Fedor Dostoiewski - El Jugador - V1.0

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Capítulo 1

Por fin he regresado al cabo de quince días d

ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está eRoulettenburg. Yo pensaba que me estaríaaguardando con impaciencia, pero mequivoqué. El general tenía un aire mu

despreocupado, me habló con altanería y mmandó a ver a su hermana. Era evidente quhabían conseguido dinero en alguna parte. Tuvincluso la impresión de que al general le dabcierta vergüenza mirarme. Marya Filippovnestaba atareadísima y me habló un poco poencima del hombro, pero tomó el dinero, lcontó y escuchó todo mi informe. Esperaban comer a Mezentzov, al francesito y a no sé qu

inglés. Como de costumbre, en cuanto habídinero invitaban a comer, al estilo de MoscúPolina Aleksandrovna me preguntó al verme poqué había tardado tanto; y sin esperar respuest

salió para no sé dónde. Por supuesto, lo hiz

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adrede. Menester es, sin embargo, que noexpliquemos. Hay mucho que contar.

Me asignaron una habitación exigua en e

cuarto piso del hotel. Saben que formo parte deséquito del general. Todo hace pensar que se lahan arreglado para darse a conocer. Al generale tienen aquí todos por un acaudalado magnatruso. Aun antes de la comida me mandó, entrotros encargos, a cambiar dos billetes de mfrancos. Los cambié en la caja del hotel. Ahoradurante ocho días por lo menos, nos tendrán pomillonarios. Yo quería sacar de paseo a Misha

Nadya, pero me avisaron desde la escalera qufuera a ver al general, quien había tenido a bieenterarse de adónde iba a llevarlos. No cabduda de que este hombre no puede fijar sus ojodirectamente en los míos; él bien quisiera, perle contesto siempre con una mirada tasostenida, es decir, tan irrespetuosa que parecazorarse. En tono altisonante, amontonando unfrase sobre otra y acabando por hacerse un lío

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me dio a entender que llevara a los niños dpaseo al parque, más allá del Casino, perterminó por perder los estribos y añadi

mordazmente: «Porque bien pudiera ocurrir qulos llevara usted al Casino, a la ruleta. Perdoneañadió-, pero sé que es usted bastante frívolo que quizá se sienta inclinado a jugar. En todcaso, aunque no soy mentor suyo ni deseo serlotengo al menos derecho a esperar que usted, poasí decirlo, no me comprometa ... ».

-Pero si no tengo dinero -respondí con calmaPara perderlo hay que tenerlo.

-Lo tendrá enseguida -respondió el generaruborizándose un tanto. Revolvió en sescritorio, consultó un cuaderno y de ellresultó que me correspondían unos ciento veintrublos.

-Al liquidar -añadió- hay que convertir lorublos en táleros. Aquí tiene cien táleros enúmeros redondos. Lo que falta no caerá eolvido.

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Tomé el dinero en silencio.-Por favor, no se enoje por lo que le digo. E

usted tan quisquilloso... Si le he hecho un

observación ha sido por ponerle sobre aviso, poasí decirlo; a lo que por supuesto tengo algúderecho...

Cuando volvía a casa con los niños antes de lhora de comer, vi pasar toda una cabalgataNuestra gente iba a visitar unas ruinas. ¡Docalesas soberbias y magníficos caballos!

Mademoiselle Blanche iba en una de ellas coMarya Filippovna y Polina; el francesito, e

inglés y nuestro general iban a caballo. Lotranseúntes se paraban a mirar. Todo ello era dmuy buen efecto, sólo que a expensas degeneral. Calculé que con los cuatro mil francoque yo había traído y con los que ellos, por lvisto, habían conseguido reunir, tenían ahorsiete u ocho mil, cantidad demasiado pequeñpara mademoiselle Blanche.

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Mademoiselle Blanche, a la que acompaña smadre, reside también en el hotel. Por aquí andtambién nuestro francesito. La servidumbre l

llama monsieur le comte y a mademoisellBlanche madame la comtesse. Es posible queen efecto, sean comte y comtesse.

Yo bien sabía que monsieur le comte no mreconocería cuando nos encontráramos a lmesa. Al general, por supuesto, no se locurriría presentarnos o, por lo menopresentarme a mí, puesto que monsieur le comt

ha estado en Rusia y sabe lo poquita cosa que e

lo que ellos llaman un outchitel, esto es, ututor. Sin embargo, me conoce muy bienConfieso que me presenté en la comida sihaber sido invitado; el general, por lo visto, solvidó de dar instrucciones, porque de otrmodo me hubiera mandado de seguro a comer la mesa redonda. Cuando llegué, pues, egeneral me miró con extrañeza. La buena dMarya Filippovna me señaló un puesto a l

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mesa, pero el encuentro con mister Astley salvla situación y acabé formando parte del grupoal menos en apariencia.

Tropecé por primera vez con este ingléexcéntrico en Prusia, en un vagón en questábamos sentados uno frente a otro cuando yiba al alcance de nuestra gente; más tarde volva encontrarle cuando viajaba por Francia y poúltimo en Suiza dos veces en quince días; y haquí que inopinadamente topaba con él dnuevo en Roulettenburg. En mi vida hconocido a un hombre más tímido, tímido hast

lo increíble; y él sin duda lo sabe porque ntiene un pelo de tonto. Pero es hombre muagradable y flemático. Le saqué conversaciócuando nos encontramos por primera vez ePrusia. Me dijo que había estado ese verano eel Cabo Norte y que tenía gran deseo de asistir la feria de Nizhni Novgorod. Ignoro cómo trabconocimiento con el general. Se me antoja questá locamente enamorado de Polina. Cuand

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ella entró se le encendió a él el rostro con todolos colores del ocaso. Mostró alegría cuando msenté junto a él a la mesa y, al parecer, m

considera ya como amigo entrañable.A la mesa el francesito galleaba más que dcostumbre y se mostraba desenvuelto autoritario con todos. Recuerdo que ya eMoscú soltaba pompas de jabón. Habló por locodos de finanzas y de política rusa. De vez ecuando el general se atrevía a objetar algo, perdiscretamente, para no verse privado por enterde su autoridad.

Yo estaba de humor extraño y, por supuestoantes de mediada la comida me hice la preguntusual y sempiterna: «¿Por qué pierdo el tiempcon este general y no le he dado ya esquinazo?»De cuando en cuando lanzaba una mirada Polina Aleksandrovna, quien ni se daba cuentde mi presencia. Ello ocasionó el que yo mdesbocara y echara por alto toda cortesía.

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La cosa empezó con que, sin motivo aparenteme entrometí de rondón en la conversacióajena. Lo que yo quería sobre todo era reñir co

el francesito. Me volví hacia el general y en voalta y precisa, interrumpiéndole por lo vistodije que ese verano les era absolutamentimposible a los rusos sentarse a comer a unmesa redonda de hotel. El general me miró coasombro.

-Si uno tiene amor propio -proseguí- no puedevitar los altercados y tiene que aguantar laafrentas más soeces. En París, en el Rin, inclus

en Suiza, se sientan a la mesa redonda tantopolaquillos y sus simpatizantes franceses que uruso no halla modo de intervenir en lconversación.

Dije esto en francés. El general me mirperplejo, sin saber si debía mostrarse ofendido sólo maravillado de mi desplante.

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-Bien se ve que alguien le ha dado a usted unlección -dijo el francesito con descuido desdén.

-En París, Para empezar, cambié insultos coun polaco -respondí- y luego con un oficiafrancés que se puso de parte del polaco. Perdespués algunos de los franceses se pusieron su vez de parte mía, cuando les conté cómquise escupir en el café de un monsignore.

-¿Escupir? -preguntó el general con fatuperplejidad y mirando en torno suyo. Efrancesito me escudriñó con mirada incrédula.

-Así como suena –contesté-. Como durante upar de días creí que tendría que hacer una rápidvisita a Roma por causa de nuestro negocio, fua la oficina de la legación del Padre Santo eParís para que visaran el pasaporte. Allí msalió al encuentro un clérigo pequeñocincuentón, seco y con cara de pocos amigoMe escuchó cortésmente, pero con airavinagrado, y me dijo que esperase. Aunqu

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tenía prisa, me senté, claro está, a esperar, saquL’Opinion Nationale y me puse a leer una sartterrible de insultos contra Rusia. Mientras tant

oí que alguien en la habitación vecina iba a vea  Monsignore y vi al clérigo hacerle unreverencia. Le repetí la petición anterior y, coaire aún más agrio, me dijo otra vez quesperara. Poco después entró otro desconocidoen visita de negocios; un austriaco, por lo vistoque también fue atendido y conducido al piso darriba. Yo ya no pude contener mi enojo: mlevanté, me acerqué al clérigo y le dije co

retintín que puesto que Monsignore recibía, biepodía atender también a mi asunto. Al oír estel clérigo dió un paso atrás, sobrecogido dinsólito espanto. Sencillamente no podícomprender que un ruso de medio pelo, unnulidad, osara equipararse a los invitados dMonsignore. En el tono más insolente, como se deleitara en insultarme, me miró de pies cabeza y gritó: "¿Pero cree que Monsignore va

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dejar de tomar su café por usted?". Yo tambiégrité, pero más fuerte todavía: " ¡Pues sepusted que escupo en el café de su Monsignore

¡Si ahora mismo no arregla usted lo de mpasaporte, yo mismo voy a verle!".»"¡Cómo! ¿Ahora que está el cardenal con él

exclamó el clérigo, apartándose de mespantado, lanzándose a la puerta y poniendlos brazos en cruz, como dando a entender qumoriría antes que dejarme pasar.

»Yo le contesté entonces que soy un hereje un bárbaro, que je suis hérétique et barbare,

que a mí me importan un comino todos esoarzobispos, cardenales, monseñores, etc., etcen fin, mostré que no cejaba en mi propósito. Eclérigo me miró con infinita ojeriza, me arrancel pasaporte de las manos y lo llevó al piso darriba. Un minuto después estaba visado. Aquestá. ¿Tiene usted a bien examinarlo? -saqué epasaporte y enseñé el visado romano.

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-Usted, sin embargo... -empezó a decir egeneral.

-Lo que le salvó a usted fue declararse bárbar

y hereje -comentó el francesito sonriendo coironía-. Cela n'était pas si bête.

-¿Pero es posible que se mire así a nuestrocompatriotas? Se plantan aquí sin atreverse decir esta boca es mía y dispuestos, por lo vistoa negar que son rusos. A mí, por lo menos, emi hotel de París empezaron a tratarme comucha mayor atención cuando les conté lo dmi pelotera con el clérigo. Un caballero polaco

gordo él, mi adversario más decidido a la mesredonda, quedó relegado a segundo plano. Hastlos franceses se reportaron cuando dije que doaños antes había visto a un individuo sobre eque había disparado un soldado francés en 181sólo para descargar su fusil. Ese hombre erentonces un niño de diez años cuya familia nhabía logrado escapar de Mosni.

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-¡No puede ser! -exclamó el francesito-. ¡Usoldado francés no dispararía nunca contra uniño!

-Y, sin embargo, así fue -repuse-. Esto me lcontó un respetable capitán de reserva y ymismo vi en su mejilla la cicatriz que dejó lbala.

El francés empezó a hablar larga rápidamente. El general quiso apoyarle, pero yle aconsejé que leyera, por ejemplo, ciertotrozos de las  Notas del general Perovski, questuvo prisionero de los franceses en 1812

Finalmente, Marya Filippovna habló de algpara dar otro rumbo a la conversación. Egeneral estaba muy descontento conmigoporque el francés y yo casi habíamos empezada gritar. Pero a mister Astley, por lo visto, lagradó mucho mi disputa con el francés. Slevantó de la mesa y me invitó a tomar con él uvaso de vino. A la caída de la tarde, como ermenester, logré hablar con Polin

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Aleksandrovna un cuarto de hora. Nuestrconversación tuvo lugar durante el paseo. Todofuimos al parque del Casino. Polina se sentó e

un banco frente a la fuente y dejó a Nadyenkque jugara con otros niños sin alejarse muchoYo también solté a Misha junto a la fuente y pofin quedamos solos.

Para empezar tratamos, por supuesto, dnegocios. Polina, sin más, se encolerizó cuandle entregué sólo setecientos gulden. Habíestado segura de que, empeñando sus brillantele habría traído de París por lo menos dos mil,

no más.-Necesito dinero -dijo-, y tengo quagenciármelo sea como sea. De lo contrariestoy perdida.

Yo empecé a preguntarle qué había sucediddurante mi ausencia.

-Nada de particular, salvo dos noticias qullegaron de Petersburgo: primero, que la abuelestaba muy mal, y dos días después que, por l

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visto, estaba agonizando. Esta noticia es dTimofei Petrovich -agregó Polina-, que ehombre de crédito. Estamos esperando la últim

noticia, la definitiva.-¿Así es que aquí todos están a la expectativa-pregunté.

-Por supuesto, todos y todo; desde hace mediaño no se espera más que esto.

-¿Usted también? -inquirí.~¡Pero si yo no tengo ningún parentesco co

ella! Yo soy sólo hijastra del general. Ahorbien, sé que seguramente me recordará en s

testamento.-Tengo la impresión de que heredará ustemucho -dije con énfasis.

-Sí, me tenía afecto. ¿Pero por qué tiene usteesa impresión?

-Dígame -respondí yo con una pregunta-, ¿nestá nuestro marqués iniciado en todos losecretos de la familia?

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-¿Y a usted qué le va en ello? -preguntPolina mirándome seca y severamente.

- ¡Anda, porque si no me equivoco, el genera

ya ha conseguido que le preste dinero!-Sus sospechas están bien fundadas.-¡Claro! ¿Le daría dinero si no supiera lo de l

abuela? ¿Notó usted a la mesa que mencionó la abuela tres veces y la llamó «la abuelita», lbaboulinka? ¡Qué relaciones tan íntimas amistosas!

-Sí, tiene usted razón. Tan pronto como sepque en el testamento se me deja algo, pide m

mano. ¿No es esto lo que quería usted saber?-¿Sólo que pide su mano? Yo creía que ya lhabía pedido hacía tiempo

-¡Usted sabe muy bien que no! -dijo Polinairritada-. ¿Dónde conoció usted a ese inglés-añadió tras un minuto de silencio.

-Ya sabía yo que me preguntaría usted por él.Le relaté mis encuentros anteriores con miste

Astley durante el viaje.

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-Es hombre tímido y enamoradizo y, posupuesto, ya está enamorado de usted.

Sí, está enamorado de mí -repuso Polina.

-Y, claro, es diez veces más rico que efrancés. ¿Pero es que el francés tiene de veraalgo? ¿No es eso motivo de duda?

-No, no lo es. Tiene un cháteau o algo por eestilo. Ayer, sin ir más lejos, me hablaba egeneral de ello, y muy positivamente. Bueno¿qué? ¿Está usted satisfecho?

-Yo que usted me casaría sin más con einglés.

-¿Por qué? -preguntó Polina.-El francés es mejor mozo, pero es un granujay el inglés, además de ser honrado, es diez vecemás rico -dije con brusquedad.

-Sí, pero el francés es marqués y más list-respondió ella con la mayor tranquilidad.

-¿De veras?-Como lo oye.

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A Polina le desagradaban mucho mipreguntas, y eché de ver que quería enfurecermcon el tono y la brutalidad de sus respuestas. A

se lo dije al momento.-De veras que me divierte verle tan rabiosoTiene que pagarme de algún modo el que lpermita hacer preguntas y conjeturas parecidas.

-Es que yo, en efecto, me considero coderecho a hacer a usted toda clase de pregunta-respondí con calma-, precisamente porquestoy dispuesto a pagar por ellas lo que se piday porque estimo que mi vida no vale un comin

ahora.Polina rompió a reír.-La última vez, en el Schlangenberg, dij

usted que a la primera palabra mía estabdispuesto a tirarse de cabeza desde allí, desduna altura, según parece, de mil pies. Algunvez pronunciaré esa palabra, aunque sólo separa ver cómo paga usted lo que se pida, puede estar seguro de que seré inflexible. Me e

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usted odioso, justamente porque le he permitidtantas cosas, y más odioso aún porque lnecesito. Pero mientras le necesite, tendré qu

ponerle a buen recaudo.Se dispuso a levantarse. Hablaba coirritación. últimamente, cada vez que hablabconmigo, terminaba el coloquio en una nota denojo y furia, de verdadera furia.

-Permítame preguntarle: ¿qué clase de persones mademoiselle Blanche? -dije, deseando quno se fuera sin una explicación.

-Usted mismo sabe qué clase de persona e

mademoiselle Blanche. No hay por qué añadnada a lo que se sabe hace tiempoMademoiselle Blanche será probablementesposa del general, es decir, si se confirman lorumores sobre la muerte de la abuela, porqumademoiselle Blanche, lo mismo que su madry que su primo el marqués, saben muy bien questamos arruinados.

-¿Y el general está perdidamente enamorado?

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-No se trata de eso ahora. Escuche y tengpresente lo que le digo: tome estos setecientoflorines y vaya a jugar; gáneme cuanto pueda

la ruleta; necesito ahora dinero de la forma qusea.Dicho esto, llamó a Nadyenka y se encamin

al Casino, donde se reunió con el resto dnuestro grupo. Yo, pensativo y perplejo, tompor la primera vereda que vi a la izquierda. Lorden de jugar a la ruleta me produjo el efectde un mazazo en la cabeza. Cosa rara, teníbastante de qué preocuparme y, sin embargo

aquí estaba ahora, metido a analizar misentimientos hacia Polina. Cierto era que mhabía sentido mejor durante estos quince días dausencia que ahora, en el día de mi regresoaunque todavía en el camino desatinaba comun loco, respingaba como un azogado, y a vecehasta en sueños la veía. Una vez (esto pasó eSuiza), me dormí en el vagón y, por lo vistoempecé a hablar con Polina en voz alta, dand

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mucho que reír a mis compañeros de viaje. Yahora, una vez más, me hice la pregunta: ¿lquiero?

Y una vez más no supe qué contestar; o, mejodicho, una vez más, por centésima vez, mcontesté que la odiaba. Sí, me era odiosa. Habímomentos (cabalmente cada vez quterminábamos una conversación) en que hubierdado media vida por estrangularla. Juro que hubiera sido posible hundirle un cuchillo bieafilado en el seno, creo que lo hubiera hechcon placer. Y, no obstante, juro por lo má

sagrado que si en el Schlangenberg, en escumbre tan a la moda, me hubiera dichefectivamente: «¡Tírese!», me hubiera tirado eel acto, y hasta con gusto. Yo lo sabía. De unmanera u otra había que resolver aquello. Ellapor su parte, lo comprendía perfectamente, sólo el pensar que yo me daba cuenta justa cabal de su inaccesibilidad para mí, de limposibilidad de convertir mis fantasías e

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realidades, sólo el pensarlo, estaba seguro, lproducía extraordinario deleite; de lo contrario¿cómo podría, tan discreta e inteligente com

es, permitirse tales intimidades y revelacioneconmigo? Se me antoja que hasta entonces mhabía mirado como aquella emperatriz de lantigüedad que se desnudaba en presencia de uesclavo suyo, considerando que no era hombreSí, muchas veces me consideraba como sí nfuese hombre...Pero, en fin, había recibido su encargo: ganar ala ruleta de la manera que fuese. No tenía

tiempo para pensar con qué fin y con cuántarapidez era menester ganar y qué nuevascombinaciones surgían en aquella cabezasiempre entregada al cálculo. Además, en losúltimos quince días habían entrado en juegonuevos factores, de los cuales aún no tenía ideaEra preciso averiguar todo ello, adentrarse enmuchas cuestiones y cuanto antes mejor. Pero

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de momento no había tiempo. Tenía que ir a laruleta.

Capítulo 2

Confieso que el mandato me era desagradableporque aunque había resuelto jugar no habíprevisto que empezaría jugando por cuentajena. Hasta me sacó un tanto de quicio, y entren las salas de juego con ánimo muy desabridoNo me gustó lo que vi allí a la primera ojeadaNo puedo aguantar el servilismo que delatan la

crónicas de todo el mundo, y sobre todo las dnuestros periódicos rusos, en las que cadprimavera los que las escriben hablan de docosas: primera, del extraordinario esplendor lujo de las salas de juego en las «ciudades de lruleta» del Rin; y, segunda, de los montones doro que, según dicen, se ven en las mesaPorque en definitiva, no se les paga por ello, sencillamente lo dicen por puro servilismo. N

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hay esplendor alguno en estas salacochambrosas, y en cuanto a oro, no sólo no hamontones de él en las mesas, sino que apenas s

ve. Cierto es que alguna vez durante ltemporada aparece de pronto un tipo raro, uinglés o algún asiático, un turco, como sucedieste verano, y pierde o gana sumas muconsiderables; los demás, sin embargo, siguejugándose unos míseros gulden, y la cantidaque aparece en la mesa es por lo generabastante modesta.

Cuando entré en la sala de juego (por primer

vez en m vida) dejé pasar un rato sin probafortuna. Además, la muchedumbre eragobiante. Sin embargo, aunque hubiera estadsolo, creo que en esa ocasión me hubiermarchado sin jugar. Confieso que me latífuertemente el corazón y que no las tenía todaconmigo; muy probablemente sabía, y habídecidido tiempo atrás, que de Roulettenburg nsaldría como había llegado; que algo radical

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definitivo iba a ocurrir en mi vida. Así tenía quser y así sería. Por ridícula que parezca mi graconfianza en los beneficios de la ruleta, má

ridícula aún es la opinión corriente de que eabsurdo y estúpido esperar nada del juego. ¿Ypor qué el juego habrá de ser peor que cualquieotro medio de procurarse dinero, por ejemplo, ecomercio? Una cosa es cierta: que de cadciento gana uno. Pero eso ¿a mí qué mimporta?

En todo caso, decidí desde el primer momentobservarlo todo con cuidado y no intentar nad

serio, en esa ocasión. Si algo había de ocurresa noche, sería de improviso, y nada del otrjueves; y de ese modo me dispuse a apostaTenía, por añadidura, que aprender el juegmismo, ya que a pesar de las mil descripcionede la ruleta que había leído con tanta avidez, lverdad es que no sabría nada de sfuncionamiento hasta que no lo viera con mipropios ojos.

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En primer lugar, todo me parecía muy sucioalgo así como moralmente sucio e indecente. Nme refiero, ni mucho menos, a esas caras ávida

e intranquilas que a decenas, hasta a centenarese agolpan alrededor de las mesas de juegoFrancamente, no veo nada sucio en el deseo dganar lo más posible y cuanto antes: siempre htenido por muy necia la opinión de un moralistacaudalado y bien nutrido, quien, oyendo decir alguien, por vía de justificación, que «al fin y acabo estaba apostando cantidades pequeñas»contestó: «Tanto peor, pues el afán de lucr

también será mezquino». ¡Como si ese afán nfuera el mismo cuando se gana poco que cuandse gana mucho! Es cuestión de proporción. Lque para Rothschild es poco, para mí es lriqueza; y si de lo que se trata es de ingresos ganancias, entonces no es sólo en la ruleta, sinen cualquier transacción, donde uno le saca otro lo que puede. Que las ganancias y lapérdidas sean en general algo repulsivo es otr

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cuestión que no voy a resolver aquí. Puesto quyo mismo sentía agudamente el afán de lucrotoda esa codicia y toda esa porquería codicios

me resultaban, cuando entré en la salaconvenientes y, por así decirlo, familiares. Nadmás agradable que cuando puede uno dejarse dcumplidos en su trato con otro y cada cual scomporta abiertamente, a la pata la llana. ¿Y dqué sirve engañarse a sí mismo? ¡Qué menestetan trivial y poco provechoso! Repelente eparticular, a primera vista, en toda esa chusmde la ruleta era el respeto con que miraba lo qu

se estaba haciendo, la seriedad, mejor dicho, ldeferencia con que se agolpaba en torno a lamesas. He aquí por qué en estos casos sdistingue con esmero entre los juegos que sdicen de mauvais genre y los permitidos a lapersonas decentes. Hay dos clases de juego: unpara caballeros y otra plebeya, mercenariapropia de la canalla. Aquí la distinción sobserva rigurosamente; ¡y qué vil, en realidad

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es esa distinción! Un caballero, por ejemplopuede hacer una puesta de cinco o diez luiserara vez más; o puede apostar hasta mil franco

si es muy rico, pero sólo por jugar, sólo podivertirse, en realidad sólo para observar eproceso de la ganancia o la pérdida; pero dningún modo puede mostrar interés en lganancia misma. Si gana, puede, por ejemplosoltar una carcajada, hacer un comentario cualquiera de los concurrentes, incluso apuntade nuevo o doblar su puesta, pero sólo pocuriosidad, para estudiar y calcular la

probabilidades, pero no por el deseo plebeyo dganar. En suma, que no debe ver en todas estamesas de juego, ruletas  y trente et quarante

sino un entretenimiento organizadexclusivamente para su satisfacción. Lovaivenes de la suerte, en que se apoya y sjustifica la banca, no debe siquiera sospecharloNo estaría mal que se figurara, por ejemplo, qutodos los demás jugadores, toda esa chusma qu

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tiembla ante un guiden, son en realidad tan ricoy caballerosos como él y que juegan sólo pardivertirse y pasar el tiempo. Est

desconocimiento completo de la realidad, estingenua visión de lo que es la gente, son, posupuesto, típicos de la más refinada aristocraciaVi que muchas mamás empujaban adelante sus hijas, jovencitas inocentes y elegantes dquince o dieciséis años, y les daban unamonedas de oro para enseñarlas a jugar. Lseñorita ganaba o perdía sonriendo y smarchaba tan satisfecha. Nuestro general s

acercó a la mesa con aire grave e imponente. Ulacayo corrió a ofrecerle una silla, pero él nsiquiera le vio. Con mucha lentitud sacó eportamonedas; de él, con mucha lentitudextrajo trescientos francos en oro, los apuntó anegro y ganó. No recogió lo ganado y lo dejó ela mesa. Salió el negro otra vez y tampocrecogió lo ganado. Y cuando la tercera vez saliel rojo, perdió de un golpe mil dosciento

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francos. Se retiró sonriendo y sin perder ldignidad. Yo estaba seguro de que por dentriba consumido de rabia y que si la puest

hubiera sido dos o tres veces mayor, hubierperdido la serenidad y dado suelta a sturbación. Por otra parte, un francés, en mpresencia, ganó y perdió hasta treinta mfrancos, alegre y tranquilamente. El caballerauténtico, aunque pierda cuanto tiene, no debalterarse. El dinero está tan por bajo de ldignidad de un caballero que casi no vale lpena pensar en él. Sería muy aristocrático, po

supuesto, no darse cuenta de la cochambre dtoda esa chusma y esa escena. A veces, siembargo, no es menos aristocrático y refinado edarse cuenta, es decir, observar con cuidadoexaminar con impertinentes, como si dijéramoa toda esa chusma; pero sólo viendo en escochambre y en toda esa muchedumbre unforma especial de pasatiempo, un espectáculorganizado para divertir a los caballeros. Un

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puede abrirse paso entre el gentío y mirar etorno, pero con el pleno convencimiento de queen rigor, uno es sólo observador y de ningú

modo parte del grupo. Pero, por otro lado, no sdebe observar con demasiada atención, pueello sería actitud impropia de un caballero, yque al fin y al cabo el espectáculo no merece seobservado larga y atentamente; y sabido es qupocos espectáculos son dignos de la cuidadosatención de un caballero. Sin embargo, a mí mparecía que todo esto merecía la atención másolícita, especialmente cuando venía aquí n

sólo para observar, sino para formar partesincera y conscientemente, de esa chusma. Ecuanto a mis convicciones morales más íntimaes claro que no hallan acomodo en el presentrazonamiento. En fin, ¡qué le vamos a hacerHablo sólo para desahogar mi conciencia. Peruna cosa sí haré notar: que últimamente me hsido -no sé por qué- profundamente repulsivajustar mi conducta y mis pensamientos

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cualquier género de patrón moral. Era otrpatrón el que me guiaba...

Es verdad que la chusma juega muy sucio. N

ando lejos de pensar que a la mesa de juegmisma se dan casos del más vulgar latrocinioPara los crupieres, sentados a los extremos de lmesa, observar y liquidar las apuestas es trabajmuy duro. ¡Ésa es otra chusma! Franceses en smayor parte. Por otro lado, yo observaba estudiaba no para describir la ruleta, sino par«hacerme al juego», para saber cómconducirme en el futuro. Noté, por ejemplo, qu

nada es más frecuente que ver salir de detrás dla mesa una mano que se apropia lo que uno hganado. Se produce un altercado, a menudo soye una gritería, ¡y vaya usted a buscar testigopara probar que la puesta es suya!

Al principio todo me parecía un galimatías sisentido. Sólo adiviné y distinguí no sé cómo qulas puestas eran al número, a pares y nones y acolor. Del dinero de Polina Aleksandrovn

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decidí arriesgar esa noche cien gulden. La idede entrar a jugar y no por propia incumbencime tenía un poco fuera de quicio. Era un

sensación sumamente desagradable y querísacudírmela de encima cuanto antes. Se mantojaba que empezando con Polina daba atraste con mi propia suerte. ¿No es verdad ques imposible acercarse a una mesa de juego sisentirse en seguida contagiado por lsuperstición? Empecé sacando cinco federicode oro, esto es, cincuenta gulden, y poniéndoloa los pares. Giró la rueda, salió el quince

perdí. Con una sensación de ahogo, sólo parliberarme de algún modo y marcharme, pusotros cinco federicos al rojo. Salió el rojo. Puslos diez federicos, salió otra vez el rojo. Lo pustodo al rojo, y volvió a salir el rojo. Cuandrecibí cuarenta federicos puse veinte en los docnúmeros medios sin tener idea de lo que podríresultar. Me pagaron el triple. Así, pues, midiez federicos de oro se habían trocado d

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pronto en ochenta. La extraña e insólitsensación que ello me produjo se me hizo tainsoportable que decidí irme. Me parecía que d

ningún modo jugaría así si estuviera jugandpor mi propia cuenta. Sin embargo, puse loochenta federicos una vez más a los pares. Estvez salió el cuatro; me entregaron otros ochentfedericos, y cogiendo el montón de cientsesenta federicos de oro salí a buscar a PolinAleksandrovna.

Todos se habían ido de paseo al parque y nconseguí verla hasta después de la cena. En est

ocasión no estaba presente el francés, y egeneral se despachó a sus anchas: entre otracosas juzgó necesario advertirme una vez máque no le agradaría verme junto a una mesa djuego. Pensaba que le pondría en un gracompromiso si perdía demasiado; «pero aunquganara usted mucho, quedaría yo también en ucompromiso -añadió con intención-. Posupuesto que no tengo derecho a dirigir su

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actos, pero usted mismo estará de acuerdo eque ... ». Ahí se quedó, como era costumbrsuya, sin acabar la frase. Yo respondí secament

que tenía muy poco dinero y, por lo tanto, npodía perder cantidades demasiado llamativaaun si llegaba a jugar. Cuando subía a mhabitación logré entregar a Polina sus gananciay le anuncié que no volvería a jugar más pocuenta de ella.

-¿Y eso por qué? -preguntó alarmada.-Porque quiero jugar por mi propia cuent

-respondí mirándola asombrado- y esto me l

impide.-¿Conque sigue usted convencido de que lruleta es su única vía de salvación? -preguntirónicamente. Yo volví a contestar museriamente que sí; en cuanto a mconvencimiento de que ganaría sin duda algun.... bueno, quizá fuera absurdo, de acuerdo, perque me dejaran en paz.

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Polina Aleksandrovna insistió en que fuera medias con ella en las ganancias de hoy, y mofreció ochenta federicos de oro, proponiend

que en el futuro continuásemos el juego sobresa base. Yo rechacé la oferta, de plano y siambages, y declaré que no podía jugar pocuenta de otros, no porque no quisiera hacerlosino porque probablemente perdería.

-Y, sin embargo, yo también, por estúpido quparezca, cifro mis esperanzas casi únicamenten la ruleta -dijo pensativa-. Por consiguientetiene usted que seguir jugando conmigo

medias, y, por supuesto, lo hará.Con esto se apartó de mí sin escuchar misulteriores objeciones.

Capítulo 3

Polina, sin embargo, ayer no me habló dejuego en todo el día, más aún, evitó en generahablar conmigo. Su previa manera de tratarm

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no se alteró; esa completa despreocupación esu actitud cuando nos encontrábamos, con umatiz de odio y desprecio. Por lo común n

procura ocultar su aversión hacia mí; esto lo veyo mismo. No obstante, tampoco me oculta qule soy necesario y que me reserva para algoEntre nosotros han surgido unas relaciones hartraras, en gran medida incomprensibles para mhabida cuenta del orgullo y la arrogancia coque se comporta con todos. Ella sabe, poejemplo, que yo la amo hasta la locura, me dvenia incluso para que le hable de mi pasió

(aunque, por supuesto, nada expresa mejor sdesprecio que esa licencia que me da parhablarle de mi amor sin trabas ni circunloquios«Quiere decirse que tengo tan en poco tusentimientos que me es absolutamentindiferente que me hables de ellos, sean los qusean». De sus propios asuntos me hablabmucho ya antes, pero nunca con enterfranqueza. Además, en sus desdenes par

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conmigo hay cierto refinamiento: sabe, poejemplo, que conozco alguna circunstancia dsu vida o alguna cosa que la trae muy inquieta

incluso ella misma me contará algo de suasuntos si necesita servirse de mí para algún fiparticular, ni más ni menos que si fuese sesclavo o recadero; pero me contará sólaquello que necesita saber un hombre que va servir de recadero) y aunque la pauta entera dlos acontecimientos me sigue sienddesconocida, aunque Polina misma ve que sufry me inquieto por -causa de sus propio

sufrimientos e inquietudes, jamás se dignartranquilizarme por completo con una franquezamistosa, y eso que, confiándome a menudencargos no sólo engorrosos, sino hastarriesgados, debería, en mi opinión, ser francconmigo. Pero ¿por qué habría de ocuparse dmis sentimientos, de que también yo estoinquieto y de que quizá sus inquietudes

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desgracias me preocupan y torturan tres vecemás que a ella misma?

Desde hacía unas tres semanas conocía yo s

intención de jugar a la ruleta. Hasta me habíanunciado que tendría que jugar por cuentsuya, porque sería indecoroso que ella mismjugara. Por el tono de sus palabras saqué prontla conclusión de que obraba a impulsos de ungrave preocupación y no simplemente por edeseo de lucro. ¿Qué significaba para ella edinero en sí mismo? Ahí había un propósitoalguna circunstancia que yo quizá pudier

adivinar, pero que hasta este momento ignoroClaro que la humillación y esclavitud en que mtiene podrían darme (a menudo me dan) lposibilidad de hacerle preguntas duras groseras. Dado que no soy para ella sino uesclavo, un ser demasiado insignificante, ntiene motivo para ofenderse de mi rudcuriosidad. Pero es el caso que, aunque ella mpermite hacerle preguntas, no las contesta. Ha

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veces que ni siquiera se da cuenta de ellas. ¡Aestán las cosas entre nosotros!

Ayer se habló mucho del telegrama que s

mandó hace cuatro días a Petersburgo y que nha tenido contestación. El general, por lo vistoestá pensativo e inquieto. Se trata, ni que dectiene, de la abuela. También el francés estagitado. Ayer, sin ir más lejos, estuvierohablando largo rato después de la comida. Etono que emplea el francés con todos nosotroes sumamente altivo y desenvuelto. Aquí se dlo del refrán: «les das la mano y se toman e

pie». Hasta con Polina se muestrdesembarazado hasta la grosería; pero, por otrlado, participa con gusto en los paseos por eparque y en las cabalgatas y excursiones acampo. Desde hace bastante tiempo conozcalgunas de las circunstancias que ligan afrancés y al general. En Rusia proyectaron abrjuntos una fábrica, pero no sé si el proyecto smalogró o si sigue todavía en pie. Ademá

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conozco por casualidad parte de un secreto dfamilia: el francés, efectivamente, había sacadde apuros al general el año antes, dándol

treinta mil rublos para que completara ciertcantidad que faltaba en los fondos públicoantes de presentar la dimisión de su cargo. Ypor supuesto, el general está en sus garras; perahora, cabalmente ahora, quien desempeña epapel principal en este asunto es mademoisellBlanche, y en esto estoy seguro de nequivocarme.

¿Quién es mademoiselle Blanche? Aquí, entr

nosotros, se dice que es una francesa de noblalcurnia y fortuna colosal, a quien acompaña smadre. También se sabe que tiene algúparentesco, aunque muy remoto, con nuestrmarques: prima segunda o algo por el estilo. Sdice que hasta mi viaje a París el francés mademoiselle Blanche se trataban con bastantmás ceremonia, como si quisieran dar ejemplde finura y delicadeza. Ahora, sin embargo, s

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relación, amistad y parentesco parecen menodelicados y más íntimos. Quizá estiman qunuestros asuntos van por tan mal camino que n

tienen por qué mostrarse demasiado cortesecon nosotros o guardar las apariencias. Yo ynoté anteayer cómo mister Astley miraba mademoiselle Blanche y a la madre de éstaTuve la impresión de que las conocía. Mpareció también que nuestro francés habítropezado previamente con mister Astley; peréste es tan tímido, reservado y taciturno que ecasi seguro que no lavará en público los trapo

sucios de nadie. Por lo pronto, el francés apenale saluda y casi no le mira, lo que quiere decipor lo tanto, que no le teme. Esto se comprende¿Pero por qué mademoiselle Blanche tampocle mira? Tanto más cuanto el marqués revelanoche el secreto- de pronto, no recuerdo coqué motivo, dijo en conversación general qumister Astley es colosalmente rico y que lo sabde buena fuente. ¡Buena ocasión era ésa par

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que mademoiselle Blanche mirara a misteAstley! De todos modos, el general estabintranquilo. Bien se comprende lo que pued

significar para él el telegrama con la noticia dla muerte de su tía.Aunque estaba casi seguro de que Polin

evitaría, como de propósito, conversar conmigoyo también me mostré frío e indiferentepensando que ella acabaría por acercárseme. Econsecuencia, ayer y hoy he concentradprincipalmente mi atención en mademoisellBlanche. ¡Pobre general, ya está perdido po

completo! Enamorarse a los cincuenta y cincaños y con pasión tan fuerte es, por supuestouna desgracia. Agréguese a ello su viudez, suhijos, la ruina casi total de su hacienda, sudeudas, y, para acabar, la mujer de quien le htocado en suerte enamorarse. MademoisellBlanche es bella, pero no sé si se mcomprenderá si digo que tiene uno de esosemblantes de los que cabe asustarse. Yo a

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menos les tengo miedo a esas mujeres. Tendrunos veinticinco años. Es alta y ancha dhombros, terminados en ángulos rectos. E

cuello y el pecho son espléndidos. Es trigueñde piel, tiene el pelo negro como el azabache en tal abundancia que hay bastante para docoiffures. El blanco de sus ojos tira un poco amarillo, la mirada es insolente, los dientes sode blancura deslumbrante, los labios los llevsiempre pintados, huele a almizcle. Viste coostentación, en ropa de alto precio, con chic

pero con gusto exquisito. Sus manos y pies so

una maravilla. Su voz es un contralto algronco. De vez en cuando ríe a carcajadas muestra todos los dientes, pero por lo común sexpresión es taciturna y descarada, al menos epresencia de Polina y de Marya Filippovna(Rumor extraño: Marya Filippovna regresa Rusia.) Sospecho que mademoiselle Blanchcarece de instrucción; quizá incluso no seinteligente, pero por otra parte es suspicaz

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astuta. Se me antoja que en su vida no hafaltado las aventuras. Para decirlo todo, puedser que el marqués no sea pariente suyo y que l

madre no tenga de tal más que el nombre. Perhay prueba de que en Berlín, adonde fuimos coellos, ella y su madre tenían amistades bastantdecorosas. En cuanto al marqués, aunque sigdudando de que sea marqués, es evidente qupertenece a la buena sociedad, según ésta sentiende, por ejemplo, en Moscú o en cualquieparte de Alemania. No sé qué será en Franciase dice que tiene un cháteau. He pensado que e

estos quince días han pasado muchas cosas ysin embargo, todavía no sé a ciencia cierta entre mademoiselle Blanche y el general se hdicho algo decisivo. En resumen, todo dependahora de nuestra situación económica, es decide si el general puede mostrarles dinerbastante. Si, por ejemplo, llegara la noticia dque la abuela no ha muerto, estoy seguro de qumademoiselle Blanche desaparecería al instante

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A mí mismo me sorprende y divierte lchismorrero que he llegado a ser. ¡Oh, cómo mrepugna todo esto! ¡Con qué placer mandaría

paseo a todos y todo! ¿Pero es que puedapartarme de Polina? ¿Es que puedo renunciar huronear en torno a ella? El espionaje es siduda una bajeza, pero ¿a mí qué me importa?

Interesante también me ha parecido misteAstley ayer y hoy. Sí, tengo la seguridad de questá enamorado de Polina. Es curioso divertido lo que puede expresar a veces lmirada tímida y mórbidamente casta de u

hombre enamorado, sobre todo cuando eshombre preferiría que se lo tragara la tierra decir o sugerir nada con la lengua o los ojoMister Astley se encuentra con nosotros menudo en los paseos. Se quita el sombrero pasa de largo, devorado sin duda por el deseo dunirse a nuestro grupo. Si le invitan, rehúsa ainstante. En los lugares de descanso, en eCasino, junto al quiosco de la música o junto

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la fuente, se instala siempre no lejos de nuestrasiento; y dondequiera que estemos -en eparque, en el bosque, o en lo alto de

Schlangenberg- basta levantar los ojos y miraen torno para ver indefectiblemente -en lvereda más cercana o tras un arbusto- a misteAstley en su escondite. Sospecho que buscocasión para hablar conmigo a solas. Estmañana nos encontramos y cambiamos un pade palabras. A veces habla de manersumamente inconexa. Sin darme los «buenodías» me dijo:

-¡Ah, mademoiselle Blanche! ¡He visto muchas mujeres como mademoiselle Blanche!Guardó silencio, mirándome con intención

No sé lo que quiso decir con ello, porqucuando le pregunté «¿y eso qué significa?»sonrió astutamente, sacudió la cabeza y añadió«En fin, así es la vida. ¿Le gustan mucho laflores a mademoiselle Polina?».

-No sé; no tengo idea.

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-¿Cómo? ¿Que no lo sabe? -gritó presa demayor asombro.

-No lo sé. No me he fijado -repetí riendo.

-Hmm. Eso me da que pensar. -Inclinó la cabezy prosiguió su camino. Pero tenía aspectosatisfecho. Estuvimos hablando en un francés dlo más abominable.

Capítulo 4

Hoy ha sido un día chusco, feo, absurdo. Soahora las once de la noche. Estoy sentado en m

cuchitril y hago inventario de lo acaecidoEmpezó con que por la mañana tuve que jugar la ruleta por cuenta de Polina AleksandrovnaTomé sus ciento sesenta federicos de oro, perbajo dos condiciones: primera, que no jugaría medias con ella, es decir, que si ganaba naceptaría nada; y segunda, que esa noche Polinme explicaría por qué le era tan urgente ganar exactamente cuánto dinero. Yo, en todo caso

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no puedo suponer que sea sólo por dinero. Eevidente que lo necesita, y lo más prontposible, para algún fin especial. Prometi

explicármelo y me dirigí al Casino. En las salade juego la muchedumbre era terrible. ¡Quinsolentes y codiciosos eran todos! Me abcamino hasta el centro y me coloqué junto acrupier; luego empecé cautelosamente a «probael juego» en posturas de dos o tres monedaMientras tanto observaba y tomaba nota mentade lo que veía; me pareció que l«combinación» no significa gran cosa y n

tiene, ni con mucho, la importancia que le daalgunos jugadores. Se sientan con papeles llenode garabatos, apuntan los aciertos, hacecuentas, deducen las probabilidades, calculanpor fin realizan sus puestas y.. pierden igual qunosotros, simples mortales, que jugamos si«combinación». Sin embargo, saqué unconclusión que me parece exacta: aunque nhay, en efecto, sistema, existe no obstante, un

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especie de pauta en las probabilidades, lo quepor supuesto, es muy extraño. Ocurre, poejemplo, que después de los doce número

medios salen los doce últimos; dos vece-digamos- la bola cae en estos doce últimos vuelve a los doce primeros. Una vez que hcaído en los doce primeros, vuelve otra vez los doce medios, cae en ellos tres o cuatro veceseguidas y pasa de nuevo a los doce últimos; de ahí, después de salir un par de veces, pasa dnuevo a los doce primeros, cae en ellos una vey vuelve a desplazarse para caer tres veces e

los números medios; y así sucesivamentdurante la hora y media o dos horas. Uno, tres dos; uno, tres y dos. Es muy divertido. Otro díau otra mañana, ocurre, por ejemplo, que el rojva seguido del negro y viceversa en giroconsecutivos de la rueda sin orden ni conciertohasta el punto de que no se dan más de dos tres golpes seguidos en el rojo o en el negroOtro día u otra noche no sale más que el rojo

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llegando, por ejemplo, hasta más de veintidóveces seguidas, y así continúa infaliblementdurante un día entero. Mucho de esto me l

explicó mister Astley, quien pasó toda lmañana junto a las mesas de juego, aunque nhizo una sola puesta. En cuanto a mí, perdhasta el último kopek -y muy deprisa-. Parempezar puse veinte federicos de oro a los parey gané, puse cinco y volví a ganar, y así dos tres veces más. Creo que tuve entre manos unocuatrocientos federicos de oro en unos cincminutos. Debiera haberme retirado entonce

pero en mí surgió una extraña sensación, unespecie de reto a la suerte, un afán de mojarle loreja, de sacarle la lengua. Apunté con la puestmás grande permitida, cuatro mil gulden,

perdí. Luego, enardecido, saqué todo lo que mquedaba, lo apunté al mismo número y volví perder. Me aparté de la mesa como atontado. Nsiquiera entendía lo que me había pasado y nexpliqué mis pérdidas a Polina Aleksandrovn

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hasta poco antes de la comida. Mientras tantestuve vagando por el parque.

Durante la comida estuve tan animado com

lo había estado tres días antes. El francés mademoiselle Blanche comían una vez más conosotros. Por lo visto, mademoiselle Blanchhabía estado aquella mañana en el Casino había presenciado mis hazañas. En esta ocasióhabló conmigo más atentamente que dcostumbre. El francés se fue derecho al grano me preguntó sin más si el dinero que habíperdido era mío. Me pareció que sospechaba d

Polina. En una palabra, ahí había gatencerrado. Contesté al momento con unmentira, diciendo que el dinero era mío.

El general quedó muy asombrado. ¿De dóndhabía sacado yo tanto dinero? Expliqué quhabía empezado con diez federicos de oro, y quseis o siete aciertos seguidos, doblando lapuestas, me habían proporcionado cinco o sei

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mil gulden; y que después lo había perdido toden dos golpes.

Todo esto, por supuesto, era verosími

Mientras lo explicaba miraba a Polina, pero npude leer nada en su rostro. Sin embargo, mhabía dejado mentir y no me había corregido; dello saqué la conclusión de que tenía que menty encubrir el hecho de haber jugado por cuentde ella. En todo caso, pensé para mis adentroestá obligada a darme una explicación, y pocantes había prometido revelarme algo.

Yo pensaba que el general me haría algun

observación, pero guardó silencio; noté, siembargo, por su cara, que estaba agitado intranquilo. Acaso, dados sus apuroeconómicos, le era penoso escuchar cómo umajadero manirroto como yo había ganado perdido en un cuarto de hora ese respetablmontón de oro.

Sospecho que anoche tuvo con el francés unacalorada disputa, porque estuvieron habland

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largo y tendido a puerta cerrada. El francés sfue por lo visto irritado, y esta mañantemprano vino de nuevo a ver al genera

probablemente para proseguir la conversacióde ayer.Habiendo oído hablar de mis pérdidas, e

francés me hizo observar con mordacidad, máaún, con malicia, que era menester ser máprudente. No sé por qué agregó que, aunque lorusos juegan mucho, no son siquiera, a sparecer, diestros en el juego.

-En mi opinión, la ruleta ha sido inventad

sólo para los rusos -observé yo; y cuando efrancés sonrió desdeñosamente al oír mdictamen, dije que yo llevaba razón porquecuando hablo de los rusos como jugadores, lhago para insultarlos y no para alabarlos, y, polo tanto, es posible creerme.

-¿En qué funda usted su opinión? -preguntó efrancés.

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-En que en el catecismo de las virtudes y loméritos del hombre civilizado de Occidentfigura histórica y casi primordialmente l

capacidad de adquirir capital. Ahora bien, eruso no sólo es incapaz de adquirir capital, sinque lo derrocha sin sentido, indecorosamenteLo que no quita que el dinero también nos senecesario a los rusos -añadí-; por consiguientenos atraen y cautivan aquellos métodos, comopor ejemplo, la ruleta, con los cuales puede unenriquecerse de repente, en dos horas, siesfuerzo. Esto es para nosotros una gra

tentación; y como jugamos sin sentido, siesfuerzo, pues perdemos.-Eso es hasta cierto punto verdad -subrayó e

francés con fatuidad.-No, eso no es verdad, y debería darl

vergüenza hablar así de su patria -apuntó egeneral en tono severo y petulante.

-Perdón -le respondí-; en realidad no se sabtodavía qué es más repugnante: la perversió

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rusa o el método alemán de acumular dinero pomedio del trabajo honrado.

-¡Qué idea tan indecorosa! -exclamó e

general.-¡Qué idea tan rusa! -exclamó el francés.Yo me reí. Tenía unas ganas locas d

azuzarlos.-Yo prefiero con mucho vivir en tiendas d

lona como un quirguiz a inclinarme ante eídolo alemán.

-¿Qué ídolo? -gritó el general, que yempezaba a sulfurarse en serio.

-El método alemán de acumular riqueza. Nllevo aquí mucho tiempo, pero lo que hastahora vengo observando y comprobandsubleva mi sangre tártara. ¡Juro por lo másagrado que no quiero tales virtudes! Ayer hicun recorrido de unas diez verstas. Pues bientodo coincide exactamente con lo que diceesos librillos alemanes con estampas quenseñan moralidad. Aquí, en cada casa, hay u

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Vater, terriblemente virtuoso y extremadamenthonrado. Tan honrado es que da miedacercarse a él. Yo no puedo aguantar a la

personas honradas a quienes no puede unacercarse sin miedo. Cada uno de esos Vate

tiene su familia, y durante las veladas toda elllee en voz alta libros de sana doctrina. Sobre lcasita murmuran los olmos y los castañoPuesta de sol, cigüeña en el tejado, y todo esumamente poético y conmovedor..

-No se enfade, general. Permítame contar algtodavía más conmovedor. Yo recuerdo que m

padre, que en paz descanse, también bajo lotilos, en el jardín, solía leernos a mi madre y mí durante las veladas libros parecidos... Apues, puedo juzgar con tino. Ahora bien, cadfamilia de aquí se halla en completa esclavitud sumisión con respecto al Vater. Todos trabajacomo bueyes y todos ahorran como judíoSupongamos que el Vater  ha acaparado ytantos o cuantos gulden y que piensa traspasar a

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hijo mayor el oficio o la parcela de tierra; a esfin, no se da una dote a la hija y ésta se quedpara vestir santos; a ese fin, se vende al hij

menor como siervo o soldado y el dinerobtenido se agrega al capital doméstico. Asucede aquí; me he enterado. Todo ello se hacpor pura honradez, por la más riguroshonradez, hasta el punto de que el hijo menocree que ha sido vendido por pura honradezvamos, que es ideal cuando la propia víctima salegra de que la lleven al matadero. Bueno, ¿ququeda? Pues que incluso para el hijo mayor la

cosas no van mejor: allí cerca tiene a su Amaliaa la que ama tiernamente; pero no puede casarsporque aún no ha reunido bastantes gulden. Apues, los dos esperan honesta y sinceramente van al sacrificio con la sonrisa en los labios. AAmalia se le hunden las mejillas, enflaquecePor fin, al cabo de veinte años aumenta lprosperidad; se han ido acumulando los gulde

honesta y virtuosamente. El Vater bendice a s

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hijo mayor, que ha llegado a la cuarentena, y Amalia, que con treinta y cinco años a cuestatiene el pecho hundido y la nariz colorada... E

tal ocasión echa unas lagrimitas, pronuncia unhomilía y muere. El hijo mayor se convierte evirtuoso Vater y.. vuelta a las andadas. De estmodo, al cabo de cincuenta o sesenta años, enieto del primer Vater  junta, efectivamente, ucapital considerable que lega a su hijo, éste asuyo, este otro al suyo, y al cabo de cinco o seigeneraciones sale un barón Rothschild o unHoppe y Compañía, o algo por el estilo. Bueno

señores, no dirán que no es un espectáculmajestuoso: trabajo continuo durante uno o dosiglos, paciencia, inteligencia, honradez, fuerzde voluntad, constancia, cálculo, ¡y una cigüeñen el tejado! ¿Qué más se puede pedir? No hanada que supere a esto, y con ese criterio loalemanes empiezan a juzgar a todos los que soun poco diferentes de ellos, y a castigarlos simás. Bueno, señores, así es la cosa. Yo, por m

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parte, prefiero armar una juerga a la rusa hacerme rico con la ruleta. No me interesa llegaa ser Hoppe y Compañía al cabo de cinc

generaciones. Necesito el dinero para mí mismy no me considero indispensable para nada nsubordinado al capital. Sé que he dicho umontón de tonterías, pero, en fin, ¿qué se le va hacer? Ésas son mis convicciones.

-No sé si lleva usted mucha razón en lo que hdicho -dijo pensativo el general-, pero lo que sé es que empieza a bufonear de modinaguantable en cuanto se le da la meno

oportunidad...Según costumbre suya, no acabó la frase. Sinuestro general se ponía a hablar de un temaalgo más importante que la conversacióncotidiana, nunca terminaba sus frases. El francéescuchaba distraídamente, con los ojos algosaltones. No había entendido casi nada de lo quyo había dicho. Polina miraba la escena concierta indiferencia altiva. Parecía no haber oído

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mis palabras ni nada de lo que se había dicho ala mesa.

Capítulo 5

Estaba más absorta que de ordinario, pero nbien nos levantamos de la mesa me mandó qufuera con ella de paseo. Recogimos a los niños nos dirigimos a la fuente del parque.

Como me encontraba sobremanera agitadopregunté estúpida y groseramente por qué emarqués Des Grieux, nuestro francés, no sól

no la acompañaba ahora cuando iba a algúsitio, sino que ni hablaba con ella durante díaenteros.

-Porque es un canalla -fue la extrañcontestación. Hasta ahora, nunca la había oídhablar en esos términos de Des Grieux. Guardsilencio, por temor a comprender su irritación.

-¿Ha notado que hoy no se llevaba bien con egeneral?

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-¿Quiere usted saber de qué se trata-respondió con tono seco y enojado-. Usted sabque el general lo tiene todo hipotecado con e

francés; toda su hacienda es de él, y si la abuelno muere, el francés entrará en posesión de todlo hipotecado.

-¡Ah! ¿Conque es verdad que todo esthipotecado? Lo había oído decir, pero no lsabía de cierto.

-Pues sí.-Si es así, adiós a mademoiselle Blanche -dij

yo-. En tal caso no será generala. ¿Sabe? M

parece que el general está tan enamorado qupuede pegarse un tiro si mademoiselle Blanchle da esquinazo. Enamorarse así a sus años epeligroso.

-A mí también me parece que algo le ocurrir-apuntó pensativa Polina Aleksandrovna.

-¡Y qué estupendo sería! -exclamé-. No hamanera más burda de demostrar que iba casarse con él sólo por dinero. Aquí ni siquier

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se han observado las buenas maneras; todo hocurrido sin ceremonia alguna. ¡Cosa más raraY en cuanto a la abuela, ¿hay algo más grotesc

e indecente que mandar telegrama tratelegrama preguntando: ¿ha muerto? ¿hmuerto?¿Qué le parece, Polina Aleksandrovna?

-Todo eso es una tontería -respondió corepugnancia, interrumpiéndome-. Pero masombra que esté usted de tan buen humor. ¿Poqué está contento? ¿No será por haber perdidmi dinero?

-¿Por qué me lo dio para que lo perdiera? Y

le dije que no puedo jugar por cuenta de otros mucho menos por la de usted. Obedezco en todaquello que usted me mande; pero el resultadno depende de mí. Ya le advertí que nresultaría nada positivo. Dígame, ¿le duelhaber perdido tanto dinero? ¿Para qué necesittanto?

-¿A qué vienen estas preguntas?

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-¡Pero si usted misma prometió explicarme .! Mire, estoy plenamente seguro de que ganaren cuanto empiece a jugar por mi cuenta (

tengo doce federicos de oro). Entonces pídamcuanto necesite.Hizo un gesto de desdén.-No se enfade conmigo -proseguí- por es

propuesta. Estoy tan convencido de que no sonada para usted, es decir, de que no soy nada sus ojos, que puede usted incluso tomar dinerde mí. No tiene usted por qué ofenderse de uregalo mío. Además, he perdido su dinero.

Me lanzó una rápida ojeada y, notando que yhablaba en tono irritado y sarcásticointerrumpió de nuevo la conversación.

-No hay nada que pueda interesarle en micircunstancias. Si quiere saberlo, es que tengdeudas. He pedido prestado y quisierdevolverlo. He tenido la idea extraña temeraria de que aquí ganaría irremisiblemental juego. No sé por qué he tenido esta idea, per

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he creído en ella porque no me quedaba otralternativa.

-O porque era absolutamente necesario gana

Por lo mismo que el que se ahoga se agarra una paja. Confiese que si no se ahogara, ncreería que una paja es una rama de árbol.

Polina se mostró sorprendida.-¡Cómo! -exclamó-. ¡Pero si usted tambié

pone sus esperanzas en lo mismo! Hace quincdías me dijo usted con muchos pormenores questaba completamente convencido de quganaría aquí a la ruleta, y trató de persuadirm

de que no le tuviera por loco. ¿Hablaba usted ebroma entonces? Recuerdo que hablaba ustecon tal seriedad que era imposible creer que erguasa.

-Es cierto -repliqué pensativo-. Todavía tengla certeza absoluta de que ganaré. Confieso qume lleva usted ahora a hacerme una pregunta¿por qué la pérdida estúpida y vergonzosa dhoy no ha dejado en mí duda alguna? Sig

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creyendo a pies juntillas que tan pronto comempiece a jugar por mi cuenta ganaré sin falta.

-¿Por qué está tan absolutamente convencido

-Si puede creerlo, no lo sé. Sólo sé que me epreciso ganar, que ésta es también mi únicsalida. He aquí quizá por qué tengo que ganairremisiblemente, o así me lo parece.

-Es decir, que también es necesario parusted, si está tan fanáticamente seguro.

-Apuesto a que duda de que soy capaz dsentir una necesidad seria.

-Me es igual -contestó Polina en voz baja

indiferente-. Bueno, si quiere, sí. Dudo que nadserio le traiga a usted de cabeza. Usted puedatribularse, pero no en serio. Es usted uhombre desordenado, inestable. ¿Para ququiere el dinero? Entre las razones que adujusted entonces, no encontré ninguna seria.

-A propósito -interrumpí-, decía usted qunecesitaba pagar una deuda. ¡Bonita deuda será¿No es con el francés?

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-¿Qué preguntas son éstas? Hoy está ustemás impertinente que de costumbre. ¿No estborracho?

-Ya sabe que me permito hablar de todo y qupregunto a veces con la mayor franquezaRepito que soy su esclavo y que no importa lque dice un esclavo. Además, un esclavo npuede ofender.

-¡Tonterías! No puedo aguantar esa teorísuya sobre la «esclavitud».

-Fíjese en que no hablo de mi esclavituporque me guste ser su esclavo. Hablo de ell

como de un simple hecho que no depende dmí.-Diga sin rodeos, ¿por qué necesita dinero?-Y usted, ¿por qué quiere saberlo?-Como guste -respondió con un movimient

orgulloso de la cabeza.-No puede usted aguantar la teoría de l

esclavitud, pero exige esclavitud: «¡Responder no razonar!». Bueno, sea. ¿Por qué necesit

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dinero, pregunta usted? ¿Cómo que por qué? Edinero es todo.

-Comprendo, pero no hasta el punto de caer e

tal locura por el deseo de tenerlo. Porque ustellega hasta el frenesí, hasta el fatalismo. En ellhay algo, algún motivo especial. Dígalo siambages. Lo quiero.

Empezaba por lo visto a enfadarse y a mí magradaba mucho que me preguntara coacaloramiento.

-Claro que hay un motivo -dije-, pero temo nsaber cómo explicarlo. Sólo que con el diner

seré para usted otro hombre, y no un esclavo.-¿Cómo? ¿Cómo conseguirá usted eso?-¿Que cómo lo conseguiré? ¿Conque usted n

concibe siquiera que yo pueda conseguir que nme mire como a un esclavo? Pues bien, eso elo que no quiero, esa sorpresa, esa perplejidad.

-Usted decía que consideraba esa esclavitucomo un placer. As! lo pensaba yo también.

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-Así lo pensaba usted -exclamé con extrañdeleite-. ¡Ah, qué deliciosa es esa ingenuidasuya! ¡Conque sí, sí, usted mira mi esclavitu

como un placer. Hay placer, sí, cuando se llegal colmo de la humildad y la insignificanci-continué en mi delirio-. ¿Quién sabe? Quizá lhaya también en el knut cuando se hunde en lespalda y arranca tiras de carne... Pero quizquiero probar otra clase de placer. Hoy, a lmesa, en presencia de usted, el general mpredicó un sermón a cuenta de los setecientorublos anuales que ahora puede que no m

pague. El marqués Des Grieux me mira alzandlas cejas, y ni me ve siquiera. Y yo, por mparte, quizá tenga un deseo vehemente de tirade la nariz al marqués Des Grieux en presencide usted.

-Palabras propias de un mocosuelo. En todsituación es posible comportarse con dignidadSi hay lucha, que sea noble y no humillante.

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-Eso viene derechito de un manual dcaligrafía. Usted supone sin más que no sportarme con dignidad. Es decir, que podré se

un hombre digno, pero que no sé portarme codignidad. Comprendo que quizá sea verdad. Stodos los rusos son así y le diré por qué: porqulos rusos están demasiado bien dotados, sodemasiado versátiles, para encontrar dmomento una forma de la buena crianza. Ecuestión de forma. La mayoría de nosotros, lorusos, estamos tan bien dotados qunecesitamos genio para lograr una forma de l

buena crianza. Ahora bien, lo que más menudo falta es el genio, porque en general sda raramente. Sólo entre los franceses y quizentre algunos otros europeos, está tan biedefinida la buena crianza que una persona puedtener un aspecto dignísimo y ser totalmentindigna. De ahí que la forma signifique tantpara ellos. El francés aguanta un insulto, uinsulto auténtico y directo, sin pestañear, per

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no tolerará un papirotazo en la nariz, porquello es una violación de la forma recibida consagrada de la buena crianza. De ahí l

afición de nuestras mocitas rusas a lofranceses, porque los modales de éstos soimpecables. A mi modo de ver, sin embargo, ntienen buena crianza, sino sólo «gallo», le co

gaulois. Pero claro, yo no comprendo esporque no soy mujer. Quizá los gallos tienetambién buenos modales. Está visto que estodesbarrando y que no me para usted los pieInterrúmpame más a menudo. Cuando habl

con usted quiero decirlo todo, todo, todo. Pierdtodo sentido de lo que son los buenos modaleshasta convengo en que no sólo no tengo buenomodales, sino ni dignidad siquiera. Se lexplicaré. No me preocupo en lo más mínimde las cualidades morales. Ahora en mí todestá como detenido. Usted misma sabe por quéNo tengo en la cabeza un solo pensamienthumano. Hace ya mucho que no sé lo qu

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sucede en el mundo, ni en Rusia ni aquí., Hpasado por Dresde y ni recuerdo cómo eDresde. Usted misma sabe lo que me ha sorbid

el seso. Como no abrigo ninguna esperanza soy un cero a los ojos de usted, hablo sirodeos. Dondequiera que estoy sólo veo a ustedy lo demás me importa un comino. No sé poqué ni cómo la quiero. ¿Sabe? Quizá no tienusted nada de guapa. Figúrese que ni tengo idede si es usted hermosa de cara. Su corazónhuelga decirlo, no tiene nada de hermoso acaso sea usted innoble de espíritu.

-¿Es por eso por lo que quiere ustecomprarme con dinero? -preguntó-. ¿Porque ncree en mi nobleza de espíritu?

-¿Cuándo he pensado en comprarla codinero? -grité.

-Se le ha ido la lengua y ha perdido el hilo. Sno comprarme a mí misma, sí piensa comprami respeto con dinero.

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-¡Que no, de ningún modo! Ya le he dicho qume cuesta trabajo explicarme. Usted mabruma. No se enfade con mi cháchara. Uste

comprende por qué no Vale la pena enojarsconmigo: estoy sencillamente loco. Pero, pootra parte, me da lo mismo que se enfade ustedAllá arriba, en mi cuchitril, me basta sólrecordar e imaginar el rumor del vestido dusted y ya estoy para morderme las manos. ¿Ypor qué se enfada conmigo? ¿Porque me llamsu esclavo? ¡Aprovéchese, aprovéchese de mesclavitud, aprovéchese de ella! ¿Sabe que l

mataré algún día? Y no la mataré por habedejado de quererla, ni por celos; la matarsencillamente porque siento ganas dcomérmela. Usted se ríe...

-No me río, no, señor -dijo indignada-. Lmando que se calle.

Se detuvo, con el aliento entrecortado por lira. ¡Por Dios vivo que no sé si era hermosa! Lque si sé es que me gustaba mirarla cuando s

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encaraba conmigo así, por lo que a menudo magradaba provocar su enojo. Quizá ella mismlo notaba y se enfadaba de propósito. Se lo dije

- ¡Qué porquería! -exclamó con repugnancia.-Me es igual -proseguí-. Sepa que hay peligren que nos paseemos juntos; más de una vez hsentido el deseo irresistible de golpearla, ddesfigurarla, de estrangularla. ¿Y cree usted qulas cosas no llegarán a ese extremo? Usted mlleva hasta el arrebato. ¿Cree que temo eescándalo? ¿El enojo de usted? ¿Y a mí qué mimporta su enojo? Yo la quiero sin esperanza

sé que después de esto la querré mil veces máSi algún día la mato tendré que matarme ytambién (ahora bien, retrasaré el matarme lmás posible para sentir el dolor intolerable dno tenerla). ¿Sabe usted una cosa increíble? Qucon cada día que pasa la quiero a usted más, lque es casi imposible. Y después de esto, ¿cómpuedo dejar de ser fatalista? Recuerde quanteayer, provocado por usted, le dije en e

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Schlangenberg que con sólo pronunciar usteuna palabra me arrojaría al abismo. Si la hubierpronunciado me habría lanzado. ¿No cree uste

que lo hubiera hecho?-¡Qué cháchara tan estúpida! -exclamó.-Me da igual que sea estúpida o juicios

-respondí-. Lo que sé es que en presencia dusted necesito hablar, hablar, hablar... y habloAnte usted pierdo por completo el amor propiy todo me da lo mismo.

. -¿Y con qué razón le mandaría tirarse desdel Schlangenberg? Eso para mí no tendrí

ninguna utilidad.-¡Magnífico! -exclamé-. De propósito, paraplastarme, ha usado usted esa magníficexpresión «ninguna utilidad». Para mí es ustetransparente. ¿Dice que «ninguna utilidad»? Lsatisfacción es siempre útil; y el poder feroz sicortapisas, aunque sea sólo sobre una mosca, etambién una forma especial de placer. El sehumano es déspota por naturaleza y mu

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aficionado a ser verdugo. Usted lo es en altgrado.

Recuerdo que me miraba con atenció

reconcentrada. Mi rostro, por lo visto, expresaben ese momento todos mis sentimientoabsurdos e incoherentes. Recuerdo todavía qunuestra conversación de entonces fue en efectocasi palabra por palabra, como aquí queddescrita. Mis ojos estaban inyectados de sangreEn las comisuras de mis labios espumajeaba lsaliva. Y en lo tocante al Schlangenberg, jurpor mi honor, aun en este instante, que si m

hubiera mandado que me tirara ¡me hubiertirado! Aunque ella sólo lo hubiera dicho ebroma, por desprecio, escupiendo las palabra¡me hubiera tirado entonces!

-No, pero sí le creo -concedió, pero de lmanera en que a veces ella se expresa, con tadesdén, con tal rencor, con tal altivez, que vivDios que podría matarla en ese momento. Ell

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cortejaba el peligro. Yo tampoco mentía adecírselo.

-¿Usted no es cobarde? -me preguntó d

pronto.-No sé; quizá lo sea. No sé ... ; hace tiempque no he pensado en ello.

-Si yo le dijera: «mate a esa persona», ¿lmataría usted?

-¿A quién?-A quien yo quisiera.-¿Al francés?-No pregunte. Conteste. A quien yo l

indicara. Quiero saber si hablaba usted en serihace un momento. -Aguardaba la contestaciócon tal seriedad e impaciencia que todo ello mpareció un tanto extraño.

-¡Pero acabemos, dígame qué es lo que pasaquí! -exclamé-. ¿Es que me teme usted? Vebien la confusión que reina aquí. Usted ehijastra de un hombre loco y arruinado, a quieha envenenado la pasión por ese diablo d

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mujer, Blanche. Luego está ese francés con smisteriosa influencia sobre usted y he aquí quahora me hace usted seriamente una pregunta.

insólita. Por lo menos tengo que saber qué hayde lo contrario me haré un lío y meteré la pata¿O es que le da a usted vergüenza de honrarmcon su franqueza? ¿Pero es posible que tengusted vergüenza de mí?

-No le hablo a usted en absoluto de eso. Le hhecho una pregunta y espero contestación.

-Claro que mataría a quien me mandara uste-exclamé-, pero ¿es posible que... es posible qu

usted mande tal cosa?-¿Qué se cree? ¿Que le tendré lástima? Se lmandaré y escurriré el bulto. ¿Aguantará eso¡Claro que no podrá aguantarlo! Puede qumatara usted cumpliendo la orden, pero vendría matarme a mí por haberme atrevido a dársela

Tales palabras me dejaron casi atontado. Posupuesto, yo pensaba que me hacía la preguntmedio en broma, para provocarme, pero habí

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hablado con demasiada seriedad. De todomodos, me asombró que se expresara así, qutuviera tales derechos sobre mi persona, qu

consintiera en ejercer tal ascendiente sobre mí que dijera tan sin rodeos: «Ve a tu perdiciónque yo me echaré a un lado». En esas palabrahabía tal cinismo y desenfado que la cospasaba de castaño oscuro. Porque, vamos a ve¿qué opinión tenía de mí? Esto rebasaba lolímites de la esclavitud y la humillación. Opinaasí de un hombre es ponerlo al nivel de quieopina. Y a pesar de lo absurdo e inverosímil d

nuestra conversación, el corazón me temblaba.De pronto soltó una carcajada. Estábamosentados en el banco, junto a los niños, quseguían jugando, de cara al lugar donde sdetenían los carruajes para que se apeara lgente en la avenida que había delante deCasino.

-¿Ve usted a esa baronesa gorda? -preguntóEs la baronesa Burmerhelm. Llegó hace sól

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tres días. Mire a su marido: ese prusiano seco larguirucho con un bastón en la mano¿Recuerda cómo nos miraba anteayer? Vay

usted al momento, acérquese a la baronesaquítese el sombrero y dígale algo en francés.-¿Para qué?-Usted juró que se tiraría desde lo alto de

Schlangenberg. Usted jura que está dispuesto matar si se lo ordeno. En lugar de muertes tragedias quiero sólo pasar un buen rato. Halavaya, no hay pero que valga. Quiero ver cómo lapalea a usted el barón.

-Usted me provoca. ¿Cree que no lo haré?-Sí, le provoco. Vaya. Así lo quiero.-Perdone, voy, aunque es un capricho absurdo

Sólo una cosa: ¿qué hacer para que el generano se lleve un disgusto o no se lo dé a ustedPalabra que no me preocupo por mí, sino pousted ... y, bueno, por el general. ¿Y qué antojes éste de ir a insultar a una mujer?

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-Ya veo que se le va a usted la fuerza por lboca -dijo con desdén-. Hace un momento teníusted los ojos inyectados de sangre, pero quiz

sólo porque había bebido demasiado vino con lcomida. ¿Cree que no me doy cuenta de questo es estúpido y grosero y que el general se va enfadar? Quiero sencillamente reírme; lquiero y basta. ¿Y para qué insultar a unmujer? Para que cuanto antes le den a usted unpaliza.Giré sobre los talones y en silencio fui a cumplsu encargo. Sin duda era una acción estúpida, y

por supuesto no sabía cómo evitarla, perorecuerdo que cuando me acercaba a la baronesaalgo en mí mismo parecía azuzarme, algo así como la picardía de un colegial. Me sentíatotalmente desquiciado, igual que si estuvieraborracho.

Capítulo 6

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Han pasado ya veinticuatro horas desde esdía estúpido, ¡y cuánto jaleo, escándalobulle-bulle y aspaviento! ¡Qué confusión, qu

embrollo, qué necedad, qué ordinariez hhabido en esto, de todo lo cual he sido yo lcausa! A veces, sin embargo, me parece cosa drisa, a mí por lo menos. No consigo explicarmlo que me sucedió: ¿estaba, en efecto, fuera dmí o simplemente me salí un momento del carry me porté como un patán merecedor de que laten? A veces me parece que estoy ido de lcabeza, pero otras creo que soy un chicuelo n

muy lejos todavía del banco de la escuela, y qulo que hago son sólo burdas chiquilladas descolar.

Ha sido Polina, todo ello ha sido obra dPolina. Sin ella no hubiera habido esatravesuras. ¡Quién sabe! Acaso lo hice podesesperación (por muy necio que parezcsuponerlo). No comprendo, no comprendo equé consiste su atractivo. En cuanto a hermosa

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lo es, debe de serlo, porque vuelve locos a otrohombres. Alta y bien plantada, sólo que mudelgada. Tengo la impresión de que pued

hacerse un nudo con ella o plegarla en dos.Su pie es largo y estrecho -una tortura, eso euna tortura-. Su pelo tiene un ligero tinte rojizoLos ojos, auténticamente felinos ¡y con quorgullo y altivez sabe mirar con ellos! Haccuatro meses, a raíz de mi llegada, estaba ellhablando una noche en la sala con Des GrieuxLa conversación era acalorada. Y ella le mirabde tal modo... que más tarde, cuando fui

acostarme, saqué la conclusión de que acababde darle una bofetada. Estaba de pie ante él mirándole... Desde esa noche la quiero.

Pero vamos al caso.Por una vereda entré en la avenida, me plant

en medio de ella y me puse a esperar al barón la baronesa. Cuando estuvieron a cinco pasos dmí me quité el sombrero y me incliné.

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Recuerdo que la baronesa llevaba un vestidde seda de mucho vuelo, gris oscuro, covolante de crinolina y cola. Era mujer pequeña

de corpulencia poco común, con una papadgruesa y colgante que impedía verle el cuelloSu rostro era de un rojo subido; los ojos erapequeños, malignos e insolentes. Caminabcomo si tuviera derecho a todos los honores. Emarido era alto y seco. Como ocurre a menudentre los alemanes, tenía la cara torcida cubierta de un sinfín de pequeñas arrugaUsaba lentes. Tendría unos cuarenta y cinc

años. Las piernas casi le empezaban en el pechmismo, señal de casta. Ufano como pavo reaUn tanto desmañado. Había algo de carnero ela expresión de su rostro que alguien podrítomar por sabiduría.

Todo esto cruzó ante mis ojos en tresegundos.

Mi inclinación de cabeza y mi sombrero en lmano atrajeron poco a poco la atención de l

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pareja. El barón contrajo ligeramente las cejaLa baronesa navegaba derecha hacia mí.

-Madame la baronne -articulé claramente e

voz alta, acentuando cada palabra-,  j'aI'honneur d'étre votre esclave.

Me incliné, me puse el sombrero y pasé juntal barón, volviendo mi rostro hacia él sonriendo cortésmente.

Polina me había ordenado que me quitara esombrero, pero la inclinación de cabeza y eresto de la faena eran de mi propia cosecha. Ediablo sabe lo que me impulsó a hacerlo. Fu

sencillamente un patinazo.-Hein! -gritó o, mejor dicho, graznó el barón

volviéndose hacia mí con mortificado asombroYo también me volví y me detuve e

respetuosa espera, sin dejar de mirarle y sonreíÉl, por lo visto, estaba perplejo y alzdesmesuradamente las cejas. Su rostro se ibentenebreciendo. La baronesa se volvió tambiéhacia mí y me miró asimismo con irritad

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sorpresa. Algunos de los transeúntes se pusieroa observarnos. Otros hasta se detuvieron.

-Heín! -graznó de nuevo el barón, co

redoblado graznido y redoblada furia.-Ja wohl -dije yo arrastrando las sílabas siapartar mis ojos de los suyos.

-Sind Sie rasend? -gritó enarbolando el bastóy empezando por lo visto a acobardarse. Quizle desconcertaba mi atavío. Yo estaba vestidmuy pulcramente, hasta con atildamiento, comhombre de la mejor sociedad.

-Ja wo-o-ohl! -exclamé de pronto a voz e

cuello, arrastrando la o a la manera de loberlineses, quienes a cada instante introducen ela conversación las palabras  ja wohl, alargandmás o menos la o para expresar diversomatices de pensamiento y emoción.

El barón y la baronesa, atemorizados, girarosobre sus talones rápidamente y casi salierohuyendo. De los circunstantes, algunos hacía

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comentarios y otros me miraban estupefactoPero no lo recuerdo bien.

Yo di la vuelta y a mi paso acostumbrado m

dirigí a Polina Aleksandrovna; pero aún nhabía cubierto cien pasos de la distancia que mseparaba de su banco cuando vi que slevantaba y se encaminaba con los niños ahotel.

La alcancé en la escalinata.-He llevado a cabo ... la payasada -dije cuand

estuve a su lado.-Bueno, ¿y qué? Ahora arrégleselas com

pueda -respondió sin mirarme y se dirigió a lescalera.Toda esa tarde estuve paseando por el parque

Atravesándolo y atravesando después ubosque, llegué a un principado vecino. En uncabaña tomé unos huevos revueltos y vino. Poeste idilio me cobraron nada menos que utálero y medio.

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Eran ya las once cuando regresé a casa. Eseguida vinieron a buscarme porque me llamabel general.

Nuestra gente ocupa en el hotel doapartamentos con un total de cuatrhabitaciones. La primera es grande, un salócon piano. Junto a ella hay otra, amplia, que eel gabinete del general, y en el centro de ella mestaba esperando éste de pie, en actitumajestuosa. Des Grieux estaba arrebañado en udiván.

-Permítame preguntarle, señor mío, qué h

hecho usted -dijo para empezar el generavolviéndose hacia mí.-Desearía, general, que me dijera sin rodeos l

que tiene que decirme. ¿Usted probablementquiere aludir a mi encuentro de hoy con ciertalemán?

-¿Con cierto alemán? Ese alemán es el baróBurmerhelm, un personaje importante, seño

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mío. Usted se ha portado groseramente con él con la baronesa.

-No, señor, nada de eso.

-Los ha asustado usted.-Repito que no, señor. Cuando estuve eBerlín me chocó oír constantemente tras cadpalabra la expresión ja  wohl! que alpronuncian arrastrándola de una manerdesagradable. Cuando tropecé con ellos en lavenida me acordé de pronto, no sé por qué, dese ja wohl! y el recuerdo me irritó... Sin contaque la baronesa, tres veces ya, al encontrars

conmigo, tiene la costumbre de vendirectamente hacia mí, como si yo fuera ugusano que se puede aplastar con el pieConvenga en que yo también puedo tener amopropio. Me quité el sombrero y cortésmente (laseguro que cortésmente) le dije:  Madame, j'a

l'honneur d'être votre esclave. Cuando el baróse volvió y gritó hein!, de repente me dieroganas de gritar ja wohl. Lo grité dos veces: l

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primera, de manera corriente, y la segundaarrastrando la frase lo más posible. Eso es todo

Confieso que quedé muy contento de est

explicación propia de un mozalbete. Deseabardientemente alargar esta historia de la manermás absurda posible.

-¿Se ríe usted de mí? -exclamó el general. Svolvió al francés y le dijo en francés que yo, siduda, insistía en dar un escándalo. Des Grieuse rió desdeñosamente y se encogió de hombro

-¡Oh, no lo crea! ¡No es así ni mucho menos-exclamé-; mi proceder, por supuesto, no h

sido bonito, y lo reconozco con toda franquezaCabe incluso decir que ha sido una majaderíauna travesura de colegial, pero nada más. Ysepa usted, general, que me arrepiento de todcorazón. Pero en ello hay una circunstancia quea mi modo de ver, casi me exime dearrepentimiento. Recientemente, en estaúltimas dos o tres semanas, no estoy bien: msiento enfermo, nervioso, irritado, antojadizo,

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en más de una ocasión pierdo por completo edominio sobre mí mismo. A decir verdadalgunas veces he sentido el deseo vehemente d

abalanzarme sobre el marqués Des Grieux y.. efin, no hay por qué acabar la frase; podríofenderse. En suma, son síntomas de unenfermedad. No sé si la baronesa Burmerhelmtomará en cuenta esta circunstancia cuando lpresente mis excusas (porque tengo la intencióde presentarle mis excusas). Sospecho que noque últimamente se ha empezado a abusar desta circunstancia en el campo jurídico. En la

causas criminales, los abogados tratan a menudde justificar a sus clientes alegando que en emomento de cometer el delito no se acordabade nada, lo que bien pudiera ser una especie denfermedad: «Asestó el golpe -dicen- y nrecuerda nada». Y figúrese, general, que lmedicina les da la razón, que efectivamentcorrobora la existencia de tal enfermedad, duna ofuscación pasajera en que el individuo n

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recuerda casi nada, o recuerda la mitad o lcuarta parte de lo sucedido. Pero el barón y lbaronesa son gentes chapadas a la antigua, si

contar que son junker prusianos y terratenienteLo probable es que todavía ignoren ese progresen el campo de la medicina legal y que, por ltanto, no acepten mis explicaciones. ¿Qupiensa usted, general?

-¡Basta, caballero! -dijo el general en tonáspero y con indignación mal contenida-. ¡Bastya! Voy a intentar de una vez para siemprlibrarme de sus chiquilladas. No presentar

usted sus excusas a la baronesa y el barón. Todrelación con usted, aunque sea sólo parpedirles perdón, será humillante para ellos. Ebarón, al enterarse de que pertenece usted a mcasa, ha tenido una conversación conmigo en eCasino, y confieso que faltó poco para que mpidiera una satisfacción. ¿Se da usted cuenta dla situación en que me ha puesto usted a mí, mí, señor mío? Yo, yo mismo he tenido qu

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pedir perdón al barón y darle mi palabra de quen seguida, hoy mismo, dejará usted dpertenecer a mi casa...

-Un momento, un momento, general, ¿conquha sido él mismo quien ha exigido que yo dejde pertenecer a la casa de usted, para usar lfrase de que usted se sirve?

-No, pero yo mismo me consideré obligado darle esa satisfacción y, por supuesto, el baróquedó satisfecho. Nos vamos a separar, señomío. A usted le corresponde percibir de mí estocuatro federicos de oro y tres florines, según e

cambio vigente. Aquí está el dinero y un papecon la cuenta; puede usted comprobar la sumaAdiós. De ahora en adelante somos extrañouno para el otro. Salvo inquietudes y molestiano le debo a usted nada más. Voy a llamar ahotelero para informarle que desde mañana nrespondo de los gastos de usted en el hoteServidor de usted.

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Tomé el dinero y el papel en que estabapuntada la cuenta con lápiz, me incliné ante egeneral y le dije muy seriamente:

-General, el asunto no puede acabar asSiento mucho que haya tenido usted un disgustcon el barón, pero, con perdón, usted mismtiene la culpa de ello. ¿Por qué se le ocurriresponder de mí ante el barón? ¿Qué quierdecir eso de que pertenezco a la casa de ustedYo soy sencillamente un tutor en casa de ustednada más. No soy hijo de usted, no estoy bajo stutela y no puede usted ser responsable de mi

acciones. Soy persona jurídicamentcompetente. Tengo veinticinco años, poseo etítulo de licenciado, soy de familia noble enteramente extraño a usted. Sólo la profundestima que profeso a su dignidad me impidexigirle ahora una satisfacción y pedirleademás, que explique por qué se arrogó ederecho de contestar por mí al barón.

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El general quedó tan estupefacto que puso lobrazos en cruz, se volvió de repente al francés apresuradamente le hizo saber que yo casi l

había retado a un duelo. El francés lanzó unestrepitosa carcajada.-Al barón, sin embargo, no pienso soltarle a

como así -proseguí con toda sangre fría, sihacer el menor caso de la risa de M. DeGrieux-; y ya que usted, general, al acceder hoa escuchar las quejas del barón y tomar spartido, se ha convertido, por así decirlo, epartícipe de este asunto, tengo el honor d

informarle que mañana por la mañana a lo mátardar exigiré del barón, en mi propio nombreuna explicación en debida forma de por quésiendo yo la persona con quien tenía que tratame pasó por alto para tratar con otra -como si yno fuera digno o no pudiera responder por mmismo.

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Sucedió lo que había previsto. El general, aoír esta nueva majadería, se acobardhorriblemente.

-¿Cómo? ¿Es posible que se empeñe todavíen prolongar este condenado asunto? –exclamó. ¡Ay, Dios mío! ¿Pero qué hace usted conmigo¡No se atreva usted, no se atreva, señor mío, o ljuro que... También aquí hay autoridades y yo.yo... por mi posición social... y el barón tambié.... en una palabra, que lo detendrán a usted que la policía le expulsará de aquí para que nalborote. ¡Téngalo presente! -Y si bien hablab

con voz entrecortada por la ira, estabterriblemente acobardado.-General -respondí con calma que le resultab

intolerable-, no es posible detener a nadie poalboroto hasta que el alboroto mismo sproduzca. Todavía no he iniciado miexplicaciones con el barón y usted no sabe eabsoluto de qué manera y sobre qué supuestopienso proceder en este asunto. Sólo dese

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esclarecer la suposición, que estimo injuriospara mí, de que me encuentro bajo la tutela duna persona que tiene dominio sobre mi liberta

de acción. No tiene usted, pues, por qupreocuparse o alarmarse.-¡Por Dios santo, por Dios santo, Alekse

Ivanovich, abandone ese propósito insensato-murmuró el general, cambiando súbitamente stono airado en otro de súplica, e incluscogiéndome de las manos-. ¡Imagínese lo qupuede resultar de esto! ¡Más disgustos! ¡Ustemismo convendrá en que debo conducirme aqu

de una manera especial, sobre todo ahora!.¡sobre todo ahora!... ¡Ay, usted no conoce, nconoce, todas mis circunstancias! Cuando novayamos de aquí estoy dispuesto a contratarlde nuevo. Hablaba sólo de ahora... en fin, usteconoce los motivos! -gritó desesperado¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich!

Una vez más, desde la puerta, le dije con vofirme que no se preocupara, le prometí que tod

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se haría pulcra y decorosamente, y me apresura salir.

A veces los rusos que están en el extranjero s

muestran demasiado pusilánimes, temesobremanera el qué dirán, la manera cómo lgente los mira, y se preguntan si es decoroshacer esto o aquello; en fin, viven comencorsetados, sobre todo cuando aspiran distinguirse. Lo que más les agrada es ciertpauta preconcebida, establecida de una vez parsiempre, que aplican servilmente en los hoteleen los paseos, en las reuniones, cuando van d

viaje... Ahora bien, al general se le escapó siquerer el comentario de que, además de esohabía otras circunstancias particulares, de que lera preciso «conducirse de manera algespecial». De ahí que se apocara tan de repenty cambiara de tono conmigo. Yo lo observé tomé nota mental de ello. Y como, sin duda, popura necedad, él podía apelar mañana a laautoridades, me era preciso tomar precauciones

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Por otra parte, yo en realidad no queríenfurecer al general; pero sí quería enfurecer Polina. Polina me había tratado tan cruelmente

me había puesto en situación tan estúpida ququería obligarla a que me pidiera ella mismque cesara en mis actos. Mis travesuras Podíallegar a comprometerla, sin contar que en miban surgiendo otras emociones y apetenciaporque si ante ella me veo reducidvoluntariamente a la nada, eso no significa qusea un «gallina» ante otras gentes, ni posupuesto que pueda el barón «darme d

bastonazos». Lo que yo deseaba era reírme dtodos ellos y salir victorioso en este asunto¡Que mirasen bien! Quizá ella se asustaría y mllamaría de nuevo. Y si no lo hacía, vería dtodos modos que no soy un «gallina».

(Noticia sorprendente. Acaba de decirme laniñera, con quien he tropezado en la escalera,que Marya Filippovna ha salido sola, en el tren

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de esta noche, para Karlsbad con el fin de visitaa una prima suya. ¿Qué significa esto? La niñerdice que venía preparando el viaje desde hacía

tiempo, pero ¿cómo es que nadie lo sabía?Aunque bien pudiera ser que yo fuese el únicoen no saberlo. La niñera me ha dicho, además,que anteayer Marya Filippovna tuvo una disputcon el general. Lo comprendo. El tema, sinduda, fue mademoiselle Blanche. Sí, algodecisivo va a ocurrir aquí.)

Capítulo 7

Al día siguiente llamé al hotelero y le dije qupreparase mi cuenta por separado. Mhabitación no era lo bastante cara paralarmarme y obligarme a abandonar el hoteContaba con diecisiete federicos de oro, y allí.allí estaba quizá la riqueza. Lo curioso era qutodavía no había ganado, pero sentía, pensaba

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obraba como hombre rico y no podíimaginarme de otro modo.

A pesar de lo temprano de la hora, m

disponía a ir a ver a mister Astley en el Hoted'Angleterre, cercano al nuestro, cuandinopinadamente se presentó Des Grieux. Estno había sucedido nunca antes; más aún, mirelaciones con este caballero habían sidúltimamente harto raras y tirantes. Él no srecataba para mostrarme su desdén, mejodicho, se esforzaba por mostrármelo; y yo, pomi parte, tenía mis razones para no manifestarl

aprecio. En una palabra, le detestaba. Su llegadme llenó de asombró. Me percaté en el acto dque sucedía algo especial.

Entró muy amablemente y me dijo alglisonjero acerca de mi habitación. Al verme coel sombrero en la mano, me preguntó si salía dpaseo a una hora tan temprana. Al oír que iba visitar a mister Astley para hablar de negocio

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pensó un instante, caviló, y su rostro reflejó lmás aguda preocupación.

Des Grieux era como todos los franceses,

saber, festivo y amable cuando serlo enecesario y provechoso, y fastidioso hasta máno poder cuando ser festivo y amable deja de senecesario. Raras veces es el francénaturalmente amable; lo es siempre, como dijéramos, por exigencia, por cálculo. Spongamos por caso, juzga indispensable sefantasioso, original, extravagante, su fantasíresulta sumamente necia y artificial y revist

formas aceptadas y gastadas por el uso repetidoEl francés natural es la encarnación depragmatismo más angosto, mezquino cotidiano, en una palabra, es el ser máfastidioso de la tierra. A mi juicio, sólo lagentes sin experiencia,,y en particular lajovencitas rusas, se sienten cautivadas por lofranceses. A toda persona como Dios manda les familiar e inaguantable est

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convencionalismo, esta forma preestablecida dla cortesía de salón, de la desenvoltura y de ljovialidad.

-Vengo a hablarle de un asunto -empezdiciendo con excesiva soltura, aunque coamabilidad- y no le ocultaré que vengo comembajador, o,,mejor dicho, como mediador, degeneral. Como conozco el ruso muy mal, ncomprendí casi nada anoche; pero el general mdio explicaciones detalladas, y confieso que...

-Escuche, monsieur Des Grieux -linterrumpí-. Usted ha aceptado en este asunto e

oficio de mediador. Yo, claro, soy un outchitelnunca he aspirado al honor de ser amigo íntimde esta familia o de establecer relacioneparticularmente estrechas con ella; por lo tantono conozco todas las circunstancias. Perilumíneme: ¿es que es usted ahora, con todrigor, miembro de la familia? Porque como veque toma usted una parte tan activa en todo, ques indefectiblemente mediador en tantas cosas..

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No le agradó mi pregunta. Le resultabdemasiado transparente, y no quería irse de llengua.

-Me ligan al general, en parte, ciertos asuntoy, en parte, también, algunas circunstanciapersonales -dijo con sequedad-. El general menvía a rogarle que desista de lo que proyectabayer. Lo que usted urdía era, sin duda, muingenioso; pero el general me ha pedidexpresamente que indique a usted que nlogrará su objeto. Por añadidura, el barón no lrecibirá, y, en definitiva, cuenta con medios d

librarse de toda futura importunidad por partde usted. Convenga en que es así. Dígame, puede qué sirve persistir. El general promete quecon toda seguridad, le repondrá a usted en spuesto en la primera ocasión oportuna y quhasta esa fecha le abonará sus honorarios, vo

appointements. Esto es bastante ventajoso, ¿nle parece?

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Yo le repliqué con calma que se equivocabun tanto; que bien podía ser que no me echasede casa del barón; que, por el contrario, quiz

me escuchasen; y le pedí que confesara quhabía venido probablemente para averiguar qumedidas pensaba tomar yo en este asunto.

-¡Por Dios santo! Puesto que el general esttan implicado, claro que le gustará saber quhará usted y cómo lo hará. Eso es natural.

Yo me dispuse a darle explicaciones y éarrellanándose cómodamente, se dispuso escucharlas, ladeando la cabeza un poco haci

mí, con un evidente y manifiesto gesto de ironíen el rostro. De ordinario me miraba muy poencima del hombro. Yo hacía todo lo posiblpor fingir que ponderaba el caso con toda lseriedad que requería. Dije que puesto que ebarón se había quejado de mí al general como syo fuera un criado de éste, me había hechperder mi colocación, en primer lugar, y, esegundo, me había tratado como person

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incapaz de responder por sí misma y con quieni siquiera valía la pena hablar. Por supuestque me sentía ofendido, y con sobrado motivo

pero, en consideración de la diferencia de edaddel nivel social, etc., etc. (y aquí apenas podícontener la risa), no quería aventurarme a unchiquillada más, como sería exigir satisfacciódirectamente del barón o incluso sencillamentsugerir que me la diera. De todos modos, mjuzgaba con derecho a ofrecerle mis excusas, la baronesa en particular, tanto más cuanto quúltimamente me sentía de veras indispuesto

desquiciado y, por así decirlo, antojadizo, etcetc. No obstante, el barón, con su apelación dayer al general, ofensiva para mí, y su empeñen que el general me privase de mi empleo, mhabía puesto en situación de no poderles yofrecer a él y a la baronesa mis excusas, puestque él, y la baronesa, y todo el mundo pensaríade seguro que lo hacía por miedo, a fin de serepuesto en mi cargo. De aquí que yo estimas

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necesario pedir ahora al barón que fuera équien primero me ofreciera excusas, en lotérminos más moderados, diciendo, po

ejemplo, que no había querido ofenderme eabsoluto; y que cuando el barón lo dijera, yo pomi parte, como sin darle importancia, lpresentaría cordial y sinceramente mis propiaexcusas. En suma -dije en conclusión-, sólpedía que el barón me ofreciera una salida.

-¡Uf, qué escrupulosidad y qué finura! ¿Y poqué tiene usted que disculparse? Vamomonsieur; reconozca, monsieur.. que lo hac

usted adrede para molestar al general... y quizcon otras miras personales... mon che

monsieur, pardon, j'ai oublié votre nom

monsieur Alexis ?.. n'est-ce pas?

-Pero, perdón, mon cher marquis, ¿a usted qule va en ello?

-Mais le général..

-¿Y qué le va al general? ]Él dijo algo ayer dque tenía que conducirse de cierta manera...

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que estaba inquieto .... pero yo no comprendnada.

-Aquí hay,.. aquí hay efectivamente un

circunstancia personal -dijo Des Grieux cotono suplicante en el que se notaba cada vemás la mortificación-. ¿Usted conoce mademoiselle de Cominges?

-¿Quiere usted decir mademoiselle Blanche?-Pues si, mademoiselle Blanche d

Cominges... et madame sa mère...; reconozcque el general ... para decirlo de una vez, qué egeneral está enamorado y que hasta es posibl

que se celebre la boda aquí. Imagínese que etal ocasión hay escándalos, historias...-No veo escándalos ni historias que tenga

relación con la boda.-Pero le baron est si irascible, un caractèr

prussien, vous savez, enfin, il fera une querell

d'Allemand.

-Pero a mí y no a ustedes, puesto que yo ya npertenezco a la casa... (Yo trataba adrede d

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parecer lo más torpe posible.) Pero, perdón, ¿yestá resuelto que mademoiselle Blanche se cascon el general? ¿A qué esperan? Quiero decir

¿a qué viene ocultarlo, por lo menos dnosotros, la gente de la casa?-A usted no puedo... es que todavía no est

por completo ... ; sin embargo... usted sabe quesperan noticias de Rusia; el general necesitarreglar algunos asuntos...

-¡Ah, ah! ¡la baboulinka!

Des Grieux me miró con encono.-En fin -interrumpió-, confío plenamente e

su congénita amabilidad, en su inteligencia, esu tacto ... ; al fin y al cabo, lo haría usted pouna familia en la que fue recibido compariente, querido, respetado...

-¡Perdone, he sido despedido! Usted afirmahora que fue por salvar las apariencias; perreconozca que si le dicen a uno: «No quiero, posupuesto, tirarte de las orejas, pero para salva

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las apariencias deja que te tire de ellas ... ». ¿Nes lo mismo?

-Pues si es así, si ninguna súplica influy

sobre usted -dijo con severidad y arroganciapermítame asegurarle que se tomarán ciertamedidas. Aquí hay autoridades que lexpulsarán hoy mismo, que diablel, u

blanc-bec comme vous desafiar a un personajcomo el barón! ¿Cree usted que le van a dejaen paz? Y, créame, aquí nadie le teme a ustedSi he venido a suplicarle ha sido por cuentpropia, porque ha molestado usted al genera

¿De veras cree usted, de veras, que el barón nmandará a un lacayo que le eche a usted a lcalle?

-¡Pero si no soy yo quien irá! -respondí coinsólita calma-. Se equivoca usted, monsieuDes Grieux. Todo esto se arreglará mucho mádecorosamente de lo que usted piensa. Ahormismo voy a ver a mister Astley para pedirlque sea mi segundo, mi second. Ese señor m

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tiene aprecio y probablemente no rehusará. Éirá a ver al barón y el barón lo recibirá. Aunquyo soy sólo un outchitel y parezco hasta ciert

punto un subalterne, y aunque en definitivcarezco de protección, mister Astley es sobrinde un lord, de un lord auténtico, todo el mundlo sabe, lord Pibrock, y ese lord está aquí. Puedusted estar seguro de que el barón se mostrarcortés con mister Astley y le escuchará. Y si nle escucha, mister Astley lo considerará comun insulto personal (ya sabe usted lo tercos quson los ingleses) y enviará a un amigo suyo a

barón -y por cierto tiene buenos amigosCalcule usted ahora que puede pasar algdistinto de lo que piensa.

El francés quedó claramente sobrecogidoefectivamente, todo esto tenía visos de verdadpor consiguiente yo podía muy bien provocar udisgusto.

-Le imploro que deje todo -dijo con voverdaderamente suplicante-. A usted l

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agradaría que ocurriera algo desagradable. Nes una satisfacción lo que usted busca, sino uncontrariedad. Ya he dicho que todo esto e

divertido y aun ingenioso que bien pudiera selo que usted busca. En fin -terminó diciendo aver que me levantaba y cogía el sombrero-, hvenido a entregarle estas dos palabras de ciertpersona. Léalas, porque se me ha encargado quaguarde contestación.

Dicho esto, sacó del bolsillo un papelitdoblado y sellado con lacre y me lo alargó. Depuño de Polina, decía así:

«Me parece que se propone usted continuaeste asunto. Está usted enfadado y empieza hacer travesuras. Hay, sin embargocircunstancias especiales que quizá le expliqumás tarde. Por favor, desista y deje el caminfranco. ¡Cuántas bobadas hay en esto! Lnecesito y usted prometió obedecerme

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Recuerde Schlangenberg. Le pido que seobediente y, si es preciso, se lo mando.

Su P

P S. Si está enojado conmigo por lo de aye

perdóneme. »

Cuando leí estos renglones me pareció que sme iba la cabeza. Mis labios perdieron su coloy empecé a temblar. El maldito francés mmiraba con aire de intensa circunspección

apartaba de mí los ojos como para no ver mzozobra. Mejor hubiera sido que se hubierreído de mí abiertamente.

-Bien -respondí-, diga a mademoiselle que nse preocupe. Permítame, no obstante, hacerluna pregunta -añadí con aspereza-, ¿por qué htardado tanto en darme esta nota? En lugar ddecir tantas nimiedades, creo que debiera uste

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haber comenzado con esto... si, en efecto, vincon este encargo.

-Ah, yo quería... todo esto es tan insólito qu

usted perdonará mi natural impaciencia... Yquería enterarme por mi cuenta, personalmentede cuáles eran las intenciones de usted. Percomo no conozco el contenido de esa notapensé que no corría prisa en dársela.

-Comprendo. A usted sencillamente lmandaron que la entregara sólo como últimrecurso, y que no la entregara si lograba spropósito de palabra. ¿No es así? ¡Hable co

franqueza, monsieur Des Grieux!-Peut-étre -dijo, tomando un aire mu

comedido y dirigiéndome una mirada algpeculiar.

Cogí el sombrero; él hizo una inclinación dcabeza y salió. Tuve la impresión de que llevabuna sonrisa burlona en los labios. ¿Acaso cabíesperar otra cosa?

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-Tú y yo, franchute, tenemos todavía cuentaque arreglar. Mediremos fuerzas -murmurbajando la escalera. Aún no sabía qué er

aquello que había causado tal mareo. El aire mrefrescó un poco.Un par de minutos después, cuando apenahabía empezado a discurrir con claridadsurgieron luminosos en mi mente dopensamientos:  primero, que de unas naderíade unas cuantas amenazas inverosímiles descolar, lanzadas anoche al buen tuntún, habíresultado un desasosiego general, y segundo

¿qué clase de ascendiente tenía este francésobre Polina? Bastaba una palabra suya para quella hiciera cuanto él necesitaba: me escribíuna nota y hasta me suplicaba. Sus relacionepor supuesto, habían sido siempre un enigmpara mí, desde el principio mismo, desde quempecé a conocerlos. Sin embargo, en estoúltimos días había notado en ella una evidentaversión, por no decir desprecio, hacia él; y é

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por su parte, apenas se fijaba en ella, la tratabcon la grosería más descarada. Yo lo habínotado. Polina misma me había hablado d

aversión; ahora se le escapaban revelacioneharto significativas. Es decir, que ésencillamente la tenía en su poder; que ella, poalgún motivo, era su cautiva...

Capítulo 8

En la promenade, como  aquí la llaman, estes, en la avenida de los castaños, tropecé con m

inglés.-¡Oh, oh! -dijo al verme-, yo iba a verle usted y usted venía a verme a mí. ¿Conque se hseparado usted de los suyos?

-Primero, dígame cómo lo sabe -preguntasombrado-. ¿o es que ya lo sabe todo emundo?

-¡Oh, no! Todos lo ignoran y no tienen poqué saberlo. Nadie habla de ello.

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-¿Entonces, cómo lo sabe usted?-Lo sé, es decir, que me he enterado po

casualidad. Y ahora ¿adónde irá usted desd

aquí? Le tengo aprecio y por eso iba a verle.-Es usted un hombre excelente, míster Astle-respondí (pero, por otra parte, la cosa me chocmucho: ¿de quién lo había sabido?)-. Y comtodavía no he tomado café y usted, de seguro, lha tomado malo, vamos al café del Casino. Alnos sentamos, fumamos, yo le cuento y usteme cuenta.

El café estaba a cien pasos. Nos trajeron café

nos sentamos y yo encendí un cigarrillo. MísteAstley no fumó y, fijando en mí los ojos, sdispuso a escuchar.

-No voy a ninguna parte -empecé diciendoMe quedo aquí.

-Estaba seguro de que se quedaría -dijo misteAstley en tono aprobatorio.

Al dirigirme a ver a mister Astley no teníintención de decirle nada, mejor dicho, n

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quería decirle nada acerca de mi amor poPolina. Durante esos días apenas le había dichuna palabra de ello. Además, era mu

reservado. Desde el primer momento adverque Polina le había causado una profundimpresión, aunque jamás pronunciaba snombre. Pero, cosa rara, ahora, de repente, nbien se hubo sentado y fijado en mí sus ojocolor de estaño, sentí, no sé por qué, el deseo dcontarle todo, es decir, todo mi amor, con todosus matices. Estuve hablando media hora, lo qupara mí fue sumamente agradable. Era l

primera vez que hablaba de ello. Notando quse turbaba ante algunos de los pasajes máardientes, acentué de propósito el ardor de mnarración. De una cosa me arrepiento: quizhablé del francés más de lo necesario...

-Míster Astley escuchó inmóvil, sentadfrente a mí, sin decir palabra ni emitir sonidalguno y con sus ojos fijos en los míos; percuando comencé a hablar del francés, m

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interrumpió de pronto y me preguntseveramente si me juzgaba con derecho a aluda un terna que nada tenía que ver conmigo

Míster Astley siempre hacía preguntas de unmanera muy rara.-Tiene usted razón. Me temo que n

-respondí.-¿De ese marqués y de miss Polina no pued

usted decir nada concreto? ¿Sólo conjetura?Una vez más me extrañó que un hombre tan

apocado como míster Astley hiciera unpregunta tan categórica.

-No, nada concreto –contesté-; nada, posupuesto.-En tal caso ha hecho usted mal no sólo e

hablarme a mí de ello, sino hasta en pensarlusted mismo.

-Bueno, bueno, lo reconozco; pero ahora no strata de eso -interrumpí asombrado de mmismo. Y entonces le conté toda la historia dayer, con todos sus detalles, la ocurrencia d

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Polina, mi aventura con el barón, mi despido, linsólita pusilanimidad del general y, por últimole referí minuciosamente la visita de Des Grieu

esa misma mañana, sin omitir ningún detalleEn conclusión le enseñé la nota.-¿Qué saca de esto? -pregunté-. He venid

precisamente para averiguar lo que usted piensaEn lo que a mí toca, me parece que hubiermatado a ese franchute y quizá lo haga todavía.

-Yo también -dijo míster Astley-. En cuanto miss Polina, usted sabe que entramos en tratoaun con gentes que nos son odiosas, si a ello no

obliga la necesidad. Ahí puede haber relacioneque ignoramos y que dependen dcircunstancias ajenas al caso. Creo que puedestar usted tranquilo -en parte, claro-. En cuanta la conducta de ella ayer, no cabe duda de ques extraña, no porque quisiera librarse de usteexponiéndole al garrote del barón (quien, no spor qué, no lo utilizó aunque lo tenía en lmano), sino porque semejante travesura en un

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miss tan... tan excelente no es decorosa. Clarque ella no podía suponer que usted pondríliteralmente en práctica sus antojos...

-¿Sabe usted? -grité de repente, clavando lmirada en míster Astley-. Me parece que usteya ha oído hablar de todo esto. ¿Y sabe quién slo ha dicho? La misma miss Polina.

Míster Astley me miró extrañado.-Le brillan a usted los ojos y en ellos veo l

sospecha -dijo, y en seguida volvió a su calmanterior-, pero no tiene usted el menor derecho revelar sus sospechas. No puedo reconocer es

derecho y me niego en redondo a contestar a spregunta.-¡Bueno, basta! ¡Por otra parte no e

necesario! -exclamé extrañamente agitado y sicomprender por qué se me había ocurrido tacosa. ¿Cuándo, dónde y cómo hubiera podidmíster Astley ser elegido por Polina comconfidente? Sin embargo, a veces en día

recientes había perdido de vista a míster Astley

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y Polina siempre había sido un enigma para mun enigma tal que ahora, por ejemplohabiéndome lanzado a contar a míster Astley l

historia de mi amor, vi de pronto con sorpresmientras la contaba que de mis relaciones coella apenas podía decir nada preciso y positivoAl contrario, todo era ilusorio, extrañoinfundado, sin la menor semejanza con cosalguna.

-Bueno, bueno, desbarro; y ahora no puedsacar en limpio mucho más -respondí, como me faltara el aliento-. De todos modos, es uste

una buena persona. Ahora a otra cosa, y le pidono consejo, sino su opinión.Callé un instante y proseguí.-En opinión de usted, ¿por qué se asustó tant

el general? ¿Por qué todos ellos han hecho dmi estúpida picardía algo que les trae dcabeza? Tan de cabeza que hasta el propio DeGrieux ha creído necesario intervenir (y éinterviene sólo en los casos más importantes

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me ha visitado (¡hay que ver!), me ha requeridy suplicado, ¡a mí, él, Des Grieux, a mí! Poúltimo, observe usted que ha venido a las nueve

y que la nota de miss Polina ya estaba en sumanos. ¿Cuándo, pues, fue escrita?, cabpreguntar. ¡Quizá despertaran a miss Polinpara ello! Salvo deducir de esto que miss Polines su esclava (¡porque hasta a mí me pidperdón!), salvo eso, ¿qué le va a ellapersonalmente, en este asunto? ¿Por qué esttan interesada? ¿Por qué se asustaron tanto dun barón cualquiera? ¿Y qué tiene que ver co

ello que el general se case con mademoisellBlanche de Cominges? Ellos dicen qucabalmente por eso necesita conducirse de unmanera especial, pero convenga en que esto eya demasiado especial. ¿Qué piensa usted? Polo que me dicen sus ojos estoy seguro de que desto sabe usted más que yo.

Míster Asdey sonrió y asintió con la cabeza.

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-En efecto, de esto creo saber mucho más quusted -apuntó-. Aquí se trata sólo dmademoiselle Blanche, y estoy seguro de que e

la pura verdad.-¿Pero por qué mademoiselle Blanche? -gritimpaciente (tuve de pronto la esperanza de quahora se revelaría algo acerca de mademoisellPolina).

-Se me antoja que en el momento presentmademoiselle Blanche tiene especial interés eevitar a toda costa un encuentro con el barón la baronesa, tanto más cuanto que el encuentr

sería desagradable, por no decir escandaloso.-¿Qué me dice usted?-El año antepasado, mademoiselle Blanch

estuvo ya aquí, en Roulettenberg, durante ltemporada. Yo también andaba por aquMademoiselle Blanche no se llamaba todavímademoiselle de Cominges y, por el mismmotivo, tampoco existía su madre, madam

veuve Cominges. Al menos, no había menció

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de ella. Des Grieux... tampoco había DeGrieux. Tengo la profunda convicción de que nsólo no hay parentesco entre ellos, sino que n

siquiera se conocen de antiguo. Tampocempezó hace mucho eso de marqués DeGrieux; de ello estoy seguro por uncircunstancia. Cabe incluso suponer quempezó a llamarse Des Grieux hace pocoConozco aquí a un individuo que le conocíbajo otro nombre.

-¿Pero no es cierto que tiene un respetablcírculo de amistades?

-¡Puede ser! También puede tenerlmademoiselle Blanche. Hace dos años, siembargo, a resultas de una queja de esta mismbaronesa, fue invitada por la policía local abandonar la ciudad y así lo hizo.

-¿Cómo fue eso?-Se presentó aquí primero con un italiano, u

príncipe o algo así, que tenía un nombrhistórico, Barberini o algo por el estilo. Ib

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cubierto de sortijas y brillantes, y por cierto dbuena ley. Iban y venían en un espléndidcarruaje. Mademoiselle Blanche jugaba co

éxito a trente et quarante, pero después ssuerte cambió radicalmente, si mal no recuerdoMe acuerdo de que una noche perdió uncantidad muy elevada. Pero lo peor de todo fuque un beau matin su príncipe desapareció sidejar rastro. Desaparecieron los caballos y ecarruaje, desapareció todo. En el hotel debíauna suma enorme. Mademoiselle Zelma (elugar de Barberini empezó a llamarse de pront

mademoiselle Zelma) daba muestras de la máprofunda desesperación. Chillaba y gemía potodo el hotel, y de rabia hizo jirones su vestidoHabía entonces en el hotel un conde polac(todos los viajeros polacos son condes), mademoiselle Blanche, con aquello de rasgar svestido y arañarse el rostro como una gata cosus manos bellas y perfumadas, produjo en éalguna impresión. Conversaron, y a la hora de l

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comida ella había recobrado la calma. A lnoche se presentaron del brazo en el casinoMademoiselle Zelma, según su costumbre, reí

con estrépito y en sus ademanes se notabmayor desenvoltura que antes. Entró sin más eesa clase de señoras que, al acercarse a la mesde la ruleta, dan fuertes codazos a los jugadorepara procurarse un sitio. Aquí, entre taledamas, se considera eso como especialmentchic. Usted lo habrá notado, sin duda.

-Sí.-No vale la pena notarlo. Por desgracia par

las personas decentes, estas damas ndesaparecen, por lo menos las que todos los díacambian a la mesa billetes de mil francos. Percuando dejan de cambiar billetes se les pide amomento que se vayan. Mademoiselle Zelmseguía cambiando billetes; pero la fortuna le fuaún más adversa. Observe que muy a menudestas señoras juegan con éxito; saben dominarsde manera asombrosa. Pero mi historia toca a s

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fin. Llegó un momento en que, al igual que epríncipe, desapareció el conde. MademoisellZelma se presentó una noche a jugar sola

ocasión en que nadie se presentó a ofrecerle ebrazo. En dos días perdió cuanto le quedabaCuando hubo arriesgado su último louis d'or

lo hubo perdido, miró a su alrededor y vio junta sí al barón Burmerhelm, que la observabatentamente y muy indignado. Permademoiselle Zelma no notó la indignación ymirando al barón con la consabida sonrisa, lpidió que le pusiera diez louis dor al rojo. Com

consecuencia de esto y por queja de la baronesaaquella noche fue invitada a no presentarse máen el Casino. Si le extraña a usted que me seaconocidos estos detalles nimios y francamentindecorosos, sepa que, en versión definitiva, looí de labios de míster Feeder, un pariente míque esa misma noche condujo en su coche mademoiselle Zelma de Roulettenburg a SpaAhora mire: mademoiselle Blanche quiere se

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generala, seguramente para no recibir eadelante invitaciones como la que recibió hacdos años de la policía del Casino. Ya no juega

pero es porque, según todos los indicios, tienahora un capital que da a usura a los jugadorelocales. Esto es mucho más prudente. Yo hastsospecho que el infeliz general le debe dineroQuizá también se lo debe Des Grieux. Quizella y Des Grieux trabajan juntos. Comprenderusted que, al menos hasta la boda, ella no quieratraerse por ningún motivo la atención del baróy la baronesa. En una palabra, que en s

situación nada sería menos provechoso que uescándalo. Usted está vinculado a ese grupo, las acciones de usted podrían causar esescándalo, tanto más cuanto ella se presenta diario en público del brazo del general acompañada de miss Polina. ¿Ahora lo entiendusted?

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-No, no lo entiendo -exclamé golpeando lmesa con tal fuerza que el garzón, asustadoacudió corriendo.

-Diga, míster Astley -dije con arrebato-, usted ya conocía toda esta historia y, poconsiguiente, sabe al dedillo qué clase dpersona es mademoiselle Blanche de Cominge¿cómo es que no me avisó usted, a mí al menoluego al general y, sobre todo, a miss Polinaque se presentaba aquí en el Casino, en públicodel brazo de mademoiselle Blanche? ¿Cómo eposible?

-No tenía por qué avisarle a usted, ya quusted no podía hacer nada -replictranquilamente míster Astley-. Y, por otro lado¿avisarle de qué? Puede que el general sepa dmademoiselle Blanche todavía más que yo y, efin de cuentas, se pasea con ella y con misPolina. El general es un infeliz. Ayer vi qumademoiselle Blanche iba montada en uespléndido caballo junto con míster Des Grieu

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y ese pequeño príncipe ruso, mientras que egeneral iba tras ellos en un caballo de colocastaño. Por la mañana decía que le dolían la

piernas, pero se tenía muy bien en la silla. Puebien, en ese momento me vino la idea de quese hombre está completamente arruinadoAdemás, nada de eso tiene que ver conmigo, sólo desde hace poco tengo el honor de conocea miss Polina. Por otra parte (dijo míster Astlereportándose), ya le he advertido que nreconozco su derecho a hacer ciertas preguntaa pesar de que le tengo a usted verdader

aprecio...-Basta -dije levantándome-, ahora para mí estclaro como el día que también miss Polina sabtodo lo referente a mademoiselle BlancheTenga usted la seguridad de que ninguna otrinfluencia la haría pasearse con mademoisellBlanche y suplicarme en una nota que no toqual barón. Ésa cabalmente debe de ser linfluencia ante la que todos se inclinan. ¡Y

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pensar que fue ella la que me azuzó contra ebarón! ¡No hay demonio que lo entienda!

-Usted olvida, en primer lugar, qu

mademoiselle de Cominges es la prometida degeneral, y en segundo, que miss Polina, hijastrdel general, tiene un hermano y una hermana dcorta edad, hijos del general, a quienes esthombre chiflado tiene abandonados pocompleto y a quienes, según parece, hdespojado de sus bienes.

-¡Sí, sí, eso es! Apartarse de los niñosignifica abandonarlos por completo; quedars

significa proteger sus intereses y quizá tambiésalvar un jirón de la hacienda. ¡Sí, sí, todo eses cierto! ¡Y, sin embargo, sin embargo! ¡Ahahora entiendo por qué todos se interesan por labuelita!

-¿Por quién?-Por esa vieja bruja de Moscú que no se muer

y acerca de la cual esperan un telegramdiciendo que se ha muerto.

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-¡Ah, sí, claro! Todos los intereses convergeen ella. Todo depende de la herencia. Sanuncia la herencia y el general se casa; mis

Polina queda libre, y Des Grieux..-Y Des Grieux, ¿qué?-Y a Des Grieux se le pagará su dinero; no e

otra cosa lo que espera aquí.-¿Sólo eso? ¿Cree usted que espera sólo eso?-No tengo la menor idea. -Míster Astle

guardó obstinado silencio.-Pues yo sí, yo sí -repetí con ira-. Esper

también la herencia porque Polina recibirá un

dote y, en cuanto tenga el dinero, le echará lobrazos al cuello. ¡Así son todas las mujeresAun las más orgullosas acaban por ser laesclavas más indignas. Polina sólo es capaz damar con pasión y nada más. ¡Ahí tiene ustemi opinión de ella! Mírela usted, sobre todcuando está sentada sola, pensativa... ¡es comsi estuviera predestinada, sentenciada, malditaEs capaz de echarse encima todos los horrore

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de la vida y la pasión .... es... es... ¿pero quiéme llama? -exclamé de repente-. ¿Quién gritaHe oído gritar en ruso «¡Aleksei Ivanovich!»

Una voz de mujer. ¡Oiga, oiga!Para entonces habíamos llegado ya a nuestrhotel. Hacía rato que, sin notarlo apenahabíamos salido del café.

-He oído gritos de mujer, pero no sé a quiéllamaban. Y en ruso. Ahora veo de dóndvienen -señaló míster Astley-. Es aquella mujela que grita, la que está sentada en aquel sillóque los lacayos acaban de subir por l

escalinata. Tras ella están subiendo maletas, lque quiere decir que acaba de llegar el tren.-¿Pero por qué me llama a mí? Ya está otr

vez voceando. Mire, nos está haciendo señas.-¡Aleksei Ivanovich! ¡Aleksei Ivanovich! ¡Ay

Dios, se habrá visto mastuerzo! -llegaban gritode desesperación desde la escalinata del hotel.Fuimos casi corriendo al pórtico. Y cuandollegué al descansillo se me cayeron los brazos

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de estupor y las piernas se me volvieron depiedra.

Capítulo 9

En el descansillo superior de la anchescalinata del hotel, transportada peldañoarriba en un sillón, rodeada de criadodoncellas y el numeroso y servil personal dehotel, en presencia del Oberkellner, que habísalido al encuentro de una destacada visitantque llegaba con tanta bulla y alharaca

acompañada de su propia servidumbre y de usinfín de baúles y maletas, sentada como reinen su trono estaba... la abuela. Sí, ella mismaformidable y rica, con sus setenta y cinco años cuestas: Antonida Vasilyevna Tarasevichevaterrateniente y aristocrática moscovita, lbaboulinka, acerca de la cual se expedían recibían telegramas, moribunda pero no muertaquien de repente aparecía en persona entr

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nosotros como llovida del cielo. La traían, pofallo de las piernas, en un sillón, como siempren estos últimos años, pero, también com

siempre, marrullera, briosa, pagada de sí mismamuy tiesa en su asiento, vociferante, autoritariy con todos regañona; en fin, exactamente comyo había tenido el honor de verla dos vecedesde que entré como tutor en casa del generaComo es de suponer, me quedé ante ellparalizado de asombro. Me había visto a ciepasos de distancia cuando la llevaban en esillón, me había reconocido con sus ojos d

lince y llamado por mi nombre y patronímicodetalle que, también según costumbre suyarecordaba de una vez para siempre. «¡Y a ésta pensé- esperaban verla en un ataúd, enterrada dejando tras sí una herencia! ¡Pero si es ella lque nos enterrará a todos y a todo el hotel! Perosanto Dios, ¿qué será de nuestra gente ahora¿qué será ahora del general? ¡Va a poner ehotel patas arriba! »

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-Bueno, amigo, ¿por qué estás plantado ahcon esos ojos saltones? -continuó gritándome labuela-. ¿Es que no sabes dar la bienvenida

¿No sabes saludar? ¿O es que el orgullo te limpide? ¿Quizá no me has reconocido? ¿OyePotapych? -dijo volviéndose a un viejo canosode calva sonrosada, vestido de frac y corbatblanca, su mayordomo, que la acompañabcuando iba de viaje-; ¿oyes? ¡No me reconoceMe han enterrado. Han estado mandando utelegrama tras otro: ¿ha muerto o no ha muerto¡Pero si lo sé todo! ¡Y yo, como ves, vivita

coleando!-Por Dios, Antonida Vasilyevna, ¿por quhabía yo de desearle nada malo? -respondalegremente cuando volví en mi acuerdo-. Ersólo la sorpresa... ¿y cómo no maravillarscuando tan inesperadamente ... ?

-¿Y qué hay de maravilla en ello? Me metí eel tren y vine. En el vagón va una muy cómodasin traqueteo ninguno. ¿Has estado de paseo?

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-Sí, me he llegado al Casino.-Esto es bonito -dijo la abuela mirando e

torno-; el aire es tibio y los árboles so

hermosos. Me gusta. ¿Está la familia en casa¿El general?-En casa, sí; a esta hora están todos de segur

en casa.-¿Y qué? ¿Lo hacen aquí todo según el reloj

con toda ceremonia? Quieren dar el tono. ¡Mhan dicho que tienen coche, les seigneurs ruses

Se gastan lo que tienen y luego se van aextranjero. ¿Praskovya está también con ellos?

-Sí, Polina Aleksandrovna está también.-¿Y el franchute? En fin, yo misma los veré todos. Aleksei Ivanovich, enseña el camino vamos derechos allá. ¿Lo pasas bien aquí?

-Así, así, Antonida Vasilyevna.-Tú, Potapych, dile a ese mentecato de Kellne

que me preparen una habitación cómoda, bonitabaja, y lleva las cosas allí en seguida. ¿Pero poqué quiere toda esta gente llevarme? ¿Por qu

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se meten donde no los llaman? ¡Pero qué gentmás servil! ¿Quién es ése que está contigo-preguntó dirigiéndose de nuevo a mí.

-Éste es mister Astley -contesté.-¿Y quién es mister Astley?-Un viajero y un buen amigo mío; amig

también del general.-Un inglés. Por eso me mira de hito en hito

no abre los labios. A mí, sin embargo, mgustan los ingleses. Bueno, levantadme y arribaderechos al cuarto del general. ¿Por dónde cae?

Cargaron con la abuela. Yo iba delante por l

ancha escalera del hotel. Nuestra procesión ermuy vistosa. Todos los que topaban con ella sparaban y nos miraban con ojos desorbitadoNuestro hotel era considerado como el mejor, emás caro y el más aristocrático del balneario. Ela escalera y en los pasillos se tropezaba dcontinuo con damas espléndidas e ingleses ddigno aspecto. Muchos pedían informes abajo aOberkellner, también hondament

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impresionado. Éste, por supuesto, respondía quera una extranjera de alto copete, une russe, un

comtesse, grande dame, que se instalaría en lo

mismos aposentos que una semana antes habíocupado la grande duchesse de N. El aspectimperioso e imponente de la abuelatransportada en un sillón, era lo que causaba emayor efecto. Cuando se encontraba con unnueva persona la medía con una mirada dcuriosidad y en voz alta me hacía preguntasobre ella. La abuela era de un natural vigorosy, aunque no se levantaba del sillón, se presentí

al mirarla que era de elevada estatura. Manteníla espina tiesa como un huso y no se apoyaba eel respaldo del asiento. Llevaba alta la cabezaque era grande y canosa, de fuertes y acusadorasgos. Había en su modo de mirar algarrogante y provocativo, y estaba claro que tantesa mirada como sus gestos eran perfectamentnaturales. A pesar de sus setenta y cinco añotenía el rostro bastante fresco y hasta l

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dentadura en buen estado. Llevaba un vestidnegro de seda y una cofia blanca.

-Me interesa extraordinariamente -murmur

mister Astley, que subía junto a mí.«Ya sabe lo de los telegramas -pensaba yoConoce también a Des Grieux, pero por lo vistno sabe todavía mucho de mademoisellBlanche.» Informé de esto a mister Astley.

¡Pecador de mí! En cuanto me repuse de msorpresa inicial me alegré sobremanera degolpe feroz que íbamos a asestar al generadentro de un instante. Era como un estimulante

y yo iba en cabeza con singular alegría.Nuestra gente estaba instalada en el tercepiso. Yo no anuncié nuestra llegada y ni siquierllamé a la puerta, sino que sencillamente la abde par en par y por ella metieron a la abuela etriunfo. Todo el mundo, como de propósitoestaba allí, en el gabinete del general. Eran ladoce y, al parecer, proyectaban una excursiónunos irían en coche, otros a caballo, toda l

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pandilla; y además habían invitado a algunoconocidos. Amén del general, de Polina con loniños y de la niñera, estaban en el gabinete De

Grieux, mlle. Blanche, una vez más en traje damazona, su madre mile. veuve Cominges, epequeño príncipe y un erudito alemán, questaba de viaje, a quien yo veía con ellos poprimera vez. Colocaron el sillón con la abuelen el centro del gabinete, a tres pasos degeneral. ¡Dios mío, nunca olvidaré la impresióque ello produjo! Cuando entramos, el generaestaba contando algo, y Des Grieux le corregía

Es menester indicar que desde hacía dos o tredías, y no se sabe por qué motivo, Des Grieux mlle. Blanche hacían la rueda abiertamente apequeño príncipe à la barbe du pauvre généra

y que el grupo, aunque quizá con estudiadesfuerzo, tenía un aire de cordial familiaridad. Ala vista de la abuela el general perdió el habla se quedó en mitad de una frase con la bocabierta. Fijó en ella los ojos desencajados, com

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hipnotizado por la mirada de un basilisco. Labuela también le observó en silencio, inmóvi¡pero con qué mirada triunfal, provocativa

burlona! Así estuvieron mirándose diesegundos largos, ante el profundo silencio dtodos los circunstantes. Des Grieux quedó aprincipio estupefacto, pero en su rostro empezpronto a dibujarse una inquietud inusitadaMlle. Blanche, con las cejas enarcadas y la bocabierta, observaba atolondrada a la abuela. Epríncipe y el erudito, ambos presa de hondconfusión, contemplaban la escena. El rostro d

Polina reflejaba extraordinaria sorpresa perplejidad, pero de súbito se quedó más blancque la cera; un momento después la sangrvolvió de golpe y coloreó las mejillas. ¡Sí, eruna catástrofe para todos! Yo no hacía más qupasear los ojos desde la abuela hasta loconcurrentes y viceversa. mister Astley, segúsu costumbre, se mantenía aparte, tranquilo digno.

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~¡Bueno, aquí estoy! ¡En lugar de utelegrama! -exclamó por fin la abuelrompiendo el silencio-. ¿Qué, no m

esperabais?-Antonida Vasilyevna... tía... ¿pero cómo ... -balbuceó el infeliz general. Si la abuela no lhubiera hablado, en unos segundos más lhabría dado quizá una apoplejía.

-¿Cómo que cómo? Me metí en el tren y vine¿Para qué sirve el ferrocarril? ¿Y vosotropensabais que ya había estirado la pata y que ohabía dejado una fortuna? Ya sé que mandaba

telegramas desde aquí; tu buen dinero te habrácostado, porque desde aquí no son baratos. Meché las piernas al hombro y aquí estoy. ¿Eéste el francés? ¿Monsieur Des Grieux, por lvisto?

-Oui, madame -confirmô Des Grieux- e

croyez je suis si enchanté.. votre santé.. c'est u

miracle... vous voir ici, une surpris

charmante...

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-Sí, sí, charmante. Ya te conozco, farsante¡No me fío de ti ni tanto así! -y le enseñaba ededo meñique-. Y ésta, ¿quién es? -dij

volviéndose y señalando a mile. Blanche. Lllamativa francesa, en traje de amazona y con elátigo en la mano, evidentemente limpresionó-. ¿Es de aquí?

-Es mademoiselle Blanche de Cominges y éstes su madre, madame de Cominges. Shospedan en este hotel -dije yo.

-¿Está casada la hija? -preguntó la abuela sipararse en barras.

-Mademoiselle de Cominges es solter-respondí lo más cortésmente posible y, dpropósito, a media voz,

-¿Es alegre?Yo no alcancé a entender la pregunta.-¿No se aburre uno con ella? ¿Entiende e

ruso? Porque cuando Des Grieux estuvo conosotros en Moscú llegó a chapurrearlo upoco.

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Le expliqué que mlle. de Cominges no habíestado nunca en Rusia.

-Bonjour! -dijo la abuela encarándos

bruscamente con mlle. Blanche.-Bonjour, madame! -Mlle. Blanche, coelegancia y ceremonia, hizo una leve reverenciaBajo la desusada modestia y cortesía se apresura manifestar, con toda la expresión de su rostry figura, el asombro extraordinario que lcausaba una pregunta tan extraña y ucomportamiento semejante.

-¡Ah, ha bajado los ojos, es amanerada

artificiosa! Ya se ve qué clase de pájaro es: unactriz de ésas. Estoy abajo, en este hotel -dijdirigiéndose de pronto al general-, Seré vecintuya. ¿Estás contento o no?

-¡Oh, tía! Puede creer en mi sentimientsincero... de satisfacción -dijo el generacogiendo al vuelo la pregunta. Ya habírecobrado en parte su presencia de ánimo, como cuando se ofrecía ocasión sabía habla

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bien, con gravedad y cierta pretensión dpersuadir, se preparó a declamar ahora también. Hemos estado tan afectados y alarmados co

las noticias sobre su estado de salud... Hemorecibido telegramas que daban tan pocesperanza, y de pronto...

-¡Pues mientes, mientes! -interrumpió amomento la abuela.

-¿Pero cómo es -interrumpió a su vez eseguida el general, levantando la voz y tratandde no reparar en ese «mientes»-, cómo es que, pesar de todo, decidió usted emprender un viaj

como éste? Reconozca que a sus años y dada ssalud... ; de todos modos ha sido tan inesperadque no es de extrañar nuestro asombro. Perestoy tan contento...; y todos nosotros (y aquinició una sonrisa afable y seductora) haremotodo lo posible para que su temporada aquí sede lo más agradable...

-Bueno, basta; cháchara inútil; tonterías comde costumbre; yo sé bien cómo pasar el tiempo

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Pero no te tengo inquina; no guardo rencoPreguntas que cómo he venido. ¿Pero qué hade extraordinario en esto? De la manera má

sencilla. No veo por qué todos se sorprendenHola, Praskovya. ¿Tú qué haces aquí?-Hola, abuela -dijo Polina acercándose a ella

¿Ha estado mucho tiempo en camino?-Ésta ha hecho una pregunta inteligente, e

vez de soltar tantos «ohs» y «ahs». Pues mirame tenían en cama día tras día, y me dabamedicinas y más medicinas; conque mandé paseo a los médicos y llamé al sacristán d

Nikola, que le había curado a una campesinuna enfermedad igual con polvos de heno. Puea mí también me sentó bien. A los tres días tuvun sudor muy grande y me levanté. Luegtuvieron otra consulta mis médicos alemanes, scalaron los anteojos y dijeron en coro: «Si ahorva a un balneario extranjero y hace una cura daguas, expulsaría esa obstrucción que tiene». ¿Ypor qué no?, pensé yo. Esos tontos de lo

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Zazhigin se escandalizaron: «¿Hasta dónde va ir usted?», me preguntaban. Bueno, en un día ldispuse todo, y el viernes de la semana pasad

cogí a mi doncella, y a Potapych, y a Fiodor elacayo (pero a Fiodor le mandé a casa desdBerlín porque vi que no lo necesitaba), y mvine solita... Tomé un vagón particular, y hamozos en todas las estaciones que por veintkopeks te llevan adonde quieras. ¡Vayhabitaciones que tenéis! -dijo en conclusiómirando alrededor-. ¿De dónde has sacado edinero, amigo? Porque lo tienes tod

hipotecado. ¿Cuántos cuartos le debes a estfranchute, sin ir más lejos? ¡Si lo sé todo, lo stodo!

-Yo, tía... -apuntó el general todo confusome sorprende, tía .... me parece que puedo sifiscalización de nadie .... sin contar que migastos no exceden de mis medios, y nosotroaquí...

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-¿Que no exceden de tus medios? ¿Y así ldices? ¡Como guardián de los niños les habrárobado hasta el último kopek!

-Después de esto, después de tales palabras.-intervino el general con indignación- ya no squé...

-¡En efecto, no sabes! Seguramente no tapartas de la ruleta aquí. ¿Te lo has jugadtodo?

El general quedó tan desconcertado questuvo a punto de ahogarse en el torrente de suagitados sentimientos.

-¿De la ruleta? ¿Yo? Con mi categoría... ¿yoVuelva en su acuerdo, tía; quizá sigue usteindispuesta...

-Bueno, mientes, mientes; de seguro que npueden arrancarte de ella; mientes con toda lboca. Pues yo, hoy mismo, voy a ver qué es esde la ruleta. Tú, Praskovya, cuéntame lo que haque ver por aquí; Aleksei Ivanovich me lenseñará; y tú, Potapych, apunta todos los sitio

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adonde hay que ir. ¿Qué es lo que se visitaquí? -preguntó volviéndose a Polina.

-Aquí cerca están las ruinas de un castillo

luego hay el Schlangenberg.-¿Qué es ese Schlangenberg? ¿Un bosque?-No, no es un bosque; es una montaña, co

una cúspide...-¿Qué es eso de una cúspide?-El punto más alto de la montaña, un luga

con una barandilla alrededor. Desde allí sdescubre una vista sin igual.

-¿Y suben sillas a la montaña? No podrá

subirlas, ¿verdad?- ¡Oh, se pueden encontrar cargadores-contesté yo.

En este momento entró Fedosya, la niñeracon los hijos del general, a saludar a la abuela.

-¡Bueno, nada de besos! No me gusta besar los niños; están llenos de mocos. Y tú, Fedosya¿cómo lo pasas aquí?

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-Bien, muy bien, Antonida Vasilyevn-replicó Fedosya-. ¿Y a usted cómo le ha idoseñora? ¡Aquí hemos estado tan preocupado

por usted!-Lo sé, tú eres un alma sencilla. ¿Y éstos quson? ¿Más invitados? -dijo encarándose dnuevo con Polina-. ¿Quién es este tío menudillde las gafas?

-El príncipe Nilski, abuela -susurró Polina.-¿Conque ruso? ¡Y yo que pensaba que no m

entendería! ¡Quizá no me haya oído! A misteAstley ya le he visto. ¡Ah, aquí está otra vez! -l

abuela le vio-. ¡Muy buenas! -y se volvió drepente hacia él.mister Astley se inclinó en silencio.-¿Qué me dice usted de bueno? Dígame algo

Tradúcele eso, Praskovya.Polina lo tradujo.-Que estoy mirándola con grandísimo gusto

que me alegro de que esté bien de salu-respondió mister Astley seriamente, pero co

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notable animación. Se tradujo a la abuela lo quhabía dicho y a ella evidentemente le agradó.

-¡Qué bien contestan siempre los ingleses

-subrayó-. A mí, no sé por qué, me han gustadsiempre los ingleses; ¡no tienen comparaciócon los franchutes! Venga usted a verme -dijde nuevo a mister Astley-. Trataré de nmolestarle demasiado, Tradúcele eso y dile questoy aquí abajo -le repitió a mister Astleseñalando hacia abajo con el dedo.

Mister Astley quedó muy satisfecho de linvitación.

La abuela miró atenta y complacida a Polinde pies a cabeza.-Yo te quería mucho, Praskovya -le dijo d

pronto-. Eres una buena chica, la mejor dtodos, y con un genio que ¡vaya! Pero ytambién tengo mi genio ¡Da la vuelta! ¿Es esque llevas en el pelo moño postizo?

-No, abuela, es mi propio pelo.

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-Bien, no me gustan las modas absurdas dahora. Eres muy guapa. Si fuera un señorito menamoraría de ti. ¿Por qué no te casas? Pero y

es hora de que me vaya. Me apetece dar upaseo después de tanto vagón... ¿Bueno, qué¿Sigues todavía enfadado? -preguntó mirando ageneral.

-¡Por favor, tía, no diga tal! -exclamó egeneral rebosante de contento-. Comprendo qua sus años...

-Cette vieílle est tombée en enfance -me dijen voz baja Des Grieux.

-Quiero ver todo lo que hay por aquí. ¿Mprestas a Aleksei Ivanovich? -inquirió la abueldel general.

-Ah, como quiera, pero yo mismo... y Polina monsieur Des Grieux... para todos nosotros serun placer acompañarla...

-Mais, madame, cela sera un plaisir  -insinuDes Grieux con sonrisa cautivante.

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-Sí, sí,  plaisir. Me haces reír, amigo. Pero lque es dinero no te doy -añadió dirigiéndosinopinadamente al general-. Ahora, a mi

habitaciones. Es preciso echarles un vistazo después salir a ver todos esos sitios. ¡Halalevantadme!

Levantaron de nuevo a la abuela, y todos, egrupo, fueron siguiendo el sillón por la escalerabajo. El general iba aturdido, como si lhubieran dado un garrotazo en la cabeza. DeGrieux iba cavilando alguna cosaMademoiselle Blanche hubiera preferid

quedarse, pero por algún motivo decidió irscon los demás. Tras ella salió en seguida epríncipe, y arriba, en las habitaciones degeneral, quedaron sólo el alemán y madam

veuve Cominges.

Capitulo 10

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En los balnearios -y al parecer en todEuropa- los gerentes y jefes de comedor de lohoteles se guían, al dar acomodo al huésped, n

tanto por los requerimientos y preferencias déste cuanto por la propia opinión personal qude él se forjan; y conviene subrayar que raraveces se equivocan. Ahora bien, no se sabe poqué, a la abuela le señalaron un alojamiento taespléndido que se pasaron de rosca; cuatrhabitaciones magníficamente amuebladas, cobaño, dependencias para la servidumbre, cuartparticular para la camarera, etc., etc. Era verda

que estas habitaciones las había ocupado lsemana anterior una grande duchesse, hechque, ni que decir tiene, se comunicaba a lonuevos visitantes para ensalzar el alojamientoCondujeron a la abuela,,mejor dicho, ltransportaron, por todas las habitaciones y elllas examinó detenida y rigurosamente. El jefde comedor, hombre ya entrado en años, medi

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calvo, la acompañó respetuosamente en estprimera inspección.

Ignoro por quién tomaron a la abuela, pero

según parece, por persona sumamentencopetada y, lo que es más importanteriquísima. La inscribieron en el registro, simás, como «madame la générale princesse dTarassevitcheva», aunque jamás había sidprincesa. Su propia servidumbre, su vagóparticular, la multitud innecesaria de baúlemaletas, y aun arcas que llegaron con ella, todello sirvió de fundamento al prestigio; y e

sillón, el timbre agudo de la voz de la abuelasus preguntas excéntricas, hechas con gradesenvoltura y en tono que no admitía réplicaen suma, toda la figura de la abuela, tiesabrusca, autoritaria, le granjearon el respetgeneral. Durante la inspección la abuelmandaba de cuando en cuando detener el sillónseñalaba algún objeto en el mobiliario y dirigíinsólitas preguntas al jefe de comedor, qu

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sonreía atentamente pero que ya empezaba amilanarse. La abuela formulaba sus preguntaen francés, lengua que por cierto hablab

bastante mal, por lo que yo, generalmente, teníque traducir. Las respuestas del jefe de comedono le agradaban en su mayor parte y le parecíainadecuadas; aunque bien es verdad que lapreguntas de la señora no venían a cuento nadie sabía a santo de qué las hacía. Poejemplo, se detuvo de improviso ante un cuadrocopia bastante mediocre de un conocido originade tema mitológico:

-¿De quién es el retrato?El jefe respondió que probablemente dalguna condesa.

-¿Cómo es que no lo sabes? ¿Vives aquí y nlo sabes? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué es bizca

El jefe no pudo contestar satisfactoriamente estas preguntas y hasta llegó a atolondrarse.

-¡Vaya mentecato! -comentó la abuela eruso.

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Pasaron adelante. La misma historia se repitiante una estatuilla sajona que la abuela examindetenidamente y que mandó luego retirar si

que se supiera el motivo. Una vez más asedió ajefe: ¿cuánto costaron las alfombras dedormitorio y dónde fueron tejidas? El jefprometió informarse.

-¡Vaya un asno! -musitó la abuela y dirigió satención a la cama.

-¡Qué cielo de cama tan suntuoso! Separad lacortinas.

Abrieron la cama.

-¡Más, más! ¡Abridlo todo! ¡Quitad laalmohadas, las fundas; levantad el edredón!Dieron la vuelta a todo. La abuela lo examin

con cuidado.-Menos mal que no hay chinches. ¡Fuera tod

la ropa de cama! Poned la mía y mis almohada¡Todo esto es demasiado elegante! ¿De qué msirve a mí, vieja que soy, un alojamiento coméste? Me aburriré sola. Aleksei Ivanovich, ven

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verme a menudo, cuando hayas terminado ddar lección a los niños.

-Yo, desde ayer, ya no estoy al servicio de

general -respondí-. Vivo en el hotel por mcuenta.-Y eso ¿por qué?-El otro día llegó de Berlín un conocido baró

alemán con su baronesa. Ayer, en el paseohablé con él en alemán sin ajustarme alpronunciación berlinesa.

-Bueno, ¿y qué?-Él lo consideró como una insolencia y s

quejó al general; y el general me despidió ayer.-¿Es que tú le insultaste? ¿Al barón, quierdecir? Aunque si lo insultaste, no importa.

-Oh, no. Al contrario. Fue el barón el que mamenazó con su bastón.

-Y tú, baboso, ¿permitiste que se tratara así tu tutor? -dijo, volviéndose de pronto ageneral-; ¡y como si eso no bastara le ha

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despedido! ¡Veo que todos sois unos pazguatotodos unos pazguatos!

-No te preocupes, tía -replicó el general co

un dejo de altiva familiaridad-, que yo satender a mis propios asuntos. Además, AlekseIvanovich no ha hecho una relación muy fiel decaso.

-¿Y tú lo aguantaste sin más? -me preguntó mí.

-Yo quería retar al barón a un duelo -respondlo más modesta y sosegadamente posible-, perel general se opuso.

-¿Por qué te opusiste? -preguntó de nuevo labuela al general-. Y tú, amigo, márchate y vecuando se te llame -ordenó dirigiéndose al jefde comedor-. No tienes por qué estar aquí con lboca abierta. No puedo aguantar esa jeta dNuremberg. -El jefe se inclinó y salió sin habeentendido las finezas de la abuela.

-Perdón, tía, ¿acaso es permisible el duelo-inquirió el general con ironía.

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-¿Y por qué no habrá de serlo? Los hombreson todos unos gallos, por eso tienen qupelearse. Ya veo que sois todos unos pazguato

No sabéis defender a vuestra propia patria¡Vamos, levantadme! Potapych, pon cuidado eque haya siempre dos cargadores disponibleajústalos y llega a un acuerdo con ellos. Nhacen falta más que dos; sólo tienen qulevantarme en las escaleras; en lo llano, en lcalle, pueden empujarme; díselo así. Y págalede antemano porque así estarán más atentos. Tsiempre estarás junto a mí, y tú, Alekse

Ivanovich, señálame a ese barón en el paseo. Aver qué clase de von-barón es; aunque sea sólpara echarle un vistazo. Y esa ruleta, ¿dóndestá?

Le expliqué que las ruletas estaban instaladaen el Casino, en las salas de juego. Menudearolas preguntas: ¿Había muchas? ¿Jugaba muchgente? ¿Se jugaba todo el día? ¿Cómo estabadispuestas? Yo respondí al cabo que lo mejo

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sería que lo viera todo con sus propios ojoporque describirlo era demasiado difícil.

-Bueno, vamos derechos allá. ¡Tú ve delante

Aleksei Ivanovich!-Pero ¿cómo, tía? ¿No va usted siquiera descansar del viaje? -interrogó solícitamente egeneral-. Parecía un tanto inquieto; en realidatodos ellos reflejaban cierta confusión empezaron a cambiar miradas entre sSeguramente les parecía algo delicado, acashumillante, ir con la abuela directamente aCasino, donde cabía esperar que cometier

alguna excentricidad, pero esta vez en públicolo que no impidió que todos se ofrecieran acompañarla.

-¿Y qué falta me hace descansar? No estocansada; y además llevo sentada cinco díaseguidos. Luego iremos a ver qué manantiales aguas medicinales hay por aquí Y dónde estánY después... ¿cómo decías que se llamaba esoPraskovya ... ? ¿Cúspide, no?

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-Cúspide, abuela.-Cúspide; bueno, pues cúspide. ¿Y qué má

hay por aquí?

-Hay muchas cosas que ver, abuela -dijPolina esforzándose por decir algo.-¡Vamos, que no lo sabes! Marfa, tú tambié

irás conmigo -dijo a su doncella.~¿Pero por qué ella, tía? -interrumpi

afanosamente el general-. Y, de todos modoquizá sea imposible. Puede ser que ni Potapych le dejen entrar en el Casino.

~¡Qué tontería! ¡Dejarla en casa porque e

criada! Es un ser humano como otro cualquieraHemos estado una semana viaja que te viaja, ella también quiere ver algo. ¿Con quién habríde verlo sino conmigo? Sola no se atrevería asomar la nariz a la calle.

-Pero abuela...-¿Es que te da vergüenza ir conmigo? Nadie t

lo exige; quédate en casa. ¡Pues anda con egeneral! Si a eso vamos, yo también so

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generala. ¿Y por qué viene toda esa caterva trade mi? Me basta con Aleksei Ivanovich parverlo todo.

Pero Des Grieux insistió vivamente en qutodos la acompañarían y habló con frases muamables del placer de ir con ella, etc., etcTodos nos pusimos en marcha.

-Elle est tombée en enfance -repitió DeGrieux al general-, seule elle fera des bêtises.

-No pude oír lo demás que dijo, pero al parecetenía algo entre ceja y ceja y quizás sesperanza había vuelto a rebullir.

Hasta el Casino había un tercio de millaNuestra ruta seguía la avenida de los castañohasta la glorieta, y una vez dada la vuelta a éstse llegaba directamente al Casino. El general stranquilizó un tanto, porque nuestra comitivaaunque harto excéntrica, era digna y decorosaNada tenía de particular que apareciera por ebalneario una persona de salud endeblimposibilitada de las piernas. Sin embargo, s

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veía que el general le tenía miedo al Casino¿por qué razón iba a las salas de juego unpersona tullida de las piernas y vieja por má

señas? Polina y mademoiselle Blanchcaminaban una a cada lado junto a la silla druedas. Mademoiselle Blanche reía, mostrabuna alegría modesta y a veces hasta bromeabamablemente con la abuela, hasta tal punto quésta acabó por hablar de ella con elogio. Polinaal otro lado, se veía obligada a contestar a lanumerosas y frecuentes preguntas de la anciana«¿Quién es el que ha pasado? ¿Quién es la qu

iba en el coche? ¿Es grande la ciudad? ¿Egrande el jardín? ¿Qué clase de árboles soéstos? ¿Qué son esas montañas? ¿Hay águilaaquí? ¡Qué tejado tan ridículo!». Mister Astlecaminaba juntó a mí y me decía por lo bajo quesperaba mucho de esa mañana. Potapych Marfa marchaban inmediatamente detrás de lsilla: él en su frac y corbata blanca, pero cogorra; ella -una cuarentona sonrosada pero qu

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ya empezaba a encanecer- en chapelete, vestidde algodón estampado y botas de piel de cabrque crujían al andar. La abuela se volvía a ello

muy a menudo y les daba conversación. DeGrieux y el general iban algo rezagados hablaban de algo con mucha animación. Egeneral estaba muy alicaído; Des Grieuhablaba con aire enérgico. Quizá quería alentaal general y al parecer le estaba aconsejando. Labuela, sin embargo, había pronunciado pocantes la frase fatal: «lo que es dinero no te doy»Acaso esta noticia le parecía inverosímil a De

Grieux, pero el general conocía a su tía. Yo notque Des Grieux y mademoiselle Blanchseguían haciéndose señas. Al príncipe y aviajero alemán los columbré al extremo mismde la avenida: se habían detenido y acabaron posepararse de nosotros. Llegamos al Casino etriunfo. El conserje y los lacayos dieron pruebdel mismo respeto que la servidumbre del hoteMiraban, sin embargo, con curiosidad. L

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abuela ordenó, como primera providencia, qula llevaran por todas las salas, aprobandalgunas cosas, mostrando completa indiferenci

ante otras, y preguntando sobre todas. Llegaropor último a las salas de juego. El lacayo questaba de centinela ante la puerta cerrada labrió de par en par presa de asombro.

La aparición de la abuela ante la mesa druleta produjo gran impresión en el público. Etorno a las mesas de ruleta y al otro extremo dla sala, donde se hallaba la mesa de trente e

quarante, se apiñaban quizá un centenar

medio o dos centenares de jugadores en variafilas. Los que lograban llegar a la mesa mismsolían agruparse apretadamente y no cedían sulugares mientras no perdían, ya que no spermitía a los mirones permanecer alocupando inútilmente un puesto de juegoAunque había sillas dispuestas alrededor de lmesa, eran pocos los jugadores que se sentabansobre todo cuando había gran afluencia d

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público, porque de pie les era posible estar máapretados, ahorrar sitio y hacer las puestas comayor comodidad. Las filas segunda y tercera s

apretujaban contra la primera, observando aguardando su turno; pero en su impaciencialargaban a veces la mano por entre la primerfila para hacer sus puestas. Hasta los de ltercera fila se las arreglaban de ese modo parhacerlas; de aquí que no pasaran diez minutos siquiera cinco sin que en algún extremo de lmesa surgiera alguna bronca sobre una puestde equívoco origen. Pero la policía del Casin

se mostraba bastante eficaz. Resultaba, posupuesto, imposible evitar las apreturas; por econtrario, la afluencia de gente era, por lventajosa, motivo de satisfacción para loadministradores; pero ocho crupieres sentadoalrededor de la mesa no quitaban el ojo de lapuestas, llevaban las cuentas, y cuando surgíadisputas las resolvían. En casos extremollamaban a la policía y el asunto se concluía a

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momento. Los agentes andaban tambiédesparramados por la sala en traje de paisanomezclados con los espectadores para no se

reconocidos. Vigilaban en particular a lorateros y los caballeros de industria que abundamucho en las cercanías de la ruleta por laexcelentes oportunidades que se les ofrecen dejercitar su oficio. Efectivamente, en cualquieotro sitio hay que desvalijar el bolsillo ajeno forzar cerraduras, lo que si fracasa puedresultar muy molesto. Aquí, por el contrariobasta con acercarse a la mesa, ponerse a jugar,

de pronto, a la vista de todos y con desparpajoechar mano de la ganancia ajena y metérsela eel bolsillo propio. Si surge una disputa el bribójura y perjura a voz en cuello que la puesta esuya. Si la manipulación se hace con destreza los testigos parecen dudar, el ratero logra muy menudo apropiarse el dinero, por supuesto si lcantidad no es de mayor cuantía, porque de lcontrario es probable que haya sido notada po

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los crupieres o, incluso antes, por algún otrjugador. Pero si la cantidad no es grande everdadero dueño a veces decide sencillament

no continuar la disputa y, temeroso de uescándalo, se marcha. Pero si se logrdesenmascarar a un ladrón, se le saca de allí coescándalo.

Todo esto lo observaba la abuela desde lejocon apasionada curiosidad. Le agradó muchque se llevaran a unos ladronzuelos. El trente e

quarante no la sedujo mucho; lo que más lcautivó fue la ruleta y cómo rodaba la bolita

Expresó por fin el deseo de ver el juego más dcerca. No sé cómo, pero es el caso que lolacayos y otros individuos entremetidos (en smayor parte polacos desafortunados quasediaban con sus servicios a los jugadores cosuerte y a todos los extranjeros) pronto hallaroy despejaron un sitio para la abuela, no obstantla aglomeración, en el centro mismo de la mesajunto al crupier principal, y allí trasladaron s

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silla. Una muchedumbre de visitantes que njugaban, pero que estaban observando el juego cierta distancia (en su mayoría ingleses y su

familias), se acercaron al punto a la mesa parmirar a la abuela desde detrás de los jugadoreHacia ella apuntaron los impertinentes dnumerosas personas. Los crupieres comenzaroa acariciar esperanzas: en efecto, una jugadortan excéntrica parecía prometer algo inusitadoUna anciana setentona, baldada de las piernas deseosa de jugar no era cosa de todos los díaYo también me acerqué a la mesa y me coloqu

junto a la abuela. Potapych y Marfa se quedaroa un lado, bastante apartados, ,entre la gente. Egeneral, Polina, Des Grieux y mademoisellBlanche también se situaron a un lado, entre loespectadores.

La abuela comenzó por observar a lojugadores. A media voz me hacía preguntabruscas, inconexas: ¿quién es ése? Le agradaben particular un joven que estaba a un extrem

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de la mesa jugando fuerte y que, según smurmuraba en torno, había ganado ya hastcuarenta mil francos, amontonados ante él e

oro y billetes de banco. Estaba pálido, lbrillaban los ojos y le temblaban las manoApostaba ahora sin contar el dinero, cuantpodía coger con la mano, y a pesar de ellseguía ganando y amontonando dinero a más mejor. Los lacayos se movían solícitos a salrededor, le arrimaron un sillón, despejaron uespacio en torno suyo para que estuviera más sus anchas y no sufriera apretujones -todo ell

con la esperanza de recibir una ampligratificación-. Algunos jugadores con suertdaban a los lacayos generosas propinas, sicontar el dinero, gozosos, también cuanto con lmano podían sacar del bolsillo. junto al joveestaba ya instalado un polaco muy servicial, qucortésmente, pero sin parar, le decía algo por lbajo, seguramente indicándole qué puestahacer, asesorándole y guiando el juego, tambié

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con la esperanza, por supuesto, de recibir mátarde una dádiva. Pero el jugador casi no lmiraba, hacía sus puestas al buen tuntún

ganaba siempre. Estaba claro que no se dabcuenta de lo que hacía.La abuela le observó algunos minutos.-Dile -me indicó de pronto agitada, tocándom

con el codo-, dile que pare de jugar, que recojsu dinero cuanto antes y que se vaya. Lperderá, lo perderá todo en seguida! -mapremió casi sofocada de ansiedad-. ¿Dóndestá Potapych? Mándale a Potapych. Y díselo

vamos, díselo -y me dio otra vez con el codopero ¿dónde está Potapych? Sortez, sorte

-empezó ella misma a gritarle al joven-. Yo mincliné y le dije en voz baja pero firme que aquno se gritaba así, que ni siquiera estabpermitido hablar alto porque ello estorbaba locálculos, y que nos echarían de allí en seguida.

- ¡Qué lástima! Ese chico está perdido, edecir, que él mismo quiere... no puedo mirarle

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me revuelve las entrañas. ¡Qué pazguato! -acto seguido la abuela dirigió su atención a otrsitio.

Allí a la izquierda, al otro lado del centro de lmesa entre los jugadores, se veía a una damjoven y junto a ella a una especie de enano. Nsé quién era este enano si pariente suyo o si lllevaba consigo para llamar la atención. Yhabía notado yo antes a esa señora: spresentaba ante la mesa de juego todos los díaa la una de la tarde y se iba a las dos en puntoasí, pues, cada día jugaba sólo una hora. Ya l

conocían y le acercaron un sillón. Sacó debolso un poco de oro y algunos billetes de mfrancos y empezó a hacer posturas con calmacon sangre fría, con cálculo, apuntando colápiz cifras en un papel y tratando de descubrel sistema según el cual se agrupaban lo«golpes». Apostaba sumas considerableGanaba todos los días uno, dos o cuando má

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tres mil francos, y habiéndolos ganado se ibaLa abuela estuvo observándola largo rato.

-¡Bueno, ésta no pierde! ¡Ya se ve que n

pierde! ¿De qué pelaje es? ¿No lo sabes¿Quién es?-Será una francesa de ... bueno, de ésa

-murmuré.-¡Ah, se conoce al pájaro por su modo d

volar! Se ve que tiene buenas garras. Explícamahora lo que significa cada giro y cómo hay quhacer la puesta.

Le expliqué a la abuela, dentro de lo posible

lo que significaban las numerosacombinaciones de posturas, rouge e noir, pair e

impair, manque et passe, y, por último, lodiferentes matices en el sistema de númeroElla escuchó con atención, fijó en la mente lque le dije, hizo nuevas preguntas y se laprendió todo. Para cada sistema de posturas erposible mostrar al instante un ejemplo, de mod

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que podía aprender y recordar con facilidad rapidez. La abuela quedó muy satisfecha.

-¿Y qué es eso del  zéro? ¿Has oído hace u

momento a ese crupier del pelo rizado, eprincipal, gritar zéro? ¿Y por qué recogió todlo que había en la mesa? ¡Y qué montón hcogido! ¿Qué significa eso?

-El zéro, abuela, significa que ha ganado lbanca. Si la bola cae en zéro, todo cuanto hay ela mesa pertenece sin más a la banca. Es verdaque cabe apostar para no perder el dinero, perla banca no paga nada.

-¡Pues anda! ¿Y a mí no me darían nada?-No, abuela, si antes de ello hubiera apostadusted al zéro y saliera el zéro, le pagarían treinty cinco veces la cantidad de la puesta.

-¡Cómo! ¿Treinta y cinco veces? ¿Y sale menudo? ¿Cómo es que los muy tontos napuestan al zéro?

-Tienen treinta y seis posibilidades en contraabuela.

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-¡Qué tontería! ¡Potapych, Potapych! Esperaque yo también llevo dinero encima; aquí está-Sacó del bolso un portamonedas bien repleto

de él extrajo un federico de oro-. ¡Hala, pon esen seguida al zéro!-Abuela, el zéro acaba de salir -dije yo-, por l

tanto tardará mucho en volver a salir. Perderusted mucho dinero. Espere todavía un poco.

-¡Tontería! Ponlo.-Está bien, pero quizás no salga hasta l

noche; podría usted poner hasta mil y puede quno saliera. No sería la primera vez.

-¡Tontería, tontería! Quien teme al lobo no smete en el bosque. ¿Qué? ¿Has perdido? Pootro.

Perdieron el segundo federico de oropusieron un tercero. La abuela apenas podíestarse quieta en su silla; con ojos ardienteseguía los saltos de la bolita por los orificios dla rueda que giraba. Perdieron también etercero. La abuela estaba fuera de sí, no podí

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parar en la silla, y hasta golpeó la mesa con epuño cuando el banquero anunció «trente-six

en lugar del ansiado zéro.

-¡Ahí lo tienes! -exclamó enfadada-, ¿pero nva a salir pronto ese maldito cerillo? ¡Que mmuera si no me quedo aquí hasta que salga! Lculpa la tiene ese condenado crupier del pelrizado. Con él no va a salir nunca. ¡AlekseIvanovich, pon dos federicos a la vez! Porque pones tan poco como estás poniendo y sale ezéro, no ganas nada.

-¡Abuela!

-Pon ese dinero, ponlo. No es tuyo.Aposté dos federicos de oro. La bola voltelargo tiempo por la rueda y empezó por fin rebotar sobre los orificios. La abuela se quedinmóvil, me apretó la mano y, de pronto, ¡pum

-Zéro! -anunció el banquero.~¿Ves, ves? -prorrumpió la abuela a

momento, volviéndose hacia mí con carresplandeciente de satisfacción-. ¡Ya te lo dije

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ya te lo dije! Ha sido Dios mismo el que me hinspirado para poner dos federicos de oroVamos a ver, ¿cuánto me darán ahora? ¿Per

por qué no me lo dan? Potapych, Marfa, ¿perdónde están? ¿Adónde ha ido nuestra gente¡Potapych, Potapych!

-Más tarde, abuela -le dije al oído-. Potapycestá a la puerta porque no le permiten entraaquí. Mire, abuela, le entregan el dinero; cójalo-Le alargaron un pesado paquete envuelto epapel azul con cincuenta federicos de oro y ldieron unos veinte sueltos. Yo, sirviéndome de

rastrillo, los amontoné ante la abuela.-Faites le jeu, messieurs! Faites lejeu

messieurs! Rien ne va plus? -anunció ebanquero invitando a hacer posturas preparándose para hacer girar la ruleta.

-¡Dios mío, nos hemos retrasado! ¡Van a darla la rueda! ¡Haz la puesta, hazla! -me apremió labuela-. ¡Hala, de prisa, no pierdas tiempo! -dijfuera de sí, dándome fuertes codeos.

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-¿A qué lo pongo, abuela?-¡Al  zéro, al  zéro! ¡Otra vez al  zéro! ¡Pon l

más posible! ¿Cuánto tenemos en total

¿Setenta federicos de oro? No hay por quguardarlos; pon veinte de una vez.-¡Pero serénese, abuela! A veces no sale e

doscientas veces seguidas. Le aseguro que todel dinero se le irá en puestas.

-¡Tontería, tontería! ¡Haz la puesta! ¡Hay quver cómo le das a la lengua! Sé lo que hago. -Sagitación llegaba hasta el frenesí.

-Abuela, según el reglamento no est

permitido apostar al zéro más de doce federicode oro a la vez. Eso es lo que he puesto.~¿Cómo que no está permitido? ¿No m

engañas? ¡Musié musié! -dijo tocando con ecodo al crupier que estaba a su izquierda y quse disponía a hacer girar la ruleta-. Combie

zéro? douze ? douze?

Yo aclaré la pregunta en francés.

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-Oui, madame -corroboró cortésmente ecrupier puesto que según el reglamento ningunpuesta sencilla puede pasar de cuatro m

florines -agregó para mayor aclaración.-Bien, no hay nada que hacer. Pon doce.-Le jeu estfait -gritó el crupier. Giró la ruleta

salió e treinta. Habíamos perdido.-¡Otra vez, otra vez! ¡Pon otra vez! -gritó l

abuela. Yo ya no la contradije y, encogiéndomde hombros, puse otros doce federicos de oroLa rueda giró largo tiempo. La abuela temblabaasí como suena, siguiendo sus vueltas. «¿Per

de veras cree que ganará otra vez con el  zéro-pensaba yo mirándola perplejo. En su rostrbrillaba la inquebrantable convicción de quganaría, la positiva anticipación de que ainstante gritarían: zéro! 

- Zéro! -gritó el banquero.-¡Ya ves! -exclamó la abuela con frenétic

júbilo, volviéndose a mí.

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Yo también era jugador. Lo sentí en esmismo instante. Me temblaban los brazos y lapiernas, me martilleaba la cabeza. Se trataba, n

que decir tiene, de un caso infrecuente: en unadiez jugadas había salido el zéro tres veces; peren ello tampoco había nada asombroso. Ymismo había sido testigo dos días antes de quhabían salido tres zéros seguidos, y uno de lojugadores, que asiduamente apuntaba lajugadas en un papel, observó en voz alta que edía antes el zéro había salido sólo una vez eveinticuatro horas.

A la abuela, como a cualquiera que ganabuna cantidad muy considerable, le liquidarosus ganancias atenta y respetuosamente. Ltocaba cobrar cuatrocientos veinte federicos doro, esto es, cuatro mil florines y veintfedericos de oro. Le entregaron los veintfedericos en oro y los cuatro mil florines ebilletes de banco.

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Esta vez, sin embargo, la abuela ya no llamaba Potapych; no era eso lo que ocupaba satención. Ni siquiera daba empujones n

temblaba visiblemente; temblaba por dentro, así cabe decirlo. Toda ella estaba concentraden algo, absorta en algo:

-¡Aleksei Ivanovich! ¿Ha dicho ese hombrque sólo pueden apostarse cuatro mil florinecomo máximo en una jugada? Bueno, entoncetoma y pon estos cuatro mil al rojo -ordenó labuela.

Era inútil tratar de disuadirla. Giró la rueda.

-Rouge! -anunció el banquero.Ganó otra vez, lo que en una apuesta de cuatrmil florines venían a ser, por lo tanto, ocho mil

-Dame cuatro -decretó la abuela- y pon dnuevo cuatro al rojo.

De nuevo aposté cuatro mil.-Rouge! -volvió a proclamar el banquero.-En total, doce mil. Dámelos. Mete el oro aqu

en el bolso y guarda los billetes.

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-Basta. A casa. Empujad la silla.

Capítulo 11

Empujaron la silla hasta la puerta que estabal otro extremo de la sala. La abuela ibradiante. Toda nuestra gente se congregó etorno suyo para felicitarla. Su triunfo habíeclipsado mucho de lo excéntrico de sconducta, y el general ya no temía que lcomprometieran en público sus relaciones dparentesco con la extraña señora. Felicitó a l

abuela con una sonrisa indulgente en la quhabía algo familiar y festivo, como cuando sentretiene a un niño. Por otra parte, era evidentque, como todos los demás espectadores, étambién estaba pasmado. Alrededor, todoseñalaban a la abuela y hablaban de ellaMuchos pasaban junto a ella para verla más dcerca. Mister Astley, desviado del grupo, dabexplicaciones acerca de ella a dos inglese

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conocidos suyos. Algunas damas de alto copetque habían presenciado el juego la observabacon la mayor perplejidad, como si fuera u

bicho raro. Des Grieux se deshizo en sonrisas enhorabuenas.-Quelle victoire! -exclamó.-Mais, madame, c'était du feu! -añadió mlle

Blanche con sonrisa seductora.-Pues sí, que me puse a ganar y he ganad

doce mil florines. ¿Qué digo doce mil? ¿Y eoro? Con el oro llega casi hasta trece mi¿Cuánto es esto en dinero nuestro? ¿Seis mil, n

es eso?Yo indiqué que pasaba de siete y que acambio actual quizá llegase a ocho.

-¡Como quien dice una broma! ¡Y vosotroaquí, pazguatos, sentados sin hacer nadaPotapych, Marfa, ¿habéis visto?

-Señora, ¿pero cómo ha hecho eso? ¡Ocho mrublos! -exclamó Marfa retorciéndose de gusto

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-¡Ea, aquí tenéis cada uno de vosotros cincmonedas de oro!

Potapych y Marfa se precipitaron a besarle la

manos.-Y entregad a cada uno de los cargadores ufederico de oro. Dáselos en oro, AlekseIvanovich. ¿Por qué se inclina este lacayo? ¿Yeste otro? ¿Me están felicitando? Dadletambién a cada uno un federico de oro.

-Madame la princesse... un pauvre expatrié

malheur continuel.. les princes russes sont s

généreux -murmuraba lisonjero en torno a l

silla un individuo bigotudo que vestía una levitajada y un chaleco de color chillón, y haciendaspavientos con la gorra y con una sonrisa serven los labios.

-Dale también un federico de oro. No, daldos; bueno, basta, con eso nos lo quitamos dencima. ¡Levantadme y andando! Praskovy-dijo volviéndose a Polina Aleksandrovnamañana te compro un vestido, y a ésa... ¿cóm

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se llama? ¿Mademoiselle Blanche, no es esole compro otro. Tradúcele eso, Praskovya.

-Merci, madame -dijo mlle. Blanche con un

amable reverencia, torciendo la boca en unsonrisa irónica que cambió con Des Grieux y egeneral. Éste estaba abochornado y se puso mucontento cuando llegamos a la avenida.

-Fedosya..., lo que es Fedosya sé que va quedar asombrada -dijo la abuela acordándosde la niñera del general, conocida suyaTambién a ella hay que regalarle un vestido¡Eh, Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich, dal

algo a ese mendigo!Por el camino venía un pelagatos, encorvadde espalda, que nos miraba.

-¡Dale un gulden; dáselo!Me llegué a él y se lo di. Él me miró co

vivísima perplejidad, pero tomó el gulden esilencio. Olía a vino.

-¿Y tú, Aleksei Ivanovich, no has probadfortuna todavía?

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-No, abuela.-Pues vi que te ardían los ojos.-Más tarde probaré sin falta, abuela.

-Y vete derecho al  zéro. ¡Ya verás! ¿Cuántdinero tienes?-En total, sólo veinte federicos de oro, abuela-No es mucho. Si quieres, te presto cincuent

federicos Tómalos de ese mismo rollo. ¡Y túamigo, no esperes, que no te doy nada! -dijdirigiéndose de pronto al general. Fue para éstun rudo golpe, pero guardó silencio. Des Grieufrunció las cejas.

-Que diable, cest une terrible vieille! -dijentre dientes al general.-¡Un pobre, un pobre, otro pobre! -gritó l

abuela-. Aleksei Ivanovich, dale un gulden

éste también.Esta vez se trataba de un viejo canoso, co

una pata de palo, que vestía una especie dlevita azul de ancho vuelo y que llevaba ulargo bastón en la mano. Tenía aspecto d

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veterano del ejército. Pero cuando le alargué egulden, dio un paso atrás y me miramenazante.

- Was ist’s der Teufel! -gritó, añadiendo luega la frase una decena de juramentos.-¡Idiota! -exclamó la abuela despidiéndole co

un gesto de la mano-. Sigamos adelante. Tenghambre. Ahora mismo a comer, luego me echun rato y después volvemos allá.

-¿Quiere usted jugar otra vez, abuela? -grité.-¿Pues qué pensabas? ¿Que porque vosotro

estáis aquí mano sobre mano y alicaídos, y

debo pasar el tiempo mirándoos?-Mais, madame -dijo Des Grieu

acercándose-, les chances peuvent tourner, un

seule mauvaise chance et vous perdrez tout

surtout avec votre jeu... c'était terrible!

- Vous perdrez absolument  -gorjeó mlleBlanche.

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-¿Y eso qué les importa a ustedes? No será sdinero el que pierda, sino el mío. ¿Dónde estese mister Astley? -me preguntó.

-Se quedó en el Casino, abuela.-Lo siento. Es un hombre tan bueno.Una vez en el hotel la abuela, encontrando e

la escalera al Oberkellner, lo llamó y empezó hablar con vanidad de sus ganancias. Luegllamó a Fedosya, le regaló tres federicos de ory le mandó que sirviera la comida. Durante éstaFedosya y Marfa se desvivieron por atender a lseñora.

-La miré a usted, señora -dijo Marfa en uarranque-, y le dije a Potapych ¿qué es lo ququiere hacer nuestra señora? Y en la mesadinero y más dinero, ¡santos benditos! En mvida he visto tanto dinero. Y alrededor todo erseñorío, nada más que señorío. ¿Pero de dóndviene todo este señorío? le pregunté a PotapychY pensé: ¡Que la mismísima Madre de Dios lproteja! Recé por usted, señora, y estab

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temblando, toda temblando, con el corazón en lboca, así como lo digo. Dios mío -penséconcédeselo, y ya ve usted que el Señor se l

concedió. Todavía sigo temblando, señora, sigtoda temblando.-Aleksei Ivanovich, después de la comida,

eso de las cuatro, prepárate y vamos. Pero adiópor ahora. Y no te olvides de mandarme umediquillo, porque tengo que tomar las aguaY a lo mejor se te olvida.

Me alejé de la abuela como si estuviera ebrioProcuraba imaginarme lo que sería ahora d

nuestra gente y qué giro tomarían loacontecimientos. Veía claramente que ningunde ellos (y, en particular, el general) se habírepuesto todavía de la primera impresión. Laparición de la abuela en vez del telegramesperado de un momento a otro anunciando smuerte (y, por lo tanto, la herencia) quebrantó eesquema de sus designios y acuerdos hasta epunto de que, con evidente atolondramiento

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algo así como pasmo que los contagió a todopresenciaron las ulteriores hazañas de la abuelen la ruleta. Mientras tanto, este segundo facto

era casi tan importante como el primero, porquaunque la abuela había repetido dos veces quno daría dinero al general, ¿quién podíasegurar que así fuera? De todos modos nconvenía perder aún la esperanza. No la habíperdido Des Grieux, comprometido en todos loasuntos del general. Yo estaba seguro de qumademoiselle Blanche, que también andaba eellos (¡cómo no! generala y con una herenci

considerable), tampoco perdería la esperanza usaría con la abuela de todos los hechizos de lcoquetería, en contraste con las rígidas desmañadas muestras de afecto de la altanerPolina. Pero ahora, ahora que la abuela habírealizado tales hazañas en la ruleta, ahora que lpersonalidad de la abuela se dibujaba tan nítidy típicamente (una vieja testaruda y mandona tombée en enfance); ahora quizá todo estab

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perdido, porque estaba contenta, como un niñode «haber dado el golpe» y, como sucede etales casos, acabaría por perder hasta la

pestañas. Dios mío, pensaba yo (y, que Dios mperdone, con hilaridad rencorosa), Dios míocada federico de oro que la abuela acababa dapostar había sido de seguro una puñalada en ecorazón del general, había hecho rabiar a DeGrieux y puesto a mademoiselle de Cominges aborde del frenesí, porque para ella era comquedarse con la miel en los labios. Un detallmás: a pesar de las ganancias y el regocijo

cuando la abuela repartía dinero entre todos tomaba a cada transeúnte por un mendigoseguía diciendo con desgaire al general: «¡A tsin embargo, no te doy nada!». Ello suponía questaba encastillada en esa idea, que ncambiaría de actitud, que se había prometido sí misma mantenerse en sus trece. ¡Erpeligroso, peligroso!

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Yo llevaba la cabeza llena de cavilaciones desta índole cuando desde la habitación de labuela subía por la escalera principal a m

cuchitril, en el último piso. Todo ello mpreocupaba hondamente. Aunque ya antes habípodido vislumbrar los hilos principales, los mágruesos, que enlazaban a los actores, lo ciertera, sin embargo, que no conocía todas latrazas y secretos del juego. Polina nunca shabía sincerado plenamente conmigo. Aunquera cierto que de cuando en cuando, como regañadientes, me descubría su corazón, y

había notado que con frecuencia, mejor dichocasi siempre después de tales confidencias, sburlaba de lo dicho, o lo tergiversaba y le dabde propósito un tono de embuste. ¡Ah, ocultabmuchas cosas! En todo caso, yo presentía que sacercaba el fin de esta situación misteriosa tirante. Una conmoción más y todo quedaríconcluido y al descubierto. En cuanto a mimplicado también en todo ello, apenas m

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preocupaba de lo que podía pasar. Era raro mestado de ánimo: en el bolsillo tenía en totaveinte federicos de oro; me hallaba en tierr

extraña, lejos de la propia, sin trabajo y simedios de subsistencia, sin esperanza, siposibilidades, y, sin embargo, no me sentíinquieto. Si no hubiera sido por Polina, mhubiera entregado sin más al interés cómico eel próximo desenlace y me hubiera reído mandíbula batiente. Pero Polina me inquietabapresentía que su suerte iba a decidirse, perconfieso que no era su suerte lo que me traía d

cabeza. Yo quería penetrar en sus secretos. Ydeseaba que viniera a mí y me dijera: «Tquiero»; pero si eso no podía ser, si era unlocura inconcebible, entonces... ¿qué cabídesear? ¿Acaso sabía yo mismo lo que queríaMe sentía despistado; sólo ambicionaba estajunto a ella, en su aureola, en su nimbosiempre, toda la vida, eternamente. Fuera de es

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no sabía nada. ¿Y acaso podía apartarme della?

En el tercer piso, en el corredor de ellos, sen

algo así como un empujón. Me volví y a veintpasos o más de mí vi a Polina que salía de shabitación. Se diría que me había estadesperando y al momento me hizo seña de qume acercara.

-Polina Aleks...-¡Más bajo! -me advirtió.-Figúrese -murmuré-, acabo de sentir como u

empellón en el costado. Miro a mi alrededor

ahí estaba usted. Es como si usted exhalara algasí como un fluido eléctrico.-Tome esta carta -dijo Polina pensativa

ceñuda, probablemente sin haber oído lo que lhabía dicho- y en seguida entréguesela en propimano a mister Astley. Cuanto antes, se lo ruegoNo hace falta contestación. Él mismo...

No terminó la frase.

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~¿A mister Astley? -pregunté con asombroPero Polina ya había cerrado la puerta.

-¡Hola, conque cartitas tenemos! -Fui, po

supuesto, corriendo a buscar a mister Astleyprimero en su hotel, donde no lo hallé, luego eel Casino, donde recorrí todas las salas, y, poúltimo, camino ya de casa, irritadodesesperado, tropecé con él inopinadamente. Iba caballo, formando parte de una cabalgata dingleses de ambos sexos. Le hice una seña, sdetuvo y le entregué la carta. No tuvimotiempo ni para mirarnos; pero sospecho qu

mister Astley, adrede, espoleó en seguida a smontura.¿Me atormentaban los celos? En todo caso

me sentía deshecho de ánimo. Ni siquierdeseaba averiguar sobre qué se escribían. ¡Coque él era su confidente! «Amigo, lo que se dicamigo -pensaba yo-, está claro que lo es (per¿cuándo ha tenido tiempo para llegar a serlo?ahora bien, ¿hay aquí amor? Claro que no» -m

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susurraba el sentido común. Pero el sentidcomún, por sí solo, no basta en talecircunstancias. De todos modos, también est

quedaba por aclarar. El asunto se complicaba dmodo desagradable.Apenas entré en el hotel cuando el conserje

el Oberkellner, que salía de su habitación, mhicieron saber que se preguntaba por mí, que sme andaba buscando y que se había mandadtres veces a averiguar dónde estaba; y mpidieron que me presentara cuanto antes en lhabitación del general. Yo estaba de pésim

humor. En el gabinete del general sencontraban, además de éste, Des Grieux mademoiselle Blanche, sola, sin la madreEstaba claro que la madre era postiza, utilizadsólo para cubrir las apariencias; pero cuando ercosa de bregar con un asunto de verdadentonces mademoiselle Blanche se las arreglabsola. Sin contar que la madre apenas sabía nadde los negocios de su supuesta hija.

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Los tres estaban discutiendo acaloradamentde algo, y hasta la puerta del gabinete estabcerrada, lo cual nunca había ocurrido ante

Cuando me acerqué a la puerta oí vocedestempladas -las palabras insolentes mordaces de Des Grieux, los gritos descaradoabusivos y furiosos de Blanche y la voquejumbrosa del general, quien, por lo visto, sestaba disculpando de algo-. Al entrar yo, lotres parecieron serenarse y dominarse. DeGrieux se alisó los cabellos y de su rostro airadsacó una sonrisa, esa sonrisa frances

repugnante, oficialmente cortés, que tantdetesto. El acongojado y decaído general tomun aire digno, aunque un tanto maquinalmenteSólo mademoiselle Blanche mantuvo inalteradsu fisonomía, que chispeaba de cólera. Callófijando en mí su mirada con impacientexpectación. Debo apuntar que hasta entonceme había tratado con la más absolutindiferencia, sin contestar siquiera a mi

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saludos, como si no se percatara de mpresencia.

-Aleksei Ivanovich -dijo el general en un ton

de suave reconvención-, permita que le indiquque es extraño, sumamente extraño, que..., euna palabra, su conducta conmigo y con mfamilia..., en una palabra, sumamente extraño..

-Eh! ce n'est pas ça! -interrumpió Des Grieuirritado y desdeñosamente. (Estaba claro que erél quien llevaba la voz cantante)-.  Mon che

monsieur, notre cher général se trompe, aadoptar ese tono -continuaré sus comentarios e

ruso-, pero él quería decirle... es deciadvertirle, o, mejor dicho, rogarlencarecidamente que no le arruine (eso, que nle arruine). Uso de propósito esa expresión...

-¿Pero qué puedo yo hacer? ¿Qué puedo-interrumpí.

-Perdone, usted se propone ser el guía (¿cómo llamarlo?) de esa vieja, cette pauvr

terrible vieille -el propio Des Grieux perdía e

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hilo-, pero es que va a perder; perderá hasta lcamisa. ¡Usted mismo vio cómo juega, ustemismo fue testigo de ello! Si empieza a perde

no se apartará de la mesa, por terquedad, poporfía, y seguirá jugando y jugando, y en talecircunstancias nunca se recobra lo perdido, entonces... entonces...

-¡Y entonces -corroboró el general-, entoncearruinará usted a toda la familia! A mí y a mfamilia, que somos sus herederos, porque ntiene parientes más allegados. Le diré a ustecon franqueza que mis asuntos van ma

rematadamente mal. Usted mismo sabe algo dello... Si ella pierde una suma considerable ¿quién sabe? toda su hacienda (¡Dios no lquiera! ), ¿qué será entonces de ellos, de mihijos? (el general volvió los ojos a Des Grieux¿qué será de mi? (Miró a mademoiselle Blanchque con desprecio le volvió la espalda.) ¡AlekseIvanovich, sálvenos usted, sálvenos!

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-Pero dígame, general, ¿cómo puedo yo, cómpuedo ... ? ¿Qué papel hago yo en esto?

-¡Niéguese, niéguese a ir con ella! ¡Déjela!

-¡Encontrará a otro! -exclamé.-Ce n’est pas la, ce n’est pas ça -atajó dnuevo Des Grieux-, que diable! No, no labandone, pero al menos amonéstela, trate dpersuadirla, apártela del juego... y, como últimrecurso, no la deje perder demasiado, distráigalde algún modo.

-¿Y cómo voy a hacer eso? Si usted mismo socupase de eso, monsieur Des Grieux.

-agregué con la mayor inocencia.En ese momento noté una mirada rápidaardiente e inquisitiva que mademoiselle Blanchdirigió a Des Grieux. Por la cara de éste pasfugazmente algo peculiar, algo revelador que npudo reprimir.

-¡Ahí está la cosa; que por ahora no maceptará! -exclamó Des Grieux gesticulandcon la mano-. Si por acaso... más tarde...

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Des Grieux lanzó una mirada rápida significativa a mademoiselle Blanche.

-O mon cher monsieur Alexis, soyez si bon -l

propia mademoiselle Blanche dio un paso hacimí sonriendo encantadoramente, me cogiambas manos y me las apretó con fuerza. ¡Qudemonio! Ese rostro diabólico sabítransfigurarse en un segundo. ¡En ese momenttomó un aspecto tan suplicante, tan atrayente, ssonreía de manera tan candorosa y aun tapícara! Al terminar la frase me hizo un guiñdisimulado, a hurtadillas de los demás; se dirí

que quería rematarme allí mismo. Y no salió detodo mal, sólo que todo ello era grosero y, poañadidura, horrible.

Tras ella vino trotando el general, así como ldigo, trotando.

-Aleksei Ivanovich, perdóneme por habeempezado a decirle hace un momento lo que dningún modo me proponía decirle... Le ruego, limploro, se lo pido a la rusa, inclinándome ant

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usted... ¡Usted y sólo usted puede salvarnosMlle. Blanche y yo se lo rogamos... ¿Usted mcomprende, no es verdad que me comprende

-imploró, señalándome con los ojos mademoiselle Blanche. Daba lástima.En ese instante se oyeron tres golpes leves

respetuosos en la puerta. Abrieron. Habíllamado el camarero de servicio. Unos pasodetrás de él estaba Potapych. Venían de parte dla abuela, quien los había mandado a buscarmy llevarme a ella en seguida. Estaba «enfadada»aclaró Potapych.

-¡Pero si son sólo las tres y media!-La señora no ha podido dormir; no hacía máque dar vueltas; y de pronto se levantó,,pidió lsilla y mandó a buscarle a usted. Ya está en epórtico del hotel.

~Quelle mégére! -exclamó Des Grieux.En efecto, encontré a la abuela en el pórtico

consumida de impaciencia porque yo no estaballí. No había podido aguantar hasta las cuatro.

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-¡Hala, levantadme! -chilló, y de nuevo nopusimos en camino hacia la ruleta.

Capítulo 12

La abuela estaba de humor impaciente irritable; era evidente que la ruleta le habícausado honda impresión. Estaba inatenta partodo lo demás, y en general, muy distraídadurante el camino, por ejemplo, no hizo unsola pregunta como las que había hecho anteViendo un magnífico carruaje que pasó junto

nosotros como una exhalación apenas levantó lmano y preguntó: «¿Qué es eso? ¿De quién?»pero sin atender por lo visto a mi respuesta. Sensimismamiento se veía interrumpido dcontinuo por gestos y estremecimientoabruptos e impacientes. Cuando ya cerca deCasino le mostré desde lejos al barón y a lbaronesa de Burmerhelm, los miró abstraída dijo con completa indiferencia: «¡Ah!». S

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volvió de pronto a Potapych y Marfa, quvenían detrás, y les dijo secamente:

-Vamos a ver, ¿por qué me venís siguiendo

¡No voy a traeros todas las veces! ¡Idos a casaContigo me basta -añadió dirigiéndose a mcuando los otros se apresuraron a despedirse volvieron sobre sus pasos.

En el Casino ya esperaban a la abuela. Amomento le hicieron sitio en el mismo lugar dantes, junto al crupier. Se me antoja que estocrupieres, siempre tan finos y tan empeñados eno parecer sino empleados ordinarios a quiene

les da igual que la banca gane o pierda, no soen realidad indiferentes a que la banca pierda, por supuesto reciben instrucciones para atraejugadores y aumentar los beneficios oficiales; este fin reciben sin duda premios gratificaciones. Sea como fuere, miraban ya a labuela como víctima. Acabó por suceder lo quveníamos temiendo.

He aquí cómo pasó la cosa.

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La abuela se lanzó sin más sobre el zéro y mmandó apostar a él doce federicos de oro. Shicieron una, dos, tres posturas... y el  zéro n

salió. « ¡Haz la puesta, hazla! »-decía la abueldándome codazos de impaciencia. Yo obedecí.-¿Cuántas puestas has hecho? -preguntó

rechinando los dientes de ansiedad.-Doce, abuela. He apostado ciento cuarenta

cuatro federicos de oro. Le digo a usted ququizá hasta la noche...

-¡Cállate! -me interrumpió-. Apuesta al zéro

pon al mismo tiempo mil gulden al rojo. Aqu

tienes el billete.Salió el rojo, pero esta vez falló el zéro; lentregaron mil gulden.

-¿Ves, ves? -murmuró la abuela-. Nos hadevuelto casi todo lo apostado. Apuesta dnuevo al zéro; apostaremos diez veces más a éy entonces lo dejamos.

Pero a la quinta vez la abuela acabó pocansarse.

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-¡Manda ese zéro asqueroso a la porra! ¡Ahorpon esos cuatro mil gulden al rojo! -ordenó.

-¡Abuela, eso es mucho! ¿Y qué, si no sale e

rojo? -le dije en tono de súplica; pero la abuelcasi me molió a golpes. (En efecto, me dabtales codazos que parecía que se estabpeleando conmigo.) No había nada que haceAposté al rojo los cuatro mil gulden quganamos esa mañana. Giró la rueda. La abuelatranquila y orgullosa, se enderezó en su silla sidudar de que ganaría irremisiblemente.

-Zéro -anunció el crupier.

Al principio la abuela no comprendió; percuando vio que el crupier recogía sus cuatro mgulden junto con todo lo demás que había en lmesa, y se dio cuenta de que el  zéro, que nhabía salido en tanto tiempo y al que habíamoapostado en vano casi doscientos federicos doro, había salido como de propósito tan prontcomo ella lo había insultado y abandonado,, diun suspiro y extendió los brazos con gesto qu

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abarcaba toda la sala. En torno suyo rompieroa reír.

-¡Por vida de ... ! ¡Conque ha asomado es

maldito! -aulló la abuela-. ¡Pero se habrá vistqué condenado! ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú! -y sechó sobre mí con saña, empujándome-. ¡Tú mlo quitaste de la cabeza!

-Abuela, yo le dije lo que dicta el sentidcomún. ¿Acaso puedo yo responder de laprobabilidades?

-¡Ya te daré yo probabilidades! -murmuró etono amenazador-. ¡Vete de aquí!

-Adiós, abuela -y me volví para marcharme.-¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovichquédate! ¿Adónde vas? ¿Pero qué tienes¿Enfadado, eh? ¡Tonto! ¡Quédate, quédate, nte sulfures! La tonta soy yo. Pero dime, ¿quhacemos ahora?

-Abuela, no me atrevo a aconsejarla porqume echará usted la culpa. Juegue sola. Ustedecide qué puesta hay que hacer y yo la hago.

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- ¡Bueno, bueno! Pon otros cuatro mil gulde

al rojo. Aquí tienes el monedero. Tómalo-Sacó del bolso el monedero y me lo dio

¡Hala, tómalos! Ahí hay veinte mil rublos edinero contante.-Abuela -dije en voz baja-, una suma ta

enorme...-Que me muera si no gano todo lo perdido.

¡Apuesta! -Apostamos y perdimos.-¡Apuesta, apuesta los ocho mil!-¡No se puede, abuela, el máximo son cuatr

mil!...

-¡Pues pon cuatro!Esta vez ganamos. La abuela se animó. «¿Veves? -dijo dándome con el codo-. ¡Pon cuatrotra vez!»

Apostamos y perdimos; luego perdimos doveces más.

-Abuela, hemos perdido los doce mil -lindiqué.

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-Ya veo que los hemos perdido -dijo ella cotono de furia tranquila, si así cabe decirlo-; lveo, amigo, lo veo -murmuró mirando ante s

inmóvil y como cavilando algo-. ¡Ay, que mmuero si no ... ! ¡Pon otros cuatro mil gulden!

-No queda dinero, abuela. En la cartera haunos certificados rusos del cinco por ciento algunas libranzas, pero no hay dinero.

-¿Y en el bolso?-Calderilla, abuela.-¿Hay aquí agencias de cambio? Me dijero

que podría cambiar todo nuestro papel

preguntó la abuela sin pararse en barras.- ¡Oh, todo el que usted quiera! Pero de lo quperdería usted en el cambio se asustaría ujudío.

-¡Tontería! Voy a ganar todo lo perdidoLlévame. ¡Llama a esos gandules!

Aparté la silla, aparecieron los cargadores salimos del Casino. «¡De prisa, de prisa, dprisa!» -ordenó la abuela-. Enseña el camino

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Aleksei Ivanovich, y llévame por el más corto.¿Queda lejos?

-Está a dos pasos, abuela.

Pero en la glorieta, a la entrada de la avenidasalió a nuestro encuentro toda nuestra pandillael general, Des Grieux y mlle. Blanche con smadre. Polina Aleksandrovna no estaba coellos, ni tampoco mister Astley.

-¡Bueno, bueno, bueno! ¡No hay qudetenerse! -gritó la abuela-. Pero ¿qué queréis¡No tengo tiempo que perder con vosotroahora!

Yo iba detrás. Des Grieux se me acercó.-Ha perdido todo lo que había ganado antes, encima doce mil gulden de su propio dineroAhora vamos a cambiar unos certificados decinco por ciento -le dije rápidamente por lbajo.

Des Grieux dio una patada en el suelo y corria informar al general. Nosotros continuamonuestro camino con la abuela.

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-¡Deténgala, deténgala! -me susurró el generacon frenesí.

-¡A ver quién es el guapo que la detiene! -l

contesté también con un susurro.-¡Tía! -dijo el general acercándose-, tía.casualmente ahora mismo... ahora mismo... -ltemblaba la voz y se le quebraba- íbamos alquilar caballos para ir de excursión al campo.Una vista espléndida... una cúspide... veníamoa invitarla a usted.

-¡Quítate allá con tu cúspide! -le dijo coenojo la abuela, indicándole con un gesto que s

apartara.-Allí hay árboles... tomaremos el té.-prosiguió el general, presa de la mayodesesperación.

-Nous boirons du lait, sur l'herbe fraîch

-agregó Des Grieux con vivacidad brutal. Du laít, de I'herbe fraiche -esto es lo que u

burgués de París considera como lo más idílico

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en esto consiste, como es sabido, su visión d«la nature et la vérité».

-¡Y tú también, quítate allá con tu leche

¡Bébetela tú mismo, que a mí me da dolor dvientre. ¿Y por qué me importunáis? -gritó labuela-. He dicho que no tengo tiempo quperder.

-¡Hemos llegado, abuela! -dije-. Es aquí.Llegamos a la casa donde estaba la agencia d

cambio. Entré a cambiar y la abuela se quedó la puerta. Des Grieux, el general mademoiselle Blanche se mantuviero

apartados sin saber qué hacer. La abuela lemiró con ira y ellos tomaron el camino deCasino.

Me propusieron una tarifa de cambio tan atroque no me decidí a aceptarla y salí a pedinstrucciones a la abuela.

-¡Qué ladrones! -exclamó levantando lobrazos-. ¡En fin, no hay nada que hacer

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¡Cambia! -gritó con resolución-. Espera, dile acambista que venga aquí.

-¿Uno cualquiera de los empleados, abuela?

-Cualquiera, dalo mismo. ¡Qué ladrones!El empleado consintió en salir cuando supque quien lo llamaba era una condesa anciana impedida que no podía andar. La abuela, muenojada, le reprochó largo rato y en voz alta polo que consideraba una estafa y estuvregateando con él en una mezcla de rusofrancés y alemán, a cuya traducción ayudaba yoEl empleado nos miraba gravemente

sacudiendo en silencio la cabeza. A la abuela lobservaba con una curiosidad tan intensa qurayaba en descortesía. Por último, empezó sonreírse.

-¡Bueno, andando! -exclamó la abuela-. ¡Ojalse le atragante mi dinero! Que te lo cambiAleksei Ivanovich; no hay tiempo que perder, además habría que ir a otro sitio...

-El empleado dice que otros darán menos.

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No recuerdo con exactitud la tarifa qufijaron, pero era horrible. Me dieron un total ddoce mil florines en oro y billetes. Tomé e

paquete y se lo llevé a la abuela.-Bueno, bueno, no hay tiempo para contarl-gesticuló con los brazos-, ¡de prisa, de prisa, dprisa! Nunca más volveré a apostar a escondenado zéro; ni al rojo tampoco -dijo cuandllegábamos al Casino.

Esta vez hice todo lo posible para quapostara cantidades más pequeñas, parpersuadirla de que cuando cambiara la suert

habría tiempo de apostar una cantidaconsiderable. Pero estaba tan impaciente que, bien accedió al principio, fue del todo imposiblrefrenarla a la hora de jugar. No bien empezó ganar posturas de diez o veinte federicos de orose puso a darme con el codo:

-¡Bueno, ya ves, ya ves! Hemos ganado. Si elugar de diez hubiéramos apostado cuatro mi

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habríamos ganado cuatro mil. ¿Y ahora qué¡Tú tienes la culpa, tú solo!

Y aunque irritado por su manera de juga

decidí por fin callarme y no darle más consejosDe pronto se acercó Des Grieux. Los treestaban allí al lado. Yo había notado qumademoiselle Blanche se hallaba un poco apartcon su madre y que coqueteaba con el príncipeEl general estaba claramente en desgracia, capostergado. Blanche ni siquiera le mirabaaunque él revoloteaba en torno a ella a más mejor. ¡Pobre general! Empalidecía, enrojecía

temblaba y hasta apartaba los ojos del juego dla abuela. Blanche y el principito se fueron pofin y el general salió corriendo tras ellos.

-Madame, madame -murmuró Des Grieux covoz melosa, casi pegándose al oído de labuela-. Madame, esa apuesta no resultará... nono, no es posible... -dijo chapurreando el ruso¡no!

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-Bueno, ¿cómo entonces? ¡Vamos, enséñeme-contestó la abuela, volviéndose a él. De prontDes Grieux se puso a parlotear rápidamente e

francés, a dar consejos, a agitarse; dijo que erpreciso anticipar las probabilidades, empezó citar cifras... la abuela no entendía nada. Él svolvía continuamente a mí para que tradujeraapuntaba a la mesa y señalaba algo con el dedopor último, cogió un lápiz y se dispuso a apuntaunos números en un papel. La abuela acabó poperder la paciencia.

-¡Vamos, fuera, fuera! ¡No dices más qu

tonterías! «Madame, madame» y ni él mismentiende jota de esto. ¡Fuera!-Mais, madame -murmuró Des Grieux

empezando de nuevo a empujar y apuntar con ededo.

-Bien, haz una puesta como dice -me ordenla abuela-. Vamos a ver: quizá salga en efecto.

Des Grieux quería disuadirla de haceposturas grandes. Sugería que se apostase a do

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números, uno a uno o en grupos. Siguiendo suindicaciones puse un federico de oro en caduno de los doce primeros números impare

cinco federicos de oro en los números del docal dieciocho y cuatro del dieciocho aveinticuatro. En total aposté dieciséis federicode oro.

Giró la rueda. «Zéro» -gritó el banquero. Lperdimos todo.

-¡Valiente majadero! -exclamó la abueldirigiéndose a Des Grieux-. ¡Vaya franchutasqueroso! ¡Y el monstruo se las da d

consejero! ¡Fuera, fuera! ¡No entiende jota y smete donde no le llaman!Des Grieux, terriblemente ofendido, s

encogió de hombros, miró despreciativamente la abuela y se fue. A él mismo le dabvergüenza de haberse entrometido, pero nhabía podido contenerse.

Al cabo de una hora, a pesar de nuestroesfuerzos, lo perdimos todo.

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~¡A casa! -gritó la abuela.No dijo palabra hasta llegar a la avenida. E

ella, y cuando ya llegábamos al hote

prorrumpió en exclamaciones:-¡Qué imbécil! ¡Qué mentecata! ¡Eres unvieja, una vieja idiota!

No bien llegamos a sus habitaciones gritó: ¡Que me traigan té, y a prepararse en seguidaque nos vamos!».

-¿Adónde piensa ir la señora? -se aventuró preguntar Marfa.

-¿Y a ti qué te importa? Cada mochuelo a s

olivo. Potapych, prepáralo todo, todo eequipaje. ¡Nos volvemos a Moscú! Hdespilfarrado quince mil rublos.

-¡Quince mil, señora! ¡Dios mío! -exclamPotapych, levantando los brazos con gestconmovedor, tratando probablemente de ayudaen algo.

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-¡Bueno, bueno, tonto! ¡Ya ha empezado lloriquear! ¡Silencio! ¡Prepara las cosas! ¡Lcuenta, pronto, hala!

-El próximo tren sale a las nueve y mediaabuela -indiqué yo para poner fin a su arrebato.-¿Y qué hora es ahora?-Las siete y media.-¡Qué fastidio! En fin, es igual. Alekse

Ivanovich, no me queda un kopek. Aquí tieneestos dos billetes. Ve corriendo al mismo sitio cámbialos también. De lo contrario no habrcon qué pagar el viaje.

Salí a cambiarlos. Cuando volví al hotemedia hora después encontré a toda la pandillen la habitación de la abuela. La noticia de quésta salía inmediatamente para Moscú pareciinquietarles aún más que la de las pérdidas djuego que había sufrido. Pongamos, sí, que sfortuna se salvaba con ese regreso, pero ¿quiba a ser ahora del general? ¿Quién iba a pagar Des Grieux? Por supuesto, mademoisell

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Blanche no esperaría hasta que muriera labuela y escurriría el bulto con el príncipe o cootro cualquiera. Se hallaban todos ante l

anciana, consolándola y tratando de persuadirlaTampoco esta vez estaba Polina presente. Labuela les increpaba con furia.

-¡Dejadme en paz, demonios! ¿A vosotros quos importa? ¿Qué quiere conmigo ese barba dchivo? -gritó a Des Grieux-. ¿Y tú, pájara, qunecesitas? -dijo dirigiéndose a mademoisellBlanche-. ¿A qué viene ese mariposeo?

-¡Diantre! -murmuré mademoiselle Blanch

con los ojos brillantes de rabia; pero de prontlanzó una carcajada y se marchó.-Elle vivra cent ans! -le gritó al general desd

la puerta.-¡Ah!, ¿conque contabas con mi muerte

-aulló la abuela al general-. ¡Fuera de aqu¡Échalos a todos, Aleksei Ivanovich! ¿A elloqué les importa? ¡Me he jugado lo mío, no lvuestro!

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El general se encogió de hombros, se inclinó salió. Des Grieux se fue tras él.

-Llama a Praskovya -ordenó la abuela

Marfa.Cinco minutos después Marfa volvió coPolina. Durante todo este tiempo Polina habípermanecido en su cuarto con los niños y, aparecer, había resuelto no salir de él en todo edía. Su rostro estaba grave, triste y preocupado.

-Praskovya -comenzó diciendo la abuela-, ¿ecierto lo que he oído indirectamente, que esimbécil de padrastro tuyo quiere casarse con es

gabacha frívola? ¿Es actriz, no? ¿O algo peotodavía? Dime, ¿es verdad?-No sé nada de ello con certeza, abuel

-respondió Colina-, pero, a juzgar por lo qudice la propia mademoiselle Blanche, que nestima necesario ocultar nada, saco limpresión...

-¡Basta! -interrumpió la abuela con energíaLo comprendo todo. Siempre he pensado que l

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sucedería algo así, y siempre le he tenido pohombre superficial y liviano. Está muy pagadde su generalato (al que le ascendieron d

coronel cuando pasó al retiro) y no hace máque pavonearse. Yo, querida, lo sé todo; cómenviasteis un telegrama tras otro a Moscpreguntando «si la vieja estiraría pronto lpata». Esperaban la herencia; porque a él, sidinero, esa mujerzuela, ¿cómo se llama, dCominges? no le aceptaría ni como lacayomayormente cuando tiene dientes postizoDicen que ella tiene un montón de dinero que d

a usura y que ha amasado una fortuna. A tPraskovya, no te culpo; no fuiste tú la qumandó los telegramas; y de lo pasado tampocquiero acordarme. Sé que tienes un humorcillruin, ¡una avispa! que picas hasta levantaverdugones, pero te tengo lástima porque quería tu madre Katerina, que en paz descanseBueno, ¿te animas? Deja todo esto de aquí vente conmigo. En realidad no tienes dond

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meterte; y ahora es indecoroso que estés coellos. ¡Espera -interrumpió la abuela cuandPolina iba a contestar-, que no he acabad

todavía! No te exigiré nada. Tengo casa eMoscú, como sabes, un palacio donde puedeocupar un piso entero y no venir a vermdurante semanas y semanas si no te gusta mgenio. ¿Qué, quieres o no?

-Permita que le pregunte primero si de veraquiere usted irse en seguida.

-¿Es que estoy bromeando, niña? He dichque me voy y me voy. Hoy he despilfarrad

quince mil rublos en vuestra condenada ruletaHace cinco años hice la promesa de reedificaen piedra, en las afueras de Moscú, una igleside madera, y en lugar de eso me he jugado edinero aquí. Ahora nina, me voy a construir esiglesia.

-¿Y las aguas, abuela? Porque, al fin y acabo, vino usted a beberlas.

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-¡Quítate allá con tus aguas! No me irritePraskovya. Lo haces adrede, ¿no es verdadDime, ¿te vienes o no?

-Le agradezco mucho, pero mucho, abuel-dijo Polina emocionada-, el refugio que mofrece. En parte ha adivinado mi situación. Lestoy tan agradecida que, créame, iré a reunirmcon usted y quizá pronto; pero ahora dmomento hay motivos... importantes... y npuedo decidirme en este instante mismo. Si squedara usted un par de semanas más...

-Lo que significa que no quieres,

-Lo que significa que no puedo. En todo casoademás, no puedo dejar a mi hermano y mhermana, y como... como... como efectivamentpuede ocurrir que queden abandonados, pues .; si nos recoge usted a los pequeños y a mabuela, entonces sí, por supuesto, iré a reunirmcon usted, ¡y créame que haré merecimientopara ello! -añadió con ardor-; pero sin los niñono puedo.

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-Bueno, no gimotees (Polina no pensaba egimotear y no lloraba nunca); ya encontraremotambién sitio para esos polluelos: un galliner

grande. Además, ya es hora de que estén en lescuela. ¿De modo que no te vienes ahoraBueno, mira, Praskovya, te deseo buena suertepues sé por qué no te vienes. Lo sé todoPraskovya. Ese franchute no procurará tu bien.

Polina enrojeció. Yo por mi parte msobresalté. (¡Todos lo saben! ¡Yo soy, pues, eúnico que no sabe nada!).

-Vaya, vaya, no frunzas el entrecejo. No voy

cotillear. Ahora bien, ten cuidado de que nocurra nada malo, ¿entiendes? Eres una chiclista; me daría lástima de ti. Bueno, basta. Máhubiera valido no haberos visto a ninguno dvosotros. ¡Anda, vete! ¡Adiós!

-Abuela, la acompañaré a usted -dijo Polina.-No es preciso, déjame en paz; todos vosotro

me fastidiáis.

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Polina besó la mano a la abuela, pero éstretiró la mano y besó a Polina en la mejilla.

Al pasar junto a mí,- Polina me lanzó un

rápida ojeada y en seguida apartó los ojos.-Bueno, adiós a ti también, Aleksei IvanovichSólo falta una hora para la salida del trenPienso que te habrás cansado de mi compañíaVamos, toma estos cincuenta federicos de oro.

-Muy agradecido, abuela, pero me dvergüenza...

-¡Vamos, vamos! -gritó la abuela, pero etono tan enérgico y amenazador que no m

atreví a objetar y tomé el dinero.-En Moscú, cuando andes sin colocación, vea verme. Te recomendaré a alguien. ¡Ahorafuera de aquí!

Fui a mi habitación y me eché en la camaCreo que pasé media hora boca arriba, con lamanos cruzadas bajo la cabeza. Se habíproducido ya la catástrofe y había en qupensar. Decidí hablar en serio con Polina al dí

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siguiente. ¡Ah, el franchute! ¡Así, pues, erverdad! ¿Pero qué podía haber en ello? ¿Poliny Des Grieux? ¡Dios, qué pareja!

Todo ello era sencillamente increíble. Dpronto di un salto y salí como loco en busca dmíster Astley para hacerle hablar fuera comfuera. Por supuesto que de todo ello sabía máque yo. ¿Míster Astley? ¡He ahí otro misteripara mí!

Pero de repente alguien llamó a mi puertaMiré y era Potapych.

-Aleksei Ivanovich, la señora pide que vay

usted a verla.-¿Qué pasa? ¿Se va, no? Faltan todavía veintminutos para la salida del tren.

-Está intranquila; no puede estarse quieta«¡De prisa, de prisa! », es decir, que viniera buscarle a usted. Por Dios santo, no se retrase.

Bajé corriendo al momento. Sacaban ya a labuela al pasillo. Tenía el bolso en la mano.

-Aleksei Ivanovich, ve tú delante, ¡andando!

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-¿Adónde, abuela?-¡Que me muera si no gano lo perdido

¡Vamos, en marcha, y nada de preguntas! ¿Al

se juega hasta medianoche?Me quedé estupefacto, pensé un momento, en seguida tomé una decisión.

-Haga lo que le plazca, Antonida Vasilyevnapero yo no voy.

-¿Y eso por qué? ¿Qué hay de nuevo ahora¿Qué mosca os ha picado?

-Haga lo que guste, pero después yo mismme reprocharía, y no quiero hacerlo. No quier

ser ni testigo ni participante. ¡No me eche usteesa carga encima, Antonida Vasilyevna! Aqutiene sus cincuenta federicos de oro. ¡Adiós! –poniendo el paquete con el dinero en la mesitjunto a la silla de la abuela, saludé y me fui.

-¡Valiente tontería! -exclamó la abuela tramí-; pues no vayas, que quizá yo mismencuentre el camino. ¡Potapych, ven conmigo¡A ver, levantadme y andando!

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No hallé a míster Astley y volví a casa. Mátarde, a la una de la madrugada, supe poPotapych cómo acabó el día de la abuela. Perdi

todo lo que poco antes yo le había cambiado, edecir, diez mil rublos más en moneda rusa. Eel casino se pegó a sus faldas el mismpolaquillo a quien antes había dado dofedericos de oro, y quien estuvo continuamentdirigiendo su juego. Al principio, hasta que spresentó el polaco, mandó hacer las posturas Potapych, pero pronto lo despidió; y fuentonces cuando asomó el polaco. Para mayo

desdicha, éste entendía el ruso e incluschapurreaba una mezcla de tres idiomas, dmodo que hasta cierto punto se entendían. Labuela no paraba de insultarle sin piedadaunque él decía de continuo que «se ponía a lopies de la señora».

-Pero ¿cómo compararle con usted, AlekseIvanovich? -decía Potapych-. A usted la señorle trataba exactamente como a un caballero

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mientras que ése -mire, lo vi con mis propioojos, que me quede en el sitio si miento- estuvrobándole lo que estaba allí mismo en la mesa

ella misma le cogió con las manos en la masdos veces. Le puso como un trapo, con todas lapalabras habidas y por haber, y hasta le tiró depelo una vez, así como lo oye usted, que nmiento, y todo el mundo alrededor se echó reír. Lo perdió todo, señor, todo lo que teníatodo lo que usted había cambiado. Trajimoaquí a la señora, pidió de beber sólo un poco dagua, se santiguó, y a su camita. Estaba rendida

claro, y se durmió en un tris. ¡Que Dios le haymandado sueños de ángel! ¡Ay, estas tierras dextranjis! -concluyó Potapych-. ¡Ya decía yque traerían mala suerte! ¡Cómo me gustaríestar en nuestro Moscú cuanto antes! ¡Y comsi no tuviéramos una casa en Moscú! Jardínflores de las que aquí no hay, aromas, lamanzanas madurándose, mucho sitio... ¡Pue

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nada: que teníamos que ir al extranjero! ¡Ay, ayay!

Capítulo 13

Ha pasado ya casi un mes desde que toqué poúltima vez estos apuntes míos que comencé bajel efecto de impresiones tan fuertes comconfusas. La catástrofe, cuya inminencipresentía, se produjo efectivamente, pero cieveces más devastadora e inesperada de lo quhabía pensado. En todo ello había algo extraño

ruin y hasta trágico, por lo menos en lo que a matañía. Me ocurrieron algunos lances camilagrosos, o así los he considerado desdentonces, aunque bien mirado y, sobre todo, juzgar por el remolino de sucesos a que me varrastrado entonces, quizá ahora quepa decsolamente que no fueron del todo ordinarioPara mí, sin embargo, lo más prodigioso fue mpropia actitud ante estas peripecias. ¡Hast

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ahora no he logrado comprenderme a mmismo! Todo ello pasó flotando como un sueñoincluso mi pasión, que fue pujante y sincera

pero... ¿qué ha sido ahora de ella? Es verdaque de vez en cuando cruza por mi mente lpregunta: «¿No estaba loco entonces? ¿No pastodo ese tiempo en algún manicomio, dondquizá todavía estoy, hasta tal punto que todo esme pareció que pasaba y aun ahora sólo m

parece que pasó?».He recogido mis cuartillas y he vuelto

leerlas (¿quién sabe si las escribí sólo par

convencerme de que no estaba en una casa dorates?). Ahora me hallo enteramente soloLlega el otoño, amarillean las hojas. Estoy eeste triste poblacho (¡oh, qué tristes son lopoblachos alemanes!), y en lugar de pensar en lque debo hacer en adelante, vivo influido pomis recientes sensaciones, por mis recuerdoaún frescos, por esa tolvanera aún no lejana qume arrebató en su giro y de la cual acabé po

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salir despedido. -A veces se me antoja qutodavía sigo dando vueltas en el torbellino, que en cualquier momento la tormenta volverá

cruzar rauda, arrastrándome consigo, quperderé una vez más toda noción de orden, dmedida, y que seguiré dando vueltas y vueltas vueltas...

Pero pudiera echar raíces en algún sitio y dejade dar vueltas si, dentro de lo posible, consigexplicarme cabalmente lo ocurrido este meUna vez más me atrae la pluma, amén de que veces no tengo otra cosa que hacer durante la

veladas. ¡Cosa rara! Para ocuparme en algosaco prestadas de la mísera biblioteca de aqulas novelas de Paul de Kock (¡en traduccióalemana!), que casi no puedo aguantar, pero laleo y me maravillo de mí mismo: es como temiera destruir con un libro serio o cocualquier otra ocupación digna el encanto de lque acaba de pasar. Se diría que este sueñrepulsivo, con las impresiones que ha traíd

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consigo, me es tan amable que no permito qunada nuevo lo roce por temor a que se disipe ehumo. ¿Me es tan querido todo esto? Sí, si

duda lo es. Quizá lo recordaré todavía dentro dcuarenta años...Así, pues, me pongo a escribir. Sin embargo

todo ello se puede contar ahora parcial brevemente: no se puede, en absoluto, decir lmismo de las impresiones...

En primer lugar, acabemos con la abuela. Adía siguiente perdió todo lo que le quedaba. N

podía ser de otro modo: cuando una persona ase aventura una vez por ese camino es igual qusi se deslizara en trineo desde lo alto de unmontaña cubierta de nieve: va cada vez más dprisa. Estuvo jugando todo el día, hasta las ochde la noche. Yo no presencié el juego y sólo slo que he oído contar a otros.

Potapych pasó con ella en el Casino todo edía. Los polacos que dirigían el juego de l

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abuela se relevaron varias veces durante ljornada. Ella empezó mandando a paseo apolaco del día antes, al que había tirado de

pelo, y tomó otro, pero éste resultó casi peoCuando despidió al segundo y volvió a tomar eprimero -que no se había marchado sino qudurante su ostracismo había seguido empujandtras la silla de ella y asomando a cada minuto lcabeza-, la abuela acabó por desesperarse detodo. El segundo polaco, a quien habídespedido, tampoco quería irse por nada demundo; uno se colocó a la derecha de la señor

y otro a la izquierda. No paraban de reñir y sinsultaban con motivo de las puestas y el juegollamándose mutuamente laidak y otras lindezapolacas por el estilo. Más tarde hicieron lapaces, movían el dinero sin orden ni concierto apostaban a la buena de Dios. Cuando speleaban, cada uno hacía puestas por su cuentauno, por ejemplo, al rojo y otro al negro. De estmanera acabaron por marear y sacar de quicio

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la abuela, hasta que ésta, casi llorando, rogó aviejo crupier que la protegiera echándoles dallí. En seguida, efectivamente, los expulsaron

pesar de sus gritos y protestas; ambos chillabaen coro y perjuraban que la abuela les debídinero, que los había engañado en algo y que lohabía tratado indigna y vergonzosamente. Einfeliz Potapych, con lágrimas en los ojos, me lcontó todo esa misma noche, después de lpérdida del dinero, y se quejaba de que lopolacos se llenaban los bolsillos de dinerodecía que él mismo había visto cómo lo robaba

descaradamente y se lo embolsaban a cadinstante. Uno de ellos, por ejemplo, le sacaba la abuela cinco federicos de oro por suservicios y los ponía junto por junto con laapuestas de la abuela. La abuela ganaba y éexclamaba que era su propia puesta la que habíganado y que la de ella había perdido, Cuandlos expulsaron, Potapych se adelantó y dijo qullevaban los bolsillos llenos de oro

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Inmediatamente la abuela pidió al crupier qutomara las medidas pertinentes, y aunque lodos polacos se pusieron a alborotar como gallo

apresados, se presentó la policía y en un dos potres vaciaron sus bolsillos en provecho de labuela. Ésta, hasta que lo perdió todo, gozdurante ese día de indudable prestigio entre locrupieres y los empleados del Casino. Poco poco su fama se extendió por toda la ciudadTodos los visitantes del balneario, de todas lanaciones, la gente ordinaria lo mismo que la dmás campanillas, se apiñaban para ver a un

vieille comtesse russe, tombée en enfance, quhabía perdido ya «algunos millones».La abuela, sin embargo, no sacó much

provecho de que la rescataran de los dopolaquillos. A reemplazarlos en su servicisurgió un tercer polaco, que hablaba el ruso mucorrectamente. Iba vestido como un gentlema

aunque parecía un lacayo, con enormes bigotey mucha arrogancia. También él besó «los pie

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de la señora» y «se puso a los pies de la señora»pero con los circunstantes se mostró altivo y scondujo despóticamente, en suma, que desde e

primer momento se instaló no como sirvientesino como amo de la abuela. A cada instantecon cada jugada, se volvía a ella y juraba coterribles juramentos que era un «pan honorabley que no tomaría un solo kopek del dinero de labuela. Repetía estos juramentos tan a menudque ella acabó por asustarse. Pero como aprincipio el  pan pareció, en efecto, mejorar ejuego de ella y empezó a ganar, la abuela mism

ya no quiso deshacerse de él. Una hora mátarde los otros dos polaquillos expulsados deCasino aparecieron de nuevo tras la silla de labuela, ofreciendo una vez más sus servicioaunque sólo fuera para hacer mandadoPotapych juraba que el «honorable  pan

cambiaba guiños con ellos y, por añadidura, lealargaba algo. Como la abuela no había comidy casi no se había movido de la silla, uno de lo

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polacos quiso, en efecto, serle útil: corrió acomedor del Casino, que estaba allí al lado, y ltrajo primero una taza de caldo y después té. E

realidad, los dos no hacían más que ir y veniAl final de la jornada, cuando ya todo el mundveía que la abuela iba a perder hasta el últimbillete, había detrás de su silla hasta seipolacos, nunca antes vistos u oídos. Cuando labuela ya perdía sus últimas monedas, no sóldejaron de escucharla, sino que ni la tomaban ecuenta, se deslizaban junto a ella para llegar a lmesa, cogían ellos mismos el dinero, tomaba

decisiones, hacían puestas, discutían y gritabancharlaban con el «honorable pan» como con ucompinche, y el honorable  pan casi dejó dacordarse de la existencia de la abuela. Hastcuando ésta, después de perderlo todo, volvía las ocho de la noche al hotel, había aún tres cuatro polacos que no se resignaban a dejarlacorriendo en torno a la silla y a ambos lados della, gritando a voz en cuello y perjurando en u

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rápido guirigay que la abuela les habíengañado y debía resarcirles de algún modo. Allegaron hasta el mismo hotel, de donde por fi

los echaron a empujones.Según cálculo de Potapych, en ese solo díhabía perdido su señora hasta noventa mrublos, sin contar lo que había perdido lvíspera. Todos sus billetes -todas laobligaciones de la deuda interior al cinco pociento, todas las acciones que llevaba encimatodo ello lo había ido cambiandsucesivamente. Yo me maravillaba de qu

hubiera podido aguantar esas siete u ocho horasentada en su silla y casi sin apartarse de lmesa, pero Potapych me dijo que en treocasiones empezó a ganar de veras sumaconsiderables, y que, deslumbrada de nuevo pola esperanza, no pudo abandonar el juego. Perbien saben los jugadores que puede uno estasentado jugando a las cartas casi veinticuatrhoras sin mirar a su derecha o a su izquierda.

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En ese mismo día, mientras tanto, ocurrierotambién en nuestro hotel incidentes mudecisivos. Antes de las once de la mañana

cuando la abuela estaba todavía en casa, nuestrgente, esto es, el general y Des Grieux, habíaacordado dar el último paso. Habiéndosenterado de que la abuela ya no pensaba emarcharse, sino que, por el contrario, volvía aCasino, todos ellos (salvo Polina) fueron ecónclave a verla para hablar con ella de manerdefinitiva y sin rodeos. El general, trepidante con el alma en un hilo, habida cuenta de la

consecuencias tan terribles para él, llegó sobrepasarse: al cabo de media hora de ruegos súplicas y hasta de hacer confesión general, edecir, de admitir sus deudas y hasta su pasiópor mademoiselle Blanche (no daba en absolutpie con bola), el general adoptó de pronto utono amenazador y hasta se puso a chillar a labuela y a dar patadas en el suelo. Decía a gritoque deshonraba su nombre, que habí

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escandalizado a toda la ciudad y por último.por último: «¡Deshonra usted el nombre rusoseñora -exclamaba- y para casos así está l

policía! ». La abuela lo arrojó por fin de su ladcon un bastón (con un bastón de verdad). Egeneral y Des Grieux tuvieron una o doconsultas más esa mañana sobre efectivamente era posible recurrir de algúmodo a la policía. He aquí, decían, que uninfeliz, aunque respetable anciana, víctima de lsenilidad, se había jugado todo su dinero, etcetc. En suma, ¿no se podía encontrar un medi

de vigilarla o contenerla?... Pero Des Grieux slimitaba a encogerse de hombros y se reía en labarbas del general, que ya desbarrababiertamente corriendo de un extremo al otrdel gabinete. Des Grieux acabó por encogersde hombros y escurrir el bulto. A la noche ssupo que había abandonado definitivamente ehotel, después de haber tenido una conversaciógrave y secreta con mademoiselle Blanche

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Mademoiselle Blanche, por su parte, tommedidas definitivas a partir de esa mismmañana. Despidió sin más al general y n

siquiera le permitió que se presentara ante ellaCuando el general corrió a buscarla en el Casiny la encontró del brazo del príncipe, ni ella nmadame veuve Cominges le reconocieron. Epríncipe tampoco le saludó. Todo ese dímademoiselle Blanche estuvo trabajando apríncipe para que éste acabara por declarars(sin ambages). Pero, ¡ay!, se equivoccruelmente en sus cálculos. Esta pequeñ

catástrofe sucedió también esa noche. De prontse descubrió que el príncipe era más pobre quJob y que, por añadidura, contaba con pedirldinero a ella, previa firma de un pagaré, probar fortuna a la ruleta. Blanche, indignada, lmandó a paseo y se encerró en su habitación.

En la mañana de ese mismo día fui a ver míster Astley, o, mejor dicho, pasé toda lmañana buscando a míster Astley sin poder da

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con él. No estaba en casa, ni en el Casino, ni eel parque. No comió en su hotel ese día. Eramás de las cuatro de la tarde cuando tropecé co

él; volvía de la estación del ferrocarril al Hóted'Angleterre. Iba de prisa y estaba mupreocupado, aunque era difícil distinguir en srostro preocupación o pesadumbre. Me alargcordialmente la mano con su exclamacióhabitual: «¡Ah!», pero no detuvo el paso continuó su camino apresuradamente. Emparejcon él, pero se las arregló de tal modo parcontestarme que no tuve tiempo de preguntarl

nada. Además, por no sé qué razón, me dabmuchísima vergüenza hablar de Polina. Étampoco dijo una palabra de ella. Le conté lo dla abuela, me escuchó atenta y gravemente y sencogió de hombros.

-Lo perderá todo -dije.-Oh, sí -respondió-, porque fue a jugar cuand

yo salía y después me enteré que lo habíperdido todo. Si tengo tiempo iré al Casino

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echar un vistazo porque se trata de un cascurioso...

-¿A dónde ha ido usted? -grité, asombrado d

no haber preguntado antes.-He estado en Francfort.-¿Viaje de negocios?-Sí, de negocios.Ahora bien, ¿qué más tenía que preguntarle

Sin embargo, seguía caminando junto a él, perde improviso torció hacia el «Hotel des QuatrSaisons», que estaba en el camino, me hizo uninclinación de cabeza y desapareció. Cuand

regresaba a casa me di cuenta de que aun hubiera hablado con él dos horas no habrísacado absolutamente nada en limpio porque.¡no tenía nada que preguntarle! ¡Sí, así era yopor supuesto! No sabía formular mis preguntas

Todo ese día lo pasó Polina errando por eparque con los niños y la niñera o recluida ecasa. Hacía ya tiempo que evitaba encontrarscon el general y casi no hablaba con él de nada

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por lo menos de nada serio. Yo ya había notadesto mucho antes. Pero conociendo la situacióen que ahora estaba el general pensé que éste n

podría dar esquinazo a Polina, es decir, que erimposible que no hubiese una importantconversación entre ellos sobre asuntos dfamilia. Sin embargo, cuando al volver al hotedespués de hablar con míster Astley, tropeccon Polina y los niños, el rostro de ella reflejabla más plácida tranquilidad, como si sólo ellhubiera salido indemne de todas las broncafamiliares. A mi saludo contestó con un

inclinación de cabeza. Volví a casa presa dmalignos sentimientos.Yo, naturalmente, había evitado hablar co

ella y no la había visto (apenas) desde maventura con los Burmerhelm. Cierto es que veces me había mostrado petulante y bufonescopero a medida que pasaba el tiempo sentírebullir en mí verdadera indignación. Aunquno me tuviera ni pizca de cariño, me parecía qu

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no debía pisotear así mis sentimientos ni recibcon tanto despego mis confesiones. Ella biesabía que la amaba de verdad, y me toleraba

consentía que le hablara de mi amor. Cierto eque ello había surgido entre nosotros de modextraño. Desde hacía ya bastante tiempo, cosde dos meses a decir verdad, había comenzadyo a notar que quería hacerme su amigo, sconfidente, y que hasta cierto punto lo habíintentado; pero dicho propósito, no sé por qumotivo, no cuajó entonces; y en su lugar habíasurgido las extrañas relaciones que ahor

teníamos, lo que me llevó a hablar con ellcomo ahora lo hacía. Pero si le repugnaba mamor, ¿por qué no me prohibía sencillamentque hablase de él?

No me lo prohibía; hasta ella misma mincitaba alguna vez a hablar y .... claro, lo hacíen broma. Sé de cierto -lo he notado bien- quedespués de haberme escuchado hasta el fin soliviantado hasta el colmo, le gustab

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desconcertarme con alguna expresión dsuprema indiferencia y desdén. Y, no obstantesabía que no podía vivir sin ella. Habían pasad

ya tres días desde el incidente con el barón y yya no podía soportar nuestra separación

Cuando poco antes la encontré en el Casino, mempezó a martillar el corazón de tal modo quperdí el color. ¡Pero es que ella tampoco podívivir sin mí! Me necesitaba y, ¿pero es posiblque sólo como bufón o hazmerreír?

Tenía un secreto, ello era evidente. Sconversación con la abuela fue para mí un

dolorosa punzada en el corazón. Mil veces lhabía instado a ser sincera conmigo y sabía questaba de veras dispuesto a dar la vida por ellay, sin embargo, siempre me tenía a raya, cacon desprecio, y en lugar del sacrificio de mvida que le ofrecía me exigía una travesurcomo la de tres días antes con el barón. ¿No eresto una ignominia? ¿Era posible que todo emundo fuese para ella ese francés? ¿Y míste

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Astley? Pero al llegar a este punto, el asunto svolvía absolutamente incomprensible, mientras tanto... ¡ay, Dios, qué sufrimiento e

mío!Cuando llegué a casa, en un acceso de furicogí la pluma y le garrapateé estos renglones:

«Polina Aleksandrovna, veo claro que hllegado el desenlace, que, por supuesto, lafectará a usted también. Repito por última vez¿necesita usted mi vida o no? Si la necesitapara lo que sea, disponga de ella. Mientras tant

esperaré en mi habitación, al menos la mayoparte del tiempo, y no iré a ninguna parte. Si enecesario, escríbame o llámeme.»

Sellé la nota y la envié con el camarero dservicio, con orden de que la entregara en propimano. No esperaba respuesta, pero al cabo dtres minutos volvió el camarero con el recado dque se me mandaban «saludos».

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Eran más de las seis cuando me avisaron qufuera a ver al general. Éste se hallaba en sgabinete, vestido como para ir a alguna parte

En el sofá se veían su sombrero y su bastón. Aentrar me pareció que estaba en medio de lhabitación, con las piernas abiertas y la cabezcaída, hablando consigo mismo en voz alta; mano bien me vio se arrojó sobre mí casi gritandoal punto de que involuntariamente di un pasatrás y casi eché a correr; pero me cogió dambas manos y me llevó a tirones hacia el sofáEn él se sentó, hizo que yo me sentara en u

sillón frente a él ya sin soltarme las manotemblorosos los labios y con las pestañabrillantes de lágrimas, me dijo con vosuplicante:

-¡Aleksei Ivanovich, sálveme, sálveme, tengpiedad!

Durante algún tiempo no logré comprendenada. Él no hacía más que hablar, hablar hablar, repitiendo sin cesar: «¡Tenga piedad

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tenga piedad!». Acabé por sospechar que lo qude mí esperaba era algo así como un consejo; omejor aún, que, abandonado de todos, en s

angustia y zozobra se había acordado de mí me había llamado sólo para hablar, hablahablar.

Desvariaba, o por lo menos estaba muaturdido. juntaba las manos y parecía dispuesta arrodillarse ante mí para que (¿lo adivinaustedes?) fuera en seguida a ver a mademoisellBlanche y le pidiera, le implorara, que volviesy se casara con él.

-Perdón, general -exclamé-, ¡pero si es posiblque mademoiselle Blanche no se haya fijado emí todavía! ¿Qué es lo que yo puedo hacer?

Era, sin embargo, inútil objetar; no entendía lque se le decía. Empezó a hablar también de labuela, pero de manera muy inconexa. Seguíaferrado a la idea de llamar a la policía.

-Entre nosotros, entre nosotros -comenzóhirviendo súbitamente de indignación-, en un

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palabra, entre nosotros, en un país con todos loadelantos, donde hay autoridades, hubierapuesto inmediatamente bajo tutela a vieja

como ésa. Sí, señor mío, sí -continuóadoptando de pronto un tono de reconvenciónsaltando de su sitio y dando vueltas por lhabitación-, usted todavía no sabía esto, señomío -dijo dirigiéndose a un imaginario señosuyo en el rincón-; pues ahora lo sabe usted... sseñor.. en nuestro país a tales viejas se las meten cintura, en cintura, en cintura, sí, señor.. ¡Ohqué demonio!

Y se lanzó de nuevo al sofá; pero un minutdespués, casi sollozando y sin aliento, sapresuró a decirme que mademoiselle Blanchno se casaba con él porque en lugar de utelegrama había llegado la abuela y ahora estabclaro que no heredaría. Él creía que yo no sabíaún nada de esto. Empecé a hablar de DeGrieux; hizo un gesto con la mano: «Se ha idoTodo lo mío lo tengo hipotecado con él: ¡me h

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quedado en cueros! Ese dinero que trajo usted.ese dinero... no sé cuánto era, parece ququedan setecientos francos, y.. bueno, eso e

todo, y en cuanto al futuro ... no sé, no sé».-¿Cómo va a pagar usted el hotel? -preguntalarmado-; ¿y después qué hará usted?

Me miraba pensativo, pero parecía ncomprender y quizá ni siquiera me había oídoProbé a hablar de Polina Aleksandrovna, de loniños, me respondió con premura: «¡Sí, sí! »pero en seguida volvió a hablar del príncipe, decir que Blanche se iría con él y entonces...

entonces... ¿qué voy a hacer, AlekseIvanovich? -preguntó, volviéndose de pronto mí-, -'Juro a Dios que no lo sé! ¿Qué voy hacer? Dígame, ¿ha visto usted ingratitusemejante? ¿No es verdad que es ingratitud-Por último, se disolvió en un torrente dlágrimas.

Nada cabía hacer con un hombre así. Dejarlsolo era también peligroso; podía ocurrirle algo

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De todos modos, logré librarme de él, peradvertí a la niñera que fuera a verle a menudo hablé además con el camarero de servicio, chic

despierto, quien me prometió vigilar tambiépor su parte.Apenas dejé al general cuando vino a verm

Potapych con una llamada de la abuela. Eran laocho, y ésta acababa de regresar del Casindespués de haberlo perdido todo. Fui a verla. Lanciana estaba en su silla, completamentagotada y, a juzgar por las trazas, enfermaMarfa le daba una taza de té y la obligaba

bebérselo casi a la fuerza. La voz y el tono de labuela habían cambiado notablemente.-Dios te guarde, amigo Aleksei Ivanovic

-dijo con lentitud e inclinando gravemente lcabeza-. Lamento volver a molestarte; perdona una mujer vieja. Lo he dejado allí todo, amigmío, casi cien mil rublos. Hiciste bien en no conmigo ayer. Ahora no tengo dinero, ni uochavo. No quiero quedarme aquí un minut

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más y me marcho a las nueve y media. Hmandado un recado a ese inglés tuyo, Astley¿no es eso? y quiero pedirle prestados tres m

francos por una semana. Convéncele, pues, dque no tiene nada que temer y de que no me lrehúse. Todavía, amigo, soy bastante ricaTengo tres fincas rurales y dos urbanas; sicontar el dinero, pues no me lo traje todo. Digesto para que no tenga recelo alguno... ¡Ah, aquviene! Bien se ve que es un hombre bueno.

Míster Astley vino así que recibió la primerllamada de la abuela. No mostró recelo alguno

no habló mucho. Al momento le contó tres mfrancos bajo pagaré que la abuela firmóAcabado el asunto, saludó y se marchó de prisa

-Y tú vete también ahora, Aleksei IvanovichFalta hora y pico y quiero acostarme, que mduelen los huesos. No seas duro conmigo, coesta vieja imbécil. En adelante no acusaré a lgente joven de liviandad, y hasta me parecerípecado acusar a ese infeliz general vuestro

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Pero, con todo, no le daré dinero a pesar de sudeseos, porque en mi opinión es un necio; sólque yo, vieja imbécil, no tengo más seso que é

Verdad es que Dios pide cuentas y castiga lsoberbia incluso en la vejez. Bueno, adióMarfusha, levántame.

Yo, sin embargo, quería despedir a la abuelaAdemás, estaba un poco a la expectativaaguardando que de un momento a otrsucediese algo. No podía parar en mhabitación. Salía al pasillo, y hasta erré umomento por la avenida. Mi carta a Polina er

clara y terminante y la presente catástrofe, posupuesto, definitiva. En el hotel oí hablar de lmarcha de Des Grieux. En fin de cuentas, si mrechazaba como amigo quizá no me rechazascomo criado, pues me necesitaba aunque sólfuera para hacer mandados. Le sería útil, ¡cómno!

A la hora de la salida del tren corrí a lestación y acomodé a la abuela. Todos tomaro

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asiento en un compartimiento reservado«Gracias, amigo, por tu afecto desinteresad-me dijo al despedirse- y repite a Praskovya l

que le dije ayer: que la esperaré.»Fui a casa. Al pasar junto a las habitacionedel general tropecé con la niñera y pregunté poél. «Va bien, señor» -me respondió abatida-. Nobstante, decidí entrar un momento, pero mdetuve a la puerta del gabinete presa del mayoasombro. Mademoiselle Blanche y el general, cual mejor, estaban riendo a carcajadas. Lveuve Cominges se hallaba también allí, sentad

en el sofá. El general, por lo visto, estaba locde alegría, cotorreaba toda clase de sandeces se deshacía en una risa larga y nerviosa que lencogía el rostro en una incontable multitud darrugas, entre las que desaparecían los ojoMás tarde supe por la propia mademoisellBlanche que, después de mandar a paseo apríncipe y habiéndose enterado del llanto degeneral, decidió consolar a éste y entró a verl

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un momento. El pobre general no sabía que yen ese momento estaba echada su suerte, y quBlanche había empezado a hacer las maleta

para irse volando a París en el primer tren dedía siguiente.En el umbral del gabinete del general cambi

de parecer y me escurrí sin ser visto. Subí a mcuarto, abrí la puerta y en la semioscuridad notde pronto una figura sentada en una silla, en erincón, junto a la ventana. No se levantó cuandyo entré. Me acerqué, miré... y se me cortó ealiento: era Polina.

Capítulo 14

Lancé un grito.-¿Qué pasa?, ¿qué pasa? -me preguntó en ton

raro. Estaba pálida y su aspecto era sombrío.-¿Cómo que qué pasa? ¿Usted? ¿Aquí en m

cuarto?

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-Si vengo, vengo toda. Ésa es mi costumbreLo verá usted pronto. Encienda una bujía.

Encendí la bujía. Se levantó, se acercó a l

mesa y me puso delante una carta abierta.-Lea -me ordenó.-Ésta... ¡ésta es la letra de Des Grieux

-exclamé tomando la carta. Me temblaban lamanos y los renglones me bailaban ante loojos. He olvidado los términos exactos de lcarta, pero aquí va, si no palabra por palabra, amenos pensamiento por pensamiento.

«Mademoiselle -escribía Des GrieuxCircunstancias desagradables me obligan marcharme inmediatamente Usted misma hnotado, sin duda, que he evitado adrede tenecon usted una explicación definitiva mientras nse aclarasen esas circunstancias. La llegada dsu anciana pariente (de la vieille dame) y s

absurda conducta aquí han puesto fin a midudas. El embrollo en que se hallan mis propio

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asuntos me impide alimentar en el futuro ladulces esperanzas con que me permitió usteembriagarme durante algún tiempo. Lamento e

pasado, pero espero que en mi comportamientno haya usted encontrado nada indigno de ucaballero y un hombre de bien (gentíl-homme e

honnête homme). Habiendo perdido casi todmi dinero en préstamos a su padrastro, mencuentro en la extrema necesidad de utilizacon provecho lo que me queda. Ya he hechsaber a mis amigos de Petersburgo quprocedan sin demora a la venta de los biene

hipotecados a mi favor. Sabiendo, sin embargoque el irresponsable de su tío ha malversado epropio dinero de usted, he decidido perdonarlcincuenta mil francos y a este fin le devuelvo lparte de hipoteca sobre sus bienecorrespondiente a esta suma; así, pues, tienusted ahora la posibilidad de recuperar lo que hperdido, reclamándoselo por víajudicial. Esperomademoiselle, que, tal como están ahora la

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cosas, este acto mío le resulte altamentbeneficioso. Con él espero asimismo cumplplenamente con el deber de un hombre honrad

y un caballero. Créame que el recuerdo de ustequedará para siempre grabado en mi corazón.»-¿Bueno, y qué? Esto está perfectamente clar

-dije volviéndome a Polina-. ¿Esperaba usteotra cosa? -añadí indignado.

-No esperaba nada -respondió con sosiegaparente, pero con una punta de temblor en lvoz-. Hace ya tiempo que tomé undeterminación. Leía sus pensamientos y supe l

que pensaba. Él pensaba que yo procuraría.que insistiría... (se detuvo, y sin terminar lfrase se mordió el labio y guardó silencio). Dpropósito redoblé el desprecio que sentía por é-prosiguió de nuevo-, y aguardaba a ver lo quharía. Si llegaba el telegrama sobre la herenciale hubiera tirado a la cara el dinero que le debíese idiota (el padrastro) y le hubiera echado cocajas destempladas. Me era odioso desde hací

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mucho, muchísimo tiempo. ¡Ah, no era emismo hombre de antes, mil veces no, y ahoraahora ... ! ¡Oh, con qué gusto le tiraría ahora

su cara infame esos cincuenta mil francos¡Cómo le escupiría y le restregaría la cara con eescupitajo!

-Pero el documento ese de la hipoteca povalor de cincuenta mil francos que ha devueltlo tendrá el general. Tómelo y devuélvaselo Des Grieux.

-¡Oh, no es eso, no es eso!-¡Sí, es verdad, es verdad que no es eso! Y

ahora, ¿de qué es capaz el general? ¿Y labuela?-¿Por qué la abuela? -preguntó Polina co

irritación-. No puedo ir a ella... y no voy pedirle perdón a nadie -agregó exasperada.

-¿Qué hacer? -exclamé-. ¿Cómo... sí, cómpuede usted querer a Des Grieux? ¡Oh, canallacanalla! ¡Si usted lo desea, lo mato en duelo¿Dónde está ahora?

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-Ha ido a Francfort y estará allí tres días.-¡Basta una palabra de usted y mañana mism

voy allí en el primer tren! -dije con entusiasm

un tanto pueril.Ella se rió.-¿Y qué? Puede que diga que se le devuelva

primero los cincuenta mil francos. ¿Y para qubatirse con él?... ¡Qué tontería!

-Bien, pero ¿dónde, dónde agenciarse esocincuenta mil francos? -repetí rechinando lodientes, como si hubiera sido posible recoger edinero del suelo-. Oiga, ¿y míster Astley

-pregunté dirigiéndome a ella con el chispazo duna idea peregrina.Le centellearon los ojos.-¿Pero qué? ¿Es que tú mismo quieres que m

aparte de ti para ver a ese inglés? -preguntófijando sus ojos en los míos con miradpenetrante y sonriendo amargamente. Poprimera vez en la vida me tuteaba.

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Se diría que en ese momento tenía trastornadla cabeza por la emoción que sentía. De prontse sentó en el sofá como si estuviera agotada.

Fue como si un relámpago me hubieralcanzado. No daba crédito a mis ojos ni a mioídos. ¿Pero qué? Estaba claro que me amaba¡Había venido a mí y no a míster Astley! Ellaella sola, una muchacha, había venido a mcuarto, en un hotel, comprometiéndose con ellante los ojos de todo el mundo ... ; y yo, de piante ella, no comprendía todavía.

Una idea delirante me cruzó por la mente.

-¡Polina, dame sólo una hora! ¡Espera aqusólo una hora .... que volveré! ¡Es... eindispensable! ¡Ya verás! ¡Quédate aququédate aquí!

Y salí corriendo de la habitación sin respondea su mirada inquisitiva y asombrada. Gritó algtras de mí, pero no me volví.

Sí, a veces la idea más delirante, la que parecmás imposible, se le clava a uno en la cabez

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con tal fuerza que acaba por juzgarlrealizable... Más aún, si esa idea va unida a udeseo fuerte y apasionado acaba uno po

considerarla a veces como algo fatal, necesariopredestinado, como algo que es imposible quno sea, que no ocurra. Quizá haya en ello máuna cierta combinación de presentimientos, ucierto esfuerzo inhabitual de la voluntad, uautoenvenenamiento de la propia fantasía, quizá otra cosa... no sé. Pero esa noche (que emi vida olvidaré) me sucedió una maravillosaventura. Aunque puede ser justificada por l

aritmética, lo cierto es que para mí sigue siendtodavía milagrosa. ¿Y por qué, por qué sarraigó en mí tan honda y fuertemente esconvicción y sigue arraigada hasta el día dhoy? Cierto es que ya he reflexionado sobre est-repito-, no cómo sobre un caso entre otros (ypor lo tanto, que puede no ocurrir entre otrossino como sobre algo que tenía que producirsirremediablemente.

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Eran las diez y cuarto. Entré en el casino couna firme esperanza y con una agitación comnunca había sentido hasta entonces. En las sala

de juego había todavía bastante público, aunqusólo la mitad del que había habido por lmañana.

Entre las diez y las once se encuentran junto las mesas de juego los jugadores auténticos, lodesesperados, los individuos para quienes ebalneario existe sólo por la ruleta, que havenido sólo por ella, los que apenas se dacuenta de lo que sucede en torno suyo ni po

nada se interesan durante toda la temporada sinpor jugar de la mañana a la noche y quizjugarían de buena gana toda la noche, hasta eamanecer si fuera posible. Siempre se dispersacon enojo cuando se cierra la sala de ruleta medianoche. Y cuando el crupier más antiguoantes del cierre de la sala a las doce, anunciaLes trois derniers coups, messieurs!, están veces dispuestos a arriesgar en esas tres última

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posturas todo lo que tienen en los bolsillos -yen realidad- lo pierden en la mayoría de locasos-. Yo me acerqué a la misma mesa a la qu

la abuela había estado sentada poco antes. Nhabía muchas apreturas, de modo que mupronto encontré lugar, de pie, junto a ellaDirectamente frente a mí, sobre el paño verdeestaba trazada la palabra Passe. Este passe euna serie de números desde el 19 hasta el 3inclusive. La primera serie, del 1 al 1inclusive, se llama Manque. ¿Pero a mí qué mimportaba nada de eso? No hice cálculos, n

siquiera oí en qué número había caído la últimsuerte, y no lo pregunté cuando empecé a jugacomo lo hubiera hecho cualquier jugadoprudente. Saqué mis veinte federicos de oro los apunté alpasse que estaba frente a mí.

-Vingt-deux! -gritó el crupier.Gané y volví a apostarlo todo: lo anterior y l

ganado.

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-Trente et un! -anunció el crupier-. ¡Habíganado otra vez!

Tenía, pues, en total ochenta federicos de oro

Puse los ochenta a los doce números medio(triple ganancia pero dos probabilidades econtra), giró la rueda y salió el veinticuatro. Mentregaron tres paquetes de cincuenta federicocada uno y diez monedas de oro. junto con lanterior ascendía a doscientos federicos de oroEstaba como febril y empujé todo el montón ddinero al rojo y de repente volví en mi acuerdoY sólo una vez en toda esa velada, durante tod

esa partida, me sentí poseído de terror, heladde frío, sacudido por un temblor de brazos piernas. Presentí con espanto y comprendí amomento lo que para mí significaría perdeahora. Toda mi vida dependía de esa apuesta.

-Rouge! -gritó el crupier-, y volví a respiraArdientes estremecimientos me recorrían ecuerpo. Me pagaron en billetes de banco: etotal cuatro mil florines y ochenta federicos d

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oro (aun en ese estado podía hacer bien micuentas).

Recuerdo que luego volví a apostar dos m

florines a los doce números medios y perdaposté el oro que tenía además de los ochentfedericos de oro y perdí. Me puse furioso: coglos últimos dos mil florines que me quedaban los aposté a los doce primeros números al buetuntún, a lo que cayera, sin pensar. Hubo, siembargo, un momento de expectación parecidquizá a la impresión que me produjo madamBlanchard en París cuando desde un globo baj

volando a la tierra.-Quatre! -gritó el banquero. Con la apuest

anterior resultaba de nuevo un total de seis mflorines. Yo tenía ya aire de vencedor; ahornada, lo que se dice nada, me infundía temor, coloqué cuatro mil florines al negro. Tras de motros nueve individuos apostaron también anegro. Los crupieres se miraban y cuchicheabaentre sí. En torno, la gente hablaba y esperaba.

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Salió el negro. Ya no recuerdo ni el número nel orden de mis posturas. Sólo recuerdo, comen sueños, que por lo visto gané dieciséis m

florines; seguidamente perdí doce mil de elloen tres apuestas desafortunadas. Luego puse loúltimos cuatro mil a  passe (pero ya parentonces no sentía casi nada; estaba sólo a lexpectativa, se diría que mecánicamente, vacíde pensamientos) y volví a ganar, y después dello gané cuatro veces seguidas. Me acuerdsólo de que recogía el dinero a montones, también que los doce números medios a qu

apunté salían más a menudo que los demáAparecían con bastante regularidad, tres cuatro veces seguidas, luego desaparecían upar de veces para volver de nuevo tres o cuatrveces consecutivas. Esta insólita regularidad spresenta a veces en rachas, y he aquí por qudesbarran los jugadores experimentados quhacen cálculos lápiz en mano. ¡Y qué cruele

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son a veces en este terreno las burlas de lsuerte!

Pienso que no había transcurrido más d

media hora desde mi llegada. De pronto ecrupier me hizo saber que había ganado treintmil florines, y que como la banca no respondíde mayor cantidad en una sola sesión ssuspendería la ruleta hasta el día siguiente. Echmano de todo mi oro, me lo metí en el bolsillorecogí los billetes y pasé seguidamente a otrsala, donde había otra mesa de ruleta; tras magolpada, se vino toda la gente. Al instante m

despejaron un lugar y empecé de nuevo apostar sin orden ni concierto. ¡No sé qué fue lque me salvó!

Pero de vez en cuando empezaba a hurgarmun conato de cautela en el cerebro. Me aferraba ciertos números y combinaciones, pero prontlos dejaba y volvía a apuntar inconscientementeEstaba, por lo visto, muy distraído, y recuerdque los crupieres corrigieron mi juego más d

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una vez. Cometí errores groseros. Tenía lasienes bañadas en sudor y me temblaban lamanos. También vinieron trotando los polaco

con su oferta de servicios, pero yo no escuchaba nadie. La suerte no me volvió la espalda. Dpronto se oyó a mi alrededor un rumor sordo risas. «¡Bravo, bravo!», gritaban todos, algunos incluso aplaudieron. Recogí altambién treinta mil florines y la banca fuclausurada hasta el día siguiente.

-¡Váyase, váyase! -me susurró la voz dalguien a mi derecha. Era la de un judío d

Francfort que había estado a mi lado todo estiempo y que, al parecer, me había ayudado dvez en cuando en mi juego.

~¡Váyase, por amor de Dios! -murmuró a mizquierda otra voz. Vi en una rápida ojeada quera una señora al filo de la treintena, vestidmuy modesta y decorosamente, de rostrfatigado, de palidez enfermiza, pero que auahora mostraba rastros de su peregrina bellez

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anterior. En ese momento estaba yatiborrándome el bolsillo de billetearrugándolos al hacerlo, y recogía el oro qu

quedaba en la mesa. Al levantar el últimpaquete de cincuenta federicos de oro logrponerlo en la mano de la pálida señora sin qunadie lo notara. Sentí entonces grandísimdeseo de hacer eso, y recuerdo que sus dedofinos y delicados me apretaron fuertemente lmano en señal de viva gratitud. Todo ellsucedió en un instante.

Una vez embolsado todo el dinero me dirig

apresuradamente a la mesa de trente equarente. En torno a ella estaba sentado upúblico aristocrático. Esto no es ruleta; socartas. La banca responde de hasta 100.00táleros de una vez. La postura máxima etambién aquí de cuatro mil florines. Yo no sabínada de este juego y casi no conocía laposturas, salvo el rojo y el negro, que tambiéexisten en él. A ellos me adherí. Todo el casin

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se agolpó en torno. No recuerdo si pensé unsola vez en Polina durante ese tiempo. Lo qusentía era un deleite irresistible de atrapa

billetes de banco, de ver crecer el montón dellos que ante mí tenía.En realidad, era como si la suerte m

empujase. En esta ocasión se produjo, como dpropósito, una circunstancia que, sin embargose repite con alguna frecuencia en el juego. Caepor ejemplo, la suerte en. el rojo y sigucayendo en él diez, hasta quince veces seguidaAnteayer oí decir que el rojo había salid

veintidós veces consecutivas la semana pasadalo que no se recuerda que haya sucedido en lruleta y de lo cual todo el mundo hablaba coasombro. Como era de esperar, todoabandonaron al momento el rojo y al cabo ddiez veces, por ejemplo, casi nadie se atrevía apostar a él. Pero ninguno de los jugadoreexperimentados tampoco apuesta entonces anegro. El jugador avezado sabe lo que signific

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esta «suerte veleidosa», a saber, que después dsalir el rojo dieciséis veces, la decimoséptimsaldría necesariamente el negro. A ta

conclusión se lanzan casi todos los novatoquienes doblan o triplican las posturas y pierdesumas enormes.

Ahora bien, no sé por qué extraño caprichocuando noté que el rojo había salido siete veceseguidas, continué apostando a él. Estoconvencido de que en ello terció un tanto eamor propio: quería asombrar a los mirones comi arrojo insensato y -¡oh, extraño sentimiento

recuerdo con toda claridad que, efectivamentesin provocación alguna de mi orgullo, me sende repente arrebatado por una terrible apetencide riesgo. Quizá después de experimentar tantasensaciones, mi espíritu no estaba todavísaciado, sino sólo azuzado por ellas, y exigítodavía más sensaciones, cada vez más fuertehasta el agotamiento final. Y, de veras que nmiento: si las reglas del juego me hubiera

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permitido apostar cincuenta mil florines de unvez, los hubiera apostado seguramente. En tornmío gritaban que esto era insensato, que el roj

había salido por decimocuarta vez.-Monsieur a gagné déjà cent mille florin

-dijo una voz junto a mí.De pronto volví en mí. ¿Cómo? ¡Habí

ganado esa noche cien mil florines! ¿Qué mánecesitaba? Me arrojé sobre los billetes, lometí a puñados en los bolsillos, sin contarlorecogí todo el oro, todos los fajos de billetes, salí corriendo del casino. En torno mío la gent

reía al verme atravesar las salas con los bolsilloabultados y al ver los trompicones que me hacídar el peso del oro. Creo que pesaba bastantmás de veinte libras. Varias manos se alargarohacia mí. Yo repartía cuanto podía coger, puñados. Dos judíos me detuvieron a la salida.

-¡Es usted audaz! ¡Muy audaz! -me dijeronpero márchese sin falta mañana por la mañana

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lo más temprano posible; de lo contrario lperderá todo, pero todo...

No les hice caso. La avenida estaba oscura

tanto que me era imposible distinguir mipropias manos. Había media versta hasta ehotel. Nunca he tenido miedo a los ladrones ni los atracadores, ni siquiera cuando era pequeñoTampoco pensaba ahora en ellos. A decverdad, no recuerdo en qué iba pensanddurante el camino; tenía la cabeza vacía dpensamientos. Sólo sentía un enorme deleiteéxito, victoria, poderío, no sé cómo expresarlo

Pasó ante mí también la imagen de PolinaRecordé y me di plena cuenta de que iba a sencuentro, de que pronto estaría con ella, de qule contaría, le mostraría .... pero apenarecordaba ya lo que me había dicho poco anteni por qué yo había salido; todas esasensaciones recientes, de hora y media antes, mparecían ahora algo sucedido tiempo atrás, algsuperado, vetusto, algo que ya n

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recordaríamos, porque ahora todo empezaría dnuevo. Cuando ya llegaba casi al final de lavenida me sentí de pronto sobrecogido d

espanto: «¿Y si ahora me mataran y robaran?»Con cada paso mi temor se redoblaba. Ibcorriendo. Pero al final de la avenida surgió dpronto nuestro hotel, rutilante de luceinnumerables. ¡Gracias a Dios, estaba en casa!

Subí corriendo a mi piso y abrí de golpe lpuerta. Polina estaba allí, sentada en el sofá cruzada de brazos ante una bujía encendida. Mmiró con asombro y, por supuesto, mi aspect

debía de ser bastante extraño en ese momentoMe planté frente a ella y empecé a arrojar sobrla mesa todo mi montón de dinero.

Capítulo 15

Recuerdo que me miró cara a cara, coterrible fijeza, pero sin moverse de su sitio parcambiar de postura.

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-He ganado 200.000 francos -exclaméarrojando el último envoltorio. La ingente masde billetes y paquetes de monedas de oro cubrí

toda la mesa. Yo no podía apartar los ojos della. Durante algunos minutos olvidé pocompleto a Polina. Ora empezaba a poner ordeen este cúmulo de billetes de banco juntándoloen fajos, ora ponía el oro aparte en un montóespecial, ora lo dejaba todo y me ponía a pasearápidamente por la habitación; a ratoreflexionaba, luego volvía a acercarmimpulsivamente a la mesa y empezaba a conta

de nuevo el dinero. De pronto, como si hubierrecobrado el juicio, me abalancé a la puerta y lcerré con dos vueltas de llave. Luego mdetuve, sumido en mis reflexiones, delante dmi pequeña maleta.

-¿No convendría quizá meterlo en la malethasta mañana? -pregunté volviéndome a Polinade quien me acordé de pronto. Ella seguíinmóvil en su asiento, en el mismo sitio, per

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me observaba fijamente. Había algo raro en lexpresión de su rostro, y esa expresión no mgustaba. No me equivoco si digo que en él s

retrataba el aborrecimiento.Me acerqué de prisa a ella.-Polina, aquí tiene veinticinco mil florines,

sea, cincuenta mil francos; más todavíaTómelos y tíreselos mañana a la cara.

No me contestó.-Si quiere usted, yo mismo se los llev

mañana temprano. ¿Qué dice?De pronto se echó a reír y estuvo riendo larg

rato. Yo la miraba asombrado y apenado. Esrisa era muy semejante a aquella otra frecuenty sarcástica con que siempre recibía mideclaraciones más apasionadas. Cesó de reír pofin y arrugó el entrecejo. Me miraba coseveridad, ceñudamente.

-No tomaré su dinero -dijo con desprecio.-¿Cómo? ¿Qué pasa? -grité-. Polina, ¿por qu

no?

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-No tomo dinero de balde.-Se lo ofrezco como amigo. Le ofrezco a uste

mi vida.

Me dirigió una mirada larga y escrutadorcomo si quisiera atravesarme con ella.-Usted paga mucho -dijo con una sonris

irónica-. La amante de Des Grieux no valcincuenta mil francos.

-Polina, ¿cómo es posible que hable usted aconmigo? -exclamé en tono de reproche-. ¿Soyo acaso Des Grieux?

-¡Le detesto a usted! ¡Sí .... sí ... ! No le quier

a usted más que a Des Grieux -exclamó coojos relampagueantes.Y en ese instante se cubrió la cara con la

manos y tuvo un ataque de histeria. Yo corrí su lado.

Comprendí que le había sucedido algo en mausencia. Parecía no estar enteramente en sjuicio.

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-¡Cómprame! ¿Quieres? ¿Quieres? ¿Pocincuenta mil francos como Des Grieux-exclamaba con voz entrecortada por sollozo

convulsivos. Yo la cogí en mis brazos, la beslas manos, y caí de rodillas ante ella.Se le pasó el acceso de histeria. Me pus

ambas manos en los hombros y me miró cofijeza. Quería por lo visto leer algo en mi rostroMe escuchaba, pero al parecer sin oír lo que ldecía. Algo como ansiedad y preocupación sreflejaba en su semblante. Me causabsobresalto, porque se me antojaba que de vera

iba a perder el juicio. De pronto empezó atraerme suavemente hacia sí, y una sonrisconfiada afloró a su cara; pero una vez máinesperadamente, me apartó de sí y se puso escudriñarme con mirada sombría.

De repente se abalanzó a abrazarme.-¿Conque me quieres? ¿Me quieres? -decía

¡Conque querías batirte con el barón por mí! -Ysoltó una carcajada, como si de improviso s

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hubiera acordado de algo a la vez ridículo simpático. Lloraba y reía a la vez. Pero yo ¿qupodía hacer? Yo mismo estaba como febri

Recuerdo que empezó a contarme algo, pero yapenas pude entender nada. Aquello era unespecie de delirio, de garrulidad, como quisiera contarme cosas lo más de prisa posibleun delirio entrecortado por la risa más alegreque acabó por atemorizarme.

-¡No, no, tú eres bueno, tú eres bueno-repetía-. ¡Tú eres mi amigo fiel! -y volvía ponerme las manos en los hombros, me mirab

y seguía repitiendo: «Tú me quieres... mquieres... ¿me querrás?». Yo no apartaba loojos de ella; nunca antes había visto en ellestos arrebatos de ternura y amor. Por supuestoera un delirio, y sin embargo ... Notando mmirada apasionada, empezó de pronto a sonrecon picardía. Inopinadamente se puso a hablade míster Astley.

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Bueno, habló de míster Astley sin interrupció(sobre todo cuando trató de contarme algo desa velada), pero no pude enterarme de lo qu

quería decir exactamente. Parecía incluso que sreía de él. Repetía sin cesar que la estabesperando... ¿sabía yo que de seguro estabahora mismo debajo de la ventana? « ¡Sí, sdebajo de la ventana; anda, abre, mira, mira, questá ahí, ahí! » Me empujaba hacia la ventanapero no bien hacía yo un movimiento, sderretía de risa y yo permanecía junto a ella ella se lanzaba a abrazarme.

-¿Nos vamos? Porque nos vamos mañana¿no? -idea que se le metió de repente en lcabeza-. Bueno (y se puso a pensar). Buenopues alcanzamos a la abuela, ¿qué te pareceCreo que la alcanzaremos en Berlín. ¿Qué creeque dirá cuando nos vea? ¿Y míster AstleyBueno, ése no se tirará desde lo alto deSchlangenberg, ¿no crees? (soltó uncarcajada). Oye, ¿sabes adónde va el verano qu

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viene? Quiere ir al Polo Norte a haceinvestigaciones científicas y me invita acompañarle, ¡ja, ja, ja! Dice que nosotros lo

rusos no podemos hacer nada sin los europeos que no somos capaces de nada... ¡Pero étambién es bueno! ¿Sabes que disculpa ageneral? Dice que si Blanche, que si la pasión..pero no sé, no sé -repitió de pronto comperdiendo el hilo-. ¡Son pobres! ¡Qué lástimme da de ellos! Y la abuela... Pero oye, oye, ¿tno habrías matado a Des Grieux? ¿De veras, dveras pensabas matarlo? ¡Tonto! ¿De vera

podías creer que te dejaría batirte con él? Ytampoco matarás al barón -añadió, riendo-. ¡Ayqué divertido estuviste entonces con el barónOs estaba mirando a los dos desde el banco. ¡Yde qué mala gana fuiste cuando te mandé¡Cómo me reí, cómo me reí entonces! -añadientre carcajadas.

Y vuelta de nuevo a besarme y abrazarmevuelta de nuevo a apretar su rostro contra el mí

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con pasión y ternura. Yo no pensaba en nada nnada oía. La cabeza me daba vueltas...

Creo que eran las siete de la mañana, poc

mas o menos, cuando desperté. El soalumbraba la habitación. Polina estaba sentadjunto a mí y miraba en torno suyo de modextraño, como si estuviera saliendo de uletargo y ordenando sus recuerdos. También ellacababa de despertar y miraba atentamente lmesa y el dinero. A mí me pesaba y dolía lcabeza. Quise coger a Polina de la mano, perella me rechazó y de un salto se levantó de

sofá. El día naciente se anunciaba encapotadohabía llovido antes del alba. Se acercó a lventana, la abrió, asomó la cabeza y el pecho yapoyándose en los brazos, con los codopegados a las jambas, pasó tres minutos sivolverse hacia mí ni escuchar lo que le decíaMe pregunté con espanto qué pasaría ahora cómo acabaría esto. De pronto se apartó de lventana, se acercó a la mesa y, mirándome co

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una expresión de odio infinito con los labiotemblorosos de furia, me dijo:

-¡Bien, ahora dame mis cincuenta mil francos

-Polina, ¿otra vez? ¿otra vez? -empecé a deci-¿O es que lo has pensado mejor? ¡ja, ja, ja¿Quizá ahora te arrepientes?

En la mesa había veinticinco mil florinecontados ya la noche antes. Los tomé y se los d

-¿Con que ahora son míos? ¿No es eso, no eeso? -me preguntó aviesamente con el dinero elas manos.

-¡Siempre fueron tuyos! -dije yo.

-¡Pues ahí tienes tus cincuenta mil francos-levantó el brazo y me los tiró. El paquete mdio un golpe cruel en la cara y el dinero sdesparramó por el suelo. Hecho esto, Polinsalió corriendo del cuarto.

Sé, claro, que en ese momento no estaba en sjuicio, aunque no comprendo esa perturbaciótemporal. Cierto es que aun hoy día, un medespués, sigue enferma. ¿Pero cuál fue la caus

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de ese estado suyo y, sobre todo, de esa salida¿El amor propio lastimado? ¿La desesperaciópor haber decidido venir a verme? ¿Acaso d

muestra de jactarme de mi buena fortuna, dque, al igual que Des Grieux, querídesembarazarme de ella regalándole cincuentmil francos? Pero no fue así; lo sé por mi propiconciencia. Pienso que su propia vanidad tuvparte de la culpa; su vanidad la incitó a ncreerme, a injuriarme, aunque quizá sólo tuvieruna idea vaga de ello. En tal caso, por supuestoyo pagué por Des Grieux y resulté responsable

aunque quizá no en demasía. Es verdad que ersólo un delirio; también es verdad que yo sabíque se hallaba en estado delirante, y .. no ltomé en cuenta.

Acaso no me lo pueda perdonar ahora. Sahora, pero entonces?, ¿y entonces? ¿Es que senfermedad y delirio eran tan graves que habíolvidado por completo lo que hacía cuando vin

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a verme con la carta de Des Grieux? ¡Claro qusabía lo que hacía!

A toda prisa metí los billetes y el montón d

oro en la cama, lo cubrí todo y salí diez minutodespués de Polina. Estaba seguro de que shabía ido corriendo a casa, y yo queríacercarme sin ser notado y preguntar a la niñeren el vestíbulo por la salud de su señorita. ¡Cuáno sería mi asombro cuando me enteré por lniñera, a quien encontré en la escalera, quPolina no había vuelto todavía a casa y que lniñera misma iba a la mía a buscarla!

-Hace un momento -le dije-, hace sólo umomento que se separó de mí; hace dieminutos. ¿Dónde podrá haberse metido?

La niñera me miró con reproche.Y mientras tanto salió a relucir todo el lance

que ya circulaba por el hotel. En la conserjería entre las gentes del Oberkellner se murmurabque la Fráulein había salido corriendo del hotebajo la lluvia, con dirección al Hote

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d'Angleterre. Por sus palabras y alusiones mpercaté de que ya todo el mundo sabía que habípasado la noche en mi cuarto. Por otra parte

hablaban ya de toda la familia del general: ssupo que éste había perdido el juicio la víspery había estado llorando por todo el hoteDecían, además, que la abuela era su madre, quhabía venido ex professo de Rusia para impedque su hijo se casase con mlle. de Cominges que si éste desobedecía, le privaría de lherencia; y como efectivamente habídesobedecido, la condesa,'ante los propios ojo

de su hijo, había perdido aposta todo su dinero la ruleta para que no heredase nada. «Diese

Russen!» -repetía el Oberkellner  meneando lcabeza con indignación. Otros reían. EOberkellner preparó la cuenta. Se sabía ya lo dmis ganancias. Karl, el camarero de mi piso, fuel primero en darme la enhorabuena. Pero yo ntenía humor para atenderlos. Salí disparado parel Hotel d'Angleterre.

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Era todavía temprano y míster Astley nrecibía a nadie, pero cuando supo que era yosalió al pasillo y se me puso delante, mirándom

de hito en hito con sus ojos color de estaño esperando a ver lo que yo decía. Le pregunté ainstante por Polina.

-Está enferma -respondió míster Astley, quieseguía mirándome con fijeza y sin apartar de mlos ojos.

-¿De modo que está con usted?-¡Oh, sí! Está conmigo.-¿Así es que usted... que usted tiene l

intención de retenerla consigo?- Oh, sí! Tengo esa intención.-Míster Astley, eso provocaría un escándalo

eso no puede ser. Además, está enferma dverdad. ¿No lo ha notado usted?

-¡Oh, sí! Lo he notado, y ya he dicho que estenferma. Si no lo estuviese no habría pasado lnoche con usted.

-¿Conque usted también sabe eso?

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-Lo sé. Ella iba a venir aquí anoche y yo iba llevarla a casa de una pariente mía, pero comestaba enferma se equivocó y fue a casa d

usted.-¡Hay que ver! Bueno, le felicito, místeAstley. A propósito, me hace usted pensar ealgo. ¿No pasó usted la noche bajo nuestrventana? Miss Polina me estuvo pidiendo todla noche que la abriera y que mirase a ver estaba usted bajo ella, y se reía a carcajadas.

-¿De veras? No, no estuve debajo de lventana; pero sí estuve esperando en el pasillo

dando vueltas.-Pues es preciso ponerla en tratamientorníster Astley.

- Oh, sí! Ya he llamado al médico; y si muerele haré a usted responsable de su muerte.

Me quedé perplejo.-Vamos, Míster Astley, ¿qué es lo que quier

usted?

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-¿Es cierto que ganó usted ayer 200.00táleros?

-Sólo 100.000 florines.

-Vaya, hombre. Se irá usted, pues, estmañana a París.-¿Por qué?-Todos los rusos que tienen dinero van a Parí

-explicó míster Astley con la voz y el tono quemplearía si lo hubiera leído en un libro.

-¿Qué haría yo en París ahora, en verano? Lquiero, míster Astley, usted mismo lo sabe.

-¿De veras? Estoy convencido de que no

Además, si se queda usted aquí lo perderprobablemente todo y no tendrá con qué ir París. Bueno, adiós. Estoy completamentseguro de que irá usted a París hoy.

-Pues bien, adiós, pero no iré a París. Piensemíster Astley, en lo que ahora será de nosotroEn una palabra, el general... y ahora estaventura con miss Polina; porque lo sabrá todla ciudad.

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-Sí, toda la ciudad. Creo, sin embargo, que egeneral no piensa en eso y que le trae sicuidado. Además, miss Polina tiene el perfect

derecho de vivir donde le plazca. En cuanto esa familia, cabe decir que en rigor ya no existeMe fui, riéndome del extraño convencimient

que tenía este inglés de que me iría a Parí«Con todo, quiere matarme de un tiro en duel-pensaba- si mademoiselle Polina muere, ¡vaycomplicación! » Juro que sentía lástima dPolina, pero, cosa rara, desde el momento eque la víspera me acerqué a la mesa de juego

empecé a amontonar fajos de billetes, mi amopareció desplazarse a un segundo término. Estlo digo ahora, pero entonces no me daba cuentcabal de ello. ¿Soy efectivamente un jugador¿Es que efectivamente... amaba a Polina dmodo tan extraño? No, la sigo amando en estinstante, bien lo sabe Dios. Cuando me separde míster Astley y fui a casa, sufría de verdad

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me culpaba a mí mismo. Pero... entonces msucedió-un lance extraño y ridículo.

Iba de prisa a ver al general cuando no lejo

de sus habitaciones se abrió una puerta alguien me llamó. Era madame veuv

Cominges, y me llamaba por orden dmademoiselle Blanche. Entré en la habitacióde ésta.

Su alojamiento era exiguo, compuesto de dohabitaciones. Oí la risa y los gritos dmademoiselle Blanche en la alcoba. Slevantaba de la cama.

-Ah, c'est lui! Viens donc, bête! Es cierto qutu as gagné une montagne d'or et d'argent

J'aimerais mieux l'or.

-La he ganado -dije riendo.-¿Cuánto?-Cien mil florines.-Bibi, comme tu es béte. Sí, anda, acércate

que no oigo nada.  Nous ferons bombanc

n'est-cepas?

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Me acerqué a ella. Se retorcía bajo la colchde raso color de rosa, de debajo de la cuasurgían unos hombros maravillosos, morenos

robustos, de los que quizá sólo se ven esueños, medio cubiertos por un camisón dbatista guarnecido de encajes blanquísimos quiban muybien con su cutis oscuro.

-Mon fils, as-tu du coeur? -gritó al verme soltó una carcajada. Se reía siempre con muchalborozo y a veces con sinceridad

-Tout autre... -empecé a decir parafraseando Corneille.

-Pues mira, vois-tu -parloteó de pronto-, eprimer lugar, búscame las medias y ayúdame calzarme; y, en segundo lugar, si tu n’es pa

trop béte, je te prends à Paris. ¿Sabes? Me voen seguida.

-¿En seguida?-Dentro de media hora.

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En efecto, estaba hecho el equipaje. Todas lamaletas y los efectos estaban listos. Se habíservido el café hacía ya rato.

-Eh, bien! ¿quieres? Tu verras Paris. Ddonc, qu'est-ce que c'est qu'un outchitel? T

étais bien bête, quand tu étais outchitel! ¿Dóndestán mis medias? ¡Pónmelas, anda!

Levantó un pie verdaderamente admirablemoreno, pequeño, perfecto de forma, como lson por lo común esos piececitos que lucen tabien en botines. Yo, riendo, me puse a estirarlla media de seda. Mademoiselle Blanch

mientras tanto parloteaba sentada en la cama.-Eh bien, que feras-tu si je te prends avec

Para ernpezar  je veux cinquante mille franc

Me los darás en Francfort. Nous allons à Pari

Allí viviremos juntos et je te ferai voir de

étoiles en plein jour. Verás mujeres como no lahas visto nunca. Escucha...

-Espera, si te doy cincuenta mil francos, ¿ques lo que me queda a mí?

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-Et cent cinquante mille francs, ¿lo  haolvidado? y, además, estoy dispuesta a vivcontigo un mes, dos meses, que sais-je? N

cabe duda de que en dos meses nos gastaremoesos ciento cincuenta mil francos. Ya ves que j

suis bonne enfant y que te lo digo de antemanomais tu verras des étoiles.

-¿Cómo? ¿Gastarlo todo en dos meses?-¿Y qué? ¿Te asusta eso? Ah, vil esclave

¿Pero no sabes que un mes de esa vida vale máque toda tu existencia? Un mes... et aprés l

déluge! Mais tu ne peux comprendre, va! ¡Vete

vete de aquí, que no lo vales! Aïe, que fais-tu?En ese momento estaba yo poniéndole la otr

media, pero no pude contenerme y le besé epie. Ella lo retiró y con la punta de él comenzó darme en la cara. Acabó por echarme de lhabitación.

-Eh bien, mon outchitel, je t'attends, si t

veux, ¡dentro de un cuarto de hora me voy-gritó tras mí.

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Cuando volvía a mi cuarto me sentía commareado. Pero, al fin y al cabo, no tengo yo lculpa de que mademoiselle Polina me tirar

todo el dinero a la cara ni de que ayer, poañadidura, prefiriera míster Astley a mAlgunos de los billetes estaban aúdesparramados por el suelo. Los recogí. En esmomento se abrió la puerta y apareció eOberkellner  (que antes ni siquiera querímirarme) con la invitación de que, si me parecíbien, me mudara abajo, a un aposento soberbioocupado hasta poco antes por el conde V.

Yo, de pie, reflexioné.-¡La cuenta! -exclamé-. Me voy al instante, ediez minutos. «Pues si ha de ser París, a París-pensé para mis adentros. Es evidente que ellestá escrito.

Un cuarto de hora después estábamos, eefecto, los tres sentados en un compartimientreservado: mademoiselle Blanche, madam

veuve Cominges y yo. Mademoiselle Blanch

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me miraba riéndose, casi al borde de la histeriaVeuve Cominges la secundaba; yo diré questaba alegre. Mi vida se había partido en do

pero ya estaba acostumbrado desde el día antea arriesgarlo todo a una carta. Quizá, efectivamente es cierto, ese dinero erdemasiado para mí y me había trastornadoPeut-étre, je ne demandais pas mieux. Mparecía que por algún tiempo -pero sólo poalgún tiempo- había cambiado la decoración«Ahora bien, dentro de un mes estaré aquí, entonces... y entonces nos veremos las cara

míster Astley.» No, por lo que recuerdo ahorya entonces me sentía terriblemente tristeaunque rivalizaba con la tonta de Blanche a vequién soltaba las mayores carcajadas.

~¿Pero qué tienes? ¡Qué bobo eres! ¡Oh, qubobo! -chillaba Blanche, interrumpiendo su risy riñéndome en serio-. Pues sí, pues sí, sí, nogastaremos tus doscientos mil francos, pero.mais tu seras heureux, comme un petit roi; y

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misma te haré el nudo de la corbata y tpresentaré a Hortense. Y cuando nos gastemotodo nuestro dinero vuelves aquí y una vez má

harás saltar la banca. ¿Qué te dijeron los judíosLo importante es la audacia, y tú la tienes, y máde una vez me llevarás dinero a París. Quant

moi, je veux cinquante mille francs de rente e

alors...

-¿Y el general? -le pregunté.-El general, como bien sabes, viene ahora

verme todos los días con un ramo de flores. Estvez le he mandado de propósito a que m

busque flores muy raras. Cuando vuelva epobre, ya habrá volado el pájaro. Nos seguirá toda prisa, ya veras. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué contentestaré con él! En París me será útil. MísteAstley pagará aquí por él...

Y he aquí cómo fui entonces a París.

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Capítulo 16

¿Qué diré de París? Todo ello, por supuesto

fue una locura y estupidez. En total permanecen París algo más de tres semanas y en estiempo se volatilizaron por completo mis ciemil francos. Hablo sólo de cien mil; los otrocien mil se los di a mademoiselle Blanche edinero contante y sonante: cincuenta mil eFrancfort, y al cabo de tres días en París lentregué cincuenta mil más, en un pagaré, por ecual me sacó también dinero al cabo de och

días, «et les cent mille francs que nous restentu les mangeras avec moi, mon outchitel». Mllamaba siempre «outchitel», esto es, tutor. Edifícil imaginarse nada en este mundo mámezquino, más avaro más ruin que la clase dcriaturas a que pertenecía mademoisellBlanche. Pero esto en cuanto a su propio dineroEn lo tocante a mis cien mil francos, me dijmás tarde, sin rodeos que los necesitaba para s

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instalación inicial en París: «puesto que ahorme establezco como Dios manda y durantmucho tiempo nadie me quitará del sitio; a

menos así lo tengo proyectado» -añadió. Yo, siembargo, casi no vi esos cien mil francos. Erella la que siempre guardaba el dinero, y en mfaltriquera, en la que ella misma huroneabtodos los días nunca había más de cien francos casi siempre menos.

-¿Pero para qué necesitas dinero? -mpreguntaba de vez en cuando con la mayosinceridad; y yo no disputaba con ella. Ahor

bien, con ese dinero iba amueblando decorando su apartamento bastante bien, cuando más tarde me condujo al nuevdomicilio me decía enseñándome lahabitaciones: «Mira lo que con cálculo y gustse puede hacer aun con los medios mámíseros». Esa miseria ascendía, sin embargo, cincuenta mil francos, ni más ni menos. Con locincuenta mil restantes se procuró un carruaje

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caballos, amén de lo cual dimos dos bailemejor dicho, dos veladas a las que asistieroHortense y Lisette y Cléopátre, mujeres notable

por muchos conceptos y hasta bastante guapaEn esas dos veladas me vi obligado desempeñar el estúpido papel de anfitriónrecibir y entretener a comerciantes ricos imbéciles, inaguantables por su ignorancia descaro, a varios tenientes del ejército, escritorzuelos miserables y a insectos deperiodismo, que llegaban vestidos de frac muy la moda, con guantes pajizos, y dando muestra

de un orgullo y una arrogancia inconcebibleaun entre nosotros, en Petersburgo, lo que ya edecir. Se les ocurrió incluso reírse de mí, peryo me emborraché de champaña y fui tumbarme en un cuarto trasero. Todo esto mresultaba repugnante en alto grado. «C'est u

outchitel -decía de mí mademoiselle BlancheIl a gagné deux cent mille francs y no sabrígastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tuto

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¿No sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay quhacer algo por él.» Recurrí muy a menudo achampaña porque a menudo me sentí

horriblemente triste y aburrido. Vivía en uambiente de lo más burgués, de lo mámercenario, en el que se calculaba y se llevabcuenta de cada sou. Blanche no me querímucho en los primeros quince días, cosa qunoté; es verdad que me vistió con elegancia que todos los días me hacía el nudo de lcorbata, pero en su fuero interno me despreciabcordialmente, lo cual me traía sin cuidado

Aburrido Y melancólico, empecé a frecuentar e«Cháteau des Fleurs», donde todas las nochecon regularidad, me embriagaba y aprendía ecancán (que allí se baila con la mayodesvergüenza) y, en consecuencia, llegué adquirir cierta fama en tal quehacer. Por fiBlanche llegó a calar mi verdadera índole; no spor qué se había figurado que durante nuestrconvivencia yo iría tras ella con papel y lápiz

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apuntando todo lo que había gastado, lo quhabía robado y lo que aún había de gastar robar; y, por supuesto, estaba segura de que po

cada diez francos se armaría entre nosotros untrifulca. Para cada una de las embestidas míaque había imaginado de antemano tenípreparada una réplica: pero viendo que yo nembestía empezó a objetar por su cuentaAlgunas veces se arrancaba con ardor, pero anotar que yo guardaba silencio -porque lcorriente era que estuviera tumbado en el sofmirando inmóvil el techo- acabó po

sorprenderse. Al principio pensaba que yo ersimplemente un mentecato, «un outchitel», y s

limitaba a poner fin a sus explicacionepensando probablemente para sí: «Pero si etonto; no hay por qué explicarle nada, puestque ni se entera». Entonces se iba, pero volvídiez minutos después (esto ocurría en ocasioneen que estaba haciendo los gastos máexorbi,,tantes, gastos muy por encima d

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nuestros medios: por ejemplo, se deshizo de locaballos que tenía y compró otro tronco edieciséis mil francos).

-Bueno, ¿conque no te enfadas, Bibi? -dijacercándose a mí.-¡Noooo! Me fastidias -contesté apartándol

de mí con el brazo. Esto le pareció tan curiosque al momento se sentó junto a mí.

-Mira, si he decidido pagar tanto es porque lovendían de lance. Se pueden revender en veintmil francos.

-Sin duda, sin duda. Los caballos so

soberbios. Ahora tienes un magnífico tronco. Tva bien. Bueno, basta.-¿Entonces no estás enfadado?-¿Por qué había de estarlo? Haces bien e

adquirir las cosas que estimas indispensableTodo te será de utilidad más tarde. Yo veo queefectivamente, necesitas establecerte bien; dotro modo no llegarás a millonaria. Nuestro

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cien mil francos son nada más que el principiouna gota de agua en el mar.

Lo menos que Blanche esperaba de mí era

tales razonamientos en vez de gritos reproches; para ella fue como caer del cielo.-Pero tú... ¡hay que ver cómo eres! Mais tu a

I'esprit pour comprendre! Sais-tu, mon garçon

aunque sólo eres un outchitel, deberías habenacido príncipe. ¿Conque no lamentas que edinero se nos acabe pronto?

-Cuanto antes, mejor.-Mais... sais-tu... mais dis donc, ¿es que ere

rico? Mais, sais-tu, desprecias el dinerdemasiado. Qu'est-ce que tu feras après, d

donc?

-Aprés, voy a Homburg y vuelvo a ganar ciemil francos.

-Oui, oui! c'est ça, c'est magnifique! Y  yo sque los ganarás y que los traerás aquí. Dis donc

vas a hacer que te quiera. Eh bien, por ser comeres te voy a querer todo este tiempo y no t

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seré infiel ni una sola vez. Ya ves, no te hquerido hasta ahora  parce queje croyais que t

n'es qu'un outchitel (quelque chose comme u

laquais, n'est-ce pas?), pero a pesar de ello te hsido fiel, parce queje suís bonnefille.

-¡Anda, que mientes! ¿Es que crees que no tvi la última vez con Albert, con ese oficialitmoreno?

-Oh, Oh, mais tu es...

-Vamos, mientes, mientes, pero ¿piensas qume enfado? Me importa un comino; il faut qu

jeunesse se passe. No debes despedirlo si fue m

predecesor y tú le quieres. Ahora bien, no le dedinero, ¿me oyes?~¿Conque no te enfadas por eso tampoco

Mais tu es un vrai philosophe, sais-tu? Un vra

philosophe! -exclamó con entusiasmo-.  Eh

bien, je t'aimerai, je t'aimerai, tu verras, t

seras content!

Y, en efecto, desde ese momento se mostrconmigo muy apegada, se portó hasta co

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afecto, y así pasaron nuestros últimos diez díaNo vi las «estrellas» prometidas; pero en ciertoparticulares cumplió de veras su palabra. Po

añadidura, me presentó a Hortense que era, a smodo, una mujer admirable y a quien en nuestrcírculo llamaban Thérésephilosophe...

Pero no hay por qué extenderse en estodetalles; todo esto podría constituir un relatespecial, con un colorido especial que no quierintercalar en esta historia. Lo que quiersubrayar es que deseaba con toda el alma quaquello acabara lo antes posible. Pero co

nuestros cien mil francos hubo bastante, comya he dicho, casi para un mes, lo que de verame maravillaba. De esta suma, ochenta mfrancos por lo menos los invirtió Blanche ecomprarse cosas: vivimos sólo de veinte mfrancos y, sin embargo, fue bastante. Blancheque en los últimos días era ya casi sincerconmigo (por lo menos no me mentía ealgunas cosas), confesó que al menos n

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recaerían sobre mí las deudas que se veíobligada a contraer. «No te he dado a firmacuentas y pagarés porque me ha dado lástima d

ti; pero otra lo hubiera hecho sin duda y thubiera llevado a la cárcel. ¡Ya ves, ya vecómo te he querido y lo buena que soy! ¡Sólque esa endiablada boda me costará un ojo de lcara! »

Y, efectivamente, tuvimos una boda. Scelebró al final mismo de nuestro mes, y epreciso admitir que en ella se fueron los últimoresiduos de mis cien mil francos. Con ello s

terminó el asunto, es decir, con ello se terminnuestro mes y pasé formalmente a la condicióde jubilado.

Ello ocurrió del modo siguiente: ocho díadespués de instalarnos en París se presentó egeneral. Vino directamente a ver a Blanche desde la primera visita casi se alojó conosotros. Tenía, es cierto, su propio domiciliono sé dónde. Blanche le recibió gozosamente

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con carcajadas y chillidos, y hasta se precipitó abrazarlo; la cosa llegó al punto de que ellmisma era la que no le soltaba y él hubo d

seguirla a todas partes: al bulevar, a los paseoen coche, al teatro y a visitar a los amigos. Parestos fines el general era todavía útil, pues teníun porte bastante impresionante y decoroso, cosu estatura relativamente elevada, sus patillas bigote teñido (había servido en los coraceros) su rostro agradable aunque algo adiposo. Sumodales eran impecables y vestía el frac cosoltura. En París empezó a llevar su

condecoraciones. Con alguien así no sólo erposible, sino hasta recomendable, si se permitla expresión, circular por el bulevar. Por talemotivos el bueno e inútil general estaba que ncabía en sí de gozo, porque no contaba con ellcuando vino a vernos a su llegada a ParíEntonces se presentó casi temblando de miedocreyendo que Blanche prorrumpiría en gritos mandaría que lo echaran; y en vista del cari

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diferente que habían tomado las cosas, estabrebosante de entusiasmo y pasó todo ese mes eun estado de absurda exaltación, estado en qu

seguía cuando yo le dejé. Me enteré en detallde que después de nuestra repentina partida dRoulettenburg, le había dado esa misma mañanalgo así como un ataque. Cayó al suelo siconocimiento y durante toda la semansiguiente estuvo como loco, hablando sin cesaLe pusieron en tratamiento, pero de repente ldejó todo, se metió en el tren y se vino a ParíNi que decir tiene que el recibimiento que l

hizo Blanche fue la mejor medicina para épero, a despecho de su estado alegre y exaltadopersistieron durante largo tiempo los síntomade la enfermedad. Le era imposible razonar incluso mantener una conversación si era upoco seria; en tal caso se limitaba a mover lcabeza y a decir «¡hum!» a cada palabra, con lque salía del paso. Reía a menudo con risnerviosa, enfermiza, que tenía algo d

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carcajada; a veces también permanecía sentadhoras enteras, tétrico como la noche, frunciendsus pobladas cejas. Por añadidura, era ya poc

lo que recordaba; llegó a ser escandalosamentdistraído y adquirió la costumbre de hablaconsigo mismo. Blanche era la única que podíanimarle; y, en realidad, los accesos ddepresión y taciturnidad, cuando se acurrucaben un rincón, significaban sólo que no habívisto a Blanche en algún tiempo, que ésta habíido a algún sitio sin llevarle consigo o que shabía ido sin hacerle alguna caricia. Por otr

parte, ni él mismo hubiera podido decir ququería y ni siquiera se daba cuenta de que estabtriste y decaído. Después de permanecer sentaduna hora o dos (noté esto un par de vececuando Blanche estuvo fuera todo el díaprobablemente con Albert), empezaba de pronta mirar a su alrededor, a agitarse, a aguzar lmirada, a hacer memoria, como si quisierencontrar alguna cosa; pero al no ver a nadie

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al no recordar siquiera lo que quería preguntavolvía a caer en la distracción hasta que spresentaba Blanche, alegre, vivaracha

emperifollada, con su risa sonora, quien ibcorriendo a él, se ponía a zarandearlo y hasta lbesaba, galardón, sin embargo, que raras vecele otorgaba. En una ocasión el general llegó a tapunto en su regocijo que hasta se echó a llorade lo cual quedé maravillado.

Tan pronto como el general apareció en ParíBlanche se puso a abogar su causa ante mRecurrió incluso a la elocuencia; me recordab

que le había engañado por mí, que había sidcasi prometida suya, que le había dado spalabra; que por ella había él abandonado a sfamilia y, por último, que yo había servido ecasa de él y debía recordarlo; y que ¿cómo nme daba vergüenza ... ? Yo me limitaba a callamientras ella hablaba como una cotorra. Por finsolté una risotada, con lo que terminó aquelloesto es, primero me tomó por un imbécil, per

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al final quedó con la impresión de que erhombre bueno y acomodaticio. En resumen, qutuve la suerte de acabar mereciendo el absolut

beneplácito de esta digna señorita (Blanche, pootra parte, era en efecto una chica excelenteclaro que en su género; yo no la aprecié comtal al principio). «Eres bueno y listo -me decíhacia el final- y.. y.. ¡sólo lamento que seas tapazguato! ¡Nunca harás fortuna!»

«Un vrai Russe, un calmouk!» Algunas veceme mandaba sacar al general de paseo por lacalles, ni más ni menos que como un lacay

sacaría de paseo a una galguita. Yo, por ldemás, lo llevaba al teatro, al Bal-Mabille y los restaurantes. A este fin Blanche facilitaba edinero, aunque el general tenía el suyo propio gustaba de tirar de cartera en presencia de lgente. En cierta ocasión tuve casi que recurrir la fuerza para impedir que comprase un brochen setecientos francos, del que se prendó en ePalais Royal y que a toda costa quería regalar

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Blanche. ¿Pero qué representaba para ella ubroche de setecientos francos? Al general no lquedaban más que mil francos y nunca pud

enterarme de cómo se los había procuradoSupongo que procedían de míster Astley, puestque éste había pagado lo que el general debía eel hotel. En cuanto a cómo me considerabdurante todo este tiempo, creo que ni siquiersospechaba mis relaciones con Blanche. Aunquhabía oído vagamente que yo había ganado unfortuna, probablemente suponía que en casa dBlanche yo era algo así como secretari

particular o quizá sólo criado. Al menos mhablaba siempre con altivez, en tono autoritarioigual que antes, y de vez en cuando hasta mechaba una filípica. En cierta ocasión nos dimuchísimo que reír una mañana a Blanche y mí. No era hombre susceptible al agravio, qudigamos; y he aquí que de pronto se ofendiconmigo; ¿por qué?, hasta este momento sigsin enterarme. Por supuesto que él mismo l

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ignoraba. En resumen, que se puso a despotricasin ton ni son, à bátons rompus, gritaba que yera un pilluelo, que iba a darme una lección ..

que me haría comprender... etcétera, etcéteraNadie pudo entender nada. Blanche se partía drisa, hasta que por fin lograron tranquilizarle nsé cómo y lo sacaron a dar un paseo. Muchaveces noté, sin embargo, que se ponía triste, qusentía lástima de algo o de alguien, incluscuando Blanche estaba presente. En tal estadse puso a hablar conmigo un par de veceaunque sin explicarse claramente, trajo

colación sus años de servicio, a su difuntesposa, sus propiedades, su hacienda. Se locurría una frase y se entusiasmaba con ella, la repetía cien veces al día, aunque ncorrespondiera ni por asomo a sus sentimientoni a sus ideas. Intenté hablar con él de sus hijopero dio esquinazo al tema con el consabidtrabalenguas y pasó en seguida a otro: «¡Sí, sLos niños, los niños, tiene usted razón, lo

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niños». Sólo una vez se mostró conmovidocuando iba con nosotros al teatro: «¡Son unoniños infelices!». Y luego, durante la velad

repitió varias veces las palabras «niñoinfelices». Una vez, cuando empecé a hablar dPolina, montó en cólera: « ¡Es undesagradecida! -gritó-; ¡es mala desagradecida! ¡Ha deshonrado a la familia! ¡Saquí hubiera leyes, ya la ataría yo corto! ¡Sseñor, sí!». De Des Grieux ni siquiera podíescuchar el nombre. «Me ha arruinado ~decíame ha robado, me ha perdido! ¡Ha sido m

pesadilla durante dos años enteros! ¡Se me haparecido en sueños durante meses y mesesEs... es ... es... ¡Oh, no vuelva usted a hablarmde él!»

Vi que traían algo entre manos, pero guardsilencio como de costumbre. Fue Blanche lprimera en explicármelo, justamente ocho díaantes de separarnos. «Il a du chanc

-chachareó-; la babouchka está ahora enferm

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de veras y se muere sin remedio. Míster Astleha telegrafiado; no puedes negar que a pesar dtodo es su heredero. Y aunque no lo sea, no e

ningún estorbo para mí. En primer lugar, tiensu pensión, y en segundo lugar, vivirá en ecuarto de al lado y estará más contento que unapascuas. Yo seré "mádame la générale". Entraren la buena sociedad (Blanche soñaba con estcontinuamente), luego llegaré a ser, unterrateniente rusa,  j'aurai un château, de

moujiks, et puis j'aùrai toujours mon million!»

-Bueno, pero si empieza a tener celo

preguntará... sabe Dios qué cosas, ¿entiendes?-¡Oh, no, non, non, non! ¡No se atrevería! Htomado mis medidas, no te preocupes. Ya le hhecho firmar algunos pagarés en nombre dAlbert. Al menor paso en falso será castigado eel acto. ¡No se atreverá!

-Bueno, cásate con él...La boda se celebró sin especial festejo, e

familia y discretamente. Entre los invitado

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figuraban Albert y algunos de los íntimoHortense, Cléopátre y las demás quedaroexcluidas sin contemplaciones. El novio s

interesó enormemente en su situación. La propiBlanche le anudó la corbata y le puso pomaden el pelo. Con su frac y chaleco blanco ofrecíun aspecto trés comme ilfaut.

-Il est pourtant trés comme il faut -me explicla misma Blanche, saliendo de la habitación degeneral, como sorprendida de que éste fuera eefecto trés comme il faut. Yo, que participé etodo ello como espectador indolente, me enter

de tan pocos detalles que he olvidado mucho dlo que sucedió. Sólo recuerdo que el apellido dBlanche resultó no ser «de Cominges» -y, clarosu madre no era la veuve Cominges-, sino «dPlacet». No sé por qué ambas se habían hechpasar por de Cominges hasta entonces. Pero egeneral también quedó contento de ello, y hastprefería du Placet a de Cominges. La mañana dla boda, ya enteramente vestido, se estuv

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paseando de un extremo a otro de la salarepitiendo en voz baja con seriedad importancia nada comunes, «¡Mademoisell

Blanche du Placet! ¡Blanche du Placet! ¡DPlacet!». Y en su rostro brillaba cierta fatuidadEn la iglesia, en la alcaldía y en casa, donde ssirvió un refrigerio, se mostró no sólo alegre satisfecho, sino hasta orgulloso. Algo les habíocurrido a los dos, porque también Blanchrevelaba una particular dignidad.

-Es menester que ahora me conduzca dmanera enteramente distinta -me dijo co

seriedad poco común-, mais vois-tu, no hpensado en una cosa horrenda- imagínate qutodavía no he podido aprender mi nuevapellido: Zagorianski, Zagozianski, madame lgénérale de Sago-Sago, ces diables de nom

russes, en fin madame la générale à quatorz

consonnes! Comme c'est agréable, n'est-ce pas

Por fin nos separamos, y Blanche, la tonta dBlanche, hasta derramó unas lagrimitas a

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despedirse de mí: «Tu étais bon enfant  -dijgimoteando-.  je te croyais bête et tu en ava

l'air; pero eso te sienta bien». Y al darme e

último apretón de manos exclamó de prontoAttends!, fue corriendo a su gabinete y volvió acabo de un minuto para entregarme dos billetede mil francos. ¡Nunca lo hubiera creído! «Estte vendrá bien; quizá como outchitel seas mulisto, pero como hombre eres terriblementtonto. Por nada del mundo te daré más de domil, porque los perderías al juego. ¡Buenoadiós!  Nous serons toujours bons amis, y

ganas otra vez ven a verme sin falta, et tu seraheureux!»

A mí me quedaban todavía quinientos francosin contar un magnífico reloj que valdría mil, upar de gemelos de brillantes y alguna otra cosacon lo que podría ir tirando bastante tiemptodavía sin preocuparme de nada. Vine instalarme de propósito en este villorio parhacer inventario de mí mismo, pero sobre tod

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para esperar a míster Astley. He sabido quprobablemente pasará por aquí en viaje dnegocios y se detendrá. Me enteraré de todo...

después... después me iré derecho a HomburgNo iré a Roulettenburg; quizá el año que vieneEn efecto, dicen que es de mal agüero probasuerte dos veces seguidas en la misma mesa djuego; y en Homburg se juega en serio.

Capítulo 17

Ya hace un año y ocho meses que no h

echado un vistazo a estas notas, y sólo ahoradesalentado y melancólico, con la intención ddistraerme, las he vuelto a leer por casualidadMe quedé entonces en el punto en que salía parHomburg. ¡Dios mío! ¡Con qué ligereza dcorazón, hablando relativamente, escribentonces esas últimas frases! ¡Mejor dicho, ncon qué ligereza, sino con qué presunción, coqué firmes esperanzas! ¿Tenía acaso algun

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duda de mí mismo? ¡Y he aquí que ha pasadalgo más de año y medio y, a mi modo de veestoy mucho peor que un mendigo! ¿Qué dig

mendigo? ¡Nada de eso! Sencillamente estoperdido. Pero no hay nada con qué compararlo no tengo por qué darme a mí mismo leccionede moral. Nada sería más estúpido qumoralizar ahora. ¡Oh, hombres satisfechos de mismos! ¡Con qué orgullosa jactancia sdisponen esos charlatanes a recitar sus propiamáximas! Si supieran cómo yo mismcomprendo lo abominable de mi situació

actual, no se atreverían a darme leccionePorque vamos a ver, ¿qué pueden decirme quyo no sepa? ¿Y acaso se trata de eso? De lo quse trata es de que basta un giro de la rueda parque todo cambie, y de que estos moralista-estoy seguro de ello- serán entonces loprimeros en venir a felicitarme con chanzaamistosas. Y no me volverán la espalda, comlo hacen ahora. ¡Que se vayan a fre

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espárragos! ¿Qué soy yo ahora? Un cero a lizquierda. ¿Qué puedo ser mañana? Mañanpuedo resucitar de entre los muertos Y empeza

a vivir de nuevo. Aún puedo, mientras vivarescatar al hombre que va dentro de mí.En efecto, fui entonces a Homburg, pero .

más tarde estuve otra vez en Roulettenburgestuve también en Spa, estuve incluso en Badenadonde fui como ayuda de cámara del ConsejerHinze, un bribón que fue mi amo aquí. Stambién serví de lacayo ¡nada menos que cincmeses! Eso fue recién salido de la cárce

(porque estuve en la cárcel en Roulettenburpor una deuda contraída aquí. Un desconocidme sacó de ella. ¿Quién sería? ¿Míster Astley¿Polina? No sé, pero la deuda fue pagadadoscientos táleros en total, y fui puesto elibertad). ¿En dónde iba a meterme? Y entré aservicio de ese Hinze. Es éste un hombre jovey voluble, amante de la ociosidad, y yo sé hablay escribir tres idiomas. Al principio entré

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trabajar con él en calidad de secretario o algpor el estilo, con treinta gulden al mes, peracabé como verdadero lacayo, porque llegó e

momento en que sus medios no le permitierotener un secretario y me rebajó el salario. Comyo no tenía adonde ir, me quedé, y de esmanera, por decisión propia, me convertí elacayo. En su servicio no comí ni bebí lsuficiente, con lo que en cinco meses ahorrsetenta gulden. Una noche, en Baden, le dijque quería dejar su servicio, y esa misma nochme fui a la ruleta. ¡Oh, cómo me martilleaba e

corazón! No, no era el dinero lo que me atraíaLo único que entonces deseaba era que todoestos Hinze, todos estos Oberkellner, todaestas magníficas damas de Baden hablasen dmí, contasen mi historia, se asombrasen de mme colmaran de alabanzas y rindieran pleitesía mis nuevas ganancias. Todo esto son quimeras afanes pueriles, pero... ¿quién sabe?, quiztropezaría con Polina y le contaría -y ella vería

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que estoy por encima de todos estos necioreveses del destino. ¡Oh, no era el dinero lo qume tentaba! Seguro estoy de que lo hubier

despilfarrado una vez más en alguna Blanche de que una vez más me hubiera paseado ecoche por París durante tres semanas, con utronco de mis propios caballos valorados edieciséis mil francos; porque la verdad es quno soy avaro; antes bien, creo que soy umanirroto. Y sin embargo, ¡con qué temblocon qué desfallecimiento del corazón escucho egrito del crupier: trente et un, rouge, impaire e

passe, o bien: quatre, noir, pair et manque! icoqué avidez miro la mesa de juego, cubierta dluises, federicos y táleros, las columnas de oroel rastrillo del crupier que desmorona emontoncillos, como brasas candentes, esacolumnas o los altos rimeros de monedas dplata en torno a la rueda. Todavía, cuando macerco a la sala de juego, aunque haya dohabitaciones de por medio, casi siento u

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calambre al oír el tintín de las monedadesparramadas.

Ah, esa noche en que llegué a la mesa d

juego con mis setenta gulden fue tambiénotable. Empecé con diez gulden, una vez máenpasse. Perdí. Me quedaban sesenta gulden e

plata; reflexioné y me decidí por el zéroComencé a apuntar al zéro cinco gulden popuesta, y a la tercera salió de pronto el zéro; cadesfallecí de gozo cuando me entregaron cientsetenta y cinco gulden. No había sentido taalegría ni siquiera aquella vez que gané cien m

gulden; seguidamente aposté cien gulden arojo, y salió; los doscientos al rojo, y salió; locuatrocientos al negro, y salió; los ochocientoal manque, y salió; contando lo anterior hacíun total de mil setecientos gulden, ¡y en menode cinco minutos! Sí, en tales momentos solvidan todos los fracasos anteriores. Porquconseguí esto arriesgando más que la vida; m

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atreví a arriesgar... y me pude contar de nueventre los hombres.

Tomé habitación en un hotel, me encerré e

ella y estuve contando mi dinero hasta la tres dla madrugada. A la mañana siguiente, cuandme desperté, ya no era lacayo. Decidí irme Homburg ese mismo día; allí no había servidcomo lacayo ni había estado en la cárcel. Medihora antes de la salida del tren fui a hacer doapuestas, sólo dos, y perdí centenar y medio dflorines. A pesar de ello me trasladé a Hombury hace ya un mes que estoy aquí...

Vivo, ni que decir tiene, en perpetua zozobrajuego cantidades muy pequeñas y estoy a lespera de algo, hago cálculos, paso días enterojunto a la mesa de juego observándolo, hasta lveo en sueños; y de todo esto deduzco que vocomo insensibilizándome, como hundiéndomen agua estancada. Llego a esta conclusión pola impresión que me ha producido tropezar comíster Astley. No nos habíamos visto desd

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entonces y nos encontramos por casualidad. Haquí cómo sucedió eso. Fui a los jardines calculé que estaba casi sin dinero pero que aú

tenía cincuenta gulden, amén de que tres díaantes había pagado en su totalidad la cuenta dehotel en que tengo alquilado un cuchitril. Por ltanto, me queda la posibilidad de acudir a lruleta, pero sólo una vez; si gano algo, podrcontinuar el juego; si pierdo, tendré qumeterme a lacayo otra vez, a menos que spresenten en seguida algunos rusos qunecesiten un tutor. Pensando así, iba yo dand

mi paseo diario por el parque y por el bosque eel principado vecino. A veces me paseaba ahasta cuatro horas y volvía a Homburg cansady hambriento. Apenas hube pasado d( lojardines al parque cuando de repente vi a místeAstley sentado en un banco. Él fue el primeren verme y me llamó a voces. Me senté junto él. Al notar en él cierta gravedad moderé a

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momento mi regocijo, pero aun así me alegrmuchísimo de verle.

~¡Conque está usted aquí! Ya pensaba yo qu

iba a tropezar con usted ~me dijo-. No smoleste en contarme nada: lo sé todo, todo. Mes conocida toda la vida de usted durante loúltimos veinte meses.

-¡Bah, conque espía usted a los viejos amigos-respondí-. Le honra a usted el hecho de que nse olvida... Pero, espere, me hace usted pensaen algo: ¿no fue usted quien Te sacó de la cárcede Roulettenburg donde estaba preso por un

deuda de doscientos gulden? Fue udesconocido quien me rescató.-¡No, oh, no! Yo no le saqué de la cárcel d

Roulettenburg donde estaba usted por una deudde doscientos gulden, pero sí sabía que estabusted en la cárcel por una deuda de doscientogulden.

-¿Quiere decir eso, sin embargo, que sabusted quién me sacó?

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-Oh no, no puedo decir que sepa quién le sacó-Cosa rara. No soy conocido de ninguno d

nuestros rusos, y quizá aquí los rusos n

rescatan a nadie. Allí en Rusia es otra cosa: loortodoxos rescatan a los ortodoxos. Pensé qualgún inglés estrambótico podría haberlo hechpor excentricidad.

Míster Astley me escuchó con cierto asombroPor lo visto esperaba encontrarme triste abatido.

-Me alegra mucho, de todos modos, ver quconserva plenamente su independenci

espiritual y hasta su jovialidad -dijo con tonalgo desagradable.-Es decir, que está usted rabiando por dentr

porque no me ve deprimido y humillado -dijyo, riendo.

No comprendió al instante, pero cuandcomprendió se sonrió.

-Me gustan sus observaciones. Reconozco eesas palabras a mi antiguo amigo, listo

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entusiasmado al par que único. Los rusos solos únicos que pueden reconciliar en sí mismotantas contradicciones a la vez. Es cierto; a un

le gusta ver humillado a su mejor amigo; y egran medida la amistad se funda en lhumillación. Ésta es una vieja verdad conocidde todo hombre inteligente. Pero le aseguro usted que esta vez me alegra de veras que nhaya perdido el coraje. Diga, ¿no tiene intencióde abandonar el juego?

-¡Maldito sea el juego! Lo abandonaré ecuanto...

-¿En cuanto se desquite? Ya me lo figurabano siga .... ya lo sé; lo ha dicho usted sin querepor consiguiente ha dicho la verdad. Diga, fuerdel juego, ¿no se ocupa usted en nada?

-No, en nada.Empezó a hacerme preguntas. Yo no sabí

nada, apenas había echado un vistazo a loperiódicos, y durante todo ese tiempo ni siquierhabía abierto un libro.

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-Se ha anquilosado usted -observó-; no sólha renunciado a la vida, a sus interesepersonales y sociales, a sus deberes com

ciudadano y como hombre, a sus amigo(porque los tenía usted a pesar de todo)..., nsólo ha renunciado usted a todo propósito quno sea ganar en el juego, sino que ha renunciadincluso a sus recuerdos. Yo le recuerdo a usteen un momento ardiente y pujante de su vidapero estoy seguro de que ha olvidado todas sumejores impresiones de entonces. Sus ilusionesus ambiciones de ahora, aun las má

apremiantes, no van más allá del pair et impairouge, noir, los doce números medios, etcéteraetcétera. Estoy seguro.

-Basta, míster Astley, por favor, por favor, nhaga memoria -exclamé con enojo vecino arencor-. Sepa que no he olvidado absolutamentnada, sino que por el momento he excluido todeso de mi mente, incluso los recuerdos, hastque mejore mi situación de modo radica

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Entonces... ¡entonces ya verá usted cómresucito de entre los muertos!

-Estará usted aquí todavía dentro de diez año

-dijo-. Le apuesto que se lo recordaré a usted eeste mismo banco, si vivo todavía.-Bueno, basta -interrumpí con impaciencia-,

para demostrarle que no me he olvidado tantdel pasado, permita que le pregunte: ¿dónde estmiss Polina? Si no fue usted quien me sacó dla cárcel sería probablemente ella. No he tenidnoticia ninguna de ella desde aquel tiempo.

-¡No, oh no! No creo que fuera ella quien l

sacara. Está ahora en Suiza, y me haría usted ugran favor si dejara de preguntarme por misPolina -dijo sin ambages y hasta con enfado.

-Eso quiere decir que le ha herido también usted mucho -dije riendo involuntariamente.

-Miss Polina es la mejor de todas las criaturamás dignas de respeto, pero le repito que mhará un gran favor si deja de preguntarme pomiss Polina. Usted no la conoció nunca,

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considero insultante a mi sentido moral oír snombre en labios de usted.

-¡Conque ahí estamos! Pero se equivoc

usted. ¿De qué cree usted que hablaríamousted y yo, si no de eso? Porque en esconsisten todos nuestros recuerdos. Pero no spreocupe, que no me hace falta conocer ningunde sus asuntos íntimos o confidenciales... Minteresan sólo, por así decirlo, las condicioneexternas de miss Polina, sólo su situacióaparente en la actualidad. Eso puede decirse edos palabras.

-Bueno, para que todo quede concluido coesas dos palabras: miss Polina estuvo enfermlargo tiempo; lo está todavía. Durante algútiempo estuvo viviendo con mi madre y mhermana en el norte de Inglaterra. Hace mediaño su abuela -usted se acuerda, aquella mujetan loca- murió y le dejó, a ella personalmentebienes por valor de siete mil libras. En lactualidad miss Polina viaja en compañía de l

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familia de mi hermana, que ahora está casadaSu hermano y su hermana menores tambiéllevaron su parte en el testamento de la abuela

están en colegios de Londres. El general, spadrastro, murió de apoplejía en París hace umes. Mademoiselle Blanche se portó bien coél, aunque consiguió apoderarse de todo lo qule dejó la abuela .... me parece que eso es todo.

-¿Y Des Grieux? ¿No está viajando tambiépor Suiza?

-No, Des Grieux no está viajando por Suiza, no sé dónde está Des Grieux; por lo demás, l

prevengo por última vez que desista de talealusiones y conexiones innobles de nombres, tendrá usted que vérselas conmigo.

-¿Cómo? ¿A pesar de nuestras relacioneamistosas de antes?

-Sí, a pesar de nuestras relaciones amistosade antes.

-Le pido mil perdones, míster Astley, perpermítame decirle que nada injurioso o innobl

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hay en ello, porque de nada culpo a miss PolinaAmén de que un francés y una señorita rusahablando en términos generales, forman un

conexión, míster Astley, que ni a usted ni a mnos es dado calibrar ni entender por completo.-Si no menciona usted el nombre de De

Grieux en relación con otro nombre, le pido qume explique qué quiere usted dar a entender cola expresión «un francés y una señorita rusa»¿Qué conexión es ésa? ¿Por qué precisamentun francés y necesariamente una señorita rusa?

-Ya veo que se interesa usted. Pero es largo d

contar míster Astley. Habría mucho que sabede antemano. Por lo demás, es una cuestióimportante, aunque parezca ridícula a primervista. El francés, míster Astley, es una formbella, perfecta. Usted, como británico, puede nestar conforme con este aserto; yo, como rusotampoco lo estoy, aunque quizá por envidiapero nuestras damas Pueden opinar de manermuy distinta. Usted puede juzgar a Racin

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artificial, amanerado y relamido; es probablque ni siquiera aguante su lectura. También ylo encuentro artificial, amanerado y relamido

hasta ridículo desde cierto punto de vista; peres delicioso, míster Astley, y, lo que es aún máimportante, es un gran poeta, querámoslo o nusted y yo. La forma nacional del francés, edecir, del parisiense, adquirió su finura cuandnosotros éramos osos todavía. La revolución fuheredera de la aristocracia. Hoy día el francémás vulgar tiene maneras, expresiones y hastideas del mayor refinamiento, sin que hay

contribuido a ello ni con su iniciativa, ni con sespíritu, ni con su corazón; todo ello lo tiene poherencia. En sí mismos, los franceses puedeser fatuos e infames hasta más no poder. Buenomíster Astley, le hago saber ahora que no hacriatura en este mundo más crédula y sincerque una mocita rusa que sea buena, juiciosa no demasiado afectada. Des Grieuxpresentándose en un papel cualquiera

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presentándose enmascarado, puede conquistasu corazón con facilidad extraordinaria; poseuna forma refinada, míster Astley, y la señorit

creerá que esa forma es la índole real decaballero, la forma natural de su ser y su sentiy no la tomará por un disfraz que ha adquiridpor herencia. Por muy desagradable que a ustele parezca, debo confesarle que la mayoría dlos ingleses son desmañados y toscos; los rusopor su parte, saben reconocer con bastante tinla belleza y son sensibles a ella. Pero parreconocer la belleza espiritual y la originalida

de la persona se requiere mucha máindependencia, mucha más libertad de la qutienen nuestras mujeres, sobre todo lajovencitas, y en todo caso más experienciMiss Polina, pues, necesitaba muchomuchísimo tiempo para darle a usted lpreferencia sobre el canalla de Des Grieux. Lestimará a usted, le dará su amistad, le abrirá scorazón, pero en él seguirá reinando ese odios

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canalla, ese Des Grieux mezquino, ruin mercenario. Y esto será incluso consecuenciapor así decirlo, de la terquedad y el orgullo, y

que este mismo Des Grieux se presentó tiempatrás ante ella con la aureola de un marquéelegante, de un liberal desilusionado, que shabía arruinado por lo visto tratando de ayudar la familia de ella y al mentecato del generaTodas estas bribonadas salieron a la luz mátarde; pero no importa que hayan salidoDevuélvale usted ahora al Des Grieux de ante-eso es lo que necesita-. Y cuanto más detesta a

Des Grieux de ahora, tanto más echa de menoal de antes, aunque el de antes existía sólo en simaginación. ¿Es usted fabricante de azúcamíster Astley?

-Sí, soy socio de la conocida fábrica de azúcaLowell and Company.

-Bueno, pues ya ve, míster Astley. De un ladun fabricante de azúcar, y de otro el Apolo dBelvedere. Estas dos cosas me parece que n

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tienen relación entre sí. Yo ni siquiera sofabricante de azúcar; no soy más que uinsignificante jugador de ruleta y hasta h

servido de lacayo, lo que seguramente conocmiss Polina porque al parecer tiene una policíexcelente.

-Está usted furioso y por eso dice esatonterías -comentó míster Astley con calma y etono pensativo-. Además, lo que dice no tiennada de original.

-De acuerdo; pero lo terrible del caso, noblamigo mío, es que todas estas acusaciones mía

por trilladas, chabacanas y grotescas que seanson verdad. En fin, usted y yo no hemos sacadnada en limpio.

-Eso es una tontería repugnante, porque.porque... sepa usted -dijo míster Astley con votrémula y un relámpago en los ojos-, sepa ustedhombre innoble e indigno, hombre mezquino desgraciado, que he venido a Homburg poencargo de ella para verle a usted, para hablarl

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detenida y seriamente, y para dar a ella cuentde todo, de los sentimientos de usted, de supensamientos, de sus esperanzas y.. ¡de su

recuerdos!~¿De veras? ¿De veras? -grité, y se msaltaron las lágrimas. No pude contenerlas, aparecer por primera vez en m vida.

-Sí, desgraciado; ella le quería a usted, puedo revelárselo porque es usted ya un hombrperdido. Más aún, si le digo que aún ahora lquiere... pero, en fin, da lo mismo, porque ustese quedará aquí. Sí, se ha destruido usted. Uste

tenía ciertas aptitudes, un carácter vivaz y erhombre bastante bueno; hasta hubiera podidser útil a su país, que tan necesitado anda dgente útil, pero... permanecerá usted aquí y coello acabará su vida. No le echo la culpa. En mopinión, así son todos los rusos o así tienden serlo. Si no es la ruleta, es otra cosa por eestilo. Las excepciones son raras. No es usted eprimero que no comprende lo que es el trabaj

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(y no hablo del pueblo ruso). La ruleta es ujuego predominantemente ruso. Hasta ahora hsido usted honrado y ha preferido ser lacayo

robar..., pero me aterra pensar en lo que puedpasar en el futuro. ¡Bueno, basta, adiósSupongo que necesita usted dinero. Aquí tiendiez louis d'or, no le doy más porque de todomodos se los jugará usted. ¡Tómelos y adiós¡Tómelos, vamos!

-No, míster Astley, después de todo lo que sha dicho...

-¡Tó-me-los! -gritó-. Estoy convencido de qu

es usted todavía un hombre honrado y se los docomo un amigo puede dárselos a un amigo dverdad. Si pudiera estar seguro de que ainstante dejaría de jugar, de que se iría dHomburg y volvería a su país, estaría dispuesta darle a usted inmediatamente mil libras parque empezara una nueva carrera. Pero no le domil libras y sí sólo diez louis d’or  porque decir verdad mil libras o diez louis d'or vienen

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ser para usted, en su situación presenteexactamente lo mismo: se las jugaría ustedTome el dinero y adiós.

-Lo tomaré si me permite un abrazo ddespedida.-¡Oh, con gusto!Nos abrazamos sinceramente y míster Astle

se marchó.¡No, no tiene razón! Si bien yo me mostr

áspero y estúpido con respecto a Polina y DeGrieux, él se mostró áspero y estúpido corespecto a los rusos. De mí mismo no digo nad

Sin embargo.... sin embargo, no se trata de esahora. ¡Todo eso son palabras, palabras palabras, y lo que hace falta son hechos! ¡Ahorlo importante es Suiza! Mañana... ¡oh, si fuerposible irse de aquí mañana! Regenerarseresucitar. Hay que demostrarles... Que Polinsepa que todavía puedo ser un hombre. Bastsólo con ... ahora, claro, es tarde, pero mañana.¡Oh tengo un presentimiento, y no puede ser d

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otro modo! Tengo ahora quince luises y empeccon quince gulden. Si comenzara con cautela.¡pero de veras, de verás que soy un chicuelo

¿De veras que no me doy cuenta de que estoperdido? Pero... ¿por qué no puedo volver a lvida? Sí, basta sólo con ser prudente perseverante, aunque sólo sea una vez en lvida... y eso es todo. Basta sólo con mantenersfirme una sola vez en la vida y en una horpuedo cambiar todo mi destino. Firmeza dcarácter, eso es lo importante. Recordar sólo lque me ocurrió hace siete meses e

Roulettenburg, antes de mis pérdidas definitivaen el juego. ¡Ah, ése fue un ejemplo notable dfirmeza: lo perdí todo entonces, todo... salí decasino, me registré los bolsillos, y en el dechaleco me quedaba todavía un gulden: «¡Ah. amenos me queda con qué comer! », pensé, percien pasos más adelante cambié de parecer volví al casino. Aposté ese gulden a manqu

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