Espan a Romana Historia16

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José Manuel Roldán Hervás HISPANIA ROMANA Historia 16

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José Manuel Roldán Hervás

HISPANIA ROMANA

Historia 16

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LA CONQUISTA ROMANA DE HISPANIA Y SUSIMPULSOS POLITICOS

ROMA Y CARTAGO EN LA PENINSULA IBERICA

Cartago y la Península Ibérica

La conquista romana de la Península Ibérica y, en consecuencia, el destino que la uni-ría al Estado romano a lo largo de toda la Antigüedad es, en última instancia, resultado de un conflicto de intereses de gran magnitud, que enfrentó, desde los decenios cen-trales del siglo III a.C., a las dos mayores potencias del Mediterráneo occidental, Car-tago y la República romana. Aunque el conflicto la primera guerra púnica tuvo como escenario principal Sicilia, sus consecuencias desbordaron este marco espacial para extenderse a Córcega y Cerdeña, de donde, como de la propia Sicilia, fueron expulsa-dos los cartagineses, tras su derrota en 241 por los romanos.

Un Estado, que había fundamentado, en gran medida, su prosperidad económica y su poder en el control y explotación durante siglos de unas bases cosieras, privilegia-damente situadas para el acceso y el monopolio de los mercados y rutas comerciales del área en disputa, se vio así privado de golpe de los medios y posibilidades para pro-seguir sus tradicionales actividades, ligadas al tráfico marítimo en la zona, expresa-mente vedada a las naves púnicas en los dictados impuestos por Roma a su derrotada rival.

Cartago, vencida, endeudada y desmembrada en sus posesiones ultramarinas, después de resistir una grave crisis desatada en su propio territorio como última con-secuencia de la derrota la revuelta de los mercenarios que habían luchado al lado de Cartago, a los que se les adeudaba su soldada, necesitaba más que nunca buscar nuevos rumbos a su política para intentar una estabilización económica. Estos rumbos, por una parte, debían respetar las imposiciones romanas y, en consecuencia, la prohi-bición de cualquier actividad mercantil en el área del Tirreno; por otra, y supuestas las estructuras políticas del Estado cartaginés, no podían dejar de basarse en la expansión del comercio y la manufactura sobre mercados ultramarinos, protegidos por el poder estatal. Los círculos mercantiles de la oligarquía cartaginesa, interesados en esta polí-tica, para salir de la angustiosa situación de la pérdida de mercados y del cierre del Ti-rreno a sus actividades, volvieron sus ojos hacia el único ámbito, aún libre, donde era posible renovar sus operaciones: el Mediterráneo meridiorial y, más concretamente, la Península Ibérica.

Pero la reducción del ámbito comercial en extensión, impuesto a Cartago, sólo podía compensarse con una ampliación en profundidad, con una progresión, a partir de la costa, en el interior de la península. Para ello era imprescindible contar con una fuerza militar que garantizase el éxito de la empresa. Amílcar, descendiente de una vieja fami-lia de larga tradición militar, la de los Barca, con fuerte prestigio en el ejército, y ligado, por otro lado, a intereses mercantiles, prestó toda su influencia para arrancar del sena-do cartaginés la aprobación y, en consecuencia, respaldo a la conquista de Iberia, que,

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efectivamente, comenzó con el desembarco en Cádiz, en 237 a.C., de un cuerpo ex-pedicionario púnico al mando del propio Amílcar.

El interés de Cartago por la península no era nuevo. Corno heredera de los intere-ses comerciales fenicios, la potencia africana, desde comienzos del siglo Vil, se había establecido firmemente en las Baleares, donde fundó Ibiza, y aglutinó bajo su hegemo-nía las viejas factorías fenicias del sur de la península, a las que añadió nuevos cen-tros comerciales. Con estas bases, Cartago tuvo acceso y monopolizó finalmente, des-pués de agrias desavenencias con sus competidores griegos que hubieron de desalo-jar el sur peninsular en la segunda mitad del siglo vi a.C., los productos peninsulares, objeto del tráfico comercial de las antiguas colonias fenicias, como salazones, exporta-ción de minerales, esparto y mercancías derivadas de las industrias tintoreras.

A lo largo del siglo V, cuando las relaciones internacionales en el Mediterráneo occi-dental sufrieron trascendentales cambios, como consecuencia de la creciente influen-cia de la joven república romana en el sector septentrional de la zona, Cartago consi-guió proteger sus intereses en el sur de la misma, mediante tratados, que fijaban sus áreas de influencia y expansión en relación a las de Rorna y sus aliados, los griegos de Marsella y de las restantes colonias del Mediterráneo occidental. Una línea imaginaria, cuyos puntos extremos señalaban el Kalon Akroterion (cabo Farina) y Mastia de Tarsis (Cartagena), marcaba el límite septentrional de esta área de influencia púnica, en la que, en consecuencia, se incluían las costas meridionales de la Península Ibérica has-ta el cabo de Palos. Sin embargo, la influencia cartaginesa en la Península Ibérica, li-mitada a la franja costera, fue diluyéndose, sin que sepamos con exactitud las razones ni la época en que tiene lugar, probablemente entre el comienzo y el final de la primera guerra púnica.

El mapa político de gran fragmentación que ofrecía la península, cuando el gobierno cartaginés decidió su reconquista, daba grandes posibilidades de éxito al proyecto: en el sur costero, la influencia púnica contaba con una larga tradición, y las factorías feni-cias que aun se mantenían, ofrecían los primeros puntos de apoyo necesarios. Desde ellas se abría el territorio de la Turdetania, a lo largo del fértil valle del Guadalquivir, vía de penetración hacia la rica región minera de Sierra Morena, en sus límites norocciden-tales. Al oriente, la costa levantina, también rica en metales en la zona de Cartagena, contaba, por otra parte, con un alto valor estratégico, ya que cerraba el Mediterráneo al occidente, frente a las costas de Italia. De todas maneras, conocemos insuficientemen-te la situación políticosocial del territorio a la llegada de Amíficar. Podemos suponer que la Turdetania, donde siglos antes se había extendido el reino tartésico, estaba aho-ra desmembrada en una serie de pequeños reinos sin cohesión, formado cada uno por un número mas o menos grande de centros urbanos, con regímenes de gobierno mo-nárquicos y recursos económicos basados en la agricultura y ganadería. Formas se-mejantes de go.bierno serían las de la región suroccidental, habitada por bastetanos, con su centro principal en Mastia (Cartagena). Al norte de estos pueblos, la costa le-vantina estaba poblada por tribus ibéricas, como los contestanos y edetanos y, más allá, en el interior, al norte de los turdetanos, se extendían, de oeste a este, lusitanos y oretanos, con regímenes sociales de carácter tribal y mayor pervivencia de tradiciones militares, consecuencia de sus magras posibilidades económicas.

La conquista bárquida

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La conquista bárquida, desde el 237 a.C., convirtió el sur y sudeste de la península en una verdadera colonia de explotación de Cartago. Desde Gades (Cádiz), Amílcar logró la sumisión de¡ valle del Guadalquivir, río arriba, es decir, la Turdetania, hasta al-canzar la cuenca alta, llave de acceso a la costa levantina, que fue englobada en el área de dominio púnico por Anificar y su yerno Asdrúbal, cuando tras la muerte de Ar-nílcar en un combate, en 229, le sucedió al frente del ejército púnico de conquista. As-drúbal coronó su obra con la fundación de una ciudad sobre los cimientos de la antigua Mastia, con un magnífico puerto natural, en la cabeza de una región con incontables recursos minerales, a la que bautizó con el nombre de Qart Hadashat o ciudad nueva, la Carthago Nova romana y actual Cartagena.

El afianzamiento de las posesiones cartaginesas en Iberia y la extensión creciente de su ámbito de influencia no podían dejar de suscitar en Roma una preocupada aten-ción, mediatizada por el miedo a una recuperación excesiva de su rival, vencido ape-nas quince años atrás. Alertado por su aliado griego, Marsella, cuyos intereses en las costas mediterráneas de Iberia se estaban resintiendo gravemente por la expansión púnica hacia el norte, el gobierno romano, mediante una embajada, impuso a Asdrúbal, en 226, un límite territorial a las aspiraciones púnicas sobre Iberia, que marcaba el cur-so del Ebro: se prohibía a los cartagineses atravesarlo en armas y, en consecuencia, extender sus conquistas al norte del río. Este llamado tratado del Ebro se convertiría años después en casus belli de un nuevo conflicto de gigantescas proporciones entre Roma y Cartago, la segunda guerra púnica, como consecuencia tanto de la actitud abiertamente belicista de Aníbal hijo de Amílcar y sucesor de Asdrúbal, desde el 221, en la dirección del ejército de Iberia, como de la equívoca actitud de la diplomacia ro-mana en un supuesto tratado de amistad firmado con la ciudad ibérica de Sagunto.

Si la política de Asdrúbal en Iberia se había aplicado a la atracción y amistad con los reyezuelos ibéricos, Airíbal, partidario de más expeditivos métodos, se decidió por un incremento de las actividades militares corno medio de aumentar la influencia púnica en la península. En este giro político se enmarcan las campañas realizadas en 221220 en el interior de Iberia contra los olcades de situación imprecisa entre el Tajo y el Gua-diana y las ciudades vacceas de Helmantiké (Salamanca) y Arbucala (probablemente, Toro), así como la extensión de la presencia cartaginesa en las costas levantinas his-panas, desarrollada con todos los caracteres de un abierto imperialismo. El tratado del Ebro no logró frenar la ampliación del radio de acción puni*co, y la expansión continuó hacia el norte con la afirmación de lazos de soberanía con otras tribus ibéricas. Y en esta política surgiría para los púnicos un talón de Aquiles en la ciudad de Sagunto.

La cuestión de Sagunto y los comienzos de la segunda guerra púnica

Enclavada en la costa, en territorio edetano, Sagunto era una ciudad ibérica con un buen puerto y un hinterland rico, que mantenía activas relaciones comerciales con los griegos. En un momento indeterminado, seguramente durante el caudillaje de As-drúbal, la ciudad había entrado en relación con Roma, como consecuencia de tensio-nes internas el enfrentamiento de una facción favorable a los púnicos y de otra prorroi-nana, que decidieron a los saguntinos a buscar un arbitraje exterior. Roma aceptó el arbitraje que, al parecer, condujo a la liquidación de los elementos procartagineses. Sagunto era independiente; Roma no había intervenido en la ciudad militarmente y tampoco había cerrado con ella un acuerdo militar en regla. Pero Sagunto no se en-contraba en un espacio vacío. Las tribus circundantes habían entrado de grado o por

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fuerza en alianza con Cartago, y Sagunto era una provocación demasiado evidente y un latente peligro para los intereses de Cartago. No era difícil, para Aníbal acosar a la ciudad recurriendo a los aliados vecinos, para precipitar una intervención antes de que Roma se afirmara en la zona. Sagunto, ante la inminencia de una intervención púnica, se vio obligada a recurrir a Roma. A finales de 219, cuando Aníbal ya se encontraba en Carthago Nova tras su campaña vaccea, una legación romana vino a recordarle que respetase el pacto del Ebro y no actuara contra Sagunto, puesto que se encontraba bajo protección romana. Pero los embajadores hubieron de contentarse con oír la con-trarréplica de Aníbal sobre el parcial arbitraje romano en Sagunto y sobre la obligación púnica de defender a sus aliados contras las provocaciones de esta ciudad. La misma infructuosa suerte corrió Cartago, y los acontecimientos se precipitaron vertiginosa-mente. Sagunto cayó, tras ocho meses de asedio, en manos de Aníbal, sin que el go-bierno romano reaccionara militarmente en apoyo de la ciudad. Sólo entonces, una embajada romana, presidida por M. Fabio Buteón, declaró la guerra ante el senado cartaginés.

En la narración de las circunstancias que desencadenaron el conflicto existen una ser¡¿ de puntos oscuros, que han generado la cuestión de la responsabilidad de la guerra, sobre la que se han pronunciado con diferentes argumentos y resultados un elevado número de historiadores de Roma. Las tesis de una política imperialista roma-na, de una guerra de revancha cartaginesa largamente preparada, de la inevitabilidad del conflicto por las dos grandes potencias y del deseo de ambos Estados de enzar-zarse en lucha se contraponen con las tesis de una línea ro¡nana de mantenimiento en sus límites bajo el principio de la seguridad y el honor, de la falta de intención púnica por provocar la guerra, de lo fácilmente que pudiera haberse evitado el conflicto y de la inexistencia de deseos, tanto por parte de Cartago como de Roma, de enfrentarse en el campo de batalla.

El desarrollo económico y los planteamientos políticos a ese desarrollo de Cartago y Roma la extensión del poder bárquida en la península y el camino imperialista em-prendido por Roma a partir de 237, con la anexión de Cércega y Cerdeñaterminaron interfíriéndose mutuamente en los intereses propios de ambos Estados, con un final trágico y paradójico: si los romanos declararon la guerra, fueron los cartagineses los que abrieron las hostilidades. Las responsabilidades políticas, jurídicas y morales que-darán siempre en la penumbra de la Historia.

La segunda guerra púnica en la Península Ibérica

La experiencia de la primera guerra púnica y la configuración del mapa político en el Mediterráneo occidental decidieron el plan estratégico romano, que eligió como esce-narios de la prueba las tierras de la Península Ibérica y Africa. Apoyada en su indiscuti-ble primacía marítima, Roma podía tornar la iniciativa al atacar simultáneamente la principal fuente cartaginesa de recursos en hombres y material, la península, y el pro-pio corazón africano del Estado púnico. Consecuentemente, en las elecciones consula-res del año 218 se decidió atribuir como provincia o ámbito de competencia de los nuevos cónsules los territorios de Hispania y Africa. Ni siquiera la fulminante y genial táctica de Aníbal de llevar la guerra a Italia logró desbaratar esta estrategia. Si bien el cónsul Publio Cornelio Escipión, encargado de dirigir las tropas, hubo de acudir apre-suradamente al norte de Italia a medir sus fuerzas con las del caudillo púnico, su her-mano Cneo logró desembarcar, en 218, en la cabeza de playa de Ampurías, primera base de operaciones romana en la costa hispana. Al año siguiente el propio Publio,

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tras el doble fracaso en su intento de detener a Aníbal ante las líneas fluviales del Tesi-no y del Trebia, vino a unirse a su hermano en una acción coordinada, que llevó a las armas romanas, desde las primeras escaramuzas en Cataluña, por la costa levantina, a la cabecera del Guadalquivir.

La presencia romana en esta zona tuvo una pronta reacción en la población indíge-na. Si, en un principio, se mantuvo fiel a sus amos cartagineses, los incipientes éxitos romanos y la diplomacia desplegada en sus relaciones con los hispanos, en vivo con-traste con las exigencias de los púnicos, empezaron a suscitar las primeras defeccio-nes, generalizadas después como abierta rebelión contra Cartago. Esta cambiante ac-titud no era sino lógica reacción a los principios desinteresados y amistosos proclama-dos por los responsables romanos de la guerra en la península. Frente a la presión cartaginesa sobre los indígenas, aún más acuciante por el estado de guerra y el con-secuente aumento de necesidades en medios materiales y humanos, el mando romano se apresuró a asegurar, como única razón de su presencia en la península, su objetivo de expulsar a los púnicos de ella, sin posteriores pretensiones sobre los territorios libe-rados. Puesto que la dirección romana había tratado de acudir a Hispania primordial-mente a eliminar la influencia de Cartago de las plazas y territorios que controlaba, es-taba claro que era la liberación de esos territorios, con ayuda indígena, el objetivo más obvio e inmediato. La propia ayuda de estos pueblos, imprescindible en la misma debi-lidad romana de recursos, excluía en principio una escondida intención de anexión; to-davía más, la propia necesidad de ayuda obligaba a Roma a identificar sus objetivos con los de los aliados indígenas, como único medio de garantizar su colaboración.

Sin embargo, el espectacular avance de los hermanos Ese¡pión por el Guadalquivir, demasiado arriesgado para los todavía limitados medios romanos, terminó en un com-pleto desastre, en 211, cuando los cartagineses lograron arrinconar y vencer por sepa-rado las fuerzas mandadas por Publio y Cneo, que cayeron en el campo de batalla.

El descalabro romano fue, sin embargo, transitorio. Unos años después, el joven Publio Cornelio Escipión, hijo de uno de los comandantes muertos, dio un giro espec-tacular al curso de la guerra en Hispania, con el afortunado golpe de mano que puso en su poder, en 209, la principal base púnica peninsular, Carthago Nova. Desde ella, Escipión procedió a un sometimiento gradual de las ciudades de la zona dispuestas a defender la causa cartaginesa, mientras, en seguimiento de la política ya iniciada por su padre y su tío, se atraía la adhesión y el concurso de los indígenas, que necesitaba para reforzar sus disponibilidades bélicas.

La campaña de 208 tuvo como escenario el alto Guadalquivir, en la región de Castu-lo (cerca de Linares), a la que se aproximaron los ejércitos romano y púnico. El en-cuentro se produjo en Baecula, en los alrededores de Bailén, y acabó con un triunfo romano. Avanzando río abajo, Escipión logró una segunda victoria, en 206, en Ilipa (Al-calá del Río), que supuso el desmoronamiento de¡ poder púnico en la península, no en pequeña medida por la decidida alineación de las tribus indígenas de la Turdetania en las líneas romanas. La entrega de Gades, finalmente, último reducto púnico en Hispa-nia, señalaba la conclusión de la lucha en territorio peninsular entre Cartago y Roma, que aún continuaría en otros escenarios hasta la victoria definitiva de Escipión en Za-ma, en 202.

LOS COMIENZOS DE LA CONQUISTA

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La provincialización de Hispania

La identificación de los objetivos romanos con los de sus aliados indígenas liberar los territorios controlados por Cartagoera una premisa necesaria en una estrategia ba-sada en la colaboración con las tribus peninsulares. Y, en efecto, mientras existieron objetivos que liberar, aun con roces más o menos graves, esta identificación y, en con-secuencia, colaboración, logró mantenerse.

El desenlace de la batalla de Ilipa y la expulsión cartaginesa dieron un giro radical a las relaciones tejidas con los pueblos de la península por los responsables romanos de la guerra. La causa no fue tanto un cambio romano de actitud en los territorios libera-dos o ante los recientes aliados, como la incomprensión por parte indígena de la impo-sibilidad romana de retirar su presencia de Hispania una vez cumplida la expulsión pú-nica, ya que se preparaba una invasión de la costa africana, en la que Hispania jugaba un importante papel estratégico.

Pero, aunque pueda dudarse de una voluntad, al menos consciente, de anexión ro-mana, la actitud de los vencedores no fue tan intachable como para no ofrecer a los indígenas suficientes sospechas o temores de encontrarse, pura y simplemente, ante un cambio de amo. Las necesidades límites de una guerra en sufase decisiva y el recurso obligado a cualquier ayuda financiera o humana aclaran, si no justifican, la actitud romana tras Ilipa.

Cuando algunas ciudades del alto Guadalquivir, como Castulo e fliturgi (Menjíbar), protegidas por sus Wrtificaciones, intentaron desentenderse de esta guerra que ya no era la suya, Escipión hubo de reaccionar, aún más enérgicamente cuanto que el ejem-plo se extendió a otros núcleos del Guadalquivir, como Astapa (Estepa) y a las tribus de la región del Ebro.

Las brechas fueron transitoriamente taponadas, y el caudillo romano pudo abando-nar la península. Pero en Hispania el abismo ya estaba abierto. La imposibilidad de re-nunciar a los ingentes y valiosos recursos peninsulares decidió al gobierno romano a volver las armas contra los antiguos aliados y a exigir por la fuerza lo que ya era impo-sible solicitar por pactos de alianza, asegurándolo aún con tina presencia militar cons-tante. Esta confusa política, explicable en una situación de guerra, en cualquier caso, iba tejiendo lazos entre Roma y los territorios indígenas, cuya disolución, finalizada la contienda, superó el ámbito de lo posible. La decisión, sin embargo, de controlar per-manentemente estos territorios no significa que Roma hubiese reaccionado con preci-sión sobre su destino, condicionado en todo caso a un sometimiento efectivo y durade-ro. El sistema de alianzas y pactos que garantizaran esta hegemonía de Roma sin un despliegue importante de aparatd militar se manifestó muy pronto como impracticable, aún más por las complejas y atomizadas realidades políticas indígenas. Y, por ello, después de tres años de estériles campañas, el senado se vio obligado, en contra de una línea continua de pensamiento, a provincializar los territorios hispanos, de una u otra manera ya incluídos en el horizonte de intereses romano. Su peculiar distribución geográfica en una larga y estrecha franja costera con acceso al valle del Guadalquivir, decidió desde un principio dividirlos en dos circuwYeripciones distintas, encomendadas a sendos pretores desde 197, la Hispania Citerior, al norte, y la Ulterior, al sur.

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Esta ya inequívoca manifestación de una decidida voluntad de dominio fue contes-tada por parte hispana, de inmediato, con una rebelión generalizada en la que partici-paron no sólo las tribus ibéricas, sino, lo que parece menos obvio, también las ciuda-des fenicias costeras, para las que en principio podría suponerse mayor interés por conservar buenas relaciones con la potencia itálica que incluirse en el incierto destino de una guerra como aliados de pueblos bárbaros. La explicación se encuentra, sin du-da, en la brutal decisión romana de asegurar los ámbitos provinciales hispanos, aun lesionando anteriores autolimitaciones legales. Pero seguridad no significaba para la dirección romana uniformidad ni sistematización, ni tampoco seguramente en un prin-cipio continuidad espacial del ámbito de dominio. Los territorios arrebatados a Cartago y reganados por la fuerza a los propios indígenas no eran sino un heterogéneo con-glomerado de realidades políticas, tan distintas entre sí como en su relación jurídica con la potencia romana. En ellos se incluían las ciudades costeras aliadas, como Cádiz o Sagunto, los principados indígenas ligados por pactos de amistad y las tribus someti-das jurídicamente a Roma como consecuencia de su conquista o entrega sin condicio-nes. De ello se deduce que la política romana en Hispania en los primeros años no ha-bía tendido al sometimiento de un territorio compacto, conformándose con asegurar su autoridad sobre el ámbito incluido en su esfera de intereses al finalizar la segunda gue-rra púnica, en lo posible, de modo indirecto, mediante relaciones ligadas con los pro-pios indígenas. Sólo la autoridad del pretor servía de amalgama a este mosaico, con la misión de mantener la seguridad de las fronteras hacia el exterior del ámbito provincia¡ e imponer en su interior la autoridad romana en la doble forma de respeto a los pactos para las ciudades y tribus aliadas o amigas y cumplimiento de las obligaciones fiscales en los territorios sometidos.

La búsqueda de fronteras. Catón y Graco

Este sistema provincial, aparentemente sencillo y modesto, iba sin embargo a nau-fragar como consecuencia de la propia debilidad de sus presupuestos básicos y, sin duda, del fundamental, la estabilidad de las fronteras. La ausencia, por una parte, de fronteras naturales puesto que la dirección esteoeste de los grandes ríos sirve más de vía de acceso que de obstáculo; la estrecha colaboración, por otra, entre las tribus de uno y otro lado del límite artificial impuesto por Roma, era ya un primer impedimento a la necesaria tarea de limitar con precisión el espacio provincial. Pero a esta dificultad objetiva vino a sumarse negativamente la incapacidad del máximo órgano responsable de la política romana, el senado, para organizar con capacidad creadora la construc-ción de una administración consecuente y estabilizadora, no tanto por comisión de me-didas inadecuadas, como por el abandono de toda iniciativa de gobierno en manos del pretor provincial. Su función apenas podía superar el simple y brutal estadio de expri-mir al máximo los recursos provinciales para enriquecimiento propio y del Estado y contestar a las resistencias indígenas con el uso de la fuerza como medio de conseguir los honores del triunfo.

La suma de todos estos factores falta de fronteras naturales, frecuentes contactos de las tribus en coaliciones, explotación y desnudo uso de la fuerza explican que los primeros veinte años de dominio provincial romano en Hispania apenas sean otra cosa que una monótona serie de campañas, en las que el Estado romano invirtió un gigan-tesco e inútil cúmulo de energías para lograr como soluciones últimas y elementales el sometimiento total en el interior de las provincias y una aceptable seguridad al otro la-do de unas fronteras, en gran medida, convencionales, si tenemos en cuenta la debili-dad del criterio étnico corno factor de separación. Si la primera meta era simplemente

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una cuestión de inversión de medios, la segunda fue una muralla en la que se estrella-ron una y otra vez los esfuerzos romanos, incapaces de encontrar fronteras estables y condenados a prolongar eternamente la guerra. Es, sin duda, el cónsul Catón, en 195, quien mejor traduce los caracteres de esta política provincial brutal y estéril y, más que un hito en la historia de la España romana, como con gusto sostienen exposiciones convencionales, es sólo un ejemplo de métodos de gobierno basados en la destrucción y el expolio.

La peligrosa cadena de sublevaciones y represiones, que llevaba el camino de transformarse en un levantamiento general, aconsejaron al senado a enviar a Hispania, en 195, a uno de los cónsules, Catón. El cónsul, tras una serie de demostraciones mili-tares, impuso en los territorios conquistados unas directrices que apenas variarían en los siguientes cincuenta años. Eran éstas el control absoluto, impuesto bajo la paz ar-niada, de los territorios sometidos al ámbito de acción romana; la organización y explo-tación económica sistemática y despiadada de los mismos, y su defensa, concebida mediante la creación, de un glacis protector con la pacificación de las tribus periféricas, como barrera a las posibles veleidades depredadoras de los pueblos exteriores. Que estas tribus fueran precisamente los celtíberos y lusitanos, con sus contradicciones económicas y el mantenimiento de un espíritu guerrero, sería decisivo en los decenios siguientes. La continua e infructuosa búrqueda de fronteras estables y el fragmentario y turbulento mundo político al otro lado de las mismas, constituirán, pues, los cauces por donde discurrirá la historia de la Península Ibérica a lo largo de toda la República.

La falta de eficacia de las medidas de Catón quedaron patentes muy pronto. En 194 bandas de lusitanos se lanzaron a efectuar razzias productivas sobre las ricas y des-guarnecidas tierras del Guadalquivir, y años después, a la actividad lusitana se unió la rebeldía de algunas ciudades de la orilla izquierda del Betis, corno Hasta (cerca de Je-rez), que fue sometida por Emilio Panlo. Por otro lado, en el norte, los celtíberos de la región de Calagurris ya comenzaban a plantear serios problemas a la estabilidad de las fronteras romanas. Las campañas victoriosas, sin embargo, de Fulvio Flaco, en 182181, contra los celtíberos de la comarca entre el Jalón y el Jiloca propiciaron un re-planteamiento de la política hispana en Roma, basada en la renuncia a una mayor ex-pansión en beneficio de una concentración de la actividad económica en los límites de unas fronteras definidas, polítiea que aplicaría T. Sempronio Graco durante los dos años de su mandato (180179) en Hispania,

En colaboración con su colega A. Postumio Albino, Graco logró, en una serie de campañas, acabar con la resistencia de los celtíberos para poder dedicarse a la orga-nización de las fronteras, que trató de afirmar mediante una sabia política de suscrip-ción de pactos y alianzas con las nuevas tribus anexionadas. Sus cláusulas estable-cían claramente las obligaciones para con Roma: prestación de servicio militar como auxiliares de los ejércitos romanos, fijación de un tributo anual y prohibición de fortificar ciudades, que contrabalanceó con un más equitativo reparto de la propiedad, distribu-yendo parcelas de tierra cultivable entre los indígenas. La Hispania dominada por Ro-ma quedaba establecida al este de una línea imaginaria que, desde los Pirineos occi-dentales, cortaba el Ebro por Alfaro donde Graco fundó la ciudad de Cracchurris, para avanzar, englobando el alto curso M Duero en línea recta hasta el Tajo, que superaba al oeste de Toledo, continuando hacia el sur por el curso medio del Guadiana hasta su desembocadura.

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Las bases de pacificación de Graco se sustentaban en el aislamiento de los territo-rios incluidos entre las fronteras provinciales, de las tribus exteriores várdulos, al norte del Ebro; vacceos, entre el Ebro y el Duero; vettones, desde el Duero al Guadiana, y lusitanos, al norte de este último río, mediante la aceptación por parte de éstas de un statu quo que, fundamentado en un conjunto de pactos, hiciese imposible la formación de grandes coaliciones. Pero esta tregua pacificadora de Graco, cuyo éxito no se ba-saba tanto en la calidad de las iniciativas como en su aceptación por ambas partes y que no contenía un auténtico programa de reorganización en profundidad, se manifes-tó todavía mas precaria por la inercia del desafortunado sistema provincial, cuya falta de capacidad creadora vino a conjugarse negativamente con las tendencias estrechas y egoístas de la oligarquía romana en el poder. Las provincias hispanas continuaron siendo un campo de enriquecimiento, para los gobernadores, que pasaron sobre pac-tos y tratados, escudados en una impunidad que sólo de tarde en tarde el senado pre-tendía frenar. Ello sólo podía llevar a un deterioro progresivo de los presupuestos de Graco, que se enfriaron en los intereses divergentes de gobernantes y súbditos hasta el peligroso límite de la confrontación armada.

Con todo, los problemas no fueron, en los treinta años siguientes a la pretura de Graco, lo suficientemente graves para considerar la península en guerra y, por ello, las fuentes sobre Hispania en estos años son muy escasas. Pero el caldo de cultivo, cons-tituido por un universo político indígena atomizado, con graves problemas económicos ' sobre el que incidía la avaricia o el desinterés de los gobernadores romanos, estallaría en los dos ámbitos provinciales de Hispania, simultáneamente, en 154, dando comien-zo al largo y sangriento período conocido como guerras celtíbero-lusitanas.

LAS GUERRAS CELTIBERO-LUSITANAS

Las guerras celtíberas. Numancia

El caso de la ciudad de Segeda (Belinonte, cerca de Calatayud), en la Celtiberia, decidida a ampliar su territorio y, en consecuencia, sus fortifícaciones, para incluir a los núcleos de población vecinos, como reflejo de un desarrollo político y cultural, tomó a los ojos del senado la proporción de una gigantesca coalición de fuerzas antirromanas, en los límites precisamente de su dominio provincial. Pero que además, por la misma época, aunque al parecer sin relación directa, bandas de lusitanos eligieran como obje-tivo de sus endémicos raidá: el territorio de la Hispania Ulterior, decidió al senado a poner en práctica el convencimiento de que el único medio eficaz de lograr la pacifica-ción provincial pasaba por el aniquilamiento de las tribus aún dispuestas a defender su libertad con las armas. El endurecimiento que experimenta la política exterior romana en todos sus frentes de intereses Grecia, Cartago y el Oriente helertístico, como único camino viable a los problemas planteados por su propia incapacidad en dar soluciones valederas políticas, traería así, como consecuencia para la península, a partir de 154, un casi continuo estado de guerra, cuya meta sólo podía ser ya la destrucción física del enemigo.

Esta decisión, en un fragmentario mosaico de tribus, sin fronteras naturales suficien-temente definidas, independientes, pero interrelacionadas, y, aun en ocasiones, coor-dinadas frente al comun enemigo, extendió los objetivos de una guerra colonial limitada a espacios cada vez más grandes, que amenazaron con desbordar la capacidad militar romana. El alejamiento del teatro de la guerra, las extremas condiciones atmosféricas, el hostil entorno de un paisaje monótono y mísero y, no en último lugar, la ferocidad de

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quienes sabían que su resistencia a ultranza era la última posibilidad de sobrevivir, die-ron a la guerra de Híspania, en los años centrales del siglo II a.C., la categoría de tópi-co temible y temido.

La aparición en 154 del cónsul Nobilior ante Segeda obligó a los indígenas a aban-donar la ciudad y buscar refugio en la Celtiberia ulterior, cuya capital era Numancia. Sin resultados positivos, el cónsul hubo de ceder el Puesto a M. Claudio Marcelo que, con la hábil combinación de fuerza y clemencia, logró que los numantinos pidieran la paz, en unión de otras tribus celtíberas (152 a.C.). Pero, si los celtíberos se hallaban sujetos por pactos, nada impedía llevar las armas sobre sus fronteras hacia occidente, contra los pueblos exteriores, cuya conquista ampliaría el glacis protector de la Citerior, en concreto, los vacceos, extendidos a ambos lados del Duero medio, sobre fértiles llanu-ras cerealistas, que tendían el puente entre la Celtiberia, en la Citerior, y los vettones y lusitanos, en la Ulterior. Fue el cónsul de 151, Lúculo, quien emprendió la empresa, atractiva, pero temeraria, al no estar apoyada por puntos seguros en la retaguardia, y así, la campaña sólo consiguió cristalizar unánimes sentimientos de odio en las tribus vacceas, que se vieron empujadas a la resistencia contra el intruso y ampliaron el es-cenario de la guerra en la Meseta.

Todos los problemas concentrados durante sesenta años de equivocaciones y fra-casos parecieron explotar al mismo tiempo. Tras unos años de tregua, en 143, las tri-bus celtíberas, acaudilladas por Numancia, volvieron a sublevarse, como consecuencia de las acciones victoriosas que, en la Ulterior, llevaba a cabo Viriato y, seguramente, a instancias suyas. Esta guerra, que del 143 al 133, enfrentaría sin respiro apenas a los ejércitos romanos con un insignificante núcleo bárbaro en los confines de Occidente, puede parecer y así lo considera la historiografía tradicional un episodio sobrehumano y de valor ejemplar si no se tiene en cuenta una serie de circunstancias que, si no mi-nimizan la desigual resistencia, la explican.

Hay que destacar el hecho de que la guerra de Numancia se produce al final del gi-gantesco proceso que estaba transformando la elemental ciudadestado de Roma en un imperio mundial, sin una armónica y paralela acomodación de sus estructuras políti-cas y socioeconomicas. Esta falta de adecuación sólo podía generar una grave crisis, de la que, para nuestros propósitos, incidiremos en sólo dos aspectos, el social y el po-lítico.

El primero se manifiesta en la creciente depauperación de las clases medias que, en un sistema de ejército como el romano, donde la milicia estaba ligada a la propiedad, se tradujo en una angustiosa disminución de la cantera de soldados, precisamente en una época en que la política exterior exigía levas progresivas. Las medidas excepcio-nales que hubo de arbitrar el Estado para hacer frente a estas necesidades, sólo po-dían rcduridar en una disminución de la calidad de las tropas y, por tanto, de su efica-cia. Paralelamente, la crisis política se aprecia en el resquebraJ . amiento de la unidad de la oligarquía senatorial, escindida en varias facciones enfrentadas que amenazaban con anularse en la conducción de los asuntos públicos.

Estas incongruencias se manifiestan abiertamente en la guerra de Numancia. Mien-tras los ejércitos bisoños y mal entrenados que luchan contra los celtíberos se debaten entre el miedo y la indisciplina, la unidad y coherencia de objetivos del mando se rom-pen en criterios, a veces contradictorios, como consecuencia del cambio anual de co-mandantes, fruto de las luchas políticas en Roma.

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Numancia no resistió durante once años, según proclaman con infantil orgullo mu-chas historias de España, ya que quince meses de asedio continuado acabaron con su resistencia. Pero es cierto que durante largos años fue Nurnancia un serio problema para el Estado romano, porque la dirección militar de Roma no supo resolverlo al cam-biar continuamente de tácticas y objetivos. Bastó un general con talento y dotes de mando Publio Cornelio Escipión Emiliano, el destructor de Cartago y una acción cohe-rente para concluir la desigual lucha. Aunque, entre tanto, el nombre de Numancia se convertía en leyenda.

Las guerras contra los lusitanos. Viriato

En cuanto a la lucha contemporánea en la Ulterior, fueron los lusitanos, con grupos de sus vecinos orientales, los vettones, los que, invadiendo el territorio de la provincia, obligaron a la intervención militar romana. Las razzias lusitanas, que de tiempo en tiempo se descolgaban hacia las ricas tierras de¡ sur, tienen su explicación en las des-favorables condiciones socioeconómicas del territorio. Tribus seminómadas, dedicadas fundamentalmente al pastoreo, en tierras pobres, de desigual reparto social y con con-tinuos aumentos de la población, no extraña que mantuviesen tradiciones guerreras que, mediante nuevos asentamientos o simple pillaje, intentaban mejorar de esta forma elemental sus condiciones de vida. Pero estas razzias no eran dirigidas contra las pro-piedades de los componentes socialmente privileffiados de la población, sino que te-nían como meta territorios al otro lado de sus fronteras étnicas. Ni qué decir tiene que una situación tal sólo podía solucionarse con una intervención en las condiciones so-cioeconómicas del territorio.

Si bien el gobierno romano pareció tempranamente captar el problema e intentó so-luciones parciales de repartos de tierras, asentarnientos y traslados de población a te-rritorios más fértiles, pronto hubo de chocar en su política contra la protesta de los pri-vilegiados, individuos o colectividades, a cuya costa se pretendía la reestructuración socioeconómica, precisamente los más firmes soportes de la dominación. Una revolu-ción social estaba fuera del alcance y de la propia mentalidad romana y, como ocurre siempre que faltan las soluciones políticas, quedó sólo el recurso de la fuerza, con la represión violenta de este bandolerismo social de gran alcance.

Las campañas que en la represión de este bandolerismo fueron conducidas por los responsables romanos de la Citerior hasta el interior de Lusitania no consiguieron re-sultados durables, sobre todo, por la brutal conducta de uno de ellos, el pretor de 151, Galba: cuando los lusitanos, tras operaciones victoriosas de los romanos, se avinieron a pedir la paz, Galba, con el señuelo de un reparto de tierras de cultivo, concentró a los indígenas en un punto y, una vez desarmados, dio la orden de exterminio. Muy pocos escaparon a la matanza y, entre ellos, según la tradición, Viriato, que a partir de enton-ces y durante más de diez años, acaudillaría una guerra sin cuartel contra los romanos.

Apenas sabemos nada seguro sobre la ascendencia, relaciones familiares y detalles biográficos del caudillo lusitano, que las fuentes hacen pastor, cazador y bandolero. Lo cierto es que en 147 volvieron las correrías lusitanas sobre el sur peninsular, con ex-pediciones victoriosas de Viriato, como dirigente de un grupo escogido de guerreros, al que se sumaron otras bandas y pequeños grupos por extensas regiones de las dos provincias hispanas. Si bien el envío del cónsul Q. Fabio Máximo, en 145, logró reducir transitoriamente el área de los movimientos indígenas, en los años siguientes las cam-

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pañas continuaron en diferentes teatros de la Ulterior sin resultados apreciables, aun-que, sin duda, con un creciente sentimiento de agotamiento por parte lusitana, que lle-vó finalmente a Viriato a iniciar conversaciones con Servilio Cepión, el gobernador de la Ulterior en 140. Cepión trató con tres miembros del consejo del caudillo lusitano y, con su connivencia, se decidió la eliminación de Viriato, que fue asesinado mientras dormía (139). El crimen elevó la figura de Viriato a la categoría de mito y contribuyó a fijar su leyenda ya en la Antigüedad, que nos vela los rasgos auténticos de su persona-lidad, sustituidos por anécdotas, sin duda, en muchos casos, inventadas. Los motivos que llevaron a los lugartenientes de Viriato a la traición son desconocidos, aunque pa-rece plausible encuadrarlos en las agudas tensiones socioeconómicas lusitanas. La muerte del caudillo no significó el fin inmediato de las guerras lusitanas, aunque su vi-rulencia quedó fuertemente reducida y permitió concentrar la atención en la Citerior, donde Numancia llevaba ya resistiendo imbatida cuatro años.

En conexión, y como colofón de las campañas lusitanas, hay que mencionar la pe-netración de las armas romanas en el noroeste peninsular, en los años posteriores a la muerte de Viriato, 138137. Fue su guía D. Junio Bruto, que, tras franquear el Duero, alcanzó el valle del Miño, sometiendo varias ciudades y ganando, con ellas, el sobre-nombre de Galaico y el triunfo en Roma.

La anexión de la Meseta. Conquista de las Baleares

De todos modos, la caída de Numancia no significa un hito, como la destrucción de Co-rinto o Cartago, de un camino político emprendido por la oligarquía romana con tanta seguridad como ceguera, sino a lo sumo un ejemplo de la brutalidad de sus métodos. Por más que una comisión senatorial viniera a bendecir los resultados alcanzados por Escipión, las fuentes documentales permiten deducir, aun en su parquedad, claramen-te, el pobre alcance de la acción militar romana en Celtiberia y Lusitania. Aunque des-de 133 el gobierno romano sustituyó en la frontera provincial su política de pactos y de autonomía política por otra de sometimiento y de administración directa, las fuentes prueban que esta política era más programática que real. Aunque de modo menos es-pectacular por lo que hace a su reflejo documental, continuará una segunda guerra en la Meseta, hasta el año 93 que, corno la anterior, incluye derrotas romanas y victorias con suficiente entidad como para autorizar la celebración de triunfos: su volumen era, por consiguiente, respetable y no se trataba de una simple acción policial de represión de] bandolerismo o de apaciguamiento social. En todo caso, de todas estas campañas, parece poder concluirse que la penetración romana pudo establecerse firmemente en la línea del Duero y fijar en este límite natural las fronteras de las provincias. Al otro la-do, hacia el norte, continuarán viviendo independientes pueblos culturalmente muy po-co evolucionados, esperando el golpe definitivo de la potencia dorninadora, que aún tardará en llegar.

Al margen de esta lenta y brutal anexión de la Meseta, hay que mencionar la con-quista de las Baleares en 123, confiada al cónsul Q. Cecilio Metelo. Las islas, desde el siglo vil a.C, hasta el final de la segunda guerra púnica en la esfera de Cartago, eran, según la propaganda romana, un nido de piratas. Buenas y poderosas razones hacían apetecible su dominio. En primer lugar, la necesidad de hacer practicable y segura la ruta a Hispania por mar, pero tampoco faltaban razones económicas: la riqueza de sus tierras y su bondad para producir grano y vino. La conquista, sin grandes dificultades, se convirtió en una mera operación de policía. Pero lo importante es la colonización en los años siguientes de la mayor de ellas, Mallorca, llevada a cabo por el propio Metelo,

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con el establecimiento de dos núcleos urbanos, Palma y Pollentia (Pollensa), donde fueron asentados tres mil colonos.

Los territorios sometidos de Hispania a comienzos del siglo i a. C.

Si las fuentes documentales con que contamos permiten al menos intentar un es-quema de los episodios bélicos en la progresiva conquista de la península hasta el final de las guerras celtiberolusitanas, el intento de analizar el desarrollo de la Hispania so-metida en la misma época sólo puede apoyarse en indicios y noticias indirectas. No obstante, es preciso entreabrir al menos el panorama de la situación en esta zona para comprender en su auténtico significado histórico el destino de la península en la época crucial de la crisis de la República romana y de las guerras civiles que acaban con el régimen para dar paso al nuevo sistema imperial. Más aún, porque precisamente His-pania constituirá en el último siglo republicano uno de los teatros fundamentales donde esta crisis se resuelve.

El interés romano por la península, clave de su conquista, había estado centrado fundamentalmente en dos puntos: la explotación del suelo y subsuelo, fuente de recur-sos económicos, y los habitantes, eantera inagotable e imprescindible de recursos mili-tares.

El primero había propiciado el fenómeno de la colonización, sobre la que, si bien nos faltan los datos para conocer su alcance mínimo, en cambio son transparentes sus consecuencias: a partir del siglo i a.C. encontramos presente siempre un elemento ro-mano de procedencia provincial que participa activamente en las luchas políticas del tiempo, y ese elemento sólo puede ser una corriente continua de colonización civil, a la que se añaden los soldados que cumplen su servicio en Hispania y que, tras su licen-ciamiento, se asientan como agricultores, concesionarios de minas, mercaderes o re-caudadores de tributos en la península. La consecuencia para Hispania de estas co-rrientes es, naturalmente, una progresiva asimilación de sus formas socioeconómicas a las típicamente romanas y paralelamente la desaparición de estructuras indígenas.

Por lo que respecta al elemento humano autóctono, el interés se centra en los cami-nos a través de los cuales los indígenas evolucionaron hacia formas de vida romanas, no ya de forma superficial, debido a la influencia de la dominación en sí, de las vías, de la administración o del uso de la lengua latina, sino sustancialmente, al convertirse en parte integrante del imperio. Sin duda, el elemento más eficaz fue la concesión del de-recho de ciudadanía y, en esta concesión, tiene singular importancia, por un lado, la utilización progresiva de indígenas en las tropas auxiliares del ejército romano, tanto dentro como fuera de la penífisula; por otro, la progresiva extensión del derecho de ciudadanía a las capas sociales más altas de la población indígena por parte de los elementos preeminentes de la sociedad romana, que, de este modo, ataban lazos per-sonales de clientela, sin los que sería difícil comprender la esencia de la vida político-social romana.

HISPANÍA EN LA CRISIS REPUBLICANA

La incidencia de las provincias romanas en la crisis republicana

Si la crisis republicana incide profundamente en la península, hay que preguntarse dónde se halla la interacción de ambos elementos, es decir, hasta qué punto influye la

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crisis interna republicana en las provincias integradas en el Estado romano. Si bien la crisis republicana romana es interna, Roma es por entonces ya un imperio, y la reper-cusión por tanto de la crisis habría de llegar a todos los rincones de las provincias. Pe-ro además salta las fronteras de las mismas, porque, aunque el peso de la vida política romana de este siglo se encuentra inclinado hacia el interior, no impide el que Roma paralelamente lleve a cabo una política exterior conquistadora especialmente brillante, como lo demuestra la conquista de las Galias o la ampliación de la Ulterior a todo el occidente de la Península Ibérica. Por otro lado, el fuego donde se consumen las viejas instituciones republicanas fue avivado por los recursos provinciales, y de las provincias sacarán los caudillos los recursos para emprender una política de largo alcance para sustentarse en la lucha o para buscar refugio en el infortunio.

Pero las provincias no se limitaron a pagar pasivamente las consecuencias de la hi-poteca republicana sin sacar ganancias de una lucha gestada y llevada a cabo en la lejana metrópoli. Precisamente a lo largo de los cien años entre Tiberio Graco y Octa-viano y debido a esa profunda incidencia de la crisis interna romana en la vida provin-cial, las provincias despertarán a la actividad política y se madurará en amplias zonas de su territorio el proceso de inclusión en formas de vida romanas, que conocemos con el controvertido término de romanización. Mas precisamente, en el caso de Hispania, la crisis republicana marca la clave del desigual desarrollo de sus regiones, que la dividi-rán para toda la Antigüedad en dos zonas perfectamente claras, delimitadas y apenas corregidas: por un lado, la Hispania propiamente romana, con formas económicas, so-ciedad y desarrollada vida municipal, auténticamente romanas; por otro, la Hispania sometida, considerada sólo por Roma como un territorio conquistado y, por derecho de conquista, fuente de explotación de materias primas y hombres, con escaso desarrollo de la vida municipal, fuerte enraizamiento de instituciones familiares y sociales propias y con una superficial capa de cultura de tinte romano, que, en ciertas regiones, condu-cirá incluso, cuando el poder de Roma se debilite tras las invasiones germanicas de comienzos del siglo V, a un renacimiento del espíritu ancestral y de modos de vida, si bien aletargados, nunca olvidados. De ahí que la contemplación de estos años consti-tuye la pieza clave en la comprensión de la Hispania romana y la absoluta necesidad de considerarla en el marco de la historia contemporánea de Roma.

Los factores de la crisis republicana

Problemas económicos, egoísmos personales y de elanes, desajustes políticos e inquietud social vinieron a coincidir trágicamente para desatar la primera crisis revolu-cionaria de la República en el año 133 a.C. El intento de reforma agraria protagonizado por un idealista tribuno de la plebe, Tiberio Graco el hijo del pacificador de la Celtiberia, abortó frente a la recalcitrante actitud de la oligarquía senatorial, pero, en cambio, con-siguió romper la tradicional cohesión en la que esta oligarquía había basado desde siempre su dominio de clase. Tiberio y su hermano Cayo descubrieron las posibilida-des de hacer política contra el poder y extender a otros colectivos, hasta entonces al margen de la política, el interés por participar en los asuntos de Estado. Si bien esta politización no trascendió fuera de la nobleza, en su seno aparecieron dos tendencias, que minaron el difícil equilibrio en el que se sustentaba la dirección del Estado. Por un lado, quedaron los tradicionales partidarios de mantenei a ultranza la autoridad absolu-ta del senado, como colectivo oligárquico, los optintates; por otro, y en el mismo seno de surgieron políticos individualistas que, en la persecució.. de ur. poder personal, se enfrentaron al pueblo con sinceras o pretendidas promesas de reformas y, por ello, fue-

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ron llamados populares. Se había partido para siempre la antigua unidad en la direc-ción política y esta rotura conduciría inexorablemente a la guerra civil.

Un nuevo elemento hacia el conflicto armado sería introducido, si bien no utilizado, por Mario. Soberbio y apasionado, el advenedizo protegido del clan aristocrático de los Metelos, atormentado por un odio irreprimible contra la aristocracia, intentó la solución a los problemas en los que desde la guerra de Numancia se debatía el ejército, al rom-per los lazos, hasta entonces íntimamente ligados, entre agricultores y organización militar. Si hasta entonces el servicio militar estaba unido al censo, es decir, a la califica-ción del ciudadano por su posición económica y, por ello, excluía a los proletarii, aque-llos que no alcanzaban un mínimo de fortuna personal, Mario logró que se aceptase legalmente, a partir de 107, el enrolamiento de proletarú en el ejército.

Las consecuencias no se hicieron esperar. Paulatinamente desaparecieron de las filas romanas los ciudadanos cualificados con medios de fortuna y, por ello, no intere-sados en servicios prolongados que les mantenían alejados de sus intereses económi-cos, para ser sustituidos por ciudadanos que, por su propia falta de medios económi-cos, veían en el servicio de las armas, si no una profesión en sentido estricto, puesto que Roma no tuvo hasta época imperial un ejército profesional y permanente, sí una posibilidad de mejorar sus recursos de fortuna o labrarse un porvenir.

Fue precisamente esa ausencia de ejército permanente, que condicionaba los reclu-tamientos a las necesidades concretas de la política exterior, el elemento que más fa-voreció la interferencia del potencial militar en el ámbito de la vida civil. Si el senado dirigía la política exterior y autorizaba en consecuencia los reclutamientos necesarios para hacerla efectiva, el mando de las fuerzas que debían operar en los puntos calien-tes de esa política estaba en manos de miembros de la nobilitas, que apenas sí tenían un casi siempre débil e ineficaz control senatorial por encima de su voluntad, última instancia en el ámbito de operaciones confiado a su responsabilidad, en su provincia.

Lógicamente, el soldado que buscaba mejorar su fortuna con el servicio de las ar-mas se sentía más atraído por el comandante que mayores garantías podía ofrecer de campañas victoriosas y rediticias. La libre disposición del botín por parte del coman-dante, de otro lado, era un excelente medio para ganar la voluntad de los soldados a su cargo, con generosas distribuciones. Y como no podía ser de otra manera, fueron creándose lazos entre general y soldados que, trascendiendo el simple ámbito de la disciplina militar, se convirtieron en auténticas relaciones de clientela, que, aun des-pués del licenciamiento, continuaban en la vida civil. Era muy fácil para el caudillo dar-se cuenta de la posibilidad de utilización de este ejército para sus propios fines: esta-ban dados todos los presupuestos para los ejércitos revolucionarios de las guerras civi-les.

En este contexto vino a estallar el primer grave conflicto armado en el interior de Ita-lia a causa del problema itálico, la llamada guerra social, entre 91 y 89 a.C. Se trató de una auténtica guerra civil, ya que todos aquellos itálicos que durante más de dos siglos habían participado, codo con codo, en todas las empresas bélicas de Roma, con ciudadanos romanos, eran ahora sus enemigos, por la negativa de la dirección política romana a reconocerles el derecho de ciudadanía. En esta guerra se llevaron las armas contra compañeros, pero además existían, en una situación política recalentada por la crisis económicosocial producida por la guerra, ejércitos en armas, que cualquier chis-

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pa podía poner en movimiento para inclinar hacia un lado preciso los asuntos internos de la República.

Es en este ambiente donde surge la figura de Sila. Aristócrata por instinto y por con-vencimiento, odiaba a los elementos populares, personificados en la cabeza de Mario. Cuando no esta ban aún apagados los últimos rescoldos de la guerra social ' sur gió la necesidad de llevar la guerra a Oriente, para la lucha contra Mitrídates del Ponto. Aun-que se dio a Sila el mando de las tropas para la campaña, un decreto popular, a insti-gación de Marío, arrancó de manos de Sila la dirección de la guerra para ser ofrecida al caudillo popular. La reacción del aristócrata fue fulminante: preparado ya para partir, expuso la situación al ejército, naturalmente adornada con las más sutiles tretas dema-gógicas, y el ejército inició bajo su dirección la marcha contra Roma. El golpe de Esta-do de Sila no pudo consolidarse hasta su regreso de Oriente, mientras en Roma volvía a triunfar la faccioripopular. La nueva toma del poder desató en la Urbe un auténtico baño de sangre en forma de las tristemente célebres listas de proscritos, con la confis-cación y venta pública de los bienes de los caídos en desgracia. Gran número de po-pulares huyeron de Roma. Uno de ellos, Sertorio, aun antes de la llegada de Sila, viendo perdida la causa, tomó el camino de Hispania.

La aventura de Sertorio en Hispania

Con Sertorio, la Península Ibérica gana en la propia historia de Roma un papel de protagonista, en su paisaje, escenario de violentos combates, y en sus hombres, que ofrecieron al caudillo romano los medios para resistir con fortuna contra las fuerzas en-viadas desde Roma para aniquilarlo. De hecho, Sertorio no es hispano, ni Hispania ja-más representó algo más que un punto de apoyo, producto de las circunstancias. Pero nuestra historia tradicional ha recogido la figura del caudillo sabino considerándola con los caracteres épicos y nacionalistas empleados en Sagunto y Numancia o con Viriato. En cualquier caso, este papel protagonista de la península en un episodio más de la crisis republicana romana justifica una atención preferente a la figura y obra de un per-sonaje, cuya comprensión todavía suscita controversias.

Durante el intervalo popular entre los dos golpes de Estado de Sila, Sertorio había sido nombrado gobernador de la Hispania Citerior, en el 83. Lógicamente, tras la se-gunda marcha contra Roma, Sertorio fue destituido y desde entonces se convierte en un rebelde que, desgajado de su partido, asumirá la responsabilidad de dirigir la lucha contra el dictador desde un territorio rico en posibilidades, como la península. Los co-mienzos de su acción, sin embargo, fueron azarosos. Aunque logró hacerse en princi-pio con el control de Hispania, el envío, en 81, de fuerzas por el dictador, le obligó a embarcarse para buscar fortuna en otros escenarios: sólo tras una serie de aventuras en tierras de Mauritania y después de tomar contacto con rebeldes lusitanos, que le ofrecieron el caudillaje para su lucha contra Roma, regresó a la península en la prima-vera del 80. Para Sertorio el ofrecimiento era un excelente medio en sus propósitos, ya que le permitía rehacer y ampliar sus fuerzas y actuar así, con probabilidades de éxito, contra el gobierno senatorial. Pero, cumplidos estos propósitos, Sertorio abandonó la Lusitania a sus lugartenientes para instalarse en la Hispania Citerior, en el valle del Ebro y la costa levantina, más idóneos para llevar a cabo sus planes políticos popula-res, de base auténticamente romana.

Los éxitos de Sertorio en Hispania decidieron a Sila a enviar a la península, en el 79, como procónsul de la Ulterior a 0. Cecilio M.etelo, que intentó sustraer a Sertorio el te-

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rritorio lusitano en una serie de operaciones por el sur de Portugal y Extremadura, sin resultados positivos. En el 77, Sertorio se encontraba en la cumbre de su poder: había liberado Lusitania y neutralizado las armas romanas, obligándolas a la defensa; se en-contraba asentado sólidamente en la línea del Ebro y sus fuerzas se habían visto in-crementadas con las tropas que otro popular, M. Perpenna, había traído con él a His-pania: salvo algunas ciudades de la costa levantina, era dueño de toda la Hispania Ci-terior y contaba con la ferviente devoción de los indígenas.

Sertorio consideró llegado el momento de reorganizar su ámbito de dominio, no sólo con preparativos para un permanente estado de guerra, sino mediante instituciones que dieran la impresión de un estado de derecho consolidado y estable. Y así, a la vez que organizaba un ejército romano en su armaniento y táctica, con efectivos predomi-nantemente indígenas, tomaba una serie de iniciativas políticas, como la formación de un senado con exiliados romanos, la elección de magistrados e incluso la fundación de una escuela en Osca (Huesca), su centro de operaciones y capital, para la educación romana de los hijos de la aristocracia indígena, excelente medio, por otra parte, para contar con rehenes que aseguraran la lealtad de sus aliados autóctonos.

Sin embargo, el territorio donde se extendía la influencia de Sertorio agrupaba una heterogénea población, cuyos lazos con el caudillo debieron ser de signos muy distin-tos. Los lusitanos, apenas incluidos dentro de las fronteras romanas, aún mantenían deseos de independencia y miraban a Sertorio fundamentalmente como un dirigente, cuyas dotes facilitarían sus deseos. Más al este, en la Celtiberia, los pueblos celtiberos y vacceos, aunque ya contaban con un! larga tradición de relaciones con los romanos, éstas habían sido de signo negativo, basadas en expediciones de sometimiento y cas-tigo; en su decisión en unirse a Sertorío, sin descartar sentimientos de independencia, debió actuar un interés en variar su suerte con el nuevo gobierno propuesto por el ro-mano, pero siempre dentro de los límites del imperio. En cualquier caso, para unirlos a su causa, Sertorio utilizó, tanto en los lusitanos, como en los celtíberos, lazos sagra-dos, de vieja tradición indígena, como los de la devotio, la fidelidad personal hasta la muerte, bien documentada en la antigüedad hispana. Todavía más al este, en el valle del Ebro y la costa levantina, la población indígena, largo tiempo sometida a la influen-cia romana, se había incrementado con fuertes contingentes militares y civiles proce-dentes de Italia, que habían fijado en la península su residencia. La adhesión a Serto-rio de estos hispanienses, en una gran medida, no era otra cosa que la identificación de amplias capas de la población ¡taloromana con el partido popIdar y con su progra-ma de derrocamiento de la dictadura de Sila y del gobierno oligárquico postsilano.

Con ello, las guerras de Sertorio en la península alcanzan una nueva dimensión porque son al mismo tiempo la primera extensión, documentada y de vasto alcance, del traslado de problemas políticosociales de la crisis romana al campo provincial, y de la participación activa y consciente de los provinciales en estos problemas. Y ello es así, porque esta adhesión de los hispanos del valle del Ebro y Levante al ideal serto-riano contó, sin duda, con una oposición entre los propios hispanos de otras zonas, fie-les al gobierno central, sobre todo en la Ulterior.

Volviendo a los acontecimientos, la situación en Hispania pareció en Roma tan gra-ve como para tomar nuevas medidas, con el envío, en 76, de un general a la altura de las circunstancias, y éste fue Pompeyo. De este modo, entra en la historia de la penín-sula un personaje destinado a influir poderosamente en su evolución.

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Pompeyo, hijo de uno de los caudillos romanos de la guerra social, como su padre o como el propio Sila, tendía a hacer realidad las aspiraciones tradicionales de todo miembro de la nobilitas romana: ser reconocido como el princeps, el primero entre los miembros de su estamento, pero con la utilización de métodos revolucionarios, cuya eficacia había probado el largo período de guerras civiles. Pompeyo no estaba intere-sado políticamente, es decir, nunca pensó en enfrentarse o cambiar un régimen en el que pretendía integrarse como primera figura. Gran organizador y buen militar, sin ex-periencias políticas y sin interés por ellas, su idea dominante era ejercer una poderosa influencia sobre el Estado, llegar ser su patronus, gracias a los servicios militares pres-tados, y disfrutar por ello del más alto respeto dentro del orden constitucional. Para lo-grar esta meta era necesario acumular servicios y extender poder e influencia a todos los ámbitos del Estado. Y uno de los campos más evidentes de poder era, sin duda, el que podían ofrecer las clientelas provinciales, el reconocimiento y respeto de pueblos y ciudades del imperio hacia su benefactor romano. Pompeyo lo comprendió así y utilizó la guerra sertoriana para fortalecer y ampliar sus clientelas en la Península Ibérica.

La alianza de Sertorio con las tribus lusitanas y celtíberas, que mezclaba propósitos indígenas de libertad con banderías de facciones exclusivamente romanas, era dema-siado incongruente para durar. La conjunción de los ejércitos de Pompeyo y Metelo permitió, a partir del 74, el asalto al núcleo de resistencia de Sertorio en la Celtiberia, tras la ocupación de la costa oriental por el propio Pompeyo y la liquidación del frente lusitano conseguida por Metelo. Dos años de guerra sin cuartel acabaron por minar la capacidad de lucha indígena y prepararon el camino de las deserciones, que no se li-mitaron al campo indígena. Una vasta conjuración, nacida entre los más cercanos co-laboradores de Sertorio, acabó con su vida, en el año 73, y el movimiento se desmoro-nó.

La pacificación de Hispania por Pompeyo

Mientras Metelo regresaba a Roma, Pompeyo aún permaneció en la península du-rante varios meses. Durante el año 72, Pompeyo, tras aniquilar los restos del ejército romano de Seriorio, sometió los focos de resistencia indígena de la Citerior. Pero, a continuación, llevó a cabo una política de captación de la provincia, con el fin de exten-der prestigio y poder personal. Las tribus fieles de la Celtiberia fueron recompensadas con beneficios materiales, como repartos de tierra, fijación favorable de fronteras y suscripción de pactos de hospitalidad y lazos de clientela con sus dirigentes. No faltó el recurso de la urbanización, con la fundación de centros de tipo romano, como Pompae-lo (Pamplona) para sus aliados vascones. Pero aún tuvieron mayor significado las me-didas de Pompeyo en las regiones romanízadas de ambas provincias hispanas, a cu-yos personajes influyentes concedió el derecho de ciudadanía romana, corno la familia de los Balbos de Cádiz.

Estas concesiones contribuyeron a extender el nombre de Pompeyo y la ferviente devoción de amplias capas de la población indígena hacia su influyente patrono. Cuando el joven general abandonó la península en la primavera del 71, dejaba cimen-tada en ella su poder, que quiso expresar gráficamente erigiendo en el paso pirenaico del Perthus un gigantesco trofeo, coronado con su estatua, en el que se vanagloriaba de haber sometido 867 ciudades.

Las provincias hispanas hasta la guerra civil. El gobierno de César en la Ulterior

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Durante los años que median hasta la guerra civil, que enfrentaría a Pompeyo con el popular César, las noticias sobre Hispania son muy esporádicas, salvo el intervalo de la pretura de César en la Ulterior durante el año 61. Podemos suponer que, aparte del desarrollo pacífico de las provincias, la actividad bélica se centra en las regiones peri-féricas hacia el oeste, lindantes con las fronteras reales de las provincias: en la Ulterior, el territorio al norte del Tajo y de la sierra de Gata hasta el Duero, habitado por lusita-nos y vettones; en la Citerior, las tierras al norte del Duero y al oeste del Pisuerga, ha-bitadas por los vacceos.

Pero el interés fundamental de la península se encuentra en el intento de los políti-cos romanos por atraer a su bando a los ciudadanos provinciales e indígenas en las complicadas intrigas de grupos y camarillas que, invocando programas populares o la dignidad del gobierno senatorial, forman el telón de fondo de la lucha política romana de la mitad del siglo i a.C. Por un lado, Hispania era una inagotable reserva de recur-sos materiales; por otro, la fecunda colonización veterana hacía imprescindible contar con los hispanos en cualquier empresa política. Y es en este contexto, donde debe in-sertarse la presencia de César en la península, primero como quaestor, en 69, y luego como gobernador de la provincia Ulterior, utilizada como trampolín para alcanzar el consulado y, con ello, imponer un peso decisivo en la política.

No es preciso detenerse en la personalidad de César, en sus lazos familiares y en la trayectoria política que lo llevaron a ser uno de los representantes de la tendencia po-pular. Durante su gestión como gobernador en el año 61, César utilizara las inagníficas posibilidades que ofrecía la península para un hombre de Estado, Para alcanzar la próxima meta del consulado del año 59, necesitaba ganar prestigio y autoridad sufi-ciente, y la mejor manera era regresar a Roma envuelto en la gloria del triunfo. El pre-texto para conducir una guerra que lo posibilitara, lo encontró al obligar a la población lusitana entre el Tajo y el Duero a trasladarse a la llanura, desalojándola de la intrinca-da geografía que protegía sus razzias sobre las ricas llanuras del sur. César no sólo alcanzó la línea del Duero, sino que, entrando en territorio galaico, llegó al extremo no-roccidental de la península hasta Brigantium (Betanzos), ciudad que tornó, obligando a las tribus galaicas a aceptar, por el terror, la

Roma.

La arriesgada campaña cumplió todos sus deseos. El ejército victorioso le proclamó imperator y César afirmó los lazos de su clientela militar con generosos repartos a sus soldados. El resto de su gestión como gobernador, al regreso de Lusitania, fue aprove-chado para cimentar su prestigio y crear relaciones en el ámbito romanizado de la pro-vincia de cara a su futuro político. Las fuentes nos transmiten la línea seguida en su gestión de gobernante: solución de los conflictos internos de las ciudades, ratificación de leyes, dulcificación de costumbres bárbaras, medidas fiscales en favor de los indí-genas, construcción de edificios públicos...

Con el potencia] militar y político ganado en Hispania, César se dispuso a lograr la siguiente meta: su elección para el consulado del 59. Sus posibilidades no eran dema-siado optimistas, ya que la oposición senatorial estaba decidida a impedírselo con to-dos los medios a su alcance. Por suerte para César, Pompeyo, el hombre más influ-yente del Estado romano, se encontraba también en abierto conflicto con el senado, y César supo aprovechar la ocasión para acercarse a él e intentar un acuerdo privado que cumpliera los intereses de ambos, presentando un frente común contra el gobierno

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senatorial con la fuerza de las clientelas y de los veteranos de Pompeyo y sus propios seguidores populares. Este acuerdo, el llamado impropiamente primer triunvirato, puesto que era simplemente una alianza privada, todavía quedó reforzado con la inclu-sión de un tercer elemento, el influyente Craso. El acuerdo prosperó, y su principal be-neficiario, César, no sólo consiguió el consulado, sino, sobre todo, y lo que era más importante para el futuro, un mando extraordinario al término de su magistratura por un período de cinco años sobre las provincias de la Galia y el llírico (lex Vatinia). Es sufi-cientemente conocido cómo César usó de este imperium para llevar a cabo una de las gestas militares más asombrosas de la Antigüedad, la conquista de las Galias, agigan-tada aún por el magnífico relato que de ella hizo su protagonista.

La alianza política de César, Pompeyo y Craso, sin embargo, se manifestó inestable desde muy pronto y se hizo precisa una ratificación, en el año 56 la llamada conferen-cia de Lucca, para volver a unir las tendencias centrífugas y deshacer los malos enten-didos y las suspicacias, sobre todo, por parte de Pompeyo y Craso. Según el nuevo acuerdo, Pompeyo y Craso deberían revestir el consulado para el año 55 y, a su térmi-no, recibir, como César, un mando provincial proconsular por cinco años. Craso optó por Siria, donde encontraría un trágico fin en la búsqueda infructuosa de gloria, mien-tras Pompeyo se decidía por las dos Hispanias y Africa. César, por su parte, se conten-tó con mantener por otros cinco años su imperium sobre las provincias que ya tenía.

La elección de Pompeyo era acertada: la península, por su base económicosocial, presentaba un excelente arsenal de reclutamiento de tropas y materiales y contaba con una magnífica posición estratégica. Pero Pompeyo jugó mal sus cartas. Ante la alterna-tiva de marchar a Hispania, al lado de sus fuentes reales de poder, o permanecer en Roma para mantener una posición de prestigio, optó por la segunda posibilidad, con-tentándose con enviar a las Provincias que le habían correspondido, legados que las administraran en su ausencia.

La guerra civil en Hispania

En los años siguientes al acuerdo de Lucca, la atmósfera política en Roma había llegado a ser sofocante. Bandas y facciones enemigas aterrorizaban la ciudad e impe-dían el normal desarrollo de las instituciones. Poco a poco fue abriéndose paso la idea de que era necesario un dictador para salvar a Roma del caos. Este sólo podía ser Pompeyo, que, a pesar de su alianza con César, se había mantenido alejado M juego político popular. Era inevitable, pues, un acercamiento entre Pompeyo y el senado, que, finalmente, cristalizó en el nombramiento de Pompeyo como único cónsul (consul sine collega) en el año 53. Por debajo de toda la trama, en un juego sutil y complicado, corría el deseo de anular a César y convertirlo en un hombre políticamente muerto. Su fracaso en los intentos de guerra fría durante todo el año 50, a través de sus partida-rios, no dejaron a César otra alternativa que contestar con la fuerza a la entente Pom-peyosenado. Y así, en la primera semana del año 49, atravesó la frontera de Italia a la cabeza de una legión, abriendo con su iniciativa la guerra civil.

El repentino ataque de César y la imprevisión de Pompeyo actuaron en común en el desalojo de Roma por parte de las fuerzas senatoriales. Pompeyo, sin efectivos milita-res válidos en Italia, pensó en trasladar la guerra a Oriente, donde contaba con reunir fácilmente tropas y recursos considerables; mientras, el ejército que mantenía en His-pania habría avanzado, reconquistando las Galias e Italia, César opuso a este plan una estrategia resuelta y fulminante. En lugar de correr de inmediato tras Pompeyo, aún sin

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fuerzas suficientes para volver a Italia, se propuso primero asegurar el Occidente, don-de no le esperaba un hipotético ejército por reclutar, sino considerables tropas que era necesario neutralizar. Fue, pues, Hispania la meta fijada.

La guerra civil, que dará al traste con la República, tendría así en la península uno de sus principales y decisivos teatros, no como simple objetivo pasivo, sino con un pro-tagonismo que tíene sus raíces en fenómenos de larga tradición: la antigua coloniza-ción romanoitálica, la concesión de derechos de ciudadanía, la urbanización y creación de centros romanos o mixtos, la inclusión de los indígenas en los ejércitos republica-nos, son suficientes razones para pensar que la crisis política de Roma se reflejaba ac-tivamente en amplias capas de la población provincial. A ello viene a añadirse la labor personal de atracción emprendida años anteriores tanto por Pompeyo como por César, que, para ambos, se tradujo en frutos positivos. Pero la crisis política en Roma era re-flejo de otra más profunda, de causas económi,cosociales, que en las provincias de Hispania añadía nuevos elementos, ya que no sólo incluía los problemas de las clases y agrupamientos sociales de la metrópoli, sino también los derivados de la conquista y explotación colonia¡ de estos grupos sobre la población indígena, a su vez, muy desi-gual en sus oportunidades de progresión económica y, por tanto,,profundamente dividi-da en la aceptación del hecho político romano.

Pompeyo disponía en Hispania de siete legiones una de ellas, la Vernacula, ínte-gramente formada por indígenas, distribuidas entre sus tres legados, Afranio, Petreyo y Varrón. Los dos primeros, al tener conocimiento de la aproximación de César, conjunta-ron sus fuerzas cinco legiones y abundantes tropas auxiliares reclutadas en la penínsu-la en la Citerior, eligiendo como centro de operaciones la ciudad ilergeta de Ilerda (Lé-rida). La campaña, entre mayo y agosto del 49, la conocemos detalladamente por la propia descripción de César y se desarrolló en una monótona serie de escaramuzas, golpes de mano y maniobras, que finalizaron con la capitulación de las fuerzas pompe-yanas. De un golpe había quedado destruido el mayor potencia] con que Pompeyo contaba en el imperio. Sólo restaba sustraer ahora al enemigo la reducida fuerza que aún mantenía en la Ulterior, al mando de Varrón. El objetivo se logró sin derramamiento de sangre, ya que el legado pompeyano se adelantó a entregar sus efectivos a César.

Nada detenía ya a César en Hispania y, tras decidir una serie de medidas encami-nadas a ganarse a los provinciales Gades fue elevada a la categoría de municipio ro-mano, partió a otros escenarios de la guerra, encomendando el gobierno de la Ulterior a 0. Cassio Longino.

Sin embargo, la falta de tacto del legado de César y la aún fuerte inclinación de la provincia por Pompeyo, propició un motín militar de las dos antiguas legiones de Va-rrón, que fue aprovechado por los pompeyanos, concentrados en Africa, para volver a ganar llispania. El hijo mayor de Pompeyo, Cneo su padre ya había muerto, desembar-có en la península y obtuvo pronto considerables apoyos en la Ulterior. Vencido en los restantes teatros de la guerra, el frente senatorial decidió convertir la península en el último foco de resistencia. Comenzaba así en la Ulterior el último y desesperado capí-tulo de la vieja pugna entre César y la oligarquía optimate, que la presencia en la pro-vincia de extensas clientelas militares y civiles de Pompeyo convirtieron en la campaña más dura, cruenta y enconada de toda la guerra civil. En ella, César no actuará como en la anterior de Ilerda, procurando hasta los límites de lo posible la entrega sin derra-mamientos de sangre; es una guerra de exterminio, ya que gran parte de los enemigos eran considerados por César como bárbaros peregrinos, con los que no era necesario

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tener consideración. A ello viene a añadirse la existencia dentro de las ciudades de un partido procesariano, lo que enconaba las posiciones y exasperaba aún más el odio.

Los estertores de la guerra civil venían así, en parte, a provocar en la Ulterior otra guerra civil interna provincial, en la cual las adhesiones políticas escondían conflictos sociales de la población autóctona por largo tiempo incubados. Quizá baste esto para comprender el desarrollo de la guerra, salpicado de asaltos de ciudades, incendios, matanzas, represalias contra la población civil, exterminio, en suma, de romanos con-tra provinciales y de éstos entre sí, particulares que han quedado reflejados en el relato de un testigo presencial desconocido, el autor de. hispaniense.

Ante la impotencia para hacer frente a las tropas pompeyanas, los legados enviados por César, cuando tuvo conocimiento de la sublevación de la provincia, se hicieron fuertes en Obulco (Poreuna), instándole a hacerse cargo de la dirección de la guerra. A finales del 46, César, en una marcha fulminante de veintisiete días, alcanzó Obulco desde Roma, mientras los pompeyanos dividían sus fuerzas en dos frentes: uno, al mapdo de Cneo Pompeyo, sitiaba la plaza de Ulia (Montemayor); el otro, bajo su her-mano menor, Sexto, defendía Córdoba. La estrategia de César consistió en provocar cuanto antes un combate decisivo en campo abierto que resolviera de un golpe la gue-rra; mientras, los pompeyanos, amparados en la adhesión de las ciudades y en su fácil defensa, contaban con prolongarla indefinidamente. La guerra se convirtió en un conti-nuo sucederse de sitios de ciudades en la región al sur de Córdoba, emprendidos por César para incitar a los pompeyanos a la lucha abierta, mientras éstas se consumían dentro en luchas intestinas de partidarios y adversarios de ambos ejércitos, de intentos de entregarse y de represiones por parte de los pompeyanos. Al fin, el 17 de marzo, César logró encontrarse en la llanura de Munda (Montilla) frente al grueso del ejército pompeyano. En la sangrienta batalla, favorable a César, cayeron 30.000 hombres. Cneo, huido, fue descubierto y asesinado en la costa oriental, mientras los soldados de César caían sobre Córdoba, que sufrió los horrores del pillaje. De la región de Córdo-ba, César se dirigió luego contra el sur de la provincia, sometiendo Hispalis (Sevilla), Hasta (cerca de Jerez), Carteia (junto a Algeciras) y Cádiz. La resistencia había termi-nado.

La obra de César en Hispania

Sometida la provincia y deshecho el ejército enemigo sólo Sexto Pompeyo intentará desde la Celtiberia reemprender la lucha con base indígena, César reorganizó la situa-ción políticojurídica de la Ulterior con metas fijas: escarmiento de los vencidos, neutra-lización de la inclinación pompeyana de la provincia con una colonización de largo al-cance, reclutada entre sus veteranos y partidarios, y afianzamiento de la devocion a su persona con una serie de favorables medidas para aquellos que le habían sido leales entre los indígenas. Todo ello se enmarcaba dentro de una política general en el ámbito del imperio, que tendía a ensanchar las bases del viejo Estado republicano con la in-clusión de provinciales en el círculo dirigente de ciudadanos romanos, y con la resolu-ción de los problemas económicosociales que habían engendrado la crisis del Estado en Roma y la península itálica.

De acuerdo con estas directrices, César llevó a cabo una ingente confiscación de tierras y obligación de cargas fiscales para ciudades y provinciales que habían militado en el bando pompeyano. Las ciudades que le fueron fieles recibieron el privilegio de ser elevadas a la categoría de colonia latina o, incluso, de municipio romano. En cam-

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bio, los núcleos que'habían constituido el alma de la rebelión pompeyana hubieron de ceder parte de su territorio a colonos cesarianos. De ahí que las colonias romanas de Hispania tengan tan alta concentración en el valle de¡ Guadalquivir, donde había discu-rrido la guerra. La repentina muerte del dictador, apenas diez meses después de su triunfo en Munda, no significó la paralización de sus planes, completados por su here-dero político Augusto. En conjunto, la segunda campaña de César en Hispania dio co-mo resultado una profunda transformación políticosocial de la Ulterior, con la extensión del derecho de ciudadanía a amplias capas de sus habitantes, mientras la presencia de estos núcleos de ciudadanos romanos actuará como fermento de la romanización en la región y explicará el gran florecimiento económico de la Bética en el Imperio.

La reorganización de la península por César no se detuvo en el Guadalquivir. Al oes-te de la provincia, en la Lusitania meridional, el dictador levantó también una serie de centros romanos de colonización, destinados a servir como murallas de contención y avanzadillas estratégicas en sus límites, como Norba (Cáceres), Scallabis (Santarem) o Metellinum (Medellín). En cambio, la Citerior, apenas incluida en la guerra, no contó con una obra de tan vasto alcance. Y mientras el Estado romano se desangraba en otros trece años de guerras civiles, tras el asesinato de César en 44, para gestar el nuevo orden instaurado por Augusto, el norte peninsular, habitado por cántabros y as-tures, permanecerá olvidado viviendo sus últimos años de independencia.

LAS GUERRAS CONTRA CANTABROS Y ASTURES

Cantabria y Asturias, como serían llamadas posteriormente las regiones, en princi-pio, mal conocidas al oriente de Galicia, estuvieron supeditadas al destino de la provin-cia Citerior. Muy poco interés manifestaron los romanos por explorar y eventualmente someter estas tierras. Tras la sumisión de celtiberos y vacceos, el dominio provincial intentó, desde conúenzos del siglo 1 a.C., una penetración más profunda en la orilla derecha del Duero, utilizando como vías de acceso los valles del Esla y del Pisuerga, y llevó, al fin, al contacto directo con cántabros y astures. Sin embargo, los disturbios ci-viles que se suceden en las instancias centrales de Roma, en su lógica repercusión en el ámbito del imperio, no eran la base oportuna para una acción metódica y continua-da. Sin una planificación a largo plazo y sin excesivos intereses económicos, en una zona fronteriza no demasiado poblada, ni rica, la inversión de un ejército parecía poco rentable. El extremo occidental de la provincia Citerior es olvidado, después de la liqui-dación del problema sertoriano, por la restauración silana y por el principado de Pom-peyo, si no es para la obtención de mercenarios.

No es una casualidad que, después de más de un siglo, la primera noticia bélica con referencia al borde noroccidental de la Citerior se fecha en 29 a.C. Desde hacía dos años, Octavio, el heredero político de César, afirmaba su poder único en Roma, tras la victoria sobre las fuerzas de Antonio y Cleopatra en Accio. En la reorganización del Es-tado, que siguió a la guerra civil, no podía faltar una primordial atención a los proble-mas exteriores. El Imperio, en la mente de su fundador, Augusto, debía convertirse en un núcleo homogéneo y continuo, protegido de un eventual enemigo exterior por un sólido sistema de defensa. Pero antes de ello, había que liquidar las bolsas hostiles o simplemente independientes que la progresión imperialista romana había olvidado u obviado a lo largo de la República por falta de rentabilidad o por excesiva dificultad.

La cornisa cantábrica era una de esas bolsas. Y Augusto decidió contra ella una ac-ción directa y sistemática, como parte de un programa general de pacificación del Im-

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perio, que incluía también otros territorios, como el de los sálasas, los Alpes Marítimos o las regiones del Tirol.

Durante el triunvirato, que repartió el imperio entre los tres aliados, Octavio, Marco Antonio y Lépido, el primero logró incluir entre los territorios bajo su directo control las provincias de Hispania, que habían recaído en el reparto original en Lépido. Durante los inciertos años de la última fase de la guerra civil, el peso de la decisión se encon-traba en Oriente. Por ello, las provincias de Hispania, en cierto modo, al margen del conflicto entre Octavio y Antonio, fueron dirigidas por legados, que no podían distraer fuerzas militares importantes en objetivos, en esos momentos, secundarios, cuando se estaba dirimiendo enOriente el destino de Roma y del imperio. Las fuentes, por ello, mantienen corrido el velo de los acontecimientos en Hispania durante estos años, aunque no tanto como para desconocer que, al menos de forma limitada, los ejércitos romanos luchaban en la frontera del dominio provincia¡. Se trata de las listas, monótonas pero expresivas, de los fasti triumpitales. Por ellas sabemos que todos los legados de Octavio en Hispania, desde el año 39, alcanzaron el honor del triunfo por sus éxitos militares sobre los indí-genas y, sin duda, los pueblos cantábricos no debieron ser ajenos a esta actividad béli-ca.

Las guerras cántabras, que la propaganda y la poesía aúlica de Augusto celebran, no comenzaron el 26 con la participación activa del emperador como general en jefe. Se prolongaban ya varios años, cuando Augusto decidió intervenir en ellas. Las causas de esta intervención y de las propias guerras han sido objeto de múltiples hipótesis. Se han esgrimido argumentos políticos con más o menos fortuna y apoyos. Naturalmente, el más evidente es el oficial, la eterna justificación defensiva de cualquier guerra er-nprendida por las armas romanas, en este caso, para proteger las tierras de la Meseta de las depredaciones de los montañeses. Pero se han intentado ofrecer otras explica-ciones, entre ellas, la económica y, en concreto, el aprovechamiento de las ricas minas en la franja cantábrica, que sabemos se pusieron en explotación no bien finalizada la guerra. Finalmente, algunos investigadores tienen en cuenta el factor personal de Au-gusto, interesado en mostrar a la opinión pública su capacidad militar.

La campaña de Augusto, a lo largo del 26, tuvo por escenario la Cantabria propia, atacada desde la llanura meridional por tres puntos, con el apoyo adicional desde el mar de una flota. Conocemos incluso el campamento de Augusto en Segisama, Sasa-món, en la provincia de Burgos. Simultánea a la campaña de Augusto en Cantabria es la presencia de las armas romanas en su flanco occidental, Asturias. En todo caso, es claro que hubo de conquistarse primero la llanura el triángulo León, Astorga, Benaven-te, donde se instalaron campamentos, que luego se hicieron permanentes. El momento culminante de esta conquista fue el sometimiento de la ciudad de Lancia, al sur de Le-ón. Asegurada la llanura, las armas romanas penetraron en la región del Bierzo para alcanzar el valle del Sil y, finalmente, el océano. Para finales del 25, los romanos ha-bían explorado todo el noroeste peninsular y establecido puntos fuertes para supervi-sar la región, aún no definitivamente sometida. Todavía, entre 24 y 19, las rebeliones frecuentes y peligrosas mantuvieron el estado de guerra. La última gran rebelión astur tuvo lugar el 22; los cántabros quedaron sometidos el 19. Sobre un fondo sombrío de matanzas, eselavizaciones y traslados de población, se instaló el el . ercito de ocupa-ción y comenzó lentamente la organización del territorio y, con ella, la explotación de sus riquezas. Toda la Península Ibérica será desde ahora y hasta finales de la Antigüe-dad dominio romano.

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BIBLIOGRAFIA

El conocimiento de la España romana cuenta con una serie de obras que tratan el tema tanto en el marco general de la Historia de Roma, como en el partícular de la pe-nínsula. Consúltense, entre las primeras, la monulnental de PARM, L., Storia di Roma e del mondo romano, 6 vols., Turín, 19521960, y la Cambridge Ancient History, T. VIII, Londres, 1965, 2.' ed. Véanse también, entre otros, los análisis de PIGANIOL, A., La conquéte romaine, París, 1967, 2.' ed.; CRAWFORD, M., La República romana, Ma-drid, 1982; NICOLET, CI., Roma y la conquista del mundo mediterráneo, Barcelona, 1982; ROLDÁN, J. M., Historia de Roma 1. La República romana, Madrid, 1980. De las segundas son las más completas la colectiva Historia de España fundada por Mertén-dez Pidal y dirigida por JOVER, J. M., 11, 1 y 2, Madrid, 1982; BLÁZQUEZ, J. M.; MONTENEGRO, A.; ROLDAN, J. M.; MANGAS, J.; MEJA, R.; SAYAS, J. J.; GARCIA IGLESIAS, L., y ARCE, J., Historia de España Antigua II. Hispania romana, Madrid, 1978; BLÁZQUEZ, 1. M. y ToVAR, A., Historia de la Hispania romana, Madrid, 1975; BLÁZQUEZ, J. M., Ciclos y temas de la Historia de España. La ronumizacián, 2 vols., Madrid, 1975; MANCAS, J., Hispania romana, en Historia de España, vol. 1, dirigida por TUÑóN DE LARA, M., Barcelona, 1980; MONTENEGRO, A., BLÁZQUEZ, J. M., y SOLANA, J. M., Historia de España 3. España romana, Madrid, 1986, y la Historia Ge-neral de España y América, tomos 1 y 2, Madrid, 1987, con la colaboración de distintos especialistas.

Es muy abundante la bibliografía sobre la segunda guerra púnica y su desarrollo en la Península Ibérica. Véanse, entre Otros, COMBET, B., Les guerres puniques, París, 1965; ASTIN, A. E_ «Saguntum and the origins of the Second Punic War», Latomus XXVI, 1967. 577 Y SS.; CARCOPINO, J., «Antes del imperialisino romano: la agresión púnica en violación del tratado del Ebro,, en Etapas del imperialismo romano, Buenos Aires, 1968, 23 SS.; CORZO, R., «La segunda guerra púnica en la Bética», Habis 6, 1975, 213 y ss.

Puntos interesantes de la conquista romana de Hispania hasta las guerras celtibero-lusitanas trata, en general, KNAPP, R. C., Aspeas of the Roman Experience in Iberia 206100 b. C., Valladofid, 1977; Pozzo, F., 11 console M. Porcio Cato in Spagna del 195 a.J., Vicenza, 1921; RAmos LoSCERTALES, J. M., El Primer ataque de Roma contra la Celtiberia, Salarnanca, 1941, y MARTíNEz GAZQUEZ, J., La campaña de Catón en Hispania, Barcelona, 1974, analizan la gestión de Catón en España; para la etapa si-guiente es fundamental el estudio de FATÁS, G., «Hispania entre Catón y Graco», His-pania Antigua 5, 1975. Para el conocimiento de las guerras contra celtíberos y lusita-nos, sigue siendo necesaria la obra de SIMóN, H., Ronts Kriege in Spanien, 154133 v. Chr., Frandort, 1962, que puede completarse con GUNDEL, G., «Viríato. Lusitano, caudillo en las luchas contra los romanos», Caeasaraugusta, 1968, y las excavaciones de SCHULTEN, A., reafizadas en Numancia y publicadas en Numanúa, 19051912, Mu-nich, 1914.

Para las guerras civiles en Hispania, consúltese, ROLDÁN, J. M., «De Numancia a Sertorio: problemas de la romanización de Hispania en la encrucijada de las guerras civiles», en Studien zur antiken Sozialgeschichte, Colonia, 1980. Sobre Sertorio, el es-tudio clásico es el de SCHULTEN, A., Sertorio, Barcelona, 1949, con las precisiones de

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SPANN, P. 0., Quintus Sertorius: citizen, soldier, ex¡le, Ano Arbor, Michigan, 1976. Las guerras entre César y Pompeyo en la península y su repercusión en la roinanización han sido tratadas por GONZÁLEZ ROMÁN, C., Imperialismo y romanización en la pro-vincia Hispania Ulterior, Granada, 1981; íd., «Guerra civil y conflictos sociales en la provincia Hispania U¡terior», en Actas 1 Congreso de Historia de Andalucía, Córdoba, 1978; RoLDÁN, J. M., «La crisis republicana en la Hispania Ulterior», ibídem; íd., «El elemento indígena en las guerras civiles en Hispania: aspectos sociales», Hispania An-tigua 11, 1972.

Sobre las guerras contra cántabros y astures hay una bibliografía muy abundante. Consúltense, entre otros, SCHULTEN, A., Los cántabros y astures. y su guerra con Roma, Madrid, 1962; BRANCATI, A., Augusto e la guerra di SpItagna, Urbino, 1963; SYME, R., «The conquest of Northwest Spain», en Legio VII Gemina, León, 1970; RODRíGUEZ COLMENERO, A., Augusto e Hispania, Bilbao, 1979.

LA ORGANIZACION POLÍTICO-ADMINISTRATIVA

La presencia de Roma en la península con voluntad de permanencia, supuso la super-posición de un elemento dominante sobre las estructuras políticas indígenas, que hu-bieron de adaptarse de grado o por fuerza al hecho de la dominación, todavía más por su heterogeneidad, contraria o inconveniente a las exigencias de la potencia conquis-tadora. Como consecuencia, estas estructuras sufrieron un proceso de transformación, que fue evolucionando, con características particulares, al compás de la propia evolu-ción del Estado romano, lo que obliga a considerarlas en los diferentes períodos a lo largo de los cuales se desarrolla la dominación.

PERIODO REPUBLICANO

La organización provincial

Sin experiencia alguna en la administración de territorios ultramarinos, Roma adqui-rió, como consecuencia de la victoria sobre Cartago en la primera guerra púnica, las islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega. La solución pragmática fue, a partir de 227 a.C., el envío de dos pretores los magistrados encargados de la jurisdicción para hacerse car-go de regular los astintos de estos territorios. Este es el origen de la ordenación pro-vincial romana, en la que el propio término provincia descubre la improvisación ante tareas no programadas, ya que, de concepto abstracto para indicar el ámbito de com-petencia de un magistrado pasó a designar el espacio geográfico concreto en donde el magistrado ejercía sus tareas. Provincia será, pues, un espacio limitado geográfica-mente en el que se reúnen una serie de comunidades sometidas a Roma, administra-das de forma constante por un magistrado con poder militar imperium, enviado anual-mente desde la metrópoli, y obligadas al pago regular de un tributo, impuesto por el gobierno romano.

La voluntad de permanencia de Roma en los territorios de la Península Ibérica libe-rados de la presencia cartaginesa, tras la segunda guerra púnica, fue el punto de parti-da de la inclusión de Hispania en el sistema provincia¡ romano. El mismo año en que eran expulsados los cartagineses de su territorio, el 206 a.C., recibía Publio Escipión, principal artífice de la empresa, el encargo de ordenar los asuntos hispanos por man-

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dato del senado, es decir, regular las relaciones con las comunidades indígenas con las que se había establecido contacto. En esta época, el territorio controlado por las armas romanas comprendía ya dos zonas bastante extensas y netarnente distintas, unidas por una estrecha franja a lo largo del mar: al norte, los pueblos de la costa entre los Pirineos y el Ebro; al sur, el valle del Guadalquivir. La clara disposición bipartita de los dominios romanos condujo, de hecho, a una división en dos ámbitos de acción o provincias, la Hispania Citerior y Ulterior. La situación se refrendó, de derecho, el año 197, con la creación de dos nuevos pretores para las provincias hispanas. Como fron-tera entre ambas circunscripciones se estableció el saltus Castulonensis, una línea que partía del sur de Carthago nova, pasando por los montes de Linares y Ubeda. Si bien los límites interprovinciales quedaron bien establecidos, no existían en absoluto líneas de demarcación hacia el interior, que fueron surgiendo en la práctica conforme el do-minio romano fue extendiéndose mediante la anexión de nuevas comunidades indíge-nas, con los particulares que hemos visto al describir la progresión de la conquista.

Las capitales de ambas provincias fueron, respectivamente, en un principio Corduba para la Ulterior y Carthago nova para la Citerior, aunque, dado lo elemental de la admi-nistración y el estado casi permanente de guerra de todo el período, sólo pueden con-siderarse como residencias habituales de los gobernadores en el intervalo de las cam-pañas militares.

El gobierno provincial

Hasta el nuevo ordenamiento constitucional de Sila, las dos provincias fueron go-bernadas normalmente por pretores, provistos de una fuerza militar compuesta de una legión (5.000 infantes pesados con la categoría de ciudadanos romanos) y de un nú-nieto variable de contingentes auxiliares. En casos especiales, cuando la magnitud de las campañas bélicas lo requería, el cargo de gobernador podía ser ocupado directa-mente por uno de los cónsules, con un ejército de dos legiones, más las correspon-dientes auxiliares, que eventualmente podía ser prorrogado en el mando como procón-sul hasta la terminación de la guerra, como fue el caso de Catón en 195. La reforma de Sila adjudicó el gobierno de las provincias a antiguos cónsules o pretores, con el título respectivo de procónsules o propretores, magistrados que ocuparon indistintamente su cargo de gobernadores de forma anual hasta finales de la República.

Sabemos muy poco sobre el equipo que acompañaba a cada gobernador, en el de-sempeño de su función. De hecho, las tareas limitadas que había de resolver no preci-saban de un número excesivo de ayudantes. Mediante elección popular era puesto a su disposición, como magistrado regular bajo su mandato, un quaestor, encargado es-pecialmente de la administración de las finanzas en la provincia, pero con otras atribu-ciones en ciertos casos, por delegación del gobernador, como la de sustitución en pe-ríodos de ausencia o con tareas judiciales, si así lo estimaba éste. Junto con el cuestor, acompañaban al gobernador los oficiales, legati y tribuni militares, necesarios para diri-gir el ejército a su disposición. Además, de forma privada, le acompañaba un cortejo de civiles para servirle de consejo, llamado en las fuentes cohors amicorum, y completaba el cuadro una serie de subalternos de todo tipo, como scribae, apparitores (alguaciles), praecones (pregoneros), lictores (guardia de corps)...

Las tareas de gobierno y administración durante el período republicano no eran ex-cesivamente minuciosas y se resumían en una norma muy concreta: aprovechamiento económico de la provincia bajo presupuestos de seguridad. El gobernador debía pro-

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veer para que los indígenas cumplieran una serie de obligaciones: satisfacer puntual-mente el stipentium o tributo anual, proporcionar tropas auxiliares y observar, hasta un cierto grado, la ley romana. Para ello el gobernador reunía en su persona las prerroga-tivas de máxima autoridad civil y militar. Las únicas limitaciones a su omnipotencia eran las que él mismo se imponía a su entrada en el cargo, mediante la publicación de un edictum o conjunto de normas a seguir en el ejercicio de su función.

Como máxima autoridad militar y con el concurso del ejército del que estaba provis-to, debía mantener tanto la seguridad en el interior de su provincia, como la defensa frente al territorio hostil a ella. La seguridad interior afectaba no sólo a la represión de disturbios y alto control sobre la población indígena, para evitar su apoyo a fuerzas ex-teriores, sino, sobre todo, a proporcionar la garantía necesaria para que se llevaran a cabo pacíficamente las verdaderas tareas de la administración, reducidas, como he-mos dicho, a la consecución de recursos indígenas, tanto materiales en metales o en especie, como humanos. En la primera de estas tareas ni siquiera era el propio gober-nador el encargado directo de llevarla a cabo. Se trataba solamente de una función po-licial para proteger a los recaudadores privados, los publican¡, a los que el Estado ha-bía arrendado el cobro de impuestos y aduanas y la explotación de recursos públicos, como las minas. Pero, al mismo tiempo, como máxima autoridad civil, el gobernador podía asumir una función de protección contra las exigencias abusivas de estos recau-dadores, convirtiéndose así en alta instancia judicial para resolver los casos de dife-rencias de opinión entre unos y otros. Esta prerrogativa gubernamental llevaría a un desarroflo de la función jurisdiccional, al convertirse en juez y árbitro de otras muchas cuestiones surgidas en las relaciones de los indígenas entre sí o con la población civil romanoitálica, que progresivamente vino a buscar a la península un lugar de asenta-miento como colonos o traficantes.

Frente al poder del gobernador, los provinciales tenían poca defensa. Hay que tener en cuenta que el gobernador no era un encargado del gobierno, sino un miembro del mismo con pleno derecho. Pero, además, en la provincia no estaba mediatizado por un colega del mismo rango, como los magistrados de la instancia central, o por un tribuno de la plebe que pudiera ejercer contra él su prerrogativa de derecho de veto ante cual-quier daño a un provincia]. Por otra parte, si hacemos excepción de ciertas comunida-des de derecho privilegiado, la autoridad del gobernador se ejercía sobre un territorio ganado por derecho de conquista, en el que los súbditos no contaban apenas con re-cursos legales para defenderse contra una gestión injusta. Cada organismo provincial era considerado como un centro de productividad económica independiente, sin una planificación orgánica como miembros de una unidad no ya política, sino ni tan siquiera económica. Así, las provincias fueron verdaderos sacos sin fondo para las necesidades crecientes de dinero que la política romana, sobre todo, durante el último siglo de la República, imponía a los que tomaban parte activa en ella. Frente al ¡limitado poder del gobernador, es cierto que se crearon por la lex Calpurnia del 149 las llamadas quaes-tiones perpetuae de repetundis o tribunales de conclusión, ante los que podía ser lla-mado un gobernador al término de su mandato para dar explicaciones sobre su ges-tión. Pero estos tribunales pronto perdieron su carácter de protección contra la mala administración para convertirse en simples plataformas de lucha política.

Si es suficientemente claro que el sistema de gobierno provincial de época republi-cana fue oportunista e inadecuado, no estamos, sin embargo, en condiciones de preci-sar con ejemplos suficientes los ámbitos en donde se hacía presente la autoridad del gobernador, fuera del aspecto imperialista que, por más llamativo, es reflejado con más

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frecuencia en nuestras fuentes de documentación. Aunque en algunos casos podía in-vocarse como causa o pretexto de la guerra contra tribus indígenas la búsqueda de fronteras estables o la defensa de los provinciales contra otros pueblos exteriores, en la mayoría y, sobre todo, a partir de la crisis republicana, las guerras de conquista eran un excelente medio no sólo para la obtención de sustanciosos botines, sino para la ex-tensión de clientelas militares y, con ellas, del prestigio y poder de los gobernantes, como es el caso de César, durante su propretura en la Ulterior en el año 61.

Los repartos de tierra

De todos modos, hay un ámbito, y además crucial, del que poseemos algunos datos para entreabrir el panorama de la vida provincial y de las relaciones pacíficas entre el gobierno romano y los provinciales. Uno de los problemas que, como hemos visto, ac-tuó de trasfondo de la conquista sobre todo, en la Celtiberia y Lusitania era la necesi-dad de tierras por parte de la población indígena, producto no sólo de la miseria de las poblaciones, sino de la desigualdad social indígena. A lo largo de toda la República fue constante el juego de los gobernadores sobre este problema, utilizado una y otra vez para conseguir sus propósitos, bien de pacificación y de apaciguamiento social o como trampa para conseguir fines de represión. Se trata de los repartos de tierra a las pobla-ciones indígenas, a veces conexionado incluso con la fundación de centros urbanos para conseguir una adaptación de los indígenas a módulos romanos y, claro está, tam-bién para un más fácil gobierno, debido al más exacto control de los habitantes de es-tos centros.

Como ejemplo, basta con citar la fundación de Gracchurrú (Alfaro) por T. Sempronio Graco, en 179, los repartos de Junio Bruto entre el ejército de Viriato, la fundación de una ciudad de nombre desconocido por M. Mario para asentar a sus auxiliares celtibe-ros, o la añagaza de T. Didio posteriormente con esta misma ciudad, a cuyos habitan-tes se convocó con el pretexto de repartirles tierra para aniquilarlos. Pero el expediente no podía ser de largo alcance. Dada la precariedad de medios con que contaba el go-bierno romano provincial, era necesario, para afirmar el dominio, contar con las oligar-quías indígenas, detentadoras de la propiedad que, a cambio de ver reconocidos sus privilegios sociales y económicos, se convertían en los más entusiastas sostenedores de los conquistadores. El problema de la faha de tierras fue así una constante de la Hispania republicana, y las tensiones sociales que generaba origen del bandolerismo lusitano y de la práctica del mercenariado militar de los celtíberos, al servicio de otros pueblos fueron canalizadas a través del enrolamiento de los indígenas en las tropas auxiliares romanas, como medio de promoción social y de solución económica.

Es necesario referirse también a las relaciones personales tejidas por los goberna-dores o personajes influyentes de la política romana con los provinciales, como impor-tante elemento de carácter político con incidencia en la evolución peninsular.

Roma, el Estado romano, la República o cualquier término generalizador encubre en la realidad unos nombres de políticos y dirigentes concretos que se arrogan en su ges-tión, especialmente en las provincias, la representación del conjunto político de la po-tencia dominadora, o, todavía más, la personalizan. En realidad, la extensión del poder romano en las provincias no corresponde tanto al Estado romano en abstracto, sino a la oligarquía que lo dirige o, más precisamente, a los conquistadoresgobernadores de estas provincias. Son los gobernantesjefes de ejército los que conquistan un territorio, los que establecen las condiciones de entrega, los que hacen repartos de tierra, los

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que atan y desatan con ciudades, tribus y gentes en nombre del Estado romano. Pero estos indígenas no tratan con el Estado como concepto abstracto, que sólo muy some-ramente comprenden, sino con las personalidades concretas que tienen frente a ellos. De aquí que esta influencia sobre los indígenas dependa en gran parte de la fuerza de persuasión, de las dotes personales que desarrollen estos gobernadores. En el caso concreto de Hispania, basta con considerar los nombres y la obra de Escipión el Afri-cano, T. Sempronio Graco, Sertorio, Pompeyo o César para ilustrar este punto. Esta influencia sobre los indígenas no sólo contribuía en última instancia a atraerlos a la obra de Roma, sino, sobre todo, primariamente era la causa de la extensión de la pro-pia influencia de la familia a la que pertenecía el caudillo, creando verdaderas esferas de influencia dinásticas, que persisten a lo largo del tiempo. El hecho estaba incluso fuertemente enraizado tanto en instituciones tradicionales indígenas, como en la mis-ma idiosincrasia romana.

El patronato romano. Fides y devotio

Por parte indígena, se trataba de hábitos, bien conocidos en la Hispania prerroma-na, con un fuerte componente religioso, la devotio y la fides. La primera significaba la consagración M indígena a un personaje, considerado superior, al que se prometía fi-delidad hasta la muerte; la segunda consistía en un pacto bilateral, un vínculo recípro-co, que ligaba a un personaje influyente, el patrono, con una serie de clientes: a cam-bio de protección y ayuda económica, los clientes se obligaban al respeto y obediencia al patrono en tiempos de paz y a la prestación de soporte militar en caso de guerra. Por lo que respecta a Roma, desde tiempos primitivos, constituían un elemento esen-cial de la sociedad los vínculos de clientela, que, como en el caso de la fides iberica, ligaban con mutuos lazos a patrono y clientes. Estos lazos de clientela fueron traslada-dos a la esfera de política exterior y suponían que, a consecuencia de unos beneficios por parte del patrono, el indígena respectivo individuos o comunidades enteras corres-pondía con la lealtad y fidelidad al patrono y, a través de él, al propio Estado romano.

Los beneficios de un patrono podían cubrir toda una gama de posibilidades, genera-les, como la promulgación de leyes, pacificación entre las tribus, repartos de tierra, de-fensa de los intereses provinciales ante el gobierno romano.... o personales, como la propia concesión de la ciudadanía romana. La consecuencia de todo ello fue la cons-tancia y la lealtad durante generaciones al nombre del patrono y, con él, a sus descen-dientes, como prueba el caso de las clientelas de Pompeyo, con sus repercusiones en la guerra civil.

Las comunidades provinciales: populi y civitates

Es claro que en las relaciones concretas de Roma con los hispanos, aparte de la di-visión en provincias, era necesario recurrir a unidades administrativas menores que fa-cilitaran las tareas de gobierno. Hispania era un conglomerado heterogéneo de forma-ciones políticosociales, unas propiamente indígenas, anteriores a la conquista; otras, creación romana; otras, en fin, si bien autóctonas, dotadas en mayor o menor grado de privilegios políticos o exenciones administrativas. Esta heterogeneidad de estructuras y la propia irregularidad de la conquista actuaron en la persistencia de esta diversidad de núcleos políticosociales y de las instancias de que estos grupos disponían para sus re-laciones con el gobierno romano.

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A lo largo de la República, y aún durante el Imperio, la administración romana, naci-da de la precariedad de medios de que disponía, no suprimió las instituciones indíge-nas a través de las cuales le era posible llevar a cabo su gobierno y las tareas que éste imponía de recaudación de impuestos, levas y control legal. Sin embargo, sí procuró adaptarlas a unos módulos territoriales relativamente uniformes deshaciendo las gran-des coaliciones tribales e incluirlas en un cuadro urbano, para evitar la dispersion Y, con ello, ejercer un control más efectivo sobre las mismas. Esta política no podía dejar de suscitar modificaciones sobre la organización indígena del territorio desde el mismo comienzo de la conquista, que tuvo que experimentar importantes cambios introduci-dos por la administración romana: reducción de territorio, traslado de poblaciones, con-fiscaciones y repartos de tierra...

En el sur y oriente de la península, correspondiente a la España ibérica y con una larga tradición urbana, promovida y ampliada por la influencia de las colonizaciones púnica y griega, la unidad administrativa fue la civitas, sólo impropiamente sinónimo de ciudad, puesto que cada núcleo urbano incluía un territoriunt rústico dependiente, en el que podían integrarse otras unidades menores de concentración humana. Estas civita-tes no eran uniformes de cara a la administración romana: además del mantenimiento de los derechos tradicionales nacionales, que hasta la dominación romana, habían presidido sus relaciones internas si se exceptúan los casos en que este mantenimiento perjudicaba a los intereses romanos, la regulación de las relaciones de Roma con cada comunidad se basaban en las características que había revestido esta sumisión, pro-ducto de un pacto pacífico, de la entrega sin condiciones o de su conquista por la fuer-za de las armas.

Así, las comunidades constituían un mosaico de estatutos, con derechos y obliga-ciones desiguales. Las más privilegiadas, pero también las menos en número, eran las civitales foederatae o aliadas, integradas en el Estado romano corno consecuencia de un pacto, y las liberae, exentas del pago de tributo e independientes en la gestión de sus asuntos interiores, por decisión unilateral romana. La inmensa mayoría, sin embar-go, entraba en la categoría de civitates stipendiariae, es decir, sometidas al pago de un stipendiunt o tributo anual fijo, a la obligación de proporcionar soldados auxiliares y a la renuncia al derecho propio.

En el interior y, especialmente, en la mitad norte peninsular, Roma se encontró con una amplia gama de unidades territoriales, que podían contar con centros urbanos, pe-ro que se enmarcaban en una entidad social de carácter tribal que superaba el concep-to de ciudad. Cuando la dispersión de sus habitantes, aún ajenos al fenómeno urbano, no permitía su conversión en civitates, el gobierno romano las consideró, desde el pun-to de vista administrativo, como populi indiferenciados, pero como unidades territoriales análogas a las civitates. La tendencia fue, sin embargo, la transformación de estos po-puli en civitates, mediante la creación de centros urbanos en su territorio, a lo largo de un lento proceso, que se prolonga durante todo el Imperio y que aún no estaba acaba-do al final del dominio romano en la península.

Las fuerzas de conquista y ocupación

Sobre estas unidades administrativas, como es lógico, además de la acción de los directos responsables del gobierno romano en la península, incidió el elemento huma-

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no romanoitálico, que en su vertiente militar los ejércitos de conquista o civil colonos y traficantes se establecieron, permanente o transitoriamente, en su territorio.

En cuanto al ejército, es obvio que, desde los inicios de la conquista y por las pecu-liaridades de su desarrollo, la península tuvo que soportar la presencia de contingentes militares romanos de apreciable entidad. Las fuerzas militares con que contaba cada pretor provincial ascendían a unos 10.000 hombres, pero, en muchas ocasiones, los contingentes se elevaron muy por encima de esa cifra, como en las guerras celtíbero-lusitanas o durante los conflictos civiles. Estas tropas, que debían cumplir al mismo tiempo funciones estratégicas y de policía, no se mantenían, lógicamente, en un cuar-tel general, dada la enorme extensión del territorio sobre el que tenían que ejercer su supervisión. Pero en los largos períodos de invierno, el ejército se replegaba a regio-nes pacificadas donde pudiera contar con medios de subsistencia.

Sin embargo, no sabemos si la castrametación de estas tropas se realizaba dentro de las ciudades o en campamentos propios, Por las escasas noticias con que conta-mos, al parecer la castrametación se adaptaba a la situación dada. Pero además, du-rante la época del sometimiento, el papel jugado por las guarniciones establecidas por los conquistadores romanos fue muy importante. La imposición de una guarnición era el trato normal para una comunidad recientemente capturada. Ciertas comunidades, por otra parte, permitían la presencia de fuerzas romanas entre sus muros, como pun-tos estratégicos de una zona determinada. Y, finalmente, cuando así parecía aconseja-ble, se establecían fuertes militares permanentes que, en algunos casos, cuando ya habían perdido su primordial función militar, podían dar lugar a núcleos de población. Son los muchos castra, praesidia y castella que encontramos dispersos en la toponir-nia antigua de la península, como Castra Caecilia, junto a Cáceres, Castra Liciniana (cerca de Navalmoral de la Mata) o Castra Aelia.

Si bien las fuerzas de época republicana, como ejército de conquista, no debieron influir de forma excesivamente positiva sobre la población autóctona, tuvieron una con-siderable importancia para el fenómeno de la romanización tema que trataremos en su lugar, cuando se transformaron en un elemento estable, una vez resuelto el servicio militar, por obra de los veteranos que se quedaron como colonos en la península.

La colonización

Ello nos enfrenta al tema de la colonización y fundación de ciudades que, como el del ejército, no nos interesa aquí desde su perspectiva social, sino desde el punto de vista de la función gubernamental y en su vertiente políticoadministrativa.

La colonización, es decir, la creación de centros urbanos de corte romano para un núcleo de población itálica es consecuencia, obviamente, de la presencia y extensión del elemento humano romano en la península como factor dominante de la explotación económica. Las fundaciones coloniales en la Hispania republicana no son muy nume-rosas y conocemos bien las razones que han bloqueado la extensión de la coloniza-ción fuera de la península itálica, explicables en el contexto de la política interior y de los juegos de fuerzas de la nobilitas. El acto personal de fundación de una colonia, con sus repercusiones para la extensión de las clientelas, hizo progresivamente suspicaz a un colectivo aristocrático, que sólo podía fundamentar su poder en la igualitaria medio-cridad de sus componentes, cualquier intento individual de concentración de poder.

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Pero, con todo, y de manera excepcional, las especiales condiciones de servicio del ejército de Hispania hicieron aconsejable la ' fundación de nuevos núcleos, con cierto carácter oficial, aunque sin la solemnidad y los privilegios de las auténticas colonias. Su función principal era la de proveer de tierras a los veteranos, pero, al mismo tiempo, servir de ayuda al mejor control de la región. Estos núcleos, o bien se levantaban sobre ciudades indígenas o, si eran de nueva planta, podían albergar a indígenas escogidos y su fundación obedecía, fundamentalmente, a razones coyunturales. Italica (Santipon-ce), en 206 a.C., es la primera de estas fundaciones, para los soldados heridos del ejército de Escipión tras la batalla de flipa; le siguen Gracchurris y quizá Illiturgi, funda-ciones de Ti. Sempronio Graco, en 178; Carteia (cerca de Algeciras), para los hijos de soldados romanos y mujeres indígenas, que solicitaron del senado un centro donde instalarse; Corduba, fundada en 152 por M. Claudio Marcelo, con ciudadanos romanos e indígenas escogidos; Bruttobriga y Valentia, en 138; Palma y Pollentia, en 123122; Caecilia Metellinum (Medellín), en 8079; Pompaelo, en 71, y, por último, en fecha im-precisa, Ilerda (Lérida) y Munda (Montilla).

La colonización, sin embargo, en su estricto sentido, sólo alcanza una considerable extensión con César, que sentará las bases para su desarrollo en el temprano Imperio. Su política de colonizació9 f?e total, con la persecución de metas políticas, sociales y economicas. César, como popular, retomó el programa de los Gracos, que pretendía restituir al pequeño campesinado tierras que le proporcionaran una base económica suficiente, a través de fundaciones colomae civium Romanorum fuera de Italia. Tras el fracaso de los Gracos, la irregular política de los distintos caudillos había tendido a limi-tar los beneficios de la política agraria a sus soldados, apoyándose en su propia fuerza militar. César, con la creación de colonias para sus veteranos, tuvo en cuenta también a los muchos elementos civiles, que, hacinados en Roma como Lumpenproletariat, da-ban una desastrosa imagen de la incapacidad del gobierno senatorial para frenar la crisis social. Para este programa, las dos Hispanias ofrecían condiciones óptimas: férti-les tierras, fácil comunicación con Italia, vieja tradición colonizadora, y lo que no deja de ser importante la guerra civil había tenido en una de ellas, la Ulterior, uno de sus principales escenarios, con lo que era más necesaria y, al propio tiempo, más fácil, una reorganización de las tierras, ya que la mayoría de las ciudades habían tomado partido contra César. Entre las fundaciones cesarianas hay que mencionar a Urso (Osuna), Hispalis (Sevilla), Hasta Regiae (cerca de Jerez), Itucci (Baena) y Ucubi (Espejo), en el valle del Guadalquivir; Norba (Cáceres), Metellinum (Medellín) y Scallabis (Santarem), en los límites occidentales de la Ulterior, y el otorgamiento del estatuto de colonia a Carthago Nova, Tarraco y Celsa (cerca de Velilla del Ebro), en la Citerior.

PERIODO ALTO IMPERIAL

Si el asesinato de César, en 44, interrumpió el ambicioso programa, su heredero po-lítico, Augusto, lo retomaría, ainpliándo lo y sistematizándolo, en el conjunto de la obra política del nuevo régimen instaurado por él, el Imperio.

Una vez dueño absoluto de los resortes del Estado, tras largos años de guerra civil, Augusto basó su programa político en un escrupuloso respeto hacia la antigua constitu-ción republicana ' pero con la inclusión de un elemento revolucionario: su pro pia posición preeminente, como suprema instancia política, y la del ejército, con cuyo concurso había escalado el poder.

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La organización provincial de Augusto

De acuerdo con ello y por lo que respecta al Imperio, Augusto mantuvo la antigua organización provincial, pero desde ahora el emperador tendría un peso decisivo en su control y en la organización de las correspondientes tareas administrativas. Este Imperio, sin embargo, no era unitario, ni en su estructura económica, ni social, ni en su nivel cultu-ral. Era preciso, pues, como tarea previa, sistematizar los ámbitos provinciales bajo pre-supuestos de homogeneización, destruir las bolsas no sometidas dentro de los mismos y marcar las acciones de competencia de los órganos encargados de administrarlos. Pero, sobre todo y teniendo en cuenta la precariedad y limitaciones del gobierno central, al tiempo que se dejó subsistir las constituciones tradicionales de las comunidades someti-das, se procuró fomentar el desarrollo de su ordenamiento ciudadano según esquemas romanos, para lograr la deseada uniformidad de las células administradas. Por consi-guiente, el análisis de la organización provincial de Augusto debe tener en cuenta dos ver-tientes: por un lado, la propia administración central que, como en el período republicano, trata de mantener, mediante los correspondientes magistrados y funcionarios, las provin-cias bajo la esfera de la dominación romana y, por otro, el desarrollo progresivo del orde-namiento ciudadano de tipo romano en cada provincia, sus diferentes escalones jurídicos y las instituciones peculiares municipales, células básicas en la propia estructura del Im-perio.

La innovación más importante de la reorganización provin

cial de Augusto fue el conocido reparto de provincias entre emperador y senado que se llevó a cabo en 27 a.C.: las provincias pacificadas definitivamente y con un avanzado es-tadio de romanización, que tornaba innecesaria la presencia de un ejército, siguieron siendo gobernadas, bajo los principios de época republicana, por promagistrados anuales elegidos por el senado; de ahí el nombre de senatoriales.

El resto, por la presencia en su territorio de fuerzas militares permanentes, fueron remi-tidas a la administración directa del emperador, que gobernaría estas provincias imperia-les por intermedio de legados de su confianza. En ambos casos, los goberhadores proce-dían, salvo raras excepciones, del orden senatorial, pero, aparte del sistema de nombra-miento, la principal diferencia estaba en la presencia regular y estable de un ejército en las segundas. En todo caso, la división apenas afectaba, de modo formal, a la auténtica fuente unitaria de poder, el emperador, que, con una serie de recursos, podía intervenir también en la administración de las provincias senatoriales.

La nueva división provincial de Hispania

En el caso de Hispania, la antigua división provincial en dos circunscripciones, Citerior y Ulterior, era a finales de la República manifiestamente artificial e inadecuada, en espe-cial, por lo que respecta a la segunda. En efecto, frente a los territorios meridionales de la provincia, profundamente romanizados, el oeste sólo muy recientemente había comenza-do un elemental proceso de urbanización, tras su conquista pocos años antes. Por ello, Augusto dividió la antigua Ulterior en dos provincias distintas, con el río Guadiana como límite común de ambas: al sur del río, la Baetica; al norte, la Lusitania. Mientras la Baetica quedó adscrita, como provincia pacificada, al senado, Augusto se reservó la administra-ción de Lusitania y de la antigua provincia repliblicana de la Citerior, donde recientemente

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habían sido anexionados los últimos territorios peninsulares aún independientes, tras la guerra contra cántabros y astures.

Tradicionalmente se fecha esta división en el propio año, 27 a.C., aunque es más segu-ro que se llevara a cabo unos años más tarde, entre el 16 y el 13 a.C. Todavía, entre el 7 y el 2 a.C., volvieron a remodelarse los límites provinciales, con una ampliación de la Cite-rior a expensas de las otras dos provincias. Según la nueva delimitación, todo el territorio al norte del Duero pasó a engrosar la Citerior, así como la región del saltus Castulonensis y las llanuras entre el alto Guadalquivir y el Mediterráneo. Obraron en ello, sin duda, inte-reses tanto militares la conveniencia de concentrar bajo el mando de un solo gobernador aqueHas regiones más susceptibles de intervención militar, como económicas, puesto que todos estos territorios eran importantes distritos mineros. Así quedaba definitivamente fijada la organización provincia¡ de ffispania durante los dos primeros siglos del Imperio.

El gobierno provincial

La Hispania Citerior, como provincia imperial estaba confiada a un legatus Augusti pro-praetore, con sede en Tarraco, magistrado dotado de imperium, es decir, de mando militar sobre las fuerzas estacionadas en la provincia, pero, al propio tiempo, mandatario del emperador, dependiente de su voluntad en el ejercicio del cargo y en el relevo del mismo. Entre las funciones administrativas del gobernador estaba la construcción o reparación de obras públicas, la supervisión sobre las ciudades y su consejo municipal, administración de los bienes recaudados en la provincia, salvaguardia del orden público, mantenimiento del servicio postal (cursus publicus) y elaboración del.censo, entre otras.

El gobernador tenía también funciones judiciales, pero la extensión enorme del territo-rio de la provincia aconsejó subordinarle un legatus iuridicus, de orden senatorial, para servirle de ayuda en las cuestiones jurisdiccionales. Del gobernador dependían también los legati legionis, es decir, los comandantes de las unidades legionarias estacionadas en la provincia. El resto de las funciones administrativas y, sobre todo, las financieras, eran

cumplidas por procuratores, funcionarios imperiales del ordel ecuestre, responsables di-rectamente ante el emperador. Almás, el gobernador contaba con un equipo, officium, de perw nal subalterno y jerarquizado, para cumplir las tareas de J; administración.

La provincia Lusitania, con capital en Emerita Augusta

rida), por su carácter también imperial, estaba encomenda<bi otro legatus Augusti pro-praetore, aunque de menor rango, da& su menor extensión e importancia. Por lo demás, sus funcio0 administrativas y judiciales eran. las mismas que las del gober* dor de la Cite-rior.

Finalmente, la Baetica, como provincia senatorial, estaba

bernada por un procónsul, magistrado que se elegía con caráco anual. Sus funciones, administrativas y judiciales, eran semej* tes a las de los gobernadores imperiales y para su cumplimielo contaba con el concurso de otros dos magistrados a él subo* nados, el legatus proconsulis y el quaestor, el primero, delegio del procánsul en funciones judicia-les, y el segundo, responsa* de la provincia en materia financiera, aunque sus competen-do en este ámbito se vieron progresivamente restringidas por la cr ciente importancia del fisco imperial.

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Una innovación imperial fue la constitución de concilú 0 asambleas provinciales, que, aunque nacieron con una finalidi esencialmente religiosa el culto al emperador y su fami-lia, desarrollaron un importante papel político. En las asambleasotaban representadas to-das las ciudades de la provincia, por r dio de diputados elegidos por ellas. Las reuniones eran anuab y se celebraban en la capital de la provincia, presididas por1i máxima autori-dad del culto imperial, el flamen provincial. Apr te de las tareas de carácter religioso elec-ción de flamines, cr cesión de honores a personajes eminentes, administración del% fon-dos enviados por las ciudades para sostener sus gastosJ% concilia se convirtieron en un órgano de control de los gobem dores provinciales, puesto que podían elevar al empera-dor qr jas sobre su eventual mala gestión, y en un elemento de coÍr sión interna, ya que las convocatorias anuales eran un exceleo medio para estrechar lazos de amistad y coo-peración entre¡% distintas comunidades.

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La defensa de Hispania

Desde Augusto, el ejército cumple esencialmente un papel de cobertura, estacionado en acuartelamientos estables y permanentes a lo largo de las fronteras del Imperio, de las que Hispania estaba muy alejada. Pero, tras el sometimiento de cántabros y astures, no pareció conveniente retirar parte de las fuerzas que habían intervenido en la conquista. En una región al margen de las corrientes urbanas mediterráneas, donde era desconoci-do el fenómeno urbano, la administración romana apenas podía contar con el suficiente apoyo para cumplir sus tareas, entre las que destacaba por su importancia la explotación de riquísimas minas de oro.

No es extraño, pues, que se confiara al ejército no sólo las tareas de vigilancia y super-visión del espacio recién conquistado, sino también las de implantación de una infraes-tructura básica para el posterior desarrollo de la administración con las que pudiera lle-varse a cabo una explotación pacífica de sus recursos. Esta doble función, que ya es sin-gular en el conjunto de las fuerzas militares del Imperio sin excepción establecidas en el limes renanodanubiano y en las provincias fronterizas de Siria, Egipto y Africa, fue confia-da por Augusto a tres legiones, establecidas en las regiones del Noroeste, con el apoyo de varias unidades auxiliares.

En el sector cantábrico fue asentada la legio IV Macedonica, con la misión de vigilar desde los alrededores de Reinosa las faldas meridionales de la cordillera cantábrica y el eje de comunicación entre la Meseta y la costa, a lo largo del valle del Pisuerga. Tropas auxiliares, dependientes de ella, se desplegaban en puntos estratégicos hasta los Piri-neos, aunque, desgraciadamente, no conocemos sus nombres. Las otras dos legiones fueron asignadas a la zona galaicostur: eran la VI Victrix y la X Gemina, acuarteladas, po-siblemente juntas, en el valle del Vidriales, al oeste de Benavente, con misión de vigilan-cia sobre la zona montuosa interior, donde se asentaban las minas de oro del Bierzo. Las tropas auxiliares que completaban este segundo ejército, entre las que podemos indivi-dualizar los nombres de las alas II Gallorum, II Thracum y II Tautorum, y las cohortes IV Gallo

rum y IV Thracum, se dispersaban a lo largo del triángulo de comunicación de los centros urbanos de administración creados por los romanos, Lucus (Lugo), Bracara <Braga) y As-turica (Astorga).

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Así pues, todos los efectivos regulares del ejército hispánico se concentraban en la Ci-terior, a las órdenes del gobernador, por intermedio de los legati legionis, los comandan-tes de las respectivas legiones. Sin embargo, las necesidades estratégicas del Iniperio obligaron a una reducción de este ejército, del que, en el 39, fue detraída la legión IV Ála-cedonica. Un cuarto de siglo después, en el 63, también abandonó la península la legión VI Victrix. Tras la guerra civil desencadenada con la muerte de Nerón, el nuevo empera-dor Vespasiano asentó en la península, en el año 74, la legio VII Gemina, establecida en un campamento que daría lugar a la ciudad de León.

A partir de esta fecha, la legión VII Gemina constituirá el único cuerpo legionario del ejército peninsular hasta la caída del Imperio, completado con una serie de tropas auxilia-res, un ala de caballería, la II Flavia Hispanorum civium Romanorum, y cuatro cohortes de infantería, la I Gallica, la II Gallica, la I Celfiberorum y la III Lucensium, en total, unos 7.000 hombres. Además de una función protectora y técnica de las minas del Noroes*te, los soldados del ejército hispánico eran empleados para tareas de la administración por los gobernadores residentes en Tarraco y Emerita. Participaron también en la represión del bandolerismo en distintos puntos de la península, e incluso algunos destacamentos o vexillationes fueron enviados temporalmente para reforzar ejércitos eWapeninsulares, es-pecialmente en Africa.

Conocemos mal la defensa de la Baetica, provincia inermis, es decir, sin un ejército re-gular. Las necesarias funciones de policía, al parecer estaban encomendadas a las ciu-dades, que debían proveer al reclutamiento y mantenimiento de milicias, cuya organiza-ción no sobrepasaba el ámbito provincial.

Las subdivisiones provinciales: los conventos jurídicos

La excesiva extensión de las circunscripciones provinciales para una eficaz administra-ción condujo a la creación de unidades más reducidas para necesidades especiales de gobierno, sobre todo, la administración de justicia. Ya desde época republicana, los go-bernadores provinciales reunían en determinados lugares y días a la población bajo su jurisdicción para impartir justicia. Estas reuniones o conventus (de convenire, acudir a un lugar) quedaron regularmente Instituidas en determinadas ciudades dentro de la corres-pondiente provincia, a donde debían acudir los habitantes de la región circundante. Tras la institucionalización de estas reuniones, se terminó por fijar los límites correspondientes a cada distrito y considerar como capital de ellos la ciudad que había venido sirviendo de marco a estas reuniones. El término conventus pasó a designar cada uno de estos distri-tos, con su correspondiente lugar de reunión o capital conventual, precisado con el térmi-no iuridicus para subrayar su carácter de ámbito de administración de justicia. En estas subdivisiones jurídicas se tuvieron generalmente en cuenta las unidades geográficas re-gionales, eligiéndose como capitales las ciudades que constituían polos de atracción para cada una de las regiones.

Conocemos por Plinio el cuadro general de los conventos jurídicos peninsulares, que se remontan a comienzos M Imperio, así como las comunidades civitates y populi que los integraban, lo que ha permitido trazar, al menos, sus límites aproximados. La Citerior es-taba dividida en siete conventus, que tomaban sus nombres de la capital correspondiente: Tarraco, Carthago nova, Caesaraugusta (Zaragoza), Clunia (Coruña M Conde), Asturica, Bracara y Lucus; la Lusitania contaba con tres, con capitales en Emerita Augusta, Scalla-

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bis (Santarem) y Pax Iulia (Beja), y la Bética, con cuatro, cuyos centros eran Hispalis (Se-villa), Astigi (Ecija), Corduba y Gades (Cádiz).

En estas capitales, el gobernador correspondiente impartía justicia de forma periódica, pero los conventos jurídicos no tuvieron simplemente este papel de impartición más có-moda de la justicia romana. La capital M conventus ejercía una gran fuerza

de atracción sobre los habitantes de la región correspondiente, convirtiéndose en centro de relaciones sociales y de negocios. El conventus, a media distancia entre la provincia y la civitas, las dos realidades administrativas esenciales romanas, tenía una existencia propia como resultado de la constancia de estas relaciones judiciales, sociales y econó-micas, pero también religiosas, puesto que el gobierno romano favoreció y promocionó, en el cuadro de los conventus, el culto imperial, con asambleas conventuales a semejan-za de las provinciales.

La administración local: colonias, municipios y civitates

Hay que distinguir claramente entre urbanización, o política de creación y fomento del marco material en el que es posible desarrollar una cultura ciudadana, y municipalización, u otorgamiento a los ciudadanos de una comunidad urbana determinada de privilegios jurídicos semejantes a los que disfrutaba el pueblo dominador. En persecución de una po-lítica, que tenía sus raíces en la República, a lo largo del Imperio se fomentó en las pro-vincias de Hispania el desarrollo de centros urbanos en aquellos territorios que aún no habían superado la primitiVa organización tribal. Esta política no se debía tanto a impul-sos culturales, como a auténticas necesidades políticas, ya que el fenómeno urbano debi-litaba los fuertes lazos sociales de los grupos étnicotribales ante el sentimiento de perte-nencia a una comunidad en la que se insertaban otros individuos y grupos. Pero, por en-cima de esta transformación de populi en civitates, se produjo a partir de la iniciativa em-prendida por César, sistematizada por Augusto y desarrollada por emperadores sucesivos una extensión de los privilegios jurídicos que gozaban las ciudades italianas a un número creciente de comunidades urbanas peninsulares.

Si hacemos excepción de las colonias romanas, cuyos integrantes ya gozaban en el momento de la fundación de los privilegios de ciudadano romano, la creación de munici-pios suponía la aceptación, en este cuerpo privilegiado superior, de indígenas, hasta en-tonces súbditos y, por tanto, sin derechos jurídicos. Los

municipios romanos son, pues, antiguas ciudades indígenas cuyos habitantes, peregrini o súbditos ajenos al derecho romano, eran honrados colectivamente con el derecho de ciu-dadanía. La obtención de este privilegio requería una serie de condiciones previas, no só-lo en cuanto al grado de romanización de sus habitantes, sino, sobre todo, por lo que res-pecta a los motivos que justificaban el otorgamiento, por servicios políticos y económicos al Estado romano, y significaban la renuncia a fórmulas administrativas propias y la acep-tación de las instituciones inherentes a su nueva categoría, reguladas por ley.

Todavía, entre estas colonias y municipios de ciudadanos romanos y las comunidades indígenas urbanas o tribales sin privilegios civitates y populi se intercalaban los munici-pios de derecho latino, en los que los derechos de ciudadanía romana se restringían a aquellos de sus habitantes que hubieran cumplido durante un año una magistratura muni-cipal, privilegio que era extendido a sus parientes. Se trataba, sin duda, de un excelente

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medio político de atracción de las oligarquías locales, interesándolas en el cumplimiento de los onerosos deberes que entrañaba la aceptación de los cargos.

Plinio nos ofrece un cuadro de la distribución de las comunidades hispanas, con sus correspondientes estatutos jurídicos, en el tercer cuarto del siglo I. La Bética estaba divi-dida en 175 civitates, de las que nueve eran colonias, ocho municipios de derecho roma-no, 29 municipios latinos, tres federadas, seis libres y las 120 restantes, estipendiarias. La Lusitania contaba con 46 civitates: cinco colonias, cuatro municipios y 37 estipendiarias. En la Citerior, de las 293 comunidades, 114 eran aún populi, en su mayoría ubicados en las regiones occidentales, las últimas incorporadas al Imperio; 12 colonias, 13 municipios romanos, 18 latinos y 135 civitates estipendiarias constituían el grupo de las consideradas como civitates.

El ordenamiento municipal de tipo romano

Un rasgo peculiar del Imperio consistió en extender fuera de Italia el ordenamiento mu-nicipal, aplicándolo a las comunidades

provinciales. A partir de la legislación emprendida por César, las ciudades provinciales con derecho privilegiado colonias y municipios de derecho romano y latino fueron acer-cándose en sus instituciones, hasta el punto de poder ser consideradas en común. Cono-cemos bastante bien el mecanismo de estas instituciones, sobre todo, gracias a la exis-tencia de varios grandes fragmentos de ordenanzas procedentes de las ciudades hispa-nas de Osuna, Salpensa, Málaga y, muy recientemente, Irci. La ley de Osuna, lex Urso-nensis, es la más antigua, seguramente fechable aún en vida de César; las restantes, de época de Domiciano, como consecuencia de la aplicación del üis La¡¡¡, el derecho latino, a las ciudades hispanas por Vespasiano. Estas ordenanzas, en la forma de leges datae, es decir, promulgadas por el emperador con carácter permanente, reunían las disposicio-nes legales por las que debía reglamentarse la organización de la correspondiente comu-nidad. Sus textos, comparados entre sí y con otros de leyes municipales itálicas, permiten comprobar la gran semejanza y, en ocasiones, identidad de sus apartados, lo que autori-za a considerar uniforme, por tanto, el régimen, municipal de todo el Imperio y a tratar las instituciones municipales de la Hispania imperial en conjunto.

La organización política del Imperio romano debía apoyarse, dada la debilidad de la administración central, en las coMunidades urbanas, por lo que un interés elemental y constante del Poder imperial se cifró en mantener la vigencia y función de estas comuni-dades como entes administrativos autónomos. Ciudad y territorio rústico anejo son los núcleos fundamentales de una administración que renunció a un aparato administrativo burocrático centralista, sin duda, costoso y poco eficaz, si tenemos en cuenta la extensión del Imperio, por otro más barato y más fácil de aplicar, basado en estas instituciones es-paciales autónomas. Naturalmente, esta autonomía tenía unos límites de seguridad para el poder central romano, que se conseguía con la atracción y lealtad política de las élites locales.

Así, si la tarea de las comunidades urbanas del Imperio era la de soportar, en un marco estandarizado romano, un conjunto de funciones políticas y sociales, con responsabilidad propia, era la clase alta la que echaba sobre sus hombros la garantía de su

funcionamiento. Porque, a imagen de¡ gobierno central, tampoco las comunidades urba-nas del Imperio, las civitates, tenían un aparato burocrático administrativo. La gestión pú-

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blica de la ciudad estaba en manos de unos cuantos cuatro o seisportadores de la, magis-tratura, con carácter anual y gratuito, y un consejo municipal vitalicio, también honorífico, el ordo decurionum.

En consecuencia, sólo los ciudadanos acomodados, con mucho tiempo libre y una cua-lificación económica determinada, el censo, podían aceptar estos puestos dirigentes co-munales. Pero el precio que estas élites municipales debían pagar por mantener su pres-tigio y poder social iba todavía más allá de dedicar su tiempo al servicio de la comunidad, porque una de las bases autonómicas de las ciudades romanas era la económica, consi-derada independiente de cualquier medio financiero proporcionado por el estado central. Si tenemos en cuenta, por su parte, que los medios económicos propios del municipio tie-rras comunales e impuestos sólo podían a lo sumo cubrir una parte de las muchas ne-cesidades materiales y personales que requería el funcionamiento comunal, es evidente que dependían para su existencia de los servicios y prestaciones munera de sus ciuda-danos, que, según, sus posibilidades.económicas, facultades personales y categoría so-cial, debían contribuir a sostener la gestión municipal.

Pero era, sobre todo, de las élites, calificadas como clase política, el ordo decurionum, de quienes la comunidad esperaba no sólo aportaciones privadas para la financiación de una activa vida comunal fiestas y juegos y para las necesidades elementales de funcio-namiento abastecimiento de artículos de primera necesidad y suministro de agua, sino también liberalidades extraordinarias en la forma de repartos de dinero, fundaciones y re-galos. Si se puede dudar del Patriotismo de. las élites locales es, en cambio, cierto que existe una pugna interna, por prestigio social y, con ello, poder político,.que empuja a es-tas familias ricas a cumplir estos servicios para el bienestar de la comunidad. La historia de los municipios en las provincias del Imperio romano está así ligada a la historia de sus élites locales: su prosperidad significa el bienestar de la ciudad; sus dificultades eco

nómicas, la decadencia de la vida comunal; su desaparición, en las cambiantes condicio-nes de las postrimerías de la Antigüedad, la ruina del municipio y su sustitución por otras formas de vida social, con las que se abre la Edad Media.

Los órganos municipales

El municipio es, sobre todo, un concepto político, pero también un ente jurídico, como colectividad de ciudadanos con leyes propias, patrimonio específico y derecho de elegir magistrados, exigir tributos y administrar bienes propios.

Desde el punto de vista del marco material, la circunscripción territorial comprendía, además de la ciudad propiamente dicha (oppidum), una zona circundante, el territorium rural, cuyos habitantes, reunidos en comunidades pequeñas (pagi, vici, castella, villae), no tenían administración propia, agregados a la ciudad y dependientes de ella. Desde el pun-to de vista constitucional, los elementos integrantes de la ciudad eran el pueblo, los ma-gistrados y el senado.

No toda la comunidad formaba parte del pueblo en estricto sentido político, puesto que, con los ciudadanos de pleno derecho, los cives, estaban los simples residentes o incolae. Para ser considerado cives o municeps de una comunidad eran precisos los requisitos de nacionalidad (origo) y de residencia (domicilium). En contraposición a los ciudadanos, los incolae eran aquellos individuos libres que habían elegido como domicilio o residencia permanente una comunidad distinta de la de su nacimiento, sin perder por ello los dere-

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chos de ciudadanía de su patria de origen. Ambos, cives e incolae, estaban obligados en la misma forma a la aceptación de las cargas comunales, munera, aunque la investidura de las magistraturas u honores sólo correspondía a los ciudadanos.

El principio romano de la participación de los ciudadanos en el ejercicio de los dere-chos públicos se aplicaba en él municipio a través de los comicios para votación de leyes, juicios públicos y comicios electorales para el nombramiento de las magistraturas ciuda-danas. Para participar en esta vida municipal, la comu

nidad ciudadana, populus, estaba dividida en varios cuerpos subordinados, que formaban las unidades votantes.

La administración autónoma ciudadarka suponía la disposición de unos magistrados, medios y responsabilidad propios en el marco de la ley municipal. En la cúspide de cada comunidad ciudadana aparecen regularmente cuatro magistrados en dos colegios, los duumviri iure dicundo y los duumviri aediles, en muchas ocasiones reunidos en un solo colegio de quaituorviri, a los que circunstancialmente se añaden dos quaestores.

El presupuesto jurídico para la candidatura a una magistratura municipal era la pose-sión del ius honorum, que incluía como principales requisitos el nacimiento libre, el co-rrespondiente derecho de ciudadanía, posesión de capacidad jurídica y de todos los de-rechos ciudadanos, una cualificación económica determinada y una edad mínima, fijada en la ley para cada magistratura concreta, ya que el conjunto de las mismas constituía una auténtica carrera, que había de escalar grado por grado.

En su calidad de representantes del populus, del que personificaban su maiestas o so-beranía, los magistrados tenían una serie de derechos y privilegios honoríficos, pero, sin duda, el principal, en el caso de las comunidades de derecho latino, era el otorgamiento, a la terminación del cargo, de la ciudadanía romana, con sus padres, esposa e hijos.

El más alto ¡ango entre los magistrados municipales correspondía a los duumviyi iure dicundo, que tenían el derecho y obligación de desarrollar, con la curia municipal y los otros magiltrados, la administración de todos los asuntos municipales, así como represen-tar a la comunidad en el interior y en el exterior. En cuanto a los aediles debían resolver, sobre todo, tres tareas o curae: urbis, annonae y ludorum. Objeto de la primera era la po-lítica de la ciudad y la seguridad pública; la cura annonae, por su parte, abarcaba el apro-visionamiento y vigilancia general sobre el mercado, y la cura ludorum suponía la disposi-ción y regulación de los juegos públicos. Por último, los quaestores eran los magistrados encargados específicamente de la caja municipal, en la que actuaban como tesoreros.

La tercera institución fundamental del municipio era el ordo decurionum, la asamblea de los antiguos magistrados de la ciu

dad, que incluía a todos los ciudadanos que, por fortuna y prestigio, tenían una función directiva política y social en la comUnidad. Normalmente constaba de unos cien miem-bros, que formaban el consejo municipal. Como tal consejo, el ordo estaba encargado de ocuparse de todas las cuestiones importantes de interés general concernientes a la admi-nistración de la ciudad, la gestión de los capitales, trabajos públicos y tributos, ceremo-nias y sacrificios, fiestas y juegos anuales, otorgamiento de honores y privilegios.

Las comunidades indígenas sin derecho privilegiado

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Sobre las instituciones de las ciudades sin derecho privilegiado en Hispania tenemos mucha menos información. Realmente, constituyen un mosaico donde caben tipos muy variados de organización. En aquellos grupos sociales en contacto con la vida municipal de tipo romano, la atracción que ésta ejercía condujo a una mimetización institucional por parte indígena. Pero en las regiones donde la municipalización estuvo poco extendida pervivieron con increíble tenacidad las instituciones heredadas de época prerromana para saltar las fronteras temporales del Imperio y renacer con nuevo impulso tras la desapari-ción del poder romano. En conjunto puede decirse que, si bien no con una organización municipal de tipo romano, la concentración en núcleos urbanos se produjo a lo largo de los dos primeros siglos del Imperio en la mitad oriental de la península, en la costa medi-terránea y en el valle del Ebro, extendiéndose progresivamente por la Meseta. En cambio, en el norte y noroeste, aparte de unos pocos centrosurbanos aislados, necesarios para la administración y sede de los magistrados romanos, la organización políticosocial siguió siendo en gran parte de corte tribal. Las comunidades podían abarcar una extensa gama de unidades suprafamiliares, insertas en grupos cada vez mayores, que en las fuentes romanas se conocen con los nombres de tribus, populi, gentes, gentilitates y centuriae. Estas comunidades tendieron a lo largo del Imperio, por imposición romana o por influen-cia de la municipalización, a agruparse en núcleos urbanos, las civi.,,,ates.

Como hemos visto, Plinio todavía menciona 114 populi en la Citerior. A mitad M siglo ii, Ptolomeo, en su descripción de Hispania, sólo conoce ya civitates. Las civitates podían ser capaces de actuaciones de valor jurídico, tales como hacer pactos de hospitalidad, ofrendas o votos, y de designar magistrados.

El patronato altoimperial

La institución M patronato siguió perviviendo en época imperial, aunque con ciertas modificaciones. Si bien desapareció el patronato provincial, ya que el emperador era con-siderado el supremo benefactor de todos los súbditos M Imperio, se mantuvo e incluso experimentó un fuerte desarrollo el patronato sobre comunidades ciudadanas. En el caso de ciudades de derecho privilegiado colonias y municipios la institución estaba regulada por ley. El título de patronus municipal era de carácter honorífico y se solía conceder a personajes que se habían distinguido por sus liberalidades para con la ciudad o que, por sus relaciones políticas y sociales, podían apoyarla y defender sus intereses en las altas esferas. Las civitates sin derecho privilegiado podían ligar también relaciones con perso-najes influyentes, que perduraban durante generaciones, a través de los llamados pactos de hospitalidad, firmados entre el benefactor, el hospes, y los magistrados o jefes indíge-nas de la correspondiente comunidad, a la que integraba en su clientela. Tenemos en Hispania un buen número de documentos que atestiguan estos convenios de hospitalidad y patronato, prueba de su extensión y de su vitalidad.

La evolución políticoadministrativa de Hispanía en el Alto Imperio

Las provincias de Hispania son durante el Imperio, salvo escasos acontecimientos, or-ganismos sin historia, ya que, una vez finalizada la conquista, la península quedó integra-da en las estructuras generales del Estado romano, como parte de su sistema. Lainoti-cias, anecdóticas que, de tiempo en tiempo, se refle

ren en particular a Hispania, o los acontecimientos políticos y de carácter administrativo que directamente la afectaron, no son suficientes para trazar un desarrollo histórico inde-

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pendiente del contexto general del propio Imperio. De todos modos, la evolución del sis-tema lógicamente afectó también a la península, en ocasiones, con peculiaridades pro-pias, que requieren una atención particular.

Durante el gobierno de los sucesores inmediatos de Augusto, la llamada dinastía julio-claudia, ningún acontecimiento digno de mención tuvo como escenario la Península Ibéri-ca. En los cauces establecidos por el propio Augusto, continuó desarrollándps~ la admi-nistración con una progresiva integración de las provincias hispanas en el sistema roma-no. Esta integración se manifestó fundamentalmente en la transformación de muchos po-puli en civitates, abiertas así a la organización municipal, y en el reclutamiento de un nú-mero cada vez mayor de ciudadanos romanos hispanos en los cuerpos legionarios del ejército romano, en detrimento de los itálicos, que hasta entonces habían nutrido casi en exclusiva sus filas. La promoción social que este expediente significaba vino a completar-se con la utilización de la península, como fuente de leva, de un gran número de cuerpos auxiliares, constituidos por soldados peregrini (no ciudadanos), extraídos en bloque de las regiones peninsulares menos integradas en el proceso romanizador, el norte y el noroes-te. Conocemos un gran número de alas y cohortes de nombre étnico hispanoastures, ga-laicos, cántabros, vascones, lusitanos... establecidas en diversas fronteras del Imperio, cuyos componentes recibían, al finalizar su servicio, el derecho de ciudadanía romana.

Esta importante cantera militar jugó, sin duda, un importante papel en las conmociones que dieron al traste, en el año 68, con la dinastía, tras el derrocamiento de su último re-presentante, el emperador Nerón. El gobernador de la Citerior, Galba, se rebeló al frente del ejército hispánico, reforzado con nuevas levas en la provincia, y arrastró en la aventu-ra al gobernador de la vecina Lusitania, Otón. Ambos se sucederían de forma efímera en el trono imperial, con un tercer pretendiente, Vitelio, antes de que el general Vespasiano lograra finalmente el poder, fundando una nueva dinastía, la Flavia.

La subida al trono de Vespasiano significó una reordenación del Imperio, que afectó de forma particular a Hispania: en primer lugar, por lo que respecta al ejército de ocupación. Se llevó a cabo una parcial desmilitarización e Hispania recibió, como única tropa legiona-ria, a la legión VII Gemina , creada unos años antes por Galba, una vez regenerados sus efectivos, diezmados durante la guerra civil del 68. La legión fue acuartelada de forma es-table en la zona que, desde comienzos del Imperio, había constituido el centro estratégico primordial de la península, la región astur. El campamento daría origen a la ciudad de Le-ón. Una media docena de cuerpos auxiliares completaban el nuevo ejército, que se man-tendrá, sin apenas cambios, hasta el final de lá Antigüedad.

Más importancia tendría para la transformación administrativa de Hispania y su inte-gración en las estructuras romanas, el edicto de latinidad promulgado por Vespasiano, que suponía el reordenamiento jurídico de las poblaciones hispanas. Conocemos por Pli-nio la decisión, según la cual el emperador Vespasiano Augusto, cuando se vio lanzado a las procelosas luchas de la república, otorgó la latinidad a toda Hispania. La concesión del derecho latino (ius Latii) suponía la posibilidad de que todas las comunidades urbanas peninsulares pudieran organizarse como municipios latinos, que, como hemos visto, in-cluían la concesión de la ciudadanía romana para quienes hubieran ejercido un cargo municipal. Como consecuencia del decreto, un gran número de ciudades hispanas se es-tima que alrededor del 350, con una infraestructura urbana e incipientes formas de orga-nización administrativa, vieron abiertas las puertas a su definitiva organización como mu-nicipios, que fue cumpliéndose a lo largo de la dinastía, bajo el gobierno de los hijos de Vespasiano, Tito y Domiciano. Espléndidos testimonios de este proceso son las mencio-

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nadas tablas de bronce de Málaga, Salpensa e Irni, que recogen la legislación por la que, de acuerdo con su nuevo carácter, habrían de regir sus instituciones los nuevos munici-pios. El título de municipium Flavium que llevan numerosas ciudades de Hispania prueba la extensión de la concesión, que alcanzó incluso a comunidades del noroeste peninsular, abiertas así a su integración en el sistema administrativo romano.

El proceso de promoción políticoadministrativa, comenzado por Augusto y sus suceso-res y fomentado por los Flavios, se tradujo, desde finales del siglo I, en la creciente impor-tancia de las élites hispanas, que accedieron a puestos de responsabilidad en la adminis-tración central. Se ha llegado incluso a hablar para el siglo II de un clan hispano, consti-tuido por senadores peninsulares, que controlan los órganos políticos y administrativos del Imperio y que explicarían la subida al trono de los emperadores Trajano y Adriano, oriundos de Hispania. Así, la dinastía de los Antoninos que, desde finales del siglo i, su-cede a la Flavia, contempla la decisiva influencia de la oligarquía hispana en el marco de un sistema administrativo, caracterizado por la estabilidad, donde se integran también las provincias hispanas.

Esta estabilidad, traducida en una era de paz, bienestar y desarrollo económico dentro de las fronteras del Imperio, que se extiende a la mayor parte del siglo II, no dejaba de incluir ciertos gérmenes de descomposición, preludio de la mal conocida y peor interpre-tada crisis del siglo III, una larga época de conmociones políticas y de transformaciones sociales y económicas que dará origen a la nueva sistematización del Bajo Imperio.

Sería dificil resumir en unas líneas las causas y los síntomas, de estas transformacio-nes, en las que incidieron tanto agentes externos la múltiple presión sobre las fronteras del Imperio de pueblos exteriores, que obligó a un esfuerzo militar constante y despropor-cionado para las posibilidades de defensa, como internos, entre ellos, el estancamiento del sistema económico y la ruptura del equilibrio político y social, no en pequeña medida mediatizado por las crecientes necesidades del Estado para acudir a contrarrestar el peli-gro exterior.

Hispania, lógicamente, no podía escapar a este proceso, cuyos primeros síntomas se hicieron presentes en los reinados de los últimos Antoninos, Marco Aurelio (161180) y Cómodo (180192). En dos ocasiones, durante el gobierno del primero, en 171 y en 177178, bandas de tribus africanas, los mauri, lle7 varon a cabo incursiones, que tuvieron como escenario las tierras de la Bética, contra las que hubo que movilizar a la legión VII Gemina. No conocemos el alcance y consecuencias de las razzias africanas, en las que la propia Italica fue sometida a ase

dio, mientras independientemente el gobierno tenía que hacer frente a disturbios intemos en la Lusitania. Estos disturbios se vieron incrementados en época de Cómodo por la ac-ción de bandas de desclasados desertores de la milicia, campesinos y esclavos, reunidas en tomo de un exsoldado fugitivo llamado Materno, que durante unos años llevaron a ca-bo acciones depredadoras sobre ciudades y aldeas de Italia, la Galia e Hispania, antes de ser disueltas por un ejército regular romano.

La crisis de poder desencadenada por el Osimo gobierno del último Antonino, Cómodo, fue resuelta por el fundador de una nueva dinastía, el africano Septimio Severo, que trató de frenar los múltiples problemas del Imperio con una serie de medidas que transforma-rían su esencia núsina. Fue una de las principales la reforma del ejército, utilizado para nuevas e incrementadas tareas en el contexto general de la administración imperial, que

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condujo a una militarización de la sociedad en la que los soldados constituirán el elemen-to dominante de la escena social. Se trataba, en todo caso, de medidas de emergencia, que no hicie,ron sino convertir el Imperio en un estado de excepción permanente, incapaz de encontrar solución a los males de fondo que lo aquejaban. Y esta situación se hizo es-pecialmente evidente en la crisis del régimen municipal, uno de los pilares del sistema po-líticoadministrativo romano.

Durante los dos primeros siglos del Imperio, las ciudades pudieron cumplir con las car-gas administrativas que el estado central romano había depositado en sus élites. A través de la ciudad, el Estado resolvió el difícil problema de la administración de un Imperio ape-nas abarcable y obtuvo los recursos materiales para su sostenimiento. Pero desde finales del siglo II, cuando aparecen los primeros síntomas de una grave crisis económica que se extiende por todos los ámbitos del Imperio, el Estado no vio otro recurso de allegar los medios que necesitaba para paliar el agarrotamiento producido en el interior por convul-siones socioeconómicas y políticas y en el exterior por presiones de pueblos bárbaros, que presionar a su vez sobre las ciudades, las,cuales, castigadas también por esta crisis general, que no podía dejar de afectar a sus élites, vieron derrumbarse los presupuestos que habían hecho posible la construcción y el desarrollo del ré

gimen municipal. El primitivo sistema políticosocial autónomo de las ciudades se trans-formó en un estado de excepción, obligado e impuesto, que convirtió los antiguos honores magistraturas y curia municipal en onera, esto es, en cargas irrenunciables.

Mientras los grandes aristócratas senatoriales conseguían sustraerse al ámbito de la ciudad, al retirarse a sus dominios en el campo, en las grandes villae, donde llegaron a crear unidades económicas autárquicas, ajenas a los gastos de la ciudad, sobre la curia municipal los curiales, como empezó a llamárselesrecayó todo el peso de las cargas mu-nicipales y de las obligaciones fiscales de la comunidad, puesto que se les responsabilizó con la garantía de sus propios bienes del pago de las mismas. La consecuencia fue la pauperización de las clases medias ya que las altas habían podido escapar al proceso y el desesperado esfuerzo por sustraerse al nombramiento como curiales. Estas graves di-ficultades ciudadanas obligaron a la creación de nuevos funcionarios, como los curatores reipublicae, cuya misión era velar por los intereses financieros de la ciudad, pero la inje-rencia del gobierno central privó su gestión de eficacia y los hizo caer en el desprestigio.

Pocos son los acontecimientos que, a lo largo del siglo III, tiene a Hispania como esce-nario. Uno de ellos, de graves repercusiones econornicosociales, fue la usurpación de Clodio Albino que, frente a Septimio Severo, intentó ser reconocido emperador en el Oc-cidente europeo (Britania, las Galias e Hispania). La conspiración fue abortada en 198 y Severo condujo una dura represion contra los partidarios de Albino, entre los que se en-contraban no pocos nobles hispanos. La confiscación de sus bienes en beneficio del pa-trimonio imperial alteró gravemente el equilibrio económico y social de la península.

Por lo demás, en la época de los Severos y, en concreto, durante el reinado de Cara-calla (2112 17), tuvo lugar una reinodelación administrativa de la provincia Citerior, de la que se separaron los territorios del noroeste para constituir la nueva provincia Hispania nova Citerior Antoniniana que, tras la desaparición del emperador, volvió a reintegrarse a la Citerior.

La desaparición del último de los Severos, Alejandro

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(222235), abre una caótica época conocida con el nombre de Anarquía Militar, en la que, bajo el signo de la crisis económica y social y de renovadas presiones de pueblos exterio-res sobre tok das las fronteras del Imperio, se suceden emperadores y usurpadores efí-meros, incapaces de fortalecer el aparato estatal. Hispania sufrió los males del Imperio y su territorio se vio sometido tanto a las tensiones generadas por los intentos de afirmación de diversos usurpadores, como a los saqueos producidos por la irrupción de bárbaros que transitoriamente recorrieron la península a sangre y fuego. En efecto, en época de Galie-no, en tomo al 260, bandas de francos, procedentes de la Galia, que habían invadido, pe-netraron en Hispania: aquí, después de poner sitio a Tarraco, lograron hacerse con naves y una parte de ellos pasó a Africa. El resto permaneció durante doce años en la penínsu-la, sin que podamos establecer ni su ámbito de acción ni las reales consecuencias de sus movimientos. La arqueología constata una serie de destrucciones de ciudades y villae, fechables en torno a la mitad del siglo III (Ampurias, Badalona, Barcelona y puntos de la región catalana y de la costa levantina), así como tesorillos de monedas, que podrían po-nerse en relación con la invasión, pero también con el estado general de inseguridad pro-ducido como consecuencia de las luchas por el poder y de las usurpaciones que. afecta-ron a Hispania, en concreto, la de Póstumo, durante el reinado de Claudio II el Gótico, a finales de la década de los 60, y las de Floriano y Bonoso, en época de Probo, diez años después.

EL BAJO IMPERIO

La administración civil: prefecturas, diócesis y provincias

El sistema de la tetrarquía, establecido por Dioeleciano como fórmula para hacer frente a los múltiples problemas del Imperio, introdujo una importante serie de transformaciones en el sistema políticoadministrativo del Estado romano. Los cambios

operados en la estructura económica y social, la larga crisis del poder central, incapaz de poder solucionar los problemas exteriores e interiores, las tendencias centrífugás.de cier-tas regiones del Imperio, que incluían veleidades autonomistas, habían generado una pro-funda desconfianza hacia las instituciones romanas, que Diocleciano intentó superar con un ingenioso sistema de poder compartido con otros titulares, para asegurar la eficacia del mando y cerrar el camino a las usurpaciones, que habían debilitado durante un siglo el aparato central. La sacralización del poder, la descentralización administrativa, el in-cremento del personal burocrático, un nuevo sistema impositivo basado en el más preciso control de súbditos y bienes y una radical reforma del ejército son algunas de las impor-tantes innovaciones que caracterizan el Bajo Imperio.

Diocleciano asoció al poder, también con el título de Auguspero subordinado por una re-lación sacral de dependencia, a Maximiano, y ambos adoptaron a sendos césares, como garantía de continuidad sucesoria, Galerio y Constancio. Augustos y cé

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sares se ocupanan respectivamente de las cuatro zonas en que fue distribuido el Imperio, desde otras tantas capitales, establecidas en Nicomedia, Sirmio, Milán (o Aquileya) y Tré-veris.

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Esta asignación de jurisdicciones territoriales conllevó una nueva organizaclón adminis-trativa, basada en la multiplicación del número de provincias, que pasaron de 48 en el si-glo m a 104: con ello se pretendía evitar la excesiva concentración de fuertes poderes mi-litares y políticos en ciertos lugares del Imperio y facilitar la eficacia de la administración, pero lógicamente significó también un fuerte incremento de la burocracia con sus muchos componentes negativos. La necesaria conexión entre gobierno central y provincias acon-sejó la reagrupación de éstas en circunscripciones más amplias, las diocesis, dirigidas por vicarios. La evolución del sistema llevó después, en época de Constantino, a la inclusión de estas diócesis en unidades administrativas supenores, las praefecturae, encomenda-das a los prefectos del pretorio, con funciones administrativas, financieras y judiciales, que significaron de hecho la división del Imperio en grandes unidades geográficas.

La península fue afectada lógicamente, como todo el resto

del Imperio, por esta nueva división administrativa, cuyo punto de partida se fecha entre 284 y 288. Las provincias de Hispania quedaron integradas en la diocesis Hispaniarum: la antigua Citerior fue dividida en tres provincias Tarraconensis, Carthaginiensis y Gallae-ciam, continuaron como hasta entonces la Lusitania y la Baetica, y se añadió una sexta provincia, la Maupitania Tingitana, que, por su situación en la costa atlántica de Marrue-cos, tenía una comunicación más fácil con la Península Ibérica que con su vecina provin-cia africana, la Mauritania Caesariensis. Posteriormente, entre 365 y 385, de la Cartagi-nense se desgajó la nueva provincia de las islas Baleares, con lo que el conjunto de la diócesis, para entonces incluida en la prefectura de las Gahas, contó con siete provincias.

Por consiguiente, en el escalonamiento de responsabilidades que genera la agobiante burocratización del Imperio y con respecto a la península, directamente de la instancia central superior, el emperador, dependía el prefecto del pretorio responsable de la prae-fectura Galliarum, en la que se integraba la diocesis Hispaniarum, junto con la de Britania y las propias Galias, a cuyo frente se hallaba el vicarius Hispanianim, que tenía bajo su jurisdicción a los seis (o siete) gobernadores de las provincias en las que se hallaba divi-dida la diócesis. Transitoriamente, en época constantiniana, se puso al lado del vicario un comes Hispaniarum, con funciones civiles y militares.

La antigua división en provincias senatoriales e imperiales desapareció en la ordena-ción bajoimperial por una nueva, en la que el rango de la provincia se decidía por el del propio gobernador que la dirigía, de acuerdo con su pertenencia al orden senatorial o al ecuestre. La Bética y la Lusitania y posteriormente Gallaecia tuvieron el rango de provin-cias consulares, encomendadas a un senador con el título de vir clarissimus; las restantes eran praesidiales, bajo la jurisdicción de un praeses ecuestre, con el título de vir perfectis-simus. Consulares y praesides desempeñaban tareas administrativas y jurisdiccionales, eran responsables del mantenimiento del orden en los territorios a ellos asignados y te-nían la misión de vigilar la recaudación de los impuestos y el mantenimiento de los servi-cios públicos de aprovisionamiento y correo, pero quedaban fuera de su competencia

las funciones de defensa y el mando de las tropas. Para el cump!imiento de las tareas de la administración, contaban, como los vicarii, de un officium, que incluía una serie de fun-cionarios y personal subalterno, a los que hay que añadir, fuera de su jurisdicción, repre-sentantes de los organismos centrales, delegados y agentes del emperador. Se ha calcu-lado en unos 1.500 los funcionarios dedicados a la administración civil en el conjunto de la diocesis Hispaniarum.

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El ejército bajoimperial

El ejército de cobertura estacionado en las fronteras del Imperio, sistematizado por Au-gusto, hacía mucho tiempo que se había manifestado insuficiente y poco apropiado para las necesidades de defensa que la presión de los pueblos exteriorel planteaba. Ya a lo largo del siglo in, emperadores como Septimio Severo y Galieno habían introducido im-portantes modificaciones que afectaron parcialmente a la composición, funciones, tácticas y armamento de las tropas. Diocleciano hizo suyas estas reformas y acometió una reor-ganización militar en profundidad, sobre la que, poco después, Constantino introdujo nue-vas modificaciones para crear el auténtico ejército bajoimperial.

La diferencia fundamental del nuevo ejército consistía en la distinción entre tropas de frontera, que continuaban la vieja tradición de la milicia altoimperial, acantonadas en luga-res fortificados a lo largo de las fronteras, los limitanei, y tropas móviles, los comitatenses, que, desde sus lugares de estacionamiento, Podían acudir a cualquier punto que requirie-ra su ayuda. Se aumentó considerablemente el número de legiones, que pasaron de 39 a 60, y se reestructuraron los mandos, con una neta distinción entre poder civil y militar.

La diocesis Hispaniarum mantuvo en la nueva ordenación un ejército, cuya composi-ción y efectivos conocemos por un documento del siglo Iv, la Notitia Dignitatum. De acuerdo con sus datos, a lo largo del norte peninsular, de Galicia a Vasconia, se hallaban acantonadas una serie de tropas con el carácter de limitanei, a las órdenes de un magis-ter peditum presentalis a parte

peditum. El único cuerpo legionario de las mismas era, como antes, la legio VII Gemina, que mantenía su estacionamiento en León, mandada por un praefectus legionis. El resto de las tropas lo formaban cinco cohortes, dirigidas por tribunos, cuatro en la provincia de Gallaecia y una en la Tarraconensis. Eran éstas, la cohors II Flavia Pacaliana, con acuar-telamiento en Poetavonium (Rosinos de Vidriales); la II Gallica, de la que desconocemos su precisa localización dentro de Gallaecia; la cohors Lucensis, en Lugo; la cohors Celti-bera, situada primero en Brigantia y postenormente trasladada a Iuliobriga (Retortillo, Santander), y

í: nalmente, en la Tarraconense, la cohors I Gallica, en Veleia (ir'u ña, provincia de Alava). Una serie de tropas comitatenses, cuyo número variaba en función de las necesidades, a las órdenes de un comes, comple-taban las fuerzas militares de la diócesis, que contaba también con un dispositivo de de-fensa fronteriza de limitanei en la provincia africana de Mauritania Tingitana, contra los posibles ataques de las tribus hereberes.

La presencia de limitanei, distribuidos en puntos de¡ norte peninsular, ha dado lugar al desarrollo de toda una teoría sobre un hipotético limes hispanus, un conjunto de defensas articuladas del ejército hispánico, frente a la supuesta amenaza permanente de los pue-blos de la región nordoccidental, cántabros, astures y vascones, todavía reforzada con una segunda línea de retaguardia del medio Ebro al Duero, como protección para los ri-cos latifundios de la Meseta, en un complejo sistema de defensa en profundidad, que ha-bría incluido además castella y fortificaciones estatales y privadas. Sin embargo, parece más probable que estas fuerzas tuvieran una finalidad preventiva de conflictos y proble-mas interiores, con una función policial.

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Llama la atención que las tropas de limitanei hispanas aparezcan alojadas en ciudades fortificadas, como consecuencia seguramente de disposiciones de tipo general, cuyo pe-ríodo de máxima actividad comprende los reinados de Galieno a Constantino. El proceso de fortificación no alcanzó sólo a los centros de estacionamiento de tropas. A su imagen y con el concurso del ejército, otras muchas ciudades de Hispania se fortificaron en el curso del siglo ni o rehicieron sus viejas defensas, como Gerona, Barcelona, Lérida, Zaragoza, Pamplona o Astorga. Si no co

nocemos los detalles, no hay duda, sin embargo, que en una gran medida los dispositivos de defensa se hallaban en las propias ciudades, que debían atender con sus medios a la solución de los problemas militares. Pero también los grandes latifundios bajoimperiales organizaron sus propias milicias rústicas contra el bandidaje, constituidas por campesinos y esclavos, que llegaron a constituir auténticos ejércitos privados, apoyados en fortines turres y castella, diseminados por el campo. Defensa ciudadana y milicia rústica privada prueban la insuficiencia de la defensa estatal y el estado de inseguridad previo a las inva-siones bárbaras, entre las que se diluye el dominio romano en la península.

El fin de la Hispania romana

En el sistema tetrárquico instaurado por Diocleciano, Hispania pasó a depender por ra-zones militares del segundo Augusto, Maximiano, que hubo de atender personalmente en las costas peninsulares a la represión de las incursiones piráticas llevadas a cabo por bandas de francos, antes de pasar a la Mauritania Tingitana para someter a las tribus africanas de los mauri. Sin embargo, a partir de la llamada segunda tetrarquía, cuando el césar Constancio Cloro sucede a Maximiano como Augusto, en el año 305, Hispania se integró con la Galia y Britania en el conjunto encomendado a Constancio, que pasó, a la muerte de éste en 306, a su hijo Constantino.

Los disturbios y guerras por el poder entre los que se deshace el sistema de la tetrar-quía para dar paso a la era de Constantino, apenas afectaron a la península, que perma-neció tranquila a lo largo de la dinastía constantiniana y por espacio de todo el siglo IV, en el que las noticias sobre Hispania son muy esporádicas y de escaso interés. Este anoni-mato ha sido considerado como índice de un período de calma y tranquilidad, e incluso de recuperación económica de la península, en medio de las luchas por el trono de la se-gunda mitad del siglo, que se cierran con la instauración del español Teodosio, el último emperador digno de tal nombre en la historia romana. Es sabido cómo, a su muer

te, el Imperio quedó dividido en dos partes, de la que la occidental, en la que se incluía Hispania, correspondió a su hijo Honorio. Las usurpaciones, como consecuencia de la debilidad de¡ poder central volvieron a repetirse, pero ahora Hispania no permanecerá ajena a las luchas, teniendo en cuenta los fuertes intereses de la familia teodosiana en su territorio. Pero más grave es que estas luchas abrirán las puertas de la península a los bárbaros y acabarán con el dominio romano en su territorio.

Contra Honorio, se alzó en 407 un usurpador. Constantino III que, dueño de la Galia, necesitaba para fortalecerse extender su dominio a la vecina Hispania. Envió para ello a la península a su hijo Constante, asesorado por un prestigioso general, Geroncio, que, aun con dificultad, logró vencer en el interior a las tropas privadas que opusieron a los in-trusos los familiares de Teodosio, mientras otros contingentes también privados acudían a defender los Pirineos contra los refuerzos enviados por Constantino III en apoyo de Cons-tante y Geroncio, constituidos por bárbaros galos, los llamados honoriaci. Con su ayuda,

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la península cayó en manos del usurpador, pero en este punto, Geroncio quiso capitalizar la victoria en su propio beneficio y se rebelé contra Constantino, proclamando como em-perador para la diocesis Hispaniarum a Máximo. Para fortalecer su posición, Geroncio, que había ganado a su causa a los honoriaci, defensores ahora de los pasos pirenaicos, se puso en contacto con los bárbaros asentados en el sur de la Galia, que pudieron pene-trar así en la península el año 409. Suevos, vándalos y alanos se dispersaron por su terri-torio, mientras el dominio romano quedaba restringido al nordeste, tutelado por otro pue-blo bárbaro, los visigodos, que, en lucha con los primeros invasores, harán suya la penín-sula, fuera ya de los límites temporales de la Hispania romana.

BIBLIOGRAFIA

Como introducción a la organización políticoadministrativa de Hispania puede utilizarse la obra de ARNOLD, W. T., The Roman System of Provincial Admi . nistration to the acce-sion of Constantin the Great, Oxford, 1915 (reimpresi6n, Roma, 1%8); STEVENSON, G. H., Roman Provincial Administration to the age of the Antonines, Oxford, 1939. Específi-carnente tratan el tema, en general, o sobre aspectos particulares, ALBERTINI, E., Les divisions administratives de l'Espagne romaine, París, 1923; MAR~ M., «Hispania», en Dizionario Epigrafico de RUGGIERO, E. y BRAUN, F., «Die Entwicklung der spanischen Provinziaigrenzen in rómischen Zeit», Quellen und Forschungen zur alten Geschichie und Geographie, Weidmann, 1909; KNAPP, R. C., The Roman Provinces of Iberia lo 100 b. C., Vitoria, 1974.

Sobre los gobernadores de Hispania, en general, véase BROUCHTON, T. R. S., The magistrales of the Roman Republic, 2 vols., Ann Arbor, 1%8, 2.1 ed.; BALIL, A., «Los go-bernadores de la Hispania Tarraconense durante el Imperio romano», Emerita, 33, 1964; íd., «Los procónsules de la Bética», Zephyrus 13, 1962; íd., «Los legados de Lusitania», Conimbriga 4, 1965, y especialmente, ALFOELDY, G., Fasti Hispanienses, Wiesbaden, 1968.

En relación con el patronato romano, consúltese HARMAND, J., Un aspect social el po-litique du monde romain. Le patronat sur les collectivités publiques des origines au Bas Empire, París, 1957; MANGAS, J., «Clientela privada en la Hispania romana», Memorias de Historia Antigua 11, 1978, 217 ss. Sobre la fides y la devotio, RODRíGUEz ADRADOS , F., «La fides ibérica», Emerita 14, 1946; RAMOS LOSCERTALES, J., «Hospicio y clien-tela en la España céltica», Emerita 10, 1942.

Sobre las asambleas provinciales es fundamental la extensa obra de ETIENNE, R., Le culte impérial dans la Péninsule Ibérique dAuguste ú Dioclétien, París, 1974. Véase tam-bién GUIRAUD, P., Les assemblées provinciales dans Umpire Romain, Roma, 1966, y RODRíGUEZ NEILA, J., «Administración municipal romana y vida provinciá. El caso de Hispania», Revista de Estudios de la Vida Local, 194, Madrid, 1977, 271 ss. Con respecto a los conventos jurídicos, EsTEFANíA, M. D. N., «Notas para la delimitación de los con-ventos jurídicos en Hispania», Zephyrus 9, 1958, 51 ss., y, sobre todo, SANCHO Ro-cHER, L., «Los conventus iuridici en la Hispania romana», Caesaraugusta 4546, 1978, 171 ss.

Es muy abundante la bibliografía sobre el ejército. Como introducción puede utilizarse MARíN Y PENA, M., Instituciones militares romanas, Madrid, 1956, y las obras de HAR-MAND, H., L'armée el le soldat ú Rome de 107 4 50 avant notre ére, París, 1967, y de

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SmiTH, E. R., Service in the PostMarian Arrny, Manchester, 1958. En concreto, para la Península Ibérica, las dos obras fundamentales son ROLDÁN, J. M., Hispania y el ejército romano. Contribución a la historia social de la España Antigua, Salamanca, 1974, y LE Roux, P., L'armée romaine el I'organisation des provinces ibériques dA uguste ú I'invasion de 409, París, 1982, con abundante bibliografía.

Para el tema de la administración local contamos con el reciente estudio de MACKIE, N., Local administration in Roman Spain a. D., 14212, Londres, 1983. Hay una gran canti-dad de estudios sobre el tema. Destaquemos entre ellos los de GALSTERER, H., Unter-suchungen zum rómischen Stüdtewesen auf den Iberischen Halbinsel, Berlín, 1971; BROUGHTON, T. R. S., «Municipal Institutions oí Roman Spain», Cahiers dUstoire Mon-diale, 9, 1965, 12 ss.; RODRíGUEz NEILA, J., Sociedad y administración local en la Béli-ca romana, Córdoba, 1981; íd., «Magistraturas municipales y funciones religiosas en la Hispania romana», Revista de F.studios de la Vida Local, 209, 1981, 91 ss.; íd., «Las elecciones municipales en la Bética romana», ibídem, 199, 1978, 581 ss.,

Sobre la crisis de¡ siglo iii y el Bajo Imperio en Hispania, además de las obras generales señaladas en el capítulo i, véanse B~uEz, J. M., Estructura social y económica de Hispa-nia durante la Anarquía Militar y el Bajo Imperio, Madrid, 1%4; RoDRíGuEz NEiLA, J., «Aspectos de¡ siglo III en Hispania», Hispania Antigua 2, 1972, 179 ss., y, sobre todo, ARcE, J., El último siglo de la Hispania romana, Madrid, 1982.

LA SOCIEDAD EN LA IRSPANIA ROMANA

La conquista romana introdujo esenciales modificaciones en los regímenes sociales de la península, por su parte, muy diferentes entre sí. El irregular progreso de la penetración romana y su incidencia distinta en las regiones peninsulares, así como la falta de una vo-luntad de homogeneización por parte de la potencia conquistadora, dieron como resultado un mosaico de situaciones sociales que sólo muy lentamente fueron aproximándose al modelo romano. Aún dos siglos después de los inicios de la conquista, cuando toda la península quedó sometida a comienzos de reinado de Augusto, las antiguas formas de organización social, en ciertas regiones, sobre todo del norte de Hispania, continuaban vigentes, con unas raíces sorprendentemente tenaces que, en muchos aspectos, perma-necerán vivas hasta las postrimerías del dominio romano.

El análisis, pues, de la sociedad en la Hispania romana ha de tener en cuenta estas distintas realidades pervivencias de institu.ciones sociales indígenas y formas de gober-nación de tipo romano tanto como los factores de modificación y su proceso de introduc-ción y extensión, agentes, ritmos, causas y condicionantes. El proceso, que afecta a todo el tejido socioeconómico y cultural, ha sido tradicionalmente etiquetado con el término, tan insatisfactorio como equívoco, de romanización.

El problema de la romanización

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Durante mucho tiempo, en nuestro país, la romanización fue una cota, una meta que era preciso demostrar alcanzada, como prueba de fe de romanidad en los espacios geo-gráficos objeto de análisis; con ello, se pretendía integrarlos entre los afortunados

posesores de un estadio de cultura superior. Porque la romanización, desde el punto de vista del transmisor, se consideraba una voluntad cargada de contenido ético, que gene-raba en el receptor, concretamente la Península Ibérica, un proceso siempre de signo po-sitivo. Roma se habría impuesto una acción civilizadora sobre los espacios geográficos puestos en sus manos por el Destino y la habría llevado a cabo de forma consciente y sis-temática.

A nadie se le escapa el paralelismo de esta concepción con consignas que considera-ban el colonialismo, disfrazado bajo la capa de evangelización y acción civilizadora, como uno de los timbres de gloria más evidentes de nuestra Historia. Roma era el modelo, el ejemplo al que era preciso acercarse, en ocasiones, hasta tal punto que este modelo quedaba superado por el receptor, que se convertía así, a su vez, en generador de roma-nización. Baste, como ejemplo, el ingenuo orgullo que trasciende en muchos manuales de Historia de España cuando proclaman el lugar de nacimiento de Trajano, Adriano, Séneca o Marcial y buscan en ellos, ciertamente en vano, rasgos típicamente españoles, que ha-brían impregnado y dado carácter propio a sus obras.

Pero, si no con este subjetivismo apasionado, también la investigación internacional anterior a la Segunda Guerra Mundial daba por supuesta la romanización de España, conscientemente perseguida por la potencia colonizadora. En el fondo, actuaban de for-ma inconsciente los mismos ideales colonialistas, en una Europa que había heredado del siglo Xix la conciencia de europeizar al mundo, que no de civilizarlo, enmascarando con esta supuesta vocación una despiadada explotación de los pueblos sometidos.

La puesta en entredicho de estos ideales colonialistas en el mundo contemporáneo ha influido indudablemente en la contemplación del tema con unos ojos menos dispuestos a la admiración, más críticos y con mayor sensibilidad para el problema de las culturas indí-genas y marginales, no necesariamente clasificadas a prior¡ de forma negativa. Los ele-mentos de influencia del Estado romano sobre los territorios que anexiona han sido so-metidos a análisis para observar su grado de efectividad, tanto

como la actitud indígena ante ellos y la intensidad de los efectos resultantes. La romani-zación se ha convertido en un objeto de estudio, descargado de contenido ético, con unos agentes y unas causas, y, en correspondencia, con unos efectos y consecuencias.

Pero, en última instancia, la reacción ante la tradición nacional y colonialista, tanto co-mo la que considera prioritarios los aspectos culturales e institucionales en el problema de la romanización, ha llevado a definir ésta como un proceso que afecta a las estructuras de base, producido como consecuencia de la transformación total de las estructuras socioe-conómicas, políticas e ideológicas prerromanas y la subsiguiente implantación progresiva de las romanas: su organización políticojurídica; el esclavismo como modo de producción económica; la vida urbana y la familia patriarcal como soportes sociales; la religión y la filosofía romanas como manifestaciones del aparato ideológico de la potencia colonizado-ra.

El problema se ha desorbitado, pero, sobre todo, se ha radicalizado y teñido de parti-dismos tan peligrosos y antihistóricos como las antiguas tesis colonialistas. Quizás porque

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se olvida con demasiada frecuencia que el propio término romanización es moderno y, por tanto, susceptible de muy distintas interpretaciones, y que incluye una serie de ele-mentos que, considerados por separado, pueden afectar decisivamente a las conclusio-nes finales: en primer lugar, por lo que respecta a la acción; en segundo lugar, en cuanto a su contenido; y, finalmente, en lo relativo a sus protagonistas, sujeto y objeto de aquélla.

Factores de la romanización

La romanización, en cuanto acción, puede referirse al discurso del proceso o a su re-sultado final. Es obvio que éste sólo puede considerarse totalmente alcanzado cuando una región sometida se identifica hasta tal punto con el Estado romano que queda inte-grado en el mismo. Es el caso de las comunidades urbanas de Hispania, reconocidas con la categoría jurídica superior de municipia civium Romanorum. No hay duda de que en estos casos puede aplicarse y es justa la definición estructural. Pero este re

sultado no se alcanza en toda la península, ni se produce sin un proceso previo, que va acercando más o menos a la comunidad o región correspondiente al modelo romano. Se-gún esta consideración, la romanización no es una constatación definitiva, conclusa y es-tática, sino un análisis comparativo del alejamiento o cercanía al modelo.

En consecuencia, podemos establecer grados de romanización, que, relacionados con el factor tiempo, ofrecen muchas perspectivas de estudio, no sólo horizontalmente, me-diante comparación entre las distintas regiones en un momento determinado, sino verti-calmente, en cuanto a ritmo, receptibilidad, resistencia, contaminación o trasvases en una región determinada, que acepta o, al menos, no se opone al modelo propuesto por la po-tencia dominadora.

Naturalmente este modelo tiene un contenido, el de los muchos elementos que com-porta una sociedad determinada. Puesto que estos elementos no penetran simultánea-mente ni con la misma intensidad en el objeto de romanización, el estudio de ésta se complica así ante la necesidad de análisis de cada uno de ellos, análisis que aún dificulta el hecho de que el proceso de romanización nunca se reáiza sobre un objeto estéril, sino a su vez portador de unas características propias que, en el curso del mismo, ha de cam-biar, adaptar o mezclar en diversas proporciones y ritmos. Cabe hablar así de romaniza-ción cultura¡, económica, social e ideológica; comparar el progreso de cada una en rela-ción a las demás, y analizar los elementos integrantes en relación al estadio primitivo an-terior al proceso: organización social, lengua, creencias, técnicas y objetos de producción, arte y costumbres.

Pero, además, y finalmente, la romanización supone la consideración de los protago-nistas, tanto del sujeto romanizador el Estado romano en abstracto o sus agentes concre-tos, personales e institucionales, como el objeto romanizado o susceptible de serlo, los individuos r las colectividades indígenas sometidas a Roma.

Desde el punto de vista de estos últimos, el problema es el de la actitud ante la pre-sencia romana, en gran medida dependiente tanto del modo en que se hace sentir esa presencia como

consecuencia de un pacto o de una entrega voluntaria o, por el contrario, después de una confrontación bélica, como de la autoconciencia de la propia cultura y su carácter en comparación con la de la conciencia conquistadora. A estos aspectos se añaden otros

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particulares, muy importantes a la hora de juzgar la repercusión de la romanización y, en-tre ellos, el de los intereses socioeconómicos que, para ciertos grupos o individuos de una comunidad, representa el aceptar o impulsar el factor de la romanización. Es suficiente-mente sabido el apoyo romano a las oligarquías indígenas y el apresuramiento de éstas a imitar y extender el modo de vida de los conquistadores, como garantía del mantenimien-to o aumento de sus privilegios económicos y sociales.

Por último, en cuanto al sujeto romanizador, es posible también una consideración rica en perspectivas y objetos de análisis, entre los que se incluye, tanto el problema de la existencia y, en su caso, contenido de una política programada de romanización, como las consecuencias, voluntarias o inconscientes, de una presencia romana efectiva en el espacio incluido dentro de su ámbito de influencia. Es esta presencia, sin duda, en cuanto discernible, la que más obviamente explica el proceso de romanización.

En cuanto a. la existencia de una política central de romanización, es preciso tener presentes algunas observaciones. El ámbito de dominio romano políticamente consta, junto al Estado de ciudadanos romanos, no limitado ni territorial ni personalmente a Italia y a los itálicos, de comunidades subordinadas, fibres y aliadas, cuyo sistema de escalo-namiento jurídico es un resultado histórico, es decir, sólo dependiente del modo en que cada entidad política se había integrado en el imperio, como consecuencia de un acto vo-luntario o de la conquista. El sistema no corresponde, por tanto, a principios fundamental y sistemáticamente aplicados por Roma en su ámbito de dominio, sino, por el contrario, indica que éste ha crecido de forma natural a partir de la agregación de unidades étnicas y políticas. De acuerdo con esta concepción, el Estado romano no ha practicado una polí-tica consciente de desnacionalización para arrinconar géneros de vida, lenguas, derechos y dioses de los pueblos extranjeros de su

imperio y sustituirlos por su sistema propio. Ello significaría atribuir al Estado romano un política cultural, que sólo es un concepto moderno y forma de expresión de¡ nacionalismo tardío. Necesariamente, debía ser la autoadministración local el principio decisivo estruc-tural de su imperio.

Ciertamente, esto no impide que la potencia conquistadora considerase siempre como extraordinariamente deseable la libre aceptación de¡ estilo de vida romano, que significa-ba un elemento de cohesión para su imperio. Pero, privado de medios y agentes, y aun de voluntad para promoverlo, Roma no pasó de crear el marco institucional y material previo, sin el que tal modo de vida era imposible, la civitas. La inclusión de las provincias en la comunidad romana está así esencialmente ligada a la transformación en civitates de sus comunidades; pero estas civitates no son uniformes, ni en el marco material, es decir, en cuanto a la urbanización, ni en el jurídico, puesto que las ciudades no tienen que ser necesariamente núcleos de forma de vida romana, ni tampoco puntos de irradiación de la lengua y cultura del pueblo dominador.

La civilización ciudadana, frente a la tribal, sirve como medio de pacificación política y como elemento de control que aligere o haga superfluas las tareas de una administración directa romana. Pero, aunque con las nuevas ciudades se persiguen en primera línea me-tas políticas, éstas no excluyen una indirecta acción subsidiaria y, en gran medida, invo-luntaria. En sentido propio, desde el punto de vista del agente romanizador el Estado ro-manosólo hay una forma de romanización, la de convertir en romanos a colectivos urba-nos, mediante el otorgamiento a la ciudad correspondiente del derecho municipal. Se tra-ta, sobre todo, de un premio, de un honor, semejante al que se concede a individuos se-

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ñalados y, por tanto, fundamentalmente político, que requiere además una serie de requi-sitos: ordenación urbana y modos de vida romanos, extensión territorial y densidad de población suficientes, organización ciudadana o cuasiciudadana, una fuerte burguesía acomodada, grupos de ciudadanos romanos entre sus habitantes y, sobre todo, méritos que fundamenten tal honor.

Colonización romanoitálica y concesión de derechos de ciu

dadanía a las comunidades indígenas son, así, los dos elementos fundamentales que inciden en el tema de la romanización: sus ritmos de introducción y su extensión territo-rial, contemplados en los dos primeros capítulos, constituyen las claves fundamentales para comprender las estructuras sociales de la España romana, que describiremos a con-tinuación.

La colonización romano-itálica

A la llegada de los romanos, a finales del siglo III a.C., podían distinguirse, de forma muy somera y con un gran número de variantes en detalle, dos tipos de formaciones sociales distintas correspondientes respectivamente al área ibérica Cataluña y Levante, con la cu-ña del valle del Ebro, y Andalucía y al área celta los pueblos de la Meseta y Lusitania, con el borde cantábrico sobre los que habían actuado elementos extrapeninsulares en desi-gual incidencia. Sobre todo, la presencia en las costas meridionales y levantinas de los pueblos colonizadores gnegos y punicos, que incluso habían establecido núcleos urbanos estables y generado un mestizaje en ellas con proyección hacia el interior, había modifi-cado sensiblemente ya en época prerromana las estructuras indígenas del área ibérica con la extensión de una civilización urbana con base de gobierno monárquica, semejante a otras regiones del Mediterráneo, muy diferente del régimen tribal que predominaba en el área celta.

Las circunstancias del largo período de conquista, extendido durante dos siglos, no hi-cieron sino aumentar las diferencias entre ambas áreas, porque el dominio romano se es-tableció a partir del área ibérica, que, por otra parte, contaba con más atractivas posibili-dades económicas, progresando lentamente de onente a occidente y de sur a norte en el área cejta. Así, cuando los pueblos de Cataluña o del valle del Guadalquivir contaban ya con una presencia romana bicentenaria, todavía los pueblos del norte eran independien-tes o sólo muy superficialmente habían establecido contactos con los dominadores. Pero además, el grueso de la colonización itálica de época republicana se estableció preferen-temente en estas zonas antes pacificadas y más

ricas del área ibérica, marcando las directrices de la propia romanización e influyendo en grados distintos, con su mayor o menor extensión por el ámbito peninsular, en la trans-formación de las estructuras socioeconómicas indígenas.

La corriente de población civil itálica que, con los ejércitos de conquista o tras ellos, se desplazó hacia la península era tan variada en sus intenciones como en su extracción so-cial. Muchos de ellos, por descontado, ni siquiera eran ciudadanos romanos, pero, en su conjunto, acudían bajo la protección que ofrecía el poder de Roma y, en cualquier caso, pertenecían al ámbito cultural romano. Tanto por las circunstancias económicosociales de Italia, desde mitad del siglo II a.C., como por las condiciones de suelo, subsuelo, situación geográfica y panorama político de la Península Ibérica, se daban los presupuestos más favorables para que pudiera prender una vasta política de colonización. En orden a sus

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actividades, los emigrantes itáficos se incluían en dos grandes grupos: hombres de nego-cios y colonos, es decir, quienes perseguían un beneficio directamente a través del Esta-do (publicaffi) o mediante negocios privados (negotiatores), y aquellos que buscaban en la tierra una fuente de recursos.

Sin duda, el ámbito de los negocios fue una de las fuentes de la corriente migratoria hacia la península, en la que, debido precisamente a las diferencias de volumen y ámbito de las empresas, se mezclaban individuos procedentes de estratos sociales muy diver-sos, desde caballeros romanos, los menos, hasta itálicos, en principio, sin el status de de-recho ciudadano, en cuyas manos estarían directamente o por delegación la mayor parte de los negocios de préstamo y comercio, e, incluso, libertos y esclavos.

Pero, en cualquier caso, que exista toda esta riada de negociantes y que haya pruebas sobre las distintas ramas de su actividad en la península, no quere decir, ni mucho me-nos, que se trató de una corriente muy numerosa. Fue, con un nivel superior, la coloniza-ción agraria la que arrastró y retuvo en la península al núcleo fundamental de la emigra-ción itálica como consecuencia de la situación especial de las provincias hispanas frente al resto del imperio, en concreto, la presencia continuada de numerosas fuerzas militares.

Los largos años de guerra continuada durante el proceso de

la conquista habían creado, en efecto, una situación excepcional ,dentro de las provincias de la república romana. La situación miUtar en Hispania había conducido a la creación de un auténtico ejército estable, prototipo de los ejércitos de época imperial. La consecuen-cia será el asentamiento voluntario de soldados romanos y aliados itálicos en estas pro-vincias, al licenciarse, como colonos agrícolas. Estos colonos darían lugar a la creación de numerosos centros urbanos, habitados por itálicos, asociados a indígenas, de condi-ción jurídica no muy clara, que serán un medio eficaz de romanización. Pero es importan-te considerar la extensión territorial que cubren estos asentamientos, es decir, las regio-nes preferidas por los colonos para establecerse como agricultores, así como los núcleos urbanos de fundación romana que marcarían los puntos de mayor aglomeración de di-chos colonos.

Dado que hasta César no existe una política colonia¡ propiamente dicha, el asenta-miento de colonos en las provincias debía estar mediatizado por circunstancias de conve-niencia. Estas circunstancias eran, por una parte, tierras fértiles, similares a las abando-nadas o deseadas en Italia, y, por otra, facilidad de asentamiento y de régimen de vida en regiones que no ofrecieran problemas a un establecimiento pacífico. El propio desarrollo de la conquista marcaba la pauta hacia dos regiones concretas, el valle del Guadalquivir, es decir, la Andalucía occidental, y el valle medio y bajo del Ebro. A lo temprano de la conquista de ambas regiones venía a añadirse su antigua civilización urbana y su fertili-dad.

Cuando César, como ya hemos visto, llevó a cabo su política sistemática de coloniza-ción, Hispania y, más concretamente, el valle del Guadalquivir y, en menor medida, Le-vante y el valle del Ebro, se convirtió en un gigantesco campo de experimentación de un programa políticosocial que, por primera vez, enlazaba a Italia con el mundo provincial. César, ciertamente, llevó a cabo su política de colonización por las mismas razones que otros caudillos republicanos: premiar a sus veteranos y robustecer con ello su clientela política con la extensa base social de un racimo de colonias asentadas en una de las pro-vincias clave del imperio. Pero indirectamente, abrió un camino tan innovador como dirigi-

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do desde una ciudadestado, puesto que la implantación en las provincias de estos nú-cleos de ciudadanos romanos

iniciaba en el ámbito de¡ dominio provincial un proceso de aculturación o romanización, cuyo final sólo podía ser la integracion de las provincias en un conjunto orgánico: el Impe-rio romano.

La municipalización

Pero la intervención de César en el, mundo provincial no acabó en esta fecunda políti-ca de colonización que, en todo caso, contemplaba el espacio de asentamiento como su-jeto pasivo de ensayos y reformas. El propio territorio provincial fue llamado a intervenir activamente en el programa de renovación de¡ imperio a través de la municipalización. Con la política de concesión de ciudadanía romana o su escalón previo el derecho latino a comunidades enteras indígenas, el dictador introdujo la organización municipal en las provincias de Hispania, único sistema de administración que, basado en la autonomía de gobierno, podía permitir la integración de un imperio mundial en el sistema tradicional de la ciudadestado romana, sin conmover sus bases jurídicas y políticosociales. Pero tam-bién el experimento municipal fue limitado en cuanto a su alcance y extensión y cubrió las mismas áreas que la colonización: el valle de¡ Guadalquivir, Levante y el nordeste penin-sular fueron los principales beneficiarios y, con ello, las áreas concretas de Hispania se adelantaron al proceso de integración en las estructuras políticojurídicas y socioeconómi-cas romanas que, iniciado, debía ser ya irreversible.

César, pues, sentó las líneas sobre las que se desenvolverían las provincias hispanas a lo largo de¡ Imperio, apenas rectificadas, si no es en una mayor ampliación, por Augus-to, precisamente siguiendo las directrices del dictador. Los territorios situados fuera de las líneas de colonización y municipalización propuestas por César nunca llegarían a inte-grarse por completo en las formas de vida romanas y, con ello, la península quedó para siempre marcada en dos ámbitos muy distintos: el colonizado romano de la Bética, con una cuña lusitana, la costa *orienta¡ y el valle del Ebro, por un lado; el sometido, simple fuente de explotación y mucho menos urbanizado, con el resto de la península, por el otro. Si el primero se integró en las estructuras so

ciales de carácter romano, el segundo sirvió, si no de glacis protector de la zona incorpo-rada a la cultura romana sí, al menos, como un territorio súbdito, cuya dominación intere-saba bajo el exclusivo punto de vista económico, como vivero de hombres y recursos ma-teriales y sin ninguna política consciente de elevar el nivel de vida económico y social de sus habitantes. En este sentido, lo poco logrado en la Hispania sometida se realizó más en contra que a favor de esta política, debido casi exclusivamente al contacto de los sol-dados permanentemente instalados en el centro del territorio durante el Imperio y a la ac-ci¿n ejercida por los centros de administración romanos.

Mientras en el primer ámbito es lícito hablar de romanización, en el segundo es absur-do emplear el término, que nunca tuvo ningún significado, ni en ninguna mente gobernan-te encontró asilo: sólo la prolongada dominación y los contactos pacíficos, una vez domi-nados o frenados los intentos de rebelión, produjo los mediocres resultados de una híbri-da civilización de tinte romano, donde continuaron superviviendo las viejas estructuras sociales indígenas, hasta que a lo largo del Imperio terminó imponiéndose la organización social de tipo romano

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LA ORGANIZACION SOCIAL ROMANA

La estructura social de carácter romano, definida por Alfóldy como sistema de esta-mentosestratos, era el reflejo de la propia estructura económica, pero también dependien-te de factores poUticojurídicos y sociales. Frente a la vieja terminología marxista que ca-racterizaba simplistamente a la formación social romana como sociedad esclavista, es decir, una sociedad en la que se distinguían como fundamentales los dos bloques anta-gónicos de esclavospropietarios de esclavos, Alfóldy ha definido recientemente la estruc-turación social romana como una pirámide, formada por dos estratos netamente delimita-dos por una línea de separación social, que distingue a los honestiores, o estratos altos, de los humiliores, o estratos bajos.

Esta línea de separación neta, que ignora formaciones intermedias semejantes a nues-tras llamadas clases, está determinada

por relaciones económicas, funciones, prestigio y fórmulas organizativas que autorizan a calificar los estratos superiores de la pirámide, numéricamente insignificantes en relación a los inferiores menos M 1 por 100 de la población totab, como estamentales, esto es, constituidos por una serie de unidades sociales, cerradas y corporativas, ordenadas por criterios jerárquicos, con funciones, prestigio social y cualificación económica especificos, los ordines. Frente a estas unidades u ordines, los estratos bajos de los humiliores, for-mados por heterogéneos grupos de masas de población urbanas y rústicas, no constitu-yen estamentos, sino capas sociales, que portan características comunes de acuerdo con su actividad económica en la ciudad o en el campo y con su cualificación jurídica, según se trate de ingenui (libres de nacimiento), libertos (siervos manumitidos) o esclavos, así como de su carácter de cives romani, ciudadanos romanos de pleno derecho, o de pere-grini, carentes de derechos ciudadanos.

Dos criterios fundamentales determinaban la pertenencia a los estratos superiores de la sociedad, la riqueza, con las subsiguientes secuelas de poder y prestigio, y, sobre todo, la inclusión en un ordo, en uno de estos estamentos privilegiados ordenados jerárquica-mente.

La riqueza como criterio de cualificación no estaba definida tanto por el dinero como por su fuente principal, la propiedad inmueble. En efecto, la agricultura era, en el mundo romano, la actividad económica fundamental. Se calcula en más de nueve décimas partes la población del Imperio que vivía en el campo y del campo. En consecuencia, por encima de la manufactura, el comercio o la banca, fue la agricultura la fuente esencial del produc-to social bruto y, en general, de la riqueza, de modo que la correlación entre economía agraria y restantes ramas de la producción estaba determinada por el predominio absolu-to de la agricultura.

En correspondencia con esta función de la agricultura, el criterio económico más impor-tante para el ordenamiento social no era simplemente el dinero, sino la propiedad inmue-ble, por lo que el auténtico estrato superior de la sociedad no estaba constituido, aunque formara parte de él, por hombres de negocios, grandes comerciantes y banqueros, sino por terratenientes que eran, al mismo tiempo, las élites urbanas.

Tan decisivo como la propiedad inmueble en el conjunto de criterios económicos defini-torios de la sociedad, era la extrema diferencia entre ricos y pobres. Frente al restringido número de terratenientes del Imperio, que concentraban la mayor parte de las tierras cul-

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tivables y, en correspondencia, enormes fortunas, la inmensa mayoría de la población vi-vía precariamente, cuando no se debatía en la miseria.

Pero la posición social elevada estaba determinada, sobre todo, por la pertenencia a uno de los tres ordines senatorial, ecuestre o decurional, entre los que se reclutaban, de forma cerrada y jerárquica, las diferentes clases directoras de la sociedad y del Estado. Para ingresar en un ordo no era suficiente cumplir los presupuestos económicos y socia-les exigidos a todo aspirante. Era necesario además un acto formal de recepción, tras el cual la permanencia en el ordo correspondiente se expresaba mediante signos externos y títulos específicos. Así, sólo se era miembro pleno del ordo senatorial o vir clarissimus después de haber cumplido la primera función pública reservada a los miembros de este estamento.

Por su parte, la pertenencia al orden ecuestre estaba reservada a aquellos individuos a los que el emperador otorgaba el equus publicus o caballo del Estado, que confería la dignidad de caballero. En fin, el ordo decurionum o aristocracia municipal limitaba en cada ciudad del Imperio sus miembros a quienes hubiesen investido una magistratura local o fuesen incluidos en la lista oficial del estamento (album decurionum).

El origen personal era uno de los factores determinantes para pertenecer a los estratos privilegiados o quedar relegado a los inferiores, en una sociedad, como la romana, fun-damentalmente aristocrática. A través de la familia se transmitían los estatutos sociales individuales y se heredaban privilegios e inferioridades, ya que el nacimiento en una u otra familia no sólo incluía un estatuto social, sino diferentes vías de acceso al poder polí-tico. A través de la familia se ejercían los repartos de tierras estatales, derechos de ciuda-danía o pertenencia a una ciudad privilegiada o estipendiaria, aunque también la capaci-dad individual, talento, educación y méritos políticos eran factores que, si no podían anu-lar la determinación de la posición social, contribuían a modificarla.

En todo caso, era la familia el soporte de la sociedad romana que, nacida como subdi-visión de la primitiva organización gentilicia, evolucionó a lo largo de la república con unos elementos característicos de gran estabilidad: autoridad paterna, culto doméstico a los antepasados y base económica sustenltada en la propiedad privada, en la que se incluían los esclavos, sometidos como los restantes miembros esposa, hijos, nietos y clientesa la autoridad absoluta del pater familias, la máxima autoridad jurídica, económica e incluso ideológica en el seno de la unidad familiar.

El ordo decurionum

Sin duda, la formación y desarrollo de una jerarquía social en las ciudades de Hispania con organización romana, como en otras ciudades occidentales del Imperio y, como con-secuencia, la aparición y afirmación de una aristocracia local, está vinculada al proceso de romanización y urbanización, cumplido en el último siglo de la república y a comienzos del Imperio. Los inmigrantes itálicos y la aristocracia indígena, acumuladores de los me-dios de producción, terminaron por constituir, íntimamente ligados, una casta privilegiada, que encontró expresión y contenido cuando, como consecuencia de la elevación de un buen número de comunidades indígenas a la categoría de ciudad privilegiada municipios romanos o de derecho latino, quedó constituido el ordo decurionum como organismo de control de la administracíon comunal y como conjunto de familias elevadas por prestigio social y capacidad económica del resto de la población; en suma, como oligarquía muni-cipal.

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El ordo decurionum no fue, como el senatorial y el ecuestre, una institución unitaria de todos los miembros cualificados socialmente como tales en el ámbito del Imperio, sino corporaciones independientes y autónomas, que, consecuentemente, tenían rasgos y composición distintos, según la categoría y características económicas de la ciudad co-rrespondiente. Pero, en cualquier caso, jugaba un papel muy importante la capacidad económica en la elección de los miembros del ordo, supuestos los lastres fi

nancieroS que, como vimos, recaian sobre los magistrados municipales. En efecto, condi-ción previa era estar en posesión de un censo mínimo determinado, de una renta anual, que oscilaba según las ciudades, y que era, por término medio, de unos 100.000 sexter-cios, cuatro veces menos que el exigido al orden ecuestre y una décima parte del fijado para el senatorial.

Aunque la pertenencia al ordo decurional era a título personal, puesto que se trataba de un consejo municipal al que se accedía por investidura de una magistratura o por co-optación, ya en época temprana imperial se fijaron una serie de familias privilegiadas que, de generación en generación, se sucedieron en el senado local hasta darle un auténtico carácter hereditario.

Hay que tener en cuenta que, en comunidades pequeñas las más numerosas en la Hispania romana, donde no podía esperarse un número excesivo de familias con condi-ciones eco7 nómicas desahogadas, debía resultar en ocasiones dificil encontrar los cua-tro o seis magistrados anuales exigidos por la normativa legal, a los que había que sumar los miembros de los colegios sacerdotales.

Por ello, no es de extrañar, por una parte, que se transgredieran las normas respecto a edad mínima y periodicidad en el desempeño de los cargos: por otra, que el restringido grupo de familias ricas de la ciudad monopolizase las magistraturas y sacerdocios. Debía existir igualmente cierta flexibilidad en el númerg de miembros del ordo, que legalmente estaba fijado en un centenar.

Por supuesto, este conjunto de familias notables no era tampoco homogéneo en el in-terior de cada ciudad. Como ocurre con los ordines senatorial y ecuestre, terminó formán-dose una jerarquía social en el estamento decurional, del que destacó una élite que, por sus liberalidades y por la frecuencia en la investidura de las magistraturas, constituyó el grupo de familias más prestigiadas, cuyo relieve fue creciendo parejo a sus posibilidades financieras. Avanzado el Imperio, comenzaron a hacerse presentes dificultades financie-ras para muchos de los decuriones. Algunos estudios de prosopografía han puesto de manifi¿sto la exclusividad de ciertas familias hispanas en el reparto de las ma

gistraturas municipales, no sólo de su localidad sino, en ocasiones, de varias ciudades, fenómeno que se advierte, por otra parte, también en familias asentadas en otras provin-cias.

El fenómeno está, sin duda, en relación con el proceso de concentración de la propie-dad que se desarrolló de forma creciente a lo largo del siglo II d.C. En concreto, de los estudios de Rodríguez Neila sobre los grupos familiares que controlaban los resortes ad-ministrativos de la Bética, se deduce que existía una gran dispersión de clanes dirigentes municipales que portaban un niÍsino, gentilicio. Se trata generalmente de gentilicios ro-manos no imperiales y, de ello ' s, son los más frequentes los Valer* y Cornelii, a los que

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siguen otros, como los Aemilii, Fabii, Antonii, Iunú, Licinii y Caecilii. Sólo los Iulii, entre los gentilicios imperiales, ocupan un lugar destacado en la lista de los más frecuentes, lógico, si tenemos en cuenta la política de concesión de ciudadanía llevada a cabo por Julio Cé-sar en la Bética. Los Flavii, entre estos gentilicios imperiales, ocupan el segundo lugar, en correspondencia con la promoción de aristocracias urbanas instituidas por el emperador Vespasiano al conceder el ius Latii a Hispania y, con él, la posibilidad de acceso a la ciu-dadanía romana a los magistrados de los nuevos municipios de derecho latino creados como consecuencia de la aplicación de esta concesión.

Prácticamente desconocidas nos son, en cambio, las oligarquías indígenas de las ciu-dades que no contaban con la categoría jurídica de ciudad privilegiada, las cuales, aun-que con una reglamentación distinta a la de las colonias y municipios, controlaban el po-der político en sus comunidades a través de su prestigio económico y social, de forma análoga al ordo decurionum.

El ordo ecuestre

Pero por encima de la aristocracia municipal aglutinada en el ordo decurionum, los equites Romani o miembros del orden ecuestre constituyen el sector de más peso y pres-tigio social, al tiempo exponente de la romanizacióne integración en cada comunidad en concreto en el Estado romano. La condición de

eques Romanus o eques equo publico se alcanzaba por concesión del emperador a título individual, lo que confería al ordo ecuestre un carácter de nobleza personal y no heredita-ria, aunque en la práctica era frecuente que se aceptase como equites a los hijos de los caballeros.

El ordo contaba, según estimaciones de Alfáldy, alrededor de 20.000 miembros bajo Augusto, número que'aumentó a lo largo del Imperio, por la creciente admisión de provin-ciales en el estamento. Eran las familias ecuestres la fuente más importante de recluta-miento del ordo senatorial y mantenían, por ello, ftecuentes relaciones de parentesco y amistad entre sus miéñii;io's, estrechadas por medio de matrimonios mixtos. También el estamento ecuestre tendía lazos con el ordo decurional de sus ciudades de origen, aun más fuertes por el hecho de que muchos de los equites pertenecían a ambos ordines.

El análisis de Rodríguez Neila sobre los caballeros de la Bética que, junto con los de ciudades del este de la Citerior, constituyen la inmensa mayoría de los representantes del ordo que nos han transmitido las fuentes epigráficas, permite observar, en primer lugar, una gran dispersión de los miembros, que parece apuntar a una cierta reticencia, por par-te de las aristocracias municipales, hacia la promoción ecuestre. La causa probable po-dría estar en los intereses económicos de estos clanes, que han concentrado más su atención en la vida municipal y en el estrecho horizonte político de las magistraturas loca-les. En cuanto a las gentes con miembros elevados al rango ecuestre, se configuran sec-tores muy determinados del ordo municipal, cuyas relaciones con la vida administrativa local parecen, por lo general, inexistentes. Muy pocos casos de caballeros béticos ejercie-ron magistraturas en sus localidades antes de ingresar en funciones superiores al servicio del emperador.

Más numeroso es, en cambio, el grupo de aquellos que accedieron directamente a los honores del estamento ecuestre sin ninguna función previa municipal, con distinta suerte en la progresión de sus respectivas carreras, que, en unos casos, no superó los puestos

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militares reservados al ordo y, en otros, en cambio, se continuó con ciertas funciones ad-ministrativas de rango ecuestre. Un tercer grupo, en fin, de carácter muy reducido, coronó esta carrera con su acceso al ordo senatorial, el grupo social más elevado de la sociedad romana.

Entre los factores que han determinado el ascenso de estos equites, además de la ex-periencia previa en la adminsitración ciudadana, hay que señalar que, en buena parte, se debe a la vinculación de estos individuos con importantes familias romanas o con miem-bros del orden senatorial influyentes, paisanos o parientes del candidato.

Pero no todos los caballeros aprovecharon las posibilidades de promoción que ofrecía el ordo. Una gran mayoría se limitó a gozar en su localidad del prestigio social que le otorgaba el rango y a ocuparse de sus negocios y propiedades, desinteresados incluso de la vida administrativa local. En efecto, el estatus superior logrado con la promoción ecues-tre, al parecer, libraba a los caballeros de ciertos compromisos con los cargos locales de su comunidad, que la mayor parte no desempeñaban, e incluso de las liberalidades públi-cas para con sus ciudadanos. Sí, sin embargo, conocemos inscripciones municipales que honran a sus paisanos equites, lo cual significa que la ciudad, por intermedio de sus or-ganismos públicos, se sentía orgullosa de estos compatriotas que habían alcanzado una promoción no excesivamente corriente. ,

En todo caso, eran estos miembros del sector ecuestre ligados a sus comunidades de origen los que constituían, con las aristocracias locales pertenecientes al orden decurio-nal, las oligarquías municipales de IEspania. Su prestigio social, jurídicamente reconocido y reglamentado, estaba basado en sus recursos económicos, ya que para acceder al ordo era condición precisa estar en posesión de una fortuna superior a los 400.000 sextercios. Estas fortunas, si bien en gran parte y especialmente durante la época republicana, esta-ban ligadas al capital mueble, tanto privado comercio y préstamo, como público arriendo de impuestos y contratas del Estado, durante el Imperio y especialmente en el caso de los caballeros ligados a sus comunidades originarias, se basaban en la propiedad inmueble, como dueños de extensas parcelas dedicadas a la explotación agrícola.

El ordo senatorial

Llegamos así al más alto estamento de la sociedad romana y, por consiguiente, de las ciudades del Imperio: el ordo senatorial. El número de sus miembros, que a finales de la república había superado el millar, fue fijado por Augusto en 600; constituía, pues, un es-tamento muy pequeño y exclusivo. Su riqueza era pareja a su prestigio y, aunque el cen-so mínimo de un millón de sextercios exigido a sus miembros ya era una cantidad consi-derable, la mayor parte lo superaba ampliamente, como los mayores latifundistas del Im-perio, sin desdeñar otras actividades económicas que pudieran reportar buenos benefi-cios.

Pero, en el caso de los senadores, no eran tanto la riqueza, como otros factores socia-les, políticos e ideológicos los que proporcionaban al estamento su sentimiento de cohe-sión y exclusividad. La educación tradicional que se les transmitía de generación en gene-ración hacía de los miembros del ordo los guardianes y representantes de los viejos idea-les del Estado romano, a cuyo servicio se consagraban mediante el cumplimiento de las magistraturas que, escalonadas en un riguroso cursus hononím hasta el supremo grado de cónsul, constituían el más alto ideal de todo senador. El régimen instaurado por Augus-to, al respetar formalmente la constitución republicana y, con ella, estas magistraturas tra-

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dicionales de la res pública, mantuvo el estilo de vida del ordo y aún aumentó sus funcio-nes y prestigio, ciertamente a cambio de plegarse al servicio del emperador.

No sabemos cuándo se originó la primera generación de senadores romanos proce-dentes de Hispania, que Rodríguez Neila supone existía ya en el siglo I a.C., que formaba un pequeño grupo en epoca de César, y que, en el año 40 a.C., proporcionó a Roma, en la persona del gaditano Cornelio Balbo, el primer cónsul de origen provincial. Durante la dinastía JulioClaudia, el número de senadores hispanos fue consolidándose, para aumen-tar sensiblemente con los Flavios y Antoninos, emperadores que, oriundos de familias provinciales, impulsaron el ascenso de muchos de sus compatriotas.

El hecho de que se comprueben a menudo relaciones de parentesco entre las familias senatoriales hispanorromanas, las cuales, a través de varias generaciones, mantuvieron y transmitieron su estatuto, y de que esas familias en ciertos momentos sobre todo hacia finales de la época flavia y durante la dinastía de los Antoninos ejercieran una influencia decisiva en la vida poUtica de Roma, ha llevado a suponer la existencia en el senado de un clan hispano, que, con lel apoyo de senadores de otras regiones, habrían promovido la subida al trono de emperadores nacidos en la península, como Trajano y Adriano. Todos ellos eran originarios de las zonas más romanizadas de la península y, como en el caso de los caballeros hispanorromanos, procedían, sobre todo, de la Bética y de las ciudades costeras de¡ levante español, como Tarraco, Barcino, Sagunto o Valencia.

Con todo, la exitencia de senadores de origen hispano no tuvo una gran incidencia en la vida política de sus ciudades de origen. Más aún que los miembros del orden ecuestre, es evidente la desvinculación de estos senadores, no sólo de las magistraturas municipa-les, sino incluso de las familias de la aristocracia local que las detenta, y son muy conta-dos los casos en que puede observarse un entronque de estas familias senatoriales con las aristocracias urbanas. Esta desatención de los senadores hispanos hacia los asuntos internos de sus lugares de procedencia se explica por el hecho de que, aunque todos ellos tenían extensas propiedades en su tierra natal, sus miras políticas estaban concen-tradas en Roma, y en Italia invertían buena parte de sus ganancias. No hay que olvidar que una disposición de Trajano obligaba a los senadores que fijaban su residencia en Roma la mayoría de ellos a invertir un tercio de su fortuna en suelo itálico. No obstante, las propiedades que mantenían en sus lugares de origen y las extensas clientelas con que contaban entre los habitantes de las regiones de procedencia, convertían a estos se-nadores en portavoces y defensores de los intereses de sus patrias locales, de las que, en muchas ocasiones, eran sus patronos.

La plebe

La inmensa mayoría de la población Ubre de las ciudades hispanas no pertenecía, sin embargo, a los ordines privilegiados.

Sus estatutos presentaban marcadas diferencias, tanto en el ámbito político, como en el económico, lo que, lógicamente, se traducía en las correspondientes condiciones de vida. Así, el carácter de cives o municeps, ciudadano de pleno derecho en las colonias y muni-cipios, proporcionaba una serie de privilegios, de los que no gozaban los incolae, habitan-tes libres sin derechos Políticos. Sólo los primeros formaban parte de la asamblea de la ciudad y eran beneficiarios de los juegos, espectáculos y donaciones en dinero o en es-pecie. Esta población podía residir en la ciudad la plebs urbana o en el territoriuni o medio rústico que dependía de la misma, la plebes rustica.

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Conocemos muy mal las particularidades de este sector social, que, a pesar de su vo-lumen numérico, cuenta con una escasa documentación, en su mayoría de caracter epi-gráfico, y en particular, inscripciones funerarias. En su inmensa mayoría era en el sector agropecuario donde esta población ejercía sus actividades económicas, aunque no falta-ban comerciantes y artesanos, así como un porcentaje de desheredados, que vivían de las liberalidades públicas proporcionadas por las oligarquías municipales o se alquilaban como jornaleros para faenas agrícolas temporales. La pequeña parcela familiar era el tipo de propiedad más común en estos estratos bajos de hombres libres, completada con el aprovechamiento de las tierras comunales.

La evolución del sector agrícola a lo largo del Imperio, con una concentración creciente de la propiedad agraria, afectó negativamente, como es lógico, a estos estratos de pobla-ción que, al perder sus tierras, o bien emigraron a la ciudad para incluirse en la plebe ur-bana, dependiente de las liberalidades públicas, o permanecieron en el campo como jor-naleros o colonos, es decir, agricultores al servicio de los grandes propietarios, cuyas tie-rras cultivaban en un régimen de dependencia real que se ins~tucionalizará jurídicamente en el Bajo Imperio.

La producción artesanal ocupaba una gran parte de la población, residente en las ciu-dades, no pertenecientes a los ordines. Generalmente era el pequeño taller la unidad de producción, en el que, con el propietario, trabajaba su familia, en ocasiones, ayudado por uno o varios esclavos. Gracias a la epigrafía conocemos un buen número de oficios de la Hispania romana: zapateros, barberos, albañiles, fabricantes de lonas, alfareros, marmo-listas, hefferos, pescadores, barqueros... Su posición social puede considerarse en con-junto más favorable que la de las masas campesinas, ya que los núcleos urbanos ofre-cían mejores condiciones de trabajo, mayores posibilidades de promoción social y atracti-vos que el campo no poseía, como los espectáculos y las liberalidades públicas de magis-trados y particulares. Un campo no muy grande pero interesante de trabajo lo constituía la contratación de libres como funcionarios subalternos de la administración que, con el nombre de apparitores, incluían los oficios de pregoneros, flautistas, recaderos, ordenan-zas y contables, entre otros. También constituía un medio de promoción social y de los más interesantesel servicio en los cuadros legionarios o auxiliares del ejército que, desde comienzos del Imperio, se abrió tanto para quienes gozaban de la ciudadanía romana como para los libres sin estatuto jurídico privilegiado, originarios de las provincias. Cono-cemos un gran número de legionarios de los siglos I y Ii d.C., procedentes de ciudades hispanas, al comienzo, de las áreas más romanizadas del sur y levante y, más tarde, de las restantes regiones peninsulares. Pero, sobre todo, aparece durante la época imperial, en todas las fronteras, un buen número de unidades auxiliares con nombre étnico hispa-no, en su mayoría de los pueblos del norte y del oeste: galaicos, astures, cántabros, vér-dulos, lusitanos, vettones...

Asociaciones populares

Los pertenecientes a las capas bajas urbanas tenían la posibilidad de organizarse en collegia o asociaciones de diferente carácter que, controladas por el Estado o por la ad-ministración local, permitían a sus integrantes cumplir una serie de funciones o disfrutar de ciertos beneficios. Estas asociaciones, puestas bajo la advocación de una divinidad protectora, independiente de su carácter, no precisaban de un determinado estatuto social para incluirse en ellas, aunque sus miembros debían someterse a un criterio de selección.

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Gracias a la epigrafía se puede constatar la existencia de un buen número de collegia en las provincias hispanas, de carácter religioso, funerario y, en menor término, de profesio-nales, jóvenes y militares, organizados de manera similar a los del resto del Imperio ro-mano. Los de finalidad estrictamente religiosa, semejantes a las actuales cofradías, reu-nían a los devotos de una divinidad particular, tanto romanas Qúpiter, Mercurio, Diana o Minerva) como extranjeras (lsis, Serapis, Osiris ... ), o se dedicaban a rendir culto al em-perador vivo o muerto. Disponían por lo general de un templo propio, realizaban activida-des como dedicaciones, y efectuaban los ritos correspondientes al culto de que se tratara, mediante magistrados o sacerdotes organizados jerárquicamente.

Los collegia tenuiorum, es decir, asociaciones de gentes humildes, con un carácter re-ligiosofunerario, eran cofradías que, bajo la advocación de una divinidad, se reunían para cubrir sus necesidades de funerales y enterramiento, de acuerdo con las creencias roma-nas de ultratumba. Para ello, los asociados pagaban, además de un derecho de entrada, una cotización mensual, que les daba derecho a recibir honores funerarios y sepultura, en muchas ocasiones, en lugares comunes de enterramientos, donde la asociación celebra-ba los honores debidos.

En cuanto a los collegia iuvenum, aun constituyendo colegios refigiosos, tenían como finalidad celebrar fiestas y juegos y, frente a los tenuiorum, sus miembros pertenecían a las clases altas de la sociedad. Con esta dedicación a juegos y deportes, los colegios de jóvenes cumplían una función de iniciación a la vida política, en estrecha vinculación con las aristocracias municipales, así como de formación militar, de preparación para una futu-ra carrera en la milicia. Por lo que respecta a los colegios militares, poco frecuentes en el Imperio, aunque no falten ejemplos en Hispania, eran asociaciones de seguros mutuales, que cumplían una función social mediante el pago de ciertas cantidades en determinadas circunstancias (viajes, retiro, muerte ... ) y que estaban constituidos por militares de una misma graduación o especialidad, que, de este modo, contaban con una especie de cajas de retiro, mediante el pago de unas determinadas cuotas.

Las asociaciones profesionales reunían a miembros unidos por los lazos de una profe-sión común y tomaban el nombre de la industria o el oficio que ejercían. Aunque su carác-ter era privado, tenían también una funcionalidad pública, dado que sus actividades esta-ban conectadas con organismos oficiales. Su finalidad era la de fortalecerse mediante la unión para poder defender mejor sus intereses comunes, teniendo en cuenta que trataba de clases poco influyentes así podían obtener mayores consideraciones y ventajas.

Las ciudades de¡ imperio favorecieron el desarrollo de estos colegios profesionales, puesto que las magistraturas municipales podían utilizarlos para los trabajos de utilidad pública. Con ello se estableció una estrerha colaboración entre los organismos oficiales y estos collegia, que jugaron un importante papel en la vida y actividades municipales. Tres de ellos destacaron en especial por este papel, por su actividad conjunta de carácter pu-blico en un servicio muy concreto, el de bomberos. Se trata de los collegia de fabri, traba-jadores relacionados con la construcción; centonarú, fabricantes de toldos y lonas, y den-drophori, relacionados con la industria de la madera, su transporte y comercio. Aparte de estas tres asociaciones, conocidas como tria collegia principalia, se encuentran en Hispa-nia, como en Roma y en otras ciudades de¡ Imperio, colegios de toda clase de profesio-nes y oficios: prestamistas de dinero para la adquisición de trigo, zapateros, fabricantes y comerciantes de mechas para lámparas, obreros adscritos a las legiones para la cons-trucción de vías militares, agrimensores y, con una especial relevancia, comerciantes, al-macenistas y transportistas de productos, como el vino, el trigo y el aceite, necesarios pa-

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ra el aprovisionamiento de Roma ' la annona imperial. Estas corporaciones, sin embargo, a lo largo del Imperio, vieron restringida su libertad de actuación, presionados por el Esta-do, que necesitaba cada vez en mayor medida de sus servicios, hasta que en el Bajo Im-perio prácticamente toda la población trabajadora fue constreñida a enrolarse en corpora-ciones obligatorias y hereditarias.

Esclavos y libertos

La base de la pirámide social romana estaba constituida por los esclavos. La esclavitud como institución social mantuvo una torma esencial a lo largo de toda la Antigüedad. La característica fundamental del esclavo era su no consideración como persona, sino como instrumento, por lo que no contaba con derechos personales ni patrimoniales. Dependía totalmente de su amo, que podía hacerle trabajar a su albedrío, castigarlo, venderlo o ma-tarlo. No obstante, a lo largo del tiempo, más por razones economicas que morales, fue-ron dulcificándose las condiciones de la esclavitud: se limitó el derecho de"vida o muerte del amo sobre el esclavo, se aceptaron las uniones estables de parejas de esclavos con-sideradas siempre como concubinato y no como matrimonio jurídico y se permitió la po-sesión de un peculio con el que el esclavo podía a veces comprar su libertad.

Si desde el punto de vista jurídico la situación de los esclavos era uniforme, variaban extraordinariamente las condiciones de vida, de acuerdo con las circunstancias. La varie-dad de orígenes, de aptitudes y formación, pero también el carácter del dueño un amo privado, colectividades o el propio emperador explican las desigualdades sociales muy acusadas en el seno de la esclavitud.

La España prerromana había conocido ya la existencia de esclavos y otras formas de dependencia, no sólo individual, sino colectiva, como las de ciertas comunidades en el sur peninsular, sobre otras a las que estaban sometidas. La conquista romana supuso la pro-gresiva extensión del sistema esclavista propio de Roma en la península, con distintas variantes y desarrollo según las incidencias del proceso de inclusión en el sistema roma-no de las diferentes regiones de ffispania.

Debemos a J. Mangas el estudio más completo sobre la esclavitud en la Hispania ro-mana. De acuerdo con sus investigaciones, es posible trazar un panorama coherente de esta institución, aunque con las comprensibles lagunas, consecuencia de la deficiente in-formación, que procede en su inmensa mayoría de los datos proporcionados por la epi-grafía.

Durante las guerras de conquista, en época republicana, la esclavización de prisione-ros fue el medio de aprovisionamiento de esclavos más extendido en Hispania, esclavos que eran vendidos en mercados dentro o fuera de la península. Otra fuente eran los raids costeros que llevaban a cabo piratas, cuyo botín humano era luego ofrecido en los mer-cados. La conclusión de las guerras de conquista a comienzos del Imperio y la limpieza de los mares emprendida por Augusto quitaron importancia a estas fuentes de aprovisio-namiento, que se nutrieron desde entonces de ciertas áreas, como el oriente del Medite-rráneo, algunas regiones de las provincias occidentales y una parte del área celta penin-sular. Otras fuentes tradicionales eran la venta de los hijos por sus padres, la autoventa, la condena y, por supuesto, la reproducción natural, puesto que los hijos de madre escla-va heredaban la condición materna. Son las áreas más romanizadas el este y el sur pe-ninsular las que nos ofrecen la mayor parte de la documentación sobre esclavos, que in-

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dica la extensión de la institución precisamente en las regiones mas integradas en el sis-tema socioeconómico romano.

Gracias a esta documentación, que, repetimos, es fundamentalmente de carácter epi-gráfico sobre todo, lápidas funerarias, podemos sacar una serie de conclusiones sobre las condiciones de vida de los esclavos o, más precisamente, de una parte de ellos, los ads-critos al servicio doméstico, los esclavos públicos y los que dependían del propio empe-rador. Desconocemos, por el contrario, la situación del sector que más duramente debía soportar su condición, los esclavos que trabajaban en las minas o en las explotaciones agrícolas, imperiales o privadas, así como las de aquellos que eran dedicados por sus dueños a trabajos de tipo artesanal.

Como en época republicana, las explotaciones mineras estatales contaban con una mano de obra en su mayoría servil, aunque no faltaran también jornaleros Ubres, en con-diciones de trabajo muy duras, como consecuencia tanto de las precarias condiciones técnicas, como del interés de los explotadores en conseguir las mayores ganancias posi-bles. Algo semejante puede colegirse de los empleados en labores agrícolas, en las pro-piedades grandes y medianas privadas o en los latifundios imperiales. Un vilicus, esclavo de confianza, dirigía como capataz los trabajos agropecuarios, al frente de la mano de obra esclava.

En cuanto a los esclavos dedicados por sus dueños a trabajos ajenos a la producción minera o agropecuaria, tenemos testimonios de artesanos, como zapateros, carpinteros, alfareros, albañiles, bataneros, 6arberos, nodrizas..., pero también de otros que desem-peñaban actividades liberales, como pedagogos o médicos, y dato muy interesante de giadiadores, que en los juegos de circo oganizados por particulares y, sobre todo, por los magistrados municipales, podían conseguir una gran popularidad.

. Eran esclavos públicos los dependientes de las colonias y los municipios, así como de otras instituciones colectivas, y del Estado, que cumplían una amplia gama de funciones, tanto burocráticas y de servicios recaderos, encargados de la limpieza de edificios públi-cos, vigilantes, contables, escribientes..., como figadas a la producción de bienes y pro-piedades comunales y públicas y, por consiguiente, de acuerdo con su correspondiente actividad, con muy diferentes condiciones de vida y de promoción social.

En cuanto a los esclavos del emperador, aunque de carácter privado, con la extensión de la burocracia y de las propiedades imperiales en las provincias, cumplieron una amplia gama de funciones, que, desde el empleo en el aparato burocrático, con una posición pri-vilegiada y medios de fortuna en ocasiones considerables, llegaba hasta su utilización como mano de obra no cualificada en las propiedades pertenecientes al emperador: mi-nas, canteras, explotaciones agrícolas...

Si bien hay que suponer que la mano de obra servil desempeñaba las tareas más du-ras y vejatorias, no siempre las relaciones amoesclavo, especialmente durante la época imperial y en el caso de los servidores domésticos, públicos e imperiales, tenían un carác-ter absolutamente negativo, de acuerdo con inscripciones en las que se transparenta el afecto de los dueños por algunos de sus esclavos. Era el sistema, más que la crueldad generalizada de los amos, el responsable de la lamentable condición servil, que no po-demos considerar desde un punto de vista sentimental o moral. Las mejoras legales in-troducidas por la legislación imperial, la filosofía estoica con su doctrina de la igualdad de los hombres, la esperanza de conseguir la libertad, mediante la manumisión, y la propia

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diversidad de condiciones de vida de los esclavos contribuyeron a mantener el sistema y a impedir su concienciación como clase, con sus secuelas de carácter revolucionario. Desde las duras condiciones de época republicana, en las que el esclavismo constituyó el modo predominante de producción, a través de los primeros siglos del Imperio, durante los que la institución se mantuvo, el sistema fue derivando, sin desaparecer, hacia otras formas de dependencia que caracterizan la sociedad del Bajo Imperio.

Sin duda, fue esta posibilidad de sustraerse a la condición servil, mediante la manumi-sión, la que, con la esperanza de libertad y de promoción social, dio su carácter al siste-ma, que beneficiaba igualmente a los antiguos amos, porque la liberación no significaba la rotura de los lazos de dependencia, sino la concreción de otros lazos de vinculación de los libertos con sus antiguos dueños o patronos, a veces de por vida, basados en el triple término de obsequium, opera y bona, que se estipulaban con precisión en el acto de la manumisión. El obsequium, o deber general de deferencia hacia el patrono, se traducía en servicios muy diversos; las operae, principalmente, días de trabajo, efectuados por cuenta del patrono, normalmente en actividades de la misma naturaleza que cumplía co-mo esclavo; los bona, derecho sucesorio sobre el patrimonio del liberto, así como la obli-gación de cuidar y atender al patrono en caso de necesidad o vejez.

Las ventajas recíprocas de la manumisión para amosy esclavos y, consiguientemente, la frecuencia de las liberaciones obligaron a Augusto a introducir una legislación restrictiva que trataba de defender los derechos de los ciudadanos y la estabilidad del sistema. Pero ello no impidió que creciera el número de esclavos liberados, precisamente los más capa-ces y dinámicos que, si vieron restringidos sus derechos jurídicos respecto de los ciuda-danos, lograron, en cambio, muy frecuentemente, desahogada e incluso relevante posi-ción económica. Así, en las ciudades, llegó a formarse con los libertos ricos una pseudoa-ristocracia de dinero, cuyas fuentes de enriquecimiento estaban tanto en la producción agrícola como, sobre todo, en el mundo de los negocios, la manufactura, el comercio o la banca. De acuerdo con esta posición, no es extraño que contemos con una abundante documentación sobre fibertos en Hispania, recientemente estudiada por Serrano Delgado.

Si la mácula de su nacimiento esclavo les cerraba, a pesar de sus, a veces, considerables fortunas, el paso a la aristocracia municipal del ordo decurionum, encontraron la posibili-dad de distinguirse sobre sus conciudadanos, como un segundo ordo o estamento privile-giado, mediante su inclusión en el collegium de los augustales, dedicados al culto al em-perador y gravados con cuantiosos dispendios, que estos libertos satisfacían con gusto a cambio de ver reconocida y elevada su imagen social. De todos modos, no todos los liber-tos conseguían alinearse en los estratos superiores de la sociedad. Los más, sin duda, permanetían integrando las capas bajas de la población, con la plebe de origen libre, pero ayuna de privilegios jurídicos, y con los esclavos.

Del mismo modo que libertos privados, existían también líhertos públicos, dependien-tes de las colonias y municipios, con funciones religiosas y profesionales, y libertos del emperador, c~yo alto patrono les significaba un prestigio y un poder económico, en oca-siones considerable. La extensión de la burocracia imperial, tanto en la administración central, como en las provincias, ofrecía a estos libertos muchas posibilidades de intervenir en la gestión política y en la economía, sobre todo como procuratores, ligados a sectores administrativos y a la dirección y supervisión de las propiedades imperiales, en particular, los distritos mineros.

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Como en el caso de los esclavos, las nuevas condiciones socioeconómicas surgidas a partir de la crisis del siglo III, y desarrolladas a lo largo del Bajo Imperio, transformaron el estatuto de liberto en el contexto de nuevas formaciones sociales.

PERVIVENCIAS DE ORGANIZACIONES SOCIALESINDIGENAS EN LA HISPANIA ROMANA

La conquista romana no significó la total asimilación de las estructuras sociales roma-nas por parte de la población indígena. Si bien estas estructuras fueron aceptadas por los hispanos, la propia política de la potencia conquistadora de respeto por las realidades so-ciales indígenas significó una simbiosis de elementos que, a lo largo del tiempo, fue de-cantándose, en las regiones donde más profundamente incidieron los elementos de ro-manización, por la completa sustitución de las formas indígenas por las correspondientes romanas. En el sur y Levante el área que podemos definir como ibérica este proceso de sustitución se hallaba ya prácticamente cumplido, salvo residuos, a finales de la república. En cambio, en el interior y, sobre todo, en el norte el área celta, los factores de conquista y colonización distintos supusieron la permanencia de las estructuras sociales tradiciona-les, si no con absoluta pureza, sí con la suficiente fuerza para que Roma hubiera de te-nerlas en cuenta en la propia organización políticoadministrativa del territorio. No puede hablarse, por tanto, de sociedad romana y sociedad indígena en Hispania en estado puro, pero sí de predominancia de una u otra en las distintas regiones peninsulares, con una dinámica de acercamiento e incluso identificación al modelo romano, completado pronto en el área ibérica y sólo lentamente logrado en el área celta a lo largo de los tres primeros siglos del Imperio.

Esta transformación paulatina de las estructuras indígenas se hizo realidad a través de un proceso de integración de las unidades gentilicias suprafamiliares indígenas dentro de las estructuras políticoadministrativas romanas, traducido en la conversión de tales uni-dades en civitates. Pero además contribuyó a fomentarlo la propia presencia de elemen-tos romanos en territorio indígena, ligados a la organización administrativa y a la explota-ción económica de sus recursos. Fueron entre ellos fundamentales los traslados de po-blaciones, debidos a la necesidad de pacificar los territorios recién conquistados, los re-partos de tierra entre la población indígena, como medio de pacificación social, la explo-tación de los recursos mineros, la apertura de vías de comunicación y extensión del co-mercio, el reclutamiento de indígenas para los cuerpos auxiliares del ejército romano, la propia presencia de fuerzas militares permanentes en estos territorios y la existencia de islotes de romanización en los centros urbanos creados para las necesidades mínimas de la administración. La consecuencia queda manifiesta si se comparan los datos que ofre-cen las fuentes del siglo i, como Estrabón o Plinio, en donde las unidades organizativas son de carácter indígena, frente a las del siglo II, como Ptolomeo, que ya sólo menciona civitates, en muchas de las cuales tuvo lugar un proceso de ampliación de los derechos de ciudadanía, completado a comienzos del siglo ni con el edicto de Caracalla.

Nuestro conocimiento de las pervivencias sociales indígenas en la Hispania romana, en concreto del área celta, procede fundamentalmente de dos tipos de fuentes, literarias y epigráficas, que, no obstante, plantean una serie de problemas de interpretación, con los que se han enfrentado en los últimos años un grupo nutrido de investigadores, como Caro Baroja, M. L. Albertos, J. Santos o M. C. González. Estos problemas surgen de la diferen-te aplicación por parte de los autores latinos y por los propios indígenas a través de epí-grafes donde se hace mención de sus relaciones sociales de los términos fundamentales con los que se expresan estas relaciones, así como de la propia extensión temporal de

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dichas fuentes, las cuales, según la época, hacen referencia a realidades sociales distin-tas. Tales términos son los de populi, gentes, gentilitates y castella, estos últimos sólo co-nocidos en la epigrafla mediante el signo de una C invertida.

En todo caso, de la documentación, se deduce que en el área celta peninsular y, sobre todo, en el norte pervivió la vieja onomástica indígena, lenguas y creencias, así como un conjunto de relaciones familiares, sociales y religiosas diferentes a las romanas, que coe-xistieron con la organización social y las formas de propiedad introducidas por Roma, so-bre todo en aquellas zonas más alejadas de los centros de romanización. Si el Estado romano, por necesidades administrativas reordenó las grandes unidades territoriales, apenas tocó en cambio las inferiores, pero, en cualquier caso, tuvo en cuenta en sus divi-siones políticoadministrativas la realidad social indígena, completándola o adaptándola al modelo administrativo que tenía como base la civitas.

Frente a hipótesis antes generalizadas, hoy se está de acuerdo en que las organiza-ciones gentilicias, propias del área celta, no Regaron a cristalizar en grandes confedera-ciones políticas de carácter tribal. Los pueblos citados por las fuentes cántabros, astures, vettones, galaicos... no constituyeron agrupaciones con la categoría de Estado, aunque, en ocasiones, se unieron en alianza ante graves peligros o estuvieran muy avanzados en el camino de crear órganos comunes. La afinidad de origen, lengua y costumbres, de ca-da uno de estos pueblos, sin embargo, fue respetada en gran medida por la organización políticoadministrativa romana a la hora de establecer las subdivisiones provinciales bási-cas de los conventus.

El problema está en que estos pueblos son citados en las fuentes latinas como gentes gens Cantabron^ gens Asturum, término que es utilizado también para designar las uni-dades gentilicias indígenas básicas, que incluían un conjunto de gentilitates, compuesto por una serie de Jamiliae.

En el sistema gentilicio eran los lazos de sangre los que unían a los miembros del gru-po la gentilitas, que contaba con un territorio propio, limitado por accidentes naturales cursos de agua o montañas, considerados como sagrados, con forma de propiedad co-munitaria. Los vínculos comunitarios aseguraban la propiedad común de la tierra y de los ganados, impidiendo el desarroflo de la propiedad privada, base del sistema económico romano. El individuo, a través de su pertenencia a una familia incluida en la gentilitas, cumplía las funciones y normas establecidas por la comunidad, de acuerdo con una tradi-ción ancestral, remontada a un dios o héroe divinizado. Estas funciones eran de carácter muy distinto a las de las sociedades de clases, puesto que la condición personal quedaba supeditada al interés del grupo y su papel social y económico se realizaba a través de la familia, que tenía el usufructo de las parcelas comunitarias y que se preocupaba de las relaciones de trabajo y de los beneficios económicos. No era, pues, propietario de los medios de producción, sino usufructuario de los mismos por su relación con la comuni-dad, la cual, en contrapartida, velaba por el mantenimiento y reproducción de las formas de existencia, reajustaba los desequilibrios y mantenía el sentimiento de solidaridad den-tro de las normas de sus antepasados y de sus dioses.

La relación del individuo con la comunidad gentilicia queda manifestada en la onomás-tica personal, distinta del sistema romano y compuesta de tres elementos: el nombre per-sonal, la filiación o indicación de la familia y la gentilitas a la que pertenece, por ejemplo, Maternus, Malmani filius, Balatuscun.

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El carácter comunitario de la propiedad no significaba que todas las parcelas fueran iguales. Existían jerarquías de índole Política, militar o religiosa, que decidían el puesto social. Esta jerarquía social se apoyaba en dos elementos básicos, la edad y la dignidad, es decir, el honor o la consideración pública. La edad y la dignidad jugaban el papel fun-damental en el consejo, que constituía la autoridad máxima del grupo social. Aunque des-conocemos las funciones de estos consejos, por analogía con otras formaciones primiti-vas de tipo comunitario, puede suponerse que elegían y deponían a los jefes, condena-ban o vengaban los delitos tanto de los miembros de la comunidad, como de los cometi-dos por otros grupos contra alguno de ellos, y adoptaba a los individuos en el grupo. También establecían relaciones con otras comunidades, de carácter pacífico, expresadas por medio de pactos de hospitalidad y de clientela, de los que conservamos un buen nú-mero de ejemplares, redactados en téseras, en ocasiones, con la forma de un animal to-témico. Mediante estos pactos o toda la comunidad pasaba a ser huésped de otra, o un miembro de una de ellas era aceptado como huésped y cliente de otra comunidad distinta a la suya.

Aunque las organizaciones sociales indígenas mantuvieran su vigencia durante mucho tiempo al lado de las romanas, ciertamente con carácter regresivo, la dependencia de Roma introdujo elementos que, mediante procesos de simbiosis y asimilación, terminaron por destruir las formas indígenas. El más importante de ellos fue, con la introducción de un modo de vida sedentario, la territorialización de las gentilitates, hasta la identificación de los nombres de las mismas con el territorio que ocupaban o, todavía más, con el nú-cleo de población donde residían, expresado en la epigrafía mediante topónimos, como vicus (aldea), forum (mercado) o castellum (castro). Con criterios administrativos, los con-ventus fueron divididos en unidades administrativas superiores populi, aprovechando, jun-to a otros procedimientos, sobre todo, las grandes unidades administrativas indígenas (gentes), y dejando funcionar sólo las de nivel medio e inferior, gentilitates y familiae. En un segundo estadio y al mismo tiempo que se extendía la propiedad privada, estos populi se transformaron en civitates, alrededor de un núcleo urbano, con lo que se produjo el proceso de desintegración de las relaciones gentilicias, que, en el siglo III, apenas si se mantenía en áreas pobres y alejadas de las vías de comunicación. Sólo las creencias re-ligiosas manifestaron una tenaz resistencia, aún vivas o asimiladas por el cristianismo.

La sociedad hispana en la Antigüedad tardía

Desde finales del siglo ii se habían hecho presentes en el Imperio una serie de trans-formaciones que afectaron a las estructuras en las que se había basado el sistema admi-nistrativo y socioeconómico romano. Estas transformaciones consistieron fundamental-mente en una crisis económica acelerada por la extensión del latifundio, que rompió el equilibrio en las relaciones sociales dentro del marco de la ciudad, la unidad básica de gobierno.

Durante los dos primeros siglos del Imperio, los propietarios de tierras eran en buena proporción gentes pertenecientes a la oligarquía municipal, que mantenían relaciones es-trechas con su ciudad mediante el cumplimiento de las magistraturas comunales y la sa-tisfacción de liberalidades públicas en sus correspondientes municipios. La crisis del tra-bajo esclavo como forma de producción puso en entredicho la rentabilidad de la mediana propiedad, a la que aquél servía de base, y dio paso al proceso de formación del latifun-dio extraterritorial cultivado por colonos semilibres. El proceso de consolidación de la gran propiedad privada llevó a una progresiva desvinculación de los intereses económicos de estos propietarios respecto a la ciudad. El fenómeno de formación del latifundio, o se rea-

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lizó dentro de las tierras de la ciudad, a la que continuaban aún unidos algunos de dichos propietarios, o al margen de las tierras ciudadanas, con lo que la hacienda municipal fue perdiendo las bases económicas en las que hasta entonces se había apoyado. El latifun-dio autosuficiente se cerró cada vez más en sí mismo y los propietarios fueron perdiendo sus vínculos con la organización urbana, con cuyos intereses no coincidían los de los ri-cos senadores, que vivían en Italia, los miembros del orden ecuestre y, en algún caso, te-rratenientes de la oligarquía municipal, que sustrajeron sus tierras a las obligaciones co-munales.

Tanto estas grandes propiedades, como las que, por donaciones y confiscaciones, fue-ron cayendo directamente en manos de los emperadores, sustraían a las ciudades sus medios de subsistencia, que se vieron obligadas a recabar de los propietarios de tierras municipales. Si tenemos en cuenta las dificultades económicas con que éstos ya se en-frentaban, obligados a competir con un latifundio más rentable, no debe extrañar que se vieran precipitados a un proceso de empobrecimiento y de ruina, al que arrastraron a sus ciudades. La ruina de estos propietarios no estaba causada por el cumplimiento de sus obligaciones respecto a, la ciudad, sino por el aumento de los impuestos estatales a que se vieron sometidos al empeorar la situación financiera del Imperio.

Estos fenómenos no podían dejar de repercutir en el desarroNo de la producción y en el propio nivel de vida, que descendió sensiblemente desde comienzos del siglo iii. El aumento del proletariado urbano, engrosado con los propietarios arruinados y con los ar-tesanos, como consecuencia de la economía autosuficiente.del latifundio extraterritorial, aceleró el aumento de gastos de las clases ricas de los municipios, que se vieron empu-jadas a sostener una beneficencia pública para mantener el orden social, causa de su propia ruina. Se preparaban así, en esta desfavorable coyuntura, las bases económicas sobre las que habría de asentarse la sociedad de la Antigüedad tardía, cuyo eje funda-mental de sustentación no sería ya la ciudad.

El régimen latifundista significó la aparición de nuevas relaciones en la producción. Frente al sistema esclavista, en regresión, se fue imponiendo el del colonato como forma imperante de trabajo en la tierra. Su práctica generalizada terminó por recibir con Diocle-ciano, a finales del siglo III, una fundamentación jurídica, por la que el campesino, que re-cibía tierras de cultivo pertenecientes a un latifundista, se vinculaba de forma vitalicia y hereditaria al suelo que trabajaba, en una condición de semiUbre. También el campesino libre, a través de la institución del patrocinio, establecía lazos de relación con un poderoso que, a cambio de una suma de dinero, le protegía contra los recaudadores del fisco.

Colonato y patrocinio llevaron a una simplificación de las relaciones sociales, acercan-do a los estratos bajos de la población, libres y esclavos. La humanización de las condi-ciones de la esclavitud y su pérdida de importancia económica, por un lado, y la limitación de libertad de los trabajadores de¡ campo y de la ciudad, por otro, terminaron por hacer coincidir las condiciones socíoeconómicas y jurídicas de unos y otros en un único grupo social, el de los humiliores, frente a la clase dominante de los honestiores, separados por un abismo, que recibió una fundamentación jurídica.

Los honestiores

Frente a los tres órdenes privilegiados, que formaban la cúspide de la pirámide social durante el Alto Imperio senadores, caballeros y decuriones, en la tardía Antigüedad, con *la ruina de las oligarquías municipales y la desaparición de¡ orden ecuestre, asimilado a

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la clase senatorial, también se simplificó el grupo dominante de la sociedad. Los clarissi-mi, como se denominaban los senadores, constituían un grupo restringido, en gran parte de nueva formación, que, en la primera mitad del siglo iv, se cerró como cuerpo heredita-rio, cuyos miembros estaban estrechamente ligados entre sí por intereses de clase como grupo dirigente político, social y económico. La tierra fundamentalmente, pero también los negocios, constituían su base de poder económico, plasmado en las lujosas villae, que, fuera del ámbito de las ciudades, les servían de residencia y de centro de producción económica autárquica de sus propiedades, cultivadas por colonos. A partir de Constantí-no, se integraron en esta aristocracialos obispos católicos, a quienes los privilegios y do-naciones imperiales en favor de la Iglesia y las dádivas de los fieles proporcionaron un poder económico y una influencia política y social que terminaron por convertirlos en el factor dominante en las ciudades.

Esta aristocracia, en las convulsiones de las invasiones bárbaras, logró integrarse co-mo grupo dominante con la nobleza germánica y compartir con ella los privilegios políticos y sociales en los albores de la Edad Media.

Los humiliores

Frente a la tradicional distinción básica entre libres y esclavos y a pesar de su mante-nimiento, la población libre agrícola y artesana, así como los libertos y esclavos, vieron acercarse su condición de hecho para poder ser considerados en la Antigüedad tardía como una auténtica clase social, aunque con matizaciones derivadas sobre todo de la di-ferente situación económica de los individuos que la integraban.

En el campo, coexistieron trabajadores libres y esclavos con muy pocas diferencias so-cioeconómicas aunque se mantuvieron las jurídicas, como colonos, ligados a la depen-dencia de los grandes señores y vinculados a la tierra que cultivaban, en una situación que preludia la servidumbre de la gleba medieval.

Por lo que respecta a los trabajadores en las ramas de la producción no vinculadas a la agricultura minería, artesanado, comercio y servicios, desarrolladas en el ámbito de la ciudad, con un peso específico muy reducido frente al del sector agríeola, sus condicio-nes parecen haber sido más favorables que las correspondientes a los trabajadores del campo. También, como los colonos, los artesanos reunidos en corporaciones profesiona-les, fueron vinculados hereditariamente a su oficio por el Estado, que necesitaba asegu-rarse sus servicios, estaban sometidos a una fuerte presión fiscal y a la prestación de tra-bajo obligatorio y gratuito los munera sordida, pero se beneficiaban de las liberalidades que, con todo, seguían prestándose en la ciudad.

Con un nivel socioeconómico más elevado, aunque incluidos en el status jurídico de los humiliores, hay que considerar finalmente a la gran masa de funcionarios de la adminis-tración provincia¡, a los profesionales de carácter liberal médicos, arquitectos, abogados, pedagogos... y a los comerciantes dedicados al tráfico marítimo.

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und soziale Stellung der Magistratus municipales und der Decurionen, Wiesbaden, 1973; GARNsEY, P., «Aspects oí the decline oí the urban aristocracy in the Empire», Aufitieg und Niedergang der rómischen Welt 11, 1, Berlín, 1974, 229 ss. y, para distintos aspectos en Hispania, CASTILLO, C., Prosopographia Baetica, Pam», Aufitieg und NieNE", J.,rómischechen Reiches, Berlín, 1, H. G., Les carriéres P curatoriennesuestres sous le Haut Empire Romaine vols., París, 19601961. En concreto, para Hispania, PFLAM H. G., «La part prise par les chevaliers romains originaires d'Espagne á l'administration impérial^ Les empereurs romains d'Espagne, Madrid, 1965, 87 SS.; RoDRIGUEZ NEtLA, J., «Los jueces de las cinco decurias oriundos de Hispania romana. Una contribución prosopográ-fica» Hispania Antiqua 8, 1978, 17 ss., y la obra de¡ mismo autor citada en el párrafo ante-rior. Para el ordo senatorial, BERGENER, A., Die führende Senatorenschicht im ftúhen Prínzipat (]4M n. Chr.), Bonn, 1965; ECK, W., «Sozialstmktur der rómischen Senatorens-tandes der hohen Kaiserzeit und statische Methode», Chiron 3, 1973, 375 SS.; íd., Sena-toren von Vespasian bis Hadrian, Munich, 1970; GELZER, M., «Die Nobilitit der ramischen Kaiserzeit», Kleine Schriften 1, Wiesbaden, 1962, 136 SS.; SHATzMAN, I., Senatorial Wealth and Roman Polifics, Bruselas, 1975. Para Hispania, CHAsTAoNoL, A., «Les sena-teurs d'origme provincíale sous le régne d'Auguste», Mélanges Boyancé, París, 1974, 163 SS.; ETIENNE, R., «Les senateurs espagnots sous Trajan et Hadrien», Les empereurs romains d'Espagne,París, 1965, 55 SS.; WIEGELs, R., Die rómische Senatoren und Ritter aus den his pa isc n Provi inzen, Freiburg, 1971. CASTILLO, C., «Los senadores héticos, relaciones familiares y sociales», Actas Colloquio Internazionale Epigrafia e Ordine Sen-natorio, Roma, 1983, 251 SS.; 01ENNE, R., «Senateurs originaires de la ince de Lusita-nie», ibídem, 621 ss; LE ROUX, P., «Les senateurs originaires de la Province filispania Citerior aut HautE pire Ro ain», ibSobre las asociaciones Propulares en ffispa m m ídem, 439 ss.nia vid. la reciente obra de SAN.IERO, J. M., Asociacionespopulares en H¡sp" W~ , Sevilla, 1978. En cuantO a libertos y esclavos, ~GAS L, FMayos y libertos en la Esp romanaSalamanca, 1971; S~0, J. M' añaHispania Romana, SevMa 1988. , Statiff Y Promoción social de los libertós e;Para el estudio de la orgenas y administración romana en el Noroeste de SAMS, J., Comunidades ~ social indígena son fundamentales las obras hiSpánicol Bilbao, 1985, Y CRUZ GoNzÁLF_z M., L43 un~ organizativas in dí-gen0 del ár'4 ildoeuropea de Húpania, ;V¡¡o'ria, 1986, con toda la bibliografía anterior.

ASPECTOS ECONOMICOS

]Estamos todavía lejos de poder ofrecer una historia económiea de la lEspania romana, teniendo en cuenta las dificultades que presenta el análisis de los datos susceptibles de utilización para su conocimiento. Si es cierto que estos datos existen y, en ciertos casos, son incluso abundantes, los problemas de datación, las lagunas para determinados secto-res y épocas y la falta de estadísticas fiables, como consecuencia de las comprensibles carencias de documentación, sólo permiten trazar un esquema de algunos aspectos eco-nómicos, cofflo son la enumeración de productos y su distribución, mientras en otros he-mos de contentarnos con generalizaciones o reconocer nuestra falta de conocimiento, especialmente grave en lo concerniente a la elaboración de una historia económica cuan-titativa. No obstante, investigadores, entre los que destaca por la densidad en su obra J. M. Blázquez, intentan arrancar de la dispersión de datos literarios y, sobre todo, arqueo-lógicos, las coordenadas que permiten llegar a tratar una historia coherente de la organi-zación económica de España en época romana.

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Esta organización, que no es posible separar de las correspondientes formaciones so-ciales que pueden individualizarse en la España romana, está mediatizada por una serie de factores, corno el clima, las condiciones del suelo y subsuelo, la densidad de pobla-ción, vías de comunicación, formas de propiedad y relaciones de producción..., y es, al mismo tiempo, dinámica, puesto que las condiciones de las diferentes regiones en época preffomana han ido transformándose, con distintos ritmos, al compás de la irregular inci-dencia en ellas de la presencia romana, mediatizada, a su vez, en lo económico, por ra-zones de conveniencia.

Si, como es obvio, la dominación romana supuso cambios en las estructuras económicas de las regiones peninsulares, éstos ni fueron uniformes en todo el territorio, ni afectaron por igual a los diferentes sectores económitos. La consecuencia fue, así, un mosaico va-riopinto de realidades que sólo muy lentamente y no para todas las áreas fueron inte-grándose en *la estructura económica general M Imperio romano. Ciertas regiones, por tanto, y concretamente el norte peninsular continuaron durante mucho tiempo mantenien-do sus tradicionales estructuras económicas intemporales basadas en la propiedad de carácter comunitario y en una economía de subsistencia. Otras, sobre todo las corres-pondientes al área ibérica valle M Guadalquivir, Levante y bajo Ebro, experimentaron pronto cambios como consecuencia tanto de las diferentes condiciones en que se desen-volvían ya incluso en época prerromana la incidencia de los pueblos colonizadores, grie-gos y púnicos, como de la presencia romana, más interesada por los productos de su suelo y subsuelo y, por tanto, más activa en la aceleración del ritmo de su desarrollo eco-nómico.

Para conseguir una aceptable claridad en este heterogéneo mosaico parece, pues, conveniente exponer los datos más relevantes con que contamos, agrupados por los sec-tores fundamentales económicos que se pueden individualizar en la España romana: economía recolectora, sector agropecuario,minería, artesanado y comercio, con los as-pectos que, aun no siendo de carácter propiamente económico, afectan a la economía y que nacen del carácter de colonia de explotación de la península como objeto del dominio del Estado romano.

Economía recolectora

La caza y la pesca constituyeron dos importantes medios de obtención de alimentos en seguimiento de una constante que tiene sus raíces en la prehistoria y como complemento de la economía doméstica. Fuentes literarias y documentos epigráficos hacen referencia a la abundancia de la caza en Hispania, que ninguna reglamentación controlaba y que estaba favorecida por la gran extensión de las zonas de monte y bosque. Corzos, jaba-líes, conejos, liebres y distintos tipos de aves constituían la fau buscada, que en econo-mías pobres significana cinegética más ban un importante medio de subsistencia. En todo caso, la dominación romana no introdujo ningún cambio digno de mención en el sector, cuyo papel económico no se refleja en nuestras fuentes de documentación.

De igual modo, los autores antiguos coinciden en la gran cantidad y variedad de pesca existente en los ríos y las costas peninsulares atlánticas y mediterráneas. Lo mismo que la caza, la pesca constituía un importante medio de subsistencia de la población hispana, ya practicada en los siglos anteriores a la dominación romana, y, en algunas regiones, como en el norte, base fundamental de la alimentación. Si, como en la caza, la captura y consumo eran en general locales, un sector, sin embargo, se convirtió en base de una importante industria, la conservera, destinada niayoritar~amente a la exportación.

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La industria del salazón contaba en la península con una larga tradición, desde su in-troducción por los púnicos. Menciones de esta industria, en concreto de las salazones gaditanas, nos proporcionan ya autores gnegos de mediados del siglo v, y las explota-ciones no sólo no se paralizaron en época romana, sino que se intensificaron, sobre todo, en las costas meridionales de Hispania, as! como en las opuestas del norte de Africa. Ba-se imprescindible de la industriá era la sal, que, extralda en abundancia en las salinas del sur peninsular, contribuía ja abaratar los costes y a hacer la producción más rentable. Es-tudios recientes de Ponsich y Tarradefi, basados en un abundante material arqueológico proporcionado por excavaciones en numerosos centros de producción, han desvelado las técnicas y la organización de las explotaciones conserveras. Ciudades como Carthago Nova, Baria (Villaricos), Sexi (Almuñécar), Baelo (Bolonia), Gades... contaban con fábri-cas de salazones, en las que el pescado, limpio y troceado, se preparaba en depósitos de tres o cuatro metros para su posterior envase y exportación. El atún y el escombro eran los pescados preferidos, pero destaca sobre todo por el volumen de producción el garum, una salsa conseguida a partir de la elaboración de las entrañas de ciertas variedades de pescado, muy apreciada en la cocina romana y que constituyó, como veremos, un impor-tante producto de exportación.

Sector agropecuario

Fue durante toda la época romana, como lo había sido anteriormente, el sector básico de la estructura económica. No conocemos suficientemente bien los cambios que la do-minación romana introdujo en la propiedad territorial; en cualquier caso, fueron muy desi-guales en las diferentes regiones peninsulares. . Hispania, de acuerdo con las referencias de los autores antiguos, contaba con grandes extensiones de bosques y, en consecuen-cia, el territorio dedicado al cultivo era menor que el actual. Su explotación era, en ciertas regiones, como el norte, un ¡inportante elemento económico. Según Estrabón, los monta-ñeses, al norte de la cordillera cantábrica, se alimentaban las tres cuartas partes del año de bellotas, con las que se hacía pan y con las que se complementaba su dieta, que pro-venía de la riqueza ganadera. El arbolado, que cubría, como decimos, extensas regiones, como por ejemplo, la cordillera que cruzaba Bastetania y Oretania, en el sudeste peninsu-lar, o los grandes bosques de la la cordillera Cantábrica, era utiliza, do en la industria ma-derera para la construcción de barcos, explotaciones mineras, edificios, diversos tipos de máquinas y calefacción, pero también se conocían árboles frutales, como el ciruelo, al-mendro, manzano o higuera, cuyos frutos generalmente se dedicaban al consumo local, aunque no faltaban algunos destinados a la *exportación, como los higos de la región de Sagunto.

Mención especial merecen las plantas textiles, alguna de ellas base de una industria de cierta importancia, como el cultivo del Uno, abundante en Levante, sobre todo en la re-gión de Játiva y Tarragona y, posteriormente, aclimatado en el noroeste, y la explotación del esparto, planta silvestre especialmente abundante en el sureste, en la región de Car-tagena, que por ello, recibió el nombre de campus spartarius, y en las proximidades de Ampurias. El esparto era utilizado para la fabricación de un gran número de objetos, en seguimiento de una tradición que se remontaba a la prehistoria: cordajes y velas para barcos, espuertas y sacos, calzado... En relación con la industria textil, hay que mencio-nar plantas tintóreas, como el coccus, utilizado para teñir el paludamento de los genera-les, y el aprovechamiento de la cochinilla y el quermes, que se criaban en las hojas del cascajo, para el tintado de telas.

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En todo caso, era la tríada mediterránea cereales, vid y olivo la base de la agricultura hispana. Los autores antiguos coinciden en señalar la península como una de las princi-pales regiones productoreas de cereales que, desde los primeros tiempos de la conquis-ta, constituyeron una rediticia fuente de explotación por parte de los colonizadores. Espe-cialmente en el sur, las técnicas de cultivo avanzadas introducidas por los cartagineses, contribuyeron al florecimiento de la agricultura y a la elevación del rendimiento cerealista. Las tierras de la Bética eran, en gran parte, de regadío, que se remontaba a la época tar-tésica, mediante el aprovechamiento de los canales de los que habla Estrabón. Pero tam-bién el valle del Duero, el territorio de los vacceos, era una excelente zona triguera, así como, en general, toda la provincia Citerior, en la que el trigo cosechado se guardaba en silos. Conocemos, a lo largo de la conquista, innumerables referencias de las cantidades de trigo y cebada aportadas por los indígenas a los romanos, en forma de requisas, boti-nes y tributos. Así, por ofrecer sólo unos datos indicativos, menciona Livio que en el año 203 a.C., el trigo importado por Roma de Hispania hizo bajar enormemente los precios del cereal. Años antes, Escipión obtuvo una enorme cantidad de trigo y cebada en la toma de Carthago Nova. El final de la conquista y la pacificación de Hispania, con la correspon-diente regulación administrativa, contribuyeron al desarrollo de las fuentes naturales de riqueza, que crecieron en los dos primeros siglos del Imperio. La extensa política de colo-nización en la península emprendida por César y Augusto precisó las formas de propie-dad, y la explotación experimentó el tránsito de la economía campesina a la de los gran-des terratenientes, que aprovechaban sus tierras con nonnas capitalistas y métodos cien-tíficos. La tendencia, sobre todo en la Bética, Levante y la cuenca del Tajo, fue la de re-emplazar el cultivo de cereales por otros de mayor rendimiento, como la vid y, especial-mente, el olivo, cultivos que se desarrollaron con una gran rapidez. De todas maneras, el trigo de¡ valle del Guadalquivir, que se cultivaba entre los olivos, siguió siendo un impor-tante producto agrícola, apreciado por su calidad y rendimiento. Lo mismo cabe decir de otras regiones de Levante y del interior, productoras de trigo, cebada y otras especies de cereal, con ciertas diferencias regionales, que hacían de Hispania una zona cerealista, si hacemos excepción del norte.

En cuanto a la vid, su cultivo estaba extendido por la mayor parte de la península, aun-que las principales regiones productoras eran la Bética y el oriente de la Tarraconense. La calidad de los caldos era muy desigual; la producción, destinada generalmente al consu-mo familiar y a la venta local, era en ocasiones producto de exportación. Pfinio nos pro-porciona los datos más concretos sobre las particularidades del cultivo de la vid en Ffis-pania. Por él sabemos que existían vinos dulces y secos, diferentes tipos de uva una de ellas, la llamada coccolobis, característica de la península, cuidado de las parras y cepas y técnicas de elaboración. La producción de vino en las provincias, que podía repercutir desfavorablemente en el cultivo de la vid en Italia, dio lugar a legislaciones restrictivas pa-ra proteger los vifiedos italianos. La más conocida es la del año 92, durante el reinado de Domiciano, que ordenaba arrancar la mitad de los viñedos de las provincias, pero no sa-bemos la repercusión que esta ley tuvo en Hispania. En todo caso, siguió produciéndose vino en abundancia en la península y no cesó su exportación.

Pero una de las más importantes riquezas agrícolas de Hispania era el cultivo del olivo. Aunque su extensión alcanzaba hasta la sierra de Gredos, era la Bética la principal pro-ductora, con varios siglos de tradición desde su introducción por los colonizadores griegos y fenicios. No sólo llamaba la atención de los escritores antiguos la cantidad de aceite bé-tico sino, sobre todo, su calidad. Para Plinio, la Bética obtenía las más ricas cosechas de sus olivos, dada la aptitud del suelo para su cultivo, y el aceite constituyó un importante objeto de exportación, que atesti, guan los abundantes hallazgos de ánforas, utilizada%

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para su envasado, en. todo el occidente del Imperio. Esta producción experimentó un continuo crecimiento en época imperial, con un período máximo en los años centrales del siglo II, que marca también el momento de máxima exportación del aceite hispano, ante la enorme demanda del producto, utilizado no sólo con fines domésticos, sino también para droguería y perfumería. Otras zonas productoreas, con larga tradición eran la Tarraco-nense, especialmente las regiones de la costa mediterránea y el valle del Ebro, y la Lusi-tania, en las cercanías de Mérida.

Con la agricultura, la ganadería era otra de las bases económicas de Hispania, con una riqueza que variaba según las regiones. Ya en la época de la conquista, las fuentes trans-parentan esta riqueza ganadera de pueblos, como los lusitanos y celtíberos, fundamen-talmente pastores. De acuerdo con los tributos mencionados en las fuentes, que exigían a los indígenas capas, pieles de buey y caballos, se deduce la riqueza ganadera de la Me-seta en ovejas, bueyes y caballos. También el norte peninsular abundaba en ganado ca-bafiar, y los caballos galaicos y astures los famosos WdÓnes y asturcone& fueron apre-ciados en la propia Roma. También era abundante el norte en ganado porcino: entre es-tos pueblos la manteca sustituia al aceite y eran celebrados los jamones cántabros y ce-rretanos. La riqueza bovina, ovina y porcina, que había constituido la base de la econo-mía de la llamada área de los verracos Meseta occidental y norte de Portugal siguió sien-do fundamental en estas regiones. También la Bétic4 destacaba por su riqueza ganadera: la calidad de las lanas de las ovejas béticas es subrayada por los escritores antiguos; no faltaba el ganado caballar, y en cuanto al bovino sabemos que se alimentaba en los bue-nos pastos del Guadalquivir o era criado con almorta. El ganado en la Bética era trashu-mante, trasladándose en el verano de las zonas secas a las estribaciones montañosas de Sierra Morena.

Minería

Si es cierto que el sector agropecuario fue en época romana la actividad económica fundamental, el interés por los metales y los cotos mineros peninsulares significó, sin du-da, uno de los móviles más importantes de la conquista como fuente de ingentesingresos. Posiblemente ya, aun durante la segunda guerra púnica, Hispania empezó a ser considerada como colonia de explotación y el propio Escipión, en su marcha, llevó consi-go grandes cantidades de plata. Estas cantidades no cesaron de acumularse en los suce-sivos gobiernos de los pretores enviados a hacerse cargo de las provincias de Hispania, que Livio anota con minuciosidad. En los primeros tiempos de la conquista fue, pues, la obtención de metales preciosos plata, fundamentalmente el móvil de la extensión de los intereses romanos a más amplias zonas de la península. Los metales, en principio, no procedían de la explotación de las minas que, en cualquier caso, pasaron a ser propiedad del Estado, sino de los tributos y el botín cogidos a los indígenas. Fue éste también el móvil de las guerras celtíberas y lusitanas, y las fuentes anotan los saqueos a que fueron sometidas las ciudades de la Meseta. Lo mismo puede decirse de latemprana penetra-ción, entre 138136 a. C., en Galicia, con toda probabilidad organizada exclusivamente pa * ra la obtención de metales. Todavía, en la etapa final de sometimiento a Roma, este móvil era fundamental, como lo prueba la campaña de César en el noroeste, que propor-cionó a general y soldados gran cantidad de oro y plata.

De hecho, la riqueza en metales de Hispania era proverbial en la Antigüedad y siglos antes había atraído a colonizadores fenicios y griegos a las costas peninsulares. La con-quista bárquida en gran medida había tenido por objeto controlar las minas de la región de Cartagena y de Sierra Morena y, con los metales obtenidos en la península, el Estado

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cartaginés pudo fortalecerse para enfrentarse de nuevo a su centenario enemigo, el Esta-do romano. Según las fuentes Polibio, Posidonio, Diodoro, Estrabón Hispania era abun-dante, entre otros productos, en hierrQ, plomo, cobre, plata y oro, y no es sorprendente, por ello, que las regiones peninsulares, conforme iban cayendo en la esfera de influencia romana, se vieran sometidas a una gigantesca colonización de itálicos, que se desplaza-ron al flanco de los ejércitos para explotar las minas peninsulares.

Además del metal conseguido mediante requisas, tributos y botines, la explotación de los cotos nuneros por los romanos fue desde muy temprano intensa, aunque ¡no directa-mente en manos del propio Estado. Si bien en un principio fueron los propios gobernado-res los que controlaron las explotaciones, muy pronto apenas veinte años después de fi-nalizada la segunda guerra púnicala gestión de la mayoría de las minas fue puesta. en las manos de arrendatarios privados, los publicaffi, que, en sociedades, procuraban sacar el máximo rendimiento de las minas, concedidas en arriendo por una determinada cantidad. Las concesiones, por parte de los censores, a compañías de publicanos de las explota-ciones mineras motivaron una fuerte corriente emigratoria de itálicos y el sistema continuó vigente a lo largo de la República y en los primeros siglos del Imperio, si hacemos excep-ción de las minas de oro, en manos directas del Estado.

, Las minas más importantes durante la República eran las de plata de Carthago Nova, a las que seguían las de Castulo (Linares), con mineral de plata y plomo; Sisapo (Almadén), de mineral de cinabrio; las del mons Marianus (Sierra Morena), de cobre... La explotación necesitaba un crecido número de técnicos y empleados, que procedían de la potencia co-lonizadora. Como decimos, eran de propiedad estat41, pero pasaron en arriendo a estas sociedades. Tenemos datos literarios sobre estos arriendos, como en la frase de Estra-bón: éstas (las minas de Carthago Nova), como otras, han dejado de ser públicas para pasar a propiedad particular. Gracias a la epigrafía conocemos bastantes nombres de arrendatarios y sociedades. Entre ellas, la compañía de arriendo privado de los montes arqentarii de Ilurgo, a través de lingotes de plomo con la estampilla que lo indita. Posee-mos más de un centenar de estos figotes con sello, fechados hacia el año 100 a. C. Otros proceden de Cartagena, también bastante numerosos. Las más antiguas inscripciones de Hispania nos recuerdan nombres de ciudades posiblemente relacionados con las minas de Carthago Nova. De estos documentos se desprende que la mayor parte de los indivi-duos, al menos por sus nombres, eran itálicos. Precisamente por Diodoro, se confirma esta procedencia: luego ya, cuando los romanos se adueñaron de Iberia, itálicos en gran número atestaron las minw y obtenían inmensas riquezas por su afán de lucro. Algunos de estos personajes alcanzaron magistraturas locales, lo que indica que permanecieron y se afincaron con sus familias en la península. Se conocen cinco familias que explotaban las minas de Carthago Nova, cuyos miembros alcanzaron altos cargos municipales.

La arqueología ha proporcionado, por otro lado., restos de fundiciones, por ejemplo, en los extensos escoriales de la Sierra de Cartagena, y el museo de la ciudad conserva gran número de instrumentos mineros, los ferramenta. Polibio, en su descripción de las minas de plata de Carthago Nova, menciona que en ellas trabajaban cuarenta mil obreros y que, en su tiempo, reportaban al pueblo romano veinticinco mil draemas diarios. También de las minas de Castulo, las segundas en importancia, poseemos gran cantidad de instru-mentos de trabajo en el Museo Arqueológico de Linares. Castulo era el centro principal minero de la región, llena de montes de plata, lo mismo que el norte de Sierra Morena, en donde se ha excavado la mina de Diógenes, en la provincia de Ciudad Real, que ha pro-porcionado abundante materíal arqueológico.

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Su estudio permite saber que los romanos conservaron las técnícas prerromanas de extraer el mineral. Por lo que respecta a las explotaciones de mercurio de Almadén, tam-bién estaban en manos de publican¡ y, según Trogo Pompeyo, Hispania, gracias a estas minas, era la principal productora de mínio del Imperio. La explotación requería grandes masas de esclavos, que en época republicana proporcionaban las propias guerras de conquista. Las condiciones de trabajo, dado el interés por extraer el máximo beneficio en el menor tiempo posible como consecuencia del, sistema de arriendo, eran extraordina-riamente penosas, y la edad medía del minero, por ello, muy baja. El centro receptor más importante del mineral era la propia Roma, aunque también otros ni.ercados'del Medite-rráneo recibían los productos mineros hispanos.

A comienzos del Imperio, después del paréntesis de intranquílídad producido por las guerras civiles, las explotaciones mineras hispanas continuaron a buen ritmo e Hispa-nia siguió siendo el distrito minero más rico del Imperio, incrementado aún por la puesta en explotación de las minas de oro del noroeste. Aunque siguieron explotándose los mismos distritos mineros de la época republicana, las nuevas condiciones econó-micas llevarOIX a Ufta concentración de los esfuerzos en la región suroríental, que se convirtió en la gran zona minera de Hispania, mientras, tras la terminación de las guerras cántabras, en el año 19 a.C., se ponía en marcha la explotación del oro galaico y astur que, hasta la conquista de la Dacia por Trajano, fue la principal fuente de obtención de este metal en el Imperio. Recientes trabajos, entre los que destacan por su densidad los del investigador francés C. Domerque, permiten conocer con detalle estas explotaciones auríferas, con las que se pueden interpretar las noticias transmitidas por los autores anti-guos, sobre todo Plinio. Este autor describe tres técnicas mineras: el lavado de las arenas auríferas, la explotación de los'filones mediante galerías, y la ruina montium. El procedi-miento consistía en cavar pozos y galerías destinados a provocar el hundimiento del mon-te: grandes depósítos de agua se colocaban en los puntos elevados de la explotación, alimentados por una red de acueductos; se precipitaban grandes torrentes de agua sobre los montones de tierra, que fluían hacia los canales de decantación, donde se recogían las pepitas de oro. Las minas de Las Médulas (León) constituyen un espectacular ejemplo de este sistema, que se practicaba, con los otros citados, en la región de Tres Minas (Por-tugal), en el valle del Duerna (León), en el Bíerzo y en diferentes puntos de Asturias y Ga-licia. Las minas de oro eran propiedad del emperador y dependían directamente del fisco; eran controladas por el procurador de la provincia o por un procurador especial, el procu-rator metallorum. Frecuentemente se trataba de libertos imperiales, lo que demuestra que estas minas eran monopolio del emperador. En relación con las explotaciones, no sólo para su supervísión, sino para trabajos de carácter técnico, había unidades militares alas, cohortes y destacamentos de la única legión de estacionamiento en Hispania, la VII Ge-mina en las proxímidades de los cotos.

La mano de obra era numerosa, pero le ignora su condición libre o esclava. En un prin-cipio es de suponer que, terminadas las guerras cántabras, la mayoría de los prisioneros fueran obligados a trabajar en los cotos, en condiciones de vida tan desesperadas como las de las minas republicanas. Conocemos varias representaciones de mineros: una de ellas, la más conocida, es el relieve de Palazuelos (Linares), que muestra una cuadrilla de mineros con sus instrumentos de trabajo dentro de una galería, seguidos por el capataz. Curiosa es también la estela sepulcral del niño Quintw Artulus, hijo de un minero, con un martillo y cesta de juguete.

Durante el siglo ii, mientras decaían las tradicionales minas de plata de Carthago Nova y Sierra Morena, la región minera del suroeste esperimentó un gran auge. Probablemente

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la competencia de la industria minera británica y el propio agotamiento de los filones de-terminó el cese de las explotaciones. Las minas de Riotinto, llarsis y Lusitania tuvieron ahora su momento de máxima actividad, que coincide con el siglo II, probada por la in-gente cantidad de escorias acumuladas, en su mayoría de plata y el resto, una cuarta par-te, de metalurgia del cobre. La arqueología ha proporcionado interesantes conocimientos sobre las condiciones de trabajo y el estatus social de los mineros y asociaciones de mi-neros de esta zona, sensiblemente mejores que las correspondientes a la época republi-cana. El sector capitalista de las explotaciones mineras estaba formado por los colon¡, socú y occupatores, y los obreros contaban con la posibilidad de reunirse en collegia o asociaciones, de actividades muy variadas. Al parecer, la mano de obra esclava pasó a ocupar un lugar secundario frente a los mineros libres, o mercenaffi

Se conocen algunos ingenios usados en las minas hispanas del sur. El método más sencillo era el de desagüe, mediante un canal que vertía al exterior el agua con una sua-ve inclinación. Si este procedimiento se manifestaba impracticable, se empleaban meca-nismos de elevación, que conocemos por Vitrubio: la noria, la polea con cangilones y el tornillo hidráulico o de Arquímedes, un largo eje de madera, sobre el que se clavaban chapas de cobre en espiral, para, al ser girado, poder extraer el agua almacenada en su parte inferior.

Un documento excepcional, las tablas de Aljustrel, Alemtejo (Portugal), nos permiten conocer la organización de un distrito minero, el de Vipasca, a comienzos del siglo II. Se trata del primer código del Imperio romano sobre minas y ofrece información sobre la re-glamentación fiscal y administrativa de las minas de cobre y plata. De acuerdo con sus datos, todo el distrito minero, incluida la población ordinaria, estaba bajo el gobierno del procurator metallí, el representante del fisco imperial. De las dos tablas conservadas, una se refiere a los derechos de los diversos arrendatarios de los servicios de la localidad, del arriendo del impuesto en las subastas, de los baños públicos, de la zapatería, de la bar-bería, de la tintorería y del impuesto sobre el minera¡ extraído, así como de la inmunidad de los maestros y del impuesto sobre la ocupación de los pozos mineros. La otra, trata sobre el régimen de explotación desde el punto de vista jurídico y técnico y las medidas de policía.

El artesanado

El dominio romano no significó cambios fundamentales en el artesanado, si no es en ciertos sectores muy concretos, ligados al desarrollo d otros sectores económicos o a cambios en la vida social, ya que ra técnica romana no había alcanzado un nivel muy su-perior a la indígena. Como para el resto del mundo mediterráneo en la Antigüedad, el sec-tor artesanal siguió siendo secundario y restringido casi exclusivamente al consumo local y a artículos de primera necesidad. Una serie de causas contribuían a este carácter y, en-tre ellas, la fuerte incidencia de la economía doméstica, que elaboraba para uso propio una gran cantidad de productos (confección de vestidos y calzado, herramientas ... ), así como el bajo nivel de consumo. No obstante, en las ciudades existían talleres artesanales en los que las mercancías fabricadas eran distribuidas en la propia ciudad y en sus alre-dedores. Muy pocos conseguían rebasar este marco local y especializarse para* exportar sus mercancías a otras regiones, a no ser aquellos dedicados a artículos de lujo. Ello in-cidía también en el propio tipo de taller, casi siempre de pequeñas dimensiones, en el que trabajaba el propietario con miembros de su familia y un pequeño número de esclavos, libertos o asalariados libres. Se prefería, si la demanda lo exigía, aumentar el número de talleres de este tipo que ampliar las dimensiones del primero. Se entiende que, con esta

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estructura, las condiciones de trabajo y el rendimiento eran bajos, aunque existía una gran división del trabajo y consiguiente especialización en los diferentes productos, de modo que tenemos constancia de un gran número de oficios, que reflejan las asociacio-nes populares a que nos hemos referido al tratar la estructura social de la península en época romana, como sastres, zapateros, barqueros, carpinteros, tintoreros...

Con muy pocas modificaciones, la técnica indígena siguió utilizándos en los procesos de elaboración de materias primas y, si hacemos excepción de ciertas actividades ligadas a la metalurgia o a la fabricación de conservas, el desarrollo del artesanado en Hispania estuvo mediatizado por la necesidad de suplir con fabricaciones locales más baratas la importación de productos suntuanos, como es el caso de la cerámica, cuya producción, por otra parte, hubo que ampliar para atender la demanda creciente de productos agra-rios. También el incremento de las explotaciones mineras exigió aumentar la producción de herramientas, medios de transporte y obras ligadas al sector de la construcción.

En general, los principales productos hispánicos, ligados a la agricultura y a la minería, no pasaban del estadio de elaboración primaria, realizado cerca del lugar de obtención de las materias primas, sin experimentar procesos de transformación. No obstante, manufac-turas indígenas de larga tradición, como la industria textil, experimentaron con los coloni-zadores un incremento ligado a su comercialización en los mercados mediterráneos. En cambio, otras, como la cerámica pintada ibérica, de extraordinaria calidad y belleza, no pudo sobrevivir a los nuevos gustos y a las técnicas industriales de los productos itálicos con decoración en relieve, por lo que hubo de adaptarse o quedar limitada a productos comunes o de difusión local.

En todo caso, la inclusión de Hispania en los mercados mediterráneos, aunque sólo fuera para la salida de productos agrícolas y mineros, significó un fuerte desarrollo de la industria ligada al transporte marítimo, de la que se beneficiaron una serie de puertos, que, con mejoras y nuevas instalaciones, crearon o ampliaron los suministros necesarios para la navegación. Tal es el caso de los puertos de Cádiz o Cartliago Nova, en los que se fabricaban jarcias, cordajes y velámenes. Ello supuso un incremento de la industria del cáñamo y del esparto, que suplía también otras *ecesidades, sobre todo, de las explota-ciones mineras, con la fabricación de cuerdas, cables, espuertas, cestos y serones.

Pero eran estas industrias extractivas y de carácter agrícola elaboración de vino y acei-te las más importantes de Hispania, junto con la elaboración de salazones de pescado. Ello exigía una industria secundaria de fabricación de envases, que testifican la gran can-tidad de escombreras de hornos cerámicos y de fragmentos de alfarería dispersos por la geografía peninsular. Uno de los talleres mejor conocidos es el de Tricio (Logroño), que ha proporcionado una gran cantidad de moldes y con un buen número de alfares. Estaba especializado en la producción de la llamada terra sigillata, cerámica fabricada a molde o a tomo, de color rojo, que comienza a finales del siglo i a.C., como imitación de la produ-cida en Italia, y que alcanza el nivel más alto de producción justamente en los primeros siglos del Imperio.

Por Plinio sabemos de la existencia de fábricas de vidrio, aunque los restos de hornos en la península son escasos. Debieron comenzar a funcionar a finales de la República, y la producción, aunque pequeña, fue muy variada y con una notable demanda. También hubo talleres de fundición, de los que conocemos los de Bílbilis y Turiaso, así como pro-ductos salidos de ellos, estatuas y lucernas de bronce. Del mismo modo, se desarrollaron los talleres de labra de la piedra para la fabricación de esculturas. Eran de carácter local y

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los más importantes se encontraban en la Bética, de muchas de cuyas ciudades conta-mos con obras, a veces de gran calidad, aunque también existían en la Lusitania, espe-cialmente en Augusta Emerita, y en la Tarraconense, como en Barcelona y Tarragona.

En general puede concluirse que en la España romana la actividad artesanal mantuvo las antiguas formas de producción indígenas, ligadas a la economía doméstica, a las que se sumaron talleres destinados a atender las necesidades locales de productos de prime-ra necesidad, como herramientas, cerámica común o útiles domésticosl siempre en uni-dades básicas de producción de reducidas dimensiones y sin llegar nunca a la fabricación en serie. Sólo en el sector de las industrias extractivas y en el de la construcción, sobre todo, de grandes obras públicas (puentes, acueductos, teatros, circos ... ) se utilizaron grandes masas de trabajadores, que superaban el marco local. Precisamente esta limita-ción del artesanado a productos básicos, obligó a la importación de manufacturas en gran escala, especialmente como consecuencia de la demanda de productos refinados por parte de los colonizadores establecidos en la península y, a imitación suya, de las oligar-quías indígenas romanizadas.

Precisamente estos cambios en las formas de vida introducidos por los colonizadores e imitados por los indígenas fueron el elemento que moffificó en mayor grado el sector arte-sanal, sobre todo, en los primeros siglos del Imperio. Nos referimos al auge, ligado a una mayor perfección técnica, que alcanzaron sectores como la arquitectura y el urbanismo y que modificaron profundamente el paisaje urbano de las zonas donde la presencia roma-na fue mayor, índice a su vez de romanización. Si, en ciertos casos, las grandes obras públicas pudieron estar mediatizadas simplemente por las necesidades de explotación construcción de puentes y acueductos, obras hidráulicas o vías, la arquitectura, además de señalar un mayor desarrollo económico del entorno, indica el grado de asimilación de las formas culturales de carácter romano.

La progresiva implantación de la vida urbana, básica en la estructura económica, so-cial y política romana y necesaria para la propia vertebración del Imperio, exigió o poten-ció e ' 1 desarrollo urbano, conseguido tanto con la transformación de los núcleos urbanos indígenas como con la fundación de ciudades nuevas. Pero, además, la introducción y extensión del carácter de ciudad privilegiada a centros indígenas determinados despertó la necesidad de imitar las formas de vida romanas, que necesitaban continentes donde estas formas pudieran desarrollarse, traducidos en construcciones públicas como termas, teatros, anfiteatros, arcos y templos. Ello había de traducirse en una potenciación de mu-chos talleres artesanales y en el desarrollo del transporte en las áreas romanizadas. Los monumentos que, en las ciudades peninsulares, han permanecido en pie a lo largo de los siglos y los que van desenterrando, aún con muchas lagunas, las excavaciones, permiten hacerse una idea de esta actividad edilicia, en la que Hispania utilizó todas las técnicas arquitectónicas conocidas en época romana.

El urbanismo de carácter romano es posible estudiarlo en aquellos núcleos levantados de nueva planta por iniciativa de los colonizadores, ya que las ciudades indígenas preexis-tentes simplemente se limitaron a incluir las obras de carácter público necesarias para desarrollar los modos de vida romanos en su planta tradicional. Contamos con buenos ejemplos de ciudades campamentales, es decir, las nacidas como consecuencia de la transformación en núcleo urbano de un campamento legionario o auxiliar y caracterizadas por una planta rectangular en la que se aprecia la intersección perpendicular de calles en la zona cent ' ral. Tales son los casos de León, sede de la legio VII Gemina, Astorga, campamento probablemente de la legio X Gemina durante las guerras cántabras, o Lugo.

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Las colonias, en el caso de fundaciones nuevas puesto que también hubo casos de con-cesión de ' 1 privilegio colonial a ciudades indígenas, son el segundo tipo de urbanismo específicamente romano. Su planta, de forma cuadrada o rectangular, se dividía en dos ejes principales, el cardo maximus (en dirección nortesur), y el decumanus maximus (en dirección esteoeste), que partían la ciudad en cuatro cuarteles, sobre los que se articula-ba el reticulado urbano, en una serie de insulae o manzanas con un número variable de casas. Mérida,Zaragoza, Clunia, Bacio (Bolonia, en la provincia de Cádiz), Tarragona e Itálica son ejemplos de este urbanismo de tipo romano que, en mayor o menor grado, han conservado su estructura original.

Tanto en estas ciudades, como en otras aún vivas o reducidas a7 ruinas, que alcanza-ron el privilegio de municipio romano o latino o que mantuvieron su carácter de núcleo es-tipendiario, se conservan construcciones privadas y públicas, que el expolio de los siglos no ha podido destruir, con las que es posible reconstruir, aunque sea de forma fragmenta-ria, el paisaje urbano de las ciudades hispanas de época romana. Así, se conservan mu-rallas o restos de los recintos murados de ciudades como Lugo, Mérida, Zaragoza, León o Barcelona; foros o plazas públicas, centros de la vida comunal, en Ampurias, Calatayud, Clunia, Itálica, Sagunto o Tarragona; templos en Evora, Barcelona, Mérida, Córdoba, Se-villa o Ampurias; teatros, en Tarragona, Sagunto, Clunia, Mérida, Itálica, Osuna, Carteia o Cádiz; anfiteatros en Mérida, Itálica o Tarragona; circos, en Mérida, Calahorra, Sagunto, Tarragona o Cáparra (cerca de Plasencia); termas, como las de Uglica, Clunia o Conim-briga, y otrosedificios de carácter público o privado, que sería prolijo enumerar.

El comercio

La permanencia en la península de fuerzas romanas como consecuencia de la decisión de convertir parte de su territorio en dominio pennanente hizo que, muy pronto, una serie de elementos civiles intermediarios, agentes, revendedores se sumaran a los ejércitos de ocupación para utilizar Hispania como base de sus negocios. Así, se cianstata una canti-dad muy crecida de civiles de toda extracción, como buhoneros, mercachifies, cantineros, adivinos, magos, prostitutas... Pero interesan, sobre todo, los publicaM, es decir, aquellos individuos que contaban con un contrato estatal sobre los beneficios que podían obtener-se del ejército. Ellos mismos, en su mayoría personas del orden ecuestre, o agentes a su servicio, se especializaron en diferentes negocios, que podían obtenerse de la colonia. Así, tenemos noticia de los redemptores o abastecedores que proporcionaban el trigo a las legiones; los mercatores o mercaderes del ejército, pero especialmente, los mangones o mercatores venalicii, es decir, comerciantes de esclavos. No es necesario extenderse sobre el volumen de sus negocios: basta para apreciarlo el considerar que la época de conquista es la de mayor expansión del capitalismo esclavista en la economía romana y que la península se encontraba continuamente sometida a guerras de conquista cuya primera consecuencia era la toma de prisioneros.

No merece la pena detenerse en ejemplos entresacados de las fuentes, porque son múltiples y de sustanciales cifras. Estas cosechas de esclavos fueron naturalmente de-creciendo con la progresiva conquista del país y, tras las guerras cántabras que registran las últimas grandes esclavizaciones de indígenas, cesaron por completo. Estos esclavos no eran sólo producto de exportación, ya que las minas absorbían un ingente número de fuerzas humanas. A mediados del siglo II, según Polibio, trabajaban 40.000 esclavos en las minas de Carthago Nova y había muchos más en la península. Dado qu e la edad media de vida de estos esclavos mineros, debido a las condiciones de trabajo, era muy baja, se necesitaba continuamente reponerlos. Según Diodoro, los itálicos compraban en

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grandes cantidades esclavos para las faenas mineras a fin de transferirlos a las empresas explotadoras en la península.

Entre los negoliatores hay que mencionar, además de los compradores de esclavos y arrendatarios de las, minas, a banqueros, prestamistas, manufactureros, transportistas y navieros. Tenemos muchos más datos sobre estos hombres de negocios y sus activida-des en el ámbito oriental de las provincias romanas que en el Occidente. Pero esto no quiere decir que aquí y, especialmente, en la península no fueran relativamente numero-sos y no extendieran en ella sus redes de explotación. Muchos de ellos, como en el caso de los publican¡, probablemente tenían su domicilio en Roma y, desde allí, dirigían sus negocios, o bien visitaban ocasionalmente las provincias, pero sus agentes residían en el lugar del negocio.

Para calibrar el volumen de las operaciones, dado que existen pocos testimonios epi-gráficos y literarios, hay que recurrir a los testimonios arqueológicos. Y éstos prueban la existencia~ a partir del siglo II a.C., de un intenso comercio con Italia. Dada la exhausta situación económica del Oriente, esquilmado por los negotiatores y publican¡ romanoitáli-cos, muchos buscaron nuevos filones en Occidente. Ha Regado a nosotros una enorme masa de testimonios cerámicos importados que aparecen en la costa mediterránea y atlántica meridional con irradiación hacia el interior, de fecha republicana, como vasos campanienses, cerámica aretina y sigillata, así como vidrios. Los negocios eran eviden-temente la explotación de los productos típicos de la península, entre ellos, en especial, el trigo, aceite y vino, y los productos pesqueros y derivados, fábricas de salazón y garum. En menor volumen, pero también explotados, eran luego otros artículos, como lana, cera, tejidos, esparto... Su actividad y las consecuencias resultantes de su asentamiento reper-cutieron sobre todo en las ciudades portuarias como Tarraco, Carthago Nova, Hispalis y Gades, que, desde muy temprano, por otras muchas razones, aun antes de la época ro-mana se habían transformado en grandes centros urbanos.

Las fuentes constatan que, desde finales de la República, la producción, tanto agrícola, como minera y manufacturera, estaba dirigida a la exportación hacia Roma y concebida como una gran empresa capitalista de producción, transporte y distribución. Las ciudades más importantes por su tráfico comercial se alzaban junto a los ríos, los esteros y el mar. Gades, sobre todo, concentraba el tráfico marítimo, por el que debía discurrir el comercio de exportación, dadas las dificultades que presentaba el transporte terrestre. No sólo unía el Mediterráneo con el Atlántico, cuya navegación monopolizaba, sino que concentraba la red fluvial del Guadalquivir y del Guadiana. El otro gran puerto comercial hispano era Car-thago Nova, unido al tráfico africano y que concentraba el mercado de los productos que, llegados del interior, especialmente de los distritos mineros de la región y de la Meseta sur, se cambiaban por los que venían del mar.

Razones no sólo comerciales, sino de índole administrativa y militar, llevaron a una ex-tensa obra de construcción o adecuación de puertos marítimos y fluviales. Por Estrabón conocemos los principales mercados hispanos al final de la República. Estaban entre ellos, Carteia (el Rocadillo, Algeciras), Baelo (Bolonia, Cádiz), que mantenían estrecho contacto con Africa, y los puertos mediterráneos de Málaga, Abdera y Sexi (Almuñécar). En cambio, al norte de Cartagena escaseaban los puertos. Entre ellos hay que mencionar el de Dianium. (Denia) y el de Ebussus (Ibiza), escala entre el norte de Africa y el sur de Italia. Más al norte, Tatraco controlaba el acceso a las zonas trigueras del valle del Ebro, aparte de su importancia estratégica como puerto de desembarco para el acceso a la Me-

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seta. Finalmente, continuaban, como en época prerromana, las dos viejas fundaciones grie,gas portuarias de Rhode (Rosas) y Ampurias.

Pero fue más intensa la labor de dotar a la península de una extensa red de comunica-ciones terrestres que, en parte, aprovechó las viejas rutas prehistóricas y que se adaptó a las condiciones geográficas. Las primeras calzadas, sin duda, fueron abiertas y acondi-cionadas con fines militares, pero muy pronto se convirtieron en arterias de comunicación y de comercio. La más antigua e importante fue la vieja ruta comercial que, desde las Ga-lias llegaba a Cartagena para prolongarse luego hacia occidente hasta el valle del Gua-dalquivir. Era la llamada via Heraklea o Herculea, que, a finales de la República, llevaba ya desde el Ródano hasta Gades, pasando por Castulo (Linares), Córdoba, Astigi (Ecija) e Hispalis (Sevilla).

Fue Augusto el principal planificador de la red viaria hispana, concebida como un cintu-rón de calzadas que rodeaban la meseta, comunicando los centros más importantes del interior con la costa orienta¡. La mencionada via Heraklea recibió entonces el nombre de Augusta, pavimentada y jalonada con estaciones de descanso y miliarios que señalaban las distancias. Esta vía de comunicación de toda la costa orienta¡, se completaba en el norte con la que, desde Burdigala (Burdeos), llegaba hasta Astu iri ca Augusta, pasando por Pamplona y la región alavesa para internarse en la meseta por Pancorbo. Finalmente, el oeste quedó comunicado de sur a norte por la llamada posteriormente vía de la Plata, un antiguo camino tartésico, que enlazaba Mérida con Astorga, por Cáceres y Salamanca, con prolongación por el sur hasta Huelva y por el norte hacia Galicia y la región cánta-broastur. Todavía más hacia el oeste y paralela a ella una calzada comunicaba Bracara Augusta (Braga) con Olisippo (Lisboa), con prolongación a Pax lulia (Beja) hasta la de-sembocadura del Guadiana. El cinturón se cerraba con otra vía a lo largo de la costa me-ridional de Gades a Málaga, a través de Carteia. Caminos transversales unían los centros del interior con este cinturón periférico. La principal era la que desde Mérida comunicaba por el sur con Hispalis y por el norte con Caesaraugusta, atravesando la meseta por Tole-do, para continuar hasta Tarragona. También el noroeste contó con una red de calzadas que ponían en comunicación los centros administrativos de Asturica, Bracara y Lucus (Lugo), así como las dos mesetas, cuyos principales nudos de comunicación eran respec-tivamente Clunia (Coruña del Conde) y la citada Toledo.

Con el establecimiento de una red viaria de estas características se pretendió facilitar el acceso a los centros de producción de materias primas, haciendo posible al mismo tiempo una comunicación directa de estos centros y de las capitales administrativas con la costa. Por ello, los nudos principales de comunicación se hallaban en Astorga, centro de la región minera del e noroeste, qu, podía así acceder tanto a la costa como a los ríos navegables; Mérida y Sevilla, en donde confluían los productos agrícolas del Guadiana y del Guadalquivir; Castulo, centro de la zona minera de Sierra Morena; Zaragoza, donde se concentraban los productos agrícolas procedentes del valle del Ebro, con acceso hacia la meseta y el norte; y Tarraco, punto de confluencia de las vías del interior y de acceso al Mediterráneo.

La presencia de colon¿s procedentes de Italia explica el carácter de las importaciones durante época republicana, que fueron también objeto de consumo por parte de los indí-genas más en contacto con ellos.'Así sabemos de obras de arte, cerámicas procedentes del Oriente helenistico, bronces y joyas y gran cantídad de vinos, tanto gnegos como de la zona de Campania. En contrapartida y, además de los productos agrarios y mineros, conocemos la exportación de tejidos, armas y bronces, manufacturados en la península.

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Para finales de la época republicana, y como hemos observado al considerar los as-pectos sociales, existía en Hispania o, más concretamente, en las regiones que con ma-yor fuerza habían sufrido el impacto colonizador, oligarquías indígenas que, con los des-cendientes de los primeros colonizadores, eran activos y ricos comerciantes, de la que es un prototipo la familia de los Balbos de Cádiz, enriquecida mediante el comercio marítimo.

En realidad, era el comercio marítimo exterior e interprovincíal la fuente principal de ganancias, y las ciudades más ricas del imperio, aquellas que contaban con un comercio intenso, beneficiándose de su situación en la costa o en las grandes vías de tráfico fluvial. En Hispania, a lo largo del Imperio, el comercio no estuvo basado en artículos de lujo, si-no en el intercambio de artículos de primera necesidad, como trigo, aceite, vino, pescado y derivados y, en menor proporción, textiles y productos manufacturados, además de los metales que se extraían de las minas hispanas.

La producción hispana, en gran medida, era objeto de exportación, si hacemos excep-ción de las necesidades del consumo interior, y ocupaba un lugar destacado en la eco-nomía imperial. Como ha observado Mangas, este comercio, el de mayores repercusio-nes económicas y sociales, sólo impropiamente puede calificarse de exterior, ya que se realizaba con Italia, la potencia dominadora, o con otras provincias del mundo romano, íncluidas, como Hispania, en el mismo horizonte político y económico. Por otra parte, no toda la salida de productos de Híspania era consecuencia de relaciones comerciales, puesto que los impuestos a que estaban sometidas las provincias hispanas, los artículos procedentes de las propiedades privadas del emperador y los intercambios entre socie-dades o particulares eran también sacados de la península.

En todo caso, en la economía del Imperio, la exportación agrícola y minera de la pe-nínsula era una pieza fundamental para el abastecimiento de mercancías y, de ellas, so-bre todo, el aceite producido en la Bética. Su comercio está bien atestiguado por los miles de ánforas estampilladas de época imperial, aparecidas en los más diversos puntos del Imperio, y ha sido objeto de recientes estudios entre los que destacan los de M. Ponsich y J. RemesaL En la mitad del siglo 1, la exportación de aceite bético estaba ya organizada como una gran empresa capitalista, y su distribución, que alcanzaba toda Europa, exigía una complicada cadena de producción, envase, transporte y relaciones comerciales, en manos de los navicularú y difflusores learú. Especialmente, el gran depósito de ánforas del monte Testaccio, en Roma, y las marcas de ánforas del tipo Dressel 20, halladas en la propia Bética y en diferentes puntos del Imperio, permiten acceder a los particulares de este gigantesco comercio, que no deja de suscitar todavía problemas difíciles de contes-tar. Así, no sabemos ,si los sellos hacen referencia a los dueños del aceite, o a los pro-ductores, compradores o exportadores. Tampoco está clara la vinculación entre los pro-ductores de aceite, de ánforas, comerciantes y transportistas, seguramente con correla-ciones que debieron ser múltiples y variadas.

Un punto importante es el del control fiscal del comercio aceitero: la consideración del aceite como materia estratégica dentro del Imperio romano, impulsó a la administración a ejercer sobre él un control cada vez más exclusivo, hasta las medidas de Septimio Seve-ro, con la creación de un órgano de control directo, el fisci ratíonís patrimoni provinciae baeticae, que conocemos por los letreros de las ánforas de¡ Testaccio. Aunque siguió existiendo el comercio libre, el tráfico del aceite bético fue controlado y absorbido en su gran mayoría por la annona imperial, el organismo encargado de asegurar el aprovisio-namiento de artículos de primera necesidad a la población de Roma y al ejército.

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Con el aceite y el vino desempeñaba un papel capital en la economía de la Bética y de la costa ibérica la exportación de conservas de pescado, también bien atestiguada por la gran cantidad de ánforas de envase que han aparecido en todo el Mediterráneo occiden-tal y hasta el interior de.Galia y Germania. Lo mismo que el aceite, se trataba de una gran empresa capitalista, que necesitaba de industrias accesorias para la fabricación de bar-cos y redes, un abundante personal dedicado a la elaboración de los productos y una complicada organización de transporte, distribución y venta. Desde fines de la Repúlica no cesó la exportación de salazones hispanos a Italia, pero, sobre todo, alcanzó un gran volumen la venta del garum, durante el siglo i, tan importante como el del aceite.

Se documentan también otros productos de exportación, en seguimiento de una tradi-ción que se remonta.a época republicana. Pueden citarse, entre ellos, grandes cantidades de terra sigiUala hispanica, caballos y textiles y derivados; la, lana, el lino y el esparto, como materia prima o en productos manufacturados, se constata en el mercado de expor-tación hispano, lo mismo que ciertos colorantes obtenidos de minerales, como la chryso-colla; vegetales, como el coccus, o insectos, como la cochinilla y el quermes.

Frente a estas exportaciones de productos alimenticios, mineros y textiles, cuya princi-pal receptora era la capital del Imperio, los productos que llegaban a Ia península eran, sobre todo, manufacturas y artículos de lujo, aunque es difícil valorar el ~ lor de estas im-portaciones que, en cualquier caso, fueron muy inferiores a las exportaciones. Cerámicas de lujo, vidrios, tejidos, perfumes, esculturas, gemas... estaban entre estos productos re-queridos por las oligarquías de las ciudades hispanas, que habían asimilado las formas de vida y los gustos romanos.

Mucha menos información tenemos sobre el comercio interior en Hispania, que se daba entre todas las comunidades pe ninsulares para artícidos de primera neces¡dad. Ya he-mos mencionado la figura del buhonero, se uidor de los ejércitos de conquista, que apro-visionaba de pequeñás mercancías a los soldados y compraba los objetos tomados como botín. Del mismo modo, una vez pacificada la península, estos pequeños comerciantes seguirían ejerciendo sus actividades en el marco de las di ferentes ciudades o de áreas limitadas. Sí sabemos, en cambio, del importante papel que, en el orden económico y de intercambio de mercancías, ejercía la ciudad, como centro de atracción de la zona rústica circundante, a donde acudían los habitantes de las aldeas a vender sus productos y ad-quirir aquellos artículos que no podía suplir la economía doméstica. A este respecto, fren-te a los centros urbanos de la Bética y Levante, que favorecieron con la introducción de la cultura romana y la romanización, un tipo de economía más desarrollada, con una bur-guesía urbana y una clase de terratenientes, comerciantes e industriales residentes en la ciudad y protagonistas de una gran actividad económica, en otras regiones peninsulares, como el norte de Lusitania y el noroeste y norte de la Tarraconense, permanecieron las formas prerromanas autónomas económicamente, con escasa circulación monetaria y con un comercio basado en el intercambiO de productos de primera necesidad. Para es-tas poblaciones, la condición sotial y económica era la misma que antes de la dominación romana y la agricultura y la ganadería constituía su principal fuente de riqueza. De todos modos, en estas áreas, con una población dispersa, existían centros que cumplían el pa-pel de mercados, aunque estuviesen basados en el trueque, los fora, algunos de los cua-les terminaron por convertirse en centros urbanos.

En relación con el comercio parece conveniente dedicar aun

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que sea un abreve atención a la moneda. Antes de la llegada de los romanos, sólo las poblaciones más relacionadas con los colonizadores griegos y fenicios habían entrado en contacto con la economía monetaria. A imitación de la moneda fenicia y griega, los pue-blos ibéricos iniciaron sus primeras acuñaciones en plata y bronce siguiendo los tipos de este numerario. Con la presencia de Roma, las acuñaciones de base púnica y griega ter-minaron desapareciendo, de acuerdo con una política consciente perseguida por la auto-ridad romana, en el primer cuarto del siglo II. Se trata del llamado argentum Oscense, que las fuentes antiguas citan como contribución de las poblaciones indígenas sometidas.

Roma impuso su metrología y propició la acuñación de nionedas locales, especialmen-te, en el nordeste peninsular. Son las famosas series del jinete ibérico, labradas bajo la autoridad de Roma y con leyendas en alfabeto ibérico de las distintas comunidades, de las que conocemos más de un centenar. Precisamente el estudio de las cecas permite conocer el área donde los romanos establecieron una moneda uniforme, tanto en la His-pania CiteriorCataluña,Valencia y la cuenca del Ebro, como en la Ulterior, donde las cecas más importantes fueron Obulco y Castulo. A lo largo del siglo 1, la moneda hispánica, que circulaba con la importada por Roma o acuñada en la propia peninsula con sus tipos pro-pios, fue poco a poco abandonando el alfabeto ibérico en sus epígrafes, bilingües primero y, posteriormente, a partir del año 45 a.C., ya sólo en alfabeto latino.

En época imperial continuaron las acuñacíones locales, aunque siguieron circulando las de época republicana, con contramarcas, seguramente para reonocer su validez, al mismo tiempo que entraba, cada vez en mayor cantidad, moneda acuñada fuera de la península, tanto de talleres de la propia Roma, como de otras provincias del Imperio, co-mo la Galia o el norte de Africa, con una generalización cada vez mayor de la moneda emitida por Roma. Esta constatación, válida para la moneda de bronce, es todavía más acusada en la de plata, en la que se observa una paulatina desaparición de la acuñada por las ciudades, frente a la plata procedente de los talleres de Roma y de ciertas cecas como Lugdunum o Tréveris. Por lo que respecta al oro, nunca contó con acuñaciones in-dígenas y el que circuló en la península procedió en su totalidad de las cecas imperiales, primero de las Galias, y luego de la propia Roma. Finalmente, bajo Claudio cesaron las emisiones locales, y sólo en la revuelta época del pronunciamiento de Galba en la Tarra-conense, por necesidades del momento, se acuñó bronce y plata en Tarragona y, en me-nor grado, en Clunía.

La historia de la moneda en Hispania señala la progresiva inclusión de la península en la economía monetaria; el conocimiento de las cecas, las áreas que más intensamente entraron en los circuitos monetarios, que no es preciso decirlo coincidieron con las de más profunda romanización. El norte, en gran parte durante toda la Antigüedad, quedó al margen del uso de la rnoneda, imprescindible para un desarrollo económico que eliminara las condiciones inmovilístas de época prerromana.

La hacienda pública

La península, desde la expulsión de los cartagineses, se convirtíó, como territorio pro-vincia¡, en fuente de explotación directa en beneficio del Estado romano. Independiente-mente de los botines de guerra, contribuciones y exacciones de todo tipo, impuestas por los dominadores al compás de la progresiva conquista que, a través de los generales y gobernadores, pasaban a engrosar )as arcas de Roma, Hispania estuvo sometida al pago de un tributo, el súpendium, establecido desde el año 206, del que tenemos abundantes referencias en las fuentes antiguas, sobre todo, Livio. La recolección de tributos, durante

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los primeros años de la conquista, fue de carácter arbitrario y, al parecer, sólo a partir de la reorganización llevada a cabo por Tiberio Graco y L. Postumo Albino entre 180 y 178, se convirtió en un veclígal certum, en un impuesto fijo, consistente en el 5 por 100 de la cosecha de grano. Esta vicesinía podía cobrarse también en dinero, según la tasación es-tablecida por los pretores, que arrendaban a particulares, los publicaM, por una cantidad determinada, el cobro del impuesto. Pero también hubo contribuciones en especie, como capas, pieles, caballos..., sin mencionar el reclutamiento obligatorio de indígenas, inclui-dos en las tropas auxiliares de los ejércitos de conquista, y la explotación de las minas, propiedad del Estado, arrendadas también a particulares.

La reorganización provincial de Augusto introdujo una politica fiscal más coherente: se mantuvo el stipendiuni del 5 por 100, como impuesto directo, al que se sumaban otros de carácter indirecto, la quinquagesima, que gravaba con un 2 por 100 el valor de las expor-taciones la vigesíma hereditatium, o 5 por 100 sobre la transmisión de herencias, y la vi-gesima libertafis; el pago de un 5 por 100 por la manumisión de esclavos. Para el pago de la quinquagesima existían una serie de aduanas o portoría, establecidas en los puertos marítimos y fluviales. Conocemos en Hispanía ocho de ellos, la mayoría en la Bética, co-mo los de Astigi (Ecija), Hispalis y Corduba. Se ha calculado en unos cincuenta millones de sextercios el montante del tributo anual satisfecho por Hispania.

La principal partida del gasto público en la administración de las provincias hispanas la constituyó, durante el período republicano, el ejército. Las ingentes fuerzas necesarias para las operaciones bélicas emprendidas en la península absorbieron en ocasiones to-dos los beneficios conseguidos de la explotación e incluso exigieron grandes dispendios, como durante las guerras ceitiberolusitanas. A partir de Augusto y de su sistematización de las fuerzas de ocupación, el ejército hispánico fue integrado en el sistema administrati-vo con recursos propios procedentes de la explotación de los prata militaria, los terrenos de cultivo y de pasto incluidos en el territorium legionis. Se discute sobre la extensión de este territorio asignado a cada una de las unidades militares de ocupación, que contaban también con fuentes de ingresos y talleres de alfarería propios. Así, en época imperial el ejército dejó de ser una fuente de gasto importante, frente a otros capítulos, de los que fue el fundamental la construcción y mantenimiento de la red viaria que, en parte, sufra-gaba el Estado, así como el mantenimiento del aparato administrativo.

, En todo caso, la estructura económica de la hacienda pública en las provincias hispa-nas durante la época imperial se basaba en la autonomía ciudadana. Las ciudades con-taban con una serie de ingresos procedentes tanto de la explotación de su territorio como de tasas e impuestos locales con los que habían de hacer frente a los cuantiosos gastos que generaba ía administración local, fundamentalmente, el pago de los impuestos exigi-dos por el Estado y la financiación de las obras públicas de la ciudad y de su territorio. La balanza necesariamente había de ser deficitaria y conocemos los problemas financieros en concreto de algunas ciudades hispanas, como Sabora, Munigua y Ebussus. De hecho, el mantenimiento de los gastos municipales se apoyaba en gran medida en las liberalida-des de sus ciudadanos ricos, bien con aportaciones libres y voluntarias, como a través de las que exigía el cumplimiento de un cargo municipal.

Las magistraturas locales, consideradas como un honos, un honor, llevaban incluido el pago de cantidades importantes, los munera, que ayudaban al costeamiento de los es-pectáculos públicos y de las obras de interés general. El prestigio social de estos cargos y los beneficios económicos que generaba explican que el sistema se mantuviera vigente a lo largo de los dos primeros siglos del Imperío, en los que el florecinúento de las ciudades

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hispanas se patentiza en los restos de edificios públicos teatros, anfiteatros, templos... que se han conservado. Por ello, la crisis económica que manifiesta ya sus primeros sín-tomas a finales del siglo II, para agudizarse en el UI y que afectó a las oligarquías munici-pales significó, al mismo tiempo, también la crisis de la ciudad. Corno ya hemos observa-do al tratar los aspectos sociales, fue cada vez más difícil encontrar ciudadanos dispues-tos a hacerse cargo de los onerosos gastos que incluían las magistraturas y sacerdocios municipales, y las ciudades iniciaron así un período de dificultades, que cambiarán su es-tructura económica y social en el Bajo Imperio.

Las transformaciones económicas del Bajo Imperio

Es, sin duda, la ruina de las oligarquías municipales y su incidencia en el tejido econó-micosocial ciudadano el aspecto más digno de destacar en la serie de causas que provo-caron las transformaciones económicas de la sociedad bajoimperial. La decadencia de la vida urbana generó una progresiva ruralización, y los intentos por solucionar esta deca-dencia fallaron por la ruina de las clases que habían mantenido el sistema o por el desli-gamiento de los problemas que afectaban a sus ciudades por parte de aquellos que, en posesión aún de recursos económicos cuantíosos, buscaron en la inmunidad de las car-gas curiales y en la huida al campo escapar de estos problemas. En consecuencia, los ricos abandonaron las ciudades para establecerse en sus latifundios y éstas hubieron de reducir su perímetro en la misma medida en que disminuían las prestaciones que habían mantenido la vigencia del sistema económicosocial urbano.

La agricultura continuó siendo durante el Bajo Imperio el sector económico más impor-tante de la economía, pero con unas estructuras profundamente distintas. El crecimiento del latifundio, con sus negativas repercusiones para la economía urbana, que aún en el siglo II sé basaba en el trabajo de una mano de obra servil, dio paso a un nuevo tipo de latifundismo más abierto, en el que el colono, vinculado al dueño por normas jurídicas, pasó a constituir la base del sistema de producción en el sector agrícola, frente a la pérdi-da de importancia del trabajo esclavo. El proceso de concentración de la tierra a expen-sas de la pequeña y mediana propiedad fue largo y a él contribuyeron diversas causas relaciondas entre sí. Las minorías que controlaban los resortes del Imperio, sobre todo, senadores y altos,funcionarios, sin olvidar al propio emperador, cuyas propiedades cre-cieT ron. de forma gigantesca a partir del siglo III, y que controlaban las diversas activida-des económicas, no sólo por la disposición de superiores recursos, sino también por la posibilidad de cometer todo tipo de abusos, invirtieron sus ganancias en la agricultura.

El proceso se hizo a expensas de la pequeña y mediana propiedad, base de la agricul-tura urbana, y los campesinos, ante la agobiante presión fiscal, hubieron de renunciar a la explotación Ubre de sus tierras para ponerse bajo la protección de los grandes terrate-nientes, cultivándolas en arriendo y perdiendo su libertad en aras de una mayor seguri-dad. Pero también afectó a las tierras comunales de las ciudades, cuyo arriendo fue mo-nopolizado por los grandes possesores que, al ocupar los altos cargos de la administra-ción, contaban con los resortes sociales y materiales suficientes para transformar el arriendo en propiedad a perpetuidad.

El tipo de gran propiedad, arrancado a la economía ciudadana, fue el fundus, en la que los possesores construían sus ricas mansiones, las villae, dotadas de todo tipo de como-didades y con una economía en gran medida autárquica, que exigía el trabajo de especia-listas en distintos oficios, como herreros, albañiles, carpinteros... Un gran número de tes-timonios de carácter arqueológico las docenas de villae nísticae conocidas y, en ciertos

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casos, excavadas y lingüístico los muchos topónimos con sufijo en en o an, derivados del nombre del possesor, que han dado nombre a pueblos y aldeas de la geografía española constituyen nuestro material de documentación para el conocimiento del sector agrícola en sus vertientes social y económica en las provincias de Hispania durante el Bajo Impe-rio. Como en épocas anteriores, las explotaciones agrícolas estaban dirigidas a la pro-ducción de cereales, vino y aceite, que se seguía exportando, y se completaban con la crianza del ganado.

Aunque sobre el sector pecuario tenemos menos informa. ción, parece que durante el Bajo Imperio iio sufrieron modificaciones esenciales ni las especies ni la distribución cuan-titativa de la cría de ganado, bovino, ovino, porcino y caballar, que en la complejidad de los latifundios hispanos constituía un complemento esencial de la agricultura.

En general, las fuentes literarias con que contamos para profundizar en la actividad económica en la Hispania bajoimperial son muy escasas y, de ellas, resalta por su impor-tancia, como visión de conjunto, la llamada Expositio todus mundi, de mediados del siglo IV, en la que se hace referencia explícita a la exportación de aceite, salmuera, vestidos, tocino y caballos. Detengámonos brevemente en estos productos.

Llama la atención que la Expositio no mencione en absoluto las minas hispanas, que tanta importancia tuvieron como fuente de explotación en épocas anteriores. Por fuentes arqueológicas sabemos que continuaban abiertos algunos cotos mineros, así como por la existencia de objetos de metal plata, bronce y hierro elaborados en Hispania y por la gran abundancia de monedas. Los dos centros mineros más importantes del norte eran Braca-ra y Asturica. Pero la producción de las minas de oro del Bierzo, explotadas intensamente hasta el siglo III, sufrió entonces una disminución e incluso desapareció por completo. Pa-rece que hubo también continuidad en los distritos mineros de Río Tinto y Castulo, frente a la ausencia de materiales que prueben la actividad de las minas de Cartagena o del dis-trito portugués de Aljustrel. Los motivos de esta disminución de la producción, entre los muchos que podrían esgrimirse, como el agotamiento, la falta de rentabilidad o de mano de obra, no son convincentes y siguen constituyendo un problema necesitado de estudio.

Como antes, un producto fundamental de exportación seguía siendo el aceite, cuyo destino era Roma y el "es renano. Su estudio, dependiente de los testimonios ofrecidos por las ánforas olearias, lleva a la constatación de que se produjo un cese o, al menos, disminución de la producción durante el siglo ni, para volver a incrementarse la actividad en el IV. Conocemos en Hispania restos de prensas, almacenes y recipientes aceiteros de las grandes villae, así como la existencia de corporaciones bajoimperiales de navicularú, a las que el Estado encargaba de] transporte de alimentos a Roma, sobre todo, aceite y trigo. En cereales, Hispania seguía siendo, junto con Africa, uno de los grandes abaste-cedores de Roma, posición que mantuvo hasta después de las invasiones germánicas de comienzos de¡ siglo V.

La producción y exportación de salazones de pescado y, sobre todo, de¡ apreciado ga-rum continuó durante el Bajo Imperio y su área de expansión alcanzó a todo el Mediterrá-neo, si bien experimentó tina sensible reducción a partir de¡ siglo Iii.

Llama la atención en la lista de productos de la Expositio, la mención de¡ lardum, el ja-món, que se producía ya en épocas anteriores en el Pirineo leridano, en la región cerreta-na. Finalmente, otros productos, objeto de exportación eran con los caballos, apreciados ya en época altoimperial, el esparto y los productos elaborados con este material con des-

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tino a la minería y a los astilleros, que se seguía produciendo en las zonas de Cartagena y Tarragona la lana, el lino y algunos productos medicinales, como la hierba llamada vettonica, que cita ya Plinio.

De todo ello, se deduce que, como antes, Hispania exportaba ante todo materias pri-mas y, entre ellas, las procedentes de¡ sector agropecuario. En cambio, las industrias tu-vieron un papel de escasa importancia. A excepción de la producción de salazón, sólo puede mencionarse la industria textil, con vestidos de tipos diversos, y, en relación con ella, la de tintes de tejidos de púrpura, documentada en las Baleares y que utilizaba como base las conchas marinas de las costas insulares. El resto no rebasaban el área de ex-pansión local o peninsular y, entre ellas, la más extendida era la cerámica, en su mayor parte, de carácter vulgar, destinada a propocionar envases de uso corriente. Dado el am-plio uso de la alfarería, los talleres urbanos debieron seguir conservando su importancia, pero sometidos a la competencia de los pequeños centros artesanales incluidos en las grandes villae para producción propia, de acuerdo con el carácter autárquico de su eco-nomía.

Hay que mencionar también una artesanía metalúrgica, sobre todo de objetos de bron-ce, entre los que destacan las armas, especialmente puñales, y pequeñas piezas que formaban parte del bocado de los caballos, abundantes en la Meseta, en los que se ob-serva un cruce muy interesante de tradiciones indígenas con influencias germánicas.

Por lo que respecta a los productos de importación sólo la arqueología ofrece testimo-nios, y muy insuficientes, del comercio peninsular. Frente a la masiva exportación de ma-terias primas, la importación estuvo centrada, lo mismo que en el Alto Imperio, en artícu-los manufacturados y de lujo, para satisfacer necesidades de las clases elevadas. De ellos, las cerámicas finas son las que ofrecen ejemplos más abundantes. Llama la aten-ción la abundancia de vasos procedentes de Afríca y, en concreto, de Cartago, como par-te de un intenso tráfico, en el que, con los productos comerciales, viajaban también in-fluencias religiosas y culturales. Hispania importaba también vidrios que, por los ejemplos hallados, procedían de Italia en su mayoría, aunque también del Rin, sobre todo del cen-tro productor de Colonia. Mármoles y, sobre todo, sarcófagos de lujo, de origen romano y orienta¡ completan el panorama de las importaciones, que, a pesar de las grandes lagu-nas de conocimiento, indican que la pe~ínsula continuaba inserta en las corrientes co-merciales del imperio.

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RELIGION. EL CRISTUNISMO PRIMITIVO

Emosaico étnico de la Península Ibérica en época prerromana se manifiesta también en las múltiples creencias, con sus numerosas divinidades, sobre las que se fue superpo-niendo la religión romana, al compás de la romanización. Igual que ésta no fue homogé-nea para todo el espacio peninsular, tampoco la religión de los colonizadores logró susti-tuir por completo a las indígenas, aunque sí se produjeron fenómenos de asimilación, constatables sobre todo en las regiones donde la penetración romana fué`más débil, que, en cualquier caso, no consiguieron arrinconar las creencias ancestrales, vivas a lo largo de toda la dominación y que sólo el cristianismo logró borrar o transformar. Por ello, el

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análisis de] fenómeno religioso ha de contemplar las distintas creencias de la España ro-mana, agrupándolas en cuatro grandes bloques: religiones indígenas, romana, creencias orientales y cristianismo.

Las religiones indígenas

En clara consonancia con los fuertes contrastes que se observan en todos los planos de su organización histórica, el mapa religioso de los pueblos prerromanos de la Penínsu-la Ibérica se caracteriza por su heterogeneidad; no obstante, en todas las áreas, si excep-tuamos la zona colonizada por griegos y fenicios, hay que subrayar la fuerte impronta de prácticas naturalistas, en las que se tributaba culto a las fuerzas naturales, que tanto con-dicionaban la vida de estas comunidades.

De forma esquemática, en el área norte y noroeste se constata ante todo la presencia de una importante divinidad guerrera, Coso, en estrecha relación con las prácticas béli-cas, materia¡izadas en razzias contra los pueblos vecinos, en cuyo honor se realizaban danzas y competiciones y se sacrificaban machos cabríos y caballos. Junto a ello, la divi-nización de las fuerzas naturales se observa en la gran abundancia de los dioses tutela-res de los que el más representado es Bandua, en la amplia proyección de los dioses pro-tectores de los caminos, en la importante difusión del culto a las aguas y a las fuentes, y en el culto estelar al sol y a la luna, que ha quedado posiblemente reseñado por Estrabón (111, 416) al mencionar las danzas que celebraban las noches de plenilunio.

Idéntica impronta naturalista se observa en la religión de los diversos pueblos asenta-dos en la Meseta, pero con la peculiaridad de que en estas áreas el culto a los astros, fuentes y ríos se completaba con el tributado a rocas, animales y al fuego. Concretamente en la Meseta norte, y de forma específica en el área de la cultura de Las Cogotas con proyección en la región de TrasOsMontes, son características las construcciones a cielo abierto constituidas por grandes rocas, en cuyo interior aparece una serie de oquedades y canalillos. El culto a determinados animales y su materialización en representaciones es-cultóricas, a las que comúnmente se les conoce con el nombre de verracos, adquiere su mayor implantación entre los vacceos, es decir, en las provincias de Valladolid y Palencia, pero se difunde también en las zonas adyacentes hasta alcanzar el límite de Cáceres. Fi-nalmente, el culto al fuego se evidencia en materiales aparecidos tanto en poblados como en las necrópolis, entre los que destaca la presencia de algunos thymiateria, con parale-los en el mundo ibérico, pero también en el continental europeo, que se interpretan como candelabros o soportes para mantener el fuego.

La mayor complejidad que en su diversidad ofrece el mundo ibérico desde el Valle del Guadalquivir hasta Cataluña y la presencia en el mismo de la ciudad como elemento cata-lizador de toda la organización histórica no excluyen la fuerte presencia de elementos na-turalistas en su ordenamiento religioso; en realidad, se puede afirmar que hasta ahora no se ha encontrado en el interior de los recintos urbanos ninguna estructura que pueda in-terpretarse como templo; en cambio, abundan los grandes santuarios vinculados a algu-nos poblados,,como los de Luz de Verdelay en Murcia y la Serreta de Alcoy, identificados por la abundancia de exvotos depositados en ellos, o los que se relacionan con cuevas o abrigos, en los que se encuentran también una gran cantidad de figuritas de bronce, co-mo ocurre en Sierra Morena con los del Collado de los Jardines y Castellar de Santiste-ban, o finalmente los santuarios ubicados en cuevas profundas, como el de Cova de Bolo-ta en el área de Gandía. No obstante, la mayor complejidad del ordenamiento religioso se evidencia en la formalización de una mitología, que ofrece elementos pictóricos y objetos

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tan diversos como la pátera de Tivisa (Tarragona) o el monumento funerario de Pozo Mo-ro, y en la existencia de un sacerdocio, cuyo carácter ocasional o permanente se discute, también testimoniado en las representaciones escultóricas.

En cambio, el nuevo mundo de la religión de la ciudadestado, con la centralización de los templos en el recinto urbano, con la aparición de dioses protectores de la ciudad y de colegiossacerdotales ciudadanos, sólo se muestra con rasgos diferenciales y específicos en el período anterior a la conquista romana en el área de influencia de las colonizaciones feniciopúnica y griega; la primera posee en el templo de Melqart en Gadir (Cádiz), con una influencia extensiva a toda la Hispania meridional, su baluarte fundamental; en cam-bio, la presencia de la religión griega se atestigua de forma especial en las colonias fo-censes del golfo de Rosas, don ' de Ampurias acogía en su recinto no sólo a la diosa pro-tectora de los focenses, Artemis Efesia, sino también a otras divinidades griegas como Asclepios, de las que se conservan reitos arqueológicos.

La religión romana

Precisamente en esta nueva perspectiva e inmersa dentro del proceso general de la romanización, se incardina la difusión de la religión romana en la Península Ibérica; su especificidad viene marcada originariamente, como anota R. Schilling, por su pureza, ma-nifestada en la ausencia de estatuas antropomórficas y de prácticas hierogámicas, en su funcionalidad, que atribuye a cada dios un papel dentro de las actividades de la comuni-dad, y en su carácter eminentemente político, que da lugar a que todas las manifestacio-nes religiosas estén sometidas al control del Estado, que debe salvaguardar un estricto formalismo para obtener la pax veniaque deorum.

No obstante, el carácter antitético de la religiosidad romana queda patente en la mez-cla de un profundo conservadurismo, controlado por el Pontifex Maximo, con innovacio-nes concretas, dirigidas por los viri sacris faciundis: a través de la interpretatio, es decir, asimilación de divinidades foráneas a dioses romanos, y dé la evocatio, o integración en el panteón romano de dioses extranjeros. La religión romana sufrirá una paulatina modifi-cación de su pureza originaria con la introducción de nuevos dioses y de prácticas cultu-rales procedentes en gran medida del mundo helenístico. En este proceso, la crisis de la República y la instítucionalización del Principado marcan un punto de no retomo, que se caracteriza por el abandono de la religiosidad tradicional, a pesar del intento de restaura-ción de las reformas augusteas; por la aparición, junto a la religión oficial, de las religiones orientales, que con su índole mistérica y personal contradicen el carácter colectivo y cívi-cO de la religión tradicional, y por el culto al soberano, que oscilará, según los emperado-res, desde la sobrehumanización a la divinización. Culminando este proceso, el desarro-llo, especialmente durante el siglo in d.C., de procesos sincretistas fomentará las tenden-cias monoteístas.

Todo este complejo proceso debe tenerse en cuenta al intentar analizar la difusión de la religión romana en Hispania en su triple dimensión de cultos oficiales y al emperador, orientales, y supervivencia de los dioses indígenas, que a veces se asocian a cultos ro-manos a través de la correspondiente interpretaflo.

En todas las Provincias del Imperio la religión oficial estaba conformada en tomo a la Tríada Capitolina, el culto al emperador y a la diosa Roma; las prácticas culturales en las que se matérializaba y la organización en que se explicitaba tenían un objetivo fundamen-talmente político, puesto que conllevaba la aceptación implícita de la soberanía y del po-

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der supremo de Roma y contribuía, a través de los correspondientes lazos religiox*;~ Idar solidez y cohesión al Imperio.

No,obstante§ la intensidad con la que se proyectaba cada uno en las diversas provin-cias del Imperio y en Hispania, en concreto, osciló a tenor de diferentes factores, entre los que deben nigncionarse especialmente los vinculados al ordenamiento administrativo y al mayor o menor grado de romanizaciónurbanización; de hecho, el culto a la dea Roma, que tanta importancia alcanzó en las provincias orientales, no tuvo una difusión parecida en las provincias hispanas, puesto que tan sólo se testimonia en determinadas emisiones monetales de Valentia, Arse, Carmo y Sexi y asociado al culto imperial.

En cambio, la importancia alcanzada por el culto a la Tríada Capitolina, constituida por Júpíter, dios soberano del universo; su esposa, Juno, divinidad celeste, y Minerva, diosa de las actividades artesanales asimilada a la Atenca griega, se registra en la ley fundacio-nal de la Colonia Iulia Genitiva Urbanomm Urso, en la que se estipula la obligatoriedad de que los ediles realicen durante tres días al año juegos en su honor, mientras que la diosa protectora de la ciudad, Venus, tan sólo es honrada con la realización de las mismas acti-vidades durante un solo día. Al margen de que cada una de las dívinidades que consti-tuían la trinidad podía ser individualmente honrada, el culto a la Triada severtebraba a tra-vés de los templos capitohnos, de los que conocemos su existencia en Urso (Osuna) e Hispalis (Sevilla), y, probablemente, según J. Mangas, en Asturica (Astorga), Baelo ( 'Bo-lonia), Emerita (Mérida), Clunia y Taffaco.

Una implantación parecida alcanzó el culto al emperador, aunque con una proyección geográfica preferente en el sur y Levante de lEspania y una concentración de los testimo-nios en las capitales de las tres provincias hispanas y de los convento; su difusión en el Imperio, como fenómeno concomitante a su helenización, sufrió importantes oscilaciones, ya que, aunque comenzó a difundirse en vida de Augusto, no alcanzará su plena implan-tación hasta el período flavio y sólo llegará a su apogeo en el siglo n d.C. durante la di-nastía antonina.

En las provincias hispanas, la existencia en el mundo indígena prerromano de determi-nadas instituciones, mediante las que se vinculaban los individuos a sus jefes militares, a veces con formalizaciones religiosas que permitían la consagración de la vida a una de-terminada divinidad en lugar de la del jefe militar, facilitó, sin duda, como anota R. Etien-ne, la penetración de¡ culto al emperador. Su formalización fue bastante heterogénea, ya que en ocasiones tan sólo se tributó al emperador muerto, mientras que en otras, coinci-diendo con la potenciación de los rasgos monárquicos del poder imperial, se llegó a hon-rar también al emperador vivo; la asociación del culto al emperador a abstracciones divi-nizadas de origen helenístico, como Pietas, Aeternitas, Pax, Fortuna y su asimilación a diversos dioses romanos y orientales, en un claro proceso sincretista, son otros de los rasgos que completan el heterogéneo cuadro en el que se materializó este culto que, además de las referidas funciones de cohesión política de la diversidad étnica y cultural del Imperio, revistió el valor complementario del lealismo dinástico.

Ambos cultos, el de la Tríada Capitolina y el tributado al emperador, se canalizaban a través de una organización perfectamente reglada desde el punto de vista jurídico; de es-ta forma, la ley municipal de Urso estipulaba la existencia en la colonia de dos colegios, el de los pontifices y el de los augures, compuestos de tres miembros que, elegidos de por vida por los ciudadanos entre los que cumplieran determinadas condiciones jurídicas y económicas, se encargaban oficialmente de¡ culto, gozando de determinados privilegios

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entre los que se enumeran la exención de la milicia, la inmunidad, el uso de la toga prae-texta y el asiento entre los decuriones en el teatro y en el circo.

La materialización del culto imperial estaba articulada en los tres eslabones de la orga-nización provincial, es decir, las ciudades, los conventus y la capital de la provincia, con la salvedad.de que en el eslabón intermedio de¡ conventus tan sólo se testimonia su pre-sencia organizada en las zonas menos romanizadas de la Provincia Hispania Citerior y a partir de época flavia; este culto era responsabilidad de los flamines, de los que los pro-vinciales eran elegidos en las asambleas que anualmente se celebraban en las capitales de las tres provincias hispanas. A medida que la divinización fue ampliándose también a otros miembros de la familia imperial y concretamente sus esposas, aparecieron las fla-minicae, a veces la esposa del flamen, que se encargaban de¡ culto a las divae.

Junto a estos magistradossacerdotes, pertenecientes en su totalidad a los círculos diri-gentes provinciales, el culto oficial contaba también con un personal auxiliar, del que de-bemos reseñar por su importancia, en tanto que vehículo de promoción social, los Augus-tales y los Seviri augustales, compuestos por la élite de los libertos.

En cambio, los dioses protectores de la ciudad y de la familia, que constituyen eslabo-nes fundamentales en el ordenamiento del Imperio, apenas si se testimonian en Hispania; destaquemos, no obstante, la amplia difusión que tuvo el culto al Genio, protector de la ciudad o de un determinado lugar, y la existencia del culto a los lares familiares que, pro-tegiendo, al margen de su estatus jurídico, a todos los miembros, Ubres o esclavos, de la unidad familiar y a la propiedad doméstica, se testimonia epigráficamente en Abdera (Adra, Almería) y en Uxama (Burgo de Osma).

El mencionado carácter funciona¡ de la religión romana se patentiza en la existencia de una serie de dioses protectores de las aguas, de la salud, de las diversas actividades que se integraban en la actividad económica, de la guerra o de la vida de ultratumba; todos ellos se difundieron en Hispania, aunque su penetración fue desigual y en ocasiones se realizó de forma sincretista, asociándose a divinidades indígenas, a las que se le atribuían advocaciones análogas.

Destaquemos dentro de los dioses protectores de la agricultura la amplia difusión que al-canzó Liber Pater, asociado al Dionisio griego que, perdida su originaria encarnación de varias formas de protesta social, quedó reducido a dios de la vid; en Hispania abundan en las ciudades más romanizadas sus representaciones en mosaicos y esculturas. En menor grado y también en áreas romanizadas se extendió el culto a Mercurio, como dios protec-tor del artesanado. Las Ninfas, diosas protectoras del agua, alcanzaron una amplia difu-sión en el noroeste peninsular, es decir, en la misma área donde había existido un culto indígena asimilable.

Los cultos orientales

Junto a la religión romana se intensifica o se difunde ex novo la presencia de los cultos orientales, bajo cuya denominación se engloban todas aquellas divinidades que tienen tal procedencia, al margen de que poseyeran un carácter mistérico. Su existencia en la Pe-nínsula Ibérica precede en determinados casos a la llegada de Roma y se conecta direc-tamente con el fenómeno de la colonización feniciopúnica y griega; tras la conquista ro-mana, algunas de estas divinidades sobrevivieron, aunque a través de la correspondiente interpretatio romana; tal ocurre especialmente con los dioses feniciopúnicos Tanit y Me-

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lart. La primera fue asimilada a Juno, divinidad celeste en conexión con la Luna y diosa protectora del ciclo femenino: como tal, su culto se constata en Itálica,, Tarragona y Lugo; Melqart sobrevivió a través de su ¡dentificación con Hércules romano, y como tal su tem-plo en Gades gozó de un gran prestigio, que aún se mantenía en la Antigüedad tardía.

También las divinidades griegas, presentes en las colonias focenses del golfo de Ro-sas, continuaron siendo veneradas mediante un proceso análogo; el dios de la salud As-clepios pervivió en el Esculapio romano en templos de Carthago, Nova y de Ampunas, y Artemis Efesia, asimilada a Diana, se constata en Sagundo, donde una cofradía se en-cargaba de su culto. En otros casos, se hicieron presentes innovaciones con difusiones de cultos que habían alcanzado cierta notoriedad en el mundo griego en época helenísti-ca; tal ocurre con Némesis, diosa de la justicia, cuya devoción se difundió de forma espe-cial entre esclavos, libertos y gladiadores; precisamente de una pintura parietal del anfi-teatro de Tarraco procede una de sus más significativas representaciones.

También las religiones orientales de carácter mistérico, que 4abían penetrado en Roma en época republicana y frente a las que los diversos emperadores adoptaron políticas contradictorias, oscilantes entre la protección y la prohibición, se difundieron en Hispania. El dios mazdeísta Mithra penetró en la Península Ibérica estrechamente ligado a los con-tingentes militares, con el apelativo de invictus, y a los contactos comerciales, que expli-can su especial presencia en los centros costeros; de su importancia habla el mitreo de Mérida, en el que, pese a no conservarse indicios arquitectónicos que pudieran ilustramos de su trazado, se encontró a principios de siglo un valioso conjunto de esculturas e ins-cripciones.

También las divinidades egipcias Isis y Serapis se difundieron en Hispania; Isis, cuya figura aparece indisolublemente unida a la de Osiris, representa en su mito el ciclo de na-cimiento muerte resurrección, propio de la vegetación, y adquirirá en época helenística caracteres mistéricos; su culto, prohibido pero contradictoriamente también protegido por los emperadores, se difundió en Hispania durante el siglo II, con especial proyección en-tre los círculos privilegiados, como se testimonia explícitamente en Valencia, Cabra y Mé-rida; Serapis, en cambio, se extendió en un marco esencialmente sincretista, como se constata concretamente en Mérida, Panoias y Beja.

Finalmentejos dioses tracofrigios Cibeles y Atis tuvieron asimismo una proyección im-portante en Hispania, con mayor penetración de Cibeles en la parte occidental de la pro-vincia, y de Atis en la Bética y zona mediterránea.

La penetración de la región romana y de los mencionados cultos orientales no significó el arrinconamiento de la religiosidad indígena, que subsistió a través de diversos proce-dimientos, corno la mencionada interpretatio, el sincretismo con las nuevas divinidades introducidas por los colonizadores o simplemente como tales; el fenómeno adquiere, co-mo anota J. M. Blázquez, unas dimensiones considerables, de las que sería expresión la conservación del nombre de 320 divinidades en inscripciones y en figuraciones de estelas o esculturas; la Hispania celta constituye el área donde la pervivencia de divinidades indí-genas, como Aituneo, Baelisto, Peremusta o Vurovius, entre otros, alcanzó las cuotas más elevadas.

El cristianismo primitivo en Hispania

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Tradicionalmente se ha explicado, por parte de la historiografía eclesiástica, el origen apostólico del cristianismo en Hispania por tres vías distintas, la predicación de Santiago el Mayor, la llegada de san Pablo y la tradición de los Varones Apostólicos. La primera y la tercera han sido consideradas por la crítica como tradiciones muy tardías, sin bases histó-ricas verificables, y, en cuanto a la venida. de Pablo, sólo puede apoyarse en el propio testimonio del apóstol en su epístola a los Romanos de su deseo de venir a Hispania y en documentos algo posteriores sobre esta venida, como los de Clemente Romano que, a lo más, sólo pueden apoyar su verosimilitud pero no su certeza.

El origen, si es que puede utilizarse este término, del cristianismo en Hispania es oscu-ro y tardío. Los primeros testimonios que documentan la existencia de cristianos en la Península Ibérica Irineo de Lyon y Tertuliano, de finales del siglo ii son todavía demasiado imprecisos y generalizadores. Hay que descender al año 254 para encontrar el primer da-to seguro en la carta 67 de Cipriano de Cartago, por la que sabemos que en esta fecha ya existían comunidades cristianas en AstorgaLeón, Mérida y, seguramente, Zaragoza. A partir de esta fecha se acumulan los testimonios, sobre todo, de mártires cristianos duran-te las persecuciones de Valeriano y Diocleciano, en Zaragoza, Barcelona, Gerona, Valen-cia, León, Mérida,. Sevilla, Córdoba o Toledo, que muestran cómo el cristianismo había ido avanzando lentamente a lo largo del siglo in en Hispania, aunque sólo en los grandes focos urbanos y apoyándose fundamentalmente en la gente humilde.

El cristianismo como fenómeno histórico es durante el Alto Imperio una más de las reli-giones orientales, que se expande, en consecuencia, por los mismos ambientes y satisfa-ce las mismas necesidades y aspiraciones. Como religión personal, íntima y de salvación, frente a los cultos oficiales y fríos de la religión tradicional romana, portada por viajeros, traficantes, mercaderes y núlitares, penetra en principio en los núcleos urbanos de las zo-nas más romanizadas, precisamente aquellas en las que, por la existencia de comunida-des judías o, en general, orientales de grecohablantes, era más fácil la penetración de la nueva fe. Esta predicación, como subraya M. Sotomayor, no se realizó de un modo pro-piamente misional, sino por obra de muchos cristianos anónimos, convencidos de la im-portancia y de la necesidad de su creencia. El cristianismo en Hispania no se ha importa-do, ni por una única vía los pretendidos orígenes africanos que señalan, entre otros, Díaz y Blázquez, ni por un misionero determinado sea Santiago, san Pablo o los Varones Apostólicos, como algo definido y hecho, sino que se va gestando, a través de múltiples circunstancias, como un conjunto de comunidades, que surgen y se desarrollan, en prin-cipio de forma independiente, en distintos puntos de Hispania, a partir de la predicación de numerosos y heterogéneos elementos cristianos que extienden su proselitismo por los ambientes que frecuentan.

A contienzos del siglo iv, cuando con Constantino la Iglesia cristiana perseguida se convierte en religión oficial, el cristianismo ya se encontraba organizado en distintas re-giones de la península, y, sobre todo, en la Bética, y pasó a constituir un importante factor social y político. Las sedes metropolitanas pTincipales, a las que estaban subordinadas las demás, se ubicaban en las capitales de las provincias Mérida, Tarraco, Hispalis, Bra-cara y Carthago Nova y, como en otras regiones del Imperio, la Iglesia hispana convocó sínodos y concilios, de carácter disciplinario y organizativo, que ofrecen un gran número de datos de muy diverso carácter, interesantes no sólo para la historia eclesiástica, sino para el conocimiento de la sociedad de Hispania en la Antigüedad tardía, como el de Elvi-ra (Granada), celebrado entre 300 y 302; el I Concilio de Caesaraugusta, posterior al 380, o el I de Toledo, hacia el 400.

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BIBLIOGRAFIA

Sobre las religiones indígenas, son fundamentales las obras de BL4ZQUEZ, J. M., Las religiones primitivas de Hispania. Fuentes literarias y epigr*as, Roma, 1962; Diccionario de las religiones prerromanas de Hispania, Madrid, 1975; Imagen y mito. Fsludio sobre las religiones mediterráneas e ibéricas, Madrid, 1977.

Sobre la religión romana, en general, ALTHEim, F., La religion romaine antique, París, 1955; DumEziL, G., La retigion romaine arcaique, París, 1986, 2.* ed.; BAYET, J., Histoire politique et psicológique de la religion romaine, París, 1969. Para Hispania, VÁzQuEz Ho-ys, A. M., La religión romana en Hispania. Fuentes epigráficas, arqueológicas y numismá-ticas, Madrid, 1974, y la obra colectiva La religión romana en Hispania, Madrid, 1979. Pa-ra el culto imperial es fundamental la obra de ErENNE, R., Le culte impérial dans la Pé-ninsuie Ibérique, dAuguste 4 Diocletien, París, 1959.

Sobre las religiones mistéricas en'Hispánia hay también una abundante bibliografía. Destaquemos GARcíA BELUDo, A., Les refigions orientales dans ¡'Espagne romaine, Lei-den, 1967; ALYAR, J., «El culto de Mithia en Hispania», Memorias de Historia Antigua 5, 1981; ALvAm MIRANDA, A., Las religiones mistéri=, Madrid, 1961; LECLAW, J., «Les re-figions, orientales dans l'Espagne romaine», Journal des Savanis, 1981, 68 ss.

Sobre el cristianismo primitivo, véase la exposición de conjunto de SOTOMAYOR, M., «La Iglesia en la España romana», Historia de la Iglesia en España, Madrid, 1979, 1, 7 ss.; sobre las tradiciones apostólicas, VEGA, A. C., «La venida de san Pablo a España y los Varones Apostóficos», Bokdn de la Real Aca~ de la Historia 154, 1964, 7 ss.; GUERRA, J., «Santiago», Diccionario de Historia Eclesiástica de España IV, Madrid, 1975, 2183 ss. Sobre los orígenes africanos de¡ cristianismo español, DíAz, M. C., «En tomo a los oríge-nes de¡ cristianismo hispánico», Las raíces de España, Madrid, 1%7, 423 ss.; BUZQUEZ, J. M., «Posible origen africano del cristianismo e~», Archivo