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Episodios Nacionales Gerona Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Episodios NacionalesGerona

Benito Pérez Galdós

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En el invierno de 1809 a 1810 las cosas deEspaña no podían andar peor. Lo de menos eraque nos derrotaran en Ocaña a los cuatro mesesde la casi indecisa victoria de Talavera: aúnhabía algo más desastroso y lamentable, y erala tormenta de malas pasiones que bramaba entorno a la Junta central. Sucedía en Sevilla unacosa que no sorprenderá a mis lectores, si, co-mo creo, son españoles, y es que allí todosquerían mandar. Esto es achaque antiguo, y nosé qué tiene para la gente de este siglo el talmando, que trastorna las cabezas más sólidas,da prestigio a los tontos, arrogancia a los débi-les, al modesto audacia y al honrado desver-güenza. Pero sea lo que quiera, ello es que en-tonces andaban a la greña, sin atender al for-midable enemigo que por todas partes nos cer-caba.

Y aquel era enemigo, lo demás es flor decantueso. Me río yo de insurrecciones absolutis-tas y republicanas, en tiempos en que el poder

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central cuenta con grandes elementos para so-focarlas. Aquello no se parecía a ninguna deestas niñerías de ahora, pues con las tropas queNapoleón envió a España a fines del año 9constaba de trescientos mil hombres el ejércitoinvasor. Los nuestros, dispersos y desanima-dos, no tenían un general experto que los man-dase; faltaban recursos de todas clases, espe-cialmente de dinero, y en esta situación el po-der central era un hervidero de intriguillas. Lasambiciones injustificadas, las miserias, la vani-dad ridícula, la pequeñez inflándose para pare-cer grande como la rana que quiso imitar albuey, la intolerancia, el fanatismo, la doblez, elorgullo rodeaban a aquella pobre Junta, que yaen sus postrimerías no sabía a qué santo enco-mendarse. Bullían en torno a ella políticos depacotilla de la primera hornada que en Españatuvimos, generales pigmeos que no supieronganar batalla alguna; y aunque había tambiénvarones de mérito así en la milicia como en locivil, estos o no tenían arrojo para sobreponerse

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a los tontos, o carecían de aquellas prendas decarácter sin las cuales, en lo de gobernar, depoco valen la virtud y el talento.

Tuvo la Junta allá por Marzo el malísimoacuerdo de establecer el Consejo de Castilla,fundiendo en él todos los demás Consejos su-primidos, y cuando esta antigualla se vio denuevo con vida; cuando esta máquina roñosa,inútil y gastada se encontró puesta otra vez enmovimiento, allí era de ver cómo pretendíagobernar el mundo. La fatuidad de aquellosconsejeros que tanto adularon a José no teníaigual. Desde que se les puso en juego, empeza-ron a intrigar contra quien les había sacado delolvido, y decían que la Junta era ilegítima. Va-liéndose de D. Francisco Palafox, hermano deldefensor de Zaragoza; de Montijo, a quienhemos visto en alguna parte, del marqués de laRomana y de otros pájaros, llenaron de enredosa la Junta y a la comisión ejecutiva. Por último,en la Regencia, última metamorfosis de aquel

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poder tan nacional como desgraciado, tambiénsembraron cizaña los del Consejo. Esta pandi-lleja no era otra cosa que el partido absolutista,que ya empezaba a sacar la oreja; y para quedesde el principio se tuviera completa noticiade su existencia, también repartió dinero entrela tropa, fiando sus esperanzas a una sediciónmilitar que por entonces quedó frustrada. Nadade esto era ya nuevo en España, porque elmotín del 19 de Marzo en Aranjuez, de que, simal no recuerdo, hice mención, obra fue de lamisma gente; mas no se valieron sólo de la tro-pa sino también de varios cuerpos facultativosy distinguidos, como los lacayos, pinches ymozos de cuadra de la regia casa. En Sevillaazuzaron a lo que un gran historiador llamacon enérgico estilo la bozal muchedumbre, y hubofrecuentes serenatas de berridos y patadas porlas calles; mas no pasó de aquí.

Un arma moral esgrimían entonces unoscontra otros los políticos menudos, y era el acu-

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sarse mutuamente de malversadores de loscaudales públicos, cuyo grosero recurso hacíael mejor efecto en el pueblo. Cuando se disolvióla Junta en Cádiz, hubo un registro de equipa-jes, que es de lo más vil y bochornoso que con-tiene nuestra moderna historia; pero no se en-contró nada en las maletas de los patriotas,porque estos, malos o buenos, tontos o discre-tos, no tenían el alma en los bolsillos, ni la tu-vieron aun sus inmediatos sucesores, años ade-lante.

Perdonen ustedes, si me ocupo de estos sai-netes de la epopeya. Lo extraño es que las mise-rias de los partidos (pues también entonceshabía partidos, aunque alguien lo dude) noimpedían la continuación de la guerra, ni debi-litaban el formidable empuje de la nación, conindependencia de las victorias o derrotas delejército. Verdad es que las discordias de arribano habían cundido a la masa común del país,que conservaba cierta inocencia salvaje con

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grandes vicios y no pocas prendas eminentes,por cuya razón la homogeneidad de sentimien-tos sobre que se cimentara la nacionalidad, eraaún poderosa, y España, hambrienta, desnuday comida de pulgas, podía continuar la lucha.

Cansaría a mis amados lectores si les contaradetalladamente mi vida durante aquel funestoaño 9, que comenzado con las proezas de Zara-goza, terminaba con el desastre de Ocaña y ladispersión del ejército español. Por fortuna nome encontré en aquella jornada, pues incorpo-rado al principio del año al ejército del Centro,me destinaron en Agosto a la división del du-que del Parque, y asistí a la acción de Tama-mes. Poco puedo decir de la de Talavera, queno sea por referencia, pues el 27 y el 28 de Juliome encontraba en Puente del Arzobispo, yaunque algo podría contar de la campaña delduque del Parque, lo omito por no cansar a misamigos. A fin del año servía en la división de D.Francisco Copons, que con las de D. Tomás

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Zeraín, de Lacy y Zayas guardaba el paso deSierra-Morena, porque ha de saberse que losfranceses, envalentonados hasta lo sumo y re-forzados con nueva tropa, se disponían a inva-dir la Andalucía, a los diez y ocho meses de labatalla de Bailén, ¡a los diez y ocho meses! Lasfuerzas de que disponíamos apenas merecían elnombre de ejército, y el del duque de Albur-querque, único que aún se conservaba en buenestado, no podía tampoco resistir el empuje delos franceses victoriosos, y se retiraba hacia elMediodía para proteger la resistencia del podercentral.

¡Qué situación, amigos míos! Esto pasaba,como he dicho, al poco tiempo de aquella bri-llante y rápida campaña de Junio y Julio de1808; y los mismos lugares que antes nos vieronvictoriosos y llenos de orgullo presenciabanahora el triste desfile de los dispersos de Ocaña,que a cada instante volvían el rostro con inquie-

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tud, creyendo sentir las pisadas de los caballosde Víctor, Sebastiani y Mortier.

-¡Quién hubiera creído -dije a AndresilloMarijuán, cuando almorzábamos en una ventade Collado de los Jardines- que habíamos dedesandar tan pronto este camino! Ahora meparece que no paramos hasta Cádiz.

-Con paciencia se gana el cielo -me contestó-.Yo tengo toda la que pueden dar siete meses debloqueo como el de Gerona. Todavía estoy ad-mirado de encontrarme vivo, Gabriel. Pero di-me, ¿dónde has ganado esa charretera? ¿Cre-erás que yo no soy nada? Digo mal porqueden-tro de la plaza me hicieron al modo de sargentoy a estas horas nadie me ha reconocido mi gra-do. Haré una reclamación a la Junta.

-Yo gané mis grados en Zaragoza - respondícon orgullo- y también te aseguro que al cabode un año conservo cierta duda de si seré yomismo el que en aquellos fieros combates se

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halló, o si después de muerto me habré trocadoen otro sujeto.

-Bien dicen que en Zaragoza y en el ejércitodel Centro se dieron los grados como quienecha almorzadas de trigo a las gallinas. AmigoGabriel, en España no se premia más que a lostontos y a los que meten bulla sin hacer nada.Dime, teniente de almíbar, ¿en Zaragoza comis-tes ratones flacos y pedazos de estera fritos congrasa de asno viejo?

Reíme de la pregunta, y los circunstantesdieron broma a Marijuán, porque este desdeque se nos unió cerca de Almadén del Azogueen los últimos días del año, nos había venidoaturdiendo con el perenne contar de sus priva-ciones y hambres en Gerona.

-En mi mochila -continuó el aragonés- tengoun diario del sitio que escribió en la plaza el Sr.D. Pablo Nomdedeu, y os lo daré a leer, paradespertar el apetito cuando estéis desganados.

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Por ahora en marcha, que me parece dan ordende tomar soleta hacia abajo.

En efecto, después de una hora de descansoemprendimos el camino hacia el Mediodía, yMarijuán repetía la canción con que nos apo-rreaba los oídos desde que le encontramos:

Dígasme tú, Gironasi te n'arrendiràs...Lirom lireta.Cóm vols que m'rendescasi España non vol pas.Lirom fa la garideta,lirom fa lireta la.

En Bailén hicimos noche. ¡Qué triste impre-sión produjo en mí la vista de aquellos campos,al considerar que los atravesábamos después dedejar casi toda Castilla en poder de los france-ses, a quienes poco antes habíamos sojuzgadocon tanta fortuna en el mismo sitio! ¡Cómo se

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representó en mi imaginación lo que allí habíavisto y oído, la perspectiva y el estruendo glo-rioso de la acción, iluminada por el ardorososol de Julio! Todo estaba frío, helado, quieto,triste, silencioso, oscuro, y parecía que sobre losllanos y las mansas colinas de Bailén, una pe-sada e informe sombra se paseaba a flor delsuelo. Visitamos luego Marijuán y yo el palaciode Rumblar, creyendo encontrar allí todavía ala condesa y a su familia, y aunque era ya denoche, nos propusimos penetrar seguros de serbien recibidos. Cuando dimos los primerosaldabazos en la puerta, contestonos el lejanoladrido de un perro, sin que rumor alguno in-dicase la presencia de criatura humana en elpalacio, lo cual nos hizo comprender que estabaabandonado. Insistimos, sin embargo, en dargolpes, y al cabo oímos una voz que desde elpatio con enojado tono nos respondía, mejordicho, nos increpaba exclamando:

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-Allá voy. ¡Condenados muchachos, quéquerrán a estas horas!

Abrionos echando sapos y culebras por sufea boca el tío Tinaja, antiguo servidor de lacasa (pues no era otro el que a la sazón la guar-daba), y luego que nos hubo reconocido, des-arrugó el ceño, hízonos entrar ofreciéndonos unasiento junto a la lumbre, y allí nos contó cómotoda la familia con buena parte de la servidum-bre había marchado a Cádiz huyendo de lainvasión francesa.

-Mi señora la condesa doña María estaba enque se había de quedar -nos dijo-; pero susprimas de Madrid, que llegaron por Todos losSantos, le volvieron la cabeza del revés. D. Pacotambién tenía mucho miedo, y entre él, las pri-mas y las tres señoritas, todos llorando y mo-queando en ruedo, ablandaron el alma debronce de la condesa, obligándola a marchar.

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-¿No ha venido también el Sr. D. Felipe?-pregunté comprendiendo a qué personas serefería el tío Tinaja.

-El Sr. D. Felipe no ha venido, porque segúndijeron, está con el francés. Su hermana, la se-ñora marquesa, es muy española, y habían dever ustedes cómo disputa con su sobrina, quese ríe del Lord y dice que ningún general espa-ñol vale dos cuartos.

-¿Ha venido también D. Diego?

-No señor. Pues pocas lágrimas han derra-mado las niñas, y pocos mares han corrido delos ojos de la señora por las calaveradas de donDiego. No hay quien le saque de Madrid, don-de se junta con flamasones, anteos, perdularios,gabachos y gente mala que le trae al retortero.Parece que ya no se casa con la señorita Inés,por cuya razón mi ama está que trina, y el otrodía ella y sus primas hablaron más de lo regu-lar. D. Paco se puso por medio y echó una

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arenga en latín. Las señoritas empezaron a llo-rar, y aquel día en la mesa nadie habló una pa-labra. No se oía más ruido que el de los dientesmascando, el de los tenedores picando en losplatos y el de las moscas que iban a golosinear.

-¿Y cuándo salieron para Cádiz?

-Hace cuatro días. Las tres señoritas ibanmuy contentas, y doña María muy triste y en-simismada. La mala conducta del señor donDiego la tiene en ascuas y la buena señora se vaacabando.

Nada más me dijo aquel hombre que merez-ca mención, y a varias preguntas mías hartoprolijas e impertinentes, no contestó cosa algu-na de provecho. Después que nos ofreció partede su cena, díjonos que podíamos albergarnosen la casa por aquella noche, y como la tropa sealojaba en el pueblo, nos quedamos allí. Solo, ymientras Marijuán dormía, recorrí varias habi-taciones altas de la casa, iluminadas no más que

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por la luna, y una dulce e inexplicable claridadllenaba mi alma durante aquella muda y solita-ria exploración. No hubo mueble que no medijese alguna cosa, y mi imaginación iba po-blando de seres conocidos las desiertas salas.La alfombra conservaba a mis ojos una huellaindefinible, más bien pensada que vista; vi uncojín que aún no había perdido el hundimientoproducido por el brazo que acababa de opri-mirlo, y en los espejos creí ver no la huella, ni lasombra, porque estas voces no son propias,sino una nada, mejor dicho un vacío, dejado allípor la imagen que había desaparecido.

En una habitación que daba a la huerta vitres camas pequeñas. Dos de ellas parecía comoque tenían un lugar fijo en los dos testeros dederecha e izquierda. La tercera que estorbaba elpaso, revelaba haber sido puesta para un hués-ped de pocos días. Las tres estaban cubiertas deblanquísimas colchas, bajo las cuales los fríoscolchones se inflamaban sin peso alguno. La

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pila de agua bendita estaba llena aún y mojé laspuntas de los dedos, haciéndome en la frente laseñal de la cruz. Un fuerte escalofrío corrió pormi cuerpo al contacto helado, como si los dedosque habían tomado las últimas gotas se rozarancon los míos en la superficie del agua. Recogídel suelo una pequeña cinta y unos pedacitosde papel retorcidos, engrasados y perfumados,que indicaban haber servido para moldear losrizos de una cabellera. El silencio de aquel lu-gar no me parecía el silencio propio de los lu-gares donde no hay nadie, sino aquel que seproduce en los intervalos elocuentes de un diá-logo, cuando hecha la pregunta el interlocutormedita para responder.

Salí de aquella estancia, y después de reco-rrer otras con igual interés, sintiéndome al fincansado, me recosté en un sofá, donde cerca yadel alba me dormí profundamente. La luz deldía entraba a torrentes por las ventanas y bal-

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cones cuando me despertó Andrés cantando suestribillo catalán:

Dígasme tú Gironasi te n'arrendiràs.

En aquellos días, los últimos del mes deEnero de 1810, ocurrieron las más lamentablesdesgracias del ejército español. Creeríase que elgenio de la guerra, fundamental en nosotroscomo el eje del alma, nos había faltado, y lalucha fue desordenada y a la aventura. El gene-ral Desolles atacó en Puerto del Rey a la divi-sión Girón que se desbandó junto a las Navasde Tolosa, y al mismo tiempo Gazán acometíael paso de Nuradal, mientras Mortier forzaba elde Despeñaperros. El mariscal Víctor penetrópor Torrecampo para caer sobre Montoro, ySebastiani por Montizón, de modo que la inva-sión de Andalucía se verificó por cuatro puntosdistintos con estrategia admirable que acabó dedesconcertarnos. Verdad es, y sírvanos esto dedisculpa, que teníamos por general en jefe a D.

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Juan Carlos de Areizaga, hombre nulo en elarte de la guerra, y en cuya cabeza no cabíantres docenas de hombres. La pericia de algunosjefes subalternos servía de muy poco, y desmo-ralizada la tropa, convencida de su incapacidadpara la resistencia, no veía delante de sí ni glo-ria, ni honor, sino el cómodo refugio de Córdo-ba, Sevilla o la isla gaditana. Resistencia formalsólo la hallaron los franceses por Montizón en-tre Venta Nueva y Venta Quemada, dondemandaba D. Gaspar Vigodet, el cual después debatirse con mucho arrojo ordenó la retirada enregla. En suma, señores míos, doloroso es decir-lo y doloroso es recordarlo; pero es lo cierto quelos franceses avanzaron hacia Córdoba cuandonosotros llorábamos nuestra impotencia cami-no de Sevilla.

¿Y qué podré deciros del espectáculo quenos ofreció esta ciudad amotinada, sometida alas intrigas de una facción tan pequeña comoaudaz? De buena gana no diría nada, tragán-

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dome todo lo que sé y ocultando todo lo que vi,para que semejantes fealdades no entristecieranestos cuadros; pero ya la fama ha dicho cuantohabía que decir, y no porque yo lo calle dejaráde saberse, que si en mí consistiera, a este y aotros hoyos de nuestra historia les echaría tie-rra, mucha tierra.

Es el caso que fugitiva la Central, los conspi-radores erigieron allí una juntilla suprema, yazuzado el populacho, no se oían más que vi-vas y mueras, olvidándose del francés que to-caba a las puertas, cual si en el suelo patrio nohubiese más enemigos que aquellos desgracia-dos centrales. ¡Lo que es la pasión política, se-ñores! No conozco peor ni más vil sentimientoque este, que impulsa a odiar al compatriciocon mayor vehemencia que al extranjero inva-sor. Yo me espantaba presenciando los atrope-llos verificados contra algunos y la salvaje inva-sión de las casas de otros. ¡Y gracias que esca-paron con vida de manos de aquella plebe hol-

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gazana y chillona! En una palabra, aquello erade lo más denigrante que he visto en mi vida, ysi la Junta central valía poco, los individuos queen Sevilla y después en Cádiz agujerearon, co-mo inquietos y vividores reptiles, sus funda-mentos, no ocupan, a pesar de su mucho bulliry de las distintas posturas que tomaron, unlugar visible en la historia. Su pequeñez loshace desaparecer en las perspectivas de lo pa-sado, y sus nombres sin eco no despiertan ad-miración ni encono. Pertenecen a ese vulgo que,con ser tan vulgo, ha influido en los destinosdel país desde la primera revolución acá; gen-tezuela sin ideal, que se perdería en las muche-dumbres como las gotas de lluvia en el Océano,si la vituperable neutralidad política de los es-pañoles honrados, decentes, entendidos y pa-triotas, que son los más, no les permitiera ac-tuar en la vida pública, tratando al país comoun objeto de exclusiva pertenencia que se les hadado para divertirse.

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Pero quiero poner punto en esta materia,que seduce poco mi entendimiento. Conti-nuando nuestra retirada llegamos al Puerto deSanta María, donde estuvimos dos días con susnoches, y allí fue donde adquirí sobre el formi-dable cerco de Gerona estupendas noticias.Debo una explicación a mis lectores, y voy adarla.

Mi objeto al comenzar esta última sesión, enque apaciblemente nos encontramos, amadosseñores míos, fue referir lo mucho y bueno quevi en Cádiz cuando nos refugiamos allí, des-pués que los franceses penetraron en Andaluc-ía; pero un deber patriótico me obliga a aplazarpor breve tiempo este mi natural deseo,haciendo lugar a algunos hechos del sitio deGerona, que contaré también, si bien los con-taré de oídas. Un amigo de aquellos tiempos, yque después lo fue también mío en épocas másbonancibles, me entretuvo durante dos largasnoches con la descripción de maravillosas

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hazañas que no debo ni puedo pasar en silen-cio. Aquí las pongo, pues, suspendiendo el cur-so de mi historia, que reanudaré en breve, siDios me da vida a mí y a ustedes paciencia.Sólo me permito advertir, que he modificadoun tanto la relación de Andresillo Marijuán,respetando por supuesto todo lo esencial, puessu rudo lenguaje me causaba cierto estorbo altratar de asociar su historia a las mías. Hagoesta advertencia para que no se maravillen al-gunos de encontrar en las páginas que siguenobservaciones y frases y palabras impropias deun muchacho sencillo y rústico. Tampoco yome hubiera expresado así en aquellos tiempos;pero téngase presente que en la época en quehablo, cuento algo más de ochenta años, vidasuficiente a mi juicio para aprender alguna co-sa, adquiriendo asimismo un poco de lustre enel modo de decir.

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Relación de Andresillo Marijuán

-I-Yo entré en Gerona a principios de Febrero,

y me alojé en casa de un cerrajero de la calle deCort-Real. A fines de Abril salí con la expedi-ción que fue en busca de víveres a Santa Colo-ma de Farnés, y a los pocos días de mi regreso,murió a consecuencia de las heridas recibidasen el segundo sitio aquel buen hombre que mehabía dado asilo. Creo que fue el 6 de Mayo, esdecir, el mismo día en que aparecieron los fran-ceses, cuando al volver de la guardia en el fuer-te de la Reina Ana, encontré muerto al Sr.Mongat, rodeado de sus cuatro hijos que llora-ban amargamente.

Hablaré de los cuatro huérfanos, que ya loeran completamente por haber perdido a sumadre algunos meses antes. Siseta, o como si

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dijéramos, Narcisita, la mayor en edad, teníapoco más de los veinte, y los tres varoncillos nosumaban entre todos igual número de años,pues Badoret apenas llegaba a los diez, Manaletno tenía más de seis, y Gasparó empezaba avivir, hallándose en el crepúsculo del discerni-miento y de la palabra.

Cuando penetré en la casa y vi cuadro tanlastimoso, no pude contener las lágrimas y mepuse a llorar con ellos. El Sr. Cristòful Mongatera una excelente persona, buen padre y patrio-ta ardiente; pero aun más que el recuerdo de lasbuenas prendas del difunto me contristaba lasoledad de las cuatro criaturas. Yo les amabamucho, y como mi buen humor y franca condi-ción propendían a enlazar el alma de aquellosinocentes con la mía, en algunos meses de trato,Badoret, Manalet y Gasparó, se desvivían pormí. No hablo aquí de Siseta, porque para estatenía yo un sentimiento extraño, de piedad yadmiración compuesto, como se verá más ade-

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lante. Mi ocupación en la casa mientras vivió elSr. Mongat era en primer término hablar coneste de las cosas de la guerra, y en segundotérmino divertir a los chicos con toda clase dejuegos, enseñándoles el ejercicio y representan-do con ellos detrás de un cofre las escenas delataque, defensa y conquista de una trinchera.Cuando yo iba de guardia, bien a Monjuich,bien a los reductos del Condestable o del Ca-bildo, los tres, incluso Gasparó, me seguían consendas cañas al hombro remedando con la bocael son de cajas y trompetas o relinchando almodo de caballos.

Asociado cordialmente a su desgracia, lesconsolé como pude, y al día siguiente, despuésque echamos tierra al buen cerrajero, y luegoque se retiraron los vecinos fastidiosos quehabían ido a hacer pucheros condoliéndoseruidosamente de los huérfanos, pero sin darlesauxilio alguno, tomé por la mano a Siseta, yllevándola a la cocina, le dije:

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-Siseta, ya tú sabes...

Pero antes quiero decir que Siseta era unamuchacha gordita y fresca, que sin tener unahermosura deslumbradora, cautivaba mi almade un modo extraño, haciéndome olvidar atodas las demás mujeres y principalmente a laque había sido mi novia en la Almunia de DoñaGodina. Rosada y redondita, Siseta parecía unamanzana. No era esbelta, pero tampoco re-choncha. Tenía mucha gracia en su andar, yposeyendo bastante soltura e ingenio en la con-versación, sabía sin embargo acomodarse a lassituaciones, distinguiéndose por una gran dis-posición para no estar nunca fuera de su lugar,de cuyas prendas puede colegirse que Sisetatenía talento.

Pues bien, como antes indiqué, tomándoleuna mano, le dije:

-Siseta...

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No sé qué me pasó en la lengua, pues calléun buen rato, hasta que al fin pude continuarasí:

-Siseta, ya tú sabes que va para cuatro mesesque estoy alojado en tu casa...

La muchacha hizo un signo afirmativo, de-mostrando estar convencida de mi permanen-cia en la casa durante cuatro meses.

-Quiero decir -proseguí- que durante tantotiempo he estado comiendo de tu pan, aunquetambién os he dado el mío. Ahora con la muer-te del Sr. Cristòful, os habéis quedado huérfa-nos. ¿Tienen ustedes tierras, alguna casa, algu-na renta?...

-No tenemos nada -me contestó Siseta diri-giendo tristes miradas a los cacharros de la co-cina-. No tenemos nada más que lo que hay encasa.

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-Las herramientas valen alguna cosa -dije-mas en fin no hay que apurarse, que Dios aprie-ta, pero no ahoga. Aquí está el brazo de AndrésMarijuán. ¿Dejó tu padre algún dinero?

-Nada -respondió- no ha dejado nada. Du-rante su enfermedad trabajaba muy poco.

-Bien, muy bien -dije yo-. Con eso podéis re-cibir el plus que nos dan ahora y la ración queme toca todos los días. No hay que apurarse.Tú serás madre de tus hermanos, y yo seré supadre, porque estoy decidido a ahorcarme con-tigo. Ea, dejarse de lloriqueos; Siseta, yo tequiero. Tal vez creerás tú que yo no tengo tie-rras. ¡Qué tonta! Si vieras qué dos docenas decepas tengo en la Almunia; si vieras qué casa...sólo le falta el techo; pero es fácil componerla,sin fabricarla toda de nuevo. Con que lo dicho,dicho. En cuanto se acabe este sitio, que serácosa de días a lo que pienso, venderás los ca-chivaches de la herrería, me darán mi licencia,pues también se concluirá la guerra; pondre-

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mos sobre un asno a la señora Siseta con Gas-paró y Manalet, y tomando yo de la mano aBadoret, camina que caminarás, nos iremos aese bajo Aragón, que es la mejor tierra delmundo, donde nos estableceremos.

Una vez que desembuché este discurso,volví al taller, con objeto de examinar lasherramientas, y todo aquel mueblaje me pare-ció de poquísimo valor. La huérfana despuésque me oyera, sin decir cosa alguna, púsose aarreglar los trastos ordenando todo con hábilmano y a limpiar el polvo. Los chicos me ro-dearon al punto, corriendo precipitadamente atraer sus cañas, palos y demás aparatos de gue-rra, viéndome yo obligado en razón de estadiligencia a recomendarles gran celo en el ser-vicio de la patria y del rey, pues bien pronto, silos franceses apretaban el cerco, Gerona necesi-taría de todos sus hijos, aun de los más peque-ñitos. Por último, después que durante mediahora pusieron armas al hombro y en su lugar,

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cebaron, cargaron, atacaron e hicieron variasdescargas imaginarias, pero que retumbaban enel angosto taller, les vi soltar las armas decaídoel marcial ardor, y volver a su hermana conelocuente expresión los ojos.

-¿Qué? -pregunté yo, comprendiendo lo quesignificaba aquel mudo interrogatorio-. Siseta,¿no hay qué comer?

Siseta disimulando sus lágrimas, registrabalos negros andamios de una alacena, en cuyascavernosas profundidades la infeliz se empe-ñaba en ver alguna cosa.

-¿Cómo es eso? -dije-. Siseta, no me habíasdicho nada. ¿Qué me costaría ir al cuartel ypedir que me adelanten la ración de mañana?...¿Y para qué quiero yo los siete cuartos que ten-go ahorrados? Nada, hija; es preciso no sólotraer lo necesario para hoy, sino también provi-siones abundantes, por si escasean los víveresdentro de la plaza. Dicen que ahora nos van a

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dar dos reales diarios. Ya me figuro lo queharás tú con esta riqueza. Pero no es ocasión dedetenerme en habladurías, que estos valientessoldados se mueren de hambre. Toma los sietecuartos: voy al punto por la libreta.

No tardé en volver con el pan, y tuve el gus-to de ver comer a mis hijos (desde entoncesempecé a darles este nombre). Siseta se mantu-vo en los límites de una sobriedad excesiva, ymientras duró el festín les hablé de los grandesacopios de víveres que se estaban haciendo enGerona, conversación que parecía muy delagrado de los pequeñuelos. En esto el Sr. Nom-dedeu, habitante del piso superior de la casa,pasó por delante de la tienda en dirección alportal contiguo. Saludonos afablemente a to-dos, y después de decir algunas palabras dedesconsuelo con motivo de la pérdida del exce-lente señor Mongat, subió a su casa, rogándo-me que le acompañara. Yo tenía costumbre deir todas las mañanas a referirle lo que se decía

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en los cuerpos de guardia, y estas visitas teníanpara mí el doble atractivo de contar lo que sabíay de oír las agradables pláticas del Sr. Nomde-deu, hombre con quien no se hablaba una solavez sin sacar alguna enseñanza provechosa.

-II-El Sr. D. Pablo Nomdedeu era médico. No

pasaba de los cuarenta y cinco años; pero losestudios o penas domésticas, para mí descono-cidas, habían trabajado en tales términos sunaturaleza que aparentaba mucho más del me-dio siglo. Era acartonado, enjuto, amarillo, congran corva en la espina dorsal, y la cabeza sal-picada de escasos pelos rubios y blancos, comoyerba que nace al azar en ingrata tierra. Todoanunciaba en él debilidad y prematura vejez,excepto su mirar penetrante, imagen del almaenérgica y del entendimiento activo. Vivía enapacible medianía, sin lujo, pero también sin

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pobreza, muy querido de sus paisanos, consa-grado fuera de casa a los enfermos del hospital,y dentro de ella al cuidado de su hija única,enferma también de doloroso e incurable mal.Para que ustedes acaben de conocer a aquelapacible sujeto, me falta decirles que Nomde-deu era un hombre de gran saber y de muchaamenidad en su sabiduría. Todo lo observaba, yno se permitía ignorar nada, de modo quejamás ha existido hombre que más preguntase.Yo no creí que los sabios preguntasen tonteríasde las que no ignora un rústico; pero él me dijovarias veces que la ciencia de los libros novaldría nada, si no se cursase el doctorado de laconversación con toda clase de personas.

De su casa poco diré. Era tan humilde comodecente. Muchos libros, algunas estampas fran-cesas de anatomía, emparejadas con otras desantos, y bastantes cuadros que ostentabandetrás del vidrio innumerables yerbas secas consendos letreros manuscritos al pie. Pero lo que

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principalmente impresionaba mi ánimo al subira casa del Sr. Nomdedeu era una criatura tiernay sensible, una belleza consumida y marchita,una triste vida que junto a la pequeña ventanaabierta al Mediodía quería prolongarse absor-biendo los rayos del sol. Me refiero a la desgra-ciada Josefina, hija del insigne hombre que hemencionado, la cual, enferma y postrada, se merepresentaba como las flores secas guardadaspor el doctor detrás de un vidrio. Josefina habíasido hermosa; pero perdidos algunos de susencantos, otros se habían sublimado en aqueldescendente crepúsculo que iba difundiendosobre ella las sombras de la muerte. Inmóvil enun sillón, su aspecto era por lo común el de unaabsoluta indiferencia. Cuando su padre entróconmigo el día a que me refiero, Josefina norespondió a sus caricias con una sola palabra.Nomdedeu me dijo:

-Su existencia de plomo está pendiente deuna hebra de seda.

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Pronunció estas palabras en voz alta y de-lante de ella, porque Josefina estaba completa-mente sorda.

-El profundo silencio que la rodea -continuóel padre- es favorable a su salud, porque siendosu mal un desarrollo excesivo de la sensibili-dad, todo lo que disminuya las impresionesexteriores, aumentará el reposo, a que debe esalánguida y decadente vida. No espero salvarla;y todo mi afán consiste hoy en embellecer susdías, fingiendo que nos hallamos rodeados defelicidades y no de peligros. Desearía llevarla alcampo, pero el deber y el patriotismo me obli-gan a no abandonar el cuidado del hospital,cuando nos amenaza un tercer cerco, que pare-ce va a ser más riguroso que los dos primeros.Dios nos saque en bien. ¿Con que se murió esepobre Sr. Mongat?

-Sí, señor -respondí- y ahí tiene usted cuatrohuérfanos desvalidos que pedirían limosna por

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las calles de Gerona, si yo no estuviera decididoa quitarme el pan de la boca para dárselo.

-Dios te premiará tu generosidad. Yo tam-bién haré lo que pueda por esos infelices. Sisetaparece una buena muchacha, y sube algunasveces a acompañar a mi hija. Dile que vengamás a menudo, y hoy mismo encargaré a laseñora Sumta que les dé a los hijos de CristòfulMongat todo lo que sobre en la casa. Pero cuén-tame, ¿qué has oído en el cuerpo de guardia?Antes dime lo que ha ocurrido en esa expedi-ción a Santa Coloma de Farnés. ¿Fuiste allá?

-Sí, señor; mas no nos ocurrió nada de parti-cular. Los franceses se nos presentaron en latarde del 24 de Abril; pero como éramos pocos,y no llevábamos por objeto el batirnos con ellos,sino traer provisiones a Gerona, luego que car-gamos los carros y las mulas, nos vinimos paraacá con D. Enrique O'Donnell. Los cerdos domi-nan toda la Sagarra; pero los somatenes leshacen perder mucha gente, y para abastecerse

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pasan la pena negra. El general francés Pinomandó hace poco un batallón a San Martín enbusca de víveres. Al llegar, el coronel pidió alalcalde para el día siguiente de madrugadacierto número de raciones de tocino (porqueabundan en aquel pueblo los animalitos de lavista baja); y como el batallón estaba cansado,dioles boletas de alojamiento, distribuyendo alos soldados en las casas de los vecinos. El al-calde aparentó deseo de servir al señor coronel,y al anochecer el pregonero salió por las callesgritando: «Eixa nit a las dotse, cada vehí mataràson porch».

-Y cada vecino mató su francés.

-Así parece, señor, y así me lo contaron en elcamino; pero no respondo de que sea verdad,aunque la gente de San Martín es capaz de eso.Luego que hicieron su matanza, escondieronarmas, morriones y cuanto pudiera descubrir-los; y cuando se presentó el general Pino trata-ron de probarle que allí no había estado nadie.

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-Sabes, Andrés -me dijo Nomdedeu- que esoparece cosa de cuento.

-Séalo o no -repuse- con estos y otros cuen-tos se anima la gente. Los cerdos están ya sobreGerona, y esta mañana les hemos visto en losaltos de Costa-Roja. Aquí dentro no somos másque cinco mil seiscientos hombres, que no sonbastantes para defender la mitad de los fuertes.De estos el que no se ha caído ya, es porque nose le ha dado licencia. Si Zaragoza, que teníadentro de murallas cincuenta mil hombres, hacaído al fin en poder del francés, ¿qué va ahacer Gerona con cinco mil seiscientos?

-Ya serán algunos más -dijo Nomdedeu pa-seándose por la habitación con la inquietudnerviosa y retozona que se apoderaba de élhablando de las cosas de la guerra-. Todos losvecinos de Gerona toman las armas, y hoymismo se están formando en el claustro de SanFélix las listas de las ocho compañías que com-ponen la Cruzada gerundense. Yo he querido

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afiliarme; pero como médico, cuyos serviciosno pueden reemplazarse, me han dejado fueracon sentimiento mío. También se está formandohoy el batallón de señoras, de que es coroneladoña Lucía Fitz-Gerard, ¿la conoces? En verdadte digo, amigo Andrés, que en medio de la penaque causa el considerar los desastres que nosamenazan, se alegra uno al ver los belicosospreparativos que tanto enaltecen al vecindariode esta ciudad.

Mientras esto decíamos, expresándonos unoy otro con bastante exaltación, Josefina fijaba ennosotros sus ojos sorprendida y aterrada, yatendía a nuestros gestos, dando a conocer quelos comprendía tan bien como la misma pala-bra. Advirtiolo su padre y volviéndose a ella, latranquilizó con ademanes y sonrisas cariñosas,diciéndome:

-La pobrecita ha comprendido al instanteque estamos hablando de la guerra. Esto le cau-sa un terror extraordinario.

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La enferma tenía delante de sí en una mesi-lla de pino un gran pliego de papel con plumay tintero. La escritura servía a padre e hija demedio de comunicación.

Nomdedeu, tomando la pluma escribió:

-Hija mía, no tengas miedo. Hablábamos delas bandadas de palomas que vio ayer Andresi-llo en Pedret. Dice que mató todas las que quisoy que te traerá un par esta tarde. No, no temas,hija mía, no volverá a haber más sitios en Ge-rona. Si se ha concluido la guerra. Pues qué,¿no lo sabías? Esas noticias ha traído el Sr. An-dresillo. Verdad que se me había olvidadodecírtelo. Estamos en paz. Veremos si mañanapuedes salir a dar un paseo por Mercadal. Lasemana que entra iremos a Castellà. Dice nos-tramo Mansió que están los rosales tan carga-dos de rosas... ¿Pues y los cerezos? Este añohabrá tanta cereza, que no sabremos qué hacerde ella. He mandado que pongan dos colmenasmás, y parece que dentro de un mes la vaca

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tendrá su cría. A la gallina pintada se le hapuesto una buena echadura con seis o sietehuevos de pata. Dentro de diez días los sacará atodos, y dará gusto ver a esa familia.

Luego que esto escribió, volviose a mí el Sr.D. Pablo, y procurando disimular su aflicción,me dijo:

-De este modo la voy engañando, paraarrancar su ánimo a la tristeza. Si ella supieraque mi casa de campo con todas las plantas ylos animalitos que allí tenía no existe ya... Losfranceses no han dejado piedra sobre piedra.¡Pobre de mí! Rodeado de desastres, amenaza-do como todos los gerundenses de los horroresde la guerra, del hambre y de la miseria, tengoque fingir junto a esta niña infeliz un bienestary una paz que está muy lejos de nosotros, y hede ocultar la amargura de mi corazón destro-zado, mintiendo como un histrión. Pero así hade ser. Tengo la convicción de que si mi hijallegase a conocer la situación en que nos encon-

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tramos y tuviese conocimiento del bombardeoy de las escaseces que nos amagan, su muertesería inmediata; y quiero prolongarle la vidatodo el tiempo que me sea posible, porqueconfío en que si algún día Dios y San Narcisoresuelven poner fin a las desgracias de estaciudad, podré salir de Gerona y llevarla a dis-frutar la vida del campo, única medicina que laaliviará.

Josefina al concluir de leer el papel, moviótristemente la cabeza en señal de incredulidad,y luego dijo:

-Pues marchémonos mañana a Castellà.

-Este sí que es apuro -me dijo Nomdedeu,tomando la pluma para contestar a su hija-.¿Qué le voy a decir?

Pero sin detenerse escribió:

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-Hija mía, ten un poco de paciencia. El tiem-po que parece bueno, está muy malo, y mañanaha de llover. Yo lo conozco por lo que dicen mislibros. Además tengo que hacer en el hospitaldurante algunos días.

Entonces la enferma, que sin duda se fatiga-ba hablando o no tenía gusto en pronunciarpalabras que no oía, tomó también la pluma, ycon rapidez nerviosa trazó lo siguiente:

-Andrés estaba hablando de batallas.

-No, no, corazón mío -repuso el padre, acen-tuando su negativa con risas y ademanes festi-vos.

-¡No, no, señorita Josefina! -exclamé yo a gri-tos, pues es costumbre instintiva alzar la vozdelante de los sordos, aun sabiendo que estosno pueden oír.

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-Precisamente -escribió D. Pablo- ahora meestaba diciendo que le van a dar licencia, por-que ya no se necesitan soldados. Hija mía, estatarde vendrán aquí algunos amigos para quebailen la sardana y te distraigan un rato. ¿Porqué no sigues tu lectura?

Y luego puso en manos de su hija un tomo,que era la primera parte del Quijote, el cualabrió ella por donde lo tenía marcado, comen-zando a leer tranquilamente.

-III-Nomdedeu llevándome junto a la ventana,

me dijo:

-La idea de la guerra y del bombardeo lecausa mucho horror. Es natural que así sea,puesto que de una fuerte y dolorosa impresiónde miedo proviene su desorden nervioso y lapasión de ánimo que la tiene en tan lamentable

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estado. En el segundo sitio, amigo Andrés,puedo decir que perdí a mi querida niña, únicoconsuelo mío en la tierra. Ya sabes que llegoaquí el bárbaro Duhesme a mediados de Juliodel año pasado, cuando dijo aquellas arrogan-tes palabras: El 24 llego, el 25 la ataco, la tomo el26 y el 27 la arraso. Hombre que tales bravatasdecía, igualándose a César, era forzosamenteun necio. Llegó en efecto, y atacó, pero no pudotomar ni arrasar cosa alguna, como no fuese supropia soberbia, que quedó por tierra ante esosmuros. Tenía 9.000 hombres, y aquí dentroapenas pasaban de 2.000, con los paisanos quese habían armado a toda prisa. Duhesme pusocerco a la plaza, y abiertas trincheras entreMonjuich y los fuertes del Este y Mercadal, el13 empezó a bombardearnos sin piedad. El 16intentaron asaltar el Monjuich, pero sí... paraellos estaba. El regimiento de Ultonia lo de-fendía... Pero voy a mi objeto. Como te iba di-ciendo, mi pobre niña perdió el sosiego, y suespanto la tenía en vela de día y de noche, cuyo

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estado de excitación, junto con la resistencia atomar alimento, la puso a punto de morir. Figú-rate mi pena y la de mi sobrino. Porque he deadvertirte que yo tenía un sobrino llamado An-selmo Quixols, hijo de mi hermana doña Mer-cedes, residente en La-Bisbal.

»No sé si sabrás que mi hermana y yo ten-íamos concertado casar a Anselmo con Josefina,enlace que era muy agradable a entrambos mu-chachos, porque desde algunos meses anteshabían gastado algunas manos de papel en es-cribirse cartas, y díchose mil amorosas palabrasen honesto lenguaje. Entonces vivíamos en lacalle de la Neu, muy cerca de la plaza. El día 15habíamos bajado al portal, donde nos creíamosmás seguros del bombardeo, y estábamos co-miendo en compañía de Anselmo, que por bre-ve rato dejó el servicio para venir a informarsede nuestra situación. ¡Ay, amigo Andrés! ¡Quédía, qué momento! Una bomba penetró por eltecho, atravesó el piso alto, y horadando las

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tablas cayó en el bajo, donde al estallar conhorrible estruendo causó espantosos estragos.Anselmo quedó muerto en el acto atravesado elpecho por un casco, mi fámulo fue mortalmenteherido, y la señora Sumta también aunque singravedad. Yo recibí un golpe, y sólo mi hijaquedó aparentemente ilesa; pero ¡qué trastornoen su organismo!, ¡qué desquiciamiento, quéhorrible perturbación en su pobre alma! Lahorrenda explosión, el súbito peligro, la muertede su primo y futuro esposo, a quien recogimosdel suelo en el momento de expirar, el riesgoque corríamos con el incendio de la casa hirie-ron con golpe tan rudo su naturaleza endeble yresentida, que desde entonces mi hija, aquellamuchacha amable, graciosa y discreta dejó deexistir, y en su lugar dejome el cielo esta desva-lida y lastimosa criatura, cuyos padecimientosmás me duelen a mí que a ella propia; esta vidaque se me va aniquilando entre el dolor y lamelancolía, sin que nada puede reanimarla. Enel primer momento de la catástrofe, Josefina se

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quedó como si hubiera perdido la razón. A pe-sar de nuestros esfuerzos por sujetarla, saliócorriendo a la calle, y sus lamentos dolorososdetenían al pasajero y contristaban al invenci-ble soldado. Seguímosla, y llamándola sin cesarcon las palabras más cariñosas, intentábamosllevarla a sitio seguro donde se tranquilizase,pero Josefina no nos oía. En su cerebro agitadopor hirviente excitación reinaba el silencio ab-soluto.

»Yo creí que no sobreviría a aquel trastorno;pero ¡ay, Andresillo!, vive gracias a mis cuida-dos, a mi vigilante y previsor estudio por sal-varla. Ha permanecido en cama todo el invier-no. Ya ves cómo está. ¿Vivirá? ¿Alargará sustristes días hasta el verano? ¿Podrá salir de Ge-rona dentro de algunos meses, si resistimos elasedio y se van los franceses? ¿Qué suerte nosdestina Dios en los días que vienen? ¡Pobreniñita mía! Inocente y débil, sufrirá los horroresdel sitio tal vez mejor que nosotros los fuertes.

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No sé qué daría porque esta situación termina-ra pronto, permitiéndome salir una temporadade campo con mi pobre enferma Pero figúratelo que dirían de mí, si ahora escapase de Gero-na. No lo quiero pensar. Me llamarían cobardey mal patriota. En verdad, muchacho, que no sécuál de estos dos calificativos me lastima más.¡Cobarde o mal patriota! No... aquí, Sr. deNomdedeu, señor médico del hospital, aquí, enGerona, al pie del cañón, con la venda en unamano y el bisturí en la otra para cortar piernas,sacar balas, vendar llagas y recetar a calentu-rientos y apestados. Vengan granadas y bom-bas... Puede que se muera mi hija; puede que ladébil luz de esta lamparita se apague, no sólopor falta de aceite, sino por falta de oxígeno;morirá de terror, de consunción física, de ham-bre; pero ¡qué vamos a hacer! Si Dios lo disponeasí...

Diciendo esto, D. Pablo, vuelto hacia los cris-tales del balcón, se limpiaba las lágrimas con

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un pañuelo encarnado tan grande como unabandera.

-IV-Por la noche, después de hacer la guardia en

la Torre Gironella, volví a mi alojamiento y meencontré con una novedad. Pichota había pari-do, sí, señores, y la familia de que orgullosa-mente me consideraba jefe, estaba aumentadacon tres criaturas, a las cuales era preciso man-tener. No sé si he hablado a ustedes de Pichota,hermosa gata parda con manchas, a quien lostres muchachos profesaban un amor sin límites.Perdóneseme el descuido por no haberla men-cionado antes, y ahora sólo falta decir que alver los tres retoños que nos había regalado, dijea Siseta:

-Es preciso que dos de estos caballeritos seanarrojados al Oñá, porque no estamos para man-

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tener a tanta gente. Luego que acaben de ma-mar, será preciso una ración diaria para alimen-tarlos, y dicen que vamos a andar escasos.

-Déjalos, hombre -me respondió-. Dios darápara todos, y si no que se lo busquen ellosmismos. No faltará qué comer en Gerona. Loscerdos no se meterán con ustedes, y hasta meparece que no se atreverán a asomar las naricespor acá.

-¿Quia, qué se han de atrever? -exclamé yocon festiva ironía-. Nos tienen mucho miedo.Sube conmigo a la Torre Gironella, y verás losmosquitos que andan allá por Levante y Me-diodía. Franceses en San-Medir, Montagut yCosta-Roja, franceses en San Miguel y en losÁngeles, y por variar, franceses en Montelibi,Pau y el llano de Salt. Ya verás, prenda mía.Aquí somos seis mil quinientos hombres queno bastan para empezar y tenemos unas mura-llitas... ¡qué obras, válgame Dios! Da miedoverlas. Figúrate que cuando los lagartos corren

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por entre las piedras, estas se mueven y danunas contra otras. No se puede hablar reciojunto a ellas, porque con el estremecimiento delsonido, se caen de su sitio. En fin, yo no sé loque va a pasar cuando abran batería los france-ses y empiecen a bombardearnos.

La señora Sumta, ama de gobierno de donPablo Nomdedeu, que solía bajar a darnos con-versación en sus ratos de ocio, metió su hocicoen nuestro diálogo, diciendo:

-Tiene razón Andrés. Las murallas de losfuertes parecen una almendrada hecha conazúcar sin punto. Mi difunto esposo, que deDios goce, y que hizo la campaña del Rosellóncontra la República de los cerdos, me decía va-rias veces: «Si no fuera porque está allí San Fer-nando de Figueras con sus murallas de diaman-te, y aquí los gerundenses con sus corazones deacero, todas las plazas del Ampurdán caeríanen poder de cualquier atrevido que pasase lafrontera». En fin, lo de menos será la piedra,

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con tal que haya hombres de pecho y un buenespañol que sepa mandarlos. ¿Y qué me diceusted, Sr. Andresillo, de ese encanijado gober-nador que nos han puesto?

-D. Mariano Álvarez de Castro. Este fue elque no quiso entregar a los franceses el Mon-juich de Barcelona. Dicen que es hombre demucho temple.

-Pues no lo parece -repuso la señora Sumta-.Cuando nos mandaron acá este sujeto en febre-ro y le vi, al punto lo diputé por poca cosa.¡Qué se puede esperar de quien no levanta tan-to así del suelo! El otro día pasó junto a mí, y...créalo usted, no me llega al hombro. El tal D.Mariano Álvarez de Castro me serviría debastón. ¿Le ha visto usted la cara? Es amarillocomo un pergamino viejo, y parece que no tienesangre en las venas. ¡Qué hombres los del día!Quien conoció a aquel general Ricardos, que nocabía por esa puerta, con un pecho y una es-

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palda... Daba gusto ver su cara redondita y suscarrillos como clavellinas...

-Señora Sumta -dije riendo-, cuando los ge-nerales tengan un oficio semejante al de lasamas de cría, entonces se podrá renegar de losque sean flacos y encanijados.

-No, Andresillo, no digo eso -repuso la ma-trona-. Lo que digo es que sin presencia no sepuede mandar. Considera tú: cuando una ve adoña Lucía Fitz-Gerard, coronela del batallónde Santa Bárbara; cuando una ve aquellas car-nes, aquel andar imponente, dan ganas de co-rrer tras ella a matar franceses. Pero dime, Sise-ta: ¿no estás tú afiliada en el batallón de SantaBárbara?

-Yo, señora Sumta, no sirvo para eso -repusomi futura esposa-. Tengo miedo a los tiros.

-Es que nosotras no hacemos fuego, hija mía,al menos mientras estén vivos los hombres.

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Llevar municiones, socorrer a los heridos, daragua a los artilleros, y si se ofrece, ir aquí o allícon una orden del general; esta será nuestraocupación. Ya les he dicho que cuenten conmi-go para todo, para todo, aunque sea para llevarla bandera del batallón. De veras te digo, An-dresillo, que es gran lástima no tener mejoresmurallas y un general menos amarillo y conalgunos dedos más de talla.

Yo me reía de las cosas de la señora Sumta,mujer tan amable como entrometida, y lejos deenojarme sus barrabasadas, nos causaban sumogusto a Siseta y a mí, mayormente al ver que ensus visitas, el ama de gobierno de D. PabloNomdedeu no bajaba nunca sin traer algúncondumio para los huérfanos. A eso de lasnueve se despidió para regresar a su alojamien-to, y entonces nos dijo:

-Ya la señorita ha de estar acostada. El señoracaba de entrar, y ahora estará escribiendo suDiario de todos los días, uno al modo de libro de

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coro, donde va apuntando lo que le pasa. ¡Ay!,el amo confía que la niña se curará, y yo, sin sermédico, digo y aseguro que si alarga hasta quecaigan las hojas, será mucho alargar... Ahoraestamos empeñados en hacerle creer que lasemana que viene iremos a Castellà. Sí, ¡buenatemporada de campo nos espera! Bombas ymás bombas. La niña no se ha de enterar denada, y el amo dice que aunque arda la ciudadtoda y caigan a pedazos todas las casas, Josefi-na no lo ha de conocer. Pues digo, si los cerdosaprietan el cerco como se dice, y escasean losvíveres... Pero el amo tampoco quiere que laniña comprenda que escasean las vituallas. Sitenemos hambre, capaz es mi señor D. Pablo decortarse un brazo y aderezar un guisote con él,haciendo creer a la enferma que tenemos aqueldía pierna de carnero. Bueno va, bueno va.Adiós, Siseta, adiós, Andrés.

Cuando nos quedamos solos dije a mi futu-ra, mirando a los gatillos:

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-Sálvense los tres infantes de España. Si hayhambre en Gerona la carne de gato dicen queno es mala. ¡Ay, Siseta de mi corazón! ¡Cuándonos veremos fuera de estas murallas! ¡Cuándose acabará esta maldita guerra! ¡Cuándo esta-remos tú y yo con los muchachos, Pichota y susniños, camino de la Almunia de Doña Godina!¿Estará de Dios que no nos sentaremos a lasombra de mis olivos mirando a las ramas paraver cómo va cuajando la aceituna?

Hablando de este modo me engolfaba entristes presagios; pero Siseta, con sus observa-ciones impregnadas de sentimiento cristiano,daba cierta serenidad celeste a mi espíritu.

-V-El 13 de Junio, si no estoy trascordado, rom-

pieron los franceses el fuego contra la plaza,después de intimar la rendición por medio de

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un parlamentario. Yo estaba en la Torre de SanNarciso, junto al barranco de Galligans, y oí lacontestación de D. Mariano, el cual dijo querecibiría a metrallazos a todo francés que enadelante volviese con embajadas.

Estuvieron arrojando bombas hasta el día 25,y quisieron asaltar las torres de San Luis y SanNarciso, que destrozaron completamente,obligándonos a abandonarlas el 19. También seapoderaron del barrio de Pedret, que está sobrela carretera de Francia, y entonces dispuso elgobernador una salida para impedir que levan-tasen allí baterías. Pero exceptuando la salida yla defensa de aquellas dos torres no hubohechos de armas de gran importancia hastaprincipios de Julio, cuando los dos ejércitosprincipiaron a disputarse rabiosamente la pose-sión de Monjuich. Los franceses confiaban enque con este castillo tendrían todo. ¿Creeránustedes que sólo había dentro del recinto 900hombres, que mandaba D. Guillermo Nash?

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Los imperiales habían levantado varias bater-ías, entre ellas una con veinte piezas de grancalibre, y sin cesar arrojaban bombas a los delcastillo, que rechazaron los asaltos con obusescargados con balas de fusil. Por cuatro veces seecharon los cerdos encima, hasta que en la últi-ma dijeron «ya no más» y retiraron, dejandosobre aquellas peñas la bicoca de dos mil hom-bres entre muertos y heridos. No puedo apro-piarme ni una parte mínima de la gloria de estadefensa porque la estuve presenciando tranqui-lamente desde la torre Gironella...

En todo el mes de Julio siguieron los france-ses haciendo obras para aproximarse a la plaza,y viendo que no la podían tomar a viva fuerza,ponían su empeño en impedir que nos entraranvíveres, de cuyo plan comenzaron a resentirselos ya alarmados estómagos.

En casa de Siseta, sin reinar la abundancia,no se pasaba mal, y con lo que yo les llevaba,unido a los frecuentes regalos del señor D. Pa-

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blo Nomdedeu, iban tirando los habitantes to-dos de la cerrajería. Verdad que yo me quedabalos más de los días mirando al cielo para darlesa ellos lo mío; pero el militar con un bocadoaquí y otro allí se mantiene, sostenido tambiénpor el espíritu, que toma su sustancia no sé dedónde. Yo tenía un placer inmenso, al retirarmea descansar unas cuantas horas o simplementeunos cuantos minutos nada más, en ver cómotrabajaba Siseta en su casa, arreglando por puroinstinto y nativo genio doméstico, aquello queno tenía arreglo posible. Los platos rotos eranobjeto de una escrupulosa y diaria revisión, y lavajilla más perfecta no habría sido puesta conmejor orden ni con tan brillante aparato. En lasalacenas donde no había nada que comer, milchirimbolos de loza y lata, que fueron en susbuenos tiempos bandejas, escudillas, soperas yjarros, aguardaban los manjares a que los des-tinó el artífice, y los muebles desvencijados queapenas servían para arder en una hoguera deinvierno, adquirieron inusitado lustre con el

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tormento de los diarios lavatorios y friegas aque la diligente muchacha los sujetaba.

-Mira, prenda mía -le decía yo- se me figuraque no vendrá ninguna visita. ¿A qué te rom-pes las manos contra esa caoba carcomida y esepino apolillado que no sirve ya para nada?Tampoco viene al caso la deslumbradora blan-cura de esas cortinas desgarradas, y de esosmanteles, sobre los cuales, por desgracia, nochorreará la grasa de ningún pavo asado.

Yo me reía, y hasta aparentaba burlarme deella; pero entretanto una secreta satisfacciónensanchaba mi pecho al considerar las eminen-tes cualidades de la que había elegido paracompañera de mi existencia. Un día, despuésde hablar de estas cosas, subí a visitar al Sr.Nomdedeu y encontrele sumamente inquieto allado de su hija, que seguía leyendo el Quijote.

-Andrés -me dijo dulcificando su fisonomíapara disimular con los ojos lo que expresaban

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las palabras- principian a faltar víveres de unmodo alarmante, y los franceses no dejan entraren la plaza ni una libra de habichuelas. Yo es-toy decidido a comprar todo lo que haya, acualquier precio, para que mi hija no carezca denada; pero si llegan a faltar los alimentos enabsoluto ¿qué haré?, he reunido bastantes aves;pero dentro de un par de semanas se me con-cluirán. Las pobres están tan flacas que dalástima verlas. Amigo, ya sabes que desde hoyempezamos a comer carne de caballo. ¡Bonitoporvenir! Álvarez dice que no se rendirá, y hapuesto un bando amenazando con la muerte alque hable de capitulación. Yo tampoco quieroque nos rindamos... de ninguna manera; pero¿y mi hija? ¿Cómo es posible que su naturalezaresista los apuros de un bloqueo riguroso?¿Cómo puede vivir sin alimento sano y nutriti-vo?

La enferma arrojó el libro sobre la mesa, y alruido del golpe volviose el padre, en cuya fiso-

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nomía vi mudarse con la mayor presteza laexpresión dolorosa en afectada alegría.

En aquel momento trajo la señora Sumta lacomida de la señorita, y esta, como viese unpan negro y duro, lo apartó de sí con ademándesagradable.

El padre hizo esfuerzos por reírse, y al puntoescribió lo siguiente:

-¡Qué tonta eres! Este pan no es peor que elde los demás días, sino mucho mejor. Es negroporque he mandado al panadero que lo amasa-se con una medicina que le envié y que te harámuchísimo provecho.

Mientras ella leía, él trinchaba un medio po-llo, mejor dicho un medio esqueleto de pollo,sobre cuya descarnada osamenta se estiraba unpellejo amarillo.

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-No sé cómo la convenceré de que tiene de-lante un bocado apetitoso -me dijo con dolorprofundo, pero cuidando de conservar la sonri-sa en los labios-. ¡Dios mío, no me desampares!

La señora Sumta que estaba detrás del sillónde la enferma, dijo a su amo:

-Señor, yo no quería decirlo; pero ello espreciso: de las cinco gallinas que quedaban sehan muerto tres, y dos están enfermas.

-¿Es posible? ¡La Santa Virgen nos ayude!-exclamó el doctor, chupando los huesos delpollo para animar a su hija a que imitara tanmeritoria abnegación-. ¡Con que se han muerto!Ya lo esperaba. Dicen que todas las aves delpueblo se están muriendo. ¿Ha ido usted a laplaza de las Coles a ver si hay alguna gallinafresca y gorda?

-No hay más que alambres, y algunos lechu-zos que dan asco.

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-¡Dios me tenga de su mano! ¿Qué vamos ahacer?

Y diciendo esto chupaba y rechupaba unhueso, saboreándolo luego con visajes de satis-facción, para ponderar de este modo a los ojosde la enferma la excelencia de aquella vianda.Pero Josefina, después de probar el seco animal,apartó el plato de sí con repugnancia. D. Pablo,sin detenerse a escribir, porque en su azora-miento y ansiedad faltábale la paciencia pararecurrir a tan tardo medio, exclamó a gritos:

-¿Qué, no lo quieres? Pues está exquisito, de-licioso. Algo flaco; pero ahora se usan los pollosflacos. Así lo prescribe la higiene, y los buenoscocineros jamás te ponen en el puchero un avemedianamente entrada en carnes.

Pero Josefina no oía, como era de esperar, ycerrando los ojos con desaliento, pareció másdispuesta a dormir que a comer. En tanto D.Pablo levantábase, y paseando por el cuarto,

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cruzadas las manos y con expresión de terroren los ojos, no se cuidaba de disimular su de-sesperación.

-Andrés -me dijo- es preciso que me ayudesa buscar algo que dar a mi hija. Gallinas, patos,palomas; ¿se han concluido ya las aves de co-rral en Gerona?

-Todo se ha concluido -afirmó la señoraSumta con oficiosidad-. Esta mañana, cuandofui a la formación (pues yo pertenezco a la se-gunda compañía del batallón de Santa Bárbara)todos los militares se quejaban de la escasez decarnes, y la coronela doña Luisa dijo que pron-to sería preciso comer ratones.

-¡Vaya usted al demonio con sus batallones ysus coronelas! ¡Comer animales inmundos! No,mi pobre enferma no carecerá de alimento sa-no. A ver: busquen por ahí... pagaré una gallinaa peso de oro.

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Luego volviéndose a mí, me dijo:

-Cuentan que se espera un convoy de víve-res en Gerona, traído por el general Blake. ¿Hasoído tú algo de esto? A mí me lo dijo el mismointendente D. Carlos Beramendi, aunque tam-bién se manifestó que dudaba pudiera llegarfelizmente aquí. Parece que están en Olot condos mil acémilas, y todo se ha combinado paraque salga de aquí D. Blas de Fournás con algu-na fuerza, con objeto de distraer a los franceses.¡Oh!, si esto ocurriera pronto y nos llegara hari-na fresca y alguna carne... Si no, dudo que nosescapemos de una horrorosa epidemia, porquelos malos alimentos traen consigo mil dolenciasque se agravan y se comunican con la insalu-bridad de un recinto estrecho y lleno de in-mundicias. ¡Dios mío! Yo no quiero nada paramí; me contentaré con tomar en la calle un hue-so crudo de los que se arrojan a los perros, yroerlo; pero que no falte a mi inocente y des-graciada enfermita un pedazo de pan de trigo y

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una hila de carne... Andrés ¡si vieras qué malosratos paso en el hospital! El gobernador hamandado que los mejores víveres que quedanse destinen a los soldados y oficiales heridos, locual me parece muy bien dispuesto, porqueellos lo merecen todo. Esta mañana estaba re-partiéndoles la comida. ¡Si vieras qué perniles,qué alones, qué pechugas había allí! Tuve in-tenciones de escurrir bonitamente una manopor entre los platos y pescar un muslo de galli-na, para metérmelo con disimulo en el bolsillode la chupa y traérselo a mi hija. Estuve lu-chando un largo rato entre el afán que me do-minaba y mi conciencia, y al fin, elevando elpensamiento y diciendo: «Señor, perdóname loque voy hacer», me decidí a cometer el hurto.Alargué los dedos temblorosos, toqué el plato,y al sentir el contacto de la carne, la concienciame dio un fuerte grito y aparté la mano; pero seme representó el estado lastimoso de mi niña yvolví a las andadas. Ya tenía entre las garras elmuslo, cuando un oficial herido me vio. Al

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punto sentí que la sangre se me subía a la cara,y solté la presa diciendo: «Señor oficial, noqueda duda que esa carne es excelente y que lapueden ustedes comer sin escrúpulo...». Mevine a casa con la conciencia tranquila pero conlas manos vacías. Y hablando de otra cosa,amigo Andrés, dicen que al fin se tendrá querendir Monjuich.

-Así parece, Sr. D. Pablo. El gobernador haofrecido premios y grados a los seiscientoshombres de D. Guillermo Nash; pero con todo,parece que no pueden resistir más tiempo. Losque hay dentro del castillo ya no son hombres,pues ninguno ha quedado entero, y si se sostie-nen una semana, es preciso creer que San Nar-ciso hace hoy un milagro más prodigioso que elde las moscas, ocurrido seiscientos años ha.

-Esta mañana me dijeron que los del castillono están ya para fiestas; pero que el gobernadorSr. Álvarez les manda resistir y más resistir,como si fueran de hierro los pobres hombres.

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Diez y nueve baterías han levantado los france-ses contra aquella fortaleza... con que figúrate elsin número de confites que habrán llovido so-bre la gente de D. Guillermo Nash.

-No necesito figurármelo, Sr. D. Pablo-repuso- que todo eso lo tengo más que visto,pues la torre Gironella donde yo estoy, no tieneninguna varita de virtudes para impedir quelas bombas caigan sobre ella.

La enferma, levantándose de su asiento sinser sentida, se acercó a nosotros.

-Hija mía - le dijo Nomdedeu con sorpresa ycariño a pesar de la certeza de no ser oído- tudisposición a andar me prueba que estás mu-cho mejor. Unos cuantos paseos por las afuerasde la ciudad te pondrían como nueva. ¡Ay,Andrés! -añadió dirigiéndose a mí-, daría diezaños de mi vida por poder dar diez paseos conmi hija por el camino de Salt. Por espacio demuchos meses ha permanecido en una postra-

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ción lastimosa, y ahora su naturaleza, sintién-dose renacer, busca el movimiento y quieresacudir la mortal somnolencia.

Josefina recorría la habitación con paso lige-ro, y sus mejillas se tiñeron de levísimo carmín.

-¡Oh, qué alegría! - exclamó D. Pablo-. Entodo un año no has andado tanto como en estostres minutos. Mira, Andrés, cómo se le coloreael semblante. La sangre circula, los miembrosadquieren soltura y brío, la apagada pupilabrilla con nuevo ardor, y una respiración ca-denciosa y enérgica sale del oprimido pecho.

Diciendo esto mi amigo abrazó y besó a suhija con entusiasmo.

-Aquí tienes, insigne Marijuán -prosiguiócon júbilo- el resultado de mi sistema. Todosdecían: «El Sr. D. Pablo Nomdedeu, que es tanbuen médico, no curará a su hija». Y yo digo:«Sí, majaderos, el Sr. D. Pablo Nomdedeu, que

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es un mal médico, curará a su hija». Mi hija estámejor, mi hija está buena y con unos cuantosmeses de temporada en Castellà...

La enferma, en efecto, manifestaba algunaanimación. Al ver las demostraciones de supadre hizo y repitió enérgicos signos que noentendí. La falta de oído habíale quitado elhábito de expresarse por la palabra, adquirien-do con esto insensiblemente la rápida movili-dad facial y manual de los sordo-mudos. Sóloen casos de apuro y cuando no era comprendi-da, recurría instintivamente a poner en acciónla lengua, exprimiendo las ideas con cierta os-curidad y siempre con rapidez y escasa armon-ía.

-Quiero vestirme -dijo agitando el guarda-piés.

-¿Para qué, hija mía?

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-¿No vamos esta tarde a Castellà? En el patiodos caballos... los he visto.

Nomdedeu hizo con la cabeza dolorosossignos negativos.

-Esos caballos -me dijo- son el mío y el delvecino D. Marcos, que van al matadero.

Josefina corrió a la ventana que daba al pa-tio, volviendo luego a nuestro lado.

-Quiero salir... calle -exclamó con vehemen-cia.

-Hija mía -dijo D. Pablo, asociando los sig-nos a las palabras- ya sabes que ha llovido.Están los pisos llenos de fango. No te sentarábien. Toma mi brazo y demos unos cuantospaseos, de la sala a la cocina y de la cocina a lasala.

Josefina mostró inmenso fastidio, y miró a lacalle con desconsuelo.

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-Aquí tienes un gran compromiso -me dijo eldoctor, tirándose de un mechón de cabellos.

Josefina mirando afuera al través de los vi-drios, exclamó:

-¡Qué precioso... el cielo!

-Es verdad -repuso el padre-. Pero... más va-le que te sientes en tu silloncito. ¿Por qué notomas alguna cosa? Mira... uno de estos bolli-tos.

Josefina corrió a su asiento y dejose caer enél, apartando con repugnancia las golosinasque le ofrecía su padre. Luego movió la cabezaa un lado y otro cerrando los ojos, y pronun-ciando estas palabras que caían sobre el co-razón del padre como bombas en plaza sitiada.

-¡Guerra en Gerona!... ¡Otra vez guerra enGerona!

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Nomdedeu, sin atreverse a contradecirlahabíase sentado junto a ella, y con la cabezaentre las manos lloraba como un chiquillo.

-VI-A los dos días de acontecido esto, se rindió

Monjuich. ¿Qué podían hacer aquellos cuatro-cientos hombres que habían sido novecientos yque caminaban a no ser ninguno? El 12 deAgosto la guarnición del castillo se componíade unos trescientos o cuatrocientos hombres,sin piernas los unos, sin brazos los otros. Mon-juich era un montón de muertos, y lo más rarodel caso es que Álvarez se empeñaba en queaún podía defenderse. Quería que todos fuesencomo él, es decir, un hombre para atacar y unaestatua para sufrir; mas no podía ser así, por-que de la pasta de D. Mariano Dios había hecho

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a D. Mariano, y después dijo: «basta, ya noharemos más».

Se rindió el castillo, después de clavar lospocos cañones que quedaron útiles, y por latarde de aquel día vimos desfilar a la que habíasido guarnición, marchando la mayor parte alhospital. Todos quisimos ver a Luciano Aució,el tambor que después de haber perdido unapierna entera y verdadera, siguió mucho tiem-po señalando con redobles la salida de lasbombas; pero Luciano Aució había muerto sa-cudiendo el parche mientras tuvo los brazospegados al cuerpo. Daba lástima ver a aquellagente, y yo le dije a Siseta que había ido con lostres chicos a la plaza de San Pedro: -Como estosmedios hombres estaré yo dentro de poco, Sise-ta, porque ya que acabaron con Monjuich, aho-ra la van a emprender con la torre Gironella,cuyas murallas no se han caído ya... por punto.

Los franceses no esperaron al día siguientepara combatir la ciudad, que se les venía a la

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mano, una vez que tenían la gran fortaleza, ydesde la misma noche empezaron a levantarbaterías por todos lados. Tanta prisa se dieronque en pocos días alcanzamos a ver muchísi-mas bocas de fuego por arriba, por abajo, por lamontaña y por el llano, contra la muralla deSan Cristóbal y puerta de Francia. El goberna-dor, que harto conocía la flaqueza de aquellasmurallas de mazapán, dispuso que se ejecuta-ran obras como las de Zaragoza, cortaduras portodos lados, parapetos, zanjas y espaldones detierra en los puntos más débiles.

Las mujeres y los ancianos trabajaron en es-to, y yo me llevé a la plaza de San Pedro a mistres chiquillos, que metían mucho ruido sinhacer nada. Por la noche regresaron a su casa,completamente perdidos de suciedad y con losvestidos hechos jirones.

-Aquí te traigo estos tres caballeros -dije aSiseta- para que los repases.

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Ella se enojó, viéndoles tan derrotados, yquiso pegarles; pero yo la contuve diciendo:

-Si han ido al trabajo, fue porque así lo or-denó el gobernador D. Mariano Álvarez deCastro. Son los tres muy buenos patriotas, y sino es por ellos, creo que no se hubiera acabadohoy la cortadura que cierra el paso de la callede la Barca. ¿Ves? Esa arroba de fango que tieneGasparó en la cabeza, es porque quiso metertambién sus manos en harina, y subiendo alparapeto, rodó después hasta el fondo de lazanja, de donde le sacaron con una azada.

Siseta al oír esto, empezó a solfearle en ciertaparte, encareciéndole con enérgicas palabras laconveniencia de que no tomase parte en lasobras de fortificación.

-¿Ves este verdugón que tiene Manalet en elcarrillo y en la sien derecha? -proseguí librandoa Gasparó de las justicias de su hermana-. Puesfue porque se acercó demasiado al gobernador

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cuando este iba con el intendente y toda la pla-na mayor a examinar las obras. Estas criaturi-tas, no contentas con verle de cerca, se metíanen el corrillo, enredándose entre las piernas deD. Mariano en términos que no le dejaban an-dar. Un ayudante las espantaba; pero volvíancomo las moscas de San Narciso, hasta que alfin, cansados del juego, los oficiales empezarona repartir bofetones, y uno de ellos le cayó en lacara a tu hermano Manalet.

-¡Ay, qué chicos estos! -exclamó Siseta-. To-dos desean que se acabe el sitio para poder vi-vir, y yo quiero que se acabe para que hayaescuela.

Entre tanto los tres patriotas volvían a todaspartes sus ardientes ojos, en cuya pupila res-plandecía el rayo de una vigorosa y exigentevida; miraban a su hermana y me miraban a mí,atendiendo principalmente a los movimientosde mis manos, por ver si me las llevaba a losbolsillos.

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-Siseta -dije- ¿no hay nada que comer? Miraque estos tres capitanes generales me quierentragar con los ojos. Y verdaderamente, cómohan de servir a la patria, si no se les pone algúnpeso en el cuerpo.

-No hay nada -dijo la muchacha suspirandotristemente-. Se ha concluido lo que tú trajistela semana pasada, y hace dos días que la señoraSumta no me da la más mínima hora, porqueparece que arriba faltan también las provisio-nes. ¿Nos traes algo esta noche?

Por única respuesta, fijé la vista en el suelo,y durante largo rato guardamos todos profun-do silencio, sin atrevernos a mirarnos. Yo nollevaba nada.

-Siseta -dije al fin-. La verdad, hoy no hetraído cosa alguna. Sabes que no nos dan másque media ración, y yo había tomado adelanta-das dos o tres diciendo que eran para un en-fermo. Esta mañana me dio un compañero un

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pedazo de pan y... ¿para qué negártelo?... teníatanta hambre que me lo comí.

Felizmente para todos, bajó la señora Sumtatrayendo algunos mendrugos de pan y otrosrestos de comida.

-VII-Así pasaban muchos días, y a los males oca-

sionados por el sitio, se unió el rigor de la calo-rosa estación para hacernos más penosa la vida.Ocupados todos en la defensa, nadie se cuidabade los inmundos albañales que se formaban enlas calles, ni de los escombros, entre cuyas pie-dras yacían olvidados cadáveres de hombres yanimales; ni por lo general, la creciente escasezde víveres preocupaba los ánimos más que enel momento presente. Todos los días se espera-ba el anhelado socorro y el socorro no venía.Llegaban, sí, algunos hombres, que de noche y

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con grandes dificultades se escurrían dentro dela plaza; pero ningún convoy de vituallas apa-reció en todo el mes de agosto. ¡Qué mes, SantoDios! Nuestra vida giraba sobre un eje cuyosdos polos eran batirse y no comer. En las mura-llas era preciso estar constantemente haciendofuego, porque siendo escasa la guarnición, nohabía lugar a relevos, además de que el gober-nador, como enemigo del descanso, no nos de-jaba descabezar un mal sueño. Allí no dormíansino los muertos.

Este continuado trabajo hizo que duranteaquel mes aciago estuviese hasta ocho días sinver a mis queridos niños y a Siseta, los cualesme juzgaron muerto. Cuando al fin los vi, casiles fue difícil reconocerme en el primer instan-te; tal era mi extenuación y decaimiento a causade las grandes vigilias, del hambre y el conti-nuo bregar.

-Siseta -le dije abrazándola- todavía estoyvivo aunque no lo parezca. Cuando recuerdo el

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enorme número de compañeros míos que hancaído para no volverse a levantar, me pareceque mi pobre cuerpo está también entre lossuyos, y que esto que va conmigo es una fan-tasma que dará miedo a la gente. ¿Cómo va poraquí de alimentos?

-Con el dinero que me quedaba de lo que túme diste hemos comprado alguna carne de ca-ballo. De arriba nos envían algo, porque la se-ñorita enferma no quiere comer de estos platosque ahora se usan. El Sr. Nomdedeu parará enloco, según yo veo, y ayer estuvo aquí todo eldía rellenando de paja dos pieles de gallina, conlo cual hace creer a su hija que ha recibido avesfrescas de la plaza. Después le da carne de ca-ballo, y echándole discursos escritos le hacecomer unas tajaditas. La señora Sumta salióayer con su fusil y volvió diciendo que habíamatado no sé cuántos franceses. Los tres chicosno me han dejado respirar en estos ocho días.¿Querrás creer que ayer se subieron al tejado de

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la catedral, donde están los dos cañones quemandó poner el gobernador? Yo no sé pordónde subieron, mas creo que fue por los te-chos del claustro. Lo que no creerás es que Ma-nalet vino ayer muy orgulloso porque le habíarozado una bala el brazo derecho, haciéndoleuna regular herida, por lo cual traía un papelpegado con saliva encima de la rozadura. Ba-doret cojea de un pie. Yo quiero detener al pe-queño; pero siempre se escapa, marchándosecon sus hermanos, y ayer trajo un pedazo debomba como media taza, llena de granos dearroz que recogió en medio del arroyo... Y tú¿qué has oído? ¿Es cierto que vienen socorrospor la parte de Olot? El señor Nomdedeu nopiensa más que en esto, y por las noches cuan-do siente algún ruido en las calles, se levanta yasomándose por el ventanillo del patio, dice:«Vecinita, esa gente que pasa me parece que hahablado de socorro».

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-Lo que yo te puedo decir, Siseta, es que estanoche a la madrugada sale alguna tropa deaquí por la ermita de los Ángeles, y se dice queva a entretener a los franceses por un ladomientras el convoy entra por otro.

-Dios quiera que salga bien.

Esto decíamos, cuanto se sintió fuerte ruidode voces en la calle. Abrí al punto la puerta, yno tardé en encontrar algunos compañeros, quealojados en las casas inmediatas salieron al oírel estruendo de carreras y voces. La señoraSumta se presentó también a mi vista, fusil alhombro, y con rostro tan placentero cual si vi-niese de una fiesta.

-Ya tenemos ahí los socorros -dijo la matro-na, descansando en tierra el fusil con marcialabandono.

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Al punto apareció en la ventana alta el bustodel Sr. Nomdedeu, quien sin poder contener sualegría gritaba:

-¡Ya ha llegado el socorro! ¡Albricias, pueblogerundense! Señora Sumta, suba usted a infor-marme de todo. ¿Pero ha entrado ya el convoy?Traiga usted inmediatamente todo lo que en-cuentre a cualquier precio que lo vendan.

Un soldado, amigo y compañero mío, nosdijo:

-Todavía no ha entrado el convoy en la pla-za, ni sabemos cuándo ni por dónde entrará.

-Lo cierto es que hacia el lado de Bruñolas sesiente un vivo fuego, y es que por allí don En-rique O'Donnell se está batiendo con los france-ses.

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-También se oye tiroteo por los Ángeles,donde dicen que está Llauder. El convoy en-trará por el Mercadal, si no me engaño.

-Señora Sumta -dijo D. Pablo desde la ven-tana- suba usted a acompañar a mi hija mien-tras yo voy a enterarme de lo que ocurre; perodeje usted fuera esos arreos militares y póngaseel delantal y la escofieta. Entre tanto, enciendael fuego, ponga agua en los pucheros, que siusted va por los víveres yo mondaré luego lasseis patatas que compré hoy y haré todo lo de-más que sea preciso en la cocina.

Estas conferencias no se prolongaron muchotiempo, porque tocaron llamada y corrimos a lamuralla, donde tuvimos la indecible satisfac-ción de oír el vivo fuego de los franceses, ata-cados de improviso a retaguardia por las tropasde O'Donnell y de Llauder. Para ayudar a losque venían a socorrernos se dispararon todaslas piezas, se hizo un vivo fuego de fusileríadesde todas las murallas, y por diversos puntos

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salimos a hostigar a los sitiadores, facilitandoasí la entrada del convoy. Por último, mientrashacia Bruñolas se empeñaba un recio combateen que los franceses llevaron la peor parte, porSalt penetraron rápidamente dos mil acémilas,custodiadas por cuatro mil hombres a las órde-nes del general don Jaime García Conde.

¡Qué inmensa alegría! ¡Qué frenesí produjoen los habitantes de Gerona la llegada del soco-rro! Todo el pueblo salió a la calle al rayar el díapara ver las mulas, y si hubieran sido seres in-teligentes aquellos cuadrúpedos, no se leshabría recibido con más cariñosas demostra-ciones, ni con tan generosa salva de aplausos yvítores. Al pasar por la calle de Cort-Real, yaentrado el día, encontré a Siseta, a los tres chi-cos y a D. Pablo Nomdedeu, y todos nos abra-zamos, comunicándonos nuestro gozo más congestos que con palabras.

-Gerona se ha salvado -decíamos.

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-Ahora que aprieten los cerdos el cerco-exclamó D. Pablo-. ¡Dos mil acémilas! Tenemosvíveres para un año.

-Bien decía yo -añadió Siseta- que por algu-na parte había de venir.

Aquel día y los siguientes reinó en la plazagran satisfacción, y hasta nos hostilizaron flo-jamente los franceses, porque detuviéronsealgunos días en ocupar las posiciones quehabían abandonado a causa de la jugarreta quese les hizo. En cuanto a los auxilios, pasada laimpresión del primer instante, todos caímos enla cuenta de que los mismos que nos los habíantraído nos los quitarían, porque reforzada laguarnición con los cuatro mil hombres de Con-de, estos nos ayudaban a consumir los víveres.¡Funesto dilema de todas las plazas sitiadas!Pocas bocas para comer dan pocos brazos parapelear. Muchos brazos traen muchas bocas, demodo que si somos pocos nos vence el arteenemigo; si muchos nos vence el hambre. Sobre

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esta contradicción se funda verdaderamentetodo el arte militar de los sitios.

Así lo decía yo a D. Pablo pocos días des-pués de la llegada de las dos mil acémilas,anunciándole que bien pronto nos quedaríamosotra vez en ayunas, a lo cual me contestó:

-Yo he hecho grandes provisiones. Pero si elsitio se prolonga mucho, también se me con-cluirán. Ahora, según dicen, Álvarez tiene pro-yectado hacer un gran esfuerzo para quitarnosde encima esa canalla. Ya sabes que a fuerza decañonazos han abierto brecha en Santa Lucía,en Alemanes y en San Cristóbal. De un día aotro intentarán el asalto. ¿Se podrá resistir,Andrés? Yo iré a la brecha como todos; pero¿qué podremos hacer nosotros, infelices paisa-nos, contra las embestidas de tan fiero enemi-go?

Desde aquellos días hasta el 15 de Septiem-bre en que D. Mariano dispuso una salida atre-

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vidísima, no se habló más que de los preparati-vos para el gran esfuerzo, y los frailes, las muje-res y hasta los chicos hablaban de las hazañasque pensaban realizar, peligros que soportar ydificultades que acometer, con tan febril inquie-tud y novelería, como si aguardasen una fiesta.Yo le dije a Siseta que era preciso se dispusieraa tomar parte con las de su sexo en la gran fun-ción; pero ella, que siempre se negó a calzar elcoturno de las acciones heroicas, me contestócon risas y bromas que no servía para el caso,pero que si por fuerza la llevaban a la batalla,haría la prueba de matar algún francés con lastenazas de la herrería.

La salida del 15 no dio otro resultado queenvalentonar a los señores cerdos, los cuales,deseosos de poner fin al cerco, tomando la ciu-dad, se nos echaron encima el día 19, asaltandola muralla por distintos puntos con cuatro fuer-tes columnas de a dos mil hombres. En Geronafueron tan grandes aquella mañana el entu-

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siasmo y la ansiedad, que hasta se olvidó aque-lla gente de que nuevamente nos faltaba unpedazo de pan que llevar a la boca.

Los soldados conservaban su actitud serenae imperturbable; pero en los paisanos se ad-vertía una alucinación, una al modo de embria-guez, que no era natural antes del triunfo. Losfrailes, echándose en grupos fuera de sus con-ventos, iban a pedir que se les señalase el pues-to de mayor peligro: los señores graves de laciudad, entre los cuales los había que databandel segundo tercio del siglo anterior, tambiéndiscurrían de aquí para allí con sus escopetasde caza, y revelaban en sus animados semblan-tes la presuntuosa creencia de que ellos lo ibana hacer todo. Menos bulliciosos y más razona-bles que estos, los individuos de la Cruzadagerundense hacían todo lo posible para imitaren su reposada ecuanimidad a la tropa. Lasdamas del batallón de Santa Bárbara no se da-ban punto de reposo, anhelando probar con sus

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incansables idas y venidas que eran el alma dela defensa; los chicos gritaban mucho, creyendoque de este modo se parecían a los hombres, ylos viejos, muy viejos, que fueran eliminados dela defensa por el gobernador, movían la cabezacon incrédula y desdeñosa expresión, dando aentender que nada podría hacerse sin ellos.

Las monjas abrían de par en par las puertasde sus conventos, rompiendo a un tiempo rejasy votos, y disponían para recoger a los heridossus virginales celdas, jamás holladas por plantade varón, y algunas salían en falanges a la calle,presentándose al gobernador para ofrecerle susservicios, una vez que el interés nacional habíaalterado pasajeramente los rigores del santoinstituto. Dentro de las iglesias ardían mil velasdelante de mil santos; pero no había oficios deninguna clase, porque los sacerdotes, lo mismoque los sacristanes, estaban en la muralla. Todala vida, en suma, desde lo religioso hasta lodoméstico, estaba alterada, y la ciudad no era la

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ciudad de otros días. Ninguna cocina humeaba,ningún molino molía, ningún taller funcionaba,y la interrupción de lo ordinario era completaen toda la línea social, desde lo más alto a lomás bajo.

Lo extraño era que no hubiera confusión enaquel desbordamiento espontáneo del civismogerundense; pues tan grande como este era lasubordinación. Verdad es que D. Mariano sabíaestablecerla rigurosísima, y no permitía desma-nes ni atropellos de ninguna clase, siendo in-exorablemente enérgico contra todo aquel quesacara el pie fuera del puesto que se le habíamarcado.

Las campanas tocaban a somatén, ocupán-dose en el servicio los chicos del pueblo, porausencia de los campaneros, y el cañón francésempezó desde muy temprano a ensordecer elaire. Los tambores recorrían las calles, repican-do su belicosa música, y los resplandores de losfuegos parabólicos comenzaron a cruzar el cie-

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lo. Todo estaba perfectamente organizado, ycada uno fue derecho a su sitio, no necesitandopreguntar a nadie cuál era. Sin que sus habitan-tes salieran de ella, la ciudad quedó abandona-da, quiero decir que ninguno se cuidaba de lacasa que ardía, del techo desplomado, de loshogares a cada instante destruidos por el horri-ble bombardeo. Las madres llevaban consigo alos niños de pecho, dejándoles al abrigo de unatapia, o de un montón de escombros, mientrasdesempeñaban la comisión que el instituto deSanta Bárbara les encomendara. Menos aque-llas en que había algún enfermo, todas las casasestaban desiertas, y muebles y colchones, tra-pos y calderos en revuelto hacinamiento obs-truían las plazas del Aceite y del Vino.

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-VIII-Yo estaba en Santa Lucía, donde había mu-

cha tropa y paisanos. Allí me encontré a D. Pa-blo Nomdedeu, que me dijo:

-Andrés, mis funciones de médico y mi de-ber de patriota me obligan a apartarme hoy demi hija. Mucho he sermoneado a la señoraSumta para que se quedara en casa: pero esemarimacho me amenazó con denunciarme algobernador como patriota tibio si persistía enapartarla de la senda de gloria por la cual lallevan los acontecimientos. Mírala; ahí está en-tre aquellos artilleros, y será capaz de servirsola el cañón de a 12 si la dejan. La buena Sisetase ha quedado acompañando a mi querida en-fermita. Ya le he dicho que le haré un buen re-galo si consigue entretener a la niña, de modoque esta no comprenda nada de lo que pasa. Escosa difícil; pero como no oye ni los cañona-zos... He clavado todas las ventanas para que

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no se asome, y dejando cerrada a la luz solar lahabitación, he encendido el candil, haciéndolecreer que hay una fuerte tempestad de truenosy rayos. Como no caiga una bomba allí mismoo en las inmediaciones, es probable que nadacomprenda, engañada por el profundo y salu-dable silencio en que yace su cerebro. ¡Diosmío, aparta de mí las tribulaciones y libra mihogar del fuego enemigo! ¡Si me has de quitarel único consuelo que tengo en la tierra, daleuna muerte tranquila y no conturbes su últimoinstante con la cruel agonía del espanto! ¡Si hade ir al cielo, que vaya sin conocer el infierno, yque este ángel no vea demonios junto a sí en elmomento de su muerte!

La señora Sumta, empujando a un lado yotro con sus membrudos brazos, llegó a noso-tros, hablando así a su amo:

-¿Qué hace ahí, señor mío, como un domin-guillo? ¿Pero no tiene fusil, ni escopeta, ni pis-tolas, ni sable? Ya... no lleva más que la herra-

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mienta para cortar brazos y piernas al que lohaya menester.

-Médico soy, y no soldado -repuso don Pa-blo-: mis arreos son las vendas y el ungüento,mis armas el bisturí, y mi única gloria la dedejar cojos a los que debían ser cadáveres. Perosi preciso fuere, venga un fusil, que curaré es-pañoles con una mano y mataré franceses conla otra.

Teníamos por jefe en Santa Lucía a uno delos hombres más bravos de esta guerra, un ir-landés llamado D. Rodulfo Marshall, que habíavenido a España sin que nadie lo trajese y sólopor gusto de defender nuestra santa causa.Aventurero o no, Marshall por lo valiente debíahaber sido español. Era rozagante, corpulento,de semblante festivo y mirar encendido, algosemejante al de D. Juan Coupigny que vimos enBailén. Hablaba mal nuestra lengua; pero aun-que alguna de sus palabrotas nos causaban risa,decíalas con la suficiente claridad para ser en-

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tendidas, y nada importaba que destrozara elcastellano con tal que destrozase también a losfranceses, como lo hizo en varias ocasiones.

Había que ver el empuje de aquellas colum-nas de cerdos, señores. No parecían sino loboshambrientos, cuyo objeto no era vencernos,sino comernos. Se arrojaban ciegos sobre labrecha, y allí de nosotros para taparla. Dos ve-ces entraron por ella dispuestos a echarnos dela cortina; pero Dios quiso que nosotros lesechásemos a ellos. ¿Por qué? ¿De qué modo?Esto es lo que no sabré contestar a ustedes sime lo preguntan. Sólo sé que a nosotros no senos importaba nada morir, y con esto tal vezestá dicho todo. D. Mariano se presentó allí, yno crean ustedes que nos arengó hablándonosde la gloria y de la causa nacional, del rey y dela religión. Nada de eso. Púsose en primeralínea, descargando sablazos contra los que in-tentaban subir, y al mismo tiempo nos decía:«Las tropas que están detrás tienen orden de

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hacer fuego contra las que están delante, si es-tas retroceden un solo paso». Su semblante ce-ñudo nos causaba más terror que todo el ejérci-to enemigo. Como algún jefe le dijera que no seacercase tanto al peligro, respondió: «Ocúpeseusted de cumplir su deber, y no se cuide tantode mí. Yo estaré donde convenga».

Marchose después a otro punto, donde creíahacer falta, y sin él nos aturdimos de nuevo.Aquel hombre traía consigo una luz milagrosa,que nos permitía ver mejor el sitio y medirnuestros movimientos y los de los franceses,para que estos no pudieran echársenos encima.Los soldados enemigos morían como moscas alpie de la brecha; pero de los nuestros caíantambién por docenas. Recuerdo que un compa-ñero mío muy amado fue herido en el pecho ycayó junto a mí en uno de los momentos demayor apuro, de más vivo fuego, de verdaderaangustia y cuando un ligero esfuerzo de más ode menos por una parte u otra habría decidido

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si la muralla quedaba por Francia o por España.El desgraciado muchacho quiso levantarse,pero inútilmente. Dos monjas se acercaron,despreciando el fuego, y lo apartaron de allí.

Pero la pérdida más sensible fue la del jefedon Rodulfo Marshall. Tengo la gloria dehaberle recogido en mis brazos en el mismoboquete de la brecha, y no se me olvidará loque dijo poco después, tendido en la calle en elmomento de expirar: «Muero contento por cau-sa tan justa y por nación tan brava».

Cuando esto pasó, ya los franceses indicabanhaber desistido de entrar en la ciudad poraquella parte. Y hacían bien, porque estábamoscada vez más decididos a no dejarles entrar. Sia tiros no lográbamos contenerlos, los acu-chillábamos sin compasión; y como esto nobastara, aún teníamos a la mano las mismaspiedras de la muralla para arrojarlas sobre suscabezas. Esta era un arma que manejaban lasmujeres con mucho denuedo, y desde los con-

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tornos llovían guijarros de medio quintal sobrelos sitiadores. Cuando la función en la murallade Santa Lucía terminaba, no nos veíamos unosa otros, porque el polvo y el humo formabandensa atmósfera en toda la ciudad y sus alre-dedores, y el ruido que producían las doscien-tas piezas de los franceses vomitando fuego pordiversos puntos, a ningún ruido de máquinasde la tierra ni de tempestades del cielo eracomparable. La muralla estaba llena de muer-tos que pisábamos inhumanamente al ir de unlado para otro, y entre ellos algunas mujeresheroicas expiraban confundidas con los solda-dos y patriotas. La señora Sumta estaba roncade tanto gritar, y D. Pablo Nomdedeu, que hab-ía arrojado muchas piedras, tenía los dedosmagullados; pero no por esto dejaba de cuidara los heridos, ayudándole muchas señoras, al-gunas monjas y dos o tres frailes, que no valíanpara cargar un arma.

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De pronto veo venir un chico que se meacerca haciendo cabriolas, saludándome desdelejos a gritos y esgrimiendo un palo en cuyapunta flotaba el último jirón de su barretina.Era Manalet.

-¿Dónde has estado? -le pregunté-. Corre atu casa, entérate de si tu hermana ha tenidonovedad, y dile que yo estoy sano y bueno.

-Yo no voy ahora a casa. Me vuelvo a SanCristóbal.

-¿Y qué tienes tú que hacer allí, en medio delfuego?

-La barretina tiene tres balazos -me dijo conel mayor orgullo, mostrándome el gorro hechotrizas-. Cuando se quedó así la tenía puesta enla cabeza. No creas que estaba en el palo,Andrés. Después la he puesto aquí para que lagente la viera toda llena de agujeros.

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-¿Y tus hermanos?

-Badoret ha estado en Alemanes, y ahora medijo que él solo había matado no sé cuántosmiles de franceses, tirándoles piedras. Yo esta-ba en San Cristóbal: un soldado me dijo que sele habían acabado las balas, y que le llevarahuesos de guinda, y le llevé más de veinte,Andrés.

-¿Y Gasparó?

-Gasparó anda siempre con mi hermano Ba-doret. También estuvo en Alemanes, y aunqueSiseta le quiso dejar encerrado en casa, él seescapó por la puerta de atrás. Ahora hemosestado juntos, buscando algo que comer enaquel montón de desperdicios que hay en lacalle del Lobo; pero no encontramos nada.¿Tienes algo, Andrés?

-Algo, ¿qué es eso? ¿Pues acaso queda algoque comer en Gerona? Aquí no se come más

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que humo de pólvora. ¿Has visto al goberna-dor?

-Ahora iba por ahí arriba. Parece como queva al Calvario. Nosotros bajábamos con otroschicos, y cuando le vimos, pusímonos en fila,gritando: «Viva Su Majestad el gobernador D.Mariano». ¡Pues querrás creer que no nos dijotanto así! Ni siquiera nos miró.

-¡Hombre, qué falta de cortesía! ¡No saludara gente tan respetable!

-Después Badoret se metió en las Capuchi-nas, porque estaba abierta la puerta. Andrés,¿sabes que allí hay un soldado muerto que tie-ne un tronco de col en la mano? Si me das li-cencia se lo quitaré.

-No se toca a los muertos, Manalet. Veremossi ahora que hemos destrozado a los franceses,nos dan alguna cosa.

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Infinidad de mujeres ocupábanse allí en reti-rar a los heridos, y también repartían a los sa-nos algunas raciones de pan negro y muy pocovino. Nosotros veíamos a los franceses, retirán-dose por el llano adelante, y no podíamos re-primir un sentimiento de ardiente orgullo alver el resultado tan colosal con tan pequeñosmedios. Parecía realmente un milagro que tanpocos hombres contra tantos y tan aguerridosnos defendiéramos detrás de murallas cuyaspiedras se arrancaban con las manos. Nosotrosnos caíamos de hambre, ellos no carecían denada; nosotros apenas podíamos manejar laartillería, ellos disparaban contra la plaza dos-cientas bocas de fuego. Pero ¡ay!, no tenían ellosun D. Mariano Álvarez que les ordenara morircon mandato ineludible, y cuya sola vista in-fundiera en el ánimo de la tropa un sentimientosingular que no sé cómo exprese, pues en élhabía además del valor y la abnegación, lo quepuede llamarse miedo a la cobardía, recelo deaparecer cobarde a los ojos de aquel extraordi-

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nario carácter. Nosotros decíamos que el yun-que y el martillo con que Dios forjó el corazónde D. Mariano no había servido después parahacer pieza alguna.

Manalet se separó de mí, y al poco rato le viaparecer con otros muchos chicos, todos des-calzos, sucios, harapientos y tiznados, entre loscuales venía su hermano Badoret, trayendo acuestas a Gasparó, cuyos brazos y piernas col-gaban sobre los hombros y por la cintura deaquel. Todos venían muy contentos, y espe-cialmente Badoret que repartía algunas guindasa sus compañeros.

-Toma, Andrés -me dijo el chico dándomeuna guinda-. Ya tienes para todo el día. Tomaesta otra y repártela entre tus compañeros, quetendrán un hambre... ¿Sabes cómo las he gana-do? Pues te contaré. Iba yo con Gasparó a cues-tas por la calle del Lobo, y vi abierta la puertadel convento de Capuchinas, que siempre estácerrada. Gasparó me pedía pan con chillidos y

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más chillidos, y yo le pegaba de coscorronespara que callara, diciéndole que si no callaba, selo contaría al señor gobernador. Pero cuando viabierta la puerta del convento, dije: «aquí ha dehaber algo», y me colé dentro. Metime en elpatio, entré después en la iglesia, pasé al coro;luego a un corredor largo donde había muchoscuartos chicos, y no vi a nadie. Registré todo,por si caía cualquier cosa; pero no encontré sinoalgunos cabos de vela y dos o tres madejas deseda, que estuve chupando a ver si daban algúnjugo. Ya me volvía a la calle, cuando sentídetrás de mí, pist, pist... pues... como llamán-dome. Miré y no vi nada. ¡Qué miedo, Andrés,qué miedo! Allá a lo último del corredor habíauna lámina grande, muy grande, donde estabapintado el diablo con un gran rabo verde. Penséque era el diablo quien me llamaba, y eché acorrer. Pero ¡ay de mí!, que no podía encontrarla salida, y todo era dar vueltas y más vueltasen aquel maldito corredor; y a todas estas pist,pist... Después oí que dijeron: -Muchacho, ven

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acá- y tanto miré por el techo y las paredes quealcancé a ver detrás de una reja una mano blan-ca, y una cara arrugada y petiseca. Ya no tuvemiedo, y fui allá. La monjita me dijo: -Ven, notemas, tengo que hablarte-. Yo me acerqué a lareja y le dije: -Señora, perdóneme usía; yo creíque era usted el demonio.

-Sería una pobre monja enferma que no pu-do salir con las demás.

-Eso mismo. La señora me dijo: -Muchacho,¿cómo has entrado aquí? Dios te manda paraque me hagas un gran servicio. La comunidadse ha marchado. Estoy enferma y baldada. Qui-sieron llevarme; pero se hizo tarde y aquí medejaron. Tengo mucho miedo. ¿Se ha quemadoya toda la ciudad? ¿Han entrado los franceses?Ahora quedándome medio dormida soñé quetodas las hermanas habían sido degolladas enel matadero, y que los franceses se las estabancomiendo. Muchacho, ¿te atreverás tú a ir aho-ra mismo al fuerte de Alemanes y dar esta es-

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quela a mi sobrino don Alonso Carrillo, capitándel regimiento de Ultonia? Si lo haces, te daréeste plato de guindas que ves aquí, y este me-dio pan...-. Aunque no me lo diera, lo habríahecho, encantimás... Cogí la esquela, ella medijo por dónde había de salir, y corrí a los Ale-manes. Gasparó chillaba más; pero yo le dije: -Si no callas te metemos dentro de un cañóncomo si fueras bala, disparamos, y vas a pararrodando a donde están los franceses, que tepondrán a cocer en una cacerola para comerte-.Llegué a Alemanes. ¡Qué fuego! Lo de aquí noes nada. Las balas de cañón andaban por allícomo cuando pasa una bandada de pájaros.¿Crees que yo les tenía miedo? ¡Quia! Gasparóseguía llorando y chillando; pero yo le enseña-ba las luces que despedían las bombas, le ense-ñaba las chispas de los fogonazos, y le decía:-¡Mira qué bonito! Ahora vamos nosotros adisparar también los cañones-. Un soldado medio una manotada, echándome para afuera, ycaí sobre un montón de muertos; pero me le-

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vanté y seguí palante. Entró el gobernador, ycogiendo una gran bandera negra que pareceun paño de ánimas, la estuvo moviendo en elaire, y luego les dijo que al que no fuera valien-te le mandaría ahorcar. ¿Qué tal? Yo me pusedelante y grité: -Está muy bien hecho-. Unossoldados me mandaron salir, y las mujeres quecuraban a los heridos se pusieron a insultarme,diciendo que por qué llevaba allí esta criatura...¡Qué fuego! Caían como moscas; uno ahora,otro en seguida... Los franceses querían entrar,pero no los dejamos.

-¿Tú también?

-Sí; las mujeres y los paisanos echaban pie-dras por la muralla abajo sobre los marranosque querían subir; yo solté a Gasparó, ponién-dolo encima de una caja donde estaba la pólvo-ra y las balas de los cañones, y también empecéa echar piedras. ¡Qué piedras! Una eché quepesaba lo menos siete quintales, y cogió a unfrancés, partiéndolo por mitad. Aquello tenía

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que ver. Los franceses eran muchos, y nadamás sino que querían subir. Vieras allí al go-bernador, Andresillo. D. Mariano y yo nosechamos pa delante... y nos pusimos a dondeestaba más apurada la gente. Yo no sé lo quehice, pero yo hice algo, Andrés. El humo no medejaba ver, ni el ruido me dejaba oír. ¡Qué tiros!En las mismas orejas, Andrés... Está uno sordo.¡Yo me puse a gritar llamándoles marranos,ladrones y diciendo que Napoleón era un acá yun allá! Puede que no me oyeran con el ruido;pero yo les puse de vuelta y media. Nada,Andrés, para no cansarte, allí estuve mientrasno se retiraron. El gobernador me dijo que es-taba satisfecho, no, a mí no me habló nada, se lodijo a los demás.

-¿Y la carta?

-Busqué al Sr. Carrillo. Yo le conocía; lo en-contré al fin cuando todo se acabó. Dile el pa-pel, y me dio un recado para la señora monja.Luego acordándome de Gasparó, fui a recoger-

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le donde le había dejado, pero no lo encontré.Todo se me volvía gritar: «¡Gasparó, Gasparó!»pero el niño no parecía. Por fin me lo veo deba-jo de una cureña, hecho un ovillo, con los pu-ños dentro de la boca, mirando afuera por entrelos palos de la rueda y con cada lagrimón...Echémele a cuestas y corrí a las Capuchinas.Pero aquí viene lo bueno, y fue que como yovenía pensando en batallas, y con la cabezallena de todo aquello que había visto, se meolvidó el recado que me dio el señor Carrillopara la monjita. Ella me reprendió, diciéndomeque yo había roto la carta y que la quería enga-ñar, por lo cual no pensaba darme el plato deguindas ni el pan ofrecidos. Se puso a gruñir yme llamó mal criado y bestia. Gasparó echabasangre del dedo de un pie y la monjita le lió untrapo; pero las guindas... nones. Por fin, amigoAndrés, todo se arregló porque vino el mismoSr. Carrillo, con lo cual la señora me dio lasguindas y el pan y eché a correr fuera del con-vento.

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-Lleva este chico a tu casa para que le cuidetu hermana -dije reparando que el pobre Gas-paró sangraba aún del pie.

-Después -me contestó-. He guardado algu-nas guindas para Siseta.

-Muchachos -gritó Manalet que se había ale-jado con sus compañeros y volvía a la carrera-por la calle de Ciudadanos va el gobernadorcon mucha gente, muchas banderas; delantevan las señoras cantando, y los frailes bailando,y el obispo riendo, y las monjas llorando. Va-mos allá.

Como se levanta y huye una bandada depájaros, así corrieron y volaron aquellos mu-chachos, dejando libre de su infantil algazara lamuralla de Santa Lucía. Yo no me moví de allíen todo el día, y las señoras nos repartieronraciones de pan y carne, ambos manjares dedetestable sabor y olor; pero como no habíaotra cosa, fuerza era apechugar con ello, sin

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mostrar asco, ni repugnancia, ni desgana, parano enojar a D. Mariano.

Al anochecer, y cuando marchaba de SantaLucía al Condestable, encontré a D. PabloNomdedeu en la calle de la Zapatería, dondehabía varios heridos arrojados por el suelo.

-Andrés -me dijo- todavía no he vuelto a micasa. ¿Pasará algo? Creo que en la calle de Cort-Real no ha caído ninguna bomba. ¡Cuánto heri-do, Dios mío! La jornada ha sido gloriosa; peronos ha costado cara. Ahora mismo estuvo aquíel gobernador visitando a esta pobre gente, yles dijo que la guarnición y los paisanos habíandejado atrás en el día de hoy a los más grandeshéroes de la antigüedad.

-¿Ha curado usted muchos heridos?

-Muchísimos, y aún quedan bastantes. Miscompañeros y yo nos multiplicamos; pero no esposible hacer más. Yo quisiera tener cien manos

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para atender a todos. También yo estoy herido.Una bala me tocó el brazo izquierdo; pero no escosa de cuidado. Me he liado un trapo y no hetenido tiempo para más... ¿Qué habrá sido demi pobre hija?

-Pronto lo sabremos, Sr. D. Pablo. La nochellega. Hecha la primera cura de estos heridos,usted podrá ir un rato a su casa, y yo esperoque me den licencia por una hora.

-IX-Cuando fui a la casa, ya cerca de las diez,

aún no había regresado D. Pablo. Dejé abajo elfusil, y subí sin tardanza, anhelando saber deSiseta y de la señorita, y a las dos me las en-contré en la sala en actitud no muy tranquiliza-dora. Estaba Josefina recostada en su silla conmuestras de decaimiento y postración; pero conlos ojos abiertos, atentamente fijos en la puerta.

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De rodillas a su lado, Siseta le tomaba las ma-nos y con ademanes y palabras tiernas, a pesarde no ser oídas, procuraba tranquilizarla.

-Gracias a Dios que viene alguien de la casa-me dijo Siseta-. ¡Qué día hemos pasado! ¿Y elSr. D. Pablo, y la señora Sumta, y mis tres her-manos?

Respondile que a ninguno de los nuestroshabía pasado desgracia, y ella prosiguió:

-La señorita quería salir a la calle, y he teni-do que luchar con ella para detenerla. Todo locomprende, y aunque no oye los cañonazos, seestremece toda y tiembla cuando resuena algu-no, aunque sea muy lejano. Tan pronto lloraba,como caía en mis brazos desmayada llamandosin cesar a su padre. La pobrecita sabe muybien que hay guerra en Gerona. Yo también hetenido un miedo... Figúrate: aquí solas... A cadainstante me parecía que la casa se venía al sue-lo. Pero lo peor fue que se nos metieron aquí

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unos hombres. No me quiero acordar, Andrés.A eso de las dos, y cuando pareció que se aca-baban los tiros, entraron seis o siete patriotas,unos con uniforme, otros sin él y todos con fu-siles. Cuando nos vieron, empezaron a reírse denuestro susto, y luego dieron en registrar lacasa, diciendo que querían llevarse todo lo quehabía de comida, porque la tropa estaba muertade hambre. La señorita se quedó como difuntacuando los vio, y ellos por broma nos apunta-ban con los fusiles para oírnos gritar llamandoa todos los santos en nuestra ayuda. Aunqueeran unos bárbaros, no nos hicieron daño algu-no más que el gran susto y el llevarse cuantoencontraron en la cocina y en la despensa. ¡Ay,Andrés! No han dejado nada de lo que el Sr. D.Pablo había guardado, y esta noche no se en-contrará aquí ni una miga de pan que llevar a laboca. ¡Cómo se reían los malditos al meter enun gran saco lo mucho y bueno que encontra-ron! Yo les rogué que dejasen alguna cosa; perovolvieron a apuntarme con los fusiles, diciendo

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que la tropa tenía ganas, y que la señora Sumtales había dicho que estas despensas estabanbien provistas.

No había concluido mi amiga su relación,cuando entró el Sr. D. Pablo; mas para no pre-sentarse a su hija con el brazo manchado desangre, pasó a una habitación interior, con obje-to de arreglarse un poco y vendar su herida, encuyo sitio me reuní con él para contarle lo ocu-rrido.

-¡Dios y la Virgen Santísima nos amparen!-exclamó con consternación-. ¡Con que me hansaqueado la casa! La culpa la tiene esa maldita,y siempre habladora Sumta, que por todas par-tes ha de ir pregonando si tenemos o no tene-mos provisiones. ¿Y mi hija? La pobrecita habrácomprendido que se encuentra en el cráter deun espantoso volcán, y serán inútiles todasnuestras comedias para convencerla de lo con-trario. Es preciso buscar algo que comer,

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Andrés, sí, algo que comer. Mi hija se morirá deterror; pero no quiero que se muera de hambre.

-Nada se encuentra en Gerona -respondí- ymenos a estas horas.

-¡Qué calamidad! Pero cómo es posible...-dijo en la mayor confusión, mientras yo levendaba la herida, y se mudaba de vestido-.¡Ay!, cómo me duele el brazo; pero es precisodisimular. Andrés, no te marches. Esta nochenecesito de tu ayuda... Es preciso que busque-mos algún alimento.

Al presentarse delante de su hija, éstamostró su alegría claramente, abrazándole concariño; pero al punto sus ojos revelaron vivísi-mo espanto, echó atrás la cabeza y cruzando lasmanos exclamó, «sangre».

-¿Qué hablas de sangre, hija mía? -dijo elpadre desconcertado-. Que estoy manchado desangre... Ya... sí, en la chupa hay algunas go-

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tas... pero déjame que te cuente. ¿Sabes que heido de caza?

La muchacha no entendía.

-Que fui de caza -escribió en el pliego de pa-pel D. Pablo-. Fue un compromiso; no me pudeevadir. El magistral y D. Pedro me cogieron, yzas, al campo... He matado tres conejos.

La enferma oprimiéndose la cabeza entre lasmanos, exclamó:

-¡Guerra en Gerona!

-¿Qué hablas ahí de guerra? Lo que hay esque hemos tenido un fuerte temporal... Me hemudado de ropa, porque me puse como unauva. ¿Has comido hoy bien?

-No ha tomado nada -dijo Siseta-. Ya sabrásu merced por Andrés, que unos bergantes sa-quearon la casa.

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Esto pasaba, cuando sentimos gran estruen-do en lo bajo de la casa, no estampido de bom-bas y granadas, sino clamor chillón y estriden-te, de mil desacordes ruidos compuesto, talescomo patadas, bufidos, cacharrazos y sonesbélicos de varia índole; pero que al pronto reve-laban proceder de una muchedumbre infantilque se había metido por las puertas adentro.Nomdedeu lleno de confusión, miraba a todoslados, inquiriendo con los ojos qué podía seraquello; pero pronto él y los demás salimos dedudas, viendo entrar una turba de chiquillos,que desvergonzadamente y sin respeto a nadie,se colaron en la sala, dando golpes, empuján-dose, chillando, cacareando y berreando en losmás desacordes tonos. Dos de ellos llevabansendos cacharros colgados al cinto, y sobre cu-yo abollado fondo redoblaban con palillos desillas viejas; varios tocaban la trompeta con lanariz, y todos al compás de la inaguantablemúsica bailaban con ágiles brincos y cabriolas.

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Parecía una chusma infernal que salía de lasescuelas de Plutón.

No necesito decir que al frente del ejércitovenían Manalet y Badoret, este último llevandoa cuestas a Gasparó, tal como le vi en la mura-lla. Ninguno dejaba de llevar palo, caldero viejoo vara con pingajos colgados de la punta, concuyos objetos se simulaban fusiles, tambores ybanderas. Un fondo de silla de paja atado a unacuerda y arrastrado por el suelo, servía de tro-feo a uno, y otro adornaba su cabeza con uncesto medio deshecho, no faltando las casacasde militares hechas jirones y los morriones deantigua forma con descoloridas plumas ador-nados.

D. Pablo, ciego de cólera y fuera de sí, apos-trofó a los muchachos tan violentamente, quecasi casi estuvieron a punto de aplacar un pocosu entusiasmo bélico.

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-Granujas, largo de aquí al instante -les dijo-.¿Qué desvergüenza es esta? ¡Meterse en micasa de este modo!

Siseta, indignada de tal audacia, cogió porun brazo a Manalet, que acertara a pasar juntoa ella, y comenzó a vapulearle de un modo las-timoso. Yo también tomé parte en la persecu-ción del enjambre, y empezó el reparto de pes-cozones a diestra y siniestra. Pero de prontoobservamos que la enferma contemplaba a losdesvergonzados muchachos con complacienteatención y sonreía con tanta espontaneidad ydesahogo como si su alma sintiera indeciblegozo ante aquel espectáculo. Hícelo notar al Sr.D. Pablo, y al punto este se puso de parte de losalborotadores, conteniendo a Siseta que ibasobre ellos con implacable furor.

-Dejarlos -dijo Nomdedeu-. Mi hija demues-tra que está muy complacida viendo a esta ca-nalla. Mira cómo se ríe, Andrés; observa cómo

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les aplaude. Bien, muchachos; corred y chilladalrededor del cuarto.

Y diciendo esto D. Pablo, poniéndose enmedio de la sala, empezó a llevar el compás. Enmal hora se les ordenó seguir. ¡Santo Dios! ¡Quéalgazara, qué estrépito! Parecía que la sala seiba a hundir. Baste decir que se extralimitaronde tal modo, y de tal modo se dejaron llevar alos últimos delirios de la travesura, que al finfue preciso poner freno a tanto juego y vocerío,porque hasta llegó el caso de que los transeún-tes se detuvieran en la calle, sorprendidos yescandalizados por tan desusado rumor.

-¿Dónde has estado todo el día? -exclamó Si-seta echando mano a Barodet, y deteniéndole-.¡Y la criatura tiene sangre en el pie! Ven acá,condenado; me las pagarás todas juntas. Esperaa que bajemos a casa, y verás. Y tú, Manalet demil demonios, ¿qué has hecho de la camisa?

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-En la calle de la Ballestería estaban curandounos heridos y no tenían trapos. Me quité lacamisa y la di.

-¿Para qué habéis traído a casa tanto mucha-cho mal criado?

-Son nuestros amigos, hermana -repuso Ba-doret-. Hemos estado en el Capitol y allí noshan dado un poco de vino. Hermana, aquí en elseno te traigo cinco guindas.

-Marrano, ¿piensas que las voy a comer detus manos asquerosas? Ven acá, Gasparó. Estepobrecito no habrá comido nada. ¿Qué te hanhecho en el pie, que tienes sangre?

-Hermana, una bala de cañón pasó por don-de estábamos, y si Gasparó no se hace para unlado, le lleva medio cuerpo; no le cogió másque la uña chica. ¡Si vieras qué valiente ha es-tado! Se metió debajo del cañón y allí se estuvomirando a los franceses que querían subir a la

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muralla. Y les amenazaba con el puño cerrado.¡Bonito genio tiene mi niño! Pues no creas...Ningún francés se metió con él.

-Te voy a desollar vivo -le dijo Siseta-. Espe-ra, espera a que bajemos. A ver si se marchapronto de aquí toda esa canalla.

-No, que se aguarden un poco -indicó donPablo-. Son unos jovenzuelos muy salados. Mi-ra qué contenta está Josefina. Lo que quiero,Badoret, es que no metáis mucho ruido. Bailenustedes, y marchen de largo a largo por toda lacasa; pero sin gritar para que no se escandalicela vecindad. Y dime, Manalet, ¿traen ustedesalgo de comer?

-Yo traigo cinco guindas -dijo prontamenteBadoret, sacándolas del seno.

-Dadme con disimulo y sin que lo vea mihija todo lo que traigáis, que yo os daré ocha-vos para que compréis pólvora.

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-Pauet tiene cuatro guindas -dijo Manalet.

-Pues vengan acá.

-Y yo tengo también un pedazo de pan, queme sobró del de la monja.

-Pepet -dijo otro de mis chicos- trae acá esemedio pepino que le cogiste al soldado muerto.

-Yo doy este pedazo de bacalao -dijo otro en-tregando la ofrenda en manos de D. Pablo.

-Y yo esta cabeza de gallina cruda -añadióun tercero.

En un momento se reunieron diversos man-jares tales como troncos de col, que llevabanimpreso el sello de las limpias manos de susgenerosos dueños; garbanzos crudos que hab-ían sido sacados por los agujeros de las sacaspor sutilísimos dedos; algunos pedazos de ce-cina, andrajos de buñuelos, zanahorias, dos otres almendras en confite, que ya habían recibi-

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do muchas mordidas, y otras viandas, tan libe-ralmente entregadas como alegremente recibi-das. Procurando que no se enterase su hija,llamó D. Pablo a la señora Sumta, que acababade llegar en aquel instante, y llevándola tras elsillón de la enferma, le dijo:

-A ver si con todo esto compone usted unacena para la enferma. Es preciso hacerle creerque nadamos en la abundancia.

-¿Qué hemos de hacer con esto, señor, si nolo querrán ni las gallinas? En casa no falta quécomer.

-¡Maldita sargentona; todo se lo han llevado,todo lo han saqueado unos malditos militaresque se entraron aquí! Si usted no fuera tan en-trometida, tan bocona, y tan amiga de metersedonde no la llaman y de hablar lo que nadie lapregunta, no nos veríamos en esta... Y no digomás. Avíe usted una cena con esto; que mañanaDios dirá. ¿Se ha olvidado usted de cocinar?

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¡Lástima que no se le reventara el fusil entre lasmanos, a ver si se curaba de sus locuras! A lacocina. ¡Uf! Pronto, a la cocina. Está usted apes-tando a pólvora.

Los muchachos, que como todos los de suedad, eran de los que si se les da el pie se to-man la mano, luego que se vieron autorizadospor el dueño de la casa para hacer de las suyas,dieron rienda suelta a la bulliciosa iniciativa, yno fue gresca la que armaron. Rodeando la me-sa que la enferma tenía ante su sillón, no sedieron por satisfechos con mirar los distintosobjetos que en ella había, sino que en todospusieron las manos, tocando, tentando y mo-viendo cuanto vieron. Josefina, lejos de mani-festar disgusto por tanta impertinencia, se reíade ver su inquietud. Por señas indicó a su pa-dre que debía dar de cenar a los importunosvisitantes, a lo que contestó con palabras y cier-ta festiva ironía D. Pablo:

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-Sí, ahora. Sumta les está preparando unopíparo banquete.

Padre e hija dialogaron un rato como Diosles dio a entender, y al fin la enferma, con vozclara y entera, habló así:

-No, no me pueden convencer de que no hayguerra en Gerona. Usted no ha ido de caza, sinoa curar los heridos, y estos chicos que vienenimitando a los soldados hacen ahora lo mismoque han visto.

-¡Qué habladora está! -dijo Nomdedeu-.Buen síntoma. En un año no le he oído tantaspalabras juntas. Está visto que las travesuras ylindezas de estos muchachos han reanimado suespíritu. Andrés y tú, Siseta; riámonos todos,mostrando hallarnos muy satisfechos.

Según la orden del amo, prorrumpimos ensonoras risas, siendo al punto excesivamentesecundados al punto por el coro infantil. D.

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Pablo sentose luego junto a ella, y tomando lapluma se preparó a comunicarle algo grave ylargo y difícil de exprimir por señas, pues sóloen este caso se valía Nomdedeu del lenguajeescrito. Púseme tras de su asiento, y pude leer,mientras escribía, lo que sigue:

-Hija mía, tienes razón. Hay guerra en Gero-na. Yo no te lo quería decir por no asustarte;pero pues lo has adivinado, basta de engaños ycomedias. Ni yo he estado de caza, ni he pen-sado en ello. Voy a contarte lo ocurrido paraque no estimes ni en más ni en menos los suce-sos de este gran día. Cierto es que los franceseshan vuelto a poner cerco a Gerona. Hace tiem-po que se presentó amenazándonos un ejércitode docientos mil hombres, mandados por elmismo emperador Napoleón en persona.

Josefina al leer esto que era de lo más gordo,mironos a todos, interrogándonos con los ojosacerca de la exactitud de tal noticia, y no necesi-tamos que D. Pablo nos lo advirtiera para hacer

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demostraciones afirmativas que hubieran con-vencido a la misma duda. El padre continuóasí:

-Has de saber que ahora tenemos aquí ungobernador que llaman D. Mariano Álvarez deCastro, el cual en cuanto vio venir a los france-ses dispuso las cosas de manera que no queda-ra uno solo para contarlo. Concertó de modoque un ejército español de quinientos mil hom-bres, que estaba ahí por Aragón sin saber quéhacerse, viniese en nuestra ayuda por el lado deMontelibi, precisamente cuando los francesesnos atacaban esta mañana por el otro lado. Alamanecer rompieron el fuego; desde la murallade Alemanes se veía a Napoleón I montado enun caballo y con un grandísimo morrión todolleno de plumas en la cabeza. Embisten losfranceses... ¡Ay!, hija mía: habías tú de veraquello. Nuestros soldados los barrían mate-rialmente, y como a la hora de empezar el com-bate apareció el ejército de quinientos mil hom-

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bres como llovido, los pobres cerdos no supie-ron a qué santo encomendarse. En fin, hija mía,les hemos dado una paliza tal, que a estas horasvan todos camino de Francia con su Emperadora la cabeza, con lo cual se acaba la guerra ypronto tendremos aquí a nuestro rey Femando.

Josefina volvió a asesorarse de nosotros an-tes de dar crédito a tales maravillas.

-Yo no te lo había querido decir -continuóNomdedeu- por no asustarte; pero el júbilo dela ciudad es tan grande, que ni aun tú que estástan retraída podrías dejar de conocerlo. Lomismo que estos chicos, andan los mayores porel pueblo, entregados a las manifestaciones deun delirante regocijo. Figúrate que en los pasa-dos días, los franceses que andaban por ahí, nopermitían llegar comestibles al pueblo y hoytodo es abundancia, y además de lo que puedevenir, tenemos todo lo que al enemigo se hacogido, que es, si no me engaño, tantos miles debueyes, no sé cuántos millones de sacos de

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harina, y los miles de los miles en gallinas,huevos, etc... Ya podemos marchar a Castellàcuando quieras...

-Mañana mismo -dijo Josefina con afán.

-Sí, mañana mismo -escribió D. Pablo-. Es-tamos como queremos, y jamás ha tenido Ge-rona temporada más alegre, más animada. Lagente está loca de contento, y todo se vuelvecantos y bailes y felicitaciones y regocijos. Co-mo los víveres han entrado esta tarde conabundancia fenomenal, hija mía, yo te he traídode todo cuanto hay en la plaza; y aunque tuestómago sigue débil, yo creo que debes tomarde todo, con tal que sea en dosis muy peque-ñas. Sobre esto consulté a D. Pedro, mi compa-ñero en el hospital, y me dijo que convenía ali-mentarte con una gran diversidad de manjares,tomando de cada uno ración muy mínima ycuidando según lo ordena Hipócrates, de quealternen en un mismo plato la cecina y lasguindas, los buñuelos con la leguminosa cicer

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pisum, que llamamos garbanzo, y las almendrasconfitadas con esa planta salutífera que se co-noce en la ciencia por Beta vulgaris latifolia, yque comúnmente llamamos acelga, manjar degran virtud medicinal si se le mezcla con dulce,con nueces y hasta con un poquito de bacalao.Con que disponte a cenar, que mañana si el díaestá bueno, se podrá ir a Castellà, aunque adecir verdad, hija mía, ahora caigo en que talvez sea difícil, porque todos los carros y caba-llerías del pueblo los ha tomado la Junta conobjeto de organizar la gran procesión y cabalga-ta con que ha de celebrarse este triunfo sinigual. Pero será cosa de dos o tres días. Es pre-ciso que te animes para salir a ver las ilumina-ciones de esta noche, aunque hablando en pu-ridad no te conviene tomar el sereno; y paraque participes de la común alegría, aquí tene-mos a Andrés y a Siseta, que se prestarán a bai-lar delante de ti con los chicos un poco de sar-dana y otro poco de tira-bou, comenzando estanoche, para que también en esta casa se mani-

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fieste la inmensa satisfacción y patriótico albo-rozo de que está poseída la ciudad. Como tú nooyes, suprimiremos el fluviol y la tanora quesólo sirven para meter inútil ruido. Con quepuedes dar la señal para que comience la fiesta.Yo voy un instante a preparar en el comedor lariquísima y abundante cena con que obsequia-remos a estos jóvenes, así como a los preciososy bien educados niños.

Y luego volviéndose a Siseta y a mí, nos dijo:

-No hay más remedio. Es preciso bailar unpoquito, aunque supongo, Andrés, que esecuerpo, venido hace poco de Santa Lucía, noestará para sardanas. Pero, amigos, bailandohacéis una obra de caridad. ¡Quién lo había dedecir! ¡Hay tantas maneras de practicar el santoEvangelio!

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-X-El lector no lo creerá; el lector encontrará in-

verosímil que bailásemos Siseta y yo en aquellalúgubre noche, precisamente en los instantes enque incendiados varios edificios de la ciudad,esta ofrecía en su estrecho recinto frecuentesescenas de desolación y angustia. Formandocon ocho chiquillos un gran ruedo, bailamos, sí,obedeciendo a la apremiante sugestión deaquel padre cariñoso que nos pedía con lágri-mas en los ojos nuestra cooperación en la difícilcomedia con que engañaba al delicado espíritude su hija; pero bailamos en silencio, sin músi-ca, y nuestras figuras movibles y saltonas ten-ían no sé qué mortuorio aspecto. Nuestrassombras proyectadas en la pared remedabanuna danza de espectros, y los únicos rumoresque a aquel baile acompañaban eran, ademásde nuestros pasos, el roce de los vestidos deSiseta, el retemblar del piso, y un ligero canto

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entre dientes de Badoret que al mismo tiempohacía ademán de tocar el fluviol y la tanora.

Por mi parte sostenía interiormente una ru-da lucha conmigo mismo para contraer y esfor-zar mi espíritu en la horrible comedia que esta-ba representando, e iguales angustias experi-mentaba Siseta, según después me dijo.

Al fin la turbación moral, unida al cansancio,me hicieron exclamar: «ya no puedo más»,arrojándome casi sin aliento en un sillón. Lomismo hizo Siseta.

Pero Josefina que nos contemplaba con inde-cible satisfacción y agrado, pidionos que bailá-semos más, y con elocuentes miradas dirigidasa su padre, nos decía que éramos unos holga-zanes sin cortesía. Vierais allí al buen D. Pablosuplicándonos que bailáramos por la salvacióneterna; y ¿qué habíamos de hacer? Bailamoscomo insensatos segunda y tercera tanda. Al finnos sirvió de pretexto para descansar el hecho

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de servirse a la desgraciada joven la hipocráticacena de que antes he hecho mención, la cual fueacompañada de elocuentes discursos mímicos yliterarios del doctor Nomdedeu, quien ponde-raba a su idolatrada enferma las excelencias delrepugnante pisto, servido en nueve o diez pla-tos con raciones microscópicas. Todo aquelloera una farsa lúgubre que oprimía el corazón, ydon Pablo que la presidía, el infeliz D. Pablo,escuálido, ojeroso, amarillo, trémulo, parecíahaber salido de la sepultura y esperar el cantodel gallo para volverse a ella. Siseta lloraba aescondidas, y algunos de los chicos, rendidos alpoderoso sueño y a la gran fatiga, habían esti-rado los miembros y cerrado los ojos en diver-sos puntos, y donde cada cual encontró mejorcomodidad y fácil postura.

-Sr. D. Pablo -dije al médico- no nos mandeusted bailar más, porque nosotros mismos cree-remos que estamos locos.

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-Hijos míos -me contestó- tengo el corazónpartido de dolor. Necesito estar en batalla cons-tantemente para contener las lágrimas que seme caen de los ojos. ¡Pobre Gerona! ¿Existirásmañana? ¿Estarán mañana en pie tus noblescasas y con vida tus valientes hijos? ¡Yo tengoespíritu para todo; para lamentar y llorar lamuerte de mi ciudad natal, y atender al cuida-do de mi pobre hija! ¿Qué cuesta representaresta farsa? Nada; la pobrecita se deja engañarfácilmente, y como su enfermedad no es otracosa que una fuerte pasión de ánimo, en elánimo se han de aplicar los cauterios, las cata-plasmas, los tónicos y los emolientes que le herecetado esta noche. Puede que le hayamossalvado la vida. ¿Sabéis lo que significan ennaturaleza tan delicada, tan sutilmente sensible,una triste o agradable impresión? Pues significatanto como la vida o la muerte. Sí, hijos míos: siyo no cuidara de ocultar a mi hija las angustiasque atravesamos, se pondría su alma en talestérminos que el menor accidente la mataría,

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como un soplo de viento apaga la luz. Es preci-so resguardar esta pobre lámpara del aire quela mata, y darla el que la vivifica. Así va tiran-do, tirando, y quién sabe si la podré salvar. Sed,pues, caritativos, y procurad divertirla. Vedcómo se ríe; reparad qué precioso color hantomado sus mejillas. La creencia de que Geronaestá llena de felicidades y la esperanza de serllevada pronto a Castellà, la fortifican y dannueva vida. Esta noche marchamos bien; peromañana ¿qué haré, qué la diré mañana? Si crecela escasez de víveres, como es probable, si sedeclaran el hambre y la epidemia, y caen bom-bas en parajes cercanos o aquí mismo, ¿quécomedia representaremos? Dios me favorezca yme inspire, pues para su infinita misericordianada hay imposible.

-Estoy muerto de cansancio -dije yo, viendoque Josefina pedía más baile- y además es tardey tengo que marcharme a mi puesto.

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Siseta ya no podía tenerse en pie, y la señoraSumta, que yacía en el suelo con la inmovilidadde un talego, roncaba sonoramente, remedandoen la cavidad de sus fosas nasales el lejanozumbido del cañón. Badoret, cansado ya detocar en silencio el fluviol y la tanora, dormíacomo los demás chicos. D. Pablo, bastante ge-neroso para no exigirnos imposibles, se apre-suró a complacer a la enferma, poseída de cier-to febril insomnio, y se puso a danzar en mediode la sala haciendo corro con cuatro chicos delos más despabilados. Cuando yo salí, quedabael pobre señor haciendo piruetas y cabriolascon ningún arte y mucha torpeza; pero su inca-pacidad para el baile, provocando la hilaridadde su hija, más le inducía a seguir bailando.Daba saltos, alzaba los brazos descompasada-mente, se descoyuntaba de pies y manos, tro-pezaba a cada instante, inclinándose adelante oatrás, hacía mil paseos estrambóticos y mil fi-guras grotescas que en otra ocasión me habríanhecho reír, y un sudor angustioso afluía de su

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rostro macilento, desfigurado por las muecas yvisajes que le obligaban a hacer el fatigoso mo-vimiento y los agudos dolores de su herida.Nunca vi espectáculo que tanto me entristecie-ra.

-XI-Esto que he referido a ustedes se repitió al-

gunos días. Después vinieron circunstanciasdistintas y todo cambió. Los franceses escar-mentados con la vigorosa y nunca vista defensadel 19 de Setiembre, mediante la cual estrellá-ronse contra todos los puntos de la muralla quequisieron franquear, no se atrevían al asalto.Tenían miedo, dicho sea sin petulancia; conoc-ían la imposibilidad de abrir las puertas de Ge-rona por la fuerza de las armas, y se detuvieronen su línea de bloqueo, con intención de matar-nos de hambre. El 26 de Setiembre llegó alcampo enemigo el mariscal Augereau, el cual

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dicen se había distinguido en las guerras de larepública y en el Rosellón; trajo consigo mástropas, las cuales poniéndonos por todos ladoscerco muy estrecho, nos encerraron en términosque no podía entrar ni una mosca. Excusado esdecir a ustedes que los pocos víveres que habíase fueron acabando hasta que no quedó nada,sin que el gobernador diera a esto importanciaaparente, pues cada hora se sostenía más en sutema de que Gerona no se rendiría mientras élviviese, y aunque media población sucumbieraa las penas del hambre y a las calenturas que seiban desarrollando al compás de no comer.

Ya no era posible pensar en socorros, comono vinieran por los aires. Ya no teníamos eltriste recurso de buscar la muerte en las mura-llas, porque ellos no se cuidaban de asaltarlas, yera forzoso cruzarse de brazos y dejarse morir,mirando la efigie impasible de don MarianoÁlvarez, cuyos ojos vivos no paraban nuncaobservando aquí y allí nuestras caras, por ver si

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alguna tenía trazas de desaliento o cobardía.Estábamos moralmente aprisionados entre lasgarras de acero de su carácter, y no nos era da-do exhalar una queja ni un suspiro, ni hacermovimiento que le disgustara, ni dar a enten-der que amábamos la libertad, la vida, la salud.En suma, le teníamos más miedo que a todoslos ejércitos franceses juntos.

Morir en la brecha es no sólo glorioso, sinohasta cierto punto placentero. La batalla embo-rracha como el vino, y deliciosos humos y va-pores se suben a la cabeza, borrando de nuestramente la idea del peligro, y en nuestro corazónel dulce cariño a la vida; pero morir de hambreen las calles es horrible, desesperante, y en latétrica agonía ningún sentimiento consolador nirisueña idea alborozan el alma irritada y furio-sa contra el mísero cuerpo que se le escapa. Enla batalla, la vista del compañero anima; en elhambre el semejante estorba. Pasa lo mismoque en el naufragio; se aborrece al prójimo,

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porque la salvación, sea tabla, sea pedazo depan, debe repartirse entre muchos.

Llegó el mes de Octubre y se acabó todo, se-ñores: se acabó la harina, la carne, las legum-bres. No quedaba sino algún trigo averiado,que no se podía moler. ¿Por qué no se podíamoler? Porque nos comimos las caballerías quemovían los molinos. Se pusieron hombres; perolos hombres extenuados de hambre, se caían alsuelo. Era preciso comer el trigo como lo comenlas bestias, crudo y entero. Algunos lo macha-caban entre dos piedras, y hacían tortas, quecocían en el rescoldo de los incendios. Aúnquedaban algunos asnos; pero se acabó el forra-je, y entonces los animalitos se juntaban de dosen dos y se mantenían comiéndose mutuamen-te sus crines. Fue preciso matarlos antes queenflaquecieran más; al fin la carne de asno, quees la más desabrida de las carnes, se acabótambién. Muchos vecinos habían sembradohortalizas en los patios de las casas, en tiestos y

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aun en las calles; pero las hortalizas no nacie-ron. Todo moría, humanidad y naturaleza, todoera esterilidad dentro de Gerona, y empezó unaguerra espantosa entre los diversos órdenes dela vida, destruyéndose de mayor a menor. Erauna guerra a muerte en la animalidad ham-brienta, y si al lado del hombre hubiera existidoun ser superior, nos hubiéramos visto cazadosy engullidos.

Yo padecía las más crueles penas, no sólopor mí, sino por la infeliz Siseta y sus tres her-manos, que carecían absolutamente de todo.Los chicos eran al principio los mejor librados,porque ellos salían a la calle, y merodeando ohusmeando aquí y allá, siempre sacaban algunacosa; pero Siseta, la pobre Siseta, no tenía másamparo que yo, y yo me volvía loco para bus-carle el sustento. Había, sí, algunos víveres enla plaza, y se encontraban pececillos del Oñá,que más que peces parecían insectos, y pájarosescuálidos, que eran cazados desde los tejados:

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también había alguna carne de mulo y de pe-rro; pero para adquirir estos artículos se necesi-taba dinero, mucho dinero, y nosotros no loteníamos. La ración de trigo seco había llegadoa sernos tan repugnante como un veneno.

D. Pablo Nomdedeu gastaba todos sus aho-rros para poner a su hija una mala comida, yfue de los que dieron por una gallina diez y seiso veinte pesos, cuando algún payés, afrontandomil peligros y venciendo obstáculos mil, logra-ba entrar en la plaza. En los días de la gran es-casez, la señora Sumta no bajaba nada a casa deSiseta, y los chicos se secaban los ojos mirandoa la escalera por ver si descendía por ella algúnmaná. Llegó también el día en que Badoret,Manalet y Gasparó se cansaron de sus correríaspor las calles, porque de todas partes eran ex-pulsados los muchachos vagabundos, por lamala opinión que había respecto a la limpiezade sus manos. Flacos y casi desnudos, mis treshermanos o mis tres hijos, pues como a tales

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traté siempre, inspiraban profunda compasión,y formando lastimero grupo junto a Siseta,permanecían largas horas en silencio, sin juegosni risas, tan graves como ancianos decrépitos;inertes y quebrantados, sin más apariencia devida que el resplandor de sus grandes ojos ne-gros, llenos de ansioso afán. Siseta les miraba lomenos posible, deseando así conservar la calmaque se había impuesto como un deber, y hastase atrevía a mostrar conatos de severidad, cre-yendo equivocadamente que en tal trance lafuerza moral servía de alguna cosa.

Yo estuve tres días sin verlos, porque misobligaciones me impedían ir a la casa. Cuandofui, encontreles en la situación que he descrito.

Desde luego admiré la entereza de los po-bres niños, bastante inteligentes para no impor-tunarnos pidiéndonos lo que sabían no podía-mos darles. Únicamente Gasparó, comiéndosesus puños y bebiéndose sus lágrimas, faltaba ala circunspección sostenida por sus hermanos.

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Llegó un momento en que Siseta, no pudiendocontener su dolor, empezó a llorar amargamen-te registrando después los últimos rincones dela casa por ver si parecía de milagro algunavianda. Yo salí, volví a entrar, salí de nuevo yregresé, después de dar mil vueltas, con la te-rrible evidencia de que no podía encontrar na-da. Siseta y yo convenimos en que era precisorezar, con la esperanza de que a fuerza de rue-gos, nos enviase Dios por sus misteriosos cami-nos, algo de lo que tanto necesitábamos. Perorezamos y Dios no nos mandó nada.

-XII-Repentinamente me ocurrió una idea salva-

dora.

-Siseta -dije a mi amiga-. Hace días que noveo a Pichota; pero supongo que andará por ahícon sus tres gatitos.

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-¡Oh! -me respondió con dolor-. ¿No sabesque el Sr. D. Pablo ha acabado con toda la fami-lia? ¡Pobre Pichota! Él dice que es una carneexcelente; pero yo creo que me moriría dehambre antes de comerla.

-¿Ha muerto Pichota? No sabía nada: ¿ytambién los tres angelitos?...

-No te lo quería decir. En estos últimos díasque has faltado de casa, D. Pablo bajaba confrecuencia. Un día se me puso delante de rodi-llas rogándome que le diera algo para su hija,pues ya no tenía víveres, ni dinero para com-prarlos. Cuando esto me decía, uno de los gati-tos me saltó al hombro, y D. Pablo, echándolemano con mucha presteza, se lo guardó en elbolsillo. Al día siguiente bajó de nuevo y meofreció los muebles de su sala si le daba otro delos hijos de Pichota, y sin aguardar mi contesta-ción, entró en la cocina, después en el cuartooscuro, púsose en acecho y lo mismo que ungato caza al ratón, así cazó él al gato. Cuando

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salió tuve que curarle los arañazos que traía enla cara. El tercero pereció de la misma manera,y después de esto Pichota ha desaparecido de lacasa, tal vez por haber entendido que no estásegura.

Yo meditaba sobre la deserción del pobreanimal cuando se nos presentó de repenteNomdedeu. Su aspecto era por demás macilen-to y cadavérico, habiendo perdido a fuerza depadeceres físicos y morales hasta aquella bon-dadosa expresión y el dulce acento que le dis-tinguían. Su vestido estaba desordenado y roto,y traía la escopeta de caza y un largo cuchillode monte.

-Siseta -dijo bruscamente, y olvidándose desaludarme, a pesar de que hacía algunos díasque no nos veíamos-. Ya sé dónde está esa píca-ra de Pichota.

-¿En dónde, Sr. D. Pablo?

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-En el desván que hay en el fondo del patio yque servía de pajar y granero cuando yo teníacaballo.

-Tal vez no será ella -dijo mi amiga en su ge-neroso anhelo de salvar al pobre animal.

-Sí, es ella, te digo que es ella. A mí no se medespinta Pichota. La muy tunanta saltó estamañana por la ventana de la despensa y merobó un pernil que allí tenía. ¡Qué atrevimiento!Comerse la carne de su propio hijo. Es precisoacabar con ese animal. Siseta, ya te he dadogran parte de mis muebles en cambio de losgazapos. No me queda otra cosa de valor quemis libros de medicina. ¿Los quieres a truequede Pichota?

-Sr. D. Pablo, ni los muebles, ni los librostomaré; coja usted a Pichota, y ya que nos ve-mos reducidos a tal extremidad, dé una parte amis hermanos.

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-Está bien -respondió Nomdedeu-. Andrés,¿te atreves a cazar ese terrible animal?

-No creo que sean precisos tantos pertrechosmilitares -respondí.

-Pues yo sí lo creo. Vamos allá.

Barodet y su hermano quisieron seguirnos,pero Siseta los contuvo, diciéndoles que nofueran curiosos ni entrometidos; y solos elmédico y yo subimos al desván, entrando des-pacio y con precauciones por temor a ser aco-metidos del rabioso carnicero, a quien el ham-bre y el instinto de conservación debían haberdado una ferocidad extraordinaria. D. Pablo,porque la presa no se escapara, cerró por de-ntro la puerta y quedamos casi en completaoscuridad, pues la débil luz que por un estre-cho ventanillo entraba, no aclaró el lóbregorecinto sino cuando nuestros ojos fueron per-diendo poco a poco el deslumbramiento de laluz exterior. Multitud de objetos, como muebles

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destrozados y viejos obstruían buena parte dela estancia y sobre nuestras cabezas flotabandensos cortinajes de tela de araña, guarnecidospor el polvo de un siglo. Cuando empezamos aver los contornos y las oscuras tintas del recin-to, buscamos con los ojos al prófugo; pero nadavimos, ni se oyó ruido alguno que indicase supresencia. Manifesté mis dudas a D. Pablo; pe-ro él me dijo:

-Sí, aquí está. La vi entrar hace un momento.

Movimos algunas cajas vacías, arrojamos aun lado algunos pedazos de silla y un pequeñotonel, y entonces sentimos el roce de un cuerpoque se deslizaba en el fondo de la pieza atrope-llando los hacinados objetos. Era Pichota. Vi-mos en el fondo oscuro sus dos pupilas de unverde aurífero, vigilando con feroz inquietudlos movimientos de sus perseguidores.

-¿La ves? -dijo el doctor-. Toma mi escopetay suéltale un tiro.

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-No -repuse riendo-. Es muy fácil errar lapuntería. De nada sirve en este caso el fusil.Póngase usted a ese lado y deme el cuchillo.

Las dos pupilas permanecían inmóviles ensu primera posición, y aquella lumbre verdosay dorada que no se parece a la irradiación deninguna otra mirada, ni de piedra alguna, pro-dujo en mí fuerte impresión de terror. Despuésdistinguí el bulto del animal, y sus manchasparduscas y negras sobre amarillo se multipli-caban a mis ojos, ensanchando su cuerpo hastadarle las proporciones de un tigre. Yo teníamiedo, ¿a qué negarlo con pueril soberbia?, ypor un momento sentime arrepentido de haberemprendido obra tan difícil. D. Pablo que teníamás miedo que yo, daba diente con diente.

Celebramos consejo de guerra, del cual salióque debíamos tomar la ofensiva; pero cuandocobrábamos algún valor sentimos un sordoronquido, un ruido entre arrullo y estertor queanunciaba las disposiciones hostiles de Pichota.

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En su lenguaje, la gata nos decía: «Asesinos demis hijos, venid acá, que os espero».

Pichota, que primero estaba en postura deesfinge, se agachó sentando la angulosa cabezasobre las patas delanteras, y entonces su miradacambió, despidiendo una luz azul que proyec-taba de dos rayas verticales. Parecía fruncir eltorvo ceño. Luego irguió la cabeza, pasose laspatas por la cara, limpiando los largos bigotes;y dio algunas vueltas sobre sí misma, para bajara un sitio más cercano, donde se puso en acti-tud de salto. La fuerza muscular que estos ani-males tienen en las articulaciones de sus patastraseras es inmensa, y desde su puesto podíasaltar hasta nosotros. Yo observé que las mira-das del animal se dirigían más rectamente a D.Pablo que a mí.

-Andrés -me dijo- si tú tienes miedo, yo mevoy encima de ella. Es una vergüenza que unanimal tan pequeño acobarde de este modo a

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dos hombres. Sí; señora Pichota, nos la come-remos a usted.

Parece que el animal oyó y entendió estasamenazadoras palabras, porque aún no habíaacabado de pronunciarlas mi amigo, cuandocon ligereza suma lanzose sobre él, haciéndolepresa en el cuello y en los hombros. La luchafue breve y la gata había puesto ya en ejecuciónel conjunto de su potencia ofensiva, de modoque el resto del combate no podía menos desernos favorable. Acudí en defensa de mi ami-go, y el animal cayó al suelo, llevándose en lasuñas algunas pequeñas partículas de la personadel buen doctor, haciéndome a mí algunos des-perfectos en la mano derecha. Corrió luego endistintas direcciones, pero al lanzarse sobre mí,tuve la buena suerte de recibirla con la puntadel cuchillo de monte, lo cual puso fin al des-igual combate.

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-Este animal es más temible de lo que creí-me dijo D. Pablo, apoderándose del cuerpopalpitante.

-Ahora, Sr. Nomdedeu -dije yo- partiremoscomo hermanos la presa.

El doctor hizo una mueca que indicaba suprofundo disgusto, y limpiándose la sangre delcuello, me dijo con tono agresivo que por pri-mera vez entonces oí de sus labios:

-¿Qué es eso de partir? Siseta contrató con-migo a Pichota a cambio de mis libros. ¿Tú sa-bes que mi hija no ha comido nada ayer?

-Todos somos hijos de Dios -repuse- y tam-bién Siseta y los de abajo han de comer, Sr. D.Pablo.

Nomdedeu se rascó la cabeza, haciendo conboca y narices contracciones bastante feas; ytomando el animal por el cuello me dijo:

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-Andrés, no me incomodes. Siseta y los ber-gantes de sus hermanos pueden alimentarsecon cualquier piltrafa que busquen en la calle;pero mi enferma necesita ciertos cuidados.Después de hoy viene mañana, y tras mañanapasado. Si ahora te doy media Pichota, ¿qué ledaré a mi hija dentro de un par de días?Andrés, tengamos la fiesta en paz. Busca porahí algo que echar a tus chiquillos, que elloscon roer un hueso quedarán satisfechos; perohaz el favor de no tocarme a Pichota.

De esta manera el corazón de aquel hombrebondadoso y sencillo se llenaba de egoísmoobedeciendo a la ley de las grandes calamida-des públicas, en las cuales, como en los naufra-gios, el amigo no tiene amigo, ni se sabe lo quesignifican las palabras prójimo y semejante.Oyendo a D. Pablo, despertose en mí igual sen-timiento egoísta de la vida, y vi en él un aborre-cido partícipe de la tabla de salvación.

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-Sr. Nomdedeu -exclamé con súbita cólera-he dicho que Pichota se partirá, y no hay mássino que se partirá.

El médico al oír este resuelto propósito, mi-rome con profunda aversión por algunos se-gundos. Sus labios temblaban sin articular pa-labra alguna: púsose pálido, y luego con ungesto repentino, me empujó hacia atrás fuerte-mente. Yo sentí que mi sangre abrasada corríahacia el cerebro, un repentino escalofrío quecirculó por mi cuerpo me crispaba los nervios.Cerrando los puños, alargué las manos casihasta tocar con ellas la cara de Nomdedeu, ygrité:

-¿Con que no se parte Pichota? Pues mejor.Mejor, porque es toda para mí. ¿Qué tengo yoque ver con la señorita Josefina, ni con sus ma-les ridículos? Dele usted telarañas.

Nomdedeu rechinó los dientes, y sin contes-tarme se fue derecho hacia el animal que yacía

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en tierra desangrándose. Hice yo igual movi-miento; nuestras manos se chocaron, forcejea-mos un breve instante, descargué sobre él mispuños, y Nomdedeu rodó por el suelo largotrecho, dejándome en completa posesión de lapresa.

-¡Ladrón! -exclamó-. ¿Así me robas lo que esmío? Aguarda y verás.

Recogiendo la víctima, me dispuse a salir.Pero Nomdedeu corrió, mejor dicho, saltó co-mo un gato hacia donde estaba la escopeta, ytomándola, me apuntó al pecho diciendo contrémula y ronca voz:

-Andrés, canalla: suéltala o te asesino.

Miré en derredor mío buscando el cuchillode monte; pero ya D. Pablo lo tenía en el cinto.Corrí a la puerta del desván y no pude abrirla;entrome de súbito un terror que no pude ven-cer, y salté maquinalmente, sin saber lo que

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hacía, hacia los cajones vacíos, los muebles vie-jos y el montón de cachivaches donde se noshabía aparecido Pichota. Mis pies se hundíanentre tablas desvencijadas cuyos clavos me las-timaban, y mi cabeza tropezó en las vigas deltecho haciendo caer el polvo, la polilla y lasrepugnantes inmundicias depositadas por dossiglos.

-Bárbaro -grité desde arriba- ya me las pa-garás todas juntas.

Pero Nomdedeu seguía tras mí, buscando lapuntería y con pie firme hollaba las rotas tablas;yo corrí de un extremo a otro seguido por él, ydimos varias vueltas, subiendo, bajando, hun-diéndonos y levantándonos en los desfiladeros,laberintos y sinuosidades de aquella caverna.

Por fin, habiendo salido el tiro, Nomdedeuextendió su hocico como ávido cazador, por versi me había alcanzado. Felizmente la bala nome tocó.

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-No me ha tocado -dije con furiosa alegría,disponiéndome a caer sobre mi enemigo.

Pero él desenvainó al instante su cuchillo, ycon acento más frenéticamente alegre que elmío, gritó en medio del desván:

-¡Ven, ven!... ¡Ladrón, que quieres matar dehambre a mi hija!... Suelta a Pichota, suéltala,miserable.

Y sin esperar a que yo le acometiera, corrióhacia mí. Entrome mayor pánico que cuandome perseguía con la escopeta, y de nuevo noslanzamos a los precipicios en miniatura, trope-zando y saltando, yo delante, él detrás, yo gri-tando, él rugiendo, hasta que rendido de fatigascaí entre destrozadas tablas que me impedíantodo movimiento. Me encontré débil y me re-conocí cobarde, sintiéndome incapaz de lucharcon aquella furia, metamorfosis del hombremás manso, más generoso y humanitario queyo había conocido.

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-Sr. D. Pablo -dije- tome usted a Pichota. Nopuedo más. Se ha vuelto usted tigre.

Sin contestarme nada, y mostrando la horri-ble agitación y crisis de su alma en un sordomugido, recogió el animal que yo había arroja-do lejos de mí, y abriendo la puerta, se marchó.

Yo, después de pasada la irascibilidad deaquel cuarto de hora, apenas me podía tener,salí, bajé a casa de Siseta, y cuando esta me viomagullado, arañado y cubierto de polvo, tuvomiedo. En pocas palabras contele lo ocurrido, ylos tres muchachos me oyeron con espanto.

-No hay nada por hoy -les dije con angustia-.Voy a la calle a ver si encuentro una personacaritativa.

Siseta se abrazó a sus hermanos, derraman-do lágrimas de desesperación, y yo corrí deso-lado fuera de la casa. En la calle marchaba co-mo un ebrio, sin dirección, ni aplomo, ni cami-

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no, y con la mente en ebullición, cargada, ates-tada y henchida de criminales ideas.

-XIII-A mi paso encontraba las familias desvali-

das, formando horrorosos grupos de desolaciónen medio de la vía pública, con los pies en ellodo y guarecida la cabeza del sol y la lluviabajo miserables toldos de sucias esteras. Searrancaban de las manos unos a otros la secaraíz de legumbre, el fétido pez del Oñá, lashabas carcomidas y los huesos de animales nocriados para la matanza. Diestros carniceros,improvisados por la necesidad, perseguían portodos los rincones de Gerona a los pobres pe-rros, que bastante inteligentes para comprendersu próxima suerte, buscaban refugio en lo másrecóndito, y aún se atrevían a traspasar la mu-ralla, corriendo a escape hacia el campo francés,donde eran acogidas con aplauso y algazara

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tales pruebas de nuestra penuria. Por todaspartes, en sótanos y tejados, los gatos se de-fendían con sus ásperas uñas del ataque de lahumanidad, empeñada en vivir.

Los soldados recibían su ración de trigo se-co; pero los habitantes de la ciudad tenían quebuscarse el sustento como Dios les daba a en-tender. La caza y la pesca eran la ocupaciónmás importante. En cuanto a los trabajos milita-res, no había nada, porque nuestra situaciónconsistía en recibir bombas y granadas, sin po-der apenas devolverles los saludos. En variaspartes pedí que me dieran algo para unos po-bres huérfanos, pero la gente me miraba conindignación, y alguno me echó en cara mi ro-bustez. Yo estaba en los puros huesos.

En la calle de Ciudadanos y en la plaza delVino vi muchos enfermos que habían sido sa-cados de los sótanos para que se murieran me-nos pronto. Su mal era de los que llamaban losmédicos fiebre nerviosa castrense, complicada

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con otras muchas dolencias, hijas de la insalu-bridad y del hambre; y en los de tropa todasestas molestias caían sobre la fiebre traumática.

Sin quererlo yo, me apartaba a cada instantede mi objeto, que era buscar alimento para misniños, y aquí me llamaban para que ayudasen aarrastrar un enfermo, allí me rogaban que ayu-dara a poner tierra encima de los cadáveres. Mideseo era arrojarme como los demás en mediodel arroyo esperando la muerte; pero el ejem-plo de algunos que resistían con sin igual tesónel cansancio, me obligaba a seguir en pie. En lacalle de la Zapatería Vieja sacamos fuera de lossótanos a varios clérigos, ancianos y niños, me-reciendo en premio de nuestro servicio algunospedazos de pan negro y de cecina. Los otrosdevoraban su parte; pero yo guardé la mía,adquiriendo con su posesión la fuerza moralque había perdido.

La calle o callejón de la Forsa, que conducedesde la Zapatería Vieja a la catedral, era una

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horrible sentina, una acequia angosta y lóbrega,donde algunos seres humanos yacían como ensepultura esperando quien los socorriese oquien los matase. Entramos en ella, conducidospor D. Carlos Beramendi, hombre de granmérito que se multiplicaba para disminuir en loposible las desgracias de la ciudad, y recogimoslos cuerpos vivos y medio vivos, muertos ymedio muertos, sacándolos a las gradas de lacatedral, donde les bañasen aires menos co-rrompidos. La catedral ya no podía contenermás enfermos y la plaza se fue convirtiendo enhospital al descubierto. Allí vi aparecer en loalto de la gradería a D. Mariano Álvarez, quedaba algunas disposiciones para el socorro delos heridos. Su semblante era en toda Gerona elúnico que no tenía huellas de abatimiento nitristeza, y conservábase tal como en el primerdía del sitio. Gran número de gente le rodeaba,y entre ellos vi con sorpresa a D. Pablo Nom-dedeu con otros médicos, individuos de la jun-ta de salubridad y varias personas influyentes.

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La multitud vitoreó a Álvarez, quien no dijonada, absteniéndose de manifestar disgusto nialegría por la ovación, y descendió tranquila-mente. La gradería ofrecía el más lamentableaspecto y con la algazara de los vivas y aclama-ciones dirigidas al gobernador era difícil oír lasquejas y lamentos. Desde lejos se observabaclaramente que muchos de los que componíanla comitiva del héroe estaban afligidos ante tandoloroso espectáculo. Sin duda hablaban a D.Mariano de la escasez de víveres, porque se oyóuna voz de protesta que dijo: «Señor, cuandono haya otra cosa, comeremos madera».

En esto llegó junto a mí D. Pablo Nomde-deu, que se había separado un poco de la comi-tiva.

¡Comer madera! -exclamó-. Eso se dice, perono se hace. Andrés, me alegro de verte poraquí. ¿Cómo estás, y Siseta y los chicos?

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Aunque empezaba a extinguirse en mi almael resentimiento, amenacé con el puño a Nom-dedeu.

-¡Ah, todavía me guardas rencor por lo deesta mañana! -dijo-. Andresillo, en estos casosno es uno dueño de sí mismo. Yo me espantabaentonces y me he espantado después de encon-trarme tan bárbaro y salvaje. Se trata de vivir,Andrés, y el pícaro instinto de conservaciónhace que el hombre se convierta en fierecita.Que yo sea capaz de matar a un semejante, escosa que no se comprende; ¿no es verdad? ¡Ay,amigo mío! La idea de que mi hija me pide decomer y no puedo darle nada, ahoga en mí elpatriotismo, el pensamiento, la humanidad,trocándome en una bestia. Andrés, no somosmás que miseria. Indigno linaje humano, ¿quéeres? Un estómago y nada más. Se avergüenzauno de ser hombre, cuando llegan estos casosen que todas las relaciones sociales desapareceny reina la Naturaleza pura. Pero estoy viendo

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que el número de heridos es inmenso. Hoyhemos estado haciendo el recuento de medici-nas, y no hay ni para la décima parte en un solodía. ¿A dónde vamos a parar? ¿Es posible queesto se prolongue? No, no puede ser. Mira quéhorroroso aspecto presenta la gradería cubiertade cuerpos humanos.

En efecto, los cien escalones que conducen ala catedral ofrecían en pavoroso anfiteatro uncuadro completo de los males de la heroicaciudad.

Álvarez con su comitiva seguía bajando, y lamultitud apartábase para abrirle paso.

-Señor -le dijo Nomdedeu, volviéndome laespalda-. Olvidé decir a vuecencia que los me-dicamentos que tenemos no bastan ni para ladécima parte.

D. Mariano miró fríamente y sin marcadaexpresión al médico. ¡Qué bien vi entonces al

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célebre gobernador, y cuán presentes se queda-ron desde entonces en mi mente sus facciones,su mirar y sus palabras! La cara pálida y curti-da, los ojos vivos, el pelo cano, la figura delga-da y enjuta, la contextura de acero, la fisonomíaimperturbable y estatuaria, la tranquilidad y laserenidad juntas en su semblante; todo lo exa-miné, y todo lo retuve en la memoria.

-Si no hay bastantes medicinas -dijo- empl-éense las que hay y después se hará lo que con-venga.

Esta muletilla de lo que convenga era muy su-ya, y con ella solía terminar sus discursos yamonestaciones, siendo en él muy natural de-cir: «Si no se puede resistir el asalto, y los fran-ceses entran en la ciudad, moriremos todos ydespués se hará lo que convenga».

-Pero señor -añadió D. Pablo- los enfermosno admiten espera. Si no se les cura... se podrátirar un día, dos...

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Álvarez paseó serenamente la vista por elanfiteatro, y después volviéndose a Nomdedeu,le dijo:

-Ninguno de ellos se queja. Pronto recibire-mos auxilios. La plaza no se rendirá, SeñorNomdedeu, por falta de medicinas. ¿No discu-rre usted algún medio para aliviar la suerte delos enfermos y heridos?

-¡Oh; sí, señor! -dijo el médico alentado poralgunos de la comitiva que murmuraron frasesmás en consonancia con los pensamientos delmédico que con los del gobernador-. Me ocurreque Gerona ha hecho ya bastante por la reli-gión, la patria y el rey. Ha llegado ya al límitede la constancia, señor, y exigir más de estapobre gente es consumar su completa ruina.

Álvarez agitó ligeramente el bastón de man-do en la mano derecha, y sin inmutarse dijo aNomdedeu:

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-Ya... sólo usted es aquí cobarde. Bien: cuando yano haya víveres, nos comeremos a usted y a los de suralea, y después resolveré lo que más convenga.

Cuando acabó de hablar, callaron todos detal modo, que se oía el zumbido de las moscas.Nomdedeu volvió atrás la cabeza buscándomecon la vista, para disimular su turbación; y har-to confuso hubo de abandonar la comitiva.Hasta mucho después de que esta pasara, norecobró el uso de la palabra mi buen doctor, yestaba pálido y tembloroso, señal inequívoca desu miedo.

-Andrés -me dijo en voz baja tomándomedel brazo, y llevándome en dirección de la pla-za de San Félix- ese hombre va a acabar connosotros. Yo soy patriota, sí señor, muy patrio-ta; pero todo tiene su límite natural, y eso deque lleguemos a comernos unos a otros me pa-rece una temeridad salvaje.

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-La entereza de D. Mariano -le respondí- nosllevará a tragarnos mutuamente; pero por loque a mí toca, y mientras sepa que ese hombreestá vivo, antes me comeré a mordidas mi pro-pia carne, que hablar de capitulación delante deél.

-Grande y sublime es su constancia -me dijo-yo la admiro y me congratulo de que tengamosal frente de la plaza hombre cuya memoria hade vivir por los siglos de los siglos. ¡Oh, si yofuera solo en el mundo, Andrés! Si yo no tuvie-ra más que mi indigna persona, si no tuvieraotro cuidado que la visita al hospital y el reco-rrido de los enfermos que están en la calle, yomismo le diría a D. Mariano: «Señor, no nosrindamos mientras haya uno que pueda viviralmorzándose a los demás»; pero mi hija notiene la culpa de que una nación quiera con-quistar a otra... Sin embargo, humillemos lafrente ante la voluntad de Dios, de la cual esejecutor en estos días ese inflexible D. Mariano

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Álvarez, más valiente que Leónidas, más pa-triota que Horacio Cocles, más enérgico queScévola, más digno que Catón. Es este un hom-bre que en nada estima la vida propia ni la aje-na, y como no sea el honor todo lo demás leimporta poco. En las jornadas de Setiembre,cuando Vives, el capitán de Ultonia, se disponíapara una pequeña excursión al campo enemigo,preguntó a don Mariano que a dónde se aco-gería en caso de tener que retirarse. El gober-nador le contestó: «Al cementerio». ¿Qué teparece? ¡Al cementerio! Es decir, que aquí nohay más remedio que vencer o morir, y comovencer a los franceses es imposible porque sonciento y la madre, saca la consecuencia. ¡Estoentusiasma, Andresillo! Se le llena a uno la bo-ca diciendo: ¡Viva Gerona y Fernando VII!, leparece a uno que ya está viendo las historiasque se van a escribir ensalzándonos hasta lasnubes; pero yo quisiera poder decir ¡Viva Es-paña y viva Josefina!, o que al menos entre lasruinas humeantes de esta ciudad y entre el

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montón que han de formar nuestros cuerposdespedazados, se alzara rebosando salud miquerida hija única que nunca ha hecho mal aEspaña ni a Francia, ni a Europa, ni a las poten-cias del Norte ni del Sur.

El doctor detúvose a examinar varios enfer-mos, y corrí a casa de Siseta para llevarles lopoco que había recogido.

-XIV-Casi juntamente conmigo entró Barodet, que

había salido a hacer una excursión por la plazade las Coles, y volvía tan alegre y saltón, que lejuzgué portador de víveres para ocho días.

-¿Qué hay, Badoret? -le preguntamos Sisetay yo.

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Nos contestó abriendo los puños para mos-trar algunas piezas de cobre, y cerrábalos des-pués, bailando con frenesí en medio de la sala.

-¿De dónde traes eso? ¿Lo has cogido en al-guna parte? -le preguntó su hermana con enojo,sospechando sin duda que el chico había hechoincursiones lamentables en la propiedad ajena.

-Me los han dado por el ratón... Andrés, unratón tan grande como un burro. En cuantollegué con él a la plaza, un viejo soltó tres realespor él.

-¿Para comérselo? -exclamó Siseta conhorror.

-Sí -repuso Badoret dándole los cuartos-. Túno lo quisiste, pues a venderlo.

-Mira, Andrés -me dijo Siseta- luego que túte fuiste, estos condenados bajaron al patio, ypor la puertecilla que está junto al pozo, se me-

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tieron en la casa del canónigo D. Juan Ferragut,que está abandonada como sabes. A poco vol-vieron con una rata tan grande como de aquí amañana... ¡Qué patas! ¡Qué rabo!

-La carne de este precioso e inteligentísimoanimal -dije yo dando a Siseta lo que llevaba-no es mala, según dicen los muchos que en Ge-rona la están consumiendo. Por ahora, mucha-chos, remediémonos con esto que os traigo, yDios dará más adelante otra cosa.

Comimos, si así puede llamarse una refac-ción tan exageradamente sobria, que más pa-recía hecha para dar entretenimiento a los dien-tes, que sustancia al cuerpo. Yo me dormí sobreel suelo poco después, y cuando desperté, Sise-ta con gran aflicción me dijo:

-Gasparó está malo. Ha cesado de llorar, yestá como desmayado con el cuerpo ardiente ytemblando de escalofríos. ¿Tardará en volver elSr. Nomdedeu?

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Examiné al chico, y su aspecto me hizo tem-blar, porque no dudé un momento que estuvie-se atacado de la fiebre a que sucumbía diaria-mente parte de la población; pero procuré tran-quilizar a su hermana, asegurando que lossíntomas del mal que tenía delante, no eranparecidos a los que a todas horas se observabanen los sitios más públicos de la ciudad. PeroSiseta, en su buen sentido, no daba crédito amis consuelos, comprendiendo la gravedad desu hermanito. Con la mayor naturalidad delmundo, y olvidando en su preocupación lascircunstancias de la ciudad, me mandó que lellevase algunas medicinas, y tuve que emplearmil rodeos y circunlocuciones para decirle queno las había. La infeliz muchacha estaba incon-solable.

Una hora después entró D. Pablo Nomde-deu, al cual llamamos para que asistiese al en-fermo, y se prestó a ello de buen grado.

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-¡Pobre Gasparó! -dijo al verle-. Ya he dichovarias veces que con los alimentos que diaria-mente se consumen aquí, estos chicos no hande llegar a viejos.

-Pero mi hermano no se morirá, señor donPablo -afirmó Siseta llorando-. Usted que es tanbuen médico, le curará.

-Hija mía -repuso fríamente el doctor- tiendela vista por esas calles, y observa de qué valenlos buenos médicos. Lo que respiramos en Ge-rona no es aire, es una sutil e invisible materiacargada de muertes. ¡Ay! Vivimos por especialdon de Dios, los que vivimos. Tenemos un go-bernador de bronce que manda resistir a estoshombres que se caen muertos por momentos.D. Mariano Álvarez no ve en el cuerpo humanosino una cosa con que rellenar los cementerios,y que no pudiendo servir para batirse no sirvepara nada. Él no atiende más que al inmortalespíritu, y fijando su atención en la vida perpe-tua que con los miserables ojos de la carne no

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podemos ver, desprecia todo lo demás. Sí, lamagnitud de ese hombre me tiene asombradopor lo mismo que es superior a mí. El goberna-dor resistirá el hambre, las privaciones, las en-fermedades, mientras tenga una gota de sangreque mantenga en pie la urna de su grande espí-ritu, pues su alma es el alma menos atada alcuerpo que he conocido; y si no pudiese resis-tir, será capaz de comerse a sí mismo... Peroveamos qué se hace con ese pobre Gasparó, hijamía; yo creo que debes ir a enterrarle a la plazadel Vino, donde se ha hecho una gran fosa,porque si dejamos aquí su pobre cuerpo, puedecorromperse la atmósfera de esta casa más de loque está.

-¿De modo que usted le da por muerto?-preguntó Siseta con desesperación.

-Siseta, nuestra misión en el estado a quehan llegado las cosas, sin alimentos ni medici-nas que recomendar, se reduce a evitar loshorribles efectos de la descomposición atmosfé-

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rica. Si pudiéramos tener a mano buenas tazasde caldo, un poco de vino blanco y algunosemolientes y heméticos, creo que sería fácil tor-nar la salud a la robusta naturaleza de ese niño;pero es imposible: no hay nada. ¡Felices los quese mueren! Si no consigo salvar a mi hija, mepondré en la muralla, cuando haya otro asalto,para morir gloriosamente... Pobre Gasparó:¡con cuánto placer te cuidaría si viera en ti es-peranzas de vida! Siseta, sentiría mucho que mihija conociera la proximidad de un moribundo.En caso de que Gasparó llore o chille, le man-darás callar. Adiós, adiós, hijos míos; cuidadocon mis instrucciones.

Y subió. Tenía todas la apariencia de un lo-co.

Siseta destrozó un mueble, calentó agua conél y diose a aplicar al enfermo en diversas for-mas una terapéutica de su invención, compues-ta de agua tibia en bebida, en cataplasmas, enfriegas, en rociadas, en parches. Como advirtie-

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ra cierta quietud en el enfermo, creyola repen-tina mejoría, por efecto de sus extraordinariosespecíficos, y dijo con tanta inocencia comoalegría:

-Andrés, me parece que está mejor. Se hadormido. Mi madre decía que el agua del Oñáera la mejor medicina del mundo, y con agua securaba ella todos sus males. ¿Ves cómo estámás tranquilo? Cuando despierte querrá ir ajugar con sus hermanos. ¿Pero dónde están esosmalditos? ¡Badoret, Manalet!...

Siseta los llamó gritando varias veces, y losmuchachos no parecían. Estaban en la casa delcanónigo.

Yo subí a ver a D. Pablo y a su hija, y en-contré a esta tan abatida y desfigurada, quecuando cerraba los ojos quedándose sin movi-miento con la cabeza hundida entre los almo-hadones, parecía realmente muerta. Ya era casi

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de noche y Nomdedeu, sentado junto al vela-dor, escribía su diario.

-Andrés -me dijo el doctor- te agradezco quevengas a hacerme compañía. ¿No me guardasrencor por lo de esta mañana? Eres un buenmuchacho, y sabes hacerte cargo de las circuns-tancias. En estos casos, no hay amigo para ami-go, ni hermano para hermano. Ahora mismo, simetieras tu mano en el plato donde va a comermi hija, creo que te mataría.

-¿Y la señorita Josefina -le pregunté- cree to-davía que hay fiestas en Gerona, y que mañanairá a Castellà?

-¡Ay!, no. La ilusión duró hasta el día si-guiente nada más. Su estado moral es espanto-so. Ya no puede ocultársele nada, y es inútilrepresentar comedias como la de la otra noche.Lo sabe todo, y no ignora los últimos pormeno-res, gracias a una indiscreción de esa endiabla-da señora Sumta, a quien de buena gana arras-

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traría por los cabellos. Figúrate, Andrés, queuna de estas noches, cuando yo estaba curandoenfermos por esas calles, la tal señora Sumta,que a más de ser curiosa como mujer, es entro-metida y novelera como un chico de diez años,deseando dar a su entendimiento el pasto deuna belicosa lectura en armonía con sus aficio-nes militares, sacó de la alacena de mi despachoeste diario que estoy escribiendo, y se puso aleerlo aquí mismo delante de mi hija. Esta sintióal instante deseos de leer también, y la muynecia de la señora Sumta se lo permitió, aña-diendo de su propia cosecha comentarios en-comiásticos de los empeños y heroicidades delsitio. Cuando volví, mi hija había llegado a lasúltimas páginas, y en su calenturienta atencióny curiosidad se le iba el alma a pedazos. La lec-tura la embelesaba y la mataba al mismo tiem-po, y el terror y la admiración compartíanse eldominio de su alma. ¡Ay, cuánto trabajo mecostó arrancarle de las manos el malhadadodiario! La pobrecita no durmió en toda la no-

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che, y puesto su cerebro en erección, allí era dever cómo imaginaba batallas en la calle, cómosentía el ruido de las bombas, cómo asegurabaestarse quemando con el resplandor de los in-cendios, cómo miraba los ríos de sangre queenrojecían el Ter y el Oñá, sin que me fueraposible tranquilizarla. La infeliz corría de unaparte a otra de la habitación como una loca; yllamaba a gritos a D. Mariano Álvarez, ensal-zando la bravura y grande ánimo de nuestrogobernador. Otras veces, dominada por el mie-do, me pedía que la escondiese en lo más pro-fundo de los pozos para no oír el zumbido delos cañonazos ni ver el resplandor de las lla-mas. Tan pronto su delicado organismo nervio-so, que es su naturaleza toda, se crispabadándole actividad febril, como cuando domi-nados por el entusiasmo nos centuplicamos; tanpronto abatiéndose llorosa, su cuerpo caía flojoy blando como una madeja. Precisamente lafalta del sentido acústico, que parece debía serun descanso para su espíritu, es un verdadero

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tormento, porque oye rumores que sin tenerexistencia real retumban en su cerebro; y losespectros del sonido aterran su imaginaciónmás que los de la vista. ¡Pobrecita hija mía! Creíverla morir en una de aquellas crisis. Era suvida como un hilo muy delgado que por inter-valos se pone tirante, tirante, amenazandoromperse. Yo tenía el alma en suspenso, ycomprendiendo que contra tal estado de nadavalen la ciencia ni los cuidados, me crucé debrazos y bajé la frente esperando el fallo deDios. De este modo ha pasado algunos días,Andrés, y últimamente todos los síntomas dedesorden nervioso han desaparecido, para noquedar más que el del miedo, un miedo en elúltimo grado de lo deprimente, que la tieneaplanada, moribunda. ¿Ves esa cara, ves esaexpresión soñolienta y abatida, esa diafanidadpropia de los primeros instantes de la muerte?¿Por ventura eso tiene apariencia de vida? Noparece sino que este simulacro de existenciapermanece ante mis ojos por disposición mila-

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grosa del cielo para consolarme durante la au-sencia real de mi verdadera hija.

Después de un largo y triste silencio, conti-nuó así:

-Andrés, mañana saldrá el sol; mañanahabrá lo que en nuestro lenguaje llamamos día;mañana tendremos otro hoy, es decir, nuevosapuros. Veremos qué miga de pan me reservaDios para el día que ha de venir. Como quieraque sea, mi hija tendrá mañana su plato en estamesa. Así ha de ser, cueste lo que cueste.

Y dicho esto, siguió redactando su diario.

Cuando volví al lado de Siseta, la encontrémás tranquila, engañada por el aparente aliviodel pobre niño. Su principal inquietud consistíaentonces en la ausencia de Badoret y Manalet,que a pesar de lo avanzado de la noche, novolvían a casa. Pero de acuerdo les supusimosocupados en explorar la habitación vecina, y no

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se habló más sobre el particular. Retireme yo ami guardia, pesaroso de dejarla sola, y durantetoda la noche estuve mortificado por cavilacio-nes y presentimientos que no me dejaron dor-mir.

-XV-Al día siguiente no ocurrió novedad particu-

lar. Gasparó seguía lo mismo. Badoret y suhermano aparecieron tras larga ausencia, llenosde rasguños, contusiones, magulladuras ymordidas; pero muy contentos con los cuartosque recientemente les había proporcionado suindustria. A pesar de este refuerzo pecuniario,aquel día fue el abastecimiento de la casa máspenoso y difícil que otro alguno, y Siseta, des-mejorándose por grados, perdía robustez ysalud de hora en hora. Como entonces ocurrie-ron acontecimientos terribles en nuestra casa,no puedo pasarlos en silencio. Después de un

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breve y violento sueño, despertome al rayar eldía el golpear de un pie, que no por ser de ami-go carecía de dureza, y cuando abrí los ojos,encaré con el tambor del regimiento, FelipeMuro, que me dijo:

-Ha caído una bomba en la casa del canóni-go Ferragut, calle de Cort-Real, y el tejado haido a buscar refugio dentro de los cimientos. Yolo he visto, Andrés. Tu amigo el médico, D.Pablo Nomdedeu, salió a la calle gritando ybufando en cuanto vio arder las barbas del ve-cino. Felizmente la casa no ardió, y hasta hoyno tiene más avería que haber sido aplastadacomo un buñuelo. ¿No vas allá?

De buena gana habría corrido al lugar de lacatástrofe; pero la ordenanza me ataba a la mu-ralla de Alemanes durante algunas horas, yesperé con la más cruel ansiedad. Cuando meencontré libre y pude trasladarme a la calle deCort-Real, vi con alegría que mi casa estabaintacta, aunque amenazada de algún deterioro

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por la repentina falta de apoyo de la contigua,cuya fachada yacía casi totalmente en el suelo,viéndose desde la calle el interior de las habita-ciones con parte de los muebles en la mismasituación en que los dejó el dueño al abandonarsu domicilio. Mentalmente di gracias a Dios porhaber librado de la desgracia la casa de losmíos, y corrí al lado de Siseta, a quien encontréen el taller y en el mismo sitio donde la habíadejado la noche anterior, junto al lecho de suhermano. La consternación de la pobre mucha-cha era tal, que no acerté a tranquilizarla coninútiles consuelos.

-Siseta -le dije- es preciso resignarse a lo quequiere Dios. ¿Y tu hermano?

No me contestó ni había para qué, porque suhermano se moría. Ella misma hallábase en tanlastimosa situación física y moral, que sólo porun enérgico propósito de su fuerte espíritu, semantenía vigilante y atenta a la agonía del po-bre Gasparó. Sin el dolor, Siseta habría caído al

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suelo, abatida por el insomnio y la inanición;pero ella despreciaba su propia existencia, ypara atenderla era preciso que desapareciese lade los demás.

-¿El Sr. Nomdedeu no ha asistido a tu her-mano? -le pregunté.

-No -repuso-. El Sr. D. Pablo dice que aquínada falta sino echarle tierra encima.

-¿Y es posible que no te haya proporcionadoalgunas medicinas? Si él quisiera, podría hacer-lo.

-Dice que no hay medicinas.

-Dime: ¿Gasparó ha tomado algún alimento?

-Nada. Con los cuartos que trajeron ayer loschicos, se compró un pedacito muy chico dececina; y lo puse en las parrillas, y esta mañanavino D. Pablo, se me arrodilló delante llorandoa moco y baba, y como a pesar de esto me resis-

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tiera a dárselo, amenazome con matarme y se lollevó.

-¿Tú tampoco has tomado nada?... ¡Oh! Espreciso que yo le siente la mano a ese ladron-zuelo de D. Pablo. ¿Tenemos nosotros obliga-ción de mantenerle a su hija? ¿Y tus hermanos?

-No sé dónde están -repuso Siseta con pro-fundo terror-. Desde anoche no han vuelto acasa.

-Pero, Siseta -exclamé con angustia- no iríana la casa del canónigo. ¿Sabes que se ha venidoal suelo?

-No sé si irían allá... Esta mañana sentí ungran ruido. Creí que era esta casa la que se ven-ía al suelo; y abrazando a mi hermano cerré losojos y me encomendé a Dios. Pero luego quecesó el ruido, miré al techo y lo vi en el mismositio. La gente gritaba en la calle, y era difícilrespirar a causa del polvo. No, Dios mío, no es

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posible que mis hermanos estuvieran hasta hoydentro de esa casa. Yo creo que habrán ido almercado a vender lo que hayan cogido.

Cada palabra pronunciada era un esfuerzoangustioso de la decaída naturaleza de Siseta.Cubría su frente helado sudor, y sentada en elsuelo apoyaba sus brazos en la estera para sos-tenerse. Pálida como la misma muerte, y conlos ojos apagados y hundidos, daba pena de vercómo se agostaba aquella planta, sin poderecharle un poco de agua.

De repente bajó metiendo mucho ruido el Sr.Nomdedeu, que al verme, me dijo:

-¡Oh, Andresillo! ¡Cuánto me alegro de queestés aquí! Supongo que traerás algo. Tú eresgeneroso y no te olvidas de los buenos amigos.

-Nada traigo, señor doctor; y si trajera, nosería para usted. Cada cual se las compongacomo pueda.

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-¡Qué bromas gastas! Supongo que traerássiquiera un poco de trigo. Y tú, Siseta, ¿tienesalgo para mí? ¿Tus hermanos no han traídonada? ¡Oh, amigos de mi alma! ¿No hay nadapara este pobre infeliz que ve morir a su hija?Andrés, Siseta -añadió juntando las manos yponiéndose de rodillas delante de nosotros-haced la caridad, por amor de Dios, que todo loque tuviereis de menos en la tierra lo tendréisde más en el cielo. Ya sabéis que aquí dan unopor ciento y allá dan ciento por uno. Andrés, Sise-ta, queridísimos amigos míos, vosotros quenadáis en la abundancia, socorred a este men-digo. Nada me queda ya: he vendido todos mislibros, y con las plantas de mi magnífico herba-rio, que he reunido durante veinte años, hehecho un cocimiento para dárselo a ella. Sólome restan las plantas malignas o venenosas, yla incomparable colección de polipodiums, queos puedo vender... ¿De veras que no tenéis na-da? No puede ser. Ustedes esconden lo que

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tienen; ustedes me engañan, y esto no lo puedoconsentir; no, no lo consentiré.

De esta manera, Nomdedeu pasaba de laaflicción más amarga a una cólera hostil y atra-biliaria, que a Siseta y a mí nos infundió bastan-te recelo.

-Sr. Nomdedeu -dije resuelto a alejar de no-sotros huésped tan importuno- no tenemosnada. Ya ve usted. El pobre Gasparó se muere,y no podemos darle un buche de agua con vi-no. Déjenos usted en paz o tendremos un dis-gusto.

-Eso se verá. Yo no me voy de aquí sin algo.Ustedes esconden lo que van comprando conlos cuartos que traen los chicos. Mi hija no pue-de seguir así muchas horas, Andrés. Que serinda Gerona, sí, señor, que se rinda, y que sevaya al infierno con cien mil pares de demoniosel Sr. D. Mariano Álvarez, que ha dicho estamañana: «Cuando la ciudad principie a desfa-

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llecer, se hará lo que convenga». No sé a quéespera. Aún no cree que la ciudad está bastantedesfallecida. ¡Oh! Lo que debiera hacer el go-bernador es castigar a los pillos que acaparanlas vituallas, privando a sus semejantes de lomás preciso, y ustedes son estos, sí, señor. Us-tedes tienen esas arcas llenas de comestibles, ylo menos hay ahí diez onzas de cecina y un parde docenas de garbanzos. Esto es un robo, unrobo manifiesto. Siseta, Andrés, amigos míos:ya he vendido todas las estampas y cuadros demi casa. ¿Queréis el perrito que bordó en ca-ñamazo mi difunta esposa cuando estaba en laescuela? ¿Lo queréis? Pues os lo daré, aunquees una prenda que he estimado como un tesoro,y de la cual hice propósito de no deshacermenunca. Os doy el perrito si me dais lo que estáguardado en el arca.

Abrimos el arca, mostrándole su horrendavaciedad; pero ni aun así se dio por vencido.Estaba frenético, con apariencias de trastorno

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semejante a la embriaguez o al delirio de loscalenturientos, y al hablar su lengua sin fuerzachasqueaba las palabras, entonándolas a me-dias, como un badajo roto que no acierta a herirde lleno la campana. Temblaba todo él, y elllanto y la risa, la pena, la ira, la resignación o laamenaza se expresaban sucesivamente en lasrápidas modificaciones de su fisonomía agitaday movible como la de un cómico.

Cuando me levanté para obligarle a salir,amenazome con los puños, y en un tono que noes definible, pues lo mismo podía ser doloridollanto que honda rabia, nos dijo:

-Miserables, ladrones de lo ajeno. Haré loque dice el gobernador. Sí, Andrés, Siseta. Mihija no se morirá; mi pobre hija no se morirá,porque cuando no haya otra cosa nos comere-mos a ustedes y después se resolverá lo quemás convenga.

Cuando se retiró, Siseta me dijo:

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-Andrés, yo no sé si viviré mucho más queGasparó. Haz el favor de buscar a mis herma-nos. Si Dios ha determinado que en este día seacabe todo, se acabará. Somos buenos cristianosy moriremos en Dios.

-XVI-Dejando para más tarde la exploración al

mercado, marché a la abandonada vivienda deD. Juan Ferragut, canónigo de la catedral, quedesde los primeros días del sitio huyó de Gero-na buscando lugar más seguro. Aunque esteveterano de las milicias docentes de Cristo nofigura en mi relación, debo indicar que era elprimer anticuario de toda la alta Cataluña;hombre eruditísimo e incansable en esto dereunir monedas, escarbar ruinas, descifrar epí-grafes y husmear todos los rastros de pisadasromanas en nuestro suelo. Su colección nu-mismática era célebre en todo el país, y además

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poseía inapreciable tesoro en vasos, lámparas,arneses y libros raros; pero el grande amor quetenía a estos objetos no fue parte a detenerle ensu huida, abandonando la historia romana ycarlovingia por poner en seguro la más queninguna inestimable antigualla de la propiavida. Luego una bomba arregló el museo a sumanera.

Entrábase en la desierta casa por una peque-ña puerta que comunicaba ambos patios, y quelos vecinos solían tener abierta para venir atomar agua en el del nuestro. Cuando penetréen el patio, hallé que una gran parte de este sehabía trocado en recinto cubierto, formado porla acumulación de vigas y tabiques atascadosen un ángulo antes de llegar al piso. Aquel im-provisado techo no necesitaba sino ligero im-pulso, una voz fuerte, una trepidación insensi-ble para caer al suelo. Adelantando cuidado-samente llegué a la caja de la escalera, abierta ala luz y al aire por el hundimiento de las salas

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de la fachada y de una parte del techo por don-de penetró la bomba. Cubrían el suelo mueblesconfundidos con trozos de pared, vidrios y mildesiguales fragmentos de preciosidades artísti-cas, materia caótica de la historia, que ningúnsabio podía ya reunir ni ordenar. La escalerahabía perdido uno de sus tramos, y para subirera preciso trepar, saltando abruptas alturas.Desde abajo veíase el interior de una alcoba quedebía ser la del señor canónigo, la cual piezacon un testero de menos, y conservando partede sus muebles, se asemejaba a los aposentosde juguete para los niños, cuando se les quita latapa o pared lateral, cuya ausencia permite verel lindo interior. Si algunos cuadros, cofres yroperos manteníanse arriba en los mismospuestos que desde luengos años ocupaban, encambio la cama del canónigo yacía en lo hondode la escalera en una postura que podemosllamar boca abajo. Los gruesos pilares de aquelmueble, que no era otra cosa que un medianomonte de roble, aparecían por diversos puntos

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tronchados, esparciendo sus agudas astillas, ylas colgaduras en desorden dejaban ver entresus pliegues los brazos de marfil de un SantoCristo, y las secas ramas de unas disciplinas. Deentre los despojos de la piedra, y en la oscuri-dad de los rincones y honduras que formaban,vi surgir el brillo de dos discos luminosos, co-mo dos puntos, como dos ojos que me miraban.A pesar de que sentí súbito temor, bajeme arecoger aquellas luces. Eran los espejuelos delbuen Ferragut.

En la imposibilidad de subir, di voces al piede la escalera, por ver si desde aquellas solita-rias cavidades me respondía alguno de los mu-chachos a quienes buscaba. Grité con toda lafuerza de mis pulmones: ¡Badoret, Manalet!,pero nadie me respondía. Recorrí todo lo bajo,explorando lo más escondido y lo más peligro-so de los escombros, y sólo encontré la barreti-na de uno de los chicos; pero esto no era sufi-ciente razón para suponer que ellos existiesen

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bajo las ruinas. Por último, regresando al huecooí un agudo silbido, que resonaba en lo másalto del tejado. Aguardé un rato, y en breveoyéronse de nuevo los mismos agudos sones, yapareció una figura, que desde arriba con evi-dente peligro se inclinaba para mirar hacia elfondo. Era Badoret.

El muchacho, poniéndose ambas manos enla boca, gritó: ¡Manalet, alerta!

Y luego forzando la voz, añadió: -¡Allá van!¡Allá va Napoleón, con toda la guardia impe-rial, y la tropa menuda!

Dicho esto desapareció, y yo me quedé ab-sorto esperando ver a Napoleón con toda laguardia imperial. En efecto; por la rota escaleradescendía a escape tendido un numeroso ejérci-to cuyos precipitados pasos metían bastanteruido. Saltaban de peldaño en peldaño por en-tre los pedazos de vigas, y con ligereza sumafranqueaban los claros de la escalera, gruñen-

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do, chillando, escarbando, describiendo pirue-tas, curvas, círculos, y empujándose, confun-diéndose y precipitándose unos sobre otros.

Delante iba el mayor de todos que eragrandísimo, como ser de privilegiada magnitudy belleza entre los de su clase, y seguíanle otrosde menos talla y muchos pequeños, entre loscuales había jovenzuelos, juguetones y muchosgraciosos niños. No eran docenas, sino cientos,miles, ¡qué sé yo!, un verdadero ejército, unanación entera, masa imponente que en otrascircunstancias me habría hecho retroceder conespanto. Las oscilaciones de sus largos rabosnegros eran tales, que parecían culebras co-rriendo en medio de ellos, y sus brillantes ojosde azabache expresaban el azoramiento y laansiedad de retirada tan vergonzosa. Veníanhostigados, y la inmunda caterva pasó junto amí y en derredor mío con rapidez inapreciableescurriéndose por entre los escombros hacia elpatio. Seguíalos yo con la vista, y por una oscu-

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ra puertecilla que vi en la pared, sumergiéronsetodos en un segundo, como chorro que cae alabismo.

Yo no había visto aquella puerta abierta enun ángulo y que ocultaban dos toneles puestosen el patio. Acerqueme a ella y desde la bocagrité:

-Manalet, ¿estás ahí?

Al principio no sentí rumor alguno, sino unlejano y vago son de hojarasca que me parecíaproducido por las pisadas de la guardia impe-rial sobre montones de yerba seca. Pero al pocorato creí sentir como voces y lamentos que alprincipio parecieron aprensión mía o eco demis propios gritos; pero oyendo que se repetíanmás acentuados cada vez, resolví aventurarmeen lo interior del aposento oscurísimo que antemí se abría.

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Nada pude ver en los primeros momentos;mas a poco de estar allí distinguí las formasrobustas de las tinajas y toneles, cajones rotos,arreos de caballerías y de carros, y mil objetosde indefinible configuración, que iban saliendopoco a poco de la oscuridad a medida que misojos se acostumbraban a ella.

El sitio era poco agradable, y no sé por quélas barrigas de aquellas tinajas me ofrecían unaspecto temeroso, causa para mí de invenciblehorror. Yo reconocí en aquellas formas extrava-gantes las de ciertos monstruos que venían aamedrentarme en mis sueños de enfermo, y noles faltaba más que cuatro patas resbaladizas,húmedas, cartilaginosas, para arrojarse sobremí. A los pocos pasos produje el mismo ruidode hojarasca que antes había sentido, y observéque pisaba grandes capas de yerba seca, depo-sitada allí sin duda para bestias que no habíande comerla.

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De pronto, señores, sentí que las hojas sona-ban pisadas por mil patitas, y los cabellos se meerizaron de espanto. ¿Por qué, si allí no habíaleones, ni tigres, ni culebras, ni ningún animalverdaderamente fuerte y temible? Lo cierto esque tuve miedo, un miedo inmenso que heló lasangre en mis venas, dejándome atónito y para-lizado. Quise huir y hundime en la yerba seca.Revolví los ojos en torno mío, y aumentó miterror al ver que se disponía para acometermepor distintos lados con la rabia de mil bestiasferoces todo el ejército imperial.

En un instante me sentí mordido y rasguña-do en los tobillos, en las piernas, en los muslos,en las manos, en los hombros, en el pecho. ¡In-fame canalla! Sus ojuelos negros y relucientescomo pequeñas cuentas, me miraban gozándo-se en la perplejidad de la víctima, y sus hocicospuntiagudos se lanzaban con voracidad sobremí. Grité, pateé, manoteé; pero la flojedad delsuelo en que me sostenía imposibilitaba mi de-

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fensa, y con esfuerzos extraordinarios pugnabapor echarme fuera de aquel mar de hoja seca enel cual, si era difícil el correr, más difícil era elnadar. La turba insolente, aguijoneada por elhambre, se atrevía a atacarme. ¿Qué puede unosolo de aquellos miserables animales contra elhombre? Nada; pero ¿qué puede el hombrecontra millares de ellos, cuando la necesidad lesobliga a asociarse para combatir al rey de lacreación? Hallándome sin defensa, exclamé conangustia: ¡Badoret, Manalet, venid en mi auxi-lio! ¡Socorro!

Por último, conseguí poner el pie en tierrafirme, y sacudiendo manotadas a diestra y si-niestra, logré aminorar el vigor del ataque.Corrí de un lado para otro, y me siguieron; sub-ime a un gran tonel, y veloces como el rayosubieron ellos también. Su estrategia era admi-rable; adivinaban mis movimientos antes deque los realizase, y como saltara de un punto aotro, me tomaban la delantera para recibirme

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en la nueva posición. Animábanse en el comba-te por un himno de gruñidos que a mí me dabaescalofrío, y parecía que rechinaban en acorda-da música militar sus dientes, demostrandogran rabia y despecho todos aquellos que nopodían hacerme presa.

¡Terrible animal! ¡Qué admirablemente le hadotado la Providencia para que se busque lavida a despecho del hombre, para que se de-fienda contra las agresiones de fuerza superior,para que venza obstáculos naturales, para quehaga suyas las más laboriosas conquistashumanas; para que mantenga su inmensa proleen lo profundo de la tierra y al aire libre, en losdespoblados lo mismo que en las ciudades! LaProvidencia le ha hecho carnívoro para queencuentre alimento en todas partes; le ha hechoun roedor para que devore a pedazos lo que nopuede llevarse entero; le ha dado ligereza paraque huya; blandura para que no se sientan susalevosos pasos; finísimo oído para que conozca

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los peligros; vista penetrante para que atisbe lasmáquinas preparadas en su daño, y agudo ins-tinto para que con hábiles maniobras burle vigi-lancias exquisitas y persecuciones injustas.Además posee infinitos recursos y como bestiacosmopolita, que igualmente se adapta a lacivilización y al salvajismo, posee vastos cono-cimientos de diversos ramos, de modo que esingeniero, y sabe abrirse paso por entre paredesy tabiques para explorar nuevos mundos; esarquitecto habilísimo, y se labra grandiosasresidencias en los sitios más inaccesibles, en loshuecos de las vigas y en los vanos de los tapia-les; es gran navegante, y sabe recorrer a nadolargas distancias de agua, cuando su espírituaventurero le obliga a atravesar lagunas y ríos;se aposenta en las cuadernas de los buques,dispuesto a comerse el cargamento si le dejan, ya echarse al agua en la bahía para tomar tierrasi le persiguen; es insigne mecánico, y posee elarte de trasportar objetos frágiles y delicados,secretos de que el hombre no es ni puede ser

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dueño; es geógrafo tan consumado, que no haytierra que no explore, ni región donde no hayapuesto su ligera planta, ni fruto que no hayaprobado, ni artículo comercial en que no hayaimpreso el sello de sus diez y seis dientes; esgeólogo insigne y audaz minero, pues si advier-te que no disfruta de grandes simpatías a florde tierra, se mete allí donde jamás respirópulmón nacido, y construye bóvedas admira-bles por donde entra y sale orgullosamente,comunicando casas y edificios, y huertas y fin-cas, con lo cual abre ricas vías al comercio ydestruye rutinarias vallas; y por último, es granguerrero, porque además de que posee milhabilidades para defenderse de sus enemigosnaturales, cuando se encuentra acosado por elhambre en días muy calamitosos, reúne y orga-niza poderosos ejércitos, ataca al hombre, y alfin, si no halla medio de salir del paso, estosejércitos se arman unos contra otros, embis-tiéndose con tanto coraje como táctica, hastaque al fin el vencedor vive a costa del vencido.

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Poseyendo un gran sentido civilizador, seacomoda al carácter de las comarcas y regionesque escoge para desarrollar su genio activo, ycome siempre de lo que hay. Eso sí, no respetani sabe respetar nada: en el tocador de la damaelegante se come los perfumes; y en casa delboticario las medicinas. En la iglesia hace milcondimentos con las reliquias de los santos, yen los teatros se apropia los coturnos de Aga-menón y la loriga de D. Pedro el Cruel. Artistaa veces, si el destino le lleva a los museos, sealmuerza a Murillo y cena con algo de Rafael, ycuando acierta a penetrar en casa de los anti-cuarios o de los eruditos, se convierte en uno deestos por la influencia de la localidad, es decir,que se traga los libros.

Todas estas eminentes cualidades las des-plegó contra mí la inmensa falange. Aquellospadres que por dar de comer a sus hijos; aque-llos amantes esposos que por librar de la muer-te a sus mujeres, no vacilaban en mirar frente a

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frente a un ser superior, tenían toda la perver-sidad que dan las supremas exigencias de lavida. Pero era realmente una vergüenza paramí el rendir mi superioridad de fuerza y deinteligencia ante aquella chusma de los bode-gones, que procedentes de distintos puntos dela ciudad, por caminos sólo sabidos de ella sola,se había reunido en tal sitio. Así es, que repo-niéndome al cabo de algún tiempo de mi primi-tivo susto, arrebaté un palo que al alcance de lamano vi, y haciendo pie firme sobre el tonel,comencé a descargar golpes a todos lados, in-crepando a mis enemigos con todos los voca-blos insultantes, groseros y desvergonzados dela lengua española.

Si no obtuve desde luego por este medioventajas positivas, conseguí al menos amedren-tar a los pequeños, que eran los más insolentes,y sólo los grandes continuaron empeñados enroerme. Pero los grandes me ofrecían un blancomás seguro, y he aquí que después de un rato

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de combate peligroso, incesante, en que multi-plicaba los movimientos de mis brazos y pier-nas con rapidez más propia de un bailarín quede un guerrero, comencé a adquirir alguna ven-taja. La ventaja en las batallas, una vez que semanifiesta, va creciendo en proporción geomé-trica, determinada por los temores y recelos delque flaquea, por el orgullo y reanimación delque gana terreno, y esto me pasó a mí, que alfin, señores míos, a fuerza de trabajo y de an-gustia pude adquirir el convencimiento de queno sería devorado.

Cuando me vi libre de la guardia imperial(pues no renuncio a darle este nombre) mehallaba tan cansado que di con mi cuerpo entierra.

-Si me atacan otra vez -dije para mí- aca-barán conmigo.

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-XVII-Pero en la desbandada del numeroso ejérci-

to, no abandonaron el campo todos los comba-tientes, no: allí enfrente de mí, arrastrando porel suelo su panza formidable estaba uno, el másgrande, el más fuerte ¿por qué no decirlo?, elmás hermoso de todos, fijando en mí el chispe-ante rayo de sus negras pupilas, con la orejaatenta, el hocico husmeante, las garras prepa-radas, el pelo erizado, y extendida la resbaladi-za cola escamosa y pardusca.

-¡Ah, eres tú, Napoleón! -exclamé en voz altacomo si el terrible animal entendiese mis pala-bras-. Ya te reconozco. Eres el mayor y el másfuerte de todos, eres el que iba delante cuandobajabais por la escalera. Infame, tu corpulenciay tus años te dan sobre los de tu ralea la supe-rioridad que demuestras; pero eres un egoístaque por tu propio provecho reúnes a tus her-manos para que te ayuden en tus carnicerías.

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Miserable, ellos están flacos y tú estás gordo. Loque ellos husmean tú te lo comes, y a falta deotro manjar, devorarás a los pequeñuelos que tesiguen, orgullosos de tener un general tan bra-vo. Miserable, ¿por qué me miras? ¿Crees quete temo? ¿Crees que temo a una vil alimañacomo tú? El hombre, que a todos los animalesdomina, que de todos se vale, que se alimentacon los más nobles ¿temblará ante un indignoroedor como tú?

Corrí hacia él, pero desapareció agachándo-se para esconderse entre unos maderos. Des-pejé aquel sitio; pero él se escurrió ligeramentey le perdí de vista. Esta exploración me llevómuy adelante en la larga bodega, y en la crujíainmediata vi que se desparramaban a un lado yotro, corriendo por encima de las tinajas y porlas mil sinuosidades de la pared, mis enemigosde un momento antes. Todos me miraban pasary corrían de un lado para otro. No me quedaba

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duda de que eran algunos miles. A cada instan-te me parecía mayor su número.

En un rincón de la última crujía había unpequeño tonel en pie tapado con una baldosa,con aspecto muy parecido al de una colmena.Cierto vago rumor que de allí salía, me hizofijar la atención, y entonces vi que por la posi-ción del tonel, la boca estaba de frente. Pero loque me causó sorpresa no fue esto, sino que pordicha boca apareció un dedo y después dos. Enel mismo momento una voz al mismo tiempoinfantil y cavernosa, como voz de niño que salepor el agujero de un tonel, llegó a mis oídosdiciendo:

-Andrés, ya te veo. Aquí estoy. Soy yo, Ma-nalet. ¿Se ha ido esa canalla? Me he encerradoaquí para que no me comieran, y he tapado micasa con una baldosa. ¿Tienes algo de comer?

-No; ya puedes salir. No tengas miedo -lerespondí.

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-Están ahí todavía. Siento sus patadas. Soncientos de miles. Ayer no había tantos; peroNapoleón ha ido esta mañana y ha vuelto conno sé cuántos miles más. Toma este eslabón yesta yesca, Andrés. Prende fuego en un manojode yerba, teniendo cuidado de que no se en-cienda todo y verás cómo echan a correr.

Diome por el agujero el pedernal, eslabón ypajuela, y al punto hice fuego. Cuando el res-plandor de la llama iluminó las oscuras bóve-das y muros, todos los caballeros corrierondespavoridos, y bien pronto no quedó uno.Ignoro el lugar de su repentina retirada.

-Se han ido -dije-. Ya puedes salir.

Entonces vi que se levantaba la baldosa quetapaba el tonel y aparecieron los cuatro picosnegros de un bonete de clérigo. Debajo de estetocado se sonreía con expresión de triunfo lacara de Manalet.

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-Si tú no vienes -dijo- ¿qué hubiera sido demí?

-¡Bonito sombrero! -exclamé riendo.

-Perdí la barretina, y como tenía frío en lacabeza...

-¿Y Badoret?

-Está en el tejado. Oye lo que nos pasó. Ayercazamos algunos; pero no pudimos coger aNapoleón; que así le llamamos por ser el másgrande y el más malo de todos. Cuando ano-checió, anduvimos dando vueltas por la casa ynos encontramos una cama; ¡qué cama, Andre-sillo! Era la del canónigo. Como valía más quela nuestra, nos acostamos en ella; pero no pu-dimos dormir, porque al poco rato sentimos unrum de dientes y uñas... Eran esos pillos que seestaban cenando la biblioteca. Nos levantamos,Andrés, y les apedreamos con los libros y conlos muchos cacharros y figuritas de barro que el

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canónigo tiene allí. ¿Pues creerás que no pudi-mos coger ninguno vivo? Perseguidos por no-sotros, se fueron en bandada al tejado, luegobajaron al patio, volvieron, y nosotros siempretras ellos sin poderlos pescar. Pero me dijo Ba-doret: «Yo me voy al tejado, y les hostigaré paraque bajen. Ponte tú a la entrada de la bodega,detrás de la puerta, y conforme vayan entran-do, les vas descargando palos, y alguno ha decaer». Así lo hicimos. Yo bajé aquí, y desdearriba Badoret me decía: «Alerta, Manalet. ¡Allávan!». ¿Querrás creer que estando yo en esapuerta entraron todos en batallón con tantafuerza que me caí al suelo? Cuando me levantéencendí la luz y todos se marcharon; pero luegovolvieron y entre todos casi me comen. ¡Ay,Andrés, qué miedo! Uno me roía por aquí, otropor allá, y yo empecé a llorar, porque ya creíano volver a ver más a Siseta, a Gasparó, a ti nial Sr. Nomdedeu. Pero, amigo, oye lo que hicepara escapar: le recé a San Narciso y a la Virgenunos ocho padrenuestros lo menos, y cátate

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aquí que no había de decir más líbranos del malamén, cuando, chico, suenan unos truenos, unoscañonazos, unos estampidos tan terribles queaquello parecía el fin del mundo. ¿Qué creesque era? Pues nada más sino que un giganteempezó a dar patadas en la casa, encimita deaquí, y desde esta misma bodega sentí caer lasparedes. Allí habías de ver cómo corrían estosbichos, llenos de miedo por los golpes que dioel gigante mandado por la Virgen y San Narci-so para salvarme. Me parece que le estoy oyen-do.

-Pues qué, ¿habló también?

-Sí, hombre. Pues no había de hablar. Des-pués de dar muchas patadas dijo con un vo-zarrón muy fuerte: «¡Canallas, dejad a Mana-let!». Pues verás. Después de esto quise salir,pero no encontré la puerta. Me volví loco dan-do vueltas para arriba y para abajo, y otra vezrecé a San Narciso y a la Virgen para que mesacaran. Nada, no me querían sacar. Luego

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volvió Napoleón, y con él muchos, muchísimosmás, porque has de saber que por el agujeroque está debajo de aquella pipa se pasan de estacasa al almacén de la calle de la Argentería, ytambién van al río, y a las casas de la plaza delas Coles. Como ahora no encuentran qué co-mer en ninguna parte, andan de aquí para allí yentran y salen. Pues, hijito, la volvieron a em-prender conmigo, y la segunda vez no me valiórezar hasta diez y ocho o diez y nueve padre-nuestros. Lo que hice fue encender luz, y en-tonces me dejaron en paz; pero tenía tanto mie-do que me metí en el tonel donde me encon-traste y lo tapé con la baldosa para estar másseguro. Yo decía: «¿Pero tendré que estar aquíun par de años, San Narcisito de mi alma?». Yme acordaba de Siseta y de Gasparó. ¡Ay,Andrés, si no vienes tú, allí me quedo!

-Pues vámonos fuera -le dije tomándole porla mano- y busquemos a Badoret para salir deesta casa. Veo que los dos sois unos cobardes,

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que os habéis dejado acoquinar por esos anima-litos. ¿Habéis llevado algo al mercado?

-¡Qué habíamos de llevar! Espérate y verás.Hemos de coger vivos un par de docenas, y sitú nos ayudas... Andresillo, Napoleón vale lomenos nueve reales. Si le cogiéramos...

Salimos fuera y Manalet se sorprendió dever los destrozos causados en la casa por laexplosión del proyectil.

-Mira los desperfectos hechos por el giganteque vino a salvarte, Manalet. Ahora tratemosde subir en busca de tu hermano.

-En el otro patio hay una escalera chica pordonde se puede subir -dijo-. ¡Cómo está la casa!Bien decía yo que el gigante, por querer metermucho ruido, la destrozó toda.

Subimos, y en ninguna de las habitacionesdel piso principal vimos al buen Badoret. Le

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llamábamos, pero ninguna voz nos respondía.Por último, le hallamos dormido sobre una ca-ma colocada en uno de los últimos aposentosdel desván. Despertámosle y nos llevó a la bi-blioteca donde, según dijo, tenía un repuesto devíveres que había encontrado en la casa.

-Sí, señor D. Andrés -dijo sacando grave-mente una llave del bolsillo de sus andrajososcalzones-. Aquí tengo una buena cosa.

Y abrió la gaveta de una gran cómoda anti-gua chapeada de marfil y madreperla. Lo pri-mero que vi fue un gran número de antiguasmonedas de cobre y plata, todas romanas, ajuzgar por lo que había oído contar de las co-lecciones del canónigo Ferragut. Badoret apartóa un lado varios objetos, y descubrió un niñoJesús de esa pasta de alfeñique que tan bien hanhecho siempre las monjas.

-Este es un regalito que hicieron las monjasal señor canónigo -dije tomándolo -. Se lo lleva-

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remos a Siseta. En casos de hambre, es lícitocomerse lo ajeno. Muchachos, cuidado con co-ger una sola de esas monedas.

Al niño Jesús le faltaba una pierna devoradapor Badoret, y no pude evitar que Manalet secomiese la otra.

-¿Tienes algo más? -pregunté.

-Sí -dijo Badoret-. Si el Sr. Andrés quiereunas lonjitas de manuscrito de ochocientosaños y una copa de tinta superior, se lo puedoservir.

Por el suelo yacían arrojados en desorden ymedio roídos por los ratones, los preciosos ma-nuscritos y los incunables, reunidos en tantosaños por el celo y la paciencia del ilustre cléri-go; y con un plano a pluma de la vía romanaampurdanesa, Badoret se había hecho un som-brero de tres picos.

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-Aquí tengo un pincho que voy a llevar estatarde a la muralla para ver qué dicen de él losfranceses -dijo el mismo señalando una parte-sana del renacimiento, cuyo rico damasquinocausaría admiración al menos inteligente-. Porese agujero que está en el rincón, salieron va-rios generales que venían de la otra casa, y paracortarles la retirada lo tapé con la cabeza deaquella estatua de mármol que está debajo delsillón.

En efecto, una cabeza de ángel tapaba unagujero que se abría por el desconche de lamampostería en el zócalo de la pieza. Estabaajustado y atacado con papeles y trozos de vite-la, entre cuyos pliegues se advertía el hermosocolorido y el oro de las letras pintadas por losbenedictinos de la Edad Media.

-Habéis destrozado todas las maravillas queaquí tenía el Sr. Ferragut -dije con enfado-. Encambio de tanta pérdida, nada habéis podidollevar hoy al mercado.

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-Ya llevaremos, amigo Andrés -me contestóBadoret-. ¿Cómo está mi hermana? ¿Cómo estámi señor hermano D. Gasparó? No salgo deaquí sin llevarles una buena pieza. La cabezadel niño Jesús será para el chiquito, el cuerpopara Siseta, un brazo para la señorita Josefina, yotro para el Sr. Nomdedeu. Veremos si se cogea Napoleón. Anoche vino aquí y quiso llevarseun pedazo de vela de cera. Si no estoy pronto acoger el violín en que tocaba el señor canónigoy a estampárselo encima, carga con ella.

En el suelo yacía hecho astillas el Estradiva-rius del buen Ferragut; pero Manalet le recogiócon intento, según dijo, de hacer un barco conél.

-Andrés -dijo Badoret-. Napoleón es malo ytraidor. No se deja coger, y sabe más que todosnosotros. Cuando viene con su gente, él se ponedelante y les echa cada arenga... Cuando en-cuentran algo, él se lo come y da hocicadas a losdemás. Aunque le tires encima palos, cacha-

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rros, estatuas, cuadros, monedas, libros, violi-nes, bonetes, mapas y cuanto hay aquí no con-sigues matarle ni herirle. Te diré por qué. Túcrees que Napoleón es una rata. Aviado estás.No es sino el demonio, el demonio mismo. O sino, escucha. Anoche después que bajó Manalet,me tendí en la cama del canónigo, que es másblanda que la mía, y desde que cerré los ojossentí que me roían un dedo. Sacudí la mano yaquello pasó. Pero luego empezaron a roermeotro dedo. ¡Ay, chico, qué miedo! Volviéndomedel otro lado, me puse panza arriba. Entoncesel condenado animal se me subió encima delpecho. Chico, cada pata pesaba tanto como latorre de San Félix; ya me iba aplastando, aplas-tando, y no podía respirar. Ya tenía el pechocomo el canto de un papel... Aunque me dabamuchísimo miedo, tenía muchísima gana deverlo, y dije: «¿abro los ojos o no los abro?». Aveces decía: «los abro», y a veces decía: «puesno los abro». Por fin, amigo, dije: «pues quieroverlo», y lo vi. ¡Jesús me valga! Lo tenía encima,

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echado sobre los cuartos traseros, y con las pa-tas delanteras tiesas. Me miraba y los ojos noeran sino como dos lunas muy grandes. En lapunta de cada pelo negro tenía una chispa defuego, y los bigotes eran tan grandes, tangrandísimos como de aquí... como de aquí,¿hasta dónde diré?, hasta el campanario de lasmonjas Descalzas. El picarón estaba muy satis-fecho mirándome, y se relamía con una lengua-za de fuego encamado tan grande como toda lacalle de Cort-Real, desde la plaza del Aceitehasta Ballesterías. Yo quería saltar pero no pod-ía. ¡Pobrecito de mí! Quise echarme a llorarllamando a Siseta, pero tampoco pude. Así es-tuve hasta que me ocurrió decir: «Huye, perromaldito, al infierno». Amigo, el animal saltóbufando. Corrí tras él de un aposento a otro ygrité: «Por la señal de la Santa Cruz». Del dor-mitorio corrió a la biblioteca, de la biblioteca aldormitorio, hasta que al fin... ¿qué pensarás quehizo? ¡Bendita sea mi boca! Pues reventó, quie-ro decir, saltó contra las paredes y el techo, y

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paredes y techo todo se vino abajo. La escaleraque está pegada el dormitorio se cayó, hacien-do un ruido, ¡qué ruido! Las paredes iban re-tumbando así, bum, bum... la cama, los mue-bles, todo se hizo pedazos, todo se cayó al fon-do, y luego, chico, el patio subió arriba: yo vi elbrocal del pozo volando por los aires, y el teja-do se fue al patio y media casa se hizo polvo.Yo me acurruqué detrás de ese armario, y allí,con las manos en cruz, recé hasta que se mesecó la lengua. Un sudor se me iba y otro se mevenía. En fin, Andresillo, hasta que no llegó eldía, no salí del rincón, ni se me quitó el miedo.Luego subí al desván, estuve rondando por lasbohardillas que no se habían hecho pedazos, yallí me encontré otra vez con el señor Napo-león, seguido de su guardia imperial. Les hos-tigué: se retiraron por la escalera abajo, llamé aManalet, no me respondió, me metí en el cuartodel ama del canónigo, registrando todo y en elarca encontré el niño Jesús de alfeñique y des-

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pués, sin saber cómo ni cuándo quedeme dor-mido en la cama donde me encontraste.

-Pues ahora a casa -le dije-. Que vuestrahermana está con cuidado por ausencia tanlarga.

-Despacio, amigo Andrés -me contestó elmayor-. Mira lo que tengo aquí preparado.¿Ves este gran artesón? Pues se le pone bocaabajo, levantado por un lado con una cañita, seata a la punta alta de la cañita un hilito, se po-nen debajo unos pedazos de esos ratoncillosmuertos que hay en la escalera, los cuales que-maremos antes para que huelan; plantamos enel patio toda esta artimaña, y nos escondemosen la escalera, con el hilito en la mano para po-der tirar sin que nos vean. Hacemos humo en elsótano quemando la yerba. Salen todos, con elgran Napoleón a la cabeza, y este los lleva alartesón, que es España; empiezan a roer di-ciendo: «qué buena conquista hemos hecho»;

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entonces tiramos del hilo, y España se les caeencima cogiéndoles vivos.

-XVIII-Diciendo esto, cargaron con el artesón y

bajáronlo al patio, y en un instante el traidoraparato quedó muy bien instalado, con el cebodentro y el hilo en su sitio. España estaba dis-puesta: no faltaba más que la invasión francesa.

Badoret entró impertérrito en la bodega yvolvió al poco rato diciendo: -Están en guerraunos con otros. Vengan acá, que esto mereceverse-. Entramos, y en efecto, vi la colosal bata-lla. Yo sabía que aquel enérgico y emprendedoranimal se vuelve en su desesperación contra supropia casta cuando no encuentra en ningunaparte medios de subsistencia; pero jamás habíavisto los choques de aquellos feroces ejércitos,que se embestían con la saña salvaje de las pri-mitivas guerras entre los hombres. Se arrojaban

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unos sobre otros, enredándose en horrorosovórtice, y se clavaban sin piedad las terriblesarmas de sus agudos dientes. Esta lucha no eraen modo alguno una revuelta explosión deodios y hambres individuales, sino que teníaconjuntos poderosos, y las masas parduscasindicaban empujes colectivos dirigidos por elinstinto militar que algunas castas zoológicasposeen en alto grado.

-Los que están bajo el tonel -dijo Badoret-son los del lado de allá del Oñá que han venidonadando. Con ellos están todos los de la parro-quia de San Félix, y los de este lado son los dela plaza de las Coles, los más gordos, los másbravos, y tienen por jefe a Napoleón.

-Pues esos que han venido nadando -dije yo-no son otros que los ingleses, y los de la parro-quia de San Félix son la gente del Norte. Meparece que va ganando Francia, es decir, la pla-za de las Coles.

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Sus gruñidos formaban un rumor espeluz-nante. Las desigualdades del terreno permitíana los ejércitos desarrollar en gran escala pode-rosa estrategia. Subían unos a apoderarse de uncajón vacío, y embestidos hábilmente por laespalda, eran arrollados y expulsados de suposición. Las masas pequeñas se reunían for-mando enorme cuña que al punto desbaratabala extensa línea de los contrarios; estos, des-orientados y en desorden, reuníanse de nuevoconcertando sus falanges, y sobre los cadáveresexangües, las mil patitas marchaban con verti-ginosa carrera. Los más pequeños caían rodan-do impulsados por los grandes, y las panzasblanquecinas vueltas hacia arriba, variaban elinforme aspecto de los valientes escuadrones.Las luchas individuales sucedían a los empujescolectivos, y la heroica sangre teñía los feracescampos. ¿A quién pertenece la victoria? Ahoralo veremos. Los de la plaza de las Coles domi-naron el tonel, y plantándose allá con provoca-tiva presunción, miraron jadeantes aún de can-

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sancio, cómo huían hacía el fondo de la bodegalas huestes destrozadas de la parroquia de SanFélix y del otro lado del Oñá.

-Badoret, Manalet -exclamé yo-. Francia esvencedora. ¿Veis? Ya domina la hermosa Italia;observad cómo corre hacia el Norte esa nube detudescos y sajones. Pero esto no ha concluido.Vedle allí. Ved cómo se relame, cómo enrosca ellargo rabo reluciente cual una cuerda de seda.Con los ojuelos negros en que resplandece elgenio de la guerra, observa desde aquella alturalas diversas comarcas que tiene a sus pies, y losmovimientos de sus desorganizados enemigos.Está midiendo el terreno, y su previsión admi-rable adivina los sitios que escogerán los otrospara esperarle. Atended bien, Badoret y Mana-let: reparad que después que ha descansado unrato, gozándose allá arriba con sus rápidostriunfos, se prepara a bajar de su trono. Inmen-sas falanges llenas de entusiasmo le rodean, yallá en el Norte el espacio resuena con el chirri-

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do de mil dientes que chocan, y las colas azotancon impaciencia el suelo. Nuevas batallas sepreparan, Badoret, Manalet. Esto no quedaráasí, y si no me engaño, el pérfido aspira a do-minar todos los subterráneos, desde el Galli-gans hasta el puente de piedra y ambas orillasdel hermoso Oñá. ¿Oís? Las belicosas uñas seafilan en el suelo, y en las cuentecitas de vidrioque tienen por ojos brilla el ardor de los comba-tes. La hora terrible se acerca, y el ogro, ham-briento de carne y nunca saciado, devorará alos hijos del Norte. ¡Ay! ¡Las pobres madreshan concebido y dado a luz nada más que paraesto! Ya van; ya se acercan. Ved cómo todos losde la otra crujía se reúnen, acudiendo de distin-tas partes. El ogro desciende pausadamente desu trono, y una aureola de majestad le rodea. Asu vista los débiles se hacen fuertes y los tími-dos se arrojan a los primeros puestos. Ya seencuentran y está trabada de nuevo la ferozpelea.

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Avanzamos para ver mejor, y vimos cómo sedevoraban llevando siempre la mejor parte losde abajo, es decir, Francia. Si los otros eran másfuertes, estos parecían más ligeros. Los del ladoallá del Oñá, los de San Félix y el Matadero, sesostenían enérgicamente, pero al fin no les eraposible resistir el empuje de sus contrarios, queparecían poseídos de sublime enajenación, ysus hociquitos negros y bigotudos lo arrasabantodo delante de sí. Si lo que les impulsaba a lalucha era pura y simplemente el anhelo de sa-tisfacer su apetito, una vez trabada aquella,despierto y exaltado el genio militar, los escuá-lidos soldados no se acordaban de llenar suspanzas con los despojos del vencido, y un idealde gloria les impelía a avanzar sobre los rotosescuadrones, sobre las tinajas teñidas de san-gre, sobre el tonel jamás conquistado, do-minándolo todo con su planta atrevida.

Creerán los oyentes que miento, que desfi-guro los hechos, que pinto lo que me conviene;

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juzgarán que mi cabeza trastornada por laspenalidades y debilitada por la inanición, forjóella misma para su propio entretenimiento es-tas batallas de roedores, estas ambiciones de laúltima escala animal, para representar en pe-queño las de la primera. Pero yo juro y perjuroque nada he dicho que no sea cierto, así comotambién lo es que Badoret, al ver cómo se des-trozaban, encendió una buena porción de yer-ba, apartándola del resto, para que no se decla-rase incendio, y al instante el mucho y densohumo nos obligó a salir afuera apresuradamen-te.

-Ahora no quedará uno dentro -dijo Badoret-Andrés y tú, hermano, coged un palo, y cuandosalgan, de cada garrotazo caerá un regimiento.Yo tiraré del hilo de la trampa. Si algún otroque el gran emperador se acerca a comerse elcebo, espantadle con un golpe. En la trampa noha de caer sino Su Majestad.

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Pronto la puerta de la oscura cueva empezóa vomitar gente y más gente, es decir, guerrerosde aquella formidable pelea que habíamos vis-to. Corrieron por el patio en distintas direccio-nes, subieron la escalera, tornaron a bajar, y nopocos de ellos se acercaron al artesón en quienveían los chicos nada menos que la representa-ción genuina de nuestra querida y desgraciadamadre España. Badoret de improviso impúso-nos silencio diciendo:

-Ahí viene; apártense todos, y abran paso asu grandeza.

En efecto, el más grande, el más hermoso, elmás gordo de aquellos caballeros, apareció enla puerta del subterráneo. Desde allí revolviócon orgullo a todos lados los negros ojos, y mo-viéndose despaciosamente, arrastraba con ele-gantes ondulaciones el largo rabo. Contrajo elhocico, mostrando sus dientes de marfil, y ras-guñó el suelo con majestuoso gesto. Anduvolargo trecho entre la turbamulta de los suyos,

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que con desdén miraba, y al llegar a la mitaddel patio, vio aquel inusitado aparato que ten-íamos dispuesto. Acercose, y estuvo mirándolopor diversas partes, sorprendido sin duda de suextraña forma, y solicitado de los olorosos re-clamos del cebo hábilmente puesto dentro.Muy por lo bajo, dije yo a Manalet:

-Este emperador tiene demasiado talento pa-ra meterse aquí.

-Quién sabe, Andresillo -me contestó el chi-co-. Como está tan enfatuado con las batallasque acaba de ganar, y se le habrá puesto en lacabeza que para él no hay ratoneras, ni tram-pas, ni lazos, puede que se ciegue y se metadentro.

Napoleón se acercó con paso resuelto. Aun-que dotado de inmensa previsión y de pene-trante vista, el humo de gloria que llenaba sucerebro había enturbiado sus poderosas facul-tades, y encontrándolo todo fácil, sin ver más

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que a sí mismo y a su feliz estrella, precipitosedecididamente dentro de España. El hilo fun-cionó, y cayendo con estrépito la artesa, Su Ma-jestad quedó en la trampa.

-¡Ah, pícaro, tunante, ladrón! -exclamó Ba-doret saltando de gozo-. Ahora las vas a pagartodas juntas.

-Irá vivo al mercado -añadió el otro- y nosdarán por su cuerpecito nueve reales. Ni uncuarto menos, hermano Badoret.

-XIX-Atado por el rabo el vencedor de Europa, los

chicos querían llevarlo al mercado; pero yo lotomé para mí, diciéndoles:

-Si trabajáis un poco más no os faltarán otrosrespetables sujetos que llevar al mercado. Dejad

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este para mí, que lo necesito, y coged a Saint-Cyr, a Duhesme, a Verdier y a Augereau.

Haciendo, pues, nuevas y valiosas presas semarcharon.

Yo atravesaba la puertecilla, mejor dicho, elagujero que comunicaba al patio de la casa deFerragut con la mía, cuando mi cabeza tropezócon otra cabeza. Nos topamos el señor Nomde-deu y yo, él queriendo entrar y yo queriendosalir.

-Detente un rato más, Andrés -me dijo conagitación- y ayúdame. Pero qué hermoso ani-mal tienes ahí. ¿Cuánto pides por él?

-No lo vendo -repuse con orgullo.

-Es que yo lo quiero -me dijo con firmeza,deteniéndome por un brazo-. ¿Sabes que se hamuerto Gasparó? Mi hija se muere también, esdecir, quiere morirse; pero yo no lo permito, no

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lo permitiré, no señor; estoy decidido a nopermitirlo.

-Nada de eso me importa, Sr. Nomdedeu-repuse-. ¿Cómo está Siseta?

-¿Siseta? Se morirá también. He aquí unamuerte que importa poco. Siseta no tiene padreque se quede sin hija. ¿Me das lo que llevas ahí?

-Usted bromea. Adiós, Sr. Nomdedeu. Poraquella puerta se baja a donde hay mucho deesto.

-¡Oh! ¡qué repugnante sitio! -exclamó el doc-tor-. ¿Pero qué llevas ahí? Un niño Jesús dealfeñique. Dámelo, Andrés, dámelo. ¡Azúcar!Dios mío. ¡Azúcar! ¡Qué rayo de luz divina!

-No puedo darlo tampoco. Es para Siseta.

El doctor se puso lívido, más lívido de loque estaba, y mirome con una expresión renco-rosa que me llenó de espanto. Le temblaban los

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labios, y a cada instante llevábase las convulsasmanos a su amarillo cráneo desnudo. Me in-fundía lástima; me infundía además su vistapoderoso egoísmo, y le detestaba, sí, le detesta-ba, sobre todo desde que tuvo la audacia demirar con ávidos ojos el niño Jesús sin piernasque yo llevaba.

-Andrés -me dijo- yo quiero ese pedazo deazúcar. ¿Me lo darás?

Examine rápidamente a Nomdedeu. Ni éltenía armas, ni yo tampoco.

-Si no me lo das, Andrés -prosiguió- yo estoydispuesto a que se pierda mi alma por quitárte-lo.

Diciendo esto, el doctor, sin darme tiempo atomar actitud defensiva, arrojose sobre mí, yme hizo caer al suelo. Clavome las manos en loshombros, y digo que me clavó, porque parecíaque manos de hierro, horadando mi carne, se

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hundían en la tierra. Luché, sin embargo, enaquella difícil posición, y conseguí incorporar-me. La fuerza de Nomdedeu era vigorosa perode poca consistencia, y se consumía toda en elprimer movimiento. La mía, muscular e inter-na, carecía de rápidos impulsos; pero durabamás. ¡Oh, qué situación, qué momento! Quisie-ra olvidarlo, quisiera que se borrara por siem-pre de mi memoria; quisiera que aquel día nohubiese existido en la esfera de lo real. Perotodo fue cierto y lo mismo que lo voy contando.Yo pesé sobre D. Pablo, como él había pesadosobre mí, y pugné por clavarlo en el suelo. Yono era hombre, no, era una bestia rabiosa, quecarecía de discernimiento para conocer su estú-pida animalidad. Todo lo noble y hermoso queenaltece al hombre había desaparecido, y elbrutal instinto sustituía a las generosas poten-cias eclipsadas. Sí, señores, yo era tan despre-ciable, tan bajo como aquellos inmundos ani-males que poco antes había visto despedazandoa sus propios hermanos para comérselos. Tenía

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bajo mis manos, ¿qué manos?, bajo mis garras aun anciano infeliz, y sin piedad le oprimía con-tra el duro suelo. Un fiero secreto impulso quearrancaba del fondo de mis entrañas, me hacíarecrearme con mi propia brutalidad, y aquellafue la primera, la única vez en que sintiéndomeanimal puro, me goce de ello con salvaje exalta-ción. Pero no fui yo mismo, no, no, lo repetirémil veces; fue otro quien de tal manera y contanta saña clavó sus manos en el cuello enjutodel buen médico, y le sofocó hasta que los bra-zos de éste se extendieron en cruz, exhaló unhondo quejido, y cerrando los ojos, quedose sinmovimiento, sin fuerzas y sin respiración.

Me levanté jadeante y trémulo, con el juiciotrastornado, incapaz de reunir dos ideas, y sinlástima miré al desgraciado que yacía inerte enel suelo. El niño de alfeñique cayóseme de lasmanos, y Napoleón, que durante la lucha sehabía visto libre, cargó con él, huyendo a todoescape, con el hilo aún atado en la cola.

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Esperé un momento. Nomdedeu no respira-ba. La brutalidad principió a disiparse en mí, yasí como en las negras nubes se abre un resqui-cio, dando paso a un rayo de sol, así en los ne-grores de mi espíritu se abrió una hendidura,por donde la conciencia escondida escurrió undestello de su divina luz. Sentí el corazónoprimido; mil voces extrañas sonaban en mioído, y un peso, ¡qué peso!, una enorme carga,un plomo abrumador gravitó sobre mí. Que-deme paralizado, dudaba si era hombre, re-flexioné rápidamente sobre el sentimiento queme llevara a tan horrible extremo, y al fin ate-morizado por mi sombra, huí despavorido deaquel sitio.

Pasé al otro patio, y entrando en casa de Si-seta, la vi exánime sobre el suelo. A un ladoestaba el cadáver del pobre niño, y más al fon-do advertí la presencia de una tercera persona.Era Josefina, que hallándose sola por largotiempo en su casa, había bajado arrastrándose.

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Examiné a Siseta, que lloraba en silencio, y a suvista experimenté un temor inmenso, una an-gustia de que no puedo dar idea, y la concien-cia que hace poco me enviara un solo rayo, meinundó todo de improviso con espantosas cla-ridades. Un gran impulso de llanto se determi-naba en mi interior; pero no podía llorar. Retor-ciéndome los brazos, golpeándome la cabeza,mugiendo de desesperación, exclamé sin podercontener el grito de mi alma irritada:

-Siseta, soy un criminal. He matado al Sr.Nomdedeu, ¡le he matado! Soy una bestia feroz.Él quería quitarme un pedazo de azúcar queguardaba para ti.

Siseta no me contestó. Estaba estupefacta ymuda, y la extenuación, lo mismo que el pro-fundo dolor, la tenían en situación parecida a laestupidez. Josefina acercándose a mí y tirán-dome de la ropa, me preguntó:

-Andrés, ¿has visto a mi padre?

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-¿Al Sr. Nomdedeu? -contesté temblandocomo si el ángel de la justicia me interrogara-.No, no lo he visto... Sí... allí está... allí... pasandoal otro patio.

Y luego, anhelando arrojar lejos de mí las te-rribles imágenes que me acosaban, volvime aSiseta y le dije:

-Siseta de mi corazón, ¿ha muerto Gasparó?¡Pobre niño! ¿Y tú cómo estás? ¿Te hace faltaalgo? ¡Ay! Huyamos, vámonos de esta casa,salgamos de Gerona, vámonos a la Almunia adescansar a la sombra de nuestros olivos. Noquiero estar más aquí.

Un extraordinario y vivísimo ruido exteriorno me dejó lugar a más reflexiones ni a máspalabras. Sonaban cajas, corría la gente, latrompeta y el tambor llamaban a todos loshombres al combate. Siseta alargó lentamente elbrazo y con su índice me señaló la calle.

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-Ya, ya lo entiendo -dije-. D. Mariano quiereque todos estos espectros hagan una salida, oresistan el asalto de los franceses. Vamos a mo-rir. Anhelo la muerte, Siseta. Adiós. Aquí estánlos chicos. ¿Los ves?

Eran Badoret y Manalet que entraron di-ciendo:

-Hermana Siseta, trece reales, traemos trecereales. ¿Has arreglado a Napoleón? ¿Dóndeestá Napoleón?

Saliendo con mi fusil al hombro a donde eltambor me llamaba, corrí por las calles. Estabaciego y no veía nada ni a nadie. Mi cuerpo des-fallecido apenas podía sostenerse; pero lo ciertoes que andaba, andaba sin cesar. Hablando fe-brilmente conmigo me decía; ¿pero estoy lo-co?... ¿pero estoy vivo acaso? ¡Terrible situaciónde cuerpo y de espíritu! Fui a la muralla deAlemanes, hice fuego, me batí con desespera-ción contra los franceses que venían al asalto,

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gritaba con los demás y me movía como losdemás. Era la rueda de una máquina, y me de-jaba llevar engranado a mis compañeros. Noera yo quien hacía todo aquello: era una fuerzasuperior, colectiva, un todo formidable que noparaba jamás. Lo mismo era para mí morir quevivir. Este es el heroísmo. Es a veces un impul-so deliberado y activo; a veces un ciego empuje,un abandono a la general corriente, una fuerzapasiva, el mareo de las cabezas, el mecánicoarranque de la musculatura, el frenético y des-bocado andar del corazón que no sabe a dóndeva, el hervor de la sangre, que dilatándose an-hela encontrar heridas por donde salirse.

Este heroísmo lo tuve, sin que trate ahora dealabarme por ello. Lo mismo que yo hicieronotros muchos también medio muertos de ham-bre, y su exaltación no se admiraba porque nohabía tiempo para admirar. Yo opino que nadiese bate mejor que los moribundos.

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Allí estaba D. Mariano Álvarez, que nos re-pitió su cantilena: «Sepan los que ocupan losprimeros puestos, que los que están detrás tie-nen orden de hacer fuego sobre todo el queretroceda». Pero no necesitábamos de esteaguijón que el inflexible gobernador nos clava-ba en la espalda para llevarnos siempre haciaadelante, y como muy acostumbrados a ver lamuerte en todas formas, no podíamos temer ala amiga inseparable de todos los momentos ylugares.

La misma fatiga sostenía nuestros cuerposhablábamos poco y nos batíamos sin gritos nibravatas, como es costumbre hacerlo en las oca-siones ordinarias. Jamás ha existido heroísmomás decoroso, y a fuerza de ver el ejemplo,imitábamos el aspecto estatuario de D. MarianoÁlvarez, en cuya naturaleza poderosa y sobre-humana se estrellaban sin conmoverla las im-presiones de la lucha, como las rabiosas olas enla peña inmóvil.

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Por mi parte puedo asegurar que lleno elespíritu de angustia, alarmada hasta lo sumo laconciencia, aborrecido de mí mismo, me echabacon insensato gozo en brazos de aquella tem-pestad, que en cierto modo reproducía exte-riormente el estado de mi propio ser. La asimi-lación entre ambos era natural, y si en peque-nos intervalos yo acertaba a dirigir mi observa-ción dentro de mí mismo, me reconocía comouna existencia flamígera y estruendosa, parteesencial de aquella atmósfera inundada detruenos y rayos, tan aterradora como sublime.Dentro de ella experimentábanse grandes acre-centamientos de vida, o la súbita extinción de lamisma. Yo puedo decirlo: yo puedo dar cuentade ambas sensaciones, y describir cómo acrecíael movimiento, o por el contrario, cómo se ibanextinguiendo los ruidos del cañón, cual ecosque se apagaban repetidos de concavidad enconcavidad. Yo puedo dar cuenta de cómo to-do, absolutamente todo, ciudad, campo enemi-go, cielo y tierra, daba vueltas en derredor de

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nuestra vista, y cómo el propio cuerpo se en-contraba de improviso apartado del bullidor yvertiginoso conjunto que allí formaban las al-mas coléricas, el humo, el fuego y los ojos aten-tos de D. Mariano Álvarez, que relampaguean-do entre tantos horrores lo engrandecían todocon su luz. Digo esto porque yo fui de los quequedaron apartados del conjunto activo. Mesentí arrojado hacia atrás por una fuerza pode-rosa y al caer, bañándome la sangre, exclamé envoz alta:

-¡Gracias a Dios que me he muerto!

Un patriota que por no tener arma se conten-taba con arrojar piedras, arrancó el fusil de mismanos inertes, y ocupando mi puesto gritó conalegría:

-Acabáramos. ¡Gracias a Dios que tengo fu-sil!

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-XX-Fui primero hollado y pisoteado, y sobre mi

cuerpo algunos patriotas se empinaban paraver mejor hacia fuera; pero pronto me aparta-ron de allí y sentí el contacto de suavísimasmanos. Pareciome que unos pájaros del cielobajaban a posarse sobre mi cuerpo dolorido,trayéndole milagroso alivio. Aquellas manoseran las de unas monjas.

Diéronme de beber y me curaron, diciéndoseunas a otras:

-El pobrecillo no vivirá.

Ignoro dónde estaba, y no me es posibleapreciar el tiempo que transcurría. Sólo en unaocasión recuerdo haber abierto los ojos adqui-riendo la certidumbre de que me rodeaba os-curísima noche. En el cielo había algunas tristesestrellas que fulguraban con blanca luz. Sentíaentonces agudísimos dolores; pero todo se ex-

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tinguió prontamente, y cayendo en profundosopor, vivía con largas interrupciones de sensi-bilidad. Otra vez abrí los ojos y vi que se esta-ban batiendo. Las monjas acudieron de nuevo amí, y su asistencia me produjo muy vivo con-suelo. Yo no hablaba: no podía hablar; pero unaccidente harto original me obligó poco des-pués a empeñarme en usar la palabra. Entre lamucha gente que por allí en distintas direccio-nes discurría, vi un muchacho en quien hubede reconocer a Badoret.

Badoret llevaba a cuestas el cuerpo de unniño de pocos años, cuyas piernas y brazos col-gaban hacia adelante. Así cargaba comúnmentea su hermano cuando vivía, y así lo llevabamuerto. Hice un esfuerzo y llamé al muchacho.Este, que se inclinaba a examinar a los que allíen diversos puntos yacían, acercose a mí y medijo:

-Andrés, ¿tú también has muerto?

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-¿Por qué llevas a cuestas el cuerpecito de tuhermano?

-¡Ay! Andrés, me mandaron que lo echara alhoyo que hay en la plaza del Vino; pero noquiero enterrarlo, y lo llevo conmigo. El pobreya no llora ni chilla.

-¿Y tu hermana?

-Hermana Siseta no se mueve, ni habla, nillora tampoco. La llamamos y no nos responde.

Iba a preguntarle por Josefina; pero me faltóvalor, se me extinguió la facultad de hablar, ynublándose mis ojos, vi desaparecer a Badoret,saltando con su lúgubre carga sobre los hom-bros.

La fiebre traumática se apoderó de mí congran intensidad, reproduciéndome los hechosque habían precedido a la situación en que meencontraba. Siseta aparecía a mi lado con su

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hermano en los brazos, y yo le decía: -Prendamía, ya no podemos ir a sentarnos a la sombrade los olivos que tengo en la Almunia, porquemi conciencia va detrás de mí acosándome sincesar, y tengo que huir y correr hasta que en-cuentre un sitio lejano a donde ella no puedaseguirme. No volveré a entrar jamás en tu casa,porque allí junto está, tendido en cruz sobre elsuelo, D. Pablo Nomdedeu, a quien maté por-que me quería quitar mi azúcar. Yo me voy adonde no me vea gente nacida. Dame tu mano.Adiós.

Al decir esto, estaba besando la mano de unaseñora monja.

Otras veces creía sentir el contacto de unbrazo junto al mío, y exclamaba: ¡Ah!, es usted,Sr. D. Pablo Nomdedeu. Los dos hemos muertoy nos juntamos en lo que llamábamos allá laotra vida; sólo que usted camina hacia el cielo, yyo voy derecho al infierno. Aquí donde esta-mos, entre estas oscuras nubes, ya no hay odios

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ni resentimientos. Me pesa de haberle matado austed, y válgame el arrepentimiento. ¿Cómohabía de consentir en darle a usted el azúcar?No, Sr. D. Pablo, no lo consentiré jamás. ¿Aúninsiste usted en quitármela, cuando despojadosde la vestidura corporal, volamos los dos poresta región donde no hay ruido, ni luz, ni nada?¿Aún aquí, equivocándonos de caminos, nosencontramos para reñir? Pero no, siga ustedadelante y no se detenga a quitarme lo mío.Dios me perdonará mi crimen; yo fui atacadopor usted, yo me defendía, y una bestia ferozque se metió dentro de mí, le mató a usted. Fuesin duda aquel infame Napoleón. ¡Oh! ¿Por quéquise apropiarme el aparente cuerpo de tanfiero demonio? Sí, ya te estoy viendo delante demí... Allá voy, no me llames más. Vagando porestos espacios donde no hay ruido, ni luz, ninada, yo creí que no te presentarías delante demí; pero aquí estás. Cierra esos ojillos negroscomo cuentas de azabache, no claves en mí tusdientes más blancos que el marfil, ni enrosques

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esa culebra que llevas por cola. Ya sé que tepertenezco desde que cayó el artesón sobre ti, ytus tramas infernales me pusieron en el caso dematar a aquel santo varón, buen amigo, exce-lente padre y honrado patriota. Iré contigo alinfierno, que será mi expiación. No vuelvas elhorrendo hocico hacia atrás, que ya te sigo. Losarcángeles celestiales me azuzaron como a unperro cuando me acerqué a las puertas del Pa-raíso, y ahora camino hacia abajo. Adiós, Nom-dedeu, ya te veo allá arriba. Brillas como unaestrella; pero tu resplandor no ilumina estaoscuridad en que me veo. El calor de las llamasque despides por la boca, infame Napoleón, meestá abrasando, me ahogo en una atmósfera defuego, y una sed espantosa seca mi boca. ¿Nohay quién me dé un poco de agua?

Un vaso tocó mis labios. Las monjas me da-ban agua.

Luego tornaba a los mismos delirios, siem-pre éstos diversos a cada instante, ora terribles,

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ora gratos, hasta que un día me reconocí en eluso completo de mis sentidos y con el enten-dimiento claro y sin nubes. Vi el cielo encima,en derredor mucha gente que hablaba, y a milado un fraile. No se oían cañonazos, y el silen-cio, con serlo, parecía un ruido indefinible.

-Hijo mío -me dijo el fraile- ¿estás mejor? ¿Tesientes bien? Esa herida del pecho no es mortal.Si hubiera recursos en Gerona y se te alimenta-ra bien, curarías como otros muchos.

-¿Qué ocurre, padre? ¿Qué día es hoy? ¿Acuántos estamos?

-Hoy es el 9 de Diciembre, y ocurre una in-mensa desgracia.

-¿Qué?

-Está enfermo D. Mariano Álvarez, y la ciu-dad se va a rendir.

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-¡Enfermo! -exclamé con sorpresa-. Yo creíque D. Mariano no podía estar enfermo ni mo-rir. Moriremos nosotros; pero él...

-Él también morirá. Hoy le ha entrado el de-lirio y ha traspasado el mando al teniente delRey D. Juan Bolívar. Desde que Álvarez está encama, nadie considera posible la defensa. Sólohay mil hombres disponibles, y aun estos estántambién enfermos. A estas horas hay junta dejefes para ver si se rinde o no la plaza en estedía. Me temo que se saldrán con la suya lospícaros que quieren la rendición. Es una ver-güenza que esto pase. Hay aquí mucha genteque no piensa más que en comer.

-Padre -dije yo- si hay algo por ahí, démelo,aunque sea un pedazo de madera. No puedoresistir más.

El fraile me dio no sé qué cosa; pero yo ladevoré sin averiguar lo que era. Después lehablé así:

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-¿Su paternidad está aquí auxiliando a losmoribundos? Yo, aunque Dios en su infinitamisericordia me conserve por ahora la vida,quiero confesar un gran pecado que tengo. Sino me quito de encima este gran peso, no podrévivir. Por ahí creerán que D. Pablo Nomdedeuha muerto de hambre o de miedo. No, yo debodeclarar que le he matado porque me quisoquitar un pedazo de azúcar.

-Hijo mío -repuso el fraile- o estás aún deli-rando, o confundiste con otro al Sr. Nomdedeu,pues tengo la seguridad de haber visto a estehoy mismo, si no bueno y sano, al menos convida. No descansa en lo de curar a diestro ysiniestro.

-¡Cómo! ¿Es posible? -exclamé con estupe-facción-. ¿Vive el Sr. D. Pablo Nomdedeu, eseespejo de los médicos? Padre, tan buena nuevame devuelve por entero la vida. Yo le dejé pormuerto en medio del patio. No puedo creersino que ha resucitado para que su hija no que-

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dase huérfana. Padre, ¿conoce usted a Siseta, lahija del Sr. Cristòful Mongat? ¿Sabe por ventu-ra si vive?

-Hijo, nada puedo decirte de esa muchacha.Sólo sé que la casa donde vivían el Sr. Mongat yel Sr. Nomdedeu, ha sido destruida por unabomba ayer mismo. Tengo idea de que todossus habitantes se salvaron, excepto alguno quese ha extraviado, y no se le puede encontrar.

-¡Oh! ¡Si pudiera levantarme y correr allá! -dije-. Pero parece que me han clavado en estamaldita cama. ¿En dónde estoy?

-Esta es la cama en que murió Periquillo delRoch, asistente del Sr. D. Francisco Satué, quees, como sabes, edecán del gobernador. Cuandomurió Periquillo, te pusimos aquí, y ayer dijoSatué que te tomaría por asistente.

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-¿Con que Su Paternidad no me da noticiasde la pobre Siseta? El corazón me dice que noha muerto, y que no soy por lo tanto viudo.

-¿Eres casado?

-Con el corazón. Siseta será mi mujer si vi-ve... ¿Y dice Su Paternidad que no ha muerto elSr. Nomdedeu?

-Así parece, pues se le ve por la ciudad. Ver-dad es que más bien tiene aspecto de un muer-to que anda, que de persona viva.

-¿Será cierto lo que oigo? ¿Y el Sr. D. Pablose mueve?

-Anda, aunque cojo.

-¿Y abre los ojos?

-Sí; sus ojos parduzcos buscan las piernas ro-tas en la oscuridad de los escombros.

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-¿Y habla?

-Con su voz clueca, que tan buenas cosas sa-be decir.

-¿Pero es el mismo, o un remedo de don Pa-blo, una sombra que viene del otro mundo afigurar que pone vendas?

-El mismo, aunque de puro desfigurado,apenas se le conoce.

-¡Oh, qué inmensa alegría siento! ¿De modoque ha resucitado?

-No dudes que vive; pero también te asegu-ro que no doy dos ochavos por lo que le quedede razón.

En todo aquel día no me pude mover, aun-que notaba de hora en hora bastante mejoría.La curiosidad y el afán me devoraban, an-helando saber la suerte de los míos, y aunque lacertidumbre de no ser matador de Nomdedeu

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había dado gran tranquilidad a mi espíritu, elno saber el paradero de Siseta me entristecía ensumo grado. Sin moverme de allí supe que laplaza estaba a punto de rendirse, y que habíaido a tratar con el general francés el español D.Blas de Fournás. Esto tenía muy irritados a losfantasmas que con el nombre de hombres dis-currían aún arma al brazo por las murallas des-truidas, y fue preciso a Fournás, cuando salióde la plaza, ocultar el verdadero motivo de suviaje.

Álvarez, según oí, se agravaba por instantesy recibió los sacramentos el mismo día 9; peroaun en tal situación insistía en no rendirse, re-pitiendo esto con palabras enérgicas, lo mismodormido que despierto. Muchos patriotas seresistían a creer que fuera cierto lo de la rendi-ción, y la posibilidad de entregarse al extranjerocausaba más horror que la muerte y el hambre;verdad es que muchos tenían aún la loca espe-ranza de que llegasen socorros.

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Por la tarde empezó a susurrarse que al díasiguiente entrarían los cerdos, y los patriotasacudieron a casa del gobernador, la cual, casipor completo arruinada, apenas conservaba enpie los aposentos donde el heroico pacienteresidía, y allí entre las ruinas, metiéndose porlos claros de las paredes destruidas, alborota-ron largo rato pidiendo a su excelencia quesaliese de nuevo a gobernar la plaza. Dicen queÁlvarez en su delirio oyó los populares gritos, eincorporándose dispuso que resistiéramos atodo trance. Enfermos o heridos los que aúnvivíamos, con diez mil cadáveres esparcidospor las calles, alimentándonos de animales in-mundos y sustancias que repugna nombrar,nuestro más propio jefe debía de ser y era undelirante, un insensato, cuyo grande espírituperturbado aún se sostenía varonil y sublimeen las esferas de la fiebre.

Al día siguiente pude dar algunos pasos sinalejarme mucho. De buena gana habría hecho

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una excursión por la ciudad visitando la casade Siseta; pero las señoras monjas que tan cari-ñosamente me cuidaban impidiéronmelo. Elcapitán D. Francisco Satué llegose a mí y mehizo saber que había resuelto tomarme por asis-tente en reemplazo de Periquillo Delroch, y yo,agradecido a su bondad, me tomé la libertad dedecirle:

-Mi capitán: ¿sabe usía por dónde anda Sise-ta? Supongo que usía conoce a Siseta, la hija delSr. Cristòful Mongat.

Satué no se dignó contestarme, y volvió laespalda, dejándome solo con mis horrorosasdudas. Yo preguntaba a todos; pero nadie mehablaba sino de la capitulación. ¡Capitular! Pa-recía imposible tal cosa cuando todavía existíapegado a las esquinas el bando de D. Mariano:«Será pasada inmediatamente por las armas cual-quier persona a quien se oiga la palabra capitulaciónu otra equivalente».

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Según oí decir, los franceses habían dadouna hora de tiempo para arreglar la capitula-ción; pero nuestra Junta pedía un armisticio decuatro días, prometiendo cumplirla si al cabode dicho plazo no venía el socorro que desdeNoviembre estábamos esperando. El mariscalAugereau no quiso acceder a esto, y por último,después de muchas idas y venidas de un cam-po a otro, firmáronse las condiciones de nuestrarendición a las siete de la noche del 10.

En este convenio, como en todos los quehicieron los franceses en aquella guerra, sepactó lo que luego no había de ser cumplido:respetar a los habitantes, respetar la religióncatólica y las vidas y haciendas, etc... Todo estose escribe y se firma sobre un tambor dentro deuna tienda de campaña; pero luego las órdenesexpedidas desde París por la gran rata obligana poner en olvido lo acordado.

-¡Bonito final! -me dijo el padre Rull, que mehabía asistido durante el penoso mal-. ¡Y que

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hayamos venido a esto después de haber resis-tido siete meses! ¿Y todo por qué, amigoAndrés? Porque no se reparten dos pavos porbarba al día, y porque alguno se ha visto obli-gado a mantenerse chupando el jugo de unpedazo de estera. Dioscórides dice que el espar-to contiene sustancias alimenticias. ¡Oh! SiÁlvarez no hubiera caído enfermo, si aquelhombre de bronce pudiera aún levantarse de sulecho y venir aquí y alzar el bastón en la manoderecha... Ya sabes, Andrés, que la guarnicióndebe salir mañana de la plaza con los honoresde la guerra, marchando a Francia prisionera.Creo que os pondrán a tirar del carro de Napo-león cuando salga a paseo... Los cerdos se nosmeterán aquí mañana a las ocho y media, yparece han acordado no alojarse en las casassino en los cuarteles. ¿Lo crees tú? Ya veráscómo no lo cumplen. Me parece que los veoechando a los vecinos a la calle para acomodar-se sus señorías en las pocas casas que han deja-do en pie. Y ahora te pregunto yo: ¿qué harán

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de nosotros, los pobres frailes? Amigo, con Ge-rona se acabó España, y con la salud de Álvarezse acabaron los españoles bravos y dignos. Mu-chachos, ¡viva D. Mariano Álvarez de Castro,terror de la Francia!

Durante la noche, los vecinos y los soldados,sabedores ya de las principales cláusulas de lacapitulación, inutilizaron las armas o las arroja-ron al río, y al amanecer los que podían andar,que eran los menos, salieron por la puerta delAreny para depositar en el glacis unas cuantasarmas si tal nombre merecían algunos centena-res de herramientas viejas y fusiles despedaza-dos. Los enfermos nos quedamos dentro de laplaza, y tuvimos el disgusto de ver entrar a losseñores cerdos. Como no nos habían conquista-do, sino simplemente sometido por la fuerzadel hambre, nosotros los mirábamos de arribaabajo, pues éramos los verdaderos vencedores,y ellos al modo de impíos carceleros. Si no exis-

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tiese el goloso cuerpo, y sólo el alma viviera,¿pasarían estas cosas?

En honor de la verdad, debo decir que losfranceses entraron sin orgullo, contemplándo-nos con cierto respeto, y cuando pasaban juntoa los grupos donde había más enfermos, nosofrecían pan y vino. Muchos se resistieron acomerlo; pero al fin la fuerza instintiva era talque aceptamos lo que a las pocas horas de suentrada nos ofrecieron. Durante todo el díaestuvieron entrando carros cargados de víveresque estacionados en las plazas de San Pedro ydel Vino, servían de depósito, a donde todo elmundo iba a recoger su parte. ¡Comer!, ¡quénovedad tan grande! Sentíamos el regreso delcuerpo que volvía después de la larga ausencia,a ser apoyo del alma. Se admiraba uno de tenerclaros ojos para ver, piernas para andar y ma-nos con que afianzarse en las paredes para ir deun punto a otro. Los rostros adquirían de nue-vo poco a poco la expresión habitual de la fiso-

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nomía humana, y se iba extinguiendo el espan-to que aun después de la rendición causábamosa los franceses.

Dadme albricias, porque al fin, señores míos,me reconocí con bríos para andar veinte pasosseguidos, aunque apoyándome con la derechamano en un palo, y con la izquierda en las pa-redes de las casas. No creáis que el andar porlas calles de Gerona en aquellos días era cosafácil, pues ninguna vía pública estaba libre dehoyos profundísimos, de montones de tierra ypiedras, además de los miles de cadáveres in-sepultos que cubrían el suelo. En muchas parteslos escombros de las casas destruidas obstruíanla angosta calle, y era preciso trepar a gatas porlas ruinas, exponiéndose a caer luego en lascharcas que formaban las fétidas aguas reman-sadas. El viaje al través de aquellos montes,lagos y ríos era tan fatigoso para mí, que a cadapoco trecho me sentaba sobre una piedra paratomar aliento. Mas cuando no era ya posible

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pensar en batirse, y cuando estaba aplacado elterrible ardor de la guerra, me producía indeci-ble espanto la vista de tantos muertos; y alexaminar los horrorosos cuadros que se des-arrollaban ante mi vista, cerraba a veces los ojostemiendo reconocer en una mano helada lamano de Siseta, en la punta de un vestido, lapunta del vestido de Siseta, en una piedrecitaencarnada las cuentas de coral que adornabanlas lindas orejas de Siseta.

-XXI-Al llegar a la calle de Cort-Real, vi allí casi

en total ruina la casa donde se albergaban losmíos. Unos vecinos me dijeron que el señorNomdedeu y su hija estaban aposentados en lacalle de la Neu; pero que no se sabía dóndehabían ido a parar Siseta y sus hermanos. Con-tristado con tal noticia, fui en busca del doctor,y la primer persona que salió a mi encuentro

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fue la señora Sumta, encargándome que nohiciera ruido porque el señor dormía.

-Aquí encontrarás todos los papeles cambia-dos, Andresillo -me dijo- porque la señoritaJosefina se ha puesto buena, y el amo está tanmalo, que se morirá pronto si Dios no lo reme-dia.

En esto oímos la voz del doctor, que en apo-sento cercano sonaba, diciendo:

-Déjele usted entrar, señora Sumta, que es-toy despierto. Andrés, amigo querido, ven acá.

Entré, pues, y D. Pablo arrojándose de su le-cho me abrazó con cariño, hablándome así:

-¡Qué placer me das, Andrés! ¡Yo creí quehabías muerto! ¡Ven acá, valiente joven, y abrá-zame otra vez! ¿Cómo va esa salud? ¿Y eseestómago? No conviene cargarlo después detanta privación. ¿Hay apetito?... Te recomiendo

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mucho la sobriedad. ¿Tienes heridas? Las cura-remos... Manda lo que gustes, hijo.

Yo, muy confundido, le expresé mi gratitudpor tanta benevolencia, añadiendo que le con-sideraba como el más generoso y cristiano delos mortales por pagar con abrazos y cariñoslos golpes que de mí recibiera.

-Señor -añadí- yo creí haber muerto al mejorde los hombres, y no podía vivir con el granpeso de mi conciencia. Veo que usted perdonalas ofensas y abre sus brazos a los que han in-tentado matarle.

-Todo está perdonado, y si culpa hubo en titratándome como me trataste, mayor fue lamía, que en mi furor, no reparaba en quitarte lavida por un pedazo de azúcar. Aquellas, amigoAndrés, no deben considerarse como accioneslibres que constituyen verdadera responsabili-dad, y la horrible situación en que ambos noshallábamos nos disculpa a los ojos de Dios. En

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tan triste momento, la ley suprema de la propiaconservación imperaba sobre todas las leyes,nuestro carácter, el resultado de las facultadesingénitas o cultivadas por el trato y de los hábi-tos adquiridos, no existía realmente, y el torpebruto en que estamos metidos, rompía salvaje-mente todos los frenos que se oponían a la sa-tisfacción de sus necesidades. Por mi parte,puedo decirte que no me daba cuenta de lo quehacía. El espectáculo de mi pobre hija me tras-tornaba el poco sentido que aún me hacía reco-nocerme como hombre, y delante de mí no hab-ía amigos ni semejantes. Estas relaciones seacaban, se extinguen cuando el brutal instintorecobra sus dominios, y si veía un pedazo depan en boca de otro hombre, parecíame esto unprivilegio irritante, que mi egoísmo no podíatolerar. ¡Ay, qué horroroso padecimiento! ¡Quévergonzoso estado de moral y qué degradacióndel ser más noble que pisa la tierra! Válgametan sólo la circunstancia de que nada queríapara mí, sino todo para ella. Tengo la seguridad

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de que a no ser por mi idolatrada hija, yo mehubiera recostado en un rincón de la casa,dejándome morir sin hacer esfuerzo alguno porconservar la vida.

-Y la señorita Josefina ha resistido las priva-ciones tal vez mejor que nosotros.

-Mucho mejor -añadió Nomdedeu-. Ya meves a mí que parezco un cadáver. Pues ella,completamente transfigurada, parece haberseapropiado toda la salud que a mí me falta. Estome tenía contentísimo, Andrés. Pero verás aho-ra lo que ha pasado. Cuando me dejaste en elpatio de la casa del canónigo, tardé muchotiempo en recobrar el uso de los sentidos a con-secuencia del gran golpe y de la mucha exte-nuación. Por fin, no sé qué manos caritativasme sacaron a la calle, donde recobré completoacuerdo. Mi sensación principal era una gransorpresa de hallarme con vida. Arrastréme has-ta entrar en casa, y en las habitaciones de Sisetaencontré a mi hija. La infeliz casi no me conoc-

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ía. Iba a perecer de inanición. ¡Dios mío! Qui-siera morir, si la muerte borrara de mi memoriael recuerdo de aquellas horas. Yo decía: -Señor,antes de ver tal espectáculo, valiera más quequedara exánime sobre las baldosas de la casadel canónigo-. ¡Ay, amigo Marijuán, no mepreguntes nada sobre esto! Sólo te diré quehabiendo salido en busca de alimentos, al re-gresar, mi hija ya no estaba allí.

-¿Y Siseta? -pregunté con la mayor inquie-tud.

-Siseta tampoco -repuso Nomdedeu in-mutándose en sumo grado-. Pero ¿a qué mepreguntas por Siseta? Yo no sé nada de ella.Déjame seguir. Ninguno de los vecinos supodarme razón del paradero de mi hija, y corrícomo un loco por la ciudad buscándola. Feliz-mente ni ella ni yo estábamos allí, cuando lacasa fue destruida. Pero yo te pregunto: ¿adónde creerás que había ido mi idolatrada Jose-fina? Pues nada menos que a la torre Gironella,

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donde contemplaba el horrible fuego con quese defendió aquel fuerte en sus postrimerías. Teasombrarás de que mi hija fuera a tal sitio. Puesoye. Encontrándose sola en la casa, la horriblenecesidad obligola a salir a la calle, y discurriólargo tiempo por Gerona, implorando la cari-dad pública, pero sin ser atendida por nadie.Mientras mayor era su desamparo, mayoreseran sus esfuerzos por apegarse a la vida, yaquella naturaleza miserable halló en sí mismasuficiente energía para sobreponerse a la situa-ción. Parece esto imposible, pero es cierto. Aho-ra caigo en que a las criaturas de ánimo apoca-do nada les conviene tanto como encontrarselanzadas de improviso a un gran peligro sinsostén ni ayuda de mano extraña. Pues bien,Josefina, sola en medio de tantos horrores,huyó por la pendiente que conduce a los fuer-tes, creyendo más seguros aquellos sitios. Lavista de los cadáveres que obstruyen el caminoprodújole gran espanto, y mayor aún al ver decerca la terrible acción que allí se trabara.

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Cuando quiso retroceder la pobrecita, le fueimposible, y encontrose envuelta en el fuego,en el momento de la retirada. ¡Oh, qué incom-prensibles son los arcanos de la Naturaleza! Siyo hubiera sabido por qué lugares andaba mienferma, y todo el protomedicato hubiéramepedido mi dictamen sobre su suerte, habríadicho: «Josefina morirá en el acto de versepróxima a un combate». Pues no fue así,Andrés. Según me ha contado ella misma, alver aquello, sintiose con inusitada energía, ysus miembros desentumecidos como por mila-gro, adquirieron una agilidad que jamás habíantenido. Sin hallarse libre de miedo, inundaba sualma una generosa y expansiva inquietud, yabundantes lágrimas corrían de sus ojos... Aesto añade que luego volvió dos veces a la ciu-dad, donde unas señoras apiadadas de ella ladieron algún alimento; que después, sin sabercómo, viose arrastrada en el tropel de las queiban a llevar pólvora a las murallas; añade quedurmió dos noches en campo raso; que la seño-

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ra Sumta tomándola por su cuenta, la tuvo másde tres horas en Alemanes, hasta que se retiróde allí la guarnición, y comprenderás si hansido fuertes los cauterios aplicados por el azaral espíritu de esa pobre niña. Ahora, Andrés,me resta decirte que si ella ha adquirido súbi-tamente bríos y agilidad, yo he perdido radi-calmente mi salud, a consecuencia de los inten-sos padeceres físicos y morales de esta tempo-rada, y aquí donde me ves, no doy dos cuartospor lo que pueda vivir de aquí al domingo queviene. La alegría que me causa el ver cómo seha regenerado el organismo de aquella que estodo mi amor y mi consuelo, ahoga el senti-miento que podría causarme la propia muerte.Lo que hoy me produce profunda tristeza es elconvencimiento adquirido hace poco de quesoy un detestable médico. Sí, Andrés, yo creísaber bastante, y ahora resulta que todo lo ig-noro, todo, todo. Figúrate que después deadoptar en el tratamiento de Josefina el sistemade precauciones, de cuidados que me recomen-

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daban en diverso estilo centenares de libros,salimos con la patochada de que el mejor sis-tema es el opuesto al que yo seguí. ¡Y para esto,Dios mío, ha estudiado uno treinta años! ¡Oh!,medicina, medicina, ¡cuán desdeñosa y esquivaeres! ¡Cómo te ocultas al que más te busca, yqué bien guardas tus encantos! Cuando parecemás fácil tocarte, más rápidamente desapare-ces, como sombra que de las ansiosas manos seescapa. ¡Quién me lo había de decir! Yo inten-taba curarla con delicadezas y cuidados y den-gues, resguardándola hasta del aire por temor aque el aire mismo la hiciera daño, y Dios la hafortalecido con las crudezas, las molestias, losgolpes, los sustos, con el fuego y el frío, con lospeligros y las muertes. Yo evitaba en ella lasgrandes impresiones que me parecía debieranquebrar su naturaleza, como los martillazosrompen el vidrio, y los fortísimos sacudimien-tos de la sensibilidad la han repuesto en suprimer ser y estado. Curose como había enfer-mado, y este misterio y esta novedad pasmosa

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confunden mi inteligencia. Hasta ahora no sab-ía que la enfermedad curase la enfermedad, yme muero con mil ideas sobre este oscuro pun-to... porque yo me muero, Andrés: en eso sí queno se equivocará mi escaso saber.

Diciendo esto, se tendió de largo a largo enla cama, y a cada rato exhalaba hondísimossuspiros. Yo le hablé así:

-Sr. D. Pablo, usted, aunque ha padecidobastante, tiene el consuelo de ver a su hija nosólo con vida, sino con la salud que antes notenía; pero yo, ni siquiera puedo asegurar quevive mi adorada Siseta y sus dos hermanos.

El doctor, al oírme, moviose inquietamenteen su lecho con síntomas de alteración nervio-sa, e incorporándose de improviso, me mostrósu cara, muy contrariada y desfigurada de unmodo notable.

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-No me preguntes por Siseta y sus hermanos-exclamó con torpe lengua y haciendo ademánde apartar un objeto que inspira desagrado-. Yono sé nada de ellos. Andrés, más vale que temarches y me dejes en paz.

La señora Sumta, que entró a la sazón, pusoel dedo en la sien, mirando a su amo con expre-sión de lástima. Con el gesto y la mirada queríadecirme:

-No hagas caso, que el amo ha perdido eljuicio.

Perdiéralo o no, lo cierto es que me llenabande inexplicables confusiones sus palabras. In-terroguele de nuevo; pero él, cerrando los ojosy extendiendo brazos y piernas, cual exánimecuerpo, aparentaba no oírme, o realmente ale-targado, no me oía.

Josefina entró en seguida y mostró muchaalegría al verme. Por mi parte quedeme sor-

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prendido al notar la animación de sus ojos, sucolor menos pálido que de ordinario, y al ob-servar la agilidad, la gracia y desenvoltura quehabía adquirido en sus movimientos desde queno nos veíamos. Después de contestar conamables sonrisas a mis cumplidos, que adivi-naba por el movimiento de los labios, me pre-guntó por Siseta.

-¡Ay! -respondí, expresando con signos misuprema aflicción-. Siseta... se ha ido, señorita;no sé dónde está.

-Busquémosla -dijo Josefina con resolución.

-¡Ay!, gracias, señorita Josefina... Yo no mepuedo tener; pero si usted me acompaña, sa-caré fuerzas de flaqueza para recorrer la ciu-dad.

En la casa tenían ya comida abundante, quese repartía entre los diferentes vecinos allegadi-zos que allí se albergaban, y a mí me dieron

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una buena porción. Cuando salí enlazando mibrazo con el de Josefina, me sentía tan restable-cido, que no necesité buscar apoyo en las pare-des, ni arrojarme al suelo cada diez minutospara tomar aliento.

-XXII-¿Dónde buscaremos a Siseta? ¿Dónde?... Si-

seta, gritábamos por todos lados, en las ruinas,en la puerta de las casas enteras, en las plazas,en las murallas, en las cortaduras, en los mon-tones de escombros; pero ninguna voz conocidanos respondía. En diversos puntos de la ciudad,los franceses se ocupaban en tapar con tierra loshoyos donde habían sido arrojados los cadáve-res, y miles de cuerpos desaparecían de la vistade los vivos para siempre... ¡Oh! -exclamaba yocon la mayor angustia-, ¡si estará ahí Siseta!

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Hubiera querido escarbar con mis manostodas las fosas, por cerciorarme de que no yacíaen ellas la persona perdida. Visitamos luego loshospitales, y en ninguno de ellos aparecierontampoco Siseta ni sus hermanos: preguntamosde puerta en puerta a todos los conocidos, a losvecinos todos, y nadie nos dio razón ni noticiaalguna. Pasando a Mercadal, lo recorrimos to-do, y al volver, miré al fondo del río, por ver sientre sus turbias aguas se distinguía el cuerpode Siseta. Pregunté por ella a los españoles y alos franceses que no me entendieron; pero am-bas naciones carecían de noticias acerca de miamiga; subí a los tejados, bajé a los sótanos, labusqué en plena luz y en la profunda oscuri-dad; pero el rayo de sus ojos, para mí superiora todas las claridades, no brillaba en ningunaparte.

Por último, cuando llegábamos cerca delpuente de San Francisco de Asís, creí distinguiruna lastimosa figura de muchacho, en la cual,

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aunque con mucha dificultad, podía reconocera la persona del buen Manalet. No era posibledeterminar la forma de su vestido, que era unandrajo, por cuyas rasgaduras los brazos y laspiernas en completa desnudez asomaban. Surostro cadavérico, sus manos negras, su cuellomanchado de sangre, sus pies heridos, su mirartemeroso me causaron profunda pena. Lellamé, con el alma dividida entre una animosaesperanza y un inmenso dolor, y él corrió aabrazarme con los ojos llenos de lágrimas. Pa-sado el primer momento de su alegría, la pre-sencia de Josefina al lado mío produjo en elánimo del pobre chico vivísima inquietud;mirábala con ojos azorados, e hizo algún mo-vimiento para huir de nosotros. Deteniéndole,tuve valor para preguntarle por su hermana.

-Hermana Siseta -me dijo- no está, no labusquen ustedes. Se ha ido con Gasparó. Losdos...

Al decir los dos señalaba la tierra.

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Yo, poseído de profundo dolor, no me reco-nocía satisfecho con sus vagas noticias y queríasaber más; seguí tras él, pero mi corto andar nome permitió alcanzarle y hube de resignarme alterrible padecimiento de la duda; porque, enefecto, las afirmaciones de Manalet no resolvíanmi perplejidad, y las palabras, el razonamiento,la inquietud del infeliz chico indicaban quealgún misterio para mí ignorado, existía en ladesaparición de Siseta.

-Señorita Josefina -dije a mi acompañante,expresando como me fue posible el desaliento yla desesperación- no conseguiremos nada.Volvámonos a la calle de la Neu.

Ambos muy tristes y desanimados nos de-tuvimos en el puente, mirando a los transeún-tes, que discurrían sin cesar de un lado a otro ycomo yo buscaban personas queridas que eldesorden de los últimos días había hecho des-aparecer. Las fosas sobre las cuales se echabatanta tierra iban poco a poco destruyendo los

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rastros que habrían podido guiar en sus explo-raciones a padres, esposas e hijos, y la necesi-dad de enterrar pronto hacía que muchas fami-lias se quedasen en completa ignorancia respec-to a la suerte de los suyos.

Estábamos sentados junto al puente. Josefiname miraba en silencio, compadecida de mi do-lorosa perplejidad, y yo interrogaba al cielo,cansado ya de interrogar a la tierra y a loshombres. De repente, la hija del doctor diomeun ligero golpe en la cabeza y agitando los bra-zos en dirección del río, señaló una casa de lasque se levantan con los cimientos dentro delOñá a espaldas de la plaza de las Coles y de lacalle de la Argentería. Al principio no distinguínada; pero ella con el rostro alterado, la miradachispeante y el índice extendido hacia un puntofijo, dirigió mi atención al tejado de una deaquellas casas, de cuyo alero, un muchacho sedescolgaba trabajosamente por una cuerda. EraBadoret. Al instante grité fuertemente: ¡Bado-

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ret! ¡Badoret!, y el chico que oyó mi voz, salu-dome con la mano en el momento de poner piefirme en un balcón, desde el cual parecía quereravanzar al puente saltando de una casa a otra.Los irregulares aleros, balconajes, miradores ycuerpos salientes de aquella orilla del río, per-mitían este viaje sin gran peligro. Por fin, Bado-ret llegó a donde estábamos, y pude notar quesu aspecto era más lastimoso que el de su her-mano.

-Andrés -me dijo- ¿han entrado los france-ses?

-Sí -le respondí-. ¿En dónde estás metidoque no lo sabes? ¿Has resucitado acaso?

-¿De modo que ya hay algo que comer?

-Sí, todo lo que quieras... ¿Y Siseta?

-Siseta está durmiendo desde ayer. ¿Quieresverla? La llamamos y no quiere despertar.

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-¿Pero dónde os habéis metido? ¿Dónde estáSiseta?

-¿Hay ya qué comer? No hemos vuelto a vera Napoleón, Andrés. ¿Cuánto darán ahora porél?

-Anda al diablo con Napoleón. Llévame adonde está tu hermana.

-En el tejado.

-¡En el tejado!

-Sí: la llevamos allá entre todos, porque el Sr.Nomdedeu la quería matar.

-¡Matarla! ¡Estás loco!

-Sí; para comérsela.

No pude reprimir la risa, a pesar de que miánimo no estaba para burlas.

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-El Sr. Nomdedeu -prosiguió- se volvió locoy quiso comernos a todos.

-Estáis tontos sin duda -repliqué-. Llévamedonde está Siseta.

-Si no vas por donde yo he venido... De lacasa del canónigo donde estamos, se pasa porel tejado a la del droguero de la calle de la Ar-gentería, pero de esta no se puede salir a la ca-lle porque está cerrada... Por la bodega, se pasaa una casa del otro extremo que está quemada ypor las tejas se baja a los balcones del río. Sipuedes hacer que te abran la puerta de la casadel droguero que está en la calle de la Argen-tería junto a la plaza de las Coles, entrarás me-jor que yo he salido.

-Vamos allá -dije con resolución-. Si ese se-ñor droguero no nos quiere abrir la puerta, laderribaremos a puñetazos.

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Por fortuna, no me pusieron obstáculos aque entrara por la casa indicada, lo cual verifi-qué dejando a Josefina en la inmediata de lacalle de la Neu. Subí al tejado, y saltando congrandes esfuerzos y peligros de techo en techo,llegamos Badoret y yo a las bohardillas de lacasa del canónigo. Allí en un lóbrego aposentodel desván, donde antaño tuvo su vivienda elama de gobierno del Sr. Ferragut, yacía la pobreSiseta sin movimiento ni sentido sobre un mise-rable colchón. La llamé con fuertes voces, in-corporela en el lecho, y la infeliz abrió los ojos,pero sin aparentar reconocerme. Mi gozo al verque vivía fue inmenso; pero aún dudaba quepudiese tornar a la vida, y no pensé más que enprodigarle toda clase de socorros. Recorrí lacasa aturdidamente sin darme cuenta de lo quebuscaba, y vi en distintas habitaciones hastauna docena de chicos de ocho a doce años, enquienes reconocí a los amigos que acompaña-ban a Badoret y Manalet en todas sus correrías;pero el estado de aquellos infelices niños era

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atrozmente lastimoso y desconsolador. Algu-nos de ellos yacían muertos sobre el suelo,otros se arrastraban por la biblioteca sin poder-se tener, uno estaba comiéndose un libro, y otrosaboreaba el esparto de una estera.

-¿Qué ha pasado aquí? -pregunté a Badoret.

-Ay ¡Andrés!, no podíamos salir por ningu-na parte. Estábamos encerrados hace dos días.A nuestra casa no se podía pasar, porque sieteparedes llenaron el patio hasta arriba. No ten-íamos qué comer, ni dónde buscarlo... Esta ma-ñana buscamos Manalet y yo una salida. Él sedescolgó por la calle de Argentería, y yo pordonde me viste... pero a mí se me está ya pe-gando la lengua al cielo de la boca, no puedomoverme, y me caigo muerto también.

Diciéndolo, Badoret, cerró los ojos y se ex-tendió de largo a largo en el suelo. Algunos desus camaradas lloraban, llamando a sus ma-dres, y por todos lados el espectáculo de aque-

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lla desolación infantil contristaba mi alma. Re-suelto a obrar con prontitud, pasé por el tejadoa las casas inmediatas, llamé, pedí socorro,logré que me oyeran y que acudiesen en miauxilio algunos vecinos, y bien pronto, reuní enlos desiertos lugares donde se hallaba mi infelizamiga gran número de víveres y no pocas per-sonas caritativas.

La primera en quien probamos nuestros re-cursos fue Siseta, que tardó mucho en recobrarsu acuerdo, inspirándome serias inquietudes;pero al fin me reconoció, y vencida su repug-nancia a tomar los alimentos que le ofrecíamos,convenciéndose al fin de que no le dábamosanimales inmundos ni horribles manjares, entróen un período de fortalecimiento que indicabauna enérgica disposición de la naturaleza arecobrar su primitivo equilibrio y asiento. Ba-doret cobró sus fuerzas con más rapidez y a lamedia hora ya hablaba como una tarabillaarengando a sus amigos. Para algunos de estos

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llegó tarde el remedio, y no nos dieron mástrabajo que entregar sus cuerpos a las pobresmadres que venían a recogerlos, después dehaberlos buscado inútilmente por toda la ciu-dad.

-Hermana Siseta ha despertado al fin -me di-jo Badoret, tragándose medio pan-. Yo penséque íbamos a quedarnos aquí para que se rega-laran con nuestro pellejo Napoleón, Sancir,Agujerón y los demás que andan por ahí. Noestamos todos vivos, Andrés, porque Pauet noresuella, y Sisó, que estaba tan rabioso contralos cerdos, se ha quedado tieso en la bibliotecacon medio libro en el cuerpo y otro medio en lamano. Así quisiera yo ver al condenado de D.Pablo Nomdedeu que quiso hacer con nosotrosun guisote. Ya estamos libres de caer al fondode la cazuela con sal y agua, y eso de que laseñorita Josefina se le almuerce a uno, no tienegracia... Los marranos están ya dentro de Gero-na. Vaya... y decían que D. Mariano no les de-

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jaría entrar. Si es lo que yo digo... mucha facha,mucho boquear, y después nada.

-No desatines, y cuéntame por qué trajisteisaquí a tu hermana.

-Pregúntaselo a D. Pablo y a la señora Sum-ta. Nosotros le llevamos a hermana Siseta sietereales que habíamos ganado. Hermana Sisetaestaba llorando con Gasparó en brazos. Un ca-ballero entró en la casa y con malos modosmandó que enterrásemos al niño. Entonceshermana Siseta le dio muchos besos y yo lecargué para llevarle a la fosa; pero me dabalástima y estuve con él a cuestas todo el día,hasta que al fin... Manalet, echaba la tierra y yola apretaba con las manos para que quedasebien. Pero luego quisimos volverle a ver, y sa-camos la tierra... ¡Ay! Andresillo: después latornamos a echar, y ya no le vimos más... Alvolver a casa, D. Pablo entró suspirando y dan-do gemidos, y dijo que traía todos los huesosrotos. Después pidió algo de comer a la señora

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Sumta, y la señora Sumta se puso también aechar suspiros y gemidos. La señorita Josefina,tendida en el suelo, se chupaba los dedos, D.Pablo empezó a gritar llamando al santo acá yal santo allá, y luego a todos nos daba con lapunta del pie, diciendo: «Levantaos y salid abuscar algo para mi hija». Después del entierrohabíamos comprado con los siete reales un pannegro y duro, y se lo dimos a mi hermana. Sivieras qué ojos le echó D. Pablo. Siseta es mástonta... ¿creerás que no quiso el pan y mandóque se lo diéramos a la señorita Josefina? Peroyo dije: «sí, para ella está», y dando la mitad aManalet empezamos a comérnoslo. La señoraSumta saltando encima de mí, me quitó mi par-te; pero Manalet se comió toda la suya de untragón, atacándosela con los dedos para que lepasara por el gañote. Entonces, amigo Andrés,el Sr. Nomdedeu fue arriba y bajando al pocorato con un gran cuchillo, nos dijo: «Diablillosdesvergonzados, puesto que no servís más quede estorbo, os comeremos». Yo me reí y Mana-

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let se puso a temblar y a llorar, pero yo le decía:«no seas burro: primero nos le comeríamos no-sotros a él, si tuviera algo más que huesos. Laseñora Sumta sí que está gordita». Cuando lavieja oyó esto, me amenazó con el puño, y D.Pablo volvió a decir: «Sí; nos les comeremos,¿por qué no?...». Después la señorita Josefina seabrazó a su padre, y este se puso a llorar sol-tando lagrimones como balas, y luego la arru-llaba en sus brazos como si ella fuera un chiqui-llo. ¡Pobre D. Pablo! De veras me daba lástima...Arrullando a su hija le cantaba como a los niñosy después decía: «Señora Sumta, traiga usteduna taza de caldo». Al oír esto, no podía menosde reírme, y dije: «Pues ya que va a la cocina laseñora Sumta, tráigame a mí un par de perdicesporque estoy desganado, y no quiero más». Losdos se pusieron furiosos, pero el médico pa-recía loco, y todo se le volvía gritar: «SeñoraSumta; traiga usted caldo para mi hija, tráigalousted pronto o la mato a usted...». ¡Si le hubie-ras visto, Andrés! Echaba chispas por los ojos, y

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con los pelos amarillos tiesos sobre el casco,parecía nada menos que un demonio... En estopasaron mis amigos por la calle, llamáronme,yo salí con ellos, y al poco rato, cuando iba porla calle de Ciudadanos, veo venir a Manaletcorriendo y llorando, que decía: «HermanoBadoret, ven pronto que D. Pablo nos quierematar a todos». Chico, eché a correr con todosmis amigos hacia casa. ¿Has visto un gato ra-bioso cómo tira la zarpa, enseña los dientes,bufa y salta? Pues así estaba D. Pablo. Dejandoa su hija en el suelo, venía hacia nosotros, nosamenazaba con el cuchillo, golpeaba con el piea mi hermana, luego parecía querer matarse aél mismo, y a todo esto gritaba así: «¡Quieroacabar con el género humano!...». Esto lo dijomuchas, muchísimas veces. Mis amigos estabanmuertos de miedo, y yo cogí unas tenazas paratirárselas a la cabeza. Pero no me dio tiempo,porque sin soltar su cuchillo salió a la calle gri-tando siempre que iba a acabar con todo elgénero humano, y entonces Manalet dijo:

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«Vámonos de aquí y llevémonos a Siseta». Di-cho y hecho: éramos doce: entre los más gran-des cargamos a mi hermana, que estaba comoun cuerpo muerto sin mover ni brazo ni pierna,y la llevamos a la casa del Canónigo; Manalet,lleno de miedo iba delante chillando: «A prisa,a prisa, que viene otra vez con el cuchillo...».¡Ay! Amigo Andrés, cuando nos vimos en estacasa, respiramos. Luego porque la pobrecita noestuviera sobre las baldosas del patio la subi-mos a este aposento con grandísimo trabajo,poniéndola en la cama donde la ves. La llama-mos, y no nos respondía. Entonces nos ocurrióque debíamos buscarle algo que comer; pero nohallamos salida más que por los tejados, y antesnos asparían que pasar otra vez a nuestra casa.Aquí de los apuros, chico, llegó la noche y nosmoríamos de hambre. Pauet y Sisó anduvieronpor los techos comiéndose las yerbas y el mus-go que nacen entre las tejas. Yo bajé a la bode-ga... ni rastro de Napoleón. Se han ido todos alotro lado del Oñá, corriéndose hacia el campo

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enemigo... Pues como te iba diciendo, vinodespués de la noche el día, y después del díaotra noche, y luego amaneció el día de hoy ynosotros sin comer. Se me olvidaba contarteque oímos caer la bomba en nuestra casa, y yodije: «Ahí me las den todas. Si ha cogido aNomdedeu bien empleado le está por bruto...».Amigo, desde el tejado nos asomábamos a lospatios de todas las casas de por aquí; llamába-mos a la gente para que nos socorriera; pero nonos hacían caso. Verdad es que muchos de losque veíamos abajo estaban muertos. Mis ami-gos se acobardaron ¡pobrecitos!, como unosgallinas, y Sisó dijo que se iba a comer una desus manos. Yo los llevé a la biblioteca, dándolespermiso para que sacaran el vientre de mal añocon los libros, y algunos así fueron tirando.¡Qué día, qué noche, Andrés! Mi hermana nonos respondía cuando la llamábamos, y Mana-let me dijo: «Hermano, yo me voy a tirar deltejado a la calle para traer algo de comida aSiseta...». Estuvimos mirando las rejas y los

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balcones para ver si se podía saltar, y por finManalet se fue escurriendo, no sé cómo, sen-tando los pies en los clavos y las manos en lasrejas, y bajó a la calle por junto a la plaza. Yobajé también por donde me viste, y con esto tedigo todo, porque ya no hay nada más que con-tar.

-Bien, Badoret, veo que acertaste en trasladaraquí a tu hermana, pues aunque no me parezcacierto, como dijiste, que D. Pablo quisiera me-rendarse a tu familia, ese es un hombre a quienla desgracia de su hija exalta y enfurece, y ca-paz es de cometer cualquier atrocidad. Ahora,gracias a Dios, estamos libres de tales horrores,porque el sitio ha concluido y hay en Geronavíveres abundantes.

Al caer de la tarde, Siseta, sus dos hermanosy los camaradas de estos que habían escapado ala muerte, no ofrecían cuidado. Al día siguientetrasladé a mis amiguitos a una casa de la callede la Barca, donde nos dieron asilo.

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-XXIII-Yo no tardé en reponerme, y transcurridos

pocos días me presenté a mi amo don FranciscoSatué, quien me dio una malísima noticia.

-Disponte para el viaje -me dijo, dándomeuniforme, tahalí y espada, para que en todo ellocomenzase a ejercitar mis altas funciones.

-¿Pues a dónde vamos, mi capitán?

-A Francia, bruto -me respondió con su habi-tual rudeza-. ¿No sabes que somos prisionerosde guerra? ¿Crees que nos dejan aquí paramuestra?

-Señor, yo creí que nadie se metería ya connosotros.

-Estamos en Gerona como enfermos; peroquieren que vayamos a convalecer a Perpiñán.Nos detienen tan sólo porque el gobernador no

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se halla en situación de poder ser llevado en uncarro de municiones.

-¡Ojalá no lo estuviera en cien meses!

-Bárbaro ¿qué dices? -exclamó amenazán-dome.

-No, mi capitán, no es que yo desee otra cosaque la salud de nuestro queridísimo goberna-dor D. Mariano Álvarez de Castro; pero eso dellevarle a uno a Perpiñán es casi tan malo comolo que hemos pasado. Pero pues así lo mandanlos que pueden más que nosotros, sea, y por míno ha de quedar. No a Perpiñán, sino al fin delmundo, iré con mis jefes, mayormente si lleva-mos entre nosotros al gran gobernador.

Yo hablaba así, echándomela de bravo; peroen realidad sentía profunda pena al caer en lacuenta de que era un prisionero de guerra, decuya libertad y residencia los franceses dispon-ían a su antojo. ¡Desgraciado el que en la guerra

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pone su afición en lugares y personas, que nohan de poder seguir tras él en los frecuentes einesperados viajes a que impulsan la victoria ola desdicha!

Cuando fui al lado de Siseta, casi derraman-do lágrimas me expresé así:

-Prenda mía, ¿ves cuán desgraciado soy?...Ahora me llevan a Francia como prisionero deguerra, con todos los demás militares que es-tamos aquí, desde D. Mariano hasta el últimoranchero. Si te pudiera llevar conmigo, Siseta...Pero mi capitán, el Sr. D. Francisco Satué, es elprimer perseguidor de muchachas que hay entoda Cataluña, y le tengo miedo. Ahora meocurre, Siseta, que mientras yo tomo el caminode esa condenada Francia, a quien vería debuena gana comida de lobos, tú con tus doshermanos debes marcharte a la Almunia dedoña Godina, donde está mi madre, y esperar-me allí cuidándome las haciendas, hasta que

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me suelten o Dios disponga de la vida de estepecador.

Siseta me contestó dándome esperanza, yasegurando que convenía aguardar con sereni-dad el cumplimiento de nuestro destino, sindesconfiar de la bienhechora Providencia. Con-vinimos al fin en que no era una gran desven-tura que yo fuese a Francia, y por su parte hallómuy prudente refugiarse en la Almunia, mien-tras yo volvía. La verdadera dificultad era laabsoluta carencia de medios para vivir dentrode Gerona, lo mismo que para ausentarse.Éramos pobres hasta el último grado, y despuésde pasar tantos y tan penosos trabajos, Siseta ysus hermanos estaban destinados a sostenersede la caridad pública. Pero Dios no abandona alas criaturas desvalidas, y he aquí cómo vino ennuestra ayuda por inesperados caminos. ¿Dequé manera? ¿Cuándo? Esto, los mismos acon-tecimientos que voy contando os lo dirán.

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Pero déjenme acudir a casa del Sr. D. PabloNomdedeu, de cuya salud me han dado muymalas noticias al volver de casa del talabartero,donde llevé el tahalí de mi amo para que leechase una pieza. Déjenme ir allá, que a pesarde las cuestiones desagradables que tuvimos,no deja de ser el señor don Pablo un entrañableamigo mío, a quien quiero de todas veras. Lomalo es que no puedo ir tan pronto como de-seara, porque en la calle de Cort-Real la muchagente que allí se junta en animados corrillos,me detiene el paso. ¿Qué ocurre? ¿Tenemos uncuarto sitio? No es nada; parece que los france-ses, cansados de haber cumplido hasta ayer demala gana las principales cláusulas de la capi-tulación, han acordado solemnemente romper-las. Así me lo dijo el padre Rull, a quien vi muysofocado entre el gentío, refiriendo con decla-matoria pomposidad los pormenores del suce-so.

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-Esto es una desvergüenza -decía- y un em-perador que tales cosas hace es un pillo... nada,un pillo; ¿qué me importa que oigan los france-ses? No bajaré la voz, no, señores. Lo dicho,dicho. En la capitulación se acordó que los re-gulares serían respetados, y ahora salimos conque nos llevan a Francia. ¿Pues qué, las órdenesson cosas de juego? ¿Somos chicos de escuela,para que hoy se nos diga una cosa y mañanaotra?

-También yo voy a Francia, padre Rull -le di-je- y consolémonos uno con otro, que frailes ysoldados hacen buena miga, y la carga se llevamejor en dos hombros que en uno.

-Nada, hijos míos, iremos adonde nos lleveny soportaremos sus crueldades con paciencia,como nos lo manda Nuestro Señor Jesucristo. Siasí lo habéis querido vosotros, ¿qué se ha dehacer? Ved aquí las consecuencias de capitularcuando todavía podía haberse tirado una tem-poradita más, comiendo lo que había. A Fran-

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cia, pues, y fíese usted de palabras de cerdos.Nosotros confiábamos ingenuamente en elcumplimiento de lo pactado, cuando vieraisaquí que esta mañana se presenta en la santacasa un oficialejo, el cual con voces torpes ydestempladas, dijo que nos preparásemos parasalir mañana mismo para Francia, porque S. M.el emperador lo había dispuesto así desdeParís. Por lo visto, nos temen tanto como a lossoldados. Y díganme ustedes ahora: ¿qué va aser de Gerona sin frailes?

Cada uno contestaba al padre Rull, segúnsus ideas, cuál con enojo, cuál festivamente;pero al fin todos los que le oímos, convinimosen que lo del viaje era una grandísima picardíade S. M. el emperador de los franceses. Cuandome retiré de allí, quedaba el buen fraile sermo-neando a sus amigos sobre la preeminencia quesiempre alcanzaron las órdenes religiosas en lostratados de las naciones.

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Llegué a casa del Sr. Nomdedeu, y desde mientrada conocí que la salud del buen médico nodebía de ser buena, por las señales de conster-nación que noté en el semblante de Josefina lomismo que en el de la señora Sumta. Esta medijo:

-Andresillo, no hables al amo de Siseta ni delos chicos, porque siempre que se le nombran,le da uno al modo de desmayo.

Josefina me preguntó por los míos, y al ins-tante le comuniqué con la alegría de mis ojos elinfeliz encuentro de mi novia y sus hermanos.

-Todos se salvan, menos mi buen padre -dijotristemente la muchacha.

Al instante entré a ver al enfermo, quien merecibió con su habitual bondad. Junto a su lechoestaba un hombre en quien reconocí a uno delos escribanos de Gerona.

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Indudablemente D. Pablo iba a hacer testa-mento. Su aspecto y figura no podían ser mástristes, al punto se echaba de ver que aquellalámpara tenía ya muy poco aceite. La postrime-ra luz brillaba, sí, como próxima a extinguirse,con viva claridad, y la irregular llama, tanpronto grande como chica, espantaba con susoscilaciones deslumbradoras. Unas veces elespíritu del buen doctor se empequeñecía conextraordinario aplanamiento; otras se agranda-ba, tomando proporciones superiores a las de lavida común: y con este variar angustioso,síntoma de todo fuego que se apaga luchandoentre la combustión y la muerte, la lengua delmédico pasaba de un mutismo invencible a unalocuacidad mareante.

Cuando entré, respondió a mis cariñosaspreguntas con monosílabos, que salían difícil-mente de su sofocado pecho; pero al poco ratose fue despabilando en términos, que a ninguno

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de los presentes nos dejaba meter baza, y él selo decía todo sin mostrarse cansado.

-¿Con que aseguras tú que no moriré? Ilu-sión, amigo mío, ilusión de tu buen deseo. Diosme ha leído ya la sentencia y en esto no hay nipuede haber duda alguna. Yo cumplí mi mi-sión, ahora estoy demás.

-Señor, anímese usted -exclamé fingiendoentusiasmarme-. Pues qué, ¿ahora que Geronaestá libre de hambres y muertes, se ha de ir elhombre mejor de toda la ciudad? Levántese deesa cama y vamos por ahí a ver las murallasrotas, los fuertes deshechos, las casas arruina-das, testigos de tanto heroísmo. Fuera pereza.Eso no es más que pereza, señor don Pablo.

-Pereza es, sí; pero la pereza última y defini-tiva, aquella del viajero que habiendo andadotoda la jornada, se arroja sin aliento en el cami-no, convencido de que no puede más. Perezaes, sí, la mejor de todas, porque lleva al más

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dulce, al más placentero de los sueños, la muer-te. ¡Ay, qué postrado me siento! Pues qué, ¿eraposible que después de tan colosales esfuerzosen lo físico y en lo moral, siguiese yo viviendo?No una vida como la mía, sino cien robustas yvigorosas habríanse consumido en esta luchacon la naturaleza, que yo sostuve durante tantotiempo; porque decirte, Andrés, el sin númerode dificultades que vencí, sería el cuento denunca acabar. Baste referirte que en pocos días,busque, fomenté y desarrollé en mí cualidadesque no tenía; en pocos días, trasformado hastalo sumo, encontreme con sentimientos y pasio-nes que antes no tenía, y todo fue como si unaserie de hombres diversos se desarrollaran de-ntro de mí propio. Yo estoy asombrado de loque hice, y ahora comprendo qué inmenso te-soro de recursos tiene el hombre en sí, si sabeexplotarlo. Al fin, Andrés, mi pobre hija alargósus días hasta el fin del cerco, y cuando los sa-nos y robustos sucumbieron, ella, enferma yendeble se ha salvado. He aquí premiada dig-

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namente mi amorosa solicitud y mis colosalesesfuerzos. Esta tierna niña, que es todo miamor, está hoy delante de mí alegrando mi vis-ta y mi alma con el color de sus mejillas. Bastaeste espectáculo a consolarme de todas mispenas, y si me entristece la muerte es porque mihija y yo nos separamos ahora. Dios lo permiteasí, porque ya ella no necesita de mis constan-tes cuidados, y la savia vital que milagrosamen-te ha adquirido le dará bríos para subsistir porsí sola, sin el apoyo de estas manos fatigadas,que reclama la tierra, ansiosa de carne.

-Sr. D. Pablo -le dije dominando mi melan-colía- deseche usted esos tristes pensamientos,que son la primera y única causa de su mal;mande a la señora Sumta que traiga y adereceun par de chuletas, que ya las hay buenas enGerona, sin ser de gato ni de ratón, y cómaselasen paz y gracia de Dios, con lo cual, o muchome engaño, o no habrá muerte que le entre enlargos años.

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-Esto no va con chuletas, amigo Andrés. Micuerpo rechaza todo alimento, y no quiere másque morirse. Está echando a voces el alma, in-crepándola para que se vaya fuera de una vez.

-Más consumidos y extenuados estabanotros, y sin embargo han vivido, y por ahí an-dan hechos unos robles. Y si no, ahí tenemos elejemplo de Siseta, a quien dimos todos pormuerta, y viva y sana está, gracias a Dios.

-¿Vive Siseta? -preguntó Nomdedeu conprofundo interés y cierta exaltación que no pu-do disimular.

-Sí, señor; tan viva está como sus dos her-manos.

-¿Estás seguro de ello?

-Segurísimo.

-¿Y no tiene heridas en su cuerpo gentil, nigolpes en su cabeza, ni rasguños en su piel, ni

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le falta brazo, pierna, dedo u otra parte algunade su estimable persona?

-No, señor, nada le falta -repuse jovialmente-o al menos no tengo yo noticia de ello.

-¿Y los muchachos, aquellos juguetones ytraviesos muchachos, están vivos y sanos?

-También, señor doctor, y todos muy deseo-sos de venir a ofrecer a usted sus respetos conla cortesía que les es propia, saltando y chillan-do.

-¡Oh, loado sea Dios! -exclamó con ciertoarrobamiento contemplativo el infortunadodoctor.

Dicho esto, permaneció un rato meditando uorando, que ambas funciones podían deducirsede su recogida y silenciosa actitud, y luego re-posadamente me habló así:

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-Me has proporcionado indecible consuelo aldarme noticias tan lisonjeras de la familia delSr. Mongat, porque me atormentaba la sospe-cha, el recelo, más que sospecha y recelo, laterrible certidumbre de que yo había ocasiona-do un gran mal a esos muchachos y a su bon-dadosa hermanita, cuando después del lamen-table accidente del pedazo de azúcar, entré encasa de Siseta. Mi hija iba a morir de inanición.Yo pedía a la señora Sumta que nos diera algode comer, y la señora Sumta no nos daba nada.Yo pedí a Dios que me enviase algo del cielo, yDios tampoco quería enviarme nada. Sisetaestaba allí; sus hermanos entraron haciendoruido, y la insolente vitalidad que revelabansus ágiles cuerpos despertó en mi alma un sen-timiento que no te podré pintar, aunque porespacio de cien años te hable y agote todos losrecursos de todas las lenguas conocidas. No:aquel sentimiento es una anomalía horrorosaen el ser humano, y sólo es posible que existadurante cortísimos intervalos en días que muy

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rara vez contará el tiempo en su infinita mar-cha. Yo miraba a los chicos, yo miraba a suhermana, y sentía un insaciable y sofocanteanhelo de hacerlos desaparecer de entre losseres vivientes. ¿Por qué, amigo mío? Esto síque no sabré decírtelo, porque yo mismo no loentiendo. No creas que conturbaba mi cerebroel repugnante instinto de la antropofagia: no,no es nada de eso. Era un sentimiento del linajede la envidia, Andrés; pero mucho, muchísimomás fuerte; era el egoísmo llevado al extremode preferir la conservación propia a la existen-cia de todo el resto de la humana familia; erauna aspiración brutal a aislarme en el centro delplaneta devastado, arrojando a todos los demásal abismo, para quedarme solo con mi hija; eraun vivísimo deseo de cortar todas las manosque quisieran asirse a la tabla en que los dosflotábamos sobre las embravecidas olas. Pintartodo lo que yo odié en aquel momento a los doshermanos y a la pobre muchacha, sería másdifícil que pintarte los horrores del infierno,

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abrazando lo grande y lo pequeño, el conjuntoy los pormenores de la mansión donde el hom-bre impenitente expía sus culpas. Cada inhala-ción de su aliento al respirar, me parecía unrobo; cada átomo de aire que entraba en suspulmones, un tesoro arrancado al conjunto deelementos vitales que yo quería reunir en tornomío y de mi hija. Los malditos se repartían unpedazo de pan, un pedacito de pan, Andrés,amasado con todo el trigo y con toda el agua dela creación, para mi regalo. En aquella crisis delegoísmo, yo no comprendía que el Universocon sus mil mundos, su fauna y su flora, susinagotables recursos y prodigios existiese paranadie más que para Josefina y para mí.

Detúvose el doctor fatigado, y yo, queriendoapartar de su mente ideas que le hacían másdaño que el mal físico, le dije:

-Mande usted a paseo, Sr. D. Pablo, esas va-nas imaginaciones que le están secando el cere-bro. Siseta y sus hermanos están buenos, ami-

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go, y yo le aseguro a usted que no se los ha co-mido. ¿A qué pensar más en eso?

-Calla, Andrés, y déjame seguir -dijo repo-sadamente-. No son vanas imaginaciones loque cuento, pues lo que yo sentía real existenciatuvo dentro de mí. Me faltaba decirte que reco-nocí la horrible metamorfosis de mi espíritu,pues no puedo darle otro nombre, y me decía:«No, yo no soy yo. Dios mío, ¿por qué has con-sentido que yo sea otro?». Efectivamente, yo noera yo. ¡Qué horrorosas lobregueces rodeabanlos ojos de mi espíritu así como los de mi cuer-po!... Aquellos condenados muchachos estabancomiendo, Andrés; llevaban a la boca unos pe-dazos de pan, y delante de mí, tenían la audaciade ofrecer una parte a su hermana. ¡Cómo quie-res tú que esto viera impasiblemente quien de-ntro tenía difundidos por su sangre y haciendocabriolas en las sutiles cuerdas de sus nervioslos millares de demonios que yo llevaba con-migo! ¡Al ver cómo mordían con sus insolentes

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dientecillos; al verles tragar con tanta desver-güenza, duplicose en mí el furor contra ellos yles increpé, diciéndoles no estar dispuesto aconsentir que nadie viviese delante de mí!Andrés amigo, Andrés de mi corazón; yo toméun cuchillo y lo esgrimía, como quien intentamatar moscas a estocadas; corría hacia ellos,corría hacia Siseta y la señora Sumta; pero enmi salvaje insensatez no me faltaba un pensa-miento humano que me detuviese en los arran-ques brutales de aquel desbordado apetito dematar. Los chicos, que de improviso salieron,regresaron con otros de su edad, y sus chillidosy provocativas risas me enardecieron más.Desde entonces mis ojos nublados no vieronmás que sangrientos objetos; entrome un deli-rio salvaje, durante el cual sentía detestablecomplacencia en herir acaso en el vacío, des-cargando golpes a todos lados contra cuerposque me rodeaban y azuzaban sin cesar. Creoque después de dar vueltas por la casa, salí a lacalle, y mi brazo vengativo iba destruyendo en

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imaginarios cuerpos a toda la familia humana.Hablaba mil inconexos desatinos; contemplabacon gozo a los que creía mis víctimas; buscabala soledad, insultando a cuantos se me ofrecíanal paso; pero la soledad no llegaba nunca, puesde cada víctima surgían nuevos cuerpos vivosque me disputaban el aire respirable, la luz ycuantos tesoros de vida hermosean y enrique-cen el vasto mundo... No sé qué habría sido demí si unos frailes no me hubieran sujetado en lacalle de Ciudadanos, llevándome a cuestas lar-go trecho. ¡Ay, amigo mío! En mi cerebro, queera una masa de bullidoras burbujas, cual sihirviera puesto al fuego, retumbaron estas pa-labras: «Es lástima que el Sr. Nomdedeu sehaya vuelto loco». Y al recoger esta idea, mialma pareció disponerse a recobrar su perdidoasiento. Luego los frailes dijeron: «Démosle unpoco de estas lonjas de cuero de sillón quehemos cocido, a ver si se repone...». Les pre-gunté por mi hija, y respondiéronme que notenían noticia de las hijas de nadie. Encontreme

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con un poco de fuerza regular, no exaltada yanómala como la que me había impulsado atantos disparates, y quise marchar a mi casa...Caí al suelo... perdí el cuchillo... una monja meofreció su brazo y llegué a mi casa. Ni Siseta, nisus hermanos, ni Josefina, ni la señora Sumtaestaban ya allí. Las monjas me dieron un pocode corcho frito que no pude comer, y les pre-gunté por mi hija. Todo lo que había pasado seme presentó como los recuerdos de un sueño,pero aunque adquirí el convencimiento de nohaber extinguido todo el linaje de los nacidos,no estaba seguro de la invulnerabilidad de misciegos golpes. «Yo he matado algo», me dijepara mí; y esta idea me causaba hondísima pe-na. Me reconocía como yo mismo exclamando:«Pablo Nomdedeu, ¿fuiste tú quien tal hizo?».

-Basta ya, amigo mío -dije interrumpiéndole,al advertir que los recuerdos de sus locurasempeoraban al buen doctor-. Más adelante noscontará usted tan curiosas novedades. Ahora

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procure descabezar un sueño, entre tanto que laseñora Sumta adereza las chuletas consabidas.

-Calla, Andrés, y no quieras gobernar en mí-repuso-. Yo dormiré cuando lo tenga por con-veniente. Déjame concluir, que ya no falta mu-cho. Los enfermeros del hospital fueron los queme proporcionaron algún alimento que se pod-ía comer, con lo cual me encontré relativamentebien, y pude salir en busca de mi hija. Ya sabescómo la encontré al fin, y lo que le aconteció.Por mi parte, hijo, yo mismo, después de lahorrorosa crisis que había pasado, me espanta-ba de verme asistiendo enfermos que sin dudalo estaban menos que yo, y heridos que no ten-ían llagas tan terribles en su cuerpo como laque yo tenía en mi alma. ¡Ay, Andrés! Nomde-deu estaba herido de muerte. Las penas sufri-das con tanta paciencia desde mayo me hanlabrado este profundo mal que ahora siento yque me llevará dentro de poco al seno de Dios.Me admiro de haber resistido tanto, y digo que

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tuve fuerza de cien hombres. No, uno solo esincapaz de tanto. D. Mariano Álvarez tenía pa-ra resistir el estímulo de la gloria y del agrade-cimiento patrio; yo no he tenido ante mí sinoespectáculos lastimosos y un porvenir oscuro.El esfuerzo ha sido grande; la tensión inmensa;por eso la cuerda se ha roto, y me voy, me voy,hija mía, Andrés, señora Sumta y demás pre-sentes. Bastante he hecho. El que crea haberhecho más, que levante el dedo.

Josefina y la señora Sumta lloraban, y yocuando el enfermo calló, procuraba consolarlecon tiernas palabras. Poco más tarde fueron averle Siseta y sus hermanos, con cuya visitapareció muy complacido el enfermo, y a todosprodigó cariños y congratulaciones, obse-quiándoles con una excelente comida. Despuésse durmió, y al caer de la noche, hora en quepor encargo suyo, volvió el escribano, acompa-ñado de tres personas de la intimidad de D.Pablo; este nos llamó a todos diciendo que iba a

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dictar su testamento, el cual hizo en regla,nombrando por heredera de casi todos sus bie-nes a su hija Josefina, con una cláusula, sobre lacual debo llamar a ustedes la atención, para queconozcan la generosidad de aquel ejemplarsujeto. Además de que el doctor dejaba a Sisetay a sus hermanos los veinticuatro alcornoquesque tenía en la parte de Olot, dispuso que encaso de morir sin sucesión la señorita Josefina,pasase el total de los bienes a Siseta y a sushermanos, recomendando a aquella y a estaque viviesen juntos para perpetuar la amistad ybuenos servicios de que la infeliz enferma habíasido objeto por parte de los míos durante elsitio. La fortuna del doctor era harto exigua,pues la finca de Castellà, devastada por losfranceses, valía bien poco, y lo demás consistíaen diversos grupos de alcornoques disemina-dos por la comarca ampurdanesa y en sitios alos cuales los herederos no se aventurarían aemprender viaje por saber el corcho de queeran dueños. También a mí y a la señora Sumta

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nos dejó varias mandas, aunque la mía más erahonorífica que de provecho, por consistir en elDiario de las peripecias del sitio, redactado depuño y letra por el mismo doctor. El ama degobierno pescó todos los muebles y ropas quede la casa pudieron salvarse.

Luego que el testamento fue hecho, adminis-traron al enfermo el Santo Viático, y cumplidaesta ceremonia, quedose Nomdedeu muy post-rado, hablando poco y con dificultad, mirándo-nos a ratos con estúpido asombro y cerrandodespués los ojos para entregarse a un inquietosueño. Exceptuando Manalet, que se durmió enel suelo, todos velamos, dispuestos a asistirlecon la mayor solicitud y esmero; pero el infelizD. Pablo no necesitó largo tiempo de nuestraasistencia. Cerca de la madrugada, abrió losojos, llamó a su hija, y abrazándola tiernamentele habló así:

-¿Te quedas tú, hija mía? ¿Te quedas aquícuando yo me voy? ¿De modo que no te veré

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más? Entonces toda la eternidad será infiernopara mí... Josefina, ven, sígueme, ponte el man-to que nos vamos. Mi hija no se apartará de míni un solo momento... Después de pasar juntoslas grandes penas, ¿hemos de separarnos cuan-do todo ha concluido? No, Josefina. Vámonosjuntos o nos quedaremos aquí en Castellà. Pa-seemos por nuestra huerta viendo cómo vansaliendo los pepinos, y no nos cuidemos de loque pasa en Gerona. Mira qué tomates, hija, yobserva cómo van tomando color esos pimien-tos... ¿Ves? Por ahí viene la señora Pintada pa-voneándose con sus diez y ocho pollos: entreellos hay seis patitos, que son los más guapos,los más salados y los más monos de todos. Lle-gan al estanque, y sin que la madre pueda im-pedirlo con cacareadas amonestaciones... ¡zas!,al agua todos. Mira cómo se asusta la señoraPintada y los llama. Pero ellos... sí, que si quie-res... Hija mía, los perales no pueden con másperas: algunas están maduras. ¿Pues y los me-locotones? Me parece que la cabra ha mordido

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en las matas de estas remolachas... ¡pero quia!¡si es Dioscórides, el burro de nostramo Man-sió! Míralo, allí está haciendo de las suyas. ¡Eh,fuera! Le llamo Dioscórides por lo grave y se-sudo. El gran sabio de la antigüedad me per-done... ¿Has visto las palomas, Josefina? Vea-mos si anoche se han comido también las ratasalgunos huevos de los que aquellas están sa-cando... ¡Eh, nostramo Mansió, que Dioscóridesse come la huerta! Amárrelo usted... El pobrehortelano no me oye... ¡Qué ha de oír si estálimpiándole las babas a su nieta? Ven acá, Pau-leta, toma la mano de Josefina, y vamos a orde-ñar la vaca. ¡Qué hermoso está el ternerillo! Noacercarse mucho, que el otro día dio una cor-nada a nostramo... A ver, Josefina, trae el cánta-ro. Mansió dice que yo no sé hacer esta manio-bra, y yo le desafío a él y a todos los nostramosde la comarca a que hagan mejor que yo estaoperación del ordeñar. No temas, Esmeralda,no te hago daño, pisch, pisch... Esta atmósferadel establo te sienta muy bien, hija, y a mí me

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agrada en extremo... Ya viene tranquila, dulce,grave, amorosa y callada la incomparable no-che, en cuyo seno tan bien reposa mi alma.¿Oyes las ranas, que empiezan a saludarse di-ciéndose: ¿Cómo estáis? Bien, ¿y vos? ¿Oyes losgrillos disputando esta noche sobre el mismotema de anoche? ¿Oyes el misterioso disílabodel cuco, que parece la imagen musical másperfecta de la serenidad del espíritu? Ya vienenlos labradores del trabajo. ¡Con qué gusto alar-gan los bueyes su hocico adivinando la proxi-midad del establo! Oye los cantos de esos ga-ñanes y de esos chicos, que vuelven hambrien-tos a la cabaña. Ahí los tienes. Mira cómo rode-an a la abuela, que ya ha puesto el puchero a lalumbre. El humo de los techos formando esbel-tas columnas sobre el cielo azul, discurre luegoy vaporosamente se extiende a impulsos delsuave viento que viene de la montaña a jugaren las copas de estos verdes olmos, de estasoscuras encinas, de estos lánguidos sauces, deestos flacos chopos, cuyas charoladas hojas bri-

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llan con las últimas luces de la tarde... La oscu-ridad avanza poco a poco, y el cielo profundoofrece sobre nuestras cabezas un tranquilo maral revés, por cuyo diáfano cristal en vano tra-tamos de lanzar la vista para distinguir el fon-do. ¡Oh!, quedémonos aquí, hija mía, y no nosseparemos ni salgamos más de este lugar deli-cioso. Todo está tranquilo: los cencerros de lasovejas suenan con grave música a lo lejos; elcuco, el grillo y la rana no han acabado aún deponer en claro la cuestión que les tiene tan de-clamadores. El viento cesa también, cierra losojos, extiende los brazos y se duerme. Ya nohumean los techos; Esmeralda se echa sobre lafresca yerba, y su hijo, abrigándose junto a ella,hociquea buscando en el seno materno lo quenosotros hemos dejado. Nostramo Mansióduerme también, y Dioscórides, escondiendo elojo brillante bajo la negra ceja, sumerge el cere-bro en profundo sopor. Las palomas han deja-do de arrullarse, los conejos se esconden en susguaridas, meten los pájaros bajo el ala la inteli-

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gente cabeza, y la señora Pintada se retira pau-sadamente al corral con sus diez y ocho hijos,incluso los patos, que van dejando en el suelo lahuella de sus palmas mojadas. El mundo repo-sa, hija; reposemos nosotros también. El cieloestá oscuro. Todo está oscuro, y no se ve nada.Mi espíritu y el tuyo anhelaban ha tiempo estaprofunda tranquilidad por nadie ni por nadaturbada. Reposemos; no hay sol ni luna en elcielo, y sólo el lucero nos envía una luz queviene recta hasta nosotros como un hilo de pla-ta. Míralo, Josefina, y descansa tu frente en mihombro. Yo reposaré mi cabeza sobre la tuya, yasí nos dormiremos apoyados el uno en el otro.Todo ha callado y no se ve más que el lucero...¿lo ves?

Después de esto, nada más dijo en estemundo el Sr. Nomdedeu.

Algún tiempo después de expirar, nos costógran trabajo desasir de los brazos helados deldoctor a su desconsolada hija, cuyo estado era

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tan lastimoso que daba ocasión a augurar unasegunda catástrofe.

-XXIV-Adiós, señores; me voy a Francia, me llevan.

Los sucesos que he referido habíanme hechoolvidar que era prisionero de guerra, como losdemás defensores de la plaza, y era forzosopartir. Solamente en razón de mi enfermedadme fue permitido, como a otros muchos, elpermanecer allí desde el 10 hasta el 21, de mo-do que con el mal acababa la dulce libertad.

Adiós, señores; me voy, adiós, pues tantaprisa me daba aquella canalla, que no digo paradespedirme de mis caros oyentes, pero ni aunpara abrazar a Siseta y sus hermanos me alcan-zaba el breve tiempo de que disponía. Notifica-da la marcha, nos señalaron hora, nos recogie-ron y haciéndonos formar en fila, camina que

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caminarás a Francia. Los castigos impuestospor contravenir el programa de circunspecciónque nos habían recomendado, eran: la pena demuerte para el conato de fuga, cincuenta palospor hablar mal de José Botellas, cantar el dígas-me tú Girona, o nombrar a D. Mariano Álvarez.-Adiós, Siseta, adiós, Badoret y Manalet, caraesposa y hermanitos míos. Cuidado con lo queos he advertido. El prisionero os escribirá desdeFrancia, si antes no logra burlar la vigilancia desus crueles carceleros. Adiós. No os mováis deaquí, mientras yo no os lo mande, ni penséispor ahora en tomar posesión de vuestros alcor-noques, que eso y mucho más se hará más ade-lante. Acompañad a la desgraciada hija delgran D. Pablo, y alegrad sus tristes horas.Adiós, dad otro abrazo a Andrés Marijuán, aquien llevan preso a Francia por haber defen-dido la patria. Tengo confianza en Dios, y elcorazón me dice que no he de dejar los huesosen la tierra de los cerdos. Ánimo: no lloréis, queel que ha escapado de las balas, también esca-

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pará de las prisiones; y sobre todo no es de per-sonas valerosas el lagrimear tanto por un viajede pocos días. Salud es lo que importa, quelibertad... ella sola se viene por sus pasos con-tados, sin que nadie lo pueda impedir. Adiós,adiós.

Así les hablaba yo al despedirme, y por cier-to que carecía completamente del ánimo y ente-reza que a los demás recomendaba, faltándomepoco para dar al traste con mi seriedad; peroconvenía en aquella ocasión echármela dehombre de bronce. Mi gravedad era ficticia yno hay heroísmo más difícil que aquel que yointentaba al despedirme de Siseta y sus herma-nos. La verdad es que tenía el corazón oprimi-do] como si mano gigantesca me lo estrujarapara sacarle todo su jugo.

Siseta se quedó en la calle de la Neu, ago-biada por su profunda aflicción. Badoret y Ma-nalet me acompañaron hasta más allá de Pe-dret, y no fueron más adelante porque se lo

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prohibí, temiendo que con la oscuridad de lanoche se extraviaran al regresar. Salimos, pues,en la noche del 21. Delante iba rodeado de gen-darmes a caballo el coche en que llevaban a D.Mariano Álvarez: seguían los oficiales, entre loscuales estaba mi amo, y dos o tres asistentescompletábamos el primer grupo de la comitiva.Más atrás marchaba toda la clase de tropa, sol-dados convalecientes de heridas o de epidemiaen su mayor parte. La procesión no podía sermás lúgubre, y el coche del gobernador rodabadespaciosamente. No se oía más que lenguafrancesa, que hablaban en voz alta y alegrenuestros carceleros. Los españoles íbamos mu-dos y tristes.

Hicimos alto en Sarrià, donde se nos agrega-ron los frailes que habían salido antes que no-sotros con el mismo destino, y con sus paterni-dades a la cabeza nada faltó para que la comiti-va pareciese un jubileo. Daba lástima verlos,porque si entre ellos había jóvenes robustos y

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recios que resistían el rigor de la penosa jorna-da, no faltaban ancianos encorvados y débilesque apenas podían dar un paso. La gendar-mería los arreaba sin piedad, y lo más que seles concedió fue que alguno de nosotros lesofreciera apoyo llevándolos del brazo. El padreRull sofocaba su impetuosa cólera, y marchan-do delante de todos con resuelto paso, revolvíasin duda en su mente proyectos de venganza.Los legos, que cargaban repletas alforjas, re-partían graciosamente en cada descanso racio-nes de pan, queso, frutas secas y algún vino, delo cual algo se rodaba siempre hacia la parteseglar de la caravana, aunque no mucho. Algu-nos gendarmes franceses, más humanos quesus jefes, también nos ofrecían no poca parte desus víveres.

De este modo llegamos a Figueras a las tresde la tarde del 22, y sin permitirle descansoalguno, fue el gobernador enviado al castillo deSan Fernando. Frailes y soldados quedaron en

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el pueblo, y solamente subimos con aquel losdel servicio del propio general o de sus ayu-dantes. Marchamos todos tras el coche, y alllegar dentro de la fortaleza, la debilidad de D.Mariano era tal, que tuvimos que sacarle enbrazos para trasportarle de la misma manera alpabellón que le habían destinado, el cual era undesnudo y destartalado cuartucho sin muebles.Entró el héroe con resignación en aquella pieza,y echose sin pronunciar queja alguna sobre lastablas, que a manera de cama le destinaron. Losque tal veíamos, estábamos indignados, nocomprendiendo tan baja e innoble crueldad enmilitares hechos ya de antiguo a tratar enemi-gos vencidos y rivales poderosos, pero callá-bamos por no irritar más a los verdugos, queparecían disputarse cuál trataba peor a lavíctima. Luego que se instaló, trajeron al en-fermo una repugnante comida, igual al ranchode los soldados de la guarnición; pero Álvarez,calenturiento, extenuado, moribundo, no quisoni aun probarla. De nada nos valió pedir para él

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alimentos de enfermo, pues nos contestaronbruscamente que allí no había nada mejor, yque si durante el cerco habíamos sido tan so-brios, comiésemos entonces lo que había.

Con la resignación y entereza propias de sugrande alma, resistió Álvarez estas miserias ybajas venganzas de sus carceleros; y sólo le vi-mos inmutado cuando el gobernador del casti-llo, que era un soldadote de mediana gradua-ción, brusco, fatuo y muy soplado, empezó adirigirle impertinentes preguntas. La insolenciade aquella canalla nos tenía ciegos de ira, puesno sólo el gobernador de la plaza, sino oficiale-jos de la última escala, se atrevían a hacer pre-guntas tontas e importunas a nuestro héroe,que ni siquiera les hacía el honor de mirarles.

Las preguntas eran no sólo contrarias a lacortesía, sino al espíritu militar, pues en todasellas se le pedía cuenta a nuestro jefe del grancrimen de haber defendido hasta la desespera-ción la ciudad que el gobierno de su patria le

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había confiado. No parecían militares los quecon insultos y burlas groseras mortificaban alhombre de más temple que en todo tiempo sepusiera delante de sus armas. Álvarez, siemprecaballero aun en presencia de gente de tal ralea,les respondió sencillamente: -Si ustedes son hom-bres de honor, hubieran hecho lo mismo en mi lugar-. Tan sublime concepto no lo comprendían lamayor parte, y solamente algunos oficiales dis-tinguidos, penetrándose del indigno papel queestaban haciendo, se apresuraron después de larespuesta del general, a poner fin al denigranteinterrogatorio.

Mi amo enviome al instante al pueblo enbusca de carne para aderezar la comida delenfermo, y gracias a mi prontitud y diligencia,pronto pudimos servirle una comida mediana.Delante de los franceses, que nos negaban todoauxilio, Satué puso el puchero, soplaba el fuegootro oficial español, y convertidos todos en co-cineros, nos disputábamos chicos y grandes el

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honor de asistir al enfermo. Pasó bien la noche;pero serían las dos de la madrugada, cuandocon estrépito llamaron a la puerta del pabellón,diciéndonos que nos dispusiéramos a seguir elviaje a Francia. Álvarez, que dormía profun-damente, despertó al ruido, y enterado de lacontinuación de la jornada, dijo sencillamente: -Vamos allá-. Quiso incorporarse sobre las ta-blas en que con nuestros capotes le habíamosarreglado un mal lecho, y no pudo... ¡Tan ago-tadas estaban sus fuerzas!... Pero en brazos lellevamos nosotros al coche, y con un frío espan-toso, azotados por la lluvia de hielo y pisandola nieve que cubría el camino, emprendimos elde la Junquera. Una precaución ridícula habíanañadido los franceses a las que antes tomaranpara custodiarnos. Esto hace reír, señores.Además de la fuerte escolta de caballos, saca-ron también de Figueras dos piezas de artiller-ía, que iban detrás de nosotros, amenazándo-nos constantemente. Es que su recelo de quenos escapásemos era vivísimo, y con ninguna

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de las cautelas ordinarias creían segura la per-sona de D. Mariano Álvarez, inválido y casimoribundo. Éramos muy pocos en aquella se-gunda jornada, porque los frailes y la tropaquedáronse en Figueras hasta el amanecer. Ig-noro si para tener a raya las fogosidades delpadre Rull, se pertrecharon también con un parde baterías de campaña y algunos regimientosde línea.

En la Junquera nos detuvimos muy pocotiempo; siguiendo luego por Francia adelante,llegamos a Perpiñán a las siete de la noche delmismo día 23, y después de detenemos en casadel gobernador, nos llevaron al Castillet, forta-leza de ladrillo, de airosa vista, obra del rey D.Sancho, la cual habrán visto cuantos hayan es-tado en aquella ciudad. Sin más ceremonias,destinaron para habitación de Álvarez un tene-broso aposento a manera de calabozo, con máshumedades que muebles, y tan inmundo y su-cio, que el mismo D. Mariano, a pesar de su

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temple resignado y fuerte, no pudo contenersey exclamó con indignación: ¿Es este sitio propiopara vivienda de un general? ¿Y son ustedes los quese precian de guerreros? El alcaide, que era unbárbaro, alzó los hombros, pronunciando algu-nas palabrotas francesas, que me parecióquerían decir poco más o menos: «es precisotener paciencia». Luego, dirigiéndose a los de lacomitiva, aquel caritativo personaje nos dijoque estaba dispuesto a darnos de comer lo quequisiéramos, pagándolo previamente en buenamoneda española. La moneda española ha sidosiempre muy bien recibida en todo país dondeha habido manos. Dándole las gracias, pedí-mosle lo que nos pareció más necesario, yaguardamos la cena, aposentados todos en lainmunda pocilga. Nuestro primer cuidado fueimprovisar con los capotes una cama para elgobernador, cuya fatiga y debilidad iban siem-pre en aumento. El cancerbero volvió al pocorato con unos manjares tan mal guisados, queno se podían comer, lo cual no fue parte a im-

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pedir que nos los cobrase a peso de oro; pero selos pagamos con gusto, suplicándole, unos enmal francés y otros en castellano, que nos hicie-ra el favor de no honrarnos más con su intere-sante presencia.

Pero él o no entendió o quiso mostrarnos to-do el peso de su impertinencia, y a cada cuartode hora venía a visitarnos, poniéndonos antelos ojos, que en vano querían dormir, la luz deuna deslumbradora linterna. Esto mortificaba atodos; pero principalmente al enfermo, que porsu estado necesitaba reposo y sueño, y así se lodijimos al alcaide, añadiéndole que como nopensábamos fugarnos, podía eximirnos de susrepetidos reconocimientos. Él nos respondíacon amenazas soeces; quedábamos luego a os-curas, nos vencía el dulce sueño; pero no hab-íamos trasportado los umbrales de esta rica yapacible residencia del espíritu, cuando la luzde la linterna volvía a encandilar nuestros ojos,y el alcaide nos tocaba el cuerpo con su pata

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para cerciorarse por la vista y el tacto de queestábamos allí.

Satué, furioso y fuera de sí, me dijo en unode los pequeños intervalos en que estábamossolos: «Si ese bestia vuelve con la linterna, se laestrello en la cabeza». Pero D. Mariano, calmósu arrebato, condenando una imprudencia quepodía ser a todos funestísima. La noche fue portanto, y merced a las visitas del alcaide, penosay horrible. Por la mañana nos hizo el honor devisitarnos el comandante de la plaza, el cualhabló largamente con Álvarez, tratándole concierta benevolencia cortés que nos agradó; masluego hizo recaer la conversación sobre un su-ceso de que no teníamos noticia y allí dio rien-da suelta a las groserías y los insultos. Pareceque algunos oficiales de los trasladados a Fran-cia inmediatamente después de la rendición deGerona, se habían fugado, en lo cual obraroncuerdamente, si padecieron el martirio de lalinterna del señor alcaide. Al hablar de esto, el

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comandante les prodigó delante de nosotrosvocablos harto denigrantes, añadiendo: «Peropor fortuna, hemos pescado a once de losprófugos, y han sido arcabuceados hace dosdías. Buscamos a los demás».

Álvarez se sonrió y dijo: ¿Con que volaron,eh?... y en su rostro por un instante dibujoseligera expresión festiva. A pesar de que el co-mandante de Perpiñán no era hombre de mie-les, prometió a Álvarez dejarle descansar todoaquel día, poniendo freno a las importunidadesde la candileja, y nos dispusimos para dormir;pero ¡ay!, estábamos destinados a nuevos tor-mentos, entre los cuales el mayor era presenciarcómo padecía en silencio sin hallar alivio en susmales ni piedad en los hombres, el más fuerte ydigno de los españoles de aquel tiempo; está-bamos entre gente que hacía punto de honra elmudar las coronas del heroísmo en coronas demartirio sobre la frente del que no se abatió, nise dobló, ni se rompió jamás mientras tuvo un

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hálito de vida que sostuviera su grande espíri-tu.

Serían, pues, las diez de la mañana, cuandoel alcaide nos hizo ver su cara redonda, encen-dida y brutal, de rubios pelos adornada, y aun-que por la claridad del día venía sin linterna,demostronos desde sus primeras palabras queno venía a nada bueno. Díjonos aquel simpáticopedazo de la humanidad que nos dispusiéra-mos a salir todos, y como le indicáramos que elenfermo a causa de la horrorosa fiebre no podíamoverse, repuso que vendría quien le hiciesemover. D. Mariano nos dio el ejemplo de laresignación, incorporándose en su lecho, y pi-diendo su sombrero. Le levantamos en brazos;trató de andar por su propio pie, mas no sién-dole posible, le condujimos fuera del aposento,y bajamos todos en triste procesión, mudos yabrumados de pena. Fuera del castillo vimosdos filas de gendarmería indicándonos el cami-no hacia la muralla, y la curiosa multitud nos

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contemplaba con lástima. Aquel espectáculo nopodía ser más triste, y con el alma oprimida yllena de angustia dije para mí: «Nos van a fusi-lar».

-XXV-¡Oh, qué trance tan amargo, y qué horrenda

hora! Eso de que a sangre fría le quiten a uno lapreciosa existencia, lejos de la patria, ausentede las personas queridas, sin ojos que le lloren,en soledad espantosa y entre gente que no veen ello más que la víctima inmolada a los inter-eses militares, es de lo más abrumador quepuede ofrecerse a la contemplación del espírituhumano. Yo miraba aquel cielo, y no era comoel cielo de España; yo miraba a aquella gente,oía su lengua extraña modulando en conjuntovoces incomprensibles, y no era aquella gentetampoco como la gente de España. Sobre todo,Siseta no estaba allí, y el vacío formado por su

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ausencia no lo habrían frenado cien vidas otor-gadas en cambio de la que me iban a quitar. Meocurrió protestar contra aquella barbarie, gri-tando y defendiéndome contra miles de hom-bres; pero la realidad de mi impotencia meaplastaba con formidable pesadumbre. Dejé dever lo que tenía ante los ojos, y muy intensacongoja me hizo llorar como una mujer. Mos-traban entereza mis compañeros; pero ellos nohabían dejado en Gerona ninguna Siseta.

Al llegar a la muralla vimos formados en filaa los frailes y soldados que nos habían seguido.Algunos legos y ancianos lloraban; pero el pa-dre Rull despedía llamas por sus negros y va-roniles ojos. En tan supremo trance, el frailepatriota, rabiando de enojo contra sus verdu-gos, había olvidado la principal página delEvangelio. Nos pusieron también a nosotros enfila, y la persona de Álvarez fue confundidaentre los demás sin consideración a su jerar-quía. Estuvimos parados largo rato, ignorando

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qué harían de nosotros, en terrible agonía, has-ta que apareció un oficialejo barrigudo, que conun papelito en la mano nos iba nombrando unopor uno. Tanto aparato, la cruel exhibición anteel populacho, el despliegue de tan colosalesfuerzas contra unos pobres enfermos muertosde hambre, de cansancio y de sueño, no teníamás objeto que pasar lista. ¡Ay! Cuando adquiríla certidumbre de que no nos fusilaban, losfranceses me parecieron la gente más amable,más caritativa y más humana del mundo.

Volvimos al castillo, donde hallamos unagran novedad. El aposento donde pasamos lanoche, se había considerado como un gran lujode comodidades para estos pícaros insurgentes ybandidos, que tan heroicamente defendieron laplaza de Gerona, y nos destinaron a una lóbre-ga mazmorra sin aire, empedrada de agudísi-mos guijarros, entre cuyos huecos se remansa-ban fétidas aguas. Doble puerta con cerrojosfuertísimos la cerraba, y un mezquino agujero

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abierto en el ancho muro dejaba entrar sólo almedio día un rayo de luz, insuficiente para quenos reconociésemos las caras. Protestamos; elmismo Álvarez reprendió ásperamente al al-caide; pero este ni aun siquiera tuvo la digna-ción de contestarnos otra cosa más que la ofertade servirnos una buena comida, si se la pagá-bamos bien. El ilustre enfermo se empeoraba dehora en hora, y desde aquel día comprendimosque se nos iba a morir en los brazos, si no seinstalaba en lugar más higiénico. Haciendo unesfuerzo el mismo Álvarez, escribió una carta algeneral Augereau, notificándole los malos tra-tamientos de que era objeto; pero no tuvo con-testación. Y seguía lo de la linterna por la no-che, en cuya obra caritativa se esmeraba elmaldito francés regordete y rubio, amén derobarnos con la perversa cena que nos ponía. Siel gobernador necesitaba alguna medicina, nohabía fuerzas humanas que la hiciesen traer,por temor de que se envenenara, y registrán-donos escrupulosamente, fuimos despojados de

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todo instrumento cortante para evitar quetratásemos de poner fin a aquella deliciosa vidacon que éramos regalados.

En aquella inmunda pocilga estuvimos hastaque concluyó Diciembre y el funestísimo año 9,enfermos todos, y más que enfermo, moribun-do el gran Álvarez, que al resistir tan grandespadecimientos mostró tener el cuerpo tan enér-gico y vigoroso como el alma. Durante las lar-gas y tristes horas departía con nosotros sobrela guerra, contábanos su gloriosa historia mili-tar y nos infundía esperanza y bríos, auguran-do con elevado discernimiento el glorioso finde la lucha con los franceses y el triunfo de lacausa nacional. Su extraordinario espíritu, su-perior a cuanto le rodeaba, sabía abarcar losacontecimientos con segura perspicacia, yoyéndole, oíamos la voz poderosa de la patriaque llegaba al calabozo excavado en extranjerosuelo.

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Al fin nuestro doloroso encierro en aquellamazmorra donde nos consumíamos viendoextinguirse la noble vida del defensor de Gero-na, tuvo fin una noche en que el alcaide entró adecirnos que nos vistiéramos a toda prisa por-que nos iban a internar en Francia. Esta noticia,a pesar de alejarnos de España nos produjoinmensa alegría porque ponía fin al encierro, yno aguardamos a que la repitiese el panzudohombre de la linterna, demostrándole de diver-sos modos el gran gusto que sentíamos porperderle de vista lo mismo que a su aparato.Nos sacaron de Perpiñán con numerosa escolta,y iban los frailes con nosotros. El jefe de la gen-darmería dio orden de fusilar a todo señor frai-le que tratase de huir, y nos pusimos en mar-cha.

Pero en este viaje la Providencia nos deparóun hombre generoso y caritativo que a escon-didas de los franceses, sus compatriotas, pro-digó al ilustre enfermo solícitos cuidados. Era el

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mismo cochero que le conducía, el cual, condo-lido de sus males e ignorando que fuese unhéroe, mostró sus cristianos sentimientos dediversos modos. Agradecidos a su bondad qui-simos recompensarle; pero no consintió en ad-mitir nada, y como los gendarmes le mandaranque avivase el paso de las caballerías para mar-char más a prisa, él, sabiendo cuánto daño hac-ía al paciente la celeridad de la carrera, fingióenfermedades en el escuálido ganado y desper-fectos en el viejo coche para justificar el tardopaso con que andaba. Todos los de a pie, queéramos los más, le agradecimos en el alma lapereza de su vehículo.

Después de descansar un poco en Salces,hicimos noche en Sitjans, y nunca a tal puntollegáramos, porque haciendo bajar de su cocheal general, le aposentaron con los demás de suséquito en una caballeriza llena de estiércol, ydonde no había cama ni sillas, ni nada que separeciese a un mueble, siquiera fuese el más

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mezquino y pobre. Agotada la paciencia antetanta infamia, y viendo cuán poco adecuado eraaquel inmundo sitio para quien por su categor-ía y además por su lastimoso estado tenía dere-cho a todas las consideraciones, no pudimoscontener la explosión de nuestro enojo, y condurísimas palabras increpamos al jefe de lagendarmería. Este, después de amenazarnos,pareció aplacarse, comprendiendo sin duda lajusticia de nuestra reclamación, y al fin despuésde vacilar, vino a decir en suma que el aloja-miento no era cuenta suya. Por fin el cochero,con orden o por simple tolerancia del jefe de lafuerza, introdujo en la cuadra una cama en quedescansó algunas horas el desgraciado enfer-mo, cuya prodigiosa resistencia parecía tocar yaal último límite.

A la mañana siguiente cuando nos íbamos aponer de nuevo en marcha, aparecieron unosguardias a caballo que traían una orden para eljefe que nos conducía. Abriendo el pliego en

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nuestra presencia, nos dio a conocer su conte-nido, el cual no era otra cosa sino que monsieurÁlvarez debía volver a España. Esto nos alegrósobre manera, por la esperanza de ver pronto lapatria querida, y hasta sospechamos, si, apia-dados de nuestra desgracia, se dispondríanaquellos caballeros a dejarnos en libertad luegoque traspasásemos la frontera. Los frailes, lagente de tropa que no pertenecía a la comitivadel enfermo, creyéronse también destinados apisar pronto el suelo español, y mostráronsemuy alegres; pero los gendarmes al punto lessacaron de su risueño error, mandándoles se-guir adelante, por Francia adentro. Nos despe-dimos de ellos tiernamente recogiendo encar-gos, recados, cartas y amorosas memorias defamilia, y volvimos la cara al Pirineo. D. Maria-no al saber que se variaba de rumbo, dijo: «Co-mo no me vuelvan al Castillet de Perpiñán, llévenmea donde quieran».

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Excuso enumerar los miserables aposenta-mientos, los crueles tratos que se sucedierondesde Sitjans a la frontera española, ni sé cómopor tanto tiempo y a tan repetidos golpes resis-tió la naturaleza del hombre contra quien sedesplegaba tan gran lujo de maldad. Por últi-mo, señores, concluiré refiriendo a ustedes laúltima escena de aquel terrible via crucis, la cualocurrió en la misma frontera, y un poco másallá de Pertús. Es el caso que cuando con el ma-yor gozo habíamos pisado la tierra de España,se presentaron unos guardias a caballo connuevas órdenes para los gendarmes. El jefemostrose muy contrariado, y habiéndose tra-bado ligera reyerta entre este y uno de los por-tadores del oficio, oímos esta frase, que aunquedicha en francés, fácilmente podía ser com-prendida: «Monsieur Álvarez debe volver, perolos edecanes y asistentes no».

Al punto comprendimos que se nos queríaseparar de nuestro idolatrado general, deján-

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donos a todos en Francia, mientras a él se lellevaba otra vez solo, enteramente solo, al casti-llo de Figueras. Esto causó una verdadera deso-lación en la pequeña comitiva. Satué, cerrandolos puños y vociferando como un insensato,dijo que antes se dejaría hacer pedazos queabandonar a su general; otros, creyendo malcamino para convencer a nuestros conductoresel de la amenaza y la cólera, suplicamos al jefede los gendarmes que nos dejase seguir. Elmismo enfermo indicó que si se le separaba desus fieles compañeros de desgracia, la residen-cia en España le sería tan insoportable al me-nos, como la prisión en el Castillet. Suplicamostodos en diverso estilo que nos dejasen asistir yconsolar a nuestro querido gobernador, peroesto fue inútil. Como complemento de los milmartirios que con refinado ingenio habían apli-cado al héroe, quisieron someter su grande al-ma a la última prueba. Ni su enfermedad pe-nosísima, ni sus años, ni la presunción de sumuerte que se creía próxima y segura, les mo-

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vieron a lástima; tanta era la rabia contra aquelque había detenido durante siete meses frente auna ciudad indefensa a más de cuarenta milhombres, mandados por los primeros generalesde la época; que no había sentido ni asomo deabatimiento ante una expugnación horrorosaen que jugaron once mil novecientas bombas,siete mil ochocientas granadas, ochenta milbalas, y asaltos de cuyo empuje se puede juzgarconsiderando que los franceses perdieron entodos ellos veinte mil hombres.

Cansados de inútiles ruegos, pedimos al finque se permitiera ir acompañando y sirviendoal general a uno de nosotros, para que al menosno careciese aquel de la asistencia que su esta-do exigía; pero ni esto se nos concedió. La agriadisputa inspiró al mismo Álvarez las palabrassiguientes: «Todas estas son estratagemas de que sevalen los franceses para mortificar a aquel a quienno han podido hacer bajar la espalda».

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Bruscamente nos quisieron apartar del cocheen que iba; pero atropellando a los que nos loimpedían, nos abalanzamos sobre él, y unospor un costado otros por el opuesto, le besamoslas manos regándolas con nuestras lágrimas.Satué se metió violentamente dentro del coche,y los gendarmes lo sacaron a viva fuerza, ame-nazándole con fusilarle allí mismo, si no se re-portaba en las manifestaciones de su dolor. Elgeneral, despidiéndonos con ánimo sereno, nosdijo que renunciásemos a una inútil resistencia,conformándonos con nuestra suerte; añadióque él confiaba en el próximo triunfo de la cau-sa nacional, y que aun sintiéndose próximo amorir, su alma se regocijaba con aquella idea.Recomendonos la prudencia, la conformidad, laresignación, y él mismo dio a sus conductoresla orden de partir para poner pronto fin a unaescena que desgarraba su corazón lo mismoque el nuestro. El cupé partió a escape y nosquedamos en Francia, sujetados por los gen-darmes, que nos ponían sus fusiles en el pecho

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para impedir las demostraciones de nuestra ira.Seguimos con los ojos llenos de lágrimas dedesesperación el coche que se perdía poco apoco entre la bruma, y cuando dejamos de ver-le, Satué bramando de ira, exclamó: «Se lo lle-varon esos perros; se lo llevan para matarle sinque nadie lo vea».

-XXVI-No puedo pintar a ustedes nuestra profunda

consternación al vernos esclavos de Francia, yconsiderando la situación del desgraciadoÁlvarez, solo, en poder de sus verdugos. Nues-tra propia suerte de prisioneros nos causabamenos pesar que la de aquel heroico veterano,condenado por su valor sublime a ser juguetede una cruel soldadesca, a quien lo entregaronpara que se divirtiese martirizándole.

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Encerráronnos en Pertús en una inmundacuadra, donde con centinelas de vista nos tu-vieron hasta el día siguiente, en cuya alborada,cuando nos llevaban fuera del pueblo, verifi-camos un acto honroso, con el cual quiero po-ner fin a mi narración. Allí, sobre unas peñasdesde las cuales se divisaban a lo lejos los ce-rros y vertientes de España, nos dimos las ma-nos y juramos todos morir antes que resignar-nos a soportar la odiosa esclavitud que la cana-lla quería imponernos. Desde aquel instanteprincipiamos a concertar un hábil plan parafugarnos, cual tantos otros, que llevados aFrancia, habían sabido volver por peligrososcaminos y medios a la patria invadida.

Amigos míos: por no cansar a ustedes conprolijidades que sólo a mí se refieren y a misparticulares cuitas, omito los pormenores denuestra residencia en Francia, y de los mediosque empleamos para regresar a España. Éramosseis, y sólo tres volvimos. Los demás, cogidos

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in fraganti, fueron fusilados, dos en Maurellas yuno en Boulou. ¿Alguno de los que me oyen nose ha visto en igual caso? ¡Cuántos de los queestamos aquí desataron sus manos de las cuer-das que los franceses han llevado a Franciadespués de la toma de Zaragoza o de Madrid!Con la relación de los padecimientos que sufríen la frontera, de las diabluras y estratagemasque puse en juego para escaparme, y de las milcosas que me sucedieron desde que pasé lafrontera por Puigcerdà hasta unirme en el cen-tro de España a esta división de Lacy en queahora estoy, emplearía otras dos noches largas,pues todo el sitio de Gerona y las extravagan-cias de D. Pablo Nomdedeu no exigen mástiempo y espacio que los peligros, trapisondas,trabajos y terribles trances en que me he visto.Concluyo, pues, no sin dirigir una ojeada haciaatrás, como parecen exigírmelo mis caros oyen-tes, deseosos de saber qué fue de Siseta, asícomo de sus hermanitos Badoret y Manalet.

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No estaría mi ánimo tranquilo si en tan largoplazo hubiese vivido sin saber de personas tancaras para mí. Antes de abandonar a Cataluñacon intención de unirme al ejército del Centro,hallé medios para hacer llegar a Gerona noti-cias mías, y Dios me deparó el consuelo de quetambién vinieran a mí verdaderas y frescas. Lostres hermanos siguen allí sanos y buenos encompañía de la señorita Josefina, que en ellosve toda su familia, y el único consuelo de sustristes días. La hija del doctor no ha recobradopor completo la salud, ni desgraciadamente larecobrará, según me dicen. Ha tenido inclina-ción a entrar en un convento; mas Siseta procu-ra arrancarla sus melancolías y la induce a queaspire al matrimonio, en la seguridad de encon-trar buen esposo. No demuestra, sin embargo,Josefina disposición a seguir este consejo, ygusta de embeber su vida en contemplacionesde la Naturaleza y de la religión, que son sinduda el alimento más apropiado a su pobreespíritu huérfano y solitario.

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Siseta y sus hermanos aguardan a que yo meretire del ejército para marchar a la Almunia,donde tengo mis tierras, consistentes en dosdocenas de cepas y un número no menor defrondosos olivos, y por mi parte pido a Diosque nos libre al fin de franceses, para podersoltar el grave peso de las armas y tornar a mipueblo, donde no pienso hacer al tiempo de millegada otra cosa de provecho más que casar-me.

Con lo que Siseta ha heredado, y lo que yoposeo, tenemos lo suficiente para pasar conhumilde bienestar y felicidad inalterable la vi-da, pues no me mortifica el escozor de la ambi-ción, ni aspiro a altos empleos, a honores vanosni a la riqueza, madre de inquietudes y zozo-bras. Hoy peleo por la patria, no por amor a losengrandecimientos de la milicia, y de todos lospresentes soy quizás el único que no sueña conser general.

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Otros anhelan gobernar el mundo; sojuzgarpueblos y vivir entre el bullicio de los ejércitos;pero yo contento en la soledad silenciosa, noquiero más ejércitos que los hijos que espero hade darme Siseta.

Así acabó su relación Andresillo Marijuán.La he reproducido con toda fidelidad en suparte esencial, valiéndome como poderosoauxiliar del manuscrito de D. Pablo Nomdedeu,que aquel mi buen amigo me regaló más tardecuando asistí a su boda. Repito lo que dije alcomenzar el libro, y es que las modificacionesintroducidas en esta relación afectan sólo a lasuperficie de la misma, y la forma de expresiónes enteramente mía. Tal vez haya perdido mu-cho la leyenda de Andrés al perder la sencillezde su tosco estilo; pero yo tenía empeño en uni-formar todas las partes de esta historia de mivida, de modo que en su vasta longitud sehallase el trazo de una sola pluma.

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Cuando Marijuán calló, algunos de los pre-sentes dieron interpretaciones diversas al encie-rro de D. Mariano Álvarez en el castillo de Fi-gueras, y como ya desde antes de entrar enAndalucía habíamos sabido la misteriosa muer-te del insigne capitán, la figura más grande sinduda de las que ilustraron aquella guerra, cadacual explicó el suceso de distinto modo.

-Dícese que le envenenaron -afirmó uno- encuanto llegó al castillo.

-Yo creo que Álvarez fue ahorcado -opinóotro- pues el rostro cárdeno e hinchado, segúnaseguran los que vieron el cadáver de Su Exce-lencia, indica que murió por estrangulación.

-Pues a mí me han dicho -añadió un tercero-que lo arrojaron a la cisterna del castillo.

-Hay quien afirma que le mataron a palos.

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-Pues no murió sino de hambre, y pareceque desde su llegada fue encerrado en un cala-bozo, donde lo tuvieron tres días sin alimentoalguno.

-Y cuando le vieron bien muerto, y se asegu-raron de que no volvería hacer otra como la deGerona, expusiéronle en unas parihuelas a lavista del pueblo de Figueras, que subió en masaa contemplar el cuerpo del grande hombre.

Discutimos largo rato sin poder poner enclaro la clase de muerte que había arrebatadodel mundo a aquel inmortal ejemplo de milita-res y patriotas; pero como su fin era evidente,convinimos por último en que el esclarecimien-to del medio empleado para exterminar tanterrible enemigo del poder imperial, afectabamás al honor francés que al ejército español,huérfano de tan insigne jefe; y si verdadera-mente fue asesinado, como se ha venido cre-yendo desde entonces acá, la responsabilidadde los que toleraron sin castigarla tan atroz

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barbarie bastaría a exceptuar entonces a Franciade la aplicación de las leyes de la guerra en loque antes tienen de humano. Que murió violen-tamente parece indudable, y mil indicios corro-boran una opinión que los historiadores france-ses no han podido con ingeniosos esfuerzosdestruir. No es creíble que órdenes de Parísimpulsaran este horrible asesinato; pero unpoder que si no disponía, toleraba tan salvajesatentados, merecía indisputablemente lasamarguras y horrendas caídas que experimentóluego. La soberbia enfatuada y sin freno perpe-tra grandes crímenes ciegamente, creyendorealizar actos marcados por ilusorio destino.Los malvados en grande escala que han tenidola suerte o la desgracia de que todo un conti-nente se envilezca arrojándose a sus pies, llegana creer que están por encima de las leyes mora-les, reguladoras según su criterio, tan sólo delas menudencias de la vida. Por esta causa seatreven tranquilamente y sin que su empeder-nido corazón palpite con zozobra, a violar las

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leyes morales, ateniéndose para ello a las milfútiles y movedizas reglas que ellos mismosdictaron llamándolas razones de estado, inter-eses de esta o de la otra nación; y a veces si seles deja, sobre el vano eje de su capricho o desus pasiones hacen mover y voltear a pueblosinocentes, a millares de individuos que noquieren sino el bien. Verdad es que parte de laresponsabilidad corresponde al mundo, porpermitir que media docena de hombres o unosolo jueguen con él a la pelota.

Desarrollados en proporciones colosales losvicios y los crímenes, se desfiguran en talestérminos que no se les conoce; el historiador seemboba engañado por la grandeza óptica de loque en realidad es pequeño, y aplaude y admi-ra un delito tan sólo porque es perpetrado en laextensión de todo un hemisferio. La excesivamagnitud estorba a la observación lo mismoque el achicamiento que hace perder el objetoen las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque

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a mi juicio, Napoleón I y su efímero imperio,salvo el inmenso genio militar, se diferenciande los bandoleros y asesinos que han pululadopor el mundo cuando faltaba policía, tan sóloen la magnitud. Invadir las naciones, saquear-las, apropiárselas, quebrantar los tratados, en-gañar al mundo entero, a reyes y a pueblos, notener más ley que el capricho y sostenerse enconstante rebelión contra la humanidad entera,es elevar al máximum de desarrollo el mismosistema de nuestros famosos caballistas. Ciertasvoces no tienen en ningún lenguaje la extensiónque debieran, y si despojar a un viajante de supañuelo se llama robo, para expresar la tala deuna comarca, la expropiación forzosa de unpueblo entero, los idiomas tienen pérfidas vo-ces y frases con que se llenan la boca los di-plomáticos y los conquistadores, pues nadie seavergüenza de nombrar los grandiosos planescontinentales, la absorción de unos pueblos porotros... etc. Para evitar esto debiera existir (noreírse) una policía de las naciones, corporación

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en verdad algo difícil de montar; pero entretanto tenemos a la Providencia, que al fin y alcabo sabe poner a la sombra a los merodeado-res en grande escala, devolviendo a sus dueñoslos objetos perdidos, y restableciendo el impe-rio moral, que nunca está por tierra largo tiem-po.

Perdónenme mis queridos amigos esta di-gresión. No pensaba hacerla; pero al hablar dela muerte del incomparable D. Mariano Álva-rez de Castro, el hombre, entre todos los espa-ñoles de este siglo, que a más alto extremo supollevar la aplicación del sentimiento patrio, nohe podido menos de extender la vista para ob-servar todo lo que había en derredor, encima ydebajo de aquel cadáver amoratado que el pue-blo de Figueras contemplaba en el patio delcastillo una mañana del mes de enero de 1810.Aquel asesinato, si realmente lo fue, como secree, debía traer grandes catástrofes a quien loperpetró o consintió, y no importa que los cri-

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minales, cada vez más orgullosos, se nos pre-sentaran con aparente impunidad, porque yavemos que el mucho subir trae la consecuenciade caer de más alto, de lo cual suele resultar elestrellarse.

Oímos el relato de Andrés Marijuán, aposen-tados en una casa del Puerto de Santa María,donde moraban, además de nosotros, que per-tenecíamos al ejército de Areizaga, muchoscanarios de Alburquerque, que habían llegadoel día antes, terminando su gloriosa retirada. Aeste general debió el poder supremo no habercaído en poder de los franceses, pues con suhábil movimiento sobre Jerez, mientras conten-ía en Écija las avanzadas de Víctor y Mortier,dio tiempo a preparar la defensa de la isla deLeón, y entretuvo al enemigo en las inmedia-ciones de Sevilla. Esto pasaba a principios deFebrero, y en los mismos días se nos dio ordende pasar a la Isla, porque en el continente, o sea

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del puente de Suazo para acá ¡triste es decirlo!,no había ni un palmo de terreno defendible.Toda España afluyó a aquel pedazo de país, yse juntaban allí ejército, nobleza, clero, pueblo,fuerza e inteligencia, toda la vida nacional ensuma. De la misma manera, en momentos derepentino peligro para el hombre de ánimoesforzado, toda la sangre afluye al corazón, dedonde sale después con nuevo brío.

Por mi parte deseaba ardientemente entraren la Isla. Aquel pantano de sal y arena invadi-do por movedizos charcos y surcado por regue-ros de agua salada, tenían para mí el encantodel hogar nativo, y más aún las peñas donde seasienta Cádiz en la extremidad del istmo, o seaen la mano de aquel brazo que se adelanta paradepositarla en medio de las olas. Yo veía desdelejos a Cádiz, y una viva emoción agitaba mipecho. ¿Quién no se enorgullece de tener porcuna la cuna de la moderna civilización españo-la? Ambos nacimos en los mismos días, pues al

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fenecer el siglo se agitó el seno de la ciudad deHércules con la gestión de una cultura que has-ta mucho después no se encarnó en las entrañasde la madre España. Mis primeros años agita-dos y turbulentos, fuéronlo tanto como los delsiglo, que en aquella misma peña vio conden-sada la nacionalidad española, ansiando rege-nerarse entre el doble cerco de las olas tempes-tuosas y del fuego enemigo. Pero en Febrero de1810 aún no había nada de esto, y Cádiz sóloera para mí el mejor de los asilos que la tierrapuede ofrecer al hombre; la ciudad de mi infan-cia, llena de tiernísimos recuerdos, y tan sober-biamente bella que ninguna otra podía com-parársele. Cádiz ha sido siempre la Andalucíade las ondas, graciosa y festiva dentro de uncírculo de tempestades. Entonces asumía todala poesía del mar, todas las glorias de la mari-na, todas las grandezas del comercio. Pero enaquellos meses empezaba su mayor poesía,grandeza y gloria, porque iba a contener dentrode sus blancos muros el conjunto de la naciona-

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lidad con todos sus elementos de vida en plenaefervescencia, los cuales expulsados del granterritorio, se refugiaban allí dejando la patriavacía.

A las puertas de Cádiz comienzan los acon-tecimientos de mi vida que más vivamente an-helo contar. Estadme atentos, y dejadme queponga orden en tantos y tan variados sucesos,así particulares como históricos. La historia alllegar a esta isla y a esta peña es tan fecunda,que ni ella misma se da cuenta de la multitudde hijos que deposita en tan estrecho nido. Tra-taré de que no se me olvide nada, ni en lo míoni en lo ajeno. Para no perder la costumbre,comienzo por una aventura propia, en que na-da tiene que ver la atisbadora historia, pueshasta hoy no he tenido empeño en comunicarloa nadie, ni aunque la comunicara, se inmortali-zaría en láminas de bronce, y fue lo siguiente:

Un amigo mío portugués de los que habíanvenido de Extremadura con Alburquerque,

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rondaba cierta casa en la extremidad de la calleLarga donde algunos días antes viera entrardesconocida beldad, que él ponía por las nubes,siempre que tocábamos este punto. Sus paseosdiurnos y nocturnos, en que mostraba un celo,una abnegación superiores a todo encomio, nodieron más resultado que ver al través de lasapretadas verdes celosías, dos figuras, dos bul-tos de indeterminada forma, pero que al puntorevelaban ser alegres mujeres por el sordo cu-chicheo y las risas con que parecían festejar lacachaza de mi paseante amigo. Cuanto menoslas veía, más acabadamente hermosas se le fi-guraban, y con la dificultad de hablarlas, crecíasu deseo de poner fin gloriosamente a unaaventura, que hasta entonces había tenido po-cos lances. Una tarde quiso le acompañase yoen su centinela al pie de la reja, y tuve la suertede que mi presencia modificara la monótonaesquivez de las bellas damas, las cuales hastaentonces ni a billetes ni a señas, ni a miradaslánguidas habían contestado más que con las

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risas consabidas y los ceceos burlones. Figueroahabía deslizado una esquela, y tuvo la indeciblesatisfacción de recibir respuesta en un billeteque cayó, cual bendición del cielo, delante denosotros. En él decía la hermosa desconocidaque estaba dispuesta a abrir la celosía para ex-presarle de palabra su gratitud por los amoro-sos rendimientos, y añadía que hallándose enun gran compromiso por causa de un sucesodoméstico que no podía revelar, solicitaba parasalir de él la ayuda del galán juntamente con lade su amigo.

Esto nos llamó grandemente la atención, yde vuelta al alojamiento para esperar la hora delas siete en que se nos había citado, hicimos milcomentarios sobre el suceso. Mientras mayorera el misterio, mayor también el anhelo dedescifrarlo, y curiosos ambos por saber si íba-mos a tener una sabrosa aventura o a ser obje-tos de una broma, acudimos por la noche al piede la reja. En cuanto llegamos, abriose esta y

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una voz de mujer, cuyo acento aunque dulce nome pareció revelar persona de elevada clase,dijo a Figueroa con bastante agitación estaspalabras:

-Señor militar, si es usted caballero, comocreo, espero que no se negará a conceder a unadesgraciada dama la generosa ayuda que solici-ta. Mi esposo el señor duque de los UmbrososMontes duerme a estas horas; pero no puedodejarle pisar a usted el recinto de este arcásar,que mi celoso dueño ha convertido en sepulcrode mi hermosura, en cárcel de mi libertad y enmuerte de mi vida. El más leve rumor desper-taría al fiel y sanguinario Rodulfo, paje de miseñor y carcelero mío. Pues verasté: mi honradepende de que al punto una persona de con-fianza atraviese las saladas ondas y parta aCádiz a llevar un recado urgentísimo, sin locual mi situación es tal que no esperaré a quevenga la rosada aurora, para arrancalme la vida

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con un veneno de cien mortíferas plantas com-puesto que tengo aquí en aquesta botellita.

Figueroa estaba perplejo y embobado, aun-que algo dispuesto a tomar aquello en serio, yyo contenía la risa al considerar cómo se reíande nosotros las dos desconocidas; pero mi ami-go aseguró estar resuelto a prestar a ambascuantos servicios fáciles o difíciles quisieranpedirle, y entonces la misma que antes hablara,añadió:

-¡Oh!, gracias, invito militar; así lo esperabayo de su galantería y caballerosidad nuncadesmentida en mil y mil lances, cual lo pruebanlas voces de la fama que han traído a mis orejassus hasañas. Bueno, pues verasté. Mi criada, quees esta guapa y gallarda donsella, que a mi ladove usted, y se llama Soraida, irá a Cádiz en unfrágil esquife que Perico el botero tiene prepa-rado en el muelle; pero como es grande su cor-tedad, deseo vaya acompañada de ese vuestro

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leal amigo, que está ahí oyéndonos como unmarmolejo.

Al punto dije que estaba dispuesto a acom-pañar a la doncella, y mi amigo, algo corridocon los discursos de su adorada beldad, no sab-ía qué contestar. La desconocida habló así concreciente afectación:

-¡Oh! Gracias, insine amigo del valiente Otelo.Ya lo esperaba yo de su malanimidad. Pues oi-gasté, señor militar. Mientras este fiel amigo vaa Cádiz a acompañar a mi donsella en la difícilcomisión que mi amenasado honor le encomien-da, nosotros nos quedaremos aquí pelando lapava en este balcón; con lo cual, ¿usté se ente-ra?, tendré ocasión de mostrarle el amorosofuego que inflama mi pecho.

No había acabado de hablar, cuando abrién-dose la puerta de la casa, apareció una mujercubierta de la cabeza a los pies con espeso man-to negro, la cual llegándose a mí y tomándome

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el brazo, me obligó a que rápidamente la si-guiese, diciéndome:

-Señor oficial, vamos, que es tarde.

No tuve tiempo para oír lo que desde la ven-tana decía la desconocida al amartelado Figue-roa, porque la dama, criada o lo que fuera, nome permitía detenerme y me impulsaba haciaadelante, repitiendo siempre:

-Señor oficial, siga usted. ¡Qué pesado es us-ted!... No mire usted atrás ni se detenga, queestoy de prisa.

Quise ver su rostro; pero se lo ocultaba cui-dadosamente. Se conocía que trataba de conte-ner la risa y disimular la voz. Era una mujerarrogante y que me revelaba con sólo el roce desu mano en mi brazo la alta calidad a que per-tenecía. Desde su aparición había yo sospecha-do, que no era criada, y después de oírla y sen-tir el contacto de su vestido, ningún hombre se

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habría equivocado respecto a su clase. Yo esta-ba algo aturdido por lo inusitado de la aventu-ra, y una dulce confusión embargaba mi alma.Venían a mi mente indicios, recuerdos, y aque-lla mujer llevaba en los pliegues de su vestidouna atmósfera que no era nueva para mí. Peroal principio ni aun pude formular claramentemis sospechas. La desconocida me llevabarápidamente y andábamos a prisa por las callesdel Puerto, hablando de esta manera:

-Señora, ¿insiste usted en ir a Cádiz por mara estas horas?

-¿Por qué no? ¿Se marea usted? ¿Tiene ustedmiedo a embarcarse?

-Por bueno que esté el mar, el viaje no serácómodo para una dama.

-Es usted un necio. ¿Cree usted que yo soycobarde? Si no tiene usted ánimo iré sola.

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-Eso no lo consentiré, y aunque se tratara deir a América en el frágil esquife de que hablabala señora duquesa de los Umbrosos Montes...

La desconocida no pudo contener la risa, y eldulce acento de su voz resonó en mi cerebro,despertando mil ideas que rápidamente cam-biaron en luz las oscuridades de mi pensamien-to, y en certidumbre las nebulosas dudas.

-Adelante -exclamó al ver que me detenía-.Ya estamos en el muelle. El botero está allí. Lamarea sube y nos favorecerá; el mar parecetranquilo.

Callé y seguimos hasta el malecón. Era pre-ciso bajar por una serie de piedras puestas en laforma más parecida a una escalera, y el descen-so no carecía de peligro. Tomé en brazos a micompañera, y la bajé cuidadosamente al bote.Entonces ni pudo, ni quiso sin duda ocultarmesu rostro, y la conocí. La fuerte emoción no mepermitió hablar.

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-¡Oh, señora condesa! -exclamé besándoletiernamente las manos-. ¡Qué felicidad tangrande encontrar a usía!...

-Gabriel -me contestó- ha sido realmente unafelicidad que me hayas encontrado, porque vasa prestarme un gran servicio.

-Estoy destinado a ser criado de vuecenciaen donde quiera que me halle.

-Criado no: ya esos tiempos pasaron.¿Dónde has estado?

-En Zaragoza.

-¿Ves qué fácilmente se van ganando charre-teras, y con ellas posición y nombre en el mun-do? Entramos en unos tiempos en que los des-graciados y los pobres se encaramarán a lospuestos que debe ocupar la grandeza. Gabriel,estoy asombrada de verte caballero. Bien, muybien. Así te quería. No me habías dicho nada.

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¿Por qué no me has buscado?... Ya no nos quie-res.

-Señora, ¿cómo he de olvidar los beneficiosque de vuecencia recibí? Estoy confundido alver que nuevamente, y cuando menos lo espe-raba, se digna usía servirse de mí.

-No bajes tanto, Gabriel; han cambiado lascosas. Tú no eres el mismo; no te conozco. Meves, me hablas, ¿y no me preguntas por Inés?

-Señora -exclamé anonadado- no me atreví atanto. Veo que vuecencia ha cambiado más queyo.

-Tal vez.

-¿Inés vive?

-Sí, está en Cádiz. ¿Deseas verla? Pues no teapures; yo te prometo que la verás, la verás.

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Diciendo esto, Amaranta se expresaba en untono que me hacía comprender su anhelo demortificar a alguien, al permitirme ver a su hija.Su benevolencia me tenía tan confundido, queni aun acertaba a darle las gracias.

-¡En qué momento tan crítico para mí te mehas aparecido, Gabriel! Un suceso que sabrásmás tarde me obliga a ir a Cádiz esta noche,sola, sin que ninguno de mi familia lo sepa.Dios no me podía ofrecer compañero ni custo-dio más a propósito.

-Pero señora, ¿usía no considera que laspuertas de Cádiz están cerradas a estas horas?

-Lo están para mí todas menos una. Por esome aventuro en esta travesía que podría serpeligrosa. El jefe de guardia en la puerta de mares amigo mío y me espera. Yo tenía el bote pre-parado. Estaba dispuesta a ir sola, y cuando tepresentaste en la calle acompañando al oficialque nos rondaba, vi el cielo abierto. Gabriel, te

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juro que estoy contentísima de verte en la hon-rosa condición en que ahora te hallas. Así tedeseaba yo. Pero chiquillo, ¿eres tú mismo?...¡Pues no lleva sus charreteras como un hom-bre!... El muy zarramplín con ese uniforme, quele sienta bien, tiene aire de persona decente...Vaya usted a hacer creer a la gente que has ju-gado en la Caleta... chico, bien, bien, así megusta... qué bien te vendría ahora aquella farsade tus abolengos... No me canso de mirarte,pelafustán... ¡qué tiempos estos! He aquí ungato que quiso zapatos y que se ha salido conello... Te juro que eres otro. Inés no te va a co-nocer... ¡Qué a tiempo has venido! Estás muybien, hijito... Desde que fuiste mi paje conocí tucorazón de oro... ¡Ay!, no te faltaba más que elforro, y veo que lo vas teniendo... Gabriel: creoque te alegras de verme, ¿no es verdad? Yotambién. Cuántas veces he dicho: si ahora apa-reciese ese muchacho... Mañana te contaré todo.Chiquillo, soy la mujer más desgraciada de latierra.

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El bote avanzaba con la proa a Cádiz. El bo-tero fijo en la popa llevaba el timón, y dos mu-chachos habían izado la vela latina, con la cual,merced al viento fresco de la noche, la embar-cación se deslizaba cortando gallardamente lasmansas olas de la bahía. La claridad de la lunanos alumbraba el camino: pasábamos veloz-mente junto a la negra masa de los barcos deguerra ingleses y españoles, que parecían correral costado en dirección opuesta a la que segu-íamos. Aunque el mar estaba tranquilo, agitá-base bastante el bote, y sostuve con mi brazo ala condesa para impedir que se hiciera dañocon las frecuentes cabezadas del barco. Los tresmarinos no pronunciaron una sola palabra entodo el trayecto.

-¡Cuánto tardamos! -dijo Amaranta con im-paciencia.

-El bote va como un rayo. Antes de diez mi-nutos estaremos allá -dije al ver las luces de la

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ciudad reflejadas en el agua-. ¿Tiene vuecenciamiedo?

-No, no tengo miedo -repuso tristemente- yte juro que aunque las olas fueran tan fuertes,que lanzaran el bote a la altura de los topes deese navío, no vacilaría en hacer este viaje. Lohabría hecho sola, si no te hubieras aparecidocomo enviado del cielo para acompañarme.Cuando te vi, mi primera idea fue llamarte;pero luego mi criada y yo discurrimos la inven-ción que oíste, para desorientar al hidalgo por-tugués. No quiero que nadie me conozca.

-La señora duquesa de los Umbrosos Montesestará a estas horas trastornando el seso de mibuen amigo.

-Sí, y lo hará bien. Si mi ánimo estuvieratranquilo, me reiría recordando la gravedadcon que dijo las relaciones que le enseñé estatarde. Hace poco, como se empeñara en galan-tearme un viajero inglés, Dolores quiso pasar

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por ama y yo por criada; pero él conoció alpunto el engaño. No nos dejaba ni a sol ni asombra, y no puedes figurarte las felices ocu-rrencias de mi doncella a propósito del caballe-ro británico, de su aspecto tristón, de sus ar-dientes arrebatos y de su cojera. Era a ratosamable y fino, a ratos sombrío y sarcástico y sellamaba lord Byron.

-No es extraño que vuecencia enloqueciera aese señor inglés. Pero ya llegamos, señora con-desa, y el bote va a atracar en el muelle. Sale laguardia a darnos el quién vive.

-No importa; tengo pase. Di que llamen a D.Antonio Maella, jefe de la guardia.

Presentose el oficial, y nos dio entrada sindificultad, abriéndonos luego la puerta, pordonde pasamos a la plaza de San Juan de Dios.Mientras nos acompañaba hasta dicho punto,habló brevemente con Amaranta.

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-Ya la esperaba a usted -dijo-. Las dos seño-ras marquesas tienen preparado su viaje paramañana, en la fragata inglesa Eleusis. Piensanestablecerse en Lisboa.

-Su objeto es alejarse de mí -repuso Amaran-ta-. Felizmente he tenido aviso oportuno, y meparece que llego a tiempo.

-Tan callado tenían el viaje, que yo mismono lo he sabido hasta esta tarde por el capitánde la fragata. ¿Piensa usted partir también conellas?

-Partiré si no puedo detenerlas.

Al decir esto, la condesa, sin perder tiempoen contestar a los cumplidos y finezas del ofi-cial, tomó mi brazo, y obligándome a tomarpaso algo vivo, me dijo:

-Gabriel, no nos detengamos. ¡Cuán inquietaestoy!... Ya te lo contaré todo después. Figúrate

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que después de que me hacen vivir como endestierro, separada de lo que más amo en elmundo... ¿qué te parece? Dios mío, ¿qué hehecho yo para merecer tal castigo?... Pues sí...Después que me obligan a vivir allá... Te diré...hasta se han empeñado en hacerme pasar porafrancesada... Y todo ¿por qué?, dirás tú... Puesnada más sino porque... andemos más a prisa...porque me opongo a que la hagan desventura-da para siempre... Mi tía no tiene sensibilidad,y nuestra parienta la de Rumblar tiene un rollode pergaminos en el sitio donde los demás lle-vamos el corazón. Además, con los vidrios ver-des de sus espejuelos no ve más que dinero...Gabriel, etiqueta y soberbia en un lado, sober-bia y avaricia en otro... No puedes figurartecuán apenadas y tristes están las tres pobresmuchachas... Y ahora quieren llevárselas a Lis-boa... ¿qué dices tú a eso?... Todo por alejar aInés de mí... ¡Con cuánto secreto han preparadoel viaje!... ¡Con qué habilidad me confinaron enel Puerto, haciendo llegar a los individuos de la

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Junta falsas noticias acerca de mí! Por fortunasoy amiga del embajador inglés, Wellesley...que no... Pues sí, mi tía y yo nos disputamosardientemente el dirigir a la pobre Inés hacia sumejor destino... ella va por una senda, yo porotra... lo que yo quiero es más razonable; y sino, dime tu parecer... Pero ya hablaremos ma-ñana. ¿Te quedarás en la Isla o vendrás aCádiz? Espero que nos veremos, Gabrielillo.¿Te acuerdas cuando eras mi paje en el Escorialy yo te contaba aquellas historias?

-Esos y otros recuerdos de aquel tiempo, se-ñora -le respondí- son los más dulces de mivida.

-¿Te acuerdas cuando te presentaste enCórdoba? -prosiguió riendo-. Entonces estabasalgo tonto. ¿Te acuerdas de cuando en Madridfuiste a casa con el padre Salmón?... ¿Te acuer-das de cuando te encontré en el Pardo vestidode duque de Arión?... Después me he acordadomucho de ti, y he dicho: «¡Dónde estará aquel

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desgraciado!...». No puedo creer sino que Dioste ha cogido por la mano para ponerte delantede mí... Ya llegamos.

Nos detuvimos junto a una casa de la callede la Verónica.

-Llama a la puerta -me dijo la condesa-. Estaes la casa de una amiga mía de toda confianza.

-¿Vive aquí la señora marquesa? -preguntétirando de la campanilla de la reja-. Esta casano me es desconocida.

-Aquí vive doña Flora de Cisniega: ¿la cono-ces? Entremos. Se ven luces en la sala. Aúnestán en la tertulia; es temprano. Ahí estaránQuintana, Gallego, Argüelles, Gallardo y otrosmuchos patriotas.

Subimos y en un gabinete interior nos reci-bió el ama de la casa, en quien al punto reco-nocí una amistad antigua.

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-¿Está aquí? -le preguntó con ansiedad lacondesa.

-Sí; aunque se embarcan mañana de secreto,han venido esta noche sin duda para que yo nosospeche su determinación. Pero a mí no se meengaña... ¿va usted a la sala? Está muy animadala tertulia. ¡Ay!, amiga mía, esta noche he ga-nado al monte una buena suma.

-No, no voy a la sala. Haga usted salir a Inéscon cualquier pretexto.

-Está en coloquio tirado con el amable ingle-sito. Pero saldrá. Mandaré a Juana que la llame.

Después de dar la orden a su doncella, doñaFlora me observó atentamente, queriendo reco-nocerme.

-Sí, soy Gabriel, señora doña Flora, soy Ga-briel, el paje del Sr. D. Alonso Gutiérrez de Cis-niega.

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Doña Flora, no necesitando más, abalanzosea mí con todo el ímpetu de su sensible corazón.

-Gabrielillo, ¿es posible que seas tú?-exclamó chillonamente estrechándome entresus brazos-. Estás hecho un hombre, un caballe-ro... ¡Qué alto estás! Cuánto me alegro de ver-te... ya te he echado de menos... pero ¡qué buenmozo eres!... ¿Qué tal me encuentras?... Otroabrazo... ¡Ay!... ¿Por qué me dejaste?... ¡pobreci-to niño!

Mientras era objeto de tan ardientes demos-traciones de regocijo, sentí el rumor propio deun rápido movimiento de faldas hacia el corre-dor que conducía a la pieza donde estábamos.

Junio de 1874.

FIN