Ensayo histórica relación del reyno de chile
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En 1641, Alonso de Ovalle fue enviado como procurador de la viceprovincia jesuita
chilena a Madrid y a Roma. Ovalle debía conseguir independizar a la
Viceprovincia chilena de la Provincia peruana y gestionar la autorización para
traer cuarenta y seis jesuitas a Chile. Su estadía en Roma coincidió con la VIII
Congregación General de la orden (1646 y 1647), a la que asistió en su calidad de
procurador. En Roma, sin embargo, Ovalle se encontró con que había “tan poco
conocimiento” sobre Chile “que en muchas partes aún ni sabían su nombre”, lo
que dificultaba su tarea. Con el fin de poder cumplir con la misión que se le había
encomendado, Ovalle implementó un ambicioso programa de publicaciones. Así,
en 1646 publicó la Tabula GeographicaRegni Chile, un mapa de Chile dedicado a
Inocencio X que mostraba el número y la ubicación de las misiones y colegios
jesuitas, ilustrado con descripciones en latín de la geografía y los aspectos más
relevantes de la flora y la fauna chilenas. Ese mismo año, salió a la luz en Roma su
obra más importante, la Histórica relación del Reyno de Chile, publicada
simultáneamente en español e italiano.
Aun cuando la Histórica relación ha sido leída mayoritariamente como depositaria
de una serie de valores más propios de la construcción ideológica del Estado-
nación que del período barroco, es necesario entenderla como parte de una
tendencia general entre las historias escritas por sacerdotes y misioneros jesuitas
durante el siglo XVII. A diferencia de los grandes intentos totalizadores, como la
Historia natural y moral de las Indias, de José de Acosta (1599), los jesuitas que
escriben hacia la mitad del siglo toman la pluma para redactar textos centrados en
las regiones donde trabajaban, y que tendían a concentrarse en la labor
evangelizadora realizada por la orden. En su mayoría, estas historias enfatizaban
las dificultades y peligros encontrados por los jesuitas en el cumplimiento de su
misión, a la vez que resaltaban el papel cumplido por la orden en el éxito político y
económico de las regiones donde se encontraban trabajando. La obra de Ovalle
encaja perfectamente en este patrón general. Su narración, que comienza con una
descripción acuciosa de la geografía, clima y naturaleza chilena, para después
narrar los cien años de historia civil y, fundamentalmente, militar de Chile, termina
con una amplia relación de las actividades pastorales y evangelizadoras de los
jesuitas chilenos. En la Histórica relación, la naturaleza y la historia están
subordinadas a la promoción de Chile y de la viceprovincia jesuita, un factor que
Ovalle veía como fundamental para el cumplimiento de su misión en Roma.
La descripción de la naturaleza chilena hecha por Ovalle incluye elementos de lo
que varios críticos han señalado como la naciente tradición protonacionalista
criolla junto a otros propios de la ciencia barroca jesuita. En las páginas que siguen,
me concentraré fundamentalmente en la función que cumplen los portentos y
maravillas dentro de la obra de Ovalle, como el sitio privilegiado donde la retórica
protonacionalista de alabanza de la patria aparece combinada con las actitudes
mentales propias de la ciencia jesuita del siglo XVII. Como se verá, maravillas
como el árbol en forma de cruz hallado en Limache, o los portentos que
precedieron al parlamento de Quilín en 1641, cumplen una función unificadora de
dos tipos de discursos vitales para la misión de Ovalle, configurando, por un lado,
una defensa típicamente criolla de la patria y, por el otro, un poderoso elemento de
propaganda a favor de la actuación de los jesuitas chilenos en la víspera de la VIII
Congregación General de la Compañía en Roma.
2. Criollos, patria y la escritura de historias regionales
El hecho de que jesuitas como Ovalle consideraran la historia de la orden y la
historia de la conquista y colonización de las regiones donde trabajaban como
parte de una y la misma narrativa se debía a dos factores principales. A un nivel
general, la naturaleza misma del sistema de gobierno español estimulaba un cierto
sentido de independencia entre las diversas unidades administrativas que
conformaban el imperio. De hecho, lo que denominamos “el imperio español” no
era un imperio propiamente tal, sino más bien una confederación de principados y
reinos bajo el control de un solo monarca. Castilla, Aragón, Nápoles, Flandes y
Portugal (entre 1580 y 1640) tenían cada uno diferentes leyes, fueros y tradiciones
políticas que el rey estaba obligado a respetar. De modo inevitable, los impulsos
centralizadores de la corona y la defensa de los fueros e independencia de los
distintos reinos bajo su mandato generaron tensiones e incluso, a veces, violentas
revueltas, como ocurrió en Aragón en 1590 y en Cataluña en 1640. Estas tensiones
entre el centro castellano y las diversas periferias españolas se verificaban también
a nivel del discurso. Al menos desde el siglo XV convivían en España dos
tradiciones historiográficas, una fuertemente centralizadora que se concentraba en
los hechos de los monarcas y sus representantes, y otra que buscaba subrayar la
nobleza, antigüedad yrelevancia política de las distintas regiones y ciudades de la
península. Estas dos tradiciones tuvieron una difícil coexistencia, pues mientras los
cronistas reales constantemente encontraban errores en las historias locales, los
historiadores regionales escribían para contrarrestar lo que ellos percibían como un
excesivo e injustificado centralismo en la historiografía oficial. En la península, la
historiografía regional alcanzó un peak durante la primera mitad del siglo XVII,
para declinar levemente en los siguientes cincuenta años, aunque siempre
manteniendo su relevancia para las élites locales. Como ha señalado Richard
Kagan, el surgimiento de las historias regionales en España.
En América, aunque legalmente parte de Castilla, desde muy temprano los colonos
comenzaron a referirse a las distintas colonias y territorios usando un lenguaje
similar al de las diversas unidades políticas que conformaban la península. Así, las
divisiones administrativas, ya fuesen gobernaciones, capitanías generales o
virreinatos, eran llamadas frecuentemente “reinos”. Jorge Cañizares-Esguerra ha
enfatizado que este estatus de “reinos” excedía lo meramente simbólico o retórico.
Las élites criollas que controlaban buena parte de la tierra y de los aparatos
productivos en las colonias disfrutaron de una considerable autonomía por lo
menos hasta el siglo XVIII. Casi desde el comienzo mismo de la colonización, los
conquistadores y sus descendientes habían aspirado ha convertirse en una
aristocracia terrateniente similar a la surgida en España durante la Reconquista,
mediante la perpetuidad de las encomiendas. Sin embargo, para finales del siglo
XVI y comienzos del XVII, se volvía cada vez más evidente para las élites criollas
que la Corona les cerraba la puerta a sus pretensiones al ir
vaciandopaulatinamente las encomiendas y al nombrar cada vez a más
peninsulares para los más altos cargos administrativos y eclesiásticos en las
colonias. Al mismo tiempo, los criollos estaban comenzando a ocupar cada vez
más posiciones en el clero, ya fuese como sacerdotes seculares o como miembros
de las órdenes religiosas. Desde estas posiciones, las prácticas discursivas de los
clérigos criollos durante el siglo XVII se concentraron en lo regional, e intentaron
transformar las colonias en “reinos”. Como ocurrió también con la historiografía
regional española, estos textos coloniales enfatizaban las relaciones mutuamente
beneficiosas, recíprocas o contractuales entre la monarquía y sus posesiones
ultramarinas. Al exaltar la posición de sus respectivas regiones dentro del contexto
del imperio español, los escritores criollos estaban a la vez expresando y
fomentando un temprano sentimiento patriótico.
El segundo factor que puede ayudarnos a explicar la correspondencia entre las
historias locales y la historia de la Compañía de Jesús está directamente
relacionado con la evolución de las divisiones administrativas de la orden. Aunque
en un comienzo la provincia jesuita del Perú tenía bajo su jurisdicción un territorio
que se correspondía con el del virreinato mismo, pronto la dificultad de establecer
un control efectivo sobre las áreas más remotas del continente donde los jesuitas
habían comenzado a expandir su labor misionera llevó a la orden a establecer una
serie de subdivisiones administrativas. Así, en 1607 Paraguay se transformó en una
provincia independiente; y Chile se transformó en una viceprovincia
semiautónoma, dependiente primero del Paraguay y, desde 1625, del Perú, hasta
su elevación a provincia independiente en 1683. En 1605, Quito también se
transformó en una viceprovincia dependiente de la provincia peruana, cubriendo
el territorio hoy comprendido por Ecuador, Colombia y Venezuela. Varias de estas
subdivisiones (como Chile o Paraguay) se correspondían casi exactamente con las
divisiones políticas del imperio español. Dado que cada provincia y viceprovincia
jesuita contaban con sus propios colegios y noviciados, comenzaron a depender
cada vez más de las élites locales para reclutar a sus miembros. Los colegios
convictorios de la Compañía, especialmente, se transformaron en los centros
educativos por excelencia de las élites criollas. En Chile, por ejemplo, los jesuitas
abrieron en 1611 el Colegio Convictorio San Francisco Javier, a petición de la Real
Audiencia. El provincial Diego de Torres afirmaba tener puestas grandes
esperanzas en este colegio, “y no será la menor el criarse en el gente que después
pueda ser recibida en la compañía”. Escritores como Alonso de Ovalle a menudo
provenían de estas nuevas camadas de jesuitas formados en casa.
En este sentido, la Histórica relación de Ovalle debe ser vista como parte de una
importante tendencia historiográfica entre los jesuitas sudamericanos. Como ha
señalado David Brading, los textos producidos por los clérigos y académicos
criollos durante el siglo XVII, ya fuesen sermones, memoriales dirigidos a la
Corona, poemas o narrativas históricas, estaban en su mayoría informados por una
retórica patriota que buscaba resaltar las aptitudes, capacidades y derechos de
nacimiento de los descendientes de los conquistadores. Textos como el publicado
por Alonso de Ovalle en Roma eran expresiones de una naciente identidad criolla,
pero una que incluía elementos peculiarmente jesuitas. Junto a los temas
característicos de la defensa criolla de la patria y sus habitantes (los que, en
muchos casos, compartían una afinidad temática con las corografías peninsulares),
encontramos en Ovalle rasgos de la estética y la ciencia propiamente jesuitas, como
cierta preferencia por las representaciones emblemáticas, o un interés por la lectura
moralizante de las maravillas y las singularidades de la naturaleza, antes que una
descripción de su regularidad. Es a estas características de las tradiciones criolla y
jesuita en el texto de Ovalle que ahora volvemos nuestra atención.
3. Ovalle y la descripción de los cuerpos indígenas
La descripción de Chile que Ovalle presenta a sus lectores europeos estaba
informada por una retórica de alabanza a la patria, según la cual el territorio del
„reino‟ estaba definido no tan solo por sus características geográficas, sino que
además por una serie de valores comunes a otras historias regionales, ya
fuesepeninsular o americano. Las historiaslocales y municipales, cuya producción
alcanzó un peak en España precisamente en los años en que Ovalle trabajaba en
su Histórica relación, buscaban, entre otras cosas, dotar a las ciudades y localidades
que las habían encargado con una historia datable desde la Antigüedad, resaltar la
cristiandad de la ciudad y sus continuos servicios a la Corona, y mostrarla como
una polis ideal, rodeada por una rica naturaleza y abastecida por una fértil
campiña. Todos estos objetivos se aprecian en la Histórica relación. Citando
ampliamente la autoritativa Historia natural y moral de las Indias de su predecesor
jesuita José de Acosta, Ovalle señalaba que la antigüedad de Chile debía
considerarse no a partir de la llegada de los primeros españoles, sino a partir de
los orígenes de sus habitantes indígenas. Según Acosta, después del Diluvio
Universal, los primeros pobladores de América habrían arribado al continente tras
una larga migración desde Asia, cruzando un puente terrestre natural que Acosta
especulaba se encontraba en el extremo norte de América, uniendo los dos
continentes. Ovalle acepta esta teoría, que resume en su libro para señalar el
origen de los indígenas chilenos. Los indígenas americanos no solo poseían una
historia que se remitía a los tiempos bíblicos; también habían producido
imperios nobles y poderosos, como el Inca. Pero ni con todo su poderío militar
habían sido capaces los incas de someter a los indígenas chilenos, quienes,
según Ovalle, derrotaron un ejército de 50.000 soldados profesionales incas, un
hecho sin precedentes en la historia precolombina (Ovalle 84-85). De forma aún
más sorprendente, aunque los españoles habían sido capaces de conquistar
rápidamente casi todos los territorios americanos, incluyendo a los imperios
aztecas e inca, habían sido incapaces de dominar a los indómitos mapuches (83).
Estas proezas guerreras eran un certificado de nobleza para los mapuches. Así
como en España las familias más nobles del reino podían trazar sus derechos
nobiliarios hasta alguna hazaña militar de sus fundadores durante la
Reconquista, las hazañas de los mapuches en el campo de batalla les habían
dado el derecho a un reclamo de nobleza similar. Por esta razón, para Ovalle, los
mapuches eran “los valerosos Cántabros de la América, que así como los de la
Europa, merecen el titulo de nobles, por el valor con que se defendieron de sus
enemigos” (86).
Pero aun cuando Ovalle podía describir a los mapuches como nobles, estos
seguían siendo a sus ojos unos bárbaros, que “en sus venganzas son
notablemente crueles, despedazando inhumanamente al enemigo cuando le han
a las manos, levantándole en las picas, arrancándole el corazón,
haciéndolopedazos, y relamiéndose como fieras en su sangre” (88). Esta
ambigüedad en la imagen de los indígenas chilenos, presentados
simultáneamente por Ovalle como nobles guerreros y como envilecidos salvajes,
se explica por el doble origen que Ovalle le atribuía a las características morales
de los mapuches. Por un lado, su barbarismo y su violencia desmedida se
deberían a un exceso del humor colérico en sus complexiones (Ovalle 88). El
humor colérico, o bilis amarilla, era tradicionalmente considerado como cálido y
seco y, al menos para algunos tratadistas médicos españoles, una complexión
excesivamente seca impedía el uso de todas las facultades racionales del
individuo (San Juan 257). En tanto individuos coléricos, los mapuches eran
propensos a ataques de ira que oscurecían sus capacidades racionales,
llevándolos a ejecutar horribles venganzas sobre sus enemigos. Pero si sus
características negativas se debían a un desbalance en los humores del cuerpo
indígena, sus atributos positivos, tales como su nobleza, su valor, su fuerza
física y su amor por la libertad y la patria se derivaban de la generosa naturaleza
de la tierra en que vivían. Citando un tratado perdido del franciscano Gregorio
de León, Ovalle insistía en que estos atributos provenían de “la fertilidad de la
tierra, que como el dice, y es así, casi no necesita nada de fuera, a que añade el
nacer y vivir esta gente trayendo debaxo de los pies tanto oro como se cria en ella,
y beber continuamente de las aguas, que passan por sus minerales, participando
de su buenas, y generosas cualidades”. La benéfica influencia de las estrellas y
constelaciones que iluminaban la noche chilena también podían ser la causa de
estos positivos rasgos morales (83).
Esta ambigüedad entre las afirmaciones de una benévola influencia del ambiente
sobre los cuerpos nativos y su descripción como bárbaros crueles e inhumanos no
es una característica exclusiva del texto de Ovalle. Como Jorge Cañizares-Esguerra
ha demostrado, las tensiones entre la descripción idealizada de América como una
tierra cuasi paradisíaca que ejercía una influencia benéfica sobre sus habitantes y la
necesidad de describir a los indígenas como una raza flemática que debía ser
disciplinada mediante el trabajo, era una constante en los textos escritos por las
élites criollas del siglo XVII (Nature, Empire, and Nation 83-84). En la Histórica
relación, sin embargo, los cuerpos nativos aparecen dominados no por la pereza
resultante de una complexión flemática (como sí es el caso en la mayoría de los
textos estudiados por Cañizares-Esguerra), sino más bien por la ira y el afán de
venganza derivados de un exceso de humor colérico. Esto no puede sorprendernos.
Como miembro de una orden religiosa fuertemente opuesta al servicio personal,
Ovalle presentó a los mapuches como formidables enemigos antes que como a
una raza floja e indolente que debía ser disciplinada mediante trabajos forzados.
Los mapuches descritos por Ovalle eran una raza trabajadora, aun cuando solo
fuese en las artes de la guerra, y sus fuertes y robustos cuerpos (cuya descripción
está claramente influida por Ercilla, otra de las autoridades frecuentemente
citadas por Ovalle) eran testimonio claro de la exigente preparación física a que
eran sometidos desde niños (Ovalle 88-89). Los cuerpos indígenas eran así
producto de una tierra excepcionalmente rica y fértil, mientras que sus defectos
morales se debían a una disposición del temperamento. Una conceptualización
como esta tenía claras ventajas para un propagandista de la actividad jesuita
como Ovalle. El desbalance humoral de los mapuches que les daba su furibundo
carácter podía ser fácilmente corregido, como indicaba ya desde la Antigüedad
Galeno, mediante un cambio en sus dietas (183); la aculturación, y no la guerra, a
la larga cambiaría las costumbres bárbaras de los indígenas, reteniendo sus más
nobles cualidades.
4. La retórica de alabanza a la patria
Los beneficios de la naturaleza chilena alcanzaban no solo a los indígenas, sino
también a los cuerpos de los colonos europeos, quienes encontraban en Chile un
ambiente incluso más adecuado para sus complexiones y estilo de vida que el
europeo. El Libro 1 de la Histórica relación tiene, de hecho, el propósito evidente
de comparar Chile con Europa, una comparación de la que la colonia emerge en
una posición superior a la de la metrópolis. Chile era tan “semejante a Europa, que
el que ha viuido entrambas partes, no hazedifferencia de la vna a la otra, sino en la
oposicion de los tiempos de Primauera y Estio, en vna parte, quando es Otoño, y
Hibierno [sic] en la otra; tiene propriedades, que verdaderamente la singularizan”
(2). El clima temperado, la casi absoluta falta de tormentas eléctricas, granizo u otra
clase de mal tiempo severo, hacían la vida cómoda en todas las estaciones. “No es
de menos estima otra buena calidad, que tiene este Reyno, y es no hallarse en toda
la Tierra biuoras, serpientes, alacranes, escuerços, ni otros animales ponçoñosos, de
manera que puede vn hombre en el campo sentarse debaxo de cualquier arbol, y
reuolcarse entre las yerbas sin temor de que le pique vna araña” (2). En Chile
tampoco se encontraban jaguares, onzas, ni ninguno de los grandes felinos que
abundaban en otras regiones de América (2). Ni pulgas ni piojos habían sido vistos
en Chile, un hecho sorprendente si se tenía en cuenta lo abundantes que eran estos
insectos, así como las tormentas eléctricas y los animales ponzoñosos en la vecina
región de Cuyo. Todas estas molestias eran mantenidas a raya por la cordillera de
los Andes, cuyos montes “hazen como un fuerte muro, que lo son del Reyno de
Chile, la vltimabateria” (3).
De acuerdo a Ovalle, en ningún otro lugar de América más que en Chile podrían
los europeos sentirse como en el Viejo Mundo. En los trópicos, por ejemplo, el calor
y la humedad eran insoportables durante todo el año; en otros lugares, como en
Potosí o en los Andes centrales, el clima era demasiado frío. En algunas zonas de
América, la temporada de lluvias era durante el verano, en los meses más
calurosos. En otras, no se encontraba trigo, aceite o vino, o bien faltaban otras
frutas a las que los europeos se hallaban acostumbrados (3). En Chile, en cambio, el
colono europeo podía
disfrutar cuatro estaciones claramente diferenciadas, como en Europa, así como
todas las frutas, verduras y productos característicos de la cocina del Viejo Mundo.
Debido a su generosa naturaleza y su clima moderado, Chile aparece en la
narrativa de Ovalle como una versión mejorada de Europa, el único lugar en
América donde los cuerpos europeos podían hallarse tan bien como en casa. “De
aqui se sigue, como aduierten varios autores, y lo muestra la experiencia, la grande
semejança, que ay entre los hombres, animales, frutas, y mantenimientos de Chile
con los de Europa” (4). De hecho, las únicas personas que podían llegar a necesitar
un período de aclimatación en Chile eran aquellos provenientes de las áreas
tropicales de América (4).
La imagen de Chile que proyecta Ovalle en su Histórica relación es la de una tierra
privilegiada, bendecida con un clima y una producción agrícola que aseguraban a
los europeos los productos que necesitaban tanto en la vida cotidiana como en el
culto divino. Ovalle reitera una y otra vez sus alabanzas a la fertilidad de Chile y a
su ventajoso clima, así como a la disposición de la tierra de retribuir con largueza
el trabajo y esfuerzo invertidos en ella. Ya se tratase de flores o de cultivos
económicamente significativos, la fertilidad del suelo y la bondad del clima
producían resultados asombrosos, tanto que “en muchas partes no se distinguen
los campos incultos de los sembrados” (5). Incluso aquellos cultivos que
usualmente requerían de cuidados especiales se daban en Chile prácticamente sin
intervención humana, y de forma tan abundante que tanto al ganado vacuno como
al caballar se le dejaba pastar en esos campos (5). Aunque Ovalle reconocía que
algunas frutas originarias de México o del Perú no crecían en Chile, “este
beneficio . . . [de] toda la vniversidad de arboles, frutas, semillas, plantas, y carnes
Europeas corresponde a todo el Reyno [de Chile]” (55) y en tal cantidad que la
gente dejaba las puertas de sus huertas abiertas, para que cualquiera pudiese ir y
tomar cuanta fruta quisiese (8). La generosidad de la tierra no se limitaba a las
abundantes cosechas, sino que se extendía también a sus riquezas minerales, en
especial en lo que respecta al oro. Citando una vez más el libro hoy perdido de
Gregorio de León, Ovalle declaraba que Chile podía ser llamado sin exageración
una “plancha de oro” pues había tantas minas en su territorio, que era inútil
siquiera el intentar contarlas todas (36)[4].
5. Cómo interpretar un portento
Chile es descrito en la Histórica relación como una verdadera espejo, como una
tierra generosa que ha sido bendecida por Dios, quien la ha distinguido por sobre
todos los otros reinos y provincias de América (36). Quizás el mejor ejemplo de
esta concepción casi milagrosa que Ovalle sostenía acerca de la fertilidad de la
tierra y las bendiciones y mercedes a ella otorgadas por Dios se encuentre en su
discusión de una auténtica maravilla: el árbol en forma de crucifijo encontrado en
un bosque en Limache. La descripción del árbol es materia del capítulo 23, que
cierra el Libro 1. Es la conclusión de una larga descripción de árboles chilenos y
funciona, por tanto, como un final ejemplarizador del tema y, a la vez, como un
cierre alegórico de la descripción de la naturaleza chilena. Su importancia está
realzada por la presencia de un grabado que ilustra la maravilla (véase Figura 1) y
por su inclusión en la Tabula geographica, el mapa que Ovalle dedicó a Inocencio X
el mismo año de la publicación de laHistórica relación.
De acuerdo a Ovalle, el árbol había sido encontrado en 1636 por un indio de
servicio que se encontraba en el monte buscando leña. Un español piadoso compró
el árbol y construyó una capilla para exhibirlo, donde Ovalle, acompañado por el
Obispo de Santiago, pudo examinarlo de cerca. El árbol, a primera vista, parecía
completamente artificial. En forma de cruz, sus ramas no crecían de los lados del
tronco, sino que daban la impresión de que “artificiosamente se le
hubieraencaxado de manera que parecen estos braços de la Cruz hechos aposta de
otro leño, y pegados a este tronco” (59). Súper-impuesto sobre esta cruz
aparentemente artificial había crecido un bulto de forma humana, “en el qual se
ven clara, y distintamente los braços, que aunque vnidos con los de la Cruz se
releuan sobre ellos, como si fueran hechos de media talla, el pecho, y costado
formados de la misma suerte sobre el tronco, con distincion de las costillas, que
casi se pueden contar . . . como si un escultor los hubiera formado” (59). La
estructura del árbol parecía violar todos los postulados y principios de la “raçon
natural”, y Ovalle se confesaba incapaz de explicar el fenómeno por medios
naturales (59)[5].
Esta irrupción de la maravilla y lo prodigioso en la obra de Ovalle es una de sus
más importantes características. Como han señalado algunos críticos, en
la Histórica relación, los portentos son tratados como una manifestación directa de
la voluntad divina y funcionan como elementos narrativos que puntúan la historia
natural, militar y religiosa de Chile, a la vez que como mecanismos heurísticos que
ayudan a comprender la historia y la naturaleza chilenas (Fischer 39, Adorno 196-
98). Cuando el Obispo de Santiago vio el árbol de Limache, nos relata Ovalle,
“quedó admirado, y consolado de ver, vn tan grande, y nueuo argumento de
nuestra fee, que comiença en aquel nueuo mundo a hechar [sic] sus raizes quiere el
autor de la naturaleza, que las de los mesmos arboles broten y den testimonios de
ella, no ya en jeroglificos, sino en la verdadera representacion de la muerte, y
passion de nuestro Redentor, que fue el vnico, y efficaz medio con que ella se
planto” (59). Ya que las causas y razones naturales se mostraban insuficientes para
explicar las singularidades de los portentos, ellos devenían en claros y evidentes
signos (“no en jeroglificos”) de la voluntad divina de incluir a América,
y a Chile en particular, dentro de la economía de la salvación. Los portentos,
entonces, dejaban de ser objetos adecuados para la investigación racional y se
transformaban en emblemas, en signos celebratorios de la aprobación divina del
trabajo de los misioneros, signos que representaban literalmente el proceso
mediante el cual la fe católica echaba raíces y florecía en Chile.
El énfasis en las maravillas, monstruos y otras singularidades de la naturaleza era
una característica relativamente común en las historias naturales de la edad
moderna temprana[6]. La interpretación que Ovalle hizo de las maravillas
descritas en su libro se encuadra dentro de una tradición hermenéutica que veía en
los portentos, prodigios y maravillas signos de lo por venir, tradición que se
basaba tanto en la autoridad bíblica como en las tradiciones populares que
entendían a lo maravilloso como heraldo del futuro[7]. Como Mary Baine
Campbell ha señalado, la maravilla, en tantocategoría de pensamiento, era
entendida en la edadmodernatemprana “as a register . . . which embraces surprise,
enjoys the excess and alteration which generate it, is constitutively open to the
rewriting of the past as well as the future, the making of new worlds” (3). Lo
maravilloso, el portento y los monstruos eran todos ejemplos de singularidades
capaces de producir asombro, donde las leyes de la naturaleza se suspendían
momentáneamente para revelar sentidos diversos a los habituales, abriéndose a
lecturas e interpretaciones alegóricas o simbólicas. El portento, entonces, podía ser
usado como una herramienta heurística para obtener acceso a un conocimiento
trascendente sobre el mundo físico y natural, una aproximación a la filosofía
natural a la cual los jesuitas a ambos lados del Atlántico se sentían bastante
inclinados (Ashworth 157, Findlen 92). Era precisamente en la contemplación de
portentos como el árbol de Limache que el “piadoso letor” de Ovalle podía
“admirar la diuinasabiduria de nuestro Dios, y su altissimaprouidencia en los
medios, y motiuos, que nos ha dado, avn en las cosas naturales, y insensibles para
confirmacion de nuestra fee, y aumento de la piedad, y deuocion de sus fieles” (Histórica
relación 60). Los portentos eran un sitio privilegiado de conocimiento, no solo
natural, sino principalmente moral y religioso.
La descripción realizada por Ovalle de la naturaleza chilena está salpicada de
prodigios y eventos excepcionales. Por ejemplo, Ovalle comienza su discusión de
los volcanes chilenos señalando una erupción en particular que ocurrió el año de
1640 en las tierras del cacique Aliante. El volcán lanzó rocas ardientes y la
explosión fue tan violenta, que a varias leguas de distancia la gente pensó que eran
salvas de cañón. Pero esta breve descripción de la erupción volcánica solo
intentaba capturar la atención del lector, pues inmediatamente Ovalle anuncia que
no tratará de ella en el presente capítulo, sino “en la relacion, que traigo mas
adelante de la nueuasugecion con que toda aquella tierra se rindio a nuestro
catholico Rey, mouida de estos, y otros prodigios” (15). De manera similar, en el
capítulo dedicado a las aves, Ovalle notaba que, aunque las águilas eran un
elemento común en el paisaje chileno, las (míticas) águilas imperiales solo habían
sido vistas en dos ocasiones: durante la primera expedición española a Chile y “el
año de quarenta [1640], quando como veremos adelante, los Araucanos rebeldes
rindieron otra vez su indomitaceruiz a su Dios, y a su Rey, interpretando esta por
una de las señales, que tuuieron de la Diuina voluntad para tomar la resolucion”
(45). Todos estos prodigios, que se encuentran dispersos a lo largo de la
descripción de la naturaleza chilena, son presentados simultáneamente al lector en
un grabado que acompaña el capítulo dedicado a las paces de Baides, el cual está, a
su vez, basado en el panfleto publicado por Ovalle en Madrid en 1642 (véase
Figura 2).[8] Es precisamente en la lectura que Ovalle hace de estos prodigios
donde su retórica de alabanza de la patria se intersecta de manera explícita con la
propaganda a favor de los jesuitas chilenos que ya anticipaba el árbol de Limache.
6. Monstruos, estantiguas y parlamentos
Tanto en recursos como en vidas. Su insistencia en enviar misioneros paraEl
parlamento celebrado entre el gobernador Francisco López de Zúñiga, Marqués de
Baides, y los líderes de los principales grupos mapuches que luchaban contra los
españoles fue presentado por Ovalle al público europeo como el final definitivo de
la centenaria guerra por el control del territorio. Del lado español, el parlamento
estuvo claramente influido por los jesuitas. En el cortejo del Marqués se
encontraban dos miembros de la Compañía, Francisco Vargas, su confesor, y Diego
de Rosales, quien actuaba como intérprete pero también como consejero privado
de López de Zúñiga (Barros Arana 4: 355-59, Foerster, 182-83). Probablemente
debido a esta fuerte influencia jesuita en su entorno, la aproximación de López de
Zúñiga a la guerra chilena estaba más cerca de las tesis de la guerra defensiva
propuestas por Luis de Valdivia que a la estrategia más ofensiva puesta en práctica
por Fernández de Córdoba, quien había declarado el fin de la guerra defensiva en
1626. El Marqués de Baides, por su parte, consideraba que la estrategia de ataque
frontal desarrollada hasta 1640 había tenido un costo muy alto, por Luis de
Valdivia que a la estrategia más ofensiva puesta en práctica por Fernández de
Córdoba, quien había declarado el fin de la guerra defensiva en 1626. El Marqués
de Baides, por su parte, consideraba que la estrategia de ataque frontal
desarrollada hasta 1640 había tenido un costo muy alto, asegurar la paz con los
grupos recientemente pacificados en lugar de incrementar la presencia militar en el
área lo colocan, al menos en principio, mucho más cerca de las tesis de Valdivia
que de la ideología guerrera de sus predecesores en el cargo.
Considerando el propósito explícito de publicitar los logros de la Compañía de
Jesús en Chile que animaba el programa de publicaciones de Ovalle, no puede
sorprendernos su conceptualización de las paces de Baides como el momento
climático de la historia de Chile y la culminación de su narrativa histórica. Sin
lugar a dudas, la implementación del plan de la guerra defensiva de Luis de
Valdivia fue la acción política más importante de los jesuitas chilenos durante la
primera mitad del siglo XVII. Ovalle dedicó todo el Libro 7 de su Histórica
relación a narrar los esfuerzos de Valdivia por implementar su plan. Las acciones
políticas de Valdivia aparecen así en la obra como el nexo entre la historia militar
(narrada en los libros 4, 5 y 6) y la historia de la evangelización de Chile, a la cual
dedica el Libro 8, con el que termina la Histórica relación. Reforzando esta conexión,
Ovalle colocó su relato de las paces de Baides exactamente al final del Libro 7,
presentando así las negociaciones entre López de Zúñiga y los líderes mapuches
como un retorno a la estrategia de la guerra defensiva, y trasladando
metonímicamente su presunto éxito a los jesuitas chilenos. Es difícil imaginar una
mejor propaganda política para el procurador chileno en Roma. La centralidad del
parlamento en los esfuerzos de Ovalle por promocionar a los jesuitas chilenos
puede verse no solo en el hecho de que haya publicado por separado un relato de
las paces. Estas negociaciones fueron también incluidas en sendas ilustraciones que
decoraban la Tabula geographica, el
mapa de Chile dedicado al papa que Ovalle publicó en Roma en 1646. En la
esquina superior derecha del mapa, un recuadro muestra al Marqués de Baides y a
Antehueno, vocero de los mapuches, negociando. La ilustración trae el elocuente
título de “Pax inter Hispanos et Indos”. En el fondo, para que nadie dudara de los
métodos que hicieron posible estas conversaciones, un grupo de indígenas es
mostrado sacrificando una llama frente a una gran cruz. Para contextualizar
adecuadamente el significado de este evento, en la esquina superior izquierda hay
otro recuadro del mismo tamaño, mostrando una batalla entre españoles y
mapuches, cuyo título en latín reza: “La atroz guerra entre españoles e indios que
duró por cien años”.
Si en su mapa Ovalle escogió resaltar la importancia de las paces de Baides
mediante una representación gráfica del evento mismo, en la Histórica
relación prefirió mostrar su trascendencia para la colonia chilena ilustrando no el
pacífico encuentro entre los dos líderes, sino los aterrorizadores signos y portentos
que precedieron al parlamento. La leyenda al pie de la imagen explica la lógica de
esta elección: todos estos prodigios movieron a los mapuches a dar la paz y jurar
fidelidad al rey de España. Aunque Ovalle dejó en claro desde un comienzo que
esta interpretación de los portentos no era suya, sino que la explicación que habían
dado los nativos, su exposición de los prodigios representados en el grabado no
constituía intento alguno por refutar la naturaleza supersticiosa de estas
explicaciones. Por el contrario, en el texto Ovalle buscaba afirmar más allá de toda
duda la realidad de las apariciones. Así, por ejemplo, la aparición de las
estantiguas, o ejércitos fantasmales que luchan en el aire, y cuya representación
ocupa el tercio superior del grabado, mostrando prominentemente al apóstol
Santiago guiando la carga española, era muy probablemente una versión gráfica de
un auténtico relato mapuche. Sabemos por otros cronistas que los mapuches
observaban cuidadosamente las nubes, en especial durante las tormentas eléctricas,
para predecir el resultado de alguna batalla (Rosales 1: 163). Pero Ovalle no
menciona esta costumbre como una explicación del portento. En lugar de eso, le
recuerda al lector que la aparición de ejércitos fantasmas se encuentra atestiguada
en la literatura clásica y que un caso similar puede encontrarse en la Biblia, en el
Libro de los Macabeos (Histórica relación 302). Las gigantescas águilas que pueden
verse en el fondo del grabado atacando lo que parece ser una aldea indígena ya
habían sido descritas antes, en el capítulo dedicado a las aves, y tratadas, por lo
tanto, al mismo nivel que otros hechos irrefutables de la naturaleza chilena, al igual
que la erupción volcánica.
Pero sin duda el portento más importante representado en el grabado y en el texto
que lo acompaña es el monstruo que emerge del cráter del volcán en erupción,
remontando las aguas del aluvión en el tronco de un árbol. Es, de hecho, la
aparición de este monstruo lo que llevó a Ovalle a considerar la erupción del
volcán de Aliante como un hecho singular. Como en el caso del árbol de Limache,
Ovalle prefirió asignarle un valor espiritual antes que natural a la bestia. Una
contemplación piadosa de su cuerpo, “llena de hastas retorcidas la cabeça, dando
espantosos bramidos, y lamentables
vozes” (303) demostraba que se trataba de la misma bestia descrita por Juan en el
Apocalipsis, la que, de acuerdo a los expositores de las Escrituras, representaba a
“la Gentilidad, idolatría, y deshonestidad, que tan arraigada está entre estos Indios”
(303). El significado del prodigio era claro:
Con que parece podemos esperar en la diuina misericordia,
se ha llegado ya el tiempo, en que por medio
de Predicadores Apostolicos, por quien clama ya este
Gentilismo, quiere que sea desterrada a despecho suyo
esta bestia, que ha tenido tiranizada a su Dios, y a su Rey
esta tierra, y dando vozes por verse desaloxada, y lançada
de su antigua possession, abriendo el abismo su boca, la
trague y consuma despedaçada entre los dientes de sus
furiosas olas, y encendidas corrientes. (303)
Claramente, los predicadores apostólicos por quienes clamaba la tierra eran los
jesuitas, y los medios por los cuales tanto la paz como la cristiandad se instaurarían
en el reino eran las negociaciones conducidas por el gobernador López de Zúñiga y
sus consejeros jesuitas. Presagiadas por una constelación de portentos y maravillas,
las paces de Baides fueron descritas por Ovalle como el fin de una era, marcada
por la guerra y la lucha por someter a los mapuches, y el comienzo de otra, un
tiempo donde la predicación pacífica del cristianismo pudiese tener lugar.
7. Conclusión
La lectura alegórica de los portentos que precedieron las conversaciones de paz
entre Antehueno y López de Zúñiga, lectura análoga a la realizada anteriormente
con el árbol de Limache, han sido tradicionalmente considerados por la crítica
como un defecto, una muestra de la credulidad de Ovalle, quien ha sido mejor
valorado como prosista que como historiador. “Ovalle sobresale más como artista
de estilo fácil y brillantes que como historiador”, ha comentado Miguel Ángel Vega.
“Como historiador comenta de segunda mano y sin la objetividad y el verismo
indispensable”. Su prosa descriptiva, en cambio, sobre todo del paisaje chileno,
“logra resultados que la crítica en general ha aplaudido con fervoroso entusiasmo”.
En su introducción a la única edición moderna de la Histórica relación completa,
César Bunster también destaca la sensibilidad estética y las cualidades como
paisajista de Ovalle por sobre su calidad como historiador o naturalista. Más
recientemente, José Promis ha señalado que tanto la superioridad de la prosa
descriptiva por sobre la precisión histórica como la tendencia a incluir portentos y
maravillas “son producto de una mirada distante, enmarcada por la nostalgia y la
añoranza, además de un profundo amor a la tierra natal” (194). Según Promis,
sería a causa de este “temple de ánimo” que el discurso histórico cede lugar a un
registro puramente literario “donde la imaginación es a veces más poderosa y
dominante que el simple registro de información sobre hechos ocurridos” .
Sin embargo, como se ha visto en estas páginas, tanto el interés de Ovalle por los
portentos y las maravillas, así como la lectura alegórica de los mismos, que
descubre un significado espiritual allí donde las leyes naturales parecen haber sido
suspendidas, son parte de una tradición bien definida dentro de la historia y la
filosofía naturales de los siglos XVI y XVII, que eran además defendidas por
prominentes escritores jesuitas. Tan solo unos años después de la estadía de Ovalle
en Roma, el más importante escritor de la orden, AthanasiusKircher, señalaba en
suObeliscusPamphilii (1650), dedicado a Inocencio X, que, tal como Dios huía de la
comprensión del vulgo mediante la utilización de comparaciones y parábolas,
deseaba que quien quisiera acceder al verdadero conocimiento investigara los
secretos de la naturaleza estudiando sus símbolos y enigmas, para así descubrir los
designios divinos encerrados en ellos (cit. en Rowland 16). En el caso de los
portentos y maravillas presentadas por Ovalle, su lectura revelaba la explícita
aprobación divina al trabajo evangélico desarrollado en Chile por los jesuitas, un
trabajo que literalmente daba sus frutos al mismo tiempo que expulsaba al
monstruo de la “gentilidad, idolatría y deshonestidad”. Es, precisamente, en la
imagen del monstruo vencido, expulsado violentamente por la tierra misma,
donde convergen los proyectos políticos y misioneros de los jesuitas chilenos.
La tierra que expulsa a los monstruos de su seno y produce árboles y piedras con
imágenes piadosas unifica dos discursos diversos, pero no incompatibles, que
informan el texto de Ovalle: el interés jesuita por la lectura trascendente de las
singularidades y la apropiación de los tópicos de las corografías e historias
municipales españolas por la naciente tradición protonacionalista criolla. Ninguno
de estos dos discursos entra en forma subrepticia al texto de Ovalle; más bien
forman parte de un diseño pensado para promocionar los éxitos y trabajos jesuitas
frente a la curia y a la jerarquía de la orden, presente en la VIII Congregación
General, y para atraer a los jóvenes jesuitas que quisieran dedicar sus vidas al
trabajo en las misiones ultramarinas. En lugar de ser una expresión de credulidad
del autor, los milagros, monstruos, maravillas y portentos que puntúan el texto son
elementos fundamentales en el armazón retórico de la Histórica relación,
permitiéndole a Ovalle la imbricación de la retórica de alabanza de la patria, el
discurso naturalista jesuita y la presentación de los éxitos político-militares del
gobierno español como parte de la acción jesuita en Chile.
A pesar de lo intenso de su actividad propagandística, la misión de Ovalle tuvo
relativamente poco éxito. Aun cuando Ovalle logró privilegios y exenciones para
los colegios y misiones en Chile, los jesuitas chilenos deberían esperar hasta 1683
para poder constituirse en provincia independiente del Perú. Sin embargo, su
descripción de Chile, su clima, flora, fauna y gentes sí consiguió mover a algunos
novicios y jóvenes jesuitas italianos a acompañarlo de vuelta a Chile. Cuando
Ovalle abandonó Roma el 12 de diciembre de 1646, con él iban NiccolòMascardi,
quien dedicaría su vida a la evangelización de los mapuches, puelches y poyas, y
Giuseppe Adamo (Rosso 14, Hanisch 84 y 92), quien como procurador en Roma
conseguiría, más de cuarenta años después, la elevación de Chile a provincia
independiente.