ESCRITORES LEDESMENSES
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ESCRITORES
LEDESMENSES
JUJEÑOS
ALEJANDRO CARRIZO .
LAS CARTAS MARCADAS.
Estimado Walter:
Te escribo estas líneas esperando tu comprensión y
consejos acerca de lo que debo hacer. Sólo a un amigo
como vos puedo confiarle esta historia.
Tengo en mi poder una carpeta que no me deja vivir en
paz. Además, al bar llegan rumores de que el disparo se
oyó en toda la cuadra, y que la policía anda haciendo
averiguaciones en el barrio. Sé que debo devolver esos
papeles, pero ¿a quién?
Todo comenzó un viernes. Esa noche me devoré el
mamotreto. No pude dormir. Me sudaban las manos. "Lá
soledad es una puerta que el corazón se empeña en
golpear, pero nadie responde. Tomas Rangel”'. Ése era el
epígrafe.
Manuel Tolaba había cansado demasiadas calles en
Buenos Aires. Conocía el recorrido de casi todos los
colectivos, subtes y trenes, pero ninguno conducía a donde
él esperaba llegar un día. Había experimentado las más
insospechadas dimensiones de la ciudad .incierta. A veces
añoraba la paz de Chijra, o de Jujuy toda, de donde venía.
En realidad, lo que había cambiado era lo de sus hijos;
después, lo de su mujer. Los formularios, instancias y todo
mecanismo burocrático de ministerios, cámaras, tribunales
y comisiones se habían incorporado a él casi naturalmente.
A veces, en el hotel, se miraba al espejo y no se reconocía.
Sentía sobre los hombros la pesada mano de la madurez.
Cierto pesimismo comenzó a rondarle las sienes. Esa
tarde, junto a la ventana, lloró. Una sensación irremediable
como el amor o la muerte lo incitaba a quedarse y
continuar... Un día un muchacho, en una reunión, dijo:
“E1 amor es nuestra bandera: el amor nos va a salvar”.
Su habitación, tomó la decisión. "Se acabó -se dijo-
todavía soy un hombre".
La agencia matrimonial era sofisticada. Después de
estudiar durante cuatro horas los ficheros, dijo "es ella". La
empleada sonrió. De vuelta al hotel, se sentó en el
colectivo, erguido, seguro, como si al final del viaje lo
esperara el comienzo de una nueva vida. Esa noche no
durmió; se quedó charlando con el encargado sobre
poemas de amor. Hizo una larga lista de libros que debía
comprar. Al mediodía, y después de ensayar varios
borradores, ya tenía terminada la primera carta: "...el
atrevimiento que como hombre me tomo con usted, me
hace experimentar las más nobles expectativas: el
asombro, la creatividad... Espero, emocionado, su
correspondencia, Respetuosamente, Manuel Tolaba". El
encargado del hotel, experto desde siempre en leer cartas
ajenas, lo ayudó en la redacción. Usó un estilo literario que
no entendía del todo, pero le sonaba bien. De todos modos,
creía estar prevenido contra cualquier desilusión, aunque
esperaba excitado la respuesta.
A los diez días, cuando volvía de sus pesados trámites,
lo esperaba una carta. El encargado fue expresivo: "¡Por
fin!". Subió corriendo las escaleras como un adolescente,
olvidándose de sus sesenta y dos años. "Respetable señor
Tolaba... y aunque sea prematuro, le confieso que me ha
asombrado gratamente su carta. Me prometo
corresponderle en lo posible. Mis memorias, Ana
Valenti”. El encargado escuchó el grito de victoria que
venía desde el tercer piso. Sonrió cómplice.
Comenzaron a sucederse las cartas. Se fueron
terminando los trámites. Le llevaba mucho tiempo Erich
Fromm, Salinas, Preven, Neruda, Bécquer. Había entrado
en un mundo mágico. Hasta llegó a esbozar algunos
poemas. Por su parte, ella comenzó a enviarle sobres y
papel perfumados. Tolaba dormía menos horas y guardaba
las cartas debajo de su almohada. Cambió la forma de
vestir: se inclinó por los colores vivos y calzó, por primera
vez, zapatillas. Se dejó un bigote profuso y romántico.
Llegó a recibir y enviar dos cartas por semana, hasta que
decidió contárselo a Ana: "... y entonces los muchachos no
volvieron más. Ya me lo explicaron, pero yo no entiendo
nada de política... Su madre, estoy seguro, murió de
tristeza. Y yo estoy aquí. No he perdido las esperanzas.
Pero soy un hombre; puedo reconstruir mi vida; puedo
volver a amar... Ana, quiero verte. Quisiera tocar tu
rostro, caminar con vos...'". Ana aceptó el encuentro, pero
opinó que era conveniente esperar un poco; además, le
reconfortaba el hecho de seguir con las cartas. Le hizo
prometer que, decidiesen vivir juntos o no, continuarían
escribiéndose. Manuel ingresó a un gimnasio. Se hizo
dentadura nueva. Cambió de .peluquería. Fue a una
inmobiliaria para que le vendieran su casa en Jujuy. Se
compró gemelos de oro, un broche para la corbata, una
agenda nueva y zapatos a medida. Comenzó a recorrer
cada barrio que tuviese pasajes, porque a ella le gustaban
los pasajes, y más aún las plazoletas.
Las cartas eran cada vez más largas. Él ya tenía
cronometrado el recorrido del cartero: a las 8,34 debía
aparecer por la esquina y, si no había mucha
correspondencia en la cuadra, 8,38 debía entrar al hotelito.
La ventana pasó a ser su apoltronamiento habitual por las
mañanas. Cuando salía a la calle, miraba fijamente a todas
las mujeres de más de cincuenta años. Estaba seguro de
poder reconocerla a primera vista. Tenía su rostro grabado
a fuego en la memoria.
Pero tal vez, en el fondo, deseaba el encuentro bien
planificado. Gabriel, el cartero, entraba al hotelito con sus
canas en la mano; además de llevar un perfume particular
y una pizca de rouge en uno de los ángulos del sobre, sabía
que Tolaba lo esperaba junto al mostrador con una buena
propina.
Ese viernes la dádiva fue mayor. Manuel presintió que
ese sobre contenía algo distinto: la cita. "Si te parece,
Manuel, nos encontramos el próximo viernes en el bar ese
de San Telmo, a las siete de le tarde. Yo iré con una
capelina blanca y llevaré cartera negra. Besos, Ana",
Manuel miró por la ventana y creyó que se estaba
nublando, pero eran sus ojos que se llenaban de un dulce
rocío. Experimentó una sensación inédita, o tan lejana, que
le parecía nueva, novísima. El corazón quería salírsele. Su
corazón deseaba acariciar las manos de Ana. Se quedó
recostado casi una hora, apretando el sobre contra su
pecho. Después, comenzó a cantar "El día que me
quieras". Cantando, se durmió.
La semana se tornó larga, sobre todo porque no
habían llegado cartas. La última clase de gimnasia la tuvo
el miércoles. Llevó el traje a la tintorería. Lustró cinco
veces los zapatos y les puso papeles de diario para que no
se deformaran. Se compró un perfume suave y dejó caer
unas gotas en el pañuelo. Compró una pipa de marinero y
se pasó practicando poses de cómo exhalar las bocanadas
lo más sensual posible. Escribió algunos poemas en la
máquina del encargado que lo veía moverse como
hipnotizado, como si Leonardo hubiese dibujado una
sonrisa eterna en su rostro; como si mirase sin ver,
gratificado con todo lo que ocurría a su alrededor. Incluso
un día el encargado tuvo un altercado con un pasajero y
Tolaba intervino con palabras afables hasta que ambos se
cubrieron de cordialidad. Había asumido un aire
paternal y omnipotente. Lo sabía todo, lo comprendía
todo. Buscaba el lado positivo de las cosas.
"¡Hay que vivir intensamente! Uno no sabe, en
cualquier momento todo se termina y... ¡Hay que vivir -
repetía-, vivir, como si estuviésemos siempre en el último
minuto de vida!''. Luego se iba sonriendo como un profeta.
Y llegó el viernes esperado. Desde la cama, recorrió
centímetro a centímetro el cuarto, como dialogando con
las cosas, agradeciéndoles la complicidad en la aventura.
Reflexionó que en verdad Buenos Aires no era tan lúgubre
como cuando llegó. "En realidad -pensó-, todo depende de
uno". Miró el reloj por enésima vez: las cuatro de la tarde.
Comenzó a vestirse lentamente. Empujaba, hacía fuerzas
con el alma para que pasase rápido el tiempo. A las 5,45
salió de su habitación. Con una palmadas le dijo al
encargado: "Cuando vuelva, le cuento". - Un café -dijo,
decidido.
Encendió la pipa y abrió Los versos del capitán, de
Neruda. Colocó el brazo izquierdo con el reloj a la vista
para que nadie el bar sospechase, si miraba
exageradamente la hora, que estaba; ansioso por la llegada
de Ana. A las 7,05 ya había terminado el libro. Comenzó
de nuevo. A las 7,18 ya no veía, sólo fingía leer. Pidió otro
café. Pensó en la característica femenina de hacer esperar a
los hombres. Sonrió, pero su corazón ya no daba más. A
las 7,30 apareció un hombre en la puerta del bar; llevaba
un sobretodo gastado, estaba sin afeitar y despeinado, los
zapatos sucios y apretaba en la mano una carpeta negra.
Recorrió con la mirada todas las mesas. Se le acercó.
-Perdón, ¿el señor Tolaba? -dijo, trasluciendo una
mirada triste.
-Sí. Pero... yo no lo conozco...
-Necesito hablar con usted -replicó el sujeto con voz
temblorosa.
-Mire, Tolaba es un apellido un tanto común. Yo soy
Manuel Tolaba. Usted puede estar equivocado...
Además, estoy esperando a una persona; es una cita
importante... Si es por dinero...
-Necesito hablar con usted. Por favor, guarde ese dinero
y escuche.
-Está bien, pero le ruego que cuando venga la persona
que espero, tenga la amabilidad de retirarse... En todo
caso le puedo dejar mi teléfono.
-Esa persona no va a venir -dijo el hombre agachando la
cabeza.
-¡Pero qué dice, hombre! -replicó Tolaba fastidiado.
-Escúcheme, por favor... Yo soy escritor y quiero
mostrarle esta novela que estoy preparando (abrió la
carpeta). Usted podría ayudarme...
-¡Señor, me confunde; acláreme esta situación, por
favor!
-¡Pero qué está diciendo! -Manuel sintió un estallido en
el pecho.
-Bueno... yo quisiera que usted comprendiera...
Tolaba se paró como un rayo, los ojos inyectados y
tristes a la vez. De un manotazo le tiró la carpeta al piso y
salió del bar. El otro hombre me pagó afligido y salió
corriendo en busca del ofendido. Nosotros, en el bar, no
entendimos nada. Yo recogí la carpeta hoja por hoja.
Como hasta que cerramos no vino nadie a retirarla, me la
llevé a casa. La leí entera. Ya han pasado dos semanas y
no sé qué hacer con la novela. Te cuento esto a vos,
querido Walter, porque sos la única persona de confianza
que tengo. Espero tus consejos. Un abrazo.
Alejandro Carrizo.
P.D.: En la novela, al final, Tolaba se suicida.
RECETA
Créase antes de usar:
las mariposas sirven
para convencer a los
niños y a los locos
que los pétalos de una flor
pueden salir volando
en el momento menos
pensado.
ALEJANDRO CARRIZO.
Nació en Ledesma (Jujuy) en 1959. Carrera de Letras (inconclusa), Universidad Nacional de Tucumán. Director del
sello editorial CUADERNOS DEL DUENDE
LIBERTAD
DEMITROPULOS.
EL NEGOCIO.
Por ser un caso único y en tren de exageración se decía
en Punta Arenas que la monja era irrefrenable.
Primero había salido varias noches del convento en
busca de experiencias eróticas, después las orgías la
celebraba en el interior del mismo haciendo entrar a
cuanto vicioso y buscador de nuevas sensaciones había
encontrado en la noche. Pero además de exageración en
esos comentarios había su dosis de falsedad puesto que en
Punta Arenas no existía a la sazón convento alguno sino
un pequeño nucleamiento de monjas de avanzada. Eran
tres más la superiora que se llamaba Eulalia, y a esta
última precisamente se le adjudicaban las fiestas negras.
De noche, se decía, la monja vestida de mujer galante salía
a recorrer borracherías, bares y tabernas. Así entró en
relación con Emma Taddeus que regenteaba un night
club, siempre dispuesta a vender su alma al diablo. Pero
Emma Taddeus no quería emplearla en su negocio,
desconfiaba de esa mujer que estaba a medio camino del
vicio. Eres la puta inocente -decía- , hasta debes ser
pundonorosa. Eulalia entonces se bajaba el escote, cazaba
un cigarette, aspiraba el humo y lo echaba por la nariz
soñadoramente: Yo soy Eulalia, déjeme hacer.
Pero Emma no se convencía y con firmeza la
rechazaba diciéndole: yo quiero la puta clásica, no una
damita, tienes un aire de nena de mamá, vete a otro lado
que me estropeas el negocio, no quiero líos con la policía,
y cordialmente la ponía de patitas en la calle. Hasta que
Eulalia encontró su rufián propio en un español de
Pontevedra que resultó ser el Gallego, hombre cansado de
andar exponiendo su pellejo en el mar y además sin poder
enriquecerse, después de romperse unas costillas y
necesitando reponerse en tierra, la encontró una noche en
Humoresque. Sale a bailar con Eulalia, que según el decir
del Gallego era la más atrevida, y la encuentra impagable
con su cuerpo cálido, su voz ronca, el pelo macizo,
provocativa y sensual; cuando bailaba se pegaba al cuerpo
del varón y entre tanta prostituta inglesa con sus yes
míster, I love you, my machou, ¿you ser cornudo?, oh,
beatifull, esta mujer era distinta, natural, sencilla, más
humana. Tenía su tono propio, algo muy especial que el
Gallego captó rápido. Tan especial que el Gallego, a tres
meses de conocerla y convertirse en su rufián, no había
conseguido acostarse con ella, en tanto comprobaba que
los clientes pagaban con gusto el arancel que él había
fijado y que ella le entregaba religiosamente.
Ilusionándose con la idea de juntar una suma con la que se
proponía comprar o al menos instalar su local propio y
dejar para siempre la vida del mar, el Gallego especulaba
con las tres compañeras de Eulalia que podrían entrar a
trabajar en el negocio tan pronto como él tuviera su local
con característica de tipo quilombo criollo. Ambición que
le hacía entrecerrar los ojos y verse con el porvenir
asegurado y considerar que un esfuerzo más y ya tendría el
capital necesario para instalarse como verdadero rufián. A
tres meses de regentearla, Eulalia tenía sus clientes que se
zafaban por ella y más sabiendo que era monja y que se
escapaba del convento, aunque esto era otra exageración y
no dejaba de ser un cebo del que el Gallego se
aprovechaba con miras al negocio. Pero al Gallego
también le convenía no proporcionarle alojamiento ni
comida, le resultaba barata la mina, para qué negarlo, era
un incentivo saber que se escapaba del convento aunque
en realidad no se escapaba, salía con su propia
autorización puesto que era la superiora. En la noche de
Punta Arenas corrió la voz de que una monja andaba entre
las prostitutas; la gente decía pregúntenle al Gallego, él la
maneja, asociaban su nombre con el de ella, él era muy
solicitado en esa época, casi podría decirse que era
famoso. Creyó que esta vez iba a pararse definitivamente.
Le parecía un milagro y se arrepentía de los años
entregados al mar. Diariamente Eulalia se presentaba a
trabajar vestida con recato, la cabeza cubierta con una
pañoleta, un abrigo largo y negro, la cara lavada y botines
gastados, el pecho liso, pero cuando salía del vestidor que
el Gallego le mandó a hacer era otra: kimono de satén
verde o granate con tajos que dejaban ver sus piernas
morenas, los senos saltándole en el pecho, las axilas
velludas, la boca roja, ojeras sombreadas, mi madre daban
ganas de saltarle encima, decía el Gallego, pero debía
mantener la compostura porque los clientes ya estaban
esperándola y entraban por riguroso turno.
Siempre se renovaban, eran mineros, pescadores,
loberos, empleados de Aduana, gestores, inquietos padres
de familia y prestamistas de tercera, segunda y primera
categoría. Venían una vez y no volvían más aunque
pagaban con gusto el arancel y la voz sobre la monja puta
seguía corriendo. El mismo Gallego servía a su propia
propaganda: se iba al puerto, entraba en los bares y garitos
y hacía relación con el primero que cayera. Cómo -le decía
al candidato- ¿no sabe que aquí tenemos el caso único de
una monja prostituta?, sí, ya sé, usted conoce otro caso de
alguna que dejó los hábitos, en España yo también supe de
uno, era un caso sensacional, pero este es distinto, ésta es
una monja en actividad, esta no colgó los hábitos, ésta sale
del convento -sí, hombre, el conventito ese que han abierto
no hace mucho, tal vez no lo conoce porque es nuevo,
queda subiendo la calle del Banco de Tarapacá, pero éste
no es el caso, el caso es que de día es monja y de noche
puta y de las buenas, y se larga a vivir la noche como una
experimentada sacerdotisa de Eros; esta información se la
doy porque directamente me he ligao al caso y le puedo
asegurar que es único, imagínese, para salir al mundo de la
prostitución es porque la monja no resiste la
abstinencia, porque tiene una naturaleza endemoniada,
para qué le voy a contar más, hay que verla para salir de
dudas.
Así anduvo el Gallego unos tres meses más,
entretenido en los menesteres de rufián hasta que le tocó el
turno a él y ahí vino a saberse qué pasaba con la monja. El
mismo Gallego se lo contó al capitán del Memphis cuando
lo encontró tirado y medio loco, más muerto que vivo,
terriblemente impresionado por la experiencia que había
tenido con Eulalia, buscando otra vez trabajo de lobero y
fue cuando el capitán lo contrató para lobear en bahía
Slogget encargándole que lo esperaba en la isla Nueva con
la provisión de sal y leña que iba a necesitar en ese viaje y
que nadie imaginaba sería el último para el Memphis y
para el Gallego.
Una vez adentro del cuarto Eulalia le pidió al Gallego
oscuridad, la luz me molesta, dijo, por favor apágame la
luz y ciérrame bien ese ventanal, echa las cortinas y date
vuelta, Gallego, que en el fondo como dice Emma
Taddeus soy pundonorosa, todavía no me animo a
desnudarme delante de un hombre. Apenas hubo hecho lo
que le pedía, el Gallego se desnudó; Eulalia al parecer -
porque se había puesto de espaldas-, hacía lo mismo, se
sentía ruido de ropas y cierto trajinar. Cuando el Gallego
se acercó a besarla, ella se dio vuelta y se le presentó de
pie, envuelta en una luz blanca que contrastaba con partes
negras; las blancas eran los huesos de su esqueleto y
bajaban desde la cabeza con la calavera impresionante, las
costillas, los huesos de brazos y piernas y los que forman
la cavidad de la mujer. En medio del pecho le brillaba un
crucifijo bordeado de luces. El contraste de luces blancas y
negras levantaron al hombre en su estupor. Gallego -dijo
Eulalia-, ¿quieres hacer el amor o prefieres pensar que así
quedaremos pronto los dos?, más pronto de lo que puedas
imaginar; mírame bien, Gallego: ¿no es cierto que me
deseas?, ven, disfrutemos de este paraíso. Su voz ronca era
horrible. De Eulalia sólo se veían huesos. Sus cabellos, sus
pechos, su pubis, todo había desaparecido. De entre unos
enormes dientes salía su espantosa voz. Adelantó sus
garfios en un intento de abrazo que el Gallego juzgó
mortal y dio un salto hacia atrás. Entonces, ¡Arrodíllate!,
dijo levantando el crucifijo, pide perdón por tus muchos
pecados, tal vez así no te pierdas para la vida eterna. Y
recuerda, Gallego, que esto que ves ahora es lo que serás,
lo que seré. Lo más perdurable de tu cuerpo es el
esqueleto. Pero también tienes alma, ¿dónde está? ¿Por
qué la has olvidado? Reza, pecador. Recemos juntos:
padrenuestro...
Tartamudeando el Gallego acompañó el rezo y después
tomó su ropa y se vistió rápidamente; quiso pagarle como
los otros hombres pero ella dijo: ¿para qué quiero plata?
No digas a nadie lo que pasó aquí dentro, prométeme
delante de este crucifijo. Arrodillado el Gallego prometió
no decir ni una palabra de lo sucedido en el cuarto,
también que abandonaba la vida de rufián y que volvía al
mar donde el hombre está libre de los deseos carnales
porque más urgente es la lucha por la supervivencia y por
ganarle la partida al mar. Prometió rezar y encomendar su
alma a Dios. Se despidió de Eulalia satisfecho, con la
misma satisfacción que había observado en los anteriores
clientes que entraban a encerrarse en el cuarto con ella;
ahora no había ningún rufián a quien pagarle, Eulalia
tendría que conseguirse otro para que le atendiera el
negocio de la salvación. Y bueno, cada uno representa su
papel lo mejor que puede y con las armas que tiene. Ya se
estaba marchando de la vida alegre de los cafetines, bares
y garitos, y de su frustrado intento de convertirse en
empresario. Pero algo se había roto adentro de él. Y así el
Gallego fue al encuentro de su muerte que lo esperaba en
el naufragio del Memphis cuando volvían de cazar lobos
en bahía Slógget.
Libertad Demitrópulos.
ODA DE AGOSTO AL RIO SAN FRANCISCO.
Mediodía que llora sus gacelas,
el viento que lo dora al borde del olvido
y muerde sus costados donde muere
sus penumbras el río San Francisco.
Río San Francisco, animal y dorado,
solo en el instinto y sobre tu lomo ciego,
estupor de tu brote, duerme -tornasolado -
la sangre de tu ímpetu.
Río San Francisco, sobre Ledesma
las arenas de los indios muertos con la tembeta
y oscuro de tambores, duerme desamparado,
desamparado y solo
río cristiano y padre.
Y duerme
ungido por la cruz de los jesuitas.
Río San Francisco, tras el vaho de tu cuerpo
ruedan bocas marchitas
que como sueños vienen de tu oro invadido.
Y por entre tus pies de cedro
todo ha sido detenido,
todo ahogado por el viento
de Ledesma. Dorado de bambúes el viento
de Ledesma. Miel caliente, libre,
este viento de Ledesma.
Libertad Demitrópulos.
DOS VIDAS PARA UNA MUERTE
Ya va a venir el día, ponte el alma.
César Vallejo
TENGO ángeles negros en mi cuerpo
con bocas de la mujer y brumas.
Tumultuosos espíritus del crimen
locamente me oprimen
hasta que veo mi espectro en las espumas.
Ya no puedo amar sino en sombrío
callejón del sueño que desmaya;
amar mi dolor a muerte junto a un río
revuelto de tristeza,
cuando dios, mi enemigo, mira y calla.
Un día mataré desamparada
la sórdida rosa que me calma.
Y he de quedar por siempre en el desierto,
más triste que dios muerto.
Es hora de vivir, me pondré el alma.
Me pondré el dedal y las pasiones,
la zamba del olvido y del dejarte,
y los perros, los gatos, los ratones.
Yo sola todavía
me pondré, como era, la otra parte.
HUANCOIRO BAJO LA LLUVIA
HUANCOIRO, arroz azul, pelo de choclo
bajo la lluvia. Los perros están ochando,
y el huancoiro sigue
su corazón
en tornasol.
Su corazón a caballo
cruza un cementerio de sol.
Su música negra retinta,
lento dolor.
El huancoiro, ya ciego, se huele
su corazón
en tornasol.
El huancoiro tiene alas de infierno,
convoca velorios
y llama en la lluvia su toro de amor.
ODA DE AGOSTO AL RÍO SAN FRANCISCO
MEDIODÍA que llora sus gacelas,
el viento que lo dora al borde del olvido
y muerde sus costados donde muere
sus penumbras el río San Francisco.
Río San Francisco, animal y dorado,
solo en el instinto y sobre tu lomo ciego,
estupor de tu brote, duerme – tornasolado –
la sangre de tu ímpetu.
Río San Francisco, sobre Ledesma
las arenas de los indios muertos con la tembeta
y oscuro de tambores, duerme desamparado,
desamparado y solo
río cristiano y padre.
Y duerme
ungido por la cruz de los jesuitas.
Río San Francisco, tras el vaho de tu cuerpo
ruedan bocas marchitas
que como sueño vienen de tu oro invadido.
Y por entre tus pies de cedro
todo ha sido detenido,
todo ahogado por el viento
de Ledesma. Dorado de bambúes el viento
de Ledesma. Miel caliente, libre,
este viento de Ledesma.
SEGUNDA ODA DE AMOR
“Tengo un dolor telaraña
y un sentimiento cuaresma;
el dolor está en la caña
y el sentimiento en Ledesma.”
AH! padres, si Ledesma
vive o si se muere
con vuestra sangre y dioses
y amarillos parientes,
habrá que sepultarla
y enterrarnos por siempre
bajo sus callejones,
esperando que lleguen
de Calilegua como
esperábamos siempre,
con hombres de la sangre,
mujeres de la muerte.
En carnaval quedaba
un tendal de indios muertos;
para la zafra todos
no poníamos huesos
y el Chañi, como ronca
eternidad, tendiendo
una mano va la caña
y la otra agorero.
Y por los callejones
los bombos y mis perros.
Yo tenía mis hermanos,
a cada uno un duende
la casa nos dejaba
junto a los urendeles.
Por un tiempo de azúcar
venía otro de muerte
las almas se gritaban
desesperadamente
la tierra y el espíritu,
soledad de agua ardiente.
El trágico pin-pin
y los ríos cristalinos
me han doblado en la sangre
temblores de matacos.
Por Ledesma se viene
el trópico braceando
y nos arrastra a todos
en bocas del verano…
¡Qué se cumpla la vida,
qué se cumpla la muerte!
¡las puntas de mi sangre
que sin dioses se pierde!
Y los polvaredales
y los bambúes verdes
y si Ledesma vive
y si Ledesma muere.
CUADRO DE LA MUERTE
En medio de la noche estoy soñando
que yo me cuento un sueño en el que he muerto:
me veo en tres espacios y me vierto
en cuerpos sucesivos, transitando.
Allá, mi cuerpo azul, amarillando,
tiembla en la luz del sueño, como abierto.
Me da miedo de verme y lo despierto
con este triste cuerpo, sollozando.
Más allá, mi terrible cuerpo muerto
parece un perro loco delirando,
una siesta de pascua y aguacero.
Llueve blanco y estoy en un desierto.
Aún no está dios, ni hasta quién sabe cuándo.
Soy un monstruo y me silba un chalchalero.
CADA VEZ QUE TE AMO
Cada vez que te amo me suceden las cosas
más tristes, me aprisionan de lejos,
me golpean a espaldas, veo mariposas.
Cada vez que cumplo con mi sangre en morir
estoy sin perros, paseándome en espejos.
No puedo consolarme ni dejar de sufrir.
Cuando no te amo y ya me he muerto,
me siento alegre porque me has dejado
crecer de noche y en lo descubierto.
Grito cuando te olvido, sin embargo.
Soy un caballo en pelo y desbocado.
Yo me persigo en un bosque largo.
BAILARINA DE DELFOS
Me alejo de mi corazón
y de pronto la alegría me deja sorda.
Corro ciega, hechizada por el cuerpo,
en un empuje del alma
y los mirlos de mis ojos
arden con un olor de ébano.
Así como si en Siria o en el Líbano,
o en la roja Delfos, el sol se estremeciera,
es el clamor de mi sangre negra.
Quiero gritar, irme volando,
retenerme en mi espíritu,
amarme como nunca, asesinarme.
Y me agita la música
sin mi mortal corazón,
en medio de toda la tristeza.
¡Con qué pasión el movimiento
me contiene sin el tiempo!
Mas la tristeza
es siempre la nota más profunda,
aunque mi locura de alegría
ruede en el desorden de mi alma
y me aniquile
como una música.
Yo conozco otra tarde en este cuerpo,
otra tristeza más muerta.
LIBERTAD DEMITRÓPULOS.
Libertad Demitrópulos nació en la provincia de Jujuy en 1922 y murió en la ciudad de Buenos Aires en 1998. Se
recibió de maestra y era muy joven, 18 años, cuando comenzó a ejercer la docencia. Años más tarde, promediaba la
década del 40, viajó a Buenos Aires y trabajó para el hogar escuela Eva Perón, espacio que le permitió conocer
personalmente a la propia Eva. Fue la compañera de ruta de uno de los mejores poetas argentinos: Joaquín Gianuzzi.
Tiene una prolífica producción literaria que es un deber conocer.
Escribió las siguientes obras: Renacimiento, 1951/Ediciones del Dock, 2008), Los comensales (Novela.
Testimonios, 1967), Poesía tradicional argentina (Huemul, 1972), La flor de hierro (Novela. Castañeda, 1978,
Ediciones del Dock, 2004), Río de las congojas (Novela. Sudamericana, 1981/ River of Sorrows, White Pine Press,
1999/ Ediciones del Dock, 1996, varias reediciones), Eva Perón (Ceal, Buenos Aires, 1984), Sabotaje en el álbum
familiar (Novela. Fundación Ross, 1984), Quién pudiera llegar a Ma-Noa (Crónica. Plus Ultra, 1986), Un piano en
Bahía Desolación (Novela. Braga, 1994). Recibió el Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires y el
Premio Boris Vian.
RAÚL GALÁN.
COLLA MUERTO EN EL INGENIO.
Apenas se durmieron los cebiles
y la noche derramó sus brujerías
y ya lo están llorando los candiles.
Que bajen a rezar las Tres Marías
y que el ángel Fidel que lo guardaba
le cante las mejores letanías.
No era más que un cardón que caminaba,
no era más que un cardón con sus espinas
y la flor milagrosa que lo honraba.
Pero, con él las tardes campesinas
conocieron la melga y las majadas
y eran las estrellas sus vecinas.
Largo tiempo soñó con las quebradas
cuando luego las fábricas del llano
molieron sus fatigas y jornadas.
Por amigo del cerro tan lejano
lo acompañaban siempre sus ayeres
y llevaba el silencio de la mano.
¡Ay, qué exilado está de sus quehaceres,
tan gravemente muerto y de cuidado,
sin flores y sin llanto de mujeres!
Se murió sin querer, casi forzado,
¡y vino el capataz rompiendo vales
a dejarlo cesante por finado!
¡Cómo lo han de llorar los carnavales!
Lo extrañarán a fondo sus quebradas
y las carpas de diez cañaverales.
¿Qué remotas, qué cándidas majadas,
cuidarán sus afanes pastoriles
en las altas y azules hondonadas?
Pero ya se durmieron los cebiles
y en la negra capilla del boliche
sollozan, tartamudos, los candiles.
Mientras muelen su sombra en el trapiche.
LA CIUDAD.
En las lomas del aire, las palomas;
en las ramas del viento, las retamas.
Tocando con su cuerpo cielo y ramas
Jujuy esta dormido entre sus lomas
Dios mío, me parece que te asomas
y vienes a decir cuanto nos amas
mientras Jujuy se quema entre las llamas
de un lapacho encendido por tus bromas.
Aquí mi casa está. Está mi casa,
aunque no tengo casa en esta villa.
¡Para que quiero casa de argamasa!
La hice con mis versos en la orilla
del río entre peñas canta y pasa.
¡Venid todos a ver, que maravilla!
CARNE DE TIERRA.
Yo soy de aquí,
de este solar henchido como un vientre
donde el hombre apacienta el eterno secreo de las cosas
y lo contempla a solas
desde siempre, para siempre
Aquí nuestros difuntos
besan las hojas húmedas de los álamos
y la viuda alumbra,
con su farol sonámbulo.
huellas perdidas hace muchos, muchos años
Desde la vibrante carne de mi tierra,
desde esta pulpa candorosamente sabia,
una mujer me nombra
Ella toca el pulso ciego de mi sangre
(clara vertiente en medio de la sombra)
con la rotunda presencia de una madre
Sólo para honrar mi tierra
el cielo desciende por los tarcos
y bendice de azules
los altos balcones del milagro
El lapacho se queda en la berlina del asombro
Y yo doy fe que es verdad este paisaje
con lentos bueyes y cándidos trebolares
LA QUEBRADA.
La campana del río, alucinada
(milagro de celeste brujería),
borracha de misterio al cielo envía
sus arcángeles rubios en bandada
Ved cómo resplandece la Quebrada,
prodigio de perfecta artesanía;
ved cómo se esforzó la geografía
por dejas de ser tierra inanimada.
Los cerros, en ceñida arquitectura,
sostienen el azul artesonado
para el sueño cabal de la criatura.
Por aquí pasó Dios enamorado.
Lo dice el ademán y la figura
de este viejo cardón arrodillado.
…………………………………
Jujuy le han puesto de nombre,
debe ser cosa de Dios;
en el idioma del cielo
así se llama el amor.
SOY DE TIERRA.
Soy de tierra y de vino y de pan
y de pecado y de dolor.
En esta carne está Satán
y está la débil lágrima en que descansa Dios.
CANCIÓN PARA SEDUCIR A UN ANGEL Mi oveja ramonea manojos de luz fina.
El aire la decora de azul ana-maría.
Señora Poema, niiña de los cielos rubios,
la dalia de los sueños madura en tu capullo.
Estimada corzuela y muy señora mía,
atentamente beso la luz de tus orillas.
Virgen de los violines, señora Poema,
ayer una gaviota y mañana una estrella.
Por ti claman los ángeles con sed y pesadillas.
La rosa de los vientos se despeina y conspira.
Señorita y antojo, niña de azules grillos.
Dos ágiles magnolias derogan tu corpiño.
Mi flor y mi alimento, mi oronda maravilla,
ancladas en tu seno gimen las golondrinas.
Yo no te digo nada, señorita Poema,
apenas mi canción y mi silencio apenas.
Prometida del sueño, el aire, enamorado,
se desangra en azules y raudales de pájaros.
Ternera de oro, muge tu dulce epifanía
que a tus pies enmudece la muerte ya vencida.
Señorita Lucero, niña de las alondras
en tu vientre reclama de soledad la rosa.
Señorita Milagro, mujer y antología,
te canta una saeta el toro de la vida.
En un talón claveles, en un hombro la aurora,
mientras estas palabras te besan y coronan
en el centro del mundo despierta una paloma.
¿ACASO NO HAY UN VASO DE AGUA YA?
¿Acaso no hay un vaso de agua ya,
una lágrima pobre, un padrenuestro,
un responso de pájaro,
un diálogo de hombres,
una ronda de sueños en el viento?
Palabras fantasmales y fantasmas
de sombras de palabras.
¡Qué diluvio de versos!
Ha muerto la Poesía
y están matando, ¡oh Dioses!, al silencio.
VENTANA DE SUBURBIO.
¡Cómo me duele el deseo de esta lenta muchacha
que me mira con ganas la tarde del domingo!
Desde una ventana del suburbio
apacienta el humilde rebaño de sus ansias.
Mas, nada me detiene,
en un tren de látigos
yo me voy para siempre.
Percudidas mujeres que las trajina el tiempo,
extiende su reclamo improrrogable.
¡Oh, este sumiso amor que naufraga en la tarde!
¿Por qué, Señor, arrojas al desván estas niñas
que comulgan con flores de ceniza?
VIDALA DEL ÚLTIMO DIA. Ya relincha el nuevo día,
caballito de la suerte;
es un galope la vida
que lleva justo a la muerte.
Ya amanece el nuevo día,
ya la esperanza amanece
y en las ancas de la vida
va calladita la muerte.
Ay, estrella amanecida,
ramito de albahaca verde,
el camino de la vida
es camino de la muerte.
Ya se escucha , amiga mía,
la musiquita de siempre,
para que cante la vida
toca su caja la muerte.
………………………………….
Mi caballo es caballero y comprende mi querer, si te visito de noche llega en puntitas de pies. Aunque la pena me apena yo nunca me quejaré. Cuando se vaya la pena ¡ay, qué solo quedaré! En la punta de aquel cerro tengo un puñal escondido para matar mis recuerdos o dar fin a tus olvidos. ¡Qué lindas coplas, señora, pero el que canta, qué fiero! Póngale silla a las coplas y que se vaya el coplero.
FRAGMENTO DE CANTO A JUJUY
¡Qué difícil entrar en el concurso
de poetas del pago!
Competir con el grillo de la noche
rezador como un beato.
El coyuyo es un brujo que sazona
las frutas con su canto.
Un melómano viento distribuye
medallas a los pájaros.
En Jujuy todo canta. Es mi provincia
un poema perfecto, un himno, un salmo.
3
Aquí los muertos rezan por nosotros
y bendicen las tardes.
Aquí brota la flor y nace el hombre
de las raíces madres.
Aquí el silencio crece como un árbol
productor de verdades.
Quizá por eso sube por mis tuétanos
este amor inefable
y asumo mi provincia y la enarbolo
sobre el eterno mástil de los Andes.
COPLAS.
En San Pedro nace el sol,
en Santa Clara, luna;
y en el río San Francisco,
nacen mozas de la espuma.
Yo ya estuve en Maimará,
pero no me acuerdo cuando;
si era en tiempos de cantar
o en tiempos de andar llorando.
Mi caballo es caballero
y comprende mi querer
si te visito de noche
llega en puntitas de pies.
Aunque la pena me apena
yo nunca me quejaré.
Cuando se vaya la pena
¡Ay, que sólo quedaré!
En la punta de aquél cerro
tengo un puñal escondido
para matar mis recuerdos
o dar fin a mis olvidos.
-¡ Qué lindas coplas, señora,
pero el que canta, qué fiero!
Póngale silla a las coplas
y que se vaya el coplero.
RAÚL GALÁN.
Raúl Galán (1913-1963)Poeta, escritor, periodista y docente. Nació en Jujuy y estudió en Tucumán, donde se recibió
de profesor de letras en la Universidad de esta provincia. Formó parte del grupo “La Carpa”.Como periodista trabajo en
los diarios "El Orden", "La Unión" y "La Gaceta", entre otros, siendo también colaborador de las revistas "El Hogar" y
"Mundo Argentino" de Buenos Aires. Alejandro Carrizo dice que: "Galán fue un adelantado e incluso hoy sus
conceptos poéticos tienen vigencia porque ya hablaba de una poesía despojada, con cierta intertextualidad con la poesía
universal. Es muy interesante su propuesta porque es una poesía abierta al mundo, pero con firmes raíces en lo propio.
El habla de la tierra como un sentimiento íntimo y bien conocido, no como una postal mal interpretada". "Se me ha
perdido una niña", "Huerto" y "Carne de tierra" figuran entre los títulos de sus libros de poesías.
AGUSTÍN GUERRERO.
CLÁSICO NORTEÑO.
Mire cómo son las cosas; recién a los cincuenta se me
da por ir a la cancha. Le digo, mi oficial (le digo mi oficial
porque en la colimba me acostumbraron así joven, no se
me enoje), como decía, que antes ni pisaba la cancha, tan
sólo de afuera pa tomar el ónibus. Pero bueno, tenía que ir;
me invitó el coso ese de mi futuro yerno, que ya no se va a
casar pero que casi, casi... Bueno, le decía, mi sargento. Llegamos temprano
nomás, usted sabe que soy medio veterano y me cuesta
subir las gradas de la tribuna, porque fuimos a tribuna. No
tiene sentido ir a la cancha y no ir donde está la popular.
Imaginesé; yo, un viejo estereotipo argentino, en medio de
toda esa merza juvenil que insulta a todas las madres. Y
fue mi ex yerno nomás que consiguió los boletos, era pa
que fuera él con mi nena, pero a la Juli no le va el fúlbo,
así que se enojó y lo dejó parao como semáforo haciendo
señales. Entonces me ofrecí a acompañarlo y me aceptó el
pibe... y eso que tan bien no nos llevamos... usted sabe; los
choques generacionales, los gustos por la música de otro
tiempo, yo que sigo al folclore de sombrero y bombacha y
él que se deja el flequillo y anda con esas remeras
pintarrajeadas con ojos y dragones peliando con potros y
flores de tanto en tanto pa aligerar el duelo. Yo le dije a la
nena varias veces que el pibe taba medio loco, pero qué se
le va a hacer, los chicos hoy tienen la cabeza llena de
ruido. Y fue así nomás que lo único que nos unía no era el
cariño por la misma niña, sino la pasión por el Lobo.
Además que no todos los días uno puede ir a la popular pa
alentar a su equipo. Y en un partido más que especial,
porque no será Boca- River (yo soy gallina, mi sargento),
pero, un Gimnasia - Juventud es lo más cercano, hombre.
Tenga en cuenta que bosteros y gallinas se llaman primos;
nosotros con los salteños no somos ni viejos conocidos...
pero qué se lo tengo que explicar yo a usted.
Le decía. Llegamos tempranito y yo aproveché pa
sentarme un rato porque después había que loquiar y saltar
con la merza si no querés ahogarte, eso lo aprendí ahí
nomás al rato. Cuando no me doy cuenta, veo que la gente
ya comenzaba a agolparse... faltaba una hora pal partido.
Me gusta que el gobierno de la provincia le dé ese apoyo
al Lobo, que haya facilidades pa pagarse la entrada, es
buena señal. Y era por eso que la cancha estaba a reventar.
Viera que todos comentaban que los salteños son
bochincheros, pero de prisa nomás llegaron bombeando y
cantando, porque cuando nos vieron la cara que les
pusimos y todos los improperios que nos ardían en el
cogote... ahí nomás se callaron, y, como perro que le erran
el hondazo, con la cola entre las patas se acomodaron
donde pudieron. En ese momento, un servidor, mi,
sargento, me acomodaba una coca en la barriga, cierto que
no hacía mucho calor pero tenía una sed de camello, pero
tomé la mitad nomás... porque imaginesé lo que es tener
ganas de orinar en medio del oleaje de la merza... no, mi
amigo, no se lo deseo a nadie. ¡La de bochinche que se armó, cuando salió el Lobo!
Matracas... bah, que digo, matracas era antes en los
festivales, ahora meta bengala y bandera y papelito... y los
cantitos que debe ser el mayor aporte del fulbo argentino,
además del Diego, claro. Ahí nomás aprovecharon los
salteños pa salir al campo de juego; así, esos hijos de mala
madre, se salvaron de la artillería insultadora de los
muchachos. Y mire, no me acuerdo muy bien, creo que estábamos a
unas treinta gradas contando de la última de abajo. No
podía contarlas en el mar de gente ¡qué lindo el 23 de
Agosto a reventar! Ah, pero esta vez, nada de éxodo, eran
los salteños que saldrían quemando después. Mi yerno me
decía que era más seguro irse a la primera o bien
acomodarse en la última. Pero, era mi primera vez y yo
quería disfrutarla como tal; en el ojo del huracán, como
dicen. Estaba todo calmado, hubo otra bochinchada más
cuando arrancó el juego, pero después de saltar un poco la
popu se calmó. Hubo unos cuantos forcejeos con la barra
brava porque a un avivado se le ocurrió hacer botín de la
bandera; el pobre tonto pensó que una bandera de veinte
metros es como robarse un chupetín, lo molieron un rato
hasta que largó la bandera y se la acomodó un gordo que
parecía el jefe de los bichos esos. Después, todo tranqui...
hasta el gol: el primero de los salteños... fue ¡pucha!, se
nos vino la noche, mi amigo. Para colmo ese tarambana
que metió el gol se vino a festejar en nuestras narices. Fue
un centro, uno la peinó y creo que el 18 la metió de
atropellada. Ahí nomás salió disparado hasta pararse
enfrente de la popu, que tras el alambrado se lo quería
comer; viera el irrespetuoso, abrió los brazos como Jesús,
bajó la cabeza y cruzó los pies también como Jesús, ¡que
lo parió! Ahí estuvo crucificado hasta que se le
amontonaron los otros, pero ahí nomás los llovimos con
todo. Yo no me animé a tirar más que mi botella a medio
vaciar de coca. Además me acordé de lo que me dijo mi
yerno; cuando hay un gol hay que correr pa abajo pa que
no lo pisen a uno, así que yo bajé unos tres escalones
medio atropellando, pero mi yerno me sujetó diciéndome
al oído que eso era pa cuando el Lobo metiese un gol, no
hay que correr por goles ajenos. Me sentí como un viejo
sonso, alguno de la merza me insultó, y me puse a pensar
en lo feo que hubiera sido para mi nena ir a la cancha en
esas condiciones. Siempre supe que mi ex yerno era un
engrupidor nomás, pero con esto quedaba confirmado...
¡cómo no se va a pagar una platea pa la novia, que es una
señorita! Ese sotreta la hubiera metido en medio de esa
sudorosa y trashumante víbora que es la hinchada
masculina... de sólo pensarlo me arden las orejas. Recuerdo bien el ardor porque justo ahí comenzó a
llover. No sé si usted, mi oficial, concordará conmigo,
pero sé decir que la lluvia en Jujuy tiene algo de especial.
Cuando uno siente que va cayendo sobre la ropa, parece
que es uno el que se derrite y le temblequea todo entre
gota y gota. Así me agarró la lluvia, en medio de mis
reflexiones. Se me hacía que la lluvia juntaba más a la
hinchada, el bramido de la gotera era el mismo que el de
las bocas, todos, hasta Dios mezclado en la lluvia,
cantaban alentando al equipo. Pensé que el gobierno tuvo
un gesto admirable al permitir los descuentos por planilla
pa ir a la cancha. Pensé, también, (uno suele pensar
muchas cosas juntas, sobre todo a mi edad) que la lluvia
era un buen augurio, y mientras sentía que el cuerpo se me
escurría por la tribuna, vino el empate. El grito me
acomodó la boca como pa que me saquen la muela del
juicio. Y bajé a los saltos todos los escalones que pude,
antes de chocar con el muro de la popu que se agolpaba
sobre el alambrado. Hubo uno que otro tropezón y ahí
comprendí lo juicioso que es ir a la cancha con un grupo
de amigos que lo ayuden a pararse a uno, porque con la
tribuna resbaladiza, la emoción agolpada y todo el furor de
la bronca, son capaces de pisotearlo hasta finarlo... eso que
ni que. A más de uno me lo malambearon fiero. Volvimos
a nuestros lugares... bah, digamos que nos acomodamos
más o menos como estábamos. Me dio un alegrón saber
que mi nena no estaba en medio de esa batahola que lo
atropella todo. De nuevo pensé que mi ex yerno era un
canalla por querer traer a mi nena a un lugar tan indigno de
una dama.
No tuve mucho tiempo de pensar, la lluvia me nublaba
los anteojos y ya comenzaba a sentir la brisa que se hacía
gélida al contacto de la piel mojada. Me ajusté hasta el
último botón del cuello de la camisa en previsión de un
resfrío. Apenas pude abrigarme haciéndome la psicológica
de que hacía calor. Pero como le decía, jefe, apenas tuve
tiempo, porque cuando estaba preocupado por mi estado
de salud, siempre condicionado por una irrisoria prepaga,
se vino el segundo gol del Lobo y la avalancha que
empujaba pa que el estadio se viniera abajo. Hubo
pirotecnia, harta pirotecnia, y yo salí disparao como perro
en navidá, me lo llevé por delante a mi ex yerno. Sin
darme cuenta (vea que grité el gol casi espontáneamente,
como si lo hubiese ensayado miles de veces), se me
trabaron los pasos con los suyos y en un charquito él
perdió pie y se fue de jeta. Uno de los bichos de la barra se
agachó como pa sostenerlo pero fui más rápido y le salté
con los dos pies en franca planta sobre la cabeza que se me
ofrecía regiamente apoyada sobre el filo de una grada
¡Mamita! ¡la de sangre que saltó! Y ahora como que tengo pena por el pibe, porque me
llevó a una cancha por primera vez y además me dio el
alegrón de arreglarlo de un solo pisotón. Agustín Guerrero.
JOSÉ MURILLO.
CONDORÌ Y LAS VICUÑAS.
No era el menor de los hermanos pero si el más petiso.
En compensación resultó el más avisado y habilidoso.
Desde changuito ayudaba en los telares. Quizá por ese
hecho se había convertido en el mimoso y el mimado de la
mama que recurría a él también cuando se trataba de hilar
en puiscana, a la usanza antigua. Los Condorí eran
tejedores y pastores al mismo tiempo; pero pastores de
vicuñas. Tenían una manadita muy oculta entre los cerros
y lejos, muy lejos, de los caminos frecuentados de la
quebrada grande y los pueblos. Porque debían protegerlas,
no tanto de los águilas y los pumas como de la codicia de
los cazadores blancos, quienes venían a la Puna provistos
de armas largas y, a veces, acompañados por guías de la
región.
Y aunque el rancho de los Condorí estaba muy metido
cerros adentro, nunca se podía estar seguro. Cada tanto se
veían forzados a bajar a la feria de Humahuaca a vender
ponchos, mantas y chalinas, para obtener alimentos con el
producto de las ventas. Alguna vez, inclusive, el tata se
había largado hasta Jujuy para conseguir mejores precios.
El hecho de que no fuesen muchos ya los que tejían con
lana de vicuña motivó que al padre se lo conociese por
tatita Condorí, el vicuñero.
Ya no quedaban vicuñas salvajes. Los cazadores las
habían exterminado y Coquena, su duende protector, nada
había podido hacer para evitarlo. Por eso los Condorí
confiaban, más que en el duende, en las mañas de
Prudencio, el petiso, para salvaguardarles el rebaño.
La vicuña es dulce, cariñosa y tímida y Prudencio
Condorí las quería entrañablemente. Y vivía pendiente de
ellas. Él las pastoreaba dejándoles toda la libertad que
necesitaban. Las vigilaba desde prudente distancia no por
temor a que escapasen sino para evitar que algún puma
osado o un águila audaz pudiese sorprenderlas o, lo que
hubiese sido mucho peor todavía, que los cazadores las
encontrasen.
Y las vicuñas, a su modo, le retribuían esa dedicación:
era el único que podía arrearlas y esquilarlas. Ningún otro
miembro de la familia podía acercarse a ellas sin
alterarlas; se ponían nerviosas, ariscas y hasta asustadizas.
.
-Parecés Coquena -le dijo un día el tata. Era una
alabanza, no un reproche. A Prudencio se le ocurrió que el
tata se mofaba de su dedicación. Permaneció callado por
respeto aunque su rostro, habitualmente serio, sé contrajo
en gesto torvo.
-No molestés al muchacho, ¡qué tanto! -intervino la
mama.
Y no se habló más. Pero desde ese día le quedó el
apodo: Coquena. Los hermanos se lo decían entre risas
cuando querían sacarlo de quicio.
Prudencio se apegó más a las vicuñas sólo por
despecho. Prolongó las horas de ausencia y se construyó,
con piedras prolijamente acomodadas, un mirador desde el
que dominaba todos los posibles accesos a las zonas de
pastoreo. Semejaba un parapeto semicircular en cuyo
interior, si permanecía sentado, quedaba oculto en tanto él
podía pispear cómodamente y a gusto entre las hendijas
que dejaban las piedras.
-Vas a tener que bajar al poblao, Pantaleón -le dijo un
día la mujer- ya casi no tenemos qué comer.
Esa misma tarde el hombre, acompañado por dos de
sus hijos mayores, se puso en camino. Llevaban un par de
ponchos, una manta y tres chalinas y bolsas vacías para
traer comestibles. Iban contentos porque Humahuaca les
brindaba la oportunidad de encontrarse con viejos
conocidos y de festejarlo con una copita de zingani.
Llegaron a la mañana siguiente. Humahuaca les
pareció un vergel en comparación con los cerros áridos de
los que habían bajado. Como era muy temprano para ir
hasta la feria se encaminaron al boliche de don Ramón
Chumacero.
-¿Qué tal, Condori?, ¡tanto tiempo!
-Bastantito, pues.
-Hace como cuatro meses que no andaban por aquí.
-Cierto.
-¿Y qué los trae por aquí?
-Como andamos sin plata hemos venío a vender
algunas cositas.
Abrió el bulto sobre el mostrador y a Chumacero se le
iluminaron los ojos ante la belleza de los ponchos.
-Éste lo compro yo, ¿cuánto es que piden?
Pantaleón miró a sus hijos.
-¿Cuánto es que ofrece?
-La mercadería que necesiten: fideos, azúcar, harina,
papas, coca...
-¿Y eso como cuánto es?
-Más de sesenta kilos fáciles.
-Hum... va a depender de lo que ofrezcan en la feria.
-Les agrego algunas botellas de zingani, maíz pelado y
alguna otra cosita... Sírvanse -y les sirvió ginebra a los
tres- es mucha plata, piénsenlo. ¡Ah, me olvidaba!
Guanuco anduvo preguntando por usted.
Pantaleón lo miró sorprendido. No recordaba a ningún
Guanuco.
- ¿Y qué anda queriendo?
-Saber dónde viven. Parece que unos cazadores lo han
conchabado de baqueano, Pantaleón empalideció.
-Tenemos que irse enseguida, tata -urgió uno de los
hijos.
-Esperen, esperen, en un santiamén les preparo la
mercadería.
-Hay que avisarle a Prudencio.
-¿Y eso cómo?
-Yo me adelanto. Ustedes lleven la mercadería.
Y así se hizo. Asunción Condorí abandonó Humahuaca
casi corriendo. Ignoraban que, al amanecer, tres cazadores
de a caballo, guiados por Guanuco, habían salido del
pueblo rumbo a las montañas.
Estaba inquieto. La mama y los hermanos habían
quedado solos en el rancho, Observaba a cada momento
trepándose al parapeto de piedra. Dispersas entre el abra y
la falda del cerro las vicuñas buscaban afanosamente los
escasos pastos.
Repentinamente vio el relumbrón. Haciendo visera con
la mano derecha sobre las cejas fijó su atención hacia el
huayco de donde provino. No era muy lejos y el sol
brillaba intensamente. Pero se quedó inmóvil con la
mirada clavada en el huayco, pues era uno de los accesos a
los cerros frecuentados por la manadita de vicuñas. No
supo cuánto tiempo permaneció allí hasta que alcanzó a
distinguir, por el cauce de la quebradita lejana, pequeños
bultos que se movían torpemente en el ascenso escabroso.
Todavía se quedó quieto un rato más hasta que el destello
confirmó sus sospechas: eran armas. El sol se había
reflejado en alguna parte de ellas. Se tanteó la honda de
gusto; pero ¿qué hubiese podido hacer contra rifles de
largo alcance? Quedaba una sola alternativa: huir. Arriar el
hato lejos, muy lejos y ponerlo fuera del alcance de los
cazadores.
Las vicuñas no entendían qué pasaba. Por primera vez
corría alrededor de ellas como enloquecido, dando gritos y
gesticulando. Inclusive llegó a amenazarlas haciendo
silbar sobre sus cabezas las sogas de la honda. Lo único
que logró fue intranquilizar a las vicuñas que, muy
asustadas por la extraña actitud del muchacho,
comenzaron a huir en distintas direcciones. Prudencio se
serenó, comprendió su error y cambió de táctica. La
dispersión de la manada podía resultar fatal. Se aproximó
al macho jefe y empezó a hablarle, a explicarle que venían
cazadores, que si no se alejaban pronto, los abajeños las
matarían una por una. En un momento se abrazó a su
cogote y continuó hablándole mientras lo acariciaba. Por
fin logró persuadir al macho y lo hizo enfilar hacia la
cumbre.
Poco a poco, muy lentamente al principio, el resto de
las vicuñas se fue poniendo en marcha en deshilvanada
hilera en seguimiento del macho.
Prudencio las apuraba hasta que logró arrancarles un
trote corto. Siempre hacia arriba, hasta alcanzar la cima y
encarar luego el descenso, para iniciar nuevamente el
faldeo y trepar, trepar sin pausa, acezando, sin dar ni darse
tregua, apremiando por el peligro, dispuesto a conservar la
distancia que les llevaban, volviéndose a mirar de tanto en
tanto, hasta estar seguro de que los cazadores se habían
rezagado.
Con el corazón batiéndole en el pecho y los pulmones
anhelosos, atrapando el aire a bocanadas, se detuvo.
Podía hacer una alto. Sin perros no los iban a alcanzar
así no más. La cuestión era mantener unida a la manada.
Se sentó y se limpió el sudor del rostro. Sólo en ese
momento se dio cuenta de que podía estar apunándose y se
metió algunas hojas de coca en la boca.
Sin embargo, no podían permanecer en el mismo lugar
por mucho tiempo, a pesar de su cansancio; contra su
cansancio, debían continuar. No estaba acostumbrado a
pensar en sí mismo, sino en los tatas, en los hermanos, en
las vicuñas. Su responsabilidad eran las vicuñas y él y su
familia, vivían de las lanas de las vicuñas.
Se acercó al macho y le habló nuevamente:
-Vamos, vicuñito, hay que seguir. De no los pueden
matar a balazos.
Cediendo al ligero empujón de las manos amigas de
Prudencio Condorí, el macho reinició la marcha. Con
paciencia ahora y sin dejar de hablarles, logró que la recua
se pusiese en camino hacia el rumbo que él había
determinado. Su propósito era continuar hasta la noche.
Porque nadie, ni con perros se atrevería por esas
soledades sin luz. Las sombras borran los obstáculos y al
menor descuido uno se puede desbarrancar.
-Ni rastros de vicuñas. ¡Usted es un macaneador,
amigo!
-Hay que seguir, patroncito, es animal arisco y a lo
mejor ya nos han venteao.
El hombre había desmontado y se secaba la
transpiración del rostro con la manga de la camisa.
Guanuco, de pie y con la cabeza gacha, esperaba la
decisión de los patrones.
-No podemos seguir. Si nos pilla la noche nos vamos a
morir de frío. No traemos carpa. ¿Por qué nos dijiste que
en tres o cuatro horas las tendríamos a tiro?
¿Qué podía responderles? Si ellos habían estado
mirando a menudo con esos anteojos negros que permiten
ver más allá de lo que puede el ojo y nada. Cerros y más
cerros. Cardones inmóviles, piedras, pedrones, pajas
bravas, pero ningún animal. No habían visto un solo
pájaro, no recordaban una sola flor. Y los caballos
agotados de tanto trepar y bajar.
-Volvamos -propuso otro de los Cazadores. No se
puede confiar en estos coyas de...
Seguramente interrumpió la frase por la lástima que le
inspiraba Guanuco, más que por delicadeza.
-Hay una manada, patroncito, se lo juro.
-¿Dónde está?
-y bueno, ¡ésa es la cosa! No es tan fácil.
-Yo me vuelvo -dijo el tercer cazador-, este hombre no
sabe nada.
Y comenzó a desandar lo andado caminando y
llevando de las riendas a su caballo exhausto.
Guanuco, vencido, los siguió mascullando su mala
suerte. Seguro que el Coquena lo había castigado por no
ofrendar antes de encarar la montaña. Pero si lo hubiese
hecho, los vallistas se habrían burlado de él. Emperrados
en cazar vicuñas, que es animalito sagrado. Ahí tenían la
prueba ¡qué embromar!... Y se llenó la boca con la coca y
la yista destinadas a la ofrenda que debió haber enterrado.
Se refugió en un huaico y sé protegió entre las vicuñas.
Cuantito se ocultó el sol, el frío le agarrotó las manos y le
endureció los pies. Hizo acostar al macho y luego a una
hembra casi pegada a éste y se tendió entre ambos. Por
más que no quería dormirse, sino solamente descansar
abrigado por las vicuñas, se quedó profundamente
dormido.
Cuantito se insinuó el alba, las vicuñas comenzaron a
inquietarse y finalmente se pararon. Prudencio despertó
sobresaltado. Se puso de pie de un salto y observó a su
alrededor. Recién la luz inicial rasgaba las sombras. Veía
muy poco.
-Esperen aquicito -les musitó a las vicuñas- yo vía dir a
ver.
Y enfiló hacia la punta del cerro. La claridad avanzaba
más rápidamente que él. Alcanzó el punto más alto y
observó larga y detenidamente. No, nadie los había
seguido. Sin alimento y casi sin coca resolvió emprender
el regreso dando un rodeo. De no corría el riesgo de caer
en las trampas del hambre y de la sed. También las vicuñas
ya deberían estar necesitando agua...
Cuando lo vieron llegar, hambriento y demacrado, la
mama, el táta y los hermanos no supieron, cómo
expresarle su gratitud, cómo decirle los temores pasados,
pues supusieron que se había perdido en las montañas. No
supieron si reír o llorar. Prudencio, él sólito con sus once
años, había traído de vuelta al rancho intacta, la majadita
de vicuñas. Nunca más le dijeron Coquena. ¡Qué
tanto!
José Murillo, en El niño que soñaba el mar y otros cuentas.
18 GRADOS BAJO CERO.
"Dos hermanas mueren de frío al regresar de la escuela, en una localidad de Jujuy" (La Nación, 6 de junio de 1973).
¿De dónde viene el frío...? Porque el viento, el viento
peinador de los sauces y las tolas, el viento silbador en los
cardones, el viento quena en los guancares, sube del sur de
la quebrada grande o baja desde el norte, desde la aridez
llena de piedra y de silencio arisco de las altas mesetas de
la puna. ¿Y el día...? El día se presenta cuando el Sol
quema los cerros, allá, hacia la derecha, y trepa lentamente
faldeando el otro lado, ése que no se ve pero se sabe y se
sabe por el Sol que sube muy orondo y muy redondo y
llega hasta la cumbre rojo y resoplador. Y la noche
también, subre de allí, como huyendo del día o
persiguiéndolo. Nunca se sabe bien. Tantas veces la Luna
lo puede al Sol, tantas veces el Sol tiene que tiene que
aguantarse que la Luna esté ahí, rodando el cielo, cuando
él no ha concluido su paseo triunfal por el espacio... Y la
lluvia también. Desde las nubes que el viento lleva y trae,
cuando las nubes se van poniendo negras y pesadas...¿Pero
el frío...? No me diga el invierno. Porque en la puna alta,
porque quebrada arriba siempre hay frío... No me diga la
lluvia... Dígame el hambre. Cuando hay hambre el frío nos
ronda permanentemente, hurga la carne hasta el escalofrío.
Y a más del hambre, si el barracán es viejo y el poncho
desflecado –cuando hay poncho...
Ya había que levantarse. Y el Sol era nuevito que todavía
no se sabía muy bien si era el Sol o la Luna que asomaba.
Tan pálida la luz, pálida y fría. Pero la escuela quedaba a
más de legua y media. Eso no es lejos si se camina en
llano, pero trepando y descendiendo cuestas a tanta altura
parecenm ya dos leguas y más, según se avanza. Pero
había que ir. No solamente para aprender, sino porque en
la escuela nos dan mate. Un mate sabroso y calentito con
galleta. Y en el patio jugamos que da gusto. Y la maestra
es buena y cariñosa. Nos dan el delantal algunas veces y
también zapatillas. Blancas, alhajitas digo y con suela de
goma.
No te apurés tanto, pues, Julia. La escuela no se va, y
está ahicito...
Todos los días lo mismo. Luisa se va quedando. De
puro lerda nomás, de puro terca. Y el chango peor.
Hondeando urpilas, se será pavote.-Esperá, pues, me estoy
cansando.
No espero nada. Más que hace frío. ¿ No vís que está
helao...? Apurate y ya vas a ver qué es mejor.
Siempre decís eso, pero después es peor. Como cuando
jugás a la pillada. Acordate, acordate. Ayercito nomás,
cómo temblabas.
Y bueno, porque supe correr mucho. Y qué hay.
Cha, que sos...
Julia continúa la marcha sin volverse. Su hermana ha
quedado rezagada más de cincuenta metros. Por el
hermano no se preocupa. Es el mayor de los tres y cuando
la escuela está a la vista, al final del repecho, hará lo de
todos los días: las pasará corriendo y riendo para llegar
primero. Y claro, siempre gana porque es más grande y a
más es varón ¡qué tanto!
Finalmente también ella hace lo de todos los días y se
detiene a esperar a la hermana remolona.
-Mírate las chuncas ¿no te da vergüenza? Te va a
castigar al maestra. Por sucia. ¡Ma mirá esos churretes!
-Y bueno, el agua está muy fría.
-Sos una floja.
-¡Ya! –grita el hermano en ese momento y echa a
correr. No, ellas no corren. Saben que es inútil intentar
competir.
Y lo miran pasar, y alejarse. No mucho. Porque la
escuelita está ahí nomás. En el patio de pirca los chicos se
arremolinan como ovejas querendonas y friolentas.
-Juguemos a la pillada.
Sí, correr es mucho mejor cuando hace frío. Y además
pasa más rápido el tiempo. Seguramente la maestra debe
estar preparando el mate cocido. Ya la conocen. ¿Es de
buena! Cuando la mañana es muy fría les da el mate antes
de empezar la clase. Pero, eso sí, es exigente. No tolera,
por ejemplo, la suciedad. Por eso Julia sigue preocupada
por los churretes en las piernas de su hermana menor. Y la
Luisa corre como una cabra arisca y juguetona. ¿Qué
pasaría si la señorita los pone en fila para ver, una por una,
si tienen las manos limapias, el delantal zurcido, los pelos
bien peinados y sin piojos? Y las piernas. Porque también
se fija en eso, y en las alpargatas y en las zapatillas. " No
importa que sean viejas o gastadas, lo que importa es que
estén limpios. La limpieza es parte del respeto a uno
mismo", dice la maestra. Y los chicos ya saben que es
mejor no contrariarla.
Julia logra dar alcance a su hermana.
-Vení, te via pasar un trapo.
-Dejame jugar, no seas mala.
-Después seguís jugando.
-¡Ufa!
Julia no afloja. La acerca a la tinaja que junta el agua
de lluvia, moja el trapo dejado ex profeso sobre una de las
asas y refriega las chuncas de Luisa hasta dejarlas
brillantes.
-Ahora andá. ¡Y cuidadito con volver a ensuciarte!
-¡Vamos chicos, pronto, que hace frío!
Desde la puerta de la única aula, la maestra los urge. El
abanderado iza solo la bandera. El resto de los niños
espera de pie junto a los pupitres. Compadeciendo un poco
al Pancho, que tarda en atar la bandera con las manos
ateridas.
"Alta en el cielo un águila guerreraaudaz se eleva en
vuelo triunfal.
Azul un ala del color del cielo,
azul un ala del color del mar".
Pero los chicos están más pendientes del vaho del
aliento que de la entonación y de la letra. La maestra no se
molesta. Deben tener frío. Si a lo mejor todos están en
ayunas. Así es que cuando el Pancho fija la cuerda al
mástil, golpea las manos.
-Vamos, el mate está listo.
Y sonríe cuando los rostros de sus niños se iluminan.
El verde humeante del mate se aclara contra el amarillo de
las tazas enlozadas. Parece realmente un rito de cada
mañana. Pero en ésta, particularmente fría, se hace más
evidente el gozo, el disfrute, la ansiedad. Hasta que no
terminan no levantan la cabeza.
-Señorita, va a haber tormenta y nieve.
-¿Ah, sí? ¿Y vos cómo sabés?
-Diz que sí porque para el lao del Chañí ha cáido
mucha nieve.
-Mi tata dice que la tormenta ha sabido ser muy fiera.
Eso pasa cada tanto.
En los mapas adosados a las paredes de adobe
blanqueadas con cal, los ríos no corren y las montañas son
inofensivas. Los verdes ajados y los amarillos sucios
marcan los valles. Esta es la quebrada ¿ven? Aquí estamos
nosotros. ¿Dónde, señorita? Sonríen los chicos buscando
inútilmente el rancho donde funciona la escuela. ¡Pero qué
va!
¡Qué va a estar en el mapa esa tan poquita cosa! Si la
escuelita, pobre, es una nadita en medio de tanta
inmensidad.
¡Ah, cómo tardan los recreos y con la falta que hace
correr para entrar en calor! Porque en el aula también hace
frío.
Los vidrios de la pequeña ventana que da al patio están
completamente empañados.¡Por fin la hora! Los changos
salen atropellándose porque el rango los está esperando.
Las chinitas saltan la piola. Hay que ser diestra porque es
un lazo de tiento y duele cuando golpea las piernas. Un
chicotazo que deja un tajo blanco y doloroso.De recreo en
recreo se alarga la mañana; pero a medida que avanza el
día el frío se hace más cruel y más intenso. Mientras en el
pizarrón una de las alumnas escribe los nombres de de las
cuatro estaciones, la maestra limpia con el puño de su
delantal el vidrio y observa. Se está oscureciendo la
quebrada. Tal vez se venga una ventisca. Nieve difícuil,
porque el día se aclara. Y algunos chicos viven muy lejos.
Será mejor concluir antes de clase. Pero ¿y en sus ranchos
estarán mejor? Hace tanto tiempo que lucha por un hogar
escuela, que sueña con una escuela confortable, con una
estufa, aunque sea a leña de tola, para que no tiemblen de
frío como ahora. Tal vez en este instante sobrevuela la
quebrada un satélite ¡y nosotros todavía en la edad del
adobe...!
-Andá, Pancho, bajá la bandera. Y ustedes guarden
todo.
-¿Nos vamos señorita?
-Sí, está muy feo. Como si fuera a nevar. No se
entretengan en el camino. Rápido a casa. Hasta mañana.
-Hasta mañana, señorita.
Julia es la primera en salir. ¿Qué hacen sus hermanos
que no vienen de una buena vez?
-Vamos, vamos –apura.
Porque se percibe en la tensión extraña del aire quieto,
demasiado quieto, la proximidad de la tormenta. Y hace
más frío, pucha digo con el chango este! ¿Pero qué
estáhaciendo? Por fin se reúnen y emprenden el regreso.Es
una mañana que parece tarde. Sin sol, que se va
oscureciendo.
-Corramos, corramos –propone el chango.
Las dos hermanas lo siguen, pero se cansan pronto.
No, esperá, esperá.
Con agudo dolor las manos se agarrotan, duela la cara
y los pies pesan una enormidad.
-Descansemos un ratito, pues –propone Luisa, que se
va quedando atrás.
-No, no, se apuremos –urge el hermano.
-Bueno, pero hasta el bordo, nomás. Estoy cansada -
confiesa Julieta.
Penosamente se acercan al bordo. Nunca, antes de
ahora, les pareció que estaban tan lejos de la escuela y
lejos del rancho al propio tiempo.
-Un ratito nomás –y Luisa se deja caer junto al
sendero. Allí donde el rojo de las flores de la quinua
contrasta con la blancura del amancay.Julia se sienta
pegadita a la hermana. La piel bruna se les ha puesto
morada y más, como con manchas negras.-Bueno, ya ha
descansao bastante, vamos que nos va a pillar la noche.
-No, no, andate vos si querés –musita Julia. El
hermano las nota raras. ¿Cómo pueden estar tan cansadas
si toditos los días hacen ese recorrido de ida y de vuelta?
Luisa, blanqueando los ojos, parece que se fuera a dormir.
Gira y se abraza a la hermana.
-Tengo mucho frío –musita.
-Andá, nomás –inisiste Julia.
-Sí, via a avisarle al tata –se decide el muchacho. Echa
a correr, pero a él también le cuesta. Casi como si
estuviese a punto de apunarse. Los últimos metros los hace
a los tumbos.
-Tata, ¡tata!
El padre se asoma sobresaltado. Nunca han vuelto tan
temprano de la escuela. Porque aunque está oscuro él sabe
que todavía no es el mediodía.
-Las chinitas, allá en el bordo.
-Hablá, pues, ¿qué les ha pasao?
-No sé, tata, se ha quedao a descansar.
El tata se arroja el poncho encima y sale corriendo. No
ha alcanzado siquiera a preguntarle al chango ¿dónde
están?
Pero las encontrará. ¡Claro que las encontrará! De
pronto la mañana se parece a la noche. ¡Qué sueño!
Extrañamente denso, pesado. Lento, espeso, como la
misma sangre fatigada en las venas.Las dos, muy juntitas,
muy una contra la otra, parecían dormidas. Y a su
alrededor las flores sencillas, esas de los campos que no
tienen nombre, estaban marchitas. (*)
José Murillo.
(*) Fuente: Este relato apareció en el periódico Nuestra Palabra el 26 de junio de 1973. Fue compilado luego, por
primera vez en libro, en la antología de literatura infantil "¿Sólo los chicos? Cuentos argentinos de todos los tiempos,"
Buenos Aires, Colección Desde la gente, Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, pp. 25-30, con
selección y prólogo de Nora Lía Sormani. En la antología, Nora Lía Sormani agradece por el acceso al relato a Raquel
Olga Manrique.
JOSÉ MURILLO.
José Murillo nació en Pueblo Ledesma el 18 de agosto de 1922. Obtuvo su título de Maestro Normal Nacional en
San Salvador de Jujuy, en 1940 y, en ese mismo año el de Maestro de Gimnasia y Recreación. Realizó estudios de
Filosofía y Letras en Tucumán y Buenos Aires.
Residió en Buenos Aires desde 1952, donde organizó y creó diferentes Talleres literarios; fue Jurado en varios
concursos y fue reconocido por sus libros, cursos y conferencias. Recibió premios y menciones por diferentes obras
entre los que se destacan Primer Premio de Poesía “Biblioteca Popular de Jujuy”, 1951; Segundo Premio Concurso
Teatro “La Máscara “, 1957; Premio Único Concurso Nacional de Literatura Juvenil e Infantil, 1973; el Premio
Internacional “Casa de las Américas”, La Habana, Cuba, 1975 otorgado por “Renancó y los últimos huemules”, que fue
traducido a varios idiomas y el Premio Konex – Letras Diploma al Mérito Literatura Juvenil, 1994.
Ha publicado numerosas obras cuya temática se centraliza en lugares y personajes del norte argentino: “Justicia de
Hombres”; “Cuentos poemáticos para una mujer”; “El fundo del miedo”; “Una lonja de tierra”; “Mi amigo el Pespir”
(cuentos del monte jujeño para niños); “Los traidores”; “El general y sus jilgueros”; “Cinco patas”; “El tigre de Santa
Bárbara”; Renancó y los últimos huemules”; “El niño que soñaba el mar”; “El último hornero de Cabra Corral”; ”El
perro salvador”; “Silvestre y el hurón”; “Leyendas para todos”; “Brunita” y, “Rubio como la miel”, entre otros relatos.
El cuento “El supervisor” fue incorporado a la “Primera Antología de cuentistas argentinos contemporáneos”, editado
por la Fundación Alejandro Romay
Muchos de sus cuentos relatan episodios en el departamento de Santa Bárbara, donde residió algunos años.
José Murillo muere en la ciudad de Buenos Aires el 23 de febrero de 1977.
CARMELA RICOTTI.
LOS DIENTES.
Zoilo andaba por la calle dando tumbos, medio
atontado. De su mano derecha colgaba una rama de molle,
con la cual barría las calles sin querer. Apenas podía
acomodarse los lentes azules que le vendiera Acho la
semana pasada, juntamente con un metro de hilo de coser
negro. Le vinieron bien para disimular su ojo bizco y el
agujero del pantalón de barracán. Estaba mejor así, con los
lentes. La falta de dientes lo disimulaba no abriendo la
boca.
La chicha de molle trasplantado que había tomado toda
la semana le daba vueltas en el cuerpo y en la cabeza.
Durmiendo en cualquier parte había llegado sin saber
cómo, hasta la puerta de la casa de la Celeca.
Le parecía, en su turbación, que vanas noches había
hecho lo mismo- golpear con los nudillos dos veces y ella
le abría la puerta. Él la miraba de frente, sonriendo con
miedo, encogiendo los labios para que no se le viera la
boca desdentada. Otras veces (¿anoche?, ¿ayer tarde?),
sonreía saludando tapándose la cara con la rama del molle.
Otras sonreía sin abrir la boca, con los ojos bizcos con
lentes azules nomás.
Ella se hacía a un costado. Él entraba despacio hasta el
cuarto. Corrían la mesa. Ponían el colchón en el suelo. Se
miraban. Le sacaba la ropa lentamente. Como él entraba
desnudo, cubierto solamente con la rama, estiraba el brazo
y la pasaba suavemente por la cara de la Celeca, por los
cabellos, por los pechos por el ombligo, por las piernas,
por los dedos de los pies. Desde los pies de la Celeca
volvía a subir con el molle hasta la cara.
La Celeca, con los ojos cerrados, sonreía y suspiraba.
Y él, Zoilo, sonreía.
Los copos de lana y los papelitos de plata con los
dioses se elevaban hasta el techo.
Las alas de los dos se movían
acompasadamente. Los Colmillos crecían y de las
mordeduras no surgía sangre. Del colchón humedecido
salía un aroma, mezcla de rosas y sudor.
La Celeca, laxa, suspiraba levantando las flores de su
pecho. Un papel de plata caía del techo y le cubría un
pezón. Un copo de lana le tapaba el otro.
La varilla de oro se enterraba en el surco fecundo del
mundo, de la tierra. El sudor corría por el cuello de los
dos, por el pecho lie los dos, los muslos de los dos. El piso
de la Celeca blanco, lechoso, se hace harina y sale por la
puerta. Un mar de polvo blanco y agua llena la hondonada.
La luna lo platea.
Zoilo mira. Sonríe con todos los dientes afuera de una
boca grande, oscurecida, amoratada por la pasión.
El surco profundo, con rebordes marcados, como el de
la tierra abierta para la siembra, se apresta a la gran fiesta
del sol. Y vive el regocijo sin risa, la danza mágica,
repetida hasta el agotamiento. Siente la ondulación
rítmica de su sangre como el oleaje del mar, golpeando los
flancos de las rocas, penetrando en la arena, borrando las
pisadas, acallando el ruido con el grito de un pájaro.
El vaporoso aire del cuarto, lleno de incienso y
mirra, brumoso, borra el aislamiento. Una sola piel se
mueve, deja sombras delgadas, blanquecinas, que pasan
por la rama, que borran las patas de la mesa. El piso se
desdibuja, humedecido.
Y la felicidad estalla. La boca de dientes blanquísimos
sonríe con dolor, jadeando, alumbrando la oscuridad con
reflejos.
Y los ojos, apuntando hacia la ventana desafiaban,
derechos, la luz de una luna comprometida y secreta.
La Celeca duerme a su lado. El Zoilo la tapa con la
manta y sale. Calza en la puerta el pantalón que no
recuerda cuándo se sacó. La mira otra vez. Le deja la rama
donde la puso después de acariciarla (la rama arrancada de
la suerte), cierra la puerta.
En la esquina se encuentra con Eleuterio, Pacífico y
Domingo. Nunca le creyeron nada. Esta vez tampoco.
Se va cuesta abajo diciendo palabrotas. Protestando,
acomodándose los lentes azules, controlando la saliva que
le sale por la boca desdentada.
Carmela Ricotti.
CARLOS SANCHEZ RÍOS.
FIN DE SEMANA CON AMIGOS.
En un fin de semana del mes de septiembre de hace
algunos años, como quien dice para pasar el rato, con mi
hijo y un amigo tomamos nuestras cañas de pescar y nos
dirigimos a nuestro lugar preferido en el Río San
Francisco.
Mientras encendíamos el fuego para tomar café y
seleccionábamos líneas y anzuelos, llegaron en vehículo al
lugar cuatro pescadores.
Nos saludaron y uno de ellos, bastante gordito, me
sorprendió al increparme diciéndome: ¡Te juego que
sacaré más que vos!- lo miré tratando de recordar quién
era – vaya sorpresa - … ¡miren quién está aquí!
Muchachos…. Le presento a Miguel, un gran amigo con el
que compartí muchas aventuras en mi juventud.
Luego de las presentaciones, me dijo que muchas veces
pensaba en todos los amigos que dejo en este norte y que
deseaba volver a verlos. Por eso, habiendo venido a visitar
parientes en la localidad de Caimancito, pensó que el
mejor lugar para encontrar alguno de ellos era en el río
San Francisco.
Después de desayunar, los muchachos pescaban frente
al campamento que improvisamos, mientras con Miguel
conversábamos sobre la vida de cada uno. Me contó que
ahora vivía en Buenos Aires., que estaba jubilado, que sus
hijos a estaban casados y le habían dado muchos nietos.
En definitiva estaba muy conforme con su vida. En eso
coincidimos - le dije – y me alegro no haber perdido mi
entusiasmo por la pesca, ya que de no ser por ella no
hubiera sido posible reencontrarnos.
Preparando el asado, observamos a los muchachos
sacar uno tras otro, bagres y bogas. Al parecer, la pesca de
esas horas de la mañana estaba hecha. Por lo tanto después
de comer podríamos guitarrear un poco, recordando lindos
tiempos de peñas.
Con la guitarra de mano en mano, se fue yendo la
tarde.
-¿A qué hora se irán ustedes? – preguntó Miguel.
-A eso de las seis de la tarde, creo - ¿Te parece bien? –
dije.
-Me parece bien, ya que no te olvides de que además
de ser un lindo lugar, aquí si no me equivoco, se ahogaron
dos o tres y en la noche seguro se los debe escuchar andar.
-Acabo de acordarme de algo ¿Por qué no le contás a
los muchachos lo del Toro?
-¿Lo del Toro? ¡ah… sí! ¿Ahora me acuerdo!
-Fue por los años setenta y tantos, cuando una empresa
que pagaba bastante bien requirió mis servicios como
topadorista para realizar trabajos de desmonte por esta
zona.
-El trabajo duraría bastante, pues había algo más de
200 hectáreas de monte para tirar abajo. Grandes árboles
de buena madera que daba pena tener que voltearlos, ya
que nunca más darían refugio a las aves que anidaban en
ellos ni tampoco su sombra a los habitantes del monte.
De cualquier manera, esas tierras tenían nuevo dueño y
el progreso exigía que debieran producir.
Con cuatro maquinas trabajando a full, fuimos
avanzando sin muchas dificultades. En general el terreno
era casi parejo por lo que deducíamos que esto facilitaría
el trabajo de los topógrafos.
Numerosos arroyitos bajaban desde el cerro, por lo que
el riego estaba asegurado.
Gente que conocía el lugar le informó al ingeniero de
la empresa que estábamos cerca de la laguna en la que
tendríamos que hacer un trabajo de drenado.
Llegamos a los pocos días; un lugar hermoso, bordeado
de grandes árboles. Se trataba de una laguna formada por
una vertiente de aguas cristalinas y con mucha sombra en
sus orillas. En definitiva un paraíso que debíamos destruir.
Nos encontrábamos ya efectuando esta tarea de
drenado desde hacían varios días. Quedaban ya pocos
árboles; entre ellos un frondoso molle junto a un verde
sauce. Lo dejamos para el último, puesto que allí
mateábamos y comíamos, ya que recién al anochecer nos
íbamos al campamento,
Esa tarde, a la hora de tomar la merienda, comentaban
los dos muchachos que quedaron cuidando las máquinas la
noche pasada, que toda la noche anduvo rodando cerca de
ellos un toro muy enojado que amenazó con embestirlos.
De esa manera tuvieron que pasar toda la noche sobre una
de las topadoras. No sabíamos de dónde había venido, ya
que teníamos conocimiento de que no existían puestos en
la zona.
-De cualquier manera, los que se queden esta noche –
dio el ingeniero – si sale nuevamente lo corren haciéndole
unos tiros al aire y mañana averiguaremos a quién
pertenece.
No pasó nada esa noche.
Al otro día, jueves, terminamos el canal de drenado
que unía la laguna con un arroyito cercano, que
seguramente en el futuro sería aprovechado para regar las
plantaciones que hiciera la empresa que compró las tierras.
Ya teníamos el campamento también en ese lugar,
puesto que veníamos avanzando dejando árboles en tierra,
que eran desgajados con hacha y sierra, quedando listos
para ser cargados en camiones en que los retirarían del
lugar.
Rollos de cedro, quina, cebil, jacaranda, nogal,
lapacho, urundel, palo blanco y amarillo, etc.
Para el día viernes nos quedaba a la tarea de tirar abajo
los pocos árboles que quedaban y que vivieron muchos
años más en la orilla de la ahora ausente laguna.
Mientras cenábamos, el ingeniero nos daba las
instrucciones pertinentes con respecto al sector al que
debíamos dirigimos luego de hacer este trabajo; cuando de
pronto todos escuchamos muy claramente un mugido
ronco y penetrante que nos erizó la piel. Éramos como
treinta en el campamento pero realmente nos metió miedo
cuando nos dimos cuenta de que el mugido avanzaba hacia
nosotros. ¡Dentro de un momento lo tendríamos aquí!
-¡Traigan el Winchester, muchachos, por la dudas! –
dijo el ingeniero- ¡Los que quieran retirarse a sus trailers
pueden hacerlo! Los demás esperemos.
Pasaron unos segundos y de pronto lo teníamos al
frente nuestro. ¡Era enorme! Negro, retinto y de sus
ollares, salía un denso vapor que le daba un aspecto
terrorífico. Como avanzaba hacia nosotros, uno de mis
compañeros levantó el arma, apuntándole a la cabeza.
Estaba a punto de disparar cuando una voz detrás nuestro
dijo:
-¡No podrán dañarlo con eso! Es el alma de Don
Varela que está molesto porque ustedes destruyeron el
lugar donde el solía descansar.
Prometan que no voltearan el molle bajo cuya sombra
él se sentaba, ni tampoco el sauce dónde ataba su caballo y
él dejará de molestarlos.
Todos miramos hacia el lugar de dónde venía la voz y lo
vimos.
Era un hombre viejo, barbudo, con sombrero de
puestero mu raído. De dónde apareció, nunca lo supimos.
Quisimos pregunta quién era y cómo sabía esas cosas,
pero nos interpeló preguntando: ¿Lo prometen?
El ingeniero nos miró un instante, luego dijo: - Al fin
y al cabo la idea es no derribar todos los árboles. Algunos
deben quedar, sobre todo en los cursos de agua. En el
cultivo de la futura plantación es imprescindible que
queden los más frondosos. Por lo tanto, muchachos, que
queden el molle y el sauce. No los toquen.
Dicho esto, el toro empezó a retirarse. Nos volvimos
hacia el viejo pero… ¡Vaya sorpresa! No había nadie.
Uno de los muchachos dijo en ese momento ¿El viejo
no sería Varela por casualidad? Era muy posible que así
fuera.
Dejamos la vertiente con su molle y su sauce en pie y
no tuvimos más problemas hasta terminar el desmonte.
Alguien nos contó que en esa zona existió un puesto
llamado “La Puerta”, propiedad de don Varela, fallecido
allá por los años cuarenta y tantos.
-¿Qué hora es?- Preguntó mi hijo.
-Las 18:15 – Contesté.
-¡Qué bárbaro! ¡Cómo se nos fue el día! – dijo mi
amigo- es hora de irnos, así que a cargar las cosas.
-Antes de que me olvide, dame tu dirección que yo te
dejo la mía y mi número de teléfono. De hoy en adelante
quiero que me escribas o me hables para lo que necesites
que yo también haré lo mismo. – me dijo.
Nos despedimos de él y de los muchachos y
regresamos a casa con lindos bagres y contentos de haber
pasado un hermoso día en compañía de muy buena gente.
Carlos Sánchez Ríos.
TURISTA CARNAVALERO.
Siempre me gustó el Carnaval y por lo tanto visité
lugares famosos por sus carnavales, desde Cerrillos hasta
Tartagal en la provincia de Salta, como así también el
carnaval quebradeño y el del Ramal en la provincia de
Jujuy.
Por comentarios, también por lo observado en la
televisión boliviana, desde hace años he tenido la idea de
ir alguna vez por Oruro y también por Tarija, sobre todo
en esta última conocer el carnaval “Chapaco”.
Por una razón u otra fueron pasando los años sin poder
hacerlo. Por fin en febrero del 98, ahorros de por medio,
pude realizar el viaje, acompañado tan sólo por mi espíritu
aventurero.
Cumplimentados los requisitos legales en la ciudad
fronteriza de Bermejo, ingresé a la vecina república en
calidad de turista carnavalero.
La expectativa de lo nuevo a descubrir más los
pintorescos paisajes que iban apareciendo como una
diapositiva a medida que avanzábamos en la tarde, no me
permitieron sentir el cansancio que producen los caminos
de cornisa con las asperezas de sus lajas que me imagino
deben reducir enormemente la vida útil de estos nobles
buses que efectúan a diario el recorrido desde la ciudad
fronteriza hasta Tarija y otras ciudades del interior
boliviano.
Al anochecer de ese primer día de carnaval arribamos a
Tarija, tomé un taxi que me llevó a la parte alta de la
ciudad, donde tuve la suerte de encontrar un modesto pero
acogedor residencial en el que sus dueños y su personal de
servicio, me hicieron sentir como en casa.
El día domingo lo pasé en la ciudad muy divertido
desde muy temprano, ya que al mediodía estaban
instalados en la avenida que daba al frente del residencial,
un enorme equipo de música para el baile que se realizaba
en la misma calle y que se repetiría los días siguientes.
No me costó mucho hacer nuevas amistades e incluso
encontrar amigos de la provincia de Jujuy, pero,
desgraciadamente estos últimos no andaban solos como
yo.
Acepté para el día lunes una invitación para el campo
donde además de pasarlo bien, me enteré de la existencia
de otros lugares mejores pero también más distantes.
Comprobé que era cierto lo que me contaron al otro
día. – Martes de Chaya - Me divertí como nunca jugando y
bailando, también comí en forma abundante mi plato
favorito, que es el lechón asado con ensalada y picante.
Bebí vino, chicha y mucha cerveza Paceña.
Oscurecía cuando me entró la aflicción de volver a la
ciudad puesto que la gente ya se estaba retirando y dentro
de un momento no quedaría nadie en el lugar, o sólo
quedarían los que estaban bebiendo.
Recordaba que había bajado caminando desde la
carretera donde me dejó la combi que me llevó, por una
senda muy concurrida, completamente colmada, que me
hacia recordar esas grandes procesiones de algún santo
muy milagroso. Ahora buscaba casi con desesperación ese
camino.
Aclaro que los bailes para el público se organizan en el
campo, en lo que podríamos llamar fincas o puestos, para
lo que se habilita un quincho o rancho. En un determinado
lugar siempre hay dos o tres, en algunos hasta se baila con
orquesta o con equipos de música y en otros solamente al
compás de cajas o erkes.
Habían varias sendas o caminitos que llegaban al lugar,
pero sólo dos se parecían más o menos a la que me trajo
desde la carretera.
Me encaminé por una en la que todavía se veía gente
yéndose supuestamente hacia la ruta. Se parecía y no se
parecía ya que más bien era como el lecho de un arroyo
con tan sólo un pequeño hilo de agua. Seguí detrás de esa
gente, lo que yo calculaba media hora aproximadamente
sin que apareciera la ruta. Supuse haberme equivocado y
me detuve a pesar que veía algunas personas que iban
delante de mí tal vez hacia algún baile más adelante ya que
se escuchaba música.
Algo no estaba bien, lo presentía, a la vez no me
animaba a mover sobre mis pasos por cuanto la noche
estaba cerca. Calculaba que había venido caminando en
forma paralela a la ruta y debía existir algún camino que
cruzándose con el mío debía llevarme a ella.
Ensimismado en mis pensamientos, no había
escuchado llegar por detrás de mi una hermosa muchacha
bien vestida, pero a la usanza del campo y montada en
un brioso caballo. ¡Éste es el camino! -me dijo- mónte
conmigo y lo llevaré. Esto me hizo dudar mucho más
¿Cómo sabía ella mi problema?
No sé cuánto duró mi lucha interior para tomar una
decisión; era cómo si el tiempo se hubiera detenido en esos
momentos. Cuando reaccioné, ya no estaba y en cambio
había tres nenas que yo calculaba tendrían entre siete y
diez años tal vez, vestían ropas humildes; corrían en mi
alrededor como participando en algún juego.
Sentía curiosidad por su súbita aparición, pero no me
extrañaba puesto que hasta ese instante había venido
encontrando gente por el camino.
Las miraba correr y reírse, cuando de pronto dos de
ellas me tomaron por los brazos como para ir a dar un
paseo y me hicieron caminar mientras la tercera niña,
supongo, caminaba detrás nuestro. Dejaron de reír pero no
hablaban, tampoco a mí me salía palabra alguna Deseaba
preguntarles quiénes eran y hacia dónde iban, pero no
podía articular palabra a pesar de esforzarme por hacerlo.
Me parecía estar en uno de esos sueños en los que uno
quiere gritar y no puede.
Cuando salí del aturdimiento me di cuenta que no
caminábamos ya por ese camino ancho y por el contrario
lo hacíamos por una sendita llena de lajas y arbustos
espinosos.
No sé cuánto tiempo pasó, pero a pesar de la poca
claridad del día que se iba, alcancé a ver la distancia al
borde que indicaba que allí estaba la ruta y además empecé
a escuchar el ruido de los motores de los vehículos que la
circulaban.
A todo esto, ni siquiera había notado en que momento
las niñas se apartaron de mi.
Me di vuelta pensando que estarían en la sendita por
detrás de mi, pero ni rastros de ellas. Me encontraba solo
pero con la ruta a un paso.
De regreso a mi hotel me preguntaba si fue real lo que
me pasó o qué sucedió en realidad. Fue al caerme al agua
fría de la ducha que recordé que al tomarme de mis brazos
una de las niñas – o ángeles tal vez- sus brazos delgados y
desnudos parecían de hielo.
En los días siguientes opté por la diversión de la ciudad
y en compañía de gente que se alojaba en el mismo hotel.
Conversando con el dueño del hotel sobre lo ocurrido,
me manifestó que suelen suceder cosas raras sobre todo en
los días de carnaval. Será que el diablo deseando divertirse
se mezcla con la gente para de paso tentar alguno y si es
posible llevárselo aprovechando la casi devoción del
pueblo boliviano por estas festividades.
Por mi parte creo que debo aprender de una vez por
todas a no aventurarme solo en lo que no conozco.
Carlos Sánchez Ríos.
TACOS EN LA VEREDA.
Días pasados volví a ver después de mucho tiempo a
un viejo conocido. Por el itinerario de su nueva ocupación,
debía permanecer algunas horas en esta ciudad, que en
importancia podríamos decir que es la tercera o tal vez la
segunda de la provincia de Jujuy, y en la que mi amigo
también vivió por varios años.
Mientras saboreábamos un café en una de las
confiterías del centro y admirábamos las modificaciones
efectuadas en la plaza, en la municipalidad, los nuevos
edificios de bancos, nos detuvimos también a contemplar
la belleza de la mujer jujeña. Jóvenes o no tan jóvenes, que
en esas horas de la mañana adornan con su presencia las
calles de la ciudad, cambiándonos el humor a los hombres
que a veces caemos abatidos por pequeños problemas.
Nuestra plática seguía girando en torno de las beldades
que veíamos pasar, cuando de pronto Javier,
interrumpiendo mi conversación, me pidió que lo
escuchara un momento. Había recordado algo que le
ocurrió a un amigo suyo y que debido a que fue casi en la
misma época en la que él tuvo que buscar nuevos
horizontes, no pudo contármelo.
Pienso que tú debes recordar a todos los muchachos
que integraban el grupo – me dijo – y en especial a ese
buen amigo misionero de nombre Juan Carlos, con el cual
en la actualidad a través de nuestra sólida amistad unimos
nuestras familias, y es precisamente de él que quiero
hablarte.
El grupo solía compartir muchas horas del día.
Conversando en el café, jugando un truco en el club y los
fines de semana cuando no podíamos ir de cacería o de
pesca, comíamos un asado, nos prendíamos en alguna
guitarreada o simplemente mirábamos algún partido de
fútbol por la tv.
Como siempre, Juan Carlos y yo éramos los últimos en
retirarnos de nuestras veladas. Los muchachos por sus
compromisos laborales de a poco se iban retirando, ya que
la mayoría trabajaba en turnos rotativos en el ingenio y
sólo Roberto que era empleado bancario, solía quedarse un
rato más con nosotros.
Debes recordar que Juan Carlos era propietario de
camiones que transportaban caña de azúcar en épocas de
zafra, y a pesar de ser oriundo de una provincia tan bella
como lo es Misiones, se enamoró de Jujuy y estableció su
centro de operaciones en esta ciudad que le brindaba
trabajo a su pequeña empresa durante todo el año. Aunque
ya en esos tiempos la situación económica en general
empezaba a desmejorar. Él en su condición de hombre
solo y con 36 años en su haber, se permitía una vida
bastante holgada que la disfrutaba junto a sus amigos y en
especial con su novia Carina, bella mujer de 27 años,
docente y jujeña con la que pronto pensaba unirse en
matrimonio, para lo cual estaba yo comprometido como
padrino de bodas.
Una mañana bien temprano, del mes de octubre del año
1984, vino Roberto a buscarme para preguntarme si no
estaba enterado de lo que le había ocurrido a Juan Carlos.
Le dije que no, que nada sabía, si qué le había pasado. Me
contestó que unos vecinos lo habían encontrado caído en
la vereda en estado de shock, según dijeron los médicos
después. Fuimos de inmediato a la Clínica en donde había
sido internado y no nos dejaron verlo por cuanto estaba
bajo el efecto de sedantes y dormía en esos momentos, que
nos quedáramos tranquilos, que estaba fuera de peligro a
pesar del mal estado en que ingresó. Volvimos esa noche a
preguntar y recién nos permitieron visitarlo al día
siguiente. Estaba mucho mejor, pero por precaución
tendría que permanecer un día más internado. Los
muchachos contentos porque lo sucedido no le afectó para
nada el corazón, según el informe médico, y que se le
produjo seguramente por alguna emoción violenta.
Nuestros amigos se retiraron luego de charlar un rato y fue
entonces cuando Juan Carlos me relató lo siguiente:
Una noche lluviosa y aburrida, después de regresar de
la calle a la casita que alquilaba, decidió leer un poco antes
de dormir. Tenía su dormitorio ubicado para el lado de la
calle. Serás las 5 de la madrugada cuando escuchó pasos
de mujer con tacos altos en la vereda.
Pensó en tantas mujeres que van a sus trabajos a esas
horas y no le dió demasiada importancia. Pasaron varias
noches y nuevamente escuchó los mismos pasos, que
empezaron a llenarlo de curiosidad. Prometiéndose a sí
mismo observar la próxima vez a qué mujer pertenecían.
Por varias noches resultó vana su espera ya que cuando la
escuchaba venir, el tiempo que tardaba en levantarse y
mirar a través de la celosía era demasiado. Los pasos
desaparecían, como así también la dama que los causaba.
Como la curiosidad lo carcomía, una mañana al
regresar, se quedó fumando un cigarrillo en el garaje de la
casa que estaba casi en penumbras cuando de pronto
escuchó los pasos que se acercaban. Entre el humo del
cigarrillo y la somnolencia que ya estaba apoderándose de
él; vio pasar a una mujer vistiendo ajustada ropa y calzado
de tacones altos, todo de color negro, que hacía resaltar la
blancura de ese hermoso cuerpo.
Había algo en ella que lo. atraía sin lugar a dudas pero
a la vez no lograba determinar a que obedecía ese temor
interior que por primera vez experimentaba - cosa muy
rara en él, ya que Juan Carlos no se cohibía ni se apocaba
ante nadie, muy seguro en su condición de hombre, jamás
le conocí miedo alguno. Era tan irresistible el poder que
ejercía esta mujer sobre él, que de inmediato sacó el coche
del garage para alcanzarla y hablarle. Lo hizo en la cuadra
siguiente; ella se paró debajo de un árbol de la vereda; le
habló con todo respecto, se ofreció para llevarla teniendo
en cuenta los peligros de la noche, máxime por la hora, y
que al parecer ella desconocía, ya que con toda seguridad
no era de la ciudad pues nunca la había visto. Le comentó
que siempre la escuchaba pasar, que quería conocerla,
saber su nombre y a pesar de no haberla visto hasta ese
momento le agradaba escuchar la delicadeza y seguridad
de sus pasos y que era físicamente tal cual el la había
imaginado (aunque no había en ese momento suficiente
nitidez en su rostro, denotaba ser bello). Le contestó
amablemente que si, que no era de la ciudad, que había
venido a visitar a sus padres, cuya casa quedaba muy cerca
de allí, que su nombre era Flavia y que el próximo viernes
en la madrugada debía partir por razones de trabajo, o sea
que únicamente le quedaba la noche del jueves para salir,
ya que el día lo dedicaba a sus padres, por lo tanto si él lo
deseaba podía esperarla pasadas las 12 de la noche en ese
mismo lugar.
Ese jueves lo pasó con muchos nervios, sin
concentración en sus tareas habituales. Llegó la noche,
luego de. cenar se duchó y vistió para acudir a la cita.
Llego a la citada esquina tan solo un minuto pasadas las
12. Prendía un cigarrillo, cuando sintió la presencia de
alguien a su lado; era ella, y mientras se bajaba para abrirle
la puerta del coche, pensó como pudo haberse distraído
tanto que no la escuchó llegar.
Comenzando a buscar intimidad, Juan Garlos le
preguntó si deseaba cenar o simplemente comer algún
sandwich y tomar algo en alguna de las confiterías. Le
contestó que no acostumbraba a cenar, tampoco tomaba
bebidas alcohólicas, ni gaseosas, ya que le arruinaban la
silueta, que lo que podían hacer era conversar y bailar en
alguno de los boliches. Después de observar varios, ella
decidió que se quedaran en uno. que tenia un sector en que
las luces no le molestaban tanto. Conversaron de temas
actuales, de como creció la ciudad, de la crisis económica,
de la juventud, de trabajo. Cuando tocaron esto último él le
preguntó en que ciudad vivía y trabajaba. Eludiendo un
poco el tema, le contesto que bastante lejos, pero que sus
intenciones eran encontrar a alguien de su tierra natal para
enamorarse y de esa forma poder retornar definitivamente.
Inevitablemente, Juan Carlos le preguntó si en esa ciudad
distante estaba ligada a alguien con un compromiso
amoroso. Le contestó que si lo estuvo acá en su pueblo
natal. Un muchacho a quien quiso muchísimo y a quien
había decidido entregarle su vida. Pero un día sin saber por
qué, sin mediar explicaciones, él dejó de verla. Cansada de
averiguar a sus amigos que siempre le contestaban que
nada sabían, decidió preguntarle a una de las hermanas del
muchacho quien se compadeció y le informo que su
hermano había huido con otra mujer y no sabían donde. Lo
esperó durante meses, años, y ante el dolor del desengaño
dejó de creer en los hombres y decidió marcharse lejos
para olvidar. Juan Carlos intentó convencerla de que no
todos eran iguales y que él le ofrecía una amistad sincera.
Bailaron ritmo moderno, tocándose apenas las manos,
se divirtieron, rieron, ambos disfrutaron el momento. Juan
Carlos presentía que también en ella estaba naciendo lo
que ya de su parte estaba seguro que éra amor.
Cerca de las 05 horas de la mañana le pidió que la
llevara á casa. Salieron, y mientras hacían el recorrido de
regreso, la observó callada y triste, tal vez por la
preocupación del viaje - pensó. Ella le pidió - que la dejara
un poco antes de la esquina próxima a la casa de sus
padres, ya que no quería que la vieran con alguien, menos
tratándose de un hombre. Detuvo el coche, quiso
acompañarla hasta la esquina y ella no se lo, permitió. Se
acerco a él con la mirada baja, puso sus brazos sobre los
hombros de Juan Carlos y lo besó suavemente en los
labios, y en un susurro le dijo: “solo por ti regresare
pronto; si no te encuentro sabré que no sientes nada por
mí”. Lejos de querer abrazarla, acariciarla, besarla,
retenerla. Ese contacto le produjo un temblor incontenible,
un estremecimiento desconocido, un frío interior que no
podía describir. Ella le dijo hasta pronto y se fue.
Tal vez fue la curiosidad de saber donde vivía o algo
que lo incitaba a seguirla lo que hizo que se llegara hasta
la esquina para observar. Hubiera sido mejor no hacerlo
nunca - me dijo- pues lo que vi me descontroló totalmente.
Ella ingresaba en esos momentos en uno de los nuevos y
bonitos chalets que se habían construido recientemente en
la zona y que en su opinión debería pertenecer a gente
adinerada. El hecho de que ingresara en ese lugar no le
llamó la atención, sino en la forma que lo hizo; a través de
la verja de hierro y luego a través de la pared, sin siquiera
tocar la puerta. Recién entonces cayó en cuenta del motivo
de su miedo, que era lo que realmente sentía en esos
instantes, ya que comprendía perfectamente que se trataba
de una aparición, de una muerta.
Después sobrevino lo otro, por lo cual se encontraba
internado.
Días después, fuimos con Juan Carlos por la calle en
donde efectivamente existe ese chalet. Haciendo
averiguaciones a antiguos vecinos, tuvimos la suerte de
contactarnos con don Mario, jubilado que siempre vivió en
esa calle y del cual a posteriori obtuvimos excelentes
referencias, que nos hizo quedar tranquilos con respecto a
nuestro secreto.
Don Mario nos comentó que ese chalet había sido
construido hacia menos de dos años y que antiguamente
existió en ese lugar una vieja casa, propiedad de un
matrimonio español, padres de Flavia, que era única hija, y
quienes murieron en breve lapso, luego del deceso de la
joven, que fuera encontrada muerta, seccionadas las venas
de uno de sus brazos con una navaja; vestía ropas negras.
La casa quedó abandonada, pues al parecer no existían
familiares, después de algunos años pasó al fisco; nadie
quería comprarla, y por el abandono y los años se fue
deteriorando hasta ser solo ruinas. Luego apareció la
familia que hizo construir el chalet y que por no ser de la
zona, ignoraban por supuesto lo allí ocurrido.
Sobre el lugar que usted dice haberla visto ingresar, es
precisamente en donde estaba el acceso a la antigua
vivienda.
A partir de entonces Juan Carlos vivió atemorizado,
sugestionado. Adelantaron da fecha de bodas - fui el
padrino. Actualmente viven en Misiones, tienen tres
hermosos nenes y me escriben muy a menudo. En una de
sus últimas cartas, Juan Carlos me comentó que gracias a
Dios había dejado de tener pesadillas, de las que
despertaba con esa sensación de frío en todo el cuerpo.
Un viernes a la noche, a fines del año. 89, regresando
de uno de mis viajes y al pasar por esta ciudad, decidí
visitar a mis viejos amigos; los encontré en la confitería
que solíamos frecuentar. Se alegraron al verme, luego
vinieron los reclamos por mi ingratitud de no llegar nunca.
Esta vez fue distinto - dije -, sentí un interior impulso de
volver a pisar estas calles y también de verlos a ustedes.
Luego de haber pasado un buen momento y
actualizado en la vida de todos, me despedí en la
madrugada, prometiéndoles volver a visitarlos y comer un
asado como antaño.
Antes de salir a la ruta, me picó el bichito de la
curiosidad que me instó a dar una vuelta por el ex barrio
de mi amigo. Estacioné mi automóvil cerca de la casa,
recliné el asiento, encendí un cigarrillo y me quedé
pensando. No podía creer! los estaba escuchando! eran
indudablemente los pasos, tal como me los describió Juan
Carlos. Me enderecé, y pude vería con su ropa negra,
ajustada, que enmarcaba su figura y resaltaba la blancura
de su piel. Pude seguirla no pensando en Flavia, sino que
podría tratarse de alguna otra muchacha que regresaba a su
casa, pero algo en mi interior me ordenaba que no lo
hiciera. Si se trata de ella - pensé indudablemente no
descansará en paz hasta llevarse a alguien y ese alguien no
quiero ser yo. No dudé un instante mas, me alejé rumbo a
la estación de servicio para cargar combustible y me
encaminé hacia la capital de la provincia cuando ya el sol
me acariciaba con sus primeros rayos.
Carlos Sánchez Ríos.