Escepticismo de Borges

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EL ESCEPTICISMO DE BORGES

O LA FILOSOFÍA COMO LITERATURA FANTÁSTICA

Mauricio Gil

UNAM-México

En más de un lugar ha sostenido Borges la curiosa afirmación de que la filosofía es

una rama de la literatura fantástica. Narrativamente, por ejemplo, en el cuento «Tlön,

Uqbar, Orbis Tertius» (Ficciones, 1944), la atribuye a los metafísicos de Tlön. En la nota

aclaratoria al poema (platónico) «Las dos catedrales», incluido en La cifra (1981), extiende

esa sospecha a la teología; agrega, además, que esas dos especies (de la literatura fantástica)

son “espléndidas”, pues, “en efecto, ¿qué son las noches de Sharazad o el hombre

invisible, al lado de la infinita sustancia, dotada de infinitos atributos, de Baruch Spinoza o

de los arquetipos platónicos?”. Según Sábato, esta idea que en verdad sería primero tesis

del Círculo de Viena la convirtió Borges en su propia plataforma literaria por el carácter

lúdico y evasivo de su literatura, que “no se propone la verdad” y tiene en cambio “una sola

fidelidad y una sola coherencia: la estilística” («Sobre los dos Borges», p. 46). Entiendo

que esta opinión supone un error de interpretación y, lo que es peor, una injusticia. A

diferencia de Sábato, que piensa que el ánimo lúdico conduce en Borges al eclecticismo,

subrayo más bien —siguiendo en esto al propio Borges—, que es una forma peculiar de

escepticismo la que motiva buena parte de su obra.

En el «Epílogo» a Otras inquisiciones (1952), Borges mismo declara haber

descubierto “en los misceláneos trabajos de[ese]volumen”, la tendencia a “estimar las

ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y

maravilloso.” Pero, a continuación, añade: “Esto es, quizá, indicio de un escepticismo

esencial.” Aparte de la ingeniosa operación (muy borgiana por lo demás), de desdoblarse y

hacer de crítico de su propia obra, Borges nos entrega aquí una pista que Sábato desatiende

por completo. Pero, ¿qué clase de escepticismo es éste que se autodefine como esencial?

Si uno indaga en el mismo Otras inquisiciones, puede hallar una primera respuesta

en el ensayo «El idioma analítico de John Wilkins». Según reseña Borges, Wilkins

nacido y muerto en el siglo XVII, capellán del príncipe palatino Carlos Luis, rector de

uno de los colegios de Oxford, primer secretario de la Real Sociedad de Londres, entre

otras “felices curiosidades”, se interesó en “la posibilidad y los principios de un lenguaje

mundial”, dedicando a este problema el libro An Essay towards a Real Character and a

Philosophical Language (1668). No es el caso de resumir las características del artificial

lenguaje inventado por Wilkins (de pretensiones filosóficas, por lo demás), pero sí de

recoger las conclusiones a las que arriba Borges. Según éste, las ambigüedades,

redundancias y deficiencias, así como los contradictorios y vagos géneros y especies que lo

componen, no son atributos (defectos) exclusivos del idioma analítico de John Wilkins,

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sino de cualquier idioma. Aduce Borges en favor de su sospecha el proceder de “cierta

enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos”, en cuyas

“remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al

Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g)

perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j)

innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que

acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”, y, por otro lado, las 1.000

subdivisiones en las que parcela el universo el Instituto Bibliográfico de Bruselas, “de las

cuales la 262 corresponde al Papa; la 282, a la Iglesia Católica Romana; la 263, al día del

Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298, al mormonismo, y la 294, al

brahmanismo, budismo, shintoísmo y taoísmo”, de lo cual concluye que,

notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y

conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. (...)

Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico,

unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su

propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las

sinonimias, del secreto diccionario de Dios. (Otras inquisiciones, p. 105)

Escepticismo, pues, respecto de las posibilidades de los lenguajes humanos para nominar y

aprehender lo que la filosofía ha solido llamar lo en sí, y que Borges prefiere pensar (más

medievalmente, más literariamente también) como el “secreto diccionario de Dios”. Sin

embargo, continúa Borges, “[l]a imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo

no puede (...) disuadirnos de plantear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son

provisorios.”

Esta salvedad, que evita el completo silencio o la afasia, es propia ya del

escepticismo clásico.1 No obstante, a diferencia de éste, que finalmente proscribía el

discurso de talante filosófico refugiándose en el sentido común, Borges lo valida con

intención estética, porque, a fin de cuentas, si no podemos comprender el mundo (lo que el

mundo sea en sí), al menos podemos intensificarlo estéticamente.2 En un contexto

narrativo, en «El Aleph», el cuento fantástico que da título al libro homónimo (El Aleph,

1949), el personaje, al intentar narrar su visión de ése que es “el lugar donde están, sin

confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”, escribe:

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi deseperación de

escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un

pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito

Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo

1 Según Anthony A. Long (La filosofía helenística, p. 90), los juicios que el pirrónico proscribe son

exclusivamente aquellos con pretensión de aprehender las cosas en sí mismas, y no aquellos que se atienen a

la apariencialidad del mundo. “Timón, y también probablemente el mismo Pirrón, distinguían tajantemente

entre afirmaciones de la forma: 1) „x parece ser y‟, y 2) „x es y‟, donde x e y se refieren al mismo objeto.

Solamente se rechaza la segunda afirmación. La primera es perfectamente admisible para los pirrónicos...”

(Ibid., p.88) 2 El propio Pirrón, en cambio, inexplicablemente, sentía indiferencia por el arte y la poesía “como causas de

felicidad siquiera transitoria” (Alfonso Reyes, La filosofía helenística, p. 98).

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trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de

un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una

esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel,

de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente,

al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna

relación tienen con el Aleph). Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de

una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura,

de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración,

siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto

millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de

que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo

que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el

lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré. (pp. 168-169)

Y ese “algo” que, sin embargo, se recoge, es una enumeración parcial, finita, de la

(supuesta, fantástica, imaginaria, ficcional) visión total, pero a su modo también una

enumeración descomunal, magnífica, poética en suma, y de la cual, no sin razón, se ha

dicho que es uno de los momentos más altos de la literatura en español.3 Aparte de cierta

ironía con la literatura como mero juego verbal (ostentoso, vanidoso, mientras el personaje

sólo quiere ser fiel a su experiencia), a ratos pareciera que los límites del lenguaje en «El

Aleph» sólo serían aquellos imputables a su carácter sucesivo y finito; que, como dice el

relato, el (irresoluble) problema central fuera sólo la imposibilidad de enumerar

(sucesivamente) un conjunto infinito y simultáneo.4 Pero sabemos que hay más: aunque no

existiera el tal Aleph, o aunque no pretendiéramos considerar el universo en su totalidad, el

problema permanece: porque todo lenguaje es (apenas) un alfabeto de símbolos, cuyo

ejercicio presupone, además, un pasado que los interlocutores comparten, “es aventurado

pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse

mucho al universo.” («Avatares de la tortuga», Discusión, pp.115-116) Pero, entonces,

¿por qué no abandonarnos a la literatura (y a la ciencia) y olvidar la filosofía, que es lo que

finalmente propone el Círculo de Viena, con el cual confunde Sábato a Borges?, o, ¿por qué

no abandonarnos a la ciencia y al silencio, que es lo que parece sugerir el místico del

3 Juan García Ponce, La errancia sin fin: Musil, Borges, Klossowski, pp. 29-30

4 En relación a lo primero, en realidad todo el cuento es una burla de esa forma de ejercicio de la literatura.

Carlos Argentino Daneri, primo hermano de Beatriz (de ésta que es símbolo del amor imposible o del amor

sencillamente), posee un Aleph en un ángulo del sótano de su casa. Con la ayuda de este formidable

observatorio, anda en la tarea de versificar toda la redondez del planeta, de un modo por lo demás ostentoso,

rídiculo, empirista. El personaje que narra la historia (que por lo demás detesta a Carlos Argentino), irónica,

burlonamente nos avisa que, “en 1941, ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de

un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la

parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en

Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton.” En otro lugar,

Borges ha dicho que “la preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. Palabras definitivas,

palabras que postulan sabidurías adivinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza único,

nunca, siempre, todo, perfección, acabado son del comercio de todo escritor. No piensan que decir de más

una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es

una pobreza y que así la siente el lector.” («La supersticiosa ética del lector», Discusión, p. 42). La vanidad,

para Borges, es no sólo un error ético, sino estético.

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Tractatus? 5

Porque el escepticismo borgiano es de otro orden que el neopositivista y de

otro orden que el del “primer Wittgenstein”, a quien, dicho sea por si acaso, no

confundimos con el neopositivismo.

En Superación de la metafísica por el análisis lógico del lenguaje (1931), Carnap

sotiene que ese análisis conduce a un resultado positivo y a otro negativo: positivo en el

ámbito de la ciencia empírica, negativo en el de la metafísica. “En el dominio de la

metafísica (incluida la filosofía de los valores y la ciencia normativa), el análisis lógico

conduce al resultado negativo de que las pretendidas proposiciones de ese dominio son

completamente sin sentido.” (p. 553). Y esto por dos razones principales: 1) porque son

proposiciones que contienen palabras carentes de significado por ausencia de correlato

empírico; 2) porque, aun en el caso de que las palabras que forman la proposición posean

significado, están dispuestas sin acuerdo a la sintaxis lógica. De lo cual resulta que las

proposiciones de la metafísica son en realidad pseudoproposiciones. Las proposiciones con

sentido son o “tautológicas” (los “juicios analíticos” en la terminología de Kant), a cuya

clase pertenecen las fórmulas de la matemática y la lógica, o proposiciones de experiencia,

las cuales pertenecen al dominio de la ciencia empírica. “Una proposición que se quiera

formar sin que pertenezca a ninguna de esas clases, resultará automáticamente sin sentido.”

(p. 559) En rigor, Carnap reserva todavía a la filosofía cierta tarea (el análisis lógico) y le

concede aún cierta existencia (como “filosofía científica”), pero en lo relativo a la

metafísica piensa haber alcanzado su superación definitiva, la cual no había sido posible

desde anteriores puntos de vista antimetafísicos. No obstante, se pregunta Carnap, ¿cómo

explicar la pervivencia e influencia de la metafísica a lo largo del tiempo “si ésta no

consistiese más que en meras palabras yuxtapuestas sin sentido”? “Estos reparos

responde son justificados por cuanto la metafísica contiene de hecho algo; sólo que eso

no es un contenido teórico. Las pseudoproposiciones de la metafísica no sirven para

describir situaciones objetivas: ni existentes (entonces serían proposiciones verdaderas) ni

no existentes (entonces serían al menos proposiciones falsas); sirven para la expresión de la

actitud emotiva ante la vida.” (p. 561). Pero, para Carnap, “el arte es el medio de expresión

adecuado para la actitud ante la vida; la metafísica, en cambio, un medio inadecuado.” (p.

562). En otras palabras, la metafísica es una mala literatura; la ciencia, la forma correcta del

conocimiento.

En Borges, la filosofía es también una literatura; pero, además, una especie de la

literatura fantástica; pero, además, una especie espléndida... Ya hemos mencionado algunos

lugares en los que Borges afirma esto. En una nota incluida en Discusión (1932), todavía

más enfáticamente, se lee:

Yo he compilado alguna vez una antología de la literatura fantástica. Admito

que esa obra es de las poquísimas que un segundo Noé debería salvar de un

segundo diluvio, pero delato la culpable omisión de los insospechados y

mayores maestros del género: Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto

5 O al silencio sin más, pues, según ha hecho notar Arendt, “el célebre aforismo de Wittgenstein, „de lo que

no podemos hablar más vale callarse‟, (...), de tomarse consecuentemente, se aplicaría no sólo a lo que escapa

a los sentidos, sino todavía más a los objetos de las sensaciones. Nada de lo que vemos, oímos o tocamos

puede expresarse en palabras que igualen lo que nos ofrecen los sentidos. Hegel tenía razón cuando subrayó

que „el estado sensible...es inalcanzable por el lenguaje‟.” (La vida del espíritu, pp. 18-19)

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Magno, Spinoza, Leibniz, Kant, Francis Bradley. En efecto, ¿qué son los

prodigios de Wells o de Edgar Allan Poe una flor que nos llega del porvenir,

un muerto sometido a la hipnosis confrontados con la invención de Dios, con

la teoría laboriosa de un ser que de algún modo es tres y que solitariamente

perdura fuera del tiempo? ¿Qué es la piedra bezoar ante la armonía

preestablecida, quién es el unicornio ante la Trinidad, quién es Lucio Apuleyo

ante los multiplicadores de Buddhas del Gran Vehículo, qué son todas las

noches de Shahrazad junto a un argumento de Berkeley? (pp. 145-146)

Las razones por las que Borges considera la filosofía una literatura (fantástica) son también

distintas a las de Carnap. Para éste, la metafísica es una (mala) literatura, porque pretende lo

que sólo la ciencia puede (alcanzar conocimiento verificable); para aquél, una (espléndida)

literatura, porque no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural

incluidas, en último término, las de la misma ciencia6, y porque, en orden a

imaginación y altura estética, la filosofía nada tiene que envidiar.7

Es por eso que la lectura de Enrique Anderson Imbert («Borges por los cuatro

costados») me parece más certera que la de Sábato. Según Anderson Imbert, la literatura de

Borges proviene de su peculiar concepción del mundo, y ésta, a pesar de su aparente

complejidad, se reduce a una intuición poética. ¿Cuál es esa intuición? Consciente de que

toda la obra de Borges es un intento por formularla, Anderson Imbert se limita a un par de

sugerencias: haciendo un rodeo, señala lo que la intuición niega para adivinar lo que afirma,

así como “la sombra nos permite adivinar el movimiento del cuerpo que la proyecta.” (p.

38) 8 Y lo que esa intuición niega es la posibilidad del conocimiento. “Borges es un

escéptico. ¿Qué clase de escepticismo?: ¿nominalista, empírico, relativista, agnóstico,

psicologista, pragmático? De todo un poco.” (p. 38) ¿Y qué es lo que afirma? Que el vacío

6 En el planeta ilusorio Tlön, el idealismo total invalida la ciencias, si bien no las suprime pues éstas existen

en casi innumerable número («Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», Ficciones, p. 23). Otra ironía borgiana hacia las

ciencias (positivistas) se puede leer en «El rigor de la ciencia»: “...En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía

logró tal Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio toda

una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos

levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos

Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil

y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los Desiertos del Oeste

perduran despedazadas Ruinas del Mapa habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra

reliquia de las Disciplinas Geográficas. (Suárez Miranda: Viajes de Varones Prudentes, libro cuarto, cap.

XIV, Lérida, 1658).” (Historia universal de la infamia, p. 136) 7 Retrospectivamente, Borges ha caracterizado su trabajo como poesía intelectual. En el «Prólogo» a La cifra,

ha escrito: “Mi suerte es lo que suele denominarse poesía intelectual. La palabra es casi un oximoron; el

intelecto (la vigilia) piensa por medio de abstracciones, la poesía (el sueño), por medio de imágenes, de mitos

o de fábulas. La poesía intelectual debe entretejer gratamente esos dos procesos. Así lo hace Platón en sus

diálogos; así lo hace también Francis Bacon, en su enumeración de los ídolos de la tribu, del mercado, de la

caverna y del teatro. El maestro del género es, en mi oponión, Emerson; también lo han ensayado, con diversa

felicidad, Browning y Frost, Unamuno y, me aseguran, Paul Valéry.” (p.11) Como se ve, Borges enumera

indistintamente a “filósofos” y “literatos”, y el maestro del género es, en su opinión, más bien de los primeros

con la salvedad de que la distinción (filosofía/literatura), en este caso, es meramente convencional. 8 Dicho sea de paso, Anderson Imbert usa aquí las observaciones que sobre la “intuición filosófica” hiciera

Henri Bergson en La pensée et le mouvant.

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de la realidad se llena con el ímpetu de la creación, “cuando la temporalidad de nuestra

conciencia se intensifica hasta irradiar belleza.” (p. 40) 9

Aunque también lleva la razón Anderson Imbert en que es el escepticismo (no el

eclecticismo), lo que condujo a Borges a una peculiar forma de hacer literatura a una

peculiar forma que integra la filosofía en la literatura, pienso que sesga su interpretación

de un modo equivocado. Según este crítico argentino, la mayor influencia filosófica la

recibió Borges de un filósofo menor, Fritz Mauthner: “En su Diccionario de filosofía

aprendió Borges una crítica del lenguaje que radicalizaría su escepticismo. Para Mauthner

el conocimiento es imposible por la limitación de nuestros órganos sensoriales y por la

naturaleza arbitraria y metafórica de la lengua. Borges, como su maestro Mauthner, estaba

convencido de que aun el lenguaje lógico y científico es falso. Sólo nos queda, pues, el

camino de la creación estética. Y por esteticismo se sintió fascinado por supersticiones,

mitos, religiones, magias, metafísicas, ciencias ocultas, fantasías y teorías absurdas. No

creía en dios, ni en la eternidad, ni en el alma, ni en el libre albedrío, ni en lo sobrenatural,

ni en los “dobles”, ni en la mística, ni en los tiempos cíclicos y reversibles, ni en una

finalidad del universo y la vida. Sin embargo, todo eso pasó como materia poéticamente

intuida a poemas y cuentos.” («Borges por los cuatro costados», p. 84) Como intentaré

mostrar más adelante, la idea de esteticismo y la suposición de una incredulidad radical en

la obra de Borges resultan por lo menos insuficientes, si no erróneas.

Es imposible saber si el escepticismo condujo a Borges a la filosofía idealista, o si,

por el contrario, el temprano aprendizaje de las “perplejidades” que provocan los

argumentos idealistas lo condujo al escepticismo.10

En todo caso, Borges, parcialmente al

menos, hizo profesión de fe idealista y nominalista. Ya en Fervor de Buenos Aires (1923),

su primer libro, se aventuró como él mismo dice en la metafísica berkeliana, aparte de

celebrar ocasos, lugares solitarios, ignoradas esquinas, e “inscribir” amores tempranos.11

En

«Avatares de la tortuga», un ensayo sobre las paradojas eleáticas precisamente, Borges

confiesa su predilección por el idealismo. Al final del ensayo, después de “registrar ciertos

avatares de la segunda paradoja de Zenón”, escribe:

Es aventurado pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las

filosofías) pueda parecerse mucho al universo. También es aventurado pensar

9 Para valorar la pertinencia de este aserto se puede leer «El hacedor» (El hacedor, pp. 13-16). Juan Nuño (La

filosofía de Borges, pp. 42-43), por su parte, piensa que “sin el basamento filosófico idealista (que convierte a

la supuesta „realidad‟ en cosa mentale, cuando no en un pasajero juego de sombras), no existiría la literatura

de Borges. O Borges hubiera sido apenas un escritor costumbrista (...). Por el contrario: a través de la

concepción idealista, entra Borges en el reino de lo imaginario por la puerta grande (...). La literatura

borgiana, si es algo, es eminentemente poética, adjudicándole al término su valor griego, creativa, plenamente

creativa, prácticamente ex nihilo que vale tanto como decir ex mente.” 10

En su «An autobiographical essay» (escrito en inglés en colaboración con Norman Thomas di Giovanni),

Borges relata cómo su padre, siendo él aún muy joven, le enseñó, con la ayuda de un tablero de ajedrez, las

paradojas de Zenón (Aquiles y la tortuga, el vuelo inmóvil de la flecha, la imposibilidad del movimiento), y,

sin mencionar el nombre de Berkeley, los rudimentos del idealismo. (Cf. The Aleph and other stories 1933-

1969, p.138). Por otro lado, ya desde temprano, Borges vislumbró el carácter de su obra en estos términos:

“Nuestra famosa incredulidá (sic) no me desanima. El descreimiento, si es intensivo, también es fe y puede ser

manantial de obras. Díganlo Luciano y Swift y Lorenzo Sterne y Jorge Bernardo Shaw. Una incredulidá

grandiosa, vehemente, puede ser nuestra hazaña.” (El tamaño de mi esperanza, 1926) 11

«An autobiographical essay», p. 154

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que de esas coordinaciones ilustres, alguna siquiera de modo infinitesimal

no se parezca un poco más que otras. He examinado las que gozan de cierto

crédito; me atrevo a asegurar que sólo en la que formuló Schopenhauer he

reconocido algún rasgo del universo. Según esa doctrina, el mundo es una

fábrica de la voluntad. El arte siempre requiere irrealidades visibles.

Básteme citar una: la dicción metafórica o numerosa o cuidadosamente casual

de los interlocutores de un drama... Admitamos lo que todos los idealistas

admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista

ha hecho: busquemos irrealidades que confirmen ese carácter. Las hallaremos,

creo, en las antinomias de Kant y en la dialéctica de Zenón.

“El mayor hechicero (escribe memorablemente Novalis) sería el que hechizara

hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones

autónomas. ¿No sería ése nuestro caso?” Yo conjeturo que así es. Nosotros (la

indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos

soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo;

pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de

sinrazón para saber que es falso. (Discusión, pp. 115-116)

De otra parte, su (parcial) adscripción al nominalismo puede leerse en «De las alegorías a

las novelas» (Otras inquisiciones). Ahí, intentando entender el disgusto moderno por la

alegoría (y la concomitante victoria actual de la novela), lo explica vinculando alegoría y

novela a dos maneras distintas de intuir la realidad (platonismo y nominalismo,

respectivamente), y el paso de una a otra como el desplazamiento del predominio antiguo

de la concepción platónica por el moderno del nominalismo.

Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los

últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros, que son

generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de

símbolos arbitarios; para aquéllos, es el mapa del universo. El platónico sabe

que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el

aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A

través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian

de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis

Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William James. (...)

Como es de suponer, tantos años multiplicaron hacia lo infinito las posiciones

intermedias y los distingos; cabe, sin embargo, afirmar que para el realismo lo

primordial eran los universales (Platón diría las ideas, las formas; nosotros, los

conceptos abstractos), y para el nominalismo, los individuos. (...) Una tesis

ahora inconcebible pareció evidente en el siglo IX, y de algún modo perduró

hasta el siglo XIV. El nominalismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca

a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil.

Nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa. Tratemos de

entender, sin embargo, que para los hombres de la Edad Media lo sustantivo no

eran los hombres sino la humanidad, no los individuos sino la especie, no las

especies sino el género, no los géneros sino Dios. De tales conceptos (cuya más

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clara manifestación es quizá el cuádruple sistema de Erígena) ha procedido, a

mi entender, la literatura alegórica. (pp. 155-156)

Salvadas las (magníficas) simplificaciones en que incurre Borges, su adscripción

nominalista es sin duda relativa (más bien epocal que personal), mientras admite que,

“verosímilmente, las dos tesis corresponden a dos maneras de intuir la realidad” y sobre

cuyo valor de verdad, cabe inferir, no nos está dado decidir.

El escepticismo de Borges es, pues, esencial, por otros motivos además. Es, como

diría Anderson Imbert, un escepticismo que duda de sus propias dudas. En «Nueva

refutación del tiempo» (Otras inquisiciones), Borges intentó llevar el argumento idealista

más lejos. Reseñando las doctrinas de Berkeley y Hume, escribió:

Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos;

David Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios.

Aquél había negado la materia, éste nego el espíritu; aquél no había querido que

agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de materia, éste

no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción

metafísica de un yo. (p. 183)

Y a continuación:

Admitido el argumento idealista, entiendo que es posible tal vez inevitable

ir más lejos. Para Berkeley, el tiempo es „la sucesión de ideas que fluye

uniformemente y de la que todos los seres participan‟ (Principles of human

knowledge, 98); para Hume, „una sucesión de momentos indivisibles‟ (Treatise

of human nature I, 2, 3). Sin embargo, negadas la materia y el espíritu, que son

continuidades, negado también el espacio, no sé con qué derecho retendremos

esa continuidad que es el tiempo. Fuera de cada percepción (actual o conjetural)

no existe la materia; fuera de cada estado mental no existe el espíritu; tampoco

el tiempo existirá fuera de cada instante presente. (p. 184)

Esta refutación del tiempo no niega precisamente que haya sucesión o que algo suceda

(p. 178). Niega la existencia “de un solo tiempo, en el que se eslabonan todos los hechos”.

Afirma que “cada instante es autónomo”, que “cada momento que vivimos existe, no su

imaginario conjunto” (p. 176); que “el tiempo no es ubicuo”, que no existe el absoluto

tiempo uniforme de los Principia de Newton (pp. 185-186). Negar de ese modo el tiempo,

continúa Borges, “es dos negaciones: negar la sucesión de los términos de una serie, negar

el sincronismo de los términos de dos series. En efecto, si cada término es absoluto, sus

relaciones se reducen a la conciencia de que esas relaciones existen. Un estado precede a

otro si se sabe anterior; un estado de G es contemporáneo de un estado de H si se sabe

contemporáneo.” (p. 185, cursivas mías)12

De donde, no sólo la materia, el yo, el mundo

12

Los ejemplos que aporta Borges son los siguientes: “El amante que piensa Mientras yo estaba tan feliz,

pensando en la fidelidad de mi amor, ella me engañaba, se engaña: si cada estado que vivimos es absoluto,

esa felicidad no fue contemporánea de esa traición (...). La desventura de hoy no es más real que la dicha

pretérita. Busco un ejemplo más concreto. A principios de agosto de 1824, el capitán Isidoro Suárez, a la

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externo, sino también la historia universal y nuestras propias vidas, resultan “objetos

imaginarios”: el presente está solo, es la memoria la que erige el tiempo...13

Y sin embargo,

y sin embargo...

And yet, and yet... Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo

astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro

destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología

tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de

hierro. El tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que

me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;

es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo,

desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges. (p. 187)

Un escepticismo que duda de sus propias dudas. Ya al comienzo de la primera parte del

ensayo, Borges había escrito: “En el decurso de una vida consagrada a las letras y (alguna

vez) a la perplejidad metafísica, he divisado o presentido una refutación del tiempo, de la

que yo mismo descreo, pero que suele visitarme en las noches y en el fatigado crepúsculo,

con ilusoria fuerza de axioma.” (p. 172). En el «Prólogo», de otra parte, se lee: “Publicada

en 1947 después de Bergson, es la anacrónica reductio ad absurdum de un sistema

pretérito o, lo que es peor, el débil artificio de un argentino extraviado en la metafísica.” (p.

170) En el prólogo, asimismo, esta observación sobre el título («Nueva refutación del

tiempo»): “No se me oculta que éste es un ejemplo del monstruo que los lógicos han

denominado contradictio in adjecto, porque decir que es nueva (o antigua) una refutación

del tiempo es atribuirle un predicado de índole temporal, que instaura la noción que el

sujeto quiere destruir. Lo dejo, sin embargo, para que su ligerísima burla pruebe que no

exagero la importancia de estos juegos verbales. Por lo demás, tan saturado y animado de

tiempo está nuestro lenguaje que es muy posible que no haya en estas hojas una sentencia

que de algún modo no lo exija o lo invoque.” (p. 171)

En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», se informa que en el imaginario planeta Tlön, los

libros de ficción “abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables”

cosa que hace Borges, de algún modo, en «El jardín de senderos que se bifurcan»

(Ficciones), y que “los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la

antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro

es considerado incompleto.” (Ficciones, p. 28) El nominalismo demanda como contraparte

el platonismo. De hecho, en «Nueva refutación del tiempo» hay una alusión a este último.14

Junto a doctrinas más bien nominalistas, “una de las iglesias de Tlön sostiene

platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que

tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito,

cabeza de un escuadrón de Húsares del Perú, decidió la victoria de Junín; a principios de agosto de 1824, De

Quincey publicó una diatriba contra Wilhelm Meisters Lehrjahre; tales hechos no fueron contemporáneos

(ahora lo son), ya que los dos hombres murieron, aquél en la ciudad de Montevideo, éste en Edimburgo, sin

saber nada el uno del otro.” (p. 176) 13

Paráfrasis de un verso del poema «El instante» (El otro, el mismo, 1964) 14

“Por lo demás, la frase negación del tiempo es ambigua. Puede significar la eternidad de Platón o de Boecio

y también los dilemas de Sexto Empírico.” (p. 186)

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son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son

William Shakespeare.” (p. 26).15

Debido a esto, para Sábato, en ningún relato como en

«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» se resume mejor el eclecticismo borgiano. Pienso, en cambio,

que ese cuento puede leerse como una paródica manera de persuadir al lector de cierto

lúcido escepticismo, mostrándole en un espejo (ficcional) la imagen invertida de su ingenua

confianza en el propio sentido común y sus prejuicios.16

¿Qué ética y qué estética se desprenden de todo esto? En «Nueva refutación del

tiempo», Borges escribe: “Ignoro, aún, la ética del sistema que he bosquejado. No sé si

existe.” Pero, inmediatamente, añade:

El quinto párrafo del cuarto capítulo del tratado Sanhedrín de la Mishnah

declara que, para la Justicia de Dios, el que mata a un solo hombre, destruye el

mundo; si no hay pluralidad, el que aniquilara a todos los hombres no sería más

culpable que el primitivo y solitario Caín, lo cual es ortodoxo, ni más universal

en la destrucción, lo que puede ser mágico. Yo entiendo que así es. Las ruidosas

catástrofes generales incendios, guerras, epidemias son un solo dolor,

ilusoriamente multiplicado en muchos espejos. Así lo juzga Bernard Shaw

(Guide to socialism, 86): “Lo que tú puedes padecer es lo máximo que pueda

padecerse en la tierra. Si mueres de inanición sufrirás toda la inanición que ha

habido o que habrá. Si diez mil personas mueren contigo, su participación en tu

suerte no hará que tengas diez mil veces más hambre ni multiplicará por diez

mil al tiempo en que agonices. No te dejes abrumar por la horrenda suma de los

padecimientos humanos; tal suma no existe. Ni la pobreza ni el dolor son

acumulables.” (p. 178)

¿Ni la pobreza ni el dolor son acumulables? ¿Creía Borges, realmente, en eso? El presente

está solo, y, sin embargo, la memoria erige el tiempo. “And yet, and yet... El mundo,

desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.” En todo caso, esta ética del

instante autónomo tiene algo de paradójico. Por un lado, supone una suerte de panteísmo

idealista: suprime la pluralidad postulando un sujeto único; y, por el otro, deriva en el

individualismo. Lo primero puede verse mejor en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», relato en el

que se nos informa de la victoria total del panteísmo idealista en el planeta Tlöny de las

razones de esa victoria: el repudio del solipsismo, la posibilidad de conservar la base

psicológica de las ciencias, la posibilidad de conservar el culto de los dioses (p. 27). “En los

15

Juan Nuño (La filosofía de Borges, pp. 37-38) precisa que este platonismo de la tal iglesia de Tlön no

corresponde al original, y traiciona tanto “al verdadero platonismo cuanto al dinámico presentismo tlöniano.”

De cualquier manera, la tensión entre platonismo y nominalismo (dicho simplificadamente), o entre

berkelianismo y platonismo, se podría rastrear a todo lo largo de la obra de Borges, desde Fervor de Buenos

Aires incluso. 16

En el planeta imaginario Tlön, a diferencia del nuestro, “las naciones (...) son congénitamente

idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje la religión, las letras, la metafísica presuponen el

idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos

independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial.” (p. 21) De ahí que, de “entre las doctrinas de Tlön,

ninguna ha merecido tanto escándolo como el materialismo. (...) El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa

paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la

veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal (...).” (pp. 25-26)

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hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros

estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son

obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores

(...).” (p. 28).17

Lo segundo, en cambio, puede leerse más nítidamente en una de las

entrevistas que Borges concedió a Antonio Carrizo (recogidas en Borges el memorioso).

Ahí, Carrizo le recuerda uno de sus poemas, «Tú» (El oro de los tigres), uno de cuyos

versos dice: “Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra”, y Borges

contesta:

Borges. Claro. Porque si lo único real son los individuos, entonces... la historia

universal, por ejemplo, es falsa. Porque se habla de países, se habla de naciones,

que no han existido nunca. Lo que existe es cada individuo. Y a ese hombre yo

lo llamo Tú. Puedo ser Yo, también.

Carrizo. Afirmar lo contrario es mera estadística; es una adición imposible.

Borges. Claro. Cuando se dice, por ejemplo: “En la vida de un hombre hay más

pesares o más desdichas.” Esa suma no puede hacerse.

Carrizo. No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que

antenoche soñaste.

Borges. Un país, por ejemplo, es una idea abstracta: por consiguiente, falsa. Lo

que existe es cada individuo; el país es una superstición o una convención. (p.

143)

En lo cual se vislumbra una inconsistencia, porque, si los países y la historia universal son

supersticiones, convenciones o ficciones, (recordemos) los individuos también lo somos

(“la materia, el yo, el mundo externo, la historia universal, nuestras vidas”).18

¿Cómo se

avienen, pues, panteísmo e individualismo, platonismo (panteísmo platonizante) y

nominalismo?

No intentaré respuesta a semejante pregunta. En cambio, inconsistencias aparte (y

las inconsistencias aparentes pueden responder a coherencias más profundas), el

escepticismo de Borges, quizás relativista como todos los escepticismos,19

en todo caso no

es de los pesimistas.20

En la «Introducción» a la Fenomenología del espíritu, Hegel

17

En uno de los ensayos de Otras inquisiciones, “La flor de Coleridge”, Borges todavía añade: “En rigor, no

es indispensable ir tan lejos; el panteísta que declara que la pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra

inesperado apoyo en el clacisista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes clásicas, la

literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras,

páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran (...).” (p. 20) 18

Dicho sea de paso, Borges fue conservador en política (“me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es

una forma de escepticismo”), y descreyó de la democracia por considerarla un abuso de la estadística (cf. El

informe de Brodie, «Prólogo»), cosas ambas que frecuentemente le han sido reprochadas. 19

Relativismo peculiar, en todo caso. Al modo del heracliteano “Para el Dios, todas las cosas son bellas y

buenas y justas, pero los hombres han supuesto unas injustas, otras justas.” (frag. 104, traducción de Juan

Araos U., «Los fragmentos de Heráclito», Yachay, UCB, Cochabamba, Nº 17, 1993), el relato «Los

teólogos» (El Aleph, p. 48), termina así: “Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la

insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador

y la víctima) formaban una sola persona.” 20

No hay que olvidar el carácter lúdico de la obra de Borges, un error que se suele cometer, según Anderson

Imbert («Borges por los cuatro costados»). El propio Borges explicó alguna vez que, por ejemplo, «Tlön,

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distingue dos formas del escepticismo, una de las cuales ve siempre en el resultado

solamente la pura nada, y otra para la cual esa nada es ella misma algo determinado y con

contenido. El escepticismo de Borges es de la segunda especie, no de la primera. En el

prólogo a su último libro (Los conjurados), se lee: “Toda obra humana es deleznable,

afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es”. En esta frase, sospecho, está contenida toda la

ética borgiana.21

Los personajes de sus relatos suelen ser valientes y resignados, pero

(discretamente) esperanzados también: resignados a no entender el mundo, a sufrir el mal;

valientes, ya que no reniegan de su suerte y la aceptan tal cual; esperanzados porque saben

que cualquier día puede ser (es) el día del Juicio Final.22

De ahí que, como decía antes, la idea de eclecticismo, incluso la de esteticismo, y la

suposición de una incredulidad radical en la obra de Borges, me parecen insuficientes, si no

erróneas. Porque en Borges, finalmente, hay un gesto de fe. En una última conferencia

dictada a los alumnos de un colegio de Buenos Aires, que Borges pidió no se difundiera

entonces, respondiendo a preguntas de los asistentes, dijo:

He tratado de creer en un Dios personal. Mi abuela era metodista. Sus mayores

eran cuáqueros; era muy religiosa. Yo he tratado de creer en Dios, pero no he

podido hasta ahora. Es una incapacidad mía. Pero creo, eso sí, en un propósito

ético, quizás estético y quizás intelectual también, para este mundo. Todo el

universo está regido por un principio ético. Esto es más importante que creer en

un dios personal o no.

Yo no temo a la muerte. No le temo ni me entristece. Cuando estoy triste

pienso: cómo puedo estar triste si me espera esa gran aventura que es la muerte.

Uqbar, Orbis Tertius» fue escrito también en clave humorística al modo de Kafka. ¿Quién, en medio de la

aflicción, no se habrá reído al leer «El Aleph»? Alfonso Reyes hace notar, a su vez, que, tanto estoicismo

como escepticismo, al contrario de lo que hoy pensamos, se esforzaban entre los griegos por parecer filosofías

alegres (La filosofía helenística, p. 95). “La idea de que la filosofía tiene que ser necesariamente

pesimista...Sería una lástima.” (Borges el memorioso, p. 143) 21

Se podría caracterizar esta ética como estoica, quizás: “El carácter del hombre y sus variaciones son el tema

esencial de la novela de nuestro tiempo; la lírica es la complaciente magnificación de venturas o desventuras

amorosas; las filosofías de Heidegger y de Jaspers hacen de cada uno de nosotros el interesante interlocutor de

un diálogo secreto y continuo con la nada o con la divinidad; estas disciplinas, que formalmente pueden ser

admirables, fomentan esa ilusión del yo que el Vedanta reprueba como error capital. Suelen jugar a la

deseperación y a la angustia, pero en el fondo halagan la vanidad; son, en tal sentido, inmorales. La obra de

Shaw, en cambio, deja un sabor de liberación. El sabor de las doctrinas del Pórtico y el sabor de las sagas.”

«Nota sobre (hacia) Bernard Shaw», Otras inquisiciones, p. 160 22

En inglés «Doomsday» (Los conjurados):

Será cuando la trompeta resuene, como escribe San Juan el Teólogo.

Ha sido en 1757, según el testimonio de Swedemborg.

Fue en Israel cuando la loba clavó en la cruz la carne de Cristo, pero no sólo entonces.

Ocurre en cada pulsación de tu sangre.

No hay un instante que no pueda ser el cráter del Infierno.

No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso.

No hay un instante que no esté cargado como un arma.

En cada instante puedes ser Caín o Siddharta, la máscara o el rostro.

En cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya.

En cada instante el gallo puede haber cantado tres veces.

En cada instante la clepsidra deja caer la última gota.

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Si tengo suerte, seré aniquilado, borrado totalmente, y si no, si hay otra vida, la

aceptaré como he aceptado ésta. Peor que ésta no será. Hasta puede ser mejor.

No sabemos nada, pero podemos pensar que hay una aventura más allá de la

muerte. («La última conferencia», pp. 5-6)

De esta ética deriva su estética: si cualquier día es el día del Juicio Final, entonces “cada

momento de la vida, cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es.” (El oro

de los tigres. «Prólogo»). Pienso (siento) que no es esteticismo lo de Borges: es encendida

y lúcida atención estética hacia el mundo, hacia las cosas que “quieren decirnos algo, o algo

dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo” y “esta inminencia de

una revelación, que no se produce, es, quizá (como gusta decir el conjetural Borges), el

hecho estético.” («La muralla y los libros», Otras inquisiciones, p. 12) No esteticismo,

entonces, sino fervorosa, lúcida, resignada, escéptica, esperanzada búsqueda del... ¿hilo de

la fábula?

El hilo que la mano de Ariadne dejó en la mano de Teseo (en la otra estaba la

espada) para que éste se ahondara en el laberinto y descubriera el centro, el

hombre con cabeza de toro o, como quiere Dante, el toro con cabeza de hombre,

y le diera muerte y pudiera, ya ejecutada la proeza, destejer las redes de piedra y

volver a ella, a su amor.

Las cosas ocurrieron así. Teseo no podía saber que del otro lado del laberinto

estaba el otro laberinto, el de tiempo, y que en algún lugar prefijado estaba

Medea.

El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera

sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso.

Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca

daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en

una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y

sencilla felicidad.

Cnossos, 1984.

(Los conjurados)

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Mauricio Gil Q.

Octubre, 1998

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