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Diócesis Nivariense “Moderna crisis del Sacramento de la Penitencia y dimensión eclesial en el Concilio Vaticano II” FORMACIÓN PERMANENTE DEL CLERO CURSO 2010/2011 La Laguna, 16 de febrero de 2011

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Diócesis Nivariense

“Moderna crisis del Sacramento de la Penitencia y dimensión

eclesial en el Concilio Vaticano II”

FORMACIÓN PERMANENTE DEL CLERO

CURSO 2010/2011

La Laguna, 16 de febrero de 2011

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“Moderna crisis del Sacramento de la Penitencia y dimensión

eclesial en el Concilio Vaticano II”

Introducción:

Buenos días. Nos volvemos a ver y me vuelven a escuchar. Esta vez no pongo voz al trabajo de

otro; esta vez, quizás por este motivo con mayor pudor, les ofrezco mi propio trabajo. Quisiera por

ello ofrecerle dos ideas iniciales que justifiquen lo que tienen en sus manos: la primera es que el

esfuerzo ha consistido fundamentalmente en recopilar datos ya existentes y editados; y la segunda

idea es que ésta, pretende ser, una de las posibles formas de exponer un tema tan amplio como el

del Sacramento de la Penitencia en, y desde, el Concilio Vaticano II.

Hasta hoy, en estas sesiones de formación permanente, hemos recorrido la historia de la

comprensión que en la Iglesia hemos ido haciendo del misterio del perdón de Dios. Partimos de la

realidad (Sr. Obispo) y de la dimensión antropológica del misterio de la culpa y el perdón (D. José

Manuel García Matos); pusimos la mirada en la Sagrada Escritura y descubrimos el misterio de la

Misericordia de Dios tanto en el Antiguo Testamente (D. José F. Concepción Checa) como en el

Nuevo Testamento (D. Joaquín Herba Meizoso). Cristo se nos presentó como la manifestación del

amor de Dios -amor real y experimentable- que nos ofrece el sentido de lo real, la conversión

verdadera y la fuente de la santidad. Esa certeza y novedad, la vivieron los cristianos de la primera

hora en la toma de conciencia del modo de acceder a dicha misericordia y a la gracia del perdón (D.

Macario Manuel López García), haciéndose extensiva, de diferentes formas, a lo largo de todo el

primer milenio de la vida de la Iglesia (D. Miguel Ángel Navarro Mederos). Fue en la Edad Media,

con Santo Tomás de Aquino, cuando se realizó la primera síntesis teológica sobre el Sacramento

(D. José Domingo Morales Hernández) que quedó dogmáticamente definida en el Concilio de

Trento (D. Rubén J, Fagundo García).

Desde entonces, y hasta el Concilio Vaticano II, el modo, la forma, la comprensión, la vivencia,

etc., del sacramento de la Penitencia, fue común y vivido en la comunidad cristiana sin especiales

sobresaltos. Hoy vamos a poner la mirada en el Concilio Vaticano II. Y vamos a intentar ofrecer

algunas pinceladas en torno a la denominada “crisis” del sacramento de la Penitencia, pues ella fue

la que motivó la reforma y sigue motivando nuestro esfuerzo por comprender y ofrecer el perdón de

Dios. Entendemos crisis como la dificultad de los fieles y los ministros de la Iglesia a la hora de

vivir este don sacramental.

1.- Un poco que historia.

Un recorrido muy breve, porque se trata de recordar lo que ya se ha ido indicando a lo largo de las

sesiones anteriores.

Son diversos y profundos los interrogantes que la gente, en general, y los fieles cristianos en particular,

hoy, tienen sobre el sacramento de la Penitencia. A pesar de los esfuerzos de renovación realizados

después del concilio Vaticano II, el sacramento, sentimos, sigue en crisis. Tal vez el conocimiento de

los cambios que se han producido a lo largo de la historia ayuda a resolver el problema. Recordemos

algunos:

1. En los seis primeros siglos, se practica la penitencia pública: suponía un proceso de segunda

conversión que se realiza después del bautismo.

2. Desde el siglo VII, se generaliza la penitencia privada, que se celebra a solas con el sacerdote y

que se puede repetir a lo largo de la vida.

3. El concilio Vaticano II establece la revisión del rito penitencial de manera que exprese más

claramente "la naturaleza y efecto del sacramento" (SC 72).

Penitencia es lo mismo que conversión: implica un cambio de mentalidad, de corazón, de conducta. En

los primeros siglos la primera conversión comienza con la respuesta dada a la evangelización primera y

se desarrolla en un proceso catecumenal que culmina en la celebración del bautismo. Pero los

bautizados pueden caer en pecados. En este caso, se aplica la segunda conversión. Es necesaria si se

quiere tener parte de nuevo en la vida de la comunidad.

En el Evangelio aparece ya una Iglesia experimentada en la práctica del perdón. Por ejemplo, el

pasaje de la corrección fraterna: “Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él.

Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para

que todo asunto quede zanjado por las palabras de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a

la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil o el publicano. Yo os

aseguro: todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra,

quedará desatado en el cielo” (Mt 18,15-18). Lo que aquí se dice a todos los discípulos se dice

también, de una forma especial, a Pedro (16,19). Las palabras atar y desatar significan separar al

pecador de la comunidad y recibirle de nuevo en ella. El Señor resucitado encomienda a sus

discípulos la misión de perdonar o retener los pecados: “Recibid el espíritu santo. A quienes

perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn

20,22-23). Por su parte, dice Pablo a la comunidad de Corinto: “Se nos ha confiado el servicio de la

reconciliación” (2 Co 5,19). Las parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida y del hijo

pródigo ponen de relieve la misericordia de Dios (Lc 15).

En el Nuevo Testamento, los indicios de una práctica del perdón de pecados graves no son

frecuentes, pero los hay. Así, en la comunidad de Corinto al incestuoso se le separa de la comunidad

(1 Co 5,1-13). Para alguien que ha ofendido a Pablo, el apóstol pide que se renueve la comunión

con él (2 Co 2,5-11). Los adversarios de Pablo intentan, por todos los medios, desprestigiarlo (10-

12). Hay “(...) discordias, envidias, iras, disputas, calumnias, murmuraciones, insolencias,

desórdenes (...)” (12,20). Hay “(...) quienes pecaron y no se convirtieron de sus actos de impureza,

fornicación y libertinaje (...)” (12,21; ver Hch 15,29 y Lv 18); si no se convierten, el apóstol obrará

sin miramientos (13,2). En la carta de Santiago, se considera la posibilidad de que alguien se desvíe

de la verdad (St 5,19-20). En el Apocalipsis se habla de graves pecados (Ap 2,5.16.20ss).

Hasta el siglo VII, la Iglesia reconoce tres formas de perdón de los pecados:

1) el bautismo, que limpia al hombre de todo pecado cometido anteriormente;

2) la penitencia cotidiana para los pecados menos graves, mediante la oración, la escucha de la Palabra,

la comunicación de bienes (1 Pe 4,8), el ayuno. Además, en la liturgia existe desde el principio una

confesión general de los pecados, que sirve de preparación a la eucaristía;

3) la penitencia pública, exigida para pecados graves, como el adulterio, el homicidio y la apostasía

(abandono de la fe). El Decálogo indica, en resumen, los límites fuera de los cuales no es posible la

comunión (Ex 20; ver Lc 18,20). A propósito del ayuno, se dice en el Pastor de Hermas, libro escrito

en Roma a mediados del siglo II: "No sabéis ayunar para el Señor, ni este ayuno inútil que le ofrecéis

es de verdad ayuno... Ayuna, en cambio, para Dios un ayuno como éste: no harás mal alguno en tu

vida, sino que servirás al Señor con corazón limpio; observa sus mandamientos, caminando en sus

preceptos, y ningún deseo malo suba a tu corazón" (Comp. quinta, 4-5).

Junto a los del Nuevo Testamento, los testimonios más antiguos sobre la práctica de la penitencia

pública pertenecen a los llamados Padres Apostólicos. En la primera carta de Clemente, de finales del

siglo I, se dice: "Oremos también nosotros por los que se hallan en algún pecado para que se les

conceda modestia y humildad, a fin de que se sometan, no a nosotros, sino a la voluntad de Dios"

(56,1). En el Pastor de Hermas se establece claramente el principio de una sola penitencia posterior al

bautismo. El cristiano que incurría en pecado grave sólo podía acogerse a ella una vez en la vida:

"Cuantos de todo corazón hicieren penitencia (...) y no vuelvan otra vez a añadir pecados a pecados,

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recibirán del Señor curación de sus pecados pasados" (Comp. octava, 3). A comienzos del siglo III

Tertuliano habla de “(...) la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la

gracia” (Sobre la penitencia, 4,2).

El proceso penitencial de la segunda conversión era el siguiente. En un principio, la confesión como

manifestación de los pecados fue realmente menos necesaria: el pecado era público, dado el carácter

íntimo y familiar de las primitivas comunidades cristianas. El pecador era separado de la comunidad.

La confesión, como reconocimiento del propio pecado (ver Sal 32), se manifestaba públicamente con

el ingreso en el orden de los penitentes. El obispo fijaba un período de penitencia según la gravedad del

pecado. Cumplida la penitencia, que consistía en dar signos satisfactorios de conversión, se celebraba

la reconciliación con la reincorporación del pecador a la comunidad.

Este proceso aparece todavía en el III concilio de Toledo (año 589), en el que se advierte que "(...) en

algunas Iglesias de España los hombres hacen penitencia por sus pecados, no según los cánones, sino

de una forma reprochable de modo que cada vez que pecan le piden la reconciliación al sacerdote".

Se dice también que "(...) a fin de acabar con esta presunción tan execrable, este santo concilio

establece que la penitencia sea dada según la forma canónica de los antiguos" (Can. 11). La

separación de la comunidad no se produce siempre y en todas partes del mismo modo. Según una

disposición del concilio de Nicea (325, canon 11), el pecador ha de ser incluido entre los catecúmenos.

En la práctica, la penitencia pública quedaba restringida a un número muy limitado de casos, se dejaba

para el momento de la muerte; suscitaba reparos en la mayoría de los cristianos, la situación llegó a ser

muy confusa e ineficaz. ¿Qué había pasado? Con la protección oficial de los emperadores, las masas

fueron entrando en la Iglesia sin catequizar: poco a poco, se fue perdiendo la escucha de la Palabra, el

proceso catecumenal y la dimensión comunitaria de la fe. Mientras existió la práctica penitencial de la

Iglesia antigua, se mantuvo la participación activa de toda la comunidad. Sin embargo, poco a poco la

penitencia fue perdiendo su dimensión comunitaria y fue adoptando un cariz individual.

Ya en el siglo V, comienzan a introducirse estos cambios: el carácter privado de la penitencia (San

León Magno) y la reiteración (San Juan Crisóstomo). Algunos de sus contemporáneos condenaron a

San Juan Cristóstomo horrorizados de que enseñara y practicara lo siguiente: "Si pecas una segunda

vez, haz penitencia una segunda vez, y cuantas veces vuelvas a pecar, vuelve a mí y yo te curaré". Por

tanto, mientras la penitencia pública va cayendo en desuso, comienza a practicarse la penitencia

privada, que lentamente irá difundiéndose por toda la Iglesia latina, gracias sobre todo a los monjes

irlandeses. Se aplica la penitencia sacramental de una forma más personal y flexible. La resistencia

oficial que se opuso a la nueva práctica fue inútil: hacia el año 1000 ya se había impuesto en toda la

Iglesia.

La penitencia pública en Oriente coincide en sus aspectos esenciales con la de Occidente, aunque su

desaparición es mucho más rápida. Grandes obispos como San Atanasio de Alejandría y San Basilio de

Capadocia (s. IV) señalan en sus cartas la penitencia que debe imponerse por los pecados más graves.

La penitencia se concibe como una cura del alma y supone un diálogo que tiende a descubrir el

remedio oportuno. En las Iglesias orientales puede observarse ya desde el 391 una suavización de la

penitencia pública. En su lugar entra cada vez más la confesión individual (monástica) hecha a un

director espiritual, no necesariamente sacerdote. La fuerza de borrar los pecados se atribuye también a

ciertos elementos litúrgicos, como el humo del incienso: la confesión se hace al incensario. En las

Iglesias de la Reforma, la Confesión de Augsburgo (1530) recomienda la penitencia privada, pero en

general predomina la desafección a dicha práctica. Y, sin que nunca fuera abolida, hacia el 1800

desaparece.

En la penitencia privada el proceso penitencial es el siguiente. El pecador, arrepentido, confiesa su

pecado al sacerdote, que le impone una satisfacción (al principio fue muy severa) y, cuando esta ha

sido cumplida, le concede la absolución. A partir del siglo VIII, la confesión de los pecados da nombre

al sacramento de la penitencia. Desde el siglo XI se acostumbra a conceder la absolución al final de la

confesión, antes de cumplir la satisfacción, con lo que tenemos la forma penitencial que llega hasta

nosotros.

Según el concilio de Trento (1551), los pecados son perdonados por la absolución del confesor; por

parte del penitente se requiere: contrición, confesión y satisfacción (DS 1673). Se urge la confesión

detallada de los pecados (DS 1679). La contrición de corazón (arrepentimiento perfecto) otorga al

hombre de inmediato la justificación ante Dios, incluso antes de recibir el sacramento de la penitencia,

que al menos implícitamente ha de desearse (DS 1677). La atrición (arrepentimiento imperfecto) no

alcanza el perdón, pero dispone para obtenerlo en el sacramento de la penitencia (DS 1678). El

sacerdote es juez y médico; como juez debe conocer la causa para poder juzgarla; como médico debe

conocer la enfermedad para poder curarla (DS 1679,1680). La absolución es como un acto judicial en

el que el sacerdote pronuncia la sentencia en el tribunal de la penitencia (DS 1685). La doctrina de

Trento y el Ritual romano (1614) produjeron un aumento de la práctica sacramental de la penitencia,

que se aplica incluso a pecados veniales (confesión de devoción). San Carlos Borromeo (+1584)

introdujo el uso del confesonario.

El concilio de Trento da una respuesta a los reformadores, cuya doctrina se resume en los siguientes

aspectos: la penitencia no es un sacramento; el sacramento que borra los pecados es el bautismo; en el

perdón de los pecados lo que cuenta no es el arrepentimiento, la confesión y la satisfacción, sino la

conciencia de pecado y la fe en el evangelio; la contrición es mera compunción; la absolución del

sacerdote no es un acto judicial, sino la mera declaración de que al creyente se le han perdonado los

pecados; no hay obligación de confesar; la mejor penitencia es una vida nueva; no son las obras

penitenciales las que nos reconcilian con Dios; la satisfacción podría perjudicar a la única verdadera

satisfacción que es la de Jesucristo; la confesión privada no es de institución divina; la capacidad para

la absolución le compete a cada creyente cristiano; la práctica romana de reservar la absolución de

muchos pecados a una instancia superior no es justa.

Ya en el año 1215 el IV, concilio de Letrán, impone el precepto de la confesión anual de los pecados

graves, después de haber llegado al uso de la razón (DS 812). Este precepto aparece así en

el Catecismo de la Iglesia Católica: "Todo fiel llegado a la edad del uso de la razón debe confesar al

menos una vez al año los pecados graves de que tiene conciencia" (n.1457; CDC,c.989).

La confesión de los niños es una práctica totalmente desconocida en los primeros siglos de la Iglesia.

Sobre todo a partir de San Pío X, que recomienda la comunión frecuente en los años conscientes de la

infancia, la confesión de los niños se impone no ya como una posibilidad, sino como una obligación

(Quam singulari, 1910; Catecismo, nn.1420-1422; CDC, c.914).

En el siglo XI los obispos y confesores de Francia comenzaron a conceder indulgencias, es decir, la

remisión de las obras penitenciales debidas por el pecado. Hacia el año 1300 Bonifacio VIII estableció

un jubileo universal. En él se concedía indulgencia plenaria a todos los que peregrinasen a Roma y allí

cumplieran ciertas condiciones. A finales de la edad media las indulgencias se convierten en una fuente

de dinero, que papas y obispos manejan a discreción. Contra la oposición de los reformadores, el

concilio de Trento formula la doctrina sobre las indulgencias: para los vivos en forma de absolución y

para los muertos en forma de intercesión (DS 1447ss).

2.- El Sacramento de la Penitencia en el Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II trató en diversas ocasiones del sacramento de la penitencia, así, por

ejemplo, en la Lumen Gentium nº 11, al tratar del ejercicio del sacerdocio común de los fieles en

los sacramentos dice que “(...) quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la

misericordia de Dios el perdón de la ofensa a El hecha y al mismo tiempo se reconcilian con la

Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y

las oraciones”.

En el Decreto sobre las Iglesias Orientales, nº 27, al tratar de las relaciones con los hermanos de

las Iglesias separadas dice que “ (...) teniendo en cuenta los principios ya dichos, pueden

administrarse los sacramentos de la penitencia, Eucaristía y unción de los enfermos a los

orientales que de buena fe vivan separados de la Iglesia católica, con tal que los pidan

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espontáneamente y tengan buena disposición; más aún: pueden también los católicos pedir esos

mismos sacramentos a ministros acatólicos de Iglesias que tienen sacramentos válidos, siempre que

lo aconseje la necesidad o un verdadero provecho espiritual y sea física o moralmente imposible

acudir a un sacerdote católico”.

En el Decreto perfectae caritatis se prescribe a los superiores de los religiosos que les dejen “(...)

la debida libertad en cuanto al sacramento de la penitencia» (nº 14).

En el Decreto Christus Dominus, sobre los Obispos, al tratar de sus colaboradores, dice:

“Recuerden también los párrocos que el sacramento de la penitencia contribuye de manera

extraordinaria a fomentar la vida cristiana; muéstrense, por tanto, prontos a oír las confesiones de

los fieles y llamen también para ello, si fuere menester, a otros sacerdotes que sepan varias

lenguas” (nº 30).

Varias veces se alude al sacramento de la penitencia en el Decreto Presbyterorum ordinis: “(...)

por el sacramento de la penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia” (nº 5)

“(...) en el espíritu de Cristo Pastor los instruyen para que con espíritu contrito sometan sus

pecados a la Iglesia en el sacramento de la penitencia, de suerte que cada día se conviertan más y

más al Señor, recordando aquellas palabras suyas: Haced penitencia, pues se acerca el reino de

los cielos (Mt 4,17)” (nº 5); “De modo semejante, en la administración de los sacramentos se unen

a la intención y caridad de Cristo, cosa que hacen de manera especial cuando se muestran en todo

momento y de todo punto dispuestos a ejercer el ministerio del sacramento de la penitencia cuantas

veces se lo pidan razonablemente los fieles” (nº 13); “Los ministros de la gracia sacramental se

unen íntimamente a Cristo, Salvador y Pastor, por medio de la fructuosa recepción de los

sacramentos, especialmente por el frecuente acto sacramental de la penitencia, como quiera que,

preparado por el diario examen de conciencia, favorece en tanto grado la necesaria conversión al

amor del Padre de las misericordias” (nº 18).

En otras muchas ocasiones trata el Concilio Vaticano II de la penitencia, pero nos interesa más

conocer en esta ocasión lo referente a la liturgia del sacramento tal como fue planteada en el

Concilio por los diversos Padres conciliares que trataron de ella.

En el Esquema sobre la liturgia que se presentó a los Padres conciliares para ser discutiddo en el

aula conciliar, el ordo Poenitentiae se expresaba escuetamente así: “Ritus et formulae Poenitentiae

ita recognoscantur, ut effectum Sacramenti clarius exprimant”1.

Los Padres conciliares se quedaron atónitos. ¿Cómo podrían dar un voto favorable o negativo si no

sabían la reforma que se pensaba hacer? Al menos era necesario que se dieran algunas indicaciones.

La discusión del capítulo tercero del Esquema de Liturgia tuvo lugar en las Congregaciones

Generales XIII y XIV, los días 6 y 7 de noviembre de 1962.

El primero en denunciarlo fue el Cardenal Miguel Browne que decía se había redactado ese artículo

tan genéricamente que resultaba difícil dar una sentencia sobre el mismo y pedía que al menos se

dijera que la reforma se haría en cuanto era necesario.

Del mismo parecer era Monseñor Manuel A. de Carvalho, obispo de Angra (Azores-Portugal) y

pedía que los ritos y fórmulas que habían de establecerse ya se insertaran en el Esquema. Pedía

también que, en cuanto fuera posible, las confesiones de los varones se hicieran también en el

confesionario a través de la rejilla, pues eso fomenta la libertad de los penitentes y ayuda a la

salvación de las almas.

En un voto enviado por escrito a la Secretaría del Concilio, el Cardenal Villelmo Godfrey,

arzobispo de Westminster, manifestaba su incertidumbre sobre el determinado artículo del Esquema

1 Perdonen la traducción personal: “Se revisará el rito y las fórmulas de la penitencia en orden a que los efectos del sacramento se expresen con una mayor claridad”

conciliar y pedía que se explicitase más para saber a qué atenerse sobre el cambio y las adiciones

que se intentaban hacer en el rito del sacramento de la penitencia.

Más explícito aún era Monseñor Vicente Brizgys, obispo coadjutor de Kaunas (Lituania) que,

también en un voto enviado por escrito a la Secretaría General del Concilio, pedía más claridad

sobre los cambios que se intentaban hacer en el rito del sacramento de la penitencia. Se quejaba de

que ese modo genérico de presentar algunas reformas litúrgicas, como se ha visto en casos

precedentes, consume mucho tiempo en discusiones inútiles.

Los Padres conciliares llevaban toda la razón. Incluso los liturgistas que habían preparado el texto

se lamentaban de que fuesen presentados tan esquemáticamente los artículos referentes a la reforma

de los diversos ritos sacramentales. En unas anotaciones de A. G. Martimort al Esquema sobre la

Sagrada liturgia, divulgadas antes de la discusión del mismo entre los peritos conciliares y algunos

Padres, decía sobre el artículo 56 referente al rito del sacramento de la Penitencia: “Privatus sua

declaratione a nobis olim confecta vix intelligi potest”2.

Sin embargo, los padre conciliares daban un voto de confianza a la Sede Apostólica para que

redactase el rito según el criterio de sus propios medios que, en definitiva, habían de estar

pospuestos al conocimiento y aprobación del Papa.

Como sabemos, el nuevo Ordo Paenitentiae fue promulgado el 2 de diciembre de 1973 por

mandato especial del Papa Pablo VI, por un Decreto del Cardenal Villot, Secretario de Estado de Su

Santidad, en lugar del Cardenal Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, vacante en

aquella fecha. Firmaba también Monseñor A. Bugnini, Secretario de la Congregación citada. Desde

que fue discutido el artículo 56 del Esquema sobre la Liturgia en el aula conciliar hasta esa fecha, lo

referente al rito sacramental de la penitencia hubo de pasar por muchas revisiones que sería largo

indicar aquí.

Cuatro obispos pidieron que el rito sacramental de la penitencia se abreviase. Se fijaban sobre todo

en la fórmula penitencial. Así Monseñor José Arneric, obispo de Sibenik (Yugoslavia) pedía que,

por razones pastorales, se abreviase y simplificase el rito del sacramento de la penitencia.

Más ampliamente pedía lo mismo Monseñor Tulio Botero Salazar, arzobispo de Medellín. Daba la

razón (¡magnífica dificultad!) que en muchas circunstancias los fieles acuden al sacramento de la

penitencia por escuadrones, multitudinariamente, con grave incomodidad para los fieles y para los

mismos sacerdotes, sobre todo allí donde no abundan. Por eso, le parecía, que esa dificultad en

parte, al menos, se podría evitar simplificando los ritos del sacramento, sobre todo usando para esos

casos también, y no sólo para casos de urgente necesidad de peligro de muerte, la fórmula brevísima

que indicaba el antiguo Ritual. Se evitaría también con ello que los sacerdotes, al verse tan acosados

por los penitentes, pronunciaran la fórmula larga con gran rapidez y atropelladamente.

Del mismo parecer era también Monseñor Alcides Mendoza Castro, Obispo auxiliar de Abancay

(Perú), que sugería que la fórmula sacramental sólo expresase la esencia del sacramento.

Finalmente, Monseñor Pedro Arnoldo Aparicio y Quintanilla, obispo de San Vicente (El Salvador)

se pronunció también por la fórmula abreviada en un voto que envió por escrito a la Secretaría

General del Concilio.

El rito promulgado no favoreció esta opinión. Todo el rito se ha alargado bastante más que antes,

pero se indica que “cuando la necesidad pastoral aconseje, el sacerdote puede omitir o abreviar

algunas partes del mismo; sin embargo, siempre ha de mantenerse íntegramente: la confesión de

los pecados y la aceptación de la satisfacción, la invitación a la contrición, la fórmula de la

absolución y la fórmula de despedida”. Sólo en inminente peligro de muerte, “(...) es suficiente que

el sacerdote diga las palabras esenciales de la fórmula de la absolución: Yo te absuelvo de tus

pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.

2 “La declaración particular hecha por nosotros en los últimos tiempos a penas se puede entender”

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Por otro lado, sólo dos obispos pidieron que se ampliasen los casos de absolución colectiva. Uno

fue el ya citado Monseñor Tulio Botero Salazar, arzobispo de Medellín, que, tímidamente y en

forma interrogativa, pedía a la comisión competente si, en circunstancias especialísimas, se pudiese

dar la absolución colectiva previa una conveniente preparación de ánimo y con la obligación luego

de confesar los pecados mortales que tuvieran, a fin de que pudieran comulgar en casos en que no

les era posible acceder a la confesión sacramental. Piensa que esto contribuiría a un gran bien de las

almas y ayudaría a los sacerdotes.

El otro fue Monseñor Armando Fares, arzobispo de Catanzaro (Italia), que envió a la Secretaría

General del Concilio un voto por escrito en que pedía lo mismo para algunas calamidades públicas

y con los casos expresamente determinados en el Ritual, para que no procediese cada cual según su

propio criterio.

Por otra parte, dos arzobispos y un obispo pidieron que los obispos pudieran confesar en todas las

partes, como autorizaba, por privilegio, el antiguo Código de Derecho Canónico a los Cardenales.

Fueron Monseñor Capozi, arzobispo de Taiyuán (China); Monseñor José Fenocchio, obispo de

Pontremoli (Italia), que pedía semejante facultad también para los presbíteros, al menos, en su

propia nación; Y Monseñor Enrique Delgado, arzobispo de Pamplona, que pedía además la facultad

de elegir su propio confesor, fuera de su diócesis, con tal que el elegido tenga facultad de confesar

en su propia diócesis.

Sólo dos obispos subrayaron el aspecto social y comunitario del pecado y, por lo mismo, también

de la penitencia. Uno fue Monseñor Maziers, obispo auxiliar de Lyon, y el otro Monseñor Luis

Barbero, obispo de Vigevano (Italia).

A esto se redujo la actuación de los Padres conciliares con respecto al Sacramento de la Penitencia,

cuando se puso a discusión en el aula conciliar. En realidad poca cosa. Pero la presentación del

Esquema referido no daba para más. Algunos de esos votos han sido tenidos en cuenta en el Ritual

promulgado por Paulo VI. Veámoslo:

a) La fórmula sacramental.

Las fórmulas del sacramento de la penitencia dan material para un largo volumen. Son numerosas

las fórmulas sacramentales de la penitencia que aparecen en los Ordines penitenciales de los siglos

VIII al XV. No hay problema sobre su brevedad, que es el único presentado por algunos Padres

conciliares, en el Vaticano II, juntamente con la mención de la palabra excomunión en la misma.

Antes la dificultad estaba en si había de tener un sentido optativo o de oración, o había de ser una

fórmula indicativa o judicial. Pero aun en eso existen diferencias notables entre las fórmulas

penitenciales que se conocen. Algunas veces las fórmulas optativas aparecen entre los actos

preparatorios del penitente y expresan a Dios un deseo de lograr un gran fruto espiritual en la

confesión; otras veces aparecen en las partes conclusivas del rito y tienen el carácter de fórmula

sacramental de absolución.

Las fórmulas indicativas aparecen en los siglos IX-X y son después las más preferidas en la práctica

pastoral con el favor de las escuelas teológicas, como más conformes con el carácter judicial del

sacramento de la penitencia.

Más tarde, en el siglo XV, se suele unir las dos fórmulas: una optativa y otra declarativa o indicativa

y judicial y así quedó en el Ritual promulgado por Paulo V en 1614. Antes, en 1563, el Concilio de

Trento había determinado que lo oficial de la absolución eran las palabras: “Ego te absolvo a

peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

El gesto de la imposición de las manos, ciertamente antiquísimo, como ya se ha dicho, cayó en

desuso en el medievo. Algunos en cambio pensaban que era necesario para la validez del

sacramento. Pero Santo Tomás de Aquino lo niega. Posteriormente hay algunos sínodos y concilios

que lo prescriben, como el sínodo de Tréveris de 1310 y el concilio de Benevento de 1374. Con

todo, los teólogos en general no creen necesario ese gesto para la validez del sacramento. San

Carlos Borromeo lo sancionó para la diócesis de Milán. Posiblemente esto influyó para que los

redactores del Ritual de Paulo V lo incluyesen también, a pesar del parecer contrario de Castellani.

Pero prácticamente, aunque se hacía el gesto, por la disposición de los confesionarios y el modo de

realizarlo era un gesto poco significativo. De ahí que en la declaración de la Comisión que elaboró

el Esquema conciliar de Liturgia para el Vaticano II se pidiera que se revalorizase ese rito.

El nuevo Ritual lo ha tenido en cuenta: “El sacerdote, después que el penitente ha terminado su

oración, imponiendo sus dos manos, al menos la derecha, sobre la cabeza del penitente dice la

absolución cuya parte esencial son las palabras: Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del

Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. El sacerdote, mientras dice estas palabras hace la señal de

la cruz sobre el penitente”. Se ha tenido en cuenta en la redacción de esa fórmula que la

reconciliación del penitente tiene su origen en la misericordia de Dios Padre; muestra el nexo entre

la reconciliación del pecador y el Misterio Pascual de Cristo; subraya la intervención del Espíritu

Santo en el perdón de los pecados y también tiene en cuenta el aspecto eclesial del sacramento de la

penitencia.

Pero en la práctica la imposición de las manos, tan querida, apenas si tiene valor, pues los

confesionarios hacen que esto no sea percibido en la generalidad de los casos por los penitentes, ya

que ahora incluso los hombres acostumbran a confesarse por la rejilla a veces tan tupida que nada se

puede ver. Y aunque pudiera verlo no se puede llegar a imponer las manos sobre la cabeza del

penitente, sino solamente levantada y ni siquiera dirigida hacia el penitente, como se observa en no

pocas ocasiones.

b) Aspecto social del pecado y de la penitencia.

Es un aspecto interesante, recordado en el aula conciliar por dos obispos y tenido en cuenta en el

nuevo Ritual de la penitencia. Esto ha sido expuesto ampliamente, tanto desde el punto de vista

bíblico, como patrístico. Cuando el cristiano peca, falla a la misión recibida en el bautismo de ser

signo y testimonio eficaz para el mundo del amor de Dios, de la victoria ya conseguida sobre el mal

y de la elevación y transfiguración de todos los valores humanos en la muerte y resurección del

Señor, de la presencia y de la construcción real, ya hoy, del reino escatológico de libertad, de amor,

de justicia y de paz. Por eso el cristiano pecador contradice y disminuye el dinamismo salvífica de

la Iglesia y su eficacia en el mundo. Hay que tener en cuenta también el escándalo que puede llevar

consigo.

La penitencia siempre ha tenido un aspecto comunitario grande, de modo especial la penitencia

llamada pública de los primeros siglos de la Iglesia. Pero además hay que tener en cuenta los

muchos actos penitenciales que la Iglesia hace en determinadas celebraciones litúrgicas, como, por

ejemplo, en la Santa Misa. En el nuevo Ritual de la Penitencia se ha insertado un párrafo muy

expresivo en este sentido: “Toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al

ejercer la tarea de la reconciliación que le ha sido confiada por Dios. No sólo llama a la penitencia

por la predicación de la Palabra de Dios, sino que también intercede por los pecadores y ayuda al

penitente con atención y solicitud maternal, para que reconozca y confiese sus pecados, y así

alcance la misericordia de Dios, ya que sólo El puede perdonar los pecados. Pero, además, la

misma Iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente por el

ministerio entregado por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores”. En el Ritual se exhorta a

celebraciones comunitarias de la penitencia, con formularios muy adecuados.

c) La absolución colectiva.

Sólo dos obispos sugirieron en el sala conciliar y con cierta timidez y ponderando mucho las

circunstancias especiales. El nuevo Ritual lo ha tenido presente para determinados casos y

11

acentuando que la confesión individual e íntegra y la absólución continúan siendo el modo ordinario

para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia. Todo está perfectamente legislado por las

normas pastorales para la absolución sacramental general de la Sagrada Congregación para la

Doctrina de la Fe del 16 de junio de 1972 y por el Ritual de la Penitencia. Sin embargo, no han sido

tenidas en cuenta en algunos casos notables, como para merecer la advertencia seria del Papa, como

lo hizo en su discurso a la Conferencia Episcopal Española el 31 de octubre de 1982, en su viaje

apostólico por nuestra Patria: “Pero sobre todo os habrá de conducir a la obligada concordia en

campos hoy más expuestos a la dispersión: en la predicación acerca de la moralidad familiar, en la

necesaria observancia de las normas litúrgicas que regulan la celebración de la Misa, el culto

eucarístico o la administración de los sacramentos. A este propósito, quiero recordar la correcta

aplicación de las normas referentes a las absoluciones colectivas, evitando abusos que puedan

introducirse”.

d) Facultad a los obispos para poder confesar en todo el orbe.

La petición hecha por algunos obispos en el aula conciliar de que tuvieran la misma facultad que los

Cardenales de poder confesar los obispos en todo el mundo, tuvo un efecto casi inmediato. En el

Motu Proprio Pastorale munus de Pablo VI (30 de noviembre de 1963) se concedía a los obispos la

facultad de poder administrar el sacramento de la penitencia en todas las partes del mundo, a los

fieles y religiosas, pero se añadía una pequeña restricción: “(...) nisi lo ei Ordinarius expresa e

renuerit”3.

Lo mismo ha permanecido en el nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado por Juan Pablo II

el 25 de enero de 1983, pero aquí se extiende también esa Facultad a todos los presbíteros que

tengan facultad de confesar en cualquier diócesis. Se da una pequeña diferencia en la concesión de

esa facultad a los Cardenales, obispos y presbíteros, como bien claramente se ve expresado en el

canon 967 del referido Código de Derecho Canónico que dice así:

“Canon 967 § 1. Además del Romano Pontífice, los Cardenales tienen ipso iure la

facultad de oír confesiones de los fieles en todo el mundo; y asimismo los Obispos, que la

ejercitan también lícitamente en cualquier sitio, a no ser que el Obispo diocesano se oponga

en un caso concreto.

§ 2. Quienes tienen facultad habitual de oír confesiones tanto por razón del oficio como

por concesión del Ordinario del lugar de incardinación o del lugar en que tienen su

domicilio, pueden ejercer la misma facultad en cualquier parte, a no ser que el Ordinario de

algún lugar se oponga en un caso concreto, quedando en pie lo que prescribe el c. 974 § § 2

y 3.

§3. Quienes están dotados de la facultad de oír confesiones, en virtud de su oficio o por

concesión del Superior competente a tenor de los cc. 968 § 2 y 969 § 2, tienen ipso iure esa

facultad en cualquier lugar, para confesar a los miembros y a cuantos viven día y noche en

la casa de su instituto o sociedad; y usan dicha facultad también lícitamente, a no ser que

un Superior mayor se oponga en un caso concreto respecto a sus propios súbditos.”

Es fácil comprobar que muchas veces no ha sido el número de votos conciliares lo que ha

determinado un cambio, sino la oportunidad de su contenido, e incluso a veces la concesión ha sido

más amplia que el mismo voto conciliar pedía.

3 “(...) a menos que el Ordinario se lo ha negado de forma expresa”.

3.- Mirando el Ritual de la Penitencia:

En la próxima sesión se nos ofrecerá un más amplio desarrollo al respecto. Pero desde la

perspectiva te la reflexión teológica, la liturgia es expresión de la fe; y debemos dirigir la mirada a

la fe celebrada para entender la fe creída. De hecho, podemos decir que la introducción al Ritual de

la Penitencia es la explicitación más evidente del esfuerzo de reforma del Concilio.

Subrayo algunos aspectos que considero importantes.

Introducción al Ritual de la Penitencia

Observaciones previas (Praenotanda)

Introducción de la edición típica del Ordo Paenitintiae

I. EL MISTERIO DE LA

RECONCILIACIÓN EN LA HISTORIA

DE LA SALVACIÓN

1. El Padre manifestó su misericordia

reconciliando consigo por Cristo todos los

seres, los del cielo y de la tierra, haciendo la

paz por la sangre de su cruz.1 El Hijo de Dios,

hecho hombre, convivió entre los hombres

para liberarlos de la esclavitud del pecado2 y

llamarlos desde las tinieblas a su luz

admirable.3 Por ello inició su misión en la

tierra predicando penitencia y diciendo:

«Convertíos y creed en el Evangelio.»4

Esta llamada a la penitencia, que ya resonaba

insistentemente en la predicación de los

profetas, fue la que preparó el corazón de los

hombres al advenimiento del Reino de Dios

por la palabra de Juan el Bautista que vino «a

predicar que se convirtieran y se bautizaran,

para que se les perdonasen los pecados».5

Jesús, por su parte, no sólo exhortó a los

hombres a la penitencia, para que,

abandonando la vida de pecado se

convirtieran de todo corazón a Dios,6 sino que

acogió a los pecadores para reconciliarlos con

el Padre.7 Además, como signo de que tenía

poder de perdonar los pecados, curó a los

enfermos de sus dolencias.8 Finalmente, él

mismo «fue entregado por nuestros pecados y

resucitado para nuestra justificación».9 Por

eso, en la misma noche en que iba a ser

entregado, al iniciar su pasión salvadora,10

instituyó el sacrificio de la Nueva Alianza en

su sangre derramada para el perdón de los

pecados11

y, después de su resurrección, envió

el Espíritu Santo a los Apóstoles para que

tuvieran la potestad de perdonar o retener los

pecados12

y recibieran la misión de predicar

en su nombre la conversión y el perdón de los

pecados a todos los pueblos.13

Pedro, fiel al mandato del Señor que le había

dicho: «Te daré las llaves del reino de los

cielos; lo que ates en la tierra quedará atado

en el cielo, y lo que desates en la tierra

quedará desatado en el cielo»,14

proclamó el

día de Pentecostés un bautismo para la

remisión de los pecados: «Convertíos y

bautizaos todos en nombre de Jesucristo, para

que se os perdonen los pecados.»15

Desde

entonces la Iglesia nunca ha dejado ni de

exhortar a los hombres a la conversión, para

que, abandonando el pecado, se conviertan a

Dios, ni de significar, por medio de la

celebración de la penitencia, la victoria de

Cristo sobre el pecado.

2. Esta victoria sobre el pecado la manifiesta

la Iglesia, en primer lugar, por medio del

sacramento del bautismo; en él nuestra vieja

condición es crucificada con Cristo, quedando

destruida nuestra personalidad de pecadores y

quedando nosotros libres de la esclavitud del

pecado, resucitamos con Cristo para vivir para

Dios.16

Por ello confiesa la Iglesia su fe al

proclamar en el Símbolo: «Confieso que hay

un solo bautismo para el perdón de los

pecados.»

En el sacrificio de la misa se hace nuevamente

presente la pasión de Cristo y la Iglesia ofrece

nuevamente a Dios, por la salvación de todo

el mundo, el Cuerpo que fue entregado por

nosotros y la Sangre derramada para el perdón

de los pecados. En la Eucaristía, en efecto,

Cristo está presente y se ofrece corno

«víctima por cuya inmolación Dios quiso

13

devolvernos su amistad»,17

para que por

medio de este sacrificio «el Espíritu Santo nos

congregue en la unidad».18

Pero además nuestro Salvador Jesucristo

instituyó en su Iglesia el sacramento de la

penitencia al dar a los Apóstoles y a sus

sucesores el poder de perdonar los pecados;

así los fieles que caen en el pecado después

del bautismo, renovada la gracia, se

reconcilien con Dios,19

La Iglesia, en efecto,

«posee el agua y las lágrimas, es decir, el

agua del bautismo y las lágrimas de la

penitencia».20

II. LA RECONCILIACIÓN DE LOS

PENITENTES EN LA VIDA DE LA

IGLESIA

La Iglesia es santa y, al mismo tiempo, está

siempre necesitada de purificación.

3. Cristo «amó a su Iglesia y se entregó a sí

mismo por ella, para consagrarla»,21

y la tomó

como esposa;22

la enriquece con sus propios

dones divinos, haciendo de ella su propio

cuerpo y su plenitud,23

y por medio de ella

comunica a todos los hombres la verdad y la

gracia.

Pero los miembros de la Iglesia están

sometidos a la tentación y con frecuencia caen

miserablemente en el pecado. Por eso,

«mientras Cristo, “santo, inocente, sin

mancha”,24

no conoció el pecado,25

sino que

vino a expiar sólo los pecados del pueblo,26

la

Iglesia, recibiendo en su propio seno a los

pecadores, santa al mismo tiempo que

necesitada de purificación constante, busca

sin cesar la penitencia y la renovación».27

La penitencia en la vida y en la liturgia de

la Iglesia

4. Esta constante vida penitencial el pueblo de

Dios la vive y la lleva a plenitud de múltiples

y variadas maneras. La Iglesia, cuando

comparte los padecimientos de Cristo28

y se

ejercita en las obras de misericordia y

caridad,29

va convirtiéndose cada día más al

Evangelio de Jesucristo y se hace así, en el

mundo, signo de conversión a Dios. Esto la

Iglesia lo realiza en su vida y lo celebra en su

liturgia, siempre que los fieles se confiesan

pecadores e imploran el perdón de Dios y cíe

sus hermanos, como acontece en las

celebraciones penitenciales, en la

proclamación de la palabra de Dios, en la

oración y en los aspectos penitenciales de la

celebración eucarística.30

Pero en el sacramento de la penitencia los

fieles «obtienen el perdón de la ofensa hecha

a Dios por la misericordia de éste y, al mismo

tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que,

pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con

ejemplos y con oraciones, los ayuda a su

conversión».31

Reconciliación con Dios y con la Iglesia

5. Porque el pecado es una ofensa hecha o

Dios, que rompe nuestra amistad con él, la

penitencia. «tiene como término el amor y el

abandono en el Señor».32

El pecador, por

tanto, movido por la gracia del Dios

misericordioso, se pone en camino de

conversión, retorna al Padre, que: «nos amó

primero»,33

y a Cristo, que se entregó por

nosotros.34

, y al Espíritu Santo, que ha sido

derramado copiosamente en nosotros.35

Mas aún: «Por arcanos y misteriosos

designios de Dios, los hombres están

vinculados entre sí por lazos sobrenaturales,

de suerte que el pecado de uno daña a los

demás, de la misma forma que la santidad de

uno beneficia a los otros» 36

, por ello la

penitencia lleva consigo siempre una

reconciliación a los demás, de la misma forma

que la santidad de uno beneficia a quienes el

propio pecado perjudica.

Además, hay que tener presente que los

hombres, con frecuencia, cometen la injusticia

conjuntamente. Del mismo modo, se ayudan

mutuamente cuando hacen penitencia, para

que, liberados del pecado por la gracia de

Cristo, unidos a todos los hombres de buena

voluntad, trabajen en el mundo por el

progreso de la justicia y de la paz.

El sacramento de la penitencia y sus partes

6. El discípulo de Cristo que, después del

pecado, movido por el Espíritu Santo acude al

sacramento de la penitencia, ante todo debe

convertirse de todo corazón a Dios. Esta

íntima conversión del corazón, que incluye la

contrición del pecado y el propósito de una

vida nueva, se expresa por la confesión hecha

a la iglesia, por la adecuada satisfacción y por

el cambio de vida Dios concede la remisión

de los pecados por medio de la Iglesia, a

través del ministerio de los sacerdotes.37

a) Contrición

Entre los actos del penitente ocupa el primer

lugar la contrición, «que es un dolor del alma

y un detestar el pecado cometido, con

propósito de no pecar en adelante».38

En

efecto, «al reino de Cristo se puede llegar

solamente por la metánoia, es decir, por esta

íntima y total transformación y renovación de

todo el hombre -de todo su sentir, juzgar y

disponer que se lleva a cabo en él a la luz de

la santidad y caridad de Dios, santidad y

caridad que, en el Hijo, se nos han

manifestado y comunicado con plenitud».39

De esta contrición del corazón depende la

verdad de la penitencia. Así, pues, la

conversión debe penetrar en lo más íntimo del

hombre para que le ilumine cada día más

plenamente y lo vaya conformando cada vez

más a Cristo.

b) Confesión

La confesión de las culpas, que nace del

verdadero conocimiento de si mismo ante

Dios y de la contrición de los propios

pecados, es parte del sacramento de la

penitencia. Este examen interior del propio

corazón y la acusación externa deben hacerse

a la luz de la misericordia divina. La

confesión, por parte del penitente, exige la

voluntad de abrir su corazón al ministro de

Dios; y por parte del ministro, un juicio

espiritual mediante el cual, como

representante de Cristo y en virtud del poder

de las llaves, pronuncia la sentencia de

absolución o retención de los pecados.40

c) Satisfacción

La verdadera conversión se realiza con la

satisfacción por los pecados, el cambio de

vida y la reparación de los daños.41

EI objeto

y cuantía de la satisfacción debe acomodarse

a cada penitente, para que así cada uno repare

el orden que destruyó y sea curado con una

medicina opuesta a la enfermedad que le

afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta

sea realmente remedio del pecado cometido y,

de algún modo, renueve la vida. Así el

penitente, «olvidándose de lo que queda

atrás»,42

se injerta de nuevo en el misterio de

la salvación y se encamina de nuevo hacia los

bienes futuros.

d) Absolución

Al pecador que manifiesta su conversión al

ministro de la Iglesia en la confesión

sacramental, Dios le concede su perdón por

medio del signo de la absolución y así el

sacramento de la penitencia alcanza su

plenitud. En efecto, de acuerdo con el plan de

Dios, según el cual la humanidad y la bondad

del Salvador se han hecho visibles al

hombre43

, Dios quiere salvarnos y restaurar su

alianza con nosotros por medio de signos

visibles.

Así, por medio del sacramento de la

penitencia, el Padre acoge al hijo que retorna

a él, Cristo toma sobre sus hombros a la oveja

perdida y la conduce nuevamente al redil y el

Espíritu Santo ;vuelve a santificar su templo o

habita en él con mayor plenitud; todo ello se

manifiesta al participar de nuevo, o con más

fervor que antes, en la mesa del Señor, con lo

cual estalla un gran gozo en el convite de la

Iglesia de Dios por la vuelta del hijo desde

lejanas tierras.44

Necesidad y utilidad de este sacramento

7. De la misma manera que las heridas del

pecado son diversas y variadas, tanto en la

vida de cada uno de los fieles como de la.

comunidad, así también es diverso el remedio

que nos aporta la penitencia. A aquellos que

por el pecado grave se separaron de la

comunión con el amor de Dios, el sacramento

de la penitencia les devuelve la vida que

perdieron. A quienes caen en pecados

veniales, experimentando cotidianamente su

debilidad, la repetida celebración de la

penitencia les restaura las fuerzas, para que

15

puedan alcanzar la plena libertad de los hijos

de Dios.

a) Para recibir fructuosamente el remedio que

nos aporta el sacramento de la penitencia,

según la disposición del Dios misericordioso,

el fiel debe confesar al sacerdote todos y cada

uno de los pecados graves que recuerde

después de haber examinado su conciencia.45

b) Además el uso frecuente y cuidadoso de

este sacramento es también muy útil en

relación con los pecados veniales. En efecto,

no se trata de una mera repetición ritual ni de

un cierto ejercicio psicológico, sino de sin

constante empeño en perfeccionar la gracia

del bautismo, que hace que de tal forma nos

vayamos conformando continuamente a la

muerte de Cristo, que llegue a manifestarse

también en nosotros la vida de Jesús.46

En

estas confesiones los fieles deben esforzarse

principalmente para que, al acusar sus propias

culpas veniales, se vayan conformando más y

más a Cristo y sean cada vez más dóciles a la

voz del Espíritu.

Pero para que este sacramento llegue a ser

realmente fructuoso en los fieles es necesario

que arraigue en la vida entera de los cristianos

y los impulse a una entrega cada vez más fiel

al servicio de Dios y de los hermanos.

La celebración de este sacramento es siempre

una acción en la que la Iglesia proclama su fe,

da gracias a Dios por la libertad con que

Cristo nos liberó47

y ofrece su vida corno

sacrificio espiritual en alabanza de la gloria de

Dios y sale al encuentro de Cristo que se

acerca.

III. LOS OFICIOS Y MINISTERIOS EN

LA RECONCILIACIÓN DE LOS

PENITENTES

Función de la comunidad en la celebración

de la penitencia

8. Toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal,

actúa de diversas maneras al ejercer la tarea

de reconciliación que le ha sido confiada por

Dios. No sólo llama a la penitencia por la

predicación de la palabra de Dios, sino que

también intercede por los pecadores y ayuda

al penitente con atención v solicitud maternal,

para que reconozca y confiese sus pecados, y

así alcance la misericordia de Dios, ya que

sólo él puede perdonar los pecados. Pero,

además la misma Iglesia ha sido constituida

instrumento de conversión y absolución del

penitente por el ministerio entregado por

Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores.48

El ministro del sacramento de la penitencia

9. a) La Iglesia ejerce el ministerio del

sacramento de la penitencia por los Obispos y

presbíteros, quienes llaman a los fieles a la

conversión por la predicación de la palabra de

Dios y atestiguan e imparten a éstos el perdón

de los pecados en nombre de Cristo y con la

fuerza del Espirito Santo.

Los presbíteros, en el ejercicio de este

ministerio, actúan en comunión con el Obispo

y participan de la potestad y función de quien

es el moderador de la disciplina penitencial.49

b) El ministro competente para el sacramento

de la penitencia es el sacerdote que, según lo

establecido en los cánones 967- 975 del

Código de Derecho Canónico, tiene facultad

de absolver. Sin embargo, todos los

sacerdotes, aunque no estén autorizados para

confesar, pueden absolver válidamente y

lícitamente a cualquiera de los penitentes que

se encuentren en peligro de muerte.

Sobre el ejercicio pastoral de este

ministerio

10. a) Para que el confesor pueda cumplir su

ministerio con rectitud y fidelidad, aprenda a

conocer las enfermedades de las almas y a

aportarles los remedios adecuados; procure

ejercitar sabiamente la función de juez y, por

medio de un estudio asiduo, bajo la guía del

Magisterio de la Iglesia, y, sobre todo, por

medio de la oración, adquiera aquella ciencia

y prudencia necesarias para este ministerio. El

discernimiento del espíritu es, ciertamente, un

conocimiento intimo de la acción de Dios en

el corazón de los hombres, un don del Espíritu

Santo y un fruto de la caridad.50

b) El confesor muéstrese siempre dispuesto a

confesar a los fieles cuando estos lo piden

razonablemente.51

c) Al acoger al pecador penitente y guiarle

hacia la luz de la verdad cumple su función

paternal, revelando el corazón del Padre a los

hombres y reproduciendo la imagen de Cristo

Pastor. Recuerde, por consiguiente, que le ha

sido confiado el ministerio de Cristo, que para

salvar a los hombres llevó a cabo

misericordiosamente la obra de redención y

con su poder está presente en los

sacramentos.52

d) El confesor, sabiendo que ha conocido los

secretos de la conciencia de su hermano como

ministro de Dios, está obligado a guardar

rigurosamente el secreto sacramental por

razón de su oficio.

El penitente

11. Son importantísimas las acciones con que

el fiel penitente participa en el sacramento.

Cuando debidamente preparado se acerca. a

este saludable remedio instituido por Cristo y

confiesa sus pecados, sus actos forman parte

del mismo sacramento, que alcanza su plena

realización con las palabras de la absolución,

pronunciadas por el ministro en nombre de

Cristo.

Así, el fiel que experimenta y proclama la

misericordia de Dios en su vida, celebra junto

con el sacerdote la liturgia de la Iglesia, que

se renueva continuamente.

IV. LA CELEBRACIÓN DEL

SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

Lugar de la celebración

12. El sacramento de la penitencia

normalmente se celebra, a no ser que

intervenga una causa justa, en una iglesia u

oratorio.

Por lo que se refiere a la sedo para oír

confesiones, la Conferencia de tos Obispos de

normas, asegurando en todo caso que existan

siempre en lugar patente confesionarios

provistos de rejillas entre el penitente y el

confesor, que puedan utilizar libremente los

que así lo deseen.

No se deben oír confesiones fuera del

confesionario, si no es por justa causa.53

Tiempo de la celebración

13. La reconciliación de los penitentes puede

celebrarse en cualquier tiempo y día. Sin

embargo, es conveniente que los fieles

conozcan el día y la hora en que esta

disponible el sacerdote para ejercer este

ministerio. Acostúmbrese a los fieles para que

acudan a recibir el sacramento de la

penitencia fuera de la celebración de la misa,

principalmente en horas establecidas.54

El tiempo de Cuaresma es el más apropiado

para celebrar el sacramento de la penitencia,

pues ya en el día de la Ceniza resuena una

invitación solemne ante el pueblo de Dios:

“Convertíos y creed el Evangelio.” Es

conveniente, por tanto que durante la

Cuaresma se organicen con frecuencia

celebraciones penitenciales para que se

ofrezca a los fieles la ocasión de reconciliarse

con Dios y con los hermanos y de celebrar

con un corazón renovado el misterio pascual

en el Triduo sacro.

Vestiduras litúrgicas

14. En lo que hace referencia a las vestiduras

litúrgicas en la celebración de la penitencia,

obsérvense las normas establecidas por los

Ordinarios de lugar.

A) Rito Para Reconciliar a un Solo

Penitente

Preparación del sacerdote y del penitente

15. El sacerdote y el penitente prepárense a la

celebración del sacramento ante todo con la

oración. El sacerdote invoque el Espíritu

Santo para recibir su luz y caridad; el

penitente compare su vida con el ejemplo y

los mandamientos de Cristo y pida a Dios el

perdón de sus pecados.

17

Acogida del penitente

16. El sacerdote acoge al penitente con

caridad fraternal y, si es oportuno, salúdele

con palabras de afecto. Después el penitente

hace el signo de la cruz, diciendo; «En el

nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu

Santo. Amén.» El sacerdote puede hacerlo al

mismo tiempo. Después el sacerdote le invita

con una breve fórmula a la confianza en Dios.

Si el penitente es desconocido por el confesor,

aquél indicará oportunamente su situación y

también el tiempo de la última confesión, sus

dificultades para llevar una vida cristiana y

otras circunstancias cuyo conocimiento sea

útil al confesor para ejercer su ministerio.

Lectura de la palabra de Dios

17. Entonces el sacerdote, o el mismo

penitente, lee, si parece oportuno, un texto de

la Sagrada Escritura; esta lectura puede

hacerse también en la preparación del

sacramento. Por la palabra de Dios el

cristiano es iluminado en el conocimiento de

sus pecados y es llamado a la conversión y a

la confianza en la misericordia de Dios.

Confesión de los pecados y aceptación de la

satisfacción

18. Después el penitente confiesa sus

pecados, empezando, donde sea costumbre,

con la fórmula de la confesión general: «Yo

confieso...» El sacerdote, si es necesario, le

ayudará a hacer una confesión íntegra,

además le exhortará para que se arrepienta

sinceramente de las ofensas cometidas contra

Dios; por fin le ofrecerá oportunos consejos

para empezar una nueva vida y, si fuere

necesario, le instruirá acerca de los deberes de

la vida cristiana.

Si el penitente hubiese sido responsable de

daño o escándalo, ayúdele a tomar la decisión

de repararlos convenientemente.

Después el sacerdote impone al penitente una

satisfacción que no sólo sirva de expiación de

sus pecados, sino que sea también ayuda para

la vida nueva y medicina para su enfermedad;

procure, por tanto, que esta satisfacción esté

acomodada, en la medida de lo posible, a la

gravedad y naturaleza de los pecados. Dicha

satisfacción es oportuno realizarla por medio

de la oración, de la abnegación y, sobre todo,

del servicio al prójimo y por las obras de

misericordia, con las cuales se pone de

manifiesto cómo el pecado y su perdón

revisten también una dimensión social.

Oración del penitente y absolución del

sacerdote

19. Después el penitente manifiesta su

contrición y el propósito de una vida nueva

por medio de alguna fórmula de oración, con

la que implora el perdón de Dios Padre. Es

conveniente que esta plegaria esté compuesta

con palabras de la Sagrada Escritura.

El sacerdote, después que el penitente ha

terminado su oración, extendiendo sus dos

manos, al menos la derecha, sobre la cabeza

del penitente, dice la absolución, cuya parte

esencial son las palabras; «YO TE

ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL

NOMRE DEL PADRE, Y DEL HIJO, Y DEL

ESPÍRITU SANTO.» El sacerdote, mientras

dice estas últimas palabras, hace la señal de la

cruz sobre el penitente. La fórmula de la

absolución significa cómo la reconciliación

del penitente tiene su origen en la

misericordia de Dios Padre; muestra el nexo

entre la reconciliación del pecador y el

misterio pascual de Cristo; subraya la

intervención del Espíritu Santo en el perdón

de los pecados; y, por último, ilumina el

aspecto eclesial del sacramento, ya que la

reconciliación Con Dios se pide y se otorga

por el ministerio de la Iglesia.

Acción de gracias y despedida del penitente

20. Una vez recibido el perdón de los

pecados, el penitente proclama la misericordia

de Dios y le da gracias con una breve

aclamación tomada de la Sagrada Escritura;

después el sacerdote lo despide en la paz del

Señor.

El penitente ha de continuar y manifestar su

conversión, reformando su vida según el

Evangelio de Cristo y con un amor a Dios

cada vez más generoso porque «el amor cubre

la multitud de los pecados».55

Rito breve

21. Cuando la necesidad pastoral lo aconseje,

el sacerdote puede omitir o abreviar algunas

partes del rito; sin embargo, siempre ha de

mantenerse íntegramente: la confesión de los

pecados y la aceptación de la satisfacción, la

invitación a la contrición, la fórmula de la

absolución y la fórmula de despedida. En

inminente peligro de muerte, es suficiente que

el sacerdote diga las palabras esenciales de la

fórmula de la absolución, a saber: «YO TE

ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL

NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO, Y

DEL ESPÍRITU SANTO.»

B) Rito Para Reconciliar a Varios

Penitentes con Confesión y Absolución

Individual

22. Cuando se reúnen muchos penitentes a la

vez para obtener la reconciliación

sacramental, es conveniente que se preparen a

la misma con la celebración de la palabra de

Dios.

Pueden también participar en esta celebración

aquellos fieles que en otro momento recibirán

el sacramento.

La celebración común manifiesta más

claramente la naturaleza eclesial de la

penitencia, ya que los fieles oyen juntos la

palabra de Dios, la cual al proclamar la

misericordia divina, les invita a la conversión;

juntos, también examinan su vida a la luz de

la misma palabra de Dios y se ayudan

mutuamente con la Oración. Después que

cada uno ha confesado sus pecados y recibido

la absolución, todos a la vez alaban a Dios por

las maravillas que ha realizado en favor del

pueblo que adquirió para sí con la sangre de

su Hijo.

Si es preciso, estén dispuestos varios

sacerdotes, para que, en lugares apropiados,

puedan oír y reconciliar a cada uno de los

fieles.

Ritos iniciales

23. Una vez reunidos los fieles, se canta si

parece oportuno, un canto adecuado. Después,

el sacerdote saluda a los fieles y él mismo, u

otro ministro los introduce, si parece

oportuno, con breves palabras, en la

celebración y les da las indicaciones prácticas

sobre el orden que se va a seguir en la misma.

A continuación, invita a todos a orar, y,

después de un momento de silencio dice la

oración.

Celebración de la palabra de Dios

24. Es conveniente que el sacramento de la

penitencia empiece con la lectura de la

palabra. Por ella Dios nos llama a la

penitencia y conduce a la verdadera

conversión del corazón.

Puede elegirse una o más lecturas. Si se

escogen varias, intercálese un salmo u otro

canto apropiado o un espacio de silencio, para

profundizar más la palabra de Dios y facilitar

el asentimiento del corazón. Si sólo se hace

una lectura, es conveniente que se tome del

Evangelio.

Elíjanse principalmente lecturas por las

cuales:

a) Dios llama a los hombres a la conversión y

a una mayor semejanza con Cristo.

b) Se propone el misterio de la reconciliación

por la muerte y resurrección de Cristo y

también como don del Espirito Santo.

c) Se manifiesta el juicio de Dios sobre el

bien y el mal en la vida de los hombres, para

iluminar y examinar la conciencia.

25. La homilía, a partir del texto de la

Escritura, ha de ayudar a los penitentes al

examen de conciencia, a la aversión del

pecado y a la conversión a Dios. Así mismo

debe recordar a los fieles que el pecado es una

acción contra Dios, contra la comunidad y el

prójimo, y también contra el mismo pecador.

Por tanto, oportunamente se pondrán en

relieve:

a) La infinita misericordia de Dios, que es

mayor que todas nuestras iniquidades y por la

cual siempre, una y otra vez, él nos vuelve a

llamar a sí.

b) La necesidad de la penitencia interna, por

la que sinceramente nos disponemos a reparar

los daños del pecado.

19

c) El aspecto social de la gracia y del pecado,

puesto que los actos individuales repercuten

de alguna manera en todo el cuerpo de la

Iglesia.

d) La necesidad de nuestra satisfacción, que

recibe toda su fuerza de la satisfacción de

Cristo, y exige en primer lugar, además de las

obras penitenciales, el ejercicio del verdadero

amor de Dios y del prójimo.

26. Terminada la homilía, guárdese un tiempo

suficiente de silencio para examinar la

conciencia y suscitar una verdadera contrición

de los pecados. El mismo presbítero, o un

diácono u otro ministro, puede ayudar a los

fieles con breves fórmulas o con una plegaria

litánica, teniendo en cuenta tu condición,

edad, etc.

Si parece oportuno, este examen de

conciencia y exhortación a la contrición puede

sustituir a la homilía; pero, en tal caso, se

debe tomar claramente como punto de partida

el texto de la Sagrada Escritura leído

anteriormente.

Rito de la reconciliación

27. Después, a invitación del diácono u otro

ministro, todos se arrodillan o se inclinan y

dicen una fórmula de confesión general (por

ejemplo, «Yo confieso…».); a continuación,

de pie, recitan, si se cree oportuno, una

oración litánica o entonan un cántico

adecuado que expresa su condición de

pecadores, la contrición del corazón, la

petición del perdón y también la confianza en

la misericordia de Dios. Al final se dice la

oración dominical, que nunca deberá omitirse.

28. Dicha la oración dominical, los sacerdote,

se dirigen al lugar determinado para oír las

confesiones. Los penitentes que desean hacer

la confesión de sus pecados se acercan al

sacerdote que han elegido, y después de

aceptar la debida satisfacción, son absueltos

por él con la fórmula para reconciliar a un

solo penitente.

29. Una vez terminadas las confesiones, los

sacerdotes vuelven al presbiterio. El que

preside la celebración invita a todos a la

acción de gracias, con la que los fieles

proclaman la misericordia de Dios. Lo cual

puede hacerse con un salmo o un himno o una

plegaria litánica. Finalmente, el sacerdote

concluye la celebración con una oración de

alabanza a Dios por la gran caridad con la que

nos ha amado.

Despedida del pueblo

30. Acabada la acción de gracias, el sacerdote

bendice a los fieles. Después el diácono o el

mismo sacerdote despide a la asamblea.

C) Rito Para Reconciliar a Muchos

Penitentes con Confesión y Absolución

General

Disciplina de la absolución general

31 La confesión individual e integra y la

absolución constituyen el único modo

ordinario con el que un fiel consciente de que

está en pecado grave se reconcilia con Dios y

la Iglesia; sólo una imposibilidad física o

moral excusa de este modo de confesión, en

cuyo caso la reconciliación se puede tener

también por otros medios.

No puede darse la absolución a varios

penitentes a la vez sin previa confesión

individual con carácter general, a no ser que:

a) amenace un peligro de muerte y el

sacerdote o los sacerdotes no tengan tiempo

para oír la confesión de cada penitente;

b) haya una grave necesidad, es decir, cuando,

dado el número de penitentes, no hay

suficientes confesores para oír con el

conveniente sosiego (rite) las confesiones de

cada uno en un tiempo razonable, de tal

manera que los penitentes se vean obligados,

sin culpa por su parte, a quedar privados por

un notable tiempo (diu) de la gracia

sacramental o la sagrada comunión; pero no

se considera suficiente necesidad cuando no

se puede disponer de confesores a causa sólo

de una gran concurrencia de penitentes, como

podría darse en una fiesta grande o una

peregrinación.56

32. Corresponde al Obispo diocesano juzgar

si se dan las condiciones requeridas antes

expuestas (cf. núm. 31), el cual, teniendo en

cuenta los criterios acordados con los demás

miembros de la Conferencia de los Obispos

puede determinar los casos en los que se

verifica esta necesidad.57

33. Para que un fiel reciba válidamente la

absolución sacramental dada a varios a la vez,

se requiere no sólo que esté debidamente

dispuesto, sino que se proponga a la vez hacer

en su debido tiempo confesión individual de

todos los pecados graves que en las presentes

circunstancias no ha pedido confesar de este

modo.

En la medida de lo posible, también al ser

recibida la absolución general, instrúyase a

los fieles sobre los requisitos antes expresados

y exhórtese antes de la absolución general,

aun en peligro de muerte si hay tiempo, a que

cada uno haga un acto de contrición.58

34. Aquellos a quienes se les han perdonado

pecados graves con una absolución común

acudan a la confesión individual lo antes

posible, en cuanto tengan ocasión, antes de

recibir otra absolución general, a no ser que

una justa causa se lo impida. En todo caso

están obligados a acudir al confesor dentro de

un año, a no ser que los obstaculice una

imposibilidad moral. Ya que también para

ellos sigue en vigor el precepto por el cual

todo cristiano debe confesar a un sacerdote

individualmente, al menos una vez al año,

todos sus pecados, se entiende graves, que no

hubiese confesado en particular.59

Rito de la absolución general

35. Para reconciliar a los penitentes con la

confesión y absolución general en los casos

prescritos por el derecho, se procede de la

misma forma antes citada para la

reconciliación de muchos penitentes con la

confesión y absolución individual, cambiando

solamente lo que sigue:

a) Después de la homilía, o dentro de la

misma, adviértase a los fieles que quieran

beneficiarse de la absolución general que se

dispongan debidamente, es decir, que cada

uno se arrepienta de sus pecados, esté

dispuesto a enmendarse de ellos, determine

reparar los escándalos y daños que hubiese

ocasionado, y al mismo tiempo proponga

confesar individualmente a su debido tiempo

los pecados graves, que en las presentes

circunstancias no ha podido confesar;60

además propóngase una satisfacción que

todos deberán de cumplir, a la que, si

quisieran, podrán añadir alguna otra.

b) Después el diácono, u otro ministro, o el

mismo sacerdote, invita a los penitentes que

deseen recibir la absolución a manifestar

abiertamente, mediante algún signo externo,

que quieren recibir dicha absolución (por

ejemplo, inclinando la cabeza, o

arrodillándose, o por medio de otro signo

conforme a las normas establecidas por las

Conferencias Episcopales), diciendo todos

juntos la fórmula de la confesión general (por

ejemplo, «Yo confieso…»). Después puede

recitarse una plegaria litánica o entonar un

cántico penitencial, y todos juntos dicen o

cantan la oración dominical, como se ha dicho

antes en el número 27.

c) Entonces el sacerdote recita la invocación

por la que se pide la gracia del Espíritu Santo

para el perdón de los pecados, se proclama la

victoria sobre el pecado por la muerte y

resurrección de Cristo, y se da la absolución

sacramental a los penitentes.

d) Finalmente, el sacerdote invita a la acción

de gracias, como se ha dicho antes en el

número 29, y, omitida la oración de

conclusión, seguidamente bendice al pueblo y

lo despide.

V. LAS CELEBRACIONES

PENITENCIALES

Índole y estructura

36. Las celebraciones penitenciales son

reuniones del pueblo de Dios para oír la

palabra de Dios, por la cual se invita a la

conversión y a la renovación de vida y se

proclama, además, nuestra liberación del

pecado por la muerte y resurrección de Cristo.

Su estructura es la que se acostumbra a

observar en las celebraciones de la palabra de

Dios,61

y que se propone en el «Rito para

reconciliar a varios penitentes».

Por tanto, es conveniente que después del rito

inicial (canto, salutación y oración) se

proclamen una o más lecturas -intercalando

21

cantos o salmos, o momentos de silencio- y

que en la homilía se expliquen y apliquen a

los fieles reunidos. No hay inconveniente en

que, antes o después de las lecturas de la

Escritura, se lea algún fragmento de los

Padres o escritores que realmente ayuden a la

comunidad y a los individuos al verdadero

conocimiento del pecado y a la verdadera

contrición del corazón, es decir, a lograr la

conversión.

Después de la homilía y la meditación de la

palabra de Dios, es conveniente que la

asamblea de los fieles ore formando un solo

corazón y una sola voz mediante alguna

plegaria litánica u otro medio apto para

promover la participación de los fieles.

Finalmente, se dice siempre la oración

dominical para que Dios, nuestro Padre,

«perdone nuestras ofensas., como también

nosotros perdonamos a los que nos ofenden...

y nos libre del mal». El sacerdote o el

ministro que preside la reunión, concluye con

la oración y la despedida del pueblo.

Utilidad e importancia

37. Téngase cuidado de estas celebraciones no

se confundan, en apreciación de los fieles, con

la misma celebración del sacramento de la

penitencia.62

Sin embargo, estas celebraciones

penitenciales son muy útiles para promover la

conversión y lo purificación del corazón.63

Las celebraciones penitenciales son muy

útiles principalmente:

- para fomentar el espíritu de penitencia en la

comunidad cristiana;

- para ayudar la preparación de la confesión

que después, en momento oportuno puede

hacerse en particular;

- para educar a los niños en la formación

gradual de su conciencia del pecado en la vida

humana y de la liberación del pecado por

Cristo;

- para ayudar a los catecúmenos a la

conversión.

Además, donde no haya sacerdote a

disposición para dar la absolución

sacramental, las celebraciones penitenciales

son utilísimas, puesto que ayudan a la

contrición perfecta por la caridad, por la cual

los fieles pueden conseguir la gracia de Dios,

con el propósito de recibir el sacramento de la

penitencia.64

VI. ADAPTACIONES DEL RITO A LAS

DIVERSAS REGIONES Y

CIRCUNSTANCIAS

Adaptaciones que pueden hacer las

Conferencias Episcopales

38. Compete a las Conferencias Episcopales,

en la preparación de los Rituales particulares,

acomodar este Ritual de la penitencia a las

necesidades de cada lugar, para que, aprobado

por la Sede Apostólica se pueda usar.

Compete, por tanto, a las Conferencias

Episcopales:

a) Establecer las normas sobre la disciplina

del sacramento de la penitencia,

especialmente en lo que hace referencia al

ministerio de los sacerdotes.

b) Determinar normas concretas en cuanto a

la sede para la ordinaria celebración del

sacramento de la penitencia (cf. núm. 31) y en

cuanto a les signos de penitencia que han de

mostrar los fieles en la absolución general (cf.

núm. 35).

c) Preparar las traducciones de los textos para

que estén realmente adaptados a la índole y al

modo de hablar de cada pueblo, y también

componer nuevos textos para las oraciones de

los fieles o del ministro, conservando íntegra

la fórmula sacramental.

Competencias de los Obispos

39. Es propio del Obispo diocesano:

a) Moderar la disciplina de la penitencia en su

diócesis,65

haciendo las oportunas

adaptaciones del mismo rito según las normas

propuestas por la Conferencia Episcopal.

b) Determinar, teniendo en cuenta las

condiciones establecidas por el derecho (cf.

núm. 31) y los criterios concordados con los

demás miembros de la Conferencia de los

Obispos, los casos de necesidad en los que es

lícito dar la absolución general.66

Acomodaciones que corresponden al

ministro

40. Los presbíteros, los párrocos

especialmente, han de procurar:

a) En la celebración de la reconciliación, sea

individual o comunitaria, adaptar el rito a las

circunstancias concretas de los penitentes,

conservando la estructura esencial y la

fórmula íntegra cíe la absolución; así, pueden

omitir algunas partes, si es preciso por

razones pastorales, o ampliar otras,

seleccionar los textos de las lecturas o de las

oraciones, elegir el lugar más apropiado para

la celebración, según las normas establecidas

por las Conferencias Episcopales, de modo

que toda la celebración sea rica en contenido

y fructuosa.

b) Organizar y preparar celebraciones

penitenciales algunas veces durante el año,

principalmente en tiempo de Cuaresma,

ayudados por otros -también por los laicos, de

tal manera que los textos seleccionados y el

orden de la celebración sean verdaderamente

adaptados a las condiciones y circunstancias

de la comunidad o reunión (por ejemplo, de

niños, de enfermos, etc.).

1 1. Cf. 2Co 5, 18s.; Col 1, 20.

2 Cf. Jn 8, 34- 36.

3 Cf. 1P 2, 9.

4 Mc 1, 15.

5 Mc 1, 4.

6 Cf. Lc 15.

7 Cf. Lc 5, 20.27- 32; 7, 48.

8 Cf. Mt 9, 2- 8.

9 Rm 4, 25.

10 Cf. Missale Romanum, Plegaria eucarística

III.

11 Cf. Mt. 26, 28.

12 Cf. Jn 20, 19 23.

13 Cf. Lc. 24, 47.

14 Mt 16, 19.

15 Hch 2, 38; cf. Hch 3, 19.26; 17, 30.

16 Cf. Rom 6, 4- 10.

17 Missale Romanum, Plegaria eucarística III.

18 Ibid., Plegaria eucarística II.

19 Cf.Concilio Tridentino, Sesión XIV. De

sacramento Paenitentiae, cap. I: DS 1668 y

1670; can 1: DS 1701.

20 S. AMBROSIO, Epístola 41, 12: PL 16,

1116.

21 Ef 5 25- 26.

22 Cf. Ap 19, 7.

23 Cf. Ef 1, 22- 23; cf. Concilio Vaticano II,

Constitución dogmática Lumen gentium,

sobre la Iglesia, núm. 7.

24 Hb 7, 26.

25 Cf. 2Co 5, 21.

26 Cf. Hb, 2 17.

27 Concilio Vaticano II, Constitución

dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia,

núm. 8.

28 Cf. 1P 4, 13.

29 Cf. 1P 4, 8.

30 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De

sacramento Paenitentiae: DS 1638, 1740 y

1743; Sagrado Congregación de Ritos,

Instrucción Eucharisticum mysterium, de 25

de mayo de 1967, núm. 35: AAS 59 (1967),

pp. 560- 56l; Ordenación general del Misal

Romano, núms. 29, 30 y 56, a, b, g.

31 Concilio Vaticano II, Constitución

dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia,

núm. II.

32 PABLO VI, Constitución apostólica

Paenitemini, de 17 de febrero de 1966: AAS

58 (1966), p 179; cf. Concilio Vaticano II,

Constitución dogmática Lumen gentium,

sobre la Iglesia, núm. II.

33 1Jn 4, 19.

34 Cf. Ga 2, 20; Ef 5, 25.

35 Cf. Tt 3, 6.

36 PABLO VI, Constitución apostólica

Indulgentiarum doctrina, de 1 de enero de

23

1967, núm.4: AAS 59 (1967), p. 9; cf. PÍO

XII, Encíclica Mystici Corporis, de 29 de

junio de 1943: AAS 35 (1943), p 213.

37 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De

sacramento Paenitentiae, cap. 1: DS 1673-

1675.

38 Ibid., cap. 4: DS 1676.

39 Cf. Hb 1, 2; Col 1, 19 y en otros lugares; Ef

1, 23 y en otros lugares; PABLO VI,

Constitución apostólica Paenitemini, de 17 de

febrero de 1966: AAS 58 (1966), p. 179.

40 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De

sacramento Paenitentiae, cap. 5: DS 1679.

41 Cf. ibid, cap. 8: DS 1690- 1692; PABLO

VI, Constitución apostólica Indulgentiarum

doctrina, de 1 de enero de 1967, núms. 2- 3:

AAS 59 (1967), pp. 6- 8.

42 Flp 3, 13.

43 Cf. Tt 3, 4- 5.

44 Cf. Lc 15, 7.10. 32.

45 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De

sacramento Paenitentiae, cáns. 7- 8: DS

1707- 1708.

46 Cf. 2Co 4, 10.

47 Cf. Ga 4, 31.

48 Cf. Mt 18, 18; Jn 20, 23.

49 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución

dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia,

núm. 26.

50 Cf. Flp 1, 9- 10.

51 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina

de la Fe, Normas pastorales sobre la

absolución sacramental impartida de modo

general, de 16 de junio de 1972, núm. XII:

AAS 64 (1972), p. 514.

52 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución

Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada

liturgia.

53 Cf. Código de Derecho Canónico, can. 964.

54 Cf. Sagrada Congregación de Ritos.

Instrucción Eucharisticurn myster¡um, de 25

de mayo de 1967, núm. 35: AAS 59 (1967),

pp. 560- 561.

55 1P 4, 8.

56 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina

de la Fe, Normas pastorales sobre la

absolución sacramental impartida de modo

general, de 16 de mayo de 1972, núm. III:

AAS 64 (1972), p. 511.

57 Cf. ibid., núm. V: AAS 64 (1972), p. 512.

58 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina

de la Fe, Normas pastorales sobre la

absolución sacramental impartida de modo

general, de 16 de mayo de 1972, núms. VI y

XI: AAS 64 (1972), pp. 5l2- 5l4.

59 Cf. ibid, núms. VII y VIII: AAS 64 (1972),

pp. 512- 513.

60 Cf. Ibid, núm VI: AAS 64 (1972), p. 512.

Cf. ibid, núms. VII y VIII: AAS 64 (1972),

pp. 512- 513.

61 Cf. Sagrada Congregación de Ritos,

Instrucción Inter Oecumenici, de 26 de

septiembre de 1964, núms. 37- 39: AAS 56

(1964), pp. 110- 111.

62 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina

de la Fe, Normas pastoriles sobre la

absolución sacramental impartida de modo

general, de 16 de junio de 1972, núm. X:

AAS 64 (1972), pp. 513- 514

63 Cf. ibid.

64 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De

sacramento Paenitentiae, cap. 4: DS 1677.

65 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución

dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia,

núm. 26.

66 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina

de la Fe, Normas pastorales sobre la

absolución sacramental impartida de modo

general, de 16 de junio de 1972, núm. V:

AAS 64 (1972), 1 p. 512.

Nos podríamos preguntar ahora por los motivos que han mantenido, a pesar de la pretendida

reforma del sacramento de la Penitencia, la llamada crisis en la vida de la Iglesia. ¿No fue adecuada

la reforma? ¿No la hemos entendido bien? ¿Tenemos los sacerdotes alguna responsabilidad en ella?

4.- Veamos algunos datos de la llamada “crisis” del sacramento:

Para ello, creo que es muy interesante una entrevista que se le hizo al P. Ivan Fucek, teólogo de la

Penitenciaria Apostólica, el 18 de junio del año 2002. El motivo de la entrevista era la presentación

de la Carta Apostólica MISERICODIA DEI. Se le preguntó por el estado por el que atraviesa la

vivencia del sacramento, y él respondió así:

“Vivimos una situación de crisis que es particularmente fuerte en algunas iglesias locales. Por este

motivo, la carta apostólica del Papa tiene un significado particular: es un documento fuerte, pues

se trata de una intervención directa del obispo de Roma. Hay que ver ahora cómo será recibido por

los sacerdotes. La carta, como tal, no aporta novedades desde el punto de vista doctrinal, pero

acentúa y confirma lo que ya se ha aclarado en muchos documentos.

Se subraya la confesión personal e individual, la confesión íntegra, que significa la remisión de

todos los pecados graves y también veniales. Implícitamente constituye un llamamiento a los

sacerdotes, que deben estar siempre dispuestos a confesar a los fieles. Es inconcebible que el

sacerdote no esté disponible o no tenga tiempo para confesar, pues la confesión, junto a la

Eucaristía, es la tarea principal del sacerdote. En la Penitenciaría Apostólica enseñamos a los

confesores a comportarse como padres, amigos, maestros, médicos de alma y jueces.”

Se insiste en las preguntas por la raíz de la crisis; y sigue respondiendo:

“Es difícil dar una respuesta. Depende de muchos factores, aunque desde mi punto de vista hay que

ir al origen. Es necesario reconocer que muchos sacerdotes no se han preparado suficientemente

para administrar el sacramento de la penitencia y no conocen bien las implicaciones relativas a la

teología moral y al Derecho Canónico.

En la Penitenciaría Apostólica se ofrece todos los años, en el período de Cuaresma, un curso para

nuevos sacerdotes. Hace siete años, cuando comencé a colaborar con la Penitenciaría, había 200

inscritos; en el último año 500 sacerdotes siguieron el curso. Cada año aumenta esta cifra. Por una

parte es una buena señal, pues se ve que tienen hambre de conocer mejor el sacramento de la

penitencia; por otra parte, es una mala señal, pues demuestran que les falta preparación, que han

aprendido muy poco o nada en sus facultades o seminarios.”

Se le pregunta, también, por la insidencia de la secularización de la sociedad. Y afirma:

“El Concilio Vaticano II había subrayado la importancia de la Confesión. Después del Concilio,

sin embargo, se cedió a la secularización y se confundieron los términos. En nombre de un falso

ecumenismo algunos siguieron el protestantismo, de manera que casi se canceló la confesión en

beneficio de las «absoluciones colectivas» o «generales». La carta apostólica del Santo Padre

explica que equiparar las «absoluciones colectivas» a la forma ordinaria de la celebración del

Sacramento de la Penitencia es un error doctrinal, un abuso disciplinar y un daño pastoral.

El sacramento de la confesión, penitencia, o reconciliación, como también se llama, es un signo

inconfundible de la Iglesia católica. En la Eucaristía se da la presencia real de Cristo: Jesús está

presente con su divinidad y humanidad, con alma y cuerpo. En los años pasados, algunos pusieron

en duda la presencia eucarística y prefirieron hablar de un símbolo, pero se trata de criterios

sociológicos que no tienen nada que ver con las verdades de fe. Se trata de un error que ha pasado

del protestantismo a nuestras comunidades católicas.

Esta contaminación de la doctrina se ha dado al mismo tiempo con el proceso de relativización y

cancelación del sentido del pecado. Sobre este argumento han hablado de manera autorizada los

25

papas desde tiempos de Pío XII. Mas deletéreo aún para el sacramento de la confesión es el intento

de justificar los pecados con criterios sociológicos y psicológicos.”

Como podemos observar, detrás de estas respuestas hay unas dimensiones de la crisis que nos

afectan a nosotros, los ministros del sacramento. Incluso habla de la recepción del documento del

Papa. A continuación se los coloco, porque es lo que hoy la Iglesia nos está pidiendo a los

sacerdotes en orden a superar la crisis.

5.- Lo que la Iglesia pide hoy a los sacerdotes está en el siguiente documento:

CARTA APOSTÓLICA

EN FORMA DE «MOTU PROPRIO»

MISERICORDIA DEI

SOBRE ALGUNOS ASPECTOS

DE LA CELEBRACIÓN

DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

Por la misericordia de Dios, Padre que

reconcilia, el Verbo se encarnó en el vientre

purísimo de la Santísima Virgen María para

salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21)

y abrirle «el camino de la salvación».(1)

San

Juan Bautista confirma esta misión indicando

a Jesús como «el Cordero de Dios, que quita

el pecado del mundo» (Jn 1,29). Toda la obra

y predicación del Precursor es una llamada

enérgica y ardiente a la penitencia y a la

conversión, cuyo signo es el bautismo

administrado en las aguas del Jordán. El

mismo Jesús se somete a aquel rito

penitencial (cf. Mt 3, 13-17), no porque haya

pecado, sino porque «se deja contar entre los

pecadores; es ya “el cordero de Dios que quita

el pecado del mundo” (Jn 1,29); anticipa ya el

“bautismo” de su muerte sangrienta».(2)

La

salvación es, pues y ante todo, redención del

pecado como impedimento para la amistad

con Dios, y liberación del estado de

esclavitud en la que se encuentra al hombre

que ha cedido a la tentación del Maligno y ha

perdido la libertad de los hijos de Dios (cf.Rm

8,21).

La misión confiada por Cristo a los Apóstoles

es el anuncio del Reino de Dios y la

predicación del Evangelio con vistas a la

conversión (cf. Mc 16,15; Mt 28,18-20). La

tarde del día mismo de su Resurrección,

cuando es inminente el comienzo de la misión

apostólica, Jesús da a los Apóstoles, por la

fuerza del Espíritu Santo, el poder de

reconciliar con Dios y con la Iglesia a los

pecadores arrepentidos: «Recibid el Espíritu

Santo. A quienes perdonéis los pecados, les

quedan perdonados; a quienes se los

retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-

23).(3)

A lo largo de la historia y en la praxis

constante de la Iglesia, el «ministerio de la

reconciliación» (2 Co 5,18), concedida

mediante los sacramentos del Bautismo y de

la Penitencia, se ha sentido siempre como una

tarea pastoral muy relevante, realizada por

obediencia al mandato de Jesús como parte

esencial del ministerio sacerdotal. La

celebración del sacramento de la Penitencia

ha tenido en el curso de los siglos un

desarrollo que ha asumido diversas formas

expresivas, conservando siempre, sin

embargo, la misma estructura fundamental,

que comprende necesariamente, además de la

intervención del ministro – solamente un

Obispo o un presbítero, que juzga y absuelve,

atiende y cura en el nombre de Cristo –, los

actos del penitente: la contrición, la confesión

y la satisfacción.

En la Carta apostólica Novo millennio ineunte

he escrito: «Deseo pedir, además, una

renovada valentía pastoral para que la

pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana

sepa proponer de manera convincente y eficaz

la práctica del Sacramento de la

Reconciliación. Como se recordará, en 1984

intervine sobre este tema con la Exhortación

postsinodal Reconciliatio et paenitentia, que

recogía los frutos de la reflexión de una

Asamblea general del Sínodo de los Obispos,

dedicada a esta problemática. Entonces

invitaba a esforzarse por todos los medios

para afrontar la crisis del “sentido del pecado”

[...]. Cuando el mencionado Sínodo afrontó el

problema, era patente a todos la crisis del

Sacramento, especialmente en algunas

regiones del mundo. Los motivos que lo

originan no se han desvanecido en este breve

lapso de tiempo. Pero el Año jubilar, que se

ha caracterizado particularmente por el

recurso a la Penitencia sacramental nos ha

ofrecido un mensaje alentador, que no se ha

de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos

jóvenes, se han acercado con fruto a este

sacramento, probablemente es necesario que

los Pastores tengan mayor confianza,

creatividad y perseverancia en presentarlo y

valorizarlo».(4)

Con estas palabras pretendía y pretendo dar

ánimos y, al mismo tiempo, dirigir una

insistente invitación a mis hermanos Obispos

– y, a través de ellos, a todos los presbíteros –

a reforzar solícitamente el sacramento de la

Reconciliación, incluso como exigencia de

auténtica caridad y verdadera justicia

pastoral,(5)

recordándoles que todo fiel, con

las debidas disposiciones interiores, tiene

derecho a recibir personalmente la gracia

sacramental.

A fin de que el discernimiento sobre las

disposiciones de los penitentes en orden a la

absolución o no, y a la imposición de la

penitencia oportuna por parte del ministro del

Sacramento, hace falta que el fiel, además de

la conciencia de los pecados cometidos, del

dolor por ellos y de la voluntad de no recaer

más,(6)

confiese sus pecados. En este sentido,

el Concilio de Trento declaró que es necesario

«de derecho divino confesar todos y cada uno

de los pecados mortales».(7)

La Iglesia ha

visto siempre un nexo esencial entre el juicio

confiado a los sacerdotes en este Sacramento

y la necesidad de que los penitentes

manifiesten sus propios pecados,(8)

excepto en

caso de imposibilidad. Por lo tanto, la

confesión completa de los pecados graves,

siendo por institución divina parte constitutiva

del Sacramento, en modo alguno puede

quedar confiada al libre juicio de los Pastores

(dispensa, interpretación, costumbres locales,

etc.). La Autoridad eclesiástica competente

sólo especifica – en las relativas normas

disciplinares – los criterios para distinguir la

imposibilidad real de confesar los pecados,

respecto a otras situaciones en las que la

imposibilidad es únicamente aparente o, en

todo caso, superable.

En las circunstancias pastorales actuales,

atendiendo a las expresas preocupaciones de

numerosos hermanos en el Episcopado,

considero conveniente volver a recordar

algunas leyes canónicas vigentes sobre la

celebración de este sacramento, precisando

algún aspecto del mismo, para favorecer – en

espíritu de comunión con la responsabilidad

propia de todo el Episcopado(9)

– su mejor

administración. Se trata de hacer efectiva y de

tutelar una celebración cada vez más fiel, y

por tanto más fructífera, del don confiado a la

Iglesia por el Señor Jesús después de la

resurrección (cf. Jn 20,19-23). Todo esto

resulta especialmente necesario, dado que en

algunas regiones se observa la tendencia al

abandono de la confesión personal, junto con

el recurso abusivo a la «absolución general» o

«colectiva», de tal modo que ésta no aparece

como medio extraordinario en situaciones

completamente excepcionales. Basándose en

una ampliación arbitraria del requisito de la

grave necesidad,(10)

se pierde de vista en la

práctica la fidelidad a la configuración divina

del Sacramento y, concretamente, la

necesidad de la confesión individual, con

daños graves para la vida espiritual de los

fieles y la santidad de la Iglesia.

Así pues, tras haber oído el parecer de la

Congregación para la Doctrina de la fe, la

Congregación para el Culto divino y la

disciplina de los sacramentos y el Consejo

Pontificio para los Textos legislativos,

además de las consideraciones de los

venerables Hermanos Cardenales que

presiden los Dicasterios de la Curia Romana,

reiterando la doctrina católica sobre el

sacramento de la Penitencia y la

Reconciliación expuesta sintéticamente en el

Catecismo de la Iglesia Católica,(11)

consciente de mi responsabilidad pastoral y

con plena conciencia de la necesidad y

eficacia siempre actual de este Sacramento,

dispongo cuanto sigue:

27

1. Los Ordinarios han de recordar a todos los

ministros del sacramento de la Penitencia que

la ley universal de la Iglesia ha reiterado, en

aplicación de la doctrina católica sobre este

punto, que:

a) «La confesión individual e íntegra y la

absolución constituyen el único modo

ordinario con el que un fiel consciente de que

está en pecado grave se reconcilia con Dios y

con la Iglesia; sólo la imposibilidad física o

moral excusa de esa confesión, en cuyo caso

la reconciliación se puede conseguir también

por otros medios».(12)

b) Por tanto, «todos los que, por su oficio,

tienen encomendada la cura de almas, están

obligados a proveer que se oiga en confesión

a los fieles que les están encomendados y que

lo pidan razonablemente; y que se les dé la

oportunidad de acercarse a la confesión

individual, en días y horas determinadas que

les resulten asequibles».(13)

Además, todos los sacerdotes que tienen la

facultad de administrar el sacramento de la

Penitencia, muéstrense siempre y totalmente

dispuestos a administrarlo cada vez que los

fieles lo soliciten razonablemente.(14)

La falta

de disponibilidad para acoger a las ovejas

descarriadas, e incluso para ir en su búsqueda

y poder devolverlas al redil, sería un signo

doloroso de falta de sentido pastoral en quien,

por la ordenación sacerdotal, tiene que llevar

en sí la imagen del Buen Pastor.

2. Los Ordinarios del lugar, así como los

párrocos y los rectores de iglesias y

santuarios, deben verificar periódicamente

que se den de hecho las máximas facilidades

posibles para la confesión de los fieles. En

particular, se recomienda la presencia visible

de los confesores en los lugares de culto

durante los horarios previstos, la adecuación

de estos horarios a la situación real de los

penitentes y la especial disponibilidad para

confesar antes de las Misas y también, para

atender a las necesidades de los fieles, durante

la celebración de la Santa Misa, si hay otros

sacerdotes disponibles.(15)

3. Dado que «el fiel está obligado a confesar

según su especie y número todos los pecados

graves cometidos después del Bautismo y aún

no perdonados por la potestad de las llaves de

la Iglesia ni acusados en la confesión

individual, de los cuales tenga conciencia

después de un examen diligente»,(16)

se

reprueba cualquier uso que restrinja la

confesión a una acusación genérica o limitada

a sólo uno o más pecados considerados más

significativos. Por otro lado, teniendo en

cuenta la vocación de todos los fieles a la

santidad, se les recomienda confesar también

los pecados veniales.(17)

4. La absolución a más de un penitente a la

vez, sin confesión individual previa, prevista

en el can. 961 del Código de Derecho

Canónico, ha ser entendida y aplicada

rectamente a la luz y en el contexto de las

normas precedentemente enunciadas. En

efecto, dicha absolución «tiene un carácter de

excepcionalidad»(18)

y no puede impartirse

«con carácter general a no ser que:

1º amenace un peligro de muerte, y el

sacerdote o los sacerdotes no tengan tiempo

para oír la confesión de cada penitente;

2º haya una grave necesidad, es decir,

cuando, teniendo en cuenta el número de los

penitentes, no hay bastantes confesores para

oír debidamente la confesión de cada uno

dentro de un tiempo razonable, de manera que

los penitentes, sin culpa por su parte, se

verían privados durante notable tiempo de la

gracia sacramental o de la sagrada comunión;

pero no se considera suficiente necesidad

cuando no se puede disponer de confesores a

causa sólo de una gran concurrencia de

penitentes, como puede suceder en una gran

fiesta o peregrinación».(19)

Sobre el caso de grave necesidad, se precisa

cuanto sigue:

a) Se trata de situaciones que, objetivamente,

son excepcionales, como las que pueden

producirse en territorios de misión o en

comunidades de fieles aisladas, donde el

sacerdote sólo puede pasar una o pocas veces

al año, o cuando lo permitan las

circunstancias bélicas, metereológicas u otras

parecidas.

b) Las dos condiciones establecidas en el

canon para que se dé la grave necesidad son

inseparables, por lo que nunca es suficiente la

sola imposibilidad de confesar «como

conviene» a las personas dentro de «un

tiempo razonable» debido a la escasez de

sacerdotes; dicha imposibilidad ha de estar

unida al hecho de que, de otro modo, los

penitentes se verían privados por un «notable

tiempo», sin culpa suya, de la gracia

sacramental. Así pues, se debe tener presente

el conjunto de las circunstancias de los

penitentes y de la diócesis, por lo que se

refiere a su organización pastoral y la

posibilidad de acceso de los fieles al

sacramento de la Penitencia.

c) La primera condición, la imposibilidad de

«oír debidamente la confesión» «dentro de un

tiempo razonable», hace referencia sólo al

tiempo razonable requerido para administrar

válida y dignamente el sacramento, sin que

sea relevante a este respecto un coloquio

pastoral más prolongado, que puede ser

pospuesto a circunstancias más favorables.

Este tiempo razonable y conveniente para oír

las confesiones, dependerá de las

posibilidades reales del confesor o confesores

y de los penitentes mismos.

d) Sobre la segunda condición, se ha de

valorar, según un juicio prudencial, cuánto

deba ser el tiempo de privación de la gracia

sacramental para que se verifique una

verdadera imposibilidad según el can. 960,

cuando no hay peligro inminente de muerte.

Este juicio no es prudencial si altera el sentido

de la imposibilidad física o moral, como

ocurriría, por ejemplo, si se considerara que

un tiempo inferior a un mes implicaría

permanecer «un tiempo razonable» con dicha

privación.

e) No es admisible crear, o permitir que se

creen, situaciones de aparente grave

necesidad, derivadas de la insuficiente

administración ordinaria del Sacramento por

no observar las normas antes recordadas(20)

y,

menos aún, por la opción de los penitentes en

favor de la absolución colectiva, como si se

tratara de una posibilidad normal y

equivalente a las dos formas ordinarias

descritas en el Ritual.

f) Una gran concurrencia de penitentes no

constituye, por sí sola, suficiente necesidad,

no sólo en una fiesta solemne o peregrinación,

y ni siquiera por turismo u otras razones

parecidas, debidas a la creciente movilidad de

las personas.

5. Juzgar si se dan las condiciones requeridas

según el can. 961, § 1, 2º, no corresponde al

confesor, sino al Obispo diocesano, «el cual,

teniendo en cuenta los criterios acordados con

los demás miembros de la Conferencia

Episcopal, puede determinar los casos en que

se verifica esa necesidad».(21)

Estos criterios

pastorales deben ser expresión del deseo de

buscar la plena fidelidad, en las circunstancias

del respectivo territorio, a los criterios de

fondo expuestos en la disciplina universal de

la Iglesia, los cuales, por lo demás, se fundan

en las exigencias que se derivan del

sacramento mismo de la Penitencia en su

divina institución.

6. Siendo de importancia fundamental, en una

materia tan esencial para la vida de la Iglesia,

la total armonía entre los diversos

Episcopados del mundo, las Conferencias

Episcopales, según lo dispuesto en el can.

455, §2 del C.I.C., enviarán cuanto antes a la

Congregación para el Culto divino y la

disciplina de los sacramentos el texto de las

normas que piensan emanar o actualizar, a la

luz del presente Motu proprio, sobre la

aplicación del can. 961 del C.I.C. Esto

favorecerá una mayor comunión entre los

Obispos de toda la Iglesia, impulsando por

doquier a los fieles a acercarse con provecho a

las fuentes de la misericordia divina, siempre

rebosantes en el sacramento de la

Reconciliación.

Desde esta perspectiva de comunión será

también oportuno que los Obispos diocesanos

informen a las respectivas Conferencias

Episcopales acerca de si se dan o no, en el

ámbito de su jurisdicción, casos de grave

necesidad. Será además deber de las

Conferencias Episcopales informar a la

mencionada Congregación acerca de la

situación de hecho existente en su territorio y

sobre los eventuales cambios que después se

produzcan.

7. Por lo que se refiere a las disposiciones

personales de los penitentes, se recuerda que:

a) «Para que un fiel reciba validamente la

absolución sacramental dada a varios a la vez,

se requiere no sólo que esté debidamente

29

dispuesto, sino que se proponga a la vez hacer

en su debido tiempo confesión individual de

todos los pecados graves que en las presentes

circunstancias no ha podido confesar de ese

modo».(22)

b) En la medida de lo posible, incluso en el

caso de inminente peligro de muerte, se

exhorte antes a los fieles «a que cada uno

haga un acto de contrición».(23)

c) Está claro que no pueden recibir

validamente la absolución los penitentes que

viven habitualmente en estado de pecado

grave y no tienen intención de cambiar su

situación.

8. Quedando a salvo la obligación de

«confesar fielmente sus pecados graves al

menos una vez al año»,(24)

«aquel a quien se

le perdonan los pecados graves con una

absolución general, debe acercarse a la

confesión individual lo antes posible, en

cuanto tenga ocasión, antes de recibir otra

absolución general, de no interponerse una

causa justa».(25)

9. Sobre el lugar y la sede para la celebración

del Sacramento, téngase presente que:

a) «El lugar propio para oír confesiones es

una iglesia u oratorio»,(26)

siendo claro que

razones de orden pastoral pueden justificar la

celebración del sacramento en lugares

diversos;(27)

b) las normas sobre la sede para la confesión

son dadas por las respectivas Conferencias

Episcopales, las cuales han de garantizar que

esté situada en «lugar patente» y esté

«provista de rejillas» de modo que puedan

utilizarlas los fieles y los confesores mismos

que lo deseen.(28)

Todo lo que he establecido con la presente

Carta apostólica en forma de Motu proprio,

ordeno que tenga valor pleno y permanente, y

se observe a partir de este día, sin que obste

cualquier otra disposición en contra.Lo que he

establecido con esta Carta tiene valor

también, por su naturaleza, para las

venerables Iglesias Orientales Católicas, en

conformidad con los respectivos cánones de

su propio Código.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 7 de

abril, Domingo de la octava de Pascua o de

la Divina Misericordia, en el año del Señor

2002, vigésimo cuarto de mi Pontificado.

JUAN PABLO II

(1)

Misal Romano,Prefacio del Adviento I.

(2)Catecismo de la Iglesia Católica, 536.

(3)Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess.XIV, De

sacramento paenitentiae, can. 3: DS 1703.

(4)N. 37: AAS 93(2001) 292.

(5)Cf. CIC, cann.213 y 843, § I.

(6)Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess. XIV,

Doctrina de sacramento paenitentiae, cap. 4:

DS 1676.

(7)Ibíd., can. 7: DS 1707.

(8)Cf. ibíd., cap. 5: DS 1679; Conc. Ecum. de

Florencia, Decr. pro Armeniis (22 noviembre

1439): DS 1323.

(9)Cf. can. 392; Conc. Ecum. Vatic. II, Const.

dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.27;

Decr.Christus Dominus, sobre la función

pastoral de los obispos, 16.

(10)Cf. can. 961, § 1, 2º.

(11)Cf. nn. 980-987; 1114-1134; 1420-1498.

(12)Can. 960.

(13)Can. 986, § 1.

(14)Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Decr.

Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y

vida de los presbíteros, 13; Ordo

Paenitentiae, editio typica, 1974,

Praenotanda, 10,b.

(15)Cf. Congregación para el Culto divino y la

disciplina de los sacramentos, Responsa ad

dubia proposita: «Notitiae», 37(2001) 259-

260.

(16)Can. 988, § 1.

(17)Cf. can. 988, § 2; Exhort. ap. postsinodal

Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre

1984), 32: AAS 77(1985) 267; Catecismo de

la Iglesia Católica, 1458.

(18)Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et

paenitentia (2 diciembre 1984), 32: AAS

77(1985) 267.

(19)Can. 961, § 1.

(20)Cf. supra nn. 1 y 2.

(21)Can. 961, § 2.

(22)Can. 962, § 1.

(23)Can. 962, § 2.

(24)Can. 989.

(25)Can. 963.

(26)Can. 964, § 1.

(27)Cf. can. 964, 3.

(28)Consejo pontificio para la Interpretación de

los textos legislativos, Responsa ad

propositum dubium: de loco excipiendi

sacramentales confessiones (7 julio 1998):

AAS 90 (1998) 711.

6.- Conversión sacramental:

Como hemos ido percibiendo, tanto en los documentos de la Iglesia como en las distintas

intervenciones al respecto de la crisis del sacramento de la Penitencia, nosotros, los sacerdotes, no

somos inocentes del todo. Alguna responsabiidad tenemos en esta crisis. Sin abusar de un mal

entendido sentimiento de culpa pastoral, se nos invita a tener una actitud renovada si queremos que

se renueve entre nuestros fieles la vivencia y la recepción del sacramento del perdón. No se trata de

una modificación o renovación metodológica. Creo que se nos está invitando a una verdadera

conversión sacramental. Y esa conversión debe incluir la dimensión intelectual; sí claro, pero esto

no es suficiente.

Considero que lo que a continuación les ofrezco, que a su vez ha sido un reciente regalo que me ha

hecho un compañero sacerdote, podría servirnos de palabras concluivas. Se trata de una

intervención del cardenal Joachim Meisner. Si somos capaces de rezar con este documento en la

mano y leerlo con sencillez, el Sacramento de la Penitencia tendrá un buen futuro en nuestra Iglesia

Diocesana. ¿Exageración? Tal vez; pero seguro que no diremos lo mismo al final.

¡Queridos hermanos! Ciertamente no trataré de exponeros una vez más la teología de la

penitencia y de la misión. Quisiera, junto con vosotros, dejarme guiar hacia la conversión

por el mismo Evangelio, para luego, enviados por el Espíritu Santo, llevar a los hombres la

buena noticia de Cristo.

Siguiendo este camino, quisiera ahora detenerme con vosotros en quince puntos de

reflexión.

1.- Debemos convertirnos nuevamente en una “Iglesia que sale al encuentro de los

hombres” (Geh-hin-Kirche), como le gustaba decir al cardenal Joseph Höffner, mi

predecesor como arzobispo de Colonia. Esto, sin embargo, no puede ocurrir mecánicamente.

Nos debe mover a ello el Espíritu Santo.

Uno de los fallos más trágicos que la Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es

el haber pasado por alto el don del Espíritu Santo en el sacramento de la penitencia. En

nosotros, los sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil espiritual. Cuando

los fieles cristianos me preguntan: “¿Cómo podemos ayudar a nuestros sacerdotes?”,

siempre respondo: “¡Id a confesaros con ellos!”. Allí donde el sacerdote ya no es confesor,

se convierte en un trabajador social de carácter religioso. Le falta, de hecho, la experiencia

del resultado pastoral más grande, es decir, colaborar para que un pecador, también gracias a

su ayuda, deje el confesonario nuevamente santificado. En el confesonario, el sacerdote

puede penetrar en los corazones de muchas personas y de esto le vienen impulsos, ánimos e

inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo.

2.- A las puertas de Damasco, un pequeño hombre que sufre, san Pablo, cae al suelo ciego.

En la segunda Carta a los Corintios, él mismo nos habla de la impresión que sus adversarios

tenían de su persona: era físicamente débil e incapaz de hablar (cf. 2Co 10, 10). Y, sin

31

embargo, a través de este pequeño hombre que sufre será anunciado, en los años venideros,

el Evangelio a las ciudades de Asia Menor y de Europa. Las maravillas de Dios no ocurren

nunca bajo los focos de la historia mundial. Se realizan siempre aparte: a las puertas de la

ciudad, precisamente, como también en el secreto del confesonario. Esto puede ser para

todos nosotros un gran consuelo, para nosotros que tenemos grandes responsabilidades, pero

al mismo tiempo somos conscientes de nuestras a menudo limitadas posibilidades. Forma

parte de la estrategia de Dios: obtener efectos grandiosos con pequeños medios. Pablo,

derrotado a las puertas de Damasco, se convierte en el conquistador de las ciudades de Asia

Menor y de Europa. Su misión es la de reunir a los llamados en la Iglesia, en la Ecclesia de

Dios. Aunque ésta – vista desde fuera – es sólo una pequeña y oprimida minoría, y es

hostigada desde dentro, Pablo la compara al cuerpo de Cristo, más aún, la identifica con el

cuerpo de Cristo, que es precisamente la Iglesia. Esta posibilidad de “recibir de las manos

del Señor”, en nuestra experiencia humana se llama “conversión”. La Iglesia es la Ecclesia

semper reformanda y en ella tanto el sacerdote como el obispo son semper reformandi:

como Pablo en Damasco, deben ser siempre de nuevo arrojados al suelo desde el caballo,

para caer en los brazos de Dios misericordioso que luego nos envía al mundo.

3.- Por eso no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones

sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para que parezca más atractiva. ¡No basta! Lo que

necesitamos es una conversión del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo

cambiar el mundo, no un experto en “ingeniería eclesial”. El sacerdote, al ser asimilado a la

forma de vida de Jesús, está de tal modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el

sacerdote, se hace perceptible para los demás. En Juan 14, 23, leemos: «Si alguno me ama,

guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él». ¡Esto

no es solamente una hermosa imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la

gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote.

Ciertamente, Dios es omnipresente. Dios habita en todos lados, el mundo entero es como

una gran iglesia de Dios, pero el corazón del sacerdote es como el tabernáculo de la iglesia.

Allí Dios habita de un modo misterioso y especial.

4.- El mayor obstáculo, el que no permitir que a través de nosotros Cristo sea percibido por

los demás, es el pecado. Impide la presencia del Señor en nuestra existencia y por eso nada

nos es más necesario que la conversión, también de cara a la misión. Se trata, por decirlo

sintéticamente, del sacramento de la penitencia. Un sacerdote que no se pone con frecuencia

tanto en un lado como en el otro de la rejilla del confesonario, sufre daños permanentes en

su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la crisis

multiforme que el sacerdocio ha vivido en los últimos cincuenta años. La gracia

completamente especial del sacerdocio es precisamente que el sacerdote puede sentirse “en

su casa” en ambos lados de la rejilla del confesonario: como penitente y como ministro del

perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesonario, entra en una grave crisis de identidad.

El sacramento de la penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad

del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes vuelvan a sacar la

plenitud de Cristo.

En la oración sacerdotal, Jesús habla a su y nuestro Padre celestial de esta identidad: «No te

pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo, como

yo no soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu Palabra es verdad» (Jn 17, 15-17). En el

sacramento de la penitencia se trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos

guste mirar la verdad a la cara?

5.- Quizá debemos preguntarnos si hemos experimentado alguna vez la alegría de reconocer

un error, admitirlo y pedir perdón a quien hemos ofendido: «Me levantaré, iré a mi padre y

le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti» (Lc 15, 18). Porque si así es, no conocemos ni

siquiera la alegría de ver al otro abrir los brazos como el padre del hijo pródigo: «Estando el

todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó» (Lc 15,

20). Y no podemos ni siquiera imaginar la alegría del Padre que nos ha vuelto a encontrar:

«Y comenzaron la fiesta» (Lc 15, 24). Visto que esta fiesta se celebra en el cielo cada vez

que nos convertimos, ¿por qué no nos convertimos más frecuentemente? ¿Por qué –

permitidme que me exprese así– somos tan mezquinos con Dios y con los santos del cielo a

los que raramente les damos la alegría de celebrar una fiesta por el hecho de que nos hemos

dejado abrazar por el corazón del Señor, del Padre?

6.- A menudo no amamos este perdón explícito. Y, sin embargo, Dios nunca se muestra

tanto como Dios como cuando perdona. ¡Dios es el amor! ¡Él es el donarse en persona! Él

da la gracia del perdón. Pero el amor más fuerte es aquel amor que supera el obstáculo

principal al amor, es decir, el pecado. La gracia más grande es el ser perdonados y el don

más precioso es el dar (die Vergabung), es el perdonar (die Vergebung). Si no hubiera

pecadores que tienen más necesidad del perdón que del pan cotidiano, no podríamos conocer

la profundidad del Corazón divino. El Señor lo subraya de modo explícito: «Os digo que, de

igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por

noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7). ¿Cómo es

posible – preguntémonos una vez más – que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el

Cielo, suscite tanta antipatía en la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante

tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse

en sí mismo. ¿Qué preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o estar

aparentemente sin pecado, es decir, vivir en la ilusión de valerse por uno mismo,

prescindiendo de la manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos

de nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la que

tienen los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre nuestra indignidad y la

magnificencia de Dios.

7.- La finalidad de la confesión no es que nosotros, olvidando los pecados, no pensemos más

en Dios. La confesión nos permite el acceso a una vida donde no se puede pensar en nada

más que en Dios. Dios nos dice en lo íntimo: “La única razón por la que has pecado es

porque no puedes creer que yo te amo lo suficiente, que estás realmente en mi corazón, que

encuentras en mí la ternura de la que tienes necesidad, que me alegro por el mínimo gesto

que da testimonio de tu acogida, para perdonarte todo aquello que me traes en la confesión”.

Conociendo un perdón así, un amor así, seremos como inundados de alegría y de gratitud,

hasta el punto de perder progresivamente la atracción por el pecado; y la confesión se

convertirá en una cita fija de alegría en nuestra vida. Ir a confesarse significa comenzar a

amar a Dios un poco más con el corazón, sentirse decir de nuevo y experimentar

eficazmente –porque la confesión no es estímulo sólo desde el exterior–, que Dios nos ama;

confesarse significa recomenzar a creer y, al mismo tiempo, a descubrir que hasta ahora

nunca hemos creído de modo suficientemente profundo y que, por eso, debemos pedir

perdón. Frente a Jesús, nos sentimos pecadores, nos descubrimos como pecadores que no

corresponden a las expectativas del Señor. Confesarse significa dejarse elevar por el Señor a

su nivel divino.

8.- El hijo pródigo abandona la casa paterna porque se ha vuelto incrédulo. Ya no tiene

confianza en el amor del Padre, que lo satisfaga, y exige su parte de herencia para resolver

por sí sólo sus asuntos. Cuando se decide a volver y pedir perdón, su corazón está aún

muerto. Cree que ya no será amado, que ya no será considerado hijo. Vuelve sólo para no

morir de hambre. Esto es lo que llamamos contrición imperfecta. Pero hacía tiempo que el

padre lo esperaba. Hacía tiempo que no tenía pensamiento que le diera más alegría que el de

creer que el hijo podría volver un día a casa. Tan pronto lo ve, corre a su encuentro, lo

abraza, no le da tiempo ni siquiera de terminar su confesión y llama a los sirvientes para

hacerlo vestir, alimentar y curar. Dado que se le muestra un amor tan grande, el hijo

entonces comienza a percibirlo, y se deja invadir por ese amor. Un arrepentimiento

inesperado le sobreviene. Esta es la contrición perfecta. Sólo cuando el padre lo abraza, él

33

mide toda su ingratitud, su insolencia y su injusticia. Sólo entonces retorna verdaderamente,

se vuelve a convertir en hijo, abierto y lleno de confianza en el padre, reencuentra la vida:

«Este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida» ( Lc 15, 32), le dice el padre al

hijo que había permanecido en la casa.

9.- El hijo mayor, “el justo”, ha vivido un cambio similar –así, al menos, quisiéramos

esperar que continúe la parábola. El caso de este hijo es, sin embargo, mucho más difícil.

¡No se puede decir que Dios ama a los pecadores más que a los justos! Una madre no ama a

su hijo enfermo, sobre el que se vuelca con sus cuidados especiales, más que a los hijos

sanos, a los que deja jugar solos, a los que expresa su amor –no ciertamente menor- pero de

modo diverso. Mientras las personas se nieguen a reconocer y confesar sus propios pecados,

mientras sigan siendo pecadores orgullosos, Dios preferirá a los humildes pecadores. Tiene

paciencia con todos. El Padre tiene paciencia también con el hijo que se ha quedado en la

casa. Le ruega y le habla con bondad: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es

tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse» ( Lc 15, 31-32). El perdón de la

insensibilidad del hijo mayor no es expresado aquí, pero está implícito. ¡Qué grande debe

ser la vergüenza del hijo mayor frente a tal clemencia! Había previsto todo, pero no

ciertamente esta humilde ternura del padre. De repente, se encuentra desarmado,

confundido, copartícipe de la alegría común. Y se pregunta cómo pudo pensar en quedarse a

un lado, cómo pudo, aunque fuera por un solo instante, preferir ser infeliz solo mientras

todos los demás se amaban y se perdonaban mutuamente. Afortunadamente el padre está allí

y lo toma de la mano a tiempo. Afortunadamente el padre no es como él. Afortunadamente

el padre es mucho mejor que todos los otros juntos. Sólo Dios puede perdonar los pecados.

Sólo Él puede realizar este gesto de gracia, de alegría y de sobreabundancia de amor. Por eso

el sacramento de la penitencia es la fuente de permanente renovación y de revitalización de

nuestra existencia sacerdotal.

10.- Por eso, en mi opinión, la madurez espiritual para recibir la ordenación sacerdotal de un

candidato al sacerdocio se hace evidente en el hecho de que recibe regularmente – al menos

con la frecuencia de una vez al mes– el sacramento de la penitencia. Efectivamente, en el

sacramento de la penitencia encuentro al Padre misericordioso con los dones más preciosos

que ha de dar, y esto es el donar (Vergabung), el perdonar (Vergebung) y la gracia. Pero

cuando alguno, debido a su escasa frecuencia de confesión, le dice al Padre: “¡Ten para ti tus

preciosos dones! Yo no tengo necesidad de ti ni de tus dones”, entonces deja de ser hijo

porque se excluye de la paternidad de Dios, porque ya no quiere recibir sus preciosos dones.

Y si ya no es hijo del Padre celestial, entonces no puede convertirse en sacerdote, porque el

sacerdote, a través del bautismo, es antes que nada hijo del Padre y, luego mediante la

ordenación sacerdotal, es con Cristo, hijo con el Hijo. Sólo entonces podrá ser realmente

hermano para los hombres.

11.- El paso de la conversión a la misión puede mostrarse, en primer lugar, en el hecho de

que yo paso de un lado al otro de la rejilla del confesonario, de la parte del penitente a la

parte del confesor. El haber descuidado el sacramento de la penitencia es la raíz de muchos

males en la vida de la Iglesia y en la vida del sacerdote. Y la llamada crisis del sacramento

de la penitencia no se debe sólo a que la gente ya no va a confesarse, sino también a que

nosotros, los sacerdotes, ya no estamos presentes en el confesonario. Un confesonario en el

que está presente un sacerdote, en una iglesia vacía, es el símbolo más conmovedor de la

paciencia de Dios que espera. Así es Dios. Él nos espera toda la vida.

En mis treinta y cinco años de ministerio episcopal he conocido ejemplos conmovedores de

sacerdotes presentes cotidianamente en el confesonario, sin que viniera un penitente; hasta

que, un día, el primer o la primera penitente, después de meses o años de espera, se hizo

finalmente presente. De este modo, por así decir, se ha desbloqueado la situación. Desde ese

momento, el confesonario empezó a ser muy frecuentado. Aquí el sacerdote está llamado a

prescindir de todos los trabajos exteriores de planificación de la pastoral de grupo para

sumergirse en las necesidades personales de cada uno. Y aquí debe, sobre todo, escuchar

más que hablar. Una herida purulenta en el cuerpo sólo puede sanar si puede sangrar hasta el

final. El corazón herido del hombre puede sanar sólo si puede sangrar hasta el final, si puede

desahogarse de todo. Y se puede desahogar sólo si hay alguien que escucha, en la absoluta

discreción del sacramento de la penitencia. Para el confesor no es importante ante todo

hablar, sino escuchar. ¡Cuántos impulsos interiores experimenta y recibe el sacerdote,

precisamente en la administración del sacramento de la confesión, que le sirven para su

seguimiento de Cristo! Aquí puede sentir y constatar cuán más avanzados que él, en el

seguimiento de Cristo, están los simples fieles católicos, hombres, mujeres y niños.

12.- Cuando se pierde este ámbito esencial del servicio sacerdotal, los sacerdotes caemos

fácilmente en una mentalidad funcionalista o en el nivel de una mera técnica pastoral.

Nuestro estar en ambos lados de la rejilla del confesonario nos lleva, a través de nuestro

testimonio, a permitir que Cristo se haga perceptible para la gente. Para aclarar con un

ejemplo negativo: quien entra en contacto con el material radioactivo, también él se vuelve

radioactivo. Si luego se pone en contacto con otro, entonces también éste quedará

igualmente infectado por la radioactividad. Pero ahora démosle la vuelta al ejemplo en

positivo: quienes entran en contacto con Cristo, se vuelven “Cristo-activos”. Y si luego el

sacerdote, siendo “Cristo-activo”, se pone en contacto con otras personas, éstas ciertamente

serán “infectadas” por su “Cristo-actividad”. Ésta es la misión, así como fue concebida y

estuvo presente desde el comienzo del cristianismo. La gente se reunía en torno a la persona

de Jesús para tocarlo, aunque sólo fuera el borde de su manto. Y quedaban sanados incluso

cuando Él estaba de espaldas: «Porque salía de él una fuerza que sanaba a todos» ( Lc 6, 19).

13.- Con nosotros, en cambio, con frecuencia las personas huyen, no se acercan para entrar

en contacto con nosotros. Por el contrario, como dije, nos rehúyen. Para evitar que esto

suceda, debemos plantearnos la pregunta: ¿con quién entran en contacto cuando se ponen en

contacto conmigo? ¿Con Jesucristo, en su infinito amor por la humanidad, o bien con alguna

privada opinión teológica o alguna queja sobre la situación de la Iglesia y del mundo? A

través de nosotros, ¿entran en contacto con Jesucristo? Si este es el caso, entonces las

personas vendrán. Hablarán entre ellas de tal sacerdote. Se expresarán sobre él con términos

como estos: “Con él sí se puede hablar. Me entiende. Realmente puede ayudarme”. Estoy

profundamente convencido de que la gente siente nostalgia de tales sacerdotes, en los cuales

puede encontrar auténticamente a Cristo, que los hace libres de todos los lazos y los vincula

a su Persona.

14.- Para poder perdonar realmente, tenemos necesidad de mucho amor. El único perdón

que podemos conceder realmente es el que hemos recibido de Dios. Sólo si hemos vivido la

experiencia del Padre misericordioso, podemos hacernos hermanos misericordiosos para los

demás hombres. Aquel que no perdona, no ama. Aquel que perdona poco, ama poco. Quien

perdona mucho, ama mucho. Cuando dejamos el confesonario, que es el punto de partida de

nuestra misión, tanto de un lado como del otro de la rejilla, pero especialmente del lado del

penitente, entonces se quisiera abrazar a todos, para pedirles perdón. Yo mismo he

experimentado de forma tan gratificante el amor de Dios que perdona, como para pedir con

urgencia solamente: “¡Acoge también tú su perdón! Toma una parte del mío, que ahora he

recibido en sobreabundancia. ¡Y perdóname que te lo ofrezca tan mal!”. Con un único y

mismo gesto (la confesión) se entra de nuevo en el amor de Dios y en el amor fraterno, en la

unión con Dios y con la Iglesia, de la que nos había excluido el pecado. Si Dios nos ha

enseñado a amar de un modo nuevo, podemos y debemos amar a todos los hombres. Si no

fuese así, sería un signo de que no nos hemos confesado bien y que, por lo tanto, deberíamos

confesarnos de nuevo.

Probablemente, el más grande confesor de la Iglesia es el santo cura de Ars. Gracias a él

tenemos el Año Sacerdotal y, por lo tanto, nuestro actual encuentro, como sacerdotes y

obispos, con el Santo Padre aquí en Roma. Con este santo párroco he reflexionado sobre el

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misterio de la santa confesión ya que su ministerio cotidiano de la reconciliación, en el

confesonario de Ars, hizo que se convirtiera en un gran misionero para el mundo. Se ha

dicho que, como confesor, venció espiritualmente a la Revolución francesa. Lo que me ha

inspirado este diálogo espiritual con Juan María Vianney, lo he dicho aquí. Pero me ha

recordado también algo muy importante.

15.- ¡Amamos a todos, perdonamos a todos! ¡Hay que prestar atención, sin embargo, a no

olvidar a una persona! Existe un ser, en efecto, que nos desilusiona y nos pesa, un ser con el

que estamos constantemente insatisfechos: nosotros mismos. A menudo no nos aguantamos.

Estamos hartos de nuestra mediocridad y cansados de nuestra propia monotonía. Vivimos en

un estado de frialdad e incluso con increíble indiferencia hacia este prójimo, que es el más

próximo que Dios nos ha confiado para que hagamos de modo que sea tocado por el perdón

divino. Y este prójimo más próximo somos nosotros mismos. Se lee, en efecto, que debemos

amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cf. Lv 19, 18). Por lo tanto, debemos

amarnos también a nosotros mismos así como tratamos de amar a nuestro prójimo.

Debemos, pues, pedirle a Dios que nos enseñe a perdonarnos a nosotros mismos: la rabia de

nuestro orgullo, las desilusiones de nuestra ambición. Pidámosle que la bondad, la ternura, la

paciencia y la confianza indecible con la que Él nos perdona, nos conquiste hasta el punto de

que nos liberemos del cansancio de nosotros mismos, que nos acompaña a todas partes, y

con frecuencia incluso ni nos causa vergüenza. No podemos reconocer el amor de Dios por

nosotros sin modificar también la opinión que tenemos de nosotros mismos, sin reconocerle

a Dios mismo el derecho de amarnos. El perdón de Dios nos reconcilia con Él, con nosotros,

con nuestros hermanos y hermanas, y con todo el mundo. Nos hace auténticos misioneros.

¿Lo creéis, queridos hermanos? ¡Probadlo, hoy mismo!

Muchas gracias