Entre La Espada y La Pared

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Entre la espada y la pared El ruido del teléfono despertó a Diego, quien soltó un prolongado y ruidoso bostezo. Respondió, pero solo era un anuncio publicitario para cambiarse de compañía telefónica. Dejó el teléfono de lado y cogió unas fotografías de un sobre marcado como “Caso Araya”. En ellas, el cadáver, en una posición indecorosa, de Matías Araya, militante de 25 años del Partido Neo Revolucionario. Su rostro estaba completamente desfigurado, y presentaba múltiples heridas de machete en su cuerpo. Durante las tres semanas que llevaba en el caso, la clave final, unificadora; el centro de la telaraña, lo eludía con burlona facilidad. Perdido en el fondo oscuro de las fotografías y de sí mismo, no se percató de la figura que avanzó por el umbral de la puerta de su oficina. –Detective Velásquez, aquí está el café que pidió –dijo temerosamente Antonio, el asistente de la agencia. –Gracias, Antonio –respondió Diego, colocando el café sobre su escritorio –. Por favor, pídele a Adrián que venga un momento. Necesito hablar con él –concluyó. – ¿Le doy algún motivo? –preguntó el joven, con un inusual interés. –No. Solo dile que venga –respondió cortante el detective. En la agencia trabajaban dos detectives, Diego, que llevaba cinco años y se había ganado buena reputación tanto en el círculo privado como en la Brigada Nacional de Investigación, y Adrián, primerizo que había ingresado hace cuatro meses, y muchas veces hacía de apoyo a las investigaciones de Velásquez. Habiendo el joven abandonado la oficina, Diego se sumergió en su computadora, revisando archivos recuperados del teléfono extraviado de Araya. Estos habían llegado en la madrugada, a bordo de un correo sin remitente. Mientras bebía de su café, encontró una investigación privada a algunos senadores oficialistas. Se le vino una idea a la mente. Garabateó unas

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Cuento corto detectivezco, que cuenta los últimos momentos de Diego Velásquez.

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Entre la espada y la pared

El ruido del teléfono despertó a Diego, quien soltó un prolongado y ruidoso bostezo. Respondió, pero solo era un anuncio publicitario para cambiarse de compañía telefónica. Dejó el teléfono de lado y cogió unas fotografías de un sobre marcado como “Caso Araya”. En ellas, el cadáver, en una posición indecorosa, de Matías Araya, militante de 25 años del Partido Neo Revolucionario. Su rostro estaba completamente desfigurado, y presentaba múltiples heridas de machete en su cuerpo. Durante las tres semanas que llevaba en el caso, la clave final, unificadora; el centro de la telaraña, lo eludía con burlona facilidad. Perdido en el fondo oscuro de las fotografías y de sí mismo, no se percató de la figura que avanzó por el umbral de la puerta de su oficina.

–Detective Velásquez, aquí está el café que pidió –dijo temerosamente Antonio, el asistente de la agencia.–Gracias, Antonio –respondió Diego, colocando el café sobre su escritorio –. Por favor, pídele a Adrián que venga un momento. Necesito hablar con él –concluyó.– ¿Le doy algún motivo? –preguntó el joven, con un inusual interés.–No. Solo dile que venga –respondió cortante el detective.

En la agencia trabajaban dos detectives, Diego, que llevaba cinco años y se había ganado buena reputación tanto en el círculo privado como en la Brigada Nacional de Investigación, y Adrián, primerizo que había ingresado hace cuatro meses, y muchas veces hacía de apoyo a las investigaciones de Velásquez.

Habiendo el joven abandonado la oficina, Diego se sumergió en su computadora, revisando archivos recuperados del teléfono extraviado de Araya. Estos habían llegado en la madrugada, a bordo de un correo sin remitente. Mientras bebía de su café, encontró una investigación privada a algunos senadores oficialistas. Se le vino una idea a la mente. Garabateó unas líneas en su libreta a la par que mascullaba nombres sumido en sus pensamientos.

Diego ya se había terminado su café cuando Adrián entró a su oficina.

–Estoy ocupado, Diego ¿Qué es lo que quieres? –preguntó con clara molestia Adrián.–Necesito los archivos del Caso Aguirre –solicitó Diego con seriedad.– ¿Para qué los quieres? La jueza Loyola ya cerró el caso, y desacreditó la acusación contra la Cámara Alta sobre el supuesto nexo con la red de pedofilia–contestó Adrián, algo vacilante.–Creo que tiene relación con el asesinato de Matías Araya –Diego tosió débilmente y continuó–. Las circunstancias me hacen pensar que quizás fue acallado.–Me parece que fantaseas, pero está bien, te los mandaré con Antonio –dio media vuelta y cerró la puerta.

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Algunos minutos después, Antonio llegó con los archivos. Diego notó que el joven los había hojeado, ya que estaban desordenados, pero no le tomó mayor importancia. Comenzó a leer los expedientes. Tanto las investigaciones de Araya como de la agencia contenían los mismo nombres, acusaciones y pruebas. Diego estaba seguro del nexo, pero aún le faltaba una pieza, aquella que daría respuesta a ambos casos. Eso, hasta que se topó con unos correos electrónicos impresos; la llave para volver a llevarlos ante el tribunal y hacer justicia. Diego no dudo en tomar el teléfono y dar aviso a la Brigada, pero cuando estaba marcando, recibió un contundente golpe en la cabeza, cayendo inconsciente sobre su escritorio.

Diego despertó adolorido y cansado en el frío concreto de un estacionamiento subterráneo abandonado. La penumbra era la dueña del lúgubre escondite de drogadictos y delincuentes. Para el infortunio del detective, la única luz que tenía era la de una pequeña ampolleta en el techo, que no lograba iluminar más que unos cuantos metros, haciendo el intentar salir de allí un desafío casi imposible, dada la condición de Velásquez. Mientras intentaba recuperarse, una voz se escuchó desde la oscuridad.

–Para estar en esta situación, reconozco que sabes cómo mantener la calma –dijo la misteriosa voz.–Si perdiera el control fácilmente, no podría atrapar a basuras como tú –respondió seguro Diego.–No estás en posición de hacerte el valiente –se pronunció la voz–. No tienes cómo salir de esta. Estas entre la espada y la pared. En la dirección que corras, estarás perdido –sentenció, en el mismo instante en que se apagó la ampolleta.

Diego se levantó y trató de mirar a su alrededor. Con mucha dificultad pudo distinguir el umbral de la entrada, y no dudo en correr hacia allí, pero se detuvo súbitamente. Sin gritos, una daga penetró con sutileza su pecho, perforándole un pulmón. Diego cayó sobre sus rodillas. Volvió a encenderse la débil ampolleta del techo, y observó aterrado como la sangre brotaba de su herida, tiñendo de rojo su ropa. Desde las sombras, el perpetrador se acercó al agonizante detective.

–Un triste final para un triste individuo –dijo.–Quizás. Mi vida nunca se destacó por tener momentos felices –respondió Diego, bastante exhausto.–Amigo mío –replicó el asesino–, nunca quise llegar a este punto, pero me vi obligado. No me agradaba la idea de matarte– hizo una pausa y continuó–, pero de haberte dejado vivir, la jueza Loyola reabriría el Caso Aguirre, y eso finalmente me haría caer a mí– suspiró y concluyó–. Porque seamos sinceros, tienes claro quién soy.–Desde que entraste a trabajar en la agencia, sospeché que no eras alguien en quien se pudiera confiar – escupió sangre y continuó–. Aunque ya no es tiempo de lamentarse– replicó Diego, ya casi agostado.–Hasta aquí llega tu investigación, camarada –sentenció.–Púdrete, A…– alcanzó a pronunciar Diego, antes de caer degollado al piso.