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) 1 ( www.perio.unlp.edu.ar/letras Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP Taller de Escritura I Facultad de Periodismo y Comunicación Social UNLP Taller de Escritura I George Orwell (1903-1950) Rebelión en la granja (1945) I El señor Jones, dueño de la Granja Solariega, cerró por la noche los gallineros, pero estaba demasiado borracho para recordar que había dejado abiertas las ventanillas. Con la luz de la linterna bailoteando de un lado a otro, cruzó el patio, se quitó las botas ante la puerta de atrás, se sirvió una última copa de cerveza del barril que estaba en la cocina y se fue derecho a la cama, donde ya roncaba la señora Jones. En cuanto se apagó la luz en el dormitorio, comenzó el alboroto en toda la granja. Durante el día se corrió la voz de que el Viejo Comandante, el cerdo premiado, había tenido un sueño extraño durante la noche anterior y deseaba comunicárselo a los demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal para que el señor Jones no pudiera molestarlos. El Viejo Comandante (así le llamaban siempre, aunque fue presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty), era tan altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora de sueño para oír lo que él tuviera que decirles. En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, el Viejo Comandante ya se encontraba situado en su cama de paja, bajo una linterna que pendía de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante gordo, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y benevolente, a pesar de que nunca le habían limado los colmillos. Hacía rato que habían comenzado a llegar los demás animales a colocarse cómodamente, cada cual a su manera. Primero arribaron los tres perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que se arrellanaron en la paja delante de la plataforma. Las gallinas, se posaron en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hacia las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los cerdos y se dedicaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxeador y Trébol, entraron juntos, caminando despacio y posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Trébol era una yegua corpulenta, entrada en años y de aspecto maternal, que no había logrado recuperar la silueta después de su cuarto potrillo. Boxeador era una bestia enorme, de unos dieciocho palmos de altura y tan fuerte como dos caballos comunes juntos. Una mancha blanca a lo largo del hocico le daba un aspecto estúpido, y por cierto no era muy inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su tremendo poder de trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor genio de la granja. Rara vez hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era para hacer alguna observación cínica; podía decir, por ejemplo, que Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni moscas. Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le preguntaba por qué, contestaba que nunca encontraba motivo para hacerlo. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxeador; los dos pasaban, generalmente, los domingos juntos en el pequeño prado detrás de la huerta, pastoreando hombro a hombro, sin hablarse. Apenas se echaron los dos caballos cuando un grupo de patitos que habían perdido a la madre entró al granero piando débilmente y yendo de un lado a otro en busca de un

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Facultad de Periodismo y Comunicación Social

UNLP

Taller de Escritura I

George Orwell (1903-1950)

Rebelión en la granja (1945)

I

El señor Jones, dueño de la Granja Solariega, cerró por la noche los gallineros, pero

estaba demasiado borracho para recordar que había dejado abiertas las ventanillas.

Con la luz de la linterna bailoteando de un lado a otro, cruzó el patio, se quitó las botas

ante la puerta de atrás, se sirvió una última copa de cerveza del barril que estaba en la

cocina y se fue derecho a la cama, donde ya roncaba la señora Jones.

En cuanto se apagó la luz en el dormitorio, comenzó el alboroto en toda la granja.

Durante el día se corrió la voz de que el Viejo Comandante, el cerdo premiado, había

tenido un sueño extraño durante la noche anterior y deseaba comunicárselo a los

demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal para que el

señor Jones no pudiera molestarlos. El Viejo Comandante (así le llamaban siempre,

aunque fue presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty), era tan

altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora de

sueño para oír lo que él tuviera que decirles.

En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, el Viejo

Comandante ya se encontraba situado en su cama de paja, bajo una linterna que

pendía de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante

gordo, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y benevolente, a pesar de

que nunca le habían limado los colmillos. Hacía rato que habían comenzado a llegar los

demás animales a colocarse cómodamente, cada cual a su manera. Primero arribaron

los tres perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que se arrellanaron en la

paja delante de la plataforma. Las gallinas, se posaron en el alféizar de las ventanas, las

palomas revolotearon hacia las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los

cerdos y se dedicaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxeador y Trébol, entraron

juntos, caminando despacio y posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos,

por temor de que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Trébol era una

yegua corpulenta, entrada en años y de aspecto maternal, que no había logrado

recuperar la silueta después de su cuarto potrillo. Boxeador era una bestia enorme, de

unos dieciocho palmos de altura y tan fuerte como dos caballos comunes juntos. Una

mancha blanca a lo largo del hocico le daba un aspecto estúpido, y por cierto no era muy

inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su tremendo

poder de trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el

burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor genio de la granja. Rara vez hablaba, y

cuando lo hacía, generalmente era para hacer alguna observación cínica; podía decir,

por ejemplo, que Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que él

hubiera preferido no tener ni cola ni moscas. Era el único de los animales de la granja

que jamás reía. Si se le preguntaba por qué, contestaba que nunca encontraba motivo

para hacerlo. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxeador; los

dos pasaban, generalmente, los domingos juntos en el pequeño prado detrás de la

huerta, pastoreando hombro a hombro, sin hablarse.

Apenas se echaron los dos caballos cuando un grupo de patitos que habían perdido a la

madre entró al granero piando débilmente y yendo de un lado a otro en busca de un

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lugar donde no hubiera peligro de que los pisaran. Trébol formó una especie de pared

con su gran pata delantera y los patitos se anidaron allí durmiéndose enseguida. A

última hora, Mollie, la bella y tonta yegua blanca que tiraba del coche del señor Jones,

entró cadenciosamente mascando un terrón de azúcar. Se colocó delante,

coqueteando con su nívea crin a fin de atraer la atención hacia los moños rojos con

que había sido trenzada. La última en aparecer fue la gata, que buscó, como de

costumbre, el lugar más cálido, acomodándose finalmente entre Boxeador y Trébol;

allí ronroneó a gusto durante el desarrollo del discurso del Viejo Comandante, sin oír

una sola palabra de lo que este decía.

Ya estaban presentes todos los animales, excepto Moisés, el cuervo amaestrado, que

dormía sobre una percha detrás de la puerta trasera. Cuando Mayor vio que estaban

todos y esperaban atentos, aclaró su voz y comenzó:

–Camaradas. Se deben haber enterado ya del extraño sueño que tuve anoche. De eso

hablaré enseguida. Primero tengo que decir otra cosa. Yo no creo, camaradas, que esté

muchos meses más con ustedes y antes de morir, estimo mi deber transmitirles la

sabiduría adquirida. He vivido muchos años; dispuse de bastante tiempo para meditar

mientras he estado a solas en mi pocilga y creo poder afirmar que entiendo la

naturaleza de la vida en este mundo tan bien como cualquier otro animal viviente.

Respecto a eso deseo hablar.

–Veamos, camaradas. ¿Cuál es la realidad de esta vida nuestra? Mirémosla de frente:

nuestras vidas son miserables, laboriosas y cortas. Nacemos, nos suministran la comida

necesaria para mantenernos y a aquellos de nosotros capaces de hacerlo, nos obligan

a trabajar hasta el último aliento de nuestras fuerzas; y en el preciso instante en que

nuestra utilidad ha terminado, nos matan con una crueldad espantosa. Ningún animal

en Inglaterra conoce el significado de la felicidad o la holganza desde que cumple un

año de edad. No hay animal libre en Inglaterra. La vida de un animal es la miseria y la

esclavitud; esa es la pura verdad.

Pero ¿es eso realmente parte del orden de la naturaleza? ¿Es acaso porque esta tierra

nuestra es tan pobre que no puede proporcionar una vida decorosa a todos sus

habitantes? No, camaradas; mil veces no. El suelo de Inglaterra es fértil, su clima es

bueno; es capaz de dar comida en abundancia a una cantidad mucho mayor de animales

que la que actualmente la habita. Solamente nuestra granja puede mantener una

docena de caballos, veinte vacas, centenares de ovejas; y todos ellos viviendo con una

comodidad y dignidad que en estos momentos están casi fuera del alcance de nuestra

imaginación. ¿Por qué, entonces, continuamos en esta mísera condición? Porque los

seres humanos nos arrebatan casi todo el fruto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas,

la solución de todos nuestros problemas. Está todo involucrado en una sola palabra:

Hombre. El Hombre es el único enemigo real que tenemos. Quitemos al Hombre de la

escena y el motivo originario de nuestra hambre y exceso de trabajo será abolido para

siempre.

El Hombre es el único ser que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es

demasiado débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le permite atrapar

conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Los hace trabajar, les

devuelve el mínimo necesario para mantenerlos con vida y lo demás se lo guarda para

él. Nuestro trabajo labra la tierra, nuestro estiércol la abona y, sin embargo, no existe

uno de nosotros que posea algo más que su simple pellejo. Ustedes, vacas, que están

aquí ¿cuántos miles de litros de leche le han dado este último año? ¿Y qué se ha hecho

con esa leche que debía servir para criar terneros robustos? Hasta la última gota ha ido a

parar a las gargantas de nuestros enemigos. Y ustedes, gallinas, ¿cuántos huevos han

puesto este año y cuántos pollitos han salido de esos huevos? Todo lo demás ha ido a

parar al mercado para producir dinero para Jones y su gente. Y vos, Trébol, ¿dónde

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están esos cuatro potrillos que has tenido, que debían ser el sostén y solaz de tu vejez?

Todos fueron vendidos al año; no los volverás a ver jamás. Como recompensa por tus

cuatro partos y todo tu trabajo en el campo ¿qué has tenido, exceptuando tus magras

raciones y un pesebre?

Ni siquiera nos permiten alcanzar el fin natural de nuestras míseras vidas. Por mí no

me quejo, porque he sido uno de los afortunados. Llevo doce años y he tenido más de

cuatrocientas crías. Ese es el destino natural de un cerdo. Pero ningún animal se libra

del cruel cuchillo al final. Ustedes, jóvenes cerdos que están sentados delante, cada

uno va a chillar por su vida ante el cuchillo dentro de un año. A ese horror llegaremos

todos: vacas, cerdos, gallinas, ovejas; todos. Ni siquiera los caballos y los perros tienen

mejor destino. Vos, Boxeador, el mismo día en que tus grandes músculos pierdan su

fuerza, Jones te venderá al descuartizador, quien te cortará el pescuezo y te hervirá

para los perros de caza. En cuanto a los perros, cuando están viejos sin dientes, Jones

les ata un ladrillo al pescuezo y los ahoga en la laguna más cercana.

¿No resulta entonces de una claridad meridiana, camaradas, que todos los males de

nuestras vidas provienen de la tiranía de los seres humanos? Eliminemos tan solo al

hombre y el producto de nuestro trabajo será propio. Casi de la noche a la mañana nos

volveríamos ricos y libres. Entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? ¡Trabajar noche y

día, con cuerpo y alma, para destruir a la raza humana! Ese es mi mensaje, camaradas:

¡Rebelión! Yo no sé cuándo vendrá esa rebelión; quizá de aquí a una semana o dentro

de cien años; pero sí sé, tan ciertamente como veo esta paja bajo mis patas, que tarde

o temprano se hará justicia. Fijen la vista en eso, camaradas, durante los pocos años

que nos quedan de vida. Y, sobre todo, transmitan mi mensaje a los que vendrán

después, para que las futuras generaciones puedan proseguir la lucha hasta alcanzar la

victoria.

Y recuerden, camaradas: nuestra voluntad jamás deberá vacilar. Ningún argumento nos

debe desviar. Nunca escuchen cuando les digan que el hombre y los animales tienen un

destino común; que la prosperidad de uno es también de los otros. Son mentiras. El

hombre no sirve a los intereses de ningún ser, exceptuando el suyo. Y entre nosotros, los

animales, que haya perfecta unidad, perfecta camaradería en la lucha. Todos los

hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas.

En ese momento hubo una tremenda conmoción. Mientras el Viejo Comandante estaba

hablando, cuatro grandes ratas habían salido de sus cuevas y estaban sentadas sobre sus

cuartos traseros, escuchándolo. Los perros las vieron repentinamente y solo a través de

una precipitada carrera hasta sus cuevas lograron las ratas salvar sus vidas. El Viejo

Comandante levantó su pata para imponer silencio.

–Camaradas. Aquí hay un punto que debe ser aclarado. Los animales salvajes, como los

ratones y los conejos, ¿son nuestros amigos o nuestros enemigos? Pongámoslo a

votación. Yo planteo esta pregunta a la asamblea, ¿son camaradas las ratas?

Se pasó a votación inmediatamente, decidiéndose por una mayoría abrumadora que las

ratas eran camaradas. Hubo solamente cuatro disidentes: los tres perros y la gata, que,

como se descubrió luego, había votado por ambas tendencias.

–Me resta poco que decirles. Simplemente insisto, recuerden siempre nuestro deber de

enemistad hacia el hombre y su manera de ser. Todo lo que camine sobre dos pies es un

enemigo. Lo que camine sobre cuatro patas o tenga alas, es un amigo. Y recuerden

también que en la lucha contra el hombre, no debemos llegar a parecernos a él. Aun

cuando lo hayamos vencido, no adoptemos sus vicios. Ningún animal debe vivir en una

casa, dormir en una cama, vestir ropas, beber alcohol, fumar tabaco, recibir dinero ni

ocuparse del comercio. Todas las costumbres del hombre son malas. Y, sobre todas las

cosas, ningún animal debe tiranizar a sus semejantes. Débil o fuerte, listo o ingenuo,

somos todos hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales

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son iguales.

"Y ahora, camaradas, les contaré mi sueño de anoche. No estoy en condiciones de

describirlo. Era una visión de cómo será la Tierra cuando el hombre haya desaparecido.

Pero me trajo a la memoria algo que hace tiempo había olvidado. Muchos años atrás,

cuando yo era lechón, mi madre y las otras cerdas acostumbraban a ensayar una vieja

canción de la que solo sabían la melodía y las primeras tres palabras. Conocía esa

tonada en mi infancia, pero ya hacía tiempo que la había olvidado. Anoche, sin

embargo, volvió a mí en el sueño. Y más aún, las palabras de la canción también son

palabras que, tengo la certeza, fueron cantadas por los animales de épocas remotas y

luego olvidadas durante muchas generaciones. Les cantaré esa canción ahora,

camaradas. Soy viejo y mi voz es ronca, pero cuando les haya enseñado la tonada,

podrán cantar mejor para ustedes mismos. Se llama “Bestias de Inglaterra”.

El Viejo Comandante aclaró su garganta y comenzó a cantar. Tal como había dicho, su

voz era ronca, pero lo hizo bastante bien; era una tonada excitante, algo entre

Clementina y La Cucaracha. La letra decía así:

¡Bestias de Inglaterra, Bestias de Irlanda,

animales del valle y de la selva,

Sobre vuestro futuro prodigioso

prestad oído a mis alegres nuevas!

Tarde o temprano arribará la hora

en la que el Hombre derrocado sea,

y las fecundas tierras de Bretaña

sólo serán pobladas por las Bestias.

Rotos caerán los aros torturantes

de la nariz, y rodarán por tierra

los látigos de tétricos chasquidos

y oxidados el freno y las espuelas.

La cebada y el heno perfumados,

la remolacha, el trébol y la avena

toda la cornucopia de Natura

será ese día solamente nuestra

Más fresca será el agua y transparente

en los hermosos campos de Inglaterra,

y más suave la brisa, el día glorioso

en que las Bestias rompan sus cadenas.

Para ese día trabajemos todos,

aunque muramos antes que amanezca;

vacas y gansos, pavos y caballos,

todos deben sumarse a esta empresa.

¡Bestias de Inglaterra, Bestias de Irlanda,

animales del valle y de la selva

sobre vuestro futuro prodigioso

¡prestad oído a mis alegres nuevas!

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El ensayo de esta canción puso a todos los animales en un estado de salvaje excitación.

Casi antes de que el Viejo Comandante hubiera finalizado, ellos comenzaron a cantarla.

Hasta el más estúpido ya había retenido la melodía y parte de la letra, y con ayuda de

los más inteligentes, como los cerdos y los perros, aprendieron la canción en pocos

minutos. Y luego, después de varios ensayos preliminares, toda la granja estalló en

“Bestias de Inglaterra”, en tremendo unísono. Las vacas la mugieron, los perros la

ladraron, las ovejas la balaron, los caballos la relincharon, los patos la parparon.

Estaban tan encantados con la canción, que la repitieron cinco veces seguidas y habían

continuado toda la noche, si no los hubieran interrumpido.

Desgraciadamente, el alboroto despertó al señor Jones, el cual saltó de la cama

creyendo que había un zorro en los corrales. Tomó la escopeta, que estaba

permanentemente en un rincón del dormitorio y descargó un tiro en la oscuridad. Los

perdigones se incrustaron en la pared del granero y la asamblea se levantó

precipitadamente. Cada cual huyó hacia su lugar de reposo. Las aves saltaron a sus

perchas, los animales se acostaron en la paja y en un santiamén estaban todos

durmiendo.

II

Tres noches después, el Viejo Comandante murió apaciblemente mientras dormía. Su

cadáver fue enterrado al pie de un árbol de la huerta. Eso sucedió a principios de

marzo.

Durante los tres meses siguientes hubo mucha actividad secreta. A los animales más

inteligentes de la serranía, el discurso del Comandante les había hecho ver la vida

desde un ángulo totalmente nuevo. Ellos no sabían cuándo ocurriría la rebelión que

pronosticaba el Viejo Comandante; no tenían motivo para creer que aconteciera

durante el transcurso de sus propias vidas, pero vieron claramente que era su deber

prepararse para ella. El trabajo de enseñar y organizar a los demás recayó naturalmente

sobre los cerdos, a quienes se reconocía en general como los más inteligentes de los

animales. Los más destacados entre ellos eran dos cerdos jóvenes que se llamaban Bola

de Nieve y Napoleón, a quienes el señor Jones estaba criando para vender. Napoleón

era un verraco grande de aspecto feroz; el único cerdo de raza Berkshire que había en la

granja; parco en el hablar, tenía fama de salirse con la suya. Bola de Nieve era más

vivaracho que Napoleón, tenía mayor facilidad de palabra y era ingenioso, pero lo

consideraban de carácter más débil. Los demás puercos machos de la granja eran muy

jóvenes. El más conocido entre ellos era un pequeño gordito que se llamaba Chillón, de

mejillas muy redondas, ojos vivos, movimientos ágiles y voz chillona. Era un orador

brillante, y cuando discutía algún asunto difícil tenía una forma de saltar de lado a lado y

mover la cola, que era en cierta manera muy persuasiva. Los demás decían que Chillón

era capaz de cambiar lo negro en blanco.

Estos tres habían elaborado, a base de las enseñanzas del Viejo Comandante, un sistema

completo de pensamientos al que dieron el nombre de animalismo. Varias noches por

semana, cuando el señor Jones ya dormía, celebraban reuniones secretas en el granero,

durante las cuales exponían los principios del animalismo a los demás. Al comienzo

encontraron mucha estupidez y apatía. Algunos animales hablaron del deber de lealtad

hacia el señor Jones, a quien llamaban "amo", o hacían observaciones elementales

como: "el señor Jones nos da de comer"; "si él no estuviera nos moriríamos de hambre".

Otros formulaban preguntas tales como: "¿Qué nos importa a nosotros lo que va a

suceder cuando estemos muertos?", o bien: "Si esta rebelión se va a producir de todos

modos, ¿qué diferencia hay si trabajamos para ella o no?", y los cerdos tenían gran

dificultad en hacerles ver que eso era contrario al espíritu del animalismo. Las preguntas

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más estúpidas fueron hechas por Mollie, la yegua blanca. La primera que dirigió a Bola

de Nieve, fue la siguiente:

–¿Habrá azúcar después de la rebelión?

–No -respondió Bola de Nieve firmemente-. No tenemos medios para fabricar azúcar

en esta granja. Además, vos no necesitas azúcar. Vas a tener toda la avena y el heno

que quieras.

–¿Y se me permitirá seguir usando cintas en la crin? -insistió Mollie.

–Camarada -dijo Bola de Nieve-, esas cintas que tanto te gustan son el símbolo de tu

esclavitud ¿No entendés que la libertad vale más que esas cintas?

Molli asintió, pero daba la impresión de que no estaba muy convencida.

Los cerdos tuvieron una lucha aún mayor para contrarrestar las mentiras que difundía

Moisés, el cuervo amaestrado. Moisés, que era el favorito del señor Jones, era espía y

chismoso, pero era también un orador muy hábil. Pretendía conocer la existencia de

un país misterioso llamado Monte Caramelo, al que iban todos los animales cuando

morían. Estaba situado en algún lugar del cielo, "un poco más allá de las nubes", decía

Moisés. En Monte Caramelo era domingo siete veces por semana, el trébol estaba en

sazón todo el año y los terrones de azúcar y las tortas de lino crecían en los cercos. Los

animales odiaban a Moisés porque era chismoso y no hacía ningún trabajo, pero

algunos creían lo del Monte Caramelo y los cerdos tenían que argumentar mucho para

persuadirlos de la inexistencia de tal lugar.

Los discípulos más leales eran los caballos de tiro Boxeador y Trébol. Ambos tenían

gran dificultad en formar su propio juicio, pero una vez que aceptaron a los cerdos

como maestros absorbían todo lo que se les decía y lo transmitían a los demás

animales mediante argumentos sencillos. Nunca faltaban a las citas secretas en el

granero y encabezaban el canto “Bestias de Inglaterra” con que siempre se daba

término a las reuniones.

Pero sucedió que la rebelión se llevó a cabo mucho antes y más fácilmente de lo que

ellos esperaban.

En años anteriores, el señor Jones, a pesar de ser un amo duro, fue un agricultor capaz,

pero últimamente había adquirido algunos vicios. Se había desanimado mucho después

de perder bastante dinero en un pleito y comenzó a beber más de la cuenta. Durante

días enteros permanecía en su sillón en la cocina, leyendo los diarios, bebiendo y,

ocasionalmente, dándole a Moisés cortezas de pan mojado en cerveza. Sus hombres

eran perezosos y deshonestos, los campos estaban llenos de malezas, los edificios

requerían arreglos, los cercos estaban descuidados y mal alimentados los animales.

Llegó junio y el heno estaba casi listo para ser cosechado. El día de San Juan, que era

sábado, el señor Jones fue a Willingdon y se emborrachó de tal manera en la taberna El

León Colorado que no volvió a la granja hasta el mediodía del domingo. Los peones

habían ordeñado las vacas de madrugada y luego se fueron a cazar conejos, sin

preocuparse de dar de comer a los animales.

Cuando volvió, el señor Jones se fue a dormir inmediatamente en el sofá de la sala,

tapándose la cara con el periódico, de manera que al anochecer los animales aún

estaban sin comer. Finalmente, estos no resistieron más. Una de las vacas rompió de

una cornada la puerta del depósito de forrajes y los animales empezaron a servirse solos

de los arcones. Justamente en ese momento, se despertó el señor Jones. De inmediato,

él y sus cuatro peones se hicieron presentes con látigos, azotando a diestra y siniestra.

Eso superaba a cuanto los hambrientos animales podían soportar. Unánimemente,

aunque nada por el estilo había sido planeado con anticipación, se abalanzaron sobre

sus atormentadores. En forma repentina, Jones y sus peones se encontraron recibiendo

empellones y patadas desde todos los costados. Habían perdido el dominio de la

situación. Nunca habían visto a los animales portarse de esa manera, y esa inopinada

insurrección de bestias a las que estaban acostumbrados a pegar y maltratar como

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querían, los aterrorizó hasta hacerles perder la cabeza. Abandonaron todo intento de

defensa y escaparon. Un minuto después, los cinco disparaban a toda carrera por el

sendero rumbo a la puerta principal con los animales persiguiéndolos triunfalmente.

La señora Jones miró por la ventana del dormitorio, vio lo que sucedía, metió

precipitadamente algunas cosas en un bolsón y se escabulló de la granja por otro

camino. Moisés saltó de su percha y aleteó tras ella, graznando en alta voz. Mientras

tanto, los animales habían perseguido a Jones y sus peones hasta la carretera y

cerraron el portón estrepitosamente tras ellos. Y así, casi sin darse cuenta de lo que

ocurría, la rebelión se había llevado a cabo triunfalmente: Jones había sido expulsado y

la Granja Solariega era de ellos.

Durante los primeros minutos los animales apenas si podían creer en su buena fortuna.

Su primera acción fue galopar todos juntos alrededor de los límites de la granja, como

para asegurarse de que ningún ser humano se escondía en ella; luego volvieron a la

carrera hacia los edificios para borrar los últimos vestigios del odiado reino de Jones.

Irrumpieron en el cuarto de los enseres que se hallaba en un extremo del establo; los

frenos, los anillos, las cadenas de los perros, los crueles cuchillos con los que el señor

Jones acostumbraba a castrar a los cerdos y corderos, fueron todos arrojados al pozo.

Las riendas, los cabestros, las anteojeras, los denigrantes morrales fueron tirados al

fuego en el patio, donde en ese momento se estaba quemando basura. Igual destino

tuvieron los látigos. Todos los animales saltaron de alegría cuando vieron arder los

látigos. Bola de Nieve también tiró al fuego las cintas que generalmente adornaban las

colas y crines de los caballos en los días de feria.

–Las cintas –dijo- deben considerarse como ropas, que son el distintivo de un ser

humano. Todos los animales deben ir desnudos.

Cuando Boxeador oyó esto, tomó el sombrerito de paja que usaba en verano para

impedir que las moscas le entraran en las orejas y lo tiró al fuego con todo lo demás.

En muy poco tiempo los animales habían destruido todo lo que podía hacerles recordar

al señor Jones. Entonces Napoleón los llevó nuevamente al depósito de forraje y le sirvió

una doble ración de maíz a cada uno, con dos bizcochos para cada perro. Luego,

cantaron “Bestias de Inglaterra” del principio al fin siete veces y después de eso se

acomodaron para la noche y durmieron como nunca lo habían hecho anteriormente.

Pero se despertaron al amanecer como de costumbre y, acordándose repentinamente

del glorioso acontecimiento, salieron todos juntos a la pradera. A poca distancia, había

una loma desde donde se dominaba casi toda la granja. Los animales llegaron

apresuradamente a la cumbre y miraron a su alrededor a la clara luz de la mañana. Sí,

era de ellos: todo lo que podían ver era suyo. En el éxtasis de ese pensamiento,

brincaban por todos lados, se arrojaban al aire en grandes saltos de alegría. Se

revolcaban en el rocío, arrancaban bocados del dulce pasto de verano, coceaban

levantando terrones de tierra negra y aspiraban su fuerte aroma. Luego, hicieron un

recorrido de inspección por toda la granja y miraron con muda admiración la tierra de

labrantío, el campo de heno, la huerta, la laguna. Era como si nunca hubieran visto esas

cosas anteriormente, y apenas podían creer que todo era de ellos.

Regresaron entonces a los edificios de la granja y, vacilantes, se pararon en silencio ante

la puerta de la casa. También era suya, pero tenían miedo de entrar. Un momento

después, sin embargo, Bola de Nieve y Napoleón embistieron la puerta con el hombro y

los animales entraron en fila india, caminando con el mayor cuidado por miedo de

estropear algo. Fueron de puntillas de una habitación a la otra, recelosos de alzar la voz,

contemplando con una especie de temor reverente el increíble lujo que allí había; las

camas con sus colchones de plumas, los espejos, el sofá, la alfombra de Bruselas, la

litografía de la Reina Victoria que estaba colgada encima del hogar de la sala. Iban

bajando la escalera cuando se dieron cuenta de que faltaba Mollie. Al volver, los demás

descubrieron que se había quedado en el mejor dormitorio. Había tomado un pedazo de

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cinta azul de la mesa de tocador de la señora Jones y, apoyándola sobre su hombro, se

estaba admirando en el espejo como una tonta. Los otros se lo reprocharon

severamente y salieron. Sacaron unos jamones colgados en la cocina y les dieron

sepultura; el barril de cerveza fue destrozado mediante una coz de Boxeador y no se

tocó nada más en la casa. Allí mismo se resolvió por unanimidad que la casa sería

conservada como museo. Estaban todos de acuerdo en que jamás debería vivir allí

animal alguno.

Los animales tomaron el desayuno, y luego Bola de Nieve y Napoleón los reunieron a

todos otra vez.

–Camaradas -dijo Bola de Nieve-, son las seis y media y tenemos un día largo ante

nosotros. Hoy debemos comenzar la cosecha del heno. Pero hay otro asunto que

debemos resolver primero.

Los cerdos revelaron entonces que durante los últimos tres meses habían aprendido a

leer y escribir mediante un libro elemental que perteneciera a los chicos de la señora

Jones y que había sido tirado a la basura. Napoleón mandó traer unos tarros de pintura

blanca y negra y los daba al llevó hasta el portón que camino principal. Luego Bola de

Nieve (que era el que mejor escribía) tomó un pincel entre los dos nudillos de su pata

delantera, tachó “Granja Solariega” de la vara superior de la tranquera y en su lugar

pintó “Granja Animal”. Ese iba a ser el nombre de la granja en adelante. Después todos

volvieron a los edificios donde Bola de Nieve y Napoleón mandaron a buscar una

escalera que hicieron colocar contra la pared trasera del granero principal. Ellos

explicaron que mediante sus estudios de los últimos tres meses habían logrado reducir

los principios del animalismo a siete mandamientos. Serían inscritos en la pared;

formarían una ley inalterable por la cual deberían regirse en adelante todos los

animales de la Granja Animal. Con cierta dificultad (porque no es fácil para un cerdo

mantener el equilibrio sobre una escalera), Bola de Nieve trepó y puso manos a la obra

con la ayuda de Chillón, que, unos peldaños más abajo, le sostenía el tarro de pintura.

Los mandamientos fueron escritos sobre la pared alquitranada con letras blancas y

grandes que podían leerse a treinta yardas de distancia. La inscripción decía así:

LOS SIETE MANDAMIENTOS

1. Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo

2. Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.

3. Ningún animal usará ropa.

4. Ningún animal dormirá en una cama

5. Ningún animal beberá alcohol

6. Ningún animal matará a otro animal

7. Todos los animales son iguales

El letrero estaba escrito muy nítidamente y, exceptuando que en vez de "pies" decía

"peis" y que una de las "s" estaba al revés, la ortografía era buena. Bola de Nieve lo leyó

en alta voz para los demás. Todos los animales asintieron con inclinación de cabeza

demostrando su total conformidad, y los más inteligentes empezaron en seguida a

aprenderse de memoria los mandamientos.

–Ahora, camaradas, ¡al henar! Impongámonos el compromiso de honor de terminar la

cosecha en menos tiempo del que tardaban Jones y sus hombres.

Pero en ese momento las tres vacas, que desde un rato antes parecían estar

intranquilas, empezaron a mugir muy fuerte. Hacía veinticuatro horas que no habían

sido ordeñadas y sus ubres estaban casi reventando. Después de pensar un rato, los

cerdos mandaron traer unos baldes y ordeñaron a las vacas con regular éxito, pues sus

patas se adaptaban bastante bien a esa tarea. Al instante había cinco baldes de

espumante leche cremosa a la cual miraban muchos de los animales con sumo interés.

–¿Qué se hará con toda esa leche? -preguntó alguien.

–Jones a veces le echaba a una parte en nuestra comida -dijo una de las gallinas.

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–¡No se preocupen por la leche, camaradas! -expuso Napoleón, colocándose delante

de los baldes-. Eso ya se arreglará. La cosecha es más importante. El camarada Bola de

Nieve los guiará. Yo los seguiré dentro de unos minutos. ¡Adelante, camaradas! El heno

os espera.

Los animales se fueron hacia el campo de heno para empezar la cosecha, y, cuando

volvieron al anochecer, comprobaron que la leche había desaparecido.

III

Cómo trabajaron y sudaron para poder guardar el heno. Pero sus esfuerzos fueron

recompensados, pues la cosecha resultó mejor de lo que esperaban.

A veces el trabajo era duro; los utensilios habían sido diseñados para seres humanos y

no para animales y representaba una gran desventaja el hecho de que ningún animal

pudiera usar las herramientas, ya que lo obligaban a pararse sobre sus patas traseras.

Pero los cerdos eran tan listos que encontraron solución a cada dificultad. En cuanto a

los caballos, conocían cada palmo del campo y, en realidad, entendían el trabajo de

segar y rastrillar mejor que Jones y sus hombres. Los cerdos en verdad no trabajaban,

pero dirigían y supervisaban a los demás. A causa de sus conocimientos superiores, era

natural que ellos asumieran el mando. Boxeador y Trébol enganchaban los arneses a la

segadora o a la rastra (en aquellos días, naturalmente, no hacían falta frenos o riendas)

y marchaban firmemente por el campo con un cerdo caminando detrás y diciéndoles:

"Arre, camarada" o "Atrás, camarada", según el caso. Y todos los animales, incluso los

más humildes, laboraron para cortar el heno y amontonarlo. Hasta los patos y las

gallinas trabajaban yendo de un lado a otro, todo el día al sol, transportando manojitos

de heno en sus picos. Al final terminaron la cosecha invirtiendo dos días menos de lo

que generalmente tardaban Jones y sus peones. Además, era la cosecha más grande

que se había visto en la granja. No hubo desperdicio alguno; las gallinas y los patos con

su vista penetrante habían levantado hasta el último tallo. Y ningún animal de la granja

había robado ni siquiera un bocado.

Durante todo el verano el trabajo anduvo como sobre rieles. Los animales eran felices

como jamás habían concebido que pudieran serlo. Cada bocado de comida resultaba un

exquisito manjar, ya que era realmente su propia comida, producida por ellos y para

ellos y no repartida en pequeñas porciones y de mala gana por su amo. Como ya no

estaban los inservibles y parasitarios seres humanos, había más comida para todos. Se

tenían más horas libres también, a pesar de la inexperiencia de los animales. Claro que

se encontraron con muchas dificultades. Por ejemplo, más adelante, cuando cosecharon

el maíz, tuvieron que pisarlo al estilo antiguo y eliminar los desperdicios soplando, pues

la granja no tenía desgranadora, pero los cerdos con su inteligencia y Boxeador con sus

músculos tremendos los sacaban siempre de apuros. Todos admiraban a Boxeador.

Había sido un gran trabajador aun en el tiempo de Jones, pero ahora aparentaba más

bien ser tres caballos que uno; en algunos días determinados parecía que todo el trabajo

descansaba sobre sus poderosos hombros. Tiraba y empujaba de la mañana hasta la

noche y siempre donde el trabajo era más duro. Había concertado con un gallo para que

lo despertara media hora antes que a los demás, y efectuaba algún trabajo voluntario

donde más hacía falta, antes de empezar la tarea de todos los días. Su respuesta para

cada problema, para cada revés, era: "¡Trabajaré más!". Él la había adoptado como un

lema personal.

Pero cada uno actuaba conforme a su capacidad. Las gallinas y los patos, por ejemplo,

ganaron cinco búshels de maíz durante la cosecha levantando los granos perdidos.

Nadie robó, nadie se quejó por su ración; las discusiones, peleas y envidias que forman

parte natural de la vida cotidiana en los días de antaño, habían desaparecido casi por

completo. Nadie eludía el trabajo, o casi nadie. Mollie, en verdad, no era muy buena

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para levantarse por la mañana, y tenía la costumbre de dejar el trabajo temprano

aduciendo que tenía una piedra en la pata.

Y el comportamiento de la gata era algo raro. Pronto se notó que cuando había tarea

que hacer, a la gata no la encontraban. Desaparecía durante horas enteras, y luego se

presentaba a la hora de la comida o al anochecer, cuando cesaba el trabajo, como si

nada hubiera ocurrido. Pero siempre tenía tan excelentes excusas y ronroneaba tan

afablemente, que era imposible dudar de sus buenas intenciones. El viejo Benjamín, el

burro, parecía que no había cambiado desde la rebelión. Hacía su trabajo con la misma

obstinación y lentitud que antes, nunca eludiéndolo pero nunca ofreciéndose tampoco

para ninguna tarea extra. No daba su opinión sobre la rebelión o sus resultados.

Cuando se le preguntaba si no era más feliz ahora que no estaba Jones, él se reducía a

contestar: "Los burros viven mucho tiempo. Ninguno de ustedes ha visto un burro

muerto". Y los demás debían conformarse con tan enigmática respuesta.

Los domingos no se trabajaba. El desayuno se tomaba una hora más tarde que de

costumbre, y después tenía lugar una ceremonia que se cumplía todas las semanas sin

excepción. Primero se enarbolaba la bandera. Bola de Nieve había encontrado en el

desván un viejo mantel verde de la señora Jones y había pintado sobre el mismo, en

blanco, un asta y una pata. Este era izado en el mástil del jardín todos los domingos

por la mañana. La bandera era verde, explicó, para representar los campos verdes de

Inglaterra, mientras que el asta y la pata significaban la futura República de los

Animales, que surgiría cuando finalmente lograran derribar totalmente a la raza

humana.

Después de izar la bandera todos los animales se dirigían en tropel al granero principal

para una asamblea general, la que se conocía como la Reunión. Allí se planeaba el

trabajo de la semana siguiente y se planteaban y debatían las resoluciones. Los cerdos

eran los que siempre proponían las resoluciones. Los otros animales entendían cómo

debían votar, pero nunca se les ocurrían ideas propias. Bola de Nieve y Napoleón eran,

sin duda, los más activos en los debates.

Pero se notó que estos dos nunca estaban de acuerdo; ante cualquier sugestión que

hacía uno, podía descontarse que el otro se opondría a ella. Hasta cuando se resolvió, a

lo que no habría podido oponerse nadie, reservar el campito de detrás de la huerta

como hogar de descanso para los animales que ya no estaban en condiciones de

trabajar, hubo un violento debate con referencia a la edad de retiro correspondiente a

cada clase de animal. La Reunión siempre terminaba con la canción “Bestias de

Inglaterra”, y la tarde la dedicaban al esparcimiento.

Los cerdos hicieron del cuarto de los enseres su cuartel general. Todas las noches

estudiaban herrería, carpintería y otros oficios necesarios en los libros que habían traído

de la casa. Bola de Nieve también se ocupó de organizar a los otros animales en lo que

denominaba Comités de Animales. Era incansable para eso. Formó el Comité de

producción de huevos para las gallinas, la Liga de las colas limpias para las vacas, el

Comité para reeducación de los camaradas salvajes (el objeto era domesticar a las ratas

y los conejos), el Movimiento pro lana más blanca para las ovejas, y varios otros, además

de organizar clases de lectura y escritura. En general, esos proyectos resultaron un

fracaso. El ensayo de domesticar a los animales salvajes, por ejemplo, falló casi

inmediatamente. Siguieron portándose prácticamente igual que antes, y cuando eran

tratados con generosidad se aprovechaban de ello. La gata se incorporó al Comité para

la reeducación y actuó mucho en él durante algunos días. Cierta vez la vieron sentada en

la azotea charlando con algunos gorriones que estaban fuera de su alcance. Les estaba

diciendo que todos los animales eran ya camaradas y que cualquier gorrión que quisiera

podía posarse sobre su garra; pero los gorriones mantuvieron la distancia.

Las clases de enseñanza primaria, sin embargo, tuvieron gran éxito. Para el otoño casi

todos los animales, en mayor o menor grado, tenían alguna instrucción. En lo que

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respecta a los cerdos, ya sabían leer y escribir perfectamente. Los perros aprendieron

la lectura bastante bien, pero no les interesaba leer otra cosa que los siete

mandamientos. Muriel, la cabra, leía un poco mejor que los perros, y a veces, por la

noche, acostumbraba hacerlo para los demás de los pedazos de diarios que

encontraba en la basura. Benjamín leía tan bien como cualquiera de los cerdos, pero

nunca ejercitaba su talento. Por lo que él sabía, dijo, no había nada que valiera la pena

leer. Trébol aprendió el abecedario completo, pero no podía armar las palabras.

Boxeador no pudo pasar de la letra “D”. Podía trazar en la tierra “A, B, C, D”, con su

enorme pata, y luego se quedaba parado mirando absorto las letras con las orejas

hacia atrás, moviendo a veces la melena, tratando de recordar lo que seguía, sin

lograrlo jamás. En varias ocasiones, en verdad, logró aprender “E, F, G, H”, pero

cuando lo hizo se descubrió que había olvidado “A, B, C y D”. Finalmente, decidió

conformarse con las cuatro letras, y solía escribirlas una o dos veces al día para

refrescar la memoria. Mollie se negó a aprender otra cosa que las seis letras que

componían su nombre. Las formaba con mucha pulcritud con pedazos de ramas, y

luego las adornaba con una flor o dos y caminaba a su alrededor admirándolas.

Ningún otro animal de la granja pudo llenar más allá de la letra “A”. También se

descubrió que los animales más estúpidos, como las ovejas, gallinas y patos, eran

incapaces de aprender de memoria los siete mandamientos. Después de mucho

meditar, Bola de Nieve declaró que los siete mandamientos podían, en efecto,

reducirse a una sola máxima, a saber: "¡Cuatro patas sí, dos patas no!". Esto, dijo,

contenía el principio esencial del animalismo. Quien lo hubiera entendido a fondo

estaría asegurado contra las influencias humanas. Las aves la objetaron al principio

pues les pareció que también ellas tenían dos patas, pero Bola de Nieve demostró que

no era así.

–Las alas de un pájaro son órganos de propulsión y no de manipulación. Por lo tanto,

deben considerarse como patas. La característica que distingue al hombre es la mano, el

instrumento con el cual hace todo el mal.

Las aves no entendieron la extensa perorata, pero aceptaron su explicación y hasta los

animales más humildes comenzaron a aprender la nueva máxima de memoria. "Cuatro

patas sí, dos patas no", fue inscrita sobre la pared del fondo del granero, encima de los

siete mandamientos y con letras más grandes. Cuando la aprendieron de memoria, a las

ovejas les encantó esta máxima y muchas veces echadas en el campo empezaban todas

a balar "Cuatro patas sí, dos patas no", "Cuatro patas sí, dos patas no", y seguían así

durante horas enteras, sin cansarse.

Napoleón no se interesó por los comités de Bola de Nieve. Dijo que la educación de los

jóvenes era más importante que cualquier cosa que pudiera hacerse por aquellos que ya

eran adultos. Sucedió que Jessie y Bluebell habían aumentado de familia, poco después

de la cosecha de heno, incorporando a la granja, entre ambas, nueve cachorros

robustos. Tan pronto como fueron destetados, Napoleón los separó de las madres

diciendo que él se haría cargo de su educación. Se los llevó a un desván al que solo se

podía llegar por una escalera desde el granero y allí los mantuvo en tal reclusión que el

resto de la granja, pronto, todos se olvidaron de su existencia.

El misterio del destino de la leche se aclaró pronto. Se mezclaba todos los días en la

comida de los cerdos. Las primeras manzanas ya estaban madurando y el pasto de la

huerta estaba cubierto de la fruta caída de los árboles. Los animales creyeron, como

cosa natural, que serían repartidas equitativamente; un día, sin embargo, apareció la

orden de que todas las manzanas caídas de los árboles debían ser recolectadas y

llevadas al granero para consumo de los cerdos. A raíz de eso, algunos de los otros

animales comenzaron a murmurar, pero en vano. Todos los cerdos estaban de acuerdo

en este punto, hasta Bola de Nieve y Napoleón. Chillón fue enviado para dar las

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explicaciones necesarias.

–Camaradas, ustedes no suponen, me imagino, que nosotros los cerdos estamos

haciendo esto con un espíritu de egoísmo y de privilegio. Muchos de nosotros, en

realidad, tenemos aversión a la leche y las manzanas. A mí personalmente no me

agradan. Nuestro único objeto al tomar estas cosas es preservar nuestra salud. La

leche y las manzanas (esto ha sido demostrado por la ciencia, camaradas) contienen

sustancias absolutamente necesarias para el bienestar del cerdo. Nosotros, los cerdos,

somos trabajadores del cerebro. Toda la administración y organización de esta granja

depende de nosotros. Día y noche estamos velando por nuestra felicidad. Por nuestro

bien tomamos esa leche y comemos esas manzanas. ¿Saben lo que ocurriría si los

cerdos fracasáramos en nuestro deber? ¡Jones volvería! Sí, ¡Jones volvería!

Seguramente, camaradas, no hay ninguno entre ustedes que desee la vuelta de Jones.

Ahora bien, si había algo de lo cual estaban completamente seguros los animales, era

que no querían la vuelta de Jones. Contra cuanto se presentaba bajo esa posibilidad,

no tenían nada que aducir. La importancia de preservar la salud de los cerdos era

demasiado evidente. De manera que se decidió sin más discusión que la leche y las

manzanas caídas de los árboles (y también la cosecha principal de manzanas cuando

estas maduraran) debían reservarse para los cerdos solamente.

X

Pasaron los años. Las estaciones llegaron y se fueron; las cortas vidas de los animales

pasaron volando. Llegó una época en que ya no había nadie que recordara los viejos

días anteriores a la Rebelión, exceptuando a Trébol, Benjamín, Moisés –el cuervo- y

algunos cerdos.

Muriel había muerto; Bluebell, Jessie y Pincher habían muerto. Jones también murió,

falleció en un hogar para borrachos en otra parte del condado. Bola de Nieve fue

olvidado. Boxeador estaba olvidado asimismo, excepto por los pocos que lo habían

tratado. Trébol era ya una yegua vieja y gorda, con las articulaciones endurecidas y con

tendencia al reuma. Ya hacía dos años que había cumplido la edad para retirarse, pero

en realidad ningún animal se había jubilado. Hacía tiempo que no se hablaba de apartar

un rincón del campo de pastoreo para animales jubilados. Napoleón era ya un cerdo

maduro, de unos ciento cincuenta kilos. Chillón estaba tan gordo que tenía dificultad

para ver más allá de sus narices. Únicamente el viejo Benjamín estaba más o menos

igual que siempre, exceptuando que el hocico lo tenía más canoso y, desde la muerte de

Boxeador, estaba más malhumorado y taciturno que nunca.

Había muchos más animales que antes en la granja, aunque el aumento no era tan

grande como se esperara en los primeros años. Nacieron numerosos animales, para

quienes la Rebelión era una tradición casi olvidada, transmitida de palabra; y otros, que

habían sido adquiridos, jamás habían oído hablar de semejante cosa antes de su llegada.

La granja poseía ahora tres caballos, además de Trébol. Eran bestias de prestancia,

trabajadores de buena voluntad y excelentes camaradas, pero muy estúpidos. Ninguno

de ellos logró aprender el alfabeto más allá de la letra “B”. Aceptaron todo lo que se les

contó respecto a la Rebelión y los principios del animalismo, especialmente por Trébol, a

quien tenían un respeto casi filial; pero era dudoso que hubieran entendido mucho de lo

que se les dijo.

La Granja estaba más próspera y mejor organizada, hasta había sido ampliada con dos

franjas de tierra compradas al señor Pilkington. El molino quedó terminado al fin, y la

granja poseía una trilladora, un elevador de heno propios, agregándose también varios

edificios. Whymper se había comprado un coche. El molino, sin embargo, no fue

empleado para producir energía eléctrica. Se utilizó para moler maíz y produjo una

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excelente utilidad en efectivo. Los animales estaban trabajando mucho en la

construcción de otro molino más: cuando estuviera terminado, según se decía, se

instalarían allí los dínamos. Pero los lujos con que Bola de Nieve hizo soñar a los

animales, los graneros con luz eléctrica y agua caliente y fría, y la semana de tres días,

ya no se mencionaban. Napoleón había censurado estas ideas por considerarlas

contrarias al espíritu del animalismo. La verdadera felicidad, dijo él, consistía en

trabajar mucho y vivir frugalmente.

De algún modo, parecía como si la granja se hubiera enriquecido sin enriquecer a los

animales mismos: exceptuando, naturalmente, los cerdos y los perros. Tal vez eso se

debiera en parte a que había tantos cerdos y tantos perros. No era que esos animales

no trabajaran a su manera. Existía, como Chillón nunca se cansaba de explicarles, un

sinfín de labor en la supervisión y organización de la granja. Gran parte de este trabajo

tenía características tales que los demás animales eran demasiado ignorantes para

concebirlo. Por ejemplo, Chillón les dijo que los cerdos tenían que realizar un esfuerzo

enorme todos los días acerca de unas cosas misteriosas llamadas "legajos", "informes",

"actas" y "memorándum". Se trataba de largas hojas de papel que tenían que ser

llenadas totalmente con escritura, y tan pronto estaban así cubiertas eran quemadas

en el horno. Esto era de suma importancia para el bienestar de la granja, señaló

Chillón. Pero de cualquier manera, ni los cerdos ni los perros producían nada comible

mediante su propio trabajo; había muchos de ellos, y siempre tenían buen apetito.

En cuanto a los otros, su vida, por lo que ellos sabían, era lo que fue siempre.

Generalmente tenían hambre, dormían sobre paja, bebían de la laguna, trabajaban en

el campo; en invierno sufrían los efectos del frío y en verano de las moscas. A veces los

más viejos entre ellos esforzaban sus turbias memorias y trataban de determinar si en

los primeros días de la Rebelión, cuando la expulsión de Jones aún era reciente, las

cosas fueron mejor o peor que ahora. No alcanzaban a recordar. No había con qué

comparar su vida presente, no tenían en qué basarse, exceptuando las listas de cifras de

Chillón que, invariablemente, demostraban que todo mejoraba más y más. Los animales

no encontraron solución al problema; de cualquier forma, tenían ahora poco tiempo

para especular con estas cosas. Únicamente el viejo Benjamín manifestaba recordar

cada detalle de su larga vida y saber que las cosas nunca fueron, ni podrían ser, mucho

mejor o mucho peor; el hambre, la opresión y el desengaño eran, así dijo él, la ley

inalterable de la vida.

Y, sin embargo, los animales nunca abandonaron sus esperanzas. Más aún, jamás

perdieron, ni por un instante, su sentido del honor y el privilegio de ser miembros de la

Granja Animal. Todavía era la única granja en todo el condado, ¡en toda Inglaterra!,

poseída y manejada por animales. Ninguno, ni el más joven, ni siquiera los recién

llegados, traídos desde granjas a diez o veinte millas de distancia, jamás dejó de

maravillarse de ello. Y cuando sentían tronar la escopeta y veían la bandera verde

ondeando al tope del mástil, sus corazones se hinchaban de orgullo inagotable, la

conversación y siempre giraba en torno a los heroicos días de antaño: la expulsión de

Jones, la inscripción de los siete mandamientos, las grandes batallas en que los invasores

humanos fueron derrotados. Ninguno de los viejos ensueños había sido abandonado. La

República de los Animales que el Viejo Comandante pronosticaba, cuando los campos

verdes de Inglaterra no fueran hollados por pies humanos, todavía era su creencia.

Algún día llegaría; tal vez no fuera pronto, quizá no sucediera durante la existencia de la

actual generación de animales, pero vendría. Hasta la canción “Bestias de Inglaterra” era

seguramente tarareada a escondidas, aquí o allá; de cualquier manera era un hecho que

todos los animales de la Granja la conocían, aunque ninguno se hubiera atrevido a

cantarla en voz alta. Podría ser que sus vidas fueran penosas y que no todas sus

esperanzas se vieran cumplidas; pero tenían conciencia de no ser como otros animales.

Si pasaban hambre, no lo era por alimentar a tiránicos seres humanos; si trabajaban

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mucho, al menos lo hacían para ellos mismos. Ninguno caminaba sobre dos pies.

Ninguno llamaba a otro "amo". Todos los animales eran iguales.

Un día, a principios de verano, Chillón ordenó a las ovejas que lo siguieran, y las

condujo hacia un pedazo de tierra no cultivada en el otro extremo de la granja,

cubierto por retoños de tréboles. Las ovejas pasaron todo el día allí comiendo las hojas

bajo la supervisión de Chillón. Al anochecer, él volvió a la casa, pero, como hacía calor,

les dijo a las ovejas que se quedaran donde estaban. Al final, permanecieron allí toda la

semana y, en ese lapso, los demás animales no las vieron para nada. Chillón

permanecía con ellas durante la mayor parte del día. Dijo que les estaba enseñando

una nueva canción, para lo cual se necesitaba el aislamiento.

Una tarde placentera, al poco tiempo de haber vuelto las ovejas, los animales ya

habían terminado de trabajar y regresaban hacia los edificios de la granja, se oyó

desde el patio el relincho aterrorizado de un caballo. Alarmados, los animales se

detuvieron bruscamente. Era la voz de Trébol. Relinchó de nuevo y todos se lanzaron al

galope entrando precipitadamente en el patio. Entonces observaron lo que ella había

visto.

Era un cerdo caminando sobre sus patas traseras.

Sí, era Chillón. Un poco torpemente, como si no estuviera del todo acostumbrado a

sostener su gran volumen en esa posición, pero con perfecto equilibrio, estaba

paseándose por el patio. Y un rato después, por la puerta de la casa apareció una larga

fila de cerdos, todos caminando sobre sus patas traseras. Algunos lo hacían mejor que

otros, si bien uno o dos andaban un poco inseguros, dando la impresión de que les

hubiera gustado el apoyo de un bastón, pero todos ellos dieron con éxito una vuelta

completa por el patio. Finalmente, se oyó un tremendo ladrido de los perros y un

agudo cacareo del gallo negro, y apareció Napoleón en persona, erguido

majestuosamente, lanzando miradas arrogantes hacia uno y otro lado y con los perros

brincando alrededor.

Llevaba un látigo en la mano.

Se produjo un silencio de muerte. Asombrados, aterrorizados, acurrucados unos contra

otros, los animales observaban la larga fila de cerdos marchando lentamente alrededor

del patio. Era como si el mundo se hubiese vuelto patas arriba. Llegó un momento en

que pasó la primera impresión y, a pesar de todo, a pesar de su terror a los perros y de

la costumbre adquirida durante muchos años, de nunca quejarse, nunca criticar, podían

haber emitido alguna palabra de protesta. Pero justo en ese instante, como

obedeciendo a una señal, todas las ovejas estallaron en un tremendo balido: "¡Cuatro

patas sí, dos patas mejor! ¡Cuatro patas sí, dos patas mejor! ¡Cuatro patas sí, dos patas

mejor!".

Esto continuó durante cinco minutos sin parar. Y cuando las ovejas callaron, la

oportunidad para protestar había pasado, pues los cerdos entraron nuevamente en la

casa.

Benjamín sintió que un hocico le rozaba el hombro. Se volvió. Era Trébol. Sus viejos ojos

parecían más apagados que nunca. Sin decir nada, le tiró suavemente de la crin y lo llevó

hasta el extremo del granero principal, donde estaban inscritos los siete mandamientos.

Durante un minuto o dos estuvieron mirando la pared alquitranada con sus blancas

letras.

–La vista me está fallando -dijo finalmente-. Ni aun cuando era joven podía leer lo que

estaba ahí escrito. Pero me parece que esa pared está cambiada. ¿Están igual que antes

los siete mandamientos, Benjamín?

Por primera vez, Benjamín consintió en quebrar su costumbre y leyó lo que estaba

escrito en el muro. Allí no había nada, excepto un solo mandamiento. Este decía, “Todos

los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”. Después de eso no les

resultó extraño que al día siguiente los cerdos que estaban supervisando el trabajo de la

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granja llevaran un látigo en la mano. No les pareció raro enterarse de que los cerdos se

habían comprado una radio, estaban gestionando la instalación de un teléfono y se

habían suscrito a John Bull, Tit-Bits y el Daily Mirror. No les resultó extraño cuando

vieron a Napoleón paseando por el jardín de la casa con una pipa en la boca; no, ni

siquiera cuando los cerdos sacaron la ropa del señor Jones de los roperos y se la

pusieron. Napoleón apareció con una chaqueta negra, pantalones y polainas de cuero,

mientras que su cerda favorita lucía el vestido de seda que la señora Jones

acostumbraba a usar los domingos. Una semana después, por la tarde, cierto número

de coches llegó a la granja. Una delegación de granjeros vecinos había sido invitada

para realizar una inspección. Recorrieron la granja y expresaron gran admiración por

todo lo que vieron, especialmente el molino. Los animales estaban escardando el

campo de nabos. Trabajaban casi sin despegar las caras del suelo y sin saber si debían

temer más a los cerdos o a los visitantes humanos.

Esa noche se escucharon fuertes carcajadas y canciones desde la casa. El sonido de las

voces entremezcladas, despertó repentinamente la curiosidad de los animales. ¿Qué

podía estar sucediendo allí, ahora que, por primera vez, animales y seres humanos

estaban reunidos en igualdad de condiciones? De común acuerdo se arrastraron en el

mayor silencio hasta el jardín de la casa.

En la entrada se detuvieron, un poco asustados, pero Trébol avanzó resueltamente y

los demás la siguieron. Fueron de puntillas hasta la casa y los animales de mayor

estatura espiaron por la ventana del comedor. Allí, alrededor de una larga mesa,

estaban sentados media docena de granjeros y media docena de los cerdos más

eminentes, ocupando Napoleón el sitial de honor en la cabecera. Los cerdos parecían

encontrarse en las sillas completamente a sus anchas. El grupo estaba jugando una

partida de naipes, pero había dejado el juego un momento, sin duda para brindar. Una

jarra grande estaba pasando de mano en mano y los vasos se llenaban de cerveza una y

otra vez.

El señor Pilkington, de Foxwood, se puso en pie, con un vaso en la mano. Dentro de un

instante, expresó, iba a solicitar un brindis a los presentes. Pero, previamente, se

consideraba obligado a decir unas palabras.

Era para él motivo de gran satisfacción, dijo, y estaba seguro que también, para todos

los asistentes, comprobar que un largo periodo de desconfianza y desavenencias llegaba

a su fin. Hubo un tiempo, no es que él o cualquiera de los presentes compartieran tales

sentimientos, pero hubo un tiempo en que los respetables propietarios de Granja

Animal fueron considerados, él no diría con hostilidad, sino con cierta dosis de recelo

por sus vecinos humanos. Se produjeron incidentes infortunados, eran corrientes las

ideas equivocadas. Se creyó que la existencia de una granja poseída y manejada por

cerdos era en cierto modo anormal y que podría tener un efecto perturbador en el

vecindario. Demasiados granjeros supusieron, sin la debida investigación, que en dicha

granja prevalecía un espíritu de libertinaje e indisciplina. Habían estado preocupados

respecto a las consecuencias que ello acarrearía a sus propios animales o aun sobre sus

empleados humanos. Pero todas estas dudas ya estaban disipadas. El y sus amigos

acababan de visitar Granja Animal y de inspeccionar cada pulgada con sus propios ojos,

¿y qué habían encontrado? No solamente los métodos más modernos, sino una

disciplina y un orden que debían servir de ejemplo para todos los granjeros de todas

partes. Él creía que estaba en lo cierto al decir que los animales inferiores de Granja

Animal hacían más trabajo y recibían menos comida que cualquier animal del condado.

En verdad, él y sus colegas visitantes observaron muchos detalles que pensaban

implantar en sus granjas inmediatamente.

Quería terminar su discurso, dijo, recalcando nuevamente el sentimiento amistoso que

subsistía, y que debía subsistir, entre Granja Animal y sus vecinos. Entre los cerdos y los

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seres humanos no había, y no debía haber, ningún choque de intereses de cualquier

especie. Sus esfuerzos y sus dificultades eran idénticos. ¿No era el problema de los

obreros el mismo en todas partes? Aquí se puso de manifiesto que el señor Pilkington

se disponía a contar algún chiste bien preparado, pero por un instante lo dominó tanto

la risa que no pudo articular palabra. Después de sofocarse un rato, durante el cual sus

diversas papadas, enrojecieron, logró expresarse.

–¡Si bien ustedes tienen que lidiar con sus animales inferiores, dijo, nosotros tenemos

nuestras clases inferiores!

Esta broma los hizo desternillarse de risa, el señor Pilkington nuevamente felicitó a los

cerdos por las magras raciones, las largas horas de trabajo y la falta general de mimos

que observara en Granja Animal. Y ahora, dijo finalmente, iba a pedir a los presentes

que se pusieran de pie y se cercioraran de que sus vasos estaban llenos.

–Señores, señores, les propongo un brindis ¡Por la prosperidad de Granja Animal!

Hubo un vitoreo entusiasta y un golpear de pies y patas. Napoleón estaba tan

complacido, que dejó su lugar y dio la vuelta a la mesa para chocar su vaso contra el

del señor Pilkington antes de vaciarlo. Cuando terminó el vitoreo, Napoleón, que

permanecía de pie, insinuó que también él tenía que decir algunas palabras.

Como en todos sus discursos, Napoleón fue breve y al grano. Él también estaba

contento de que el período de desavenencias llegara a su fin. Durante mucho tiempo

hubo rumores propalados, él tenía motivos para creer que por algún enemigo maligno,

existía algo subversivo y hasta revolucionario entre su punto de vista y el de sus

colegas. Se les atribuyó la intención de fomentar la rebelión entre los animales de las

granjas vecinas. ¡Nada podía estar más lejos de la verdad! Su único deseo, ahora y en

el pasado, era vivir en paz y mantener relaciones normales con sus vecinos. Esta granja

que él tenía el honor de controlar, agregó, era una empresa cooperativa. Los títulos de

propiedad, que estaban en su poder, pertenecían a todos los cerdos en conjunto. El no

creía, dijo, que aún quedaran rastros de las viejas sospechas, pero se acababan de

introducir ciertos cambios en la rutina de la granja que tendrían el efecto de promover

aún más la confianza. Hasta entonces los animales de la granja tenían una costumbre

algo tonta de dirigirse unos a otros como "camarada". Eso iba a ser suprimido. También

existía una modalidad muy rara, cuyo origen era desconocido, la de desfilar todos los

domingos por la mañana ante el cráneo de un cerdo clavado en un poste del jardín. Eso

también sería eliminado. El cráneo ya había sido enterrado. Sus visitantes habían

observado, asimismo, la bandera verde que ondeaba al tope del mástil. En ese caso,

seguramente habían notado que el asta y la pezuña blanca con que estaba marcada

anteriormente fueron eliminadas. En adelante, sería simplemente una bandera verde.

Tenía que hacer una sola crítica al magnífico y amistoso discurso del señor Pilkington. El

señor Pilkington hizo referencia en todo momento a Granja Animal. No podía saber,

naturalmente, porque él, Napoleón, ahora lo anunciaba por primera vez, que el nombre

Granja Animal había sido abolido. Desde ese momento, la granja iba a ser conocida

como Granja Solariega, el cual, creía, fue su nombre verdadero y original.

–Señores -concluyó Napoleón-, les voy a proponer el mismo brindis de antes, pero en

otra forma. Llenen los vasos hasta el borde. Señores, este es mi brindis: ¡Por la

prosperidad de Granja Solariega!

Se repitió el mismo cordial vitoreo de antes y los vasos fueron vaciados de un trago.

Pero a los animales, que desde fuera observaban la escena, les pareció que algo raro

estaba ocurriendo. ¿Qué era lo que se había alterado en los rostros de los cerdos? Los

viejos y apagados ojos de Trébol pasaron rápida y alternativamente de un rostro a otro.

Algunos tenían cinco papadas, otros tenían cuatro, aquellos tenían tres. Pero ¿qué era lo

que parecía diluirse y transformarse? Luego, finalizados los aplausos, los concurrentes

tomaron nuevamente los naipes y continuaron la partida interrumpida, alejándose los

animales en silencio.

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Pero no habían dado veinte pasos cuando se pararon bruscamente. Un alboroto de

voces venía desde la casa. Corrieron de vuelta y miraron nuevamente por la ventana.

Sí, se estaba desarrollando una violenta discusión. Gritos, golpes sobre la mesa,

miradas penetrantes y desconfiadas, negativas furiosas. El origen del conflicto parecía

ser que tanto Napoleón como el señor Pilkington habían jugado simultáneamente un

as de espadas cada uno.

Doce voces estaban gritando enfurecidas, y eran todas iguales. No existía duda de lo

que sucediera a las caras de los cerdos. Los animales de afuera miraron del cerdo al

hombre, y del hombre al cerdo, y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era

imposible discernir cuál era cuál.