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El imperio de la voluntad popular: el “fraude” y el estudio de las elecciones en la primera mitad del siglo XX 1 en La Fundacion Cultural, Agora espacio de historia y ciencias sociales , número 38, Fundacion Cultural Santiago del Estero, 2009 Luciano de Privitellio (UNSAM, CONICET, UBA) La historia política de la Argentina del siglo XX reconoce ciertas fechas cuya importancia se considera prácticamente fuera de discusión. Una de ellas es 1912 (y su consecuencia, la victoria radical de 1916) que funciona como un verdadero parteaguas: señala la versión local del fin del largo siglo XIX, marca la irrupción de la “política de masas” o de la democracia a secas (la “república verdadera”), impone una retirada política de la “oligarquía”. En otro plano, 1912 divide a buena parte de la comunidad de estudiosos en especialistas de dos períodos diferentes y consagra la división de dos materias en muchos planes de estudios universitarios. Todas estas evidencias nos enfrentan con una cesura tan consensuada y relevante, que sus consecuencias se deslizan desde la materia de estudio a la propia organización del campo historiográfico. Se trata, sin embargo, de un consenso tan tradicional como paradójico, dado que coloca a una ley electoral en el centro de una visión global del corte entre dos períodos cuando, hasta no hace muchos años, esta misma visión era acompañada por otra no menos compartida que afirmaba la poca relevancia del mecanismo electoral a la hora de pensar y explicar la política argentina, una visión que aún hoy sólo ha sido tibiamente criticada y que, finalmente, explica la existencia de escasos estudios sobre las elecciones. Uno de los más destacados estudiosos de la democracia argentina (en rigor de la “debilidad” de la democracia argentina), ha consagrado esta visión como eje explicativo para todo el siglo XX, al sostener que la obturación de los mecanismos partidarios de representación de la sociedad en la política devienen en el funcionamiento aceitado de aquellos de signo corporativos: los comicios, llave maestra de la representación partidaria, son la víctima a la vez histórica y analítica de esta concepción. 2 Es importante recordar, sin embargo, que esta visión se impone como sentido común recién en los años sesenta, cuando todo análisis serio de la política debía atender no tanto a los partidos y las elecciones, sino más bien a los que se denominaban factores de poder. Los análisis de aquellos años, de todos modos, no hacía sino asumir una convicción que superaba ampliamente a los estudios académicos: para entonces, las elecciones ya no eran consideradas como un mecanismo relevante de la política por una 1 Si bien las ideas expresadas en este trabajo son de la exclusiva responsabilidad del autor, muchas de ellas han sido elaboradas y discutidas en el marco de una investigación que realizamos junto con Ana Virginia Persello, María José Valdez y Sabrina Ajmechet. Esta investigación cuenta con el apoyo del CONICET, la UNSAM y la UBA. 2 Sobre todo en Waldo Ansaldi: "La interferencia esta en el canal. Mediaciones políticas (partidarias o corporativas) en la construcción de la democracia argentina." Boletín Americanista, XXXIV, 43, Universitat de Barcelona, Barcelona, 1993. También puede verse "Reflexiones históricas sobre la debilidad de la democracia argentina (1880-1930)" en Anuario, Rosario, segunda época, nº 12, 1986- 1987 y los artículos del mismo autor en Waldo Ansaldi, Alfredo Pucciarelli, y José Villaroel (comp.): Argentina en la paz entre dos guerras. Buenos Aires, Biblos, 1993. y en el tomo de los mismos compiladores Representaciones inconclusas. Las clases y los discursos de la memoria, 1912-1946. Buenos Aires, Biblos, 1995.

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El imperio de la voluntad popular: el “fraude” y el estudio de las elecciones en la primera mitad del siglo XX1

en La Fundacion Cultural, Agora espacio de historia y ciencias sociales, número 38, Fundacion Cultural Santiago del Estero, 2009 Luciano de Privitellio (UNSAM, CONICET, UBA) La historia política de la Argentina del siglo XX reconoce ciertas fechas cuya importancia se considera prácticamente fuera de discusión. Una de ellas es 1912 (y su consecuencia, la victoria radical de 1916) que funciona como un verdadero parteaguas: señala la versión local del fin del largo siglo XIX, marca la irrupción de la “política de masas” o de la democracia a secas (la “república verdadera”), impone una retirada política de la “oligarquía”. En otro plano, 1912 divide a buena parte de la comunidad de estudiosos en especialistas de dos períodos diferentes y consagra la división de dos materias en muchos planes de estudios universitarios. Todas estas evidencias nos enfrentan con una cesura tan consensuada y relevante, que sus consecuencias se deslizan desde la materia de estudio a la propia organización del campo historiográfico. Se trata, sin embargo, de un consenso tan tradicional como paradójico, dado que coloca a una ley electoral en el centro de una visión global del corte entre dos períodos cuando, hasta no hace muchos años, esta misma visión era acompañada por otra no menos compartida que afirmaba la poca relevancia del mecanismo electoral a la hora de pensar y explicar la política argentina, una visión que aún hoy sólo ha sido tibiamente criticada y que, finalmente, explica la existencia de escasos estudios sobre las elecciones. Uno de los más destacados estudiosos de la democracia argentina (en rigor de la “debilidad” de la democracia argentina), ha consagrado esta visión como eje explicativo para todo el siglo XX, al sostener que la obturación de los mecanismos partidarios de representación de la sociedad en la política devienen en el funcionamiento aceitado de aquellos de signo corporativos: los comicios, llave maestra de la representación partidaria, son la víctima a la vez histórica y analítica de esta concepción.2

Es importante recordar, sin embargo, que esta visión se impone como sentido común recién en los años sesenta, cuando todo análisis serio de la política debía atender no tanto a los partidos y las elecciones, sino más bien a los que se denominaban factores de poder. Los análisis de aquellos años, de todos modos, no hacía sino asumir una convicción que superaba ampliamente a los estudios académicos: para entonces, las elecciones ya no eran consideradas como un mecanismo relevante de la política por una

1 Si bien las ideas expresadas en este trabajo son de la exclusiva responsabilidad del autor, muchas de ellas han sido elaboradas y discutidas en el marco de una investigación que realizamos junto con Ana Virginia Persello, María José Valdez y Sabrina Ajmechet. Esta investigación cuenta con el apoyo del CONICET, la UNSAM y la UBA. 2 Sobre todo en Waldo Ansaldi: "La interferencia esta en el canal. Mediaciones políticas (partidarias o corporativas) en la construcción de la democracia argentina." Boletín Americanista, XXXIV, 43, Universitat de Barcelona, Barcelona, 1993. También puede verse "Reflexiones históricas sobre la debilidad de la democracia argentina (1880-1930)" en Anuario, Rosario, segunda época, nº 12, 1986-1987 y los artículos del mismo autor en Waldo Ansaldi, Alfredo Pucciarelli, y José Villaroel (comp.): Argentina en la paz entre dos guerras. Buenos Aires, Biblos, 1993. y en el tomo de los mismos compiladores Representaciones inconclusas. Las clases y los discursos de la memoria, 1912-1946. Buenos Aires, Biblos, 1995.

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buena parte de la sociedad.3 Cualquier mirada alternativa corría el riesgo de ser impugnada como la expresión de una infinita ingenuidad. Y, como suele suceder en tantas otras ocasiones, esta certidumbre no se limitó a un diagnóstico contemporáneo sino que irradió su luz hacia los análisis del pasado. Así, el trabajo pionero de Darío Cantón sobre elecciones y partidos en la Argentina, cuya primera edición es de 1973, nos muestra en sus primeras líneas una expresión reveladora: Es un análisis histórico de las elecciones que abarca desde 1910 hasta 1966 y está centrado en los períodos electorales 1912-1930 y 1946-1955, únicos en los que el pueblo pudo “elegir”, al menos dentro de las limitaciones de un régimen democrático burgués.4 El entrecomillado, textual del original, no podía ser más sintomático: Cantón se propone hacer un estudio sobre una práctica cuyos límites, a la vez históricos y analíticos, considera tan evidentes como estrechos. Importa poco la naturaleza específica de esta limitación -el carácter burgués del régimen- sino más bien hasta donde este límite y el énfasis de las comillas colocan al autor frente a un objeto cuya capacidad explicativa de la política, sin embargo, aparece relativizada desde las primeras líneas de su propio trabajo. No es difícil sospechar que la ausencia de esta temprana aclaración hubiera dejado a su autor inerme frente a una crítica sostenida en la idea de la ingenuidad, una situación que el análisis del poder no admite. Estas pocas líneas nos permiten señalar un segundo problema: ni siquiera la advertencia de la limitada relevancia explicativa del objeto seleccionado salva a los comicios de los años treinta del ostracismo analítico. En tanto no alcanzan siquiera la categoría de una elección de todos modos restringida, no vale la pena abordarlas en este estudio: frente a un falseamiento oculto propio de un régimen burgués, que justamente por eso habilita el análisis (el calificativo burgués limita el sentido y sobre todo los alcances de la palabra democracia y, por eso, las comillas remiten a un acuerdo entre el lector y el autor, ambos al tanto de la limitación sustancial e intrínseca de toda elección), los comicios de los años treinta expresan en cambio el falseamiento abierto e inteligible dentro de los propios límites del sistema “democrático burgués”. La referencia a las primeras líneas de un trabajo que, justo es mencionarlo, además de pionero sigue siendo uno de los más importantes que aún podemos transitar, no tiene por objeto discutir con él (no sólo por el evidente aire de época de tal afirmación, sino también porque sabemos, además, que su autor ha seguido trabajando estos temas con perspectivas diferentes) sino más bien señalar algunas pistas sobre el tratamiento de la cuestión electoral que, en cambio, mantienen cierta vigencia, en especial en los trabajos que refieren al temprano siglo XX. Encabeza este listado la convicción de que la pregunta crucial (y por momentos única) que se puede hacer a una elección se apoya en un dato: sus resultados. Si los comicios de los años treinta no pueden ser estudiados, es porque sus resultados son falsos, lo cual impide hacerles cualquier otra pregunta. Hoy sabemos que esta concepción, ha impedido comprender dos cuestiones centrales sobre este período: por un lado, el hecho de que no en todos los comicios realizados entre 1931 y 1942 los resultados son falsos; en segunda instancia, el problema de la producción del fraude que, según argumentaremos, no es sino un caso puntual aunque indudablemente extremo de un problema más general, como lo es el de la producción del sufragio.5

3 Carlos Altamirano: Bajo el signo de las masas (1943-1973). Buenos Aires, Ariel, 2001. Altamirano, ideas. 4 Dario Cantón: Elecciones y partidos políticos en la Argentina. Historia, interpretación y balance: 1910-1966. Buenos Aires, Siglo XXI, 1973. 5. Los únicos libros que analizan el fraude como un problema y no como un simple dato son el de María Dolores Bejar, El régimen fraudulento. La política en la provincia de Buenos Aires, 1930-1943,

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Hay al respecto, entonces, una visión que obtura la percepción de ciertas cuestiones empíricas, porque no sólo el fraude no impera durante toda la “década” sino que, además, no son todos los distritos los que sufren este problema. Los fraudes, además, no son todos iguales, por el contrario, se producen históricamente y, sobre todo, se instalan en un conflicto político en el cual la visión binaria de unos conservadores que falsifican y unos radicales que son víctimas del engaño resulta demasiado elemental como para dar cuenta del problema. A la inversa, la apelación al falseamiento de los resultados luego de 1912 no parece ser una invención conservadora que sigue al golpe septembrino, toda vez que su uso abierto en una elección nacional se instaló un poco antes, en marzo de 1930 y su ejecutor no fue otro que el propio radicalismo yrigoyenista. Sabemos que en 1931, por ejemplo, los fraudes que suceden en algunos lugares de Buenos Aires y Mendoza no son muy diferentes a los producidos en 1930 en Mendoza y San Juan, ambas administradas por interventores yrigoyenistas. Para el radicalismo en el poder, estas elecciones eran cruciales para ganar la mayoría en el senado. También Córdoba fue objeto de maniobras escandalosas por parte del oficialismo nacional, aunque en este caso no alcanzaron para obtener una victoria. Pero, así como los fraudes en estas provincias poco tienen que ver con la victoria de la UCR a nivel nacional, tampoco los de Buenos Aires y Mendoza de 1931 tienen relación con la victoria de Agustín Justo. Una vez que la UCR decidió la abstención, el raquítico conglomerado entre demócratas progresistas y socialista (La Alianza Civil) no estaba en condiciones de enfrentar a la coalición de conservadores y radicales disidentes que apoyaban a Justo. Tampoco resulta muy apropiado pensar que los votos personalistas iban a derivar masivamente en favor de la Alianza, si bien es evidente que algunos si optaron por esta alternativa, debemos recordar que tanto el socialismo como los demócratas progresistas habían sido encarnizados opositores a Hipólito Yrigoyen y que, en el ejercicio de esta oposición, no se habían privado de utilizar los más insultantes improperios en su contra. ¿Qué nos habilita a pensar, entonces, que por el sólo hecho de oponerse a Justo –al fin y al cabo un radical- iban a dar su voto a quienes no se habían cansado de identificarlos como una especie de cáncer de la democracia? Por el contrario, sabemos que en muchos casos los radicales justistas recibían apoyos apenas velados de importantes caudillos personalistas y que, además, el llamado radical a la abstención o al voto en blanco no fue muy seguido por su electorado.6 Así, el resultado de 1931 no se explica por el fraude, sino por la abstención. Es cierto que en muchas visiones retrospectivas, la decisión de la UCR de no participar de los comicios se convierte mágicamente en una supuesta proscripción del partido, un hecho que simplemente nunca sucedió. Si fueron proscritos algunos de sus candidatos, con Marcelo T. de Alvear a la cabeza, pero la tesis de la proscripción general no permite observar que la abstención fue una decisión política tomada en el seno del propio partido y, sobre todo, que dicha decisión no gozó de un consenso generalizado. En cuanto se abandona la explicación heroica propia de la religión cívica radical (la vuelta a los años míticos de la “causa”) para prestar atención a las intrigas y presiones que antecedieron a la decisión, se descubre que el orgullo herido de Alvear le impedía pensar en respaldar a otro candidato, que Justo incentivó la toma de esta decisión alentando este costado débil de la personalidad del frustrado candidato y que, finalmente, un Yrigoyen menos preocupado por los orgullos heridos y más por la apuesta política del momento se opuso a la medida argumentando que el radicalismo Buenos Aires, Siglo XI, 2005 y el de Tulio Halperín Donghi, La república imposible (1930-1945), Buenos Aires, Ariel, 2004. 6 Al respecto véase mi Vecinos y ciudadanos. Política y sociedad en la Buenos Aires de entreguerras, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.

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debía concurrir y ganar los comicios, sin importar mucho quien fuera su candidato. La abstención fue el resultado de una coyuntura política en el que se pusieron en juego intereses y personalidades, y no una fatalidad inscripta en las maniobras del régimen de facto y menos aún en la tradición revolucionaria del radicalismo (aunque ambos cumplieron también su parte). Pero, aceptando por un instante que en efecto se haya tratado de una proscripción general del partido Radical: ¿qué distingue a esta elección de las que llevaron a Arturo Frondizi y a Arturo Humberto Illia a la presidencia, esta vez si con la proscripción total y completa del peronismo y su líder? Por alguna razón, muchos autores (como el propio Cantón) no consideran que en este caso se impongan limitaciones capaces de bloquear su curiosidad analítica. Aunque este no es el problema que nos interesa discutir, de todos modos es importante señalar que es posible que Justo no pueda ser considerado un presidente completamente legítimo si se atiende a las condiciones de su elección, pero sin el menor rastro de duda, ateniendo a la misma situación, su gobierno fue tan o más legítimo que los de Frondizi e Illia. El siguiente comicio, realizado en 1934, no fue objeto de denuncias de fraude. Por el contrario: un Justo preocupado por realzar su legitimidad frente a la impugnación radical se cuidó muy bien de advertir a cada gobernador para evitar cualquier tipo de maniobra fraudulenta, empezando por el de Tucumán. Allí, una fracción disidente del radicalismo decidió ignorar la orden del Comité Nacional, se presentó a las elecciones y las ganó. Los comicios de 1940 realizadas bajo la presidencia de Ortiz tampoco fueron fraudulentos y, aún en los comicios más evidentemente fraudulentos, como los de 1937, algunos distritos como la Capital Federal o Córdoba no sufrieron por este problema. Esta atención, hasta ahora algo superficial, nos ha permitido señalar algunos problemas sobre el modo de pensar las elecciones en la Argentina de los treintas y, sobre todo, identificar algunos límites de una forma de aproximación a este tema centrada completamente en sus resultados. Más allá de las contradicciones que hemos señalado, es evidente que el no atender a las elecciones de los años treinta se sustenta en la sospecha de la falsedad de los guarismos. Junto con los resultados, la cuestión que se pone en juego en esta perspectiva es la de la legitimidad de los gobiernos. Si bien es cierto que este problema se encadena de forma natural con el sufragio y que, por esa razón, ambos problemas deben pensarse de forma común, también lo es que los comicios ponen en juego otras cuestiones, que no siempre pueden ser alumbradas por el debate sobre la legitimidad de los gobiernos. Por otra parte, la legitimidad de un régimen o gobierno incluye factores que superan la práctica electoral. Por eso, sostenemos que el fraude no puede ser pensado solamente como un problema de legitimidad de los gobiernos de turno, sino como un problema en sí mismo y que, al pensarlo de esta manera, no sólo conoceremos más sobre las prácticas del fraude, sino que, además, conoceremos más sobre las propias prácticas electorales en su conjunto y su relación con la política del período. ¿El problema del fraude o el fraude como problema? En la historia electoral argentina, el fraude ocupa un lugar fundamental. Su uso es frecuente para referirse no sólo la llamada “década” del treinta, sino también a toda la historia electoral que antecede a la Reforma de 1912. De esta manera, una categoría cuyo origen primero es jurídico -el fraude no es sino la violación de lo que las normas

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establecen como legal- se convierte en una vasta categoría de análisis. La palabra fraude asume entonces una doble dimensión siempre presente en su uso: por un lado la más estrechamente jurídica que atiende a la relación con las normas pero, a la vez, se desliza –no sin un toque de denuncia- hacia alguno de los principios básicos que sustentan la idea del sufragio moderno: su condición de derecho y su función de expresión de decisiones individuales que, a través de ese acto, se convierten en voluntad general. Aún quienes no dudan en denunciar la ficción o la limitación electiva del régimen “democrático burgués”, sostienen estos principios implícitos: el fraude acalla una voluntad que busca expresarse, el fraude es la barrera entre la expresión verdadera de esa voluntad y su falsificación. Sin embargo, la conversión de estos principios en categoría de análisis es sumamente problemática, dado que al ser vaciadas de su contenido histórico, de su lugar y su rol dentro de los lenguajes y las costumbres políticas de una sociedad, no pueden sino actuar por contraste entre normas, valores y prácticas, y, entonces, la observación analítica se convierte en puro dictamen normativo. Así se olvida que en toda elección se ponen en juego múltiples procesos de producción del sufragio y, sobre todo, que el análisis de esos procesos debe atender a problemas más complejos que la asimilación o el contraste con las normas que deberían reglarlos. Las prácticas electorales recorren caminos que no son exclusivamente los de las normas, y no sólo porque algunas de ellas se violan -lo cual sería una manera algo limitada de pensar el problema-, sino también porque, de un modo más profundo, estas involucran situaciones y tramas sociales que escapan por completo a lo que se considera estrictamente político o electoral y, por lo tanto, a las previsiones del legislador. Algunas referencias concretas permiten ejemplificar la naturaleza de este problema. Habitualmente se recuerda que la reforma de 1912 introdujo novedades como el padrón militar, la obligatoriedad y el secreto. Se recuerda menos otras cosas, como por ejemplo que la obligatoriedad no alcanzaba a los analfabetos (que para entonces eran una proporción altísima del padrón),7 o que el secreto se introdujo a través de un instrumento crucial en el ritual del voto moderno: el gabinete de votación, conocido también como cuarto oscuro. Muy poco se ha dicho sobre la introducción del cuarto oscuro, o, a lo sumo, se lo ha visto apenas como una garantía técnica del voto secreto.8 Sin embargo, el cuarto oscuro es a la vez mucho más y mucho menos que esto. Dice la ley 8871 en su artículo 41: La habitación donde los electores pasan a encerrar su boleta en el sobre, no puede tener más que una puerta utilizable, no debe tener ventanas y estará iluminada artificialmente en caso necesario. Al presidente del comicio incumbe certificarse del cumplimiento de esta disposición, y si no fuera posible disponer de una habitación que reúna estas condiciones, el mismo presidente sellará la puerta o puertas superfluas y las ventanas, en la presencia de dos electores, por lo menos, antes de empezar el acto electoral, y no levantará los sellos sino una vez terminado. En esta habitación habrá boletas de cada partido o candidato, entregadas al efecto al presidente del comicio por los apoderados.

7 Según el censo nacional de 1904 (el último disponible al momento de aprobar la reforma) casi la mitad del padrón, 48,2%, eran analfabetos. La normativa de la ley de reforma electoral preveía una serie de castigos para quienes no votaran, pero esas sanciones no alcanzaban a los analfabetos. 8 La importancia del cuarto oscuro ha sido señalada por Pierre Rosanvallon, La sacre du citoyen. Historie de suffrage universel en France. Paris, Gallimard, 1992.

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Por un lado, salta a la vista la atención que se presta a los detalles de la habitación, la cantidad y disposición de las ventanas y las puertas, las características de la iluminación y la disposición de las boletas. Por otro, es importante señalar como a partir de 1912 el cuarto oscuro no sólo se ha convertido en la forma “natural” de llevar adelante la elección, además fue pensado y se ha convertido en una pieza clave del ritual electoral. La concepción de la elección como una práctica de contenido ritual no es novedosa. Ha sido abordada para el caso francés en atención a las dos dimensiones implícitas en la práctica del sufragio: la instauración del régimen del poder popular y la celebración mítica de la sociedad de iguales. Ciertamente, no en todos los casos el ritual electoral tiene un significado equivalente, como sostiene Yves Desoye, al comparar Inglaterra y Francia: En el caso inglés, el voto puede ser asimilado a un “ritual de institución” que consagra la representación de los intereses propios de los electores convocados. En el caso francés, el voto debe ser más bien entendido como un rito de institucionalización, es decir, como un rito que crea antes de consagrar el interés de la Nación. De esta forma, el acto de voto inglés es un acto de comunicación, mientras que en Francia es un acto de comunión, de inicio de una identidad que el ritual electoral está llamado a revelar al exhibirlo públicamente.9

En este sentido, al menos desde la segunda década del siglo XIX, el sufragio en la Argentina cobra una dimensión mucho más parecida a la francesa que a la británica, lo cual explica los reiterados fracasos de aquellos que postulan una representación funcional en cualquiera de sus variantes. Así por ejemplo, no tuvieron gran éxito ni la reforma roquista de 1902, basada en la idea de representación de intereses sociales constituidos alrededor de espacios locales, o las diferentes variantes del corporativismo que se difundieron a partir de los años veinte incluso en forma de proyectos de ley y de reforma constitucional en el Congreso.10 Tampoco funcionó demasiado bien la intención de algunos partidos de asumir una representación de clase, tal como sucedió con el partido Socialista, toda vez que sus líderes comprendían demasiado bien que su base electoral era mucho más variada de lo que pretendía esa visión canónica. En tanto formaba parte de su identidad más básica, el socialismo nunca abandonó del todo esta pretensión (a la vez política y analítica) pero significativamente los discursos y artículos que se basaban en esta visión eran frecuentemente acompañados por otros que interpelaban a otros grupos sociales o que referían a valores considerados universales más allá de cualquier pertenencia de clase. El socialismo ofrece uno de los mejores ejemplos de la dificultad para imponer este tipo de ideal representativo a las prácticas electorales y a las propias identidades de los partidos. El voto en la Argentina no comunica y, por eso, a diferencia de lo que plantea Ansaldi, creemos que el problema de la democracia argentina nada tiene que ver con saber si “el canal” funciona o no a la hora de transmitir supuestos intereses de clase.11 El voto en la Argentina es un ritual de creación de la sociedad: instaura al pueblo al crear su voluntad, el voto es aquí comunión. Y es en este proceso en el que el cuarto oscuro encuentra su crucial función dentro del ritual. En efecto: más allá de su función técnica, el cuarto oscuro encarna y escenifica la idea del individuo elector, convertido en pieza clave del imaginario liberal democrático en 9 Yves Déloye: “Rituel et symbolisme électoraux. Réflexions sur l´experience française” en Raffaele Romanelli (editor): How did they become voters? The history of franchise in modern European representation, Netherlands, Kluber Law International, 1998. Traducción propia. Hemos trabajado este problema junto con Ana Persello en “La Reforma y las reformas: la cuestión electoral en el Congreso (1912-1930)” en Liliana Bertoni y Luciano de Privitellio (comp y prólogo) Conflictos en Democracia. La Política en la Argentina, 1852-1943. Buenos Aires, Siglo XXI, 2009 (en prensa). 11 Ansaldi, La interferencia… cit.

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general y del reformismo saenzpeñista en particular. La detallada atención que los legisladores depositan en las condiciones de la pieza que oficiará como cuarto oscuro, busca garantizar esta situación: allí está el ciudadano individual, aislado materialmente de todo contacto con el exterior, a solas con su razón y rodeado tan solo por el conjunto de ofertas partidarias.12 Ni siquiera debe poder ver el exterior: es esa la garantía de la ausencia de presión externa, pero lo es también de su aislamiento, de su conversión en puro ciudadano individual más allá de su situación social y de las presiones y pasiones que podrían obturar su razón. El mito de la igualdad que sustenta la idea de ciudadanía, abandona los lenguajes y se convierte en práctica en el momento en el que el elector es aislado materialmente de toda determinación ajena a su propia razón. Es ese un momento único, en el cual la evidencia de que en una comunidad política no todos aportan en forma igualitaria al poder (y, desde ya, no disponen de forma igualitaria de las riquezas), es desplazada por un ritual de pura igualdad democrática. El radical aislamiento pone en escena lo que Rosanvallón denomina abstracción de lo social como condición de la ciudadanía igualitaria moderna: sólo se puede ser igual, a condición de ignorar las diferencias, al punto de volverlas invisibles. El cuarto oscuro, al hacer inasible el exterior, hace invisible las desigualdades. No las anula, por cierto, pero las coloca fuera del acto de votación.13 Nada parecido hay en este caso a la visión socialmente concreta y determinada del distrito y del voto británicos, sentido de la elección que, como mencionamos, intentó imponer sin éxito la reforma electoral de 1902. La forma de identidad que constituye la ciudadanía en la Argentina de la primera mitad del siglo XX se funda en la igualdad, por lo que excluye de sus definiciones los determinantes sociales que hacen evidente las desigualdades.14

Las identidades partidarias también se harán cargo de esta versión de la ciudadanía. Obviamente la radical, que gustaba asociarse con la nación y el pueblo -casi nunca en cambio con una supuesta clase media- pero también la de los propios socialistas, que a medida que avanza el período van dejando la identidad de clase para algunos artículos de rigor ideológico, para interpelar a un abanico social mucho más amplio: a la vez al pueblo (identificado con el progreso) y a una multitud de intereses diversos, sin privilegiar a ninguno de ellos. 15

En este sentido, la ciudadanía no puede ser imaginada simplemente como una paulatina atribución de derechos (sean ellos civiles, políticos y sociales) que se atribuyen a actores cuya existencia e identidad preceden a los lenguajes políticos ciudadanos, por el contrario, los lenguajes políticos construyen, como el ritual del voto, a esa ciudadanía a la que se interpela. La anterior concepción se corresponde con una visión del desarrollo

12 Sobre la reforma de 1912, entre otros Fernando Devoto: "De nuevo el acontecimiento: Roque Sáenz Peña, la reforma electoral y el momento político de 1912" en Boletín del Instituto de Historia Arentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani", nº 14, 3º serie, 2º semestre de 1996; Tulio Halperín Donghi: Vida y Muerte de la República Verdadera (1910-1930), Buenos Aires, Ariel, 2000. También De Privitellio y Persello, cit. 13 Rosanvallon, cit. 14 Hemos reflexionado sobre la reforma de 1902 en “Representación política, orden y progreso. La reforma electoral de 1902”, en Política y Gestión, Vol 9, 2006. Revista de la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín.. 15 María José Valdez ha señalado un dato interesante al respecto de este punto. En las campañas electorales, los partidos solían competir por exhibir la mayor cantidad de apoyos “sociales”, encarnados en instituciones representativas. Esto se debe justamente a que el espacio de la representación abierto por la normativa electoral y las identidades partidarias no alcanzaba para resolver el problema de figuración de lo social. Por eso, esta exhibición complementaba (jamás desplazaba) al tronco identitario y representativo abstracto que creemos principal. “Las prácticas electorales en la elección presidencial de 1928. El caso de la ciudad de Buenos Aires”. IX Jornadas Interescuelas, Departamentos de Historia, Córdoba 24-26 de septiembre de 2003. CD-ROM.

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de la ciudadanía que fue sistematizada en un difundido texto de T. H. Marshall.16 Para Marshall, las sucesivas oleadas de incorporación de derechos ciudadanos devendrían de un orden a la vez lógico e histórico: primero, los civiles; luego, los políticos; finalmente, los sociales. La conjunción de estos dos criterios derivó en una conocida versión de la historia argentina: la adopción de los derechos civiles estaría vinculada con el período de organización nacional hasta 1912 y con el predomino de una burguesía agraria también denominada oligarquía; un segundo período se iniciaría en 1912 con la difusión de los derechos políticos vinculados con el ascenso de la clase media; finalmente la ciudadanía social relacionada con la llegada del peronismo y el protagonismo de la clase obrera. Esta visión concibe a las victorias electorales de radicales y peronistas como un simple dato que confirma este esquema casi enmarcado en la lógica evolutiva de la democracia occidental, sin mayor interrogante acerca de las prácticas y las visiones cruzadas sobre esos mismos comicios. La elección no es más que la expresión de una voluntad a la vez evidente y progresista: no hay producción social ni histórica, ni de los resultados, ni de su significado. Para comprender mejor el sentido de esta idea, es posible contrastar esta forma de votación con otra que solía expresar exactamente lo contrario: la marcha para votar, tal como la describe por ejemplo Alexis de Tocqueville en su Souvenirs. Como los lugares de votación solían estar alejados de algunas poblaciones, la costumbre es que el notable marche siempre delante del “pueblo”, una marcha en grupo que expresa las condiciones de desigualdad que son propias de la sociedad de notables. Pero, a la vez, en plena revolución democrática de 1848, Tocqueville hace un gesto que considera apropiado para esos tiempos, decide no votar primero y, por el contrario, se ubica en la fila respetando el lugar que le toca por orden alfabético. Actitudes que revelan la tensión entre un ritual de desigualdad notabiliar y un momento de estallido de las utopías igualitarias; tensión que igualmente se resuelve de un modo revelador de la fuerza de las costumbres sociales por sobre las novedades democráticas: Tocqueville marcha a Paris inmediatamente después de haber votado, sin esperar los resultados pero a la vez sin que lo embargue la menor duda sobre el hecho de que ya era un constituyente electo. Un ritual de la jerarquía, otro de la igualdad. En la Argentina anterior a 1912 (y luego de 1912 también, aunque en menor medida) las elecciones grupales era por demás habituales, pero no conocemos demasiado sobre sus significados y, por otra parte, es seguro que no en todos los casos debían implicar lo mismo. Los estudios de Hilda Sabato sobre Buenos Aires revelan, en las votaciones grupales previas a 1880, la dimensión de la exaltación de una virilidad republicana más que un ritual de la desigualdad social, particularidad de una práctica inserta en una sociedad mucho más escasamente marcada por rasgos formales de distancia social que la Francia normanda. Luego de los agitados años noventa, en boca de los reformistas la celebración de una violencia viril y virtuosa se transforma en crítica contra esa misma violencia, en tanto impide la expresión de la voluntad transparente o real de la sociedad: entonces el cuarto oscuro se convertirá, además, en la garantía del fin de la votación grupal y violenta. Por eso, el secreto es celebrado por sus defensores en 1912 a partir de dos argumentos: por un lado, porque permitiría un voto real, al impedir actos de violencia sobre el elector pero, por otro, se considera que de esta manera el trabajador, empleado o simplemente el “inferior” no quedaría atado a la voluntad del patrón o “superior”. La dimensión social aparece en el elogio pero sólo para ser explícitamente negada: en el cuarto oscuro ya no se es “empleado”, “trabajador” o “inferior”, sino simplemente un ciudadano

16. T. H. Marshall: Citizenship and Social Class. Greenwood Press Publishers, 1973.

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desligado de esas ataduras sociales, aún en el caso de aquellos más claramente indefensos dentro de esa sociedad. Cuando el elector finalmente sale del cuarto oscuro, deposita su sobre en la urna. El voto, entonces, abandona al individuo concreto y se convierte en un dato contable y anónimo: la aritmética es ahora la garantía de la abstracción y de la igualdad. Si bien el elector vuelve a ser quien era, su voluntad expresada en el sobre mantiene su condición de igual e indeterminada. Una vez que esta voluntad se suma a la de todos los otros electores, se encarna la voluntad general: Juan Pueblo, tal la figura que solía utilizarse en los lenguajes y caricaturas de la época, ha sido personificado y habla entonces con una sola voz. Se cierra así el último eslabón del mito que involucra a esta versión de la ciudadanía moderna: el individuo no se realiza como ciudadano sino en una comunidad cuya definición es eminentemente política, y que se constituye a partir de un conjunto de voluntades que forman algo distinto a su simple suma: la voluntad general, el pueblo, eventualmente la nación. El ritual electoral es a la vez creador y expresión pública del esa voluntad. En este marco, el secreto no alude exclusivamente a una técnica destinada a garantizar la verdad del resultado, sino que oficia como una condición de participación del individuo en la voluntad general, que en las sociedades modernas que se sustentan en el mito contractualista es, además, la condición de existencia de la comunidad así imaginada. El sufragio universal recupera entonces, como lo sostiene Rosanvallon, su doble función de expresión de poder del pueblo y ritual de identidad de la comunidad. Por esa misma razón, aunque con un razonamiento inverso, para los reformistas de 1902 el secreto no era tan importante. Para su mentor, Joaquín V. Gonzalez, el voto debía comunicar un interés parcial y construido en el plano de la economía. Además, ese interés predominaba en una determinada área a la que ellos convertirían en distrito uninominal. De esta forma, el eventual control de los pobres por parte de los más ricos no sólo no era reprochable, sino que resultaba conveniente. De todos modos, no era exactamente un control lo que ejercían, sino más bien una modalidad “afable” de influencia social. El imaginario social de la reforma roquista se basaba en el reconocimiento de la pluralidad y la heterogeneidad propios del mundo económico social. El secreto era en ese caso inútil y potencialmente peligroso, en tanto amenazaba con destruir la armonía del espacio local. Visto desde el punto de vista que estamos planteando, para el cual el resultado de la elección es una cuestión menor, el cuarto oscuro es mucho más que simplemente la garantía del secreto. Pero también es mucho menos que eso: es necesario atender a otra dimensión de la votación, que ya no tiene que ver exclusivamente con el mito y el ritual que tienden a la homogeneidad en clave ciudadana, sino con las formas heterogéneas de producción del sufragio. Así, sostenemos que la idea de un sufragio secreto, potente en términos de la normativa y el imaginario electoral, no describe adecuadamente las prácticas electorales que siguieron a la reforma de 1912. En cuanto se observan las votaciones concretas en sociedades también concretas, es evidente que esos artefactos homogeneizadores que son la normativa electoral y los rituales que se desarrollan en el momento del voto, cubren una enorme variedad de modos sociales de producción del sufragio. Dicho de una forma sencilla: no se produce sufragio de la misma manera en la ciudad de Buenos Aires, único distrito puramente urbano del país, altamente alfabetizado, centro de una cultura y de una opinión pública con pretensiones nacionales, residencia de una población medida en términos millones de habitantes en un área relativamente pequeña, lugar donde las relaciones sociales interpersonales ciertamente existen, pero se confunden en un tejido social complejo y muchas veces anónimo con, por ejemplo, la ciudad salteña de Oran o el pueblo catamarqueño de

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Pomán. Si dejamos Buenos Aires y nos trasladamos a los innumerables pueblos medianos y pequeños donde votan a veces menos de cien personas, donde las relaciones cara a cara son tan intensas que pocas acciones –aún aquellas más privadas- escapan a la vista y al conocimiento de los demás, y donde jueces de paz, comisarios y recaudadores de impuestos17 reinan como autoridades indiscutibles capaces de torcer la fortuna de los individuos (son y encarnan a eso que gustamos llamar en forma muy abstracta el Estado) ¿cómo es posible pensar que quienes están interesados en saberlo –y aún quienes no- ignoran las simpatías políticas –y desde ya la militancia cuando la hay- de cada uno de los votantes? Esto sin contar otras dimensiones, que involucran redes familiares, de compadrazgo e incluso laborales que dan cuenta de la sociabilidad cara a cara de estos sitios. El secreto de la normativa y el secreto del ritual, nada tiene que ver con el secreto real del voto. Esto pone en cuestión una idea que ya hemos mencionado: aquella que asegura que 1912 implica la irrupción de una generalizada “política de masas”. Este giro ya ha sido revisado y hoy es más habitual hablar de una ampliación de la política (o del sufragio ampliado), toda vez que la palabra masificación parece no dar cuenta de las magnitudes algo modestas y de las características de la irrupción de la ley de reforma en buena parte de la Argentina. Pero parece importante señalar los límites estrechos, aún considerando la idea de la ampliación. Si tomamos el número de votantes de la elección de 1928, reconocida por los altísimos porcentajes de participación, y ya a 16 años de la reforma, tenemos el siguiente resultado: Cifras electorales: 1 de abril de 1928 Habitantes Inscriptos Votantes Porcentaje Total Nacional 10.136.738 1.807.566 1.461.581 80,85 Capital Federal 303.712 278.252 Buenos Aires 485.898 367.026 Catamarca 22.803 19.370 Córdoba 209.849 149.765 Corrientes 79.206 63.775 Entre Ríos 116.539 105.989 Jujuy 17.741 14.317 La Rioja 17.595 14.227 Mendoza 61.561 54.211 Salta 39.962 30.893 San Juan 33.248 28.918 San Luis 29.156 23.628 Santa Fe 220.145 187.734 San. del Estero 75.062 55.424 Tucumán 95.089 68.052 Como puede observarse, en 6 de los 15 distritos votan apenas entre algo más de treinta mil y catorce mil electores y sólo en 5 se superan los cien mil. Por otra parte, el

17. La importancia de los recaudadores de impuesto a la hora de recolectar votos en Luis Alejandro Alvero: Fiscalidad y poder político en el Noroeste Argentino. El papel de los Recaudadores de Rentas en Catamarca 1890-1910, Mimeo, Historiapolitica.com

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porcentaje de votantes sobre la población total estimada no es superior al 15%. Es posible que al momento de entrar al cuarto oscuro nadie vea lo que hace el votante, pero no es difícil imaginar que en buena parte de las provincias se trata de elecciones en las que nos encontramos ante mesas con una bajísima cantidad de votantes, es decir, eventos en los cuales las máquinas electorales provinciales en uso de los recursos del Estado no encontrarían mayores obstáculos para producir elecciones favorables, sobre la base del cocimiento de las simpatías de buena parte de los electores. Un conocimiento que no necesariamente tiene que ver con lo específicamente político, sino más bien con las condiciones y hábitos de la sociabilidad. La lectura de las denuncias que solían presentarse en el Congreso (en especial en ocasión de la discusión de intervenciones provinciales y de diplomas de legisladores electos) revela que esta hipótesis no parece ser demasiado descabellada. El amplio conjunto de formas de producción del voto que es objeto de las denuncias muestra que los agentes electorales, muchos de ellos con importantes cargos estatales, conocen perfectamente por quien votarán los potenciales electores y por eso, justamente, están en condiciones de presionarlos en uno u otro sentido.18

Uno de los casos más extremos, fue denunciado en el Congreso en ocasión de los comicios de 1920. El interventor yrigoyenista de Catamarca declaró un par de días antes de la elección una epidemia de peste bubónica y, comprensiblemente, decidió poner en cuarentena a los enfermos. Sin embargo, la Yersinia Pestis, además de ser una bacteria por demás peligrosa, en este caso parecía agregar a sus cualidades una fina percepción política, toda vez que sólo atacó a votantes de la Concentración y dejó inmunes a sus similares radicales. Y, además, en un gesto de notable oportunismo, se retiró tan raudamente como había llegado a las pocas horas de cerrado el comicio.19 Al menos para los catamarqueños, este tipo de bacterias y virus con especial olfato político no era una novedad, ya que era costumbre recurrir a ellas cuando se necesitaba suspender elecciones como sucedió ese mismo año para esperar la vuelta de los 700 trabajadores enviados por Abel Costa, caudillo radial de Santa María, a las zafras de la caña de azúcar en Salta.20 Una cifra que no invita a pensar precisamente en una política de masas caracterizada por el anonimato social y el secreto electoral, pero que en cambio podía definir fácilmente una elección provincial. Las acusaciones seguramente son muchas veces exageradas, pero demuestran el punto que queremos señalar: no nos interesa tanto si la UCR ganó sólo por esta razón, o si los conservadres hacían lo mismo cuando disponían del poder del Estado, todo lo cual nos llevaría nuevamente a un debate sobre la legitimidad de las autoridades electas, pero sí que esto es posible de realizar porque conocer por quién se vota forma parte del las formas de sociabilidad local. Y no se trata de un pueblo pequeño perdido en los áridos valles catamarqueños, sino de la capital de la provincia, el lugar donde se define la elección. Cuando Marcelo T. de Alvear asumió la presidencia, las denuncias por maniobras y presiones -tanto durante la campaña como en el propio día de la elección- eran moneda común. La elección presidencial de 1922, por ejemplo, registró hechos de presión y violencia en varias provincias del interior (destacándose San Juan, San Luis y la Rioja) y en la Capital Federal.21 Tan comunes eran las denuncias, que la llegada al ministerio 18 La importancia del sistema de despojos y de los cargos estatales en la política provincial ha sido destacada por Ana V. Persello, El partido radical. Gobierno y oposición, 1916-1943, Buenos Aires, Siglo XXI Argentina, 2004, 19 La denuncia del diputado Bermudez se refiere a la elección provincial que siguió a la intervención de la provincia. Diputados, 13 de enero de 1920. 20 Diputados, 16 de julio de 1919, denuncia del diputado Galíndez 21 Así lo informa el Ministerio del Interior. Véase Las fuerzas armadas restituyen el imperio de la soberanía popular. Tomo 1. Buenos Aires, Imprenta de la Cámara de Diputados, 1946.

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del Interior de uno de sus más reconocidos voceros, José Nicolás Matienzo, hizo que en la Cámara varios opositores creyeran que tomaría cartas en el asunto. De hecho, Matienzo hizo aprobar una serie de decretos destinados a evitar la acción proselitista de agentes estatales (una de las denuncias más habituales), pero la medida no tuvo mayores consecuencias. En algunos casos, sucedió simplemente que los comisarios u otros funcionarios renunciaban a su cargo un par de semanas antes del comicio, armaban la elección como siempre, y luego volvían a asumir en su puesto anterior. Formalmente, el agente electoral de turno ya no sería un agente estatal, pero los destinatarios de la presión estaban al tanto de que quien los presionaba seguía siendo en realidad un comisario. Nada cambiaba: hay presión como siempre, pero no hay ninguna violación de la ley. La elección es jurídicamente limpia. No hay fraude, pero tampoco el elector imaginado por el mito democrático. Es por esta razón, según suelen declarar los ofendidos de turno en el Congreso, que en muchos casos –que incluyen a la provincia de Buenos Aires- la votación se sigue haciendo en grupos: se trata de una forma de defensa frente a cualquier posible ataque. Si bien los años de la pura violencia ante los atrios descriptos por Sabato ya han pasado, también es cierto que todas las elecciones que siguen a 1912 registran algún grado de violencia que, ahora, se ha trasladado de los atrios a las calles. Pero la declinación de los casos marca menos un descenso de la importancia de estas grescas, que el hecho de que las formas de producción del sufragio son cada vez más variadas. En las provincias vit5ivinícolas, por ejemplo, no siempre hacía falta la violencia: el manejo discrecional del agua era un instrumento capaz de convencer a cualquier productor sobre el destino de su voto. El voto en grupos es también la forma en que se ejecuta la cadena, que era, para entonces, el modo más habitual de evitar los condicionamientos del secreto. Cada elección registraba una gran cantidad de urnas en las que aparecían los famosos sobres testigos en blanco, anuncio de la cadena y, en otros casos, no aparecía simplemente porque el puntero de turno accedía a un sobre legal gracias a la ayuda de algún presidente de mesa amigo o allegado. Un acuerdo tácito entre todos los grupos políticos hacía que nadie intentara anular urnas por esta razón: era, en efecto, una práctica utilizada por todos. La pregunta es: ¿es la cadena legal o ilegal? Hay allí fraude? Puede argumentarse que sólo comete delito quien inicia la cadena al depositar un sobre inválido, pero no quienes le siguen.22

Todo este argumento no tiene por objeto contraponer una visión del radicalismo que lo asocia con la pureza electoral con otra que lo asociaría con el fraude. Se trata de llamar la atención sobre la dificultad de someter a los comicios a un análisis demasiado atado a la normativa, cuando existen prácticas no normadas (que remiten a espacios sociales que no tienen que ver con la elección propiamente dicha, pero que sin dudas operan a la hora de la producción de sufragio) y, además, como lo demuestra la cadena, ciertas normas pueden ser violadas con mucha facilidad. Y, sobre todo, es importante destacar que no es posible hacer un análisis histórico de los comicios utilizando como categorías de análisis los lenguajes de los mitos y los rituales. Los trabajos gracias a los cuales hoy vamos conociendo las características de las prácticas electorales que suceden a la reforma muestran hasta donde muchas de ellas se parecen a las que antecedieron a 1912, han tenido que desprenderse de los valores de la época: en efecto, hasta hace no más de diez años, se aceptaba que las elecciones ganadas por el radicalismo eran puras y

22 Las denuncias por la aparición del famoso primer voto y por la presencia de grupos cerca de las mesas son tan habituales que finalmente deben dejar de hacerse. Muchas veces no era necesario perder el primer voto (el sobre vacío), dado que las autoridades de mesa solían dar varios sobres firmados a los caudillos. Las autoridades de mesa era elegidas por los jueces. La importancia de la justicia en los fraudes y otras argucias electorales ha sido destacada por Bejar, cit.

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transparentes, y por eso no parecía necesario estudiar sus mecanismos. Pero, en cuanto se leen los debates que en el Congreso protagoniza la bancada radical personalista (ya sea para defender una elección en la que ganaron pero, sobre todo, para impugnar una en la que perdieron, como sucede en ocasión de la defensa de las intervenciones de Mendoza y San Juan a mediados de los años veinte o la de Buenos Aires en 1917) se advierte muy rápidamente que para estos legisladores la prueba de la pureza de una elección no involucra ningún debate sobre los procedimientos: la victoria radical es prueba suficiente de la transparencia. La historiografía ha creído por mucho tiempo que esto era así, haciendo del análisis de los comicios una versión más del lenguaje ritual e instituyente del pueblo, tal como se hace evidente en la postulación de una identidad entre la expresión transparente del pueblo y la victoria radical. De otro modo, no puede entenderse como los comicios notoriamente falseados de las provincias cuyanas en 1930 (y la muy sospechosa elección realizada en Córdoba) muy rara vez sean mencionados en el haber del yrigoyenismo. El problema del voto luego de 1912 no puede resolverse con la fórmula sencilla fraude-transparencia, que pretende que en adelante las prácticas se han “purificado” y que, entonces, las elecciones pueden ser descritas asociándolas al imaginario regenerador del reformismo, del yrigoyenismo o de las normas de la ley. El sufragio se produce y, lo que es mucho mas interesante, la voz de Juan Pueblo también se produce. No se trata sólo de ganar la elección, se trata además de darle un sentido a esa victoria, lo cual no es exactamente lo mismo. Evidentemente, la democracia moderna necesita instituir la identidad total entre una y otra (resultado electoral y voluntad general), más aún en un momento en el que la cuestión del voto ha sido puesta en el centro de los problemas políticos, a diferencia de una época anterior en la cual temas como la opinión tenían un lugar aún más importante que el sufragio. Pero el problema no debe confundir el análisis: se trata de dos cuestiones diferentes, cada una de las cuales tiene su propia historia y su propia lógica, aún cuando formen parte de una misma cuestión. Lo dicho hasta aquí no implica que la UCR no sepa ganar comicios allí donde el voto anónimo y el sufragio de opinión tienen un lugar preponderante. El dominio que el partido ejerció sobre la Capital Federal, lugar donde predominan unas prácticas de sufragio menos atadas a presiones directas y más asociadas con los vaivenes de la opinión pública, lo demuestra. La gran máquina electoral de la UCR es victoriosa justamente porque es se hace cargo de esa heterogeneidad, la cual se reproduce en la fuerte heterogeneidad del propio partido. Todo esto da cuenta de la enorme importancia de las bases local-provincial del partido, según lo ha demostrado Persello. Los socialistas, por su parte, también sabían ganar comicios de opinión, pero no podían competir donde predominaban otras modalidades: esa forma de votar era despreciada por ser la “política criolla”, un terreno del cual el partido había decidido autoexcluirse. El elector individual que vota en secreto existe en la normativa y a la hora de los discursos y del ritual: en el momento de producir el sufragio, es decir, es la sociedad la que aparece. Y esa sociedad no es una única sociedad (en la definición a la vez sencilla y formidable de la ciudadanía moderna) sino que son muchas sociedades, diferentes, muy diferentes por momentos y, en muchos casos, además, de dimensiones ínfimas. Por eso la ciudad de Buenos Aires, lejos de ser un indicador electoral de país, es un distrito completamente sui generis e incomparable con el resto. Pese a una pretensión constante de guía y “vanguardia” del país que suele aparecer en los artículos que en tono pedagógico emiten los diarios o los voceros partidarios, nada más lejos de la realidad. No parece ser cierto, como lo sostiene D. Rock, que el patronazgo sea un elemento importante para entender los resultados electorales en la Capital. Rock le cree demasiado a los críticos del radicalismo y confunde, además, lo que sucede en casi

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todas las provincias del interior (donde una mezcla entre la importancia económica del presupuesto oficial, la escasa relevancia del secreto y un uso intensivo del spoyl sistem determinan una parte destacada del los resultados electorales) con la Capital donde el empleo público ocupa un lugar ínfimo en los destinos electorales del distrito.23 Por eso, en la ciudad no es extraño que se produzcan vuelcos notables en las preferencias electorales (como las sucedida entre 1928 y 1930) o victorias de la oposición, como sucede durante los años treinta, algo que no suele suceder en la mayoría de las provincias. El “fraude” del siglo XIX: las reglas del juego y la inclusión Las principales críticas a la noción del fraude como esquema de análisis han sido realizadas por numerosos estudios sobre el siglo XIX, cuyos autores han señalado al menos dos factores de enorme importancia que quedaban ocultos bajo esa idea.24 Por un lado, que todas aquellas prácticas que forman parte de lo que se llama “fraude” son en rigor las reglas del juego del sistema, aceptadas durante mucho tiempo por todos los actores.25 Incluso las propias denuncias del fraude eran parte de esas reglas ya sea como explicación de los resultados o como eventual grito de batalla de aquellas facciones derrotadas que decidían acudir a las armas. Como lo demuestra por ejemplo la figura de Bartolomé Mitre, la denuncia tenía por objetivo negociar los lugares que se consideraban propios, más que el logro de una reforma del sistema electoral. Sólo a partir de los años noventa, como consecuencia de loa cada vez más compleja relación entre la sociedad y la política, aparecerán formas de críticas más sólidas que abrirán las puertas al regeneracionismo y al reformismo de comienzos de siglo. Si estas prácticas podían formar parte de las reglas del juego era porque los comicios involucraban casi exclusivamente a las propias facciones políticas y sus máquinas electorales y, en cambio, poco tenían que ver con la expresión ciudadana de la sociedad. Los comicios del siglo XIX solían ser considerados como parte de una historia a la vez progresista y heroica del sufragio, que pretende que las del XIX son prácticas imperfectas que se van perfeccionándose hasta que en el siglo XX adquieren su total potencialidad y transparencia. Así, el siglo XIX no sería sino una versión primitiva, incompleta e irregular de lo que sucede en el siglo siguiente. Esto llevó a que, al menos en el caso argentino, se insistiera sobre algunos errores fácticos, como por ejemplo la creencia extendida de que el sufragio universal (masculino, se entiende) desembarca en la Argentina en 1912, cosa que es notoriamente falsa pero que, sin embargo, ha formado parte de un sentido común muy difundido. Esto se corresponde, además, con la idea de que existió un fuerte reclamo por parte de sectores sociales medios o subalternos legalmente excluidos para adquirir ese derecho, sectores cuyo principal vocero habría sido la UCR. Así, el fraude decimonónico tendría por objeto evitar que la mayoría se

23 . Sobre la importancia del sistema de despojos en las provincias, Persello, cit. Sobre el caso de la capital federal, mi Vecinos… cit. No estamos de acuerdo con la importancia que D Rock le otorga a los empleos estatales en las elecciones porteñas, por el contrario, si bien no faltaban redes de clientelas en la ciudad, la opinión solía ser mucho más relevante a la hora de definir una elección. David Rock, El radicalismo argentino, 1890-1930, Buenos Aires, Amorrortu, 1977. 24 Entre otros, Marcela Ternavasio: La revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires 1810-1852, Buenos Aires, Siglo XIX, 2002 y muy especialmente Hilda Sabato: La política en las calles. Entre el voto y la movilización, Buenos Aires, 1862-1880. Buenos Aires, Sudamericana, 1998. 25 Al respecto véase Rafaelle Romanelli: “Las reglas del juego. Notas sobre la implantación del sistema electoral en Italia (1848-1895) en Quaderni Storici Nuova Serie, Nº 69, 1988: "Notabili, Elletori, Elezioni" (Traducción de la Cátedra de Historia Social General, UBA)

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exprese: los comicios falseados se convierten en un instrumento más de una dominación de clase que en rigor la precede. Nada prueba mejor la verdad de este análisis que el hecho de que una vez abierto el sistema electoral en 1912, la UCR, autodenominada vocera de los excluidos, ganó la elección. Es muy significativo al respecto el que aún hoy prácticamente no contemos con estudios que muestren cómo fue posible que la UCR ganara la elección nacional de 1916, con excepción de algunos comentarios sobre la existencia de un partido nacional, del traspaso de estructuras y votantes -sobre todo cívicos- a la UCR o el famoso affaire de los electores santafesinos. Es un hecho considerado tan evidente que no es necesario estudiarlo. Sin embargo, esta victoria no es para nada evidente: aún no sabemos bien cómo fue posible para un partido por fuera del poder ganar una elección algo que, por cierto, no parece ser muy habitual en nuestra historia electoral. Por eso, no se trata de mostrar el desarrollo de una presión popular inexistente sobre unas normas que, además, no eran restrictivas, sino de explicar algo bastante más complejo: por qué, a pesar de una norma que incorpora el derecho universal, de todos modos pocos son los que quieren participar del comicio. No hay una única respuesta para este problema. Los trabajos sobre el caso de Buenos Aires nos revelan que una parte importante de la población no considera relevante el voto a la hora de participar y tener influencia en la política y otra, directamente, ignora de qué se trata. Como hemos argumentado, el problema es que los análisis sobre la práctica del voto ha dado por supuesto aquello que no lo es: una sociedad compuesta por ciudadanos, todos ellos concientes del significado de esa forma de identidad y de la importancia de votar para efectivizar dicha condición. Como lo demuestra Sabato, por lo menos hasta 1880 el ejercicio del voto no sólo no cumple esta función, sino que aún para quienes participan de la práctica no implica ciudadanía. Una divertida anécdota relatada por Marta Irurozquri en un interesante artículo sobre los comicios bolivianos entre 1884 y 1925, permite ejemplificar esta cuestión.26 Al parecer, en las elecciones de 1914 los seguidores del Partido Liberal criticaban al candidato del Partido Republicano, Daniel Salamanca, por el uso que hacía de la violencia -a bala y garrote- y lo hacían en nombre de los valores de una ciudadanía educada, pacífica y conciente. Para enfatizar esa crítica, utilizaban una comparación con un relato tradicional: se trata de un vicario que, al ser sorprendido comiendo un pollo en pleno día de abstinencia pascual, decidió seguir comiendo y a la vez mantener a salvo su prestigio convirtiendo mediante un milagro a su ave en un pescado -pollo, hágote pescado-; proclamado el milagro, siguió engullendo su manjar. Así, siguiendo el ejemplo del vicario, hacían aparecer a Salamanca diciendo a un grupo de seguidores: ¡Cuadrilla de forajidos, hágote opinión libre, consciente, desinteresada y espontánea para que sigas trabajando para nuestro exclusivo beneficio. La frase, irónica y sencilla, condensa sin embargo la complejidad de un proceso cultural como es el de la construcción de la identidad ciudadana, que no es un hecho que se desprende directamente de la sola presencia de leyes electorales o de una simple atribución de derechos a individuos o a grupos. Se trata, en cambio, de una verdadera revolución social y cultural que, como afirma Rosanvallón, esta inscripta en el más largo proceso de constitución de la idea de individuo moderno.27

El punto de partida no es necesariamente la cuadrilla de forajidos, por el contrario, varios estudios encaran este proceso de construcción de ciudadanos en sociedades 26 “Que vienen los mazorqueros! Usos y abusos discursivos de la corrupción y la violencia en las elecciones bolivianas, 1884-1925” en Hilda Sabato (coord) Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina. Mexico, FCE, 1999. 27 Rosanvallon, cit.

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campesinas europeas. Es claro que un campesino al cual una lejana legislatura le ha concedido derecho para votar, está muy lejos de convertirse en lo que se supone es un ciudadano dado que su universo cultural y social en el que vive cotidianamente poco tiene que ver con las utopías democrático-liberales: este proceso, que a diferencia de la anécdota nada tiene de mágico, es crucial en la historia de las identidades sociales en el mundo democrático occidental. Mientras que en Gran Bretaña el proceso de socialización política precede ampliamente a la concesión de la franquicia (ya desde el siglo XVIII amplios grupos populares comprenden y participan activamente de una práctica que, sin embargo, no los tiene entre los destinatarios legales del derecho de voto), en casos como el francés, y más aún el alemán, el español e el italiano el derecho de voto universal –impuesto por elites liberales- se anticipa claramente a los procesos de socialización de amplias capas de la población en el mundo de prácticas, figuras y valores que esta práctica supone.28 Lo mismo sucede en los casos latinoamericanos, donde las elites que se hacen cargo de la autoridad luego de las crisis revolucionarias acuden a la práctica electoral como sustento de su propia legitimidad. Pero el hecho de que una nueva elite que ya no pueda recurrir a Dios o la tradición para legitimar su lugar necesite hacer del voto y de la voluntad general una convicción, de ninguna manera implica que esa pretensión se convierta en una descripción de la sociedad. Y que, por lo tanto, repentinamente todos los habitantes se conviertan en “ciudadanos libres” concientes del significado de la práctica del sufragio. Como hemos sostenido, la ciudadanía no es simplemente la atribución de derechos a grupos o individuos determinados y preexistentes de la sociedad: los derechos forman parte de la concepción de ciudadanía, pero lo son en tanto se imputan a una forma de sociedad y de individuo y a una forma de legitimidad y ejercicio del poder. Las elites del XIX eran muy concientes de este problema (de un modo que muchas miradas retrospectivas no siempre lo son, porque sólo pueden ver en ellas la expresión de un egoísmo de clase), en buena medida porque esta visión es consustancial a lo que podríamos denominar su utopía. Por eso no ignoraban que la sociedad no se correspondía con su visión de una sociedad de individuos autónomos y racionales. Esta constatación era la que alentaba las posturas en favor de la restricción capacitaria del sufragio, como así también la idea de que la educación formal debía ocupar un lugar crucial en la formación de los individuos-ciudadanos. Tal era el sentido original que, por ejemplo, los dirigentes de la III República francesa depositan en la educación obligatoria y pública;29 en la Argentina, es esta una de las claves de la visión sarmientina de la educación. En ambos casos, las leyes de educación obligatoria fueron consideradas la contraparte necesaria del sufragio universal. La propia práctica electoral, se convierte, así, en un mecanismo de socialización en la nueva política o, en palabras de M. Agulhon, de aprendizaje de la política.30 En muchos casos, este mecanismo responde a intereses menos elevados: una vez desatada la competencia electoral, es de la estricta conveniencia de aquellos que juegan su cuota de poder en esas elecciones arrastrar a la mayor cantidad de seguidores. Si el juego electoral es violento y “fraudulento” este principio sigue en pie: es más fácil ganar una elección si la clientela es abundante. Así las cosas, es interés de aquellos que hacen política sumar y no restar, porque los anima la competencia. Mientras tanto, la cuadrilla de forajidos, además de garantizar el beneficio de Salamanca, está conociendo de qué se

28 Rosanvallon, cit. 29 Rosanvallon, cit. 30 Maurice Agulhon: 1848 ou l’apprentissage du la république. 1848-1852, Paris, du Seuil, 1973 y La Repubblica nel vilaggio. Una comunità francese tra Rivoluzione e Seconda República. Bologna, Società editrice il Mulino, 1991.

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trata votar. A su manera, que no es la de la utopía educativa, están aprendiendo el sentido de una sociedad de ciudadanos.Los reformistas de 1912, que no se hacían demasiadas ilusiones acerca del grado de educación cívica de los argentinos (en principio, porque no desconocían la enorme proporción de analfabetos que había en el padrón), otorgaron también a los partidos orgánicos la tarea de ser pedagogos de civismo. En alguna medida, los principales diarios (que paulatinamente abandonaron su rol de diarios de facción) también se sintieron llamados a asumir esta tarea educadora. La competencia electoral entre sectores de la elite política, lejos de excluir a otros sectores sociales por un inexistente temor de clase o para evitar una supuesta presión popular sobre la herramienta del voto, incorporan a amplios sectores a la práctica electoral, aunque más no sea para nuestro exclusivo beneficio. En el siglo XIX, entonces, el fraude no puede ser pensado como un mecanismo para evitar que un sector de la población conciente de su condición de ciudadano y sabedor del significado del uso del voto es excluido por los temores o el atávico egoísmo de otro sector, es, por el contrario, el modo en que esa elite -por una doble necesidad de legitimidad y de competencia- incorpora a vastos sectores de la sociedad al uso del voto y, con ello, a una visión de la sociedad y el poder que ella encarna. El fraude forma parte de las reglas del juego y, además, no evita la participación, sino que la alienta. Curiosa inversión del sentido, a poco que se abandone la idea jurídica del fraude y, sobre todo, la visión del todo inapropiada según la cual porque una elite liberal tiene una visión del mundo y del poder e impone ciertos mecanismos adecuados a ella, esa visión es compartida por toda la población. El otro fraude: los “años treinta” Pese a que se utiliza la misma palabra para nombrarlo, el “fraude” que irrumpe a mediados de los años treinta (1935-1942) en nada recuerda al “fraude” previo a 1912. Lo que en la segunda mitad del siglo XIX forma parte de unas reglas del juego que involucran a las facciones políticas y tiene, paradójicamente, un sentido de inclusión y socialización política, en este breve período del siglo XX, en cambio, representa en términos generales una violación de las reglas del juego que afectan, además, a capas más amplias de la población que se han ido involucrando en la práctica electoral durante las primeras décadas del siglo. Tampoco son iguales sus consecuencias: mientras que los cambios que comienzan a producirse luego de la revolución de 1890 y que incluyen fuertes críticas contra las costumbres electorales llevan a la reforma de 1912, el fraude de los años treinta terminará con un muy generalizado descreimiento en el sufragio. Como hemos visto, el fraude como sistema no se instala en la Argentina hasta el año 1935, mientras que los hechos de la elección de 1931 no escapan a lo que era habitual en muchos comicios anteriores, incluyendo el antecedente inmediato de 1930. Es, por otra parte, un fraude que involucra exclusivamente a los partidos conservadores de los distritos afectados (Buenos Aires y Mendoza) pero no a la alianza que llevó a Justo a la presidencia. En cambio, desde 1935 es el propio presidente el que se involucra activamente en estas maniobras, en la búsqueda de dos objetivos: por un lado, controlar su sucesión y, por otro, garantizar su eventual regreso a la primera magistratura en 1944. Pero la alianza oficialista estaba muy lejos de navegar en mares tranquilos, por lo cual muy rápidamente el fraude pasó a ser algo más que un mecanismo para impedir el regreso de la UCR al poder y se insertó de lleno en los conflictos del oficialismo. Para Justo, quien considera necesario volver a la normalidad electoral en un plazo no demasiado largo, el fraude podía ser la a ser su prenda de negociación con la UCR:

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esperaba que, en agradecimiento por la vuelta a la verdad electoral, la UCR lo coronaría como su candidato. Para el sucesor, el presidente Ortiz, el fraude fue a la vez el mecanismo que le permitió llegar a la presidencia y un mal que debía ser inmediatamente erradicado. Por eso, no dudó en lanzar un combate en su contra, aún cuando este ataque destruyó las bases de la alianza que lo llevó al poder: tal fue, en efecto, la consecuencia de las intervenciones de Catamarca (provincia del vicepresidente Castillo) y de Buenos Aires. La repentina desaparición de escena de Ortiz, modificó nuevamente el significado del fraude: previsiblemente, Castillo volvió a habilitar su uso sistemático (de todos modos, en la elección de 1942 la UCR fue derrotada en varios distritos sin necesidad de fraude, en particular en la Capital Federal) y se aprestó a manipular su sucesión, esta vez a favor de un candidato que debía provenir de las filas del conservadurismo, para así romper la sucesión de dos presidentes radicales antipersonalistas que lo habían precedido. Se esperaba la reacción de Justo, para quien esta vez el fraude podía convertirse en un problema: su candidatura corría el riesgo de ser derrotada por el candidato oficial nombrado por Castillo y, sobre todo, si ya no disponía del control electoral, poco tenía para ofrecer al radicalismo. La muerte de Alvear pareció darle una oportunidad, dado que era posible entonces que el partido lo convirtiera en su candidato (y dificultar así el uso del fraude en su contra), pero este enfrentamiento nunca sucedió por la muerte de Justo a comienzos de 1943. Para la UCR, el fraude significó una trampa sin salida evidente. La abstención decretada por el partido en 1931 terminó en un sonoro fracaso: la fidelidad de los electores de la la UCR no parecía incluir la abstención en su menú. Pero, además, dentro del propio partido las presiones a favor de la concurrencia aumentaban sin cesar, en parte porque muchos descubrían que una máquina electoral sólo sobrevive como tal cuando va a elecciones. Para 1934 la presión concurrencista era mayoritaria, y no faltaron quienes decidieron participar en abierta rebeldía, como sucedió en el caso de Tucumán. Sin alcanzar tales extremos, muchos caudillos pasaron sus votos y estructuras a sus pares del antipersonalismo. El riesgo era la fragmentación del partido y en enero de 1935 la abstención fue levantada. Así, la UCR quedó sujeta en una trampa: si participaba de los comicios, legitimaba un régimen que le impedía acceder al gobierno, pero si se apartaba en señal de protesta, los electores no acompañaban la medida y se corría el riesgo de disgregar el partido. Pero la trampa del fraude provocó finalmente la misma consecuencia: luego de los comicios de 1937 las críticas contra la conducción de Alvear recrudecieron: la baja perfomance del partido en el comicio de 1942, donde incluso perdió la Capital (un distrito donde no se hacía fraude) frente al partido Socialista, marca el momento de mayor desconcierto del radicalismo. Como vemos, mientras que en la segunda mitad del XIX el fraude formó parte de unas reglas del juego que sólo a partir de los años noventa comenzaron a resquebrajarse muy lentamente y nunca por completo, en la segunda mitad de los años treinta irrumpió en violación de esas reglas. Dado que ya no era posible pensar en construir poder por fuera del fraude, el control electoral se convirtió en la clave para asegurarse la victoria. Y, entonces, el juego político pasó rápidamente a otros ambitos, lejos de las elecciones y muy cerca de los cuarteles. Para Justo, el ejército siempre habían funcionado como su capital político más sólido: fue el factor crucial que explica su exitosa candidatura multipartidaria de 1931. Sus rivales buscaron, entonces, sus propios apoyos militares. En efecto: Ortiz, Castillo, la UCR, todos ellos buscaron el respaldo de alguna facción del Ejército para presionar según sus intereses. La sorda lucha por estos apoyos explica las denuncias por el famoso escándalo del Palomar, cuyo objetivo directo era la cabeza del ministro de guerra de Ortiz, el general Márquez y, con él, la del propio Ortiz y toda

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su política de apertura electoral. También explica la tensa alianza entre Castillo y el sector nacionalista de oficiales, ya que éstos eran rivales internos de los justistas en el arma. Finalmente, será este grupo militar el que –muerto Justo- en 1943 se vuelva contra el propio Castillo para derrocarlo. Esta referencia rápida y necesariamente superficial al modo en que el fraude atraviesa el sistema político, permite observar que si bien es cierto que el primer propósito fue evitar la llegada de la UCR al gobierno, muy rápidamente comenzó a formar parte de un conflicto de poder dentro del propio oficialismo, sin que nunca fuera aceptada como una regla del juego. La consecuencia fue el cada vez mayor involucramiento de las fuerzas armadas en la lucha política cotidiana. Si esta es la forma en la que el fraude irrumpió en el sistema político, sus consecuencias ayudaron a consolidar una imagen negativa sobre la práctica electoral que ya venía avanzando desde, al menos, los años veinte. La crisis de los años noventa abrió paso al reformismo que veía con ojos optimistas (a corto o largo plazo) la práctica electoral, a fines de los años treinta los diagnósticos eran bastante más pesimistas. El fraude que se consagró a partir de 1935 se produjo en un clima en el que se multiplicaban las miradas poco optimistas acerca de los comportamientos electorales de los argentinos. Poco sorprende que un personaje como el gobernador bonaerense Fresco diga en un solemne discurso de apertura de sesiones legislativas que El concepto de la inmutabilidad y perfección de la ley electoral perdió vigencia en la conciencia pública después de la Revolución /…/ la pertinacia obcecada de aquellos que pretendieron perpetuar la vigencia de un mecanismo electoral cuya aplicación conduce irremisiblemente al predominio de la demagogia, que es la corrupción y el caos…Si todas las deformaciones del régimen política actual se debieran, por ejemplo, al voto secreto, querría decir que éste, presentado como una conquista sagrada y definitiva por los demagogos, sería más bien un instrumento de perturbación y atraso. (apertura de legislativas, 5 de mayo de 1936). Para Fresco, el voto cantado no era el problema, sino la solución al fraude. No se trataba simplemente de falsear resultados (como sucedía en otras provincias) o de reconstruir un sistema de notabilidad: el conocimiento que el gobernador tenía de las reglas de la política de masas –aprendida en los distritos obreros del sur del conurbano- lo habían convencido de que era el Estado, mucho más que los notables, el que debía garantizar la integración política “adecuada” de los sectores subalternos. Al estilo del modelo fascista italiano, el voto cantado debía funcionar como señal de adhesión e integración no, en cambio, como fuente de deliberación o de autorización en un marco de competencia partidaria. Pero es, en cambio, mucho más significativo que el presidente Justo, que no había dejado de denostar todos los sistemas que en estos años de auge de la ingeniería social se postulaban como alternativa a las formas de la democracia y de las elecciones, asegurara que “Los defectos del régimen resultan considerablemente agravados cuando se trata de democracias incipientes, inorgánicas. Pero no debe olvidarse que el remedio no está en cambiare el sistema, ya que cualquiera que se adoptase resultaría también perturbado por las mimas causas que desvirtúan el régimen democrático, tales como la ignorancia, el encono, el odio, la miseria, que engendran el atraso político /.../ Es que hemos incurrido frecuentemente en el error de buscar el perfeccionamiento cívico por el camino del mejoramiento de las leyes y de las instituciones, sin reparar que debe buscárselo sobre todo mediante el mejoramiento de las costumbres y hábitos políticos./.../ Como factor concurrente para nuestro mejoramiento político, corresponde recordar que voces autorizadas han expresado a menudo sus dudas sobre las ventajas de la extensión ilimitada del derecho de sufragio. Dirigentes políticos de alta autoridad moral han compartido recientemente ese

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escepticismo. Sin dejarnos dominar por el respeto exagerado a concepciones caras a nuestros sentimientos, corresponde analizar serenamente si han resistido la prueba de los hechos o si, por lo contrario, una larga experiencia ha confirmado las previsiones de uno de nuestros más grandes constitucionalistas, el ilustre Alberdi -consignadas en forma de acotaciones a un proyecto de constitución para un país hermano- según las cuales el sufragio universal, ilimitado y por igual, ha dado malos resultados aún en países de alta cultura política.” La desilusión de Justo es la de un creyente, que convencido de que el fraude es puro falseamiento, volvía su mirada sobre la ya tradicional limitación capacitaria: si la función pedagógica de los partidos había fracasado, entonces tal vez la solución era limitar el electorado. La inviabilidad de semejante propuesta, no sólo se explica por la ya a larga tradición de sufragio universal, sino también porque los electorados conservadores y antipersonalistas se distinguían poco de los radicales en cuanto a su inserción en la sociedad. Por eso, para Justo la única salida posible del fraude era un reingreso tutelado de la UCR, y veía en su reelección como presidente, esta vez a la cabeza del radicalismo, la garantía de ese reingreso. Pero estas vía posibles de desilusión con la apuesta reformista de 1912, no era una novedad hija del fraude sistémico. El reformismo había colocado a las prácticas electorales en el centro de un proyecto de regeneración de la política en su conjunto. Para ello, había apostado a dos objetivos: por un lado, el más propiamente normativo, vinculado con los puntos explícitos de la ley electoral; por otro, uno más prescriptivo, vinculado con la función que se atribuyó a los partidos políticos orgánicos como pedagogos y organizadores de la democracia. Para 1930, en cambio, primaban los balances acerca de esta apuesta y, por lo general, no eran balances optimistas. Durante los años veinte, en efecto, se fue imponiendo la idea de que la reforma no había alcanzado su objetivo regenerador. Esta visión alcanzaba a buena parte de los grupos políticos, en especial a aquellos que eran derrotados en las elecciones, pero no sólo a ellos: los críticos de las formas concretas de ejercicio del sufragio y de la política en general se encontraban en todos los bandos. Y también las propuestas de reforma de la Reforma. Las bases de la crítica eran múltiples: desde la defección de los partidos a la hora de cumplir su rol pedagógico, con lo cual los problemas se atribuían a la sociedad y a las costumbres, hasta aquellos que apuntaban a defectos en la propia ley. Al culminar los años veinte, las elecciones no parecían cumplir dos de las funciones que se le había atribuido: ni representaban adecuadamente a la sociedad en la política (cualquiera fuera la concepción de la sociedad) y, sobre todo, parecían inútiles a la hora de articular de un modo pacífico los conflictos de la elite política. Por el contrario, las elecciones se habían convertido en un nuevo escenario de disputas violentas, impugnaciones y denegaciones de legitimidad entre partidos y facciones. Si bien no hay una única opinión al respecto, ni menos aún conclusiones compartidas y unívocas a partir de este diagnóstico, la impugnación al modo en que los comicios se desarrollaban en la Argentina era ya moneda común al llegar el golpe. Finalmente, es importante señalar que sabemos muy poco sobre un problema crucial vinculado con el fraude, es decir, la forma en la que fue vivido como experiencia social. Se trata de un problema relevante, aunque muy difícil de estudiar. Incluso en el caso de los estudios electorales del siglo XIX, más abundantes que los del XX, poco o nada sabemos sobre qué sentido le daban a la práctica aquellas clientelas plebeyas que marchaban junto con dirigentes y caudillos a la lucha electoral. En el caso de los años treinta, Tulio Halperín Donghi ha seleccionado algunos ejemplos de familias de simpatizantes, militantes y dirigentes radicales, que vivieron la humillación de cada elección. Sin embargo, aunque estar referencias señalan la importancia del problema, se

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trata de una mirada aún muy aislada y poco representativa en dos sentidos.31 En primer lugar, no parece todavía posible extender socialmente esas experiencias, se trata de testimonios valiosos pero todavía muy escasos. Por otra parte, este análisis no considera la dimensión temporal del problema. Como hipótesis, podríamos pensar que una cierta sensación de humillación muy similar a las descriptas por Halperín debieron registrarse en votantes, simpatizantes y dirigentes de la oposición a Yrigoyen cuando, por ejemplo, se proclamaban epidemias de peste bubónica para encerrarlos el día de la elección. Es imprescindible abrir líneas de investigación que saquen a la experiencia electoral de la lucha política entre los partidos y la instale en la sociedad. Por el momento no contamos con trabajos por el estilo. Sin embargo, una hipótesis preliminar no demasiado descabellada apuntaría a pensar hasta donde la propia sociedad ha dejado de ver al voto como una forma de canalizar reclamos o de articular conflictos, para convertirse en una expresión de identidad política. También, hasta donde las experiencias de violencia electoral (tanto aquellas que desde 1912 hasta 1935 forman parte de las reglas del juego, como aquellas que luego de esa fecha ya no lo hacen) dieron forma a una cultura política cuya relación con el voto es muy particular. Como sea, el generalizado descreimiento que se registra en los años sesenta y setenta en relación a este instrumento de la democracia tiene fuertes antecedentes en el fracaso de la apuesta reformista de 1912.

31 Tulio Halperín Donghi, La república… cit.