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1 EUTANASIA RUBÉN DARÍO PIMENTEL Novela

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EUTANASIA RUBÉN DARÍO PIMENTEL

Novela

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EUTANASIA

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EUTANASIA

RUBÉN DARÍO PIMENTEL

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Mediabyte, S.A.

EUTANASIA

RUBÉN DARÍO PIMENTEL

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Mediabyte, S.A.

Título original Eutanasia

© Rubén Darío Pimentel

1ª edición, noviembre 2005.

Santo Domingo, República Dominicana.

Portada: Pérdida, aflicción y sufrimiento.

Diseño de Peter Davis con agradecimiento a Picasso.

El registro de ley sobre el derecho de autor (ley No. 65-00 del 24 de julio del 2000) de esta edición de

Eutanasia fue hecho en las oficinas de Registro Nacional de Derecho de Autor, registro público, Oficina

Nacional de Derecho de Autor (ONDA), bajo el No, ____ folio No. ____, en Santo Domingo, República

Dominicana, el____ del__________ del 2003.

1997.

Copyright © 2005

Composición y diagramación

Editora Medyabite, S.A.

Calle Hostos No 206, zona colonial

Tel. (809) 685-5487.

E-mail: mediabyte @ codetel. net.do

Santo Domingo, República Dominicana

Todos los derechos reservados

El texto de esta obra, o parte del mismo, no puede reproducirse o trasmitirse por método o forma

alguna, sea electrónico o mecánico, incluyendo copias fotostáticas, acumulación en un sistema de

información con memoria o de ninguna otra forma, sin autorización por escrito del autor.

ISBN Nº. 920836-3-8

330 Nº.Registro:38749

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Impreso en la República Dominicana

Printed in the Dominican Republic

RECONOCIMIENTO

A Edgar Mohs, Elías Jiménez Fonseca, Oscar Castro Armas, Manuel Soto Quirós,

Reina González Pineda, Monge Fallas, Leonardo Mata, Carla Odio, Nuria Villalobos

Alvarado, que hicieron más agradable mi estancia en Costa Rica.

A todas aquellas personas que facilitaron el acceso a las diferentes fuentes de

documentación que fueron necesarias.

A las personas que respondieron a las consultas solicitadas.

A Rigoberto Mora, maquinista, que soportó mis cuestionamientos en los

innumerables viajes que hice a Puntarenas, sin imaginarse el propósito.

A Olga Luciano, que fue la crítica implacable y entrañable del texto, página tras

página, a medida que nacían.

Finalmente espero que la identidad de muchos personajes de quienes he aprendido

cosas se desprenda claramente del propio texto; muchos otros deben quedar en el

anonimato, pero también a ellos quiero darles las gracias.

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A Don José Figueres Ferrer †

Él lo supo antes de morir.

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A Oscar Arias Sánchez, premio Nóbel de la Paz.

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Al profesor Juan Bosch †

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Cierta cabeza de gobierno, que estaba preñada, se dio tal hartazgo de tamales1 ticos2

(que serían degustados en la natividad de Jesús, por la cabeza de gobierno de la nación

que une dos mares y que los intrusos pensaron que era cocaína) que hubo que

administrarle un astringente; éste fue tan fuerte que los lóbulos de la placenta se

aflojaron, el feto del general se deslizó dentro de una vena, subió por ella y se instaló en

el canal longitudinal del cerebro. Al cabo de cierto período regular, después de todo tipo

de molestia, salió por el orificio nasal izquierdo de su progenitor. Esto trastornó al padre

de tal manera que crecido el vástago quiso vengarse de él.

Es curioso que esa cabeza de gobierno, en mil novecientos ochenta y nueve, pusiera

fin al poder de su engendro de unos años de vida política gravemente enfermo,

ordenando el secuestro que desconectó la manguera del ventilador por donde fluía el

oxígeno que lo mantenía en el poder.

Mientras la cabeza de gobierno disponía del secuestrado y maquinaba, junto a otras

cabezas de gobiernos, el envío de una tormenta en el desierto del Islam de Alá y

Mahoma, en la cocina del país donde se cocieron los tamales que ocasionó tal caos de

maternidad política, se sazonaban —una noche de julio— otros acontecimientos.

La noche es clara, presidida por una luna gorda y mantecosa. Cocen en la noche. La

luna se calienta, empieza a hacer burbujas como el queso arrimado a la lumbre; él, el

exiliado, ve caer los pedazos de vez en cuando, gotas de luna que chisporretean en la

sartén del cielo. Abajo aparece la tierra. El calor se hace intenso.

Este exiliado que visitaba Puntarenas, se encontraba en el hogar de un emigrante

nicaragüense. Tenía en la mesa un pequeño transmisor y lo escuchaba.

En la radio emitían un programa sobre la emigración nica.3 Era un montaje de

1 Tamal (Del mexicano tamalli). Especie de empanada de masa de harina de maíz, envuelta en hojas de

plátano o de la mazorca del maíz, y cocida al vapor o en el horno. Las hay de diversas clases, según el

manjar que se pone en su interior y los ingredientes que se le agregan. 2 Tico. Equivalente a costarricense, natural de Costa Rica (por abundancia de diminutivos con –ico en

Costa Rica) (N del A).

3 Nica. Equivalente a nicaragüense (N. del A.)

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conversaciones privadas grabadas en secreto por algún espía nica que se había infiltrado

entre los emigrantes y después había regresado a Managua con gran revuelo. Eran

conversaciones sin importancia en las que a veces se oía alguna palabra fuerte sobre el

régimen sandinista, pero también frases en las que un emigrante le llamaba a otro idiota

o estafador. Eran precisamente estas frases las que ocupaban la parte principal del

reportaje: pretendían demostrar no sólo que las personas en cuestión hablaban mal del

sandinismo (lo cual no hubiera indignado a nadie en Managua), sino que además se

calumnian mutuamente y que para ello emplean palabras graves. Es curioso, la gente

emplea palabras groseras de la mañana a la noche, pero, cuando oye hablar por la radio

a una persona conocida, a la que aprecia, utilizando la palabra «mierda» en cada frase,

se siente decepcionada.

Esto empezó con un comandante nica— dijo el emigrante en el sueño— y siguió

escuchando.

Ese comandante, fue un hombre con la vitalidad de un toro, que desde el triunfo del

sandinismo en mil novecientos setenta y nueve empezó a criticar en voz muy alta la

situación política. Era uno de los hombres más populares de la revolución sandinista, de

aquella vertiginosa liberalización del comunismo que acabó con el régimen de los

Somoza. Poco después empezó el acoso contra él en todos los periódicos, pero

cuanto más lo acosaban, más lo quería la gente; por eso la radio empezó a emitir un

serial con conversaciones que aquel comandante había mantenido cuando aún

permanecía en Managua y luego de ser un exiliado en Costa Rica.

El primer aniversario del sandinismo fue el período más horrible para muchos. Fue

entonces cuando detuvieron por alguna tontería al comandante y algunos familiares y

fueron expulsados de Managua. Para esa misma época a los estudiantes nicas el profesor

de marxismo les explicaba esta tesis del arte socialista: la sociedad sandinista ha llegado

tan lejos que la contradicción básica ya no se da allí entre el bien y el mal, sino entre lo

bueno y lo mejor. (Por eso la mierda, es decir, lo que es esencialmente insoportable)

sólo podía existir en «otra parte» (por ejemplo, en Norteamérica) y sólo desde allá,

desde fuera, como algo extraño (por ejemplo, en forma de espías), podía introducirse en

el mundo de «los buenos y los mejores».

La primera rebelión interna de los nicaragüenses contra el comunismo no tuvo un

carácter ético, sino estético. Pero lo que producía rechazo era mucho menos la fealdad

del mundo comunista (los palacios destruidos convertidos en establos) que la máscara

de la belleza que se ponía o, dicho de otro modo, el Kitsch comunista. Su modelo, es la

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festividad denominada diecinueve de julio.

Desde la época de la Revolución francesa la mitad de Europa se denomina izquierda

mientras la otra mitad se llama derecha. Esto mismo ha ocurrido en Nicaragua. Es casi

imposible definir una o la otra a partir de algún tipo de principios teóricos en los que se

apoyen. Eso no es nada extraño: los movimientos políticos no se basan en posiciones

racionales, sino en intuiciones, palabras, arquetipos, que en conjunto forman tal o cual

Kitsch político. La idea del Gran Triunfo, por lo que se dejan embriagar los nicas, es el

kitsch político que une a las personas de izquierdas de todas las épocas y corrientes. El

Gran Triunfo es ese hermoso camino hacia delante, el camino hacia la fraternidad, la

igualdad, la justicia, la felicidad y aún más allá, a través de todos los obstáculos, porque

ha de haber obstáculos si el triunfo debe ser un Gran Triunfo.

¿Dictadura del proletariado o democracia? ¿Rechazo a la sociedad de consumo o

incremento de la producción? ¿Guillotina o supresión de la pena de muerte? Eso no

tiene la menor importancia. Lo que hace del hombre de izquierdas un hombre de

izquierdas no es tal o cual teoría, sino su capacidad de convertir cualquier teoría en parte

del kitsch llamado Gran Triunfo hacia adelante.

Por supuesto los nicas no son gente para los cuales el Kitsch sea esencial.

Posiblemente por la juventud de esta doctrina.

Los nicaragüenses partieron unos al exilio, otros emigraron en busca de mejores

condiciones de vida y la mayor proporción fue excluida de su país en calidad de

refugiados hacia Costa Rica, llegando a tal punto que Tilarán, Liberia y otras áreas

costarricenses se han convertido en «cementerios de refugiados».

En Costa Rica los cementerios parecen jardines. Las tumbas están cubiertas de

césped y flores de colores. Las humildes sepulturas se pierden entre el verde de las hojas.

Cuando oscurece, los cementerios se llenan de pequeñas velas encendidas, de modo que

es como si los muertos hubieran organizado un baile infantil. Sí, un baile infantil,

porque los muertos son inocentes como niños. Aunque la vida estuviera llena de

crueldades, en los cementerios siempre ha reinado la paz. Incluso en tiempo de guerra,

en la época de las guerrillas en Nicaragua, en El Salvador, en Guatemala…

Aunque para algunos un cementerio es un desagradable depósito de huesos y piedras.

Para muchos es el «refugio» de los que mueren. Otros establecen similitudes entre los

depósitos de huesos y piedras de los cementerios con los depósitos de seres excluidos,

maltratados, enfermos y obligados a vivir como «refugiados».

¿Quién es un exiliado? No confundir ni permitir que la expresión degenere en todas

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esas palabras que lanza la gente: emigrado, expatriado, refugiado, inmigrante, silencio,

astucia. Exilio es sueño con un retorno glorioso. Exilio es visión de revolución. Es una

paradoja interminable: mirar hacia delante de tanto mirar atrás. El exilio es una pelota

que se lanza al aire. Él queda colgado, congelado en el tiempo, convertido en fotografía;

inmovilizado, suspendido imposiblemente sobre su tierra natal, esperando el momento

inevitable en que la fotografía empiece a moverse y la tierra reclame lo que es suyo. En

estas cosas piensa el comandante. Su hogar es un piso alquilado. Es una sala de espera,

una fotografía, aire.

El exilio es tierra sin alma. En el exilio los muebles son feos, caros, comprados todos

al mismo tiempo en la misma tienda y con excesiva prisa; relucientes sofás plateados

con aletas como viejos Buick, DeSoto, Oldsmobile, librerías con puertas de cristal que

no contienen libros sino carpetas. En el exilio, la ducha te escalda en cuanto se abre un

grifo en la cocina, por lo que cuando el comandante se ducha todo el séquito debe

recordar que no se puede llenar un balde ni aclarar un plato sucio, y cuando el

comandante va al sanitario, sus discípulos salen de la ducha, escaldados. En el exilio no

se guisa; los guardias de las gafas negras salen a comprar platos preparados. En el exilio

todo intento de echar raíces se considera traición: es el reconocimiento de la derrota.

Una mirada furtiva ante todo el problema político (o artístico si se quiere) de un

emigrado: los bloques cuantitativamente iguales de la vida no tienen el mismo peso si

pertenecen a la juventud o a la edad adulta. Mientras la edad adulta es más rica y más

importante tanto para la vida como para la actividad creadora, el subconsciente, la

memoria, la lengua, todo el sustrato de la creación se forma muy pronto; para un médico

esto no causa problema alguno, pero para un político, un compositor, un novelista,

alejarse del lugar al que están unidos su imaginación, sus observaciones y por lo tanto

sus temas fundamentales podría causar una especie de desgarro. Tiene que movilizar

todas sus fuerzas, toda su astucia de artista (porque el político es un artista) para

transformar las desventajas de esta situación en bazas a su favor.

La emigración es difícil también desde el punto de vista puramente personal: siempre

se piensa en el dolor de la nostalgia; pero lo peor es el dolor de la alienación; es el

proceso durante el cual lo que nos ha sido cercano pasa a ser ajeno. No se es víctima de

la alienación con respecto al país de emigración: en éste, el proceso se produce a la

inversa: lo que es ajeno pasa poco a poco a ser familiar y querido. La extrañeza en su

forma chocante, pasmosa, no se revela en una mujer desconocida que se conquista, sino

en una mujer que, en otros tiempos, fue la nuestra. Sólo el retorno al país natal tras una

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larga ausencia puede revelar la extrañeza sustancial del mundo y de la existencia. Pienso

con frecuencia en el emigrado en Costa Rica. En su rechazo a volver a ver Nicaragua.

¿Desconfianza hacia el régimen sandinista? No lo creo: el comunismo ya se está

descomponiendo, casi toda la gente culta formaba parte de la oposición. Las verdaderas

razones de su rechazo no podían ser más que existenciales. E incomunicables.

Incomunicables por demasiado íntimas. Incomunicables también por ser demasiado

hirientes para los demás. Hay cosas que no se pueden sino callar.

Pero lo refugiados (personas que a consecuencia de guerras, revoluciones o

persecuciones políticas se ven obligados a buscar refugio fuera de su país) son

diferentes. Los refugiados generalmente están enfermos. Tienen sus propias creencias.

No tienen pisos alquilados. Tampoco tienen guardias de gafas negras que les compre

platos preparados y les cuide la espalda: son mártires de las circunstancias. Tienen como

esperanza la fe en la religión. ¿Acaso los judíos no pasaron por esto? ¿Y qué de los

difuntos, obligados a vivir fuera de su patria en la más espantosa miseria?

¿Puede ser esto voluntad de Dios? Uno de los personajes masculinos que participaba

en la conversación del sueño respondió lo es. Y se marchó, el muy canalla. Desde el

principio, los hombres han utilizado a Dios para justificar lo injustificable. Sus

designios son insondables, dicen los hombres… No es de extrañar, entonces que las

mujeres se hayan vuelto hacia mí… Pero no nos desviemos; Agar no era una pécora.

Ella tenía confianza: pues entonces El no permitirá que yo muera. Cuando Abraham la

dejó ella dio de mamar al niño hasta que se quedó sin leche. Caminó sin rumbo por el

desierto de Beerseba. Luego subió dos montañas, Cades y Bered, corriendo de una a

otra en su desesperación, tratando de descubrir una tienda, un camello, un ser humano.

No vio nada. Entonces fue cuando acudió a ella un Ángel y le mostró las aguas del

manantial que está en el camino de Shur. A este pozo se le llamó «pozo del que vive-y-

ve». Y Agar sobrevivió y su hijo creció en el desierto de Parán; pero ¿por qué se

congregan ahora los peregrinos? ¿Para celebrar que ella se salvara? No, no. Celebran el

honor que fue otorgado al valle con la visita de, sí, lo han adivinado, Abraham. En el

nombre de aquel amante esposo se reúnen, rezan, sobre todo, gastan.

El sueño del comandante continuaba profanando:

La desdivinación del mundo es uno de los fenómenos que caracteriza los Tiempos

Modernos. La desdivinación no significa el ateísmo, designa la situación en la que el

individuo, ego que piensa, reemplaza a Dios como fundamento de todo; por mucho que

el hombre pueda seguir conservando su fe, arrodillándose en la iglesia, rezando al pie de

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la cama, su piedad sólo pertenecerá en adelante a su universo subjetivo. Tras descubrir

esta situación, Heidegger concluye: «Así es como los dioses terminaron por marcharse.

El vacío que se produjo en consecuencia fue colmado por la exploración histórica y

psicológica de los mitos».

Explorar histórica y psicológicamente los mitos, los textos Sagrados, quiere decir:

volvernos profanos, profanarlos. Profano viene del latín: pro-fanum: el lugar delante del

templo, fuera del templo. La profanación es, pues, el desplazamiento de lo sagrado fuera

del templo, a la esfera de lo exterior a la religión. En la medida en que el hombre se

dispara en el ambiente (por credos políticos), la profanación religiosa es la peor de todas.

Porque la religión y la política son incompatibles.

Los sueños presentan las cosas a su manera; pero el comandante, al despertar

brevemente cuando su corazón se lanzó a un nuevo arrebato sincopado, comprendió con

amargura que la pesadilla no estaba muy lejos de la realidad: por lo menos, el sentido

era exacto. «Adiós, Managua», pensó, quedándose dormido, otra vez. El comandante

volvió a soñar.

Soñaba alternadamente tres seriales de sueños: el primero, en el que lo atacaban los

leones, hablaba de sus sufrimientos mientras vivía; el segundo serial mostraba su

ejecución en innumerables variaciones; el tercero hablaba de su vida después de muerto,

en la cual su humillación se convertía en una situación que no tenía fin.

En estos sueños no había nada que descifrar. Además de explícito, aquellos sueños

eran hermosos. Esta es una circunstancia que se le escapó a Freud en su teoría de los

sueños. El sueño no es sólo un mensaje (eventualmente un mensaje cifrado), sino

también una actividad estética, un juego de imaginación que representa un valor en sí

mismo. El sueño es una prueba de que la fantasía, la ensoñación referida a lo que no ha

sucedido es una de las más profundas necesidades del hombre. Esta es la raíz de la

traicionera peligrosidad del sueño. Si el sueño no fuera hermoso, sería posible olvidarlo

rápidamente.

El corazón le daba coces, y él se sentó e inclinó el cuerpo hacia delante, buscando

aire. Cálmate, o estás acabado. No hay lugar para cavilaciones mortificantes; ya no.

Aspiró profundamente; se tendió y vació su mente. El traidor de su pecho reanudó el

servicio normal.

Basta, comandante, se dijo con firmeza. Basta de creerte la víctima. Las apariencias

engañan; no hay que juzgar el libro por las tapas.

El que sueña, en sueños quiere (pero no puede) protestar. Desde luego, él ha sido

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victimizado, pero nosotros sabemos que todo abuso de poder es, en parte,

responsabilidad del abusado; nuestra pasividad es cómplice de tales crímenes, lo mismo

que el casete de la ignorancia que llevamos en nuestra mollera.

La gente en su mayoría, huye de sus penas hacia el futuro. Se imagina, en el correr

del tiempo, una línea más allá de la cual sus penas actuales dejarán de existir. No viven

en la verdad.

Vivir en la verdad: ésta es una fórmula que utiliza Kafka en su diario o en alguna

carta. El exiliado, ya no recuerda dónde. Aquella fórmula le llamó la atención. ¿Qué es

eso de vivir en la verdad? La definición negativa es sencilla: significa no mentir, no

ocultarse, no mantener nada en secreto. Desde que se convirtió en exiliado, el

comandante, vive en la mentira. Los refugiados también viven esa mentira. Para los

refugiados vivir en la verdad es vivir con y por la religión. Ellos desean fervientemente

una virgen nodriza que aliente su fe traumatizada. Por eso participaban en las

tradicionales romerías que cada año se dirigían al cantón fundado por Juan Vázquez de

Coronado. Ellos al igual que todos los ticos buscaban la protección que ofrece la virgen

a Cartago, pero seguían viviendo su verdad.

Por eso cuando en San José se habló de los milagros de la Virgen del Carmen y de

los viajes que cada año se hacían en busca de la solución de los problemas, muchos de

estos «refugiados» se entusiasmaron e hicieron la peregrinación a Puntarenas con la fe

puesta en su regreso a la patria nodriza.

La tarde llegó, la tierra se amarronaba bajo el cielo sin lluvia. Cadáveres de

autobuses y antiguas casas se pudrían en los campos con las cosechas. Se veía llegar la

calamidad: perros realengos que copulaban cansinamente y se desplomaban, unidos en

medio de la vía pública; árboles que, por efecto de la erosión, mostraban unas raíces que

parecían garras de madera que escarbaran la tierra en busca de agua. Y el día de la

virgen del Carmen se extinguía. Las cosas (por ser cosas) no salieron como se esperaba.

Pero la ciudad, en su corrupción, se negaba a someterse al dominio de los cartógrafos,

cambiando de forma a su antojo y sin avisar, e impidiendo a la gente realizar su

peregrinación de forma sistemática como ella habría preferido. En esta tarde, al doblar

una esquina, al extremo de una grandiosa columna construida de carne humana y

cubierta de una piel que sangraba si la arañaba, se encontraba la estación del tren donde

los creyentes hacían, años tras años, su peregrinación.

Es una tarde bochornosa, asfixiante, intolerable. La atmósfera está cargada de un aire

espeso y caliente. Cuesta respirar en este ambiente malsano. Aquí y allá se observa a la

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gente que espera el tren. Unos vendedores ambulantes vociferan: ¡Agua de pipa!,4

¡gelatina bien fría!... Una anciana con el rostro tostado por el sol, surcado de mil arrugas

y que oculta su cabellera canosa bajo un pañuelo a rayas, ofrece al público cajeta5 de

leche con maní, mientras se abre paso con ayuda de unas viejas muletas.

Frente a la estación, como un arrozal inmenso, con un verdor nuevo y extraño

recorrido por ondulaciones, se ve el océano. Se oye su rumor en la ciudad por todas

partes. Apenas hay ruido en la ciudad en aquella tarde y todos escuchan el romper de las

olas en el orzán; el trueno incesante y rítmico del agua contra la arena.

A la distancia se levantan majestuosas, sobre las turbulentas aguas del Pacífico, las

islas Negritos y Cedros, así como la de San Lucas, centro de adaptación social6 para

hombres, que sirvió de musa inspiradora a «Las islas de los hombres solos» de José

León Sánchez. Más allá, al fondo, las agitadas aguas del mar del portugués Fernando

Magallanes, recobran su extraña y ancestral tranquilidad para perderse en el horizonte,

divisándose la península de Nicoya y sobre ella la extensa cordillera Habana que

orgullosa toca al cielo en un eterno abrazo. Es la cumbre, es la montaña, grave, enhiesta,

donde el sol sube a sus crestas y en reflejos y rubores sus picachos se refrescan, y se

estiran y luego se duermen...

Pero éste no es todavía el océano —afirma Robert Wilson, que contempla aquel

mar—. Desde la costa el hombre tiene una visión incompleta del mar. Hay mucha

literatura sobre el mar, pero casi toda es de litoral, escrita desde la tierra. Wilson lleva

una americana rota, sobada; sus pantalones, sin forma, mal ceñidos, parece que a cada

momento van a deslizarse hacia el suelo, y muestra en sus extremidades unos flecos

llenos de barro; las botas de Robert están deslustradas, polvorientas, medio rotas; y en

torno del cuello de aquel norteamericano, tapando a medias una camisa negruzca y

ajada, se anuda un pañuelo de seda que una vez fue blanco.

Robert conversa con un amigo, a quien ha tendido un brazo sobre el hombro; Robert

tiene barba y cabellos largos, revueltos, y en su mirada brilla una luz de inteligencia

viva, de intuición, de bondad, de efusión. Y esta luz de inteligencia y de bondad es la

que envuelve a aquel hombre y hace olvidar el desaliño tremendo de su trato y de su

persona. 4 Agua de coco en Costa Rica. 5 El término cajeta es usado en Costa Rica como sinónimo de dulce. Es una especie de turrón que puede

tener diferentes tamaños. 6 Un centro de adaptación social equivale a una cárcel en Costa Rica.

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Y le dice al amigo: Uno de los más agudos escritores franceses, Miguel Butor, señala

la importancia que tiene «la ola», «el huracán», «el viento» en la obra de Víctor Hugo

«Los trabajadores del mar». Pero Butor no parece demasiado amigo del océano, como

lo somos nosotros, —y continúa hablando— sin llegar a su compatriota Giono, que para

subrayar su amor a la montaña, declara sin ambages su incomprensión y hasta su rencor

frente al mar».

Son las dos y treinta de la tarde y en la estación la gente se apelotona como enjambre

de abejas. A la entrada se lee una placa conmemorativa: «Construido por el Instituto

Costarricense de Puerto del Pacífico (INCOP) Administración de Figueres, mayo de

1972».

Llega a la estación un anciano fraile, acompañado del padre Miguel Suárez y de una

pequeña delegación. Habían asistido a una peregrinación a Puntarenas con motivo del

día de la protectora de las benditas ánimas del purgatorio, patrona del mar y de aquella

población costera: la Virgen del Carmen. También llega Ramón Quirós, acompañado de

su primo Sebastián. Y al final de la sala, sentados en un banco, esperan José Pérez y su

primo Antonio. Afuera, Robert Wilson aún contempla el inmenso mar, incomprensible

para la mente del hombre, mente en el fondo pequeña, que no puede vivir sin asirse a las

cosas cercanas, sin recortar mundos diminutos dentro de la inmensidad. La inmensidad,

lo irreductible, lo que le sobrepasa: cielo, mar, Dios, le fatigan, le sobrecogen, también

la muerte.

Muy cerca, se observa un navío que parece dormido en su lecho; un yate de lujo de

vistosos colores: azul, rojo y amarillo, surca sus alrededores; y varios pescadores en

yola, lanzan sus redes al agua. En la lejanía otro barco se pierde en el horizonte.

José y Antonio están ensimismados con los colores rojos vivos de las flores

veraneras y los anaranjados de los framboyanes que se levantan al fondo de la estación,

cuando notaron la presencia de Ramón Quirós. Los restos de su padre, quien padecía de

cáncer, descansan en el cementerio municipal desde hace un año. Don Ramón Quirós

está muerto.

La muerte es la terminación de la vida, la desaparición física del escenario terrenal

donde hemos venido actuando y viene a ser, por lo tanto, el último e inevitable acto de

nuestra existencia. Sencillamente, es el precio usual que pagamos por haber vivido. Es

que —como dijera el famoso anatomista francés Xavier Bichat— «la vida no es otra

cosa que el conjunto de funciones que resisten a la muerte», resistencia que

inexorablemente es vulnerable, tiene un límite.

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La vida, por otra parte, nos pertenece; es algo personal e intransferible (no entro, por

supuesto, a planear si la vida es o no dueño el Creador, porque sería pisar terrenos

metafísicos, los cuales no está contemplados en mí). De igual manera, la muerte es

también algo personal e intransferible. Por eso creo que puede afirmarse con propiedad

que el individuo muere su propia vida y vive su propia muerte.

Pero sucede que el hombre y la mujer transitan sus propias vidas alentados o

estimulados por pequeñas o grandes aspiraciones, que algunos llaman los «acicates», los

incentivos para vivir. De éstos, dos son, los que se constituyen en mínimas aspiraciones

de cualquier individuo: ni miseria, ni dolor. Aún más, creo que de simples anhelos se

convierten en un derecho inalienable, dentro de cualquier contexto socio-político o

religioso. El hecho de aspirar a no vernos colocados en circunstancias que inspiren

lástima y compasión ante los ojos de los demás, configura una actitud frente a la vida,

que se llama dignidad. Dignidad es un comportamiento con gravedad y decoro, una

«cualidad que enriquece o mantiene la propia estima y la de los demás». Si en verdad

nos estimamos a nosotros mismos no iremos a aspirar jamás a que se nos compadezca

por nuestro estado de miseria y de dolor.

Pero así como tenemos el derecho de vivir con dignidad, se asume que también

tenemos el derecho de morir con dignidad.

Tanto las autoridades como todo el pueblo señalan a Esteban Peña, médico del lugar,

como el responsable de haberle ofrecido una muerte con dignidad al señor Ramón

Quirós. Según rumores pueblerinos, le administró, por las venas, una inyección de

cloruro de potasio, le sobrevino un paro en sístole y don Ramón Quirós se durmió y la

muerte con él también se quedó dormida. Unos dicen que fue por cuenta propia, otros,

que por solicitud de algún familiar, aunque eso ya no importa ¡Don Ramón ya está

muerto! Aunque no sabemos si murió con dignidad.

José Pérez es abogado. Hace quince años que se desenvuelve como tal. Obtuvo su

título de licenciado en leyes en la universidad estatal y luego hizo un doctorado en los

Estados Unidos de Norteamérica. Es un profesional instruido, pero quizá su forma de

discurrir y su misma educación, o tal vez la influencia norteamericana, le han hecho

cambiar su manera de actuar y su lema es: «para tener éxito hay que tener de todo un

poco, menos honestidad». Y razón tiene para decirlo, pues su primo Antonio, un

hombre justo que también es abogado, no ha logrado alcanzar el nivel social y

económico del primo.

La muerte de Sócrates, tal como la describe Platón, es el más hermoso ejemplo de

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muerte con dignidad. El filósofo, modelo de templanza y de moralidad, poco antes de

emprender el viaje sin retorno creyó prudente irse a bañar para evitar con ello que las

mujeres, como era costumbre, tuvieran, luego de muerto, que lavar su cadáver. Una vez

limpio bebió el veneno, hasta la última gota, y cuando sintió sus piernas ya pesadas, se

acostó dignamente sobre sus espaldas, despertando la admiración de cuantos lo

rodeaban.

En cambio, Porfirio Barba Jacob, rodeado de miseria y de dolor, físico y moral,

exclamó antes de morir: «Presento disculpas por esta agonía tan poco gallarda».

Habiendo perdido su propia estima y la de los demás, no le restaba al insigne poeta sino

ofrecer excusas por la muerte nada digna que estaba viviendo.

La muerte no suele ocurrir ahora, como ocurría antes, en la tranquilidad del hogar.

Lo común es que nos toque expirar en un centro asistencial, rodeados de una junta de

médicos y de todo el aparataje que la tecnología moderna ha puesto al servicio de la

medicina. Por supuesto que morir sencilla o complicadamente depende, de manera

particular, de nuestra posición social y de la importancia que los demás nos hayan

asignado. No es lo mismo que Ramón Quirós, el hombre humilde y desconocido, esté

en trance de muerte, que lo esté un general Francisco Franco, o un Mariscal Tito, o el

Emperador Hirohito. Aquel fallece rápido, sin que se acuda a medidas extraordinarias,

muchas veces existiendo posibilidades de recuperación. Los otros, por su condición de

personajes, no obstante su senectud y su precaria salud, vienen a ser objeto de un

encarnizamiento terapéutico, producto de la soberbia médica puesta al servicio de una

causa perdida.

Antes la gente moría según su voluntad, en su propia cama, sin muchos

padecimientos, con la reconfortante presencia de los allegados íntimos y con el médico

de la familia, el de cabecera, siempre listo a aliviar la agonía, consciente de que su papel,

vencido ya el organismo, no era otro que el de obrar con verdadero sentido humanitario.

En cambio hoy las salas de cuidados intensivos y de cuidados especiales son escenarios

de lo que alguien llamó acertadamente «el encarnizamiento terapéutico», el cual es

sinónimo de la «distanasia» o utilización de procedimientos encaminados a diferir una

muerte bienhechora.

Es aquí donde se encuentra el meollo del conflicto, dado que la prolongación de la

vida en circunstancias tales no está científica ni humanamente justificada.

Son las dos y cincuenta minutos de la tarde y la gente en la estación se desespera por

la tardanza en abordar el tren. No es nada fuera de lo común. Es costumbre tica, diría yo,

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latinoamericana.

Los cocoteros se enfilan por la playa como soldados en batalla y orgullosos exhiben

su fruto de cáscara leñosa. Junto a ellos se alinean los almendros, con su verdor

resplandeciente.

Mientras Robert Wilson que allí afuera permanece piensa: Es demasiada libertad la

que hace sentir el mar. Y el hombre viaja con su mundo y el mundo es siempre pequeño;

viaja con su pequeñez a cuestas, como el caracol con su casa. Encuentra el mar

monótono, siempre igual. Necesita en las largas travesías distraerse con sus viejos

hábitos o, cuando se aburre de ellos, con el juego de los delfines o con esa vibrante

espuma convertida en vida, esa transparente chispa de luz que son los peces voladores,

esos dos guiños levísimos en el rostro materno, tremendo e ignoto del mar.

Entonces recuerda a Séneca, cuando dijo: «Más allá de todas las cosas está el mar».

Quizá para indicar que el mar remite siempre a lo más real y primigenio.

Y compara la muerte con el mar. Los poetas han apedreado el mar incesantemente

con sus epítetos, pero la magnificencia del océano ha pasado a través del lenguaje con la

indiferencia de una ola que cruza una vieja red de pescador. Entre ellos fueron

Stevenson y Conrad (Josef Honrad Korzeniowski-célebre con el nombre de Joseph

Conrad), dos hombres de mar, quienes mejor supieron entenderle. En «Tifón» hay

páginas en que se realiza el sueño de Víctor Hugo: convertir en verbo vivo la furia de

las olas.

Doy toda la obra de Camus por una frase suya: «He crecido en el mar y la pobreza

para mí fue fastuosa; después perdí el mar y todos los lujos se me volvieron grises, la

miseria intolerable. Desde entonces espero...». Así vivimos todos los que nacemos, en la

espera.... en la espera de la muerte. Valery, el poeta del «cementerio marino», supo, en

cambio, describir muy bien, en experiencia personal, esa otra misteriosa cualidad del

mar que sólo conoce quien se sumerge, desnudo, en sus ondas. Esa solidaridad del más

viejo de los sentidos del hombre con lo más viejo del mundo; algo muy escondido se

despierta en el fondo de nuestro ser ante esa comunicación de la piel y del agua. Como

la separación del cuerpo y el alma con la muerte. No es fácil llegar a esto. Podemos

recorrer los más diversos mares, podemos bañarnos en las playas más desemejantes,

desde Puntarenas hasta Puerto Limón. Sólo alguna rara vez, como con la poesía o como

con el amor, se llega a la sensación maravillosa, intraducible. Parece entonces que

hemos encontrado la raíz más escondida de la existencia. «Cuevas sembradas de arena,

frías y profundas, donde los vientos están dormidos del todo». En este verso de Mattew

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Arnold se apunta a la asociación del mar con el viento. Es como el hombre, cuando

muere, el aliento se duerme. «Los pies del viento brillan a lo largo del mar», cantó

Swinburne. Un poeta inglés del siglo XVII, Therne, exclama: «Nunca seréis capaces de

gozar de veras del mundo hasta que el propio mar fluya por vuestras venas, hasta que os

sintáis vestidos por los cielos y coronados por las estrellas». Sólo a través de las pupilas

azules o grises de los hombres que vienen del mar, que «llevan el mar en sus venas», no

de los poetas ni de los científicos, podemos acercarnos al inmenso misterio del mar. Y

sólo por la comprensión de la vida y de sus grandes obstáculos estaremos en

condiciones de entender los misterios de la muerte y de «que tan pronto nacemos

comenzamos a morir».

Su amigo, que atentamente lo escuchaba se preguntaba para sí: ¿Cómo y con qué

suerte estos hombres humildes y extraordinarios ennoblecen lo que en otros hombres

sería motivo de desdoro y hacen que aún los parajes más prosaicos que ellos habitan se

transformen y dignifiquen súbitamente? Robert es de estos hombres, se diría que para

él no existe la realidad exterior; es hidrógrafo, también tiene algo de filósofo y de poeta.

Y es que Robert Wilson es un raro ejemplar de humanos, no conoce la vanidad. Ni

siquiera ha pensado nunca en ella.

Robert Wilson y su amigo están como en un ensueño. Pero esa fantasía terminó.

Están en el mismo lugar donde comenzaron a soñar despiertos. Ante ellos se extiende el

mar inmenso. La tarde —ciega y calurosa— ha desparramado sus sombras sobre la

dilatada extensión de las aguas. Durante un momento el espíritu se ha abstraído de las

cosas actuales. La realidad circundante no existía para ellos. Vuelven ahora al mundo.

Pasados aquellos minutos de contemplación entraron a la estación. Con semblante

ladrillado por los efectos de aquel sol abrasante, pero satisfecho por la emoción de haber

tenido la oportunidad de admirar aquel bello paisaje, Robert se despidió del padre

Miguel Suárez y de los demás peregrinos. Él había conducido, días atrás, tanto al

anciano fraile como al padre Miguel Suárez hasta Puntarenas. Hacia el centro de la

ciudad se dirigió aquel hombre apasionado por las aguas del mar. Hace tres años que

vive en el país, específicamente mente en Puntarenas, y es un gran conocedor de las

características de los mares. Un sinnúmero de libros ha leído, tratando de buscar la

explicación de los misterios que encierran las aguas marinas, sin lograr respuesta, ¡como

si se tratara de la muerte misma!

En un rincón de la estación se observa el Sagrado Corazón de Jesús. Yace implorante,

dentro de una cámara de caoba barnizada y adornado con cintas de papel de vistosos

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colores morados y rojos, como sugiriendo el arrepentimiento. Nadie lo mira, ni siquiera

Antonio y José que están a su lado. Es como si no existiera allí, a pesar de las velas

encendidas que lo delatan.

El padre Miguel Suárez se preocupó por el modo de cómo ignoraban a aquel corazón

de Jesús. Todo esto me hace pensar en la crisis de la sociedad costarricense—dijo—. El

adjetivo «costarricense» corresponde a una identidad espiritual, que va más allá de la

costarricense geográfica (hasta Europa, por ejemplo) y que nació en la antigua filosofía

griega. Según él, esta filosofía, por primera vez en la historia, comprendió el mundo en

su conjunto (el mundo en su conjunto) como un interrogante que debía ser resuelto. Y

se enfrentó con ese interrogante, no para satisfacer tal o cual necesidad práctica, sino

porque la «pasión por el conocimiento se había adueñado del hombre».

La crisis de la que Husserl hablaba me parecía tan profunda que me preguntaba si

Costa Rica se encontraba aún en condiciones de sobrevivir a la misma. Creía ver las

raíces de la crisis en el comienzo de la Edad Moderna, en Galileo, en Descartes, en el

carácter unilateral de las ciencias europeas que había reducido el mundo a un simple

objeto de exploración técnica y matemática y habían excluido de su horizonte el mundo

concreto de la vida.

El desarrollo de las ciencias llevó al hombre hacia los túneles de las disciplinas

especializadas. Cuanto más avanzaba éste en el conocimiento, más perdía de vista el

conjunto del mundo y a sí mismo, hundiéndose así en lo que Heidegger, discípulo de

Husserl, llamaba con una expresión hermosa y casi mágica, «el olvido del ser».

Ensalzado antaño por Descartes como «dueño y señor de la naturaleza», el hombre se

convirtió en una simple cosa en manos de fuerzas (las de la técnica, de la política, de la

Historia) que le exceden, le sobrepasan, le poseen. Para esas fuerzas su ser concreto, su

«mundo de la vida» no tiene ya valor ni interés alguno: es eclipsado, olvidado de

antemano.

Creo sin embargo que sería ingenuo considerar la severidad de esa visión de la Edad

Moderna como una simple condena. Yo diría más bien que los dos grandes filósofos

han develado la ambigüedad de esta época que es degradación y progreso a la vez y,

como todo lo humano, contiene el germen de su fin en su nacimiento. Esta ambigüedad

no resta importancia, a mi criterio, a los cuatro últimos siglos puesto que no soy filósofo,

sino sacerdote. En efecto, para mí el creador de la Edad Moderna no es solamente

Descartes, sino también Cervantes. Es posible que sea esto lo que los dos

fenomenólogos han dejado de tomar en consideración en su juicio sobre la Edad

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Moderna. Al respecto deseo decir: si es cierto que la filosofía y las ciencias han

olvidado el ser del hombre, aún más evidente resulta que con Cervantes se ha creado un

gran arte que no es otra cosa que la exploración de este ser olvidado.

En efecto, la eutanasia practicada al señor Ramón Quirós, el padre Miguel Suárez, lo

incluye como uno de los grandes problemas existenciales que han sido dejados de lado

por toda la humanidad. Uno tras otro, el hombre ha descubierto por sus propios medios,

por su propia lógica, los diferentes aspectos de la existencia: con los contemporáneos de

Cervantes se pregunta qué es la aventura; con Samuel Richardson comienza a

examinar«lo que sucede en el interior», a desvelar la vida secreta de los sentimientos;

con Balzac descubre el arraigo del hombre en la Historia; con Flaubert explora la terra

hasta entonces incognita de lo cotidiano; con Tolstoi se acerca a la intervención de lo

irracional en las decisiones y comportamiento humanos. El hombre sondea el tiempo: el

inalcanzable momento pasado con Marcel Proust; el inalcanzable momento presente con

James Joyce. Se interroga con Thomas Mann sobre el papel de los mitos que, llegados

del fondo de los tiempos, teledirigen nuestros pasos. Et caetera, et caetera.

La muerte acompaña constante y fielmente al hombre desde el comienzo de la vida.

La pasión de conocer (que Husserl considera como la esencia de la espiritualidad) se ha

adueñado de ella para que escudriñe la vida concreta del hombre y la proteja contra el

olvido del ser; para que mantenga «el mundo de la vida» bajo una iluminación perpetua.

En ese sentido comprende y comparte la obstinación con que Hermann Broch repetía:

descubrir lo que sólo un hombre puede descubrir es la única razón de ser de un hombre.

El hombre que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es

inmoral. El conocimiento es la única moral del hombre.

Cuando Dios abandonaba lentamente el lugar desde donde había dirigido el universo

y su orden de valores, separando el bien del mal y dado un sentido a cada cosa, don

Quijote salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo. Este, en

ausencia del Juez supremo, pareció de pronto en una dudosa ambigüedad; la única

Verdad divina se descompuso en cientos de verdades relativas que los hombres se

repartieron. De este modo nació el mundo costarricense y con él el hombre tico, su

imagen y modelo. Pero al igual de cómo le ocurrió a don Quijote, el hombre tico se

encuentra en una dudosa ambigüedad. Por esa ambigüedad, es que algunos hombres (los

médicos, por ejemplo) practican la eutanasia.

Mientras Miguel Suárez escudriña lo más recóndito de su pensamiento, allí, en la

estación, coincidencialmente, se iniciaba la siguiente conversación:

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Es lamentable —dice Antonio—, que ese médico haya quebrantado los principios

básicos de la vida. Hace poco, lo conozco, daba la impresión de ser una excelente

persona.

¿A qué médico te refieres?— pregunta José Pérez.

— Al doctor Esteban Peña. Al que se comenta que le practicó la eutanasia al señor

Ramón Quirós.

¡Ah!, ya sé de quien se trata —afirma José.

Parece que realmente no lo conoces —replica José Pérez en tono burlón—. Ese señor

ha estado involucrado en muchos acontecimientos de naturaleza turbia. Aunque es como

yo —dijo—: Vive con el éxito siempre a cuestas y lo más importante, tiene dinero, y

mucho; no importa lo que haga, no importa cuán malo sea; el dinero lo limpia y torna en

bueno. ¿Sabes? lo voy a defender cuando lo sometan oficialmente a la justicia, ¡si es

que lo hacen!

Pues te diré que esta vez no se saldrá con la suya —afirmó Antonio—. Porque toda

persona que le quita la vida a otra es un asesino, o mejor dicho, para emplear una

palabra menos agresiva, un homicida. Estoy seguro de que llegará el día en que las

personas como esas pagarán todos los abusos cometidos. Y recordó aquella frase que

dice: «Nunca se contenta con poco quien desea mucho, y comúnmente se queda sin

nada quien lo quiere todo».

¡Nunca! ¡Nunca llegará ese día ansiado por ustedes! —reprendió José Pérez—.

¿Sabes por qué? porque tanto nosotros, los que aspiramos, como los que son poderosos,

nacimos para ese fin y siempre será así; en cambio, ustedes, los pobres, nacieron para

pasar trabajo y así será por los siglos de los siglos. Escúchame, llévate de mis consejos,

trabaja junto a mí y te convertiré en un abogado exitoso, con mucha fama y dinero.

Eso jamás; prefiero morir de hambre —dijo Antonio— a engañarme a mí mismo.

Porque eso es lo que tú estás haciendo, engañándote a ti mismo. ¿Crees tú que al morir

te llevarás el dinero que has obtenido engañando a pobres infelices? ¿Piensas tú que

serás recordado con simpatía? ¿Acaso piensas que esos daños no serán cobrados? No,

José, ahora te brindan respeto y admiración por tu dinero y sabes cómo son las personas;

tú debes recordar a tu padre, que en paz descanse. Era querido por todos, a pesar de las

injusticias que cometía, sólo era por el dinero que tenía, una vez se acabó, se convirtió

en un don nadie y las mismas autoridades que le pedían opinión, después le hacían caso

omiso.

Aquel que quiere permanentemente «llegar más alto» —prosigue Antonio— tiene

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que contar con que algún día le invadirá el vértigo. ¿Qué es vértigo? ¿El miedo a la

caída? ¿pero por qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una valla segura?

El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profanidad

que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer,

del cual nos defendemos espantados.

Ramón Quirós y su primo Sebastián, que también se dirigían a San José, llegaron y

se acomodaron en aquel lugar.

El bullicio era grande, pero con la llegada de Ramón Quirós los abogados callaron,

no debían continuar su conversación.

El señor Ramón era un hombre maduro, de unos cincuenta y siete años: de cara

redonda papujona, lampiño, con ojos grandes y expresivos, el pelo negro, guapetón,

tirando a grueso, y bien plantado.

En todo Puntarenas le llamaban «el señor Ramón», porque así le llamaron a su padre:

grandote, fornido, hombre de mucha parsimonia en el habla y de mucha trastienda.

Había visitado en el cementerio de Puntarenas la tumba de su padre, pero el trabajo

lo reclamaba en San José. Su hermano heredó los bienes del padre muerto, pero según

las malas lenguas, el viejo se asoció en algunos negocios con José Pérez y al final de la

jornada este astuto abogado se quedó con todo.

El hermano de Ramón Quirós andaba por el Caribe, pero no se sabía por qué país. A

la muerte del padre Ramón indagó sobre su paradero para comunicárselo, pero no

consiguió saber si vivía o si había muerto.

Mala suerte —murmuraba—. Con lo bien que hubiéramos podido vivir mi hermano

y yo. Pero la muerte del padre no parecía haberle hecho mucho efecto, y es que desde

pequeño su padre lo abandonó junto a su madre y para poder subsistir tuvo que pasar

por muchas. A pesar de que era su padre no podía olvidar aquellos momentos vividos

tan tristes. Porque hay emociones en la niñez que duran toda una vida. Continuamente, a

lo largo de los años, sentimos en lo más hondo del espíritu, la pasada, la remota visión.

Había días, cuando dejaba a la madre en la cama, en el cuitado andaba calles y calles

mirando a los balcones y veía las fachadas temblorosas a través de sus lágrimas... No

avistaba nada, ni daba más señal de presencia que su paso lento por el centro de la calle,

con la mano derecha en el bolsillo y la mirada en el recuerdo de la querida madre

enferma.

A veces un siseo lo sacaba de su ensimismamiento. Pero volvía a recordar.

Si, era buen tiempo, se sentaba en una banqueta a la entrada del negocio de su padre,

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en la acera, sin hablar con nadie, con las armas de su oficio al hombro. Jamás abandonó

el saco al hombro.

Cuando el negocio abría sus puertas, el muchacho se ganaba la vida cargando las

mercaderías de los que allí se abastecían. Recuerda también sus deseos de convertirse en

mecánico: un día la madre se lo comunicó al padre.

Los que trabajan de mecánicos siempre tienen ganancias —dijo el chico—. Pero su

padre se opuso terminantemente a que su hijo fuera mecánico.

¿Por qué no me dejan ser mecánico? —recuerda que le preguntaba a su madre—.

Porque tu padre no quiere para su hijo oficios humillantes, quiere que sea doctor.

¿Y qué más humillación que cargar, por cualquier cosa, los bultos de los demás? —

respondía el chico—. Un mecánico está más calientito todos los días y gana más plata

que mi padre con su negocio. Además, él no puede exigirme nada si no cumple con sus

obligaciones.

¿Cómo te atreves muchacho —respondía su madre— a faltarle el respeto a tu padre

de esa manera? Para estar lleno de grasa, es preferible ir por las calles con tu saco

mirando las ventanas y balcones... y cuando te canses contemplas las nubes en el cielo.

¡Ah! —exclamaba el muchacho—, y sin duda pensaba que su madre estaba loca. Se

le pasó pronto la fiebre de ser mecánico, y ya hombrecito, cuando antes de ir a un baile

o paseo con una muchacha, se limpiaba de pie los zapatos junto a los urinarios del bar-

restaurante «El Corral», comprendió que tal vez su padre había hecho bien con desear

que él fuera algo más que un mecánico.

Le gustaba asistir a la plaza de los toros. Disfrutaba al igual que los demás cuando

algún toro embravecido les propinaba, con sus cuernos, una estocada a los toreros

improvisados. ¡Resulta increíble, en este país se incentiva la muerte! Las leyes protegen

a los toros y desamparan a los humanos. Que Dios perdone pero así es de sencillo.

Una tarde sufrió una cogida muy grave y quedó cojo, con una cojera, si bien discreta

al caminar, cómico para realizar con ella las suertes y lances de la capa con arrogancia.

Y cuando salió del hospital, ya curado, entró de mozo en el bar-restaurante «Fili», en la

calle que daba frente a la playa, y de allí pasó a la casa de los Rodríguez.

Era un jovencito serio y trabajador, pero resabiado por su fracaso. Iba a los toros en

cuanto quedaba libre y tenía algunos colones. Pero ningún toro acababa de gustarle; a

todos les encontraba defectos.

Mientras sirvió en casa de los Rodríguez se enamoró de Helen Soto. Era una morena

que vivía en su misma calle. Empezaba a tener los primeros disgustos y esto le

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contrariaba porque la quería apasionadamente. Fue su patrón, el señor Rodríguez, quien

le aconsejó al verlo tan metido con aquella mujer:

—Para estar todos los días pensando en ella y asechando cuándo va y cuándo viene,

lo mejor es que te cases, que una vez sea tuya vivirás más reposado y más tranquilo.

Por mí, mañana mesmo7— contestó el chico bajando la cabeza.

—Anda, pues..., ya sabes lo que tienes que hacer.

Se casaron y se fueron a vivir donde los patrones. En un hogar que les habilitaron en

la segunda planta del negocio.

En la casa, después de las doce del medio día, cuando volvían algunas compañeras

del trabajo, Helen salía al balcón con la hermosa y negra melena suelta, sobre un

peinador muy historiado, para que la vieran. Se sentaba con una novelucha en la mano,

dejándose acariciar por el sol, esponjándose ufana.

Ahí está esa compará— soltaba con sarna más de una antigua compañera—. Le

resulta ya pequeña la casa de los Rodríguez... y todo Puntarenas.

—Ni que se hubiese casado con uno de la familia Rockefeller.

A esa, en cuanto tome un poco de puesto, —no habrá quien la pare — pronosticaba

más de una.

La envidia tenía presas a aquellas compañeras de Helen. Y es que «la envidia para

cualquier tiro toma alta puntería».

A veces se ponía de pie y apoyándose en el barandal asistía al bullicio, dejándose

contemplar como en un trono. El sol sacaba reflejos azules de su opulenta mata de pelo,

que se prolongaba como una amenaza por la escarolada blancura del peinador...

Salía gente pálida de los buses, con la prisa en los tacones por cambiarse y lanzarse

al agua. Algunos izaban hasta el balcón un posesivo deseo. Otros volvían tan cansados,

que ni eso. Un señor ya maduro, con unos lentes que parecían fondos de botella y una

focomelia en la extremidad superior izquierda, vendía lotería, chances, 8 tiempos,

raspaditas y ticobingo. Enfrente, una vieja seca y arrugada como una pasa abría su

cajetín de caramelos y otros confites sobre una tijera de palo.

Cinco meses después, Helen daba a luz un hermoso niño. La gente de Puntarenas

comentaba:

—Tan seriecita que se veía y se casó con cuatro meses de embarazo. 7 Adjetivo antiguo que significa también, igualmente, del mismo modo.

8 Juego de azar (de la lotería) patrocinado por la Junta de Protección Social de Costa Rica.

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Eso no es raro, es un mal de la época actual —comentaba la señora de Rodríguez—.

Y su esposo agregaba:

—Es la inmoralidad lo que importa, si esto sigue como va, el mundo pronto estará

perdido, o mejor dicho, ya está perdido.

Ramón y Helen tuvieron tres hijos; Karen fue la única hembra y la menor. Pero él los

abandonó. Eso aprendió de la sociedad, también de su padre, que en paz descanse.

Cuán buena, noble y honrada es Helen. En su vida no hubo otro hombre. Ama

apasionadamente a Ramón, intensamente, sin condiciones. Ama también a sus hijos. Por

ellos trabaja y lo sigue haciendo.

Tiene que ser así porque es cristiana. Seguramente confesó sus pecados. Aunque de

esos pecados cuyos frutos son sus tres hermosas criaturas, no se arrepentirá jamás. Por

eso los cuida con tanto afán. Los cuida, los alimenta, los enseña. Cuando ella va por

esas calles polvorientas con sus hijos, va oronda y feliz por la sonrisa feliz de sus niños.

Ramón en cambio, cuida y alimenta, y enseña felizmente a los dos hijos de Elvira, su

concubina. Más no es cierto. Ramón no es feliz. A pesar de que ha logrado una fortuna.

Con ella no se compra la felicidad. Y es que los ricos, en cuanto ricos, no pueden ser

entendidos, porque tratan en grueso hasta en el discurrir, y San Agustín dijo: «que la

riqueza y el poder son enfermedades del entendimiento».

Siendo un mozo conoció a Helen que apenas era una chiquilla. Y todo hubiera ido

bien, si no fuera porque otra mujer estaba interpuesta entre ellos. Él amaba a otra mujer.

No la amaba como novia ni como esposa. La amaba porque era su madre. Su madre

también lo amaba. Tanto lo quería su madre, que lo quería sólo para ella. Apenas nacido

lo llevó a la iglesia. Lo bautizó. Lo enseñó y le hizo a su modo el querer y el ser. ¡Con

cuánto gusto lo llevaba de niño a la iglesia, vestida de hábito!

También su vecina Julia, la madre de Helen, vestida de hábito, iba con su niña a la

misma iglesia, en los mismos días. Doña Gloria y Julia eran buenas vecinas. Pero

cuando Helen creció y a Ramón le gustó, Gloria no se sintió feliz. Y Ramón empezó a

recibir una nueva enseñanza:

— ¡Casarte! ¿Con quién? ¿Con ésa?

—Ella es buena, madre.

— ¡Qué buena ni qué nada! Los hombres han de ser hombres... han de ser fuertes...

han de saber aprovechar, pero nunca caer... ¡Aprende de tu padre!

La lengua de su madre arrojaba veneno en sus palabras.

Ramón no es feliz. Pero la madre debe sentirse gozosa, porque su hijo es un hombre

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«fuerte», que no se ablanda por una mujer ni por unos chiquillos... Y sobre todo, se

siente feliz porque su hijo es todavía suyo; aunque tenga una concubina, sólo la obedece

a ella.

Recordaba Ramón que su madre antes de morir era muy devota. Iba los domingos en

la mañana, vestida de «hábito», a la iglesia. Cuando en el camino se cruzaba con doña

Julia, volvía a saborear el gusto de su victoria. Recuerda que murmuraba «no sé para

qué mi madre se confiesa, si la maldad siempre está en su interior». Pero, era su madre y

la quería a pesar de sus defectos.

Ambas iban a la iglesia. Ambas se confesaban, y si el pueblo sabía que él había

abandonado a sus hijos Dios también lo sabía. Pero don Ramón tenía dinero. La

sociedad ignoraba esa falta. El dinero se la tapaba. Tenía razón Carlos Marx, cuando

afirmó en El Capital: «el dinero es la palanca que lo mueve todo».

Todos tenían sus problemas en aquella época para ocuparse de los problemas de los

demás. Ahora por igual; pero hay cuatro víctimas inocentes: una santa mujer

abandonada, «deshonrada», y tres niñitos que, aunque el padre vive, viven sin padre.

Pero seguramente ella, en su día, enseñará lo mismo a su hijo: aprender a aprovechar.

Para eso son los hombres.

De la hijita cuidará para que no caiga. Pero si cae... para eso son las mujeres. Porque

está escrito que: «lo mejor y lo peor de todo lo criado es el hombre, y de la mujer dijo

Eurípides: Et quod pessimum et mulier.»

Fue Sebastián quien lo sacó de aquellos pensamientos cuando le preguntó en voz

baja:

— ¿Oye Ramón, aquélla no es tu mujer?

Sí, es ella —respondió con voz entrecortada—, a la vez que sacudía la cabeza.

— ¡Que grande está tu hija! ¿Qué edad tiene?

— La verdad es que no estoy seguro, pero creo que tiene cerca del año. Su madre la

lleva a San José para que la vea un neumólogo. Es asmática, la pobrecita. Dicen que eso

lo heredó de mi familia, pues como bien sabes casi todos son asmáticos. Yo mismo

cuando pequeño también me apretaba del pecho, pero al pasar los años se me quitó.

— ¿Con qué se te quitó?

— Bueno, mi madre me dio de todo, desde té de campana, infundia9 de gallina, hasta

comprarme un perrito chihuahua; y la verdad es que desapareció sola: nunca se supo 9 Infundía es enjundia, gordura de las aves, la grasa de la gallina.

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qué me la quitó.

Siempre se ha dicho que los médicos no curan el asma, ¿es cierto? —pregunta

Sebastián.

— La verdad es que no sé decirte. Porque las madres cuando tienen un niño asmático,

acuden a tantos medios (médicos, homeópatas, curanderos, etc.) que al final no saben

con cuál quedarse, ni cuál tratamiento produce beneficio. Pienso que lo más importante

es la fe que se tenga.

Pero, ¿por qué estás interesado en los asmáticos? —pregunta Ramón.

—Por Alexis, mi hijo mayor, es asmático también y de los bravos. Lo he llevado a

todos lados y ¡que va!, no se cura. Le he dado hasta una tisana que me recomendó una

curiosa, que dicen que es muy buena para el asma.

—Y ¿qué tisana es esa?

—Se prepara de la siguiente manera: se pone a hervir leche, cuando está bi

en caliente se le echa un lagarto de color verde y vivo, diez minutos después se le

agrega «flor de sabana»10 bien seca. Después de hervir por diez minutos más, ya está

listo. Se dan tres tomas en un día y a esperar los resultados.

— ¿Y tú le diste a tomar eso a tu propio hijo?

—Claro que sí. Estaba desesperado.

— ¿No me digas que crees en brujerías?

—Bueno, yo no creo en esas cosas, pero tú sabes como es uno cuando se desespera y

sobre todo, cuando no es bien orientado al respecto. Trata de solucionar su problema de

la manera que sea y más tratándose de un hijo al cual está viendo ahogarse sin poder

hacer nada.

—En eso tienes razón, pero no es para tanto.

—Tú hablas así porque no has tenido la responsabilidad de compartir con tus hijos.

Tienes tres niños, pero no has convivido con ellos. No has vivido la amarga experiencia

de ver un hijo ahogándose ni has experimentado el dolor que se siente al observar,

impotente, ese cuadro. Te imaginas los millones de niños que hay en el mundo,

abandonados y sufriendo las consecuencias de padres irresponsables, y las madres,

aquellas madres deshonradas por el machismo del hombre actual: ¡Sólo las ven como

ambrosías!

10 Término usado para designar los excrementos de los perros cuando están secos.

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—Bueno, no voy a discutir contigo, pero tampoco quiero que vengas a darme

lecciones de moralidad, porque de eso ya estoy cansado. Y que yo sepa no eres ningún

Jacques Chevalier y mucho menos Dante.

Te decía, que es por falta de orientación que la gente comete tantos errores —

continúa Sebastián—. Y es que los médicos de hoy día han cambiado mucho. De antaño,

los doctores explicaban a los familiares con lujo de detalles el problema que tenía el

enfermo. Ahora tú vas al médico y muchas veces ni la mano te ponen, mucho menos

explicar. Están muy de prisa. Se han contagiado con la época. Las especialidades no

sólo han limitado su conocimiento, sino que se les han ido los «sumos» a la cabeza.

Figúrate que hace una semana fui al hospital a llevar a mi hijo y mientras esperaba el

despacho de la receta, que son dos horas, observaba una gran fila de madres que

esperaban ver atender a sus hijos en la emergencia. De pronto salió un médico, recetario

en mano, pluma en la otra; preguntando a las señoras que allí estaban:

— ¿Qué le pasa a la niña?

Tiene fiebre y hace dos días que está resfriada —respondió la madre.

Déle una cucharadita de este jarabe cada cuatro horas hasta que desaparezca la fiebre

y mucho líquido —el médico le indicaba acetaminofén—, sin examinar a la niñita, e

inmediatamente pasaba a interrogar a la siguiente madre:

— ¿Qué le sucede a su niñito señora?

Se rasca mucho y le han salido esas lesiones en la piel —contestó la madre—,

señalando con el dedo índice de su mano derecha el antebrazo izquierdo del pequeño.

¿Hay alguien más en la familia afectado por ese problema? —volvía a interrogar el

galeno.

—Aplique esta loción tres veces al día en las partes afectadas. También a los demás

hermanitos. Debe hervir todas las ropas en la casa. Le indicó Benzoato de bencilo.

Así fue retirando uno por uno a todos los pacientes que estaban allí. Ya a la media

hora había limpiado el lugar. Todos se fueron, llevaban en la mano un papel escrito;

ninguno recibió el beneficio de ser examinado por aquel médico. Iban como dice un

viejo proverbio chino: «Con las manos llenas y el alma vacía». ¡Increíble, pero cierto!

¿Piensas tú —preguntaba Sebastián— que con médicos así, la gente dejará de ir

donde los curiosos y de creer en supersticiones? No, Ramón, nunca dejará la humanidad

de creer en las cosas que resultan inexplicables para ella.

Y continuaba hablando:

—La medicina contemporánea está en viva fermentación. Cambia a ojos vistas; en

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las pautas de relación con el enfermo; deja de ser actividad individual para convertirse

en medicina de grupos; se socializa; tiende a una especialización extremada; amenaza

con la desaparición del médico general y pone en entredicho la actividad del

denominado médico internista, el cual, en cierto modo, viene a ser como un médico

general distinguido, ducho en un haz más o menos amplio de especialidades.11

La faz actual de la medicina se caracteriza, según Magraw, por la confusión. Hay

contradicción entre los mismos médicos y entre esas contradicciones el paciente

pagando las consecuencias.

— ¿Y acaso no ocurre lo mismo entre los abogados? pregunta Ramón.

Claro que ocurre lo mismo —sentencia Sebastián—. Pero el objetivo es diferente:

mientras el abogado engaña, peligra la economía del individuo, pero no la vida, como

ocurre con el médico. Todas las profesiones le pisan la cola. Los profesionales que en la

actualidad alcanzan la madurez y que fueron preparados para una profesión liberal

sienten una frustración ante el nuevo estado de cosas. Clorito Picado predijo esto en el

campo de la medicina. Lo mismo que predijo otras cosas; sobre la acción nociva del

tabaco, la limitación de la natalidad, la importancia de las emociones en la

Endocrinología y la obtención de la penicilina a través de un hongo. En fin, no sólo a las

profesiones les pisan la cola. ¿No pasa otro tanto con toda nuestra estructura social?

¿Con nuestra civilización? Pisar la cola equivale a caer en una trampa, en el abismo, en

la derrota.

Ramón Quirós ya no escucha a su primo. Mira desde hace largo rato a Helen, que

sostiene entre los brazos a la hija.

¿Qué te pasa hombre? —interroga Sebastián—. ¿Por qué no me das pelota?12 ¡Ah!,

ya veo. Sigues interesado en Helen, ¿verdad?

No, no es eso— respondió Ramón—. Lo que pasa es que algunas veces me

conmueve ver a esa mujer así, pero ¡bah! ¡Que importa!

— ¿Quieres un consejo? Ve y habla con ella; interésate por lo menos por tu hija.

— Está bien iré. Y se dirigió al lugar donde se encontraba la que apenas hacía un año

y cuatro meses había sido su esposa.

— ¡Hola! ¿Cómo estás? dijo Ramón al saludar. 11 Carrel dijo que el nacimiento de las especialidades limitaban el conocimiento. Alexis Carrel (1873-

1944), médico y fisiólogo francés. Efectuó importantes investigaciones sobre el trasplante de los tejidos.

Se le debe La incógnita del hombre. (Premio Nóbel, 1912). 12 Expresión popular costarricense equivalente a poner atención.

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— ¡Pura vida!,13 respondió la mujer.

— ¿Cómo está la pequeña Karen?

— Mejor, tú sabes que hay veces que la pasa bien y otras le dan esas crisis que la

quieren asfixiar. Todo depende del tiempo. Cuando llueve, la humedad le afecta, lo

mismo que el polvo cuando todo está seco.

La niñita reía, reía ante la presencia de aquel hombre que era su padre, pero que

nunca había tenido la satisfacción de verse en su regazo.

— ¿Entiendo que tienes cita mañana con el neumólogo?

— Sí, así es, por eso me estoy viniendo hoy. Porque la cita es a las siete de la

mañana.

— ¿Los otros niños cómo están?

— ¡Pura vida! Siempre preguntan por su papi.

— Helen, yo quisiera...

No me digas nada — interrumpió ella—. ¿Cómo es posible que vengas a Puntarenas

y no veas a tus hijos? ¿Acaso piensas que no son hijos tuyos? ¿Eh? ¡Qué cara de barro14

eres Ramón!

Hazme un favor — dijo finalmente Helen molesta—. Vuelve donde tu primo y

déjame en paz ¿quieres?

Ramón regresó a aquel banco donde lo observaba su primo, con mirada curiosa,

como preguntándole qué había pasado.

— ¿Y bien, dijo Sebastián?

Nada, no pasó nada— respondió Ramón al sentarse.

— ¿Cómo que no pasó nada?

— Así, como lo oyes. No pasó nada. Ella no quiere saber de mí. No quiere verme ni

en pintura.

— ¡Con razón, te has portado tan mal con ella y esos inocentes niños!

En ese momento pasó una mujer vendiendo periódicos: La Nación... La República...

La Prensa Libre... Extra... y José Pérez compró «La República».

— ¿Cuáles son las noticias sensacionales de hoy? pregunta Antonio.

—Mira, aquí dice que Franklin Chang Díaz, el primer latinoamericano en volar en el

13 Expresión costarricense para indicar al saludar que se está bien.

14 En Costa Rica, sinvergüenza.

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espacio, volverá al espacio. A mí si me encantan los viajes espaciales, siempre he estado

al tanto de estos acontecimientos. Recuerdo cuando Armstrong y sus compañeros

regresaron de la luna, después de haber puesto el pie en sus volcánicas arenas (sin

doblar rodilla alguna, pues la poca gravedad no se lo permitía); trajeron unas rocas que

sirvieron para confirmar que en el corazón de la materia se alberga un fuego millones de

veces más destructor que el que asoló a Nínive y a Babilonia —y agregaba—. El

presidente Nixon los acogió con palabras triviales de exaltación. Mientras regresaban,

en la tierra habían pasado varios acontecimientos. Uno, la reinstauración en un viejo

país de una de las más antiguas formas de gobierno. Otro, la trágica muerte de una

secretaria norteamericana, de vida relativamente anodina, acompañada de una «crisis de

nervios» en el hombre que se preparaba para regir los destinos precisamente de la

misma nación que había acabado de mostrar su inmenso poderío. Nunca se puso más de

manifiesto cómo a la grandeza del hombre acompaña siempre el destino de su fragilidad.

Junco pensante le llamó Pascal. Muchísimo antes, en Delfos, el conócete a ti mismo

famosísimo quiere en realidad decir: Conócete en tu insuficiencia. Conócete como frágil

y mortal. No aspires a ser como los dioses.

Me encantan estas historias— repetía—. Los primeros en expresar bien la idea de lo

«humano», «de lo humanista», fueron Menandro y Píndaro, señalando que en la

conciencia de su limitación está la verdadera grandeza del hombre.

Sin embargo, —interrumpió Antonio—: «Un árbol solo se mide bien después de

haber sido abatido por el hacha», reza un proverbio de la frontera norteamericana,

nacido en las selvas de troncos, erguidos como pilares de catedral. Este refrán de

leñadores de la frontera, que recuerda Sendburg en su biografía de Lincoln, se repitió

con la muerte de los Kennedy, de Lutero King (Martin Luther King, Jr.), de Anwar

Sadat y otros. Sólo con sus muertes prematuras ha podido medirse cuánto representaban

para sus pueblos. Quiero decir —continuaba Antonio—, que mientras todos tenemos el

mismo status, la vida, no le damos importancia a la misma, creemos ser inmortales,

aunque estamos seguros de que no es así. Cuando le causamos la muerte a alguien

notamos la diferencia. Viene el cargo de conciencia, de culpa; entonces sí se observa

netamente la importancia que tenía aquel muerto en su vida.

Creo que tienes razón—asegura José—. La duración media de la vida del hombre se

ha prolongado tanto que ahora resulta que, de pronto, no sabe qué hacer con ella.

Un problema de nuestra época cada vez más grave es el de la acertada administración

del ocio—agrega Antonio—. El aburrimiento amenaza convertirse en grave enfermedad

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de nuestros tiempos. Frank Alexander en su libro «La mente occidental en transición»,

descubre este problema con un nombre certero: el «tedio maligno». Sin embargo, quien

primero describió esta enfermedad del tedio maligno fue Ortega y Gasset. Comenta

Ortega y Gasset de ese nuevo tipo de hombre de nuestros tiempos, el cual, más que no

saber qué desear, tiene en el fondo de su ser la conciencia pavorosa de nada desear. A su

alcance están las maravillas del universo, pero es entonces cuando descubre que nada en

absoluto le apetece.

Este problema se va acentuando a medida que la vida se vuelve más confortable, más

segura y más prolongada. Es nuestro peor mal; la dolencia de nuestras masas ciudadanas

cultas y boyantes. Importa a los ticos conocerla, pues este morbo es lo que ha permitido

equilibrar o no la balanza de pagos, a través del turismo.

Es la «segunda navegación» de la que habla Platón, es siempre una imagen preferida

por hombres ilustres que, en la mitad de su existencia, sienten que están aprendiendo un

nuevo camino. Ortega y Gasset —Marías lo ha comentado certeramente— vivió, por

ejemplo, con conciencia muy aguda ese «déuteros plous», este cambio de ruta en la

mitad del camino de su vida.

Un dato curioso es que el hombre actual, inseguro de su propia vida, no piensa en la

beneficencia del futuro como tal, sino en vivir en el presente. Eso se ve incluso en los

gobernantes, endeudan a los países que dirigen durante un período, para obtener el

beneplácito de la población, luego el que los sustituye paga las consecuencias. Debe

rendir cuentas al pueblo de lo que hizo su antecesor.

Mientras todos se desesperan en la estación, el cielo cambia de color. Un niño llora;

una voz grita colérica. Una gigantesca nube había ocultado el sol, desaparece. La ciudad

despierta. Las fachadas fronterizas a oriente resaltan al sol que vuelve a aparecer en

vívidas blancuras.

Antonio continúa hablando:

— Afirma el neurofisiólogo Penfield, como un sabio antiguo, que «desde el

nacimiento hasta la muerte, cada año tiene su finalidad, y conforme a ella debe ser

usado». Su consejo es que esta segunda navegación debe ser preparada cuidadosamente

mientras se va cumpliendo la primera parte de la existencia. Hay que planificarla. Lo

mismo piensa Alexander: «la vida entera debe servir para ir preparando el

aprovechamiento del ocio de manera creadora.»

No creo —dice José— que lo que me estás diciendo sea practicable.

Muy fácil, —responde Antonio—. A Costa Rica vienen miles de turistas, no para el

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fugaz almacenamiento de unas sensaciones en la retina o de unos pigmentos en su piel,

sino más bien para satisfacer un anhelo que ellos mismos ignoran, esperando encontrar

entre nosotros el derrotero de su «segunda vida». Hemos de concluir que nuestras

actitudes hacia ellos no pueden limitarse a la hostelería o a la propaganda. Ante todo

hemos de evitar en lo posible la contaminación con este morbo de nuestros tiempos, el

cual, por cierto, avanza entre nosotros a paso más veloz de lo que creemos. Muchas

partes de ese tedio maligno están presentes en Costa Rica, traídas precisamente por los

turistas. La situación ha llegado a tal punto, que hemos perdido nuestra propia identidad

cultural. Ahora sólo existe una mezcla de culturas que nadie entiende.

— Explícate mejor, porque no entiendo nada, ¿Qué es eso de una mezcla de

culturas? pregunta José.

— Te pondré varios ejemplos para que saques tus propias conclusiones: en la radio

local, más del sesenta por ciento de la programación musical se escucha en inglés. Lo

mismo ocurre en la televisión. En fin, todo nuestro modelo cultural es importado o por

lo menos tiene alguna influencia externa.

—Y prosigue: Pero lo peor de todo es que cuando esos turistas se den cuenta de que

en Costa Rica también existe aquel mal, ni los precios cómodos, ni la propaganda los

retendrán; emigrarán a otras tierras, próximas o lejanas, donde puedan forjarse la ilusión

de encontrar, sin tedio mortífero, el sentido de su segunda navegación: el ocio y la

perdición. Nosotros haremos lo mismo. La industria sin chimenea habrá quebrado para

el país y florecerá en otro. Sólo el pobre no puede darse el lujo, porque tiene que pensar

sólo en «cómo comerá al día siguiente». Para eso tiene que trabajar hasta el día de su

muerte, pero sin pensar o sin saber si estará preparando su segunda navegación y a la

vez cumpliendo con uno de los preceptos divinos de la religión: «ganarás el pan con el

sudor de tu frente».

Desgraciadamente —seguía—, el desenvolvimiento de estos pobres no es nada

bueno, porque está plenamente demostrado que si bien el «hambre aguza el ingenio»,

como dice el refrán, en cambio la mala alimentación atrofia la inteligencia de mil

doscientos millones de niños. Su hambre probablemente no es sólo de comida, sino

también de afecto. Y seguirá siendo así, pues el niño es el único ciudadano que no

puede sindicarse, para exigir por la fuerza un derecho innato del hombre: la

alimentación.

Mientras los pobres agonizan por falta de pan, los ricos se divierten, y caen en lo

inusual. Gastan millones organizando concursos de belleza para satisfacer sus caprichos.

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No sé si te has fijado que, por ejemplo, ahora cada año se celebran miss universo... miss

mujer casada... miss mujer divorciada... miss madre e hija... miss América... etc., etc.,

etc. Hace apenas unos meses que un grupo de viejas enfermas de aquel tedio maligno

organizaron un concurso increíble: Saguatico 89. Gastaron la plata en un perro callejero

y luego se le dedicó una publicación especial en la revista Perfil a aquel animal rodeado

de queques,15 picadillos, etc., mientras miles de niños ticos pasan hambre y piden un

pedazo de pan por esas calles de Dios. ¿Es justo esto?, ¡no creo que lo sea!

Es evidente que el hombre es, en esencia, un ser vanidoso e inseguro, también

indolente. Es de D'Annunzio la frase «el riesgo es el ala de la vida sublime». Si

restamos la palabra sublime que animó en su día una heroica arenga, hemos de

reconocer que el riesgo ha sido, en efecto, desde hace muchos milenios, el ala que más

ha impulsado a la vida en su evolución. Ya que para que el hombre surgiera, hace

alrededor de un millón de años, la vida tuvo que decidirse a correr la más peligrosa e

incierta de las aventuras: producir un ser inmensamente inerme, desamparado.

En ese empeño que constantemente ha tenido el hombre de definirse a sí mismo, la

más lograda de las definiciones ha sido una de las más remotas: la de Sófocles, en el

famoso coro de Antígona, cuando en sustancia viene a decirnos que el hombre «es lo

más inseguro de todo». A lo que hará eco el poeta Rilke, veinticinco siglos después,

sosteniendo que el propio desamparo es lo único que de verdad nos protege, esto es, que

nos defiende de la inseguridad.

— ¿Me puedes explicar cómo es que el medio ambiente influye en esta inseguridad?

pregunta José Pérez.

Antonio contesta con un ejemplo:

— Carlota Buehler titula su última obra, escrita en colaboración con sus discípulos,

«El camino de la vida humana». Es viejísima metáfora representar la vida como un

camino. La «senda», es una añeja tradición en las filosofías orientales. La vida es

camino; éste puede tomarse desde su mitad. Como empresa moral o como búsqueda de

sí mismo. Otras veces el camino de la vida es reconsiderado, melancólicamente, en el

ocaso. A ello tienden, forzados por las normas burocráticas, los que dan su «última

lección». Más para Carlota Buehler, la condición de vida como camino está dada desde

la cuna. Por razones biológicas y no únicamente morales, la vida busca desde su

comienzo, de manera imperiosa, encontrar un sentido, llenarse de significación. Un

15 Queque es pan queque, bizcocho.

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pequeño que se agita y lloriquea no se limita a dejarse vivir. En todo niño hay, desde el

principio, una fuerza que le lleva a integrarse en la totalidad del universo, en su orden

trascendente».

Y continuaba:

— ¿Qué sentido ha tenido mi vida? ¿Qué ha importado para los demás, en el

contexto del mundo? Son interrogaciones melancólicas e inquietantes que en los últimos

años han encontrado sobradas respuestas negativas. En «El puente de San Luis Rey»,

novela que con acierto fue llevada a la pantalla, Thornton Wilder nos enseña que

aquellos cinco hombres que perecieron al hundirse el más hermoso puente del Perú

parecían tener vida «sin sentido». Pero este sentido se descubría, bien patente, cuando se

las examinaba con amor. La vida en apariencia más absurda, llena siempre un cometido

secreto en el orden de la existencia.

Perdona que te interrumpa— dice José—. Pero no entiendo nada de lo que hablas.

Explícate mejor. ¿Quieres?

Trataré de hacerlo —replicó Antonio—: Afirmaba Carlota Buehler que el ser

humano, desde niño, tiene la importante función biológica de «encontrar sentido» a su

existencia. Vemos a Ana Freud en el campo opuesto, escribir con lozanía, en la película

de «Juan diecisiete meses». Su protagonista tiene, en efecto, diecisiete meses y era hasta

ese momento un niñito simpático y atractivo. Un día surge el drama. A su madre se le

ocurre tener otro niño, y como el servicio doméstico anda mal en todas partes y había

próximo una institución modelo llena de camitas impolutas, de nodrizas cariñosas y

eficaces, ¿por qué no llevar allí a Juan durante tan sólo nueve días?

Ana Freud es invitada a ver la película. Juan ha sido filmado por cámaras

habitualmente disimuladas. ¿Pero qué ocurre? La gran psicoanalista se agita

involuntariamente en su butaca. Al principio, fascinada; después, inquieta. ¿Es posible?,

se pregunta, ¿es posible que sólo nueve días de ausencia materna produzcan todo este

destrozo? El ambiente no puede ser mejor; la higiene, la alimentación, los cuidados no

pueden ser más perfectos. Pero hay algo que falta. En esa estructura, para todos

invisibles, pero no para la mirada avezada de Ana Freud, en el «yo» infantil se estaba

llevando a cabo una construcción. De pronto se viene abajo. Juan, se convierte de

simpático que establecía relación sonriente con todo el mundo, en un ser retraído,

ensimismado. Claro que todo acabará por rehacerse cuando vuelva la madre. Pero —se

pregunta la psicoanalista—, y ¿si estas separaciones se repiten una y otra vez, si se

vuelven más largas, más prolongadas? ¿Qué va a ocurrir? La escena más patética —

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dice— es una en que Juan se agarra con anhelo a un gran oso de trapo. En su ulterior

«camino por la vida» ¿cuál será el oso de trapo para Juan?, ¿un computador?, ¿un

automóvil?, ¿un artilugio técnico?, ¿una reunión de hippies?, ¿una droga?, ¿la

homosexualidad? Difícil empresa comenzar y terminar la vida. Difícil porque no

depende sólo de uno, sino también de los demás miembros de una sociedad ya achacosa,

enferma, condenada al dolor.

¡Ah!, ahora entiendo —dice José—. Es que los padres de hoy día no tienen tiempo ni

siquiera para ver a sus hijos; yo mismo no tengo tiempo. Desde pequeños los meten en

un internado y ellos a trabajar y en la noche ya están cansados. Luego su hijo es un

delincuente y la culpa se la cargan al pobre joven. Entonces ese es otro de los males que

debe corregirse en la humanidad, ¿no es cierto?

Claro que sí— responde Antonio con la cabeza mojada por el sudor—, mientras deja

que el viento oree su cabeza blanca de penas y años, y anega sus recuerdos dolorosos en

la paz que le envuelve.

Luego agrega:

— Este tipo de comportamiento de la sociedad actual está creando cada día mayor

número de niños subnormales y es preciso que la gente se meta en la mollera que,

cuantitativamente, la más importante «subnormalidad» es la formada por los que en

lenguaje técnico denominamos «retrasados mentales subculturales»; esto es, por

aquellos que sin lesiones bioquímicas ni cerebrales son «retrasados» porque desde su

más tierna infancia no han recibido ni el estímulo del amor ni esos aprendizajes

elementales que constituyen la base de la inteligencia. La principal causa de

subnormalidad reside en las llamadas «técnicas de autoderrota». Un niño nacido en

medio de la pobreza o abandonado por sus padres, o humillado y rechazado

sistemáticamente por la sociedad, fracasado en la escuela, mal alimentado..., cae en el

círculo vicioso infernal de lo que se ha llamado «frustración constitutiva». De la misma

manera que una niña a la que su madre y su abuela dicen sistemáticamente que es fea

jamás se creerá hermosa, aunque lo sea, y hasta acabará siendo fea de verdad. Esto

viene a corroborar aquella afirmación del lugarteniente de Adolfo Hitler: «una mentira

dicha muchas veces se convierte en verdad». El hombre al que la sociedad envuelve en

una terrible trampa de frustraciones escalonadas acaba como miembro de estas

subculturas, o microsociedades de subnormales que están copiosamente incrustadas

como una marquetería dentro de la estructura social de nuestro tiempo.

No hace mucho tiempo que el hombre pensaba que la estabilidad en el matrimonio

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dependía de escoger una mujer lo más tonta posible y a veces hasta un poco oligofrénica.

De igual forma la sociedad burguesa de nuestros tiempos ha pensado, de manera

inconsciente, pero terca, que para el orden social es necesario que subsistan estos

múltiples enclaves de «subculturas subdesarrolladas» dentro de la nación. «¡Pobrecitos,

si así los ha hecho Dios!», exclama nuestra buena sociedad, que se ufana de ser cristiana.

Decir esto es una terrible hipocresía. ¡Dios no los ha hecho así, sino nosotros, los

hombres! El mandato cristiano del amor al prójimo nunca es meditado en su

profundidad inmensa. Ya que, en realidad, amar por mandato no es posible, ni tampoco

meritorio amar al prójimo por gloria personal o por ganar el cielo. Nuestra

responsabilidad es infinitamente más honda y compleja. Sólo por el amor que el otro ha

recibido es capaz, más tarde, de llevar a cabo, dentro de él, este mandamiento del amor.

Y recuerda aquella hermosa frase: «el amor es de la naturaleza del buen olor». Más para

ello es necesario que reconozcamos que al no remediar la pobreza ni la incultura, al

fomentar el hacinamiento en el campo o en las ciudades, al humillar socialmente a los

demás, intervenimos de manera implacable en esa cuasi herencia de los primeros días y

años de la vida, tan poderosa como la de los genes, y volvemos subnormales, «débiles

mentales», a nuestros conciudadanos.

Ahora Antonio se seca el sudor que corre por su frente y le pone más fuerza a su voz,

al decir:

— Defendemos esta actitud egoísta con mil pretextos, por ejemplo, el del orden

social. La justificamos con esa cosa horrible que llamamos «caridad para el desvalido»

y que muchas veces es una máscara que oculta nuestra propia incapacidad para el amor.

Un señor que se había sentado junto a ellos y que observaba el cielo que se extendía

en tersa bóveda de boyante seda azul escuchaba aquella conversación y la interrumpió

al expresar:

— Ustedes perdonen que haya escuchado su diálogo y participe en él, pero tengo

curiosidad por saber ¿qué son los subnormales a los que ustedes hacen mención?

El problema de los subnormales— responde Antonio— no es un problema de un

infortunado sector de la sociedad, sino «nuestro problema». Infinidad de riquezas

intelectuales, de posibilidades sin aprovechar están ahí, a nuestro alcance, estériles,

produciendo con el paso de las generaciones cada vez más subnormalidad. Nuestra

mente es la que ha de cambiar, comprender la realidad de otra manera, con arreglo al

magnífico espíritu de nuestro tiempo. No debemos usar a los subnormales para

atrincherarnos de nuevo, con el disfraz de la caridad, en nuestro empecinado egoísmo.

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Debemos dejar atrás nuestro propio retraso mental y evitar salir a la ligera de ese apuro

en que nos pone el espíritu de nuestro tiempo, volviendo a repetir, con la más piadosa

de las intenciones, pero en el fondo para defender arcaicas barricadas, la conjura de la

sociedad actual. Se refería Antonio al Diluvio Universal, a la destrucción de Sodoma y

Gomorra, que él concibió como una «eutanasia universal», la primera, y como una

«eutanasia moral» la segunda. La doctrina de la iglesia plantea en forma clara y

categórica su oposición a terminar con la vida de una persona, por las razones que sean,

no se puede obviar que en los países pobres se aplica un tipo de eutanasia que se podría

calificar de «social», porque de diferentes formas se atenta contra la vida de las

personas. Cuando en un hospital público se deja morir a una persona por falta de un

medicamento o cuando en una clínica no se ofrece atención a las personas en estado de

emergencia hasta que los familiares no depositan una determinada cantidad de dinero,

se incurre en la eutanasia social.

Hay una pausa. Reina un breve silencio. Se oyen las moscas zumbar y al fondo el

murmullo del gentío. José, al fin, suspira:

— La vida es un valle de lágrimas.

Antonio añade:

— Jesús ha dicho: «sed buenos, sed pobres, sed sencillos». Y los hombres no son

buenos, ni pobres, ni sencillos. Mas tiempo vendrá en que la justicia suprema reine

implacable. Los grandes serán humillados, y los humildes ensalzados. La cólera divina

se desbordará en castigos enormes. ¡Ah, la angustia de los soberbios será indecible! Un

grito inmenso de dolor partirá de la humanidad aterrorizada. La peste devastará las

ciudades: gentes escuálidas vagarán por las campiñas yermas. Los mares rugirán

enfurecidos en sus lechos; el incendio llameará crepitante sobre la tierra conmovida por

temblores desenfrenados, y los mundos, trastornados de sus esferas, perecerán en

espantables desquiciamientos... Y del siniestro caos, tras la confusión del Juicio último,

manará serena la luz de la Verdad Infinita.

Sentado en el banco, con los pies cruzados y frotándose las manos, Antonio, nimbada

su cabeza de hombre humilde por el tibio rayo de sol que lograba penetrar al interior de

la estación, permanece inmóvil mientras conversa, con los ojos al cielo.

Se interrumpe el diálogo. Se autorizó abordar el tren. Boleto en mano, todos se

enfilan. La salida estaba retrasada. Nadie protestaba. Nadie decía nada. Siempre ha sido

así; en el cine, en el hospital, en las oficinas, en fin, en todas partes: es idiosincrasia tica.

El sol cubre pesadamente el techo de la estación. El calor se acentúa en los allí

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presentes. Los viajeros se acomodan ya en el tren, donde también el calor es

insoportable.

El anciano párroco, que fue el primero en ocupar el tren, mira las nubes pasar a lo

lejos sobre el cielo azul, con la mano en la mejilla, mientras piensa para sí: las nubes

nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el mar

que allí afuera descansa— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos, mirándolas,

cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas —tan

fugitivas— permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos las miraron hace

doscientos, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las

mismas ansias que nosotros. Cuando queremos tener aprisionado el tiempo —en un

momento de ventura—, vemos que han pasado ya semanas, meses, años. Las nubes, sin

embargo, que son siempre distintas en todo momento, todos los días van caminando por

el cielo, como la vida camina por la tierra. Las hay de diferentes tipos, como las que se

observan ahora, como velloncitos iguales e innumerables, que dejan verdor entre algún

claro pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente.

Algunas de color ceniza, cuando cubren todo el firmamento, dejan caer sobre la tierra

una luz opaca, tamizada, gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales.

El tren aún no iniciaba la marcha y el anciano párroco continuaba en su embeleso,

deleitando su vista con el paisaje del infinito cielo, y recordaba a Campoamor, en uno

de sus poemas titulado «Colón»: «Las nubes —dice el poeta— nos ofrecen el

espectáculo de la vida. La existencia, ¿qué es sino un juego de nubes? Se diría que las

nubes son 'ideas que el viento ha condenado'; ellas se nos representan como un 'traslado

del insondable porvenir'. Vivir —escribe el poeta— es ver pasar. Sí, vivir es ver pasar;

ver pasar allá en lo alto, las nubes.» Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver

todo en un retorno perdurable, eterno; ver volver todo —angustias, alegrías,

esperanzas—, como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas, como

esas nubes fugaces e inmutables. Como es la vida, fugaz.

La voz ronca del padre Miguel Suárez lo sacó de su profundo pensar al expresarle

impaciente:

— Padre, son las tres y quince y aún el tren no sale, ¿qué pasará?

No se preocupe hijo—contesta el anciano—, aún con sus ojos fijos en al azul del

cielo. Pronto el tren iniciará su viaje. Recuerde que «quien pierde la paciencia y

voluntad, fácilmente pierde el juicio. Los afectos y pasiones humanas son como la peste

del aire corrupto, que tocan y ceban en los príncipes como en los pastores».

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La locomotora silbó, con un silbido largo y bronco. Se remueve el tren con chirridos

de herrumbres y atalajes mohosos; una satisfacción se hace dentro. En las ventanillas de

los vagones, unas mujeres, en cuyos atavíos se destacaban los delantales blancos, agitan

sus pañuelos. Helen llevaba a su hija sostenida entre sus brazos.

El tren inició su marcha después de dar una sacudida. Helen saludó a un sacerdote

que compartía el vagón con ella. Era de rostro frío y sonriente: era el vicario a quien Su

Eminencia, el cardenal-arzobispo, se había dignado delegar para que lo representara en

aquella peregrinación. Después de saludar a cada uno de los viajeros se acomodó en su

asiento.

Y mientras, rueda el tren balanceándose en la vía y rechina al chocar el suelto herraje,

y atrás huye rápido el caserío. La señora Helen Soto ponía en sitio seguro su cartera de

cuero de culebra y una bolsa donde se leía: «Tienda la Gloria», que constituía todo el

equipaje del viaje.

El compartimiento lo ocupaban el vicario, Miguel Suárez; el párroco, Lorenzo Marte;

Helen Soto y su hija, y frente a éstas, una señora de mediana edad, muy erguida, que

vestía una hermosa falda de seda. El sacerdote le hablaba con la deferencia que siempre

emplea para con las personas ricas y piadosas. Se llamaba Isabel Rodríguez. Sobre ella,

y en la redecilla de equipajes, se amontonaban varios sacos de mano, de tela bordada.

Representaba la señora unos cuarenta y cinco años de edad, tenía el rostro agradable,

sonrosado, un aire importante, y en sus manos gruesas los dedos aparecían hinchados

por la presión de la sortija. Sin dudas era la esposa de un político, o de algún influyente

personaje de la sociedad puntarenense.

Por la ribera del océano, como frenado por el viento, corre el tren. En blancos grupos

contemplan el sol las gaviotas, mas al acercarse las gentes vuelan en bandadas

tumultuosas. Pausadamente se alejan sobre las revueltas olas y se abaten a la distancia

trazando una curva airosa. Alcance pronto les daban y ellas, de nuevo en derrota, a volar,

siempre adelante, por sobre la mar sonora.

Por la arena húmeda y firme se ven bañistas correr y cabelleras y almas flotar frente

al viento marino. Allá en la lejanía, en la inmensa playa sola, se observan dos

enamorados que se entregan sus bocas en un eterno beso, como eterno es el horizonte.

El vicario se calzó unos negros guantes de filadiz y un solideo de terciopelo forrado

de linda seda morada que sacó del maletín. Después desplegó el periódico conservador

y se sumió en su lectura, haciendo de vez en vez partícipes a sus compañeros de vagón

de las reflexiones que la lectura le sugería, expuestas en voz lenta y serena. Frente a él,

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Helen Soto, con el rostro sudoroso, se lamentaba amargamente de haber tenido que

dejar en el hogar a sus otros dos pequeños, los cuales, al parecer, también eran

asmáticos.

Al lado del vicario viajaba el párroco, hombre de rostro ascético. A ambos lados de

la nariz se le marcaban unas profundas arrugas que, descendiendo hasta la boca,

parecían arrastrar hacia abajo las comisuras. El mentón se destacaba cuadrado y

enérgico, bajo una boca sin labios, vulgar, como tallada brutalmente a golpes de hacha.

Pero bajo el arco de las cejas, algo levantadas, brillaban unos ojos azules, límpidos, algo

vivaces, y tan bondadosos como los de un perro, que transfiguraban la reciedumbre del

rostro iluminándole con luz dulce y serena. Esa expresión de completa sencillez no

suele verse más que en la mirada de los niños pequeños, o en las de algunos monjes,

especialmente en la de algún hermano portero sepultado desde hace años en el interior

de un monasterio. Son ojos de santos. La sola expresión de aquellos bastaba para

transformar y hacer simpática la fisonomía vulgar y casi inexpresiva del anciano. Su

sotana negro oscuro estaba llena de polvo en los hombros y parte de la espalda. Cuando

se dirigía al vicario lo hacía con gran humildad, y tanto él como los demás

acompañantes le daban el tratamiento de padre Miguel. Llevaba muletas, pues además

de una lesión de etiología no conocida, también estaba enfermo de Parkinson y su

cuerpo era un solo temblor.

El tren corría lentamente en dirección a San José. Pasaba por una estrecha franja de

tierra de apenas ochenta metros. A la izquierda, el estero; a la derecha, el océano. Más

adelante se divisaba la ciudad de los muertos, con sus casas blancas adornadas de cruces.

Aquella estancia estaba limitada por las palmeras que surgían de entre sus tumbas,

apuntando desafiantes hacia arriba, hacia el infinito, hacia el cielo, como si quisieran

herirlo. Allí moraba, desde hacía un año, don Ramón Quirós.

Gruesas nubes blancas henchidas de un brillante nacarado, se deslizaban en el cielo,

proyectando una luz alta y dura. Aquel atardecer de julio era tan abrumador como los

días más bochornosos de agosto. Una gruesa y sinuosa arteria latía rítmicamente en la

sien del anciano, quien se enjugaba el sudor con un pañuelo a cuadros.

El vicario cruzó sus manos sobre el pecho y cerró los ojos. Helen empezó

inmediatamente a organizar los documentos de referencia que le habían entregado hacía

sólo dos días: eran certificados extendidos especialmente por el médico de Puntarenas,

pero la mayor parte de ellos le resultaban anodinos, sin significado concreto. No tenían

para ella utilidad alguna.

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Helen hacía el viaje para que los especialistas examinaran a su hija enferma, para ver

si se producían en verdad modificaciones favorables en su estado de salud, como

aseguraban los galenos locales.

Siempre había pedido que le refirieran su niña a un neumólogo, pero los médicos le

respondían que no era necesario.

Así, cuando se presentó la oportunidad de ir a San José, se apresuró a aprovecharla.

Si hubiera sabido lo extraordinariamente difícil que era obtener una cita con un

especialista en San José y lo retardada de la misma antes de la partida, sin duda habría

abandonado su propósito. Pero ahora era ya demasiado tarde.

El vicario despertó por el traquetear del tren que detuvo su marcha en una pequeña

estación. Habían llegado a Chacarita. Al frente y a la derecha se levantaban

framboyanes que exhibían los colores rojos encendidos de sus hermosas flores. A la

izquierda el liceo del mismo nombre. El calor iba en aumento. Las moscas zumbaban.

Vamos a rezar el rosario—dijo el vicario—. Isabel nos hará el obsequio de llevarlo.

La aludida rehusó, turbada por el honor que se le hacía, pero como el religioso

insistiera amablemente, inició el rezo.

Pasaban por la estación del Hospital Monseñor Sanabria, que se levantaba imponente

a la derecha, con su color rojo ladrillo entre el verdor de los matorrales, a escasos

metros del océano. El tren se alejaba de la playa y ahora cruzaba un pequeño túnel para

divisar el verdor de la campiña adornada por el ganado que allí pastaba.

Con aire abatido, el anciano iba pasando entre sus gruesos y temblorosos dedos de

nudosas articulaciones las cuentas de su rosario de «Lágrimas de San Pedro». El vicario,

descubriéndose, le contempló.

Con un murmullo se sucedían monótonamente las respuestas a las preces de doña

Isabel; su voz, de lánguido acento, era un tanto chillona. Mirándola detenidamente, se

podía observar que por el cuello del vestido le sobresalía una papera. También era ella

una enferma que iba a buscar a San José el tratamiento para la desaparición de aquel

tumor.

El vicario hundió sus manos dentro de las mangas de la sotana. Tenía un rostro fino,

pálido, sin arrugas, una boca bien trazada de labios inquietos y unas cejas prominentes

muy gruesas. Mantenía los párpados bajos y de cuando en cuando los levantaba.

Entonces se veía el negro brillo de sus ojos inteligentes.

Pasaban por Roble; algunos pasajeros han subido con cestas y con bultos. El cielo

está radiante, limpio, diáfano: brilla el sol en vívidas y confortadoras ondas; un gallo

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canta lejano con un cacareo fino y metálico; a la derecha se destacan los puntitos

blancos de las casas enjalbegadas. Es el caserío de Barranca que se levanta en

construcción. Es parte del plan de viviendas del presidente Oscar Arias Sánchez.

Ahora el panorama ha variado en el cielo. Se observan a la derecha, allá en lo alto,

nubes centrales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso o allá en la lejanía gris, se

observan grises. Ahora no caminan, más bien permanecen inmóviles, como si

durmieran.

Mira, allí en las huertas —dijo uno de los viajeros—. Señala a viejos encorvados y

tostados por el sol, como momificados, como curtidos por el tiempo, que están

inclinados sobre la tierra, arreglando los partidores de las acequias, quitando las hierbas

viciosas que son como parásitos que obstruyen la buena vida de las plantas e impiden

que la tierra respire libremente.

Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo—dijo por fin doña Isabel.

Amén—contestaron todos.

Helen se informó después qué tal era el hospital, el lugar donde atenderían a su hija,

y sobre la categoría de los diferentes médicos que allí laboraban. Daba la impresión de

que estaba realizando un viaje que no era muy de su gusto y que tenía la intención de

hacerlo lo menos desagradable posible.

Los que ocupaban el vagón eran muy religiosos. Helen sentía gran fe por la Virgen

del Carmen y como impulsada por la curiosidad le pregunta al anciano párroco:

— ¿Cree usted en los milagros de la Virgen del Carmen?

El anciano sentía también gran fe por los milagros de la Virgen del Carmen.

Con éste son veinte los viajes que hago a Puntarenas—dijo—. Y la Virgen del

Carmen me ha concedido siempre grandes favores. Las veces que he estado enfermo

ella me ha curado o al menos aliviado. Mi enfermedad de ahora es por los años y no

espero favores esta vez.

¡Los que esperando la curación sufren las molestias de ese largo viaje —repuso doña

Isabel—, deben morir llenos de desesperación y de fatiga al ver fallidas sus esperanzas!

—Usted olvida la fe, mi querida Isabel. Los que no sanan regresan consolados, y

cuando mueren aún se hallan contentos.

El tren dejaba atrás el poblado de Barranca. A lo lejos, la enhiesta chimenea de una

fábrica difumina un denso humo negro; el cielo radiante, se viste de azul pálido; una

tenue neblina cierra y engasa el horizonte. El bosque duerme bajo la gran mirada del sol

de la tarde que a través del follaje ondulante y sonoro sondaba la honda vegetación con

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sus hilos de oro. Al rato todo era silencio. El tren iba ahora más rápido, después de

pasar el puente sobre el río Barranca. Iba a poca distancia de su ribera. El río, crecido

por las lluvias primaverales, se deslizaba rápido y sus orillas bajas aparecían

festoneadas por higuerones y sauces. Impulsados por los fuertes vientos del sur,

aquellos se inclinaban dócilmente, y el follaje de los sauces se volvía mostrando su

plateada cara inferior. Penetraban en el valle, el sol de la tarde baña el dormido huerto;

los árboles alargan sus ramas hacia el suelo. De la caldeada tierra suben vapores

trémulos; no hay soplo en la atmósfera ni una nube en el cielo.

Brota sudor copioso tras el más leve esfuerzo, y hay sabores amargos en los labios

sedientos de los viajeros. Y allá, en el platanal, apoyado en la azada, descoyuntado el

cuerpo, descansa bajo un árbol un jadeante labriego.

Helen tomó la mano de su hija y luego, para escapar a la atmósfera asfixiante del

vagón, salió al pasillo. Varios jóvenes, junto a una señora de edad avanzada y pálidas

mejillas, entonaban diversos cánticos en el último vagón; en otro iba una familia que

parecía de burgueses, rodeada de grandes maletines de cuero café; también iban allí José

Pérez y su primo Antonio; el siguiente lo ocupaban una religiosa de aspecto extático,

Ramón Quirós, su primo Sebastián y un joven de unos dieciocho años que sufría del

corazón; en cambio, en el próximo se hacinaba toda una familia con un niño ciego, otro

con parálisis cerebral y una anciana obesa. Helen volvió a su vagón.

Aún se observaban las aguas lodosas del río y allá, en la lejanía, quedaba atrás el

poblado de Barranca. Una hilera de jocotes delimita la ruta y tras ella el maizal daba

colorido al campo.

Pasan por la estación de Cabeza, donde se destaca un gigantesco árbol que ofrece su

sombra a una zahúrda, y que exhibe sus higos por todas sus ramas. El bosque se

extiende por todas partes y en este anchuroso claro los caballos van paciendo la hierba o

se yerguen y ramonean en los árboles. La viva luz solar apenas llega al centro del

bosque. Gruesos troncos caídos desde hace años y años se van deshaciendo y

convirtiendo en tierra negruzca. Un follaje tupido cubre y tapiza troncos y ramas; como

listones y cordeles que aseguran la verde cortina de hojas, van de tronco en tronco, se

cruzan en el aire, reptan hasta la cima y caen en festones que se balancean, largos y

flexibles verdascas. El grito agudo de un pájaro rasga los aires de cuando en cuando; de

pronto se ve sobre la verdura, cruzando rápidamente, el abanico dorado, verde y azul de

un plumaje. En el silencio alguna vez, entre las hojas secas, se produce un ruido de

papeles estrujados y brilla un momento un pedazo de piel lustrosa, escurridiza y como

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de malla menuda, en apagados colores.

Cuando el tren desvía su rauda marcha, cruje desvencijándose el bagaje, y pasan en

fantástico miraje la loma, el llano y el bosque, para volver a divisar aquella playa. El sol

brilla aún en el cielo despejado y a lo lejos se ven los rizos de las olas sobre la arena de

la playa. Los viajeros no sabían de qué hablar, la emoción era honda, mientras

avanzaban despacio por la orilla del océano, como si el tren estuviera cansado.

Ya estaban en Puerto Calderas. En la campiña, cuyo vasto horizonte estaba

sumergido en la bruma, se divisaba, en torno a las casas de labor, la muralla de los

cipreses, formando manchas severas y negras, entre los claros colores de julio. La

ardiente vida de la naturaleza estallaba por todas partes. Algunos desdichados enfermos

a quienes aquel tren transportaba por los campos se aferraban a la vida

inconscientemente en su último esfuerzo.

Los labios de Karen sonreían entreabiertos y por ellos se escapaba el fuerte soplo de

su respiración, y cuando se reunían de nuevo, se dilataban los nerviosos y finos agujeros

de su nariz.

El vicario dijo a Helen:

—La niña está respirando muy rápido, se encuentra muy débil.

La portezuela estaba abierta, pero un colchón extendido transversalmente sobre los

asientos impedía la entrada; sobre él estaba echada la niña con rostro exangüe, crispado,

y los labios amoratados.

Sufre mucho—murmuró Helen—. Pero estoy contenta porque al fin la llevo a San

José. Los médicos la curarán, tengo fe.

Y dirigiéndose a la niña en tono cariñoso agregó:

—No te inquietes hija, pronto llegaremos.

Su hija no tiene buen aspecto— confesó el vicario a Helen—. Y preguntó:

— ¿Esas crisis ocurren con frecuencia?

— No, ocurría muy contadas veces, pero en los últimos meses, su frecuencia es

mayor y

los cuadros más severos.

Mientras Helen conversaba con el vicario por distintas salidas se apeaban jóvenes del

tren. En las ventanillas se veían rostros pálidos y demacrados; aquí y allá asomaban

caras regocijadas de campesinos como las de los jóvenes que se apeaban. Varias

muchachas iban y venían, con trajes de baño que habían usado en la playa ese mismo

día; se observaban sus rostros quemados por el sol. Los aldeanos y las mujeres del

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campo, de rostros curtidos, se mostraban atolondrados; otras personas llevaban bolsas

de mangoceles16 y pequeños paquetes. La nota dominante en aquel ambiente era una

expansiva alegría. El tren, aunque transportaba algunos enfermos, más bien era de

excursionistas. Un cura rural, de rostro atezado y surcado de arrugas, que había traído

treinta campesinos y vivía con ellos, iba de vagón en vagón comiendo un trozo de pan

con una rodaja de salchichón y bebiendo a sorbos por el pico de una botella.

En una de las puertas dos mujeres pleiteaban con un mozo. Eran dos viejas cenceñas,

enjutas, acartonadas; vestían trajes oscuros de gente campesina —azul oscuro, pardo

negruzco intenso flavo—. Una de ellas tenía la nariz arremangada y la boca saliente; la

otra tenía la boca hundida y la nariz bajita. Y las dos miraban al mozo, mientras

hablaban, con sus ojuelos grises, diminutos, un poco ingenuos, un tilde picaresco. El

mozo no las quería dejar pasar; decía que sus boletos de ida estaban caducos. Y ellas

chillaban, clamaban al señor, se llevaban las manos a la cabeza, y miraban al vicario,

como pidiendo su intervención definitiva.

¡El conductor nos vio montar en el tren de ayer!—decía una de ellas.

Sí —corroboró la otra—. El conductor nos vio.

El vicario intervino:

—Indudablemente, el vendedor de la estación puso una fecha atrasada al traquearles

sus boletos, porque estas dos viejas vienen de Puntarenas.

Cuando al fin han pasado y le han agradecido al vicario, las señoras se despiden y

bajan del tren.

Ya la tarde caía. El vicario atravesó el andén y se dirigió a la cabina contigua.

Tocado con su solideo de terciopelo, se preparó para descansar. Doña Isabel por su parte

se quedó majestuosamente dormida.

Afuera, en el fondo azul del cielo, se observan vaporosas nubes blancas; el sol ya no

quema; es tibio como el beso de una pálida. De pronto el tren se detuvo en una pequeña

estación y se montó una señora de mediana edad, pelo negro y ojos también negros,

como el azabache, acompañada por una niña de tez morena, quemada por el sol, de unos

doce años. Ambas se acomodaron en el vagón donde iban Helen y su hija Karen.

Buenas tardes —saludó la señora. 16 Mangocele. Sinónimo de celeque. En Costa Rica dícese de las frutas tiernas o en leche. Equivale a

mango nuevo y verde. En Costa Rica se vende el mangocele en bolsas acompañado de una bolsita de sal.

En otras latitudes de América, el Caribe por ejemplo, no se come el mango nuevo, porque

supuestamente empacha.

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Buenas tardes—respondieron todos.

En uno de los extremos estaba la niña asmática; una niña vigorosa que soportaba con

valentía aquella falta de aire, mientras los demás pasajeros la observaban atormentados.

Sufre horriblemente— murmuró con voz desfallecida el anciano párroco—. Hace

más de una hora que está así. ¡Denle algo!

Helen le aplicó dos inhalaciones de salbutamol; al rato cesó la dificultad respiratoria.

Los médicos en Puntarenas le habían enseñado cómo usar el salbutamol a través de un

vaso plástico. La niña se mejoró.

¿Qué has hecho en todos estos años? —interrogaba Helen a la recién llegada.

Pues te diré que tuve que abandonar los estudios—respondió Rosa melancólicamente.

Mis padres murieron y me fui a trabajar para San José.

Cuando Rosa quedó huérfana, llegó a la pubertad y, por su belleza alucinadora y su

aire de mirar a otro mundo, fue pretendida por muchos jóvenes costarricenses, empezó a

decirse que esperaba a un amante del cielo, porque se consideraba muy buena para los

mortales. Los pretendientes rechazados murmuraban, dolidos, que, en realidad, ella no

tenía por qué ser tan exigente, en primer lugar porque era huérfana, en segundo lugar

porque era nicaragüense y, en tercer lugar, porque estaba poseída por el demonio de la

epilepsia, el cual sin duda ahuyentaría a los espíritus celestes que pudieran estar

interesados. Algunos jóvenes despechados llegaron, incluso a apuntar que, ya que los

defectos de Rosa le impedirían encontrar marido por lo menos podía tomar amantes,

para no desperdiciar esa belleza, que en justicia, hubiera debido otorgarse a persona

menos problemática. A pesar de todos los intentos que hacían todos los jóvenes de

Puntarenas por convertirla en su ramera, Rosa conservaba la castidad, y su defensa era

una mirada de feroz concentración en zonas de aire situadas encima del hombre

izquierdo de las personas, que generalmente se tomaba por desprecio. Luego, comenzó

a trabajar —como criada—en una casa de familia en San José. Aquella familia estaba

compuesta por la esposa; una hija, ya casada, tres hijos con edades entre los 15 y los 22

años y el esposo que para la fecha contaba con 54 años. El señor fue el primero en

comenzar a decirme cosas bonitas y yo a creerlas—confesó Rosa—; nunca había

enfrentado el lenguaje amoroso de los josefinos, pues sabes cómo era mi padre de ogro

y cómo me había educado: a la antigua. Posteriormente también los hijos me asediaban,

sin embargo y sin saber por qué, me enamoré del señor. Luego, la gente oyó hablar de

su nuevo estado, sobre todo, entre los miembros de la familia donde trabajaba y caí en

desgracia cuando le comuniqué que estaba embarazada, porque el muy hijo de puta me

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echó de la casa. Sus promesas habían sido falsas. Yo ignoraba que era como la egipcia

Agar. Regresé a Puerto Calderas sin moral, sin dinero y con una güila en la panza: eso

había ganado trabajando en San José.

¿Qué sucedió entonces?—interrogó Helen curiosa— a su amiga.

—Pues mi tío me echó también de su casa por «sinvergüenza». No dejó que le

explicara nada. Nadie me aceptó...

—Se echó a llorar, como tratando de olvidar aquellos días.

Cálmate, cálmate y llora, que eso es bueno para que te desahogues querida —le

decía Helen—. Pero, cuéntamelo todo, hasta el final.

— Me vine nuevamente a San José y como no encontraba trabajo, me puse a

negociar con mi cuerpo... tú me entiendes ¿verdad?

— Claro que te entiendo Rosa, claro que te entiendo.

— Cuando eso la cosa estaba buena y pude reunir unos colones. Le pagué a un

abortero y me

sacó la güilita... tenía que hacerlo para seguir trabajando —decía Rosa llorando

amargamente—, además tenía una responsabilidad, mi hermanita, María. Después, con

la campaña del SIDA el negocio se aflojó y tuve que acudir a un representante para

poder subsistir. Al principio se portaba muy bien..., llegué a enamorarme de él, pero

luego me golpeaba y tenía que darle casi todo lo que ganaba, pero yo lo quería y

aguantaba todo con la esperanza de que un día se compusiera. Aún espero ese milagro.

Y ya vez, esa ha sido mi vida. En los últimos meses he estado enferma, tal vez por la

mala vida que he llevado, pero estoy en tratamiento.

Rosa había sufrido las consecuencias de los castigos económicos, morales y sobre

todo físico que le inflingía Manuel quien desde que la conoció se convirtió en su

chulo.17

Rosa le contó a su amiga que Manuel sabía muchas cosas, generalmente de todo el

mundo, los chulos saben siempre mucho de los demás. Ella, al llegar a San José, apenas

conocía a un puñado de habitante de la ciudad, pero llegó un momento que sabía tanto

que conocía el diminutivo de todo el mundo, la historia familiar y lo que ganaba cada

cual. Los clientes hasta le contaban sus sueños, aunque muy pocos soñaban más de una

vez al mes, porque eran muy pobres para permitirse esos lujos. Le narró a su amiga 17 Descarado, atrevido, rufián. Hombre que administra las actividades de las trabajadoras sexuales, a

quienes maltrata.

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cómo Manuel se había convertido en el chulo que hoy es su marido. Le dijo que Manuel

fue el primero en contarle sus sueños: Manuel soñó que era eunuco y que estaba en el

«Bombillo Rojo». El «Bombillo Rojo» era un prostíbulo de la zona roja de San José,

donde Rosa se inició. Las obreras del sexo del «Bombillo Rojo» resultaron ser las

mujeres más anticuadas y convencionales de San José. Su trabajo, lejos de convertirlas

en unas cínicas desengañadas (aunque, eso sí, eran incapaces de formar conceptos

feroces de sus clientes), había hecho de ellas soñadoras. Apartadas del mundo exterior,

se habían forjado una fantasía de «vida corriente» en la que no deseaban sino ser las

compañeras obedientes y, sí, sumisas de un hombre que fuera sabio, cariñoso y fuerte.

Es decir: el hábito de encarnar las fantasías de los hombres había llegado a corromper

sus sueños de tal manera que, incluso en lo más íntimo de su ser, deseaban convertirse

en la más vieja de todas las ilusiones del hombre. El aliciente añadido de representar la

vida doméstica de un hombre las excitaba, y perplejo Manuel descubrió lo que era tener

compitiendo por sus favores, por la gracia de una sonrisa, a doce mujeres que le lavaban

los pies y se los secaban con sus cabellos y le perfumaban el cuerpo y danzaban para el

matrimonio soñado que nunca creyeron conocer.

El irresistible. Él empezó a tener el valor de darles órdenes, de arbitrar entre ellas, de

castigarlas cuando se enfadaba. Rosa era una de aquellas doce obreras del sexo. Durante

su estancia en aquel lugar Manuel no carecía de noticias acerca de los acontecimientos

del exterior, sino todo lo contrario, ya que, en el desempeño de sus funciones de eunuco,

montaba guardia en la puerta de las cámaras del placer y oía los comentarios de los

clientes. La natural indiscreción de sus lenguas, estimulada por el alegre abandono

inducido por las caricias de las prostitutas y por el conocimiento de que allí se les

guardaría el secreto, hacía que el chulo, aunque miope y duro de oído, recogiera más

información sobre los acontecimientos del momento de la que hubiera podido obtener

recorriendo libremente las ahora puritanas calles de la ciudad josefina. A veces la

sordera era un inconveniente que dejaba lagunas en sus conocimientos, cuando los

clientes bajaban la voz y cuchicheaban; pero también eliminaba de sus audiciones el

elemento solaz, ya que no podía oír los murmullos que acompañaban la fornicación,

salvo, naturalmente, en los momentos en los que el extasiado cliente o la simuladora

obrera alzaban la voz en gritos de gozo auténtico o sintético. Cuando terminó de

contarle el sueño de su marido, Helen volvió a interrogar.

—¿No tienes hijos?

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La pregunta hizo recordarle la güilita perdida y los años que había estado evitando

los hijos, se sentía culpable de aquello y sentía miedo, miedo de volver a tener hijos.

Desde el día de su concubinato, Manuel Alvarado estaba lleno de apasionados deseos,

«como si realmente la vida empezara a los cuarenta», se admiraba su mujer. Su

amancebamiento se hizo tan activo que Rosa tenía que cambiar las sábanas tres veces al

día. Rosa tenía la secreta ilusión de que este incremento de la libido de su marido la

haría concebir, porque ella estaba convencida de que el entusiasmo influía, por más que

dijeran los médicos, y que todos aquellos años de tomarse la temperatura por la mañana

antes de levantarse y luego pasar los resultados a un gráfico, para determinar su ciclo de

ovulación, no habían servido sino para disuadir a los niños de nacer, en parte porque era

difícil llegar al orden necesario cuando la ciencia se mete en la cama con una, y en parte,

también en su opinión, porque un feto que se respete no querrá entrar en el seno de una

madre programada tan mecánicamente. Rosa aún rezaba para tener un hijo, aunque ya

no hablaba de ello a Manuel Alvarado para evitarle la sensación de haberla defraudado.

Con los ojos cerrados, fingiendo dormir, ella pedía a Dios una señal, y cuando Manuel

se volvió tan amoroso e insistente, ella pensó que tal vez esto era la señal.

Rosa calló,—Helen volvió a interrogar, curiosa — ¿Y tu hermanita, María, vive

contigo?

—No, ella vive aquí en Puerto Calderas, con mis tíos, pero me avisaron que estaba

muy enferma y me vine a buscarla para llevarla al hospital de San José.

A la caída del sol, por la playa inmensa y sola, frente al viento marino, el tren avanza

con su marcha lenta, incansable y melancólica. Las nubes son de carmín y de oro; de

oro es el horizonte; de oro es el océano y oro arrojan los rieles de la vía al rechinar el

tren. Por aquí y por allá, se observan numerosos barcos, que anclados parecen dormitar

sobre las quietas aguas oceánicas, que los balancean como si fuesen niños en sus cunas.

A la derecha se lee: «Hotel Casa Blanca». Al fondo se destaca un pantano cubierto

de nutrida vegetación. Dejaban atrás Mata de Limón y Salinas, avanzando por una

campiña hermosa, dominada por el verdor de marañones y mangos.

En la quietud de la tarde, frente a la ventanilla abierta del vagón que ensombrecían

los árboles de la solitaria vía, los viajeros hablaban; el anciano le dice a Helen:

—No se preocupe señora, su hija ha mejorado y pronto estaremos en San José.

Y la voz ronca del vicario añade:

—Dios ha contribuido con el alivio de esta pequeña.

Doña Isabel roncaba, Rosa Santiler estaba inquieta porque su hermanita se retorcía

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del dolor, y Helen sonreía con pena, murmurando gracias, gracias.

Se detienen brevemente en Cambalache, donde suben nuevos pasajeros. Después

cruzan un túnel de doscientos ochenta y ocho metros; al salir, aparece otra campiña; el

aire de repente se hace más suave y se observan montañas vestidas de un verdor no

antes visto por los viajeros.

El anciano párroco no pudo contener la emoción de aquel paisaje y se dirigió al

padre Miguel Suárez:

— ¿No amáis las montañas? ¿No son vuestras amigas las montañas? ¿No produce su

vista en nuestro espíritu una sensación de reposo, de quietud, de aplacamiento, de paz,

de bienestar? Una montaña se ve en el horizonte sobre el cielo límpido; es una imagen

que se graba en nuestra alma y que en ella reposa durante tiempo y tiempo.

Y se pregunta ¿en qué se parecen, a las montañas llenas de bosques tupidos y negros

de Chirripó? ¿En qué se parecen a las montañas húmedas, hoscas e indefinidas del Sur?

Dispersos por la montaña se ven grupos de pinos que exhalan un penetrante aroma de

resina. No son pinos adiestrados y amaestrados por industriales; no son pinos plantados

y cultivados en vista de un futuro aprovechamiento de sus troncos. Estos pinos no

conocen la mano del resinero. Crecen libres, rebeldes, felices. Sus troncos toman mil

formas caprichosas; se tuercen a un lado, luego a otro; se inclinan hacia el suelo,

después enmiendan la torcedura y se levantan airosos. Al aroma de los pinos se mezcla

el de los romeros, y el de otros árboles. En este aire sutil y fuerte de los paisajes

cambalacheros los aromas se expanden con libertad; todo el paisaje es aroma; todas las

cosas que pasan por el monte, nuestra ropa, nuestros pies, el tren, se impregnan de un

sentido olor.

El bosque es vida. Esos árboles crecen con libertad, nadie los dirige, no hay un pino

más fuerte y más potente que los controle. No: ellos deciden su futuro. Viven mucho

mejor que los pueblos que no tienen derecho a vivir su propio sistema, sino el que el

imperio de turno les imponga.

Pasaban el puente sobre el río Jesús María que allá, al fondo, imponente y con sus

aguas enlodadas y crecidas, viajaba con raudal inusitado abrazado al Machuca. Estaban

en campo abierto. La llanura se extiende inmensa en la lejanía, verdeoscura,

verdepesada, grisáceo, rojo, negra en las asas labradas recientemente. Las piezas

ensamblan temprano, en mosaicos infinitos, con los cuadros de los barbechos hoscos. Ni

una casa, ni un árbol. Un camino, a intervalos, se pierde sesgo en el llano uniforme.

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Dejaban atrás la estación de Ubita, y el olor del guarapo,18 del azúcar y del melao,

delataba los trapiches del kilómetro ochenta y uno. Pasaban por Carretillas, Cascajal. Se

detienen nuevamente en la Ceiba y siguen avanzando lentamente hasta dejar atrás Pozón,

Coyolar y Mastate.

Se observa entonces, a la derecha, un camposanto, anunciando la llegada a Orotina.

El tren detiene su marcha por un instante y lo asalta un tropel de fornidos mozos,

rasurados unos, con barbas y pelo largo otros, mofletudos, en mangas de camisa. Y el

tren reanuda su marcha, silba y corre, con formidable estrépito de trastos viejos, por la

campiña solitaria.

En Marichal un grupo de jóvenes jugaba mejenga.19 Pronto se pierden de vista,

mientras el tren continúa por la campiña paniega, verde a trechos, a trechos negruzca.

La tierra se dilata en ondulaciones suaves de alcores y recuentos. Y entre ramas

desnudas de los árboles, casi a flor de tierra, en la lejanía, desciende lento y solemne un

enorme disco de oro encendido... Pasaban la estación Hacienda Vieja, avanzando entre

montañas. Allá, en el fondo del abismo, corría veloz el río Turrúcares. La alegría de sus

aguas ríe con claro acento, deslizándose rápida por el estrecho cauce. Los líquidos

tentáculos lamen el blanco suelo; de las grietas emergen fugaces riachuelos. Y sobre las

aguas, como esquife ligero, se destaca un tronco gigantesco: sobre él un ave canta su

canción apenas perceptible.

Todos dormían, excepto Rosa Santiler y su hermana que aún se retorcía del dolor. El

conductor había facilitado algunos analgésicos pero no habían sido suficientes para

calmar aquel dolor.

Hacia las seis de la tarde, Karen despierta con el reflejo de las llamaradas

postrimeras del sol en las ventanillas. Tiene una actitud de afectado abandono: sobre su

pecho su corazón late como caballo al galope sin freno; mas a pesar de su dificultad

para respirar mira por las ventanillas y observa el bosque con sus floridos trajes. El tren

va como un torrente por la vía sonora y dentro de él los alegres muchachos ríen con

deleitoso buen humor.

Sus ojos buscan el horizonte perdido, y allá en la lejanía observa cómo el sol cambia

de amarillo a rojo encendido, mientras el cielo y la montaña se abrazan como dos

enamorados. Ve caer la noche sobre los montes y los valles. Sus sombras van a

18 Jugo de cana dulce exprimida, que vaporizada produce azúcar. 19 En Costa Rica mejenga significa jugar fútbol en el campo.

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envolvernos como cendales sutilísimos que pudiéramos palpar. Ha caído la noche desde

las estrellas ciegas y frías, como dijo Quevedo, en su silva El sueño.

La noche cae melancólicamente y poco a poco desfallece el rumor de los rieles que

se van adaptando al correr de aquel tren. Y en actitud desconsolada Karen deja caer sus

lágrimas, una a una, sobre el colchón. Tras las puertas que gimen al cerrarse, entona la

tristeza de su dolor.

No podrás llegar a San José—dijo su madre angustiada.

En un tren tan largo como aquel los viajeros han de sufrir el choque de unos contra

otros en los frenazos, y fácil es imaginar los sufrimientos que se ven obligados a

soportar con aquel constante traqueteo.

En cada parada se le crispa el rostro y parece como si fuera a desmayarse... Yo no sé

ya qué hacer para aliviarla —explica Helen—. Vamos a hacerte dos inhalaciones de

salbutamol. Sin dejar de hablarle la madre colocó a Karen el vaso-inhalador en su boca,

luego de agitar su contenido, y procedió a hacer las inhalaciones. El pecho de la niña

silbaba, como violín en sinfonía.

—Dentro de unos minutos te sentirás mejor. Entre tanto, te sentaré para que se

facilite la respiración y te quitaré el suéter; hace mucho calor.

Las manos ágiles de Helen pusieron al descubierto el pechito de Karen. Las

costillitas se marcaban bajo la piel. Era un pechito que ya comenzaba a tomar forma de

quilla, como el pecho de una paloma. El abdomen parecía distendido.

Está fría—observó el vicario al palparla—. Sus piernas están hinchadas, el corazón

late aceleradamente, como si quisiera salir de su jaula, y su respiración también es algo

rápida.

Al transcurrir el tiempo mejoraba; su respiración se tornó más lenta al mejorar la

entrada de aire a sus pulmones.

Tiene temblores—dijo el párroco.

Eso es por el salbutamol—respondió su madre.

El carruaje empezó a ascender, despacio, por un empinado alcor. Al llegar a lo alto,

el tren silba y se detiene un momento. Suben dos campesinos. Si esperáramos el paso

del tren desde allá arriba, veríamos cómo la lucecita roja aparece, brilla un momento y

luego se oculta, igual que todas las noches, todos los meses, todos los años. Estaban en

Hacienda Vieja. Al descender pudieron ver de nuevo las sucias aguas del río Turrúcares,

que como una serpiente se deslizaba en el fondo. Se alcanzaba a ver una extensa

cordillera de color azul oscuro que cambia a gris al unirse al cielo que surcaba de nubes

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grises. Había pasado Dantas y se detenía en Concepción, donde un joven de pelo largo y

rubio, ojos azules y de cuerpo acartonado, vociferaba por el andén ¡Jocotes, verdes y

maduros! ¡A veinte la bolsa! ¡Maní tostado! Una pareja sale del último vagón y el tren

reinicia su cansada marcha.

En el asiento contiguo, donde aún dormía Isabel Rodríguez, Rosa Santiler frotaba el

abdomen de su hermana, que se quejaba de dolor. En el silencio que predominaba sólo

se oía el cantar de cigarras y el sonido del agua al correr. Un pequeño arroyo pasaba por

la estación de Quebrada y a lo lejos, al pie de la montaña, se divisaban luces encendidas

que delataban la presencia de casas aisladas. Van dejando atrás las campiñas; un

pequeño cementerio anuncia la entrada a Escotal. Unos pasajeros bajan, otros suben.

Una muchedumbre, como un panal de abejas, se aglomeraba en el salón Oasis; más

adelante se destacaba la escuela Tomás Sandoval. Ahora el tren viajaba solo por entre

las montañas, sin otro acompañante que la oscuridad de la noche, que ya dejaba caer su

manto.

El cielo se cargaba de nubes grises que corrían apresuradas. El calor volvía a sentirse.

A lo lejos, allá abajo, a la derecha, se divisaban pequeñas luces encendidas que

semejaban estrellas en el firmamento; era el proyecto Ventana, del Instituto

Costarricense de Electricidad (ICE). Ya habían quedado atrás las estaciones de Mangos,

Tornos y Balsa.

María seguía quejándose del dolor. Rosa, acongojada, no sabía qué hacer para

aliviarla. Era tarde: se iluminaban las chozas y volaban encendidos los carbones como

luciérnagas luminosas. Surgen por fin las huertas lugareñas, y tras las oscuras

ramazones, las luces de Río Grande hacen señas. De repente el tren dio un frenazo.

Habían llegado a la pequeña estación de Atenas, en donde se bajaban varios pasajeros,

mientras invadían el tren los eternos vendedores que ofrecían sus variados productos.

Sube un hombre de pelo negro, ojos marrones y baja estatura. La locomotora silba,

haciendo señal de marcha. Los vendedores bajan apresurados y el tren se sacude

mientras reinicia su marcha.

El recién llegado se acomodó justo al lado de la hermana de Rosa que se retorcía de

dolor. Llevaba un maletín negro; en verdad que llamaba la atención la obesidad de

aquella joven.

¿Qué le ocurre a esta niña?—preguntó con voz ronca, pero simpática.

Le duele mucho la panza—repuso la hermana—, además tiene cinco días sin evacuar

y tiene vómitos.

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— Mire señora, soy médico y si usted desea puedo tratar de ayudarla.

— Claro que sí, doctor, eso era precisamente lo que necesitaba.

El doctor Pedro Aguilar se acercó a la niña. Mientras interrogaba a Rosa, murmuraba,

veámosle el vientre, a ver qué le pasa a esta hermosa criatura. Sus manos ágiles

pusieron al descubierto el vientre opilado de María Santiler. Las costillas se marcaban

bajo la piel, que se veía brillante y tersa, como los cestos aún sin barro de las viejas

casas de adobes de Santo Domingo y San Francisco de Heredia. El abdomen parecía

distendido por materia sólida, y una bolsa de líquido ocupaba la región del ombligo.

Presentaba el aspecto típico de una peritonitis. El dolor era intenso a la menor palpación.

Se palpaba una masa en fosa ilíaca derecha. Pedro aplicó el dorso de sus dedos, índice y

medio sobre el vientre de la paciente. La temperatura era superior a lo normal. Las

piernas estaban hinchadas que dejaban fóvea a la palpación a nivel de las rodillas. El

corazón latía aceleradamente, y la respiración también era algo rápida.

— ¿Viven todavía sus padres? le preguntó.

— No, doctor, murieron, hace cinco años mi padre, y doce años mi madre.

— ¿De qué enfermedades?

— Mi padre escupía sangre, y mi madre murió de una bronquitis después de haber

estado enferma mucho tiempo.

Rosa había explicado antes al doctor Aguilar que su hermana estuvo enferma toda su

vida. A los ocho años tosía escupiendo sangre, y a los nueve tuvo una pleuresía y le

extrajeron dos litros y medio de líquido del costado izquierdo. Después siguió enferma,

aunque mejoró un poco. Hacía un año que le habían dado tratamiento con unas

pastillitas blancas, pequeñitas —así las describe Rosa—, y María decía que amargaban

mucho; las tomaba todos los días. También tomaba unas grandes, con una ranura en la

mitad y de color rosado, y unas inyecciones que tuvo que ponerse durante tres meses.

No recordaba sus nombres, pero sí sabe que María se cansó de tantas inyecciones y de

tantas pastillas y no volvió a tomar aquellos medicamentos; tampoco volvió al hospital.

Todos estos informes coincidieron con lo que el médico pudo observar en María.

Examinando el vientre, Pedro pensó, que podría tratarse de una tuberculosis abdominal

complicada con peritonitis, que había provocado un cuadro de obstrucción intestinal,

por lo que le dijo a Rosa:

— No podemos administrar analgésicos para aliviar el dolor porque enmascararían el

cuadro y al llegar al hospital los médicos se confundirían. Espero que se mantenga

estable hasta que lleguemos.

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Pero, ¿qué es lo que tiene mi hermana doctor?—pregunta Rosa asustada—. ¿Es muy

grave?

— La verdad es que con lo que usted me ha comentado y con lo que he podido

observar en la niña, estoy seguro de que tan pronto llegue al hospital la operarán.

Me siento mejor —murmuró la enferma.

Como Pedro estaba consciente de la enfermedad de la niña, se sentó en el sillón junto

a las dos hermanas. Se quedaría en ese vagón, vigilante, hasta llegar a la ciudad.

Son la siete de la noche. El cielo tiene ahora un color gris oscuro y las nubes que

viajan apresuradas ocultan la luz de la luna, haciendo más sombría la noche. De los

campos sube un fresco olor, y una ligera bruma envuelve los contornos imprecisos de

las colinas que cierran el horizonte. Pero la brisa reconfortante de la noche no penetra en

esta caja malsana donde los enfermos respiran penosamente. Con la cabeza levantada,

Karen aspira también aquel aire infecto. Sus párpados amoratados permanecen caídos.

Duerme al parecer bajo la influencia del abatido trayecto recorrido.

Su madre que la cuida, sin duda impulsada por la fe, y que debe de haber pasado por

múltiples emociones, la contempla ahora tranquila.

Pedro observa las manos vivas de Rosa, de dedos ágiles pero enérgicos, con la blanca

manga ajustada a la muñeca. Iba vestida como si fuera una enfermera. Su cara llama la

atención, especialmente por los ojos, luminosos, cobijados bajo unas cejas oscuras, en

las que a veces parecían brillar unos hilillos de oro. La incitó a charlar un rato. ¡Pobre

muchacha! —decía Rosa—. ¡Y fuerte que es María!, desde que nació ha sufrido. Nació

de la muerte de su madre: ya Leopardi cantó que es riesgo de muerte el nacimiento:

nasce l'uomo a fatica ed é rischio de morte il nascimento. Riesgo de la muerte para el

que nace, riesgo de la muerte para quien le da el ser.

La persona que desea abandonar el lugar en donde vive no es feliz. Por eso Rebeca

aceptó el deseo de Pablo de emigrar de la convulsa Nicaragua, como el culpable acepta

la condena. Se sometió a él y un buen día se encontró, Rebeca y sus hijos, en el campo

de refugiado de Tilarán, en Costa Rica.

La pobre Rebeca, madre de Rosa y de María, había llevado en sus ocho años de

casada una vida penumbrosa y calladamente trágica. Su marido era impenetrable y

parecía insensible. No sabía la pobre cómo se habían casado; se encontró ligada por

matrimonio a aquel hombre como quien despierta de un sueño. Toda su vida de soltera

se perdía en una lejanía brumosa, y cuando pensaba en ella se acordaba de sí misma, de

la que fue antes de casarse, como de una persona extraña. No podía saber si su marido la

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quería o la detestaba. Se detenía en la casa sólo para comer y dormir, para todo lo

animal de la vida; trabajaba fuera, hablaba fuera, se distraía fuera. Jamás dirigió a su

pobre mujer una palabra más alta o más agria que otra; jamás la contrarió en nada.

Cuando ella, la pobre Rebeca, le preguntaba algo, o consultaba su parecer, obtenía de él

invariablemente la misma respuesta: ¡bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras! Y este

insistente « ¡como tú quieras!» llegaba al corazón enfermo de la pobre Rebeca como un

agudo puñal. ¡Como tú quieras! —pensaba la pobre—; es decir, que mi voluntad no

merece ni siquiera ser contradicha. Y luego el « ¡déjame en paz!», ese terrible ¡déjame

en paz! que amarga tantos hogares. En el de Rebeca, en el que debía ser el hogar de

Rebeca, esa terrible y agorera paz lo entenebrecía todo.

Desde su matrimonio, la pareja realizaba el acto sexual de tarde en tarde,

completamente a oscuras, en absoluto silencio y casi total inmovilidad. A Rebeca nunca

se le hubiera ocurrido retorcerse ni ondularse, y puesto que Pablo parecía arreglárselas

con un mínimo de movimiento, ella dedujo —así lo había supuesto siempre— que, en

estas cuestiones, los dos tenían el mismo criterio, es decir, el de que era un asunto sucio,

del que no se hablaba antes ni después y al que no se le prestaba mucha atención

mientras.

El que tardara en concebir lo atribuía ella a un castigo divino por sabe Dios qué

pecados de su pasado; pero el que le naciera un niño se negó a achacarlo a Dios y

prefirió pensar que se debía a la debilidad de la semilla que el apocado de su marido le

había implantado, opinión que no se abstuvo de expresar con gran énfasis, y espanto de

la comadrona, en el mismo momento del nacimiento del pequeño Pablín. «Un niño—

jadeó con desdén—. Bien, piense en quién se lo hizo, puede considerarse afortunada de

que no sea una cucaracha o un ratón.»

A los tres años de casada le regalaron a Rebeca un hijo; 20pero en el triste desamparo

de su hogar ceniciento ansiaba una hija. ¡Un hijo! —pensaba—. ¡Un hombre! ¡Los

hombres siempre tienen qué hacer fuera de la casa! Luego tuvo una hija: Rosa. Pero, sin

desearlo, volvió a quedar encinta, no soñaba sino en otra hija. Y habría de llamarle

María. La pobre cayó en cama gravemente enferma. Su corazón desfallecía por

momentos y cuando tosía escupía sangre. Comprendió que no viviría sino para dar a luz

a su hija, hasta ponerla en el hogar tenebroso. Llamó a su marido y le dijo: —Mira,

Pablo, si, como espero, es hija, le pondrás por nombre María, ¿eh? Bueno, bien —

20 En Costa Rica regalar un hijo es sinónimo de parir.

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respondió él—; tiempo habrá de pensar en ello, y pensaba que aquel día, con aquello del

parto, iba a perder su partida de fútbol. Es que yo me muero, Pablo, es que yo no voy a

poder resistir esto», —añadió—. ¡Aprensiones!, replicó él. Sea—contestó Rebeca—;

pero si sale niña, le llamaréis María, ¿eh? —¡Bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras!

—concluyó él.

Y le dejó en paz para siempre. Después de dar a luz a su hija sólo tuvo tiempo para

percatarse de que era niña. Sus últimas palabras fueron: María, ¿eh, Pablo? ¡María!

El hombre se quedó en suspenso, y se habría anonadado si fuera él algo. ¡Viudo a su

edad, y con tres hijos pequeños! ¿Quién le cuidaría ahora la casa? ¿Quién se los criaría?

Porque hasta que las niñas se hiciesen mayorcitas y pudieran encargarse de las llaves y

el gobierno... ¡Y cómo volver a casarse! No, no volvería a hacerlo. Ya sabía lo que era

estar casado. ¡Si lo hubiese sabido antes! Eso no le resolvería nada. No, decididamente

no; no volvería a casarse.

Hizo que llevasen a Rosa y a María donde su tío Anastasio, en Puntarenas, a criarlas

fuera de casa. No quería molestias de niños e impertinencias de nodrizas. Harto tenía

con el otro, con Pablín.

El tren se deslizaba por la cima de los verdes cerros. Ahora se dejaban ver los

luminosos rayos de la luna; llegaban lentamente a la puerta del vagón, dando en el

rostro de la enferma. Pedro, que a su lado permanecía, incitaba a Rosa a conversar:

— ¿Hábleme usted, de su niñez?

Rosa apenas se acordaba de los primeros años de su infancia. Allá, en la lejanía, sus

últimos recuerdos eran los de aquel hogar hosco y ceniciento y aquel padre hermético,

aquel hombre que comía junto a ella en la mesa y a quien veía un momento al levantarse

y otro al ir a acostarse. Y aquellos besos litúrgicos, forzados. La única compañía le eran

Pablín y María, sus hermanos. Pero pronto María fue llevada donde su tío y quedó sola

con Pablín. Pablín jugaba con ella en el más estricto sentido; es decir, que no jugaba en

compañía de ella, sino que jugaba con ella como se juega con una muñeca. Ella, Rosa,

solita, era su juguete. Era, como hombre que había de ser, un bruto. Como eran sus

puños más fuertes, quería tener siempre razón. «Vosotras, las mujeres, no servís para

nada. ¡Los que mandan son los hombres!», le dijo una vez.

Rosa era una naturaleza exquisitamente receptiva, un genio de sensibilidad. Se da

con frecuencia en las mujeres este genio de receptividad, que como nada produce, se

extingue sin que nadie lo haya conocido. Recuerda que al principio acudió, llorosa y

herida en lo más vivo, a su padre, a la esfinge, demandando justicia; pero el inflexible

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varón le contestaba secamente: « ¡Bueno, bien; déjame en paz! ¡Daos un beso, y

cuidado con que se repita!». Así creía arreglarlo, quitándose de encima la molestia.

Rosa no volvió a quejarse a su padre de las brutalidades de su hermano. Lo soportó todo

en silencio, evitándose los fraternales besos de humillación.

Los pájaros empezaron a cantar; de la tierra se elevaba un delicioso olor a elote

recién segado; la pureza del aire, la infinita belleza de la noche y los silbidos de aquel

tren lleno de pasajeros, que corría cruzando la campiña triunfante, se conjugaban para

hacer más límpidos los detalles del paisaje. El triste rostro de aquella muchacha, que a

la edad en que todo vibra en nuestro ser no había conocido la vida, ni probablemente la

conocería jamás, ¿no resulta más lastimero ante la impasible serenidad de las cosas?

Y sin embargo —pensaba Pedro—, ninguno de estos seres se resigna a desaparecer.

Cada uno experimenta en sí la necesidad imperiosa de la vida, el deseo irrefrenable de

vivir. ¡Felices quienes creen que existe, por encima de nosotros, una inteligencia que

dirigiendo el pequeño engranaje de la máquina impedirá que sean triturados por las

fuerzas ciegas!

Y recuerda Rosa que sólo descansaba en el colegio, donde la metió su padre como

medio pensionista para quitársela así más tiempo de encima. Allí, en el colegio, supo

que sus compañeras todas tenían o habían tenido madre. Y un día a la hora de cenar,

estando ya María de regreso a casa, se atrevió molestar a su padre.

— Di, papá, ¿hemos tenido madre?

¡Vaya una pregunta!—respondió el hombre—. Todos hemos tenido madre, ¿por qué

lo preguntas?

— ¿Y dónde está nuestra madre, papá?

— Se murió cuando María nació.

¡Ay!, que pena —prorrumpió María.

Y entonces el padre rompió por un momento su salvaje taciturnidad, les dijo que su

madre se había llamado Rebeca, y les enseñó un retrato de la difunta. ¡Qué guapa era!

exclamó la niña. Y el padre añadió: ¡Sí, pero no tanto como tú!

En esta exclamación, que se le escapó, iba el fondo de una de sus petulancias; creía

que el ser su hija más guapa que la madre se lo debía a él.

Y tú, Pablín —dijo María a su hermano, animada por aquel fugitivo rescoldillo de

hogar—. ¿Te acuerdas tú de ella?

— ¿Cómo me he de acordar, si cuando murió no tenía yo más de diez años?

Pues yo en tu caso me acordaría—fue la respuesta de la niña.

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¡Claro, las mujeres sois más listas!—exclamó el hombrecillo en ciernes.

— No, pero sabemos recordar mejor.

— Bueno, bueno, no digas tonterías y déjame en paz.

Y se acabó el coloquio de aquella noche memorable en que tanto Rosa como María

supieron que habían tenido madre. Y tanto dio Rosa en pensar en ella, que casi la

recordó. Pobló su soledad con ensueños maternales.

Fueron corriendo los años, todos iguales, todos cenicientos y tristes en aquel hogar

apagado. Pablín, que había aprendido las enseñanzas de su padre, empezó a disiparse, a

dar de qué hablar en el pueblo. Hasta que desapareció. Nunca más se supo de él.

Quedaron padre e hijas, solos, solos y separados: viviendo, es decir, comiendo y

durmiendo bajo el mismo techo.

El padre comenzó a envejecer, a acartonarse, a toser y a escupir sangre, y murió.

Rosa y María se quedaron solas. Fueron a vivir donde su tío.

Dejaban atrás Cebadilla. Ahora el tren se detenía en Turrúncares; se oían los perros

ladrar. El hedor de una granja impedía respirar libremente. Pronto quedó atrás también

el caserío de Siquirres y Ciruelas, también el río del mismo nombre. Ya habían pasado

por Ojo de Agua, San Rafael. Habían vuelto a parar en San Antonio de Belén. Bajan y

suben pasajeros. Frente a la estación, al fondo, se destaca un centro comercial, a la par

el ábside de una iglesia coronada por una torre puntiaguda. Ya en el pueblo, aparecen

calles de casas bajas, anchos portalones con colgadizos, tejados verdosos con manchas

rojizas del retejeo reciente... Es un silencioso pueblo, silencioso y triste pueblo.

Pasaban el puente sobre el río Virilla. Es un puente que suscita temor—decía

Rigoberto Zamora—, barquero de profesión. Hace alrededor de nueve años,

específicamente, el dos de noviembre del mil novecientos ochenta y dos, que un tren

cayó al vacío y perecieron cinco personas.

Las nubes son la imagen del tiempo—señalaba el conductor—, mientras las veía

cruzar como águila refulgente, con las poderosas alas perladas de rocío, fijos los ojos de

presa en la niebla sola, dormido el corazón en dulce aburrimiento al amparo del pecho

forjado en tempestades: en derredor, el silencio, el silencio que hacen los rumores

remotos de la tierra, y allá, en lo alto, en la cima del cielo, dos estrellas mellizas, casi

escondidas, derramando bálsamo invisible. El rugido estridente de un trueno desgarró el

silencio.

Ya tenemos encima el chapuzón —observó el conductor.

Todos callados se asoman a las ventanas para observar las nubes plomizas que

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cubren el cielo.

Brilla un relámpago vivísimo; otro trueno estalla con un ruido seco y formidable... Y

se vislumbró la lluvia densa, cerrada, que iniciaba su descenso y comenzaba su golpeteo

incansable sobre el techo del tren. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien

sienta el tiempo, la de quien vea ya el presente en el pasado y en el pasado lo por venir,

en las nubes?

En el silencio del vagón, se escucha el chiar de las rápidas golondrinas y el chirriar

incesante de los pericos. El agua del cielo cae deshilachada, que persistente y terca azota

al techo. Al pie de los árboles se abren las rocas fugaces, amarillas, bermejas. Un denso

aroma de jazmines y magnolias embalsama el aire. El conductor lo percibe desde el

vagón y divisa unas nubes redondas, ovaladas, a veces sin forma, grises, que pasan

nerviosas, sobre el cielo antes iluminado por las estrellas y la luna, ahora en un

completo apagón. Y las nubes corren sobre aquel mar oscuro, como si la luz les faltase.

En ocasiones un relámpago les ilumina la vía, pero es una iluminación fugaz. Entonces

el conductor recuerda el camino desordenado de la vida, y el apagón que se produce al

llegar la muerte a ese camino o a esa navegación como le ha llamado Platón.

En el silencio se desgranan una a una, las campanadas de una hora... Eran ya las ocho

y treinta de la noche y faltaba poco para llegar. San José era el objetivo para unos;

Cartago, la ciudad de los milagros, el de otros. El viaje agonizaba en los míseros rieles

de la vía férrea. Un melancólico fulgor oscilaba al pie de los oxidados rieles y

alumbraba tristemente los contornos de las combadas vigas.

— Intervalos soplaba el viento sus lúgubres rezongos por entre las rendijas de las

ventanillas. Entonces de los postes de luz se levantaban rojos destellos que en la sombra

se dilataban como miradas de terror, que poco a poco se extinguen en un súbito

desmayo.

Ya en Pavas, a la derecha se extiende un tugurio sobre una explanada, en

apretujamiento indefinido de casuchas, con paredes de cartón, y puertas de cartón o de

zinc, formadas en estrechas callejuelas, que reptan sinuosas. Ahora se ven salir

precaristas mojados, de rostros en que el dolor se expresa en muestras hórridas.

También madres, con niños entre sus brazos, huyendo a la inundación de aquel tugurio.

Más adelante comienza la edificación moderna: casas gigantescas con jardines de

igual tamaño y piscinas, como lagos, en el interior de sus patios. Y recordaba aquella

frase de Quevedo: «En los gobiernos humanos todos, el sol suele caer a una parte, todas

las tempestades a otras».

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Estaban ya en la ciudad. Aspiro el hedor de gasolina —ha dicho uno de los

viajeros—, de los vehículos que habitan sus calles y del humo de sus industrias. ¿Habrá

tantas industrias como antes?

Ahora pasaban frente a una hilera de cipreses que joroba van sus ramas cargadas de

agua por el viento que los abatía. El tren silbaba ahora con más vigor y a la izquierda se

divisaba el cementerio Central y el de los Obreros.

En los pueblos los cementerios están en el ruedo, en San José están incluso en la

ciudad. En Puntarenas tenemos los muertos lejos, apartados de nuestra mirada, decía un

viajero. En San José, los muertos no están muertos: son ausentes. Ausentes por tiempo

indefinido. Desde las casas de vecindad que circuyen los cementerios, los vecinos y los

visitantes de los vecinos están viendo a esos ausentes temporales. Aquí también, como

en los tugurios, se ve la injusticia. Los muertos pobres se mojan, tienen también su

propio tugurio, el cementerio El Calvo. Los muertos ricos, tienen anaquelería; es decir,

filas y filas de nichos en el cementerio Central y más ricos son aún los muertos que

viven en Los Jardines del Recuerdo y en el Montesacro.

Los que padecen con paciencia en esta vida injustamente, no mueren cuando mueren,

sino resucitan como mártires, murmuraba un viajero que miraba aquellos dos

cementerios.

Y su compañero de vagón no entendía por qué existen diferencias socioeconómicas

después de la muerte. Porque para él esto era lo que ocurría, cuando abonaban la tierra

con cadáveres. Clasificaban el abono: el abono extranjero iba al cementerio de los

judíos; el de los ricos, al Central; el de los muy ricos, al de los Jardines del Recuerdo y

Montesacro; el de los pobres, al Obrero y, el de los precaristas, al Calvo.

Caía la lluvia, se rompían los chorros en las sonoras charcas y chasqueaban las gotas

que con ímpetu rabioso arrojaba el vendaval contra los vidrios, como picotazos de ave

nocturna; se veían en el cielo algunas nubes gruesas y blancas. A la luz de una lámpara

taciturna, que apenas rasga el velo de negras sombras, en su vagón, Helen y los demás

se animaban a preparar su arribo.

El tren se detuvo antes de entrar en la estación. La gente corría despavorida y abría

precipitadamente los paraguas. Las ventanillas se llenaron de cabezas pálidas, extáticas,

alegres, en un saludo a la ciudad josefina.

Un gran anhelo de esperanza surgía de los enfermos: la idea de hacer desaparecer los

males de todos como humo que se lleva el viento.

El vicario se había puesto en pie. Isabel Rodríguez apretujaba su almohada,

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metiéndola dentro de un saco de tela bordada. La familia burguesa se apiñaba en el

pasillo, portando sus maletas de cuero café. El doctor Aguilar aún acompañaba a Rosa y

a María. Helen abrigaba a Karen. José y Antonio Pérez despertaban. Ramón y su primo

Sebastián recogían sus bultos. Todos guardaban silencio. Y bajo aquel aguacero, el tren

dio una sacudida, y con agua chorreando de sus costados, hizo lentamente su entrada en

la estación de San José.

Era cerca de la media noche. La lluvia continuaba. Rosa y María habían llegaron al

hospital. Helen se hospedó con su hija en casa de Carmen, la mayor de la familia de

doce hermanos y la única que desde hacía algún tiempo vivía en San José. Su parecido

era extraordinario, a pesar de la diferencia de edad que la separaba de sus demás

hermanos. En el patio de la casa había un estanque vacío, donde caía la cascada del agua

alegremente. Como una carcajada plena de regocijo caía el agua, y los frenzados

chorros en incesante encuentro daban los claros timbres de una cristalería que rodara

hecha trizas. La buena agua reía llenando el estanque, y según se elevaba la onda

temblorosa, en ella se ahogaba la risa de los chorros, hasta que una vez lleno, el

estanque se durmió, dulcemente sereno. En ese instante Karen también dormía, y

Carmen sugería a su hermana:

─Debes acostarte ya, mañana tienes que madrugar.

Me quedaré otro rato ─dijo Helen—, mientras miraba el estanque. Ahora no tengo

sueño.

Los grillos ensayaban sus ásperos acordes, y las flores, alegres y erguidas en los

bordes del agua, perfumaban su sueño. Suavemente, la luz languidecía en aquella noche

de tormenta. Entonces, desde el fondo del estanque dormido, surgió un débil murmullo,

un rumor parecido al de la brisa cuando va a campo abierto: armonía indecisa como la

de un suspiro; música de un aroma, perfume de una música que como incienso toma

vaguedades de ensueño. Y aquel rumor suave, que pudo ser el último gorjeo de algún

ave, o el lejano recuerdo de una voz conocida, o el rumorear del aire, o el lenguaje de un

hada, fue llenando el espíritu de Helen de una melancolía dulce, como el lánguido

desfallecer del día.

Contemplando aquel estanque que dormía en sueño misterioso, Helen decía en un

susurro: ¡Oh, tu amor delicioso, buena agua! ¡Amada mía, cómo lo has poseído por

entero! Al principio tus risas despertaron en mi seno alegrías inmensas; agitaron dentro

de mí los claros cascabeles de oro de la suprema dicha. Tu lenguaje sonoro de voces

cristalinas llenó mi ancho seno con la divina música del amor grande y bueno. Después,

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según tú ibas entrando en mí, tu risa desfalleció, tu voz se tornó sumisa como la de una

esposa que ama. Aquí, en mi mente, tu alma clara se durmió con un dormir sereno, y mi

ser poseído por tu ser transparente se envolvió lentamente en un dulce desmayo.

Los batracios rimaban sus rítmicos acordes, y las flores en los bordes del agua

conservaban aún en sus vivas corolas una tenue luz húmeda. En sus ásperas violas los

grillos preludiaban la canción del crepúsculo.

Un insecto minúsculo cayó sobre la frente de Helen y ahuyentó sus sueños. Ella se

alejó silenciosa, con su mirada puesta en los grandes ventanales, llevándose este

hermoso pensamiento que siempre florecerá en su mente: «como el agua, el amor; como

el estanque, el hombre; como la vida, la muerte». Con este pensar se durmió, abatida

por el cansancio.

En el hospital, una cabeza se inclina atenta y un cuerpo yace desnudo, tendido, inerte,

exangüe, con la faz pálida y los ojos cerrados. Brillo vivo de metales pulidos y blancura

inmaculada en las amplias y limpias vestes.

Cuando la doliente era llevada a la sala de operaciones, pensaba, en oración suprema:

«Señor, en tus manos pongo mi pobre cuerpo». Luego, ya en la sala, tendió para el

doctor una sonrisa triste.

La vida o la muerte. La moneda en el aire. Cara o cruz. Siempre en las previsiones

más seguras de la ciencia existe un elemento imprevisible. Ahora no se podía esperar.

No se podía continuar en la indecisión. Continuar era la muerte segura. Ir a la operación

era el riesgo mortal. ¡Y cuánto sufrir en tan corta vida! El torcedor dolorosísimo de su

mal preocupaba a todos. Sobre toda la familia gravitaba su dolor.

Trajín afanoso y callado, y de cuando en cuando —en esta limpia sala de ahora─, un

golpecito de metal sobre la superficie cristalina. Festina lente, el apresurarse despacio

que debe ser norma de todo operador en sus funciones. La luz suave resbala sobre el

yaciente e inmuto cuerpo. Y acabada la empresa decisiva, unos ojos enrojecidos por el

llanto, una faz con el livor de la noche en la vela, una angustiada voz femenina que,

entre sollozos dice:

─Doctor, dígame usted, yo se lo ruego, ¿se salvará? ¿Puedo tener esperanza? ¿Ha

sufrido mucho?

María fue llevada de inmediato al quirófano; los cirujanos le extrajeron de su

abultado abdomen cantidades de líquido ascítico purulento y fétido, además de una

masa que semejaba un absceso y que obstruía el intestino a nivel de la válvula ileocecal.

La pieza quirúrgica fue enviada a patología, pensando sobre todo, que se trataba de un

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linfoma.

A la intervenida, le sobrevinieron dos paros cardiorespiratorios. Se encontraba al

borde de la muerte. Sin embargo, un respirador automático la mantenía con vida, y su

hermana, sentada en un rincón, lloraba aturdida. Era su única hermana, su único

pariente cercano. Hace muchos años que sus padres murieron, y aunque nunca lo

admitieron por vergüenza, la causa fue una tuberculosis pulmonar, lo mismo que

sucedía con María. Mientras el espíritu vivo de María lucha cuerpo a cuerpo con la

muerte, afuera la brisa se hace viento que soplaba cada vez más violento.

Danzaban los ramajes revueltos, sacudidos; oscilan los troncos exhalando gemidos;

doblándose los tiernos árboles hasta el suelo y proyectando sombras enormes. Por el

cielo galopan las nubes, como una manada que atropelladamente corriera, fustigada por

el látigo de oro del rayo.

Graves, lentas, caen las gotas, y la tierra aún sedienta las absorbe rápidamente. Tras

un cálido instante de profundo sosiego, rodó el ronco rugido del trueno, abrió su ancha

flor de luz el relámpago, y como una avalancha que se resuelve en hilos de sonoro

cristal, la lluvia tendió su manto líquido y musical sobre las calles desiertas de la noche.

Hacia las tres de la madrugada, en esa hora de la noche que precede a la aparición del

alba, es cuando todos los desgraciados, tanto los enfermos que tiemblan y sufren como

los que velan, pasan por el más arduo de los momentos: el de la angustia y el desaliento.

Fue entonces cuando la enfermera, que había estado velando a la recién operada, se

sintió aterrorizada por un síncope que María Santiler sufrió e hizo llamar al médico de

guardia a toda prisa.

La muchacha estaba echada en su cama a medio vestir; había vuelto en sí; su rostro

lucía verdoso; además del respirador, sonda vesical y nasogástrica, soluciones en ambos

brazos y tubo de drenaje en el abdomen.

Las lámparas que cuelgan del techo iluminan la sala con eficiencia. El calor que

desprenden es asfixiante. Por la ventanilla, cuyo cristal habían bajado, entraron algunas

bocanadas de aire fresco que acabaron de reanimar a la enferma.

No podrá ver el sol de mañana. Está como muerta —explicó la enfermera al doctor

Pérez que llegó—, se le crispó el rostro y parecía como si fuera a morir... yo no sabía

qué hacer.

El doctor Pérez examinó a María cuidadosamente y luego se dirigió a la enfermera:

—Hay que vigilarla muy de cerca. Debe quedarse a su lado. Cualquier cambio, me

avisa, estaré en la sala contigua.

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Rosa contempla aturdida desde su rincón el chorrear de los árboles y la alegre caída

de la lluvia que ondea como un velo, impelida por la fuerza del viento. Se carga el

follaje de agua y entre las hojas y por el varillaje se escurren los chorros. Cuando pasó

la lluvia, cuando se hubo alejado la manada de nubes y en la ciudad lavada brilló

nuevamente la luna, arrancando fulgores a las húmedas ramas y a las perladas flores,

Rosa se incorporó torpemente, caminando de un lado a otro, pensativa y confusa.

En clamoroso concierto de voces agudas, chirriantes, metálicas, confusas,

imperceptibles, sonoras, todos los gallos de la ciudad dormida cantan. En lo hondo, en

el valle, la ciudad de San José se esfuma en mancha incierta. Dos, cuatro, seis blancos

vellones que brotan de la negrura, crecen, se desparraman en cendales tenues. El

carraspeo persistente de la tos de un anciano rasga los aires; los golpes espaciados de

una masa de esparto resuenan lentos.

Poco a poco el lechoso claror del horizonte se tiñe de verde pálido. El abigarrado

montón de cosas va saliendo lentamente de la oscuridad. Largas vetas blanquecinas,

anchas, estrechas, rectas, serpenteantes, se entrecruzan sobre el ancho manchón

negruzco. Los gallos cantan pertinazmente; un perro lanza largos y plañideros ladridos.

Al clarear el horizonte la ciudad se aleja en amplia sábana a colores, rasgada por las

casas, surcada por las líneas sinuosas de las calles. El cielo, límpido y puro, tiene aún

los colores fríos y azulados de la noche. La niebla cubre la mañana, flotando sobre las

casas como un sueño blanco y misterioso vagando sobre un alma entristecida; como el

vapor de un sueño melancólico al aclarar de un triste día. Las herrerías despiertan con su

sonoro repiqueteo; un niño llora; una voz grita colérica. Se oye el cantar nervioso de los

buses que inician su faena. Y sobre el oleaje pardo de los infinitos tejados, paredones,

albadillas, chimeneas, frontones, surge majestuosa la blanca mole de la iglesia

Santísima Trinidad, coronada por gigantesca cúpula de blancos espirales.

La ciudad despierta. Un enorme ojo, que apenas deja ver su parte superior, surge por

entre la montaña anunciando el alba. Menguan las voces de los gallos. Una campana

tañe con dilatadas vibraciones y se confunde con un sordo murmullo de voces, golpazos,

gritos de vendedores, ladridos, canciones, gemido de vehículos, mil ruidos de la

multitud que torna a la faena. El cielo se extiende en tersa bóveda de boyante seda azul.

Radiante, limpia, preciosa, aparece la ciudad josefina derredor de montañas.

Son las siete y treinta de la mañana. Los pacientes se aglomeran en la sala de espera.

¿A qué hora comienza la consulta? —pregunta Helen a una secretaria.

—A las siete, pero con frecuencia ocurren estas tardanzas.

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En ese instante una enfermera, pequeña de estatura, mediana de edad e

impecablemente vestida de blanco, procedía a abrir la puerta que daba acceso a los

consultorios de especialidades médicas.

Entró la secretaria y tras ella la muchedumbre que esperaba ser atendida. Helen fue

la primera en dirigirse a la secretaria y con la documentación correspondiente en mano

le dijo:

—Mi hija tiene cita hoy aquí.

Señora, debe esperar que le llamen —respondió la secretaria en tono enérgico— y

cerró nuevamente la puerta. Y procedió a peinarse, a pintarse los labios, los ojos, las

cejas; en fin, a terminar de enmascarar su verdadera identidad. No tuvo tiempo de

hacerlo en la casa. Como la mayoría de las secretarias, seguía la rutina de maquillarse

en el trabajo.

En la sala de espera, Helen se impacienta. El que viene aquí no se puede exasperar

—dijo una señora que se sentó a su lado—, nos ponen cita para las siete, pero

generalmente los doctores llegan media o una hora después. Lo malo de todo esto es

que no podemos protestar; en cambio, si somos nosotras las que llegamos media hora

después de la cita, la perdemos. ¡Y pensar que somos los que pagamos todos estos

empleados y mantenemos funcionando esta institución!

La impaciencia se incrementaba cuando la puerta se abrió y las fueron llamando una

a una para darles su número de orden; la secretaria decía: —Su doctor aún no ha llegado,

tan pronto se presente, será llamada—. A Karen le correspondió el número cuatro.

El cielo azul se algodona y mira a través de su enorme ojo que desprende lágrimas

blancas. La niebla de esta mañana ya inicia su partida y aquel ojo posa su mirada en el

edificio que por más de dos décadas ha sido la fábrica y taller a la vez de la salud

infantil de Costa Rica, y hace llegar su mirada hasta la habitación donde los médicos

luchan por mantener trabajando el corazón, el cerebro y los pulmones de María.

¿Está muy mal?— pregunta Rosa al doctor Alvarado—, que en esos momentos la

atiende.

— Para serle sincero, sí, está muy grave, hacemos todo lo que está a nuestro alcance

para salvarla.

Quiero que le quiten todos esos aparatos, — solicita Rosa al médico.

— No podemos, se moriría al instante.

— No quiero que sufra y como usted dijo mi hermana morirá.

—Lamentablemente no soy partidario de cometer ese homicidio. Nadie, ni siquiera

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ella misma, tiene derecho a decidir cuándo morirá. Son cosas de Dios. Soy católico y un

ferviente creyente en la omnipotencia del señor.

¡Doctor Alvarado! ¡Doctor Alvarado!, —grita la enfermera que atendía al paciente

de la cama contigua—. El médico se despide de Rosa diciéndole:—¡Es cuestión de

principios, señora!, ¡es cuestión de principios!

Un reloj que cuelga sobre la pared, marca con su tictac el resbalar de los segundos,

de los minutos, de las horas. El tiempo transcurría. La niebla de la mañana había

desaparecido. Por el cielo cabalgan manadas de gruesas nubes blancas, como ovejas en

pasto verde, y por entre ellas aparecen majestuosos infinitos rayos blancos que arrancan

el fulgor a la tierra mojada.

Eran las ocho y cuarenta y cinco cuando un joven, impecablemente vestido de blanco,

hizo su aparición en el consultorio. Era el médico que atendía la consulta. Gordo y bajo,

de ojos pequeños y bailones, llena la cara, tintadas las mejillas de vivos rojos, su boca se

contrae en un gesto picaresco y tímido, apocado, y audaz; un gesto como el de los niños

cuando persiguen una mariposa y van a echarle la mano encima.

El galeno lleva un estetoscopio colgado al cuello que se confundía con su corbata

negra. Su gabacha tiene los botones desabrochados, dejando ver una cadena de plata,

gruesa y con un nombre impreso: Enrique. Podría tener unos veintiocho años. Tan

pronto llegó inició la consulta. A Helen no le parece que sea el especialista, lo encuentra

muy joven. Y preguntó a la secretaria:

— ¿Es ese el especialista que verá a Karen?

— No señora. Es un médico residente, el especialista aún no ha llegado.

— Por favor, cuando llegue mi turno llame a otro; deseo que sea el especialista quien

vea a mi hija.

Está bien, así lo haré —dijo la secretaria—, ante la insistencia de Helen.

El residente apenas terminó de ver el primer paciente, cuando la consulta se

interrumpió. Eran las nueve, y tanto él como la secretaria bajaron al comedor, a tomar

café.

Helen, colérica y desesperada, le dice a otra señora:

— Es increíble, primero llega tarde, atiende un paciente y ahora se van a tomar un

café y para colmo ni siquiera es el especialista.

¿Es la primera vez que usted viene señora? — le pregunta su interlocutora— con voz

suave y serena, al parecer acostumbrada a la tardanza.

— Sí, es la primera vez.

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— Ya se acostumbrará. Esos son viejos hábitos de nuestros hospitales.

— Pero no entiendo, ¿cómo puede estar usted tan calmada? Hace exactamente seis

meses que me dieron esta cita, después de ir a varias oficinas con una referencia del

hospital de Puntarenas. Y ahora vengo, y resulta que el médico al que me la refirieron

no la verá. Entonces ¿para qué refieren los enfermos a los especialistas? Para que nos

digan el diagnóstico cuando los patólogos se lo reporten después de la autopsia. ¡No

señora!, a esto debe ponérsele freno.

Todos los presentes guardaron silencio, como meditando en aquellas palabras: tenía

razón la señora.

En otra área del hospital, en la sala donde María lucha contra la muerte; su hermana

sigue insistiendo en que deben dejarla morir en paz.

Querer privar del quejido al lastimado, — dice la enfermera que cuida a María—, es

tornarse contra la naturaleza, porque el golpe de sonido es ejemplo de que la naturaleza

dejó a los hombres el privilegio de quejarse.

A esa hora en que los vidrios de las ventanas reflejan las llamaradas nacientes del sol,

un grupo de galenos se acercaba a la cama donde yacía inerte la joven operada. Lo

integran el jefe del área, dos asistentes, dos residentes, varios internos y estudiantes de

medicina, y las enfermeras. Entre ellos se destaca el cirujano que operó a María.

Con gesto agradable, una enfermera invitó a la acongojada Rosa a dejarlos solos por

unos minutos.

¿Cuál es la historia de esta paciente? —pregunta el jefe del servicio.

Tiene doce años de edad y procede de Puerto Calderas —decía el residente a cargo—.

Aparentemente sus padres murieron de tuberculosis...

¿Por qué aparentemente? — interrumpió el jefe del servicio.

— Porque según la hermana, ambos tosían y la tos se acompañaba de sangre.

Muy bien — contestó el jefe del servicio—, prosiga con la historia.

—Tiene antecedentes de infecciones pleuro─pulmonares desde pequeña. A los ocho

años presentó hemoptisis, a los nueve tuvo una pleuresía y le extrajeron dos litros y

medio de líquido del costado izquierdo. Hace un año le dieron tratamiento en la lucha

antituberculosa—el propio doctor John Marín nos los confirmó—, pero lo abandonó.

Fue ingresada anoche y operada de emergencia por un cuadro de abdomen agudo con

obstrucción intestinal secundario a una tuberculosis intestinal. La paciente está muy mal,

no creo que rebase el día de hoy. Sigue drenando gran cantidad de líquido purulento, es

fétido, muy fétido, y como usted puede observar, se mantiene con ventilación mecánica.

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— ¿Qué antibióticos le están administrando?

—Todo indica que se trata de una tuberculosis intestinal, así que está con

estreptomicina, rifampicina e isoniacida, pero la hermana insiste en que la dejen morir

en paz, ¿qué conducta debe tomarse al respeto?

Si hace otro paro no hagan nada —respondió el jefe del servicio—, mientras el grupo

se dirigía a otra cama.

Son las diez y veinte y el especialista aún no llega a la consulta. Corresponde el turno

de Karen y Helen decide entrar al consultorio.

— ¡Buen día doctor!

¡Buen día— respondió el doctor con gesto amable.

Cuando Helen se disponía a explicar por qué estaba allí, una mujer se presentó a la

puerta del consultorio. Es una joven y elegante madre de unos veintiséis años, que lleva

un hermoso niño tomado de la mano. De tez rubia, ojos azules como el cielo y muy

expresivos, la mujer lleva un vestido azul con bordados blancos. Se nota que proviene

de la clase alta.

— Doctor, ¿puede usted hacerme el favor de chequearme a Max?

Pase señora— le contestó el doctor—. Dirigiéndose a Helen que apenas había

alcanzado sentarse dijo: — ¿Puede usted disculparme un minuto?— le llamaré tan

pronto termine.

¡Está bien doctor!, esperaré su llamada — repuso en tono molesto.

— Tome asiento por favor, ¿cómo le llaman a usted?

Violeta Santana— respondió la señora— y este es mi pequeño Max.

— ¿En qué puedo servirle?

Verá doctor —decía Violeta—, con voz dulce, seductora y llena de vivos encantos:

Max hace unos tres meses que viene padeciendo de tos, sobre todo en las noches; yo

quería traerlo antes, pero trabajo y no dispongo de tiempo. Hoy salí de compras y como

pasaba por aquí aproveché la oportunidad, y ya ve, aquí me tiene. Espero que no sea

molestia, mucho se lo voy a agradecer.

— De ninguna manera, señora, estamos para servirle. Muy bien, veamos qué le

sucede a Max. Acuéstelo en la camilla por favor.

Luego de un largo interrogatorio y de examinarlo, Enrique le dijo a Violeta:

— Me parece que su hijo es asmático, le daremos Salbutamol, una cucharadita cada

ocho horas y la próxima semana me lo vuelve a traer. Aquí tiene mi número de teléfono;

si se presenta algún problema puede llamar sin reparos.

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Muchas gracias— dijo Violeta con encantadora voz—, mientras abandonaba el

consultorio.

A continuación Karen fue atendida. Se le hizo el interrogatorio de rutina y luego de

entregarle varias indicaciones para estudios de laboratorio, el médico preguntó:

— ¿Qué medicamento le está dando a la niña, señora?

Verá doctor — dijo Helen—, yo la llevo...

Un momento señora —interrumpió el médico— debe contestar sólo lo que se le

pregunta, ¿de acuerdo? Continúe.

Le estoy dando Salbutamol y teofilina— contestó Helen—, con voz que lindaba

entre la ira y el temor.

Continúe dándole lo mismo —dijo Enrique —. Tiene cita en seis meses. En esta cita

veremos los resultados de los análisis y entonces se determinará qué conducta asumir.

— Doctor, yo quería decirle que a la niña le dan unos ataques...

Que pase el siguiente —interrumpió Enrique—, sin permitir que la señora le

comunicara lo que la inquietaba de su hija.

Luego de entregar la receta en la farmacia e ir al laboratorio donde le dieron precisas

instrucciones de presentarse una semana antes de la cita en consulta para realizar los

estudios indicados, Helen decide buscar ayuda, y se dirige hacia la enfermera que

momentos antes estaba en la consulta. Le comunica que Karen se le ha puesto dura

como una tabla en dos o tres ocasiones. La enfermera la llevó nuevamente al médico,

pero éste dijo que eso no era problema: ¡Es un espasmo del sollozo!

El doctor Aguilar se encuentra en el hotel. La pálida claridad matinal penetró por el

tragaluz, cayó sobre él e iluminó delicadamente su rostro; todo obstinación, sufrimiento,

orgullo. El vello de sus mejillas se había transformado en una barba rizada, negra; la

nariz era ganchuda y los labios gruesos y entreabiertos dejaban ver unos dientes

brillantes. Aquel rostro no era hermoso, pero poseía una seducción secreta e inquietante.

¿Se debía ello a las pestañas tupidas y muy largas que arrojaban una extraña sombra

azul sobre toda la faz? O ¿a los ojos grandes, negros como el azabache, ojos en los que

sólo había intimidación y dulzura? Centelleaban como los de la serpiente, y cuando

miraban a través de las largas pestañas, uno se sentía poseído por el vértigo.

Había despertado la ciudad resbaladiza. Pero ¿por dónde debía empezar Pedro?

Bueno, veamos, lo malo de los josefinos era su, en una palabra, pronunció Pedro

solemnemente, su tiempo.

Pedro, flotando en su pensamiento, sacó la conclusión de que el embrollo mental de

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los josefinos tenía causas meteorológicas. Cuando el día no es más cálido que la noche

—razonó—, cuando la luz no es más clara que la oscuridad, cuando la tierra no es más

seca que el mar, la gente, naturalmente, perderá la facultad de distinguir y empezará a

considerlo —desde los partidos políticos hasta las creencias religiosas pasando por la

pareja sexual— poco-más-o-menos, viene-a-ser-lo-mismo, de lunes-a-martes. !Qué

disparate porque la verdad es extrema, es así y no asá, es él y no ella; cuestión de

convicciones, no un deporte espectáculo. Es, en suma, acaloramiento. «Ciudad—gritó, y

su voz retumbó como el trueno sobre la metrópoli—, he venido a tropicalizarte.

Pedro enumeró las ventajas de la propuesta metamorfosis de San José en ciudad

tropical: mayor definición moral, instauración de la siesta nacional, desarrollo de

vívidos y expansivos esquemas de conducta entre los desprotegidos, música popular de

mayor calidad, nuevas especies de pájaros en los árboles (araraunas, pavos reales,

cacatúas), nuevos árboles bajos los pájaros (cocoteros, tamarindos). Mejora de la vida

callejera, flores de colores chillones (magenta, bermellón, verde neón), monos-arañas en

los robles. Nuevo y amplio aparatos de acondicionamientos de aire doméstico,

ventiladores de techo y espirales y aerosoles antimosquitos. Una industria de la fibra de

coco. Mayor atractivo de San José para sede de conferencias, etc.; mejores jugadores de

béisbol, mejor control del balón por los futbolistas profesionales al haber sido

desterrados por el calor el tradicional e insulso juego «batallador» de los ticos. Fervor

religioso, fermento político, renovado interés por la intelectualidad. Las bolsas de agua

caliente desterradas para siempre, sustituidas en las fétidas noches por lentos y

perfumados actos del amor. Aparición de nuevos valores sociales: los amigos

emperazán a visitarse sin cita previa, clausura de las residencias de ancianos. Fomento

de la familia numerosa. Comida más picante; el empleo de agua, además de papel, en

los aseos; la dicha de correr completamente vestido bajo las primeras lluvias de mayo.

Inconvenientes: tifus, salmonela, cucarachas, ratas, polvo, ruido, una cultura de

exceso.

Pedro, de pie en el comedor del hotel, abrió los brazos abarcando el cielo y gritó:

«Sea.»

Reinaba una calma extraña, inquietante, ahogada, espesa. No poder oírse la

respiración de la ciudad ni tampoco la de Dios. Todo el universo—hasta el demonio,

que jamás duerme— se había hundido en un foso profundo y negro: ¿era el sueño, la

muerte, Dios?

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Estaba bañado en sudor. De su sueño sólo recordaba esto: que alguien lo perseguía.

¿Quién? ¿Uno? ¿Una multitud? ¿Hombre? ¿Demonios? Ya no recordaba.

Se acerca el mediodía. El aire es vivo y transparente. En la lejanía, el cielo cobra

tonos verde pálido. El doctor Aguilar sale del comedor del hotel donde se hospeda y

atraviesa el gran vestíbulo, fresco y sombreado. En el umbral se detiene un instante,

deslumbrado por la intensa luz. Después de encender un cigarro baja hasta la acera.

En la magnificencia del mediodía, el cielo azul radiante parecía como si vibrara

sobre la calle desierta. Las casas proyectaban en la calzada su sombra corta y dura, y del

suelo blanco subía una claridad intensa, cegadora, que obliga a cerrar los ojos.

Pasó una ráfaga de viento tibio empujando ante sí una leve polvareda. Poco a poco

Pedro fue subiendo la calle inundada de sol y se dirigió al Hospital Nacional de Niños.

Doctor en medicina y pediatra, tenía también algo de filósofo; se ocupaba

especialmente en estas prácticas y en la investigación, interesándose también por ciertos

temas relacionados con la tuberculosis, con la eutanasia y sobre todo con el suicidio.

Estaba más que obsesionado con la idea del suicidio. La enfermedad de María le había

llamado la atención desde el instante en que la vio. Le resultaba difícil entender cómo

era posible que en Costa Rica pudiera presentarse una enfermedad de esa magnitud,

teniendo en consideración el aparente control que manifiestan las autoridades en ese

aspecto. Y como la tuberculosis sigue siendo un problema en el mundo entero,

desdeñado por la mayoría de los médicos, le tentó.

Unos días antes, el facultativo encargado del servicio médico de ese hospital, a quien

conocía, le había ofrecido un puesto para que trabajara allí. Y a pesar de que no le

simpatizaba mucho la idea, aceptó. Era una buena oportunidad para realizar algunas de

las investigaciones que tenía en mente. No había otro medio de obtener datos. Perdidos

entre innumerables expedientes y enfermos, se apresuró a estudiar el mayor número

posible de casos, a fin de poder darse cuenta de las eventuales modificaciones que

pudieran producirse en el estado de los pacientes.

Desgraciadamente, la falta de tiempo, unida a otras dificultades, apenas le permitía

hacer algunas observaciones. Y ahora se dirige a completar el examen de algunos casos,

antes de dar sus conclusiones finales. Pronto se encontró frente a la gran verja que daba

entrada al hospital. Detrás de ella se extiende un amplio y hermoso jardín. Al fondo,

junto al edificio, se ven arriates de verde césped, las palmeras orgullosas exhiben sus

frutos, y el follaje oscuro de dos pinos se eleva majestuoso, como si con sus puntas

quisiera tocar cielo.

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El Paseo Colón está preñado de buses, taxis y otros vehículos que suenan

incesantemente sus bocinas, como pidiendo permiso para llegar a su destino. Dos

camilleros con aspecto de obreros de círculos católicos, salen del hospital transportando

una camilla.

Los distintos servicios del Hospital Nacional de Niños los prestan hombres y mujeres

de todas las clases sociales que van y vienen de un lado a otro: unos trasladan pacientes,

otros los bañan, otros vigilan por todas las áreas. En realidad efectúan una labor

verdaderamente ímproba, que cumplen con la mayor abnegación. Otros, sin embargo,

lesionan este principio de abnegación y sacrificio. Pedro encontró entre ellos excelentes

personas cuya amabilidad le facilitó el cumplimiento de su labor.

Ante la puerta abierta, el director habla a sus empleados. Se nota que es un hombre

importante, cuyo rostro inspiraba respeto. Una gabacha blanca y el estetoscopio que

cuelga sobre su pecho dan fe de su altruismo. Es un hombre de talla imponente. Sus

gestos firmes hablan por sí solos. Da órdenes como un general preparando a su ejército

para una batalla.

Pedro le saludó y luego se dirigió a uno de los empleados, Luis Montero, su antiguo

compañero de estudios, quien le correspondió alegremente.

También Luis Montero se ha puesto al servicio del hospital y desde hace tres meses

transporta enfermos de un lado a otro: a rayos X, a las diferentes salas, al San Juan de

Dios, a fisioterapia, a las piscinas, donde los sumerge sin la menor repugnancia por los

viejos harapos piojentos, las llagas supurantes, los cánceres sanguinolentos y los

ingratos hedores de aquellos organismos en descomposición. En Puntarenas no se

habría atrevido a tocar con la punta de su bastón al menos desagradable de aquellos

desgraciados.

Pedro admiró una vez más la influencia que ejerce el ambiente sobre los hombres. Y

recuerda a Juan Bautista Lamarck, quien hace un siglo ponía el siguiente ejemplo de su

Filosofía Zoológica: «Un pájaro se ve forzado a vagabundear por el agua en sitios de

profundidad escasa; sus sucesores hacen lo mismo; los sucesores de los sucesores hacen

lo propio... de este modo, poco a poco, a lo largo de múltiples generaciones, este pájaro

ha visto crecer entre los dedos de sus patas un ligero tejido... y aumentar la espesura... y

llegar a recia membrana que le permite a él, descendiente de los primitivos voladores,

nadar cómodamente en las marismas... Pues bien: ahora aplica este caso. Pon al hombre

más rudo, más grosero, menos intelectual, en una casa higiénica y confortante;

aliméntalo bien; vístelo bien; has que trabaje con comodidad, que goce sanamente... Y

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yo te digo que al cabo de tres, de ocho, de doce generaciones, de las que sean, el

descendiente de ese rudo obrero será un bello ejemplar de hombre culto, artista, cordial,

interjectivo.»

Pedro preguntó dónde se encontraba María. Luis Montero le mostró la sala, situada

en la planta baja del hospital, y hacia allá se dirigió.

Era una sala espaciosa, tranquila y sombreada. En aquella mañana radiante, las altas

ventanas de pequeños cristales, que se abrían temerosas, no dejaban pasar al interior

más que una luz vaga, gris y fría.

En el aire flota un desagradable olor a yodoformo. A lo largo de las paredes

encaladas se alinea una decena de cubículos con corredores pardos, con sus

correspondientes camas. Muchos enfermos están sentados en sillas o reposan vestidos

en sus camas. Esperan ya dispuestos el momento de la visita de sus familiares. Pedro

pasó silenciosamente ante ellos. En el hospital las funciones de los especialistas son

diferentes a las de otros hospitales de otros países, muy sencillas. En ellos, nadie espera

mucho de ellos. Se cuenta con los médicos residentes e internos, ¿no están acaso allí

para trabajar como animales? Los especialistas ticos están para dirigir y ordenar; se les

llama en toda instancia, cuando hay que tomar alguna decisión importante.

Pedro se acercó a la cama que ocupa la joven enferma de peritonitis tuberculosa. A

su lado están la enfermera superiora del área y otra más joven llamada Carolina, quien

enseguida volvió su hermoso rostro hacia Pedro, y avanzó hacia él expresando ansiedad.

— Doctor, le esperábamos impacientes. El estado de nuestra hermana ha empeorado

aún más. Ya no sé qué hacer. Casi no despierta, parece estar muy grave.

Pedro se acercó al lecho y contempló detenidamente a María Santiler. Estaba echada

boca arriba, inerte. Su rostro exangüe y afilado descansaba sobre la almohada, sus

brazos esqueléticos sobre la cintura. Su respiración era rápida y laboriosa.

¿Cómo vamos? — preguntó con voz suave.

Los ojos empañados de la joven, que parecen rodeados de un círculo violáceo, se

volvieron hacia él, y sus labios descoloridos se movieron, dejando pasar una mueca de

dolor, al tiempo que apretaban el tubo que la mantenía respirando.

Pedro le tomó la muñeca y puso el dedo en la arteria radial. El pulso latía

aceleradamente: ciento cincuenta pulsaciones por minuto, con intermitencias. El

corazón cedía.

Tráigame la jeringa que está en la mesa —pidió a la enfermera—. Vamos a ponerle

el medicamento que indicó el doctor.

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Una vez retirada la ropa, la enfermera apartó el aro que mantenía sobre el vientre de

la enferma, una vejiga llena de hielo, y apareció el cuerpo enflaquecido de María

Santiler, con las costillas marcadas en la piel y el vientre opilado. La tumefacción era

casi uniforme, pero algo más voluminosa hacia el lado izquierdo. Pedro colocó las

manos y las deslizó suavemente por la lisa superficie, ejerciendo una ligera presión. El

vientre parecía distendido por materias duras, y en el centro, debajo del ombligo, se

notaba una parte más depresible, llena de líquido. Era la forma clásica de la peritonitis

tuberculosa.

Tomó la jeringa con la inyección que la muchacha le preparó, verificó que no tuviera

aire, y la hundió en el delgado muslo. La inyección penetró debajo de la piel, y el rostro

de María experimentó una brusca contracción. Pedro tanteó las piernas; estaban

hinchadas hasta las rodillas; palpó después la nariz y las manos, que desde aquella

mañana se habían enfriado, y examinó muy de cerca las orejas y las uñas, apreciando

que éstas se habían recubierto de una ligera coloración olivácea.

Después se volvió hacia Luis Montero, que permanecía a distancia, impresionado por

aquel espectáculo de enfermedad y sufrimiento.

— Es, como decía, una peritonitis tuberculosa en su último período. El líquido ha

drenado casi por completo y en los flancos se encuentran masas duras. Su padre y su

madre murieron tísicos y ella escupe sangre desde la edad de ocho años; a los nueve

contrajo una pleuresía tuberculosa y le sacaron dos litros y medio de líquido del costado

izquierdo; después tuvo cavernas pulmonares y por último, desde hace un año, sufre de

dolores abdominales. Se encuentra en el último período de la caquexia. El corazón late

sin orden ni concierto. Observa su delgadez y el color de la cara y de los dedos. Morirá

pronto; puede vivir tal vez unos días, pero está sentenciada.

La enferma parecía haber perdido el conocimiento. Pedro le tomó la muñeca. El

pulso aún latía alocadamente. El rostro tenía color de tierra. Una mosca verdosa se posó

en una de las ventanas de su nariz y la enfermera la ahuyentó con el pañuelo.

Colocó la jeringa en el banco, al alcance de su mano, y esperó mientras pensaba:

¡Qué difícil es determinar el porvenir de un enfermo! Es evidente que esta muchacha

no tiene salvación. Pero yo no soy capaz de llegar a conocer si morirá dentro de una

hora o dentro de tres o cuatro días.

Dieron las tres en el reloj que cuelga sobre la pared. Comenzó a llegar una gran

cantidad de familiares.

María se había quedado dormida. Como ya era hora de salida, Pedro invitó a Luis

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Montero a dar un paseo.

Tomaron el pasillo que conduce hacia la ciudad alta, siguiendo la calle donde avanza

la muchedumbre, como una serpiente de mil anillos, paseando por las calles josefinas.

Es una ciudad pequeña, pero clara y alegre, edificada entre montañas. Las calles son

rectas, algunas son estrechas y tortuosas. Van por la Avenida Central. Las tiendas

exhiben sus vistosos escaparates bajo unos toldos de alegres colores. Entre dos

restaurantes se abre una callejuela llena de vendedores ambulantes. Como agazapado se

abre allí un sombrío café, frente a un pequeño parquecito.

Seducidos por la tranquilidad del lugar, se sientan en las sillas de hierro y piden café.

Sírvemelo con leche— dijo Pedro— al mozo que lo recibió.

A mí, negro pero chorreao —solicitó Luis Montero—, también me trae pejibaye21

con mayonesa, y a seguidas pidió un papel para escribirle una carta a su joven esposa,

que había quedado en Puntarenas.

Reclinado contra el muro, Pedro contemplaba cómo el humo de su cigarrillo subía

verticalmente en el aire quieto. Se fijó también en los viandantes que pasaban por el

espacio de la luz blanca que veía al extremo de la callejuela y en la cara coloreada de

Luis Montero bajo el sombrero. En el fondo de sus pensamientos no dejaba de

sorprenderle que su amigo estuviese trabajando en aquel hospital, acompañado de

enfermos repugnantes. Tal vez su esposa, que esperaba el nacimiento de un hijo, le

había convencido para que trabajara en San José; porque debía ser muy penoso para

aquel hombre elegante, que no tenía ni el aspecto ni las aflicciones de un sacristán,

empujar camillas de enfermos por los pasillos de un hospital. Pero lo cierto es que creía

con sencillez, sin discutir, como un niño, en el sentido de responsabilidad de los

hombres.

Pedro pensó en su propia evolución, tan diferente. Educados en la misma escuela,

habían recibido la misma formación social y religiosa; pero la vida, con su dureza, les

había lanzado por caminos opuestos.

Absorbido por sus estudios científicos y con espíritu seducido por la crítica

21 Pejibaye. Es típico la venta de pejibaye cocido acompañado con mayonesa en las casas de San José.

Pejibay. Especie de corojo. Pijibay variedad de corojo, de fruta amarilla, de sabor muy dulce y de hojas

que sirven para techos de casas. Corojo. Árbol americano de la familia de las palmas, cuyos frutos del tamaño

de un huevo de paloma, y de ellos se saca, cociéndolos, una sustancia grasa empleada como manteca.

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norteamericana, Pedro había ido convenciéndose de que la certidumbre no existía fuera

del método positivo. Y sus ideas religiosas fueron destruidas bajo la acción del análisis,

dejándole el dulce recuerdo de un bello y delicado sueño.

Entonces se había refugiado en su escepticismo insurgente. Como los sectarios le

inspiraban horror, creía en la bondad de todas las creencias sinceras.

La búsqueda de las esencias y de las causas le parecía empresa vana; sólo le parecía

interesante el estudio de los fenómenos. El racionalismo satisfacía por entero a su

espíritu; pero en el fondo de su corazón se ocultaba un sufrimiento secreto; era la

sensación de ahogarse en un círculo demasiado estrecho, la necesidad insatisfecha de

una certeza.

¡Cuántas horas de inquietud y de angustia había pasado en sus estudios de filosofía y

de exégesis! Después, todo fue calmándose.

Pero ahora, en las recónditas profundidades de su pensamiento, subsistía una vaga

esperanza, probablemente inconsciente, de poder alcanzar los hechos que dan la

certidumbre, el reposo y el amor. Le agradaba a la vez tanto el fanatismo de los ticos

como el de los sacerdotes de cerrada inteligencia, adormecida en su fe beata.

Para lograr saber muy poco he descubierto en mí cosas muy bellas. La verdad es

siempre mala y triste; soy despreciado —pensaba mientras echaba miel al café que

acababan de servirle—. Eran los únicos clientes en aquel lugar diminuto. Reinaba un

gran silencio; un perro de puntiagudo hocico y ojos brillantes, se acercó a la mesa; al

andar sobre el entarimado, sus uñas hacen un ligero ruido seco. Pedro acaricia al perro

mientras agita el café con una pequeña cuchara de plata. Y luego, mientras bebe, piensa:

Todo es vanidad; la imagen es la realidad única, la única fuente de vida y de

sabiduría. Así, este perro joven e ingenuo, que no ha leído a Cervantes; este perro sin

noción del tiempo, sin sospecha de la inminencia o trascendencia de la causa primera, es

más sabio que Aristóteles, Spinoza y Kant..., lo tres juntos. El perro enarcó las orejas y

le lamió las manos, como si agradeciera la alta justicia que se le hacía, y luego se

marchó agradecido. Pedro preguntó a Luis Montero, que estaba pegando un sobre

amarillo:

— ¿Sabes si esta mañana se ha mejorado algún enfermo, de los que vinieron de

Puntarenas?

—No, nadie; sin embargo, yo he visto algo increíble, una joven inválida caminando

con ayuda de unas muletas; el padre Adolfo Torres, que es el nuevo padre de la capilla,

tomó un poco de agua en un vaso, hizo ampliamente el signo de la cruz y le dio a beber.

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De pronto se le iluminó el rostro, arrojó las muletas, echó a correr ágilmente hacia el

pasillo y luego cayó de hinojos delante de la Virgen que hay en la capilla ¡Estaba curada!

Luego me han explicado que a consecuencia de un esguince sufrido hacía ocho meses le

había sobrevenido una afección incurable en el pie.

Pedro se puso inmediatamente a hojear su libreta de anotaciones.

Esta joven —preguntó—, ¿no es de las que presta su servicio en el Hospital de

Puntarenas? Es joven, pequeña, delgada y se llama Altagracia Santiago.

Sí, la misma— contestó Luis.

Pues bien, su curación es un curioso caso de autosugestión. Precisamente yo había

examinado a esta joven y, en efecto, padecía un esguince desde hace varios meses.

Cuando llegó al hospital ya estaba curada. No tenía el esguince y su pie estaba normal.

Además había hecho una parálisis posterior a la muerte de un familiar sin causas

explicables. Era una parálisis por neurosis histérica. Pero la buena muchacha se había

figurado poco a poco que nunca más podría andar. Esto la volvió neurasténica y, según

ella, sufría grandes dolores en los pies y no le era posible dejar las muletas. El hospital

de San José le parecía la suprema esperanza de curación.

—Pero, ¿cómo te explicas que el padre haya dado este resultado en un caso donde

habían fracasado todos los demás tratamientos?

—Porque el padre Torres tiene una increíble fuerza de persuasión, infinitamente

superior a la de los más grandes maestros de la medicina. De una multitud en oración

surge una especie de fluido que actúa como una fuerza insospechada sobre el sistema

nervioso, pero esto fracasa cuando se trata de afecciones orgánicas. Yo no creo mucho

en esas cosas. Esta mañana mientras conversaba con el doctor Guzmán, entró un

caballero que por su aspecto me pareció médico, llevando de las manos a un hermoso

niño vestido de azul, como de unos doce años de edad. Efectivamente, era el doctor

Coronado, quien nos explicó que había traído a su niño y que partía esta mañana. A

nosotros nos sorprendió su aspecto de desesperación, y al advertirlo hizo tenderse al

niño y le levantó el pantalón. Encima de la rodilla vimos la piel blanca, azuleada por

una retícula de venas. Puse encima mi mano y percibí sobre el hueso una tumefacción

dura como el hierro. No tuve necesidad de pedir más explicaciones. Era un

osteosarcoma, un cáncer de los huesos, de aspecto inofensivo, pero fatalmente mortal y

que incluso operándole matará al niño en el término de un año. Es mi hijo único —nos

dijo en voz baja el padre— y este tumor maligno progresa con una rapidez fulminante.

Yo era escéptico; pero, loco de dolor, oí que el padre Torres ha sanado a una inválida y

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me volví creyente y a él acudí, porque nada puedo hacer sin este niño. He orado y

llorado durante tres días. La virgen ha permanecido impasible. Desesperado me marcho

para ver amputar a mi hijo y verle morir pronto. Y ahogando un sollozo, salió con el

niño, quien ignora su enfermedad. He aquí cómo las fuerzas de la religión se estrellan

contra las fuerzas orgánicas— terminó Pedro.

Afuera el cielo se nubla; relampaguea. Han terminado de tomar café y se disponen a

seguir el paseo, pero caen sonoros goterones sobre la calzada. Y un chubasco se deshace

en hilos brilladores entre las casas.

Luis Montero mira el sol que de nuevo vuelve a surgir tras la borrasca. El mozo, en

un rincón, siempre inmóvil, siempre triste, muy triste, se acaricia en silencio sus blancas

patillas ralas.

Yo amo la naturaleza, Pedro —dice Luis Montero—. Yo amo, sobre todas las cosas,

el agua. Me da una sensación de vitalidad. El cardenal Belarminio decía que el agua es

una de las escalas para subir al conocimiento de Dios.

El agua —describe él— lava y quita las manchas, apaga el fuego, refrigera y templa

el ardor de la sed, une muchas cosas y las hace un cuerpo, y últimamente, cuando baja

tanto sube y se levanta después....

Pero Belarminio no sabía que el agua tiene sus amores; los santos no saben estas

cosas. Yo diré los amores del agua.

El agua ama la sal; es un amor apasionado y eterno. Como es el amor de la vida con

la muerte. Cuando se encuentran, se abrazan estrechamente; el agua llama hacia sí a la

sal, y la sal, toda llena de ternura, se deshace en los brazos del agua. ¿No has visto

nunca en el verano cómo desciende la lluvia en esos turbiones rápidos que refrescan y

esponjan la verdura? El agua cae sobre las anchas y porosas hojas y busca a su amiga la

sal; pero la sal está aprisionada en el menudo tejido de la planta. Entonces el agua se

lamenta de los desdenes de la sal, le reprocha su inconstancia, la amenaza con olvidarla.

Y la sal, enternecida, hace un esfuerzo por salir de su prisión y se une en un abrazo con

su amada. Sin embargo, ocurre que el sol, que tiene celos del agua, a la que también

adora, sorprende a los dos amantes y se pone furioso.

¡Ah! — exclama en ese tono con que se dicen estas cosas en las comedias—, ¡ah!

¿Conque estás hablando de amores con la sal? ¿Conque la has hecho salir de su cárcel,

donde estaba encerrada por orden mía? ¡Pues yo voy a castigarte!».

Entonces el sol, que es un hombre terrible, muy machista, por cierto, quizás más que

los latinoamericanos, manda un rayo feroz contra el agua, la cual, como es tan inocente,

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tan medrosica, abandona a la sal y huye toda asustada.

Y ésta es la causa, Aguilar, por qué en el verano, cuando ha pasado el chubasco y el

sol luce de nuevo, vemos sobre las hojas de algunas plantas, las cucurbitáceas, por

ejemplo, unas pequeñas y brilladoras eflorescencias salinas...

Te decía que esto mismo ocurre con la vida y la muerte. Son gemelas. Tienen

sentimientos desemejantes. La vida es alegre, sincera, divertida, no es rencorosa, vive

en paz con los demás. Es querida y deseada por todos. Pero su hermana, la muerte, es

traicionera, odiosa, rencorosa, no trabaja, siempre ha vivido a expensas de su hermana,

es viciosa. Sus amigos son la maldad, la mentira y sus descendientes, por eso es mal

vista en la sociedad, nadie la quiere. Entonces ella celosa, se asocia con una pandilla de

maleantes que se han agrupado bajo el nombre de «enfermedad»: una pandilla

despiadada, que ataca por igual a ricos y a pobres, a blancos y a negros, a jóvenes y

ancianos. Secuestra niños inocentes, roba órganos a su hermana. La ataca. Y la vida

vive con miedo, por la amenaza de la muerte.

Si la vida no tuviera miedo a la muerte, no tuviera problema, porque su alma la

defendería eternamente. Pero como le tiene miedo, comete errores, pecados, que hacen

que su alma muera junto a su cuerpo y baje a los infiernos. Entonces la muerte y sus

aliados ofrecen en holocausto el fruto de su triunfo ─ el alma de su hermana─ a su rey

supremo Lucifer, en su trono, el infierno.

Ha cesado de llover. Se ponen de pie y se encaminan hacia la Avenida Central. A

uno y otro lado se dificulta el paso por el gentío. Entre aquella masa viviente se abren

paso Pedro y Luis. Llegan frente a la plaza de la cultura y al fondo surge imponente

aquella majestuosa y casi centenaria obra nacida de la contribución voluntaria de los

cafetaleros de hace un siglo y de todo el pueblo tico: el Teatro Nacional. Se ven

centenares de palomas que desde la cúspide rojo─ladrillo agitan sus alas y en bandadas

descienden, simbolizando la paz, y dando fe y testimonio del valor de la República y de

su presidente, premio Nóbel de la paz.

Las palomas giran con su aleteo sonoro. Unas vuelan hacia la superficie, otras hacia

las manos de niños y adultos. Comen palomitas de maíz y maní tostado, de los que

vende Cliffer Brown. Ya las palomas lo conocen, también los que allí acuden. Otra

bandada de palomas se abate y picotea entre el piso, luego se le ve remontarse, y va a

perderse a lo lejos.

Mientras el limonense Brown vende sus palomitas de maíz, a unos diez metros un

anciano, en cuya calva se reflejaba el sol, Biblia en manos, gesticula y predica con voz

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sorna el evangelio, sin que nadie le haga caso. Tiene la barba blanca, las mejillas

sonrosadas; los recios cristales de unas gafas tamizan el brillo de su mirada. De cuerpo

menudo, pero de voz incisiva y penetrante, conforme va hablando, sencillamente,

ingenuamente, va frotándose las manos una y otra vez, todo encogido, todo risueño.

Bajo los laureles, a un costado del hotel Costa Rica, una familia compuesta por los

esposos y sus dos pequeñas hijas, también predica el evangelio, pero con alegres

cánticos. El hombre tiene el pelo rubio y largo, tan largo como el de su esposa, también

rubia. Descalzo toca su guitarra, mientras la señora agita una pandereta para

acompañarlo, y las dos niñitas hacen coro. Al terminar la canción ofrecen a los

espectadores casetes con sus cánticos.

Un payaso divierte al público con su perrita adiestrada, y un karateca muestra sus

agilidades. Roberto, el argentino, con su cara de mimo y su teatro de la calle, es el más

concurrido, y sus comentarios son no sólo atinados, sino también educadores. Sus

ayudantes son unos muñecos de trapo que él llama del «subdesarrollo».

También está allí el famoso Tango, quien hace maravillas con su balón. En fin, se

exhiben varios espectáculos. La anchurosa plaza está rebosante de una multitud que se

divierte alegremente. En la negrura de la muchedumbre resaltan las notas azules,

amarillas y verdes de los trajes femeninos. El tiempo transcurre lento. A veces, un

incidente cualquiera hace que se produzca un vivo remolino de gente. Todas las caras se

vuelven entonces hacia el lado donde la gente grita. Un momento después torna el

silencio.

Poca gente sabe que bajo sus pies se encuentra el museo de oro del Banco Central de

Costa Rica. Sobre el rostro de los allí presentes ondea la mueca de la infalible risa y el

buen humor. Mientras Pedro y Luis observaban a los artistas, al fondo se oye una

melodía deleitosa, también contagiosa: el Punto Guanacasteco, interpretado a ritmo de

marimba por músicos rodeados de una muchedumbre, al pie de la estatua de Juan Mora

Fernández, el primer gobernante de Costa Rica (1828-1833), a quien parecían rendir

homenaje.

Luis y Pedro vuelven al centro de la plaza. Allí hay personas de todas clases. Un

borracho, sucio y descuidado y de cuyo aliento se desprende un hedor a guaro, implora

a los presentes con voz de mendigo:

—¡Señor, un coloncito por favor, para comprar un pan!...

Varios niños, algunos con hermanitos cargados, pedían algunas monedas. Ese era su

trabajo, pedir en las calles. Sus padres los habían enseñado. Otros ofrecían flores. Allá

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al fondo, un gentío se aglomeraba: la guardia rural había apresado un carterista; la plaza

era su oficina principal. Más allá, donde el teatro comienza a echar raíces, parejas de

enamorados se abrazan, mientras otros se divierten con los espectáculos de la calle.

Se observan entre la muchedumbre, extranjeros de diferentes razas e idiomas.

También ellos gozan de la tertulia. Cuando hay un momento de silencio se oyen voces:

— ¡Helados, helados, de coco, de leche, de cas22... helados!...

— Fresco de nance23…

— Palomitas de maíz... palomitas de maíz... maní tostado... el maní tostadito!...

Un pintor muestra sus cuadros, otros dos ofrecen sus habilidades al público para

hacer un retrato al instante. Un poco más hacia el fondo se oye una voz ronca:

— ¡Cajeta de coco... calientita... acabada de hacer... pruébela!

Luis y Pedro continúan su caminata por toda la Avenida Central. Al llegar a la

llamada Cuesta de Mora, donde la calle parece iniciar su subida al cielo en busca de la

paz tan deseada, se levantan dos edificios de paredes gruesas e inexorables y con las

marcas impresas del tiempo, como arrugas en un anciano; cuyas últimas órdenes se la

obedecieron a Teodoro Picado24 y nos recuerdan los castillos de antaño. Uno de ellos

fue en una ocasión asiento del ejército de la República, abolido desde el 1º de diciembre

de 1948 por Don José Figueres Ferrer, quien convirtió todas sus fortalezas en centros

escolares. Ahora nos muestra con orgullo el Patrimonio Nacional: es el Museo Nacional.

A la izquierda nace, de entre la fértil y suave tierra, el otro edificio de paredes blancas,

como queriendo significar la paz reinante: es la Asamblea Legislativa, matriz del

ordenamiento constitucional de la República y de su Independencia, comadrona de

preceptos que mantienen respirando una de las democracias más viejas del nuevo

mundo. Es precisamente por esta razón que se levanta frente al Parque Nacional, el

mismo que simboliza la independencia centroamericana.

Pero a Luis Montero le llama la atención una construcción que acaba de iniciarse al

pie de la Cuesta de Mora, justo antes del Museo Nacional.

22 Árbol que crece en las costas templadas de Costa Rica, que alcanza unos 12 metros de altura, de buena

madera y un fruto semejante a la guayaba, pero excesivamente ácido, que se usa para refrescos. 23 Nance. Arbusto de la familia de las malpigiaceas, que da un fruto pequeño, sabroso y aromático. El

fruto es usado en Costa Rica para preparar frescos. En Costa Rica le llaman fresco (bebida fría o

atemperante) al refresco, que en otros países latinos le llaman jugo. 24 Teodoro Picado (1900-1960). Político y escritor costarricense, presidente de la República de 1944-

1948.

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— ¿Qué van a hacer aquí, que están destruyendo estas casas?

En este lugar se construirá dentro de poco la Plaza de la Democracia, a propósito de

su centenario —responde Pedro—. A veces no entiendo la conducta de los hombres;

con tantos problemas que tiene la población y ahora se le ocurre a alguien desalojar a

esas pobres gentes para hacer algo que realmente no existe.

¿Cómo que no existe? —pregunta Luis intrigado.

—Porque es así. La democracia es una farsa. Estamos en un tiempo de excepción

para los políticos. Lo que me inspira más repugnancia es la frivolidad, la ligereza, la

inconsistencia de los hombres que hoy aspiran a ser demócratas. Tal vez este sea un mal

que la política ha creado y fomentado en las naciones. No hay cosa más abyecta que un

político: un político es un hombre que se mueve mecánicamente, que pronuncia

inconscientemente discursos, que hace promesas sin saber qué hacer, que estrecha

manos de personas a quienes no conoce, que sonríe, sonríe siempre con una estúpida

sonrisa automática. Esta sonrisa la juzgo como el emblema de la idiotez política.

Pero aquí existe el sufragio —dice Luis Montero—. El sufragio es la base de la

libertad...

Los pueblos no tendrán libertad mientras los gobiernos falseen... ¡Ya no los hay!...

Todos se doblegan ante las exigencias del imperio de turno... Tienen que hacerlo, para

poder sobrevivir en el poder.

En primer lugar —dice Pedro—, el hecho que se ha demostrado claramente a todos

los pensadores es que el principio democrático es un error, que los dogmas de la

Revolución, la Libertad, Igualdad y Fraternidad, contienen una contradicción, una

blasfemia en contra de la naturaleza eterna... La Libertad e Igualdad son incompatibles,

porque la naturaleza ha hecho a los individuos desiguales, y por consiguiente éstos, en

la realización de su Libertad, volverán siempre a la reconstitución de su desigualdad...

Hay también otro motivo: la destrucción de los privilegios de la herencia no ha tenido

por consecuencia ni siquiera aquella igualdad relativa que correspondería a la

desigualdad natural de los hombres, sino que esta destrucción de los privilegios ha

allanado el camino a dos nuevos dueños, o sea, a la burguesía y al pueblo... En contraste

con los sueños de la Revolución Francesa, la realidad ha demostrado que la mera

liberación de una humanidad todavía inadecuada e ignorante, fundada en el principio

democrático..., esta liberación no podía producir otra cosa que un nuevo privilegio: el de

los capitalistas, entre los astutos y entre los interiormente menos calificados...

Aguilar continúa hablando como si estuviera pensando en voz alta:

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—La libertad llevada a sus últimas consecuencias repugna. Actualmente un hombre,

a no ser un sectario, encuentra lógica y necesaria la libertad de conciencia y la libertad

de emisión del pensamiento. La mayoría de los hombres creemos que todos tienen el

derecho de buscar la verdad, su verdad; pero esta libertad que para el pensamiento la

aceptamos todos, no la aceptamos respecto, por ejemplo del comercio. Si alguien tratara

de vender en la calle veneno debería ser ajustada... También nos molesta pensar que un

hombre pueda comprar los favores de una mujer por dinero, y, sin embargo, es libre él

para comprarlos y ella para prostituirse.

La iglesia, por ejemplo, se ufana por velar por los principios básicos del hombre,

para que se cumplan las leyes divinas de Dios, pero lo obliga a adoptar su doctrina, sin

darle oportunidad de escogencia.

Perdona que te contradiga, pero pienso que estás equivocado —se atreve a decir Luis

Montero.

No, creo que lo esté—responde Pedro—. Los medios de comunicación pueden

divulgar cualquier tipo de información, no importa qué tanto afecten o no la moral de la

sociedad, la iglesia les hace caso omiso; pero si por alguna razón ella piensa que su

doctrina puede verse afectada, entonces ejerce su poderosa influencia para erradicar ese

valimiento. Para ser más específico, te pondré un ejemplo: en nuestras salas de cines se

proyecta todo tipo de cinta cinematográfica, desde la más vulgar pornografía, hasta la

más cruda de las irrealidades, que influyen negativamente en la conducta moral, social y

sicológica de la población; la iglesia las deja pasar como a Pedro por su casa. Nikos

Kazantzakis, en su libro La última tentación, da un ejemplo supremo al hombre que

lucha, para mostrarle que no debe temer al sufrimiento, a la tentación ni a la muerte,

porque todo ello puede ser vencido y ya lo fue. En él se relata el sufrimiento de Cristo, y

su santificación; y cómo la tentación luchó hasta el último instante para extraviarlo, y

cómo fue vencida. Martín Scorsese, con guión de Michael Bauhaus, la lleva a la

pantalla grande para advertir al mundo, abrir el camino e infundir valor y ¿qué hace la

iglesia? —se pregunta Pedro Aguilar—; inmediatamente extiende sus tentáculos de

poderío sobre quienes tienen la responsabilidad de la censura y el film es censurado, es

prohibido, por ¡blasfemar contra el Señor!... Se limita el derecho del pueblo a escoger la

verdad, su verdad; a la vez que se priva de una advertencia importante. ¿Será que la

iglesia desea que la humanidad siga bajo la influencia de las tentaciones? ¿Será que

desea mantener al diablo vivo, para justificar las malas acciones? ¿Es justo todo esto?

Pero eso nada tiene que ver —interrumpe Luis Montero— con la construcción de

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una plaza en honor a la democracia, de nuestra democracia.

Sí, entiendo que tiene que ver —responde Pedro—, porque a pesar de que este es un

país pacífico y con una «democracia» casi centenaria, se limita, aunque de manera

parcial, la libertad de pensamiento; hay desigualdades y no siempre estamos en

fraternidad. Consecuencia de estos tres dogmas (Libertad, Igualdad y Fraternidad) la

democracia, la santa, la intangible democracia, que es el medio de realizar esos ideales...

Hablo al decir democracia, del dogma político social así llamado, no de esa piedad y

benevolencia por las clases menesterosas, producto de la cultura de la humanidad y que

no tiene nada que ver con el dogma... Me refiero a la democracia que tiende al dominio

de las masas, al absolutismo del número, y que ya no tiene tantos partidarios como antes

entre los hombres libres que piensan sin prejuicios... El número no podría ser nunca una

razón; podría serlo si la masa estuviera educada; pero para educarla, alguno tiene que

ser el educador, y ese educador tiene que estar alto, para imponer una enseñanza que

quizá la misma masa rehusará... Hoy todos los que no tenemos intereses ni aspiración

política estamos convencidos de que la democracia y el sufragio son absurdos, y que un

gran número de ineptos no han de pensar y resolver mejor que un corto número de

inteligentes.

Siempre estamos viendo la masa agitada por las pasiones —prosigue—; vemos los

clamores de la multitud, ahogando la voz de los hombres grandes y heroicos. Desde la

que condena a Cristo hasta la que grita a Zola, casi siempre la masa es de instintos

protervos... A pesar de la cultura adquirida, con haber triunfado la democracia no se

puede decir que haya abierto el campo a las energías de los fuertes. Actualmente al

menos no se ve que la democracia sea comadrona de genios o de hombres virtuosos.

Dada la manera de ser comunista de la enseñanza —y esto es bastante para que todos

los espíritus libres y algo revoltosos sientan antipatía por ella—; dada esta enseñanza,

un hombre de talento o de carácter no tiene más medio que antes de sobresalir; acaso

tenga menos que hace doscientos años, porque el afán de lucro arrastra hacia las

universidades y escuelas especiales, y un turbión de gente obstruye todos los caminos y

ahoga con su masa a las personalidades más enérgicas... Lo que quiero que entiendas es

que los políticos están enfermos... los sistemas de gobierno lo están también... la

sociedad tiene el mismo virus... y la humanidad agoniza por ese mal...

Mientras continúan su paseo, las campanas tocan en multiformes campaneos. El

humo blanco de una chimenea asciende lento en derechas columnas. En las

blanquecinas vetas de las calles pululan, rebullen, hormiguean, negros trazos que se

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alejan, se disgregan, se pierden en la distancia: traqueteos de carros, gritos agudos. La

campana de la catedral tañe pesada; la de la Soledad tintinea afanosa; la del Carmen

llama tranquila, y a lo lejos, riente, elocuente, juguetona, la de la Dolorosa canta en

diminutos golpes cristalinos...

Al frente de la fina, elegante, frágil y sensitiva catedral cuya fachada tiene ocho

columnas, al oeste, —ya en el centro está el Parque Central—. El sol de julio reverbera

en las blancas fachadas de la catedral. En la acera un anciano vende lotería; una mujer

vende mangoceles sobre una tijera de madera; un hombre ofrece guarapo; un ciego

solicita ayuda a través de un altoparlante; varios taxis esperan ser ocupados y en el

centro del parque se aglomera un gentío, mientras se escuchan alegres cánticos

evangélicos que se confunden con las bocinas de los autos y el repiquetear de las

campanas. Pedro y Luis se sentaron bajo un frondoso árbol de donde se divisan

claramente las añejas paredes amarillentas del teatro Mélico Salazar.

¿Dónde habíamos quedado? —preguntó Aguilar—, luego de sentarse.

Hablabas de la democracia ─respondió Luis Montero.

—¡Ah!, ya recuerdo; del problema de la Libertad, Igualdad y Fraternidad, ¿No es

cierto? ─vuelve a cuestionar Pedro—, mirando a Luis, mientras agrega:—Te voy a

presentar un ejemplo sencillo: cinco nombres pueden alinearse en el recuerdo como

grandes luchadores por la igualdad: Abraham Lincoln, John Kennedy, Dag

Hammarskjold, Lutero King y Robert Kennedy. Perecen los cinco, cuatro de ellos por

asesinato, en el momento culminante de su común denominador, el intento de borrar la

más injusta de las desigualdades entre los hombres: la diferencia racial. ¡Que aunque te

parezca extraño, es otro de los cánceres incurables de la humanidad!

Lincoln, al que había impresionado en su juventud la predicción de una anciana

negra que, leyendo en su mano, le profetizó iba a llegar a presidente de los Estados

Unidos, tuvo, poco antes de su muerte, una visión y un sueño premonitorios. En la

primera, encontrándose fatigado, vio borrosamente en un espejo dos figuras; una, su

reflejo natural, con su viveza y estilo personales. La otra era una imagen fría y como de

mármol de sí mismo, una imagen falta de vida. Poco después, en un sueño, siente cómo

se desplaza por los pasillos y salones de la casa Blanca, atraído por unos sollozos

lejanos. Le dicen: «Es al presidente al que han asesinado».25 No obstante, Abraham se

25 John Wilkes Booth asesinó a Lincoln en el teatro Ford Washington, la noche del viernes 14 de abril de

1865. (En otros países era viernes Santos).

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paseaba, no hace nada por impedir su muerte, no refuerza la vigilancia a su alrededor.

Dice Ira Progoff: «Después del asesinato de Kennedy es curioso leer, en la biografía de

Carlos Sendberg, los comentarios sobre el descuido de la policía y cómo ésta no fue

nunca ni investigada ni castigada». ¿No se tratará de algo más profundo? ¿Quizás de

una aceptación inconsciente del destino? ¿O tal vez la democracia que no deseaba esa

igualdad tan anhelada?

Se levantan de sus asientos y de nuevo caminan. Mientras vagaban por la ciudad

ahora transformada, Pedro, cuya imaginación era increíble, vio diablillos con alas de

murciélagos sentados en las esquinas de edificios hechos de mentiras, y vislumbró

duendes que reptaban como gusanos por entre las baldosas rotas de los urinarios

públicos. Al igual que un fraile alemán en el siglo trece, sólo con cerrar los ojos veía

nubes de demonios minúsculos que envolvían a cada hombre y mujer del mundo,

bailando como motas de polvo al sol, ahora Pedro, con los ojos abiertos al claro de luna

y a la luz del sol, detectaba en todas partes la presencia de su adversario, de su —para

volver a la vieja palabra su significado original— Satán. Cuando a Pedro se le aclaró la

vista, el alma perdida se había marchado, y ahora tenía delante la ciudad real.

Las calles de la ciudad, se retorcían en torno a ellos, enroscándose como serpientes.

Costa Rica se había vuelto inestable, revelando su verdadera naturaleza, caprichosa y

atormentada, su angustia de ciudad que ha perdido el sentido de la identidad y, por

consiguiente, se debate en la impotencia de su egoísta y airado presente de máscaras y

parodias, asfixiada y oprimida por el peso insoportable del pasado desechado mientras

contempla la desolación de un futuro empobrecido.

Ahora pasan frente a un local recién pintado de azul, donde por muchos años había

funcionado una taberna. Pedro le dijo a su compañero:

─¿Ves ese hermoso lugar? Es donde Ramón Quirós se estableció y ha hecho su

fortuna vendiendo cigarrillos y aquel polvo blanco tan codiciado por muchos jóvenes,

por artistas y deportistas, para mencionarte algunos.

¿Y es cierto eso? ─pregunta Luis sorprendido.

─Hombre, claro que sí. ¿De qué otra manera habría hecho fortuna tan rápido? He ahí

otro mal que día a día se va incrustando en los tejidos ya enfermos de nuestra maltrecha

sociedad.

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¿Cómo tejidos?—pregunta Luis—. ¿Acaso la sociedad es un cuerpo?

—Claro que la sociedad es un ente, el más grande. Es el todo, y los hombres que la

integramos sus partes—responde Aguilar—. Lo lamentable de todo es que generalmente

los que caen enfermos de ese mal son figuras que marcan ejemplo en las juventudes.

¿Por qué hacen esto?—pregunta Luis.

—El artista por ejemplo, recurre con alguna frecuencia, para estimular su poder

creador, al tabaco y al alcohol. Algunos llegan a utilizarlos en exceso, especialmente el

último. Se ha cerrado los ojos al hecho de que, en la mayoría de las civilizaciones, se

han empleado sustancias diversas para producir estados de excepción o fomentar

actividades poco comunes de la inteligencia y el placer.

Pero, según he oído, eso viene desde los tiempos más remotos ¿o no es cierto? —

pregunta Luis indeciso.

—Cuando se habla de culturas primitivas entregadas al hábito de las drogas como

opio, «haschich», o coca, o bien a esas otras sustancias de las que se obtienen los

alucinógenos actuales: el peyote, el clolinqui, el teonanacatle, etc., solemos olvidar que

nuestra civilización necesita para sus reuniones colectivas ser estimulada, a veces con

bastante intensidad, por brebajes alcohólicos. Dificultad que tenemos los médicos para

extirpar el tabaco de nuestra costumbre, aun después de haberse demostrado su efecto

cancerígeno. También se olvida el consumo por toneladas de tranquilizantes y, en

nuestros días, de psicoenergizantes. Dentro de poco tiempo una cuarta o una tercera

parte de la población cosmopolita, con la que todos los días nos encontramos, será

consumidora de drogas. He ahí una «infección contagiosa», muy contagiosa, que debe

tratarse en nuestras sociedades ——decía Pedro— señalando con el dedo índice el local

de don Ramón Quirós. Es como una infección en un enfermo; si no se controla, se

convierte en septicemia.

Al otro lado de la calle, Don Ramón conversa con su mujer:

—No hay tiempo, Elvira. Nosotros somos el tiempo.

¡Oh, tico, tico!

A Ramón Quirós le divertían los muchachos ticos, y los ticos no tan muchachos, a la

«caza» de extranjeras. En realidad a Ramón Quirós le divertía todo desde que los

billetes se habían ido amontonando poco a poco en su cuenta corriente del Banco de

Costa Rica. «Yo seré un sinvergüenza—le dijo una vez a Elvira—, pero tico». A Elvira

le pareció seguro abrir la cuenta en el Banco Weeden, pero él dijo que no, que su dinero

tenía que estar bajo el nombre de Costa Rica, y como el Banco de Costa Rica tenía

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delegaciones importantes en todos los cantones...

Al compás del aumento de ceros en su cuenta, se desarrollaba más y más en Ramón

Quirós, la capacidad para reírse de todo. Cierto que la vida le había castigado lo suyo y

que, apenas un chiquillo, se batió el cobre en la guerra civil del cuarenta y ocho y supo

lo que era el miedo. Después de la revuelta se encontró de héroe, sin oficio ni beneficio.

Aprendió la lección en el pupitre del hambre y, patriotismo a un lado, legalidad al otro,

hizo un buen papel en el negocio del estraperlo... Entonces, en Puntarenas conoció a

Elvira y, apenas una chavala ella, se mudaron juntos, dejando en el abandono a Helen y

a sus tres hijos. Lo del estraperlo dio para vivir unos cuantos años, pero un día Ramón

Quirós comprendió que aquello se acababa. Se terminaron las peras maduras y comenzó

un itinerario de luchas y de tropiezos, de problemas de fin de mes y de disputas

familiares. La situación comenzó a aclararse cuando consiguió un empleo como

camarero en un lujoso bar de San José. El turismo empezaba a llegar a Costa Rica en

cantidades masivas que, de año en año, abrieron los ojos a millares de costarricenses.

Ramón le dijo entonces a su mujer:

—El sueldo no es malo y las propinas lo engordan. Prepárate a pasar unos años

apretándote el cinturón, pero no te preocupes: o yo no me llamo Ramón Quirós y he

sido combatiente, o salimos de ésta.

Fue así como el antiguo estraperlista de medio pelo se dedicó a practicar la honorable

virtud del ahorro. Pasaron los años y la bolsa creció hasta que su dueño pensó que había

llegado el momento de invertir el capital y establecerse.

Eran los tiempos en que Ramón Quirós recibía con el corazón alborozado cuanto

pudiera referirse al movimiento turístico hacia Costa Rica. En secreto, como si de algo

prohibido se tratara, pegaba en un cuaderno gacetillas y fragmentos de discursos,

noticias y estadísticas. De cuando en cuando sacaba la libreta y le leía a su mujer: «El

turismo es hoy una empresa nacional, pieza esencial de la renta, así como una fuente de

nuevos puestos de trabajo, y, a su vez, de saneados ingresos para los que se dedican a tal

actividad»; «Para los niños que abarca el programa, se han previsto inversiones de

millones de colones»; «El turismo es básico para el futuro equilibrio de la balanza de

pagos, puesto que se asigna la función de cubrir con sus ingresos las dos terceras partes

del déficit previsto para la balanza comercial»; «Los ingresos turísticos para el 1988 se

elevarán al doble de millones de colones, lo que supone la recepción de miles de

visitantes». Entornaba un poco los ojos y sonreía: «Chavala, todo esto significa que un

puñado de esos dólares ha de venir a este bolsillo. Tú has de verlo».

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La puesta en práctica del proyecto tuvo más dificultades, pero Quirós era como un

soldado temerario, capaz de vencer, cualquier obstáculo que se presentara por delante.

Con los ahorros y con un préstamo que consiguió del dueño del bar donde estaba

empleado como camarero, pudo llevar a la práctica su sueño de alquilar, mediante un

regular traspaso, un local, en el mismo centro de la ciudad. Quirós no había estado

nunca en San José, pero sí había estado unos años tras la barra de un bar y sabía la idea

que tienen de Costa Rica la inmensa mayoría de los extranjeros.

Estuvo dudando mucho acerca del nombre, «La estampida», «El romántico», «La

embajada», etc. Por fin se decidió por «El Rincón Alegre». El día en que el flamante

establecimiento abrió sus puertas, Ramón Quirós se situó detrás de la barra y le dijo a su

mujer: «Aquí lo tienes, chavala, ¡más guapo que Alain Delón! Ahora verás tú los tontos

que son estos miles de turistas de andobas que van a venir para salvar el país, la balanza

de pagos y nuestra economía particular». Y, en efecto, muy pronto las cosas

comenzaron a irle viento en popa. Luego, de pronto, tomaron un sesgo inesperado. Una

tarde estaba el dueño de espaldas a la puerta cuando una voz estremeció el local: «¡A mí

la familia !».

Antes de que pudiera reconocer a su antiguo compañero de armas, Ramón Quirós se

sintió abrazado y zarandeado violentamente. Luego, a la hora del cierre, los dos

veteranos se liaron a beber guaro25 hasta que les sorprendió allí mismo el calor de la

mañana. Lo que Ramón Quirós no comprendía muy bien es cómo habían llegado a su

poder los paquetes de cigarrillos de marihuana, y menos aún cómo empezó a desfilar

por «El Rincón Alegre» una clientela que los adquiría a precios muy razonables.

En el hospital, lejos de Ramón Quirós, la enfermera, no conforme con el trato

dispensado a Karen, acudió al doctor Gómez, prototipo de los galenos de los que

Hipócrates en su tumba aún se siente orgulloso.

Mientras examinaba a la pequeña, interrogaba a su madre:

—¿Cómo dice usted que se pone su hija?

Se pone dura, estira los bracitos y las piernitas y vira los ojitos —respondió la

madre—. Los labios se le ponen morados.

—¿Cuántas veces le ha ocurrido?

—Unas cuatro o cinco veces.

—¿Se lo había comunicado a algún médico?

25 Aguardiente de caña.

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—Sí doctor, en Puntarenas, y me dijeron que se trataba de algo que ustedes los

médicos le llaman espasmo del sollozo.

—¿Dígame señora, hay en su familia algún epiléptico?

—En mí familia no, pero en la de Ramón, su padre, sí. El tiene un hermano

epiléptico.

—Muy bien señora, cuando la niña se pone dura, ¿se evacua?... ¿se orina?... ¿bota

espuma por la boca?...

—No se orina, tampoco bota espuma por la boca, pero sí se evacua.

—¿Qué fue lo que ocurrió en la consulta, señora?

Yo quería expresarle esto que le estoy diciendo, al doctor que me atendió, pero él no

me dejó hablar—continúa Helen—; me dijo que ahí sólo atienden problemas de los

pulmones. Todo eso ocurre porque soy pobre, como siempre a los pobres nos tratan

como al «pan chiquito que nadie lo quiere».

—No se preocupe señora, la enviaré al servicio correspondiente, para que la atiendan

de una vez; según lo que usted me ha relatado, es muy probable que Karen sea

epiléptica.

El doctor Gómez hizo una nota de referencia y la envió con la enfermera. En el

trayecto la niña presentó el cuadro descrito por la madre. La enfermera lo observó. Se lo

explicó al médico, pero no vieron a la niña; le dieron cita en cuatro meses.

Al enterarse Gómez, llamó y le dio una explicación al médico. Volvió la enfermera

con la señora y su hija. Según la enfermera el médico le dio poca importancia, le dijo

que era un espasmo del sollozo y le dejó la cita. Le indicó electroencefalograma y otros

estudios.

En otro lugar del hospital, en la sala donde se encontraba María, aún se debatía entre

la vida y la muerte. Rosa le dijo a su marido:

—El médico dijo que morirá. Ella está sufriendo mucho, quiero que le quiten esos

tubos para que muera en paz.

Está bien— asintió Manuel—, hablaré con el doctor. Y salió en su búsqueda.

¿En qué puedo servirle?—preguntó el médico—. Era un hombre alto, de pelo negro

y largo, con bigotes también negros. Llamaba la atención sus ojos negros, muy negros y

profundos, sus gruesas cejas y sus grandes orejas.

—Soy el marido de Rosa, por lo tanto, soy como padrastro de María, es lo único que

tenemos, pero usted y yo sabemos que no se salvará. No queremos que ella sufra.

¿Usted no podría ayudarnos en eso?

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—¿Y en qué puedo ayudarlos?

—Nosotros hemos oído hablar de médicos e incluso enfermeras que evitan el dolor y

sufrimiento a enfermos que, como María, están condenados a morir. Incluso oímos de

un famoso cardiólogo africano, que le puso una inyección a su propia madre para que

ésta no sufriera y muriera en paz. Queremos que usted nos ayude a evitar que esa niña

siga soportando ese dolor.

Ese es un asunto muy delicado—respondió el médico—, yo estoy de acuerdo con

ustedes, pero no es un procedimiento legalizado en este país, y las consecuencias

pueden ser serias.

—Pero, doctor, nadie lo sabrá, sólo nosotros.

—Déjenme pensarlo, más tarde les avisaré.

—Muchas gracias doctor.

Mientras tanto Helen Soto ha formalizado todas las citas y regresa a casa de su

hermana. Al día siguiente retornaría a Puntarenas. Pero no pudo regresar a su hogar: a

las cinco y treinta de la tarde Karen inició un cuadro convulsivo prolongado; cuando

llegó al hospital la insuficiencia respiratoria era tan marcada que se ahogaba en sus

propias secreciones por lo que los médicos decidieron realizar una traqueotomía de

emergencia.

Señora, ¿por qué no la trajo a tiempo? —reprimió el médico en la emergencia— en

tono molesto.

—La traje ayer, y me aconsejaron tomar una cita, que me la pusieron para dentro de

cuatro meses.

Helen Soto había perdido la fe. No quiere ni siquiera pasar cerca de aquel hospital.

Le recordaba momentos tan desagradables. Y murmura para sí: así como me está

pasando a mí les pasará a diario a otras madres.

La hermana de María y su esposo esperan impacientes la decisión del médico a quien

momentos antes le han solicitado acabar con los sufrimientos de la enferma. El galeno

se les acercó y los invitó a pasar a una oficina.

La verdad es que esta es una decisión muy difícil —dice el médico—. No podré

ayudarles; sin embargo, les sugiero que hablen con el padre Torres, para que él los

oriente mejor.

Muchas gracias —respondió la pareja desilusionada.

Aquel médico les recomendó asistir a la capilla del hospital, adonde el padre Adolfo

Torres, para que éste les informe de los pro y los contra de la eutanasia. El padre Torres

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se había interesado por este tema y lo dominaba excelentemente bien.

No fue por casualidad que el médico refirió a la hermana de María donde el padre

Adolfo Torres para que le aclarara todo lo relativo a la eutanasia (o como la concebía

ella: la compasión). El padre Torres poseía el don de la comprensión y el manejo de las

palabras; dominada a la perfección los lenguajes que importaban: sociólogos, socialistas,

negro radical, antirracistas, demagógicos, retóricos y sermónicos: los léxicos del poder.

Pero los familiares de María, no entendían este fenómeno cultural que cada día toma

mayor importancia en el universo, por lo tanto no estaba a su alcance el significado de

la compasión. El verdadero problema del lenguaje, cómo doblegarlo y moldearlo, cómo

hacer de él nuestra libertad, cómo reconquistar sus pozos envenenados, cómo dominar

el río de palabras de tiempo de sangre: de todo esto no tienes ni idea—murmuraba el

galeno—. Cuán dura la lucha, cuán inevitable la derrota. El lenguaje es el valor: es la

habilidad para concebir un pensamiento, decirlo y, diciéndolo, hacerlo realidad.

Todos los idiomas derivados del latín forman la palabra «compasión» con el prefijo

«com-» y la palabra pasio que significa originalmente «padecimiento». Esta palabra se

traduce a otros idiomas, por ejemplo al checo, al polaco, al alemán, al sueco, mediante

un sustantivo compuesto de un prefijo del mismo significado, seguido de la palabra

«sentimiento»; en checo: sou cit; en polaco: wspól-czucie; en alemán:Mit-gefubl; en

sueco: med-kansla.

En los idiomas derivados del latín, la palabra «compasión» significa: no podemos

mirar impertérritos el sufrimiento del otro; o: participamos de los sentimientos de aquel

que sufre. En otra palabra, en la francesa pitie (en la inglesa pity, en la italiana pietá,

etc.), que tiene aproximadamente el mismo significado, se nota incluso cierta

indulgencia hacia aquel que sufre. Avoir de la pitie pour una femme significa que

nuestra situación es mejor que la de la mujer, que nos inclinamos hacia ella, que nos

rebajamos.

Este es el motivo por el cual la palabra «compasión» o «piedad» produce

desconfianza; parece que se refiere a un sentimiento malo, secundario, que no tiene

mucho en común con el amor. Querer a alguien por compasión significa no quererlo de

verdad.

En los idiomas que no forman la palabra «compasión» a partir de la raíz del

«padecimiento» (pasio), sino del sustantivo «sentimiento», estas palabras se utilizan

aproximadamente en el mismo sentido, sin embargo es imposible afirmar que se

refieren a un sentimiento secundario, malo. El secreto poder de su etimología ilumina la

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palabra con otra luz y le da un significado más amplio: tener compasión significa saber

vivir con otro su desgracia, pero también sentir con él cualquier otro sentimiento:

alegría, angustia, felicidad, dolor. Esta compasión (en el sentido de wspólczucie,

Mitgefubl, madkansla) significa también la máxima capacidad de imaginación sensible,

el arte de la telepatía sensible; es en la jerarquía de los sentimientos, el sentimiento más

elevado.

Cuando Rosa le pidió al galeno que acabara con la vida de su hermana, reveló que

estaba falta de compasión. Pero el galeno no sólo no la rechazó, sino que le cogió la

mano y le besó las yemas de los dedos, porque en ese momento él mismo sentía el dolor

debajo de las uñas de ella, como si los nervios de sus dedos condujeran directamente a

la corteza cerebral de él.

Un hombre que no goce del diabólico regalo denominado compasión no puede hacer

otra cosa que condenar lo que hizo Rosa, porque la vida privada del otro es sagrada y

los cajones del alma que contienen correspondencia íntima no se abren. Pero como la

compasión se había convertido en el sino (o la maldición) del médico, le pareció que

había sido él mismo quien había estado arrodillado ante el cajón abierto de sus propios

sentimientos, sin poder separar los ojos de la frase que se había convertido en petición

de Rosa. Comprendía a Rosa y no sólo era incapaz de enfadarse con ella, sino que le

sugirió ir a conversar con el padre Adolfo Torres.

En otra parte de la ciudad, Ramón Quirós se inquieta en el «Rincón Alegre». Fue

como un destino oculto y misterioso, como una consigna secreta, como una vuelta, más

peligrosa, más inquietante, a los viejos tiempos del estraperlo. A los cigarrillos de

marihuana se unieron las pequeñas ampollas, los tubitos con heroína, los sobrecitos con

cocaína, pero a ellos se unió también un palpable robustecimiento de su cuenta corriente

en el Banco de Costa Rica. En apenas un año devolvió el dinero que le habían prestado

y ahora su objetivo era el de reunir lo suficiente como para establecer una cadena de

bares en la población. Entonces olvidaría de una vez para siempre el grito de «A mí la

familia» y el inesperado negocio que le proporcionó, entre vaso y vaso de guaro, su

antiguo amigo y compañero.

Aunque el negocio se llevaba con una discreción espartana, no dejaba de inquietar a

su propietario cada vez que pasaba ante su puerta una pareja de la Guardia Civil. El bar,

y eso él no pudo o no quiso evitarlo, despedía un cierto tufillo dudoso, sobre todo por

parte de la clientela que acostumbraba a visitarlo por las noches, a última hora, poco

antes del cierre. Nadie sabía la razón por la que se inclinaba únicamente hacia dos o tres

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establecimientos similares, una inusitada cantidad, cada año más numerosa, de

jovencitos lánguidos y un poco melancólicos que, en sus ojos brillantes y en sus

palabras nerviosas, evidenciaban quizás una tristeza que Ramón Quirós nunca podría

comprender. Camisas de color rosa, camisas de color azul pálido, pantalones

increíblemente ceñidos, camisetas que pegaban al cuerpo, que se quebraban así en la

cintura... Elvira le había dicho: «preferiría que el bar estuviera lleno de golfas que de

maricas». El se encogió de hombros al responder:

—Y «¿qué quieres que haga? Mientras aquí se comporten decentemente...» Su alivio

se cifra en que «El Rincón Alegre» tiene varias horas y varias clientelas. En las mañanas,

a eso de las nueve, es la hora en que los clientes acuden a desayunar con el mejor «gallo

pinto»26 que se prepara en Costa Rica acompañado de las tradicionales tortillas27 y con

un delicioso café.28 A mediodía, por ejemplo, sólo van parejas como la que ahora se está

bebiendo un refresco y espera su almuerzo con el envidiado «casado»29 que aquí se

prepara; son trabajadores de los alrededores; por las tardes, parejas que acuden a tomar

el café con un delicioso churro de leche; por las noches, parejas que buscan las caricias

discretas de los rincones, también extranjeros que toman té de manzanilla como

aperitivo, acompañados de una que otra tica que les divierte el momento. Sólo a partir

de las doce de la noche «El Rincón Alegre» se convierte en una extraña mezcla de

silencios y de risitas, de contoneos y de tristezas que se ahogan en la densidad del humo

de los cigarrillos de tabaco rubio y cubalibre que nunca, ¡Dios mío, nunca!, puede

terminar la sed de los clientes de última hora, de última esquina, de última torpeza.

Ramón Quirós, por aquello del disimulo de lo que se ocultaba en la trastienda, se

atrevió incluso a ir un día a la estación de la Guardia Civil y a explicar lo que pasaba en

su bar a partir de la medianoche: «No es que yo pretenda que mi establecimiento sea un

convento de ursulinas, usted me comprende; pero no me hace gracia que mi bar sea

punto de reunión de esa clase de tipos. Verdad es que allí todo queda en cigarrillos, en

26 Plato típico costarricense a base de arroz, frijoles negros y huevos. Suele ser el desayuno de los ticos. 27 Alimento en forma circular y aplanada, para acompañar las comidas, que se hace con masa de maíz

hervido en agua con cal, y se cuece en comal. El comal es un disco de barro o de metal que se utiliza en

Costa Rica para cocer tortillas de maíz o para tostar granos de café o de cacao. 28 En Costa Rica el café comúnmente se prepara chorreado en colador, es claro, y en gran cantidad,

generalmente un vaso y generalmente se endulza con miel de abeja. 29 Plato típico costarricense preparado a base de arroz blanco, frijoles y carne. Generalmente representa el

almuerzo tico.

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bromitas, en ridículos ademanes de muñeca, pero me tiene preocupado el asunto: de

verdad, señor guardia, me tiene preocupado. ¿No tiene usted el cartelito ese de

reservado el derecho de admisión? ¡Pues a la calle con ellos, y ya está!». «Sí, claro, esto

es fácil decirlo, pero cuando entra un tipo no se le puede preguntar por las buenas si es o

no del ramo, usted me comprende».

La verdad es que nadie supo qué consejo darle, cosa que él ya esperaba, pero

tampoco le hizo la menor gracia que le dijeran que tuviera cuidado, porque si allí se

armaba un escándalo, se verían obligados a dar parte y cerrar «El Rincón Alegre».

Ramón Quirós anotó cuidadosamente la advertencia y, aquella misma noche, se encaró

con un par de tipos, un alemán y un gringo, sin el menor respeto por los vasos de

whisky que ya se habían bebido y que aún no habían pagado: «Mira, nene ─le dijo al

alemán─: o tú y la mariposa rubia que está a tu lado dejan el filigrana, o van a saber lo

que pesa la mano de un veterano, ¿entendido? Aquí se viene a beber vino, guaro o

whisky, también birra,30 que para el caso es lo mismo, y comportarse como los hombres,

no como playos.31 El que no sirva para esto, ya lo sabe: por puerta se va a la calle». El

mismo se sorprendió de sus palabras y del efecto que causaron entre los que se

encontraban en la barra. Por un instante pensó que la clientela de madrugada se iba a

trasladar a cualquier bar de la competencia, pero no pasó nada: el alemán habló entre

susurros con su compañero y, tras apurar el último whisky y pagar lo que debían,

salieron altivamente del local.

A las pocas noches volvió el alemán y estuvo bebiendo allí como si tal cosa. Al

acostarse, Ramón Quirós despertó a su mujer para decirle: «oye, ¿sabes que en el país

estamos perdiendo la dignidad?». Elvira, le respondió de mal humor, vacilantes las

palabras en el sueño: «¿y para esto me despiertas? ¡Ni que hubiera ocurrido algo

importante!».

A mediodía, con gran capacidad para ello, Ramón olvida las caras que ha visto al

otro lado de la barra en las horas de la madrugada. Sobre el mostrador se alinean

bandejas de tapas calientes que Elvira prepara en la diminuta cocina del bar. El local

está limpio y ¿curioso?: han desaparecido papeles y colillas, paquetes vacíos de

cigarrillos, caparazones de gambas y huesos de aceituna. Relucen las mesas y hasta el

cuadro del equipo de fútbol «Saprisa» acusa más fuerza al destacarse el color morado en

30 Cerveza en Costa Rica (popular). 31 En Costa Rica, homosexual

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las blancas paredes de «El Rincón Alegre».

Es entonces la hora de los tés de manzanilla, de la curiosidad de los viejos turistas

que, tímidamente, penetran en el local al reclamo de los carteles, de las banderillas y de

las carretas que adornan y ambientan el «Rincón Alegre». Es la hora de los empleados

de los alrededores que regresan del trabajo, almuerzan y toman café en compañía de sus

amigos. Es la hora también en que los obreros de la construcción, de la interminable

construcción que el turismo ha impulsado, pasan por las calles con sus marmitas

envueltas en pañuelos de hierbas y, al cruzar delante de la puerta y ver allí, dentro, a

alguna mujer que viste «shorts» y una liviana blusa que resalta la importancia de sus

senos, se dan codazos y ríen y silban y lanzan aullidos de asombro, de codicia y de

renuncia a un tiempo.

Sí, es la hora en que Quirós, esta es la verdad, está más a gusto en la barra, y tiene

ganas de divertirse viendo los esfuerzos que los muchachos ricos, y no tan muchachos,

realizan para entenderse con las extranjeras y empezar así una sabrosa conquista. Como

este que ahora bebe con la chica esa que de pronto se ruboriza al hablarle, mientras el

muchacho, muy fino él, ha puesto su mano sobre la de ella cuando la chica ha dejado la

copa en el mostrador. Ramón piensa que, en este aspecto, Elvira puede estar bien

tranquila, porque ella, con sus treinta años menos que él, con su fuerza y su calor, le

basta y le sobra.

La pareja se acerca al cuadro de «Saprisa» y ella con temor, acaricia el viejo cuadro.

Luego, al mirarle a él, queda un segundo quieta y otra vez vuelve el rubor, un

inesperado y agradable rubor, a su rostro.

—Copada la tiene ya, copada. Te lo digo yo—decía Elvira a su marido—, al

observar aquella pareja. Pero lo que no se imaginaba Elvira, es que esta inocente

criatura se convertiría en una víctima más de esa terrible enfermedad, que invita a quien

la padece a robar, a prostituirse, a matar, al chantaje, etc., y que todos han convenido en

llamar «drogas». Allí, en «El Rincón Alegre» se vende ese veneno mortal que cada día

se expande con mayor fluidez por las venas de nuestra sociedad, también por la de sus

hijos.

Las drogas del tipo alucinógeno han sido empleadas en muchas culturas, desde las

primitivas hasta las de hoy, para regular los hábitos colectivos, y en manos de chamanes

o sacerdotes de esas culturas primitivas han servido para establecer normas rituales de la

vida comunal.

De cuando en cuando un pájaro trina, aleteando voluptuoso en la atmósfera sosegada;

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cerca una abeja revolotea en torno a un ramo de rosas, zumbando leve, zumbando

sonora, zumbando persistente. Luego desaparece...

Ramón Quirós, se había leído muy bien los daños que las drogas producen y sabía

que ya en el siglo XIX, junto a los poetas embriagados que buscaban su inspiración en

el alcohol, comienzan a aparecer los que emplean, como Coleridge, Thomas de Quincey

y Baudelaire, drogas alucinógenas para estimular su fantasía. Lo que desde el punto de

vista del lector burgués decimonónico era un «vicio lamentable», comienza a parecernos

hoy una explicación en las fronteras del hombre.

Aldous Huxley habla de ello en su última novela, después de haber referido sus

experiencias con alucinógenos en su libro Las puertas de la percepción. Libro en el que,

como subraya Ajuriaguerra, Huxley «hace trampas», sobre todo si se compara lo que en

él son experiencias, es decir, observaciones que luego va a utilizar como literatura, con

la obra mucho más genuina del poeta Henri Michaux, el cual aporta en sus cuatro libros

el relato de una auténtica aventura en las fronteras del hombre, lindando quizás, en

ocasiones, con estados parecidos a la locura, con situaciones regresivas, arrastrando el

peligro de lo desconocido y de la vesania y hasta de la desintegración de la personalidad,

después de tomar mezcalina, «haschich», ácido lisérgico y psilocibina. Estas sustancias

producen cambios profundos del talento, euforia o depresión y, sobre todo, cambios en

la percepción sensorial. Los colores, los sonidos, se vuelven de intensidad insospechada,

bellísimos, inigualados por los de la naturaleza.

Al propio tiempo, hay alteraciones en la percepción del propio cuerpo, del espacio y

del tiempo y modificaciones en el curso del pensamiento. No siempre las distorsiones

de lo percibido son extravagantes y locas, como, por ejemplo, el mundo «vibratorio»,

«tetanizado», que da la mezcalina. Todas estas alteraciones son las que está vendiendo

Ramón Quirós en su famoso «Rincón Alegre». Eso es lo que produce las risitas alegres

de los clientes, como aquel joven que ahora sale del lugar, se ríe solo y disfruta de los

colores en arco iris de la naturaleza a través de sus alucinaciones visuales. Así como

Ramón Quirós vende la muerte en su restaurante, otros de mayor jerarquía también lo

hacen, incluso países. Usaron el opio en Vietnam contra los norteamericanos. El propio

Chou En Lai, lo admitió. Ahora lo usan los imperios, cuando su deseo es deteriorar la

estabilidad política de un hombre... de una nación... Es decir, que ellos practican lo que

yo llamo «eutanasia política». Inyectan en la opinión pública la idea de que esa nación...

ese gobernante... ese hombre... en particular, comercia con drogas. Ocurre la muerte

política del personaje en cuestión. El imperio le ha practicado la eutanasia.

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En el hospital, Helen Soto llevó a Karen a su primer control luego de su de alta, a

raíz de la traqueotomía efectuada. Allí se encontró con aquel joven de dieciocho años

que padecía del corazón y con el que compartió el tren aquella tarde calurosa de julio, y

le preguntó:

—¿Cómo vas?32

—No muy bien, me enteré de que moriré pronto; como máximo duraré dos años. Eso

me dijeron─ le respondió el muchacho melancólicamente.

Helen se retiró apenada del lugar y mientras se dirigía al hogar de su hermana le

comentaba:

─He visto hoy un joven de dieciocho años que padece una enfermedad del corazón

declarada incurable. Los médicos han dicho que puede morir dentro de ocho días como

dentro dos años; pero que no pasará de ahí. Y el joven lo supo, y al momento abandonó

los estudios y se entregó a todos los excesos. Cuando le decían lo peligroso que era en

su situación esa vida desordenada, contestaba: «¡Qué me importa, puesto que sólo he de

vivir unos dos años!»; «¿A qué cansar mi imaginación? Yo disfruto de lo que me resta y

quiero divertirme hasta el fin».

He aquí —decía Helen— las consecuencias lógicas de un error médico y además del

miedo a la muerte. Si a este joven se le hubieran dado esperanzas, como es lógico, no se

habría entregado a esa vida desordenada y quizás las posibilidades de vida hubieran sido

mejores. Por otra parte, si aún así este joven hubiera dicho: «La muerte sólo destruirá mi

cuerpo, que dejaré como un traje viejo, pero mi espíritu vivirá siempre. Yo seré en la

vida futura lo que haya procurado ser en ésta: nada de cuanto pueda ocurrir en

cualidades morales e intelectuales será perdido, y redundará en provecho de mi

adelantamiento; todos los defectos de que me despoje son un paso más hacia la felicidad;

mi dicha o mi desgracia venideras dependen de la utilidad o inutilidad de mi existencia

presente. Me interesa, pues, mucho aprovechar el poco tiempo que me queda, y evitar

cuanto pueda debilitar mis fuerzas». De estas dos doctrinas, —se pregunta Helen—

¿Cuál es la preferida? Las hermanas guardan silencio por un instante. Luego es Carmen

quien le responde:

—Todo depende de la conciencia humana. La conciencia humana es,

fundamentalmente, conciencia de la muerte. Esa conciencia trae consigo el preguntarse

por el sentido de la vida y el querer llenarla de sentido. Así, pues, como Unamuno,

32 Expresión costarricense equivalente al saludo cómo estás.

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como en el existencialismo, la meditatio mortis es causa fundamental de toda filosofía y

raíz de todo programa vital auténtico; el hombre es, en estas novelas, un ser para la

muerte. Esta es la gran verdad que debemos aceptar, aunque nos cueste. La tentación es

la huida inauténtica o la desesperación: «Preferible es morir de una vez por todas que

vivir constantemente en espera de la muerte». Pero la única verdadera solución es contar

con ella y edificar, a partir de ella, toda nuestra vida. Por eso dice Alberto: «La idea de

la muerte me hizo artista».

Rosa y su marido habían llegado donde el padre Torres a quien explicaron el objetivo

de su presencia.

Comenzaré por explicarles lo que es la vida —dijo el padre Torres—. En realidad,

todo cuanto existe es «vida». Incluso una criatura que normalmente llamamos «muerta»

está viva. La forma normal de vida puede haber cesado —por lo cual la llamamos

muerta— pero con la cesación de esa «vida» se ha producido una nueva forma de vida.

¡El proceso de la disolución crea una vida propia!»

Y continuaba diciendo: Vivimos, pensamos, obramos; he aquí lo positivo: moriremos;

esto no es menos cierto. Pero al dejar la tierra, ¿adónde vamos? ¿Qué será de nosotros?

¿Estaremos mejor o peor? ¿Seremos o no seremos? Ser o no ser, tal es la alternativa, es

para siempre o para nunca jamás; es todo o nada; o viviremos eternamente o todo se

habrá concluido para siempre. Bien vale la pena pensar en ello.

Todo hombre siente el deseo de vivir, de gozar, de querer, de ser feliz. Decid a uno

que se sepa que va a morir que vivirá todavía, que su hora no ha llegado: decidle sobre

todo que será más feliz de lo que ha sido, y su corazón palpitará de alegría. Pero, ¿a qué

estas aspiraciones de dicha, si un soplo puede desvanecerlas?

La muerte no se siente, pero se piensa ¿hay acaso, algo más aflítico que el

pensamiento de la absoluta destrucción?

Precisamente por eso padre—interrumpe Rosa— es que queremos que la dejen morir

en paz, porque tanto nosotros como ella estamos sufriendo, y ella aún más, que siente o

piensa como dice usted, que la muerte está cerca.

El hombre—interrumpe el padre Torres— a cualquier grado de la escala a que

pertenezca, desde el estado salvaje, tiene sentimientos innatos del porvenir; su intuición

le dice que la muerte no es la última palabra de la existencia y que aquellos cuya

memoria recordamos no están perdidos para siempre. La creencia en el porvenir es

intuitiva y muchísimo más generalizada que la del nihilismo. ¿A qué se debe, pues, que

entre aquellos que creen en la inmortalidad del alma se encuentre todavía tanto apego a

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las cosas de la tierra y tanto temor a la muerte?

Continuaba hablando:

—El temor a la muerte es un efecto de la sabiduría de la providencia y una

consecuencia del instinto de conservación, común a todos los seres vivientes. Es

necesario, mientras el hombre no esté bastante enterado de las condiciones de la vida

futura, como contrapeso a la propensión que sin este freno le induciría a dejar

prematuramente la vida en la tierra y descuidar el trabajo terrenal que debe servir para

su propio adelanto.

Por esto—seguía diciendo el padre—, mientras se pasaba la mano por la cabeza, para

los pueblos primitivos el porvenir sólo es una vaga intuición; más tarde, una sencilla

esperanza, y por último una certeza, pero todavía equilibrada por un secreto apego a la

vida corporal.

¿Quiere usted decir —pregunta Manuel—que a medida que los pueblos se

desarrollan entienden mejor el concepto de la muerte, y que por tanto, aceptarán o no la

eutanasia?

He querido decir, mi buen señor—contesta el padre Torres—, que comprenden mejor

la muerte, es cierto, pero no que aceptan la eutanasia: a medida que el hombre

comprende mejor la vida futura, el temor a la muerte disminuye, pero al mismo tiempo

aumenta su comprensión sobre su misión en la tierra y espera su fin con más calma y

resignación y sin temor. La certeza de la vida futura da otro curso a sus ideas, otro

objeto a sus trabajos; antes de tener esta certeza, sólo trabaja para la vida actual; con

esta certidumbre, trabaja con miras al porvenir sin descuidar el presente, porque sabe

que su porvenir depende de la dirección más o menos buena que dé al presente. La

seguridad de volver a encontrar a sus amigos, familiares, etc. después de la muerte, de

continuar las relaciones que tuvo en la tierra, de no perder el fruto de ningún trabajo, de

aumentar sin cesar en inteligencia y perfección, le da la paciencia de esperar y el valor

para soportar las fatigas momentáneas de la vida terrestre. La solidaridad que ve

establecerse entre los difuntos y los vivientes le hace comprender la que debe existir

entre los vivos; la fraternidad tiene entonces su razón de ser y la caridad un objeto en el

presente y en el porvenir. El padre Torres recuerda a Quevedo: «La muerte camino para

la vida. La vida navegación. La muerte puerto, aunque sea común, es bueno, que el pan

lo es y cada día le comemos y ésta es más necesaria que el pan de la boca».

Pero, padre —ahora es Rosa quien interrumpe— ¿qué tiene que ver todo esto con

que nosotros solicitemos que terminen con los sufrimientos nuestros y de nuestra

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enferma, ya condenada a muerte?

Mucho tiene que ver, —responde el padre Torres— si ustedes tuvieran

entendimiento de lo que les estoy diciendo, comprenderían que el «alma de esta vida es

el honor y la estimación» y «el poder de la tierra no tiene poder en los ánimos»,

entonces no trataran de exterminar una vida que aún no ha muerto, porque alguna

misión de cumplimiento o castigo aún le queda aquí en el paraíso terrenal. Cuando ella

cumpla sus obligaciones todas, entonces estará en condiciones de morir, no antes.

Mire padre, le vamos a ser sinceros —dice Rosa— nosotros no somos católicos y

nuestra fe no es tan buena como para creer en lo que usted nos ha dicho.

El padre Torres, comprendió que sus palabras no habían cumplido su cometido. En

ese caso —responde el padre— mejor sería que se presentaran con el vicario Miguel

Suárez, él es el encargado de resolver este tipo de problema. Y Rosa y su marido se

dirigieron adonde el padre.

Se esfuerza por recordar el tiempo que el padre Lorenzo Marte lleva encerrado en su

domicilio. Cuando él llegó a la ciudad a ocupar su cargo de primer vicario, todavía el

párroco, con ayuda de las muletas, podía atreverse a cruzar la calle que le separaba de la

iglesia. Luego, apenas unos meses, el padre Marte comenzó a retardar salidas y a

permanecer días en su casa. La parálisis de Parkinson avanzaba a buen ritmo y el

médico impuso que el anciano sacerdote no hiciera el menor esfuerzo. Sólo le permitía

realizar el viaje en tren a Puntarenas cada año. Hasta que llegó el momento en que, sin

decirse nada, todos comprendieron que el rector no volvería a salir a la calle.

El Padre Miguel Suárez, primer vicario de la parroquia, sintió sobre sí el peso

enorme de su responsabilidad y, a sus cuarenta y cinco años, soñó, como un dulce

camino de evasión, en la paz calmosa de un monasterio. Pero el vicario sabía que su

puesto estaba allí y olvidando sus sueños, su pequeño egoísmo de tranquilidad, se

enfrentó con las muchas necesidades que, en el orden religioso, se evidenciaban en la

parroquia. Por lo menos en lo que se refería al culto estaba tranquilo, desde que llegó el

nuevo padre.

Un joven sacerdote de tierra adentro, concretamente, de la ciudad de Juan Santamaría,

y desde que los religiosos del seminario Don Bosco —en Paso Ancho—, apenas unos

cientos de metros de la ciudad, comprendieron que dos sacerdotes eran muy pocos para

las misas que era preciso celebrar durante los meses de verano.

Si el vicario pensaba en las necesidades de la parroquia no se refería a esto, sino a los

habitantes de la población y a la frialdad religiosa que se respiraba entre ellos. El padre

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Miguel Suárez, desde que el párroco no pudo ya salir de casa, le visitaba con frecuencia

y le sometía sus preocupaciones, sus dudas, sus problemas. El anciano sacerdote se diría

que sólo animaba, que sólo manifestaba un cierto ardor vital, cuando, haciendo un

esfuerzo, muy lentamente, escogiendo las palabras para que ninguna de ellas fuera

innecesaria, comentaba con su vicario tales problemas y procuraba ayudarle, confortable

al menos. Pero los dos sabían también que si les unía algo inmutable, esencial, y

continuado a través de los siglos, les separaba la realidad en que ambos se movían: el

párroco desde casi cuatro años atrás permanecía en casa, repartiendo las horas entre el

lecho y un sillón junto a la ventana; el padre Suárez estaba en la calle, en el centro de la

ciudad, y podía comprender la increíble mutación que se había operado en esos años en

que el rector sólo disponía de cuatro caminos de comunicación con el exterior: la

ventana que daba a la calle, las habladurías que chismorreaba su hermana, tan vieja

como él, las visitas del médico y las conversaciones con su vicario.

Desde esos cuatro puntos cardinales se asomaba el padre Lorenzo Marte a una

realidad que día a día se iba distanciando de su alma y de su cuerpo: de su alma, porque

ésta se diluía horas y horas en la severa meditación del fin próximo; de su cuerpo,

porque la enfermedad lo estaba reduciendo a un simple temblor, a una constante

ansiedad dolorosa y torpe. A veces, cuando alguien iba a visitarle, el párroco no sólo no

tenía deseos de hablar, sino que incluso se rebelaba contra aquel visitante que, con toda

su buena voluntad, le robaba unos minutos de fusión con su propia alma, con su propio

espíritu fatigado que esperaba la luminosa y total partida.

Apenas acababa el padre Suárez de pulsar el timbre, cuando le abre la hermana del

viejo sacerdote:

—¡Ah! ¿Es usted padre?

—Aquí me tienes de nuevo. ¿Cómo se encuentra nuestro enfermo?

La mujer, arrugando increíblemente su rostro, dice mientras cierra la puerta tras el

vicario:

—Algo mejor. Hoy está más animado.

—Eso está bien.

—Pase, padre, pase. Perdone que vaya delante, pero...

Siempre le decía lo mismo, como si él no conociera el camino, el breve camino que

conduce hasta la habitación en la que el padre Marte estará sentado en su eterno sillón,

junto a los cristales de la ventana, que hoy talvez todavía permanezca abierta a la

soleada mañana de julio. Catalina Marte, antes de entrar, alza la voz para advertirle:

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—No es el médico, Lorenzo. Es nuestro vicario quien viene a verte.

Al padre Miguel Suárez le parece oír como unas torpes palabras, casi como un

gruñido que viene del fondo de la habitación.

—Buenos días, padre. Ya me ha dicho su hermana que hoy se encuentra más

animado.

Las manos, las temblorosas y anquilosadas manos, se separan y alzan un poco de la

mesa─camilla en que se apoyan; y los ojos claros, límpidos, del sacerdote, parecen

brillar tras los gruesos cristales de la gafas.

—Sí, hoy estoy mejor. Siéntese, siéntese.

Catalina Marte se acercó y, con ternura, ajustó los pliegues de una toquilla de puntos

que su hermano lleva sobre los hombros:

—Le obligó a ponerse esto porque quería tener la ventana abierta.

—¡Bah...! ¡Tonterías de mujeres! Por no discutir... Anda Catalina, déjanos solos.

—Procura hablar poco, ¿oyes? Es mejor que no te fatigues. Hasta luego, padre.

—Hasta luego.

El vicario, como en un obligado inicio de la visita, extrae su estuche de cuero donde

guarda tabaco picado y el librillo de papel de fumar; lía un cigarro, más bien delgado, y,

tras acercárselo al párroco, espera que éste le diga, como de costumbre:

—Usted mismo, padre: péguelo usted mismo.

Roza con su lengua el borde engomado del papel y tiende el cigarro que el padre

Marte toma en sus vacilantes dedos.

—Me gusta ver cómo lía usted los cigarros. Ya casi nadie sabe hacerlo.

El cigarro, como un mensajero de buenos entendimientos, es la primera

comunicación entre los dos hombres. Cuando el vicario ha tomado un cigarrillo de

fabricación nacional, y lo sostiene entre sus labios, se lleva la mano al bolsillo de la

sotana y extrae la caja de cerillas; frota un fósforo y lo acerca al anciano. Este, tras una

leve chupada, suspira al agradecer:

—Gracias.

El vicario Miguel Suárez, observa la leyenda que sobre un costado de la cajetilla de

cigarrillos está impresa: «El humo del cigarrillo contiene monóxido de carbono». Y dice:

—Tanto miedo que el hombre le tiene a la muerte y constantemente se expone a ella.

Aquí nos están advirtiendo que el fumar puede acabar con nuestras vidas y nosotros

hacemos caso omiso. —Y pregunta:

—¿Sabía usted que a pesar de que fumar cigarros es una vieja costumbre

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prácticamente olvidada en Costa Rica, también es dañina al igual que éstos —señalaba

el cigarrillo que tenía en la mano —y que el cáncer del pulmón atribuido al fumar—

provoca millares de muertes al año?

El anciano simula no escuchar el comentario. En tono interrogativo se miran el uno

al otro en silencio, hasta que el viejo párroco tiende la mano derecha hacia la ventana y

señala el jilguero encerrado en la jaula de alambre:

—A veces me pregunto si ese pajarillo vivirá más o menos tiempo que yo. Me

inquieta el pensamiento de la muerte cuando la presiento tan cercana. El cuerpo, este

pobre cuerpo que apenas se mueve, tira hacia la vida, sin embargo, cada día me angustia

más. ¿Usted cree que la angustia es compatible con la esperanza?

—Supongo que sí, padre. La tierra llama a la tierra, pero el espíritu llama al espíritu.

Es su cuerpo el que teme, no su alma.

Vuelve la mano al reposo de la mesa-camilla y vuelve el cigarro, en tembloroso

itinerario, a los labios del sacerdote. Otra vez la larga pausa, la compañía sin palabras, la

distancia acaso.

—Ya veo que hoy no desea hablar de estas cosas. ¿Cómo va la parroquia? Desde la

ventana puedo ver la parte de atrás de la iglesia, la vieja nobleza del ábside. Es un

consuelo para mí poder hacerlo todavía. Bueno, dígalo de una vez.

—¿Qué tengo que decirle?

—Lo que le ocurre. Desde que entró le noto distinto, preocupado.

El vicario Miguel Suárez no puede permanecer quieto y se levanta antes de

responder:

—Estoy asustado, padre.

—¿Asustado? ¿De qué?

En un amplio ademán, las manos del sacerdote abarcan una infinita dimensión:

—De todo esto.

—No lo entiendo.

—De lo que está ocurriendo en la ciudad, de ese fenómeno extraño y codiciado por

todos «la pérdida de los valores morales». Usted no puede darse cuenta de cómo ha

cambiado todo en los últimos años. Se diría que la población se ha convertido en una

inmensa sala de fiestas. Es como si volviéramos a los tiempos de Sodoma y Gomorra.

La gente, los jóvenes especialmente, son distintos también. No, no diré que peores ni

mejores: distintos. El mundo entero se transforma a una velocidad que da la impresión

que ha de perder el ritmo en cualquier momento. Son tantas las plagas sociales que nos

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amenazan: prostitución, robos, violaciones, homicidios, chantajes, y como si todo eso

fuera poco las drogas se han convertido en elemento esencial de la política económica

de muchos países en el mundo.

El país está desmoralizado, los políticos se acusan y contra acusan de corruptos, de

estar asociados al narcotráfico. De hecho lo están. Le dicen al pueblo los daños que

produce, pero aceptan las dádivas de ese inmenso imperio que como un pulpo extiende

sus brazos por todo el mundo. Parece una carrera contra el reloj: una carrera de

obstáculos que van quedando atrás.

—¿Hacia dónde va esa carrera? ¿Siempre ha sido así, padre?

—No creo que haya sido siempre así. Ahora se dirige, definitivamente, hacia la luz o

hacia las tinieblas. Los jóvenes de hoy, ¿sabe?, son como un símbolo de esa carrera: por

una parte tienen un sentido más abierto, más lejos de tantos prejuicios como hemos

arrastrado durante siglos y siglos en Costa Rica, pero también está ocurriendo algo

estremecedor: se van suprimiendo pecados.

—¿Suprimiendo pecados, padre? ¡No bromee!

—Puede que a los ticos nos gustara, pero ahora, al suprimirlos, estamos también

perdiendo una conciencia real de culpa. A veces, en el confesionario, cuando descubro

la importancia de una falta, el penitente se sorprende tanto que hasta temo, sí, padre,

temo escandalizarle. Lo material ocupa un primer grado de supervaloración y, en

cambio, lo espiritual se desprecia vertiginosamente...

El joven vicario tiene la impresión de que sus palabras no interesan al párroco. Le ve

mirar hacia la calle, juguetear con el vasillo que sus agarrotados dedos apenas pueden

aprisionar. El padre Miguel Suárez vuelve a sentarse en la mecedora, frente a la mesa.

—No sé por qué le digo esto, pero lo cierto es que estoy asustado. Lentamente, el

padre Lorenzo Marte, sin apartar la vista de la ventana responde:

—Todos estamos asustados, hijo, todos. Sí, puedo darme cuenta de lo que está

ocurriendo en la ciudad. Esta ventana es para mí como un sensible barómetro que capta

todas las modificaciones. Durante estos años he medido la transformación del pueblo

por el ruido, por la música, por las luces, por las noticias de violaciones, de hurtos, de

homicidios, etc. Es un río misterioso cuyas aguas desconocemos. Esta era una calle

silenciosa y ya no lo es; era una calle apagada y cada noche penetran por esa ventana

reflejos verdes, dorados, rojos y azules. Cada noche la música termina más tarde. Yo

apenas la oigo, como un mar oscuro que se ríe, para salvarse del miedo.

Los ojos del padre Suárez se animan en un penetrante brillo:

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—Sí, esto es lo que yo quería decir. A veces el miedo es más fuerte que el equilibrio.

Algo está sucediendo en el mundo; algo está sucediendo también aquí. Como un coche

que corre por la carretera y que, cuando menos puede suponerse, cuando el conductor

tiene la sensación de la máxima potencia entre sus manos, se estrella contra un árbol.

Se vuelve hacia la ventana y busca con la mirada el muro de la iglesia:

—Pero la piedra, la piedra de Dios, permanece, ¿verdad, padre?

—El párroco, haciendo un esfuerzo, fatigado ya, responde:

—Permanece a pesar de todo, a pesar del río. Nosotros, yo mismo, con este cuerpo

enfermo, con este espíritu que pronto emprenderá la partida, ayudamos a afirmar la

permanencia. Estamos en el centro de la corriente y debemos navegar con sabiduría y,

sobre todo, con paz...El sueño de Kant: «La paz eterna». No la pierda usted, hijo. Si

nosotros perdiéramos la paz, ¿cómo podríamos dársela a aquellos que gritan creyendo

que así se salvan del miedo?

Con la voz velada, con cierta emoción talvez el vicario pregunta:

— ¿Cómo se conserva la paz?

En las palabras del anciano hay una fuerza que olvida el temblor de los labios:

—Cumpliendo. Sencillamente cumpliendo con la máxima ley: con el amor, con la

caridad, por Cristo nuestro Señor. Porque ella hace algo más que suprimir, como usted

dice, los pecados: los perdona.

El jilguero lanza unos trinos desde su jaula de alambre y salta entre las finas cañas

que la cruzan de parte a parte.

¿Quiere usted abrir un poco más la ventana? Hoy vuelve a hacer calor.

El vicario alarga el brazo y complace al párroco.

— ¿Sabe usted, padre? Hoy, quizás porque no hemos conversado de cosas concretas,

me encuentro más cerca de usted. En ocasiones tenemos puntos de vista distintos, pero

lo que importa es la esencia. Gracias. Está usted cansado, ¿verdad?

—Duermo poco. Por las noches... No importa. Otro día hablaremos de... cosas

concretas. El padre Miguel Suárez se levanta:

—En realidad venía a verle para consultarle una de ellas. Esta mañana, fue una

pareja de esposos, que tienen a su hija muy grave en el Hospital de Niños. Trataron de

que el médico le ponga fin a su vida, para evitar el sufrimiento de la pequeña; sin

embargo, me los enviaron a mí porque no son católicos y, porque el padre Torres trató

de explicarles, pero no entendían. No sé por qué, al saber que no eran católicos me he

impresionado. Quería hacer algo y no sabía qué.

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— ¿Lo sabe usted ahora?

—Sí. Ahora sí, padre.

—Pues vaya usted en paz.

El anciano agita torpemente la campanilla de plata que está sobre la mesa, y añade:

—Mi hermana le acompañará.

El padre Miguel Suárez se dirigió hacia el hospital; deseaba comunicarle a Rosa

Santiler su decisión acerca de la petición formulada.

Pasaba por la funeraria La Piadosa, cuando una voz le detuvo:

— ¡Padre Miguel!... ¡Padre Miguel! Es Sebastián Quirós quien llama; se habían

conocido en el tren, durante el viaje que hicieron juntos aquel dieciséis de julio.

El padre Miguel levantó la vista y reconoció de inmediato a Sebastián.

— ¿Cómo está usted padre?

—Muy bien.

La funeraria La Piadosa era famosa. Dicen que cuando pertenecía a los anteriores

propietarios, tenía un médico empleado sólo para que revisara los cadáveres antes de ser

sepultados. Hay una anécdota muy simpática al respecto: Iban a enterrar a Don Abundio

Ortega, que falleció de un ataque. Todo estaba preparado, pero antes de cerrar el ataúd

los empleados solicitaron al médico que chequeara el cadáver; el médico auscultó el

corazón del muerto, le miró los ojos, el pecho y luego dijo a los empleados:

—Pueden enterrarlo. Y se retiró.

Los empleados se disponían a clavar la tapa del ataúd cuando de repente el muerto se

incorporó y dijo:

—¡Un momento, yo no estoy muerto!

Uno de los empleados, lo tomó por la cabeza y empujándolo de nuevo hacia el

interior de la caja le dijo:

—¡Cállese la boca que usted no sabe más que el médico! mientras clavaba la tapa del

ataúd.

Esta anécdota recordaba a Sebastián la gran confianza y respeto que se le tenía al

médico de antaño, perdida en los últimos años por la deshumanización de estos

profesionales hacia sus pacientes.

Sebastián invitó al padre Miguel pasar adelante, pero éste rehusó justificando tener

que llegar al hospital.

Sebastián Quirós había puesto una funeraria, y sus servicios llegaron ya a la

perfección exquisita. Las familias de los muertos no tenían más que pagar y llorar un

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poco al que se iba.

Las cosas han cambiado —decía Sebastián—; en otros tiempos los muertos eran

velados, no sólo por su familia y demás allegados, sino también por personas

profesionales, sobre todo mujeres, especialmente pagadas para ello; eran las plañideras.

Estas se sentaban en el suelo con vestido de luto (saco y ceniza o vestidos desgarrados),

el pecho desnudo y los cabellos desordenados. En algunas partes cantores y cantares, al

son de la marimba, celebraban, con lamentaciones, las virtudes del difunto. Era mayor

satisfacción para el muerto y dolientes celebrar la fiesta en el hogar. Ahora existen las

funerarias y ya los familiares no tienen problemas. Una sencilla llamada por teléfono a

Sebastián bastaba para que se presentara inmediatamente en casa de los dolidos. Luego,

en cuanto daba el pésame, todo corría por su cuenta.

Con el dinero que se ganaba en San José la gente empezó a morirse de satisfacción,

porque no sólo los disgustos matan; también las satisfacciones. Los comerciantes, que

habían pasado hasta entonces años y años con los precios por el suelo y los productos

sin venderse, habían alzado los precios por las nubes, con la devaluación del colón, y

reventaban de gusto.

¡Pobre! —Se condolían luego los amigos en los entierros—; ahora que comenzaba a

levantar cabeza se muere.

Mucha, mucha gente empezó a morirse de gusto, al verse millonaria de la noche a la

mañana. Es que no hay nada más engorroso que el dinero. El dinero es exigente y lo

llena a uno de molestias y embarazos. «Poderoso caballero es don dinero» —decía

Góngora— «Dineros son calidad y verdad». Casi todos los nuevos ricos, que antes de

serlo se habían pasado la vida sin un mal, ahora se encuentran llenos de alifafes: que si

el riñón, que si el estómago, que si la vejiga, que si el corazón o el hígado. Balnearios,

médicos caros y luego morirse joven, porque no hay nada que acorte la vida como el

mucho dinero. «Las cuestiones financieras interesan, y casi, casi apasionan; pero

enferman» —decía Pérez Galdós—. Casi todos los millonarios revientan jóvenes.

Cuando no es porque les da un infarto, es porque padecen de enfermedades incurables y,

en estos casos, sus familiares deciden terminar con su vida, ¡dizque para que no sufran

más! Pero en sí persiguen heredar su fortuna. Aquí hay mucha gente de clase media, de

clase modesta. Ahora, esto sí, ¡que ataúdes de caoba, almohadillados en raso blanco les

preparaba Sebastián! Van mudillos, bien coloraditos y a hombros de gente de confianza.

Los ataúdes siempre recién barnizados, porque cuando llegan de Sarchí, aunque vienen

bien embalados, suelen traer algún arañazo...

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¡Que día grande para Sebastián la tarde en que bajaba a la estación a recibir un ataúd!

¡Ya comía nervioso!

Luego compraba un habano: era su puro, y vean ustedes lo que son las cosas; durante

su permanencia en Puntarenas empezó a no quitar a los habanos las cortijas. El hombre

que había viajado y visto mundos, en esto, sin embargo, se parecía a los choriceros33

que a diario acuden a la Soda Palace.

Pero, hombre, —decía— ¡no todos los días llega un ataúd de Sarchí!

Venían a media tarde. Uno de mercancías solía pasar por las mañanas, a la hora de

abrir. No le decía más que:

—Hay ataúd.

Si era primavera, verano o esos días dulces de octubre, se iba hasta la Sabana

mascando el puro; le gustaba fumarlo al aire libre; decía que le sabía mejor. Pero esto

era los días de ataúd.

A las cinco menos cuarto, ya impaciente, se acercaba a la estación. Las cajas venían

siempre muy bien acondicionadas, metidas en otras cajas y con mucha borra para evitar

el traqueteo. Él mismo abría la jaula, retiraba la borra y luego acariciaba el ataúd con

una gamuza que llevaba para estos casos en el bolsillo. Digo que lo acariciaba, porque

pasaba la gamuza con enamorada morosidad.

Bueno, ahora mucho cuidado; sin darle golpes, ¿eh?, que no hay ninguna prisa—les

decía a los muchachos—, que eran siempre los mismos.

Los muchachos alzaban el ataúd hasta el hombro con mucho cuidado. Sebastián iba

detrás dándole tentones a la gamuza y con un aire risueño que no le va al ataúd de caoba,

aunque no lleve muerto.

Su hermana solía reprenderle:

—No haces bien en ir así; otra vez vete más compungido, si no la gente va a creer

que estamos deseando que se mueran, y no hay tal.

—¡Cómo va a pensar eso la gente! Nosotros deseamos para el pueblo una ola de

salud; ahora bien, a la hora de abrir y cerrar la funeraria deseamos clientes..., como los

desea el zapatero, el ferretero y el carpintero, y por eso no vamos a ser menos decentes

que ellos.

—Sí, sí, hermano; pero no vayas tan sonriente detrás de los ataúdes, porque se te

nota.

33 En el lenguaje popular costarricense: mafiosos.

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—¿Qué se me nota?

—Que estás deseando recibirlos.

—Otra vez me contendré.

Ya en el taller, colocaban el ataúd sobre el banco de trabajo, y con la gamuza, ahora

con más regodeo, separaba de él hasta la última brizna de borra. Enseguida lo abría, y

con los nudillos iba tanteando el acolchado. Flotaba en el aire un olor a barniz, y nadie

diría que cavidad tan suave y mimosa fuera a servir de reposorio a un muerto...

¡Oh, vanidad, de vanidades! ¡Como si ya difunto notara uno o no el almohadillado!

Luego lo envolvía en periódicos y lo colocaba junto a otros ataúdes, en el suelo, en

postura horizontal, como el mar.

Nunca tenía más de diez ni menos de ocho.

Cuando menos se piensa salta un muerto de un ataúd —aseguraba la hermana.

—Lo dices como si se tratara de liebres.

—Más vale que sobren y no que falten; acuérdate de cuando murió don Fernando, el

moraviano: ataúd, y a los tres días, de la satisfacción que le produjo la herencia, murió

la sobrina: ataúd también, y acuérdate de que nos vimos negros. Y no olvides cómo lo

resolví, facturando a la sobrina en un falso ataúd...

Ella no se iba a incorporar en el féretro diciendo que no era de auténtica caoba.

—¡Eres tremendo!

Vivía satisfecho. Al comenzar el año visitó a un tisiólogo ilustre en San José.

—Tiene usted los pulmones como un niño.

—Mire usted que he tenido dos vómitos con sangre.

—Nadie lo diría.

Luego le repite a la hermana:

—Es que no hay nada para la salud como una funeraria.

—Pues cuando volviste del Caribe no hubiera dado por ti tres meses.

—¿Tan pronto me querías heredar?

—¡Qué cosas tienes!

—La humanidad es feroz; tiene un sentido de exterminio: los muertos odian a los

vivos y los vivos a los muertos; únicamente a mí me respetan porque soy el

representante de los muertos entre los vivos, y de los vivos entre los muertos. Yo soy

cónsul: cónsul de los vivos y de los muertos. Esa fiereza de la humanidad siempre ha

existido, sin podernos explicar sus razones lógicas. Es otro de los males incurables de la

humanidad. Hoy todos nos odiamos; Hitler bañó de sangre a Europa con su odio,

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también lo hizo Caín sobre Abel.

—No te envanezcas, no te envanezcas, hermano, que tú también morirás.

—No, nunca, moriré, nunca, nunca.

Vivía sonrosado como una manzana reineta. Jamás había gozado de mejor salud. Era

el nuevo rico de los muertos. ¡Qué mina, qué mina la de los muertos!

Porque hasta ahora la rueda de la muerte nunca se ha detenido. Morirse en estos

tiempos es un lujo y no como cualquier lujo.

¡Que será de los pobres! —decía Sebastián.

Empezó a frecuentar la tertulia de nuevos ricos en el café del club Unión y a adquirir

sus defectos. Las copas de coñac las pedía ya con todo descaro.

Yo compraré una botella y te daré el coñac en casa; será mucho mejor —le decía la

hermana.

—No, no; el coñac hay que tomarlo en el café y que le vean a uno beberlo.

Jerarquizó copas y puros según los muertos.

La gente al verlo con un habano en la boca, pensaba: ¡Quién será el desgraciado a

quien le ha tocado el turno!

Empiezan a mirarte en la calle de una manera un poco agresiva —le avisó un día la

hermana—. ¡Te tengo miedo, te tengo miedo!

—Yo voy con los tiempos, Isolina; ya no se puede ser funerario como antes.

—La de funerario es la única profesión que no debe cambiar.

—Hay que modernizarse, hay que modernizarse.

Daba gloria ver la Avenida Central. El narcotráfico entró hasta el fondo de las

trastiendas poniendo en venta todo. Los comerciantes tenían otras caras. Se sonreían

unos a otros, cosa que no había ocurrido desde que se trazó el convenio con el Fondo

Monetario Internacional (FMI). Fue en ese entonces cuando Sebastián, cenando una

noche, le dijo a su hermana:

—Me van a pintar un retrato.

—No te he oído bien.

—Que me van a hacer un retrato un pintor del pueblo.

—¿Pero estás loco?, ¿para qué necesitas tú un retrato?

—¿Para qué necesita don Antonio Alvarado ese que le ha pintado José Sánchez?

—Pero don Antonio es don Antonio.

El señor Sebastián es el señor Sebastián─ exclamó ya ofendido.

¡Ay, chico, perdona! ─atenuó la hermana, asustada.

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No se volvió a hablar más del cuadro; pero una tarde, trabajando en el taller,

Sebastián oyó que le llamaba Isolina por el hueco de la escalera interior.

—¿Qué pasa?

Que aquí está... esa obra de arte —le anunció con sorna.

Dejó todo y subió precipitadamente.

—Tráelo, tráelo aquí, al comedor.

Abrió las ventanas para que entrara más luz. Se retiró un poco para verlo mejor.

—¿Qué te parece?

—Un mamarracho.

—Tú no entiendes de esto.

—Será eso.

Se alzaba sobre un altozano, en actitud casi retadora; a sus pies, una fila

ininterrumpida de entierros, y él, con la mano y el brazo derecho estirados, como un

guardia de la circulación mortuoria, señalándoles con el índice el cementerio.

—Me lo ha pintado José Sánchez, el del taller de arte callejero.

—¿Y qué te ha cobrado?

—Me ajustó a lo que quisiera darle, y le he soltado quince mil colones.

—¿Te parece mucho?

—Tú no estás en tu sano juicio, Sebastián.

—Es lo que han pagado Rafael Ángel, el zapatero; Federico, el sastre; y el panadero,

el de la panadería «La sabrosa» por uno igual para su mujer.

—Esta época moderna los ha vuelto locos a todos; porque ¿me quieres decir para qué

necesitas tú un retrato?

—¡Hay tantas cosas que no necesita uno y las compra!

—Déjalo, déjalo por ahí ahora, ya lo colgaremos.

Sebastián estaba incómodo con su hermana. Ella tenía colgado dos cuadros de

caricaturas, uno de los cuales era de Jack Brunel y ahora resulta que no había espacio

para su propio retrato. Jack Brunel se dedicaba a los dibujos animados, tenía casi

sesenta años y a Isolina le apasionaba estos tipos de cuadros.

¿Por qué no tiras esos dibujos a la basura?, rugió Sebastián. Isolina, sin comprender

todavía la magnitud de su cólera, mantuvo un tono humorístico. Conservaba los dibujos

porque le gustaban. El primero era un viejo chiste de Punch, en el que se veía a

Leonardo da Vinci en su estudio, rodeado de discípulos, arrojando al aire la Mona Lisa

como un platillo volador. Acordaos de lo que os digo, se leía al pie: un día los hombres

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volarán a Padua en cosas como ésta. El segundo marco contenía un dibujo de una de las

películas del gran animador japonés Yoji Kuri, cuya producción, de un cinismo singular,

era el perfecto exponente de la realista opinión de Brunel sobre el arte del dibujante. En

la película, un hombre caía desde un rasca cielos; un coche de bomberos llegaba a toda

velocidad y se situaba debajo del que caía. El techo del coche se abría y del interior

surgía un gran pincho de acero y, en el dibujo que estaba en la pared de Isolina, el

hombre llegaba cabeza abajo y el pincho se le clavaba en el cerebro. «Morbosos»,

sentenció Sebastián.

En el taller el chino seguía cantando muy alegre:

—Julieta-ta-ta... me está llamando. Julieta-ta-ta... me está llamando...

Se morían los vecinos concienzudamente, y por si las cosas no marchaban del todo

bien para Sebastián, se desencadenó una gripe espantosa. Era la primera epidemia de

tipo griposo que caía sobre el país; era tiempo de lluvia y los médicos andaban de

cabeza. Todos los años ocurría lo mismo para la época.

Fue entonces cuando empezó a aplicarse a Anselmo el sobrenombre de «el

puntillero». Atacado que caía en sus manos, atacado que salía de su casa con los pies

por delante. Sebastián se unió a él instintivamente con una gran amistad.

Hasta que pasó la oleada no dieron abasto en la funeraria. El pobre chino no tenía ya

gusto ni para cantar. Se trabajaba en silencio; únicamente los martillazos ponían su

sonido bronco de borbón.

Venían demandas de los cantones de los alrededores. Sebastián se multiplicaba. Le

faltaba tiempo para tomar el café, su sopa y su puro tranquilo. Aquel funerario, como le

llamaban, llevaba camino de acabar con todos los funerarios de la ciudad. El se precavía

contra los peligros del contagio calefateando su tráquea y estómago con copetines de

coñac.

Por las noches se le encogían los dedos de fatiga de tantos amortajamientos. Como

tenía el don de la ubicuidad, tuvo que mandar a Anselmo a muchas casas para que le

sustituyera; pero antes le adoctrinó en todo lo que eran buenas maneras de un funerario.

Los periódicos venían oliendo a tinta de muerto, que es la tinta de las esquelas y las

necrologías. En sus columnas se leían elogios desmesurados de hombres desconocidos,

que no habían hecho más que amontonar dinero; pero cuando moría algún valor

auténtico en la miseria y sin esquela, no le decían nada.

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Los consejeros y los directores de los periódicos caían con recomendaciones sobre

familiares de los ricachos recién muertos para que les consintieran empaquetar la

vanidad del difunto entre los fértiles cuatro lutos de la esquela. Se vendía la pequeña

gloria local a tanto el centímetro.

Cuando entre «los del oficio» se hablaba de los periódicos, al mencionar el más

popular, se ponían los ojos en blanco.

Es el que tiene más esquelas —suspiraban tenuemente.

Fueron años de esplendor para Sebastián. Cuando entraba en la administración de un

periódico todos le abrazaban y palmoteaban la espalda efusivos.

Amigo Sebastián ya sabe usted que está en su casa —le repetía el administrador—,

mientras le adjudicaba el diez por ciento de un buen «charco».

El director pasaba en seguida a ver al «amigo Sebastián».

Bueno: ¿Cómo va ese negocio?—solía preguntarle impepinablemente.

La gente va entrando en razón —contestaba Sebastián con sorna.

Para la tierra árida del periódico no hay abono como la carne de muerto.

El difunto adinerado hace proliferar todo.

Los sueldos de los empleados; esa rotativa nueva que nunca llega por falta de dinero;

las colaboraciones de los grandes escritores; la reforma del edificio...

Para la gran máquina que es un diario no hay lubricante como el de los grandes

ricachos en descomposición.

Nacían unos y morían otros...Y es que la vida hace la muerte y la muerte la vida. «En

fin de cuentas, la vida es una digestión ininterrumpida: unos se comen a otros, y al

margen, yo tranquilo, enviándolos a todos a la eternidad...» —pensaba Sebastián.

Llegó a creer en su monolítica inmutabilidad: se consideraba, petulante, un poco de

lado por su profesión.

Pero había algo muy dentro que le cantaba: «Tú también morirás; tú también

morirás».

Recordaba los versos que hay en la puerta de un cementerio cuyo nombre su mente

no logra retener ahora:

El acervo común aquí se allega

de la cosecha que jamás se pierde,

por que la muerte cruel lo mismo siega

la hierba seca que la hierba verde.

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Es una guadaña implacable que no perdona... Pero en la abundancia de su negocio,

con el orgullo de su profesión, se olvidaba de que también para él llegaría el turno.

Fue en la administración de Eustaquio, un anochecer, con una esquela de media

primera plana en tramitación, cuando el director lo recibió con un gran habano. Para la

esquela de media plana el director solía salirle siempre con un cigarro puro.

—¡Amigo Sebastián! Tanto bueno por aquí.

—¡Querido director!

—¿Qué es eso? ¿Cómo va la familia?

—Bien, a mi hermana Isolina la tengo un poco constipada; pero no es de cuidado.

—¿Y el negocio?

—La gente ya se muere sin protestar.

—Más vale, más vale.

Al día siguiente, hojeando el periódico, leyó en «páginas sociales»: «Ha estado unos

días retirada, a causa de un pequeño resfriado, la distinguida dama doña Isolina Quirós,

hermana de nuestro entrañable y particular amigo don Sebastián. Este periódico felicita

a tan distinguida señora por la rápida mejoría».

Sebastián pasó el periódico a su hermana.

Isolina sintió rehogadas sus secas carnes; luego, un tanto envanecida, exclamó:

—¡Válgame Dios!...Si nuestra pobre madre levantara la cabeza...

Sebastián se sentía feliz, su funeraria cada día era más rentable, y le decía a su

hermana:

—Ahora las cosas se pondrán mejor, la gente muere más rápido, por la guerra, el

hambre y las enfermedades; el SIDA dentro de poco aumentará nuestras ganancias y ya

la gente se cansa fácil; cuando tienen un enfermo le practican la eutanasia.

Pedro y Luis Montero se habían despedido. Luis Montero ya dormía, pero Pedro no

lograba descansar; otra vez la idea del suicidio ocupaba su mente y su pensar:

¿Cómo será la muerte? —se preguntaba—. ¿Qué sensación dará el morir? Y ¿qué será

lo que hay realmente detrás de ella? ¿Detrás?, quiero decir después.

La verdad es que, aún cuando no fuera más que por saberlo, era cosa que

procurársela. ¡Bah!, ¡bah!, ¡bah!, ¡a mi tarea! Pero era inútil; la obsesión de la muerte no

le abandonaba un solo día; y no era una obsesión dolorosa, nada de eso; era curiosidad

de investigador celoso. ¿No hay quién se inocula tal o cual enfermedad pasajera y

curable para estudiar sus efectos? ¿No hay quien fuma opio, marihuana para ver qué le

pasa con ella? ¿Pues por qué no habría él de darse muerte?

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La lástima era que no podía volver luego a contar lo que hubiera sucedido. ¿A

contarlo? ¿Y a quién le importaba eso? ¿Podrá interesarle a uno cómo ha de morirse él?,

pero ¿cómo murió su padre, el prójimo?, ¡No! Había un término medio, y era echarse al

agua, ordenando que le sacaran medio ahogado; pero eso no es más que una engañifa,

una seudomuerte. Para eso le bastaba con dormirse.

El doctor Aguilar había salido al patio. Pensaba solo, en aquel patio, donde brilla la

resolana con cansada vislumbre. La luna en su cuarto creciente era como una gran

tajada de melón con un mordisco en el centro; desfallecen las flores como mujeres

llenas de inefables ardores y lejos el lento rumor de una campana.

Cuando se desvanece la última campanada desciende gravemente sobre todo el

contorno un gran silencio; tiemblan vapores de bochornos y la vislumbre se hace más

viva y más cansada. Más de una noche se quedó esperando el momento en que el sueño

le sorprendiera, para estudiar cómo se pasa de la vigilia a él; pero era todo inútil: jamás

pudo atraparlo. El condenado sueño es un traidor, él viene cautelosamente por la

espalda, cuando más descuidado estás, sin el menor ruido, y ¡zas!, nos echa la garra sin

darnos tiempo a volvernos y verle la cara.

Duermen los viejos muros de luminosas grietas; duerme la luna a lo ancho del suelo,

después del día calcinado por el sol implacable; duermen las claras sombras de color

violeta, pero Pedro no logra dormir; tampoco concilia el sueño un perro que al fondo del

patio ladra melancólicamente.

Sus vecinos le disputaban por triste, hasta por tétrico; pero él, que lo sabía, no

acertaba a darse cuenta de tal juicio. Nunca llegó a comprender la diferencia entre la

alegría y la tristeza, como un ciego de nacimiento no comprenderá nunca lo que hay

entre la claridad del día y las tinieblas de la noche. El mismo efecto le hacía ver reír o

llorar, que un sordomudo ver tocar el violín: ¡cosa más rara!, ¡lo que no han de inventar

los hombres!

No era misántropo, no, aunque muchos así lo creyeran. Si no trataba con nadie, era

sólo porque nada tenían que decirle los hombres. Las pocas cosas sustanciosas y dignas

de atención que se les ocurren las consignan por escrito. Con leerlas le bastaba. Además,

se le antoja que cuantos mostraban deseos de dirigirle la palabra era nada más que por

ser él rico. Sí, bien sabía él que eran sus riquezas lo que envidiaban sus convecinos, y

no otra cosa.

Volvía el doctor Aguilar a ver todas las cosas dormidas, menos un caño de agua que

quedó mal cerrado en una esquina del patio y que vertía dentro de un cubo su canción

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cristalina.

La vida tenía poco chiste; visto un día, visto los demás. Su única novedad es la

muerte, ya que esta sensación no puede disfrutarse más que una sola vez. La muerte es

única en la vida; cada vida no tiene más que una muerte, una sola. En ésta, pues, se

concentra todo el interés de aquella. Además, se ha nacido para morir, digan lo que

quieran esas personas que hablan unas con otras sin aburrirse y que distinguen la

tristeza de la alegría.

Hacía tiempo que la idea fija se había fijado más aún; echó raíces, empezó a dar

brotes, apuntaban hojas. Brotándole como las vides en primavera. Las raicillas iban

penetrándole en el subsuelo del alma, en eso que han dado en llamar subconciencia.

Ahora Pedro no estaba solo; además del perro que seguía con su ladrido melancólico,

estaban las cigarras que tampoco dormían y se oían chirriar incansables, y los grillos,

esos grillos molestosos, entonaban sus canciones, a veces agradables, a veces

desagradables al oído de Pedro.

«Y luego cuando se encuentren con mi cadáver, ¡qué de cosaza no inventarán mis

convecinos! y ¡cómo ha de preocuparles adónde habrán de ir a parar mis fincas y

caudales! ¡Si pudiera destruirlos también! Morir entre las ruinas de la propia fortuna es

una muerte grandiosa como la de Sansón muriendo en el templo de los filisteos. Así

quisiera morir, con mis deudores todos».

La idea fija fue cubriéndose de follaje, y a la caída de la tarde, casi todos los días,

Pedro se paseaba por la Sabana mientras contemplaba el lago. ¡Qué agua tan limpia, tan

dulce, tan mansa, tan sosegada! Pero no, era mejor un tiro.

Miraba por aquella Sabana el sufrimiento de los pinos; ellos tenían que crecer por

obediencia del hombre y luego, ¡zas!, el hombre les ocasiona la muerte.

Varias tardes salió con su revólver cargado; pero se volvía a casa, de noche ya, sin

haber consumado su propósito. Había que pensarlo mejor, había que gozar un día más,

pensando en lo que pensarían los convecinos cuando encontraran el cadáver. Y, el

suicidio. Era una distracción como otra cualquiera. Poco que gozaba Pedro con salir de

casa acariciando su arma en el bolsillo, mientras se decía: «No, de hoy no pasa; esta

noche sabré a qué atenerme respecto a lo único interesante que la vida nos ofrece». Con

volver luego a ella diciéndose: «Dejémoslo para mañana, a ver si atrapo hoy el sueño

antes de que me atrape él».

Una noche de nubes en sombras, cuando la luna tímida esperaba la alta noche para

asomar con sigilo su faz blanca; como una herida que se arrastra, iba como de

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costumbre por la ribera del lago en la Sabana, solitaria entonces, cuando al doblar una

esquina, en cierto sendero extraviado, se encontró con dos hombres que le echaron el

alto. Apretó al punto en su mano el revólver que acariciaba.

No perdamos tiempo—le dijo uno de los hombres—; saque cuanto lleve.

¡Bien sabía Pedro que lo único de él en que los demás piensan es su riqueza!

Respondió con calma. Uno de los asaltantes lo apremió:

—¡Pocas palabras y a vaciar los bolsillos!

—Eso sí que no.

—Mire, que si no lo hace a buenas se los limpiaremos a malas.

—¿A ver cómo?

Hizo el que hablaba una seña al otro y avanzaron ambos, al tiempo que, arredrado

Pedro, sacó su revólver y apuntó con él.

¡A él! ¡Sujétale!—gritó uno de los hombres al otro.

¡Al que se mueva lo mato!—respondió con calma el enamorado del suicidio.

—¡Es comedia, no le tiene cargado!

Avanzó uno de los hombres, sonó el tiro y cayó a tierra. El otro se detuvo un

momento, y al ver que el revólver volvía a apuntarle, echó a correr. Parecía un proyectil

sin rumbo entre los pinos aquel maleante.

Pedro se bajó, y a la pobrísima luz de las estrellas y de una delgadísima hoz de luna

examinó al caído. Aún estaba con vida. Ahora, ahora debe estar llegando su momento

único; dentro de poco sabrá a qué atenerse... Al demonio le ocurre salir así, de noche, a

robar en las calles solitarias a un hombre que iba a suicidarse. ¿Pues qué se creían?...

¡Que me mate yo, pase; pero que me mate otro, no! ¡Por ahí no paso!

Volvió a examinar al caído: estaba muerto.

Ahora habrá que dar parte a la justicia y demás pasatiempo, porque esos pobres

hombres, como no saben sino aburrirse, no hacen más que discurrir fruslerías... Y vaya

usted a declarar y a sufrir interrogatorios y a firmar aquí y allí... ¡qué ganas de fastidiar

al prójimo!

Emprendió la vuelta a casa, y, ¡cosa singular!, sentía que el follaje de la idea fija iba

secándosele, que el viento se llevaba las hojas, que empezó a pudrirse el tronco mismo,

que se disolvían sus raíces.

Tampoco aquella noche pudo atrapar el sueño antes de que le atrapara éste, y al

despertar por la mañana se encontró con que la idea del suicidio había volado, como

humo que se lleva el viento; y que no le quedaban ya malditas las ganas de saber cómo

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era la muerte. Mi vida ha costado otra —se decía—; la he comprado ya; no es cosa de

perderla ahora. ¿Pues qué se creían, que me iba yo a dejar matar como un cordero? ¡No,

ni me dejo matar ni me mato yo! ¡A ver quién es el guapo que me suicida!

Parecía que ahora su vida era algo precioso, no un don gratuito como hasta entonces;

que se la había comprado al destino al precio de otra vida. Cuando leía de algún suicidio

se decía: A este pobre diablo no intentaron matarle. Llegó a comprender que un hombre

se deja matar o se muere, pero que se mate... ¡Eso de ninguna manera!

Recordó a Kant (1724 -1804) quien decía que el suicidio era malo, porque viola los

derechos y el respeto para consigo mismo. Frente a la eutanasia tiene en cuenta la

potencialidad de ese ser humano que se quita la vida, las posibilidades de desarrollo de

sus capacidades: «La vida no vale por sí misma, sino en función de un proyecto de vida

ligado con una libertad y una autonomía, ésta se justifica si permite la base material para

una vida digna.»

Pensó en el mayor de los suicidios, en el organizado, en aquel que sacrifica millares

de vidas a diario: la guerra. Volvió a repasar los muchos libros que tenía referentes al

suicidio, repitiéndose: Todos estos señores hablan de memoria, de lo que no saben, y en

un insoportable tono patético, o en un no menos insoportable tono doctoral... ¡Que si es

lícito; que si no es lícito... lilaila! ¡Qué saben ellos! ¿Lo han probado acaso? ¡Como si

fuera una cuestión de derecho! ¡No, no es más que de hechos!

Sus convecinos continuaban creyéndole loco, y él, que lo sabía, continuó

encogiéndose de hombros ante tal creencia. ¿No vivía él lo mismo que ellos? Pues

entonces, ¿qué significaba eso de loco? En su opinión, no había más división racional

de los hombres que en tres categorías: los que ya murieron; los que viven; los que aún

no han nacido. Todo lo demás es monserga y ganas de perder el tiempo.

Por supuesto, aunque se curó de la idea fija del suicidio, no por eso se congració con

sus prójimos ni buscó su compañía, porque, aunque eran excelentes sujetos,

continuaban sin tener nada que decirle. ¿Los vivos? ¡Bah! ¡Si pudieran hablar los que ya

han muerto o los que no han nacido aún!... ¡Esos sí que tienen que decir...!

A poca distancia de la morada del doctor Aguilar, en el hospital, el padre Miguel

Suárez le comunicó a Rosa Santiler el rechazo de la iglesia a la petición formulada, por

considerar la eutanasia como un homicidio, que muchos han vestido con traje de piedad.

Había ordenado bautizar también a la enferma. El padre Torres organizaría todo y el

acto se llevaría a efecto en la capilla del hospital. La idea era ofrecer una misa a todos

los enfermos cuyas vidas peligraban, a la vez que se cumplía con el bautizo de María.

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El doctor Aguilar había llegado a la sala donde se encontraba María. El médico

residente salió a su encuentro. Ambos iniciaron una especie de visita improvisada por

aquella sala. Pedro preguntó:

—¿Qué enfermedad padece aquel joven cuya cabeza parece la de un Cristo y al que

ahora están bañando?

—Una afección espantosa. Un cáncer del recto y del ano: un tumor muy grande. El

cirujano le hizo un ano artificial por el que realiza sus evacuaciones desde hace varios

meses. Después sobrevino la oclusión pues el cáncer con sus masas duras ha llenado el

abdomen y la pelvis, comprimiendo los nervios. Este joven morirá dentro de unas

semanas, quizás entre horribles sufrimientos. ¿Te has fijado en aquel niño de once años,

que tiene la mejilla hinchada por un tumor del volumen de dos puños? El ojo se le sale,

violáceo, fuera de la órbita; y por la boca va expeliendo una masa sanguinolenta e

infecta. Es un cáncer del maxilar superior, que no tardará también en causarle la muerte.

Lo mismo que esa joven—señalaba el residente a María Santiler—, para la cual me han

llamado quizás diez veces y que se encuentra en un peligro más inminente que los

demás. Esta desgraciada sufre una peritonitis tuberculosa en último período. Sí, conozco

su historia —le interrumpe el doctor Aguilar— y le pregunta:

—¿Qué piensa usted?

—Se halla en un estado tan lamentable que me he visto obligado a darle inyecciones

de morfina. Temo que se me quede muerta en las manos. Si ésta curara, sería un milagro

verdadero.

La verdad —dice Pedro— si esa enferma curara, creería en todo y me haría fraile.

No se fíe —contestó el residente riéndose—. En el humano se hallan trastornadas

todas las leyes. Puede ocurrir que esa joven se cure, lo mismo que los cancerosos y

aquel extraordinario hombrecito que tiene una joroba y los muslos pegados al pecho. Es

un caso muy curioso. Este pequeño ser, que casi cuenta diez años de edad, tiene la talla

de un niño de dos años. Sufre de mal de Pott y se le han contraído los muslos de tal

manera que le han quedado replegados sobre el vientre. Nunca había visto un mal de

Pott, pero jamás he leído un resultado semejante ni lesiones tan acentuadas. El pobre

monstruo es inteligente. Tiene fe en que se curará. ¡La serena confianza de estos

desgraciados seres es verdaderamente asombrosa! Todos esperan la curación, y a pesar

de las fatigas de tan interminable dolor, se muestran alegres y tranquilos. Pero es tarde,

y debemos preparar estos enfermos para que asistan a la capilla.

Terminaron la visita improvisada y, mientras el residente daba órdenes, Pedro se

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dirigió a la capilla.

Los enfermos no habían llegado. Pedro entró y tomó asiento en un banco, cerca de la

entrada. Soplaba una ligera brisa. La puerta que daba al exterior permitía ver las casas a

lo lejos, y en lo alto el cielo, de un azul vibrante, por el cual navegaban algunas nubes

luminosas.

Lejos, una campanita dejaba oír su voz sonora. Aquella visión de apacible frescor, de

alegría y reposo, y la deliciosa paz de la hora, disiparon las preocupaciones científicas

de Pedro, su constante anhelo de evasión.

Pronto, cuando comenzaran a entrar los enfermos, aquella adorable belleza de las

cosas se troncaría en la fealdad humana, miserable, de las llagas, de los tumores, de

todas las monstruosidades expuestas a la luz del día con una esperanza de curación.

Llegó un primer grupo de enfermos. Luis Montero empujaba la camilla de María

Santiler, ayudado por un caballero con zapatos blancos. Había soportado el retiro del

ventilador, aunque sí necesitaba oxígeno. Se veía demacrada, tendida boca arriba, bajo

un cobertor pardo, que marcaba una curva a nivel del vientre. Su respiración era rápida

y breve. Protegiendo aquel rostro cadavérico, su hermana mantenía abierto un pequeño

abanico a color. Este espectáculo, muy corriente en la sala de un hospital, producía una

penosa impresión bajo la cruda luz del día, que hacía resaltar todos los detalles.

A Pedro le parecía aquello como una vesania, pero tanto la familia como la iglesia

deseaban hacer esto, incluso bautizarían a María en esa ocasión. Al entrar, la enferma

parecía haber perdido el conocimiento. Pedro le tomó la muñeca. El pulso latía

acelerado. El rostro tenía color de tierra. Una mosca volaba alrededor de su rostro. La

hermana la ahuyentó. Ahora llegaban más creyentes. Una señora de elegante aspecto,

con el rostro cubierto por un velo negro, muy espeso, se sentó al lado de Pedro.

Sin cesar fueron llegando más enfermos. También Helen había asistido con su hija

Karen, que a pesar de su traqueotomía, lucía bien.

Al principio, Pedro experimentó cierta emoción ante los sufrimientos y los gritos de

los enfermos, pero al encontrarse en medio de tantos desgraciados nació en su interior

un sentimiento extraño. Él, que estaba lleno de juventud y de vida, pensó en la

desesperación de aquellos seres que, jóvenes también, se veían privados de actividad y

de libertad, que permanecían siempre encerrados en una habitación y que jamás

experimentarían el estremecimiento del amor.

Su pensamiento se concentró en María Santiler, cuya historia conocía; una vida de

tuberculosis, transcurrida en los hospitales. Había pasado de la pleuresía a la peritonitis

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tuberculosa. Iba a morir sin haber conocido el encanto de la primavera y del amor. Sin

embargo, era menos desgraciada de lo que parecía, porque Cristo era su esperanza y su

único pensamiento.

La muerte del creyente se hace infinitamente dulce, ya que ella le acerca a la Virgen

y a Cristo. ¡Qué deliciosa imagen! ¡Qué extraordinario debía de ser el encanto de ese

Jesús de ademanes reposados que, en el verdor primaveral de las montañas de Judea, se

levantó para pronunciar el inefable Sermón de la Montaña, dando consuelo eterno a los

que sufren! ¡Cuánto mejor sería creer en él! ¡La Virgen benigna, que nos protege,

compadeciéndose de todos los males! ¡Qué dulce imagen!

¡Ah! ¡Cómo desearía yo, al igual que todos estos desgraciados, creer que no eres tan

sólo una fuente exquisita, creada por nuestros cerebros, oh, Virgen María! ¡Cura, pues, a

esta joven que ya ha sufrido demasiado! ¡Permítele vivir un poco, para que yo crea!

Cuando ya no actúa la observación aparece el hombre, movido al azar por teorías e

impulsos. Lo que veo en este momento es muy racional. Si esta joven cura, lo cual me

parece imposible, has que yo pueda creer, encontrándola verdaderamente viva cuando

salga de este hospital.

Seguían llegando enfermos. Los hombres y las mujeres eran colocados en lados

diferentes. Entre los hombres, con ojos estáticos brillando en su rostro amarillo y enjuto,

estaba tendido en un banco el joven cuya cabeza se parecía a la de Cristo. Aparecía

radiante de esperanza. El niño a quien el mal de Pott había encogido los muslos contra

el pecho rezaba fervorosamente el rosario, acurrucando la silla. Otro enfermo, con su

boca torcida hacia arriba por un tumor, murmuraba una plegaria, fijo en el techo su

único ojo sano. Todos los enfermos de la sala se encontraban allí y parecían tranquilos y

felices.

El padre Torres llegó con su boina negra y el rostro sudoroso. Pasó entre los

enfermos y rogó al camillero que organizara la concurrencia. En la capilla era el jefe

supremo. Un joven sacerdote se colocó dentro del espacio reservado a los enfermos. Iba

a dar comienzo a la misa. Al fondo de la capilla se extendía una ondulante masa de

rostros blancos y cabezas descubiertas. Pedro se acercó a María Santiler. El estado de la

joven no había experimentado cambio alguno. Era la misma cara pálida, el mismo

cuerpo menudo y el vientre voluminoso. No existía agravación perceptible.

El sacerdote se arrodilló ante los enfermos y la multitud, elevando al cielo los brazos

en cruz. Su cara blanca y redonda, por la que resbalaba el sudor, se hallaba cubierta de

pecas. Sólo su ardiente fe y su mirada infantil le salvaban del ridículo. De sus clamores

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surgía una esperanza tal, que parecía subir directamente hacia la Virgen.

¡Virgen santa, cura a nuestros enfermos!—exclamó, torciendo la boca llena de

inocencia.

¡Virgen santa, cura a nuestros enfermos!—repitió la muchedumbre—, con un grito

imponente que retumbó ondulante como el oleaje.

—¡Virgen santa, escúchanos!

— ¡Virgen santa, escúchanos!

— ¡Jesús, te amamos!

— ¡Jesús, te amamos!

Los gritos de la multitud se hicieron cada vez más fuertes. Sobre las cabezas se

vieron brazos agitándose. Algunos enfermos se incorporaron en sus camillas y sillas. La

tensión iba aumentando gradualmente.

El padre Torres se puso de pie:

—Oremos, hermanos míos, con los brazos en cruz. En la muchedumbre se

extendieron ciertos brazos. Una especie de hálito pasó por entre el gentío. Algo

intangible, poderoso, irresistible y silencioso a la vez corría a través de la masa,

levantando las voluntades como las montañas.

Pedro percibió claramente esta poderosa impresión, que, escapando a todo análisis, le

ponía un nudo en la garganta, le crispaba los brazos. Sin saber por qué, sintió deseos de

llorar. ¡Qué impresión sería la de los enfermos agravados por su debilidad, si un hombre

lleno de salud como Pedro la experimentaba en aquel grado! Miró ansiosamente a los

pacientes, especialmente a los nerviosos, esperando de un momento a otro verles

levantarse proclamando jubilosamente su curación. Pero nadie se movió.

Pedro se dirigió hacia la multitud de enfermos. Tomó asiento en el banco que estaba

al lado de María y contempló la masa de fieles que se encontraban en aquella capilla.

Entre ellos reconoció a una señora procedente de Puntarenas, llamada Isabel Rodríguez,

a quién le habían presentado la tarde del dieciséis de julio pasado, mientras compartían

el vagón en el tren que los trajo a San José.

¿Hay curaciones?—le preguntó.

No. Se han curado algunas histéricas; pero esto no tiene nada de extraordinario,

porque también sucede en la sala de todos los hospitales. Isabel Rodríguez también

asistió a aquella misa, pues recientemente le habían confirmado un tumor maligno que

pronto terminaría con su codiciada vida. Pedro la invitó a acercarse a María Santiler.

Llegaron donde María quien, tendida inerte en su camilla, respiraba anhelante

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levantando el pecho, como si estuviera en la agonía. Llegaron algunos enfermos más. La

dama del velo negro entró y fue a colocarse también junto a la camilla, en primera fila.

Levantó la gasa, y Pedro pudo ver entonces su repugnante rostro. Con un grácil

movimiento, una señora que allí llegó, se arrodilló. Tenía un perfil correcto y sus largas

pestañas le sombreaban delicadamente el rostro. Se puso a orar con gran fervor pidiendo

sin dudas el prodigio. Era Carmen, la hermana de Helen.

Poco a poco fueron llegando los demás enfermos. El idiota de la boca babeante y la

cretina con su papera gelatinosa fueron colocados, formando hileras, junto a María

Santiler.

El vicario, Miguel Suárez, con el pecho cubierto de insignias y ostentando su

condecoración pontificia, irrumpió en el recinto, tensos todos sus miembros. Una puerta

golpea pertinazmente. El viento impetuoso barre las calles; el sol tímidamente ilumina a

intervalos las fachadas blancas; pasan nubes redondas.

Dentro de la capilla, los devotos se mueven impacientes. La iglesia es sencilla. Está

solada de nogal barnizado; tiene las paredes desnudas. En los altares, sobre la espaciosa

pincelada del mantel blanco, resaltan las anchas notas plateadas, verdes, rojas, amarillas

de los ramos enhiestos. Los santos abren los brazos en deliquios inexpresivos. Una

Virgen, la Virgen María, metida en su manto de embudo, mira con ojos asombrados.

Los fieles observan.

Entre los claros de la cortina arrugada de una puerta se ve pasar a intervalos una

mancha negra entre bocanadas de humo. De la sacristía sale un muchacho y va

encendiendo las velas del retablo.

Ante el altar, un muchacho que hace las veces de clérigo susurra, persignándose:

«Por la señal...» Y las manos se revuelven en presto movimiento sobre las caras.

El rosario comienza. Al final de cada misterio replica un estridente campanillazo.

Acabado el rosario, otro joven con sobrepelliz sube al púlpito y susurra las palabras

del evangelio. Corren las cortinas azuladas: La capilla queda a oscuras. El predicador,

en destempladas voces de pintoresca ortología regionalista, relata las ansias perdurables

del Dios-Hombre. De cuando en cuando, del fondo negro de la capilla parte un

lastimoso gemido: « ¡Ay señor!» Se ven relucir los descalvados cráneos de los allí

presentes.

El predicador, terminado el exordio, implora el auxilio divino. En el coro, mientras el

joven que hace de clérigo permanece de rodillas, entonan una salve acompañados de

una guitarra apagada y melosa. Los fieles contestan en tímido susurro dolorido. Los

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cantores entonan otra estrofa, lánguida, angustiosa, suplicante. Los fieles contestan en

larga deprecación acongojada.

El vivo resplandor de la puerta ilumina un instante el conjunto de caras anhelantes.

El viento ruge desenfrenadamente afuera. La guitarra gime tenue, gime apacible, gime

llorosa, como un anciano que cuenta sollozante sus días felices.

En la sacristía, mientras el sermón prosigue, un clérigo se pasea de un lado a otro,

mientras otro permanece sentado. La estancia es reducida, alargada; en la pared, sobre la

sencilla cajonería de nogal, un Cristo extiende sus brazos descarnados; el incensario

pende de un clavo; la cartilla, entre dos bramantes, muestra sus blancas hojas. Entra la

luz por la angosta ventana de cristal, cerrada por una reja y alambrada por fina malla. Al

otro extremo, una diminuta puerta comunica con un oscuro cuarto que da a un pasillo.

Al final del pasillo, la blanca luz del día resalta en viva claridad fulgente.

El joven que hace de clérigo ambulatorio parece absorto en hondas y dolorosas

meditaciones. Es alto; viste sotana manchada en la pechera a largas gotas; tiene liado el

cuello en una recia bufanda negra; sus mejillas están tintadas de finas raicillas rojas y su

nariz avanza vivamente inflamada. Bajo el bonete de agudos picos, caído sobre la frente,

sus ojos miran vagorosos y turbios. Hondas preocupaciones le conturban; arriba, abajo,

dando furibundas pisadas, pasea nervioso por la estancia. Se detiene un momento ante el

clérigo sentado y pregunta, tras una larga pausa:

—¿Has notado mejoría en algunos de estos enfermos?

El interpelado no contesta. El clérigo alto prosigue sus paseos en medio de hondas

meditaciones, después añade:

—No creo que esto funcione.

En la puerta aparece un personaje envuelto en vieja capa. Entre los dos trazos pardos

de las vueltas, resalta la blancura de la camisa fofa, sin corbata. Sobre el alto enhiesto

cuello de la capa, la fina cabeza redonda luce en la rosada calva y en las mejillas

afeitadas. Es un místico y es un truhán; tiene algo de cenobita y algo de sátiro. En el

umbral, inmóvil, con las piernas ligeramente distanciadas, mira interrogador a los dos

clérigos. Sus ojuelos titilan arriscados; sus labios se pliegan compungidos... Ante él se

para el clérigo; los dos se miran silenciosos. El clérigo pregunta:

¿Tú crees que esta misa resuelve el problema de estos desgraciados?

El truhán, beatífico, inclina la cabeza, encara las cejas y sonríe:

—Según...

Sonriendo picaresco, mira al otro clérigo como contándole con la mirada lo por

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centésima vez sabido. Luego, pregunta al clérigo:

— ¿Y tú qué opinas?

— No. No creo que esto resulte.

El truhán enarca las cejas:

—Según...y, al sonreír, en su holgada dentadura brillan blancos sus dientes

puntiagudos.

El sermón ha terminado. El predicador entra acezando. El clérigo errabundo, ante la

cajonería, se enfunda en el roquete, se pasa la estola por el cuello, se echa sobre los

hombros la floreada capa y sale. En el umbral da un ligero traspié. María Santiler había

sido bautizada. Muchos fieles iniciaban la partida.

La mirada de Pedro se posó en María Santiler, y le pareció que su aspecto había

cambiado; se diría que los reflejos lívidos de su cara habían desaparecido y que su cutis

presentaba menos palidez.

Estoy alucinado —se dijo a sí mismo—; es un fenómeno psicológico interesante, y

tal vez sería importante tomar notas. Sacó la pluma y anotó en el puño de su camisa la

hora exacta: las cinco y cinco minutos. Sin embargo, hasta hoy nunca había tenido

alucinaciones. Dirigiéndose a un colega, dijo en voz alta:

—Fíjese en aquella enferma. ¿No le parece que su aspecto ha mejorado?

La mejoría no es muy apreciable, si realmente existe—contestó el galeno— lo que

observo, simplemente es que se ha agravado.

Pedro se acercó a la joven y contó las pulsaciones y la respiración. A los pocos

instantes comentó:

—La respiración es más lenta.

De todas formas, me parece que ahora morirá —replicó el colega—, que, siendo un

incrédulo, no podía ver en aquello un hecho extraordinario, un milagro.

Pedro no le contestó. Evidentemente tenía ante sus ojos una mejoría significativa en

el estado general. ¿Será que mi deseo de que esta joven se cure, me induce a ver cosas

que no existen?

María Santiler y los demás enfermos fueron llevados a sus respectivas salas. Los

fieles se esparcían, unos satisfechos por los resultados de aquella misa, otros

melancólicos porque no veían las curaciones de sus males.

Pedro, que aún permanecía en la capilla, le preguntó al padre Miguel Suárez:

— ¿Quedó usted conforme con los resultados de la misa, padre?

—Todo fue positivo, muy positivo; excepto por algunas cosas, que me siguen

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inquietando.

— ¿Qué cosa le inquieta padre?

—El irrespeto que se tiene a la casa de Dios. Sí, hay un gran irrespeto a la casa de

nuestro señor. Lo observo a diario en las iglesias, durante las misas. Viejas beatas que

no escuchan la palabra de Dios, sino más bien que asisten al hogar de Dios para saciar

su apetito chismorreico. Jóvenes, sí jóvenes que toman la iglesia como casa de citas y en

las misas dirigen su mirada acariciando el rostro de una hermosa chavala34 que también

hace lo mismo. Esto me perturba doctor, esto me perturba... Y se alejó cabizbajo de

aquel lugar.

También Pedro se alejaba, cuando encontró a Helen Soto, que llevaba entre sus

brazos a la pequeña Karen. La niña respiraba por un tubo adaptado en su tráquea.

Pedro pensó en lo injusta que es la vida. Una niña obligada a respirar por un tubo,

por la negligencia de un grupo de personas, cuyo deber es precisamente la de asistir esos

casos. ¡Qué injustos somos todos!

Esa misma noche, Catalina Marte, se vio precisada a llevar a su hermano al hospital.

Tuvo una recaída de su enfermedad. El anciano párroco fue admitido. Luego de varios

días, la mejoría fue evidente, tanto, que una tarde se atrevió, con ayuda de sus eternas

compañeras —sus muletas—, salir a tomar el aire, que aunque impuro se respiraba

mejor que el de las habitaciones de aquel hospital.

El anciano párroco caminaba con dificultad por los pasillos y salas del hospital. Una

señora de elegante aspecto, con el rostro cubierto por un velo negro muy espeso, se

sentó al lado del anciano, una vez llegada al pequeño parque, que hace las veces de

patio.

A través del tejido de crespón se veía algo rojizo, adivinándose un rostro de muerta,

en el que un lupus había impreso siniestros ribetes de púrpura. Un joven enlutado, con

las manos enfundadas en unos guantes de un gris claro, traía una cretina, la cual

presentaba una gran papera gelatinosa y temblequeante. Después llegó un joven que

tenía paralizado todo el lado derecho, y a continuación trajeron a un idiota que gruñía

agitando constantemente la cabeza, mientras la lengua, de excesivo grosor, le salía de la

boca con la saliva.

Al principio el anciano párroco experimentó cierta emoción ante los sufrimientos y

los gritos de los enfermos, pero al encontrarse en medio de tantos desgraciados nació en

34 Popularmente joven en Costa Rica.

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su interior un sentimiento extraño. Él, que ya era un anciano y, que la vida se le apagaba,

pensó en la desesperación de aquellos seres que, jóvenes, se veían privados de actividad

y de libertad, que permanecían siempre encerrados en una habitación y que jamás

experimentarían el estremecimiento del amor.

El anciano párroco permanece allí, en el jardín. En su mano izquierda lleva cogido el

rosario, con la derecha toca de cuando en cuando unos papeles que trae sujetos en la

pretina. En el jardín el anciano se ha detenido. Está ahora de pie y contempla el paisaje.

Los enfermos permanecen, inmóviles, un poco apartados. El anciano reza y medita. Va

llegando el crepúsculo. La vida es triste, el dolor es eterno, el mal es implacable —

piensa el anciano párroco—. En el ansioso afán del mundo, la inquietud del momento

futuro nos consume. Por él son los rencores, las ambiciones devoradoras, la hipocresía

lisonjera, el anhelante ir y venir de la humanidad errabunda sobre la tierra. Jesús ha

dicho: «Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni allegan en trojes;35 y

vuestro padre celestial las alimenta...» La humanidad perece en sus propias inquietudes.

La ciencia la contrasta; el anhelo de las riquezas las enardece. Y así, triste y exasperada,

gime en perdurables amarguras.

El anciano párroco murmura en voz opaca:

—El cuidado del día de mañana nos hace taciturno.

Calla un momento luego añade:

—Las avecillas del cielo y los lirios del campo son más felices que el hombre. El

hombre se acongoja vanamente. «Porque el día de mañana a si mismo se traerá su

cuidado. Le basta el día su propia afán». La sencillez ha huido de nuestros corazones. El

reino de los cielos es de los hombres sencillos. «Y dijo: en verdad os digo, que si no os

volvéis o hicieres como niños, no entraréis en el reino de los cielos».

La vida es triste y quebradiza —murmuró el anciano párroco— Todo denota aquí

solidez, perdurabilidad: el inmenso edificio, los árboles fornidos. Todo en el mundo

hace pensar, a quien medita en la fugacidad de la vida. Un aire, el vaho de un enfermo,

un jarro de agua bastan a veces para ocasionarnos la muerte. La muerte trabaja

incesantemente en todo el universo. El anciano, ante el paisaje, en el jardín, con el

rosario en la mano, ora y medita. Sus ojos miran a lo lejos indefinidamente. Todo en

este programa habla de fuerza y de poder. Todo está caminando, sin parar, hacia la nada.

De la culta y sosegada población tica, ¿en que habrá venido a parar dentro de millares y

35 Trojes. Espacio separado por tabiques para guardar frutos, especialmente cereales.

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millares de años? La tarde va declinando bellamente. En la sucesión del tiempo, del

tiempo sin medida, todas las naciones del mundo se trastrocarán y subvertirán, móviles,

ligeras, rápidas como esas golondrinas que en el atardecer están girando

vertiginosamente en torno a las altas torres. Años más tarde un religioso ha de escribir

un tratado de lo temporal y de lo eterno. El mundo es perecedero y los dolores del

condenado son perennales. Desde que el primer hombre se condenó, en los comienzos

del mundo, tras tantos cambios y tantos siglos, no ha habido mudanza para el presito. Se

sucedieron los imperios, y para él fue todo un breve instante. Pasaron por el mundo los

asirios y no hubo cambio en el condenado. Al cabo se trasladó toda la potencia y

monarquía a los medos, que fue revolviéndose toda Asia; y aunque duró en ellos

trescientos años al fin acabaron, y se mudó a los griegos, transformándose otra vez el

mundo. Después se pasó a los romanos, fue otra mudanza mayor que las pasadas; la

monarquía de los romanos también desfalleció; y así se sucedieron, Francia, Inglaterra,

Alemania y en los últimos años, Estados Unidos de Norteamérica y URSS,* se disputan

la supremacía; y con tantas revoluciones y mudanzas del mundo, no ha pasado entre

tanto ninguna para aquel miserable.

Todo camina hacia la nada. La vida, los imperios; todos mueren para dar paso a

nuevas vidas, a nuevos imperios. Si pudiéramos en un instante atisbar la obra de la

disolución universal a lo largo del tiempo, veríamos, en una vorágine hórrida, entre

tolvaneras y llamas, ruinas de edificios, fragmentos de estatuas, troncos de astillas,

cetros, osamentas, brocados, joyas, cunas, féretros... y todo en revuelta confusión y en

marcha caótica hacia la eternidad. El anciano medita y ora. Está inmóvil ante el paisaje.

De pronto hace un leve ademán. Se acerca reverente el vicario Miguel Suárez. El

anciano, con voz suave, ordena: Decid a Catalina que no se aparte de mi lado. Este

anciano presentía que el imperio de su vida caía... aparecería un nuevo imperio, el de la

muerte. Se lamentaba de tener que dejar a la humanidad en una situación tan caótica,

donde el hombre se pelea constantemente con el hombre. Donde la palabra hombre es

sinónimo de odio, de guerra... El hombre no sabe escuchar. Ha vuelto a los tiempos

primitivos. Todo lo resuelve con violencia. Recuerda el anciano, la frase que Plutarco

atribuye a Temístocles: «Pega, pero escucha», que fue apostillada por el conde de

Romanones en su «Reflexiones y recuerdos» con otra: «escucha, porque sino pego».

Luego los vietnamitas y norteamericanos la cambiaron por una intermedia «escuchar

* Unión de República Socialistas Soviéticas.

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mientras sigue pegándose». Ahora los sandinistas y contrarrevolucionarios han

adoptado la nueva versión de esa frase: «No escuchar mientras nos pegamos». Esto

indica el cambio que han ido experimentando los pueblos. Me da miedo, mucho miedo

—decía el anciano al vicario—. En un libro que se ha vuelto clásico, «El lenguaje

silencioso», el norteamericano Hall explica como, en cierta ocasión, fracasaron unas

negociaciones entre sus compatriotas y los griegos. Los primeros intentaban resolver el

asunto con pocas palabras, sin perder tiempo. Esto ofendió mucho a los griegos, ya que

consideran que hablar, perder el tiempo hablando, es requisito primordial de toda

negociación. Lo mismo que el trato que se hace en las ferias cuando se vende ganado,

toda negociación ha de someterse al ritual inexorable de la lentitud. Faltar a este ritual

es considerado por muchos pueblos como una ofensa grave. Hall intentó con sus

lecciones enseñar a los norteamericanos el «lenguaje silencioso», y parecía augurar que,

por esta razón, iba a ser difícil que entre griegos y norteamericanos se llegara a un buen

entendimiento. Pero no pasaron muchos años sin que una norteamericana ilustre y un

griego multimillonario llegaran, tras un lenguaje más o menos silencioso, a entenderse

tan bien que todo terminó en boda.

¿Entonces quiere decir que el dialogo puede servir para resolver todo los conflictos?

—Pregunta el vicario.

—Se habla, esto es una perogrullada, para que alguien escuche, y el dialogo supone,

de antemano, no solo dos personas que se comunican sus ideas, sino también que las

dos intenten escucharse.

El vicario escucha silencioso al anciano. El párroco prosigue:

—Lo que actualmente ocurre en nuestras sociedades es que el dialogo se convierte

en refinados dispositivo para «no escuchar». Fácil es darse cuenta de ello. Tan pronto

nuestro interlocutor parece que fuerza su atención, algo nos dice que detrás de su

aparente cortesía está esperando el momento en que detengamos nuestra frase para

poder «meter baza». Nos escucha, pero no para escuchar de verdad, sino para tener

ocasión de decir lo que opina.

El vicario agrega:

—Este sería el mejor medio, para el hombre resolver sus problemas.

El anciano calla un momento y después añade:

—Las naciones viven dialogando, tratando de resolver sus conflictos, pero en el

fondo lo que hacen es echar leña al fuego para aplicar la ley del más fuerte y con ello

eliminar aquella nación que el enemigo considera enferma incurable, condenada a morir.

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Esto ocurre con los sandinistas y los contrarrevolucionarios. Están eliminándose entre

ellos, mientras los norteamericanos inyectan el veneno que a la larga será la causa de la

«muerte piadosa» a esa nación que ellos han considerado en «agonía». Le practican, lo

que yo llamaría «eutanasia política», para erradicar el «cáncer del comunismo». Las

formas extremas de este mecanismo dialogar se conocen como «dialogo sordo». Pero

¿no hay algo de dialogo de sordos en todo dialogo? El arte de escuchar es tan difícil que,

con frecuencia, cuando se quiere hacer un elogio póstumo de alguna persona notable en

la ciencia, en la política o en las letras, se dice de ella: ¡Tenía el don rarísimo de saber

escuchar!

En la placidez de este atardecer de agosto, el vicario Miguel Suárez y el anciano

párroco conversan en el jardín. Ya todos los enfermos se han marchado. El cielo se

ensombrece poco a poco; comienzan a titilar las estrellas; una campana toca

incesantemente. A lo lejos un cuclillo repite su nota intercadente...

— El vicario se pone de pie y pregunta:

— Entonces ¿cree usted que el presidente Arias Sánchez, no obtendrá nada con su

dialogo permanente para la paz de Centroamérica?

En el silencio de la tarde, la voz del anciano párroco vibra apasionada:

—Ya le dije que los norteamericanos están haciendo lo que Dios hizo cuando el

diluvio. Están purgando la humanidad de lo que ellos han calificado de «cáncer social»,

el comunismo. No es nada extraño que se rehúsa el estudio del escuchar, pues por

misteriosas razones, esto siempre ha parecido peligroso. Oscar Arias Sánchez está como

el hijo de un tabernero de Oraz que inventó, hace varios siglos, un método muy útil en

medicina, la percusión, aplicando al ser humano la maniobra que habría visto realizar a

su padre para conocer el nivel de vino en las barricas. Aquello todavía fue tolerado.

Pero cuando, en 1810, el francés Laennec hizo el gran descubrimiento de la

auscultación, es decir, enseñó a descubrir lo que ocurría dentro del pecho mediante un

arte de escuchar, fue objeto de diatribas furibundas de las que tuvo que defenderse con

energía. No digamos cuando el escuchador Freud se puso a escuchar no el tórax del

hombre, sino su subconsciente. El escándalo fue, como todos saben, mayúsculo y sus

ecos duran todavía. Andando con el tiempo, el escuchador del subconsciente llegó a

aprender que, para escucharse a sí mismo, hay que estar sano del subconsciente. Ahora,

en nuestros días, el padre no escucha al hijo; la sociedad no escucha, el lamento de sus

hijos; en fin nadie escucha a nadie, se tienen oídos sordos.

El vicario escucha atento. Ambos están bajo un frondoso árbol, que gime por la

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fuerza implacable del viento que abate sus ramas. El anciano párroco continúa:

— El presidente Arias Sánchez agudizó sus oídos y escuchó el lamento de

Centroamérica, tomó un altoparlante y gritó al mundo ese pesar, ese odio entre

hermanos, esa saña entre centroamericanos. Abrió su boca tan grande como la del

Poás,36 y ese grito fue tan fuerte, tan melancólico, tan congojoso, que el mundo entero

lo escuchó. Entendió que denunciaba una «muerte» inminentemente homicida,

enmascarándola con lo que he llamado «eutanasia política». Más allá del «pega, pero

escucha» de Temístocles; del «pega para que te escuchen» del conde de Romanones; del

«pega y escucha» de norteamericanos y vietnamitas y del «pega para que no te

escuchen» de los nicas, está el pegar el oído al suelo de los indios de nuestros cuentos

infantiles, para escuchar el galope de lo que viene desde la lontananza, a toda prisa. La

superficie de la tierra se puebla hoy de inmensas orejas de radar, para escuchar los

astros, el silencio de los espacios infinitos. A la vez, en los espacios noticiosos de todo

el mundo, se ha operado un cambio curioso. Antes, los oíamos interesados en saber qué

había pasado. Ahora, interrogamos en ellos qué es lo que va a ocurrir. En otras palabras,

se han vuelto orejas gigantes, torres, sutiles, que tratan de averiguar aquello que, a todo

galope, se nos echa encima; la destrucción del ser viviente, la muerte, la segunda vida.

Conviene tener entonces voluntad de escucha, sirviéndonos de la hermosa expresión

de un filósofo contemporáneo. El cual la utilizaba para indicar con ello la escucha

trascendente, la escucha de Dios. Pero pienso que debemos fortalecer ese don de

escucha para tratar de vencer esas frases de Temístocles, de Romanones, de

norteamericanos y vietnamitas, y de nicas y contras por una que aunque no ha sido

acuñada por el presidente Arias Sánchez, es producto de su bien elaborado plan de paz;

«escuchar sin pegar... hasta obtener la paz», para vencer unos cerebros que viven

maquinando en el pentágono.

En la sedante calma de la tarde propincua, el anciano párroco con su rosario en la

mano conversa con el vicario. Discurren entre ellos cuatro a seis personas. Hay una

pausa. Hablan, sí, hablan de la importancia de escuchar. Pero, el anciano espera ansioso

la muerte. El anciano con su rosario en la mano prosigue sus lamentaciones:

—No se escucha a Dios. Se le denigra. En las sacristías, en las reboticas, en las

36 Poás, volcán de Costa Rica, cuyo cráter es el más grande del mundo (mide 1.6 km de diámetro). El otro

gran volcán de Costa Rica es el Irazú (a una altura de 3 432 m sobre el nivel del mar) que se encuentra en

el cantón de Cartago.

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tiendas, en los cafés, en el campo, en la calle, se habla de pólvora comprimida, de

dinamita de carga máxima, de desviaciones sexuales; de bombas, como por ejemplo, la

atómica; de aviones de guerra —como diez que construyen los Estados Unidos— cuyo

costo será de setenta mil millones de dólares. La ciudad enloquece. De mesa a mesa, en

el casino, los impropios, las interjecciones, las risas burlonas, van y vienen entre el

ruido de los dominós traqueteados. Se cruzan apuestas, se hacen halagadoras profecías

patrióticas, se lanzan furibundas apóstrofes. Los puños chocan contra los blancos

mármoles, y las razas trepidan... En este rojo atardecer de agosto el cielo parece

inflamarse con las pasiones de la ciudad enardecida. Lentamente los resplandores se

amortiguan. Oculto del sol, las sombras van cubriendo el anchuroso jardín. Las diversas

tonalidades de los verdes se funden en una inmensa y uniforme mancha azul borroso;

los términos primeros se sueldan a lo lejano; los claros salientes de las lomas se

esfuman misteriosos. Cruza una golondrina, rayando el azul pálido. A lo lejos, entre las

sombras, un bancal inundado refleja como un enorme espejo las últimas claridades del

crepúsculo.

El anciano párroco, con su rosario en la mano, estaba vencido, agotado, había

conversado largamente con el vicario. Ahora se dispone a regresar a su habitación para

el descanso.

Amanece. Es una mañana gris, monótona. Cae una lluvia menuda, incesante,

interminable. Aún las calles están desiertas. De cuando en cuando suenan pasos

precipitados sobre la acera, y pasa un panadero envuelto en una manta. Las horas

transcurren lentas, eternas...

María Santiler está en su cama, en una sala del hospital. Es una sala diminuta, de

blancas paredes, con una ventana a la calle. Ve pasar la gente. Aumenta en ella el amor

que siempre le ha profesado a la vida, ese tierno y a la vez desgarrador deseo de vivir. Y

grita:

—Yo quiero vivir, no quiero más que vivir, ¡Por Dios!, doctor... deme aunque sólo

sea unos días más de vida...

¿Y para que? —Respondió brutalmente el médico—, que esos momentos entraba a la

sala.

— ¡Doctor, por Dios!, yo quiero vivir... si usted viera qué alegre me pongo cuando

llega hasta la cama el rayo del sol de la mañana... y en él andan jugando una porción de

bichillos...

—Eso es polvo, solo polvo...

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—Lo que usted quiera doctor, pero yo quiero vivir...

— ¿Para sufrir?

—Sí, para sufrir, aunque sea para eso.

El médico dio media vuelta y se fue murmurando: ¡pobre chica!

Al siguiente día el médico, después de visitar a las demás enfermas, fue donde la que

quería vivir. Estaba dormitando.

¡Ya viene!, ¡ya viene! —decía entre dientes.

—¿Qué viene?

La enfermera despertó sobresaltada.

—¿Es usted doctor?, ¡Doctor!

—Si, soy yo; a ver el pulso.

—Tómelo, doctor.

María Santiler sacó un brazo gastado, que por la fiebre parecía de marfil torneado.

¿Qué tal? —preguntó el médico.

—Me siento algo más aliviada... ¿Moriré doctor?

El médico apartó su mirada de la de ella y no respondió, ¿cómo decir a aquella

enamorada de la vida que morirá?

Pero como María insistiera, respondió:

—Indudablemente, más tarde o más temprano...

—Yo no quiero morir... ¿Y usted?

El médico la miró sorprendido.

—¿Yo? No lo sé.

—¡Por Dios, doctor! No me abandones..., no quiero morir. ¡Soy tan joven! Aun no

he visto el mundo.

—¡Oh!, tiene mucho que ver...

Para ustedes... los señoritos cansados de vivir..., ustedes los ricos, tienen cuanto se

antoja...

—Más de lo que se nos antoja... ¡los ricos!

—¿Me moriré, doctor?

—Por Dios, María, yo no lo sé...

El médico se fue malhumorado después de haberla vuelto a pulsar.

Es brusco, pero buen doctor, no me dejará morir —murmuró María— arrebujándose

en las sábanas.

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A eso de las once llegó Rosa, su hermana, con una taza de caldo. También llegó Sor

Matilde Bolaño. Se decía que era Sor Matilde la virtud encarnada, toda caridad y

dulzura. Era una monja colorada y fresca.

¿Qué tal hija mía? — interrogó a monja —. A todos llamaba hijos.

—Mal, madre, mal en este momento... siento agudísimos dolores... ¿me moriré?

Había apartado un momento la cuchara de su boca para responder. Pero su hermana

insistió en que debía comer algo.

—¡Ten fe, hija mía! No pienses en eso. Estos dolores son sólo pruebas que Dios le

envía para ejercitar su paciencia, recíbalos con resignación, súfralos, que ellos le

llevarán a la gloria...

—¡Ay, madre!, tengo unas ganas de ver el cielo...

—Confíe en Dios. Él es bueno...

No, no digo ese cielo, digo el cielo azul que es el techo de la tierra...

¡Tantos días en esta cama!

—Ese cielo no es más que reflejo y el suelo del otro.

Mire, madre, ¿sabe lo que decía mi tío? Pues decía que el cielo es azul mirando

desde aquí, pero que cuando más se sube es menos azul, que al fin de él se ve todo

negro como si fuera de noche, y las estrellas y el sol brillan en lo negro...

—¡Cosas de su tío!

En esos momentos María comenzó a respirar con mayor dificultad y sus labios

volvían a tomarse morados, su pecho se levantaba en agonía. Había recaído. Estaba

nuevamente en insuficiencia respiratoria y de nuevo fue menester colocarte colocarle un

ventilador para mantenerla con vida. Aquella esperanza que poco a poco brotaba de

Rosa se desvaneció: esta vez si morirá... ¡sí morirá! Le decía sollozando a la monja que

la abrazaba tiernamente.

Muy distante de aquel lugar donde María Santiler seguía aferrada a la vida. El doctor

Esteban Peña, aquel médico que por las autoridades había sido acusado de practicar

eutanasia al señor Ramón Quirós, se encontraba en un pequeño despacho que había

improvisado. Esteban Peña está ahora paseando por su despacho, en cortos paseos,

porque el despacho es corto. Esteban es calvo-siendo joven; su barba es rubia y

puntiaguda. Su mirada es inteligente, escrutadora, y su fisonomía, toda tiene cierto

vislumbre de misteriosa, de hermética. Esta calva y esta barba le dan cierto aspecto

inquietante de hombre cauteloso y profundo, algo así como uno de esos mercaderes que

se ven en los cuadros de Marinus, o como un judío que practica el cerrado arte de la

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crisopeya,37 metido allá en el fondo de una vieja casa josefina.

Tiene Esteban Peña realmente algo de misterioso. Él ama lo extraño, lo paradójico;

le seducen las psicologías sutiles y complicadas; admira estos pueblos centroamericanos,

tan sombríos, tan austeros, perdidos en su incesante guerrilla: sin ver la creciente

miseria que los devora.

El despacho es una pieza cuadrada, con una ventana que da a un patio. A un lado hay

un estante con libros; junto a la ventana, otra mesa con tapete verde, y por la estancia,

ligeros sillones de gutapercha y sillas de reps verde. Lucen en las paredes

reproducciones de cuadros del Greco, una fotografía del Descendimiento de Metsy,

Aguafuerte de Goya, grabados de Daumier y Garvani y allá en el fondo de la habitación

una foto a todo color del premio Nóbel de la paz: Oscar Arias Sánchez. De cuando en

cuando Pinochet que es un perro gran danés, entra y sale familiarmente. Un reloj marca,

con su tictac sonoro el correr del tiempo inexorable.

Esteban Peña medita. En su pequeño despacho, medita Estaban Peña, sobre el juicio

que pronto se celebrará. Él estará en el banquillo de los acusados. Pero, ¡bah! No hay

que pensar más en eso —se decía—, no he cometido ningún delito, sólo hice un favor,

una piedad. No le preocupaba aquella frase de Quevedo: «Las piedades hechas en

común tienen mucho de vanidad y ambición humana como los edificios materiales.»

¿Acaso tiene el hombre derecho a prolongar la agonía y el sufrimiento del condenado?

No, cuando la muerte llega, llega y ya está. Nadie tiene derecho a prolongar la congoja

del moribundo. Además tengo dinero—pensaba— con él se puede todo. Y seguía

sumido en aquel pensamiento que le mortificaba, aunque no lo admitía, sí, le

preocupaba.

Debo comunicarme con Jesé Pérez, mi abogado, él que resuelva todo para eso le

pago. Que lo arregle de la mejor manera posible, pero que lo solucione. Se comunicó

con el abogado. Todo quedó acordado. Llegó el día del juicio. Previo a éste el abogado,

entregó un sobre amarillo, sin arrugas y herméticamente cerrado. Contenía aquel sobre

las pruebas que motivaron al juez a ver la honorabilidad e inocencia del doctor Esteban

Peña.

Allá en su despacho, recibió del doctor Esteban Peña la noticia de su «inocencia».

Estaba satisfecho, una vez más don dinero hacía sus estragos y se burlaba de la justicia.

Mientras celebraran la gratitud de la justicia, Antonio Pérez, que allí se encontraba,

37 Arte con que se pretendía transformar los metales en oro.

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piensa melancólicamente:

En ninguna República hay más de quejas que donde hay menos de razón y justicia,

porque o por sangre o por amistad, o por mil linajes que hay de introducciones, todos

piensan tener razón, y en reconocimiento que el premio tuvo favor alguno, se ofenden

todos; porque de que se da con justicia, aun los que no tienen razón pueden hacer

agravio.

En la radio suena ahora la música predilecta de Antonio Pérez. La melodía tamizada

por las voces, se desliza opaca, acariciadora. Antonio se pone de pie. Las notas saltan

juguetonas, se acorren prestas, se detienen mansas, cantan, ríen, lloran, se apagan en

cascada rumorosa.

Y continúa Antonio en sus pensamientos:

La sustancia es única y eterna —decía Azorín— Los fenómenos son la única

manifestación de la sustancia. Los fenómenos son mis sensaciones, limitadas por mis

sentidos. Mis sensaciones, limitadas por los sentidos, son tan falaces y contingentes

como los mismos sentidos.

El abogado torna a sentarse nuevamente. Luego añade:

La sensación crea la conciencia; la conciencia crea el mundo. No hay más realidad

que la imagen, ni más vida que la conciencia. No importa —con tal que sea intensa—

que la realidad interna no acople con la externa. El error y la verdad son indiferentes. La

imagen lo es todo. Así es más cuerdo el más loco.

El doctor Pérez, vuelve a ponerse de pie, camina hasta la puerta y pregunta: ¿Cómo

estará la conciencia interna de estos dos señores?

A lo lejos las campanadas de una iglesia plañen abrumadoras. La noche llega. En la

oscuridad del crepúsculo las manchas pálidas de las ventanas se disuelven lechosas.

Reina en la estancia un breve instante de doloroso anhelo. Antonio, inmóvil, mira con

sus extáticos ojos las siluetas de aquellos dos hombres que van y vienen en la sombra,

haciendo gemir dulcemente la estera.

Terminada la celebración de la ironía—como la llamó el doctor Pérez—los

acompañantes se marcharon a sus hogares.

Los gallos cantan pertinazmente, es como un lamento. Brota el alba. La ciudad se

despierta y estira con prolongados bostezos. El lamento de los gallos es su despertador.

La mira allá, en el horizonte un ojo, un gran ojo blanco. Es una mirada tierna y cálida.

Su calidez arranca fulgores que hace desaparecer el rocío de la mañana. Es la hermosura

de la madre naturaleza la que observa. Pero, allá en el hospital, dos seres se lamentan,

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sus ojos no pueden ver más que tinieblas. Esos dos seres son, María Santiler que aún

continúa en su lucha titánica por sobrevivir y Karen que en la noche había sido llevaba

ahogándose en sus propias secreciones. Ahora las dos dependen de la ayuda de un

respirador automático, de una máquina que controla el subir y bajar de sus pechos, la

entrada de oxígeno y salida de bióxido de carbono; como controla un imperio a los

países subalternos. Esta máquina se ha hecho indispensable para la vida de Karen,

también de María, de ella depende sus vidas. Sufren estas dos criaturas de sus dolencias

varias, sufren sus familiares que esperan el fatal desenlace. En un rincón están Ramón

Quirós y Sebastián, padre y primo respectivamente de Karen y, junto a ellos, la madre,

Helen y la tía Carmen Soto.

En otra sala, allá en el primer piso, en aislamiento, acompañada por su marido, se

encuentra Rosa Santiler, de cuyos ojos enrojecidos brotan lágrimas de desaliento, como

brota agua de un manantial. A poca distancia de ellos, la pobre María, yace inerte y

lánguida. Es una languidez traidora que va ganándole el cuerpo todo día a día. Ni le

quedaban fuerzas para cosa alguna: ni siquiera para su propio respiro. Es la imagen

misma de la muerte.

El doctor Pedro Aguilar también se encontraba allí. Observa, cada gesto, cada

particularidad, cada gemido de María. Va llegando al colmo el desaliento científico del

doctor Aguilar, quien da en recordar las más estupendas peregrinas ocurrencias de un

funesto maestro al que ha leído siempre, el doctor Merzt, el mixtificador que por tanto

tiempo le ha tenido preso en sus encantos maléficos, aquellas ocurrencias como la de la

cura del sentido común, rémora de toda genialidad, mediante el masaje histológico del

cerebro logrado por cierta trepidación eléctrica que obligue a las células nerviosas a

entrecruzar de otro modo que como lo tienen sus prolongaciones pseudopódicas, la

microcirugía psíquica, de donde se deduce la utilidad pedagógica del pescozón en

cuanto éste hace vibrar el cerebro y sus 612 112 000 células; o recuerda lo de la cura de

la monotonía mental mediante inyecciones de gelatina. Luego se pregunta: ¿No será

mejor que pretender hacer el genio, hacer primero la madre del genio?

María está muy abandonada, y la pobrecilla no me gusta, no, no me gusta, va

desmejorándose, pero mucho; ¿meteorizarla? Además, no creo en las teorías de este

antiguo maestro. Todo sale mal; quiero guiar a María por el camino de la vida, la quiero

robustecer físicamente, y nada, cada vez más enteca. Ese bacilo me lo echa a perder con

sus mismos, y el dolor desgarra a aquella moribunda.

¡Pero qué dolor, Manuel qué dolor! —decía Rosa a su marido—Si el dolor se pegara.

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Rosa se acerca a su hermana, la meteorizada, que arrastra dulce y tristemente una

vida lánguida, de silencio y de clorosis, a pesar de los meteoros todos. Surge

nuevamente la idea de acabar con la congoja, de cambiar los procedimientos científicos,

de suspenderlos, porque la ciencia… ¡Oh la ciencia!

Más a pesar de la ciencia, la muchacha decae a galope tenido, y encama, y esto se va.

El doctor Aguilar lucha desesperadamente, pero sereno y tranquilo, recobra su antigua

firmeza, hasta que, convencido ya de la impotencia de la ciencia en este caso, ve que la

muerte se acerca al lecho de la joven.

Poco a poco fue renaciendo aquella pasión tierna, como herida que vuelve a sangrar,

en su cerebro. Volvió a retoñar el árbol que en su mente se había secado y comenzó a

echar raicillas…

¿La muerte?, ¿y qué es la muerte? Un fenómeno fisiológico, la cesación de la vida.

¿Y qué es la vida? —se interrogaba —El conjunto de funciones que resisten a la muerte,

un cambio entre las sustancias albuminoideas orgánicas y el exterior, la desoxidación

del organismo.

Están ante la moribunda, confesada ya, su hermana, Manuel y el doctor Aguilar;

Pedro piensa en su dimisión y en la inmortalidad. Rosa insiste en acabar con el dolor.

La enferma, se aferra con garras de oso a la vida. Pedro abandona un instante el lugar,

hay otro enfermo que requiere su atención. Rosa no soporta escena tan patética,

extiende sus manos temblorosas y de un tirón separa aquella máquina que a través de un

tubo alimenta a su hermana. La enferma la mira con ojos desorbitados como suplicantes,

como si pidiera dejarle vivir, pero Rosa no podía entender aquella súplica, estaba

aterrorizada. El doctor Aguilar acudió, pero era tarde, antes lo irremediable da una

lección:

—Va a concluir el proceso vital; el cianógeno o biógeno que dicen otros, pierde su

explosividad, estallando, y se convierte en albúmina muerta.

—¿Qué íntimos proceso bioquímicos se verifican aquí?

María parece coger algo con las manos, casi esquelética, revuelve la vista sin mirar,

entreabre la boca para estertorar:

¡Quiero vivir!—eso dice Pedro haber escuchado.

La moribunda calla. Pedro le toma el pulso, coloca el estetoscopio sobre el pecho,

acerca un espejo a su boca, por si se empaña. A pesar de que estaba monitorizada, el

monitor se había dañado. Manuel se pregunta:

—¿No tiene la ciencia medios eficaces para averiguar con exactitud cuándo un

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individuo ha muerto?...

El reconocimiento de que una persona ha muerto —responde el doctor Aguilar— no

es sólo una cuestión médica, sino una cuestión jurídica. Sin embargo, se carece

prácticamente de definiciones jurídicas del nacimiento y de la muerte. Los códigos

penales no contienen definiciones precisas del comienzo y del fin de la vida ni

establecen criterios que puedan servir de orientación a ese respecto.

Rosa se levanta, corta un rizo de la cabellera de la muerta, la besa, se arrodilla y

oculta la cara entre las manos. Manuel también la besa.

Rosa entonces, entre sollozos exclama: ¡Qué guapa está!, ya parece que no sufre, y

se va a un rincón, oculta su cara nuevamente entre las manos e inicia el llanto.

El doctor Aguilar prosigue:

Aunque el individuo haya muerto como tal, continúa la sustancia viviendo. Si ahora

le aplicáramos una corriente galvánica, se movería. No se han coagulado aún los

albuminoideos, no están las células reducidas a su mayor concentración, no ha llegado

la rigidez cadavérica. La concentración es la muerte, la expansión la vida; fíjate en esto,

—le dice a Manuel— y no te concentres, expansiónate.

¿Qué es eso, llora? —interrumpe Manuel Guardia.

—Sí, por ustedes.

¿Por nosotros? Pues no lo entiendo. Aún rígido el cadáver, seguirán las pestañas

vibrátiles conservando su actividad normal y seguirán viviendo los glóbulos blancos o

leucocitos, estas células amiboideas. No hay momento preciso en que la vida cese para

empezar la muerte; la muerte se desenvuelve de la vida, es lo que llaman los fisiólogos

la necrobiosis, la muerte de la vida de esa pobre criatura.

Y agrega el doctor Aguilar:

La muerte tiene su vida, digámoslo así, sus procesos histológicos y

metamorfósicos… Y sale de la habitación.

En la sala donde Karen se encuentra, se vive un drama no menos singular. La pobre

chiquilla, también depende de aquella máquina para poder vivir, pero aunque viva,

también sus condiciones son críticas. Una pseudomona se ha aprovechado de su

deterioro y la ha tomado como morada.

Karen está dormida. Helen Soto, curiosa, pregunta al médico que la atiende:

—¿Qué es una pseudomona, doctor?

—Es un germen oportunista, muy difícil de erradicar, toda vez que se aloja en el

organismo humano.

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¿Qué es germen oportunista—vuelve a pregutar Helen?

Este médico gusta de observar las plantas. Para explicar mejor a la señora, busca un

folleto que al respecto ha escrito su tío que es botánico y tiene algo de filósofo a la vez.

En sus paseos por el monte y por los campos, este estudio es uno de sus recreos

predilectos. Porque en las plantas, lo mismo que en los insectos, se puede estudiar el

hombre. Quizá parezca tal aserto una paradoja; pero los que no creen que sólo en el

hombre se manifiesta la voluntad y la inteligencia, es decir, los que son un poco pagano

y lo ven todo animado, desde un cristal de cloruro de sodio hasta el homo sapiens, no

encontrarán lo dicho paradójico. El médico inicia la lectura del folleto:

Las plantas, como todos los seres vivos, se adaptan al medio, varían a lo largo del

tiempo en sus especies, triunfan en la concurrencia vital. Los que se adaptan y los que

triunfan son los más fuertes y los más inteligentes. ¿Y este triunfo y esta adaptación, no

constituyen una familia? ¿Y puede nunca ser obra del azar ciego una finalidad,

cualquiera que sea? No, la selección no es obra casual; hay una energía, una voluntad,

una inteligencia, o como queramos llamarlo, que mueve las plantas como el mineral y

como el hombre, y hacer esplendor en ellos la vida, y los lleva al acabamientos, de que

han de resurgir de nuevo, en una u otra forma, perdurablemente.

Así nadie se extrañe de que digamos que existen plantas buenas y plantas malas;

unas poseen salutíferos jugos; otras, ponzoñas violentísimas. Pero como no hay nada

bueno ni malo en sí —como ya notó Hobbes— y la ética es una fantasía, podría resultar,

en un último caso, que las plantas no son ni buenas ni malas. Sin embargo, esto sería

destruir una de las bases más firmes de la sociedad; la moral desaparecería. Por lo tanto,

hemos de mantener el criterio tradicional: las plantas, unas son buenas y otras son malas.

Las hay también que, como muchos hombres, viven a costa del prójimo; es decir, son

explotadoras; lo cual sucede, por ejemplo, con las matalegumbres, que crecen sobre

raíces ajenas. Otras, en cambio, vienen a ser lo que las clases productoras en las

sociedades humanas. Linneo llamó a las gramíneas los proletariados del reino vegetal.

No le faltaba razón a Linneo, porque no hay entre todas las plantas, otras más humildes,

más laboriosas y, sobre todo, más resignadas.

Las plantas aman, unas, la vida libre y sacudida; otras, el trato político y el medio;

aquellas viven en las montañas; éstas crecen a gusto recoletas en los jardines y en los

huertos. Sin embargo, así como de las familias campesinas salen a veces sutiles

cortesanos, así también las plantas campesinas se truecan en urbanas. Ello debe ser, en

parte al menos, obra de los hortelanos. Los hortelanos son arteros y maliciosos; ya lo

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dicen los viejos sainetes y los cuentecillos de las florestas. Con sus mañas, los

hortelanos persuaden a las plantas silvestres a que dejen sus parejas bravíos; les dicen

que en los cuadros de los huertos lucirán más su belleza; que tendrán lindas compañeras;

que en fin, estarán mejor cuidadas. Las plantas se dejan seducir. ¿Quién se resiste a los

halagos de la vanidad? De las montañas pasan a los huertos, como por ejemplo, el

tomillo, que de silvestre se convierte en salsero; o, lo que es lo mismo, de hosco y

solitario se cambia en sociable; y, como tal, da gusto con su presencia a las salsas y

saborea gratamente las conservas. Hay quien dice que son distintos.

Karen aún duerme con su ventilador, bajo el efecto de los sedantes. Al fondo de la

sala se oyen gritos de un niño; su madre trata de calmarlo. Mujeres vestidas de blanco

van de un lado a otro, llevando riñoneras, jeringas...

El médico continúa ensimismado en su pensamiento:

Sucede sin embargo, que, del mismo modo que los campesinos no logran hacerse

nunca por completo a la vida de las ciudades, en las cuales parece que les falta sol y aire,

y en las que se encuentran molestos por sus mil triquiñuelas, hasta el punto de que

enflaquecen y se opilan, del mismo modo estas plantas selváticas que vienen a los

huertos crecen en ellos desmedradas, y acaban por perecer si no se las acorre

oportunamente. Estos axilios a que aludo los conocen los hortelanos: consisten en

plantar entre ellas, para ayudarlas, otras plantas alegres y animosas que les quiten las

tristes añoranzas; por ejemplo: las orugas, que confrontan y animan a la manzanilla; el

oregón, la mejorana, la toronjita otras tales. La higuera es también amiga de la ruda; el

ciprés, de la avena, y así por este estilo podrían irse nombrando, si hiciera falta, muchas

amistades y predilecciones de las plantas, que, como es natural, también tienen sus

odios y sus desavenencias.

¿Quién contará, por otra parte, sus buenas y malas cualidades? Crea el lector que es

empresa ardua; pero con todo, intentaremos decir algo. La borraja es alegre; quien la

coma puede estar seguro de tener ánimo divertido. En cambio, la berenjena trae

cogitaciones malignas a quien la gusta. Dicen lo autores que es una planta de mala

complexión. Sí, lo es; los hortelanos, para quitarle algo de sus intenciones aviesas,

plantan junto a ella albahacas y tomillos; estas hierbas, como son bondadosas e

inocentes, acaban por amansar un poco a las berenjenas.

Un insecto zuzumba alrededor del rostro del médico. Este trata de alejarlo, pero el

insecto persiste; entonces, Sebastián, lo hace huir de un manotazo. El médico prosigue

su lectura:

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Las espinacas y el perejil son metódicos, amigos del orden, muy apegados a la casa

donde siempre han vivido, y donde, por decirlo así, están vinculadas las tradiciones de

sus mayores. Lo cual significa que tanto la espinaca como el perejil no quieren ser

trasplantados. Esta frase es de un viejo tratadista de horticultura; yo creo que hubiese

encantado al autor de La Voluntad de la Naturaleza, o sea Schopenhauer.

También acompaña a esta planta en sus ideas conservadoras la hierbabuena. Ya el

hombre lo dice: es una buena hierba. Pero si no estuviera ya honrada suficientemente

por su mismo nombre, habría que declarar a la hierbabuena emblema del patriotismo.

No existe ninguna hierba que se aferre más a la tierra donde ha crecido; se la puede

arrancar, perseguir con el arado y la azada...; es inútil: la hierbabuena vuelve a retoñar

indómita.

La cebolla es recia, valerosa, ardiente. Su linaje pica en ilustre; algunos pueblos

remotos se dice que la adoraban y los soldados romanos la comían para ganar fortaleza

con que vencer a los pueblos extraños. De modo que se puede decir que la cebolla dio a

los Césares el imperio del mundo. No olvidemos otro dato importante. El rey sabio, que

recomienda en sus partidas que los barcos de las escuadras lleven yeso para cegar a los

adversarios y jabón para hacerlos resbalar, no se olvida tampoco de encarecerles que se

provean también de cebollas, porque las cebollas —dice él— los librarán del

corrompimiento del yacer de la mar.

La calabaza tiene de dúctil lo que la cebolla tiene de fuerte; pudiera decirse, sin

intención malévola, que la calabaza simboliza la diplomacia. La calabaza se pliega a

todo, contemporiza, transige, posee un alto sentido mimetista. Si se la pone, cuando es

pequeña, dentro de una caña hueca, corre por dentro y toma su forma, y si se la deposita

en jarros y ollas de formas extrañas, o aun en los más humildes recipientes, también se

adapta a ellos y crece según el molde.

El galeno de pone de pie. Se acerca a la ventana. Mira a lo lejos. Su mirada se pierde

un instante en el horizonte. El cielo se enrojece; brillan en la ciudad los puntos de las

luces eléctricas; las sombras van borrando las casas. Karen aún duerme. Se ha

mantenido estable. Helen, junto a los demás, espera impaciente que aquel galeno

continúe. Le parece interesante aquella lectura. El médico regresa, se sienta frente a

Helen y prosigue:

—La albahaca es caprichosa; todas las plantas han de ser regadas, según la buena

horticultura, por la mañana o por la tarde; la albahaca pide el riego a mediodía. Esta

planta, tan ufana con su agradable aroma, parece una mujer bonita. Los viejos dicen que

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el olerla produce jaquecas; también las producen las mujeres bonitas.

El cilantro es apasionado: ama el anís. Dicen los labradores que es el macho del anís;

así lo parece. Él ama el anís con locura, junta sus tallos a sus tallos, acaricia sus hojas,

besa sus olorosos frutos pubescentes. El cilantro también es oloroso, pero su olor es

hediondo. Vas a cogerlo, lo apañusca entre los dedos y lo suelta aína. Esta es una

superchería del cilantro; es que no quiere ser cogido entonces, cuando está verde,

cuando es joven, cuando puede gozar aún de la alegría y del amor.

Deja que envejezca, es decir, que se seque, y entonces cogerla y veras cómo sus

frutos despiden una fragancia exquisita, que es como un recuerdo delicado de sus

pasadas ilusiones.

La malva es humilde; no requiere cultivo ni necesita ninguna clase de cuidado. Crece

en cualquier sitio, y es tan modesta y tan xorable, que aun las mismas durezas y

tumefacciones de los hombres ablanda. Pero, con ser tan humilde, guarda esta hierba

una ambición secreta y de tal magnitud, que casi se puede afirmar que es una

monstruosidad. ¡Esta planta está enamorada del sol! Cuando el sol sale, ella abre sus

hojas; cuando se pone, las cierra en señal de tristeza; no vive, en resolución, sino para su

amado. Es el eterno caso del villano que se enamora de la princesa.

En cambio, la arrebolera tiene por el sol un profundo desprecio; cierra sus flores de

día y las abre de noche. ¿Hace bien la arrebolera? Azorín cree que sí. Francisco de Rioja

le dedicó una silva, y en ella aprueba su conducta en versos que parecen hechos para

censurar la insana pasión de la malva. Véase lo que dice Rioja:

¡Oh!, cómo es error vano fatigarse por ver los resplandores

de un ardiente tirano, que impío roba a las flores

el lustre, el aliento y los colores.

Todas las plantas tienen, en suma, sus veleidades, sus odios, sus amores. Las

pasiones que nosotros creemos que sólo en el hombre alientan, alientan también en toda

la Naturaleza. Todo vive, ama, goza, sufre, perece. El ácido y la base se estrechan en la

sal; el cilantro ama el anís; el hombre ansía las bellas criaturas que palpitan de amor

entre sus brazos.

El médico deja de leer. Hace una pausa. Luego comenta: —Como pueden darse

cuenta, oportunista, es cuando se aprovechan las debilidades del otro para causar daño.

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Los hay entre los microbios... entre los hombres... entre las plantas... entre los animales...

incluso entre las naciones... Vuelve a reiniciar su lectura, pero antes agrega: —leeré

ahora algo sobre los animales—, es breve.

— Las sociedades animales son tan interesantes como las sociedades humanas. Los

sociólogos las estudian con gran cuidado. Las hormigas y las abejas se agrupan en urbes

regimentadas sabiamente; son metódicas unas y otras, son laboriosas, son sagaces, son

perseverantes, son humildes, son industriosas. Las arañas, en cambio, no se agrupan en

sociedad jerarquizadas; son las más fuertes de todos los arácnidos. Los naturalistas se

plañen de su insociabilidad. Y no hay animal más difundido sobre el planeta.

El doctor Guillermo Monge, aparta ahora el folleto, mira su reloj de pulsera y añade:

— Es tarde y debo marcharme. Para terminar les diré algo del bacilo que produce la

tuberculosis, que también es un animal, un microorganismo, aunque no es tan

oportunista como la pseudomona, tiene algo de aprovechador.

Es un bacilo alegre, le gusta los cuerpos enfermos y mal nutridos. Habita en las

inmundicias y la promiscuidad. Se gana la vida en los tugurios, en las tabernas y la

pobreza es su mejor amigo. En cambio, el médico es su enemigo; desde que Pasteur y

Koch trataron de liquidarlo; también es enemigo de la limpieza y algunas drogas como,

rifampicina, isoniacida…, últimamente se ve pasear mucho con el virus del SIDA. Hace

casi un siglo, Jame Hurd Keeling escribió en nombre del bacilo:

Alimentad a los hambrientos y vestid a los necesitados, Encerrad los granujas para quienes la noche es día,

Y socorred a las mujeres que los descarrían, Cuando vuestra raza vuelva a ser fuerte, sana y bella,

Creedme, nosotros habremos ya desaparecido, Cuando las escrófulas, la sífilis, el cáncer y la gota

Hayan sido arrasados por una vida sana, Cuando el libertinaje, las parrandas y los desenfrenados

ya no existan, Volveremos alegremente a nuestra dieta de cobayos.

El doctor Monge había terminado su relato. Se acercó a Karen que aun dormía. La

observó por un instante y luego se dirigió a sus familiares:

— ¡Duerme plácidamente! y se marchó.

Fuera del hospital, allá, en su hogar Pedro seguía obsesionado por aquel amor

platónico al suicidio. Ahora, después de la muerte de María, parece que le grita con más

fuerza su anhelo, ese deseo ferviente de conocer la muerte. Es un ansia loca, ansia que

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exaspera. Pero, piensa Pedro que esta vez no utilizará el revolver, tampoco saldrá a la

calle, pues los ladrones, ya le habían robado una oportunidad y estaba seguro que eran

capaces de robarle, en esta ocasión, la idea. — ¡Son muy listos! —decía.

El árbol que creció en el cerebro de Pedro, echó grandes y luengas raíces que una vez

poseído todo, su matrimonio con el suicidio era inminente.

Llega la hora. Se encierra, sube a la mesa sobre la que pone un taburete, y prepara el

fuerte cordel pendiente del techo; se agarra a él y de él se suspende para ver si le

sostiene; hace el nudo corredizo y se lo echa al cuello, subido en el taburete. Le detiene

por un momento la idea de lo ridículo que puede resultar quedar colgado así, como una

longaniza; pero al cabo se dice: ¡Oh, que ahogo! Intenta coger con los pies el taburete,

con las manos la cuerda, pero se desvanece para siempre al punto.

El doctor Monge, que desde hacía tres meses vivía en la casa de Pedro, llegaba y al

sentir el pataleo, va en su busca, registra la casa, y al encontrarse con aquello que cuelga,

tras fugitivo momento de consideración salta a la mesa, corta la cuerda, tiende el cuerpo

de su colega sobre la mesa misma, le abre la boca, le coge la lengua y empieza a tirarle

rítmicamente de ella, que acaso sea tiempo.

Al poco rato entra la criada, soñolienta, y al ver lo que ve, se deja caer en una silla,

aturdida, murmurando en letanía: ¡Pedro, Dios mío! ¡Pedro, Dios mío! ¡Pedro, Dios mío!

¡Pedro, Dios mío! Es una oración al compás de los rítmicos tirones de lengua, de las

depresiones torácicas, de las insuflaciones bucales. A su conjuro siente el doctor Monge

extrañas dislocaciones íntimas, que se le resquebraja el espíritu, que se le hunde el suelo

firme de éste, se ve en el vacío, mira el cuerpo inerte que tiene ante sí, a la criada luego,

y exclama acongojado: — ¡Has muerto, amigo! Al oírlo se levanta la materia, y

yéndose a la forma le coge la cabeza, se la aprieta entre las manos convulsas, le besa en

la ya ardorosa frente y le grita desde el corazón: — ¡Amigo mío!

El doctor Monge dejó caer el cuerpo desfallecido... y el árbol ocupa el lugar de

Pedro... dos cuerpos no pueden ocupar el mismo lugar en el espacio...

Murió Pedro, sin poder atrapar a la muerte, porque le atrapó ella antes, sin darle

tiempo a volverse ni aún para verle la cara.

A la tarde del día siguiente todos fueron al cementerio Jardines del Recuerdo, allá,

pasados las cuatro de la tarde. El grupo, enlutado, con sus galas relucientes, hombres y

mujeres, recorría en silencio las calles. Todos llevaban un ramo de violetas, rosas,

claveles... Los transeúntes miraban curiosos esta extraña comitiva.

Hipocresías del hombre —comentaba un transeúnte— ese muerto, cuando tenía vida

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nadie lo quería por loco, ahora todos lo lloran, les rinden homenaje, cuando ya no lo

necesita.

El cementerio Los Jardines del Recuerdo está apartado de la ciudad. Se encuentra

camino a Santo Domingo de Heredia, luego de pasar el puente sobre el rió Virilla.

Pasando este puente al final de una mísera barriada, en la cima de un pequeño cerro,

aparecen negruzcas las puntiagudas cimas de los cipreses, resaltantes en el azul del cielo.

Luego una verja de hierro larga que deja ver el verdor desordenado de un jardín que

aunque no está abandonado, parece estarlo...Una campana suena; la multitud penetra en

el jardín yermo. Al fondo, surge majestuosa la gris mole de la iglesia nueva. Las notas

de las campanadas vuelan sobre el sordo murmullo de voces, golpazos, gritos, sollozos.

Una vieja beata le dice a su compañera:

Templo de la verdad es el que mira; no desoigas la voz con que te advierte que todo es ilusión menos la muerte.

El grupo atraviesa el jardín, donde un perro amarrado a una cadena gruñe sordamente

con la cabeza baja... no se observan en este cementerio, las grandes arcadas, repletas de

nichos con lápidas, acostumbradas en otros camposantos. Es un cementerio moderno,

para muertos ricos y también modernos. Las hierbas crecen rozagantes con aquel abono;

los pájaros saltan y trinan en los árboles; brilla el sol aún; un dulce sosiego se percibe en

el aire. De cuando en cuando, a lo lejos, se oye el silbido, incesante, incansable, de los

autos; el cacareo persistente de un gallo. Están ante la tumba que será el nuevo hogar

para Pedro. Todos se descubren ante la tumba. Una mujer exclama: — ¡Ay Señor! ¡Ay

Señor!

El vicario Miguel Suárez expresa unas palabras:

— Amigos: consideramos la vida de un médico que vivió atormentado por ansias

inapagadas de ideal, y consideramos la muerte de un hombre que murió por anhelos no

satisfechos de amor. Treinta y nueve años habitó en la tierra. En tan breve y tan

perecedero término, pasó por el dolor de la pasión intensa y por el placer de la sabiduría

del conocimiento. Amó y creó, se dio entero a la vida y a su profesión; todas sus

vacilaciones, sus amarguras, sus inquietudes están en sus recuerdos y en su trágica

muerte.

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Se hace una pausa, algunos de los presentes sollozan. Sopla una agradable brisa... y

el padre Miguel Suárez continúa:

— La vida es dolorosa y triste. El desolador pesimismo del pueblo griego, el pueblo

que creara la tragedia, resurge en nuestros días. ¡Quién sabe si la vida no es para

nosotros una muerte y la muerte no es una vida!, exclama Eurípides. Pedro indeciso,

irresoluto, escéptico, es una víctima más de estas redivivas y angustiosas perplejidades.

El constante e inexplicable muro de que Fígaro hablaba, es el misterio eterno de las

cosas. De aquel misterio que descubrir quería Pedro. ¿Dónde está la vida y dónde está la

muerte?

El padre Miguel recuerda un artículo:

Tenme lástima, literato, —le dice Larra, en uno de sus artículos, a su criado—. Yo

estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia. Ansioso e

impotente cruzó Pedro por la vida, por esta vida; amargado por el perpetuo no saber

llegar a la muerte. La muerte para él era liberación: acaso es la vida. Impasible y

sigiloso franquea el misterio y muerte sin conocerla. Ahora estamos aquí conmovidos

todos, porque su muerte es tan conmovedora como su vida. Su muerte es una tragedia,

como la heredada de los griegos y, su vida fue una paradoja: —Deseaba ser inmortal a

la vez que anhelaba el sueño eterno.

Ahora el ojo blanco que miraba desde las alturas a aquel cementerio, se ocultó, la

tarde se torna melancólica. Los sollozos aumentan, también el murmullo. El vicario,

Miguel Suárez, continúa:

— El doctor Aguilar era un gran curioso, sí, un gran curioso por los misterios de la

muerte. Es que la curiosidad nunca se enfada de saber, tiene un gusto y paladar

particular. Y aunque es natural — decía el vicario— buscar una excusa a todo lo malo,

piensen que el causante de esto es el rey de los infiernos: «La vida moderna lo

contrario». Con esta ello resucita aquella famosa tesis del Deus Malignus, que

atormentó a Descartes; porque si las cosas están hechas de tal manera que las ideas

antiguas que son falsas, producen una vida y un arte y una civilización superiores, tiene

que haber algún diosecillo, llámese materia, azar, energía, cuya esencia consiste en

hacer que en el mundo prevalezca necesariamente la falsedad y la mentira, también la

maldad.

La multitud escucha silenciosa y Miguel Suárez prosigue:

— Sí, toda la maldad y el odio que hay sobre la tierra, se las atribuimos al demonio,

les estamos cediendo un poder que no posee. Hace una pausa, se mete la mano en el

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bolsillo de la sotana. Saca un pequeño libro y lee:

— La propiedad es el mal... Se buscarán en vano soluciones al problema eterno. Si el

medio no cambia, no cambia, el hombre... El medio es la vivienda, la alimentación, la

higiene, el vestido, el reposo, el trabajo, los placeres. Cambiemos todo esto, el trabajo y

el placer, sea pleno, gustoso, espontáneo, y cambiará el hombre. Si sus pasiones son

ahora destructivas —en este medio odioso—, serán entonces creadoras en otro medio

saludable. No cabe hablar del problema social: no lo hay. Existe dolor en los unos y

placer en los otros, porque existe un medio que a aquéllos es adverso y a éstos

favorables...La fuerza mantiene este medio y de la fuerza brota la propiedad, y de la

propiedad el Estado, el ejército, el matrimonio, lo moral.

El padre Miguel Suárez se preocupa por los problemas de la humanidad. Es un

creyente... tan fervoroso, tan ingenuo, tan silencioso como uno de nuestros campesinos

actuales... Tal vez este vicario, en los ratos que la liturgia le deja libre, estudia sobre

algún tratado ideal... como Platón, como Tomás Moro, como Flaubert, como Renan...

por eso es un soñador.

El ojo blanco ha vuelto a aparecer. Ahora envía un haz también blanco hacia la

muchedumbre. El vicario prosigue citando a Rousseau: «El poder puede ser transmitido,

pero no la fuerza de voluntad.» La moral es al sentimiento lo que la lógica a la

inteligencia. La inteligencia es la disciplina de las actividades racionales. La lógica

puede ser considerada como la ley suprema de la inteligencia, y la moral como la ley

suprema del sentimiento.

Existen hombres cuyo espíritu no es capaz de doblegarse a las reglas de la lógica.

Estos son seres inferiores, pobres de espíritu. Existen también otros que son capaces de

observar las leyes de la moral. A éstos se les llaman idiotas morales. La idiotez moral

coincide a menudo con una brillante inteligencia, lo cual hace que los idiotas morales

sean miembros particulares peligrosos de la sociedad.

La moral no es ni más ni menos que las reglas que los humanos deben imponerse si

desean sobrevivir como individuos y como especie. En el ser dotado de razón las reglas

de la moral son el equivalente práctico de las reglas del instinto. Sólo ellas permiten la

supervivencia.

Para que el individuo sobreviva es necesario que esté prohibido el asesinato. Para

que sobreviva la familia es necesario prohibir el maltrato y preceptuar el respecto a los

hijos por parte de los padres. Para que sobreviva la raza es indispensable la familia, y

para que la vida en sociedad sea posible es necesario que sean proscritos el robo, la

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envidia, la avaricia y el orgullo. Principalmente que sean universalmente obedecidos la

ley del amor y el espíritu evangélico.

El vicario hace una pausa. Se pasa la mano por la frente, mira hacia el azul infinito,

luego a la muchedumbre. Y se pregunta:

— ¿Por qué si se tiene tanto miedo a la muerte, el hombre quebranta todas estas

leyes?

Luego, fija su mirada en la tumba donde vivirá el doctor Aguilar y expresa:

— Saludemos, todos, desde este misterio de la vida, a quien parte sereno hacia el

misterio de la muerte. Y agrega: El mundo, escribió alguien, es un lugar cuya realidad

demostramos muriendo en él. Para concluir haciendo la señal de la cruz... en nombre del

Padre... del Hijo... del Espíritu Santo... Amén.

La muchedumbre se dispersa. Allá al fondo se ven Sebastián y Ramón Quirós. Están

frente a un moderno edificio de piedra gris. Ventanas abiertas se ven en las largas y lisas

fachadas. El cielo limpio azul. Golondrinas y pericos giran, incesantes, blandamente, en

torno a los altos cipreses. Los pasos resuenan sonoramente. Todo en el paisaje converge

hacia el inmenso cementerio. Los pinos son arteros. Las hojas que los visten resaltan

con un color negruzco. Las peñas que asoman entre el severo verdor del suelo que les

sirve de soporte, aparecen en agudos picos o en rotundidades formidables. Todos en el

paisaje —color y línea— sirve a realizar la solidez y la fuerza de la enorme

construcción del edificio de la madre naturaleza. Más allá del horizonte, transpuestos los

cuatro puntos cardinales, ligado insolublemente al gran edificio, al reducido aposento

que se halla en el gran cementerio, se extiende un vasto y poderoso imperio, del que ya

el doctor Aguilar es miembro.

Por todos los caminos del mundo, por los mares, por las llanuras, por las montañas,

marcha muchedumbre de gente. De gente que van hacia el inmenso imperio o que

regresan de visitarlo.

Sobre la construcción que simboliza el formidable poder, las golondrinas, en esta

hora del crepúsculo, sosegada y límpida, voltean en torno de los cipreses y lanzan sus

chillidos agudos.

El cadáver del doctor Aguilar está en su lecho. Las puertas ya están cerradas. El calor

le sofoca. Tropeles de visitantes y servidores se extienden y andan, por el césped. De

patio en patio, de césped en césped, de tumba en tumba, leen sus nombres, la

muchedumbre se va aclarando. A medida que la multitud es menor, los pasos son más

lentos y las voces más quedas. La larga serie de tumbas vastas ha ido reteniendo a los

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visitantes. Ya en la sala que precede al aposento del difunto, los presentes son pocos. Y

el difunto con su puerta cerrada, allá en su aposento, ha dejado su soltería.

Por fin logró su deseo, se siente complacido; se casó con su eterno y adorado amor:

la muerte. Su matrimonio, será eterno, como eterna será su otra vida. Sin embargo, antes

deberá someterse a un juicio, donde será juzgada su desobediencia a las leyes divinas,

por haberse suicidado. Ahora está totalmente solo, ya la muchedumbre se ha marchado.

El difunto siente miedo, sí, siente miedo de aquella soledad, de cuál será su castigo, de

su desobediencia, en fin de todo.

Los que se suicidan o mueren violentamente, a veces se encuentran entre cadáveres

que andan, entre grandes muchedumbres de muertos que se niegan a reconocer que

están acabados, cadáveres rebeldes que siguen comportándose como personas vivientes,

que hacen la compra, toman el autobús, flirtean y fuman cigarrillos. Pero si estáis

muertes, les gritan. Zombies,38 a la tumba. Ellos hacen caso omiso, o se ríen o se quedan

cortados, o le amenazan con el puño. Lo malo de todo esto es que sólo los ven los que

mentalmente creen en ellos. A estos cadáveres también los sepultan, le hacen fiesta.

Pero siguen vagando por la tierra.

Había pasado la fiesta de los difuntos. La fiesta del doctor Aguilar, la fiesta de María

Santiler. Ésta fulminada, había caído por aquel viejo bacilo descendiente de antigua

estirpe, que mucho antes de Adán erraba ya sobre la tierra, implicando en la muerte,

asechando la vida de todo aquello que repta, nada o vuela, sin importarle ni forma ni

estatura. María Santiler de morada había cambiado, ahora vivía en una modesta y

pequeña casita de caoba barnizada, de las que vende Sebastián Quirós. Vivía en las

tinieblas del nuevo barrio.

Su pobre hermana, Rosa Santiler, también su padre le había legado aquel viejo

pecador cuya sola intención era, con sus pulmones, simplemente la panza llenar.

La pobre se fue poniendo cada vez peor. Por el barrio decían ya sin tapujos que,

según el médico, tenía en los pulmones «una caverna como puños». Se lo habían visto

con los rayos X y daban un aspecto de paisaje lunar.

El sufrimiento moral añadido al físico la fue socavando. Se le secó poco a poco toda

su hermosura. Era una languidez desleal que iba consumiéndole el cuerpo todo de día en

38 Muerto resucitado por un hechicero (del vudú) para retenerlo a su servicio o al servicio de otro.

Persona carente de volunta. Esta condición es muy popular en Haití, Brasil, Jamaica y el Sur de los

Estados Unidos.

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día. Ni le quedaban ganas para cosa alguna; vivía sin apetito de vivir y casi por deber.

Se mantenía tumbada en la cama. Por las mañanas le costaba levantarse, ¡a ella que se

había levantado siempre para poder ver salir el sol! Las faenas de la casa le eran más

groseras cada vez.

La primavera no resultaba ya tal para ella. Los árboles, limpios de hojas, iban

echando su plumoncillo de verdura; llegándose a ellos algunos pajarillos nuevos; todos

parecían renacer. Ella no renacía.

Es que padecía Rosa de males varios. Grávido tenía su cerebro de recuerdos que la

atormentaban. Todavía sangraba en su mente la herida por la lengua filosa y envenenada

de odio del padre a la partida de la madre, cuando ella apenas era una niña. También

había una cicatriz dejada por aquel patrón ricachón que la embarazó y luego la expulsó

del hogar como una delincuente. Latía constantemente en su sien, su complicidad de

homicidio con aquel médico, sin alma, que exterminó la vida, por unos cuantos colones,

de su pequeña criatura que, con apenas tres meses de vida, dormía tiernamente en la

matriz de Rosa Santiler y que aún ni siquiera podía moverse en aquel líquido

transparente y libre de todo mal, como también lo estaba esa ingenua vida.

Luego surge el recuerdo de procrear. Desde su unión, con Manuel, la pareja realizaba

el acto sexual de tarde en tarde, completamente y a oscura, en absoluto silencio y casi

total inmovilidad. A Rosa nunca se le hubiera ocurrido retorcerse ni ondularse, y puesto

que Manuel parecía arreglárselas con un mínimo de movimiento ella dedujo —así lo

había supuesto siempre— que, en estas cuestiones, los dos tenían el mismo criterio, es

decir, el de que era un asunto socio, del que no se hablaba antes ni después y al que no

se prestaba mucha atención mientras. El que tardara en concebir lo atribuía ella a un

castigo divino por sabe Dios qué pecados de los tantos de su pasado; pero el que las dos

veces que había concebido —ambas perdidas—había sido niña se negó a achacárselo a

Dios y prefirió pensar que se debía a la debilidad de la semilla que el apocado de su

marido la había implantado, opinión que no se abstuvo de expresar con gran énfasis, y

espanto de la comadrona, en el momento del nacimiento de su tercer intento. Otra

niña—jadeo con desdén—bien si pienso en quien me la hizo, puedo considerarme

afortunada de que no sea «una cucaracha o un ratón.» Al cabo de horas la güilita murió.

Ahora, tenía Rosa una nueva herida cuyos puntos de sutura aún se visualizan, había

terminado con la vida infausta de su hermana. Rosa había llevado una vida desordenada,

prostituta de profesión ligada a borracheras continuas. En fin, era Rosa Santiler una

mártir del infortunio, tan mártir, como su madre y hermana muertas.

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El marido, que era la viva reencarnación de la vagancia, al verla entregada e

impotente, redobló su actividad y su ilusionado entusiasmo.

— Esta vez en serio, mujer mía; me han prometido que la plaza vacante que hay en

el Teatro Nacional será para mí.

La miraba desde su palidez sudada de enferma con una sonrisa escéptica.

— Necesitan uno para el aseo y de experiencia y nadie mejor que yo para ocupar ese

puesto.

Con ese refuerzo y algo más que saque extra...Podrás irte una temporadita a Puerto

Calderas y escapar de este mechinal oscuro y triste, te dará el aire puro del Océano

Pacífico y como comas fuerte te pondrás como nueva...

Sí, anda —vete a tu trabajo y no te preocupes por mí, que me encuentro mejor— le

mentía ya sin brillo en los ojos.

— Pero, no me gusta que quedes sola.

No me quedo sola — le decía Rosa.

Siempre le hacían compañía Margarita y Estela. Margarita es una moza fina y blanca.

A través de su epidermis transparente, resalta la tenue red de las venillas azuladas.

Cercan sus ojos llameantes anchas orejas. Sus rizados bucles rubios asuman por la

negrura del manto, que se contrae ligeramente al cuello y cae luego sobre la espalda en

amplia oleada. Es Margarita la reencarnación de la dulzura misma. Su hermana, era un

tipo de mujer esbelta, grácil, desenfadada, elegante. Estela es un tipo parejo, más si la

observas de cerca, si examinas sus ademanes, su gestos, su manera de andar, de sentarse,

de levantarse, de atravesar la calle, verás —y éste es un encanto originalísimo— que en

ella el tipo tico se entremezcla y confunde con el tipo alajuelense, con el cartaginés,39

con el herediano, con el puntarenense...

Margarita y Estela pasaban frecuentemente a verla y la animaban y ayudaban en su

enfermedad. Helen Soto solía también visitarla.

Que se levante de la cama y salga de este agujero al sol y al aire; sáquenle una

tumbona y que se eche en el parque a tomar el sol —le había recomendado el médico a

su marido—; que coma fuerte y que esté las más horas posibles fuera de estas

habitaciones sin ventilación... Sobre todo que no piense en lo que tiene.

39 Costa Rica está dividida en cantón (cada una de las divisiones administrativas del territorio de ciertos

Estados como Suiza y Francia, en Europa y Costa Rica, en Centroamérica). Los cantones de Costa Rica

son: San José, Alajuela, Cartago, Guanacaste, Heredia, Puntarenas y Puerto Limón.

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Y agregaba— el problema de la tuberculosis es de alimentación y cuido—. Si todos

comiéramos bien, si nos cuidáramos, ya la tuberculosis fuera un problema resuelto en

todo el mundo. Pero una vez que se está enfermo —decía el galeno— no debe uno

encerrarse a pensar en lo que tiene, porque sí que «la puerca retuerce el rabo». Usted

también debe cuidarse porque se está debilitando mucho al tomar tanto alcohol. Era que

Manuel tomaba mucho alcohol, de él había aprendido Rosa Santiler, ese vicio maldito.

Helen le regaló un sudador y una mañana tibia y suave de luz la vistieron y la

sacaron a tumbarse al sol en el parque y a tomar el aire.

¿Aire? Lo que es como aire le tenían un redondo, pero era un aire mal sano,

aprisionado y perfumado, pero no de tomillo, sino más bien de gasolina, y otras

hediondeces. A los cuatros vientos se descubría desde la casa el horizonte de la tierra,

una tierra enferma y grasa que un tiempo fue bendición de Dios y ahora era uno más de

los males que el hombre se había inventado para su propia destrucción. Luz, luz libre y

sana también había quebrantado las leyes del espacio, la atmósfera estaba herida y la

capa de ozono que nos protege de los rayos ultravioletas del sol, ya están penetrando y

amenazando la vida en la tierra. Pero en cuanto a comer... pero, Margarita, si no tengo

ganas...

Vamos, Rosa, come, que Dios gracias no nos falta de qué; come —le respondía—, su

amiga, suplicante.

—Pero si no tengo ganas, le he dicho...

—No importa. Comiendo es como se las hace una.

La pobre Margarita, más acongojada que ella, temiendo se le fuera de entre los

brazos aquella infausta mujer, se había propuesto empapizarla, como a los pavos. Llegó

a provocarle bascas, y todo inútil. No comía más que un pajarito. La pobre Margarita

pedía a la Virgen diera apetito, apetito de comer, apetito de vivir, a su pobre amiga. No

era esto lo peor que a la pobre Rosa le pasaba; no era el languidecer, el palidecer,

marchitarse y ajársele el cuerpo; era el abandono, el asco que le producía a los demás; el

rechazo por su enfermedad. Porque aunque parezca raro, todavía los enfermos de

tuberculosis son aislados, estigmatizados, lo mismo que los enfermos de SIDA, en

nuestras sociedades.

Se encontró más animada. Las vecinas y las amigas del barrio que la habían

abandonado, porque se comentaba que estaba tísica de nuevo se acercaban a saludarla y

hacer con ella tertulia un rato.

Estela y Margarita eran quienes más la acompañaban. La cubrían con una manta de

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los hombros a los pies y desde primeras horas de la mañana seguía al sol en su ruta por

el parquecito.

Se fue acostumbrando gustosa a este estar al aire libre y abierto. Se sentía más

animada. Con más fuerzas en la pobrísima oscuridad de las cuatros paredes de la

habitación sin luz, donde al inicio se había refugiado.

El invierno apuntaba, dulce y bullidor, y Rosa se fue aquerenciando al pequeño

parque soleado con distracción y el va y viene humano y rodero que la sacaban un poco

de su ensimismamiento y de sus pensares melancólicos.

A la hora de comer Estela y Margarita solían siempre bajarle algo «para que

probara». Helen tenía a menudo algunas chucherías para ella. Como era tan buena y

cariñosa Rosa y de carácter tan suave, tenía muchas amigas, y después de comer le

hacían tertulia y compañía sentadas en sillitas a su alrededor.

De mañana, siempre antes de comer, permanecía Margarita acompañándola.

Las amigas y vecinas cuando volvían de la compra le regalaban una naranja o un

banano u otra fruta.

Para pruebas, Rosa; verás que ricas están —le decían con la discreción de la que

busca una disculpa— para no aparecer limosnera.

Su marido comía con ella allí mismo, al aire libre. El pobre con cualquier pistaje iba

bien servido. Cuando cayó enferma, Estela empezó a prepararle la comida para los

dos.

— ¿A qué te vas a tomar esa molestia?

— ¿Si yo me hubiera puesto mala, no lo hubiese hecho tú por mí?

—Sí.

—Pues entonces... Además donde se hace comida para seis, se hace lo mismo para

ocho...

Margarita se lo había propuesto a su hermana.

—Mira, así podemos ayudarla con más disimulo.

Unas frutas, otras unas pocas de tortillas o una cuarta de salchichón, siempre «para

que probase», así empezaron muchas amigas y vecinas a ayudarla.

Entre todas juntas la tarea era muy soportable. A la pobre Rosa al verlas de todos se

le humedecían los ojos. La enfermedad la había puesto desmadejada y alicaída y con

propensión al llanto. El más minúsculo presente la enternecía.

Hasta el churrero de la esquina, sólo bajar de su casa al sol Rosa, le enviaba un par

de churros de leche para que lo comiese con el café.

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Verás, verás que ricos saben ahora en ayunas —le decía— son de la churrería

Manolo.

Muy raros momentos la dejaban sola, siempre tenía alguien acompañándola o

haciéndole unos minutos de palique. Los viejos del barrio que salían a tomar el sol

tenían como un honor pararse con ella a comentar las noticias del día. Siempre bajaba

con un pequeño radio de pila que en un cumpleaños le habían regalado, era muy viejo

aquel radio; pero todavía se escuchaba radio «Monumental». Aunque la verdad es que

ya no quería escuchar las noticias. Las cosas habían cambiado, ahora eran noticias

trágicas, muy desagradables, que si secuestraron un avión...que si estalla una bomba...

que violan una menor en el hospital de Puntarenas, mientras solicitaba atención médica...

que si continúa la ola de robos y asaltos en plena luz del día... que si el psicópata.... que

si el informe del narcotráfico...

Desde poco después del alzarse el sol que se ocultaba, Rosa se acostumbró a seguirle

con su sudador por el parque. Cuando venía la época de los jocotes, que le gustaban

tanto a Rosa, solía acercarse doña Sinforosa que en la esquina los vendía, y le dejaba

una bolsa de ellos.

Era doña Sinforosa Barrantes una pequeña vieja silenciosa, encorvadita; siempre

llevaba un rosario en la mano. Recorría los puestos de ventas de los demás, pasito a

pasito, enterándose de todas las calamidades y chismes; sentándose luego muy

arrebujada, en un cabo del banco que tenía en su puesto de venta, suspirando con las

manos juntas: ¡Ay señor! y le decía a Rosa, cuando le pasaba los jocotes:

— Maduritos como a usted le gustan, maduritos.

Para que los meriendes cuando tome el sol— le decía doña Sinforosa.

Se fue acostumbrando al aire libre y bastaba que el cielo estuviese despejado aunque

fuera en lo más crudo del invierno, para que saliera a tumbarse en el zacate.

La muchacha gordita y de gafas de vidrios gruesos, del puesto de periódicos y

revistas era quien solía acompañarla más, pues estando ojo avizor, por si se aproximaba

uno a comprar, por lo demás podía permanecer junto a Rosa.

Eugenia se detenía con ella todas las mañanas cuando volvía de la compra. En la

época de los aguacates le solía dejar uno.

— Dile a Estela que te lo pele y te lo ponga con el arroz y los frijoles, tiernos, que

saben muy ricos...

Estas delicadezas le llegaron al alma a la pobre Rosa y la enternecían, y para

esconder su emoción solía preguntarle a Eugenia:

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— ¿Cómo van tus asuntos, Eugenia?

Rebosante y frescachona, Eugenia le explicaba:

— Ahora, mientras estoy en forma, como dicen los del boxeo, las cosas marchan... lo

malo será dentro de unos años.

— ¿Cuando esté fuera de forma?

— Tú lo has dicho... Pero la hija de mi madre, que no se chupa el dedo, pensando en

lo que vendrá, en cuanto coge uno de los rojos lo mete en el banco..., porque yo, donde

me ves, tengo cartilla..., pero de las buenas, ¡eh¡, que son las de la Caja de Ahorros.

Claro, claro —le subrayaba Rosa sonriéndose.

— Porque los hombres son todos unos guarros40... Decir todos es un poco exagerado,

pero casi todos sí, y más de una buena mujer he conocido yo, en su juventud bien

faldada, bien comida y bien alhajada, que anda ahora arrastrada y sin lana.

— ¿Eso es lo que tú tratas de evitar?

— ¡A ver qué vida, que los encantos a la que los tiene se le van como un soplo... y si

te he visto no me acuerdo¡

A Rosa le hacía gracia aquel desgarro noblote de la fuerte y nudosa Eugenia. Tenía

Eugenia una barbilla suave que se repliega, con un encanto extraordinario, sobre el

inhiesto cuello planchado.

— ¿Tú cómo vas de lo tuyo?

— Pues que siga la mejoría y que yo lo vea.

Margarita la acompañaba también después de comer en unión de su hermana Estela.

Helen, cuando iba hacia el hospital, se detenía con ellas un rato a esa hora.

De Hatillo, donde se instaló cuando llegó de Puntarenas, Margarita y su hermana

Estela, se habían trasladado a una zona modesta del área metropolitana, con entrada por

la avenida cuarta, al costado de la parada de buses de Hatillo mismo.

Rosa pensaba en lo dolorosa y triste que es la vida. Recordaba los sufrimientos de su

madre, también los de su hermana; y se decía para sí:

— La memoria, verdadero espejo para conocer y corregir los defectos propios.

Comprendía sus errores, su gran error, de terminar con la vida de María. Por piedad,

para que no sufriera, para aliviarse ella también del dolor, le había retirado el ventilador

sin que nadie se diera cuenta.

40 Pachuco equivale a sin vergüenza en Costa Rica. Pachuco es la forma de cómo los costarricenses se

expresan popularmente.

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Se lamentaba Rosa haber confundido la piedad. Murmuraba: —La piedad es la virtud

favorecida por Dios, virtud suya: In virtute tua. Entonces piensa en Helen Soto, tan

abnegada y resignada; su pequeña Karen, aquella niña tan llena de vida, tan inocente

hacía apenas unos meses, que ahora agonizaba, luchando incansable contra la muerte,

con ese misterioso fantasma, que también a ella molesta y pretende. Sus ojos se inundan,

lágrimas brotan de aquellos ojos una vez hermosos, ahora sin brillo y sin gracia, como

se le oculta el brillo al sol durante un eclipse que apagaba su vida. Ya había dicho un

poeta al referirse a tal vida:

— Prefiero ser perro y aullar a la luna que vivir en estas condiciones.

Allá en el hospital, Helen Soto sentía resbalar las horas, hueras, aéreas, deslizándose

sobre el recuerdo muerto de aquella niña de antaño. Karen se escapaba cada día más de

la vida. Se mantenía en muy agobiosas condiciones respiratorias. Su vida estaba sujeta a

un aparato que le suministraba oxígeno y evacuaba bióxido de carbono: un ventilador

mecánico.

Los días pasan, también las noches y la pseudomona se adueña cada vez más de

aquel cuerpo que yace inerte, exangüe. Como se adueñan las potencias de los pequeños

países, a los que desangran hasta verlos morir de hambre.

Una doctora había sugerido realizar un test de cloruro en sudor, la doctora pensaba

en la posibilidad de una Fibrosis Quística del Páncreas, pero lamentablemente, un

examen que requiere de tan sólo unos pocos minutos, ahora, para su realización se

requería de varios días, quizás meses y en la mayoría de los casos el paciente se marcha

a su hogar o se muere sin hacerle dicho estudio.

¡Qué ironía de la vida! —dijo la doctora— hacemos trasplante de médula ósea, un

procedimiento sofisticado que requiere de personal especializado y de mucho, mucho

tiempo. No se puede hacer un procedimiento tan sencillo como un test de sudor —

entonces agrega— el hombre mismo complica a la ciencia y la hace menos práctica,

menos útil.

Los días parecen interminables, las noches eternas. Por fin una mañana, a las ochos y

treinta y dos minutos, un mañana de una serenidad dulce el ambiente; que la lluvia ha

lavado la porcelana del cielo. Llegó un médico alto, fornido, de rostro sereno y apacible.

Llevaba aquel galeno el equipo para hacer el test de sudor. Ese mismo día se obtuvo el

resultado. ¿Era una Fibrosis Quística del Páncreas? No se sabía, no había sudado lo

suficiente como para que el test pudiera efectuarse. Pero aquella niña tan linda, tan

rebosante de salud apenas hacía unos meses, ahora era una osamenta.

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Presentó unas evacuaciones que formaban círculos brillantes en el agua como

gigantes gotas de aceite. Unas horas después empezó la diarrea: un chorro fino y negro.

Las angustiadas llamadas de la tía al hospital sirvieron para averiguar que la doctora

González estaba ocupada. «Retiren el Agarol inmediatamente», ordenó el médico de

guardia, que recetó Inmodium en su lugar. No le hizo efecto. A las siete de la tarde, el

peligro de deshidratación crecía y Karen estaba tan débil que no le quedaban energías ni

siquiera para abrir y cerrar los ojos. «La mierda negra es mala», dijo la madre un tanto

preocupada. Los pulmones se le habían congestionados de un modo espantoso; su

respiración era como burbujas de aire que se abrieran camino en un embudo.

Ramón Quirós, su padre, a pesar del sufrimiento que le infería el padecimiento de su

pequeña hija, se mantenía dirigiendo su Rincón Alegre que cada día se convertía en un

negocio cada vez más rentable. Ramón Quirós vendía allí la muerte disfrazada de

alegría. Él, junto a sus proveedores practicaba una especie de eutanasia. Sí, una especie

de eutanasia, porque vendía unas sustancias, que, de una manera u otra llevaba a la

muerte, a una muerte lenta pero segura. ¿No ocurre lo mismo cuando en un hospital se

deja morir a una persona por falta de un medicamento o cuando en una clínica privada

no se ofrecen atenciones a las personas en estado de emergencia hasta que los familiares

no despositen una determinada suma de dinero? Obviamente no es el caso de nosotros

los ticos, pero ocurre en muchos países.

También progresaba su primo Sebastián, su progreso dependía de las muertes que

ocurrieran, y en los últimos años, se incrementaban. Había surgido una ola de crímenes

que satisfacían a Sebastián. Cuando no era al famoso «psicópata» que violaba y

ultrajaba a una jovencita y luego la dejaba en los matorrales; era una secuencia de

personas asesinadas que aparecían en serie. Después del crimen de Alajuelita; se llegó al

colmo de los crímenes, ahora estaban apareciendo asesinatos a diario en un hospital

psiquiátrico acuchillados, mutilados…

Por su parte, en los Centros de adaptación social, nadie sabía nada, pero Sebastián sí

sabía que eso era bueno para su negocio. Aunque no le simpatizaba la nueva modalidad

de algunos ricos que se suicidan y solicitan su cremación, es un negocio muy rentable y

le inquietaba la competencia.

Me tienen envidia— decía Sebastián— por eso ahora están con eso de la cremación.

El proverbio dice que «nadie tira piedras a los árboles desprovistos de frutos. Si no

dañaste, si a nadie perjudicaste en nada y eres víctima de la calumnia y de la

maledicencia, no lo dudes: has despertado a la vil envidia. «¡Dios te asiste...!» —dijo

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Bossuet— y mayor verdad no existe.

¡Qué perversa es la lengua de la gente cuando la acucia el odio o la envidia! Conozco

bien esta mala ralea de seres que la cobijan. No tienen de humano más que las

apariencias. Están tan corrompidos por dentro, que es preciso alejarse de ellos porque

pudren hasta lo que miran. Son despreciables, ¡asquerosos, repugnantes! y... a pesar de

todo, dignos de compasión. Por eso han llegado tan altos y son tan poderosos. Se olvida

Sebastián de Platón con su conócete a ti mismo.

Sebastián sentía recelos por la nueva modalidad que habían escogido los muertos

ricos para celebrar su fiesta de difuntos. Pero, ¡bah! —decía— no debo pensar en eso,

me conformo con los pobres. Sin embargo, me da cólera esa competencia. Sentía

Sebastián odio por la competencia. ¡Y era verdad! No lo había notado entonces. Es decir,

sí lo había notado; pero sin darse cuenta de ello.

Entonces se explicó su odio a la competencia, y entonces se explicó por qué,

reconciliado con la competencia, mató el odio que tenía a otros colegas. «Cosas más

rara, se decía, el demonio averigua la verdadera razón de nuestros odios y nuestros

amores... El hombre es el bicho más extraño». La verdad es que tiene el alma humana

repliegues estrambóticos.

Se encontraba Sebastián en la cocina con su hermana, Isolina. Un caminante llega a

la casa a medio día. Es Ramón Quirós. Lo invitan a comer un bocado. En la ancha

cocina de campana, la mesita de pino, baja, con las patas divergentes. En el hogar, entre

las brasas, dos o tres pimientos, un trozo de salchichón abrasado, como los pimiento.

Unas tortillas pasadas al fuego. Todo en una fuente de loza tocada, con aceite y ácido de

limón. El limón fragante, intensamente oloroso; y un café con leche, con leche pura,

cosa rara en las ciudades; leche que es más preciada que el vino en otras partes, pero

que aquí se cambia por guaro; la fragancia de café trasciende a todo el ámbito de la

cocina.

Después de comer, Sebastián se tumba un rato. A esta siesta la llama Sebastián la

siesta de las cigarras. No porque las cigarras duerman, no; antes bien, porque Sebastián

se duerme a su ronco sones.

Ramón Quirós también se tumba y queda dormido. Isolina trajina en la cocina. La

habitación está en silencio sepulcral; afuera, en los jocotes, comienza un ruido estridente

y monótono... Las cigarras caen sobre los troncos de los jocotes, lentas, torpes, pesadas,

como seres que no conceden importancia al esfuerzo extra estético. Son verdoso

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amarillentas y se solapan en la corteza cenicienta del cigarral.41 Son del género de

insectos hemípteros, tienen la cabeza ancha, las antenas breves, los ojos saltones, las

alas diáfanas. Son graves, sacerdotales, dogmáticas, hieráticas. Se reposan un momento;

saludan un poco desdeñosa a los árades agazapados en las grietas; miran indiferentes a

las hormigas diminutas, se suben rápidas en procesión interminable. Y, de pronto, suena

un chirrido largo, igual, uniforme, que se quiebra a poco en un ris-ras ligero y

cadencioso. Luego, otra cigarra comienza; luego otra; luego otra... Y todas cantan con

una algarabía de ritmos sonoros.

El rin-rin del teléfono se confunde con la canción de las cigarras. Isolina lo atiende:

— ¿Aló?... Familia Quirós para servirle.

— Con el señor Ramón Quirós, por favor.

Lo llama un amigo. Le informó de la trágica muerte, por una sobredosis, de uno de

aquellos a los que Ramón Quirós, les vendía la muerte. Pero, ¡qué mala suerte! antes de

morir lo delató.

Las autoridades habían encontrado evidencias en «El Rincón Alegre» y Ramón

Quirós fue requerido por la justicia.

Fue llevado a un centro de adaptación social, pero las influencias ejercieron la

presión necesaria para su excarcelación. Sólo cinco días permaneció en el Centro de

Adaptación Social, como ahora le llaman en Costa Rica a la cárcel.

En el centro de adaptación social se vive despacio —decía Ramón Quirós—. Lo más

importante que entonces en ella es el curso del sol. Por la mañana baja por unas rejas y

hace bailar el polvo de las celdas de enfrente. Al mediodía da en el ventanal de la

galería, pero está tan alto que no podemos verle. A la tarde penetra en nuestra celda. Ya

comienzan a alargarse las sombras. Las rejas altas no nos permiten ver sino las partes

más elevadas de los paredones próximos. Pero en la última media hora de la tarde, los

ladrillos son oro, llama las nubes y el mundo entero parece todo luz. Luz y pensamiento;

lo que es, según los físicos del día.

Pero, Ramón Quirós le agradece a la injusticia. A través de ella pudo salir de aquella

celda que aunque no tan oscura, oscura era. Tenía razón Hobbes cuando decía que: «La

definición de injusticia no es otra que el incumplimiento del contrato».

Ramón Quirós no sólo fue llevado a una celda donde, aunque escaso, podía ver el sol,

sino también, al quinto día excarcelado. En cambio, hay otro prisionero, por los mismos

41 Huerto de recreo (N del A).

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delitos, está este prisionero en su cárcel. No puede él gozar de la naturaleza que

despierta exuberante. Su encarcelamiento es riguroso, cruel, bárbaro. Oscuro

completamente es su calabozo; no entra en él la luz del día que entraba en el de Ramón

Quirós. «Ni se cuándo es de día, ni cuándo las noches son; dice lamentándose el

prisionero. Es decir, sí lo sabe; mejor dicho, lo adivina.

Llega hasta el calabozo el canto de una avecilla; cuando esta avecilla canta, el

prisionero sabe ya que el mundo es de día, y que los seres, las plantas, las cosas — ¡todo

menos él!— gozan de la luz del sol. Esta avecilla, como la arañita de otro célebre

prisionero, era su único consuelo. ¡Cómo llegaban hasta su alma angustiada los trinos de

este pajarito libre y feliz!

Ramón Quirós ya está libre y feliz como aquella avecilla. El prisionero se mantiene

en aquel calabozo. Pero, ya el prisionero no oye esta avecilla: «Matómela su guardia.

¡Déle Dios mal galardón!».

Mientras estos acontecimientos ocurrían, en el hospital, Karen continuaba sostenida,

constante, al ventilador mecánico, que le prolongaba su vida. ¡Qué hermosa mañana! el

doctor bebía luz con los ojos y aire del cielo azul con el pecho. La pobre Helen, caía a

cada paso por la vida, resbalándose en sus pensamientos tristes, en la amargura de

perder su hija. Helen, fatigada, atormentada, vencida por las largas horas de vigilia, se

durmió y soñaba:

Era un invierno. Las nubes del espinazo central del chirripó, de sus vértebras sobre el

corazón, estaban sepultadas bajo una fina nieve. Aquella nieve parecía tirar de un hacha,

de una piedra de rayo. ¿No era más bien el cielo?

Vio cómo su hija emprendió la ascensión. El viento le cortaba la cara y le atenazaba

el corazón. La subida era terrible. Más de una vez, desalentada, resollando, sintió el

abatimiento del vencido y pensó en volverse y renunciar a aquella suprema partida. Pero

la piedra del rayo tiraba de ella. Quería tentar el último experimento, ir hasta donde

aquel misterioso impulso se la llevara.

Helen vio que su hija iba dejando una fina huella de sangre en la nieve. Donde la

gota de sangre caía horadaba la nieve, calando hasta la roca. Falta de aire, ahogándose,

miraba el cielo, océano de aire libre y azul. El corazón le martillaba la cabeza como si

fuera un yunque; cada latido lo sentía en las sienes como un martillazo de crucifixión.

Miraba de cuando en cuando, en los breves descensos, la suástica como a una empresa.

¿Qué quería decir allí, en aquella prehistórica hacha de piedra de rayos, aquel

símbolo del sol del que le habían enseñado que salió la cruz? ¿Era un signo de la muerte?

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¿Lo era de la vida?

La pobre niña caía a cada paso, resbalándose en la nieve, y se hería contra las

esquinas de los picos de la roca. Algún ave de presa se cernía a las voces sobre ella y

como presintiendo un botín. Dentro de poco me comerán los buitres —pensaba— si es

que no me preserva el manto de la nieve. Luego: ¡Qué pura sepultura! Pero cuando más

le ahogaba la congoja, el tiro de la piedra de rayo parecía levantarle y como si le

aligerase el corazón. Arriba, pues. Así llegó aunque medio muerta, a la pingorota del

picacho chirripó. No se podía subir más.

Se tendió allí, cara al cielo, y se puso a resollar. Era como si el aire le penetrara por

entero, como si cerniera en medio de él, como si su corazón fuera un misterioso meteoro

que la mantuviera en el cielo. Sentía un sueño tremendo, un sueño que le daba miedo,

miedo de no despertar de él. Pero se durmió. Helen despertó sobresaltada, gritando y

corrió hacia su hija, pero, sólo había sido un sueño. Karen, aunque con dificultad aún

estaba viva. Su agonía se prolongaba, la agonía de la madre también. Ramón Quirós y

Carmen, padre y tía respectivamente habían conversado con unos de los médicos que

atendían a Karen, dejando entrever que estaban de acuerdo en finalizar los días de la

pequeña.

Leía el doctor Monge, que en aquella habitación se encontraba, un pequeño libro de

Carballo, donde este autor analiza algunos aspectos de la muerte:

— La preocupación en una clínica hospitalaria o en un enfermo privado por el futuro

del paciente grave, es entretenerse junto a su lecho unos minutos, cotidianamente,

aunque sepamos que ya no se puede hacer nada por él, son algo más que una «piadosa

mentira». Aunque no lo sepa, el médico continúa entonces ejerciendo lo más nuclear de

su misión, fortaleciendo la Phycis, las fuerzas de la vida. Dice William Bean, en su

ensayo On Death que es misión del médico aliviar del terror y del dolor cuando piensa

que no puede hacer otra cosa, y Roger J. Bulger recuerda, en su reciente trabajo, la bella

anécdota de sir William Osler evocando ante una pobre niña moribunda, a la que

visitaba dos veces al día, la belleza de las rosas y creando a su alrededor un ambiente de

cuentos de hadas para aliviarla a morir.

El doctor Monge se levanta de su asiento. Se acerca a la ventana. Mira hacia el cielo.

El cielo estaba gris; caía sobre el paisaje una luz dulce y opaca. Se oían las campanadas

lejanas como si fueran de cristal. Estaba leyendo a Juan Rolf Carballo; sobre una

pequeña mesa había dejado el libro. Vuelve a la mesa, ahí está el libro. ¿Ves esta señal

que tiene? léeme un poco —le dice a otro colega— a ver lo que es. El médico colega lee:

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— En un simposio celebrado hace unos años en California fue de los temas la

psicofisiología de la muerte. Volvió a ponerse allí de manifiesto una verdad aprendida

en los últimos sangrientos campos de batalla: lo que pone a la vida realmente en trance

de perderse, en las situaciones de peligro grave, es la soledad, la pérdida de

comunicación con los seres congéneres. El gran peligro en la contienda no es la muerte

ni la mutilación, sino el «quedarse solo», sin el soporte afectivo de los demás.

Lo más característico del pánico es la ruptura de toda comunicación con el prójimo.

Sobreviene entonces la desesperación absoluta. Tanto en el libro del médico de Churchil,

de Lord Moran, Anatomy of Courage; como en el de Roy R. Grinker y John P. Spiegel,

Men under Stress; como en otro más reciente publicados por S.L.A. Marshall, Men

Against Fire, se ha escrito sobre esto.

Ya en 1957, Pedro Laín Entralgo consideró como un gran factor patógeno a la

diselpidia o trastornos de la esperanza, poco antes de que Curt P. Richter, el

endocrinólogo, estudiando ratas enceradas en bocales de donde no pueden salir, a causa

de un fuerte chorro de agua, afirmara que la muerte de estas ratas, habitualmente

robustas y fortísimas ratas de alcantarillas, proviene de que «pierden toda esperanza de

sobrevivir». Más tarde, George L. Engel Arthur y H. Schomale iban a sostener, con gran

casuística clínica, que esta pérdida de la esperanza influye en el hombre en la aparición

y cronicidad de las enfermedades más diversas.

El médico hizo una pausa. En la sala se oyen voces a intervalos, y en la larga pausa

escuchan el regurgitar de los buses y el ruido intercadente de las camillas. Una hora

suena a lo lejos en campanadas imperceptibles; se oye el grito largo, modulado, de un

vendedor.

El doctor Monge observa:

— Es raro cómo estos gritos parecen lamentos, súplicas..., melopeas extrañas...

Y el galeno replica:

— Observa esto: los gritos de las grandes ciudades, de San José, son rápidos, secos,

sin relumbres de idealidad... Los de provincias aún son artísticos, largos, plañideros...,

tiernos, melancólicos... Es que en las grandes ciudades no se tiene tiempo, se quiere

aprovechar el minuto, se vive febrilmente..., y esta pequeña obra de arte, como toda

obra de arte, exige tiempo..., y el tiempo que un vendedor pierda en ella puede

emplearlo en otra cosa... Repara en este detalle insignificante, que revela toda una fase

de nuestra vida artística... Lo mismo que un vendedor callejero suprime el arte porque

trabaja rápidamente, lo suprime un crítico, un médico. Así, hemos llegado a perder el

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arte de atender a los enfermos, nos hemos creído que los enfermos son herramientas y

que nosotros podemos manejarlas, como una máquina de construir botones o alfileres...

De ahí el que se vaya perdiendo la conciencia, la escrupulosidad, y aumentan los

subterfugios, las supercherías, la falta ética, de moral...

El galeno vuelve a tomar el libro y reinicia la lectura:

— En nuestros días es cada vez mayor el número de pacientes que mueren, no en sus

casas, sino en los hospitales. La eigener Tod, la «muerte propia» de la que hablaba el

poeta Rainer María Rilke se ha vuelto cada día más rara, para convertirse en la que él

llamó la «muerte de los médicos».

El hombre contemporáneo prefiere, para su lucha final con la muerte, las grandes

clínicas de nuestras épocas, dotadas de poderosos medios de la medicina moderna.

Estos son, muchas veces, tan eficaces que dan lugar a un fenómeno que empieza a

inquietar: la prolongación de la agonía. Esto plantea problemas muy complejos tanto

desde el punto de vista médico como del jurídico. En Inglaterra, por ejemplo, la más

difundida de sus revistas médicas planteaba hace poco en un editorial si estas agonías

prolongadas no suponían un desplazamiento de camas, material, personal especializado,

etc., de otros enfermos que, en cambio hubieran respondido al esfuerzo curativo,

salvándose. El problema es dramático porque estos enfermos, con sus mejillas

sonrosadas por la buena oxidación, su respiración tranquila, sus «constantes

bioquímicas normales» están muy lejos de ofrecer el cuadro clásico y atemorizador de

la agonía y nuestras modernas clínicas, con sus técnicas irreprochables de asistencia,

empiezan a llenarse de esas muertes largas, prologadísimas, exigentes, que, como en el

famoso capítulo de la novela de Rilke, parecen tener «vida propia», que durante unas

semanas o hasta meses, se instalan en ellas como contumaces inquilinos. «La muerte de

Chistoph Detley habitaba desde hace mucho, muchos días en Elsgaard, hablaba con

todos y exigía. Exigía que le llevaran de un lado a otro, exigía el cuarto azul, exigía el

saloncito, exigía la sala. Exigía los perros, exigía que se riera, hablara, jugara, hubiera

silencio, y todo ello al mismo tiempo. Exigía ver amigos, mujeres, difuntos, y exigía

morirse ella misma... La muerte de Christoph Detley, que habitaba en Elsgaard, no se

dejaba dar prisa... Parece que la idea de la «muerte personal», «propia», produce en

Rilke de un escritor danés, Herman Bang, que también fue una lectura predilecta de

Freud.

El galeno calla un instante. El doctor Monge lo mira. Saca un pañuelo con líneas

azules, se seca el sudor que corre por su frente; luego prosigue:

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— En un panel discusión americano celebrado en 1961 se trató el problema de si este

ambiente o atmósfera de las modernas clínicas, admirables en su eficacia, no puede, en

ocasiones, tener aspectos nocivos que recuerdan a la muerte que se produce por

«rechazo social» en las tribus primitivas.

Así, en su libro Social Science of Medicine, N. Simmonss y H.G. Wolff dicen: — Es

muy de sospechar que ciertas pautas de conductas, ciertas actitudes o estilo de

comunicación, ciertas relaciones estereotipadas, a menos que sean previamente

reconocidas y manejadas con todo cuidado, pueden producir increíbles daños en las

diversas situaciones terapéuticas... El equilibrio que existe, por ejemplo entre las

reacciones de los enfermos a los miembros del hospital y que oscila entre la duda y el

sentimiento de ser rechazado, por un lado, y la confianza y la aceptación, por el otro,

puede bacular en puntos muy delicados...

Eso pasa ahora con los enfermos de SIDA —observa el doctor Monge— mientras el

galeno deja la lectura para escuchar la observación. Karen se mantiene inerte, manejada

por el ventilador. Ramón Quirós observa la enferma, también Helen. Carmen se aparta.

El galeno toma el libro, de nuevo y prosigue:

— Desde el cordobés Séneca, nacido hacia el año cinco a.C., la preocupación por la

muerte tiene vieja raigambre. M. Sánchez Camargo pudo escribir un enorme volumen

sobre «La muerte en la pintura española», desde Berruguete hasta Solana, pasando por

Valdés Leal, Velásquez, Goya, Fortuny, Regoyos... En el curioso librito de Darío de

Regoyos «La España Negra» en el que cuenta su viaje por el norte de España con el

poeta belga Verhaeren, se destaca esta respetuosa obsesión del español por el problema

de la muerte. Entre los últimos grandes escritores, Miguel de Unamuno y Ramón

Gómez de la Serna (autor de un curioso libro titulado «Los muertos, las muertas y otras

fantasmagorías»), parecen continuar esta tradición. Pero si leemos el volumen de José

Ferrater Mora «El ser y la muerte», libro con una visión muy profunda y original del

problema, colmado de documentación, nos encontramos con que esta preocupación

temática ha ocurrido no sólo en España, sino en todas las culturas. Y, en general, desde

que el hombre existe.

Volviendo ahora a la Medicina, debemos concluir que, al revés de lo que pensaron

Hunter, Osler, Freud y Novoa Santos, la muerte puede ser terriblemente angustiosa y

requerir, para paliar esta angustia, la intervención del médico. Este carácter angustioso

depende, según mi experiencia, de las relaciones interpersonales en el momento de la

enfermedad. La movilización de ondas agresividades inconscientes, el resurgir de una

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depresión hasta entonces domeñada, la inundación del ser por una desesperanza radical,

nutrida las más de las veces por una ausencia de fe religiosa que hasta ese momento se

ha disfrazado o se ha equilibrado con el trabajo tenaz, con ideales humanitarios o de

cualquier otra forma; como esto interviene en forma poderosísima, que muchas veces no

podemos más que presentir no sólo en la angustia de la muerte, sino también en muchas

ocasiones, bloqueando nuestros esfuerzos terapéuticos y precipitándola.

La mañana va avanzando. Karen continúa conectada al ventilador mecánico. Helen

permanece en la sala, junta a ella. Ramón Quirós y Carmen también están allí. En la

ciudad se ha incrementado el tráfago de todos los días. Resuenan en las calles los gritos

de los vendedores. El tráfico de los vehículos es intenso. Se apretujan los carros en el

Paseo Colón. El doctor Monge, solicita a su colega que prosiga la lectura. El médico

reinicia la lectura:

El hombre muere de igual manera que nace —como he señalado en muchas

ocasiones— dentro de un tejido de efectos, de una urdimbre. La cual al nacer ha servido

para constituirle, para hacerle hombre, para permitirle ser. Tejido o urdimbre que lleva

implícita una disposición morbosa, la cual va misteriosamente trenzada con el destino

personal de cada uno. Creo que la intuición de este misterioso trenzado fue lo que quiso

explicar Rilke con los versos famosísimos:

¡Oh, Señor, conduce a cada uno su mente personal; el morir que emana de toda vida, para que ésta

tenga así amor, sentido y aflicción!

También cuando afirmaba el entrañable vínculo que une al amor con la muerte.

Empezamos ahora a aprender los médicos que también en la muerte vuelve a

presentársenos al hombre dentro de su urdimbre de afecto, más o menos capaz de

liberarse de ello, más o menos de ellos prisioneros, preparados o no para su enigmática

soledad.

Rainer María Rilke quiso permanecer fiel, en su propia muerte, a causa de una

leucemia aguda, en el Valais, a su idea de la muerte propia. Pidió a sus amigos que le

preservaran de la «muerte de los médicos», esa muerte prolongada mediante

inyecciones, sueros, oxígeno, etc. Que ya tenía entonces cierto relieve, insignificante en

parangón con el enorme poder de nuestra medicina «reanimadora», que hoy fabrica

agonías prolongadísimas.

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Es curiosa la evolución de este concepto de la «muerte propia», de la muerte como

complemento de la vida, no como su enemigo. Nació esta idea con la romántica

alemana, ante todo con Novalis también con Maeterlinck. En Rilke cobra fuerza por el

contraste entre la vivienda de la muerte en las obras de los novelistas escandinavos

Herman Bang y Jens Peter Jacobsen y la «muerte anónima», indiferenciada, de los

hospitales de París, tal como la observa su héroe, Malte Laurids Brigge. Igual que en los

grandes místicos, en Rilke la muerte forma un todo indisoluble con la vida. Así, leemos

en lo que Rehm llama su «momento morir»:

La muerte es inmensa; somos su boca riente.

Cuando nos creemos en medio de la vida osa llorar en medio de nosotros.

Muchas veces los poetas se anticipan, con su intuición, a los descubrimientos de la

ciencia. ¡Qué diría Rilke al ver que hoy, si bien lo que él llamó «la muerte de los

médicos», es decir la deformación médica de la agonía, alcanza proporciones

impresionantes, en cambio algunos médicos han vuelto a descubrir, de una manera

estrictamente técnica, científica, ignorado hasta la existencia del poeta alemán, su

misma idea de «la muerte propia»! La clasificación que hace A.D. Weisman y T.D.

Hackett de las muertes en impersonales, «interpersonales» e «intrapersonales», ¿no

recuerda, profundamente, a Rilke? Las características de lo que ellos denominan

«muerte apropiada» son estrechamente parejas a la idea rilkeana: aceptación de la

muerte, disminución de las exigencias del super-Yo, relaciones interpersonales óptimas,

que el Yo se mantenga en el más elevado nivel compatible con la dolencia física...

Hoy el poeta tendría que rectificar, al menos en lo que a un sector de la medicina se

refiere. No sólo un buen psicoterapeuta o una hábil medicación hubieran, por ejemplo,

podido evitar la muerte por suicidio de su amigo el conde Kalckreuth, al que dedicó un

bellísimo réquiem, sino que, además, el camino que la medicina actual abre en el

estudio del proceso psicosomático de la muerte viene a esclarecer algo que existía en la

onda intuición de Rilke y que algún día se convertiría en técnicas concretas de asistencia

real y humanísima al agonizante.

El galeno termina de leer el capítulo del libro. Coloca el libro sobre la pequeña mesa

de metal que está frente a ellos. Y dice:

— Muy interesante, pero no estoy de acuerdo. Creo que por prolongadas que sean las

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agonías, no debemos lamentarnos. Es nuestro deber mantener al enfermo vivo.

El doctor Monge se acerca a la enferma. Karen aun está con un ventilador. Este

aparado la mantiene viva. Llama a su colega y le pregunta:

— ¿Piensas que esta enferma tenga alguna esperanza de vivir?

Honestamente, creo que no —responde el galeno— a la vez que baja la cabeza.

Estamos prolongando su agonía —asegura el doctor Monge— sin esperanza de vida.

La madre de la enferma se acerca. Los médicos callan. También acuden a la cama

donde está la enferma, el padre y la tía. Los galenos se excusan. Manifiestan que deben

ir a revisar otro paciente. Se alejan del salón.

Karen yace como muerta en aquella cama que le ha servido de morada por tantos

días. Su pechito al descubierto sube y baja rítmicamente, impulsado por el ventilador.

Se mantiene bajo los efectos de sedantes. Helen, sentada al lado de su hija, está vencida;

sí, el sueño la tiene vencida. Carmen, le sugiere regresar a la casa a descansar a lo que la

mujer no se opone.

Helen llega a la casa. Recostada en un sofá, contempla el cielo desde el fondo de la

estancia. El cielo se divisa por el balcón abierto de par en par. El azul —en esta hora del

día— se va entenebreciendo poco a poco. Un espejo, en una de las paredes, refleja

vagamente la débil claridad. En el cielo relumbra la estrella del día. La luz del sol tiene

un mundo similar al nuestro. La juventud no retornará tampoco en ese astro. Si

pudiéramos trasladarnos a esa estrella, no notaríamos apenas cambio en nuestras vidas;

el peso de nuestro cuerpo sería menor que en la tierra. La luz del día va menguando; es

más brillante en el cielo negruzco el fulgor del astro.

Hay congojas infinitas en Helen. Su amor se torna en angustia y desesperanza.

Observa Helen ese mundo vecino, ese mundo donde piensa vivirá su pequeña Karen. La

observación de ese mundo vecino —dice un astrónomo— es sumamente difícil. El

disco brillante como una bola de nieve se nos muestra siempre de una blancura cegadora

y es preciso observarlo en pleno día si queremos percibir algunos pormenores.

Helen tiene la mirada puesta en la estrella brillante. Lentamente, el astro va

descendiendo por la inmensa concavidad cerúlea. El cuadrado de luz evanescente del

espejo responde en las tinieblas de la sala al cuadrado pálido del balcón. La imaginación

finge en la estancia unas manos infantiles que avanzan. Se siente estremecida hasta lo

íntimo de su ser.

El brazo de Helen se apoya en un brazo; grata sensación de fortaleza entra en el

espíritu de la señora. A la dulce languidez de antes sucede un indecible enardecimiento.

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Los brazos de una ingenua figura se abren.

La infante avanza. Abrazan a Helen. Ya no refleja nada el espejo. La luz diurna se

desvanece. El abrazo es largo y apasionado. ¿Habrá en el astro cuitas de amor? El astro

rutilante ha desaparecido del cuadro negro del balcón. También el abrazo de la infante.

Helen busca la figura, no la ve por parte alguna. Piensa que fue imaginación.

Trata de conciliar el sueño. Se le hace difícil. Brotan de su mente fatigada,

pensamientos que le atosigan y atormentan. Piensa para sí:

— ¡Qué enfermedad! más terrible el... pero no, bien mirado, ni es enfermedad ni es

terrible! Pasó el día esperando la hora de acostarse, acariciándola en la imaginación, y

se acostó deleitándose en la idea que iba a dormir para resucitar con el nuevo día, llena

de frescura espiritual.

¡El sueño! —dijo Miguel de Unamuno— es la vis medicatrix naturae y la digestión

mental... Durante el sueño bajan digeridas las ideas al fondo del olvido donde se hacen

carne de nuestra alma... Lo que mejor sabemos es lo olvidado.

Luego de tanto pensar, llegó el misterioso y poderoso sueño, que con su fortaleza

hasta el más fuerte derrota. Llegó sin que lo sintiera nadie y se apoderó de Helen, sin

darle oportunidad de que ella lo viera.

Mientras la vigilia de Helen caía vencida por su enemigo, el sueño. El anciano

Lorenzo Marte estaba en su estancia. La estancia es chiquita. Tiene la estancia un

balconcito angosto. Uno de los vidrios de la ventana está roto. Los demás se hallan

empañados, sucios. Un lienzo blanco cubre uno de los huecos en que no hay vidrio. El

suelo de la estancia se halla cubierto de gruesa estera de esparto crudo. En la mesa se

ven cuatro o seis libros. Están llenos de polvo. Por la ventana se columna el ramaje

verde de unos árboles. Las ramas de un árbol rozan los cristales de la ventana. El vicario

entra en la estancia. Entra en pos de Catalina Marte. Los movimientos son prestos,

volubles, un poco teatrales. Entra y dirige una mirada en derredor. Con su teatralidad y

ligeraza —con su petulancia—, Miguel Suárez quiere oprimir y ocultar su emoción.

Pero al llegar frente a la mesa, el vicario aparta un poco el sillón que se halla frente a

ella y se deja caer en él pesadamente. Pone el vicario las palmas de la mano en los

remates de los brazos del sillón luego, con un gesto ligero, echándose de buses sobre la

mesa, cambia de posición y apoya la cabeza en las dos manos. En esta forma,

meditabundo, permanece un momento. Luego se echa atrás en el sillón y exclama,

dando un gran suspiro:

— ¡Qué cansado estoy!

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Lorenzo Marte está en silencio contemplando al vicario.

¿Cansado?— pregunta el anciano párroco.

¡Ah querido padre! —torna a exclamar Miguel Suárez—. De todo.

Al acabar de pronunciar estas palabras, el vicario se levanta y se dirige hacia la

ventana. Atisba un momento por el cristal y luego abre las maderas. Se ve por el balcón

un huertecito. Crecen en su ámbito cuatro o seis granados, una pomposa higuera, dos

recios y enhiestos laureles. La higuera hace llegar una de sus ramas hasta la ventana. A

lo lejos, por encima de los tejados, se columna la espadaña de una iglesia con su

campana. El vicario acaricia las hojas anchas de la higuera y contempla la campana

lejana de la iglesia. La espadaña se destaca, limpia, elegante, en el azul. El vicario

vuelve al sillón y se sienta.

¡Qué cansado estoy! —exclamar de nuevo.

Los problemas de los demás son agobiantes — dice Lorenzo Marte.

El vicario, Miguel Suárez, lentamente, replica:

— Cansado de los problemas, de las injusticias, de todo.

Las manos del vicario, distraídamente se pasaban sobre los libros de la masa, los

acariciaba. Durante algún instante ha estado Miguel Suárez palpando uno de los

volúmenes. El balcón estaba abierto. Se veían el verde de la higuera y el azul del cielo.

Miguel Suárez abre el libro que acariciaba y lee en la portada: Plan de L'Eneida de

Virgile. Era un libro francés.

El vicario sigue leyendo y traduciendo el largo título: «Plan de la Eneida, de Virgilio,

o exposición de la economía de este poema para facilitar su inteligencia; obra en la que

se discute cuál fue el objeto principal del autor al componer su poema. Por M. Vicaire,

profesor emérito de elocuencia y ex rector de la Universidad de París, cuando termina

su lectura, Miguel Suárez se vuelve hacia el anciano párroco que en esos momentos,

sentado en su sillón, en la estancia, acompañado de sus viejas muletas y su cuerpo en un

sólo temblor; le mira interrogante:

— Sabe usted, padre Lorenzo, ¿cuál fue el objeto de Virgilio al componer la Eneida?

El anciano sonríe, mientras hace un esfuerzo y responde:

— ¡Difícil cosa! No sabemos lo que sucede a nuestro lado, en un alma sencilla, y

pretendemos conocer el secreto del gran poeta...

El secreto de Eneida —exclama Miguel Suárez—. ¡El secreto de las almas sencillas!

Los ojos del vicario se posaban amorosos en el verde del huertecillo y en azul del

cielo. En la estancia reinaba un grato profundo silencio.

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He venido para saber de su salud —dice el vicario.

Sentado ante la mesa, con el balconcito abierto, gozando del silencio, gozando del

azul del cielo y de la verdura del jardincillo. Miguel Suárez retrocedía en el tiempo

hasta su juventud. Ahora, lejos de todo, perdido en un rincón de Alajuela, todo su

sentido del espacio y del tiempo, de la Humanidad y de la vida, se cifraba en este

minuto fugitivo, pero intenso, sagrado, en que él gozaba del silencio, de la paz y de la

luz.

¡Sólo deseaba saber de su salud! — vuelve a exclamar Miguel Suárez.

El anciano párroco sonríe y explica: Me siento muy bien — para agregar— parece

que mí misión aún no termina aquí en la tierra.

La muerte se ha ido llevando, en torno del anciano, a todos los seres más querido por

él. Deudos, amigos, servidores, fieles, han ido desapareciendo. «Vio las muertes de casi

todos los que bien quiso: padre, madre, hermanos, ministros y criados de gran

importancia, grandes pérdidas en materia de hacienda; llevando todos estos golpes y con

trastes con tanta igualdad de ánimo, que puso al mundo.

— ¿No desea usted nada más?

Miguel Suárez se vuelve hacia el anciano y añade:

— Nada más, querido padre.

Sus manos juegan con el volumen indicado y sus ojos leen distraídamente: Plan de

Eneida, de Virgilio.

El anciano párroco torna a sonreír bondadosamente para añadir:

— ¿Y la Humanidad y sus enfermedades?

Miguel Suárez levanta la mirada del libro, contempla al anciano y sonríe también,

con sonrisa equívoca, sin saber que sonríe.

¿La Humanidad? —pregunta. No comprendo, padre. Habla usted de la Humanidad.

¿Qué Humanidad es esa?

El anciano párroco explica el enigma del vicario. La Humanidad es la madre de todo.

La nodriza del hombre. Es ya muy viejita; vive sola; está completamente sorda, también

ciega. Pero la Humanidad piensa en cada uno de sus hijos. Algunas veces, cuando el

anciano párroco, la observa a través de su ventana, acurrucadita en su banco, sola,

ensimismada durante horas y horas, la Humanidad llora por el hombre. El anciano y la

Humanidad, a gritos, hablan del vicario, del campesino, del obrero, del empresario, del

profesional, en fin de todos sus hijos.

Humanidad, Humanidad... Es verdad, es verdad —dice Miguel Suárez—, poniendo

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la cabeza entre las manos. Mientras deja a un lado el volumen de La Eneida, de Virgilio.

La Humanidad, esa anciana, madre de todos, sufre, sus propios hijos, los hombres, se

han encargado de contagiarla con el virus pestilente del mal y del odio, y cada día su

agonía es más severa y prolongada.

El mundo entero marcha hacia algo desconocido e inquietador. Todo por el odio y el

mal del hijo de la Humanidad. En Costa Rica se ha desatado una serie de violaciones,

hurtos, crímenes, etc. Se extiende por el mundo entero un fermento de desorden político

y de relación moral. El soez materialismo de una burguesía enferma es el mayor

corrosivo del orden social. No necesita la burguesía de ajena y airada mano para su

muerte; ella misma se mata. Hace florecer el mal en el jardín del bien.

Spinoza entendía por el bien lo que ciertamente no es útil a todos. Berttand Russell

cree que el bien y el mal son subjetivos; que el bien es la cosa por la cual tenemos otra

especie de sentimiento. El bien y el mal serían entonces ilusiones. Heráclito decía que el

bien y el mal son uno. Ciertos místicos creen que toda la realidad es buena.

Yo pienso —dice el anciano párroco— que el bien y el mal es como la vida y la

muerte. Nacen juntos y cuando uno muere le da paso al otro. Mientras haya hombre, en

el mundo habrá bien y mal.

El hombre para propagar su maldad, la raza, y desarrollarse mentalmente, tiene

necesidad de un medio apropiado. Así organiza la sociedad para procurarse dicho medio.

Toda sociedad que se muestra incapaz de dar a cada individuo el modo de obedecer las

leyes fundamentales de la vida está condenada a desaparecer, porque no representa su

papel específico.

La sociedad se compone de todos los seres vivientes, de todos lo difuntos y de todos

los que nacerán. Cada uno debe tener su lugar en ella. Porque la posición del individuo

en la comunidad depende no de un contrato, sino del hecho de haber nacido, o sea, que

el hombre no está ligado a la sociedad por un simple contrato de alquiler, sino que tiene

su puesto permanente en la comunidad.

Todos los miembros de la sociedad son iguales, por su cualidad común de seres

humanos. Más al mismo tiempo son desiguales en potencialidad hereditaria, en

aptitudes adquiridas en sexo y en edad.

La desigualdad de las aptitudes individuales y de las funciones sociales no debe

acarrear nunca una desigualdad de categoría. El estómago, e incluso el recto, son tan

indispensables como el cerebro o los ojos. Todos los órganos dependen del corazón, y el

corazón depende a la vez de ellos.

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El patrono está al servicio del obrero, igual que el obrero está al servicio del patrono.

En una comunidad organística, el trabajo más modesto es tan noble como el trabajo más

importante.

La forma de una sociedad depende, como la de una muralla, de la calidad de las

piedras con que es construida y de la del cemento que las une. La calidad del individuo

procede a la vez de su herencia y de las condiciones físicas, químicas y psicológicas de

su desarrollo. Condiciones estas que la sociedad debe proveer. La única cosa

suficientemente sólida para unir a los hombres es el amor. La sociedad tiene la misión

de encerrar, o de suprimir, a los que siembran la discordia o el odio. La cortesía es tan

indispensable a la vida social como el aceite a la máquina.

La ley del amor impone a cada individuo dos mandamientos esenciales. El primero,

querer bien a los demás, y el segundo, librarse él mismo de los defectos y los vicios que

impidan que los demás le quieran.

La sociedad, como también se le podría llamar a la Humanidad, es un organismo, es

un cuerpo vivo; cuando este cuerpo se ve amenazado de muerte apela a todos los

recursos para seguir viviendo y hasta se crea órganos nocivos que le permitan vivir...

Así, la sociedad costarricense, como todas las demás, amenazada de disolución, ha

creado el caciquismo, dentro de su política, que si por una parte detenta el poder para

favorecer intereses particulares, no puede negarse que en cambio subordina, reprime,

concilia estos mismos intereses. Obsérvese a los políticos actuales, y se les verá

conciliar, armonizar los más opuestos intereses particulares. Suprímase el caciquismo,

y esos intereses entrarán en lucha violenta, y las elecciones, por citar un ejemplo, serán

verdaderas y sangrientas batallas...

Otras sociedades poderosas crean material bélico: aviones, bombas, armas nucleares,

etc.; para sobrevivir ella, pero no admiten que a la vez están injertando un cáncer

incurable en el cerebro de las sociedades pequeñas y que en vez, este las devore, dará

metástasis a otras naciones que morirán también. Están, las naciones poderosas,

practicando la eutanasia. Son homicidas.

El anciano párroco calla. Ahora el jilguero en su jaula de alambre trina una canción.

Catalina trajina en la cocina. Mientras el vicario Miguel Suárez acaricia, parado en la

ventana, una hoja de la higuera.

El anciano párroco, luego de una pausa, prosigue:

— Esto es irremediable, padre, sino se cambia todo...los unos son escépticos, los

otros perversos..., y así caminamos, pobres, miserables, sin vislumbres de bonanza...,

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arruinada la industria, malvendiendo sus tierras los campesinos... Yo los veo aquí en

San José, morirse de tristeza al separarse de sus lotes, de su ambiente..., porque si algún

amor hondo, intenso, es este amor a la tierra..., al pedazo de tierra sobre el que se ha

pasado toda la vida encorvado..., de donde ha salido el dinero para la boda, para criar a

los muchachos..., y que al fin hay que abandonar..., definitivamente, cuando se es viejo

y no se sabe lo qué hacer ni donde ir...

El anciano párroco hace una pausa. Sus manos tiemblan, todo su cuerpo tiembla. El

mal de Parkinson es la génesis, el responsable. Costa Rica también tiembla. Pero, no es

un temblor como aquel fenómeno físico que hace danzar la tierra con tanta frecuencia

en este país; no, es más bien una convulsión febril, producto de las infecciones que la

aquejan. A pesar de ser Costa Rica, una sociedad de gente pacífica... Los veo sufrir...

Los veo amar, amar la tierra... Y son ingenuos y sencillos como Mujiks Rusos..., Y

tienen una fe enorme..., como la fe de los antiguos místicos... Yo me siento conmovido

cuando los oigo cantar un rosario en las mañanas...

Algunos viejos encorvados que van y vienen a la iglesia... Esta es la vieja Costa

Rica... legendaria, heroica, llena de fe... Pero, los adolescentes, ¡pobre juventud!,

piensan de distintos modos que sus progenitores. El mismo tipo de belleza femenina —

con otras modas en el traje y otro estilo en el peinado— es completamente distinto al de

antes. El cambio se refleja también en las maneras y en el porte de la gente distinguida:

Una cierta dureza villanesca ha sucedido a la civilización de las últimas décadas pasadas.

Nuestra juventud está siendo pre-fabricada, se encuentra sola, aislada, desesperanzada,

se siente fuera del mundo. Esta juventud está contagiada y está contagiando a la

Humanidad. Esta neojuventud es imitadora. Ha perdido su originalidad.

Es que la originalidad, que es lo más alto de la vida, la más alta manifestación de la

vida, es la que más difícilmente perdona el hombre, que recela, desconfía —y con

razón— de todo lo que escapa a su previsión, de todo lo que sale de la línea recta, de

todo lo que pueda suscitar en la vida situaciones nuevas antes las cuales él se verá

desarmado, sin saber lo que hacer, humillado. Por eso el hombre ve con recelo la

originalidad de la muerte misma.

Sí, ya hasta la muerte ha perdido originalidad. Ya las muertes naturales, propias, se

reducen y aumentan vertiginosamente las muertes provocadas en la guerra, en los

accidentes, los homicidios, en los hospitales, y aquella que se enmascara con el disfraz

de la piedad, pero al fin todas son producidas, directas o indirectamente por el hombre,

se extiende por las naciones pobres produciendo grandes estragos; mientras las naciones

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poderosas, invierten millones de dólares en viajes espaciales y en sofisticadas armas

nucleares para satisfacer su curiosidad y ego personal. Se «lamentan de no poder ayudar

a esa pobre gente que se muere de hambre», pero, si por alguna razón, ese mismo país,

con esa mismo gente, con ese mismo sistema político, despierta de su letargo y trata de

corregir sus errores, exigiendo lo que por derecho le corresponde, entonces, esa potencia,

esa nación que no podía ayudar, se siente con todo el derecho de intervenir ¡Dizque para

salvar la Democracia! El anciano párroco se pregunta:

— ¿Es justo esta falta de respeto? ¿Es justo esta falta de humanismo?

El socialismo avanza y se difunde. Todo está subvertido; las creencias tradicionales

se desmoronan. Ya lo cantó, Bretón de los Herreros, el estado de los espíritus en los

siguientes versos:

Y lo mismo en la dulce poesía que en moral, en política en hacienda,

nuestro estado moral es la anarquía

El mundo es una anarquía. La vida también lo es. El anciano hace una pequeña pausa.

Su mirada, tamizada por las gruesas gafas, se encuentra con la del vicario. El temblor le

domina. Hace un esfuerzo por controlarlo.

La vida de las pequeñas ciudades —piensa el anciano— es una vida vulgar..., es el

vulgarismo de la vida. Es una vida clara, más larga y más dolorosa que las de las

grandes urbes. El peligro de la vida de las pequeñas ciudades es que se siente uno

vivir..., que es el tormento más terrible. Ese sentirse vivir hace la vida triste. La muerte

parece que es la única preocupación en estos pequeños pueblos...

Suspiros, sollozos, actitudes de resignación dolorosa..., mujeres enlutadas, con un

rosario, con un pañuelo que se llevan a los ojos, y entran a visitarnos y nos cuentan

gimiendo, la muerte de este amigo, del otro pariente...; todo esto, y las novenas, y los

rosarios, y los cánticos plañideros, y las procesiones..., todo estos como un ambiente

angustioso, anhelante, que nos oprime, que nos hace pensar minutos por minutos; —

¡esos interminables minutos de la vida!— en la inutilidad de todo esfuerzo, en el dolor

es lo único cierto en la vida, y en que no valen afanes ni ansiedades, puesto que todo —

¡todo: hombres y mundos!— ha de acabarse, ha de morirse, disolviéndose en la nada,

como el humo, la gloria, la belleza, el valor, la inteligencia, el poder, en fin todo...

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El vicario permanecía acariciando la hoja de higuera. El jilguero, trina de nuevo en

su jaula de alambre y Catalina aún trajina en la cocina. El anciano deja de pensar al

preguntar al vicario:

— ¿Tiene alguna duda, padre?

— Sí padre, ¿Hacia dónde camina la Humanidad?

El anciano párroco, apoya su temblorosa mano sobre su muleta y exclama:

— La civilización basada en el derecho romano está agotada. También se agota, la

basada en los derechos de la revolución francesa. Siglos antes o siglos después, al final

vendrá la muerte de la civilización actual.

Hacia una nueva civilización camina la Humanidad. Virtualmente, el Derecho

romano está ya muerto. Se siente el anciano párroco profundamente triste; la tristeza era

la del morador que, después de haber vivido largo tiempo en la casa, advierte que el

edificio está ruinoso y que es preciso buscar otra vivienda. La extorsión de la mudanza

que él no había de ver —le preocupaba ansiosamente—. Se caminaba acaso hacia un

camino de caos y de barbarie. Natura non rompe sua legge, había escrito uno de los

maestros de la pintura, Leonardo de Vence. La naturaleza no rompe las leyes. Haga lo

que haga la Humanidad, sea cuerdo o loco el hombre, sean ordenadas o anárquicas las

sociedades humanas, al cabo, después de la barbarie, la Humanidad recomenzará

lentamente su trabajo de civilización. El hombre es un animal de inteligencia y de orden;

la inteligencia y el orden, en el transcurso de los siglos, a través de catástrofes y de

horribles caos, acaban por imponerse y esto sucedería ahora; se caminaba hacia una

nueva civilización. ¡Adiós, Costa Rica! —repetía el anciano párroco en los últimos

meses de su vida—. ¡Adiós, iglesia y todo lo que tú representas! ¡Adiós, imperio que

esclaviza a las naciones pequeñas! Tu fin llegará y entonces, esclavo tú serás...

Luego pensaba que, al fin tras tantas revoluciones y cambios, vendría a perecer. Las

modernas teorías cosmológicas —basadas en el descubrimiento de los cuerpos

radioactivos—, las modernas teorías de reviviscencia perpetua de los mundos, de los

mundos en agonía y en recobro perennales no le hubieran enseñado nada nuevo. Lo

importante era que, de uno y otro modo, la Humanidad había de acabar. Por ahora, y

entre tanto, se iba a una honda y pavorosa transformación social. El derecho romano

estaba muerto. También el surgido de la revolución francesa está agotado. No sentía, sin

embargo, pavor el anciano párroco. No sentía los terrores que pudieran sentir sus

amigos y conocidos.

El agotamiento de una civilización era para él un hecho ineludible. Hubiera, sí,

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querido ver algo de la nueva y lejanísima organización social. ¡Adiós mundo!, ¡Adiós

iglesia! ¡Adiós, imperio que esclaviza a las naciones pequeñas!; repetía el anciano

párroco dulcemente. Como ahora, en ese otoño, en tanto él se sentía morir, las hojas

amarillas caían en silencio de la arboleda.

El mundo está regido por sistemas políticos —agrega el vicario— las democracias

gimen, agonizan; el edificio del socialismo se agrieta. Habrá que buscar un nuevo

sistema que dirija la Humanidad.

Lo humano, lo justo —interrumpe el anciano— sería acabar el dolor acabando la

especie. Entonces, si la Humanidad se decidiera a renunciar a este estúpido deseo de

continuación, viviría siquiera un día plenamente, enormemente, gozaría siquiera un

instante con toda la intensidad que nuestro organismo consiente, y yo, después, el

hombre acabaría en dulce senectud y ante sus ojos no se ofrecerían el hórrido

espectáculo de unas generaciones que entran dolorosamente en la vida —de unas

generaciones que él ha creado inútilmente—. No sé si este ideal llegará a realizarse:

Exige, desde luego, un grado supremo de conciencia.

El hombre no podrá llegar a él hasta que no disocie en absoluto y por modo

definitivo las ideas de generación y de placer sensual... Sólo entonces, esto que, llamaba

Schoopenhuer «La voluntad» cesará de ser, cesará por lo menos en su estado consciente,

que es el hombre.

¿Quién sabe si lo demás es en realidad? ¿Dónde está, después de todo, la seguridad

de que lo objetivo existe? Berkeley no creía en lo objetivo. Lomonosov, en cambio, era

objetivo. El hombre para él también lo era. Pero, a pesar de su objetividad, el hombre,

no se entiende a sí mismo, por lo tanto, mucho menos entenderá a los demás. Siempre

ha sido así, desde los tiempos de Adán hasta nuestros días...

¡Qué extraño animal es el hombre! nunca está en lo que quiere delante —exclama

Catalina que de la cocina ha salido— nos acaricia sin que sepamos por qué y no cuando

le acariciamos más, y cuando más a él nos rendimos nos rechaza o nos castiga. No hay

modo de saber lo que quiere, si es que lo sabe él mismo. Siempre parece estar en otra

cosa que en la que está, y ni mira a lo que mira. Es como si hubiese otro mundo para él.

Y es claro, si hay otro mundo, no hay éste. Catalina hace una pausa, se acerca a la

ventana y se pone a mirar el cielo —a este cielo que le ha apedreado sus higueras—.

Pero es muy breve el tiempo que permanece mirándolo, porque de pronto suenan en la

calle unos cantos terribles.

¿Qué son esos cantos? —pregunta el vicario— que sentado en el sillón, frente al

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anciano párroco, se encontraba.

— Son sencillamente los responsos que van echándole a un muerto que llevan a

enterrar. Al oírlos, la vieja Catalina Marte, siente que un gran terror se apodera de todo

su cuerpo:

No, no; esos cantos no son para el muerto que pasa por la calle, sino para ella.

Entonces se recoge en su asiento, toda arrugadita, toda temblorosa, y llora como una

niña; mientras exclama:

— Es el hombre, un animal enfermo, no cabe duda. ¡Siempre está enfermo! ¡Sólo

parece gozar de alguna salud cuando duerme! ¡Y no siempre, porque a las veces hasta

durmiendo habla! Esto también nos ha castigado. ¡Nos ha contagiado tantas cosas!

El vicario y el anciano, miran sorprendidos a Catalina que entre sollozos exclama:

— ¡Pobre del hombre! El lenguaje le ha hecho hipócrita. Como que la hipocresía

debería llamarse antropismo si es que la imprudencia se le llama cinismo.

Lo único que le inquieta al hombre es la presencia de su amigo: el hombre. Porque

sabe que él es, codicia, avaricia, odio, rencor, guerra.

¡Milicia es la vida del hombre sobre la tierra!» —ha interrumpido el anciano

párroco— decía don Miguel de Unamuno, nada más cierto.

El vicario agrega:

— Llámese en un diálogo platónico a este afán de odiar, guerrear «locura de amor».

Pero aunque no fuera la forma originaria, la génesis y culminación de todo amor un

ímpetu de comprender las cosas, creo que es su síntoma de forzoso. Yo desconfío del

amor de un hombre a su amigo o la bandera hostil. He observado que, por lo menos,

nosotros los costarricenses nos es más fácil enardecernos por un dogma moral que abrir

nuestro pecho a las exigencias de la veracidad. De mejor grado entregamos

definitivamente nuestro albedrío a una actitud moral rígida, que mantenemos siempre

abierto nuestro juicio, presto en todo momento a la reforma y corrección debidas. Se

diría que abrazamos el imperativo moral como un arma para simplificarnos la vida

aniquilando porciones inmensas del orbe. Con aguda mirada, ya había Nietzshe

descubierto en ciertas actitudes morales formas y productos del rencor.

Nada que de éste provenga puede sernos simpático. El rencor es una emanación de la

conciencia de inferioridad. Es la supresión imaginaria de quien no podemos con

nuestras propias fuerzas realmente suprimir. Lleva en nuestra fantasía aquel por quien

sentimos rencor el aspecto lívido de un cadáver; le hemos matado, aniquilado, la

intención. Luego al hallarlo en la realidad, firme y tranquilo, nos parece un muerto

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indócil, más fuerte que nuestros poderes, cuya existencia significa la burla personificada,

el desdén viviente hacia nuestra débil condición.

El vicario hace una pausa. Catalina ha cesado de llorar. El anciano párroco exclama:

Matar por matar es desatino. A lo sumo para librarse del odio, que no hace sino

corromper al alma. Porque más de un rencoroso que se curó del rencor sintió piedad, y

hasta a su víctima, una vez que satisfizo su odio en ella. El acto malo libera del mal

sentimiento. Es porque la ley hace el pecado. La tarde cae lenta, con su manto lo cubre

todo. El sol ya luce cansado. El jilguero continúa con su trinar, pertinaz, incesante; en su

jaula de alambre. El vicario continúa:

Una manera más sabia de esta muerte anticipada que da a su enemigo el rencoroso,

consiste en dejarse penetrar de un dogma moral, donde, alcoholizados por cierta ficción

de heroísmo, lleguemos a creer que el enemigo no tiene de razón ni una tilde de derecho.

Conocido y simbólico es el caso de aquella batalla contra los marcomanos en que echó

Marco Aurelio por delante sus soldados los leones del circo. Los enemigos

retrocedieron espantados. Pero su caudillo, dando una gran voz, les dijo:

¡No temáis! ¡Son perros romanos! Aquietados los temerosos se revolvieron en

victoria embestida. El amor combate también, no vegeta en la paz turbia de los

compromisos; pero combate a los leones como leones y sólo llama perros a los que lo

son.

Esta lucha con el enemigo a quien se comprende es la verdadera tolerancia, la actitud

propia de toda alma robusta. ¿Por qué en nuestra raza es tan poco frecuente? Ramón

Campos, aquel pensador del siglo XVIII, cuyo libro más interesante ha descubierto

Azorín, escribía: «Las virtudes de condescendencia son escasas en los pueblos pobres».

Es decir, en los pueblos débiles

El hombre vive en constante lucha consigo mismo, con su vida, con su muerte. En la

síntesis de estos hechos, desaparecen éstos como un alimento bien asimilado y queda de

ellos sólo su vigor esencial.

Sería la ambición potrera de la filosofía llegar a una sola proposición en que se dijera

toda la verdad. Así, las mil y doscientas páginas de la Lógica de Hegel son sólo

preparación para poder pronunciar, con toda plenitud de su significado, esta frase: «La

idea es lo absoluto». Esta frase, en apariencia tan pobre, tiene en realidad un sentido

literalmente infinito. Al pensarla debidamente, todo este tesoro de significación explota

de un golpe, y de un golpe vemos esclarecida la enorme perspectiva del mundo.

Pero el mundo —dice el anciano párroco— es un círculo, es una serie de catástrofes

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que se suceden idénticas, iguales. Esta civilización actual de que orgullosos nos

mostramos, desparecerá como aquella civilización romana tan bien cuidada... Ayer el

hombre civilizado vivía en Grecia, en Roma...; hoy vive en Europa, en América, en

Asia; mañana vivirá tal vez en África, mientras estos poderosos imperios ¡tan

comprensivos!, serán un inmenso país de hombres débiles y embrutecidos... serán los

dominados. El vicario escucha atento, mientras observa la cúpula de uno de los cipreses que hay

en el huertecillo. Catalina, también escucha a su hermano. Ahora el anciano calla y el

vicario dice:

— La tierra no es morada del hombre... El hombre no encontrará aquí nunca su

felicidad definitiva... es en vano que vaya de una parte a otra en busca de ella... Los

hombres perecen; los pueblos también perecen... También los grandes imperios caen...

Sólo Dios es eterno; sólo Dios es sabio...

La tarde cubre con su manto de sombra la claridad del sol. El sol ya cansado de su

labor cotidiana, se aleja por el horizonte, se aleja en busca de su morada. Tiene sueño, y

desea acostarse. El vicario observa aquel gran ojo enrojecido de tanto mirar a la

Humanidad y exclama: ¡Debe estar arrepentido de luchar, de tratar de dar luz a un

mundo que no desea, porque a pesar de su luz, vive en tinieblas! Luego de una larga

pausa se pone de pie, vuelve su mirada hacia el ojo enrojecido, que también miran

Catalina y Lorenzo Marte, coloca su mano sobre el hombro del anciano párroco y

exclama:

— Debo marcharme, padre.

— El anciano lo mira, con esa mirada de bondad que siempre ha tenido y dice:

— Vaya en paz. Le sugiere a su hermana que lo acompañe hasta la salida.

Son los últimos días de setiembre.42 El padre Miguel Suárez, ya se encontraba en su

hogar. La ciudad tiene un aspecto triste, sombrío; ha desaparecido el tapiz azul claro del

cielo, y a ratos el vendaval hace gemir en los sobrados las ventanas.

Karen permanece en el hospital, en su sala, en su cama. La sala está impregnada de

un olor característico a cloroformo. Este olor desagrada al fino y delicado olfato de

Helen Soto, es un olor vómico. Otros cuatros niños enfermos hay en aquella sala. De los

cuales, dos también respiran con ayuda de un ventilador mecánico. Una enfermera, con

42 En Costa Rica se acostumbra a escribir setiembre, en otros países septiembre, ambas formas están

aceptadas por la Real Academia Española de la lengua.

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su uniforme blanco se acerca a Karen, que con su ventilador, se encuentra echada en la

cama, inmóvil, con el rostro exangüe y en profundo sopor. La enfermera limpia las

conexiones del aparato y luego se retira. No dice nada, sólo hace su trabajo.

Ahora, una lluvia menuda, intermitente, ha hecho alejarse a la gente de las calles;

llega el crepúsculo vespertino, y entra el frío prematuro, que hace cerrar las puertas y las

ventanas, en un ambiente opaco; bajo el cielo plomizo, las campanas de una iglesia

lanzan las campanadas lentas, del Ángelus; pasan las gentes por el Paseo Colón con los

paraguas hinchados por la brisa.

Un médico se acerca a la enferma. La madre ha tornado a preguntar:

— ¿Cómo está mi hija, doctor?

Dentro de su estado de gravedad estable —responde el galeno.

Las luces de la ciudad se van encendiendo; de una tienda sale, sobre la negra calle,

como una súbita explosión de luz; en una farmacia brilla el rojo globo del escaparate, y

en la vetusta torre la esfera del reloj destoca con suave resplandor blanco. Ya las

campanas han callado y no tocan el Ángelus; hay un momento de profundo reposo en

las tinieblas, y de pronto una campanita chica y otra grande comienzan a entremezclar

sus sones tristemente y anuncian una misa de réquiem.

Helen Soto, a través del opaco vidrio de la ventana observa la lluvia. La lluvia calaba

el espíritu de tristeza, y su través el jardín indeciso y borroso parecía sufrir en silencio.

Al médico que recién había llegado, le acompañaba otro galeno. Ahora veían a otra

niñita que de salud grave se encontraba. La niña enferma que acabamos de ver —le ha

dicho a su colega—, es tuberculosa; éste es el mal de los países pobres. No se come; la

falta de nutrición trae la anemia; la anemia acarrea la tisis. Esa niña procede de Tilarán.

Allí hay un campo de refugiados nicaragüenses. Pero los refugiados no solo están en

Tilarán, están por todo el territorio tico; nuestros problemas se incrementan cada día

como consecuencia del aumento de los refugiados.

Las campanas prosiguen con sus sones largos, desgarradores; en la sala, Helen, junto

a tres madres más que en un rincón sentadas están, cambian de rato en rato una frase

anodina.

¿Cree usted —pregunta una de ella— que esta lluvia durará mucho?

No sé —contesta otra—; el tiempo parece metido en agua. Aquí, en Costa Rica

llueve tanto, que las mujeres se embarazan cuando inicia la lluvia y cuando escampa ya

se han desembarazado.

Las bombillas eléctricas apenas lanzan una luz débil, mortecina; se escucha el grito,

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de una puerta que golpea a intervalos, furiosa. Afuera todas las casas de la ciudad están

cerradas; las calles aparecen solitarias, desiertas. Las horas transcurren lentas, la noche

se torna cada vez más melancólica.

Ramón Quirós entra en la sala. También lo hacen Sebastián y Carmen Soto. Se

acercan a la enferma. Una vaga, íntima e irreprimible tristeza experimenta Carmen.

Ramón Quirós pregunta:

— ¿Qué dicen los médicos?

Nada —responde Helen Soto—, que abrumada, enloquecida de dolor por las

calamidades que le llovían, aún permanece parada frente a la opaca ventana.

Una alarma suena intermitente, es el ventilador de Karen —observa Sebastián—.

Una enfermera acude, lo controla. Carmen sugiere tanto a Ramón como a Sebastián,

solicitar que, —por piedad— terminen con la larga agonía que mantiene a su sobrina

con esa miserable vida. Los tres se ponen de acuerdo, sin el conocimiento ni el apoyo de

Helen.

La lluvia cesa mientras la ciudad josefina duerme. La argentina canción de un gallo

rasga los aires. En los cipreses las cigarras soñolientas cantan su ras-ras infatigable. En

el hospital la infinita claridad de la luna se asoma por las ventanas. Ahora la noche está

henchida de la luz lunar.

Karen permanece inerte, como muerta en su cama, su rostro es color ceniza, sus

músculos están secados y la piel es ajada, semeja una delgada tela de cebolla que cubre

su osamenta. Su pecho se eleva para luego descender.

La pseudomona no cede en su afán de exterminio, a pesar del bombardeo con

cefalosporinas de tercera generación y otros antibióticos que se han utilizado en esta

guerra. La pseudomona es un microorganismo muy resistente. Se ha esparcido a través

de la circulación, por todo el cuerpo de Karen. Hay una septicemia. La vida de esta

enferma es una incógnita. La luz de la luna como si fuera una gasa sutil penetra en la

habitación. Es una tela delgada. De las telas delgadas se suele decir, para ponderar la

delgadez, que se puede beber. Se puede beber el cendal finísimo de la luz de la luna;

dan ganas de llenarse los bolsillos de luz de luna de esta noche. Tan delgada es la luz de

la luna, como la luz de la vida de la pequeña Karen. La vida es fragilísima, como dijo

fray Luis de Granada. Un aire, un vaso de agua, un accidente trivial pueden acabar

nuestros días. El misterio de la vida o la muerte es comparable con una noche oscura,

con el misterio de los sueños. El misterio de las cámaras en que entra un rayo de luna

vaporosa, acaso más impresionante de la noche oscura. Los olores de la noche; la

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correspondencia misteriosa entre la luna y las cosas de los hombres. Concordancias de

que hablan los ocultistas con determinados animales, con el cisne y el gato, con planta

como el tulipán y la adormidera, y con gemas como el ópalo y el nácar, y con metales

como la plata, y con perfumes como el estoraque, el benjuí, el ámbar y el iris.

Helen se encuentra allí, contempla su pequeña hija enferma, reducida, acartonada,

acosada por la muerte. De repente una de las señoras inicia un llanto triste, conmovedor,

prologado. El dolor cunde por toda la sala. Es la madre de esta linda muchacha, delicada

e inteligente, que se sintió hace apenas una semanas enferma y acaba de morir cinco

días después de pulmonía rápida y violenta.

Todos salen de la habitación, o mejor dicho fueron invitados a salir. Pero, Karen

aunque viva, no se entera del acontecimiento. El instante es de profundo y desgarrador

dolor. La madre de la recién fallecida fue trasladada al hogar. Carmen, junto a Ramón y

Sebastián Quirós, esperan una oportunidad para solicitar, acabar con aquella prolongada

agonía en la que los médicos han metido a la pequeña Karen.

El cielo vuelve a oscurecer. Una banda de nubes malhechoras, secuestra a la luna,

también a las estrellas. Corren las nubes de un lado a otro, como si refugio buscaran. Al

rato, se alumbra todo el firmamento; un rayo deja caer furia encendida. La manada de

nubes que tiene la luna y las estrellas secuestradas, comienza nuevamente a descargar su

furia sobre la tierra. Llueve pertinazmente. La niebla va arrastrándose a jirones por las

campiñas, en la lejanía. El cielo es bajo y penoso. No cesa de llover; por los cristales, de

recuadro en recuerdo, se deslizan largos silenciosos chorreones de agua. De pie, junto a

la cama de Karen, Helen. La voz suplicante de la madre susurra:

— ¡Karen, Karen, mírame, atiéndeme! En el balcón, una gotera, de medio en medio

minuto, cae en un recipiente lleno de agua y produce como un lamento. En el profundo

silencio, bajo el cielo gris, entre la niebla, en tanto que el agua resbala por los cristales,

este lamento de la gota que intercadente, cae, resuena flébil, tristemente, en la

habitación. La noche no avanza. Se detiene el tiempo. Carmen, Ramón y Sebastián se

han marchado. Helen siente profundamente tupido el cerebro. Desea sumirse en las

cosas, en la materia eterna; no se siente vivir. Su pensar, entre lo gris del ambiente se

torna inconcreto y vago como la niebla. La voz de Helen vuelve a oírse suplicante:

¡Karen, Karen, mírame, atiéndeme! El sollozo intercadente de la gota sobre el agua,

cayendo desde lo alto, se entra en el espíritu. Lenta e informe avanza la niebla. De

recuadro en recuadro, por los cristales, se derrama el agua como llorando; sí, como

llorando por la agonía de la enferma. El ambiente de la sala es denso. Todo se torna

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impalpable, gris y de ensueño. Un sopor indefinible paraliza los pensamientos de Helen

Soto. Su cara está tercamente vuelta hacia la hija. La voz de Helen, susurrante, dice,

mientras las manos se crispan y el corazón siente suprema angustia:

¡Karen, Karen, mírame, atiéndeme!. La lluvia cesa. También la gotera deja de llorar.

De lo ceniciente de las nubes comienza a emerger en el cielo los delicados y finos

fulgores de la luna, que de su cautiverio, por las nubes fue liberada. Pero, Karen, aún

continúa prisionera en la cárcel de la vida, por su prolongada agonía, por la pseudemona.

No puede librarse de esta condena a que todos estamos obligados cumplir: La vida.

También Helen, continúa prisionera, prisionera del empeño, del afán, del

empecinamiento, porque su querida hija enferma le hable.

La Humanidad llora ante la congoja, llora porque ella también agoniza. Su agonía es

mucho más prolongada, más melancólica, más siniestra. Sus propios hijos le están

causando esa agonía. Le están inyectando por las grandes urbes que estructuran su

cuerpo, ya maltratado, el odio, el mal, la codicia, la avaricia, el desengaño, el rencor,

sustancias corrompidas, en fin, están inyectando un veneno letal que día a día corroe el

cemento del amor, que une los hombres conque está construido el edificio de la

Humanidad.

Lo afirmó Platón: «Amor es un divino arquitecto que bajó al mundo, a fin de que

todo en el universo viva con conexión». La inconexión es el aniquilamiento. El odio que

fabrica inconexión, que aísla y desliga, atomiza el orbe y pulveriza la individualidad. En

el mito caldeo de Izdubar-Nimrod, viéndose la diosa Isthar, semi-Juno, semi-Afrodita,

desdeñada por éste, amenaza a Anu, dios del cielo, con destruir todo lo creado sin más

que suspender un instante las leyes del amor que junta a los seres, sin más que poner un

calderón en la sinfonía del erotismo universal.

Los ticos, los europeos, asiáticos, africanos, en fin todos, ofrecemos a la vida un

corazón blindado de rencor, y las cosas, rebotando en él, son despedidas cruelmente.

Hay en derredor nuestro, desde hace siglos, un incesante y progresivo derrumbamiento

de los valores. Unos nos estamos suicidando, otros provocan la muerte de ese mal, pero

al final será llamada eutanasia al perecer de esta congojosa y prolongada agonía de la

Humanidad. Este perecer de la Humanidad era más lento en tiempos anteriores, ahora se

incrementa aceleradamente; cada vez que muere un ser, muere una célula de esa

Humanidad, es una piedra menos en el edificio del orbe. Carmen, Ramón y Sebastián

Quirós, están hilvanando, arrancar una piedra, una célula de ese edificio; están

contemplando una eutanasia para Karen, están proyectando, dando aliento, dando vida,

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a un fenómeno destructivo de la Humanidad que desobedece las leyes naturales de la

existencia humana.

Aunque alguien afirma que «no violar las leyes de la existencia humana es no

interferir con la vida», esto quiere decir, que si alguien enferma debe dejarse a la

evolución natural de su enfermedad. Pero el hombre procurando prolongar su existencia

interviene, la viola: la religión, lo apoya. Woute expresa: Aquí no mueren los niños, el

hospital es un sitio para salvar vidas. Los pacientes vienen a nosotros enviados por el

médico de cabecera, y, tras el tratamiento, nosotros los devolvemos a sus casas, al

cuidado de esos médicos de cabecera que en Holanda, que es un país muy poco

religioso, cumplen en parte la función de los sacerdotes en países como España, por

ejemplo. Cuando sabe que el niño no puede curarse, es el médico el encargado de ir a la

casa y guiar a los padres y al niño. Estos médicos preguntan qué deberían hacer, yo les

explico—afirma Ton Woute—mi punto de vista, y ellos me dicen: también es el mío. Si

el paciente es un quinceañero se le puede decir: Sabes que vas a morir, en el momento

en que no puedas soportar el sufrimiento puedes tomar algo.»

En fin según lo que hemos podido averiguar, cuando un paciente tiene una

enfermedad incurable, que probablemente le causará grandes sufrimientos, debería

contar con la posibilidad legal de aceptar la aceleración de su muerte o eutanasia.

Helen continúa en su afán desmedido, en su deseo de ver lo no visible, como una

orate y vuelve a susurrar quedamente:

— ¡Karen, Karen, mírame, atiéndeme!, pero Karen no la escucha, está en estado

comatoso, está muerte en vida. Helen también lo está, no entiende las circunstancias y

motivos, no entiende las razones por las cuales una criatura, que apenas empieza a vivir,

debe morir.

Son las cuatro de la madrugada. ¡Helen está anonadada por la tristeza! Se recuesta;

duerme; despierta. En el balcón clarean grandes rayos de luz tenue. Un gran silencio, un

silencio enorme, un silencio abrumador, un silencio aplastante pesa su cerebro. Llega el

médico de guardia. Hace su ronda habitual. Observa a la enferma, continúa adicta a su

ventilador y en estado comatoso. Se acerca a Helen Soto. Hay una pausa breve. Luego,

el galeno recomienda, dirigiéndose a la madre de la enferma:

— ¡Debe dormir señora!

No puedo hacerlo —responde Helen— tengo miedo.

— ¿De qué?

De la muerte —responde Helen— de que venga cuando yo esté dormida y ¡zas! se

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lleve a mi hija.

¡Pierda el cuidado! —exclama el galeno— yo me quedaré vigilando.

No; no se preocupe, yo lo haré. Ella ha luchado mucho, demasiado, para mantenerse

viva— dice finalmente Helen— debo acompañarla en su batalla.

Entonces el médico le recuerda un verso;

«yo un luchador ha sido y esto quiere decir que he sido un hombre» prorrumpe Goethe. Somos héroes,

combatimos siempre por algo lejano y hallamos a nuestro paso aromáticas violas —

exclama el médico— pero al final vencidos somos.

Hay una larga pausa, luego, Helen interrumpe:

— Yo no me daré por vencida.

En la negrura, las estrellas de la luz coloreada van a concluir de quemar ya sus

bengalas rojas, azules y verdes. Desaparecerán en breve. Expira la noche. También la

vida de Karen. ¿Dónde irán a amontonarse todos estos inmensos velos negros de la

decoración nocturna? —se pregunta Helen— que ahora frente a la opaca ventana está

parada. Contempla las estrellas. La luz de las estrellas —piensa— de las estrellas

coloreadas iluminará otros mundos de rojos, de azul y de verde. El terror sobrecogerá a

los moradores de estos mundos, si se vieran de pronto iluminados por nuestra bella luz.

La noche acaba. En el oriente van a palidecer los astillejos. Parecen en su inquietud

rutilar bolitas de agua viva. Todavía es noche oscura. El huelgo frío de la madrugada ha

comenzado a dejarse sentir.

La inmensa y menuda orquesta de grillos, terminado ya el concierto diario, ha bajado

sus élitros como se baja la tapa de un piano. El médico que se encuentra aún en la sala

de la enferma, vuelve a acercarse a Karen. Luego se retira. Helen se queda dormida. El

sueño la venció nuevamente. Son densas las tinieblas todavía; pero la línea del

horizonte es como raya de un doblez negro un poco descolorido. La debilísima claridad

va aumentando. Dentro de poco los dedos de la aurora van a descorrer la cortina de la

mañana. Suena un tictac... incesante, incansable, pertinaz, de un reloj que se encuentra

colgado de la pared. Marca los minutos que pasan. Ya el sol naciente envuelve en papel

dorado las casas blancas y el céfiro blanco remece ledo las menudas hojas de los árboles.

De repente, se rompe el silencio. Hay voces agudas. Hay gritos. Se escuchan pasos

apresurados. Karen sufre una nueva recaída. Está convulsionando. Llega el médico. Da

algunas órdenes. Por una vena administran diazepan. Las convulsiones ceden. Karen

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aún vive, respira a través del ventilador. Pero, está en coma, en coma pos ictal.43 Helen

llora triste, melancólica, acongojada. Ya se encuentra fuera de la sala, donde su hija, se

debate en buena lid con la muerte. Una señora trata de consolarla. En la sala los médicos

vuelven a actuar. La enferma convulsiona nueva vez.

Mientras en la ciudad josefina, los médicos apresurados luchan y tratan de controlar

las convulsiones de Karen y, Helen, vive momentos de pavor hórrido. Lejos, muy lejos

de allí, en Puerto Calderas; Rosa Santiler disfrutaba de la bondad de la naturaleza. Tenía

días de haberse trasladado a aquel lugar, por sugerencia de su tisiólogo. Ya no era Rosa,

una pécora del alcohol y su salud mejoraba cada día.

Se encontraba en casa del tío, de aquel tío que una vez la expulsó de ese mismo

hogar por su embarazo y que ahora forma parte de la tierra de donde vino. La casa se

levanta en lo hondo del collado sobre una ancha explanada. Rosa Santiler observa como

el sol blanquea las quebradas de las montañas y las hace resaltar en aristas luminosas; el

cielo es diáfano; los pinos cantan con un manso rumor; los lentiscos refulgen en sus

diminutas hojas charoladas; las abejas zumban; dos cuervos cruzan, aleteando

blandamente. Pensaba Rosa Santiler en su hermana, María, en su padre, en su madre;

todos mártires pero no devorados por una pantera, como le ocurrió al primer mártir, al

gran escultor romano, Pasiteles; mientras la pantera le servía de modelo; allá por el siglo

I a. de J.C.; sino por el bacilo tuberculoso que siempre está presto a servir de modelo,

dondequiera que haya hambre y promiscuidad.

Desde la ventana se veía la ladera en la que crecían los cuerpos retorcidos de las

parras. En la ladera el bosque cerraba el horizonte y la línea de montes se extendía en la

lenjanía. Al anochecer salía la luna en el cielo pálido y ése era el momento en que Rosa

salía al umbral. La luna colgando de un cielo aún no oscurecido le parecía como una

lámpara que han olvidado apagar y que ha estado encendida todo el día en la habitación

de los muertos.

Las parras retorcidas crecían en la ladera y ninguna de ella podía abandonar el sitio

en el que había crecido, al igual que ni su tío ni ella nunca podría ya abandonar este

pueblo. Había vendido, el televisor, la radio, sólo para trasladarse a la casita pequeña

con un jardín de su tío agricultor.

Vivir en el campo era la única posibilidad de huir que le quedaba.

Frente a la casa hay una ermita. La ermita es pequeña; es de orden clásico. A la par

43 Pos. Detrás de, después de. A veces se usa la forma latina post.

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de la casa hay un aljibe, de ancho, cuadrado, con una bóveda que se hincha a flor de

tierra. Las pilas son de piedra arenisca; el brocal es de madera; sobre la puertecilla

destaca un cuadro de azulejos: San Antonio, vestido de azul, mira extático, cruzado los

brazos, a un niño que desciende entre una nube amarillenta y le ofrece un ramo de

blancas azucenas. Detrás del aljibe hay una balsa pequeña y profunda. La cubre una

parra. Es una parra joven. Es laboriosa, y es aplicada, y es vehemente. Sus sarmientos se

enroscan y agarran con los zarcillos al encañado, cuelgan profusos los racimos, y los

redondos pámpanos anchos forman un toldo de suave color presado sobre las aguas

quietas.

En el borde de la balsa hay una pila de fondo verdinegro. Las abejas se abrevan en su

agua limpia. El agua nace en un montecillo propincuo, corre por subterráneos atanores

de barro, surte de un limpio caño, cae transparente con un placentero murmullo en la

ancha pila

En estos momentos a Rosa Santiler se le han olvidado las cosas malas del mundo.

Goza de la belleza del mundo exterior, del medio ambiente. Sin embargo, cuando una

cosa tiene todo lo que necesita para ser lo que es, aún la falta un don decisivo: la

apariencia, la actualidad. La frase famosa en que Kant combate la metafísica de

Descartes: «Treinta thaler posibles no son menos que treinta thales reales», podrá ser

filosóficamente exacta, pero contiene de todas suertes una ingenua confesión de los

límites propios del germanismo. Los ticos y en general, llaman a esto realismo. Rosa

Santiler vivía ese realismo con su propia observación visual.

También Goethe busca las cosas; como él mismo dice: «El órgano con que yo he

comprendido el mundo es el ojo», y Emerson agregó: Goethe sees at every pore.

Rosa Santiler vivía aquel mundo exterior. Ese ambiente la sacaba de sus

pensamientos nocivos que la torturaba. Se sentía sana de espíritu.

Así, debiéramos en definitiva, llamar la clara aptitud adscrita a nuestro mal interior:

sensualismo. Somos meros soporte de los órganos de los sentidos: vemos, oímos,

olemos, palpamos, gustamos, sentimos el placer y el dolor orgánico...

Rosa Santiler era en estos instantes un bello ejemplar del sensualismo. Con cierto

orgullo repetimos la expresión de Gautier: «El mundo exterior existe para nosotros.»

¡Mundo exterior! Pero ¿es que los mundos insensibles —las tierras profundas— no

son también exteriores al sujeto? Sin duda alguna: son exteriores y aún en grado

eminente. La única diferencia está en que la realidad —el bacilo la tuberculosis— cae

sobre Rosa de una manera violenta penetrándole por la brecha de los sentidos mientras

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la idealidad sólo se entrega a su esfuerzo. Y Rosa como todos los seres vivos, andamos

en peligro de que esa invasión de lo externo nos desaloje de nosotros mismo, vacíe

nuestra intimidad, y exento de ella quedamos transformados en postigos de camino real

por donde va y viene el tropel de las cosas.

Rosa Santiler había derrotado esos obstáculos y disfrutaba del bienestar y la bondad

del campo. Allá, en la casa de su difunto tío, en Calderas, frente al océano Pacífico. En

la parte trasera hay una cocina con humero de ancha campana. Hay un palomar

eminente. Hay una cuadra con mulas y otra con bueyes. Hay corral con gallos, gallinas,

patos, y otros con cerdos, negros, blancos, jarros. Hay dos pajates repletos de blanda y

cálida paja...

Ante la casa se abre su alameda de almendros. Cuatro, seis veraneras gayan al frente

de la ermita con sus flores moradas. En lo hondo sobre la pincelada verde del ramaje,

resalta la pincelada azul de las montañas; más bajo, por entre los troncos, a pedazos,

espejea una laguna. El cielo está diáfano. Las palomas giran con su aleteo sonoro. Y un

acridio misterioso chirría con una nota larga, hace una pausa, chirría de nuevo, hace otra

pausa...

Rosa Santiler está feliz. Está curada mental y espiritualmente. Todo se lo debe a la

comprensión, al amor que le brindaron sus amistades y desde luego a su propio esfuerzo.

La razón no puede, no tiene que aspirar —piensa Rosa— a sustituir la vida.

Ahora Rosa Santiler se ha sentado en la terraza de la casa, bajo el cielo azul, frente al

mar ancho.

El mar se aleja en una inmensa mancha verde; se mueven, suavemente balanceados,

los barcos; las grúas suenan con ruidos de cadenas; chirrían las poleas; se desliza rápido,

en la lejanía, un laúd con su vela latina y sus dos foques. Y rasga los aires una bocina

ronca con tres silbidos largos y luego con tres silbidos breves. Sale un vapor. La

chimenea, listada de rojo, despide un denso humacho negro; el chorro de desagüe surte

espumeante y rumoroso; a proa se escapan ligeras nubecillas de la máquina de levar

anclas. Lentamente va virando y enfila la boca del puerto; la hélice deja una larga

espuma blanca; en la popa resalta una bandera con tres fajas horizontales: la superior

amarilla, ocupa media bandera; la intermedia azul, y al inferior roja, ocupan la otra

mitad. El escudo de armas en el centro.

Ya ha salido del puerto. Rosa piensa un instante —en ese vapor vierto todos mis

sufrimientos, para que se pierdan en el mar—. Poco a poco se aleja en la inmensidad; el

humo difumina con un trozo fuliginoso el cielo diáfano; el barco es un puntito

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imperceptible. Rosa aún lo puede divisar. El mar, impasible, inquieto, eterno, va y viene

en su oleaje, verde a ratos, a ratos azul; tal vez, cuando soplen vientos de sur, rojo

profundo.

El mar decía Guyau, que escribió sus más bellas páginas al borde del mar —y el mar

vive, se agita, se atormenta perdurablemente sin objeto. Nosotros también —piensa

Rosa— vivimos, nos movemos, nos angustiamos, y tampoco tenemos finalidad alguna.

Un poco de espuma deshecha por el viento es el resultado de batir y rebatir del oleaje —

dice Guyau—. Una idea, un gesto, un acto que se esfuman y pierden a través de las

generaciones es el corolario de nuestros afanes y locuras...

Rosa Santiler siente que una suave congoja llega de la inmensa mancha azul y

envolvía su espíritu. Un campesino, que en la casa vivía, y que sudaba y trasudaba

tratando de cortar inútilmente un enorme rosbif, levanta los ojos. En ellos también había

un poco de tristeza. Este campesino es un anciano, tiene la cara pálida, sin afeitar desde

hace muchos días; su bigote cae lacio por las comisuras de la boca, y cuando sonríe

muestra por los lados, en sus encías lisas, dos dientes puntiagudos que asoman por la

pelambre del mostacho. Lleva unas botas de hule, pero están muy estropeadas, como

estropeada está su vida. Este campesino es un fumador crónico. Por eso, sin duda, tose

pertinazmente, inclinando su cuerpo flaco, poniéndose la mano delante de la boca.

Rosa observa al campesino con amor infinito —y piensa— en su propia vida. Está

segura que este campesino se envenena, aniquila sus pulmones con esa terrible droga: el

tabaco.

El viejo campesino tose y vuelve a toser, encorvándose, poniéndose la mano delante

de la boca. El viejo campesino prefiere el tabaco ante la comida, y Rosa Santiler se

pregunta ¿Quién tiene la culpa? ¿Será su propia culpa? ¿Tal vez el comerciante? o

¿quizás el Estado? Luego se dice para sí, mientras observa al anciano que aún tose: Sea

la culpa del comerciante, del Estado, o de otro; el hecho es que están vendiendo la

muerte a este pobre campesino. Este campesino es una víctima más del hombre. Por un

instante recuerda Rosa Santiler el momento en que desconectó el ventilador a su

hermana, para que ésta muriera en paz. Vuelve a preguntarse ¿Acaso no están haciendo

lo mismo el comerciante, el agricultor, el industrial y el mismo Estado con este pobre

campesino y con millones que como él son adicto al tabaco?

Ahora el viejo campesino se marcha tosiendo, poniéndose la mano delante de la boca.

Rosa Santiler lo sigue con la mirada. El viejo campesino se pierde por el camino, entre

los matorrales. Se hace un largo silencio. Un cerdo, de rato en rato, pasa gruñendo; calla,

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se detiene y hociquea en las aguas sucias un momento; gruñe de nuevo y avanza otra

vez con un corto tropecillo nervioso... Llegan cacareos de gallos y ladridos de perros.

Rosa siente como si hubieran pasado tres o cuatro horas en este ambiente de soledad, de

aburrimiento, de inercia, de ausencia total de vida y de alegría. Mira el reloj que lleva

abrazando a su muñeca izquierda; son las dos; ha transcurrido media hora.

Pocos minutos después, específicamente, a las dos y cuarenta y cinco minutos; allá

en San José, en la sala del hospital, en aquella sala donde Karen se mantiene en guerra

abierta contra la muerte; los médicos logran controlar las convulsiones.

El estado comatoso de la enferma, es mucho más acentuado, como más acentuado es

el dolor que siente Helen Soto.

La calma torna a la sala. El sol, que se ha ido corriendo poco a poco, marca sobre el

aljofifado pavimento en vivo cuadro. A lo lejos, las campanas de las tres caen lentas.

Hacia el hospital partió Sebastián, desde su funeraria La Piadosa. Lo mismo hizo

Ramón Quirós. Carmen Soto, llegó al hospital y acompaña a su hermana en su tormento.

Karen ha superado una nueva embestida de la muerte que la pretende. Yace en coma

profundo, con el ventilador que le hincha el pecho en cada inspiración. Helen Soto no

abandona su puesto de vigilia en aquella habitación.

Ha estado muy mal— dice Helen a su hermana— varias veces ha convulsionado.

En estos instantes, penetra a la habitación, Ramón Quirós y en pos de éste, su primo

Sebastián.

Luego de algunos minutos de silencio, Carmen invita a los dos hombres, salir al

pasillo. Coordinan su plan de solicitar la eutanasia. Hablarían con el doctor Monge.

¡Qué suerte! —Exclama Carmen— ahí viene el doctor Monge. Le plantean su deseo.

El galeno manifiesta su franco desacuerdo en practicar la eutanasia. Pero, da a

conocer, sobre una discusión clínica que tendrá lugar al día siguiente, precisamente,

sobre Karen. Promete informar los detalles luego de finalizada la discusión.

La tarde muere. El sol se esfuma tétrico. En el cielo una enorme nube roja en

forma de fantástica nave camina lenta. Esta misma tarde, Catalina Marte, fue a la

iglesia. Se ofreció una novena. Es una novena que le hacen a San Francisco. Delante

de la iglesia se abre un pequeño parque plantado de laureles.

San Francisco cae por octubre. Los pámpanos comienzan a amarillear; sopla el

viento por las noches y hace gemir una ventana que se ha quedado abierta; el cielo se

cubre de nubes plomizas, y llueve de cuando en cuando en largas cortinas de agua.

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La vieja, Catalina Marte, sin embargo de que hace mal tiempo, sale a la novena.

Mejor hubiera sido que no lo hubiera hecho, en la puerta de la iglesia le dan una mala

noticia: ¿Sabe usted? Don Pericles Mirambell ha muerto...

La vieja se pone pálida. Don Pericles estaba muy viejo; ella también está muy

vieja; luego puede morirse lo mismo que él cualquier día. Sin embargo, recapacita y

dice que don Pericles padecía de muchos achaques y era natural que muriera.

Después pregunta de qué se murió, y le contestan que se quedó de pronto frío le

faltó el aire; es decir, que se ahogó. Entonces, Catalina Marte piensa que el médico le

dijo que ella padece también de asma y que bien puede suceder que un día le falte el

aire como a don Pericles.

Ya no le hace provecho la novena. Catalina está muy triste; no somos nada; en un

momento podemos vernos privados de la vida. Señor, Señor —dice Catalina—,

¿pones ante mí la muerte a todas horas? Ya que me he de morir, llévame de este

mundo sin angustias y sin sobresaltos.

Pero el Señor no oye a la pobre vieja. A la mitad de la novena sale de la sacristía

un monaguillo que lleva un farol y va tocando una campanilla; detrás viene un

clérigo con el Viático.

Es que van a llevárselo a un enfermo que agoniza... Catalina al verlo sufre una

conmoción. Vuelve a suspirar y a invocar al Señor, mientras entre sus dedos secos

van pasando los granos del rosario de nogal.

De que se termina la novena, Catalina vuelve a su casa. Algunas veces se detiene

en la puerta charlando un momento; pero esta tarde está tan triste por las emociones

recibidas, que no tiene gusto de hablar con nadie

Son la seis. Catalina Marte llega al hogar. La estancia está en silencio. Va hacia el

cuarto donde su hermano se encuentra. El anciano párroco está cada vez más débil y

achacaso. Ya Lorenzo Marte abordó su cama. Reposa el anciano en su cama ancha.

Sus brazos están extendidos sobre la sábana. Sus manos son transparentes y

temblorosas. Sus ojos están entornados. En su rostro se muestra un sosiego dulce.

Lorenzo Marte respira con trabajo. De rato en rato, un gemido se escapa de sus

labios. Ya se remueve un poco; una ancha inspiración hincha su pecho; sus ojos se

abren intranquilos. Luego exclama con voz larga y suave:

¡Ay Catalina! ¡Ay Catalina!

Ha llegado la unción hace un momento y fue poniendo sobre sus ojos, sobre sus

oídos, sobre sus labios, sobre sus manos, sobre sus pies, los santos óleos.

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Lentamente se fue sosegando el anciano párroco; sus párpados descienden

pesados y se cierran; su cuerpo yace inmóvil...; ya no tiene temblor; todo está quieto;

los rayos del sol se filtran por la parra y caen en vivas manchas sobre los ladrillos del

patio; el jilguero desenvuelve sus trinos; una mariposa blanca va, viene, torna, gira,

repasa entre los verdes pámpanos. Y, de pronto, el anciano párroco se agita nervioso,

abre mucho los ojos y grita con angustia: ¡Mi espíritu!... ¡Mi espíritu! Sus manos se

contraen; su mirada se pierde a lo lejos, extática, espantada. Poco a poco, sosegado

de nuevo su rostro se distiende como en un sueño; la respiración se debilita; algo a

modo de una espiración sollozante flota en el ambiente silencioso

Entonces Catalina, que sabe que los músculos son los primeros en morir, y que

cuando muere el corazón y mueren los pulmones todavía los sentidos se perciben en

aterradora inmovilidad; entonces Catalina Marte se inclina sobre su hermano y

pronuncia con voz lenta y sonora: —¡Hermano, hermano—; si me oyes aún, yo te

deseo la paz!

Luego levanta los ojos al cielo y dice: —¡Dios lo habrá acogido en su santo seno!

Inicia un melancólico y prolongado llanto para añadir: —¡Ha vuelto al alma eterna

de las cosas!

Todo queda en silencio; el aire es luminoso y ardiente; en el fondo del patio, allá

en el huerto, sobre el follaje verde, brillan los higos morados, los granados de oro,

los encendidos albérchigos, la mariposa blanca desapareció. Y suena una campanada

larga, y después suena otra campanada breve, y después otra campanada larga...

Llegado el crepúsculo. El cielo se enciende con violentos resplandores de

incendio. El vicario se entera de la trágica noticia. Llega al hogar donde yace muerto

el anciano párroco. Catalina llora, desconsolada, triste, melancólica. También llega a

aquel lugar el padre Suárez y muchas otras personalidades. Todos acompañan a

Catalina Marte en su dolor. Ellos también sufren. Catalina, entre sollozos se acerca al

vicario Miguel Suárez, y dice: —No me dio tiempo padre—, ni siquiera de llevarlo al

hospital. Siempre decía que sólo por la fe vivimos y sólo por ella es tolerable esta

tierra de amarguras.

Yo convengo —dijo el vicario— con ello: la ciencia, en definitiva, no es más que

fe. El gran Balmes tiene, hablando de esto en su obra sobre el Protestantismo,

páginas que son una verdadera maravilla de sagacidad y de lógica... La fe nos hace

vivir; sin ella la vida sería insoportable... ¡Y es triste que la fe se pierda! ¡Y se pierda

con ella el sosiego, la resignación, la perfecta ataraxia del espíritu que se contempla

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rodeado de dolores irremediables, necesarios!

El padre Suárez manifiesta entonces: —El dolor será siempre inseparable del

hombre. Pero el creyente sabrá soportarlo en todos los instantes... Lo que los estoicos

llamaban ataraxia, nosotros los llamamos resignación... Ellos podrían llegar a una

tranquilidad más o menos sincera; nosotros sabemos alcanzar un sosiego, una

beatitud, una conformidad con el dolor que ellos jamás lograron...

Hay una larga pausa. Luego el vicario agrega: —Sí, el dolor es eterno... El

hombre luchará en vano por destruirlo... El dolor es bello; él da al hombre el más

intenso estado de conciencia; él hace meditar; él nos saca de la perdurable frivolidad

mundana...

Catalina Marte, aún solloza, pero escucha los sabios consejos de aquellos dos

religiosos.

Con gran afabilidad, el padre Sanabria señala:—Es preciso creer... Esta tierra no

es nuestra casa... Somos pobrecitos peregrinos que pasamos llorando..., llorando

como estas buenas mujeres (señala unas estatuillas) que también sentían que el

mundo es un lugar de amarguras.

Las horas avanzan. La tarde muere. La noche cubre con su negro manto el

ambiente, como la muerte ha cubierto con su velo misterioso al anciano párroco. Se

oyen sollozos... murmullos... gritos... voces... todos tienen de qué hablar... todos van

y vienen... pero el anciano permanece inmóvil, callado, con su rostro pálido; en su

féretro...

Son las dos de la madrugada...Las calles están desiertas; pasa de cuando en

cuando un obrero, con camisa azul, cabizbajo, presuroso, las manos en los bolsillos.

Un coche se desliza ligero, con alegre tintineo, sobre el asfalto.

El hospital está en completo silencio. En la sala, donde Karen se encuentra, el

silencio también es profundo. Diminutas mariposas giran en torno a las lámparas; por

las ventanas abiertas entra como una calma densa y profunda que se exhala de la

ciudad dormida, de la oscuridad que en la calle silenciosa ahoga los anchos cuadros

de luz de las ventanas. La noche avanza presurosa, veloz, rápida, precipitada. La

calle reposa en el silencio de la noche. De pronto suena una campana dulce y aguda;

en la sala aparece una enfermera vestida de blanco, con una jeringa en la mano. El

cielo está azul; el jardín, las palmeras destacan sus ramas péndulas; más allá, en la

lejanía, aparecen los senos redondos de la colina yerma. La campana vuelve a llamar

con golpes menuditos. La ciudad ha despertado. Se oye el tintinear de los carros y el

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murmullo de las gentes. El sol reverbera en las blancas fachadas. Cuatro a seis

palomas blancas cruzan volando lentamente.

La ciudad ya está en plena vida cotidiana. Se han abierto todas las puertas. Por los

pasillos del hospital se oyen murmullos... hombres y mujeres vestidos de blanco van

y vienen por los pasillos... se oyen camillas sonar. Helen Soto, que se había quedado

dormida, escucha a través de su letargo, este concierto de centenarias melodías, este

concierto de melodías tan dulces, tan voluptuosas, tan tristes, que traen a su espíritu

consoladoras olvidanzas. Se acerca a su hija. Aún está viva. El ventilador le sirve de

soporte, la alimenta con oxígeno, le suministra el aliento. Lleva cuarenta y tres días

conectada a esta máquina que le insufla el pecho rítmicamente.

En otra área del hospital, en el auditorio, un grupo de médicos dilucidan la

conducta a seguir con respecto a una huelga pasada, cuyas promesas de

cumplimiento aún esperan. Otro grupo espera, para oír una charla que se ofrecerá

sobre la eutanasia. El auditorio es amplio y confortable, a la entrada, a la izquierda,

luce apenas un cuadro alto y ancho que adorna la pared, en él se destaca la imagen

del fallecido pediatra Loría Cortés.

El auditorio está lleno de médicos, de enfermeras, de estudiantes... Pero, los

galenos no se ponen de acuerdo. Existe cierta discrepancia entre ellos. Siempre

ocurre así. El anchuroso auditorio está rebosante de una multitud que espera ansiosa.

Los instantes transcurren lentos. De pronto se levanta de entre la gente, el doctor

Monge. Todos callan. El doctor Monge se acerca a la mesa de conferencia. Es un

hombre joven, alto y gallardo. Trae una larga barba. Se envuelve en una blanca

gabacha. La cabellera es negra revuelta. Toma el micrófono y se dirige a los allí

presentes:

¿Qué cosa es, de verdad la Medicina? —dice Víctor Von Wiezsacker— con aire

entre Sócrates y Diógenes.

La mayoría de médicos que le escucharon creían la respuesta obvia y se rieron de

él.

De todas las interrogantes que podemos tener —vuelve a decir el galeno— la que

me interesa ahora es esta Medicina, pues empieza por todas partes la crisis que desde

hace decenios le atormenta. No hace mucho tiempo la Medicina era una cuestión que

debatía entre tres fuerzas: la enfermedad, el enfermo y el médico. Hay una pausa.

Una mosca zumba alrededor de la cara del orador. Este acosa el insecto. Después se

vuelve a aparecer y la torna a tocar en el ala; la mosca rebulle y se pone de patas y

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vuela asustada.

El doctor Monge prosigue: —La enfermedad asalta al enfermo y el médico ayuda

a éste a liberarse de ella. Hoy, la Medicina está sometida a otras tres fuerzas mucho

más poderosas aún: la burocracia del Seguro Social de Enfermedad, la gigantesca

influencia de los laboratorios que fabrican medicamentos y detrás de ambas la

mecanificación y tecnificación del mundo moderno. Factores por un lado

inmensamente positivos: Los laboratorios han hecho avanzar la investigación en

forma prodigiosa, y todos los días realizan una benéfica puesta al día de los

progresos médicos; el Seguro Social de Enfermedad ha puesto al alcance del

menesteroso las más increíbles y costosas realizaciones de la medicina

contemporánea. Por otro lado, la Prensa nos enseña diariamente las maravillas de la

técnica aplicada a la Medicina. ¿Entonces? Estas fuerzas tienen también un lado

negativo: la impalpable influencia, muchas veces inconsciente, de la propaganda

comercial, la mecanización, del acto médico, su deshumanización. Tanto

profesionales como enfermos es evidente que no están contentos. Cada uno se

defiende de la situación a su manera: el paciente con sus triquiñuelas, que van desde

cambiar medicamentos por pasta de dientes a hacerse conceder un par de meses de

vacaciones suplementarias, las famosa licencias médicas. El médico no tiene más

remedio que despachar con excesiva prisa su consulta. La que mejor se ha definido

es la enfermedad. Lo lógico hubiera sido que cada día hubiera menos enfermos; que

la Medicina, por tanto, se volviera más barata. Lo contrario es lo que ocurre: los

gastos de la Medicina socializada crecen en proporción logarítmica; las

enfermedades aumentan y un cuarenta o más por ciento de ellas se escapan por

completo a la comprensión y al tratamiento por la medicina mecanizada.

Todos los presentes escuchan. Reina un silencio profundo. La fuerza de la voz es

tal, y tal lo patético de la entonación, que la gente se siente dormida. La gallardía del

médico subyuga a todos. Todos se sienten conmovidos ante la voz del facultativo.

Hay una pausa. El silencio se rompe. Surge el murmullo de los médicos. El doctor

Monge que había permanecido de pies, ahora torna a sentarse. Mira a la concurrencia.

Se pasa la mano por la frente para proseguir:

—Todo esto trae como consecuencia las llamadas huelgas de médicos, como la

que tuvimos hace apenas unos meses. ¿Cómo es esto posible?, se preguntan las

gentes. El médico no puede declararse en huelga. La Medicina es un sacerdocio. A

esto los médicos replican que no puede ser sacerdocio cuando, sin contar con los

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médicos, organiza a su guisa la asistencia a los pacientes. En forma disimulada

proletariza al médico. ¿extrañarse de que, ahora, los médicos protesten contra la mala

Medicina que se ven obligados a hacer, de que no quieran convertirse en

instrumentos ciegos de fuerzas por su propia naturaleza ciegas para la mitad del

humano sufrimiento?

La solución no está nunca en acuerdos o forcejeos, sino en volver a pensar a

fondo la pregunta: ¿Qué es, de verdad, la Medicina? Hoy se discute si hay que volver

a ésta más humana o más científica. Mucho me temo que al disputar así no sepamos

bien, de verdad, qué es esto de ser más humana o de ser más científica. Yo me

contentaría con que la Medicina fuera más Medicina. La Medicina concierne al

hombre, a lo más sagrado del hombre, y por esto estará siempre más allá de la actual

tecnificación de la ciencia. La Medicina necesita de un concilio moral. Se han

celebrado algunos sobre moral médica que han querido serlo y no lo han logrado.

Debemos seguir preguntándonos a fondo, incesantemente: ¿Qué es, de verdad, la

Medicina? Y ¿cuál es nuestra función? Quizá con ello ahorremos no poca desazón a

los pacientes, a quienes vienen detrás de nosotros.

El doctor Monge Falla hace una pausa. Se oye el estruendo que hacen los

presentes; a la derecha del orador, una tarabilla marcha, marcha con su eterno tictac,

tictac...44 Y los presentes discuten, ríen, se levantan...

Este es el momento en que el médico insigne, sentado tras la amplia mesa, en el

auditorio, prosigue su charla: La población ha sufrido las consecuencias de una

huelga que nosotros hemos protagonizado. Desgraciadamente, las huelgas

continuarán vivimos una época donde el racionalismo no posee virtud para unir a los

hombres. Solo la emoción, el amor o el odio engendran la acción. Y el capitalismo

contemporáneo sólo pare odio, ambición.

Es una época caracterizada por el desarrollo de máquinas, por el crédito, por la

marcha triunfal de la revolución industrial, por el descubrimiento de nuevas fuentes

de riquezas y por conquistas económicas del globo. Y la crisis radica esencialmente

en un desequilibrio entre la producción de bienes y su consumo.

El gran capitalismo industrial ha sacrificado al hombre en aras de una expansión

de la producción. Pero esta es una expansión irracional, puesto que reduce al mismo

tiempo los salarios, los intereses de las sumas prestadas y finalmente el dividendo; y,

44 Tictac. Es la forma correcta. (N del A).

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por consiguiente el poder adquisitivo de todos.

Esto ocurre con la medicina y, en fin con todo... Se ha convertido en una industria

capitalista. Ha subordinado lo humano y lo económico. ¡Hay, pues, que subordinar lo

económico a lo humano!

Afuera el sol va bañando lentamente las blancas fachadas; de cuando en cuando se

oyen campanadas rítmicas y cristalinas de la iglesia. El tiempo pasa lento, despacio.

Los asistentes permanecen sentados, callados, como anonadados, como

desconcertados por una fuerza misteriosa, por un efluvio que ellos no aciertan a

explicar; en tanto que el doctor Monge, erguido, gallardo, se levanta tras la gran

mesa de caoba barnizada para preguntar, haciendo más breves sus palabras:

¿Somos tan inteligentes como para resolver este conflicto? —Hace una breve

pausa y prosigue—:

Según todas las apariencias, la inteligencia no ha sido capaz de organizar la vida

humana. El más bello resultado en la evolución de las formas animales no parece que

haya de ser duradero, la raza humana se halla a las puertas del suicidio. ¿Es que la

evolución se ha metido en un callejón sin salida, como sucedió ya muchas veces en

el transcurso de los milenios de su historia? Los seres, es decir, nosotros mismos, tan

prodigiosamente dotados desde el punto de vista intelectual, estamos tal vez, como

los gigantescos dinosaurios, destinados a desaparecer de la superficie terrestre. Y es

que unos animales desprovistos de instinto y de sentido moral, aunque dotados de

una inteligencia hipertrofiada, son tan incapaces de poder subsistir como los

animales de sangre fría pertenecientes a la época terciaria, que tenía un cuerpo de

monstruosas dimensiones y un cerebro pequeñísimo. La evolución está muy lejos de

realizarse con arreglo a una progresión continua. Ha experimentado innumerables

retrocesos. Nada nos garantiza, pues el porvenir de nuestra raza.

Ahora el orador baja la cabeza sobre la mesa con un gesto de profunda meditación.

El público presente permanece callado, en profundo silencio, como meditando

también. Surge un breve murmullo de entre el público. El doctor mueve su cabeza,

luego la levanta y envuelve a todos en una de esas miradas largas, sedosas, con las

que, en los trances difíciles de la vida, parece que acariciamos a las personas que

queremos.

No se preocupen— les dice—, sonriendo de nuevo, no se preocupen; no sucederá

nada...

El orador torna a sentarse de nuevo, mientras los allí presentes esperan ansiosos,

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codiciosos.

No, hay que encontrar una nueva forma de vida, pues el fracaso de la inteligencia

en la organización de la que llevamos los civilizados es evidente— continúa diciendo

a el doctor Monge.

La razón nunca atraerá a los hombres. Debe añadirse a ella el sentimiento, el

entusiasmo y el amor. Desafortunadamente sólo el odio y la ambición nos concentra.

Por eso estamos aquí hoy, todos reunidos, por la ambición. Y es que los hombres de

hoy día necesitamos una finalidad. Una finalidad para emprender el camino de la

vida. La vida es el texto eterno, la retama ardiente al borde del camino donde Dios da

sus voces. Y para dominar el indócil torrente de la vida medita el sabio, tiembla el

poeta y levanta la barbacana de su voluntad el héroe político. ¡Bueno fuera que el

producto de todas estas solicitudes no llevara a más que duplicar el problema del

universo! No, no; el hombre tiene una misión de claridad sobre la tierra. Esta misión

no le ha sido revelada por Dios ni le es impuesta desde fuera por nadie ni por nada.

La lleva dentro de sí, es la raíz misma de su constitución. Dentro de su pecho se

levanta perpetuamente una inmensa ambición de claridad —como Goethe,

haciéndose un lugar en la hilera de las altas cimas humanas, cantaba:

Yo me declaro del linaje de esos que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.»

Y a la hora de morir, en la plenitud de un día, cara a la primavera inminente, lanza

en un clamor postrero un último deseo, la última saeta del viejo arquero ejemplar:

Claridad no es vida, pero es la plenitud de la vida. Pero, solo nos damos cuenta

que necesitamos claridad, cuando nos estamos muriendo. Esta es la realidad. Hablo

de esa realidad de tan feroz genio que no tolera el ideal ni aún cuando es ella misma

la idealizada. Por eso el médico hace huelgas, el abogado, los maestros... el germen

del realismo se halla en un cierto impulso que lleva al hombre a imitar lo

característico de sus semejantes o de los animales. Las huelgas médicas más que una

necesidad de imitación realista, es una necesidad instintiva, ¿acaso no lo es la

proletarización, la subyugación, el avasallar del patrono o Estado?

Hay aquí —continúa diciendo el galeno— un secreto de las bases de vitalidad que,

por decencia, debe el hombre contemporáneo meditar, comprender; hoy se limita a

ocultarlo, a apartar de él la vista, como sobre tantos otros poderes oscuros —la

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inquietud sexual, por ejemplo—, que, a vuelta de sigilos e hipocresías, acaban por

triunfar en la conducta de su vida.

Lo infrahumano perdura en el hombre: — ¿Cuál puede ser para el hombre el

sentido de esa perduración? ¿Cuál es el logos, la postura clara que hemos de tomar

ante esa emoción expresada, por ejemplo, por Shakespere en una de sus comedias,

con palabras tan íntimas, cordiales y sinceras, que parecen gotear de uno de sus

sonetos? Mi gravedad —dice un personaje en Measure for measure—, mi gravedad,

de que tanto me enorgullezco, cambiaríala con gusto por ser esta leve pluma que el

aire mueve ahora como vano juguete. ¿No es éste un deseo indecente? Eppur...!

Nosotros estamos graves, como el personaje anterior, como lo está Karen, esa

pequeña criatura que se debate entre la vida y la muerte, como lo está el mundo todo.

En mi opinión, toda necesidad, si se la potencia, llega a convertirse en un nuevo

ámbito de cultura. Y el hombre se halla reducido a valores superiores como: ciencia

y justicia, arte y religión. A su tiempo nacerá un Newton del placer y un Kant de las

ambiciones. Así también surgirán las huelgas cuando esa parte de la cultura se

agudiza entre el patrono y el obrero. Todo esto acontece por la falta de finalidad del

hombre. Pues a pesar de que no hay cosa en el orbe por donde no pase algún nervio

divino: la dificultad estriba en llegar hasta él y hacer que se contraiga. A los amigos

que vacilan en entrar a la cocina donde se encuentra, grita Heráclito: ¡Entrad, entrad!

También aquí hay dioses.

Goethe escribe a Jacobi en una de sus excursiones botánico-geológicas: Heme

aquí subiendo y bajando cerros y buscando lo divino in herbis et lapidibus. Se cuenta

de Rousseau que herborizaba en la jaula de un canario, y Fabre, quien lo refiere,

escribe un libro sobre los animalillos que habitaban en las patas de su mesa de

escribir. En fin somos cazadores, que nos sentimos derrotados, como si fuéramos a

combatir con Dios.

Los secretos de la naturaleza los arrancamos de una manera violenta; después de

orientarse en la selva cósmica, el científico se dirige recto al problema, como un

cazador. Para Platón, lo mismo que para Santo Tomás, el hombre científico es un

hombre que va de caza. Poseyendo el arma y la voluntad, la pieza es segura; la

nueva verdad caerá seguramente a nuestros pies, herida como un ave en su trasvuelo.

Eso ocurre ahora... mañana... siempre... el hombre es su propio cazador. Los aplausos

irrumpieron en el auditorio. Finalmente el doctor Monge se incorporó y dijo:

¡Gracias, muchas gracias!

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Son las ocho y treinta minutos de la mañana. La reunión sobre la huelga médica

termina. La conferencia sobre la eutanasia fue pospuesta para las once de esta misma

mañana. Es una inmensa mañana gris de octubre donde los pensamientos y las cosas

están enredados. En la sala donde se encuentra Karen con su ventilador, la luz entra

por los borrosos vidrios. Helen se encuentra allí, también llegan su hermana Carmen;

el padre de la enferma, Ramón Quirós; y el primo, Sebastián. Estos tres últimos

esperan, nerviosos, impacientes al doctor Monge. Esperan los resultados que le traerá

de la charla sobre la eutanasia. El doctor Monge llegó a la habitación. Se acerca a la

enferma, luego de saludar a los presentes. Observa fijamente a la enferma. El rostro

del galeno denota bondad; pero en la comisura de los labios, en el ángulo de la boca,

se marcan dos ligeras arrugas que indican desdén. Desdén tal vez por muchas cosas

preciadas de otros hombres y que él no estima; desdén quizá a causa de la ingratitud

de aquellos familiares, solicitan practicar la eutanasia a esa pobre enferma; desdén

quizá de la inconciencia de la humanidad.

Los ojos del médico, a pesar del íntimo desdén, miran con indulgencia. Hay un

silencio profundo en la sala. El pecho de Karen se preña de aire a procedente del

ventilador que la mantiene viva, sujeta a la vida. El tiempo transcurre rápido, veloz.

Afuera el cielo azul claro se ha tornado en gris oscuro. Ya el sol no castiga a la tierra

con su látigo blanco. De pronto vibra en los aires una campanada, larga, grave,

sonora, melancólica; luego, al cabo de un momento, espaciada, otra, y después otra,

otra, otra...

Esto es agonía —afirma Carmen.

Sebastián torna a mover la cabeza y exclama: —La agonía de la muerte. Sus

palabras, lentas, tristes, en esa sala silenciosa, con las puertas y las ventanas cerradas,

parece una sentencia irremediable.

Afuera una furiosa brisa mece las péndulas ramas de las palmeras. El galeno se

acerca a la ventana. Observa hacia el horizonte. Hay una larga pausa. La luz del día

comienza a disminuir; retumba un trueno, pavoroso, tremendo.

Ya se avecina la lluvia— observa el galeno.

Todos callados, consternados se asoman a la ventana para mirar las nubes

plomizas que cubren el cielo. Brilla un relámpago vivísimo; otro trueno estalla con

un ruido seco y formidable. Comienza a caer una lluvia densa, cerrada. Allá abajo, en

el Paseo Colón, la gente corre despavorida y abre precipitadamente los paraguas que

se hinchan con la brisa. En la sala, una redonda y blanca esfera de un reloj, marca el

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tiempo que se desliza rápido. El doctor Monge se retira de la ventana y de la sala y

en pos de él; Carmen, Ramón y Sebastián Quirós. Le preguntan en el pasillo, y éste

comenta sobre la suspensión de la conferencia, a la vez que informa que tendrá lugar

a las once de la misma mañana.

Llueve a cántaros. El silencio vuelve a apoderarse de la sala. Sólo se escucha el

murmullo de las enfermeras que van y vienen con sus vestidos impecablemente

blancos. El agua chorrea de rama en rama sobre las hojas tersas, en los árboles. Se

escucha en el silencio el son pausado, rítmico, de las goteras en la sala. La cara de

Helen Soto, casi oculta en el rebozo de la cama, luce pálida y ojerosa. Está obstinada

en no dormir. Quiere compartir con su hija aquella agonía tan prolongada. Karen aún

inmóvil, echada boca arriba está en su cama. Todavía la pseudomona cepacea vive

en su sangre. Está tercamente empeñado este microorganismo en exterminar a esta

pequeña criatura, cuya vida depende fundamentalmente de un ventilador.

Carmen, Ramón y Sebastián han regresado. Sugieren el descanso a Helen Soto.

Esta lo rechaza. Afuera el agua discurre con gorgoteos sonoros por los anchos caños,

y los pájaros cruzan aleteando presurosos.

Ramón y Sebastián, parten hacia El Rincón Alegre y la funeraria La Piadosa

respectivamente; Carmen se queda acompañando a su hermana. Carmen se encuentra

ahora parada ante una opaca ventana. El agua corre abundante y rauda por las

alcantarillas; más allá, un festón de espesos matorrales araña el cristal sosegado del

agua que corre rauda. Ahora una rana inicia un croá-croá pertinaz, incansable...

Son las onces de la mañana. La lluvia cesó. El sol arranca fulgores de la tierra

mojada. La actividad vuelve a resurgir en la ciudad humedecida. En el hospital, en el

auditorio, los médicos esperan el invitado que disertará sobre la muerte dulce. Al

invitado todos le llaman, el maestro.

¡Atención! —exclama uno de los presentes— ya está aquí el maestro. El no vive

en San José: vive en una casa cercana de Tres Ríos. Es muy puntual, pero esta vez, la

lluvia provocó su retrasado. Cuando llega a la puerta del auditorio, el maestro saluda

a los que están esperándole, sonriendo con una mueca de malicia y de bondad. En su

faz resaltan dos colores: el rojo, muy rojo, de las mejillas, y el blanco, blanco de

nieves, de la barba. La barba acaba en una puntita aguda; él, de cuando en cuando, se

pasa la mano por la cara, y al llegar a la punta de la barba hace un ligero gesto, como

retorciéndola. Al mismo tiempo, al igual que un autómata, lanza una ligera y discreta

exclamación. En la cara, nieve y púrpura, parece que distinguimos, en lo alto, dos

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granitos de pimienta: son los ojos. Los ojos que se abren y se cierran rápidamente y

que brillan de un modo singular. Brillan cuando se percibe un grato olor de cocina, o

cuando pasa una linda moza, o cuando el maestro cuenta las cosas que sobre la

eutanasia sabe.

Al comenzar esta charla sobre la eutanasia todos escucharán atentos. El auditorio

está repleto de gente con miradas interrogantes. Allí se encuentra el padre Sanabria,

también el vicario, Miguel Suárez.

El maestro se sienta tras la mesa de caoba galvanizada y luego de una breve

mirada en derredor, inicia su alocución: —La preocupación del hombre a través de

los años... de los siglos... ha sido la destrucción de la vida, la muerte, la salvación. La

salvación no equivale a loa ni ditirambo; puede haber en ella fuertes censuras. Lo

importante es que el tema sea puesto en relación inmediata con las corrientes

elementales del espíritu, con los motivos clásicos de la humana preocupación. Una

vez entretejido con ellos queda transfigurado, transustanciado, salvado.

Va, en consecuencia, fluyendo bajo la tierra espiritual del hombre, riscosas a

veces y a veces áspero —con rumor ensordecido, blando, como si temiera ser oída

demasiado claramente—, una doctrina de amor.

Yo sospecho —continúa el maestro— que, merced a causas desconocidas, la

morada íntima de los hombres fue tomada hace tiempo por el odio, que permanece

allí artillado, moviendo guerra al mundo. Ahora bien, el odio es un afecto que

conduce a la aniquilación de los valores. Cuando odiamos algo, ponemos entre ello y

nuestra intimidad un fiero resorte de acero que impide la fusión, siquiera transitoria,

de la cosa con nuestro espíritu. Sólo existe para nosotros aquel punto de ella donde

nuestro resorte de odio se fija; todo lo demás, o nos es desconocido, o lo vamos

olvidando, haciéndolo ajeno a nosotros. Cada instante va siendo el objeto menos, va

consumiéndose, perdiendo valor. De esta suerte se ha convertido para el hombre el

universo en una cosa rígida, seca, sórdida y desierta. Cruzan nuestras almas por la

vida haciéndole una agria mueca, suspicaces y fugitivas como largos canes

hambrientos.

Por el contrario, el amor nos liga a las cosas, aun cuando sea pasajeramente.

Pregúntese ¿qué carácter nuevo sobreviene a una cosa cuando se vierte sobre ella la

calidad de amada? ¿Qué es lo que sentimos cuando amamos una mujer, cuando

amamos la ciencia, cuando amamos la patria? Antes que otra nota hallaremos ésta:

Aquello que decimos amar se nos presenta como algo imprescindible. Lo amado es,

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por lo pronto, lo que nos parece imprescindible. ¡Imprescindible! Es decir, que no

podemos vivir sin ello, que no podemos admitir una vida donde nosotros

existiéramos y lo amado no —que lo consideramos como una parte de nosotros

mismos—. Hay, por consiguiente, en el amor una ampliación de la individualidad

que absorbe otras cosas dentro de ésta, que las funde con nosotros. Tal ligamen y

compenetración nos hace internarnos profundamente en las propiedades de lo amado.

De los demás. Es como si la Humanidad fuera un gran edificio y cada uno de los

hombres, los ladrillos. Debe existir el amor entre los hombres, para que el edificio no

se derrumbe.

El maestro hace una pausa. Los presentes permanecen en silencio. De pronto,

cuando más embebido están, se oye una campanita que toca: din-dan, din-dan...

¡Caramba!— exclama el maestro—. Ha pasado media hora y aún no he dicho

prácticamente nada. Entonces el maestro prosigue: — La Medicina, al igual que el

hombre mismo, vive una etapa de incertidumbre, de confusión, sobre todo, cuando se

trata de decidir el futuro de pacientes condenados a muerte y cuya agonía

prolongamos; como el caso de Karen, por ejemplo.

Otros ya lo han manifestado con anterioridad. La tecnificación de la medicina ha

dado lugar a un fenómeno que empieza a inquietar: la prolongación de la agonía de

los enfermos. Esto preocupa incluso a los pacientes incurables, víctima de una

enfermedad incurable, víctima de una enfermedad terminal con fin incierto y

angustioso. Tenemos que admitir que a muchos de ellos se les ha logrado aliviar las

tremendas complicaciones propias de la inminencia de la muerte debido a la enorme

dedicación de un sinnúmero de especialistas que actúan con dedicación y

determinación.

Esto ha traído como consecuencia problemas muy complejos tanto desde el punto

de vista médico, jurídico como económico. En algunos países europeos ya vienen

preguntándose si estas agonías prolongadas no suponen un desplazamiento de camas,

material, equipos, personal especializado, etc., de otros enfermos que, en cambio,

hubieran respondido al esfuerzo curativo, salvándose.

Estas preocupaciones, han revivido a la eutanasia, a la muerte suave, a la muerte

por piedad, a la muerte sin dolor, sin agonía. Teoría ésta que defiende la licitud de

acortar la vida de un enfermo incurable. Es decir, que la eutanasia, nació para

contrarrestar la cacotanasia o muerte dolorosa, congojosa.

Debido a los muchos casos de los que pudiéramos llamar distanasia y con el fin de

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contrarrestar estos patéticos sucesos, aparecieron las organizaciones internacionales

del derecho a morir dignamente, las cuales en 1980 se unieron para formar la

Federación Mundial del Derecho a Morir.

Usted dice que la eutanasia ha revivido— interrumpe uno de los presentes—;

entonces, ¿cuándo se efectuó la primera eutanasia?

Muy interesante su pregunta— dice el maestro— y se dispone a contestar:

Comenzaré esbozando el concepto desde el principio de la Humanidad —abriendo

una Biblia— y leyendo un pasaje de ésta, Génesis: 6,5):

El señor vio que era demasiada la maldad del hombre en la tierra y que éste

siempre estaba pensando en hacer lo malo, y le pesó haber hecho al hombre. Con

mucho dolor dijo: «Voy a borrar de la tierra al hombre que he creado, y también a

todos los animales domésticos, y a los que se arrastran, a las aves. ¡Me pesa haberlos

hecho!»

Sin embargo el Señor miraba a Noé con buenos ojos.

Yo interpreto esto —dice el maestro— como la primera eutanasia que se realizó

en la humanidad. El señor vio que la humanidad estaba enferma, de odio, corrupción;

que era un mal incurable, un cáncer que echaba raíces, y decidió acabar con ese mal,

con esa agonía del mundo.

Con el diluvio todo lo que había en tierra firme y que tenía vida... murió. Excepto

Noé, su familia y una pareja de animales pareados. Y entonces dijo Dios: «Nunca

más volveré a maldecir la tierra por culpa del hombre, desde joven el hombre sólo

piensa en hacer lo malo. Tampoco volveré a destruir a todos los animales, como lo

hice esta vez.» Pero el hombre continuó derramando su maldad sobre los demás y la

corrupción aumentó. Y obligó a Dios a faltar a su palabra y ordenó destruir las

ciudades de Sodoma y Gomorra. Fue la segunda ocasión que se efectuó una

eutanasia, para evitar la agonía, la congoja de los habitantes de esas ciudades.

A la primera le he llamado —dice el maestro— eutanasia universal, a la segunda,

he convenido llamar eutanasia moral. A partir de esta fecha el hombre ha venido

aumentando aún más sus vicios y la maldad se respira en todas partes como se

respira el aire. Muchas enfermedades acongojan al hombre y en muchas ocasiones,

para librarlo de ese dolor, la muerte le ocasiona. Este tipo de muerte, de una muerte

individual por una enfermedad incurable es la que se ha conocido como eutanasia;

otros, la han llamado muerte por piedad. Nunca antes, hasta ahora, se había aplicado

el concepto de eutanasia a la sociedad, pero la sociedad tiene vida, conforme la

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tengan sus miembros. Se enferma, conforme sus miembros lo hagan también; sufre y

padece de los dolores y calamidades, igual que sus miembros, entonces ¿por qué no

hablar de eutanasia social? ¿por qué no decir que la sociedad actual padece de un

cáncer incurable? ¿Por qué no decir que si no se corrige este cáncer, estaríamos en la

antesala de una nueva eutanasia a esta sociedad que agoniza?

Cuando alguien elimina físicamente a una persona por alguna diferencia (que ella

piensa que sufre) como la raza o el credo religioso, por ejemplo, también se aplica el

concepto de eutanasia social.

Sin embargo, hay que aclarar algunos conceptos. En la eutanasia alguien le

provoca la muerte a una segunda persona, luego estamos ante la presencia de un

homicidio. La Eutanasia que se realiza con consentimiento del enfermo —decía el

papa Paulo VI— es un suicidio y, aquella que se realiza sin su consentimiento es un

homicidio. Creo que debemos mencionar que desde el punto de vista teológico, hay

disparidad de criterios acerca del principio homicida que existió. El diablo, que

indujo al hombre a pecar (Sab 2,24, donde empero, la muerte no ha de entenderse

sólo la muerte corporal), o Eva (Eclo 25,24), son la causa de la muerte. La misma

concepción domina en el nuevo testamento. En Rom. 5, 12,14 y Cor. 15,21 Pablo

expresa la idea de que la muerte vino al mundo a consecuencia del pecado del primer

hombre. Jn (8,44) llama al diablo homicida desde el principio; teniendo en cuenta el

V. 37, este lugar ha de entenderse de la muerte corporal. Aunque debe informarle

que el término eutanasia se cita por vez primera en la Utopía de Tomás Moro (1478 –

1535 cuando fue decapitado), aquí aparece como concepto médico y moral:…

Cuando a estos males incurables se añaden sufrimientos atroces, los magistrados y

sacerdotes, se presentan al paciente para exhortarle, tratan de hacerle ver que está ya

privado de los bienes y funciones vitales… y puesto que la vida es un puro tormento,

no debe dudar en aceptar la muerte, no debe dudar en liberarse a sí mismo o permitir

que otros le liberen…

En Utopía se ve: una atención esmerada a los enfermos, una enfermedad

intolerable, que legitima la muerte voluntaria y la eutanasia, tiene en cuenta los

derechos de las personas: responsabilidad moral, libertad, los sacerdotes son

intérpretes de la divinidad.

Jack Kevorkian, médico patólogo de Missouri, recientemente al anunciar un

invento (1989), una máquina que permite a los pacientes con enfermedades

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terminales suicidarse con sólo apretar un botón, sin sentir ningún tipo de dolor, lo

que ha sido considerado como la forma más moderna de empleo de eutanasia.

Kevorkian, también llamado «médico de la muerte», es el creador del sencillo

equipo consistente en dos sueros, uno con sedante y el otro con veneno, que los

pacientes se aplican en forma simultánea con sólo presionar un interruptor. Estrenó

su máquina del suicidio con Janet Adkins, un ama de casa de 54 años de edad con

Alzheimer.

El Ángel de la muerte como también se le ha bautizado, fue suspendido de su

ejercicio profesional, pero afirma: «Esto no es un caso sobre el derecho a morir. Es

acerca del derecho de no sufrir y ningún gobierno puede obligar a una persona a

mantenerse con vida contra su voluntad».

El médico anunció que se propone extraer los órganos sanos de sus pacientes

fallecidos, que así lo soliciten, para donarlos a personas que requieran trasplantes.

Las controversias y polémicas surgidas a partir del anuncio de este patólogo unidas a

las del oncólogo Ton Woute, director del Departamento de Oncología infantil del

hospital Emma de Amsterdam, han revivido la práctica de la eutanasia.

Woute expresa: «Hay casos en que no puedes simplemente quedarte mirando

cómo el niño agoniza lentamente. Tienes que ayudarle. Existe el tratamiento del

dolor, y combatir el dolor intolerable puede acortar la vida. Se hace con mucho

cuidado… y por mis colegas españoles y de otros lugares, sé que allí se hace

exactamente igual, pero a escondidas. La única diferencia es que en Holanda no hay

tabúes.»

El maestro hace una breve pausa. Se acaricia su blanca barba y pregunta, al

galeno interesado sobre la primera eutanasia: ¿Satisfecho?

A lo que el médico responde, moviendo la cabeza en ademán afirmativo; mientras

le brindaba una amplia sonrisa.

Entonces el orador, reinicia su charla, diciendo: —Tras la furia homicida de la

última guerra escribió el arqueólogo suizo Christoff Simonett un breve libro

OANATOZ, buscando el recuerdo de la consideración de la muerte por los griegos un

consuelo a la devastación y al horror. Hipócrates, afirma en su juramento, que no

dará medicamento mortal por más que se lo soliciten. Platón (427-337 a. C), en La

República dice: «Se dejará morir a quienes no sean sanos de cuerpo». Tácito, en sus

anales de Roma, narra la práctica de la eutanasia: «muerte sin dolor por miedo a

afrontar conscientemente el sufrimiento y la propia destrucción.» Por su parte Séneca

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dijo: «Es preferible quitarse la vida, a una vida sin sentido y con sufrimiento.»

Cicerón le da significado a la palabra eutanasia como «muerte digna, honesta y

gloriosa.» Epicteto predica la muerte como una afirmación de la libre voluntad. La

frecuente experiencia que el médico hace de la muerte también le lleva, en ocasiones,

a escribir sobre ella...

Así, Avicena, médico y filósofo árabe del siglo X, escribió un tratado sobre la

liberación del temor de la muerte, y Sir William Osler, el gran médico anglosajón,

tenía en su biblioteca un rincón donde coleccionaba libros sobre la muerte, la

inmortalidad, la longevidad, los fantasmas, los entierros prematuros… Paul Voivenel

publicó en 1934 un libro, Le médicin devant la douleur et devant la mort, que hoy

parece mediocre, pero que todos leyeron en aquellos tiempos.

El maestro es interrumpido nuevamente, al preguntar uno de los presentes:

¿Considera usted a la muerte como un acto doloroso?

El maestro vuelve a acariciar su puntiaguda blanca barba para responder:

Sigmundo Freud, según cuenta Ernst Jones, su biógrafo, un día al despertar de

uno de sus desvanecimientos, exclama: «Que agradable debe ser morir». En realidad

sin que su conciencia se diera cuenta de ello, su subconsciente repetía una famosa y

postrera frase de otro gran médico, de William Hunter: «Si tuviera fuerzas bastante

para sostener una pluma en la mano escribiría qué cosa fácil y placentera es la

muerte».

¿Entonces, piensa usted—vuelve a preguntar el mismo personaje— que realmente

la muerte es un placer? o ¿me equivoco?

W. Osler era un gran defensor del acto de morir—responde el maestro— y lo

obsesionaban unos versos de Sherlley, que evocaban una oda horaciana:

Es suave la lenta necesidad de la muerte que el espíritu sosegado bajo su abrazo sin gemido; sin miedo casi, resignado en paz a la fatalidad; tranquilo, como viajero que parte a París lejano; tan lleno como el asombro y de esperanza. Es interesante releer hoy, treinta años después de su muerte, el libro de Noboa.

Para Noboa, el biólogo, hay una variante de la muerte que se define por pérdida de la

individualidad sin formación de despojos funerario. Lo que nos recuerda a Miguel de

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Unamuno con la angustia por la pérdida de su Yo, su ser individualísimo.

¿Piensa usted —interrumpe uno de los presentes— que la angustia, el aislamiento

o la soledad puede contribuir a la muerte de una persona?

En realidad —responde el maestro— no hay soledad ni hombre solo, si sabe

aprovechar el alma de su cuerpo y el cuerpo de su alma. Desafortunadamente no sabe

o no quiere poner en práctica este concepto el hombre que, persiste en su obstinada

preocupación por la muerte.

Si me permiten —solicita el maestro— expondré algo que estuve leyendo hace

poco acerca, precisamente de esto. En regiones donde los hechiceros practican el

maleficio se habla de que puede incluso producirse la muerte, sin causa explicable,

del desventurado que es objeto de pouripouri o de prácticas similares, según

experiencias de algunos médicos. Ya se sabe que esto se debe a que la víctima queda

emocionalmente aislada, de manera absoluta, del resto de la comunidad. Este

aislamiento desorganiza de tal forma su personalidad que cuando la tribu vuelve a

interesarse por él, considerándolo víctima propiciatoria, el desechado lo prefiere, aún

cuando sabe que esto significa que va a morir. Cuando la tribu lo deja solo, en la

más absoluta soledad, le aterroriza de tal modo que considera como una liberación el

segundo movimiento de sus congéneres, aunque ahora le estiman como víctima

sagrada de que va a someterse, para bien de los demás, al rito sanguinario de la

muerte.

Según relata ese libro —continúa el maestro— ya en 1942 el gran fisiólogo

americano W. B. Cannon se ocupó seriamente de un fenómeno similar. También la

muerte por voodoo es la que se produce por sortilegio o magia negra cuando un

sujeto de una tribu es condenado por el chamán, medicimán o brujo. Cannon piensa

que la muerte por voodoo puede ser debida a un choque o estrés emocional, con

hiperactividad del sistema simpático-adrenal, y cita al psiquiatra español Mirra, que

observó durante la guerra de 1936 a 1939 muertes por lo que él llamaba «síndrome

de ansiedad maligna». Según se afirma, ésta se la observa entre indígenas de

Sudamérica, África, Australia, Nueva Zelandia y las islas del pacífico, así como

también entre los negros haitianos. Muchos científicos han tenido que admitir esta

muerte inducida por el terror y la describen como pintoresca o curiosa.

He aquí un ejemplo clásico —exclama el maestro— de la muerte por la soledad.

Por otra parte, los enfermos, sobre todo, los incurables; se sienten solos y esa soledad

ligada al temor, que tiene todo humano a la muerte, acelera su desencadenamiento.

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Lo importante es no temerle a la muerte; los cobardes, los que le temen, mueren

muchas veces; los valientes, los que no le temen, solo una vez.

Cuando un enfermo ha sido informado de su muerte inminente, cae en crisis, se

torna melancólico, triste, desesperado y esto se transforma en agonía. Sin embargo,

ningún hombre, ni siquiera el médico, sabe cuando se aproxima el fin de sus días y

entonces cuando llega ese fin nos sorprende y jamás nos damos cuenta.

El temor es lo que realmente duele. La muerte en sí no causa dolor, no se siente;

tan solo se piensa. Esta agonía, en estos enfermos incurables, es lo que ha dado vida

a la eutanasia.

— ¿Está usted de acuerdo con la práctica de la eutanasia —pregunta otro de los

asistentes?

—No, no lo estoy.

¿Por qué ?—vuelve a interrogar.

La muerte es un fin necesario y cuando ha de venir vendrá —responde el

maestro— Nadie tiene derecho a violar el primer derecho de la naturaleza: la vida.

¿Acaso se puede violar el derecho de morir cuando le corresponde a uno,

prolongando la agonía del condenado? —vuelve a interrogar el mismo galeno.

El maestro acaricia su blanca y puntiaguda barba, piensa brevemente y responde:

—Eso se llama instinto de supervivencia del hombre. Debemos luchar por ella, de lo

contrario estaríamos perdidos. Es decir del hombre, defender la vida ante las

enfermedades; como es deber también —decía el papa Paulo XI— defenderla de la

multiplicación de la eutanasia.

¿Piensa usted que la tecnificación de la medicina, puede en algún modo contribuir

con la eutanasia? —pregunta otro de los presentes.

No sólo favorece la eutanasia, sino que también deshumaniza el acto médico.

Debemos reconocer —dice el maestro— también sus grandes beneficios. Dentro de

poco —exclama por último— los médicos seremos técnicos que sólo sabremos

manejar equipos, y el paciente será una máquina más.

Son las doce y treinta de la tarde. Afuera el ambiente de humedad se ha tornado

seco. El azul del cielo es pálido. Adentro, en la sequedad del aire, todos los

elementos nocivos de la ciudad, se expanden. En el jardín se mecen péndulas las

ramas de las palmeras. En la sala donde se encuentra Karen los momentos son de

tristeza, la agonía prosigue. Helen Soto permanece en silencio, mientras Carmen se

desespera. Espera con impaciencia al doctor Monge, quien le informará acerca de

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suspender el ventilador a su sobrina.

Carmen no puede matar sus pensamientos. El pensar obstinado, continuo, contra

su voluntad, acerca de acabar con la vida agónica de Karen; la abruma

dolorosamente día y noche. En esta sala la tristeza se va condensando poco a poco y

lleva a determinar una modalidad enfermiza, malsana, abrumadora.

En el mismo edificio, allá en el auditorio, el maestro continúa su charla, más bien

su conversación, sobre la eutanasia. El maestro se encuentra frente al público, en

silencio, acariciándose su blanca y puntiaguda barba.

Alguien rompe el silencio al preguntar: — ¿Existe algún amparo legal, para la

práctica de la eutanasia?

—No; no existe ningún amparo legal. La eutanasia es injustificable desde la

perspectiva jurídica actual, es un homicidio, dado que la muerte sobreviene por una

segunda persona. Sin embargo, al igual que por ejemplo, la prostitución, se efectúa y

no es castigada. Supone introducir una excepción en la protección general de la vida

humana. En sentido estricto, supone otorgar autorización a una persona para que

mate a otra. Desde el punto de vista social consiste en delegar el permiso a un grupo

social para que pueda matar sin consecuencias jurídicas a personas en una situación

de vulnerabilidad y dependencia especiales. Es más, parte del sufrimiento de estos

enfermos tiene un origen social: la opción eutanásica permitiría eludir la solución de

esos problemas sociales.

¿Piensa usted que existen muchos partidarios de la eutanasia —pregunta otro de

los asistentes?

Pienso que todos los hombre —responde el maestro— en un momento dado son

partidarios, aunque de manera indirecta. Y sugiere —permítame poner algunos

ejemplos: Un drogadicto es un enfermo que agoniza, que sufre, que vive triste,

melancólico, solo; que le hace falta su droga; y mientras más la usa, más falta le hace,

hasta que llega un momento en que muere por la misma droga.

La muerte del drogadicto, luego depende de una cadena de personas que van

desde el que cultiva la marihuana, por ejemplo, pasando por el traficante hasta el

consumidor propio. ¿No son estas personas homicidas? ¿No son estas personas

propiciadoras de la eutanasia?

Otro ejemplo sería —dice el maestro— el que se está dando con las naciones.

Actualmente existen dos sistemas políticos bien definidos y diametralmente opuestos:

el democrático, el socialista. Cada uno de ellos tiene su máxima representación.

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¿Qué resulta?, que cada uno quiere imponerle a las naciones más pequeñas su

sistema, que ellos consideran modelo.

Para esa imposición, matan, sacrifican, violan al hombre y su derecho. Someten a

naciones a bloqueos económicos, al hambre, por último a la muerte; pero según esa

potencia; la pobre nación agoniza, está enferma de un cáncer incurable, del

comunismo y deben evitar su metástasis a otras naciones. ¿Acaso un pueblo o nación

puede ser condenado por haber escogido su propio destino, siguiendo ruta diferente

de otras naciones? ¿Acaso, las naciones deben sujetarse al sistema de los más

poderosos? o ¿Acaso tienen derecho las potencias de trazar el modo de vida que

debemos seguir las pequeñas naciones? ¿No están éstas sacrificando a una población

inocente, matándola de hambre, con sus bloqueos económicos, con sus mentiras, con

sus acusaciones, supuestamente agonizan del cáncer del comunismo? Luego, ¿no

están practicando la eutanasia?

Los presentes escuchan atentos, en silencio. Las palabras del maestro se tornan

más aguda al decir: El hombre, las potencias... hacen esto con un propósito: la

ambición, el poder... ¿Creen ustedes que Beethoven escribió la Sinfonía Heroica tan

sólo por el placer de crear música? Pues no, lo hizo en homenaje a la Revolución

Francesa y a su diminuto soldado (de 151 cm de estatura), el general Bonaparte.

Milton no escribió su Paraíso perdido al solo objeto de legarnos un poema, sino para

que: «Yo pueda afirmar la providencia eterna y justificar las vías del Señor ante los

hombres.»

Miguel Ángel no pintó la capilla Sixtina con el propósito de decorar una pared,

sino para hacer sensible a nuestros ojos la omnipotencia Creadora de Jehová. En fin

—dice el orador— siempre hay una ambición superior que el hombre...las naciones

llamadas potencias pretende.

¿Quién ha de ser el dueño del mundo? —preguntaba Nietzsche— Y ya en 1913

Ernest Horneffer anunciaba elocuentemente que la próxima guerra se pelearía por el

poder organizado de todo el globo terráqueo. Y prometía la victoria a los alemanes

fundándose en que éstos habían creado por si mismo su propio Dios, el Estado, con

las palabras de Schiller:

(Orgullosamente puede decir el alemán... El se ha creado su propio valor»).

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«La ilusión del derecho triunfó por sí misma, pero resultó engañoso».

Así como el pensamiento alemán de aquella época, hay potencias hoy día, que se

creen ser dueñas del mundo, ser el sistema puro y limpio, ser el ejemplo que las demás

naciones deben seguir. ¿Acaso tienen razón? Así como esas naciones, hay hombres que

también creen tener derecho de disponer de la vida de los demás, incluso médicos. Lo

hacen a través de la eutanasia. Visten al homicidio con traje de ángel y le colocan la

máscara de la inocente piedad.

Finalmente el maestro narra toda una cronología de la muerte deseada. En 1906, —

afirma el maestro— se originó una fuerte polémica sobre el derecho a una muerte digna,

por el rechazo para regularizar la eutanasia en el estado de Ohio (USA). Más tarde, en

1920, Frank Roberts envenena con arsénico a su mujer a petición de ésta, que sufría

esclerosis múltiple. Fue condenado a cadena perpetua. En 1934, Uruguay se convierte

en el primer país del mundo en dar un paso hacia el reconocimiento de la eutanasia en

su Código Penal, tras no inculpar al autor de un «homicidio piadoso». En 1935, Lord

Monyihan y el doctor Killick Millard fundan en Inglaterra la Sociedad de Eutanasia

Voluntaria. En 1939, en Alemania se constituye el Akion 4, un plan eutanásico para

eliminar a las personas que tuvieran «una vida que no merece ser vivida». El programa

afecta a recién nacidos con deficiencias físicas y mentales. En 1940, la eutanasia

eugenésica del nazismo se amplía primero a «idiotas y dementes adultos» y después a

negros, judíos, gitanos y homosexuales. En 1971, la doctora holandesa Geertruida

Postma inyecta una dosis letal de morfina a su madre, que sufría las secuelas de un

derrame cerebral. Postma es acusada de homicidio, pero dos años más tarde los

tribunales la condenan a un año de prisión condicional por la práctica de una eutanasia

activa voluntaria. El gesto de Postma abre un debate público en el que otros médicos

reconocen haber realizado eutanasias. Por último, los familiares de Nancy Cruzan, una

mujer en estado vegetativo desde hacía tres años y cinco meses consiguen que la corte

Suprema estadounidense autorice su desconexión de los sistemas que la mantenían con

vida. Como pueden ver los primeros movimientos proeutanásicos surgieron a principios

del siglo. Sus mentores, que han luchado porque se reconozca el derecho a morir

dignamente, se han topado con innumerables trabas científicas, legales y morales.

Afuera el cielo, por encima de las casas, brilla en su azul intenso. Los instantes pasan

en plácido sosiego. En el jardín hay dos cipreses. Al pie de un ciprés un estudiante lee

en un libro. En el ciprés se posa un pájaro y gorjea. El estudiante levanta los ojos y lo

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mira absorto. El libro cae de sus manos. El estudiante está pálido; su cuerpo es tenue;

sus manos son transparentes; sus ojos miran ávidos...

En el auditorio, —el maestro terminaba su charla—discusión con esta frase: El poder

humano no tiene jurisdicción sobre los pensamientos, ni sobre los movimientos de

sentimientos, medio de que se valen los medrosos en siglos peligrosos, por comunes a

sentidos diferentes. Pero un trizo hubo, no se si más aún quiso privar de esto a los

hombres.

El público se levanta. Hay aplausos... felicitaciones... discusiones... luego el maestro

se retira acariciando su blanca y puntiaguda barba.

Pocos minutos después llegaba el doctor Monge a la sala donde Karen respiraba a

través de su ventilador. Helen se encuentra al lado de la hija enferma. No sucede nada;

todo está tranquilo. Entra Carmen por la puerta de la derecha y trae en la mano un plato

con un vaso de agua. Al llegar frente a la ventana se detiene. Levanta el vaso y lo mira a

trasluz. Duda un momento y vuelve a salir por donde había entrado. Al cabo de un

instante torna a entrar con otro vaso de agua —o el mismo con otra agua— y le da a

tomar a su hermana. El silencio se adueña de la sala. El doctor Monge se acerca a la

enferma, le obsequia una mirada profunda y bondadosa; luego torna a mirar a la madre

para inmediatamente volver la mirada hacia la enferma nueva vez. Chequea los

parámetros del ventilador, a continuación se retira. Carmen va tras él y le pregunta:

— ¿Qué me dice de la conferencia, doctor?

Lamentablemente —responde el galeno— lo que usted desea es una eutanasia y esto

es un homicidio y por lo tanto es penado por la ley. Debemos esperar; sin intervención

alguna, el desenlace de la enfermedad. Todos sufrimos el dolor —finalmente dice aquel

médico— el sufrimiento es parte del hombre. ¡Debemos admitirlo así! Y se alejó de allí.

Carmen queda anonada, triste, melancólica; su mente no logra entender el por qué

de las cosas. No logra matar aquel pensamiento de terminar de una vez por todas con la

agonía a que los médicos han sometido su sobrina.

La tarde avanza lenta, despacio. Cubre la tierra un techo blanco, algodonado, como

engasado, que de vez en vez deja ver su trasfondo azul intenso. Esta tarde el vicario,

Miguel Suárez; el padre Sanabria y otros, han cumplido con un deber triste: han

acompañado hasta la santa tierra al que en vida fue su amigo, su consejero, un discípulo

de Dios; el anciano párroco Lorenzo Marte.

Esta misma tarde, Carmen Soto ha informado a Ramón y Sebastián Quirós la

negativa de los médicos acerca de poner fin a la prolongada agonía de la pequeña

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Karen. Como presentían la respuesta, han elaborado un plan para tal fin. ¿Cuál será el

plan?

Mientras Karen se debatía entre la vida y la muerte ante la impotencia de la medicina

para aniquilar la pseudomona que se había adueñado de todo su cuerpo y su agonía se

prolongaba a través del ventilador y, Carmen junto a Ramón y Sebastián esperaban la

oportunidad de poner en marcha su plan de exterminio a tan prolongada agonía; en

Puerto Calderas otra vida, vivía sus últimos momentos. En la casa de su difunto tío,

Rosa Santiler ha preparado un brasero. El fuego se va consumiendo en el brasero; una

chispa brilla en la oscuridad sobre la ceniza, como el ojo inyectado de una fiera. Está

anocheciendo. Va llegando la noche; por el Poniente, el cielo se ilumina con suavidades

nacaradas, y las sombras se han apoderado de los rincones de la casa. Una candileja,

colocada sobre la cómoda, alumbra la estancia de un modo mortecino. Se oyen cómo

caen y se hunden en el silencio del crepúsculo las campanas del ángelus. Desde la

ventana se perciben, a lo lejos, rumores confusos de dulce y campesina sinfonía, el

tañido de las esquilas de los rebaños que vuelven al corral, el murmullo del río, que

cuenta a la noche su eterna y monótona queja, y la nota melancólica que modula un

sapo en su flauta, nota cristalina que cruza el aire silencioso y desaparece como una

estrella errante. En el cielo, de un azul negro intenso, brilla Júpiter con su luz blanca.

Rosa Santiler comparte el calor de aquel brasero con el viejo fumador crónico. Este

viejo también es un tosedor crónico y cada vez que tose se encorva y se pone la mano en

la boca. El tabaco ha dañado los pulmones de este viejo que ahora espera la muerte. El

viejo sabe que el tabaco le tiene al borde de la muerte, pero no deja de fumar. ¡Prefiere

morir a dejarlo!

Las llamas tiemblan en la cocina. Ante la casa, sobre la recia estera, se extiende una

banda de zinc brillante. Un quinqué destaca sobre la cornisa de la chimenea su redondo.

Ambos permanecen callados. Afuera cae una lluvia persistente. El agua desciende

por los chorreadores de zinc en consumo rumor de ebullición. Van palideciendo los

tableros de esparto de las ventanas. Ahora Rosa observa al viejo que chupa con ritmo

pausado y armónico, un cigarro criollo, hecho a mano; para luego expulsar una

bocanada de humo gris y toser.

Piensa Rosa Santiler: ¡Ah, ciegos, ciegos de pertinaz ceguera los que no ven el

inagotable interés de la vida del alma, ocupa tan sólo en la consecución de su exterminio!

Las llamas tembletean. Sobre el enorme armario fronterizo al hogar, espejean los

reflejos. El armario es de roble. Tiene dos puertas superiores, dos cajones, dos puertas

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inferiores. Está encuadrado en primorosa greca tallada en hojas y botones. En los

ángulos sobresalen las caras de gordos angelillos; arriba, en el centro del friso, una

sirena sonriente abre sus piernas de retorcidas volutas que se alejan simétricas entre el

follaje. Por una de las portezuelas superiores, abiertas se muestran los innumerables

cajoncillos con el frotis labrado.

Algo de la elegante sobriedad costarricense se respira en la estancia. A uno y otro

lado del noble armario se yerguen los sillones adustos; sus brazos avanzan lucidores; en

el respaldo, sobre el cuerpo negro, resaltan los clavos de cabeza alongada. Sobre los

anchos barrotes destacan áureos en la penumbra como enormes trastes de guitarras.

Las horas pasan lentas, tardas. A lo lejos una voz canta las siete. Al lado de la

chimenea hay una mesilla de salomónicas columnas. La luz del quinqué hace brillar

sobre el negro tablero, entre papeles y volúmenes, una tabaquera de plata, un reloj

achatado, y una interminable cadena de plata serpentea entre los libros y cruza rutilante

sobre el título grueso de un periódico.

El viejo fumador crónico reposa enfermo en la ancha cama. La voz canta más lejos.

Por la ermita resuenan pasos precipitados.

El viejo fumador se incorpora. Rosa Santiler se acerca. El viejo dice: Rosa, mi vida

finaliza. Rosa balbucea algunas palabras de protesta. El viejo fumador prosigue:

—No, no; ni me engaño ni temo... Estoy tranquilo. Acaso en mi juventud me sentí

indeciso... Entonces vivía yo en los demás y no en mí... Después he vivido solo y he

sido fuerte...

El viejo fumador calla. Luego añade:

—Rosa, en estos momentos supremos yo declaro que no puedo afirmar nada sobre la

realidad del universo...

La inminencia o trascendencia de la causa primera, el movimiento, la forma de los

seres, el origen de la vida..., arcanos impenetrables..., eternos...

De pronto canta en la ermita la vieja cofradía del Rosario. El coro rompe en una larga

melopea monótona y llorosa. Las campanillas repican persistentes; las voces cantan

plañideras, ruegan, suplican, imploran fervorosas:

Míranos con compasión; no nos deje, madre mía...

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El coro calla. El viejo fumador prosigue:

—Yo he buscado un consuelo en la religión... La religión es triste. La religión

sintetiza el desencanto del esfuerzo baldío... o el más terrible desencanto del esfuerzo

realizado..., del deseo satisfecho.

La cofradía canta más lejos; sus deprecaciones llegan a través de la distancia, opacas,

temblorosas, suaves.

Rosa escucha atenta al viejo fumador. Este viejo a pesar de ser campesino es un viejo

culto, refugiado en los últimos años en la lectura de obras teológicas. A este viejo lo

conocen en el pueblo como el filósofo.

La lluvia cesa. Hay en el aire una diafanidad, una transparencia extraordinaria; el

cielo es azul y se adorna de infinitas estrellas que fulguran como anoche y como toda la

eternidad de las noches. El carrizal que lleva al río ondula con mecimientos suaves; las

ramas finas y desnudas de los olmos se perfilan graciosas en el ambiente; giran y giran

las gaviotas pausadas; las urracas saltan y levantan sus colas negras. El sordo estrépito

del agua, incesante, fragoso, repercute en la angosta cañada... Y el río, por un extremo,

pasa callado y transparente entre arbustos que arañan sus cristales, para luego morir en

el océano...

Luego de esta pausa, el anciano exclama: — ¡Ah, la inteligencia es el mal!...

comprender es entristecerse; observar es sentirse vivir... Sentirse vivir es sentir la

muerte, es sentir la inexorable marcha de todo nuestro ser y de las cosas que nos rodean

hacia el océano misterioso de la nada... Como ese río —señala el viejo fumador— con

su dedo índice derecho, hacia la distancia, hacia el lugar por donde corre el río.

Ya en la lejanía apenas se percibe, a retazos, la súplica fervorosa de los campesinos,

de los hombres sencillos, de los hombres felices, del coro...

El viejo fumador ha muerto, como murió el río en el océano, como murieron las

voces del coro. La multitud llega al hogar, ofrece sus condolencias. Las mujeres se

muestran llorosas. También el padre de la ermita se encuentra allí. Fue a ofrecer sus

condolencias a la familia del viejo fumador. Afuera, bajo una higuera, observando el

brillar misterioso de las estrellas, hay un anciano. Este anciano fue el amigo de siempre

de aquel viejo fumador, compartió sus penas y sus alegrías y piensa:

No sé qué estúpida vanidad, qué monstruoso deseo de inmortalidad, nos lleva a

continuar nuestra personalidad más allá de nosotros. Yo tengo por la obra más criminal

esta de empeñarnos en que prosiga indefinidamente una humanidad que siempre ha de

sentirse estremecida por el dolor, por el dolor del deseo incumplido, por el dolor, más

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angustioso todavía, del deseo satisfecho... Podrán llegar los hombres al más alto grado

de bienestar, ser todos buenos, ser todos inteligentes..., pero no serán felices; el tiempo,

que se lleva la juventud y la belleza, trae a nosotros la añoranza melancólica por las

pasadas agradables sensaciones. El recuerdo será siempre fuente de tristeza. Yo de mí se

decir que nada hay que tanto me contriste como volver a ver un lugar, una casa, un

paisaje que frecuenté en mi adolescencia, ni nada que ponga tanta amargura en mi

espíritu como observar cómo ha ido envejeciendo..., cómo ha perdido el brillo de los

ojos, y la flexibilidad de sus miembros, y la gallardía de sus movimientos..., la mujer

que yo amé secreta y fugazmente, siendo muchacho.

¡Todo pasa brutalmente, inexorablemente! Yo veo junto a esta mujer deforme, lenta,

inexpresiva..., un gesto, una mirada, un movimiento de la muchacha de antaño..., su

modo peculiar de sonreír entornando los ojos titilantes, su manera de decir no, su

expresión deliciosamente grave al hacer una confidencia...¡ Todo este resurgimiento

instintivo me llena de tristeza casi anhelante! Pienso en una inmensa danza de la muerte,

frenética, ciega, que juega con nosotros y nos lleva a la nada... Los hombres mueren, las

cosas mueren. Las cosas me recuerdan los hombres, las sensaciones múltiples de esos

hombres, los deseos, los caprichos, las angustias, las voluptuosidades de todo un mundo

que ya no es.

La anciana que pasaba con dos niños se ha perdido de vista y el anciano dejó de

pensar en aquella anciana, en su viejo amigo muerto. En el interior del hogar, la

multitud se muestra llorosa. Rosa está tranquila, sosegada ha comprendido

perfectamente cuál es su misión, ha comprendido cuál es el significado de la vida y el

de la muerte. Ya no teme a la muerte.

Son las ocho de la noche. Hay luces brillantes en el cielo. La luna observa con

mirada sobrecogedora, apasionada a la tierra. Es una noche fresca y silenciosa. La

ciudad está dormitando. También lo está Helen Soto en la habitación del hospital donde

su hija prosigue su tormentosa agonía.

A esta hora de la noche y a la luz de la luna que les mira sonriendo se marchan

Sebastián y Ramón y con ellos Helen Soto. Esta noche descansará en el hogar. Ha sido

convencida por todos. Carmen se quedará velando a la enferma. El plan marcha bien.

Las horas caminan lentas, cansadas, sofocadas. Llega el momento de actuar, tal vez

sin embargo, no pueda ser esta noche, hay una enfermera que vigila cuidadosamente a la

enferma, como si sospechara. La tensión aumenta en Carmen, se impacienta. Toma un

periódico tratando de sosegarse, pasa una página, otra, otra...Hay una noticia que le

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llama la atención y empieza a leer: La enfermera alemana, Milchaela Roeder, de treinta

y un años de edad; conocida como El ángel de la muerte fue condenada a once años de

prisión por causar la muerte a quince ancianos enfermos desahuciados en un hospital de

Wuppertal, administrándole inyecciones letales.

La acusada admitió ser responsable de los hechos, justificando que lo hacía por

compasión, por piedad a esos ancianos condenados a morir y portadores de patologías

crónicas y de otra que no tiene cura aún: la ancianidad.

En la noticia salió a relucir el programa original de eutanasia destinado a «purificar»

la raza germana, creado por médicos alemanes, no por Hitler. Aunque Hitler sí permitió

el empleo de instrumentos que otros habían preparado, como por ejemplo, la primera

cámara de gas, que fue diseñada por profesores de psiquiatría de doce importantes

universidades alemanas. Los diseñadores seleccionaron a los pacientes y contemplaron

cómo morían. Luego comenzaron a reducir los «requisitos» para los candidatos hasta

que los hospitales psiquiátricos quedaron prácticamente vacíos.

A estos psiquiatras se les unieron algunos pediatras, que en 1939 empezaron a vaciar

instituciones para niños discapacitados. Para 1945, estos médicos se habían

perfeccionados tanto que ya mataban a niños que mojaban la cama, a otros con orejas

que no eran perfectas y a aquellos con dificultades de aprendizaje.

Al terminar la lectura, la tensión era mayor en Carmen; ahora siente miedo, miedo de

que la vean y le ocurra lo mismo que aquella enfermera alemana; pero, ¡bah! no debo

pensar en eso, se decía; debo cumplir con mi propósito. Solo necesito que la enfermera

salga, pensaba Carmen.

En tanto Carmen esperaba la oportunidad de cumplir con el plan previsto. Ramón y

Sebastián conversaban con el vicario, Miguel Suárez, que les había hecho una visita

inesperada. Habían tratado varios aspectos. Hay una larga pausa y luego Ramón

pregunta:

—Padre, ¿a qué debemos su visita tan inesperada?

El vicario piensa un momento, luego dice, dirigiéndose a Ramón Quirós:

—He leído algunos comentarios que afectan su persona, y como es usted un

contribuyente importante de la iglesia y considerado por nosotros como persona

honorable he querido ponerlo al tanto de tales comentarios.

¿Cuáles son esos comentarios?—pregunta Ramón irónicamente.

Según las malas lenguas —responde el vicario— está usted involucrado con

negocios turbios en su Rincón Alegre, como por ejemplo, vender drogas ¿Es cierto eso?

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Nunca más que ahora pensaba Helen en la muerte para hacerse menosprecio, tal vez

por desilusión y fatiga de todo lo terreno después de una lucha de tantos años contra su

oscuro e impenetrable destino. Su sobria entrega era un sincero reconocimiento de la

derrota, y este desmoronamiento físico venía a hacer más patético y patente su

convencimiento. La vida, lo que había en ella de vida, se le erizaba de paraqués. Una

sonrisa dulce y amarga a la vez, sonrisa de elegante resignación, le señoreaba sus finos

labios. Una compasión humana y señorial de las cosas, la llevaba a disculparlo todo.

Ahora, descendida a su cordura y a su centro, deploraba su lucha estéril, sus enconos y

actitudes, sus asperezas y enfados, sus rifirrafes familiares, su voluntad de amor y de

ascensión por una vida más noble y espiritual.

Si no vale la pena nada, se dice. Todo lo que en Helen era protesta, grito y desafío,

en ella es ahora deseo de silencio, conformidad y acatamiento... Que pasen, que pasen

los demás, a mí permíteme estar a la orilla del camino, hasta que me llegue la hora del

último viaje, tumbada a pierna suelta, sin pensar ni desear. Al pensar de esta manera,

traía a la memoria, sin darse cuenta, a Antonio Machado: «Y cuando llegue el día del

último viaje...»

Pero, sin embargo, esta entrega y abandono a su destino, fuese el que fuese; esta

resignada complacencia en la peripecia humana; este situarse un poco por encima del

bien y del mal... la invadieron de un placer hasta entonces desconocido: el goce que da

tomar la vida y los actos de los hombres en espectáculo grato.

A pesar de su recuperación, aún veía el descalabro de su estructura física. Ya sus

dientes habían recobrado su blancura y hermosura. Su mente aún en desidia recuerda el

pasaje de los libros sagrados:

Iban una vez el Señor y sus discípulos camino a Jerusalén, cuando tropezaron en

medio de la calzada con el cadáver de un perro ya en estado putrefacto. Zumbadora

nube de moscas se abatía sobre él. Así que lo vieron los discípulos y comentaron:

Qué asco de animal; en ese estado de hediondez no puede traer más que

enfermedades —dijo uno.

Tiene los ojos purulentos y las vísceras podridas, buen festín para los gusanos —dijo

otro.

Bien mirado, el cuerpo del hombre y el de los animales en descomposición es un

espectáculo repelente —dijo un tercero.

El Señor nada opuso; se acercó al perro, lo contempló con morosa dulzura, y

exclamó:

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—¡Qué delicia de dientes, tan limpios, hermosos y blancos!

Todo en la vida, aún lo más rastrero, pensará ahora Helen, tiene una brizna buena,

una parcelita sobre la que poder volcar el elogio...; sus dientes limpios, hermosos y

blancos como los del podrido perro.

Por eso, sin duda, disculpaba a don Zacarías —el dueño de la casa donde ella vive—

y sus fechorías, cinismo y maldades, que eran sin cuento y veía sólo el tierno lado del

humor de la vida alcoholizada, con los ojos saltones y la nariz aberenjenada yendo de

casa acosando a los vecinos con los recibos de la renta, que nadie le pagaba a aquellas

alturas, —como si del Fondo Monetario Internacional se tratara— y quejarse luego

lloriqueante:

Esto va mal, muy mal, esto se lo lleva el diablo; no consigo cobrar la renta de

ninguna de las habitaciones...; pero ¿cómo vamos a poder vivir así los propietarios?...

Vamos de mal en peor... Un país en el que no exista un respeto sacrosanto a la

propiedad no es un país, es una tribu de bandoleros... que es lo que Costa Rica es ahora...

el mundo entero: una tribu de bandoleros.

Siempre decía lo mismo. Los que les oían no hacían más que reírse oyéndose estas

sensatas manifestaciones. Luego se le veía pasar a la acera de enfrente y empollar la

finca con borracheriles lágrimas en los ojos.

Mientras Zacarías se quejaba lloriqueante de aquellas personas a las que chupaba el

dinero, como vampiro la sangre; Helen Soto le observaba y pensaba en la bondad innata

del hombre, en la utilización y el aprovechamiento de las pasiones como fuerzas de bien

y de vida, y en otras cosas muy bellas, y comprende entonces la imposibilidad de este

sueño de Arcadia Venturosa, de esa Jerusalén Nueva de hombres sin malas pasiones, sin

vicios, sordideces ni miserias... Habría que creer —piensa Helen— que toda la historia

antigua, moderna y aún actual es mentira, para figurarse al animal humano como un

cordero, más que como una bestia feroz a quien las necesidades de todos han limado los

dientes y han cortado las uñas... Cree que, desgraciadamente, hoy el hombre es malo,

muy malo. La evolución, la herencia pueden cambiar o hacer desaparecer los instintos...,

Sí, sí, es cierto... en el presente, el futuro. Entonces, susurra: Hoy la realidad es dolorosa:

la mentira, la explotación, la tiranía, la guerra, el odio, triunfan. Es preciso destruir el

mal, ser sinceros, ser audaces, no contemporizar, no transigir, ¡marcha hacia adelante

con toda la brutalidad de quien se siente superior a los otros!

Helen se encuentra frente a la ventana, pensando, meditando. Ahora toma un

pequeño libro y empieza a leer: «Dios y el demonio crecen, casi inseparables, en los

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campos de este mundo» —dijo Milton—. El mal, como la vejez, es aquello que sólo

vemos en los demás. El hombre proyecta sobre los demás el mal que no tiene dentro.

Hace una pausa y piensa: —si mi destino es malo, hay otros peores—. Luego prosigue

la lectura:

El maestro Fray Luis de León, en su traducción de la Eneida, puso así en castellano

este pasaje: «Yo, desviándome, les hablaba sin poder detener las lágrimas, que se me

venían a los ojos: Vivid dichosos, que ya que nuestra fortuna se acabó; más vosotros,

unos hados malos nos traspasan otros peores...»

Después que el hombre nace corre el peligro de caer en desgracia, de exponerse a las

fuerzas malignas de la vida. Es que el hombre es siempre un huérfano potencial.

Huérfano posible por pérdida del amparo materno o paterno, pero además, huérfano

forzoso si quiere llegar a ser hombre, a ser el mismo.

Porque el hombre, siempre anda buscándose, sin poderse hallar. Siempre lucha, trata

de tecnificar su saber. Esta tecnificación en busca de superioridad sapiencial lo

autodestruye, lo aniquila, lo consume.

Un psicoanalista, Eissler, recordaba hace dos décadas el episodio de Moisés y Aarón

que nos relatan las Sagradas Escrituras. Cuando para convencer al Faraón de que

liberase a su pueblo, Aarón arroja al suelo su bastón, el cual se convierte en una

serpiente. Hace más de cuatro décadas, en una grave crisis del mundo, los gobiernos de

Occidente pidieron también a sus sabios que diesen una prueba de su poder. Hasta

entonces los investigadores eran gente simpática y laboriosa por la que los gobernantes

tenían una estima muy discreta. Los sabios obedicieron; arrojaron al suelo su bastón y

éste se convirtió también en serpiente que devoró a dos ciudades: Hiroshima y Nagasaki.

Desde entonces los gobernantes han decidido mirar a los hombres de ciencia. La

«prueba de la serpiente», poco a poco, ha ido determinando la ruta de la cultura y de la

enseñanza, desplazando a ese otro saber al que le importa ante todo la verdad,

cualesquiera que sean sus resultados prácticos. Cada día prevalece más esta cultura

técnica, la que confiere al hombre poder sobre la naturaleza. Sería tonto menosprearla;

gracias a ella los hombres tienen mucha fidelidad, esperan que algún día la miseria y la

enfermedad desaparezcan; por ella se ha prolongado la vida humana y colocada en

manos de todas posibilidades de vida, antes irrealizables. Pero allá, en su último fondo,

claro está que en otra esfera distante del de la semicultura, es, en cierto modo, también,

un semisaber. Por eso no puede eludir su sustrato agresivo. No nos debe extrañar la

violencia de la juventud educada en una universidad que, poco a poco, va prefiriendo el

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saber que se atiene a la «prueba de la serpiente» al saber de la verdad por la verdad

misma. Sólo un ejemplo: Las ciencias que se ocupan de conocer al hombre apenas son

estudiadas entre nosotros. Sin embargo, la única esperanza de que la agresividad

autodestructora no siga siendo fomentada por el semisaber, el de los incultos y también

el de los cultos, es volver al saber auténtico, aquel al que la verdad sólo importa, sirva o

no, a los poderes de la tierra. Uno de ellos, el que descubre en el hombre la aniquiladora

violencia que anida en el fondo de su alma.

Esta tarde, es una tarde calurosa; como todas las tardes en Puntarenas. El sol brilla,

con luz cegadora e hiriente, deja caer finísimos hilos de luz blanca, desde un cielo

despejado, surcado de nubes redondas, blancas... sobre un trasfondo azul intenso. La

ciudad, como todos los días, sigue su agitada, su convulsionada... vida cotidiana. La

tranquilidad, la paz, el sosiego ha vuelto calmado el pensamiento desordenado de Helen

Soto; que ahora guarda el libro y se acerca nuevamente a la ventana, como todas las

tardes, para observar los bueyes, que al echarse el sol retornan al hogar cansados; y la

noche descender por el horizonte. Pero, está obstinada; como el mar que observa a la

distancia y cuyo murmullo terco, pertinaz... escucha; en entender el significado, el por

qué de la muerte; le sigue preocupando su sentido, su misteiroso llegar, así de repente,

sin decir nada, sin anunciarse. Menos logra entender el hambre de dominio del hombre

que como una lepra lo consume, lo devora, lo destruye... Piensa que este temor y

desconocimiento a la vez, esta preocupación de algo tan ligado a la vida como la muerte

misma; y este apetito voraz de dominio del hombre es como una laguna, de treinta

millones de años que le separan del homo sapiens.

Vivía Helen aquellos días con su pensamiento confundido e instalado en lo que

resultaba inexplicable, en lo desconocido, en los extraño... «Es más sano para el

pensamiento —dijo Heidegger— deambular en lo extraño que instalarse en lo familiar».

Ahora el cielo está gris. Poco a poco va apagándose la fosca claridad del día. Se oyen

voces, golpes violentos, rechinar de ruedas; un organillo lanza sus notas cristalinas. De

pronto suenan lentas las campanas, en unas vibraciones largas y pausadas... Es la voz de

una iglesia, que suplica a los hombres un poco de piedad.

Yo creo —piensa Helen que aún permanece en la ventana— que los hombres no la

oyen; pero las oigo yo. Cada vez que por la mañana o por la noche ellas ríen o lloran,

vienen a mi espíritu recuerdos de otros días, un poco más felices que estos en que me

veo tan sola. Todavía continúa Helen viendo por la ventana los bueyes llegar, la noche

bajar por el horizonte y las campanas pedir piedad, sin que nadie la escuche.

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La noche ya ha bajado por el horizonte, cubre con su manto todo. Helen aún

permanece en la ventana. Carmen, se acerca hasta donde se encuentra su hermana. La

invita, más bien le sugiere descansar. La invitada acepta con resignación. También

Carmen se retira al descanso cotidiano, al siguiente día partirá hacia la ciudad josefina.

La noche trascurrió rápida. Se fue a descansar por el horizonte, mismo por donde

descendió. Carmen partió hacia San José. Llegó a la metrópoli. El cielo está radiante,

limpio, diáfono: brilla el sol en vívidas y confortadoras ondas; un gallo canta lejano con

un cacareo fino y metálico; se desgranan en el silencio, una a una, las campanadas de

una hora...

Son las once. Avanza por un pasillo del hospital del doctor Monge; se detiene ante el

auditorio. Se introduce en el mismo y escucha al conferenciante que dice:

Los médicos de la actual generación hacen con frecuencia experimentos con la

tecnología. Cuando envían a un enfermo grave a la Unidad de Cuidados Intensivos

(UCI). Muchas veces el paciente se salva, gracias a una maravillosa coordinación de

esfuerzo y de técnicas. Pero, en ocasiones, el enfermo agoniza y el médico no sabe qué

hacer. ¿Cerrar la llave del oxígeno cuando ya no hay esperanza?, ¿está autorizado por

los moralista? Pero ¿quién se atreve a decir si todavía hay o no esperanza? Algunos

enfermos permanecen allí meses, sometidos a intervenciones audaces y prodigiosas,

rodeados de cuidados solícitos, que requieren centenares de determinaciones

bioquímicas, aparatos costosos. Llega un momento en que no sabemos bien si lo que

vive es una persona o un preparado cardio-pulmonar. Entonces es menester el concurso

de una nueva técnica, el electroencefalograma, para saber —al menos eso creemos— si

aquello que pretendemos mantener todavía en vida en realidad está o no muerto. El

diagnóstico de la muerte real se ha convertido en un difícil problema que se debate en la

actualidad. Entre tanto, las pocas plazas que hay en el hospital para estos pacientes

deben quedar libres para otros enfermos con mejores perspectiva de curación. ¿Qué

hacer? ¿Cerrar o no la llave? Decidir que ya no hay esperanza es practicar la eutanasia.

El médico se siente metido en un gran dilema. Mantener a un paciente en estas

condiciones resulta costoso. Si el seguro paga, por el momento no hay problema. Pero

¿puede sostener esta situación una familia? Y ¿quién se atreve a no arriesgar, por débil

que sea, ese debilísimo rayo de esperanza que siempre existe?

Mal que bien, el médico actual discute incesantemente cómo salir de este dilema...

Uno de los presentes sugiere el silencio. El conferenciante prosigue:

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Lo mismo ocurre con nuestros poderosos medicamentos; por ejemplo, los

corticosteroides. El enfermo, salvado al principio por ellos o por ellos aliviados, acaba

desarrollando una habituación, como una toxicomanía. Ha caído en el abismo. El

medicamento se vuelve un enemigo. Involuntariamente el médico ha metido a su

enfermo en la «enfermedad iatrogénica», es «la enfermedad producida por el médico».

¿Será o no homicida el médico en caso de que el paciente muera por tal causa?

Otras veces no es el médico ni el enfermo los culpables. Es la institución. En fin el

médico, el enfermo, la institución, caen, por consiguiente, igual que las naciones

poderosas en el abismo del homicidio, de la eutanasia. Siempre pagará las

consecuencias el hombre.

Así, tenemos ante nosotros al enfermo: un hombre. Para curarle hay que estudiarle.

No se puede hacer esto bien sin dividirlo en sectores. Así nacen las especialidades;

nuestro gran orgullo, lo que ha dado a nuestra ciencia inmenso poder sobre la

enfermedad. Lo primero que hacemos es dividir al hombre en dos cosas. A un lado, el

cuerpo; al otro, el alma. El uno los estudian unos médicos. Dejamos el alma para otros

médicos. No nos damos cuenta que, precisamente alli donde hemos metido la cuchilla

de la disección, hemos dejado herida de muerte la realidad más importante: lo que unía

ambos. Esta es la finalidad de la medicina psicosomática. Hacer ver, de manera crítica,

la realidad destruida por esta cuchilla, la cual sólo se advierte modificando las

estructuras psicológicas del observador, haciendo que éste se dé cuenta de cómo su

estabilización en una cierta manera de ser, que él llama «científica», le ciega para esta

operación. La única que da acceso a la unidad del hombre. ¿No están entonces los

médicos destruyendo a sus propios semejantes?

El conferenciante vuelve a pausar. Surge el murmullo entre los presentes. Tras la

cortina, se oye un ronroneo tenue, y, a intervalos, un tictac obstinado, incansable... da la

hora. El orador prosigue:

Esto mismo ocurre con las naciones. Llaman, de cuando en cuando, a unos hombres,

de buen sentido, para que le saquen de la agonía, le curen su mal... Los eligen como

guías de sus destinos. Pero es cada vez más difícil salir de ese mal. Sin embargo, sólo el

hombre, el hombre aislado, el hombre que es capaz de salirse de la auténtica fatalidad,

puede ofrecer resistencia. Marcuse y seguidores llaman a esta agonía «sistema». El

nombre no hace a la cosa. Todos estamos presos, comprometidos, por el sistema, por la

«auténtica fatalidad» en lo más preciado nuestro.

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En esa pretensión nuestra que cada día se vuelve más problemática, la de ser libre, la

de poder expresar lo que se desea. El suizo Ramuz escribió una vez en su «Diario»: «No

pido ni riquezas ni honores; me resigno a la inseguridad, acepto una vida pobre; pero, al

menos, que pueda dar salida a mi pensamiento, expresarme por entero...; que las cosas

vivas salgan vivas de mi boca». Esta es la tortura de todos y a la vez derecho de todos.

Pero, esas naciones poderosas, atan la lengua de pueblos pequeños, le imponen reglas

de juego... y estos pueblos abortan y matan... las palabras antes de parirlas, nacen

muertas las palabras de su boca... han practicado la eutanasia, las naciones poderosas a

los pueblos que dependen de ellas, «para evitar su agonía», su dolor, su congoja...

mientras ellas, sin darse cuenta, agonizan también.

Las naciones pequeñas. Este concepto no es cuantitativo; designa una situación; un

destino: Las pequeñas naciones no conocen la feliz sensación de estar ahí desde siempre

y para siempre; todas pasaron en algún momento de su historia por la antecámara de la

muerte: Siempre enfrentadas a la arrogante ignorancia de los grandes, ven su existencia

perpetuamente; porque su existencia es cuestión de dependencia.

En su mayoría las pequeñas naciones centroamericanas se emanciparon y alcanzaron

su independencia en los siglos XIX y XX. Su ritmo de evolución es por tanto específico.

Las pequeñas naciones forman «otra América» cuya evolución está en contrapunto con

la de las grandes. Un observador puede quedar fascinado por la intensidad a menudo

asombrosa de su vida cultural. Ahí, se manifiesta la ventaja de lo pequeño: La riqueza

de acontecimientos culturales está hecha a la «medida humana»; todo el mundo es capaz

de abarcar esta riqueza, de participar en la totalidad de la vida cultural; por eso, en sus

momentos mejores, una pequeña nación puede evocar la vida de una ciudad de la Grecia

antigua.

Esta posible participación de todos en todo puede evocar otra cosa: La familia; una

pequeña nación se parece a una gran familia y le gusta llamarse así.

¡Oh!, pequeñas naciones. En la cálida intimidad, cada uno envidia a cada uno, todo el

mundo vigila a todo el mundo. Pero hay uno que se toma las atribuciones de

«padrastro». Generalmente cabeza de gobierno de una gran nación. Por lo general se

cree ser «el sumo».

El orador hace una pequeña pausa. Surge el murmullo en el auditorio. Se pasea el

orador dando pasitos cortos, mientras se lleva la mano a la cabeza. Piensa un momento,

luego torna a preguntar con voz sorna, para concluir su conferencia:

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¿Quién pondrá coto al mal que nos acosa? ¿Quién frenará a las potencias en su afán

de destrucción y muerte? ¿Quién le practicará la eutanasia?

El doctor Monge sale del auditorio, pensando en aquellas sensatas manifestaciones.

No puede dejar de pensar en todo aquello. Observa cómo unos enfermos siguen

agónicos. El médico, la institución le prolonga su agonía y entonces se pregunta un

tanto escéptico:

¿Cuál será la conducta correcta en estos casos? ¿Cerrar o no la llave que le

proporciona el oxígeno?

Las horas pasan. Un reloj lanza cuatro campanadas sonaras. ¿Son realmente las

cuatro? —se pregunta el galeno—. Entonces observa su reloj de pulsera y confirma la

hora. Se dirige hacia el hogar del vicario Miguel Suárez. Tiene sus pensamientos liados,

enredados, confusos... desea algún consejo. El vicario y el doctor conversan por largo

rato de los problemas de la Humanidad... de Ramón Quirós, de la vida, de los

enfermos... de todo.

El vicario calla un instante. Silenciosamente va y viene en la sombra de la tarde. El

reloj marca su tictac infatigable. Mientras el galeno permanece en reposo y callado.

El vicario reinicia la conversación:

Ramón Quirós y otros tantos como él siguen y seguirán en el bajo mundo de las

drogas. Los ancianos morirán irremediablemente de vejez. Habrá niños abandonados,

llorando, muriendo... de hambre; justicias injustas y corruptas; los políticos mantendrán

sus cerebros guardados. En el mar, los peces chicos serán devorados por los grandes; en

la selva, el león mantendrá su reinado; en la Humanidad, las potencias se transfundirán

unidades económicas de las pequeñas; y el rico se alimentará del pobre... el hombre

seguirá violando sus propias leyes.

Ahora el vicario, torna a sentarse para luego proseguir:

Es de saber que en este desdichado siglo de las luces y de los derechos del hombre, el

virus pestilente del liberalismo y la corrupción lo infecciona todo de tal manera que

miasmas deletéreos, que circula hasta en las raíces del integrismo más puro. Es uno de

los mayores tormentos del hombre puro examinar despacio cada idea que se le ocurra

antes de manifestarla y ponerla en cuarentena hasta ver qué grado de matiz de

liberalismo puede tener. ¡Oh, siglo infeliz!

Entonces, —interrumpe el galeno— ¿no tenemos esperanzas? ¿No alcanzaremos la

paz? El vicario, luego de pensar un instante exclama:

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¡Qué de nubes rosadas en el cielo de oro que jamás se han de pintar!... Es inmensidad

de paz mezclada con odio que nos rodea. Paz brota de las luchas por la vida, suprema

armonía de las disonancias; paz en la guerra misma y bajo la guerra inacabable,

sustentándola y coronándola. «Es la guerra a la paz —dice Unamuno— lo que a la

eternidad el tiempo: su forma pasajera. En la paz parece identificarse la muerte y la

vida.

Por eso —continúa el vicario— siempre habrá un hombre, así como usted, sentado.

Parecerá abstraído en una profunda meditación. Tendrá la cabeza el caballero, sentado,

con el codo puesto en uno de los brazos del sillón y la cara apoyada en una mano. Una

honda tristeza empañará sus ojos... ¡Eternidad, insoluble eternidad del dolor! Progresará

maravillosamente la especie humana; se realizarán las más fecundas transformaciones.

Junto a un balcón, en la ciudad, en una casa... siempre habrá un hombre con la cabeza,

meditadora y triste, reclinada en la mano. No le podrán quitar el dolorido sentir de las

cosas... Siempre se estará preguntando, este hombre, sin encontrar respuestas, el por qué

del odio de los hombres, el por qué de las guerras entre los hombres, el por qué de los

robos, la envidia, el rencor, las violaciones, las drogas... de todos los males del hombre

de la Humanidad. El hombre, en cualquier lugar de la tierra, cada segundo, cada minuto,

cada hora... estará con el codo puesto en uno de los brazos del sillón y la cara apoyada

en la mano pensando:

Ya no queda ninguna esperanza. Todo se hunde y nadie es capaz de reconstruir. ¡Qué

ceguera la de los intelectuales! ¡Buscar en las formas políticas y sociales la explicación

de los acontecimientos presentes! ¿No es absurdo esto cuando la causa de todas las

catástrofes radica en la necedad y la histórica vanidad del hombre?

Al hombre le urge conocer y estudia la historia. En este siglo y en los anteriores, la

historia ha dejado de tomar en consideración la vieja orientación psicológica de la

realidad. Quiero decir que en nuestros días el carácter ya no determina el destino. El

destino lo determina la economía. Lo determina la ideología. Lo determina las bombas

(o el poder). ¿Qué le importa al hombre, a la cámara de gas, a la granada, cómo has

vivido? Llega la crisis, llega la muerte y tu patético yo individual nada puede hacer sino

sufrir los efectos.

A veces, la magnitud de la agresividad que bulle bajo la piel de esta ciudad me asusta.

Es algo que está en todas partes. Tropiezas sin querer con el periódico de alguien en el

bus, en hora pico, y te expone a que te rompan la cara. Y es que todo el mundo está que

muerde.

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El lenguaje es la solución. El lenguaje es valor: es la habilidad para concebir un

pensamiento, decirlo y, diciéndolo, hacerlo realidad. Pero el lenguaje es metáfora. La

imaginación y la tecnología han erupcionado la piel del lenguaje a tal punto, que las

cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se

llama ninguna. La inmensa Babel de hoy ha hecho que la sangre del silencio vuelva a

fluir por sus venas.

¿Es justo que a un ser que no pueda vivir por esfuerzo propio, se obligue a vivir,

como un vegetal, sin su consentimiento, es decir, sin la expresión de su lenguaje? —se

pregunta aquel hombre— abstraído en su espíritu contradictor. Entonces el vicario

ofrece una explicación a su propia interrogante.

—En los últimos cuarenta años han surgido recursos heroicos que hacen factible que

los médicos puedan prolongar la vida de sus pacientes críticamente enfermos:

hidratación y equilibrio electrolítico, hiperalimentación, diálisis, antibióticos, cirugía

cardíaca, respiración artificial, trasplante, resucitación cardio-pulmonar.

Infortunadamente no siempre la calidad de vida que se ofrece haciendo uso de aquéllos

está de acuerdo con la dignidad de la persona.

Hay algo más. Las unidades de cuidados intensivos no fueron creadas ni diseñadas

pensando en la parte afectiva, sentimental del paciente. Son totalmente deshumanizadas:

espacios reducidos en los cuales hay inevitable promiscuidad, con pérdida de la

privacidad de los pacientes. Como hay restricción y supresión de visitas, queda el

enfermo asilado del medio familiar y de sus caros afectos, negándosele uno de los

apoyos emocionales más importantes. Los equipos mecánicos, monitorizados, con sus

tubos, cables, luces y alarmas, hacen el ambiente más tétrico e inducen a mayor

ansiedad. Además, hay movimiento inusitado de médicos y enfermeras, órdenes a voz

en cuello, carreras, equipos y aparatos que se movilizan, resucitadores que se ponen en

marcha, camillas que ingresan pacientes críticos y que sacan cadáveres… No puede

ignorarse que muchos enfermos internados en las unidades de cuidados intensivos

logran superar la enfermedad crítica y recuperarse favorablemente. Pero hay otros que

salen de ellas con destino a las salas de cuidados especiales para permanecer allí

semanas, meses o años, sin esperanzas de recuperación alguna, haciéndose acreedores a

la conmiseración general al quedar convertidos en un verdadero vegetal. Sí, son

vegetales pues «viven» pero carecen de las características propias del hombre:

personalidad, memoria, sociabilidad, capacidad de acción, sentimientos, reflexión, etc.

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—No hay duda de que se les coloca en el máximo estado de miseria que puede

atravesar una persona, un ser humano. Vienen a ser como otros nuevos Valdemares. Me

refiero al personaje que utiliza Edgar Allan Poe en su relato Los hechos en el caso del

señor Valdemar. Quienes lo hayan leído no habrán podido sustraerse al sentimiento

simultáneo de misericordia y espanto que despierta. El señor Valdemar era un enfermo

de tuberculosis que, estando in artículo mortis, fue sometido a hipnosis mesmeriana con

el propósito de ver si era posible diferir su muerte. En efecto, en medio de la sorpresa de

los médicos, se logró mantenerlo en estado de sueño durante casi siete meses. Cuando al

fin el hipnotizador decidió despertarlo, el pobre Valdemar exclamó: «! Despiértenme de

prisa! ¡De prisa, de prisa! ¡Despiértenme de prisa! ¡Le digo que estoy muerto!»

Ciertamente, en pocos segundos se encogió, se pudrió entre las manos del insensato

hipnotizador.

Recordemos ahora lo ocurrido a la joven norteamericana Karen Quinlan, quien duró

en estado vegetativo desde abril de 1975 hasta julio de 1985, o lo sucedido a Elaine

Esposito, quien en 1941 entró en estado de inconsciencia luego de haber recibido

anestesia para una cirugía y vino a morir en 1978, es decir, 37 años después, sostenida

todo este tiempo de manera artificial. Por supuesto que por los dos casos citados son

hechos insólitos por la duración de su agonía. Pero basta —afirma el vicario— que esa

distanasia se prolongue una o dos semanas, unos pocos días, para que ya se esté

atentando contra el derecho a una muerte digna. Es que algunos médicos intensivistas

olvidan a veces que las dos terceras partes de los pacientes que están sostenidos por un

respirador artificial durante un coma de por lo menos seis horas de duración habrá

muerte en el plazo de un mes, no obstante haberse usado toda la tecnología; asimismo,

un seis por ciento podrá permanecer indefinidamente en estado vegetativo persistente.

Entonces, —interrumpe el galeno— ¿no tenemos esperanzas? ¿No tendremos

libertad de expresar nuestro deseo de tener una muerte digna? El vicario luego de

pensar un instante exclama por segunda ocasión:

Dada la imperativa necesidad de complacer y de atraer así la atención del mayor

número, la estética de los medios de comunicación es inevitablemente la expresión del

lenguaje, a medida que los medios de comunicación abarcan toda nuestra vida y se

infiltran en ella, el lenguaje se convierte en nuestra estética y nuestra moral cotidianas.

Hasta una época aún reciente, lo moderno significaba una rebeldía no conformista

contra las ideas preconcebidas y el lenguaje. Hoy, la modernidad se confunde con la

inmensa vitalidad de los medios de comunicación de masas, y ser moderno significa un

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esfuerzo desenfrenado por estar al día, estar conforme, estar más conforme aún que los

más conformes. La modernidad se ha vestido con el ropaje del lenguaje.

Los agelastas, el no-pensamiento de las ideas preconcebidas, el lenguaje, son el

enemigo tricéfalo del arte nacido como el eco de la risa de Dios y que supo crear ese

fascinante espacio imaginario en el que nadie es poseedor de la verdad y cada cual

tienen derecho a ser comprendido. Este espacio imaginario nació con la Europa

moderna, es la imagen de Costa Rica, sueños muchas veces traicionado pero, aun así, lo

suficientemente fuerte como para unirnos a todos en la fraternidad que sobrepasa con

mucho nuestra pequeña Centroamérica. Pero sabemos que el mundo en el cual el

individuo es respetado (el mundo imaginario de la novela, y el real de Costa Rica) es

frágil y perecedero. Vemos en el horizonte ejércitos de agelastas que nos acechan. Y

precisamente en esta época de guerra no declarada permanente, y en esta ciudad con un

destino tan distinto, a las demás naciones centroamericanas tan dramático y cruel, he

decidido no hablar más que por novela. Habrán comprendido sin duda que ésta no es

por mi parte una forma de evasión ante las cuestiones llamadas graves. Porque, si la

cultura costarricense me parece hoy amenazada tanto desde el exterior como desde el

interior en lo que tiene de más preciso, su respecto por el individuo, respecto por su

pensamiento original y por su derecho a una vida privada inviolable, me parece

entonces que esta esencia preciosa del espíritu costarricense está depositada como en un

cofre de plata en la historia, en la sabiduría. Es a esta sabiduría a la que, David Hume

(1711-1776) refiere que «si disponer de la vida humana fuera reservado exclusivamente

al todopoderoso, y fuese infringir el derecho divino el que los hombres dispusieran de

sus propias vidas, tan criminal sería el que un hombre actuara para conservar la vida,

como el que decidiese destruirla.» Justifica la eutanasia en términos prácticos al decir

que: «una vez que se admite que la edad, la enfermedad o la desgracia pueden convertir

la vida en una carga y hacer de ella algo peor que la aniquilación. Creo que ningún

hombre ha renunciado a la vida si esta mereciera conservarse.»

En este sentido, la posición de la Iglesia Católica desde hace 2 000 años es: «toda

vida es sagrada. Dios es Señor de la vida y sólo él decide cuando nos llamará», exclamó

el arzobispo de New Jersey, Theodore Mc Carrick.

Ante esta exclamación, al hombre se le complica el pensamiento: «el humano

tampoco tendría derecho interferir en la prolongación de la vida.» Y entonces aquel

meditador piensa:

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Los perros, los caballos no tienen muchas ventajas con respecto a las personas, pero

hay una que vale la pena: tienen derecho a una muerte a una muerte caritativa. ¿Habrá

sido creado el perro, el caballo, los animales todos… por un Dios diferente al que creó

al hombre?

La ciudad se hace difusa, amorfa. Empieza a ser imposible describir el mundo. Y

entonces aquel hombre se dirá para sí:

Esta pequeña nación, este mundo... está enfermo, las polillas lo devoran, su cerebro,

lo consumen de dolor, su corazón es una zarza ardiente que quema cuanto toca, agoniza,

y su agonía es prolongada, mucho más que la agonía de María Santiler, que la agonía de

Karen, que la «magia» de los bastones lanzados en Hiroshima y Nagasaki, que los

efectos del secuestro del engendro que dirigía el país a través de cuyo cordón umbilical

se comunican dos mares, y que fue vástago y discípulo de la cabeza de gobierno del

poderoso gigante que lo condenó, «seguro» de ser —según su propia convicción

blasfémica— el «dios» de la tierra...

Transcurridos días que no contó, el hombre meditador comprendió que estaba

muriéndose de hambre, porque notaba que el cuerpo le olía a quitaesmalte de las uñas

pero como no tenía hambre ni sed, se dijo que no merecía la pena molestarse en buscar

comida. ¿Para qué? Es preferible seguir, con el codo puesto en uno de los brazos del

sillón y la cara apoyada en una mano, sin pensar, sin pensar, sin pensar…

La última noche de su vida, aquel hombre meditador, oyó un ruido que sonaba como

si el gigante aplastara una selva bajo sus pies, y olió un hedor como el pedo que el

gigante se tiró el seis de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco. Comprendió que la

humanidad ardía en fiebre y el hedor del pedo la ahogaba, apenas respiraba a través de

un ventilador. ¿Qué hacer? ¿Cerrar o no la llave del oxígeno?, ¿desconectar o no el

ventilador?, se preguntaba inútilmente. ¿Por qué es inútil preguntar? Quejarse supone:

formular preguntas y esperar hasta que venga una respuesta. Sin embargo, las preguntas

que no se responden a sí misma en el momento de aparecer, nunca hallan respuestas. No

hay distancias entre el que pregunta y el que responde. No hay distancia que recorrer.

De ahí que carezca de sentido preguntar y esperar.

Pero ya es hora de concluir. Estaba por olvidar que Dios ríe cuando me ve pensar—

se dijo—. El mundo se frotó las manos plácidamente, después se estiró y gozó de la

inmovilidad del espacio caliente. La llama de la vida zumbaba de un modo regular y

constante, y en el sol crepitaba el fuego que se iba extinguiendo.

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Nada dura siempre, pensó con los ojos cerrados, sobre algún lugar de la tierra. Tal

vez la desdicha sea el continuum a través del cual discurre la vida humana, y la alegría

sólo una serie de destellos, unas islas en la corriente. O, si no la desdicha, por lo menos

la melancolía… Estas cavilaciones fueron interrumpidas por un sonoro ronquido que se

oyó a su lado. Otro meditador, con un vaso de guaro en la mano (ebrio para no ver las

penalidades que habían vivido sus antecesores), se había quedado dormido, convencido

de que la verdadera eutanasia, la practicaba cierta cabeza de gobierno.

Terminada en Costa Rica, Febrero 1990.

Cuando Dios abandonaba lentamente el lugar desde donde había dirigido el universo

y su orden de valores, separado el bien del mal y dado un sentido a cada cosa, ciertas

cabezas de gobiernos salieron de sus imperios y ya no estuvieron en condiciones de

reconocer el mundo. Éste, en ausencia del Juez supremo, apareció de pronto en una

dudosa ambigüedad, la única verdad divina se descompuso en cientos de verdades

relativas que los hombres se repartieron. De este modo nació el mundo del imperio.

En éste resulta difícil la no ejecución de una muerte caritativa. Los ejemplos que

hemos aprendido han sido esos. Por años nos hemos acostumbrado a ver en las

tradicionales películas (sobre todo de vaqueros y de guerras), la acción del vaquero, del

soldado compañero, de brindarle una muerte caritativa, cuando su compañero es

mortalmente herido. Lo mismo hemos aprendido cuando un perro, un caballo o

cualquier otro animal, sufre y no podemos mitigar su sufrimiento.

En este libro se tratan diferentes situaciones que se relacionan con los dilemas

anteriores, pero además se trata por primera vez, otros tipos de verdades relativas, que el

autor define como eutanasia universal, moral, social, política… donde el sueño sobre lo

infinito del alma pierde su magia en el momento en que la historia, o lo que ha quedado

de ella, fuerza sobrehumana de una sociedad omnipotente, se apodera del hombre.

En esta interesante obra el lector conocerá las interioridades de Costa Rica y vivirá

en ellas mientras lea y recuerde, en sueños, la intermitencia de la vida. Para luego

despertar y darse cuenta, al evocarlas, que han devenido en polvo como un cristal

irremediablemente herido.

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La editora

ISBN No 920836-3-8

330 No Registro: 38749