Final Buendía
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El cuerpo bajo la mirada: violencia y erotismo en la narrativa de Maritza Buendía
Berenice Romano Hurtado
Cuando la piel es acariciada por el ojo, se produce una dulzura exorbitante.
Georges Bataille Historia del ojo
El jardín de los cautivos es el libro con el que Maritza Buendía ganó el Premio Nacional
de Cuento Joven Julio Torri en 2004. Tiene siete relatos que exploran el erotismo como
materia simbólica; que bajo la mirada de los personajes se entiende objeto de
representaciones y de imaginarios. En este texto los sentidos se suman, pero no para
coincidir en un solo sentido (sens), sino en la difracción sensorial que muestra una cara
distinta en cada historia. Jean-Luc Nancy escribe que “los cinco sentidos no son fragmentos
de un sentido trascendente o inmanente, son la fragmentación o fractalidad del sentido que
sólo es sentido fragmento.” (El sentido del mundo 188). En Maritza Buendía la sensualidad,
lo erótico, se aglutina en la mirada o en la falta de ella; en un observar y saberse observado
como una forma de invasión, propia y ajena, de un espacio íntimo que no termina en los
límites del cuerpo.
El discurso de esta autora explora la sinestesia no sólo como recurso retórico, sino
como forma de un juego discursivo que permite exhibir al cuerpo en sus fragmentos
sensoriales para fracturar y desflecar, como dice Nancy, el exceso del exceso mismo (181),
en el tiempo y el espacio de la violencia. El libro propone una perspectiva particular de lo
femenino frente a lo masculino; de los gestos y comportamientos que se desprenden del
instinto, y de su reelaboración en actos eróticos que desplegados en toda su dimensión
resultan repulsivos y violentos.
La escritura de Buendía se convierte, de esta forma, en el discurso por el cual eso
indecible se puede mirar. Los personajes de estos cuentos transitan en el vaivén de su
deseo, entre pulsiones de vida y de muerte, de sexo y de violencia como núcleo de las
historias. El instinto mueve a hombres y mujeres, que se abren a una sexualidad propia y,
en esa medida, posible y feliz. También tortuosa, no sólo por la violencia que se representa
en el sexo, sino porque la mirada de algunos personajes —perversa, oscura, transgresora—
supone una acción dolorosa porque no alcanza al cuerpo; no llega a convertirse en tacto.
La sexualidad se transforma en símbolo; cada uno de los sentidos significa y un
impulso a la repetición muda el acto de meramente instintivo a elaboración erótica. El
lenguaje monta el performance que de historia a historia presenta una versión más de la
violencia como simulacro de erotismo.
El cuerpo que actúa en las narraciones de Buendía parece el de una víctima, —
macerado, ultrajado— poseído en un estado de violencia que lo purifica. Sin embargo, son
cuerpos que se entregan voluntariamente, que se ofrecen y que en esa medida no pueden
entenderse como parte de un sacrificio. Por eso no hay culpa, sino complicidad de amantes;
juegos que se repiten en espacios que los personajes ocupan como actores de una puesta en
escena.
Violencia representada
La alusión a Farabeuf, de Salvador Elizondo, en “Catgut o el retorno”, no carece de
sentido. Es la historia de un médico que se dispone a hacer una himenoplastía, es decir, la
reconstrucción del himen de una mujer con la que parece tener alguna relación, si no
amorosa, de cierta intimidad. Es ella misma la que le lleva los instrumentos necesarios para
la operación, entre los que nombra unos separadores de Farabeuf. El cuento de alguna
forma contiene la tesis de todo el libro: vincular la sexualidad con un hacer lo erótico:
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convertir un impulso biológico en un artificio que lo engarce con la literatura. Dice el
narrador: “Siempre, en primer lugar, sus libros de medicina. Mas eso no le impide valorar
su más reciente descubrimiento: Historia de O, curiosidad narrativa que le permite conjugar
la medicina con la literatura o la sexualidad con la poesía.” (75).
Propone una sexualidad que no se explica a partir de una diferencia de género —que
a su vez se basa en una distinción biológica que clasifica a los sujetos dentro de patrones
sociales—, sino que, en el espacio de lo íntimo —al que también pertenece la escritura—,
la sexualidad se vive fuera de lo entendido como realidad para desplegarse en otras formas
desde el lenguaje.
El espacio del ritual apoya esta perspectiva; la literatura puede hacer de lo sexual, no
importa qué tan violento sea, un acto sublime. Entre más elaborado, más alejado de una
práctica que pueda juzgarse desde una moral; en estas historias importa mostrar la
construcción intrincada de la sexualidad, que desemboca en lo que el médico del cuento
llama “la tortura como espectáculo” (77), es decir, la violencia legitimada en los márgenes
del performance que es el ritual.
Victor Turner dice que la representación que supone el ritual es el resultado de un
movimiento continuo que fluye (flow) en un estar haciendo códigos (doing codes).
(“Frame, Flow and Reflection: Ritual and Drama as Public Liminality”). En este espacio
dinámico se monta, como puesta en escena, una erótica que se enaltece. En relación con la
cirugía que el médico hace, el narrador cuenta que “[…] se conoce como el punto de enlace
entre el médico y el shaman o el médico y el sacerdote, el dador de vida… Me refiero, claro
está, al antiguo ritual del catgut…’” (79). O “el rito del retorno”, como lo llama más
adelante, porque al final de la historia, una vez que ha terminado la cirugía, sin anestesia, y
como forma de concluir el rito, penetra a la mujer y vuelve a romper el himen. Este retorno
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da, como dice el texto, “[…] el carácter simbólico del rito y el papel del hombre como el
restaurador de un nuevo orden de vida […]” (89). Significa no sólo la búsqueda de un
camino de regreso a un origen que se cree poder descargar de símbolos, sino la repetición
de un acto antiguo, medieval, que de esta iteración y de su eterno continuo, adquiere su
carácter ritual. Esta búsqueda del principio despoja de significado a las cosas, entre ellas a
la sexualidad y a lo que se entiende por ser hombre y ser mujer. Catgut supone la
posibilidad de reorganizarlo todo, sin prejuicios, sin censura ni límite.
El ritual en sí mismo como representación queda determinado por la mirada, es decir,
por el espectador que presencia ese acto en un espacio liminal, según Turner, unos límites
que colocan a los personajes en el entre posmoderno, el umbral que supone un “tiempo del
embeleso” —en suspenso— “donde todo puede, e incluso debe, suceder.” (465). Ese
tiempo y espacio liminales incluyen entre sus actores al que mira. En el cuento “Azul” el
que atisba es explícito: “Indiscreto, observo todo desde un inicio.” (37). De nuevo la
referencia al origen, al comienzo como el tiempo de las posibilidades. Se trata de un
voyeur: un hombre en el rincón oscuro de una habitación en la que una mujer representa el
deseo de otro hombre con el que escenificará un encuentro de violencia y erotismo. La
historia se cuenta en dos planos: en el descrito por una voz en tercera persona, que muestra
el espacio donde se mueve la mujer; y en el del voyeur, quien narra su propio sitio, el de su
cuerpo determinado por la mirada.
Jacques Lacan señala que:
El ojo no es sólo un órgano de percepción sino también un órgano de placer,
pues un impulso no sólo busca placer, sino que está atrapado en el sistema de
significación caracterizado por el primer ingreso del sujeto en ese sistema [...]
Este proceso de significación termina por afectar todo mirar: cada
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reconocimiento es a la vez un hallazgo y una imposibilidad de hallar. (En
Rogelio Arenas Monreal “La mirada del otro como ojo de la conciencia:
erotismo y literatura en Sombra entre sombras de Inés Arredondo” 236).
Esa es la dialéctica de la mirada en la narración de Maritza Buendía, los que observan
buscan sin poder determinar qué quieren; implica un movimiento de aproximación y de
rechazo al mismo tiempo, en el que los personajes se sienten suspendidos, en el borde, el
tiempo que dura su mirar. Quedan sujetos de la mirada, con el mismo anhelo para continuar
que para detenerse; todo en un solo instante. “En silencio, estudio la escena desde distintos
planos” (38), dice el observador, quien se ubica en “[…] un entorno denso, desagradable”,
que anuncia la presencia de la mujer y del otro hombre, el que la exhibe en toda su belleza,
envuelta en un vaporoso vestido azul, para luego someterla en un acto violento que ella
disfruta.
George Bataille dice que entre un ser y otro hay un abismo, una discontinuidad; esa es
la perspectiva de estas historias. Además de los personajes envueltos en situaciones
sexuales violentas, están los que se aproximan a ellas por la mirada, desde una posición que
los incluye al mismo tiempo que los mantiene al margen, apenas en el límite que los ubica
dentro de un espacio donde entre “el silencio parece extenderse un pacto.” (39). Mientras
que “alrededor del vestido azul, la respuesta es eco” (40), el hombre dice: “Entorno los
ojos” (40), “pronto, mis ojos lagrimean” (41); porque la mirada es lo único que no cesa, es
la posibilidad de engarce que tienen los tres personajes: en la penumbra, los ojos tocan sin
llegar al cuerpo, y representan a alguien más en la habitación. No es sólo la mujer que juega
con un vestido azul, ni tan sólo ese otro que la golpea, sino también la caricia de la mirada,
el gusto que siente la mujer al saberse observada: “El hombre la mira. La mujer sabe que el
hombre la mira. Es la única certeza. […] yo los miro también, [piensa la voz desde la
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oscuridad].” (42).
El juego de Maritza Buendía descansa en los sentidos, y desemboca en narraciones
que describen una sexualidad violenta que se tamiza por lo sensorial. Cada cuento puede
privilegiar a un sentido distinto, pero oler, tocar, saborear o escuchar supondrán los medios
para estimular a los sujetos en actos que alcanzan su punto más álgido en la mirada. La
discontinuidad de la que habla Bataille implica un pozo profundo entre los sujetos; en la
experiencia de esa distancia que separa, “lo único que podemos hacer [dice Bataille] es
sentir en común el vértigo del abismo. [Que] puede fascinarnos.” (El erotismo 12). Y la
fascinación entra por la mirada. El que observa no sólo es un espectador atrapado por el
deseo; en estas historias también representa el estímulo para los que actúan, el detonante de
la acción erótica. Lo que escribe Buendía acerca de unos cuentos de Inés Arredondo bien
puede afirmarse aquí: “Cada participante de la ceremonia, como personaje resuelto a actuar
en una obra de teatro, ejecuta su papel y lleva a cabo una función. El voyeur, verdugo,
prepara la escena. La mujer, víctima sacrificada (sacrificante) es colocada en el centro. El
espectador, tercer invitado, instrumento que escenifica y ante quien se escenifica” (Poética
del voyeur, poética del amor. Juan García Ponce e Inés Arredondo 30).
El efecto que las narraciones causan en el lector, lo incluye en esa caída libre que
supone ser espectador de un sujeto, que a la vez está al borde de una realidad que no le
pertenece porque sólo la observa. El lector también mira, y con su presencia escenas
íntimas se vuelven momentos de exhibición; es la puesta en abismo de situaciones
representadas que transforman el acto amoroso en un ritual violento. “Ese abismo es, en
cierto sentido, [dice Bataille] la muerte, y la muerte es vertiginosa, es fascinante”. (12). Al
final de “Azul” el narrador dice:
Excitado, observo todo hasta el final […] el hombre muerto asemeja una estatua,
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extenuada de amor y de deseo. […] El hombre muerto agarra a la mujer por el
cabello. […] La mujer dice que sí. Que sí. Con lágrimas en los ojos dice que sí. Que
eso es. Que continúe. El hombre muerto olvida el miedo. La golpea en los dientes.
La hace sangrar. La insulta. Golpea y golpea y alcanza el cuello. Baja y golpea.
Destroza los senos. (46-47).
La escena llama al observador que parece excluido de la representación: “[…] el que está
mirando, el que no es captado por ninguna imagen pero cuya responsabilidad es capturar y
someter, si es que no desentrañar, la imagen en cuestión.” (Judith Butler Vida precaria. El
poder del duelo y la violencia 179). El lector se une a esta mirada vuelta al vacío que
supone la puesta en abismo de las historias. Es el espectador que le da el carácter de
performance a lo que se describe; es él quien es ajeno, quien parece espiar situaciones que
nadie más que él mismo reprocha. Los personajes de Buendía son coherentes con sus
deseos; no hay culpa, ni víctima ni verdugo en los momentos de violencia, lo que subraya
su carácter de puesta en escena, porque ante lo crudo de las acciones, el lector se ubica
cómodamente al margen, como un observador más, que no se compromete y con ello
completa la dinámica del ritual y de la puesta en abismo. Para Richard Schechner los
performances “[…] consisten en gestos y sonidos o acciones ritualizadas, comportamientos
dos veces vividos o repetidos, codificados y transmitidos, normalmente generados por
interacciones entre el ritual y el juego.” (Elisa Lipkau Henríquez cita a Richard Schechner
“La mirada erótica. Cuerpo y performance en la antropología visual” 240 n. 10).
Esto mismo se ve en el cuento “Amor espanto”, que es la historia de una niña voyeur
que por órdenes de su padre tiene que acompañar a su hermana mayor a todos lados para
“vigilarla” y que no tenga novio. Sin embargo, la hermana mayor, que es apenas una
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adolescente, sí tiene novio, y la hermana menor es testigo silencioso, en el auto del
muchacho, de los encuentros amorosos. “¿A qué olemos? [se pregunta la hermana que
observa] ¿A qué pueden oler tres cuerpos en el encierro de un auto tan pequeño? […] Yo
sudo, los acompaño al sudar” (48). La escena se repite cada tarde y la presencia de la niña,
igual que en el cuento anterior, parece indispensable para que la situación erótica se
desencadene; incluso al final, cuando el padre ya ha descubierto todo y los obliga a casarse,
el ahora esposo de la hermana mayor va a buscar a la menor como una forma de recuperar
lo que tenían en esa relación de miradas-caricias en el auto.
“Toda la operación del erotismo [señala Bataille] tiene como fin alcanzar al ser en lo
más íntimo, hasta el punto del desfallecimiento.” (8). Ahí se encuentra la violencia, en la
búsqueda del contacto más cercano se alcanza lo innombrable, lo que no se puede decir,
pero se busca. “Y es que el olor que despide [dice la hermana menor] necesariamente tiene
que provenir de algo violento. Agradable, tal vez, pero violento” (62) “Así [continúa], con
los ojos cerrados, atiendo. Ciega, siempre.” (49). El espacio liminal queda nuevamente
subrayado por la presencia en el borde del que mira, del que se asoma a esas “escenas
teatrales”, como las nombra el personaje, donde el voyeur supone una participación activa
sin la que el cuadro se trunca: “[…] quiero preguntar a qué huelen dos cuerpos en la
ausencia de un tercero… [piensa la niña] A nada, a casi nada.” (63).
Por eso Bataille dice que el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte,
que la actividad erótica es antes que nada una exuberancia de la vida, y que esa abundancia
empuja a la orilla del dolor. En ese lugar de convergencia entre la vida y la muerte Maritza
Buendía ve la posibilidad de tocar lo sagrado por medio del erotismo de los cuerpos en el
ritual, y “el terreno del erotismo [dice Bataille] es esencialmente el terreno de la violencia,
de la violación.” (12). “[…] el hombre [agrega Buendía] nunca experimenta lo sagrado, a lo
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más, descubre su esencia improbable. Por eso es necesario edificar ese lugar, construirlo
como si de una presencia se tratara” (Poética del voyeur 38) Y en ese espacio “no parece
haber mejor palabra para calificar al ojo que la seducción; […] La extrema seducción
colinda, probablemente, con el horror.” (Historia del ojo 79).
La mirada en el performance
Estos elementos son los que sirven de armazón a las historias de Buendía; los ojos, como
escribió Lacan, no son sólo uno de los medios para que la libido actúe en el mundo, sino
que son instrumento de este impulso. En el cuento “La caída de los cuerpos”, se escenifica
una fiesta sexual; una pareja que representa todo el deseo del mundo no puede evitar, ni
siquiera se lo cuestiona, hacer el amor públicamente. Pero no como un deseo de exhibirse,
sino porque así los mueve a actuar el cuerpo. Comienzan en su propia casa, pero “un amor
así [dice el narrador] es imposible de reducir a un espacio.” (93). Al final llegan hasta
amarse en la plaza pública, donde la gente que antes trataba de evitarlos, no puede
contenerse y cae, literal y figuradamente, en un “único abrazo.” (98). En este caso la mirada
supone el puente con el otro; un camino que al principio, cuando se desvía la vista, no se
quiere cruzar, pero que en el gusto de repetir la presencia de los cuerpos desnudos, todo el
que mira termina por atravesar.
“Quizá te extrañe” es otro cuento que protagoniza la mirada. La narración es la carta
que una amiga le escribe a la otra para contarle de su nuevo amante y de su particular forma
de verla deseable.
Caminando entre innumerables callejones, [cuenta la narradora] transitando
por la misma acera más de una vez, debo registrar con cuidado las miradas
que caen sobre mi cuerpo. En especial, aquellas que se detienen en mis
piernas. “Debes dejar que te miren”, dice él, y me asegura que el sexo del otro
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es por completo intrascendente: no importa si atrás de unos ojos descubro
hormonas masculinas o femeninas. Importa, en exclusiva, el calor de la
mirada o, más concretamente, la sensación que experimento cuando un par de
ojos anónimos se deposita encima de mi cuerpo. (29).
De nuevo la mirada funciona como elemento de un ritual. No sólo es el recurso que soporta
la anécdota, sino el motivo del que se desprenden los espacios y tiempos subjetivos de los
personajes. En este sentido, ya no son sólo reflejo de quien mira, sino constructores de una
temporalidad que, como en el ritual, suspende el instante para resignificar al otro. Es una
mirada de reconocimiento en la que ese otro —la otra— se descubre como en un espejo.
El juego de este relato subraya que “el erotismo de los cuerpos [escribe Bataille] tiene
[…] algo pesado, algo siniestro. Preserva la discontinuidad individual, y siempre actúa en el
sentido de un egoísmo cínico.” (El erotismo 14). El hombre de esta historia busca su propio
deseo en el deseo que otros puedan sentir por su amada. La sexualidad vista así, presenta
seres aislados que montan una escena —el paseo por la calle con una falda corta, la vuelta a
la habitación— para después insertarse como los personajes de una especie de drama
erótico en el que cada día repiten el mismo papel: “No es necesario que yo haga el recuento
de las miradas, pues al desvestirme adivina los ojos que me vieron: ‘Hoy tenemos miradas
sagaces. También miradas de perdedores.” (29). En Buendía la parte femenina del erotismo
aparece como sumisa, y la masculina, como el sacrificador; sin embargo, es una víctima
que se ofrece voluntariamente y que disfruta de la agresión. Cuando la mirada del otro
empieza a parecerle invasora al amante, deja de disfrutar; por eso la mujer le escribe a la
amiga, para pedirle que se una a la pareja. Es decir, para agregar una mirada al mismo acto
de amar.
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Otra escena de voyeurismo es la del relato “Ojos para su cuerpo”, donde tan sólo se
narra cómo un hombre sexualmente inexperto se conforma con observar desnuda, tendida
en una cama, a una prostituta. Igual que en los otros cuentos, la situación se repite, los
movimientos, la circunstancia, son siempre los mismos: “El cuerpo de ella encima de la
cama y los ojos de usted encima de ese cuerpo.” (66). El personaje se disocia de sí mismo y
se vuelve pura mirada: “Quiero verla… Tan sólo… Ver su cuerpo…” (69) Su deseo no
rebasa más allá de lo que supone lo que observa; lo que entra en el encuadre de los ojos es
todo lo que anhela y que parece nublar cualquier otro sentido. No es un hombre que quiera
vivir su cuerpo, sino un par de ojos que quiere mirar y entender que en ese observar, algo
está sucediendo. Que el sólo mirar no supone un acto pasivo, sino que al hacerlo se detona
un movimiento erótico: se da el paso de un estado natural a un deseo.
Una mirada física. Una mirada que sólo es posible con el cuerpo […] Una mirada
dispuesta a recorrer. Y a tragar. Que conceda la comunión […] Y que la comunión
sea impalpable, delicada, apenas insinuada en el movimiento de la retina, en el
puente que conduce la suavidad de sus ojos a la suavidad de ella. (71).
Al mirar se posee, dice más adelante el narrador, porque lo que se pone en marcha es el
teatro del erotismo, que supone una escena y, por lo tanto, imaginación. Por eso Bataille
dice que “lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas
constituidas” (14); es decir, del amor y del sexo tal como se podrían entender desde una
perspectiva convencional. El erotismo es la escenificación de un deseo desde el origen del
deseo mismo, en este caso, desde la mirada. Incluso no hace falta tocarse para entrar en la
escena erótica; la mirada, como ha sucedido en las otras narraciones, es la que propaga la
emoción en una "observación participativa", como la llama Elisa Lipkau Henríquez, que da
cuenta de una tensión entre observar y participar: un gusto doloroso. En estas historias no
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se busca el placer, sino el gozo del padecer erótico. Una vez más esta díada,
observación/participación, lleva a pensar en un acto en escena, en un performance con el
que se muestra.
En este acto imaginativo que supone el mirar en el encuentro erótico, Buendía
también explora el mirar con ojos cerrados. En el cuento “Amor espanto”, la niña que
“vigila” a su hermana mientras está en el coche con su novio, dice que para sentir más
cierra los ojos. Con lo que su vigilia queda reservada a conocer lo que hacen los jóvenes
amantes sólo cuando no ve, y guía sus pensamientos por los olores y los sonidos.
En “Niña piel infinita” sucede lo mismo cuando un hombre viejo y ciego construye
una escena erótica alrededor de la textura de las telas. Con el tacto sabe de qué color son,
pero además puede sentir en ellas emociones: “El blanco siempre está temblando”, dice el
viejo, con lo que alude a la virginidad que piensa “quitarle” a la niña que lo escucha.
En este manejo de otros sentidos se sigue dando prioridad a la mirada, porque es ella
la que convulsiona a los otros. La mezcla sensorial ayuda a que la construcción erótica se
sostenga y a que, por lo tanto, se muestre como representada. Los sentidos se entienden así
como elementos que agregan artificio al acto amoroso.
En relación con la pintura y los sentidos, Jean-Luc Nancy dice que ésta “[…] iguala
y expone lo claro y lo oscuro, sin dialectalizarlos el uno por el otro, y así presenta, expuesto
por igual, compartido, el todo de la presentación visible.” (128). Lo mismo cabe para la
representación literaria y el acto de mirar, en “que la vista viene a sí misma, y que también
ve esto —que no ve. Que la vista toca el límite, que toca a su límite, que se toca intacta”
(El énfasis es mío), es decir, que se aproxima sin llegar porque tanto en la mirada como en
la violencia nunca se alcanza lo que se busca; es apenas la intención de cercanía, por eso la
angustia, de ahí la insatisfacción y la promesa de plenitud en un mismo movimiento: “[…]
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lo claro y lo oscuro ya no presentan cosas (significaciones) sino que antes que nada vienen
ellos mismos al ojo, a su contacto, permaneciendo por ello infinitamente intactos.” (129).
Por eso el sentido se encuentra suspendido, no sólo en la mirada como elemento sensorial,
sino en el significado mismo que debería ser explicado; en el límite del sentido, la violencia
y lo erótico se prolongan en la incapacidad de la mirada para definirlos, para capturarlos.
Lo que los ubica en el espacio de los conceptos indecibles, infinitos.
La poética de Maritza Buendía, en las narraciones de En el jardín de los cautivos,
muestra al quehacer literario como una forma para explorar el cuerpo y la sexualidad en
una atmósfera elástica que no logra enmarcarlos, y de la que se deslizan entre momentos
que enlazan poesía y erotismo: “Un amor así, tan exagerado, tan brusco, tan irremediable,
¿eso es literatura?” (84), se pregunta uno de los personajes. Esta es la propuesta: una
sexualidad exhibida que se cobija bajo la ficción, donde el padecer del cuerpo en el juego,
puesto en juego, no da entrada a la repulsión. Los derroteros que el placer y el dolor marcan
en cada historia, no insinúan perversión o desorden, sino complicidad y entrega por encima
del horror y de lo sórdido. Maritza Buendía da impresiones de la realidad, trozos de
emoción que descansan en un sentido o en otro; nunca el cuadro completo, sino sólo el
golpe sensorial —el impacto al ojo— que anuncia que la sexualidad únicamente se revela
cuando se violenta. “Por eso se explica, ¿por qué es literatura? ¿Por qué a nadie hace daño?
¿Y esta clase de amor existe? Más allá de estas páginas, más allá de este libro.” (84)
Universidad Autónoma del Estado de México
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Obras Citadas:
Arenas Monreal, Rogelio. “La mirada del otro como ojo de la conciencia: erotismo y
literatura en Sombra entre sombras de Inés Arredondo.” AIH Actas XI. Irvine: Centro
Virtual Cervantes, 1992. 235-242.
Bataille, Georges. El erotismo. Barcelona: Tusquets, 1985.
--------------------. Historia del ojo. México: Ediciones Coyoacán, 1994.
Buendía, Maritza M. En el jardín de los cautivos, México: Tierra Adentro, 2005.
---------------------. Poética del voyeur, poética del amor. Juan García Ponce e Inés
Arredondo. México: Molinos de viento, 2013.
Butler, Judith. Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós,
2006.
Lipkau Henríquez, Elisa. “La mirada erótica. Cuerpo y performance en la antropología
visual”. Bogotá: Antípoda, no. 9, julio-diciembre 2009, pp. 231-262.
Nancy, Jean-Luc. El sentido del mundo. Buenos Aires: La marca, 2003.
Turner, Victor. “Frame, Flow and Reflection: Ritual and Drama as Public Liminality”.
Japanese Journal of Religious Studies. Nagoya: 6/4 December, 1979, pp. 465-499.
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