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Facultad de Periodismo y Comunicación Social
UNLP
Taller de Escritura I
George Orwell (1903-1950)
Rebelión en la granja (1945)
I
El señor Jones, dueño de la Granja Solariega, cerró por la noche los gallineros, pero
estaba demasiado borracho para recordar que había dejado abiertas las ventanillas.
Con la luz de la linterna bailoteando de un lado a otro, cruzó el patio, se quitó las botas
ante la puerta de atrás, se sirvió una última copa de cerveza del barril que estaba en la
cocina y se fue derecho a la cama, donde ya roncaba la señora Jones.
En cuanto se apagó la luz en el dormitorio, comenzó el alboroto en toda la granja.
Durante el día se corrió la voz de que el Viejo Comandante, el cerdo premiado, había
tenido un sueño extraño durante la noche anterior y deseaba comunicárselo a los
demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal para que el
señor Jones no pudiera molestarlos. El Viejo Comandante (así le llamaban siempre,
aunque fue presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty), era tan
altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora de
sueño para oír lo que él tuviera que decirles.
En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, el Viejo
Comandante ya se encontraba situado en su cama de paja, bajo una linterna que
pendía de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante
gordo, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y benevolente, a pesar de
que nunca le habían limado los colmillos. Hacía rato que habían comenzado a llegar los
demás animales a colocarse cómodamente, cada cual a su manera. Primero arribaron
los tres perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que se arrellanaron en la
paja delante de la plataforma. Las gallinas, se posaron en el alféizar de las ventanas, las
palomas revolotearon hacia las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los
cerdos y se dedicaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxeador y Trébol, entraron
juntos, caminando despacio y posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos,
por temor de que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Trébol era una
yegua corpulenta, entrada en años y de aspecto maternal, que no había logrado
recuperar la silueta después de su cuarto potrillo. Boxeador era una bestia enorme, de
unos dieciocho palmos de altura y tan fuerte como dos caballos comunes juntos. Una
mancha blanca a lo largo del hocico le daba un aspecto estúpido, y por cierto no era muy
inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su tremendo
poder de trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el
burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor genio de la granja. Rara vez hablaba, y
cuando lo hacía, generalmente era para hacer alguna observación cínica; podía decir,
por ejemplo, que Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que él
hubiera preferido no tener ni cola ni moscas. Era el único de los animales de la granja
que jamás reía. Si se le preguntaba por qué, contestaba que nunca encontraba motivo
para hacerlo. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxeador; los
dos pasaban, generalmente, los domingos juntos en el pequeño prado detrás de la
huerta, pastoreando hombro a hombro, sin hablarse.
Apenas se echaron los dos caballos cuando un grupo de patitos que habían perdido a la
madre entró al granero piando débilmente y yendo de un lado a otro en busca de un
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lugar donde no hubiera peligro de que los pisaran. Trébol formó una especie de pared
con su gran pata delantera y los patitos se anidaron allí durmiéndose enseguida. A
última hora, Mollie, la bella y tonta yegua blanca que tiraba del coche del señor Jones,
entró cadenciosamente mascando un terrón de azúcar. Se colocó delante,
coqueteando con su nívea crin a fin de atraer la atención hacia los moños rojos con
que había sido trenzada. La última en aparecer fue la gata, que buscó, como de
costumbre, el lugar más cálido, acomodándose finalmente entre Boxeador y Trébol;
allí ronroneó a gusto durante el desarrollo del discurso del Viejo Comandante, sin oír
una sola palabra de lo que este decía.
Ya estaban presentes todos los animales, excepto Moisés, el cuervo amaestrado, que
dormía sobre una percha detrás de la puerta trasera. Cuando Mayor vio que estaban
todos y esperaban atentos, aclaró su voz y comenzó:
–Camaradas. Se deben haber enterado ya del extraño sueño que tuve anoche. De eso
hablaré enseguida. Primero tengo que decir otra cosa. Yo no creo, camaradas, que esté
muchos meses más con ustedes y antes de morir, estimo mi deber transmitirles la
sabiduría adquirida. He vivido muchos años; dispuse de bastante tiempo para meditar
mientras he estado a solas en mi pocilga y creo poder afirmar que entiendo la
naturaleza de la vida en este mundo tan bien como cualquier otro animal viviente.
Respecto a eso deseo hablar.
–Veamos, camaradas. ¿Cuál es la realidad de esta vida nuestra? Mirémosla de frente:
nuestras vidas son miserables, laboriosas y cortas. Nacemos, nos suministran la comida
necesaria para mantenernos y a aquellos de nosotros capaces de hacerlo, nos obligan
a trabajar hasta el último aliento de nuestras fuerzas; y en el preciso instante en que
nuestra utilidad ha terminado, nos matan con una crueldad espantosa. Ningún animal
en Inglaterra conoce el significado de la felicidad o la holganza desde que cumple un
año de edad. No hay animal libre en Inglaterra. La vida de un animal es la miseria y la
esclavitud; esa es la pura verdad.
Pero ¿es eso realmente parte del orden de la naturaleza? ¿Es acaso porque esta tierra
nuestra es tan pobre que no puede proporcionar una vida decorosa a todos sus
habitantes? No, camaradas; mil veces no. El suelo de Inglaterra es fértil, su clima es
bueno; es capaz de dar comida en abundancia a una cantidad mucho mayor de animales
que la que actualmente la habita. Solamente nuestra granja puede mantener una
docena de caballos, veinte vacas, centenares de ovejas; y todos ellos viviendo con una
comodidad y dignidad que en estos momentos están casi fuera del alcance de nuestra
imaginación. ¿Por qué, entonces, continuamos en esta mísera condición? Porque los
seres humanos nos arrebatan casi todo el fruto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas,
la solución de todos nuestros problemas. Está todo involucrado en una sola palabra:
Hombre. El Hombre es el único enemigo real que tenemos. Quitemos al Hombre de la
escena y el motivo originario de nuestra hambre y exceso de trabajo será abolido para
siempre.
El Hombre es el único ser que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es
demasiado débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le permite atrapar
conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Los hace trabajar, les
devuelve el mínimo necesario para mantenerlos con vida y lo demás se lo guarda para
él. Nuestro trabajo labra la tierra, nuestro estiércol la abona y, sin embargo, no existe
uno de nosotros que posea algo más que su simple pellejo. Ustedes, vacas, que están
aquí ¿cuántos miles de litros de leche le han dado este último año? ¿Y qué se ha hecho
con esa leche que debía servir para criar terneros robustos? Hasta la última gota ha ido a
parar a las gargantas de nuestros enemigos. Y ustedes, gallinas, ¿cuántos huevos han
puesto este año y cuántos pollitos han salido de esos huevos? Todo lo demás ha ido a
parar al mercado para producir dinero para Jones y su gente. Y vos, Trébol, ¿dónde
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están esos cuatro potrillos que has tenido, que debían ser el sostén y solaz de tu vejez?
Todos fueron vendidos al año; no los volverás a ver jamás. Como recompensa por tus
cuatro partos y todo tu trabajo en el campo ¿qué has tenido, exceptuando tus magras
raciones y un pesebre?
Ni siquiera nos permiten alcanzar el fin natural de nuestras míseras vidas. Por mí no
me quejo, porque he sido uno de los afortunados. Llevo doce años y he tenido más de
cuatrocientas crías. Ese es el destino natural de un cerdo. Pero ningún animal se libra
del cruel cuchillo al final. Ustedes, jóvenes cerdos que están sentados delante, cada
uno va a chillar por su vida ante el cuchillo dentro de un año. A ese horror llegaremos
todos: vacas, cerdos, gallinas, ovejas; todos. Ni siquiera los caballos y los perros tienen
mejor destino. Vos, Boxeador, el mismo día en que tus grandes músculos pierdan su
fuerza, Jones te venderá al descuartizador, quien te cortará el pescuezo y te hervirá
para los perros de caza. En cuanto a los perros, cuando están viejos sin dientes, Jones
les ata un ladrillo al pescuezo y los ahoga en la laguna más cercana.
¿No resulta entonces de una claridad meridiana, camaradas, que todos los males de
nuestras vidas provienen de la tiranía de los seres humanos? Eliminemos tan solo al
hombre y el producto de nuestro trabajo será propio. Casi de la noche a la mañana nos
volveríamos ricos y libres. Entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? ¡Trabajar noche y
día, con cuerpo y alma, para destruir a la raza humana! Ese es mi mensaje, camaradas:
¡Rebelión! Yo no sé cuándo vendrá esa rebelión; quizá de aquí a una semana o dentro
de cien años; pero sí sé, tan ciertamente como veo esta paja bajo mis patas, que tarde
o temprano se hará justicia. Fijen la vista en eso, camaradas, durante los pocos años
que nos quedan de vida. Y, sobre todo, transmitan mi mensaje a los que vendrán
después, para que las futuras generaciones puedan proseguir la lucha hasta alcanzar la
victoria.
Y recuerden, camaradas: nuestra voluntad jamás deberá vacilar. Ningún argumento nos
debe desviar. Nunca escuchen cuando les digan que el hombre y los animales tienen un
destino común; que la prosperidad de uno es también de los otros. Son mentiras. El
hombre no sirve a los intereses de ningún ser, exceptuando el suyo. Y entre nosotros, los
animales, que haya perfecta unidad, perfecta camaradería en la lucha. Todos los
hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas.
En ese momento hubo una tremenda conmoción. Mientras el Viejo Comandante estaba
hablando, cuatro grandes ratas habían salido de sus cuevas y estaban sentadas sobre sus
cuartos traseros, escuchándolo. Los perros las vieron repentinamente y solo a través de
una precipitada carrera hasta sus cuevas lograron las ratas salvar sus vidas. El Viejo
Comandante levantó su pata para imponer silencio.
–Camaradas. Aquí hay un punto que debe ser aclarado. Los animales salvajes, como los
ratones y los conejos, ¿son nuestros amigos o nuestros enemigos? Pongámoslo a
votación. Yo planteo esta pregunta a la asamblea, ¿son camaradas las ratas?
Se pasó a votación inmediatamente, decidiéndose por una mayoría abrumadora que las
ratas eran camaradas. Hubo solamente cuatro disidentes: los tres perros y la gata, que,
como se descubrió luego, había votado por ambas tendencias.
–Me resta poco que decirles. Simplemente insisto, recuerden siempre nuestro deber de
enemistad hacia el hombre y su manera de ser. Todo lo que camine sobre dos pies es un
enemigo. Lo que camine sobre cuatro patas o tenga alas, es un amigo. Y recuerden
también que en la lucha contra el hombre, no debemos llegar a parecernos a él. Aun
cuando lo hayamos vencido, no adoptemos sus vicios. Ningún animal debe vivir en una
casa, dormir en una cama, vestir ropas, beber alcohol, fumar tabaco, recibir dinero ni
ocuparse del comercio. Todas las costumbres del hombre son malas. Y, sobre todas las
cosas, ningún animal debe tiranizar a sus semejantes. Débil o fuerte, listo o ingenuo,
somos todos hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales
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son iguales.
"Y ahora, camaradas, les contaré mi sueño de anoche. No estoy en condiciones de
describirlo. Era una visión de cómo será la Tierra cuando el hombre haya desaparecido.
Pero me trajo a la memoria algo que hace tiempo había olvidado. Muchos años atrás,
cuando yo era lechón, mi madre y las otras cerdas acostumbraban a ensayar una vieja
canción de la que solo sabían la melodía y las primeras tres palabras. Conocía esa
tonada en mi infancia, pero ya hacía tiempo que la había olvidado. Anoche, sin
embargo, volvió a mí en el sueño. Y más aún, las palabras de la canción también son
palabras que, tengo la certeza, fueron cantadas por los animales de épocas remotas y
luego olvidadas durante muchas generaciones. Les cantaré esa canción ahora,
camaradas. Soy viejo y mi voz es ronca, pero cuando les haya enseñado la tonada,
podrán cantar mejor para ustedes mismos. Se llama “Bestias de Inglaterra”.
El Viejo Comandante aclaró su garganta y comenzó a cantar. Tal como había dicho, su
voz era ronca, pero lo hizo bastante bien; era una tonada excitante, algo entre
Clementina y La Cucaracha. La letra decía así:
¡Bestias de Inglaterra, Bestias de Irlanda,
animales del valle y de la selva,
Sobre vuestro futuro prodigioso
prestad oído a mis alegres nuevas!
Tarde o temprano arribará la hora
en la que el Hombre derrocado sea,
y las fecundas tierras de Bretaña
sólo serán pobladas por las Bestias.
Rotos caerán los aros torturantes
de la nariz, y rodarán por tierra
los látigos de tétricos chasquidos
y oxidados el freno y las espuelas.
La cebada y el heno perfumados,
la remolacha, el trébol y la avena
toda la cornucopia de Natura
será ese día solamente nuestra
Más fresca será el agua y transparente
en los hermosos campos de Inglaterra,
y más suave la brisa, el día glorioso
en que las Bestias rompan sus cadenas.
Para ese día trabajemos todos,
aunque muramos antes que amanezca;
vacas y gansos, pavos y caballos,
todos deben sumarse a esta empresa.
¡Bestias de Inglaterra, Bestias de Irlanda,
animales del valle y de la selva
sobre vuestro futuro prodigioso
¡prestad oído a mis alegres nuevas!
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El ensayo de esta canción puso a todos los animales en un estado de salvaje excitación.
Casi antes de que el Viejo Comandante hubiera finalizado, ellos comenzaron a cantarla.
Hasta el más estúpido ya había retenido la melodía y parte de la letra, y con ayuda de
los más inteligentes, como los cerdos y los perros, aprendieron la canción en pocos
minutos. Y luego, después de varios ensayos preliminares, toda la granja estalló en
“Bestias de Inglaterra”, en tremendo unísono. Las vacas la mugieron, los perros la
ladraron, las ovejas la balaron, los caballos la relincharon, los patos la parparon.
Estaban tan encantados con la canción, que la repitieron cinco veces seguidas y habían
continuado toda la noche, si no los hubieran interrumpido.
Desgraciadamente, el alboroto despertó al señor Jones, el cual saltó de la cama
creyendo que había un zorro en los corrales. Tomó la escopeta, que estaba
permanentemente en un rincón del dormitorio y descargó un tiro en la oscuridad. Los
perdigones se incrustaron en la pared del granero y la asamblea se levantó
precipitadamente. Cada cual huyó hacia su lugar de reposo. Las aves saltaron a sus
perchas, los animales se acostaron en la paja y en un santiamén estaban todos
durmiendo.
II
Tres noches después, el Viejo Comandante murió apaciblemente mientras dormía. Su
cadáver fue enterrado al pie de un árbol de la huerta. Eso sucedió a principios de
marzo.
Durante los tres meses siguientes hubo mucha actividad secreta. A los animales más
inteligentes de la serranía, el discurso del Comandante les había hecho ver la vida
desde un ángulo totalmente nuevo. Ellos no sabían cuándo ocurriría la rebelión que
pronosticaba el Viejo Comandante; no tenían motivo para creer que aconteciera
durante el transcurso de sus propias vidas, pero vieron claramente que era su deber
prepararse para ella. El trabajo de enseñar y organizar a los demás recayó naturalmente
sobre los cerdos, a quienes se reconocía en general como los más inteligentes de los
animales. Los más destacados entre ellos eran dos cerdos jóvenes que se llamaban Bola
de Nieve y Napoleón, a quienes el señor Jones estaba criando para vender. Napoleón
era un verraco grande de aspecto feroz; el único cerdo de raza Berkshire que había en la
granja; parco en el hablar, tenía fama de salirse con la suya. Bola de Nieve era más
vivaracho que Napoleón, tenía mayor facilidad de palabra y era ingenioso, pero lo
consideraban de carácter más débil. Los demás puercos machos de la granja eran muy
jóvenes. El más conocido entre ellos era un pequeño gordito que se llamaba Chillón, de
mejillas muy redondas, ojos vivos, movimientos ágiles y voz chillona. Era un orador
brillante, y cuando discutía algún asunto difícil tenía una forma de saltar de lado a lado y
mover la cola, que era en cierta manera muy persuasiva. Los demás decían que Chillón
era capaz de cambiar lo negro en blanco.
Estos tres habían elaborado, a base de las enseñanzas del Viejo Comandante, un sistema
completo de pensamientos al que dieron el nombre de animalismo. Varias noches por
semana, cuando el señor Jones ya dormía, celebraban reuniones secretas en el granero,
durante las cuales exponían los principios del animalismo a los demás. Al comienzo
encontraron mucha estupidez y apatía. Algunos animales hablaron del deber de lealtad
hacia el señor Jones, a quien llamaban "amo", o hacían observaciones elementales
como: "el señor Jones nos da de comer"; "si él no estuviera nos moriríamos de hambre".
Otros formulaban preguntas tales como: "¿Qué nos importa a nosotros lo que va a
suceder cuando estemos muertos?", o bien: "Si esta rebelión se va a producir de todos
modos, ¿qué diferencia hay si trabajamos para ella o no?", y los cerdos tenían gran
dificultad en hacerles ver que eso era contrario al espíritu del animalismo. Las preguntas
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más estúpidas fueron hechas por Mollie, la yegua blanca. La primera que dirigió a Bola
de Nieve, fue la siguiente:
–¿Habrá azúcar después de la rebelión?
–No -respondió Bola de Nieve firmemente-. No tenemos medios para fabricar azúcar
en esta granja. Además, vos no necesitas azúcar. Vas a tener toda la avena y el heno
que quieras.
–¿Y se me permitirá seguir usando cintas en la crin? -insistió Mollie.
–Camarada -dijo Bola de Nieve-, esas cintas que tanto te gustan son el símbolo de tu
esclavitud ¿No entendés que la libertad vale más que esas cintas?
Molli asintió, pero daba la impresión de que no estaba muy convencida.
Los cerdos tuvieron una lucha aún mayor para contrarrestar las mentiras que difundía
Moisés, el cuervo amaestrado. Moisés, que era el favorito del señor Jones, era espía y
chismoso, pero era también un orador muy hábil. Pretendía conocer la existencia de
un país misterioso llamado Monte Caramelo, al que iban todos los animales cuando
morían. Estaba situado en algún lugar del cielo, "un poco más allá de las nubes", decía
Moisés. En Monte Caramelo era domingo siete veces por semana, el trébol estaba en
sazón todo el año y los terrones de azúcar y las tortas de lino crecían en los cercos. Los
animales odiaban a Moisés porque era chismoso y no hacía ningún trabajo, pero
algunos creían lo del Monte Caramelo y los cerdos tenían que argumentar mucho para
persuadirlos de la inexistencia de tal lugar.
Los discípulos más leales eran los caballos de tiro Boxeador y Trébol. Ambos tenían
gran dificultad en formar su propio juicio, pero una vez que aceptaron a los cerdos
como maestros absorbían todo lo que se les decía y lo transmitían a los demás
animales mediante argumentos sencillos. Nunca faltaban a las citas secretas en el
granero y encabezaban el canto “Bestias de Inglaterra” con que siempre se daba
término a las reuniones.
Pero sucedió que la rebelión se llevó a cabo mucho antes y más fácilmente de lo que
ellos esperaban.
En años anteriores, el señor Jones, a pesar de ser un amo duro, fue un agricultor capaz,
pero últimamente había adquirido algunos vicios. Se había desanimado mucho después
de perder bastante dinero en un pleito y comenzó a beber más de la cuenta. Durante
días enteros permanecía en su sillón en la cocina, leyendo los diarios, bebiendo y,
ocasionalmente, dándole a Moisés cortezas de pan mojado en cerveza. Sus hombres
eran perezosos y deshonestos, los campos estaban llenos de malezas, los edificios
requerían arreglos, los cercos estaban descuidados y mal alimentados los animales.
Llegó junio y el heno estaba casi listo para ser cosechado. El día de San Juan, que era
sábado, el señor Jones fue a Willingdon y se emborrachó de tal manera en la taberna El
León Colorado que no volvió a la granja hasta el mediodía del domingo. Los peones
habían ordeñado las vacas de madrugada y luego se fueron a cazar conejos, sin
preocuparse de dar de comer a los animales.
Cuando volvió, el señor Jones se fue a dormir inmediatamente en el sofá de la sala,
tapándose la cara con el periódico, de manera que al anochecer los animales aún
estaban sin comer. Finalmente, estos no resistieron más. Una de las vacas rompió de
una cornada la puerta del depósito de forrajes y los animales empezaron a servirse solos
de los arcones. Justamente en ese momento, se despertó el señor Jones. De inmediato,
él y sus cuatro peones se hicieron presentes con látigos, azotando a diestra y siniestra.
Eso superaba a cuanto los hambrientos animales podían soportar. Unánimemente,
aunque nada por el estilo había sido planeado con anticipación, se abalanzaron sobre
sus atormentadores. En forma repentina, Jones y sus peones se encontraron recibiendo
empellones y patadas desde todos los costados. Habían perdido el dominio de la
situación. Nunca habían visto a los animales portarse de esa manera, y esa inopinada
insurrección de bestias a las que estaban acostumbrados a pegar y maltratar como
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querían, los aterrorizó hasta hacerles perder la cabeza. Abandonaron todo intento de
defensa y escaparon. Un minuto después, los cinco disparaban a toda carrera por el
sendero rumbo a la puerta principal con los animales persiguiéndolos triunfalmente.
La señora Jones miró por la ventana del dormitorio, vio lo que sucedía, metió
precipitadamente algunas cosas en un bolsón y se escabulló de la granja por otro
camino. Moisés saltó de su percha y aleteó tras ella, graznando en alta voz. Mientras
tanto, los animales habían perseguido a Jones y sus peones hasta la carretera y
cerraron el portón estrepitosamente tras ellos. Y así, casi sin darse cuenta de lo que
ocurría, la rebelión se había llevado a cabo triunfalmente: Jones había sido expulsado y
la Granja Solariega era de ellos.
Durante los primeros minutos los animales apenas si podían creer en su buena fortuna.
Su primera acción fue galopar todos juntos alrededor de los límites de la granja, como
para asegurarse de que ningún ser humano se escondía en ella; luego volvieron a la
carrera hacia los edificios para borrar los últimos vestigios del odiado reino de Jones.
Irrumpieron en el cuarto de los enseres que se hallaba en un extremo del establo; los
frenos, los anillos, las cadenas de los perros, los crueles cuchillos con los que el señor
Jones acostumbraba a castrar a los cerdos y corderos, fueron todos arrojados al pozo.
Las riendas, los cabestros, las anteojeras, los denigrantes morrales fueron tirados al
fuego en el patio, donde en ese momento se estaba quemando basura. Igual destino
tuvieron los látigos. Todos los animales saltaron de alegría cuando vieron arder los
látigos. Bola de Nieve también tiró al fuego las cintas que generalmente adornaban las
colas y crines de los caballos en los días de feria.
–Las cintas –dijo- deben considerarse como ropas, que son el distintivo de un ser
humano. Todos los animales deben ir desnudos.
Cuando Boxeador oyó esto, tomó el sombrerito de paja que usaba en verano para
impedir que las moscas le entraran en las orejas y lo tiró al fuego con todo lo demás.
En muy poco tiempo los animales habían destruido todo lo que podía hacerles recordar
al señor Jones. Entonces Napoleón los llevó nuevamente al depósito de forraje y le sirvió
una doble ración de maíz a cada uno, con dos bizcochos para cada perro. Luego,
cantaron “Bestias de Inglaterra” del principio al fin siete veces y después de eso se
acomodaron para la noche y durmieron como nunca lo habían hecho anteriormente.
Pero se despertaron al amanecer como de costumbre y, acordándose repentinamente
del glorioso acontecimiento, salieron todos juntos a la pradera. A poca distancia, había
una loma desde donde se dominaba casi toda la granja. Los animales llegaron
apresuradamente a la cumbre y miraron a su alrededor a la clara luz de la mañana. Sí,
era de ellos: todo lo que podían ver era suyo. En el éxtasis de ese pensamiento,
brincaban por todos lados, se arrojaban al aire en grandes saltos de alegría. Se
revolcaban en el rocío, arrancaban bocados del dulce pasto de verano, coceaban
levantando terrones de tierra negra y aspiraban su fuerte aroma. Luego, hicieron un
recorrido de inspección por toda la granja y miraron con muda admiración la tierra de
labrantío, el campo de heno, la huerta, la laguna. Era como si nunca hubieran visto esas
cosas anteriormente, y apenas podían creer que todo era de ellos.
Regresaron entonces a los edificios de la granja y, vacilantes, se pararon en silencio ante
la puerta de la casa. También era suya, pero tenían miedo de entrar. Un momento
después, sin embargo, Bola de Nieve y Napoleón embistieron la puerta con el hombro y
los animales entraron en fila india, caminando con el mayor cuidado por miedo de
estropear algo. Fueron de puntillas de una habitación a la otra, recelosos de alzar la voz,
contemplando con una especie de temor reverente el increíble lujo que allí había; las
camas con sus colchones de plumas, los espejos, el sofá, la alfombra de Bruselas, la
litografía de la Reina Victoria que estaba colgada encima del hogar de la sala. Iban
bajando la escalera cuando se dieron cuenta de que faltaba Mollie. Al volver, los demás
descubrieron que se había quedado en el mejor dormitorio. Había tomado un pedazo de
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cinta azul de la mesa de tocador de la señora Jones y, apoyándola sobre su hombro, se
estaba admirando en el espejo como una tonta. Los otros se lo reprocharon
severamente y salieron. Sacaron unos jamones colgados en la cocina y les dieron
sepultura; el barril de cerveza fue destrozado mediante una coz de Boxeador y no se
tocó nada más en la casa. Allí mismo se resolvió por unanimidad que la casa sería
conservada como museo. Estaban todos de acuerdo en que jamás debería vivir allí
animal alguno.
Los animales tomaron el desayuno, y luego Bola de Nieve y Napoleón los reunieron a
todos otra vez.
–Camaradas -dijo Bola de Nieve-, son las seis y media y tenemos un día largo ante
nosotros. Hoy debemos comenzar la cosecha del heno. Pero hay otro asunto que
debemos resolver primero.
Los cerdos revelaron entonces que durante los últimos tres meses habían aprendido a
leer y escribir mediante un libro elemental que perteneciera a los chicos de la señora
Jones y que había sido tirado a la basura. Napoleón mandó traer unos tarros de pintura
blanca y negra y los daba al llevó hasta el portón que camino principal. Luego Bola de
Nieve (que era el que mejor escribía) tomó un pincel entre los dos nudillos de su pata
delantera, tachó “Granja Solariega” de la vara superior de la tranquera y en su lugar
pintó “Granja Animal”. Ese iba a ser el nombre de la granja en adelante. Después todos
volvieron a los edificios donde Bola de Nieve y Napoleón mandaron a buscar una
escalera que hicieron colocar contra la pared trasera del granero principal. Ellos
explicaron que mediante sus estudios de los últimos tres meses habían logrado reducir
los principios del animalismo a siete mandamientos. Serían inscritos en la pared;
formarían una ley inalterable por la cual deberían regirse en adelante todos los
animales de la Granja Animal. Con cierta dificultad (porque no es fácil para un cerdo
mantener el equilibrio sobre una escalera), Bola de Nieve trepó y puso manos a la obra
con la ayuda de Chillón, que, unos peldaños más abajo, le sostenía el tarro de pintura.
Los mandamientos fueron escritos sobre la pared alquitranada con letras blancas y
grandes que podían leerse a treinta yardas de distancia. La inscripción decía así:
LOS SIETE MANDAMIENTOS
1. Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo
2. Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
3. Ningún animal usará ropa.
4. Ningún animal dormirá en una cama
5. Ningún animal beberá alcohol
6. Ningún animal matará a otro animal
7. Todos los animales son iguales
El letrero estaba escrito muy nítidamente y, exceptuando que en vez de "pies" decía
"peis" y que una de las "s" estaba al revés, la ortografía era buena. Bola de Nieve lo leyó
en alta voz para los demás. Todos los animales asintieron con inclinación de cabeza
demostrando su total conformidad, y los más inteligentes empezaron en seguida a
aprenderse de memoria los mandamientos.
–Ahora, camaradas, ¡al henar! Impongámonos el compromiso de honor de terminar la
cosecha en menos tiempo del que tardaban Jones y sus hombres.
Pero en ese momento las tres vacas, que desde un rato antes parecían estar
intranquilas, empezaron a mugir muy fuerte. Hacía veinticuatro horas que no habían
sido ordeñadas y sus ubres estaban casi reventando. Después de pensar un rato, los
cerdos mandaron traer unos baldes y ordeñaron a las vacas con regular éxito, pues sus
patas se adaptaban bastante bien a esa tarea. Al instante había cinco baldes de
espumante leche cremosa a la cual miraban muchos de los animales con sumo interés.
–¿Qué se hará con toda esa leche? -preguntó alguien.
–Jones a veces le echaba a una parte en nuestra comida -dijo una de las gallinas.
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–¡No se preocupen por la leche, camaradas! -expuso Napoleón, colocándose delante
de los baldes-. Eso ya se arreglará. La cosecha es más importante. El camarada Bola de
Nieve los guiará. Yo los seguiré dentro de unos minutos. ¡Adelante, camaradas! El heno
os espera.
Los animales se fueron hacia el campo de heno para empezar la cosecha, y, cuando
volvieron al anochecer, comprobaron que la leche había desaparecido.
III
Cómo trabajaron y sudaron para poder guardar el heno. Pero sus esfuerzos fueron
recompensados, pues la cosecha resultó mejor de lo que esperaban.
A veces el trabajo era duro; los utensilios habían sido diseñados para seres humanos y
no para animales y representaba una gran desventaja el hecho de que ningún animal
pudiera usar las herramientas, ya que lo obligaban a pararse sobre sus patas traseras.
Pero los cerdos eran tan listos que encontraron solución a cada dificultad. En cuanto a
los caballos, conocían cada palmo del campo y, en realidad, entendían el trabajo de
segar y rastrillar mejor que Jones y sus hombres. Los cerdos en verdad no trabajaban,
pero dirigían y supervisaban a los demás. A causa de sus conocimientos superiores, era
natural que ellos asumieran el mando. Boxeador y Trébol enganchaban los arneses a la
segadora o a la rastra (en aquellos días, naturalmente, no hacían falta frenos o riendas)
y marchaban firmemente por el campo con un cerdo caminando detrás y diciéndoles:
"Arre, camarada" o "Atrás, camarada", según el caso. Y todos los animales, incluso los
más humildes, laboraron para cortar el heno y amontonarlo. Hasta los patos y las
gallinas trabajaban yendo de un lado a otro, todo el día al sol, transportando manojitos
de heno en sus picos. Al final terminaron la cosecha invirtiendo dos días menos de lo
que generalmente tardaban Jones y sus peones. Además, era la cosecha más grande
que se había visto en la granja. No hubo desperdicio alguno; las gallinas y los patos con
su vista penetrante habían levantado hasta el último tallo. Y ningún animal de la granja
había robado ni siquiera un bocado.
Durante todo el verano el trabajo anduvo como sobre rieles. Los animales eran felices
como jamás habían concebido que pudieran serlo. Cada bocado de comida resultaba un
exquisito manjar, ya que era realmente su propia comida, producida por ellos y para
ellos y no repartida en pequeñas porciones y de mala gana por su amo. Como ya no
estaban los inservibles y parasitarios seres humanos, había más comida para todos. Se
tenían más horas libres también, a pesar de la inexperiencia de los animales. Claro que
se encontraron con muchas dificultades. Por ejemplo, más adelante, cuando cosecharon
el maíz, tuvieron que pisarlo al estilo antiguo y eliminar los desperdicios soplando, pues
la granja no tenía desgranadora, pero los cerdos con su inteligencia y Boxeador con sus
músculos tremendos los sacaban siempre de apuros. Todos admiraban a Boxeador.
Había sido un gran trabajador aun en el tiempo de Jones, pero ahora aparentaba más
bien ser tres caballos que uno; en algunos días determinados parecía que todo el trabajo
descansaba sobre sus poderosos hombros. Tiraba y empujaba de la mañana hasta la
noche y siempre donde el trabajo era más duro. Había concertado con un gallo para que
lo despertara media hora antes que a los demás, y efectuaba algún trabajo voluntario
donde más hacía falta, antes de empezar la tarea de todos los días. Su respuesta para
cada problema, para cada revés, era: "¡Trabajaré más!". Él la había adoptado como un
lema personal.
Pero cada uno actuaba conforme a su capacidad. Las gallinas y los patos, por ejemplo,
ganaron cinco búshels de maíz durante la cosecha levantando los granos perdidos.
Nadie robó, nadie se quejó por su ración; las discusiones, peleas y envidias que forman
parte natural de la vida cotidiana en los días de antaño, habían desaparecido casi por
completo. Nadie eludía el trabajo, o casi nadie. Mollie, en verdad, no era muy buena
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para levantarse por la mañana, y tenía la costumbre de dejar el trabajo temprano
aduciendo que tenía una piedra en la pata.
Y el comportamiento de la gata era algo raro. Pronto se notó que cuando había tarea
que hacer, a la gata no la encontraban. Desaparecía durante horas enteras, y luego se
presentaba a la hora de la comida o al anochecer, cuando cesaba el trabajo, como si
nada hubiera ocurrido. Pero siempre tenía tan excelentes excusas y ronroneaba tan
afablemente, que era imposible dudar de sus buenas intenciones. El viejo Benjamín, el
burro, parecía que no había cambiado desde la rebelión. Hacía su trabajo con la misma
obstinación y lentitud que antes, nunca eludiéndolo pero nunca ofreciéndose tampoco
para ninguna tarea extra. No daba su opinión sobre la rebelión o sus resultados.
Cuando se le preguntaba si no era más feliz ahora que no estaba Jones, él se reducía a
contestar: "Los burros viven mucho tiempo. Ninguno de ustedes ha visto un burro
muerto". Y los demás debían conformarse con tan enigmática respuesta.
Los domingos no se trabajaba. El desayuno se tomaba una hora más tarde que de
costumbre, y después tenía lugar una ceremonia que se cumplía todas las semanas sin
excepción. Primero se enarbolaba la bandera. Bola de Nieve había encontrado en el
desván un viejo mantel verde de la señora Jones y había pintado sobre el mismo, en
blanco, un asta y una pata. Este era izado en el mástil del jardín todos los domingos
por la mañana. La bandera era verde, explicó, para representar los campos verdes de
Inglaterra, mientras que el asta y la pata significaban la futura República de los
Animales, que surgiría cuando finalmente lograran derribar totalmente a la raza
humana.
Después de izar la bandera todos los animales se dirigían en tropel al granero principal
para una asamblea general, la que se conocía como la Reunión. Allí se planeaba el
trabajo de la semana siguiente y se planteaban y debatían las resoluciones. Los cerdos
eran los que siempre proponían las resoluciones. Los otros animales entendían cómo
debían votar, pero nunca se les ocurrían ideas propias. Bola de Nieve y Napoleón eran,
sin duda, los más activos en los debates.
Pero se notó que estos dos nunca estaban de acuerdo; ante cualquier sugestión que
hacía uno, podía descontarse que el otro se opondría a ella. Hasta cuando se resolvió, a
lo que no habría podido oponerse nadie, reservar el campito de detrás de la huerta
como hogar de descanso para los animales que ya no estaban en condiciones de
trabajar, hubo un violento debate con referencia a la edad de retiro correspondiente a
cada clase de animal. La Reunión siempre terminaba con la canción “Bestias de
Inglaterra”, y la tarde la dedicaban al esparcimiento.
Los cerdos hicieron del cuarto de los enseres su cuartel general. Todas las noches
estudiaban herrería, carpintería y otros oficios necesarios en los libros que habían traído
de la casa. Bola de Nieve también se ocupó de organizar a los otros animales en lo que
denominaba Comités de Animales. Era incansable para eso. Formó el Comité de
producción de huevos para las gallinas, la Liga de las colas limpias para las vacas, el
Comité para reeducación de los camaradas salvajes (el objeto era domesticar a las ratas
y los conejos), el Movimiento pro lana más blanca para las ovejas, y varios otros, además
de organizar clases de lectura y escritura. En general, esos proyectos resultaron un
fracaso. El ensayo de domesticar a los animales salvajes, por ejemplo, falló casi
inmediatamente. Siguieron portándose prácticamente igual que antes, y cuando eran
tratados con generosidad se aprovechaban de ello. La gata se incorporó al Comité para
la reeducación y actuó mucho en él durante algunos días. Cierta vez la vieron sentada en
la azotea charlando con algunos gorriones que estaban fuera de su alcance. Les estaba
diciendo que todos los animales eran ya camaradas y que cualquier gorrión que quisiera
podía posarse sobre su garra; pero los gorriones mantuvieron la distancia.
Las clases de enseñanza primaria, sin embargo, tuvieron gran éxito. Para el otoño casi
todos los animales, en mayor o menor grado, tenían alguna instrucción. En lo que
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respecta a los cerdos, ya sabían leer y escribir perfectamente. Los perros aprendieron
la lectura bastante bien, pero no les interesaba leer otra cosa que los siete
mandamientos. Muriel, la cabra, leía un poco mejor que los perros, y a veces, por la
noche, acostumbraba hacerlo para los demás de los pedazos de diarios que
encontraba en la basura. Benjamín leía tan bien como cualquiera de los cerdos, pero
nunca ejercitaba su talento. Por lo que él sabía, dijo, no había nada que valiera la pena
leer. Trébol aprendió el abecedario completo, pero no podía armar las palabras.
Boxeador no pudo pasar de la letra “D”. Podía trazar en la tierra “A, B, C, D”, con su
enorme pata, y luego se quedaba parado mirando absorto las letras con las orejas
hacia atrás, moviendo a veces la melena, tratando de recordar lo que seguía, sin
lograrlo jamás. En varias ocasiones, en verdad, logró aprender “E, F, G, H”, pero
cuando lo hizo se descubrió que había olvidado “A, B, C y D”. Finalmente, decidió
conformarse con las cuatro letras, y solía escribirlas una o dos veces al día para
refrescar la memoria. Mollie se negó a aprender otra cosa que las seis letras que
componían su nombre. Las formaba con mucha pulcritud con pedazos de ramas, y
luego las adornaba con una flor o dos y caminaba a su alrededor admirándolas.
Ningún otro animal de la granja pudo llenar más allá de la letra “A”. También se
descubrió que los animales más estúpidos, como las ovejas, gallinas y patos, eran
incapaces de aprender de memoria los siete mandamientos. Después de mucho
meditar, Bola de Nieve declaró que los siete mandamientos podían, en efecto,
reducirse a una sola máxima, a saber: "¡Cuatro patas sí, dos patas no!". Esto, dijo,
contenía el principio esencial del animalismo. Quien lo hubiera entendido a fondo
estaría asegurado contra las influencias humanas. Las aves la objetaron al principio
pues les pareció que también ellas tenían dos patas, pero Bola de Nieve demostró que
no era así.
–Las alas de un pájaro son órganos de propulsión y no de manipulación. Por lo tanto,
deben considerarse como patas. La característica que distingue al hombre es la mano, el
instrumento con el cual hace todo el mal.
Las aves no entendieron la extensa perorata, pero aceptaron su explicación y hasta los
animales más humildes comenzaron a aprender la nueva máxima de memoria. "Cuatro
patas sí, dos patas no", fue inscrita sobre la pared del fondo del granero, encima de los
siete mandamientos y con letras más grandes. Cuando la aprendieron de memoria, a las
ovejas les encantó esta máxima y muchas veces echadas en el campo empezaban todas
a balar "Cuatro patas sí, dos patas no", "Cuatro patas sí, dos patas no", y seguían así
durante horas enteras, sin cansarse.
Napoleón no se interesó por los comités de Bola de Nieve. Dijo que la educación de los
jóvenes era más importante que cualquier cosa que pudiera hacerse por aquellos que ya
eran adultos. Sucedió que Jessie y Bluebell habían aumentado de familia, poco después
de la cosecha de heno, incorporando a la granja, entre ambas, nueve cachorros
robustos. Tan pronto como fueron destetados, Napoleón los separó de las madres
diciendo que él se haría cargo de su educación. Se los llevó a un desván al que solo se
podía llegar por una escalera desde el granero y allí los mantuvo en tal reclusión que el
resto de la granja, pronto, todos se olvidaron de su existencia.
El misterio del destino de la leche se aclaró pronto. Se mezclaba todos los días en la
comida de los cerdos. Las primeras manzanas ya estaban madurando y el pasto de la
huerta estaba cubierto de la fruta caída de los árboles. Los animales creyeron, como
cosa natural, que serían repartidas equitativamente; un día, sin embargo, apareció la
orden de que todas las manzanas caídas de los árboles debían ser recolectadas y
llevadas al granero para consumo de los cerdos. A raíz de eso, algunos de los otros
animales comenzaron a murmurar, pero en vano. Todos los cerdos estaban de acuerdo
en este punto, hasta Bola de Nieve y Napoleón. Chillón fue enviado para dar las
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explicaciones necesarias.
–Camaradas, ustedes no suponen, me imagino, que nosotros los cerdos estamos
haciendo esto con un espíritu de egoísmo y de privilegio. Muchos de nosotros, en
realidad, tenemos aversión a la leche y las manzanas. A mí personalmente no me
agradan. Nuestro único objeto al tomar estas cosas es preservar nuestra salud. La
leche y las manzanas (esto ha sido demostrado por la ciencia, camaradas) contienen
sustancias absolutamente necesarias para el bienestar del cerdo. Nosotros, los cerdos,
somos trabajadores del cerebro. Toda la administración y organización de esta granja
depende de nosotros. Día y noche estamos velando por nuestra felicidad. Por nuestro
bien tomamos esa leche y comemos esas manzanas. ¿Saben lo que ocurriría si los
cerdos fracasáramos en nuestro deber? ¡Jones volvería! Sí, ¡Jones volvería!
Seguramente, camaradas, no hay ninguno entre ustedes que desee la vuelta de Jones.
Ahora bien, si había algo de lo cual estaban completamente seguros los animales, era
que no querían la vuelta de Jones. Contra cuanto se presentaba bajo esa posibilidad,
no tenían nada que aducir. La importancia de preservar la salud de los cerdos era
demasiado evidente. De manera que se decidió sin más discusión que la leche y las
manzanas caídas de los árboles (y también la cosecha principal de manzanas cuando
estas maduraran) debían reservarse para los cerdos solamente.
X
Pasaron los años. Las estaciones llegaron y se fueron; las cortas vidas de los animales
pasaron volando. Llegó una época en que ya no había nadie que recordara los viejos
días anteriores a la Rebelión, exceptuando a Trébol, Benjamín, Moisés –el cuervo- y
algunos cerdos.
Muriel había muerto; Bluebell, Jessie y Pincher habían muerto. Jones también murió,
falleció en un hogar para borrachos en otra parte del condado. Bola de Nieve fue
olvidado. Boxeador estaba olvidado asimismo, excepto por los pocos que lo habían
tratado. Trébol era ya una yegua vieja y gorda, con las articulaciones endurecidas y con
tendencia al reuma. Ya hacía dos años que había cumplido la edad para retirarse, pero
en realidad ningún animal se había jubilado. Hacía tiempo que no se hablaba de apartar
un rincón del campo de pastoreo para animales jubilados. Napoleón era ya un cerdo
maduro, de unos ciento cincuenta kilos. Chillón estaba tan gordo que tenía dificultad
para ver más allá de sus narices. Únicamente el viejo Benjamín estaba más o menos
igual que siempre, exceptuando que el hocico lo tenía más canoso y, desde la muerte de
Boxeador, estaba más malhumorado y taciturno que nunca.
Había muchos más animales que antes en la granja, aunque el aumento no era tan
grande como se esperara en los primeros años. Nacieron numerosos animales, para
quienes la Rebelión era una tradición casi olvidada, transmitida de palabra; y otros, que
habían sido adquiridos, jamás habían oído hablar de semejante cosa antes de su llegada.
La granja poseía ahora tres caballos, además de Trébol. Eran bestias de prestancia,
trabajadores de buena voluntad y excelentes camaradas, pero muy estúpidos. Ninguno
de ellos logró aprender el alfabeto más allá de la letra “B”. Aceptaron todo lo que se les
contó respecto a la Rebelión y los principios del animalismo, especialmente por Trébol, a
quien tenían un respeto casi filial; pero era dudoso que hubieran entendido mucho de lo
que se les dijo.
La Granja estaba más próspera y mejor organizada, hasta había sido ampliada con dos
franjas de tierra compradas al señor Pilkington. El molino quedó terminado al fin, y la
granja poseía una trilladora, un elevador de heno propios, agregándose también varios
edificios. Whymper se había comprado un coche. El molino, sin embargo, no fue
empleado para producir energía eléctrica. Se utilizó para moler maíz y produjo una
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excelente utilidad en efectivo. Los animales estaban trabajando mucho en la
construcción de otro molino más: cuando estuviera terminado, según se decía, se
instalarían allí los dínamos. Pero los lujos con que Bola de Nieve hizo soñar a los
animales, los graneros con luz eléctrica y agua caliente y fría, y la semana de tres días,
ya no se mencionaban. Napoleón había censurado estas ideas por considerarlas
contrarias al espíritu del animalismo. La verdadera felicidad, dijo él, consistía en
trabajar mucho y vivir frugalmente.
De algún modo, parecía como si la granja se hubiera enriquecido sin enriquecer a los
animales mismos: exceptuando, naturalmente, los cerdos y los perros. Tal vez eso se
debiera en parte a que había tantos cerdos y tantos perros. No era que esos animales
no trabajaran a su manera. Existía, como Chillón nunca se cansaba de explicarles, un
sinfín de labor en la supervisión y organización de la granja. Gran parte de este trabajo
tenía características tales que los demás animales eran demasiado ignorantes para
concebirlo. Por ejemplo, Chillón les dijo que los cerdos tenían que realizar un esfuerzo
enorme todos los días acerca de unas cosas misteriosas llamadas "legajos", "informes",
"actas" y "memorándum". Se trataba de largas hojas de papel que tenían que ser
llenadas totalmente con escritura, y tan pronto estaban así cubiertas eran quemadas
en el horno. Esto era de suma importancia para el bienestar de la granja, señaló
Chillón. Pero de cualquier manera, ni los cerdos ni los perros producían nada comible
mediante su propio trabajo; había muchos de ellos, y siempre tenían buen apetito.
En cuanto a los otros, su vida, por lo que ellos sabían, era lo que fue siempre.
Generalmente tenían hambre, dormían sobre paja, bebían de la laguna, trabajaban en
el campo; en invierno sufrían los efectos del frío y en verano de las moscas. A veces los
más viejos entre ellos esforzaban sus turbias memorias y trataban de determinar si en
los primeros días de la Rebelión, cuando la expulsión de Jones aún era reciente, las
cosas fueron mejor o peor que ahora. No alcanzaban a recordar. No había con qué
comparar su vida presente, no tenían en qué basarse, exceptuando las listas de cifras de
Chillón que, invariablemente, demostraban que todo mejoraba más y más. Los animales
no encontraron solución al problema; de cualquier forma, tenían ahora poco tiempo
para especular con estas cosas. Únicamente el viejo Benjamín manifestaba recordar
cada detalle de su larga vida y saber que las cosas nunca fueron, ni podrían ser, mucho
mejor o mucho peor; el hambre, la opresión y el desengaño eran, así dijo él, la ley
inalterable de la vida.
Y, sin embargo, los animales nunca abandonaron sus esperanzas. Más aún, jamás
perdieron, ni por un instante, su sentido del honor y el privilegio de ser miembros de la
Granja Animal. Todavía era la única granja en todo el condado, ¡en toda Inglaterra!,
poseída y manejada por animales. Ninguno, ni el más joven, ni siquiera los recién
llegados, traídos desde granjas a diez o veinte millas de distancia, jamás dejó de
maravillarse de ello. Y cuando sentían tronar la escopeta y veían la bandera verde
ondeando al tope del mástil, sus corazones se hinchaban de orgullo inagotable, la
conversación y siempre giraba en torno a los heroicos días de antaño: la expulsión de
Jones, la inscripción de los siete mandamientos, las grandes batallas en que los invasores
humanos fueron derrotados. Ninguno de los viejos ensueños había sido abandonado. La
República de los Animales que el Viejo Comandante pronosticaba, cuando los campos
verdes de Inglaterra no fueran hollados por pies humanos, todavía era su creencia.
Algún día llegaría; tal vez no fuera pronto, quizá no sucediera durante la existencia de la
actual generación de animales, pero vendría. Hasta la canción “Bestias de Inglaterra” era
seguramente tarareada a escondidas, aquí o allá; de cualquier manera era un hecho que
todos los animales de la Granja la conocían, aunque ninguno se hubiera atrevido a
cantarla en voz alta. Podría ser que sus vidas fueran penosas y que no todas sus
esperanzas se vieran cumplidas; pero tenían conciencia de no ser como otros animales.
Si pasaban hambre, no lo era por alimentar a tiránicos seres humanos; si trabajaban
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mucho, al menos lo hacían para ellos mismos. Ninguno caminaba sobre dos pies.
Ninguno llamaba a otro "amo". Todos los animales eran iguales.
Un día, a principios de verano, Chillón ordenó a las ovejas que lo siguieran, y las
condujo hacia un pedazo de tierra no cultivada en el otro extremo de la granja,
cubierto por retoños de tréboles. Las ovejas pasaron todo el día allí comiendo las hojas
bajo la supervisión de Chillón. Al anochecer, él volvió a la casa, pero, como hacía calor,
les dijo a las ovejas que se quedaran donde estaban. Al final, permanecieron allí toda la
semana y, en ese lapso, los demás animales no las vieron para nada. Chillón
permanecía con ellas durante la mayor parte del día. Dijo que les estaba enseñando
una nueva canción, para lo cual se necesitaba el aislamiento.
Una tarde placentera, al poco tiempo de haber vuelto las ovejas, los animales ya
habían terminado de trabajar y regresaban hacia los edificios de la granja, se oyó
desde el patio el relincho aterrorizado de un caballo. Alarmados, los animales se
detuvieron bruscamente. Era la voz de Trébol. Relinchó de nuevo y todos se lanzaron al
galope entrando precipitadamente en el patio. Entonces observaron lo que ella había
visto.
Era un cerdo caminando sobre sus patas traseras.
Sí, era Chillón. Un poco torpemente, como si no estuviera del todo acostumbrado a
sostener su gran volumen en esa posición, pero con perfecto equilibrio, estaba
paseándose por el patio. Y un rato después, por la puerta de la casa apareció una larga
fila de cerdos, todos caminando sobre sus patas traseras. Algunos lo hacían mejor que
otros, si bien uno o dos andaban un poco inseguros, dando la impresión de que les
hubiera gustado el apoyo de un bastón, pero todos ellos dieron con éxito una vuelta
completa por el patio. Finalmente, se oyó un tremendo ladrido de los perros y un
agudo cacareo del gallo negro, y apareció Napoleón en persona, erguido
majestuosamente, lanzando miradas arrogantes hacia uno y otro lado y con los perros
brincando alrededor.
Llevaba un látigo en la mano.
Se produjo un silencio de muerte. Asombrados, aterrorizados, acurrucados unos contra
otros, los animales observaban la larga fila de cerdos marchando lentamente alrededor
del patio. Era como si el mundo se hubiese vuelto patas arriba. Llegó un momento en
que pasó la primera impresión y, a pesar de todo, a pesar de su terror a los perros y de
la costumbre adquirida durante muchos años, de nunca quejarse, nunca criticar, podían
haber emitido alguna palabra de protesta. Pero justo en ese instante, como
obedeciendo a una señal, todas las ovejas estallaron en un tremendo balido: "¡Cuatro
patas sí, dos patas mejor! ¡Cuatro patas sí, dos patas mejor! ¡Cuatro patas sí, dos patas
mejor!".
Esto continuó durante cinco minutos sin parar. Y cuando las ovejas callaron, la
oportunidad para protestar había pasado, pues los cerdos entraron nuevamente en la
casa.
Benjamín sintió que un hocico le rozaba el hombro. Se volvió. Era Trébol. Sus viejos ojos
parecían más apagados que nunca. Sin decir nada, le tiró suavemente de la crin y lo llevó
hasta el extremo del granero principal, donde estaban inscritos los siete mandamientos.
Durante un minuto o dos estuvieron mirando la pared alquitranada con sus blancas
letras.
–La vista me está fallando -dijo finalmente-. Ni aun cuando era joven podía leer lo que
estaba ahí escrito. Pero me parece que esa pared está cambiada. ¿Están igual que antes
los siete mandamientos, Benjamín?
Por primera vez, Benjamín consintió en quebrar su costumbre y leyó lo que estaba
escrito en el muro. Allí no había nada, excepto un solo mandamiento. Este decía, “Todos
los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”. Después de eso no les
resultó extraño que al día siguiente los cerdos que estaban supervisando el trabajo de la
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granja llevaran un látigo en la mano. No les pareció raro enterarse de que los cerdos se
habían comprado una radio, estaban gestionando la instalación de un teléfono y se
habían suscrito a John Bull, Tit-Bits y el Daily Mirror. No les resultó extraño cuando
vieron a Napoleón paseando por el jardín de la casa con una pipa en la boca; no, ni
siquiera cuando los cerdos sacaron la ropa del señor Jones de los roperos y se la
pusieron. Napoleón apareció con una chaqueta negra, pantalones y polainas de cuero,
mientras que su cerda favorita lucía el vestido de seda que la señora Jones
acostumbraba a usar los domingos. Una semana después, por la tarde, cierto número
de coches llegó a la granja. Una delegación de granjeros vecinos había sido invitada
para realizar una inspección. Recorrieron la granja y expresaron gran admiración por
todo lo que vieron, especialmente el molino. Los animales estaban escardando el
campo de nabos. Trabajaban casi sin despegar las caras del suelo y sin saber si debían
temer más a los cerdos o a los visitantes humanos.
Esa noche se escucharon fuertes carcajadas y canciones desde la casa. El sonido de las
voces entremezcladas, despertó repentinamente la curiosidad de los animales. ¿Qué
podía estar sucediendo allí, ahora que, por primera vez, animales y seres humanos
estaban reunidos en igualdad de condiciones? De común acuerdo se arrastraron en el
mayor silencio hasta el jardín de la casa.
En la entrada se detuvieron, un poco asustados, pero Trébol avanzó resueltamente y
los demás la siguieron. Fueron de puntillas hasta la casa y los animales de mayor
estatura espiaron por la ventana del comedor. Allí, alrededor de una larga mesa,
estaban sentados media docena de granjeros y media docena de los cerdos más
eminentes, ocupando Napoleón el sitial de honor en la cabecera. Los cerdos parecían
encontrarse en las sillas completamente a sus anchas. El grupo estaba jugando una
partida de naipes, pero había dejado el juego un momento, sin duda para brindar. Una
jarra grande estaba pasando de mano en mano y los vasos se llenaban de cerveza una y
otra vez.
El señor Pilkington, de Foxwood, se puso en pie, con un vaso en la mano. Dentro de un
instante, expresó, iba a solicitar un brindis a los presentes. Pero, previamente, se
consideraba obligado a decir unas palabras.
Era para él motivo de gran satisfacción, dijo, y estaba seguro que también, para todos
los asistentes, comprobar que un largo periodo de desconfianza y desavenencias llegaba
a su fin. Hubo un tiempo, no es que él o cualquiera de los presentes compartieran tales
sentimientos, pero hubo un tiempo en que los respetables propietarios de Granja
Animal fueron considerados, él no diría con hostilidad, sino con cierta dosis de recelo
por sus vecinos humanos. Se produjeron incidentes infortunados, eran corrientes las
ideas equivocadas. Se creyó que la existencia de una granja poseída y manejada por
cerdos era en cierto modo anormal y que podría tener un efecto perturbador en el
vecindario. Demasiados granjeros supusieron, sin la debida investigación, que en dicha
granja prevalecía un espíritu de libertinaje e indisciplina. Habían estado preocupados
respecto a las consecuencias que ello acarrearía a sus propios animales o aun sobre sus
empleados humanos. Pero todas estas dudas ya estaban disipadas. El y sus amigos
acababan de visitar Granja Animal y de inspeccionar cada pulgada con sus propios ojos,
¿y qué habían encontrado? No solamente los métodos más modernos, sino una
disciplina y un orden que debían servir de ejemplo para todos los granjeros de todas
partes. Él creía que estaba en lo cierto al decir que los animales inferiores de Granja
Animal hacían más trabajo y recibían menos comida que cualquier animal del condado.
En verdad, él y sus colegas visitantes observaron muchos detalles que pensaban
implantar en sus granjas inmediatamente.
Quería terminar su discurso, dijo, recalcando nuevamente el sentimiento amistoso que
subsistía, y que debía subsistir, entre Granja Animal y sus vecinos. Entre los cerdos y los
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seres humanos no había, y no debía haber, ningún choque de intereses de cualquier
especie. Sus esfuerzos y sus dificultades eran idénticos. ¿No era el problema de los
obreros el mismo en todas partes? Aquí se puso de manifiesto que el señor Pilkington
se disponía a contar algún chiste bien preparado, pero por un instante lo dominó tanto
la risa que no pudo articular palabra. Después de sofocarse un rato, durante el cual sus
diversas papadas, enrojecieron, logró expresarse.
–¡Si bien ustedes tienen que lidiar con sus animales inferiores, dijo, nosotros tenemos
nuestras clases inferiores!
Esta broma los hizo desternillarse de risa, el señor Pilkington nuevamente felicitó a los
cerdos por las magras raciones, las largas horas de trabajo y la falta general de mimos
que observara en Granja Animal. Y ahora, dijo finalmente, iba a pedir a los presentes
que se pusieran de pie y se cercioraran de que sus vasos estaban llenos.
–Señores, señores, les propongo un brindis ¡Por la prosperidad de Granja Animal!
Hubo un vitoreo entusiasta y un golpear de pies y patas. Napoleón estaba tan
complacido, que dejó su lugar y dio la vuelta a la mesa para chocar su vaso contra el
del señor Pilkington antes de vaciarlo. Cuando terminó el vitoreo, Napoleón, que
permanecía de pie, insinuó que también él tenía que decir algunas palabras.
Como en todos sus discursos, Napoleón fue breve y al grano. Él también estaba
contento de que el período de desavenencias llegara a su fin. Durante mucho tiempo
hubo rumores propalados, él tenía motivos para creer que por algún enemigo maligno,
existía algo subversivo y hasta revolucionario entre su punto de vista y el de sus
colegas. Se les atribuyó la intención de fomentar la rebelión entre los animales de las
granjas vecinas. ¡Nada podía estar más lejos de la verdad! Su único deseo, ahora y en
el pasado, era vivir en paz y mantener relaciones normales con sus vecinos. Esta granja
que él tenía el honor de controlar, agregó, era una empresa cooperativa. Los títulos de
propiedad, que estaban en su poder, pertenecían a todos los cerdos en conjunto. El no
creía, dijo, que aún quedaran rastros de las viejas sospechas, pero se acababan de
introducir ciertos cambios en la rutina de la granja que tendrían el efecto de promover
aún más la confianza. Hasta entonces los animales de la granja tenían una costumbre
algo tonta de dirigirse unos a otros como "camarada". Eso iba a ser suprimido. También
existía una modalidad muy rara, cuyo origen era desconocido, la de desfilar todos los
domingos por la mañana ante el cráneo de un cerdo clavado en un poste del jardín. Eso
también sería eliminado. El cráneo ya había sido enterrado. Sus visitantes habían
observado, asimismo, la bandera verde que ondeaba al tope del mástil. En ese caso,
seguramente habían notado que el asta y la pezuña blanca con que estaba marcada
anteriormente fueron eliminadas. En adelante, sería simplemente una bandera verde.
Tenía que hacer una sola crítica al magnífico y amistoso discurso del señor Pilkington. El
señor Pilkington hizo referencia en todo momento a Granja Animal. No podía saber,
naturalmente, porque él, Napoleón, ahora lo anunciaba por primera vez, que el nombre
Granja Animal había sido abolido. Desde ese momento, la granja iba a ser conocida
como Granja Solariega, el cual, creía, fue su nombre verdadero y original.
–Señores -concluyó Napoleón-, les voy a proponer el mismo brindis de antes, pero en
otra forma. Llenen los vasos hasta el borde. Señores, este es mi brindis: ¡Por la
prosperidad de Granja Solariega!
Se repitió el mismo cordial vitoreo de antes y los vasos fueron vaciados de un trago.
Pero a los animales, que desde fuera observaban la escena, les pareció que algo raro
estaba ocurriendo. ¿Qué era lo que se había alterado en los rostros de los cerdos? Los
viejos y apagados ojos de Trébol pasaron rápida y alternativamente de un rostro a otro.
Algunos tenían cinco papadas, otros tenían cuatro, aquellos tenían tres. Pero ¿qué era lo
que parecía diluirse y transformarse? Luego, finalizados los aplausos, los concurrentes
tomaron nuevamente los naipes y continuaron la partida interrumpida, alejándose los
animales en silencio.
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Pero no habían dado veinte pasos cuando se pararon bruscamente. Un alboroto de
voces venía desde la casa. Corrieron de vuelta y miraron nuevamente por la ventana.
Sí, se estaba desarrollando una violenta discusión. Gritos, golpes sobre la mesa,
miradas penetrantes y desconfiadas, negativas furiosas. El origen del conflicto parecía
ser que tanto Napoleón como el señor Pilkington habían jugado simultáneamente un
as de espadas cada uno.
Doce voces estaban gritando enfurecidas, y eran todas iguales. No existía duda de lo
que sucediera a las caras de los cerdos. Los animales de afuera miraron del cerdo al
hombre, y del hombre al cerdo, y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era
imposible discernir cuál era cuál.