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FILOSOFÍA DE LA MENTE. TEXTOS DEL PROFESOR RESUMEN DEL CONJUNTO: En estos tres textos se abordan varios problemas importantes en Filosofía de la mente: 1) la materialidad y la producción de la mente 2) la subjetividad y el sujeto mental 3) el poder de la mente consciente, coordinada (o bien compitiendo) con los procesos inconscientes del cerebro. Muchas discusiones sobre la mente provienen de explicaciones ancestrales y de los religiosos deseos de basar en ella nuestra inmortalidad. De estos principios antiguos deriva la idea de que el alma –en nuestro caso, el pensamiento- es algo sobrenatural. Combatir tales prejuicios -y los argumentos que los apuntalan- constituye todavía una sana tarea de la razón. Tampoco el campo materialista está libre de prejuicios. Estos permeabilizan las teorías clásicas de la identidad, el funcionalismo, el monismo anómalo, la idea de superveniencia y otras, que no reconocen o devalúan el papel de lo mental en cuanto mental. Bastantes de estos filósofos, que se consideran materialistas, han estado limitados por el fisicalismo ingénuo, aun cuando quieran combatirlo; así como por un concepto mecanicista de la “causa”, atascado en la mecánica clásica. Por otro lado, muchos filósofos de tradición analítica tienen planteamientos meramente formales, destacando a veces por su escaso conocimiento en neurología y psicología, es decir, sobre la mente natural. En muchas ocasiones no han superado la metáfora del ordenador o confunden los estados mentales con sus proposiciones lingüísticas. El creciente interés por los temas relacionados con la Mente y la renovación de muchos planteamientos filosóficos han venido impulsados por los importantes avances de las neurociencias y por los horizontes que va ampliando la tecnología en el dominio de “mentes” artificiales. Los filósofos han vuelto su atención hacia notables neurólogos, que se han atrevido a adentrarse en terrenos antes reservados sólo a la especulación. En el primer texto, y frente a los espiritualismos, defiendo la naturaleza material de la mente “consciente” y muestro que es posible imaginar y explicar su emergencia o los mecanismos que la producen. Metodológicamente separo este asunto del segundo, que se centra en la subjetividad de todo lo mental, característica que algunos consideran inexplicable, por lo que se ha convertido en último refugio de los amantes de lo sobrenatural. En el tercer texto, sobre el poder causal de la mente, resalto su función selectiva, organizativa y comunicativa de nuestra información sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Discuto allí finalmente el peso de la “voluntad” consciente en las tomas de decisión. TEXTO 1: Emergencia o producción de “la mente” RESUMEN DEL PRIMER ARTÍCULO: En esta primera parte, y dentro del paradigma emergentista, propongo un modelo de producción de la mente que denomino “melodías neuronales”. Según él, lo mental sería al cerebro lo que una sinfonía es a la orquesta que la ejecuta. La sinfonía no existe sin orquesta, pero no se identifica con ella.

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FILOSOFÍA DE LA MENTE.

TEXTOS DEL PROFESOR

RESUMEN DEL CONJUNTO: En estos tres textos se abordan varios problemas importantes en Filosofía de la mente: 1) la materialidad y la producción de la mente 2) la subjetividad y el sujeto mental 3) el poder de la mente consciente, coordinada (o bien compitiendo) con los procesos inconscientes del cerebro.

Muchas discusiones sobre la mente provienen de explicaciones ancestrales y de los religiosos deseos de basar en ella nuestra inmortalidad. De estos principios antiguos deriva la idea de que el alma –en nuestro caso, el pensamiento- es algo sobrenatural. Combatir tales prejuicios -y los argumentos que los apuntalan- constituye todavía una sana tarea de la razón.

Tampoco el campo materialista está libre de prejuicios. Estos permeabilizan las teorías clásicas de la identidad, el funcionalismo, el monismo anómalo, la idea de superveniencia y otras, que no reconocen o devalúan el papel de lo mental en cuanto mental. Bastantes de estos filósofos, que se consideran materialistas, han estado limitados por el fisicalismo ingénuo, aun cuando quieran combatirlo; así como por un concepto mecanicista de la “causa”, atascado en la mecánica clásica.

Por otro lado, muchos filósofos de tradición analítica tienen planteamientos meramente formales, destacando a veces por su escaso conocimiento en neurología y psicología, es decir, sobre la mente natural. En muchas ocasiones no han superado la metáfora del ordenador o confunden los estados mentales con sus proposiciones lingüísticas.

El creciente interés por los temas relacionados con la Mente y la renovación de muchos planteamientos filosóficos han venido impulsados por los importantes avances de las neurociencias y por los horizontes que va ampliando la tecnología en el dominio de “mentes” artificiales. Los filósofos han vuelto su atención hacia notables neurólogos, que se han atrevido a adentrarse en terrenos antes reservados sólo a la especulación.

En el primer texto, y frente a los espiritualismos, defiendo la naturaleza material de la mente “consciente” y muestro que es posible imaginar y explicar su emergencia o los mecanismos que la producen. Metodológicamente separo este asunto del segundo, que se centra en la subjetividad de todo lo mental, característica que algunos consideran inexplicable, por lo que se ha convertido en último refugio de los amantes de lo sobrenatural. En el tercer texto, sobre el poder causal de la mente, resalto su función selectiva, organizativa y comunicativa de nuestra información sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Discuto allí finalmente el peso de la “voluntad” consciente en las tomas de decisión.

TEXTO 1: Emergencia o producción de “la mente”

RESUMEN DEL PRIMER ARTÍCULO: En esta primera parte, y dentro del

paradigma emergentista, propongo un modelo de producción de la mente que denomino “melodías neuronales”. Según él, lo mental sería al cerebro lo que una sinfonía es a la orquesta que la ejecuta. La sinfonía no existe sin orquesta, pero no se identifica con ella.

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Esta metáfora musical es algo más que una imagen. Pues se apoya en las teorías de Crick, Llinás y muchos neurólogos basadas en la sincronización de los disparos de grandes grupos de neuronas. Tal sincronía produce ondas y campos electromagnéticos (McFadden, Pockett) que bien podrían ser u originar nuestra experiencia sensorial. Los efectos de tales pulsaciones rítmicas ya no serían meros “correlatos neuronales” de la mente sino que constituirían nuestra experiencia mental, los “misteriosos” qualia.

* * * A lo largo de los años se han dado diversas respuestas al problema de la naturaleza

de la mente y de las relaciones mente/cerebro, algunas de las cuales se remontan a Platón y aun a los pensadores presocráticos. Los filósofos de la mente las han ido clasificando según distintos criterios, como monismo vs. dualismo, o materialismo vs. idealismo.

Cuando en los años 90 los filósofos y los científicos se centraron en tema de la consciencia como núcleo del problema mente/cerebro, se impuso un nuevo criterio de clasificación: el del reduccionismo versus irreduccionismo1. Al respecto, Robert van Gulick (2001) distinguió 10 tipos de reduccionismo, es decir, de grupos de teorías que coincidirían en afirmar que lo mental “se reduce a” procesos neuronales (reduccionismo ontológico) o que nuestro discurso sobre los fenómenos mentales puede llegar a ser traducido, sin pérdida de información, a un discurso o explicaciones neurológicas (reduccionismo epistemológico). También Searle (1992) diferencia 5 tipos (teórico, causal, lógico y dos ontológicos). Nos saldríamos de nuestro propósito si nos entretuviésemos en matizarlos.

Pero dentro de esta discusión, y sin terminar de encajar ni en el campo reduccionista ni en el irreduccionista, cobró progresiva importancia el modelo de la “emergencia” de la mente que había sido impulsado por Bunge (1980). Dicho paradigma emergentista había nacido dentro de otro contexto: el de los debates que tuvieron lugar en la frontera de los siglos XIX y XX sobre el origen de la vida. En aquellos momentos había hecho frente tanto a las teorías vitalistas y animistas –las cuales necesitaban recurrir al alma o a un extraño principio vital- como a las reduccionistas. Representantes de aquel emergentismo fueron Alexander, Morgan y Broad, entre otros.

En el dominio de la Filosofía de la Mente, que ahora nos ocupa, el emergentismo afirmará que los procesos mentales constituyen nuevas propiedades, e incluso nuevas entidades, fruto de la organización de procesos neurológicos básicos. Es evidente que ninguno de estos procesos que los producen es mental o consciente de si.

Conviene hacer esta aclaración porque la metáfora de la emergencia no es muy precisa. Así, el mismo Van Gulick también señala 10 versiones del emergentismo. La misma palabra “emergencia” tiene distintos significados en su uso cotidiano. Por ejemplo, puede decirse que algo emerge o aparece porque es producido en ese mismo 1 Consideramos reduccionista toda teoría que afirme que o bien la mente no supone ninguna entidad ni propiedad nuevas, diferentes de las que posean las neuronas del cerebro, o bien que todo lo que podamos decir sobre los fenómenos mentales podrá ser dicho algún día en terminología neurológica. Por el contrario, considero irreduccionistas todas las demás alternativas, tales como el dualismo, el misterismo, la fenomenología o el emergentismo. De todas ellas sólo ciertos emergentismos, como el que yo intento defender, son materialistas. Soy consciente de que esta terminología no es estándar, pues para dualistas, fenomenólogos y mistéricos el emergentismo es también una teoría reduccionista, ya que –para este paradigma científico- las nuevas entidades o las nuevas propiedades mentales tienen el mismo origen que el resto de las cosas del mundo.

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momento (un cuadro, un tejido, un partido político, una ciudad…). Pero también puede emerger a la superficie algo que ya existía, aunque no se percibía porque estaba oculto en el fondo de las aguas. Considerado el emergentismo de esta segunda manera, las teorías panpsiquistas o “panexperiencialistas” -como la de Chalmers (1996) o Griffin, (1984, 1992) o Griffin (1997)- podrían ser consideradas también emergentistas; pues, para ellas, la subjetividad, que sólo en el hombre aparece en todo su esplendor, se encuentra también en todos los niveles de la naturaleza, aunque sea de forma “dormida” (Romijn, 2002). La conciben como una propiedad universal de la materia, igual que la fuerza gravitatoria, la electromagnética, etc. Y postulan que debería ser incluida en la teoría física.

Mi propuesta emergentista es, sin embargo, del primer tipo y podríamos llamarla “produccionista”; pues lo que este emergentismo propone es que los fenómenos mentales surgen o tienen su comienzo en un momento concreto de la evolución de los animales con sistema nervioso, frente a lo que afirma el panpsiquismo. Y que tal comienzo -así como el surgimiento de la mente consciente en cada individuo- no es una creación “divina” ni extraterrena sino que es un resultado producido por el sistema nervioso.

De este modo, al afirmar que los fenómenos mentales son producidos por procesos neuronales específicos, me deslindo tanto de los religiosos filósofos dualistas como del panpsiquismo, que atribuye mente y conciencia a todos los entes del universo.

En efecto, las vías que se ofrecen para explicar el origen de la mente no son muchas; las podríamos reducir a las tres mencionadas: panpsiquismo, creacionismo y produccionismo. Pues o bien la mente es una propiedad originaria de la materia, que, por lo tanto, existe desde que existe la materia (panpsiquismo) o bien aparece en un momento dado de la historia evolutiva. En este último caso, de nuevo, solo tenemos dos alternativas: o bien es creada de la nada (como afirman las religiones creacionistas) o bien es producida a partir de elementos y procesos que no tienen mente. Y si no es creada de la nada, o bien decimos que es producida por un ser exterior, algún ser divino, un demiurgo platónico que organiza la mezcla de elementos componentes (heteroproducción), con lo que desembocamos en otra mitología, o bien -como parece más natural y racional- afirmamos que lo mental es el efecto, resultado o producto de la inter-organización de entidades que careciendo de mente la producen, sin necesidad de apelar a dioses ex-machina para explicar su existencia.

Esta última opción, que denomino “produccionista”, es una variante del “emergentismo”, ya que explica la mente como la emergencia de un nuevo modo de ser a partir de entidades y procesos privados de ella.

Se puede observar que las alternativas panpsiquistas y creacionistas resultan bastante extravagantes, aunque esto no constituya un argumento contundente contra ellas. Pero lo que es cierto, es que cierran el camino hacia una explicación científica de cómo surge la mente humana. Pues, o bien dejan de ocuparse de nuestra mente consciente y derivan el problema hacia el de una mente en todas las partículas del universo (como hace Chalmers) o bien nos remiten a fenómenos sobrenaturales.

Por estas razones, nuestra primera afirmación es: “Los fenómenos mentales constituyen un tipo de actividad neuronal que se produce en un momento dado de la evolución de los animales con sistema nervioso desarrollado”

Puesto que esta propuesta se inscribe dentro de la tradición materialista, deberé añadir a esta tesis otra sobre los diversos tipos de materialidad. Ello será preciso para deslindarme del reduccionismo fisicalista ingenuo. Por todo ello tengo que añadir la 2ª afirmación:

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“Este producto (los fenómenos mentales) supone un tipo de orden y de materialidad superpuesto al orden que constituyen las neuronas individuales que lo producen”.

Con ello deseo recalcar que los procesos mentales, que constituyen lo que llamamos “mente” son irreductibles a los elementos que los producen, siendo esto importante para cuando tengamos que defender su eficacia causal sobre otros procesos neuronales que permanecen totalmente inconscientes.

Al afirmar que los procesos mentales son entidades distintas a las neuronas que las producen, me desmarco de cualquier teoría de la identidad. Pero, al hacerlo, debo alguna aclaración a quienes vean en ello una concesión al dualismo (ya estoy imaginando a Mario Bunge dispuesto a señalar que esto va en contra del monismo psicofísico).

Mi terminología al respecto, sin embargo, es muy tradicional. Cuando los historiadores de la filosofía hablan del monismo de los presocráticos de Jonia, se refieren a teorías que postulan un solo principio, y un solo origen, para explicar todas las cosas; no a teorías que afirmen que todo es idéntico. Afirmar, pues, que los procesos mentales son de una naturaleza diferente a la de las neuronas que los producen no es una afirmación dualista si consideramos que los unos y las otras tienen un mismo origen. Lo único que afirmamos es que hay diversos niveles de organización de la materia.

Considero, pues, que mi afirmación es monista. Y más concretamente, pertenece al monismo materialista. Lo cual me exige nuevas aclaraciones sobre qué es el materialismo. Aclaraciones que iré dando a lo largo de esta exposición.

De momento, diré que ser materialista significa, en primer lugar, ser naturalista. Pues si bien señalamos que la “mente” se distingue de la “materia sin mente”, la consideramos una entidad natural. Coincidimos en ello con muchos de los primeros filósofos griegos para quienes la psique y la materia derivaban de un solo principio natural. Y en ello podemos coincidir también con el naturalismo biológico de J. Searle.

Pero el materialismo va más allá del naturalismo, al afirmar que la mente (o el “espíritu”, como siguen llamándole los francófonos) es posterior al cerebro o a lo “material”, y es producido por ellos. Es así como definió Platón el materialismo cuando lo criticó en el libro X de Las Leyes, estableciendo una distinción que recogieron los materialistas de los siglos XVIII y XIX. Allí Platón considera que tanto lo físico como lo anímico son algo natural; pero consideraba materialistas a quienes afirmaban la prioridad temporal de lo material sobre el alma y sobre lo que a ella se refiere. Por el contrario, Platón defendía su tesis de que lo espiritual era anterior a lo material y que el alma era la causa de la organización del mundo. De manera que -de acuerdo con Platón en esta designación- diremos que ser hoy materialista equivale a afirmar que las neuronas preceden temporalmente a la mente que ellas producen; es decir, afirmar lo que ha sido denominado en las últimas décadas como autoorganización (o, mejor, inter-organización) de los elementos materiales, a lo largo del tiempo y de la evolución, hasta llegar a producir los fenómenos mentales2.

2 Para ser materialista, pues, no hace falta conocer lo que es realmente la materia física, como

pretendía Moulines (1977) o cuál sea el constitutivo último de nuestro mundo, objetivo que dejamos como un objetivo para los físicos. Pues ya el hilemorfismo de Aristóteles desistió de definir ese elemento último material al que llamó “materia prima”. Por ello, los aristotélicos no han necesitado nunca definir cuál sea la naturaleza de esa “materia primera”, porque el hilemorfismo se aplica a todos los niveles de organización de lo material: desde los cuatro elementos primeros hasta las organizaciones sociales y las obras de arte, pasando por los organismos, todas las cosas están compuestas de materia y forma. Ahora bien, lo que es “materia” en un nivel dado (por ejemplo, el mármol de la estatua) es un compuesto de materia+forma en un nivel inferior.

Aristóteles no era materialista, puesto que su materia, los materiales de una determinada organización, necesitan de la forma, que les viene de fuera, como otro principio del ser. Lo que distinguirá

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En este punto, habrá que decir que el emergentismo que presento coincide con el reduccionismo al ser ambos, a la vez, naturalistas y materialistas. Pero que debe ser distinguido del clásico reduccionismo fisicalista, ese anciano miembro de la familia “materialista” que no reconoce otra entidad que esos constitutivos últimos (por cierto, desconocidos) de la materia.

Consideremos un ejemplo que nos servirá luego de mayor apoyo: el modelo musical. Parece claro que la música de un instrumento, la melodía que nos puede deleitar, es algo material, aunque, sin embargo, las ondas sonoras producidas por el piano posean una materialidad diferente a la del instrumento que las produce3.

Esta metáfora nos distancia también de las tesis sobre la identidad mente-cerebro, pues no toda la acción del cerebro produce procesos mentales. Por ejemplo, los procesos de control que asume el cerebro sobre los sistemas vegetativos (cardiovascular, respiratorio, digestivo…), así como todos los movimientos automatizados del aparato locomotor, o la percepción subliminar y los muchísimos procesamientos de información inconscientes, no entran dentro de lo que clásicamente se han denominado procesos “mentales”. Más bien, diremos que sólo unos pocos procesos neuronales dan lugar a fenómenos mentales. Sin tener en cuenta que en el cerebro hay mucha actividad biológica que tampoco es ni siquiera computacional4.

Frente a las teorías de la identidad, defiendo que hay una diferencia entre el productor (las neuronas que se activan) y su producto, de la misma manera que el violín es algo diferente a las ondas sonoras que difunde en el aire. Estas se crean como efecto de la vibración de sus cuerdas pero son algo distinto del violín, y también distinto de las cuerdas e incluso de la vibración de tales cuerdas, pues las ondas se van alejando de

a un verdadero materialista es la afirmación de que la materia es capaz de entreorganizarse, de manera que la forma, la organización resultante es sólo eso, un resultado, no un agente organizador. Ser materialista, en el ámbito sociológico, en el psicológico, en el biológico o en el físico, no consiste en afirmar que todo se reduce a una determinada materia elemental, cuya naturaleza desconocemos todavía, sino en afirmar la auto-organización (o la inter-organización) de los elementos materiales de cada nivel, negando por ello la necesidad de que intervengan entidades inmateriales para producir nuevos tipos de orden u organización.

3 Señalemos que la metáfora musical tiene una larga tradición, pues ya fue utilizada en la antigüedad para explicar el alma como fuente de vida. En su Fedón (85-87), Platón nos habla de ella por boca de Simmias, quien la considera como una teoría que niega la inmortalidad del alma al afirmar su dependencia del cuerpo. Damasio (2010) hace amplio uso de la misma metáfora, con independencia de la hipótesis –más literal- basada en la sincronización o coherencia; simplemente como imagen del trabajo mancomunado de diferentes sistemas cerebrales para dar a luz a un pensamiento consciente de si mismo.

4 En todas estas discusiones hay un problema de terminología: ¿qué significado damos al término “mental”? Y volveremos a ver más adelante que lo mismo sucede con el concepto de “materia”. Durante siglos se ha usado el término “mental” para referirnos a procesos internos de los que nos solemos apercibir. Pues mucho antes de que se conociese algo de la neurobiología del cerebro, y antes incluso de conocer el papel del cerebro en el mantenimiento inconsciente de la vida vegetativa del cuerpo humano, se creó el concepto de lo mental, o de lo psíquico, para referirse a las percepciones, imaginaciones, razonamientos y decisiones conscientes.

Sólo si cambiamos el significado original de la palabra “mental” y ampliamos su extensión para referirnos a todo lo “cerebral” podremos identificar la mente con la acción del cerebro. Y si lo ampliamos más aún -como comienza a hacerse habitual- de modo que nos sirva para referirnos a cualquier procesamiento de información, o a la capacidad de adaptación o de auto-corrección, podremos aplicarlo a cualquier sistema viviente o a cualquier máquina que tenga esas propiedades.

Emplearé aquí la palabra “mental” en su sentido tradicional, como un conjunto de procesos cerebrales (percepciones, imaginaciones y pensamientos, deseos y voliciones, etc, incluyendo las emociones) que constituyen nuestro mundo fenoménico. De manera que –en contra la teoría de la identidad- no podremos ya sostener que todo lo cerebral sea mental, aunque sí que podemos afirmar con rotundidad que todo lo mental es un producto del cerebro en acción.

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esas cuerdas vibrantes y siguen su camino hasta llegar a nosotros, o perderse, o reflejarse al chocar con un cuerpo sólido.

Tales ondas no son más que una organización del movimiento de las partículas del aire. No son las moléculas de aire, sino su movimiento organizado; como también lo es el viento, ejemplo muy simple de movimiento unidireccionalmente conjunto de las partículas de aire.

Asimismo, tampoco podemos decir que la mente sea la función del cerebro, como el andar es una función de las piernas o respirar es la función de los pulmones, tal como afirma Bunge. Pues el cerebro tiene muchas funciones, y no solo la de producir los fenómenos mentales que siempre han admirado y distinguido a los hombres; por ejemplo, la de regir toda nuestra vida vegetativa. En todo caso, podemos decir que el pensar es una función del cerebro a condición de que distingamos entre aquellas funciones que se realizan sin producir nuevas entidades (como el andar) y las que se llevan a cabo produciendo otras entidades, como el hígado produciendo la bilis. En este caso, diríamos que el cerebro o las neuronas realizan una de sus funciones (pensar) produciendo y organizando un nuevo tipo de fenómenos, los mentales. Estos tienen unas características que los diferencian de otros procesos cerebrales meramente computacionales e inconscientes.

Oscilaciones sincrónicas y melodías neuronales. Es el momento de pasar de los paradigmas filosóficos a los modelos neurológicos,

más concretos. Pues muchos neurocientíficos, como Edelman (1989, 1992), Edelman y Tononi (2000), Crick (1993), Baars y Newman (1994), Damasio (1994), Llinás (2002), han presentado ya distintos modelos para explicar lo que es la mente consciente y cómo se produce. Yo quiero comentar ahora uno de ellos, que se hizo famoso la pasada década y que nos permite imaginar lo que puede ser la emergencia de fenómenos mentales. Es el de las oscilaciones neuronales entre 35 y 75 herzios, propuesto por Crick (1993). Tiene que ver con los tiempos del cerebro (Llinás, 1993, 2002).

En efecto, los neurólogos y, sobre todo los cirujanos, han estado muy interesados en los espacios cerebrales, esto es, en la topografía o cartografía del cerebro; en localizar las zonas donde tienen lugar procesos específicos. Broca, Penfield y Broadmann han sido hitos históricos en este mapeado. Las recientes innovaciones tecnológicas han permitido localizar con precisión las zonas que se activan en cada proceso cerebral. Pero algunos investigadores de la mente consciente parecen haber fracasado intentado encontrar dónde está localizada la experiencia fenoménica.

Sin embargo es estudio de los tiempos del cerebro ha dado a luz una nueva teoría. A finales de los años 20 del siglo pasado, el inventor del electroencefalograma, Hans Berger, detectó la existencia de ondas eléctricas en el cerebro. Tales ondas manifestaban actividades rítmicas de las neuronas con distinta frecuencia, según las zonas y dependiendo de que el cerebro se hallase en reposo relativo o en estado de actividad normal o desequilibrada. Estos fenómenos, sin embargo, no habían interesado demasiado a los filósofos, pues no se habían ligado con la mente consciente. Parecían demasiado imprecisos y pobres, por lo que solo se les atribuía un interés práctico en el uso del electroencefalograma para detectar disfunciones del cerebro.

En las dos últimas décadas, el fenómeno de la sincronización de la actividad de numerosas neuronas, y la consiguiente producción de ondas electromagnéticas, ha cobrado una gran importancia en el dominio de la filosofía de la mente, llegando a ser postulada como explicación neurológica de los qualia o de la experiencia fenoménica. Tales ondas requieren una sincronía rítmica de grupos de neuronas, separados y distantes.

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La importancia de estas micro-oscilaciones fue detectada primeramente en el sistema olfativo (Freeman, 1988) y posteriormente en el sistema visual de gatos y monos. Como Crick (1993) expuso, los resultados más llamativos vinieron de dos equipos de investigadores interesados en el “binding problem” (traducido al castellano de diversas maneras, tales como problema del enlace, de la unificación…) a finales de los años 80: el grupo de Wolf Singer y Charles Gray, por un lado, y el de Reihhard Eckhorn, por otro. Todos ellos trataban de explicar cómo el cerebro unifica informaciones que son procesadas en áreas distantes unas de otras, tales como colores, formas y movimiento, en el sistema visual (y podemos añadir ahora los sonidos, informaciones táctiles diversas, etc.). Estas áreas no están comunicadas entre sí directamente, por lo que la pregunta que se formulaban era ¿De qué modo damos unidad a aspectos tan diversos de las sensaciones para que lleguemos a crear un mundo de objetos como es el que produce nuestra mente? En terminología filosófica, estos investigadores estaban buscando, sin saberlo, la base neurológica de la categoría kantiana de “sustancia”: ¿cómo unifica nuestro cerebro los datos que nos proporciona la sensibilidad, que son informaciones muy diversas y dispersas hasta llegar a percibir un mundo de objetos suficientemente estables? Estaban “naturalizando” una de las principales categorías de Kant.

Los citados equipos de investigación encontraron que, tanto en gatos como en monos, diversas áreas del celebro, incluso muy alejadas entre sí, comenzaban a activarse sincrónicamente, y con el mismo ritmo. Ahora bien, los ritmos que oscilaban entre los 35 y los 75 herzios (ondas gamma) sólo tenían lugar cuando el cerebro estaba activo, ya fuera porque el sujeto se encontraba en estado de vigilia ya con anestesia leve. Se activaban pues, tanto ante estímulos exteriores como en ensoñaciones vivas. Por ello propusieron que la actividad sincrónica de grupos neuronales distantes, encargados de procesar informaciones sensoriales diferentes, explicaba su unificación.

Como puntualiza Llinás (2002), para que tenga lugar tal sincronización (por ejemplo, de los diferentes rasgos visuales) es necesario que la velocidad de propagación de una señal sea proporcional a la distancia que media entre los grupos de neuronas que las procesan y su origen en los centros de percepción o de distribución. Al respecto, todavía queda una pregunta: ¿es innata esta sincronización, como postulaba Kant para su categoría o concepto a priori de “sustancia”? ¿O como lo propondría después Lorenz, que también naturalizó los conceptos y los principios a priori de Kant? ¿O más bien este mecanismo es un fruto de la experiencia, es decir, de la auto-organización de nuestras experiencias, como postularía Piaget? No tenemos una respuesta para el dilema, pero posiblemente las dos alternativas tengan un poco de razón.

De cualquier manera, hay que resaltar que con estas oscilaciones nos hallamos ante un nuevo orden, que hace surgir una realidad nueva (ondas, campos electromagnéticos…) distinto del orden meramente computacional de las redes neuronales. Y que, además, esta nueva forma organizativa tiene sus propias causas explicativas y sus propios efectos, los cuales no se reducen a las propiedades y a los efectos de las neuronas aisladas. De la misma manera que el viento de ayer o el tsunami de anteayer no se explican únicamente por las propiedades de las moléculas gaseosas que componen el aire, en el primer caso, ni por las cualidades del hidrógeno y oxígeno que componen el agua que se desplaza, en el caso de la gigantesca ola.

La sincronización (coherence) es un fenómeno que podemos observar en muchos ámbitos de la naturaleza y de la sociedad. Como se ha puesto de relieve recientemente, fenómenos de de esta naturaleza están presentes en todos los campos, desde la física o la química – donde Illya Prigogine hizo famoso su reloj químico- hasta la vida cotidiana -en la que se sincroniza la respiración de dos personas en contacto o los aplausos que

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premian un concierto-. Las ondas macro y las microondas, que están presentes en todo el espacio (sonoras, electromagnéticas, de radio, de TV, de telefonía móvil, de luz, del agua, etc.), son otros tantos fenómenos de sincronización del movimiento de las partículas materiales. Goldbetter (1996, 2008, 2010), colaborador de Prigogine, expone ampliamente los ritmos celulares y otras oscilaciones (rítmicas) químicas y dirige en la U.L.B. la unidad de cronobiología, una nueva ciencia que está entrando en las universidades y que estudia las alternancias rítmicas en humanos y en todos los seres vivos (Lloyd y Rossi, 1992, 2008; Golombeck, 2003; Madrid y Rol de Lama, 2007).

Ahora bien, Crick (1993) dio un salto al percibir la estrecha relación existente entre las mencionadas oscilaciones sincrónicas de las neuronas y todo lo que constituye la actividad mental consciente, que está siempre unificada. Por ello postuló que tales oscilaciones sincronizadas constituían los “correlatos neuronales de la consciencia”. Desde entonces esta hipótesis de los 40 Hz ha quedado ligada a la paternidad de Francis Crick.

De este modo, más allá de conseguir explicar la categoría kantiana de sustancia, aquellos procesos llegaron a convertirse en una explicación del “alma” o de la mente pensante. Ambos temas –el de la unificación y el de la mente- quedaron estrechamente ligados, y no por azar, pues una de las características fundamentales de los procesos mentales conscientes es que unifican muchas informaciones dispersas. En efecto, nuestra mente consciente sólo juega con esos grandes conjuntos de información que son los objetos y sus cualidades, a los cuales percibe, imagina o denomina.

Llinás (1993, 1998, 2001, 2002) puntualizó que esta experiencia consciente se producía con la sincronización de neuronas en las vías que van y vienen del Tálamo a la corteza cerebral, lo que denominaba “diálogo talamo-cortical”. Y demostró igualmente que una sincronización rítmica semejante se daba también en las neuronas motoras, siendo necesaria para los movimientos conscientes. Por ejemplo, era deficiente en los enfermos de Parkinson.

Otros autores llegaron a hipótesis similares. Pues la activación simultánea de amplias zonas neuronales crea un campo electromagnético, que puede ser detectado por nuestros instrumentos. La existencia de estos campos está ya de tal manera atestiguada que ningún neurólogo puede ignorarlos. Ellos crean esas ondas, cuya frecuencia en torno a los 40 Hz ha sido considerada por Pockett (2000) y McFadden (2002) no ya como “correlatos neuronales de la conciencia” sino como la conciencia misma o la mente; es decir, que dan lugar a las sensaciones de color (verde, rojo…), de dolor, de sonidos, etc. Afirman abiertamente que los famosos qualia vendrían a ser ondas y campos electromagnéticos. ¿Y por qué no?

Una propuesta semejante es la que yo realicé (Carreras 2000, 2004) al proponer el modelo de las “melodías neuronales” como una de las más importantes vías de explicación de la mente dentro del paradigma emergentista. O, al menos, de imaginar que tal explicación es posible.

En efecto, no podemos hablar solamente de ritmos diferentes. Junto a tales ritmos debemos tomar en cuenta también las distintas intensidades, siendo también diferentes en cada momento los grupos o conjuntos de neuronas que se activan al unísono, según movamos nuestros ojos o prestemos atención a los sonidos de un lado u otro, es decir, según cambie la relación entre los estímulos y las neuronas sensitivas. La conjunción de estos ritmos puede ser armónica o disarmónica -y quizás el “dolor” no sea sino una desarmonía o choque más o menos estridente-. Más que ritmos, pues, lo que encontramos son melodías enlazadas como sinfonías. De este modo, la “caja de ritmos” –como se ha llamado recientemente al cerebro- va produciendo una sinfonía de experiencias en cada instante y a lo largo del tiempo.

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En resumen, la tesis filosófica fuerte o atrevida, en este caso, no es la de que estas ondas o campos electromagnéticos constituyen los “correlatos neuronales” de la conciencia, sino la propuesta de que algunas de ellas constituyen o son los fenómenos mentales. Bien podría suceder que el mundo que percibimos (con sus colores, sonidos, sabores, sensaciones agradables o dolorosas, etc., o, por utilizar el vocabulario del último cuarto de siglo, los “qualia”), ese mundo de la representación, sea un mundo de ondas cerebrales.

Aunque podría suceder también que las sensaciones y pensamientos no sean tales ondas y campos electromagnéticos sino su registro, su huella, su efecto, en algún medio receptor dentro de nuestra cabeza, ya sea sólido, líquido o gaseoso. Esta sería otra hipótesis próxima, aunque implica la intervención de un nuevo elemento del que no tenemos noticia. Pero puesto que estas oscilaciones producen campos electromagnéticos y producen también calor ¿por qué no podrían producir en alguna parte del cerebro esos efectos que nos son familiares, como el color o el dolor?

Es preciso señalar que la hipótesis de Crick, tal como la he expuesto y completado antes, no está confirmada. Pues no todas las oscilaciones gamma producen pensamientos conscientes. Es posible que se requieran otras condiciones, o quizás sea preciso que se impliquen además otras áreas neuronales, como las relacionadas con la atención. O puede ser que Crick haya encontrado solamente una vía muerta, sin salida. En cualquier caso, la propuesta queda como un ejemplo y como un camino de investigación.

Apreciaremos de todas formas que la metáfora de la mente aquí propuesta parece muy diferente de la del ordenador, que presentó en su momento el movimiento cognitivista. Está basada en el modelo de redes neuronales, pero va más allá de la capacidad computacional de las redes. Porque el cerebro, además de ser un procesador complejo, aparece produciendo “objetos” mentales, como la orquesta produce su sinfonía. Ésta necesita de la orquesta, pero no se confunde con ella, como lo mental necesita del cerebro que lo produce sin llegar a identificarse con él.

Observemos que sólo algunos de procesos neuronales llegan a sincronizarse; la mayoría de ellos se producen por millares, en paralelo, de forma autónoma, como en cualquier red neuronal artificial. Además, de entre todos los sincronizados solo unos pocos producen las sensaciones, pensamientos, voliciones… que nos son familiares. De manera que el conjunto de los fenómenos conscientes resulta ser sólo un subsistema pequeño dentro de la actividad neuronal del cerebro. Tal subsistema tiene la misma base computacional que los otros; es decir, procede activando e inhibiendo neuronas, creando conexiones nuevas o modificando sus pesos sinápticos. Pero, además, incorpora una nueva propiedad ausente en los otros procesos: pues estos no producen sensaciones, imaginaciones o pensamientos. Tan importante y selecto subsistema desarrollará su propia organización (y se coordinará con el de otros cerebros con los que comunica). Mantendrá una cierta autonomía, pero compaginará su propia dinámica con la del resto del cerebro, como veremos en el tercero de estos textos.

Al concluir quiero dejar claro que esta propuesta tiene un contenido científico y otro filosófico distinguibles. Afirmar que el mecanismo productor de la mente es la sincronización de ciertas regiones neuronales implicadas, como he propuesto, es enunciar una hipótesis que entra en el campo experimental de la ciencia; hipótesis que podrá ser falseada, completada o corregida por otras observaciones. Pero además de ello, esta hipótesis constituye un ejemplo de explicación “emergentista” de la mente. Es una interesante ilustración de lo que puede ser tal emergencia. Y permite que la imaginemos. Pero no será la única hipótesis que se proponga; de manera que el paradigma emergentista no compromete con ella su destino.

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TEXTO 2: El “yo” y la subjetividad

En mi primera exposición he defendido el paradigma emergentista de la mente y

he presentado un modelo neurológico que se atenía a él. El proyecto quedaría, sin embargo, incompleto, si no hablara también del sujeto o de la sede de la experiencia humana.

El problema de subjetividad, conocido por unos y otros como problema de la conciencia, o de la experiencia (sujetiva), o hard problem, es así dividido en dos para ser mejor explicado: el de lo subjetivo y el del sujeto; esto es, el de las experiencias que denominamos subjetivas y el del sujeto de dichas experiencias. Pues, como en el je pense de Descartes, se hace preciso establecer una distinción entre lo que es pensado y el je, ego o “yo” que piensa, es decir, el sujeto pensante. Podríamos convenir en que los pensamientos o vivencias (tales como percepciones, razonamientos, fantasías, deseos, sentimientos, voliciones, etc.), a las que hemos llamado “melodías neuronales”, se producen siempre dentro de la cabeza de los individuos. Ahora bien ¿quién es el sujeto de tal experiencia, esto es, el “yo” del “yo pienso”? ¿es el cuerpo, el organismo vivo entero? ¿es la mente? ¿es el cerebro? ¿es una parte del cerebro? Como respuesta a estas preguntas, sostendremos que el sujeto fenoménico, el sujeto “interno” que se atribuye los pensamientos, es un constructo mental producido por estos mismos pensamientos, y que el único sujeto real de la experiencia mental es un organismo con un cerebro enraizado en el cuerpo a través de unos 150 millones de kilómetros de nervios.

Subjetividad e irreductibilidad de nuestras vivencias La inefable subjetividad constituye el tema predilecto de todos los fenomenólogos,

cuyo punto de partida filosófico han sido siempre los datos subjetivos de la conciencia. Notaremos asimismo que, tras el ocaso del dualismo ama/cuerpo, esta subjetividad se ha convertido en el último refugio de muchos filósofos y de algunos científicos que buscan la trascendencia más allá de la naturaleza. El pretendido misterio de la subjetividad ha reemplazado a la creencia en un “alma” inmaterial.

Pero estas observaciones no nos pueden hacer olvidar que el problema que los fenomenólogos ponen sobre el tapete es un asunto de interés científico. No podemos ignorarlo, como parece hacerlo Dennett. Pues los fenómenos mentales, a los que nos hemos referido como “melodías neuronales”, son producidos por un sujeto o, si se prefiere, se producen dentro de un sujeto.

Considero que el “yo” no es un mito -como reza el título del libro de Llinás (2002)- ni es una ilusión (palabra que utiliza Ramachandran, 2009). Al menos no más

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de lo que pueden ser mitos e ilusiones otros constructos teóricos como lo es una galaxia o una universidad. Pues “ilusión” y “mito” me parecen palabras desafortunadas para hablar del “yo”. Prefiero hablar de él como de un constructo que nos remite a un sentimiento de unidad corporal, de unidad de la experiencia interna y de continuidad temporal.

He subrayado la utilidad de separar el problema sobre la producción de los fenómenos mentales (texto anterior), que sería el problema de los “qualia” o sensaciones subjetivas (colores, sonidos, dolores…), diferenciándolo la cuestión del “yo”. Tal distinción se corresponde con otra que atañe a lo que llamamos “conciencia”: pues no es lo mismo hablar de ella como experiencia subjetiva que considerarla como “autoconciencia” o conciencia de sí mismo o del sujeto

Hay que reconocer que tales distinciones no son habituales entre los filósofos de la mente ni entre los neurólogos que se ocupan de estos temas. De manera que en estos campos seguimos trabajando con términos imprecisos, sobre cuyo significado no hay consenso. Ni pienso que lo habrá en mucho tiempo.

Dos precisiones más sobre el tema de los procesos mentales, antes de abordar el tema del sujeto y de la autoconciencia: debemos notar, en primer lugar, que los procesos mentales se producen únicamente en nuestra cabeza; y que, además, ninguno de ellos, tomado aisladamente, es consciente de sí mismo. Por ejemplo, mi percepción de la ventana no es consciente de sí misma. Soy “yo”, y no ella, quien es consciente de tener dicha percepción. Como mi visión de una casa, el recuerdo de un amigo o la decisión de ir al médico, no son conscientes de sí mismos, aunque el conjunto de estas experiencias subjetivas sí que es consciente de tenerlas. Más aún, ellas constituyen nuestra conciencia del mundo y de nosotros mismos (autoconciencia).

Porque puede haber pensamientos sobre otros pensamientos y sobre sus relaciones, y todos ellos pueden ser fijados durante un tiempo, evocados y reproducidos. Una parte del cerebro puede actuar sobre otras de sus producciones, manteniéndolas, enlazando unas con otras, reconstruyéndolas, reflexionando sobre ellas, etc. ¿Es el cerebro nuestro “yo”? ¿O es otra cosa?

Del mismo modo que no necesitábamos postular ninguna entidad intermedia entre las neuronas y sus melodías, tampoco hallaremos ninguna otra entelequia, se llame mente, conciencia, o cualquier otra, que medie entre el sujeto y sus pensamientos. Pero ¿qué o quién es ese sujeto que piensa? ¿quién es ese “yo” al que consideramos consciente de sus acciones y pasiones? En mi opinión, encontramos aquí el verdadero problema de la subjetividad, de esa característica que suele atribuirse a los procesos mentales, como si sólo fuera propia de ellos.

¿Dónde está el misterio? Cuando Chalmers o Searle hablan de la irreductibilidad de la conciencia se

refieren a la imposibilidad de explicar la experiencia subjetiva mediante descripciones “objetivas” o -para no utilizar el comprometido término “objetivo”- mediante descripciones en tercera persona. Pues, como ellos aducen, la propia experiencia sólo puede ser sentida y descrita en primera persona, y siempre aparece como algo distinto y e irreductible a cualquier actividad neuronal que pueda ser percibido desde fuera por una tercera persona.

Por mi parte, pienso que en estas afirmaciones fenomenológicas hay una parte que resulta obvia o trivial, pero que se mezcla con un falso razonamiento que les lleva a concluir que la experiencia subjetiva no es algo físico ni algo objetivo. Y creo que no conviene no mezclar el aspecto obvio con el razonamiento falaz.

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En efecto, pocos confundirán la experiencia que alguien tiene acerca de un objeto o de una situación con la descripción o la explicación que de ella hace un observador externo; y tampoco serán numerosos los que la confundan con la descripción que uno mismo dé acerca de su propia experiencia. Pues obviamente, no es igual tener una experiencia que describirla o explicarla. Pues la descripción no es la experiencia misma, como el dibujo de la pipa no es la pipa; del mismo modo que es diferente tener una caída que explicarla mediante la fuerza de gravedad o el coeficiente de rozamiento de la piedra resbaladiza. Vaya o no por buen camino la hipótesis que hemos propuesto para explicar cómo se producen los fenómenos mentales o los qualia, parece obvio que aunque la ciencia los llegue a explicar, no por ello los científicos podrán sentir las experiencias de otras personas o tener sus sensaciones. Del mismo modo que ninguna explicación de cómo se produce la sensación de color o de dolor podrá sustituir a la experiencia del color o del dolor. Resulta imposible sentir lo que otro siente, por mucha empatía que uno derroche. Como tener la experiencia de los colores cuando uno es ciego. Pues tener una experiencia no es explicarla, y viceversa: explicar cómo se ha producido, no es experimentarla.

Pero aquí no hay ningún misterio, ni problema que no pueda desentrañarse. Pues la experiencia es siempre personal. Como dijo el marinero al Conde Arnaldos “yo no digo mi canción sino a quien conmigo va”5. Porque de obviedades como las dichas sólo se pueden extraer dos afirmaciones: 1) Que nadie puede tener la experiencia que otros tienen, ni puede tener las experiencias que no tiene (como la neuróloga María no tiene la de los colores) y 2) Que ninguna explicación científica puede sustituir a la experiencia subjetiva.

Sin embargo, de ahí no se puede concluir lógicamente -como pretenden hacerlo Nagel (1974), Jackson (1986) o Chalmers (1995, 1996, 1997), e incluso, de manera más sensata, Searle (1992, 1997)- que no se pueda explicar científicamente, en tercera persona, cómo se ha producido tal experiencia subjetiva. Pues la experiencia la tendrá quien pueda tenerla, pero a la ciencia le atañe el explicar cómo se produce tal experiencia. Del mismo modo que un físico puede explicar la ebullición del agua sin tener que tener la experiencia de que hierva en una olla el agua de sus células.

Estamos de acuerdo en que ninguna explicación puede sustituir o reemplazar a la experiencia, y que ésta no puede ser reducida a explicaciones o descripciones, ni hechas en tercera persona ni en primera. Pero nada impide que la ciencia se proponga explicar cómo se producen las experiencias subjetivas.

¿Cuál es, pues, el verdadero problema de la subjetividad de los fenómenos mentales? ¿En qué consiste ese Hard Problem, al que pretenden situar fuera del alcance de la ciencia? Habiendo dividido en dos este problema, siguiendo la distinción que ya trazaron Locke, Hume o Ayer entre el “je” y sus “pensées” y habiendo explorado en el primer texto la emergencia o producción de estos últimos, pienso que el problema ha quedado reducido a la pregunta sobre el sujeto que piensa: ¿es mi organismo entero? ¿es mi sistema nervioso? ¿es mi cerebro o una parte de él?

Pero antes quisiera hacer una nueva advertencia: Chalmers ha complicado todavía más su hard problem al incluir el problema de nuestra conciencia dentro de un problema, más universal: el de la experiencia. Para él, tener conciencia equivale a tener subjetividad y ello significa tener experiencia. Trata los tres términos como 5 El romance del conde Arnaldos podría ser una buena metáfora de la mente, de esa canción maravillosa del marinero, de ese cantar “que la mar ponía en calma / los vientos hace amainar / las aves que van volando / al mástil vienen posar / los peces que andan al fondo / arriba los hace andar”. Un cantar íntimo, como muestra el final del romance: “Allí habló el infante Arnaldos / bien oiréis lo que dirá/ Por tu vida el marinero / dígasme ahora ese cantar. Respondiole el marinero / tal respuesta le fue a dar / Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va".

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equivalentes. Por ello, al afirmar que todas las cosas tienen experiencias de sus interacciones, deduce que todas las cosas -como es el caso de un simple termostato- también tienen subjetividad y conciencia. Este razonamiento permite a Chalmers concluir que la subjetividad o la conciencia es una propiedad primaria y universal de la materia, como lo son la gravedad, o el electromagnetismo. Se trataría de una propiedad que se despliega conforme aumenta la riqueza y complejidad de los seres (inorgánicos, vivos, inteligentes…). Resumidamente: en toda interacción tendremos una aproximación externa, descrita en tercera persona y otra perspectiva desde el interior, la propia experiencia. Ambas tienen la misma estructura, o aportan la misma cantidad de información; pero la interna no es reductible a la externa. Como todas las cosas del mundo tienen su experiencia interna, diremos que tienen conciencia; y como la ciencia física no tiene en cuenta esta dimensión deberemos cambiar la física actual para hacerle un hueco.

De este moderno panpsiquismo surgen algunas confusiones: 1. Al hacer extensivo el problema de la subjetividad a todos los seres, Chalmers

deja de atender a la explicación específica de la subjetividad humana, que, sin embargo, es la que nos interesa en estos momentos. Chalmers deja de lado el campo de la Filosofía de la Mente (humana) para ocuparse de otro problema ontológico más universal.

2. Al considerar que todos los entes “materiales” tienen experiencia nos obliga a discutir sobre qué es eso de “tener experiencias”; y previamente a aclarar a qué llamamos “ente material”, es decir, cuáles son los sujetos de tales experiencias. Por ejemplo, una piedra que sufre la dilatación del calor o que es golpeada por el cincel del escultor tiene una experiencia, pero ¿es igual o es diferente a la que tienen cada una de sus moléculas, o a la que tiene cada uno de los trozos que resultan al romperse? Porque cada una de sus partes y moléculas tiene una experiencia distinta a la de las otras y distinta también a la experiencia que tiene la piedra entera que se fragmenta o la de cada uno de sus fragmentos. ¿Hay, pues, multitud de experiencias superpuestas: las de todas las infinitésimas partículas que componen la piedra y, además, las de cada fragmento de piedra y, además, la de la piedra como un todo?

Y si pasamos al caso del hombre ¿estamos hablando de la experiencia de cada una de las células que muere al hacernos una herida en la rodilla o al pinzarnos el dedo con la puerta? ¿O de la experiencia global de todo el organismo? ¿O a la experiencia que tiene lugar en el cerebro? Debemos, pues, precisar quién es el sujeto de la experiencia, dado que “yo” no tengo la experiencia que tienen mis células heridas sino la de los impulsos que me trasmite el sistema nervioso.

La subjetividad y la experiencia consciente Con esta última reflexión nos acercamos al corazón del problema. Pues lo que nos

caracteriza no es que nuestro cuerpo tenga una experiencia del calor, o del golpe en la rodilla, ni que las neuronas de nuestra retina se activen ante la sonrisa de un ser querido. Como he dicho, la experiencia que tienen las células dilatadas por el calor, las aplastadas por el golpe o las que son afectadas por la luz, es algo diferente a lo que nosotros consideramos nuestra experiencia. Claramente, la nuestra no es la experiencia de las células.

Pues las vivencias que conocemos, aquéllas de las que decimos que tenemos conciencia, se producen en el cerebro y son un efecto colectivo de las neuronas que en

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él trabajan. Basta con que anestesiemos a una cierta altura el nervio que trasmite la información de nuestro dedo chafado o de nuestra piel rasgada para que dejemos de experimentar cualquier sensación, e incluso dejemos de percibir nuestro dedo. Y, sin embargo, las células del dedo siguen experimentando exactamente lo mismo que experimentaban antes de la anestesia del nervio, una experiencia que nosotros somos totalmente incapaces de imaginar, con o sin anestesia. Aunque los conos y bastones de la retina reaccionen ante las variaciones de luz y color, si el nervio óptico está dañado, nada veremos; y nada oiremos si los nervios que parten del oído interno no logran transmitir sus variaciones a las neuronas de la corteza cerebral. En resumen, si no somos capaces de sentir lo que siente un murciélago (Nagel, 1974) tampoco somos capaces de sentir lo que sienten nuestras células aplastadas o simplemente activadas. Como he dicho, “nuestra” experiencia no es la de ellas.

Por desgracia, cada día hay más accidentes que producen graves tetraplejias. Por ello popularmente conocido que nada de lo pueda afectar las piernas de un tetrapléjico se traduce directamente en experiencia consciente, por la misma razón que ninguno de sus deseos voluntarios consigue moverlas. El paralítico no percibe la experiencia que tienen sus piernas y de sus células, pero no podemos decir que las piernas (o las células que las componen) no tengan experiencia alguna en el sentido que Chalmers ha dado a este término.

Por eso, cuando hablamos de la experiencia y de la subjetividad humanas deberíamos tener presente que nos referimos a fenómenos que se producen única y exclusivamente en el cerebro, aunque provengan de procesos y sucesos originados en otros lugares del cuerpo. Esto es claro porque no tenemos experiencia directa de lo que afecta a nuestro cuerpo, por ejemplo a un dedo (ya esté cortado y separado de la mano, ya inserto en ella) si tales afecciones no se traducen en impulsos nerviosos que lleguen al cerebro. Como tampoco tenemos experiencia directa de todo lo que pasa en nuestro cerebro.

Con estas observaciones he pretendido desmitificar el tema de la experiencia personal o el hard problem. Porque no hablamos de lo que nuestro cuerpo -y cada una de sus partes- experimenta directamente, sino de nuestra “experiencia mental” consciente, es decir, de un cierto efecto que tales acontecimientos producen en el cerebro.

El sujeto de la experiencia. Los “yos” Si se acepta esto como evidencia podemos pasar a tratar el problema del “sujeto”

humano, o de los distintos “yos”, o de las distintas entidades a las que damos el título de “yo” en diferentes contextos.

Y al hablar de “yos”, en plural, no me refiero aquí a los distintos “yos sociales” de James, sino a los variados referentes que suele tener el término “yo”, tales como:

- el “yo” psicológico, como concepto, o autoconcepto, ligado a la autoestima -que es otro término psicológico-. Es la idea que nos hacemos de nosotros mismos. Este “yo” es muy cambiante, en dependencia del momento y de las circunstancias. - el sentimiento o sensación de “mi mismo” como sujeto de actos, pensamientos, sensaciones y decisiones; un yo que parece permanecer a lo largo de nuestra vida y que está ligado a la historia de un organismo pensante. - el cuerpo entero, el organismo; un “yo” semejante a otros seres humanos con los

que se encuentra en el mundo; un organismo con sistema nervioso concentrado en un

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cerebro que le proporciona capacidad de pensar, decidir, hablar, etc.; esto es, un organismo con mente. Se trata del sujeto último, biológico, del que salen los otros “yo”, a los que contiene.

El cerebro hace parte de este organismo, de modo que podemos decir que todo lo haga el cerebro o todo lo que le suceda lo hace el organismo entero o sucede dentro de él6.

Teniendo en cuenta todos estos matices, podemos abordar el tema del “yo” cartesiano que piensa, el fenoménico, es decir, de ese sujeto interno en el que parecen tener lugar todos los procesos mentales. Incluso, en algunos casos patológicos, parece un observador externo de su propio cuerpo. Un “yo” que también puede estar dsociado, coexistiendo en tal caso, de forma alternativa, varios “yos” dentro de un mismo ser humano. Este “yo” íntimo lo distinguiremos del “yo” externo u organismo, que sigue siendo el mismo a pesar de las disociaciones o de la pluralidad de identidades asumidas.

Nuestra experiencia de este “yo”, o de nosotros mismos como sujetos de actos mentales, nos parece obvia por sernos tan familiar. Por lo que no solemos cuestionarla. Más aún, con frecuencia compartimos con Descartes la sensación de ser un “yo” pensante que podría ser ajeno a nuestro cuerpo o que no se identifica enteramente con él. Y algunas personas profesan más afecto a ese yo “interno” (que percibe y decide, que tiene una ética, ideales y gustos estéticos, que siente amor y sufrimiento, etc.) que al resto del cuerpo. A estas personas el cuerpo les parece externo; para algunas es, incluso, detestable. O como Platón y Santa Teresa, pueden sentirlo como una cárcel que limita sus aspiraciones a otra vida mejor.

Con respecto a ese sujeto interno de la experiencia sostenemos: a) Nuestra habitual percepción de un “yo”, o nuestro sentimiento de serlo, puede acompañar (o suceder inmediatamente) a cada uno de nuestros actos mentales concretos, pero es algo distinto de todos ellos. No llega a ser un “yo” sustancial, una entidad separada, pero tampoco se disuelve en el conjunto de los actos mentales o no se reduce a ellos, como pretendía Hume. Es decir, no es una ilusión sino que es “algo” que debemos concretar. b) El que no se disuelva en el conjunto de los actos mentales no quiere decir que pueda existir sin ellos. Por el contrario, afirmaremos que es su producto. c) La experiencia de ser un “yo” no es innata ni trascendental, sino que es algo que se va elaborando. No hay un sujeto o una mente que preexista a los procesos que hemos denominado “mentales”, sino que tal sujeto es construido por estos. d) Lo único que preexiste a los actos mentales son las bases biológicas que los harán posibles, tales como el organismo, el sistema nervioso o el cerebro.

6 A decir verdad, hay otros “yo” que también nos interesan; son los sustratos biológicos o

neurológicos de los anteriores: - el ADN y el sistema inmunológico, que garantizan la continuidad del “yo” como organismo a lo largo de

la vida. - el sistema nervioso, que inerva células, órganos, músculos, etc.; sistema sensible a mucho de lo que

pasa en nuestro cuerpo, que registra sus variaciones y las organiza; constituye un “yo nervioso” dentro del “yo organismo”.

- el cerebro, que es el centro de ese sistema nervioso, en el que se encuentran muchos mapas interactivos del organismo junto con mapas del mundo externo, y desde donde parten los movimientos corporales y las conductas sociales. Ese cerebro que, aun trasplantado a otro cuerpo, pensamos que conservaría toda su historia personal.

- algún subsistema del mismo cerebro, como pudiera ser el tálamo-cortical en continuo diálogo por sus conexiones ascendentes y descendentes. Ampliado con la formación reticular, según otras versiones. O quizás otro subsistema donde se producen las experiencias conscientes, las cuales van constituyendo el “yo” interno de la experiencia o “yo” fenoménico.

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Con Hume, pues, convenimos en que tal “yo” interno no es una “sustancia” metafísica (ni espiritual ni material). Pero ello no nos autoriza a eliminar de la investigación científica nuestra sensación de unidad de las experiencias y continuidad a lo largo del tiempo. Neurólogos como Damasio o Edelman y Tononi, e incluso los mencionados Llinás y Ramachandran, proponen hipótesis y explicaciones científicas sobre ese yo unificador de la experiencia interna7.

Pero desafortunadamente pocos filósofos y científicos han adoptado una perspectiva constructivista para dar cuenta de la aparición del yo, tal como la caracterizó Piaget o anteriormente Hegel. Por ello, muchos neurólogos tienden a pensar -como la mayoría de nosotros cuando reflexionamos sobre este tema- que la sensación del “yo” que tenemos como adultos socializados la hemos tenido siempre, desde el nacimiento o incluso en el seno materno. A la manera de Fichte, colocan el “yo” como anterior al mundo que lo limita. Parecen aceptar que si el “yo” es algo (si no es una ilusión) entonces preexiste o precede a las sensaciones y demás pensamientos que en él se dan.

Sin embargo, esto solo muestra una falta de perspectiva temporal y social. No pensar en la ontogénesis 8del “yo”. Lo cual es lamentable, pues pienso que muchos problemas podrían abordarse más fácilmente si se considerase que el “yo” interno no viene dado “a priori” sino que él mismo es un producto mental, una síntesis de muchos otros procesos mentales de los que emerge. Que surge cuando las experiencias de un individuo se van organizando hasta llegar a establecer una distinción entre lo interno y lo externo, entre un “yo” y un “no-yo”. Todo lo cual exige un largo proceso de coordinación.

En lugar de un sujeto que perciba, que piense o que desee, lo primero que tiene lugar en nuestra cabeza son las percepciones, pensamientos y decisiones (digamos que se trata de “melodías neuronales"). Ellas irán constituyendo el “yo interno” en la medida en que se vayan organizando de forma congruente. Tal organización sintetizará las percepciones actuales relativas a nuestro propio cuerpo y a nuestros pensamientos, pero teniendo en cuenta, además, que todas ellas se hallan ligadas a otras experiencias anteriores, establecidas a lo largo de nuestra historia. Por ello cualquier sensación puede evocar tanto la situación actual de nuestro cuerpo como retazos de nuestra biografía con los que conecta.

Sostenemos que este “yo” interno, aunque tenga sus bases neurológicas y biológicas genéticamente preparadas, es siempre un producto de las experiencias personales que hemos tenido a lo largo de la vida.

Diversos científicos han intentado localizar los núcleos principales donde se produce el sentimiento del “yo”. Así Llinás (2003), Damasio (1994), Edelman y Tononi (2000) e incluso Ramachandran (2009). Sin embargo a menudo han fundido -bajo el paraguas general de problema de la “conciencia” o de “la subjetividad” o de los “qualia”- los dos problemas que yo he distinguido: el de la producción de la experiencia mental consciente (algunas de esas “melodías neuronales” de las que hemos hablado) y el del “yo” como pretendido sujeto de las mismas.

Pero si acertamos a separar ambos problemas, resultará legítimo afirmar que se puede producir un mundo fenomenológico de imágenes, recuerdos, etc. (las “melodías neuronales”) sin que haya un sujeto interno que se las atribuya. De manera que el pensamiento, las melodías, estarían ahí, simplemente oducidas. No serían ni objetivas

7 Veo que Damasio 2010 le ha dedicado un especial interés, como una corrección a Llinás. 8 La perspectiva filogenética de la mente, el yo y la consciencia no ha sido, sin embargo, olvidada, con el estudio de la evolución del cerebro a través de las especies. La que ha faltado hasta ahora ha sido la mirada evolutiva al yo individual, al modo como hicimos discretamente Gómez Tolón y Carreras, 2003 o como la aborda Damasio 2010.

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ni subjetivas, pues serían anteriores a la distinción entre lo interno y lo externo, entre el “yo” y el “no-yo”. Sólo en un segundo momento, al entre-organizarse estas experiencias llegarán a constituir el sentimiento del “sí mismo” y, después del sentimiento, la idea de ser un sujeto.

Neuro-psico-socio-génesis del yo. Una propuesta En Gómez Tolón y Carreras (2003), así como en otras publicaciones posteriores,

he presentado un panorama de lo que podría ser la progresiva formación neurológica y psicológica del “yo”, a lo largo de un proceso definido como “neuro-psicogénesis de la consciencia”.

La perspectiva que allí adoptamos tiene sus precedentes en la psicología evolutiva, y se apoya empíricamente en la progresiva maduración de áreas y funciones cerebrales a lo largo de la infancia. Pudiéndose distinguir distintos pasos o escalones en la formación de ese “yo” consciente.

No podemos dejar de lamentar que, a pesar de asentarse en la psicología y la neurología, esta perspectiva “ontogenética” esté ausente en la mayor parte de los estudios sobre la conciencia. Quizás en este olvido radica la impotencia de muchos autores (no sólo de Chalmers) para dar cuenta de la subjetividad del adulto humano.

Pues la separación clara entre el “yo” y lo “no-yo” es progresiva, aunque sólo se manifieste abiertamente con la adquisición del lenguaje; y aun entonces se trata de una distinción imprecisa e incompleta con muchas confusiones e interferencias entre los dos lados de esta frontera9.

Tal distinción no es posible sin una conciencia corporal bastante desarrollada, esto es, sin la percepción de la unidad de las partes cuerpo, considerado éste como algo diferente de otros cuerpos y del resto de cosas que tienen una existencia aparte. A su vez, ello presupone la idea de “cosa” o la percepción de un mundo de “objetos”, lo que supone ya una gran coordinación de áreas cerebrales. Un esquema de tales hitos, cuya exactitud y cronología pueden ser discutidas y corregidas en sus detalles, es el siguiente:

9 El uso del lenguaje permite hablar de un sujeto, ya sea en primera persona (“yo quiero...”) o en

tercera persona (“nene quiere…”). Ahora bien, a pesar de que se hayan dado todos los pasos psicológicos y neurológicos necesarios para que el niño comience a hablar en primera persona, todavía subsiste, en un primer momento, mucha confusión cuando se trata de distinguir entre lo que es el mundo mental, como sueños, relatos e imaginaciones, y lo que son sucesos externos. Esto se va precisando paulatinamente sin que –ni aún de adultos- logremos fijar una frontera precisa entre lo que viene del exterior y lo que sólo es producto de nuestra actividad interna. Para comprobarlo no hace falta tener alucinaciones extraordinarias, pues siempre estamos interpretando lo que nos viene de fuera, enmarcándolo en unidades significativas, en esquemas ideales, proyectando en ello nuestras idealizaciones, nuestros sueños y nuestros miedos. Tampoco quedará precisada nunca la frontera entre nuestro cuerpo físico y el mundo, en contacto recíproco continuo a través de la respiración, la ingestión, el metabolismo, la acción, etc.

A pesar de sus difusas fronteras, este mundo interno lo vamos contraponiendo progresivamente al mundo externo, a ese que está fuera de nuestro dominio, que es común para todos, que tocamos y por el que circulamos, a ese mundo que tenemos que repartirnos –a menudo agresivamente- entre todos.

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MADURACIÓN NEUROLÓGICA PSICOGENESIS 1 El cerebro interno está preparado en el

nacimiento Propiocepción y exterocepción, analizador rítmico, memoria emocional (amígdala) y objetual (hipocampo)

Diferenciación progresiva entre el sujeto orgánico y la madre y otros objetos del mundo.

2 Maduración del Tálamo Diferenciación de diferentes sistemas sensoriales y su modulación.

Síntesis sensorial-emocional. Posibilidad de atención selectiva (no reflexiva) a unos estímulos distintos de otros y del contexto.

3 Sistema Talamo-cortical Permite la realización simultánea de acciones automáticas y atencionales

Diferenciación y síntesis del yo agente y el yo sintiente, observador o atencional. Segmentación funcional de la motricidad dirigida a objetos

4 Sistemas corticales Posibilidad de representación, simbolización, lenguaje y reflexión

4.a a) Corteza parietal, occipital y temporal Conciencia corporal y del mundo circundante

4.b b) Corteza frontal Lenguaje y el yo reflexivo 5 Conexión interhemisférica Reflexión sobre el yo reflexivo

Tabla 1. Sinopsis de procesos neurológicos y psicológicos que dan lugar al “yo” En el proceso de construcción neuro-psico-social del “yo” hay algunas etapas

fundamentales, que he señalado, como la coordinación sensorio-motriz, la percepción de un yo actor y un yo espectador, el uso del lenguaje (que organizará y socializará las experiencias mentales o permitirá hacerlas objeto de reflexión y de comunicación), la conexión entre los dos hemisferios, el dominio de la reflexividad sobre uno mismo y la percepción de un “yo” que se percibe como un sujeto capaz de reflexionar sobre sí mismo. Por supuesto, la explicación de esta génesis neurológica y psicológica del “yo” no puede omitir una consideración social, que tenga en cuenta cómo la percepción de otras personas me lleva a verme a mi mismo como persona (Strawson, 1959); o cómo llego a ese objetivo también a través del enfrentamiento con ellas (Sastre, 1943, tras la Fenomenología del Espíritu de Hegel); o cómo la representación que tengo de mí mismo depende del reflejo que los demás me envían (teoría del espejo de James, 1980), Cooley, 1902) y Mead, 1934); de cómo me consideren y valoren en comparación con otros, ya sea mediante palabras, narraciones y descripciones, ya a través de otras formas de comunicación humana (Gergen, 1991; o que considere las teorías de las identidades sociales (Tajfel, 1972, 1981) o de las identidades culturales, teorías que hacen hincapié en cómo nos moldean aquellos grupos sociales o culturales con los que nos identificamos. Claramente, nuestra biografía personal, la que da forma a nuestro “yo” es también una socio-biografía.

En síntesis, esta perspectiva ontogenética defiende que los fenómenos mentales conscientes, pueden producirse en las primeras etapas de la vida humana y también en muchos animales superiores sin que ello implique que haya un sujeto que se los adjudique como suyos. Posteriormente, cuando estos objetos mentales se organizan entre sí y llegan a un cierto grado de complejidad, se llega a establecer una distinción

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entre todo lo que tiene un origen dentro de nuestro cuerpo –incluido nuestro pensamiento- y lo que viene de fuera; es decir, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre el “yo” y el “no-yo”. Pero no hay ningún indicio empírico de que tal distinción sea originaria o a priori; al contrario se comprende mejor como un constructo a posteriori, semejante al resto de nuestros constructos mentales.

Tal “yo” consciente tiene una base neurológica, pero las conexiones concretas que lo constituyen son resultado de la biografía de cada uno; se han ido formando a través de la historia de sus experiencias conscientes. Este sistema de conexiones puede ser reactivado o evocado en cualquier momento, aunque siempre aparezca de forma fragmentaria.

De manera que la experiencia en primera persona puede entenderse de dos maneras: o bien como la experiencia de un organismo –experiencia individual que no puede ser tenida por ningún otro cuerpo-, o bien como una experiencia mental que tiene lugar en el cerebro humano y que solemos ubicar dentro de ese “yo” interno que hemos ido construyendo. Por supuesto, ni una ni otra de estas experiencias puede ser tenida por otros cuerpos u otros “yos”. Pero en ninguno de los dos casos tal imposibilidad (ontológica) constituye un misterio insondable que impida dar una explicación (epistemológica) en tercera persona de cómo se producen en nosotros los qualia o experiencia personal.

¿Qué añade el problema de la subjetividad al anterior problema sobre cómo se producen los fenómenos mentales? Solo añade la sensación de que los qualia se producen en un sujeto. Esto quiere decir solamente que el cerebro, además de producir esas “melodías neuronales” conocidas como qualia, ha unificado un gran conjunto de tales sensaciones que le representan como un sujeto continuo a lo largo de su particular historia. Tal complejo de sensaciones y verbalizaciones interconectadas, al que llamamos “yo”, tiene una genealogía o génesis.

Por supuesto, no es preciso que este “yo” nos acompañe en toda cognición, como pretendía Kant de su sujeto trascendental. Basta con que esté en disposición de activarse, y que se active de vez en cuando, aunque siempre lo hará de forma parcial o fragmentada.

Como corolario diremos que esta perspectiva del “yo” como centro unificado y unificador de la experiencia interna proporciona una consideración nueva de los fenómenos de disociación en todas sus manifestaciones, desde la simple concentración o abstracción psicológica, a la personalidad múltiple, pasando por las disociaciones verbales-emocionales o por las experiencias de estar fuera del cuerpo.

En efecto, la desconexión de unas funciones cerebrales con otras, de diversos módulos entre sí, no aparece como resultado de una explosión, o de la fragmentación de una unidad preexistente, sino como una laguna o un fracaso en el proceso de unificación de nuestra actividad mental. Esto es, como una unificación imperfecta o fallida, que tiene unas manifestaciones normales y cotidianas, pero que puede alcanzar niveles patológicos cuando se construyen muros entre los diversos componentes de nuestro “yo” (sensoriales, propioceptivos, afectivos, decisorios, motores, etc.) hasta llegar a la despersonalización o a la construcción varios núcleos organizadores de la experiencia, como el caso de la personalidad múltiple.

Algunas de estas desconexiones pueden tener un origen traumático. Por ejemplo, está bastante aceptado que muchas víctimas de malos tratos y abusos sexuales durante la infancia son incapaces de verbalizarlos. O que un golpe en la cabeza puede hacernos desconectar de nuestra historia personal (amnesia). Otras desconexiones son más cotidianas: así una atención concentrada, casi hipnótica, nos desconecta de los ruidos y voces del mundo exterior, a la manera de cuando dormimos. También se pueden

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considerar normales las experiencias de estar fuera del cuerpo o la absorción (Cardeña, 1994; Kihlstrom y Hoyt, 1990; Putnam, 1997); incluso ciertas experiencias religiosas o de posesión, frecuentes en algunas culturas (Bourguignon, 1976; Golub, 1995; Goodman, 1988) son así consideradas. Por su parte, nuestros diferentes roles sociales -sin hablar de las vidas ocultas o de las diferentes etapas incompatibles de una vida cambiante- ponen en juego programas de pensamiento y actuación autónomos, que con dificultad se conectan entre si, sin que lleguemos a considerar patológico su relativo aislamiento. Los grados más altos de disociación, como la personalidad múltiple son, naturalmente, menos frecuentes.

Steinberg (1995, 2000), redactora principal del apartado dedicado a la disociación en el DSM IV, es quizás la principal defensora tanto de la gran frecuencia de fenómenos disociativos como de su gradualidad. En cualquier caso, se trata siempre de partes de nuestro yo que no están conectadas o sincronizadas. Y cuando le sea requerida, la labor del terapeuta será la de ayudar a enlazar los módulos y funciones desconectados: sensaciones con emociones, presente con pasado o lenguaje y experiencia, etc., dado que la disociación no es más que una unificación fallida o incompleta.

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Texto 3. La causalidad de lo mental o el poder de la mente.

He hablado en los textos anteriores acerca de la materialidad de la mente y su emergencia, así como sobre la subjetividad y el sujeto mental. En ambos casos he criticado a los amigos de los misterios, los cuales piensan que mente es algo tan extraordinario que, paradógicamente, será siempre incapaz de explicar su propio origen. Otro pseudomisterio ligado a los anteriores, pero que se ha complicado por el materialismo ingenuo (bajo presupuestos fisicalistas y mecanicistas) que criticaba el misterismo, es el de la interacción de lo mental con el resto del mundo físico.

A continuación discutiré, pues, cuál es la función y la eficacia de lo mental consciente, dando por conocida su naturaleza física y, por tanto, su posible coordinación y competencia con otros módulos o sistemas inconscientes del cerebro.

Entre sus principales funciones, señalaremos la de unificar, seleccionar y organizar nuestras experiencias a un nuevo nivel, que se superpone al meramente computacional. También la de potenciar la comunicación y posibilitar la reflexión. Introducción.

El clásico problema de la interacción del alma con el cuerpo ha causado quebraderos de cabeza a todas las teorías dualistas. A Platón le obligó a cambiar sus ideas sobre la psique: a dejar de considerarla una sustancia simple y muy probablemente inmortal (Fedón) para llegar a describirla como dividida en tres partes (República) estando sólo la parte superior relacionada con las ideas. Y poteriormente, a separar el alma en cuanto inteligencia del alma en cuanto vida o en cuanto motor que se mueve a sí mismo (Fedro, Las Leyes).

Descartes, reformuló el paradigma dualista del hombre en la edad moderna, aunque defendiendo la interacción entre el alma, sustancia pensante e inmaterial, y el cuerpo, res extensa, sujeto a las leyes de la mecánica o del movimiento. Interacción en los dos sentidos: de las sensaciones corporales a la mente y de las decisiones de la mente hacia el cuerpo, cuyas pasiones y movimientos podía controlar. Imaginó un tipo de contacto por presión de fluidos en la glándula pineal. Tal interacción, sin embargo, escandalizó a otros filósofos racionalistas, como Spinoza, a quienes les parecía imposible concebir cómo pueden interactuar recíprocamente dos entidades que no tenían nada en común. Mientras Spinoza optaba por una alternativa monista, y pensaba que la constitución de nuestro cuerpo podía explicar todas nuestras acciones y pensamientos, otros filósofos desarrollaron teorías que pueden parecernos extravagantes, como el “ocasionalismo” (Malebranche) o la “armonía pre-establecida” (Leibniz) para negar la interacción entre lo mental, de naturaleza espiritual, y lo físico.

En la reciente Filosofía de la Mente esta interacción ha causado igualmente problemas a las teorías dualistas (Eccles, 1980, 1989, 1994), o mistéricas (McGinn, 1991, 1992). Pero también ha originado verdaderos embrollos dentro de las divididas y enmarañadas filas materialistas. Pues se puede decir que la proliferación de teorías dentro de esta familia, tales como las diversas de la identidad (desde Smart y Place hasta Kim), del doble aspecto (Spinoza, Russell), el epifenomenalismo (desde Huxley a Jackson, y Pockett), el monismo anómalo (Davidson) y otros materialismos no reductivos (Sellars, Rorty), es impulsada, en gran medida, por cuestiones relativas a la

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acción de la mente sobre el cerebro: diferentes concepciones de lo que es físico no, leyes y determinismo causal versus libertad en el mundo físico y en el mental, etc.

Muchos de sus embrollos provienen de una cierta adherencia dualista, algo paradójica en autores que se proclaman materialistas, puesto que parecen presos de antiguas concepciones acerca de la contraposición entre materia y mente. En parte, estas paradojas surgen de concepciones mecánicas de la causalidad, cuando no de prejuicios fisicalistas.

Pues con demasiada frecuencia se piensa que el materialista debe ser un defensor del viejo fisicalismo, alguien que “reduce” toda la realidad a unos elementos simples “materiales”: aquéllos de los que se ocupaban los físicos en cada periodo histórico (átomos, partículas elementales, fuerzas, supercuerdas, etc.).

Como contrapunto inevitable, se piensa que lo mental consciente –caracterizado por tener un carácter subjetivo, que no encajaba bien como entidad dentro del programa fisicalista- no es más que un epifenómeno, un producto bastante inútil del cerebro, un residuo de su actividad, que no puede tener influencia sobre el resto del mundo físico. Como se aprecia, excluir lo mental del mundo físico, o negarle eficacia sobre él, es una idea contaminada de dualismo..

La misma contaminación dualista puede hallarse en los argumentos que excluyen la eficacia causal de la mente sobre el cerebro o sobre el mundo físico porque ello implicaría una sobredeterminación de la conducta. Es decir, que nuestra conducta estaría enteramente determinada por el flujo causal de procesos físicos o neurológicos, por un lado, y, por otro lado, por el flujo de lo mental. Al considerar la sobredeterminación como un absurdo, de hecho, quienes argumentan de esta manera están presuponiendo que lo mental ¡no hace parte del mundo material o físico!

Por todo ello, parece necesario de nuevo precisar el significado atribuido a los términos “mente” y “materia”. En el primero de estos tres textos intenté hacerlo. Señalaba que el concepto de “materia” no es unívoco, sino que varía en cada nivel que consideremos (social, biológico, químico, atómico, partículas, cuerdas, etc.); un concepto que se contrapone al de “forma”, “información”, “orden” u “organización” de los elementos “materiales” organizados en cada nivel. Según ello, defendí anteriormente un modelo que reconoce diversos niveles de “materialidad”, o de organización de la materia, superpuestos, aunque irreductibles unos a otros. Se trataba –decía allí- de una teoría más próxima a Aristóteles que a Demócrito, aunque criticando también al maestro de Alejandro Magno.

Pero ¿por qué los emergentistas decimos que los niveles de materialidad superpuestos, como el de átomos, moléculas, células, organismos, sociedades, etc., son irreductibles unos a otros, o que tienen propiedades irreductibles a las de sus componentes? Pienso que, en el fondo, aquello que diferencia al emergentismo con respecto al reduccionismo fisicalista es que aquél reconoce que lo ordenado no es igual a lo desordenado; es decir, que el orden o la organización tienen un valor ontológico. Aunque con un modo de existencia diferente a la de los materiales ordenados, ellos también son (algo). Es decir, que el orden no es la pura nada, si algún significado tiene esta palabra. Por ello, toda organización (aunque se resultado del libre movimiento de materiales y de procesos que se inter-organizan) añade algo nuevo a la existencia de tales materiales. No es lo mismo por ejemplo, un organismo vivo, compuesto de células, que un montón o un agregado de tales células.

En cambio, para el reduccionista no hay “nada” más -ontológicamente hablando- que los materiales. Pues para él sólo éstos tienen verdadera entidad, sólo ellos son algo real. El atomismo de Demócrito es prototipo del fisicalismo, pero hay que advertir que su filosofía materialista no es la única que se atribuya tal nombre.

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En concreto, mi propuesta emergentista no es atomista ni fisicalista; converge con la ontología de Aristóteles al afirmar que el elemento formal no se reduce al material en ninguno de los niveles de organización del mundo (físico, químico, biológico, social). Sin embargo se aleja de de él cuando afirmo que la forma u orden es un resultado del libre movimiento y juego de los elementos componentes; no es un principio organizador que le llegue, desde fuera, a la materia. El emergentismo que defiendo coincide más plenamente con las teorías de la auto-organización al afirmar que los elementos naturales son capaces de organizarse entre si; como lo somos los hombres para formar una sociedad. Y al sostener que esta inter-organización hace surgir nuevas entidades con nuevas propiedades.

En resumen, el emergentista defiende que el orden es un producto o un resultado. Pero que, aún así, sigue siendo algo distinto a los materiales o elementos organizados. Como el viento difiere del aire o el tsunami del agua que se mueve. De manera que la actividad ordenada de muchas partes (moléculas de aire, gotas de agua) y su efecto sobre nosotros no se explican satisfactoriamente por la composición de estas partes tomadas aisladamente; y ello porque son fenómenos colectivos organizados.

En consecuencia, el orden tiene un influjo o un tipo de causalidad distinto del de la materia y la energía. No es una fuerza que produzca o modifique movimientos, como las fuerzas que estudia la mecánica clásica. Frente a tal causalidad mecánica, la del orden servirá para explicar por qué se producen ciertas regularidades y por qué se siguen ciertos cursos de acción y no otros energéticamente posibles. Así, un programa de ordenador viene a ser un ejemplo de la causalidad del orden, pues su acción consiste en canalizar o dirigir la energía que consume hacia la producción de resultados que resulten interesantes. La utilidad de tal programa y su contribución a la economía no están en proporción con la energía consumida sino con la inteligencia y los aciertos de su programador y del usuario. Una red de distribución eléctrica es otro ejemplo simple de organizar la energía de forma eficiente, canalizándola hacia donde interesa y evitando que se disipe inútilmente. Del mismo modo, una “organización” social puede coordinar provechosamente la fuerza o el trabajo de muchos hombres que, de no estar organizados, no alcanzarían los mismos resultados.

De manera semejante, los fenómenos mentales, al crear las unidades o los “objetos mentales” que nos son familiares, logran sintetizar y organizar eficientemente muchos procesos neuronales dispersos en el cerebro. Y añadiremos que esta función organizadora es lo que los hace funcionales para la vida. Posteriormente ella abrirá las puertas a otras funciones y a nuevas posibilidades de orden, como las que derivan de la reflexión y de la comunicación.

El selecto orden de lo mental y su eficacia sobre la conducta.

Estas largas consideraciones señalan la dirección que toma nuestra respuesta al problema de la causalidad de lo mental sobre otros procesos cerebrales y, a través de ellos, sobre nuestra acción en el mundo. Pues si afirmamos que la mente, o lo mental, influye en nuestra conducta no es porque creamos que la mente sea o posea una nueva energía, o una fuerza que venga a añadirse al resto del mundo natural. Tal “energía mental”, capaz de mover objetos o doblar cucharillas, no existe.

La causalidad mental es de un tipo diferente. Ella influye en nuestra conducta al re-ordenar ciertos procesos cerebrales selectos y, consiguientemente, al organizar y

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canalizar nuestras energías. Porque lo mental es un nuevo y selecto10 modo de organizar la experiencia y los planes de acción.

Volviendo a hablar mediante imágenes, podríamos comparar lo mental con una selección nacional de fútbol, cuyos jugadores constituyen un nuevo conjunto sin dejar de pertenecer a sus propios equipos. Del mismo modo, los procesos “mentales” no dejan de ser flujos de activación o inhibición neuronas, conexiones, refuerzos e inhibiciones de sinapsis, como cualquier otro proceso de transmisión y tratamiento de información que llevan a cabo las neuronas de la red. Los procesos mentales, en efecto, siguen siendo computacionales, del mismo modo que los jugadores seleccionados siguen jugando también los partidos ordinarios de las competiciones. Lo que sucede es que los jugadores de la selección acceden a nuevas experiencias, nuevos dinamismos y organizaciones, de las que todos salen beneficiados. De manera similar, los procesos mentales constituirán un cierto sistema elitista, abierto a nuevos horizontes y posibilidades.

Según esta imagen, el hecho de que la activación de algunas asambleas neuronales lleguen a producir conciencia no les priva de ser tan eficaces como las activaciones que pasan desapercibidas, y con las cuales seguirán compitiendo y colaborando. Los procesos mentales siguen siendo procesos informacionales, como otros procesos cerebrales; pero no todos los procesos computacionales del cerebro tienen la cualidad, añadida, de ser mentales.

Ahora bien, se objetará que esta eficacia de los procesos mentales sobre otros procesos neuronales inconscientes, deriva de su común naturaleza computacional; no es una causalidad específica de lo mental “en cuanto” mental, o de lo consciente “en cuanto” consciente. Y quizás por ser común con la de otros procesos neuronales esta eficacia es la única que algunos teóricos les reconocen algunos.

En efecto, un epifenomenista podría reconocer tal eficacia a los que llamamos procesos mentales en cuanto que éstos sean procesos cerebrales y computacionales como los demás, procesos de activación e inhibición de neuronas y de modificación de sus pesos sinápticos, pero tal eficacia no deriva de su cualidad de ser mentales o conscientes. En ese sentido –diría él- nada importante cambiaría en nuestra conducta si a tales procesos les suprimiéramos la propiedad de hacerse conscientes. Seguirían manteniendo su misma eficacia. En realidad –nos diría- todos los procesos que ahora son conscientes seguirían operando igualmente aunque no lo fueran. Los humanos podrían ser zombis o máquinas, sin que en nada cambiase su comportamiento.

Cuesta bastante creer -como lo piensa el epifenomenista- que una cualidad tan llamativa como es la consciencia se haya mantenido a lo largo de milenios en calidad de adorno, sin una función específica. Por lo que conviene preguntar cuál es la causalidad de lo mental qua mental ¿Cómo influye específicamente lo consciente en nuestras decisiones por el hecho de ser consciente?

10 Nuevo, filogenéticamente hablando, en cuanto que no todos los animales lo poseen, pues todo

hace sospechar que para producir ese mundo fenoménico es necesario un evolucionado sistema nervioso.

Y selecto, porque lo mental es producto de una selección y organización de diversos procesos cerebrales, originados por afecciones internas o externas relevantes para la adaptación.

Por supuesto, esto no quiere decir que los demás procesos cerebrales, inconscientes, sean irrelevantes o que no requieran respuestas. Hay mucha computación inconsciente en el cerebro, como la que controla la mayoría de los procesos vegetativos, los automatizados, las percepciones subliminales, lo no atendido, e incluso lo reprimido, que no dan lugar a conciencia. Algunos de estos procesos inconscientes pueden volverse conscientes; otros no. Muchos de ellos pueden ser muy importantes para la supervivencia, pero al ser constantes o habituales no requieren nuestra atención.

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A lo que respondemos haciendo observar que la producción de la mente es el camino que la evolución ha encontrado para unificar, seleccionar, reforzar y reorganizar muchos procesos neuronales importantes. Pues todas las funciones mencionadas, y otras, se llevan a cabo mediante la creación de nuestro mundo fenoménico.

La pregunta no es “¿cuál es la eficacia de lo mental por ser precisamente mental?” sino “¿Qué funciones específicas desempeña lo mental, aunque tales funciones pudiesen ser desarrolladas de otra manera o por otros mecanismos?” Pues ciertamente la evolución podría haber seguido otros caminos. Podríamos poseer y producir otros mecanismos para cumplir todas estas funciones. Sin duda. Pero, de hecho, la creación de nuestro universo “mental” sirve para ello: para unificar, seleccionar, reforzar y reorganizar muchos procesos neurobiológicos importantes. Y para facilitar su comunicación, la reflexión, el autocontrol, etc.

Ya vimos en la primera parte que la sincronización o coherencia venía a unificar muchas actividades neuronales. Y que podía ser un mecanismo clave en la producción de fenómenos conscientes. La conciencia, en primer lugar, atiende a ciertas informaciones globales y deja de lado muchos detalles menos importantes; es decir, selecciona o trata con preferencia ciertos procesos cerebrales que, en general, tienen importancia emocional o para la supervivencia. Resulta imprescindible seleccionar la ingente actividad neuronal que tiene lugar en nuestra cabeza y entre la gran cantidad de informaciones que procesamos en cada momento. La conciencia selecciona las más importantes de estas informaciones constuyendo unidades mayores (imágenes, sensaciones globales, etc.)

Sin duda, al ser enfocados con atención y seleccionados, estos selectos procesos cerebrales quedan resaltados sobre los demás, y por ello las conexiones que los producen son reforzadas. Tal refuerzo influirá en la conducta futura o en el curso posterior de los pensamientos.

Además, al conjugarse entre sí, los fenómenos conscientes van a constituir un nuevo orden y un nuevo sistema (o subsistema) cerebral. Van a tener su propia dinámica, como la tiene la aludida selección nacional de fútbol, la cual no creaba nuevos jugadores, pero combinaba y organizaba de forma original a los seleccionados. El nuevo orden, así seleccionado, se superpone a otras organizaciones de la experiencia, sin anularlas. Aparecerá así el nuevo mundo de la representación, que se irá organizando paulatinamente estableciendo un complejo sistema de vínculos11. Podemos suponer que este mundo lo compartimos, aunque de diferentes modos, con muchos animales; no sólo con los mamíferos.

El mundo así representado internamente va a posibilitar nuevas formas de comunicación. El descubrimiento en 1996 de las neuronas espejo por el equipo de Rizzolatti quizás nos ayude a comprender muchos mecanismos primitivos de comunicación no-verbal, a través del lenguaje corporal, de la imitación y de la mímica, del mismo modo que abre vías para la explicación de la empatía. Pero, sobre todo, abre un nuevo camino comprender los orígenes del lenguaje. Pero sea o no posibilitado por tales neuronas, nuestro lenguaje viene de la mano de la representación mental y a ella se refiere en todo momento, y nunca a otras formas de procesamiento inconsciente de información.

11 Quiero llamar la atención sobre el hecho de que esta organización (imaginativa, auditiva, olfativa, propioceptiva, cinestésica, etc.) precede al lenguaje y sigue coexistiendo con él, subyacente, a lo largo de la vida.

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Gracias a esta capacidad comunicativa que les caracteriza, los procesos mentales conscientes se socializarán rápidamente en el marco de complejas culturas y producirán nuevos procesos cada vez más abstractos. De tal modo que la misma ciencia –conocimiento socializado por excelencia- sería imposible sin las posibilidades de comunicación que abrió el lenguaje.

Más aún, el mismo lenguaje facilitará que los actos mentales se externalicen o se objetiven y puedan ser objeto de reflexión, sobre los que podemos metacomunicar.

¿Podría la evolución haber encontrado otros medios para unificar, seleccionar, reforzar, reorganizar, comunicar y reflexionar sobre muchas de nuestras experiencias más importantes? Sin duda. Pero lo que aquí nos interesa no son las posibilidades sino lo que se ha realizado. Y la creación del mundo mental cumple todas las funciones que he enumerado. Más aún, afirmaremos que en estas funciones estriba la capacidad de lo mental para influir en otros procesos neuronales y para condicionar nuestra conducta. Pues la mente no es ningún epifenómeno; pero tampoco consiste en energías extrañas; es más bien un subsistema cerebral, producido por la actividad de las neuronas, que tiene una extraordinaria utilidad para organizar la información que recibimos, la que comunicamos y para orientar nuestra conducta.

Poder y debilidad de la mente (consciente) Para matizar lo anteriormente dicho debemos señalar dos limitaciones a tal poder

de la mente: la primera es que nuestro mundo consciente -al igual que el inconsciente- no está totalmente unificado ni es consistente en su totalidad. Se va organizando poco a poco, por partes, superando las paradojas y las contradicciones que surgen entre estas partes, pero siempre de forma incompleta, como si tales ordenaciones parciales fuesen reinos de taifas. De hecho, existen grandes desajustes dentro de estas partes y entre unas y otras, lo que otorga flexibilidad a nuestro cerebro. Por ejemplo, nuestra experiencia verbalizada está organizada fragmentariamente y a muy distintos niveles de elaboración, como pueden ser los consejos paternos y de amigos, las corrientes de moda y opinión, los dichos populares, las creencias mágicas, míticas y religiosas, las informaciones y comentarios emitidos en los medios de comunicación, las teorías científicas y filosóficas, etc. que malamente se combinan en la cabeza de una misma persona. Y –como ya he dicho- esta mezcla de orden y desorden verbal coexiste, sin suprimirlas, con muchas formas más primarias de organización de la experiencia (por semejanzas y diferencias, mediante refuerzos recibidos, etc.).

Además de esta extraña anarquía interna que todos llevamos en la cabeza, la mente tiene limitado su poder o su control sobre todos los otros mecanismos cerebrales, porque no existe una jerarquía definitiva entre ellos. Pues el cerebro trabaja de forma distribuida y en paralelo, sin que haya un programa central que todo lo controle. La mente no es el auriga del carro alado (Platón), ni el piloto del barco (San Agustín), ni el conductor del automóvil (Eccles). No tiene un poder absoluto sobre los procesos neuronales que permanecen inconscientes, ni en el ámbito cognitivo ni en el afectivo ni en el pragmático. Cierto que su influencia sobre algunos de ellos es considerable, tanto para desencadenarlos como para bloquearlos; y cierto que este poder puede acrecentarse con la práctica y la disciplina; pero lo mental siempre tendrá que luchar o competir con esos otros módulos o sistemas cerebrales, que también son capaces de tomar la dirección de la nave por momentos y con los que puede entrar en conflicto. Todos podemos saber que la conciencia sale derrotada, con frecuencia, en estas pugnas. Y que tales derrotas le obligan a cambiar sus representaciones o sus construcciones, pues no toleramos bien la incongruencia entre nuestra conducta y nuestras creencias racionales, como puso de relieve Festinger (1957) en su teoría de la disonancia cognitiva.

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Esta perspectiva nos aleja de los viejos torneos filosóficos planteados bajo el paraguas del fisicalismo y el mecanicismo, como lo fueron el del monismo anómalo (Davidson) y las críticas de Kim (1996). Pues su fisicalismo no sólo pretende reducir todos los niveles de organización a sus componentes físicos (cuya naturaleza última le es desconocida) sino que tiende también a reducir toda la física a la mecánica clásica12, girando en torno a una visión mecanicista de la causa, como algo que trasmite una fuerza y que produce o modifica un movimiento (efecto). Ignora totalmente lo que he denominado causalidad del orden.

Como ya he comentado, todo lo mental es físico, pero en cuanto mental, no aporta nuevas energías al mundo que estudian los físicos; más bien, la importante acción de las entidades mentales es organizativa, pues ellas mismas son ya fruto de la selección y unificación de informaciones importantes, y vienen a construir un mundo de representaciones selectas con capacidad extraordinaria de ser reflexionado y comunicado.

Mi propuesta puede alinearse con la que Van Gulick defendió (1993) al generalizar los problemas de la causación mental y afirmar que los poderes causales de las organizaciones no están determinados por las propiedades de sus elementos constituyentes sino también por la organización de los mismos. Y que precisamente son estas pautas organizativas las que interesan a las ciencias que se ocupan de sistemas no mecánicos.

Como conclusión diremos que lo mental es un factor organizador de la experiencia, que se va él mismo auto-organizando. La voluntad o la toma consciente de decisiones

Al hablar del poder de la mente, solemos referirnos habitualmente al poder de nuestros procesos cerebrales voluntariamente dirigidos, controlados y controladores. Es el poder de una parte de nuestro cerebro sobre otras partes del mismo y sobre el resto del cuerpo. Pero creo necesario precisar más.

Vuelvo a subrayar que no utilizo el término “mente” como sinónimo de todo lo cerebral, pues no todos los procesos cerebrales son lo que tradicionalmente conocemos como mentales. También parece necesario aclarar que “mental” no es sinónimo de “racional”, pues la racionalidad lógica no caracteriza todo nuestro operar mental. En efecto, el pensamiento por analogía, por contigüedad, etc., propios de la magia son también conscientes y los sesgos irracionales de nuestra forma de reflexionar han sido objeto de muchos experimentos en psicología cognitiva, siendo allí un tema bastante común13.

Otra peligrosa imprecisión es la que gira en torno a la palabra “voluntad”, utilizada para referirnos al poder ejecutivo de la mente (consciente). Para precisarla aquí, llamaré “voluntad” a la capacidad que tenemos para conservar y llevar adelante nuestros objetivos conscientes, o nuestros planes a medio y largo plazo, superando otros deseos u otros dinamismos internos del momento, así como los obstáculos externos que encontremos en el camino. Es el significado que le atribuyo cuando oigo decir de alguien que tiene mucha o poca fuerza de voluntad. También hablamos de voluntad para

12 La conexión entre física y mecánica se rompió ya en el siglo XIX con las teorías de campo de la electricidad y el magnetismo (Faraday, Maxwell), aunque éstas fueron marginales hasta Einstein y la Mecánica cuántica. 13 Daniel Kaneman recibió en 2002 el Nóbel en economía precisamente por haber mostrado que los humanos no somos agentes enteramente racionales ni en nuestras decisiones cotidianas y ni siquiera en las económicas (y no hablemos aquí de las políticas). Por su lado tanto Damasio (1994) como toda la corriente de la “inteligencia emocional”, a partir de Goleman (1995), han subrayado el papel de las emociones en la toma de decisiones.

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expresar una decisión consciente y deliberada; por ejemplo cuando se dice “quiero hacer X” o, más regiamente, “es mi voluntad que se haga Y”.

En cualquier caso, la voluntad no es una entidad nueva dentro de nuestro cerebro que decida y que controle. No es un “órgano decisor” separado. Es la capacidad y la fuerza de una parte de nuestro cerebro, para imponerse o dominar otros subsistemas cerebrales.

Ahora bien, la confusión terminológica crece todavía más cuando se dice que la “libertad” es la característica eminente de esta voluntad, y comenzamos así a discutir si somos o no somos libres. En su sentido radical, la denominada “free will” o el “libre arbitrio” querría ser una causa (la de nuestros actos) que ella misma no es efecto de otra causa, o no está determinada por otras causas físicas o psicológicas, escapando a la ley de causalidad.

En el ámbito neurológico, hace años que los experimentos de Libet (1985, 1994) volvieron a poner en entredicho el mito de esa voluntad libre, pues parecían reforzar los argumentos del determinismo neurológico y del carácter epifenoménico de la conciencia. Esa fue, al menos, la primera interpretación que se les dio. Pues sus experimentos, midiendo los tiempos de las actividades del cerebro, parecían demostrar que éste ponía en marcha una acción instantes antes de que el sujeto tomase la decisión consciente de hacerla. Según ello, la acción vendría determinada por procesos neurológicos inconscientes, y la aparente decisión voluntaria sería sólo un informe a posteriori de tal decisión. En palabras de Gazzaniga, sería una interpretación del módulo consciente para que nuestra conducta parezca congruente.

Tal cuestionamiento de la “voluntad libre” escandalizó, como era de esperar, a algunos moralistas así como a muchos teólogos laicos que, desde sus comienzos, han afincado en el campo de la filosofía. Y ello venía a suceder muchos años después de que Nietzsche desmenuzara el complicado concepto de “voluntad”, y varios siglos después de que Spinoza hablara de la “libertad” como una ilusión, surgida del desconocimiento de los motivos que nos mueven a actuar.

Por ello, no faltan razones a los “eliminativistas” cuando proponen que suprimamos del vocabulario científico los viejos conceptos mentalistas o los propios de la antigua psicología grecorromana, tales como este concepto de voluntad, impreciso y muy contaminado con el problema de la libertad. Sin embargo, pienso que si dejamos de lado la cuestión del “libre arbitrio” –un constructo carente de raíces científicas14 y creado por los teólogos para exculpar a Dios de los pecados de los hombres- podemos seguir utilizando el concepto de “voluntad”, con tal de que lo hayamos precisado antes.

En concreto, al hablar de voluntad, lo que nos interesa es investigar el papel de los propósitos conscientes, o mentales, en las tomas de decisión conflictivas. Pues, como decía Nietzsche, un acto de voluntad es algo muy complicado; en él siempre hay una parte de nosotros que lucha contra otras partes; siempre hay una que vence, que es con

14 De hecho, la ciencia podría hablar únicamente de impredictibilidad de una conducta o de una

decisión (igual que lo hace cuando habla de la predictibilidad o impredictibilidad de un acontecimiento). Pero no debería hablar de determinismo o de libertad, pues éstos son conceptos metafísicos. El que algo sea impredecible no implica que no esté determinado, como sucede en los sistemas caóticos de físicos y matemáticos. Pero el que algo o alguien sea muy predictible tampoco implica que carezca de libertad. Pues tan imposible resulta demostrar que algo no esté determinado (por fuerzas o motivos ocultos) como demostrar que no existe la libertad, dado que “determinismo” y “libertad” están más allá de toda experiencia.

En cambio, la ciencia sí que podría hablar de la libertad en cuanto “autonomía” de los individuos, en el sentido en que lo hace hoy la psicología cognitiva cuando afirma que nuestra conducta en una situación dada depende de todo lo que somos y pensamos nosotros mismos.

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la que nos identificamos. En cambio, cuando no hay dilemas u opciones enfrentadas venimos a actuar mecánicamente o por rutina. Y, por ello, no nos damos cuenta de la cantidad de decisiones que estamos tomando continuamente.

El carácter conflictivo de nuestro cerebro, la pugna entre diversas instancias del mismo, (se les llame “automatismos”, “simplones”, “módulos”, “agencias” o como queramos llamarlas) parece continuo. Para describirlo, el premio Nóbel Edelman (1987, 1989, 1992) popularizó el concepto de “darwinismo neuronal”, ampliamente extendido en la literatura. En tal darwinismo no son unas neuronas las que compiten contra otras neuronas para sobrevivir, sino que la competencia se da entre unas sinapsis y otras. Las mayor parte de las sinapsis se crean con la experiencia, dada la gran plasticidad del cerebro; unas se refuerzan con el éxito y la “recompensa” y otras se debilitan dentro de un cerebro siempre activo. Como obedecen a instancias, finalidades y programas distintos, suelen entrar en conflicto unas con otras y el resultado final de esta competencia será nuestra conducta o una determinada dirección de nuestros pensamientos. En tal situación, la selección neuronal consistirá en la supervivencia o el refuerzo de aquellas sinapsis mejor adaptadas para diferentes objetivos y en el debilitamiento o extinción de otras.

Dentro de este contexto de competencia sináptica o de darwinismo neuronal se inscribirá también la pugna entre nuestros planes y propósitos conscientes contra sus rivales. ¿Qué peso tiene la voluntad consciente en tales pugnas y enfrentamientos? La experiencia de siglos parece demostrar que el influjo de nuestros proyectos conscientes no es uniforme, sino que varía según las personas y según el conflicto de cada momento.

Parece evidente que la fuerza de los proyectos voluntarios no es la misma en distintas personas, sino que unos individuos tendrían más “voluntad” que otros. Pero tampoco tienen el mismo peso dentro de una misma persona en diferentes ocasiones y con respecto a distintos dilemas. Pues no se tiene una “voluntad” que sirva para todos los casos en igual medida, como quien tiene un montón de dinero que sirve para compras distintas o una fuerza muscular que le sirve para transportar variados pesos.

Es cierto que el poder de lo mental, o la voluntad, se puede cultivar mediante ejercicios, a cuya receta se han dedicado muchos moralistas y mentalistas a lo largo de la historia, como también lo aconsejó Descartes. Y también parece cierto que se puede debilitar de modo generalizado, con el uso de drogas o con la costumbre de no ejercer ningún control sobre nuestras apetencias inmediatas. Pero lo normal es que el mismo individuo tenga mucha voluntad para llevar adelante ciertos proyectos y poca en otras circunstancias, pues la fuerza que nuestros proyectos conscientes tienen para imponerse sobre otros depende del grado de interés que por ellos tengamos, de la pasión o carga emocional que los sostenga, así como del peso de la inercia, o del que hayan adquirido las alternativas contrarias.

Erasmo subrayó la debilidad de la razón frente a las grandes pasiones, en línea con una tradición secular. Descartes, siguiendo consejos más ascéticos, propuso caminos a la razón para hacerse fuerte frente a las pasiones, pero había aprendido de Ignacio de Loyola, maestro de los que fueron sus maestros de juventud, que es necesario cultivar los sentimientos y que ninguna decisión racional tiene opciones de salir adelante si no va acompañada de sentimientos positivos.

El juego de poder entre la corteza cerebral, por un lado, sede de todas esas operaciones mentales que nos distinguen, y, por otro lado, las partes más primitivas de nuestro cerebro, como la amígdala y el hipotálamo (cerebro emocional), ha sido descrito modernamente por LeDoux (1989, 1996). Damasio (1994) hizo lo mismo y resaltó el papel de las emociones, como marcadores somáticos, en la toma de decisiones.

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Goleman (1995) popularizó finalmente el concepto de “inteligencia emocional” para dar cuenta del juego -autonomía a la vez que dependencia mutua- entre el cerebro racional y el emocional.

Así pues, la debatida “voluntad” puede verse como el peso que va adquiriendo el mundo mental consciente, nuestras “melodías neuronales”. Sin ellas no podríamos elaborar planes complejos a largo plazo, capaces de competir con otros impulsos y emociones presentes, y aun llegar a dominarlos.

Estos planes dependen del lóbulo frontal, planificador de acciones y controlador de emociones. Pero tanto él como la corteza cerebral en su conjunto han surgido, a lo largo de la evolución, como prolongaciones de partes más antiguas del cerebro. Son módulos especializados de nuestra inteligencia, pero no independientes. Se hallan estrechamente vinculados con las emociones, las cuales constituyen una organización más primitiva de la conducta. Por no decir que se hallan subordinados a estas emociones, como afirmaba Hume cuando describía la razón como “esclava de las pasiones” o a su servicio.

Ha sido, es y será tema de debates la relación entre razón y emociones: si esta relación es de dependencia, de colaboración-conflicto, o lo es de control y dominio. En efecto, la razón se ve solicitada por las emociones a través de muchas vías neurológicas centrífugas que ascienden a la corteza desde el sistema límbico o emocional. Pero, a su vez, la corteza cerebral también tiene conexiones descendientes hacia ese sistema límbico. LeDoux (1996) señaló que las conexiones ascendentes son más numerosas que las descendentes y que por ello las emociones controlan más a la razón de lo que son controladas por ella. Puede que tenga razón, pero su argumento no es concluyente, pues la cantidad no es la única medida. De cualquier manera, el mismo LeDoux comenta que nada podemos afirmar sobre la futura evolución del homo sapiens. ¿Reforzarán su poder la conciencia y la razón?

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