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Novela crim.nal ESPIAS DEMASIADO TEMPRANO, POLICIAS POR TODAS PARTES: LA FICCION ES EL CREN QUE PAGA POE Guermo Cabrera Innte T odos los historiadores tratan siempre de determin cuándo comenzó exactamen- . te la historia de la ler@ura polici. Howard Haycraft en su cronología sitúa el origen en el Zadig, de Voltaire. (Este debe ser un aporte de Ellery Queen, coautor de la cronolo- gía, porque Haycrt, en su ensayo Asesinar por puro placer, declara que el crimen en una novela policial no es más que un pretexto para lleg al culpable y al final mediante la deducción. Esto es sagaz: la novela poHcial es un juego de ajedrez y el crimen es su apertura. Habrá otros crímenes sobre el tablero, sin duda, pero el jaque mate no es todo el propósito del juego. De hecho el único propósito del juego es jugar.) Otro historiador, el tierno y habaco Ferey- doun Hoveyda, propone las damas chinas en lug de jug al ajedrez. Hoveyda sostiene la teoría del origen chino, con las minutas de un Juez Ti, que vivió en Pekín en el siglo VI de nuestra era o de la era china. Siempre hay alguien que viene a decir- nos que algo ocurrió primero en China. Esta ma- nía llega a adjudicar a los chinos todo lo que ocurre -y hasta lo que ocurrirá, como el poster- gado peligro político, de color amarillo, claro. Hoveyda es un esteta realista. Es decir, cree que la literatura puede tener origen en la realidad, cuando no hay un solo género narrativo, una ma- nestación poética o un nómeno literario que no se haya originado en la literatura, anterior o con- temporánea. El libro de Hoveyda se titula Histo- ria de la literatura policial y no es más que la propagación de dos o tres errores ilustres. El bueno de Hoveyda, de origen iranio (su hermano e ministro del Shah y sufrió el jaque mortal que svó al rey pero no a su alfil: e silado) ꜷnque rancesado, quiere que Vidocq, otra figura real, sea ese antecesor necesario, especie de eslabón, literario perdido. Mi amigo Fabrizio Mondadori, jugador de ajedrez, lector de misterios policiales y a veces prosor de filosoa, comiendo con Mi- riam Gómez y conmigo en un restaurante iraní de High Street Kensington, en Londres, al ver la lentitud de los camareros iraníes, la chapucería del cocinero iraní y la displicencia del maitre iraní, para no mencionar la execrable cena iraní exclamó exasperado: «¡Esta gente no pudo haber inven- tado ni las damas!» -Y yendo de torneo en torneo descubrió que el ajedrez e creado en una cárcel india en lo que hoy es Pakistán. Era un juego no 2 pa ilustrar a un príncipe o un general en el arte de la guerra de casillas con piezas de marfil, sino p a intimar con el su guardián y divertirse el inventor -quien naturalmente no escapó con el carcelero y su juego, sino que terminó el juego de la vida decapitado: el jaque mate lo da siepre el verdugo. Ahora al juego de la literatura y el cuento del hombre que soñó que era el primer etective, Ed- gar Aan Poe. Esta titud la demostró Poe ob- servando eljugador de ajedrez de Maelzel, alemán y notable trujjamán y truhán. Dijo Poe descubrir su m ecanismo oculto cuando en realidad había leído uno o dos ensayos anteriores sobre cómo debía de ncionar el autómata con un enano dentro. El arte de Poe está en hacernos creer que descubre poco a poco el truco del turco y, honesto sureño, lo denuncia -literiariamente. Poe inventó el cuento policco usando posibles inventos anterio- res. Igual que hizo su compatriota Thomas Edi- son, moso inventor que inventó la luz eléctrica o el nógra o el cine a erza de aplicado. Poe coió qu,e la idea que creó una literatura le vino al leer Barnaby Rudge y adelantarse a Dickens con la solución del enigma. De í surgió su «método analítico». No importa si Poe miente otra vez, lo que es próbable, y no quiere reconocer la deuda que tiene con la novela gótica. Ese es su privilegio de ꜷtor: Todas las entes, la ente, como diría Carlos Fuentes. Nuestro privilegio y goce actual es leer los tres cuentos puramente policiales que escribió Poe y olvidarse de que de veras intuyó al detective antes de que lo nombrara Scotland Yd. La intuición notable es siempre literia. Poe no creó al policía inglés, pero, lo que es más importante, creó a Auguste Dupin, primer detec- tive de la literatura y dio origen a todos los que vinieron después, del cautivante Sherlock Holmes al lamentable Lew Archer de Ross MacDonald, que Raymond Chandler con toda razón conside- raba un plagio permitido por las limitadas leyes pero no por la infinita moral estética. Edg All Poe -ya nadie tiene duda de ello- creó el género policial y por lo menos una de sus tres narraciones, «La carta blada», es la primera obra maestra del género. Pero es una ironía retó- rica que el padre de la narración policial era hijo adoptivo y además no tuviera otra descendencia que su suea. ¡Un tanto más para las genealogías del misterio! Uno de los más memorables momentos de toda la literatura es ese en que Edg Allan Poe, imi- tando a su turo traductor, hace bulevardear a Dupin -el caballero C. Auguste Dupin- y a su innombrado narrador, un Watson avant toute la lettre, más cultivado que W@son, más discreto que Watson, y los dos jóvenes recorren París cuando ya ha ciúdo la noche: la rue Montmartre, las calles delubourg Saint-Germain y las calle- jas vecinas al Palais Royal, envueltos ambos en la noche y los «destellos salvajes de la luz» artificial. He vivido en Vi r ginia y dado cursos en su univer-

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ESPIAS DEMASIADO TEMPRANO, POLICIAS POR TODAS PARTES:

LA FICCION ES EL CRIMEN QUE PAGA POE

Guillermo Cabrera Infante

Todos los historiadores tratan siempre de determinar cuándo comenzó exactamen­. te la historia de la literatura policial. Howard Haycraft en su cronología sitúa

el origen en el Zadig, de Voltaire. (Este debe ser un aporte de Ellery Queen, coautor de la cronolo­gía, porque Haycraft, en su ensayo Asesinar por puro placer, declara que el crimen en una novela policial no es más que un pretexto para llegar al culpable y al final mediante la deducción. Esto es sagaz: la novela poHcial es un juego de ajedrez y el crimen es su apertura. Habrá otros crímenes sobre el tablero, sin duda, pero el jaque mate no es todo el propósito del juego. De hecho el único propósito del juego es jugar.)

Otro historiador, el tierno y ,;;habacano Ferey­doun Hoveyda, propone las damas chinas en lugar de jugar al ajedrez. Hoveyda sostiene la teoría del origen chino, con las minutas de un Juez Ti, que vivió en Pekín en el siglo VI de nuestra era o de la era china. Siempre hay alguien que viene a decir­nos que algo ocurrió primero en China. Esta ma­nía llega a adjudicar a los chinos todo lo que ocurre -y hasta lo que ocurrirá, como el poster­gado peligro político, de color amarillo, claro. Hoveyda es un esteta realista. Es decir, cree que la literatura puede tener origen en la realidad, cuando no hay un solo género narrativo, una ma­nifestación poética o un fenómeno literario que no se haya originado en la literatura, anterior o con­temporánea. El libro de Hoveyda se titula Histo­ria de la literatura policial y no es más que la propagación de dos o tres errores ilustres. El bueno de Hoveyda, de origen iranio (su hermano fue ministro del Shah y sufrió el jaque mortal que salvó al rey pero no a su alfil: fue fusilado) aunque afrancesado, quiere que Vidocq, otra figura real, sea ese antecesor necesario, especie de eslabón, literario perdido. Mi amigo Fabrizio Mondadori, jugador de ajedrez, lector de misterios policiales y a veces profesor de filosofía, comiendo con Mi­riam Gómez y conmigo en un restaurante iraní de High Street Kensington, en Londres, al ver la lentitud de los camareros iraníes, la chapucería del cocinero iraní y la displicencia del maitre iraní, para no mencionar la execrable cena iraní exclamó exasperado: «¡Esta gente no pudo haber inven­tado ni las damas!» -Y yendo de torneo en torneo descubrió que el ajedrez fue creado en una cárcel india en lo que hoy es Pakistán. Era un juego no

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para ilustrar a un príncipe o un general en el arte de la guerra de casillas con piezas de marfil, sino para intimar con el su guardián y divertirse el inventor -quien naturalmente no escapó con el carcelero y su juego, sino que terminó el juego de la vida decapitado: el jaque mate lo da sieJJlpre el verdugo.

Ahora al juego de la literatura y el cuento del hombre que soñó que era el primer é:letective, Ed­gar Allan Poe. Esta aptitud la demostró Poe ob­servando eljugador de ajedrez de Maelzel, alemán y notable trujjamán y truhán. Dijo Poe descubrir su mecanismo oculto cuando en realidad había leído uno o dos ensayos anteriores sobre cómo debía de funcionar el autómata con un enano dentro. El arte de Poe está en hacernos creer que descubre poco a poco el truco del turco y, honesto sureño, lo denuncia -literiariamente. Poe inventó el cuento policfaco usando posibles inventos anterio­res. Igual que hizo su compatriota Thomas Edi­son, famoso inventor que inventó la luz eléctrica o el fonógrafo o el cine a fuerza de aplicado. Poe confió qu,e la idea que creó una literatura le vino al leer Barnaby Rudge y adelantarse a Dickens con la solución del enigma. De ahí surgió su «método analítico». No importa si Poe miente otra vez, lo que es próbable, y no quiere reconocer la deuda que tiene con la novela gótica. Ese es su privilegio de autor: Todas las fuentes, la fuente, como diría Carlos Fuentes. Nuestro privilegio y goce actual es leer los tres cuentos puramente policiales que escribió Poe y olvidarse de que de veras intuyó al detective antes de que lo nombrara Scotland Yard. La intuición notable es siempre literaria. Poe no creó al policía inglés, pero, lo que es más importante, creó a Auguste Dupin, primer detec­tive de la literatura y dio origen a todos los que vinieron después, del cautivante Sherlock Holmes al lamentable Lew Archer de Ross MacDonald, que Raymond Chandler con toda razón conside­raba un plagio permitido por las limitadas leyes pero no por la infinita moral estética.

Edgar Allan Poe -ya nadie tiene duda de ello­creó el género policial y por lo menos una de sus tres narraciones, « La carta birlada», es la primera obra maestra del género. Pero es una ironía retó­rica que el padre de la narración policial fuera hijo adoptivo y además no tuviera otra descendencia que su suegra. ¡ Un tanto más para las genealogías del misterio !

Uno de los más memorables momentos de toda la literatura es ese en que Edgar Allan Poe, imi­tando a su futuro traductor, hace bulevardear a Dupin -el caballero C. Auguste Dupin- y a su innombrado narrador, un Watson avant toute la lettre, más cultivado que Watson, más discreto que Watson, y los dos jóvenes recorren París cuando ya ha ciúdo la noche: la rue Montmartre, las calles delfaubourg Saint-Germain y las calle­jas vecinas al Palais Royal, envueltos ambos en la noche y los «destellos salvajes de la luz» artificial. He vivido en Virginia y dado cursos en su univer-

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sidad ( donde la celda de Poe se conserva in­tacta tras un grueso cristal protector por entrada y bajo un letrero en latín que, según la traducción de Juan Benet, dice: «Esta es la minúscula casa del poeta»), conozco Baltimore la horrible y he vivido en Nueva York varias veces. Así puedo decir a sabiendas que el mayor alarde de imagina­ción del poeta fue haberse imaginado, desde la provincia y las populosas ciudades americanas, el esplendor de un boulevard de París, como Mau­passant, antes que Maupasant mejor que Maupas­sant -quien después de todo es un realista, un naturalista, seguidor del peor Flaubert y el mejor Zola, que compitieron en su arte narrativa por la posesión no de su cuerpo ni de su alma, sino de su temperamento hasta reducirlo a la enumeración inútil de lo visible. Este momento, tanto como cuando una página y muchas calles más allá Du­pin revela los mecanismos de su memoria 'y su intelecto para conseguir llegar a la verdad de' la deducción: la única operación mental capaz de combatir el crimen y enfrentar invisible al cuchillo

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y la bala. Ese preciso momento justifica a Poe como poeta más que «El cuervo» y como narrador más que «El tonel de amontillado» o «El caso de M. Valdemar». Es esa imaginación poética que vaa alimentar a dos escritores tan abismalmenteopuestos como Baudelaire y Conan Doyle. Perotambién muestra (y es lo que me interesa decir)que es la creación poética lo que justifica a lanarració� policial desde el principio. Poeta es Poey otra clase de poeta es su renuente epígono Co­nan D_oyle. Poeta es Gilbert Chesterton y poeta es Franc1s Hes. Poeta es Dashiell Hammett y poeta es su seguidor y maestro Raymond Chandler. Poeta como Poe de la narración breve es William Irish. Poeta a veces es Rex Stout con su Nero Wolfe que cultiva orquídeas, gran gourmet del crimen que sabe todo lo que hay que saber de vinos y venenos y de motivos y coartadas. Poeta es John Fraklin Bardin, que será el último poeta de quien me ocuparé en este artículo.

Poe con tres cuentos ( «Los crímenes de la rueMorgue», anoten el nombre de esa calle: sólo existe en un París imaginario, «El misterio de Ma­rie Roget», que es un reportaje ficticio de un cri­minal real, y «La carta birlada») y una o dos narraciones contaminadas inventó, él solo, todas las reglas del juego.

A menudo se ha comparado la novela policial con un puzzle, un enigma para incautos, un juego de engaños -sutiles o burdos de acuerdo con la inteligencia del autor. Dije que la narración poli­cial era un juego de ajedrez y dije mal: es un problema de ajedrez. Es el juego reducido a su esencia, eliminado el contrincante pero no ,sus ju­gadas, anotadas con claves conocidas. Van desa­pareciendo las fichas fantasmales, una a una, eli­minadas como términos de una ecuación feliz. Al final no quedan más que dos o tres jugadas posi­bles. Por último, con la desaparición decisiva, aparece la solución, que es siempre la misma. El problema ha sido resuelto. La partida esencial termina con el triunfo de la lógica y la inteligencia deductiva pero también con la derrota final del contrincante. Jaque mate quiere decir en iraní (siento perturbar a Fabrizio Mondadori en su juego patafísico, pero la frase es irania sin ironía): muerte al jerarca. La mayor relación entre el aje­drez y la novela criminal es que nunca interviene en ambos el azar, aunque una memorable narra­ción inglesa se llama «El azar vengador». La au­sencia del azar hace a ambos juegos irreales y mecánicos. Hay que admitir sin embargo que algo extraño ocurre con el ajedrez que va más allá del juego mismo -una proyección metafísica. También ocurre con la novela policial. Aunque Borges dijo que la novela policial no era la «explicación de lo inexplicable sino de lo confuso» lo confuso es sólo confuso en apariencia. Quiero insistir en que el juego de ajedrez comienza con un orden estricto y evidente, como un teorema. El desorden sólo se establece a partir de la primera jugada o apertura. Desde entonces empieza a entronizarse el caos

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hasta que éste reina absoluto al ser un dominio con dos reinas luchando por el predominio. La confusión es más que un desorden de posibilida­des, que son incontables como para alcanzar una cifra alucinante, solo comprensible para el mate­mático y el astrónomo. Pero ese caos universal tiene un centro. O mejor dicho, dos. No son los dos jugadores sino las dos piezas conocidas como reyes, rey blanco y rey ne¡gro: la pieza más inútil y a la vez imprescindible al juego. Es con la desapa­rición de uno de los dos centros que el juego termina y vuelve a reinar la calma inicial en medio de las huellas del desorde;n.

La literatura de misterio puede ser, como pro­pone Chesterton, una ocupación teológica porque trata, como fin y principio, del combate a muerte entre el bien y el mal, dos absolutos. El bien debe triunfar siempre, pero no sin que el mal trate de ganar, alevoso. En a!lgunas novelas demasiado modernas es el mal el triunfador. Aun en las pri­meras narraciones el mal aparece no sólo como un ente más astuto sino lo que es más importante, como mucho menos trillado. El bien, hay que admitirlo, aburre. No hay nada más que recordar la trinidad más eminente del género. Watson es el memorista que no olvida. Sherlock Holmes es memorable, fascinante, y no sólo ingenioso sino capaz de inducir el ingenio en otros. Como Fals­taff pero un Falstaff a dieta, valiente que lucha contra el mal y su vicio. Pero el tercero en discor­dia diabólica, el llamado Profesor Moriarty, es más decisivo que Watson y por tanto digno rival de Holmes. Moriarty, inolvidable, hay que de­cirlo, es el villano que subió del infierno.

Sherlock Holmes es a la novela policial lo que Hamlet es al teatro: tanto se ha dicho, escrito y admirado al personaje que se ha convertido en persona grata. Pero no es un hombre, es un su­perhombre. No hay en Londres un teatro que lleve el nombre de Conan Doyle, el creador de Holmes. Pero hay un cine llamado Sherlock Hol­mes -ahora convertido en cuatro salas, cuatro. Hay pubs «Sherlock Holm1es». Hay un callejón de Londres llamado «Sherlock Holmes» y un conce­jal de Westmisnter, viendo con codicia el posible turismo, propuso que Baker Street se llamara Sherlock Holmes Street. Otro concejal saltó: «¡Imposible!». «¿Imposible?», inquirió el primer edil. «¿Por qué imposible., señor mío?». ¡ Senci­llamente porque el señor lfolmes no viviría en la calle Sherlock Holmes! ¡E:w es una vulgaridad! Es que Sherlock Holmes se hiabía convertido en algo más que una persona y una superpersona: se había convertido en un mito. No ha habido en la historia de la literatura otro personaje de ficción del que se haya escrito tanto como si hubiera realmente exis­tido. Ni Ulises ni Hamlet ni el Quijote han gozado de tan dudoso privilegio. El privilegio se hace francamente oneroso para su creador y así los eruditos holmesianos tienen al pobre Conan Doyle no como el creador de Holmes ni siquiera inventor del Dr. Watson (que ha pasado a ser el autor del

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canon),- sino que es un mero anotador de lo que escribe John H. Watson, M. D. Todo el mundo conoce el nombre completo de Sherlock Holmes y la profesión del Dr. Watson, pero no muchos sa­ben que Conan Doy le se llamaba Arthur, era mé­dico y ejerció la medicina en Londres. No es de extrañar que Conan Doyle, como el Dr. Frankens­tein, quisiera acabar con Holmes y lo hiciera ase­sinar por el Profesor Moriarty. Pero Sherlock ya era un mito y los mitos, como dice Julian Symons a propósito de Holmes, no se matan. Conan Doyle estaba perdido. Resucitó a Sherlock de entre los muertos para morir él creyendo en espíritus y aparecidos.

Hay que acordar que Poe inventó la narración policial, súbita, inesperadamente y casi sin ante­cedentes: es la creación gratuita. Pero Sherlock Holmes tenía que suceder y tenía que ocurrir en el siglo XIX, de donde también surgieron Darwin, Marx y Freud. De Darwin se ocupan ahora mismo sus detractores creacionistas antievolucionistas que han esperado cien años por la otra vuelta de la rosca científica. Marx comenzó a decaer cuando lo invocó en vano Lenin, pero lo que ha hecho Fidel Castro es el escarnio que sigue a la injuria: ha creado el marsimo-leninimo ante sus mismas barbas tópicas. Al Dr. Freud se lo cargó éon anti­cipación y alevosía el Dr. Doyle: creó a Sherlock Holmes a su imagen y semejanza años antes. Freud no es más que un Sherlock Holmes del sexo. «Un estudio en escarlata», primera nota del canon, se publica en 1886. Nueve años más tarde (no olviden el número de años) Freud publica sus Estudios en histeria como ven casi el mismo tí­tulo: no hay más que quitar escarlata y poner histeria y ya está: «Un estudio en histeria», aven­tura analítica. Pero la ficción es más compleja que la más complicada realidad. Los estudios en histe­ria están firmados también por un tal Dr. Josef Breuer, que desaparece enseguida para reaparecer años más tarde con el alias de Marcel Breuer y un supuesto oficio de arquitecto. Este Breuer (o el otro) diseña una silla sospechosamente parecida al famoso sofá de Freud. Se espesa la trama. Las coincidencias son ahora visibles aun para un lego de la detección como yo. Freud, como Holmes, renuncia a la ciencia por la pseudociencia, y ya antes apareció la relación de ambos con ciertas drogas prohibidas, con la cocaína precisamente, que ya venía del Perú. Están también el interroga­torio de un cliente y las deducciones: ese método esquinado y lateral, y la revelación súbita de un secreto terrible: «Ya s.é, Watson, quien tiene el forúnculo azul», dice Holmes. «Karl Marx». «He solucionado su caso», explica Freud. «Usted se enamoró de su marido cuando su padre tenía cinco años. No, un momento, que tengo las notas al revés. ¡Este idioma alemán! A ver. Ah sí, usted se enamoró de su padre cuando su marido tenía cinco años. Ya está. ¿Qué le parece? Son 50 mar .. cos». Lou Andreas Salomé paga el crimen y son­ríe.

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Todo está ahí, tan a la vista, que es casi crimi­nal que nadie haya visto la doble identidad, lo que el Dr. Breuer llamaría der Doppelganger, hasta que se publicó La solución del siete por ciento y . aún su autor temía revelar la verdad: Freud fue un Sherlock Holmes del seso. Observen las direccio­nes respectivas: 221-B de Baker Street en Lon­dres, 19 Bergasse en Vienna. Por Dios, Dr. Goeb­bels, es casi la misma dirección! Sherlock Holmes era judío. En cuanto a la barba no es más ·que otro disfraz de Holmes y no de los mejores: ni siquiera puede prescindir del vicio del tabaco y cambia la pipa por un puro. El único despiste estaba, claro, en el carnal, no en el sosias sino en el socio: Freud tuvo más de un Watson: Dr. Jung, Dr. Adler, Dr. Stekel, Dr. Ferenczi. Parecería que era el Dr. Watson de Freud quien adoptaba los disfra­ces de Holmes! Pero el último Watson fue, en apariencias, inglés: el Dr. Jones (nombre tan cer­cano al alias como Dr. Smith), que publicó la biografía de Freud en varios tomos -es decir el equivalente del canon Holmesiano. Freud -hay

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que decirlo todo ya que se va a decir-, también tuvo su profesor Moriarty. Este archicriminal Napoleón del análisis, terminó sus días en París' escondido en l' Ecole Normale Superieure y s� hacía llamar por el exótico alias de «Dr. Lacan». Su último :efugio, hecho de estructuras tropicales, era conocido como El Gabinete del Dr. Lacan.Moriarty, finalmente, ha muerto ahora, no sin lle­varse consigo el secreto de Freud. ¿Siguió consu­miendo cocaína colombiana hasta el fin de sus días? Su muerte y exequias fúnebres tuvieron lu­gar en Londres. El Dr. Jones estaba a su lado.

En el siglo XX ocurre la guerra de dos escuelas policiales, la americana y la inglesa. No insistiré en esa rivalidad primaria porque voy a mencionar s�lo los nombres de los autores que me interesan. Gilbert K. Chesterton aparece primero al comen­z'.1r el siglo. �? porque sea vecino mío, pues si es cierto que v1v1mos en el mismo barrio no es me­nos cierto que él lo hizo cincuenta año� antes que yo. Hemos coincidido en el espacio, pero no en el ti�mp�. L�stima. Chesterton construyó dos o tres m1stenos msolubles y los dio a resolver al Padre Brown, con la ayuda de Dios. Algunos de estos cuentos están tocados por la Gracia, pero su no­vela El hombre que fue jueves (que fue la primera novela de detección inglesa que leí cuando tenía trece años y me vi envuelto en un doble laberinto de palabras y ladrillos); esta novela espléndida es una obra maestra del género y de la literatura metafísica.

Otro autor inglés de externa originalidad, como Chesterton, pero colocado en sus antípodas poéti­cas es Francis Iles (detrás de ese nombre se es­conde una multitud de pseudónimos: hay que ha­cer esto en Inglaterra para poder escapar al cuchi­llo de los impuestos, por un tiempo), tiene una novela que vale por todos los libros en que Her­cule Poirot pone a funcionar sus imbéciles «pe­queñas células grises», como si el cerebro fuera un pomo de grajeas descoloridas. La novela de Iles se titula Matice Aforethought ( «Premeditación y Alevosía» sería la traducción) y le basta para anunciar su originalidad y perfección tan sólo con el primer párrafo que es una sola frase: «No fue sino semanas después de haber decidido asesinar a su esposa que el Dr. Bickgleigh dio un paso decisivo en esa dirección. El asesinato señores es cosa seria». A esta obra maestra de' la detec� ción en el espejo siguió Iles con una obra maestra macabra: Ante los hechos. Tal vez ustedes la co­nozcan, ligeramente maltrecha, como la película de Hitchcock, «Sospecha», en la que Joan Fon­taine, casada con Cary Grant, se salva de la muerte temprana que le ocurriría en el libro por­que el productor decretó que Cary Grant no tenía cara de asesino. Es obvio que este sagaz cineasta judío nunca había visto una foto del Dr. Méngele, el Angel Negro de Auschwitz. Fotografiado al in­gresar en el equipo del campo de exterminio, la foto lo muestra increíblemente parecido a Cary Grant. Méngele participó personalmente como

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médico en experimentos que iban de la vivisec­ción humana al exterminio de miles de judíos. El productor podría argüir, si viviera, que el Dr. Méngele tampoco pudo matar a su esposa.

¿No han notado una ausencia? No he nombrado una sola mujer novelista. No la voy a nombrar. Mi pasaporte inglés (dice «Sólo para caballeros») me impide hacerlo porque casi todas ellas son inglesas y si no tienen un detective belga que valga, tienen solteronas de aldea que destejen una trama mien­tras tejen. O son damas australianas con nombres impronunciables que significan rosa o aurora o nube rosa en maorí. O es una señora de traje sastre y monóculo cuyo héroe es un detective con traje sastre y monóculo pero de caballero y no se sabe nunca quién es qué cuándo. O hay una vaga lesbiana americana que cree que la novela de mis­terio debe regresar a la realidad y perder el miste­rio.

En 1952 una encuesta habanera preguntaba bajo el sol y las palmeras: «¿Qué autores han influido en su obra?». Ya entonces, sin tener obra podía ser modesto y nombré sólo dos y al ser claro salí oscuro: «Dashiell Hammet y Raymond Chan­dler», enumeré. Ahora ustedes bostezarán de te­dio ante mi audacia, pero entonces, en Cuba, en 1952, ninguno de mis amigos, todos escritores eruditos, sabía quién era este dúo de detectores de verdades. Para algunos escritores que se creían lectores avanzados o avisados era una provoca­ción mía nombrar a un actor de cine como dos escritores. Además, así no se escribe Jeff Chan­dler. Muchos, hay que recordarlos, se negaban a decir el nombre de Macbeth, no por superstición inglesa sino por incapacidad cubana: en vez de Macbeth decían «Más ve».

Pero mi admiración por ese original que es Hammett y ese epígono ideal que es Chandler no ha cambiado. El halcón maltés, La llave de cris­tal, Cosecha roja, La maldición de los Dain y El hombre de alambre son libros que leo, que releo. Hammett ha dado al vocabulario del crimen sus mejores malas palabras: Sleuth, prívate eye, prí­vate dick, shamus, gumshoe y snoop que es impo­sible traducir y al mismo tiempo imposible no gozar como un pecado secreto. Si quieren conocer la precisión y el dominio de la narración que tiene Hammett sólo les señalo ese momento en la pelí­cula de John Huston, cuando Humphrey Bogart en El halcón maltés abandona la habitación de hotel de Sidney Greenstreet y va en busca del elevador. Al llegar allí se mira una mano y la ve temblar y sonríe. Esto que luego se convirtió, a fuerza de repetirlo en otras películas, en un tic idiosincrático de Bogart está descrito en el libro exactamente como se ve en la película. Mejor aún, porque Huston no es un gran director de cine y Hammett sí es un gran escritor. Por cierto, para los que duden de la capacidad literaria de estos artistas de la novela de entretenimiento, quiero decir que Dashiell Hammett confesó en un mo­mento de debilidad que se había inspirado en Las

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alas de la tórtola para escribir El halcón maltés. Henry James habría pensado que era una broma pesada: su tórtola es leve metáfora y el halcón es una meta de plomo. Aunque muy parecido a Sid­ney Greenstreet, James nunca se habría reído con la estentórea sonrisa de Caspar Gutman.

Chandler es mi novelista de misterio favorito después de nadie. Tenía el sentido poético de Poe, la sagacidad deductiva de Conan Doyle, el sentido metafísico de Chesterton, el humor macabro de Francis Iles y un ingenio que nunca se hizo mecá­nico. Recuerdo uno de sus muchos momentos fe­lices: aquel en que Marlowe (quien heredó el nombre de Kit Marlowe) va en un taxi y el chófer le corrige un pronombre mal usado en una simple frase, una dirección, y Marlowe le da una propina y le dice: «Así me gustan a mí los hombres, que sepan su gramática». Tengo que hacer una men­ción comercial, ya que no es mía sino de un libro mío editado por Seix-Barral con un éxito que yo creía económico pero las sucesivas gerencias o ingerencias de esa notable casa editora me hacen creer que fue sólo un éxito crítico -o mejor dicho, de crítica. El libro se titula Tres tristes tigres y al principio uno de sus héroes, que narra su cuento en primera persona, es agredido con una pistola, pierde el conocimiento pero en vez de caer al suelo, cae en una página negra. Ese héroe, esa bala de palabras y ese hoyo cuadrado negro son mi homenaje a Raymond Chandler. No mucha gente entendió el homenaje póstumo y creía que mi libro es la novela policial por otros medios, todos lingüísticos. Un crítico francés lo supo y me dijo corrigiéndome en su crítica: «Es el encuentro de la novela policial y la semiótica». Como Mar­lowe quise decirle: «Así me gustan los críticos, que conozcan su jerga».

Debo mi último favorito, en la vida de lector, en la literatura de misterio a Denis Healey, el hombre que fue canciller del Exchequer inglés. Healey, ese inteligente político. Ya sé, ya sé: los términos se anulan por contradicción. Pero es por su inteli­gencia, sin duda, que Healey es un mal político. · Ecce Healey me descubrió en una charla a un novelista policíaco de primer orden, un narrador sorprendente y un talento novedoso -aunque hace cuarenta años que escribió su primera triada maestra y es tal vez la última, única. Ni siquiera sé si está vivo o muerto. Pero ese es el autor. Sus libros están tan vivos hoy como cuando los escri­bió en la mayor oscuridad. Cómo Healey supo de este escritor es probablemente un secreto de es­tado, tan bien guardado como ese otro arcano: Hel:)ley es una de las máximas autoridades ingle­sas en materia de novela policial. (Conozco otros ministros versados en novela policial, pero mu­chos dejan fuera siempre la palabra novela. Soy amigo de Platón pero prefiero más ser amigo de la mentira literaria.) Ese escritor, ese autor es John Franklin Bardin. Para algunos, ese nombre será desconocido. También lo era para mí, hasta que me lo descubrieron. Hasta que lo leí y como Amé-

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Novela crim�.nal

rica, al regreso de Colón a Cádiz, se me convirtió en un continente nuevo.

Considero que hay en la novela policial tres escritores originales: Edgar Allan Poe, Dashiell Hammett y John Franklin Bardin. Todos los de­más (Conan Doyle, Chesterton, Iles, Chandler) son epígonos y los demás son epígonos de epígo­nos. Por sus obras los conoceréis. John Franklin Bardin parecería ser un heredero de William Irish que ha leído a Heleo Eutis, pero la lectura de Bardin depeja esa especie de enigma. Las novelas de Bardin tienen tanto que ver con la psicología, o peor aún con el psicoanálisis, como el psicoanáli­sis tiene que ver con el análisis. De su tríada la mejor novela es El percherón mortal, que podría fácilmente ser tan surreal como su título pero, como las películas de Hitchcock, tiene que ver más con el expresionismo que con la surrealidad. (El surrealismo siempre enmascara al realismo.) Su segunda novela, El final de Philip Banter, es a la vez enigmática y cruel, como una esfinge dema­siado sadista al revelar su secreto terrible. La

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última novela suya Devil Takes the Blue-Tail Fly(n? me atrevo a traducir el tenue título), se pu­bhcó cuando Orwell escribió su pesante profecía y dio una efemérides de duda al totalitarismo: un autor nada versado en alegorías políticas. Dudo siquiera que haya sido traducido al español -¡ si ni siquiera se ha traducido todavía al inglés! Y como nadie es profeta en su tierra, ni siquiera la mofeta, John Franklin Bardin fue un apestado antes de morir -pero en Inglaterra. Quiero decir que la última novela de Bardin no se publicó en Estados Unidos hasta 1968, veinte años después de su pu­blicación inglesa. (Creo haber dicho más de una vez que Bardin es o era americano. Es preciso hacer de Bardin un autor español.) Después del fiasco de tantas muertes anunciadas y denuncia­das deberíamos recibir a una muerte que no se anuncia más que tras la máscara de la sutileza el misterio y la poesía verdadera.

Todo tiene su fin: esa es la única ley de la entropía literaria. Escribí un final que Hammett me echaría en cara y Chandler me lo arrojaría a la cara lleno de frases como «la novela policial es una terra incógnita, un territorio rodeado de mis­terio» -y aun al burlarme de estas grandes cosas siento que necesito un chófer de taxi que me diga que Terra Incógnita es la secuela de Terra Nostra

y está rodeada por el menor misterio, como una isla flotante en un mar de palabras. Pero a pesar mío, siento que debo, como las películas moder­nas, proveer al lector de créditos finales. Aquí van.

Debo la certeza de mis datos, si son certeros si son ciertos, a Julian Symons, biógrafo de P�e novelista policíaco y, last but not least, historia� dor de la literatura de misterio. Symons tiene una excelente historia del género titulada Bloody Mur­der, que para los que sepan inglés no significará sólo «Asesinato sangriento».

Hay finalmente un inmenso crédito que dar crédito póstumo, helas. Todo este placer que us� tedes y yo hemos tenido y que podemos volver a tener nada más que con abrir un libro de narracio­nes de crimen y misterio, este gozo se debe cosa curiosa, extrañas cosas al tormento de un h�mbre que entre el alcohol y la droga, entre las deudas y la enfermedad, por encima de toda tragedia, creyó ser el continuador de una tradición honorable y fue el creador de un híbrido que nació entra la confusión y el afán de lucro. Nosotros, los goza­dores de novelas policíacas, debemos a Edgar Allan Poe algo más que un género literario. Le debemos muchas veces fugitivos fragmentos de felicidad. Para pagar esa deuda habría que tener el talento de Mallarmé y erigirle un tombeau en que reclamar para Poe la eterna identidad del ser. Mientras tanto, más modesto o menos altivo le dedico estas páginas. Mi dedicatoria, en inglés y en francés, sus dos idiomas, se puede leer: POOR POE! Pero también: POURPOE! o