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Los Cuadernos de Poesía ANCOIS VILLON «LA COQUILLE» Gonzalo Suárez Gómez L a Coquille es el nombre adoptado por una vasta asociación de maleantes que, con sus hurtos, asesinatos, llerías y mil otras actividades delictivas, tuvo una gaz existencia en Francia a mediados del siglo XV. Nadie se acordaría ya de la Coquille si Frarnois Villon, el gran lírico de la época, no hubiera escrito un cierto número de baladas de las que, por lo menos once, han llegado hasta noso- tros en el argot particularísimo Uobelin) que em- pleaban para comunicarse entre sí secretamente los miembros de la tenebrosa sociedad. No e por cierto la única organización de este tipo y, si ésta no ha caído en el olvido que evaporó a las otras, es por la ma de ese poeta de quien no se puede dudar que estuvo en estrecho contacto con ella. Los Compañeros de la Coquille o Coquillards son el producto de su momento histórico. El suelo ancés venía siendo escenario durante un siglo de la calamitosa contienda conocida en la Historia como la guerra de Cien años. Habíanse roto las hostilidades entre los monar- cas ingleses y los anceses al quedar los últimos sin descendencia masculina por línea directa de los Capetas. La ley sálica apartaba de la sucesión a las mujeres y el hombre más emparentado con la dinastía extinguida era Felipe de Valois, sobrino de Felipe IV el Hermoso. Frente al de Valois, Eduardo III de Inglaterra reclamaba la corona de Francia como hijo de una hija de Felipe IV. La nobleza gala prefirió al rey ancés y el primer episodio de la pugna e la destrucción de la flota ancesa por la anglo-flamenca ente a Brujas en 1340; el que consiguió la paz definitiva e la re- conquista de Burdeos, y en consecuencia la ex- pulsión de los invasores en 1455. La Guerra de cien años duró, pues, ciento trece. La lucha tuvo, como es sabido, sus alternativas, pero e tanto más penosa pa Francia cuanto que se desarrollaba sobre su suelo y que había venido a complicarse con la guerra civil a la que equivalía la pelea atricida de los borgoñones, aliados a Inglaterra, y los armañaques, acérrimos densores de los reyes anceses. Cuando, en 1422, Carlos VII accede al trono, las cosas están tan mal para él que apenas encuentra sitio en su menguado reino para instalar la corte. Su com- plo de inrioridad y su apatía lo tienen como imposibilitado. Fue preciso la pasmosa interven- ción de Juana de Arco para sacudio de tal ma- rasmo. El rey comienza a merecer el título, que más tarde se le daría de «Victorioso» y logra, en 1435, firmar la paz con Felipe el Bueno, duque de Borgoña. 48 Reducido ahora el enemigo a las erzas de. su propio ército, Carlos se ocupa enseguida de reorganizar el suyo: licencia las tropas mercena- rias: extranjeros que habían acudido, reclutados por conocidos aventureros, al servicio de aquel de los contendientes que les diera mejores posibilida- des de botín y de rapiñas. Tras esta sabia medida depuradora, crea las «Compías de Ordenanza» y el cuerpo de «Arqueros Francos», asegurándose así una caballería y una inntería que, mediante soldada fija, debían combatir, obedientes a los mandos, absteniéndose de las depredaciones auto- rizadas a sus antecesores. Buen número de éstos eron aniquilados o devueltos a sus países de origen; los otros se disgregaron y, acostumbrados como estaban a las mañas brutales e inhumanas, contribuyeron en su mayoría a la proliración del bandidaje. Se explica así la abundancia de salteadores de

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FRANCOIS VILLON «LA COQUILLE»

Gonzalo Suárez Gómez

La Coquille es el nombre adoptado por una vasta asociación de maleantes que, con sus hurtos, asesinatos, fullerías y mil otras actividades delictivas, tuvo

una fugaz existencia en Francia a mediados del siglo XV. Nadie se acordaría ya de la Coquille si Frarn;:ois Villon, el gran lírico de la época, no hubiera escrito un cierto número de baladas de las que, por lo menos once, han llegado hasta noso­tros en el argot particularísimo Uobelin) que em­pleaban para comunicarse entre sí secretamente los miembros de la tenebrosa sociedad. No fue por cierto la única organización de este tipo y, si ésta no ha caído en el olvido que evaporó a las otras, es por la fama de ese poeta de quien no se puede dudar que estuvo en estrecho contacto con ella.

Los Compañeros de la Coquille o Coquillards son el producto de su momento histórico. El suelo francés venía siendo escenario durante un siglo de la calamitosa contienda conocida en la Historia como la guerra de Cien años.

Habíanse roto las hostilidades entre los monar­cas ingleses y los franceses al quedar los últimos sin descendencia masculina por línea directa de los Capetas. La ley sálica apartaba de la sucesión a las mujeres y el hombre más emparentado con la dinastía extinguida era Felipe de Valois, sobrino de Felipe IV el Hermoso. Frente al de Valois, Eduardo III de Inglaterra reclamaba la corona de Francia como hijo de una hija de Felipe IV. La nobleza gala prefirió al rey francés y el primer episodio de la pugna fue la destrucción de la flota francesa por la anglo-flamenca frente a Brujas en 1340; el que consiguió la paz definitiva fue la re­conquista de Burdeos, y en consecuencia la ex­pulsión de los invasores en 1455. La Guerra de cien años duró, pues, ciento trece.

La lucha tuvo, como es sabido, sus alternativas, pero fue tanto más penosa para Francia cuanto que se desarrollaba sobre su suelo y que había venido a complicarse con la guerra civil a la que equivalía la pelea fratricida de los borgoñones, aliados a Inglaterra, y los armañaques, acérrimos defensores de los reyes franceses. Cuando, en 1422, Carlos VII accede al trono, las cosas están tan mal para él que apenas encuentra sitio en su menguado reino para instalar la corte. Su com­plejo de inferioridad y su apatía lo tienen como imposibilitado. Fue preciso la pasmosa interven­ción de Juana de Arco para sacudirlo de tal ma­rasmo. El rey comienza a merecer el título, que más tarde se le daría de «Victorioso» y logra, en 1435, firmar la paz con Felipe el Bueno, duque de Borgoña.

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Reducido ahora el enemigo a las fuerzas de. su propio ejército, Carlos se ocupa enseguida de reorganizar el suyo: licencia las tropas mercena­rias: extranjeros que habían acudido, reclutados por conocidos aventureros, al servicio de aquel de los contendientes que les diera mejores posibilida­des de botín y de rapiñas. Tras esta sabia medida depuradora, crea las «Compañías de Ordenanza» y el cuerpo de «Arqueros Francos», asegurándose así una caballería y una infantería que, mediante soldada fija, debían combatir, obedientes a los

mandos, absteniéndose de las depredaciones auto­rizadas a sus antecesores. Buen número de éstos fueron aniquilados o devueltos a sus países de origen; los otros se disgregaron y, acostumbrados como estaban a las mañas brutales e inhumanas, contribuyeron en su mayoría a la proliferación del bandidaje.

Se explica así la abundancia de salteadores de

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caminos que se observa en Francia por estos años. No obstante, los caminos, si bien ofrecían mayor incentivo a medida que, al calor de la paz, renacían las prácticas comerciales, ahora se ha­bían vuelto también más peligrosos para los fora­jidos ya que los viandantes tomaban sus precau­ciones, viajaban en grandes grupos y a menudo se hacían acompañar de una escolta. El hecho es que los truhanes fueron encontrando más cómodo mezclarse al vecindario de las concentraciones urbanas. En ellas, y en París sobre todo, podían

albergarse tranquilamente sin dar motivos de sos­pecha.

Solía haber, según es fama, en las grandes ciu­dades medievales, un barrio, «corte de los mila­gros», acogedor de los hampones, donde éstos se sentían más fuertes al calor de su propia congre­gación. Pero muchos de aquellos pícaros preferían disimularse aparentemente apartados de tales co-

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munidades para gozar con mayor albedrío de los beneficios materiales que les proporcionaba su siempre equívoca industria.

Esta aspiración a pasar desapercibidos explica la formación de sociedades clandestinas cuyo ob­jeto era mantener un tacto de codos entre las gentes que se movían al margen de la ley. U na de las más temidas de estas organizaciones fue sin duda «la Coquille». Sus afiliados recibieron el nombre de «coquillards» por adoptar frecuente­mente la vestimenta típica de los peregrinos de Compostela y en particular en los desplazamientos a través del país a que se veían obligados para atender a sus «negocios» o para escapar a la per­secución de la justicia. La «coquille» era la con­cha de las vieiras o veneras cuyas valvas adorna­ban el amplio sombrero, el sayo y la esclavina de los caminantes que viajaban a Santiago de Galicia para hacer penitencia y orar sobre la tumba del apóstol. La multitud de granujas que integraron las filas de la poderosa banda criminal, llegó a alcanzar, en sus años de apogeo, una cifra que

pasaba del millar. Tenían su «rey», a ejemplo del Grant Caiman de las «cortes de los milagros», y unos estatutos que había que respetar a rajatabla. Nadie debía despegar los labios en los interrogato­rios judiciales, ni aún ante el acoso de feroces torturas. A cambio de eso, todos contaban con la eficaz ayuda de compañeros expertos, cómplices valiosos y encubridores fiables.

Entre los «coquillards» se encontraban duchos practicantes de los más turbios oficios. Mendigos que fingían estar ciegos o lisiados; supuestos reli­giosos _portadores de bulas y de reliquias falsas; orfebres desaprensivos que compraban barato, fundían y desfiguraban cualquier objeto precioso procedente de robos en buena parte sacrílegos; cerrajeros especializados en la fabricación y ma­nejo de irresistibles ganzúas; tahures provistos de barajas marcadas y de dados embutidos de plomo; monederos falsos que, de caer en manos de la justicia, morirían por cocción antes de ser colga­dos de la horca sus cadáveres; rufianes pendencie-

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ros prestos a esgrimir sus cuchillos por un quítate allá esas pajas ... En resumidas cuentas, una sur­tida colección de facinerosos que iba desde el «modesto» descuidero de ferias hasta el más de­salmado salteador de caminos.

Todo este enjambre brotaba, como es lógico, de las capas sociales más míseras y maltratadas; pero tampoco era raro ver agitarse en tal avispero a vástagos de familias pudientes y aristocráticas. Sírvanos de ejemplo de esta promiscuidad dos de tantos personajes secundarios descubiertos por los estudiosos de la biografía de Villon de quienes está probada documentalmente su filiación a «la Coquille». Nos referimos a Colin de Cayeux, hijo de un humilde cerrajero del Barrio Latino, y a Régnier de Montigny quien, por el contrario podía presumir de un alto linaje. Ambos eran de la misma edad del poeta (Montigny un poco mayor) y ambos han compartido seguramente sus juegos por los viejos y tranquilos recovecos del claustro de la Colegiata de San Benito, lindante con la gran calle Saint-Jacques.

De Colin sabemos que cursó los mismos estu­dios que Frarn;ois Villon hasta obtener, como él, el título de maestro en artes. Apenas salido de la Universidad, torció su aparente afición a los libros y olvidó lo aprendido en las aulas para recordar el oficio de su padre en la peor de sus aplicaciones, pues se las pintaba sólo para ganzuar armarios y cofres ajenos. De tumbo en tumbo, figura como cómplice de Villon en el desvalijamiento del Cole­gio de Navarra y, tras una reiterada serie de otros delitos, por los que estuvo varias veces encarce­lado en las prisiones episcopales, fue a caer final­mente en las garras de los agentes del Chatelet acusado del robo en Montpipeau de un cáliz va­lioso. Creyendo estar seguro al asilo de la iglesia de Saint-Leu-d 'Esserens, fue prendido dentro mismo del templo, sin que ahora lograse ya eludir la saña de la justicia civil. Esta lo encerró en la Conserjería y, sin ceder a las reclamaciones de la autoridad eclesiástica, sólo le fueron abiertas las puertas de la famosa prisión para llevarlo al patí­bulo.

En cuanto a Régnier, hubiera podido valerse de su apellido y explotarlo para situarse bien. Era hijo de Juan de Montigny, panetero de la casa real quien, al caer París en poder de los ingleses, había abandonado la capital y cuantos bienes en ella poseía para seguir la suerte de su rey. Montigny estaba casado y tenía tres hijos: Régnier y dos hembras. A raíz de la liberación, volvió a insta­larse en París. Habiendo enviudado, se casó en segundas nupcias y tuvo otra hija. Estaba en vías de rehacer su fortuna cuando falleció inopinada­mente. El joven Régnier, sin el freno paterno, se vio pronto atraído por los círculos más deprava­dos e inició una serie de fechorías llegando a ins­cribirse como «coquillard». Estuvo preso en Ruán, en Tours y en Burdeos sucesivamente, pero nunca por mucho tiempo. Ultimamente ocupaba una celda en el Gran Chatelet de París. El obispo

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lo reclamaba para juzgarlo en sus tribunales por tratarse de un universitario; mas la justicia laica se negó ya rotundamente a soltar a este mal bicho y lo condenó a morir ahorcado. Fueron inútiles las diligencias emprendidas por sus parientes entre los que se encontraban dos canónigos de la Cole­giata de San Benito. Tampoco tuvieron éxito las dramáticas súplicas de Juana, la hermana menor de Régnier, a pesar de hallarse a la sazón encinta y haber llegado a lograr un indulto regio. El Par­lamento tachó la carta remisoria de haber omitido algunos delitos graves del reo y mantuvo la fatal sentencia, cumplida inexorablemente a comienzos de 1458.

De tal calaña eran los componentes de «la Co­quille », esa temida banda que alcanzó sus cotas máximas de extensión y de movimiento en la dé­cada inicial de la segunda mitad del siglo XV. En

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este tiempo, los «coquillards» hacían de las suyas en la zona central del país, casi siempre cerca de la capital del reino, al sur de la cual, y a poca distancia, se extendía el pintoresco valle de Che­vreuse cuyas colinas, cubiertas de bosques y de maleza, ofrecían un refugio inmejorable a toda suerte de fugitivos.

Sin embargo, en el momento que «la Coquille» escalaba las cumbres de su peligrosidad, el lla­mado «proceso de Dijon» vino a asestarle un rudo golpe al proporcionar a la justicia señalamientos útiles para desarticular la poderosa organización y llevarla, en una decadencia bastante rápida, a su disgregación y total exterminio. Hacia 1453, una buena parte de los «coquillards» operaba impu­nemente en tierras de la Borgoña. No había ma­nera de echar el guante a los grupos de salteadores que, una vez perpetrados sus atracos, se desper­digaban y desaparecían en el bullicio ciudadano.

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En el mismo Dijon se dejaba sentir la presencia de aquellos foragidos, de suerte que el pacífico ve­cindario no se atrevía a salir de sus casas a partir de la caída de la tarde. La ronda nocturna estaba acobardada y apenas si se podía contar con su vigilancia. Esta precaria situación fue la causa de que las autoridades encargasen al síndico procu­rador, Juan Rabustel, la realización de las pesqui­sas conducentes a descubrir y terminar con la siniestra banda.

Rabustel puso especial empeño en cumplir su cometido. Abrió su informe sonsacando a las chi­cas de los burdeles y por ellas obtuvo las primeras indicaciones sobre algunos rufianes que frecuen­taban el que explotaba un tal Jacot de la Mer, amparado en su función de oficial de la guardia municipal. Detenido este mal sujeto y registrado el local que regentaba, se encontró en él un botín considerable y a doce individuos de mala pinta que salieron de sus escondrijos para ser traslada­dos a la cárcel. Los detenidos aguantaron sin chis­tar las más atroces torturas que acompañaban a los interrogatorios. Por fin, el más joven de los inculpados, Domingo el Lobo, consintió en decla­rar lo que sabía a cambio de recobrar su libertad. Por otro lado, un barbero, de cuyo estableci­miento solían ser clientes los encausados, hacía una serie de revelaciones paralelas.

Estas manifestaciones fueron la base del in­forme que el diligente sabueso Rabustel presentó a las autoridades. El documento (1) permitió cono­cer una buena cantidad del vocabulario secreto empleado por los «coquillards» de los que facili­taba también una relación nominal con anotacio­nes complementarias, enriquecida paulatinamente al ritmo en que adquiría nuevos datos. El barbero Fournier había arreglado el pelo de muchos de aquellos bergantes y había tenido la astucia de retener y traducir las palabras extrañas que les oía.

Se hizo así desde ahora más fácil seguir la pista a los taimados «compañeros de la Coquille» que fueron desfilando en gran número ante los tribuna­les de justicia y aportando, quieras o no, nuevas indicaciones preciosas para los esbirros de la ley. Desaparecieron los «coquillards», aunque no, claro está, los maleantes. La «Coquille» no dejó más rastro de su existencia que la enrevesada jerga prestigiada por Villón al haber compuesto en ella algunas poesías que han servido, si no para mayor gloria de su autor, pues desentonan en ge­neral del resto de su obra, al menos para dar títulos de presencia filológica al lenguaje conven­cional usado por aquellos miserables.

Es muy significativo que el primer texto im­preso de Villón, la edición de Pierre Levet de 1489, recoja, a continuación de «los Testamentos y el Codicilio», seis baladas escritas en el jargon et jobelin du dit Villon. Estas composiciones, que evidentemente el poeta ha destinado a un público iletrado y muy reducido, han sido publicadas en manuscritos anteriores a la edición prínceps, lo

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que prueba que, a pesar de su hermetismo, goza­ban de gran popularidad.

Cuatro siglos después, hacia 1880, A. Vitu des­cubre en Estocolmo un manuscrito del siglo XV con otras cinco baladas en jobelin debidas a la inspiración de Villón. Una de ellas está firmada por el procedimiento del acróstico. Esta vigencia del argot de «la Coquille» no se había perdido, por consiguiente, cuando, en 1533, publica Marot, por encargo del rey Francisco 1, las obras de Fran<;ois Villón. Pero Marot prescinde de las baladas en argot, ininteligibles para él y para los lectores de su libro. Tiene razón sin duda para suprimirlas, pero se equivoca cuando trata de justificar su omi­sión por la creencia de que aquellos versos sólo podrían descifrarlos los sucesores de su autor «en el arte de la pinza y la ganzúa». Lejos de eso, han sido los eruditos interesados por la biografía y la obra de Villón quienes, con el bagaje de las once

baladas en argot y remontándose a los datos con­tenidos en el informe, descubierto en 1842, del famoso proceso de Dijon, los que han desvelado el lenguaje «exquisito» de los «coquillards».

Gracias a las precisiones de Rabustel, sabemos ahora que faire une esteve era vender muy por encima de su valor real una cosa; faire un plant, despachar por bueno un lingote de oro falso; un spélican era un timador; un bazisseur, un asesino; los lieffres eran los eclesiásticos; los gaffres, los agentes de la autoridad. En fin, un buen puñado de significados que han sido el punto de partida para el estudio de la abigarrada jerga de los «co­quillards».

Las muchas amistades de Villón entre estos compañeros de jarana que pertenecieron a la «Co­quille», la simpatía que les muestra con frecuen­cia, las punibles faenas que compartió con ellos, como testimonia al menos el caso del robo del

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Colegio de Navarra, el hecho de conocer a fondc el habla de la cual se valían para preparar sus manejos, todo contribuye a reforzar la suposición de que eran de su misma cuerda. El nombre de Fran�ois Villón no figura ciertamente en la lista establecida por Rabustel en su hábil interrogato­rio, pero eso no quiere decir nada. Por un lado, el fructífero registro se limita forzosamente a los in­dividuos que el azar quiso poner al alcance de las pesquisas realizadas por el procurador de Dijon y

su número sólo representa una quinceava parte del total aproximado de adeptos que se calculaba por aquellos años a la organización. Colín de Ca­yeux, por ejemplo, es uno de tantos «coquillards» que no se citan en el informe.

En lo que hace al poeta, por si no bastaran las apariencias, parece comprobado que su adhesión explícita a la banda está recogida, en la relación de Rabustel, bajo el falso nombre de «Simon le Double», al esconderse así en un anagrama, el apellido que desde muy pronto había adoptado como suyo y luego hecho famoso el poeta. En efecto, el profesor Deroy descubre (2) que «Simon le Double» puede explicarse como si (x) = VI + m = LL (le double) + ON = VILLON.

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Y-más--aún porque, para mayor precisión, el con­cienzudo procurador añade a dicho nombre una desus útiles indicaciones: qui a la levre dessus fen­due (que tiene el labio superior rajado). La identi­ficación se hace así todavía más sólida, pues, poraquel tiempo, Villón debía tener bien fresca yvisible la cicatriz de la cuchillada que le habíaasestado en la boca el cura Sermoise, en la riña enque este último resultó muerto (3).

Volviendo al oscuro argot de «la Coquille», he­mos de concederle el logro, al través de los siglos, de un cierto rango filológico al haber retenido la atención de algunos eruditos interesados en am­pliar y precisar sus estudios biográficos sobre Vi­llón, o simplemente gustosos de investigar la gé­nesis de un léxico enrevesado. Sin embargo, a este jargon o jobelin, según sus propios usuarios lo llamaron, nunca ha podido adjudicársele la ca­tegoría de lenguaje. Se trata más bien de un ama­sijo heterogéneo de voces tomadas, casi sin ex­cepción, a los bajos estamentos sociales: palabras vulgares a veces deformadas, arcaísmos camino del olvido, metáforas soeces. Este repertorio con­fuso se presta generosamente a los equívocos de los que el poeta echa mano con tanta frecuencia para desconcertar a sus lectores (o a sus oyentes) sobre el verdadero alcance de la intención que anima a sus versos.

Si, en el francés de la época, Villón era un malabarista del idioma, capaz de jugar a su antojo con nostálgicas melodías, reflexiones emotivas y profundas, expresiones satíricas, ambiguas y mor­daces a la vez, podemos figurarnos que un voca­bulario tan nebuloso y sibilino como el de «la Coquille» le proporciona un material pintiparado para verter en sus poemas, deliberadamente arca­nos, imágenes y pensamientos tan diversos que hacen extremadamente difícil, por no decir impo­sible, una fiel traducción.

No es preciso ir a buscar muy lejos para demos­trarlo: el primer verso de la primera balada en jobelin, composición que, dicho sea de paso, con-. tiene (a mucha distancia poética, es cierto) imáge­nes en germen de la celebérrima «Balada de los ahorcados», soporta las versiones que quiera dár­sele. En el orden de mi preferencia, cito aquí tres, admitidas una u otra por los críticos: l.ª, «En París el gran cerro jubiloso»; 2. ª, «Desfilando por el gran tablado alegre»; 3.ª, «En Montfaucon la gran fiesta de la cofradía ... ».

Lo único seguro es que, al dedicar a su querido público de la Coquille unas fraternales ba-ladas en argot, Villón comienza de este .._ modo:

._., «A Parouart la grant mathe gaudie» ...

(1) Archivos departamentales de la Cote d'Or, B 11, 360,pieza 710. Reproducido por Jean Deroy en su Franc;ois Villon coquillard et auteur dramatique, Apéndice II. (Nizet, París 1977).

(2) Op. cit. nota anterior.(3) Véase la traducción del documento que refiere este

suceso en la «cronología biográfica» de Fran<;ois Villón, Poe­sía completa. Ed. Visor. Madrid 1979.