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ROBERTO LUIS STEVENSON I ENSAYOS VERSION DE FRANCISCO JOSE CASTELLANOS CULTURA TOMO V. NUM . 6. 1917

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ROBERTO LUIS STEVENSON I

ENSAYOS

VERSION DE FRANCISCO JOSE CASTELLANOS

CULTURA TOMO V. NUM . 6.

1917

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ROBERT LOUIS STEVENSON.

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PULVIS ET UMBRA

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Siempre esperamos recompensa de nuestros esfuerzo~, y somos defraudados; ni el éxito, ni la felicidad, ni aun la paz de conciencia corona nues· tros ineficaces empel10s de·hacer bien. Nuestras debilidades son invencibles; nuestras virtudes estériles; la batalla se da penosamente contra nosotros hasta la puesta del sol. El moralista hi· pócrita nos habla de bien y de mal; y extendemos la vista sobre el mismo nivel de la cara de nues­tra pequel1a tierra, y hallamos que cambian con cada clima, y que no hay un país en que una acción no se honre como virtud, ni ningún otro en que no se la infame como . vicio; y miramos nuestra experiencia, sin encontrar congruencia vital en las reglas más sabias; a lo sumo son de una idoneidad vernácula. No es raro que nos lle· ve la tentación a desesperar del bien. Pedimos demasIado. Nuestras · religiones y morales han sido ataviadas para lisonjearnos, hasta llegar a ser enervadas y s~ntimentalizadas, y sólo delei· ta.n y debHitan. La verdad es de un tono más se-

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vero. En el áspero rostro de la vida, la fe puede leer un evangelio fortificante. La raza humana es cosa más antigua que los diez mandamientos; y los huesos y revoluciones del Cosmos, en cuyas cóyunturas no somos más que musgo y fungus, más viejo~ todavía.

1

Del Cosmos, en último extremo, la ciencia in· forma muchas cosas dudosas, y aterradoras too das ellas. Parece no haber sustancia en este sóli­do globo en que pisamos: nada, salvo símbolos y proporciones. Proporciones y símbolos nos lle­van y nos traen y nos abaten; la gravedad que mece los inconmensurables soles y mundos a través del espacio, no es más que una ficción que varía inversamente a los cuadrados de las distancias; y los soles y mundos mismos, impon­derables figuras de abstracción: NH3 y Ha O. La consideración no se arriesga a extenderse sobre este panorama; de ese lado está la locura; la cien­cia nos conduce a zonas especulativas en que no hay una ciudad habitable para la mente del hom­bre.

Pero tomad el Cosmos con un credo más tos­co, como nos lo dan nuestros sentidos. -Miramos el espacio regado de islas rodantes: soles, y mun­dos, y los cascos y ruinas de los .sistemas; al­gunos, como el so], todavía en llamas; algunos

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corrompiéndose, como lá tierra; otros, como la lu­na, permanentes en la desolación. A todos éstos los tenemos por hechos de algo que llamamos materia: una cosa que análisis alguno nos ayuda a concebir, con cuyas increíbles propiedades no hay familiaridad que pueda reconciliar nuestro sentido. Este elemento, cuando no está purifica­do por el lustre del fuego, sórdidamente se co­rrompe en algo que llamamos vida; sobrecogida a través de todos sus átomos, por una enferme­dad pedicular; hinchándose en tumores que lle­gan a ser independientes, algunas veces (por un prodigio aborrecible) locomotores; partiéndose uno en millones, millones congregándese en uno, como procede la enfermedad a través de perío­dos cambiantes. Esta podredumbre vital del polvo, acostumbrados como estamos a ella, en­tonces nos sorprende con un disgusto ocasional, y la profusión de gusanos en un trozo de turba vieja, o el aire de una marisma, oscurecido por los insectos, ahogará a veces nuestro aliento de tal modo que asp¡'l'aremo~ a lugares más limpios. Pero ninguno es limpio. La arena movediza está infectada de piojos: la fuente pura, donde rebo­sa de la montafia, es una mera generación de gu ­sanos; hasta en la dura roca está formándose cristal.

Con dos aspectos principales esta erupción cubre el sem bIante de la tierra: el animal y el ve­getal. El uno, en cierto grado, inversión del otro:

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el segundo arraigado al paraje; el primero sa­liendo separado de su lodo natal y poniéndose en fuga con los millares de pies de los insectos, o escalan do los cielos en las alas de los pájaros: algo tan inconcebible que, si se llega a conside ­rarlo bien, el corazón se para. Tenemos poco in ­dicio de lo que ocurre con el parásito, fijo: tiene sin duda sus goces y sus penas, sus deleites y sus mortales agonias,-no se sabe cómo. Pero de los locomotores, a los que pertenecemos, po­demos decir más. Esto~ comparten con noso­tros un millar de milagros: los milagros de ver, de oír, de proyectar el sonido,-cosas que cru­zan por sobre el espacio; los milagros de la me­moria y la raz6n, por los que se concibe el pre­sente, y, cuando es ido, queda su imagen vi ­viendo en el cerebro del hombre y d~l bruto; el milagro de la reproducción, con sus imperio­sos deseos, y sus vertiginosas consecuencias. y para dar el último toque a esta masa montaTIo­sa de lo repugnante y de lo inconcebible, todos ést\-is se devoran unos a otros, las vidas desga­rrt ~l - en pedazos otras vidas, atestándose de ellas y en{~ordando, por este procedimiento sumario: les Bt6fagos, la. ballena, quizá no menos el árbol que el1e6n del desierto, pues el fitófago es s610 un comedor de polvo. r' En tanto, nuestra isla giratoria, llena de vida voraz y más em bebida en sangre que ningún bar­co amotinado, corre a través del espacio con una

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velocidad inconcebible, y ofrece alternati vamen­te las mejillas a la reverberación de un mundo en llamas, a noventa millones de mentiras más allá.

II.

¡Qué espectro tan monstruoso e,s este hom­bre, la enfermedad del polvo aglutinado, alargan­do los pies alternativamente, o caído, narcotizado por el suefio; matando, alimentándose; crecien­do: dando a luz pequefias copias de sí mismo: con el cabello que le crece encima como hierba, pro visto de ojos que se mueven y lucen en su rostro; algo capaz de hacer gritar a los niños; -y mirado de cerca, conocido como sus semejantes lo cono­cen ¡qué ,sorprendentes son sus atributos! Pobre alma, aquí para tan peco, despefiad.o entre tantos rigores, lleno de deseos tan inconmensurables y tan inconsistentes, sitiado de un modo salvaje, salvajemente depuesto, irremediablemente con­denadQ a devorar las vidas de sus prójimos ¿quién lo hubiEra vituperado, aun cuando fuera. Ul,a in­tegridad con su destino, y un sér sencilla' ~nte

b~rbaro? Y lo miramos y 10 vemos lleno, e .1 cam­bio, de virtudes imperfectas: infinitamente infan

, tU, a menudo valiente de una manera admirable, amable, con frecuencia, de un modo conmovedor; sentado, enmedio de su vida cotidiana, para d~s· cutir sobre 10 bueno y lo malo y los atributos de adivinidad ; levantándo3e plra d:t r bat'tUa por un

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huevo o para morir por una idea; sacando de ahí, con afección cordial, a su pareja; dando a luz con dolor; educando a su hijo con sufrida solicitud. Para tocar el corazón de su misterio,encontramos en él un pensamiento, raro hasta la locura: el pensamiento del deber; el pensamiento de algo debido a él, a su igual, o a su Dios: un ideal de de· coro hasta el que llegaría si fuera posible, un lío mite del pundonor debajo del cual, si es posible no se detendrá. El designio, en la mayoría de los hombres, es de conformidad; aquí y allá, en na· turalezas escogidas, trasciende de sí mismo y se remonta al otro lado, armando mártires con in· dependencia; pero entre todos, y en sus grados, es un recóndito pensamiento. No solamente en el ¡hombre, porque podemos seguirlo en los perros y los gatos, a los que conocemos bastante bien; y, sin dudarlo, algún punto de honor por el esti· lo, induce al elefante, a la ostra y al piojo, de los que t!l.mpoco sabemos. Pero al menos, al hombre , lo domina con un imperio tan completo, que has-ta. las cosas meramente egoísta.s son secundarias en el egoísta; a los apetitos se les extenúa, se vencen los temores, se soportan las penas; se es· tremece el más obtuso ante la reprobación de una mirada, aunque sea la de un nifio, y todos, hasta los más cobardes, se mantienen entre los riesgos de la guerra, y los más nobles, habiendo concebido con firmeza un acto como debido a su deaJ, afrontan y abrazan la muerte. Bastante ex·

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trano será que, con su origen singular y su prác­tica enviciada, piensen que habrán de ser recom­pensados en una vida futura; aun más 6xtraí10 será que, estando persuadidos de lo contrario, piensen que ese golpe que solicitan los haráinsen­sibles para toda la eterniq.ad. Se me advertirá qué tragedia de mala concepción y mala conduc­ta s.e realiza en el hom bre: de injusticia organiza­da, de violencia cobarde y de pérfido crimen, y de las imperfecciones funestas de los mejores. Para pintarlas no hay colores bastante sombríos. El hombre está, en verdad, destil1ado al fracaso en sus f'sfuerzos por-hacer bien. Pero cuánto más notable es que, donde se malogran los mejores, todos sigan luchando; y con seguridad habrá de parecernos al mismo tiempo patético y estimu-1ante que, en un terreno en donde el éxito está proscripto, nuestra raza no cese de laborar.

Si la primera vist~ de esta criatura, alzándo­se en su isla giratoria, es para sacudir el valor del más animoso, así, más de cerca, ella suscita en nosotros una sorpresa de admiración. No impor­ta a dónde miremos, bajo qué clima la observe­mos, en qué escala social, en qué profundidad de ignorancia, cargada con qué errónea moralidad; en los campamentos.de Assiniboia, la nieve em­polvando sus hombros, el viento arrancándole su manta, tal como está sentado, pasando el calumet ceremonial y profiriendo sus graves opiniones co­mo un senador romano; a bordo de los buques,

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en-el mar, un hombre habituado a la desgracía y a los bajos placeres, cuya esperanza más res­plandegientees un violín en una taberna y una acicá,lada mujerzuela que se le vende para robar­le; y él, en cambio, sencillo, inocente, animado, .amable como un niño, asíduo en el trabajo, vale­roso hasta ahogarse por los otros; en los barrios bajos de las ciudades, moviéndose entre millones indiferentes hacia su mecánico empleo, sin espe­ranza de cambio en el futuro, con casi ningún placer en el presente, y, sin embargo, fiel a sus virtudes, honrado con todas sus fuerzas, bonda­do'so para cou sus semejantes, tentado quizá en vano por la taberna luciente, quizá muy sufrido para con la mujer borracha que lo arruina; en la India (esta vez una mujer) arrodillada entre sus rotos gritos y su raudales de lágrimas, ahogando a s u hijo en la corriente sagrada; en el burdel, el descartado de la sociedad, viviendo principal­mente de bebida fuerte, alimentado con afrentas, un truhán, un ladrón, el camarada de ladrones, y aun aquí mismo conservando el principio del honor y el rasgo de la piedad, pagando con ser­vicios, a menudo, el escarnio social, a cada rato manteniéndose firme en un escrúpulo, y, a cierto precio, repudiando)as~riquezas:-en todas partes una virtud acariciada o afectada, en todas partes cierto decoro de pensamiento y de presencia, en todas ps.rtes la divisa de la estéril bondad del hombre-iah! ¡si pudiera mostrárosla! ¡si pudie.

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ra ensenaros a todos estos hOIÍl bres y mujeres, en todo el mundo, en cada época de la historia, bajo cada abuso del error, bajo cada cir,cunstan­cia de fracaso, sin esperanza, sin ayuda, sin re· conocimiento, oscuramente combatiendo siem­pre en la batalla perdida de la virtud, siempre aferrándose, en el burdel o en el cadalso, a algún girón de honpr, la pobre joya de sus almas! Po­drán tratar de escaparse, pero no. pueden; no es solamente su gloria. y su privilegio, sino también su sino; están condenados a alguna nobleza; todo a lo largo de sus vidas el deseo del bien acosa sus talones,-el cazador implacable.

De todos los meteoros de la tierra, aquí está, por lo menos, el más extrario y consolador: que este lemur ennoblecido, esta burbuja del polvo, coronada de pelo, este heredero de unos pocos anos y penas, se niegue a sí mismo sus raros de­leites, multiplique sus pesares frecuentes, y vi­va por un ideal, no importa cuán equivocado. Ni podemos detenernos en el hombre. Una nueva doctrina, recibida hace poco con chillidos por los moralistas hipócritas y que aun no ha ingresado ent~ramente en el cuerpo de nuestros pensamien­tos, nos alum bra un paso más hacia adelante en el corazón de este rudo, más noble universo. Por­que ahora el orgullo del hombre niega en vano su parentesco con el polvo original. No sigue siendo cosa aparte. Muy cerca de él vemos al perro, ríncpipe de otro género; y en él, también, vemos

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atestiguado mudamente el mismo culto por un ideal inobtenible, la misma constancia en el fra­caso. ¿Acaba en el perro? Mirarnos hacia abajo, en donde el suelo !:ie ennegrece ' con la hormiga bullidora: una criatura tan peq uefia, tan lejos de nosotros en la jerarquía de los brutos, que ape­nas podemos inferir y apenas comprende't sus hechos; y aquí también, en su ord'enada comuni­dad y rigurosa justicia, vemos confesados la ley del deber y el hecho del pecado individual. ¿Aca ba, entonces, en la hormiga? Más bien este de seo de hacer bien y este destino del fracaso co­rren a través de todos los grados de la vida; más bien es esta tierra, del pico helado del Éverest al margen próximo del fuego interno, un lugar de virtudes infecundas, y un templo de piadosas lá-­grimas y de perseverancia. Toda la creación gi-' me y se afana unida. Es la divina y común ley de la vida. Los rumiantes, los mordedores, los la­dradores, las orugas de las praderas y los bos ­ques, la ardilla que está en el roble, el cien piés que está en el polvo, al participar con nosotros el dón de la vida, participan con nosotros el amor de un ideal: se esfuerzan como nosotros por hacer bien; como nosotros son tentados a cansarse de la lucha; como nosotros reciben a veces inmere­cido refrigerio, visitas de aliento, regresos del ánimo; y están predestinados, como nosotros, a ser crucificados ante le. doble ley de los miem-" Qros y la voluntad. ¿Tendrán como nosotros, me

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pregunto, la tímida esperanza de alguna recom ~ pensa, de un poco de azúcar con la droga? ¿Viven ellos, también, estupefactos ante virtudes no re­compensadas, ante los s·ufrimientos de aquellos a los que, en nuestra parcialidad, tene~os por justos, y la prosperidad de los que, en nuestra ceguera, llamamos perversos? Quizá sea, y sabe Dios qué buscan. Aun mientras miran, aun mien­tras se arrepienten, el pie del hombre los huella por miles en el polvo, los ladradores perros pro · n :umpen en su rastro, la bala vuela, arden los es­calpelos en la caverna del viviseccionista, o cae el rocío, y la generación de un día queda borrada. Porque estas son criaturas comparadas con las cuales 'nuestra debilidad es fuerza, sabiduría nuestra ignorancia, y eternidad nuestra jornada breve.

y habitando nosotros, nosotros, cosas vivien­tes, nuestra isla de terror y bajo la mano inmi­nente de la muerte, Dios prohibió que fuera el hombre el erigido, el razonador, el sabio a sus propios ojos; Dios prohibió que fuera el hombre quien se cansara de hacer bien, quien desespe­rara del esfuerzo irrecompensado, quien pro­nunciara el lenguaje de la lamentación. Que sea bastante para la fe el que la tierra gima en mor­tal flaqueza, y luche con constancia inconquista­ble : seguramente no todo en vano.

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SERMÓN DE NAVIDAD.

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Al tiempo que aparezca este papel, hará doce meses que he estado hablando, y se pensará que he debido hacer mi despedida de un modo for­mal y oportuno. La elocuencia valediciente es rara, y las frases del lecho mortuorio no han da­do amen udo en el blanco de la ocasión. Carlos 11, agudo y escéptico, un hombre cuya vida ha· bía sido una larga lección de incredulidad huma­na, un camarada ameno, un intrigante rey, tu­vo presentes y encarnó enteros su agudeza y escepticismo, con mayor buen humor del que era en él usual, en la famosa frase: <temo, se1'10-res, que soy un moribundo desmedidamente lento>.

1

Una desmedidamente lenta agonía, ese es el cuadro «temo, se1'10res» de vuestra vida y la mía. La arena cae, y las horas son enumeradas e imputadas>, y los días pasan; Y cua.nao el últi-

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mo de 8110s nos eneuentra, hemos estado mu­riéndonos l~rgo tiempo, y ¿qué más? El mismo lapso es algo, si llegamos sin deshonra a esa ho­ra de separación; y el mero hecho de haber vivi­do es, indudablemente (en la expresión del sol­dado) haber servido_ Hay una historia en Tácito de cómo se amotinaron lus veteranos en las sel­vas germanas, de cómo se rebelaron contra Ger­mánico, clamándole el regreso, y de cómo, asien­do la mano de su general, pasaron ~ su dedo a lo largo de sus encías sin dientes. Hunt lacrymae rerum: éste fué el más elocuente de los cantos de Simeón. y cuando el hombre ha vivido hasta una edad avanzada, lleva las sefiales del servicio. No se le habrá advertido en la brecha, a la cabeza del ejército; al menos, habrá dejado sus dientes en el pan de la tropa.

El idealismo de la gente seria, en esta época nuestra, es de un carácter noble. No les parece nunca haber servido bastante; tienen de sus vir­tudes, uria impaciencia escrupulosa. Acaso -fue­ra más modesto dar gracias porq ue no somos peores. No son sólo nuestros enemigos,-esos temperamentos desesperados)-somos nosotros mismos los que nO sabemos lo que hacemos; de aquí surge la brillante esperanza de que quizá nos conducimos mejor de lo que eremos; qUe trepar a través de este azaroso asunto con las manos bastante limpias, haber hecho el papel d. un hombre a de una. mujer medianamen-

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ENSAYOS DE STEVE I" SON

te, haber resistido a meulldo a Lo diabólico, y, al fin, estarlo resistiendo todavía, es, para el pobre soldado humano, haber cumplido bien. Pedir que vengan a ver un fruto de nuestro es­fuerzo, no es más que un modo trascendental de hacer por la recompensa; y lo que tomamos por desprecio de uno mismo, es solamente avaricia de paga.

y además, si exigimos tanto de nosotros mismos ¿no exigiremos mucho de los otros? Si no juzgamos bondadosamente nuestros propios defectos ¿no es de temer que lleguemos a ser ásperos para con las transgresiones de los de· más? Y el que (mirando h~cia el pasado) no pue­de ver sino que su existencia ha sido una agonía desmedidamente lenta ¿no estará tentadó a peno sal' que han tardado demasiado tiempo en ahor · car a su prójimo? Es probable que casi todos los que llegan a pensar en la conducta, piensan en /' ella demasiado; es cierto que todos pensamos en el pecado excesivamente. No por hacer el mal se nos condena, sino por no hacer el bien. Cristo no toleró la moral negativa: tu debes fue siempre su palabra, con la que reemplazó al t,l no debes. Hacer que nuestra idea de la moral gire alrede­dor de actos prohibidos, es viciar la imaginación, e introducir, en nuestros juicios sobre nuestros semejantes, un secreto elemento de placer. Si algo está mal para nosotros, no debemos espa-

. clarnos en pensarlo, o pronto insistiremos so-

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bre ello con placer invertido. Si no podemos ale· jarlo de la mente, una cosa de dos: o nuestro cre­ao se equivoca, y debemos remodelarlo más in­dulgentemente, o, si nuestra moral tiene razón, somos lunáticos criminales que debemos poner a reprimirse nuestra persona. Una sefial carac-

. terística de esos espíritus malsanamente divi­didos es la pasión por enmendar ~a los demás: la zorra sin rabo era de esta raza; pero tenía (si es de creerse su biógrafo) cierta antigua urbani· dad, hoy extemporánea. Un hombre puede te­ner una imperfección, una flaqueza que lo impo­sibilita para los deberes de la vida, que corrom­pe su genio, que amenaza su integridad o que lo sed uc€ a ser cruel. Ha de vencérsela; pero no debe permitirse que forme parte de su pensa­miento. Los verdaderos deberes, todos están en el lado más remoto, y han :de ser atendidos por un ánimo íntegro tan pronto se haya hecho esta limpieza preliminar de la cubierta. Puede ser necesario, para que sea honrado y bondadoso, que llegue a ser enteramente sobrio; dejad que llegue a serlo, y al día siguiente dejad que olvi­de la circunstancia. El tratar de ser honrado y benévolo requerirá todos sus pensamientos; un apetito· mortificado nunca es un sabio compafí'e· ro, y cuanto más haya tenido que mortificar un apetito, tanto peor será; y de uno así se exigirá mucha alegría al juzgar a la vida, y mucha hu· mildad al juzgar a los otros.

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Se me argüirá también que el descontento con el esfuerzo de nuestra vida brota, hasta cierto puntó, de la pereza. Necesitamos obras más altas porque no reconocemos la altura de aquellas que tenemos. Tratar de ser benévolo y honrado parece cosa demasiado sencilla y dema­siado sin consecuencias para los caballeros de nuestro molde heroico; preferimos dedicarnos a algo intrépido, árduo y definitivo; preferimos fundar un cisma o suprimir una herejía, ampu­tar una mano o mortificar un apetito. Pero la ta­rea que está delante de nosotros, que es la de persistir con nuestra vida, es más bien una de microscópica finura, y el heroismo exigido es el de la conformidad. No se pueden cortar los nu· dos gordianos de la vida; ha de desenredarse ca· da uno con la faz sonriente.

Ser honrado, ser benévolo,-ganar un poco y gastar un poco menos, hacer a un~ familia más feliz por su presencia; renunciar, cuando esto sea preciso, y no amargarse; conservar unos po­cos amigos, pero estos sin capitulaci6n,-sobre todo, con la misma condición inflexible, seguir siendo amigo de sí mismo,-he aquí un empeno pa­ra cuanto tiene un hombre de energía y de deli­cadeza. Tiene un alma ambiciosa que le pedirá. más; tiene un espíritu lleno de esperanza, que t rataría de salir victorioso de tal empresa. Hay, en verdad, en el destino humano, un elemento que ni la misma ceguera puede controvertir: en

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cualquier cosa que estamos destinados a hacer, / no lo estamos a tener éxito; es el fracaso la suer­

te asignada,. Así es en todo arte y estudio; así es, sobre todo, en el arte continente del bien vi­vir. He aquí un agra.dable pensamiento para el fin del año o para el fin de la vida: solamente la propia decepción estará satisfecha, y no se nece­sita la desesperación para el desesperado.

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Pero la Navidad no es solamente el poste mi­liar de otro afio, que nos mueve a pensamientos de autoexamen: es una época, por cuanto se le asocia, religioso o doméstico, que sugiere pensa­mientos de júbilo. Un homBre que no está satis­fecho de sus esfuerzos, es un hombre tentado a la tristeza- Y en el rigor del invierno, cuando es más débil su vivir, y piensa en los asientos vacíog de los que amó, está bien que él resulte condena· do a esta actitud de la. cara sonriente. La desilu­sión noble, la noble abnegación, no han de ser admiradas, no han de ser, siquiera, perdonadas, si ellas traen amargura. Una cosa es entrar mu­tilado al reino de los cielos; otra, m u tilaros vo­sotros mismos, y quedaros fuera. Y el reino de los cielos es del que es como el niño, de aquellos que son fáciles de agradar, que aman y dan con­tento. Poderosos hombres de sus manos, los gol­peadores, y los edificadores, y los jueces, han vi ·

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vido mucho, y actuado enérgicamente, y conser· van, no obstante, este noble carácter; y para nosotros sería indeleble la vergüenza si lo pero diéramos entre nuestras pobres empresas e in· tereses insignificantes. Suavidad yalegría,-es­tas están antes de toda moral, y son los perfec­tos deberes. Y el defecto de los hombres mora­les es que no tienen una ni otra. Fué el hombre moral, el fariseo, con el que Cristo no pudo. Si vuestra moral os hace lúgubres,dad por segun) que es equivocada. Yo no os digo c:abandonadla> porque puede ser lo único que tenéis; pero en· cubridla como un vicio, antes de que pueda dafiar las vidas de gentes más sencillas y mejo­res.

Una extraña tentación pesa sobre el hombre: clavar los ojos en los placeres, aun cuando no quiera participar de ellos; apuntar contra ellos su moral, En este mismo año, una sefiora (¡sin­gular iconoclasta!) proclamó una cruzada contra las mufiecas; y el brioso sermón contra la incon­tinencia es un rasgo de la época. Yo me atrevo a llamar hipócritas a tales moralistas. Ante cual­quier exceso o perversión de un apetito natura], su lira suena por sí mis.na con fruición en las denuncias; mas para todo despliegue de lo ver­daderamente diabólico,-envidia, malicia, la mez ­quina mentira, el mezquino siléncio, la verdad calumniosa, el murmurador, el déspota pequefio, el enfadadizo envenenador de la vida familiar,-

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su norma es otra bien distinta. Estas cosas son malas; lo admitirán; pero, en cierta manera, no tan malas. No hay ardor en sus ataques contra ellas; ningún secreto elemento de placer acalora su prédica; es para las cosas no malas en sí mis­mas para las que reservan lo más escogido de su indignación . . Cada cual podrá naturalmente ne­gar todo parentesco moral con el reverendo M. Zola, o con la endiablada anciana de las muñecas, l)ues estos son ejemplos crasos y desnudos. Y, sin embargo, en cada uno de nosotros existe al ­gún elemento similar. La vista de un placer en el que no podemos, o en el que no queremos to­mar parte, nos mueve a una particular impacien­cia. Puede ser porque somos envidiosos, o por­que estamos tristes, o porque nos disgusta el ruido yel retozo,-siendo tan refinados; o porque, -siendo tan filosóficos,-tenemos un preponde­rante sentido de la gravedad de la existencia; de todos modos, según avanzamos en edad, todos estamos tentados a enojarnos por los placeres de nuestros semejantes. Ahora que las gentes son aficionadas a resistir tentaciones, he aquí una para ser resistida. Les agrada el renuncia­miento: he aquí una propensión a la que no po drán negarse demasiado perentoriamente. Hay una ,idea muy extendida entre la gente moral: la de que ellos deben hacer buenos a sus prójimos. A una persona tengo que hacer buena': a mí mis­mo. Mas mi deber para con mi semejante se ex-

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ENSA vos -DE STEVENSON

presa de un 'modo mucho más preciso, diciendo que yo he de hace,rlo feliz-si me deja.

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Dicha y bondad están en relación de efecto y causa, de acuerdo con los moralistas hipócritas. Nunca hubo nada menos probado o menos pro ­bable. Nuestra felicidad no está jamás en nues· tras manos; heredamos nuestra constitución; es­tamos frente a nuestros amigos y enemigos, po­demos estar hechos de modo que sintamos con extrordinaria viveza una reprensión o una burl!'l., y en circunstancias de estar extraordinariamen­te expuestos a ellas; podemos tener nervios muy sensibles al dolor, y padecer una eBfermedad m uy dolorosa. No nos ayudará la virtud, y su fin no es ayudarnos. No es, siquiera, su propia l'e compensa, excepto para el concentrado en sí mismo y-casi lo había dicho,-para el inamable. Ningún hom bre puede pacificar su conciencia; si es la tranquilidad lo que requiere, más vale que deje perecer ese órgano por desuso. Y escapar a las penas de la ley y a la menor capitis diminutio del ostracismo social, es un asunto de prudencia, -de astucia; si queréis,-y no de virtud. ~

Así, el hombre, en su vida, no ha de esperar a la felicidad, sino participarla cuando llegue; aquí él está de guardia; no sabe cómo, ni por qué, ni necesita saberlo; no sltbe con qué salario, ni

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debe inquir irlo. De una manera b de otra, aun­que no sabe qué es la bondad, ha de tratar de ser bueno; de ,una manera o de otra, aunque no pue­da decir con qué lo hará, ha de dar felicidad a los otros. Y sin duda que aquí ocurre un frecuente conflicto de deberes. ¿Hasta dónde ha de hacer feliz a su prójimo? ¿Hasta dónde ha de respetar esa faz soriente, tan fácil de nublarse, tan difícil de iluminar de nuevo? ¿y hasta dónde, por otra parte, está obligado a ser el guardián de su hermano y el profeta de su propia moral? ¿Hasta dónde ha de resentirse del mal?

La dificultad está en que tenemos poca guía, pues las frases de Cristo en este punto son difí­ciles de conciliar unas con otras y (la mayoría de ellas) difíciles de aceptar. Pero la verdad de su . enseñanza parece ser esta: en nuestra propia per­sona y nuestra fortuna debemos estar dispues­tos a aceptarlo y perdonarlo todo; es nuestra me­jilla la que hemos de volver; es nuestro manto el que hemos de darle al hombre que se llevó nues­t1'a túnica. Pero cuando la cara de otro es abofe­tea.da, quizá nos esté mejor un poco del león. Que hayamos de permitir que otros sean injuriados, y que tengamos que cruzarnos de brazos, no es concebible y, seguramente, no es desea:ble. La venganza, dice Bacon, es una especie de ju sticia salvaje; por lo menos, sus se,ntencias las dicta un juez loco, y en nuestra propia contienda no pode­mos ver nada verdaderamente, ni hacer nada con

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sabidu ría. P ero en la cuntienda de n uestru veci­no, seamos más denodados La felicidad de una persona es tan sagrada como la. de otra; cuando no podamos defenderlas am bas, defendamos una. con resuelto corazón. Sólo en cuanto así haga­mos es en cuanto tendremos derecho a interve­nir : la defensa de B es nuestro único motivo de acción contra A. A tiene tan buen derecho de ir­se al diablo como nosotros de ir a la gloria; y nin­guno de los dos sabe lo que hace.

La verdad es que todas estas intervenciones y denuncias y tráfico de militantes semiverda­des morales, aunque a veces sean necesarias, aunque a menudo son deleitosas, pertenecen, no obstante, a un grado inferior de deberes. La có­lera y la envidia y la venganza ,encuentran aquí un arsenal :de máscaras piadosas; este es el te­rreno en donde juegan las concupiscencias inver­tidas. Con un poco más de conformidad y un po­co menos de mal carácter, podría encontrarse casi siempre un método más suave y sabio, y el nudo que cortamos con altivo criterio en un alter­cado de la vida doméstica, o, en los asuntos pú­blicos, con algún acto de den uncia contra lo que nos agrada llamar vicios de nuestro prójimo, pu­diera, sin em bargo, haberse desenmaraílado por la mano de la :simpatía.

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IV

Rememorar el último aílo, y ver qué po~o ' nos hemosesforzado y paraqué pequeílos propósitos; y ver cuán a menudo hemos sido cobardes, y re­husado seguir, o, temerarios, nos hemos precipi­tado imprudentemente; y cómo cada día, ytodoel día hemos violado la leydela benevolencia,-pare­cerá una paradoja, pero hay cierto consuelo en la amargura de estos descubrimientos. La vida no ha sido hecha para servir a la vanidad de un hom­bre. Él va, en su extenso asunto, la mayor parte del tiempo con la cabeza caída, y todo el tiempo como un niílo ciego. Lleno de recompensas y placeres como está,-de modo que ver la albora­da o el orto de la luna, o encontrar a un amigo, o escuchar la llamada de la comida cuando tiene hambre, lo llena de sorprendentes gozos,-este mundo, no obstante, no es para él una ciudad de permanencia. La~ amistades fracasan, la salud mengua, lo asalta la fatiga; afio tras afio él irá emborronando el registro, apenas cam biado, de su propia debilidad y su locura. Es un amigable proceso de separación. Cuando llegue el día en que deba partir, han de quedarle pocas ilusiones. Aquí yace uno que tuvo buena intenci6n, se esforz6 un poco, fracas6 mucho; ese seguramente . puede ser su epitafio, del cual no tiene por qué avergon­zarse. Ni se lamentará del toque que lla~a en el

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campo al soldado derrotado,-ideirotado, sí, aun­que sea Pablo o Marco Aurelio!- si queda toda­vía, en su viejo espíritu, una pulgada de comba­tividad sin deshonra. La fe que lo sostuvo en su ceguera y en su desilusión, apenas le será exi­gida siq uiera en esta postrimera ceremonia de deponer sus armas. Dadle una marcha, con sus viejos huesos; allá, fuera de la tierra gloriosa, co· loreada de sol, fuera del día, y del polvo, y del éxtasis, ahí va otro Fiel Fracaso.

Deun reciente libro de versos (2)donde hay más de un poema así de hermoso y varonil, copio es­te, conmemorativo: dice mejor de lo que puedo, lo que gusto pensar; sea nuestra palabra de des· pedida.

Trina * en el aire quieto alondra tarda; desde poniente, donde el sol, ya cumplida su tarea, demórase gozoso, se derrama en la vieja ciudad gl'Ís un influjo sereno y luminoso, calma radiante.

Suben los humos, nieblas auri-rosadas. Las agujas transfiguradas brillan. En el valle crece la sombra. ~:) ave canta. El sol

* La versión de la poesía. a.rriba copiada (1. M. Margaritae So­roro 1886) es la del notable traductor Don Enrique Diez-Canedo que, apa.rece en su libro Imágenes P. Ollendorff, París.

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CULTUIlA

su bendición concluye; sumérgese, y el aire oscurecido tiembla al sentir el triunfo de la noche -la noche con su séquito de estrellas y su copiosa dádiva de sueños.

jTal mi tránsito sea! Cump.Jida mi labor y mi jornada, cobrado mi jornal, y con un trino de alondras tardas en el pecho, recójame la calma del poniente, la esplendidez serena del ocaso, la muerte.

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VIEJA MORTALIDAD

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Hay cierto cement,erio al que miran, por un lado, una cárcel, por el otro, las ventanas de un quieto hotel; debajo, en lo hondo de una empina­da pendiente, contempla el tráfico de varias lío neas de ferrocarril, y el silbar de las máquinas, y el ruido de los topes que tropiezan, suben a él durante todo el día. Las cerradas sepulturas fa­miliares alinean las avenidas, puerta tr.1S puer­ta, como las casas de una calle; y en la manana cae sobre las tumbas la som bra de las torrecillas de la prisión y de muchos monumentos elevados. Allí llegué a ser desdichado, en los ardorosos ac· cesos de la juventud. Los incidentes amables es · tán tejidos con el recuerdo del lugar. Hice allí amistad con un viejo y sencillo caballero, un vi· sitante en las mananas de sol, gravemente alegre, quien, con los ojos fijos en el lugar que lo espe· raba, charlaba sobre su juventud, igual que los gorriones en invierno; una vez, una hermosa sir­vienta del hotel, durante varios días, coqueteó conmigo en silencio, desde una ventana, y un día, -posiblemente lo recuerda,-la sabia Eugenia

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me siguió a aquel austero cercado. Se desató su cabellera, ya la sombra de una tumba mis dedos tem blorosos la ayudaron a tejer de nuevo su tren-• za. Pero por lo común yo iba allí solitario, y con una emoción irrevocable escudrinaba los nom­bres de los olvidados. Nombre tras nombre, y con cada uno de los atributos convencionales y la fecha vana: un regimiento de los desconocidos, qué fueron las alegrías de sus madres, y que se conmovieron con las 'ilusiones de la adolescencia, y que al fin, en el oscuro aposento del enfermo, lucharon con las angustias de la vieja mortali­dad_ En esa bandada completa de los callados, había uno solo del cual mi fantasía se había for­mado un retrato, y él, con su continente pulcro y florido, empelucado, y vestido de escarlata, y uniendo, en su día, la fama con la popularidad, se adelantaba como un vituperio entre aquella compal'lía de apelaciones espectrales. Era posi­ble, entonces dejar tras de nosotros algo má~ explícito que aquellos severos, monótonos y men­tirosos epitafi<,>s; y lo dejado, -el recuerdo de un retr&.to y lo que llamamos la inmortalidad de un nombre,-era difícilmente más deseable que el mero olvido. Hasta David Hume, tal como des­cansaba, sereno, bajo esta cidea circular>, era más desvanecible que un suefío, y cuando la cria­da, escoba en mano, sonreía y hacía sel'las desde la abierta ventana, la fama de ese filósofo em pelu­cado se disolvía como una gota~de lluvia en el mar.

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Y ahora, no obstante, en la sobriedad de la madurez, hago tan poco caso de la sirvienta como de David Hume. Las aficiones de la juventud 'ra­ra vez son francas; sus pasiones, como la paloma de Noé, entran para anidar. El fuego, la sensibi­lidad y el volúmen de su propia naturaleza, son todo lo que el joven ha llegado a reconocer. La tumultuosa y gris marea de la vida, el imperio de la rutina, las caras inmutables de sus mayo­res, lo llenan de sorpresa desdeñosa: allí tam­bién le parece marchar entre tumbas de espíri­tus, y solo con el curso de los añ.os, y el mucho rozarse con sus semejantes, comienza por mo· mentos a verse a sí mismo desde afuera, ya sus semejantes desde adentro: a saber que la suya es una de las mil caras inadvertidas de la callé de la ciudad, ya adivinar en otros el latido de la agonía y de la espera.nza humanas. En tanto, evi­tará las puertas de los hospitales, las caras páli­das, los inválidos, el suave olor del cloroformo, -porque con estas cosas se hacen claros los do­lores ajenos hasta a los más despreocupados,­.v seguirá paseando, \3on una divina compasión de sí mismo, las calles del olvidado cementerio. La longitud de la vida humana, que es intermi­nable para los valientes y activos, la desdeñ.a su pensamiento ambicioso. No puede soportar la idea de haber vellido a la vida para tan poca cosa y volver a irse de ella tan enteramente. Sobre todo, no soporta el estar aun ocioso en este e~ce-

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CUI TUllA

narío tan reducido, YI por vía de curación, des­deí'la lo poco que tiene que hacer. La parábola del talento es el epítome de la juventud. Creer en la inmortalidad es algo; pero es preciso creer antes en la vida. Los predicadores denunciantes no parecen sospechar que habrán de ser consi­derados gravemente, y en mal concepto; que los jóvenes llegan a pensar en el tiempo como en un momento, y, con la arrogancia de Satán, recha­zan el regalo inadecuado. Y sin embargo, aquí hay un verdadero peligro: el que los lleva a la paz de las avenidas de los cementerios, y a leer, con extrafíos extremos de piedad y de irrisión, los memoriales de los muertos.

Los libros serían el remedio adecuado: libros de vívido sentido humano, que arrojen en sus mentes los éxitos, placeres, asuntos, proximi­dad e importancia de esa vida, en la que están; libros de temple sonriente o heróico, que exciten o consuelen; libros de un gran designio, que re­flejen la complejidad de ese juego de adivinanzas, debajo del cual todos nos encontramos, sin dere­cho de rehusar. Pero el sermón corriente esqui­va el punto, espaciándose en esa eternidad de la que sabemos, y necesitamos saber, tan poco; eludiendo los brillantes, atestados y trascenden­tales cam pos de la vida, donde el destino nos es pera. Un escritor podrá guardar silencio sobre el libro corriente; tal vez acuse a su hado adver­so de que, al tiem po de la acre fermentación de

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su juventud, hubiera caído, y en ellos se nutrie, ra, en los tristes campos de Obermann. (1) No obstante, a Mr. Arnold, (2) que lo encaminó a esos pastos, aún le guarda rencor. Quizá no está leja. no el día en que la gente empiece a considerar Moll Flanders, (3) sí, o The Country ltife, (4) un ali , mento más piadoso y sano que estos manuales del egoísmo cOnsistente.

Pero el más inhumano de los ni1:los pr.onto se cansa de la inhumanidad de Obermann. Y aun

·cuando yo seguí siendo un frecuentador del ce­menterio. empecé insensiblemente" a volver mi atención hacia los sepultureros, y fuí llevado, fuera de mí mismo, a observar la conducta de los visitantes. Para un joven en una obscuridad tan grande, esta fue, verdaderamente, un alba. No fue que comenzara a ver a los hombres, o a tratar de verlos desde adentro, ni a conocer, al verlas, lo que son la caridad, la modestia y la jus­ticia; pero quieto los miraba sorprendido desde las rejas de mi afectación. Recuerdo haber ob­servado una vez a dos trabajadoras con un ni1:lo, paradas ante una sepultura; algo de grandioso había en el grupo, una, derecha, llevando al nifio, y la otra cabisbaja; agachada a su lado. Una guirnalda de siemprevivas bajo una urna de cris­tallas había atraído de aquel modo, y,acercán,oo­me, entreoí su juicio sobre tal maravilla: , '«jeh,: qué, derroche!:b. A un joven afligido por la 'calio·'-

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sidad del sentimentalísmo, esta frase, singular y fecunda, le pareció sencillamente baja.

Mi trato con los sepultureros no fué notable, si ha de considerarse su duración. Uno, es ver­dad, al que encontré manejando su azada en la tarde roja, más allá de Alan Water y a la som bra de la catedral de Dunblane, me contó de su fa­miliaridad con los pájaros, que todavía asistían a su labor; cómo algunos, esperando su presa, se paraban alrededor, y, en un calendario de buen sepulturero, cómo variaban las especies con la estaci6n del afio. Mas esta es la verdadera poe­sía del oficio. Los otros que conocí eran algo se · coso Un extenuado aroma de jaraifíero se sus­pendía encima de ellos; pero alterado, y sin pro­ximidad de florescencia. Tenían obligaciones que cumplir, no sólo con la serie deliberada de las estaciones, sino con los relojes del género huma­no y la medida en ~oras del tiempo. Y a~no había sosiego para el . delicioso polvo-· de rapé, o para la hora dé charla, el pie sobre la azada. Eran hombre,s . e'rivu'e)tos en su lúgubre oficio; gustaban de aY>rir bó\edas familiares, cerradas largo tiempo, empujando trabajosamente la llave y abriendo bien las verjas; y llevaban en la me­moria un calendario de fechas y de nom bres. Fué en el cincuentido8 cuando por última vez se abrió aquella sepultura, para la sefiorita Jeminy. Era así como hablaban de los que fueron sus pacien­tes: con familiaridad, pero no sin respeto; como

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viejos sirvientes de familia. He aquí, en verdad , un criado que olvidamos tener; que no sirve la mesa brillante, ni acude al ruido de la campani­lla, pero que fuma pacientemente su pipa junto al fuego mortuorio, y que apunta, en su memo· ria fiel, los sepelios de nuestra raza. Sospechar, en la madurez de Shakespeare, de ligereza al tratar de algo, es expresar una paradoja. Pero él seguramente se equivocaba al atribuir insen­sibilidad al cavador de la fosa. Quizá sea sobre Hamlet sobre quien deba c~er la culpa; o quizá el sepulturero inglés es diferente del escocés.

El «buen sepulturero:., rememorando sus afios de labor, podría haber sugerido, al menos, otros pensamientos. Es un orgullo común entre sepultureros. Un ebanista no cuenta sus estu ­ches, como un autor no cuenta sus volúmenes, excepto cuando desde los estantes le saltan a la vista; pero el sepulturero cuenta sus fosas. Se­ría algo diferente de lo humano si sus solitarias y trágicas labores al aire libre no dejaran en su espíritu una amplia huella. Allí, en su tranquila calle del cementerio, lejos de los clamores de la ciudad, entre los gatos y los petirrojos y las an­tiguas efigies y leyendas de las tumbas, atiende a la continua desaparición de sus contemporá­neos, que caen como menudas gotas en el seno de la eternidad. Mientras caen, las cuenta: y es­ta enumeración, que al principio fué quizás es­pantosa para su espíritu, con el proceso de los

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afios y la influencia del hábito, llega a ser su pla­cer y su orgullo. Hay muchas historias conoci­das que cuentan cómo se precia a sí mismo en los cementerios repletos. Pero prefiero contar la dp,l viejo sepulturero de Monkton, a cuya tran­quila cabecera fué llamado el pastor. El vivía en una choza construída entre los muros del cernen­terio, y a través de un tragaluz, por encima del lecho, podía ver mientras agonizaba, las hierbas espesas y las piedras erectas e inclinadas. Pien­so que el Dr. Laurie ·era un moderado; por lo menos, es cierto que tomó desde un punto de vista muy romano de psicología del lecho mor­tuorio, pues él le dijo al viejo que había vivido más años de lo que es natural; que su vida ha­bía sido fácil y bien reputada; que su familia se había logrado toda, y era para él, una satisfac­ción, y que ahora le tocaba apercibirse sin pena para seguir a la mayoría. El cavador lo oyó has­ta el fin, y levantándose sobre uno de los codos, y sefialando con el otro brazo, a través de la venta­na, el teatro de sus labores de toda la vida, «Doc­tor~, le dijo, <l.yo he enterrado unos trescientos ochenta en ese camposanto, y esa ha sido Su vo­luntad~, indicando al cielo; «yo bien hubiera que­rido hacer los cuatrocientos.~ Pero no podía ser, este ti'ágico del quinto acto tenía otra parte que representar, y había llegado el momento en que otros lo en vol vieran y se lo llevaran.

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. Con gusto hubiera tocado una cuerda que fue­ra más heroica; pero la base del sufrimiento de la juventud, su soledad, su historia y su p~rsecu· sión de los sepulcros, no es más que ignorante y desnudo egoísmo f Es a sí mismo a quien ve muer· to; esas virtudes olvidadas son suyas; suyo es el vago epitafio, Compadecedlo más por eso, si ten-

. deis a la compasión; porque cuando un hom bre es todo orgullo, vanidad y aspiraciones persona· les, marcha a través del fuego sin escudo. En cada parte y rincón de nuestra vida, perdernos es ganarnos, olvidarnos de nosotros mismos es ser felices, y este pobre, risible y trágico necio no conoce ni los rudimentos de ello; él mismo, gig9.nte Prometeo, está aún encadenado sobre los picos del Cáucaso. Mas poco a poco sus pe· regrinas aficiones dejarán aquel cuerpo tortura· do, saldrán afuera, y cogerán flores. Entonces la muerte aparecerá ante él en una nueva forma; no ya como una sentencia peculiar para él,-in­justicia final del hado, o venganza de él mismo contra quienes no saben apreciarle,-sino como un poder que le hiere más suavemente, no sin compensaciones solemnes, - dando y tomando, destruyendo, y, con todo, guardando.

El primer paso es conocer hasta el fondo nuestra propia y pobre falibilidad. Ouando he·

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mos caído, etapa tras etapa, de nuestra vanidad y aspiración, y nos sentamos agobiados entre las ruinas, entonces es cuando empezamos a medir la altura de nuestros amigos: vemos cómo se in­terponen entre nosotros y nuestro propio des­dén, c~eyendo en lo mejor de nosotros mismos; cómo, uniéndonos con otros y ampliando aun el

. círculo de influencia, nos enlazan, más adentro cada vez, con la fábrica de la vida contemporá­nea; y a qué mezquino tamaño reducen las vir­tudes y los vicios que parecían gigantescos en la adolescencia. De modo que al final, cuando se cae uno de tales sostenes, cuando se desvanece, en el menor suspiro del tiempo, uno de esos ricos tesoros de vida del que sacábamos sustento, cuando él,-que primero se nos apareció como un rostro entre los rostros de la ciudad, y luego, creciendo, vino.a llenar nuestra visión con las claras facciones del hombre amado· y vivo,-se hunde, con un suspiro, en la memoria yen la som bra, cae con él toda un ala del palacio de nuestra vida.

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Me acuerdo ahora de una cara así, (5) de un va­cío semejante, que una media docena de nosotros hizo por encubrir. En su juventud era hermosí­simo de figura, de disposición la mas serena y ge­nial, lleno de fogosas palabras y originales pen-samientos. La alegría coincidía con su llegada.

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Tenía el aire de un gran caballero, jovial y mag­nífico con sus iguales, y con el estudiante más humilde, benévolo y atento. El poder parecía ser en él inexhausto; lo veíamos detenerse a jugar con nosotros, per<J lo creíamos indicado a más altos destinos; amábamos sus atenciones, y po­cas veces mi orgullo estuvo tan satisfecho como cuando él se sentó, como un amigo, a la mesa de mi padre. Así pasaba entre nosotros, las manos llenas de dones, llevando sin esfuerzo las simien­tes de una vida de la mayor influencia.

Los poderes y el asiento de la a.mistad son un misterio; pero, mirando hacia atrás, yo puedo discernir que en parte amábamos lo que él era por una sombra de lo que iba a ser. Pues con too da su belleza, poderío, educación, urbanidad y regocijo, había en aquella época, en nuestro ami· go, algo desalmado. Nos asombra.ba con sus hu­moradas ingeniosas, inocentes y crueles; y, con una mal em pleado sátira johnsoniana, demolía to­do sentimiento honesto. Todavía puedo verlo y oírlo, cómo hacía su camino a lo largo de las ca­lles alumbradas, entonando La (Ji darem la mano, una figura esclarecida de joven, pero siguiendo a la vanidad: y sin fe en el bien; y, muy segura­mente, en algún punto de los altos mares de la vida, con su salud, sus esperanzas, su patrimo­nio y su respeto a sí mismo, lastimosamente se hundió.

De este desastre, como un nadador rendido,

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llegó desesperadamente a la orilla, arruinado en (' .. . . " - .

diJ}._~Joi Y. c:onsideracióJ.l, _rebajándose a la familia que ~ih~bía abando~ado, con las alas rotas para

, no alzarse nunca más. Pero brillaba en su rostro _ ' , • , 1 , .J '

una lu~qie sabiduría que era en él nueva. De las herid~~; de su cuerpo nunca sanó; de ellas murió por g.rados, con ,resignación inteligente; de su orgullo herido, sólo supimos por su silencio. Vol­vió ~ aquella ciudad en la que había tenido sefio río en su ambiciosa juventud; vivió allí solo, vien­do a pocos; procurando recuperar lo irrecupera­ble, auna veces luchando con aquella mortal fra gilidad que lo había abatido; aun gozando con el éxito de sus amigos; su risa aun dispuesta, pero con una música más dulce, y sobre todos sus pensamientos, la sombra de aquella ley inaltera­ble, que él había despreciado, y que lo derribó. Finalmente, cuando sus males corporales lo ha bíall casi agotado, est'?-vo largo rato agonizando, aun 'sin lamentación, aun hallando interés, hasta su :~l~iQ1o paso benévolo y urbano y con la volun­tad, de: sonreir.

La,hi,storia de ,este gran fracaso es, para aque­llos que le siguieron siendo fieles, la historia de un éxito . . En su juventud no pensó más que en sí mismo; cuando arribó de nuevo, perdida toda su arIllada, parecía no pensar más que en los otros. Era tal su benevolencia con los otros, tal su ins­tinto de alabanza y fina cortesía, que de esa im-pura;pasión del re,mordi,mie;nto ;n;u;nc~ e.Xpa16 pna

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sílaba; hasta la pesadumbre era en él rara, y la satirizaba con una broma. No habríais sonado, si lo hul)iérais conocido entonces, que era ese gran fr'acaso aquel fanal de los jóvenes, a cuya caída toda una sociedad había silbado y apuntado con el dedo. Con frecuencia acudíamos a ~l, ardiendo en el calor de nuestras esperanzadas angustias, recostándonos en las hojas de rosa de nuestro "éal lecho de vida, y él, con paciencia, nos daba oídos y prudente consejo; y era sólo por algún regreso de nuestros propios pensamientos por lo que recordábamos qué clase de hombre fué éste al que nos confesábamos; un hombre arruinado por su propia culpa, arrojado dél jardín de sus dotes, toda su ciudad de esperanza a un tiempo arada y abonada, aguardando silenciosamente al liberador, Entolllces algo nos apretaba la gargan­ta; y de verlo allí, tan amable, paciente, enérgico y piadoso, oprimido, pero no aplastado, la admi­ración absorbía tanto al pesar que nO podíamos atrevernos a com padecernos de él. Hasta cuando se exteriorizaba un destello de su vieja falta, des­pertaba nuestro asombro, el que, en aquella ba­talla perdida, conservara energía para luchar. Había caído a la ruina con una especie de aban­dono señ.orial: como quien condesciende; pero una vez, en ella, con todas las luces apagadas, luchó como para conquistar un reino. La mayor parte de los hombres, viendo que son autores de su propja, desgracia, dirigen su clamor hacia

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Dios · o el destino; la mayoría de los hOll bres, cuando se arrepienten, obligan a sus amigos a compartir la amargura de su arrepentimiento. Pero él había pasado por un juicio, y había apro b~do su sentencia: rnene, rne.ne,(6) y condenádose a sí mismo al silencio sonriente. Había causado basta~te sufrimiento; había merecido amplia mente la desgracia; y ho usó del derecho a mur­murar.

Así era nuestro viejo camarada, como Sansón; despreocupado en sus días de fortaleza, pero en el advenimiento de la adversidad, y cuando esa fuerza, que lo había vendido, se había apagado­«pues nuestra fuerza es debilidad»,-empezó a florecer y a producir. Bien; ahora está fuera de la batalla; el peso que élllev6, depuesto frente al gran liberador . Nosotros

«en la vasta ,catedral lo dejamos; Dios lo acepte, Cristo lo reciba! »

IV

Si vamos ahora, y miramos esos innumera­bles epitafios, la pasión y la ironía · huyen extra­fiamente. No se levantan tan sólo para los muer­tos, esos necios monumentos; son pilares y le­yendas levantados para glorificar la vida del horo bre, dificultosa, pero no desesperada. Ese

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campo está consagrado por los héroes de la de­rrota.

Veo pasar a los indiferentes frente al último sitio de descanso de mi amigo; detenerse, con un encogimiento de piedad, maravillándose de que un bajel tan rico se hundiera; una piedad sin mo­tivo, ahora que ya no sufre, y un asombro igno­rante. Frente a los que le amaron, su memoria brilla como una imprecación; le honran por sus lecciones silenciosas; estiman su ejemplo, yen lo que les queda delante de faena, temen el ser in­dignos de ese muerto. Pues este hombre magní­fico prosperó en eJ valle de la humillación, del que Bunyan (7) escribió esto: cAunque Cristiano tuvo la dura suerte de tropezar en el valle con Apoll­yon, he de deciros que en otros tiempos, los hom­bres se encontraron aquí con ángeles; encontra­ron aquí perlas, y encontraron, en este lugar, las palabras 1:1e la vida>.

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CARIA A UN JOVEN QUE SE PROPONE SEGUIR LA CARRERA

ARTÍSTICA.

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Con la agradable franqueza de la juventud , usted se dirige a mí, sobre un asunto de cierta im partancia práctica para usted, y (es también concebible) de cierta gravedad para el mundo: ¿debe ó no debe usted ser un artista? Es algo que enteramente debe usted decidir por sí mis­mo; cuanto yo puedo hacer sólo es llevar a su co­nocimiento algunos de los materiales de esa de­cisión; y empezaré, como también acabaré pro bablemente, asegurándole que todo depende de la vocación.

Saber lo que nos gusta es el inicio de la sa­biduría y de la vejez. La juventud es toda expe­rimental. La esencia y el encanto de esa intran­quila y deliciosa época, tanto es ignorancia de sí como ignorancia de la vida.~ Ambos desconocidos el joven los enlaza una y otra vez, con el con tac­to más alado, o con el más amargo abrazo; ora cón placer exquisito, ora con pena lacerante, pero jamás con indiferencia, para la cual es to­talmente extraflo, y nunca con ese próximo deu­do de la indiferencia: el contento. Si es joven

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de sentidu exquis itu u de un cerebro que seapa· siona fácilmente, el interés de estas series de experimentos se aumenta en él fuera de toda proporción con el placer que recibe. No es la be­lleza lo que ama ni el placer lo que busca, aun­que lo crea; su designio y ·su recompensa sufi · ciente es verificar su propia vida y probar la va­riedad del destino del hom breo Para él, antes de que se embote el filo cortante de la c?riosidad. todo lo que no sea vivir actual y la ardiente per­secución de la experiencia, tiene un semblante de sequedad molesta,-difícil de invocar en los días ulteriores; o, si hay una excepción,-y aquí interviene eldestino,-es en esos momentos en que, cansado o ahito de la primaria actividad de los sentidos, en su memoria llama a la imagen de las penas y placeres acabados. Este es el mo­do con que uno así se aparta de las corrientes profesiones, e insensiblemente se inclina a la carrera artística, que sólo consiste en el ensayo y anotación de la experiencia.

Esto, que no es tanto vocación por un arte co· mo impaciencia por todas · las demás ocupacio' nes honradas, existe solo a menudo; y cuando existe así, acaba por pasar tranquilamente, con el transcurso de los afios. Notoriamente no hay que darle importancia; no es una . vocación sino una tentación; y cuando el otro d~a su sellor pa~ ~re contrarió su ambición tan fiera y, a mi modo de ver, tan justamente, lo más probable es que

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él estaba recordando algún caso parecido de su propia experiencia. Porque la tentación quizás es tan frecuen te como la vocación es rara. Y ade­más, tenemos vocaciones imperfectas; hay hom­bres cuyo espíritu se dedica afanosamente no tanto a un arte como al general m"s artium y ba­se común de toda obra creadora; que ahora esta­rá inclinado a la pintura, luego estará aprendien­do contrapunto, y después ha de estar escribien­do un soneto: todo con igual interés, y a zpenudo con verdadera sapiencia. De este temperamento, cuando existe aisladamente, me es difícil hablar; pero a uno así yo le aconsejaría seguir las letras, porque en literatura ~que arrastra una red tan amplia) toda su información se considerará útil algún día, y si continúa como empezó, y .entra al fin en la crítica, habrá aprendido a usar. los ins­trumentos necesarios. Últimamente llegamos a esas vocaciones que son, de un golpe, decisivas y precisas; a los hom bres que han nacido con el amor por los colores, la pasión por el dibujo, el dón de la música, o el impulso de crear con pala­bras, ex~ctamente como otros, y quizá los mis­mos, hombres, han nacido con al gusto de la ca· za, o del mar, o de 103 caballos, o del torno. Es­tos son predestinados; si un hombre gu.sta del ejercicio, de una ocupación cualquiera, sin em­bargo de toda finalidad de éxito o fama, lo han llamad'o los dioses. Podrá tener tam bién la vOca-ción general; podrá tener también afición a to-

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das las otras artes, y creo que a menudo la tie­ne; pero la prueba de su vocación es esa laborio­sa parcialidad para con una, ese deleite ine:gtin­guible en sus éxitos técnicos, y, quizás sobre to­do, cierto candor de ánimo para tomar esa frívo­la empresa con una gravedad que llenaría el cui­dado de un imperio, y para creer que es digno de lograrse el , más peq ueno progreso, a cual­quier costo de tiempo o de trabajo. El libro, la escultura, la sonata, han de ir adelante con la irrazonadora buena fe y el persistente espíritu del nino en sus juegos. ¿Merece la pena? Cuando le ocurra a un artista esta pregunta, lleva implí­cita la respuesta negativa. Pues no le ocurre a un nino cuando juega ser pirata en el sofa del co­medor, ni al cazador cuando persigue su presa; y la ingenuidad del uno y el ardimiento del otro deben juntarse en el pec~o del artista.

Si usted roconoce en sí mismo un gusto tan decisivo, no hay lugar a la duda: siga su inclina­ción. Y observe (a menos de que lo desanime de masiado) que la disposición no resplandeceal principio de un modo tan brillante, o, 'por lo me­nos, no tan constantemente. El hábito y la prác· tica habilitan los dones; la necesidad de la faena se hace menos desagradable, llega hasta a ser bienvenida, con los aftos; un gusto leve, siempre que sea genuino, con la indulgencia se convierte en una pasión exclusiva. Baste, por ahora, que al recordar un intervalo suficiente, vea usted que

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el arte escogido ha logrado preponderar entre los insistentes intereses de la juventud. El resto lo hará el tiempo, si lo ayuda la devoción; y pron­to -cada pensamiento suyo irá a ingresar en la la­bor atractiva.

Pero aun con devoción, usted me ad vertirá, aun"con asiduidad firme y:placentera, muchos mi­les de artistas gastan sus vidas enteramente en vano, si se está al resultado: miles de artistas, y nunca una obra de arte. Pero la vasta muche­dumbre humana es incapaz de hacer nada razo­nablementebueno, en arte como en todo. El artista sin mérito tal vez hubiera sido un panadero muy competente. Y el artista, aun cuando no dirierta al público, se divierte a sí mismo; de modo que en todo caso sus vigilias harán a alguno más fe­liz. Este es el lado práctico del arte: que es una fortaleza inexpugnable para el que lo profes~,

con verdad; Las recompensas directas-las ga­nancias de la carrera-son pequeñas; pero las indirectas-las ganancias de la vida-son incal­culablemente grandes_ No hay otra ocupación que permita ganar el pan de cada día con tanto gozo. El soldado y el explorador tienen momen­tos de excitación más dign&.; pero se adquieren a través de crueles azares e inenarrables perío­dos de tedio. En la vida del artista no tiene que haber hora sin placer. Hablo del escritor, porque con su carrera estoy mejor relacionado·; yes ver­dad que trabaja un material rebelde, y que el

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mero acto de escribir es , entumeeedor y fati­goso para la vista y el ápimo; pero o bsérvele us­ted en su trabajo, cuando el asunto se desborda encima de él, y abundan las palabras, en qué contínua serie de pequefias victorias transcurre

. el tiempo; con qué sentido de la fuerza, como quien mueve montañas, él dispone sus persona­jes ínfimos; con qué placer, de los ojos y del oído, ve crecer en la página toda su aérea estructura, y cómo desempefia una labor a la que toda su vida contribuye, y que da entrada a todos sus gustos , sus aficiones, sus convicciones y sus odios, de modo que lo que escribe es solamente lo que ha anhelado pronunciar. Él habrá disfru· tado m uchas cosas en este grande y trágico es­cenario del mundo; pero ¿qué habrá podido dis­frutar de un modo más completo que una mafia­na de trabajo fecundo? Suponga usted que sea mal pagB.da: lo extraordinario es que haya de ser pagada . . Pues otros hom bres pagan, y pagan ca­ro, placeres que son menos ueseables.

y no es sólo placer lo que reporta la carrera artística; ella implica, además, una admirable enseñanza. Porque el artista trabaja enteramen­te impulsado por el honor. El público sabe poco, o nada, de esos méritos, en la consecusión de los cuales usted estará condenado a gastar lo mejor de sus esfuerzos. Méritos de composición, el mérito de la energía de la mano de obra, el méri· to de una habilidad barata, que adquiere pronto

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un hombre de temperamento artísticos-est.os los pueden recono~er y valorizar. Mas para aque­llos exquisitos refinamientos de pericia y acaba­do que el artista desea de un modo tan ardiente. y que siente de un modo tan agudo, para los cua­les, con las palabras vigorosas de Balzac, ha de afanarse <como un minero enterrado en un filón>, para los cuales, día tras dLa, reforma, revisa y rechaza,-la gran masa del público siempre ha­brá de ser ciega. Si llega usted al más alto piná­culo de la gloria, a esas perdidas penas es posible que la posteridad les haga justicia: si, como es tan probable, usted fracasa en llegar a lo más alto por el grosor de un cabello, esté seguro de que nunca serán advertidas. Bajo la sombra de este helado pensamiento, solo en su estudio, y día tras" día, tiene el artista que mantener su constancia en el ideal. Es esta la que ennoblece su vida; es por ella por lo que la práctica de su carrera fortalece y madura el carácter; por ella es por lo que hasta el serio semblante del gl'an emperador se volvió, aprobatorio, aunque sólo un momento, a los prosélitos de Apolo; y esa voz, suave severamente, pidió al artista que estimara su arte.

y aquí hay que hacer dos advertencias: Pri­mera: si h~ de seguir usted siendo una ley para sí mismo, guárdese de los primeros signos de la pereza. Este idealismo en la honradez puede ser soportado únicamente por esfuerzos perpe t,uos

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el objetivo decae con faciiidad; e~ artista que dice c:basta~ baja por una pendiente; tres o cuatro in­censarios son bastantes a veces,-sobre todo en las malas ocasiones,-para falsificar un talento; yen la práctica del periodismo un hombre corre ·el riesgo de llegar a identificarse con la aparien­cia chapucera. Este es el peligro de un lado; cel otro no lo hay menos. La conciencia de hasta qué punto el artista es y ha de ser una ley para sí mismo, corrompe los cerebros débiles. Perci­biendo recónditos méritos, difíciles de obtener; . \

haciendo o ingiriendo fórmulas de arte, o quizá enamorándose de alguna particular aptitud su­ya, m uchos artistas 01 vidan el fin de todo arte: agradar. Sin duda, clamar contra el burgués ignoran te es una tentación. aunque no se debiera de echar en olvido que es él el que nos paga, co· mo e5 obvio, por servicios que él desea que le presten. Aquí también, si bien se mira, hay una cuestión de honradez trascendental. Dar al pú­blico lo que no quiere, y esperar que nos sosten­ga, es u!:!a pretensión extrafia-y sin em bargo, frecuente,' entre pintores sobre todo. En este mundo, el primer deber del hombre es pagar su pasaje; después que lo ha pagado, puede lanzarse a la excentricidad que quiera; pero obviamente no antes. Hasta entonces ha de pagar asídua cor­te al burgués que lleva la bolsa. Y si en el curso de estas capitulaciones llega a falsificar su talen­to, éste no hu biera sido nunca uno muy vigoroso,

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y habrá conservado algo mejor que su talento: , , su caracter. O si su espíritu es tan independiente que él no puede impedir esta necesidad, le que­da un camino: desistir del arte, y seguir otro medio de vida más viril.

Hablo de un medio de vida más viril; es un punto sobre el cual tengo que ser franco. Vivir de un placer no es una alta vocación; envuelve patrocinio, por velado que esté; cuenta al artista, por ambicioso que sea, entre bailarinas yalqui­ladores de billar. Los franceses tienen una de­nominación E.vasiva de un empleo, y llaman a las que lo ejercitan las Hijas de la Alegría. De la misma familia es el artista; es de los Hijos de la Alegría; escoge su arte para satisfacerse a sí mismo; gana su vida agradando a los demás, y ha partido con algo de la austera gravedad del hombre . Hace muy poco los periódicos clamaron contra el ennoblecimiento de Tennyson, y este Hijo de la Alegría fué vituperado por su condes­cendencia cuandQ siguió 'el ejemplo de Lord Lawrence, y Lord Cairns y Lord Clyde. El poe­ta estuvo más feliz en la inspiraeión; con mejor modestia aceptó la honra; y todavía los periodis­tas anónimos no se han resarcido, si he de creer­los , de ,las desgracias c·a.racterísticas de su pro' fesión. Cuando les llegue su hora, estos sen.\Jre~ se harán a sí mislJlos más justicia; y yo me feli­cito de pensarlo, porque, a mis bárbaros ojos, hasta el mismo Lord Tennysori parece estar fue-

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ra de lugar en esa Asamhlea. No debía haber honores para el artista; tiene en el ejercicio de su arte, más de su participación en las recom­pensas de la vida; los honores se dedican de an ­temano a otros comercios menos agradables, y acaso más útiles.

Pero en este comercio de agradar, lo malo está en dejar de agradar. En las ocupaciones or­dinarias~ se ofrece un hombre para hacer una cosa o producir determinado artículo con una suficiencia meramente convencional, con un pro· pósito en el que casi pudiéramos decir que el fracaso es difícil. Pero el artista se sale de la muchedumbre, y se propone deleitar: un atrevi­vido propósito, en el que no es posible fracasar sin circunstancias odiosas. La pobre Hija de la. Alegría, llevando enteramente inadvertidas sus sonrisas y sus finezas a través de la multitud, es una figura que no es posible recordar sin hi­riente piedad. Es el tipo del artista fracasado . El actor, el bailarín y el cantante, como ella t ie­nen que dar la cara y que apurar públicamente el cáliz del fracaso. Pero aunque el resto de no­sotros escape a esta amargura culminante de la picota, esencialmente todos hacemos la corte a la misma humillación. Todos hacemos profesión de deleitar; pero ¡qué pocos de nosotros la pro· fesan! Todos nos ofrecemos a ser capaces de se­guir deleitando. Y para cada uno vendrá el día, aun par á el más admirado, en que habrá men-

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guado el ardor, y la habilidad se habrá perdido; y él habrá de sentarse, avergonzado, junto a su tablado vacío. Entonces se verá condenado a ha· cer obras por las que se ab0chorna de recibir la paga. Entonces (como si su destino no fuera y a cruel) estará expuesto al escarnio de los raque­ros de la prensa, que devengan un pan menos amargo por condenar la basura que no han leído, y alabar la excelencia que no pueden compren­der.

y observe que este parece ser el fin necesa­rio, por lo menos, de los escritores. L es Blancs et les Bleus, por ejem plo, es de un orden de mérito muy distinto de Le Vicomte de Bragelonne; y si hay alglín señor que esté obligado a espiar el desabrimiento de Castle Dangerou s, creo que su nombre es Ham; que sea bastante para. nosotros leerlo,-no sin lágrimas,-en las páginas de . Lockhart. Así, en la vejez, cuando la ocupación y la comodidad son lo más necesario, el escritor tiene que deponer a la vez su diversión y su s us· tento. El pintor, en verdad, si llega a tener éxito en conquistar la atención del público, gana gran ­des sumas, y puede seguir hasta llegar a viejo frente a su caballete, sin caer en un fracaso des· honroso. El escritor padece la doble desgracia de ser mal pagado mientras puede trabajar, y ser incapaz de trabajar cuando envejece. La su­ya es, así, una manera de vivir que conduce di­r ectamente a una falsa posición .

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Porque el escritor, -a despecho de notorios ejemplos de lo contrario,-debe esperar ser mal pagado. Tennyson y Montépin tienen una bri· lIante subsistencia; pero no todos podemos espe­rar ser Tennyson, y tal vez tenemos, con todo, ·que desear ser Montépin. Si usted adopta un ar­te por carrera, destierre de su mente todo deseo de dinero. Si tiene usted un poco de talento y mucha laboriosidad, lo que usted debe esperar decorosamente es una entrada como la que ten-dría un sacerdote con un décimo o quizá un vigé­simo de toda su nerviosa producción de usted. No tiene usted derecho para aspirar a más; es en las reconpensas de la vida, no en las ganancias del oficio, en donde está su premio; aquí el salario es la obra. Se verá que yo tengo escasa simpatía por las lamentaciones habituales de la clase ar­tística. ¿Es que quizá no recuerdan el sueldo de ~os: labradores, ' o piensan que ningún paralelo mentirá? Quízá ellos nunca han observado lo que .es el retiro de un oficial de campo; ¿o es que supo­nen que su contribución a las artes de agradar ·es más importante que los servicios de un co­ronel? Quizás olvidan con qué poco Millet estaba ·contento de vivir; o ¿es que piensan que porque tienen menos genio están excusados de des pie­.gar virtudes iguales? Pero sobre un punto no de­bería haber duda: si un hombre no es frugal, no tendrá nunca su negocio en las artes. Si no es frug·al, directamente apunta a aquella última es-

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cena trágica de Le vieux Saltimbanquf; si no es frugal, encontrará que es muy difícil seguir sien­do honrado. Algún día, cuando el carnicero esté tocando a su puerta, él estará obligado a salir y vender una obra descuidada. Si la obligación no surgió de su desenfreno, entonces debe de ser alabado: porque no pueden decir las palabras cuánto más es necesario que un hombre sostenga a su familia, que se dedique a obtener, o a con­servar, su distinción artística. Pero si la presión le es imputable a él mismo, ha robado, robado ba­jo palabra, y robado (lo que es lo peor de todo) de tal manera que ninguna ley lo puede alcanzar.

y ahora quizás usted pregunte: si el artista novel no debe de pensar en el dinero, y si, según se deduce, no debe de esperar honores del Esta­do ¿no debe de aspirar, al menos, a las delicias de la popularidad? La fama, dirá usted, es un plato sabroso. Yen cuanto signifique los sem­blantes de los otros artistas, habrá usted puesto el dedo sobre uno de los más esenciales y dura­deros deleites de la carrera artística. Pero en tanto como se refiera a las alabanzas del público o las noticias de los periódicos, esté seguro de estar alimentando un sueno. Es cierto que en al­gunos diarios esotéricos, al escritor, por ejemplo, se le critica con juicio, y a menudo se le alaba. ID ucho más de lo que merece, en ocasiones por cualidades que él se precia de evitar, y a. menudo tam bién por sefioras y caballeros que se han ne

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gado a sí mismos el privilegio de leer su obra. Mas si un hombre es sensible a esta rústica fa­ma, hemos de suponerlo igualmente sensible a lo que con frecuencia la acompaña, y siempre la si­gue: el rudo ridículo.

Un hombre habrá trabajado bien durante mu­chos años, y entonces fallará; oirá de su fracaso . O habrá trabajado bien durante muchos años, y aun lo seguirá haciendo; pero los críticos se ha· brán cansado de alabarlo, o habrá surgido algún ídolo nuevo, del instante, un «polvo algo dorado» al que preferirán ofrendar sacrificio. Aquí están el anverso y el reverso de esa cosa, fea y hueca, 'llamada popularidad. ¿Habrá cuakpiera que su­ponga que merece la pena de ganarla?

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NOTAS

1. 1888. 11. De A Boolc of VeTses . (Un libro ele ver sos)

p or vVilliam Ernest Henley. D. Nutt. 1888. 1. Obermann , hé roe y título de una novela de

É tienne Pivert de Sénancour, publicad a en 1804, y r eimpresa con g ran éxito por Sain t-Beuve en 1833.

2. Matthew Arnold, crítico y poeta inglés de la segunda mitad del siglo XIX. Véase su libro Essays on G1·iticism. (Ensayos sobre crítica).

3. The Lij e oj JIoll Flande1"s. (La vida de Moll F lande:-s ) cuento de Daniel Defoe, publicado en 1722.

4. The GountTy Wije. (La esposa campesina), comedia de William Wicherley esci'ita en 1673.

5. James vValter Ferrier. 6. Mene mene tekel Upha1"sim, o Mane Thecel

PhaTes, las palabras del festín de Baltasar que d es cifró el profeta Daniel.

7. J ohn Bunyan (1628-1688), autor de l'he Pilo grim's Progress. (El tránsito del peregrino), ale· g oría del viaje de Cristián, el héroe, de la Ciudad d e Destrucción hasta Jerusalem. Apollyon o A baddon es el Angel del abismo, el Exterminador, .q ue se menciona en El Apocalipsis.

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IN DICE

Nota preliminar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III

Robert Louis:Stevenson . ............... , ... ........ VII

Pul vis et umbra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1

Sermón de N a vidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15-

Vieja mortalidad ...................... . , .......... .

Carta a un joven que se propone seguir la carrera

artística. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49

Notas...... .. .... . ... .. ... .. . .. ................. . ... 61>