(Fray Athelstan 05) La Clara Luz de La Muerte - Paul Harding

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Annotation Invierno de 1379. Sir John Cranston se ve agobiado por toda una serie de problemas: no sólo tiene que dictar sentencia sobre un presunto caso de brujería, sino que, además, está totalmente desconcertado por los crímenes de un astuto delincuente. Fray Athelstan, su escribano y amigo, está preparando la representación de un misterio religioso e intenta al mismo tiempo calmar los ánimos de su consejo parroquial, pues todos quieren interpretar el papel de Dios. Tales inquietudes pierden sin embargo su importancia cuando todos los hombres que integran la guardia nocturna del navío de guerra La clara luz de Dios desaparecen misteriosamente. Sir John Cranston y fray Athelstan son encargados de la investigación de los hechos.

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Policial medieval

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  • Annotation

    Invierno de 1379. Sir John Cranston se ve agobiado por toda una serie de problemas: no

    slo tiene que dictar sentencia sobre un presunto caso de brujera, sino que, adems, est

    totalmente desconcertado por los crmenes de un astuto delincuente. Fray Athelstan, su

    escribano y amigo, est preparando la representacin de un misterio religioso e intenta al

    mismo tiempo calmar los nimos de su consejo parroquial, pues todos quieren interpretar el

    papel de Dios. Tales inquietudes pierden sin embargo su importancia cuando todos los

    hombres que integran la guardia nocturna del navo de guerra La clara luz de Dios

    desaparecen misteriosamente. Sir John Cranston y fray Athelstan son encargados de la

    investigacin de los hechos.

  • Paul Harding

    La clara luz de la muerte

  • 5 de la serie Fray Athelstan

    Para John Brunton, de Nottingham, con mi gratitud.

  • Introduccin

    La terrible tormenta que haba asolado la costa sur de Inglaterra estaba barriendo ahora los

    mares norteos y ya haba alcanzado las heladas islas donde los hombres, vestidos con

    pieles de venado, encendan hogueras en honor de unos dioses annimos. Desde Londres a

    Cornualles, los cronistas de los monasterios comentaban con todo detalle la tormenta que, a

    su juicio, era el castigo que Dios estaba infligiendo a un reino hundido en el pecado. De

    hecho, la clera de Dios se haba dejado sentir con toda claridad en los ltimos meses. Una

    gran flota francesa, al mando de su capitn pirata Eustasio el Monje, haba sometido a

    pillaje las ciudades de la costa sur. En Rye, en el condado de Sussex, los aldeanos se haban

    tenido que refugiar en la iglesia. Pero los piratas franceses, totalmente insensibles a los

    desgarradores gritos de dolor de los que permanecan encerrados en la iglesia, haban

    cerrado las puertas e incendiado el templo y se haban ido, llevndose en unos carros todos

    los objetos de plata, alfombras y provisiones robados en las saqueadas viviendas. La flota

    francesa se haba retirado y ahora Londres y sus fortificaciones descansaban mientras el

    triste otoo se converta en glido invierno. Los barcos fondeados en el Tmesis tiraban de

    las guindalezas mientras los marineros holgazaneaban y se divertan en la ciudad, dejando

    tan slo un reducido nmero de compaeros a bordo para que anunciaran las horas. Sin

    embargo uno de los barcos, el soberbio velero La clara luz de Dios, permaneca en silencio.

    La linterna colgada en lo alto del mstil parpadeaba bajo la fra y griscea luz del amanecer.

    El barco cruja y se balanceaba sobre las negras y perezosas aguas del Tmesis, mecindose

    suavemente hacia adelante y hacia atrs, sujeto por la cuerda del ancla. Las gras del

    muelle de San Pablo, delante del cual se encontraba fondeado el barco, guardaban tambin

    silencio y las puertas del almacn estaban firmemente cerradas con candados. Slo algn

    que otro gato en busca de gordos ratones y de escurridizas ratas se mova sigilosamente

    entre las adujas de las cuerdas untadas con aceite, los montones de lea y los grandes

    barriles de sal que all se encontraban. La noche haba sido extremadamente fructfera para

    los ratones y las ratas que merodeaban entre los montculos de basura y se deslizaban por

    debajo de las puertas de los almacenes para hincar los dientes en los sacos de trigo y los

    grandes y jugosos jamones envueltos en lienzos de lino. Los roedores tenan que

    habrselas, sin embargo, con las legiones de gatos que tambin cazaban por all. Una rata,

    ms atrevida que sus compaeras, correte por el muelle, baj por los hmedos y mohosos

    escalones y se adentr en el agua, donde su lustroso cuerpo empez a nadar hacia la cuerda

    del ancla del Clara luz de Dios. La rata era una hbil y astuta cazadora que ya haba

    sobrevivido a tres veranos y tena los pelos del hocico de color gris. Avanz

    cautelosamente por la cuerda, utilizando las patitas y el rabo, y penetr en la cubierta a

    travs del escobn. All se detuvo y levant la cabeza para olfatear el aire. Algo extrao

    ocurra el agudo olfato de la rata percibi una especie de olor de sudor mezclado con

    perfume. El animal tens los msculos de su negro cuerpecillo y levant los hombros. Sus

    ojos negros como el azabache escudriaron la bruma que envolva la cubierta como un

    sudario. El animal aguz el odo en medio del silencio, tratando de captar el suave rumor de

    la cola de un gato o el crujido de la madera causado por las patas de algn otro depredador

  • sobre las tablas. Pero no oy ni vio nada alarmante y decidi proseguir su camino. De

    pronto, oy unos extraos ruidos y se detuvo en seco Era el sordo rumor de otra

    embarcacin que se estaba acercando al costado, seguido por el de unas voces humanas.

    Identificando el peligro, la rata dio media vuelta, regres al escobn y huy a toda prisa por

    la cuerda del ancla. Al llegar al final, se desliz silenciosamente hacia el agua y alcanz a

    nado la orilla, donde le esperaba el peligro de las fauces de un esculido gato. La causa de

    la alarma de la rata haba sido un pequeo barco cantina y las voces de un marinero y su

    acompaante, una joven prostituta del mercado de pescado de la Vinatera. El achispado

    marinero, tambalendose peligrosamente en la cubierta, trataba de convencer a la prostituta,

    cuyo rubio cabello ya estaba completamente empapado por la bruma del ro que tambin le

    haba arrebatado los vulgares afeites que cubran su rostro, de que subiera por la escalera de

    cuerda. - Vamos -dijo el hombre con voz pastosa-. Sube de una vez! Cuando me hayas

    servido a m, podrs servir a los otros! Cada uno te pagar una moneda. La joven

    contempl la inestable escalera de cuerda y trag saliva. El marinero haba sido muy

    generoso con ella y ya le haba pagado cuatro peniques. Ahora la haba conducido al barco

    para retozar un poco ms con ella y compartirla con los pobres desgraciados que se

    encontraban de guardia a bordo. La joven vio el brillo de una moneda entre sus dedos.

    - Csate y que te parta un rayo! -exclam, soltando su reniego preferido. Se agarr a la

    escalera de cuerda y, mientras el marinero le introduca las manos por debajo de la falda

    para empujarla hacia arriba, se encaram a la amurada y salt a cubierta. El marinero la

    sigui, salt a su lado y empez a proferir maldiciones por lo bajo. La muchacha se levant.

    - Vamos! -le dijo en un susurro-. Mi trabajo es tiempo y el tiempo es dinero. Adnde me

    llevas? Rodeando con sus finos brazos la cintura del marinero, la joven comprimi el

    cuerpo contra el suyo y empez a contonearse. El marinero sonri y, agarrndola por el

    teido cabello, le empuj la cabeza contra su pecho, debatindose entre la emocin que

    senta y la inquietante sospecha de que algo extrao estaba ocurriendo. - El barco est

    demasiado tranquilo -murmur en medio de los vapores de la cerveza-. Bracklebury!

    -grit-. Bracklebury, dnde te has metido? La chica se agit entre sus brazos. - Eres de

    esos que quieren que alguien les mire? -le pregunt en un susurro. El marinero le dio una

    palmada en el trasero y escudri la brumosa oscuridad. - Aqu pasa algo muy raro! -dijo

    en voz baja. - Vamos, no seas tonto! - Cllate, furcia de mierda! -replic el marinero,

    apartando a la chica de un empujn y apoyndose en la amura para no perder el equilibrio

    mientras avanzaba entre trompicones por la cubierta-. Cristo, ten piedad! -musit-. Pero,

    dnde se han metido todos? -Se asom por la borda sin prestar atencin a la prostituta que,

    sentada al pie del mstil, gema muy quedo, y mir hacia la otra orilla del brumoso ro.

    Faltaba muy poco para el amanecer. En el ro haba otros barcos y en sus cubiertas se

    distingua el movimiento de algunas figuras. La fra maana haba disipado los vapores de

    la cerveza que envolvan su mente-. Se han ido -murmur para sus adentros. Contempl las

    oscuras y picadas aguas del Tmesis y despus su mirada volvi a posarse en la cubierta.

    La lancha del barco an estaba amarrada a la cubierta. Haciendo caso omiso de las splicas

    de la prostituta sentada todava al pie del mstil, corri al castillo de popa y abri de un

    empujn la puerta. La linterna de aceite colgada del pesado gancho an estaba encendida y

    dentro todo estaba perfectamente limpio y ordenado. El marinero permaneci inmvil con

    las piernas separadas, balancendose con los suaves movimientos del barco. Oy los

    crujidos de los palos y las cuadernas y record los relatos de aparecidos que l y sus

    compaeros solan contarse durante las guardias nocturnas. Acaso Bracklebury y los otros

    dos miembros de la tripulacin se haban esfumado por arte de magia? Estaba claro que no

  • haban abandonado el barco por medios naturales la lancha estaba en su sitio y las

    glidas aguas difcilmente hubieran inducido ni siquiera al ms desesperado de los

    marineros a arrojarse a ellas para alcanzar la orilla a nado, por mucho que ansiara disfrutar

    de los placeres de la ciudad. - Bracklebury! -volvi a gritar, saliendo del camarote. Slo le

    contestaron los gemidos y crujidos del barco. Levant la vista hacia el tope del mstil y vio

    las volutas de niebla que lo envolvan. - Qu pasa? -pregunt la prostituta en tono

    quejumbroso. - Cllate, perra! El marinero se acerc de nuevo a la borda, pensando que

    ojal no hubiera regresado a bordo. - Con que La clara luz de Dios! -exclam en tono

    burln-. Este barco est embrujado! El capitn Roffel era la mismsima encarnacin del

    demonio. Hasta el marinero, curtido por sus muchos aos de encarnizadas contiendas

    navales, haba experimentado una punzada de compasin por la despiadada manera en que

    Roffel se haba deshecho de los prisioneros franceses. Pero ahora Roffel haba muerto tras

    una breve y repentina enfermedad. Su cadver, envuelto en unos hules, haba sido enviado

    a la orilla y su alma habra ido a parar directamente al infierno. El marinero se estremeci

    mientras se volva hacia la prostituta. - Ser mejor que demos la alarma -le dijo-, aunque no

    s de qu va a servir. Satans ha visitado este barco!

  • Captulo 1

    - Acuso a Leonor Raggleweed de ser una bruja! Sir John Cranston, forense de la ciudad

    de Londres, desplaz la impresionante mole de su cuerpo detrs de la alta mesa de roble

    macizo, rechinando los dientes en silenciosa furia mientras contemplaba el rostro de arpa

    de la comadre de la calleja del Rabo de Rata, la cual permaneca de pie, sealando

    dramticamente con un dedo hacia el otro extremo de la pequea cmara del Ayuntamiento

    de Londres. - Es una bruja! -repiti Alicia Frogmore-. Y ste -aadi, sealando con no

    menos dramatismo a un rechoncho sapo pacientemente sentado en el interior de una jaula

    depositada en el suelo- es su familiar! Cranston cruz las manos sobre su voluminoso

    vientre, mir con rabia mal contenida al risueo escribiente y le dirigi una hipcrita

    sonrisa a Alicia Frogmore. - Ya habis expuesto vuestro argumento -dijo, mirando a la

    aterrorizada Leonor-. Ahora os ruego que presentis las pruebas! - La he visto con mis

    propios ojos! -grit Alicia-. La he visto de noche en su jardn, dando de comer pan tierno y

    leche fresca a su repugnante familiar. La he visto hablar con l y mi esposo tambin la ha

    visto! - Acercaos, maese Frogmore! -tron Cranston. El hombre se adelant y se detuvo al

    lado de su esposa, la cual, pens Cranston, tena ms pinta de sapo que la pobre criatura

    encerrada en la jaula. Alicia Frogmore, con sus ojillos de cerdo casi ocultos por unos

    pliegues de grasa y unos cortos y gruesos brazos colgando belicosamente a ambos lados de

    su cuerpo, estaba ms que gorda, por lo que Cranston, mirando a maese Frogmore sin

    apenas poder contener la risa, se pregunt cmo se las deba de apaar en la cama aquella

    pareja, pues el pobre maese Frogmore estaba ms delgado que un palillo y tena cuatro

    pelos blancos en la cabeza, unos dientes proyectados hacia afuera y unos aterrorizados ojos

    ms propios de una liebre perseguida que de un ser humano. - Y bien, buen hombre -ladr

    Cranston-. Habis visto algo? - S, Excelencia. - Mi seor forense es suficiente. - S,

    Excelencia mi seor forense. Los ojos de Cranston se desviaron hacia el escribiente Osbert

    cuyos hombros se estaban estremeciendo a causa de la risa. - Cuidado, Osbert! -le dijo en

    un susurro-. Mucho cuidado! -Mirando a Frogmore, pregunt-: Bien, qu es lo que habis

    visto? - Fue en la Noche de Walpurgis -la cascada voz de Frogmore se transform en un

    siniestro susurro-. La hora del Gran Sabat de las brujas. Vi a la seora Raggleweed salir al

    jardn, encender una vela y dar de comer a su horrible visitante infernal. - Cmo sabis vos

    tantas cosas de la Noche de Walpurgis? -le interrumpi el forense con expresin de fingida

    inocencia-. Parece que tenis muchos conocimientos sobre las brujas, maese Frogmore. El

    hombre se encogi de hombros. - Y, sobre todo, por qu estabais espiando a la seora

    Raggleweed? - Me encontraba en el desvn de mi casa, arreglando la persiana de una

    ventana. - En mitad de la noche? -rugi Cranston. - Mi mujer me pidi que lo hiciera.

    Frogmore se escondi detrs de su esposa, la cual mantena la cabeza echada hacia adelante

    con los labios fuertemente apretados y los carrillos hinchados. Cranston se pregunt si iba a

    soltarle un escupitajo. - Necesito pruebas ms fehacientes que sa -grazn el forense,

    rascndose la calva mientras la burlona expresin de su rostro y de sus ojos tan azules como

    el hielo se esfumaba como por arte de ensalmo. Mir fijamente a Alicia Frogmore, a quien,

    en su fuero interno, ya estaba empezando a llamar Seora Sapo. - A veces -contest la

  • mujer, levantando la voz- este sapo entra en mi jardn y cada vez que lo hace me ocurre un

    percance! - Como qu? -pregunt el forense en tono de advertencia, buscando a tientas la

    bota de vino bajo la mesa. Pero la seora Frogmore no supo interpretar la dura expresin de

    su rostro y le pareci la propia de un severo servidor de la justicia. No era tal sino tan

    slo la de alguien que necesitaba desesperadamente tomarse una copa de clarete o un vaso

    de vino seco en la taberna del Cordero Sagrado de Dios antes de regresar a casa para jugar

    un rato con sus dos hijos gemelos y conversar con su esposa, la inefable lady Matilde. - Y

    bien? -gru Cranston. - En cierta ocasin la leche se agri. - Y qu ms? -pregunt

    Cranston entre dientes. - Otra vez me ca de un escabel. - Me asombra que encontrarais

    alguno capaz de soportar vuestro peso! -coment Cranston en voz baja. Osbert levant los

    ojos con semblante preocupado. - Mi seor forense, eso se me ha escapado. - Pues vos no

    os escaparis de m si no callis la boca! -replic Cranston-. Ya estoy harto! -Descarg un

    puetazo sobre la mesa y se volvi hacia Leonor Raggleweed-. Qu defensa ofrecis?

    - Soy inocente, sir John! Cranston mir al sapo con cara de pocos amigos. - Es vuestra

    esta criatura? - S, mi seor forense -contest la mujer con la voz quebrada por el temor.

    - Y ha pasado alguna vez a la propiedad de los esposos Frogmore? - S, mi seor forense.

    Cranston volvi a clavar la vista en el sapo. - O sea que es culpable de haber entrado en

    propiedad ajena, no es cierto? - S, mi seor forense. - Y por qu lo tenis en vuestra

    casa? - Mi esposo era un hombre muy sensible. Encontr el sapo cuando era pequeo y

    siempre lo hemos tenido con nosotros. -El cansado rostro de la seora Raggleweed se

    ilumin con una sonrisa-. Vivo sola, mi seor. l es lo nico que tengo. Es una criatura

    muy dulce y cariosa. Cranston mir a la mujer por debajo de sus pobladas cejas blancas.

    - Que la desnuden! -grit la seora Frogmore-. Busquemos las marcas de la brujera! Hay

    que buscar la tercera ubre con que amamanta a su familiar! Cranston descarg el puo

    sobre la mesa. - Silencio! -rugi. - Es una bruja! -chill Alicia Frogmore sin darse por

    vencida. - Multa de dos peniques por desacato a la autoridad! -rugi Cranston. - Pero, mi

    seor forense - Multa de dos peniques por desacato a la autoridad! -repiti sir John. Vio

    que los guardias que permanecan de pie junto a la entrada se estaban partiendo de risa.

    Tom la bota de vino, bebi un generoso trago, la volvi a tapar y la colg de un gancho

    que haba al lado de la mesa. Despus mir severamente a Leonor Raggleweed. - Sois una

    bruja? - Mi seor forense, yo soy una honrada viuda. Podis preguntrselo al padre

    Lorenzo. -La mujer se volvi para sealar a un canoso sacerdote que se encontraba de pie

    junto a los guardias-. Voy a misa los domingos y tres veces por semana. El sacerdote

    asinti con la cabeza para corroborar las afirmaciones de la mujer. - Pues, por qu han

    presentado los Frogmore esta denuncia? -pregunt Cranston. - Porque siempre han

    discutido los derechos de propiedad de una pequea parcela de terreno que hay detrs de mi

    casa. Fueron la causa de la prematura muerte de mi esposo con sus discusiones y disputas.

    -La voz de la mujer se convirti en un murmullo-. Tengo miedo de que maten a Toms!

    - Y quin demonios es Toms? -pregunt Cranston. - El sapo, mi seor forense. De

    repente, el pequeo monstruo amarillo de la jaula movi su hinchado cuerpecillo y se puso

    a croar con todas sus fuerzas. Osbert escondi la cabeza bajo la mesa. La risa le impeda

    escribir. La seora Frogmore dio inmediatamente un paso al frente. - Lo veis? -grit-. El

    sapo le habla! - Multa de cuatro peniques! -replic Cranston. Despus se enjug el sudor

    de la frente y dio gracias a Dios en silencio por el hecho de que su secretario personal fray

    Athelstan no estuviera all presenciando aquel espectculo sino escondido en su iglesia

    parroquial de San Erconwaldo de Southwark, al otro lado del ro. Para entonces, Athelstan

    ya se hubiera desplomado al suelo, muerto de risa. Cranston mir enfurecido al sapo, el

  • cual pareca haberse encariado con l, pues salt hacia adelante croando con su poderosa

    voz como si quisiera expresarle su agradecimiento. - Eso ya es demasiado! -dijo el

    forense-. Osbert -aadi en un susurro-, como no os incorporis ahora mismo, os impondr

    una multa de seis peniques y os mandar encerrar una semana en la crcel del Fleet! El

    escribiente, mordindose los labios para que no se le escapara la risa, tom de nuevo la

    pluma. Cranston chasque los dedos invitando al sacerdote a acercarse y le indic un

    enorme volumen de la Biblia sujeto con una cadena a un pesado atril que haba junto a su

    mesa. - Levantad la cabeza, padre, y prestad juramento! El sacerdote obedeci. - Apoyad

    la mano en la Biblia! -le orden Cranston-. Y ahora, padre, habladme de Leonor

    Raggleweed. - Es una buena mujer -contest el sacerdote-. Honrada y sincera, sir John. Su

    esposo combati en vuestra compaa de arqueros cuando vos servais a sir John Chandos y

    al prncipe Eduardo. Cranston se reclin contra el respaldo de su asiento y record de

    pronto a Raggleweed, un hbil arquero extremadamente valiente y honrado a carta cabal.

    Volvi a mirar al anciano sacerdote. - Qu decs de esta denuncia? - Delante de Jesucristo

    y de su Santa Madre, sir John, declaro que todo es una abominable mentira! - He aqu el

    veredicto. En primer lugar, vos, seora Alicia Frogmore, sois culpable de desacato a la

    autoridad y se os impone una multa de cuatro peniques. En segundo lugar, seora Alicia

    Frogmore, habis hecho perder el tiempo a este tribunal, por lo que se os impone una multa

    de otros cuatro peniques. Adems -el forense mir con rabia mal contenida el rostro de la

    gorda- deberis hacer las paces con vuestra vecina la seora Leonor Raggleweed. Qu

    respondis a eso? - Pero este sapo entr en mi jardn! -gimote la gorda. - Ah, s.

    -Cranston se volvi hacia Leonor Raggleweed-. Leonor Raggleweed, vuestro sapo de

    nombre Toms -aadi, procurando mantener la cara muy seria- es culpable de un delito de

    allanamiento de morada. Se os impone una multa de un cuarto de penique, la moneda ms

    pequea del reino. Leonor sonri mientras Cranston miraba al sapo y ste le corresponda

    croando alegremente. - T, sapo Toms, quedas bajo la custodia de este tribunal -sentenci

    el forense, mirando enfurecido a los esposos Frogmore-. Por consiguiente, si algo le

    ocurriera, tendris que responder de ello! - Eso no es justo! -gimote Alicia-. Recurrir la

    sentencia. - Largo de aqu! -tron Cranston-. Guardias, despejad la sala! Leonor

    Raggleweed recogi la jaula del sapo y se reuni con el sacerdote, el cual le dio

    inmediatamente su enhorabuena. Los Frogmore abrieron sus bolsas y le entregaron a

    regaadientes a Osbert el importe de las multas. Cranston apoy la cabeza contra el

    respaldo de su asiento y se premi a s mismo con otro generoso trago de su bota de vino.

    - Por los cuernos de Satans y todos los diablos del infierno! -dijo por lo bajo,

    contemplando el reloj de arena sobre su soporte de hierro-. An no son ni las diez de la

    maana y ya estoy harto de todas estas tonteras! -Desvi rpidamente la mirada hacia

    Osbert y le pregunt-: Habis odo alguna vez un disparate semejante? Osbert se

    humedeci los finos labios con la lengua y sacudi la cabeza en silencio. Le gustaba

    trabajar de escribiente para sir John, pues aquel orondo forense amante del vino y la buena

    mesa era clebre por su franqueza, su poca paciencia con los necios y su honradez a toda

    prueba. - Ni una sola vez, -les deca Osbert a su esposa de mofletudo rostro y a su

    numerosa camada de hijos- ni una sola vez he visto actuar a sir John por temor o

    favoritismo. Es tan recto como una flecha disparada con un arco. El escribiente se

    desperez y tom un grasiento rollo de pergamino. Le encantaba estudiar los estados de

    nimo de Cranston. - Bueno, sir John, menos mal que el siguiente caso ser muy de vuestro

    agrado. - Decidme de qu se trata -rezong Cranston. - Pues resulta que en una callejuela de

    las inmediaciones del callejn de Seething hay un asador a cuyo lado s encuentra la tahona

  • de Bernardo, el cual no siente el menor aprecio por Rahere, el dueo del susodicho asador.

    - Y qu ms? -pregunt Cranston. - Rahere ha mandado cavar unas nuevas letrinas. - Y

    qu? - Y Bernardo asegura que, por inquina y ojeriza, Rahere las hizo cavar de tal manera

    que todos los desperdicios que pasan por ellas van a parar al stano de su tahona. - Vaya

    por Dios! -dijo Cranston en voz baja-. Recordadme, Osbert, que no coma jams en ninguno

    de los dos sitios. -Despus chasque los labios, recordando la crujiente empanada de

    codorniz que le estaba preparando la esposa del propietario de la taberna del Cordero

    Sagrado de Dios-. Y es necesario que resuelva ahora este asunto? El escribiente sacudi la

    cabeza con semblante compungido. - Me temo que s, a no ser que surja otro caso ms

    urgente. Cranston apoy los codos sobre la mesa y se sostuvo el mofletudo rostro con sus

    grandes manos. - En fin! Estaba a punto de ordenarles a gritos a los guardias que hicieran

    pasar a los siguientes litigantes cuando se escuch una fuerte llamada a la puerta de la sala.

    Eduardo Shawditch, segundo alguacil de la ciudad, entr en la estancia con su enjuto y

    cacaraado rostro congestionado por la furia. Cranston observ que Shawditch no se haba

    rasurado y tena el vello de la barbilla de punta. Sus pequeos ojos verdes estaban

    inyectados en sangre a causa de la falta de sueo y sus torcidos labios indujeron al forense a

    preguntarse si habra bebido vinagre. El segundo alguacil de la ciudad se quit un

    guantelete y se alis con la mano el pelirrojo cabello empapado de sudor. - Permitidme una

    palabra, sir John. Querris decir mil, pens amargamente Cranston. - Qu sucede,

    Shawditch? El forense respetaba al segundo alguacil de la ciudad por su honradez, pero ste

    tena unos modales tan groseros y era tan entrometido que lo sacaba de quicio. - Dos cosas,

    sir John. - Vamos a examinarlas una a una -replic Cranston. - Bueno pues, se ha producido

    un robo, uno ms! Cranston se hundi en el desnimo. - Ya van seis -dijo Shawditch sin la

    menor inflexin en la voz. - Dnde ha sido esta vez? - En casa de Selpot -contest

    Shawditch. - Oh, no! -dijo Cranston en voz baja. Selpot era un regidor de la ciudad y un

    destacado miembro del gremio de los curtidores-. No habr sido en su casa de la calle del

    Pan? - Pues s. - Y la forma de actuar ha sido la misma de siempre? - Exactamente la

    misma. Selpot se ha ido con su mujer y sus hijos a visitar a unos amigos de Surrey, o eso ha

    dicho por lo menos el mayordomo. Pero lo ms seguro es que se haya ido a estafar a algn

    pobre granjero, comprndole un montn de pellejos por una miseria. Bueno, el caso es que

    Selpot ha dejado la casa al cuidado de su mayordomo. -Shawditch se encogi de hombros-.

    Ser mejor que me acompais y lo veis con vuestros propios ojos. Cranston empuj su

    asiento hacia atrs, se puso el castoreo y se ajust el cinto de la espada alrededor del

    abultado vientre. Despus tom su pesada capa militar y abandon la sala en compaa de

    Shawditch. Al llegar a la puerta, se volvi para mirar con una sonrisa a Osbert. - Los

    asuntos del da quedan aplazados -dijo-. Si no estis conforme, os podis ir a otro tribunal.

    El forense y el segundo alguacil salieron a la glida maana y empezaron a subir por

    Cheapside. El estircol y los desperdicios que cubran los adoquines se haban congelado,

    las casas de ambos lados de la calle estaban medio ocultas por una bruma que amortiguaba

    los sonidos y el gritero de la gente. Todo el mundo iba envuelto en prendas de abrigo de la

    cabeza a los pies, los ricos con gruesas tnicas y capas de lana y los pobres con una variada

    coleccin de andrajos que apenas les servan para protegerse de la helada niebla. Una vieja

    mendiga haba muerto de fro, acurrucada en la esquina de una callejuela. Ahora unos

    hombres estaban colocando el cadver en un carro tirado por unos bueyes cuyo aliento se

    elevaba en el aire como una nube de vapor. Detrs del carro, unos nios ajenos a la tragedia

    trataban de patinar con unos huesos de oveja sobre los albaales congelados. Unos

    muchachos vestidos con unas extraas prendas formadas por trozos de distintas telas

  • cosidos entre s estaban entonando un villancico sobre el nacimiento de Jess en el portal

    de Beln. Ms all, un gaitero estaba tocando una meloda delante de los cepos donde los

    delincuentes de menor cuanta eran castigados a pasar una jornada de duro fro invernal,

    con la cabeza y las manos inmovilizadas mientras los viandantes los insultaban y les

    arrojaban basura. Un fraile franciscano, con un cubo de cuero de agua caliente en una mano

    y un suave trapo en la otra, secaba los rostros de los prisioneros de aquel da y les ofreca

    sorbos de un gran cuenco de leche caliente con vino. Sir John se detuvo para echar un

    vistazo a los delincuentes y vio las moradas mejillas de un ratero y las lgrimas que

    rodaban por la cara de rata de su compaero. Cuando estaba a punto de reanudar su camino,

    uno de ellos le grit: - Por el amor de Jesucristo, Cranston! Tened compasin, os lo ruego!

    Cranston mir al guardia que los vigilaba. Shawditch volvi sobre sus pasos sin poder

    disimular su impaciencia. - Qu ocurre, sir John? Cranston llam por seas al guardia.

    - Cunto rato llevan aqu? - Cuatro horas, sir John. - Soltadlos! Un coro de alabanzas se

    propag entre los ocupantes de los cepos, los cuales empezaron a bendecir a sir John y a

    toda su progenie hasta la cuadragesimoquinta generacin. - No podis hacer eso -balbuce

    el guardia. - Que no? -Cranston le gui el ojo al segundo alguacil de la ciudad, el cual, a

    pesar de sus bruscos modales, era un hombre profundamente compasivo-. Habis odo eso,

    Shawditch? Alguien ha utilizado la expresin no podis contra el forense y el segundo

    alguacil de la ciudad. Shawditch empuj con el dedo ndice el pecho del guardia y,

    rebuscando en su bolsa, sac una moneda y se la entreg. - No slo los vas a soltar, mi

    obeso amigo -grazn-, sino que, por amor a Jesucristo, les comprars tambin algo caliente

    para comer. -Seal con la cabeza el coro de cantores de villancicos-. Pronto llegar el

    Adviento y la Natividad de Jesucristo. Por su amor, ten compasin de ellos! El guardia

    sac el pesado llavero y empez a soltar a los prisioneros, los cuales se frotaron

    inmediatamente los dedos y la cara para entrar en calor. El franciscano se acerc a ellos con

    una sonrisa en los labios. - Que Cristo os bendiga, maese Shawditch. - S, que Cristo me

    bendiga -murmur el segundo alguacil-. Y ahora, padre, os ruego que os aseguris de que el

    guardia gasta bien mi dinero. Vamos, sir John. El segundo alguacil reanud la marcha y

    Cranston apur el paso para darle alcance. - Dicen que sois un malnacido -musit

    Cranston-. Pero un malnacido muy honrado. - Lo mismo dicen de vos, sir John. -Shawditch

    volvi la cabeza hacia los cepos-. Me lo tema. - Qu? - Ese maldito ratero acaba de

    birlarle mi moneda al guardia! Cranston sonri y se acerc una enguantada mano al odo

    que ya le estaba empezando a doler a causa de la frialdad de la atmsfera. - Hace

    demasiado fro como para que nos entretengamos en enderezar entuertos -murmur

    mientras ambos doblaban la esquina de la calle del Pan. - Pero no para los ladrones -replic

    Shawditch, detenindose delante de una alta casa de entramado de madera muy bien

    conservada y pintada. Cranston contempl con admiracin el vistoso escudo herldico que

    campeaba en la parte superior de la puerta. - Selpot debe de haber vendido muchas pieles,

    seguro -coment. - S -contest Shawditch-. Incluidas las de muchos de sus pobres clientes.

    Llamaron a la puerta y un mayordomo de preocupado semblante les hizo pasar a una

    pequea y acogedora sala donde acerc unos escabeles a la chimenea encendida. - Os

    apetece un poco de vino? -pregunt, mirando a Shawditch. - ste es el forense de la ciudad,

    sir John Cranston -le explic el segundo alguacil-. Y vos cmo os llamis? No recuerdo

    vuestro nombre. - Soy Latchkey, el mayordomo de esta casa. - Ah, s, Latchkey.

    - Tomaremos un poco de vino -dijo Cranston-. Un buen clarete a ser posible. -Mir a su

    alrededor, contemplando los relucientes paneles de madera de la pared, las ricas colgaduras

    y el pequeo trptico que colgaba sobre la chimenea. En un rincn haba un atizador de

  • bronce para avivar el fuego mientras que unas mullidas alfombras de lana cubran el

    pavimento de piedra. - Estoy seguro de que maese Selpot debe de tener un buen borgoa

    -aadi en tono amenazador. Latchkey se acerc presuroso a un pequeo aparador encajado

    en la repisa de una ventana y regres con dos copas llenas hasta el borde. - Bueno,

    contadnos lo que ha ocurrido -dijo Cranston, apurando de un trago el contenido de la copa y

    alargndola al mayordomo para que se la volviera a llenar-. Vamos, hombre, traed la jarra!

    No tendris por casualidad un muslito de pollo? El hombre sacudi tristemente la cabeza y

    volvi a llenar la copa de sir John antes de contar la dolorosa historia su amo se haba

    ausentado de la ciudad y la vspera un bellaco haba entrado en la casa y haba robado

    diversas prendas de vestir, valiosas copas y otros preciados objetos de los pisos superiores.

    - Y dnde estabais vos y los criados? -pregunt Cranston. - En el piso inferior, sir John.

    -El hombre se mordi el labio-. Los cuartos de los criados estn aqu abajo, nadie duerme

    en el desvn. Yo tengo una pequea estancia en la parte de atrs de la casa y los sollastres,

    los cocineros y los mozos que cuidan de los espetones duermen en la cocina o en el pasillo.

    - Y no osteis nada? - No, sir John. Acompaadme y os lo mostrar. Latchkey los

    acompa en un recorrido por la lujosa mansin, mostrndoles los candados que cerraban

    las ventanas por dentro. - Y estis seguro de que no haba ninguna ventana abierta?

    - Completamente seguro, sir John. - Y las puertas de abajo estaban todas cerradas? - S, sir

    John. Tambin tenemos perros, pero no oyeron nada. - Y no hay ninguna entrada secreta?

    - Ninguna, sir John. - Y el tejado? Latchkey se encogi de hombros y los acompa al fro

    desvn que se utilizaba como almacn. Cranston levant los ojos, pero no vio ninguna

    abertura en el techo. - Cuntos objetos han desaparecido? -pregunt mientras bajaban.

    - Cinco copas de plata, dos de ellas con incrustaciones de piedras preciosas. Seis cuchillos,

    dos de oro, tres de plata y uno de cobre. Una imagen de mrmol de la Virgen Mara. Dos

    cucharas soperas tambin de oro. Cinco bandejas de plata, una de ellas con un borde de

    piedras preciosas. Shawditch solt un gruido mientras escuchaba la larga lista. Al llegar a

    la planta baja, Cranston se puso el castoreo y la capa. - Puede haberlo hecho algn

    criado? -pregunt. El lgubre rostro de Latchkey adquiri una expresin todava ms

    sombra. - Yo descubr el robo, sir John, e inmediatamente registr a todo el mundo. No

    encontr nada. Cranston elev los ojos al cielo, dio las gracias al mayordomo y, seguido por

    el desconcertado segundo alguacil de la ciudad, regres a la fra calle. - Cuntos habis

    dicho? -pregunt-. Seis desde San Miguel? Shawditch asinti tristemente con la cabeza.

    - Y dnde est Trumpington? Shawditch seal con el dedo hacia el fondo de la calle.

    - Donde siempre a esta hora, en el Cerdo Feliz. Sorteando cuidadosamente los montones de

    basura, bajaron por la calle y doblaron la esquina de una callejuela donde una vistosa

    ensea amarilla con un cerdo de color rojo tocando la gaita chirriaba y cruja colgada de

    unas cadenas de hierro. En el interior de la taberna encontraron a Trumpington, el guardia

    del barrio, comiendo una empanada de pescado y bebiendo una jarra de espumosa cerveza

    sin molestarse en tragar primero lo que tena en la boca. Apenas se movi cuando

    Shawditch y Cranston anunciaron su presencia; se limit a soltar un ruidoso eructo y

    empez a limpiarse los dientes con la ua del pulgar. Cranston procur disimular su

    repugnancia. Con su achaparrado cuerpo, su rubicundo y mofletudo rostro, sus trmulos

    carrillos, sus vellosas ventanas de la nariz y sus pequeos ojos bajo una corta frente

    perennemente enmarcada por un pegajoso cabello amarillento, Trumpington tena toda la

    pinta de un cerdo. - Ha habido un robo! -dijo el guardia. - S, el sexto de este barrio!

    -replic Cranston. Trumpington se limpi la boca con la lengua y sir John, por primera vez

    en muchas semanas, rechaz el ofrecimiento de una copa o un bocado de comida. - Yo no

  • tengo la culpa! -rebuzn Trumpington-. Recorro las calles todas las noches. Bueno, cuando

    estoy de servicio. No veo nada y los robos son para m tan misteriosos como para vosotros,

    mis seores. Cranston esboz una amable sonrisa y, apoyando las manos en las de

    Trumpington, apret fuertemente hasta que el guardia hizo una mueca de dolor. - Nunca

    veis nada? - Nada -resoll el tipo mientras su rostro adquira un ligero tinte morado a causa

    de la presin que estaba ejerciendo el forense sobre sus manos. - Muy bien -dijo Cranston,

    empujando su escabel hacia atrs y apartando la mano-. Procurad mantener los ojos bien

    abiertos. Dicho lo cual, tir de la manga de Shawditch y ambos abandonaron la taberna.

    - Un verdadero misterio -coment Shawditch, mirando con aire abatido a Cranston-. Vos

    sabis que alguien lo tendr que pagar.XXX Cranston esper a que pasara un grupo de

    ruidosos aprendices que bajaba por la calle entre gritos y risotadas, propinando puntapis a

    una vejiga hinchada de cerdo. Despus expres sus pensamientos en voz alta. - Seis casas.

    Todas de este barrio. Y todas pertenecientes a acaudalados mercaderes, pero cuando los

    dueos no estn y slo se encuentra en casa la servidumbre. No hay seal de cerraduras

    forzadas ni en las puertas ni en las ventanas. Un robo desde dentro? -El forense sacudi la

    cabeza-. No se puede aceptar una connivencia entre los ladrones y los criados de seis casas

    distintas. -Sir John hinch los carrillos y golpe el suelo con los pies para entrar en calor-.

    Primero empezar a haber protestas del consejo municipal. Despus habr rugidos de

    reproche y rodar alguna cabeza, no es cierto, Shawditch? - S, sir John, y una de ellas

    podra ser la ma. O la vuestra -aadi el segundo alguacil con la cara muy seria-. Cuando

    se produce un quebrantamiento de la ley y el orden, siempre hay quienes creen que las

    cosas se arreglan castigando a algn funcionario de la ciudad, sabr Dios por qu. Cranston

    le dio una palmada en el hombro. - Conocis a fray Athelstan? - Vuestro escribano? El

    cura prroco de San Erconwaldo de Southwark? -Shawditch asinti con la cabeza-. Pues

    claro. Cmo podra olvidarlo, sir John? Es tan distinto de vos como un huevo de una

    castaa. Shawditch sonri al recordar la delgada figura, el cabello negro azabache y la tez

    aceitunada del fraile dominico cuyos risueos ojos reflejaban una aguda inteligencia y un

    gil ingenio. Al principio, Shawditch pensaba que Athelstan era un tanto reservado, pero

    despus se haba dado cuenta de que el dominico era simplemente un hombre tmido y

    circunspecto, sobre todo en presencia del gigantesco sir John, con su voraz apetito y su

    constante necesidad de refrigerios. - A qu viene esta sonrisa? -le pregunt Cranston,

    mirndole con cierto recelo. - No es nada, sir John, es que Shawditch dej la frase sin

    terminar. - Bueno -tron Cranston, dando media vuelta para reanudar la marcha calle

    abajo-, Athelstan siempre dice que, si hay un problema, tiene que haber una solucin y que

    slo es cuestin de observacin, conjeturas y deducciones. Cranston se desplaz a un lado,

    pegando un gil brinco que hasta Toms el sapo hubiera admirado, cuando se abri de

    golpe una ventana de un piso superior y alguien arroj a la calle el contenido de un orinal.

    Shawditch no tuvo tanta suerte y su capa recibi algunas salpicaduras. El segundo alguacil

    se detuvo para agitar el puo en direccin a la ventana, pero enseguida tuvo que pegar un

    salto tan rpido como el de Cranston cuando la ventana se abri de nuevo y apareci otro

    orinal. - Tendra que haber una ley que prohibiera todas estas porqueras -rezong-. Pero,

    qu me estabais diciendo, sir John? - Bueno. -El forense se encasquet firmemente el

    castoreo en la majestuosa cabeza-. Primera pregunta, cmo entra el ladrn en las casas?

    Segunda, cmo sabe que estn vacas? - En cuanto a la segunda pregunta, no lo s. Y la

    primera tambin es un misterio. - Habis echado un vistazo a los tejados? -pregunt sir

    John. - S. Trumpington llam a un trastejador que examin los tejados y no vio nada

    extrao. Llegaron a la esquina de la calle del Pan. Cranston estaba a punto de despedirse

  • cuando Shawditch tir de su manga. - He dicho que tena dos problemas para vos, sir John.

    El segundo es ms grave. Cranston lanz un suspiro. - Bueno, pero aqu no. Subi con el

    segundo alguacil por Cheapside y entr con l en la caldeada y acogedora taberna del

    Cordero Sagrado de Dios. Le pidi a gritos a la tabernera que le sirviera su empanada de

    codorniz y unas copas de clarete para l y su amigo y, tras haberse zampado el primer

    bocado, asinti con la cabeza en direccin al segundo alguacil. - Ahora ya podis

    decrmelo. - Sabis que los barcos del rey han combatido contra los franceses? - Por

    supuesto. Quin no lo sabe? -contest Cranston sin dejar de masticar. A instancias del

    Parlamento, Juan de Gante haba reunido finalmente una flotilla de quince barcos para que

    llevaran a cabo acciones de represalia contra los piratas franceses en el Canal y ataques por

    sorpresa contra ciudades y aldeas de la costa de Normanda. - Bueno -prosigui diciendo

    Shawditch-, pues algunos barcos de la flotilla estn anclados en el Tmesis delante del

    muelle de San Pablo, entre ellos, el velero nrdico La clara luz de Dios. -Shawditch tom

    un sorbo de vino-. El barco estaba al mando de Guillermo Roffel y regres a puerto hace un

    par de das tras capturar y hundir varios bajeles franceses. Pero, durante el viaje de regreso,

    Roffel se puso repentinamente enfermo y muri. Su cadver fue conducido a tierra y la

    tripulacin cobr la paga y recibi autorizacin para pasar siete das de permiso en la

    ciudad. Anoche slo estaban de guardia en el barco el segundo oficial y dos marineros, uno

    en la popa y otro en la proa. -Shawditch se mordi el labio-. En el mstil haba una linterna

    encendida y el barco se encontraba fondeado a escasa distancia de otros. - Qu ocurri?

    -pregunt Cranston, interrumpindole con impaciencia. - Poco antes del amanecer, un

    marinero regres a bordo con una prostituta y descubri que el barco estaba desierto y que

    los hombres de la guardia haban desaparecido. - Y qu? - Pues que nadie haba visto a

    persona alguna abandonar el barco o subir a bordo, aunque bien es cierto que anoche haba

    una niebla muy espesa. Pero eso es slo parte del misterio, sir John. Una hora antes del

    regreso del marinero y siguiendo las instrucciones del almirante, la guardia del barco ms

    cercano, el Santa Trinidad, pregunt si todo iba bien. Y una voz del Clara luz de Dios

    contest, utilizando el santo y sea convenidos. - Cul era? - La gloria de San Jorge.

    Cranston se reclin contra el respaldo de su asiento. - Estis diciendo que no pareca que

    hubiera ocurrido nada extrao a bordo del barco y que la guardia respondi a la pregunta

    del otro barco con el santo y sea acordado? - S, y despus contest tambin a otro barco,

    el Santa Margarita -contest Shawditch. - Y, sin embargo -aadi Cranston-, poco despus

    el barco estaba desierto, sin rastro alguno ni del primer oficial ni del resto de la guardia

    integrada por dos marineros en la plenitud de sus fuerzas. - Justamente, sir John. - Y si

    hubieran desertado? Shawditch hizo una mueca de incredulidad. - Y no haba la menor

    seal de violencia? - Ninguna en absoluto. - No se haba robado nada? Shawditch sacudi

    la cabeza. - Vaya, vaya, vaya! -dijo Cranston en voz baja-. Me pregunto qu pensar

    Athelstan de todo eso. - Cualquiera sabe! -replic Shawditch-. Pero el alcalde y el consejo

    exigen una respuesta.

  • Captulo 2

    Sentado junto a la mesa de la cocina de la pequea casa parroquial de San Erconwaldo de

    Southwark, fray Athelstan contemplaba el fuego de la chimenea con semblante

    enfurruado. Ya haba celebrado la misa de la maana y despus haba limpiado la iglesia

    con la ayuda de la cortesana Cecilia y le haba dicho a Tab el calderero que tena unas ollas

    para arreglar. Ms tarde se haba despedido de la viuda Benedicta, la cual se ira a pasar

    unos das al otro lado del ro para echar una mano a una pariente suya que estaba a punto de

    dar a luz. El fraile se levant para remover las gachas de avena que se estaban cociendo en

    una negra marmita sobre el fuego de la chimenea. Volvi la cabeza para mirar a

    Buenaventura, el gatazo tuerto que, sentado sobre la mesa, se estaba acicalando

    cuidadosamente despus de una noche de caza en los callejones de las inmediaciones de la

    iglesia. - Pronto estarn listas, Buenaventura. Unas gachas calientes con un poco de leche,

    especias y azcar. Las prepar Benedicta antes de marcharse. Te sabrn a gloria. Nos

    pasaremos una semana desayunando como reyes. El gato bostez y mir con arrogancia a

    aquel extrao dominico que no paraba de hablarle. Athelstan sec la cuchara de cuerno, la

    volvi a colgar de su gancho, se desperez y bostez. - Hubiera tenido que irme a la cama

    -dijo en voz baja. En su lugar, haba subido a la torre de la iglesia para estudiar las estrellas

    y haba contemplado en sobrecogido asombro la cada de un meteoro. Regres a la mesa,

    volvi a sentarse y tom un sorbo de cerveza aguada. - Por qu? -le pregunt a

    Buenaventura-. Dmelo t, el ms astuto de los gatos. Por qu caen los meteoros desde el

    cielo, pero no las estrellas? O acaso -aadi al ver que haba conseguido despertar la

    atencin de su gato- los meteoros son estrellas fugaces? Y, si lo son, cul es la causa de

    que caiga una estrella y no otra? El gato se limit a parpadear con su ojo sano. - Y el

    problema se complica -prosigui diciendo Athelstan-. Te lo voy a explicar de otra manera.

    Por qu se mueven algunas estrellas? La constelacin llamada de la Osa Mayor se mueve,

    pero, por qu no se mueve jams la Estrella Polar que es la que gua los barcos? La

    reaccin de Buenaventura fue la de soltar un fuerte maullido y tenderse sobre la mesa como

    si ya estuviera harto de la larga espera de su plato matutino de gachas. Athelstan sonri y le

    acarici la maltrecha oreja. - Pero, es bueno que nos hagamos preguntas? -aadi en un

    susurro-. O sera mejor que nos limitramos a admirar las maravillas de Dios? Lanz un

    suspiro y regres al pergamino que haba estado examinando la vspera. En l figuraba un

    tosco dibujo de la iglesia. El consejo parroquial en su sabidura haba decidido representar

    el da de su santo patrn un misterio en la nave del templo. Y ahora l estaba elaborando la

    lista de las cosas que necesitaban. Toms Drawsword, un miembro de la parroquia, haba

    accedido a adornar un carro de gran tamao que servira de escenario, pero necesitaban

    otras cosas. El fraile estudi la lista:

    Dos capas de demonio Dos capuchas de demonio Una camisa Tres mscaras Alas para los

    ngeles Tres trompetas Una puerta del infierno Cuatro angelitos Clavos Y por ltimo

    aunque no menos importante, un gran teln de fondo de lona

    El misterio se llamaba El Juicio Final y Athelstan ya se estaba empezando a arrepentir de

    haber respaldado aquel proyecto. - Nos faltarn unas cuantas alas -murmur- y no podemos

  • presentar ngeles con una sola ala. Solt un gruido. Todo aquello no era nada comparado

    con las discusiones acerca de quines tendran que interpretar los distintos papeles de la

    obra. Watkin el recogedor de estircol estaba empeado en representar a Dios, pero Pike el

    acequiero le disputaba amargamente el privilegio. La guerra civil se haba extendido a los

    hijos, los cuales tampoco lograban ponerse de acuerdo sobre quines interpretaran los

    papeles de los cuatro buenos espritus, los cuatro malos espritus y los seis demonios. La

    corpulenta esposa de Watkin, cuya voz era tan sonora como una trompeta, haba dicho que

    sera la Virgen. Por su parte, Tab el calderero amenazaba con no participar en la

    representacin en caso de que no le asignaran uno de los principales papeles. Huddle el

    pintor, aunque estaba por encima de aquellas disputas, planteaba otro tipo de problemas,

    pues tena ciertas dificultades para pintar una puerta del infierno verosmil. - Se tiene que

    levantar la parte anterior del carro, padre -deca-, para que, cuando los condenados

    atraviesen la entrada del infierno, caigan hacia abajo y desaparezcan. Athelstan arroj la

    pluma sobre la mesa. - Aqu lo que necesitamos, Buenaventura -dijo-, es a sir John

    Cranston. Ha accedido a que sus dos gemelos, sus chiquitines como l los llama, se paseen

    por el escenario como querubines y, si l quisiera, el papel de Satans le ira que ni pintado.

    Athelstan levant los ojos hacia el ennegrecido techo de vigas de madera. Cranston! Justo

    tres das atrs, el fraile le haba ido a ver a su casa y se haba sentado a charlar con l en la

    espaciosa cocina mientras los dos chiquillos correteaban y se perseguan alegremente el uno

    al otro, colgndose de las colas d los dos lebreles irlandeses que Cranston, en un arrebato

    de generosidad, haba acogido en su casa. A pesar del alboroto, el forense estaba de muy

    buen humor. Haba comentado diversos detalles del gobierno de la ciudad, pero, con la

    ayuda de unas cuantas copas de clarete, haba profetizado que muy pronto se abatira sobre

    ellos algn terrible homicidio o alguna sangrienta refriega. Athelstan no tuvo ms remedio

    que mostrarse de acuerdo. La vida haba estado bastante tranquila desde que l y sir John

    intervinieran en el desdichado asunto del Ayuntamiento unos meses atrs. El fraile se

    calent los dedos delante del fuego de la chimenea. Se alegraba de la cercana del invierno.

    La cosecha haba sido muy buena y el precio del trigo y el pan haba bajado, aliviando con

    ello el descontento de la ciudad. Las posibilidades de una rebelin haban disminuido, pero

    l saba que permanecan al acecho como semillas en la tierra, esperando el momento de

    germinar. Lanz un suspiro, pensando que en sus manos slo estaba rezar y hacer las cosas

    lo mejor que pudiera. - Ven, Buenaventura -dijo-. Vamos a comer. Tom dos grandes

    cuencos del estante que haba encima de la repisa de la chimenea, ech en ellos varias

    cucharadas de humeantes gachas y los llev a la despensa. Siguiendo las indicaciones de

    Benedicta, los espolvore con canela y azcar y regres a la cocina. Deposit uno de los

    cuencos delante del hogar para su gato perennemente hambriento, se bendijo a s mismo y a

    Buenaventura con la seal de la cruz, tom su cuchara de asta de buey y empez a comer

    las calientes y nutritivas gachas. Cuando ya haba terminado o ms bien cuando

    Buenaventura estaba terminando por l, oy un ruido en el exterior un rumor de unos

    pies que corran y una voz que gritaba: - Refugio, Cristo ten piedad! Athelstan sali a toda

    prisa y, rodeando la parte posterior de la iglesia, vio a un plido joven de rubio cabello

    mirando a su alrededor con expresin aterrorizada mientras sus manos asan la gran argolla

    de hierro de la puerta del templo. - Dadme refugio, padre! -suplic el muchacho entre

    jadeos-. Os pido cobijo, padre! En nombre de Dios y de su Iglesia! - Por qu? -le

    pregunt Athelstan. - Por asesinato! -contest el joven-. Pero soy inocente, padre! El

    fraile lo estudi cuidadosamente: su sayo de sarga, sus calzones de lana verde botella y sus

    botas de cuero estaban totalmente manchados de barro y estircol. - Padre! -grit el

  • muchacho-, Me van a matar! Athelstan oy el rumor de unas pisadas y unos gritos a la

    entrada de la callejuela. Sac las llaves y abri la puerta. El fugitivo entr corriendo en la

    oscura nave y cruz el nuevo antealtar labrado y erigido por Huddle. - Os pido por Dios

    que me concedis refugio! -grit, agarrando una esquina del altar. Athelstan, seguido por el

    inquisitivo Buenaventura, subi las gradas del altar. El muchacho, sentado de espaldas al

    altar con las piernas extendidas, trat de recuperar el aliento mientras se secaba el rostro

    empapado en sudor con la manga del sayo. - Pido refugio! -repiti con la voz entrecortada

    a causa del esfuerzo. - Por la ley de la Iglesia, ya lo tienes! -le contest Athelstan en voz

    baja mientras volva la cabeza hacia el atrio del templo. Vio a un grupo de oscuras figuras

    armadas con garrotes y espadas aguardando junto a la puerta. - No os movis de aqu -les

    grit, cruzando la cancela del antealtar-. Qu queris? - Buscamos al asesino Nicols

    Ashby -gru una voz. - sta es la casa de Dios -dijo Athelstan, acercndose a las figuras-.

    Maese Ashby ha pedido refugio y yo se lo he concedido segn el derecho cannico y la

    costumbre del pas. - Ni hablar! -replic la voz. Mientras las figuras avanzaban por la nave

    del templo, Athelstan procur disimular su inquietud y permaneci de pie donde estaba sin

    ceder terreno. Los hombres, vestidos con una librea roja y blanca y encabezados por un

    corpulento y bigotudo individuo, se acercaron amenazadoramente a l con las espadas

    desenvainadas. Athelstan estudi sus sayos de cuero, los ajustados calzones, las vainas de

    las espadas y las dagas que colgaban de sus cintos y la forma en que arrastraban las capas, y

    pens que deban de ser unos bravucones contratados por algn poderoso seor. Levant

    una mano y ellos se detuvieron a escasos metros de distancia. - Si os acercis -les dijo

    serenamente-, quebrantaris no slo la ley del hombre sino tambin la de Dios. Ya estis

    cometiendo un sacrilegio -aadi, sealando las espadas desenvainadas- por el solo

    hecho de haber entrado en la casa de Dios con semejantes armas. El hombre que los

    mandaba se adelant envainando la espada mientras los dems seguan su ejemplo para

    alivio de Athelstan. - Cul es vuestro nombre? -le pregunt Athelstan. - Eso no es asunto

    vuestro! - Muy bien, maese Eso-no-es-asunto-mo -prosigui diciendo Athelstan-, si no

    abandonis esta iglesia ahora mismo, os considerar excomulgados y pecadores

    condenados al fuego del infierno. El fraile contempl satisfecho la expresin de temor que

    se dibuj en los arrogantes rostros de algunos de los hombres. - Vamos, Marston -le dijo

    uno de ellos al que los mandaba-, deja que esta pequea cagarruta se esconda detrs de las

    faldas de un cura! En algn momento tendr que salir! Pero Marston era un fanfarrn. Se

    adelant muy despacio con los brazos en jarras y acerc el rostro al de Athelstan. - Os

    podramos reventar de un puntapi! -le dijo con voz sibilante-. Y despus sacar a rastras a

    esta pequea cagarruta, matarlo y negar cualquier responsabilidad! Athelstan le mir con

    fra indiferencia a pesar del nudo que senta en la garganta. Estuvo tentado de mencionar el

    nombre de Cranston, pues no le gustaba el acre olor de sudor y de perfume rancio que

    emanaba de aquel bravucn. Rez en silencio para que entrara Watkin el recogedor de

    estircol o Pike el acequiero. De pronto, esboz una sonrisa, recordando que Dios ayudaba

    a los que hacan todo lo posible por salir de las situaciones apuradas. - No os movis de

    aqu -dijo en tono autoritario. Dio media vuelta y cruz la cancela del antealtar. - No, os lo

    suplico! -dijo Ashby en un susurro-. Me van a matar! Athelstan tom el pesado crucifijo de

    bronce del altar, le gui el ojo a Ashby y baj por la nave del templo sosteniendo en alto el

    crucifijo. La sonrisa burlona desapareci como por ensalmo del rostro de Marston. - Qu

    vais a hacer? - Pues bien -le contest Athelstan-, primero os voy a excomulgar con este

    crucifijo. Y despus, como os sigis acercando, os voy a romper la crisma con l! Marston

    desenvain la espada y la daga. - Adelante! -dijo-. A ver si os atrevis! - Bueno, bueno,

  • muchachos. Vamos a ver si os estis quietos! Sir John Cranston, envuelto en su holgada

    capa militar, subi por la nave del templo y se abri paso entre los hombres, derribndolos

    a derecha e izquierda cual si fueran unos bolos. Apart a un lado a Marston, se acerc a

    Athelstan y, levantando la bota de vino, bebi un buen trago, chasqueando los labios

    mientras el vino le bajaba por la garganta. Marston y los dems retrocedieron. - Quin sois

    vos, grandsima cagarruta asquerosa? -pregunt Marston, levantando la espada y la daga.

    Con los brazos cruzados sobre el pecho, Cranston avanz muy despacio hacia l. - Que

    quin soy yo? -replic en un dulce susurro casi femenino. Marston le mir perplejo pero

    slo por un brevsimo instante, pues acto seguido Cranston le propin un fuerte puetazo en

    pleno rostro. Su enorme puo se estrell contra la nariz de su contrincante y lo hizo caer

    hacia atrs entre sus hombres mientras la sangre le bajaba por el bigote y la barba y la

    pechera del sayo. Marston se sec el rostro, contempl la sangre y, rugiendo de rabia, se

    abalanz contra sir John. Movindose con la agilidad de un bailarn, el forense avanz

    hacia l, se apart rpidamente a un lado y extendi una gruesa pierna. Marston cay de

    bruces al suelo mientras la espada y la daga se le escapaban de las manos. El forense,

    soltando una maldicin por lo bajo, agarr al hombre por el grasiento cabello negro, le ech

    la cabeza hacia atrs, lo empuj por la nave del templo y lo arroj a los peldaos de la

    entrada. Despus se volvi hacia los dems. - Contar hasta diez -les dijo en tono

    amenazador. Cuando lleg a cinco, los hombres ya se haban congregado alrededor de su

    jefe y estaban contemplando atemorizados la gigantesca figura que, envuelta en su capa,

    permaneca de pie con las piernas separadas en los peldaos de la entrada del templo.

    Marston, con el ensangrentado rostro cubierto de magulladuras, an no haba perdido las

    ganas de pelear. Sir John agit un dedo en seal de advertencia. - Me habis preguntado

    quin soy y os lo voy a decir. Soy sir John Andrew Patrick George Cranston, amigo

    personal del rey. Soy el forense de esta ciudad, representante de la ley, esposo de lady

    Matilde y azote de los bravucones como vos. De momento, muchachos, ya habis cometido

    varios delitos. Allanamiento de morada, blasfemia, sacrilegio, intento de ruptura del

    derecho de asilo, ataque a un sacerdote, amenaza a un representante de la ley e ipso facto

    -Cranston procur disimular una sonrisa-, pro jacto et de facto [1]

    , alta traicin y delito de

    desacato. Os podra detener ahora mismo y enviaros a juicio ante el tribunal real de

    Westminster! El cambio que se oper en Marston fue digno de verse. Se olvid de la sangre

    y de las magulladuras, abri la boca y se qued con los brazos colgando a ambos lados del

    cuerpo, mirando con expresin aterrorizada al forense. - Ahora, muchachos -sir John baj

    los peldaos de la entrada del templo seguido de Athelstan-, me vais a decir lo que ha

    ocurrido, no es cierto? Marston se sec la sangre de la boca. - Estamos al servicio de sir

    Henry Ospring, de la Casa de Ospring en Kent. Nuestro amo se hospedaba en la posada del

    Abad de Hyde de Southwark durante su estancia en la ciudad. - Ah, s, ya he odo hablar de

    Ospring -dijo Cranston-. Un truhn perverso y pendenciero, si no me equivoco. - Bueno,

    pues ha muerto -aadi Marston-. Apualado en su estancia por el asesino que ahora se ha

    refugiado en esta iglesia. - Cmo? Marston se humedeci los labios con la lengua y not

    que el inferior se le estaba empezando a hinchar a causa de la herida. - Esta maana sub a

    su habitacin para despertar a sir Henry. Abr la puerta y vi a mi amo tendido en el suelo en

    camisa de noche en medio de un charco de sangre. Ashby estaba arrodillado a su lado con

    una daga en la mano. Trat de agarrarle, pero el malnacido huy, saltando por la ventana.

    Lo dems ya lo sabis. - La posada del Abad de Hyde? -pregunt Cranston-. Bien, vamos

    a verlo -dijo, volvindose hacia Athelstan-. Cerrad la puerta de la iglesia, padre. Tenemos

    que visitar el lugar del crimen. Athelstan hizo lo que le mandaban. Cranston ech a andar

  • por la callejuela mientras los dems apuraban el paso para darle alcance. En el Abad de

    Hyde, se haba desencadenado el caos. Las fregonas lloraban en la taberna, otros criados

    permanecan de pie, mirando a su alrededor con los plidos rostros desencajados por el

    terror y el dueo de la posada temblaba de miedo. Inclin la cabeza e hizo una reverencia

    cuando Cranston entr y le pidi una copa de vino blanco. Apurndola de un trago, el

    forense subi por la ancha escalera de madera. Marston se le adelant en el pasillo para

    mostrarle la habitacin donde se haba producido el asesinato. Cranston abri la puerta de

    un empujn. Dentro estaba todo revuelto. Las sbanas de la enorme cama de cuatro pilares

    se haban retirado, unos arcones abiertos aparecan volcados y una copa de vino se haba

    derramado sobre los juncos que cubran el suelo. Sin embargo, lo que ms les llam la

    atencin fue el cadver tendido junto a la cama con los brazos estirados y las delgadas y

    vellosas piernas asomando patticamente por debajo de la camisa de noche de lana color

    marfil. La daga clavada en su pecho era larga y estrecha y se haba hundido hasta el puo.

    La sangre haba formado un gran charco escarlata, el rostro enjuto y puntiagudo como el de

    un zorro todava conservaba en sus ojos la sobresaltada expresin de la muerte y, por la

    comisura de la boca abierta, manaba un hilillo de sangre ya un poco reseca. - Seor, ten

    piedad! -musit Athelstan-. Ayudadme, sir John! Juntos colocaron el cadver en la cama.

    Athelstan, sin prestar atencin a la sangre que salpicaba el canoso cabello, se arrodill y

    pronunci la frmula de la absolucin contra el odo del difunto, trazando una bendicin en

    el aire. - Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patri et Fili. [2]

    Cranston, ms prctico,

    olfate la copa de vino y, mientras el fraile rezaba las oraciones de los difuntos, examin

    los objetos, recogiendo prendas y removiendo los juncos del suelo con la puntera de la bota.

    - Explicadme de nuevo lo que ha ocurrido -dijo volviendo la cabeza hacia Marston, ahora

    mucho ms sumiso y respetuoso que antes. - Ashby es el escudero de sir Henry. Acababa

    de regresar de un viaje por mar en el Clara luz de Dios. Crantson apart el rostro para

    disimular su sorpresa. - Sir Henry haba venido a Londres para reunirse con Roffel, el

    capitn del barco. - Sabis que tambin ha muerto? -le pregunt repentinamente Cranston.

    Marston abri enormemente los ojos. - Os refers a Roffel? - S, lleva dos das muerto.

    Se puso enfermo a bordo. Cuando llegaron al puerto de Londres, ya haba fallecido.

    -Cranston asinti con la cabeza al ver la expresin de asombro de Athelstan-. Por eso he

    venido a Southwark. No slo Roffel muri en misteriosas circunstancias sino que, adems,

    el primer oficial y los dos marineros que anoche estaban de guardia a bordo del Clara luz

    de Dios desaparecieron sin dejar el menor rastro. Pero ahora dejemos eso. -Volvindose

    hacia Marston, aadi-: Seguid. Marston se rasc la cabeza. - Bueno, sir Henry haba

    venido para hablar con el capitn Roffel. Siempre se hospedaba aqu y utilizaba una barca

    de alquiler para bajar por el ro y reunirse con el capitn. -Sin que nadie le diera permiso,

    Marston se sent en un escabel-. Esta maana sub para despertar a sir Henry. La aldaba de

    la puerta estaba levantada. Empuj la puerta y entr. Ashby estaba arrodillado junto al

    cadver con la mano alrededor del puo de una daga. Al verme -Marston seal la

    ventana abierta-, huy. Lo dems ya lo sabis. - Y anoche la ventana estaba cerrada?

    -pregunt Athelstan. - S, completamente cerrada. Athelstan cubri el cadver con una

    sbana y corri las cortinas de la cama de cuatro pilares. - Y por qu deseaba sir Henry

    visitar al capitn de un barco de guerra? -pregunt. - Yo responder a la pregunta -contest

    Cranston-. El erario pblico est prcticamente vaco. Los grandes terratenientes y

    mercaderes como sir Henry accedieron a equipar los barcos a cambio no slo del favor real

    sino tambin de un porcentaje de todos los saqueos que se hicieran. No es cierto, Marston?

    El criado asinti con la cabeza. - Un negocio muy lucrativo -aadi el forense- por el que

  • los capitanes de los barcos no slo defienden los barcos ingleses sino que buscan

    constantemente barcos franceses bien cargados de productos y procuran saquear las

    ciudades con insuficientes defensas de las orillas del Sena o la costa de Normanda. A

    veces, practican incluso la piratera contra barcos ingleses. -Cranston se quit el castoreo y

    lo hizo girar entre sus grandes manos-. Al fin y al cabo, en caso de que se hunda un barco

    ingls, siempre se puede echar la culpa a los franceses. - Pero sir Henry no era de esos

    -replic Marston. - Ya -dijo secamente Cranston-. Y los cucos no depositan sus huevos en

    nidos ajenos. El forense interrumpi sus palabras al or una llamada a la puerta.

    Inmediatamente entr una mujer con el rubio cabello suelto sobre los hombros y el rostro

    ms plido que la cera. Pareca muy alterada, entrelazaba los dedos de las manos y

    jugueteaba nerviosamente con las borlas plateadas del ceidor que le rodeaba la fina

    cintura. Sus enrojecidos ojos se clavaron de inmediato en la cama de cuatro pilares. Al

    verla entrar, Marston se levant. - Pido perdn -balbuce la mujer, secndose las manos en

    la tela de zangalete leonado de su vestido de alto cuello cerrado. Athelstan cruz la estancia

    y tom su mano ms fra que el hielo. - Venid, ser mejor que os sentis -dijo,

    acompandola al escabel que Marston haba dejado-. Os apetece tomar un poco de vino?

    La joven sacudi la cabeza sin apartar los ojos de la gran cama. - Es lady Avelina, la hija de

    sir Henry -explic Marston-. Se encontraba en la habitacin de al lado cuando Ashby estaba

    aqu. Athelstan inclin la cabeza, contemplando los grandes ojos de gacela de Avelina.

    - Vuestro padre ha muerto, seora, Dios lo tenga en su gloria. La joven tir de un hilo

    suelto de su vestido y empez a llorar en silencio mientras las lgrimas rodaban por sus

    mejillas. - No quiero verlo -dijo en voz baja-. No soportara verlo con una camisa de noche

    empapada de sangre. -Mir a Marston-. Dnde est Ashby? - Se ha refugiado en una

    iglesia. De repente, se oy un alboroto en el pasillo, se abri la puerta y entr una mujer de

    elevada estatura y cabello gris acero. La segua otra mujer de aspecto muy parecido, pero

    actitud mucho ms comedida. Ambas iban envueltas en pesadas capas y llevaban las

    capuchas echadas hacia atrs. Poco despus entr el posadero, agitando nerviosamente las

    manos. - No podis hacer eso! No tenis ningn derecho! -farfull. - Callad la boca!

    -rugi Cranston-. Quines sois, seoras? La primera y ms alta de las dos mujeres ech los

    hombros hacia atrs y mir directamente a la cara a sir John. - Me llamo Emma Roffel y

    soy la viuda del difunto capitn Roffel. He venido para ver a sir Henry Ospring. Cranston

    inclin la cabeza. - Mis condolencias por la muerte de vuestro esposo, seora. Era vuestro

    esposo un hombre enfermizo? - No -contest con aspereza la mujer-. Ms fuerte que un

    cerdo. Os conozco -aadi, entornando los ojos-. Sois sir John Cranston, el forense de la

    ciudad. Qu es lo que ha pasado aqu? Este hombre -seal al posadero con el dedo-

    dice que sir Henry ha sido asesinado! - S -terci oportunamente Athelstan al ver la

    enfurecida expresin del forense-. Sir Henry ha sido asesinado y ya tenemos al culpable.

    Las facciones del semblante de Emma Roffel se relajaron. El fraile pens que era una mujer

    extremadamente hermosa, a pesar del momentneo cansancio que reflejaba su semblante.

    Siempre le haban fascinado los rostros de las mujeres y el de Emma le pareca muy

    atractivo, con su nariz aguilea y su fuerte barbilla cuadrada. La palidez de sus mejillas

    acentuaba el brillo de sus enrojecidos ojos oscuros rodeados de ojeras. La mujer se solt la

    capa y Athelstan entrevi su ropas de luto. La viuda le mir con una sonrisa. - Os pido

    perdn por haber entrado de esta manera, pero la noticia me pareca increble. -Seal a la

    otra mujer que permaneca de pie a su lado como un ratn asustado-. sta es Tabitha

    Velour, mi doncella y compaera. Avelina estaba todava sentada en el escabel con el rostro

    demudado por la pena. Emma Roffel se acerc a ella y apoy suavemente una mano en su

  • hombro. - Lo siento -le dijo en un susurro-. Lo siento de veras. -Mir a Cranston-. Cmo

    ha ocurrido? - Lo ha apualado su escudero -contest sir John-. Nicols Ashby. Emma

    Roffel hizo una mueca de asombro. - Os parece increble, seora? -le pregunt Athelstan.

    La mujer frunci los labios y le mir fijamente a los ojos. - S -contest muy despacio-.

    Ashby era un joven muy tranquilo y, ms que el de un soldado, su aspecto era el de un

    estudioso. - Pero recorra los mares con vuestro esposo, no es cierto? Emma Roffel esboz

    una cnica sonrisa. - Que Dios me perdone y a l le conceda el eterno descanso, pero sir

    Henry era un hombre un poco misterioso y es cierto que sola enviar a su escudero Ashby

    para que comprobara que sus inversiones obtenan unos justos beneficios. - Y habis

    venido aqu para informar a sir Henry de la muerte de vuestro esposo? - En efecto. Aunque

    ahora creo que ya no importa -aadi con una leve sonrisa en los labios-, pues supongo que

    estarn hablando directamente el uno con el otro. - Seora -ladr Cranston-, tengo que

    hablar con vos a propsito de la muerte de vuestro esposo! - Podis hacerlo cuando gustis,

    mi seor. Vivo en la calle del Pez cerca de la Trinidad, justo en la esquina del callejn de la

    Rueda. Pero ahora debo irme. Mi esposo yace en un atad al pie del altar de Santa Mara

    Magdalena. Sir John, padre, permitid que me retire. Emma Roffel dio media vuelta y

    abandon la estancia con el mismo empaque con que haba entrado en ella. - Y ahora qu

    ocurrir? -grazn Marston. Sir John se acerc lentamente a l. - Ashby podr gozar de

    refugio durante cuarenta das. Despus tendr dos opciones o entregarse a la justicia del

    rey o dirigirse al puerto ms prximo y embarcar rumbo al extranjero. Como alguien haga

    el menor intento de sacarle a la fuerza de San Erconwaldo -aadi, mirando severamente a

    Marston-, me encargar de que los culpables cuelguen del extremo de un dogal en

    Smithfield! Y ahora os aconsejo que cuidis del cadver de vuestro amo y recojis sus

    pertenencias. Quiero que me enviis la daga a mi estudio del Ayuntamiento. -El forense se

    volvi hacia Avelina-: Os ruego, seora, que aceptis mis condolencias. Sin embargo, debo

    insistir en que os quedis aqu hasta que termine la investigacin. Dicho lo cual, Cranston

    se retir, indicndole por seas a Athelstan que lo siguiera. - Qu es este asunto del barco

    La clara luz de Dios? -pregunt el fraile en cuanto abandonaron el patio de la posada del

    Abad de Hyde. - Tal como ya he dicho -contest Cranston entre trago y trago de su bota de

    vino-, el barco est anclado en el Tmesis. Anoche el primer oficial y otros dos miembros

    de la tripulacin que estaban de guardia desaparecieron como por arte de ensalmo. Por si

    fuera poco, tenemos el extrao caso de la muerte del capitn Roffel. El asesinato de sir

    Henry Ospring y la huida de Nicols Ashby han enturbiado ms si cabe las aguas. -El

    forense tap la bota de vino y la ocult bajo su capa-. Estoy muerto de hambre, monje. - Yo

    soy fraile y vos siempre estis muerto de hambre, sir John -replic Athelstan-. Me habis

    venido a recoger para ir adonde? - Ro abajo hasta el Clara luz de Dios. El almirante de los

    mares de Oriente, sir Jacob Crawley, est esperando para recibirnos en audiencia

    -Cranston olfate el aire como un perro de caza-, pero yo estoy aspirando la dulce fragancia

    de unas empanadas. - A la vuelta de la esquina tenis la tienda de empanadas de la seora

    Merrylegs -dijo Athelstan en tono cansado-. Es la mejor cocinera de Southwark. Cranston

    no necesit que le repitieran el comentario y sali disparado como un lebrel. Poco despus,

    saboreando vidamente una de las deliciosas y suculentas empanadas de carne de buey de

    la seora Merrylegs, el forense y Athelstan tuvieron que abrirse paso a codazos por las

    angostas y abarrotadas callejuelas de Southwark. - Exquisita! -exclam sir John entre

    bocado y bocado-. Esta mujer es un milagro, un autntico milagro! Athelstan esboz una

    sonrisa, mirando a su alrededor. De vez en cuando, tena que saludar a alguno de sus

    feligreses. rsula la porquera estaba sentada en un escabel a la puerta de su casa, con su

  • enorme y querida cerda agachada a su lado. Athelstan hubiera podido jurar que la cerda le

    devolvi la sonrisa. Tab el calderero estaba golpeando unas ollas en el yunque de su taller y

    Athelstan hubiera querido detenerse a charlar un rato con l, pero sir John se estaba

    abriendo camino como una flecha a travs de la muchedumbre, correspondiendo con su voz

    de trueno a los habituales silbidos y comentarios burlones de la gente. - Padre! Padre!

    Pernell la flamenca, con el cabello grotescamente teido de rojo, se acerc a ellos vestida

    de negro y con un barato collar de cuentas amarillas alrededor del huesudo cuello. Pernell

    le recordaba a Athelstan la figura de un cuervo un tanto maltrecho. - Padre, me podrais

    decir una misa? Una esculida y mugrienta mano sostena dos monedas de un cuarto de

    penique. El fraile dobl suavemente los dedos de la mano sobre las monedas. - Una misa

    para quin, Pernell? - Por mi marido. Hoy se cumple el aniversario de su muerte hace

    diecisis aos. La misa es por el eterno descanso de su alma. -La mujer sonri, dejando al

    descubierto unos amarillentos dientes-. Y tambin en accin de gracias, padre. - Por su

    vida con vos? - No, porque el muy malnacido ya muri! Athelstan esboz una sonrisa.

    - Guardad las monedas, Pernell. Maana por la maana celebrar una misa, no os

    preocupis. Doblaron la esquina de la callejuela de San Erconwaldo. Athelstan abri la

    puerta y, en compaa de Cranston que todava se estaba chupando los dedos, avanz por la

    nave, cruz la cancela del antealtar y encontr a Ashby dormido como un tronco en las

    gradas del altar. - Levntate, chico! -dijo Cranston con voz de trueno, propinando un

    puntapi a las botas manchadas de barro del joven. Ashby se despert con un sobresalto y

    mir aterrorizado a su alrededor. - Ya se han ido? - S, se han ido. -Athelstan se sent a su

    lado-. No te preocupes por eso. Pero volvern. Puede que no entren en la iglesia, pero ten

    por seguro que montarn guardia en el exterior. Por consiguiente, yo que t, muchacho, me

    quedara aqu, por lo menos de momento. - Qu ocurrir ahora? -pregunt Ashby con

    inquietud. Cranston tom un trago de su bota de vino y despus se la ofreci al chico.

    - Bueno, puedes quedarte aqu cuarenta das. Cuando termine este plazo, o te entregas a los

    oficiales del alguacil o, vestido con la ropa que ahora llevas, te diriges a pie por el camino

    real al puerto ms cercano, sosteniendo un crucifijo sobre tu pecho. Si sueltas el crucifijo o

    abandonas el camino real, Marston y sus hombres te podran matar como una alimaa.

    -Cranston tom de nuevo la bota-. Es probable que Marston y los suyos te sigan hasta el

    final. A no ser que cuenten con amigos muy poderosos, pocos de los que buscan refugio

    consiguen llegar a un puerto. Ashby inclin la cabeza. - T lo has matado? -le pregunt

    bruscamente Athelstan. - No! - Pero tenas la mano alrededor del puo de la daga cuando

    Marston entr en la habitacin? - S. - Por qu? - Entr, vi a mi amo tendido en el suelo

    y trat de extraer la daga. - Curioso -musit Cranston-. Dices que intentaste extraer la

    daga? Acaso era tuya? - No, no, era la de sir Henry! - Pero, en lugar de gritar

    Socorro! y pedir ayuda -terci Athelstan-, trataste de sacar la daga clavada en el pecho

    de tu amo? Ashby apart la mirada y se humedeci los labios con la lengua. - Os estoy

    diciendo la verdad -murmur-. Entr en la habitacin y vi a mi amo tendido en el suelo.

    Trat de extraer la daga. Marston entr y entonces salt por la ventana. - Pues mira, como

    les digas eso a los jueces reales -dijo Cranston alegremente-, irs a parar directamente al

    cadalso. Ashby cruz los brazos y apoy la espalda contra el altar. - Qu puedo hacer? Si

    me quedo, me ahorcan. Y, si huyo, morir de todos modos. - Y adems hay otra cosa -dijo

    Cranston-. Parece ser que ests mezclado en varios asesinatos, muchacho. Sabes algo

    acerca de la muerte del capitn Guillermo Roffel?

  • Captulo 3

    Athelstan se dirigi a la casa parroquial y regres con un cuenco de gachas, dos mantas y

    un travesero. Despus fue por una servilleta, una jofaina y una jarra de agua para que

    Ashby pudiera lavarse y Cranston dio comienzo a su interrogatorio. - T eres el escudero

    de sir Henry Ospring? - S, sir John -contest Ashby entre bocado y bocado de gachas.

    - Zarpaste tambin en el Clara luz de Dios con el capitn Roffel? - S. Sir Henry costeaba

    casi todos los salarios de la tripulacin y haba aportado el armamento del barco. A cambio,

    perciba el cincuenta por ciento de todos los beneficios. - Y fuiste enviado para vigilar?

    Ashby esboz una amarga sonrisa. - Se podra decir que s. Zarp en el Clara luz de Dios

    -Ashby entorn los ojos-. A qu da estamos hoy? - Es la festividad de los santos Simn y

    Tadeo -contest Athelstan-. El 28 de octubre. - Bueno, pues dejamos el Tmesis dos das

    antes del da de san Miguel, o sea que deba de ser el 27 de septiembre. El tiempo era

    esplndido y el viento favorable. Nos situamos entre Dover y Calais y empezamos a atacar

    a varios buques mercantes. El botn fue muy bueno y pronto llenamos las bodegas de

    vveres, vino, ropas y distintos objetos de valor. - Cmo era Roffel? -pregunt Athelstan.

    - Un hombre muy duro, padre. Un buen marino, pero de comportamiento brutal. Siempre

    atacaba y jams permita que un enemigo se rindiera. Queches de pesca, galeras, bajeles de

    transporte de vinos de la Gironda. La manera de actuar era siempre la misma. Perseguamos

    el barco, nos situbamos al costado y los arqueros empezaban a disparar. Despus, un

    grupo de abordaje saltaba y - Y qu? Ashby baj la vista. - Y qu? -repiti Cranston.

    Ashby pronunci unas palabras ininteligibles. - Habla de una vez, hombre! - Nunca

    hacamos prisioneros. Los cadveres se arrojaban por la borda. Hundamos los barcos

    capturados de escasa calidad y los dems los remolcbamos hasta el puerto ingls ms

    cercano. - Ocurri algn percance? Algo que t recuerdes? - S, hacia el 11 de octubre

    capturamos un pequeo queche de pesca que haba estado tratando de escapar de un puerto

    francs a otro. Creo que navegaba rumbo a Dieppe, pero el viento lo empuj hacia alta mar.

    Lo atacamos y lo hundimos. No ocurri nada de particular, pero -Ashby pos el cuenco

    de gachas y se sec los labios con el dorso de la mano-. El capitn Roffel se puso muy

    contento, como un gato que acabara de beberse un cuenco de leche. Por regla general,

    Roffel era un hombre muy taciturno, pero yo le vi dirigirse a popa batiendo palmas. Fue la

    nica vez que le o cantar. - Qu sucedi despus? - A los pocos das, se encerr en su

    camarote y empez a quejarse de dolor de estmago. La bodega ya estaba llena y pusimos

    rumbo a Dover. Yo recog la parte de sir Henry y desembarqu. Despus, el Clara luz de

    Dios volvi a zarpar bajo el mando del primer oficial Huberto Bracklebury. - Envi Roffel

    alguna carta a sir Henry? - No, ninguna. Ms que amigos, eran socios. Sir Henry aportaba

    el dinero y Roffel llevaba a cabo los pillajes. -Ashby empuj el cuenco con el pie-. Eran

    unos asesinos. Ospring era un demonio escapado del infierno y exprima hasta el ltimo

    penique a sus aparceros. No tema ni a Dios ni a los hombres. - Por eso lo mataste? - No

    -contest Ashby-. Yo no lo mat. Athelstan se levant y mir a Cranston. - Sir John, creo

    que aqu ya hemos averiguado suficiente. Cranston lanz un suspiro y se levant con cierto

    esfuerzo. Athelstan seal con el dedo una gran hornacina que haba en el presbiterio.

  • - Descansa all -le dijo al chico-. Tienes un poco de cerveza, unas mantas y un travesero.

    Cuando vuelva, te traer otras cosas para que ests ms cmodo. - Padre, puedo hacer

    algo? Athelstan sonri y le seal los dos grandes candeleras de hierro forjado del altar

    mayor. - S. Puedes limpiar esos candeleros y recortar los pabilos de los cirios. Tienes una

    daga? -le pregunt al joven. Ashby sonri dando unas palmadas a la daga que le colgaba

    del cinto. - Pues en tal caso te agradecera que rascaras el sebo de los cirios del suelo.

    -Athelstan seal con la mano a Buenaventura, dormido junto a la base de una columna-.

    Y, si te sientes solo, habla con el gato. No es un gran conversador, pero escucha de

    maravilla. Dicho lo cual, el fraile abandon la iglesia en compaa de sir John. - Esperad

    aqu un momento, sir John -le dijo al forense. Se dirigi al establo donde el viejo Philomel

    estaba mascando alegremente un manojo de heno. Le dio unas suaves palmadas en el morro

    y el caballo esboz una sonrisa de complacencia y tom otro bocado mientras l regresaba

    a toda prisa a la casa y recoga la capa y la bolsa de cuero de los tiles de escritura. Despus

    baj con sir John al muelle. Ya era pasado el medioda y el cielo estaba muy encapotado,

    pero las calles estaban tan abarrotadas de gente como de costumbre. Los nios correteaban

    entre los tenderetes de los comerciantes, los mendigos pedan limosna con voz quejumbrosa

    y los buhoneros, con sus bandejas colgadas del cuello, ofrecan cintas, alfileres y agujas.

    Athelstan vio a Cecilia la cortesana a la puerta de una taberna. - Vuelve a la iglesia,

    Cecilia! -le grit-. Tenemos un visitante -le dijo, arrojndole una moneda que ella atrap

    hbilmente al vuelo-. Cmprale una empanada de la seora Merrylegs! Pasaron por

    delante de los cepos inslitamente vacos. Los encargados de detener a los delincuentes

    tardaran una semana en reanudar su tarea. Cuando lo hicieran, los cepos se llenaran con la

    cosecha de bribones de toda la semana. Sentado al pie de los cepos, el guardia del barrio

    Bladdersniff, borracho como una cuba, conversaba con Ranulfo el cazador de ratones, el

    cual estaba acariciando a su hurn del que no se separaba en ningn momento. Athelstan

    haba visto a la pequea criatura incluso en la iglesia, asomando el hocico por debajo de la

    capa embreada de su amo. Ambos hombres los saludaron efusivamente y Athelstan

    correspondi a su saludo, sorprendindose del extrao silencio de sir John, pues el forense

    sola hacer comentarios sobre todo lo que vean y sobre todas las personas con quienes se

    cruzaban por la calle. El fraile asi al forense por el brazo con semblante preocupado.

    - Ocurre algo, sir John? Cranston tom otro trago de su bota de vino y chasque los labios,

    arrugando la nariz ante el desagradable olor a pescado podrido que despedan las redes

    puestas a secar en el muelle. - No lo s, hermano. Todo este asunto huele a podrido.

    Ospring y Roffel eran dos malditos asesinos y han tenido su merecido. -Cranston solt un

    ruidoso regeldo-. Pero la desaparicin de los hombres que se encontraban de guardia a

    bordo del Clara luz de Dios, la extraa enfermedad de Roffel y el inexplicable asesinato de

    sir Henry no tienen sentido. - Habis notado algo raro en Ashby? -pregunt Athelstan.

    Cranston esboz una picara sonrisa y roz suavemente con el dedo la punta de la nariz de

    Athelstan. - Sois un cura muy astuto y taimado, Athelstan. He aprendido muchas cosas de

    vos. Cmo es la cita que mencionis algunas veces? Hay cuatro cosas importantes: las

    preguntas que se hacen, las respuestas que se reciben y - las preguntas que no se

    hacen y las respuestas que no se reciben -dijo Athelstan, completando la cita-. Ashby no

    ha explicado en ningn momento cmo muri sir Henry. Ha reiterado su inocencia, pero no

    nos ha facilitado la menor informacin. Slo dice que entr en la habitacin, vio el cadver

    en el suelo y tena la mano alrededor del puo de la daga cuando entr Marston. - Y qu

    ms, mi querido monje? - Fraile, sir John, fraile. Bueno, pues lady Avelina, en

    circunstancias normales por lo menos, debe de ser una joven muy agraciada. - Y qu?

  • - No os parece extrao que el joven escudero no haya preguntado ni una sola vez por ella?

    Cranston solt un resoplido. - Os parece sospechoso? - Por supuesto que s. - Creis que

    Ashby protege a alguien? - Tal vez. - A Avelina? -pregunt Cranston. - Pero, qu razn

    hubiera podido tener para matar a su propio padre? -Athelstan lanz un suspiro-. Vamos a

    tener que buscar un momento para hacerle unas cuantas preguntas a esa encantadora dama.

    Cranston asi a Athelstan por el hombro. - Todo este asunto apesta tanto como un montn

    de estircol en plena cancula. Pero vamos a ver ese maldito barco y los misterios que

    encierra. Bajaron los peldaos del muelle. Athelstan vio a uno de sus feligreses, el anciano

    y vigoroso Piel de Topo que siempre presuma de tener el esquife ms rpido del Tmesis.

    El hombre los salud con la mano y baj con ellos los resbaladizos peldaos. En cuestin

    de minutos, impulsando los remos con sus poderosos brazos, empez a cruzar el picado y

    brumoso Tmesis, pasando por delante de Dowgate hasta llegar al lugar donde estaban

    anclados los bajeles de combate delante del muelle de la Reina. De vez en cuando, Piel de

    Topo levantaba los remos para permitir el paso de otros esquifes, barcazas y botes cantina

    que bajaban por el ro. En los momentos en que se levantaba la bruma, distinguan los

    impresionantes bajeles mercantes de la Liga Hansetica navegando rumbo a Steelyard.

    Cranston se inclin hacia adelante para facilitarle instrucciones al barquero. El hombre

    esboz una sonrisa, carraspe y solt un escupitajo al agua. - Vos slo os tenis que

    preocupar de vigilar el ro, sir John. Cranston mir por encima del hombro de Piel de Topo.

    De repente, la bruma se disip y apareci ante sus ojos un gigantesco bajel de tipo nrdico.

    - A la derecha! No, quiero decir a vuestra izquierda! -grit el forense. El remero sonri y

    efectu una hbil maniobra, pasando por debajo de la popa de un barco en cuyo costado

    Cranston distingui el nombre de Santa Trinidad. Despus se situaron al costado de otro

    barco con las cuadernas pintadas de negro y un alto mstil que se elevaba hacia el cielo en

    medio de la bruma mientras el casco se balanceaba suavemente sobre las aguas del

    Tmesis. - Es ste! -grit Cranston. Piel de Topo acerc un poco ms su pequea

    embarcacin y le grit a sir John que se sentara para que no se cayera al Tmesis. Despus

    se puso en pie y empez a dar voces: - Ah, del barco! Ah, del barco! Athelstan levant los

    ojos y vio acercarse a un hombre a la borda con una linterna en la mano. - Quin es? - Sir

    John Cranston, forense de la ciudad, y su escribano fray Athelstan. Sir Jacob Crawley nos

    est esperando! - Ya era hora! -replic la voz. Arrojaron un trozo de red por el costado del

    barco, seguido por una resistente escala de cuerda. Piel de Topo acerc un poco ms el

    esquife y sir John agarr la cuerda y empez a subir con la agilidad de un mono. Athelstan

    le sigui con ms precaucion