Ética 2a parte

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ÉTICA UNIDAD 2 1 UNIDAD 2. TEORÍAS ÉTICAS 1. ¿QUÉ ES UNA TEORÍA ÉTICA? En esta unidad nos acercaremos a diversos sistemas éticos. Ante las preguntas acucian- tes de signo moral, como por ejemplo ¿qué es lo deseable?, ¿qué es lo bueno?, ¿qué fi- nes hay que perseguir en la vida?, ¿qué es la felicidad?, ¿cómo puedo ser feliz?, ¿qué principios han de regular mi conducta si quiero que tengan valor moral?, etc., muchos pensadores, antiguos y modernos, nos brindaron algunas consideraciones interesantes. No vayamos a pensar que todos los filósofos nos dan recetas mágicas para ser felices. Si las tuvieran, y nosotros las siguiéramos, la felicidad habría dejado de ser una preocupa- ción hace mucho tiempo. No es así. Siempre hubo moral, mucho antes de que ellos refle- xionaran sobre ella, y siempre hubo principios para justificar las acciones realizadas, las normas establecidas y las decisiones tomadas. Por lo tanto, un sistema ético no es otra cosa que una reflexión ordenada sobre el hecho moral que, ante preguntas como las an- teriores, intenta justificar, describir y hasta recomendar como preferible algún principio concreto de acción. Habitualmente ya funcionamos con algún principio general para nuestras acciones: “no hacer daño a nadie”, “vive y deja vivir”, “lo que no quieras para ti no lo hagas a los de- más”, “hay que buscar siempre el mal menor”, “ande yo caliente...” Estos principios son demasiado vagos y muy a menudo injustificados. Pues bien, los sistemas éticos, o teorías morales, propondrán estos y otros principios de forma más concreta, a través de un aná- lisis crítico y justificado, aunque para ello no inventen nada nuevo. EXPLICACIONES Y JUSTIFICACIONES Imaginemos un alumno que, requerido por su profesor, da cuenta de una falta de asistencia ocurrida a primera hora de la mañana. Se le ocurre decir: “me he dormido”. Este enunciado, sin duda, explica la razón de su ausencia, el motivo por el cual no ha llegado a tiempo para recibir sus clases. Sin embargo, esta explicación no justifica su acto. Y es que hay una gran diferencia entre explicar (dar cuenta de los motivos, circunstancias, hechos que envuelven una acción que se considera), y justificar (que es dar razones que hagan aceptable o rechazable tal acción). Pensad que justificable significa conforme con lo justo, lo recto o lo equitativo. Si el alumno confunde explicar y justificar creerá que aportando los datos explicativos de su falta ésta ya quedará, de algún modo, disculpada. El profesor le recuerda que esa falta, aunque explicada en sus motivos, no está en absoluto justificada, puesto que dormirse no es nin- guna razón, ningún principio normativo válido que permita su aceptación. No es mejor no ir a clase que asistir a la misma, ni cabe imaginar que mi instituto funcione mejor con la incomparecencia de alumnos que con su concurso, ni se puede pretender que dormirse sea un criterio universal que se acepte como bueno. Quizás con este ejemplo entiendas que en un sistema ético cualquiera se hablará de posibles justifica- ciones, es decir, de principios que permitan hacer no sólo comprensible, sino aceptable o rechazable una determinada decisión o norma de conducta. Si los hechos se inspiran en un principio moral válido cobrarán valor y podrán ser presumiblemente comprendidos y hasta compartidos. Si se aportan razo- nes, buenas razones, podrá considerarse la acción como digna de aprobación (o, en su caso, de reproba- ción). En el ejemplo anterior, la acción es reprobable porque no se ajusta a las normas del instituto (la asistencia a clase es obligatoria), normas que a su vez se justifican moralmente (es bueno ir a clase por x motivos racionales). El alumno, sin embargo, no ha dado ninguna razón que la justifique moralmente (no ha dado ninguna razón que nos haga entender que es bueno dormirse y faltar a clase). Priorizar unos valores sobre otros, establecer unos deberes que mi conciencia entiende como inque- brantables, responsabilizarme de su seguimiento o inhibición es, al fin y al cabo, dotar a mis acciones y decisiones de sentido moral. Los sistemas éticos en general ayudan a pensar sobre los valores, a esta- blecer principios generales a seguir en mi vida. Todos ellos ofrecen razones y las justifican, mostrando principios sobre lo que es preferible y lo que debe ser rechazado.

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UNIDAD 2. TEORÍAS ÉTICAS

1. ¿QUÉ ES UNA TEORÍA ÉTICA?

En esta unidad nos acercaremos a diversos sistemas éticos. Ante las preguntas acucian-tes de signo moral, como por ejemplo ¿qué es lo deseable?, ¿qué es lo bueno?, ¿qué fi-nes hay que perseguir en la vida?, ¿qué es la felicidad?, ¿cómo puedo ser feliz?, ¿qué principios han de regular mi conducta si quiero que tengan valor moral?, etc., muchos pensadores, antiguos y modernos, nos brindaron algunas consideraciones interesantes.

No vayamos a pensar que todos los filósofos nos dan recetas mágicas para ser felices. Si las tuvieran, y nosotros las siguiéramos, la felicidad habría dejado de ser una preocupa-ción hace mucho tiempo. No es así. Siempre hubo moral, mucho antes de que ellos refle-xionaran sobre ella, y siempre hubo principios para justificar las acciones realizadas, las normas establecidas y las decisiones tomadas. Por lo tanto, un sistema ético no es otra cosa que una reflexión ordenada sobre el hecho moral que, ante preguntas como las an-teriores, intenta justificar, describir y hasta recomendar como preferible algún principio concreto de acción.

Habitualmente ya funcionamos con algún principio general para nuestras acciones: “no hacer daño a nadie”, “vive y deja vivir”, “lo que no quieras para ti no lo hagas a los de-más”, “hay que buscar siempre el mal menor”, “ande yo caliente...” Estos principios son demasiado vagos y muy a menudo injustificados. Pues bien, los sistemas éticos, o teorías morales, propondrán estos y otros principios de forma más concreta, a través de un aná-lisis crítico y justificado, aunque para ello no inventen nada nuevo.

EXPLICACIONES Y JUSTIFICACIONES

Imaginemos un alumno que, requerido por su profesor, da cuenta de una falta de asistencia ocurrida a primera hora de la mañana. Se le ocurre decir: “me he dormido”. Este enunciado, sin duda, explica la razón de su ausencia, el motivo por el cual no ha llegado a tiempo para recibir sus clases. Sin embargo, esta explicación no justifica su acto. Y es que hay una gran diferencia entre explicar (dar cuenta de los motivos, circunstancias, hechos que envuelven una acción que se considera), y justificar (que es dar razones que hagan aceptable o rechazable tal acción). Pensad que justificable significa conforme con lo justo, lo recto o lo equitativo. Si el alumno confunde explicar y justificar creerá que aportando los datos explicativos de su falta ésta ya quedará, de algún modo, disculpada. El profesor le recuerda que esa falta, aunque explicada en sus motivos, no está en absoluto justificada, puesto que dormirse no es nin-guna razón, ningún principio normativo válido que permita su aceptación. No es mejor no ir a clase que asistir a la misma, ni cabe imaginar que mi instituto funcione mejor con la incomparecencia de alumnos que con su concurso, ni se puede pretender que dormirse sea un criterio universal que se acepte como bueno.

Quizás con este ejemplo entiendas que en un sistema ético cualquiera se hablará de posibles justifica-ciones, es decir, de principios que permitan hacer no sólo comprensible, sino aceptable o rechazable una determinada decisión o norma de conducta. Si los hechos se inspiran en un principio moral válido cobrarán valor y podrán ser presumiblemente comprendidos y hasta compartidos. Si se aportan razo-nes, buenas razones, podrá considerarse la acción como digna de aprobación (o, en su caso, de reproba-ción). En el ejemplo anterior, la acción es reprobable porque no se ajusta a las normas del instituto (la asistencia a clase es obligatoria), normas que a su vez se justifican moralmente (es bueno ir a clase por x motivos racionales). El alumno, sin embargo, no ha dado ninguna razón que la justifique moralmente (no ha dado ninguna razón que nos haga entender que es bueno dormirse y faltar a clase).

Priorizar unos valores sobre otros, establecer unos deberes que mi conciencia entiende como inque-brantables, responsabilizarme de su seguimiento o inhibición es, al fin y al cabo, dotar a mis acciones y decisiones de sentido moral. Los sistemas éticos en general ayudan a pensar sobre los valores, a esta-blecer principios generales a seguir en mi vida. Todos ellos ofrecen razones y las justifican, mostrando principios sobre lo que es preferible y lo que debe ser rechazado.

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TIPOS DE TEORÍAS ÉTICAS

Las teorías éticas permiten, como hemos dicho, justificar las normas ( “Todo el mundo debe hacer X” ) y los juicios morales ( “X es bueno” ). No sólo presentan principios distintos, sino que podemos hablar incluso de tipos distintos de teorías éticas. Se han ofrecido muchas clasificaciones a lo largo de la histo-ria del pensamiento. Nosotros no pretendemos hacer un repaso exhaustivo pero sí distinguir dos enfo-ques muy diferenciados: las éticas del bien y las éticas del deber.

Las éticas del bien tratan de determinar cuál puede ser el fin primordial de la vida humana, aquello que si se consigue nos hará buenos, completos, felices. En cambio, las éticas del deber pretenden solamente determinar lo que es correcto, cómo se debe actuar, sin proporcionar criterios sobre cómo alcanzar una vida feliz.

Las primeras atienden al contenido de las normas, a su materia ( “X, o Y, o Z es bueno” ) y por ello ha-blamos de éticas materiales. Por ejemplo, los cínicos proclamaban que la vida buena es la basada en el desprecio de las convenciones; los estoicos hacían de la imperturbabilidad el mayor bien; según Epicuro el placer moderado era la excelencia de todas las acciones y deseos humanos. Las segundas sólo atien-den a la mera forma que debe revestir toda acción si debe considerarse moral ( “Todos deben...” ), es decir, su pura universalidad. Por ello se llaman formales. Si una norma puede entenderse como deber universal, entonces es legítima. Kant, como veremos más adelante, nos daba un fundamento formal, un criterio para decidir sobre el valor moral de una acción: “Obra de tal modo que la máxima de tu volun-tad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal.”

Vamos a conocer alguna de las propuestas que nos ofrecen los sistemas éticos de Aristóteles, Epicuro, los estoicos, los utilitaristas y Kant. Todos ellos son filósofos que aportaron interesantes, y diversos, puntos de vista sobre una cuestión delicada: Cómo ser feliz y cómo hacer lo correcto. No siempre es fácil conciliar los dos aspectos. Algunos incluso pensarán que son auténticos opuestos

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2. LA ÉTICA ARISTOTÉLICA

En la unidad 1 ya oísteis hablar de Aristóteles, especialmente cuando estudiábamos el carácter moral. Ahora volvemos a encontrarnos con él, para intentar conocer algo más sus puntos de vista. Debéis saber que este autor vivió en la Grecia del siglo IV a.C. y que pasó casi toda su vida en Atenas. Allí, después de pasar veinte años en la Academia de Platón, su maestro, fundó su propia institución escolar, el Liceo.

La felicidad es el fin último de nuestra vida.

Su teoría ética, igual que otras que también se formularon en la antigua Grecia, parte de la idea de que el sabio es aquel que sabe vivir, que posee una cierta sabiduría de la vida que le puede procurar la felici-dad. Y es que alcanzar la verdadera felicidad es algo realmente difícil y requiere todo un arte, precisa-mente la ética. En su obra Ética a Nicómaco (que lleva el nombre de su hijo pequeño), descubrimos las principales claves de su sistema.

La posición de Aristóteles en el terreno de la ética suele llamarse eudemonismo porque sostiene que el fin último al cual tendemos todos los hombres es la felicidad (eudaimonía, en griego):

Volvamos de nuevo a plantearnos la cuestión: cuál es la meta de la política y cuál es el bien supremo entre todos los que pueden realizarse. Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz.

No existe un acuerdo sobre cuál es el tipo de vida feliz.

Estamos de acuerdo en que todos buscamos la felicidad por sí misma y no en vistas a ningún otro fin ulterior. Todo lo demás lo buscamos por ella, como un escalón o medio para alcanzarla. Sin embargo, no existe coincidencia en qué puede ser este fin último de la vida humana, habiendo opiniones para todos los gustos:

Pero sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Pues unos creen que es alguna de las cosas tangibles y manifiestas como el placer, o la riqueza, o los honores; otros, otras cosa; muchas veces, incluso una misma persona opina cosas distintas: si está enferma, piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la ri-queza...

Aun reconociendo que la felicidad es una especie de vida buena, los problemas empiezan cuando nos preguntamos en qué consiste. Los que la identifican con el placer creen que es la vida voluptuosa, en-tregada a todos los goces; otros, que la cifran en el dinero, creen que será una vida dedicada al negocio o al lucro; los que creen que la felicidad es ser honorado se dedicaran a la política. Sin embargo Aristó-teles cree que todos ellos se equivocan. Ahora bien, es indudable que para poder hablar de una vida feliz deben darse unas condiciones materiales mínimas:

Por eso, el hombre feliz necesita de los bienes corporales y de los externos y de la fortuna, para no estar impedido por la carencia de ellos. Los que andan diciendo que el que es tor-turado o el que ha caído en grandes desgracias es feliz si es bueno, dicen una necedad.

La función propia del hombre.

Para aclarar en qué sentido entiende nuestro autor la vida feliz nos recuerda que el bien de cada cosa es su fin, su función propia (ej.: el buen cuchillo es el que corta bien, es decir, cumple su función perfecta-mente, la goma buena es la que borra bien, el buen ojo es el que ve de forma excelente, el buen médico es el que cura con eficiencia, etc.). ¿Existirá en el hombre un fin propio, una función esencial en su natu-raleza, cuyo despliegue nos haga buenos humanos, felices y excelentes? Mediante un análisis de la natu-raleza humana, Aristóteles, llegará a mostrarnos que sí.

Compartimos con los otros animales las facultades vegetativas (crecimiento, nutrición, reproducción) y también las sensitivas (respuesta a las acciones del medio, locomoción). Sin embargo, nos distingue la facultad racional (sede del pensamiento y también de los deseos y pasiones, asunto de la moral), la que precisamente nos hace humanos. Así pues, su excelencia y actividad será la que nos convierta en hom-bres que funcionan bien como hombres, que cumplen su función propia en plenitud:

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Resulta que el bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud (exce-lencia), y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco ni un solo día ni un instante bastan para hacer venturoso y feliz.

La parte apetitiva del alma, con sus deseos y pasiones, se llama carácter (éthos) y sus virtudes se llaman virtudes éticas. La idea de Aristóteles es que, si el hombre funciona bien como tal, la razón dominará las pasiones y no las dejará desbocarse y perder el control. Todas las decisiones que tomamos podrán ser acertadas o erróneas, dependiendo de si hemos aplicado o no un criterio correcto. ¡Ya sabemos cuánto cuesta decidir acertadamente! Muy a menudo nos pasamos y otras veces nos quedamos cortos en nues-tras decisiones, desatendiendo el punto perfecto, óptimo. Como Aristóteles nos recuerda:

Se puede errar de muchas maneras, pero acertar sólo es posible de una (y, por eso, una cosa es fácil y la otra difícil: fácil errar en el blanco, difícil acertar); y, a causa de esto, tam-bién el exceso y el defecto pertenecen al vicio, pero el término medio, a la virtud: los hom-bres sólo son buenos de una manera, malos de muchas.

La virtud como término medio.

Parece, pues, que la virtud consiste en el hábito de decidir bien, es decir, apuntando al término medio entre dos extremos, ambos erróneos, bien sea por exceso o por defecto. Sólo en el término medio está la virtud, la perfección. La obra bien hecha es como una obra de arte a la cual no se le puede añadir ni quitar nada sin que se resienta su belleza y perfección. Alguno de vosotros pensará que seguir este crite-rio de acción supone instalarse en la mediocridad, un constante “ni chicha ni limoná". Pensadlo bien, no se trata de una cuestión de matemática, en donde haya que calcular el medio camino aritmético entre dos magnitudes; se trata más bien del arte de encontrar ese punto óptimo, excelente, para cada género de acción como aquél que, puesto a ser gracioso, obtiene la virtud de hacer reír huyendo a la vez de la bufonería exagerada y de la sosería:

La virtud es un término medio, pero, con respecto a lo mejor y al bien, es un extremo.

Para conseguir que mis actos vayan encauzándose por la vía de la virtud hace falta experiencia, repeti-ción, hábito. Hasta que no haya alcanzado ese modo de ser prudente que me permite decidir automáti-camente conforme la regla del término medio, deberé dejarme guiar por hombres sabios, experimenta-dos y prudentes. Pensad que las virtudes se consolidan o se llegan a perder a través del hábito. Podemos persistir, perfeccionarnos, o abandonarnos, despreocuparnos de nuestra mayor obra de arte, nuestra vida.

Las virtudes no se producen ni por naturaleza ni contra naturaleza, sino que podemos re-cibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre. (...) Adquirimos las virtudes como resul-tado de actividades anteriores. Y éste es el caso de las demás artes, pues lo que hay que hacer después de haber aprendido, lo aprendemos haciéndolo. Así nos hacemos construc-tores construyendo casas, y citaristas tocando la cítara. De un modo semejante, practi-cando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados.

(...) Por nuestra actuación en las transacciones con los demás hombres nos hacemos jus-tos o injustos, y nuestra actuación en los peligros acostumbrándonos a tener miedo o co-raje nos hace valientes o cobardes. (...) Así, el adquirir un modo de ser de tal o cual ma-nera desde la juventud tiene no poca importancia, sino muchísima, o mejor, total.

El consejo y la dirección de los padres, de los educadores y hasta de los políticos so n indispensables para crear mi futura forma de ser virtuosa. Los modelos de acción correcta inspirarán mis decisiones cuando todavía no haya consolidado mi criterio propio. La persistencia, el ejercicio, hará que más ade-lante mi modo de obrar siga automáticamente, de forma natural, la vía de la virtud. Si por el camino desfallezco, me abandono o me inspiro por ejemplos viciosos, perderé lo conquistado. ¡Así de difícil y así de meritorio es vivir conforme la virtud!

Y es que la virtud es una disposición permanente a elegir lo más adecuado, en cada caso, para nuestra felicidad y perfección. Requiere sabiduría, moderación y constancia, sin dejarse llevar por el deseo de

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cada momento. Veamos para terminar algunos ejemplos que el propio Aristóteles nos suministra en su obra ética. Todos ellos muestran el término medio virtuoso entre dos extremos:

Consideremos, pues, estos ejemplos particulares de nuestra clasificación. En relación con el miedo y la audacia, el valor es el término medio (...) pero el que se excede en audacia es temerario, y el que se excede en el miedo y le falta coraje, cobarde. En el dominio de los placeres y dolores, el término medio es la moderación, y el exceso, la intemperancia. Per-sonas deficientes respecto de los placeres difícilmente existen, (...) pero llamémoslas in-sensibles.

En relación con el dar y recibir dinero, el término medio es la liberalidad, el exceso y el defecto son, respectivamente, la prodigalidad y la tacañería.

(...) En relación con el honor y con el deshonor, el término medio es la magnanimidad; al exceso se le llama vanidad, y al defecto pusilanimidad.

(...) Respecto de la ira existe también un exceso, un defecto y un término medio. (...) Lla-maremos a la disposición intermedia apacibilidad, (...) su vicio por exceso iracundia; y el que peca por defecto, incapaz de ira, y el defecto, incapacidad de ira.

(...) Así pues, con respecto a la verdad, llamemos veraz al que posee el medio, y veracidad a la disposición intermedia; en cuanto a la pretensión, la exagerada, fanfarronería, y al que la tiene, fanfarrón; la que se subestima, disimulo, y disimulador, al que la tiene. Respecto al que se complace en divertir a los otros, el término medio es gracioso, y la disposición, gracia; el exceso, bufonería, y el que la tiene, bufón; y el deficiente, rústico, y su disposi-ción, rusticidad. En cuanto al agrado en las restantes cosas de la vida, el que es agradable como se debe es amable, y la disposición intermedia, amabilidad; el excesivo, si no tiene mira alguna, obsequioso, si es por utilidad, adulador, y el deficiente y en todo desagrada-ble, quisquilloso y malhumorado.

3. LA ÉTICA EPICÚREA

Epicuro fue un pensador que vivió a caballo de los siglos IV y III a. c. Le tocó vivir una época difícil en la que la polis (ciudad griega) sucumbió definitivamente bajo el peso del gran imperio de Alejandro Magno y las dinastías que le sucedieron. Sus habitantes se sentían perdidos, en una especie de naufragio social y político, sin encontrar su lugar en este nuevo escenario. Se retiró, en Atenas, en una institución lla-mada El Jardín, donde compartió su vida rodeado de sus amigos.

El bien máximo es el placer.

Su sistema ético se llama hedonismo (hedoné significa, en griego, placer) y se presenta como una pro-puesta para superar la infelicidad y el temor presentes en esta época de crisis general. Se trata de una filosofía individual, con su modelo de sabio correspondiente, cuya máxima es vivir según la naturaleza. Algunos habréis pensado inmediatamente que si el bien máximo es el placer, entonces Epicuro debía ser poco menos que un juerguista entregado a los placeres de la buena mesa, al sexo, al ocio, etc. Cuando lo conozcáis juzgaréis más acertadamente su particular visión del placer y de la vida feliz, mucho más cer-cana al goce del alma, en una prudente y calculada moderación. Vamos a conocer sus principales argu-mentaciones:

En su Carta a Meneceo, el principal de sus escritos, Epicuro nos invita a filosofar, es decir, a reflexionar sobre la vida y lo que más nos conviene para ser felices:

Que ninguno por ser joven vacile en filosofar, ni por llegar a la vejez se canse de filosofar. Pues no hay nadie demasiado adelantado ni demasiado retrasado en lo que concierne a la salud de su alma. El que dice que el tiempo de filosofar no le ha llegado o le ha pasado ya, es semejante al que dice que todavía no ha llegado o le ha pasado el tiempo para la felici-dad. (...) Es, pues, preciso que nos ejercitemos en aquello que produce la felicidad, si es cierto que cuando la poseemos , lo tenemos todo y, cuando nos falta, lo hacemos todo por tenerla.

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La filosofía se muestra como una actividad práctica, vital, de máximo interés. Ella es la que nos va a per-mitir, por un lado, desterrar los temores que turban el alma y provocan infelicidad y por otro, alejarnos de las vanas opiniones que la mayoría de los hombres insensatos mantienen en los asuntos del placer y del dolor.

Hemos dicho que la búsqueda del placer y la evitación del dolor son algo connatural a los seres vivos. El placer es el principio y fin de la vida feliz:

Y por esto decimos que el placer es principio y culminación de la vida feliz. Al placer, en efecto, reconocemos como el bien primero, a nosotros connatural; de él partimos para toda elección y rechazo, y a él llegamos juzgando todo bien con la sensación como norma.

Sin embargo, la noción de placer que maneja Epicuro hay que delimitarla. Es cierto que se refiere a los placeres del cuerpo, básicos, pero sobre todo a los del alma. Quizás la traducción del término hedoné que más nos conviene es la de gozo (de vivir) en lugar de placer a secas. Para deshacer posibles confu-siones leamos el siguiente fragmento:

Cuando, por tanto, decimos que el placer es fin no nos referimos a los placeres de los di-solutos o a los que se dan en el goce, como creen algunos que desconocen o no están de acuerdo o malinterpretan nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Pues ni banquetes ni orgías constantes ni disfrutar de muchachos ni de muje-res ni de pescados ni de las demás cosas que ofrece una mesa lujosa engendran una vida feliz, sino un cálculo prudente que investigue las causas de toda elección y rechazo y disipe las falsas opiniones de las que nace la más grande turbación que se adueña del alma.

El cálculo del sabio sobre los placeres.

Habéis podido ver que la definición es algo así como negativa (no sufrir...) y que el gozo buscado se aleja de la pura acumulación desordenada e ilimitada de bienes, posesiones, nuevos deseos, etc. Más bien entenderemos que el placer básico consiste en la pura ausencia de dolor en el cuerpo (pocas veces valo-rada) y la ausencia de perturbaciones en el alma. Para conseguirlo el sabio, ejemplo de vida feliz, sabrá afrontar las decisiones y dominar los deseos a través de un cálculo basado en la prudencia y la previsión:

Puesto que el placer es nuestro bien principal y connatural, no buscamos cualquier placer; muchas veces despreciamos los placeres si obtenemos de ello mayor provecho. Pensa-mos, incluso, que algunos sufrimientos son preferibles al placer, cuando obtenemos del sufrimiento padecido un mayor placer. Así, todo placer es, de por sí, un bien, pero no todo placer ha de ser buscado; y todo dolor es un mal, pero no todo dolor debe ser evitado.

Sólo será feliz el que sabe sustraerse a la visión estrecha e ignorante de los libertinos. Éstos creen que la cantidad es el único criterio para medir la posible felicidad. Consideran que el camino del placer es ilimi-tado (¿recuerdas la canción “Todos queremos más...”?) y, sin embargo, se equivocan. No dominan la moderación, la prudencia y cálculo del sabio, y así caen en constantes frustraciones, turbaciones y te-mores.

Tipos de deseos.

A partir de estas y otras reflexiones Epicuro nos enseña a distinguir entre tres tipos de deseos:

Deseos naturales y necesarios: son aquellos cuya no satisfacción produce dolor, como el comer y beber cuando así apagamos el hambre y la sed:

Todo lo natural es fácil de conseguir y lo superfluo difícil de obtener. Y los alimentos senci-llos procuran igual placer que una comida costosa y refinada una vez que se elimina todo el dolor de la necesidad. Y el pan y el agua dan el más elevado placer cuando se los pro-cura uno que los necesita.

Deseos naturales y no necesarios: nacen del deseo de variar, y deben ser moderados por la prudencia. Por ejemplo comer y beber alimentos refinados, vestirse con determinado tipo de ropas lujosas, etc. Su no satisfacción no produce dolor.

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Deseos no naturales ni necesarios: son los que no surgen como reacción al dolor, ni como variación del placer, sino como producto de las vanas opiniones. Epicuro nos menciona los honores, la gloria, los triunfos políticos que llenan a los hombres de vanidad y los hacen infe-lices.

Vivir de acuerdo con la naturaleza supondrá vivir dentro de la moderación, obtener todos los pla-ceres dentro del orden que la misma naturaleza impone. Ser feliz es incluso fácil si nos movemos con prudencia. Hay que impedir que cuajen en nosotros los deseos y necesidades artificiales que según muchos insensatos son la esencia de la felicidad. Hace falta, además, cuidar el alma y lle-narla del mayor gozo posible, alejándola de los temores y turbaciones. ¿Sabías que para Epicuro el mayor bien es la amistad?

De todos los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de la vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad.

La amistad procura en el hombre un placer insustituible en un mundo a menudo hostil. Nos da placer, confianza y seguridad ante el futuro. La tranquilidad y alegría que nos procura nos hace sentir dignos y menos solos. Un remedio sin duda para nuestra sociedad tan competitiva, ¿verdad?

4. LA ÉTICA ESTOICA

Seguramente has oído expresiones como “aguantó estoicamente el chaparrón” o “mantuvo gran estoi-cismo ante una situación tan adversa”, etc. Ciertamente la utilización de estos términos nos remite a una manera determinada de afrontar las circunstancias y valorar las cosas.

Las palabras estoico, estoicismo, etc. proceden del griego. Estoa (el pórtico pintado del mercado) era el lugar donde se reunía una escuela filosófica de la antigüedad y de allí recibió su nombre, que ha pasado, ya veis, a la posteridad. Zenón fue su fundador, allá por el año 300 a.C. El estoicismo caló hondo en la sociedad de la época y contó con ilustres pensadores, como Séneca o Cicerón, y hasta el emperador romano Marco Aurelio fue un adepto, cuatro siglos después de su fundación.

Todos ellos, con sus naturales variaciones, compartían unas ideas que conformaron un poderoso sis-tema ético. Para conocerlo nos ayudaremos de las palabras que nos brindó Epicteto, un esclavo liberto que vivió a caballo de los siglos I y II, en el contexto de la Roma imperial. Empecemos, como no, por el principio.

El ideal de la indiferencia. La imperturbabilidad.

En las frases que iniciaban la sección habréis descubierto, sin duda, un elemento común: llamémosle fortaleza de carácter, o capacidad de resignación, o una dosis de imperturbabilidad, serenidad ante las adversidades, etc. Pues bien, éste es uno de los rasgos definitorios del estoicismo. Una de sus máximas más famosas dice “abstine et sustine”, algo así como abstente y aguanta. La propuesta de los estoicos, en una época convulsa, incierta, decadente, se presenta, efectivamente, como un modo de aligerar el dolor, soportar los golpes del destino y procurarse la felicidad. Se tratará de modelar el carácter y la vo-luntad, fortalecerlos para saber responder siempre de la mejor manera a cualquier circunstancia, favo-rable o desfavorable, que se nos presente:

No busques que las cosas ocurran tal como tú quieres que ocurran, sino que has de querer que ocurran como ocurren i vivirás felizmente.

La distinción fundamental.

Está claro que muchas cosas no dependen de nosotros (la posición social, mi cuerpo, circunstancias ex-ternas, etc.) y que ocurrirán con independencia de nuestros deseos. Otras, sin embargo, podemos ma-nejarlas ya que dependen de nosotros (el deseo, la aversión, la suposición, tendencias, etc.). Lo impor-tante, dirán los estoicos, es no confundirlas y creer que podemos conformar a nuestro gusto las prime-ras (que nos atan y nos determinan), o que no podemos hacer nada con las segundas (que sí son por naturaleza libres). Si no distinguimos perfectamente nuestro posible ámbito de actuación caeremos pronto en la infelicidad. La mayoría de personas, en absoluto sabias, patalean y se enfurecen porque son

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incapaces de asumir las cosas que no van a su favor aunque no puedan hacer nada por evitarlas. Clean-tes, un estoico, hablando sobre el Destino, nos recuerda que

Los hados conducen al que lo acepta, arrastran al que se niega a hacerlo.

La libertad y la felicidad. Autosuficiencia del sabio.

Así, el sabio es el que sabe discriminar, con este criterio, toda posible empresa que se propone y, como hace Epicteto, recomienda a todo aquel que quiera evadir la frustración y la infelicidad un buen ejemplo como modelo de actitud:

Cuando vayas a emprender una obra cualquiera, recuérdate a ti mismo de qué naturaleza es esta obra. Si sales de casa para bañarte, exponte a ti mismo las cosas que ocurren en el baño público: hay algunos que te salpican, te empujan, te insultan, te roban. Así empren-derás con mayor seguridad esta obra, si dices: “Voy a bañarme y también a mantener mi intención en conformidad con la naturaleza”. De esta manera hay que proceder respecto a cada obra. Así, en efecto, si algo te impide irte a bañar, podrás decir inmediatamente: “Pero yo no quería solamente eso, sino mantener también mi intención en conformidad con la naturaleza. No la mantendré, sin embargo, de esta manera, si me indigno con las cosas que ocurren”.

Este ejercicio de mentalización va conformando el carácter del sabio estoico. Se trata de analizar la na-turaleza de las cosas, desde las más pequeñas a las más trascendentes, para ver qué es lo que depende de mí y qué es dictado del Destino. Hacer que mi voluntad y mi deseo coincidan con lo que pasa es el objetivo de la vida feliz. Se trata de alcanzar la imperturbabilidad del alma ante cualquier circunstancia, sin sufrir frustración ni desengaño. Hay que tener en cuenta que mis intenciones pueden llegar a cristali-zar, pero también pueden truncarse y no llegar a su objetivo. El resultado ya no depende de mí y, por ello, debo estar previamente preparado para cualquier posible pérdida. Es el único antídoto a la decep-ción que cabe imaginar: ser capaz de aceptar todo lo que ocurre, sin aspavientos ni rabietas. Mirad esta bella analogía:

En lo que se refiere a cada una de las cosas que te entretienen, te dan servicio o aprecias, recuerda el expresar de qué naturaleza es, empezando por las más pequeñas. Si aprecias un cántaro, di: “Aprecio un cántaro”, pues si se rompe no te turbarás. Si abrazas a tu hijo o a tu mujer, di que abrazas una persona humana, pues cuando muera no te turbarás.

Sólo somos libres en las cosas que pertenecen a la razón, al pensamiento, y sobre ellas debemos traba-jar para mantenernos libres, para que nada nos afecte. Los juicios que proyectamos sobre los aconteci-mientos son lo que realmente nos hace sufrir (la lluvia no es buena ni mala en sí misma, pero la conside-ramos un auténtico fastidio si nos interrumpe un buen paseo). De hecho, los estoicos consideran que vivimos en el mejor cosmos posible, donde impera la bondad y la razón universales, aunque muy a me-nudo, desde nuestra miope perspectiva individual no sepamos verlo.

Lo que en verdad nos espanta y nos desalienta no son los acontecimientos exteriores por sí mismos, sino la manera en que pensamos acerca de ellos.

La virtud (vivir conforme la naturaleza) es la meta de la vida interior (lo que depende de nosotros), al margen del azar y de las circunstancias. El desapego a las cosas y a los bienes proporciona felicidad au-tosuficiente y se entiende como prudencia, juicio, sensatez. El sabio es el que dirige sus actos aten-diendo sólo a la virtud, determinado en su intención pero sin esperar ninguna compensación más allá de la autosuficiencia. Como reza una sentencia de Epicteto:

La auténtica felicidad siempre es independiente de las circunstancias externas. Practica la indiferencia para con las circunstancias externas.

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5. EL UTILITARISMO

Utilitarismo (derivado de útil) es el nombre que reciben ciertas filosofías morales que defendieron auto-res anglosajones, como J. Bentham y J. S. Mill, en los siglos XVIII y XIX. En cierto modo ya habéis cono-cido una postura utilitarista, la de Epicuro, puesto que en su sistema el criterio para inclinarme hacia una acción era, sin duda, obtener el mayor placer. El sabio epicúreo debía calcular prudentemente lo que era más útil para obtener tranquilidad. Esto incluía, entre otras cosas, el rechazo de ciertos placeres en aras de un bienestar mayor, la moderación de los deseos y el retiro de la vida política.

El altruismo.

La novedad de los sistemas éticos utilitaristas de la modernidad es su dimensión altruista, ya que los sistemas antiguos eran claramente individualistas. Se trata de distinguir qué puede ser lo más útil, no sólo para el individuo, sino también para la comunidad. Los pensadores ingleses citados eran políticos y pensadores liberales y filántropos, preocupados por la mejora de las condiciones sociales y materiales de los ciudadanos. Se preocuparon por muchos asuntos concretos de su época, desde las condiciones de vida de los reclusos en las cárceles, la abolición de la pena de muerte y la tortura, hasta la promoción del sufragio femenino.

La fórmula que mejor define el utilitarismo es La máxima felicidad posible para el mayor número posible de personas.

El término utilidad, a su vez, es definido como La propiedad de cualquier objeto de producir beneficio, ventaja, placer o felicidad.

Y el principio de utilidad se formula: Se llama principio de utilidad el principio que aprueba o desaprueba una acción cualquiera según la tendencia que ésta parece tener par aumentar o disminuir la felicidad de la parte interesada.

Teniendo en cuenta el sentido altruista de su pensamiento, una buena acción es aquella que conduce a la mayor felicidad de la colectividad. Un legislador sólo actuaría legítimamente si su acción se inspira en el deseo de la mayor felicidad del pueblo. Ahora, vosotros os preguntaréis cómo resolvieron estos auto-res el problema de determinar lo más útil o lo que proporciona mayor felicidad.

En el caso de Bentham la propuesta parte del siguiente principio:

Los hombres están constituidos de tal manera que se encuentran bajo el dominio de dos amos soberanos: el dolor y el placer.

La tendencia natural, e indiscutible, del hombre es la persecución del placer y la huida del dolor. Este es el hecho moral básico que determina que un comportamiento es bueno o malo según sea favorable al placer, la felicidad, o al dolor. La moralidad tiene como objetivo “maximizar” la felicidad. Para los utilita-ristas los placeres son susceptibles de ser medidos, como si fueran pesados en una balanza. Se trataría de algo así como un cálculo aritmético en el cual el bien es el ingreso y el mal el gasto en el negocio de la vida. El valor de un placer dependerá, según ellos, de la intensidad (cuanto más bienestar produzca un acto, más útil será), duración (cuanto más tiempo perdure el bienestar, mejor será ese acto), extensión (cuanto mayor sea el número de personas beneficiadas ese bienestar, mejor consideramos el acto), certeza y proximidad, fecundidad (capacidad de producir otros placeres) y pureza (ausencia de conse-cuencias dolorosas). A estos criterios cuantitativos, J. S. Mill añadió una visión cualitativa según la cual eran preferibles los placeres del intelecto a los de los sentidos. Medidos y ponderados bajo estos crite-rios se harán más o menos preferibles.

Para finalizar, veamos un texto que subraya la elevación moral del utilitarismo que propone J. S. Mill:

La moral utilitarista reconoce en los seres humanos la capacidad de sacrificar su propio mayor bien por el bien de los demás. Sólo se niega a admitir que el sacrificio sea en sí mismo un bien. Un sacrificio que no incremente o tienda a incrementar la suma total de la felicidad se considera como inútil. (...) Los detractores del utilitarismo rara vez le hacen justicia y reconocen que la felicidad que constituye el criterio utilitarista de lo que es co-rrecto en una conducta no es la propia felicidad del que actúa, sino la de todos los afecta-dos.

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6. LA ÉTICA DE KANT (1724-1804)

Para Kant la pregunta fundamental de la ética no es “¿qué es lo bueno?”, sino “¿qué debo hacer?” Y dado que los deberes morales se expresan en normas, la pregunta puede formularse así: ¿qué condicio-nes debe cumplir una norma moral para que pueda ser considerada como tal, es decir, para que pueda obligar?

ÉTICAS MATERIALES Y ÉTICAS FORMALES

Son materiales aquellas éticas que afirman que la bondad o maldad de la conducta humana depende de algo que se considera bien supremo para el hombre: los actos serán, por tanto, buenos cuando nos acerquen a la consecución de tal bien supremo, y malos cuando nos alejen de él. Las éticas materiales suponen que hay bienes, cosas buenas para el hombre, y determinan cuál es el bien supremo o fin úl-timo del hombre (el placer para Epicuro, la felicidad virtuosa para Aristóteles, etc.) Según cuál sea el bien supremo, la ética establece normas o preceptos con el fin de alcanzarlo. Toda ética material tiene contenido, en este doble sentido: 1) hay un bien supremo 2) se proponen los medios para alcanzarlo. Kant rechaza las éticas materiales, pues presentan deficiencias. En primer lugar, son empíricas, su con-tenido está extraído de la experiencia. Esto impide que sus principios sean universales, pues la experien-cia es distinta en cada individuo. En segundo lugar, sus preceptos son hipotéticos o condicionales. No valen absolutamente, sino sólo de modo condicional para conseguir un cierto fin. Esto impide también que sean universalmente válidas. EL DEBER MORAL

La ética formal se limita a señalar cómo debemos obrar siempre, se trate de la acción concreta de que se trate. Un hombre actúa moralmente, según Kant, cuando actúa por deber. El deber es, según Kant, “la necesidad de una acción por respeto a la ley” es decir, el sometimiento a una ley, no por la utilidad o la satisfacción que su cumplimiento pueda proporcionarnos, sino por respeto a la misma. Kant distingue tres tipos de acciones:

1. Acciones contrarias al deber. 2. Acciones conforme al deber. 3. Acciones por deber. Sólo estas últimas poseen valor moral.

Supongamos un comerciante que no cobra precios abusivos a sus clientes. Su acción es conforme al deber. Ahora bien, tal vez lo haga para asegurarse así la clientela, en tal caso la acción es conforme al deber, pero no por deber. La acción es un medio para conseguir un fin. Si, por el contrario, actúa por deber, es decir por considerar que ese es su deber, la acción no es un medio para conseguir un fin o propósito, sino que es un fin en sí misma, algo que debe hacerse por sí. El valor moral de una acción radica en el móvil que determina su realización. Cuando este móvil es el deber tiene valor moral. EL IMPERATIVO CATEGÓRICO

La exigencia de obrar moralmente se expresa en un imperativo que no es ni puede ser hipotético, sino categórico. Un imperativo hipotético tiene la siguiente forma: “Si quieres Y (hipótesis, o condición), debes hacer X (norma, imperativo)”; por ejemplo, “si quieres que las rosas crezcan en tu jardín, debes regarlas cada 2 días”. Podría suceder que no deseáramos la condi-ción. El imperativo categórico no vincula el deber a ninguna condición, es absoluto, y tiene la siguiente forma: “Debes hacer X”.

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Kant ofrece varias formulaciones del imperativo categórico. La más famosa de estas formulaciones es la siguiente: obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal. La “máxima” se refiere a los principios subjetivos de la voluntad, a sus propios móviles que, de no existir el imperativo categórico impuesto por la razón, se impondrían a la voluntad. Este imperativo no es ma-terial, pues no dice qué debemos hacer. Es formal, en cuanto dice cómo hay que actuar. Proporciona una regla para medir las acciones, gracias al imperativo podemos evaluar cualquier acción y calificarla como conveniente o inconveniente de acuerdo con el principio del deber. Existe una segunda formulación famosa del imperativo categórico, que es así: obra de tal modo que trates la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca meramente como un medio. LA AUTONOMÍA Y LA DIGN IDAD

Kant admite que la ética tiene algunos postulados, es decir, proposiciones que se toman como base para un razonamiento o demostración, y cuya verdad se admite sin pruebas). Uno de estos postulados es la libertad. Kant entiende que los seres humanos se caracterizan por su autonomía, es decir, la capacidad de darse normas a ellos mismos o de seguir de forma crítica las que les dan otros. Esta capacidad es única en la naturaleza y convierte a los seres humanos en seres excepcionales, incomparables con cualquier otro, por lo que no tienen precio, sino que se le aplica un concepto distinto que es el valor. Este valor es ex-presable en el concepto ético básico de la dignidad. La dignidad supone el deber de actuar con el otro como si fuera un fin en sí mismo, es decir, la imposibilidad de utilizarlo como una cosa, como un medio para nuestra conveniencia. EL BIEN SUPREMO, LA BUENA VOLUNTAD

A pesar de que Kant evita en buena medida hablar de lo bueno y lo malo, él entiende que existe algo absolutamente bueno: lo bueno incondicionado. Esto es la buena voluntad, el deseo de hacer siempre las cosas adecuadamente.

«Ni en el mundo ni, en general, fuera de él es posible pensar nada que pueda ser considerado bueno sin restricción excepto una buena voluntad. El entendimiento, el ingenio, la facultad de dis-cernir, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; o el valor, la decisión, la constancia en los propósitos como cualidades del temperamento son, sin duda, buenos y deseables en muchos senti-dos, aunque también pueden llegar a ser extremadamente malos y dañinos si la voluntad que debe hacer uso de estos dones de la naturaleza y cuya constitución se llama propiamente carácter no es buena. [...] La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice ni por su aptitud para alcanzar algún de-terminado fin propuesto previamente, sino que sólo es buena por el querer, es decir, en sí misma, y considerada por sí misma es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos realizar».