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Panamá: cuentos escogidos Franz García de Paredes

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Panamá:cuentos escogidos

Franz García de Paredes

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El cuento panameño se configura como expresión literaria autóno-ma, una vez que se despoja de sus semejanzas y diferencias con lasotras formas narrativas breves procedentes del costumbrismo románti-co de las letras hispánicas, tales como “ el artículo de costumbres”,“las tradiciones” y “las memorias o recuerdos”. Es por ello que el cuen-to panameño propiamente tal aparece con la generación modernista 1 ,y constituye su aportación literaria más importante a la literatura pana-meña. De esta generación sobresalen dos cuentistas: Darío Herrera ySalomón Ponce Aguilera. Darío Herrera es el primer panameño enpublicar un libro de cuentos: Horas lejanas (1903). Es el narrador másrepresentativo de su generación y uno de los más destacados del mo-dernismo hispanoamericano. En su oficio de cuentista confluyen todoslos aciertos y excesos del modernismo (cosmopolitismo, exotismo, eva-sión, etc.) Por su parte, Salomón Ponce Aguilera, aunque modernistapor situación generacional, no asume del todo las preferencias de sugeneración, expresándose siempre en un costumbrismo rezagado, loque le resta a sus relatos valor representativo.

Prólogo

1. He tratado de captar en esta nota introductoria el proceso empírico de la evolu-ción del cuento panameño a través de una sucesión de generaciones, tal como lasordena Cedomil Goic en sus estudios de la novela chilena e hispanoamericana, sinel rigor y sistematización con que la emplea el estudioso chileno. Ver La novelachilena: los mitos degradados, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1968, eHistoria de la novela hispanoamericana, Ediciones Universitarias de Valparaíso,Chile, 1972.

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2 El cuento en Panamá. Introducción, selección y bibliografía, Panamá, 1950.

La generación siguiente, la mundonovista, que reacciona contra elcosmopolitismo y el exotismo de la generación modernista está represen-tada en la evolución del cuento panameño por Ricardo Miró, la cifra másalta de la poesía panameña,y a quien se deben algunos relatos de corteruralista con algunas notas características del americanismo y nacionalis-mo literarios que propugna esta generación. Es obvio, sin embargo, que elpeso de su producción poética le restó importancia a su labor de cuentistaque, a pesar de todo, no deja de tener sus méritos literarios.

Después del matizado mundonovismo de Ricardo Miró se mani-fiesta en la narrativa panameña un grupo de escritores dispuestos acontinuar la brecha abierta por él, cultivando una literatura vernáculade escaso vuelo imaginativo. Este programa de exaltar el campo comoexpresión del alma nacional, expuesto por Ignacio de J. Valdés Jr. en elprólogo de sus Cuentos de la ciudad y el campo (1928), fue seguidopor algunos de sus coetáneos, entre ellos José E. Huertas, José MaríaNúñez y como brotes más tardíos Moisés Castillo, Lucas Bárcena,Graciela Rojas Sucre y Gil Blas Tejeira. Las ambiciones del grupoplasmadas en el prólogo de Valdés Jr. no fueron, sin embargo, más alláde un costumbrismo superficial carente de intención social.

Con la aparición de “El sueño de Serafín del Carmen” (1931), pri-mer cuento de Rogelio Sinán, se manifiesta una tendencia estética declaro signo renovador que reacciona contra el realismo imperante.Rodrigo Miró califica esta nueva tendencia como “Empresa esteticistaque trata de universalizar nuestro ambiente literario, renovando la téc-nica y ensanchando horizontes”.2

Los escritores más representativos de la primera generación de estatendencia, y a la que le corresponde romper con el realismo miméticode la tradición realista en el cuento panameño, son: Rogelio Sinán,Roque Javier Laurenza y Manuel Ferrer Valdés. El primero es, sin lu-gar a dudas, el más importante y, como se sabe, uno de los cuentistasmás celebrados de Panamá y del continente americano. Su obra narra-tiva se distingue por su poderosa imaginación, su amplia cultura litera-

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ria y su gran dominio de la técnica y lenguaje narrativo. Laurenza es,al igual que Sinán, un escritor de enormes recursos narrativos, aunquemenos original que éste. Lamentablemente Laurenza sacrificó su ta-lento creador en la persecución de actividades ajenas a la literatura.Ferrer Valdés, el más joven de la trilogía, aunque alejado delexperimentalismo superrealista de Sinán y Laurenza, continuó en elrumbo trazado por ellos, contribuyendo a afianzar las tendencias esté-ticas del momento.

Pero fiel a la constante secular de nuestras letras, no demora en re-aparecer, con la generación siguiente, una tendencia regionalista que, sinrechazar las innovaciones formales que trajo el superrealismo de la ge-neración anterior, propone la representación de un mundo polarizado enoposiciones de clase que tienen su base en desigualdades económicas,políticas y sociales, postulando desde nuevas perspectivas ideológicas,una extensión de los criterios mundonovistas del americanismo y nacio-nalismo literarios. Los cuentistas de esta generación son: César A.Candanedo, José María Sánchez Borbón y Mario Augusto Rodríguez.Paralela a esta tendencia hay otra más latente que mantiene sus lazos conla generación anterior. Aquí destacan Renato Ozores, Juan O. Díaz Lewisy Tobías Díaz Blaitry. De los regionalistas, el más destacado es JoséMaría Sánchez Borbón. Sus vigorosos cuentos ambientados en su regiónnatal de Bocas del Toro, en los que la violencia del paisaje y las dramá-ticas circunstancias que agobian a una población multiétnica, se nos pre-sentan a través de un realismo que no desecha las contribuciones de lageneración anterior. En Candanedo, sus cuentos de ambiente darienita ychiricano proyectan un realismo testimonial y descriptivo. Mario Au-gusto Rodríguez, por su parte, cultiva en sus cuentos una prosa de mássubido valor poético que la de sus compañeros de generación, pero máslimitada en la visión del paisaje y sus circunstancias.

Una vez que la veta regionalista empieza a agotarse, los escritoresde una nueva generación se dan a conocer. Estos escritores se definenpor un irrealismo que busca alejarse de la representación realista delmundo en favor de la apariencia, la ilusión y lo fantástico. Entre loscuentistas más notables de esta tendencia irrealista se cuentan: Ramón

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H. Jurado, Carlos Francisco Chang Marín y Boris Zachrisson. En elcaso particular de Chang Marín, las preferencias literarias de su gene-ración se muestran un tanto débiles, pero es obvio que el componenteirrealista está presente en sus cuentos, a pesar de su postura de escritorcomprometido. Por su parte, Jurado y Zachrisson testimonian los ras-gos más sobresalientes del sistema de preferencia de esta generaciónen donde la ilusión y lo fantástico aportan las notas más característicasdel mundo narrado.

La última generación de cuentistas panameños que aquí se estu-dian, lejos de caracterizarse por ciertos rasgos comunes como sucedecon otras generaciones, manifiesta una renovada conciencia de la lite-ratura y del género. Supone, en todo caso, la liberación de los modosde representación tradicionales y esta formada por: Ernesto Endara,Eustorgio Chong Ruiz, Justo Arroyo, Pedro Rivera, Dimas Lidio Pittí,Rosa María Britton, Enrique Jaramillo Levy, Enrique Chuez, RobertoLuzcando, Moravia Ochoa López, Berta Alicia Peralta y GiovanaBenedetti.

Después de esa última generación han aparecido, como es natural,nuevos nombres en el panorama del cuento panameño que merecendestacarse: Isis Tejeira, Héctor Rodríguez, Beatriz Valdés Escoffery,Claudio de Castro, Juan Antonio Gómez, Julia Regales de Wolfschoon,Félix Armando Quirós, Antonio Paredes, Rafael Ruiloba y otros mu-chos que sería imposible enumerar por razones de espacio.

Esta antología requiere una explicación con el fin de señalar algu-nos problemas en la compilación del material. Es por ello que el limi-tado número de autores representados, así como la brevedad de lasnotas biográficas y bibliográficas obedece más que a un criterio perso-nal a normas dadas por los editores. A pesar de estas limitaciones, noshemos propuesto brindar, a través de los autores seleccionados, un pa-norama que refleje lo más fielmente posible la evolución del cuentopanameño. Es obvio que el lector avisado echará de menos algunasfiguras consagradas. Tal omisión, demás está decirlo, no disminuye niun ápice sus valiosas contribuciones al género.

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La tarde está linda, mamá; hoy no siento fatiga, no he tosido desdeesta mañana... ¿Ves? Respiro muy bien, y creo que pronto estaré bien.Déjeme ir a Palermo: no es día de corso y el paseo me pondrá mejor...te lo aseguro.

La madre contempló a la hija con su angustiosa mirada de siempre,y un rayo de esperanza brilló en aquellos ojos. Sobre la demacraciónterrosa del rostro de la joven, aparecía difundida una leve aurora; laspupilas tenían resplandores más intensos, y todo el semblante ostenta-ba inusitada animación, cual si en aquel organismo, corroído por latisis, comenzara a realizarse una resurrección milagrosa.

El permiso fue concedido; y de la Avenida Alvear la victoria par-tió, al trote del vigoro tronco. Recostada sobre los cojines del carruaje,Julia bebía con fruición el aire oxigenado de la gran calzada. Iba sola,y esto la contrariaba. Experimentaba la necesidad de hablar; una ale-gría secreta, cual fluido mágico, le circulaba por los nervios. Nunca sesintió en tan benéfica disposición moral, sus ideas tejían sueños lumi-nosos, y su cuerpo, impregnado de ese jocundo baño interno, se alige-raba, llenábase como de vida nueva, e imprimía a sus músculos agili-dad y fuerza... Sí, experimentaba la necesidad de hablar, de comuni-carse con alguien, y lamentaba no llevar a su lado a alguna amiga. Perocarecía de amistades íntimas, hacía varios años. El mal se le iniciódurante el paso peligroso de la infancia a la pubertad, y su manifesta-ción más significativa fue una melancolía constante, que la retrajo de

Darío Herrera

La nueva Leda

DARÍO HERRERA (1870-1914), obra: Horas lejanas (1903) y Horas Lejanas y otros cuentos (1970).

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todo trato social. No se la veía desde la época en que, sana y frescacomo las yemas primaverales, vertía en torno suyo el encanto de suinteligencia precoz y la gracia de su prometedora belleza. Así atravesóen su victoria, inadvertida, por entre los concurrentes de Palermo, yfue a situarse junto al lago, bajo la radiosa calma vespertina... Y en la tarde declinante, el lago esplendía como un espejo, en suquietud bruñida. Los árboles de la orilla lo circundaban, proyectandosus sombras en el agua hospedadora. Por intervalos, desprendíase al-guna hoja seca, voltejeaba en el vacío, y descendía a posarse sobre lasuperficie temblorosa. De las avenidas inmediatas, sordos e intermi-tentes, llegaban el ruido de los carruajes, el rielar de las bicicletas, o elmurmullo de las pisadas de los paseantes. Y la sensación de soledaddel sitio, rota un momento, recobraba su imperio; y entonces, vibrabamás claro y musicalmente el vuelo de la brisa entre el ramaje sonoro.Arriba, el cielo lucía incólume su azul, pálido como seda antigua; y enel horizonte, una gran nube de violeta episcopal era como un suntuosocatafalco que la noche preparaba al sol. De improviso, en un recodo del lago, muy cerca surgieron dos cisnes;avanzaron, e inmovilizáronse luego sobre la onda trepidante. Parecíancontemplar, con recogimiento meditabundo, la extenuación de la luz.Eran distintos: el uno blanco cual un copo de nieve virgen; el otronegro como el terciopelo funerario; ambos igualmente hermosos ensus opuestos plumajes... Julia los miraba desde su coche, en el quehacía unos minutos se tendía con languidez, perezosa, fatigada, mien-tras un secreto malestar, una vaga opresión, le acongojaba el pecho, talcomo si una bomba neumática, lenta, furtivamente, le extrajera de lospulmones dosis de aire. El cisne negro la entristecía sin saber por qué;antojábasele un pájaro mortuorio, y su pico teñido en sangre por algúnacto cruel. En cambio, el blanco, al cual iban con más insistencia susojos, le traía al cerebro una visión lejana, cuando años antes viajabacon sus padres por Europa: un cuadro pictórico, visto no se acordabadónde, en París, o en Roma, o en Florencia. En el cuadro, un soberbiocisne, de blancor lácteo, desplegaba amorosamente sus alas sobre elcuerpo desnudo de una mujer, cuyas carnaciones opulentas parecían

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bañadas en una luz blonda. El cuello del ave se estiraba hasta el rostro,y su pico posábase en la boca audazmente, como ávido de beber lasonrisa de los labios entreabiertos... Aquel cuadro, mirado con indife-rencia infantil había persistido, por uno de tantos fenómenos cerebra-les, en la memoria de la niña; y de su estado latente pasaba ahora aevocación activa cristalizándose, lleno de revelaciones...“¡Qué dulzu-ra suprema —pensaba Julia— la de esas alas sedosas, tibias, sobre lapiel estremecida de la inspiradora del cuadro...!” A este punto, un escalofrío le recorrió el cuerpo como ráfaga glacial.La tarde, sin duda, se enfriaba. Arrebujóse en el abrigo, puesto en elcoche por la previsión materna, y volvió a recostarse sobre los cojines.La fatiga le aumentaba; crecía el secreto malestar de su pecho. Intentóretirarse, mas le detuvo el pensamiento de que si allí, en aquel parajedespejado, el aire le era esquivo, peor le sería en cualquier otra parte.Sin embargo, y a pesar del abrigo, un escalofrío más recio le frotó denuevo la epidermis, sacudiéndola toda. Sutiles corrientes de hielodeslizábanse ahora en la circulación de su sangre. Los oídos le zumba-ban. Por el rudo latir de las sienes adivinaba que la cabeza le dolía, quele dolía violentamente; pero, el dolor escapaba a su percepción mental,le era insensible. Y la ligereza fluida de su carne, en vez de aminorar,progresaba, prestándole la ilusión de ser ya un elemento etéreo... Súbi-to, el paisaje se nubló; los seres y las cosas circundantes palidecieron,perdiendo sus perfiles y contornos. Luego se borraron, se disiparon, seextinguieron y ante sus ojos sólo quedó flotando una gruesa brumagris. En verdad, aquello era anormal. Así lo comprendió Julia. Diose tam-bién cuenta de que en ella moraba la causa, de que había recrudecidosu enfermedad, de que se hallaba, tal vez, muy grave. Convino, demodo cabal, en lo urgente de su regreso a casa; y trató de incorporarsepara dar al cochero la orden. Pero dominaba su voluntad una inerciaimperiosa, y su pensamiento permaneció incapaz de exteriorizarse. Yno pudiendo abandonar su actitud, inapta a toda acción física, cerró,resignada, los ojos al peso insostenible de los párpados... Entonces, através de ellos —cual si fueran substancia translúcida— vio operarse

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una como representación teatral, en la que, a un tiempo, ella actuaba ypresenciaba, siendo, por tal virtud, la espectadora de sí misma.

En su casta desnudez, semejando una flor cándida, Julia se mecíasobre el lago. El agua era templada; pero, a ratos, colábanse por entreellos hilos finísimos de un líquido más denso, un líquido congelante, acuyo roce el cuerpo le tiraba con temblores espasmódicos. El firma-mento, velado por nubes caliginosas, era una lámina de plomo; y sobreese fondo, sombríamente gris, en el cenit, un sol enorme, níveo, comode plata fundida, flameaba. La hoguera meridiana encendía la atmós-fera; y ésta, bochornosa y rarefacta, producía en la joven jadeos sofo-cados.

En torno suyo, distante, un cisne blanco trazaba círculos centrípe-tos. Verificaba la aproximación de espacio, en silencio. A medida quese acercaba, engrandecía, abrillantándose su blancura, hasta despedirreflejos deslumbradores. Ya junto a ella, gigantesco, irradió un calorhúmedo, y la envolvió en él, provocándole una transpiración copiosa.Enseguida le rozó el cutis con la felpa del plumón; el pico le cosquilleóen los labios, y las alas tendiéronse y empezaron a abanicarlarítmicamente... Pero todos estos contactos no la deleitaban, ni le eransiquiera ofensivos; antes bien, causábanle agudos martirios. El plu-món tenía la frialdad cáustica de la nieve; sobre su boca el pico imitabauna ventosa que le sorbía, poco a poco, con tenacidad implacable, larespiración; y el aire removido por aquel inmenso abanico carecía defrescura, tornándose, al contrario, en una especie de gas, cada vez másasfixiante. Y el terrible pájaro gravitaba, ya por entero, en sus miem-bros paralizados, con peso abrumador. Y le fue odioso, infinitamenteodioso; y como su cuello curvo serpenteaba sin cesar delante de losojos de ella —de nuevo abiertos, casi exorbitados— alargó los brazospara asírselo; para, a su turno, asfixiarlo, estrangulándolo, y de estasuerte cobrarle con todo su sufrimiento... La extraña dualidad que poseía le permitió verse: su mano se agita-ba en el espacio persiguiendo, en pugna encarnizada, el cuello del cis-ne. Y aquel cuello serpentino la chasquea, siempre, evadiéndose de losdedos con vertiginosa rapidez, en una burla abominable, en zigzaguear

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tormentoso. La lucha duró unos minutos; al fin cansada abatió los bra-zos, recuperándola su inercia. Y para salvarse, al menos, de la visiónde esa víbora blanca —la cual, después de oscilar burlona ante su vis-ta, le reanudaba en los labios la horrible succión del aliento— convir-tió los ojos a lo alto. El cielo presentaba una modificación siniestra:tenía ahora el tinte de un terciopelo fúnebre. Y sobre aquella techum-bre fatídica, fijo aún en el cenit, el sol se había trocado en una esferaroja, de un rojo sangriento y opaco. También la actitud de ella en ellago era diferente: hallábase en pie, rígida, encima del agua, que lasoportaba y retenía como una imantada superficie sólida. Y así ergui-da, el malestar interno seguía su labor torturadora, duplicado, mientrasfuera las alas continuaban abanicándola, removiendo, trasmutando elaire, enviándoselo en ondas crecientes de gas asfixiador. Y sobre sucarne convulsiva el contacto del plumón era más frío...

Un brusco dolor en el pecho, un dolor atroz, destrozante como unamordedura la obligó a bajar los ojos. Y su espanto no tuvo límites. Elmonstruoso pájaro le horadaba el pecho, arrancándole pedazos de car-ne viva... La mirada agresiva dardeándola con sus pupilas fosfóreas encentelleos malignos. Luego, el pico volvió a penetrarle por el senoizquierdo, taladrándoselo, y empezó, dentro, a hurgarle en el pulmón,a mordérselo, a desgarrárselo, deshilachándoselo fibra por fibra conparsimonia feroz. El suplicio de ella era horroroso, y lo acrecentabahasta lo imponderable su tiránica inercia... Ya se creía condenada irredimible de aquella tortura, cuando de ahíque un tercer actor intervino, surgiendo, de repente, entre ambos. Eraun cisne negro, gigantesco también, de lustroso pico escarlata, de plu-maje aterciopelado, de aspecto, a la vez, lúgubre y espléndido. Y a supresencia, el blanco retrocedió, se alejó, huyó veloz, evaporándose enla penumbra reinante... “Éste viene a seguir más cruelmente la obradel otro” —se dijo Julia, desesperada. Pero ¡oh prodigio! el negro cis-ne la estaba contemplando benigno, con ojos cariñosos, con ojos ma-ternales, con ojos de una infinita dulcedumbre. Y sus alas se abrieron,y la arroparon, tibias, sedosas, acariciantes. Y aquella comunión de sucuerpo, infiltraba en el de Julia un bienestar inefable: le anestesiaba el

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—Mire, doctor Paul Ecker, su silencio no corresponde en nada a labuena voluntad que hemos tenido en su caso. Debe usted comprenderque la justicia requiere hechos concretos. No me puedo explicar lapertinacia que pone en su mutismo.

Paul Ecker clava sus ojos verdes en el vacío. Siente calor. Transpi-ra. Las pausas isocrónicas de un gran ventilador le envían a ratos unairecillo tenue que juguetea un instante con las rojizas hebras de subarba.

(...Allá en la islita no hacía tanto calor. Era agradable sentarse enlos peñascos a la orilla del mar.. Hundir los ojos en la vasta movilidadoceánica... Ver cómo se divierten los raudos tiburones... Y sentir lacaricia del viento que te echa al rostro la espuma de las olas...)

—Hemos tenido, doctor, no sólo en cuenta el merecido prestigio deque goza como biólogo y médico sino también las múltiples demandas declemencia enviadas por hombres celebérrimos, por universidades, acade-mias, museos... ¡Vea qué arsenal de cartas!... De Londres, Buenos Aires,Estocolmo, París... Ésta de Francia nos hace recordar que dos años antestuvo usted el honor de presidir el Gran Congreso Mundial de Ictiología quese reunió en La Sorbonne ... ¿Recuerda?... Menos mal que sonríe.

(¡La Sorbonne!... Sí, allí la conoció ... Tenía el aspecto de una ino-cente colegiala pero ¡qué embrujadora!... Lo que más lo sedujo fue sufaldita corta azul marino y aquella boina roja levemente ladeada sobreuna sien...

Rogelio Sinán

La boina roja

ROGELIO SINÁN (1902-1994), obra: A la orilla de las estatuas maduras (1946); Dos aventuras en elLejano Oriente (1947); La boina roja y cinco cuentos (1954); Los pájaros del sueño (1957); CunaComún (1963) y Cuentos de Rogelio Sinán (1971).

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“Sólo quiero su autógrafo —le dijo—. Yo me llamo Linda Olsen yestudio en La Sorbona. Me interesan las ciencias. Quisiera hacer pro-digios como Madame Curie... ¿De qué Estado es usted? Yo soy deAtlanta.”)

Paul Ecker se estremece sin saber definir si es por el aire de losventiladores o por otras mil causas que procura olvidar sin conseguirlo.

El funcionario prosigue:—En estas cartas nos ruegan ser clementes... Nos mencionan sus

recientes estudios sobre diversos temas de ictiología y, asimismo, comodice John Hamilton, por la gran importancia de su Memoria sobre lavida erótica de los peces en la cual relaciona con las fases lunares loscambios de color que, durante el desove, sufren ciertas especies. (...Por culpa de John Hamilton se la encontró de nuevo enPensilvania... ¿No me recuerda ya? ¡Soy Linda Olsen, la de la boinaroja!.. ¡Qué memoria la suya, doctor Ecker! Claro, como no llevo micasquete purpúreo ni la faldita azul... ¿Qué tal me veo con lentes?Parezco gente seria, ¿verdad? Tal vez por eso no me ha reconocido...jamás olvidaré nuestros paseos en París... ¿Recuerda, en el otoño,cómo caían las hojas?... ¿Y el paseo vespertino en las barcazas delSena? ¿ Y aquella tarde alegre en lo más alto de la Tour Eiffel? Tengoen casa la foto, ¿ya recuerda?... Bueno, doctor, no quiero fastidiarlo...Le debo declarar de todos modos que este encuentro no ha sido ca-sual.. He venido a buscarlo porque en la prensa he visto que el Institu-to de Piscicultura lo envió a estudiar los peces del Archipiélago de LasPerlas cerca de Panamá... ¡Qué maravilla!... ¡Pasar un año enterodisfrutando del Trópico, del mar, del sol, del aire, libremente y en ínti-mo contacto con la Naturaleza!... ¡Tiene usted que llevarme!... Es ne-cesario que yo sea su asistente... ¡Doctor, se lo suplico!... Vea quetengo razones para hacerle este ruego ... Ya estoy desesperada... Miresi no: usted sabe que me gradué en Paris... Bueno, de nada me havalido todo eso. Todavía ando cesante... ¡Sí, sí, no he de negarle querecibí una oferta de John Hamilton! ¡Qué ofensa! ¿Se imagina? Yo,asistente de un hombre de color.. ¡Oh, sí!... Todo lo célebre que ustedquiera llamarlo... Ni me lo diga... Yo sé que es candidato al Premio

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Nobel.. ¡Sí, si!... Pero aun así.. Usted comprende, doctor...)El juez respira incómodo. Se enjuga la calva con el humedecido pañue-

lo. Y, haciendo mil esfuerzos por conservar la calma, declara: —Todo ello nos obliga a ser un tanto indulgentes... pero necesita-mos saber de todos modos el paradero de Miss Olsen...Cuando lo ha-llaron a usted sobre la playa de Saboga, parecía enajenado... Llevabaen la cabeza la boina roja de ella...Su ropa, hecha jirones, daba a enten-der su lucha con las olas entre los arrecifes... Tenía además las manosy los pies rasguñados. La sangre de una herida más honda había man-chado parte de la camisa... A medida que fue recuperando su lucidezmental daba diversos y hasta contradictorios detalles del siniestro locual fue buen estímulo para que los marineros de la Base imaginaran ehicieran circular las más extrañas versiones del suceso... Unos, al verdeshecha la pequeña chalupa, pensaron que iba usted con Miss Olsencuando lo sorprendió la tempestad... Otros, por ciertos datos inconexosque usted dejó entrever, supusieron que usted había empujado a MissOlsen entre los tiburones... Hubo quienes creyeron lo del suicidio porno sé qué percance sentimental...

(...¿ Cómo iba a asesinarla? ¿ Suicidio? ¡Ni pensarlo! Las causas ylos hechos eran muy diferentes; pero ¿cómo decirlos sin despertar laduda de que fuesen producto del desvarío causado por el naufragio?...Todavía le quedaba en los oídos la escalofriante risa de la haitiana yaún parecíale oír sobre las olas el canto de Linda Olsen tremolandocomo una banderola ... )

—Por eso decidimos celebrar esta audiencia preliminar muy enprivado. Sólo estarán presentes las personas estrictamente necesarias yeso cuando hagan falta. No le hemos dado pase ni a los señores de laprensa. Usted comprende sería un gran desprestigio para la ciencia. Yasí nos lo ha advertido por cable cifrado el Instituto de Piscicultura...Aún de Washington se recibió un mensaje en el que insisten sobre ladiscreción que este proceso requiere tratándose de una celebridad comousted... Sin embargo, no debemos negar que ciertos trámites de obliga-da rutina... Oh, tan sólo para cubrir las apariencias... Ya que, según lohan confirmado sus colegas de la Universidad, no existe indicio algu-

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no que no dé fe absoluta de su inocencia... De todos modos, usted debeayudarnos... ¿Por qué motivo insiste en su rotundo silencio? Yo nopodría eximirlo de rendir declaración de los hechos... La ley lo exige,mi querido doctor... Mire, para ayudarlo, le voy a refrescar la memo-ria... Hace un año, tal vez un año y medio, llegó usted a la Base Militarde Saboga con buenas credenciales y en companía de su asistente Lin-da Olsen... Iba usted a explorar todas las costas del Archipiélago y aseguir estudiando, como dice esta nota del Instituto, “...la época de lafreza en ciertos peces de desove heteróclito , como también la ovula-ción de las hembras denominadas partenogenéticas...” El ComandoMilitar de la Base le prestó la más franca cooperación... Se le asignó,para uso exclusivo de usted y su asistente una lancha a motor y dosadjuntos un maquinista de raza afrodinense, Joe Ward, y un marineroblanco, Ben Parker...

(...Paul Ecker se contempla a sí mismo en la Base Militar de Sabo-ga. El Comandante los recibió cordial y se mostró festivo con MissOlsen que lucía nuevamente su boina roja. “Se va usted a aburrir enese islote” —le dijo. Sorprendida, Miss Olsen le preguntó a su vez: “—¿Es que no vamos a residir aquí? “Y él yendo hacia la puerta, contes-tó: “—No, señores. Vengan conmigo al porche”. Y señalándoles unislote cercano, agregó: “—¿Ven esa ínsula con varios farallones? Esallí donde está el laboratorio. Las investigaciones las inició FrankRussell, pero como era médico militar, no hace mucho se embarcó parael Asia. Yo mismo sugerí la conveniencia de traer a un civil. Les asegu-ro que van a estar ustedes muy cómodos. Verán en el islote una cabañadebidamente equipada. La asea Yeya, una haitiana, que cuida las ga-llinas y cultiva la tierra. Es vejancona. Le dicen “la Vudú”. Habla unajerga rara, pero entiende el inglés. Ella verá la forma de que nada lesfalte. Si aún necesitan algo, pueden mandarme a Joe. Es buen mucha-cho. Vivirá con ustedes y les será muy útil. No hay nada que él no sepa.Es cocinero, mecánico, marino y hasta —¡asómbrense!— gran toca-dor de banjo. Ben Parker es un buen ayudante y toca armónica. Esaparcero de Joe. Siempre andan juntos...)

El funcionario mueve su corpulencia provocando un discordante

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FRANZ GARCÍA DE PAREDES

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chirriar de muelles flojos y de piezas gastadas.—No sé por qué motivo, al poco tiempo, usted mismo solicitó el

retiro de ambos jóvenes, ¿no es asi?El doctor Ecker sufre un ligero estremecimiento. Mira al juez, su-

plicante. Y, moviendo en el aire entrambas manos con gesto de impa-ciencia, declara:

—Hay circunstancias en las que...¿Sabe usted?... Es tan complejotodo esto que... Para explicar los hechos y evocar claramente la purarealidad sería preciso acusar a personas que a lo mejor son inocentes...

—Si hay fe de esa inocencia, no las complica usted en absoluto ...Y, además, ya le he dicho que esta causa la estamos ventilando con lamás rigurosa reserva... Puede estar bien seguro de que nada de lo queaquí se diga saldrá de este recinto. Prosiga usted.

—Nuestros primeros días en el islote fueron de una belleza inex-presable... La casa era muy cómoda... Mientras la vieja la arreglaba yatendía a la cocina, Linda, los muchachos y yo, deambulábamos deroquedo en roquedo reconociendo las encantadas costas... No podríadescribirle la sensación de magia que iba sobrecogiéndonos en aqueltibio ambiente de luz, color y trinos... Yo, pecador de mí, perdía mitiempo, si así puede decirse, entusiasmado por múltiples hallazgos deíndole puramente científica. Ben y Joe, los dos jóvenes, tenían queacompañarme cargando mis enseres... Aquello, al parecer, los distraía;pero, ella, en pleno goce de su explosiva adolescencia, languidecía dehastío... A veces nos seguía coleccionando conchas y caracoles, peromás le agradaba vagar entre los árboles. Y era que, sin nosotros, noquería estar en casa, porque sentía no sé qué desconfianza contra lavieja... Era más bien como una especie de repulsión, de asco, de vagopresentimiento. Por las tardes, después de las labores, yo solía dar conella largos paseos románticos... Debo advertirle que jamás pensé en laposibilidad de un idilio. Hubiera sido ridículo, ¿comprende usted?...Mi edad y la misión que fungía me daban cierto tono de tutor frente aella... De modo que por ética profesional y, sobre todo, por mi constan-te razón de estar en éxtasis, abstraído, embebido, no podía darse aque-llo...

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Ecker reprime un gesto que deja traslucir una ligera aflicción.El funcionario comprende que ha presionado un punto neurálgico.

Casi inconscientemente oprime un timbre.—Descanse usted, doctor.Y, al entrar el ujier, se enjuga el rostro mientras le dice:—Tráiganos agua fresca.El doctor Ecker vuelve a clavar sus ojos en la verde lejanía del

recuerdo. ¿Cómo hacerle entender a aquel obeso señor de piel viscosa lo quefue para ellos el farallón?... ¿De qué modo hacerle inferir que aquellotenía cierto epicúreo, sabor de égloga antigua, de pastoral pagana, debucólica sinfonía tropical?...

(...Trastornado por la naturaleza alegre de la isla, enceguecidopor la gran soledad que lo rodeaba frente al mar y el cielo, y obsedidopor el jovial efluvio de Linda Olsen, Paul Ecker despertó como a unmundo jamás imaginado, sufrió una especie de mágica metamorfosis,y, al dejar la crisálida que lo hacía parecer severamente científico,sintió de sopetón el estallido solar y la excitante fragancia de las olas...En vano resultaba que, tratando de aferrarse a la ciencia, procuraraesconderse entre las celdas de sus razonamientos... Cuando más con-centrado analizaba ciertos epifenómenos como el de las anguilas quecambian de color durante el celo o cuando iba a sacar la conclusiónde que las glándulas hipófisis rezuman las hormonas... oía la voz deLinda que, subida a los árboles o hundida entre las olas le dejabaentrever su boina roja... Recordaba Paul Ecker varios acantilados enforma de escalones donde dejaba el mar pequeñas pozas que MissOlsen usaba para bañarse... Una vez cayó en una de la que no podíasalir porque los bordes estaban resbalosos... Él escuchó sus gritos y,pensando en Andrómeda atacada por el monstruo, se lanzó a rescatar-la... La tuvo que sacar así desnuda —¡maldita timidez!— tras mil es-fuerzos y graves resbalones... Esa noche Linda Olsen hizo bromas yrió bajo la luna poniendo en entredicho su varonía. Hubo, claro, uninstante en que la sangre se le encendió de pronto... Sintió que se ibahundiendo en un abismo profundo... Y esa noche fue Andrómeda quien

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devoró a Perseo... Desde entonces...) Una golosa mosca queda presa en las alas del gran ventilador.

E1 mofletudo custodio de la ley se abanica.—Se dice que Linda Olsen iba a tener un niño, ¿no es así?—Desde luego—Todo ello a consecuencia...—¿De qué?—De sus amores...—No sé a qué se refiere.—Bueno, en definitiva, queda casi probado...—Que el hijo no era mío.—¡En que quedamos, mi querido doctor!—Creo haberle dicho que Miss Olsen erraba de un lado para otro,

rebosante de vida, plena de juventud, trastornada por los encantos má-gicos de la isla. Yo no podía atenderla... Usted comprende... Yo estabadedicado en cuerpo y alma a vigilar en las charcas y entre los arrecifesla heteróclita ovulación de los peces... Mis severas costumbres poníanentre nosotros una muralla rígida de austeridad...

(... Más allá de ese muro, todo era égloga bárbara, pagana libertaden la que él, lujurioso, saltaba como un sátiro tras una ninfa en celo...) —¿Cómo se entiende entonces que Linda Olsen?...

—Déjeme usted decirle...Convencida de que yo no era el tipo querequerían sus veleidades de juventud, sonsacaba por turnos a Ben y aJoe con el pretexto de que la acompañasen a buscar frutas... Yo no veíaen todo ello nada malo... Comprendía que eran cosas de adolescen-cia... Me pareció al principio que Miss Olsen se divertía flirteando conBen Parker. Eso era lo normal dado su enojo contra la gente de color...En efecto, noté que Ben y Linda se perdían con frecuencia. Sin embar-go, pude entrever que al poco tiempo Ben Parker la rehuía... Desdeentonces (¡caso bien anormal!) ella buscaba a Joe para sus juegos yandanzas... Aquello parecía divertirla, pues la sentía reír de buena gana...También me sorprendió lo acicalado que andaba el negro Joe, quien, ala luz de la luna, solía entonar canciones quejumbrosas al son del banjo.Aún recuerdo una de ellas de indudable intención enamorada...

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¡Qué bonita boina roja,la boina mía.Oh mar azur...

Cuando la veo se me antojauna sandía

de Carolina del Sur...!

Una tarde, lo recuerdo muy bien, yo examinaba al microscopio nosé qué tegumentos... Me estaba adormilando por causa del bochorno,cuando escuché los gritos de Miss Olsen. Pensé que a lo mejor la ha-bría picado una coral o acaso una tarántula... Al asomarme atónito, lavi venir corriendo, desgreñada, gritando... “¡Socorro! ¡Me ha viola-do!”... Noté que el negro Joe, loco de pánico descendía hacia la radacasi volando... Bajé por el barranco precipitadamente para pedirle ex-plicaciones, pero él logró embarcarse, cuchicheó con Ben Parker, yambos partieron en la lancha... Sin perder un minuto, subí hasta elpromontorio para hacer las señales con el semáforo dando parte a laBase, pero lo sorprendente, lo increíble, fue que en ese momento MissOlsen, muy sumisa y al parecer tranquilizada, se me acercó rogándo-me que por favor desistiera de dar la alarma... Me explicó que un es-cándalo podía perjudicarla... Prefería que el abuso quedara impune...Yo, que la había pensado toda plagada de prejuicios, sentí la más pro-funda veneración por ella; resolví defenderla, darle amparo y aun brin-darle mi nombre, ya que su gesto para mí era un indicio de plena ma-durez y de cordura total... Desde esa tarde, viéndola acongojada, resol-ví distraerla y procuré interesarla nuevamente en los asuntos científi-cos que ella había abandonado no sé por qué...

—Perdone: ¿Ben y Joe no regresaron a la isla?—No por cierto... Cuando fue el Comandante a investigar...—¿Qué inventaron?—Le habían hecho creer que yo deseaba estar solo. Desde luego,

preferí confirmar esa versión... Y aún dije al Comandante que como yaera tiempo de la freza, prohibiera que sus hombres se aproximaran al

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islote porque espantaban a los peces y hasta podían interrumpir el des-ove... Cuando él quiso insistir, le aseguré que la Vudú nos bastaba paralos menesteres de la casa... Desde entonces, ya no hubo distracciones ynos dimos de lleno a los cultivos y a la atinada observación de lasaguas... La haitiana vivía distante de nosotros, y poco la veíamos; so-bre todo porque pasaba el tiempo pescando en alta mar. Navegaba enuna frágil chalupa que parecía una nuez entre las olas... Fue entoncescuando Linda pareció darse cuenta de que en su vientre... —¡El niño! ¿Era del negro entonces?

Sólo puedo decirle que era de ella. Yo iba a reconocerlo como sifuera mío, pero las cosas tomaron otro rumbo.

El doctor Ecker pone el oído atento. Cree escuchar a lejos un cantomisterioso que parece surgir de entre las olas y siente nuevamente lainfernal carcajada de la haitiana que lo persigue a todas horas.

El juez insiste:—Y en resumidas cuentas, no estaba usted seguro de que el niño

fuese suyo o del negro. Sé que hubo relaciones...—Exactamente. Ella y yo... Usted comprende. De allí mi estado de

ánimo, de duda. Sobre todo, porque existe en mi vida un precedenteque me hacía presentir dificultades. Me refiero... No sé si ya le hehablado de mi primer divorcio por incapacidad genésica... Mi suegro,que era rico y muy dado a esas sonseras de alcurnia, deseaba a todotrance un nieto debidamente sano, robusto y fuerte que le heredase elnombre y la fortuna. Nació un niño, varón, pero tarado, contrahecho,deforme... Menos mal que sólo duró unas horas... Se estudió el histo-rial clínico de mi gente y se encontró... Usted sabe... No hace faltainsistir sobre estas cosas. Mi suegro me obligó a cederle el puesto a unsemental de indubitable fecundia... A aquel fracaso inicial debo misglorias en el campo científico... Conociendo el oprobio de mi destino,preferí refugiarme entre mis libros y me negué al deleite de una fami-lia. ¿Por qué insistir, sabiendo que mis hijos nacerían defectuosos? Poreso, en el islote, procuré estar distante de Miss Olsen... Sin embargo,las cosas no suceden siempre según queremos. La soledad a veces nosprecipita en brazos de la lujuria... Ocurrió pues aquello, y ella esperaba

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un niño que suponía hijo mío, lleno de vida, rozagante y hermoso...Yo, que estaba inseguro de su paternidad, me angustiaba... Mi zozobracrecía a la par de aquello que iba a nacer... Era un dilema sin soluciónposible, pues si me ilusionaba creyéndolo hijo mío, pensaba en mons-truos, en seres anormales, en fenómenos; y si lo presumía hijo del ne-gro, ¡imagínese!... Una secreta esperanza me confortaba a veces aljuzgar que, a lo mejor, aquel ambiente embellecido de la isla podíahaber ejercido una influencia benéfica sobre la gestación de lacriatura...Sólo por eso o a lo mejor llevado por mi interés científico, noquise deshacer lo dispuesto por la Naturaleza. Lo que más me aterrabaera que Linda pudiese abandonarme al enterarse de mi fatalidad; poreso, puesto a escoger entre los dos alumbramientos posibles, yo prefe-ría el del negro... Linda Olsen me pedía que la llevara a la Base paraque la atendieran debidamente. Yo se lo prometía, pero estaba dispues-to a realizar yo mismo la operación en la isla, sin testigos odiosos,habiendo decidido adormecerla para que ella ignorara la realidad hastael momento oportuno... Era tal mi impaciencia, que los días y los me-ses me parecían más lentos... Aún faltaban como siete semanas para lafecha justa, cuando me di a pensar que a lo mejor el cálculo estabaerrado, ya que me parecían excesivos sus sufrimientos y la abultadatirantez de la piel... Olvidaba decirle que así como avanzaba el lapsogenésico, Linda era presa de caprichos extraños... Le agradaba pasarsehoras enteras sumergida en el mar; y a pesar de su estado casi mons-truoso, obsceno, se negaba a usar malla alegando que no la resistía... Ala hora de comer, daba señales de la más absoluta inapetencia... Sinembargo, después la sorprendía comiendo ostiones y otros mariscos, vi-vos... Aquella noche, los truenos y relámpagos habían sobrecogido aLinda Olsen. La veía horrorizada... Temía morir en la isla... Y, ya ob-cecada por los terrores de la muerte, llamaba a la haitiana para que laayudara a bien morir... Yo me había dado cuenta de que la negra Vudú sededicaba durante mis ausencias a prácticas ocultas para aliviarle a Lindalos dolores... La tempestad rugía bajo las fuertes trallazos de la lluvia...Contorsionada sobre el lecho, la grávida gemía, atormentada por losdesgarramientos más atroces... Yo, que ya enloquecía por la tensión de

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mis nervios, preferí (no había otra escapatoria) precipitar aquello parasalvar a Linda. De lo contrario, yo estaba bien seguro de que, aún faltan-do un mes, su organismo no podría resistir...Enfebrecido por la más an-gustiosa desesperanza, me resolví a operar... La inyecté... Al poco rato leentró un sueño profundo... En ese estado como de duermevela nació porfin aquello. No quiero recordarlo... Era una cosa deforme, muerta, fofa...Temiendo que Linda Olsen pudiera darse cuenta al despertarse, corríbajo la noche aún tempestuosa y eché el engendro al mar; así borrabatoda huella o vestigio de su fealdad. Desde entonces tengo los nerviosrotos...

No debe preocuparse. Lo importante era salvar a Linda Olsen.—Y la salvé en efecto, pero tuve el temor de que al saber la verdad

me abandonara, y preferí inventarle la mentira de una criatura negra.“Dónde está? —me gritaba—. ¡Quiero verla! ”. No sabiendo mentirle,me enredé más y más hasta quedar frente a ella convertido en un vul-gar asesino.

(Paul Ecker se estremece.. Abre las ojos desmesuradamente comosobrecogido por una extraña visión. Cree oír de nuevo la carcajada dela haitiana y el misterioso canto del huracán. Ante sus ojos se extiendeel mar inmenso, y le parece ver surgir de sus olas la cabeza de Lindacon las pupilas fijas como en estado de trance. Sólo Paul Ecker oye suvoz que dice:

—No me agradan los negros... No puedo remediarlo... Es algo quehe llevado en la sangre desde pequeña. Son taras de familia que no esel caso discutir. Con todo y eso, confieso que Joe Ward no tuvo nadaque ver con nuestro asunto... Si a alguien le cabe culpa es a mí...Yo tementí, Paul Ecker, premeditadamente o por irreflexión momentánea...Mejor dicho, no hubo ficción alguna, más bien malentendido...Lo ciertoes que el ambiente de la isla me hechizó transformándome, me hizo veren mí misma a otra persona distinta de la de antes... Para mí, pobrevíctima de las inhibiciones sociales, aquello era un milagro de libertad...Allí en la isla no había prejuicios que me ataran... Deshice mis cade-nas y me sentí a mis anchas, con ganas de gritar, de hundirme íntegraen la embriaguez del ambiente. Todo en la isla me parecía un milagro

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de la Naturaleza... Los colores del mar; el juego alegre de espumas ygaviotas; el canto de los pájaros; el brillo de la luz; la exuberancia devida; la canícula; y el olor penetrante de la tierra después de la tor-menta.

Todo hablaba de amor, todo era un himno pagano que me inunda-ba como en una vorágine lujuriosa, lasciva... Mi juventud ardía...

Mi cuerpo joven se deshacía en un delirio deslumbrado ...Por eso,en pleno goce de mis actos, retozaba descalza bajo la lluvia ... Queríaser una nota en el gran canto de la Naturaleza... ¡Con qué placeransiaba vengarme de la vida dejada atrás...! Por eso me entregué sinpreámbulos al rubio Parker ... Lo hice sencillamente, como lo hacenlos pájaros y las aves del mar .. Aquello para Ben sólo fue un rato deofuscación ... Pensó en las consecuencias y, aterrado, ya no quisoacercárseme .. Me huía... Yo, en cambio, lo deseaba sin compromisoalguno... Quería saciar mi sed, pues ya era tarde para frenar mi im-pulso. Y, decidida a dominar sus temores, dispuse darle celos coque-teando con Joe. No he de negar que, aunque siento repudio contra losnegros, no probé desagrado sino más bien placer... Me causaban de-leite las piruetas y las mil ocurrencias de Joe Ward... Joven fuerte,radiante, tenía los dientes blancos y reía con una risa atractiva... Laatmósfera de la isla y la fragancia de la brisa yodada me lo hicieronmirar embellecido como un Apolo negro... Comencé a darme cuentade que estaba en peligro de entregarme, pues ya me le insinuaba coninsistencia... Él, viéndose deseado, fue cayendo en la urdimbredevoradora... Una tarde (Ben Parker lo esperaba en la lancha, peroJoe prefirió jugar conmigo) yo le tiraba frutas desde un árbol cuandode pronto me zumbó un abejorro... Asustada, quise bajar del tronco yresbalé .. Joe, acercándose, me recibió en sus brazos y me besó en laboca... Sentí como una especie de vórtice que me arrastraba... Ya apunto de caer, lancé un grito y huí aterrorizada... Cuando tú, Paul,saliste, tuve vergüenza de parecerte una chiquilla ridícula, e irreflexi-vamente grité como una histérica: “¡Socorro! ¡Me ha violado!”... ¡Po-bre Joe!... Sobrecogido de pánico, se tiró cuesta abajo y, embarcándo-se, puso rumbo a la Base en compañía de Ben Parker. Luego, puestos

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de acuerdo, no quisieron volver.. El negro dijo que había visto fantas-mas en la isla... Seguramente lo que sí presintió fue la horca y el es-pectro de Lynch . La premura que tú pusiste en mi defensa y tus proli-jos cuidados, aparte de tu oferta de matrimonio (que yo no comprendía primera vista) me hicieron acercarme a tu vida, a tus estudios... Lue-go, al notar que iba a ser madre, me apresuré a aceptar tu propuestamatrimonial. Que el niño era de Parker, no había duda; pero eso quéimportaba... Yo sabía que tú estabas embebecido... Me casaría conti-go, y la criatura tendría un padre más digno que el rubio marinero...Cuando me puse grave... Recuerdo que esa noche llovía terriblemen-te... Brillaban mil relámpagos... Y me atemorizaban los truenos y elestruendo del mar... Después, no supe más... Al despertarme, ya era demadrugada... Pensé en mi hija...No sé por qué pensaba en una niña,con su carita linda y sus bracitos que yo le besaría... ¿Sería idéntica aBen ?... Abrí los ojos... Me vi sola en la estancia... Pensé. “¿Qué seráde Paul Ecker y de mi niña?...” Llamé. No hubo respuesta. De prontooí tus pasos. Esperé ansiosa. Entraste... ¿Qué te pasaba? Te noté pre-ocupado, las ropas húmedas, el semblante sombrío. “¡Pobre!” —pen-sé— seguramente se ha fatigado mucho”. Te acercaste a mi cuerpocon dulzura infinita; me besaste las sienes, me hablaste de tu oferta dematrimonio y aun me dijiste que ya faltaba poco para el viaje de vueltaa Filadelfia... Yo, desde luego, sólo insistía en mi anhelo de ver a lacriatura, pero no me hacías caso... Seguías hablando como si nada...Cuando, ya recelosa, te insté a mostrármela, te vi tartamudear. Adujis-te primero que hiciste lo imposible por salvarla. Después, compadeci-do, me dijiste que era una niña negra ... Aquel infundio me iluminó.Tuve la clara percepción del crimen ... Vi enseguida que habías mata-do a mi hija por celos de Ben Parker. Bien sabías que era de él.. ¡Ase-sinaste a mi niña, a mi pequeña criatura hermosa y bella!... ¡Asesino,asesino!...)

El funcionario golpea impacientemente la mesa con un lápiz comopara llamar la atención del acusado.

Luego, con gran paciencia, dictamina:—La circunstancia del naufragio y a lo mejor los golpes recibidos

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le han grabado los hechos, exagerándolos al punto de crearle en laconciencia un fastidioso complejo de culpa. Sin embargo, lo que hizoaquella noche es lo normal. ¿Quién va a acusarlo por no guardar unfeto?... Lo que deseo saber son los motivos que lo obligaron a embar-carse en una frágil chalupa, bajo la tempestad, en compañía de LindaOlsen. Yo pensé que, creyéndose incapaz de operarla, quiso llevarla atodo trance a la Base; pero debió ser otra la razón, ¿no es así?

(...¿Cómo explicarle al juez la gran verdad, si a medida que avan-zaba hacia ella la creía menos real? Ya él mismo comenzaba a dudarde lo que había comprobado con sus manos en las que aún persistía lasensación del milagro. ¿Cómo hacerle entender sin prueba alguna queaquel raro prodigio no fue ilusión de sus sentidos? Paul Ecker sabebien que si declara la verdad que él conoce, traerán a un alienistapara que la examine. Sin embargo, sólo piensa en aquello... Esa no-che, mientras la tempestad ponía su infierno de luces y de ruidos, él,deseando conocer la verdad y ya cansado de ver sufrir a Linda, resol-vió adormecerla...En ese instante surgió el raro misterio...Vio una ca-rita fina, muy tierna, sonrosada, y unos bracitos tersos impeca-bles...Sintió un júbilo tal que estuvo a punto de descuidar el parto...Yya anhelaba recibir en sus manos a la criatura para sentirla suya,perfecta y sana, cuando aquello saltó, dio un coletazo y rebotó sobreel lecho... Quedó paralizado, con la esperanza en éxtasis como si de sugesto dependiera la paz del mundo... Lo que bullía frente a él, sobrelas sábanas, era un mito viviente: un pez rosado como un hermosobarbo, pero con torso humano, con bracitos inquietos y con una caritade querubín ... Aquella cosa de rasgos femeninos tenía todo el aspectode una sirena ... Él las había admirado en obras de arte, en poemas...Todavía recordaba los divinos hexámetros de la Odisea ; pero jamáspensó ni por asomo que una hija suya... ¡cáspita!. ¿Qué misteriosagénesis la originaba?... Recordó que, al marcharse Ben y Joe, es decir,cuando Linda recuperó a su lado la afición al estudio, una mañana,con las primeras luces, iban a darse un baño entre las rocas, cuandoella lo llamó haciéndole señas desde un pretil...La inquietud de susgestos lo hizo entrever la magnitud del hallazgo...Se cubrió a la ligera

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y, acercándosele, fueron ambos testigos, desde el reborde, de una es-cena de amor que era un poema de la Naturaleza... Nadaba entre lasaguas un pez enorme de colores fastuosos... La nacarada bestia (nota-ron que era una hembra) se apoyó en sus aletas, dejó gotear sus hue-vos hacia el fondo arenoso y, la misión concluida, se retiró con suavesondulaciones... Al poco rato, llegó el macho gallardo, nadó parsimo-nioso sobre la freza y, acomodándose con ritual ceremonia, fue cu-briéndola con su rocío blancuzco... Satisfecho el instinto, se alejó muyorondo... La especie estaba a salvo... Deslumbrados por la pasión cien-tífica, Linda y él sumergiéronse para observar de cerca la ovulación...En mal momento los juntaba la ciencia... La impresión producida porlo que habían mirado, la tibieza del agua y el olor excitante de aquellamezcla... Sólo al Pensar en ello se le crispan los nervios... Fue un gritode la sangre que no pudieron sofocar.. Era el dictamen de la Naturale-za... Y sucumbieron entre aquella sustancia gelatinosa... Todo estabamuy claro: la pequeña Sirena con su piel sonrosada tenía ancestrosoceánicos...... Era el connubio del pez y el ser humano... Sin embargo,la Pasión de la ciencia se impuso en él... Fue superior a su fracasogenésico... Y, olvidando la burla que le estaba jugando el destino, pen-só en la trascendencia del acto en sí... Nada en el mundo tendría másimportancia que aquel hecho científico. Su nombre volaría en alas deltriunfo, de la fama, del genio...Las universidades le brindarían hono-res y condecorciones...Y ya veía su nombre en los carteles, anuncian-do la gloria de Paul Ecker, cuando notó que la sirena perdía vitalidady retardaba sus saltos poco a poco como lo hacen los peces sobre laplaya... Comprendió que siendo el mar su elemento, no tardaría enmorir fuera de él... Ya apenas susultaba y abría la boca, agonizante,poseída de asfixia en un esfuerzo final de vida o muerte... Oh, en eseinstante, todo lo hubiera dado por salvarla... La recogió en sus brazoscon el mayor esmero y, apresuradamente, corrió hacia el mar... Ya lasprimeras luces anunciaban la aurora y el huracán había cesado...Sólo seguía cayendo una llovizna suave, persistente... Se hundió en elagua casi hasta la cintura y en ella sumergió a la sirena con la ritualidadde quien impone el bautismo... Poco a poco la notó revivir. Y, al ver

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que ya su cola abanicaba las aguas lánguidamente la dejó rebullirsepara ver si nadaba. ¡Fue una absurda locura!... Nunca debió intentar-lo... La sirena dio un coletazo fuerte, hizo un esguince y, aunque élquiso evitarlo, sumergióse fugaz... Aún percibió un instante susrelumbres entre la transparencia y, al perderla definitivamente, se quedócomo en babia... Había dejado huir de entre sus manos la gloria, yhabía ocurrido todo con tal celeridad que aún Paul Ecker se imagina-ba aquello cual jirones de nieblas entre el sueño... ¿Cómo explicarle aLinda aquel misterio? ¿Cómo hacerle creer lo que ya él mismo conde-naba a la duda?)

El juez insiste:—Si había ocurrido todo ¿por qué desafió usted la tempestad en

esa frágil chalupa con Miss Olsen? ¿No quiso resignarse a aceptar larealidad de los hechos?

—Pareció que en efecto se resignaba, que creía a pie juntillas loque le dije... Yo me mostré solícito con ella e hice venir a la haitianapara que la cuidara. Había quedado muy débil y fue preciso restaurarlacon tónicos y caídos... Cuando ya se sintió fortalecida, la acompañéunos días en sus paseos, y, como ya las lluvias iban cesando, proseguímis estudios entre los arrecifes... Fue entonces cuando noté en Lindalos trastornos que me pusieron en estado de alerta... Linda sufría unaangustia cuyas causas no me sabía explicar... Le asediaban los fantas-mas del mar en pesadillas nocturnas con sobresaltos... El mundo de lossueños era para ella un antro de tormentos del que se liberaba desper-tándose con alaridos de terror... No se atrevía a dormirse, pues se veíarodeada por monstruos pisciformes que danzaban en una extraña ron-da de risas, cantos, espumas y coletazos...; una especie de carruselproteico con ritmo acelerado en cuyo vórtice le parecía caer hasta irhundiéndose en viscosas sustancias de frialdad tan intensa que le para-lizaba las piernas... Yo tenía que frotárselas porque se le dormían yalegaba que eran un solo témpano de hielo... La vieja haitiana diagnos-ticaba que eso era de índole reumática debido a que Linda Olsenpasábase las horas sumergida en el mar, no tan sólo por el goce delbaño sino que había insistido en su nauseante costumbre de alimentar-

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se con moluscos vivientes... Esta rara manía que antes supuse antojode gravidez llegó a acentuarse al punto de serme intolerable... Su granvoracidad no hacía distingos entre algas, y babosas... La vi engullirmedusas a mordiscos con la fruición de quien deglute moldes de gela-tina...

El funcionario no logra reprimir un gesto de asco.Confundido, no sabe qué decir y explica:—Por lo que veo tratábase de una extraña psicosis... Afortunada-

mente el psicoanálisis...—¡No hay remedio mejor que el sol, el mar y el aire!... Lo grave es

que el conflicto fue agudizándose con manifestaciones de terror...—Motivado...—Por un poder ignoto... Ella explicaba que se sentía atraída por un

abismo de deleitables transparencias... Ese augurio de goces con posi-bilidades de agonía la ponía en trances contradictorios de repulsión ysimpatía como ocurre con la inexperta adolescente que, sintiendo laseducción erótica, frena el deseo por miedo de la culpa... Esa idea ne-bulosa de su trastorno adquiría a veces la seductora forma de tritonesque la inhibían cantando obscenidades cuando no retozaban con carca-jadas ebrias... De allí su afán constante de chapalear entre las ondas tanintenso, que a veces levantábase del lecho, sonámbula, y, desnuda, sedirigía a la playa a grandes saltos... Estos diversos síntomas me fueronindicando su fatal propensión a convertirse en sirena... Tenía que darlealcance, despertarla y devolverla a su lecho... En ese estado de éxtasisme hablaba y razonaba sin percepción exacta de sus actos...Una nocheme confesó que estaba enamorada del mar, y, seducida por él, asegura-ba que llegaría el momento en que tendría que dársele definitivamen-te... Meditando sobre ello elucubré lo del Complejo de Glauco de quetanto se ha hablado en los periódicos... Debe usted recordar que esehéroe mítico comió de ciertas yerbas y se sintió atraído por el marhasta el grado de no poder frenar su ciego impulso... El pobre no tuvomás remedio que sucumbir. Sumergido en sus ondas, las nereidas lometamorfosearon en tritón o algo por el estilo... Yo, en mi tesis, tratéde demostrar que tal complejo resulta frecuentísimo en nuestros días...

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La extraña enfermedad se manifiesta en gradaciones diversas que vandesde el ligero chapuzón deleitable hasta el suicidio fatal, cuando elahogado, con los ojos abiertos, reposa al fin sobre algas que hacen lasveces de mortaja...

El juez siente un ligero estremecimiento. El desagrado le hace ex-presar su encono:

—Si sabía que el conflicto podía llegar a excesos tan macabros,¿porqué se descuidó, por qué motivo no puso usted reparo?... Piensoque lo acertado hubiera sido conducirla a la Base.

—¡Ni pensarlo!—¿Por qué? ¿Quiere explicarse?—Porque sencillamente Linda era para mí el único campo de ex-

perimentación. Oh, usted no sabe lo que eso significa para un científi-co... Yo deseaba sacar mis conclusiones sobre el nuevo complejo, locual hubiera sido imposible sin el debido estudio de su proceso evolu-tivo hasta hallarle solución terapéutica... Y aunque esa le parezca unarazón egoísta, no era la única... Si me sentía capaz de mejorar a LindaOlsen, ¿cómo iba a darme por vencido?... Se habría clasificado comoun fracaso de mi parte. Dejar que otros colegas atendiesen el caso mehubiera parecido un absurdo, ¿comprende?... Se habría venido abajomi teoría del complejo. Por tal motivo...

—...No tuvo usted reparo en descuidar una vida...—¡No! ¡Eso no! ¡Se lo juro! ¿Quién más capacitado que yo para

atenderla, sobre todo cuando en el caso de ella yo no veía al pacientecasual sino algo íntimamente ligado a mis afectos? Mi pasión por laciencia no era tanta como para sacrificar a Linda Olsen. Muy a la in-versa. Mi vida hubiera dado por su existencia... Yo deseaba curarlasiguiendo un plan preestablecido... Lo malo es que nosotros, a veces,creamos síntomas jamás imaginados por el paciente... Con gran razónse ha dicho que las enfermedades las hemos inventado los médicos...En el caso de Linda me apasionó el complejo de Glauco a tal extremoque sólo hablaba de él. A lo mejor todo ello fue contraproducente.

—¿Qué insinúa usted con eso?—No sé... Suposiciones... Tal vez fue mi insistencia lo que la hizo

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pensar que era posible transformarse en sirena.—Siga usted.—En efecto, vi presentarse en ella síntomas parecidos a los de Glau-

co... Por ejemplo, noté que lo de la parálisis de sus piernas era, hasta ciertopunto, ficticio, ya que podía moverlas... Se las imaginaba, eso sí, unidascomo si algo invisible les impidiera su ritmo individual. A cada rato se laspalpaba inquieta, pues tenía la impresión de que su piel iba adquiriendocaracterísticas viscosas... No había duda de que el mal avanzaba sin queyo hubiera hallado su mejoría... Y era que meditando sobre las mismascausas que motivaron su dolencia, recordé que en la noche del parto loque más la afectó fue el explosivo fragor del huracán. Los truenos y re-lámpagos, el bramido del mar y los silbidos del viento le infundieron laidea de un cataclismo final en el que todo se hundía... No era difícil, pues,imaginar que una impresión parecida podía serle benéfica... Por eso yoesperaba con verdadera vehemencia la borrasca... No sé por qué tardaba...Ya usted sabe que en las islas del Trópico son frecuentes las lluvias. Elbuen tiempo dura pocas semanas... Sin embargo, para desesperarme, nohubo días tan espléndidos como aquéllos... Con lo que yo pensaba quehasta los mismos elementos se oponían a mis planes... Y en verdad resul-taba que cuando convenía la bonanza para estudiar la freza caían lluviastan fuertes y torrenciales que enfangaban las aguas; y cuando me hacíafalta un ciclón, no soplaba ni la más tenue brisa.

Viéndolo bien, la culpa no era suya —dice el juez—. Por lo queme ha contado, he podido inferir que, asimismo, Miss Olsen fue sola-mente víctima de la fatalidad...Si, como habrá observado, me intere-san los hechos, no es porque abrigue dudas de su inocencia, sino porliberarlo del complejo de culpa que lo deprime. Prosiga usted, doctor.

—Posiblemente no le he contado todo con el orden debido, perorecuerdo un síntoma que aumentó mi zozobra. Una mañana me habíaalejado un poco entre los árboles con la idea de cazar, cuando empezóa llover y resolví regresar. Llegando al promontorio, me di cuenta deque era un simple amago, una garúa pasajera, y, distraído, me quedécontemplando el raudo vuelo de las gaviotas. De pronto vi a LindaOlsen, desnuda, dando saltos con rumbo hacia las olas... Me apresuré

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a bajar para llevarla nuevamente a su lecho... La haitiana había salidocon el mismo propósito, pero al ver las piruetas que en cada brincohacía la enferma, se echó a reír con esa risa brutal característica de losnegros. Al oírla, Linda Olsen dio muestras inmediatas de desagrado...Yo pensé que la burla podía ser un estímulo para que la paciente, sin-tiéndose en ridículo, dejase de saltar y utilizara normalmente sus pier-nas... Pensando en ello y además contagiado de hilaridad, me eché areír también; de modo que Yeya y yo asediamos a Linda a carcajadas...Lo que yo había previsto no se produjo, pues sin poder frenarse, Lindaperdió la calma, y proseguía dando saltos enfurecida; sintiéndose ago-tada y ya frenética se echó al suelo, gritando, poseída de un ataque dehisteria... Me apresure a atenderla y, al acercármele, noté que se as-fixiaba por falta de aire. No sé por qué pensé que lo más cuerdo seríallevarla al mar... Así lo hice, corriendo, y, al chapuzarla, me quedésorprendido... Linda reía feliz como si nada y hacía raros esguinces...chapaleando con las piernas unidas. Ya no dudé que el mar siendo lacausa, podía ser el remedio de su trastorno... Sólo hundiéndose en élpodía salvarse, si era que en esa lucha no era el mar quien vencía hastaposeerla definitivamente... Y así fue en realidad...

—¿La risa de la haitiana no tuvo consecuencias desagradables?—Creo que sí, por desgracia. Aquella burla fue una prueba nefas-

ta. Como es de suponer, desde ese día Linda no soportó junto a ella a laVudú. La estridencia de aquellas carcajadas había herido su sensibili-dad de tal manera que las oía por todas partes: en el bramido del mar,en el susurro del viento y en el canto de las aves marinas. A vecesdespertaba y con las manos, se cubría los oídos para no oír la risa y unmisterioso canto que la angustiaba sin poder definirlo ... Yo mismo, aldespertarme para atenderla, creí una noche oír ... Usted comprende...Ya me sentía agotado... Recuerdo que al librarse de la atroz pesadillame confesó que ya sentía muy próxima su repulsiva y total metamor-fosis... Había soñado que se veía en el mar ya convertida en sirena yhabía experimentado lo que es tener las piernas transformadas en cola...“¡No quiero que eso ocurra!” —me decía. “ ¡No me dejes! ”... Y se me echaba al cuello llorando... Al día si-

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guiente, ya más tranquilizada, me hizo la confidencia más extraña...Conuna leve sombra de picardía y sonrojo me dijo que había visto a unvigoroso tritón de largos rizos y espesa barba rubia como la mía... Alevocar el sueño se echó a reír alegre... Parece que el tritón le hizo lacorte de manera brutal... La empujó hasta la playa sin miramiento al-guno y allí la poseyó rudamente entre bufidos y mordiscos feroces.“Aún siento sus mordiscos por todo el cuerpo”, dijo.

El funcionario se abanica molesto y carraspea varias veces. Eckerprosigue:

—No sé por qué le cuento todo esto... Mejor es relatarle sin dila-ciones el pavoroso desenlace... ¿Me permite beber un sorbo de agua?

—Desde luego, doctor.Paul Ecker bebe.—Entonces...—El viento había cambiado, y el mar, ligeramente picado, era un

seguro anuncio de que ya estaban próximas las lluvias... Parece que laatmósfera, cargada de corrientes magnéticas, excitó en esas noches aLinda Olsen hasta el punto de enfurecerla a cada instante. Quería salira todo trance. “¡Tengo una cita con el mar!” —gritaba—... Yo estabaya cansado y llamé a la haitiana para que me ayudara a cuidarla... Y asíandaban las cosas cuando ocurrió la noche del vendaval... La lluvia leanunció con estruendosa demostración de truenos y relámpagos. Lossilbidos del viento se mezclaban con los trallazos de las olas. Todohacía suponer que se acercaba un pavoroso huracán...Yo observaba aLinda Olsen para ver los efectos que el fragor atmosférico le causaba...Y pude confirmar que mi diagnóstico estaba equivocado porque la vicalmarse y hasta pude observar que había olvidado lo de la rigidez desus piernas... Al notarla dormida, consideré que había pasado la crisis,y viendo que la haitiana quería marcharse me atreví a licenciarla. “Nohay peligro —le dije—, puedes irte”. La haitiana me explicó que sudeseo de marcharse era porque la lancha se le estaba golpeando entrelas rocas y deseaba sacarla de entre los arrecifes. Cuando cerró la puer-ta, me sentí tan cansado que me estiré en la hamaca y me dispuse afumar... No creo que tuve tiempo de encender la pipa, pues me quedé

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profundamente dormido...Me despertó de golpe un ruido seco. La puerta estaba abierta. La

furia clamorosa del huracán rugía y el viento hacía volar las cortinas.Pensé de pronto que a lo mejor la haitiana no la había dejado biencerrada pero al buscar a Linda, no la hallé. Inútilmente registré la casa.De súbito pensé, vi, la desgracia. Me lancé hacia la playa bajo la llu-via. La noche era un infierno de ruidos y de luces.

Me eché a gritar:—¡Linda Olsen! ¡Linda Olsen!Nadie me contestaba... La vieja había acercado su chalupa a la

playa, pero el viento y las olas le impedían ensecarla. Seguía lloviendorecio y la tormenta ponía en la noche lóbrega un concierto de aullidosy de truenos... Me subí a los roquedos y a la luz de un relámpago creíver a Linda Olsen llevada hacia alta mar por la corriente. Volví a lla-marla haciendo bocina con las manos.

—¡¡¡Linda Olsen!!!Me pareció escuchar a lo lejos su voz en una especie de alarido

angustiado.Corrí a la playa, me embarqué en la chalupa y eché a la vieja a un

lado.—¡Ya es inútil! —gruñó.

Empuñé los remos e hice avanzar la lancha mar afuera. Luchandorudamente con el viento y la furia de las olas me fui acercando al sitioen que creía divisarla. La luz de los relámpagos me la hacía ver a ratosflotando en la corriente y a veces la perdía. Pero ahora me doy cuentade que acaso no pude verla nunca ni escuché su alarido desgarrador.Tal vez fue sólo ilusión de mis sentidos. En efecto, cuando me parecíaque iba acercándomele, la veía más distante. Hasta que hubo un mo-mento en que, agotadas mis fuerzas, perdí el sentido de las cosas. Norecuerdo haber izado la vela ni si fue la corriente la que me hizo estre-llar contra las rocas de la isla próxima. Tampoco hago memoria delmomento en que me puse la boina en la cabeza. Tal vez fue en el ins-tante de salir del bohío. Lo que no olvido nunca es que debido al locopavor de que fui presa o al ruido de la lluvia, no dejé de escuchar un

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solo instante el doloroso alarido de Miss Olsen y un misterioso canto...¿Cómo llegué a la playa? No lo sé. A lo mejor anduve perdido

entre las rocas hasta caer rendido sobre la arena. Lo cierto es que alvolver de mi colapso ya el alba despuntaba y había amainado la tor-menta, pero yo seguía oyendo dentro de mí el eco lejano de aquel can-to mezclado a la honda resonancia del mar como si mi alma entera sehubiese transformado en un gigantesco caracol...

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MANUEL FERRER VALDÉS (1914), obra: La muerte de la ópera en la selva (1975).

Manuel Ferrer Valdés

Los alacranes

La pobre mujer hacinó en el balde la ropa recién lavada. Restabatodavía una larga tarea, aunque desde el amanecer, el añil y el aguacuarteaban sus manos. En el fondo oscuro del cuarto, su hijo —un niñode tres meses— comenzó a llorar de manera desesperada, con llantodiferente al de todos los días, súbito, desgarrado, de herida fresca. Lamujer acudió alarmada al llamado de su hijo. Adentro todo era oscuro.La cama, las prietas tablas, la negra ropa de luto colgada en la pared.Alzó temblorosa al niño para llevarlo al patio, en donde la luz de lamañana se colaba por las hojas del zinc y el barro quebrado de lasviejas paredes. Ahora el niño no respiraba; y como si todo el llanto sehubiera vertido, quedó seco, roja la cara, con las manos tiesas y apreta-das junto al pecho.

—¡Dios mío! ¡Se muere mi hijo! —gritó loca de dolor. En los cuar-tos vecinos el grito fue llenando de nuevos ruidos la madrugada. Co-menzaron a salir de los pequeños cuartos un número insospechado depersonas, sorprendidas y un poco ajadas; como si hubieran dormidouna encima de la otra; grasientas y sucias fichas de un dominó humanoextendido de pronto sobre el patio.

—¡Se muere mi hijo! —El grito, cada vez más desgarrador, era unaprofecía. Los vecinos se acercaron a examinar al niño. En el brazo seveían dos puntos rojos sobre un halo blanquecino. La mujer que atendíaa los partos y que parecía la más sabia del grupo, dijo secamente:

—A este niño lo ha picado un alacrán. —Como la madre tendida

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en el suelo seguía llorando desconsoladamente, se dispuso, entre ellosllevar el niño al hospital. Por el camino comenzó a hincharse tanto,que a su final estaba lleno de manchas rojas que invadían el cuerpo.

Fue cosa dura y dolorosa decirle a la pobre mujer que su hijo habíamuerto. Tendida en la cama, aniquilada, oyó la noticia que le traían losvecinos. No tenía dinero para el entierro. La bondadosa gente compróuna caja sin pintar, de tablas mal ajustadas, por las que se veía el pe-queño cuerpo lleno de livideces, con los puñitos agarrotados en el pe-cho.

Cuando todo hubo terminado, el patio se fue quedando solo, y lamujer se encerró en el cuarto, con una decisión insospechada para sudébil naturaleza.

Horas después llamaron a la puerta unos hombres de la Sanidad.Luego de interrogar repetidamente a la mujer, procedieron a fumigarel cuarto. Ella, indiferente, los dejó escudriñar por todas las rendijas.Cuando se fueron, quedó en el patio una atmósfera agria de vinagreviejo.

En la tarde se presentó el casero. Los pantalones caídos y la camisarota, parecía el más pobre de los inquilinos. No perdió tiempo en hablar.

—Señora —dijo, respetuosamente— la Sanidad me amenaza con-denar el edificio. Es verdad que la casa es vieja, pero si los vecinosfueran cuidadosos no dejarían que las cañerías se taparan, ni que lascucarachas y alacranes abundaran como ahora. Usted es una mujersola que no tiene tiempo para estas cosas. Además me debe dos mesesde alquiler. Yo sé de un cuarto en el que podría vivir junto a otra perso-na que está en circunstancias parecidas a las suyas.

La mujer se le quedó mirando idiotizada:—¿Otra persona...?—Bueno, está bien —acabó el casero—. Yo me encargo de arre-

glarlo todo para el otro mes. —Y se fue.En la noche, decidió terminar la faena inconclusa. La amarillez de

un bombillo colgaba en medio del cuarto, como una fruta pasada. Enun rincón estaba el otro balde desbordado por la ropa sucia. Hundió lamano, con gesto ritual y mecánico y sintió un alfilerazo, apenas dolo-

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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roso al principio, después como calcinante llamarada del brazo al co-razón. Horrorizada, gritó de nuevo; ahora como una loca, entregadaabiertamente a su infortunio.

El nuevo espanto del día produjo consternación. Agrupadas junto albalde las lámparas de kerosene, trataban de adivinar entre los ocultospliegues al enemigo terrible y desconocido. Nadie se atrevió a tomar unadecisión. Algunos sugirieron prender fuego a todo aquello. Al fin se de-cidió echar agua hirviendo mientras los hombres, con escobas y piedras,esperaban la inminente salida del agresor. Los momentos fueron angus-tiosos. El pequeño animal se fue agigantando en la imaginación de todosy su negro y encorvado cuerpo se hizo ubicuo habitante del aire y de lasombra, huésped de todos los zapatos, prófugo de las rendijas, para es-conderse en el único lugar seguro: el oculto rincón del pensamiento don-de vive el miedo a lo desconocido e inevitable.

El balde quedó en medio del patio, intocado, como redondo y pla-teado ataúd, donde probablemente yacía el cuerpo quemado y retorci-do del animal asesino. Aun así, alacranes de jabón trepaban los brazosde las lavanderas.

La mujer, con el brazo paralizado y ardiente, aniquilada por la fa-tiga y el dolor, decidió acostarse al fin y se fue quedando dormidadulcemente. Soñó con un mundo grato y sereno, en el que la gentehablaba en voz baja. Allá muy lejos, la voz del radio anunciaba losnúmeros de la lotería. Extraña alegría, colmada esperanza, seguir ade-lante sin hacer caso de nada, sintiendo que las aguas muertas del des-aliento se avenan por las calles. En la puerta la esperaba la señora, conuna sonrisa cordial. Con ella estaba el boticario de la esquina, olorosoa ruibarbo y valeriana, tratando de mirar con una lupa las hojas de unaenorme enredadera que tapaba el frontispicio. La señora estabainusitadamente amable y repetía su nombre “Cristina, Cristina”, porcualquier motivo.

—Cristina —le dijo— yo espero que no me guarde rencor por ha-berle descontado de su sueldo la camisa que quemó. Usted es una bue-na mujer y pienso ayudarla.

—Sí —intervino el boticario—, es una buena mujer. Cuando su

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hijo estaba enfermo, se quedaba sin comer por comprar medicinas.Yola he ayudado bastante.

Lo único desagradable era la voz de la radio diciendo monótona-mente los números de la lotería. Entonces apareció el casero. Veníavestido de limpio, imponente, con el uniforme de los empleados de laSanidad. La mujer tembló. El casero le dio un beso a la señora y co-menzó a repartir fragmentos de una gran tira de billetes de lotería.

—Yo no cobro las aproximaciones. Prefiero regalárselas a mis ami-gos. —La señora sacó entonces de su seno una cajita y entregándoselaa la mujer le dijo:

—Tome Cristina, esto se lo regalo yo.Era un alacrán de carey con dos esmeraldas por ojos. La mujer lo

tomó, sorprendida. Sucedió entonces algo terrible. El alacrán arqueó lacola y echó a caminar sobre su brazo. La mujer, paralizada por el terror,lo vio perderse entre los pliegues de la manga. Despertó bruscamente.Sólo quedaba un nuevo ardor, más intenso que los otros, con su rojahuella clara y nítidamente marcada sobre el brazo. Encendió la luz. Ensu cara había la determinación ciega, casi feroz, de quien hará un actoinaplazable. Armada con un hierro viejo y una piedra que a tientas logróencontrar en la oscuridad del patio, comenzó a levantar paciente, inflexi-blemente, las tablas del piso. La amarilla luz temblaba iluminando trági-camente la figura desesperada, que alzaba clavos y partía las astillas bajola urgencia terrible del encuentro final con el enemigo. La faena fuelarga y extenuante. El alba comenzaba a subir por las paredillas. La últi-ma tabla crujió bajo el hierro y al fin apareció ante sus ojos el espectácu-lo ignoto y presentido. Encorvado en un rincón, negro e inmortal comola pobreza, mirándola desafiante y sin moverse, estaba el alacrán. Pega-dos a su cuerpo buscando amparo, los hijos formaban una oscura flor detiernos aguijones. Inmóvil con la piedra en alto, la mujer lo contemplódurante largo tiempo, en tanto que pasaban por su pensamiento confusasideas de odio y de piedad.

Después, su cara se iluminó, como si la verdad se hubiera mostra-do de repente, y dándole la espalda a su enemigo, comenzó a clavarresignadamente las tablas del piso.

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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César A. Candanedo

El cerquero“La tierra es ingrata cuando

la habitan hombres ingratos”.

Los que al pasar lo habían visto bregar con las piedras, la cara apre-tada y el torso fruncido, lanzando pujidos y maldiciones mientras le-vantaba las cercas, al referirse a él afirmaban cosas rotundas y convin-centes.

—Está ido... Yo lo vi... Hablaba solito y eso sólo lo hacen los queperdieron el juicio. También eso de alzar cercas de noche en lugar dedormir como hacen los demás cristianos... Así se portan los locos, losque tienen pacto con el Malo, el Unón.

O los que trabajan con Familiar...Pero el que no sabe se parece al ciego que coloca el paso en cual-

quier parte, en vacío, en alto o en precipicio... Tantas cosas había so-portado, a tantas situaciones tuvo que hacer frente en la vida, con sujuicio completo, sin faltarle un pelo, que hablaba a solas, con él mis-mo, no importaba que oyera y murmurara el viento.

Y era que entonces evocaba... El recuerdo de un hecho suelta otroanudado al mismo hilo. Atezando la cuerda revivía viejos sucesos,mucho tiempo quietos como muertos en el depósito antiguo de la me-moria. Siempre que afrontaba algo, paraba firme, a puro pecho descu-bierto. Lo que no fue vivido, no le pesaba, no le tropezaba ni hacíamella... Era nada para él.

Por lo del trabajo, no. Siempre lo ocupó algo. Antes de ahora sóloestaba quieto durante el sueño... O algunas veces, pasada la cena, al

CÉSAR A. CANDANEDO, (1906-1993), obra: El cerquero y otros cuentos (1967).

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gusto de las sombras del portal, la pipa humeando, refería pasajes a losvecinos que se reunían hasta tarde, a sabiendas del buen humo... Yellos deseosos de reír.

—Es que al hombre pocas veces le falta un tropezón...También por tiempos requiere estar solo... —decía a los de con-

fianza que le inquirían la sinrazón visible de volver al antiguo oficio decerquero.

***

Ahora de nuevo peleaba con la lóbrega torpeza de las piedras quesiempre tenían la manía de tirarse al suelo. Del roquero desordenado,sin formas precisas que unía calmoso; de esas figuras pesadas, mudasy feas, sus manos sutiles extraían vida, arrancaban belleza. Las piedrassueltas, mapeadas de musgos, de cuya dureza al tropezar se saca dolor,se transfiguran en sólidas, simétricas y magníficas estructuras... Lascercas de piedra. Superpuestas, elevadas, suspendidas por las palancasde los brazos nervudos, potentes, largos y oscuros del cerquero, siem-pre creciendo, en una mezcla de amor, ojo, plomo, paciencia y destre-za, tras la búsqueda afanosa de lo firme y cabal, edifica armonía conlas piedras, las cercas que de pie, enhiestas, soportan el empuje reciode los huracanes porque fortaleza y equilibrio se consolidan en el ba-lance y la proporción, combinados.

—Piedras sin cuñas no hacen cercas... Tampoco sin mujer el hom-bre hace familia... —pensaba.

La cuña ensamblada en la concavidad, en el sitio vacío, para distri-buir el peso y conseguir la estabilidad, es el gran auxiliar del cerquero,si construye cercas sencillas, de una sola fila, sin la intervención —elcaso de las dobles— de la argamasa adhesiva de la tierra arcillosa yhúmeda, que retiene y amarra.

El cerquero a veces hace un breve alto en la faena agotadora. Sealeja un poco, cerrado un ojo... Observa, calcula, estima. Al regresar alsurco, satisfecho, posando la mano en el lomo, siente el palpitar de lasvetas pétreas. Entonces su pecho se dilata, siente que nuevas fuerzas

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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invaden su cuerpo y que su paso es más firme y seguro...La línea recta camina sin combas. Vista de lejos, como solo el

creador sabe observar, el hilo gigantesco que tejió el forzado empeñose yergue con elegancia si sube los empinados costillares de una altu-ra, o si se inclina para bajar al fondo de una hondonada... Es que laspiedras sueltas, abandonadas a un destino miserable, al inútil oficio deestorbar, lo mismo que las rotas en los sillares calcáreos o las arranca-das de los bloques azulinos de las canteras, adquieren vida digna, pro-pia, reviven de manos de los cerqueros que rompieron sus ingles,aplastaron sus dedos, perdieron sus uñas y soportaron lisiaduras, en-tregando su dolor al viento.

Todo, para ellos, ha sido muy duro con dureza de cuarzo, de rocapelada. El honor del cerquero manda demoler las cercas sin ritmo, sinprecisión. Una panza, un saliente inoportuno, faculta a los otros el co-mentario despectivo.

—La niña le nació preñaá...Las cercas de piedra tienen alma, asegura el cerquero. En las no-

ches silenciosas se escuchan sus voces. En sus grietas y abolladurascanta el viento. Los pajarillos y las lagartijas esconden sus huevecillosen las oquedades que la cuña no pudo colmar. En sus escondrijos segu-ros duermen los alacranes... y las mariposas vestidas de fiesta pintan elaire de rojo, verde y amarillo... Al asomarse al cielo, las saludan en unabrir y cerrar de alas para posarse otra vez.

Las cercas se comprometen con el hombre. Por su mandato se apo-deran de tierras húmedas y verdes; roban los árboles musgosos, confi-nan islotes de selva, arroyos apresurados, la angustia de las aldeas, lainquietud de los ganados. Igual suerte corren los breñales poblados dechumicos en cuyas hojas lijosas afilan sus cuchillos los ventarrones.

***

—Está rematao, ahora sí... Los tornillos sueltos. Sigue hablandomientras empedra... —volvían con las mismas afirmaciones, sobre elmismo cuento.

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Todo porque hurga la memoria. Como larga cinta que desenvolvie-ra, evoca el lejano tiempo cuando el pariente de quien aprendió el ofi-cio quiso enseñarlo a ser hombre alzando piedras en el Hato del Fran-cés. Entonces no sospechó siquiera hasta dónde llegaría el significadode aquella loable intención

De madrugada aún, le lanzaba el reclamo:—Suspende ya, que el sol te embiste...O en plena faena fatigosa:—Puñetero, mete la cuña que me aplasto el deo... Muévete, carajo...

Alza las patas, pajizo.La empresa de aprender a ser hombre fue terriblemente dura, de

dureza de roca. Náufrago en aquellas soledades, sin otros compañerosque matojos entecos, piedras limadas por la lava, pajonales que ge-mían, sacudidos por el viento, hormigas mordedoras y uno que otrogrito de algún desconocido que pasaba lejos. A la memoria afiebradaconcurrieron las historias de los matahombres de las guerras civilesque oyó referir; el francés descuartizado cuya muerte se hundió en elmisterio y que luego se usó para darle nombre al sitio... Si el otro salíaa buscar bastimentos y a hacer las cosas de hombre de que decía,íngrimo, estaba seguro que vería salir debajo de los pedrejones deldesierto, animales horribles que antes creyó ver, tal vez en sueños,cuando dormían bajo el canillo o al amparo de alguna de las peñas quelucían su tamaño en la planicie, antes de trasladarse al varaentierraque luego construyeran.

Para entonces el terror lo abatía aunque al final el cansancio triun-faba con un sueño sobresaltado. Si el viento enfrenaba su carrera y laluna blanqueaba todo, veía gigantes encorvados que trepaban sobre elborde de los barrancos que recortan la árida llanura, que salían de lacinta tortuosa del río helado que desde arriba, alargando los ojos, ape-nas se divisaba moviéndose en la hondura del precipicio horroroso.Del laberinto de la cabeza torturada, también salían tigres que, al decirde los cuentos a que tanta atención dedicó, a mediodía quebraban ga-nado en las caletas cercanas. Si estaban los dos, distante el miedo, ensilencio gozaba el coqueteo de las nubes de algodón, vientre sedoso,

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que con cuidado y sigilo, asomaban a la puerta del volcán; se aparta-ban manchadas de resplandor, para regresar poco después a inquietarel monstruo.

Así, en forma brutal, se hizo hombre...Sorprendió y alimentó el comentario la diferencia de matrimonios

de las dos hermanas por la distancia que separaba a los maridos. Lamayor se unió a hombre imponente, copioso, satisfecho y bien monta-do, que heredara fortuna y nombre pero con la caca de ser expulsadode seminario lejano donde fuera aprender a cura, acusado de liviandades.La otra casó con renombrado cerquero, remoto pariente de los queimportaron el cultivo de la tierra, al fundarse el Cantón de Alanje.

Del primero la gente solía afirmar:—Nació pa garañón.Del otro se decía muy poco.El cerquero, moreno, huesudo, pelo apretado de tupida trama en-

roscada, mandíbulas inferiores deprimidas, cachetes chupados, peloslargos en las guías del bigote ralo, ofrecía en su rostro cierto trasuntoratonil.

Triste, dado al silencio, puntual y orgulloso, empeñó voluntad durapara compensar las desventajas que los conversones apuntaban al com-parar las filiales relaciones.

Lucha sin parar, con hierro de guayacán, alentado por la suerte quele sonriera desde el principio. Pasado el tiempo de prueba, cuando losresultados visibles se pesan y la justicia reparadora tasa y rectifica, loshabladores corrigieron:

—Ahí lo tienen... Mucho negro ternajal... Ya lo supirita... ¡Tantaalgazara que formaron...!

Otros que se dijeron mejor enterados y sabedores:—Es que don Antonio Melgarejo tiene pacto con el Malo... ¡Cómo

adelanta! Trabaja hasta toda la noche sin parar.Así comentaban los que lo conocieron de cerquero en las hacien-

das de la época, levantando mangas y extensas cercas de piedra, ma-chacando días entre las rocas.

Acosado en las reuniones y trabajos, se limitaba a oír, a sonreír a

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veces. Si no podía evadir una respuesta y urgía salir del paso a que loobligaban los imprudentes, respondía, lacónico:

—No me ven solo... A lo mejor, lo que ustedes piensan...El Familiar... —se escurría.

***

Pero un día, como cosas preparadas por el Demonio, todo se modi-ficó en la casa. Un suceso inesperado, sin antecedentes ni anuncios,trastornó todo.

—Un par de cachorritos pa que lo acompañen y le sirvan de bor-dón en la viejez... Y ñopitos, véalos... la partera le comunicó, muyluego de los dos chillidos.

—¿Mellos...? La barrigaza pues... —metió la cabeza entre el toldoque escondía a la parturienta. Miró atento los montoncitos de carneque apretaban los ojos y las manos; los remiró inclinado, como el quebusca una señal perdida... Se incorporó, retiró la cabeza y dejó caer lascortinas.

—Ni el jocico morao tienen... —con cara de calambre, se adivinóque dijera.

Semanas después, cuando la mujer pudo dejar el nido, se encontrócon una situación inexplicable por más que le metiera seso. De calladoque siempre fue en lo habitual, ahora lindaba con la mudez. Evitabaver la cara de los demás, como si se sintiera sindicado de acto vergon-zoso. Con mayor motivo eludía las palabras... Y antes de amanecer,cuando los otros aún dormían, salía a trabajar. Avanzada la noche, losotros en disposición de dormir, se le oía trastear en la cocina... O des-pedir la cabalgadura con una palmada amistosa.

Huraño, fruncido el ceño, distante, concentrado en quehaceres ypreocupaciones que lo roían casi no movía los labios en presencia deotros, de los que se alejaba, de haber oportunidad. Ahora otros volvíana dar razón a los que afirmaron:

—Tiene las tuercas flojas... Sólo habla, sin gente, solito.En efecto, solo entre los animales que se atropellaban y agredían

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en el corral para conseguir sal del brazo estirado del hombre, parecíasoltar las amarras, romper el freno, estirarse y retornar a los buenostiempos.

—Haséte a un lao, que ya te hartaste... Deja que vengan las otras,que también tienen derecho, frontína... Y tú, hosca, acércate y cami-na... La panzota de ésta... —las frases salían sin contorsiones opresi-vas, sueltas, libres y cordiales, mientras las manos cariñosas palpabanlas garrapatas que desprendían sin molestar.

Los animales que se sabían comprendidos, volvían a empujarsepara encontrar sitio alrededor del hombre, lamiendo con afán los últi-mos granos del salitre. Atento al movimiento, con pasos calmosos, seacercó la mole negra del semental. Alta la cabezota, entró tranquilotirando de lado la puerta que comunica con el pastizal.

—Ven, guevilargo... Las puntas que te han salío. De ternerón pen-saba que serías monguto y entonces me decía: de éste hay que salir atiempo porque está desarmao, entregao en el suelo, con toralpeleador ytumbacerca que hay hoy... Pelea de tigre con burro amarrao... Comesal, que tu trabajo la pide, pa la fuerza de cuajar... Hacer más ternerosy los que te falten me los echas hembras pal aumento, pa que el rodeono se pare... —con la sal granosa en el comedero, las manos palpan elcodillo y luego se trasladan a los testículos que sopesan, acarician ymanosean con deleite. Y como si la bestia comprendiera el pensamien-to íntimo del hombre, alza la cabeza, arquea el espinazo y mueve lapanza enorme. Los pelos largos de la salida del sexo gotean la semillahumedecida sobre el piso hendido y reseco... La lengua repasa los ori-ficios respiratorios, la cabeza se inclina a lamer de nuevo y al resoplarlevanta del suelo pasajeras ondas de polvo que dora el sol mañanero.

—Este Antonio está picao de la araña... Ni a los hijos quiere ver.Ya volverá a la querencia, como los toros desperdigaos que vuelven alrodeo desvacaos, las costillas rotas, corneados, doloridos de tanto pe-lear... Paciencia con los hombres entoraos... —pensaba la mujer.

Otro, día, gozando la amistad de los animales con que había reem-plazado la de la gente, en medio de los animales saleros que lo acosa-ban al pasar por el corral, se detuvo a ver las novillas que en la ensalitrada

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anterior ya rayaban ubre y que, según cálculos, parirían en la siguienteluna.

—Y es que ya escupieron toas... Qué preciosura de retozones, peroya el maldito murciélago está haciendo sangrías... Después, vendrátambién el gusano, de diente y ombligo... Y hembritas, como las que-ría.

Se detuvo más en las observaciones de los recién nacidos que yaaumentaban el rodeo... De pronto paró, miró para otro lado, atraído porotros pensamientos. Quedó como si flotara, suspendido, sin los pies enel suelo.

—¿Por qué amarillos...? El papa es negro... Aquí no hay trampasporque las vacas no han salío, las cercas están buenas y no ha entraootro macho... —por primera vez llama su atención un hecho corrienteen todas las crías.

Continuó como mudo durante largo tiempo.—¿Por qué pensar en eso ahora, no antes...? Meter yuca y sacar

plátano ... Cosas del Judas...El mundo está de tuerce. Cuando me levanté no era así...Ahora frutas sin flores, en el tronco del palo... Flor de cigua en

invierno, que es flor de sequía... Si fuera la del higuerón que cae encualquier tiempo por ser flor del Diablo, que sólo se ve a media noche,apañá en sábana blanca... La tuerce siempre detrás de uno.

El viento se llevó las palabras del monólogo desesperado.De nuevo observa los terneros recién nacidos.—Este toro está como yo... Mismítos. Antes la fuerza siempre la

ponía el macho... Dejaba su marca, su guella es la que debe salir pa quela vean toos. Antes hijo que no se parecía al tata daba qué pensar ...Ma-cho rucio, se pensaba al brinco... Tamos lo mismo él y yo... Calamocao,tupío, sin portillo por onde salir holgao... Cuando al cristiano lo pier-den las brujas en camino oscuro, le queda el remedio de ponerse alrevés la camisa pa encontrar el camino dejao. Acá no hay por ondetirarse, pero por onde sale él debe quedar gueco pa mí. Pero ganao esganao... y la gente no es ganao... —lo visto y pensado a solas lo dejanpreocupado, entumecido, mientras los ojos se detienen en el lomo re-

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tinto del toro que pasta indiferente, la cabeza armada escondida entrelas breñas distantes.

Rompió las amarras de los pies atados al suelo; caminó hacia lastrancas, la faz suelta, el paso ágil y el pensamiento martilleando en lacabeza caliente. Sentía que algo había perdido, vaciándose él mismo.Lo que había advertido en el corral, los terneros amarillos, hijos detoro prieto, eran argumentos sólidos contra lo que su simpleza habíaaceptado a título de verdad sin disputa. Pero volvía con renovada cons-tancia:

—¿Pasará lo mismo entre la gente que entre los animales...? Des-pués que nacieron los mellizos estaba seguro de que el otro le habíajugado macho rucio.. ¡Tantas que le aculan...! Como que se mete porel ojo de una aguja... Y que lo buscan ... ¿Tendrá Familiar pa éso...?

Cabeza alta, paso más liviano, apariencia menos comprimida, seacercó a los hijos que jugaban en el terraplén del portal.

—Apercóllense... —uno en cada brazo, asustados, no podían en-tender un cariño nacido de repente, de improviso, del que siempre lospasó por alto o los miró con desdén.

—Ya se zafó el freno... —suspiró la mujer.

***

—Clorótica del parto boboré... También el hígado blanco del hom-bre. Vino de palma, dulcito, es lo que indican las señales... Pone lasangre rolliza, espesa, desaguá... y no cuesta... —dictamen y terapéuti-ca que dictaba el curandero mientras repasaba los orines.

Varios días observó el cielo durante sus dos extremos mañana ytarde. Buscaba un indicio que le sirviera de norte. Un amanecer frio-lento confirmó lo que esperaba. Salió temprano, hacha al hombro. Conla lámina del machete sacudía de lado y lado el rocío que agobiaba lasplantas silvestres y rompía la finura blanca de las redes que tejieron lasarañas, lleno el óvalo de la panza. En la falda de un espigón macizoque crece hacia arriba con las piedras de la cúspide y que las rabiblancasusan para instalar sus huevos en su nido descubierto al viento y al sol,

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derribó las palmeras. Al caer, al estrellarse contra el suelo endurecido,saltaron los corozos desprendidos del tupido racimo en sazón.

Limpió alrededor de los tallos tendidos; abrió la brecha del sende-ro, recortó las pencas, rebanó las espinas largas, negras y que infundentemor, limpió la garganta vegetal. Trepó un pie para infundir mayorfuerza a las manos; con la punta de filoso machete, pacientemente,hizo incisiones húmedas, trazó el cajón rectangular que serviría de re-cipiente para retener el líquido que manaría desde el extremo opuestodel vientre vegetal, en dirección del tronco. Cortó las capas duras, pri-meras, cubiertas de pelusa y espinas tiernas. Ahondó hacia el fondodel espesor hasta encontrar las blanquísimas capas del capullo blando,azucarado, el palmito apetecido. Puso a un lado los trozos blancos ex-traídos, mejoró el orificio, sangró cortando con cuidado la tela vegetalhacia el lado más largo del tendido; limpió, cubrió con hojas, capas ypencas de la misma palmera derribada, la vasija abierta, aseguró laentrada del manadero saludable y, contento del trabajo realizado,desandó el trillo.

—De la mismita color que la cuajá delgadita y sin quebrar pal que-so... —comparaba al mirar los pedazos del palmito con que regalaría alos muchachos. De una parra que se acerca al sendero cortó el largopito de un carrizo para sorber el vino de palma.

Ya era tiempo de madurar los corozos con su fragancia de bálsamoy tiempo, también, de limpiar los arrozales.

—Este mundo está de turce... Negro haciendo hijos palomitos...Las vinas están pa comenzar la cura suya —gritó la última parte de lodicho para que se enterara la señora que cruzaba más adelante.

El otro pensamiento volvía a roerle aunque con menor insistencia,convencido a medias con ejemplos tomados de su propia vida.

***

—Camine usté que ya estarán derramás, con la mano que tengo...Si las dejo al chusco Víctor, no manan, que hasta seca los palos quesube de tantas mordías de culebra que ha pasao... Sabaneras, seguro...

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Y encima, como es gracioso se bebe el remedio... El vino de palma escaliente... Bébalo y se baña con agua fresca de lluvia mejor porque sino, se brota... El pellejo sucio le cierra la puerta a la maldá... Brotan losincordios, los siete cueros, los nacíos ciegos, los vejigones negros, laspostemas y hasta las erisipelas... La limpieza del caliente en gruesa lasangre...

A pasos largos caminaba adelante, hablando alto. Apartaba rami-tas y bejucos que cruzaban la brecha teniendo amarras y soportes conhilitos verdes, en la orilla opuesta. Afanoso, comunicativo y contento.

—Sangrás toos los días y con buena mano...Limpiecitas pa que se derramen... Empuñé el carrizo de sorber pa

que lo estrene too.Puesto a un lado el machete, inclinado sobre el espinoso tallo de-

rribado, la mano rápida descubre el agujero.—Ya la avisaron a la mosca vinera... —mientras la mujer espera,

detrás.Al separar las últimas capas que protegen el recipiente, nada de

vino. La espuma y el cajón humedecidos solamente...Se habían adelantado.—Jueputas... La burla... —brama.Con ágil impulso saltó sobre los espineros de las pencas marchitas.

Velozmente cubrió el trayecto que lo separaba del río. De lejos la mu-jer vio cómo tomaba ímpetu de nuevo en el aire, para saltar sobre elbarranco que empareda el charco. Alto, desde arriba, descendió vio-lentamente sobre el agua oscura del sitio profundo.

Estupefacta, sin determinar la razón de determinación tan extre-ma, de la muerte segura, la mujer apenas atinó a gritar, sin moverse dellugar en que la dejó como clavada... Desahogada un poco, al fin pudodisponer:

—Corran al Recodo, que se mató Antonio... Busquen, atajen en lacola del charco... Tirarse de ese alto por tan poca cosa... Por eso eraque hablaba solito... Vayan abajo antes que el agua se lleve al muerto...—pedía a los que llegaban primero, atraídos por los gritos.

Algunos esperan ya a medio río.

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Pasado el estupor y la indecisión, el muerto no baja. La mujer llo-rosa habla de nuevo:

—Mijito, ensilla un caballo y vuela a Caldera, antes que sea de noche,y trae a Carpio García para que bucee al difunto y se pueda enterrar.

Entre los que acudieron a prestar ayuda encontrábase un mozosagalejo y piernilargo a quien apodaban El Peje por su pericia comonadador, experto como sacador de risacuas de los huecos de las pie-dras del fondo, ducho nadando bajo el agua... Lanzó al agua el alambrede su cuerpo moreno y vibrátil; cruzó a brazo la orilla opuesta... Vol-vió, recorrió de nuevo y sostenido de ramas y bejucos que colgaban delas breñas inclinadas sobre el vacío del curso, avanzó hacia el despeña-dero por donde el hombre se lanzó a todo correr... Buscó, nadó, saliódel agua; regresó, rebuscó y escudriñó siguiendo la demarcación delparedón que encierra el agua quieta... Al fin, en una sinuosidad cubier-ta por el follaje le pareció que algo extraño subía y bajaba. Nadó endirección al sitio que atrajo la atención.

—Abuelito... Salga, vea... —imploró.El cuerpo inclinado, mirando hacia el cielo opaco, la nariz a flor de

agua, se balanceaba movido por la fuerza oscura de la onda.—Véngase, que se enfría y le vuelve mal de orine... —le extendió

el brazo, nadó con el otro y así, orillando la pared curva del desfilade-ro, llegaron a la cola del charco.

Sin sombrero, la ropa pegada al pellejo, el agua escurriéndose talloabajo, apresurada, con pasos cansados emergió del río, rodeado de lassombras húmedas de la tarde lluviosa.

—Uff.. Eso no se hace con cristiano... La burla... Mejor la muerte.Tenerlo a uno en poco... —decía mientras avanzaba en medio de losque acudieron durante el trance.

***

Los cocuyos abrían caminillos de luces verdes en el aire quieto.Con leves incendios queman las cortinas de las sombras. Flameabanlos farolillos prendidos en la cabecilla oval. Veloces murciélagos caza-

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ban insectos. Escondidos en los negros ramajes que sombrean el coge-dero de agua, los buhos de cuernitos con los ojos redondos hoyando lanoche, seguían con su truj truj espaciado. Era el tiempo maduro paraoír pasajes y cuentos... Y los vecinos, enterados del buen humor de quele notificaran los más cercanos, acuden a casa de Ño Antonio, que asíle apodan, a escuchar con deleite, reír y gozar con desenvoltura, a pier-na suelta.

Entonces, instalado en el largo altozano del portal empedrado, losque llegaron se acomodan muy próximos para no perder las palabrasni el hilo de los relatos.

—Barajo... Ya se aflojaron... Desconsideración... —condena.—Rana pa mi culebra... —un chistoso. Se levanta, camina y aprie-

ta la nariz.—A nadie se le niega un fuuu... Suelto, escapao del encierro, no

hay cómo atajarlo ... Que a todos toque su parte... Nariz, pa que sedisipe ligero...

—Más vale amistá perdía que tripa rompía, dice el dicho...—¡Porquería, baraste...! —Ño Antonio.Reincorporados al grupo los que se apartaron, huyendo a la pesti-

lencia, la plática se reinicia.—Y no teneij conejo cebao esta vez? Miren, miren... Comienzan

los cocuyos ... Soplen tizón, que se venga jalao por la luz, pa echarlemano... Con él vamos a saber el tamaño de las mazorcas de las rozaseste año, que pinta bueno pa los sembradores... Pásemelo padesaminarlo...—se dirige al chico que atrapó al luminoso insecto.

—Mi tizón lo hizo llegar... Mío es...—Tómelo usté, padrino, que me lo ordenó —Cara de Pulga, satis-

fecho de la hazaña, deposita al prisionero mientras la mano de Ño An-tonio se enciende con la misteriosa electricidad de los reflectores dimi-nutos montados sobre los ojos traviesos.

—Mazorquería la de este año, muchachos... Vean la espiga del ani-malito prieto... Cocuyos largos a principio de rozas, mazorquería gran-de también. Ni cañuto de caña dulce hay pa guardarlo vivo... Cómo elnegrito se descoyota y corcovea pa irse con su noche... Buen año pal

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pobre... —remató.La cápsula retinta y dura del coleóptero flamea entre las manos

negras también. Movido por el resorte de las contracciones continuas,la cabeza traquea, el cuerpo se dobla, dividido en dos, sin separarse.Las antenas giran, incesantes, las patitas empujan para tomar impulsoy seguir en compañía de la noche.

—Hay muchas señas pa que el hombre de cabeza aprenda. Pero elhombre, que es animal bruto, cuando no paga pa que lo jodan, metesiempre la pata en el mismo gueco; tropieza con el mismo terrón... Lasotras bestias son más memoriosas... El burro para las orejotas y seavera de onde una vez ya golpió su pata... —el compadre Silvestre.

—Los secretos... —respuesta.—Usté caminó mucho, tío Antonio, verdá...?—A la costa norte, cuando allá sólo iban los hombres probaos. Y

antes de probar había que pensar en el camino, las posás, los compañe-ros... Porque con too mundo no se arriesga el cristiano de cabeza aviajar. El frial, las fieras. Pero plata se traía.

—Y le jue siempre bien...?—Aquí estoy sentao... No me ves ya? Ví otomías... El tigre ron-

dando la posá, los puercos acorralándole a uno, los hombresemparamaos, las piernas acalambrás, en el suelo, los dienteschasquiando del hielo... Y no se podía dejarlos en el camino porquehombre dejao, hombre comío... Había que aplicar remedio de caballo,pero bueno... Curar el mal como hombre... A varios curé. Cómo me loagradecieron después... “La vida le debo”, me decían al verme.

—Y usté curaba entonce?—Tuavía puedo porque manos me quedan... Cuando caía hombre

emparamao uno se acercaba a preguntarle: “¿Te quedas? Porque noso-tros seguimos pa alante ... jagan lo preciso, era la contesta”. Y se que-jaba por adelantao. Ya sabía...

—¡La medicina...?—Uno se metía al monte; cortaba varas correosas de guabito y le

bajaba la mano a pura riata... Primero se quejaba y aguantaba. Despuésquitaba el cuerpo y corcoviaba... y el rebenque cayéndole... Al rato del

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sobijo, calentao el cuerpo y la sangre, quedaba sanito... El que entonceiba a la costa norte no se pertenecía... Ya ven, pues, cosas de hom-bres...

Cargada y encendida la pipa, el relato regresaba a la ruta.—Eso era como con la mano en aquel páramo de la cordillera. Tan

frío era que ni se podía gritar fuerte, con grito de hombre, porque co-menzaba a llorar el cielo... Otro riesgo grande era el de los puerco emonte y el del tigre que siempre anda a la vista de la maná, de vigilan-te, listo el ojo y apurao el puño... Una vez íbamos cinco en el viaje.Bajamos de una altura y agarramos la bajía... La posá quedaba atrástamaño lejo...De pronto los monos comenzaron a chillar y brincar ha-ciendo piruetas en los bejucales... Despuesito el jedor del almizcle.Cantamos los dos peligros revueltos. El puercal y el otro que busca undescuidón, dar su golpe y puerquiarse fresco. Si no consigue puercopensaría en hombre, nos dijimos. Apuraos dispusimos alzar los morra-les en troncos altos y trepar. Estando en eso, acomodándonos en lashorquetas, de sopetón invadió el puerquerío. No quedó bicho vivo nipiedra sin remover...El jedor y la mascadera, buscándonos... Guelieronel tronco, mordieron, fijaron la vista pa arriba y se echalon a esperar,olfatiando a ca rato... Y el tiempo pasando, con jorná fija hasta la posásiguiente... Tabamos callaos cuando, como mandao de la misma Pro-videncia, el cuerazo de un fusil... Él se fue tumbando too, montañaadentro... y otro ... y otro, hasta que perdimos la cuenta. En eso se rajóuno a mismo pie. Gueeff, gruñó el animalero y se paró too el grupo deun envión... El cacique, el que siempre encabeza la maná, fatió, la trom-pa al aire y todos juyeron, desbarrancándose pa apique... Al de atrás lepega el gato, íbamos diciendo pa meter fuerza y valor a los que quedabanlejo... Hablando de puerco e monte, veníamos de otro viaje y vimos loque le pasó a un tigre congo, vainón. Según se veía por las señales, golpióa un Puerco despegao, pero muy encima de los otros. La partida le tomócarrera cuando sintió el cueee. Sofocado, se abracó al primer palo a manoy le clavó el uñal... No le dieron tiempo pa más. Hasta onde alcanzaronlos más altos, hasta ahí comieron tigre. El resto, medio cuerpo pa lacabeza, quedó apercollao al palo pa que las hormigas también se

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entigraran.—Es que no era con Tío Conejo... Vaina la que le pasó al tigre por

meterse a puerquero... Jue con la vandá, que no es lo mismo que con elmanchao, y rabicorto...

—¿Pero pasó otros páramos en otras partes también, Tío Antonio?—se atrevió a plantear El Remolino, apodo que le nació por la formade embudo del cabello erizado en el centro de la cabeza.

***

Ño Antonio había protagonizado historias que no refería ni cuyamención le era grata, bien porque se le hacía aparecer como objeto deburlas o porque su conducta fuera calificada de cruel o algo más: talvez inhumana.

Los que se decían enterados referían que ocupado en terminar unamanga que don Mingo Obaldía apremiara entregarle concluida, bajó aun brazo del río a beber la delicia de su agua fresca, más adelante deuna madre vieja. Miró hacia la orilla opuesta de tupidos cascajales,miró también hacia el charco que serena sus aguas después de unarompiente tronadora. Notó movimiento en la superficie lisa; observócon mayor detenimiento y concluyó en que abundaban los sábalos yque justamente picaban las florecillas cerosas del copé, arrastradas dealgún recodo orillero.

Un anochecer, acompañado de Merejo que le llevó bastimento, re-solvió que el mozo regresara a casa también con provisiones: algunossábalos gordos que supuso picarían el anzuelo sin demoras.

Uno tras el otro bajaron el declive de un camino estrecho; inclina-dos al principio, caminaban incómodos por el túnel formado, abajo,por el barranco, y arriba, por el ramaje. A aproximarse a la orilla des-pejada, escrutó, vio el cielo sembrado de puntos dorados que abajo semecían sobre el agua quieta. Distinguió al borde de la ribera lo quecreyó un grueso tuco arrastrado por la última crecida. Preparó el an-zuelo con la atrayente carnada, listo para lanzarlo sobre el sitio queconsideró más propicio.

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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Con la mano extendida indicó al otro para que parara.—Tienen oído fino y ya malician... —se le acercó.Luego se encaminó hacia el tuco, el pie listo a trepar. Posó el pri-

mero y al intentar poner el otro para instalarse cómodo, el tuco, que eraun lagarto dormido, huyó con el peso encima, que fue lanzado violen-tamente. El estruendo de la caída y los chispazos de agua sacudieron lasuperficie, golpeada por el cuerpo.

Sin aparejos, sombrero, ni pipa, emergía con el agua al pecho.El muchacho que sólo vio la parte divertida del suceso, subía y

bajaba, el estómago comprimido por las manos, sofocado por la risa.—¿Y si el lagarto me come, también estaría usteeé, muriendo de

risa, celebrando mi desgracia...?Chorreando, entumecido de frío, tropezando entre las piedras, con-

fundidos en la oscuridad, iniciaron el regreso.Hatajo de carilimpios... Lengua de trapo, buena pa los perros... —

volvió a refunfuñar, presintiendo cómo se comentaría su accidente ycómo lo recargarían de materiales los habladores.

En otra ocasión Ño Antonio refería muy festivo:—Viajaba por la Angostura... Cuando caté tenía al frente el paso

de El Carate, lugar pesao que no frecuentaban porque el Diablo salíaal camino. Pensé la guelta que debía dar pa coger el otro camino... Loque será está escrito, me dije y me encomendé al ángel de los caminan-tes... Tuavía salían chivatos, fantasmas y cilampas... Llevaba la cruce-ta a mano. A punta de chicote bajó la bestia, retacá... Al subir al ba-rranco del otro lao, onde pega el llano, se devolvió, asustao... Noté queresoplaba largo, paraba las orejas y le temblaban las carnes... Unospasos más adelante estaba el pantasma echando candela por los ojos yla boca... Se venía encima y el caballo se averaba. Pelé la punta decruz... Gente o espíritu malo, ¡ahí te va...! Del golpe el alicrejo se hizotiestos... Una tula grande con guecos y una vela prendía adentro, lla-meando... “No me mate, que es pa jugar con la gente por vida suya y desu mamita”... Pa jugar, su mama, y apártese antes que lo remate... Des-de entonces nunca más salió el Diablo por ese lao.

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FRANZ GARCÍA DE PAREDES

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***

Contaban que con ocasión de unos juegos de sabana en Dos Ríos,Aristides, uno de los hijos de Ño Antonio, al regresar tarde a casa, olíaa licor, que no mareado.

—Veni acá... ¡Ahora te voy a enseñar a ser hombre...! Pa que res-petes, que tuavía no ganas ni el jabón de la lavaá y menos la comía...

Lo ató a un poste, entró y regresó rápido provisto de un látigo decuero torcido y duro.

Y por buen rato los golpes llovieron sobre el cuerpo del prisionero.En medio de las contorsiones del cuerpo herido que se rebelaba, nolanzó una queja. Al intervenir compadre de respeto, levantado de emer-gencia, sueltas las ataduras, el montón se desplomó, casi desarticula-do.

—De buena raza... Buena cría y bien sacao el pollo... —su únicocomentario.

Hacia días el silencio se había estacionado en la morada de ÑoAntonio.

—No te vayas, mijito... —imploraba y lloraba la madre.—En la cama, después de la paliza, juré que si me levantaba con

vida no echaría raíces en esta tierra amarga pa mí... Ni volvería a pisar-la más... ni mis huesos. Ahora cumplo, con palabra de hombre.

Cuando se le hacía referencia lejana del difunto, resumía, melan-cólico:

—Lo mataron las calenturas en el Número Dos... El chele Beitiame lo sepultó... —suspiraba hondo.

Se ponderaba la avaricia de Ño Antonio; se aseguraba que para nogastar no comía y que muchas veces al volver del trabajo, ya de noche,regresaba a la cocinera el atado frío, sin tocar. Este conocimiento dioorigen a la práctica de que en el trabajo otros, a escondidas, comieran sucomida. Algunos días quiso almorzar pero lo que había colgado junto ala comida de los compañeros alguno se había adelantado y sólo quedabala vasija sin nada... Callado, aceptaba las cosas, a pesar de observar lasburlas proferidas, al regresar de su caminada inútil. De la práctica de

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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hurtar la comida de Ño Antonio nacieron abundantes chistes que luegoeran referidos y comentados en todo el contorno.

—Y también hoy que la quería llegó su otro dueño y se la jartó...—decía para que lo oyeran.

Se alejó en dirección al surco, al corte, mientras los otros, a susexpensas, celebraban la siesta y comentaban, sin que él oyera:

—No da del cuerpo pa no limpiarse...—No se jueguen más con el hombre... Ya se olvidaron de las vinas.

Después no sabían dónde poner el rabo. No dijo naa, es su costumbre,las destapó, raspó las uñas adentro y las dejó como las encontró... —comentaba El Muleto.

—Después no les paraba con naa la cursera... Ni tapón les servía,la tripa afuera... —La Garza.

—Polvo de uña revuelto con vino e palma que es caliente, los re-ventó por dentro... Déjenlo ya, se los digo... —otra vez El Muleto.

***

En otra oportunidad fueron a comer, el sol a medio cielo. Él quedósólo en el surco. De pronto la algazara.

—Lo picó... lo picó... y víbora negra que es de las malas.Chiquita pero ya mata...Él apenas alzó la cabeza y observó, antes de seguir cortando.El mordido había metido, como acostumbraba, la mano sigilosa en

la bolsa de la comida de Ño Antonio.—Mandar a buscar a don Pittí, La Perra, es lo preciso, que es buen

curandero... Y el remedio de Taylor...A sabiendas de lo que había sucedido, con el deseo secreto de reír,

a pasos medidos se metió monte adentro. Pronto regresó. Traía un pu-ñado de hojas molidas, machacadas entre piedras. Mientras tanto elmordido mojado de sudor, la faz verdosa, acorralado por el terror, apre-taba la mano afectada en un aparente intento de retener el veneno en laextremidad e impedir que se extendiera.

—¿Y metió otra vez la mano en mi churuco...? ¿Es que el hombre

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José María Sánchez Borbón

La muerte de Nicanor

El relámpago dibujó, frente a la laguneta, la figura del hombre sen-tado sobre un tronco. Segundos después, el trueno sacudió la linfa queya desde prima noche se rasgaba bajo el grito de los babillos. En elcielo bajo, como de caverna, la noche anaranjada, incendiada de tor-menta.

Remonta la copa de los árboles el mismo siseo que poco antes pasópor el gramalote hasta llenar la orilla del río de lamentos. Es la voz delTalamanca, repitiendo desde las nucas de la serranía una sola queja:creciente... creciente. Las ramas crujen. Copiosa, llena de presagios, lalluvia cae y el caudal del río crece en la oscuridad, llena de hilos suciosel sendero de la laguneta, sobre el cual está, apesadumbrado, el hom-bre.

Temprano, casi de madrugada, abandonó el rancho rumbo a losbancos del río. Allí dejó correr las horas metido en lo más espeso, allado de la corriente que amaneció poblada de troncos y ramazones.Siempre al lado del río. Atrayente como un vórtice miraba sus aguas ycon ojos entornados envidiaba la potencia de la correntada que le hacíavibrar las entrañas, como si la caja toráxica escondiera un sensiblediapasón. Y poníase a repasar los pormenores de su amargura, la faltade vigor de que disponía su pecho flaco incapaz de llevarlo hasta elumbral de su rancho y gritar con enojo:

—¡No me quieras tanto, que me voy a morir!Esta era la tragedia de Nicanor. Parecía imposible que fuese capaz

de amilanar un espíritu tan rebelde como el de Nicanor, hombre quesiempre dejó sentada fama de recio ante los más grandes peligros. Eso,

JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ BORBÓN (1918-1973), obra: Tres Cuentos (1946), Shumio-Ara(1948) y Cuentos de Bocas del Toro (1994).

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sin embargo, nada pesaba ante el hecho cierto de la nueva cobardía deNicanor, mejor dicho, de la vieja cobardía de Nicanor, que no era nue-va, que ya se avecinaba a los tres años. Acaso pudiéramos compren-derla si la suerte nos depara dentro de las cuatro paredes de un rancho,con la puerta cerrada, una mujer como la de Nicanor. Esa mujer eracomo un mar, como una selva, como cualquier cosa excesiva. No hayotra palabra que resuma con mayor justicia las cualidades de la mujerde Nicanor que ésa: exceso. Ante aquel todo, excesivamente abultado,naufragaba el carácter, la hombría y, sobre todo, la vida misma. Si unoestuviera en capacidad de mirar, objetivamente desde luego, el aconte-cimiento dramático del “vivir” de Nicanor, percibiría inmediatamentelas causas que motivaron la desaparición de su energía; y el desgano, oaún más, el desmadejamiento de los pormenores de su triste vida. Esamujer infundía terror. Provista de dos armas, los brazos, movíase en elambiente estrecho del rancho como un remolino que absorbiera lospequeños y terribles hechos de la vida cotidiana y, lo que es peor, aNicanor. Los brazos-boas ondulaban amenazadores hasta que hacíanpresa en el cuello de él, mezquino cuello de palúdico, magro como unbejuco del monte. Entonces lo quería. ¡LO QUERÍA! ¡Dios santo!, laternura de esa mujer, ese detalle subjetivísimo y personal de quererlo,ese engranaje sutil de fervores que brotaba de lo más profundo de sunaturaleza melosa, era la desgracia, la tragedia y la muerte en vida deNicanor.

Infinitas son las circunstancias que se tejen hasta formar un senti-miento, sobre todo si tal sentimiento es extremo. El odio que Nicanorprofesaba a su mujer se formó al calor de las más aisladas contingen-cias. Quizás esa suma de pequeños detalles culminó en una escenahumillante, acaecida varios meses atrás. Lo cierto es que, desde tanaciago momento, la repulsión física que por ella sentía terminó porinvadir el campo de lo puramente espiritual. No era sólo el instinto deconservación lo que operaba en el pobre Nicanor, sino que, desdicha-damente, también una reacción de pudor moral. Ella, media naranja(?), quiste de grasa, movida de su pasión devastadora, pretendió des-poseerlo de su responsabilidad de varón, sabiendo perfectamente que

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en esa comarca los hombres todos se mueven condicionados por unaconcepción muy estimable y muy estricta de hombría. Ella, malditamil veces sea, irrumpió en una refriega en que dirimía, apoyado en elargumento del filo de su machete, sus derechos de posesión sobre unospuercos cimarrones. En la confusión provocada por la entrada de sumujer en el combate, el contrario alcanzó a acomodarle, en el hombroizquierdo, un tajo profundo. Luego, sufrió la vergüenza inaudita decontemplar al contrincante en el suelo, derribado por obra y gracia delos brazos—boas de ella. Pero allí no paró el asunto. Salió después entriunfo con la camisa tinta en sangre, sobre los amorosos brazos de sumujer, camino ancho lejano, en medio de las miradas hondísimas detres indios espectadores. Odio, eso era lo que sentía por ella.

Además, miedo, espanto de entrar a su casa y encontrar dos bra-zos, profundos como un abismo, tenebrosos como una agonía.

A filo de relámpagos salió Nicanor de su meditación. La laguneta,al lado de la cual la noche lo sorprendió, estremecía a cada estampidola linfa cárdena, tumefacta de lodo. Levantábase un jadeo de frío quese apoderó de la garganta de Nicanor y le trajo la angustia de su bron-quitis crónica, negra alimaña que le arañaba el pecho a cada golpe detos. El sendero que serpeaba al lado de la charca, convertido poco apoco en una vena de agua, saltó el dique del tronco en que sentabaNicanor su tristeza. ¡Dios del cielo! El monte se desangraba partidopor los relámpagos. Los capachos gemían en la espesura que llorabalágrimas de sangre blanca descendiendo en alud desde los cerros y delas copas de los árboles. Pujaba el río la amenaza de la creciente. Otrorelámpago, otro. El último alumbró a Nicanor, parado en medio delcamino, con la boca plegada en un gesto radiante. En el cielo no sealcanzaban a contar los truenos. Llovía, llovía torrencialmente. Muylejos, los caracoles marinos anunciaban desde los caseríos la cabezotade agua que bajaba.

Llegado al rancho se sintió invadido por el rumor de la quebradaque anunciaba un caudal extraordinario. Sonrió satisfecho al penetrarsigilosamente en la casa. Del alto jorón sacó sus enseres de cacería y,además, un bultito redondo que introdujo en la “chuspa” de hule. La

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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puerta abierta enseñaba el cielo cruzado de latigazos de fuego. En eljergón, un candil prendido alumbraba y daba al cuerpo echado actitu-des infantiles. Un pequeño movimiento transformó a la mujer dormidaen una montaña imponente de carne. Con calma, el hombre vació elcarburo en el depósito de la lámpara. Las piedrecillas, calentadas porla humedad, cayeron con estrépito en el tanque, levantando un polvilloafilado que se le coló en la nariz. Roncó con disgusto y alarma. No lopudo evitar. Una tos, como un crujido, apagó el candil. En la oscuridadinsistió el acceso. Maldiciendo con toda su alma, rasgó un fósforo y loacercó a la mecha. La luz reveló a la mujer, incorporada sobre un bra-zo.

El hombre, cadavérico del susto, contempló la cara mofletuda. Re-accionó, y terminó de cargar el tanque sin contestar la mirada interro-gante de ella. Una voz delgadita, incongruente, salio del corpachón:

—¿Onde vas con la noche tan fea?Tembloroso, contestó que iba a asegurar las canoas. La mujer le

sonrió —maldita sonrisa— Y le hizo señas de que se aproximara. Apre-tando los dientes, recibió en el bigote un beso blandito.

Salió hacia la noche.Frente a la luz de la lámpara de carburo, el agua blanqueaba como

una tela de mosquitero. Con la brisa fría que agitaba las hojas veníaaún la advertencia de los caracoles.

Avanzaba a grandes trancos.El suelo y las hojas secas se deshacían, se movía la tierra licuada

descubriendo las raíces de los árboles. El Talamanca bajaba en alud.Frente a una peña, Nicanor detuvo la marcha. Hurgó en la “chuspa”,

y sacó el taco de dinamita. Alumbrando cuidadosamente, buscó uncuenco apropiado en la roca y acomodó el pequeño instrumento dedestrucción. Con los labios fruncidos en rabiosa determinación, pren-dió la mecha hacia la mole. Al otro lado bajaban en carrera enloqueci-da los árboles desplazados por la creciente. Un resplandor de fragua, yen la vegetación retumbó un trueno más. El barranco y la peña pulve-rizados, abrieron paso a un nuevo río que se precipitó hacia el cercanorancho de Nicanor.

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FRANZ GARCÍA DE PAREDES

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La madrugada sorprendió a Nicanor dándole lumbre a la últimapipa de la jornada memorable. Triste madrugada decreciente, huérfanade pájaros. Aún caía el aguacero. El rostro de Nicanor se había transfi-gurado con una expresión de infinita paz. Apagó el fulgor helado de lalámpara al subir la trocha que conducía al caserío de la loma.

Con la visión de las casas relacionó la imagen de Carmen, unachola que no era por cierto muy joven, pero ¡oh felicidad impagable!,flaca como un grillo. Se distinguían siluetas en el umbral de los ran-chos. De pronto, todas hicieron gestos alborozados. Nicanor disminu-yó la velocidad del paso, desagradablemente inquieto. Casi enseguidaentró en franca agonía. En uno de los ranchos se perfilaba, rotunda, sumujer. ¡Dios! Se salvó. Tosió Nicanor. El pecho le silbó desastrosa-mente. La espalda se dobló, la vista se torno vidriosa. Como un gorjeole llegó la voz maldecida de la mujerota, babeante de felicidad. Cerrólos ojos con resignación al caer en los brazos amantes. Luego, “crack”,un sonido apagado, humildísimo. Sucedió lo que nadie podía evitar.La pasión de la amantísima mujer quebró, como si hubiese sido decristal, su cuello indefenso de palúdico.

Ante el espanto de todos los vecinos, el rostro sin vida de Nicanorle sonrió a la lluvia.

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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RAMÓN H. JURADO (1922-1978), obra: Un tiempo y todos los tiempos. (1975).

Ramón H. Jurado

Herenia, la lejana

A Boris Zachrisson

Me aproximé con sigilo. Seguro estoy que no sospechaba micercanía. Sin embargo, con precisión increíble, tornó el rostro, claván-dome sus ojos hondos, tristes como la distancia. Mirándome indefini-damente, sin asombro por mi insólita aparición, dijo bajo la miradaimprecisable:

—Vienes como desde el tiempo.Me aterró semejante recibimiento. En realidad habían ocurrido tan-

tas cosas que, en cierto modo, éramos sobrevivientes. En el mismotono de cansancio agregó:

—¿Dónde estuviste toda esta eternidad?Me resultaba difícil encontrar respuesta para sus palabras. Me lle-

gaban envueltas en un aire de fatalidad y no encontraba el modo depenetrar esa densa soledad que la envolvía.

—Ni yo mismo lo sé.Y como si no hubiese entendido mis palabras, insistió:—¿Qué te trajo desde tan lejos?—No me encontraba lejos —¿ respondí de inmediato tratando de

romper el halo fatal que la arrastraba.—Ah —dijo. —Yo te veía caminando siempre hacia mí, siempre,

de día, de noche, a todas horas y nunca he podido comprender por quéno llegabas...

—Soñabas y a veces los sueños pierden... —Y como si hablara conotra persona, expliqué: —Jamás podríamos encontrarnos porque an-

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dábamos por mundos distintos.—Es cierto. —Y como si su voz me llegara con neblinas:—Han pasado tantas cosas...—Lo sé. Por eso estoy aquí.—¿Y eso qué soluciona?—Nada. Pero conversar ayuda ....—Es cierto.Tras esas palabras, se abrió un espacio. Yo sentía que no sólo era

obra del silencio que se alargaba en ese atardecer sin luz ni ruidos, sinoalgo físico, sólido, como si sucesivas olas de tierra nos alejaran. En-tonces sentía que desde esa otra orilla en donde ya se desdibujaba mellegaban sus palabras. Eran hojas enloquecidas que vientos extrañoslanzaban contra mí.

—¿Crees que la muerte rejuvenece? —la oí decir desde tan lejos.—No sé. Todo lo que tiene que ver con la muerte es misterioso...—Pues sí, rejuvenece —me replicó, segura de sí. Y prosiguió:—¿Recuerdas la noche aquélla, la última en que tú y yo nos vimos,

cuando inesperadamente apareció ante nosotros...?Reconstruyo el grotesco espectáculo. Ella, muy junto a mí, habla-

ba cosas de su inmensa imaginería. De pronto surgió él, frente a noso-tros. Ella no hizo el más leve movimiento. Ni siquiera cesó de hablar.Cuando se detuvo fue para levantar lentamente la mirada hacia él ysostener el silencio. Entonces, no sé si asustado por su irreverencia odecidido a lo irreparable, dijo: “Decídete. Te quedas con él o vienesconmigo”. Él, allí, de pie, muy cerca, aguardando el infinito; ella, conla mirada perdida en su rostro agredido por las sombras, silenciosatambién, y el tiempo paralizado. Entonces, con esa misma voz queahora me habla, dijo: “Espérame”. Y volviéndose a mí, simplementeagregó: “Adiós”. Desde entonces son muchos los años transcurridos.

—Desde luego, la recuerdo —respondí como quien despierta.—En ese momento decidí de una vez por todas mi vida. Cuando

me alejaba hacia él y permanecías a mis espaldas sentí que un manojode hilos azules —¿por qué serían azules?— se rompían uno a uno.Cuando estuve a su lado, vi cómo te devoraba la lejanía.

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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Hizo una pausa como de ausencia y yo la oía, sin atreverme a inte-rrumpirla, porque su voz me llegaba desde la otra orilla. Siempre conun dejo indeciso entre el cansancio y la agonía, prosiguió:

—Vino aquello horrible del matrimonio y los enormes años. Losdías como desiertos... las noches eran silencios largos donde los re-cuerdos ni siquiera se aproximaban.

Volviéndose repentinamente hacia mí, dijo:—¿Recuerdas bien cómo era?—Sí. —Respondí.—Era normal. Más bien feo, pero de un contorno agradable. Y

como tú... Es más... diría que era más joven.—Es posible.—Pues bien, un día cualquiera descubrí un hecho curioso. Lo en-

contré en un detalle insignificante, tan insignificante que no puedomemorizarlo. Pero era evidente el acontecimiento: ¡Envejecía! Enve-jecía ardientemente. El descubrimiento desató en mí una insana curio-sidad. Desde ese momento me di a perseguir la más mínima señal ensu rostro, en su andar, en sus brazos. Así constaté, por ejemplo, que losojos se le achicaban; que los brazos enflaquecían vertiginosamente;que la cara se le encogía, se achicaba velozmente. Era un proceso rau-do, sencillamente monstruoso. En ocasiones le decía: “¿Te sientesbien?” Y él respondía: “Perfectamente” Yo lo acosaba: “¿No te notasnada extraño?” “Absolutamente” —respondía mientras me reprocha-ba: “Tú siempre andas viendo cosas”.

En este momento hizo una larga pausa, buscando sabe Dios quérecuerdos en el horizonte. Yo no atinaba a decir nada, ni a tocarla si-quiera, porque para entonces, crecía en mí la convicción de que no eraotra cosa que un recuerdo que me hablaba. Regresó desde lo más ex-traño y dijo, mirándome, por vez primera, fijamente a los ojos:

—Yo te diría que fue cuestión de días. Envejecía aterradoramente.Era tan obvio el hecho que todos callaban por compasión. Sólo él nopercibía cuanto le estaba sucediendo. Nosotros lo atribuiamos al exce-so de trabajo porque, evidentemente, se entregó al trabajo con frenesímorboso. Era un trabajador perseguido por la fatalidad. Era el esfuerzo

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tenaz, agotador, sostenido, sin éxito. Daba dolor contemplar su afáninútil, ese diario comenzar, ese desesperado entusiasmo por empezarlo que siempre concluía en fracaso. Y él no parecía comprender cuantole sucedía, que a cada nuevo día, que al final de cada nuevo intento, susituación era más desesperada. Un día me dijo:

“—Quiero que tengas todas las cosas en orden.“—¿Qué cosas? —le pregunté.“—Las cosas, pues” —fue toda su respuesta.—No mucho tiempo después, me dice en tono grave aún, pero sin

ceremonias:“—Toma este dinero y consérvalo. Puede serte útil en cualquier

momento.“—El dinero siempre es útil en todos los momentos” —le respondí

yo sin comprender si había algún significado oculto en sus palabras.“—Yo sé lo que te digo” —agregó por toda explicación.“Nunca supe la cantidad y por mucho tiempo olvidé definitiva-

mente en dónde lo había colocado. Sólo aquel día, como iluminada porun reproche, recordé con una precisión increíble el sitio en donde seencontraba el dinero, cuya utilidad era en esos instantes, precisamente,desmesurada. Por esos tiempos los rastros de la vejez se le acumulabanapresuradamente por todo el cuerpo. ¿Sabes...? Me duele y me des-agrada hablar de estas cosas...

—A veces conviene hacerlo.—Es cierto —repitió como en la primera ocasión—. Por eso lo

hago ahora. Así, pues, sobra decirte que poco era lo que quedaba ya desu porte elegante, de su pelo rojizo, de su piel tersa, porque la anciani-dad lo devoraba sin piedad. Era algo grotesco, indescriptible. A talpunto había avanzado el misterio que no era fácil reconocerle. Sólo élignoraba cuanto le estaba ocurriendo. ¿Lo ignoraba en verdad? Un díasalimos con un propósito definido que ahora mismo no recuerdo. Nobien nos alejamos de la casa, me dijo:

“—Debo regresar. Olvidaba que tengo una cita y necesito unospapeles que están en casa.

“—Te acompaño —le dije.

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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“—No hace falta —replicó—. Es necesario que cumplas cuantoantes ese encargo. Te veré luego”.

—Sin más explicación detuvo el auto y regreso a casa mientras yotomaba rumbo distinto. Anduve sin concierto por muchas partes. Algome incitaba a no regresar. Pero un desasosiego mayor me indujo avolver y así —alzó hacia mí sus ojos— a poca distancia de la casa unaaglomeración insólita me previno de lo sucedido. Una voz vecina medijo: “Herenia, no sigas”. Ya no tuve dudas. “Si yo no quiero seguir —le respondí—. Me quedaré en su casa”. Cuando la multitud se desvane-ció y todo parecía plácidamente normal, me encaminé a casa envueltaen una absoluta serenidad. Todo estaba igual allí. Hasta pensé que sólohabían sido alucinaciones, estorbos de los presentimientos. Estuve re-corriendo la casa, lenta y maliciosamente, buscando algún signo queaplacara mis temores, más nada delataba el acontecimiento. De pron-to, un lamentable descuido de quienes quisieron privarme de cualquierhorror, me situó frente al suceso: desde la puerta del baño, comenzabaa avanzar hacia la sala un hilo de sangre. Fue el presagio de la revela-ción total. Entonces alguien, ante lo irreparable, me dijo cuanto suce-dió.

En ese momento comencé a sentir extrañas sensaciones en mi cuer-po, particularmente en la cara. Pequeños y sostenidos tirones bajo losojos me hacían pensar que mi piel se estiraba. Semejante era la sensa-ción de que se me amontonaban las arrugas. Pero esta angustia cre-ciente se detuvo cuando nuevamente me sujetó la voz transparente deHerenia:

—Sólo volví a verlo en los funerales. Te juro que no me atrevía aaproximármele. Sin embargo, en cierto momento, algo me levantó demi asiento y me condujo a él. Entonces lo miré detenidamente, sinasombro y sin agonías. Aquí, sobre la, sien derecha, la sombra de unamancha indicaba el sitio por donde penetró la bala. Sólo eso. Pero loinsólito, lo profundo y adorable era que, así, en plena muerte, su rostroestaba envuelto en una tersa juventud. Habían desaparecido las arru-gas monstruosas. La boca deformada por la ancianidad, recobró sujuvenil encanto; el pelo volvió a su color rojizo, en fin, te digo, que

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FRANZ GARCÍA DE PAREDES

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nunca fue más joven ni más hombre que entonces, cuando la muertehabía apartado de su rostro la angustia terrible de vivir.

En ese momento me levanté de improviso, aturdido por una terri-ble convicción, por una certidumbre que se volvía horror. No eran loshuesos, ni el alma. Era mi piel la que se transformaba; sentía que eltiempo se arremolinaba en mi rostro haciendo surcos, arrugas, ojeras,manchas, escamas... Eran años y años que me aniquilaban el rostro yencogían mi cuerpo. Ya, entonces, no tuve dudas. Caminé despavori-do, sin propósito, como si huyera de algo, hasta que, sin saberlo, medetuve frente a los cristales de la ventana. Allí, el temor me hizo pie-dra. El presentimiento me entumecía, sin que me atreviese a levantarel rostro. Finalmente, cuando de nuevo intentaba huir, tropecé con micara en el cristal. Fue lo último. El estupor definitivo. No había enveje-cido. Mi rostro estaba igual. Al volver la mirada hacia ella, lo com-prendí todo: la ancianidad la había devorado.

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BORIS ZACHRISSON (1928), obra: La casa de los ladrillos rojos y otros cuentos (1975).

Boris Zachrisson

El arete

Vivo en una casa velada por el tiempo. Ahí suceden las cosas másraras. Un día se ríe casi con vulgaridad; otros, el más absoluto silenciorecuerda un severo claustro. Esta casa es de la época canalera. Es deconstrucción francesa. Tiene grandes salones con pisos de caoba quese mantienen lustrosos. Tan lustrosos están que el misterio se desliza.No se atreve a caminar temeroso de caerse.

Los salones que dan al balcón se mantienen cerrados. Los sábados lacasa abre sus puertas para la limpieza. Las grandes y pesadas cortinas dedamasco con sus bellotas en los bordes, son sacudidas, inundando lacalle con el polvo de medio siglo. Tomás es el encargado de los trabajosfuertes. Limpia los pisos, sacude cortinas, en fin todo lo que necesite desu fortaleza física. Tomás está tan lleno de misterio como todos los quevivimos aquí. Es un mulato de treinta años y con treinta años de vivir enesta casa. María es propiedad de la familia. Sus cuarenta y tantos años devivir encerrada le han convertido en la réplica viviente de una estatuaoriental color ámbar, que adorna la existencia gris de la casa. Isabel y yosomos los más jóvenes de la casa.

Somos cuatro personajes envueltos en el más extraño laberinto derecuerdos. El salón de la casa, con sus innumerables fotografías y her-mosos óleos, bandejas de plata con fechas y nombres, muebles anti-guos, evoca tiempos de testas coronadas.

Todos los salones lucen pálidas alfombras persas. La escalera queda a la puerta principal tiene escalones de granito. El botón de la puertaestá enmohecido.

Isabel es la cocinera, y como tal está enterada de todo. Me cuentalos más increíbles chismes. A menudo nos reímos. Con nuestra risa

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nos vengamos del silencio.Ayer Isabel me dijo que en la puerta de atrás de la casa se encontró

un arete. Es curioso, pues la puertecilla sale a un estrecho callejón —donde los gatos cantan himnos de amor— y es utilizada solamente porTomás, Isabel y yo.

El arete es una fina joya de platino adornada con brillantes, el cen-tro luce una hermosa esmeralda que tiene la forma de las lises de Fran-cia.

Por ignorar quizás su valor e intrigada por el hallazgo, Isabel meentregó el arete.

El asunto comienza a preocuparme. Tomás limpia la puerta traseraa las seis de la tarde, y terminada la faena le pone un cerrojo. María,después de servir la mesa a las siete de la noche, se refugia en su cuartolleno de santos. Isabel sube a mi cuarto —vivo en la buhardilla de lacasa— y juntos, recostados en el alféizar de la ventana, vemos termi-nar la tarde y comenzar la noche. Después...

Isabel cruza el patio camino a su cuarto.Y la casa se queda en silencio con su noche invadida por el nostál-

gico aroma de los heliotropos que adornan el patio.¿Qué ser extraño puede ser el poseedor de tan maravillosa joya,

que ronda en las noches dejando una huella cara?¿Qué dama sondea el misterio de los gatos?¡En algún joyero las lágrimas ocuparán el sitio de tan preciado

arete!Mejor será no pensar en ello; son las nueve de la noche y mañana

tengo que ir a misa con la Señora. ¡Sí!... la Señora, el quinto personaje;la dueña de la casa; la Reina de cuatro súbditos. Es una señora de unoscincuenta y cinco años, de porte alto y distinguido. Sus hermosos ojossugieren terribles pasiones. Sus manos son largas y bellas. Su voz estan armoniosa, que los regaños salen envueltos en seda.

El tratamiento que recibo en esta casa es el de sobrino de la Seño-ra. Ella se dirige a mí llamándome por mi nombre. Yo, con el usualtrato de Señora.

Isabel, con su extremada curiosidad, me ha dicho que de los mu-

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chos y resonantes apellidos de la “tía” no existe ninguno que se parez-ca al mío. No le doy importancia al asunto. El único rostro que recuer-do desde que tengo uso de razón es el de ella. Con el correr del tiempola Señora me solicita menos. El mes pasado sólo la vi cuatro veces.

Estaba enferma, dijo María, y me vi obligado a comer solo duranteeste tiempo. Al pasar por su cuarto sentía gemidos.

Isabel asegura haberla visto llorar.Es hora de dormir; el reloj del pasillo con sus campanadas me anun-

cia las diez de la noche.Las campanas de la iglesia me despiertan. He dormido poco.Debo apurarme. Siento los pasos de María que sube al cuarto de la

Señora. Me siento nervioso.“Anoche soñé que la Señora se encontraba en un gran salón ilumi-

nado por hermosas arañas. Un caballero elegantemente vestido baila-ba con ella. Daban tantas vueltas que la Señora se sintió cansada. Elcaballero la acompañó a tomar aire. Salieron a una terraza, y mientrasconversaban, se acercó una dama vestida con gran lujo. Su traje era deterciopelo negro, sus cabellos eran castaños, su único adorno eran unoshermosos aretes de esmeralda rodeados de brillantes con la forma delas lises de Francia. La dama no tenía rostro. El caballero al verla lehizo una reverencia, y tendiéndole su mano, entraron al salón. La damareía y la Señora en la terraza comenzó a llorar”.

“Después... no sé. Mi sueño se volvió oscuro y complicado, sinninguna ilación. Sólo veía ventanas que se abrían y cerraban. Luego lavisión se hizo más clara y ordenada. Por una calle venían la Señora yMaría. María cargaba a un niño recién nacido. La Señora miraba haciaatrás con mucha frecuencia. Caminaban con gran prisa; se detuvieronen una esquina y vieron una placa con el nombre de la calle. Maríahablaba pero yo no oía nada; la Señora movía la cabeza afirmando yseñalaba la placa iluminada por el farol de la calle. Era de noche y unaleve llovizna rociaba las tejados de zinc produciendo una soporíferamusiquilla...”

Un golpecito en la puerta y la voz de María que me dice que laSeñora está esperando.

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La señora, María y yo bajamos por la escalera de granito. El pica-porte, reacio a la mano de María, cede después de un interminableminuto. Es un amanecer de ruidos quietos.

Llegamos a la iglesia que está a unas escasas cuadras de la casa. Secelebra una misa de difuntos. Los cirios y la lenta letanía del cura vancalando mi estructura ósea. Miro de reojo a la Señora que reza piado-samente. Cuando la música del órgano invade la nave de la iglesia, misojos lloran lentamente; luego rezo como no lo había hecho nunca. Lamúsica ha cesado. La Señora y María tienen los ojos enrojecidos. LaSeñora me entrega un pañuelo de encajes. Me seco los ojos. Ellas salencon extremada cautela (como temiendo que la gente se entere de nues-tra presencia) antes de terminar los oficios.

En la casa, después del desayuno, la Señora me ha dicho quedesea hablarme. En el pasillo me cruzo con María e Isabel. La Señorahabla con Isabel en el momento que llego, luego se callan. María pidedisculpas. No sé qué está pasando. Ya me voy enterando. Isabel haconfesado lo del arete. La Señora me observa detenidamente; luegosaca de un cofrecillo que está a su alcance el misterioso arete. Me loentrega y dice: “Este es el arete que encontró Isabel y te lo entregó...María lo buscó en tu cuarto mientras desayunabas... no te asustes, notengo de qué reprenderte. ¡Te prometo que dentro de unos días envia-rán el otro y te lo regalaré! Quiero que tú los tengas como un recuer-do”.

María sale de la habitación seguida por Isabel y yo. Isabel me haceun guiño de ojo. En el patio se encuentra Tomás, el mulato, bruñendola plata.

Hoy será un día de tantos.Espero que llegue la tarde y junto con Isabel, apoyados en el alféi-

zar de la ventana, ver el inicio de la noche.

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ERNESTO ENDARA (1932), obra: Cerrado por duelo (1977), Un lucero sobre el ancla

(1985).

Ernesto Endara

La renuncia“He renunciado a ti. No era posible.

Fueron vapores de la fantasía;

son ficciones que a veces dan a lo inaccesible

una proximidad de lejanía.”

Andrés Eloy Blanco

Tito Turner se echó a reír cuando le dije que guardaba mi pasado endos cajones. Me dijo: “Qué pasado tan falto de materia. El mío sedesborda, ya no cabe en un baúl, dos archivadoras y varias maletas. Elpasado es un caramelo, amigo mío, puedes pasarle la lengua de vez encuando y volver a saborear las cosas ricas que te sucedieron. Tambiénes una mina. Si un día te encuentras seco, nada más tienes que escarbarpor entre los viejos papeles...”.

Me impresionó Tito. Por eso excavo en esta especie de cemente-rio, sin saber a ciencia cierta qué es lo que voy a exhumar. Ni siquierapuedo decir que busco un tema.

Son dos cajones grandes llenos de papeles amarillentos; coleccio-nes de jabones y fosforitos de hoteles que quizá ya no existen; llaverosy llaves de puertas olvidadas; facturas y recibos de transacciones fan-tasmas; postales de un mundo irrepetible y tarjetas de presentación depersonas desaparecidas. ¿Para qué guardo esas cosas? Ni yo mismo losé. Me muero y estoy seguro que mi mujer respetará lo que con tantocelo conservé; pero, a su edad, ni la curiosidad, pulga que el tiempoenseña a no picar, la movería a revisarlos. Después, se irá ella también.Los cajones nos sobrevivirían sin justificación alguna. Si los hijos vol-

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tean los benditos cajones será únicamente buscando algo de valor an-tes de vender los muebles. ¡Qué chasco! “¿Para qué guardaría el viejotantos checheritos?”, se preguntarían un poco decepcionados. Final-mente, el pasado, mi glorioso pasado, contenido de los cajones, iría decabeza a un fuego purificador; o los meterían en dos bolsas de plásticonegro y los mandarían a rellenar la hondonada del cerro Patacón ocualquier otro basurero.

Tal vez entre los papeles encuentre un tema. Si aparece, será bienrecibido, si no, de todas maneras ahorraré trabajo a mis herederos por-que haré limpieza. Irónicamente, ahora que se me acaba el tiempo,tengo tiempo de sobra para revisar el pasado y desaparecer lo que nose fugó con las hojas del almanaque.

¡Uf, cuántos recuerdos que no recuerdo! Poemitas...

Amanece...Un pescador se enredaen su fisonomía de redes.Busca un beso en las paredes,mientras el mar, sentado, espera.Amanece...

¿Quién no comienza escribiendo poesía? Como si fuera lo másfácil. ¡A volar papelitos! Espera, espera, voy a guardar éste:

Paradoja en el mar: la vela regresa diciendo adiós...¡A la canasta con los otros! ¡Por Neptuno! (imaginó que así debe

jurar un buen marino), ¡las cursilerías que se me ocurrían cuando mecreía un poeta! Aunque... hay algunos, como éste otro, que también levoy a retrasar su destino final...

Por los labios de las olas,con su voz imperceptible,el mar canta y enamoraa los barcos insensibles...(pasión imaginaria de mis vagos pensamientosque juegan con el viento)

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Veamos qué hay en esta carpeta color guineo. Ah, un diario. De1960, nada más y nada menos. Desde allá hasta acá se ha trazado en lacuadrícula de mi vida una gráfica irregular de treinta y tres años delargo. Me acuerdo de ese mil novecientos sesenta. ¡Cómo no! Ese añolo pasé casi todo embarcado en el “Yaracuy”. Recuerdo que en esetiempo me escribía cartas a mí mismo. Las ponía en un puerto, pararecibirlas en el siguiente. Era un desahogo epistolar con el que medivertía describiendo mis diferentes estados de ánimos, e intentaba frí-volos análisis a las mujeres que conocía para decidir las tácticas queme conducirían hasta sus camas. Tan hablantín era en ese tiempo que,cuando no tenía con quién, conmigo mismo conversaba. Con razóncomienzo el diario con esta acotación tan extravagante, encerrada enun cuadrito:

“Para ser leído por mí mismo cuando me sienta viejo,sea libre y tenga tiempo de sobra”.

Aunque cumplí los sesenta, no me siento viejo; por otro lado, hacepoco comprendí que la libertad es un fugaz estado de ánimo; y, porúltimo, hace rato que no me sobra el tiempo. Sin embargo, nada meimpide gurguciar en mi propio diario. Veamos...

Escribo versos por culpa de Anita, la de calle “I” que me fasci-nó tocando La Bacarolla en su violín y que después del primerbeso me dijo que yo era un poeta. Me alegro de haberla conocidoantes de irme a Venezuela y embarcarme en el “Yaracuy”. Es bue-no tener quien lo espere a uno. Que lleve este diario, tendríamosque achacárselo a Joseph Conrad, a Jack London y a Malcom Lowryque me han llenado la cabeza con sus aventuras de mar, y ahoracreo vivir constantemente en una...

Quizá no encuentre nada original en estas páginas, pero no le voy aquitar al muchacho que estaba tratando —y me parece que lo logró—de comunicarse con su futuro.

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Sigamos. El 6/4/60, empieza con lo que parece una declaración depersonalidad.

Soy lo que se llama un romántico, un tipo sentimental. No piensocambiar. La gente práctica suele criticar esta manera de ser. Mar-celino es uno de ellos. Es raro que seamos tan grandes amigos sivemos la vida desde puntos de vista tan diferentes. Marcelino per-tenece a esa muchedumbre que asegura, con enfermiza contuma-cia, que el tiempo que nos ha tocado vivir es muy duro para dejarseablandar por una puesta de sol. Hay que ponerse en onda con elmundo, dice, se debe prestar más atención a los gruñidos del estó-mago que a las canciones del corazón.

Hummmm... Veamos otro día...

22/6/60. —A bordo del “Yaracuy” las discusiones entre Mar-celino y yo se han convertido en una especie de show. Son emotivasy vehementes, pero siempre lúcidas, y nunca, nunca, ofensivas oinsolentes. Algunas veces pienso que son un despilfarro de pala-bras y pensamientos, pero hay que aceptar que también son unrelleno substancioso para las horas tan lentas que pasamos nave-gando en esta inmensa olla que es el Golfo de México.

Desde que Marcelino y yo nos encontramos en este barco, seanimaron las sobremesas. Todos hablan, hasta el primer piloto, elseñor Anker Krag, un danés caballeroso y reflexivo que hasta en-tonces había sido muy introvertido, mete su cuchara de vez en cuan-do. El capitán Asciclo Morelia escucha divertido, rara vez inter-viene, él es un filósofo. Pero el día que declaré que me gustabanmás los Veinte Poemas de Amor que el Canto a Stalingrado, medijo que iba camino al egoísmo si perdía de vista que hay máspoesía en la fraternidad entre los hombres, que en el amor de unapareja. Los demás rieron —risa inexplicable porque, aparte delcapitán y Marcelino, ninguno ha leído los tales libros—. Marcelinoaprovechó para imitar la voz de Berta Singerman para declamar:

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“Me gustas cuando callas porque estás como ausente...” A mí, loúnico que se me ocurrió fue decirle que me gustaría verlo a él y alcapitán enamorar a una mujer con algo como “Yo he de ver zarparmuertos en ataúdes a vela ...”; y los demás volvieron a reír.

Advierto que no soy un fanático. Hasta acepto que esta sensi-bilidad con que estoy dotado me ha causado en algunas ocasionesmás de un dolor de cabeza. Con todo, me parece grandioso poderdar un toque espiritual a los asuntos materiales de la vida. No pue-do aceptar que una existencia quede resumida entre una fecha denacimiento y una nota de defunción, y en el medio: comida, se-men, sudor, caca y una obsesión casi mística por engrosar una cuentabancaria. Eso por un extremo, por el otro, no creo que una entregaa la rebelión de las masas sea más sublime que entregarse al amorde una mujer. El individuo es importante, su personalidad, su liber-tad, su poesía interior. Allá ellos si se niegan el placer de imaginarque la luna es una dama majestuosa y coqueta a la que el rutilanteAldebarán, su paje favorito, sopla hechizos y hace guiños atrevi-dos.

Desdichados los que no sueñan. Yo hasta despierto lo hago.Hoy me parece que ambas cosas: el sentimiento poético de la

vida y luchar por la utópica revolución que ofrece un mundo quejamás veremos, es una cachimba de opio de la que solemos aspirarcuando no hemos cumplido los treinta años. Casi no me identificocon el muchacho, excepto en que todavía soy feliz con la tajada desensibilidad que me queda. Pasemos los días ...

2/7/60.— ¡Qué buena parranda en Mobile! Y eso que prohíbenvender licor los fines de semana.

3/7/60.— La máxima favorita de Marcelino: “esto es bueno sisirve para ... ”. Creo que él es así desde chiquito. Pero ahora lo estádeformando más su extremo materialismo. Estoy por echarle laculpa a los libros que lee.

Sus lecturas son disímiles, complicadas y curiosas; no es ex-traño que lo hayan enredado. Los libros que he visto en su escrito-rio no me atrevería a tocarlos ni con los guantes de un aceitero.

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¡Qué títulos!: Historia de la guerra del Peloponeso; Miseria de laFilosofía; Las aventuras de Arsenio Lupin; Por qué no es inútiluna nueva Crítica de la Razón Pura; El papel del trabajo en latransformación del mono en hombre. ¡Hágame el favor! ¿Quiénque se lea estos libros puede seguir pensando con naturalidad? Ysu biblia, su libro de cabecera: Pragmatismo, un nuevo nombrepara algunos antiguos modos de pensar. Con sólo el título quedofatigado. ¿Qué puede salir de tal menjurje didáctico? Pues, nadamás y nada menos que un Marcelino. Sí, mi mejor amigo a pesarde ser mi antípoda. Ni el tercer ojo de Lobsang Rampa podría abar-car todo lo que nos separa. Ayer nada más, le oí declarar con firme-za que después de alcanzar su título de capitán, navegará un par deaños más y se retirará. ¡Dice que comprará tierras, inventará cosas,abrirá negocios¡; en fin, se hará rico. Por mi parte, confieso que mimaterialismo se podría resumir en una casita frente al mar dondepueda escribir poemas al atardecer.

A Marcelino, eso de ser tan práctico, lo ha llevado a cometergrandes errores, algunos imperdonables, como la vez que estandoyo de guardia en las máquinas, entró en mi camarote y se puso ahurgar aquí y allá, y habiendo encontrado mi pipa favorita (unaFrank Medico curada en coñac), le raspó la maravillosa costra quetanto me había costado formar, porque “es inmoral fumar en unapipa tan sucia”. Casi nos cuesta la amistad. Pero bueno, ¿quién nocomete errores? Es mi amigo.La verdad, Marcelino era un tipo muy especial. ¿Por qué digo era?,

debe serlo todavía. Tiene mi edad, no es tan viejo. ¿O será que a medi-da que envejecemos los viejos nos parecen menos viejos?

Leer este diario ha sido meter la memoria en una ducha fría,vivificante. Comienzo a recordar todo como si fuera ayer

21/8/60. —El capitán anunció un ligero cambio en nuestro iti-nerario. Teníamos meses de no salir de La Guaira, Maracaibo,Mobile, Houston, New Orleans y Trinidad. Esta vez, antes de tocarMaracaibo, llevaremos unas cajas a la refinería de Amuay, en Coro,esa península que parece una cabeza de duende. A casi todos les

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pareció más aburrido que interesante, pero a Marcelino y a mí nossacudió algo por dentro.

Lo que pasa es que la tal refinería dista unos pocos kilómetrosdel pueblo de Punto Fijo y su puerto Las Piedras, archiconocidopor nosotros, por ser uno de los extremos de la llamada ruta serru-cho que con toda regularidad cumplía el viejo S/S Bolívar, petrole-ro de la Mene Grande Oil Company, donde Marcelino y yo com-pletamos las ciento ochenta singladuras exigidas para recibir eltítulo de la Náutica. Lo que son las cosas ¿no? Precisamente, elmes pasado, remontando el Misisipí, habíamos visto aquel viejocacharro de tan magnífico nombre, escorado en una orilla del ríooscuro y enmohecido, esperando turno para ser refundido. No pudeevitar un lagrimón por el pequeño petrolero que había sido nuestroprimer barco. Ya graduados, Marcelino y yo, por sorteo fuimosdestinados como oficiales en práctica a la Mene Grande y coinci-dimos en aquel pailón de acero que muy ufano llevaba el nombredel Libertador. La ruta serrucho era: cargar crudo en algunos puer-tos del Lago de Maracaibo, y descargar en Las Piedras, donde otrosbarcos de gran calado llevarían el petróleo a diferentes refinerías.En verdad, la ruta era atroz, el barco destartalado y el clima unverdadero castigo: “Mirai, primo, aquí no llueve sino que el solsuda”, se burlan del calor los mismos maracuchos. Muchas vecessuspiramos de autoconmiseración y envidia al pensar en los com-pañeros que les habrían tocado barcos de navegación de altura yque estarían con la boca abierta admirando los rascacielos de Nue-va York o caminando, muy abrigados, por esa pecaminosa y des-lumbrante calle de Hamburgo donde mujeres maravillosas se exhi-ben semidesnudas en ventanas como escaparates.

Marcelino y yo fuimos condenados al hastío de una ruta depueblos adormilados por el calor; a la soledad de esos muelles lar-gos, angostos y negros, donde parece que siempre el mismo viejopesca su aburrimiento y dormita la fatiga de los años; en fin, fui-mos prisioneros en ese lago erizado de torres petroleras que emergencomo fantasmas de hierro entre el vaho caliente de sus aguas.

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Pero siempre hay compensaciones: La amistad que florece enestos barcos petroleros es de confianza total, de camarote abierto yescritorio sin llave; se convierte en un compañerismo a toda prue-ba y que todo lo comparte. Cosa hermosa en verdad, la amistad. Laotra compensación, la que más nos ayudaba a halar el tiempo: losburdeles.

¡Tronco de burdeles, mi vale! Entre el puerto de Las Piedras y el pueblo de Punto Fijo selevantan, si no los más lujosos, los más pintorescos y sonoros bur-deles de toda Venezuela. Hay dos grandes ciudadelas del placer.Una arriba, en la meseta de vientos calientes, que se alza como unoasis imprevisto en medio de esa árida planicie en la que sólo pue-den medrar pandillas de chivos olvidados. Es El Nuevo Mundo,ciudad encantada, una página voluptuosa de Las mil y una noches.La primera vez que vi aquellos seis edificios diseñados y construi-dos para el ejercicio del amor, me parecieron un espejismo. Peroeran reales, allí estaban, llenos de huríes, amazonas, princesas incas,rumberas cubanas, walkirias de rubias trenzas... en carne y hueso.¡Ay! todo lo que había soñado en las solitarias noches de estudian-te. El Nuevo Mundo es un sitio caro. ¿Acaso no lo son las cosasbuenas, finas y deliciosas? La otra ciudadela, la de abajo, justo al final del muelle, con esenombre tan sabroso: El Tropezón. Cuando lo conocimos ya habíapasado sus mejores tiempos. Los marinos petroleros, que manejanbuenos billetes, van a El Nuevo Mundo. El Tropezón quedó comoválvula de alivio para los hombres del pueblo; pero una que otravez también racalamos por ahí. Sus cuatro edificios cuadrados pa-recen dados tirados en la arena de una playa prohibida. De día,cualquiera cree que es un pueblito fantasma; el sortilegio de lanoche lo convierte en un palacio encendido de alegre putería. ¡Aleluya y cada quien con la suya! Los burdeles son hogares yepitalamio de los marinos trashumantes. Allí nos entregamos confrenesí al más deleitoso de los dones que otorgó la Naturaleza.¡Que piensen otros lo que quieran! ¡Que furiosos griten contra el

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falso amor, que nos adviertan que todo es ilusión maligna, oropel!¡Que juren y perjuren que entre las paredes de un burdel sólo haydolor y perdición! Para mí los burdeles serán siempre una etapamaravillosa de la vida. Bueno, no lo dude, el color del paisaje seráel mismo que el del cristal que ponga ante sus ojos.

¡Qué suerte tuviste (tuve), muchacho! En esos tiempos no se habíainventado el SIDA todavía.

24/8/60.— Mañana recalamos en Amuay; desde allí, Las Pie-dras está a siete vueltas de propela. Hasta Marcelino se ha puestonostálgico por la cercanía de los burdeles donde hicimos los pini-nos del amor. Hace seis años, cuando éramos oficiales en prácti-cas, poco menos que pordioseros del mar, con una mesada tan mí-sera que sólo alcanzaba para los cigarrillos, Marcelino y yo fuimossus turistas más fanáticos. Y es que nunca nos faltó la invitación delos tripulantes del S/S Bolívar. La invitación no siempre incluíamujer, pero no nos quejábamos, ¿de qué podríamos quejarnos? Ade-más, y esto tiene que quedar dicho, muchas de las damas de ElNuevo Mundo y de El Tropezón nos trataron de manera especial.En la plaza mayor de la memoria tengo erigidas estatuas a lasSandras, las Genovevas, las Patricias, las Teresitas y, claro, lasMarías, que alguna vez por deporte, compasión, fraternidad y has-ta por amor, nos regalaron lo mejor que podían dar: sus cuerpos.¡Ay esos cuerpos mitigantes, de temblores frescos y sabios! Deboañadir que, una que otra vez, en la intimidad de las sábanas, nosdieron también una tajadita de sus almas.

Espero que entienda (me dirijo con respeto a mí mismo, viejo),que si escribo todo esto es porque soy un sentimental.

Conque un sentimental. ¿Y qué crees que eres ahora, un prosaicofilisteo?

Dudo mucho que Marcelino se acuerde de toda esa buena gen-

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te. Por mi parte, yo no he olvidado. Recuerdo hasta los apodos quellevaban como diademas de humor: La Pelona, La Tres Minutos,Magda puñales, La Corsaria, Tragoamargo, La Mira- palcielo.¡Qué buenas gentes! Por favor, no me diga que es un desperdicioconservar estos recuerdos con tanta ternura. Tenga presente quefue ternura lo que recibimos. Y eso, la ternura, es lo más digno deser recordado. Un regalo en la vida. Cosa sin precio.

Vaya, esto se está convirtiendo en el caramelo del que hablaTito. Sigamos, nadie me espera..

NOTA: Entre el montón de diferencias que hacen de Marcelinoun individuo tan distinto a mí, he escogido una que nos retrata decuerpo entero para dejarla como prueba. Se trata de un incidenteque compartimos precisamente en el viaje a Amuay que acabo defechar. Bien sé que esta historia no es un clamoroso mensaje a laposteridad ni un edificante ejemplo para las juventudes, pero estoyseguro de que por su naturaleza tan humana permitiría a cualquieraemitir opinión al respecto. Mas no quiero la opinión del mundo, setrata de que sea usted, a veinte o treinta años de distancia, quiénjuzgue y decida quién tuvo la razón en lo que pasó.

¡Anjá, apareció la historia que no estaba buscando!

La Madmoacel es la causa de todas las páginas que siguen. Ojaláque usted no la haya olvidado...

Puedes estar seguro que no la he olvidado.

...La Madmoacel es el dulce, el postre de estos apuntes. Mire sisería buena esta Madmoacel que ni Marcelino el calculador, el hom-bre de las metas y los números, pudo olvidarla. Como veremos.

Llegamos a Punta Cardón el 25 de agosto. Marcelino y yo sal-tamos a tierra como en los viejos tiempos: sedientos y con ganas;pero esta vez con plata en los bolsillos. Tomamos un taxi para ir

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derechitos a El Nuevo Mundo. Duplicamos en la espiral del tiempouna escena remota ya representada por nosotros mismos y por unnúmero infinito de marinos cuando saltan a tierra. Marcelino, vayahombre precavido, esconde parte de su dinero en las medias. Elcarro da tumbos por una carretera de cutis dañado.

Han pasado seis años. Poco cambió en el paisaje. ¿Y nosotros?No sé, no se siente. De todas formas, seis años es toda una épocacuando no se han cumplido los treinta. Parece mucha vida el habervisto una revolución que triunfa, leído quinientos libros, sufridouna tormenta y contar siete amoríos colgados entre el corazón y elsexo.

—¿Te acuerdas de La Madmoacel? —me pregunta Marcelino.—¡Claro! —le contesto.

Aunque son más de la seis y medía, el sol, pintor retrasado todavíada brochazos dorados en la meseta desolada. ¡De color era el cabellode La Madmoacel. ¡Vaya si la recuerdo!

Márgara, Margarita, Margot, alias La Madmoacel la blancacumanesa de cabellos cortos y rubios enmarcando una nariz respinga-da culpable de su apodo. Parisina asoleada esta Margarita tan risueña.Categoría y belleza, supo sacar provecho de su aire afrancesado. Biencondicionada para su profesión, a la que no entró por la fatalidad de sudestino sino por despreocupada escogencia. No era de las que sufrenamarguras secretas. Estaba formidablemente equipada para su profe-sión: senos pequeños y firmes, caderas fuertes, muslos complacientesy corazón siempre en fiesta. No cargaba con madre enferma ni hijoscriándose a cien millas de distancia. Además, tenía la desfachatez quegusta a los hombres que pagan alto. Madmoacel, Madmoacel, estásaquí, dentro de mi cerebro, tú y yo, en un bis de aquella tarde gloriosaen que reías —risa fresca y libre—, te reías de mi grasiento jefe demáquinas que no se explicaba que prefirieras acostarte conmigo pornada, y no con él, que pagaría el doble de la tarifa. Márgara, olor dePalmolive, gracias por tu generosidad, gracias por aquella tarde. De unsólo vistazo te diste cuenta que estos dos aprendices, marinos sin suel-

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do, tenían una urgencia avasalladora, que estábamos aturdidos por unaincreíble carga sexual. Así que primero me invitaste a mí y luego aMarcelino, por nada: ¿voules vous a coucher avec moi? Lo decías enfrancés para hacer honor a tu apodo. “No tengo plata”, recuerdo que tecontesté. Sin hacer caso me tomaste de la mano y me llevaste a tucuarto, las ingles candentes y el corazón en zozobra. Así, por nada, porel único placer de dar placer...

¡Fuiste un arcángel, Margarita!No contesté. En ese instante la ensoñación me había trasladado a la

popa del “Bolívar” donde contaba las olas que nos iban alejando delpuerto de Las Piedras del Nuevo Mundo de La Madmoacel.

—Para Margarita, La Madmoacel. —Me enseña un billete marrón.—¿Cien bolívares?No soy avaro, pero siempre me ha preocupado el pagar de más.

Marcelino contrataca mis pensamientos:Vamos, Ñero, si la vemos, es lo menos que debemos darle. Si mal

no recuerdo, las mismas veces que fue para mí fue para ti; cuatro...cuatro veces nos hizo el favor. Calcula, en aquel tiempo las mujeres deEl Nuevo Mundo cobraban veinte bolos, ahora deben estar por los trein-ta; para no caer en un interés compuesto, vayamos a la media propor-cional: veinticinco. Matemáticas, Ñero. Cuatro veces veinticinco igualcien... Préstame la candela. Marcelino enciende su cigarrillo y sonríe.Se siente imbatible sobre el caballo percherón del pragmatismo. Tienerazón el condenado. Separo un billete de cien para Margarita... por sila vemos.

Entramos al Nuevo Mundo sin el asombro de los hermanos Pinzónni la devoción ultraterrena de Cristóforo Colombo. Este Nuevo Mundono tenía para nosotros la emoción de lo primerizo. Entramos como sedebe entrar a cualquier burdel del mundo: disminuyendo la velocidada media máquina (aunque siempre el pulso se acelera), midiendo lon-gitudes, adivinando el urinal, identificando a los camorristas, eligien-do un buen mirador. Ordenados los tragos, se pide cambio para ponerdiscos, esto nos facilita una proximidad a las habitantes. Se calibrancinturas y caderas; se observa con atención de experto el bamboleo de

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los senos al caminar o bailar y, por último se pone a andar ese radar sinmarca que es capaz de rastrear a la hembra afín. Tipos sofisticadoscomo Victorio Manzo aconsejan enarcar ligeramente una ceja mien-tras se le manda una voluta de humo a la nariz de la candidata, mien-tras se deja aparecer en los labios una sonrisa tres cuartos, de melónmacho. Bueno, cada velero tiene su aparejo. Lo que si me ha enseñadola experiencia es que si quiere pasarla bien en una de estas casas, debeeliminar totalmente la idea de que busca únicamente un alivio fisioló-gico, porque si no lo hace, se convertirá en un oso, o, lo que es peor, enun mantis sagrado y será devorado por la hembra durante el coito.

Margarita no se encontraba en ninguno de los seis palacetes delNuevo Mundo.

Peor todavía: nadie la recordaba.Ya habíamos decidido quedarnos entre los brazos y piernas de cual-

quiera de aquellas espléndidas mujeres, cuando Marcelino hablandocon una negra que mantenía limpios los baños averiguó que LaMadmoacel había sido rebajada de categoría; es decir, buscó asilo enEl Tropezón, luego de una feroz pelea que tuvo con Leila, la regentadel “Taj Mahal”. Así que nos fuimos El Tropezón.

¡Uyyy! Estaba más deteriorado de como lo recordaba (seguramen-te la imagen que yo guardaba era mucho mejor de lo que en realidadfue nunca, usted sabe, la memoria suele dar excelente mantenimiento).No había barcos en el muelle, y siendo lunes no había hombres porqueese día en el pueblo se acuestan temprano. Sin hombres, aquel corralde fiesta, languidecía. El silencio era insultante. Entramos al “TilínTilán” donde las mujeres no lograban ocultar su malhumor debajo delas exageradas capas de cremas y coloretes. Lucían aburridas y cansa-das. Después de un arqueo rápido Marcelino dictaminó:

—Ni una Margarita en este jardín.Cuando preguntamos al cantinero, se sorprendió del apodo.—¿Quién? ¿La Madmoacel? No, no tenemos ninguna Madmoacel

por acá, pero ya que mencionó una Margarita, sí hay una Margarita...Una que vino del Nuevo Mundo hace como dos años. Está en LasNoches de Gardel, ese cuchitril de allá enfrente.

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Uno busca lleno de esperanzas...Y todo a media luz...Rechiflado en mi tristeza...Esta noche me emborracho yo y me mamo bien mamaopa’ no llorar... Las noches de Gardel. Pobres noches sin tangos, sin milongas,

sin un bandoneón desesperado, sin vaselina en los cabellos, sin lasluces de Buenos Aires... sin Gardel.

—Allá está, —dijo Marcelino—. ¿Estás seguro que es ella?—No olvido a las mujeres que se acuestan conmigo.Me responde con sorna.Marcelino es capaz de hacer una interpolación en las tablas de

Badwich a la luz de un candil y recordarlo veinte años después. Podíaestar seguro.

Una mujer flaca y oxigenada me sobó la espalda. Para aliviar suletargo le di un bolívar para que pusiera música. Se prendió la rockola.

Desde el fondo de la gayola luminosa, un resignado Julio Jaramillorepite una vez más, con su voz de tabaco y melcocha:

“Ya nunca volveránlas espumas viajerascomo las ilusionesque te depararon dichas pasajeras...”

Margarita, sentada en un rincón, lee un periódico. Nada hay sobrela tierra que pueda provocar tal sensación de aburrimiento, de desola-ción, como una mujer leyendo un periódico en un cabaret. De prontose me concentra una salivita amarga en el esófago. La tendré que bajarcon ron. ¡Ay Márgara, Margarita, tú que fuiste la reina del Nuevo Mun-do! La de los pies ágiles para el baile y los brazos perfumados para elamor. ¡Mírate hoy, María la O. Margarucha, resto de un naufragio,descascarillado mascarón de proa!

¿Cómo puede ser tan malo el tiempo? ¿Nos contarás, Margarita?No, calla, no cuentes...

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Las otras cuatro o cinco mujeres también parecían nadar en esaniebla de abatimiento. ¿Pero qué es esto, una noche de té y abuelas enel corazón del Tropezón? Ni siquiera nuestra entrada logró animarlas.Tal vez pensaron que éramos “un paquete” o que andábamos perdidos.Quizás temían que a ellas mismas preguntáramos: “¿dónde están lashembras buenas?”

Pedimos al mesero que llevara un Cointreau a Margarita.—¿Coantró? —palabra rara en El Tropezón de ahora. El enfado

trató de proteger a su ignorancia—. Aquí sólo servimos cerveza o ron.Cuando Margarita recibió su ron, levantó la cabeza y nos miró. Sin

tener la menor idea de quiénes éramos, nos ofreció una sonrisa. Tomóun pequeño sorbo. Le quedaba aquel toque de categoría que le impidecorrer a ofrecerse. Esperaría.

Fuimos a su mesa. Sin palabras, ofreciéndole nuestros brazos, lainvitamos a seguirnos a nuestra mesa que ya estaba adornada con unabotella recién abierta, vasos, hielo y coca colas. Por unos instantes susojos brillaron, como en sus tiempos dorados, pero enseguida se volvie-ron a cubrir de esa fatiga infinita que siempre ronda a las mujeres sinesperanzas y a los hombres sin mujeres. Sin embargo, se levantó ysecundó lo que parecía una farsa, resignada a que estos dos hombresmataran su aburrimiento con ella. Mientras caminamos a nuestra mesaMarcelino se dirigió a mí:

—Me temo, Ñero, que la reina Margarita se ha olvidado de noso-tros.

—“Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia sutil deazahar ...” —le recité suavemente.

Se detuvo en seco. Nos miró fijamente. Casi podíamos oír losengranajes de su memoria dando vueltas.

—¡Anjá! —dijo con alegría— los Ñeros del “Bolívar”...Parecía a punto de llorar cuando nos abrazó con efusividad. Me

sentí un poco incómodo porque en su abrazo, que había sido auténticoy algo maternal, me rozó algo pecaminoso. ¿Qué podía ser las puntasde sus senos, los lunarcillos de su espalda blanca, o ese olor a per-fume barato que de pronto puede ser muy excitante?

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Quiso saber de nosotros, más por evadir su propia historia que porcuriosidad. Hablamos y tomamos. Al escucharla (su voz conservabauna juventud tenaz), iba redondeando la personalidad de esta mujer.No cabía duda, era inteligente y sensible. Resulta inexplicable que hayadescendido hasta aquí. ¿Por qué no tuvo la fuerza del ahorro? ¿Cómofue que no se casó como muchas otras? Hace seis años lo único que meimportaba eran sus caderas; soñaba con los veinte minutos en lapenumbra fresca de su cuarto, su bata de grandes flores amarillas, tira-da en el borde de la cama, había sido para mí el súmmun del arte eró-tico.

Con una mano sobre mi brazo (fría y un poco pegajosa), se dirigióa Marcelino:

—Pues sí que eran dados a la poesía...—Marcelino tenía una, una sola poesía... —le recordé.—Cierto —aceptó—, una sola, La Renuncia, ¿no es cierto? Parece

mentira, los años que han pasado y nunca la he olvidado: “He renun-ciado a ti. No era posible. Fueron vapores de la fantasía...” ¡Qué linda!

—También te gustaba mucho “Puedo escribir los versos, más tris-tes esta noche ...” —la interrumpí.

—Sí, sí —continuó—, pero La Renuncia se me pegó.Después de todo, me parece que se entrega todo con la renuncia...Marcelino sonreía como un tonto vanidoso. Y como un tonto vani-

doso declamó:“...como el marino que renuncia al puerto y el buque errante que

renuncia al faro...”—¡Oh, Dios qué tristeza! —dijo emocionada—. Y ¿cómo era esa

otra parte que se presta para estos momentos?... Ah, sí: “he renunciadoa ti como el mendigo que no se deja ver del viejo amigo...” ¡Qué terri-blemente hermoso! Algunas noches me acosté llorando al recordar esaslíneas.

Guardamos silencio. Apuesto que Marcelino no comprendió la con-goja majestuosa que reinó en la mesa. Apuesto que calló porque nosabía qué decir. Como yo soy muy perspicaz, rompí aquel silencio quepodía echarnos a perder la noche. La invité a bailar.

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Mientras bailábamos, le pasé el arrugado billete de cien bolívares.—¿Para mí? —preguntó con coquetería—. Eres muy generoso. Si

me acompañas al cuarto verás que yo también puedo ser muy genero-sa.—Empinándose un poco me susurró al oído:—¿Te acuerdas?

Me tomó de sorpresa. Lo que menos esperaba era esa invitación.Un poco turbado no acerté sino a mascullar una respuesta entrecortada:

—Creo que ya no hay tiempo... tú sabes, el barco... tengo turnodentro de poco. Mañana sí, mañana vuelvo... entonces sí.

Alzo ligeramente los hombros. De la cintura para abajo sentí quealgo se me perdía: había aflojado la presión de su vientre contra el mío.Se acabó el disco.

Marcelino la sacó. No habrían bailado ni la mitad de la pieza cuan-do se acercaron a la mesa. Marcelino recogió su trago y el de ella y dijoen el tono más natural del mundo:

—Ahora regresamos, Ñero.Creo que toda la sangre de mi cuerpo se agolpó en mi cara. El

disgusto subió de tono a medida que analizaba los actos de aquel dra-ma que ahora se convertía en una farsa de patio. “¿Cómo he quedadopor este desgraciado? Acabo de decirle a Margarita que no tenemostiempo, y él se va tan campante con ella, a su cuarto, me imagino queno a jugar barajas. Si habíamos quedado en regalarle los cien bolíva-res... re-ga-lar-le ¿Cómo es posible que reciba un coito a cambio? Esose llama comprar carne, carne de una vieja amiga. ¡Por el rabo de Sa-tanás! Qué hago aquí sentado como un verdadero idiota... Ese Marce-lino se va a componer el día de... Yo pude hacer lo mismo y no lo hice,ella misma me invitó, pero carajo, yo tengo sensibilidad, algo me que-da de pudor, de dignidad. Y no es que Margarita no esté buena todavía.Bien hubiera podido...”

¿Qué diablos pensaba? Se me enredaba todo por la infamia de esteMarcelino. Eso era, una infamia. Yo no pude ser un infame. Margaritahabía dejado de ser una puta para mí. Desde hace tiempo se habíaconvertido en un símbolo, una fotografía antigua que por un milagrode los sentidos se mueve y habla; La Madmoacel de hoy era una artistaque había compartido conmigo un gajo de su famosa juventud. ¿Cómo

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demonios me iba a acostar con todo eso? Él sí, él ha demostrado lo quees, un vil materialista, un avaro empedernido, un degradado comer-ciante de sentimientos. ¡Déjalo que salga!

Así pensaba, sentado allí, solo, despechado.Una viejuca mal sentada en la barra me miraba desvergonzada-

mente. Una mirada realmente abochornante. “Yo no funciono así se-ñora” tenía ganas de gritarle. Es una seducción infantil eso de mirarlea uno como si uno fuese un rábano fragante digno de un mordisco.“No señora, aquí está viendo usted a Sir Galahad, el caballero del San-to Grial, el impoluto”. La vétera no se daba por vencida. En un actomás recriminatorio se subió la falda descaradamente. Pude adivinar,entre sombras criminales, allá donde me da escalofrío, en los ojos,muy negras, negrísimas, su ropa interior. Admito, contra mi voluntadque la mujer no estaba tan aplaudida nada. Sus muslos eran realmenteformidables; estaba muy bien maquillada, la boca lucía roja y grande ydejaba entrever la punta de una lengua que seguramente estaba bienentrenada. ¡No! ¡Por supuesto que no cedí!, ¡Ni cederé nunca a unatentación así! Yo soy un romántico, ya lo he dicho. Y en este momentomenos voy a permitir que la tentación ocupe el espacio de la indigna-ción. En un acto cuyo valor pocos comprenderán, volteé la silla y le dila espalda a aquella pantera que pretendía devorar mis largas y solita-rias noches de navegación. “¡No señora! Esta noche regresaré invictoal barco”. Quizás un poco triste y nervioso, pero con mi moral intacta.Ya tocaremos otro puerto.

Todavía me tomé dos tragos más y Marcelino no salía.Me serví el tercero y llevé la botella a la barra. La viejuca me daba

la espalda en ese momento. Toqué su antebrazo con la botella y dije:—Le regalo la botella.La mujer se volteó, me miró a los ojos como si yo fuese un cigarri-

llo aplastado. Con el mismo antebrazo tumbó la botella y me volvió laespalda. La botella rodó hasta la canaleta de la barra y comenzó aperder líquido por la tapa mal cerrada. Allí las dejé, botella y mujer,vaciándose; aquélla de ron, ésta de orgullo. Regresé a la mesa y decidíque al final de ese trago me iría. Voy a confesar algo importante. Algo

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que un buen contador de historias hubiese ocultado, pero que yo (yseguramente usted que me lee, sigue siendo igual después de tantosaños) pondré en blanco y negro como una especie de mea culpa: sufríal imaginar a Margarita con las piernas abiertas recibiendo al misera-ble de Marcelino; y eso no es todo, también reconocí la envidia en elpaso del ácido bibásico que me recorrió los intestinos. Es que en esemomento recordé todas las maniobras con que La Madmoacel podíahacer delirar a un hombre.

—Vámonos, Ñero... —hablan a mi espalda.—¿Y Margarita? —pregunto, atorado por el despecho.—Se quedó en el cuarto. Te manda un abrazo. Dice que con nues-

tro regalo se va un fin de semana a Cumaná a descansar.Por supuesto que se va a descansar la pobre. Imagino que tú termi-

naste de molerla, de magullarla, de estropearla. Tan dulce y tan dócil laMargarita. La violaste, Marcelino, la violaste en su camarote triste. Miquerida Madmoacel —ahora con el cabello largo y teñido de negro—pido perdón a nombre de este truhán amigo mío. Es un salvaje prag-mático. Por gusto mis esfuerzos por insuflarle un poquito de humanis-mo. Todo se resbala por el aceite de sus principios: “La verdad, com-pañero, depende de su utilidad para la vida” o, “el significado de unaproposición consiste en las futuras consecuencias de creerla” ¡Futurasconsecuencias! ¡Vaya frescura! Todavía no me explico tu adoraciónpor un poema como La Renuncia.

—Verdaderamente, Ñero, eres un tipo brutal —le recriminé en eltaxi— Por lo visto nunca comprenderás a las mujeres. Te lo diré de unvez por todas: tus teorías de la vida no son más que ondas ególatras.Para ti el mundo es una concha y tú el caracol que lo llenas todo. PobreMarcelino. Siento lástima por ti...

—¿De qué hablas? —tuvo el tupé de preguntar.—¿Cómo pudiste hacerle eso a Margarita? Una mujer tan esplén-

dida, que se reía cuando jurábamos que algún día regresaríamos a pa-garle sus favores... ¿Sabes por qué reía? Porque la verdadera generosi-dad no espera recompensa.

No contestó. Hice una pausa larga. Es bueno hacerla después de

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una frase tan buena. Hay que dar tiempo a que la digieran, tanto elinterlocutor como el público —en este caso, el chofer del taxi—. Vuel-vo al ataque:

—¿De qué valió la exactitud de tu cálculo? ¡Ja! cien bolívares. Esaes una generosidad de pacotilla. ¿Sabés adónde fue a parar tu genero-sidad? Al urinal de Las noches de Gardel.

Esto parecerá muy duro, pero él se lo merece. Por el silencio queguarda, parece que mi discurso surte efecto. Continúo:

—Puedes decir lo que quieras, Marcelino, pero la verdad es quecobraste por el regalo. No supiste renunciar... renunciar, que es daralgo por nada. Y quien te oye declamando el poema. Que te creanotros, yo te conozco. El poeta dice: “Cuando renuncie a todo seré mipropio dueño”. ¿Cuánto te falta para eso, amigo?

La luna, que por lo redonda bien podría haber sido de utilería, pa-rece un lunar blanco en el cachete negro de la noche.

—Me pregunto si tú hubieras renunciado a ella con tanta noblezasi la hubieses encontrado tan linda como hace seis años. —Su tono esmás formal y ronco que de costumbre. Ahora es él quien utiliza lapausa. Me parece que pierde su tiempo. ¿De qué me va a convencer?

—No soy experto en mujeres, Ñero —continúo con su voz de cu-chufleta—.Y es cierto que utilizo los sentidos para acercarme a ellas.Pero en cuanto a la renuncia, no me puedes recriminar nada. Si hubieserenunciado a ir con Margarita a su cuarto, no solamente me hubieseperdido de un placer intenso, sino que hubiese terminado de destruirla.Te voy a decir algo: fuiste tú quien la ofendió. Tú le diste los cienbolívares como si fuese una mendiga... no entendiste que atraviesa poruna crisis, tu romanticismo de pacotilla ignora cómo un hombre puedelevantar el ánimo a una mujer abatida...

En la cara morena de Marcelino aparece una sonrisa burlona. Laconozco, es el preludio de su tono sarcasmo. Abandona el tono formal:

—Me complace informarte que sigue siendo una mujer de maravi-lla...

Me quedé callado. Me niego discutir tonterías. Me molestó muchoque el chofer del taxi asentía todo lo que decía Marcelino; aunque bien

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podría ser que el movimiento de su cabeza se debiera a los baches delcamino.

OTRA NOTA:Juro que el relato que acaba de leer es la pura verdad (no veocomo podría mentirme a mí mismo). La diferente actuaciónque tuvimos Marcelino y yo al encontrar a La Madmoacel, alincluyo entre mis vivencias del año 1960 porque con ella pre-tendo comunicarme con usted (conmigo) a través del tiempo.Cuando yo (usted) vuelva a leer esto, allá por 1985 ó 1995,seguramente habrá acumulado suficiente conocimiento sobreesa extraña materia llamada imparcialidad, como para decidirquién de lo dos tuvo razón.

***

¿Conque eso quieres de mí, pasado aventurero? ¿Que decida quiéntuvo la razón en esa historia que se vivió hace más de treinta años? No,no lo haré, mi joven yo. Prefiero ponerle fecha (octubre de 1993) ypasarla en limpio en un floppy de la computadora —como en efectoacabo de hacerlo— para leerla después del año dos mil. Tal vez paraese entonces pueda dictar un fallo definitivo. Hoy por hoy estoy con-fundido. Es probable que el pragmatismo de Marcelino haya sido, enel fondo, algo mucho más romántico que mi cacareado romanticismo.Dejemos madurar un poco más el fallo. El tiempo juega a favor de laverdad. Si no llego a la fecha mencionada, puede que alguien meta elfloppy en su computadora y revise este escrito; puede que sonría y seatreva a emitir un juicio.

Averiguaré la dirección de Marcelino (me han dicho que es millo-nario en Porlamar) y le mandaré una copia impresa. Incluiré unasimple pregunta: “¿Todavía crees que hiciste bien acostándote conLa Madmoacel?” Y añadiré que me gustaría saber si aún recita aque-llo de:

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“He renunciado a ti, y a cadainstante renunciamos un poco de lo que antes quisimosy al final, ¡cuántas veces el anhelo menguantepide un pedazo de lo que antes fuimos!”...

¡Diablo de hombre el Ñero Marcelino!

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Justo Arroyo

Revelación

Su vida no es desorden másque para mí, enterrado en prejuicios

que desprecio y respeto al mismo tiempo.

Julio Cortázar

Rayuela

P odía ser en su momento más ocupado. Podía llegarle en medio deun dibujo, en el trazo de una frase; a veces hasta cuando hacía el amor.

Le podían estar contando el chiste más envolvedor, la anécdotamás exteriorizante, no importaba.

Maruelo había llegado a sorprender los instantes, cuando el tiempose le detenía en la cara, como si se levantara entre él y los demás uncristal, parpadeaba seguido y la mente se le ponía afuera, viéndose yviéndolos. Entonces hacía un movimiento de cabeza, como sacudien-do la idea para regresar al momento.

Había que ser muy perspicaz para notarle esta expresión, ya quepor otra parte, tenía fama de distraído.

Maruelo había descubierto la muerte.Y como era muy sano, pues jamás se había enfermado, no era te-

mor lo que lo hacía detenerse, era una especie de felicitación que sehacía por tener estos destellos que se le antojaban exclusivos,recordatorios de una mayor ligereza a su acostumbrada pasta.

Maruelo era lo que sus amigos llamaban un buen tipo. Sólo teníauna pequeña turbiedad social y era un divorcio. Este hecho se le anto-jaba como una prueba más de su inestabilidad y era el causante de queanduviera —sin que él recordara en qué momento había empezado—

JUSTO ARROYO (1936). Obra: Capricornio en gris (1972) y Rostros como manchas (1991).

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con la cabeza un poco baja, que no mirara a los ojos cuando hablaba yque, cuando lo hacía, trasmitiera un aire de disculpa por estar allí, sinhaberse realizado, inseguro, pero, como todos podrían ver, un buentipo, siempre tomado en cuenta para fiestas, reuniones cívicas o políti-cas.

Maruelo tenía el tacto suficiente para armonizar a los demás; susopiniones eran eclécticas y se le consideraba un buen conversador. Almenos, cuando hablaba se le escuchaba, porque se esperaba de él siem-pre una opinión honrada, sin las complicaciones de la originalidad, dela chispa o del doble sentido. Era como un palo firme entre aguas mo-vibles y a sus amigos jamás les faltaba tiempo para, en una discusión,reclinarse y permitirle exponer. Aunque su idea no tuviera mucho peso,era la persona indicada para crear un paréntesis: sus palabras dichascon esfuerzo pero sin patetismo, fijaban una lógica pedestre que teníasu valor, pero que, sobre todo, permitía chupar el cigarrillo, tomar dostragos seguidos o echarle hielo al vaso. Además, Maruelo era el mejorescuchador. Jamás interrumpía al que hablaba, levantándole la mano,por el contrario a los que hacían algún comentario dentro del discursode alguien, logrando concentración general para que el otro, antes quenada, se sintiera bien, se expresara y sintiera la magia de la atención.Aunque la atención del propio Maruelo era errática, pues con pocaspalabras estaba en otro lado; sus ojos podían estar aceptando, podía,incluso, asentir en el momento indicado, negar con la cabeza o tistiquear,lamentándose de lo que no había entendido sin que el otro se dieracuenta.

Es decir, se consideraba dividido en dos, y se decía que la parteprivada, de salir a la superficie, lo dejaría total y absolutamente solo,espantando a sus amigos y condenándolo a ser el genio que creía ser ytemía reconocer.

Maruelo había leído más que todos sus amigos, pero sus conoci-mientos caían en la conversación como fragmentarios, como retazosde cultura que hubiera adquirido sin mayor esfuerzo; una cultura queparecía de revistas, de diarios, de cine y televisión. Por eso había elgrado de respeto pero sin la reverencia; antes bien, con un dejo de

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inseguridad por lo que había dicho, poco respaldado por su persona, sufalta de vehemencia.

No ofendía, quiero decir, y si en un principio le molestó estaamorfidad que sabía exudaba su continente, luego la aceptó, pero sinsentirse superior, porque reconoció que, en efecto, sus ideas poseíanuna disgresión producto de su falta de sistema. Y cada día veía máslejano el momento en que todo tuviera coherencia de línea recta, ensus palabras, en sus acciones, en su vida. Veía su cerebro como unacasa desarreglada, con cuartos con objetos fuera de lugar: una recáma-ra con una refrigeradora, por ejemplo, una sala con un sumidero llenode zapatos. Y él, Maruelo, se había prometido durante demasiado tiempoque algún día arreglaría todo: abriría las ventanas, las puertas, dejaríaentrar un viento muy helado, recogería la telarañas y cada elemento secolocaría en su puesto. Pero el momento de la verdad se dilataba y lacasa seguía en desorden, dándole a su persona un aire de fragilidad, deausencia.

Porque Maruelo no despegaba, ofrecía confianza, y el hecho deque pudiera deslizarse en su trabajo sin tropiezos, de que siempre tu-viera una mujer al lado y que su casa fuera cómoda, lo hacían insusti-tuible, como un objeto inmóvil necesario en nuestra época de trashu-mancia. Si se hubiera metido a hippie, si hubiera resuelto abandonarlotodo para dedicarse al budismo, habría recibido la dispensión de susamigos mientras que, en otras casas y en otras fiestas, calcularían ensilencio el tiempo que le tomaría volver.

Y su acompañante del momento, sin excepción, lo consideraba elmarido ideal, la cifra que no sería difícil manipular debido a la protec-ción que parecía le faltaba: esa camisa sin un botón, la corbata arruga-da, la bragueta abierta o los zapatos gritando un lustre, las uñas suciaso el VW lleno de libros y colillas, le daban el toque que atraía a lasmujeres, el aspecto de urgencia por la mano que llevara al seno, doscaricias en la cabeza, tu cabeza en mi pecho, yo te protejo, Maruelo.No le molestaba ese aire de despertador de maternidades, pero siempreque podía trataba de sacudir esa impresión mediante una activacióndel orden y de la independencia que le causaba tensiones. Y al rato las

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cosas volvían a moverse de lugar, las veía caer como polvo en luz,sabía que debía alargar la mano, luchar por la permanencia, pero lascosas caían, les pasaba al lado y otros se encargaban de arreglar.

Jimena por ejemplo, que prácticamente se había adueñado de sudepartamento, Maruelo dejándola hacer, permitiendo que tuviera unallave, llegaba en su diligencia a tratarlo con la firmeza con la que lava-ba los platos, barría o botaba la basura. A él, luego de bañarlo y selec-cionarle el traje, lo sentaba en una silla, un café al lado y los cigarrillos,cosa de que no se moviera, no interrumpiera su labor que duraba, o quesu próxima visita, cuando, una vez más, luego de su movimiento acu-satorio de cabeza, Maruelo los brazos a los lados, como diciendo queno era tanto su culpa como de sus amigos, entraba en acción reclamán-dole su poco interés, aprecio por sus desvelos.

Él trataba.A veces, ante su próxima visita, se pasaba horas arreglando el piso,

con un detallismo que lo enorgullecía pero que, con el departamentoarreglado, los vasos y ceniceros limpios, le dejaba un sabor frío en laboca, de inutilidad, de tiempo perdido y, lentamente, no como protestasino como afirmación de vida, las cosas iban cambiando de sitio, bai-lando con él el desarreglo de su cerebro, encajando en éste su orden alrevés, que tantas incomodidades le causaba, que algún día enderezaríapero que lo llenaba de una escondida satisfacción.

Desde que había descubierto la muerte, su dualidad se hizo másconflictiva, géminis perturbaba y ponía en paz. Progresivamente, sinembargo, iba ganando la batalla al no exigirse tanto. Es decir, se exigíacada vez más, pero los propósitos pasaban a una categoría de suspen-sión, a un depósito de futuro desmenuzamiento en el que esperaba elsistema. Y se le ocurría, también, que quizá ése era su sistema, que elproceso era lo que en realidad valía y que el no lograr algo tangible,clasificable, era todo el propósito de la vida. De donde, en los momen-tos en que descubría la muerte, con la felicitación, se decía que de esose trataba, de ir acumulando estas verdades, como guía atemporadorade sus ambiciones.

Sólo que las ambiciones no cesaban, y dentro y fuera continuaban

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cruzándolo, hasta este momento en que debatía consigo mismo si saliro quedarse a esperar a Jimena. Decidió por lo primero, diciéndose queella lo esperaría, pensando que alguna urgencia lo había requerido yhaciéndose cómoda.

Hoy no sentía deseos de hacer el amor. Al menos, no con Jimena.Para Jimena, pensaba, el amor era un asunto, un acuerdo que tiene susreglas. Una forma de poner los cuerpos en orden, como se arregla lacasa. Le daba la impresión de estar efectuando una labor de higiene:cada caricia, movimiento, como paso necesario para sacarle al cuerpolo malsano. Por eso —se dijo parándose bruscamente— cuando termi-naba, luego de tres gritos y un empujón violento desde abajo, se sen-taba en la cama, se daba un golpe en las piernas con las manos abier-tas y se paraba a continuar la relación en otro cuarto de la casa, en lasala o en el estudio, puntos de partida para la próxima acción. Yaunque también le molestaba este practicismo que se tomaban consu cuerpo, variante de su trato con sus amigos, Maruelo no hacíanada por variar la situación; su forma de protestar, si protesta era,consistía en alejarse con el mayor disimulo posible, sin herir suscep-tibilidades, abriendo la puerta sin el menor ruido y saliendo sin per-turbar. Así se iba en las fiestas, sin decir hasta luego o adiós, y así seperdía cuando sus amores no marchaban. Sus amantes, llegado elmomento, sencillamente no lo veían por ninguna parte. No estabanunca en su trabajo, en su casa, y los amigos tenían que pensar duropara recordar si estaba o no en la última fiesta. En esa situación, Marueloera como un humo que se sabe está saliendo pero que no llama laatención. Y la del momento iba perdiendo interés, la propia figura deMaruelo desdibujándose en su mente, el tiempo restándole contornoshasta que, en un momento cuando se encontraba con él, era como si setratara de un amigo largamente ausente, la chica haciendo memoriadel porqué lo había estado buscando.

Y entonces Maruelo volvía a tener una personalidad más definida.Volvía a ser la roca fuerte que era y su presencia era recordada y citada.

Ahora que abría la puerta, uno de esos días calurosos en que sesentía como metido dentro de un cubo de agua tibia, cuando la imagen

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de Jimena en la cama era demasiado, con las escaleras, descubrió unavez más la muerte.

Pero esta vez, los veintiocho escalones por delante, no hubo felici-tación. El sentimiento no fue fugaz. Continuó viéndose desde afuera.Pensó que sólo sería cosa del primer escalón cuando lo fue siguiendoal segundo y al tercero. Entonces, una mano en el pasamano, se diocuenta que en realidad la escalera estaba formada por un tubo muyoscuro cuya única luz estaba al final, en el fondo.

Pero se daba perfecta cuenta que la claridad venía de la puerta.Lo importante, entonces, era llegar a esa puerta. Bajar toda la esca-

lera y recibir la luz. Si caía, si resbalaba desde acá, haría el máximoesfuerzo por mirar por la puerta, sentir la claridad, esa luminosidadque ahora, por el escalón seis, le pareció su salvación, en un sentidoamplio, no sólo si moría, sino como arreglo de su vida si se salvaba.

En donde tomó cada escalón como si fuera un examen; una pruebaque, con sólo pisar con cuidado, como estaba haciendo, le daría, sisalía avante, un cambio cualitativo, fundamental, habría llegado al fi-nal de su búsqueda, al principio del orden. No apresurarse, pues, nodejarse llevar por los latidos que ya se deberían estar oyendo por todala casa. Allá abajo, sabría si casarse o no con Jimena, si le convendríaseguir en su trabajo o dedicarse a un arte, si debería seguir el tipo derelaciones que llevaba con sus amigos. De algo estaba seguro, pensópor la mitad, si el sentimiento de la muerte era una preparación para elgolpe final, si todo no pasaba de ser una vulgar forma de morir, unataque al corazón, por ejemplo, o un mareo para desclavijarse allá aba-jo, entonces aprovecharía cada uno de los segundos que le estabanregalando con esta prolongada presencia de la muerte.

Tocar por ejemplo, más el pasamano, como estaba haciendo, ras-par los escalones con los zapatos, como estaba haciendo, respirar másprofundamente y no parpadear, o parpadear de continuo, como estabahaciendo, para captar cada uno de los fragmentos que tenía que vercon vida, quizá lograr el reencuentro con algún polvo de sus pisadas,con algún aliento que exhaló esta mañana, con algún microbio que sele escapó al subir, sentir cada segundo como ninguno anterior, repo-

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niendo en estos instantes los momentos que dejó vacíos, las suspensio-nes del mañana, llenar, llenar antes que, allá abajo, llegara el momentofinal.

Y sabía, porque la claridad estaba también en su cerebro, que po-día dar la vuelta y volver a subir, meterse en el cuarto y esperar aJimena, hacer un amor sudoroso para luego, al bajar con ella a algúncine o taberna, o a encontrarse con los amigos, sonreírse de su expe-riencia, sabiendo que jamás la podría contar, porque en realidad nohabía nada que contar, a lo sumo una dispensión de neurótico de partede los que escucharían, tal como trataban a los que sufrían de algunafijación, sí, ése era el término, lo había leído, una fijación de tipo pato-lógico que, sin embargo, a diez escalones exactos de la puerta, le hizopercatarse de la corriente mundial, el engranaje del cual formaba par-te, su insignificancia e importancia, el juicio, quizá el juicio, el térmi-no de su lucidez, corrompida por una intrascendente fijación que cual-quier sicólogo hubiera eliminado con sólo veinte billetes de la consultay que él había prolongado como alguna gracia que le hubieran conce-dido, como propietario de una exclusividad no duplicada en otro serhumano, a menos que fuera singular como él, porque no la había nota-do en ninguno de sus amigos, quienes vivían de día en día, sin tropie-zos, y quizá presintiendo algo en los momentos de la cama, cuandodormían solos, sus amigos, sus mujeres, el pasado que le robaba tiem-po, pensó viendo los siete escalones que le faltaban, los preciosos, pre-ciosos segundos que había perdido volviendo al pasado, sí, lo habíacomprendido demasiado tarde, fue lo último que pensó cuando la lu-minosidad se le hizo categórica, sintió crecerle la sangre en el cerebro,abrió la boca, hizo dos movimientos ridículos, creyó distinguir algu-nas piernas de los pasantes por la puerta, levantó la mano, perdió elequilibrio, y cayó.

Cuando abrió los ojos, Jimena lo miraba como reclamándole estavariante en sus estupideces. Ladeó la cabeza y distinguió a cuatro ami-gos con vasos, conversando. Con las palabras de Jimena, fueron a sucama y, vasos en alto, trataron de animarlo con chistes. Él entendióque había llegado un médico, que había diagnosticado un vahído. Cosa

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corriente, había explicado el médico, tomando en cuenta el calor quehacía y las ropas tan pesadas como las que había usado para salir. Jimenalo seguía regañando con sus movimientos de cabeza y los amigos son-reían. Le hicieron algunas preguntas que no pudo responder y decidie-ron que era mejor dejarlo solo para que recuperara fuerzas, volviendoa sus sillones y continuando la conversación. Jimena se paró a buscaralgo y de repente Maruelo se sintió el hombre más miserable del mun-do. Desde esta absurda posición, acostado, posición que, por otra par-te, no hacía nada por variar, ya que sabía que podía pararse si quería, sedejaba hacer, se dejaba llevar, sin voluntad para intentar una explica-ción que, quizá por eso, porque sería escuchada siguiendo el patrónque tan familiar le era, Maruelo empezó a llorar por dentro, en unataque de autoconmiseración que no le importó, siempre y cuando ellosno se dieran cuenta; y su llanto subcutáneo arreció cuando Jimena letrajo un potaje hirviendo, los amigos se pararon al lado de la cama y lesonrieron, siempre los vasos con licor en las manos.

Pero entonces, cuando aceptó la revelación, cuando Jimena sonriópor lo bien portado que estaba siendo, cuando la poción no le supo malen lo absoluto, cuando los amigos respiraron aliviados, Maruelo sesintió feliz.

Se sintió feliz.Se sintió feliz y agradeció las escaleras, la luminosidad y la caída.Respiró profundamente y sacó su mejor sonrisa.Sacó su mejor sonrisa.Su mejor sonrisa, la que ellos esperaban de él, para regresar tran-

quilos a su conversación, sabiendo que Maruelo estaba allí, que siem-pre estaría allí, como a ellos les gustaba, mediocre.

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Rosa María Britton

Apartamento Uno¿Quién inventó el mambo?

—Le aseguro, señora, que no estoy vendiendo Biblias ni nada porel estilo. Yo soy el Rey del mambo.

—¿El Rey de qué?—Del mambo, señora, ¡del mambo!—¿Y éso qué es?La mujer mira con sospecha al hombrecito que le ha tocado la

puerta, con apremio de amigo. Solamente protestantes y sinvergüen-zas se atreven a golpear la puerta de gente decente a las diez de lamañana un sábado, cuando ella se ocupa de hervir la ropa sucia y aso-lear colchones.

—Es música, señora, música que está arrasando en México, Cubay ahora aquí en Panamá.

Los ojos detallan el saco que parece pertenecer a alguien mucho másalto, los pantalones amplios, ajustados en el tobillo, dándoles aspecto deropa de harem, la cadena de oro colgada hasta la rodilla, los ojos redon-dos, vivaces y el bigote a lo Fu-Man-Chú. En los pies, zapatos adornadospor unas hebillas grandotas y ¡tacones! ¡Dios Santo, tacones!

—¿Qué clase de música es esa?—Música para bailar, señora. Música con ritmo, y alegría, para

menear el cuerpo y olvidar las tristezas, música para todas las edades,para todos los pueblos, ¡música! Música de la mayor, en si menor, dosostenido, blancas, corcheas, fusas... Aquí está todo, señora, permíta-me una demostración, —le enseña el abultado portafolio que lleva bajoel brazo.

ROSA MARÍA BRITTON (1936). Obra: ¿Quién inventó el mambo? (1986).

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—¡Ah! ¿Es que vende libros de música? Sinceramente no estamosinteresados. Mi hija estudia en el Conservatorio Nacional y todos suslibros los compramos en el Almacén Mckay, allá por la Catedral. Nocreo que la dejen tocar el mambo que usted ha inventado. En realidada nosotros solamente nos gusta la música clá-si-ca, —lo recalca paraestar segura de ser entendida— música de verdad, la de los grandescompositores, Schuman, Bach, Chopin y sobre todo Rachmaninoff.Somos miembros fundadores de la Sociedad Pro-Arte Musical y mihija asiste a conciertos desde que tenía cinco años. Así que, con supermiso, tengo mucho que hacer.

El hombrecito la detiene con un gesto imperioso, antes de que letire la puerta en las narices.

—¡No! Tampoco estoy vendiendo libros de música, señora. Per-mítame presentarme. Mi nombre es Dámaso Pérez Pradoff —una son-risa ilumina sus ojos redondos que parecen bailar en la cara redonda—. Escuche usted: El martes comienzo un “show” con mi orquesta en elHotel Internacional por una semana y necesito ensayar unos arreglos,pero en ese lugar, de día, no es posible acercarse al piano. Hay gente enel comedor a todas horas. Me distraen, me piden autógrafos —la famatiene sus problemas— en fin, no puedo estudiar ni crear. Usted meentiende, ¿verdad, señora? Una persona culta como usted sabe bienque nosotros los artistas de música de verdad necesitamos absolutatranquilidad. El camarero jefe me informó que él había oído que enesta casa tenían un piano nuevecito, recién traído de Europa, que es elmejor que hay en toda la ciudad y me he atrevido a venir hasta acá asuplicarle que me deje usarlo por unas cuantas mañanas para ensayar.Le pagaré bien, le aseguro, —añade al ver la cara de asombro de lamujer.

Isabel no ha conocido a nadie que se vista así, con esa cadena largotay los pantalones de pachuco; solamente los ha visto en las películasmejicanas que dan en el “Variedades” y tiene la vaga impresión de quetodos son maleantes o por lo menos, marihuaneros.

—Bueno, es que... no sé qué decirle, señor Pradoff, francamenteno podría... no sé...

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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—Cinco dólares por día señora, por tres horas de uso.—No es el dinero, comprenda usted, pero no lo conozco y no sé si

mi esposo estaría de acuerdo. ¿Cómo es que dice que se llama, PérezPradoff? ¡Qué nombre más raro!

—Nada tiene de raro, señora. Es el nombre de un compositor queya es famoso en otras latitudes y muy pronto lo será en este bello país,si solamente me da una oportunidad de practicar en su piano.

Habla y gesticula y se empina en los tacones y hasta se persignacon un enorme crucifijo que le cuelga de una gruesa cadena de plata enmedio del pecho; el gesto la impresiona; después de todo, un individuocapaz de adornarse con una cruz de Obispo no puede ser un maleante yacaba por acceder a su petición, aunque siempre le queda cierta des-confianza hacia el desconocido. Lo deja pasar y se arrepiente ensegui-da, pero es demasiado tarde. El hombrecito se apodera del piano, conun deseo que no deja lugar a dudas de su apremio en ensayar el mambo.Abre la tapa que se desliza con facilidad y con una mano acaricia lasteclas, asegurándose de paso que todas están a tono; para arriba y paraabajo, dos o tres veces, los dedos se encaraman por las negras con unaagilidad asombrosa, como el niño que encuentra su juguete favorito:Sol, acorde, escala, trino. Satisfecho, se quita la levita, acomoda lospapeles y con el lápiz detrás de la oreja comienza su trabajo, sin darsepor enterado del asombro de doña Isabel, que desde una esquina de lasala procura asegurarse de que es ella la propietaria de tan divino ins-trumento...

—Y por favor, señor Pradoff, ni se le ocurra poner nada húmedosobre la tapa; es un mueble muy fino, traído especialmente de NuevaYork para mi hija, que algún día será una gran pianista y no de mambos,puedo asegurarle.

Pero el otro, ensimismado en su música no le hace el menor caso yla mujer termina por retirarse a la cocina de mala gana, no sin antesadvertirle a la empleada que no le quite el ojo de encima al señor Pradoff,porque no está segura de sus intenciones.

Es sábado por la mañana: En el patio, los chiquillos juegan, cele-brando el día de asueto, las mujeres lavan la ropa de la semana y asolean

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colchones manchados de orín por los muelles del bastidor. Los delcinco duermen, porque la fiesta de anoche se prolongó hasta la madru-gada; un radio en el vecindario toca a todo volumen el “swing” demoda, en la avenida los buses pasan a gran velocidad arrastrando elpolvo de un verano seco.

El sonido empieza a elevarse poco a poco, entre vacilaciones yacordes sin consecuencia, como un llanto quebrado, indeciso, opaco.

¿Y a éso le llaman ahora música? —piensa la mujer en la cocinatodavía molesta por su momento de debilidad.

Busca y rebusca armonía, la tonalidad exacta, el lápiz ágil dibuja yborra garabatos negros en el pentagrama, que crece y engorda, irritan-do a los del cinco que se han levantado con un tremendo dolor decabeza, porque la juma les dura.

—¿Ya comenzó la flaca a machacar el piano? No hay derecho...En la cocina, la mujer reza entre dientes para que el marido no

regrese temprano, porque está segura de su enojo al encontrar alhombrecito compositor, rey de esa música detestable, aporreando elpiano de su hija que tanto dinero le costó traer desde Nueva York. En lasala, la búsqueda cesa. Cerrando los ojos, el compositor se estira, abrey cierra los dedos con regocijo y ataca el teclado con el brío reservadopara las grandes funciones. Fluye el ritmo y el sonido que se cuela porla puerta despertando a los perros que dormitan al sol. Los del cinco,negociando un café con manos temblorosas se asombran que la flacatenga tamaña energía, pero al segundo compás se dan cuenta de quetiene que ser otro el pianista. Los chiquillos en el patio dejan de jugara la rueda, los buses detienen su marcha veloz y hasta el “swing”,vencido, retira sus sonidos al otro lado del Canal.

¿Quién inventó el mambo que me provoca?La gente se acoda en las ventanas y los balcones se llenan de oídos

temblorosos y pies que cosquillean por encontrar pareja. En la cocina,doña Isabel escucha mientras le implora a Bach en silencio que la pro-teja de la tentación que el sonido levanta en su cuerpo. La dueña delpiano llega sudorosa, interrumpido el juego, con ojos de asombro querecogen la imagen del pianista. Parado, baila y mueve el cuerpo al

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PANAMÁ: CUENTOS ESCOGIDOS

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compás de la música alucinante, que sus dedos arrancan del piano,apoyándose en el pedal, a veces con delicadeza y otras con fuerza,mientras su figura se agiganta en cada nota.

...que a las mujeres las vuelve locas.—“La postura correcta para tocar el piano es con el torso erecto,

los codos ligeramente alzados, los dedos curvos, la cabeza fija en elpentagrama y la punta del pie derecho sobre el pedal”, —recuerda laspalabras de la maestra enseñándola tocar las aburridas sonatinas, queen nada se parecen a esta maravillosa cascada de sonidos que levantael hombrecito de pie frente al instrumento con los dedos estirados,listos para atacar las teclas.

Termina el ensayo y se despide cortés, ofreciendo el pago que Isa-bel rechaza.

—Se trata de un artista, aunque sospecho que no muy bueno. Sa-bes, Camilo, no te enojes, pero regresa mañana. Si, ya sé que es do-mingo, pero me rogó tanto y además lo mandó el dueño del Hotel. Espor culpa del piano nuevo, todo el mundo está hablando de eso, dicenque fue una extravagancia comprar un instrumento tan caro y con laguerra acabadita de pasar. Yo sé que somos la envidia de gente que notiene la menor educación ni sabe nada de música. El señor Pradoff sóloestará aquí una semana y no creo que venga todos los días; no te pre-ocupes que lo vigilaré de cerca para que no se lleve nada. No estoysegura si es cubano o qué, pero se viste muy raro, como en las pelícu-las mejicanas y hasta usa tacones. ¡Dios nos ampare, a lo que estállegando el mundo!

Y regresa al día siguiente acompañado de otro que, como él, pare-ce extraído de una cinta de celuloide y ése empuña la trompeta y sedisculpa diez veces antes de entrar, sin darse por aludido del malhu-mor de la dueña de la casa que le recuerda al pianista que su negocio escon uno solamente, ya totalmente arrepentida de su generosidad. Elhombrecito habla y gesticula rodando los ojos redondos en su cararedonda y termina por convencerla una vez más.

El vecindario está alerta pero no deja de sorprenderse del sonidode los dos instrumentos que se disputan el ritmo con un desdoblamien-

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to de acordes que acaba por vencer la timidez de la gente que, en losbalcones y el patio, baila sin importarles el bochorno del mediodía. Larosacruz del tres cierra las ventanas de su apartamento, murmurandovagas amenazas en contra de los que así se atreven a perturbar la pazdel domingo dedicado a la búsqueda de vibraciones especiales de lapsiquis.

Los ágiles dedos recorren el marfil y el pie acaricia el pedal; loslabios gruesos del trompetista soplan el metal, saturando el ambientede notas y la avenida se llena de gente que estira el pescuezo para vera través de las ventanas al rey de la armonía y el ritmo. En el aparta-mento de los Bermúdez la gente se cuela por todas las puertas, ansiosade conocer a los artistas que se menean casi tanto como los bailarines.

—O terminan pronto o los boto de aquí —protesta el señor Cami-lo, sordo a la melodía por su carácter agrio.

—Le agradezco, señora, el favor que nos ha hecho. Completamosel trabajo y no tenemos necesidad de regresar. Espero que no haya sidomucha molestia y quiero verla con su familía en mi show. Si se identi-fica en la puerta tendré el placer de ofrecerle una mesa en “ringside” elmartes, día del estreno.

—Muchas gracias señor Pradoff, le agradezco su invitación, peronos será imposible asistir. Esa noche hay un concierto en el TeatroNacional de un pianista polaco que interpretará los preludios deRachmaninoff y como usted comprenderá...

Los ojos de la niña se humedecen de tristeza y sentada al piano, ledice adiós al rey del mambo con una temblorosa sonatina.

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Pedro Rivera

Knockout

PRIMER ASALTO. Ahí está la campana. “Calma, calma”, esodijo. Es verdad, sin apuro, primero el jab y ver lo que trae, lento, lenta-mente, descifrar su estilo, no es tan difícil, no tanto. Se enrosca comouna culebra, las manos adelante, juntas, se piensa impenetrable el puto.Epa, epa, ojo a la derecha, si me lo dijo. Además, todos lo dicen: “tieneuna derecha de miedo, la suelta por encima del hombro”. Mejor resultamantener la distancia, mucho mejor. Japearlo así, de seguido, así delejos, sin coger chance. Oh, también japea sobre mi ojo, cabroncito.Pero no es nada, rutina; sólo su derecha me preocupa porque la sueltasin aviso, como dicen, sólida, de verdad. Buen golpe el suyo y el míotambién, de uper. Me sorprendió. Mamá, mira mi velocidad, en la pun-ta de los pies, ¿te fijaste? Seré bueno, Un Sugar Ray Robinson, mamá.¿Te gusta? un Joe Lois, ¿ves? No mamá, déjame, la mecánica no daplata, te lo digo. ¿Sastre? Estás loca, eso es para mujeres. ¿Coser?Con los puños es más rápido, tendrás carro, casa. ¿No quieres casa?Pero, si no me gusta estudiar. Vaya, vaya, viene con ganas de cocinar-me el hígado, el muy vivo. Campeoncito, no te apures, cógelo suave,suavidad mani, ya veremos quien es quién, ya verás.

INTERMEDIO. Y vuelve con la cantaleta de la distancia. Sí, loveo, está ansioso. Claro, me conviene la distancia corta, estar encimade él, acorralarlo en una esquina, en el clinch. No, no me olvido de suderecha, ¿cómo voy a olvidarla, hombre? Está bien, está bien, tiene losremos largos, pero si me acerco me mata. ¿No lo cree? Esa toalla está

PEDRO RIVERA (1939), obra: Pecata Minuta (1970) y Las huellas de mis pasos (1994).

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demasiado áspera, coño. Espera, déjame respirar, coger un poco deaire, ya viene la campana.

SEGUNDO ASALTO... El jab de nuevo, me emputa... No duelenada, pero molesta. Necio como un zagaño, pegajoso. Mira eso, haciaadelante y hacia atrás, no es baile, niño. ¿Éso es lo que me toca? ¿Ésaes mi parte? No, no me conformo. ¿Para qué voy a ver los libros? Noentiendo nada. No me diga eso, no me diga campeón, no adule. Claroque gana bastante. Es mentira, en publicidad no se gasta ni una mier-da, lo sé. Los sparring cobran una miseria. Trabajan gratis, coño.¿Viáticos? Use su propia plata, tiene un buen porcentaje, no use lamía, me deja en la calle. Éso no está en el contrato. Claro, sé leer. Esaparte la agregó después, me acuerdo, cuando le pedí un adelanto.¿Cómo voy a quejarme a la Comisión si todos son sus amigos? Tienehuevo. No se está quieto, no deja de moverse, de bailar. Mejor lo llevoa las cuerdas, así. Coge esa, campeoncito. Suelta. Árbitro, mire nomáscomo cabecea. Suelta. ¿Cómo dices? ¿De gancho? Pero, si no se deja.Escurridizo el puto, como jabón. No insultes; sube, acá arriba las cosasson distintas. Yo soy el que se faja, el que aguanta los golpes. No hagapublicidad, pues. Despida a los entrenadores, no los necesito. De aho-ra en adelante, nada de taxis. Déme lo que va a darme y punto. Eso, nipara la semana, le digo. Campeoncito, estás enamorado de mi hígado.Vaya, metes bien el bolo, lo metes bien, a la descuidada. Un dos, buenacombinación, lo vieron, de one two; oíste mamá, no apagues la radio.Lo soné Margara, en pleno carón, ¿qué se ha creído? Coño, me pilló.Vaya, otra vez. Espera, campeoncito, me cabreas.

INTERMEDIO. Pero, si no me zurra nada, loco. Claro, como túmismo dices, lo busco adentro, en el cuerpo a cuerpo, acorto la distan-cia, subo las manos así, así, ¿lo ves?, bloqueando y adentro, siempre.Te equivocas, no es ningún congo, no se crece a mi costilla, te juro. Noves nada. Cambia esa toalla, raspa de sucia. No he dejado de seguir esaderecha, no la pierdo de vista. ¿La derecha? Que la suelte, pues. A versi puede. Ya salgo, ya.

TERCER ASALTO. Está bueno con el público; cabrean con esode arriba Bebi, la derecha Bebi, el boloponch Bebi, mátalo. ¿Yo, co-

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barde? No le tengo miedo, carajo ¿Tú plata? La madre que te parió,hombre. Ahora sí, con ambas manos. Y dale con el acábalo, como sifuera fácil, soquete. Ven acá, como si me fajara con un paquete. Esduro sostenerse cuando le han zurrado a uno en la quijada, de veras. Esmejor amarrarse, empujarlo a las cuerdas, así. Clinch, brother, ven acá,espera un poco, no sueltes. Aire, manito. Campeón, dame tiempo, ¿no?Un minuto, te haré ver a tu abuela, hediondo; ¿No quieres ver a tuabuelita? Sube la mano, coño. Con que de nuevo el uper, y el gancho.¿Cómo lo hace? Tanta bulla por tan poca cosa; lo ven, mi derecha esbuena, vaya si lo vieron, clarito, en toda la face. Hey, golpe bajo. Árbi-tro, así no. Ojo buaicito, estás vendido, oblígalo a subir las manos, norespondo. ¿Cómo dices? ¿Abajo y arriba? ¿Quién lo entiende? Estásgufi, deja las señas a un lado, chico, sólo tengo dos manos, ajo. Vaya,la campana.

INTERMEDIO. Ya no es como antes, viejo. Masajéame la espal-da, duro. Antes, ayer no mas era joven, había que ver. ¿Te acuerdas?Gancho abajo, la misma mano arriba, de Sorpresa, a la cara, en lapunta de los pies. De lo que traes llevas, manito. Sangre, entonces abuscarlo. Eso, por todo el ring, para el decisivo. Todo bien pensado,con la derecha, sin miedo, como tiene que ser. Al suelo. Uno, dos, tres,vaya. Hasta diez, hasta cien, la mano arriba, los aplausos. ¿Cómo?Ah, sí, la campana.

CUARTO ASALTO. Vamos campeoncito, aporrea; eso, eso. Nomijo, yo no quiero que seas boxeador. ¿Zurraste a Betito? No lo vuel-vas a hacer; es tu amiguito. Coge ese nickel y cómprate un cuaderno.Mira mi cara, está fea, cortada, ñata. Anda, ve a la escuela. No, noirás al gimnasio, mejor estudia, busca profesión, mijo, buen swing,estudia mecánica, aguanta brother, o sastrería, aguanta esa mano,campeoncito, te rinde más cuenta, porque me falta aire, te lo digo yo,mijo, la experiencia, aire la plata es para otros, apoderados, entrena-dores, queridas, tú sabes. Deja ese jab pendejo, mosca, te zurran de lolindo, quita, y ellos cobran toda la plata, toman tragos, salen con mu-jeres, hasta cuándo campeoncito, hasta cuándo.

INTERMEDIO. ¿Cómo voy a salir de las cuerdas? Aparta ese amo-

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níaco, coño. Un golpe, sí, lo sé. No lo repitas. Un sólo golpe, sino estoyfrito, ¿verdad? No me importa un carajo con mister White, que se muerade rabia ojalá. Mentira no ha invertido un coño. No hombre, no estoydormido. Dame el protector. No seas cabrón, tira la toalla y te mato. Temato, lo oyes, que si qué.

QUINTO ASALTO. Mierda, me dio duro. La metió por arriba, laderecha, ya lo decía. No te suelto, vergajo. Piensas que voy a dejarmecaer. No quiero estudiar eso, sastrería. Como tires la toalla, te mato,mirón mirón, pronto me levanto, estudia mecánica mijo, me levanto,ves, no gaste en publicidad, mister White. ¿Por dónde va la cuenta?¿Cuatro? Huele raro aquí. Si, Margara, estás preñada; le pondrás Pe-dro y no será boxeador. ¿Seis? Pellín, tome el purgante. Ajá, siete, yame levanto. Pellín, los hombres no juegan con muñecas ¿Ocho?, ya,ya. Te compré un carrito mijo, de cuerda. Puta, nueve; cuentas muyrápido, cabrón. ¿Diez? Te hice un hijo, Margara, te preñé. ¿Que melevante? No me digas pendejo, no.

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Dimas Lidio Pittí

Los caballos estornudan en la lluvia

Era un día de agua. De agua y de viento. Lo sé porque lo he vividodesde siempre. Sin que pueda precisar la hora exacta en que empiezala memoria, allí están el sonido de la lluvia en el zinc, los pasos apresu-rados de la abuela y la tía Nena, las gallinas resguardadas en los alerosde la casa, el agua hirviendo en la cocina, el abuelo en el portal, con suaire severo, puesta la atención en la línea de las goteras, en los árbolesagobiados por la lluvia o en los chillidos de los cachorros que se dispu-tan la ubre; allí están las palabras en la penumbra del cuarto (la abuelay la tía Nena son hermanas por la sangre y por la vida y han visto yvivido muchos trances como éste; mi madre, en cambio, carece deexperiencia), limosnas por la humedad de tantos días de cielo y cielogris; allí están, agazapados, como gatos al acecho, los recuerdos de lastres mujeres, y también los temores y las conjeturas. Sucesivas capasde sudor recubren a mi madre. Los dolores y una vaga incertidumbrealetargan sus sentidos, estrujan su carne y la sumergen en un sopor denieblas, susurros, somnolencia y sonidos lejanos. Su vientre hinchadoes una protuberancia oscura en la claridad lechosa del cuarto, que sólorecibe luz por las junturas de las tablas, debido a que la única ventanaha sido cerrada para evitarle a mi madre un pasmo. Tía Nena se aproxi-ma a la cama y le palpa la barriga. El aire espeso recita palabras enre-vesadas, como si conjurara espectros, y su mano comunica (intentadarle) confianza y alivio al cuerpo desgarrado, que ahora se retuerceentre quejidos y sudores fríos. Mi madre siente la mano, quiere decir

DIMAS LIDIO PITTÍ(1941), obra: Los caballos estornudan en la lluvia (1978).

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algo, pero un nuevo espasmo ahoga su voz. Tía Nena le limpia el sudorde la frente y sigue murmurando palabras que sólo ella conoce: lasmismas que ha repetido durante años en casos semejantes. En la coci-na, la abuela echa más agua en la paila y en silencio hilvana una plega-ria porque todo salga bien y pronto. En otro fogón pone el té de hojasde guanábano para el abuelo. Este oye los quejidos de mi madre mien-tras traza dibujos enigmáticos en la tierra húmeda, cerca de las goteras.Algunas figuras parecen animales y otras sugieren objetos, pero todasse esfuman como presentimientos con las salpicaduras del agua. Sinembargo, el abuelo insiste en descifrar el tiempo con la varita seca ysigue trazando imágenes caprichosas. La abuela entra al cuarto y dejauna totuma humeante sobre la tablilla que sirve de tocador. Ahí tienesun poco de café, dice a la tía Nena. ¿Crees que todavía demore mucho?Creo que ya no tanto, responde ésta; los dolores son cada vez másseguidos. Bebe un sorbo y mira hacia la cama. Mi madre está ahoraquieta, como adormecida. La abuela acomoda la almohada de mi ma-dre y acaricia su cabeza. Luego sale. Voy a echarle más agua a la paila,dice. Tía Nena se sienta en una silleta y bebe el café a pequeños sor-bos. Antes de que lo termine un quejido profundo la levanta. Deja latotuma sobre el tocador y se acerca a la cama. La cara descompuestade mi madre está más pálida que antes y su cuerpo se agita y retuercebajo la manta. Tía Nena grita: ¡Goya! Los pasos de la abuela llegandesde la cocina. Creo que ahora sí, dice Tía Nena. ¿Quieres que traigael agua?, pregunta la abuela. Todavía no; yo te aviso. Eso sí, ten amano los trapos y las sabanitas. Apartó la manta hacia los pies de lacama y levantó la falda de mi madre. Abre bien las piernas, hijita, dijocon voz dulce; y no tengas miedo. Sus manos palparon la piel tensa delvientre. Sí, ya no demora mucho, murmuró. Quédate así, dijo luego.Apoyada en el borde de la cama examinó el rostro de mi madre. Sucabello castaño estaba oscurecido por el sudor y sus labios se veíanresecos, como si tuviera fiebre. Le pasó un pañuelo por la frente. Yavan seis horas, pensó; si al mediodía no acaba, habrá que llamar gentepara llevarla a la estación. En ese momento mi madre abrió los ojos.Tengo sed, dijo. Tía Nena buscó la taza con agua de linaza y le dio un

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sorbo. No es bueno que tomes agua, hija; esto te quitará la sed. Elsilbato del tren que iba para Palmira sonó tres veces. El abuelo prestóatención y pudo percibir, en la distancia y la lluvia, el sonido de losrieles. También sintió cuando el tren se detuvo en la estación. Aunquela distancia era mucha y el monte impedía, aun cuando no lloviera, verla estación y los llanos, el abuelo vio a los pasajeros bajar del motorcon sacos y paquetes y refugiarse apresuradamente en la caseta de zinc;también vio las lejanías grises de los cerros y las tonalidades diluídasde la costa y el mar. Eran muchos kilómetros hasta David. Pero cuandohabía buen tiempo se podían ver algunos edificios de techos rojos yuno blanco, alargado, que era el hospital. ¿Por qué pienso en el hospi-tal?, se dijo. En ese momento oyó el quejido profundo y el grito de TíaNena a la abuela. Dos minutos después, el motor salió de la estación yel ruido de los rieles volvió a mezclarse con la lluvia y el viento. En lallanura inundada, las cercas de piedra eran culebras oscuras, y los ár-boles, fantasmas, y la mañana, una extensión algodonada, atravesadapor los hilos fríos y largos de la lluvia. Mi madre no oyó el tren porqueen ese momento un espasmo más fuerte que los anteriores agarrotabasu vientre. Ella sólo podía oír los latidos de su sangre y su respiraciónagitada y la angustia (su ruido áspero y seco, doloroso) que le ponía laspiernas pesadas e insensibles. Tía Nena estaba allí, pero mi madre ape-nas la veía; su rostro se le desdibujaba en la penumbra. Sin embargo,sentía la ternura de su mano cuando le enjugaba la frente y le decía: notengas miedo, relájate, que todo saldrá bien. La abuela salió al portal yvio los dibujitos. En ese instante, el agua borraba una estrella de trespuntas con una cruz en el centro. La abuela se estremeció al verla ¿Quées eso?, preguntó. Era una estrella, dijo el abuelo. ¿Quiere que le traigaté? Bueno, contestó él. Miró hacia el cuarto. ¿Todavía demorará mu-cho? No sé, dijo ella; Magdalena cree que falta poco. El abuelo miró lalluvia, ahora más fina, los pequeños arroyos que formaba en la sabana,los altos cedros que su suegro había sembrado cuarenta años atrás, elcaballo cebruno, cuyo pelaje se había oscurecido con el agua, los hue-cos de las lombrices en el patio, la gallina que se había guarecido consus pollos, todos debajo de ella, cerca de donde él estaba; su vista

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recorrió la realidad y sintió crecer dentro de sí una tibia ternura portodo lo que veía. Pensó que la mayor parte de todo eso había brotadode sus manos a lo largo de los años, de incontables sudores y desvelos.La abuela regresó con una totuma de té humeante. El abuelo tuvo unacceso de tos. Puso a un lado, recostada contra la pared, la varita seca,sacó un gran pañuelo de bolitas rojas y negras y tosió durante un rato.La abuela esperó a que él terminara de toser; mientras, miró hacia lapuerta del cerco y recordó la primera vez, veinte años antes, que entrópor ella como esposa del abuelo. Doscientos metros más allá, rodeadade naranjos y otros árboles frutales, con un gran ciprés al frente, estabala casa de sus padres. Desde entonces había tenido cuatro hijos y mu-cha gente había muerto, incluidos su padre y dos hermanos (Emilia, departo y Félix, desangrado en el camino del Río Piedras, después dehaber sido cortado a traición por culpa de una mujer), y ahora estaba apunto de nacer su primer nieto. Sin saber por qué, de pronto tuvo lasensación de que la vida era como esa agua que corría debajo de lagrama. El abuelo dejó de toser, se limpió los ojos llorosos y pidió el técon voz afónica. Ella observó su cara enrojecida por la tos, su bigotede largas guías, canoso, y sus manos de dedos gruesos y callosos. Meavisa cuando acaba para llevarme la totuma, dijo y regresó a la cocina.El estampido de un trueno trajo a mi madre a la conciencia y por pri-mera vez en mucho rato pensó en lo que estaba próximo a ocurrir. Setocó el vientre tenso y percibió leves movimientos. Tía Nena le sonrióy ella sintió vergüenza. Intentó bajarse el vestido, pero la tía le dijo:no, quédate así. Mi madre miró hacia la pared y permaneció quieta.Por las rendijas veía la grisácea claridad exterior y escuchaba el ruidode la lluvia y de los animales y el lejano zumbido del río. Tengo sed,dijo. La Tía fue al tocador y trajo la linaza y le dio un sorbo. Mi madrecerró los ojos y dobló un brazo sobre la cara. Tenía ganas de dormir undía entero. El acompasado caer de las goteras en la zanja era un sedan-te. Súbitamente los dolores volvieron y sintió que sus caderas crujían,que la carne se desgarraba; apretó los puños y se mordió los labios,pero no pudo evitar que un quejido hondo y largo saliera de su boca.La abuela oyó el quejido en la cocina y volvió a pedir en silencio que

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aquello acabara pronto. Después, se cubrió la cabeza con un costal dehenequén y fue a buscar una lata de agua. Mientras desenrollaba lasoga mojada del pozo (y luego mientras el cubo llegaba al agua y toda-vía cuando tiraba de él) siguió rogándole a San Antonio que la hijatuviera un buen parto. Cuando regresaba a la cocina, vio que la perra ysus tres cachorros dormían profundamente en el nido que ella les habíahecho, con sacos viejos y bagazo de caña, en una esquina del portal.Puso la lata de agua junto a la piedra de moler maíz y colgó el sacomojado cerca del fogón. Oyó que la Tía Nena decía algo en el cuarto.¿Qué dijiste?, preguntó. Nada, respondió Nena; le hablaba a Ninfa. Laabuela echó más agua en la paila y después desenterró tres yucas dellugar donde las guardaba para que no se resecaran, y se puso a pelar-las. Al terminar de partirlas, agregó chayotes, un gran pedazo deahuyama y dos otoes; lavó todo en una totuma grande y luego lo echóen la olla en que hervía la carne desde hacía rato. Mientras revolvía lasverduras y atizaba el fogón, oyó la voz del abuelo. Ahorita voy, dijoella. Tapó la olla de la sopa y fue a buscar la totuma. El abuelo la teníaen el regazo y de nuevo dibujaba figuras en el suelo. La abuela observóen silencio las figuras y recordó que el tío José, ya centenario, casiciego y sordo como una piedra, también dibujaba en el suelo cuandollovía. El abuelo le dio la totuma. ¿Se siente mejor?, preguntó ella.Casi lo mismo, dijo él; aunque tengo el pecho menos apretado. Laabuela regresó a la cocina y agregó leña al fogón del agua; luego des-tapó la olla de la sopa y la revolvió con un meneador de madera. Des-pués fue a donde estaba el costal del arroz y sacó tres tazas y las vacióen una batea. Mientras cerraba el saco recordó que Nena también ibaa comer en la casa y añadió otra porción. Con la batea en las piernas, sesentó junto a la puerta y comenzó a sacar los granos con cáscara. En elportal, la perra gruñía en sueños. El viento había disminuido y la lluviahabía arreciado. Las gotas golpeaban el zinc con fuerza. Tía Nena se-guía en el borde de la cama dándole ánimo a mi madre; insistía en quemantuviera separadas las piernas y no se desesperara. La primera vezsiempre es muy dura, pensaba Tía Nena: se ignora todo y el miedo lequita fuerzas a la mujer. Recordó sus propios partos y los de algunas de

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las mujeres a las que había asistido. Había ayudado a traer al mundocuarenta y nueve niños, sin contar los tres que habían fallecido des-pués de nacer, ni los dos que habían muerto dentro de sus madres.Algunos eran sobrinos, otros no eran nada, pero todos le decían madri-na y el día de la madre le llevaban regalos. Esos hijos de sus manoseran su orgullo. Cuando veía a los hombres que pasaban a caballo y lasaludaban con un grito, o cuando dos o tres muchachas llegaban tra-yéndole un queso o una jalea y pasaban un rato con ella viendo lasflores y hablándole de bailes y de novios, sentía que su vida se ramifi-caba mágicamente en el vigor de los jinetes y en la gracia de las mu-chachas; sentía que una parte de sí misma recorría con ellos los cami-nos y los llanos, o esperaba con ellas la saloma del enamorado detrásde una ventana. En casi todas las casas de Palma Real, de Caña Blan-ca, de Los Naranjos, de La Acequía y en dos o tres de otras comarcas(una noche cabalgó cuatro horas, acompañada por uno de sus hijos ypor el hombre que vino a buscarla, para ayudar a una mujer de HatoSole que tuvo mellizos) había alguna vida traída al mundo por susmanos. Dejó los recuerdos y limpió el sudor de la frente de mi madre.Haz fuerza, hija; tienes que hacer fuerza; ya falta muy poco, dijo. Sí(volvió a pensar en los partos primerizos), es verdad lo que dicen algu-nos: sólo las vacas y las indias nacen sabiendo parir. El abuelo vio quealguien, cubriéndose con una lona embreada, llegaba a la puerta delcerco. Ahí viene uno, dijo. La perra despertó y comenzó a gruñir. Pare-ce que es Silvestre, agregó la abuela, asomada en la puerta de la coci-na. Sí, es él, asintió el abuelo desde el portal de la otra casa. Silvestresaludó al abuelo, pero pasó de largo hacia la cocina. Tía Goya, pregun-ta Mime que cómo va Ninfa. Entra, no te quedes ahí mojándote, dijo laabuela. Dile que todavía no ha habido nada, pero que ya falta poco; yque todo saldrá bien, con el favor de Dios. ¿Quieres un poquito demaizena? Bueno, dijo Silvestre (sobrino de la abuela, hijo de una her-mana de ésta ya difunta, que se había criado con Mime, la madre de laabuela); me caerá bien para el frío. Se miró los pies descalzos y lospantalones arremangados. Parece que va a seguir lloviendo, dijo. Conel de hoy ya son tres días de agua, ¿verdad? Tres y medio; comenzó la

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noche del martes, precisó la abuela. No sé cómo haremos si hay, Diosno quiera, que llevar a Ninfa a la estación. Silvestre terminó la maizena.Estaba buena, dijo y se limpió la boca con la manga de la camisa. Laabuela tomó la totuma. Ahora anda a decirle a mamá lo que te dije.Apenas haya algo yo iré a avisarle. Silvestre salió y la lluvia resonósobre la lona embreada. Adiós, dijo al pasar frente al abuelo. Adiós,respondió éste, saludos a Mime. El abuelo siguió a Silvestre con lavista, hasta que desapareció detrás de las piñuelas de la cerca. Ya es unhombre, pensó; pareciera que fue ayer que enterramos a la finada Emiliay Rosita tuvo que amamantarlo. Isidoro (hermano de la abuela y deNena, marido de Rosita) quería que se lo dieran del todo, pero Mime seopuso. A cambio de la hija, Dios me deja al nieto; me servirá de com-pañero, dijo el día que Isidoro le habló del asunto. Rosita lo amamantótres meses y después tomó leche de vaca negra. Todos estos años haestado con la viejita. Y cuando Julián (hermano menor de la abuela)tome obligación y se vaya, Silvestre seguirá acompañando a Mimehasta la muerte. Un quejido más fuerte que los anteriores, casi un grito,volvió al abuelo a la realidad. Si hay que llevar a Ninfa a la estación,será un problema reunir gente, pensó: Faustino (hijo segundo de laabuela) no vendrá hasta el mediodía y Milton (hermano menor de mimadre; la abuela lo había mandado al amanecer a la tienda, distantecinco millas) es demasiado chico; habría que decirle a Isidoro, aCandelario (hijo de Isidoro) y a Silvestre. Ya serían cuatro. Pero falta-ría el relevo que se encargara de los caballos. Si no me hiciera dañomojarme... Y las quebradas deben estar hondas; antes de que comen-zara a llover estaban crecidas. Vio que el agua había borrado las últi-mas figuras que había hecho, pero no le dio importancia. Ojalá no seamenester llevarla, pensó y caminó hasta un extremo del portal y orinóen la zanja de las goteras. Tengo miedo, tía, dijo mi madre. Cálmate;los dolores son buena señal y yo estoy contigo; no tienes por qué tenermiedo. La Tía palpó el vientre de mi madre y se dijo que todo iba bien.Tal vez todavía tardara un rato, pero era casi seguro que no habríacomplicaciones. Mi madre sintió las manos de la Tía y se serenó; in-cluso quiso sonreirle. Era buena Tía Nena: a ella la había traído al

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mundo y a Faustino y a Milton y a Lucrecia (la otra hija de la abuela;estaba donde Mime porque era demasiado joven para ayudar en unparto); los había traído a todos y todavía ahora... Su mano agarró la dela Tía, pero no pudo sonreír porque un espasmo prolongado paralizósus nervios. Ahora los dolores eran mucho más intensos y se repetíancada pocos segundos; le parecían largos, interminables desgajamientosque le astillaban los huesos. ¡Ay, gritó, Roberto, me muero! Tía Nenaobservó las contorsiones y pensó que ahora sí era inminente el parto.¡Goya, gritó, ten el agua lista! Sobre la otra cama que había en el cuar-to dispuso las sabanitas, las tijeras y los trapos limpios; también pusosobre la cama el viejo platón lleno de flores blancas, celestes y rosa-das, en que acostumbraba lavar a los recién nacidos. La abuela entró.¿Traigo el agua ya? No, respondió Tía Nena, pero tenla lista; de unmomento a otro será la cosa y debe estar bien caliente. La abuela buscóen la tablilla que había encima de la otra cama una bolsa de papel y deésta extrajo una botella de bayrum y una lata de polvos para el cuerpoy las puso cerca del platón Esto es bueno para la criatura, dijo. TíaNena asintió en silencio y regresó junto a mi madre. Ahora sí, hijita,dijo, puja con todas tus fuerzas; no dejes de hacerlo, por más que teduela. Tengo sed, dijo mi madre. Es mejor que no bebas ahora, aconse-jó la Tía; después podrás tomar té. La abuela había regresado a la coci-na. Goya, llamó Tía Nena, cierra la puerta del cuarto porque el vientode agua puede hacerle daño a Ninfa. La abuela cerró la puerta, sinentrar. El abuelo preguntó algo desde el portal, donde había vuelto asentarse. Ya casi, respondió la abuela mientras regresaba a la cocina.Puso más leña en el fogón del agua y disminuyó el fuego de la sopa.Luego, en tanto lavaba el arroz, elevó otra silenciosa plegaria a SanAntonio. El abuelo tuvo un acceso de tos y al acabar escupió en elpatio, más allá de las goteras. Las gotas finas disolvieron lentamente lasaliva espesa y espumosa. Pensó que no debía estar tanto tiempo en elportal porque la humedad podía perjudicarlo, pero tampoco soportabaestar dentro de la casa: el sufrimiento de Ninfa era demasiado duropara tenerlo cerca. En el portal lo mortificaba; adentro hubiera sidocomo caminar sobre trozos de candela. La lluvia disminuyó y algunas

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de las gallinas que estaban en el portal salieron a buscar lombrices.Una defecó en el extremo del portal y el abuelo le dio un golpe con lavarita seca. La gallina cacareó y las otras también se asustaron y mira-ron hacia el abuelo. Después salió la de los pollos y éstos corrierondetrás y alrededor de la madre, hacia uno de los grandes árboles demango, debajo del cual la tierra estaba limpia de hierba y había mu-chos huecos de lombrices. El abuelo los vio alejarse y recordó que a laabuela siempre le había gustado mucho criar pollos. Desde muy jovenacostumbró tener una o más gallinas echadas, y cuando las propiasgallinas no ponían suficientes huevos para completar una camada, losconseguía prestados; a veces incluso, si no conseguía de gallina, lasechaba con huevos de pata o de pava. La abuela revolvió la sopa yprobó el punto de sal. Faltaba poco para que estuviera lista. Le quitó lamayor parte de los tizones y los puso en el fogón en que cocinaría elarroz. Cuando Milton llegue, pensó, ya tendré la comida. Aunque elsol no había aparecido, calculaba que debían ser más de las nueve. Elmotor sube a las ocho para Palmira; Milton se fue como a las siete:antes de mediodía deberá haber vuelto. Puso a calentar el agua con lasal y la manteca, luego echó el arroz y acomodó los tizones. En elcuarto se oía a Tía Nena hablándole a Ninfa. La abuela recordó cómohabía sufrido al darla a luz: la niña era grande y estaba demasiadogorda; ella tenía dieciocho años, era su primer parto y sentía que elmundo se acababa. Si no hubiera sido por Nena, pensó, yo tal vez noestaría aquí. Oyó que el abuelo espantaba a las gallinas y sonrió parasí. Un día de estos le diré: si no quiere que las gallinas ensucien, hágalesun excusado, pues. Imaginó la cara de disgusto que pondría. Cuandose disgustaba enrojecía y daba la impresión de que de un momento aotro la sangre le iba a brotar en las mejillas y en las orejas. En eso separece al Tata Juan, pensó; también es así. Seguramente han sacadoeso del francés. Cuentan que era un hombre muy blanco y muy bravo.Y muy terco también. Tuvo diecisiete hijos con la mamá Epifania, yquería dieciocho, pero ella no podía tener más, entonces él se dio a losdemonios y dijo que ella no servía para nada, y estuvo cerca de un añosin hablarle. Era muy testarudo. Le volvió a hablar cuando estuvo a

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punto de morir una de las hijas y el cura que vino de Dolega les dijoque tenían que hacer las paces para no aumentar los sufrimientos de laenferma. Con eso se ablandó. La muchacha se puso buena y todo an-duvo bien hasta el verano siguiente. El francés se fue a las galleras deLa Candelaria y allá decidió completar el número dieciocho con unamujercita de Caldera, carilinda y con ancas de avispa, que descifrabael destino con la baraja. Después se supo que tuvo un niño que murió alos días de nacido (las malas lenguas decían que la madre lo habíaahogado); la mujer se perdió de vista y el francés sacó de ese caprichounos granitos rosados que nunca se le curaron. Algunas gallinas llega-ron a la puerta de la cocina y la abuela les tiró al patio las cáscaras delas verduras. Mientras las gallinas picoteaban, la abuela tuvo una sen-sación de fatiga y recordó que en el desayuno sólo había tomado café.Se sirvió una totuma de maizena y la bebió a grandes sorbos en tantoatizaba el fogón del agua. Afuera, el humo de la cocina moteaba deazul la claridad gris, en la cual los árboles, agobiados por el agua, eranmanchas verduzcas y difusas. La perra levantó la cabeza y miró haciael portillo que había en la piñuela, a cien metros a la derecha de laentrada principal. Estaba atenta, como si esperara la aparición de al-guien, pero luego volvió a reposar la cabeza sobre las patas delanteras.Uno de los cachorros despertó en ese momento y buscó la teta. Laperra captó otra vez el ruido y nuevamente irguió la cabeza. Eran laspisadas de un caballo en el cascajal de la quebradita que dividía lastierras del abuelo y las de Chángele, el esposo de Tía Nena. La perragruñó y esperó que asomara el caballo en el portillo, pero éste siguióde largo por el camino real y poco después se oyeron voces en la puer-ta del cerco de Mime. La perra se desentendió del caballo, olió al ca-chorro que mamaba y pronto estuvo dormida. Donde Mime sonaronlas trancas de la puerta y las voces dejaron de oirse. El abuelo dijo:¿Dónde estaría Isidoro?; creo que él fue el que llegó a donde Mime.Quién sabe, dijo la abuela desde la cocina; tal vez vendría de dondeGabriel. Rosita me dijo que Gabriel quiere comprarle el cerco que eradel difunto Rufo. Pudiera ser, dijo el abuelo. Seguía sentado en la sille-ta, pero ya no dibujaba; ahora su atención estaba puesta en lo que suce-

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día en el cuarto. Oía la voz de la tía Nena y los quejidos de mi madre yrogaba porque todo acabara pronto. Recordó la noche en que abuelatuvo a Ninfa. Él había querido estar cerca para ayudar en lo que pudie-ra, pero Mime y Nena se opusieron. Estas son cosas de mujeres, dijoMime; usted espere afuera, que si hace falta lo llamamos. Y él estuvosentado en la oscuridad, en el mismo sitio donde estaba ahora, viendopasar las horas, con los gritos de la abuela clavándole en el cuerpo.Después, a eso de medianoche, apareció la luna sobre la cordillera delsaliente y su reflejo engendró criaturas extrañas en el follaje negro delmango, movido por el viento del norte. Era diciembre y había másestrellas que en ninguna otra época del año. Una de las veces que salióa orinar, miró el cielo y vio una estrella fugaz. Había oído decir queesas estrellas nunca caen sobre la tierra porque son almas perdidas quehabitan en el mar. Pensó que él nunca había visto el mar y, de pronto,lo imaginó como un gran río de cuatro orillas. Cuando él era muy chi-co, el indio Belisario trabajaba para el Tata Juan. Belisario era un hom-bre ya viejo que había salido pequeño de su pueblo, al que jamás habíavuelto. ¿A qué vuelvo?, decía cuando le tocaban el tema; allá sóloquedan ánimas. Ya nadie vive en el lugar donde nací; todos se hanmuerto, o se han ido, que es casi la misma vaina. A primera noche,concluida la jornada, Belisario conversaba con los demás peones en elcorral y afirmaba haber estado muchas veces en el mar; hablaba detiburones, de balandros y de otras cosas que ninguno de sus oyenteshabía visto nunca ni sospechaba que existieran. El mar es un río redon-do y salado, decía Belisario, pero uno sólo puede ver una de sus orillas;las otras nadie las ha visto. Dicen que en ellas también vive gente comonosotros, pero nadie ha visto a esa gente. Por mi parte, creo que sípuede haber algo en esas orillas y me gustaría conocerlas algún día. Elabuelo escuchaba embelesado a Belisario, hasta que éste ponía fin asus historias con un salivazo chocolate, daba las buenas noches y ca-minaba parsimoniosamente hacia la barraca donde dormía con los otrospeones. En esa época, muchas noches el abuelo se durmió pensando enlas orillas del mar; y años después, ya grande, quiso ir al mar a buscarpescado para la cuaresma, pero el Tata Juan lo disuadió. En el mar hay

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muchas enfermedades, dijo; yo nunca he ido allá, pero don Luigi (supadre, presumiblemente italiano, aunque llamado el Francés) me ha-bló de éso cuando estuve en edad de entender las cosas; me contó queen el mar están las mentadas sirenas, que son causa de muchos males.El abuelo no hizo el viaje: un deseo del Tata Juan era una orden inape-lable para su mujer, para sus hijos y hasta para sus animales. Luego,poco antes de casarse con la abuela, oyó decir que un hombre de Guacáhabía cruzado el mar en una canoa más grande que una casa y queechaba humo como un tren. Eso le pareció pura fantasía de tunantes ydejó de pensar en el mar. Sin embargo, esa noche en que nació Ninfavolvió a pensar en el mar y, sin explicarse cómo ni por qué, resolvióque era un río de cuatro orillas. Ahora no había estrellas ni luna ni teníaganas de pensar en el mar, tal vez porque ya no era joven o porque elasma y la lluvia le hacían más doloroso el sufrimiento de Ninfa. Bue-no, pensó, que sea lo que Dios quiera, pero que todo acabe pronto y nohaya necesidad de llevarla a la estación. Se sonó la nariz con el pañue-lo de bolas mientras oía a Nena mover cosas en el cuarto. La lluvia casihabía cesado y una ligera brisa desprendía las gotas depositadas en lashojas de los árboles. Los pollos habían encontrado algunas lombricesdebajo del mango y se las disputaban en medio de agudos chillidos. Lamadre descubrió un hueco donde había varias y cloqueó llamándolos.Los pollos abandonaron las primeras y se precipitaron sobre las segun-das; cuando acabaron con ellas, la gallina los guió hacia donde habíaun tronco podrido y comenzó a escarbar en la tierra suelta y mojada.Tres orugas gordas y blancuzcas aparecieron retorciéndose y los po-llos las devoraron. La gallina los vio comérselas y después los apartó ysiguió escarbando. El arroz había consumido el agua; la abuela lo tapóy le sacó los tizones, dejándolo sólo al calor de las brasas. Luego fue alcuarto. La tía estaba acomodando las piernas de mi madre. La cosaserá en cualquier momento, comentó. La abuela asintió en silencio ypermaneció quieta, cerca de la puerta. Veía a mi madre retorcerse yhacer fuerza y una fugaz preocupación puso arrugas en su cara. Des-pués contempló la imagen de San Antonio que había encima del toca-dor, delante de la cual estaba encendido un candil de sebo, y rezó sin

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mover los labios. Oyó al abuelo sonarse la nariz y fue a preguntarle siquería más té. Dentro de un rato, dijo el abuelo sin mirarla. Ella miróhacia la puerta del cerco y dijo: las quebradas deben estar muy creci-das. Él aprobó con un gruñido. Ha caído mucha agua, agregó; ¿cuándoescampará? Ambos escrutaron el cielo del sur por entre las ramas delos cedros. Quién sabe, dijo ella; Dios y la virgen quieran que pronto.No hablaron más y el abuelo se atuzó los bigotes. La abuela compren-dió que el abuelo estaba preocupado por lo mismo que ella. Me avisacuando quiere el té, dijo y regresó a la cocina. La abuela oyó la salomade Milton cuando éste aún estaba lejos. Debe venir por el Camino Os-curo, pensó. Destapó el arroz y comprobó que estaba listo. La salomade Milton se unía al zumbido del río en la calma gris. La abuela oyó laspisadas de la yegua en el pedregal, al bajar la loma de la quebradita,luego el chapoteo en el vado y de nuevo las pisadas firmes en el casca-jo de la pendiente opuesta; después, percibió el trote fuera de la piñuelay, ya con toda claridad, los golpes de las trancas al abrir Milton lapuerta del cerco. Milton traía la silla cubierta con una lona embreada yel cuerpo de la yegua despedía vapor. La abuela salió al portal, de lacocina. Milton detuvo la yegua junto a las goteras y soltó de la silla elsaco que contenía las compras. La abuela lo tomó. ¿Traes todo lo quete encargué?, preguntó. Sí, pero las sardinas son de otra marca. ¿Tedespachó doña Nelly? No, Riche; doña Nelly estaba acostada; pareceque tiene catarro. Bueno, desensilla y ven a tomar maizena. Miltoncondujo la yegua hasta el portalito trasero, donde el abuelo guardabalas monturas y los aparejos de carga. Dejó la silla en su sitio y soltó layegua en la cuadra de hierba. En la cocina, se sentó junto a la puerta yesperó a que la abuela le sirviera la maizena. El agua me dio fatiga,dijo. Había hecho casi todo el camino bajo la lluvia. Había habidopequeñas bonanzas pero no había visto el sol. Las nubes cubrían elcielo en todas las direcciones; no se veían los cerros ni la costa y de lashondonadas, durante las bonanzas, surgían columnas de neblina. Laabuela le dio la maizena y bebió sin respirar. ¿Cómo ha seguido Nin-fa?, preguntó al terminarla. Igual; Nena está con ella, respondió la abuelamientras tomaba la totuma y la ponía en la batea de los trastos sucios.

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La comida está ya; ¿la quieres de una vez o esperas un rato? Esperaréa que baje la maizena. ¿Riche no te dijo nada de la cuenta?, preguntó laabuela. En la tienda estaban dos muchachos de Cochea y un hombreque Milton no conocía. Cada uno tenía una bolsa colgada del hombroy Riche conversaba con el hombre acerca del mal tiempo y de unasnovillas cebú que doña Nelly había comprado a un ganadero de Bijagual.Me dijo que le dijera a papá que debemos doce dólares, respondióMilton. Habrá que abonar algo, dijo la abuela. El abuelo llevaba dossemanas sin poder trabajar. Si sigue enfermo, habrá que venderle unnovillo a doña Nelly, pensó la abuela. ¿El domingo que estuviste en elJagüita viste al monguto? ¿Se podrá vender? ¿No está muy flaco? Miltonmeditó antes de contestar: Está un poco delgado; creo que tiene mejorestado el careto. Por ese podría darnos cuarenta dólares, pensó la abue-la; con eso se aliviaría la situación por un tiempo. En ese momento oyóun grito de mi madre. La brisa había dejado de soplar y las gotas delluvia volvían a ser gruesas. El abuelo las veía caer con intensidadcreciente en la zanja de las goteras y en la tierra pelada del patio. Habíaobservado a Milton desmontar para abrir la puerta, cerrarla, montar denuevo y pasar hacia la cocina; había seguido todos sus movimientos yluego había intentado captar la conversación con la abuela, pero losquejidos de mi madre y ahora el sonido de la lluvia en el zinc ahogabanlas voces. Sin embargo, creía haber escuchado que la abuela hablabade vender un novillo. En los últimos dos años habían vendido cincoreses y la peste había matado tres; quedaban catorce. Una ráfaga depreocupación lo agitó. Si el asma seguía molestándolo... Faustino aúnera demasiado joven para afrontar todas las responsabilidades de lacasa; y al Tata Juan no podía pedirle ayuda, porque estaba muerto; y niaunque hubiera estado vivo habría podido hacerlo: desde que hizo tes-tamento, todos los días anunciaba que pronto moriría y prohibió quealguien le pidiera algo; además estipuló que nadie tocara nada de laherencia hasta que él no tuviera un mes de sepultado. No quiero quemis hijos parezcan gallotes, decía, que les sacan los ojos a las bestiastodavía estando vivas, señor, que esperen y aguanten, que mi hora nodemora. El abuelo frunció los labios y se acarició el bigote: ni en las

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proximidades de la muerte cambió el Tata Juan su modo de ser. Miltonoyó el grito y no preguntó nada. Permaneció un rato mirando hacia elcamino y luego fue a donde el abuelo y se sentó en el quicio. ¿Cómosigue usted?, preguntó. Un poco mejor; ¿cómo te fue por la tienda?Bien, dijo Milton. El abuelo volvió a toser. Milton quitó la vista parano ver su cara congestionada y sus ojos llorosos. El abuelo sacó elpañuelo y se sonó la nariz con fuerza ¿Por qué no toma una cucharadade jarabe?, preguntó Milton. Ya tomé, respondió el abuelo, casi sinaire. Pasó el espasmo y ambos continuaron callados. Milton oía el sil-bido trabajoso de la respiración del abuelo. Tal vez haya que buscargente para llevar a Ninfa a la estación, dijo el abuelo al rato. Miltonesperó que continuara. Faustino ya no demora y donde Mime estánIsidoro y Silvestre; habría que decirle a Canducho y a algún otro; quizáChángele pudiera ir... Yo podría, dijo Milton. No, estás muy chico, dijoel abuelo; sólo servirías para llevar los caballos, no para relevar a loscargadores. ¿Quiere que vaya a avisarles? preguntó Milton. No, hayque esperar; Nena es la que decide, dijo el abuelo. Un nuevo acceso detos le impidió seguir hablando. Cuando pasó, respiró hondo, con laboca entreabierta para tomar más aire. Ahora llovía más fuerte y lagallina y los pollos regresaron al portal. Los pollos pasaron debajo dela silleta del abuelo y Milton agarró uno. Tenía el buche tibio y lleno.La gallina cloqueó y quiso picar a Milton; éste la espantó con el som-brero y luego soltó el pollo, que corrió a acomodarse con la madre ylos hermanos junto a la pared. La abuela llegó a la cocina y vio a lospollos desaparecer debajo de la madre. ¿Quiere más té o le traigo ya lacomida?, preguntó al abuelo. Mejor té, dijo el abuelo; todavía no sien-to hambre. ¿Y tú?, preguntó a Milton. Tampoco quiero todavía. Hoynadie tiene hambre, se dijo la abuela y fue a buscar el té. ¡Milton!llamó desde la cocina, ven a llevarle el té a tu papá. Milton entró en lacocina. La abuela estaba parada en el centro, con una totuma vacía enla mano. ¿Le dijiste lo de la cuenta?, preguntó en voz baja. No, dijoMilton. No le digas nada. La abuela sirvió té de una jarra de tagua azuly le dio la totuma a Milton. Aqui tiene, dijo Milton al abuelo. Éstesopló el té humeante y luego bebió un largo trago. Sentía que la infu-

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sión de hojas de guanábano aliviaba su garganta, irritada por la tos.Los truenos habían dejado de oirse y ahora volvieron a retumbar por elsur, apagados y lejanos. En Dolega también debe estar lloviendo, pen-só el abuelo. Las tormentas casi siempre venían del sur, precedidas deun viento frío. Si uno estaba en la estación o en el llano o en cualquiersitio despejado, podía ver la tormenta en el horizonte; parecía una cor-tina de hilos muy finos, colgada de las nubes; y si uno observaba bien,podía ver cómo se aproximaba mientras las masas de nubes iban jun-tándose hasta cerrar el cielo. En la soledad del llano, la tormenta aho-gaba la luz y también parecía querer ahogarlo a uno. Las primerasgotas eran gruesas, espaciadas y muy frías; después, el diluvio se ce-rraba y el mundo desaparecía en un limbo cenizo. El caballo habíadejado de comer y estaba parado debajo de un naranjo. Cuando escam-pe, cortas unas cañas y se las echas al caballo; desde anteayer no comecaña, dijo el abuelo a Milton. ¿Se las doy con cáscara o peladas? Mejorpícaselas; así no desperdicia nada. El caballo tenía más de diez años,pero aún se veía fuerte; ahora estaba con una pata floja y los ojos cerra-dos. Mi madre gritó: ¡Roberto! y entrevió, como si estuvieran allí, perovelados, una sonrisa y un rostro; casi que sintió otro cuerpo junto alsuyo, y su piel revivió palabras dichas mucho antes y caricias largas ylentas en el sonido de la lluvia. Debajo del dolor vibraban voces yrecuerdos de otros sudores, de otros días, de otras noches de agua o deluna; los dolores de ahora prolongaban aquel, fugaz, de una tarde juntoal río Majagua, cuando abrió su piel a otra piel ardorosa y a la vida queahora, ¿cuándo, Dios, cuándo?, nacería. Tía Nena decía: no te deses-peres y haz lo que te digo. Mi madre procuraba seguir sus indicacio-nes, aunque le parecía que el dolor no estaba sólo en el vientre, porquesentía agujas clavadas en todo el cuerpo. De pronto se le ocurrió queno debía estar sola con la Tía, que él debía estar acompañándola; asíella no sentiría los dolores sino la ansiedad gozosa de ambos por lo queestaba a punto de ocurrir. Tengo sed, dijo; no puedo más. Espera, dijoTía Nena; espera, hijita, que falta muy poco. La abuela estaba dándolede comer a la perra cuando Faustino asomó en la puerta del cerco cu-briéndose con una lona. El abuelo lo vio y dijo: viene Faustino. Ya lo

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había visto, contestó la abuela. Milton siguió sentado en el quicio, vién-dolo aproximarse. ¿Te fue bien? preguntó el abuelo. No pudimos hacermucho, dijo Faustino; el agua no dejaba abrir los huecos para los pos-tes. Debían tender quinientas brazas de alambrada y apenas habíantendido cien. No desensilles el caballo, por si hay que llevar a Ninfa ala estación, dijo el abuelo. ¿Se puso mal?, preguntó Faustino. Sí, dijoel abuelo; poco después de que te fuiste. Faustino amarró el caballo enel calabazo próximo y tapó bien la silla con la lona y caminó hacia lacocina. En la oreja de un horcón colgó la bolsa en que llevaba al traba-jo la totuma y la raspadura. ¿Quieres comida o maizena?, preguntó laabuela. Maizena, respondió sentado junto a la puerta. La perra habíaterminado de comer y los cachorros retozaban con ella en el nido. ¿Sol-taste el caballo?, preguntó la abuela. No, está amarrado en el calabazo.Yo creo que no va a ser necesario llevarla, dijo la abuela; le he ofrecidouna manda a San Antonio. Las quebradas están hondas, dijo Faustino;en la de Ismaela el agua tapa los estribos y en la otra me mojó lospeleros. Ahora llovía muy fuerte y la luz del mediodía agonizaba enlas hojas de los árboles. Algunas gallinas habían buscado refugio en elportal de la cocina y uno de los cachorros se acercó olisqueando aellas; una le dio un picotazo en la cabeza, el perrito chilló y la perra,enfurecida, las ahuyentó del portal y tuvieron que buscar amparo enlos aleros de la otra casa. La lluvia había vuelto a formar arroyos en lasabana y la zanja de las goteras se desbordaba. Si sigue lloviendo así,no podremos trabajar mañana, dijo Faustino, que miraba hacia afueracon la totuma vacía en las manos. La abuela iba a comentar algo peroen ese momento, después de haberse apagado el estampido de un true-no, oyó el grito largo y hondo, desgarrado, de mi madre. ¡Goya, trae elagua!, gritó Tía Nena. La abuela y Faustino dejaron en el cuarto lapaila humeante. Ten listas las tijeras, dijo la Tía. La abuela tomó lastijeras, les echó agua caliente, las secó con un trapo limpio y las pusojunto a las sabanitas. Pon a calentar más agua en la olla azul, ordenó aFaustino y se aproximó a la cama de mi madre. Ya no habrá que ir a laestación; bendita sea la Divina Providencia, pensó y miró agradecidala imagen de San Antonio. El abuelo y Milton miraban la lluvia sin

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hablar. Se habían formado charcos en las depresiones de la sabana y elabuelo se preguntó de dónde sacaría el cielo tanta agua: en cuatro días,prácticamente no había cesado de llover. Lo acometió un acceso de tosy Milton tuvo la sensación de que su propio pecho estaba a punto deestallar; le parecía que en la fatigosa respiración del abuelo había comouna renuncia a la vida. De pronto oyó el grito de Ninfa y el miedo leenfrió los huesos, sin que supiera por qué. El abuelo también lo escu-chó, apagado por la tos, y sin que tampoco supiera por qué se sintiócontento. Ese grito había sonado distinto a los anteriores: parecía bro-tado de la sangre. Cuando pasó la tos, llamó a la abuela. Ahora voy,respondió ella desde el cuarto. Y en ese mismo instante mi primerllanto se mezcló con el sonido de la lluvia en el zinc, con el estornudodel caballo amarrado en el calabazo y con el lejano zumbido del río. Elabuelo sonrió en silencio y, como si repentinamente se hubiera libradode una carga muy pesada, aspiró hondo y miró la lluvia, los cedros, suviejo caballo februno y a Milton. La familia está creciendo, comentóluego. Sí, dijo Milton. Y, sin decir más nada, el abuelo agarró la varitaseca y de nuevo comenzó a dibujar figuras en el suelo.

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Enrique Jaramillo Levy

La figuraLos inválidos, los deformes, nos turban

espiritualmente porque son la prefigura-

ción de una de nuestras posibilidades:

Salvador Elizondo,

en Cuaderno de Escritura.

Estuvo pendiente, de una manera casi visceral, del repiqueteo levede la lluvia sobre el vidrio, hasta que la figura de Alma adquirió unatextura tan real que hubiese podido extender la mano y palparla, comosi en lugar de ser una alucinación, ella estuviera realmente allí, de piefrente a su silla de ruedas, al igual que otras noches de lluvia, mirándo-lo fumar distraídamente su pipa.

El cabello negro de la muchacha despedía siempre un nítido olor avioletas que él aspiraba, fingiendo una indiferencia que estaba muylejos de sentir a pesar de su esfuerzo por no cambiar la dirección de lamirada, fija en los goterones que escurrían por el cristal. El sonidopeculiar de esa lluvia interminable de los trópicos lograba amplificarseentonces de tal forma en su cerebro a fuerza de concentración, que laspalabras que Alma pronunciaba por distraerlo un poco no llegaban aser más que vagos murmullos.

Y no obstante esa actitud suya, ella insistía en quedarse acompa-ñándolo hasta que lo vencía el sueño y dejaba de oír la lluvia y laspalabras con la cabeza doblada sobre el pecho. En seguida, evocaba

ENRIQUE JARAMILLO LEVY (1944), obra: Catalepsis (1965), Duplicaciones (1973), El búho quedejó de latir (1974), Renuncia al tiempo (1975) y Ahora que soy él (1985).

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las veces que corría alegremente tras Alma en una playa solitaria, has-ta que le daba alcance y caía jadeante sobre aquella risa que estallabacontagiándolo. Pero escenas como ésa no duraban, porque de prontoun grupo de estudiantes de la edad de Alma se la arrancan de los bra-zos y comienzan a patearlo en el suelo, gritándole viejo sátiro. Al des-pertar lleno de angustia ya ella se había marchado.

Enrique tenía ahora la impresión de oír otra vez su voz a través delchocar intermitente del agua contra ese cristal empañado, que no ledejaba ver el jardín que Alma atendía antes con tanto esmero cuando élquedó inválido por la enfermedad. La sensación de aquella presenciase hizo más rotunda cuando dejó de estar atento a la lluvia y comprobóque dentro de su cabeza se estaban articulando, efectivamente, pala-bras ajenas a su voluntad, y que a pocos metros de la silla de ruedas,una silueta, que él había ubicado sólo en su imaginación, comenzaba amaterializarse.

“Te dije una vez que siempre estaría aquí para cuidarte”, compren-dió que decía la voz en su cerebro. “Fue un accidente. No tuviste laculpa”.

Cuando Alma era un cuerpo hermoso, del que no quedaba partealguna por explorar, no había tenido jamás la realidad obsesiva de estafigura que ahora le permitía ver, con una claridad que perdiera horasatrás el vidrio, las cosas que permanecían al fondo del cuarto. Así pudodistinguir, directamente detrás de la silueta, la mecedora donde él solíabalancearse con Alma sentada en sus rodillas, complaciente. Y viendocómo cumplía ahora la promesa de estar siempre a su lado, tuvo ganasde hacer girar las ruedas hasta quedar junto a ella y decirle: “Siéntatecomo antes en mis piernas, chiquilla mía!”

No lo hizo porque Alma estaba muerta y él pensaba que esa pre-sencia no era más que otra señal de su demoledora tristeza. Entoncesescuchó nuevamente, como si fuera la confirmación deseada, una co-herencia de palabras que cobraron significación inmediata en su cabe-za: “Estoy contigo, Enrique... No lo estás imaginando”.

El olor a violetas se intensificó en seguida y Enrique no pudo resis-tir la tentación de tratar de palpar aquella figura que no dejaba que sus

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ojos se detuvieran en ella. Si Alma estaba allí, si había vuelto asegu-rándole que él no tuvo la culpa, sólo podía ser porque la pobre ignora-ba realmente la fuerza asesina que los celos lograron engendrar en suánimo, después de verse condenado a una invalidez permanente. No lebastó después con los cuidados de la muchacha, con las noches delluvia que permaneció a su lado. El sabía que por las tardes se iba depaseo al campo con chicos de su edad, que las faldas cortas y las blusasapretadas ya no eran para él. Y por eso la había hecho rodar por lasescaleras en un momento de ira, por eso se acercaba ahora a esta pre-sencia, que milagrosamente regresaba a él para cuidarlo. Tenía quedecirle la verdad, pedirle perdón abrazado a su cintura. Ya no soporta-ba más la culpa.

Por más que dirigía la silla hacia la figura de Alma, no alcanzaba adisminuir los pocos metros que lo habían separado de ella desde elprincipio. Aunque no percibía ya palabras articulándose en el cerebro,continuaba recibiendo el fuerte olor a violetas que provenía de aquelcabello negro que era lo único conciso en el rielar incansable de lasilueta.

Quiso acabar con las dudas que otra vez aguijoneaban su empeñoy, para probarse que no estaba imaginando cosas, aceleró súbitamenteel movimiento de sus manos sobre las ruedas en un afanoso intento deapresar la aparición antes de que se esfumara.

Penetró en la oscuridad y allí quedó, frenético en su silla, dandovueltas y más vueltas con los brazos extendidos.

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Índice

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PRESENTACIÓN

Rodrigo MiróEl cuento en Panamá

EL CUENTO EN PANAMÁ , RESEÑA HISTÓRICA

PRELUDIO COLONIAL

EL PRIMER CUENTO PANAMEÑO

Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés:Del caso experimentador de la grandísima habilidad que tuvoun vecino de la ciudad de Panamá en nadar

ALGUNOS CUENTOS REPRESENTATIVOS

Salomón Ponce Aguilera: La apuestaDarío Herrera: La zamacuecaRicardo Miró: El Jesús maloGaspar Octavio Hernández: EdénicaJoaquín Darío Jaén: El hombre que no tuvo la culpaIgnacio de J. Valdés Jr.: Cásate, hijo, cásateJosé María Núñez: Un hombreGil Blas Tejeira: SaloméGraciela Rojas Sucre: FonchíngaleRodolfo Aguilera Jr.: RodríguezRogelio Sinán: A la orilla de las estatuas madurasRoque Javier Laurenza: Muerte y transfiguración de EmilianoGarcía

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Manuel Ferrer Valdés: La novia de octubreJulio B. Sosa: Se llamará JesúsJosé María Sánchez B.: InoCésar A. Candanedo: La plata mandaTobías Díaz Blaitry: El locoMario Augusto Rodríguez: SequíaRamón H. Jurado: PiedraJuan O. Díaz Lewis: Viernes Santo BautistaCarlos Francisco Changmarín: Seis madresBIBLIOGRAFÍA DEL CUENTO Y LA NOVELA PANAMEÑOS

Franz García de ParedesPanamá: cuentos escogidos

PRÓLOGO

Darío Herrera: La nueva LedaRogelio Sinán: La boina rojaManuel Ferrer Valdés: Los alacranesCésar A. Candanedo: El cerqueroJosé María Sánchez Borbón: La muerte de NicanorRamón H. Jurado: Herenia, la lejanaBoris Zachrisson: “El arete”Ernesto Endara: La renunciaJusto Arroyo: RevelaciónRosa María Britton: Apartamento Uno. ¿Quién inventó elmambo?Pedro Rivera: Knock OutDimas Lidio Pittí: Los caballos estornudan en la lluviaEnrique Jaramillo Levy: La figura

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• Apuntamientos históricos (1801-1840), Mariano Arosemena.El Estado Federal de Panamá, Justo Arosemena.

• Ensayos, documentos y discursos, Eusebio A. Morales.

• La décima y la copla en Panamá, Manuel F. Zárate y Dora Pérez de Zárate.

• El cuento en Panamá. Estudio, selección, bibliografía, Rodrigo Miró.Panamá: Cuentos escogidos, Franz García de Paredes (Compilador).

• Vida del General Tomás Herrera, Ricardo J. Alfaro.

• La vida ejemplar de Justo Arosemena, José Dolores Moscote y Enrique J. Arce.

• Los sucesos del 9 de enero de 1964. Antecedentes históricos, Varios autores.

• Los Tratados entre Panamá y los Estados Unidos.

• Tradiciones y cantares de Panamá. Ensayo folklórico, Narciso Garay.Los instrumentos de la etnomúsica de Panamá, Gonzalo Brenes Candanedo.

• Naturaleza y forma de lo panameño, Isaías García.Panameñismos, Baltasar Isaza Calderón.Cuentos folklóricos de Panamá. Recogidos directamente del verbo popular,Mario Riera Pinilla.

• Memorias de las campañas del Istmo 1900, Belisario Porras.

• Itinerario. Selección de discursos, ensayos y conferencias, José Dolores Moscote.Historia de la instrucción pública en Panamá, Octavio Méndez Pereira.

• Raíces de la Independencia de Panamá, Ernesto J. Castillero R.Formas ideológicas de la nación panameña, Ricaurte Soler.Papel histórico de los grupos humanos de Panamá, Hernán F. Porras.

• Introducción al Compendio de historia de Panamá, Carlos Manuel Gasteazoro.Compendio de historia de Panamá, Juan B. Sosa y Enrique J. Arce.

• La ciudad de Panamá, Ángel Rubio.

• Obras selectas, Armando Fortune.

Biblioteca de la NacionalidadTÍTULOS

DE ESTA COLECCIÓN

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• Panamá indígena, Reina Torres de Araúz.

• Veintiséis leyendas panameñas, Sergio González Ruiz.Tradiciones y leyendas panameñas, Luisita Aguilera P.

• Itinerario de la poesía en Panamá (Tomos I y II), Rodrigo Miró.

• Plenilunio, Rogelio Sinán.Luna verde, Joaquín Beleño C.

• El desván, Ramón H. Jurado.Sin fecha fija, Isis Tejeira.El último juego, Gloria Guardia.

• La otra frontera, César A. Candanedo.El ahogado, Tristán Solarte.

• Lucio Dante resucita, Justo Arroyo.Manosanta, Rafael Ruiloba.

• Loma ardiente y vestida de sol, Rafael L. Pernett y Morales.Estación de navegantes, Dimas Lidio Pitty.

• Arquitectura panameña. Descripción e historia, Samuel A. Gutiérrez.

• Panamá y los Estados Unidos (1903-1953), Ernesto Castillero Pimentel.El Canal de Panamá. Un estudio en derecho internacional y diplomacia, Harmo-dio Arias M.

• Tratado fatal! (tres ensayos y una demanda), Domingo H. Turner.El pensamiento del General Omar Torrijos Herrera.

• Tamiz de noviembre. Dos ensayos sobre la nación panameña, Diógenes de la Rosa.La jornada del día 3 de noviembre de 1903 y sus antecedentes, Ismael Ortega B.La independencia del Istmo de Panamá. Sus antecedentes, sus causas y su justi-ficación, Ramón M. Valdés.

• El movimiento obrero en Panamá (1880-1914), Luis Navas.Blázquez de Pedro y los orígenes del sindicalismo panameño, Hernando FrancoMuñoz.El Canal de Panamá y los trabajadores antillanos. Panamá 1920: cronología deuna lucha, Gerardo Maloney.

• Panamá, sus etnias y el Canal, varios autores.Las manifestaciones artísticas en Panamá. Estudio introductorio, Eric Wolfschoon.

• El pensamiento de Carlos A. Mendoza.

• Relaciones entre Panamá y los Estados Unidos. Historia del canal interoceánicodesde el siglo XVI hasta 1903 (Tomo I)

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A los Mártires de enero de 1964,como testimonio de lealtad a su legado

y de compromiso indoblegablecon el destino soberano de la Patria.