Fisuras

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Fisuras por Jerónimo Thompson Reginald Barclay trató de reducir el ritmo acelerado de su respiración mientras caía lentamente hacia la superficie del pequeño planeta sin atmósfera. La distancia que separaba a la Delta Flyer II del suelo apenas superaba los doscientos metros, pero al ingeniero de diagnóstico de sistemas de la USS Voyager le resultaba muy difícil hacerse una idea de su avance, sumido como estaba en la oscuridad más absoluta. El planeta, poco mayor que la luna terrestre, orbitaba alrededor de una enana marrón, cuya luz tan débil como difusa era incapaz de proporcionar la visiblidad con que suele contar cualquier sistema planetario estándar. A medio camino entre una pequeña estrella y un gigante gaseoso de características similares a Júpiter, la enana marrón se mostraba como una modesta esfera iridiscente, apenas distinguible en el negro firmamento estelar. Mientras seguía cayendo en una gravedad cercana a cero, Reginald trató de localizar el lugar hacia el que se dirigía: un pequeño complejo científico situado al pie de una montaña de varios kilómetros de altura, que en circunstancias normales hubiera destacado en la penumbra planetaria, debido a las numerosas hileras de luces rojas y blancas que delimitaban su estructura semiesférica. Sin embargo, los focos de luz, al igual que los restantes dispositivos electrónicos con los que contaban aquellas instalaciones, habían interrumpido su actividad de forma simultánea tras el accidente. Reginald Barclay tocó suelo sin llegar a ver su destino en ningún momento. Por un instante miró hacia arriba, buscando alguna señal de la Delta Flyer II, pero la distancia que le separaba de la nave que le había traído hasta allí era demasiado grande como para que pudiera apreciar los débiles puntos de luz que marcaban su posición. -¿S-sigues ahí, T-Tom? –preguntó al transmisor incorporado en su traje. -Aquí sigo, Reggy –contestó el otro desde la Delta Flyer II. –¿Has llegado ya a la superficie?-. -S-sí, a-acabo de hacerlo. A-aún no veo n-nada, pero seguiré las indicaciones del ΔS-metro para guiarme-. -Ya sabes que el Invernadero 8 no debe estar a más de cinco minutos de donde te encuentras, Reginald-. -L-lo sé, Tom-. -Suerte compañero. A partir de ahora te quedas solo –concluyó Tom Paris. ¿Por qué ha tenido que decir eso?, pensó Reginald tragando saliva con dificultad.

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Relato publicado originalmente en el número 25 de la serie Star Trek Voyager de la página de fan-fictions Action Tales.

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Fisuras por Jerónimo Thompson

Reginald Barclay trató de reducir el ritmo acelerado de su respiración mientras caía lentamente hacia la superficie del pequeño planeta sin atmósfera. La distancia que separaba a la Delta Flyer II del suelo apenas superaba los doscientos metros, pero al ingeniero de diagnóstico de sistemas de la USS Voyager le resultaba muy difícil hacerse una idea de su avance, sumido como estaba en la oscuridad más absoluta. El planeta, poco mayor que la luna terrestre, orbitaba alrededor de una enana marrón, cuya luz tan débil como difusa era incapaz de proporcionar la visiblidad con que suele contar cualquier sistema planetario estándar. A medio camino entre una pequeña estrella y un gigante gaseoso de características similares a Júpiter, la enana marrón se mostraba como una modesta esfera iridiscente, apenas distinguible en el negro firmamento estelar. Mientras seguía cayendo en una gravedad cercana a cero, Reginald trató de localizar el lugar hacia el que se dirigía: un pequeño complejo científico situado al pie de una montaña de varios kilómetros de altura, que en circunstancias normales hubiera destacado en la penumbra planetaria, debido a las numerosas hileras de luces rojas y blancas que delimitaban su estructura semiesférica. Sin embargo, los focos de luz, al igual que los restantes dispositivos electrónicos con los que contaban aquellas instalaciones, habían interrumpido su actividad de forma simultánea tras el accidente. Reginald Barclay tocó suelo sin llegar a ver su destino en ningún momento. Por un instante miró hacia arriba, buscando alguna señal de la Delta Flyer II, pero la distancia que le separaba de la nave que le había traído hasta allí era demasiado grande como para que pudiera apreciar los débiles puntos de luz que marcaban su posición. -¿S-sigues ahí, T-Tom? –preguntó al transmisor incorporado en su traje. -Aquí sigo, Reggy –contestó el otro desde la Delta Flyer II. –¿Has llegado ya a la superficie?-. -S-sí, a-acabo de hacerlo. A-aún no veo n-nada, pero seguiré las indicaciones del ΔS-metro para guiarme-. -Ya sabes que el Invernadero 8 no debe estar a más de cinco minutos de donde te encuentras, Reginald-. -L-lo sé, Tom-. -Suerte compañero. A partir de ahora te quedas solo –concluyó Tom Paris. ¿Por qué ha tenido que decir eso?, pensó Reginald tragando saliva con dificultad.

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Reginald Barclay se detuvo entonces a observar la pequeña circunferencia de color verde que había aparecido en la parte interna de su visor nada más pisar el suelo del planeta: una delgada línea azul la cruzaba de parte a parte, variando su ángulo en función de la dirección hacia la que él girase la cabeza. Era el ΔS-metro, o contador de entropía, y en aquel momento era el único sistema que podía guiarle hasta el complejo científico que debía localizar. Después de un breve instante de vacilación, Reginald se desplazó un par de pasos a su izquierda, y comenzó avanzar hacia su objetivo de forma un tanto dubitativa. La oscuridad seguía siendo absoluta, y los dos focos de luz colocados sobre sus hombros apenas lograban penetrar un par de metros en aquella noche perpetua.

El ingeniero de diagnóstico de sistemas notó cómo su respiración comenzaba a acelerarse de nuevo conforme el nerviosismo volvía a apoderarse de él; así que tratando de centrar su atención en algo más concreto, repasó metódicamente todos los datos de que disponía.

Aquel complejo formaba parte de la Red de Centros de Investigación de la

Federación (R.C.I.F.), y su objetivo principal era la mejora y desarrollo de la tecnología warp que empleaba la flota para desplazarse de un punto a otro del universo. La investigación que había iniciado el grupo de científicos asignado a este complejo se basaba en el estudio de los flujos de información que podían establecerse entre diferentes planos de realidad, y con este propósito, habían ubicado aquel centro en las inmediaciones de una enana marrón; un cuerpo estelar que les proporcionaba la suficiente energía para autoabastecerse, pero cuyas débiles emisiones de partículas apenas llegaban a interferir con los también débiles flujos con que experimentaban.

El incidente que había sido designado como el accidente tuvo lugar seis días estándar atrás, cuando el centro de comunicaciones de este complejo dejó de emitir, y aparentemente también de recibir, cualquier tipo de comunicación trans- o sub-lumínica, alertando inmediatamente al Servicio de Control Externo de la R.C.I.F. en la Tierra. Una nave de la flota que se encontraba a tan sólo una decena de años-luz de este primitivo sistema planetario, la USS Simmons, fue avisada un par de horas después para que tratara de establecer contacto con el complejo, y evaluara la situación en que éste se encontraba. Así pues, un equipo de exploración compuesto por cuatro terrestres y un klingon fue teletransportado al interior de estas instalaciones. Como se supo posteriormente, ninguno de ellos llegó a materializarse en su lugar de destino; y de hecho, en ningún otro lugar. A continuación, el capitán de la USS Simmons envió a un segundo equipo formado por otros siete miembros de su tripulación para que descendiera hasta el planeta en una pequeña lanzadera de reconocimiento. Sólo dos de ellos volvieron con vida, pero lo hicieron con datos muy reveladores sobre la naturaleza del campo antientrópico que rodeaba ahora al complejo científico. El ΔS-metro de Reginald Barclay comenzó a emitir un agudo pitido intermitente tan pronto como éste se acercó a apenas cinco de metros del límite del campo antientrópico. Un aviso innecesario, por otra parte, puesto que hacía un par de minutos que el aura protectora de su traje había empezado a brillar, tras entrar en contacto con la primera oleada de partículas elementales impulsadas hacia el exterior por efecto del

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campo. Reginald no pudo reprimir un breve suspiro al pensar que su vida dependería a partir de ese momento del aura de su traje, un prototipo de la R.C.I.F. que en teoría, debía protegerle del desequilibrio cuántico que había acabado con la vida de todos aquellos que intentaron penetrar en el campo antientrópico antes que él. -¿P-puedes escucharme, T-Tom? ¿T-Tom?-. Tal y como le había avisado el oficial científico de la USS Simmons, su proximidad al límite del campo impedía que ningún tipo de transmisión pudiera ser emitida o recibida desde su posición. Muy bien, Reginald, se dijo a sí mismo. Este es tu momento. Y a continuación, avanzó con cautela hasta sumergirse por completo en las terribles olas de antientropía que azotaban aquella zona del planeta, originadas en algún punto del complejo científico que había pertenecido a la Federación. La implicación de Reginald Barclay en aquel asunto era fruto de la más inesperada de las casualidades. Diez años atrás, el actual ingeniero de diagnóstico de sistemas de la USS Voyager había ingresado en un programa de Apadrinamiento Científico promovido por la Federación, que asignaba el tutelaje de todo investigador de reciente incorporación, a un oficial senior que supervisaría su trabajo durante sus dos primeros tramos investigadores. Y fue de esta manera como Reginald entró en contacto con Dan Weintraub, un brillante científico que en apenas tres años estableció las bases de lo que posteriormente sería el estudio de flujos de información que se había venido desarrollando en aquel modesto planeta. Nadie conocía mejor el trabajo del Doctor Weintraub que su tutor científico, Reginald Barclay, y por tanto, nadie mejor que el miembro de la USS Voyager menos dispuesto a vivir una aventura de este tipo, para penetrar en aquel campo antientrópico de origen desconocido con objeto de identificar el problema, y en el mejor de los casos, resolverlo. Aunque ya no contaba con la ayuda del ΔS-metro para guiarse en su interior, Reginald siguió desplazándose en línea recta; pero ya no envuelto por aquella oscuridad opresiva que le había estado acompañando hasta entonces, sino por una espesa niebla de color amarillento que reflectaba cualquier rayo de luz emitido por los focos de su traje, impidiéndole ver nada. Esto no es buena señal, pensó Reginald tragando saliva con dificultad. Los incrementos inversos de entropía que rigen el campo están empezando a sublimar toda la materia sólida incluida en su interior. Si esta desestabilización alcanza sus núcleos atómicos... La repentina aparición de un estrecho fragmento de plástico vitrificado que surgía del suelo en mitad de la nada, le permitió a Reginald centrarse en un problema más inmediato, evitando así llegar a la inevitable conclusión de su análisis: la desestabilización de uno solo de los billones y billones de átomos que ocupaban el interior del campo podría provocar la fisión de su núcleo, y desencadenar una explosión atómica que lo hiciera saltar todo por los aires.

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Tras estudiar el trozo de material durante un instante, Reginald observó detenidamente el suelo que pisaba, llegando a distinguir en la superficie polvorienta algunas placas de metal. Seguidamente, se adentró aún más en aquella niebla que no mostraba signos de dispersarse por más que caminara, hasta confirmar una sospecha que ya se había afianzado en su cabeza: por muy extraño que pudiera parecer, ya había llegado al Invernadero 8. O al menos a lo que quedaba de él. Las fluctuaciones antientrópicas que avanzaban y retrocedían de forma aparentemente caótica en el interior del campo habían terminado por volatilizar la mayor parte del complejo, dejando tras de sí pequeños pedazos de materia sólida, como aquel fragmento de plástico vitrificado que había pertenecido al muro de protección del Invernadero 8. Pensando en lo poco probable que sería encontrar vivo a cualquiera de los ocupantes del complejo científico, Reginald sintió que perdía rápidamente el poco ánimo que aún le restaba para llevar a cabo su misión. ¿Acaso no sería más sensato salir de allí antes de que la situación alcanzara un punto crítico? El miedo a morir en el fragor de una explosión nuclear pugnaba en su cabeza contra el miedo al fracaso, y la vergüenza que supondría volver a la USS Voyager admitiendo que no había sido capaz de descubrir lo que allí ocurría. Reginald se vio asaltado por las dudas, pero no detuvo aún su recorrido a través de la espesa niebla amarillenta. Y fue avanzando erráticamente por el interior del campo antientrópico como se dio cuenta de un detalle que no había llamado su atención en un primer momento: a su alrededor, de forma muy espaciada, parecían flotar inmóviles varios puntos de luz muy brillante que parecían extenderse ininterrumpidamente hasta donde alcanzaba su vista; si bien su campo de visión no era demasiado amplio en aquel instante. Incitado por la curiosidad, Reginald extrajo de un bolsillo de su traje un pequeño instrumento ovoide de color sepia que aproximó al punto de luz más cercano, para a continuación tomar una serie de lecturas. El resultado de las mismas resolvió pronto la incógnita que buscaba despejar el ingeniero de diagnóstico de sistemas: aquel punto de luz, como también debían serlo todos los demás que veía allí a su alrededor, era un portal a otro plano de realidad. Una minúscula puerta a otro universo de apenas unos nanómetros de ancho, cuyas características espectrales e inferométricas se correspondían hasta el quinto decimal con el último experimento diseñado por su alumno y amigo, Dan Weintraub. Reginald Barclay vio entonces cómo su curiosidad científica se imponía al pánico que casi había conseguido hacerle abandonar su misión, y sospechando que la causa del accidente pudiera encontrarse en el mismo lugar donde se habían estado realizando los análisis de flujo de información, activó el mapeador instalado en su muñeca izquierda. Rápidamente, obtuvo una réplica en miniatura de todo el complejo científico sobre la palma de su mano, que una vez introducidas las coordenadas del laboratorio que pretendía encontrar, le fue guiando mediante una serie de líneas de color rojo que fueron apareciendo en aquel mapa tridimensional. Reginald avanzó entonces durante varios minutos a través de la niebla amarillenta, rodeado por un número creciente de nanoportales que se hacía mayor conforme se aproximaba al Laboratorio 1-A. En todo el trayecto apenas encontró algunos restos del complejo, siempre dispersos y de pequeño tamaño, que no permitían identificar la sección de las instalaciones a la que pertenecían. Cuando finalmente llegó

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a su destino, la concentración de puntos de luz era tal, que no pudo seguir avanzando hacia lo que Reginald ya no dudaba que sería la puerta original abierta por Dan Weintraub. Un problema éste de difícil resolución, que Reginald afrontó de la única manera que supo: sentándose sobre el suelo polvoriento, para observar detenidamente la constelación de nanoportales que parecía proteger al primero de todos ellos. ¿Y ahora qué?, pensó decepcionado el ingeniero de diagnóstico de sistemas de la USS Voyager.

Elevando el umbral de discriminación de su ΔS-metro al máximo, para tratar de reducir en lo posible el grado de saturación del instrumento, Reginald confirmó lo que ya se temía desde hacía varios minutos: todos y cada uno de aquellos nanoportales eran la fuente que alimentaba las oleadas de antientropía que habían barrido el área sobre la que antes se alzaba el complejo científico. La causa del accidente.

Entre los infinitos universos que estadísticamente debían formar parte del

conjunto de la Realidad, el Doctor Weintraub había tenido la poca fortuna de establecer una comunicación directa con uno a todos los efectos físicos “inverso”; un universo en el que el incremento total de entropía no evolucionaba con un valor positivo, como es el caso del nuestro, sino negativo, lo que suponía que cualquier proceso que ocurriera de forma espontánea en aquel universo sucedía de manera opuesta en éste, y viceversa.

Así, las oleadas de improbabilidad que habían escapado a través de aquellos nanoportales habían conseguido desestabilizar las interacciones moleculares que mantenían la estructura de todos los materiales que formaban parte del complejo científico, y probablemente, también habrían provocado el colapso metabólico que debía haber acabado con la vida de todos los ocupantes del mismo antes de volatilizarse en bocanadas de sublimación. Hasta aquí todo claro, pensó Reginald. ¿Pero por qué hay cientos... miles de portales donde sólo debería haber uno? ¿De dónde han salido todos los demás? Una sola puerta nunca hubiera tenido un efecto tan devastador como éste, y estoy seguro de que Dan estableció suficientes medidas de seguridad como para que la conexión con ese universo “inverso” nunca hubiera llegado a suponer un problema de tal magnitud. ¿Cómo se han originado todas estas... fisuras? El ingeniero de diagnóstico de sistemas jugueteó con el mapeador de su muñeca izquierda mientras dejaba volar su mente con total libertad, estableciendo y desechando hipótesis con el mismo fervor creativo con que un escritor buscaría una resolución argumental para su última historia. El tiempo parecía haberse detenido a su alrededor. Ya no le preocupaba que una posible fisión nuclear pudiera acabar con su vida en cualquier momento; de hecho, ni siquiera pensaba en el éxito de su misión. No. Lo único que ocupaba su mente ahora era la resolución del problema científico que allí se le presentaba: ... ¿Por qué miles de portales donde sólo debería haber uno?

...

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Si se tratara de un solo nanoportal podría hacer que se colapsara sobre sí mismo con el instrumental que he traído conmigo, pero no puedo plantearme cerrar todas estas fisuras una a una, sin saber siquiera si volverán a abrirse a continuación... ... ¿Y si tuviera acceso al portal original? ¿Supondría alguna diferencia que lo hiciera desaparecer? ... ... ¿De qué sirve cerrar uno solo cuando son muchos? ... ... ... Cerrar uno solo... ... ... Cerrar uno solo... ... ... ... ... ¡Pues claro! Reginald se incorporó rápidamente, tomando con sus manos agitadas el pequeño instrumento ovoide de color sepia que antes le había permitido identificar la naturaleza de los puntos de luz; lo aproximó al nanoportal más cercano, y seleccionó con dedos nerviosos una combinación de parámetros que de forma inmediata hizo desaparecer aquella fisura dimensional. Y con ella, todas las demás. Reginald Barclay miró a su alrededor con cierta incredulidad reflejada en el rostro. Y volvió a mirar una segunda vez. E incluso una tercera. La espesa niebla de color amarillento aún seguía allí, así como el campo antientrópico que había

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volatilizado el complejo científico, pero efectivamente, no quedaba rastro alguno de los numerosos nanoportales que hasta hacía sólo unos segundos abundaban en su interior. Así que incapaz de contener por más tiempo la euforia que ya bullía en su cabeza, el ingeniero de diagnóstico de sistemas terminó por aullar bajo los efectos de un intenso orgasmo intelectual. Su misión había sido un éxito, y sólo era cuestión de horas, de días en el peor de los casos, que tanto la niebla como el campo acabaran por dispersarse, eliminadas ya todas sus fuentes. La emisión directa de antientropía desde el universo “inverso” había cesado por completo. Poco después, Reginald saldría del campo y se reuniría con su compañero Tom Paris en la Delta Flyer II, pero mientras tanto, su mente recreaba con todo detalle su imaginaria recepción en la sede de la R.C.I.F. en la Tierra: -Enhorabuena, señor Barclay-, le saludaba el Director General de la R.C.I.F. -Su intervención durante esta crisis ha sido decisiva para evitar una catástrofe de proporciones galácticas-.

-Bueno, en realidad no ha resultado tan difícil –respondía Reginald con gesto humilde. -Una vez deduje cuál había sido la causa de la multiplicación de portales...-.

-Por favor, señor Barclay, no le reste importancia a su impresionante

demostración de agudeza intelectual: su resolución del problema ha sido sencillamente brillante-.

-Me halaga usted, Director General, pero como ya sabe, el problema se limitó

al final a una simple cuestión de mecánica cuántica: la apertura del nanoportal original provocó que la probabilidad de que se estableciera una conexión entre estos dos universos fuese mayor que cero, y desde un punto de vista cuántico, que fuese tan probable la existencia de un solo portal como la de un número infinito de ellos-.

-Por supuesto...-. -De esta manera, en el instante en que el Doctor Weintraub abrió el portal

original, las fisuras comenzaron a surgir a su alrededor en un número directamente proporcional a su proximidad al mismo. Un imprevisto que lamentablemente causó la destrucción del complejo científico antes de que ninguno de sus ocupantes pudiera hacer nada para evitarlo-.

-Un desastre sin paliativos, señor Barclay. Y una gran pérdida humana. Pero

volviendo de nuevo a su intervención...-. -Bueno, en mi informe sobre la misión he detallado la hipótesis que aventuré

antes de hacer lo que hice, y las implicaciones teóricas que se derivan de lo ocurrido a continuación, pero creo que al final, todo se resume en una simple frase: ¡sólo tuve que cerrar una fisura! Sé que puede parecer ridículamente sencillo, y que quizá todo el mundo esperase una resolución mucho más complicada, e incluso emocionante, pero lo cierto es que al reducir a cero la probabilidad de que existiera un nanoportal, resultó “imposible”, en términos mecánico-cuánticos, que existieran todos los demás. ¡Tan simple como eso!-.

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Una expresión de genuina satisfacción iluminaba el rostro de Reginald Barclay mientras avanzaba en línea recta hacia el límite del campo antientrópico. Era muy posible que no llegara a viajar a la Tierra para entregar su informe en persona, e incluso que no contactara nunca con el Director General de la Red de Centros de Investigación de la Federación para recibir su hipotético reconocimiento. Sin embargo, Reginald había cumplido con éxito su misión. Y lo sabía.