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TRES LEYENDAS DE LA TEBAIDA(1907-1909)

I

EL DEMONIO DE LOS CAMPOS

Cuando en Egipto el paganismo en decadencia cedía cada vez más ante el avance del nuevo credo, al tiempo que en ciu-dades y poblados florecían con creciente vigor las numerosas comunidades cristianas, los demonios locales tuvieron que ir retirándose a los desiertos tebaicos. Esos desiertos estaban entonces completamente deshabitados, porque los piadosos penitentes y los anacoretas no se habían atrevido todavía a internarse en aquellas yermas y peligrosas regiones y, aunque enteramente apartados del mundo, se habían recluido, a lo más, en pequeños cortijos situados siempre en las proximidades de alguna ciudad o aldea. De suerte que permanecían abiertos a los demonios y a sus acompañantes todos aquellos extensos páramos habitados sólo por animales salvajes y toda clase de reptiles. Y en común con ellos tuvieron que vivir –desalojados de sus antiguos lugares y empujados hacia el desierto por los santos y ermitaños– los demonios, tanto los inferiores como los superiores, y todas las criaturas y animales del paganismo. Ha-bía entre éstos, sátiros y faunos, a los que se llamaba entonces demonios de los campos o ídolos de los bosques, unicornios y centauros, dríadas y toda suerte de genios; a Satanás se le había concedido poder sobre todos ellos y además se tenía por cosa cierta que, debido por una parte a su origen pagano y por otra a sus formas a medias animalescas, Dios los rechazaba y no les haría participar de la bienaventuranza.

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Sin embargo esas criaturas, a medias humanas a medias animales, y esos ídolos caídos, no eran todos de naturaleza maligna; muchos de ellos, en efecto, se sujetaban al dominio de Lucifer de muy mala gana; otros, claro está, lo obedecían gustosamente y hasta llegaron a asumir, en su rabia recon-centrada, un modo de ser perfectamente diabólico, porque, a decir verdad, no lograban comprender la razón por la que habían sido arrancados de su inocente y feliz existencia ante-rior para ser arrojados a las filas de los despreciados, de los perseguidos, de los malos. De acuerdo con las noticias que tenemos sobre la vida de Pablo, el bienaventurado monje del desierto, y según lo que nos informa Atanasio acerca del santo padre Antonio, parece que los centauros, o sea los hombres caballos, eran hostiles y de naturaleza maligna y que en cambio los sátiros o demonios de los campos eran hasta cierto punto pacíficos y mansos. Lo cierto es que en todo caso quedó consignado que durante el prodigioso viaje a través de los desiertos que hiciera San Antonio para llegarse hasta el lugar en que vivía el padre Pablo, se le aparecieron al santo un hombre caballo y un demonio de los campos, el primero de los cuales se comportó con él malévola y brutalmente, en tanto que el sátiro, dirigiéndole la palabra con mansedumbre, manifestó anhelos de salvarse. Y precisamente a aquel sátiro o demonio de los campos se refiere esta leyenda.

Con muchos otros de su especie, el demonio de los cam-pos de nuestra historia había seguido al desierto a las huestes de espíritus malignos, y vagaba lleno de tristeza en aquellas áridas soledades. Como antes había vivido en una hermosa y fértil comarca, llena de bosques, en compañía sólo de sus semejantes y de algunas encantadoras dríadas, se dolía no poco de tener que habitar en sitio tan salvaje y convivir en la sociedad de diablos y de espíritus del mal.

Durante el día prefería apartarse de los demás; andaba lentamente por entre las rocas y recorría las arenas del páramo; soñaba con aquellos lugares frescos y soleados de su alegre y dichosa vida anterior y pasaba largas horas adormecido a la sombra de alguna de las rarísimas palmeras. Solía sentarse al atardecer en un sombrío y abrupto valle

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rocoso por donde corría un débil arroyuelo y allí tocaba, en una flauta de caña, tristes y melancólicas tonadas que impro-visaba en el momento. Cuando sonaban esos quejumbrosos acentos, los faunos que los oían a lo lejos pensaban con pena en los hermosos tiempos idos. Muchos suspiraban, lastimeros, y se quejaban amargamente. Otros, no sabiendo hacer nada mejor para olvidar los bienes perdidos, se ponían a bailar danzas retozonas al son de silbidos y voces. Pero los diablos propiamente tales, cuando veían allí sentado a aquel pequeño y solitario demonio de los campos, tocando su flauta, se divertían a su costa, lo remedaban en mofa y lo hacían objeto de mil burlas.

Mas, después de haber meditado a solas durante largo tiempo sobre la causa de su desgracia, sobre los placeres paradisíacos que antes había gustado y sobre la desprecia-ble y triste vida que llevaba ahora en el desierto, y después de haberse consumido solo entre suspiros de pesadumbre, nuestro demonio comenzó poco a poco a hablar de todo eso con sus hermanos. Al cabo de cierto tiempo, los más serios de entre los demonios del campo formaban ya un pequeño grupo cuya común preocupación estribaba en descubrir las causas de la degradación que sufrían y en considerar las po-sibilidades de retornar al feliz estado de que antes gozaban.

Todos ellos sabían muy bien que habían sido puestos bajo el poder del diablo y que formaban parte de sus ejércitos, porque en el mundo reinaba un nuevo Dios. Muy poco era, empero, lo que sabían sobre ese nuevo Dios. En cambio, conocían harto bien la naturaleza del mando y el modo de ser de su propio príncipe. Y lo que conocían de éste no les gustaba nada. Desde luego que era muy poderoso y capaz de muchos encantamientos, como lo demostraba el hecho de que ellos mismos estuvieran sometidos a sus hechizos, pero el mando de ese príncipe era tiránico y terrible.

Ahora bien, sin embargo no dejaban de ver que el propio diablo, tan poderoso, estaba desterrado y había tenido que retirarse a aquellos desiertos de piedra deshabitados. Ello sig-nificaba que el nuevo Dios tenía que ser aún más poderoso. Y entonces aquellos pobres diablos de los campos pensaron

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que bien podían suponer que sería mucho mejor para ellos ponerse bajo el mando de Dios y dejar de servir a Lucifer. De acuerdo con este pensamiento resolvieron informarse lo mejor posible y tratar de obtener noticias a fin de que, en el caso de que aquel Dios les gustara, pudieran llegar hasta él.

Y aquella pequeña comunidad de demonios de los cam-pos, dirigida por el sátiro tocador de flauta, vivió un tiempo alimentando débiles y tímidas esperanzas. Aún no sabían cuán grande era el poder que Satanás ejercía sobre ellos. Pero pronto iban a experimentarlo.

Aproximadamente en esa misma época, los piadosos anacoretas comenzaron a dar sus primeros pasos en los hasta entonces inexplorados desiertos de la Tebaida. Ya hacía algunos años que el padre Pablo se había aventurado a internarse en esas soledades. Según la leyenda sacra, el padre Pablo llevó durante muchas décadas una vida de ex-piación en una estrecha cueva y se alimentó sólo del agua de una fuente cercana, de los frutos de una palmera y de medio pan que todos los días le llevaba un cuervo a través de los aires.

Un día el demonio de los campos llegó a saber de este Pablo de Tebaida y, como sentía cierta simpatía y atracción por los hombres, se puso a espiar y observar con mucha frecuencia al santo anacoreta. La conducta de aquel hom-bre le pareció prodigiosa; en efecto, Pablo pasaba una vida miserable, en la más completa soledad. No comía ni bebía más de lo que un pajarillo necesita para su sustento, llevaba su cuerpo cubierto por sólo unas hojas de palmera, habitaba una estrecha caverna en donde ni siquiera tenía una cama, y soportaba el calor, las heladas y las lluvias; además, se entregaba a singulares prácticas: permanecía de hinojos durante horas en la dura roca, y oraba; muchos días guardaba ayuno completo y se privaba hasta de la pobre comida con que solía alimentarse.

Todo eso dejó atónito al curioso demonio de los campos, quien comenzó a creer que aquel hombre era un extravagan-te, privado de razón. Pero pronto hubo de advertir que si bien Pablo llevaba una vida miserable y áspera, la voz con que

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pronunciaba sus oraciones sonaba con tono extrañamente cálido, fervoroso y de profunda dicha, al paso que sobre su cabeza gris y sobre el semblante enflaquecido y agotado brillaba un destello de bienaventuranza y de confortante paz interior.

Todos los días el demonio de los campos observaba un buen rato al santo penitente, y poco a poco llegó al con-vencimiento de que aquel anacoreta era un hombre dichoso que gozaba de una felicidad no terrenal, proveniente de fuentes desconocidas. Y como le oía pronunciar y alabar frecuentemente el nombre de Dios, el sátiro dio en pensar que Pablo era un servidor y amigo de aquel nuevo Dios y que debía ser buena cosa pertenecer y servir a éste.

Por eso, armándose un día de valor, salió de entre las rocas y se acercó al anciano anacoreta. Éste, apenas lo vio, lo rechazó gritando: “¡Apage! ¡Apage!”, mientras lo amenazaba; pero el demonio de los campos, saludándolo humildemente, le dijo en voz baja:

–Me he llegado hasta ti porque te estimo, anacoreta. Si eres un siervo de Dios, te ruego por lo que más quieras que me digas algo de Él y que me instruyas sobre lo que tengo que hacer para que yo también pueda servirlo.

Pablo se quedó perplejo ante semejantes palabras y dijo al sátiro con voz suave:

–Dios es el amor, sábelo. Y bienaventurado es aquel que lo sirve y le sacrifica la vida. Tú, empero, me pareces un espíritu impuro y por eso no puedo darte la bendición de Dios. ¡Apártate de aquí, demonio!

El demonio de los campos se marchó de allí triste y lleván-dose en el corazón las palabras del penitente. ¡Oh, sí! Habría dado gustosamente la vida por ser como aquel anacoreta. Las palabras amor, y bienaventuranza, aun cuando su significado le resultara oscuro, resonaban en su corazón deliciosamente cargadas de presentimientos de dicha, y despertaban en él un vivo anhelo no menos dulce y poderoso que la nostalgia que sentía por los perdidos bienes que una vez gozara. Y cuando, después de pasar unos cuantos días de inquietud, volvió a pensar en sus amigos que, lo mismo que él, estaban

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cansados de servir a Lucifer, fue a buscarlos y les refirió todo; y ellos se interesaron aunque sin saber qué partido adoptar.

Por esa misma época llegó al desierto otro anacoreta para hacer penitencia, y se estableció en un yermo lugar del cual salieron huyendo innumerables y repugnantes sabandijas, cuando el santo varón hubo puesto en él su planta. Era San Antonio. El diablo, empero, exasperado por la llegada del intruso y temiendo perder el señorío que ejercía sobre esos desiertos, quiso entonces ahuyentarlo haciendo uso de sus poderes. Todos conocemos los distintos medios y modos que empleó, ya para tentar al santo, ya para horrorizarlo, ya para ahuyentarlo. Ora se le presentaba como una bella y amo-rosa mujer, ora como un hermano de religión; ora le ofrecía deliciosos manjares, ora sembraba a su paso el oro y la plata.

Como todo esto no produjera los resultados que espera-ba, el demonio recurrió entonces al horror. Azotó al santo varón hasta hacerle sangre, se le presentó en espantosas figuras, se introdujo con todo su séquito de demonios, es-píritus malignos, sátiros y centauros, así como con huestes de feroces lobos, leones, panteras y hienas, en la cueva del santo. También nuestro nostálgico demonio de los campos tuvo que seguir a su señor; sólo que se acercaba al eremita con mansos ademanes y cuando sus hermanos hostigaban, tiraban de la barba y maltrataban al santo, él, con los ojos avergonzados, le pedía calladamente perdón. Pero Antonio no tenía por verdadera su actitud, pues la consideraba una artimaña ilusoria del espíritu del mal. El anacoreta resistió todas las tentaciones y durante muchos años vivió, en ab-soluta soledad, una santa vida.

Cuando llegó a los noventa años de edad, Dios le hizo saber que en ese mismo desierto vivía un penitente aún más anciano y digno que él; Antonio se determinó en seguida a buscarlo. Como no conocía el lugar donde estaba el otro eremita, se puso a peregrinar por el desolado páramo; el anheloso demonio de los campos lo siguió para ayudarlo disimuladamente a encontrar el camino, pero por fin se presentó tímidamente al hombre. Lo saludó con humildad y le dijo que él y sus hermanos anhelaban conocer a Dios

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y por ello le rogaba que lo bendijera en su nombre. Pero San Antonio, desconfiando de aquella criatura, se apartó de allí llorando, como puede leerse en todas las relaciones de las Vitae Patrum.

Antonio prosiguió su camino, encontró por fin al padre Pablo, se humilló ante él y fue su huésped. Pero Pablo murió, a los ciento trece años de edad, y Antonio fue tes-tigo de cómo dos leones salvajes se aproximaron entonces lanzando al aire quejumbrosos rugidos y de cómo con sus garras cavaron una fosa para el santo varón. Después de esto, abandonó aquel lugar para retornar al que él mismo había elegido para hacer penitencia.

Desde alguna distancia, el demonio de los campos lo había estado presenciando todo. Su corazón inocente se sentía infinitamente lastimado porque ambos padres del desierto se habían apartado de él dejándolo sin ningún consuelo. Pero como prefería morir a seguir sometido al poder de Satanás y como, habiendo visto bien la vida que observaba el bienaventu-rado Pablo, se le había grabado el modo de ser del anacoreta, resolvió ir a vivir a la cueva de éste. Se puso entonces el vestido de penitente, hecho sólo de hojas de palmera, se alimentó con agua y dátiles y, permaneciendo largas horas arrodillado en la dura piedra en dolorosas posiciones, procuró imitar en todo al santo varón que allí había vivido.

Pero su corazón se entristecía cada vez más. Bien echaba de ver que Dios no lo trataba como a Pablo, en el hecho de que ya no se presentaba aquel cuervo que todos los días le llevaba al otro su pan. Además había visto bien que cuando San Antonio hiciera su visita, aquel mismo cuervo llevaba doble porción de pan. Cierto es que en la cueva había quedado un ejemplar del Evangelio, pero el demonio de los campos no sabía leer. Verdad era también que en ciertos momentos, en que agotado de tanto estar de rodillas invo-caba el nombre de Dios, sentía que lo agitaba como un leve y secreto presentimiento de Dios y de la bienaventuranza, sólo que, por más que se esforzara, no lograba llegar a un conocimiento claro y perfecto.

A todo esto recordó aquellas palabras que Pablo le había

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dicho: era bienaventurado aquel que moría por Dios. Y entonces se resolvió a morir. Nunca había visto morir a uno de sus semejantes, y el pensamiento de la muerte le era espantoso y amargo. Sin embargo, permaneció firme en su propósito. Ya no bebió ni comió nada y se pasaba los días y las noches de hinojos, con el nombre de Dios en los labios.

Y por fin murió. Murió de rodillas, como había visto morir al padre Pablo. Mas, pocos instantes antes de morir, había visto con asombro que se acercaba volando, con un pan en el pico, aquel cuervo que había provisto de su pan cotidiano a Pablo; comprendió entonces, con indecible gozo, que podía abrigar la seguridad de que Dios aceptaba su sacrificio y de que Él lo había elegido para entrar en la bienaventuranza.

Y poco tiempo después de su muerte, llegaron a aquella parte del desierto nuevos peregrinos que tenían pensado apostarse allí. Vieron el cuerpo vestido con las ropas de penitente, de rodillas, apoyado en una roca, pero cuando advirtieron que se trataba de un muerto, determinaron enseguida darle cristiana sepultura. Cavaron un poco hasta hacer una pequeña fosa, pues el difunto era de reducidas dimensiones, y comenzaron a elevar rezos al cielo.

Pero cuando levantaron el cadáver para meterlo en la tumba, notaron que entre los enmarañados pelos de la cabeza asomaban dos cuernillos, y que bajo la ropa talar, hecha de hojas de palmeras, se ocultaban dos patas de cabra. Rompieron entonces a gritar horrorizados de lo que suponían una afrentosa burla del príncipe del mal. Dejaron el cadáver en el suelo y huyeron de aquel lugar rezando en voz alta.

II

LOS DULCES PANES

Las muchas relaciones dignas de respeto que nuestros antepasados recogieron acerca de la vida consagrada a Dios que llevaron los anacoretas en los desiertos de la Tebaida,

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se refieren frecuentemente a las innumerables tentaciones con que el diablo acosaba a aquellos probados y santos va-rones. Con todo, San Juan de Egipto menciona un caso en el cual la propia bondad de Dios indujo a tentación a uno de tales eremitas.

En Heliópolis vivía un hombre acaudalado. Sin haber llegado precisamente a tener costumbres relajadas, lo cierto es que se complacía en las alegrías de este mundo. Concurría al circo y frecuentaba los baños, amaba a las mujeres bellas y, como era de una naturaleza más bien pacífica y algo pe-sada, se inclinaba principalmente a los placeres de la mesa.

Un día, después de haber tenido que retirarse de un rico banquete con fuertes dolores, la mano de Dios tocó a aquel hombre de modo tan poderoso que éste vino a reconocer con horror la vanidad de sus costumbres, y determinó en ese mismo instante no vivir siquiera una hora más que no estuviera dedicada exclusivamente a la salvación de su alma. Dio entonces en frecuentar gentes piadosas y cristianas; evitó la sociedad de aquellos con los que pudiera pecar y, con la gracia de Dios, cambió tanto que llegó a hacer voto de rehuir todo goce de este mundo y, como penitente y ermitaño, pasar toda su vida en la oración y el renunciamiento.

Entonces, como hacían en esa época muchos santos y píos varones, salió de la ciudad de Heliópolis y se internó en los áridos desiertos; buscó un lugar solitario entre unas rocas que le ofrecieron una caverna, y se alojó allí. Con sus desnudas manos trabajó una exigua parcela de terreno, sembró en ella un puñado de trigo y de lentejas, y se alimentó de los escasos frutos que de ese trabajo nacieron. Siguiendo el ejemplo de los santos padres del desierto, nunca tomaba alimento alguno mientras el sol se mantenía en el cielo, sino que comía sólo después que desaparecía bajo el horizonte; además, lo que constituía su alimento no era sino unos cuantos granos de cereal o de lentejas ablandadas en agua, de la que bebía des-pués unos sorbos en el manantial cercano. También, según lo hacían los santos anacoretas, elevaba al cielo fervorosas oraciones, entonaba cánticos de alabanza y se entregaba con celo a ejercicios espirituales y de expiación.

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Un angelillo que, con otros, visitaba con frecuencia aquellos parajes para echar una mirada a lo que hacían los anacoretas, no dejaba de contemplar con placer todas estas cosas. El angelito, sentía una simpatía especial por nuestro penitente y muchas veces, sin ser visto por él, se le acercaba para escuchar sus suspiros y plegarias y para poder testi-moniar alguna vez ante Dios su recogimiento y abnegación.

Después de haber observado en silencio durante muchos años la conducta de aquel hombre bueno, el ángel se hizo de valor y, presentándose ante el trono de Dios, dijo:

–Conozco a un hombre piadoso que para honrarte lleva en el desierto una vida humilde y pobre desde hace muchos años. Permíteme que le lleve algún pequeño consuelo y le procure alguna alegría, como señal de tu gran bondad.

Entonces le preguntó el Señor: –Pero, ¿qué cosa extraordinaria ha hecho ese anacoreta,

para que tú quieras hacerlo feliz antes que a otros? Y el ángel respondió tímidamente: –¡Ay! A decir verdad, nada extraordinario ha hecho.

Su buen corazón es demasiado humilde y simple para que pueda realizar algo extraordinario. Pero me gusta mucho así como es.

El Señor sonrió y dijo: –Bien, te permito que le des alguna alegría. ¡Pero ten

cuidado de no echarlo a perder! El angelito entonó un canto de alabanza al Señor y

luego se apresuró a ir al desierto en que vivía el penitente. Precisamente llegó a la hora en que el sol se hundía en el borde del desierto y en que el piadoso varón iba a echar en el agua un puñado de secas lentejas. El ángel, que supo entonces de pronto con qué iba a agraciar a su protegido, se alejó volando.

Cuando por la tarde siguiente el eremita abandonó la roca en que solía rezar, ahondada ya por el continuo con-tacto con sus rodillas, y cuando entró en su cueva, le subió de pronto hasta las narices un delicioso olorcillo que hacía mucho tiempo no sentía. Era que sobre la mesa de piedra había tres panes, blancos como la nieve y suaves como la

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lana y, sin duda, dulces como la miel. El santo varón los olió, los palpó, cortó un trocito y se lo llevó a la boca. Entonces su semblante se tornó luminoso; después de caer de rodillas comió el primer pan que, según comprobó, sabía a miel. El segundo, tenía gusto a melocotones; y tanto era así, que lengua y dientes lo encontraron igual a la carnosa pulpa de ese fruto maduro. El tercero, que nuestro anacoreta saboreó muy lentamente, exhalaba un aroma aún más delicioso y sabía a ananá. Sintiendo ese gusto en la boca, el agraciado penitente suspiró como en un sueño.

Al día siguiente se entregó con el corazón desbordante de agradecimiento a sus prácticas expiatorias. Sólo que al atardecer miró muchas veces al sol y apenas éste hubo hundido en el horizonte su rojo disco, el anacoreta se dirigió presuroso a la cueva para ver si sobre la mesa había algo. Y he aquí que también encontró ese día tres panes que sabían, uno a manzanas, otro a frambuesas y el tercero a membri-llos. El pan que tenía gusto a membrillos arrancó otra vez un suspiro del pecho del piadoso eremita.

Al tercer día, apenas pasado el mediodía, el anacoreta se hallaba ya pensando en el atardecer y sintiendo viva curio-sidad por saber cómo serían los panes de aquella tarde. Sin embargo, logró dominarse y, sobreponiéndose, volvió a rezar y a humillarse; con todo, a las veces tornaba a sorprenderse pensando, ora en sabrosas fresas, ora en jugosas uvas; ya en mantequilla fresca, ya en pollos fríos.

Aquella noche, después de comer, no tuvo ganas de volver a subir a su roca para orar, de suerte que murmuró sentado una breve oración de agradecimiento, se tendió en su catre experimentando agradables sensaciones y durmió hasta muy entrado el día, después de haber soñado con todos aquellos exquisitos manjares en los que hacía ya muchos años que no pensaba. Al despertar por la mañana, se castigó y resolvió rogar a Dios que dejara de enviarle aquellos panes. Mas, no pudiendo mantenerse firme en su decisión, se persuadió de que pedir tal cosa sería manifestarse desagradecido. Pero, eso sí, se propuso esa misma mañana no comer por la noche ninguno de los panecillos. Ya al mediodía su deci-

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sión se había aflojado un poco, pues determinó comer esa noche a lo menos uno de los panes. Sólo que, al llegar la hora de ponerse el sol, comió dos. Cuando fue a acostarse, dejó sobre la mesa el tercero del cual sólo había gozado del agradable olorcillo. Mas aquella noche no pudo dormir sino muy poco. Al cabo de una hora de haberse acostado, se levantó, miró el pan, lo cogió y volvió a dejarlo sobre la mesa. Pero, después de otra hora, tornó a levantarse, firmemente resuelto ya a comerse también aquel pan. Éste, empero, había desaparecido.

Y entonces comenzaron malos días para el penitente. Una vez lograba dejar sobre la mesa un pan y hasta dos; otra se los comía todos, de modo que nunca se sentía satisfecho consigo mismo. Lo malo fue que con aquella buena comida la sangre le volvió a las mejillas y las fuerzas a sus miembros. Soñaba con mesas colmadas de platos escogidos, soñaba con el dulce vino de Chipre, con aquellos baños tibios y perfumados. Dio por último en descuidar cada vez más los trabajos y oraciones que se había impuesto y terminó por pasarse el día entero esperando la hora de la caída del sol, echado en su catre. El angelillo no dejaba de ver todo aquello, lleno de consternación. No se atrevía a privar enteramente de los panes al penitente, para que éste no desesperara de la bondad divina; pero comenzó a llevarle, ora un único pan del cielo, ora medio, y cuanto peor era la conducta que observaba su protegido, menos y de peor calidad era el pan que el anacoreta encontraba por las tardes.

Mas éstos no eran ya medios que pudieran aprovechar a aquel hombre. Tan grande fue la nostalgia que llegó a sentir por la vida del mundo, que la tentación terminó por vencer. Tomó entonces dos panes y se dirigió a la ciudad de Helió-polis donde encontraría el bienestar de que había gozado.

El angelillo vio todo aquello horrorizado; al punto voló hasta el trono de Dios, se lo confesó todo y, rompiendo a llorar, se arrojó a los pies del Señor.

Mientras tanto, el anacoreta marchaba presuroso, lleno de apetitos, levantando ligero los pies, como si bailara, con la mente colmada de deliciosas imágenes. Sin embargo,

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poco a poco fue invadiéndolo el cansancio, de manera que al llegar la noche se alegró de encontrarse delante de unas humildes chozas donde otros penitentes cristianos vivían. Se presentó a éstos, los saludó y les pidió albergue. Allí lo acogieron fraternalmente, le ofrecieron agua y nueces, comieron con él, y por ultimo, le preguntaron de dónde llegaba. Y cuando les contó su vida, lo tuvieron por un gran santo, lo reverenciaron con respeto y, pidiéndole que los bendijera, lo obligaron a sostener una edificante conversa-ción. El anacoreta los escuchaba, lleno de confusión, porque en él se ocultaban pensamientos bien distintos. No obstante, tuvo que complacer a sus hermanos de religión y contarles la larga vida que había pasado en el desierto. Mientras lo hacía, su alma se dolía al pensar cuán cerca de Dios había estado y cuán lejos estaba ahora.

Por fin uno de los hermanos, un hombre aún muy joven, le pidió consejo en estos términos.

–Ayúdame, piadoso y amado padre. No tengo más anhelo que el de ofrecer intacta mi alma a Dios. Pero soy todavía joven y a veces me asaltan las tentaciones de la carne. Tú, que ya las has vencido hace ya largo tiempo, dime cómo podré llegar a dominar las tentaciones.

Al oír tales palabras el eremita rompió a llorar, se acusó de sus pecados y confesó a los hermanos lo que le había ocurrido. Éstos lo confortaron, rogaron con él, lo conserva-ron consigo varios días, y cuando por fin lo dejaron marchar, aquel hombre estaba de nuevo salvado, pues sin tardanza se dirigió otra vez a su cueva donde hizo penitencia y volvió a su santa vida de antes. Ya no encontró panes sobre su mesa, de modo que con el sudor de su frente tuvo que tornar a cultivar la pequeña parcela de campo pedregoso. Pero el ángel, sin ser visto, estaba ahora siempre junto a él, y cuando llegó la hora de aquel santo varón, llevó al cielo su alma liberada, entonando cantos de alabanza.

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