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[ 573 ] 13. LAS FINANZAS PÚBLICAS EN EL MÉXICO POSREVOLUCIONARIO Fausto Hernández Trillo* Centro de Investigación y Docencia Económicas INTRODUCCIÓN En la actualidad México es uno de los países con menor recaudación tributa- ria en el mundo: alcanza sólo poco más de 11% como proporción del produc- to interno bruto (PIB), comparado con el 38% promedio de los países de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE). El resto de los ingresos públicos proviene de la renta petrolera. Las necesidades del país en términos de abatimiento de los rezagos socia- les y de la provisión de infraestructura pública adecuada para impulsar la inversión productiva son enormes. Sorprendentemente, nuestra historia en el siglo XX ubica el gasto público para estos rubros en niveles muy por debajo de los estándares internacionales, incluso cuando esta comparación se hace con respecto a países donde existe una tradición de reducida intervención del gobierno en la economía, como es el caso de Estados Unidos. Además, la composición de ambos rubros tampoco es la adecuada. Por el lado del gasto, predomina el gasto corriente financiado con ingresos no recu- rrentes, cargado de muchas inercias de difícil rompimiento, que impiden un diseño más acorde con nuestras carencias, y que facilitarían un impulso al desarrollo económico. Por el del ingreso, México tampoco ha podido encon- trar una estructura que lo haga competitivo en un mundo cada vez más glo- balizado. Peor aún, la calidad en ambos componentes de la política fiscal (ingreso y gasto) es muy deficiente. Baste señalar que México es de las naciones con mayor evasión fiscal entre los países de la OCDE, lo que sugiere que nuestro órgano recaudador todavía tiene ante sí grandes retos a resolver. Asimismo, los tres componentes que más absorben el gasto, la educación, la seguridad pública y los servicios de salud a cargo del Estado también son muy deficien- * El autor agradece comentarios a una versión preliminar de este trabajo a Carlos Bazdresch, Enrique Cárdenas, Jorge Chávez Presa, Sandra Kuntz, Francisco Suárez Dávila, Mauricio Tenorio y participantes de los seminarios llevados a cabo en el Colegio de México en noviembre de 2008 y mayo de 2009. HEGM Secretari a de Economi a.indb 573 8/3/10 10:22:45 AM

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13. LAS FINANZAS PúBLICAS EN EL MÉXICO POSREVOLUCIONARIO

Fausto Hernández Trillo*Centro de Investigación y Docencia Económicas

introducción

En la actualidad México es uno de los países con menor recaudación tributa-ria en el mundo: alcanza sólo poco más de 11% como proporción del produc-to interno bruto (pib), comparado con el 38% promedio de los países de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (ocde). El resto de los ingresos públicos proviene de la renta petrolera.

Las necesidades del país en términos de abatimiento de los rezagos socia-les y de la provisión de infraestructura pública adecuada para impulsar la inversión productiva son enormes. Sorprendentemente, nuestra historia en el siglo xx ubica el gasto público para estos rubros en niveles muy por debajo de los estándares internacionales, incluso cuando esta comparación se hace con respecto a países donde existe una tradición de reducida intervención del gobierno en la economía, como es el caso de Estados Unidos.

Además, la composición de ambos rubros tampoco es la adecuada. Por el lado del gasto, predomina el gasto corriente financiado con ingresos no recu-rrentes, cargado de muchas inercias de difícil rompimiento, que impiden un diseño más acorde con nuestras carencias, y que facilitarían un impulso al desarrollo económico. Por el del ingreso, México tampoco ha podido encon-trar una estructura que lo haga competitivo en un mundo cada vez más glo-balizado.

Peor aún, la calidad en ambos componentes de la política fiscal (ingreso y gasto) es muy deficiente. Baste señalar que México es de las naciones con mayor evasión fiscal entre los países de la ocde, lo que sugiere que nuestro órgano recaudador todavía tiene ante sí grandes retos a resolver. Asimismo, los tres componentes que más absorben el gasto, la educación, la seguridad pública y los servicios de salud a cargo del Estado también son muy deficien-

* El autor agradece comentarios a una versión preliminar de este trabajo a Carlos Bazdresch, Enrique Cárdenas, Jorge Chávez Presa, Sandra Kuntz, Francisco Suárez Dávila, Mauricio Tenorio y participantes de los seminarios llevados a cabo en el Colegio de México en noviembre de 2008 y mayo de 2009.

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tes. La infraestructura pública necesaria para el desarrollo, que incluye comunicaciones, transporte, electricidad y agua se ha quedado rezagada. El Banco Mundial estima que para ubicarla en los niveles que permitan elevar la competitividad en estos rubros, se requiere una inversión de aproximada-mente 2.5 puntos porcentuales adicionales como proporción del pib durante los siguientes 20 años.

¿Cómo llegó México a este laberinto? Esta pregunta es muy compleja y resulta ambicioso y hasta pretencioso sostener que se tiene la respuesta, pues ésta involucra a un conjunto de circunstancias políticas, ideológicas, económicas y sociales que necesariamente nos llevan a la perspectiva histó-rica. Este ensayo intenta dar un paso en esa dirección, al examinar de mane-ra general la política fiscal del México posrevolucionario, pero enfatizando en la segunda mitad del siglo xx.

El documento se divide en dos partes: en la primera se revisan y anali-zan los ingresos del sector público; y en la segunda se hace lo mismo para el gasto y la deuda.

1. loS impueStoS en el Siglo xx

La historia de los impuestos durante el siglo xx es compleja y, como cual-quier política pública, se forma con la interacción de una buena cantidad de actores: políticos que buscan el apoyo de ciertos sectores; burócratas y tecnó-cratas que también tienen intereses de índole política y económica, y grupos de poder. Asimismo, es menester percatarse que existen divisiones dentro de cada uno de estos grupos y que raramente un grupo o individuo (incluso durante el exacerbado presidencialismo mexicano de la segunda mitad del siglo xx) se ve libre de restricciones en la toma de decisiones o en la propia implantación de sus funciones. En concreto, existen grupos de poder —como sindicatos, empresarios, e incluso gobiernos extranjeros— que siempre inten-tarán satisfacer sus intereses, por lo que la mayor parte de las veces el diseño e implementación de la política pública sólo es el resultado de esta correla-ción de fuerzas.

La política fiscal es tal vez una de las canchas donde este juego se aprecia mejor. En todo caso, lo que hoy día se observa es sólo un equilibrio que se alcanza como resultado de ello. Por esto, el análisis de los impuestos requiere de un marco que lo guíe. Aquí partimos del supuesto de que son tres los fenómenos que caracterizan de manera general dicha historia.

El primero es un tortuoso camino hacia la centralización tributaria, en detrimento de los estados y municipios. El segundo, también un largo proce-so para definir una estructura (¿adecuada?) de impuestos, es decir, la senda para encontrar la combinación entre impuestos directos (sobre las utilidades

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e ingresos de las personas) e indirectos (más comúnmente sobre el consu-mo). Finalmente, una sombra presente a lo largo de todo el siglo es la persis-tente baja recaudación fiscal, sobre todo si se mide comparativamente con otros países. Esta sección se estructura de acuerdo con estos tres fenómenos, que se examinan a continuación.

1.1. El camino hacia la centralización tributaria

Durante el siglo xx se experimentó, sobre todo a partir de la segunda mitad, un incremento de la participación del gobierno federal en los ingresos del sector público, en detrimento de los estados y municipios.

Como se aprecia en la gráfica 13.1, la participación del gobierno federal en el total de los ingresos recaudados pasó de 72% en 1922 a 83% en 1972. Por su parte, la de los gobiernos subnacionales pasa de 24 a 8% para los mis-mos años. Es decir, en este periodo los gobiernos subnacionales (gSn) pier-den dos terceras partes de su participación. Debe aclararse que estas cifras no incluyen al Distrito Federal (DF), por eso no suman 100%. Peor aún, para finales del siglo la participación del gobierno federal en los ingresos presu-puestarios se incrementaría a 96%, mientras que la de los gobiernos locales alcanzaría sólo un modesto 4%, incluyendo el DF como parte de los gSn, lo que dramatiza aún más el fenómeno.

Gráfica 13.1. Ingresos federales vs. subnacionales, 1922-1972(porcentaje del total)

Fuente: Aboites (2003), passim.

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La explicación de esto todavía se encuentra sujeta a un buen número de controversias. La principal pregunta que se ha planteado en la literatura es por qué los estados accedieron a renunciar a la recaudación de sus más fuer-tes potestades tributarias (Díaz Cayeros, 2006). Para revisar las posibles res-puestas, esta sección se divide en dos partes. Primero se describen breve-mente los principales acontecimientos que llevan a la centralización tributaria, para después, en el segundo apartado, abordar las interpretaciones sobre las posibles causas y consecuencias que le impriman cierta lógica a dicho fenómeno.

1.1.1. Los cambios en la primera mitad del siglo

A riesgo de simplificar, la historia de la centralización tributaria puede resu-mirse revisando las tres convenciones fiscales, cuyo estudio han realizado Aboites (2003) y Díaz (2006). La primera tuvo lugar en el año 1925, la segun-da en 1933 y, finalmente, la tercera en 1947. Se puede decir que el argumen-to general para realizar las tres era ordenar el sistema tributario mexicano, pues se consideraba que existía una anarquía fiscal, definida como “concu-rrencia de los diversos sistemas tributarios sobre una misma fuente de rique-za”. De aquí que el gobierno federal se haya propuesto armonizar y unificar el sistema tributario.

El desorden era tal que se conoce, por ejemplo, que había más de 300 impuestos al comercio y a la industria, que obstaculizaban el libre tránsito de mercancías entre las distintas entidades del país. Más aún, hasta 1929 todavía existía el impuesto a la circulación de mercancías llamado “alcabala”, lo que dificultaba la creación de una estrategia de industrialización y de fortaleci-miento de un mercado interno. Si se quería la expansión de este último, era necesario eliminarlas.

En efecto, hasta esa fecha las potestades tributarias de los estados fede-rados eran principalmente impuestos sobre la propiedad, en particular, la tierra; impuestos a la industria y el comercio; y, finalmente, en menor medi-da algunos impuestos especiales. La combinación de éstos variaba de una entidad a otra. En este sentido se puede afirmar que los estados ejercían su “poder de gravar” con efectividad y libertad. Debe destacarse que de la recau-dación de los gobiernos locales una proporción debía transferirse al gobierno federal, llamada contribución federal. Ésta se redujo de 25% antes de 1929 a 20 después de esta fecha, y se eliminó definitivamente a partir de 1947.

La Secretaría de Hacienda y Crédito Público (Shcp) en su afán de ordenar y fortalecer las finanzas públicas introdujo en 1925 el impuesto sobre la renta (iSr) (del que se habla más adelante), pero también buscó la homogenización de los impuestos a la industria.

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La tercera convención planteaba fundamentalmente tres propósitos. Pri-mero, elevar la ya para entonces persistente baja recaudación fiscal; segun-do, lograr una equidad en la carga fiscal; y, tercero, simplificar y unificar la gran diversidad de gravámenes existentes en los tres niveles de gobierno. A pesar de la oposición de algunos estados, durante la convención se logró que prácticamente todas las entidades federativas firmaran los convenios y final-mente cedieran sus facultades de recaudación, cuando ya muchas de las haciendas estatales se encontraba en pleno debilitamiento, dado que este proceso llevaba aproximadamente 20 años. El año de 1947 es la fecha que marca el “parteaguas” de la concentración de los impuestos en el gobierno federal.

La estrategia para llevar a buen puerto los objetivos de la Convención Fiscal de 1947 incluyó principalmente las siguientes dos actividades. Prime-ro, se introdujo el impuesto sobre ingresos mercantiles (iSim) (en el que los estados fijaban una parte de la tasa y el gobierno federal otra), que reproduce buena parte de las características de un impuesto sobre ventas. De esta manera los estados que accedían a coordinarse con la federación recibían, además de las participaciones,1 ingresos por este concepto. Segundo, se eli-minó la contribución federal y tomó fuerza el movimiento contrario, es decir, el otorgamiento por parte del gobierno federal de una participación de los ingresos captados por la federación hacia los locales.

Obsérvese que a pesar de que para estos años ya existía un alto grado de centralización tributaria, ello no solucionó algunos de los problemas econó-micos de la recaudación de impuestos, como los efectos cascada que perma-necen con el iSim. De aquí la necesidad de volver a plantear una solución a esta problemática más tarde, a fines de la década de 1970, cuando se elimina el iSim y se introduce el iva, un impuesto implantado en el ámbito federal. Este último hecho concluye pues el proceso de centralización tributaria.

1.1.2. Las interpretaciones

La interpretación política es la dominante, ya que el tributo se considera para muchos la liga entre la política y la economía. En este sentido son varias las hipótesis que destacan. Primero, ante el desorden social y político existente en la posrevolución, era necesario un Estado fuerte capaz de restablecer el orden; y ello sólo podía conseguirse con un gobierno federal poderoso en el sentido económico. Por ello era fundamental que la fuerza tributaria recaye-ra sobre este orden de gobierno. Como se sabe, la tributación se puede ver

1 Se llaman participaciones federales a las transferencias que el gobierno federal hacía a los estados y municipios para resarcirles por haber renunciado a la facultad de recaudar impues-tos como iSr, iva e iepS.

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como un instrumento de coerción, bien hacia las personas o grupos empre-sariales o hacia las entidades subnacionales cuando se encuentra centraliza-do. Por esto, la sugerencia de que para reestablecer el orden político y social, era imprescindible contar con una herramienta como ésta.

Una segunda interpretación que se relaciona estrechamente con la anterior, pero es sutilmente distinta, proviene de la posibilidad de contar con un alto poder político per se, iniciado desde la era porfiriana. Esta hipó-tesis se asocia con el objetivo de un Estado autoritario que no necesariamen-te buscaba restablecer algún tipo de orden, sino simplemente ejercer un poder en su propio beneficio. Asimismo, trata a la centralización más como una conquista —frente a los estados y municipios— que como un proceso de negociación.

En contraste, la otra línea de investigación se pregunta por qué le convi-no a los estados renunciar, incluso gradualmente, a sus potestades tributa-rias. Si bien es cierto que el proceso enfrentó muchas resistencias, especial-mente de aquellos estados perdedores con la centralización (los petroleros y los del norte), al final, después de poco más de 20 años de presiones, todos cedieron. ¿Cuál fue realmente el incentivo para que esto sucediera? La mayor parte se inclina, de manera implícita, a la “voracidad” del gobierno central autoritario convirtiendo indirectamente en víctimas a los gSn, es decir, un Leviatán. Recientemente, sin embargo, se ha tratado de dar respuesta alter-nativa al fenómeno.

Díaz Cayeros (2006) sostiene que al centralizarse, el político local podía protegerse de mejor manera de la competencia en elecciones locales y mer-cados económicos. Esto fue posible gracias a la formación de un partido hegemónico que posibilitó un equilibrio político en el que la élite retenía su aspiración política por medio de una nominación de dicho partido, a cambio de cooperar con aquél en el ámbito nacional. Por tanto, estos dos elementos eran primordiales para solucionar el problema institucional de fragmenta-ción regional del país. Sin embargo, también había que diseñar un mecanis-mo creíble que permitiera, además de satisfacer las aspiraciones de los polí-ticos locales, sufragar y financiar los gastos de las entidades. Este instrumento fue el sistema de coparticipaciones federales.

La otra cara de la moneda es el punto de vista económico. Desde esta pers-pectiva, el proceso de centralización fiscal era necesario si se quería lograr el desarrollo económico nacional. El argumento se basa en la eliminación de restricciones al comercio entre entidades con el objeto de fortalecer y ampliar el mercado interno, y con ello facilitar la industrialización del país, que a su vez requería de aquél, porque era una estrategia de desarrollo hacia adentro, conocida como “industrialización por sustitución de importaciones”. Además, se encontraba el reto de corregir la anarquía fiscal, que está estrechamente vinculada con la del desarrollo nacional.

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Debe destacarse que aunque es común sostener que a mayor descentra-lización mayor nivel de desarrollo, desde el punto de vista de teoría y eviden-cia empírica no existe una relación clara, en ninguna dirección, entre el grado de centralización (o descentralización) y el desarrollo económico, como muestra Quigley (1993).

Conviene ahora detenerse en el contexto internacional de la época para elaborar otra hipótesis alternativa. Si bien es difícil establecer una analogía con los países industrializados, es importante anotar que México siempre ha mirado hacia fuera en estos casos y ello ha influido en el diseño de la política pública nacional. Así, era muy frecuente que los funcionarios mexicanos estuvieran al pendiente de lo que pasaba en el mundo, e incluso contrataran asesores de países que estaban en pleno desarrollo industrial (los más nota-bles, pero no los únicos, fueron Chandler en la década de 1920 y Kaldor en la década de 1950). De hecho también en Estados Unidos se daba el fenómeno de recaudación de impuestos muy descentralizada a fines del siglo xix. Baste señalar que la participación del gobierno federal estadounidense en los ingre-sos de todo el sector público pasó de 30% en 1920 a 67% en 1955.

Por eso, desde la década de 1920 los países europeos y Estados Unidos identificaron algunos de los problemas inherentes en la aplicación de los impuestos por parte de los otros órdenes de gobierno. Como se sabe, se puede imponer tributos a los factores de la producción (tierra, trabajo y capital) que generan ingresos. En este sentido, los teóricos de estos países encontraron que un impuesto sobre un factor que es móvil (por ejemplo, el trabajo o las utilidades de una empresa, dado que ésta puede cambiar su domicilio fiscal muy fácil) tiene distintas características que uno sobre un factor que no posee movilidad (por ejemplo la tierra). Estas características, en especial la de la movilidad, determinan en muy buena medida qué orden de gobierno es más efectivo y eficiente para recaudar la diferente gama de gravámenes.

La literatura muestra que los impuestos sobre factores de la producción móviles los debe recaudar el nivel central de gobierno. Por esto, una buena parte de los países industrializados comenzaron, después de la crisis del 1929, y con las presiones de formar un Estado de bienestar, a replantear la distribución de potestades tributarias entre los distintos órdenes de gobierno que permitieran elevar la recaudación. En 1970, el cobro del iSr (personas y corporaciones) y del iva representó en promedio 70% del total de impuestos en los países de la ocde, y eran (y son) recolectados precisamente por los gobiernos federales de la mayor parte de los miembros de dicha organiza-ción. Es indudable que este referente influyó en el caso mexicano para cen-tralizar los impuestos sobre factores móviles. Las distintas comisiones de expertos internacionales con las que se contaba así lo sugerían.

Si bien es cierto que no es posible atribuir a este motivo la centralización fiscal, sí es un factor que influyó, aunque sea de manera modesta. Éste ha

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sido frecuentemente ignorado en la historia de los impuestos mexicanos. La diferencia con respecto a otros países es que en muchos de ellos se aplicaron sobretasas a estos impuestos por parte de los gobiernos locales (sólo 50% de los ingresos totales de los estados en los países de la ocde proviene de las participaciones, a diferencia de México, donde dicho porcentaje ha ascendi-do desde 1950 a más de 90%); por otra parte, en dichas economías se diseña-ron además esquemas no tributarios que han arrojado cantidades importan-tes de recursos (en promedio, 16% de los ingresos provienen de estas fuentes en los países de la ocde).

La interrogante entonces es por qué el gobierno central en México no dotó de dichos instrumentos a los gSn de manera que dependieran menos de las participaciones federales, una vez que ya se había combatido la anarquía —concurrencia— fiscal. El argumento de que al gobierno nacional le conve-nía una mayor dependencia financiera del centro para usarla como mecanis-mo de coerción (y así castigar a los estados, en caso de ser necesario) puede resultar elocuente. Pero lo que también debe quedar claro es que la hipótesis de la atribución per se de la recaudación del iSr y del iva (o en un principio iSim), vista de manera aislada, sólo victimiza a unos y sataniza al otro; lo cier-to es que no queda claro que haya existido o exista un gobierno federal fuer-te. En mi opinión, el fenómeno también se encuentra en la lógica de la teoría económica y en la evidencia internacional. Lo que debemos explicar es por qué no se diseñaron otros instrumentos, como en otros países, para fortale-cer financieramente a los estados y municipios, sin incurrir en concurrencia tributaria. Como se analiza más adelante, es posible que ello se deba a la propia realidad de atraso del país, así como a su división territorial o incluso a una oposición de los propios gobiernos subnacionales, lo que en realidad puede implicar un gobierno federal débil.

Así, la hipótesis puede replantearse de la siguiente manera. El gobierno federal vio en las premisas teóricas y en la experiencia internacional una oportunidad para argumentar la conveniencia de centralizar al país tributa-riamente, pero siempre estando consciente de que con ello lograría que los gobiernos locales dependieran financieramente del centro, y así obtener un mecanismo de coerción política importante. En cierto sentido se ubica aquí la hipótesis de la aparición de un “Estado desarrollista”.2

De esta manera, resulta difícil decantarse por alguna de las hipótesis enunciadas aquí; el fenómeno es muy complejo. Sin embargo, se puede afir-mar que una combinación de los factores revisados determinó en buena medida la distribución de impuestos entre los niveles gubernamentales. A continuación examinamos la segunda característica general.

2 Aunque de difícil definición, aquí se entiende como Estado desarrollista a la posición y políticas que asumió el Estado mexicano para provocar el desarrollo del país.

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1.2. El fortalecimiento de los impuestos directos

La segunda característica general de la política fiscal a lo largo del siglo xx es la mayor participación en el total de ingresos públicos de los impuestos directos. La gráfica 13.2 contiene de manera agregada la participación de los dos tipos de impuestos sobre el total nacional recaudado. Como se pue-de observar, los impuestos directos van ganando terreno frente a los indi-rectos a lo largo del siglo hasta aproximadamente 1980, cuando se introdu-ce el iva.

Se puede decir que el inicio de esta historia tiene lugar a mediados de la década de 1920 con la introducción del impuesto sobre la renta (iSr) tanto a las personas físicas (iSrpF) como a las morales (iSrpm), aunque la unifica-ción tributaria de los impuestos a la industria también contribuyó de mane-ra importante.

La introducción del iSr se justificaba por varias razones. Primero, se le consideraba un impuesto con alto potencial recaudatorio; segundo, al ser de nueva creación, se implantó como un impuesto en todo el país, evitando así el problema de la concurrencia fiscal; tercero, por su naturaleza, era un impuesto por medio del cual se podía redistribuir la riqueza ya que la discri-minación de tasas era posible —crecientes de acuerdo con distintos niveles de ingreso y utilidades—, cualidad que calzaba de manera inigualable con el ideario político y social de la Revolución.

Gráfica 13.2. Participación de impuestos directos vs. impuestos indirectos sobre el total, 1938-1988

Fuente: Aboites (2003).

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Por supuesto, hubo una feroz oposición a la implantación de este impues-to sobre todo por parte de los comerciantes (algunos incluso se ampararon en 1924), pero a la postre, sobre todo superada la crisis de 1929, a mediados de la década de 1930, este tributo terminó por imponerse. Sin duda el estableci-miento de este impuesto puede verse como una muestra de que el Estado efectivamente tuvo el “poder de gravar”, es decir, Obregón demostró que a pesar de la intensa oposición de los comerciantes, se podía ejercer tal poder. Tal vez sea el ejemplo más claro de la historia de México en este sentido.

Su aplicación en el ámbito nacional y su potencial redistributivo resulta-rían después fundamentales para que se diera la centralización tributaria descrita en el apartado anterior. Además, este impuesto puede ser de fácil evasión si no se cuenta con los mecanismos adecuados de recaudación y fiscalización (ello es válido aún ahora). Por esto, la fiscalización descansó sobre todo en los contribuyentes cautivos. El 11 de agosto de 1929 se publicó en el Universal Gráfico: “este impuesto sólo se cobraba a los que tienen vigi-lancia directa de los agentes del gobierno … la mayoría de los causantes … están fuera de la acción fiscal del gobierno” (citado en Aboites, 2003: 150). De aquí que siempre ha existido la percepción, fundada, de que la carga desde un principio ha recaído sobre los trabajadores.

Por lo mismo, este impuesto —excluyendo la crisis de 1929 y sus secue-las, donde la recaudación fue muy baja por razones obvias— tardó en arrojar los resultados recaudatorios esperados (véase la gráfica 13.2). Es decir, los esquemas de fiscalización tardaron en mejorarse, aunque nunca alcanzaron niveles óptimos. Debe reiterarse que la aplicación de este tipo de impuestos requiere de una sofisticación importante para la correcta detección de la eva-sión. En este sentido no es aventurado decir que la infraestructura institucio-nal apropiada para ello se introdujo sobre la marcha, es decir, se aprendió con el tiempo. Aún ahora existe un porcentaje elevado de evasión debido en parte a este fenómeno, de aquí que sea más fácil vigilar a los cautivos: trabajadores y empleados asalariados, como se evidenciaba en el Plan Sexenal de 1934.

Además, a lo largo del tiempo se han concedido numerosas exenciones y privilegios a distintos sectores de la economía (y con ello a grupos de pre-sión). Sólo por citar un par de ejemplos: al principio se excluía a los bancos con concesión federal, y hubo discriminación de tasas por zona geográfica. Con el tiempo se sumaron otros sectores como el agrícola, el de autotrans-portes, otras actividades relacionadas con el sector financiero (para promo-ver el ahorro, como capitalización, intereses y dividendos) y, por supuesto, aquéllos para mejorar el capital humano (educación y cultura).

Otro fenómeno importante que viene aparejado con la introducción de gravámenes directos es que indirectamente se transita de un esquema de impuestos al comercio exterior a impuestos de mercado interno. Esto es natural si se observa que después de la crisis de 1929 las economías se cerra-

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ron al comercio exterior, y en particular en América Latina se planteó la necesidad de desarrollar un mercado interno. Como se verá en la siguiente sección, a partir de 1980 se reconsidera la importancia de los impuestos indi-rectos, con la introducción del iva.

Debe señalarse que si bien la recaudación fiscal aumentó con el tiempo a partir de la introducción de este gravamen (iSr), ésta permaneció en nive-les muy bajos en relación con los demás países. Sobre esto se habla en la siguiente sección.

1.3. Baja capacidad fiscal: los constantes intentos de reformas fiscales (1950-2000)

El tercer elemento general que caracteriza la tributación mexicana durante el siglo xx es su persistente baja recaudación. Es muy común encontrar dis-cursos a lo largo de todo el siglo afirmando que la recaudación era muy baja; éstos provenían de secretarios de Hacienda o incluso de presidentes de la República. La lista incluye a todos los presidentes, desde Álvaro Obregón en 1924 cuando decreta y defiende el iSr, hasta Felipe Calderón cuando manda su iniciativa de reforma fiscal en el año 2007. Efectivamente el gobierno federal registra importantes aumentos en la recaudación tributaria, pero siempre muy por debajo de los estándares internacionales (véase el cuadro 13.1). Como se observa, la recaudación de México ha ido creciendo con el tiempo al pasar de 3.1% con respecto al pib en 1910 hasta alcanzar la cifra de 8.3% para 1970. Esta cifra se ubica en 9.7% para el año 1986, y ha permane-cido en esos niveles a partir de ahí (10.3% en el año 2000).

Cuadro 13.1. La hacienda en México: comparativo internacional, 1910-1970(porcentaje del pib)

1910 1920 1930 1940 1950 1970

Reino Unido 6.3 21 17.3 17.4 38.2 40.3Italia 12.1 16.6 17.7 18.5 20.3Francia 10.7 13.7 17.8 17.4 25.5 29.2Alemania 3.6 18.9 36.5 25.2 26.5España 8.3 5.7 9.8 9.3 7.8 11.5Estados Unidos 1.7 3.6 5.7 13.6 19.8México 3.1 4.2 5 5.7 6.9 8.3Brasil 8.9 9.8 15.7Argentina 7.2 9 18.1Chile 15.3

Fuentes: Aboites (2003); oCde (2003); fmi (2003), inegi (1999).Nota: las cifras varían de una fuente a otra. En el resto del capítulo se usan las del inegi (1999).

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584 LA ECONOMÍA EN EL DILATADO SIGLO XX

Sin embargo, cuando dichas cifras se comparan con respecto a países industrializados, México se ubica entre los de más baja recaudación desde 1910 hasta nuestros días. Incluso cuando se compara con países de América Latina, desde la década de 1920 México se encuentra muy rezagado. De este modo, el reto eterno desde el comienzo del siglo xx ha sido aumentar la cobranza tributaria.

Así, los factores que contribuyeron de manera considerable a aumentar la recaudación fiscal fueron, entre otros, 1] la ya mencionada introducción del iSr en 1924 y los cambios que van aparejados, como la unificación de impuestos a la industria y la inclusión de la acumulación de ingresos en este impuesto en 1961; 2] la creación del iSim en 1947 que promovió una mayor movilidad de factores y mercancías entre estados y, presumiblemente, con ello la ampliación de una base gravable nacional, aunque no suprimió la acumulación de pagos de impuestos efectuados en las operaciones de consu-mo; y 3] la implantación del iva en 1980, que terminó con el efecto cascada remanente del iSim.

Si bien es aventurado y reduccionista afirmar que esos fueron los facto-res, también es difícil identificar otros cambios que hayan coadyuvado a un aumento significativo en la recaudación de impuestos. Indudablemente, hubo numerosas misceláneas que ayudaron a este propósito, y como afirman Gil Díaz y Thirsk (1997), muchas fueron motivadas por el deseo de simplifi-car la administración tributaria y terminaron siendo marginales y pragmáti-cas, pero tapaban huecos dejados en la ley. Por restricciones de espacio no se reseñan aquí.

La mayoría de estas acciones llevadas a cabo durante la primera mitad del siglo eran acordes con cambios ocurridos en otros países, pero aun así la recaudación, si bien aumentó, no lo hizo como se esperaba y conforme a lo que sucedía en la mayoría de las naciones, tanto industrializadas como de América Latina.

Desde nuestra perspectiva, corresponde estrictamente al gobierno federal el éxito o no de cualquier reforma a partir de la tercera Convención Fiscal de 1947, pues, como se mencionó, hasta entonces se hizo lo posible por acabar con la anarquía y centralizar la política tributaria. Una vez conseguido este objetivo, se pensaba que sería más fácil llevar a cabo las reformas, máxime que a partir de esta Convención se contaba ya con un partido hegemónico, que posibilitaría cualquier cambio en la materia. La pregunta es, ¿qué se hizo distinto con respecto a otros países, para que no se elevara en la misma pro-porción la recaudación? ¿Eran cambios que se necesitaban antes de reformar el andamiaje institucional? ¿O lo que falló fue la implementación? La respues-ta a estas interrogantes es muy complicada, pero por lo expuesto anteriormen-te, debe encontrarse a partir de la tercera Convención. Por esto, en adelante el análisis se ocupa de la segunda mitad del siglo xx, ya que además, en este

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periodo se da un “parteaguas” en la propia economía mexicana, a saber, el tránsito de una economía agrícola a una industrial y, más tarde, de servicios.

Primero debe tenerse en mente que para centralizar la recaudación hubo que realizar numerosas concesiones a estados y municipios, ya que ello no es posible sin una negociación ardua en la que debe haber un mecanismo compensatorio convincente para que ello se dé. El surgimiento del nuevo sistema de coordinación fiscal entre distintos órdenes de gobierno contenía elementos que no se dieron en otros países, sobre todo unitarios, donde por ejemplo se elevó a rango constitucional la atribución y distribución de potes-tades tributarias. En contraste, en México todo el proceso se hizo con base en convenios entre los distintos órdenes de gobierno, donde es común que las responsabilidades se diluyan.

En segundo lugar, con la forma como se dio la institucionalización del país, con un Ejecutivo muy fuerte y con un partido único dominante, se for-talecieron también los grupos de interés (antes dispersos) con los cuales había que negociar cualquier cambio en la materia. De aquí que, con todo y partido hegemónico, no se pudieron llevar a cabo las reformas fiscales desea-das desde la tercera convención fiscal.

Además, la introducción del iSr se hizo con tasas muy bajas (aunque no para la época). En contraste, en el ámbito internacional, sobre todo a partir del surgimiento en Europa del Estado de bienestar, las tasas se fueron incre-mentando de manera notable. En México cada aumento se hizo con diversas concesiones a ciertos sectores, sea por presión y su peso dentro de la econo-mía nacional, sea por clientelismo político, o incluso, por “prescripción eco-nómica” (sectores considerados estratégicos). Así, lo que en muchos países significó un aumento de tasas en iSr guardando la equidad vertical y horizon-tal, en México éstas se elevaron más lentamente y con tratamientos especia-les que terminaron por impactar su incidencia y su potencial recaudatorio.

Con todo, a partir de 1950 el discurso donde se planteaba la necesidad de incrementar la de por sí baja recaudación fue y sigue siendo recurrente, lo que sorprende dada las constantes concesiones en la materia a los distintos grupos de interés. Debe admitirse que han existido numerosos cambios en la política tributaria, pero prácticamente, con excepción de la introducción del iva y su pronta centralización, ninguna ha sido suficiente. Incluso, Gil y Thir-sk (1997) resumen todos los intentos entre 1947 y 1970 como reformas guia-das por la practicidad administrativa, que probablemente al menos detuvie-ron una caída mayor de los ingresos públicos. No obstante, el intento más importante en dicho periodo se dio en 1964. Cabe mencionar que, para dar validez a las propuestas, con frecuencia el discurso se legitimaba con la con-tratación de asesores extranjeros (como Kaldor).

La reforma no pasó como se esperaba, con lo que las proyecciones de un aumento de los ingresos públicos se vinieron abajo. En 1970 el problema

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persistía, por lo que entonces, con la entrada del presidente Echeverría y con un rol creciente de la intervención del gobierno en la economía, se hacía necesario lanzar nuevamente una reforma que elevara los ingresos del sector público (los detalles se pueden seguir en Solís, 1981). De esta forma, se pensó de nueva cuenta en una reforma. Por algún motivo que no se conoce, esta reforma ni siquiera se presentó al Congreso. Elizondo (1994) argumenta que hay dos hipótesis en este sentido. Una, que la reforma era muy costosa sobre todo en términos de la oposición del sector privado; y dos, que el presidente sólo la utilizó como parte de su discurso populista, antiempresarial, y ni siquiera estaba interesado en ella. Con todo, hubo algunas acciones en la materia, sobre todo del lado de los impuestos especiales y del iSim, que pavi-mentaron el camino para la posterior introducción del iva en 1979.

Durante la administración del presidente López Portillo se introdujo el iva y se reformó el sistema de coordinación fiscal. Al principio el iva lo recau-daron los estados; después, con los ingresos petroleros renunciaron total-mente a su facultad administrativa de recaudar el iSr y el iva, así como los distintos impuestos especiales sobre producción y servicios (iepS). Aunque la recaudación de este impuesto se incrementó alrededor de 18% (lo que con-firma que el gobierno central es mejor en la recaudación de éste), el aumen-to no permitió que se redujera la brecha con respecto a otros países. Sin embargo, esta administración contó con un hecho que le favoreció enorme-mente, el descubrimiento de pozos petroleros que incrementaron los ingre-sos del sector público de manera muy considerable. A pesar de que estos ingresos ya eran de mucha utilidad desde la expropiación petrolera, la dimen-sión que alcanzó durante el gobierno de López Portillo marcó una pauta: excesivo endeudamiento y déficit fiscal que provocaron una crisis financiera, la peor en México después de 1929.

Sin embargo, la “década perdida” marcó el inicio de una nueva estrategia de desarrollo, con una inserción agresiva del país a la economía global y una importante desregulación económica, que hacía imperioso que el sistema tributario cambiara. Los grados de libertad se reducían porque esos fenóme-nos le imponían restricciones al sistema tributario, de otra manera no se podía jugar a ser global. Por ello, la administración del presidente Salinas trató de llevar a cabo una reforma fiscal proempresarial en la que se planteó un solo objetivo: ampliar la base gravable mediante la reducción de la tasa de iva (de 15 a 10%). Simultáneamente se intentó mejorar el aparato recaudato-rio que se reconocía como ineficiente y anquilosado, y al mismo tiempo introducir un esquema más efectivo de castigos al evasor. Hubo quien incluso acusó al régimen de “terrorista fiscal”. Si bien la recaudación mejoró, no lo hizo como se esperaba, y como porcentaje del pib la carga se siguió ubicando por abajo de 11%. La última administración del siglo, a raíz de la crisis finan-ciera desatada en diciembre de 1994, sólo pudo incrementar la tasa del iva a

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LAS FINANZAS PúBLICAS EN EL MÉXICO POSREVOLUCIONARIO 587

15%. En materia administrativa se pensaba que con un órgano recaudador, separado de la Shcp, se incrementaría el cobro tributario, por lo que en 1997 se creó el Sistema de Administración Tributaria (Sat). Desafortunadamente, este organismo sigue dependiendo en buena medida de la Secretaría de Hacienda, de manera que para fines prácticos, el cambio sólo fue cosmético.

Después de todo esto, la recaudación fiscal no se ha incrementado y permaneció en poco menos de 11% (sin incluir renta petrolera ni contribu-ciones a la seguridad social) hasta 2006, la más baja del continente con excep-ción de Guatemala y Haití. Hay quienes argumentan que los constantes cam-bios misceláneos sí ayudaron cuando menos a detener una caída que hubiera sido desastrosa, y que en la actualidad contamos con un sistema tributario más moderno. Cierto, pero también lo es que el reto sigue siendo elevar la recaudación de impuestos no petroleros a niveles por lo menos cercanos a países de la región con similar grado de desarrollo, y que la carga no recaiga todavía más en los contribuyentes cautivos, que como hemos revisado, son quienes históricamente han financiado al país.

Hay poco espacio para analizar los éxitos y fracasos de cada una de las medidas fiscales que se llevaron a cabo durante la segunda mitad del siglo xx. Sin embargo, creemos que existen explicaciones generales y comunes que las caracterizarían. A continuación revisamos las principales que ha arrojado la literatura.

Primero, vale insistir que el sector privado en México adquiere voz impor-tante a partir de la tercera Convención Fiscal, a la que fue invitado. Desde entonces su participación política es más activa y organizada. En parte por-que durante la primera mitad del siglo no se encontraban tan cohesionados, posiblemente porque la tributación estaba fragmentada y sólo se relacionaban con los Ejecutivos estatales. A partir de la institucionalización proveniente de la Revolución, con un partido hegemónico que fue capaz de corporativizar los distintos grupos, incluyendo el empresariado, y con la misma centralización tributaria, los empresarios se vieron en la necesidad de organizarse y nego-ciar o enfrentar a un solo agente, a saber, el gobierno federal. En este sentido, la centralización tributaria también facilitó la negociación de los distintos gru-pos de poder. Además se estableció una especie de colusión o alianza entre el sector y el gobierno central. Es decir, a cambio de algunas concesiones —fis-cales, entre ellas— se daba apoyo y soporte político al gobierno. Esto explica un sinnúmero de exenciones y tratamientos especiales en distintas épocas de la historia.

Con esta alianza, el grupo empresarial también pudo introducir funcio-narios públicos, llamados a veces tecnócratas, cercanos y afines a ellos (Eli-zondo, 1994). En ocasiones, en la literatura a éstos se les ha llegado a consi-derar como representantes del sector dentro del gobierno. A tal grado que a partir de esa época es difícil que alguien llegue al tesoro mexicano si no está

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aprobado (“palomeado”) por este sector. Esto indudablemente no es el moti-vo principal, pero sí ha influido.

Además, a pesar de que durante esa época la economía se encontraba relativamente cerrada a la movilidad de capitales, el sector ya había dado muestras de que podía “castigar” al gobierno con un ataque especulativo, es decir, con la fuga de capitales como instrumento de presión.

Segundo, la modernización de México planteada en la posguerra implicó un modelo basado en la industrialización del país (el llamado modelo de sus-titución de importaciones), el cual requirió que el gobierno, con criterios muy vagos que a la postre le permitían mucha discrecionalidad, definiera qué industria incentivar para alcanzar el objetivo final. Ello implicó subsidios y tratamientos especiales a ciertos sectores, en particular, aplicar tasas bajas para atraer inversión. El problema es que cuando se introducen estos meca-nismos a la larga es muy difícil removerlos y se arrastran por periodos muy amplios.

Tercero, un movimiento obrero fuerte también fue importante para fre-nar algunas de las reformas fiscales e incluso generó subsidios fiscales impor-tantes que existen hasta ahora, por ejemplo el crédito al salario, que se intro-dujo para compensar a los trabajadores a cambio de abstenerse de solicitar un incremento salarial.

Cuarto, un elemento que determina en alguna medida cualquier política fiscal es el contexto internacional, y México no ha estado exento de ello en distintas etapas de la historia. Por ejemplo, Estados Unidos diseñó un progra-ma de ayuda a México y América Latina denominado Alianza para el Progre-so, en el que para acceder a algunos de los recursos era necesario avanzar en algunas reformas, como la agraria, la fiscal, educativa y otras de corte urba-no. En otras ocasiones, los organismos internacionales son los que emiten la recomendación. Además, el grado de integración comercial y financiera con el resto del mundo es importante, ya que se entra al juego de la competencia tributaria entre países.

Quinto, la ineficiencia —y corrupción— de nuestro aparato recaudador también es un común denominador en la literatura sobre el tema.

Sexto, existe una amplia literatura que sostiene que la calidad del gasto se relaciona de manera inversa con la recaudación (para una reseña véase Moore, 2007). Es decir, la mala calidad del gasto induce a evadir y a eludir más, con lo que la recaudación se ve disminuida. A la vez, a mayor nivel de impuestos, mayor calidad de gasto debido a que quien paga más exige más.

Finalmente se encuentra la llamada “enfermedad holandesa” fiscal, que en este caso particular consistió en que los ingresos petroleros desplazaron a los fiscales. Hernández y Zamudio (2004) encuentran evidencia al respecto con datos del periodo 1980-2000. La intuición detrás de esto es que los ingre-sos petroleros le dieron la comodidad al gobierno de no tener que incurrir en

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costos políticos para hacerse de recursos, así no tenían que negociar agresi-vamente con los distintos grupos de presión. En suma, esta tercera caracte-rística de baja capacidad fiscal estructural se debe también a una combina-ción de los elementos revisados a lo largo de esta sección.

A manera de corolario, conviene destacar que la política tributaria deter-mina en buena medida el tamaño del gobierno, ya que con frecuencia éste se mide con el tamaño del gasto público. Este aspecto se aborda en la segun-da parte de este ensayo.

2. gaSto público y deuda en el Siglo xx

Uno de los instrumentos más reconocidos para llevar a cabo un proyecto de nación lo constituye sin duda alguna la política fiscal, y en particular, el gas-to público. En buena parte su nivel define el grado de intervención del Esta-do en la economía. Con base en este indicador, México sería uno de los paí-ses con menor grado de intervención, pues el nivel se ubica en alrededor de 20%. Baste señalar que uno de los países industrializados —al menos en el discurso— con menor participación del gobierno en la economía es Estados Unidos, país que registra niveles promedio apenas superiores al 25% del pib. Por su parte, el promedio de la Europa occidental rebasa los 40 puntos por-centuales (en algunos de ellos llega incluso a superar los 50 puntos).

El rol del Estado tradicionalmente ha incluido corregir fallas de merca-do3 y la administración de justicia; sin embargo, preservar un principio de solidaridad en general también se acepta, aunque con distintos matices. Así, a partir de la década de 1930 en los países avanzados se diseñaron esquemas de protección social que dieron como resultado el llamado Estado de bienes-tar. Éste enfatiza la superación de la pobreza y la mejora en los indicadores de desigualdad en el ingreso. El Reino Unido, por ejemplo, desde 1776 había diseñado esquemas importantes de superación de la pobreza con la promul-gación de la famosa “ley de los pobres”, a la que asignó un gasto público de alrededor de 1.5% del producto nacional bruto (pnb).

En la actualidad a los países europeos se les considera, desde el punto de vista social, los más avanzados del mundo y muchos países han tratado de emular las estrategias gubernamentales seguidas por sus gobiernos. Es cier-to, también existen críticos importantes de la estrategia del Estado de bienes-tar, la cual no está exenta de dificultades y en la actualidad enfrenta grandes retos. No es la intención analizarla aquí, simplemente se señala porque esto influyó de manera importante en la definición de la política social a partir de

3 Situación que se produce cuando el suministro que hace un mercado de un bien o servi-cio no es eficiente, bien porque el mercado suministra más cantidad de lo que sería eficiente, o porque el equilibrio del mercado proporciona menos cantidad de un determinado bien.

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1930, porque además calzaba muy bien con el ideario de la Revolución mexi-cana. De esta manera, el presupuestario se convirtió en un proceso para intentar balancear las necesidades del país con la ideología prevaleciente en ese tiempo.

A pesar de que la democracia naciente y la institucionalización de la Revolución mexicana eran más bien de corte autoritario, con un presidente cada vez más fuerte y con un Congreso cada vez más supeditado al primero (rara vez desde 1910 hasta 1997 se modificó de manera sustancial un presu-puesto público enviado por el Ejecutivo, de hecho, como mencionan Izquier-do (1995) y Camp (1992), las modificaciones generalmente ocurrían antes de que se enviara, y era frecuente que se observaran conflictos entre los secre-tarios de Estado en este sentido), había ciertas limitaciones en la definición del presupuesto federal (prueba de ello es que, como se vio en el apartado anterior, no se ha podido elevar la capacidad fiscal del Estado a pesar de los varios intentos a lo largo del siglo xx). Aun así, la legitimación del gobierno se daba en buena parte gracias al uso del gasto público, que le caracterizaba como un “Estado desarrollista”. Es decir, los grupos de interés moldearon en buena medida la estructura del mismo mediante negociaciones con el propio Ejecutivo.

Con estas restricciones el reto era, por un lado, superar la enorme pobre-za (como se le defina) y la desigualdad en el ingreso; y, por el otro, dotar de la infraestructura necesaria para el desarrollo del país, la cual se encontraba muy deteriorada y abandonada, como era (es) el caso del ferrocarril después de la Revolución.

2.1. Gasto público

A partir de la administración de Cárdenas la discusión de cómo abordar ambos problemas fue una constante en los programas y planes sexenales. Incluso hubo debates epistolares (en el periódico Excélsior) sostenidos entre secretarios de Hacienda de distintas administraciones, como Alberto Pani y Eduardo Suárez, que fueron muy comunes en la década de 1950. En suma, el gasto público en México está marcado por una alta cuota ideológica prove-niente de la Revolución mexicana, pero que está muy distante al propio idea-rio del movimiento e incluso del modelo europeo del Estado de bienestar, que se insinuaba en muchas ocasiones como el ejemplo a seguir. En efecto, entre los valores de la propia Revolución se incluyen frecuentemente la libertad y la justicia social. En este sentido, el sexenio del general Lázaro Cárdenas marca el principio no sólo de la institucionalización de la Revolu-ción mexicana, sino del uso del gasto público con fines más sociales, rubro que hasta entonces había presentado muy bajos niveles. De hecho, como se

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LAS FINANZAS PúBLICAS EN EL MÉXICO POSREVOLUCIONARIO 591

aprecia en la gráfica 13.3, durante esta administración se establece una cifra récord en cuanto a la contribución del gasto social con respecto al total, cifra que cae en posteriores administraciones y que se alcanza nuevamente sólo hasta la década de 1960.

A partir de este periodo, en el primer Plan Sexenal se anota como objetivo explícito lograr el crecimiento económico y la redistribución del ingreso, aun-que con metas muy vagas en materia social como educación y salud. El país, para entonces, se encontraba con muy altos niveles de pobreza y con una infraestructura en materia de comunicaciones y transportes, agua potable, alcantarillado y electricidad muy por debajo de los niveles mínimos desea-bles. Por ejemplo, 20 años después de la Revolución mexicana, el porcentaje de analfabetismo ascendía a poco menos de 70% y alrededor de 50% de la población se encontraban en pobreza extrema (Wilkie, 1970). De esta manera el gasto social gana un terreno importante, por lo que algunos han catalogado a la Revolución mexicana como una revolución social (véase la gráfica 13.3).

Más tarde, sin embargo, en circunstancias un tanto diferentes, Ávila Cama-cho (1940-1946) se dio a la tarea de industrializar al país —impulsado por el contexto internacional de la segunda Guerra Mundial y por el New Deal del gobierno estadounidense—: asumió la responsabilidad de realizar la mayor obra carretera que hasta entonces cualquier gobierno hubiera tenido; así como por una naciente línea de industrialización hacia adentro (el llamado modelo de sustitución de importaciones). Este objetivo, a partir de aquí y hasta la admi-

Gráfica 13.3. Distribución del gasto público, 1935-1963

Fuente: Wilkie (1970).

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Económico Administrativo Social

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nistración de López Mateos (1958-1964), impuso la necesidad de aumentar el gasto en obras de infraestructura para ganar un importante terreno, que llegó a representar cerca de 60% del total, en detrimento del social. La construcción de carreteras experimentó un boom no visto hasta entonces en el país.

Durante el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952) este cambio se mani-festó de manera importante mediante el crecimiento del gasto en infraestruc-tura, con la consecuente fuerte pérdida de la participación del gasto social, como se observa en la gráfica 13.3. En esta administración incluso se argu-mentó de manera explícita en los programas de gobierno, que la única mane-ra de atacar la pobreza y abatir la desigualdad era por medio del incremento de los salarios reales; esto es, que el cambio social vendría como un producto adyacente del crecimiento económico. Esta línea se mantuvo con Ruiz Corti-nes, quien incluso publicó y expidió un Programa Nacional de Inversión.

Al final de la administración de Ruiz Cortines (1952-1958), el país empe-zó a mostrar algunos desequilibrios macroeconómicos, que fueron corregi-dos en parte con una devaluación (Cárdenas, 2008), pero también una cre-ciente tensión social proveniente tanto de grupos conservadores como de la izquierda. Entre 1950 y 1958 la pobreza extrema se incrementó de 60 a 64% de la población. Para 1958 las tensiones se hacían evidentes; sólo por citar un ejemplo, el movimiento sindical ferrocarrilero sacudió al país.

En este contexto social interno y, en el externo con la Revolución cuba-na, tomó posesión el presidente Adolfo López Mateos. Estos elementos pusie-ron una presión extra a esta administración para que el rubro social volviera a ganar terreno (véase la gráfica 13.3). Con crecimiento económico por arri-ba de 6% y con un aumento en el gasto social, la pobreza empezó a perder terreno. El gasto social se mantuvo con una participación estable del total durante el sexenio de Díaz Ordaz (1964-1970).

Durante el sexenio del presidente Echeverría (1970-1976) el gasto social registró un fuerte incremento sin que hubiera una fuente explícita de finan-ciamiento, lo que llevó a incurrir en déficit presupuestario, asunto que se matizó al principio del gobierno del presidente López Portillo (1976-1982), cuando existieron mayores ingresos provenientes de la renta petrolera, pero que se profundizó más tarde con la caída del precio del hidrocarburo.

Como consecuencia de la crisis de 1982 el gasto debió contraerse de manera abrupta, por lo que ambos tipos de gasto, social y de inversión, se redujeron de manera considerable. El ajuste estructural de esta década pare-cía superarse a inicios de la siguiente, pero una nueva crisis financiera en 1994-1995 impactó adversamente ambos rubros.

Más allá de los niveles de gasto social y de inversión, que fueron bajos (considerando el tamaño de sector público de otros países), poco se ha habla-do de la calidad del mismo y de su incidencia. En ambos casos, existe escasa información como para poder evaluarlo. No obstante, pueden mencionarse

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LAS FINANZAS PúBLICAS EN EL MÉXICO POSREVOLUCIONARIO 593

algunos indicadores. Por ejemplo, es necesario evaluar si el gasto social fue capaz de disminuir los niveles de pobreza, de incrementar el grado de esco-laridad, nutrición y salud. Asimismo, si el gasto en inversión incrementó el pib per cápita. Cada uno de estos elementos tiene que ser evaluado cuidado-samente ya que intervienen un buen número de variables.

Por otra parte, es común que en la constitución política de los países prevalezca el principio de solidaridad por parte del Estado, el cual se puede traducir en la distribución del ingreso, ya sea entre personas o incluso en el ámbito regional. Lo anterior puede ser discutible desde el punto de vista teó-rico (sea desde las perspectivas de la filosofía o de la propia economía), pero al estar contenido en nuestra constitución se convierte en una variable que se debe evaluar. Por ello es necesario revisar si las políticas públicas han contribuido a una mejora en la distribución del ingreso, que a su vez, fue un objetivo explícito de la Revolución mexicana.

Una de las medidas prioritarias es abatir la pobreza. No existe información consistente acerca del nivel de pobreza a lo largo del siglo. Wilkie (1970) docu-menta que en 1910 cerca de 60% de la población vivía en la pobreza, y que para 1960 este porcentaje había disminuido a 33%. La debilidad de estos indi-cadores radica en que se basaron en variables censales muy correlacionadas entre sí y sin considerar el ingreso, lo que ocasiona problemas de multicolinea-lidad (arrojando cifras imprecisas). Además, la definición misma de la línea de pobreza no es muy clara y no distingue entre pobreza moderada y extrema.

A principios de este siglo se definió por vez primera una línea de pobre-za que no cambiara con el tiempo y se estableció una metodología para su cálculo (el tema se revisa en Székely, 2005). De esta manera es posible com-parar en el tiempo la evolución de este fenómeno, aunque sólo a partir del año de 1950, ya que para su cálculo se necesita contar con información del acceso a los recursos con que cuentan las personas y los hogares, misma que sólo está disponible a partir de ese año.

Székely (2005) presenta el primer cálculo en la literatura utilizando estas definiciones oficiales. En 1950 la pobreza alimentaria (extrema) ascendía a más de 60% y disminuyó hasta alcanzar cerca de 18.5% de la población en 2004, con un repunte en los años de la llamada crisis del tequila, de 1994-1995 (cuando llegó a un nivel de 37.1%). Debe destacarse que el nivel de pobreza en 2008 era sólo ligeramente menor que los registrados en la década perdida de 1980. De igual manera, el mayor éxito en la materia se dio entre 1958 y 1968, cuando descendió de 45.6 a 25%, una reducción de cerca de la mitad. A partir de ahí, disminuir este porcentaje se ha convertido en un importante reto, pues en promedio, desde entonces, en nuestro país una de cada cinco personas es extremadamente pobre.

Es importante insistir que hay un debate en la literatura sobre qué es lo que permite disminuir los niveles de pobreza, y éste no es el espacio para

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debatir. No obstante, hay consenso en que tanto el crecimiento económico como el gasto social son importantes para explicar, en parte, dicho compor-tamiento. Esto explica que la mayor ganancia en este indicador se haya dado durante buena parte del periodo llamado “milagro mexicano” (de alto creci-miento entre 1950 y 1979) y que el estancamiento se diera a partir de la década de 1980 en términos de pobreza moderada (la extrema está estancada desde 1968) y del ingreso per cápita. Sin embargo, el crecimiento del ingreso per cápita no se detuvo en 1968, mientras que las tasas de descenso de los niveles de pobreza se desaceleraron en mayor medida a partir de esta fecha. Esto sugiere que el gasto social hasta 1968 puede explicar en parte también la disminución de la pobreza.

Es posible observar el mismo fenómeno para 1996, pero al contrario. De ese año a 2004 la pobreza disminuyó de 37 a 18.5% (véase la gráfica 13.3), es decir, en 50%; pero durante este periodo se registró una tasa de crecimiento económico real muy baja en términos absolutos y per cápita. Aquella reduc-ción se puede explicar por el éxito de los programas dirigidos a combatir la pobreza (Progresa-Oportunidades) y por el incremento de las remesas.

Para saber si el gasto social realmente contribuye a reducir la pobreza es necesario determinar si éste se redistribuye adecuadamente. No se tiene información para calcular su incidencia desde la perspectiva histórica. Se cuenta, sí, con un indicador que algo puede explicar, a saber, el coeficiente de Gini que arroja la desigualdad en la distribución del ingreso.

Existen metodologías distintas para la estimación de éste, en cuanto a qué medida de ingreso o gasto considerar. Aquí reportamos la estimación que adop-ta el Comité para la Medición de la Pobreza y calculada por Székely (2005), que contiene cifras a partir de 1950. De acuerdo con este autor, la desigualdad aumentó en la primera mitad del periodo de mayor descenso de las tasas de pobreza, lo que sugiere una validación de la curva de Kuznets. Es decir, se parte de una cifra de 0.53 para 1958 a una de 0.57 para 1963 (recuérdese que de 1958 a 1968 se registró el mayor descenso de los niveles de pobreza, extre-ma y moderada, y aun así aumentó la desigualdad). A partir de ahí este coefi-ciente se redujo paulatinamente hasta alcanzar una cifra mínima de 0.42 en 1984. Desafortunadamente, este indicador se incrementó otra vez, para ubicar-se en alrededor de un persistente promedio de 0.47. Si se considera todo el periodo, el promedio alcanza una cifra de 0.48 con un coeficiente de variación de 0.07, que sugiere pocas variaciones en las tasas de cambio, es decir, persis-tencia. En otras palabras, a pesar de que alcanzó el nivel más bajo en 1984, éste se vio cancelado en cierta medida en el periodo posterior. Esto se debe a que a partir de 1982 el país experimentó un descenso de las clases medias y un incremento en la pobreza, sobre todo en 1994-1995 (Székely, 2005).

En suma, a principios del siglo xx 80% de la población era analfabeta, y en el otro extremo, 0.23% de los productores (hacendados) poseía 87% de la

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tierra. Al final del siglo la pobreza se ha reducido de manera clara y se ha mejorado la distribución del ingreso, sin embargo, es insuficiente si se mide con los estándares internacionales. Baste considerar que este coeficiente en los países nórdicos asciende a alrededor de 0.28, mientras que en otros países europeos (Alemania, Francia y el Reino Unido) se ubica alrededor de 0.32, y en Estados Unidos en 0.40. Esto indica que México es uno de los países con mayor desigualdad en el mundo. Éste es uno de los grandes pendientes, y la política fiscal no ha ayudado como se hubiera esperado.

Si se considera el éxito de los países industrializados en el abatimiento de pobreza y la desigualdad, el consenso sugiere que, entre muchas otras variables, el gasto social fue importante para explicarlo. Se argumenta que así sucedió, por ejemplo, en Europa a partir del siglo xviii. Pero se sostiene que el incremento en este tipo de gasto se debió en buena parte a una creciente participación política de la sociedad (simultánea con una mayor educación y esperanza de vida), y a que éste contó con los mínimos de eficiencia en su aplicación y con un alto grado de componentes redistributivos.

Es difícil argumentar que a partir de 1958 existe una mayor participación política (después de la Revolución) en el país y que por ello el gasto social se incrementa y con ello se reduce la pobreza (con la ayuda de un alto creci-miento económico), pero las presiones de parte de un sector de la población, particularmente de la clase obrera y más en concreto del movimiento ferro-carrilero, que adquiría una voz política cada vez más importante, sin duda contribuyeron a una reacción del gobierno en 1958. Como mencionamos, es precisamente en este periodo que se recupera la participación del gasto social en el presupuesto total. El gasto social por habitante en pesos de 1950 se elevó de 22.6 en 1955 a 44.6 en 1960 y a 72 en 1967 (rebasó los 80 pesos en 1970). Destaca el incremento del gasto en educación: de 14.4 pesos en 1955 a 26.4, 44.1 y 51 pesos para los años recién referidos (Banco Mundial, 1973).

No obstante, la distribución del ingreso no mejoró sustancialmente. Entre el periodo referido (1958-1968) como de mayor descenso de la pobreza, el Banco Mundial estima que el ingreso medio real mensual del 10% más rico se incre-mentó en 42% y el del 10% más pobre lo hizo en 24%. La mejoría se centró en la clase media. Como ya se señaló, la alta desigualdad permanece todavía.

En suma, la desigualdad en la distribución del ingreso, a pesar de ligeras mejorías en la década de 1970 y principios de la siguiente, se encuentra en niveles persistentes y alarmantes y muestra una incapacidad del país para revertirla. Por su parte, los niveles de pobreza, si bien se han reducido, son similares a los de la década de 1970 al ubicarse en la actualidad en alrededor de 20 por ciento.

En cuanto a la incidencia del gasto social, la política fiscal no ha sido exitosa. Recuérdese que ésta intenta estimar la proporción de recursos públi-cos que recibe cada estrato de ingreso de la población. Como los indicadores

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anteriores, el cálculo puede hacerse a partir de la enigh. En el cuadro 13.2 se presentan las estimaciones del gasto social.

Como se puede apreciar, la incidencia del gasto social en México es vir-tualmente proporcional, mientras que la chilena es altamente progresiva. Es decir, que el porcentaje de gasto social en México que se destina al 20% más pobre de la población es de 18.2%, en tanto que el 20% más rico recibe 19.4%. Por otro lado, Scott (2001) observa que en Chile, el 20% más pobre recibe 36% del gasto social, mientras que el quintil más rico recibe sólo 4%. Ello nos sugiere que nuestro gobierno no ha sido capaz de asignar el gasto a los sectores más necesitados y que se subsidia de manera importante a los estratos medios y altos de la población.

Nuevamente, como en el caso de los impuestos, la composición del gasto obedece en parte también a la existencia de grupos de poder que lo determi-nan. En el caso del gasto social destacan los sindicatos de educación y de las paraestatales, que impiden una mejor redistribución del mismo. Este fenó-meno es persistente; y ello explica en parte la incapacidad del gobierno para redistribuir el ingreso. El punto básico es que el efecto del crecimiento eco-nómico sobre la distribución depende en gran parte de cómo se utilicen los frutos de ése. Nótese que no negamos la importancia del crecimiento econó-mico, solamente afirmamos que es una condición necesaria mas no suficien-te, como lo muestra nuestro periodo de “desarrollo estabilizador”, con altas tasas de crecimiento, sólo por mencionar un ejemplo.

2.2. Descentralización del gasto: una breve revisión

El gasto realizado por los gobiernos estatales y municipales es el que ha teni-do las mayores variaciones, en contraste con la parte de los ingresos públicos de estas entidades. En 1980, cuando se reformó el sistema de coordinación fiscal para llegar a lo que conocemos hoy, de cada peso que se captaba en el

Cuadro 13.2. Gasto social durante el año 2000(millones de pesos)

Educación EducaciónQuintil Social Salud (total) superior

1 18.2 17.6 18.4 0.7 2 20.5 23.9 19.6 6 3 21 24.4 20.1 10.5 4 20.8 21.8 20.5 25 5 19.4 12.3 21.4 57.9

Fuente: Scott (2001).

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sector público, sólo alrededor de 30 centavos lo ejecutaban las entidades sub-nacionales. Esta situación cambió de manera radical a partir de 1997, cuando entró en vigor la descentralización de actividades como la educación (que había sido descentralizada cinco años antes), los servicios de salud, la segu-ridad pública, la promoción agrícola, así como las obras de infraestructura social (con la creación del ramo 33).

Este proceso se facilitó como resultado de la crisis de 1995, cuando los estados ejercieron presión sobre la federación, a cambio de su adhesión al incremento del iva de ese año. A su vez, esto ocasionó una mayor participa-ción política de partidos de oposición, en particular del Partido Acción Nacio-nal, que fue ganando terreno. Se puede decir que a partir de 1997, con el primer Congreso dividido, y hasta la fecha, no ha habido proyecto de presu-puesto federal presentado por el Ejecutivo federal que no haya sido aprobado con alguna concesión a estados y municipios en materia de gasto. Incluso se creó un nuevo ramo presupuestario, el Programa de Apoyo Financiero a Entidades Federativas (paFeF), que se ha incrementado año con año y que constituye de facto una adición a las participaciones federales. Asimismo, los estados reciben una parte de los excedentes petroleros.

Actualmente, de cada peso que gasta el sector público, poco más de 60 centavos los ejercen los gobiernos subnacionales. El problema es que el andamiaje institucional, como la infraestructura necesaria para asegurar que dicho dinero público se gaste eficientemente, no se construyó previamente. En muchos casos el resultado es una muy discrecional aplicación de los recursos en los ámbitos estatal y municipal. Más aún, las responsabilidades de gasto se han diluido y hay evidencia de que el electorado no sabe a ciencia cierta a quién pedirle cuentas cuando uno de los servicios públicos es defi-ciente, lo que demerita la calidad del gasto aún más.

Así, este proceso se ha dado de manera anárquica, sólo con el afán de destrabar la aprobación del presupuesto anual, abusando del famoso “pork-barrel”,4 y sin una dirección específica que incluya el gasto, los impuestos y la deuda, por un lado, y la reforma institucional para darle transparencia a la ejecución del gasto y aumentar la rendición de cuentas, por otro.

2.3. Deuda pública: un pequeño dossier

La historia de la deuda del México revolucionario puede dividirse en cuatro etapas (el tema se trata en Hernández, 2003). La primera se ubica al princi-pio de la Revolución mexicana hasta la crisis financiera mundial de 1929. La

4 Término usado en inglés que significa derogatorio, y que se refiere a la apropiación del gasto gubernamental para llevar a cabo proyectos que beneficiarán solamente al distrito electo-ral de quien los impulsa.

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segunda, de astringencia financiera, coincide con el New Deal y llega hasta la segunda Guerra Mundial, pasando por un periodo de renegociación en 1942. La tercera es el reingreso a los mercados internacionales de crédito a partir de ese año; cobra auge en la década de 1970 y concluye con la crisis de la deuda de 1982. Finalmente la crisis de 1994-1995, que es más bien una crisis de estructura de deuda interna.

Como se sabe, a finales del siglo xix y principios del xx México se encon-traba endeudado, sobre todo con acreedores extranjeros. Este endeudamien-to se dio principalmente para financiar las grandes obras de infraestructura porfiriana, como el ferrocarril. La crisis de 1929 tuvo repercusiones impor-tantes en la economía con tasas decrecientes muy altas, incluso por arriba de los 20 puntos porcentuales. Por ello, el país, junto con prácticamente el resto de América Latina (excepto Argentina), repudió el pago de la misma, por lo que este mercado que había estado basado en deuda bursátil, virtualmente desapareció por un buen tiempo. Este periodo se puede caracterizar por un predominio de deuda externa basada en bonos.

Ello ocasionó que el país experimentara una política de deuda muy dis-creta hasta la segunda Guerra Mundial, cuando los mercados crediticios inter-no y externo se restablecieron, además de que se concluyó una renegociación exitosa en 1942. Pero después de la crisis de 1929 en México todo el crédito público se basó predominantemente en deuda bancaria (a través de encaje legal), ya que el mercado bursátil interno era muy precario. En nuestro caso incluso las políticas de deuda lograron orientar el crédito bancario a las activi-dades consideradas prioritarias para el desarrollo del país. Los déficits presu-puestales de las administraciones de Cárdenas a Ruiz Cortines fueron mode-rados, lo que sugiere una política de deuda muy discreta (Cárdenas, 2008).

Como mencionamos, con el presidente Echeverría estos déficits comen-zaron a crecer como resultado de una mayor intervención del Estado en la economía, con visos de populismo económico, sin estar sustentada en una política de ingresos públicos adecuada. Posteriormente, con el descubrimien-to de pozos petroleros durante el gobierno de López Portillo, la contratación de deuda externa alcanzó niveles de hasta 80% del pib, lo que provocó un déficit público de 16% del pib. En 1982, con la disminución de los precios del petróleo, esta política errónea desembocó en la crisis de deuda, con las con-sabidas consecuencias. El mercado externo se cerró, al menos temporalmen-te, para México.

En vista de esto, el país se vio en la necesidad de desarrollar en mayor medida el mercado doméstico de deuda pública bursátil, al tiempo que comenzaba un largo proceso de renegociación de la deuda externa que con-cluyó en 1989. Así, el primer Certificado de la Tesorería se había introducido en 1978, pero no fue sino hasta la segunda mitad de 1980 que este mercado cobró una vida considerable. Los inicios de 1990 vieron un desarrollo de este

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mercado sin precedente, ahora con la deuda externa directa contrayéndose, a diferencia de la de finales de la década de 1970 y principios de la de 1980. Sin embargo, por medio de emisión de bonos indizados al tipo de cambio, pero denominados en pesos, una buena parte de la deuda se convirtió de facto en deuda externa disfrazada. Esto se hizo evidente en diciembre de 1994, cuando el país sufrió un ataque especulativo (véanse otros capítulos de esta obra) que desató una crisis de estructura de deuda nunca antes vista en México. Es decir, a diferencia de 1982, cuando el nivel de deuda externa reba-saba 80% del pib, en 1994 era de 27%, pero con vencimientos concentrados en el corto plazo, por lo que se entró en una crisis de liquidez. La lección de esta crisis fue que había que alargar el promedio de vencimiento de deuda. Esta política se puso en marcha durante el gobierno del presidente Zedillo y se ha seguido hasta ahora.

concluSión

No es exagerado decir que históricamente ha habido un desperdicio impor-tante en el uso de la política fiscal como instrumento para, por un lado, pro-mover el crecimiento, y por el otro, reducir la pobreza y desigualdad en el ingreso. Una reforma integral continúa siendo un reto que se debe afrontar.

En particular, en la sección de impuestos de este capítulo se argumenta que la política en este sentido se puede caracterizar por tres fenómenos. Pri-mero, una centralización de la recaudación de impuestos explicada en parte por la necesidad de fortalecer al Estado mexicano para que pudiera asumir la tarea de desarrollar al país, aunque esto también obedeció a tendencias mun-diales que mostraban que el gobierno federal era más eficiente en este senti-do. Segundo, un tránsito de cobro de impuestos indirectos a uno de directos, tendencia que llega a un punto donde la estructura actual de tributos se alcanza con la reforma de 1980. Finalmente, aquí se muestra que durante todo el siglo la recaudación en México ha sido baja, comparada con otros países. Esta última es materia de debate, y las explicaciones son de diversa índole. Lo cierto es que la hipótesis política es la más convincente.

En cuanto al gasto, en este estudio encontramos que la participación del gasto social en la economía comienza a incrementarse sólo a partir del gobier-no del presidente Cárdenas. Desde entonces este gasto se ha dirigido a distin-tos sectores sociales. Sin embargo, éste difícilmente ha llegado a los más pobres de los pobres. Si bien a principios del presente siglo se realizó un esfuerzo en este sentido, sigue representando un reto para nuestra nación.

Por último, en este capítulo se revisa de manera breve la descentraliza-ción del gasto. Durante el periodo de centralización tributaria, el gasto des-cansó en exceso en las transferencias que realiza el gobierno federal a los

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otros niveles de gobierno. Esta tendencia no se resuelve con un inicio de descentralización hacia el final del siglo, pero se incrementan las transferen-cias hacia los gobiernos estatales y municipales. El reto, pues, es romper la tendencia para fomentar que ellos dependan en mayor medida de ingresos generados en las propias entidades.

En suma, el estudio sugiere, reiteramos, que es necesaria una reforma fiscal integral para el presente siglo.

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