no! —¡Ay, Monseñor! Dios nunca nos falla. —Hay que seguir rezando para que consigamos las camas y lo demás.

A los siete días también a mí me llegaba una ayuda. Era un cheque, cuyo importe me alcanzó para equipar uno de los dormitorios del asilo con catorce camas y para comprar algo para la cocina y el comedor.

Muchas veces he tenido que recordarle a Jesús que los leprosos eran suyos, o que los niños también lo eran y que tenían hambre. ¡Nunca me ha fallado! A veces nos pone en apuros. Pero seguro que es para que nos fiemos más de El, que lo puede todo.

¡Letras... las del abecedario!

Una vez, cuando era vicario general de Yauyos, Mons. Orbegozo me dio un consejo prudente. Viajábamos con el Land-Rover hacia Lima. íbamos conversando de proyectos apostólicos para la Prelatura de Yauyos, especialmente del deseado seminario, pero siempre tropezábamos con el problema económico. No teníamos dinero. Se me ocurrió proponerle:

—Tienes a tu pariente Rafael, gerente de un Banco, le pides un préstamo, firmas unas letras y ya está.

—Mira, Enrique —me dijo muy serio—, para letras, todas las del abecedario, de la A a la Z, pero ¡ni una más! ¿No te das cuenta de que nos podemos sobreendeudar? Y luego ¿quién las paga? Ya hay la experiencia de un obispo, que tuvo que dejar su diócesis, por no poder pagar las «letras». No, Enrique, letras sólo las del abecedario. Además, no quieras tener llagas en el estómago debido a las preocupaciones. Mejor fíate de la Providencia y a su compás vete haciendo lo que puedas. Pon los medios humanos y sobrenaturales, y no tengas ningún rinconcito personal... El Evangelio es muy claro: Busquen primero el Reino de Dios y su santidad, y todo lo demás se les dará por añadidura (Mt 6, 33).

Puedo asegurar que no me ha ido nada mal seguir siempre este consejo. Y adicionalmente, como solemos decir en el Perú, son muchos los que en el cielo recibirán el premio por lo que hicieron por Abancay. El Señor es tan grande que movió a la generosidad a sus mejores amigos para dar de comer a los niños,

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conseguir medicinas para los enfermos, ladrillos para construcciones y libros para nuestro floreciente seminario. ¡Bien por ellos!

Los tres leprosos

En el Asilo de ancianos hay un tópico que atiende la madre Celina. Como ella es muy servicial y cariñosa, y además quechuaparlante, el tópico se fue convirtiendo en un dispensario semipúblico, en el cual la Madre atendía cada vez a más gente pobre, que acudía a ella con sus dolencias.

Una mañana vino al obispado a decirme que, entre los enfermos que habían llegado, había tres que le parecían leprosos.

—¿Leprosos? ¿Dónde están?

—Les he hecho esperar para que los vea.

—Vamos para allá.

Los vi, y evidentemente eran leprosos, y además con lepra lepromatosa, que es la más grave y deformante. Fui enseguida al Hospital Departamental a conversar con el Director, Dr. Max, y pedirle algo para ellos o que, si prefería, se los enviaba al Hospital.

—No, por favor, no me los envíe —me dijo— porque si

ellos vienen, se me van los demás enfermos. Mejor que la Madre les dé unas sulfonas.

«He besado muchas veces, con toda el alma, este nuevo suelo patrio

Lo he amado y tratado de servir en nombre de Dios, que me ha enviado a él».

«El sacerdote que soñaba con ser misionero... ese sacerdote, gracias a Dios y al Opus Dei, llegó a los Andes del Perú y a Abancay».

VIII

Me dio un frasco de la medicina para las primeras dosis, y añadió:

—No se preocupe, Monseñor, aquí no hay casi leprosos; quedan algunos tratados en un leprosorio ya desaparecido que hubo en Huambo, pero no es un problema grave.

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Sin embargo, aquellos tres leprosos pasaron la voz a otros, diciéndoles que en el asilo la Madre los atendería y les daría medicinas. A la semana siguiente aparecieron por el asilo una docena de leprosos, y poco después pasaban de 30 y de 50.

Coincidió esto con un viaje mío a Roma. Le hablé de estos leprosos a Mons. Josemaría Escrivá. Enseguida me preguntó:

—¿Son de tu diócesis?

—Sí, Padre, y nadie quiere atenderlos.

—Pero son hijos tuyos.

—¡Claro! Sí, Padre.

—Pues por tus hijos enfermos tienes que hacer todo lo que puedas, y si son leprosos, más, y si nadie quiere atenderlos, mucho más.

La respuesta del Padre era tajante. Conversamos sobre este tema un buen rato. El amor de San Josemaría por los enfermos adquiría tonos subidos, y si se trataba de contagiosos, en sus palabras se mezclaba la ternura y el heroísmo. Regresé de Roma sabiendo lo que tenía que hacer. Así nació la idea del Centro Médico Santa Teresa del Obispado de Abancay. Corría el año 1970.

Un leprosorio en la ciudad

Preví que no sería fácil conseguir permiso de las autoridades locales para construir, dentro de la ciudad, un centro para atender leprosos. Quizás me lo concederían, pero para construirlo lejos, muy lejos. Yo, sin embargo, lo quería construir en el terreno que habíamos comprado al lado del Monasterio para huerta del Asilo, o sea dentro de la población.

Ante todo, pregunté a los leprosos que atendía la madre Celina en qué escuela o colegio estaban matriculados sus hijos. Supe que en todos los centros educativos había algún hijo o hija de leproso, aunque sus papas vivieran en poblados cercanos.

Con esta información, fui a visitar al Sr. Arcadi, que era el Prefecto, la primera autoridad del departamento, y le dije que pensaba construir un Centro Médico para atender leprosos, en la huerta del asilo.

—¡Cómo!... —dijo sobresaltado— ¿Dentro de la ciudad? —Sí, señor Prefecto.

—En medio de la ciudad, ¡de ninguna manera! Ni cerca tampoco. —Mire, señor Prefecto, aquí tenemos terreno y las mismas Madres del

Monasterio me los cuidarán. No será un leprosorio como el que hubo en Huambo, sino un Centro Médico que en forma ambulatoria atenderá a los leprosos, para curarlos y para que no contagien.

—No, señor Obispo. Admiro su buena voluntad, pero piense usted en un lugar lejano de la ciudad.

—Señor Arcadi, usted tiene cuatro hijos en el colegio, ¿no es así?

—Sí, cuatro aquí y tres mayores en Lima.

—¿Sabe usted que en el colegio al que van sus hijos van también varios hijos de leprosos, que duermen con sus padres, en las mismas camas y con las mismas frazadas, y comen en los mismos platos, y luego juegan con sus hijos y quizá incluso se intercambian un chicle?

—¿De veras?... ¿Usted lo sabe?

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—Sí, señor Prefecto. ¿No cree que será mejor tratarlos e inmunizarlos, para que no sigan contagiando?

—¡Verdad que sí! Haga, haga, señor Obispo. Hay que hacer algo. Seguidamente fui a ver al Sr. Alcalde, que tenía tres hijitas en un colegio de

mujeres. Sucedió algo parecido, el mismo susto al imaginar a sus hijas jugando con niñas hijas de enfermos de lepra. Y la misma reacción final.

—¡Construya, señor Obispo, le ayudaré en todo!

Aunque luego su colaboración se limitara a aprobar los planos y a dar la licencia para construir el Centro Médico sin ninguna cobranza.

Por el mismo sistema conseguimos que otras instancias y la misma opinión pública no pusieran dificultades. Con la ayuda de los «Amigos de Abancay» de Gerona, se comenzó una sencilla construcción, de lo que iba a ser el Centro Mé-dico Santa Teresa. La elección de este nombre tiene sentido: el Centro Médico fue inscrito en los registros públicos a nombre del Monasterio de las carmelitas, que sin duda tendrá una vida más larga que la mía.

Terminadas estas obras se hizo la inauguración del centro con toda solemnidad, en presencia de las autoridades y de muchos enfermos de lepra. Los enfermos estaban felices al ver que, por fin, había quien se ocupaba de ellos. ¡Cuántos besos y abrazos recibí de leprosos y de leprosas, que mostraban así su entusiasmo y su agradecimiento!

Después, en cuanto llegaron más ayudas económicas, fuimos haciendo ampliaciones e instalando más servicios y nuevos programas médicos de diversas especialidades, para cubrir, en la medida de lo posible, las necesidades de la gente pobre.

Un día el Ministro de Salud, ante unos informes que le presenté, me dijo:

—El Ministerio de Salud no podría hacer lo que ustedes hacen en Santa Teresa.

—¿Cómo, señor Ministro? Si nuestro Centro Médico es muy pequeño...

—Sí, muy pequeño, pero allí trabajan con «mística», y nosotros no.

Creo que en parte tenía tazón. Trabajar con sincero amor a Dios y al prójimo realiza milagros.

Tenía razón también aquella buena anciana que, terminada mi visita pastoral a un pueblo y, cuando ya estaba sentado en la silla del caballo, vino corriendo hacia mí, avisándome con gestos que esperara. Me apeé del caballo para atenderla. Jadeante, se arrodilló y me dijo:

—Bendíceme, Padre, porque aquí morimos así no más.

¡Cuánto pensé en sus palabras durante el viaje de regreso! «Aquí morimos así no más»... sin médico, sin medicinas, sin sacerdote... «así no más».

Mi prima enfermera

En la medida de lo posible fuimos abriendo algunos dispensarios de salud en las zonas parroquiales, donde había religiosas. A Curahuasi llegó una prima hermana mía: la madre Josefina, Franciscana Misionera de María. Sobre todo al principio, el hecho de no entender quechua y de tener un carácter expeditivo, fue un impedimento para comunicarse adecuadamente con los lugareños.

Un día hubo de atender a una madre y a su hija. La mamá le hablaba en quechua tapándose la boca con la mano, gesto que entre los campesinos denota

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timidez. Mi prima le hizo abrir la boca, vio que estaba desastrosa, supuso que le dolía mucho alguna muela y fue en busca de analgésicos. La buena mujer los recibió pero, sin quedar convencida. Volvió a hablarle en quechua cada vez más deprisa. ¡Más difícil todavía! Hasta que, por un gesto de la mujer, se fijó en la hija que, con dolores de parto, estaba acurrucada detrás de su mamá a punto de dar a luz. ¡Otro era el problema!

Un año, al día siguiente de la fiesta de la Virgen del Carmen, llegaron tempranito de la hacienda «El Carmen» cuatro hombres preguntando por la Madre enfermera. Salió de la capilla a atenderles. Ellos, oliendo a «cañazo» (licor destilado de la caña de azúcar) de la fiesta, le dijeron:

—Madrecita, uno se enfrió.

—¡Claro! —les regañó la Madre— están toda la noche tomando trago, y luego que la madrecita les cure.

—Madrecita, por favor, ven, uno se enfrió —decían suplicantes. —¡Claro, claro! ¡Ay qué gente! Esperen.

Regresó mi prima con unas pastillas.

—Denle este «Desenfriol» con té bien caliente.

—No, madrecita, ya no come.

—Con té bien caliente, pasará bien las pastillas —les insistió. —No, madrecita, es que ya no hay hombre: ¡se enfrió! Estaba muerto. Sin saber cómo, seguramente debido a algún golpe o caída en la

fiesta, encontraron «frío» al muerto.

Mi prima se puso muy nerviosa porque debía levantar el cadáver y hacer la autopsia. Comenzó a preparar las cosas y a dar órdenes sobre lo que tenían que hacer. Con la cabeza cargada de alcohol no estaban para ir deprisa ni para entender a la primera. Hasta que uno de ellos se acercó, apoyó su mano en el hombro de la religiosa y le dijo con respeto:

—Madrecita, ¡aumenta tu paciencia!

Un nacimiento accidentado

En aquel tiempo no había médico en Curahuasi y la Madre enfermera era la encargada del centro de salud. Mi prima tenía fama de muy buena enfermera y la gente la quería mucho. Por eso una mujer de Ccollpa —pueblo que estaba a dieciséis horas a caballo—, como no podía dar a luz, pidió que la llevaran a Curahuasi a la madre Josefina, especialista en partos.

Enviaron un mensaje a mi prima para que les esperara. Con unos palos y frazadas armaron una camilla. Cuatro hombres, turnándose, la cargaron. Después de la última subida, de más de cuatro horas, llegaron a la cumbre desde la cual se divisa Curahuasi. Faltaba sólo una hora para llegar. Descansaron un poco y tomaron los últimos tragos que les quedaban. Emprendieron la bajada y, por un traspié que tuvieron, rodaron todos ladera abajo: hombres, camilla y señora. En aquel momento trágico y de desconcierto, en el silencio de la puna, se escuchó el llanto de un niño que acababa de nacer.

Cargaron de nuevo en la camilla a la señora y al niño. Recorrieron el camino de vuelta hasta Ccollpa. ¡Misión cumplida!

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Mi prima, que les estaba esperando con todo preparado, sin saber nada de lo ocurrido, se fue a dormir muy preocupada.

Pero las comadres de la señora en Ccollpa, aí verles regresar tan pronto y con un bebito tan lindo y gordo, comentaban:

—¡Qué buena enfermera es la madre Josefina!

Una pachamanca en el obispado

El comedor del obispado está siempre abierto para los sacerdotes que llegan, pero, cuando vienen todos para las reuniones mensuales o para algún acontecimiento especial, el Orfanato de la Divina Providencia nos atiende a todos primorosamente. La madre Rómula, que Dios tenga en su Gloria, inició esta costumbre desde la recepción de mi toma de posesión.

En una ocasión, sin embargo, no pudo ser así. La reunión de pastoral de diciembre coincidía con una fiesta de los niños del Orfanato y no deseábamos molestarles más de lo necesario. Enseguida pensamos que la solución podría ser preparar una pachamanca en el jardín del obispado para los asistentes: los sacerdotes y algunas personas más.

Pachamanca es una palabra quechua que significa «olla de tierra». Es algo así como una gran olla a presión bajo tierra. Hacer una. pachamanca suele ir unido a una celebración familiar o social y resuelve fácilmente el problema de cocinar para muchos. Primeramente se prepara al aire libre una fosa, de forma que en ella quepa un montón de piedras de granito, que hay que colocar a manera de horno. Estas piedras deben ser calentadas con fuego de leña hasta que parezcan blancas debido a su alta temperatura.

Luego se desmorona el montón y, sobre las piedras, se coloca la carne ya aderezada (carne de res, chancho, cordero, pollos). Sobre la carne, papas, camote, habas con vaina, cebollas, etc. Acto seguido, se tapa toda la comida con hojas de plátano u otro ramaje, después con alguna sábana vieja y por último con tierra, la misma que se escarbó del suelo para hacer la fosa. Esta forma de tapar evita que pueda salir calor por algún sitio. Es una tapa hermética. Esta gran olla a presión deberá permanecer así alrededor de tres horas y media.

Es costumbre nombrar dos padrinos, que colocan encima de la pachamanca una cruz de flores, la misma que recogen luego al momento de retirar la tierra. Esta cruz presidirá el banquete. Por último, se recoge la comida ordenadamente para las fuentes. Las pachamancas se hacen más o menos grandes según la necesidad. A veces incluso será necesario hacer varias «ollas de tierra», cuando la comida ha de alcanzar para cientos de comensales. Si se coloca primero la carne sobre las piedras, es porque se cocina con más dificultad que, por ejemplo, las papas.

Decir pachamanca y decir fiesta viene a ser lo mismo. Por eso ¡qué mejor que una pachamanca para unirnos todos en esta última reunión del año, cuando está ya próxima la Navidad! Fue aquella una gran fiesta de familia. Me quedó la impresión de haber seguido el consejo de San Josemaría: cuidar a los sacerdotes, amar a los sacerdotes, vivir con los sacerdotes. Formar con ellos una familia unida, con cariño humano y visión sobrenatural, para que sean alegres y santos.

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Buscando más sacerdotes

Al trabajo normal de la diócesis había que añadir la preocupación por la escasez de clero, sobre todo en los primeros años. Es así como se hizo necesario emprender algunos viajes a la Madre Patria, España, y explicar a los obispos cuál era el problema, antes de pedir su venia para hablar con sus sacerdotes. Como no queríamos engañar a nadie, yo mismo les explicaba que buscaba sacerdotes con tres cualidades.

La primera, que fuesen sacerdotes al cien por cien y dispuestos a ejercer su derecho a recibir una atención espiritual y humana conveniente. Algunas veces lo explicaba con una expresión aprendida en mi infancia: «café—café, no agua de castañas». La segunda cualidad era tener buena salud, no una salud homérica, pero sí normal. El trabajo que les esperaba sería duro y no teníamos abundancia de médicos ni de recursos. Por último, la tercera cualidad que pedía a los que estuviesen dispuestos a venir a ayudarnos era buen humor. También aquí habría que matizar: no era necesario ser alegres como cascabeles, pero sí saber sonreír ante cualquier dificultad.

En los viajes para buscar sacerdotes he rezado mucho, para que Dios, si lo veía conveniente, inclinase la balanza a favor de Abancay. Los que quedaban en la diócesis también me acompañaban con sus oraciones y sacrificios: la intención nos unía más y su cumplimiento era bueno para todos. El resultado ha sido que han venido a colaborar un buen número de sacerdotes. El actual Obispo de Abancay, Mons. Isidro Sala, es uno de ellos. Fue el segundo en llegar, si con-tamos como primero al padre Miguel Guitart, que me acompañó desde Cañete. Le siguieron a las pocas semanas el padre Jesús Alonso y el padre Luciano Ruiz. Por su parte, los padres de la Sociedad Santiago Apóstol, que trabajaban en la diócesis, también buscaban sacerdotes de habla inglesa para su sociedad.

Una cama, una vela y el agua de la acequia

Los que vinieron a ayudarnos tenían mucho que dejar en sus diócesis de origen y en sus familias, además de superar las mil dificultades que aparecen en estos casos y las incógnitas de un cambiazo de tal magnitud.

¿Qué les decía yo para animarles? No es fácil generalizar. Dependía mucho de cada caso, pero pienso que tanta oración elevada al cielo dio el empujón final a todos ellos. Para algunos la propuesta fue como un flechazo insospechado, que les dio un vuelco al corazón y les hizo llevarse las manos a la cabeza: ¿será posible? Pero pudo más el amor a la Iglesia. Otros tuvieron que pensárselo tres veces, dar vueltas al tema, y por fin lanzarse del trampolín decididos a cruzar «el charco» —el Océano Atlántico— porque, bien mirado, ¡valía la pena!

Uno de ellos me diría años más tarde que, si se decidió a venir de misionero a Abancay, fue porque no podía quitarse de la cabeza una anécdota que les conté de mis andanzas por los Andes. Me escuchó esta historia durante un rato de tertulia en Galicia. Les contaba a los allí reunidos las peripecias de una de mis visitas pastorales, esta vez por las punas de Andahuaylas (altiplanicies sobre 4.000 m de altura) acompañado de dos sacerdotes jóvenes y del jefe de los cate-

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quistas. Durante tres semanas fuimos recorriendo los pueblos y caseríos, preparados previamente para la visita pastoral del obispo.

El plan trazado era: un día en cada lugar. Se llegaba a media tarde. En la iglesia o en la escuela —dependiendo de si había templo— se reunía a la gente y se les daba, entre rezos y cantos, una última preparación catequética. Simultáneamente se iban confesando los que querían. Esta parte duraba varias horas, hasta bien entrada la noche. Como en toda aquella extensa zona no había ninguna casa parroquial, para dormir nos acomodábamos en un aula de la escuela o en una casa particular. Al día siguiente los sacerdotes celebraban la Misa, que solía ser por los difuntos del pueblo, y todos atendíamos a los fieles hasta la media ma-ñana, momento en que comenzaba la Misa principal con primeras comuniones, confirmaciones y matrimonios. Terminado el almuerzo, se prestaba atención a algún rezagado que llegaba de lejos; y partíamos para el pueblo siguiente, a fin de llegar a media tarde. Y así, un día y otro día, durante tres semanas.

Una de aquellas noches, después de atender a la gente en la iglesita, uno de los vecinos nos esperaba con su lamparín de querosén para acompañarnos a su casa, en donde nos alojaríamos. Caminamos cuesta abajo unos quince minutos. Al llegar frente a su casa, se detuvo y con el lamparín alumbró una acequia, que teníamos que saltar. Abrió el portón del corral y pasamos a su casa por entre el ganado, que estaba echado: media docena de vacas, unas pocas ovejas, unas cabras y varios chanchos. Entramos a la casa, que era una sola habitación cuadrada. El techo era de paja brava, llamada ichu, sostenido por un palo plantado en medio de la habitación. Aquella familia había sacado todo y se había trasladado a la casa de un vecino, para dejarnos dormir tranquilos. El piso era de tierra, pero bien regado y barrido. Tenía la misma inclinación que la ladera del cerro. En el suelo estaban extendidos unos pellejos, los suficientes para cuatro personas.

—Esta —dijo nuestro anfitrión señalando la «cama» que estaba frente a la entrada— es para el señor Monseñor; aquellas dos para los padrecitos; y ésta para usted —le dijo al catequista.

Sacó la media vela que guardaba en su bolsillo, la encendió; inclinándola, dejó caer cera líquida en algún hueco de la pared de adobes, pegó la vela a la cera y la dejó encendida. Entonces, dando una mirada entorno, nos dijo: —Tienen las cuatro camas y la luz de la velita. Si mañana quieren lavarse, tienen agua corriente en la acequia. ¿Les falta algo más?

—¡No! Muchas gracias —contestamos a coro bien convencidos. —Buenas noches, pues. «Pajarincama» (hasta mañana). —«Pajarincama».

Buenas noches. Como la entrada a la habitación no tenía puerta, al salir puso tres palos de maguey en forma de aspa, como simbólica separación entre nosotros y el ganado. Y se marchó.

Mientras me metía dentro del saco de dormir, comenté que me prometía a mí mismo un rico y sabroso desayuno porque, estando frente a la puerta y con el piso en pendiente, seguro que amanecería debajo de las ubres de una vaca.

Dormimos muy bien. Al amanecer entraron sigilosamente algunas cabras a curiosear a los ilustres huéspedes, que habíamos entrado a descansar. A una de ellas se le ocurrió probar mi saco de dormir, que era de color verde, y me pegó un

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mordisco en el dedo gordo de un pie, por ser lo que más sobresalía. Al incorporarme asustado, se asustó también la cabra. Dio un salto para atrás y chocó con las piernas de otro que dormía despreocupado. Éste se incorporó dando un grito. La pobre cabra, más asustada aún de lo que estaba, optó por desaparecer y de un gran salto se plantó en el corral, llevándose por delante los tres palos de la «puerta» de entrada. El alboroto causado por el animal levantó a todo el ganado. Y a nosotros también.

Al padre José Manuel, el mordisco de la cabra al dedo gordo del obispo, para que despertase, se le quedó grabado entre ceja y ceja, y no paró hasta llegar desde Galicia para vivir tales maravillas. En Abancay fue profesor de Derecho Canónico, rector del seminario y canciller del obispado, dándose tiempo muy al principio para atender pueblos alejados, hasta que su obispo de España lo reclamó para que regresase a su diócesis de Tuy—Vigo.

3. Tiempo de esperanza Como sucedía en Yauyos, ante la escasez de clero, pronto se vio la necesidad

de buscar más sacerdotes y de soñar con poner en marcha algún día un seminario. Mientras tanto, había que hacer todo lo posible por atender la demanda creciente de buena doctrina y de sacramentos. Por ejemplo, intentando dotar a cada parroquia de una comunidad de religiosas, que complementara la labor del sacer-dote. En algunas parroquias ya existía esta providencia, y las religiosas se encargaban de las clases de religión en los colegios, de la catequesis parroquial y de la preparación para los sacramentos; de atender, sobre todo pensando en los más pobres, un modesto pero eficiente dispensario de salud. En la actualidad estos servicios existen prácticamente en todas las parroquias, e incluso hemos conseguido la ayuda invalorable de las Misioneras de Jesús Verbo y Víctima para dos parroquias, cada una con varios distritos, cuales son Uripa y Huancaray.

Estas religiosas, conocidas también como de Caravelí, por la localidad peruana donde fue fundada su congregación, tienen la peculiaridad o carisma de atender parroquias donde no hay sacerdotes. En Huancaray siguen todavía trabajando; en Uripa, en cambio, ya han cumplido su labor después de veinticinco meritorios años de presencia. En una ceremonia de agradecimiento presidida por el señor obispo, Mons. Isidro, a comienzos del año 2002 ha tenido lugar de forma oficial la transferencia de esta parroquia a manos del clero diocesano en la persona de dos sacerdotes jóvenes egresados de nuestro seminario: el padre Sergio y el padre Elíseo.

Las Misioneras de Jesús Verbo y Víctima, para desempeñar bien su labor, viven en comunidades o grupos de siete, y tienen facultades extraordinarias para bautizar y para asistir como testigos cualificados a la celebración del sacramento del matrimonio, quedando los novios en la obligación de confesarse y comulgar cuanto antes en la primera oportunidad que se les presente, o bien porque el sacerdote visita su pueblo, o bien porque viajan a un lugar donde hay sacerdotes. Por supuesto que el obispo nombra a algún sacerdote para que las atienda espiritualmente y no les falte la Eucaristía ni a ellas ni a los fieles. Éste u otro sacerdote las visita asimismo para celebrar las primeras comuniones o por fiestas importantes de su parroquia, como Navidad o Semana Santa.

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Pero una preocupación que teníamos al principio, cual era que, sin sacerdotes, con la sola presencia de las madrecitas iba a disminuir el número de confesiones y la participación en las misas, ha desaparecido por completo. ¡Lo que consigue la paciente catequesis de las misioneras! Los fieles se confiesan y participan ahora tanto o mejor que antes. Es más, hay que agradecer a Dios que su trabajo haya rendido buenas vocaciones sacerdotales y religiosas.

Los años del terrorismo

Toda esta labor se vería perturbada en los años 1980—92 por el fenómeno doloroso del terrorismo.

Fueron años de zozobra en las visitas a los pueblos, que en algunos casos hubo que interrumpir. Más de una vez determinados sacerdotes, religiosas o catequistas fueron molestados y amenazados, aunque estos episodios estaban lejos de ser frecuentes, lo que consideramos una gracia más de la Providencia. Pero era muy penoso en aquellos años de terrorismo enterrar a tantas víctimas, la mayoría inocentes, y consolar a sus deudos. Todo a causa del demencial accionar terrorista y de algunos excesos cometidos en reprimirlo. Algún pueblo hay que todavía agradece al sacerdote que luego de tres horas de conversación y trato con los terroristas en la plaza del pueblo, éstos desistiesen de su plan de matar a va-rias personas de forma selectiva. Algunos subversivos incluso intentaron luego confesarse y participaron en la Misa, dejando sus armas fuera del templo. Acto seguido se marcharon y el pueblo quedó tranquilo.

En Medellín, Colombia

Está de más decir que el obispo debe ser el primero en promover la unidad de todos los fieles de la diócesis con Dios y con el prójimo. En concreto debe ser ejemplo de unidad para su presbiterio. El Concilio Vaticano II dejó clara la idea de formar en las diócesis la verdadera familia del obispo con los sacerdotes, sus principales colaboradores, y con los demás fieles. Expresamente manda que «de tal manera congreguen y formen a la familia entera de su grey, que todos, conscientes de sus deberes, vivan y actúen en comunión de caridad» (Christus Dominus, 16). Al mes de ser nombrado obispo, iba a tener lugar en Medellín, Colombia, una reunión extraordinaria de representantes del Episcopado Latinoamericano. Yo no asistí a la reunión: no había sido elegido para participar. Pero, como llegaba el Papa Pablo VI para inaugurar la asamblea, no dudé en ponerme en camino con el fin de hacer llegar al Santo Padre el cariño y la cercanía de los fieles de Abancay y el mío propio.

Con asombro le escuché en la Catedral de Bogotá estas palabras de su discurso inaugural: «Si un obispo no hace más que atender bien a sus sacerdotes, ha cumplido bien su misión.» En clara sintonía con el Santo Padre, al mes siguiente, el 9 de septiembre, me escribía desde Roma Mons. Josemaría Escrivá una carta en la que me decía: «Ama a tus sacerdotes. Cuídalos y trátalos con cariño. Pase lo que pase, quiérelos y ayúdales. Ellos también te querrán y trabajaréis unidos. Los obispos que por comodidad no hacen esto, luego se quedan solos y tristes».

Estos consejos tan oportunos me llevaron a razonar que, si en todas partes es conveniente para obispos y sacerdotes apoyarse mutuamente con calor humano y

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divino, en un territorio andino, donde los mismos cerros tienden a separar, sin duda es aún más conveniente. Este era el caso de Abancay, porque la mayoría de las sedes parroquiales distaban de la más próxima tres o cuatro horas de viaje por caminos de tierra con subidas y bajadas de vértigo. Solamente las parroquias de Talavera, Andahuaylas y San Jerónimo están cerca en el mismo Valle del Chumbao y pueden ayudarse.

Debíamos, por tanto, estar todos bien unidos en la diócesis, no importa que hubiese dificultades o que pareciese a veces que estaba todo por hacer. Se hacía necesario acortar distancias físicas y mentales. El sacerdote debería ser más visitado, y él, a su vez, salir a reuniones de pastoral, todavía inexistentes. Hasta que llegase el día en que ningún sacerdote trabajase solo en su parroquia, sino acompañado por otros, formando un equipo. Las religiosas, los religiosos y los laicos deberían participar a su manera de esta unidad.

El convictorio sacerdotal

Había pensado ya en tener retiros y reuniones pastorales periódicas en Abancay con sacerdotes, pero, para poder atenderlos bien, ante todo debía prever dónde alojarlos, de manera que, cuando vinieran a Abancay, encontraran un ambiente de familia lo más grato posible y con oratorio para poder rezar ante el Sagrario y celebrar con paz la Santa Misa. No era aconsejable que se alojaran en un hotel o en una pensión, como se había hecho costumbre. Como familiares del Obispo debían llegar y quedarse en su casa. Para la primera reunión conseguimos doce camas, que nos prestaron de un internado.

—¡Hoy sí me meto en el obispado! —decía alegre un sacerdote que nunca había pasado de la oficina de la curia, separada de la casa del obispo por una puerta.

Desde aquel día, la puerta estaría abierta para todos. El número de camas aumentó pronto a veintitrés. Para ello tuvimos que hacer obras de ampliación en el obispado.

Recuerdo que en la habitación más grande instalamos tres literas. Esto conllevaba algún inconveniente. Como aquella noche en la que al padre Luciano —que es poeta— le vino la inspiración y se puso a versificar con la luz encendida de la habitación. A las dos de la madrugada recordó que otro sacerdote —el P. Jesús— dormía en una de las literas y le llamó:

—¡Chus!... ¡Chus!... (cada vez más fuerte).

—¿Qué quieres? —le respondió medio dormido.

—¿Te molesta la luz...?

En cuanto fue posible se construyó un convictorio sacerdotal con capacidad para treinta y siete sacerdotes en habitaciones individuales. En contrapartida, las casas parroquiales son también la casa del obispo y de cualquier sacerdote que pasa por allí. Por otra parte, los nombramientos fueron confirmando lo que estaba previsto: que los sacerdotes vivieran en grupos de dos o de tres. También esto ha dado un excelente resultado.

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Querer mucho a los sacerdotes

A fines de octubre del año 1968, a pocos meses de mi nombramiento para Abancay, viajé a España e Italia con un triple objetivo: saludar a mis familiares y amigos de Gerona, saludar a Mons. Josemaría Escrivá en Roma y tratar de ani-mar a algunos sacerdotes españoles, para que me ayudaran en Abancay. Todo se cumplió de maravilla.

En Gerona, el obispo, Dr. Jubany, me invitó a celebrar la Misa Pontifical de San Narciso, Patrón de la ciudad. Allí vi a toda mi gente y quedó consolidada la cuenta de ahorros de los «Amigos de Abancay»

En Roma, San Josemaría Escrivá y don Alvaro del Portillo 2 me recibieron enseguida en un despacho de la sede central de la Obra.

—Estoy muy contento —me dijo el Padre— de que seas obispo y de que tú también estés contento. Es un servicio a la Iglesia y lo harás muy bien. Tienes que querer mucho a tus sacerdotes —con sus defectos—, y cuidarlos, tú también los tienes, y yo más que nadie. Ámalos mucho con sus defectos, tienes que tener una capacidad infinita de comprensión. Todos te seguirán. Tenles un gran cariño. ¡Ámalos!

Luego hablamos de la diócesis. Le comenté que ya había recorrido todas las sedes parroquiales, pocas en Abancay pero muy alejadas; asimismo que ya tenía veintitrés camas en el obispado para alojar a los sacerdotes.

—Me parece muy bien —afirmó—; los obispos que no visitan a sus sacerdotes, que no les ofrecen su casa ni se preocupan de ellos, se quedan solos. Todos necesitamos dar y recibir cariño; los obispos también. Tú ama a tus sacerdotes, cuídalos bien y verás que ellos estarán contigo y tendrás su cariño. Además les harás un gran bien, y ellos a las almas.

Estos consejos me recordaron su carta del 9 de septiembre con expresiones e ideas muy semejantes. Al Padre no le importaba repetir lo mismo con nuevos acentos y renovando su cariño. Se alegró mucho cuando le conté que habían comenzado los retiros mensuales para sacerdotes y enseguida me dio dos bolsas porta—viáticos para ellos, por si los necesitaban.

Al comentarle que pensaba ir a España a buscar sacerdotes, le pareció muy bien y añadió:

—Sé que en Abancay no hay seminario.

—No lo ha habido nunca, Padre.

—Pero ahora, hijo mío, eres el obispo de Abancay, y un obispo tiene que tener seminario para formar sacerdotes, no sólo pensando en su diócesis sino en toda la Iglesia.

—Sí, Padre, lo he pensado; va a ser difícil...

—Sin prisas, cuando puedas —me animó—, y a pesar de que ahora se van cerrando seminarios y se van perdiendo las vocaciones, tú, hijo mío, ¡seminario!

Y repitió: —Sin prisas, cuando puedas.

2 Alvaro del Portillo era entonces Secretario General del Opus Dei y, desde 1975, primer sucesor de San Josemaría en el gobierno de la Obra.

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Me habló de la Iglesia, de que había una gran desorientación en la doctrina, de querer a la Iglesia con toda el alma. «No te escandalices de nada, me aclaró. Ama a la Iglesia que es Santa, es la Esposa de Cristo sin arruga». Me volvió a insistir en que como obispo tenía que dar un buen servicio a la Iglesia.

Después de almorzar me encontré otra vez con el Padre, ahora en una tertulia familiar. Bromeó el Padre sobre mis andanzas por Abancay y sobre los grandes proyectos que tenía. Me miró sonriente y me preguntó:

—¿Ya has pensado cómo será tu seminario?

Luego nos habló de la Iglesia y de la necesidad de estudiar doctrina sólida. «Nada de tonterías», nos decía. «Hoy salen muchos teólogos improvisados y enseñan tonterías. Yo no tengo mucho tiempo para estudiar y tú tampoco lo tendrás, añadió, pero hay que sacar ratitos para repasar la doctrina sólida... Hay que aprovechar el tiempo siempre».

—Yo todos los años repaso toda la teología —nos confesó—. Al Santo Cura de Ars su obispo, para ordenarle, sólo le exigió que supiera el Padrenuestro y el Credo. Ahora, en cambio, si a algunos les preguntan el Credo y el Padrenuestro, se tropiezan.

Nos habló con mucha energía de santidad personal.

—La santidad comunitaria —recalcó— es una mentira, no existe. Compromiso personal con Dios. Querer la voluntad de Dios.

Hacia el final de la tertulia el Padre nos comentó que la eficacia del Opus Dei se funda en su espíritu, y éste, en la oración constante y en la mortificación vivida con delicadeza, sin llamar la atención.

Las reuniones mensuales de pastoral

Siendo profesor y vicerrector del Seminario de Gerona, me di cuenta de que los alumnos fervorosos que llegaban muchas veces al sacerdocio con ansias de santidad y de eficacia sacerdotal perdían a los pocos años aquella ilusión y empeño que habían llevado del seminario, con el peligro de quedarse luego en una medianía que daba pena. En cierto modo este aburguesamiento era previsible, porque el que hace la guerra por su cuenta pierde batallas. Por eso, con permiso del obispo, organicé un plan de retiros mensuales que yo mismo dirigí en cada una de las dieciséis zonas de la diócesis catalana.

Esto por lo que se refiere a la salud espiritual, pero hay que tener en cuenta también otros aspectos no menos perentorios. Recuerdo que, cuando estaba en Yauyos, el frío, las nevadas y el cansancio al hablar en las alturas, donde parecía que faltaba aire, dio como resultado una pleuritis, nada más regresar a la humedad de la costa. Don Ignacio, el prelado, me internó en Lima en la clínica del hospital Loayza, en donde tuve toda clase de atenciones y cariños. Nunca me sentí solo.

En mi primera reunión con los sacerdotes, a sólo diez días de mi llegada a Abancay, a todos les pareció impracticable la idea de reunimos una vez al mes. Salían a relucir algunas dificultades. Sólo una de las parroquias distaba menos de cien kilómetros de Abancay. Las otras, más de cien, y tres de las restantes, más de 200 kilómetros y ¡por qué caminos y carreteras! Sería una gran pérdida de tiempo, discurrían. Un día de viaje para llegar a Abancay, una mañana de retiro

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espiritual y una tarde para la reunión de pastoral, y un tercer día para regresar a las parroquias. ¡Imposible! Tres días perdidos, además del gasto que ello suponía.

En vano explicaba y argumentaba yo que sería tiempo muy bien aprovechado, que ganaríamos todos y las parroquias también. Con ganas de no rechazar en redondo mi propuesta, algunos opinaron que sería suficiente reunimos cada tres meses, la mayoría prefería que fuera cada medio año y otros una semana entera cada año.

Yo, sin embargo, estaba convencido de la utilidad de estos encuentros y de que se celebrasen cada mes. Por eso, sin querer imponer mi voluntad, pero mirando al bien de todos, durante los tres o cuatro meses siguientes visité cada parroquia para hablar con su sacerdote e insistir en lo mismo. Hasta que un día se me ocurrió la idea de conseguir en una semana lo que no había conseguido en varios meses. En un recorrido rápido por las parroquias les fui proponiendo el siguiente plan: que ellos, por el único motivo de que yo se lo pedía, aceptaran acudir al día de retiro y de reunión durante seis meses seguidos; al término de este tiempo, tendríamos una votación para conocer de nuevo su parecer, comprometiéndome por mi parte a aceptar la opinión mayoritaria. Todos aceptaron este plan y convinimos en que el día de la reunión sería el segundo jueves de cada mes en Abancay.

Durante seis meses nos saludamos y charlamos el día de su llegada antes de pasar a cenar juntos en el Orfanato. Al día siguiente, jueves, por la mañana tenía lugar el retiro: 8.30, laudes y meditación; 9, lectura espiritual; 10, charla; 11, meditación y 12, Misa concelebrada. Después de almorzar a mediodía, a las 3 tenía lugar la reunión de pastoral para estudiar algún tema, planificar el trabajo, evaluar lo realizado, intercambiar experiencias, etc. A las 7 nos reuníamos para cenar y tener una tertulia, animada muchas veces con cantos. El viernes, terminado el desayuno, a algunos les esperaba todo un día de viaje para regresar a sus parroquias.

Pronto aquella idea de que sería una gran pérdida de tiempo se desvaneció y dio paso al quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum! (Sal 132, 1), que traduzco libremente: ¡cuan bueno y grato es vivir la fraterna unidad! A los seis meses ya nadie quería la votación secreta; pero yo la exigí porque así había sido el compromiso y había que llevar el plan hasta el final. Todos los papelitos decían: reunión cada mes, menos dos que decían cada dos meses, aunque escritos con signo interrogante. Pero los autores de estas dos boletas, al conocer el parecer de la mayoría, manifestaron que aceptaban gustosos cada mes. El signo de interrogación tenía cierta razón de ser: ambos vivían a más de 200 kilómetros de Abancay, y no tenían coche propio, lo que les exponía a esperar que algún vehículo les llevara, y tendrían suerte si aparecía pronto. Adicionalmente, uno de estos sacerdotes vivía a tres horas de la carretera más próxima, distancia que recorría montado a caballo.

El valor de los retiros

Han pasado muchos años desde 1968, y continúan los retiros y las reuniones de pastoral cada mes, a excepción de tres meses de lluvia, que coinciden con las

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vacaciones y que se aprovechan para cursillos de verano, convivencias, consultas médicas, etc. Al comienzo de este plan se vio la conveniencia de que asistieran también representaciones de las comunidades de religiosas, que tanto colaboran en los planes pastorales de la diócesis y de las parroquias. Cuando el seminario comenzó a darnos diáconos, también ellos comenzaron a asistir a las reuniones mensuales, para ir integrándose a lo que yo llamo la familia diocesana.

La evaluación de los resultados es la siguiente: consideramos muy importante el retiro mensual, que nos hace mejores instrumentos al servicio de Dios y de los hermanos; la importancia de las reuniones de pastoral es también evidente y constatamos que, gracias a las mismas, durante estos años se ha producido un ordenado despliegue de actividades parroquiales y diocesanas. Pero tengo para mí que lo más importante ha sido el encontrarnos con regularidad, para ayudarnos y enriquecernos mutuamente. Esto no hace sino aumentar el gozo del servicio y de la entrega, sabiendo que no estamos solos, sino juntos y con ilusión renovada cada mes al servicio de un mismo plan y de una misma aventura.

No es difícil imaginar que todo esto lo aprendí yo en la Prelatura de Yauyos, bajo la guía de Mons. Ignacio María de Orbegozo, quien gustosamente pedía el parecer, si era necesario, de San Josemaría, que buscó siempre nuestro bien y nuestra eficacia sacerdotal en aquella prelatura encargada por la Santa Sede al Opus Dei.

En torno al Concilio Vaticano II

Cuando se inauguró el Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, yo trabajaba en Yauyos. Cuando se clausuró el 7 de diciembre de 1965, no faltaba mucho tiempo para que conociera Abancay. Recuerdo con emoción y alegría aquellos años del Concilio, las expectativas suscitadas por él, las oraciones y sacrificios por la buena marcha del mismo, la lectura de sus documentos y la comprobación de que muchos aspectos del espíritu del Opus Dei pertenecían ya al Solemne Magisterio de la Iglesia. Lo que no era fácil de adivinar entonces fue la posterior reacción libertaria de algunos que acarrearía la aplicación del propio Concilio, ni las originales interpretaciones de algunos de sus textos.

Ciertamente que el Concilio no definió ninguna verdad de fe. Sus resoluciones no son ni de definición ni de condena. Aunque, como todo concilio, el Vaticano II se reafirma en las verdades proclamadas por los concilios anteriores. Esta aparente indefinición llevó a algunos a pensar que todo quedaba ya a merced de la buena intención y de la claridad de luces con que cada uno quisiera interpre-tarlo. Pero esta «libertad» (aparentemente neutra, sin responsabilidad) dio paso enseguida a abaratamientos del mensaje, originalidades caprichosas en la liturgia y aplicaciones abusivas en la moral. Parecía que todo se relativizaba y perdía su verdadero peso y medida. Algunas consecuencias más no tardaron en manifestarse: los confesionarios criaban telarañas y se cerraban o se reducían los seminarios y los conventos, porque eran muchos los que salían y pocos los que entraban.

El Papa Pablo VI lamentaba esta situación y sufría lo indecible, llegando a comentar que la Iglesia se resquebrajaba y que el humo de Satanás entraba en ella por alguna grieta. En efecto, había una crisis de autoridad forzada por una

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previa crisis de obediencia. Los pastores preferían no hablar y no mandaban nada por temor a no ser comprendidos ni finalmente obedecidos. El necesario diálogo interconfesional se desnaturalizaba y no faltaban quienes, puesta su fe entre paréntesis, empezaban a comulgar con las ruedas de molino de ideologías ateas como la marxista.

El Fundador del Opus Dei sufría también, y mucho. Nos pedía oraciones y sacrificios para que terminara pronto esta prueba, esta tempestad interna en la barca de Pedro. En esa prueba el Perú no era un caso aislado del problema, no era una isla. El pueblo sencillo tenía motivos a veces para estar desorientado, cuando no escandalizado. Menos mal que fue primando la verdad y el sentido común en esta parte del continente, donde palabras como libertad, religión y apego a la verdad transmitida, tienen un alto arraigo y significado.

Después de la Conferencia de Medellín

En agosto de 1968 tuvo lugar en Colombia, como ya he dicho, la Conferencia de Medellín. Para no pocos, Medellín había superado el Concilio, opinión que acentuaba los equívocos que ya se venían propagando en aquella primera época post—conciliar. Algunos buscaban el cambio por el mismo hecho de ser cambio, querían destruir la autoridad porque había que democratizar la Iglesia, para lo cual organizaban reuniones que terminaban en votaciones y acuerdos, según ellos inamovibles. Corrían por todas partes hojas multicopiadas, que daban normas de cómo actuar según los nuevos carismas que iban surgiendo. Desconocían el Derecho Canónico de la Iglesia, que estaba, decían, superado y obsoleto. Comenzaba la anarquía en la liturgia y en el culto.

Al mismo tiempo se hacía necesario aplicar el Concilio. Las instituciones de la Iglesia tenían que revisar su estado actual para adecuarlo a su espíritu y a sus normas. Esto significó para muchas instituciones abrir la puerta casi de par en par a todo cambio propuesto. El resultado no fue otro, a veces, que la pérdida del sentido de su identidad y, en consecuencia, el abandono de sus puestos en la Iglesia con gravísimo escándalo de los fieles y con repercusión especial en las familias y en la juventud.

Era una realidad desconcertante, que sufría el pueblo fiel y también no pocos eclesiásticos de buena voluntad, los cuales se sentían desorientados dentro de un laberinto de contradicciones, prácticas que imponían unos y errores que otros propalaban, como si fueran el camino recto por fin descubierto.

Para citar tres ejemplos, recuérdese el afán por arrinconar la devoción a la Virgen Santísima; los disparates que ponían en tela de juicio la presencia real de Jesús en la Eucaristía; la relectura o nueva interpretación de la Sagrada Escritura, unida al análisis marxista y a la lucha de clases. Y todo con intención excluyente, porque se atacaba despiadadamente y se ridiculizaba a quienes permanecían firmes en la fe.

¡Qué difícil era para un obispo, y más si estaba en los comienzos de su misión como era mi caso, acertar al elegir el camino a seguir! ¡Recibía tantos papeles y documentos de toda especie y cariz! Cuando ahora pienso en aquellos tiempos, me pregunto a veces cómo podría haber sido obispo, sin tener la debida atención

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espiritual, doctrinal y humana que, en mi caso, recibí en todo momento del Opus Dei.

E1 aliento del pastor

En Abancay me tocaba a mí, en primer lugar, dar seguridad a todos: sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles; contrarrestar con doctrina y disposiciones claras lo que no era correcto, más aún si era claramente erróneo. Cualquier desatino podía llegar e infiltrarse hasta por osmosis.

Como Pastor no podía convertirme en un perro mudo, con grave perjuicio para los fieles. Los efectos colaterales de aquella firmeza estaban muy bien compensados, empero, por la alegría de una familia diocesana unida y laboriosa que aumentaba la siembra del bien y de la verdad. Dios nos bendecía con un verdadero florecimiento de vocaciones para el seminario y para la vida consagrada. En Abancay se vivía la alegría del crecimiento y esto despertaba más vocaciones.

Evidentemente que se hacía necesaria una pastoral de conjunto, en la que todos debíamos participar desde su organización hasta su cumplimiento. Su enfoque correcto se debió en buena parte a los retiros y reuniones de pastoral mensuales. El resultado fue un crecimiento armónico de las diversas actividades: evangelización y catequesis, organización parroquial y acción social. El plan de construcciones o ampliaciones de las que ya existían era ambicioso. Se nece-sitaban más capillas e iglesias, casas parroquiales y conventos, locales parroquiales y puestos de asistencia o de promoción humana.

Quinto Centenario de la Evangelización de América

El Doctor Mac Dugal, leprólogo inglés de confesión protestante, a quien invité a la diócesis para que me orientara en la atención a los enfermos de Hansen, me decía de camino al Cuzco para tomar el avión de regreso a Lima, que lo que más le había impresionado, en una región tan difícil y tan llena de incomodidades y privaciones, era ver a los sacerdotes y a las religiosas tan alegres, con una alegría tan diáfana que ya no se encuentra fácilmente en muchas partes. Otros visitantes me habían hecho comentarios parecidos. Era la alegría del trabajo hecho por Dios y al servicio de los hermanos. En definitiva, era un gran ideal que, vivido con fidelidad, tenía la consecuencia lógica de la alegría. Nuestro corazón está hecho para amar y ser amado, y aquello era amar y recibir constantemente el cariño agradecido de nuestra buena gente.

La juventud, ávida de ideales, descubría sin dificultad esta realidad atractiva. ¿No sería ésta una de las razones de tener tantas vocaciones de chicos y de chicas? ¿Y no sería también ésta la razón, de tejas abajo, de encontrar en todos los niveles sociales y en todas las edades tantas personas dispuestas a arrimar el hombro, para colaborar en organizaciones diocesanas o parroquiales?

En la diócesis, con motivo del V Centenario de la Evangelización de América, se organizó la «Gran Misión Católica». Esta misión duró dos años: un año para las poblaciones donde residían sacerdotes o religiosas; otro año para las zonas netamente rurales. Los protagonistas principales fueron los laicos. Ellos fueron los que llevaron adelante la gran misión. A tal efecto recibieron clases de

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formación doctrinal y charlas de organización. La acogida sobrepasó todo cálculo. El primer año, para la misión en las poblaciones importantes, hubo que preparar a más de 3.000 misioneros de toda edad y condición, si bien dos terceras partes eran jóvenes entre los 16 y 25 años. Para el segundo año de la misión, que iba a realizarse en las zonas rurales, se prepararon 1.800 misioneros, la mayoría de ellos personas casadas, entre los cuales estaban como apoyo importante los 600 catequistas rurales que ya existían en las parroquias.

El mismo fenómeno, aunque menos espectacular, fue la campaña de estudio del Nuevo Testamento, que tuvo lugar a continuación de la gran misión. Profesores del seminario, con el padre José Cascant a la cabeza, prepararon una versión del texto sagrado, traducida del original griego al castellano que se habla en el Perú, que tiene bastantes diferencias con el castellano español. Este trabajo se materializó en una edición a precio muy asequible. El Nuevo Testamento sería

luego traducido al idioma quechua por Mons. Florencio Coronado y Mons. Demetrio Molloy, obispos (emérito el primero y residencial el segundo) de Huancavélica, con la colaboración del padre Doroteo Borda, profesor del semi-nario de Abancay. De esta traducción se haría más tarde una primera edición bilingüe en quechua y castellano de 30.000 ejemplares, lo que representó una gran alegría para todos y una mayor eficacia apostólica en esta parte de los Andes.

Varias veces tuve el honor y la alegría de estar con el Santo Padre Juan Pablo II en Roma con ocasión de las Visitas ad Límina Apostolorum, y en dos oportunidades también en el Perú. Siempre me impresionó su paciente fortaleza al enseñar y orientar rectamente, evitando acomodaciones fáciles, en especial cuando se trataba de sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas o evangelizadores. Recuerdo muy bien lo que un día me dijo el Santo Padre: «La firmeza del obispo en el seguimiento de Jesucristo da segundad a los sacerdotes, sus primeros colaboradores, y por ellos a todo el Pueblo a él encomendado.»

Visita pastoral a Antilla

Con el padre Ramón Pijoán, que era el párroco de Curahuasi, emprendimos una larga gira por un amplio sector de su parroquia. Esta vez estaba programada la visita pastoral hacia Antilla, Ccollpa y Larata, pueblo este último a dieciocho horas de caballo. No iríamos por el camino más corto, sino en zigzag visitando pueblos y caseríos.

Con un par de buenos caballos nos dirigimos primero a Huanima: nueve horas cabalgando y buena parte del tiempo

subiendo una quebrada, por una ladera casi vertical aprovechando un sendero, que en largos tramos no medía mucho más de un palmo.

—Oye, Ramón —le dije—, me parece que este camino es de los que llaman «de no pasar».

—Sí, pero por esta parte no hay otro; además los caballos tienen cuatro patas; si resbalan con una, les quedan otras tres.

—No me convence mucho. Prefiero pensar que tampoco al caballo le haría gracia rodar cerro abajo.

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—En fin, en caso de rodar hasta el fondo, tendremos el consuelo de poder refrescar los golpes: es un torrente que siempre lleva agua.

—Dejemos correr el agua saltarina entre rocas, cantando y penando, como dice la canción, ¿recuerdas?

Y mientras el caballo iba salvando escollos como quien conoce el camino de otras veces, mirando el río, me puse a cantar: «Qué cosa tan parecida son tu destino y el mío, andar cantando y penando por estos largos caminos. Tú que puedes, ¡vuélvete!, me dijo el río llorando».

—¡No, no! —gritó el P. Ramón—, que nos esperan en Huanima y ya se escucha la banda, que sale a recibirnos.

Efectivamente, por fin se ensanchaba la quebrada y había algunos sembríos; en media hora más llegaríamos al pueblo. Los pobladores salieron a recibirnos con la banda escolar y portando un arco de flores. Allí mismo nos apeamos. Había que saludar con abrazos a todos.

La iglesia era chiquita y con el típico techo de ichu, pero bien barrido y regado el piso, que era de tierra. Con velitas prendidas y muchas flores en el retablo. Después de unas palabras sobre el sentido y significado de la visita pastoral, terminamos con unas breves oraciones. Luego nos llevaron con santo orgullo a ver la casa parroquial, terminada un par de horas antes. Las paredes eran de adobe, tarrajeadas con barro fino todavía fresco. La techumbre de ichu. El suelo, nivelado con tierra bien regada. Una entrada—despacho—comedor con una mesa nueva, más dos habitaciones con un catre en cada una para alojarnos aquella misma noche, fue todo lo que observamos en el recorrido. Pero nos emocio-namos y les manifestamos nuestros elogios por la casa parroquial, construida por todo el pueblo con tanto cariño, rapidez y buen gusto. Más tarde nos vendría una preocupación: si la mañana siguiente acabaría allí nuestra visita pastoral a causa de una doble pulmonía, porque estábamos a cerca de 4.000 metros de altura y toda la casa goteaba por la humedad. Pero no, ni siquiera un resfriado. Pudo más el aire puro y seco de la altura, unido sin duda a las oraciones de los que rezan por los misioneros.

El padre Ramón, con los catequistas locales y con las Fanciscanas Misioneras de María de Curahuasi, habían preparado los pueblos para la visita pastoral.

Aquello era, según el título del devocionario quechua—castellano de la diócesis, «Rezar y Cantar». Estuvimos dos días atendiendo a aquella buena gente. Hubo sesiones de evangelización y catequesis entre la administración de los sacramentos. Una de las autoridades nos decía al despedirnos: —Señor Monseñor, nos quedamos contentos y conformes. ¡Gracias, Tayta Dios, pagarasunqui!

Subiendo cinco horas a caballo, llegamos al pueblecito vecino, Larata, donde estuvimos sólo unas horas. Su río separa la diócesis de Abancay de la prelatura de Chuquibam—billa, encargada a los Padres Agustinos italianos. La poca gente que vive allí prefería estar en las celebraciones de Ccollpa, que está a un par de horas de viaje. Allí vivían sus familiares y sus padrinos de sacramentos.

Pronto montamos los caballos para llegar antes del anochecer a Ccollpa, porque según dicen: «por la noche todos los gatos son pardos y los caminos de mal andar», a lo que aquí habría que añadir el frío de las alturas, que es

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inmisericorde. En Ccollpa hubo mucha gente y permanecimos tres días. Se reunieron también allí los pocos habitantes de Larata.

Una mujer leprosa

Por cierto que hasta Larata, fue una vez el doctor Lizárraga, médico jefe del Centro Médico Santa Teresa, en busca de una mujer leprosa, que él ya había visitado una vez desde Curahuasi. Indagando su paradero actual llegó hasta Larata. El Doctor la había visto la última vez en el Centro Médico muy plagada de lepra, y era preciso encontrarla y ponerla en tratamiento. En Larata vivían su esposo y un hijo, pero la pobre mujer había fallecido un mes antes.

La historia que le contaron es realmente triste: unas semanas antes de morir, había ido con su hijo a comprar comida a un caserío cercano, al otro lado del río. La gente, al verla tan desfigurada por la enfermedad y a su hijo de once años también, tuvieron tanto miedo de contagio que nadie quiso alojarlos y por fin los cobijaron en una cabaña de palos y techo de paja, que había en las afueras, y maquinaron quemarlos por la noche a los dos dentro de la cabaña. El niño se enteró por algún comentario de otros niños y, a la luz de las primeras estrellas, escaparon hacia Larata. Poco después murió la mujer en su casa.

Enterados los de Larata de que había muerto, se pusieron de acuerdo para que de ninguna manera se enterrara en el cementerio del pueblo, y que lo mejor era prender fuego y quemar casa y cadáver todo junto. No admitían razones ni llantos del esposo y del hijo. Afortunadamente intervino un ganadero de la zona, que interpuso su mejor criterio y por fin, después de mucho discutir, permitieron al marido que enterrase a su mujer al lado mismo de su casa. Allí le rezó un Padrenuestro el Doctor.

El niño había vivido todo aquello y además era LL +++ (leproso lepromatoso). Con muchos nodulos en la cara y en las orejas, ya había perdido un ojo. Su padre estaba sano y, a instancias del Dr. Lizárraga, permitió que se llevara al niño al Centro Médico, para ponerlo en tratamiento.

Desandando el camino, se lo llevó el Doctor en la grupa del caballo a Curahuasi. El viaje duró 18 horas y hubieron de emplear dos días. En Curahuasi le esperaba el Land—Rover del Centro, que había dejado en la casa parroquial. En Abancay lo recibió la misionera seglar gerundense Teresita Pijoán, bióloga del Centro y hermana del padre Ramón. Ella lo atendió maternalmente y fue para él su amiga, su hermana y su profesora. Le enseñó a leer y a comportarse en sociedad. Estaba tan traumatizado por lo vivido, que temía la compañía de los demás.

A aquel niño, sin embargo, se le detuvo la lepra, creció en el Centro Médico, aprendió carpintería y mecánica automotriz y hoy se gana bien la vida en Lima. ¿Y Teresita? Teresita, después de unos años de excelente servicio en el la-boratorio del Centro Médico, ingresó en la Congregación del Sagrado Corazón en Madrid y se fue de misionera al África. El año 2000 hizo sus votos perpetuos en el Congo.

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Un viaje de 43 horas a caballo

Pero volvamos a Ccollpa. Aquellos tres días de labor fueron gratísimos, porque los catequistas de la zona, ayudados por la parroquia de Curahuasi, habían preparado muy bien a la gente para la visita pastoral. Todo, que era mucho, se desarrolló primorosamente según el programa previsto.

Terminada la visita, ensillamos los caballos y partimos a Trigourcco, un lugar apacible rodeado de sembríos, con casas dispersas y una iglesita de adobes en construcción. Allí celebré la Santa Misa y atendimos a la buena gente. Fueron todos muy amables, pero tuvimos que dejarles a media tarde para ir a dormir a Antilla, que se divisaba al fondo del valle. Llegamos en un par de horas.

Antilla es la población más importante de aquella zona. Pudimos estrenar la casa parroquial de adobes, pero esta vez enyesada por dentro y con cuarto de baño y ducha. La ducha es de ordinario un lujo difícil de encontrar en estos pue-blos. Esta casa era obra del padre Ramón.

Por la noche rezamos todos el santo Rosario ante la bella imagen de la Natividad de nuestra Señora. Después hubo Misa y comenzaron las confesiones. El día siguiente lo dedicamos a una larga catequesis, preparando la recepción de los sacramentos. Era actualizar la preparación realizada por los catequistas rurales y las visitas anteriores del párroco y de las madrecitas. Al tercer día, la Misa solemne, más larga de lo habitual porque incluiría confirmaciones, comuniones, matrimonios, bautismos y fiesta para todos.

Al día siguiente, emprendimos un largo viaje hasta el Puente Cuñacc sobre el río Apurímac. Allí nos fue a esperar el P. José Antonio Checa, con el coche de la parroquia. Con

esta ayuda terminamos antes la gira y un poco menos cansados. Había sido una vuelta de 43 horas a caballo, sembrando paz y alegría, iluminando aquella serranía con la luz del Evangelio y acercando las almas a Dios.

Una carta pastoral

Por la fe sabemos que vivimos en dos ciudades, una temporal y visible, y la otra celestial e invisible. Pero todos estamos llamados a buscar la santidad, los laicos ordenando, para mayor gloria de Dios y bien de los hombres, las realidades temporales que encuentran a lo largo de su vida: la familia, el trabajo profesional, etc. Esta es su principal misión. Pero en lo que se refiere a la Iglesia, ¿cuál es su misión? En la Iglesia, como en toda sociedad bien constituida, los fieles tienen unos derechos y unos deberes, es decir, tenemos una labor propia que cumplir. En el caso de los fieles laicos su misión es distinta a la de los clérigos y religiosos. Esta singularidad de los laicos en la Iglesia y en el mundo ya la traté de explicar a los fieles de la diócesis de Abancay en una carta pastoral escrita en 1975.

El primer beneficiado con la carta fui yo mismo. Me obligó a volver a descubrir la doctrina sobre los laicos que enseña el Concilio Vaticano II, clausurado diez años antes, así como a mejorar espiritualmente en mi vida personal. ¿Cómo podremos alabar a Dios por sus innumerables carismas, si los conocemos o valoramos poco? ¿Cómo facilitaremos a otros el camino a la santidad si

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desconocemos cuál es ese camino? Por otra parte, cuando no reconocemos los derechos y los deberes de los demás, caemos en faltas más o menos graves de justicia. Esto sucede, por ejemplo, cuando un obispo, sacerdote o religioso, se entromete en la libertad que tiene el fiel laico para elegir determinada solución política o técnica a los problemas que presenta su actuación en la sociedad. Igualmente hay que rechazar que un laico busque el favor de la Iglesia para su provecho personal o para una determinada opción política. En ambos casos estaríamos ante un desconocimiento práctico de la naturaleza y de la misión de los laicos en la Iglesia. De estas y de otras cuestiones relacionadas trataba mi pequeña carta pastoral, que fue publicada como un folleto más en la colección SIR (Servicio de Información Religiosa) y que alcanzó una buena difusión.

Los fieles seglares de la Iglesia

Trece años más tarde, en 1988, cuando el Santo Padre Juan Pablo II publicó la exhortación postsinodal sobre la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, en la diócesis de Abancay dedicamos todo un año a estudiar este importante documento en las reuniones mensuales de pastoral. La publicación de la Exhortación fue un gran medio para la difusión de la doctrina cierta sobre los laicos, para toda la Iglesia y con la autoridad del Papa.

Paso a paso fuimos avanzando en su estudio, conociendo y enseñando cada vez más ideas claras. Un sacerdote de habla inglesa, que trabajaba en la diócesis y que participaba en estas reuniones de pastoral, un día intervino para animarnos, usando con buen humor el idioma castellano:

—A ver si el Papa nos hace «bajar del burro».

En efecto, las dificultades no eran pocas. La primera idea clara era que la grandeza del laico y de su misión arranca con su Bautismo y se perfecciona en la Confirmación: no lo nombra, ni le da su propia misión en la Iglesia y en el mundo, ni el párroco, ni el obispo, ni el Papa. El laico cristiano tiene su misión propia desde que recibe el sacramento del Bautismo. Lo que sí conviene es que, a medida que tenga uso de razón, se le ayude a formarse debidamente, con libertad y responsabilidad, en la doctrina y moral cristiana y en esta maravillosa realidad de la misión que tiene a raíz del Bautismo, por ser hijo de Dios y miembro de la Iglesia. Por esto, es necesario desdibujar la figura clerical del «laico comprometido», que encasilla al fiel laico en una categoría especial entre los simples fieles.

En segundo lugar era necesario percatarse bien de que, junto con el sacerdocio común que recibió en el Bautismo, el Espíritu Santo infundió en su alma los oficios: sacerdotal, profético y regio del mismo Jesucristo, que tendrá que ejercer solo o asociado con otros laicos en su vida de cristiano corriente; y esto sin ningún mandato o aprobación especial de la jerarquía, como hemos dicho ya.

¿Qué le da o para qué le faculta el sacerdocio de los fieles al simple laico? Mucho, tanto para que su santidad personal esté íntimamente vinculada al ejercicio de su trabajo y su vida familiar, como para el ejercicio de su apostolado personal.

Las tareas que corresponden a los laicos en la única misión de la Iglesia, vienen determinadas principalmente por su inserción en lo temporal, de tal modo que

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con su actividad deben conseguir que la edificación de la ciudad terrena responda a los designios de Dios. De este modo sus actividades son verdaderamente apostólicas, teniendo en cuenta

que no deben contentarse con el testimonio ejemplar de su vida, sino que han de anunciar a Cristo también con la palabra, ya a los no creyentes para llevarlos a la fe, ya a los otros fieles para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más cristiana. Los laicos obtienen a partir del Bautismo el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza, ya que, insertos en el Cuerpo Místico de Cristo y robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor.

Aunque la tarea principal del laico es su santificación y apostolado en las realidades terrenas, sin embargo, a veces la jerarquía —sacerdotes u obispos— pueden pedirle una cooperación en su labor pastoral; por ejemplo, como catequistas, o para formar parte de los consejos parroquiales u otra misión que puedan desempeñar en su condición de laicos.

Al ir profundizando en el tema de los laicos, resultaba divertido fijarse en la alegría de los participantes en las reuniones de pastoral, pues iban descubriendo nuevos mares en cuyas costas habían estado tantas veces. Desde la doctrina de la exhortación del Papa Christifideles Laici era fácil vislumbrar proyectos apostólicos concretos para ayudar a nuestros laicos a tomar en serio su puesto y su misión en la Iglesia.

—¡Ya me bajé del burro! —dijo con gracia aquel sacerdote «gringo»—. Pero ahora, ¿por dónde comienzo? —y se llevó las manos a la cabeza.

La carcajada general que siguió a la pregunta indicaba que no era sólo su problema, sino el de todos.

—Habrá que administrarlo en pequeñas dosis para evitar un shock cerebral —opinó una religiosa enfermera alemana.

—Claro, sin atropellar —intervine yo. Y, citando a San Josemaría Escrivá, verdadero maestro en el tema, añadí:

«Sin prisa y sin pausa, al paso de Dios». Porque no va a ser fácil captar de inmediato, tan grande y hermosa realidad y habremos de aprovechar cuantas más ocasiones mejor.

Siguiendo la pauta de las pequeñas dosis, aconsejada por la madre enfermera, fueron saliendo a flote un buen número de sugerencias. Una de ellas era que esta doctrina había que tenerla en cuenta en la preparación de bautismos y confir-maciones. De paso muchos papas conocerían con agrado el plan de Dios, no sólo para sus hijos sino también para ellos mismos. Las homilías y la predicación ofrecerían también muchas oportunidades para enseñar esta doctrina, orientando así a los laicos. La catequesis tendría que abrir claros horizontes a la niñez y a la juventud: siendo un grandioso ideal, lo captarían quizá mejor que los adultos. Las reuniones con asociaciones, movimientos y cofradías también podían ser ocasiones para profundizar en la vocación de los laicos o para rectificar conceptos y posturas equivocadas. Asimismo habría que saber dar dosis bien sustanciosas en la pastoral de enfermos, para aliviar y dar sentido a su dolor en el contexto del misterio de la Comunión de los Santos.

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No obstante, a los agentes pastorales de Abancay no les parecía fácil la tarea de la formación concienzuda de nuestro laicado. Se imaginaban —no sin razón— que la dificultad no vendría tanto de la capacidad de entender, cuanto de la de-cisión de actuar. Por la fuerza de la costumbre o de la inercia, al final reincidirían en lo mismo, contentándose con un «ya quisiera» o «qué fantástico sería».

Con ello apuntaban a la dificultad de la entrega, del compromiso, del camino estrecho del que nos habla Jesús

en el Evangelio. Pero es en estos casos cuando hay que insistir en que bien vale la pena el sacrificio, incluso para la eficacia apostólica. Dios hace depender a veces de sus instrumentos el fruto del apostolado. El Papa Pablo VI lo señala en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, y si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio» (n. 41). Sin duda porque no rebajan el ideal y éste se mantiene atractivo para el corazón humano, que en el fondo busca la verdad y el bien.

El Concilio Vaticano II había despertado gran interés por sus enseñanzas sobre los laicos. Sin embargo, quizá porque los cambios importantes requieren tiempo, me atrevería a decir que al principio el Concilio no fue bien entendido. He aquí algunos ejemplos.

Por su parte, una religiosa me decía: «Con lo que ha dicho el Concilio sobre los laicos, no vamos a tener vocaciones en ninguna parte».

Un joven universitario me preguntó:

—¿Qué es un laico? ¿El que sabe leer la epístola en la Misa? Gracias a Dios en estos años hemos dado una gran catequesis sobre la

responsabilidad de los laicos en su santificación en medio del mundo, y su responsabilidad en el apostolado personal tanto en su familia, como en su trabajo y en su actuación social.

Pampachiri y el valle del Chumbao

A 240 kilómetros de Abancay, en un extremo de la diócesis, está el distrito de Pampachiri, palabra quechua que significa «llanura del frío». Allá fuimos, muy al principio de mi larga estancia en Abancay, con el P. Miguel Guitart para atender aquel pueblo, cabeza de una extensa zona que no tenía sacerdotes en 100 kilómetros a la redonda.

Con una camioneta Chevrolet, nos pusimos en marcha desde Abancay, siempre por carreteras de tierra. Primero hasta Andahuaylas, a 136 km, sobrepasando a veces los 4.000 m de altura. De Andahuaylas parte la carretera que llega a Pampachiri, pasando primero por el aeropuerto de Huancabamba, que está sólo a unos 15 km. de la ciudad. La distancia es de 108 km. y se pasa por una enorme veta de hierro, que unas veces sobresale de la altiplanicie a 4.000 m en forma de cerro rocoso y otras veces se hunde tierra adentro, formando enormes bolsones hasta más allá de Pampachiri. Me dijeron unos técnicos que es una reserva más grande que la de Sudáfrica, cosa que yo no certifico, pero sí afirmo que lo que parecen piedras normales no se pueden levantar debido a su peso. También me informaron de que es un tipo de hierro muy apreciado y escaso, que se conoce con el nombre de hierro esponja. Me llevé una piedra pequeña para que me

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sirviera de pisapapeles y como despertador para rezar más por la gente de Pampachiri.

En el viaje también encontramos uno de los poblados de pastores de la zona. Vivían allí catorce familias en unas chocitas redondas u ovaladas con techo de paja brava, construidas con pura piedra, sin argamasa de cemento ni barro, de manera que desde dentro se ven las paredes como un encaje por donde entra la luz y se ve lo que hay afuera. Ninguna de estas chozas tiene ventanas, que no hacen falta, y la puerta de palitos es tan pequeña que mide unos 60 X 80

centímetros. Por una de estas puertas entré yo a gatas, para confesar a una mujer enferma, que estaba echada sobre unos pellejos de oveja. Ni en el centro de la casita ovalada podía estar de pie, tan bajo era el techo. Es un poblado realmente curioso. En aquella inmensa altiplanicie hay catorce poblados más o menos iguales. No tienen capilla, pero sí una cruz de palo sobre un altillo de piedras, y estampitas dentro de las chozas. Su iglesia es la de Pampachiri, que está más o menos cerca.

La iglesia de Pampachiri es extraordinariamente grande y en tiempos de la colonia fue parroquia. La iglesia es tan grande que sobra más de la mitad. Para los pocos habitantes actuales mantenerla bien resulta una carga económica exce-siva. Asimismo las muchas casas semidestruidas muestran el esplendor de tiempos pasados. Pampachiri fue también importante en tiempos del incanato. Al parecer constituía un lugar estratégico para el dominio militar, las comunicacio-nes y el comercio.

Allí estuvimos tres días atendiendo a la gente del lugar y a los que iban llegando de poblados lejanos. Nos alojaron en el escenario del salón de actos de la escuela, por tener piso de madera y estar en desuso todo el año. Este salón de actos es otra muestra más de lo que fue Pampachiri. La casa parroquial yacía caída junto a la fachada de la iglesia: sólo unos muros de piedra mostraban donde había estado.

Dimos largas sesiones de catequesis a los grupos que iban llegando. Algunos convivientes se casaron y muchos niños se bautizaron. Menos mal, porque, un par de meses después, una epidemia de sarampión se llevó el 30% de los niños de aquella zona frígida y sin atención médica.

En el río que pasa a las afueras de la población abundan las truchas y, por toda aquella puna sembrada de rocas, hay muchas vizcachas. Estos animales a primera vista se parecen a los conejos de monte, aunque por su cola tienen un gran parecido con las ardillas. Lo que les facilita el moverse con soltura por las rocas son las yemas de sus dedos, muy desarrolladas, y el hecho de no tener uñas. Las vizcachas constituyen el plato típico de Pampachiri. Saben a liebre, aunque con un sabor más fuerte. Requieren una preparación especial para poderlas comer con agrado. Por supuesto que allí las cocinan riquísimas. Truchas para desayuno, vizcacha al almuerzo y una buena sopa de carnero por la noche, ¡como para engolosinar a cualquiera!

Al regreso de Pampachiri volvimos a observar aquellas punas grandiosas y solitarias en donde, si uno se detiene, se escucha el silencio, sólo interrumpido por el latir del propio corazón y algún cri-crac del motor del coche al enfriarse.

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A las cinco horas de zarandear y sacudir el propio esqueleto llegamos al Valle del Chumbao, con Andahuaylas como población más importante. Luego pasamos a saludar a los sacerdotes de Talavera con ánimo de descansar un rato. Sólo estaba el anciano padre Elíseo. El padre Luciano había ido aquella semana a atender a Ocobamba, una parroquia a 80 kilómetros. Por cierto que había llegado una noticia confusa: el padrecito se habría caído del tejado de la iglesia y tendría la pelvis fracturada.

Traté de comunicarme con Ocobamba por el teléfono de la oficina del telégrafo. Se escuchaba mal, pero entendimos que no se había caído del tejado de la iglesia, que es muy alto, sino de otro lugar más bajo. En cualquier caso,

nos repitieron que el padre estaba muy mal. Pusimos un colchón y unas frazadas en la camioneta y salió de inmediato el P. Miguel hacia Ocobamba.

Al anochecer de aquel mismo día ya estaba de regreso el P. Miguel con el P. Luciano. Tendido en la camioneta sobre el colchón, bien abrigado y profundamente dormido llegó el padre accidentado a Talavera. Costó despertarlo. Nos contó que tenía fracturada la pelvis y que prefería no moverse, porque en cualquier movimiento le dolía mucho. No quiso entrar a cenar y le llevamos un sandwich grande y una gaseosa a la camioneta. Partimos inmediatamente hacia Abancay. Nos esperaban 140 km. de baches y curvas. El P. Luciano, sin embargo, continuó durmiendo.

Llegamos a media noche. Lo acostamos en la habitación de huéspedes en la primera planta del obispado para evitar escaleras. Por la mañana temprano le acompañamos al médico. Bien examinado, en el lugar dolorido no tenía fractura, aunque sí un esguince muscular. ¿Y la fractura de la pelvis que aseguraba tener? No hay de qué extrañarse: un tío suyo murió a raíz de la fractura de la pelvis, hecho que el P. Luciano recordó y revivió en el momento de su caída. Pasado el susto, y para desdramatizar un poco o para divertirnos —vaya usted a saber—, pronto convinimos en señalar que el accidente había conseguido imaginariamente algo imposible: desplazar un hueso tan importante hasta la cabeza. ¡Pensaba que era la pelvis!

Volvamos un momento a Pampachiri. En el año 2000 conseguimos construir una nueva casa parroquial y Mons. Isidro destinó allí a un párroco y a un diácono jovencito, ahora ya sacerdote. Habían pasado muchas décadas sin sacerdote aquellos distritos que forman la parroquia de

Pampachiri. Sólo se les visitaba de vez en cuando. Teníamos la confianza de que esta situación irregular cambiaría algún día. Y ha cambiado gracias, entre otras razones, al seminario de Abancay.

La gente está feliz, se va organizando la vida parroquial e incluso la enorme y destartalada iglesia, con el empeño de los sacerdotes y la colaboración de las autoridades y del pueblo, se va remozando mes a mes y tornándose acogedora. ¡Lo que puede la presencia de buenos sacerdotes!

Rezar antes de emprender un viaje

La diócesis de Abancay comprende, como ya he dicho, una región geográficamente muy accidentada: no en vano está en plena cordillera. Todo el territorio está a una altura entre 1.700 my5.330 m sobre el nivel del mar. Si

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exceptuamos algunas punas o altiplanicies, en el resto no existen superficies planas de tamaño significativo. Hay un pequeño aeropuerto en las alturas de Andahuaylas a 3.800 m, pero la pista tiene un 4% de desnivel. En la provincia de Abancay se buscó el lugar más idóneo para un aeropuerto. Por fin se eligió la parte baja del valle. Después de rellenar un tremendo barranco se consiguió hacer una pista de aterrizaje, que tiene 1.300 metros de longitud, pero no es horizontal. Comienza con el 8% de desnivel y va subiendo a 10, 12, y termina en 14% de desnivel. Ni siquiera la plataforma para dar la vuelta las avionetas es plana.

Cuando era niño, me encantaban las ferias y fiestas de nuestro Patrón de Gerona, San Narciso, por sus caballitos y montañas rusas. Cuando me nombraron obispo de Abancay, en eso me dieron en el propio gusto. Por cualquier camino todo es dar vueltas y más vueltas, curvas y más curvas, subir y bajar y volver a subir. Y claro está que con cerros tan verticales, tanto los caminos de herradura como las estrechas carreteras, bordean precipicios tremendos, hasta el punto de que, cuando hay accidentes, estos suelen ser mortales. Por eso acostumbramos a rezar, sea al montar a caballo, sea al poner el coche en marcha, la oración que aprendimos de San Josemaría: «Con la intercesión de Santa María Virgen, caminemos bonito (lo de «bonito» es adaptación nuestra); Dios esté en nuestro camino y sus Ángeles nos acompañen. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén».

Linda oración, ¿verdad? Nos agrada rezarla y nos da confianza para viajar por esos caminos peligrosos. El peligro acecha también por el mal estado de las carreteras, que pueden provocar cualquier avería. Por ejemplo, tres veces se rompió la dirección de los coches que yo conducía, aunque sin salirme de la carretera, gracias a Dios. Peligro porque las constantes curvas en viajes largos hacen olvidar al que conduce que siempre hay que tomarlas por la derecha. Recuerdo a este propósito la carretera de Santa Eulalia en la prelatura de Yauyos, hecha por una compañía de electricidad, en la que, de tramo en tramo, se en-contraban letreros con este aviso: «Desconfíe de cualquier otro conductor». Avisos como éstos son necesarios, aunque a veces el presupuesto no dé para más y las señales tengan que repetirse en cada curva, que son muchas. Otras veces el peligro está en el cansancio y en la distracción del chófer.

Mi antecesor, Mons. Alcides Mendoza, en un viaje al santuario de Cocharcas, tomó una curva demasiado cerrada y se fue con el coche a un pequeño barranco, sin más consecuencias que un buen susto. La curva fue conocida por algún tiempo como «la curva del Obispo».

Otro accidente fue el que sufrió el P. Suso en 1980 en el camino a Kaquiabamba. Llovía, su Volkswagen escarabajo resbalaba y, en una curva peraltada al revés de arcilla fina y resbaladiza como el jabón, se fue con el coche a un abismo. Tuvo tiempo, sin embargo, de invocar a San Josemaría y despedirse del país con un «¡chau Perú!». Al primer tumbo o voltereta perdió el sentido y pasó desde los asientos delanteros a los de atrás. Fue dando tumbos ladera abajo hasta el fondo, que estaba a algo más de 100 metros. Allí quedó para el arrastre el Volkswagen recién estrenado con el sacerdote dentro, inconsciente.

Pasaron unas mujeres por aquella estrecha carretera y vieron el coche allá abajo, pero tan plegado que pensaron que el padrecito estaba muerto. Les dio

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miedo bajar y esperaron arriba rezando hasta que pasó una camioneta con gente. Les avisaron y varios hombres bajaron a dar auxilio. No podían abrir las puertas, pero lograron abrirlas apalancando con un pico. Sacaron a la carretera a su querido párroco creyéndole cadáver. Por un leve quejido se dieron cuenta de que estaba aún con vida. Lo llevaron al Hospital de Andahuaylas, que está a unos 30 kilómetros. Allí recobró el sentido.

Aparte de algunos golpes, no tenía más que una fractura en el tobillo derecho. Según parece, los respaldos altos del Volkswagen evitaron que el techo le aplastara. En cualquier caso creemos que fue la amorosa Providencia de Dios,

quien nos guardó a este sacerdote para seguir trabajando en su Viña. El suele comentar con humor que propiamente el accidentado fue el pobre coche.

En tantos años no hemos tenido más accidentes por estos caminos andinos, pero continuamos rezando al emprender un viaje, y agradecemos a tanta gente buena que reza por nosotros.

Cocharcas y el Seminario

A la Virgen la veremos algún día en el cielo: ¡cómo nos alegra saber esto! Entre tanto, las imágenes de la Virgen nos pueden ayudar a sentirla cada vez más cerca. Lo pide nuestro amor y para eso están las imágenes: para facilitarnos el trato de hijos, que esperan ver algún día a su Madre y quedarse con Ella para siempre.

En Apurímac tenemos una de esas veneradas y célebres imágenes de la Virgen. Está en Cocharcas, el más grande y hermoso santuario de toda la cordillera de los Andes dedicado a la Madre de Dios. Al cumplirse cien años del inicio de la evangelización de América nació esta devoción a la Virgen. Cocharcas es un pueblo que pertenece a la provincia de Chincheros, situada en un extremo de la diócesis de Abancay. Hace cuatro siglos sólo vivían allí veinte familias. Uno de los vecinos era Sebastián, un joven de 23 años, hijo de Lope Martín y de Luisa Asto. Sebastián iba a ser el que más tarde traería al pueblo la venerada imagen de la Virgen, que ahora conocemos. Le decían Quimichu, es decir «el que lleva» la imagen.

Todo comenzó con un accidente y la posterior curación de sus secuelas. Unas astillas de maguey, que acababa de estar al fuego, se clavaron en una mano de Sebastián, de la que no podía ya valerse, y le causaban mucho dolor.

Un tiempo después emigró a Cuzco, buscando una mejor vida. Allí se enteró de los milagros que obraba la Virgen de Copacabana y, lleno de fe, decidió ir a pedir su curación. No había llegado todavía a Copacabana, cuando una noche, entre sueños, le pareció que una señora lo llamaba. Al despertar al día siguiente, se dio con la sorpresa de que había desaparecido el dolor y estaba completamente curado.

Pensó enseguida en la Virgen y, con más ganas, continuó su viaje para darle gracias en su santuario. Al llegar a Copacabana y ver la imagen de la Virgen, comprendió que era la misma señora que había visto entre sueños. Todo estaba ya claro y no había dudas. ¡Ella lo había curado!

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En agradecimiento quiso llevar a su pueblo de Cocharcas una imagen igual a la de Copacabana, y pronto llegó a saber que el escultor Tito Yupanqui tenía una ya terminada. Como no tenía dinero para pagarla, viajó a la Paz, donde pidió permiso para limosnear y, recorriendo pueblos y ciudades, logró reunir la suma requerida, volvió a Copacabana y pagó por la imagen.

Lleno de alegría emprendió el viaje de regreso a Cocharcas, levantando la fe y el entusiasmo de los pueblos por donde pasaba con Nuestra Señora, hasta llegar a Urcos. En Urcos el párroco no entendió tanta algarabía, pensando que quizá se trataba de ritos paganos, y denunció a Quimichu al señor obispo de Cuzco, añadiendo la sospecha de que la imagen habría sido robada.

Y en Cuzco fue separado de la imagen y metido en la cárcel, de la que salió pronto al averiguarse la verdad, hecho que no hizo sino aumentar la devoción de más y más gente hacia la Señora y su imagen.

Llegando ya cerca de Cocharcas, a propósito detuvo la imagen de la Virgen por algunas semanas en la comunidad de Cayara, porque se necesitaba preparar antes en Cocharcas al menos una capilla para acoger a tan gran Señora. La capilla estuvo terminada en sólo dos meses y desde entonces la santa imagen se conoce con el nombre de «Virgen de Cocharcas». Esto ocurría en el año 1598.

Santa María se fue metiendo en la vida de Sebastián, hasta el punto de que, cada día que pasaba, Sebastián Quimichu era más feliz y más generoso. Decidido a levantar un templo digno de tal imagen, con su primo Tomás Cumas—cusi y una pequeña copia de la imagen, regresó a Bolivia a recibir limosnas. Recorriendo Cochabamba en este afán, una enfermedad le causó la muerte y allí lo enterraron. Una parte del dinero recaudado se empleó en el funeral, y el resto se trajo a Cocharcas para comenzar el santuario.

Años más tarde sus restos fueron trasladados de Cocha—bamba a Cocharcas y hoy están enterrados en el interior del santuario, donde una pequeña lápida de mármol blanco lo recuerda.

Esta bellísima historia no se ha perdido gracias al Libro 1.° del Santuario, un volumen manuscrito que comienza así:

«Relación de la imagen de Nuestra Señora que está en este pueblo de Cocharcas hecha por el licenciado Don Pedro Guillen De Mendoza en 20 de julio de 1625». «El origen de la manera y cómo se trajo la Sacratísima Imagen de Nuestra

Señora de Copacabana, al dichoso y más venturoso pueblo de Cocharcas, donde al presente en su sagrado templo y casa de oración (que de nuevo se acabó el año de 23) —1623— está colocada; y Dios Nuestro Señor por su Misericordia ha hecho y hace tantas maravillas como se han visto y se ven por experiencia mediante la intercesión de su Madre Benditísima, es de la manera que sigue».

Este libro abunda en más detalles de los que he expuesto en mi resumen y, por supuesto, transmite muy bien el clima de fe y de amor creado en torno a la persona y a la misión providencial de María.

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El santuario de Cocharcas

La devoción a la santísima Virgen de Cocharcas se extendió rápidamente a través de tan bella imagen; y por los muchos favores de la Virgen y el buen ejemplo de Quimichu. Pobres y ricos, artistas y poderosos aunaron esfuerzos en la construcción del santuario que hoy conocemos, el cual se comenzó a levantar en el año 1598 y se terminó veinticinco años después, en 1623.

No es éste el momento de describir una obra de tal importancia arquitectónica y artística, pero llama la atención especialmente el retablo del Altar Mayor, en madera tallada y dorada en pan de oro, con cinco bajo relieves sobre la vida de la Virgen y ciento once ángeles, todo ello rodeando el rico camarín de Nuestra Reina y Señora, situado en el centro del retablo.

Alrededor del templo hay un atrio rectangular con capillas en las cuatro esquinas. Estas capillas fueron construidas para venerar la imagen durante las procesiones. Se entra al atrio por un portón con arcada de manpostería de estilo mudéjar. Delante del santuario hay una gran plaza con un cedro en medio y hospederías alrededor para los peregrinos; algunas de ellas destruidas y otras modificadas. Todo el conjunto del santuario es Monumento Histórico de la nación.

La conservación del santuario no es una responsabilidad fácil, es un reto constante, a pesar de lo cual en los últimos tiempos se han dado progresos notables y concretos. Otro reto es su atención pastoral. Cocharcas es un punto perdido en un rincón de los Andes entre Ayacucho, a 160 km, y Cuzco, capital del imperio inca, a 430. De Abancay dista 230 km. Pastoralmente depende de la parroquia de Uripa, a no ser cuando se celebra su fiesta: esos días vamos todos, el obispo el primero. La fiesta con su octava se celebra el 8 de septiembre, Natividad de la Virgen o su cumpleaños, según se mire. El que no va un año, porque alguien debe quedarse, va al año siguiente. Como acostumbra a suceder en estos casos, es la gente sencilla la que nos anima a emprender el viaje. Con su ejemplo parece decirnos que la fe mueve montañas. Es ésta una experiencia que nos dejaron tantas generaciones que han peregrinado a Cocharcas.

Una costumbre antigua y muy característica de la piedad popular de Cocharcas es aquella de los Quimichus cargando en sus hombros una cajuela que lleva dentro la Reina Chica o a la Reina Grande (copias pequeñas de la imagen), al son de una música que todos los devotos reconocen y pasando de pueblo en pueblo durante meses, sobre todo cuando se acerca la fiesta del 8 de septiembre, con el fin de recoger limosnas y, lo que es más importante, para ofrecer la imagen de la Virgen a la piedad de los fieles.

Son innumerables las gracias espirituales y los favores materiales concedidos por la Virgen en estos cuatro siglos de historia. Cuidados solícitos tantas veces desconocidos por terceros, al quedar escondidos en la intimidad de las personas con la sencilla complicidad de Santa María. No es este, por cierto, el caso del Seminario de Abancay.

Había que poner unos buenos fundamentos al reto que se presentaba de buscar y formar candidatos para el sacerdocio y se comenzó por ponerle el nombre de Nuestra Señora de Cocharcas al propio Seminario. Los frutos no tardaron en

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llegar y hay que agradecer a la Virgen de Cocharcas tan generosa ayuda para bien de la Iglesia.

En el año 1973, organizamos en Cocharcas un Congreso Eucarístico Mariano, que ha dado a conocer todavía más a la Virgen y ha fortalecido la fe de muchos fieles. En 1998, como parte del programa del IV Centenario de la llegada de la imagen a Cocharcas, se celebró el II Congreso Eucarístico Mariano.

En 1991 un incendio desfiguró y quemó parcialmente la sagrada imagen de la Virgen. Fue un día muy triste para todos los devotos y en particular para el pueblo de Cocharcas, a pesar de que dio paso a una sorprendente demostración de fe y de amor a Nuestra Reina y Señora, cuya imagen luce ahora espléndidamente restaurada.

Varias veces a lo largo de estos cuatrocientos años, cuando todavía no había sido creada la diócesis de Abancay y el pequeño pueblo de Cocharcas pertenecía al obispado de Ayacucho, desde Roma llegaron breves (documentos papales) concediendo gracias especiales a los devotos. En fecha reciente y para alegría de todos, la Santa Sede ha declarado oficialmente a la Virgen de Cocharcas como Patrona de la Diócesis de Abancay.

Otros santuarios marianos

En Caipe, a 35 kilómetros de Abancay, existe otro santuario colonial dedicado a la Visitación de la Virgen María a su prima Santa Isabel. Es de piedra sin labrar con fachada sencilla. Está rodeado de un atrio estrecho y al lado de la plaza del pueblo. El interior del templo también es sencillo; en las paredes colgaban varios lienzos con escenas religiosas que fueron robados. Se celebra la fiesta el 2 de julio, que antes del Concilio Vaticano II y de la reforma litúrgica era la fiesta de la Visitación. Caipe es un pueblo muy pequeño y de gente campesina pobre.

Recientemente, en 1980 se construyó en el pueblo de San Antonio, a siete km. de Abancay, un santuario a la Virgen de la Piedad, con el fin de tener un lugar cercano a la ciudad para hacer romerías a la Virgen, Madre de Dios. Yo mismo hice el diseño de la imagen y el escultor Alangua la modeló con mezcla de cemento y resinas. La decoró el dorador L. Sánchez. A este santuario acuden miles de peregrinos durante el mes de mayo y muchos sábados y domingos, para rezar el Rosario y cantar alabanzas a Nuestra Señora. Presta servicio además como iglesia del pueblo y junto al santuario se construyó una casa de retiros con treinta y cuatro plazas, que regentan las religiosas de la Divina Providencia.

Ahora el pueblo de San Antonio, que tiene un hermoso mirador desde el cual se divisa la ciudad de Abancay, se ha convertido además en un buen lugar de excursión y de descanso para los fines de semana.

El Preseminario

Cuentan que en un pueblo había un hombre que todas las noches salía a las afueras a tirarle piedras a la luna. Quería llegar a alcanzarla. La gente le compadecía y comentaba: «¡Es tonto!» Y, ciertamente, nunca alcanzó la luna con sus pedradas; pero, a fuerza de empeñarse, llegó a ser el hombre del pueblo que tiraba las piedras más lejos...

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En aquellos primeros años del postconcilio muchos seminarios se fueron vaciando de candidatos al sacerdocio y casi desapareciendo. Algunos los consideraban instituciones obsoletas, que ya no eran necesarias a la Iglesia. En Abancay, por tanto, pensar en poner en marcha un seminario era ir contra corriente, pero es que, además, el tema tenía visos de imposible. Nunca había habido seminario. Había que comenzar explicando qué era un seminario y la conveniencia de formar jóvenes generosos de la misma tierra que, sin duda, Jesús quería llamar a su servicio.

Para los más enterados, porque leían algún periódico o revista, la idea de un seminario en Abancay era sencillamente una locura. Para la mayoría era un proyecto que no veían claro. «¡Cómo será, Padre!», decían unos. «A la vista será...», decían otros, con evidente incredulidad. Lo que sí se logró fue que se rezara mucho. El Evangelio en este tema es bien claro: hay que pedir al dueño de la mies por que no me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os he elegido a vosotros (Jn. 15, 16).

A los dos años de mi llegada a Abancay, en una casucha vieja y chiquita, se abrió un preseminario con dos alumnos y un rector, el P. Jesús Alonso. Era ya algo. A base de no desmayar en el intento, como aquel de las pedradas a la luna, hoy, a la vuelta de los años, en Abancay tenemos dos hermosos seminarios: el Seminario Menor para chicos de enseñanza media, y el Seminario Mayor para alumnos de Filosofía y Teología. Han egresado ya, para el servicio de la iglesia, algo más de un centenar de sacerdotes bien formados.

La 'profecía' de San Josemaría

Los primeros años del preseminario, discretamente llamado «Academia Seminario Menor», vivíamos una gran ilusión por sacar adelante vocaciones sacerdotales. Se rezaba mucho. Pero fueron años angustiosos, porque entraron dos chicos y se fue uno; entraron tres y se fueron dos... A los cuatro años teníamos cinco solamente. Por otra parte, aquella casa vieja, adaptada para seminario, era impresentable por más que íbamos tratando de hacerla grata. Tampoco contábamos con profesorado.

En 1974 llegó San Josemaría Escrivá a América del Sur en viaje inolvidable de catequesis durante varios meses. En julio llegó al Perú y los sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz fuimos a Lima para estar con el Padre. Acordamos los de Abancay que yo le consultaría si no sería mejor desistir de tener Seminario en Abancay, y enviar los pocos alumnos que teníamos al Seminario de Cañete, que sí tenía edificio, ambiente y profesores. Tuve oportunidad de hablar a solas con San Josemaría el mismo día de su llegada y le hice la consulta. El Padre me escuchó y, como respuesta, me preguntó con voz recia:

—¿Rezáis? —Sí, Padre, mucho.

Entonces aproveché para contarle cuánto se rezaba en la diócesis por las vocaciones: los primeros domingos de mes con los fieles en las misas, los jueves ante el Santísimo Expuesto, y todos los días se ofrecían horas de trabajo y

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muchos enfermos ofrecían sus sufrimientos. El Padre me escuchó en silencio y luego me dijo con seguridad y firmeza:

—Muy bien, hijo mío, continuad rezando y dentro de muy poco tendréis muchas vocaciones.

No hablamos más, pero la solución estaba clara. Cuando comenté a los sacerdotes la entrevista y las palabras del Padre, la respuesta fue unánime:

—Ah, muy bien. Siendo así, continuamos con el Seminario en Abancay y rezando «duro y parejo» —expresión ésta muy peruana.

Y vinieron las vocaciones

¡Cuántas veces, al pasar los años y recordar las circunstancias de aquella entrevista, vuelve a sorprenderme que ninguno de los sacerdotes, ni yo tampoco, pusiéramos algún reparo, alguna duda! Desde el primer momento todos creímos a pies juntillas y nos fiamos completamente de las palabras del Padre.

San Josemaría Escrivá, unos días antes de cumplirse el año de aquella profecía, el 26 de junio de 1975, se fue al cielo. Lógicamente hubo llanto general de las personas que le conocíamos y sufragios por su alma. ¡Le queríamos tanto!

Pero, ¡oh sorpresa! En la reunión de pastoral del mes de octubre siguiente, el padre Guillermo Hoffman, párroco de Andahuaylas, preguntó:

—¿Qué tengo que hacer con dos chicos que quieren venir al seminario? En cuanto dijo esto, otros párrocos añadieron:

—Yo también tengo uno que quiere ser sacerdote.

—En mi parroquia hay tres.

—En la mía, dos.

Total eran doce chicos con deseos de ser sacerdotes. ¡En Abancay que nunca habíamos pasado de cinco! Acordamos ir preparándoles en las mismas parroquias, cuidándoles personalmente en cuanto a virtudes humanas y a piedad.

En la reunión tenía al E Miguel Guitart frente a mí. Nos miramos sin pestañear y pensamos lo mismo: ya está nuestro Padre actuando desde el cielo. No nos equivocamos porque el mes siguiente, noviembre, en la reunión de pastoral pregunté qué era de aquellos chicos, y enseguida dieron sus nombres y los de otros. En total sumaban 32 nuevas vocaciones. En diciembre subió el número a cuarenta y tantos, no recuerdo exactamente. En vista de lo cual decidimos —yo diría deportivamente, sin prestar demasiada atención a las dificultades—tomar tres acuerdos, que se escribieron en el libro de actas:

1.° Tener un cursillo de selección en la primera quincena de enero. Esta selección era necesaria porque no cabían más de doce en la academia—seminario.

2.° Se confiaba al Sr. Obispo el cometido de buscar y comprar un terreno adecuado para construir un seminario de verdad, con capacidad suficiente.

3.° Asimismo, el cometido de encargar a arquitectos de Lima los planos del nuevo seminario.

Mientras pasaban los días, seguimos rezando. Ahora, si cabe, ya con más confianza a la vista de los hechos y porque teníamos a San Josemaría que nos ayudaba desde el cielo.

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El terreno para el Seminario de Abancay

Al cursillo de selección de enero de 1976 los párrocos enviaron 54 chicos de enseñanza media, que deseaban ingresar al seminario menor. Contando que pondríamos el comedor en el patio, bajo un cobertizo, y convertiríamos el anterior comedor en dormitorio, seleccionamos a 18 aspirantes.

En cuanto al segundo acuerdo, ahí sí tiramos cuanto pudimos de la sotana de nuestro «Abogado». Encontré un terreno suficientemente amplio, pero no hice trato con su dueño porque pedía 150 soles por metro cuadrado. No quiso rebajarme nada, ni por ser para el seminario. Incluso me enfadé, lo recuerdo bien. Menos mal que no me lo tuvo en cuenta mi santo Abogado y, dos días después de Navidad, vino el Sr. Jiménez —conocido también como el «Zorro Jiménez» por su pelo rubio— y me ofreció su huerta a 50 soles el metro cuadrado.

—¿Para qué quiero yo una huerta? —le dije, haciéndome el desganado.

—¡Es linda! —me dijo—, y está «aquisito» no más, a dos cuadras. Vamos a verla. Quiero venderla, porque viajaré a Lima a principios de año y necesito plata.

—¿Es muy grande? —le pregunté.

—Tiene más de dos hectáreas y está llena de frutales. ¡Vamos a verla!

Me dejé convencer y fuimos. Realmente estaba cerca: a doscientos metros del Obispado y de la Catedral. Había pasado muchas veces por allí, pero nunca pensé que, detrás de aquella tapia coronada con espinos, hubiera aquella preciosidad de huerta. Entramos y, paseando, me iba mostrando los frutales: naranjos, paltos, higueras, chirimoyas, nísperos, caña de azúcar, mangos, papayas, pacays, enredaderas de granadilla, unos arbustos de café, granados, etc. Cuando llegamos al final de la huerta me dijo:

—¿Verdad que es bonita? ¿Me la compra? —Bueno, quizá sí. A 50 soles el metro me dijo usted... —No, Monseñor; aquello fue una broma. A 100 soles. Regateé un poco el precio, pero el Sr. Jiménez había visto mis ojos, que se habían vuelto grandes por la admiración, emulando a las naranjas de la huerta, y ya no quiso rebajarme nada. Ni qué hacer, pensé. El lugar era adecuado: en el centro de la ciudad, suficientemente grande, con luz eléctrica, con agua potable y de riego, con cantidad de frutales, aunque luego muchos árboles desaparecerían con las obras y los campos deportivos. Fui viendo con la imaginación un seminario precioso. Me entró urgencia de adquirir aquel terreno. De momento aseguraría la compra, pagaría un adelanto y haríamos la minuta ante un notario.

Sólo había una «pequeña» dificultad: el Sr. Jiménez debía ausentarse de enero a marzo y yo sólo tenía cuatro mil soles. Pueden suponer que rápidamente acudí a mi santo Abogado del cielo, que había solucionado en la tierra problemas parecidos. Él me dio la solución enseguida. Llamé por teléfono a Gerona a mi hermano Luis, que, con Mosén Juan Guitart, era titular de la libreta de ahorros de los «Amigos de Abancay». Le pedí que me enviara en dólares el equivalente a 80.000 soles, cantidad necesaria para asegurar la compra de la huerta. Mi hermano me dijo que no había tanto en la libreta, pero que, siendo para el seminario, me hacía la transferencia cuanto antes. Conversé con el «zorro Jiménez» y le expliqué que el cheque por 80.000 soles estaría sin fondos hasta el

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2 de enero. Se fió de mí y aceptó ir juntos a la notaría. Por cierto que luego el banco no nos atendería hasta el 10 de enero «por balances de fin de año».

Los planos del nuevo Seminario Mayor

Durante el verano, que en Perú es de enero a marzo, encargué los planos del nuevo seminario a la compañía Haaker-Velaochaga Arquitectos, dándoles un diseño esquemático de lo que queríamos. Serían edificios separados en medio de jardines y frutales.

Después de Pascua de Resurrección, llegaron los sacerdotes y religiosas para el retiro mensual y la reunión de pastoral. Fueron días de júbilo y de acción de gracias: les mostré el título de propiedad del terreno: ¡era nuestro! Les mostré también la colección de planos terminados y los invité a ir a ver la huerta: ¡qué alegría la de todos! Mientras recorríamos el terreno, probando la fruta de aquí y de allá, les iba mostrando dónde iría cada edificio: el seminario menor

aquí, el mayor allá; en la parte alta del terreno los comedores y la cocina (así, por la dirección del viento, no tendríamos humo ni olores de comida); las capillas frente a dos patios—jardín; y el deporte se practicaría en la parte baja, para que no perturbe demasiado el silencio de la casa. El conjunto se parecería más a un pueblo pequeño que a un internado convencional.

Al terminar la descripción, y como si ya estuviera hecho, hubo aplauso general. Era una familia unida e ilusionada con el proyecto del seminario.

—Ahora, ¡a comenzar las obras! —dijo uno, representando el anhelo y la decisión de todos.

—¡No! —dije yo—, primero tenemos que conseguir el dinero. No puedo pedir más a Gerona. Han dado ya mucho. Han pagado todo el terreno.

—Conviene comenzar enseguida.

—¡Calma! Antes pediremos a Adveniat y a otras instituciones extranjeras, que suelen ayudar a diócesis pobres.

—Mejor —dijo otro— comenzamos enseguida: quedaron muchas vocaciones del cursillo de enero sin admitir.

—Sí, pero no tengo dinero. ¡Nadita!

—No importa; entre todos podremos darle una mano para comenzar.

—No saben lo que dicen. Para comenzar se necesita mucho: hay que poner una brigada de obreros, hay que comprar hierro, cemento, materiales... La obra es grande y todo cuesta mucho; cada semana hay que pagar a los obreros.

—Monseñor, usted comience. Le daremos lo que tenemos y pediremos a nuestras diócesis, familiares y amigos.

—Sí, Monseñor —decían unas religiosas alemanas—. Comience el seminario, lo necesitamos; rezaremos y pediremos ayuda a la Madre General y, siendo para construir el seminario, seguro que nos ayudará.

Los sacerdotes y religiosas, la mayoría extranjeros, no se cansaban de pedir lo mismo. Por fin cedí.

El lunes siguiente, 23 obreros comenzaron las obras. Los sacerdotes y algunas religiosas y religiosos aportaron el dinero necesario. Este dinero alcanzó nada menos que para siete meses, hasta que llegó la primera ayuda de Adveniat, institución alemana de grata memoria.

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E1 amor de San Josemaría al sacerdote

Un aspecto más que notable en la vida de San Josemaría Escrivá es su amor y dedicación a los sacerdotes, en especial a los seculares por ser él también secular. Todavía era seminarista, cuando el Cardenal Soldevila, Arzobispo de Zaragoza (España) le confió la formación de los alumnos del Seminario de San Carlos, compañeros suyos. De aquellos años y de su labor en el seminario se guardan testimonios conmovedores. Josemaría, por su dedicación al estudio y a la piedad, por su porte educado y su carácter afable, por su espíritu de servicio y su gran comprensión, por su buen humor y alegría ayudó eficazmente a la buena formación de aquellos aspirantes al sacerdocio. Durante sus primeros años de sacerdocio en la capital de España fueron centenares los sacerdotes de diversas diócesis, los que participaron en cursos de retiro espiritual que él predicaba a petición de los obispos. Por amor a sus hermanos sacerdotes dejó a su madre en-ferma en Madrid: debía atender en Lérida una tanda de retiros a sacerdotes. Su santa madre murió inesperadamente uno de aquellos días. Su lucha por ser santo, unida al continuo trato con sus hermanos sacerdotes, le ayudó a ser un excelente conocedor y director espiritual de sus almas.

El 14 de febrero de 1943, Dios nuestro Señor le inspiró la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, y son ya más de dos mil los miembros de la Prelatura del Opus Dei que han recibido la ordenación sacerdotal, para ejercer su ministerio al servicio de los fieles de la Prelatura y de muchas otras personas.

Al final de la década de los cuarenta, su amor al sacerdote le hizo pensar que debía organizar algo en ayuda del clero diocesano. Después de dar a este plan muchas vueltas y de rezar mucho, lo comunicó a sus hijos, miembros del Consejo General del Opus Dei. Su decisión no era otra que la de abandonar el Opus Dei con gran dolor de su alma y emprender quizá una nueva fundación de ayuda a los sacerdotes diocesanos.

Uno de los miembros del Consejo General me comentaba un día que no les hizo ninguna gracia la idea de que el Padre les dejara solos, y convinieron en rezar y pedir luces, para encontrar una mejor solución. Y se encontró. No fue necesaria una nueva fundación.

La solución vino de Dios y quedó confirmada por Su Santidad el Papa Pío XII el 16 de junio de 1950, al dar la aprobación definitiva al Opus Dei incluyendo, per modum uníus, a los sacerdotes diocesanos que tuviesen esa vocación, dentro de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, sin que su adscripción a dicha Sociedad modificara en lo más mínimo su situación diocesana, la dependencia de su propio obispo y la unidad con el presbiterio de las diócesis en las que se encuentran incardinados.

¡Qué maravilla! Desde entonces muchos sacerdotes diocesanos y no pocos obispos viven su sacerdocio ministerial, por vocación divina, conforme al espíritu del Opus Dei, inspirado a San Josemaría Escrivá de Balaguer, a quien con razón pueden —podemos— llamar nuestro queridísimo Padre y Fundador.

Me agrada recordar la primera vez que, siendo obispo, saludé al Padre. Fue en Roma el 8 de noviembre de 1968, a las 10.55 de la mañana, en la sede central del Opus Dei. El Padre estaba con Don Alvaro del Portillo. Al llegar, quise besar de

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rodillas las manos del Padre, pero no me dejó y me ayudó a levantarme, llamándome cariñosamente «majadero». Luego me dio un fuerte abrazo y un par de besos.

El gran interés y amor que tenía San Josemaría por los sacerdotes hizo que, durante la hora exacta que duró aquella conversación, me fuera hablando casi exclusivamente de los sacerdotes, de cómo debía quererlos para mejor ayudarlos, conversación que ya he referido antes.

La mies es mucha y los obreros pocos

En estos años se ha rezado mucho y se ha trabajado mucho en Abancay. Forman un buen grupo los que siguen rezando por esta diócesis y no queremos defraudarles: hemos procurado trabajar bien unidos, con alegría y buen humor, lo cual lleva consigo casi siempre excederse en el deber y en el sacrificio.

El resultado ha sido un verdadero florecimiento de actividades parroquiales de evangelización y de catequesis, un aumento constante de las vocaciones sacerdotales, religiosas, y de laicos que desean vivir a fondo su vocación cris-tiana. A la par hemos visto nacer y crecer obras de amor cristiano a favor de la niñez, la juventud, las familias, los enfermos, los desvalidos y los ancianos, gente de la ciudad y del campo. Estas obras necesitan personal idóneo —qué duda cabe—, pero creemos que las personas encargadas no deben tener solamente una capacidad profesional suficiente, sino también una capacidad humana y espiritual notable. No queremos quedarnos en pura filantropía, por eso prefiero calificar a estas obras, no simplemente de acción social, sino de amor cristiano. Sin discriminar a nadie por su religión o por sus ideas, este amor tiene entrañas de apostolado, porque apreciamos o tratamos de apreciar a los demás en lo que valen, dada su vocación a la santidad y su destino eterno. Por esto no buscamos la vanagloria: nuestro premio será el Señor, y cuantas más almas acerquemos a Cristo, mejor que mejor.

Claro que, a la vuelta de los años, nuevamente el Evangelio tiene razón: la mies es muchayhsy que seguir pidiendo al Señor de la mies, no sólo por los obreros que van a llegar sino también por los que ya están trabajando. Nunca he tenido que urgir a alguno a que trabajara más. En cambio, varias veces tuve que convencer a alguno o a alguna, para que descansara en Abancay, ciudad que tiene fama de buen clima y donde hay casas en las que pueden descansar en ambiente de familia y cariño. Y, si hacen falta médicos y enfermeras, ellos están a su disposición en el Centro Médico Santa Teresa del obispado.

Un día, en Roma, hablando de los que me ayudaban, San Josemaría Escrivá me preguntó:

—¿Los cuidas, son piadosos, os queréis mucho?

Sus preguntas fueron de orientación y de aliento, para seguir adelante por el recto camino que debe seguir un obispo en su ministerio pastoral.

Mi respuesta afirmativa hizo feliz al Padre, y añadió: —Muy bien, hijo mío, así hacéis buena labor.

Otra vez, hablando concretamente de la labor de las religiosas en la diócesis, me preguntó:

—¿Te ayudan bien?

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—Sí, Padre, bien y mucho.

—¿Son rezadoras?

—Sí, Padre. —Entonces tienes obligación de que tengan muchas vocaciones. —Trataré, Padre.

De hecho aumentaron los noviciados en Abancay y muchas religiosas trabajan ahora apostólicamente en otras diócesis del Perú y de otros países que antes nos enviaron religiosas. Por citar algunos: España, Alemania, Italia, Colombia y Ecuador.

Con frecuencia me preguntan cómo explico este fenómeno vocacional, tanto en los noviciados como en el seminario. Mi respuesta es la misma que di años atrás al Cardenal Volk, cuando era obispo de Maguncia (Alemania):

1.° Rezamos y procuramos que se rece y se ofrezca mucho por las vocaciones, porque el Evangelio en esto es muy claro.

2.° La juventud es generosa ante ideales grandes. La entrega a Dios y al prójimo, si se presenta tal cual es, sin mitigaciones que la desdibujan, es un ideal grande, capaz de atraer e ilusionar a todos.

3.° Los sacerdotes, las religiosas y los religiosos de esta diócesis, en su amor y servicio a Dios y al prójimo y en la recta doctrina, son ejemplares. La juventud encuentra en ellos unos modelos cercanos, que pueden más fácilmente imitar.

El Seminario Menor

Como he escrito más arriba, habíamos acordado que los dos seminarios fuesen construidos en el mismo lugar. Pero pronto se demostró que nuestros cálculos estaban ya desactualizados y que nos habíamos quedados cortos: «soñad y os quedaréis cortos», solía decir San Josemaría.

Era el año 1978, aún no estaban terminadas las obras de lo que, según los planos, iba a ser el Seminario Menor, cuando decidimos que lo construido hasta ese momento se destinaría a los seminaristas mayores filósofos, y el resto, es decir, lo que habíamos calculado que fuese el Seminario Mayor, se destinaría sólo a los seminaristas teólogos. Años más tarde estas mismas previsiones se quedarían a su vez cortas para el propio Seminario Mayor y nos veríamos obli-gados a ampliarlo.

¿Y los seminaristas menores? Los que había en 1978 todavía cabían en el seminario, pero las nuevas vocaciones no. Estábamos en la obligación de atenderlas también. Se podrían perder o llegarían con una preparación deficiente al Seminario Mayor. Todo el Seminario Menor debería pasar a otro lugar adecuadamente amplio y generoso.

En la diócesis todos pedíamos al Señor que se solucionase este problema que representaba el sorpresivo aumento

de vocaciones. Algunos invocábamos a San Josemaría, que se había ido al cielo el año 1975 y nos enviaba tantas vocaciones, cumpliendo muy bien lo que considerábamos ya como una profecía: «dentro de muy poco, tendréis muchas vocaciones». Pensamos que un terreno de algo más de 8.000 m2 de los PP. Franciscanos nos iría muy bien para este propósito. Estaba situado un poco más abajo del seminario, a la distancia de tres cuadras. Lo habían conseguido los

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Franciscanos para construir su convento; construyeron una primera planta, pero luego no continuaron y abandonaron Abancay: no estaban seguros de poder reunir una comunidad que lo habitase.

En estas circunstancias visité en Lima al P. Amílcar Ramos, provincial de la Orden, que residía en el célebre convento de San Francisco. Le expliqué nuestro problema y le pedí que me diese permiso para construir tres salas—dormitorio sobre la primera planta. También le prometí que le cuidaríamos la propiedad, que lucía un poco abandonada. Muy comprensivo me dijo que sí, pero que, lo que yo construyera, a los cinco años pasaría a propiedad de la Orden.

Acepté sus condiciones y construimos los tres dormitorios con capacidad para 36 camas. Eran los primeros días de abril de 1980, cuando terminamos las obras, justo a tiempo para recibir a los nuevos alumnos del Seminario Menor. Los antiguos seguirían provisionalmente donde estaban, en el seminario, pues no había espacio aquí todavía para ellos. Al año siguiente se repetiría la misma penuria de falta de plazas. Pedí al P. Amílcar que nos autorizase a seguir construyendo en su finca y volvió a aceptar. Pero al tercer año ya me presenté en Lima al P. Amílcar con tres propuestas:

1ª Que me alquilara aquella propiedad (el terreno y lo construido) a un precio que alcanzara a pagar, y por largo tiempo, ya que era para el seminario.

2ª O bien, que me lo vendieran, pero pagándolo a plazos cómodos, cuando buenamente pudiera. (Me callé, no añadí más...)

—¿Y la tercera? —preguntó sonriendo el Padre Provincial. —Pues, que si ustedes no necesitan aquel terreno ni les urge la plata, que me lo

regalen y me harán un gran favor.

—Póngame las tres propuestas por escrito, ¿quiere?

—¡Cómo no! Se las traigo hoy mismo.

Pasaron pocas semanas y el mismo Padre Provincial me comunicó que, habiendo hecho la consulta a todos los conventos de la Provincia Franciscana, la respuesta había sido unánime: «Nosotros no lo necesitamos y el Obispo de Abancay lo necesita para atender vocaciones sacerdotales: pues que se le dé». En efecto, el siguiente Provincial, padre Lobatón, me hizo entrega de la propiedad con una escritura pública pocos meses después.

En agradecimiento y recuerdo de los Padres Franciscanos, el seminario tomó el nombre de «Seminario Menor San Francisco Solano». Su fiesta de aniversario se celebra el 4 de octubre. A la vuelta de los años, tenemos dos hermosos semina-rios: el menor con casi un centenar de alumnos, y el mayor con setenta. Algunos han continuado estudios superiores de licenciatura o doctorado en la Universidad de Navarra o en la Universidad de la Santa Cruz en Roma y ahora son profesores en el Seminario de Abancay y en otros seminarios del Perú. Creemos que la explicación de esta floración de vocaciones está, por una parte, en la promesa del Señor: Os daré pastores, como recordó hace varios años Juan Pablo II. También en una pastoral vocacional intensa y unánime, responsabilidad común de todos los sacerdotes de la diócesis; y en la buena marcha del seminario, que procuramos llevar conforme a las directrices de la Santa Sede: intensa vida espiritual, cultivo de las virtudes humanas, solidez en los estudios con fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, trato personal con los seminaristas en un clima

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de confianza y respeto, iniciación en las prácticas pastorales, deporte, convivencia alegre y agradable...

Sabemos que tenemos en el cielo a San Josemaría, que intercede por nosotros. Poco a poco y con esfuerzo constante nos hemos dejado llevar por la fe; no se han escatimado sacrificios; se ha puesto alegría y optimismo en el empeño. Al recordar aquellos comienzos de 1970, con un rector y dos alumnos, no podíamos imaginar que nuestras «pedradas a la luna» llegasen tan lejos. ¡Ha valido la pena!

Las casas de retiro

Una de nuestras prioridades pastorales es la formación de la juventud. Una formación humana —en los diversos aspectos— y una formación sobrenatural. El Papa Juan Pablo II nombra a América como el «Continente de la Esperanza». Este apelativo le conviene, no sólo por su mayoría cristiana, sino también por la juventud de sus rostros, especialmente en América Latina. La diócesis de Abancay no es una excepción: el 55% de sus habitantes están entre 0 y 18 años de edad. A esta juventud la queremos formar bien para la sociedad y para Cristo.

Aparte del apostolado personal de los padres de familia con sus hijos, de los profesores cristianos con sus alumnos, etc., son diversos los programas o actividades que tenemos en marcha para los jóvenes. En primer lugar, están los medios de formación que se imparten en locales propios de la Iglesia: templos, parroquias, casas de retiro. Los catequistas urbanos y rurales a veces utilizan para este propósito sus domicilios. En segundo lugar procuramos que la voz del Evan-gelio llegue a todos los centros educativos: desde un jardín de infancia hasta la universidad; y que no falte tampoco la necesaria orientación cristiana en los centros de salud. Caritas diocesana, por último, también hace lo suyo a través de su extensa proyección social. Por ser amplio el tema, aquí hablaremos sólo de las casas de retiros.

En la diócesis hay actualmente cinco de esas casas para los fieles en general, porque los retiros para el clero y para los seminaristas tienen lugar en el seminario, y los retiros de religiosas, en sus propios conventos.

Sólo excepcionalmente se usan las casas de retiro para otras actividades, como charlas y talleres de promoción cultural, técnica o profesional. Lo habitual es que, en cursos de tres o seis días, se trate de la vida espiritual. Su capacidad varía según el lugar: la de San Jerónimo dispone de 30 plazas; la del santuario de la Piedad en San Antonio, de 34; la del Centro Diocesano de Promoción, de 45 plazas; la del Barrio Magisterial, de 30 y la de la Laguna de Pacucha es para 40. Esta última hubo que cerrarla durante los años del terrorismo. Están en actividad diez meses al año, semana tras semana. Todas menos una están administradas por religiosas. Cada año en la reunión de pastoral de diciembre se programa el año siguiente, y cada sacerdote o religiosa pide las fechas y las casas donde prefiere tener los cursos de retiro espiritual o de promoción humana, qué sacerdote lo atenderá y qué grupo llevará al retiro. Al hacer este programa, de ordinario faltan días. Los viernes, sábados y domingos son los días más requeridos. Esto se debe a que los jóvenes de colegios no deben perder sus clases y raramente los pro-fesores les exoneran de su asistencia.

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Cinco mil personas, la mayoría jóvenes, han pasado algún año por estas casas de retiro. Otros años, sin embargo, la estadística presentó números más modestos. Los sacerdotes, ocupados en otras labores, suelen contar, para estos días de retiro, con la colaboración de los seminaristas mayores, si se trata de grupos de varones; si los asistentes son mujeres, con la colaboración de religiosas.

Vale la pena tanto esfuerzo, porque el resultado a todas luces es altamente positivo. Formar a los jóvenes y a los no tan jóvenes con buena doctrina, y acompañarles a vivir una piedad sencilla y fuerte a través de unos días de retiro espiritual, ¿no es acaso una costumbre inveterada en la Iglesia? Las casas de retiros nos ayudan a ponerla en práctica.

Dos movimientos apostólicos

Recientemente fueron muy bien recibidos en Abancay, con la oportuna autorización del Señor Obispo, dos movimientos apostólicos que ayudan a la gente a tomarse en serio su vida cristiana. Están trabajando con gran eficacia y son el Movimiento de Evangelización 2000, de origen norteamericano y orientado especialmente a la juventud, y el Movimiento de Retiros Parroquiales Juan XXIII, iniciado en Centroamérica y que se ocupa más bien de personas adultas. Las casas de retiro están obviamente a su disposición. Son muchos ya los fieles de la diócesis que integran estos movimientos. Aunque sabíamos que en Abancay —como en todas partes— la mies es mucha y los operarios pocos, el crecimiento de los asociados está superando las expectativas que se habían tejido al respecto, con la ventaja de que su labor no interfiere en la función cumplida por los catequistas, sino que la complementa admirablemente. Un motivo más para esperar que la paz de Cristo llegue pronto allí donde se la necesite: en cada conciencia, en cada hogar.

Viajes, siembra de doctrina y obras sociales

Los viajes a Lima

De ordinario los viajes a la capital los hacía por carretera. Eran 950 kilómetros los que nos separaban: 500 de tierra afirmada (ahora ya asfaltada) y 452 de Panamericana Sur con buen asfalto. Con la camioneta salía a media tarde de Abancay hasta Chalhuanca, para estar con los sacerdotes de esta parroquia. En los comienzos allí estaban dos sacerdotes peruanos y el actual obispo, Mons. Isidro, que era vicario parroquial y misionero de aquella extensa provincia de Ay—maraes. Siempre teníamos algo que contarnos. Al día siguiente me levantaba a las dos de la madrugada para celebrar la Santa Misa y emprender el viaje hacia las alturas de Negromayo (río negro), punto de la carretera a Lima situado a 4.600 m de altura. De Negromayo a Nazca en la costa del Pacífico, son unas seis horas de viaje. Luego hay que seguir junto al mar hasta Lima por la carretera Panamericana, que recorre desde Tierra de Fuego, al sur de Chile, hasta México.

Entre las 5 y las 6 de la tarde, si no había contratiempos, llegaba a Cañete, en donde me quedaba a cenar y a dormir, después de una buena ducha para librarme del polvo o del barro, según las épocas. En Cañete, una de las veces que llevé el

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coche a lavar, el muchacho que me atendía, al verlo tan sucio, volvió a mirarlo, soltó una carcajada y dijo chistoso:

—¡Qué bueno está su carro para una lavada!

Al día siguiente, descansado y trajeado, reemprendía los últimos 145 km. En Lima debía hacer gestiones, asistir a reuniones e ir de compras.

El regreso a Abancay era siempre con la camioneta bien cargada. Muchas cosas sólo las podía conseguir en Lima, otras allí las encontraba más baratas; algunas eran puro cariño a mi gente, como una vez que compré cinco chanchi—tos de buena raza, para la granja del Asilo. Eran de unos 15 kilos. Con una inyección los durmieron y bien acostaditos los colocaron en jabas de fruta clavadas, de forma que no podían moverse; les pusieron inyecciones de glucosa, para no tener que darles nada de comer en 24 horas. ¡Qué alegría mostraron los ancianos cuando sacamos de las jabas a los chanchitos aún medio dormidos y tratando de caminar, para desentumecer las patas!

—Mira, mira, son gringuitos —comentaban con entusiasmo. —¡Puro gringos! ¡Qué lindos, pura raza!

En Los Andes los chanchos solían ser negros; diríase que sólo por excepción se veía alguno blanco; de ahí la admiración y alegría que despertaron.

Un viaje accidentado

Otra vez, pasando por Cañete, en la granja de Valle Grande —una institución de enseñanza de técnicas agropecuarias promovida por fíeles del Opus Dei—, me obsequiaron doce gallinas ponedoras completamente negras. Me avisaron de que eran tiernas, pero a punto de convertirse en ponedoras. Las acomodamos dentro de una caja con un poco de maíz y de alfalfa. Colocamos la caja en la parte tra-sera de la tolva de la camioneta. Continuamos viaje rumbo a Nazca, donde llegamos de noche. Cenamos y dormimos en el Hotel de Turistas, en donde podíamos dejar el coche bien resguardado. A las dos de la madrugada nos levantamos: debíamos continuar viaje, nos esperaban 500 km. hasta Abancay.

Alguna vez dormir en un hotel tan escasas horas lo consideramos un lujo excesivo, pero un día comprobamos que no lo era, sino todo lo contrario. Ese día, como íbamos más de uno que sabía conducir, pasamos Nazca de largo, sin de-tenernos en el hotel, tratando de dormir en el camino, mientras otro conducía. El resultado, sin embargo, no era el mismo: el que conducía tenía más peligro de echarse una cabezada debido al sueño e irse a un precipicio —el camino no admitía descuidos—, y todos llegábamos a Abancay más cansados y molidos por los baches.

Aquella vez que llevábamos las gallinas negras, venía de visita a Abancay el padre Eulogio. Con el padre Santi, que me acompañaba, le íbamos mostrando las maravillas de nuestros Andes y los grupos de vicuñas que encontrábamos en las alturas. Después de cinco o seis horas llegamos a la Cuesta del Ciervo, una bajada casi en vertical de mil metros en siete zigzag. Al final de esta bajada es donde comienzan a dejar atrás las horas de mareo y de vómitos los que a los 4.000 m les da soroche —mal de altura—. Gracias a Dios aquel día nadie sintió soroche, pero todos nos sentimos aliviados al llegar a los 3.000 m. Fuimos

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bajando por la orilla del río que, por cierto, es un paraíso para los pescadores de truchas. Pero no nos detuvimos porque preferíamos llegar pronto a Abancay.

Un huayco cortó la carretera

Ocho kilómetros antes de llegar a Chalhuanca, encontramos una fila de cinco o seis camiones parados. ¡Ay!, ¡Ay! ¿Qué habrá pasado? Un huayco —alud— tremendo había cortado la carretera, y seguía bajando con furia por la quebra—dita. La tromba de agua y lodo arrastraba piedras y lo que encontraba, con el clásico ruido de piedras y rocas que se chocan, rodando al ímpetu de la caída del agua.

Pronto la gente que vivía por allí nos contó lo sucedido: aquellos días había llovido mucho y la noche anterior más. Una de las lagunas de las alturas se desbordó y, hacía cosa de una hora, había llegado el agua de la laguna al lugar, llevándose por delante cuanto encontraba a su paso. Eran las dos de la tarde. «Siendo el desborde de una laguna, pensamos, pronto bajará su caudal. Si un cargador frontal Caterpillar viene de Chalhuanca pronto despejará la carretera y, antes de la noche, podremos pasar». Aquella esperanza, empero, se fue perdiendo al paso de las horas, porque el caudal del agua no disminuía sino que parecía aumentar. Se iba comiendo las orillas de la quebrada, ensanchando y ensan-chando el ya amplio lecho del huayco.

Cayó la noche, la furia del agua seguía igual. Dormimos en la camioneta, esperando seguir viaje al día siguiente.

¿Y las gallinas? Una de las primeras actividades que realizamos, después de enterarnos de lo que pasaba, fue atender a la gallinas. Las bajamos con paciencia del carro a la carretera para que picotearan el pasto de la vera del camino y tomaran agua de los charcos. Pero, al llegar al suelo, lo primero que hicieron, todas menos una, fue poner un huevo; en dos minutos tuvimos once huevos calentitos, hermosos, coloreados. ¡Una maravilla! ¡Qué buenas ponedoras! Ya habíamos terminado el fiambre del viaje, porque pensábamos cenar en Abancay. Aquellos huevos serían nuestro fiambre.

Después de una noche dormida, mal que bien, miramos el huayco. Sonaba igual y no había disminuido su caudal. Aquello iba para largo. A media mañana llegaron a la otra orilla el padre Gerardo O'Meara, párroco de Abancay, y el padre Miguel Guitart. Venían a auxiliarnos. Por la distancia y el bullicio de la torrentera, sólo podíamos comunicarnos con gestos. La corta distancia que nos separaba era infranqueable, a pesar de que un Caterpillar venido desde Chalhuanca trataba de abrir paso. Nos mostraron una canasta con comida, como para animarnos.

Al llegar la tarde, viendo que nos vendría encima otra noche y que cada vez había más gente y habían llegado omnibuses a uno y otro lado de la torrentera, alguien tuvo la feliz idea de hacer una pasarela cortando eucaliptos muy altos; de modo que cayeran con las puntas en la otra orilla. Fueron suficientes tres árboles para comenzar a pasar. Esta solución es por lo demás conocida, y posibilita el trasbordo de pasajeros y de carga.

Nosotros también intentamos pasar. Dejamos la camioneta cargada junto a una casita que estaba cerca de la carretera. Pedimos a la mujer de la casita que nos

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guardara y cuidara las gallinas y se comieran la docena de huevos que les darían cada día. Les prometimos que, cuando hubiera paso para los coches, volveríamos por la camioneta, les pagaríamos los gastos y les obsequiaríamos una de las gallinas. La buena mujer aceptó la propuesta. Recogimos lo más indispensable que podíamos cargar y nos pusimos en fila para pasar por los palos resbaladizos. Por poco..., pero ninguno de los tres padrecitos cayó a la torrentera y, al final de la travesía, recibimos como todos los aplausos de los espectadores. Llegamos al último tramo a donde no llegaba la pasarela, había barro y nos embarramos hasta las rodillas. Subimos a la camioneta del P. Gerardo, natural de Irlanda. Habíamos perdido un día, pero sólo faltaban 130 km. para llegar a Abancay.

Final de la aventura

El P. Eulogio, todavía comenta divertido que de verdad los Andes guardan grandezas y sorpresas insospechadas.

La odisea terminó a los diez días, cuando nos enteramos de que ya pasaban los coches y fuimos con la camioneta de la parroquia a recoger la del obispado. La laguna se continuaba desbordando, aunque menos. El tractor había extendido mucho el cauce del huayco para que pudieran pasar los vehículos.

Comenzaba a caer la tarde, cuando llegamos al lugar de los hechos. Dejamos ahí el coche y cruzamos caminando el cauce del huayco. Pero, al pasar con la camioneta por el centro de la torrentera, una piedra grande quedó entre los dos ejes y allí se plantó el coche. Bajaron los dos sacerdotes que me acompañaban y, con el agua hasta la cintura, trata ron de mover la piedra, pero no pudieron. Cayó la noche. En la orilla estaba aparcado el tractor, pero se había retirado ya el operador.

Opté por quedarme a dormir dentro de la camioneta. Salir equivalía a mojarme, y esto haría mal a mi pleura, que fácilmente se resentía. Los dos sacerdotes, que estaban ya mojados, se fueron a dormir a la camioneta de la parroquia. Pero antes, recordando que traíamos de Lima unas botellas de vino de Misa, y una botella de pisco (aguardiente) que nos obsequiaron en Cañete, se tomaron allí mismo un poco. El P. Eulogio incluso tuvo la humorada de meterse de nuevo al río, para que yo tomara también algo de pisco y así evitase el frío. Realmente, dormimos tranquilos hasta el amanecer. Sólo me despertaba momentáneamente, cuando alguna piedra grande de las que arrastraba la corriente, chocaba con estrépito en la carrocería. Pero eran leves despertares, que apenas me daban tiempo para rezar una jaculatoria.

A primera hora del día siguiente llegó el tractorista y, muy amable, con su máquina levantó y empujó la camioneta a la otra orilla.

¿Y las gallinas? Allí estaban todas, menos una que se perdió. Y una canasta de huevos hermosos que nos guardaba la buena mujer.

—No, señora, estos huevos son para ustedes y, además, una gallina: escógela; y esta propina por el favor.

—Taita Dios, pagarasunqui!'—me dijo en quechua.

Les di la bendición, que recibieron de rodillas el matrimonio y los seis hijos.

Y regresamos a Abancay con las dos camionetas sin más percances.

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El río Pachachaca

Pachachaca significa puente de tierra. Es el nombre de un río bastante caudaloso que nace ya valiente en un grupo de lagunas del cerro Chucchurana de 4.712 m de altura, en el extremo sur de la diócesis de Abancay. Va recorriendo toda la provincia de Aymaraes pasando por la ciudad de Chalhuanca, que es su capital, y luego transcurre por el borde de la provincia de Abancay hasta desembocar por el norte, junto con el río Pampas, al río Apurímac —el gran hablador—.

El Pachachaca es un río con fama bien merecida de «río truchero». Durante más de 150 kilómetros de su recorrido tiene abundantes truchas. Seguramente por esto la capital de la provincia se llama Chalhuanca, que significa «el hombre que pesca» o «el hombre del pescado».

Durante muchos años, el P. Pepino fue párroco de Chalhuanca y cada semana nos traía al obispado una canasta de truchas, pescadas por él mismo. Había sido un buen pescador en Galicia. Al destinarlo a Chalhuanca, fue como darle en la yema del gusto. Pescaba más él con su caña y una cucharilla (llamada también mariposa) que otro con atarraya. Algunas veces que necesitábamos más cantidad, bastaba con decirle: «Pepino, tráenos un par de arrobas de truchas». No hacía falta más. Él se las arreglaba y llegaba a la fiesta con las truchas bien frescas. Esto sucedía, sobre todo, cuando nos reuníamos muchos: sacerdotes, religiosas, religiosos y algún laico.

Una vez el padre Vicente Pazos, Consiliario entonces del Opus Dei en el Perú, al regresar de un viaje a Roma, le obsequió una cucharilla francesa. El P. Pepino estaba feliz. Nos decía que con ella pescaba mucho más.

Una tarde fue a pescar con esta cucharilla y al poco rato agarró una trucha grande. La fue acercando con cuidado hacia la orilla. En uno de los saltos que daba, la vio. Era hermosa, pero pronto se rompió el sedal, al enredarse en una piedra, y la perdió. ¡Menudo disgusto! Se le fue la trucha con la cucharilla francesa. Esto le apenaba. No tenía otra igual.

El disgusto le despertó por la noche y, desvelado, no podía volver a dormir. Fue entonces cuando planeó recuperarla: la trucha había mordido bien los tres anzuelos, porque a pesar de los saltos y los tirones no se había soltado; por tanto, tenía la cucharilla en la boca o un poco más adentro. «Así no ha podido comer por la noche, pensaba, ni podrá comer mañana. A las veinticuatro horas tendrá un hambre canina. Ya está; a media tarde voy a pescarla. Estará por allí mismo, por-que cada trucha suele estar en una poza, que es para ella como su barrio. Ya está, no puede fallar». Cerró los ojos, apretó los párpados, rezó una Avemaría y cree que antes del amén se quedó dormido.

Al día siguiente, tardaba en llegar la media tarde; pero llegó, y allí estaba el P Pepino junto al río, en el mismo sitio de la tarde anterior. Bueno, unos pasos más arriba para evitar aquella piedra culpable del desaguisado. Echó la cucharilla de menor tamaño y menos brillante que la célebre francesa. Con el carrete fue recogiendo lentamente el sedal. ¡Nada...! Y susurró para sí mismo: «¡más despacio, Pepino!» Probó de nuevo suerte. Y ¡ya, ya!, pero debe ser otra más pequeña: casi no ofrece resistencia. «¡Es la misma!», gritó al sacarla del agua.

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Bien metidas en la boca estaban las dos cucharillas, y tres cuartas de sedal colgaban de la cabeza del pez. Fue tanta la alegría que, sin pescar más, regresó a la casa parroquial con aquella hermosa trucha de poco más de un kilo y ¡la cucharilla francesa!

Yanajaja: Roca negra

Otra anécdota del río truchero. El río Pachachaca pasa al costado del cerro Yanajaja —literalmente «roca negra»— pocos kilómetros antes de llegar con la alegría de sus aguas a Chalhuanca. Entre el cerro y el río pasa ahora la carretera a Lima. Cuando se construyó la carretera fue necesario derribar parte de la ladera del cerro, a pesar de que ésta era ya casi vertical.

A la vuelta de unos años, se derrumbó una buena parte del cerro a causa de las lluvias y taponó el río, formándose un dique natural de varios metros de altura. Mientras el agua llenaba la represa, la gente acudió al lugar con canastas y costales para coger sin dificultad río abajo cuántas truchas quisieron.

Al tercer día, el agua represada comenzó a abrirse paso por la parte alta del dique sin desborde violento. Así las cosas, los tractoristas comenzaron a trabajar, esparcieron el derrumbe y pudieron circular los vehículos después de una larga semana de interrupción. Grave problema éste de las interrupciones. Se había formado ya una larga cola de camiones y vehículos de pasajeros con destino a Cuzco y a Bolivia o en sentido contrario. Otra vía alterna no existe. Conseguirla equivale a desandar cientos de kilómetros.

Pasados tres meses de esta última interrupción, Íbamos el P. Miguel Guitart y yo a Lima en la camioneta del Obispado. Al pasar por Chalhuanca, donde pernoctamos, los sacerdotes nos comentaron que la explanada de Yanajaja se agrietaba, que olía mal y por las grietas salía un calor tan fuerte, que hasta se podían quemar ramas secas, si se dejaban un momento encima. A las 2 de la mañana nos levantamos, celebramos la Santa Misa como teníamos por costumbre, porque en viajes largos nunca se sabe si luego se podrá celebrar.

Llegamos a Yanajaja pronto, porque está el sitio a pocos kilómetros. Nos detuvimos. Con la luz de los faros vimos las grietas por donde salía vapor. Nos acercamos y olía a azufre. El suelo que pisábamos estaba un poco caliente. Pu-simos las manos en las grietas y, sobre todo en una más ancha, quemaba. Colocamos un papel encima y ardió. «¡Vamonos, Enrique, me dijo el P. Miguel, porque aquí, con este calor y olor a azufre, puede salir un demonio con tridente o sobrevenir la erupción de un volcán!»

Seguimos adelante comentando el nombre de Yanajaja (cerro negro). Nos llamaban la atención unas manchas blanquecinas que se veían por partes del cerro y que debían ser piedras calcinadas por los respiraderos del volcán. Pero esto encontrarlo en medio de una carretera internacional, aunque de tierra, tenía su gracia.

Ya en Lima y antes de regresar, preguntamos por teléfono a Abancay si había pase para coches en Yanajaja, que así se conocía el lugar por el nombre del cerro. Nos dijeron que sí y nos aventuramos a viajar. Pasamos por allí al caer la tarde del día siguiente y con la luz del día pudimos ver mejor el fenómeno de las grietas—respiraderos, que sacaban vapor con fuerza, como una olla a presión.

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Pusimos ramas secas encima y enseguida se prendió el fuego. Aquello no era broma. Miramos la ladera casi vertical del cerro; tenía partes calcinadas de un color negruzco. Estaba toda la ladera sin vegetación.

La situación no ha cambiado con el paso del tiempo. La carretera se interrumpe de vez en cuando, por derrumbes del cerro Yanajaja. Seguro que el lector ya aprendió de memoria el nombre de este cerro.

La publicación diocesana

A orillas de este río Pachachaca nació una publicación eventual de la diócesis. Llevaba tiempo pensando en la conveniencia de publicar algo sencillo y sin pretensiones, pero con orientaciones claras para nuestra gente. Corrían los años setenta y el ambiente doctrinal de nuestro pobre mundo post—conciliar estaba con frecuencia enrarecido, cuando no desorientado y desorientador. Sentía la urgencia de salvaguardar del descamino al Pueblo de Dios que me había sido confiado. Recordaba aquella conversación con San Josemaría Escrivá de Balaguer, en la cual me repitió aquella expresión tan suya: «Hijo mío, tenemos que envolver el mundo con papel, escrito con buena doctrina».

Pasaba el tiempo y no acababa de concretar la publicación que deseaba. Fue un día de excursión al volcán todavía inactivo de Yanajaja para pescar unas truchas, cuando me vino la idea de cómo hacerlo. Me quedé cerca del coche, sentado a la orilla del río, que me acompañaba con la música singular de sus aguas. Mis compañeros excursionistas comenzaron a pescar. Fui escribiendo lo que mejor me parecía en el reverso de un sobre color paja ya usado. La publicación se llamaría SIR, porque sería un Servicio de Información Religiosa. Abordaría un tema monográfico en cada número. Por ejemplo: evangelización y promoción hu-mana, cristianismo y liberación, Iglesia y política, misión de los laicos, abortar es matar, amor a la confesión, la moralidad pública, el derecho a la propiedad privada, la paternidad responsable. En fin, sobre los temas más diversos. Me dio tiempo también para esbozar el esquema de uno de esos temas, con el fin de comenzar cuanto antes.

Cuando regresaron los pescadores, mostrando felices las truchas colgadas de unos palitos, yo les mostré también el sobre de la revista escrito de arriba a abajo. Nos reímos de buena gana por ambos triunfos. Acababa de nacer la publicación soñada.

Un gran amigo

Después de publicar semanalmente la hoja dominical de Yauyos durante cinco años, acordamos cambiar la simpática hojita por una revista de verdad, de mayor tamaño y con las carátulas a cuatro colores. Para esto debíamos cambiar de imprenta y me aconsejaron Iberia, que tenía buenas máquinas. Allí tendría que entrevistarme con el gerente y copropietario, que era el señor Raimundo Susaeta, un vasco español, que me pintaron duro de expresión, pero a la vez muy buena persona.

Allá fui una tarde al filo de las seis. La puerta estaba ya cerrada. Pero vi por los vidrios que había luz dentro y pude ver también a un joven escribiendo en una de las mesas de la sala. Golpeé la puerta, se acercó el joven y, al manifestarle que

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deseaba hablar con el señor Susaeta, me dijo que iba a buscarlo, que estaba en la terraza paseando. Esperé rezando unas avemarias.

Tiempo después, el mismo joven me contó, divertido, que cuando me anunció, el señor Susaeta dijo:

—¿Un cura? Querrá que le regale mil estampitas...

Bajó el señor Susaeta con aquella cara que solía poner de pocos amigos. Abrió la puerta, nos saludamos y me dijo secamente:

—¿Qué desea?

Con los originales de la revista en la mano le expliqué que deseaba editar seis mil ejemplares y que me habían informado que allí había buenas máquinas.

—No me interesa —me respondió secamente.

—Bueno, pero a mí sí —le contesté con tono amable—, y acostumbro a pagar lo justo por las publicaciones que administro.

El añadió: —Con los curas no se puede hacer negocio.

—Según como lo mire. De tejas para abajo, quizá no. Pero de tejas para arriba, le aseguro que sí.

Cambió la expresión de su semblante, me tomó del brazo y me acompañó a su despacho. Nos sentamos en unos sillones confortables y comenzamos a conversar de temas que a él le interesaban. De la revista, cuyos originales yo tenía en la mano, nada. Así, dos horas largas. Al despedirme, me dijo:

—Déjeme los origínales y las fotos, y no se preocupe de la revista; la tiraremos y le regalo los primeros seis mil ejemplares.

—¡No, por favor! —Algún negocio tengo que hacer de tejas para arriba —me dijo muy

convencido, con aquella cara seria que ponía a veces. Así comenzó nuestra amistad.

Me fui para casa rezando todo el trayecto por aquel hombre, que Dios había puesto en mi camino, por la bendita revista con carátulas a todo color. Nuestra amistad se fue afianzando por el trato frecuente que la revista exigía. Llegamos a editar 30.000 ejemplares por número.

Un día el señor Susaeta me presentó a su esposa, la señora Lourdes, española y de Navarra, verdadera señora, con fina elegancia y buena inteligencia. El matrimonio tenía cuatro hijos. La pequeña, una niña graciosa, era la locura de su papá.

Resolver un problemón

En la editorial fui conociendo a todos sus trabajadores. Quien más quien menos tenía que ver algo con la revista. Además, mi amigo Raimundo me fue haciendo la mejor propaganda.

No pasó mucho tiempo hasta que todos nos fuimos dando cuenta de que el gerente había cambiado en su forma de ser. Era menos frecuente su cara seria. Trabajaba con otro espíritu y estaba de buen humor. Se interesaba por los pro-blemas humanos de todos.

Un día, por ejemplo, me dijo:

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—Conviene que se acerque al que está en tal impresora; lo veo preocupado y triste; sé que tiene problemas en su familia.

Otro día llamó a la oficinista que seleccionaba las fotos del calendario, que editaban para todo el Perú, para que le diera normas morales y de buen gusto y así mejorar la producción. En adelante ya no publicaron en los calendarios más fotografías inconvenientes.

Una vez que entré al cuarto oscuro para ver una composición de fotos, el obrero dedicado a este trabajo me preguntó de frente:

—¿Qué le ha hecho usted al patrón?

—Nada. ¿Por qué?

—¡Cómo que nada! ¡Es otra gente!

Me reí de su ocurrencia, pero él continuó:

—Yo quisiera que usted me cambiara a mí, pero le será difícil, porque soy todo un desastre desastroso.

—No será tanto, no exageres; dime ¿qué te pasa?

Y allí mismo, a la tenue luz del foco rojo, comenzó a contarme su vida. Mientras me hablaba, me acordé de San Josemaría, que aconsejaba tratar a las almas una a una y no dejar a nadie por imposible.

Una tarde al salir de la imprenta, me esperaba un obrero. —Quiero pedirle un favor. —¿De qué se trata?

—De ayudarme a solucionar un problemón que tengo con mi mujer. —Bueno, ¿y cómo lo hago?

—El señor Susaeta me dijo que, si usted va a mi casa, lo soluciona. —¿Se lo ha contado a él?

—Sí, Padre; y me ha dicho que tenga confianza y que le lleve a usted a mi casa.

—¡Vamos, pues!

Allá fuimos aquella noche. Su casa estaba en el barrio del Rímac. Esta historia terminó bien.

Apostolado en la imprenta

No tardó mucho don Raimundo en ir a Larboleda, una casa de retiros, aprovechando un puente no laborable. Regresó feliz del retiro y tan entusiasmado que quiso el mismo bien para su personal.

Habló a los empleados de lo maravilloso que sería para ellos asistir a un retiro, asegurándoles:

—Verán claras muchas cosas que les interesan: ¡lo que más les interesa!

Cuando aparecí por allí con más originales de la revista, se acercaron un obrero y una secretaria para hablar conmigo, en nombre de todo el personal.

—¡Caramba! ¿Cuál es el acontecimiento a la vista? —les pregunté sonriendo.

—Es algo muy bueno —dijo la chica—. Usted siempre nos habla de ofrecer el trabajo y hemos preparado para usted un buen trabajo.

—¡Mucho trabajo, Padre! —añadió el obrero.

—A ver, a ver... Cuéntenme.

Y con gran sorpresa mía me pidieron que les diera a todo el personal un curso de retiro espiritual.

—¡Uy, Uy! Esto es cosa seria. ¿Han hablado con el señor Susaeta?

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—¡Claro, Padre! Con él lo hemos programado. Nos ha dicho que puede ser aquí mismo en horas de trabajo.

—¿En horas de trabajo? ¿Van a parar las máquinas?

—No, Padre, eso no. Se hará en dos turnos. Está todo bien programado.

—O sea, que serán dos cursos de retiro.

—Sí, padre; pero simultáneos para terminar juntos el domingo con una Misa, con nuestras familias.

—¡Qué bueno! —exclamé bastante conmovido—. ¿Para cuándo lo quieren? —Usted dirá, Padre; cuando tenga tiempo.

—Vamos juntos a hablar con el señor Susaeta.

En efecto, en su despacho de gerencia terminamos de concretar todo y señalamos las fechas. El doble retiro duró tres días. En una sala grande del mismo edificio tuvo lugar la Misa la mañana del domingo. Asistieron bastantes familiares del personal, y por supuesto del señor Susaeta, que estaba presente con la señora Lourdes y sus hijos.

A partir de entonces, cuando iba a la imprenta mi visita se prolongaba no menos de un par de horas. En una salita atendía a los que querían hablar con el padrecito. En Cuaresma me pidieron conferencias cuaresmales. Aquel ambiente era realmente un gozo para todos. Para el gerente, además, «un buen negocio de tejas para arriba», como comentaba él con gracia.

La Guía Cristiana

Un día mi amigo Raimundo me comunicó que planeaba dejar Iberia y emprender una editorial propia en Madrid, pensando en sus hijos que iban creciendo. Así fue, y nació la Editorial Susaeta S. A., que está camino del aeropuerto de Barajas. Allí se editó, poco tiempo después, la versión española de Guía Cristiana de la diócesis de Abancay, un devocionario más pequeño que una agenda de bolsillo.

En una audiencia con Su Santidad el Papa Juan Pablo II en Roma le presenté tres publicaciones de la diócesis de Abancay: un ejemplar del Catecismo, el devocionario Rezar y Cantar y un ejemplar del pequeño devocionario Guía Cristiana. El Papa me animó a seguir publicando libros buenos. Tomó el ejemplar de Guía Cristiana y lo hojeó página por página, mientras hacía algún comentario del texto. Luego me comentó, al cerrar la Guía:

—Esto es lo que interesa: ¡conviene que la gente sepa rezar y que rece! Se la voy a bendecir.

Juntó las manos, se recogió un momento y trazó devotamente la señal de la Cruz sobre la Guía Cristiana.

Me quedé emocionado y feliz por tan devota y augusta bendición. Juan Pablo II, qué duda cabe, bendecía también a los lectores. De esta Guía se han editado desde aquella fecha, 1985, más de dos millones de ejemplares en varios idiomas.

Caritas de Abancay

En los años que trabajé en Yauyos tuve ocasión de conocer de cerca la transformación y el crecimiento de Caritas del Perú. De una organización de ayuda humanitaria eminentemente asistencialista, aunque animada por la mejor

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voluntad, pasó a ser pronto la organización profesional y eficiente que hoy conocemos. En esta transformación, mucho tuvo que ver al principio monseñor Ignacio Orbegozo, como responsable de la misma durante algunos años a nivel nacional. Ha influido también el crecimiento de Caritas Internacional y las continuas emergencias que ha sufrido el Perú, desgracias naturales que atrajeron en su momento la atención de Caritas de otros países, sobre todo europeos.

Cuando yo llegué a Abancay en 1968, eran tiempos de inquina contra los Estados Unidos, país del que tanto dependía la ayuda que pudiera prestar Caritas en el Perú, a pesar de lo cual, y porque en la solución del problema de la pobreza no debe haber banderas, organicé en la diócesis el servicio de Caritas, que no existía. Este servicio fue creciendo día a día, gracias en parte a la designación del P. Jesús Alonso como responsable diocesano. Su trabajo constante, ordenado y puntual hizo que los controles y manejos de algunos programas fuesen tomados como punto de referencia y aconsejados a otros directores diocesanos por los responsables de Caritas en Lima.

Algunas obras que ha realizado Caritas de Abancay en estos años son las siguientes: construcción de reservorios de agua para riego, tramos de carreteras vecinales, instalación de agua potable y desagües, huertos comunales y huertos escolares, canales de irrigación, aulas escolares, viveros de forestación, viveros de truchas, crianza de cuyes (conejitos de indias), electrificación. Como resumen podemos señalar varios miles de personas beneficiadas con alimentos por trabajo y cientos de obras de progreso para nuestros pueblos, a la vez que se atienden personas y obras benéficas realmente necesitadas de ayuda.

Naturalmente que, para estas obras de bien común, Caritas de Abancay se vio en la necesidad de incorporar a muchos profesionales, debidamente orientados por la oficina diocesana de dicha institución. Cuando el P. Jesús, por razones de salud, tuvo que regresar a España, el P. Tomás, sin abandonar sus obligaciones de párroco, profesor del seminario y vicario general, tomó el relevo. Con su empuje y buen humor sigue adelante el bien ganado prestigio y, lo que es más importante, la eficacia de Caritas de Abancay.

Mosén José Fonosas

Fuimos condiscípulos en el Seminario de Gerona. A José Fonosas lo recuerdo como un compañero docto y santo. Ordenado sacerdote, durante varios años alternó sus deberes de párroco con los de profesor del seminario, donde explicaba —entre otras asignaturas— teología moral. Hijo único, vivía con su madre, que era viuda. Fue muy apreciado por todos, tanto por su preparación intelectual como por su virtud. Ésta, si lo es de verdad, no puede menos de resultar amable.

Al enterarse de mi nombramiento episcopal y, sobre todo, del interés que había en Abancay por formar un seminario, le faltó tiempo para hablar con las personas que conocía y organizar y dar vida al Equipo de Palamós, que tantos buenos libros nos envió para la biblioteca del seminario. A veces era él mismo el que escogía y recomendaba los libros. ¡Cómo anima en los Andes saberse ayudado por amigos tan distantes! Difícilmente podemos pagarle este favor a él y a las personas que le secundaron.

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Atendía también otras labores en Gerona, hasta que un día murió su madre, ya nonagenaria, y no contento con la ayuda de sus oraciones y de su ejemplo, llegó a Abancay para ayudarnos personalmente. Aquí continuó sus clases de teología y desde el seminario colaboró en la atención pastoral de la ciudad, sin perder contacto con los amigos de Palamós. Pero se agravó su enfermedad, la diabetes, y determinó regresar a España «para no darnos problemas», nos decía.

Con gran sentimiento le vimos marchar a finales de la década de los ochenta, dejando atrás cinco fructíferos años de labor sacerdotal en el Perú. Durante los años siguientes años siguió ayudando eficazmente desde su Equipo de Palamós. Murió santamente en marzo de 2001.

Mosén José Fonosas nos ha dejado el ejemplo de un sacerdote ardoroso, trabajador y fiel a la Iglesia Santa, que amaba a Abancay con obras y de verdad. ¡Gracias, Mosén!

La muerte del padre Miguel Guitart

Era otro sacerdote gerundense del mejor espíritu misionero. Pidió la admisión a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, poco después de su ordenación sacerdotal. Había sido mi alumno en el seminario de Gerona. Un día decidió ve-nir al Perú, atraído por el servicio a la Iglesia y a las almas. Estuvo cuatro meses en la Prelatura de Yauyos y, al ser yo nombrado obispo, se vino conmigo a Abancay. Fue mi secretario, mi chófer y acompañante en muchas visitas pasto-rales. Era también canciller, director de catequesis, administrador del obispado, notario de la curia, capellán del Monasterio de Carmelitas Descalzas, dispuesto como estaba a secundar toda tarea que se presentara en aquellos primeros años. Después, liberado de algunos encargos porque había más clero, le nombré párroco de la Catedral, parroquia que abarcaba la ciudad y 30 pueblos más. El nombramiento era ambicioso y los vicarios parroquiales escasos, a pesar de lo cual las Madres Carmelitas y los ancianos del asilo lograron retenerlo como su capellán.

Con su amabilidad y espíritu de servicio, con su carácter alegre y su visión sobrenatural, conquistaba de inmediato a cuantos trataba. Era admirable su «alma popular». ¡Qué bien acertaba a organizar el trabajo en la ciudad y en el campo y cómo llevaba las almas a Dios! Incansable en el apostolado, fiel a la recta doctrina, con aquel espíritu de infancia espiritual que tenía, llegaba a todos con verdadera eficacia y sin sobresaltos. Tenía bien aprendido el consejo de San Josemaría Escrivá de Balaguer: «Doctrina de teólogos, piedad de niños y siempre alegre».

El 8 de noviembre de 1990 el P. Miguel, como de costumbre, celebró la Santa Misa en las Madres Carmelitas. Aquel era un día de retiro y de reunión pastoral en la diócesis, por ser el segundo jueves de mes. Se había preparado para predicarnos el retiro: aquel mes le correspondía dirigirlo a su parroquia. Por eso, a continuación de la Misa, se fue en coche directamente al orfanato para desayunar con los que habían llegado a Abancay de tan lejos.

Pero, cuando estaba comenzando a desayunar, se sintió mal y se desplomó en brazos del que tenía al lado. Fue un infarto fulminante. Le atendieron inmediatamente con auxilios espirituales y la unción de los enfermos.

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Simultáneamente dos enfermeras y dos médicos, que estaban allí para participar luego en el retiro, pusieron todo su saber y cariño en atenderlo, pero aproximadamente a los ocho minutos le sobrevino el paro cardíaco definitivo.

En el obispado lo revestimos de ornamentos sagrados, y con el mismo inmenso dolor y respeto lo llevamos a la Catedral para velarlo. De una emisora de radio nos preguntaron qué había sucedido, porque escuchaban las campanas y los niños lloraban por las calles. Pronto comenzó el desfile incesante de sus feligreses por la Catedral. Se alternaron las misas y el rezo del Santo Rosario hasta la media noche, y desde las 5 de la mañana del día siguiente hasta el entierro. Durante algo más de veintiséis horas, la Catedral estuvo llena de fieles ofreciendo sufragios, gratitud y cariño al P. Miguel. Los sacerdotes no se cansaron de confesar. Todos estábamos muy ocupados y conmovidos por lo ocurrido aquella mañana. A la vez estábamos serenos, aunque admirados por el comportamiento de la gente. Pareciera que el luto se hubiese apoderado de las calles y de las casas de Abancay.

A las tres de la tarde del día siguiente tuvimos la Misa de Funeral concelebrada por todos los sacerdotes. La Catedral se llenó de fieles, pero eran muchos más los que seguían la Misa desde la plaza igualmente recogidos y devotos. Y la multitud fue mayor cuando acompañamos a su párroco al cementerio. A paso lento y cargado a hombros. Alternando momentos de silencio con el rezo del Rosario (la patrona de la parroquia es la Virgen del Rosario). Nunca la ciudad de Abancay se había parecido tanto a una familia unida, como cuando despidió aquel día al P. Miguel. Él mismo decía: «Abancay es un buen lugar para trabajar y un buen lugar para morir. Aquí ¡cuánto me rezarán!»

Al pasar por delante del Monasterio, entramos el féretro hasta el altar de la iglesia, donde había celebrado su última Misa el día anterior, para que las monjas pudieran darle su último adiós desde el coro, y rezamos allí un responso. Luego nos dirían que eran 42 las monjas que habían entrado a aquel Carmelo movidas por su consejo y dirección espiritual; muchas de ellas fueron luego fundadoras de otros monasterios.

La municipalidad de Abancay, animada por los vecinos, pocos años después le dedicó una avenida, la que se conoce como Av. Padre Miguel Guitart. Pasa por delante del cementerio general, donde está enterrado, y por la iglesia de la Sagrada Familia, que él había inaugurado con la celebración, en un mismo día, de 102 bautismos y 27 matrimonios.

Su servicio a la diócesis duró 22 años, aunque continúa el recuerdo de su buen ejemplo y su incesante actividad desde el cielo.

Van pasando los años, pero la gente reza constantemente ante su tumba, que adorna con flores.

Mi abuela Sarah

Vivía en Lima una señora abanquina —murió a los 95 años—, a quien todos los del obispado le llamábamos cariñosamente «Abuela». Tenía bien merecido este apelativo, por su cariño hacia sus «nietos» de Abancay. Era grande sobre toda ponderación. No se cansaba de hacernos los mejores servicios, grandes o chicos; con frecuencia fueron muy grandes. No había semana en la que, además

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de rezar mucho por nosotros, como saben hacer las abuelas, no nos hiciera algún favor.

Una vez le pedí por teléfono que me comprara un Volkswagen, porque iban a subir de precio. No me alcanzaría el dinero, que me había prometido una institución, si esperaba a que llegara el cheque. Ella enseguida me preguntó:

—¿De qué color lo quiere?

Y compró de inmediato el automóvil que necesitábamos en Abancay.

Vivía con ilusión todas nuestras andanzas, sucesos y trabajos, desde que supo que yo era el obispo de «su Abancay».

La señora Sarah Ocampo de Frías trabajó durante muchos años como maestra. Fue una verdadera Maestra. Bien merecidas tenía las «Palmas Magisteriales», con que la condecoró más tarde el Ministerio de Educación. Una vez jubilada, siguió volcando su cariño hacia sus hijos, nietos y biznietos. Durante algo más de seis lustros, también lo dio generosamente a Abancay a través de nosotros, sus nuevos nietos.

Sin que lo oigan los demás, les diré que yo era el nieto más engreído —mimado— por mi queridísima Abuela. Le debo muchísimo, y ni siquiera admitía que se lo agradeciera. En su generosidad decía que ella era quien tenía que agradecerme, por haberla ayudado a hacer «alguito» por su Abancay. Hacía como los buenos mexicanos, que dicen «gracias, hermano» al pobre a quien dan limosna.

En el recuento final, esta santa mujer habrá encontrado páginas y páginas escritas con letras de cielo en el «Libro de la Vida»; y su hija, la encantadora y servicial María Antonieta, que todos llamamos «China», también.

L'hereu (el heredero)

Según el derecho catalán, el primer hijo varón que nace en una familia es el heredero, l'hereu. El quedará en la casa paterna y tendrá la mayor parte de la herencia, porque a su cargo quedan los hermanos menores y el cuidado amoroso de los padres, especialmente en su vejez. En la antigüedad esto se aplicaba a rajatabla y tenía su razón de ser, muy humana y sapiente. El mundo moderno, en cambio, por diversas circunstancias que no dejan de tener su lógica, con frecuencia no sigue esta costumbre de los bisabuelos.

El primer sacerdote al que logré convencer para que viniera a Abancay, en aquella primera gira por España, a los tres meses de ser obispo, fue Mosén Isidro Sala Ribera, de la diócesis de Solsona. Era ya socio Agregado de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. La Providencia fue preparándole para las funciones de l'hereu. Él recuerda bien que, al llegar a Abancay, su primer encargo, mientras se aclimataba a la altura, fue preocuparse de la «casa paterna» y, con brocha gorda, fue pintando buena parte del obispado, en el cual se acababan de hacer reformas.

Su primer destino fue Chalhuanca y, a la vez, Director de Misiones Populares, cargo que le exigió recorrer la diócesis de punta a punta, dándole un conocimiento cabal tanto del territorio como de la diseminada feligresía.

En cuatro meses de estudio, en una academia especializada en quechua, se convirtió en quechua—parlante, con la particularidad de que no le parecía bien la

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gramática quechua que usaban y fue haciendo «su gramática». Al final del curso le dio un ejemplar a su profesora, que era ayacuchana —la Doctora Liz—, y desde entonces la profesora enseñó con la gramática quechua de su alumno, el padre Isidro Sala.

Nombrado párroco de San Jerónimo, convirtió su zona parroquial, de más de cuarenta pueblos, en la que enviaba al seminario más alumnos.

Tuve la suerte de que el Santo Padre le nombrara mi obispo auxiliar primero, y obispo coadjutor después. Al acercarse mi 75 cumpleaños presenté la renuncia al gobierno de la diócesis, y el 1.° de diciembre de 1992 Su Santidad el Papa Juan Pablo II se dignó aceptarla. Con una sencilla ceremonia en la Catedral repleta de fieles, entregué el báculo al que había sido nombrado mi sucesor. Explotó el aplauso general y resbaló alguna que otra lágrima, esta vez agridulces. Así tomó posesión l'hereu.

Fue un cambio sin sobresaltos: sigue el mismo interés, el mismo entusiasmo, por todo lo que estaba en marcha. La unión de la familia diocesana y el espíritu que le anima se ha fortalecido. Con renovado empuje porque se ha evitado el tener que comenzar desde el principio. Para mí estaba claro que debía aprovecharse su experiencia de 24 años en esta diócesis.

En la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz

Por propia experiencia y la de muchos sacerdotes que conozco, puedo afirmar que es una gracia divina sumamente grande el que un obispo o un sacerdote secular pertenezca a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Esa gracia es la vocación, según los modos ascéticos y la praxis del espíritu del Opus Dei. Personalmente así lo creo, como sacerdote y como obispo. Asegura la atención humana y sobrenatural, pase lo que pase, en las andanzas de la actividad pastoral; compromete a caminar por sendas de oración y de santidad; ofrece el consejo oportuno y fraterno en los vericuetos de la vida; conduce al espíritu de familia, que da alegría, paz y eficacia.

Un sacerdote, al igual que un seminarista o un obispo, necesita siempre, y en algunas circunstancias más, el consejo fraterno, la orientación certera. Quien pertenece a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz sabe seguro que tendrá esta ayuda, y acertará a darla a otros, si fuera necesario. Hay por medio un derecho y un deber, que encontramos en las entrañas del Evangelio: el de apoyarnos para ser buenos instrumentos de la gracia de Dios que obra en nosotros.

Todos necesitamos eso: cariño humano y divino, y lo lógico es encontrarlo en casa, entre los hermanos. Así, con la alegría de recibirlo y el gozo de darlo, se vive feliz en Gerona, en los Andes, y donde sea. ¡Se lo aseguro! Como obispo emérito también.

Epílogo

Cuando llegué a Abancay, la ciudad tenía 12.000 habitantes y había seis sagrarios. Actualmente la ciudad tiene 80.000 habitantes y hay 27 sagrarios. El notable aumento de sagrarios se debe a la creación de los seminarios, noviciados, parroquias y obras apostólicas, que exigen la presencia del gran Amigo de todos.

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Esto indica un crecimiento en la piedad eucarística, y también en el número de oratorios, capillas e iglesias. En otras poblaciones y pueblitos de la diócesis el crecimiento ha sido igual o parecido. Se han construido en toda la diócesis algo más de 80 iglesias, entre grandes y menos grandes, solas o adjuntas a construcciones de labores apostólicas y de amor cristiano.

Al recordar tantas construcciones de toda clase, salta al cielo mi agradecimiento sincero y cordial a instituciones internacionales y a personas particulares que han hecho posible tanta maravilla. Diariamente se ofrecen sacrificios desde los altares de estas cumbres andinas, que casi tocan el cielo, y se reza a los pies de la Virgen, Nuestra Señora, por los que colaboran tan eficazmente con nuestra misión de amar y de enseñar a amar a Dios y al prójimo. Estoy seguro de que un

día —el gran día— tendrán la sorpresa de encontrar en el «Libro de la Vida» anotaciones de los ángeles por méritos que tal vez no recuerden.

Aquel niño de Gerona que escogió un pañuelo menos llamativo, porque le hablaba de las misiones; el joven que cabalgaba la yegua color castaño, imaginándose estar muy lejos de la hacienda de sus padres; el sacerdote que soñaba con ser misionero... ese sacerdote, gracias a Dios y al Opus Dei, llegó a los Andes del Perú y a Abancay.

He besado muchas veces, con toda el alma, este nuevo suelo patrio. Lo he amado y tratado de servir en nombre de Dios, que me ha enviado a él.

Me siento cordialmente agradecido a San Josemaría Escrivá de Balaguer por haberme hecho posible vivir tanta aventura divino—humana y por haber sido sostenido y alentado por el espíritu que de él heredé. No es extraño que en estos recuerdos lo haya citado con frecuencia. ¡Es que le debo tanto!

Me ha impulsado constantemente hacia el encuentro con Dios, en todas las circunstancias y encrucijadas de mi camino sacerdotal y episcopal.

En manos de mi Madre, Reina y Señora de las Misiones, pongo este pequeño libro con la certeza de que Ella lo hará fructificar.

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De Gerona a los Andes del Perú ... 3 De Gerona a los Andes del Perú....................................................................................... 4

A modo de confidencia................................................................................................. 4 Un largo camino hacia el Perú...................................................................................... 4 Primera noticia del Opus Dei........................................................................................ 5 El Año Santo de 1950................................................................................................... 6 Me habló un hombre de Dios ....................................................................................... 6 El Opus Dei en Gerona................................................................................................. 7 Mi conversación con don Florencio ............................................................................. 8 Me sentía un hombre feliz .......................................................................................... 10 Mi decisión de ir al Perú............................................................................................. 11 Días de formación en Molinoviejo ............................................................................. 12 Nos esperaba don Ignacio Orbegozo .......................................................................... 13 Once años en Yauyos ................................................................................................. 13 Una Navidad con don Ignacio .................................................................................... 15 «Canelo» y «Moro» .................................................................................................... 15 Navidades en Laraos................................................................................................... 17 Villancicos en castellano y en quechua ...................................................................... 18 ¿La iglesia siempre cerrada?....................................................................................... 18 Para cabalgar bien....................................................................................................... 19 La misión del obispo................................................................................................... 19

Abancay, mi nuevo destino ............................................................................................ 20 Algunos datos de la nueva diócesis ............................................................................ 20

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Doce párrocos............................................................................................................. 21 El Mississippi y el Amazonas..................................................................................... 21 El primer día en Abancay ........................................................................................... 22 Es necesario un asilo de ancianos............................................................................... 23 El terreno para el asilo ................................................................................................ 24 Una broma de buen gusto ........................................................................................... 25 La construcción del asilo ............................................................................................ 26 Los niños de la calle ................................................................................................... 26 Hogar para estudiantes pobres.................................................................................... 27 Un consejo prudente ................................................................................................... 28 La ampliación del asilo............................................................................................... 28 ¡Letras... las del abecedario!....................................................................................... 29 Los tres leprosos ......................................................................................................... 30 Un leprosorio en la ciudad.......................................................................................... 31 Mi prima enfermera .................................................................................................... 32 Un nacimiento accidentado ........................................................................................ 33 Una pachamanca en el obispado ................................................................................ 34 Buscando más sacerdotes ........................................................................................... 35 Una cama, una vela y el agua de la acequia ............................................................... 35 Los años del terrorismo .............................................................................................. 38 En Medellín, Colombia............................................................................................... 38 El convictorio sacerdotal ............................................................................................ 39 Querer mucho a los sacerdotes................................................................................... 40 Las reuniones mensuales de pastoral.......................................................................... 41 El valor de los retiros.................................................................................................. 42 En torno al Concilio Vaticano II................................................................................. 43 Después de la Conferencia de Medellín ..................................................................... 44 E1 aliento del pastor ................................................................................................... 45 Quinto Centenario de la Evangelización de América................................................. 45 Visita pastoral a Antilla .............................................................................................. 46 Una mujer leprosa....................................................................................................... 48 Un viaje de 43 horas a caballo.................................................................................... 49 Una carta pastoral ....................................................................................................... 49 Los fieles seglares de la Iglesia .................................................................................. 50 Pampachiri y el valle del Chumbao............................................................................ 52 Rezar antes de emprender un viaje............................................................................. 54

Cocharcas y el Seminario ............................................................................................... 56 £1 santuario de Cocharcas.......................................................................................... 58 Otros santuarios marianos .......................................................................................... 59 El Preseminario........................................................................................................... 59 La 'profecía' de San Josemaría.................................................................................... 60 Y vinieron las vocaciones........................................................................................... 61 El terreno para el Seminario de Abancay ................................................................... 62 Los planos del nuevo Seminario Mayor ..................................................................... 63 E1 amor de San Josemaría al sacerdote...................................................................... 64 La mies es mucha y los obreros pocos ....................................................................... 65 El Seminario Menor.................................................................................................... 66 Las casas de retiro....................................................................................................... 68 Dos movimientos apostólicos..................................................................................... 69

Viajes, siembra de doctrina y obras sociales .................................................................. 69

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Los viajes a Lima........................................................................................................ 69 Un viaje accidentado .................................................................................................. 70 Un huayco cortó la carretera....................................................................................... 71 Final de la aventura..................................................................................................... 72 El río Pachachaca........................................................................................................ 73 Yanajaja: Roca negra ................................................................................................. 74 La publicación diocesana............................................................................................ 75 Un gran amigo ............................................................................................................ 75 Resolver un problemón............................................................................................... 76 Apostolado en la imprenta.......................................................................................... 77 La Guía Cristiana........................................................................................................ 78 Caritas de Abancay..................................................................................................... 78 Mosén José Fonosas ................................................................................................... 79 La muerte del padre Miguel Guitart ........................................................................... 80 Mi abuela Sarah .......................................................................................................... 81 L'hereu (el heredero)................................................................................................... 82 En la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz............................................................... 83

Epílogo............................................................................................................................ 83

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ESTE LIBRO, PUBLICADO POR EDICIONES RIALP , S. A., ALCALÁ , 290, 28027 MADRID, SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN ARTES GRÁFICAS ROGAR, S. A., NAVALCARNERO (MADRID), EL DÍA 3 DE NOVIEMBRE DE 2005.