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ESCONDIDOS• COMO ANNE FRANK •

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Para mi madre, quien me inspiró para emprender este proyecto.

M. P.

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INTRODUCCIÓNEste libro cuenta las historias de catorce personas que por ser judías tuvieron que esconderse durante la Segunda Guerra Mun-dial. Adolf Hitler, líder del Partido Nazi en Alemania, pensaba que los judíos eran los responsables de todos los males del mundo y que por lo tanto debían ser eliminados. A mi madre se le consideró parte de ese grupo de “personas malignas”, no obstante, fue una de las afortunadas: la escondieron y sobrevivió.

Desde que era muy pequeño sentí curiosidad por lo que vivió mi mamá durante el tiempo que pasó escondida, cuando tenía casi seis años, en el verano de 1942. Ella me contó lo que ocurrió. Las partes emocionantes de la historia y aquellas en las que se había sentido triste o asustada fueron las que más me impresionaron.

Más tarde comencé a investigar las experiencias de otras per-sonas que estuvieron escondidas durante la guerra, y me di cuenta de que sus historias eran completamente distintas. Muchos, pese a haberse ocultado, no sobrevivieron a la guerra porque alguien reveló dónde estaban o porque los nazis los descubrieron durante las redadas. En los Países Bajos se mantuvieron ocultos cerca de 28 000 judíos; aproximadamente 16 000 sobrevivieron y 12 000 fueron capturados o delatados. El ejemplo más famoso es, desde luego, Anne Frank, cuyo diario ha sido leído en todo el mundo.

Pero ¿qué significaba realmente estar escondido? ¿Adónde se podía ir? ¿Cómo saber en quién confiar? ¿De dónde salía el di-nero para pagar el escondite? ¿Qué se podía hacer en momentos de terror? Éste es el tipo de preguntas que les hice a hombres y mu-jeres que hoy son ancianos pero que eran niños y niñas durante la

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guerra. En este libro podrán conocer sus experiencias. La primera historia es la de mi madre.

Para ver más fotografías y algunos videos, así como escuchar parte de la historia de cada una de estas personas tal como me la contaron, entra al sitio www.hiddenlikeannefrank.com,* donde también encontrarás información sobre otros jóvenes que estuvie-ron escondidos y cuyas historias no aparecen en este libro.

Al principio de cada capítulo hemos incluido un mapa en el que se señalan los lugares en los Países Bajos donde cada persona se escondió. En ocasiones se trata de un solo lugar, pero normal-mente tenían más de un escondite. ¡Una de las personas de este libro estuvo escondida en más de cuarenta y dos lugares diferentes! En el sitio web hay un mapa interactivo sobre el cual se puede hacer clic en diferentes puntos para ver y escuchar la historia de un lugar en particular.

¡Lean, miren y escuchen!

Marcel Prins

* Los contenidos de este sitio web están en neerlandés, alemán e inglés. (N. del T.)

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Bélgica

Mar del Norte

IJsselmeer

Waddenzee

Markermeer

Oosterschelde

Francia

países bajos

Waal

Leiden

The Hague

Rotterdam

UtrechtVeenendaal

Zeist

Amersfoort

Bussum

IJmuiden

Tilburg

Bruselas

Antwerp

Sneek

Nieuw-Vennep

AmsterdamÁmsterdam

SintJacobiparochie

Haarlem

SintJacobiparochie

0 20 KM

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N

S

W E

Alemania

Rhine

GroningenBergum

Oude Pekela

Deventer

Arnhem

Bremen

Enschede

Neede

HengeloEnter

Emmen

Meppel

Jubbega

Colonia

Grubbenvorst

E U R O P EE U R O P A

Área de detalle

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Rita con su madre, Bertha Degen-Groen, ca. 1939.

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las estrellasse han marchado

RITA DEGENNació en Ámsterdam, el 25 de diciembre de 1936.

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En 1939, cuando yo tenía tres años, mi padre fue enlistado en el ejército. El campamento estaba ubicado cerca de la Línea Grebbe, un importante bastión de defensa. Mi madre y yo fuimos dos veces en tren a visitarlo; él estaba con un grupo de soldados, todos de uniforme, y recuerdo haber pensado que se veían muy raros. Vi-vían en una enorme granja. Mi mamá y yo pasamos la noche en una habitación separada. Me pareció un lugar agradable.

Cuando estalló la guerra, el regimiento de mi padre marchó hasta Grebbeberg, una colina ubicada en un lugar estratégico. Allí se dieron violentos combates y muchos hombres resultaron heridos o muertos. Mi padre se dio cuenta de que las cosas iban mal, así que tomó su bicicleta y regresó a Ámsterdam. Llegó a media noche, sin su rifle y sin su mochila. En alguna parte debió de haberse des-hecho de ellos.

A mi padre siempre le gustó saber con exactitud qué ocurría, así que consiguió un trabajo en el Consejo Judío,1 que por órdenes de los alemanes había sido fundado en 1941 para representar a la comunidad judía en los Países Bajos. Mi padre estaba de guardia cuando uno de los primeros grupos de judíos fue trasladado fuera de Ámsterdam. Lo que vio ahí hizo que decidiera esconderme de inmediato. Esa misma semana también mis padres se escondieron. Mi padre había conseguido escondites para todos nosotros, no sólo para su familia inmediata, sino también para sus padres y para

1. Consejo Judío ( Judenrat, en alemán): organización administrativa que los ocupantes alemanes obligaban a las comunidades judías a que instaurasen para encargarse de sus asun-tos. Cualquiera que trabajara para el Consejo Judío estaba temporalmente exento de ser deportado.

Muchos judíos veían con recelo a los miembros del Consejo, especialmente a sus líderes, por seguir las órdenes de las fuerzas alemanas de ocupación, y porque la exención de la deportación les parecía injusta. No obstante, muchos miembros del Consejo Judío intenta-ron ayudar a otros en secreto siempre que tuvieron oportunidad.

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todos los hermanos y hermanas de mi madre. Pero ellos nunca los usaron. “No nos irá tan mal”, dijeron.

Poco después de que mis padres se escondieran, nuestra casa fue ocupada, o “pulsada”, como se decía en aquel entonces. Los alemanes habían asignado a Abraham Puls y a su empresa la labor de vaciar las casas de los judíos escondidos o arrestados durante las redadas.2 Nosotros tuvimos suerte: nuestros vecinos, que eran buenas personas, tenían llave de nuestra casa y se llevaron consigo todo lo que pudieron cargar con el fin de ocultarlo. Después de la guerra, recuperamos algunas fotografías, un juego de cubiertos, una estatuilla y un reloj de pared.

Mi primer escondite estaba en Ámsterdam, en casa del jefe de mi padre. Él era judío pero su esposa no. Al principio, los matrimo-

nios mixtos3 parecían estar relativamente a salvo, aunque era muy peligroso para ellos esconder a un niño judío. Fue entonces cuando comencé a darme cuanta de que yo era judía, sin realmente comprender lo que eso significaba.

Antes de la guerra, en nuestra familia había de todo: vege-tarianos, adeptos a la sanación holística y ateos. Desde luego, teníamos tradiciones; de hecho, seguíamos muchísimas tradicio-nes. En Pascua, por ejemplo, comíamos pan ácimo y mi madre horneaba gremsjelies, un pastel especial de Pascua hecho con ese pan, pasas, almendras y cáscara de naranja caramelizada; teníamos

2. redada: acción de la policia o del ejército para encontrar personas y ponerlas bajo custodia.3. matrimonios mixtos: matrimonio entre personas de distintas religiones o nacionalida-des, en este caso entre una persona judía y una no judía. En general, los judíos en matrimonios mixtos no tenían que presentarse para ser deportados ni sus hijos tenían que portar en la ropa las estrellas que los identificaban como tales. Sin embargo, sí tenían que obedecer las reglas que los ocupantes alemanes habían impuesto a los judíos locales.

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una menorá, es decir, un candelabro que se usa para las alabanzas judías, y prendíamos sus respectivas siete velas. Mi madre, por su parte, también solía usar muchas expresiones en yiddish, pero para mí eso era de lo más normal.

Lo que no resultó tan normal fue dejar el kínder tres meses después de que comenzara la guerra. El niño que vivía en la casa de al lado también era judío y, como yo, tuvo que dejar la escuela, de modo que volvimos a jugar juntos, como hacíamos antes de ir al kínder.

Empecé a entender mejor lo que significaba ser judío cuando oí a mis padres adoptivos hablar acerca de mi cumpleaños. Tenía cinco años cuando llegué a esconderme con ellos y faltaban varios meses para que cumpliera seis, lo cual esperaba con ansias. Walter Lorjé, mi padre adoptivo, dijo:

—Si alguien te pregunta cuántos años vas a cumplir tienes que decir que cinco. Nunca digas que tienes ya casi seis.

Me pareció terrible: yo quería ser una niña grande. —¿Por qué no? —pregunté. —Porque cuando cumplas seis tendrás que portar la estrella.4

Yo sabía que nadie quería llevar la estrella en la ropa. Mi madre tenía que portar una y era un fastidio. Yo tenía cinco años y no en-tendía claramente qué significaba ser judío, pero intuía que había algo malo en ello. Esa sensación se intensificaba cada semana, es-pecialmente cuando comenzaron las redadas y las conversaciones giraban en torno a quién había sido apresado y quién seguía libre.

4. estrella: una estrella de David sobre fondo amarillo con la palabra Jood (“judío”, en neer-landés) en el centro. A partir del 3 de mayo de 1942, todos los judíos de seis años o más tenían que portar esta estrella en la vestimenta exterior. La estrella debía ser visible y estar muy bien sujeta; de lo contrario, la persona que la portaba era castigada.

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La familia Lorjé, que me había acogido, tenía tres hijos. El mayor, Wim, tenía quince años. A veces jugábamos con sus coche-citos de juguete. Eso siempre me hacía feliz porque significaba que podía interactuar con alguien más, pues no podía jugar con mis amigos, no veía a mi familia y tampoco iba a la escuela. Tenía muchas ganas de aprender pero nadie me enseñaba nada. La hija de la familia, Marjo, me había aterrorizado, no con los alemanes sino con escarabajos, arañas, lodo y todo tipo de peligros imagina-rios. Ya no me atrevía a jalar la cadena del baño porque temía que cientos de cosas aterradoras pudieran salir de ahí.

Cuando venía de visita la tía Loes, una prima de la señora Lorjé, debía irme a un parque cercano a la casa. La tía Loes estaba casada con un hombre que administraba la papelería de la familia. El jefe de mi padre adoptivo era judío, así que los alemanes le habían dado al esposo de la tía Loes la administración de la tienda. En alemán, a eso se le llamaba Verwalter, administrador. La tía Loes solía visi-tar la casa para hablar de asuntos de la papelería. Si de casualidad me topaba con ella, yo tenía instrucciones de decir que era Rita Houtman y que vivía en la casa de enfrente. Debía salir y quedarme en el parque hasta que no hubiera moros en la costa y entonces, según lo habían acordado, alguno de los vecinos iba a buscarme.

Sin embargo, en una ocasión no fue así. La tía Loes avisó que iría de visita, por lo que Marjo me llevó al parque. Al marcharse, me dijo:

—La tía Loes no se quedará mucho tiempo. Puedes volver a casa a las seis —obviamente, Marjo nunca debió decirme eso.

En el parque había una resbaladilla y uno de esos carruseles que uno mismo debe impulsar. No me subí. También había un

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par de columpios y un subibaja, pero no se puede jugar solo en el subibaja, así que tampoco me subí. Me quedé sentadita con una cubeta y una pala dentro de un enorme arenero. Los demás niños estaban en la escuela. Yo estaba completamente sola en el parque, que estaba cercado por una alta reja de metal; sólo estaba el guar-dia, pero en el interior de una caseta. Después de un rato, comencé a sentir frío y sed.

En cuanto las campanas de la iglesia dieron las seis, recogí la pala y la cubeta y corrí a casa.

La puerta principal estaba cerrada, así que toqué el timbre. Alguien la abrió jalando una cuerda desde arriba. Ahí, a mitad de las escaleras, estaba la tía Loes, que me miró y preguntó:

—¿Y tú quién eres? De inmediato supe que algo no iba bien. —Soy Rita Houtman y vivo al otro lado de la calle. Sólo vine

a ver si la señora Lorjé podía regalarme un poco de azúcar. La tía Loes se volvió hacia el señor Lorjé, que estaba de pie en

la parte alta de la escalera, y respondió: —Mmm, habría jurado que se trataba de Rita Degen. Luego pasó a mi lado y salió de la casa. Hubo un pánico enorme. De inmediato empacaron mi maleta

y esa misma noche decidieron enviarme a vivir con alguien de la

resistencia.5 Al día siguiente una mujer pasó a buscarme. —Hola —dijo—. Soy la tía Hil. Mañana tomaremos juntas

el tren a Hengelo.

5. la resistencia: grupo de organizaciones que llevaban a cabo actividades en contra de las fuerzas de ocupación, tales como ayudar a la gente a encontrar refugio, imprimir y distribuir periódicos clandestinos, así como algunas labores de sabotaje.

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Tomar el tren a Hengelo sonaba divertido. Hacía mucho que no me subía a un tren.

—Hengelo —me dijo la tía Hil al día siguiente— es donde viven la tía Marie y el tío Kees. Son muy amables y estarán muy conten-tos de conocerte. Les emociona mucho que vivas con ellos. Tienen un bebé que no tiene ni un año.

Fue un viaje largo, de modo que cuando llegamos a Hengelo ya sabía todo lo que necesitaba saber. Sabía cómo eran la tía Marie y el tío Kees y que viviría en una casa con jardín. Pensé que en verdad tenían ganas de conocerme.

Poco antes de llegar a la casa, la tía Hil me dijo:—¿Les jugamos una broma? Quédate aquí sentada con la ma-

leta en la acera y yo iré por la puerta trasera. Les diré que tengo malas noticias, que finalmente Rita no pudo venir. Se sentirán muy tristes, desde luego, y para que no se decepcionen les diré que les traje un paquete que está en la acera. Irán a ver y cuando abran la puerta... ¡Sorpresa!

Me pareció una gran idea. La tía Hil se dirigió a la puerta trasera.

Un par de minutos más tarde, la puerta principal se abría de par en par. Inmediatamente me di cuenta de que la mujer que había abierto era muy amable.

—¡Hola! —me saludó—. ¡Estaban bromeando! ¡Rita! ¡Qué bueno que estés aquí! Entra, entra. Tu habitación está lista. ¡Al tío Kees le dará mucho gusto verte cuando llegue a casa!

En ese momento yo no sabía que la tía Hil me había llevado a la casa de su hermana, quien no tenía idea de que yo iba a vivir

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ahí. La tía Hil tuvo que explicárselo cuando llegamos. Yo no tenía por qué sospechar nada. La habitación era hermosa, como me dijo la tía Hil que sería. Mucho tiempo después, el tío Kees me explicó que la habitación había sido preparada para cualquier niño que llegara a esconderse y que no era especialmente para mí.

Desde el principio me sentí como en casa en aquel segundo escon-dite. Durante el día jugaba en el jardín y en la granja, al lado de la casa. Nunca dudé que desearan que me quedara. La tía Hil, que se quedó un par de días, le dijo al tío Kees que yo era un niña de Navidad.

—¡Nació el día de Navidad!Eso les pareció maravilloso. El tío Kees señaló a su bebé y dijo:—Wim cumplirá un año cuando tú cumplas siete. ¡Yo ya no entendía nada! Cuando tenía casi seis años tenía

que decir que en mi siguiente cumpleaños cumpliría cinco, así que ahora que iba a cumplir siete debía decir que tenía casi seis. Pensé que tendría que mentir para siempre y quitarme un año toda la vida para que no me hicieran portar una estrella.

—¿Qué ocurre? —preguntó el tío Kees al notar el miedo en mi rostro.

—No pueden decir eso. Tienen que decir que voy a cumplir seis años.

—¿Por qué?—Si dicen que cumpliré siete años, me harán portar una

estrella. —Nunca tendrás que llevar una estrella —dijo el tío Kees—.

De ahora en adelante, tu nombre es Rita Fonds. Vives aquí con nosotros. Eres nuestra pequeña Rita. Y nuestra pequeña Rita no

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llevará ninguna estrella porque nadie en nuestra casa lleva una estrella.

Así que ahora era parte de la familia Fonds y no una niña de las que llevaban estrellas. Y pensé: “Las estrellas se han marchado”. Eso me hizo sentir bien, aunque en ese momento no entendía lo que significaban las estrellas.

Pero aún sentía que había algo extraño en mí. No asistía a la es-cuela, por ejemplo; sin embargo, recibía clases particulares. Me dijeron que era porque aún no había aprendido nada y tenía que estudiar para ponerme al corriente. Muy pronto empecé a leer y a escribir. Tenía muchas ganas de aprender porque quería leer las cartas de mis padres y contestarlas. No era que los extrañara sino que disfrutaba escribir. Para mí, mis padres eran poco más que unas imágenes. Tenía una fotografía en mi habitación: aquéllos

Rita y su “hermano” Wim, 1944.

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eran mis padres, y yo les escribía cartas, pero nada de eso me pa-recía real; no me preocupaba cómo les llegaban las cartas a sus manos. Aun después de ponerme al día con las clases, seguí sin ir a la escuela en Hengelo. Al parecer era demasiado peligroso en una comunidad tan pequeña que una niña nueva apareciera así como así en la escuela.

En Hengelo había muchas fábricas. Los ingleses comenzaron a bombardear la ciudad en 1943 porque no querían que los alemanes pudieran usarlas. Así que por las noches la tía Marie, el pequeño Wim y yo nos acurrucábamos juntos debajo de la escalera.

—No tengas miedo —le decía yo a la tía Marie—. Si mori-mos, nos iremos los tres juntos.

El tío Kees, que hacía todo tipo de trabajos para la resistencia, a veces se sentaba con nosotros bajo la escalera. Ocasionalmente había otra persona que también estaba escondida, como el her-mano menor de la tía Marie, Remmert, quien tenía que reportarse al Arbeitseinsatz.6 Cuando la situación parecía peligrosa, el tío Kees alzaba la alfombra que estaba debajo de la mesa del comedor, abría una trampilla y Remmert desaparecía bajo el suelo. La alfom-bra volvía a su lugar y sobre ella colocaban al pequeño Wim con sus juguetes. Recuerdo que los alemanes fueron a la casa en dos ocasiones. Buscaban gente escondida, pero lo único que encontra-ron fue a dos niños rubios que jugaban juntos.

A principios de 1944 evacuaron a toda la familia y nos trasla-daron a una casa en Kwakersplein, una plaza en Ámsterdam. Esto

6. Arbeitseinsatz (“trabajos forzados”, en alemán): muchos hombres alemanes tenían que servir en el ejército, así que, hacia el final de la guerra, los holandeses eran conducidos a Alemania para trabajar. Los hombres —y a veces también las mujeres— eran apresados y enviados a Alemania. Muchos hombres no judíos intentaron escapar de estos trabajos forza-dos escondiéndose como los judíos.

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sucedió justo a tiempo, pues una semana después de marcharnos cayó una bomba sobre la casa de Hengelo. En Ámsterdam pude ir a la escuela por primera vez: ahora era tan sólo una más de la familia. Había tantas familias recién formadas que nadie intentaba siquiera averiguar quién estaba emparentado con quién. A esa es-cuela no fui más de seis meses, me parecía maravillosa. Al fin estaba con niños de mi edad, pero eran mucho mejores que yo recitando las tablas de multiplicar. Yo nunca antes lo había hecho.

Fue en Ámsterdam donde comprendí por primera vez lo que podía ocurrirte si eras judío. Me di cuenta por Danny, uno de mis compañeros de escuela, un hermoso niño de ojos oscuros y rizos negros. Caminábamos juntos a la escuela todos los días hasta que una mañana toqué el timbre de su casa y su madre abrió la puerta con los ojos rojos e hinchados; me dijo que Danny se estaba quedando en casa de alguien más y que por un tiempo no iría a la escuela. De pronto lo entendí: “¿sería esa mujer en realidad su madre? Su nombre no es Danny Pieterse”, pensé, “así como el mío no es Rita Fonds”.

La escuela tuvo que cerrar cuando comenzó el Invierno del Hambre: 7 no había calefacción ni comida ni nada. Pasaba los días en la calle buscando algo de comer. La tía Marie peinaba mi pelo largo y rubio en dos trenzas para que pareciera una perfecta niña nazi. A la vuelta de la esquina de nuestra casa, junto a las barracas de la Wehrmacht,8 había una bodega de alimentos. Yo solía ir ahí

7. Invierno del Hambre (Hongerwinter, en neerlandés): la hambruna holandesa del invierno de 1944-1945, cuando hubo una gran escasez de alimentos en buena parte de los Países Bajos, lo cual ocasionó que mucha gente muriera de hambre. 8. Wehrmacht: nombre del ejército alemán de 1935 a 1945.

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y esperar hasta que algún soldado me diera una zanahoria o un pedazo de pan.

Cuando llegaba a casa, le decía orgullosa a la tía Marie: —¡Mira lo que traje!—¿Cómo conseguiste eso? —me preguntaba. —Pues no le digo nada a los soldados, pero ellos se me acer-

can y hablan conmigo. “Hola, señorita”. ¿Te imaginas si supieran quién soy?

También recorría las calles en busca de combustible. Entre los rieles del tranvía había pequeños pedazos de madera que eran perfectos para nuestras estufas. Y aunque obviamente no estaba permitido, todo el mundo se los llevaba. Eso sí, había que tener cuidado, porque si los alemanes te veían, se acercaban y disparaban sus armas. Yo no era lo bastante fuerte como para arrancar sola los bloques de madera, pero era rápida y delgada, y sabía aprovechar esas dos ventajas. Me acercaba a la gente que estaba sacando los bloques de madera, me deslizaba entre sus piernas, echaba los leños a mi bolsa y salía huyendo de ahí tan rápido como podía.

En el otoño de 1944, antes de que comenzara el duro in-vierno, fuimos a quedarnos unas semanas con unos parientes en una granja cerca de Zaandam. Caminamos más de quince kilóme-tros para llegar hasta allí desde Ámsterdam, eso es una caminata muy larga cuando tienes ocho años y no has comido lo suficiente. Cuando al fin llegamos, me pareció haber llegado al cielo. ¡En la granja tenían incluso mantequilla de verdad!

Pero durante el Invierno del Hambre las cosas se volvieron más y más complicadas, sobre todo porque la tía Marie estaba embarazada. Sufría de malnutrición, lo que hizo que las piernas se le hincharan tanto que casi no podía mantenerse en pie. Así que

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yo me formaba en la panadería todos los días a partir de las cuatro y media de la mañana con la esperanza de conseguir un poco de pan con los cupones de racionamiento. Mi intención era cuidar de la tía Marie, por lo que me convertí en una pequeña ladrona que mendigaba carbón en las barracas. En el mercado, donde los granjeros vendían algunas zanahorias, papas y betabeles, robaba todo lo que podía.

Desde la desaparición de Danny tomé consciencia de que si eras judío podían pasarte cosas extrañas, pero seguía sin saber nada del judaísmo como religión. El tío Kees y la tía Marie no me de-cían nada al respecto y me criaron como protestante. Me gustaba mucho ir a misa los domingos porque los himnos eran hermosos. No entendía lo que cantaba, pero me parecía que sonaba absolu-tamente maravilloso.

Me hice amiga de una niña católica. Un día me preguntó si quería ir a misa con ella. Le dije que sí, ¿por qué no? Pues bien, se trataba de una de esas iglesias católicas con estatuas, pinturas, rosarios... Muy distinta de la sobria iglesia protestante. Mi amiga me enseñó a rezar el avemaría en latín. Yo estaba encantada, me parecía que la religión católica era mucho más hermosa que el pro-testantismo, y también cantaban mucho más. Le pregunté al tío Kees y a la tía Marie por qué no iban a una iglesia católica. No me dieron una respuesta clara, pero nunca trataron de imponerme su religión.

Todas las noches rezaba mis plegarias a Nuestro Señor Jesu-cristo en el Cielo, porque me parecía que había alguien allá arriba que me observaba, y si me portaba bien y le parecía que yo era una buena niña, algo haría por mí.

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Pero, poco después de la liberación, dejé de creer. En Ámster-dam hubo una gran fiesta el 7 de mayo, dos días después de que Holanda fuera liberada. Todos salieron a las calles, incluidos no-sotros: la tía Marie iba con su enorme barriga, Wim en la carriola y yo caminando a saltitos. Bailamos y cantamos de camino a la plaza Dam, en el centro de Ámsterdam. Pero todavía quedaban algunos alemanes en los alrededores y le dispararon a la multitud desde el balcón de un alto edificio; nosotros nos escondimos detrás del palacio real tan rápido como pudimos. Cuando volvimos a casa en Kwakersplein al final de aquel asombroso día, la tía Marie dijo:

—Bueno, pequeña Rita, no queda más que esperar a que lle-guen tus padres. Seguramente vendrán pronto porque la guerra ha terminado y todos somos libres.

Rita, poco después de la guerra, 1945.

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“Eso no va a ocurrir”, pensé. “¡No puede ocurrir! ¡No quiero ir-me nunca de aquí!”. Mis padres no significaban nada para mí. Sólo había una persona, o al menos eso creía yo, capaz de conseguir que me quedara con la familia Fonds: el mismísimo Dios Nuestro Se-ñor. Por las noches me arrodillaba y rezaba durante horas para que mis padres dejaran que me quedara con la tía Marie y el tío Kees.

De una cosa estaba segura: no podía abandonar a la tía Marie mientras estuviera embarazada. Yo la cuidaba, ella me necesitaba. Pensé que todavía me quedaría mucho tiempo ahí, que mis padres no llegarían tan pronto, ¿o sí?

Me equivocaba: a mediados de mayo tocaron a la puerta. Yo estaba jugando con mi hermano adoptivo en el balcón cuando oí que el tío Kees abría la puerta y gritaba:

—¡Guau! ¡Beb, Frits, no pensé que vendrían tan pronto!De inmediato supe quiénes eran y me senté de espaldas a la

puerta. La tía Marie me llamó:—Rita, pequeña, ¡mira quién está aquí!Los oí subir las escaleras y me di media vuelta para decirles:—Hola, señora. Hola, señor.Eso fue todo, y seguí jugando.Muchos años después, el tío Kees me dijo que le había rogado

a mi padre que no me llevara de un día para otro.—No se la lleven ahora. Déjenla aquí. Llévenla al zoológico

primero y luego que pase la noche con ustedes.Mi padre no quiso escucharlo.Dije que quería cuidar a la tía Marie hasta que llegara el bebé,

pero no conseguí convencer a mis padres. Me llevaron con ellos. Ni siquiera recuerdo haberme despedido.

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En ese momento dejé de creer en Dios. Si Nuestro Señor no intervenía, no quería tener nada que ver con él. Durante dos días traté de decir: “Dios, bendice estos alimentos, amén”, antes de comer, y mis padres me decían:

—Nosotros no hacemos eso.“Muy bien”, pensé. “De todas maneras ya no creo en eso”.No supe nada del tío Kees y la tía Marie. No había teléfono y

la casa estaba demasiado lejos para ir caminando a visitarlos. Era desesperadamente infeliz. Había planeado cuidar de la tía Marie hasta que llegara el bebé. ¿Qué sería de ella sin mí? Ni siquiera supe de la existencia de la pequeña Inge hasta dos meses después de su nacimiento. Para mí, ella era mi hermanita.

En una ocasión fui con mi madre a nuestra antigua casa de Jekers-traat. Alguien más vivía ahí. Mi madre vio el pequeño toldo que había instalado en el balcón, lo quería para nuestro nuevo hogar, así que tocó el timbre y lo pidió. La casa había sido saqueada, sólo habían dejado el cuadro que estaba sobre la chimenea.

—¡Mamá! —grité—. Ése es nuestro cuadro. Las personas que vivían ahí ni siquiera se inmutaron. La casa

les había sido asignada con todo lo que contenía. Nunca recupe-ramos el toldo.

Durante mucho tiempo busqué al niño que vivía en la casa de al lado, pero él nunca regresó. Tampoco regresaron mis abuelos ni los siete hermanos y hermanas de mi madre, a los que mi padre había conseguido un escondite al inicio de la guerra.

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