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El Decamerón Giovanni Bocaccio Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El Decamerón

Giovanni Bocaccio

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EL DECAMERÓN

PROEMIO

COMIENZA EL LIBRO LLAMADO DECA-MERÓN, APELLIDADO PRÍNCIPE GALEOTO, ENEL QUE SE CONTIENEN CIEN NOVELAS CON-TADAS EN DIEZ DÍAS POR SIETE MUJERES YPOR TRES HOMBRES JÓVENES.

HUMANA cosa es tener compasión de losafligidos, y aunque a todos conviene sentirla, máspropio es que la sientan aquellos que ya han tenidomenester de consuelo y lo han encontrado en otros:entre los cuales, si hubo alguien de él necesitado ole fue querido o ya de él recibió el contento, mecuento yo. Porque desde mi primera juventud hastaeste tiempo habiendo estado sobremanera inflama-do por altísimo y noble amor (tal vez, por yo narrar-lo, bastante más de lo que parecería conveniente ami baja condición aunque por los discretos a cuyanoticia llegó fuese alabado y reputado en mucho),no menos me fue grandísima fatiga sufrirlo: cierta-mente no por crueldad de la mujer amada sino por

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el excesivo fuego concebido en la mente por el pocodominado apetito, el cual porque con ningún razo-nable límite me dejaba estar contento, me hacíamuchas veces sentir más dolor del que había nece-sidad. Y en aquella angustia tanto alivio me procura-ron las afables razones de algún amigo y sus loa-bles consuelos, que tengo la opinión firmísima deque por haberme sucedido así no estoy muerto.Pero cuando plugo a Aquél que, siendo infinito, diopor ley inconmovible a todas las cosas mundanas eltener fin, mi amor, más que cualquiera otro ardientey al cual no había podido ni romper ni doblar ningu-na fuerza de voluntad ni de consejo ni de vergüenzaevidente ni ningún peligro que pudiera seguirse deello, disminuyó con el tiempo, de tal guisa que sólome ha dejado de sí mismo en la memoria aquelplacer que acostumbra ofrecer a quien no se pone anavegar en sus más hondos piélagos, por lo que,habiendo desaparecido todos sus afanes, sientoque ha permanecido deleitoso donde en mí solíadoloroso estar. Pero, aunque haya cesado la pena,no por eso ha huido el recuerdo de los beneficiosrecibidos entonces de aquéllos a quienes, por be-nevolencia hacia mí, les eran graves mis fatigas; ninunca se irá, tal como creo, sino con la muerte. Yporque la gratitud, según lo creo, es entre las de-

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más virtudes sumamente de alabar y su contraria demaldecir, por no parecer ingrato me he propuestoprestar algún alivio, en lo que puedo y a cambio delos que he recibido (ahora que puedo llamarmelibre), si no a quienes me ayudaron, que por venturano tienen necesidad de él por su cordura y por subuena suerte, al menos a quienes lo hayan menes-ter. Y aunque mi apoyo, o consuelo si queremosllamarlo así, pueda ser y sea bastante poco para losnecesitados, no deja de parecerme que deba ofre-cerse primero allí donde la necesidad parezca ma-yor, tanto porque será más útil como porque serárecibido con mayor deseo. ¿Y quién podrá negarque, por pequeño que sea, no convenga darlo mu-cho más a las amables mujeres que a los hombres?Ellas, dentro de los delicados pechos, temiendo yavergonzándose, tienen ocultas las amorosas lla-mas (que cuán mayor fuerza tienen que las mani-fiestas saben quienes lo han probado y lo prueban);y además, obligadas por los deseos, los gustos, losmandatos de los padres, de las madres, los herma-nos y los maridos, pasan la mayor parte del tiempoconfinadas en el pequeño circuito de sus alcobas,sentadas y ociosas, y queriendo y no queriendo enun punto, revuelven en sus cabezas diversos pen-samientos que no es posible que todos sean ale-

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gres. Y si a causa de ellos, traída por algún fogosodeseo, les invade alguna tristeza, les es fuerza de-tenerse en ella con grave dolor si nuevas razonesno la remueven, sin contar con ellas son muchomenos fuertes que los hombres; lo que no sucede alos hombres enamorados, tal como podemos verabiertamente nosotros. Ellos, si les aflige algunatristeza o pensamiento grave, tienen muchos me-dios de aliviarse o de olvidarlo porque, si lo quieren,nada les impide pasear, oír y ver muchas cosas,darse a la cetrería, cazar o pescar, jugar y merca-dear, por los cuales modos todos encuentran lafuerza de recobrar el ánimo, o en parte o en todo, yremoverlo del doloroso pensamiento al menos poralgún espacio de tiempo; después del cual, de unmodo o de otro, o sobreviene el consuelo o el dolordisminuye. Por consiguiente, para que al menos pormi parte se enmiende el pecado de la fortuna que,donde menos obligado era, tal como vemos en lasdelicadas mujeres, fue más avara de ayuda, ensocorro y refugio de las que aman (porque a lasotras les es bastante la aguja, el huso y la devana-dera) entiendo contar cien novelas, o fábulas oparábolas o historias, como las queramos llamar,narradas en diez días, como manifiestamente apa-recerá, por una honrada compañía de siete mujeres

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y tres jóvenes, en los pestilentes tiempos de la pa-sada mortandad, y algunas canciones cantadas asu gusto por las dichas señoras. En las cuales no-velas se verán casos de amor placenteros y áspe-ros, así como otros azarosos acontecimientos suce-didos tanto en los modernos tiempos como en losantiguos; de los cuales, las ya dichas mujeres quelos lean, a la par podrán tomar solaz en las cosasdeleitosas mostradas y útil consejo, por lo quepodrán conocer qué ha de ser huido e igualmentequé ha de ser seguido: cosas que sin que se lespase el dolor no creo que puedan suceder. Y si ellosucede, que quiera Dios que así sea, den gracias aAmor que, librándome de sus ligaduras, me ha con-cedido poder atender a sus placeres.

PRIMERA JORNADA

COMIENZA LA PRIMERA JORNADA DELDECAMERÓN, EN QUE, LUEGO DE LA EXPLI-CACIÓN DADA POR EL AUTOR SOBRE LARAZÓN POR QUE ACAECIÓ QUE SE REUNIE-SEN LAS PERSONAS QUE SE MUESTRAN RA-ZONANDO ENTRE SÍ, SE RAZONA BAJO EL GO-BIERNO DE PAMPÍNEA SOBRE LO QUE MÁSAGRADA A CADA UNO.

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Cuando más graciosísimas damas, piensocuán piadosas sois por naturaleza, tanto más co-nozco que la presente obra tendrá a vuestro juicioun principio penoso y triste, tal como es el dolorosorecuerdo de aquella pestífera mortandad pasada,universalmente funesta y digna de llanto para todosaquellos que la vivieron o de otro modo supieron deella, con el que comienza. Pero no quiero que porello os asuste seguir leyendo como si entre suspirosy lágrimas debieseis pasar la lectura. Este horrorosocomienzo os sea no otra cosa que a los caminantesuna montaña áspera y empinada después de la cualse halla escondida una llanura hermosísima y delei-tosa que les es más placentera cuanto mayor hasido la dureza de la subida y la bajada. Y así comoel final de la alegría suele ser el dolor, las miseriasse terminan con el gozo que las sigue. A este brevedisgusto (y digo breve porque se contiene en pocaspalabras) seguirá prontamente la dulzura y el placerque os he prometido y que tal vez no sería espera-do de tal comienzo si no lo hubiera hecho. Y enverdad si yo hubiera podido decorosamente llevarospor otra parte a donde deseo en lugar de por unsendero tan áspero como es éste, lo habría hechode buena gana; pero ya que la razón por la que

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sucedieron las cosas que después se leerán no sepodía manifestar sin este recuerdo, como empujadopor la necesidad me dispongo a escribirlo.

Digo, pues, que ya habían los años de lafructífera Encarnación del Hijo de Dios llegado alnúmero de mil trescientos cuarenta y ocho cuando ala egregia ciudad de Florencia, nobilísima entretodas las otras ciudades de Italia, llegó la mortíferapeste que o por obra de los cuerpos superiores opor nuestras acciones inicuas fue enviada sobre losmortales por la justa ira de Dios para nuestra co-rrección que había comenzado algunos años antesen las partes orientales privándolas de gran canti-dad de vivientes, y, continuándose sin descanso deun lugar en otro, se había extendido miserablemen-te a Occidente. Y no valiendo contra ella ningúnsaber ni providencia humana (como la limpieza dela ciudad de muchas inmundicias ordenada por losencargados de ello y la prohibición de entrar en ellaa todos los enfermos y los muchos consejos dadospara conservar la salubridad) ni valiendo tampocolas humildes súplicas dirigidas a Dios por las perso-nas devotas no una vez sino muchas ordenadas enprocesiones o de otras maneras, casi al principio dela primavera del año antes dicho empezó horrible-mente y en asombrosa manera a mostrar sus dolo-

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rosos efectos. Y no era como en Oriente, donde aquien salía sangre de la nariz le era manifiesto sig-no de muerte inevitable, sino que en su comienzonacían a los varones y a las hembras semejante-mente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hincha-zones que algunas crecían hasta el tamaño de unamanzana y otras de un huevo, y algunas más yalgunas menos, que eran llamadas bubas por elpueblo. Y de las dos dichas partes del cuerpo, enpoco espacio de tiempo empezó la pestífera buba aextenderse a cualquiera de sus partes indiferente-mente, e inmediatamente comenzó la calidad de ladicha enfermedad a cambiarse en manchas negraso lívidas que aparecían a muchos en los brazos ypor los muslos y en cualquier parte del cuerpo, aunos grandes y raras y a otros menudas y abundan-tes. Y así como la buba había sido y seguía siendoindicio certísimo de muerte futura, lo mismo eranéstas a quienes les sobrevenían. Y para curar talenfermedad no parecía que valiese ni aprovechaseconsejo de médico o virtud de medicina alguna; así,o porque la naturaleza del mal no lo sufriese o por-que la ignorancia de quienes lo medicaban (de loscuales, más allá de los entendidos había proliferadograndísimamente el número tanto de hombres comode mujeres que nunca habían tenido ningún cono-

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cimiento de medicina) no supiese por qué era movi-do y por consiguiente no tomase el debido remedio,no solamente eran pocos los que curaban sino quecasi todos antes del tercer día de la aparición de lasseñales antes dichas, quién antes, quién después, yla mayoría sin alguna fiebre u otro accidente, mor-ían. Y esta pestilencia tuvo mayor fuerza porque delos que estaban enfermos de ella se abalanzabansobre los sanos con quienes se comunicaban, no deotro modo que como hace el fuego sobre las cosassecas y engrasadas cuando se le avecinan mucho.Y más allá llegó el mal: que no solamente el hablary el tratar con los enfermos daba a los sanos enfer-medad o motivo de muerte común, sino también eltocar los paños o cualquier otra cosa que hubierasido tocada o usada por aquellos enfermos, queparecía llevar consigo aquella tal enfermedad hastael que tocaba. Y asombroso es escuchar lo quedebo decir, que si por los ojos de muchos y por losmíos propios no hubiese sido visto, apenas meatrevería a creerlo, y mucho menos a escribirlo pormuy digna de fe que fuera la persona a quien lohubiese oído. Digo que de tanta virulencia era lacalidad de la pestilencia narrada que no solamentepasaba del hombre al hombre, sino lo que es muchomás (e hizo visiblemente otras muchas veces): que

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las cosas que habían sido del hombre, no solamen-te lo contaminaban con la enfermedad sino que enbrevísimo espacio lo mataban. De lo cual mis ojos,como he dicho hace poco, fueron entre otras cosastestigos un día porque, estando los despojos de unpobre hombre muerto de tal enfermedad arrojadosen la vía pública, y tropezando con ellos dos puer-cos, y como según su costumbre se agarrasen y letirasen de las mejillas primero con el hocico y luegocon los dientes, un momento más tarde, tras algu-nas contorsiones y como si hubieran tomado vene-no, ambos a dos cayeron muertos en tierra sobrelos maltratados despojos. De tales cosas, y de bas-tantes más semejantes a éstas y mayores, nacieronmiedos diversos e imaginaciones en los que queda-ban vivos, y casi todos se inclinaban a un remediomuy cruel como era esquivar y huir a los enfermos ya sus cosas; y, haciéndolo, cada uno creía que con-seguía la salud para sí mismo. Y había algunos quepensaban que vivir moderadamente y guardarse detodo lo superfluo debía ofrecer gran resistencia aldicho accidente y, reunida su compañía, vivían se-parados de todos los demás recogiéndose y en-cerrándose en aquellas casas donde no hubieraningún enfermo y pudiera vivirse mejor, usando congran templanza de comidas delicadísimas y de

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óptimos vinos y huyendo de todo exceso, sin dejar-se hablar de ninguno ni querer oír noticia de fuera,ni de muertos ni de enfermos, con el tañer de losinstrumentos y con los placeres que podían tener seentretenían. Otros, inclinados a la opinión contraria,afirmaban que la medicina certísima para tanto malera el beber mucho y el gozar y andar cantando depaseo y divirtiéndose y satisfacer el apetito con todoaquello que se pudiese, y reírse y burlarse de todolo que sucediese; y tal como lo decían, lo ponían enobra como podían yendo de día y de noche ora aesta taberna ora a la otra, bebiendo inmoderada-mente y sin medida y mucho más haciendo en losdemás casos solamente las cosas que entendíanque les servían de gusto o placer. Todo lo cual pod-ían hacer fácilmente porque todo el mundo, comoquien no va a seguir viviendo, había abandonadosus cosas tanto como a sí mismo, por lo que lasmás de las casas se habían hecho comunes y asílas usaba el extraño, si se le ocurría, como las habr-ía usado el propio dueño. Y con todo este compor-tamiento de fieras, huían de los enfermos cuantopodían. Y en tan gran aflicción y miseria de nuestraciudad, estaba la reverenda autoridad de las leyes,de las divinas como de las humanas, toda caída ydeshecha por sus ministros y ejecutores que, como

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los otros hombres, estaban enfermos o muertos ose habían quedado tan carentes de servidores queno podían hacer oficio alguno; por lo cual le eralícito a todo el mundo hacer lo que le pluguiese.Muchos otros observaban, entre las dos dichas másarriba, una vía intermedia: ni restringiéndose en lasviandas como los primeros ni alargándose en elbeber y en los otros libertinajes tanto como los se-gundos, sino suficientemente, según su apetito,usando de las cosas y sin encerrarse, saliendo apasear llevando en las manos flores, hierbas odorí-feras o diversas clases de especias, que se lleva-ban a la nariz con frecuencia por estimar que eraóptima cosa confortar el cerebro con tales olorescontra el aire impregnado todo del hedor de loscuerpos muertos y cargado y hediondo por la en-fermedad y las medicinas. Algunos eran de senti-mientos más crueles (como si por ventura fuesemás seguro) diciendo que ninguna medicina eramejor ni tan buena contra la peste que huir de ella; ymovidos por este argumento, no cuidando de nadasino de sí mismos, muchos hombres y mujeresabandonaron la propia ciudad, las propias casas,sus posesiones y sus parientes y sus cosas, y bus-caron las ajenas, o al menos el campo, como si laira de Dios no fuese a seguirles para castigar la

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iniquidad de los hombres con aquella peste y sola-mente fuese a oprimir a aquellos que se encontra-sen dentro de los muros de su ciudad como avisan-do de que ninguna persona debía quedar en ella yser llegada su última hora. Y aunque estos queopinaban de diversas maneras no murieron todos,no por ello todos se salvaban, sino que, enfermán-dose muchos en cada una de ellas y en distintoslugares (habiendo dado ellos mismos ejemplocuando estaban sanos a los que sanos quedaban)abandonados por todos, languidecían ahora. Y nodigamos ya que un ciudadano esquivase al otro yque casi ningún vecino tuviese cuidado del otro, yque los parientes raras veces o nunca se visitasen,y de lejos: con tanto espanto había entrado estatribulación en el pecho de los hombres y de las mu-jeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío alsobrino y la hermana al hermano, y muchas vecesla mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casiincreíble, los padres y las madres a los hijos, comosi no fuesen suyos, evitaban visitar y atender. Por loque a quienes enfermaban, que eran una multitudinestimable, tanto hombres como mujeres, ningúnotro auxilio les quedaba que o la caridad de losamigos, de los que había pocos, o la avaricia de loscriados que por gruesos salarios y abusivos contra-

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tos servían, aunque con todo ello no se encontrasenmuchos y los que se encontraban fuesen hombres ymujeres de tosco ingenio, y además no acostum-brados a tal servicio, que casi no servían para otracosa que para llevar a los enfermos algunas cosasque pidiesen o mirarlos cuando morían; y sirviendoen tal servicio, se perdían ellos muchas veces conlo ganado. Y de este ser abandonados los enfermospor los vecinos, los parientes y los amigos, y dehaber escasez de sirvientes se siguió una costum-bre no oída antes: que a ninguna mujer por bella ogallarda o noble que fuese, si enfermaba, le impor-taba tener a su servicio a un hombre, como fuese,joven o no, ni mostrarle sin ninguna vergüenza to-das las partes de su cuerpo no de otra manera quehubiese hecho a otra mujer, si se lo pedía la nece-sidad de su enfermedad; lo que en aquellas que securaron fue razón de honestidad menor en el tiempoque sucedió. Y además, se siguió de ello la muertede muchos que, por ventura, si hubieran sido ayu-dados se habrían salvado; de los que, entre el de-fecto de los necesarios servicios que los enfermosno podían tener y por la fuerza de la peste, era tantaen la ciudad la multitud de los que de día y de no-che morían, que causaba estupor oírlo decir, cuantomás mirarlo. Por lo cual, casi por necesidad, cosas

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contrarias a las primeras costumbres de los ciuda-danos nacieron entre quienes quedaban vivos. Eracostumbre, así como ahora vemos hacer, que lasmujeres parientes y vecinas se reuniesen en la casadel muerto, y allí, con aquellas que más le tocaban,lloraban; y por otra parte delante de la casa delmuerto con sus parientes se reunían sus vecinos ymuchos otros ciudadanos, y según la calidad delmuerto allí venía el clero, y él en hombros de susiguales, con funeral pompa de cera y cantos, a laiglesia elegida por él antes de la muerte era llevado.Las cuales cosas, luego que empezó a subir la fero-cidad de la peste, o en todo o en su mayor partecesaron casi y otras nuevas sobrevivieron en sulugar. Por lo que no solamente sin tener muchasmujeres alrededor se morían las gentes sino queeran muchos los que de esta vida pasaban a la otrasin testigos; y poquísimos eran aquellos a quieneslos piadosos llantos y las amargas lágrimas de susparientes fuesen concedidas, sino que en lugar deellas eran por los más acostumbradas las risas y lasagudezas y el festejar en compañía; la cual costum-bre las mujeres, en gran parte pospuesta la femeni-na piedad a su salud, habían aprendido óptimamen-te. Y eran raros aquellos cuerpos que fuesen pormás de diez o doce de sus vecinos acompañados a

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la iglesia; a los cuales no llevaban sobre los hom-bros los honrados y amados ciudadanos, sino unaespecie de sepultureros salidos de la gente bajaque se hacían llamar faquines y hacían este servicioa sueldo poniéndose debajo del ataúd y, llevándolocon presurosos pasos, no a aquella iglesia quehubiese antes de la muerte dispuesto, sino a la máscercana la mayoría de las veces lo llevaban, detrásde cuatro o seis clérigos con pocas luces y a vecessin ninguna; los que, con la ayuda de los dichosfaquines, sin cansarse en un oficio demasiado largoo solemne, en cualquier sepultura desocupada en-contrada primero lo metían. De la gente baja, y talvez de la mediana, el espectáculo estaba lleno demucha mayor miseria, porque éstos, o por la espe-ranza o la pobreza retenidos la mayoría en sus ca-sas, quedándose en sus barrios, enfermaban amillares por día, y no siendo ni servidos ni ayudadospor nadie, sin redención alguna morían todos. Ybastantes acababan en la vía pública, de día o denoche; y muchos, si morían en sus casas, antes conel hedor corrompido de sus cuerpos que de otramanera, hacían sentir a los vecinos que estabanmuertos; y entre éstos y los otros que por toda partemorían, una muchedumbre. Era sobre todo obser-vada una costumbre por los vecinos, movidos no

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menos por el temor de que la corrupción de losmuertos no los ofendiese que por el amor que tuvie-ran a los finados. Ellos, o por sí mismos o con ayu-da de algunos acarreadores cuando podían tenerla,sacaban de sus casas los cuerpos de los ya finadosy los ponían delante de sus puertas (donde, espe-cialmente por la mañana, hubiera podido ver unsinnúmero de ellos quien se hubiese paseado porallí) y allí hacían venir los ataúdes, y hubo tales aquienes por defecto de ellos pusieron sobre algunatabla. Tampoco fue un solo ataúd el que se llevójuntas a dos o tres personas; ni sucedió una vezsola sino que se habrían podido contar bastantes delos que la mujer y el marido, los dos o tres herma-nos, o el padre y el hijo, o así sucesivamente, con-tuvieron. Y muchas veces sucedió que, andandodos curas con una cruz a por alguno, se pusierontres o cuatro ataúdes, llevados por acarreadores,detrás de ella; y donde los curas creían tener unmuerto para sepultar, tenían seis u ocho, o tal vezmás. Tampoco eran éstos con lágrimas o luces ocompañía honrados, sino que la cosa había llegadoa tanto que no de otra manera se cuidaba de loshombres que morían que se cuidaría ahora de lascabras; por lo que apareció asaz manifiestamenteque aquello que el curso natural de las cosas no

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había podido con sus pequeños y raros daños mos-trar a los sabios que se debía soportar con pacien-cia, lo hacía la grandeza de los males aún con lossimples, desaprensivos y despreocupados. A lagran multitud de muertos mostrada que a todas lasiglesias, todos los días y casi todas las horas, eraconducida, no bastando la tierra sagrada a las se-pulturas (y máxime queriendo dar a cada uno unlugar propio según la antigua costumbre), se hacíanpor los cementerios de las iglesias, después quetodas las partes estaban llenas, fosas grandísimasen las que se ponían a centenares los que llegaban,y en aquellas estibas, como se ponen las mercanc-ías en las naves en capas apretadas, con pocatierra se recubrían hasta que se llegaba a ras desuelo. Y por no ir buscando por la ciudad todos losdetalles de nuestras pasadas miserias en ella suce-didas, digo que con un tiempo tan enemigo quecorrió ésta, no por ello se ahorró algo al campo cir-cundante; en el cual, dejando los burgos, que eransemejantes, en su pequeñez, a la ciudad, por lasaldeas esparcidas por él y los campos, los labrado-res míseros y pobres y sus familias, sin trabajo demédico ni ayuda de servidores, por las calles y porlos collados y por las casas, de día o de noche indi-ferentemente, no como hombres sino como bestias

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morían. Por lo cual, éstos, disolutas sus costumbrescomo las de los ciudadanos, no se ocupaban deninguna de sus cosas o haciendas; y todos, como siesperasen ver venir la muerte en el mismo día, seesforzaban con todo su ingenio no en ayudar a losfuturos frutos de los animales y de la tierra y de suspasados trabajos, sino en consumir los que tenían amano. Por lo que los bueyes, los asnos, las ovejas,las cabras, los cerdos, los pollos y hasta los mismosperros fidelísimos al hombre, sucedió que fueronexpulsados de las propias casas y por los campos,donde las cosechas estaban abandonadas, sin serno ya recogidas sino ni siquiera segadas, iban comomás les placía; y muchos, como racionales, des-pués que habían pastado bien durante el día, por lanoche se volvían saciados a sus casas sin ningunaguía de pastor. ¿Qué más puede decirse, dejandoel campo y volviendo a la ciudad, sino que tanta ytal fue la crueldad del cielo, y tal vez en parte la delos hombres, que entre la fuerza de la pestíferaenfermedad y por ser muchos enfermos mal servi-dos o abandonados en su necesidad por el miedoque tenían los sanos, a más de cien mil criaturashumanas, entre marzo y el julio siguiente, se tienepor cierto que dentro de los muros de Florencia lesfue arrebatada la vida, que tal vez antes del acci-

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dente mortífero no se habría estimado haber dentrotantas? ¡Oh cuántos grandes palacios, cuántas be-llas casas, cuántas nobles moradas llenas por de-ntro de gentes, de señores y de damas, quedaronvacías hasta del menor infante! ¡Oh cuántos memo-rables linajes, cuántas amplísimas herencias, cuán-tas famosas riquezas se vieron quedar sin sucesorlegítimo! ¡Cuántos valerosos hombres, cuántashermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos aquienes no otros que Galeno, Hipócrates o Escula-pio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron consus parientes, compañeros y amigos, y llegada latarde cenaron con sus antepasados en el otro mun-do!

A mí mismo me disgusta andar revolvién-dome tanto entre tantas miserias; por lo que, que-riendo dejar aquella parte de las que conveniente-mente puedo evitar, digo que, estando en estostérminos nuestra ciudad de habitantes casi vacía,sucedió, así como yo después oí a una personadigna de fe, que en la venerable iglesia de SantaMaría la Nueva, un martes de mañana, no habiendocasi ninguna otra persona, oídos los divinos oficiosen hábitos de duelo, como pedían semejantes tiem-pos, se encontraron siete mujeres jóvenes, todasentre sí unidas o por amistad o por vecindad o por

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parentesco, de las cuales ninguna había pasado elvigésimo año ni era menor de dieciocho, discretastodas y de sangre noble y hermosas de figura yadornadas con ropas y honestidad gallarda. Susnombres diría yo debidamente si una justa razón nome impidiese hacerlo, que es que no quiero que porlas cosas contadas de ellas que se siguen, y por loescuchado, ninguna pueda avergonzarse en eltiempo por venir, estando hoy un tanto restringidaslas leyes del placer que entonces, por las razonesantes dichas, eran no ya para su edad sino paraotra mucho más madura amplísimas; ni tampocodar materia a los envidiosos (prestos a mancillartoda vida loable), de disminuir en ningún modo lahonestidad de las valerosas mujeres en conversa-ciones desconsideradas. Pero, sin embargo, paraque aquello que cada una dijese se pueda com-prender pronto sin confusión, con nombres conve-nientes a la calidad de cada una, o en todo o enparte, entiendo llamarlas; de las cuales a la primera,y la que era de más edad, llamaremos Pampínea ya la segunda Fiameta, Filomena a la tercera y a lacuarta Emilia, y después Laureta diremos a la quin-ta, y a la sexta Neifile, y a la última, no sin razón,llamaremos Elisa. Las cuales, no ya movidas poralgún propósito sino por el acaso, se reunieron en

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una de las partes de la iglesia como dispuestas asentarse en corro, y luego de muchos suspiros,dejando de rezar padrenuestros, comenzaron adiscurrir sobre la condición de los tiempos muchas yvariadas cosas; y luego de algún espacio, callandolas demás, así empezó a hablar Pampínea:

—Vosotras podéis, queridas señoras, tantocomo yo haber oído muchas veces que a nadieofende quien honestamente hace uso de su dere-cho. Natural derecho es de todos los que nacenayudar a conservar y defender su propia vida tantocuanto pueden, y concededme esto, puesto quealguna vez ya ha sucedido que, por conservarla, sehayan matado hombres sin ninguna culpa. Y si estoconceden las leyes, a cuya solicitud está el buenvivir de todos los mortales, ¡cuán mayormente eshonesto que, sin ofender a nadie, nosotras y cual-quiera otro, tomemos los remedios que podamospara la conservación de nuestra vida! Siempre queme pongo a considerar nuestras acciones de estamañana y de las ya pasadas y pienso cuántos ycuáles son nuestros pensamientos, comprendo, yvosotras de igual modo lo podéis comprender, quecada una de nosotras tema por sí misma; y no memaravillo por ello, sino que me maravillo de quesucediéndonos a todas tener sentimiento de mujer,

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no tomemos alguna compensación de aquello quefundadamente tememos. Estamos viviendo aquí, ami parecer, no de otro modo que si quisiésemos ydebiésemos ser testigos de cuantos cuerpos muer-tos se llevan a la sepultura, o escuchar si los frailesde aquí dentro (el número de los cuales casi hallegado a cero) cantan sus oficios a las horas debi-das, o mostrar a cualquiera que aparezca, por nues-tros hábitos, la calidad y la cantidad de nuestrasmiserias. Y, si salimos de aquí, o vemos cuerposmuertos o enfermos llevados por las calles, o vemosaquellos a quienes por sus delitos la autoridad delas públicas leyes condenó al exilio, escarneciéndo-las porque oyeron que sus ejecutores estabanmuertos o enfermos, y con descompensado ímpeturecorriendo la ciudad, o a las heces de nuestra ciu-dad, enardecidas con nuestra sangre, llamarse fa-quines y en ultraje nuestro andar cabalgando y dis-curriendo por todas partes, acusándonos de nues-tros males con deshonestas canciones. Y no otracosa oímos sino «los tales son muertos», y «losotros tales están muriéndose»; y si hubiera quienpudiese hacerlo, por todas partes oiríamos doloro-sos llantos. Y si a nuestras casas volvemos, no sé sia vosotras como a mí os sucede: yo, de muchafamilia, no encontrando otra persona en ella que a

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mi criada, empavorezco y siento que se me erizanlos cabellos, y me parece, dondequiera que voy ome quedo, ver la sombra de los que han fallecido, yno con aquellos rostros que solían sino con un as-pecto horrible, no sé en dónde extrañamente adqui-rido, espantarme. Por todo lo cual, aquí y fuera deaquí, y en casa, me siento mal, y tanto más ahoracuando me parece que no hay persona que aúntenga pulso y lugar donde ir, como tenemos noso-tras, que se haya quedado aquí salvo nosotras. Yhe oído y visto muchas veces que si algunos que-dan, aquéllos, sin hacer distinción alguna entre lascosas honestas y las que no lo son, sólo con que elapetito se lo pida, y solos y acompañados, de día ode noche, hacen lo que mejor se les ofrece; y nosólo las personas libres sino también las encerradasen monasterios, persuadiéndose de que les convie-ne aquello que en los otros no desdice, rotas lasleyes de la obediencia, se dan a deleites carnales,de tal guisa pensando salvarse, y se han hecholascivas y disolutas. Y si así es, como manifiesta-mente se ve, ¿qué hacemos aquí nosotras?, ¿quéesperamos?, ¿qué soñamos? ¿Por qué somos másperezosas y lentas en nuestra salvación que todoslos demás ciudadanos? ¿Nos reputamos de menorvalor que todos los demás?, ¿o creemos que nues-

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tra vida está atada con cadenas más fuertes a nues-tro cuerpo que la de los otros, y así no debemospensar que nada tenga fuerza para ofenderla? Es-tamos equivocadas, nos engañamos, qué brutalidades la nuestra si lo creemos así, cuantas veces que-ramos recordar cuántos y cuáles han sido los jóve-nes y las mujeres vencidos por esta cruel pestilen-cia, tendremos una demostración clarísima. Y porello, a fin de que por repugnancia o presunción nocaigamos en aquello de lo que por ventura, que-riéndolo, podremos escapar de algún modo, no sé sios parecerá a vosotras lo que a mí me parece: yojuzgaría óptimamente que, tal como estamos, y asícomo muchos han hecho antes que nosotras yhacen, saliésemos de esta tierra, y huyendo comode la muerte los deshonestos ejemplos ajenos,honestamente fuésemos a estar en nuestras villascampestres (en que todas abundamos) y allí aquellafiesta, aquella alegría y aquel placer que pudiése-mos sin traspasar en ningún punto el límite de lorazonable, lo tomásemos. Allí se oye cantar lospajarillos, se ve verdear los collados y las llanuras, ya los campos llenos de mieses ondear no de otromodo que el mar y muchas clases de árboles, y elcielo más abiertamente; el cual, por muy enojadoque esté, no por ello nos niega sus bellezas eter-

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nas, que mucho más bellas son de admirar que losmuros vacíos de nuestra ciudad. Y es allí, a más deesto, el aire asaz más fresco, y de las cosas queson necesarias a la vida en estos tiempos hay allímás abundancia, y es menor el número de las eno-josas: porque allí, aunque también mueran los la-bradores como aquí los ciudadanos, el disgusto estanto menor cuanto más raras son las casas y loshabitantes que en la ciudad. Y aquí, por otra parte,si veo bien, no abandonamos a nadie, antes pode-mos con verdad decir que fuimos abandonadas:porque los nuestros, o muriendo o huyendo de lamuerte, como si no fuésemos suyas nos han dejadoen tanta aflicción. Ningún reproche puede hacerse,por consiguiente, a seguir tal consejo, mientras queel dolor y el disgusto, y tal vez la muerte, podríanacaecernos si no lo seguimos. Y por ello, si os pa-rece, tomando nuestras criadas y haciéndonos se-guir de las cosas oportunas, hoy en este sitio y ma-ñana en aquél, la alegría y la fiesta que en estostiempos se pueda creo que estará bien que goce-mos; y que permanezcamos de esta guisa hastaque veamos (si primero la muerte no nos alcanza)qué fin reserva el cielo a estas cosas. Y recordadque no desdice de nosotras irnos honestamente

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cuando gran parte de los otros deshonestamente sequedan.

Habiendo escuchado a Pampínea las otrasmujeres, no solamente alabaron su razonamientosino que, deseosas de seguirlo, habían ya entre síempezado a considerar el modo de llevarlo a cabo,como si al levantarse de donde estaban sentadasinmediatamente debieran ponerse en camino. PeroFilomena, que era discretísima, dijo:

—Señoras, por muy óptimamente dicho quehaya estado el razonamiento de Pampínea, no porello es cosa de correr a hacerlo así como pareceque queréis. Os recuerdo que somos todas mujeresy no hay ninguna tan moza que no pueda conocerbien cómo se saben gobernar las mujeres juntas ysin la providencia de algún hombre. Somos volu-bles, alborotadoras, suspicaces, pusilánimes y mie-dosas, cosas por las que mucho dudo que, si notomamos otra guía más que la nuestra, no se di-suelva esta compañía mucho antes y con menoshonor para nosotras de lo que sería menester: y porello bueno es tomar providencias antes de empezar.

Dijo entonces Elisa:

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—En verdad los hombres son cabeza de lamujer y sin su dirección raras veces llega alguna denuestras obras a un fin loable: pero ¿cómo pode-mos encontrar esos hombres? Todas sabemos quede los nuestros están la mayoría muertos, y losotros que viven se han quedado uno aquí otro alláen distinta compañía, sin que sepamos dónde,huyéndole a aquello de que nosotras queremoshuir, y el admitir a extraños no sería conveniente;por lo que, si queremos correr tras la salud, nosconviene encontrar el modo de organizarnos de talmanera que de aquello en lo que queremos encon-trar deleite y reposo no se siga disgusto y escánda-lo.

Mientras entre las mujeres andaban estosrazonamientos, he aquí que entran en la iglesia tresjóvenes, que no lo eran tanto que no fuese de me-nos de veinticinco años la edad del más joven: ni lacalidad y perversidad de los tiempos, ni la pérdidade amigos y de parientes, ni el temor por sí mismoshabía podido no sólo extinguir el amor en ellos sinoni aun enfriarlos. De los cuales uno era llamadoPánfilo y Filostrato el segundo y el último Dioneo,todos afables y corteses; y andaban buscando,como su mayor consuelo en tanta perturbación delas cosas, ver a sus damas, las cuales estaban las

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tres por ventura entre las ya dichas siete, y de lasdemás eran parientes de alguno de ellos. Pero pri-mero llegaron ellos a los ojos de éstas que éstasfueron vistas por ellos; por lo que Pampínea, enton-ces, sonriéndose comenzó:

—He aquí que la fortuna es favorable anuestros comienzos y nos ha puesto delante a estosjóvenes discretos y valerosos que nos harán congusto de guías y servidores si no dejamos de tomar-les para este oficio.

Neifile, entonces, que toda se había sonro-jado de vergüenza porque era una de las amadaspor los jóvenes, dijo:

—Pampínea, por Dios, mira lo que dices.Reconozco abiertamente que nada más que cosastodas buenas pueden decirse de cualquiera deellos, y los creo capaces de muchas mayores cosasde las que son necesarias para éstas, y semejan-temente creo que pueden ofrecer buena y honestacompañía no solamente a nosotras sino a otrasmucho más hermosas y estimadas de lo que noso-tras somos; pero como es cosa manifiesta queestán enamorados de algunas de las que aquíestán, temo que se siga difamación y reproches, sin

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nuestra culpa o la suya, si los llevamos con noso-tras.

Dijo entonces Filomena:

—Eso poca monta; allá donde yo honesta-mente viva y no me remuerda de nada la concien-cia, hable quien quiera en contra: Dios y la verdadtomarán por mí las armas. Pues, si estuviesen dis-puestos a venir podríamos decir en verdad, comoPampínea dijo, que la fortuna es favorable a nuestrapartida.

Las demás, oyendo a éstas hablar así, nosolamente se callaron sino que con sentimientoconcorde dijeron todas que fuesen llamados y se lesdijese su intención; y se les rogase que quisierantenerlas compañía en el dicho viaje. Por lo que, sinmás palabras, poniéndose en pie Pampínea, quepor consanguinidad era pariente de uno de ellos, sedirigió hacia ellos, que estaban parados mirándolasy, saludándolos con alegre gesto, les hizo manifies-ta su intención y les rogó en nombre de todas quecon puro y fraternal ánimo se quisiesen disponer atenerlas compañía. Los jóvenes creyeron primeroque se burlaba, pero después que vieron que ladama hablaba en serio declararon alegremente queestaban prontos, y sin poner dilación al asunto, a fin

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de que partiesen, dieron órdenes de lo que habíaque hacer para disponer la partida. Y ordenadamen-te haciendo aparejar todas las cosas oportunas ymandadas ya a donde ellos querían ir, la mañanasiguiente, esto es, el miércoles, al clarear el día, lasmujeres con algunas de sus criadas y los tres jóve-nes con tres de sus sirvientes, saliendo de la ciu-dad, se pusieron en camino, y no más de dos pe-queñas millas se habían alejado de ella cuandollegaron al lugar primeramente decidido.

Estaba tal lugar sobre una pequeña monta-ña, por todas partes alejado algo de nuestros cami-nos, con diversos arbustos y plantas todas pobladasde verdes frondas agradable de mirar; en su cimahabía una villa con un grande y hermoso patio enmedio, y con galerías y con salas y con alcobastodas ellas bellísimas y adornadas con alegres pin-turas dignas de ser miradas, con pradecillos entorno y con jardines maravillosos y con pozos deagua fresquísima y con bodegas llenas de preciososvinos: cosas más apropiadas para los bebedoresconsumados que para las sobrias y honradas muje-res. La cual, bien barrida y con las alcobas y lascamas hechas, y llena de cuantas flores se podíantener en la estación, y alfombrada con esparcidasramas de juncos, halló la compañía que llegaba,

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con no poco placer por su parte. Y al reunirse porprimera vez, dijo Dioneo, que más que ningún otrojoven era agradable y lleno de agudeza:

—Señoras, vuestra discreción más quenuestra previsión nos ha guiado aquí; yo no sé quées lo que intentáis hacer de vuestros pensamientos:los míos los dejé yo dentro de las puertas de la ciu-dad cuando con vosotras hace poco me salí de ella,y por ello o vosotras os disponéis a solazaros y areír y a cantar conmigo (tanto, digo, como convienea vuestra dignidad) o me dais licencia para que apor mis pensamientos retorne y me quede en aque-lla ciudad atribulada.

A lo que Pampínea, no de otro modo que sisemejantemente hubiese arrojado de sí todos lossuyos, contestó alegre:

—Dioneo, óptimamente hablas: hemos devivir festivamente pues no otra cosa que las triste-zas nos han hecho huir. Pero como las cosas queno tienen orden no pueden durar largamente, yoque fui la iniciadora de los rozamientos por los quese ha formado esta buena compañía, pensando enla continuación de nuestra alegría, estimo que es denecesidad elegir entre nosotros a alguno como másprincipal a quien honremos y obedezcamos como a

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mayor, todos cuyos pensamientos se dirijan por elcuidado de hacernos vivir alegremente. Y para quetodos prueben el peso de las preocupaciones juntocon el placer de la autoridad, y por consiguiente,llevado de una parte a la otra, no pueda quien no loprueba sentir envidia alguna, digo que a cada unopor un día se atribuya el peso y con él el honor, yquien sea el primero de nosotros se deba a la elec-ción de todos; los que le sucedan, al acercarse lahora del crepúsculo, sean aquel o aquella que plaz-ca a quien aquel día haya tenido tal señorío, y estetal, según su arbitrio, durante el tiempo de su señor-ío, del lugar y el modo en el que hayamos de vivir,ordene y disponga.

Estas palabras agradaron grandemente y auna voz la eligieron por reina del primer día, y Filo-mena, corriendo prestamente hacia un laurel, por-que muchas veces había oído hablar de cuán gran-de honor sus frondas eran dignas y cuán dignohonor hacían a quien era con ellas meritoriamentecoronado, cogiendo algunas ramas, hizo una guir-nalda honrosa y bien arreglada que, poniéndoselaen la cabeza, fue, mientras duró aquella compañía,manifiesto signo a todos los demás del real señoríoy preeminencia.

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Pampínea, hecha reina, mandó que todoscallasen, habiendo hecho ya llamar allí a los servi-dores de los tres jóvenes y a sus criadas; y callandotodos, dijo:

—Para dar primero ejemplo a todos voso-tros para que, procediendo de bien en mejor, nues-tra compañía con orden y con placer y sin ningúndeshonor viva y dure cuanto lo deseemos, nombroprimeramente a Pármeno, criado de Dioneo, misenescal, y a él encomiendo el cuidado y la solicitudpor toda nuestra familia y lo que pertenece al servi-cio de la sala. Sirisco, criado de Pánfilo, quiero quesea administrador y tesorero y que siga las órdenesde Pármeno. Tíndaro, al servicio de Filostrato y delos otros dos, que se ocupe de sus alcobas cuandolos otros, ocupados en sus oficios, no puedan ocu-parse. Misia, mi criada, y Licisca, de Filomena, es-tarán continuamente en la cocina y aparejarán dili-gentemente las viandas que por Pármeno le seanordenadas. Quimera, de Laureta, y Estratilia, deFiameta, queremos que estén pendientes del go-bierno de las alcobas de las damas y de la limpiezade los lugares donde estemos. Y a todos en gene-ral, por cuanto estimen nuestra gracia, queremos yles ordenamos que se guarden, dondequiera quevayan, de dondequiera que vuelvan, cualquier cosa

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que sea lo que oigan o vean, de traer de fuera nin-guna noticia que no sea alegre. —Y dadas suma-riamente estas órdenes, que fueron de todos enco-miadas, enderezándose, alegres en pie, dijo—: Aquíhay jardines, aquí hay prados, aquí hay otros luga-res muy deleitosos, por los cuales vaya cada uno asu gusto solazándose; y al oír el toque de tercia,todos estén aquí para comer con la fresca.

Despedida, pues, por la reciente reina, laalegre compañía, los jóvenes junto con las bellasmujeres, hablando de cosas agradables, con lentopaso, se fueron por un jardín haciéndose bellasguirnaldas de varias frondas y cantando amorosa-mente. Y luego de haberse demorado así cuantoespacio les había sido concedido por la reina, vuel-tos a casa, encontraron que Pármeno había dadodiligentemente principio a su oficio, por lo que, alentrar en una sala de la planta baja, allí vieron lasmesas puestas con manteles blanquísimos y convasos que parecían de plata, y todas las cosas cu-biertas de flores y de ramas de hiniesta; por lo que,dada el agua a las manos, como gustó a la reina,según el juicio de Pármeno, todos fueron a sentar-se. Las viandas delicadamente hechas llegaron yfueron aprestados vinos finísimos, y sin más, ensilencio los tres servidores sirvieron las mesas. Ale-

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grados todos por estas cosas, que eran bellas yordenadas, con placentero ingenio y con fiesta co-mieron; y levantadas las mesas, como sucedía quetodas las damas sabían bailar las danzas de carola,y también los jóvenes, y parte de ellos tocar y cantaróptimamente, mandó la reina que viniesen los ins-trumentos: y por su mandato, Dioneo tomó un laúd yFiameta una viola, comenzando a tocar suavementeuna danza. Por lo que la reina, con las otras damas,cogiéndose de la mano en corro con los jóvenes,con lento paso, mandados a comer los sirvientes,empezaron una carola: y cuando la terminaron, acantar canciones amables y alegres. Y de este mo-do estuvieron tanto tiempo que a la reina le parecióque debían ir a dormir; por lo que, dando a todoslicencia, los tres jóvenes a sus alcobas, separadasde las de las mujeres, se fueron; las cuales con lascamas bien hechas y tan llenas de flores como lasala encontraron; y semejantemente las suyas lasdamas, por lo que, desnudándose se fueron a repo-sar.

No hacía mucho que había sonado nonacuando la reina, levantándose, hizo levantar a lasdemás y de igual modo a los jóvenes, afirmandoque era nocivo dormir demasiado de día; y así sefueron a un pradecillo en que la hierba era verde y

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alta y el sol no podía entrar por ninguna parte; y allí,donde se sentía un suave vientecillo, todos se sen-taron en corro sobre la verde hierba así como lareina quiso. Y ella les dijo:

—Como veis, el sol está alto y el calor esgrande, y nada se oye sino las cigarras arriba en losolivos, por lo que ir ahora a cualquier lugar sería sinduda necedad. Aquí es bueno y fresco estar y hay,como veis, tableros y piezas de ajedrez, y cada unopuede, según lo que a su ánimo le dé más placer,encontrar deleite. Pero si en esto se siguiera miparecer, no jugando, en lo que el ánimo de una delas partes ha de turbarse sin demasiado placer de laotra o de quien está mirando, sino novelando (con loque, hablando uno, toda la compañía que le escu-cha toma deleite) pasaríamos esta caliente parte deldía. Cuando terminaseis cada uno de contar unahistoria, el sol habría declinado y disminuido el ca-lor, y podríamos a donde más gusto nos diera ir aentretenernos; y por ello, si esto que he dicho osplace (ya que estoy dispuesta a seguir vuestro gus-to), hagámoslo; y si no os pluguiese, haga cada unolo que más le guste hasta la hora de vísperas.

Las mujeres por igual y todos los hombresalabaron el novelar.

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—Entonces —dijo la reina—, si ello os pla-ce, por esta primera jornada quiero que cada unohable de lo que más le guste.

Y vuelta a Pánfilo, que se sentaba a su de-recha, amablemente le dijo que con una de sushistorias diese principio a las demás; y Pánfilo, oídoel mandato, prestamente, y siendo escuchado portodos, empezó así:

NOVELA PRIMERAEl seor Cepparello engaña a un santo fraile

con una falsa confesión y muere después, yhabiendo sido un hombre malvado en vida, es,muerto, reputado por santo y llamado San Ciapellet-to.

Conviene, carísimas señoras, que a todo loque el hombre hace le dé principio con el nombre deAquél que fue de todos hacedor; por lo que, debien-do yo el primero dar comienzo a nuestro novelar,entiendo comenzar con uno de sus maravillososhechos para que, oyéndolo, nuestra esperanza en

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él como en cosa inmutable se afirme, y siempre seapor nosotros alabado su nombre.

Manifiesta cosa es que, como las cosastemporales son todas transitorias y mortales, estánen sí y por fuera de sí llenas de dolor, de angustia yde fatiga, y sujetas a infinitos peligros; a los cualesno podremos nosotros sin algún error, los que vivi-mos mezclados con ellas y somos parte de ellas,resistir ni hacerles frente, si la especial gracia deDios no nos presta fuerza y prudencia. La cual, anosotros y en nosotros no es de creer que descien-da por mérito alguno nuestro, sino por su propiabenignidad movida y por las plegarias impetradasde aquellos que, como lo somos nosotros, fueronmortales y, habiendo seguido bien sus gustos mien-tras tuvieron vida, ahora se han transformado con élen eternos y bienaventurados; a los cuales nosotrosmismos, como a procuradores informados por expe-riencia de nuestra fragilidad, y tal vez no atrevién-donos a mostrar nuestras plegarias ante la vista detan grande juez, les rogamos por las cosas quejuzgamos oportunas. Y aún más en Él, lleno depiadosa liberalidad hacia nosotros, señalemos que,no pudiendo la agudeza de los ojos mortales tras-pasar en modo alguno el secreto de la divina mente,a veces sucede que, engañados por la opinión,

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hacemos procuradores ante su majestad a gentesque han sido arrojadas por Ella al eterno exilio; y nopor ello Aquél a quien ninguna cosa es oculta (mi-rando más a la pureza del orante que a su ignoran-cia o al exilio de aquél a quien le ruega) como sifuese bienaventurado ante sus ojos, deja de escu-char a quienes le ruegan. Lo que podrá aparecermanifiestamente en la novela que entiendo contar:manifiestamente, digo, no el juicio de Dios sino elseguido por los hombres.

Se dice, pues, que habiéndose MusciattoFranzesi convertido, de riquísimo y gran mercaderen Francia, en caballero, y debiendo venir a Tosca-na con micer Carlos Sin Tierra, hermano del rey deFrancia, que fue llamado y solicitado por el papaBonifacio, dándose cuenta de que sus negociosestaban, como muchas veces lo están los de losmercaderes, muy intrincados acá y allá, y que no sepodían de ligero ni súbitamente desintrincar, pensóencomendarlos a varias personas, y para todosencontró cómo; fuera de que le quedó la duda de aquién dejar pudiese capaz de rescatar los créditoshechos a varios borgoñones.

Y la razón de la duda era saber que los bor-goñones son litigiosos y de mala condición y deslea-

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les, y a él no le venía a la cabeza quién pudiesehaber tan malvado en quien pudiera tener algunaconfianza para que pudiese oponerse a su perversi-dad. Y después de haber estado pensando larga-mente en este asunto, le vino a la memoria un seorCepparello de Prato que muchas veces se hospe-daba en su casa de París, que porque era pequeñode persona y muy acicalado, no sabiendo los fran-ceses qué quería decir Cepparello, y creyendo quevendría a decir capelo, es decir, guirnalda, como ensu romance, porque era pequeño como decimos, noChapelo, sino Ciappelletto le llamaban: y por Ciap-pelletto era conocido en todas partes, donde pocoscomo Cepparello le conocían. Era este Ciappellettode esta vida: siendo notario, sentía grandísima ver-güenza si alguno de sus instrumentos (aunque fue-sen pocos) no fuera falso; de los cuales hubierahecho tantos como le hubiesen pedido gratuitamen-te, y con mejor gana que alguno de otra clase muybien pagado. Declaraba en falso con sumo gusto,tanto si se le pedía como si no; y dándose en aque-llos tiempos en Francia grandísima fe a los juramen-tos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencíamalvadamente en tantas causas cuantas le pidiesenque jurara decir verdad por su fe.

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Tenía otra clase de placeres (y mucho seempeñaba en ello) en suscitar entre amigos y pa-rientes y cualesquiera otras personas, males yenemistades y escándalos, de los cuales cuantosmayores males veía seguirse, tanta mayor alegríasentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a cual-quier otro acto criminal, sin negarse nunca, de bue-na gana iba y muchas veces se encontró gustosa-mente hiriendo y matando hombres con las propiasmanos. Gran blasfemador era contra Dios y lossantos, y por cualquier cosa pequeña, como que erairacundo más que ningún otro. A la iglesia no ibajamás, y a todos sus sacramentos como a cosa vilescarnecía con abominables palabras; y por el con-trario las tabernas y los otros lugares deshonestosvisitaba de buena gana y los frecuentaba. A lasmujeres era tan aficionado como lo son los perros albastón, con su contrario más que ningún otro hom-bre flaco se deleitaba. Habría hurtado y robado conla misma conciencia con que oraría un santo varón.Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentirrepugnantes náuseas; era solemne jugador condados trucados.

Mas ¿por qué me alargo en tantas pala-bras? Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubie-se nacido. Y su maldad largo tiempo la sostuvo el

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poder y la autoridad de micer Musciatto, por quienmuchas veces no sólo de las personas privadas aquienes con frecuencia injuriaba sino también de lajusticia, a la que siempre lo hacía, fue protegido.

Venido, pues, este seor Cepparello a lamemoria de micer Musciatto, que conocía óptima-mente su vida, pensó el dicho micer Musciatto queéste era el que necesitaba la maldad de los borgo-ñones; por lo que, llamándole, le dijo así:

—Seor Ciappelletto, como sabes, estoy porretirarme del todo de aquí y, teniendo entre otrosque entenderme con los borgoñones, hombres lle-nos de engaño, no sé quién pueda dejar más apro-piado que tú para rescatar de ellos mis bienes; y porello, como tú al presente nada estás haciendo, siquieres ocuparte de esto entiendo conseguirte elfavor de la corte y darte aquella parte de lo querescates que sea conveniente.

Seor Cepparello, que se veía desocupado ymal provisto de bienes mundanos y veía que se ibaquien su sostén y auxilio había sido durante muchotiempo, sin ningún titubeo y como empujado por lanecesidad se decidió sin dilación alguna, como obli-gado por la necesidad y dijo que quería hacerlo debuena gana. Por lo que, puestos de acuerdo, recibi-

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dos por seor Ciappelletto los poderes y las cartascredenciales del rey, partido micer Musciatto, se fuea Borgoña donde casi nadie le conocía: y allí demodo extraño a su naturaleza, benigna y mansa-mente empezó a rescatar y hacer aquello a lo quehabía ido, como si reservase la ira para el final. Yhaciéndolo así, hospedándose en la casa de doshermanos florentinos que prestaban con usura y poramor de micer Musciatto le honraban mucho, suce-dió que enfermó, con lo que los dos hermanos hicie-ron prestamente venir médicos y criados para que lesirviesen en cualquier cosa necesaria para recupe-rar la salud.

Pero toda ayuda era vana porque el buenhombre, que era ya viejo y había vivido desordena-damente, según decían los médicos iba de día endía de mal en peor como quien tiene un mal demuerte; de lo que los dos hermanos mucho se dol-ían y un día, muy cerca de la alcoba en que seorCiappelletto yacía enfermo, comenzaron a razonarentre ellos.

—¿Qué haremos de éste? —decía el uno alotro—. Estamos por su causa en una situaciónpésima porque echarlo fuera de nuestra casa tanenfermo nos traería gran tacha y sería signo mani-

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fiesto de poco juicio al ver la gente que primero lohabíamos recibido y después hecho servir y medi-car tan solícitamente para ahora, sin que haya podi-do hacer nada que pudiera ofendernos, echarlofuera de nuestra casa tan súbitamente, y enfermode muerte. Por otra parte, ha sido un hombre tanmalvado que no querrá confesarse ni recibir ningúnsacramento de la Iglesia y, muriendo sin confesión,ninguna iglesia querrá recibir su cuerpo y será arro-jado a los fosos como un perro. Y si por el contrariose confiesa, sus pecados son tantos y tan horriblesque no los habrá semejantes y ningún fraile o curaquerrá ni podrá absolverle; por lo que, no absuelto,será también arrojado a los fosos como un perro. Ysi esto sucede, el pueblo de esta tierra, tanto pornuestro oficio (que les parece inicuo y al que todo eltiempo pasan maldiciendo) como por el deseo quetiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y gritará:«Estos perros lombardos a los que la iglesia noquiere recibir no pueden sufrirse más», y correránen busca de nuestras arcas y tal vez no solamentenos roben los haberes sino que pueden quitarnostambién la vida; por lo que de cualquiera guisa es-tamos mal si éste se muere.

Seor Ciappelletto, que, decimos, yacía allícerca de donde éstos estaban hablando, teniendo el

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oído fino, como la mayoría de las veces pasa a losenfermos, oyó lo que estaban diciendo y los hizollamar y les dijo:

—No quiero que temáis por mí ni tengáismiedo de recibir por mi causa algún daño; he oído loque habéis estado hablando de mí y estoy certísimode que sucedería como decís si así como pensáisanduvieran las cosas; pero andarán de otra manera.He hecho, viviendo, tantas injurias al Señor Diosque por hacerle una más a la hora de la muertepoco se dará. Y por ello, procurad hacer venir unfraile santo y valioso lo más que podáis, si hay al-guno que lo sea, y dejadme hacer, que yo concer-taré firmemente vuestros asuntos y los míos de talmanera que resulten bien y estéis contentos.

Los dos hermanos, aunque no sintieron poresto mucha esperanza, no dejaron de ir a un con-vento de frailes y pidieron que algún hombre santo ysabio escuchase la confesión de un lombardo queestaba enfermo en su casa; y les fue dado un fraileanciano de santa y de buena vida, y gran maestrode la Escritura y hombre muy venerable, a quientodos los ciudadanos tenían en grandísima y espe-cial devoción, y lo llevaron con ellos. El cual, llegadoa la cámara donde el seor Ciappelletto yacía, y

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sentándose a su lado empezó primero a confortarlebenignamente y le preguntó luego que cuánto tiem-po hacía que no se había confesado. A lo que elseor Ciappelletto, que nunca se había confesado,respondió:

—Padre mío, mi costumbre es de confe-sarme todas las semanas al menos una vez; sin loque son bastantes las que me confieso más; y laverdad es que, desde que he enfermado, que soncasi ocho días, no me he confesado, tanto es elmalestar que con la enfermedad he tenido.

Dijo entonces el fraile:

—Hijo mío, bien has hecho, y así debeshacer de ahora en adelante; y veo que si tan fre-cuentemente te confiesas, poco trabajo tendré enescucharte y preguntarte.

Dijo seor Ciappelletto:

—Señor fraile, no digáis eso; yo no me heconfesado nunca tantas veces ni con tanta frecuen-cia que no quisiera hacer siempre confesión generalde todos los pecados que pudiera recordar desde eldía en que nací hasta el que me haya confesado; ypor ello os ruego, mi buen padre, que me preguntéistan menudamente de todas las cosas como si nun-

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ca me hubiera confesado, y no tengáis compasiónporque esté enfermo, que más quiero disgustar aestas carnes mías que, excusándolas, hacer cosaque pudiese resultar en perdición de mi alma, quemi Salvador rescató con su preciosa sangre.

Estas palabras gustaron mucho al santovarón y le parecieron señal de una mente bien dis-puesta; y luego que al seor Ciappelletto hubo ala-bado mucho esta práctica, empezó a preguntarle sihabía alguna vez pecado lujuriosamente con algunamujer. A lo que seor Ciappelletto respondió suspi-rando:

—Padre, en esto me avergüenzo de decir laverdad temiendo pecar de vanagloria.

A lo que el santo fraile dijo:

—Dila con tranquilidad, que por decir la ver-dad ni en la confesión ni en otro caso nunca se hapecado.

Dijo entonces seor Ciappelletto:

—Ya que lo queréis así, os lo diré: soy tanvirgen como salí del cuerpo de mi madre.

—¡Oh, bendito seas de Dios! —dijo el frai-le—, ¡qué bien has hecho! Y al hacerlo has tenido

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tanto más mérito cuando, si hubieras querido, teníasmás libertad de hacer lo contrario que tenemos no-sotros y todos los otros que están constreñidos poralguna regla.

Y luego de esto, le preguntó si había des-agradado a Dios con el pecado de la gula. A lo que,suspirando mucho, seor Ciappelletto contestó que síy muchas veces; porque, como fuese que él,además de los ayunos de la cuaresma que las per-sonas devotas hacen durante el año, todas las se-manas tuviera la costumbre de ayunar a pan y aguaal menos tres días, se había bebido el agua contanto deleite y tanto gusto y especialmente cuandohabía sufrido alguna fatiga por rezar o ir en peregri-nación, como los grandes bebedores hacen con elvino. Y muchas veces había deseado comer aque-llas ensaladas de hierbas que hacen las mujerescuando van al campo, y algunas veces le habíaparecido mejor comer que le parecía que debieseparecerle a quien ayuna por devoción como él ayu-naba. A lo que el fraile dijo:

—Hijo mío, estos pecados son naturales yson asaz leves, y por ello no quiero que te apesa-dumbres la conciencia más de lo necesario. A todoslos hombres sucede que les parezca bueno comer

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después de largo ayuno, y, después del cansancio,beber.

—¡Oh! —dijo seor Ciappelletto—, padremío, no me digáis esto por confortarme; bien sabéisque yo sé que las cosas que se hacen en serviciode Dios deben hacerse limpiamente y sin ningunamancha en el ánimo: y quien lo hace de otra mane-ra, peca.

El fraile, contentísimo, dijo:

—Y yo estoy contento de que así lo entien-das en tu ánimo, y mucho me place tu pura y buenaconciencia. Pero dime, ¿has pecado de avariciadeseando más de lo conveniente y teniendo lo queno debieras tener?

A lo que seor Ciappelletto dijo:

—Padre mío, no querría que sospechaseisde mí porque estoy en casa de estos usureros: yono tengo parte aquí sino que había venido con laintención de amonestarles y reprenderles y arran-carles a este abominable oficio; y creo que habríapodido hacerlo si Dios no me hubiese visitado deesta manera. Pero debéis de saber que mi padreme dejó rico, y de sus haberes, cuando murió, di lamayor parte por Dios; y luego, por sustentar mi vida

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y poder ayudar a los pobres de Cristo, he hecho mispequeños mercadeos y he deseado tener gananciasde ellos, y siempre con los pobres de Dios lo que heganado lo he partido por medio, dedicando mi mitada mis necesidades, dándole a ellos la otra mitad; yen ello me ha ayudado tan bien mi Creador quesiempre de bien en mejor han ido mis negocios.

—Has hecho bien —dijo el fraile—, pero¿con cuánta frecuencia te has dejado llevar por laira?

—¡Oh! —dijo seor Ciappelletto—, eso os di-go que muchas veces lo he hecho. ¿Y quién podríacontenerse viendo todo el día a los hombreshaciendo cosas sucias, no observar los mandamien-tos de Dios, no temer sus juicios? Han sido muchasveces al día las que he querido estar mejor muertoque vivo al ver a los jóvenes ir tras vanidades yoyéndolos jurar y perjurar, ir a las tabernas, no visi-tar las iglesias y seguir más las vías del mundo quelas de Dios.

Dijo entonces el fraile:

—Hijo mío, ésta es una ira buena y yo encuanto a mí no sabría imponerte por ella penitencia.Pero ¿por acaso no te habrá podido inducir la ira a

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cometer algún homicidio o a decir villanías de al-guien o a hacer alguna otra injuria?

A lo que el seor Ciappelletto respondió:

—¡Ay de mí, señor!, vos que me parecéishombre de Dios, ¿cómo decís estas palabras? Si yohubiera podido tener aún un pequeño pensamientode hacer alguna de estas cosas, ¿creéis que creaque Dios me hubiese sostenido tanto? Eso soncosas que hacen los asesinos y los criminales, delos que, siempre que alguno he visto, he dichosiempre: «Ve con Dios que te convierta».

Entonces dijo el fraile:

—Ahora dime, hijo mío, que bendito seas deDios, ¿alguna vez has dicho algún falso testimoniocontra alguien, o dicho mal de alguien o quitado aalguien cosas sin consentimiento de su dueño?

—Ya, señor, sí —repuso seor Ciappelletto—que he dicho mal de otro, porque tuve un vecinoque con la mayor sinrazón del mundo no hacía másque golpear a su mujer tanto que una vez hablé malde él a los parientes de la mujer, tan gran piedadsentí por aquella pobrecilla que él, cada vez quehabía bebido de más, zurraba como Dios os diga.

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Dijo entonces el fraile:

—Ahora bien, tú me has dicho que has sidomercader: ¿has engañado alguna vez a alguiencomo hacen los mercaderes?

—Por mi fe —dijo seor Ciappelletto—, se-ñor, sí, pero no sé quiénes eran: sino que habién-dome dado uno dineros que me debía por un pañoque le había vendido, y yo puéstolos en un cofre sincontarlos, vine a ver después de un mes que erancuatro reales más de lo que debía ser por lo que, nohabiéndolo vuelto a ver y habiéndolos conservadoun año para devolvérselos, los di por amor de Dios.

Dijo el fraile:

—Eso fue poca cosa e hiciste bien en hacerlo que hiciste.

Y después de esto preguntóle el santo frailesobre muchas otras cosas, sobre las cuales diorespuesta en la misma manera. Y queriendo él pro-ceder ya a la absolución, dijo seor Ciappelletto:

—Señor mío, tengo todavía algún pecadoque aún no os he dicho. –El fraile le preguntó cuál, ydijo—: Me acuerdo que hice a mi criado, un sábado

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después de nona, barrer la casa y no tuve al santodía del domingo la reverencia que debía.

—¡Oh! —dijo el fraile—, hijo mío, ésa es co-sa leve.

—No —dijo seor Ciappelletto—, no he dichonada leve, que el domingo mucho hay que honrarporque en un día así resucitó de la muerte a la vidaNuestro Señor.

Dijo entonces el fraile:

—¿Alguna cosa más has hecho?

—Señor mío, sí —respondió seor Ciappe-lletto—, que yo, no dándome cuenta, escupí unavez en la iglesia de Dios.

El fraile se echó a reír, y dijo:

—Hijo mío, ésa no es cosa de preocupa-ción: nosotros, que somos religiosos, todo el díaescupimos en ella.

Dijo entonces seor Ciappelletto:

—Y hacéis gran villanía, porque nada con-viene tener tan limpio como el santo templo, en elque se rinde sacrificio a Dios.

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Y en breve, de tales hechos le dijo muchos,y por último empezó a suspirar y a llorar mucho,como quien lo sabía hacer demasiado bien cuandoquería. Dijo el santo fraile:

—Hijo mío, ¿qué te pasa?

Repuso seor Ciappelletto:

—¡Ay de mí, señor! Que me ha quedado unpecado del que nunca me he confesado, tan grandevergüenza me da decirlo, y cada vez que lo recuer-do lloro como veis, y me parece muy cierto que Diosnunca tendrá misericordia de mí por este pecado.

Entonces el santo fraile dijo:

—¡Bah, hijo! ¿Qué estás diciendo? Si todoslos pecados que han hecho todos los hombres delmundo, y que deban hacer todos los hombres mien-tras el mundo dure, fuesen todos en un hombresolo, y éste estuviese arrepentido y contrito como teveo, tanta es la benignidad y la misericordia de Diosque, confesándose éste, se los perdonaría liberal-mente; así, dilo con confianza.

Dijo entonces seor Ciappelletto, todavía llo-rando mucho:

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—¡Ay de mí, padre mío! El mío es demasia-do grande pecado, y apenas puedo creer, si vues-tras plegarias no me ayudan, que me pueda ser porDios perdonado.

A lo que le dijo el fraile:

—Dilo con confianza, que yo te prometo pe-dir a Dios por ti.

Pero seor Ciappelletto lloraba y no lo decíay el fraile le animaba a decirlo. Pero luego de queseor Ciappelletto llorando un buen rato hubo tenidoasí suspenso al fraile, lanzó un gran suspiro y dijo:

—Padre mío, pues que me prometéis rogara Dios por mí, os lo diré: sabed que, cuando erapequeñito, maldije una vez a mi madre.

Y dicho esto, empezó de nuevo a llorar fuer-temente. Dijo el fraile:

—¡Ah, hijo mío! ¿Y eso te parece tan granpecado? Oh, los hombres blasfemamos contra Diostodo el día y si Él perdona de buen grado a quien searrepiente de haber blasfemado, ¿no crees quevaya a perdonarte esto? No llores, consuélate, quepor seguro si hubieses sido uno de aquellos que le

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pusieron en la cruz, teniendo la contrición que teveo, te perdonaría Él.

Dijo entonces seor Ciappelletto:

—¡Ay de mí, padre mío! ¿Qué decís? Ladulce madre mía que me llevó en su cuerpo nuevemeses día y noche, y me llevó en brazos más decien veces. ¡Mucho mal hice al maldecirla, y pecadomuy grande es; y si no rogáis a Dios por mí, no meserá perdonado!

Viendo el fraile que nada le quedaba pordecir al seor Ciappelletto, le dio la absolución y subendición teniéndolo por hombre santísimo, comoquien totalmente creía ser cierto lo que seor Ciappe-lletto había dicho: ¿y quién no lo hubiera creídoviendo a un hombre en peligro de muerte confesán-dose decir tales cosas? Y después, luego de todoesto, le dijo:

—Señor Ciappelletto, con la ayuda de Diosestaréis pronto sano; pero si sucediese que Dios avuestra bendita y bien dispuesta alma llamase a sí,¿os placería que vuestro cuerpo fuese sepultado ennuestro convento?

A lo que seor Ciappelletto repuso:

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—Señor, sí, que no querría estar en otro si-tio, puesto que vos me habéis prometido rogar aDios por mí, además de que yo he tenido siempreuna especial devoción por vuestra orden; y por elloos ruego que, en cuanto estéis en vuestro convento,haced que venga a mí aquel veracísimo cuerpo deCristo que vos por la mañana consagráis en el altar,porque aunque no sea digno, entiendo comulgarlocon vuestra licencia, y después la santa y últimaunción para que, si he vivido como pecador, al me-nos muera como cristiano.

El santo hombre dijo que mucho le agrada-ba y él decía bien, y que haría que de inmediato lefuese llevado; y así fue.

Los dos hermanos, que temían mucho queseor Ciappelletto les engañase, se habían puestojunto a un tabique que dividía la alcoba donde seorCiappelletto yacía de otra y, escuchando, fácilmenteoían y entendían lo que seor Ciappelletto al frailedecía; y sentían algunas veces tales ganas de reír,al oír las cosas que le confesaba haber hecho, quecasi estallaban, y se decían uno al otro: ¿qué hom-bre es éste, al que ni vejez ni enfermedad ni temorde la muerte a que se ve tan vecino, ni aún de Dios,ante cuyo juicio espera tener que estar de aquí a

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poco, han podido apartarle de su maldad, ni hacerque quiera dejar de morir como ha vivido? Peroviendo que había dicho que sí, que recibiría la se-pultura en la iglesia, de nada de lo otro se preocu-paron. Seor Ciappelletto comulgó poco después y,empeorando sin remedio, recibió la última unción; ypoco después del crepúsculo, el mismo día quehabía hecho su buena confesión, murió.

Por lo que los dos hermanos, disponiendode lo que era de él para que fuese honradamentesepultado y mandándolo decir al convento, y queviniesen por la noche a velarle según era costumbrey por la mañana a por el cuerpo, dispusieron todaslas cosas oportunas para el caso. El santo fraile quelo había confesado, al oír que había finado, fue abuscar al prior del convento, y habiendo hecho tocara capítulo, a los frailes reunidos mostró que seorCiappelletto había sido un hombre santo según él lohabía podido entender de su confesión; y esperan-do que por él el Señor Dios mostrase muchos mila-gros, les persuadió a que con grandísima reverenciay devoción recibiesen aquel cuerpo. Con las cualescosas el prior y los frailes, crédulos, estuvieron deacuerdo: y por la noche, yendo todos allí dondeyacía el cuerpo de seor Ciappelletto, le hicieron unagrande y solemne vigilia, y por la mañana, vestidos

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todos con albas y capas pluviales, con los libros enla mano y las cruces delante, cantando, fueron a poreste cuerpo y con grandísima fiesta y solemnidad selo llevaron a su iglesia, siguiéndoles el pueblo todode la ciudad, hombres y mujeres; y, habiéndolopuesto en la iglesia, subiendo al púlpito, el santofraile que lo había confesado empezó sobre él y suvida, sobre sus ayunos, su virginidad, su simplicidade inocencia y santidad, a predicar maravillosas co-sas, entre otras contando lo que seor Ciappellettocomo su mayor pecado, llorando, le había confesa-do, y cómo él apenas le había podido meter en lacabeza que Dios quisiera perdonárselo, tras de loque se volvió a reprender al pueblo que le escucha-ba, diciendo:

—Y vosotros, malditos de Dios, por cual-quier brizna de paja en que tropezáis, blasfemáis deDios y de su Madre y de toda la corte celestial.

Y además de éstas, muchas otras cosas di-jo sobre su lealtad y su pureza, y, en breve, con suspalabras, a las que la gente de la comarca dabacompleta fe, hasta tal punto lo metió en la cabeza yen la devoción de todos los que allí estaban que,después de terminado el oficio, entre los mayoresapretujones del mundo todos fueron a besarle los

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pies y las manos, y le desgarraron todos los pañosque llevaba encima, teniéndose por bienaventuradoquien al menos un poco de ellos pudiera tener: yconvino que todo el día fuese conservado así, paraque por todos pudiese ser visto y visitado.

Luego, la noche siguiente, en una urna demármol fue honrosamente sepultado en una capilla,y enseguida al día siguiente empezaron las gentesa ir allí y a encender candelas y a venerarlo, y se-guidamente a hacer promesas y a colgar exvotos decera según la promesa hecha. Y tanto creció la fa-ma de su santidad y la devoción en que se le teníaque no había nadie que estuviera en alguna adver-sidad que hiciese promesas a otro santo que a él, ylo llamaron y lo llaman San Ciappelletto, y afirmanque Dios ha mostrado muchos milagros por él y losmuestra todavía a quien devotamente se lo implora.

Así pues, vivió y murió el seor Cepparellode Prato y llegó a ser santo, como habéis oído; y noquiero negar que sea posible que sea un bienaven-turado en la presencia de Dios porque, aunque suvida fue criminal y malvada, pudo en su último ex-tremo haber hecho un acto de contrición de maneraque Dios tuviera misericordia de él y lo recibiese ensu reino; pero como esto es cosa oculta, razono

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sobre lo que es aparente y digo que más debe en-contrarse condenado entre las manos del diablo queen el paraíso. Y si así es, grandísima hemos dereconocer que es la benignidad de Dios para connosotros, que no mira nuestro error sino la purezade la fe, y al tomar nosotros de mediador a un ene-migo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como sia alguien verdaderamente santo recurriésemoscomo a mediador de su gracia. Y por ello, para quepor su gracia en la adversidad presente y en estacompañía tan alegre seamos conservados sanos ysalvos, alabando su nombre en el que la hemoscomenzado, teniéndole reverencia, a él acudiremosen nuestras necesidades, segurísimos de ser escu-chados.

Y aquí, calló.

NOVELA SEGUNDA

El judío Abraham, animado por Giannottode Civigní, va a la corte de Roma y, vista la maldadde los clérigos, vuelve a París y se hace cristiano.

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La novela de Pánfilo fue en parte reída y entodo celebrada por las mujeres, y habiendo sidoatentamente escuchada y llegado a su fin, comoestaba sentada junto a él Neifile, le mandó la reinaque, contando una, siguiese el orden del comenza-do entretenimiento. Y ella, como quien no menos decorteses maneras que de belleza estaba adornada,alegremente repuso que de buena gana, y comenzóde esta guisa:

Mostrado nos ha Pánfilo con su novelar labenignidad de Dios que no mira nuestros errorescuando proceden de algo que no nos es posible ver;y yo, con el mío, entiendo mostraros cuánto estamisma benignidad, soportando pacientemente losdefectos de quienes deben dar de ella verdaderotestimonio con obras y palabras y hacen lo contra-rio, es por ello mismo argumento de infalible verdadpara que los que creemos sigamos con más firmezade ánimo.

Tal como yo, graciosas señoras, he oídodecir, hubo en París un gran mercader y hombrebueno que fue llamado Giannotto de Civigní, lealí-simo y recto y gran negociante en el rango de lapañería; y tenía íntima amistad con un riquísimohombre judío llamado Abraham, que era también

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mercader y hombre harto recto y leal. Cuya rectitudy lealtad viendo Giannotto, empezó a tener granlástima de que el alma de un hombre tan valioso ysabio y bueno fuese a su perdición por falta de fe, ypor ello amistosamente le empezó a rogar que deja-se los errores de la fe judaica y se volviese a laverdad cristiana, a la que como santa y buena podíaver siempre aumentar y prosperar, mientras la suya,por el contrario, podía distinguir cómo disminuía yse reducía a la nada. El judío contestaba que nin-guna creía ni santa ni buena fuera de la judaica, yque en ella había nacido y en ella entendía vivir ymorir; ni habría nada que nunca de aquello le hicie-se moverse. Giannotto no cesó por esto de, pasa-dos algunos días, repetirle semejantes palabras,mostrándole, tan burdamente como la mayoría delos mercaderes pueden hacerlo, por qué razonesnuestra religión era mejor que la judaica.

Y aunque el judío fuese en la ley judaicagran maestro, no obstante, ya que la amistad gran-de que tenía con Giannotto le moviese, o tal vezque las palabras que el Espíritu Santo ponía en lalengua del hombre simple lo hiciesen, al judío em-pezaron a agradarle mucho los argumentos deGiannotto; pero obstinado en sus creencias, no sedejaba cambiar. Y cuanto él seguía pertinaz, tanto

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no dejaba Giannotto de solicitarlo, hasta que el jud-ío, vencido por tan continuas instancias, dijo:

—Ya, Giannotto, a ti te gusta que me hagacristiano; y yo estoy dispuesto a hacerlo, tan cierta-mente que quiero primero ir a Roma y ver allí al quetú dices que es el vicario de Dios en la tierra, y con-siderar sus modos y sus costumbres, y lo mismo losde sus hermanos los cardenales; y si me parecentales que pueda por tus palabras y por las de elloscomprender que vuestra fe sea mejor que la mía,como te has ingeniado en demostrarme, haré aque-llo que te he dicho: y si no fuese así, me quedarésiendo judío como soy.

Cuando Giannotto oyó esto, se puso en suinterior desmedidamente triste, diciendo para símismo: «Perdido he los esfuerzos que me parecíahaber empleado óptimamente, creyéndome haberconvertido a éste; porque si va a la corte de Roma yve la vida criminal y sucia de los clérigos, no es quede judío vaya a hacerse cristiano, sino que si sehubiese hecho cristiano, sin falta volvería judío».

Y volviéndose a Abraham dijo:

—Ah, amigo mío, ¿por qué quieres pasarese trabajo y tan grandes gastos como serán ir de

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aquí a Roma? Sin contar con que, tanto por marcomo por tierra, para un hombre rico como eres tútodo está lleno de peligros. ¿No crees que encon-trarás aquí quien te bautice? Y si por ventura tienesalgunas dudas sobre la fe que te muestro, ¿haymayores maestros y hombres más sabios allí queaquí para poderte esclarecer todo lo que quieras opreguntes? Por todo lo cual, en mi parecer esta ideatuya está de sobra. Piensa que tales son allí losprelados como aquí los has podido ver y los ves; ytanto mejores cuanto que aquéllos están más cercadel pastor principal. Y por ello esa fatiga, según miconsejo, te servirá en otra ocasión para obteneralgún perdón, en lo que yo por ventura te haré com-pañía.

A lo que respondió el judío:

—Yo creo, Giannotto, que será como mecuentas, pero por resumirte en una muchas pala-bras, estoy del todo dispuesto, si quieres que hagalo que me has rogado tanto, a irme, y de otro modono haré nada nunca.

Giannotto, viendo su voluntad, dijo:

—¡Vete con buena ventura! —y pensó parasí que nunca se haría cristiano cuando hubiese visto

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la corte de Roma; pero como nada se perdía, secalló.

El judío montó a caballo y lo antes que pudose fue a la corte de Roma, donde al llegar fue porsus judíos honradamente recibido; y viviendo allí,sin decir a ninguno por qué hubiese ido, cautamenteempezó a fijarse en las maneras del papa y de loscardenales y de los otros prelados y de todos loscortesanos; y entre lo que él mismo observó, comohombre muy sagaz que era, y lo que también algu-nos le informaron, encontró que todos, del mayor almenor, generalmente pecaban deshonestísimamen-te de lujuria, y no sólo en la natural sino también enla sodomítica, sin ningún freno de remordimiento ode vergüenza, tanto que el poder de las meretricesy de los garzones al impetrar cualquier cosa grandeno era poder pequeño. Además de esto, universal-mente golosos, bebedores, borrachos y más servi-dores del vientre (a guisa de animales brutos,además de la lujuria) que otros conoció abiertamen-te que eran; y mirando más allá, los vio tan avaros ydeseosos de dinero que por igual la sangre humana(también la del cristiano) y las cosas divinas queperteneciesen a sacrificios o a beneficios, con dine-ro vendían y compraban haciendo con ellas máscomercio y empleando a más corredores de mer-

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cancías que había en París en la pañería o ningúnotro negocio, y habiendo a la simonía manifiestapuesto el nombre de «mediación» y a la gula el de«manutención», corno si Dios, no ya el significadode los vocablos, sino la intención de los pésimosánimos no conociese y a guisa de los hombres sedejase engañar por el nombre de las cosas.

Las cuales, junto con otras muchas que de-ben callarse, desagradaron sumamente al judío,como a hombre que era sobrio y modesto, y pare-ciéndole haber visto bastante, se propuso retornar aParís; y así lo hizo. Adonde, al saber Giannotto quehabía venido, esperando cualquier cosa menos quese hiciese cristiano, vino a verle y se hicieron mu-tuamente grandes fiestas; y después que hubo re-posado algunos días, Giannotto le preguntó lo quepensaba del santo padre y de los cardenales y delos otros cortesanos. A lo que el judío respondióprestamente:

—Me parecen mal, que Dios maldiga a to-dos; y te digo que, si yo sé bien entender, ningunasantidad, ninguna devoción, ninguna buena obra oejemplo de vida o de alguna otra cosa me parecióver en ningún clérigo, sino lujuria, avaricia y gula,fraude, envidia y soberbia y cosas semejantes y

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peores, si peores puede haberlas; me pareció veren tanto favor de todos, que tengo aquélla por fra-gua más de operaciones diabólicas que divinas. Ysegún yo estimo, con toda solicitud y con todo inge-nio y con todo arte me parece que vuestro pastor, ydespués todos los otros, se esfuerzan en reducir ala nada y expulsar del mundo a la religión cristiana,allí donde deberían ser su fundamento y sostén. Yporque veo que no sucede aquello en lo que seesfuerzan sino que vuestra religión aumenta y másluciente y clara se vuelve, me parece discernir jus-tamente que el Espíritu Santo es su fundamento ysostén, como de más verdadera y más santa queninguna otra; por lo que, tan rígido y duro como erayo a tus consejos y no quería hacerme cristiano,ahora te digo con toda franqueza que por nada de-jaré de hacerme cristiano. Vamos, pues, a la iglesia;y allí según las costumbres debidas en vuestra san-ta fe me haré bautizar.

Giannotto, que esperaba una conclusiónexactamente contraria a ésta, al oírle decir esto fueel hombre más contento que ha habido jamás: y aNuestra Señora de París yendo con él, pidió a losclérigos de allí dentro que diesen a Abraham el bau-tismo. Y ellos, oyendo que él lo demandaba, lohicieron prontamente; y Giannotto lo llevó a la pila

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sacra y lo llamó Giovanni, y por hombres de valer lohizo adoctrinar cumplidamente en nuestra fe, la queaprendió prontamente; y fue luego hombre bueno yvalioso y de santa vida.

NOVELA TERCERA

El judío Melquisidech con una historia sobretres anillos se salva de una peligrosa trampa que lehabía tendido Saladino.

Después de que, alabada por todos la histo-ria de Neifile, calló ésta, como gustó a la reina, Fi-lomena empezó a hablar así:

La historia contada por Neifile me trae a lamemoria un peligroso caso sucedido a un judío; yporque ya se ha hablado tan bien de Dios y de laverdad de nuestra fe, descender ahora a los suce-sos y los actos de los hombres no se deberá hallarmal, y vendré a narrárosla para que, oída, tal vezmás cautas os volváis en las respuestas a las pre-guntas que puedan haceros.

Debéis saber, amorosas compañeras, queasí como la necedad muchas veces aparta a al-

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guien de un feliz estado y lo pone en grandísimamiseria, así aparta la prudencia al sabio de peligrosgravísimos y lo pone en grande y seguro reposo. Ycuán verdad sea que la necedad conduce del buenestado a la miseria, se ve en muchos ejemplos queno está ahora en nuestro ánimo contar, consideran-do que todo el día aparecen mil ejemplos manifies-tos; pero que la prudencia sea ocasión de consuelo,como he dicho, os mostraré brevemente con uncuentecillo.

Saladino, cuyo valer fue tanto que no sola-mente le hizo llegar de hombre humilde a sultán deBabilonia, sino también lograr muchas victorias so-bre los reyes sarracenos y cristianos, habiendo endiversas guerras y en grandísimas magnificenciassuyas gastado todo su tesoro, y necesitando, poralgún accidente que le sobrevino, una buena canti-dad de dineros, no viendo cómo tan prestamentecomo los necesitaba pudiese tenerlos, le vino a lamemoria un rico judío cuyo nombre era Melquisi-dech, que prestaba con usura en Alejandría; ypensó que éste tenía con qué poderlo servir, siquería, pero era tan avaro que por voluntad propiano lo hubiera hecho nunca, y no quería obligarlo porla fuerza; por lo que, apretándole la necesidad sededicó por completo a encontrar el modo como el

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judío le sirviese, y se le ocurrió obligarle con algúnargumento verosímil. Y haciéndolo llamar y reci-biéndole familiarmente, le hizo sentar con él y des-pués le dijo:

—Hombre honrado, he oído a muchas per-sonas que eras sapientísimo y muy avezado en lascosas de Dios; y por ello querría saber cuál de lastres leyes reputas por verdadera: la judaica, la sa-rracena o la cristiana.

El judío, que verdaderamente era un hom-bre sabio, advirtió demasiado bien que Saladinobuscaba cogerlo en sus palabras para moverle al-guna cuestión, y pensó que no podía alabar a unade las tres más que a las otras sin que Saladinosaliese con su empeño; por lo que, como a quien leparecía tener necesidad de una respuesta por laque no pudiesen llevarle preso, aguzado el ingenio,le vino pronto a la mente lo que debía decir; y dijo:

—Señor mío, la cuestión que me proponéises fina, y para poder deciros lo que pienso de ellaquerría contaros el cuentecillo que vais a oír. Si nome equivoco, me acuerdo de haber oído decir mu-chas veces que hubo una vez un hombre grande yrico que, entre las otras joyas más caras que teníaen su tesoro, tenía un anillo bellísimo y precioso al

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que, queriendo hace honor por su valor y su bellezay dejarlo perpetuamente a sus descendientes or-denó que aquel de sus hijos a quien, habiéndoselodejado él, le fuese encontrado aquel anillo, que seentendiese que él era su heredero y debiese ser portodos los demás honrado y reverenciado como amayorazgo, ya que a quien fue dejado por ésteguardó el mismo orden con sus descendiente e hizotal como había hecho su predecesor. Y, en resu-men, este anillo anduvo de mano en mano de mu-chos sucesores y últimamente llegó a las mano deuno que tenía tres hijos hermosos y virtuosos y muyobedientes al padre por lo que amaba a los tres porigual. Y los jóvenes, que conocían la costumbre delanillo, deseoso cada uno de ser el más honradoentre los suyos, cada uno por sí, como mejor sab-ían, rogaban al padre, que era ya viejo, que cuandosintiese llegar la muerte, a él le dejase el anillo. Elhonrado hombre, que por igual amaba a todos, nosabía él mismo elegir a cuál debiese dejárselo ypensó, habiéndoselo prometido a todos, en satisfa-cer a los tres: y secretamente a un buen orfebre leencargó otros dos, los cuales fueron tan semejantesal primero que el mismo que los había hecho hacerapenas distinguía cuál fuese el verdadero; y sintien-do llegar la muerte, secretamente dio el suyo a cada

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uno de sus hijos. Los cuales, después de la muertedel padre, queriendo cada uno posesionarse de laherencia y el honor, y negándoselo el uno al otro,como testimonio de hacerlo con todo derecho, cadauno mostró su anillo; y encontrados los anillos taniguales el uno al otro que cuál fuese el verdadero nosabía distinguirse, se quedó pendiente la cuestiónde quién fuese el verdadero heredero del padre, ysigue pendiente todavía. Y lo mismo os digo, señormío, de las tres leyes dadas a los tres pueblos porDios padre sobre las que me propusisteis una cues-tión: cada uno su herencia, su verdadera ley y susmandamientos cree rectamente tener y cumplir,pero de quién la tenga, como de los anillos, todavíaestá pendiente la cuestión.

Conoció Saladino que éste había sabido sa-lir óptimamente del lazo que le había tendido y porello se dispuso a manifestarle sus necesidades yver si quería servirle; y así lo hizo, manifestándole loque había tenido en el ánimo hacerle si él tan dis-cretamente como lo había hecho no le hubiera res-pondido. El judío le sirvió libremente con toda lacantidad que Saladino le pidió y luego Saladino sela restituyó enteramente, y además de ello le diograndísimos dones y siempre por amigo suyo lo

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tuvo y en grande y honrado estado lo conservó juntoa él.

NOVELA CUARTA

Un monje, caído en pecado digno de casti-go gravísimo, se libra de la pena reprendiendo dis-cretamente a su abad de aquella misma culpa.

Ya se calla Filomena, liberada de su histo-ria, cuando Dioneo, que junto a ella estaba sentado,sin esperar de la reina otro mandato, conociendo yapor el orden comenzado que a él le tocaba tenerque hablar, de tal guisa comenzó a decir:

Amorosas señoras, si he entendido bien laintención de todas, estamos aquí para complacer-nos a nosotros mismos novelando, y por ello, tansólo porque contra esto no se vaya, estimo que acada uno debe serle lícito (y así dijo nuestra reina,hace poco, que era) contar aquella historia que máscrea que pueda divertir; por lo que, habiendo escu-chado cómo por los buenos consejos de Giannottode Civigní salvó su alma el judío Abraham y cómopor su prudencia defendió Melquisidech sus rique-

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zas de las asechanzas de Saladino, sin esperar queme reprendáis, entiendo contar brevemente con quédestreza libró su cuerpo un monje de gravísimocastigo.

Hubo en Lunigiana, pueblo no muy lejanode éste, un monasterio más copioso en santidad yen monjes de lo que lo es hoy, en el que, entreotros, había un monje joven cuyo vigor y vivacidadni los ayunos ni las vigilias podían macerar. El cual,por acaso, un día hacia el mediodía, cuando losotros monjes dormían todos, habiendo salido solopor los alrededores de su iglesia, que estaba en unlugar asaz solitario, alcanzó a ver a una jovencitaharto hermosa, hija tal vez de alguno de los labrado-res de la comarca, que andaba por los campos co-giendo ciertas hierbas: no bien la había visto cuan-do fue fieramente asaltado por la concupiscenciacarnal.

Por lo que, avecinándose, con ella trabóconversación y tanto anduvo de una palabra en otraque se puso de acuerdo con ella y se la llevó a sucelda sin que nadie se apercibiese. Y mientras él,transportado por el excesivo deseo, menos cauta-mente jugueteaba con ella, sucedió que el abad,levantándose de dormir y pasando silenciosamente

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por delante de su celda, oyó el alboroto que hacíanlos dos juntos; y para conocer mejor las voces seacercó quedamente a la puerta de la celda a escu-char y claramente conoció que dentro había unamujer, y estuvo tentado a hacerse abrir; luegopensó que convendría tratar aquello de otra maneray, vuelto a su alcoba, esperó a que el monje salierafuera.

El monje, aunque con grandísimo placer ydeleite estuviera ocupado con aquella joven, nodejaba sin embargo de estar temeroso y, parecién-dole haber oído algún arrastrar de pies por el dormi-torio, acercó el ojo a un pequeño agujero y vio clarí-simamente al abad escuchándole y comprendiómuy bien que el abad había podido oír que la jovenestaba en su celda. De lo que, sabiendo que de ellodebía seguirle un gran castigo, se sintió desmesu-radamente pesaroso; pero sin querer mostrar a lajoven nada de su desazón, rápidamente imaginómuchas cosas buscando hallar alguna que le fuerasalutífera. Y se le ocurrió una nueva malicia (que elfin imaginado por él consiguió certeramente) y fin-giendo que le parecía haber estado bastante conaquella joven le dijo:

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—Voy a salir a buscar la manera en quesalgas de aquí dentro sin ser vista, y para ello qué-date en silencio hasta que vuelva.

Y saliendo y cerrando la celda con llave, sefue directamente a la cámara del abad, y dándosela,tal como todos los monjes hacían cuando salían, ledijo con rostro tranquilo:

—Señor, yo no pude esta mañana traer to-da la leña que había cortado, y por ello, con vuestralicencia, quiero ir al bosque y traerla.

El abad, para poder informarse más plena-mente de la falta cometida por él, pensando que nose había dado cuenta de que había sido visto, sealegró con tal ocasión y de buena gana tomó lallave y semejantemente le dio licencia. Y despuésde verlo irse empezó a pensar qué era mejor hacer:o en presencia de todos los monjes abrir la celda deaquél y hacerles ver su falta para que no hubieseocasión de que murmurasen contra él cuando casti-gase al monje, o primero oír de él cómo había sidoaquel asunto. Y pensando para sí que aquélla podr-ía ser tal mujer o hija de tal hombre a quien él noquisiera hacer pasar la vergüenza de mostrarla atodos los monjes, pensó que primero vería quiénera y tomaría después partido; y quedamente yendo

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a la celda, la abrió, entró dentro, y volvió a cerrar lapuerta.

La joven, viendo venir al abad, palideció to-da, y temblando empezó a llorar de vergüenza. Elseñor abad, que le había echado la vista encima yla veía hermosa y fresca, aunque él fuese viejo,sintió súbitamente no menos abrasadores los estí-mulos de la carne que los había sentido su jovenmonje, y para sí empezó a decir:

«Bah, ¿por qué no tomar yo del placercuanto pueda, si el desagrado y el dolor aunque nolos quiera, me están esperando? Ésta es una her-mosa joven, y está aquí donde nadie en el mundo losabe; si la puedo traer a hacer mi gusto no sé porqué no habría de hacerlo. ¿Quién va a saberlo?Nadie lo sabrá nunca, y el pecado tapado está me-dio perdonado. Un caso así no me sucederá tal veznunca más. Pienso que es de sabios tomar el bienque Dios nos manda».

Y así diciendo, y habiendo del todo cambia-do el propósito que allí le había llevado, acercándo-se más a la joven, suavemente comenzó a conso-larla y a rogarle que no llorase; y de una palabra enotra yendo, llegó a manifestarle su deseo. La joven,que no era de hierro ni de diamante, con bastante

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facilidad se plegó a los gustos del abad: el cual,después de abrazarla y besarla muchas veces, su-biéndose a la cama del monje, y en consideracióntal vez del grave peso de su dignidad y la tiernaedad de la joven, temiendo tal vez ofenderla condemasiada gravedad, no se puso sobre el pecho deella sino que la puso a ella sobre su pecho y porlargo espacio se solazó con ella.

El monje, que había fingido irse al bosque,habiéndose ocultado en el dormitorio, como vio alabad solo entrar en su celda, casi por completotranquilizado, juzgó que su estratagema debía surtirefecto; y, viéndole encerrarse dentro, lo tuvo porcertísimo. Y saliendo de donde estaba, calladamen-te fue hasta un agujero por donde lo que el abadhizo o dijo lo oyó y lo vio.

Pareciéndole al abad que se había demora-do bastante con la jovencita, encerrándola en lacelda, se volvió a su alcoba; y luego de algún tiem-po, oyendo al monje y creyendo que volvía del bos-que, pensó en reprenderlo duramente y hacerloencarcelar para poseer él solo la ganada presa; yhaciéndolo llamar, duramente y con mala cara lereprendió, y mandó que lo llevaran a la cárcel. Elmonje prestísimamente respondió:

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—Señor, yo no he estado todavía tanto enla orden de San Benito que pueda haber aprendidotodas sus reglas; y vos aún no me habíais mostradoque los monjes deben acordar tanta preeminencia alas mujeres como a los ayunos y las vigilias; peroahora que me lo habéis mostrado, os prometo, sime perdonáis esta vez, no pecar más por esto yhacer siempre como os he visto a vos.

El abad, que era hombre avisado, entendióprestamente que aquél no sólo sabía su hecho sinoque lo había visto, por lo que, sintiendo remordi-mientos de su misma culpa, se avergonzó de hacer-le al monje lo que él también había merecido; yperdonándole e imponiéndole silencio sobre lo quehabía visto, con toda discreción sacaron a la joven-cita de allí, y aún debe creerse que más veces lahicieron volver.

NOVELA QUINTA

La marquesa de Monferrato con una invita-ción a comer gallinas y con unas discretas palabrasreprime el loco amor del rey de Francia.

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La historia contada por Dioneo hirió primerode alguna vergüenza el corazón de las damas quela escuchaban y dio de ello señal el honesto ruborque apareció en sus rostros; mas luego, mirándoseunas a otras, pudiendo apenas contener la risa, laescucharon sonriendo. Y llegado el final, despuésde haberle reprendido con algunas dulces palabras,queriendo mostrar que historias semejantes no deb-ían contarse delante de mujeres, la reina, vueltahacia Fiameta (que junto a él estaba sentada en lahierba), le mandó que continuase el orden estable-cido, y ella galanamente y con alegre rostro, mirán-dola, comenzó:

Tanto porque me complace que hayamosentrado a demostrar con las historias cuánta es lafuerza de las respuestas agudas y prontas, comoporque tan gran cordura es en el hombre amarsiempre a mujeres de linaje más alto que el suyocomo es en las mujeres grandísima precauciónsaber guardarse de caer en el amor de un hombrede mayor posición que la suya, me ha venido alánimo, hermosas señoras, mostraros, en la historiaque me toca contar, cómo una noble dueña supocon palabras y obras guardarse de esto y evitarotras cosas.

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Había el marqués de Monferrato, hombre dealto valor, gonfalonero de la Iglesia, pasado a ultra-mar en una expedición general hecha por los cris-tianos a mano armada; y hablándose de su valor enla corte de Felipe el Tuerto, que se preparaba a irdesde Francia en aquella misma expedición, fuedicho por un caballero que no había bajo las estre-llas otra pareja semejante a la del marqués y sumujer: porque cuanto destacaba en todas las virtu-des el marqués entre los caballeros, tanto era lamujer entre las demás mujeres hermosísima y vale-rosa. Las cuales palabras entraron de tal modo enel ánimo del rey de Francia que, sin haberla vistonunca, comenzó a amarla ardientemente, y se pro-puso no hacerse a la mar, en la expedición en queiba, sino en Génova para que, yendo por tierra,pudiese tener un motivo razonable para ir a ver a lamarquesa, pensando que, no estando el marqués,podría suceder que viniese a tener efecto su deseo.Y según lo había pensado mandó que fuese puestoen ejecución; por lo que, enviando delante a todoslos hombres, él con poca compañía y de hombresnobles, se puso en camino, y acercándose a la tie-rra del marqués, mandó decir a la señora con anti-cipación de un día que a la mañana siguiente leesperase a almorzar. La señora, sabia y precavida,

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repuso alegremente que aquél era un favor superiora cualquier otro y que fuese bien venido.

Y enseguida se puso a pensar qué querríadecir que un tal rey, no estando su marido, viniese avisitarla; y no la engañó en esto la sospecha de quela fama de su hermosura lo atrajese. Pero no menoscomo mujer de pro se dispuso a honrarlo, y hacien-do llamar a todos los hombres buenos que allí hab-ían quedado, dio con su consejo las órdenes opor-tunas para todos los preparativos: pero la comida ylos manjares quiso prepararlos ella misma. Y sindemora hizo reunir cuantas gallinas había en lacomarca, y tan sólo con ellas indicó a sus cocinerosque preparasen varios platos para el convite real.

Vino, pues, el rey el día dicho y fue recibidopor la señora con gran fiesta y honor; y a él, más delo que había imaginado por las palabras del caballe-ro, al mirarla le pareció hermosa y valerosa y cortés,y se maravilló grandemente y mucho la estimó, en-cendiéndose tanto más en su deseo cuanto mássobrepasaba la señora la estima que él había tenidode ella. Y luego de algún reposo tomado en cáma-ras adornadísimas con todo lo que es necesariopara recibir a tal rey, venida la hora del almuerzo, elrey y la marquesa se sentaron a una mesa, y los

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demás según su condición fueron en otras mesashonrados.

Aquí, siendo el rey servido sucesivamentecon muchos platos y vinos óptimos y preciosos, yademás de ello mirando de vez en cuando con de-leite a la hermosísima marquesa, gran placer tenía.Pero llegando un plato tras el otro, comenzó el rey amaravillarse un tanto advirtiendo que, por muy di-versos que fueran los guisos, no lo eran tanto queno fuesen todos hechos de gallina. Y como supieseel rey que el lugar donde estaba era tal que debíahaber abundancia de variados animales salvajes, yque con haberle avisado de su venida había dado ala señora espacio suficiente para poder mandar acazarlos, como mucho de esto se maravillase, noquiso tomar ocasión de hacerla hablar de otra cosasino de sus gallinas; y con alegre rostro se volvióhacia ella y le dijo:

—Dama, ¿nacen en este país solamentegallinas sin ningún gallo?

La marquesa, que entendió óptimamente lapregunta, pareciéndole que según su deseo NuestroSeñor la había mandado momento oportuno parapoder mostrar su intención, hacia el rey que le pre-guntaba resueltamente vuelta, repuso:

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—No, monseñor; pero las mujeres, aunqueen vestidos y en honores algo varíen de las otras,todas sin embargo son igual aquí que en cualquierparte.

El rey, oídas estas palabras, bien entendióla razón de la invitación a gallinas y la virtud queescondían aquellas palabras y comprendió que envano se gastarían las palabras con tal mujer y queno era el caso de usar la fuerza; por lo que, así co-mo imprudentemente se había encendido en suamor, así era sabio apagar por su honor el mal con-cebido fuego. Y sin bromear más, temeroso de susrespuestas, almorzó fuera de toda esperanza, yterminado el almuerzo, le pareció que con el prontopartir disimularía su deshonesta venida, y agrade-ciéndole por haberle honrado, encomendándolo ellaa Dios, se fue a Génova.

NOVELA SEXTA

Confunde un buen hombre con un dicho in-genioso la malvada hipocresía de los religiosos.

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Emilia, que estaba sentada junto a Fiameta,habiendo sido ya alabado por todas el valor y lacortés reprensión hecha por la marquesa al rey deFrancia, como agradó a su reina, comenzó a decircon animosa franqueza:

Yo tampoco callaré una lección que dio unbuen hombre laico a un religioso avaro con unaagudeza no menos divertida que digna de loa.

Hubo, pues, queridos jóvenes, no hace mu-cho tiempo, en nuestra ciudad, un fraile menor, in-quisidor de la depravación herética que, por muchoque se ingeniase en parecer santo y tierno amantede la fe cristiana (como todos hacen), no era menosbuen investigador de quien tenía la bolsa llena quede quien sintiera tibieza en la fe. Y llevado por susolicitud encontró por acaso un buen hombre, bas-tante más rico en dineros que en juicio, el cual no yapor falta de fe sino hablando simplemente, tal vezcon el vino o por la alegría de la abundancia calen-tado, había llegado a decir un día a la compañía conquien estaba que tenía un vino tan bueno que de élbebería Cristo. Lo que, siéndole contado al inquisi-dor y entendiendo éste que sus haberes eran gran-des y que tenía bien abultada la bolsa, cum gladiiset fustibus corrió impetuosísimamente a echarle

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encima una gravísima acusación, entendiendo noque de ella debiese resultar un alivio a la increduli-dad del procesado sino una afluencia de florines asu mano, como sucedió. Y, haciéndolo llamar, lepreguntó si era verdad lo que le había dicho contraél. El buen hombre contestó que sí, y le dijo el mo-do. A lo que el inquisidor santísimo y devoto de SanJuán Barba de Oro dijo:

—¿De modo que has hecho a Cristo bebe-dor y aficionado a los buenos vinos, como si fueseCinciglione o algún otro de vosotros, bebedoresborrachos y tabernarios, y ahora, hablando humil-demente, ¿quieres hacer ver que es una cosa sinimportancia? No es como te parece; has merecidoel fuego por ello, si es que queremos comportarnoscontigo como debemos.

Y con éstas y con otras bastantes palabras,con rostro amenazador, como si aquél hubiese sidoun epicúreo negando la eternidad del alma, lehablaba; y, en resumen, tanto lo asustó, que el buenhombre, por algunos intermediarios, le hizo con unabuena cantidad de la grasa de San Juan Barba deOro ungir las manos (lo que mucho mejora la en-fermedad de la pestilente avaricia de los clérigos, yespecialmente de los frailes menores que no osan

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tocar el dinero) para que se condujese con él mise-ricordiosamente. La cual unción, aunque Galeno nohabla de ella como muy eficaz en ninguna parte desus libros, tanto le aprovechó, que el fuego que leamenazaba se permutó en una cruz: y como sihubiera de ir a la expedición de ultramar, para haceruna bella bandera, se la puso amarilla sobre lo ne-gro. Y además de esto, recibidos ya los dineros, leretuvo junto a sí unos días más, poniéndole porpenitencia que todas las mañanas oyese una misaen Santa Cruz y que a la hora de comer se presen-tase delante de él, y que lo restante del día podíahacer lo que más le gustase.

Y, haciendo el dicho hombre estas cosas di-ligentemente, sucedió que una de las mañanas oyóen misa un evangelio en el que se cantaban estaspalabras: «Recibiréis ciento por uno y recibiréis lavida eterna», que retuvo firmemente en la memoria;y según la obligación impuesta, viniendo a la horade comer ante el inquisidor, lo encontró almorzando.El inquisidor le preguntó si había oído misa aquellamañana y él, prontamente, le respondió:

—Sí, señor mío.

A lo que el inquisidor dijo:

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—¿Has oído, en ella, alguna cosa de la quedudes o quieras preguntarme?

—En verdad —repuso el buen hombre— denada de lo que he oído dudo, y todo firmemente locreo verdadero; y algo he oído que me ha hecho yme hace tener de vos y de los otros frailes grandí-sima compasión, pensando en el mal estado en quevais a estar allá en la otra vida.

Dijo entonces el inquisidor:

—¿Y qué es lo que te ha movido a tener es-ta compasión de nosotros?

El buen hombre respondió:

—Señor mío, fueron aquellas palabras delEvangelio que dicen: «Recibiréis el ciento por uno».

A lo que el inquisidor dijo:

—Así es; pero ¿por qué te han conmovidoestas palabras?

—Señor mío —dijo el buen hombre—, yo oslo diré. Desde que vengo aquí, he visto todos losdías dar aquí afuera a muchos pobres a veces unoy otras dos calderos de sopa, que se os quita a vosy a los frailes de vuestro convento como superflua;

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por lo que si por cada uno os van a dar ciento en elmás allá tanta tendréis que allí dentro todos vais aahogaros.

Y como todos los que estaban sentados a lamesa del inquisidor se echaran a reír, el inquisidor,sintiendo que se transparentaba la hipocresía desus sopicaldos, se enojó todo, y si no fuese porqueya se le reprochaba lo que le había hecho, otraacusación le habría echado encima por lo que conaquel chiste había reprobado a él y a sus holgaza-nes invitados; y, con ira, le ordenó que hiciese loque más le gustara sin ponérsele más delante.

NOVELA SÉPTIMA

Bergamino, con una historia sobre Primassoy el abad de Cligny, reprende donosamente la raraavaricia en que cayó el señor Cane della Scala.

Movió la donosura de Emilia y su novela ala reina y a todos los demás a reír y encomiar lainsólita amonestación hecha al cruzado, pero des-pués de que las risas se apaciguaron y se tranquili-

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zaron todos, Filostrato, a quien tocaba novelar, em-pezó a hablar de esta guisa:

Buena cosa es, valerosas señoras, acertaren un blanco que nunca se mueve; pero raya en lomaravilloso cuando un arquero da súbitamente enalguna cosa no usada que aparece de pronto. Laviciosa y sucia vida de los clérigos, en muchas co-sas firme blanco de maldad, sin demasiada dificul-tad da que hablar, que amonestar y que reprender aquienquiera que desee hacerlo: y por ello, aunquebien hizo el hombre valiente que la hipócrita caridadde los frailes que dan a los pobres lo que convendr-ía dar a los puercos o tirarlo, echó en cara al inqui-sidor, bastante más estimo que ha de alabarseaquel del cual debo hablar (llevándome a ello laprecedente historia), quien al señor Cane della Sca-la, magnífico señor, de una súbita y desusada ava-ricia aparecida en él, reprendió con una ingeniosahistoria, representando en otros lo que sobre él ysobre sí mismo quería decir; la cual es ésta:

Así como lo extiende su fama por todo elmundo, el señor Cane della Scala, a quien en hartascosas fue favorable la fortuna, fue uno de los másnotables y magníficos señores del emperador Fede-rico II de los que se tuviese noticia en Italia. El cual,

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habiendo dispuesto hacer una notable y maravillosafiesta en Verona, a la que muchas gentes y de di-versas partes habían venido, y sobre todo hombresde corte de toda clase, de súbito, fuese cual fuesela razón, se retrajo de ello y recompensó con algo alos que habían venido y les dio licencia. Sólo unollamado Bergamino, hablador agudo y florido másde lo que puede creer quien no lo ha oído, como nose le había dado nada ni se le había despedido, sequedó, esperando que no sin alguna utilidad futurapara él se había hecho aquello. Pero se le habíapuesto en el pensamiento al señor Cane que cual-quier cosa que diese a éste era peor que perderla oque arrojarla al fuego: y no por ello le decía o hacíadecir cosa alguna. Bergamino, después de algunosdías, viendo que no le llamaban ni le solicitabanpara nada que fuese propio de su oficio, y ademásde ello que se estaba arruinando en el albergue consus caballos y sus criados, empezó a desazonarse;pero sin embargo esperaba, no pareciéndole bienirse.

Y habiendo llevado consigo tres trajes bue-nos y ricos que le habían sido dados por otros seño-res, para comparecer honradamente en la fiesta,queriendo pagar a su huésped, primeramente le diouno y luego, demorándose todavía mucho más, se

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vio en necesidad, si quería estar más con su hués-ped, de darle el segundo; y empezó a comer deltercero, dispuesto a quedarse a ver qué pasabacuanto le durase aquél, e irse luego. Ahora, mien-tras comía del tercer traje sucedió que, estandoalmorzando el señor Cane, llegó un día ante él conaspecto muy entristecido; lo que al ver el señor Ca-ne, más por escarnecerlo que por tomar deleite dealgún dicho suyo, dijo:

—Bergamino, ¿qué te pasa? ¡Estás tan tris-te! Cuéntanos alguna cosa.

Bergamino, entonces, sin pararse un puntoa pensar, como si mucho tiempo pensado lo hubie-ra, súbitamente acomodándola a su caso, contóesta historia:

—Señor mío, debéis saber que Primassofue un gran entendido en gramática, y fue, más quecualquier otro, grande e improvisado versificador;las cuales cosas le hicieron tan notable y tan famo-so que, aunque en persona no fuese conocido entodas partes, por nombre y por fama no había casinadie que no supiese quién era Primasso. Ahorabien, sucedió que encontrándose él una vez enParís en pobre estado, como lo estaba la mayorparte del tiempo, porque su mérito poco era estima-

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do por los que son poderosos, oyó hablar de unabad de Cligny, que se cree que sea el prelado másrico en riquezas propias que tenga la Iglesia deDios, del papa para abajo; y oyó decir de él maravi-llosas y magníficas cosas de que siempre teníareunida su corte y nunca había negado, a cualquie-ra que anduviese allá donde él estaba ni de comerni de beber, si llegaba a pedirlo cuando el abadestaba comiendo. Lo que, oyendo Primasso, comohombre que se complacía en ver a los hombres yseñores valiosos, deliberó ir a ver la magnificenciade este abad y preguntó cuán cerca de París vivía.A lo que le fue contestado que a unas seis millas enuna de sus posesiones; adonde Primasso pensópoder llegar, poniéndose en camino de mañana abuena hora, a la hora de comer.

Haciéndose, pues, enseñar el camino, noencontrando a nadie que fuese allí, temió que pordesgracia pudiera extraviarse e ir a parar en partedonde no encontraría de comer tan pronto; por loque, por si ello ocurriera, para no padecer penuriade comida, pensó en llevar tres panes, consideran-do que agua, que le gustaba poco, encontraría debeber en cualquier parte. Y metiéndoselos en elseno, tomó el camino y tuvo tanta suerte que antesde la hora de comer llegó a donde estaba el abad.

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Y, entrado dentro, estuvo mirando por todas partesy vista la gran multitud de las mesas puestas y elgran aparato de la cocina y las demás cosas prepa-radas para almorzar, se dijo a sí mismo: «Verdade-ramente éste es tan magnífico como se dice».

Y estando a todas estas cosas atento, elsenescal del abad, porque era hora de comermandó que se diese agua a las manos; Y, dada elagua, sentó a todos a la mesa. Y sucedió por ventu-ra que Primasso fue puesto precisamente enfrentede la puerta de la cámara por donde el abad debíasalir para venir al comedor. Era costumbre en aque-lla corte que sobre las mesas ni vino, ni pan, ni nadade comer o de beber se ponía nunca si primero nohabía venido el abad a sentarse a la mesa.

Habiendo, pues, el senescal puesto las me-sas, hizo decir al abad que, cuando le pluguiese, lacomida estaba presta. El abad hizo abrir la cámarapara venir a la sala, y al venir miró hacia adelante, ypor ventura el primer hombre en quien puso los ojosfue Primasso, que bastante pobre estaba de arreosy a quien él no conocía en persona; y al verlo, in-continenti le vino al ánimo un pensamiento mezqui-no y que nunca había tenido, y se dijo: «¡Mira aquién doy a comer lo mío!».

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Y, volviéndose dentro, mandó que cerrasenla cámara y preguntó a los que estaban con él sialguno de ellos conocía a aquel bellaco que frente ala puerta de su cámara se sentaba a la mesa. To-dos contestaron que no. Primasso, que tenía ganasde comer como quien había caminado y no estabaacostumbrado a ayunar, habiendo ya esperado unrato y viendo que el abad no venía, se sacó delseno uno de los tres panes que había llevado yempezó a comérselo. El abad, después que pasóalgún tanto, mandó a uno de sus familiares quemirase si se había ido este Primasso. El familiarrespondió:

—No, mi señor, sino que come pan, lo quemuestra que lo ha traído consigo.

Dijo entonces el abad:

—Pues que coma de lo suyo, si tiene, quedel nuestro no comerá hoy.

Habría querido el abad que Primasso sehubiese ido por sí mismo, porque despedirlo no leparecía bien. Primasso, como se había comido unpan y el abad no venía, empezó a comer el segun-do, lo que igualmente fue dicho al abad, que habíamandado mirar si se había ido. Por último, no vi-

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niendo el abad, Primasso, comido el segundo, em-pezó a comer el tercero, lo que también dijeron alabad. El cual empezó a pensar y a decirse:

«Ah, ¿qué novedad es esta que me ha ve-nido hoy al ánimo?, ¿qué avaricia?, ¿qué encono?,¿y por causa de quién? Yo he dado de comer de lomío, desde hace muchos años, a quien lo ha queri-do comer, sin mirar si gentilhombre o villano, pobreo rico, mercader o tendero, haya sido; y con misojos lo he visto despedazar a infinitos bellacos ynunca al ánimo me vino este pensamiento que poréste me ha venido hoy; no me debe de haber ata-cado tan firmemente la avaricia por un hombre depoco: algún gran personaje debe ser este que meparece bellaco, pues que así se me ha embotado elánimo para honrarlo».

Y, dicho así, quiso saber quién era: y vino asaber que era Primasso, que había venido aquí aver lo que había oído de su magnificencia. Y comoel abad le conocía por su fama hacía mucho tiempocomo hombre sabio, se avergonzó y, deseoso deenmienda, de muchas maneras se ingenió en hon-rarlo. Y después de comer, como convenía al valorde Primasso, le hizo vestir noblemente, y dándoledineros y un palafrén, dejó a su arbitrio irse o que-

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darse; de lo que, contento Primasso, habiéndoledado las gracias mayores que pudo, a París, dedonde había salido a pie, volvió a caballo.

El señor Cane, que era buen entendedor,sin ninguna otra explicación entendió óptimamentelo que quería decir Bergamino, y sonriendo le dijo:

—Bergamino, asaz finamente has mostradotus agravios, tu virtud y mi avaricia y lo que de mídeseas; y en verdad nunca sino ahora contigo hesido asaltado por la avaricia, pero la arrojaré de mícon aquel bastón que tú mismo has inventado.

Y haciendo pagar al huésped de Bergami-no, le hizo restituir los tres trajes, y a él, vestidonobilísimamente con un rico traje suyo, dándoledineros y un palafrén, dejó por aquella vez en liber-tad de quedarse o de irse.

NOVELA OCTAVA

Guiglielmo Borsiere, con discretas palabras,reprende la avaricia del señor Herminio de los Gri-maldi.

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Se sentaba junto a Filostrato Laureta, lacual, después de que hubo oído alabar el ingenio deBergamino y advirtiendo que le correspondía a ellacontar alguna cosa, sin esperar ningún mandato,placenteramente empezó a hablar así.

La novela precedente, queridas compañe-ras, me induce a contar cómo un hombre bueno,también cortesano y no sin fruto, reprendió la codi-cia de un mercader riquísimo; y ésta, aunque seasemeje al argumento de la pasada, no deberá poreso seros menos gustosa, pensando que va a aca-bar bien.

Hubo, pues, en Génova, ya hace muchotiempo, un gentilhombre llamado señor Herminio delos Grimaldi que, según era estimado por todos, porsus grandísimas posesiones y dineros superaba conmucho la riqueza de cualquier otro ciudadano riquí-simo de quien entonces se supiera en Italia; y tantocomo superaba en riqueza a cualquier itálico quefuese, tanto en avaricia y miseria sobresalía sobrecualquier miserable y avaro que hubiese en el mun-do: por lo que no solamente para honrar a otrostenía la bolsa cerrada, sino en las cosas necesariasa su propia persona, contra la costumbre general delos genoveses que acostumbran a vestir noblemen-

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te, mantenía él, por no gastar, privaciones grandí-simas, y del mismo modo en el comer y el beber.Por lo que merecidamente su apellido de Grimaldi lehabía sido quitado y nadie le llamaba otra cosa queHerminio Avaricia.

Sucedió que en este tiempo en que él, nogastando, multiplicaba lo suyo, llegó a Génova unvaleroso hombre de corte, cortés y buen decidor,llamado Guiglielmo Borsiere, en nada semejante alos de hoy que, no sin gran vergüenza de las co-rruptas y vituperables costumbres de quienes quie-ren hoy ser llamados y reputados por nobles y porseñores, parecen más bien asnos educados en latorpeza de toda la maldad de los hombres más vilesque en las cortes. Y mientras en otros tiempos solíaser su ocupación y consagrarse su cuidado a con-certar paces donde la guerra o las ofensas hubiesennacido entre hombres nobles, o a concertar matri-monios, parentescos y amistad, y con palabrasbuenas y discretas recrear los ánimos de los fatiga-dos y solazar las cortes, y con agrias reprensiones,como si fuesen padres, corregir los defectos de losmalos, y todo esto por premios asaz ligeros; hoy encontar mal de unos a otros, en sembrar cizaña, endecir maldades e ignominias y, lo que es peor, enhacerlas en presencia de los hombres, en echarse

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en cara los males, las vergüenzas y las tristezas,verdaderas y no verdaderas, unos a otros, y confalsos halagos hacer volver los ánimos nobles a lascosas viles y malvadas, se ingenian en consumir sutiempo.

Y más es tenido en amor y más honrado yexaltado con premios altísimos por los señores mi-serables y descorteses aquel que más abominablespalabras dice o acciones comete: gran vergüenza ydigna de reprobación del mundo presente y pruebamuy evidente de que las virtudes, volando de aquíabajo, nos han abandonado en las heces del vicio alos míseros vivientes.

Pero, volviendo a lo que comenzado había,de lo que el justo enojo me ha apartado más de loque pensaba, digo que el ya dicho Guiglielmo fuehonrado y de buena gana recibido por todos loshombres nobles de Génova y que, habiéndose que-dado algunos días en la ciudad y habiendo oídomuchas cosas sobre la miseria y la avaricia del se-ñor Herminio, lo quiso ver. El señor Herminio habíaya oído que este Guiglielmo Borsiere era hombrehonrado y habiendo aún en él, por avaro que fuese,alguna chispita de cortesía, con palabras asaz amis-tosas y con alegre gesto le recibió y entró con él en

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muchos y variados razonamientos, y conversando lellevó consigo, junto con otros genoveses que con élestaban, a una casa nueva suya que había manda-do hacer muy hermosa; y después de habérselamostrado toda, dijo:

—Ah, señor Guiglielmo, vos que habéis vis-to y oído tantas cosas, ¿me sabríais mostrar algunacosa que nunca haya sido vista, que yo pudiesemandar pintar en la sala de esta casa mía?

A lo que Guiglielmo, oyendo su modo dehablar poco discreto, repuso:

—Señor, algo que nunca se haya visto nocreeréis que yo pueda mostraros, si no son estor-nudos y otras cosas semejantes; pero si os place,bien os enseñaré una cosa que vos no creo quehayáis visto nunca.

El señor Herminio dijo:

—Ah, os lo ruego, decidme cuál es —noesperando que él iba a contestarle lo que le con-testó.

A lo que Guiglielmo entonces contestó pres-tamente:

—Mandad pintar la Cortesía.

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Al oír el señor Herminio estas palabras sesintió invadido por una vergüenza tan grande quetuvo fuerza para hacerle cambiar el ánimo a todo locontrario de lo que hasta aquel momento habíasido, y dijo:

—Señor Guiglielmo, la haré pintar de mane-ra que nunca ni vos ni otro con razón podáis decir-me que no la haya visto y conocido.

Y de entonces en adelante (con tal virtudfueron dichas las palabras de Guiglielmo) fue el másliberal y más generoso gentilhombre y el que honróa los forasteros y a los ciudadanos más que ningúnotro que hubiera en Génova en su tiempo.

NOVELA NOVENA

El rey de Chipre, reprendido por una damade Gascuña, de cobarde se transforma en valeroso.

Para Elisa quedaba el último mandato de lareina; y ella, sin esperarlo, festivamente comenzó:

Jóvenes señoras, ha sucedido muchas ve-ces que aquello que varias reprensiones y muchos

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castigos impuestos a alguno no han podido ense-ñarle, unas palabras (muchas veces dichas poracaso), no ex propósito, lo han logrado. Lo que bienaparece en la novela contada por Laureta, y yo,además, con otra muy breve entiendo demostrarosporque, como sea que las cosas buenas siemprepueden servir de algo, deben seguirse con ánimoatento, sea quien sea quien las dice.

Digo, pues, que en tiempos del primer reyde Chipre, después de la conquista de los SantosLugares hecha por Godofredo de Bouillón, sucedióque una noble señora de Gascuña fue en peregri-nación al Sepulcro, y volviendo de allí, llegada aChipre, por algunos hombres criminales fue villana-mente ultrajada; de lo que ella, doliéndose sin hallarconsuelo, pensó ir a reclamar al rey; pero alguien ledijo que se cansaría en balde porque él era de unavida tan abúlica y tan apocada que, no es que novengase con su justicia los ultrajes de otros, sinoque soportaba infinitos a él hechos con vituperablevileza, mientras que quien sufría algún agravio lodesahogaba haciéndole alguna afrenta o vergüen-za. Oyendo lo cual la dama, desesperando de lavenganza, para tener algún consuelo en su dolor, sepropuso reprender la miseria del dicho rey; y yéndo-se llorando ante él, dijo:

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—Señor, no vengo a tu presencia porqueespere venganza de la injuria que me ha sidohecha; sino que en satisfacción de ella te ruego queme enseñes cómo sufres las que entiendo te sonhechas, para que, aprendiendo de ti, pueda soportarla mía pacientemente, la cual, sábelo Dios de buenagana te daría puesto que eres tan buen portador deellas.

El rey, que hasta entonces había sido lentoy perezoso, como si se despertase de un sueño,empezando por la injuria hecha a aquella señora,que vengó duramente, se hizo severísimo de allí enadelante persecutor de cualquiera que cometiesealguna cosa contra el honor de su corona.

NOVELA DÉCIMA

El maestro Alberto de Bolonia hace discre-tamente avergonzar a una señora que quería aver-gonzarle a él por estar enamorado de ella.

Quedaba, al callarse Elisa, el último trabajodel novelar a la reina, la cual, con femenina graciaempezando a hablar, dijo:

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Nobles jóvenes, como en las claras nochesson las estrellas adorno del cielo y en la primaveralas flores de los verdes prados, así lo son las frasesingeniosas de las loables costumbres y las conver-saciones placenteras; las cuales, porque son bre-ves, convienen mucho más a las mujeres que a loshombres, porque más de las mujeres que de loshombres desdice el hablar mucho y largo (cuandopueda pasarse sin ello), a pesar de que hoy pocas oninguna mujer puede que se entienda en agudezaso que, si las oyese, supiera contestarlas: y vergüen-za general es para nosotras y para cuantas estánvivas. Porque aquella virtud que estuvo en el ánimode nuestras antepasadas, las modernas la han con-vertido en adornos del cuerpo, y la que se ve sobrelas espaldas los paños más abigarrados y variega-dos y con más adornos, se cree que debe ser tenidaen mucho más y mucho más que otras honrada, nopensando que si en lugar de sobre las espaldassobre los lomos los llevase, un asno llevaría másque alguna de ellas: y no por ello habría que honrar-le más que a un asno.

Me avergüenza decirlo porque no puedonada decir de las demás que contra mí no diga:ésas tan aderezadas, tan pintadas, tan abigarradas,o como estatuas de mármol mudas e insensibles

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están o, así responden, si se les dirige la palabra,que mucho mejor fuera que se hubiesen callado; ynos hacen creer que de pureza de ánimo proceda elno saber conversar entre señoras y con los hom-bres corteses, y a su gazmoñería le han dado nom-bre de honestidad como si ninguna señora honestahubiera sino aquella que con la camarera o con lalavandera o con su cocinera hable; porque si lanaturaleza lo hubiera querido como ellas quierenhacerlo creer, de otra manera les hubiera limitado lacharla. La verdad es que, como en las demás co-sas, en ésta hay que mirar el tiempo y el modo ycon quién se habla, porque a veces sucede que,creyendo alguna mujer o algún hombre con algunafrasécula aguda hacer sonrojar a otro, no habiendobien medido sus fuerzas con las de quien sea, aquelrubor que sobre otro ha querido arrojar contra símismo lo ha sentido volverse.

Por lo cual, para que sepáis guardaros y pa-ra que no se os pueda aplicar a vosotras aquel pro-verbio que comúnmente se dice por todas partes deque las mujeres en todo cogen lo peor siempre, estaúltima novela de las de hoy, que me toca decir,quiero que os adiestre, para que así como en no-bleza de ánimo estáis separadas de las demás, así

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también por la excelencia de las maneras separa-das de las demás os mostréis.

No han pasado todavía muchos años desdeque en Bolonia hubo un grandísimo médico y declara fama en todo el mundo, y tal vez vive todavía,cuyo nombre fue maestro Alberto; el cual, siendo yaviejo de cerca de setenta años, tanta fue la noblezade su espíritu que, habiéndosele ya del cuerpo par-tido casi todo el calor natural, no se rehusó a recibirlas amorosas llamas habiendo visto en una fiesta auna bellísima señora viuda llamada, según dicenalgunos, doña Malgherida de los Ghisolieri; yagradándole sobremanera, no de otro modo que unjovencillo las recibió en su maduro pecho, hasta talpunto que no le parecía bien descansar de noche siel día anterior no hubiese visto el hermoso y delica-do rostro de la bella señora. Y por ello, empezó afrecuentar, a pie o a caballo según lo que más amano le venía, la calle donde estaba la casa de estaseñora.

Por lo cual, ella y muchas otras señoras seapercibieron de la razón de su pasar y muchas ve-ces hicieron bromas entre ellas al ver a un hombretan viejo, de años y de juicio, enamorado, como sicreyeran que esta pasión tan placentera del amor

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solamente en los necios ánimos de los jóvenes y noen otra parte entrase y permaneciese. Por lo que,continuando el pasar del maestro Alberto, sucedióque un día de fiesta, estando esta señora con otrasmuchas señoras sentada delante de su puerta, yhabiendo visto de lejos venir al maestro Albertohacia ellas, todas con ella se propusieron recibirlo yhonrarle y luego gastarle bromas por este su ena-moramiento; y así lo hicieron.

Por lo que, levantándose todas e invitado él,le condujeron a un fresco patio donde mandarontraer finísimos vinos y dulces; y al final, con pala-bras ingeniosas y corteses le preguntaron cómopodía ser aquello de estar él enamorado de estahermosa señora sabiendo que era amada de mu-chos hermosos, nobles y corteses jóvenes.

El maestro, sintiéndose gentilmente em-bromado, puso alegre gesto y respondió:

—Señora, que yo ame no debe maravillar aningún sabio, y especialmente a vos, porque os lomerecéis. Y aunque a los hombres viejos les hayaquitado la naturaleza las fuerzas que se requierenpara los ejercicios amorosos, no les ha quitado labuena voluntad ni el conocer lo que deba ser ama-do, sino que naturalmente lo conocen mejor porque

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tienen más conocimiento que los jóvenes. La espe-ranza que me mueve a amaros, yo viejo a vos ama-da de muchos jóvenes, es ésta: muchas veces heestado en sitios donde he visto a las mujeres me-rendando y comiendo altramuces y puerros; y aun-que en los puerros nada es bueno, es menos malo ymás agradable a la boca la cabeza, pero vosotras,generalmente guiadas por equivocado gusto, osquedáis con la cabeza en la mano y os coméis lashojas, que no sólo no valen nada sino que son demal sabor. ¿Y qué sé yo, señora, si al elegir losamantes no hacéis lo mismo? Y si lo hicieseis, yosería el que sería elegido por vos, y los otros des-pedidos.

La noble señora, juntamente con las otras,avergonzándose un tanto, dijo:

—Maestro, asaz bien y cortésmente noshabéis reprendido de nuestra presuntuosa empresa;con todo, vuestro amor me es caro, como de hom-bre sabio y de pro debe serlo, y por ello, salvaguar-dando mi honestidad, como a cosa vuestra man-dadme todos vuestros gustos con confianza.

El maestro, levantándose con sus compañe-ros, agradeció a la señora y despidiéndose de ellariendo y con fiesta, se fue. Así, la señora, no miran-

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do de quién se chanceaba, creyendo vencer fuevencida; de lo que vosotras, si sois prudentes, ópti-mamente os guardaréis.

Ya estaba el sol inclinado hacia el ocaso ydisminuido en gran parte el calor, cuando las narra-ciones de las jóvenes y de los jóvenes llegaron a sufin; por lo cual, su reina placenteramente dijo:

—Ahora ya, queridas compañeras, nadaqueda a mi gobierno durante la presente jornadasino daros una nueva reina que, en la venidera,según su juicio, su vida y la nuestra disponga parauna honesta recreación, y mientras el día dure deaquí hasta la noche (porque quien no se toma algúntiempo por delante no parece que bien pueda pre-pararse para el porvenir) y para que aquello que lanueva reina delibere que sea oportuno para mañanapueda disponerse, a esta hora me parece que de-ben empezar las jornadas siguientes. Y por ello, enreverencia a Aquel por quien todas las cosas viveny es nuestro consuelo, en esta segunda jornadaFilomena, joven discretísima, como reina guiaránuestro reino.

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Y dicho esto, poniéndose en pie y quitándo-se la guirnalda de laurel, con reverencia a ella se lapuso, y ella primero y después todas las demás ysemejantemente los jóvenes la saludaron como areina, y a su señorío con complacencia se sometie-ron. Filomena, un tanto sonrojada de vergüenza,viéndose coronada en aquel reino y acordándose delas palabras poco antes dichas por Pampínea, parano parecer gazmoña, recobrada la osadía, prime-ramente confirmó los cargos dados por Pampínea ydispuso lo que para la mañana siguiente y para lafutura cena debía hacerse y quedándose aquí don-de estaban, empezó a hablar así.

—Carísimas compañeras, aunque Pampí-nea, por su cortesía más que por mi virtud, me hayahecho reina de todos vosotros, no me siento yodispuesta a seguir solamente mi juicio sobre la for-ma de nuestro vivir, sino el vuestro junto con el mío,y para que lo que a mí me parece hacer sepáis, ypor consiguiente añadir y disminuir podáis a vuestrogusto, con pocas palabras entiendo mostrároslo. Sihoy he reparado bien, los modos seguidos porPampínea me parece que han sido todos igualmen-te loables y deleitosos; y por ello, hasta que, o pordemasiada repetición o por otra razón, no nos cau-sen tedio, no pienso cambiarlos. Habiendo ya, pues,

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comenzado las órdenes de lo que hayamos dehacer, levantándonos de aquí, nos iremos a pasearun rato, y cuando el sol esté poniéndose cenaremoscon la fresca y, luego de algunas cancioncillas yotros entretenimientos, bien será que nos vayamosa dormir. Mañana, levantándonos con la fresca,semejantemente iremos a solazarnos a alguna partecomo a cada uno le sea más agradable hacer, ycomo hoy hemos hecho, igual a la hora debida vol-veremos a comer; bailaremos, y cuando nos levan-temos de la siesta, aquí donde hoy hemos estadovolveremos a novelar, en lo que me parece habergrandísimo placer y utilidad a un tiempo. Y lo quePampínea no ha podido hacer, por haber sido yatarde elegida para el gobierno, quiero comenzar ahacerlo, es decir, a restringir dentro de algunos lími-tes aquello sobre lo cual debamos novelar y decí-roslo anticipadamente para que cada uno tengatiempo de poder pensar en alguna buena historiasobre el asunto propuesto para poderla contar; elcual, si os place, sea esta vez que, puesto que des-de el principio del mundo los hombres han sido em-pujados por la fortuna a casos diversos, y lo seránhasta el fin, todos debemos contar algo sobre ello:sobre alguien que, perseguido por diversas contra-

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riedades, haya llegado contra toda esperanza abuen fin.

Las mujeres y los hombres, todos por igual,alabaron esta orden y aprobaron que se siguiese;solamente Dioneo, todos los otros habiendo calladoya, dijo:

—Señora mía, como todos éstos han dicho,también digo yo que es sumamente placentera yencomiable la orden por vos dada; pero como gra-cia especial os pido un don, que quiero que me seaconfirmado mientras nuestra compañía dure, y eséste: que yo no sea obligado por esta ley de tenerque contar una historia según un asunto propuestosi no quiero, sino sobre aquello que más me gustecontarlo. Y para que nadie piense que quiero estagracia como hombre que no tenga a mano historias,desde ahora me contentaré con ser él último que lacuente.

La reina, que lo conocía como hombre di-vertido y festivo, comprendió justamente que no lopedía sino por poder a la compañía alegrar conalguna historia divertida si estuviesen cansados detanta narración, y con consentimiento de los demás,alegremente le concedió la gracia; y levantándosetodos, hacia un arroyo de agua clarísima que de un

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montecillo descendía a un valle sombreado conmuchos árboles, entre piedras lisas y verdes hier-becillas, con despacioso paso se fueron. Allí des-calzos y metiendo los brazos desnudos en el agua,empezaron a divertirse entre ellos de varias mane-ras.

Y al acercarse la hora de la cena volvieronhacia la villa y cenaron con gusto; después de lacena, hechos traer los instrumentos, mandó la reinaque se iniciase una danza, y conduciéndola Laureta,que Emilia cantase una canción, acompañada por ellaúd de Dioneo. Por cuya orden, Laureta, presta-mente, comenzó una danza y la dirigió, cantandoEmilia amorosamente la siguiente canción:

Tanto me satisface mi hermosura

que en otro amor jamás

ni pensaré ni buscaré ternura.

En ella veo siempre en el espejo

el bien que satisface el intelecto

y ni accidente nuevo o pensar viejo

el bien me quitará que me es dilecto

pues ¿qué otro amable objeto

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podré mirar jamás

que dé a mi corazón nueva ternura?

No se escapa este bien cuando deseo,

por sentir un consuelo, contemplarlo,

pues mi placer secunda, y mi recreo

de tan suave manera, que expresarlo

no podría, ni podría experimentarlo

ningún mortal jamás

que no hubiese abrasado tal ternura.

Y yo, que a cada instante más me enciendo,

cuanto más en él fijo la mirada,

toda me doy a él, toda me ofrendo

gustando ya de su promesa amada;

y tanto gozo espero a mi llegada

junto a él, que jamás

ha sentido aquí nadie tal ternura.

Terminada esta balada, que todos habíancoreado alegremente, aunque a muchos les hiciese

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cavilar su letra, luego de algunas carolas, habiendopasado ya una partecilla de la breve noche, plugo ala reina dar fin a la primera jornada, y mandandoencender las antorchas, ordenó que todos se fue-sen a descansar hasta la mañana siguiente; por loque, cada uno, volviéndose a su cámara, así hizo.

TERMINA LA PRIMERA JORNADA

SEGUNDA JORNADA

COMIENZA LA SEGUNDA JORNADA DELDECAMERÓN, EN LA QUE, BAJO EL GOBIERNODE FILOMENA, SE RAZONA SOBRE QUIENES,PERSEGUIDOS POR DIVERSAS CONTRARIE-DADES, HAN LLEGADO, CONTRA TODA ESPE-RANZA, A BUEN FIN.

Ya había el sol llevado a todas partes elnuevo día con su luz y los pájaros daban de ellotestimonio a los oídos cantando placenteros versossobre las verdes ramas, cuando todas las jóvenes ylos tres jóvenes, habiéndose levantado, se entraronpor los jardines y, hollando con lento paso las hier-bas húmedas de rocío, haciéndose bellas guirnal-

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das acá y allá, recreándose durante largo rato estu-vieron. Y tal como habían hecho el día anteriorhicieron el presente: habiendo comido con la fresca,luego de haber bailado alguna danza se fueron adescansar y, levantándose de la siesta después dela hora de nona, como le plugo a su reina, venidosal fresco pradecillo, se sentaron en torno a ella. Yella, que era hermosa y de muy amable aspecto,coronada con su guirnalda de laurel, después deestar callada un poco y de mirar a la cara a toda sucompañía, mandó a Neifile que a las futuras histo-rias diese, con una, principio; y ella, sin poner nin-guna excusa, así, alegre, empezó a hablar:

NOVELA PRIMERA

Martellino, fingiéndose tullido, simula curar-se sobre la tumba de San Arrigo y, conocido suengaño, es apaleado; y después de ser apresado yestar en peligro de ser colgado, logra por fin esca-parse.

Muchas veces sucede, carísimas señoras,que aquel que se ingenia en burlarse de otro, ymáximamente de las cosas que deben reverenciar-

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se, se ha encontrado sólo con las burlas y a vecescon daño de sí mismo; por lo que, para obedecer elmandato de la reina y dar principio con una historiamía al asunto propuesto, entiendo contaros lo que,primero desdichadamente y después (fuera de todasu esperanza) muy felizmente, sucedió a un conciu-dadano nuestro.

Había, no hace todavía mucho tiempo, untudesco en Treviso llamado Arrigo que, siendohombre pobre, servía como porteador a sueldo aquien se lo solicitaba y, a pesar de ello, era tenidopor todos como hombre de santísima y buena vida.Por lo cual, fuese verdad o no, sucedió al morir él,según afirman los trevisanos, que a la hora de sumuerte, todas las campanas de la iglesia mayor deTreviso empezaron a sonar sin que nadie las toca-se. Lo que, tenido por milagro, todos decían queeste Arrigo era santo; y corriendo toda la gente de laciudad a la casa en que yacía su cuerpo, lo llevarona guisa de cuerpo santo a la iglesia mayor, llevandoallí cojos, tullidos y ciegos y demás impedidos decualquiera enfermedad o defecto, como si todosdebieran sanar al tocar aquel cuerpo.

En tanto tumulto y movimiento de gente su-cedió que a Treviso llegaron tres de nuestros con-

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ciudadanos, de los cuales uno se llamaba Stecchi,otro Martellino y el tercero Marchese, hombres que,yendo por las cortes de los señores, divertían a laconcurrencia distorsionándose y remedando a cual-quiera con muecas extrañas. Los cuales, nohabiendo estado nunca allí, se maravillaron de vercorrer a todos y, oído el motivo de aquello, sintierondeseos de ir a ver y, dejadas sus cosas en un al-bergue, dijo Marchese:

—Queremos ir a ver este santo, pero encuanto a mí, no veo cómo podamos llegar hasta él,porque he oído que la plaza está llena de tudescosy de otra gente armada que el señor de esta tierra,para que no haya alboroto, hace estar allí, yademás de esto, la iglesia, por lo que se dice, estátan llena de gente que nadie más puede entrar.

Martellino, entonces, que deseaba veraquello, dijo:

—Que no se quede por eso, que de llegarhasta el cuerpo santo yo encontraré bien el modo.

Dijo Marchese:

—¿Cómo?

Repuso Martellino:

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—Te lo diré: yo me contorsionaré como untullido y tú por un lado y Stecchi por el otro, como sino pudiese andar, me vendréis sosteniendo,haciendo como que me queréis llevar allí para queel santo me cure: no habrá nadie que, al vernos, nonos haga sitio y nos deje pasar.

A Marchese y a Stecchi les gustó el truco y,sin tardanza, saliendo del albergue, llegados los tresa un lugar solitario, Martellino se retorció las manosde tal manera, los dedos y los brazos y las piernas,y además de ello la boca y los ojos y todo el rostro,que era cosa horrible de ver; no habría habido nadieque lo hubiese visto que no hubiese pensado queestaba paralítico y tullido. Y sujetado de esta mane-ra, entre Marchese y Stecchi, se enderezaron haciala iglesia, con aspecto lleno de piedad, pidiendohumildemente y por amor de Dios a todos los queestaban delante de ellos que les hiciesen sitio, loque fácilmente obtenían; y en breve, respetados portodos y todo el mundo gritando: «¡Haced sitio,haced sitio!», llegaron allí donde estaba el cuerpode San Arrigo y, por algunos gentileshombres queestaban a su alrededor, fue Martellino prestamentealzado y puesto sobre el cuerpo para que medianteaquello pudiera alcanzar la gracia de la salud.

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Martellino, como toda la gente estaba mi-rando lo que pasaba con él, comenzó, como quienlo sabía hacer muy bien, a fingir que uno de susdedos se estiraba, y luego la mano, y luego el bra-zo, y así todo entero llegar a estirarse. Lo que, vién-dolo la gente, tan gran ruido en alabanza de SanArrigo hacían que un trueno no habría podido oírse.Había por acaso un florentino cerca que conocíamuy bien a Martellino, pero que por estar así con-torsionado cuando fue llevado allí no lo había reco-nocido. El cual, viéndolo enderezado, lo reconoció ysúbitamente empezó a reírse y a decir:

—¡Señor, haz que le duela! ¿Quién nohubiera creído al verlo venir que de verdad fuese unlisiado?

Oyeron estas palabras unos trevisanos que,incontinenti, le preguntaron:

—¡Cómo! ¿No era éste tullido?

A lo que el florentino repuso:

—¡No lo quiera Dios! Siempre ha sido tanderecho como nosotros, pero sabe mejor que nadie,como habéis podido ver, hacer estas burlas de con-torsionarse en las posturas que quiere.

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Como hubieron oído esto, no necesitaronotra cosa: por la fuerza se abrieron paso y empeza-ron a gritar:

—¡Coged preso a ese traidor que se burlade Dios y de los santos, que no siendo tullido havenido aquí para escarnecer a nuestro santo y anosotros haciéndose el tullido!

Y, diciendo esto, le echaron las manos en-cima y lo hicieron bajar de donde estaba, y cogién-dole por los pelos y desgarrándole todos los vesti-dos empezaron a darle puñetazos y puntapiés, y nose consideraba hombre quien no corría a hacer lomismo. Martellino gritaba:

—¡Piedad, por Dios!

Y se defendía cuanto podía, pero no le serv-ía de nada: las patadas que le daban se multiplica-ban a cada momento. Viendo lo cual, Stecchi yMarchese empezaron a decirse que la cosa se pon-ía mal; y temiendo por sí mismos, no se atrevían aayudarlo, gritando junto con los otros que le mata-sen, aunque pensando sin embargo cómo podríanarrancarlo de manos del pueblo. Que le hubieramatado con toda certeza si no hubiera habido unexpediente que Marchese tomó súbitamente: que,

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estando allí fuera toda la guardia de la señoría,Marchese, lo antes que pudo se fue al que estabaen representación del corregidor y le dijo:

—¡Piedad, por Dios! Hay aquí algún malva-do que me ha quitado la bolsa con sus buenos cienflorines de oro; os ruego que lo prendáis para quepueda recuperar lo mío.

Súbitamente, al oír esto, una docena desoldados corrieron a donde el mísero Martellino eratrasquilado sin tijeras y, abriéndose paso entre lamuchedumbre con las mayores fatigas del mundo,todo apaleado y todo roto se lo quitaron de entre lasmanos y lo llevaron al palacio del corregidor, adon-de, siguiéndole muchos que se sentían escarneci-dos por él, y habiendo oído que había sido presopor descuidero, no pareciéndoles hallar más justotítulo para traerle desgracia, empezaron a decirtodos que les había dado el tirón también a susbolsas. Oyendo todo lo cual, el juez del corregidor,que era un hombre rudo, llevándoselo prestamenteaparte le empezó a interrogar.

Pero Martellino contestaba bromeando, co-mo si nada fuese aquella prisión; por lo que el juez,alterado, haciéndolo atar con la cuerda le hizo darunos buenos saltos, con ánimo de hacerle confesar

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lo que decían para después ahorcarlo. Pero luegoque se vio con los pies en el suelo, preguntándole eljuez si era verdad lo que contra él decían, no va-liéndole decir no, dijo:

—Señor mío, estoy presto a confesaros laverdad, pero haced que cada uno de los que meacusan diga dónde y cuándo les he quitado la bolsa,y os diré lo que yo he hecho y lo que no.

Dijo el juez:

—Que me place.

Y haciendo llamar a unos cuantos, uno de-cía que se la había quitado hace ocho días, el otroque seis, el otro que cuatro, y algunos decían queaquel mismo día. Oyendo lo cual, Martellino dijo:

—Señor mío, todos estos mienten con todasu boca: y de que yo digo la verdad os puedo daresta prueba, que nunca había estado en esta ciu-dad y que no estoy en ella sino desde hace poco; yal llegar, por mi desventura, fui a ver a este cuerposanto, donde me han trasquilado todo cuanto veis; yque esto que digo es cierto os lo puede aclarar eloficial del señor que registró mi entrada, y su libro ytambién mi posadero. Por lo que, si halláis cierto lo

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que os digo, no queráis a ejemplo de esos hombresmalvados destrozarme y matarme.

Mientras las cosas estaban en estos térmi-nos, Marchese y Stecchi, que habían oído que eljuez del corregidor procedía contra él sañudamente,y que ya le había dado tortura, temieron mucho,diciéndose:

—Mal nos hemos industriado; le hemos sa-cado de la sartén para echarlo en el fuego.

Por lo que, moviéndose con toda presteza,buscando a su posadero, le contaron todo lo que leshabía sucedido; de lo que, riéndose éste, les llevó aver a un Sandro Agolanti que vivía en Treviso ytenía gran influencia con el señor, y contándole todopor su orden, le rogó que con ellos interviniera enlas hazañas de Martellino, y así se hizo. Y los quefueron a buscarlo le encontraron todavía en camisadelante del juez y todo desmayado y muy temerosoporque el juez no quería oír nada en su descargo,sino que, como por acaso tuviese algún odio contralos florentinos, estaba completamente dispuesto ahacerlo ahorcar y en ninguna guisa quería devolver-lo al señor, hasta que fue obligado a hacerlo contrasu voluntad.

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Y cuando estuvo ante él, y le hubo dicho to-das las cosas por su orden, pidió que como sumagracia le dejase irse porque, hasta que en Florenciano estuviese, siempre le parecería tener la soga alcuello. El señor rió grandemente de semejanteaventura y, dándoles un traje por hombre, sobrepa-sando la esperanza que los tres tenían de salir conbien de tal peligro, sanos y salvos se volvieron a sucasa.

NOVELA SEGUNDA

Rinaldo de Asti, robado, va a parar a CastelGuiglielmo y es albergado por una señora viuda, y,desagraviado de sus males, sano y salvo vuelve asu casa.

De las desventuras de Martellino contadaspor Neifile rieron las damas desmedidamente, ysobre todo entre los jóvenes Filostrato, a quien,como estaba sentado junto a Neifile, mandó la reinaque la siguiese en el novelar; y sin esperar, co-menzó:

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Bellas señoras, me siento inclinado a conta-ros una historia sobre cosas católicas entremezcla-das con calamidades y con amores, la cual será porventura útil haberla oído, especialmente a quienespor los peligrosos caminos del amor son caminan-tes, de los cuales quien no haya rezado el padre-nuestro de San Julián muchas veces, aunque tengabuena cama, se hospeda mal.

Había, pues, en tiempos del marqués Azzode Ferrara un mercader llamado Rinaldo de Astique, por sus negocios, había ido a Bolonia; a losque habiendo provisto y volviendo a casa, le suce-dió que, habiendo salido de Ferrara y caminandohacia Verona, se topó con unos que parecían mer-caderes y eran unos malhechores y hombres demala vida y condición y, discurriendo con ellos, si-guió incautamente en su compañía.

Éstos, viéndole mercader y juzgando quedebía llevar dineros, deliberaron entre sí que a laprimera ocasión le robarían, y por ello, para que nosintiera ninguna sospecha, como hombres humildesy de buena condición, sólo de cosas honradas y delealtad iban hablando con él, haciéndose todo loque podían y sabían humildes y benignos a susojos, por lo que él reputaba por gran ventura haber-

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los encontrado ya que iba solo con su criado y sucaballo. Y así caminando, de una cosa en otra, co-mo suele pasar en las conversaciones, llegaron adiscurrir sobre las oraciones que los hombres diri-gen a Dios. Y uno de los malhechores, que erantres, dijo a Rinaldo:

—Y vos, gentilhombre, ¿qué oración acos-tumbráis a rezar cuando vais de camino?

A lo que Rinaldo repuso:

—En verdad yo soy hombre asaz ignorantey rústico, y pocas oraciones tengo a mano comoque vivo a la antigua y cuento dos sueldos por vein-ticuatro dineros, pero no por ello he dejado de tenerpor costumbre al ir de camino rezar por la mañana,cuando salgo del albergue, un padrenuestro y unavemaría por el alma del padre y de la madre deSan Julián, después de lo que pido a Dios y a él quela noche siguiente me deparen buen albergue. Y yamuchas veces me he visto, yendo de camino, engrandes peligros, y escapando a todos los cuales,he estado la noche siguiente en un buen lugar ybien albergado; por lo que tengo firme fe en queSan Julián, en cuyo honor lo digo, me haya conse-guido de Dios esta gracia; no me parece que podría

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andar bien el día, ni llegar bien la noche siguiente, sino lo hubiese rezado por la mañana.

A lo cual, el que le había preguntado dijo:

—Y hoy de mañana, ¿lo habéis dicho?

A lo que Rinaldo respondió:

—Ciertamente.

Entonces aquél, que ya sabía lo que iba asucederle, dijo para si— «Falta te hará, porque, sino fallamos, vas a albergarte mal según me pare-ce». Y luego le dijo:

—Yo también he viajado mucho y nunca lohe rezado, aunque lo haya oído a muchos reco-mendar, y nunca me ha sucedido que por ello deja-se de albergarme bien; y esta noche por venturapodréis ver quién se albergará mejor, o vos que lohabéis dicho o yo que no lo he dicho. Bien es ver-dad que yo en su lugar digo el Dirupisti o la Inteme-rata o el De Profundis que son, según una abuelamía solía decirme, de grandísima virtud.

Y hablando así de varias cosas y conti-nuando su camino, y esperando lugar y ocasiónpara su mal propósito, sucedió que, siendo ya tarde,del otro lado de Castel Guiglielmo, al vadear un río

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aquellos tres, viendo la hora tardía y el lugar solita-rio y oculto, lo asaltaron y lo robaron, y dejándolo apie y en camisa, yéndose, le dijeron:

—Anda y mira a ver si tu San Julián te daesta noche buen albergue, que el nuestro bien noslo dará.

Y, vadeando el río, se fueron. El criado deRinaldo, viendo que lo asaltaban, como vil, no hizonada por ayudarle, sino que dando la vuelta al caba-llo sobre el que estaba, no se detuvo hasta estar enCastel Guiglielmo, y entrando allí, siendo ya tarde,sin ninguna dificultad encontró albergue.

Rinaldo, que se había quedado en camisa ydescalzo, siendo grande el frío y nevando todavíamucho, no sabiendo qué hacerse, viendo llegada yala noche, temblando y castañeteándole los dientes,empezó a mirar alrededor en busca de algún refugiodonde pudiese estar durante la noche sin morirsede frío; pero no viendo ninguno porque no hacíamucho que había habido guerra en aquella comarcay todo había ardido, empujado por el frío, se ende-rezó, trotando, hacia Castel Guiglielmo, no sabiendosin embargo que su criado hubiese huido allí o aningún otro sitio, y pensando que si pudiera entrarallí, algún socorro le mandaría Dios.

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Pero la noche cerrada le cogió cerca de unamilla alejado del burgo, por lo que llegó allí tan tardeque, estando las puertas cerradas y los puenteslevantados, no pudo entrar dentro. Por lo cual, llo-rando doliente y desconsoladamente, miraba alre-dedor dónde podría ponerse que al menos no lenevase encima; y por azar vio una casa sobre lasmurallas del burgo algo saliente hacia afuera, bajocuyo saledizo pensó quedarse hasta que fuese dedía; y yéndose allí y habiendo encontrado una puer-ta bajo aquel saledizo, como estaba cerrada, re-uniendo a su pie alguna paja que por allí cerca hab-ía, triste y doliente se quedó, muchas veces queján-dose a San Julián, diciéndole que no era digno de lafe que había puesto en él.

Pero San Julián, que le quería bien, sin mu-cha tardanza le deparó un buen albergue. Había eneste burgo una señora viuda, bellísima de cuerpocomo la que más, a quien el marqués Azzo amabatanto como a su vida y aquí a su disposición la hac-ía estar. Y vivía la dicha señora en aquella casabajo cuyo saledizo Rinaldo se habla ido a refugiar. Yel día anterior por acaso había el marqués venidoaquí para yacer por la noche con ella, y en su casamisma secretamente había mandado prepararle unbaño y suntuosamente una cena.

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Y estando todo presto, y nada sino la llega-da del marqués esperando ella, sucedió que uncriado llegó a la puerta que traía nuevas al marquéspor las cuales tuvo que ponerse en camino súbita-mente; por lo cual, mandando decir a la señora queno lo esperase, se marchó prestamente. Con lo quela mujer, un tanto desconsolada, no sabiendo quéhacer, deliberó meterse en el baño preparado parael marqués y después cenar e irse a la cama; y así,se metió en el baño. Estaba este baño cerca de lapuerta donde el pobre Rinaldo estaba acostadofuera de la ciudad; por lo que, estando la señora enel baño, sintió el llanto y la tiritona de Rinaldo, queparecía haberse convertido en cigüeña. Y llamandoa su criada, le dijo:

—Vete abajo y mira fuera de los muros alpie de esa puerta quién hay allí, y quién es y lo quehace.

La criada fue y, ayudándola la claridad delaire, vio al que en camisa y descalzo estaba allí,como se ha dicho, y todo tiritando; por lo que lepreguntó quién era. Y Rinaldo, temblando tanto queapenas podía articular palabra, quién fuese y cómoy por qué estaba allí, lo más breve que pudo le dijoy luego lastímeramente comenzó a rogarle que, si

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fuese posible, no lo dejase allí morirse de frío duran-te la noche. La criada, sintiéndose compadecida,volvió a la señora y todo le dijo; y ella, también sin-tiendo piedad, se acordó que tenía la llave de aque-lla puerta, que algunas veces servía a las ocultasentradas del marqués, y dijo:

—Ve y ábrele sin hacer ruido; aquí está estacena que no habría quien la comiese, y para poder-lo albergar hay de sobra.

La criada, habiendo alabado mucho lahumanidad de la señora, fue y le abrió; y habiéndolohecho entrar, viéndolo casi yerto, le dijo la señora:

—Pronto, buen hombre, entra en aquel ba-ño, que todavía está caliente.

Y él, sin esperar más invitaciones, lo hizo debuena gana, y todo reconfortado con aquel calor, dela muerte a la vida le pareció haber vuelto. La seño-ra le hizo preparar ropas que habían sido de sumarido, muerto poco tiempo antes, y cuando lashubo vestido parecían hechas a su medida; y espe-rando qué le mandaba la señora, empezó a dargracias a Dios y a San Julián que de una noche tanmala como la que le esperaba le habían librado y abuen albergue, por lo que parecía, conducido. Des-

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pués de esto, la señora, algo descansada, habiendoordenado hacer un grandísimo fuego en la chime-nea de uno de sus salones, se vino allí y preguntóqué era de aquel buen hombre. A lo que la criadarespondió:

—Señora mía, se ha vestido y es un buenmozo y parece persona de bien y de buenas mane-ras.

—Ve, entonces —dijo la señora—, y lláma-lo, y dile que se venga aquí al fuego, y así cenará,que sé que no ha cenado.

Rinaldo, entrando en el salón y viendo a laseñora y pareciéndole principal, la saludó reveren-temente y las mayores gracias que supo le dio porel beneficio que le había hecho. La señora lo vio y loescuchó, y pareciéndole lo que la criada le habíadicho, lo recibió alegremente y con ella familiarmen-te le hizo sentarse al fuego y le preguntó sobre ladesventura que le había conducido allí, y Rinaldo lenarró todas las cosas por su orden. Había la señora,por la llegada del criado de Rinaldo al castillo, oídoalgo de ello por lo que enteramente creyó en lo queél le contaba, y también le dijo lo que de su criadosabía y cómo fácilmente podría encontrarlo a lamañana siguiente.

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Pero luego que la mesa fue puesta como laseñora quiso, Rinaldo con ella, lavadas las manos,se puso a cenar. Él era alto de estatura, y hermosoy agradable de rostro y de maneras asaz loables ygraciosas, y joven de mediana edad; y la señora,habiéndole ya muchas veces puesto los ojos enci-ma y apreciándolo mucho, y ya, por el marqués quecon ella debía venir a acostarse teniendo el apetitoconcupiscente despierto en la mente, después de lacena, levantándose de la mesa, con su criada seaconsejó si le parecía bien que ella, puesto que elmarqués la había burlado, usase de aquel bien quela fortuna le había enviado. La criada, conociendo eldeseo de su señora, cuanto supo y pudo la animó aseguirlo; por lo que la señora, volviendo al fuegodonde había dejado solo a Rinaldo, empezando amirarlo amorosamente, le dijo:

—¡Ah, Rinaldo!, ¿por qué estáis tan pensa-tivo? ¿No creéis poder resarciros de un caballo y deunos cuantos paños que habéis perdido? Conforta-os, poneos alegre, estáis en vuestra casa; y másquiero deciros: que, viéndoos con esas ropas enci-ma, que fueron de mi difunto marido, pareciéndomevos él mismo, me han venido esta noche más decien veces deseos de abrazaros y de besaros, y si

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no hubiera temido desagradaros por cierto que lohabría hecho.

Rinaldo, oyendo estas palabras y viendo elrelampaguear de los ojos de la mujer, como quienno era un mentecato, se fue a su encuentro con losbrazos abiertos y dijo:

—Señora mía, pensando que por vos puedosiempre decir que estoy vivo, y mirando aquello dedonde me sacasteis, gran vileza sería la mía si yotodo lo que pudiera seros agradable no me ingenia-se en hacer; y así, contentad vuestro deseo deabrazarme y besarme, que yo os abrazaré y osbesaré más que a gusto.

Después de esto no necesitaron más pala-bras. La mujer, que ardía toda en amoroso deseo,prestamente se le echó en los brazos; y despuésque mil veces, estrechándolo deseosamente, lehubo besado y otras tantas fue besada por él, le-vantándose de allí se fueron a la alcoba y sin espe-rar, acostándose, plenamente y muchas veces,hasta que vino el día, sus deseos cumplieron.

Pero luego que empezó a salir la aurora,como plugo a la señora, levantándose, para queaquello no pudiera ser sospechado por nadie,

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dándole algunas ropas asaz mezquinas y llenándolela bolsa de dineros, rogándole que todo aquellotuviese secreto, habiéndole enseñado primero quécamino debiese seguir para llegar dentro a buscar asu criado, por aquella portezuela por donde habíaentrado le hizo salir.

Él, al aclararse el día, dando muestras devenir de más lejos, abiertas las puertas, entró enaquel burgo y encontró a su criado; por lo que, vis-tiéndose con ropas suyas que en el equipaje tenía,y pensando en montarse en el caballo del criado,casi por milagro divino sucedió que los tres mal-hechores que la noche anterior le habían robado,por otra maldad hecha después, apresados, fueronllevados a aquel castillo y, por su misma confesión,le fue restituido el caballo, los paños y los dineros yno perdió más que un par de ligas de las medías delas que no sabían los malhechores qué habíanhecho.

Por lo cual Rinaldo, dándole gracias a Diosy a San Julián, montó a caballo, y sano y salvo vol-vió a su casa; y a los tres malhechores, al día si-guiente, los llevaron a agitar los pies en el aire.

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NOVELA TERCERA

Tres jóvenes, malgastando sus bienes, seempobrecen; y un sobrino suyo, que al volver acasa desesperado tiene como compañero de cami-no a un abad, encuentra que éste es la hija del reyde Inglaterra, la cual le toma por marido y repara losdescalabros de sus tíos restituyéndoles en su buenestado.

Fueron oídas con admiración las aventurasde Rinaldo de Asti por las señoras y los jóvenes yalabada su devoción, y dadas gracias a Dios y aSan Julián que le habían prestado socorro en sumayor necesidad, y no fue por ello (aunque esto sedijese medio a escondidas) reputada por necia laseñora que había sabido coger el bien que Dios lehabía mandado a casa. Y mientras que sobre labuena noche que aquél había pasado se razonabaentre sonrisas maliciosas, Pampínea, que se veía allado de Filostrato, apercibiéndose, así como suce-dió, que a ella le tocaba la vez, recogiéndose en símisma, empezó a pensar en lo que debía contar; yluego del mandato de la reina, no menos atrevidaque alegre empezó a hablar así:

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Valerosas señoras, cuanto más se habla delos hechos de la fortuna, tanto mas, a quien quierebien mirar sus casos, queda por contar; y de ellonadie debe maravillarse si discretamente piensaque todas las cosas que nosotros neciamente nues-tras llamamos están en sus manos y por consi-guiente, por ella, según su oculto juicio, sin ningunapausa, de uno en otro y de otro en uno sucesiva-mente sin ningún orden conocido por nosotros soncambiadas. Lo que, aunque con plena fidelidad, entodas las cosas y todo el día se muestre, y ademáshaya sido antes mostrado en algunas historias, nodejaré (ya que place a nuestra reina que de ello sehable), tal vez no sin utilidad de los oyentes, deañadir a las contadas una historia más, que piensoque deberá agradaros.

Hubo en nuestra ciudad un caballero cuyonombre era micer Tebaldo, el cual, según quierenalgunos, fue de los Lamberti y otros afirman habersido de los Agolanti, fundándose tal vez, más queen otra cosa, en el oficio que sus hijos después deél han hecho, conforme al que siempre los Agolantihan hecho y hacen. Pero dejando a un lado a cuálde las dos casas perteneciese, digo que fue éste ensus tiempos riquísimo caballero y tuvo tres hijos, elprimero de los cuales tuvo por nombre Lamberto, el

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segundo Tebaldo y el tercero Agolante, ya hermo-sos y corteses jóvenes, aunque el mayor no llegasea dieciocho años, cuando este riquísimo micer Te-baldo vino a morir, y a ellos, como a sus herederoslegítimos, todos sus bienes muebles e inmueblesdejó.

Los cuales, viéndose quedar riquísimos encampesinos y en posesiones, sin ningún otro go-bierno sino su propio placer, sin ningún freno nicontención empezaron a gastar teniendo numerosí-simos criados y muchos y buenos caballos y perrosy aves y continuamente huéspedes, dando y justan-do y haciendo no solamente lo que a gentileshom-bres corresponde, sino también aquello que en suapetito juvenil les venía en gana hacer. Y no habíanllevado mucho tiempo tal vida cuando el tesoro de-jado por el padre disminuyó y no bastándoles paralos comenzados gastos sus rentas, comenzaron aempeñar y a vender las posesiones; y hoy una,mañana otra vendiendo, apenas se dieron cuentacuando se vieron venidos a la nada y se abrieron ala pobreza sus ojos, que la riqueza había tenidocerrados.

Por lo cual Lamberto, llamando un día a losotros dos, les dijo cuán grande había sido la hono-

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rabilidad del padre y cuánta la suya, y cuánta suriqueza y cuál la pobreza a la que por su desorde-nado gastar habían venido; y lo mejor que supo,antes de que más aparente fuese su miseria, lesanimó a vender con él mismo lo poco que les que-daba y a irse; y así lo hicieron.

Y sin despedirse ni hacer ninguna pompa,salidos de Florencia, no se detuvieron hasta queestuvieron en Inglaterra, y allí, tomando una casitaen Londres, haciendo pequeñísimos gastos, dura-mente comenzaron a prestar a usura; y tan favora-ble les fue la fortuna en este lugar que en pocosaños una grandísima cantidad de dineros ganaron.Por lo cual, con ellos, sucesivamente uno u otrovolviendo a Florencia, gran parte de sus posesionesvolvieron a comprar y muchas otras compraronademás de aquéllas, y tomaron mujer; y, para conti-nuar prestando en Inglaterra, a atender sus nego-cios mandaron a un joven sobrino suyo que teníapor nombre Alessandro, y ellos tres en Florencia,habiendo olvidado a qué partido les había llevado eldesmedido gasto otras veces, a pesar de que confamilia todos habían venido, más que nunca excesi-vamente gastaban y tenían sumo crédito con todoslos mercaderes y por cualquier cantidad grande dedinero.

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Los cuales gastos unos cuantos años ayudóa sostener la moneda que les mandaba Alessandro,que se había puesto a prestar a barones sobre suscastillos y otras rentas suyas, los cuales con gran-des rendimientos bien le respondían. Y mientras asílos tres hermanos abundantemente gastaban ycuando les faltaba dinero lo tomaban en préstamo,teniendo siempre su esperanza en Inglaterra, suce-dió que, contra la opinión de todos, comenzó enInglaterra una guerra entre el rey y un hijo suyo porla cual se dividió toda la isla, y quién apoyaba a unoy quién al otro: por la cual cosa fueron todos loscastillos de los barones quitados a Alessandro y nohabía ninguna otra renta que de algo le respondie-se. Y esperándose que cualquier día entre el hijo yel padre debía hacerse la paz y por consiguientetodas las cosas restituidas a Alessandro, rendimien-tos y capital, Alessandro de la isla no se iba, y lostres hermanos, que en Florencia estaban, en nadasus gastos grandísimos limitaban, tomando presta-do más cada día. Pero luego de que en muchosaños ningún efecto se vio seguir a la esperanzatenida, los tres hermanos no sólo el crédito perdie-ron sino que, queriendo aquellos a quienes debíanser pagados, fueron súbitamente presos; y no bas-tando sus posesiones para pagar, por lo que faltaba

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quedaron en prisión, y de sus mujeres y los hijospequeños quién se fue al campo y quién aquí yquién allá con bastante pobres avíos, no sabiendoya qué debiesen esperar sino mísera vida siempre.

Alessandro, que en Inglaterra la paz mu-chos años esperado había, viendo que no llegaba ypareciéndole que se quedaba allí no menos conpeligro de su vida que en vano, habiendo deliberadovolver a Italia solo, se puso en camino. Y por acaso,al salir de Brujas, vio que salía igualmente un abadblanco acompañado de muchos monjes y con mu-chos criados y precedido de gran equipaje; junto alcual venían dos caballeros viejos y parientes delrey, a los cuales; como a conocidos, acercándoseAlessandro, por ellos en su compañía fue de buenagana recibido. Caminando, pues, Alessandro conellos, graciosamente les preguntó quiénes fuesenlos monjes que con tanto séquito cabalgaban delan-te y a dónde iban. A lo que uno de los caballerosrepuso:

—Este que cabalga delante es un joven pa-riente nuestro, recientemente elegido abad de unade las mayores abadías de Inglaterra; y porque esmás joven de lo que las leyes mandan para tal dig-nidad, vamos nosotros con él a Roma a impetrar del

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santo padre que, a pesar de su tierna edad, lo dis-pense y luego en la dignidad lo confirme: porqueesto no se puede tratar con nadie más.

Caminando, pues, el novel abad ora delantede sus criados ora junto a ellos, así como vemosque hacen todos los días por los caminos los seño-res, le sucedió ver a Alessandro junto a él al cami-nar, el cual era asaz joven, en la persona y en elrostro hermosísimo y, cuanto cualquiera podía serlo,cortés y agradable y de buenas maneras; el cualmaravillosamente le gustó a primera vista más quenada le había gustado nunca, y llamándolo junto así, con él empezó a conversar placenteramente y apreguntarle quién era, de dónde venía y adónde iba.A lo cual Alessandro todo sobre su condición fran-camente dijo y satisfizo sus preguntas, y él mismo asu servicio, aunque poco pudiese, se ofreció. Elabad, oyendo su conversar bello y ordenado y másdetalladamente considerando sus maneras, y pen-sando para sí que a pesar de que su oficio habíasido servil, era gentilhombre, más en su agrado seencendió; y ya lleno de compasión por sus desgra-cias, asaz familiarmente le confortó y le dijo quetuviera buena esperanza porque, si hombre de proera, aún Dios le repondría en donde la fortuna lehabía arrojado y aún más arriba; y le rogó que,

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puesto que hacia Toscana iba, quisiera quedarse ensu compañía, como fuese que él también allí iba.Alessandro le dio gracias por el consuelo y le dijoque estaba pronto a todos sus mandatos. Caminan-do, pues, el abad, en cuyo pecho se revolvían ex-trañas cosas sobre el visto Alessandro, sucedió quedespués de algunos días llegaron a una villa que noestaba demasiado ricamente provista de albergues,y queriendo allí albergar al abad, Alessandro encasa de un posadero que le era muy conocido lehizo desmontar y le hizo preparar una alcoba en ellugar menos incómodo de la casa. Y, convertido yacasi en mayordomo del abad, como quien estabamuy avezado a ello, como mejor pudo alojando porla villa a todo el séquito, quién aquí y quién allí,habiendo ya cenado el abad y ya siendo nochecerrada, y todos los hombres idos a dormir, Ales-sandro preguntó al posadero dónde podría dormirél. A lo que el posadero le respondió:

—En verdad que no lo sé; ves que todo estálleno, y puedes ver a mis criados dormir en los ban-cos, pero en la alcoba del abad hay unos arcones alos que te puedo llevar y poner encima algúncolchón y allí, si te parece bien, como mejor puedasacuéstate esta noche.

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A lo que Alessandro dijo:

—¿Cómo voy a ir a la alcoba del abad, quesabes que es pequeña y por su estrechez no hapodido acostarse allí ninguno de sus monjes? Si yome hubiera dado cuenta de ello cuando se corrieronlas cortinas habría hecho dormir sobre los arcones asus monjes y yo me habría quedado donde los mon-jes duermen.

A lo que el posadero dijo:

—Pero así está el asunto, y puedes, si quie-res, estar allí lo mejor del mundo; el abad duerme ylas cortinas están corridas, yo te traeré sin hacerruido una manta, ve a dormir.

Alessandro viendo que esto podía hacersesin ninguna molestia para el abad, dio su acuerdo, ylo más calladamente que pudo se acomodó allí. Elabad, que no dormía, sino que pensaba vehemen-temente en sus extraños deseos, oía lo que el po-sadero y Alessandro hablaban, y también habíaoído dónde se había acostado Alessandro; por loque entre sí, muy contento, empezó a decir:

—Dios ha mandado ocasión a mis deseos;si no la aprovecho, por acaso no volverá en muchotiempo.

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Y decidiéndose del todo a aprovecharla, pa-reciéndole todo reposado en el albergue, con bajavoz llamó a Alessandro y le dijo que se acostasejunto a él; el cual, luego de muchas negativas, des-nudándose se acostó allí. El abad, poniéndole lamano en el pecho le empezó a tocar no de otramanera que suelen hacer las deseosas jóvenes asus amantes; de lo que Alessandro se maravillómucho, y dudó si el abad, impulsado por deshones-to amor, se movía a tocarlo de aquella manera. Lacual duda, o por presumirla o por algún gesto queAlessandro hiciese, súbitamente conoció el abad, ysonrió: y prontamente quitándose una camisa quellevaba encima tomó la mano de Alessandro y se lapuso sobre el pecho diciéndole:

—Alessandro, arroja fuera tus pensamien-tos necios, y buscando aquí, conoce lo que escon-do.

Alessandro, puesta la mano sobre el pechodel abad, encontró dos teticas redondas y firmes ydelicadas, no de otro modo que si hubieran sido demarfil; encontradas las cuales y conocido en segui-da que éste era mujer, sin esperar otra invitación,abrazándola prontamente la quería besar, cuandoella le dijo:

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—Antes de que te acerques, escucha lo quequiero decirte. Como puedes conocer, soy mujer yno hombre; y, doncella, me partí de mi casa y alpapa iba a que me diera marido: o por tu ventura opor mi desdicha, al verte el otro día, así me hizoarder por ti Amor como mujer no hubo nunca quetanto amase a un hombre; y por ello he deliberadoquererte por marido antes que a ningún otro. Si nome quieres por mujer, salte de aquí en seguida yvuelve a tu sitio.

Alessandro, aunque no la conocía, conside-rando la compañía que llevaba, estimó que debíaser noble y rica, y hermosísima la veía; por lo que,sin demasiado largo pensamiento, repuso que, si leplacía aquello, a él mucho le agradaba. Ella enton-ces, levantándose y sentándose sobre la cama,delante de una tablilla donde estaba la efigie deNuestro Señor, poniéndole en la mano un anillo, sehizo desposar por él y después, abrazados juntos,con gran placer de cada una de las partes, cuantoquedaba de aquella noche se solazaron.

Y conviniendo entre ellos el modo y la ma-nera para los hechos futuros, al venir el día, Ales-sandro por el mismo lugar de la alcoba saliendo quehabía entrado, sin saber ninguno dónde hubiese

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dormido durante la noche, alegre sobremanera, conel abad y con su compañía se puso en camino, yluego de muchas jornadas llegaron a Roma. Y allí,después de que algunos días se hubieron quedado,el abad con los dos caballeros y con Alessandro, sinnadie más, entraron a ver al papa; y hecha la debi-da reverencia, así comenzó a hablar el abad:

—Santo padre, así como vos mejor que na-die debéis saber, todos los que iban y honestamen-te quieren vivir deben, en cuanto pueden, huir todaocasión que a obrar de otro modo pudiese conducir-les; lo cual para que yo, que honestamente vivirdeseo, pudiese hacer cumplidamente, en el hábitoen que me veis escapada secretamente con grandí-sima parte de los tesoros del rey de Inglaterra, mipadre, el cual al rey de Escocia, señor viejísimo,siendo yo joven como me veis, me quería dar pormujer, para venir aquí, a fin de que vuestra santidadme diese marido, me puse en camino. Y no me hizotanto huir la vejez del rey de Escocia cuanto el te-mor de hacer, por la fragilidad de mi juventud, si conél fuese casada, algo que fuese contra las divinasleyes y contra el honor de la sangre real de mi pa-dre. Y así dispuesta viniendo, Dios, el cual sóloóptimamente conoce lo que cada uno ha menester,creo que por su misericordia, a aquel a quien a Él

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placía que fuese mi marido me puso delante de losojos: y aquél fue este joven —y mostró a Alessan-dro que vos veis junto a mí, cuyas costumbres ymérito son dignos de cualquier gran señora, aunquequizá la nobleza de su sangre no sea tan clara co-mo es la real. A él, pues, he tomado y a él quiero, yno tendré nunca a nadie más, parézcale lo que leparezca de ello a mi padre o a los demás, por lo quela principal razón que me movió ha desaparecido;pero me complació completar el camino, tanto porvisitar los santos lugares y dignos de reverencia, delos cuales está llena esta ciudad, como a vuestrasantidad, y también para que por vos el matrimoniocontraído entre Alessandro y yo solamente en lapresencia de Dios, hiciera yo público ante la vuestray consiguientemente ante la presencia de los demáshombres. Por lo que humildemente os ruego queaquello que a Dios y a mí ha placido os sea grato yque me deis vuestra bendición, para que con ella,como con mayor certidumbre del placer de Aqueldel cual sois vicario, podamos juntos, a honor deDios y vuestro, vivir y finalmente morir.

Maravillóse Alessandro oyendo que su mu-jer era hija del rey de Inglaterra, y se llenó de extra-ordinaria alegría oculta; pero más se maravillaronlos dos caballeros y tanto se enojaron que si en otra

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parte y no delante del papa hubieran estado, habr-ían a Alessandro y tal vez a la mujer hecho algunavillanía.

Por otra parte, el papa se maravilló muchotanto del hábito de la mujer como de su elección;pero sabiendo que no se podía dar vuelta atrás,quiso satisfacer su ruego y primeramente consolan-do a los caballeros, a quienes sabía airados, y po-niéndolos en buena paz con la señora y con Ales-sandro, dio órdenes para hacer lo que hubiera me-nester. Y el día fijado por él siendo llegado, antetodos los cardenales y otros muchos grandes hom-bres de pro, los cuales invitados a una grandísimafiesta preparada por él habían venido, hizo venir a laseñora regiamente vestida, la cual tan hermosa yatrayente parecía que merecidamente era por todosalabada, y del mismo modo Alessandro espléndi-damente vestido, en apariencia y en modales nadaparecía un joven que a usura hubiese prestado sinomás bien de sangre real, y por los dos caballerosmuy honrado; y aquí de nuevo hizo celebrar solem-nemente los esponsales, y luego, hechas bien ymagníficamente las bodas, con su bendición losdespidió.

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Plugo a Alessandro, y también a la señora,al partir de Roma venir a Florencia donde ya habíallegado la fama de la noticia; y allí, recibidos por losciudadanos con sumo honor, hizo la señora liberar alos tres hermanos, habiendo hecho primero pagar atodo el mundo y devolverles sus posesiones a ellosy sus mujeres. Por lo cual, con buenos deseos detodos, Alessandro con su mujer, llevándose consigoa Agolante, se fue de Florencia y llegados a París,honorablemente fueron recibidos por el rey. De allíse fueron los dos caballeros a Inglaterra, y tanto seafanaron con el rey que les devolvió su gracia y congrandísima fiesta recibió a ella y a su yerno; al cualpoco después hizo caballero y le dio el condado deCornualles.

Y él fue tan capaz, y tanto supo hacer quereconcilió al hijo con el padre, de lo que se siguiógran bien a la isla y se ganó el amor y la gracia detodos los del país y Agolante recobró todo lo que ledebían enteramente, y rico sobremanera se volvió aFlorencia, habiéndolo primero armado caballero elconde Alessandro. El conde, luego, con su mujergloriosamente vivió, y según lo que algunos dicen,con su juicio y valor y la ayuda del suegro conquistóluego Escocia de la que fue coronado rey.

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NOVELA CUARTA

Landolfo Rúfolo, empobrecido, se hace cor-sario y, preso por los genoveses, naufraga y sesalva sobre una arqueta llena de joyas preciosísi-mas, y recogido en Corfú por una mujer, rico vuelvea su casa.

Laureta estaba sentada junto a Pampínea; yviéndola llegar al triunfal final de su historia, sinesperar otra cosa empezó a hablar de esta guisa:

Graciosísimas damas, ninguna obra de lafortuna, según mi juicio, puede verse mayor que vera alguien desde la extrema miseria al estado realelevarse, como la historia de Pampínea nos hamostrado que sucedió a su Alessandro. Y por ello, acualquiera que sobre la propuesta materia de aquíen adelante novelare, le será necesario contar algomás acá de estos límites y no me avergonzaré yode contar una historia que, aunque contenga mayo-res miserias, no tenga tan espléndido desenlace.Bien sé que, teniendo aquélla presente, será la míaescuchada con menor diligencia; pero como nopuedo hacer de otro modo, seré disculpada por ello.

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Se cree que el litoral desde Reggio a Caetaes la parte más deleitosa de Italia; en la cual, junto aSalerno hay un acantilado que avanza sobre el maral que los habitantes llaman la costa de Amalfi, llenade pequeñas ciudades, de jardines y de fuentes, yde hombres ricos y emprendedores en empresasmercantiles tanto como ningunos otros. Entre lascuales ciudadecillas hay una llamada Ravello en laque, si hoy hay hombres ricos, había hace tiempouno que fue riquísimo, llamado Landolfo Rúfolo; alcual, no bastándole su riqueza, deseando duplicar-la, estuvo a punto de perderse con toda ella a símismo. Este, pues, así como suele ser el uso de losmercaderes, hechos sus cálculos, compró ungrandísimo barco y con sus dineros lo cargó todo devarias mercancías y anduvo con él a Chipre.

Allí, con aquella misma calidad de mercanc-ías que él había llevado, encontró que habían llega-do otros barcos; por la cual razón no solamente tuvoque vender a bajo precio aquello que llevado había,sino que, para colocar sus cosas, tuvo casi que tiraralgunas; con lo que cerca estuvo de arruinarse. Ysintiendo por ello grandísima pesadumbre, no sa-biendo qué hacerse y viéndose de hombre riquísimoen breve tiempo convertido en casi pobre, decidió omorir o robando resarcirse de sus males, para que

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allí de donde rico había partido no fuese a volverpobre.

Y encontrando un comprador de su granbarco, con aquellos dineros y con los otros que lehabía valido su mercancía, compró un barquito lige-ro para piratear, y con todas las cosas necesarias atal servicio lo armó y lo guarneció óptimamente, y sedio a apropiarse las cosas de los demás, y máxi-mamente de los turcos. En cuya tarea le fue la for-tuna mucho más benévola que le había sido encomerciar. Quizás en un solo año robó y prendiótantos barcos de turcos que se encontró con que nosólo había vuelto a ganar lo suyo que había perdidoen el comercio, sino que con mucho lo había dupli-cado.

Por lo cual, enseñado por el dolor de la pri-mera pérdida, conociendo que tenía bastante, parano caer en la segunda, se aconsejó a sí mismo queaquello que tenía, sin querer más, debía bastarle, ypor ello se dispuso a volver con ello a su casa: ytemeroso del comercio no se molestó en invertir deotra manera sus dineros sino que en aquel barquitocon el cual los había ganado, haciendo los remos ala mar, emprendió el regreso.

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Y ya al Archipiélago llegado, levantóse porla noche un siroco que no solamente era contrario asu ruta sino que hacía una mar gruesísima y supequeño barco no hubiera podido soportarlo, y enun entrante del mar que tenía una islita, de aquelviento al cubierto se recogió, proponiéndose allíesperarlo mejor.

En la cual caleta, estando poco rato, dosgrandes cocas de genoveses que venían de Cons-tantinopla, para huir de lo mismo que Landolfo huidohabía, llegaron con trabajo; y sus gentes, visto elbarquichuelo y cortándole el camino para poder irse,oyendo de quién era y ya por la fama sabiéndoleriquísimo, como hombres que eran naturalmentedeseosos de pecunia y rapaces, a tomarlo se dispu-sieron.

Y, haciendo bajar a tierra parte de sus gen-tes, con ballestas y bien armadas, las hicieron ir alugar tal que del barquichuelo ninguna persona, sino quería ser asaeteada, podía descender; y elloshaciéndose remolcar por las chalupas y ayudadospor el mar, se acostaron al pequeño barco de Lan-dolfo, y con poco trabajo en poco tiempo, con todasu chusma y sin perder un solo hombre, se apode-raron de él a mansalva; y haciendo venir a Landolfo

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sobre una de las dos cocas y cogiendo todo lo quehabía en el barquichuelo, lo hundieron, apresándolea él, cubierto sólo de un pobre justillo.

Al día siguiente, habiendo mudado el viento,las naves viniendo hacia Poniente, izaron las velas,y todo aquel día prósperamente vinieron su camino;pero al caer la tarde se levantó un viento tempes-tuoso, que haciendo las olas altísimas separó a unacoca de la otra. Y por la fuerza de este viento suce-dió que aquella en que iba el mísero y pobre Lan-dolfo, con grandísimo ímpetu cerca de la isla deCefalonia chocó contra un arrecife y no de otra ma-nera que un vidrio golpeado contra un muro se abriótoda y se hizo pedazos; por lo que los desdichadosmiserables que en ella estaban, estando ya el martodo lleno de mercancías que flotaban y de cajonesy de tablas, como en casos semejantes suele suce-der, aun cuando oscurísima la noche estuviese y elmar gruesísimo e hinchado, nadando quienes sab-ían nadar, empezaron a asirse a las cosas que porazar se les paraban delante.

Entre los cuales el mísero Landolfo, auncuando el día anterior había llamado a la muertemuchas veces, prefiriendo quererla mejor que retor-nar a casa pobre como se veía, al verla cerca tuvo

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miedo de ella; y como los demás, al venirle a lasmanos una tabla se asió a ella, por si Dios, retar-dando él el ahogarse, le mandase alguna ayuda ensu salvación: y a caballo de aquélla como mejorpodía, viéndose arrastrado por el mar y el viento oraacá ora allá se sostuvo hasta el clarear del día. Ve-nido el cual, mirando en torno, ninguna cosa sinonubes y mar veía y un cofre que, flotando sobre lasolas del mar, a veces con grandísimo temor suyo sele acercaba: temiendo que aquel cofre le golpeasede modo que lo ahogara, y siempre que junto a élvenía, cuanto podía, con la mano, aunque pocasfuerzas le quedaran, lo alejaba.

Pero como quiera que fuesen las cosas su-cedió que, desencadenándose de súbito en el aireun nudo de viento y habiendo penetrado en el mar,en aquel cofre un golpe tan fuerte dio, y el cofre enla tabla sobre la que Landolfo estaba, que, volcadapor la fuerza, soltándola Landolfo fue bajo las olas yvolvió arriba nadando, más por el miedo que por lasfuerzas ayudado, y vio muy alejada de él la tabla;por lo que, temiendo no poder llegar a ella, seacercó al cofre, que estaba bastante cerca, y puestoel pecho sobre su tapa, como mejor podía con losbrazos la conducía derecha.

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Y de esta manera, arrojado por el mar oraaquí ora allí, sin comer, como quien no tiene qué, ybebiendo más de lo que habría querido, sin saberdónde estuviese ni ver otra cosa que olas, perma-neció todo aquel día y noche siguiente. Y al díasiguiente, o por placer de Dios o porque la fuerzadel viento así lo hiciera, éste, convertido en unaesponja, agarrándose fuerte con ambas manos alos bordillos del cofre a guisa de lo que vemos hacera quienes están por ahogarse cuando cogen algunacosa, llegó a la playa de la isla de Corfú, donde unapobre mujercita lavaba y pulía por acaso sus cacha-rros con la arena y el agua salada. La cual, al verleavecinarse, no distinguiendo en él forma alguna,temiendo y gritando retrocedió.

Él no podía hablar y poco veía, y por ellonada le dijo; pero mandándolo hacia la tierra el mar,ella apercibió la forma del cofre, y mirando despuésmás fijamente y viendo distinguió primeramente losmismos brazos sobre el cofre, y luego reconoció lacara y ser lo que era se imaginó. Por lo que, a com-pasión movida, adentróse un tanto por el mar queestaba ya tranquilo y, agarrándolo por los cabellos,con todo el cofre lo arrastró a tierra, y allí con traba-jo las manos del cofre desenganchándole, y puestoéste al cuidado de una hija suya que con ella esta-

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ba, lo llevó a tierra como a un niño pequeño y, po-niéndolo en un baño caliente, tanto lo refregó y lavócon el agua caliente, que volvió a él el perdido calory algunas de las fuerzas desaparecidas; y cuando lepareció oportuno le atendió y con algo de buen vinoy de confituras le reconfortó, y algunos días lo tuvolo mejor que pudo hasta que él, recuperadas lasfuerzas, se dio cuenta de dónde estaba.

Por lo que a la buena mujer le pareció deberdevolverle su cofre, que ella había salvado, y decirleque en adelante se buscase su ventura; y así lohizo. Él, que de ningún cofre se acordaba, lo cogiósin embargo, visto que se lo daba la buena mujer,pensando que no debía valer tan poco que no lesirviese para los gastos de algún día; y al encontrar-lo muy ligero, asaz menguó su esperanza. Pero nopor ello, no estando en casa la buena mujer, dejó dedesclavarlo para ver lo que habla dentro, y encontróen el muchas piedras preciosas, engarzadas y suel-tas, de las que algo entendía. Y viendo las cuales yconociéndolas de gran valor, alabando a Dios queaún no había querido abandonarle, todo se recon-fortó; pero como quien en poco tiempo había sidofieramente asaeteado por la fortuna dos veces, te-miendo la tercera, pensó que le convenía tenermucha cautela para poder llevar aquellas cosas a

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su casa; por lo que en algunos harapos, como mejorpudo, envolviéndolas, dijo a la buena mujer que nonecesitaba ya el cofre, pero que, si le placía, le di-era un saco y se quedase con él.

La buena mujer lo hizo de buena gana; y él,dándole las mayores gracias que podía por el bene-ficio recibido de ella, guardándose el saco en elregazo, de ella se separó; y subido a una barca,pasó a Brindisi y desde allí, de costa en costa sedirigió a Trani, donde, encontrando a unos ciudada-nos suyos que eran pañeros, como por amor deDios le vistieron, habiéndoles contado antes todassus aventuras, salvo la del cofre; y ademásprestándole caballo y dándole compañía hasta Ra-vello donde para siempre decía querer volver, leenviaron.

Aquí, pareciéndole estar seguro, dándolegracias a Dios que lo había guiado allí, desató susaquito, y con más diligencia buscando todo quenunca había hecho antes, se encontró que teníatantas y tales piedras que, vendiéndolas a su precioy aun a menos, era dos veces más rico que cuandose había ido. Y encontrando el modo de despacharsus piedras, hasta Corfú mandó una buena cantidadde dineros, por valerlos el servicio recibido, a la

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buena mujer que lo había sacado del mar; y lo mis-mo hizo a Trani a quienes le habían dado de vestir;y lo restante, sin querer comerciar ya más, lo retuvoy honorablemente vivió hasta el fin.

NOVELA QUINTA

A Andreuccio de Perusa, llegado a Nápolesa comprar caballos, le suceden en una noche tresgraves desventuras, y salvándose de todas, sevuelve a casa con un rubí.

Las piedras preciosas encontradas por Lan-dolfo —empezó Fiameta, a quien le tocaba la vezde novelar— me han traído a la memoria una histo-ria que no contiene menos peligros que la narradapor Laureta, pero es diferente de ella en que aqué-llos tal vez en varios años y éstos en el espacio deuna noche se sucedieron, como vais a oír.

Hubo, según he oído, en Perusa, un jovencuyo nombre era Andreuccio de Prieto, tratante encaballos, el cual, habiendo oído que en Nápoles secompraban caballos a buen precio, metiéndose enla bolsa quinientos florines de oro, no habiendo

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nunca salido de su tierra, con otros mercaderes alláse fue; donde, llegado un domingo al atardecer einformado por su posadero, a la mañana siguientebajó al mercado, y muchos vio y muchos le pluguie-ron y entró en tratos sobre muchos, pero no pudien-do concertarse sobre ninguno, para mostrar que acomprar había ido, como rudo y poco cauto, mu-chas veces en presencia de quien iba y de quienvenia sacó fuera la bolsa donde tenía los florines.

Y estando en estos tratos, habiendo mos-trado su bolsa, sucedió que una joven siciliana bellí-sima, pero dispuesta por pequeño precio a compla-cer a cualquier hombre, sin que él la viera pasócerca de él y vio su bolsa, y súbitamente se dijo:

—¿Quién estaría mejor que yo si aquellosdineros fuesen míos? —y siguió adelante.

Y estaba con esta joven una vieja igualmen-te siciliana la cual, al ver a Andreuccio, dejandoseguir la joven, afectuosamente corrió a abrazarlo;lo que viendo la joven, sin decir nada, aparte laempezó a esperar. Andreuccio volviéndose hacia lavieja la conoció y le hizo grandes fiestas prometién-dole ella venir a su posada, y sin quedarse allí más,se fue, y Andreuccio volvió a sus tratos; pero nadacompró por la mañana.

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La joven, que primero la bolsa de Andreuc-cio y luego la familiaridad de su vieja con él habíavisto, por probar si había modo de que ella pudiesehacerse con aquellos dineros, o todos o en parte,cautamente empezó a preguntarle quién fuese él yde dónde, y qué hacía aquí y cómo le conocía. Yella, todo con todo detalle de los asuntos de An-dreuccio le dijo, como con poca diferencia lo hubieradicho él mismo, como quien largamente en Siciliacon el padre de éste y luego en Perusa había esta-do, e igualmente le contó dónde paraba y por quéhabía venido.

La joven, plenamente informada del linajede él y de los nombres, para proveer a su apetito,con aguda malicia, fundó sobre ello su plan; y, vol-viéndose a casa, dio a la vieja trabajo para todo eldía para que no pudiese volver a Andreuccio; ytomando una criadita suya a quien había enseñadomuy bien a tales servicios, hacia el anochecer lamandó a la posada donde Andreuccio paraba. Yllegada allí, por acaso a él mismo, y solo, encontró ala puerta, y le preguntó por él mismo; a lo cual, di-ciéndole él que él era, ella llevándolo aparte, le dijo:

—Señor mío, una noble dama de esta tierra,si os pluguiese, querría hablar con vos.

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Y él, al oírla, considerándose bien y pare-ciéndole ser un buen mozo, pensó que aquella taldama debía estar enamorada de él, como si otromejor mozo que él no se encontrase entonces enNápoles, y prontamente repuso que estaba dispues-to y le preguntó dónde y cuándo aquella dama quer-ía hablarle. A lo que la criadita respondió:

—Señor, cuando os plaza venir, os esperaen su casa.

Andreuccio, prestamente y sin decir nadaen la posada, dijo:

—Pues vamos, ve delante; yo iré tras de ti.

Con lo que la criadita a casa de aquélla lecondujo, que vivía en un barrio llamado Malpertug-gio que cuán honesto barrio era, su nombre mismolo demuestra. Pero él, no sabiéndolo ni sospechán-dolo, creyéndose que iba a un honestísimo lugar y auna señora honrada, sin precauciones, entrada lacriadita delante, entró en su casa; y al subir las es-caleras, habiendo ya la criadita a su señora llamadoy dicho: «¡Aquí está Andreuccio!», la vio arriba de laescalera asomarse y esperarlo.

Y ella era todavía bastante joven, alta deestatura y con hermosísimo rostro, vestida y ador-

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nada asaz honradamente. Y al aproximarse a ellaAndreuccio, bajó tres escalones a su encuentro conlos brazos abiertos y echándosele al cuello un ratolo estuvo abrazando sin decir nada, como si unainvencible ternura le impidiese hacerlo; después,derramando lágrimas le besó en la frente, y con vozalgo rota dijo:

—¡Oh, Andreuccio mío, sé bien venido!

Éste, maravillándose de caricias tan tiernas,todo estupefacto repuso:

—¡Señora, bien hallada seáis!

Ella, después, tomándole de la mano lellevó abajo a su salón y desde allí, sin nada másdecir, con él entró en su cámara, la cual a rosas, aflores de azahar y a otros olores olía toda, y allí vioun bellísimo lecho encortinado y muchos pañoscolgados de los travesaños según la costumbre deallí, y otros muy bellos y ricos arreos; por las cualescosas, como inexperto que era, firmemente creyóque ella no era menos que gran señora. Y sentán-dose sobre un arca que estaba al pie de su lecho,así empezó a hablarle:

—Andreuccio, estoy segura de que te ma-ravillas de las caricias que te hago y de mis lágri-

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mas, como quien no me conoce y por ventura nuncame oíste recordar: pero pronto oirás algo que tal vezte haga maravillarte más, como es que yo soy tuhermana; y te digo que, pues que Dios me ha hechotan grande gracia que antes de mi muerte hayavisto a alguno de mis hermanos, aunque deseoveros a todos, no me moriré en hora que, consola-da, no muera. Y si esto tal vez nunca lo has oído, telo voy a decir. Pietro, padre mío y tuyo, como creoque habrás podido saber, vivió largamente en Pa-lermo, y por su bondad y agrado fue y todavía espor quienes le conocieron amado; pero entre otrosque mucho le amaron, mi madre, que fue una mujernoble y entonces era viuda, fue quien más le amó,tanto, que depuesto el temor a su padre, a sus her-manos y su honor, de tal guisa se familiarizó con élque nací yo, y estoy aquí como me ves. Después,llegada la ocasión a Pietro de irse de Palermo yvolver a Perusa, a mi, siendo muy niña, me dejó conmi madre, y nunca más, por lo que yo sé, ni de mí nide ella se acordó: por lo que yo, si mi padre no fue-ra, mucho le reprobaría, teniendo en cuenta la in-gratitud suya hacia mi madre mostrada, y no menosel amor que a mí, como a su hija no nacida de cria-da ni de vil mujer, debía tener; y que ella, sin saberde otra manera quién fuese él, movida por fidelísimo

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amor puso sus cosas y ella misma en sus manos.Pero ¿qué? Las cosas mal hechas y pasadas hamucho tiempo son más fáciles de reprochar que deenmendar; así fueron las cosas sin embargo. Él medejó en Palermo siendo niña donde, crecida casicomo soy, mi madre, que era muy rica, me dio pormujer a uno de Agrigento, gentilhombre y honrado,que por amor de mi madre y de mí vino a vivir enPalermo; y allí, como muy güelfo, comenzó a con-certar algún trato con nuestro rey Carlos. Lo que,sabido del rey Federico, antes de que pudiese lle-varse a cabo, fue motivo de hacerle huir de Siciliacuando yo esperaba ser la mayor señora que hubie-ra en aquella isla donde, tomadas las pocas cosasque podíamos tomar (digo pocas con respecto a lasmuchas que teníamos), dejadas las tierras y lospalacios en esta tierra nos refugiamos, donde al reyCarlos hacia nosotros encontramos tan agradecidoque, reparados en parte los daños que por él recibi-do habíamos, nos ha dado posesiones y casas, y dacontinuamente a mi marido, y a tu cuñado que es,buenos gajes, tal como podrás ver: y de esta mane-ra estoy aquí donde yo, por la buena gracia de Diosy no tuya, dulce hermano mío, te veo.

Y dicho así, empezó a abrazarlo otra vez, yotra vez llorando tiernamente, le besó en la frente.

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Andreuccio, oyendo esta fábula tan ordenada y tancompuestamente contada por aquella a la que enningún momento moría la palabra entre los dientesni le balbuceaba la lengua, acordándose ser verdadque su padre había estado en Palermo, y por símismo conociendo las costumbres de los jóvenes,que de buen agrado aman en la juventud, y viendolas tiernas lágrimas, el abrazarle y los honestosbesos, tuvo aquello que ésta decía por más queverdadero. Y después que calló, le repuso:

—Señora, no os debe parecer gran cosaque me maraville; porque en verdad, sea que mipadre, por lo que lo hiciese, de vuestra madre y devos no hablase nunca, o sea que, si habló de ello ami conocimiento no haya venido, yo por mí tal cono-cimiento tenía de vos como si no hubieseis existido;y me es tanto más grato aquí haber encontrado a mihermana cuanto más solo estoy aquí y menos loesperaba. Y en verdad no conozco a nadie de tanalta posición a quien no debieseis ser querida, ymenos a mí que soy un pequeño mercader. Perouna cosa quiero que me aclaréis: ¿cómo supisteisque estaba aquí?

A lo que respondió ella:

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—Esta mañana me lo hizo saber una pobremujer que mucho me visita porque con nuestro pa-dre, por lo que ella me dice, largamente en Palermoy en Perusa estuvo: y si no fuera que me parecíamás honesto que tú vinieses a mí a tu casa que noyo fuese a ti a la de otros, hace mucho rato que yohubiera ido a ti.

Después de estas palabras, empezó ella apreguntar separadamente sobre todos los parientes,por su nombre; y sobre todos le contestó Andreuc-cio, creyendo por esto más todavía lo que menos leconvenía creer. Habiendo sido la conversación largay el calor grande, hizo ella venir vino de Grecia ydulces e hizo dar de beber a Andreuccio; el cual,luego de esto, queriéndose ir porque era la hora dela cena, en ninguna guisa lo sufrió ella, sino queponiendo semblante de enojarse mucho, abrazán-dole le dijo:

—¡Ay, triste de mí!, que asaz claro conozcoque te soy poco querida. ¿Cómo va a pensarse queestés con una hermana tuya nunca vista por ti, y ensu casa, donde al venir aquí debías haberte alber-gado, y quieras salir de ella para ir a cenar a la po-sada? En verdad que cenarás conmigo: y aunque

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mi marido no esté aquí, de lo que mucho me pesa,yo sabré bien, como mujer, hacerte los honores.

A lo que Andreuccio, no sabiendo qué otracosa responder, dijo:

—Vos me sois querida como debe serlo unahermana, pero si no me voy seré esperado durantetoda la noche para cenar y cometeré una villanía.

Y ella entonces dijo:

—Alabado sea Dios, ¿no tengo yo en casapor quien mandar a decir que no seas esperado? Yaún harías mayor cortesía, y tu deber, en mandar adecir a tus compañeros que viniesen a cenar, yluego, si quisieras irte, podríais todos iros en com-pañía.

Andreuccio respondió que de sus compañe-ros no quería nada por aquella noche, pero que,pues ello le agradaba, dispusiese de él a su gusto.Ella entonces hizo semblante de mandar a decir a laposada que no le esperasen para la cena; y luego,después de muchos otros razonamientos, sentán-dose a cenar y espléndidamente servidos de mu-chos manjares, astutamente la hizo durar hasta lanoche cerrada: y habiéndose levantado de la mesa,y Andreuccio queriéndose ir, ella dijo que en ningu-

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na guisa lo sufriría porque Nápoles no era una ciu-dad para andar por la calle de noche, y máxime unforastero, y que lo mismo que había mandado adecir que no le esperasen a cenar, lo mismo habíahecho con el albergue.

El, creyendo esto, y agradándole, engañadopor la falsa confianza, quedarse con ella, se quedó.Fue, pues, después de la cena, la conversaciónmucha y larga, y no mantenida sin razón: y habien-do ya pasado parte de la noche, ella, dejando aAndreuccio dormir en su alcoba con un muchachitoque le ayudase si necesitaba algo, con sus mujeresse fue a otra cámara. Y era el calor grande; por locual Andreuccio, al ver que se quedaba solo, pron-tamente se quedó en justillo y se quitó las calzas ylas puso en la cabecera de la cama; y siéndole me-nester la natural costumbre de tener que disponerdel superfluo peso del vientre, dónde se hacía aque-llo preguntó al muchachito, quien en un rincón de laalcoba le mostró una puerta, y dijo:

—Id ahí adentro.

Andreuccio, que había pasado dentro conseguridad, fue por acaso a poner el pie sobre unatabla la cual, de la parte opuesta desclavada de laviga sobre la que estaba, volcándose esta tabla,

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junto a él se fue de allí para abajo: y tanto lo amóDios que ningún mal se hizo en la caída, aun ca-yendo de bastante altura; pero todo en la porqueríade la cual estaba lleno el lugar se ensució. El cuallugar, para que mejor entendáis lo que se ha dicho ylo que sigue, cómo era os lo diré. Era un callejónestrecho como muchas veces lo vemos entre doscasas: sobre dos pequeños travesaños, tendidos deuna a la otra casa, se habían clavado algunas ta-blas y puesto el sitio donde sentarse; de las cualestablas, aquella con la que él cayó era una.

Encontrándose, pues, allá abajo en el ca-llejón Andreuccio, quejándose del caso comenzó allamar al muchacho: pero el muchacho, al sentirlocaer corrió a decirlo a su señora, la cual, corriendo asu alcoba, prontamente miró si sus ropas estabanallí y encontradas las ropas y con ellas los dineros,los cuales, por desconfianza tontamente llevabaencima, teniendo ya aquello a lo que ella, de Paler-mo, haciéndose la hermana de un perusino, habíatendido la trampa, no preocupándose de él, pronta-mente fue a cerrar la puerta por la que él había sali-do cuando cayó.

Andreuccio, no respondiéndole el mucha-cho, comenzó a llamar más fuerte, pero sin servir de

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nada; por lo que, ya sospechando y tarde empe-zando a darse cuenta del engaño, súbito subiéndo-se sobre una pared baja que aquel callejón separa-ba de la calle y bajando a la calle, a la puerta de lacasa, que muy bien reconoció, se fue y allí en vanollamó largamente, y mucho la sacudió y golpeó.Sobre lo que, llorando como quien clara veía sudesventura, empezó a decir:

—¡Ay de mí, triste!, ¡en qué poco tiempo heperdido quinientos florines y una hermana!

Y después de muchas otras palabras, denuevo comenzó a golpear la puerta y a gritar; y tan-to lo hizo que muchos de los vecinos circundantes,habiéndose despertado, no pudiendo sufrir la mo-lestia, se levantaron, y una de las domésticas de lamujer, que parecía medio dormida, asomándose ala ventana, reprobatoriamente dijo:

—¿Quién da golpes abajo?

—¡Oh! —dijo Andreuccio—, ¿y no me cono-ces? Soy Andreuccio, hermano de la señora Flor-delís.

A lo que ella respondió:

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—Buen hombre, si has bebido de más ve adormirte y vuelve por la mañana; no sé qué An-dreuccio ni qué burlas son esas que dices: vete enbuena hora y déjame dormir, si te place.

—¿Cómo? —dijo Andreuccio—, ¿no sabeslo que digo? Sí lo sabes bien; pero si así son losparentescos de Sicilia, que en tan poco tiempo seolvidan, devuélveme al menos mis ropas que hedejado ahí, y me iré con Dios de buena gana.

A lo que ella, casi riéndose, dijo:

—Buen hombre, me parece que estás so-ñando.

Y el decir esto y el meterse dentro y cerrarla ventana fue todo uno. Por lo que la gran ira deAndreuccio, ya segurísimo de sus males, con laaflicción estuvo a punto de convertirse en furor, ycon la fuerza se propuso reclamar aquello que conlas palabras recuperar no podía, por lo que, paraempezar, cogiendo una gran piedra, con muchomayores golpes que antes, furiosamente comenzó agolpear la puerta. Por lo cual, muchos de los veci-nos antes despertados y levantados, creyendo quefuese algún importuno que aquellas palabras fingie-se para molestar a aquella buena mujer, fastidiados

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por el golpear que armaba, asomados a la ventanano de otra manera que a un perro forastero todoslos del barrio le ladran detrás, empezaron a decir:

—Es gran villanía venir a estas horas a ca-sa de las buenas mujeres a decir estas burlas;¡bah!, vete con Dios, buen hombre; déjanos dormirsi te place; y si algo tienes que tratar con ella vuelvemañana y no nos des este fastidio esta noche.

Con las cuales palabras tal vez tranquiliza-do uno que había dentro de la casa, alcahuete de labuena mujer, y a quien él no había visto ni oído, seasomó a la ventana y con una gran voz gruesa,horrible y fiera dijo:

—¿Quién está ahí abajo?

Andreuccio, levantando la cabeza a aquellavoz, vio uno que, por lo poco que pudo comprender,parecía tener que ser un pez gordo, con una barbanegra y espesa en la cara, y como si de la cama ode un profundo sueño se levantase, bostezaba yrefregaba los ojos. A lo que él, no sin miedo, repu-so:

—Yo soy un hermano de la señora de ahídentro.

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Pero aquél no esperó a que Andreuccioterminase la respuesta sino que, más recio queantes, dijo:

—¡No sé qué me detiene que no bajo y tedoy de bastonazos mientras vea que te estás mo-viendo, asno molesto y borracho que debes ser, queesta noche no nos vas a dejar dormir a nadie!

Y volviéndose adentro, cerró la ventana. Al-gunos de los vecinos, que mejor conocían la condi-ción de aquél, en voz baja decían a Andreuccio:

—Por Dios, buen hombre, ve con Dios; noquieras que esta noche te mate éste; vete por tubien.

Por lo que Andreuccio, espantado de la vozde aquél y de la vista, y empujado por los consejosde aquéllos, que le parecía que hablaban movidospor la caridad, afligido cuanto más pudo estarlonadie y desesperando de recuperar sus dineros,hacia aquella parte por donde de día había seguidoa la criadita, sin saber dónde ir, tomó el camino paravolver a la posada.

Y disgustándose a sí mismo por el mal olorque de él mismo le llegaba, deseoso de llegar hastael mar para lavarse, torció a mano izquierda y se

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puso a bajar por una calle llamada la Ruga Catala-na; y andando hacia lo alto de la ciudad, vio que poracaso venían hacia él dos con una linterna en lamano, los cuales, temiendo que fuesen de la guar-dia de la corte u otros hombres a hacer el mal dis-puestos, por huirlos, en una casucha de la cual sevio cerca, cautamente se escondió. Pero éstos,como si a aquel mismo lugar fuesen enviados, de-jando en el suelo algunas herramientas que traía,con el otro empezó a mirarlas, hablando de variascosas sobre ellas. Y mientras hablaban dijo uno:

—¿Qué quiere decir esto? Siento el mayorhedor que me parece haber sentido nunca.

Y esto dicho, alzando un tanto la linterna,vieron al desdichado de Andreuccio y estupefactospreguntaron:

—¿Quién está ahí?

Andreuccio se callaba; pero ellos, acercán-dose con la luz, le preguntaron que qué cosa tanasquerosa estaba haciendo allí, a los que Andreuc-cio, lo que le había sucedido les contó por entero.Ellos, imaginándose dónde le podía haber pasadoaquello, dijeron entre sí:

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—Verdaderamente en casa del matón deBuottafuoco ha sido eso.

Y volviéndose a él, le dijo uno:

—Buen hombre, aunque hayas perdido tusdineros, tienes mucho que dar gracias a Dios deque te sucediera caerte y no poder volver a entraren la casa; porque, si no te hubieras caído, estáseguro de que, al haberte dormido, te habrían ma-tado y habrías perdido la vida con los dineros. ¿Pe-ro de qué sirve ya lamentarse? No podrías recupe-rar un dinero como que hay estrellas en el cielo: ybien podrían matarte si aquél oye que dices unapalabra de todo esto.

Y dicho esto, hablando entre sí un momen-to, le dijeron:

—Mira, nos ha dado compasión de ti, y porello, si quieres venir con nosotros a hacer una cosaque vamos a hacer, parece muy cierto que la parteque te toque será del valor de mucho más de lo quehas perdido.

Andreuccio, como desesperado, repuso queestaba pronto. Había sido sepultado aquel día unarzobispo de Nápoles, llamado micer Filippo Minúto-lo, y había sido sepultado con riquísimos ornamen-

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tos y con un rubí en el dedo que valía más de qui-nientos florines de oro, y que éstos querían ir a ro-bar; y así se lo dijeron a Andreuccio, con lo queAndreuccio, más codicioso que bien aconsejado,con ellos se puso en camino. Y andando hacia laiglesia mayor, y Andreuccio hediendo muchísimo,dijo uno:

—¿No podríamos hallar el modo de queéste se lavase un poco donde sea, para que nohediese tan fieramente?

Dijo el otro:

—Sí, estamos cerca de un pozo en el quesiempre suele estar la polea y un gran cubo; vamosallá y lo lavaremos en un momento.

Llegados a este pozo, encontraron que lasoga estaba, pero que se habían llevado el cubo;por lo que juntos deliberaron atarlo a la cuerda ybajarlo al pozo, y que él allí abajo se lavase, ycuando estuviese lavado tirase de la soga y ellos lesubirían; y así lo hicieron. Sucedió que, habiéndolobajado al pozo, algunos de los guardias de la señor-ía (o por el calor o porque habían corrido detrás dealguien) teniendo sed, a aquel pozo vinieron a be-ber; los que, al ver a aquellos dos incontinenti se

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dieron a la fuga, no habiéndolos visto los guardiasque venían a beber.

Y estando ya en el fondo del pozo Andreuc-cio lavado, meneó la soga. Ellos, con sed, dejandoen el suelo sus escudos y sus armas y sus túnicas,empezaron a tirar de la cuerda, creyendo que esta-ba colgado de ella el cubo lleno de agua. CuandoAndreuccio se vio del brocal del pozo cerca, soltan-do la soga, con las manos se echó sobre aquél; locual, viéndolo aquéllos, cogidos de miedo súbito, sinmás soltaron la soga y se dieron a huir lo más de-prisa que podían. De lo que Andreuccio se maravillómucho, y si no se hubiera sujetado bien, habría otravez caído al fondo, tal vez no sin gran daño suyo omuerte: pero salió de allí y, encontradas aquellasarmas que sabía que sus compañeros no habíanllevado, todavía más comenzó a maravillarse.

Pero temeroso y no sabiendo de qué, la-mentándose de su fortuna, sin nada tocar, deliberóirse; y andaba sin saber adónde. Andando así, vinoa toparse con aquellos sus dos compañeros, quevenían a sacarlo del pozo; y, al verle, maravillándo-se mucho, le preguntaron quién del pozo le habíasacado. Andreuccio respondió que no lo sabía y lescontó ordenadamente cómo había sucedido y lo que

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había encontrado fuera del pozo. Por lo que ellos,dándose cuenta de lo que había sido, riendo le con-taron por qué habían huido y quiénes eran aquellosque le habían sacado.

Y sin más palabras, siendo ya medianoche,se fueron a la iglesia mayor, y en ella muy fácilmen-te entraron, y fueron al sepulcro, el cual era demármol y muy grande; y con un hierro que llevaba lalosa, que era pesadísima, la levantaron tanto cuantoera necesario para que un hombre pudiese entrardentro, y la apuntalaron. Y hecho esto, empezó unoa decir:

—¿Quién entrará dentro?

A lo que el otro respondió:

—Yo no.

—Ni yo —dijo aquél—, pero que entre An-dreuccio.

—Eso no lo haré yo —dijo Andreuccio.

Hacia el cual aquéllos, ambos a dos vueltos,dijeron:

—¿Cómo que no entrarás? A fe de Dios, sino entras te daremos tantos golpes con uno de

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estos hierros en la cabeza que te haremos caermuerto.

Andreuccio, sintiendo miedo, entró, y al en-trar pensó:

«Ésos me hacen entrar para engañarmeporque cuando les haya dado todo, mientras estétratando de salir de la sepultura se irán a sus asun-tos y me quedaré sin nada».

Y por ello pensó quedarse ya con su parte;y acordándose del precioso anillo del que les habíaoído hablar, cuando ya hubo bajado se lo sacó deldedo al arzobispo y se lo puso él; y luego, dándolesel báculo y la mitra y los guantes, y quitándole hastala camisa, todo se lo dio, diciendo que no habíanada más.

Ellos, afirmando que debía estar el anillo, ledijeron que buscase por todas partes; pero él, res-pondiendo que no lo encontraba y fingiendo buscar-lo, un rato les tuvo esperando. Ellos que, por otraparte, eran tan maliciosos como él, diciéndole quesiguiera buscando bien, en el momento oportuno,quitaron el puntal que sostenía la losa y, huyendo, aél dentro del sepulcro lo dejaron encerrado. Oyendolo cual lo que sintió Andreuccio cualquiera puede

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imaginarlo. Trató muchas veces con la cabeza y conlos hombros de ver si podía alzar la losa, pero secansaba en vano; por lo que, de gran valor vencido,perdiendo el conocimiento, cayó sobre el muertocuerpo del arzobispo; y quien lo hubiese visto en-tonces malamente hubiera sabido quién estaba másmuerto, el arzobispo o él.

Pero luego que hubo vuelto en sí, empezó allorar sin tino, viéndose allí sin duda a uno de dosfines tener que llegar: o en aquel sepulcro, no vi-niendo nadie a abrirlo, de hambre y de hedoresentre los gusanos del cuerpo muerto tener que mo-rir, o viniendo alguien y encontrándolo dentro, tenerque ser colgado como ladrón. Y en tales pensa-mientos y muy acongojado estando, sintió por laiglesia andar gentes y hablar muchas personas, lascuales, como pensaba, andaban a hacer lo que élcon sus compañeros habían ya hecho; por lo quemucho le aumentó el miedo.

Pero luego de que aquéllos tuvieron el se-pulcro abierto y apuntalado, cayeron en la discusiónde quién debiese entrar, y ninguno quería hacerlo;pero luego de larga disputa un cura dijo:

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—¿Qué miedo tenéis? ¿Creéis que va acomeros? Los muertos no se comen a los hombres;yo entraré dentro, yo.

Y así dicho, puesto el pecho sobre el bordedel sepulcro, volvió la cabeza hacia afuera y echódentro las piernas para tirarse al fondo.

Andreuccio, viendo esto, poniéndose en pie,cogió al cura por una de las piernas y fingió querertirar de él hacia abajo. Lo que sintiendo el cura, dioun grito grandísimo y rápidamente del arca se tiróafuera: de lo cual, espantados todos los otros, de-jando el sepulcro abierto, no de otra manera sedieron a la fuga que si fuesen perseguidos por cienmil diablos. Lo que viendo Andreuccio, alegre contralo que esperaba, súbitamente se arrojó fuera y pordonde había venido salió de la iglesia.

Y aproximándose ya el día, con aquel anilloen el dedo andando a la aventura, llegó al mar y deallí se enderezó a su posada, donde a sus compa-ñeros y al posadero encontró, que habían estadotoda la noche preocupados por lo que podría habersido de él. A los cuales contándoles lo que le habíasucedido, pareció por el consejo de su posaderoque él incontinenti debía irse de Nápoles; la cualcosa hizo prestamente y se volvió a Perusa,

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habiendo invertido lo suyo en un anillo cuando a loque había ido era a comprar caballos.

NOVELA SEXTA

Madama Beritola, con dos cabritillos en unaisla encontrada, habiendo perdido dos hijos, se vade allí a Lunigiana,, allí, uno de los hijos va a servira su señor y con la hija de éste se acuesta, y espuesto en prisión; Sicilia rebelada contra el rey Car-los, y reconocido el hijo por la madre, se casa con lahija de su señor y encuentra a su hermano, y vuel-ven a tener una alta posición.

Habían las señoras al igual que los jóvenesreído mucho de los casos de Andreuccio por Fiame-ta narrados, cuando Emilia, advirtiendo la historiaterminada, por mandato de la reina así comenzó:

Graves cosas y dolorosas son los movi-mientos varios de la fortuna, sobre los cuales (por-que cuantas veces alguna cosa se dice, tantas hayun despertar de nuestras mentes, que fácilmente seadormecen con sus halagos) juzgo que no desagra-de tener que oír tanto a los felices como a los des-

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graciados, por cuanto a los primeros hace precavi-dos y a los segundos consuela. Y por ello, aunquegrandes cosas hayan sido dichas antes, entiendocontaros una historia no menos verdadera que pia-dosa, la cual, aunque alegre fin tuviese, fue tanta ytan larga su amargura, que apenas puedo creer quealguna vez la dulcificase la alegría que la siguió:

Carísimas señoras, debéis saber que des-pués de la muerte de Federico II el emperador, fuecoronado rey de Sicilia Manfredo, junto al cual engrandísima privanza estuvo un hombre noble deNápoles llamado Arrighetto Capece, el cual teníapor mujer a una hermosa y noble dama igualmentenapolitana llamada madama Beritola Caracciola. Elcual Arrighetto, teniendo el gobierno de la isla en lasmanos, oyendo que el rey Carlos primero habíavencido en Benevento y matado a Manfredo, y quetodo el reino se volvía a él, teniendo poca confianzaen la escasa lealtad de los sicilianos no queriendoconvertirse en súbdito del enemigo de su señor, sepreparaba huir. Pero conocido esto por los sicilia-nos, súbitamente él y muchos otro amigos y servi-dores del rey Manfredo fueron entregados comoprisionero al rey Carlos, y el dominio de la isla des-pués.

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Madama Beritola, en tan gran mudanza delas cosas, no sabiendo que fuese de Arrighetto ysiempre temiendo lo que había sucedido, por temora ser ultrajada, dejadas todas sus cosas, con un hijosuyo de edad de unos ocho años llamado Giuffredi,y preñada y pobre, montando en una barquichuela,huyó a Lípari, y allí parió otro hijo varón al que llamóel Expulsado; y tomada una nodriza, con todos enun barquichuelo montó para volverse a Nápoles consus parientes. Pero de otra manera sucedió quecomo pensaba; porque por la fuerza del viento elbarco, que a Nápoles ir debía, fue transportado a laisla de Ponza, donde, entrados en una pequeñacaleta, se pusieron a esperar oportunidad para suviaje. Madama Beritola, tomando tierra en la islacomo los demás, y en ella un lugar solitario y remo-to encontrado, allí a dolerse por su Arrighetto seretiró sola. Y haciendo lo mismo todos los días,sucedió que, estando ella ocupada en su aflicción,sin que nadie, ni marinero ni otro, se diese cuenta,llegó una galera de corsarios, quienes a todos cap-turaron a mansalva y se fueron.

Madama Beritola, terminado su diario la-mento, volviendo a la playa para ver de nuevo a sushijos, como acostumbraba hacer, a nadie encontróallí, de lo que se maravilló primero, y luego, súbita-

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mente sospechando lo que había sucedido, los ojoshacia el mar dirigió y vio la galera, todavía no muyalejada, que remolcaba al barquichuelo, por lo queóptimamente conoció que, al igual que al marido,había perdido a los hijos; y pobre y sola y abando-nada, sin saber dónde a nadie pudiese encontrarjamás, viéndose allí, desmayada, llamando al mari-do y a los hijos, cayó sobre la playa.

No había aquí quien con agua fría o conotro medio a las desmayadas fuerzas llamase, porlo que a su albedrío pudieron los espíritus andarvagando por donde quisieron; pero después de queen el mísero cuerpo las partidas fuerzas junto conlas lágrimas y el llanto volvieron, largamente llamó alos hijos y mucho por todas las cavernas los anduvobuscando. Pero luego que conoció que se fatigabainútilmente y vio caer la noche, esperando y no sa-biendo qué, por sí misma se preocupó un tanto y,yéndose de la playa, a aquella caverna donde acos-tumbraba a llorar y a dolerse volvió.

Y luego de que la noche con mucho miedo ycon incalculable dolor fue pasada y el nuevo díavenido, y ya pasada la hora de tercia, como la no-che antes cenado no había, obligada por el hambre,se dio a pacer la hierba; y paciendo como pudo,

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llorando, a diversos pensamientos sobre su futuravida se entregó. Y mientras estaba en ellos, viovenir una cabrilla y entrar allí cerca en una caverna,y luego de un poco salir de ella e irse por el bosque;por lo que, levantándose, allí entró donde habíasalido la cabrilla, y vio dos cabritillos tal vez nacidosel mismo día, los cuales le parecieron la cosa másdulce del mundo y la más graciosa; y no habiéndo-sele todavía del reciente parto retirado la leche delpecho, los cogió tiernamente y se los puso al pecho.

Los cuales, no rehusando el servicio, asímamaban de ella como hubiesen hecho de su ma-dre, y de entonces en adelante entre la madre y ellaninguna distinción hicieron; por lo que, pareciéndolea la noble señora haber en el desierto lugar algunacompañía encontrado, pastando hierbas y bebiendoagua y tantas veces llorando cuantas del marido yde los hijos y de su pretérita vida se acordaba, allí avivir y a morir se había dispuesto, no menos familiarcon la cabrilla vuelta que con los hijos. Y, viviendoasí, la noble señora en fiera convertida, sucedióque, después de algunos meses, por fortuna llegótambién un barquito de pisanos allí donde ella habíallegado antes, y se quedó varios días.

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Había en aquel barco un hombre noble lla-mado Currado de los marqueses de Malaspina conuna mujer suya valerosa y santa; y venían en pere-grinación de todos los santos lugares que hay en elreino de Apulia y a su casa volvían. El cual, porentretener el aburrimiento, junto con su mujer y conalgunos servidores y con sus perros, un día a bajara la isla se puso; y no muy lejano del lugar dondeestaba madama Beritola, empezaron los perros deCurrado a seguir a los dos cabritillos, los cuales, yagrandecitos, andaban paciendo; los cuales cabriti-llos, perseguidos por los perros, a ninguna partehuyeron sino a la caverna donde estaba madamaBeritola. La cual, viendo esto, poniéndose en pie ycogiendo un bastón, hizo retroceder a los perros; yallí Currado y su mujer, que a sus perros seguían,llegando, viéndola morena y delgada y peluda comose había puesto, se maravillaron, y ella mucho másque ellos.

Pero luego de que a sus ruegos hubo Cu-rrado sujetado a sus perros, después de muchassúplicas le hicieron que dijese quién era y qué hacíaaquí, la cual enteramente toda su condición y todassus desventuras y su rigurosa resolución les comu-nicó. Lo que, oyendo Currado, que muy bien aArrighetto Capece conocido había, lloró de compa-

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sión y con muchas palabras se ingenió en apartarlade decisión tan rigurosa, ofreciéndola llevarla a sucasa o tenerla consigo con el mismo honor que a suhermana, y que allí se quedase hasta que Dios másalegre fortuna le deparara. A cuyas ofertas noplegándose la señora, Currado dejó con ella a sumujer y le dijo que mandase traer aquí de qué co-mer, y a ella, que estaba en harapos, con alguno desus vestidos vistiese, e hiciese todo para llevarlacon ellos.

Quedándose con ella la noble señora,habiendo primero con madama Beritola llorado mu-cho de sus infortunios, hechos venir vestidos yviandas, con la mayor fatiga del mundo a tomarlos ya comer la indujo: y por fin, luego de muchos rue-gos, afirmando ella nunca querer ir a donde conoci-da fuera, la indujo a irse con ellos a Lunigiana juntocon los dos cabritillos y con la cabrilla, la que enaquel entretanto había vuelto y no sin gran maravillade la noble señora le había hecho grandísimas fies-tas. Y así, venido el buen tiempo, madama Beritolacon Currado y con su mujer en su barco montó, yjunto con ellos la cabrilla y los dos cabritillos; por loscuales no sabiendo todos su nombre, fue Cabrillallamada; y, con buen viento, pronto llegaron hasta la

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desembocadura del Magra, donde bajándose, a suscastillos subieron.

Allí, junto a la mujer de Currado, madamaBeritola, en trajes de viuda, como una damiselasuya, honesta y humilde y obediente estuvo, siem-pre a sus cabritillos teniendo amor y haciéndolesalimentar.

Los corsarios que habían en Ponza tomadoel barco en que madama Beritola había venidodejándola a ella como a quien no habían visto, contoda la demás gente se fueron a Génova; y allí divi-dida la presa entre los amos de la galera, tocó porventura, entre otras cosas, en suerte a un micerGuasparrino de Oria la nodriza de madama Beritolay los dos niños con ella; el cual, a ella junto con losdos niños mandó a su casa para tenerlos comosiervos en los trabajos de la casa.

La nodriza, sobremanera afligida por lapérdida de su ama y por la mísera fortuna en la queveía haber caído a los dos niños, lloró amargamen-te; pero después que vio que las lágrimas de nadaservían y que ella era sierva junto con ellos, aunquepobre mujer fuese, era sin embargo sabia y sagaz;por lo que, consolándose lo mejor que pudo, y mi-rando a donde habían llegado, pensó que si los dos

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niños eran reconocidos, por acaso podrían con faci-lidad recibir molestias, y además de ello, esperandoque, cuando fuese podría cambiar la fortuna y ellospodrían, si vivos estuvieran, al perdido estado vol-ver, pensó no descubrir a nadie quiénes fueran, sino veía que fuese oportuno: y a todos decía (losque le habían preguntado por ello) que eran sushijos. Y al mayor, no Giuffredi, sino Giannotto dePrócida llamaba; al menor no se preocupó de cam-biarle el nombre; y con suma diligencia enseñó aGiuffredi por qué le había cambiado el nombre y enqué peligro podía estar si fuera reconocido, y estono una vez sino muchas y con frecuencia le recor-daba: lo que el muchacho, que era buen entende-dor, según la enseñanza de la sabia nodriza ópti-mamente hacía.

Se quedaron, pues, mal vestidos y peor cal-zados, ocupados en todos los trabajos viles, juntocon la nodriza, pacientemente muchos años los dosmuchachos en casa de micer Guasparrino. PeroGiannotto, ya de edad de dieciséis años, teniendomayor ánimo del que pertenecía a un siervo, des-deñando la vileza de la condición servil, subiendo aunas galeras que iban a Alejandría, del servicio demicer Guasparrino se fue y anduvo en muchos luga-res, sin poder mejorar en nada. Al final después de

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unos tres o cuatro años de haberse ido de casa demicer Guasparrino, siendo un buen mozo y habién-dose hecho grande de estatura, y habiendo oídoque su padre, al que creía muerto, estaba todavíavivo aunque en cautividad tenido por el rey Carlos,casi desesperando de la fortuna, andando vaga-bundo, llegó a Lunigiana, y allí entró por acaso co-mo criado de Currado Malaspina sirviéndole condiligencia y agrado.

Y como raras veces a su madre, que con laseñora de Currado estaba, viese, ninguna la cono-ció, ni ella a él: tanto la edad al uno y al otro, de loque solían ser cuando se vieron por última vez,había transformado.

Estando, pues, Giannotto al servicio de Cu-rrado, sucedió que una hija de Currado cuyo nom-bre era Spina, que había enviudado de Niccolb deGrignano, volvió a casa del padre; la cual, siendomuy bella y agradable y joven de poco más de die-ciséis años, por ventura le echó los ojos encima aGiannotto y él a ella, y ardentísimamente el uno delotro se enamoraron. El cual amor no estuvo larga-mente sin efecto, y muchos meses pasaron antesde que nadie se apercibiese; por lo cual, ellos, de-masiado seguros, comenzaron a actuar de manera

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menos discreta que la que para tales hechos serequería.

Y yendo un día por un hermoso bosque demuchos árboles, la joven junto con Giannotto, de-jando a toda la demás compañía, se fueron delante,y pareciéndoles que habían dejado muy lejos a losdemás, en un lugar deleitoso y lleno de hierbas yflores, y rodeado de árboles, descansando, a tomarel amoroso placer el uno del otro empezaron. Ycuando ya habían estado juntos largo tiempo, que elgran deleite les hizo encontrar muy breve, en estopor la madre de la joven primero, y luego por Curra-do, fueron alcanzados. El cual, afligido sobremaneraal ver esto, sin nada decir del porqué, a los dos hizocoger por tres de sus servidores y a un castillo suyollevarlos atados; y de ira y de disgusto gimiendoandaba, dispuesto a hacerles vilmente morir.

La madre de la joven, aunque muy enojadaestuviese y digna reputase a su hija por su falta decualquier cruel penitencia, habiendo por algunaspalabras de Currado comprendido cuál era su inten-ción respecto a los culpables, no pudiendo soportaraquello, apresurándose alcanzó al airado marido ycomenzó a rogarle que quisiese agradarla no co-rriendo furiosamente a convertirse en su vejez en

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homicida de su hija y a mancharse las manos con lasangre de un criado suyo, y que encontrase otramanera de satisfacer su ira, así como hacerles en-carcelar y en la prisión penar y llorar por el pecadocometido. Y tanto estas y otras palabras le estuvodiciendo la santa mujer que apartó de su ánimo elpropósito de matarlos; y mandó que en distintoslugares cada uno de ellos fuese encarcelado, y allíguardado bien, y con poca comida y muchas inco-modidades mantenidos hasta que decidiese hacerotra cosa de ellos; y así se hizo.

Y cuál fuese su vida en cautiverio y en con-tinuas lágrimas y en más largos ayunos de los queserían menester, cualquiera puede pensarlo. Lle-vando, pues, Giannotto y Spina una vida tan doloro-sa, y habiendo ya un año sin acordarse Currado deellos pasado, sucedió que el rey Pedro de Aragón,por un acuerdo con micer Gian de Prócida, sublevóa la isla de Sicilia y la quitó al rey Carlos; por lo queCurrado, como gibelino, hizo una gran fiesta. De laque oyendo hablar Giannotto a alguno de aquellosque le custodiaban, dio un gran suspiro y dijo:

—¡Ay, triste de mí!, ¡que hace hoy ya cator-ce años que ando arrastrándome por el mundo, noesperando otra cosa que ésta, y ahora que es veni-

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da, y para que ya no espere tener ningún bien, meha encontrado en prisión, de la que nunca sinomuerto espero salir!

—¿Y qué? —dijo el carcelero—. ¿Qué teimporta a ti lo que hagan los altísimos reyes? ¿Quétienes tú que hacer en Sicilia?

A lo que Giannotto dijo:

—Parece que se me rompe el corazónacordándome de lo que mi padre tuvo que hacerallí, el cual, aunque yo niño chico era cuando huí deallí, aún me acuerdo que lo vi señor en vida del reyManfredo.

Siguió el carcelero:

—¿Y quién fue tu padre?

—Mi padre —dijo Giannotto— puedo yaasaz seguramente manifestarlo pues que me veo acubierto del peligro que temía descubriéndolo, sellamó y se llama aún, si vive, Arrighetto Capece, yyo no Giannotto sino Giuffredi me llamo; y nadadudo, si de aquí saliera, que volviendo a Sicilia, notuviese allí todavía una altísima posición.

El buen hombre, sin más decir, en cuantohubo lugar todo se lo contó a Currado. Lo que

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oyendo Currado, aunque mostró no preocuparse delprisionero, se fue a ver a madama Beritola y placen-teramente le preguntó si había tenido algún hijo deArrighetto que se llamase Giuffredi. La señora, llo-rando, respondió que, si el mayor de los dos suyosque había tenido estuviera vivo, así se llamaría ysería de edad de veintidós años. Oyendo esto, Cu-rrado pensó que podía de una vez hacer una granmisericordia y borrar su vergüenza y la de su hijadándosela a aquél por mujer; y por ello, haciendovenir secretamente a Giannotto, le examinó detalla-damente sobre toda su pasada vida. Y hallandoabundancia de indicios manifiestos de que verdade-ramente era Giuffredi, hijo de Arrighetto, le dijo:

—Giannotto, sabes cuán grande y cuál hasido la ofensa que me has hecho en mi propia hijacuando, habiéndote yo tratado bien y amistosamen-te, como debe hacerse con los servidores, debíasmi honor y el de mis cosas siempre buscar y servir;y muchos serían los que si tú les hubieras hecho loque a mí me hiciste, con vituperio te habrían hechomorir, lo que mi piedad no sufrió. Ahora, puesto queasí como me dices eres hijo de un hombre noble yde una noble señora, quiero a tus angustias, si tú loquieres, poner fin y quitarte de la miseria y del cau-tiverio en los que estás, y al mismo tiempo tu honor

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y el mío reintegrar a su debido sitio. Como sabes,Spina, a quien con amorosa (aunque poco conve-niente para ti y para ella) amistad tomaste, es viuda,y su dote es grande y buena; cuáles sean las cos-tumbres de su padre y de su madre las conoces, detu presente estado nada digo. Por lo que, cuandoquieras, estoy dispuesto a que, ya que deshones-tamente fue tu amiga se convierta honestamente entu mujer, y que a guisa de hijo mío aquí conmigo ycon ella cuanto te plazca vivas.

Había la prisión macerado las carnes deGiannotto, pero el generoso ánimo propio de suorigen no había disminuido nada en él, ni tampocoel verdadero amor que tenía a su mujer; y aunquefervientemente desease lo que Currado le ofrecía ylo viese a su alcance, en nada atenuó lo que lagrandeza de su ánimo le mostraba tener que decir,y repuso:

—Currado, ni avidez de señorío ni deseo dedineros ni alguna otra razón me hizo nunca contratu vida y tus cosas obrar como traidor. Amé a tu hijay la amo y la amaré siempre, porque la reputo dignade mi amor; y si yo con ella me conduje menos quehonestamente según la opinión de los vulgares,aquel pecado cometí que siempre lleva aparejada la

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juventud, y que si se quisiera hacer desaparecerhabría que hacer desaparecer a la juventud, y éste,si los viejos se quisieran acordar de haber sidojóvenes y los defectos de los demás midiesen conlos suyos, no sería tenido por grave como lo es porti y por otros muchos; y como amigo, no como ene-migo, lo cometí. Lo que me ofreces hacer, siemprelo deseé, y si hubiera creído que me habría podidoser concedido, largo tiempo hace que lo habría pe-dido; y tanto más caro me será ahora cuando laesperanza de ello es menor. Si no tienes en el áni-mo lo que tus palabras demuestran, no me alimen-tes con vanas esperanzas; hazme volver a la pri-sión, y hazme allí afligir cuanto te plazca, que mien-tras ame a Spina te amaré a ti por amor suyo,hagas lo que hagas, y te tendré reverencia.

Currado, habiéndole oído, se maravilló y letuvo por de gran ánimo y reputó a su amor comoardiente, y más lo quiso: por ello, poniéndose enpie, lo abrazó y lo besó, y sin poner más dilación ala cosa, mandó que aquí fuese Spina traída secre-tamente. Ella en la prisión se había puesto delgaday pálida y débil, y otra mujer distinta de la que solíay parecía ser, y del mismo modo Giannotto otrohombre; los cuales, en presencia de Currado, conconsentimiento mutuo contrajeron los esponsales

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según nuestra costumbre. Y luego que pasaronalgunos días sin que nadie se enterase de lo quepasado había y les hubo proporcionado todo aquelloque necesitaban y les placía, pareciéndole tiempode hacer alegrarse a las dos madres, llamando a sumujer y a la Cabrilla así les dijo:

—¿Qué diríais, señora, si yo os devolviera avuestro hijo mayor casado con una de mis hijas?

A lo que la Cabrilla respondió:

—No podría deciros sino que, si pudiese es-taros más obligada de lo que os estoy, tanto más osestaría cuanto vos una cosa que me es querida másque yo misma me devolveríais; y devolviéndomelaen la guisa que decís, algo haríais de volver a mí miperdida esperanza.

Y llorando, se calló. Entonces dijo Currado asu mujer:

—¿Y a ti qué te parecería, mujer, si te dieseun tal yerno?

A lo que la señora respondió:

—No uno de ellos, que son nobles, sinocualquier miserable si a vos os pluguiese, me pla-cería.

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Entonces dijo Currado:

—Espero dentro de pocos días hacerosalegrar por ello.

Y viendo ya a los dos jóvenes vueltos a suanterior aspecto, vistiéndolos honradamente, pre-guntó a Giuffredi:

—¿Qué te gustaría más, además de laalegría que tienes, si vieses aquí a tu madre?

A lo que Giuffredi respondió:

—No me es posible creer que los dolores desus desventurados accidentes la hayan dejado viva:pero si así fuese, sumamente me gustaría, como aquien aún, con su consejo, creería que podría reco-brar en Sicilia gran parte de mis bienes.

Entonces Currado hizo venir allí a la una yla otra señora. Las dos hicieron maravillosas fiestasa la recién casada, maravillándose no poco de lainspiración a que podía deberse que Currado hubie-se llegado a ser tan benigno que hubiese hecho supariente a Giannotto; al cual, madama Beritola, porlas palabras oídas a Currado, empezó a mirar, y,por oculta virtud, se despertó en ella algún recuerdode las pueriles facciones del rostro de su hijo, sin

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esperar otra demostración, con los brazos abiertosse le echó al cuello, ni el desbordante amor y laalegría materna le permitieron poder decir palabraalguna, sino que la privaron de toda virtud sensitivahasta tal punto que como muerta cayó en los brazosdel hijo.

El cual, aunque mucho se maravillase dehaberla visto muchas veces antes en aquel mismocastillo sin nunca reconocerla, no dejó de conocerincontinenti el aroma materno y reprochándose supretérito descuido, recibiéndola en sus brazos llo-rando, tiernamente la besó. Pero luego de que ma-dama Beritola, piadosamente ayudada por la mujerde Currado y por Spina y con agua fría y con otrasartes suyas le devolvieron las desmayadas fuerzasempezó de nuevo a abrazar al hijo con muchaslágrimas y muchas dulces palabras; y llena de pie-dad materna mil veces más le besó, y él y a ellareverentemente mucho la miró y la abrazó. Perodespués de que los honestos y alegres agasajos serepitieron tres o cuatro veces, no sin contento yplacer de los circunstantes, y el uno hubo al otronarrado sus desventuras, habiendo ya Currado asus amigos comunicado, con gran placer de todos,el nuevo parentesco por él contraído, y ordenandouna hermosa y magnífica fiesta le dijo Giuffredi:

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—Currado, me habéis contentado con mu-chas cosas y largamente habéis honrado a mi ma-dre: ahora, para que nada, en lo que podáis, quedepor hacer, os ruego que a mi madre, a mis invitadosy a mí alegréis con la presencia de mi hermano, quecomo siervo tiene en su casa micer Guasparrino deOria, quien, como ya os he dicho, de él y de mí seapoderó pirateando y luego, que mandéis a Siciliapara que se informe plenamente de las condicionesy del estado del país, y averigüe lo que ha sido deArrighetto, mi padre, si está vivo o muerto, y si estávivo, en qué estado; y plenamente informado detodo, vuelva a nosotros.

Plugo a Currado la petición de Giuffredi, ysin tardanza alguna a discretísimas personasmandó a Génova y a Sicilia. El que fue a Génova,hallado micer Guasparrino, de parte de Currado lerogó vehementemente que al Expulsado y a sunodriza le enviase, contándole lo que Currado habíahecho con Giuffredi y con su madre. A lo que MicerGuasparrino se maravilló mucho oyéndolo, y dijo:

—Es verdad que haré por Currado cualquiercosa que esté en mi poder que le agrade; y cierta-mente he tenido en casa, desde hace catorce años,al muchacho que me pides y a su madre, los cuales

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te enviaré de buena gana; pero le dirás de mi parteque cuide de no haber creído demasiado o de nocreer las fábulas de Giannotto, que dices que hoyse hace llamar Giuffredi, porque es mucho másmalo de lo que él piensa.

Y dicho esto, haciendo honrar al valientehombre, hizo llamar a la nodriza en secreto, y cau-tamente la interrogó sobre aquel asunto. La cual,habiendo oído la rebelión de Sicilia y oyendo queArrighetto estaba vivo, desechando el miedo quehasta entonces había tenido, ordenadamente lecontó todo y le mostró las razones por las que aque-lla manera de conducirse había seguido. MicerGuasparrino, viendo que las cosas dichas por lanodriza con las del embajador de Currado se con-venían óptimamente, empezó a dar fe a las pala-bras; y de una manera y de otra, como hombre as-tutísimo que era, haciendo averiguaciones sobreeste asunto y cada vez encontrando más cosas quemás le hacían creer en ello, avergonzándose del viltrato que le había dado al muchacho, para enmen-darlo, teniendo una bella hija de once años de edad,sabiendo quién Arrighetto había sido y era, con unagran dote se la dio por mujer, y luego de una granfiesta, con el muchacho y con la hija y con el emba-jador de Currado y con la nodriza, subiendo a una

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galera bien armada, se vino a Lérici; donde recibidopor Currado, con toda su compañía se fue a uncastillo de Currado no muy alejado de allí, dondeestaba preparada una gran fiesta.

Qué fiestas hizo la madre al volver a ver asu hijo, cuáles las de los dos hermanos, cuál la delos tres a la fiel nodriza, cuál la hecha por todos amicer Guasparrino y a su hija, y por él a todos, y detodos juntos con Currado y su mujer y con sus hijosy sus amigos, no se podría explicar con palabras, nicon pluma escribir; por lo que a vosotras, señoras,os dejo que lo imaginéis. Para lo cual, para quefuese completa, quiso Dios, generosísimo donantecuando empieza, hacer llegar las alegres nuevas dela vida y el buen estado de Arrighetto Capece.

Por lo que, siendo grande la fiesta y losconvidados, las mujeres y los hombres estando a lamesa todavía al primer plato, llegó aquel que habíasido enviado a Sicilia, y entre otras cosas contó deArrighetto, que, estando en Catania encarcelado porel rey Carlos, cuando se levantó contra el rey larevuelta en aquella tierra, el pueblo enfurecido co-rrió a la cárcel y, matando a los guardias, le habíansacado de allí, y como a capital enemigo del reyCarlos lo habían hecho su capitán y le habían se-

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guido en expulsar y matar a los franceses; por lacual cosa, se había hecho sumamente grato al reyPedro, quien todos sus bienes y todo su honor lehabía restituido, por lo que estaba en grande y bue-na posición; añadiendo que a él le había recibidocon sumo honor y había hecho indecibles fiestaspor las noticias de su mujer y del hijo, de los cualesdespués de su prisión nada había sabido, y ademásde ello, mandaba a por ellos una saetía con algunosgentileshombres, que venían detrás.

Fue con gran alegría y fiesta éste recibido; yprontamente Currado con algunos de sus amigossalieron al encuentro de los gentileshombres que apor madama Beritola y por Giuffredi venían, y reci-bidos alegremente, a su banquete, que todavía noestaba mediado, les introdujo. Allí a la señora y aGiuffredi y además de a ellos a todos los otros contanta alegría los vieron, que nunca mayor fue oída;y ellos, antes de sentarse a comer, de parte deArrighetto saludaron y agradecieron como mejorsupieron y pudieron a Currado y a su mujer por elhonor hecho a su mujer y a su hijo, y a Arrighetto ya cualquier cosa que por medio de él se pudiesehacer pusieron a su disposición. Luego, volviéndosea micer Guasparrino, cuyos favores eran inespera-dos, dijeron que estaban certísimos de que, en

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cuanto lo que habían hecho por el Expulsado supie-se Arrighetto, gracias semejantes y mayores le dar-ía. Después de lo cual, muy contentos, en el ban-quete de las recién casadas y con los recién casa-dos comieron.

Y no sólo aquel día festejó Currado al yernoy a sus otros parientes amigos, sino muchos otros; ydespués que hubieron cesado los festejos, pare-ciéndole a madama Beritola y a Giuffredi y a losdemás que tenían que irse, con muchas lágrimas deCurrado y de su mujer y de micer Guasparrino su-biendo a la saetía, llevándose consigo a Spina, sefueron. Y teniendo próspero el viento, pronto llega-ron a Sicilia, donde con tan gran fiesta por Arrighet-to (todos por igual, los hijos y las mujeres) fueron enPalermo recibidos que decir no se podría; y allí secree que mucho tiempo todos vivieron feliz mente, yreconocidos por el beneficio recibido, en amistadcon Dios Nuestro Señor.

NOVELA SÉPTIMAEl sultán de Babilonia manda a una hija su-

ya como mujer al rey del Algarbe, la cual, por diver-sas desventuras, en el espacio de cuatro años llega

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a las manos de nueve hombres en diversos lugares,por último, restituida al padre como doncella, vuelvede su lado al rey del Algarbe como mujer, comoprimero iba.

Tal vez no se habría extendido mucho másla historia de Emilia sin que la compasión sentidapor las jóvenes por los casos de madama Beritolano les hubiera conducido a derramar lágrimas. Peroluego de que a aquélla se puso fin, plugo a la reinaque Pánfilo siguiera, contando la suya; por lo cualél, que obedientísimo era, comenzó:

Difícilmente, amables señoras, puede serconocido por nosotros lo que nos conviene, por loque, como muchas veces se ha podido ver, hahabido muchos que, estimando que si se hicieranricos podrían vivir sin preocupación y seguros, lopidieron a Dios no sólo con oraciones sino conobras, no rehusando ningún trabajo ni peligro parabuscar conseguirlo: y cuando lo hubieron logrado,encontraron que por deseo de tan gran herenciafueron a matarles quienes antes de que se hubieranenriquecido deseaban su vida. Otros, de bajo esta-do subidos a las alturas de los reinos por medio demil peligrosas batallas, por medio de la sangre de

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sus hermanos y de sus amigos, creyendo estar enellas la suma felicidad, además de los infinitos cui-dados y temores de que llenas las vieron y sintieron,conocieron (no sin su muerte) que en el oro de lasmesas reales se bebía el veneno. Muchos hubo quela fuerza corporal y la belleza, y ciertos ornamentoscon apetito ardentísimo desearon, y no se percata-ron de haber deseado mal hasta que aquellas cosasno les fueron ocasión de muerte o de dolorosa vida.

Y para no hablar por separado de todos loshumanos deseos, afirmo que ninguno hay que concompleta precaución, como por seguro de los aza-res de la fortuna pueda ser elegido por los vivos; porlo que, si queremos obrar rectamente, a tomar yposeer deberíamos disponernos lo que nos dieseAquél que sólo lo que nos hace falta conoce y nospuede dar. Pero si los hombres pecan por desearvarias cosas, vosotras, graciosas señoras, sobre-manera pecáis por una, que es por desear ser her-mosas, hasta el punto de que, no bastándoos losencantos que por la naturaleza os son concedidos,aún con maravilloso arte buscáis acrecentarlos, yme place contaros cuán desventuradamente fuehermosa una sarracena que, en unos cuatro años,tuvo, por su hermosura, que contraer nuevas bodasnueve veces.

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Ya ha pasado mucho tiempo desde quehubo un sultán en Babilonia que tuvo por nombreBeminedab, al que en sus días bastantes cosas deacuerdo con su gusto sucedieron. Tenía éste, entresus muchos hijos varones y hembras, una hija lla-mada Alatiel que, por lo que todos los que la veíandecían, era la mujer más hermosa que se viera enaquellos tiempos en el mundo; y porque en unagran derrota que había causado a una gran multitudde árabes que le habían caído encima, le habíamaravillosamente ayudado el rey del Algarbe, aéste, habiéndosela pedido él como gracia especial,la había dado por mujer; y con honrada compañíade hombres y de mujeres y con muchos nobles yricos arneses la hizo montar en una nave bien ar-mada y bien provista, y mandándosela, la enco-mendó a Dios. Los marineros, cuando vieron eltiempo propicio, dieron al viento las velas y del puer-to de Alejandría partieron y muchos días navegaronfelizmente; y ya habiendo pasado Cerdeña, pare-ciéndoles que estaban cerca del fin de su camino,se levantaron súbitamente un día contrarios vientos,los cuales, siendo todos sobremanera impetuosos,tanto azotaron a la nave donde iba la señora y losmarineros que muchas veces se tuvieron por perdi-dos.

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Pero, como hombres valientes, poniendo enobra toda arte y toda fuerza, siendo combatidos porel infinito mar, resistieron durante dos días; y empe-zando ya la tercera noche desde que la tempestadhabía comenzado, y no cesando ésta sino crecien-do continuamente, no sabiendo dónde estaban nipudiendo por cálculo marinesco comprenderlo ni porla vista, porque oscurísimo de nubes y de tenebrosanoche estaba el cielo, estando no mucho más alláde Mallorca, sintieron que se resquebrajaba la nave.Por lo cual, no viendo remedio para su salvación,teniendo en el pensamiento cada cual a sí mismo yno a los demás, arrojaron a la mar una chalupa, yconfiando más en ella que en la resquebrajada na-ve, allí se arrojaron los patrones, y después de ellosunos y otros de cuantos hombres había en la nave(aunque los que primero habían bajado a la chalupacon los cuchillos en la mano trataron de impedírse-lo) se arrojaron, y creyendo huir de la muerte dieroncon ella de cabeza: porque no pudiendo con aquelmal tiempo bastar para tantos, hundiéndose la cha-lupa, todos perecieron.

Y la nave, que por impetuoso viento eraempujada, aunque resquebrajada estuviese y yacasi llena de agua —no habiéndose quedado en ellanadie más que la señora y sus mujeres, y todas por

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la tempestad del mar y por el miedo vencidas, yac-ían en ella como muertas— corriendo velocísima-mente, fue a vararse en una playa de la isla de Ma-llorca, con tanto y tan gran ímpetu que se hundiócasi entera en la arena, a un tiro de piedra de laorilla aproximadamente; y allí, batida por el mar, sinpoder ser movida por el viento, se quedó durante lanoche. Llegado el día claro y algo apaciguada latempestad, la señora, que estaba medio muerta,alzó la cabeza y, tan débilmente como estaba em-pezó a llamar ora a uno ora a otro de su servidum-bre, pero en vano llamaba: los llamados estabandemasiado lejos.

Por lo que, no oyéndose responder por na-die ni viendo a nadie, se maravilló mucho y empezóa tener grandísimo miedo; y como mejor pudo le-vantándose, a las damas que eran de su compañíay a las otras mujeres vio yacer, y a una ahora y aotra después sacudiendo, luego de mucho llamar apocas encontró que tuvieran vida, como que porgraves angustias de estómago y por miedo se hab-ían muerto: por lo que el miedo de la señora se hizomayor. Pero no obstante, apretándole la necesidadde decidir algo, puesto que allí sola se veía (noconociendo ni sabiendo dónde estuviera), tantoanimó a las que vivas estaban que las hizo levan-

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tarse; y encontrando que ellas no sabían dónde loshombres se hubiesen ido, y viendo la nave varadaen tierra y llena de agua, junto con ellas dolorosa-mente comenzó a llorar. Y llegó la hora de nonaantes de que a nadie vieran, por la orilla o en otraparte, a quien pudiesen provocar piedad y les dieseayuda.

Llegada nona, por azar volviendo de unatierra suya pasó por allí un gentilhombre cuyo nom-bre era Pericón de Visalgo, con muchos servidoresa caballo; el cual, viendo la nave, súbitamente seimaginó lo que era y mandó a uno de los sirvientesque sin tardanza procurase subir a ella y le contaselo que hubiera. El sirviente, aunque haciéndolo condificultad, allí subió y encontró a la noble joven, conaquella poca compañía que tenía, bajo el pico de laproa de la nave, toda tímida escondida. Y ellas, alverlo, llorando pidieron misericordia muchas veces,pero apercibiéndose de que no eran entendidas yde que ellas no le entendían, por señas se ingenia-ron en demostrarle su desgracia. El sirviente, comomejor pudo mirando todas las cosas, contó a Pe-ricón lo que allí había, el cual prontamente hizo traera las mujeres y las más preciosas cosas que allíhabía y que pudieron coger, y con ellas se fue a uncastillo suyo; y allí con víveres y con reposo recon-

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fortadas las señoras, comprendió, por los ricos ar-neses, que la mujer que había encontrado debía seruna grande y noble señora, y a ella la conoció pres-tamente al ver los honores que veía a las otrashacerle a ella sola. Y aunque pálida y asaz desarre-glada en su persona por las fatigas del mar estuvie-se entonces la mujer, sin embargo sus facciones leparecieron bellísimas a Pericón, por lo cual deliberósúbitamente que si no tuviera marido la querría pormujer, y si por mujer no pudiese tenerla, la querríatener por amiga.

Era Pericón hombre de fiero aspecto y muyrobusto; y habiendo durante algunos días a la seño-ra hecho servir óptimamente, y por ello estando éstatoda reconfortada, viéndola él sobremanera her-mosísima, afligido desmedidamente por no poderentenderla ni ella a él, y así no poder saber quiénfuera, pero no por ello menos desmesuradamenteprendado de su belleza, con obras amables y amo-rosas se ingenió en inducirla a cumplir su placer sinoponerse. Pero era en vano: ella rehusaba del todosus familiaridades, y mientras tanto más se inflama-ba el ardor de Pericón. Lo que, viéndolo la mujer, yya durante algunos días estando allí y dándosecuenta por las costumbres de que entre cristianosestaba, y en lugar donde, si hubiera sabido hacerlo,

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el darse a conocer de poca cosa le servía, pensan-do que a la larga o por la fuerza o por amor tendríaque llegar a satisfacer los gustos de Pericón, sepropuso con grandeza de ánimo hollar la miseria desu fortuna, y a sus mujeres, que más de tres no lehabían quedado, mandó que a nadie manifestasenquiénes eran, salvo si en algún lugar se encontra-sen donde conocieran que podrían encontrar unaayuda manifiesta a su libertad; además de esto,animándolas sumamente a conservar su castidad,afirmando haberse ella propuesto que nunca nadiegozaría de ella sino su marido. Sus mujeres la ala-baron por ello, y le dijeron que observarían en loque pudieran su mandato.

Pericón, inflamándose más de día en día, ytanto más cuanto más cerca veía la cosa deseada ymuchas veces negada, y viendo que sus lisonjas nole valían, preparó el ingenio y el arte, reservándosela fuerza para el final. Y habiéndose dado cuentaalguna vez que a la señora le gustaba el vino, comoa quien no estaba acostumbrada a beber, porque suley se lo vedaba, con él, como ministro de Venuspensó que podía conseguirla, y, aparentando nopreocuparse de que ella se mostrase esquiva, hizouna noche a modo de solemne fiesta una magníficacena, a la que vino la señora; y en ella, siendo por

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muchas cosas alegrada la cena, ordenó al que laservía que con varios vinos mezclados le diese debeber. Lo que él hizo óptimamente; y ella, que deaquello no se guardaba, atraída por el agrado de labebida, más tomó de lo que habría requerido suhonestidad; por lo que, olvidando todas las adver-tencias pasadas, se puso alegre, y viendo a algunasmujeres bailar a la moda de Mallorca, ella a la ma-nera alejandrina bailó.

Lo que, viendo Pericón, estar cerca le pare-ció de lo que deseaba, y continuando la cena conmás abundancia de comidas y de bebidas, por granespacio durante la noche la prolongó. Por último,partiendo los convidados, solo con la señora entróen su alcoba; la cual, más caliente por el vino quetemplada por la honestidad, como si Pericón hubie-se sido una de sus mujeres, sin ninguna contenciónde vergüenza desnudándose en presencia de él, semetió en la cama. Pericón no dudó en seguirla sinoque, apagando todas las luces, prestamente de laotra parte se echó junto a ella, y cogiéndola en bra-zos sin ninguna resistencia, con ella empezó amo-rosamente a solazarse. Lo que cuando ella lo huboprobado, no habiendo sabido nunca antes con quécuerpo embisten los hombres, casi arrepentida deno haber accedido antes a las lisonjas de Pericón,

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sin esperar a ser invitada a tan dulces noches, mu-chas veces se invitaba ella misma, no con palabras,con las que no se sabía hacer entender, sino conobras. A este gran placer de Pericón y de ella, noestando la fortuna contenta con haberla hecho demujer de un rey convertirse en amiga de un caste-llano, opuso una amistad más cruel.

Tenía Pericón un hermano de veinticincoaños de edad, bello y fresco como una rosa, cuyonombre era Marato; el cual, habiéndola visto yhabiéndole agradado sumamente, pareciéndole,según por sus actos podía comprender, que gozabade su gracia, y estimando que lo que él deseabanada se lo vedaba sino la continua guardia que deella hacía Pericón, dio en un cruel pensamiento: y alpensamiento siguió sin tregua el criminal efecto.Estaba entonces, por acaso, en el puerto de la ciu-dad, una nave cargada de mercancía para ir a Cla-rentza, en Romania, de la que eran patrones dosjóvenes genoveses, y tenía ya la vela izada parairse en cuanto buen viento soplase; con los cualesconcertándose Marato, arregló cómo la siguientenoche fuese recibido con la mujer. Y hecho esto, alhacerse de noche, a casa de Pericón, quien de élnada se guardaba, secretamente fue con algunosde sus fidelísimos compañeros, a los cuales había

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pedido ayuda para lo que pensaba hacer, y en lacasa, según lo que habían acordado, se escondió. Yluego que fue pasada parte de la noche, habiendoabierto a sus compañeros, allá donde Pericón con lamujer dormía se fue, y abriéndola, a Pericón mata-ron mientras dormía y a la mujer, despierta y gi-miente, amenazándola con la muerte si hacía algúnruido, se llevaron; y con gran cantidad de las cosasmás preciosas de Pericón, sin que nadie les hubieraoído, prestamente se fueron al puerto, y allí sin tar-danza subieron a la nave Marato y la mujer, y suscompañeros se dieron la vuelta.

Los marineros, teniendo viento favorable yfresco, se hicieron a la mar. La mujer, amargamentede su primera desgracia y de ésta se dolió mucho;pero Marato, con el San—Crescencio—en—manoque Dios le había dado empezó a consolarla de talmanera que ella, ya familiarizándose con él, olvidó aPericón; y ya le parecía hallarse bien cuando lafortuna le aparejó nuevas tristezas, como si no es-tuviese contenta con las pasadas. Porque, siendoella hermosísima de aspecto, como ya hemos dichomuchas veces, y de maneras muy dignas de ala-banza, tan ardientemente de ella los dos patronesde la nave se enamoraron que, olvidándose decualquier otra cosa, solamente a servirla y a agra-

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darla se aplicaban, teniendo cuidado siempre deque Marato no se apercibiese de su intención. Yhabiéndose dado cuenta el uno de aquel amor delotro, sobre aquello tuvieron juntos una secreta con-versación y convinieron en adquirir aquel amorcomún, como si Amor debiese sufrir lo mismo quese hace con las mercancías y las ganancias.

Y viéndola muy guardada por Marato, y porello impedido su propósito, yendo un día la navecon vela velocísima, y Marato estando sobre la po-pa y mirando al mar, no sospechando nada de ellos,se fueron a él de común acuerdo y, cogiéndoloprestamente por detrás lo arrojaron al mar; y estu-vieron más de una milla alejados antes de que na-die se hubiera dado cuenta de que Marato habíacaído al mar; lo que oyendo la mujer y no viendomanera de poderlo recobrar, nuevo duelo empezó ahacer en la nave. Y a su consuelo los dos amantesvinieron incontinenti, y con dulces palabras ygrandísimas promesas, aunque ella poco los enten-diese, a ella, que no tanto por el perdido Maratocomo por su desventura lloraba, se ingeniaban entranquilizar. Y luego de largas consideraciones unay otra vez dirigidas a ella, pareciéndoles que la hab-ían consolado, vino la hora de discutir entre sí cuálde ellos la fuera a llevar primero a la cama.

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Y queriendo cada uno ser el primero y nopudiendo en aquello llegar a ningún acuerdo entreambos, primero con palabras graves y duras empe-zaron un altercado y encendiéndose en ira conellas, echando mano a los cuchillos, furiosamentese echaron uno sobre el otro; y muchos golpes, nopudiendo los que en la nave estaban separarlos, sedieron uno al otro, de los que uno cayó muerto in-continenti, y el otro en muchas partes de su cuerpogravemente herido, quedó con vida; lo que des-agradó mucho a la mujer, como a quien allí sola, sinayuda ni consejo alguno se veía, y mucho temíaque contra ella se volviese la ira de los parientes yde los amigos de los dos patrones; pero los ruegosdel herido y la pronta llegada a Clarentza del peligrode muerte la libraron. Donde junto con el heridodescendió a tierra, y estando con él en un albergue,súbitamente corrió la fama de su gran belleza por laciudad, y a los oídos del príncipe de Morea, queentonces estaba en Clarentza, llegó: por lo quequiso verla, y viéndola, y más de lo que la famadecía pareciéndole hermosa, tan ardientemente seenamoró de ella que en otra cosa no podía pensar.

Y habiendo oído en qué guisa había llegadoallí, se propuso conseguirla para él, y buscándolelas vueltas y sabiéndolo los parientes del herido, sin

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esperar más se la mandaron prestamente; lo que alpríncipe fue sumamente grato y otro tanto a la mu-jer, porque fuera de un gran peligro le pareció estar.El príncipe, viéndola además de por la belleza ador-nada con trajes reales, no pudiendo de otra manerasaber quién fuese ella, estimó que sería noble seño-ra, y por lo tanto su amor por ella se redobló; y te-niéndola muy honradamente, no a guisa de amigasino como a su propia mujer la trataba. Lo que, con-siderando la mujer los pasados males y pareciéndo-le bastante bien estar, tan consolada y alegre esta-ba mientras sus encantos florecían que de nadamás parecía que hubiera que hablar en Romania.

Por lo cual, al duque de Atenas, joven y be-llo y arrogante en su persona, amigo y pariente delpríncipe, le dieron ganas de verla: y haciendo comoque venía a visitarle, como acostumbraba a hacerde vez en cuando, con buena y honorable compañíase vino a Clarentza, donde fue honradamente reci-bido con gran fiesta. Después, luego de algunosdías, venidos a hablar de los encantos de aquellamujer, preguntó al duque si eran cosa tan admirablecomo se decía; a lo que el príncipe respondió:

—Mucho más; pero de ello no mis palabrassino tus ojos quiero que den fe.

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A lo que, invitando al duque el príncipe, jun-tos fueron allá donde ella estaba; la cual, muycortésmente y con alegre rostro, habiendo antessabido su venida, les recibió. Y habiéndola hechosentar entre ellos, no se pudo de hablar con ellatomar ningún agrado porque poco o nada de aquellalengua entendía; por lo que cada uno la mirabacomo a cosa maravillosa, y mayormente el duque,el cual apenas podía creer que fuese cosa mortal, ysin darse cuenta, al mirarla, con el amoroso venenoque con los ojos bebía, creyendo que su gusto sa-tisfacía mirándola, se enviscó a sí mismo, ena-morándose de ella ardentísimamente.

Y luego que de ella, junto con el príncipe, sehubo partido y tuvo espacio de poder pensar por sísolo, juzgaba al príncipe más feliz que a nadie te-niendo una cosa tan bella a su disposición; y luegode muchos y diversos pensamientos, pesando mássu fogoso amor que su honra, determinó, sucedieralo que fuese, privar al príncipe de aquella felicidad yhacerse feliz con ella a sí mismo si pudiese. Y, te-niendo en el ánimo apresurarse, dejando toda razóny toda justicia aparte, a los engaños dispuso todo supensamiento; y un día, según el malvado plan esta-blecido por él, junto con un secretísimo camarerodel príncipe que tenía por nombre Ciuriaci, secretí-

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simamente todos sus caballos y sus cosas hizopreparar para irse, y viniendo la noche, junto con uncompañero, todos armados, llevado fue por el dichoCiuriaci a la alcoba del príncipe silenciosamente. Alque vio que, por el gran calor que hacía, mientrasdormía la mujer, él todo desnudo estaba a una ven-tana abierta al puerto, tomando un vientecillo que deaquella parte venía; por la cual cosa, habiendo a sucompañero antes informado de lo que tenía quehacer, silenciosamente fue por la cámara hasta laventana, y allí con un cuchillo hiriendo al príncipe enlos riñones, lo traspasó de una a otra parte, y co-giéndolo prestamente, lo arrojó por la ventana aba-jo.

Estaba el palacio sobre el mar y muy alto, yaquella ventana a la que estaba entonces el prínci-pe daba sobre algunas casas que habían sido derri-badas por el ímpetu del mar, a las cuales raras ve-ces o nunca alguien iba; por lo que sucedió, tal co-mo el duque lo había previsto, que la caída delcuerpo del príncipe ni fue ni pudo ser oída por na-die. El compañero del duque, viendo que aquelloestaba hecho, rápidamente un cabestro que llevabapara aquello, fingiendo hacer caricias a Ciuriaci, selo echó a la garganta y tiró de manera que Ciuriacino pudo hacer ningún ruido; y reuniéndose con él el

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duque, lo estrangularon, y adonde el príncipe arro-jado había, lo arrojaron. Y hecho esto, manifiesta-mente conociendo que no habían sido oídos ni porla mujer ni por nadie, tomó el duque una luz en lamano y la levantó sobre la cama, y silenciosamentea la mujer toda, que profundamente dormía, descu-brió; y mirándola entera la apreció sumamente, y sivestida le había gustado sobre toda comparación legustó desnuda. Por lo que, inflamándose en mayordeseo, no espantado por el reciente pecado por élcometido, con las manos todavía sangrientas, juntoa ella se acostó y con ella toda soñolienta, y cre-yendo que el príncipe fuese, yació.

Pero luego de que algún tiempo con grandí-simo placer estuvo con ella, levantándose y hacien-do venir allí a algunos de sus compañeros, hizocoger a la mujer de manera que no pudiera hacerruido, y por una puerta falsa, por donde entradohabía él, llevándola y poniéndola a caballo, lo mássilenciosamente que pudo, con todos los suyos sepuso en camino y se volvió a Atenas. Pero comotenía mujer, no en Atenas sino en un bellísimo lugarsuyo que un poco a las afueras de la ciudad teníajunto al mar, dejó a la más dolorosa de las mujeres,teniéndola allí ocultamente y haciéndola honrada-mente, de cuanto necesitaba, servir.

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Habían a la mañana siguiente los cortesa-nos del príncipe esperado hasta la hora de nona aque el príncipe se levantase; pero no oyendo nada,empujando las puertas de la cámara que solamenteestaban entornadas, y no encontrando allí a nadie,pensando que ocultamente se hubiera ido a algunaparte para estarse algunos días a su gusto conaquella su hermosa mujer, más no se preocuparon.Y así las cosas, sucedió que al día siguiente, unloco, entrando entre las ruinas donde estaban elcuerpo del príncipe y el de Ciuriaci, por el cabestroarrastró afuera a Ciuriaci, y lo iba arrastrando trasél. El cual, no sin maravilla fue reconocido por mu-chos, que con lisonjas haciéndose llevar por el locoallí de donde lo había arrastrado, allí, con grandísi-mo dolor de toda la ciudad, encontraron el delpríncipe, y honrosamente lo sepultaron; e investi-gando sobre los autores de tan grande delito, yviendo que el duque de Atenas no estaba, sino quese había ido furtivamente, estimaron, como era, queél debía haber hecho aquello y llevádose a la mujer.

Por lo que prestamente sustituyendo a supríncipe con un hermano del muerto, le incitaroncon todo su poder a la venganza; el cual, por mu-chas otras cosas confirmado después haber sido talcomo lo habían imaginado, llamando en su ayuda a

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amigos y parientes y servidores de diversas partes,prontamente reunió una grande y buena y poderosahueste, y a hacer la guerra al duque de Atenas seenderezó.

El duque, oyendo estas cosas, en su defen-sa semejantemente aparejó todo su ejército, y vinie-ron en su ayuda muchos señores, entre los cuales,enviados por el emperador de Constantinopla, esta-ban Costanzo su hijo y Manovello su sobrino conbuenas y grandes gentes, los cuales fueron recibi-dos honradamente por el duque, y más por la du-quesa, porque era su hermana. Aprestándose lascosas para la guerra más de día en día, la duquesa,en tiempo oportuno, a ambos a dos hizo venir a sucámara, y allí con lágrimas bastantes y con muchaspalabras toda la historia les contó, mostrándoles lasrazones de la guerra y la ofensa hecha contra ellapor el duque con la mujer a la que creía tener ocul-tamente; y doliéndose mucho de aquello, les rogóque al honor del duque y al consuelo de ella ofre-ciesen la reparación que pensasen mejor. Sabíanlos jóvenes cómo había sido todo aquel hecho y,por ello, sin preguntar demasiado, confortaron a laduquesa lo mejor que supieron y la llenaron de bue-na esperanza, e informados por ella de dónde esta-ba la mujer, se fueron.

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Y habiendo muchas veces oído hablar de lamujer como maravillosa, desearon verla y al duquepidieron que se la enseñase; el cual, mal recordan-do lo que al príncipe había sucedido por habérselaenseñado a él, prometió hacerlo: y hecho aparejaren un bellísimo jardín, en el lugar donde estaba lamujer, un magnífico almuerzo, a la mañana siguien-te, a ellos con algunos otros compañeros a comercon ella los llevó. Y estando sentado Costanzo conella, la comenzó a mirar lleno de maravilla, dicién-dose que nunca había visto nada tan hermoso, yque ciertamente por excusado podía tenerse alduque y a cualquiera que para tener una cosa tanhermosa cometiese traición o cualquier otra accióndeshonesta: y una vez y otra mirándola, y celebrán-dola cada vez más, no de otra manera le sucedió aél lo que le había sucedido al duque. Por lo que,yéndose enamorado de ella, abandonado todo elpensamiento de guerra, se dio a pensar cómo se lapodría quitar al duque, óptimamente a todos celan-do su amor. Pero mientras él se inflamaba en estefuego, llegó el tiempo de salir contra el príncipe queya a las tierras del duque se acercaba; por lo que elduque y Costanzo y todos los otros, según el planhecho en Atenas saliendo, fueron a contender a

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ciertas fronteras, para que más adelante no pudieravenir el príncipe.

Y deteniéndose allí muchos días, teniendosiempre Costanzo en el ánimo y en el pensamientoa aquella mujer, imaginando que, ahora que el du-que no estaba junto a ella, muy bien podría venir acabo de su placer, por tener una razón para volver aAtenas se fingió muy indispuesto en su persona; porlo que, con permiso del duque, delegado todo supoder en Manovello, a Atenas se vino junto a lahermana, y allí, luego de algunos días, haciéndolahablar sobre la ofensa que del duque le parecíarecibir por la mujer que tenía, le dijo que, si ellaquería, él la ayudaría bien en aquello, haciendo deallí donde estaba sacarla y llevársela. La duquesa,juzgando que Costanzo por su amor y no por el dela mujer lo hacía, dijo que le placía mucho siempreque se hiciese de manera que el duque nunca su-piese que ella hubiera consentido en esto. Lo queCostanzo plenamente le prometió; por lo que laduquesa consintió en que él como mejor le parecie-se hiciera.

Costanzo, ocultamente, hizo armar una bar-ca ligera, y aquella noche la mandó cerca del jardíndonde vivía la mujer, informados los suyos que en

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ella estaban de lo que habían de hacer, y junto conotros fue al palacio donde estaba la mujer, dondepor aquellos que allí al servicio de ella estaban fuealegremente recibido, y también por la mujer; y conésta, acompañada por sus servidores y por loscompañeros de Costanzo, como quisieron, fueron aljardín. Y como si a la mujer de parte del duque qui-siera hablarle, con ella, hacia una puerta que salíaal mar, solo se fue; a la cual, estando ya abierta poruno de sus compañeros, y allí con la señal conveni-da llamada la barca, haciéndola coger prestamentey poner en la barca, volviéndose a sus criados, lesdijo:

—Nadie se mueva ni diga palabra, si noquiere morir, porque entiendo no robar al duque sumujer sino llevarme la vergüenza que le hace a mihermana.

A esto nadie se atrevió a responder; por loque Costanzo, con los suyos en la barca montado yacercándose a la mujer que lloraba, mandó quediesen los remos al agua y se fueran; los cuales, nobogando sino volando, casi al alba del día siguientellegaron a Egina. Bajando aquí a tierra y descan-sando Costanzo con la mujer, que su desventuradahermosura lloraba, se solazó; y luego, volviéndose a

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subir a la barca, en pocos días llegaron a Quíos, yallí, por temor a la reprensión de su padre y paraque la mujer robada no le fuese quitada, plugo aCostanzo como en seguro lugar quedarse; dondemuchos días la mujer lloró su desventura, pero lue-go, consolada por Costanzo, como las otras veceshabía hecho, empezó a tomar el gusto a lo que lafortuna le deparaba.

Mientras estas cosas andaban de tal guisa,Osbech, entonces rey de los turcos, que estaba encontinua guerra con el emperador, en aquel tiempovino por acaso a Esmirna, y oyendo allí cómo Cos-tanzo en lasciva vida, con una mujer suya a quienrobado había, sin ninguna precaución estaba enQuíos, yendo allí con unos barquichuelos armadosuna noche y ocultamente con su gente entrando enla ciudad, a muchos cogió en sus camas antes deque se diesen cuenta de que los enemigos habíanllegado; y por último a algunos que, despertándose,habían corrido a las armas, los mataron, y, pren-diendo fuego a toda la ciudad, el botín y los prisio-neros puestos en las naves, hacia Esmirna se vol-vieron.

Llegados allí, encontrando Osbech, que erahombre joven, al revisar el botín, a la hermosa mu-

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jer, y conociendo que aquélla era la que con Cos-tanzo había sido cogida durmiendo en la cama, sepuso sumamente contento al verla; y sin tardanza lahizo su mujer y celebró las bodas, y con ella seacostó contento muchos meses.

El emperador, que antes de que estas co-sas sucedieran había tenido tratos con Basano, reyde Capadocia, para que contra Osbech bajase poruna parte con sus fuerzas y él con las suyas le asal-tara por la otra, y no había podido cumplirlo aúnplenamente porque algunas cosas que Basanopedía, como menos convenientes no había podidohacerlas, oyendo lo que a su hijo había sucedido,triste se puso sobremanera y sin tardanza lo que elrey de Capadocia le pedía hizo, y él cuanto máspudo solicitó que descendiese contra Osbech, apa-rejándose él de la otra parte a irle encima. Osbech,al saber esto, reunido su ejército, antes de ser cogi-do en medio por los dos poderosísimos señores, fuecontra el rey de Capadocia, dejando en Esmirna alcuidado de un fiel familiar y amigo a su bella mujer;y con el rey de Capadocia enfrentándose despuésde algún tiempo combatió y fue muerto en la batallay su ejército vencido y dispersado.

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Por lo que Basano, victorioso, se puso li-bremente a venir hacia Esmirna; y al venir, toda lagente como a vencedor le obedecía. El familiar deOsbech, cuyo nombre era Antíoco, a cargo de quienhabía quedado la hermosa mujer, por templado quefuese, viéndola tan bella, sin observar a su amigo yseñor lealtad, de ella se enamoró; y sabiendo sulengua (lo que mucho le agradaba, como a quienvarios años a guisa de sorda y de muda había teni-do que vivir, por no haberla entendido nadie y ellano haber entendido a nadie), incitado por el amor,comenzó a tomar tanta familiaridad con ella en po-cos días que, no después de mucho, no teniendoconsideración a su señor que en armas y en guerraestaba, hicieron su trato no solamente en amistososino en amoroso transformarse, tomando el uno delotro bajo las sábanas maravilloso placer.

Pero oyendo que Osbech estaba vencido ymuerto, y que Basano venía pillando todo, tomaronjuntos por partido no esperarlo allí sino que cogien-do grandísima parte de las cosas más preciosasque allí tenía Osbech, juntos y escondidamente, sefueron a Rodas; y no habían vivido allí mucho tiem-po cuando Antíoco enfermó de muerte. Estando conel cual por acaso un mercader chipriota muy amadopor él y sumamente su amigo, sintiéndose llegar a

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su fin, pensó que le dejaría a él sus cosas y su que-rida mujer. Y ya próximo a la muerte, a ambosllamó, diciéndoles así:

—Veo que desfallezco sin remedio; lo queme duele, porque nunca tanto me gustó vivir comoahora me gustaba. Y cierto es que de una cosamuero contentísimo, porque, teniendo que morir, meveo morir en los brazos de las dos personas a quie-nes amo más que a ninguna otra que haya en elmundo, esto es en los tuyos, carísimo amigo, y enlos de esta mujer a quien más que a mí mismo heamado desde que la conocí. Es verdad que doloro-so me es saber que se queda forastera y sin ayudani consejo, al morirme yo; y más doloroso me seríatodavía si no te viese a ti que creo que cuidado deella tendrás por mi amor como lo tendrías de mimismo; y por ello, cuanto más puedo te ruego que,si me muero, que mis cosas y ella queden a tu cui-dado, y de las unas y de la otra haz lo que creasque sirva de consuelo a mi alma. Y a ti, queridísimamujer, te ruego que después de mi muerte no meolvides, para que yo allá pueda envanecerme deque soy amado aquí por la más hermosa mujer quenunca fue formada por la naturaleza. Si de estasdos cosas me dieseis segura esperanza, sin ningu-na duda me iré consolado.

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El amigo mercader y semejantemente lamujer, al oír estas palabras, lloraban; y habiendocallado él, le confortaron y le prometieron por suhonor hacer lo que les pedía, si sucediera que élmuriese; y poco después murió y por ellos fuehecho sepultar honorablemente. Después, luego depocos días, habiendo el mercader chipriota todossus negocios en Rodas despachado y queriendovolverse a Chipre en una coca de catalanes que allíhabía, preguntó a la hermosa mujer que qué queríahacer, como fuera que a él le convenía volverse aChipre.

La mujer repuso que con él, si le pluguiera,iría de buena gana, esperando que por el amor deAntíoco sería tratada y mirada por él como unahermana. El mercader repuso que de lo que a ellagustase estaría contento: y, para de cualquier ofen-sa que pudiese sobrevenirle antes de que a Chiprellegasen, defenderla, dijo que era su mujer. Y sub-ido a la nave, habiéndoles dado un camarote en lapopa, para que las obras no pareciesen contrarias alas palabras, con ella en una litera bastante peque-ña dormía. Por lo que sucedió lo que ni por el uno nipor el otro había sido acordado al partir de Rodas;es decir que, incitándoles la oscuridad y la comodi-dad y el calor de la cama, cuyas fuerzas no son

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pequeñas, olvidada la amistad y el amor por Antíocomuerto, atraídos por igual apetito, empezando ahurgonearse el uno al otro, antes de que a Pafosllegasen, de donde era el chipriota, se habían hechoparientes; y llegados a Pafos, mucho tiempo estuvocon el mercader.

Sucedió por acaso que a Pafos llegó poralgún asunto suyo un gentilhombre cuyo nombreera Antígono, cuyos años eran muchos pero cuyojuicio era mayor, y pocas las riquezas, porquehabiéndose en muchas cosas mezclado al serviciodel rey de Chipre, la fortuna le había sido contraria.El cual, pasando un día por delante de la casa don-de la hermosa mujer vivía, habiendo el mercaderchipriota ido con su mercancía a Armenia, le suce-dió por ventura ver a una ventana de su casa a estamujer; a quien, como era hermosísima, empezó amirar fijamente, y empezó a querer acordarse dehaberla visto otras veces, pero dónde de ningunamanera acordarse podía.

La hermosa mujer, que mucho tiempo hablasido juguete de la fortuna, acercándose al términoen que sus males debían hallar fin, al ver a Antígo-no se acordó de haberlo visto en Alejandría al servi-cio de su padre, en no baja condición; por lo cual,

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concibiendo súbita esperanza de poder aún volveral estado real con sus consejos, no sintiendo a sumercader, lo antes que pudo hizo llamar a Antígono.Al cual, venido a ella, tímidamente preguntó si élfuese Antígono de Famagusta, como creía. Antígo-no repuso que sí, y además de ello dijo:

—Señora, a mí me parece conoceros, peropor nada puedo acordarme de dónde; por lo que osruego, si no os es enojoso, que a la memoria metraigáis quién sois.

La mujer, oyendo que era él, llorando fuer-temente le echó los brazos al cuello, y, luego de unpoco, a él, que mucho se maravillaba, le preguntó sinunca en Alejandría la había visto. Cuya preguntaoyendo Antígono reconoció incontinenti que eraaquélla Alatiel la hija del sultán que muerta en elmar se creía que había sido, y quiso hacerle la reve-rencia debida; pero ella no lo sufrió, y le rogó quecon ella se sentase un poco. Lo que, hecho porAntígono, le preguntó reverentemente cómo ycuándo y de dónde había venido aquí, como fueraque en toda la tierra de Egipto se tuviese por ciertoque se había ahogado en el mar, hacía ya algunosaños. A lo que dijo la mujer:

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—Bien querría que hubiera sido así másque haber tenido la vida que he tenido, y creo quemi padre querría lo mismo, si alguna vez lo supiera.

Y dicho así, volvió a llorar maravillosamen-te; por lo que Antígono le dijo:

—Señora, no os desconsoléis antes quesea necesario; si os place, contadme vuestras des-venturas y qué vida habéis tenido; por ventura vues-tros asuntos podrán encaminarse de manera queles encontremos, con ayuda de Dios, buena solu-ción.

—Antígono —dijo la hermosa mujer—, mepareció al verte ver a mi padre, y movida por elamor y la ternura que a él le he tenido, pudiéndomeocultar me manifesté a ti, y a pocas personas mehabría podido suceder haber visto de que tan con-tenta fuese cuanto estoy de haberte, antes que aningún otro, visto y reconocido; y por ello, lo que enmi mala fortuna siempre he tenido escondido, a ticomo a padre te lo descubriré. Si ves, después deque oído lo hayas, que puedas de algún modo a midebida condición hacerme volver, te ruego que lopongas en obra; si no lo ves, te ruego que jamás anadie digas que me has visto o que nada has oídode mí.

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Y dicho esto, siempre llorando, lo que suce-dido le había desde que naufragó en Mallorca hastaaquel punto le contó; de lo que Antígono, movido apiedad, empezó a llorar, y luego de que por un ratohubo pensado, dijo:

—Señora, puesto que oculto ha estado envuestros infortunios quién seáis, sin falta os devol-veré más querida que nunca a vuestro padre, yluego como mujer al rey del Algarbe.

Y preguntado por ella que cómo, ordena-damente lo que había de hacer le enseñó; y paraque ninguna otra fuese a sobrevenir si se demora-ba, en el mismo momento volvió Antígono a Fama-gusta y se fue al rey, al que dijo:

—Señor mío, si os place, podéis al mismotiempo haceros grandísimo honor a vos, y a mí (quesoy pobre por vos) gran provecho sin que os cuestemucho.

El rey le preguntó cómo. Antígono entoncesdijo:

—A Pafos ha llegado la hermosa joven hijadel sultán, de la que ha corrido tanto la fama de quese había ahogado; y, por preservar su honestidad,grandísimas privaciones ha sufrido largamente, y al

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presente se encuentra en pobre estado y deseavolver a su padre. Si a vos os pluguiera mandárselabajo mi custodia, sería un gran honor para vos, y ungran bien para mí; y no creo que nunca tal serviciose le olvidase al sultán.

El rey, movido por real magnanimidad, súbi-tamente repuso que le placía: y honrosamente en-viando a por ella, a Fainagusta la hizo venir, dondepor él y por la reina con indecible fiesta y conmagnífico honor fue recibida; a la cual, después, porel rey y la reina siéndole preguntadas sus desventu-ras, según los consejos dados por Antígono repusoy contó todo. Y pocos días después, pidiéndolo ella,el rey, con buena y honorable compañía de hom-bres y de mujeres, bajo la custodia de Antígono ladevolvió al sultán; por el cual si fue celebrada suvuelta nadie lo pregunte, y lo mismo la de Antígonocon toda su compañía. La que, luego de que reposóalgo, quiso el sultán saber cómo estaba viva, ydónde se había detenido tanto tiempo sin nuncahaberle hecho nada saber sobre su condición.

La joven, que óptimamente las enseñanzasde Antígono había aprendido, a su padre así co-menzó a hablar:

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—Padre mío, sería el vigésimo día despuésque partí de vuestro lado cuando, por fiera tempes-tad nuestra nave resquebrajada, encalló en ciertasplayas allá en Occidente, cerca de un lugar llamadoAguasmuertas, una noche, y lo que de los hombresque en nuestra nave iban sucediese no lo sé ni losupe nunca; de cuanto me acuerdo es de que, lle-gado el día y yo casi de la muerte a la vida volvien-do, habiendo sido ya la rota nave vista por los cam-pesinos, corrieron a robarla de toda la comarca, yyo con dos de mis mujeres primero sobre la orillapuestas fuimos, e incontinenti cogidas por los jóve-nes que, quién por aquí con una y quién por ahí conotra, empezaron a huir. Qué fue de ellas no lo supenunca; pero habiéndome a mí, que me resistía,cogido entre dos jóvenes y arrastrándome por loscabellos, llorando yo fuertemente, sucedió que,pasando los que me arrastraban un camino paraentrar en un grandísimo bosque, cuatro hombres enaquel momento pasaban por allí a caballo, a loscuales, como vieron los que me arrastraban, soltán-dome, prestamente se dieron a la fuga. Los cuatrohombres, que por su semblante me parecían deautoridad, visto aquello, corrieron a donde yo estabay mucho me preguntaron, y yo mucho dije, pero nipor ellos fui entendida ni a ellos los entendí. Ellos,

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luego de larga consulta, subiéndome a uno de suscaballos, me llevaron a un monasterio de mujeressegún su ley religiosa, y yo, por lo que les dijeran,fui allí benignísimamente recibida y siempre honra-da, y con gran devoción junto con ellas he servidodesde entonces a san Crescencio—en—la—cueva,a quien las mujeres de aquel país mucho aman.Pero luego de que algún tiempo estuve con ellas, yya habiendo algo aprendido de su lengua, pre-guntándome quién yo fuese y de dónde, y sabiendoyo dónde estaba y temiendo, si dijese la verdad, serperseguida como enemiga de su ley, repuse queera hija de un gran gentilhombre de Chipre, el cualhabiéndome mandado a Creta para casarme, porazar allí habíamos sido llevados y naufragamos. Ymuchas veces en muchas cosas, por miedo a lopeor, observé sus costumbres; y preguntándome lamayor de aquellas señoras, a la que llamaban«abadesa», si a Chipre me gustaría volver, contestéque nada deseaba tanto; pero ella, solícita de mihonor, nunca me quiso confiar a nadie que haciaChipre viniera sino, hace unos dos meses, cuandollegados allí ciertos hombres buenos de Francia consus mujeres, entre los cuales algún pariente tenía laabadesa, y oyendo ella que a Jerusalén iban a visi-tar el sepulcro donde aquel a quien tienen por Dios

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fue enterrado después de que fue matado por losjudíos, a ellos me encomendó, y les rogó que enChipre quisieran entregarme a mi padre. Cuántoestos gentileshombres me honraron y alegrementeme recibieron junto con sus mujeres, larga historiasería de contar. Subidos, pues, en una nave, luegode muchos días llegamos a Pafos; y allí viéndomellegar, sin conocerme nadie ni sabiendo qué debíadecir a los gentileshombres que a mi padre mequerían entregar, según les había sido impuesto porla venerable señora, me aparejó Dios, a quien talvez daba lástima de mí, sobre la orilla a Antígono enla misma hora que nosotros en Pafos bajábamos; alque llamé prestamente y en nuestra lengua, para noser entendida por los gentileshombres ni las seño-ras, le dije que como hija me recibiera. Él me enten-dió enseguida; y haciéndome gran fiesta, a aquellosgentileshombres y a aquellas señoras según suspobres posibilidades honró, y me llevó al rey deChipre, el cual con qué honor me recibió y aquí avos me ha enviado nunca podría yo contar. Si algopor decir queda, Antígono, que muchas veces meha oído esta mi peripecia, lo cuente.

Antígono, entonces, volviéndose al sultán,dijo:

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—Señor mío, ordenadísimamente, tal comome lo ha contado muchas veces y como aquellosgentileshombres con los que vino me contaron, oslo ha contado; solamente una parte ha dejado pordeciros, que estimo que, porque bien no le estádecirlo a ella, lo haya hecho: y ello es cuánto aque-llos gentileshombres y señoras con quienes vinohablaron de la honesta vida que con las señorasreligiosas había llevado y de su virtud y de sus loa-bles costumbres, y de las lágrimas y del llanto quehicieron las señoras y los gentileshombres cuando,restituyéndola a mí, se separaron de ella. De lascuales cosas si yo quisiera enteramente decir lo queellos me dijeron, no el presente día sino la nochesiguiente no nos bastaría; tanto solamente creo quebasta que, según sus palabras mostraban y aunaquello que yo he podido ver, os podéis gloriar detener la más hermosa hija y la más honrada y lamás valerosa que ningún otro señor que hoy llevecorona.

Estas cosas celebró el sultán maravillosa-mente y muchas veces rogó a Dios que le conce-diese gracia para poder dignas recompensas con-ceder a cualquiera que hubiera honrado a su hija, ymáximamente al rey de Chipre por quien honrada-mente le había sido devuelta; y luego de algunos

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días, habiendo hecho preparar grandísimos donespara Antígono, le dio licencia de volverse a Chipre,dándole al rey con cartas y con embajadores espe-ciales grandísimas gracias por lo que había hecho ala hija. Y después de esto, queriendo que lo quecomenzado había sido tuviese lugar, es decir, queella fuese la mujer del rey del Algarbe, a éste todohizo saber enteramente, escribiéndole además deello que, si le pluguiera tenerla, a por ella mandase.

Mucho celebró esto el rey del Algarbe y,mandando honorablemente a por ella, alegrementela recibió. Y ella, que con otros ocho hombres unasdiez mil veces se había acostado, a su lado seacostó como doncella, y le hizo creer que lo era, y,reina, con él alegremente mucho tiempo vivió des-pués. Y por ello se dice: «Boca besada no pierdefortuna, que se renueva como la luna».

NOVELA OCTAVA

El conde de Amberes, acusado en falso, vaal exilio; deja a dos hijos suyos en diversos lugaresde Inglaterra y él, al volver de Escocia, sin ser co-nocido, los encuentra en buen estado; entra comopalafrenero en el ejército del rey de Francia y, reco-

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nocida su inocencia, es restablecido en su primerestado.

Mucho suspiraron las señoras por las diver-sas desventuras de la hermosa mujer: pero ¿quiénsabe qué razón movía los suspiros? Tal vez lashabía que no menos por anhelo de tan frecuentesnupcias que por lástima de ella suspiraban. Perodejando esto por el momento presente, habiéndosealguna reído por las últimas palabras dichas porPánfilo, y viendo por ellas la reina que su novelahabía terminado, vuelta hacia Elisa, le impuso quecontinuara el orden con una de las suyas; la cual,alegremente haciéndolo, comenzó

Amplísimo campo es este por el cual hoynos estamos paseando, y no hay nadie que, no unajusta sino diez pudiese contender en él asaz fácil-mente pues tan abundante lo ha hecho la fortuna ensus extraños y dolorosos casos; y por ello, viniendode ellos, que infinitos son, a contar alguno, digoque:

Al ser el imperio de Roma de los francesesa los tudescos transportado, nació entre una nacióny la otra grandísima enemistad y acerba y continua

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guerra, por la cual, tanto para defender su país co-mo para atacar a los otros, el rey de Francia y unhijo suyo, con toda la fuerza de su reino y junto conlos amigos y parientes con quienes hacer lo pudie-ron, organizaron un grandísimo ejército para ir con-tra los enemigos; y antes de que a ello procedieran,para no dejar el reino sin gobierno, sabiendo queGualterio, conde de Amberes, era un hombre nobley sabio y muy fiel amigo y servidor suyo, y que aun-que también era conocedor del arte de la guerra lesparecía a ellos más apto para las cosas delicadasque para las fatigosas, a él en el lugar de ellos deja-ron como vicario general sobre todo el gobierno delreino de Francia, y se fueron a sus campañas.

Comenzó, pues, Gualterio con juicio y conorden el oficio encomendado, siempre en todas lascosas con la reina y con su nuera consultando; yaunque bajo su custodia y jurisdicción hubiesen sidodejadas, no menos como a sus señoras y principa-les en lo que podía las honraba. Era el dicho Gual-terio hermosísimo de cuerpo y de edad de unoscuarenta años, y tan amable y cortés cuanto máspudiese serlo hombre noble, y además de todo esto,era el más galante y el más delicado caballero queen aquel tiempo se conociese, y el que más ador-nado iba.

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Ahora, sucedió que, estando el rey de Fran-cia y su hijo en la guerra ya dicha, habiendo muertola mujer de Gualterio y habiéndole dejado con unhijo varón y una hija, niños pequeños, y sin nadiemás, frecuentando él la corte de las dichas señorasy hablando con ellas frecuentemente de las necesi-dades del reino, la mujer del hijo del rey puso en élsus ojos y con grandísimo afecto considerando supersona y sus costumbres, con oculto amor fervien-temente se inflamó por él; y viéndose joven y frescay a él sin mujer, pensó que sería fácil realizar sudeseo. Y pensando que ninguna cosa se oponía aaquello sino la vergüenza de manifestárselo, sedispuso del todo a desecharla de sí, y estando undía sola y pareciéndole oportuno, como si otrascosas con él hablar quisiese, mandó a por él. Elconde, cuyo pensamiento estaba muy lejos del de laseñora, sin ninguna dilación se fue a donde ella; ysentándose, como ella quiso, con ella sobre unacama, en una cámara los dos solos, habiéndola yael conde preguntado sobre la razón por la que lehubiese hecho venir, y ella callando, finalmente,empujada por el amor, toda roja de vergüenza, casillorando y temblando toda, con palabras entrecorta-das, así comenzó a decir:

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—Carísimo y dulce amigo y señor mío, vospodéis, como hombre sabio, fácilmente conocercuánta sea la fragilidad de los hombres y de lasmujeres, y por diversas razones más en una que enotra; por lo que debidamente, ante un justo juez, unmismo pecado en diversa cualidad de personas nodebe recibir la misma pena. ¿Y quién sería quiendijese que no debiese ser mucho más reprensibleun pobre hombre o una pobre mujer que con sutrabajo tuviesen que ganar lo que necesitasen paravivir, si fuesen por el amor estimulados y lo siguie-sen, que una señora rica y ociosa y a quien nadaque agradase a sus deseos faltara? Creo cierta-mente que nadie. Por la razón que juzgo quegrandísima parte de excusa deban prestar las di-chas cosas de aquella que las posee, si por venturase deja llevar a amar; y lo restante debe tenerlo elhaber elegido a un sabio y valeroso amador, si lo hahecho así aquella que ama. Las cuales cosas, comoquiera que ambas según mi parecer, se dan en mí,y además de ellas otras más que a amar debeninducirme, como es mi juventud y el alejamiento demi marido, deben ahora venir en mi ayuda a la de-fensa de mi fogoso amor ante vuestra considera-ción; y si pueden lo que en la presencia de los sa-bios deben poder, os ruego que consejo y ayuda en

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lo que os pida me prestéis. Es verdad que, por elalejamiento de mi marido no pudiendo yo a losestímulos de la carne ni a la fuerza del amor opo-nerme (los cuales son de tanto poder, que a losfortísimos hombres, no ya a las tiernas mujeres, hanvencido muchas veces y vencen todos los días),estando yo en las comodidades y los ocios en queme veis, a secundar los placeres de amor y a ena-morarme me he dejado llevar: y como tal cosa, sisabida fuese, yo sepa que no es honesta, no me-nos, siendo y estando escondida en nada la juzgoser deshonesta, pues me ha sido Amor tan compla-ciente que no solamente no me ha quitado el debidojuicio al elegir el amante sino que mucho me hadado, mostrándome que sois digno vos de ser ama-do por una mujer tal como yo; que, si no me enga-ño, os reputo por el más hermoso, el más amable ymás galante y el más sabio caballero que en el re-ino de Francia pueda encontrarse; y tal como yopuedo decir que sin marido me veo, vos también sinmujer. Por lo que yo os ruego, por tan grande amorcomo es el que os tengo, que no me neguéis elvuestro y que se acreciente con mi juventud, la cualverdaderamente, como el hielo al fuego, se consu-me por vos.

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Al llegar a estas palabras le acometieron tanabundantemente las lágrimas que ella, que todavíamás ruegos intentaba interponer, no tuvo más poderpara hablar, sino que bajado el rostro y abatida,llorando, en el seno del conde dejó caer la cabeza.El conde, que lealísimo caballero era, con gravísimareprimenda empezó a reprender un tan loco amor ya rechazarla porque ya al cuello quería echársele, ycon juramentos a afirmar que primero sufriría él serdescuartizado que tal cosa contra el honor de suseñor ni en sí mismo ni en otro consintiera. Lo queoyendo la señora, súbitamente olvidado el amor yen fiero furor encendida dijo:

—¿Será, pues, ruin caballero, de esta guisaescarnecido por vos mi deseo? No plazca a Dios,puesto que queréis hacerme morir, que yo morirarrojar del mundo no os haga.

Y diciendo así, al punto se echó las manosa los cabellos, enmarañándoselos y descomponién-doselos todos, y después de haberse desgarradolas vestiduras en el pecho, comenzó a gritar fuerte:

—¡Ayuda, ayuda, que el conde de Amberesquiere forzarme!

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El conde, viendo esto, y temiendo muchomás la envidia de los cortesanos que a su concien-cia, y temiendo que aquélla fuese a dar más fe a lamaldad de la señora que a su inocencia, se levantóy lo más aprisa que pudo, de la cámara y del pala-cio salió y escapó a su casa, donde, sin tomar otroconsejo, puso a sus hijos a caballo y montándose éltambién, lo más aprisa que pudo se fue hacia Ca-lais. Al ruido de la señora corrieron muchos, loscuales, viéndola y oyendo la razón de sus gritos, nosolamente por aquello dieron fe a sus palabras, sinoque añadieron que la galanura y la adornada mane-ra del conde había sido por él largamente buscadapara poder llegar a aquello. Se corrió, pues, confuria a los palacios del conde para arrestarlo; perono encontrándole a él, primero los saquearon todosy luego hasta los cimientos los hicieron derribar.

La noticia, tan torpe como se contaba, llegóen las huestes al rey y al hijo, los cuales, muy aira-dos, a perpetuo exilio a él y a sus descendientescondenaron, grandísimos dones prometiendo aquien vivo o muerto se lo llevase. El conde, pesaro-so de que, de inocente, al huir, se había hecho cul-pable, llegado sin darse a conocer o ser conocido,con sus hijos a Calais, prestamente pasó a Inglate-rra y en pobres vestidos fue hacia Londres, donde

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antes de entrar, con muchas palabras adoctrinó alos dos pequeños hijos suyos, y máximamente endos cosas: primera, que pacientemente soportasenel estado pobre al que sin culpa de ellos la fortuna,junto con él, les había llevado, y luego que con todaprudencia se guardasen de manifestar a nadie dedónde eran ni hijos de quién, si amaban la vida.

Era el hijo, llamado Luigi, de unos nueveaños, y la hija, que tenía por nombre Violante, teníaunos siete, los cuales, según lo que permitía sutierna edad, muy bien comprendieron la lección delpadre, y en las obras lo mostraron después. Y paraque aquello mejor pudiese hacerse le pareció debercambiarles los nombres; y lo hizo así, y llamó alvarón Perotto y Giannetta a la niña; y llegados aLondres con pobres vestidos, del modo que vemoshacer a los pordioseros franceses, se dieron a an-dar pidiendo limosna.

Y estando por acaso en tal ocupación unamañana en una iglesia, sucedió que una gran dama,que era mujer de uno de los mariscales del rey deInglaterra, al salir de la iglesia, vio al conde y a susdos hijitos que limosna pedían, al que preguntó dedónde era y si suyos eran aquellos dos niños. Aquien repuso que él era de Picardía y que, por un

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delito de un hijo mayor, había tenido que hacersevagabundo con aquellos dos, que suyos eran. Ladama, que era piadosa, puso los ojos en la mucha-cha y le gustó mucho porque hermosa y gentil yagraciada era, y dijo:

—Buen hombre, si te contentase dejar aquíconmigo a esta hijita tuya, porque buen aspectotiene, la enseñaré de buena gana, y si se hace mu-jer virtuosa la casaré en el tiempo que sea conve-niente de manera que estará bien.

Al conde mucho le plugo esta petición, yprestamente repuso que sí, y con lágrimas se la dioy recomendó mucho. Y habiendo así colocado a lahija y sabiendo bien a quién, deliberó no quedarseallí, y pidiendo limosna atravesó la isla y con Perottollegó a Gales no sin gran fatiga, como quien a andara pie no está acostumbrado. Allí había otro de losmariscales del rey, que gran estado y muchos ser-vidores tenía, en cuya corte el conde alguna vez, ély el hijo, para tener de qué comer, mucho se deten-ían. Y estando en ella algún hijo del dicho mariscal yotros muchachos de gente noble, y jugando a algu-nos juegos de muchachos como de correr y de sal-tar, Perotto comenzó a mezclarse con ellos y ahacerlo tan diestramente, o más, que cualquiera de

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los otros hiciese alguna de las pruebas que entreellos se hacían. Lo que viendo alguna vez el maris-cal, y gustándole mucho la manera y los modos delmuchacho, preguntó que quién fuese. Le fue dichoque era hijo de un pobre hombre que alguna vez porlimosna venia allá adentro.

Al cual el mariscal se lo hizo pedir y el con-de, como quien a Dios otra cosa no rogaba, libre-mente se lo concedió, por mucho disgusto que lecausase separarse de él. Teniendo, pues, el condeel hijo y la hija colocados, pensó que más no queríaquedarse en Inglaterra sino que como mejor pudose pasó a Irlanda, y llegado a Stanford, con un ca-ballero de un conde campesino se colocó comocriado, todas aquellas cosas haciendo que a uncriado o a un palafrenero pueden convenir; y allí sinser nunca por nadie conocido, con asaz disgusto yfatiga se quedó largo tiempo.

Violante, llamada Giannetta, con la nobleseñora en Londres fue creciendo en años y en per-sona y en belleza, y en tanto favor de la señora y desu marido y de cualquiera otro de la casa y dequienquiera que la conociese, que era cosa maravi-llosa de ver; y no había nadie que sus costumbres ysus maneras mirase que no dijese que debía ser

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digna de todo grandísimo bien y honor. Por la cualcosa, la noble señora que la había recibido de supadre, sin haber podido nunca saber quién era él deotra manera que por lo que él decía, se había pro-puesto casarla honradamente según la condición deque estimaba que era. Pero Dios, justo protector delos méritos de los demás, sabiendo que era mujernoble, y llevaba sin culpa la penitencia del pecadoajeno, lo dispuso de otra manera: y para que a ma-nos de un hombre vil no viniese la noble joven, debecreerse que, lo que sucedió, Él por su misericordialo permitió. Tenía la noble señora con la que Gian-netta vivía un único hijo de su marido a quien ella yel padre sumamente amaban, tanto porque era suhijo como porque por virtud y méritos lo valía, comoquien más que nadie cortés y valeroso y arrogante yhermoso de cuerpo era. El cual, teniendo unos seisaños más que Giannetta y viéndola hermosísima ygraciosa, tanto se enamoró de ella que más allá deella nada veía.

Y porque imaginaba que debía ser de bajacondición, no solamente no osaba pedirla a su pa-dre y a su madre por mujer, sino que temiendo serreprendido por haberse puesto a amar bajamente,cuanto podía su amor tenía escondido. Por la cualcosa, mucho más que si descubierto lo hubiera, lo

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estimulaba; y ocurrió que por exceso de angustiaenfermó, y gravemente. Habiendo sido llamadosvarios médicos a su cuidado, y habiendo un signo yotro observado en él y no pudiendo su enfermedadconocer, todos juntos desesperaban de su salva-ción; por lo que el padre y la madre del joven teníantanto dolor y melancolía que mayor no habría podi-do tenerse; y muchas veces con piadosos ruegos lepreguntaban la razón de su mal, a los que o suspi-ros por respuesta daba o que todo se sentía desfa-llecer.

Sucedió un día que, estando sentado juntoa él un médico asaz joven, pero en ciencia muyprofundo, y teniéndole cogido por el brazo en aque-lla parte donde buscan el pulso, Giannetta, que, porrespeto por la madre, solícitamente le servía, poralguna razón entró en la cámara en la que el jovenestaba echado. A la cual, cuando el joven vio, sinninguna palabra o ademán hacer, sintió con másfuerza en el corazón el amoroso ardor, por lo que elpulso más fuerte comenzó a latirle de lo acostum-brado; lo que el médico sintió incontinenti y mara-villóse, y estuvo quedo por ver cuánto aquel latirdurase. Al salir Giannetta de la cámara el latir secalmó: por lo que le pareció al médico haber enten-dido algo de la razón de la enfermedad del joven; y

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poco después, como si algo quisiera preguntar aGiannetta, siempre teniendo al enfermo por el bra-zo, la hizo llamar. A lo que ella vino incontinenti; nohabía entrado en la cámara cuando el latir del pulsovolvió al joven, y partida ella, cesó. Con lo que, pa-reciendo al médico tener plena certeza, levantóse yllevando aparte al padre y a la madre del joven, lesdijo:

—La salud de vuestro hijo no en los reme-dios de los médicos sino en las manos de Giannettaestá, a la cual, tal como he conocido manifiestamen-te por ciertos signos, el joven ama ardientementeaunque ella no se haya dado cuenta por lo que yoveo. Sabéis ya lo que tenéis que hacer si su vida oses querida.

El noble señor y su mujer, oyendo esto, sepusieron contentos en cuanto algún modo se encon-traba para su salvación, aunque mucho les pesaseque lo que temían fuera aquello, esto es, tener quedar a Giannetta a su hijo por esposa. Ellos, pues,partido el médico, se fueron al enfermo, y díjole laseñora así:

—Hijo mío, no habría yo creído nunca queme escondieses algún deseo tuyo, y especialmenteviéndote, por no tenerlo, desfallecer, por lo que

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debías estar cierto, y debes, que nada hay que porcontentarte hacer pudiese, aunque menos quehonesto fuera, que como por mí misma no lo hicie-se; pero pues que lo has hecho así ha sucedido queNuestro Señor se ha compadecido de ti más que túmismo, y para que de esta enfermedad no te mue-ras me ha mostrado la razón de tu mal, que no esotra cosa que un excesivo amor que sientes poralguna joven, sea quien sea ella. Y en verdad, demanifestar esto no deberías avergonzarte porque tuedad lo pide, y si no estuvieras enamorado yo tetendría en bastante poco. Por lo que, hijo mío, no teescondas de mí sino que con confianza descúbre-me todo tu deseo, y la melancolía y el pensamientoque tienes y del que esta enfermedad procede,arrójalos fuera, y consuélate y persuádete de quenada habrá por satisfacción tuya, que tú me impon-gas, que yo no haga si está en mi poder, comoquien más te ama que a la vida mía. Desecha lavergüenza y el temor, y dime si puedo por tu amorhacer algo; y si no encuentras que sea solícita enello y logre tal efecto tenme por la más cruel madreque ha parido un hijo.

El joven, oyendo las palabras de la madre,primero se avergonzó; luego, pensando que nadie

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mejor que ella podría satisfacer su placer, desecha-da la vergüenza, le dijo así:

—Madama, nada me ha hecho teneros es-condido mi amor sino haberme apercibido de que lamayoría de las personas, después de que entran enaños, de haber sido jóvenes no quieren acordarse.Pero pues que en esto os veo discreta, no solamen-te no negaré que es verdad aquello de que os hab-éis apercibido, sino que os haré manifiesto dequién; con tal condición de que el efecto siga avuestra promesa en todo cuanto esté en vuestropoder y así podréis sanarme.

A lo que la señora, confiando demasiado enque debía suceder en la forma en que ella mismapensaba, libremente repuso que con confianza supecho le abriese, que ella sin tardanza alguna sepondría a actuar para que él su placer tuviera.

—Madama —dijo entonces el joven—, la al-ta hermosura y las loables maneras de nuestraGiannetta y el no poder manifestárselo ni hacerlaapiadarse de mi amor y el no haber osado jamásmanifestarlo a nadie me han conducido donde meveis: y si lo que me habéis prometido de un modo uotro no se sigue, estaos por segura de que mi vidaserá breve.

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La señora, a quien más parecía momentoaquel de consuelo que de reprensiones, sonriendodijo:

—¡Ay, hijo mío!, ¿así que por esto te hasdejado enfermar? Consuélate y déjame a mí hacer,pues curado serás.

El joven, lleno de esperanza, en brevísimotiempo mostró signos de grandísima mejoría, por loque la señora, muy contenta, se dispuso a intentarel modo en que pudiera cumplirse lo que prometidole había; y llamando un día a Giannetta, con bromasy asaz discretamente le preguntó si tenía algúnamador. Giannetta, toda colorada, repuso:

—Madama, a una doncella pobre y echadade su casa, como soy yo, y que está al servicio aje-no, como hago yo, no se le pide ni le está bien ser-vir a Amor.

A lo que la señora dijo:

—Pues si no lo tenéis, queremos daros uno,con el que contenta viváis y más os deleitéis convuestra beldad, porque no es conveniente que tanhermosa damisela como vos sois esté sin amante.

A lo que Giannetta repuso:

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—Madama, vos sacándome de la pobrezade mi padre, me habéis criado como hija, y por ellodebo hacer todo vuestro gusto; pero no os compla-ceré en esto, creyendo que me hago bien. Si osplace darme marido, a él entiendo amar pero no aotro; porque si de la herencia de mis abuelos nadame ha quedado sino la honra, entiendo guardarla yobservarla cuanto mi vida dure.

Estas palabras parecieron a la señora muycontrarias a lo que quería conseguir para cumplir lapromesa hecha a su hijo, aunque, como mujer dis-creta, mucho estimase en su interior a la doncella; ydijo:

—Cómo, Giannetta, si monseñor el rey, quees joven caballero, y tú eres hermosísima doncella,buscase en tu amor algún placer, ¿se lo negarías?

Y ella súbitamente le respondió:

—Forzarme podría el rey, pero nunca conmi consentimiento, sino lo que fuera honesto, podríatener.

La dama, comprendiendo cuál fuese suánimo, dejó de hablar y pensó ponerla a prueba; yle dijo a su hijo que, en cuanto estuviera curado, laharía ir con él a una cámara y que él se ingeniase

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en conseguir de ella su placer, diciendo que le pa-recía deshonesto, a guisa de alcahueta, hablar porel hijo y rogar a su doncella. Con lo que el joven noestuvo contento en ninguna guisa y de súbito em-peoró gravemente; lo que viendo la señora, mani-festó su intención a Giannetta pero, encontrándolamás constante que nunca, contando a su marido loque había hecho, aunque duro les pareciese, demutuo consentimiento deliberaron dársela por espo-sa, queriendo mejor a su hijo vivo con mujer que nole correspondía que muerto sin ninguna; y así, luegode muchas historias, lo hicieron. Con lo que Gian-netta estuvo muy contenta y con piadoso corazónagradeció a Dios que no la había olvidado; pero,con todo, no dijo nunca que era sino hija de un pi-cardo. El joven curó y celebró las nupcias más con-tento que ningún otro hombre, y empezó a darsebuena vida con ella.

Perotto, que se había quedado en Galescon el mariscal del rey de Inglaterra, igualmentecreciendo halló la gracia de su señor y se hizo her-mosísimo de persona y gallardo cuanto cualquieraotro que hubiese en la isla, tanto que ni en los tor-neos ni en las justas ni en cualquier otro hecho dearmas había nadie en el país que valiese lo que él;por lo que por todos, que le llamaban Perotto el

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picardo, era conocido y famoso. Y así como Dios nohabía olvidado a su hermana, así demostró igual-mente tenerlo a él en el pensamiento; porque, so-brevenida en aquella comarca una pestilente mor-tandad, a la mitad de la gente se llevó consigo, sincontar que grandísima parte de los que quedaronhuyeron, por miedo, a otras comarcas, por lo que elpaís todo parecía abandonado.

En la cual mortandad el mariscal su señor ysu mujer y un hijo suyo y otros muchos hermanos ysobrinos y parientes todos murieron, y no quedósino una doncella ya en edad de casarse, y conalgunos otros servidores Perotto. Al cual, cesada untanto la pestilencia, la doncella, porque era hombrehonrado y valeroso, con placer y con el consejo dealgunos campesinos que habían quedado vivos, pormarido lo tomó, y de todo aquello que a ella porherencia le había correspondido, le hizo señor; ypoco tiempo pasó hasta que, enterándose el rey deInglaterra de que el mariscal había muerto, y cono-ciendo el valor de Perotto el picardo, en el lugar delque muerto había lo puso y lo hizo mariscal suyo. Yasí, en breve, fue de los dos hijos del conde deAmberes, dejados por él como perdidos.

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Ya había pasado el año decimoctavo desdeque el conde de Amberes, huyendo, se había ido deParís cuando, habitante de Irlanda él, habiendo, enuna vida asaz mísera, sufrido muchas cosas, vién-dose ya viejo, le vino el deseo de saber, si pudiese,lo que hubiera sucedido con sus hijos. Por lo que,por completo en el aspecto que soler tenía viéndosecambiado, y sintiéndose por el mucho ejercicio másfuerte de cuerpo de lo que era cuando joven vivien-do en el ocio, partió, asaz pobre y mal vestido, dedonde largamente había estado y se fue a Inglaterray allá donde a Perotto había dejado se fue, y en-contró que éste era mariscal y gran señor, y lo viosano y fuerte y hermoso en su aspecto; lo que leagradó mucho, pero no quiso darse a conocer hastaque hubiera sabido qué había sido de Giannetta.

Por lo que, poniéndose en camino, no des-cansó hasta llegar a Londres; y allí preguntandocautamente por la señora a quien había dejado suhija por su estado, encontró a Giannetta mujer delhijo, lo que mucho le plugo; y todas sus adversida-des pretéritas reputó por pequeñas puesto que vi-vos había encontrado a sus hijos y en buen estado.Y deseoso de poderla ver empezó, como pobre, aacercarse junto a su casa, donde, viéndole un díaGiachetto Lamiens, que así se llamaba el marido de

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Giannetta, teniendo compasión de él porque pobre yviejo lo vio, mandó a uno de los sirvientes que a sucasa lo llevase y le hiciera dar de comer por Dios; loque el sirviente hizo de buena gana.

Había Giannetta tenido ya de Giachetto va-rios hijos, de los que el mayor no tenía más de ochoaños, y eran los más hermosos y los más graciososniños del mundo; los cuales, como vieron comer alconde, todos juntos se le pusieron en derredor yempezaron a hacerle fiestas, como si por ocultavirtud hubiesen conocido que aquél era su abuelo.El cual, sabiendo que eran sus nietos, empezó ademostrarles amor y a hacerles caricias; por lo quelos niños de él no querían separarse, por muchoque quien atienda a su vigilancia les llamase. Por loque Giannetta, oyéndolo, salió de una cámara yvino allí donde el conde, amenazándoles con pegar-los si lo que su maestro quería no hiciesen. Losniños empezaron a llorar y a decir que querían que-darse con aquel hombre honrado, que les queríamás que su maestro; de lo que la señora y el condese rieron. Se había levantado el conde, no a guisade padre sino de mendigo, para saludar a la hijacomo a señora y un maravilloso placer al verla hab-ía sentido en el alma.

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Pero ella ni entonces ni después le conocióen nada, porque sobremanera estaba cambiado delo que ser solía, como quien viejo y canoso y barbu-do estaba, y magro y moreno vuelto, y más otrapersona parecía que el conde. Y viendo la señoraque los niños no querían separarse de él, sino queal quererlos separar lloraban, dijo al maestro que unrato los dejase quedarse. Estando, pues, los niñoscon el hombre honrado, sucedió que el padre deGiachetto volvió, y por el maestro se enteró deaquello; por lo que, como despreciaba a Giannetta,dijo:

—Dejadlos con la mala ventura que Dios lesdé, que son imagen de donde han nacido: por sumadre descienden de vagabundos y no hay quemaravillarse si con los vagabundos les gusta estar.

Estas palabras escuchó el conde, y muchole dolieron; pero encogiéndose de hombros sufrióaquella injuria como muchas otras había sufrido.Giachetto, que oído había las fiestas que los hijoshacían al hombre honrado, es decir al conde, aun-que le desagradó, tanto les amaba que, antes deverlos llorar mandó que si el hombre honrado qui-siera quedarse para hacer algún servicio, que fueserecibido. El cual respondió que se quedaba de bue-

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na gana pero que otra cosa no sabía hacer sinocuidar caballos, a lo que toda su vida estaba acos-tumbrado. Dándole, pues, un caballo, cuando lohabía atendido, se ponía a jugar con los niños.

Mientras la fortuna de esta guisa que se hacontado conducía al conde de Amberes y a sushijos, sucedió que el rey de Francia, concertadasmuchas treguas con los alemanes, murió, y en sulugar fue coronado el hijo de quien era mujer aqué-lla por quien el conde había sido perseguido. Éste,habiendo expirado la última tregua con los tudes-cos, comenzó de nuevo muy cruda guerra; en cuyaayuda, como de nuevo pariente, el rey de Inglaterramandó mucha gente bajo las órdenes de Perotto sumariscal y de Giachetto Lamiens, hijo del otro ma-riscal: con el cual, el hombre honrado, es decir elconde, fue, y sin ser reconocido por nadie se quedóen el ejército por largo espacio como palafrenero, yallí, como hombre de pro, con consejos y obras,más de lo que le correspondía prestó ayuda.

Sucedió durante la guerra que la reina deFrancia enfermó gravemente; y conociendo ellamisma que iba a morir, arrepentida de todos suspecados se confesó devotamente con el arzobispode Rouen, que por todos era tenido por hombre

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bueno y santísimo, y entre los demás pecados lecontó el gran daño que por su culpa había sufrido elconde de Amberes. Y no solamente se contentó condecirlo, sino que delante de muchos otros hombresde pro contó todo como había sucedido, rogándolesque con el rey intercediesen para que al conde, siestaba vivo, y si no a alguno de sus hijos se lesrestituyese en su estado; y mucho después, ya fina-da su vida, honrosamente fue sepultada.

Y contándole al rey su confesión, despuésde algunos dolorosos suspiros por las injuriashechas sin razón al valeroso hombre, le movió ahacer publicar por todo el ejército, y además enotras muchas partes, el bando de que a quien sobreel conde de Amberes o alguno de sus hijos le diesenoticias, maravillosamente por cada uno sería re-compensado, porque él lo tenía por inocente deaquello que le había hecho expatriarse por la confe-sión hecha por la reina y entendía restituirle en elestado que tenía y aún en mayor. Las cuales cosasoyendo el conde transformado en palafrenero ycomprendiendo que eran verdad, súbitamente fue aGiachetto y le rogó que con él y con Perotto fueseporque quería mostrarles lo que el rey andaba bus-cando. Reunidos, pues, los tres, dijo el conde a

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Perotto, que ya tenía el pensamiento en descubrir-se:

—Perotto, Giachetto que aquí está tiene atu hermana por mujer; y nunca tuvo ninguna dote; ypor ello, para que tu hermana no esté sin dote, en-tiendo que sea él y no otro quien obtenga el benefi-cio que el rey promete que es tan grande, por ti, y tedeclare como hijo del conde de Amberes, y por Vio-lante, tu hermana y su mujer, y por mi, que el condede Amberes y vuestro padre soy.

Perotto, oyendo esto y mirándole fijamente,enseguida lo reconoció, y llorando se arrojó a suspies y lo abrazó diciendo:

—¡Padre mío, seáis muy bien venido!

Giachetto, oyendo primero lo que había di-cho el conde y viendo luego lo que Perotto hacía,fue acometido en un punto por tanta maravilla ytanta alegría que apenas sabía qué se debía hacer;pero dando fe a las palabras y avergonzándosemucho de las palabras injuriosas que había usadocon el conde palafrenero, llorando se dejó caer asus pies y humildemente de todas las ofensas pa-sadas le pidió perdón; lo que el conde, muy benig-namente, levantándolo en pie, le concedió. Y luego

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de que los varios casos de cada uno se hubieroncontado los tres, y habiendo llorado y habiéndoseregocijado mucho juntos, queriendo Perotto y Gia-chetto vestir al conde, de ninguna manera lo sufrió,sino que quiso que, teniendo primero Giachetto laseguridad de obtener la recompensa prometida, talcomo estaba y en aquel hábito de palafrenero, parahacerlo más avergonzarse, se lo llevase.

Giachetto, pues, con el conde y con Perottose presentó al rey y ofreció llevarle al conde y a suhijo si, según el bando publicado, quisiera recom-pensarle. El rey prestamente hizo traer una maravi-llosa recompensa ante los ojos de Giachetto ymandó que se la llevase si con verdad le mostraba,como prometía, al conde y a sus hijos. Giachettoentonces, retrocediendo y haciendo poner delantede él al conde su palafrenero y a Perotto dijo:

—Monseñor, he aquí al padre y al hijo; lahija, que es mi mujer y no está aquí, pronto vendrácon la ayuda de Dios.

El rey, oyendo aquello, miró al conde, y pormuy cambiado que estuviera de lo que ser solía, sinembargo luego de haberlo mirado un tanto lo reco-noció, y con lágrimas en los ojos a él, que arrodilla-do estaba, le hizo poner en pie y lo abrazó y lo

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besó, y amigablemente recibió a Perotto; y mandóque incontinenti el conde con vestidos, servidores ycaballos y arneses fuese convenientemente provis-to, según requería su nobleza; la cual cosa inmedia-tamente fue hecha. Además de esto, mucho honróel rey a Giachetto y quiso saber todo sobre susaventuras pretéritas. Y cuando Giachetto tomó lasaltas recompensas por haber mostrado al conde y asus hijos, le dijo el conde:

—Toma estos dones de la magnificencia demonseñor el rey, y acuérdate de decir a tu padreque tus hijos, nietos suyos y míos, no son por sumadre nacidos de vagabundo.

Giachetto tomó los dones e hizo venir aParís a su mujer y a su suegra; vino la mujer dePerotto; y allí en grandísima fiesta estuvieron con elconde, al cual el rey había restituido todos sus bie-nes y le había hecho más de lo que antes fuese;después, cada uno con su venia se volvió a su ca-sa, y él hasta la muerte vivió en París con máshonor que nunca.

NOVELA NOVENA

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Bernabó de Génova, engañado por Am-bruogiuolo, pierde lo suyo y manda matar a su mu-jer, inocente; ésta se salva y, en hábito de hombre,sirve al sultán; encuentra al engañador y conduce aBernabó a Alejandría donde, castigado el engaña-dor, volviendo a tomar hábito de mujer, con el mari-do y ricos vuelven a Génova.

Habiendo Elisa con su lastímera historiacumplido su deber, la reina Filomena, que hermosay alta de estatura era, más que ninguna otra amabley sonriente de rostro, recogiéndose en sí mismadijo:

—El pacto hecho con Dioneo debe ser res-petado y, así, no quedando más que él y que yo pornovelar, diré yo mi historia primero y él, como lopidió por merced, será el último que la diga.

Y dicho esto, así comenzó:

Se suele decir frecuentemente entre la gen-te común el proverbio de que el burlador es a su vezburlado; lo que no parece que pueda demostrarseque es verdad mediante ninguna explicación sinopor los casos que suceden. Y por ello, sin abando-nar el asunto propuesto, me ha venido el deseo de

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demostraros al mismo tiempo que esto es tal comose dice; y no os será desagradable haberlo oído,para que de los engañadores os sepáis guardar.

Había en París, en un albergue, unos cuan-tos importantísimos mercaderes italianos, cuál porun asunto cuál por otro, según lo que es su costum-bre; y habiendo cenado una noche todos alegre-mente, empezaron a hablar de distintas cosas, ypasando de una conversación en otra, llegaron ahablar de sus mujeres, a quienes en sus casas hab-ían dejado; y bromeando comenzó a decir uno:

—Yo no sé lo que hará la mía, pero sí sébien que, cuando aquí se me pone por delante al-guna jovencilla que me plazca, dejo a un lado elamor que tengo a mi mujer y gozo de ella el placerque puedo.

Otro repuso:

—Y yo lo mismo hago, porque si creo quemi mujer alguna aventura tiene, la tiene, y si no locreo, también la tiene; y por ello, lo que se hace quese haga: lo que el burro da contra la pared, esorecibe.

El tercero llegó, hablando, a la mismísimaopinión: y, en breve, todos parecía que estuviesen

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de acuerdo en que las mujeres por ellos dejadas noperdían el tiempo. Uno solamente, que tenía pornombre Bernabó Lomellin de Génova, dijo lo contra-rio, afirmando que él, por especial gracia de Dios,tenía por esposa a la mujer más cumplida en todasaquellas virtudes que mujer o aun caballero, en granparte, o doncella puede tener, que tal vez en Italiano hubiera otra igual: porque era hermosa de cuer-po y todavía bastante joven, y diestra y fuerte, ynada había que fuese propio de mujer, como bordarlabores de seda y cosas semejantes, que no hiciesemejor que ninguna. Además de esto no había escu-dero, o servidor si queremos llamarlo así, que pu-diera encontrarse que mejor o más diestramentesirviese a la mesa de un señor de lo que ella servía,como que era muy cortés, muy sabía y discreta.Junto a esto, alabó que sabía montar a caballo,gobernar un halcón, leer y escribir y contar una his-toria mejor que si fuese un mercader; y de esto,luego de otras muchas alabanzas, llegó a lo que sehablaba allí, afirmando con juramento que ningunamás honesta ni más casta se podía encontrar queella; por lo cual creía él que, si diez años o siempreestuviese fuera de casa, ella no se entendería conotro hombre en tales asuntos.

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Había entre estos mercaderes que asíhablaban un joven mercader llamado Ambruogiuolode Piacenza, el cual a esta última alabanza queBernabó había hecho de su mujer empezó a dar lasmayores risotadas del mundo, y jactándose le pre-guntó si el emperador le había concedido aquelprivilegio sobre todos los demás hombres. Bernabó,un tanto airadillo, dijo que no el emperador sinoDios, quien tenía algo más de poder que el empera-dor, le había concedido aquella gracia. Entoncesdijo Ambruogiuolo:

—Bernabó, yo no dudo que no creas decirverdad, pero a lo que me parece, has mirado pocola naturaleza de las cosas, porque si la hubiesesmirado, no te creo de tan torpe ingenio que nohubieses conocido en ella cosas que te haríanhablar más cautamente sobre este asunto. Y paraque no creas que nosotros, que muy librementehemos hablado de nuestras mujeres, creamos tenerotra mujer o hecha de otra manera que tú, sino quehemos hablado así movidos por una natural sagaci-dad, quiero hablar un poco contigo sobre esta mate-ria. Siempre he entendido que el hombre es el ani-mal más noble que fue creado por Dios entre losmortales, y luego la mujer; pero el hombre, tal comogeneralmente se cree y ve en las obras, es más

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perfecto y teniendo más perfección, sin falta debetener mayor firmeza, y la tiene por lo que universal-mente las mujeres son más volubles, y el porqué sepodría por muchas razones naturales demostrar;que al presente entiendo dejar a un lado. Si el hom-bre, que es de mayor firmeza, no puede ser que nocondescienda, no digamos a una que se lo ruegue,sino a no desear a alguna que a él le plazca, yademás de desearla a hacer todo lo que pueda parapoder estar con ella, y ello no una vez al mes sinomil al día le sucede, ¿qué esperas que una mujer,naturalmente voluble, pueda hacer ante los ruegos,las adulaciones y mil otras maneras que use unhombre entendido que la ame? ¿Crees que puedacontenerse? Ciertamente, aunque lo afirmes nocreo que lo creas; y tú mismo dices que tu esposaes mujer y que es de carne y hueso como son lasotras. Por lo que, si es así, aquellos mismos deseosdeben ser los suyos y las mismas fuerzas que tie-nen las otras para resistir a los naturales apetitos;por lo que es posible, aunque sea honestísima, quehaga lo que hacen las demás: y no es posible negarnada tan absolutamente ni afirmar su contrario co-mo tú lo haces.

A lo que Bernabó repuso y dijo:

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—Yo soy mercader y no filósofo, y comomercader responderé; y digo que sé que lo quedices les puede suceder a las necias, en las que nohay ningún pudor; pero que aquellas que sabias sontienen tanta solicitud por su honor que se hacenmás fuertes que los hombres, que no se preocupande él, para guardarlo, y de éstas es la mía.

Dijo entonces Ambruogiuolo:

—Verdaderamente si por cada vez que ce-diesen en tales asuntos les creciese un cuerno en lafrente, que diese testimonio de lo que habían hechocreo yo que pocas habría que cediesen, pero comoel cuerno no nace, no se les nota a las que sondiscretas ni pisada ni huella y la vergüenza y endeshonor no están sino en las cosas manifiestas;por lo que, cuando pueden ocultamente las hacen, olas dejan por necedad. Y ten esto por cierto; quesólo es casta la que no fue por nadie rogada, o sirogó ella, la que no fue escuchada. Y aunque yoconozca por naturales y diversas razones que lascosas son así, no hablaría tan cumplidamente comolo hago si no hubiese muchas veces y a muchaspuesto a prueba; y te digo que si yo estuviese juntoa esa tu santísima esposa, creo que en poco espa-

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cio de tiempo la llevaría a lo que ya he llevado aotras.

Bernabó, airado, repuso:

—El contender con palabras podría exten-derse demasiado: tú dirías y yo diría, y al final noserviría de nada. Pero puesto que dices que todasson tan plegables y que tu ingenio es tanto, paraque te asegures de la honestidad de mi mujer estoydispuesto a que me corten la cabeza si jamás a algoque te plazca en tal asunto puedas conducirla; y sino puedes no quiero sino que pierdas mil florines deoro.

Ambruogiuolo, ya calentado sobre el asun-to, repuso:

—Bernabó, no sé qué iba a hacer con tusangre si te ganase; pero si quieres tener una prue-ba de lo que te he explicado, apuesta cinco mil flori-nes de oro de los tuyos, que deben serte menosqueridos que la cabeza, contra mil de los míos, yaunque no pongas ningún límite, quiero obligarme air a Génova y antes de tres meses luego de que mehaya ido, haber hecho mi voluntad con tu mujer, yen señal de ello traer conmigo algunas de sus cosasmás queridas, y tales y tantos indicios que tú mismo

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confieses que es verdad, a condición de que medes tu palabra de no venir a Génova antes de estelímite ni escribirle nada sobre este asunto.

Bernabó dijo que le placía mucho; y aunquelos otros mercaderes que allí estaban se ingeniasenen estorbar aquel hecho, conociendo que gran malpodía nacer de él, estaban sin embargo tan encen-didos los ánimos de los dos mercaderes que, contrala voluntad de los otros, por buenos escritos con suspropias manos se comprometieron el uno con elotro. Y hecho el compromiso, Bernabó se quedó yAmbruogiuolo lo antes que pudo se vino a Génova.

Y quedándose allí algunos días y con mu-cha cautela informándose del nombre del barrio yde las costumbres de la señora, aquello y más oyóque le había oído a Bernabó; por lo que le parecióhaber emprendido necia empresa. Pero sin embar-go, habiendo conocido a una pobre mujer que mu-cho iba a su casa y a la que la señora quería mu-cho, no pudiéndola inducir a otra cosa, la corrompiócon dineros y por ella, dentro de un arca construidapara su propósito, se hizo llevar no solamente a lacasa sino también a la alcoba de la noble señora: yallí, como si a alguna parte quisiese irse la buena

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mujer, según las órdenes dadas por Ambruogiuolo,le pidió que la guardase algunos días.

Quedándose, pues, el arca en la cámara yllegada la noche, cuando Ambruogiuolo pensó quela señora dormía, abriéndola con ciertos instrumen-tos que llevaba, salió a la alcoba silenciosamente,en la que había una luz encendida; por lo cual lasituación de la cámara, las pinturas y todas las de-más cosas notables que en ella había empezó amirar y a guardar en su memoria. Luego,aproximándose a la cama y viendo que la señora yuna muchachita que con ella estaba dormían pro-fundamente, despacio la descubrió toda y vio queera tan hermosa desnuda como vestida, y ningunaseñal para poder contarla le vio fuera de una quetenía en la teta izquierda, que era un lunar alrededordel cual había algunos pelillos rubios como el oro; yvisto esto, calladamente la volvió a tapar, aunque,viéndola tan hermosa, las ganas le dieron de aven-turar su vida y acostársele al lado.

Pero como había oído que era tan rigurosay agreste en aquellos asuntos no se arriesgó y,quedándose la mayor parte de la noche por la alco-ba a su gusto, una bolsa y una saya sacó de uncofre suyo, y unos anillos y un cinturón, y poniendo

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todo aquello en su arca, él también se metió en ella,y la cerró como estaba antes: y lo mismo hizo dosnoches sin que la señora se diera cuenta de nada.Llegado el tercer día, según la orden dada, la buenamujer volvió a por su arca, y se la llevó allí de dondela había traído; saliendo de la cual Ambruogiuolo ycontentando a la mujer según le había prometido, loantes que pudo con aquellas cosas se volvió a Parísantes del término que se había puesto.

Allí, llamando a los mercaderes que habíanestado presentes a las palabras y a las apuestas,estando presente Bernabó dijo que había ganado laapuesta que había hecho, puesto que había logradoaquello de lo que se había gloriado: y de que elloera verdad, primeramente dibujó la forma de la al-coba y las pinturas que en ella había, y luegomostró las cosas de ella que se había llevado con-sigo, afirmando que se las había dado. ConfesóBernabó que tal era la cámara como decía y que,además, reconocía que aquellas cosas verdadera-mente habían sido de su mujer; pero dijo que habíapodido por algunos de los criados de la casa saberlas características de la alcoba y del mismo modohaber conseguido las cosas; por lo que, si no decíanada más, no le parecía que aquello bastase paradarse por ganador. Por lo que Ambruogiuolo dijo:

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—En verdad que esto debía bastar; perocomo quieres que diga algo más, lo diré. Te digoque la señora Zinevra, tu mujer, tiene debajo de lateta izquierda un lunar grandecillo, alrededor delcual hay unos pelillos rubios como el oro.

Cuando Bernabó oyó esto, le pareció que lehabían hundido un cuchillo en el corazón, tal dolorsintió, y con el rostro demudado, aún sin decir pala-bra, dio señales asaz manifiestas de ser verdad loque Ambruogiuolo decía; y después de un poco dijo:

—Señores, lo que dice Ambruogiuolo esverdad, y por ello, habiendo ganado, que vengacuando le plazca y será pagado.

Y así fue al día siguiente Ambruogiuolo en-teramente pagado: y Bernabó, saliendo de París,con crueles designios contra su mujer, hacia Géno-va se vino. Y acercándose allí, no quiso entrar enella sino que se quedó a unas veinte millas en unade sus posesiones; y a un servidor suyo, de quienmucho se fiaba, con dos caballos y con sus cartasmandó a Génova, escribiéndole a la señora quehabía vuelto y que viniera a su encuentro: al cualservidor secretamente le ordenó que, cuando estu-viese con la señora en el lugar que mejor le pare-

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ciese, sin falta la matase y volviese a donde estabaél.

Llegado, pues, el servidor a Génova y en-tregadas las cartas y hecha su embajada, fue por laseñora con gran fiesta recibido; y ella a la mañanasiguiente, montando con el servidor a caballo, haciasu posesión se puso en camino; y caminando juntosy hablando de diversas cosas, llegaron a un vallemuy profundo y solitario y rodeado por altas rocas yárboles; el cual, pareciéndole al servidor un lugardonde podía con seguridad cumplir el mandato desu señor, sacando fuera el cuchillo y cogiendo a laseñora por el brazo dijo:

—Señora, encomendad vuestra alma aDios, que, sin proseguir adelante, es necesario quemuráis.

La señora, viendo el cuchillo y oyendo laspalabras, toda espantada, dijo:

—¡Merced, por Dios! Antes de que me ma-tes dime en qué te he ofendido para que debasmatarme.

—Señora —dijo el servidor—, a mí no mehabéis ofendido en nada: pero en qué hayáis ofen-dido a vuestro marido yo no lo sé, sino que él me

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mandó que, sin teneros ninguna misericordia, eneste camino os matase: y si no lo hiciera me ame-nazó con hacerme colgar. Sabéis bien qué obligadole estoy y que a cualquier cosa que él me ordene nopuedo decirle que no: sabe Dios que por vos sientocompasión, pero no puedo hacer otra cosa.

A lo que la señora, llorando, dijo:

—¡Ay, merced por Dios!, no quieras conver-tirte en homicida de quien no te ofendió por servir aotro. Dios, que todo lo sabe, sabe que no hice nun-ca nada por lo cual deba recibir tal pago de mi mari-do. Pero dejemos ahora esto; puedes, si quieres, ala vez agradar a Dios, a tu señor y a mí de estamanera: que cojas estas ropas mías, y dame sola-mente tu jubón y una capa, y con ellas vuelve a tuseñor y el mío y dile que me has matado; y te juropor la salvación que me hayas dado que me alejaréy me iré a algún lugar donde nunca ni a ti ni a él enestas comarcas llegará noticia de mí.

El servidor, que contra su gusto la mataba,fácilmente se compadeció; por lo que, tomando suspaños y dándole un juboncillo suyo y una capa concapuchón, y dejándole algunos dineros que ellatenía, rogándole que de aquellas comarcas se ale-jase, la dejó en el valle a pie y se fue a donde su

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señor, al que dijo que no solamente su orden habíasido cumplida sino que el cuerpo de ella muertohabía arrojado a algunos lobos. Bernabó, luego dealgún tiempo, se volvió a Génova y, cuando se supolo que había hecho, muy recriminado fue.

La señora, quedándose sola y desconsola-da, al venir la noche, disimulándose lo mejor quepudo fue a una aldehuela vecina de allí, y allí,comprándole a una vieja lo que necesitaba, arreglóel jubón a su medida, y lo acortó, y se hizo con sucamisa un par de calzas y cortándose los cabellos ydisfrazándose toda de marinero, hacia el mar sefue, donde por ventura encontró a un noble cataláncuyo nombre era señer en Cararh, que de una navesuya, que estaba algo alejada de allí, había bajadoa Alba a refrescarse en una fuente; con el cual,entrando en conversación, se contrató por servidor,y subió con él a la nave, haciéndose llamar Sicuránde Finale. Allí, con mejores paños vestido con atav-ío de gentilhombre, lo empezó a servir tan bien y tancapazmente que sobremanera le agradó.

Sucedió a no mucho tiempo de entoncesque este catalán con su carga navegó a Alejandría yllevó al sultán ciertos halcones peregrinos, y se losregaló; y habiéndole el sultán invitado a comer al-

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guna vez y vistas las maneras de Sicurán quesiempre a atenderle iba, y agradándole, se lo pidióal catalán, y éste, aunque duro le pareció, se lodejó. Sicurán en poco tiempo no menos la gracia yel amor del sultán conquistó, con su esmero, que lohabía hecho los del catalán; por lo que con el pasodel tiempo sucedió que, debiéndose hacer en ciertaépoca del año una gran reunión de mercaderescristianos y sarracenos, a manera de feria, en Acre,que estaba bajo la señoría del sultán, y para que losmercaderes y las mercancías seguras estuvieran,siempre había acostumbrado el sultán a mandar allí,además de sus otros oficiales, algunos de sus dig-natarios con gente que atendiese a la guardia; paracuya necesidad, llegado el tiempo, deliberó mandara Sicurán, el cual ya sabía la lengua óptimamente, yasí lo hizo.

Venido, pues, Sicurán a Acre como señor ycapitán de la guardia de los mercaderes y las mer-cancías, y desempeñando allí bien y solícitamentelo que pertenecía a su oficio, y andando dando vuel-tas vigilando, y viendo a muchos mercaderes sicilia-nos y pisanos y genoveses y venecianos y otrositalianos, con ellos de buen grado se entretenía,recordando su tierra. Ahora, sucedió una vez que,habiendo él un día descabalgado en un depósito de

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mercaderes venecianos, vio entre otras joyas unabolsa y un cinturón que enseguida reconoció comoque habían sido suyos, y se maravilló; pero sinhacer ningún gesto, amablemente preguntó dequién eran y si se vendían. Había venido allí Am-bruogiuolo de Piacenza con muchas mercancías enuna nave de venecianos; el cual, al oír que el ca-pitán de la guardia preguntaba de quién eran, diounos pasos adelante y, riendo, dijo:

—Micer, las cosas son mías, y no las ven-do, pero si os agradan os las daré con gusto.

Sicurán, viéndole reír, sospechó que lehubiese reconocido en algún gesto; pero, poniendoserio rostro, dijo:

—Te ríes tal vez porque me ves a mí, hom-bre de armas, andar preguntando sobre estas cosasfemeninas.

Dijo Ambruogiuolo:

—Micer, no me río de eso sino que me ríodel modo en que las conseguí.

A lo que Sicurán dijo:

—¡Ah, así Dios te dé buena ventura, si no tedesagrada, di cómo las conseguiste!

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—Micer —dijo Ambruogiuolo—, me las diocon alguna otra cosa una noble señora de Génovallamada señora Zinevra, mujer de Bernabó Lomellin,una noche que me acosté con ella, y me rogó quepor su amor las guardase. Ahora, me río porque mehe acordado de la necedad de Bernabó, que fue detanta locura que apostó cinco mil florines de orocontra mil a que su mujer no se rendía a mi volun-tad; lo que hice yo y vencí la apuesta; y él, a quienmás por su brutalidad debía castigarse que a ellapor haber hecho lo que todas las mujeres hacen,volviendo de París a Génova, según lo he oído, lahizo matar.

Sicurán, al oír esto, pronto comprendió cuálhabía sido la razón de la ira de Bernabó contra ellay claramente conoció que éste era el causante detodo su mal; y determinó en su interior no dejarloseguir impune. Hizo ver, pues, Sicurán haber gusta-do mucho de esta historia y arteramente trabó conél una estrecha familiaridad, tanto que, por sus con-sejos, Ambruogiuolo, terminada la feria, con él y contodas sus cosas se fue a Alejandría, donde Sicuránle hizo hacer un depósito y le entregó bastantes desus dineros; por lo que él, viéndose sacar gran pro-vecho, se quedaba de buena gana.

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Sicurán, preocupado por demostrar su ino-cencia a Bernabó, no descansó hasta que, con ayu-da de algunos grandes mercaderes genoveses queen Alejandría estaban, encontrando raras razones,le hizo venir; y estando éste en asaz pobre estado,por algún amigo suyo le hizo recibir ocultamentehasta el momento que le pareciese oportuno parahacer lo que hacer entendía. Había ya Sicuránhecho contar a Ambruogiuolo la historia delante delsultán, y hecho que el sultán gustase de ella; peroluego que vio aquí a Bernabó, pensando que nohabía que dar largas a la tarea, buscando el mo-mento oportuno, pidió al sultán que llamase a Am-bruogiuolo y a Bernabó, y que en presencia de Ber-nabó, si no podía hacerse fácilmente, con severidadse arrancase a Ambruogiuolo la verdad de cómohabía sido aquello de lo que él se jactaba de la mu-jer de Bernabó.

Por la cual cosa, Ambruogiuolo y Bernabóvenidos, el sultán en presencia de muchos, consevero rostro, a Ambruogiuolo mandó que dijese laverdad de cómo había ganado a Bernabó cinco milflorines de oro; y estaba presente allí Sicurán, en elque Ambruogiuolo más confiaba, y él con rostromucho más airado le amenazaba con gravísimostormentos si no la decía. Por lo que Ambruogiuolo,

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espantado por una parte y otra, y obligado, en pre-sencia de Bernabó y de muchos otros, no esperan-do más castigo que 1a devolución de los cinco milflorines de oro y de las cosas, claramente cómohabía sido el asunto todo lo contó. Y habiéndolocontado Ambruogiuolo, Sicurán, como delegado delsultán en aquello, volviéndose a Bernabó dijo:

—¿Y tú, qué le hiciste por esta mentira a tumujer?

A lo que Bernabó repuso:

—Yo, llevado de la ira por la pérdida de misdineros y de la vergüenza por el deshonor que meparecía haber recibido de mi mujer, hice que unservidor mío la matara, y según lo que él me contó,pronto fue devorada por muchos lobos.

Dichas todas estas cosas en presencia delsultán y por él oídas y entendidas todas, no sabien-do él todavía a dónde Sicurán (que esto le habíapedido y ordenado) quisiese llegar, le dijo Sicurán:

—Señor mío, asaz claramente podéis cono-cer cuánto aquella buena señora pueda gloriarsedel amante y del marido; porque el amante en unpunto la priva del honor manchando con mentiras sufama y aparta de ella al marido; y el marido, más

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crédulo de las falsedades ajenas que de la verdadque él por larga experiencia podía conocer, la hacematar y comer por los lobos y además de esto, estanto el cariño y el amor que el amigo y el marido 1etienen que, estando largo tiempo con ella, ningunola conoce. Pero porque vos óptimamente conocéislo que cada uno de éstos ha merecido, si queréispor una especial gracia, concederme que castiguéisal engañador y perdonéis al engañado, la haré quevenga ante vuestra presencia.

El sultán, dispuesto en este asunto a com-placer a Sicurán en todo, dijo que le placía y quehiciese venir a la mujer. Se maravillaba mucho Ber-nabó, que firmemente la creía muerta; y Ambruo-giuolo, ya adivino de su mal, de más tenía miedoque de pagar dineros y no sabía si esperar o si te-mer más que la señora viniese, pero con gran ma-ravilla su venida esperaba. Hecha, pues, la conce-sión por el sultán a Sicurán, éste, llorando yarrojándose de rodillas ante el sultán, en un puntoabandonó la masculina voz y el querer parecervarón, y dijo:

—Señor mío, yo soy la mísera y desventu-rada Zinevra, que seis años llevo rodando disfraza-da de hombre por el mundo, por este traidor Am-

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bruogiuolo falsamente y criminalmente infamada, ypor este cruel e inicuo hombre entregada a la muer-te a manos de su criado y a ser comida por los lo-bos.

Y rasgándose los vestidos y mostrando elpecho, que era mujer al sultán y a todos los demáshizo evidente; volviéndose luego a Ambruogiuolo,preguntándole con injurias cuándo, según se jacta-ba, se había acostado con ella. El cual, ya recono-ciéndola y mudo de vergüenza, no decía nada.

El sultán, que siempre por hombre la habíatenido, viendo y oyendo esto, tanto se maravilló quemás creía ser sueño que verdad aquello que oía yveía. Pero después que el asombro pasó, cono-ciendo la verdad, con suma alabanza la vida y laconstancia y las costumbres y la virtud de Zinevra,hasta entonces llamada Sicurán, loó. Y haciéndoletraer riquísimas vestiduras femeninas y damas quele hicieran compañía según la petición hecha porella, a Bernabó perdonó la merecida muerte; el cual,reconociéndola, a los pies se le arrojó llorando y lepidió perdón, lo que ella, aunque mal fuese digno deél, benignamente le concedió, y le hizo levantarsetiernamente abrazándolo como a su marido.

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El sultán después mandó que incontinentiAmbruogiuolo en algún lugar de la ciudad fueseatado al sol a un palo y untado de miel, y que de allínunca, hasta que por sí mismo cayese, fuese quita-do; y así se hizo. Después de esto, mandó que loque había sido de Ambruogiuolo fuese dado a laseñora, que no era tan poco que no valiera más dediez mil doblas: y él, haciendo preparar una her-mosísima fiesta, en ella a Bernabó como a maridode la señora Zinevra, y a la señora Zinevra comovalerosísima mujer honró, y le dio, tanto en joyascomo en vajilla de oro y de plata como en dineros,tanto que valió más de otras diez mil doblas.

Y haciendo preparar un barco para ellos,luego que terminó la fiesta que les hacía, les diolicencia para poder volver a Génova si quisieran;adonde riquísimos y con gran alegría volvieron, ycon sumo honor fueron recibidos y especialmente laseñora Zinevra, a quien todos creían muerta; ysiempre de gran virtud y en mucho, mientras vivió,fue reputada. Ambruogiuolo, el mismo día que fueatado al palo y untado de miel, con grandísima an-gustia suya por las moscas y por las avispas y porlos tábanos, en los que aquel país es muy abundan-te, fue no solamente muerto sino devorado hasta loshuesos; los que, blancos y colgando de sus tendo-

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nes, por mucho tiempo después, sin ser movidos deallí, de su maldad fueron testimonio a cualquieraque los veía. Y así el burlador fue burlado.

NOVELA DÉCIMA

Paganín de Mónaco roba la mujer a micerRicciardo de Chínzica, el cual, sabiendo dónde estáella, va y se hace amigo de Paganín; le pide que sela devuelva y él, si ella quiere, se lo concede, ella noquiere volver con él, y muerto micer Ricciardo, secasa con Paganín.

Todos los de la honrada compañía alabaronpor buena la historia contada por su reina, y ma-yormente Dioneo, el único a quien faltaba novelarpor la presente jornada; el cual, luego de hacermuchas alabanzas de ella, dijo:

Hermosas señoras, una parte de la historiade la reina me ha hecho mudar la opinión de contaruna que tenía en el ánimo a decir otra: y es la bes-tialidad de Bernabó (aunque terminase bien) y detodos los demás que se dan a creer lo que él mos-traba que creía: es decir, que ellos, yendo por el

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mundo con ésta y con aquélla ahora una vez y aho-ra otra solazándose, se imaginan que las mujeresdejadas en casa se estén de brazos cruzados, co-mo si no supiésemos, quienes entre ellas nacemosy crecemos y estamos, qué es lo que les gusta. Ycontándola os mostraré cuál sea la estupidez deestos tales, y cuánto mayor sea la de quienes, es-timándose más poderosos que la naturaleza, sepersuaden (con fantásticos razonamientos) de po-der hacer lo que no pueden y se esfuerzan por traera otro a lo que ellos son, no sufriéndolo la naturale-za de quien es arrastrado.

Hubo, pues, un juez en Pisa, más que defuerza corporal dotado de ingenio, cuyo nombre fuemicer Ricciardo de Chínzica, el cual, creyendo talvez satisfacer a su mujer con las mismas obras quehacía para sus estudios, siendo muy rico, con nopoca solicitud buscó a una mujer hermosa y jovenpor esposa, cuando de lo uno y lo otro, si hubiesesabido aconsejarse él mismo como hacía a los de-más, debía huir. Y lo consiguió, porque micer LottoGualandi le dio por mujer a una hija suya cuyonombre era Bartolomea, una de las más hermosas yvanidosas jóvenes de Pisa, aun cuando allí hayapocas que no parezcan lagartijas gusaneras. A lacual, el juez, llevándola con grandísima fiesta a su

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casa, y celebrando unas bodas hermosas y magní-ficas, acertó la primera noche a tocarla una vez paraconsumar el matrimonio, y poco faltó para que hicie-ra tablas; el cual, luego por la mañana, como quienera magro y seco y de poco espíritu, tuvo que con-fortarse con garnacha y con dulces, y con otrosremedios volverse a la vida.

Pues este señor juez, habiendo aprendido aestimar mejor sus fuerzas que antes, empezó aenseñarle a ella un calendario bueno para los niñosque aprenden a leer, y quizás hecho en Rávena;porque, según le enseñaba, no había día en que notan sólo una fiesta sino muchas se celebrasen; enreverencia de las cuales, por diversas razones leenseñaba que el hombre y la mujer debían abste-nerse de tales ayuntamientos, añadiendo a ellos losayunos y las cuatro témporas y vigilias de los após-toles y de mil otros santos, y viernes y sábados, y eldomingo del Señor, y toda la Cuaresma, y ciertasfases de la luna y otras muchas excepciones, pen-sando tal vez que tanto convenía descansar de lasmujeres en la cama como descansos él se tomabaal pleitear sus causas. Y esta costumbre, no singran melancolía de la mujer, a quien tal vez tocabauna vez al mes, y apenas, por mucho tiempo man-tuvo; siempre guardándola mucho, para que ningún

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otro fuera a enseñarle los días laborables tan biencomo él le había enseñado las fiestas.

Sucedió que, haciendo mucho calor, a micerRicciardo le dieron ganas de ir a recrearse a unaposesión suya muy hermosa cercana a Montenero,y allí, para tomar el aire, quedarse algunos días. Yllevó consigo a su hermosa mujer, y estando allí,por entretenerla un poco, mandó un día salir depesca; y en dos barquillas, él en una con los pesca-dores y ella en otra con las otras mujeres, fueron amirar y, sintiéndose a gusto, se adentraron en elmar unas cuantas millas casi sin darse cuenta. Ymientras estaban atentos mirando, de improviso unagalera de Paganín de Mónaco, entonces muy famo-so corsario, apareció, y vistas las barcas, se ende-rezó a ellas; y no pudieron tan pronto huir que Pa-ganín no llegase a aquella en que iban las mujeres,en la cual viendo a la hermosa señora, sin quererotra cosa, viéndolo micer Ricciardo que estaba yaen tierra, subiéndola a ella a su galera, se fue.Viendo lo cual micer el juez, que era tan celoso quetemía al aire mismo, no hay que preguntar si lepesó. Sin provecho se quejó, en Pisa y en otraspartes, de la maldad de los corsarios, sin saberquién le había quitado a la mujer o dónde la habíallevado.

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A Paganín, al verla tan hermosa, le parecióque había hecho un buen negocio; y no teniendomujer pensó quedarse con ella siempre, y comolloraba mucho empezó a consolarla dulcemente. Y,venida la noche, habiéndosele a él el calendariocaído de las manos y salido de la memoria cualquierfiesta o feria, empezó a consolarla con los hechos,pareciéndole que de poco habían servido las pala-bras durante el día; y de tal modo la consoló que,antes de que llegasen a Mónaco, el juez y sus leyesse le habían ido de la memoria y empezó a vivir conPaganín lo más alegremente del mundo; el cual,llevándola a Mónaco, además de los consuelos quede día y de noche le daba, honradamente como asu mujer la tenía.

Después de cierto tiempo, llegando a los oí-dos de micer Ricciardo dónde estaba su mujer, conardentísimo deseo, pensando que nadie sabía ver-daderamente hacer lo que se necesitaba para aque-llo, se dispuso a ir él mismo, dispuesto a gastar enel rescate cualquier cantidad de dineros; y hacién-dose a la mar, se fue a Mónaco, y allí la vio y ella aél, la cual por la tarde se lo dijo a Paganín e informóde sus intenciones. A la mañana siguiente, micerRicciardo, viendo a Paganín, se acercó a él y esta-bleció con él en un momento gran familiaridad y

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amistad, fingiendo Paganín no reconocerlo y espe-rando a ver a dónde quería llegar. Por lo que, cuan-do pareció oportuno a micer Ricciardo, como mejorsupo y del modo más amable, descubrió la razónpor la que había venido, rogándole que tomase loque pluguiera y le devolviese a la mujer. A quienPaganín, con alegre rostro, repuso:

—Micer, sois bien venido; y respondiéndoosbrevemente, os digo: es verdad que tengo en casaa una joven que no sé si es vuestra mujer o dealgún otro, porque a vos no os conozco, ni a ellatampoco sino en tanto en cuanto, conmigo ha esta-do algún tiempo. Si sois vos su marido, como decís,yo, como parecéis gentilhombre amable, os llevarédonde ella, y estoy seguro de que os reconocerá. Siella dice que es como decís, y quiere irse con vos,por amor de vuestra amabilidad, me daréis de res-cate por ella lo que vos mismo queráis; si no fueraasí, haríais una villanía en querérmela quitar porqueyo soy joven y puedo tanto como otro tener unamujer, y especialmente ella que es la más agrada-ble que he visto nunca.

Dijo entonces micer Ricciardo:

—Por cierto que es mi mujer, y si me llevasdonde ella esté, lo verás pronto: se me echará al

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cuello incontinenti; y por ello te pido que no sea deotra manera que como tú has pensado.

—Pues entonces —dijo Paganín— vamos.

Fueron, pues, a la casa de Paganín y, es-tando ella en una cámara suya, Paganín la hizollamar; y ella, vestida y dispuesta, salió de unacámara y vino a donde micer Ricciardo con Paganínestaba, e hizo tanto caso a micer Ricciardo como lohubiera hecho a cualquier otro forastero que conPaganín hubiera venido a su casa. Lo que viendo eljuez, que esperaba ser recibido por ella con grandí-sima fiesta, se maravilló fuertemente, y empezó adecirse:

«Tal vez la melancolía y el largo dolor quehe pasado desde que la perdí me ha desfiguradotanto que no me reconoce».

Por lo que le dijo:

—Señora, caro me cuesta haberte llevado apescar, porque un dolor semejante no sentí nuncaal que he tenido desde que te perdí, y tú no parecesreconocerme, pues tan hurañamente me diriges lapalabra. ¿No ves que soy tu micer Ricciardo, venidoaquí a pagarle lo que quiera a este gentilhombre encuya casa estamos, para recuperarte y llevarte

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conmigo; y él, su merced, por lo que quiera darle tedevuelve a mí?

La mujer, volviéndose a él, sonriéndose unapizquita, dijo:

—Micer, ¿me lo decís a mí? Mirad que nome hayáis tomado por otra porque yo no me acuer-do de haberos visto nunca.

Dijo micer Ricciardo:

—Mira lo que dices: mírame bien; si bien teacuerdas bien verás que soy tu micer Ricciardo deChínzica.

La señora dijo:

—Micer, perdonadme: puede que no sea amí tan honesto miraros mucho como os imagináis,pero os he mirado lo bastante para saber que nuncajamás os he visto.

Imaginóse micer Ricciardo que hacía estode no querer confesar en su presencia reconocerlopor temor a Paganín por lo que, luego de algúntanto, pidió por merced a Paganín que le dejasehablar en una cámara a solas con ella. Paganín dijoque le placía a cambio de que no la besase contrasu voluntad, y mandó a la mujer que fuese con él a

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la alcoba y escuchase lo que quisiera decirle, y lerespondiera como quisiese. Yéndose, pues, a laalcoba solos la señora y micer Ricciardo, en cuantose sentaron, empezó micer Ricciardo a decir:

—¡Ah!, corazón de mi cuerpo, dulce almamía, esperanza mía, ¿no reconoces a tu Ricciardoque te ama más que a sí mismo? ¿Cómo puedeser? ¿Estoy tan desfigurado? ¡Ah!, bellos ojos míos,mírame un poco.

La mujer se echó a reír y sin dejarlo seguir,dijo:

—Bien sabéis que no soy tan desmemoria-da que no sepa que sois micer Ricciardo de Chínzi-ca, mi marido; pero mientras estuve con vos mos-trasteis conocerme muy mal, porque si erais sabio olo sois, como queréis que de vos se piense, debíaishaber tenido el conocimiento de ver que yo era jo-ven y fresca y gallarda, y saber por consiguiente loque las mujeres jóvenes piden (aunque no lo diganpor vergüenza) además de vestir y comer; y lo quehacíais en eso bien lo sabéis. Y si os gustaba másel estudio de las leyes que la mujer, no debíaishaberla tomado; aunque a mí me parezca que nun-ca fuisteis juez sino un pregonero de ferias y fiestas,tan bien os las sabíais, y de ayunos y de vigilias. Y

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os digo que si tantas fiestas hubierais hecho guar-dar a los labradores que labraban vuestras tierrascomo hacíais guardar al que tenía que labrar mipequeño huertecillo, nunca hubieseis recogido ungrano de trigo. Me he doblegado a quien Dios haquerido, como piadoso defensor de mi juventud, conquien me quedo en esta alcoba, donde no se sabelo que son las fiestas, digo aquellas que vos, másdevoto de Dios que de servir a las damas, tantascelebrabais; y nunca por esta puerta entraron sába-dos ni domingos ni vigilia ni cuatro témporas ni cua-resma, que es tan larga, sino que de día y de nochese trabaja y se bate la lana; y desde que esta nochetocaron maitines, bien sé cómo anduvo el asuntomás de una vez. Y, así, entiendo quedarme con él ytrabajar mientras sea joven, y las fiestas y las pere-grinaciones y los ayunos esperar a hacerlos cuandosea vieja; y vos idos con buena ventura lo máspronto que podáis y, sin mí, guardad cuantas fiestasgustéis.

Micer Ricciardo, oyendo estas palabras,sufría un dolor insoportable, dijo, luego que vio quecallaba:

—¡Ah, dulce alma mía!, ¿qué palabras sonlas que me has dicho? ¿Pues no miras el honor de

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tus parientes y el tuyo? ¿Quieres de ahora en ade-lante quedarte aquí de barragana con éste, y enpecado mortal, en lugar de en Pisa ser mi mujer?Éste, cuando le hayas hartado, con gran vituperiotuyo te echará a la calle; yo te tendré siempre amory siempre, aunque yo no lo quisiera, serías el amade mi casa. ¿Debes por este apetito desordenado ydeshonesto abandonar tu honor y a mí que te amomás que a mi vida? ¡Ah, esperanza mía!, no digáiseso, dignaos venir conmigo: yo de aquí en adelante,puesto que conozco tu deseo, me esforzaré; pero,dulce bien mío, cambia de opinión y vente conmigo,que no he tenido ningún bien desde que me fuistearrebatada.

Y la mujer le respondió:

—Por mi honor no creo que nadie, ahoraque ya nada puede hacerse, se preocupe más queyo: ¡ojalá se hubieran preocupado mis parientescuando me entregaron a vos! Y si ellos no lo hicie-ron por el mío, no entiendo yo hacerlo ahora por elde ellos; y si ahora estoy en pecado mortero, algunavez estaré en pecado macero: no os preocupéismás por mí. Y os digo más, que aquí me parece serla mujer de Paganín y en Pisa me parecía ser vues-tra barragana, pensando que según las fases de la

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luna y las escuadras geométricas debíamos vos yyo ayuntar los planetas, mientras que Paganín todala noche me tiene en brazos y me aprieta y memuerde, ¡y cómo me cuida dígalo Dios por mí!Decís aún que os esforzaréis: ¿y en qué?, ¿en em-patar en tres bazas y levantarla a palos? ¡Ya veoque os habéis hecho un caballero de pro desde queno os he visto! Andad y esforzaos por vivir: que meparece que estáis a pensión, tan flacucho y delgadome parecéis. Y aún os digo más: que cuando ésteme deje, a lo que no me parece dispuesto, sea don-de sea donde tenga que estar, no entiendo volvernunca con vos que, exprimiéndoos todo no podríahacerse con vos ni una escudilla de salsa, porquecon grandísimo daño mío e interés y réditos allíestuve una vez; por lo que en otra parte buscaré mipitanza. Lo que os digo es que no habrá fiesta nivigilia donde entiendo quedarme; y por ello, lo antesque podáis, andaos con Dios, si no, gritaré quequeréis forzarme.

Micer Ricciardo, viéndose en mal trance yaun conociendo entonces su locura al elegir mujerjoven estando desmadejado, doliente y triste, salióde la alcoba y dijo a Paganín muchas palabras quede nada le valieron. Y por último, sin haber conse-guido nada, dejada la mujer, se volvió a Pisa, y en

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tal locura dio por el dolor que, yendo por Pisa, aquien le saludaba o le preguntaba algo, no respond-ía nada más que:

—¡El mal foro no quiere fiestas!

Y luego de no mucho tiempo murió; de loque enterándose Paganín, y sabiendo el amor quela mujer le tenía, la desposó como su legítima espo-sa, y sin nunca guardar fiestas ni vigilias o hacerayunos, trabajaron mientras las piernas les sostu-vieron y bien se divirtieron. Por lo cual, queridasseñoras mías, me parece que el señor Bernabódisputando con Ambruogiuolo quisiese apartar lacabra del monte.

Esta historia hizo reír tanto a toda la com-pañía que no había nadie a quien no le doliesen lasmandíbulas; y de común consentimiento todas lasmujeres dijeron que Dioneo llevaba razón y queBernabó había sido un animal. Pero luego que ter-minó la historia y las risas callaron, habiendo miradola reina que la hora era ya tardía y que todos habíannovelado, y el fin de su señorío había llegado,según el orden comenzado, quitándose la guirnaldade la cabeza, sobre la cabeza la puso de Neifile,diciendo con alegre gesto:

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—Ya, cara compañera, sea tuyo el gobiernode este pequeño pueblo —y volvió a sentarse.

Neifile se ruborizó un poco con el recibidohonor, y su rostro parecía una fresca rosa de abril ode mayo tal como se muestra al clarear el día, conlos ojos anhelantes y chispeantes (no de otro modoque una matutina estrella) un poco bajos. Pero lue-go que el cortés murmullo de los circunstantes (enel que su disposición favorable a la reina mostrabanalegremente) se reposó y que ella recuperó el áni-mo, sentándose un poco más alto de lo que acos-tumbraba, dijo:

—Puesto que así es que vuestra reina soy,no alejándome de la costumbre seguida por aque-llas que antes de mí lo han sido, cuyo gobiernohabéis alabado obedeciéndolo, os haré manifiestoen pocas palabras mi parecer; que si por vuestraopinión es estimado, seguiremos. Como sabéis,mañana es viernes y el día siguiente sábado, díasque, por las comidas que se acostumbran en ellos,son un tanto enojosos a la mayoría de la gente; sindecir que, el viernes, atendiendo a que en él Aquelque por nuestra vida murió, sufrió pasión, es dignode reverencia; por lo que justa cosa y muy honestareputaría que, en honor de Dios, más con oraciones

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que con historias nos entretuviésemos. Y el sábadoes costumbre de las mujeres lavarse la cabeza yquitarse todo el polvo, toda la suciedad que por eltrabajo de la semana anterior se hubiese cogido; ytambién muchos acostumbran a ayunar en reveren-cia a la Virgen madre del Hijo de Dios, y de ahí enadelante, en honor del domingo siguiente, descan-sar de cualquier trabajo; por lo que, no pudiendo tanplenamente en esos días seguir el orden en el vivirque hemos adoptado, también estimo que estaríabien que esos días depongamos las historias. Lue-go, como habremos estado aquí cuatro días, si que-remos evitar que llegue la gente nueva, juzgo opor-tuno mudarnos de aquí e irnos a otra parte; y dóndeya lo he pensado y provisto. Allí, cuando estemosreunidos el domingo después de dormir, comohemos tenido hoy mucho tiempo para razonar con-versando, tanto porque tendréis más tiempo parapensar como porque será mejor que se limite unpoco la libertad en novelar y que se hable de uno delos muchos casos de la fortuna, he pensado quesea sobre quien alguna cosa muy deseada hayaconseguido con industria o una pérdida recuperado.Sobre lo cual, piense cada uno en decir algo que ala compañía pueda ser útil o al menos deleitable,siempre con la salvedad del privilegio de Dioneo.

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Todo el mundo alabó lo dicho y lo imagina-do por la reina, y así establecieron que fuese. Lacual, después de esto, haciendo llamar a su senes-cal, dónde debía poner la mesa por la tarde le dijo, ytodo lo que luego debía hacer en todo el tiempo desu señorío plenamente le expuso; y hecho así, po-niéndose en pie con su compañía, les dio licenciapara hacer lo que a cada uno más gustase.

Tomaron, pues, las señoras y los hombresel camino de un jardincillo, y allí, luego de que untanto se hubieron entretenido, venida la hora de lacena, con fiesta y con placer cenaron; y levantándo-se de allí, según plugo a la reina, conduciendo Emi-lia la carola, la siguiente canción de Pampínea, quelos demás coreaban, se cantó:

¿Quién podría cantar en lugar mío

que tengo y gozo todo cuanto ansío?

Ven, pues, Amor, razón de mi ventura,

de la esperanza y de toda alegría,

ven conmigo a cantar

no de suspiros, penas y amargura,

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que ahora me es dulce lo que fue agonía,

sino de este brillar

del fuego en cuyas llamas quiero estar

adorándote a ti como a dios mío.

Tú ante los ojos me trajiste, Amor,

cuando en tu fuego ardí por vez primera,

a uno de tal talante

que en beldad y osadía, y en valor,

otro mejor jamás se encontraría,

ni aún otro semejante;

y tanto me inflamó que en este instante

feliz te estoy cantando, señor mío.

Y este que es para mí sumo placer

y que me quiere cuanto yo le quiero

Amor, por tu merced,

por lo que en este mundo mi querer

tengo y gozar de paz en otro espero;

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y pues le guardo fe

que aun a su reino Dios, que esto lo ve,

por su bondad nos llevará confío.

Después de ésta, otras muchas se cantarony se bailaron muchas danzas y se tocaron distintasmúsicas; pero juzgando la reina que era tiempo detener que irse a descansar, con las antorchas pordelante cada uno a su cámara se fueron, y durantelos dos días siguientes atendiendo a aquellas cosaque la reina había hablado, esperando con deseo lallegada del domingo.

TERMINA LA SEGUNDA JORNADA

TERCERA JORNADA

COMIENZA LA TERCERA JORNADA DELDECAMERÓN, EN LA QUE SE HABLA, BAJO ELGOBIERNO DE NEIFILE, SOBRE ALGUIEN QUEHUBIERA CONSEGUIDO CON INDUSTRIA AL-GUNA COSA MUY DESEADA O ALGUNA PERDI-DA RECUPERASE.

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La aurora empezaba ya a convertirse debermeja en anaranjada por la aproximación del solcuando el domingo, levantada la reina y hecho le-vantar a su compañía, y habiendo mandado ya elsenescal buen espacio por delante al lugar dondedebían ir muchas de las cosas oportunas y quien allípreparase lo que era necesario, viendo ya a la reinaen camino, prestamente haciendo cargar todas lasdemás cosas, como si de allí levantasen el campo,se fue con los bagajes, dejando a los sirvientesjunto a las señoras y los señores. La reina, pues,con lento paso, acompañada y seguida por susdamas y los tres jóvenes, guiada por el canto dequién sabe si veinte ruiseñores y otros tantos pája-ros, por un sendero no muy frecuentado mas llenode verdes hierbecillas y de flores que al sol quellegaba todas empezaban a abrirse, tomó el caminohacia occidente, y charlando y bromeando y riendocon su compañía, sin haber andado más de dos milpasos, bastante antes de que mediada la hora detercia estuviese, a una hermosísima y rica mansiónque un tanto levantada sobre el suelo en un cerroestaba, les hubo conducido.

Entrados en la cual y andando por todaspartes, y habiendo visto las grandes salas, las lim-pias y adornadas alcobas debidamente abastecidas

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de todo lo que a una alcoba corresponde, suma-mente la alabaron y reputaron a su dueño pormagnífico; después, bajando abajo, y viendo elamplísimo y alegre patio, las bodegas llenas deóptimos vinos y el agua fresquísima y abundanteque de allí manaba, más aún lo alabaron. De allí,como deseosos de reposo en una galería desdedonde todo el patio se señoreaba, estando todas lascosas llenas de las flores que el tiempo daba y deramas, sentándose, vino el discreto senescal y conexquisitos dulces y óptimos vinos los recibió y con-fortó. Después de lo cual, haciendo abrir un jardíncontiguo al palacio, allí, que estaba todo cercadopor un muro, entraron; y pareciéndoles a primeravista de maravillosa belleza todo el conjunto, másatentamente empezaron a mirar sus partes.

Tenía a su alrededor y por la mitad en bas-tantes partes paseos amplísimos, rectos como ca-minos y cubiertos por un emparrado que gran as-pecto tenía de ir aquel año a dar muchas uvas; ytodo florido entonces esparcía tan gran olor que,mezclado con el de muchas otras cosas que por eljardín olían, les parecía estar entre todos los aro-mas nacidos en el oriente. Los lados de los cualespaseos todos por rosales blancos y bermejos y porjazmines estaban casi cubiertos; por las cuales co-

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sas, no ya de mañana sino cuando el sol estuviesemás alto, bajo olorosas y deleitables sombras, sinser tocado por él, se podía andar por ellos. Cuántasy cuáles y cómo estaban ordenadas las plantas quehabía en aquel lugar sería largo de contar; pero nohay ninguna estimable que en nuestro clima se dé,que no hubiese allí abundantemente. En mitad delcual, lo que no es menos digno de lo que otra cosaque allí hubiera sino mucho más, había un prado demenudísima hierba y tan verde que casi parecíanegra, pintado todo de mil variedades de flores,cercado en torno por verdísimos y erguidos naran-jos y por cedros, los cuales, teniendo frutos, losviejos y los nuevos, flores todavía, no solamentecon sombra amable a los ojos sino también al olfatolisonjeaban.

En medio del tal prado había una fuente demármol blanquísimo y con maravillosas figuras es-culpidas; allí dentro, no sé si natural o artificiosa, poruna estatua que sobre una columna en el medio deaquélla estaba en pie, arrojaba tanta agua y tan altahacia el cielo (que luego no sin deleitable sonidosobre la clarísima fuente volvía a caer) que hubierahecho mover al menos un molino. La que después(aquella, digo, que sobrepasaba el borde de la fuen-te) por vía oculta salía del pradecillo y por canalillos

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asaz bellos y artificiosamente hechos, fuera deaquello haciéndose ya manifiesta, todo lo rodeaba;y allí por canalillos semejantes por todas las partesdel jardín discurría, recogiéndose últimamente enuna parte por donde había salido del hermoso jardíny de allí, descendiendo clarísima hacia el llano an-tes de llegar a él, con grandísima fuerza y con nopoca utilidad para su dueño, hacía dar vueltas a dosmolinos.

Al ver este jardín, su bello orden, las plantasy la fuente con los arroyuelos procedentes de ella,tanto agradó a todas las mujeres y a los tres jóve-nes, que todos comenzaron a afirmar que, si sepudiera hacer un paraíso en la tierra, no sabríanqué otra forma sino aquella del jardín pudiera dárse-le, ni pensar, además de aquéllas, qué belleza podr-ía añadírsele. Paseando, pues, contentísimos porallí, haciéndose bellísimas guirnaldas de varias ra-mas de árboles, oyendo siempre unos veinte modosde cantos de pájaros como si contendiesen el unocon el otro en el cantar, se apercibieron de unadeleitosa belleza de que, sorprendidos por las de-más, no se habían todavía apercibido: vieron que eljardín estaba lleno de cien especies de hermososanimales, y enseñándoselos uno al otro, de unaparte salir conejos, por otra correr liebres, y dónde

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yacer cabritillos, y en algunas estar paciendo cerva-tillos vieron; y además de éstos, otras muchas cla-ses de animales inofensivos, cada uno a su agrado,como domesticados, ir recreándose; las cuales co-sas, a los otros placeres, mucho mayor placer su-maron.

Pero luego de que mucho hubieron andado,viendo ora esta cosa ora aquélla, habiendo hechoponer las mesas alrededor de la hermosa fuente, ycantando allí primero seis cancioncillas y danzandoalgunos bailes, cuando agradó a la reina se pusie-ron a comer, y servidos con grandísimo y bueno yreposado orden, y con buenas y delicadas viandas,más alegres se levantaron y a las tonadas y a loscantos y a los bailes volvieron a darse hasta que ala reina, por el calor que había sobrevenido, parecióhora de que a quien le agradase, se fuera a acostar.Y algunos se fueron y algunos, vencidos por la be-lleza del lugar, irse no quisieron; sino que quedán-dose allí, quién a leer libros de caballerías, quién ajugar al ajedrez y quién a las tablas, mientras losotros dormían, se dedicaron.

Pero luego de que pasó la hora de nona,todos se levantaron y, habiéndose refrescado elrostro con la fresca agua, en el prado, como plugo a

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la reina, viniendo cerca de la fuente, y en él segúnla manera acostumbrada sentándose, se pusieron aesperar contar sus historias sobre la materia pro-puesta por la reina. De los que el primero a quien lareina dio el encargo fue a Filostrato, que comenzóde esta guisa:

NOVELA PRIMERA

Masetto de Lamporecchio se hace el mudoy entra como hortelano en un monasterio de muje-res, que porfían en acostarse con él.

Hermosísimas señoras, bastantes hombresy mujeres hay que son tan necios que creen dema-siado confiadamente que cuando a una joven se leponen en la cabeza las tocas blancas y sobre loshombros se le echa la cogulla negra, que deja deser mujer y ya no siente los femeninos apetitos,como si se la hubiese convertido en piedra al hacer-la monja; y si por acaso algo oyen contra esa cre-encia suya, tanto se enojan cuanto si se hubieracometido un grandísimo y criminal pecado contranatura, no pensando ni teniéndose en consideracióna sí mismos, a quienes la plena libertad de hacer lo

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que quieran no puede saciar, ni tampoco al granpoder del ocio y la soledad. Y semejantemente haytodavía muchos que creen demasiado confiadamen-te que la azada y la pala y las comidas bastas y lasincomodidades quitan por completo a los labradoreslos apetitos concupiscentes y los hacen bastísimosde inteligencia y astucia. Pero cuán engañadosestán cuantos así creen me complace (puesto quela reina me lo ha mandado, sin salirme de lo pro-puesto por ella) demostraros más claramente conuna pequeña historieta.

En esta comarca nuestra hubo y todavíahay un monasterio de mujeres, muy famoso por susantidad, que no nombraré por no disminuir en nadasu fama; en el cual, no hace mucho tiempo, nohabiendo entonces más que ocho señoras con unaabadesa, y todas jóvenes, había un buen hombreci-llo hortelano de un hermosísimo jardín suyo que, nocontentándose con el salario, pidiendo la cuenta almayordomo de las monjas, a Lamporecchio, dedonde era, se volvió. Allí, entre los demás que ale-gremente le recibieron, había un joven labradorfuerte y robusto, y para villano hermoso en su per-sona, cuyo nombre era Masetto; y le preguntódónde había estado tanto tiempo. El buen hombre,que se llamaba Nuto, se lo dijo; al cual, Masetto le

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preguntó a qué atendía en el monasterio. Al queNuto repuso:

—Yo trabajaba en un jardín suyo hermoso ygrande, y además de esto, iba alguna vez al bosquepor leña, traía agua y hacía otros tales servicios;pero las señoras me daban tan poco salario queapenas podía pagarme los zapatos. Y además deesto, son todas jóvenes y parece que tienen el dia-blo en el cuerpo, que no se hace nada a su gusto;así, cuando yo trabajaba alguna vez en el huerto,una decía: «Pon esto aquí», y la otra: «Pon aquíaquello» y otra me quitaba la azada de la mano ydecía: «Esto no está bien»; y me daba tanto corajeque dejaba el laboreo y me iba del huerto, así que,entre por una cosa y la otra, no quise estarme másy me he venido. Y me pidió su mayordomo, cuandome vine, que si tenía alguien a mano que entendieraen aquello, que se lo mandase, y se lo prometí, peroasí le guarde Dios los riñones que ni buscaré ni lemandaré a nadie.

A Masetto, oyendo las palabras de Nuto, levino al ánimo un deseo tan grande de estar conestas monjas que todo se derretía comprendiendopor las palabras de Nuto que podría conseguir algo

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de lo que deseaba. Y considerando que no lo con-seguiría si decía algo a Nuto, le dijo:

—¡Ah, qué bien has hecho en venirte! ¿Quées un hombre entre mujeres? Mejor estaría condiablos: de siete veces seis no saben lo que ellasmismas quieren.

Pero luego, terminada su conversación,empezó Masetto a pensar qué camino debía seguirpara poder estar con ellas; y conociendo que sabíahacer bien los trabajos que Nuto hacía, no temióperderlo por aquello, pero temió no ser admitidoporque era demasiado joven y aparente. Por lo que,dando vueltas a muchas cosas, pensó:

«El lugar es bastante alejado de aquí y na-die me conoce allí, si sé fingir que soy mudo, porcierto que me admitirán».

Y deteniéndose en aquel pensamiento, conuna segur al hombro, sin decir a nadie adónde fue-se, a guisa de un hombre pobre se fue al monaste-rio; donde, llegado, entró dentro y por ventura en-contró al mayordomo en el patio, a quien, haciendogestos como hacen los mudos, mostró que le pedíade comer por amor de Dios y que él, si lo necesita-ba, le partiría la leña. El mayordomo le dio de comer

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de buena gana; y luego de ello le puso delante dealgunos troncos que Nuto no había podido partir, losque éste, que era fortísimo, en un momento hizopedazos. El mayordomo, que necesitaba ir al bos-que, lo llevó consigo y allí le hizo cortar leña; des-pués de lo que, poniéndole el asno delante, porseñas le dio a entender que lo llevase a casa. Él lohizo muy bien, por lo que el mayordomo, haciéndolehacer ciertos trabajos que le eran necesarios, másdías quiso tenerlo; de los cuales sucedió que un díala abadesa lo vio, y preguntó al mayordomo quiénera. El cual le dijo:

—Señora, es un pobre hombre mudo y sor-do, que vino uno de estos días a por limosna, asíque le he hecho un favor y le he hecho hacer bas-tantes cosas de que había necesidad. Si supieselabrar un huerto y quisiera quedarse, creo estaría-mos bien servidos, porque él lo necesita y es fuertey se podría hacer de él lo que se quisiera; y ademásde esto no tendríais que preocuparos de que gasta-se bromas a vuestras jóvenes.

Al que dijo la abadesa:

—Por Dios que dices verdad: entérate sisabe labrar e ingéniate en retenerlo; dale unos pa-

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res de escarpines, algún capisayo viejo, y halágalo,hazle mimos, dale bien de comer.

El mayordomo dijo que lo haría. Masetto noestaba muy lejos, pero fingiendo barrer el patio oíatodas estas palabras y se decía:

«Si me metéis ahí dentro, os labraré elhuerto tan bien como nunca os fue labrado.»

Ahora, habiendo el mayordomo visto quesabía óptimamente labrar y preguntándole por se-ñas si quería quedarse aquí, y éste por señas res-pondiéndole que quería hacer lo que él quisiese,habiéndolo admitido, le mandó que labrase el huertoy le enseñó lo que tenía que hacer; luego se fue aotros asuntos del monasterio y lo dejó. El cual, la-brando un día tras otro, las monjas empezaron amolestarle y a ponerlo en canciones, como muchasveces sucede que otros hacen a los mudos, y ledecían las palabras más malvadas del mundo nocreyendo ser oídas por él; y la abadesa que tal vezjuzgaba que él tan sin cola estaba como sin habla,de ello poco o nada se preocupaba. Pero sucedióque habiendo trabajado un día mucho y estandodescansando, dos monjas que andaban por el jardínse acercaron a donde estaba, y empezaron a mirar-

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le mientras él fingía dormir. Por lo que una de ellas,que era algo más decidida, dijo a la otra:

—Si creyese que me guardabas el secretote diría un pensamiento que he tenido muchas ve-ces, que tal vez a ti también podría agradarte.

La otra repuso:

—Habla con confianza, que por cierto no lodiré nunca a nadie.

Entonces la decidida comenzó:

—No sé si has pensado cuán estrictamentevivimos y que aquí nunca ha entrado un hombresino el mayordomo, que es viejo, y este mudo: ymuchas veces he oído decir a muchas mujeres quehan venido a vernos que todas las dulzuras delmundo son una broma con relación a aquella deunirse la mujer al hombre. Por lo que muchas vecesme ha venido al ánimo, puesto que con otro nopuedo, probar con este mudo si es así, y éste es lomejor del mundo para ello porque, aunque quisiera,no podría ni sabría contarlo; ya ves que es un mozotonto, más crecido que con juicio. Con gusto oiré loque te parece de esto.

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—¡Ay! —dijo la otra—, ¿qué es lo que di-ces? ¿No sabes que hemos prometido nuestra vir-ginidad a Dios?

—¡Oh! —dijo ella—, ¡cuántas cosas se leprometen todos los días de las que no se cumpleninguna! ¡Si se lo hemos prometido, que sea otra uotras quienes cumplan la promesa!

A lo que la compañera dijo:

—Y si nos quedásemos grávidas, ¿qué ibaa pasar?

Entonces aquélla dijo:

—Empiezas a pensar en el mal antes deque te llegue; si sucediere, entonces pensaremosen ello: podrían hacerse mil cosas de manera quenunca se sepa, siempre que nosotras mismas no lodigamos.

Esta, oyendo esto, teniendo más ganas quela otra de probar qué animal era el hombre, dijo:

—Pues bien, ¿qué haremos?

A quien aquélla repuso:

—Ves que va a ser nona; creo que las soresestán todas durmiendo menos nosotras; miremos

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por el huerto a ver si hay alguien, y si no hay nadie,¿qué vamos a hacer sino cogerlo de la mano y lle-varlo a la cabaña donde se refugia cuando llueve, yallí una se queda dentro con él y la otra hace guar-dia? Es tan tonto que se acomodará a lo que que-remos.

Masetto oía todo este razonamiento, y dis-puesto a obedecer, no esperaba sino ser tomadopor una de ellas. Ellas, mirando bien por todas par-tes y viendo que desde ninguna podían ser vistas,aproximándose la que había iniciado la conversa-ción a Masetto, le despertó y él incontinenti se pusoen pie; por lo que ella con gestos halagadores lecogió de la mano, y él dando sus tontas risotadas, lollevó a la cabaña, donde Masetto, sin hacerse mu-cho rogar hizo lo que ella quería. La cual, como lealcompañera, habiendo obtenido lo que quería, dejóel lugar a la otra, y Masetto, siempre mostrándosesimple, hacía lo que ellas querían; por lo que antesde irse de allí, más de una vez quiso cada una pro-bar cómo cabalgaba el mudo, y luego, hablandoentre ellas muchas veces, decían que en verdadaquello era tan dulce cosa, y más, como habíanoído; y buscando los momentos oportunos, con elmudo iban a juguetear.

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Sucedió un día que una compañera suya,desde una ventana de su celda se apercibió deltejemaneje y se lo enseñó a otras dos; y primerotomaron la decisión de acusarlas a la abadesa, perodespués, cambiando de parecer y puestas deacuerdo con aquéllas, en participantes con ellas seconvirtieron del poder de Masetto; a las cuales, lasotras tres, por diversos accidentes, hicieron com-pañía en varias ocasiones. Por último, la abadesa,que todavía no se había dado cuenta de estas co-sas, paseando un día sola por el jardín, siendogrande el calor, se encontró a Masetto (el cual conpoco trabajo se cansaba durante el día por el de-masiado cabalgar de la noche) que se había dormi-do echado a la sombra de un almendro, y habiéndo-le el viento levantado las ropas, todo al descubiertoestaba. Lo cual mirando la señora y viéndose sola,cayó en aquel mismo apetito en que habían caídosus monjitas; y despertando a Masetto, a su alcobase lo llevó, donde varios días, con gran quejumbrede las monjas porque el hortelano no venía a labrarel huerto, lo tuvo, probando y volviendo a probaraquella dulzura que antes solía censurar ante lasotras.

Por último, mandándole de su alcoba a lahabitación de él y requiriéndole con mucha frecuen-

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cia y queriendo de él más de una parte, no pudien-do Masetto satisfacer a tantas, pensó que de sumudez si duraba más podría venirle gran daño; ypor ello una noche, estando con la abadesa, roto elfrenillo, empezó a decir:

—Señora, he oído que un gallo basta a diezgallinas, pero que diez hombres pueden mal y contrabajo satisfacer a una mujer, y yo que tengo queservir a nueve; en lo que por nada del mundo podréaguantarlo, pues que he venido a tal, por lo quehasta ahora he hecho, que no puedo hacer ni poconi mucho; y por ello, o me dejáis irme con Dios o leencontráis un arreglo a esto.

La señora, oyendo hablar a este a quientenía por mudo, toda se pasmó, y dijo:

—¿Qué es esto? Creía que eras mudo.

—Señora —dijo Masetto—, sí lo era pero node nacimiento, sino por una enfermedad que mequitó el habla, y por primera vez esta noche sientoque me ha sido restituida, por lo que alabo a Dioscuanto puedo.

La señora lo creyó y le preguntó qué queríadecir aquello de que a nueve tenía que servir. Ma-setto le dijo lo que pasaba, lo que oyendo la abade-

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sa, se dio cuenta de que no había monja que nofuese mucho más sabia que ella; por lo que, comodiscreta, sin dejar irse a Masetto, se dispuso a llegarcon sus monjas a un entendimiento en estos asun-tos, para que por Masetto no fuese vituperado elmonasterio.

Y habiendo por aquellos días muerto el ma-yordomo, de común acuerdo, haciéndose manifiestoen todas lo que a espaldas de todas se había esta-do haciendo, con placer de Masetto hicieron demanera que las gentes de los alrededores creyeranque por sus oraciones y por los méritos del santo aquien estaba dedicado el monasterio, a Masetto,que había sido mudo largo tiempo, le había sidorestituida el habla, y le hicieron mayordomo; y de talmodo se repartieron sus trabajos que pudo sopor-tarlos. Y en ellos bastantes monaguillos engendrópero con tal discreción se procedió en esto quenada llegó a saberse hasta después de la muerte dela abadesa, estando ya Masetto viejo y deseoso devolver rico a su casa; lo que, cuando se supo, fácil-mente lo consiguió. Así, pues, Masetto, viejo, padrey rico, sin tener el trabajo de alimentar a sus hijos nipagar sus gastos, por su astucia habiendo sabidobien proveer a su juventud, al lugar de donde habíasalido con una segur al hombro, volvió, afirmando

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que así trataba Cristo a quien le ponía los cuernossobre la guirnalda.

NOVELA SEGUNDA

Un palafrenero yace con la mujer del reyAgilulfo, de lo que Agilulfo sin decir nada se aperci-be, lo encuentra y le corta el pelo; el tonsurado atodos los demás tonsura y así se salva de lo que leamenaza.

Habiendo llegado el fin de la historia de Fi-lostrato, con la que algún veces se habían sonroja-do un poco las señoras y algunas otras se habíanreído, plugo a la reina que Pampínea siguiese nove-lando; la cual, comenzando con sonriente gesto,dijo:

Hay algunos tan poco discretos al querermostrar que conocen y sienten lo que no les con-viene saber, que algunas veces con esto, al castigarlas desapercibidas faltas de otros, creen que suvergüenza menguan cuando por el contrario laacrecientan infinitamente; y que esto es verdad, pormedio de su contrario, mostrándoos la astucia de

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alguien quizá tenido por de menos valor que Maset-to contra la prudencia de un valeroso rey, lindasseñoras, entiendo que será demostrado por mí.

Agilulfo, rey de los longobardos, así comosus predecesores habían hecho, en Pavia, ciudadde la Lombardía, estableció la sede de su reino,habiendo tomado por mujer a Teudelinga, que habíaquedado viuda de Auttari, que también había sidorey de los longobardos, la cual era hermosísimamujer, muy sabía y honesta, pero desventurada enamores. Y estando por el valor y el juicio de este reyAgilulfo las cosas de los longobardos prósperas yen paz, sucedió que un palafrenero de dicha reina,hombre de vilísima condición por su nacimientopero por otras cosas mucho mejor de lo que corres-pondía a tal vil menester, y en su persona hermosoy alto como era el rey, se enamoró desmesurada-mente de la reina; y porque su bajo estado no lequitaba la comprensión de que este amor suyo es-taba fuera de toda conveniencia, como sabio, anadie lo descubría, ni aun en la mirada se atrevía adescubrirlo.

Y aunque sin ninguna esperanza viviese depoder agradarla nunca, se gloriaba consigo sin em-bargo de haber puesto sus pensamientos en alta

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parte; y como quien todo ardía en amoroso fuego,diligentemente hacía, más que cualquier otro de suscompañeros, todas las cosas que debían agradar ala reina. Por lo que sucedía que la reina, cuandotenía que montar a caballo, con más gusto cabalga-ba en el palafrén cuidado por éste que por algúnotro; lo que, cuando sucedía, éste se lo tomabacomo grandísimo favor, y nunca del estribo se leapartaba, teniéndose por feliz sólo con poder tocarlelas ropas. Pero como vemos suceder con muchafrecuencia que cuanto disminuye la esperanza, tan-to se hace mayor el amor, así sucedía con el pobrepalafrenero, mientras dolorosísimo le era podersoportar el gran deseo tan ocultamente como lohacía, no siendo ayudado por ninguna esperanza; ymuchas veces, no pudiendo desligarse de esteamor, deliberó morir.

Y pensando de este modo, tomó el partidode querer recibir esta muerte por alguna cosa por laque le pareciese que moría por el amor que a lareina había tenido y tenía; y esta cosa se propusoque fuera tal que en ella tentase la fortuna de poderen todo o en parte conseguir su deseo. Y no se dioa decir palabras a la reina o a por cartas hacerlesaber su amor, que sabía que en vano diría o escri-biría, sino a querer probar si con astucia podría

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acostarse con la reina; y no otra astucia ni vía habíasino encontrar el modo de que, como si fuese el rey,que sabía que no se acostaba con ella de continuo,pudiera llegar a ella y entrar en su cámara. Por loque, para ver en qué manera y qué hábito el rey,cuando iba a estar con ella, iba, muchas veces porla noche en una gran sala del palacio del rey, queestaba en medio entre la cámara del rey y de lareina, se escondió; y una noche entre otras, vio alrey salir de su cámara envuelto en un gran manto ytener en una mano una pequeña antorcha encendi-da y en la otra una varita, e ir a la cámara de la re-ina y, sin decir nada, golpear una vez o dos la puer-ta de la cámara con aquella varita, e incontinentiserle abierto y quitarle de la mano la antorcha. Lacual cosa vista, y semejantemente viéndolo retor-nar, pensó que debía hacer él otro tanto; y encon-trando modo de tener un manto semejante a aquelque había visto al rey y una antorcha y estaca, ylavándose primero bien en un caldero, para que nofuese a molestar a la reina el olor del estiércol y lahiciese darse cuenta del engaño, con estas cosas,como acostumbraba, en la gran sala se escondió.

Y sintiendo que ya en todas partes dormían,y pareciéndole tiempo o de dar efecto a su deseo ode hacer camino con alta razón a la deseada muer-

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te, haciendo con la piedra y el eslabón que habíallevado consigo un poco de fuego, encendió su an-torcha, y oculto y envuelto en el manto se fue a lapuerta de la cámara y dos veces la golpeó con lavarita. La cámara por una camarera toda somnolien-ta fue abierta y la luz cogida y ocultada; donde él,sin decir cosa alguna, pasado dentro de la cortina ydejado el manto, se metió en 1a cama donde lareina dormía. Y tomándola deseosamente en bra-zos, mostrándose airado porque sabía que era cos-tumbre del rey que no quería oír ninguna cosacuando airado estaba, muchas veces carnalmenteconoció a la reina.

Y aunque doloroso le pareciese partir, te-miendo que la demasiada demora le fuese ocasiónde convertir en tristeza el deleite tenido, se levantó ytomando su manto y la luz, sin decir nada se fue, ylo antes que pudo se volvió a su cama. Y apenaspodía estar en ella cuando el rey, levantándose, sefue la cámara de la reina, de lo que ella se maravillómucho; y habiendo él entrado en el lecho y sa-ludándola alegremente, ella, de su alegría tomandovalor, dijo:

—Oh, señor mío, ¿qué novedad hay estanoche? Os habéis partido de muy poco ha, y más

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de lo acostumbrado habéis tomado placer de mí, ¿ytan pronto volvéis a empezar? Cuidaos de lo quehacéis.

El rey, al oír estas palabras, súbitamentepresumió que la reina, por la semejanza de las cos-tumbres y de la persona había sido engañada, pero,como sabio, súbitamente pensó (pues vio que lareina no se había dado cuenta ni nadie más) que noquería hacerla caer en la cuenta; lo que muchosnecios no hubieran hecho, sino que habrían dicho:«No he sido yo; ¿quién fue quien estuvo aquí?,¿cómo fue?, ¿quién ha venido?». De lo que habríannacido muchas cosas por las que sin razón habríancontristado a la señora y dado materia de desearotra vez lo que ya había sentido; y aquello, quecallándolo no podía traerle ninguna vergüenza, di-ciéndolo le habría traído vituperio Le contestó en-tonces el rey, más en el pensamiento que en elrostro o las palabras airado:

—Señora, ¿no os parezco hombre de poderhaber estado otra vez y volver además ésta?

A lo que la dama contestó:

—Señor mío, sí, pero yo os ruego que mir-éis por vuestra salud.

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Entonces el rey dijo:

—Y que me place seguir vuestro consejo, yesta vez sin daros más empacho voy a volverme.

Y teniendo ya el ánimo lleno de ira y de ren-cor por lo que veía que le habían hecho, volviendo atomar su manto se fue de la cámara y quiso encon-trar silenciosamente quién había hecho aquello,imaginando que debía ser de la casa, y que cual-quiera que fuese no habría podido salir de ella. Co-giendo, pues, una pequeñísima luz en una linternillase fue a una larguísima habitación que en su pala-cio había sobre las cuadras de los caballos, en lacual casi toda su servidumbre dormía en diversascamas; y juzgando que a quienquiera que hubiesehecho aquello que la dama decía, no se le habríapodido todavía reposar el pulso y el latido del co-razón por el prolongado afán, empezando por unode los extremos de la habitación, empezó a irtocándoles el pecho a todos, para saber si les latíael corazón con fuerza.

Como sucediese que todos dormían profun-damente, el que con la reina había estado no dorm-ía todavía; por la cual cosa, viendo venir al rey ydándose cuenta de lo que andaba buscando, fuer-temente empezó a temblar, tanto que el golpear del

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pecho que tenía por el cansancio fue aumentadopor el miedo; y dándose cuenta firmemente de que,si el rey se apercibía de aquello, sin tardanza leharía morir. Y aunque varias cosas que podríahacer le pasaron por la cabeza, viendo sin embargoal rey sin ninguna arma, deliberó hacerse el dormidoy esperar lo que el rey hiciese. Habiendo, pues, elrey a muchos buscado y no encontrando a ningunoa quien juzgase haber sido aquél, llegó a éste, ynotando que le latía fuertemente el corazón, se dijo:«Este es aquél».

Pero como quien nada de lo que queríahacer entendía que se supiese, no le hizo otra cosasino que, con un par de tijerillas que había llevado,le cortó un poco de uno de los lados los cabellos,que en aquel tiempo se llevaban larguísimos, parapor aquella señal reconocerlo la mañana siguiente;y hecho esto, se volvió a su cámara. Éste, que todoaquello había sentido, como quien era malicioso,claramente se dio cuenta de por qué había sidoseñalado; por lo que, sin esperar un momento, selevantó, y encontrando un par de tijerillas, de lasque por ventura había un par en la cuadra para elservicio de los caballos, cautamente dirigiéndose acuantos en aquella habitación dormían, a todos de

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manera igual sobre las orejas les cortó el pelo; yhecho esto, sin que le oyeran, se volvió a dormir.

El rey, levantado por la mañana, mandóque, antes que las puertas del palacio se abriesen,toda su servidumbre viniese ante él; y así se hizo. Atodos los cuales, estando delante de él sin nada enla cabeza, empezó a mirar para reconocer al que élhabía tonsurado; y viendo a la mayoría de ellos conlos cabellos de un mismo modo cortados, se mara-villó, y se dijo:

«Aquel a quien estoy buscando, aunque debaja condición sea, bien muestra ser hombre de altoingenio.»

Luego, viendo que sin divulgarlo no podíaencontrar al que buscaba, dispuesto a no querer poruna pequeña venganza cubrirse de gran vergüenza,sólo con unas palabras le plugo amonestarlo y mos-trarle que se había dado cuenta de lo ocurrido; yvolviéndose a todos, dijo:

—Quien lo hizo que no lo haga más, e idoscon Dios.

Otro habría querido darle suplicio, martiri-zarlo, interrogarle y preguntarle y al hacerlo habríadescubierto lo que cualquiera debe tratar de ocultar;

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y al ponerse al descubierto, aunque se hubiera ven-gado cumplidamente, no menguado sino muchohabría aumentado su vergüenza y manchado elhonor de su mujer. Los que aquellas palabras oye-ron se maravillaron y largamente dilucidaron entre síqué habría querido decir el rey con aquello, pero nohubo ninguno que lo entendiese sino sólo aquel aquien tocaba. El cual, como sabio, nunca, en vidadel rey lo descubrió, ni nunca más su vida con talacción fió a la fortuna.

NOVELA TERCERA

Bajo especie de confesión y de purísimaconciencia una señora enamorada de un joven in-duce a un grave fraile, sin darse él cuenta, a hallarla manera de que el placer de ella tuviese enterocumplimiento.

Callaba ya Pampínea, y ya la osadía y lacautela del palafrenero había sido alabada por mu-chos de ellos, y semejantemente el buen juicio delrey, cuando la reina, volviéndose hacia Filomena, leordenó continuar; por lo cual Filomena, graciosa-mente comenzó a, hablar así:

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Yo entiendo contaros una burla que fue muyjustamente hecha por una hermosa señora a ungrave fraile, que tanto más a todo seglar agradacuanto que éstos (la mayoría estupidísimos y hom-bres de extrañas maneras y costumbres) se creenque más que los otros en todas las cosas valen ysaben, cuando son de mucho menor valor, comoquienes por vileza de ánimo, no teniendo inventivapara sustentarse como los demás hombres, se re-fugian donde puedan tener qué comer, como elpuerco. La que, oh amables señoras, os contaré nosólo por obedecer la orden impuesta sino tambiénpara advertiros de que también los religiosos (aquienes nosotras, sobremanera crédulas, demasia-da fe prestamos) pueden ser y son algunas veces,no ya por los hombres sino por algunas de nosotras,sagazmente burlados.

En nuestra ciudad, más llena de engañosque de amor o lealtad, no hace todavía muchosaños, hubo una noble señora adornada de belleza yde costumbres, con alteza de ánimo y con sutilesagudezas tan dotada como la que más por la natu-raleza, cuyo nombre (ni tampoco ninguno otro quepertenezca a la presente historia) aunque yo lo se-pa, no entiendo descubrir porque todavía viven al-gunos que se llenarían por ello de indignación

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cuando con risa se debe hablar de ello. Ésta, pues,viéndose nacida de alto linaje y casada con un arte-sano lanero porque era riquísimo, no pudiendo de-poner el desdén de su ánimo según el cual estima-ba que ningún hombre de baja condición, por riquí-simo que fuese, era digno de mujer noble; y viéndo-le a él además, con todas sus riquezas, no ser ca-paz de nada sino de saber distinguir una mezcla ohacer urdir una tela o una hilandera disputar sobrelo hilado, se propuso no querer de ninguna manerasus abrazos sino cuando no pudiera negárselos,sino encontrar alguien a su gusto que le pareciesemás digno de ellos que el lanero.

Y enamoróse de un muy valeroso hombre yde mediana edad tanto que, el día que no lo veía nopodía pasar la noche siguiente sin sentimiento; peroel hombre de pro, no dándose cuenta de aquello,nada se preocupaba, y ella, que muy cauta era, nipor embajada de ninguna mujer ni por carta osabahacérselo saber, temiendo que podrían sobrevenirposibles peligros. Y dándose cuenta que aquél fre-cuentaba mucho a un religioso que, aunque fuerazopenco y obtuso, no dejaba de tener fama entretodos de hombre de mucha valía porque era desantísima vida, juzgó que aquél podía ser óptimointermediario entre ella y su amante. Y habiendo

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pensado qué le convenía hacer, se fue a una horaoportuna a la iglesia donde él iba y, haciéndole lla-mar, dijo que cuando le placiera, con él quería con-fesarse. El fraile, viéndola y estimándola mujer delinaje, la escuchó de buena gana, y ella después dela confesión dijo:

—Padre mío, necesito recurrir a vos porayuda y por consejo en lo que vais a oír. Yo sé,porque os lo he dicho, que conocéis a mis parientesy a mi marido, por el cual soy amada más que suvida, y ninguna cosa deseo que él, como hombreque es riquísimo y que puede bien hacerlo, no loadquiera incontinenti; por las cuales cosas más quea mí misma le amo; y dejemos aparte que lo hicie-se, pero si siquiera pensase alguna cosa que contrasu honor o gusto fuera, ninguna mujer culpablesería más digna del fuego que yo. Ahora, uno dequien en verdad no sé el nombre, pero que me pa-rece persona de bien, y si no estoy engañada osfrecuenta mucho, apuesto y alto en la persona, ves-tido de paños oscuros muy honrados, tal vez nopercatándose de que mi intención era tal como es,parece que me ha puesto sitio y no puedo asomar-me a puerta ni ventana ni salir de casa sin que élincontinenti no se ponga delante; y me maravillo deque no esté aquí ahora; de lo que mucho me duele,

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porque tales maneras hacen con frecuencia a lasdamas honestas ser censuradas sin culpa. He teni-do en el ánimo hacérselo decir alguna vez a mishermanos, pero luego he pensado que los hombreshacen algunas veces las embajadas de manera quelas respuestas que se siguen son malas, de lo quenacen palabras, y de las palabras se llega a lasobras; por lo que, para que daño y escándalo no seprovocasen de ello, me lo he callado, y deliberédecíroslo antes a vos que a otros, tanto porque meparece que su amigo sois como también porque avos os está bien de tales cosas no ya a los amigossino a los extraños reprender. Por lo que os ruegoen nombre de Dios que le reprendáis y roguéis queno siga con estas costumbres. Hay bastantes muje-res que por ventura estarán dispuestas a estas co-sas y les agradará ser miradas y deseadas por él,mientras a mí me es gravísima molestia, como quede ningún modo tengo el ánimo dispuesto a tal ma-teria.

Y dicho esto, como si lagrimear quisiese,bajó la cabeza. El santo fraile comprendió en segui-da que hablaba de aquel de quien verdaderamentehablaba, y alabando mucho a la señora por esta subuena disposición firmemente creyendo ser verdadlo que decía, le prometió actuar así y de tal manera

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que por aquel tal no sería molestada, y sabiendoque era muy rica, le alabó las obras de caridad y laslimosnas, contándole sus necesidades. A lo que laseñora dijo:

—Os lo ruego por Dios; y si lo negase, de-cidle con firmeza que soy yo quien os ha dicho estoy a vos me he dolido.

Y luego, hecha la confesión e impuesta lapenitencia, acordándose de los encomios hechospor el fraile a las limosnas, llenándole ocultamentela mano de dineros, le rogó que dijese misas por elalma de sus muertos; y levantándose de junto a suspies, se volvió a casa.

A ver al santo fraile no después de muchotiempo, como acostumbraba vino el hombre de pro;al cual, luego de que de una cosa y de otra hubieranhablado juntos durante algún tiempo, llevándoleaparte, con modos muy corteses le reprendió laatención y las miradas que creía que dedicaba aaquella señora, tal como ella le había explicado. Elhombre de pro se maravilló, como quien nunca lahabía mirado y rarísimas veces acostumbraba apasar por delante de su casa, y empezó a quererexcusarse; pero el fraile no le dejó hablar, sino quele dijo:

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—Ahora, no finjas maravillarte ni gastes pa-labras en negarlo, porque no puedes; no he sabidoestas cosas por los vecinos: ella misma, muchoquejándose de ti, me las ha dicho. Y si a ti estaschanzas ya no te están bien, de ella te digo esto:que, si jamás he encontrado alguna esquiva a estastonterías, ella es; y por ello, por tu honor y por tutranquilidad, te ruego que te retraigas y déjala estaren paz.

El hombre de pro, más agudo que el santofraile, sin demasiada tardanza la argucia de la mujercomprendió, y mostrando avergonzarse un tanto,dijo que no se entrometería en aquello de allí enadelante; y separándose del fraile, de su casa fue ala de la señora, la cual siempre estaba asomada auna pequeña ventana por verlo si pasaba. Y viéndo-lo venir, tan alegre y tan graciosa se le mostró queél asaz bien pudo comprender que había la verdadentendido por las palabras del fraile; y de aquel díaen adelante, asaz cautamente, con placer suyo ycon grandísimo deleite y consuelo de la señora fin-giendo que otro asunto fuese el motivo, continuópasando por aquel barrio.

Pero la señora después de algún tiempo, yaconvencida de que le gustaba tanto como él a ella,

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deseosa de inflamarlo más y asegurarle del amorque le tenía, buscando el lugar y el momento, alsanto fraile volvió, y echándosele a los pies en laiglesia, empezó a llorar. El fraile, viendo esto, lepreguntó compasivamente que qué novedad traía.La señora repuso:

—Padre mío, las noticias que traigo no sonsino de aquel maldito de Dios amigo vuestro dequien me he quejado a vos hace unos días, porquecreo que haya nacido para irritarme grandemente ypara hacerme hacer algo por lo que nunca podré yaestar contenta ni me atreveré a ponerme aquí avuestros pies.

—¡Cómo! —dijo el fraile—, ¿no ha dejadode molestarte?

—Cierto que no —dijo la señora—, puesdesde que me quejé a vos de ello, como por despe-cho, habiendo tomado sin duda a mal que me hayaquejado a vos, por una vez que pasaba, creo quedespués ha pasado siete por allí. Y quisiera Diosque el pasar y el mirarme le hubiera bastado; peroha sido tan atrevido y tan descarado que hasta ayerme mandó a una mujer a casa con noticias suyas ycon sus vanidades, y como si yo no tuviese escar-celas o cintos me mandó una escarcela y un cinto,

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lo que he tomado y tomo tan a mal que creo que sino hubiera pensado en el escándalo, y también porvuestro amor, habría armado un zipizape; pero al finme he serenado y no he querido hacer ni decir nadasin hacéroslo saber antes. Y además de esto,habiendo ya devuelto la escarcela y el cinto a lamujercilla que los había traído, para que se los de-volviese, y habiéndola despedido de malos modos,temiendo que se fuera a quedar con ellos y le dijeraque yo los había aceptado, como entiendo quehacen algunas veces, la volví a llamar y llena deenojo se los quité de la mano y os los he traído avos, para que se los deis y le digáis que no tengonecesidad de sus cosas, porque, por merced deDios, y de mi marido, tengo tantas escarcelas ytantos cintos que podría enterrarle con ellos. Y lue-go de esto, como ante su padre me excuso ante vosde que si no se corrige, lo diré a mi marido y a mishermanos, y que suceda lo que sea; que más quieroque él reciba injurias si debe recibirlas que ser difa-mada por su culpa; ¡y hermano, así está ello!

Y dicho esto, siempre llorando fuertemente,se sacó de debajo de la saya una preciosísima yrica escarcela con un valioso y elegante cintillo y sela echó al fraile en el regazo; el cual, totalmente

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creyendo lo que la señora le decía, airado desmesu-radamente lo tomó y dijo:

—Hija, si de estas cosas te enojas no memaravillo ni te reprendo por ello; sino que mucho tealabo que sigas en esto mis consejos. Yo le re-prendí el otro día, y él mal ha cumplido lo que meprometió; por lo que, entre aquello y esto que acabade hacer entiendo tirarle de las orejas de tal maneraque no te moleste más; y tú, con la bendición deDios, no te dejes vencer tanto por la ira que vayas adecírselo a alguno de los tuyos, que podría seguirsede ello mucho mal. Y no pienses que de esto te va avenir ninguna calumnia, que yo seré siempre, anteDios y ante los hombres, firmísimo testigo de tuhonestidad.

La señora fingió consolarse un tanto, y de-jando esta conversación, como quien su avaricia yla de los demás conocía, dijo:

—Señor, estas noches se me han aparecidomucho mis padres en sueños y me parece queestán en grandísimas penas y lo que piden es li-mosnas, especialmente mi mamá, que me parecetan afligida e infeliz que es una lástima verla; creoque esté pasando grandísimos sufrimientos al ver-me en esta tribulación a causa de ese enemigo de

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Dios, y por ello querría que me dijeseis por sus al-mas las cuarenta misas gregorianas y vuestras ora-ciones, a fin de que Dios los saque de aquel fuegoatormentador.

Y dicho esto, le puso en la mano un florín.El santo fraile lo tomó alegremente, y con buenaspalabras y con muchos ejemplos alentó su devocióny dándole su bendición la dejó irse. Y cuando se fuela señora, no dándose cuenta que le había tomadoel pelo, mandó a por su amigo; el cual, venido yviéndole airado, se apercibió incontinenti de quehabía noticias de la mujer, y esperó a ver qué decíael fraile. El cual, repitiéndole las palabras que lehabía dicho otras veces y hablándole ahora insul-tantemente y enojado, le reprendió mucho por loque le había dicho la señora que había hecho. Elhombre de pro, que todavía no veía adónde el frailequería llegar, negaba con bastante blandura que lehubiera mandado la escarcela y el cinto, para que elpadre no lo creyese, si por acaso la mujer se lahubiera dado. Pero el padre, muy enfadado, dijo:

—¿Cómo puedes negarlo, mal hombre? Ahílo tienes, que ella misma llorando me lo ha traído:¡mira a ver si lo conoces!

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El hombre de pro, haciendo como que seavergonzaba mucho, dijo:

—Claro que lo conozco, y os confieso quehe hecho mal; y os juro que, pues que en esa dis-posición la veo, que nunca más oiréis una palabrade esto.

Ahora, las palabras fueron muchas: al final,el borrego del fraile le dio la escarcela y el cintillo asu amigo, y luego de mucho haberle adoctrinado yrogado que no se ocupase más de aquellas cosas,y habiéndoselo él prometido, le dio licencia. El hom-bre de pro, contentísimo de la certeza que tener leparecía del amor de la mujer y del hermoso presen-te, cuando se separó del fraile se fue a un lugar dedonde cautamente hizo a su señora ver que tenía launa y la otra cosa; de lo que la señora estuvo muycontenta, y más aún porque le parecía que su in-vención iba de bien en mejor.

Y no esperando nada más ya, sino a que sumarido se fuese a cualquier parte, para finalizar suobra, sucedió que, por alguna razón, no muchodespués de esto tuvo el marido que ir hasta Géno-va. Y en cuanto se hubo montado a caballo por lamañana y puesto en camino, se fue la señora a

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donde el santo fraile, y luego de muchas quejum-bres, llorando, le dijo:

—Padre mío, ahora sí os digo que no puedoaguantar más; pero porque el otro día os prometíque no haría nada que antes no os dijese, he venidoa excusarme con vos; y para que creáis que tengorazón en llorar y quejarme, quiero deciros lo quevuestro amigo, o diablo del infierno, me hizo estamañana poco antes de maitines. No sé qué malasuerte le hizo saber que mi marido se fue ayer porla mañana a Génova; pero esta mañana, a la horaque os he dicho, entró en un jardín mío y por unárbol subió hasta la ventana de mi cámara, que dasobre el jardín; y ya había abierto la ventana y quer-ía entrar en la cámara cuando yo, despertándome,me levanté de repente y me había dispuesto a gri-tar, y habría gritado a no ser que él, que todavíadentro no estaba, me pidió merced por Dios y porvos, diciéndome quién era; con lo que, al oírlo, poramor vuestro me callé, y desnuda como nací corrí acerrarle la ventana en la cara, y él en mala horacreo que se fue, porque no lo sentí más. Ahora, siesto es cosa que pueda aguantarse, decídmelo; encuanto a mí, no entiendo soportarle más pues poramor de vos ya le he sufrido demasiadas.

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El fraile al oír esto se sintió lo más irritadodel mundo y no sabía qué decir sino que muchasveces le preguntó si había visto bien que fuese él yno otro. A lo que la señora repuso:

—¡Alabado sea Dios, si no voy a distinguirlea él de cualquiera otro! Digo que vi que fue él, yaunque lo negase él, no se lo creáis.

Dijo entonces el fraile:

—Hija mía, no hay más que hablar, que es-to ha sido demasiado atrevimiento y una cosa de-masiado mal hecha, e hiciste lo que debías alecharlo de allí como hiciste. Pero te ruego, puestoque Dios te libró del deshonor, que, así como hasseguido mi consejo dos veces seguidas, lo hagasesta vez, es decir, que sin quejarte de ello a ningu-no de tus parientes me dejes hacer a mí, y ver sipuedo ponerle freno a ese demonio desenfrenadoque yo creía que era un santo; y si puedo llegar aapartarle de esta bestialidad, bien; y si no pudiera,desde ahora te doy permiso y mi bendición para quehagas lo que en tu ánimo juzgues por bueno.

—Pues bien —dijo la señora—, por esta vezno quiero enfadaros ni desobedeceros, pero haced

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de manera que se guarde de molestarme más, y osprometo no volver a venir más por este asunto.

Y sin decir más, como enojada, se fue dedonde el fraile. Y apenas había salido de la iglesiala señora, cuando el hombre de pro llegó, y fuellamado por el fraile; y llevándole aparte, le dijo losmayores insultos que nunca se han dicho a unhombre, desleal y perjuro y traidor llamándolo. Éste,que ya otras dos veces había visto lo que queríandecir los reproches de este fraile, escuchándole conatención e ingeniándose con respuestas perplejasen hacerle hablar, primeramente le dijo:

—¿A qué viene este enojo, señor mío? ¿Hecrucificado a Cristo?

A lo que el fraile repuso:

—¡Mirad el desvergonzado, oíd lo que dice!Habla ni más ni menos como si hubieran pasado unaño o dos y el tiempo le hubiera hecho olvidar susignominias y deshonestidad. ¿En los instantes quehan pasado desde los maitines de esta mañana sete han ido de la cabeza las injurias que has hecho alprójimo? ¿Dónde has estado poco antes del ama-necer?

Respondió el hombre de pro:

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—No sé dónde he estado; muy pronto osllega el recadero.

—Es la verdad —dijo el fraile— que el reca-dero ha venido: pienso que creíste que porque elmarido no estaba la noble señora iba a abrirte susbrazos incontinenti. ¡Ah, qué lindo, qué hombrehonrado! ¡Se ha hecho caminante nocturno, abridorde jardines y escalador de árboles! ¿Crees que contu osadía vas a vencer la santidad de esta mujerque de noche te le subes a las ventanas por losárboles? Nada hay en el mundo que la desagradetanto como tú; y tú no cejas. En verdad, dejemosque ella te lo ha demostrado muchas veces, perotambién con mis correcciones te has enmendadomucho. Pero voy a decirte una cosa: hasta ahora,no por el amor que te tenga, sino a instancias demis ruegos ha callado lo que le has hecho; pero nova a callarse más: le he dado permiso para que, sila desagradas en algo más, haga lo que le parezca.¿Y qué harás si se lo dice a sus hermanos?

El hombre de pro, habiendo comprendidosuficientemente lo que le convenía, como mejorsupo y pudo, con muchas promesas tranquilizó alfraile; y despidiéndose de él, al llegar maitines de lanoche siguiente, entrando en el jardín y subiendo

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por el árbol y hallando la ventana abierta, se metióen la alcoba, y lo más pronto que pudo se echó enlos brazos de su hermosa señora. La cual, congrandísimo deseo habiéndolo esperado, alegremen-te le recibió diciendo:

—Gracias sean dadas al señor fraile quetan bien te enseñó el modo de venir.

Y después, tomando placer el uno del otro,hablando y riéndose mucho de la simplicidad delbruto fraile, injuriando los copos de lana y los peinesy las cardenchas, juntos se solazaron con deleite. Yponiendo en orden sus asuntos, de tal manera hicie-ron que, sin tener que recurrir de nuevo al señorfraile, muchas otras noches con igual contento sereunieron; al que pido a Dios por su santa miseri-cordia que me lleve pronto a mí y a todas las almascristianas que lo deseen.

NOVELA CUARTA

Don Felice enseña al hermano Puccio cómoganar la bienaventuranza haciendo una penitenciaque él conoce; la que el hermano Puccio hace, ydon Felice, mientras tanto, con la mujer del herma-no se divierte.

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Luego de que Filomena, terminada su histo-ria, se calló, habiendo Dioneo con dulces palabrasmucho alabado el ingenio de la señora y también laplegaria hecha por Filomena al terminar, la reinamiró hacia Pánfilo sonriéndose y dijo:

—Pues ahora, Pánfilo, alarga con algunacosilla placentera nuestro entretenimiento.

Pánfilo prontamente repuso que de buengrado, y comenzó:

Señora, bastantes personas hay que, mien-tras se esfuerzan en ir al paraíso, sin darse cuenta aquien mandan allí es a otro; lo que a una vecinanuestra, no hace todavía mucho tiempo, tal comopodréis oír, le sucedió.

Según he oído decir, vecino de San Bran-cazio vivía un hombre bueno y rico que era llamadoPuccio de Rinieri, que luego, habiéndose entregadopor completo a las cosas espirituales, se hizo beatode esos de San Francisco y tomó el nombre dehermano Puccio; y siguiendo su vida espiritual, co-mo otra familia no tenía sino su mujer y una criada,y no necesitaba ocuparse en ningún oficio, iba mu-cho a la iglesia. Y porque era hombre simple y de

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ruda índole, decía sus padrenuestros, iba a los ser-mones, iba a las misas y nunca faltaba a las laúdesque cantaban los seglares; y ayunaba y se discipli-naba, y se había corrido la voz de que era de losflagelantes. La mujer, a quien llamaban señora Isa-betta, joven de sólo veintiocho o treinta años, frescay hermosa y redondita que parecía una manzanacasolana, por la santidad del marido y tal vez por lavejez estaba con mucha frecuencia a dietas muchomás largas de lo que hubiera querido; y cuandohubiera querido dormirse, o tal vez juguetear con él,él le contaba la vida de Cristo o los sermones defray Anastasio o el llanto de la Magdalena u otrascosas semejantes.

Volvió en estos tiempos de París un monjellamado don Felice, del convento de San Brancazio,el cual bastante joven y hermoso en su persona era,y de agudo ingenio y de profunda ciencia, con elcual fray Puccio se ligó con estrecha amistad. Yporque él todas sus dudas se las resolvía, yademás, habiendo conocido su condición, se lemostraba santísimo, empezó el hermano Puccio allevárselo algunas veces a casa y a darle de almor-zar y cenar, según venía al caso; y la mujer tam-bién, por amor de fray Puccio, se había hecho a sucompañía y de buen grado le hacía los honores.

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Continuando, pues, el monje las visitas a casa defray Puccio y viendo a la mujer tan fresca y redondi-ta, se dio cuenta de cuál era la cosa de que máscarecía; y pensó si no podría, por quitarle trabajos afray Puccio, suplírsela él. Y echándole miradas unay otra vez, bien astutamente, tanto hizo que encen-dió en su mente aquel mismo deseo que él tenía; delo que habiéndose apercibido el monje, lo antes quepudo habló con ella de sus deseos.

Pero aunque bien la encontrase dispuesta arematar el asunto, no se podía encontrar el modo,porque ella de ningún lugar del mundo se fiaba paraestar con el monje sino de su casa; y en su casa nose podía porque el hermano Puccio no salía nuncade la ciudad. Por lo que el monje tenía gran pesar; yluego de mucho se le ocurrió un modo de poderestar con la mujer en su casa sin sospechas, aun-que el hermano Puccio allí estuviera. Y habiendo undía ido a estar con él el hermano Puccio, le dijo así.

—Ya me he dado cuenta muchas veces,hermano Puccio, de que tu mayor deseo es llegar aser santo, a lo que me parece que vas por un cami-no demasiado largo cuando hay uno que es muycorto, que el papa y sus otros prelados mayores,que lo saben y lo ponen en práctica, no quieren que

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se divulgue porque el orden clerical, que la mayoríavive de limosna, incontinenti sería deshecho, comoque los seglares dejarían de atenderle con limosnasy otras cosas. Pero como eres amigo mío y me hashonrado mucho, si yo creyera que no vas a decírse-lo a nadie en el mundo, y quisieras seguirlo, te loenseñaría.

El hermano Puccio, deseando aquella cosa,primero empezó a rogarle con grandísimas instan-cias que se la enseñase y luego a jurarle que jamás,sino cuando él quisiera, a nadie lo diría, afirmandoque si tal cosa era que pudiera seguirla, se pondríaa ello.

—Puesto que así me lo prometes —dijo elmonje— te la explicaré. Debes saber que los santosDoctores sostienen que quien quiere llegar a bien-aventurado debe hacer la penitencia que vas a oír;pero entiéndelo bien: no digo que después de lapenitencia no seas tan pecador corno eres, perosucederá que los pecados que has hecho hasta lahora de la penitencia estarán purgados y medianteella perdonados y los que hagas después no seescribirán para tu condenación sino que se irán conel agua bendita como ahora hacen los veniales.Debe, pues, el hombre con gran diligencia confe-

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sarse de sus pecados cuando va a comenzar lapenitencia, y luego de ello debe comenzar un ayunoy una abstinencia grandísima, que conviene quedure cuarenta días, en los que no ya de otra mujersino de tocar la suya propia debe abstenerse. Yademás de esto, tienes que tener en tu propia casaalgún sitio donde por la noche puedas ver el cielo, yhacia la hora de completas irte a este lugar; y tenerallí una tabla muy ancha colocada de guisa que,estando en pie, puedas apoyar los riñones en ella y,con los pies en tierra, extender los brazos a guisade crucifijo; y si los quieres apoyar en alguna clavijapuedes hacerlo; y de esta manera mirando el cielo,estar sin moverte un punto hasta maitines. Y si fue-ses letrado te convendría en este tiempo decir cier-tas oraciones que voy a darte; pero como no lo eresdebes rezar trescientos padrenuestros con trescien-tas avemarías y alabanzas a la Trinidad, y mirandoal cielo tener siempre en la memoria que Dios hasido el creador del cielo y de la tierra, y la pasión deCristo estando de la misma manera en que estuvoél en la cruz. Luego, al tocar maitines, puedes siquieres irte, y así vestido echarte en la cama y dor-mir; y a la mañana siguiente debes ir a la iglesia yoír allí por lo menos tres misas y decir cincuentapadrenuestros con otras tantas avemarías y, des-

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pués de esto, con sencillez hacer algunos de tusnegocios si tienes alguno que hacer, y luego almor-zar e ir después de vísperas a la iglesia y decir cier-tas oraciones que te daré escritas, sin las que no sepuede pasar, y luego a completas volver a lo antesdicho. Y haciendo esto, como yo he hecho, esperoque al terminar la penitencia sentirás la maravillosasensación de la beatitud eterna, si la has hecho condevoción.

El hermano Puccio dijo entonces:

—Esto no es cosa demasiado pesada nidemasiado larga, y debe poderse hacer bastantebien; y por ello quiero empezar el domingo en nom-bre de Dios.

Y separándose de él y yéndose a casa, or-denadamente, con su licencia para hacerlo, a sumujer contó todo. La mujer entendió demasiadobien, por aquello de estarse quieto hasta la mañanasin moverse, lo que quería decir el monje, por loque, pareciéndole buen invento, le dijo que de estoy de cualquiera otro bien que hiciese a su alma,estaba ella contenta; y que, para que Dios hiciera supenitencia provechosa, quería con él ayunar, perohacer lo demás no.

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Habiendo quedado, pues, de acuerdo, lle-gado el domingo, el hermano Puccio empezó supenitencia, y el señor fraile, habiéndose puesto deacuerdo con la mujer, a una hora en que ser vistono podía, la mayoría de las noches venía a cenarcon ella, trayendo siempre con él buenos manjaresy bebidas; luego, se acostaba con ella hasta la horade maitines, a la cual, levantándose, se iba, y elhermano Puccio volvía a la cama. Estaba el lugarque el hermano Puccio había elegido para cumplirsu penitencia junto a la alcoba donde se acostaba lamujer, y nada más estaba separado de ella por unapared delgadísima; por lo que, retozando el señormonje demasiado desbocadamente con la mujer yella con él, le pareció al hermano Puccio sentir untemblor del suelo de la casa; por lo que, habiendoya dicho cien de sus padrenuestros, haciendo unapausa, llamó a la mujer sin moverse, y le preguntóqué hacía. La mujer, que era ingeniosa, tal vez ca-balgando entonces en la bestia de San Benito o lade San Juan Gualberto, respondió:

—¡A fe, marido, que me meneo todo lo quepuedo!

Dijo entonces el hermano Puccio:

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—¿Cómo que te meneas? ¿Qué quiere de-cir eso de menearte?

La mujer, riéndose, porque aguda y valero-sa era, y porque tal vez tenía motivo de reírse, res-pondió:

—¿Cómo no sabéis lo que quiero decir?Pues yo lo he oído decir mil veces: «Quien por lanoche no cena, toda la noche se menea».

Se creyó el hermano Puccio que el ayuno,que con él fingía hacer, fuese la razón de no poderdormir, y que por ello se meneaba en la cama; porlo que, de buena fe, dijo:

—Mujer, ya te lo he dicho: «No ayunes»;pero puesto que lo has querido hacer no pienses enello; piensa en descansar; que das tales vueltas enla cama que haces moverse todo.

Dijo entonces la mujer:

—No os preocupéis, no; bien sé lo que mehago; haced bien lo vuestro que yo haré bien lo míosi puedo.

Se calló entonces, pues, el hermano Puccioy volvió a sus padrenuestros, y la mujer y el señormonje desde aquella noche en adelante, haciendo

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colocar una cama en otra parte de la casa, allí mien-tras duraba el tiempo de la penitencia del hermanoPuccio con grandísima fiesta se estaban; y a untiempo se iba el monje y la mujer volvía a su cama,y a los pocos instantes de su penitencia venía a ellael hermano Puccio. Continuando, pues, en tal ma-nera el hermano la penitencia y la mujer con el mon-je su deleite, muchas veces bromeando le dijo:

—Tú haces hacer una penitencia al herma-no Puccio que nos ha ganado a nosotros el paraíso.

Y pareciéndole a la mujer que le iba bien,tanto se aficionó a las comidas del monje, quehabiendo sido por el marido largamente tenida adieta, aunque se terminase la penitencia del herma-no Puccio, encontró el modo de alimentarse con élen otra parte, y con discreción mucho tiempo en éltomó su placer. Por lo que, para que las últimaspalabras no sean discordantes de las primeras,sucedió que, con lo que el hermano Puccio creyóque ganaba el paraíso haciendo penitencia, mandóallí al monje (que antes le había enseñado el cami-no de ir) y a la mujer que vivía con él en gran penu-ria de lo que el señor monje, como misericordioso,le dio abundantemente.

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NOVELA QUINTA

El Acicalado regala a micer Francesco Ver-gellesi un palafrén suyo, y por ello habla a su mujercon su permiso; y como ella calla, él se contestacomo si fuera ella, y a su respuesta le sigue el efec-to consiguiente.

Había Pánfilo terminado la historia del her-mano Puccio, no sin risas de las señoras, cuandoseñorialmente la reina mandó a Elisa que continua-se; la cual, un sí es no es desdeñosa no por maliciasino por hábito antiguo, así empezó a hablar:

Muchos que mucho saben, se creen queotros no saben nada, y ellos, muchas veces, mien-tras creen engañar a otros, después conocen quehan sido los engañados; por la cual cosa reputogran locura la de quien se pone sin necesidad deprobar las fuerzas del ingenio ajeno. Pero porque talvez todos no serían de mi opinión, lo que sucedió aun caballero pistoyés, siguiendo el orden de losrazonamientos, me place contaros:

Hubo en Pistoya en la familia de los Verge-llesi un caballero llamado micer Francesco, hombremuy rico y sabio y precavido además, pero avarísi-

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mo sin mesura; el cual, debiendo ir a Milán comopodestá, de todas las cosas oportunas para ir hon-radamente se había provisto, salvo de un palafrénque fuese adecuadamente bueno para su rango; yno encontrando ninguno que le agradase, estabapreocupado por ello. Había entonces un joven enPistoya cuyo nombre era Ricciardo, de bajo naci-miento pero muy rico, que tan adornado y pulido ibaen su persona, que era generalmente llamado elAcicalado; y durante mucho tiempo había amado ycortejado en vano a la mujer de micer Francesco, lacual era hermosísima y muy honesta.

Pues éste tenía uno de los más bellos pala-frenes de Toscana, y lo tenía en mucho aprecio porsu belleza; y siendo público a todo el mundo quecortejaba a la mujer de micer Francesco, huboquien le dijo que si él se lo pidiese lo obtendría porel amor que el tal Acicalado tenía a su mujer. MicerFrancesco, llevado por la avaricia, haciendo llamaral Acicalado le pidió que vendiese su palafrén, paraque el Acicalado se lo ofreciese como presente. ElAcicalado, al oír aquello, se puso contento, y res-pondió al caballero:

—Micer, si me dieseis todo lo que tenéis enel mundo no podríais comprarme mi palafrén; pero

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como don podríais tenerlo cuando gustaseis conesta condición: que yo, antes de que lo toméis,pueda, con vuestra venia y en vuestra presencia,decir algunas palabras a vuestra mujer tan apartadode toda persona que no sea oído más que por ella.

El caballero, llevado por la avaricia y espe-rando poder burlarle, repuso que le placía, y quecuanto él quisiese; y dejándolo en la sala de supalacio, se fue a la cámara de la señora, y cuandole hubo dicho qué fácilmente podía ganar el pa-lafrén, le ordenó que viniera a oír al Acicalado, peroque se guardase de contestarle poco ni mucho anada que él le dijera. La señora reprobó muchoaquello, pero como le convenía dar gusto al marido,dijo que lo haría, y detrás del marido se fue a la salaa oír lo que el Acicalado quisiera decirle. El cualhabiendo confirmado su pacto con el caballero, enuna parte de la sala bastante alejada de cualquierpersona se sentó junto a la señora y comenzó ahablar así:

—Honrada señora, me parece ser ciertoque sois tan sabía, que muy bien, hace muchotiempo, habréis podido comprender a cuán grandeamor me ha llevado a teneros vuestra hermosura,que sin falta sobrepasa cualquiera otra que me haya

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parecido ver. Dejo a un lado las costumbres loablesy las singulares virtudes que en vos hay, las cualestendrían fuerza para apresar cualquier alto ánimo decualquier hombre; y por ello no es necesario que osmuestre con palabras que aquél ha sido el mayor ymás ferviente que jamás hombre alguno sintió haciaalguna mujer, y así será sin falta mientras mi míseravida sostenga estos miembros, y más aún, que, siallí como aquí se ama, perpetuamente os amaré. Ypor ello podéis estar segura que nada tenéis, seaprecioso o de poco valor, que más vuestro podáistener y en todo momento disponer de ello como demí, por lo que yo valga, y semejantemente de miscosas. Y para que tengáis certísima prueba de esto,os digo que reputaré como la mayor gracia quecualquiera cosa que yo pudiera hacer y que os plu-guiese me mandaseis, que nada habrá que,mandándolo yo, todos prestísimamente no me obe-decieran. Por lo cual, si soy tan vuestro como oísque lo soy, no osaré inmerecidamente elevar misruegos a vuestra alteza, de la cual tan sólo toda mipaz, todo mi bien y mi salud puede venirme, y no deotra parte: y así como humildísimo servidor os rue-go, caro bien mío y única esperanza de mi alma,que esperando que el amoroso fuego en vos sealimente, que vuestra benignidad sea tanta, y así

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ablande vuestra pasada dureza mostrada hacia mí(que vuestro soy) que yo, reconfortado con vuestrapiedad, pueda decir que como de vuestra hermosu-ra me he enamorado, por ella he de tener la vida; lacual, si a mis ruegos el altanero ánimo vuestro nose inclina, sin falta desfallecerá, y me moriré, ypodréis ser llamada homicida mía. Y dejemos quemi muerte no os hiciese honor, no dejo de creerque, remordiéndoos alguna vez la conciencia no osdolería haberlo hecho, y tal vez, mejor dispuesta,con vos misma diríais: «¡Ah!, ¡qué mal hice al notener misericordia de mi Acicalado!». Y no sirviendode nada este arrepentiros os sería ocasión de ma-yor sufrimiento; por lo que, para que no suceda,ahora que socorrerme podéis, tenedme lástima, yantes de que muera moveos a tener misericordia demí, porque en vos sola está el hacerme el más felizy el más doliente hombre que vive. Espero que seatanta vuestra cortesía que no sufráis que por tanto ytal amor reciba la muerte por galardón, sino conalegre respuesta y llena de gracia reconfortéis misespíritus que todos espantados tiemblan ante vues-tra presencia.

Y callándose aquí, algunas lágrimas, des-pués de profundísimos suspiros, vertidas, se puso aesperar lo que la noble señora le respondiera. La

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señora, a la cual el largo cortejar, el justar, las sere-natas y las demás cosas semejantes a éstashechas por amor suyo por el Acicalado no habíanpodido conmover, conmovieron las afectuosas pa-labras dichas por el ferventísimo amante, y co-menzó a sentir lo que antes nunca había sentido,esto es, qué era amor. Y aunque, por obedecer laorden dada por el marido, callase, no pudo por ellodejar de esconder con algún suspirillo lo que debuena gana, respondiendo al Acicalado, hubierapuesto de manifiesto.

El Acicalado, habiendo esperado un tanto yviendo que ninguna respuesta le seguía, se mara-villó, y enseguida empezó a darse cuenta del arteusada por el caballero; pero sin embargo, mirándolaa la cara y viendo algún fulgurar de sus ojos hacia élalgunas veces vueltos, y además de ello sintiendolos suspiros que con toda la fuerza de su pechodejaba salir, cobró alguna esperanza y, ayudado porella, tuvo una rara idea; y comenzó como si fuera laseñora, oyéndolo ella, a responderse a sí mismo detal guisa:

—Acicalado mío, sin duda ha gran tiempoque me he apercibido de que tu amor hacia mí esgrandísimo y perfecto, y ahora por tus palabras

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mayormente lo conozco, y estoy contenta, comodebo. Empero, si dura y cruel te he parecido, noquiero que creas que en mi ánimo he sido como hemostrado en el gesto; pues siempre te he amado yquerido más que a cualquier hombre, pero me haconvenido hacerlo así por miedo de los demás y porpreservar mi fama de honestidad. Pero ahora vieneel tiempo en que podré claramente mostrarte si teamo y concederte el galardón del amor que me hastenido y me tienes; y por ello consuélate y ten espe-ranza porque micer Francesco está por irse dentrode pocos días a Milán como podestá, como sabestú, que por amor mío le has donado tu hermosopalafrén; y cuando se haya ido, sin falta te doy pa-labra, por el buen amor que te tengo, que no pa-sarán muchos días sin que te reúnas conmigo y anuestro amor demos placentero y entero cumpli-miento. Y para que no te tenga otra vez que hablarde esta materia, desde ahora te digo que el día enque veas dos paños de manos tendidos en la ven-tana de mi alcoba, que da sobre nuestro jardín,aquella noche, cuidando bien de no ser visto, ven amí por la puerta del jardín: me encontrarás allí es-perándote y juntos tendremos toda la noche fiesta yplacer el uno con el otro tanto como deseemos.

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Apenas había el Acicalado hablado así co-mo si fuera él la señora, cuando empezó a hablarpor sí mismo, y respondió así:

—Carísima señora, está por la superabun-dante alegría de vuestra favorable respuesta tancolmada toda mi virtud que apenas puedo formularla respuesta para rendiros las debidas gracias, perosi pudiese hablar como deseo, ningún término estan largo que me bastase a poder agradeceros ple-namente como querría y como me convendríahacer; y por ello a vuestra discreta consideraciónatañe conocer lo que yo, aunque lo desee, no pue-do explicar con palabras. Sólo os digo que lo queme habéis ordenado pensaré en hacer sin falta, y talvez entonces, más tranquilizado con tan gran doncomo me habéis concedido, me imaginaré cuantopueda en daros las gracias mayores que pueda. Ypues aquí no queda, al presente, nada que decir,carísima señora mía, Dios os dé aquella alegría ybien que deseéis mayor, y a Dios os encomiendo.

A todo esto no dijo la señora una sola pala-bra; con lo que el Acicalado se puso en pie y em-pezó a andar hacia el caballero, el cual, viéndolo enpie, le salió al encuentro, y riendo le dijo:

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—¿Qué te parece? ¿He cumplido bien mipromesa?

—Micer, no —repuso el Acicalado—, queme prometisteis dejarme hablar con vuestra mujer yme habéis dejado hablar con una estatua demármol. Estas palabras agradaron mucho al caba-llero, el cual, aunque ya tenía buena opinión de sumujer, todavía la tuvo mejor por ellas; y dijo:

—Ahora es bien mío el palafrén que fue tu-yo.

A lo que el Acicalado respondió:

—Micer, sí, pero si yo hubiera creído sacarde esta gracia recibida de vos tal fruto como hesacado, sin pedírosla os lo habría dado; y quisieraDios que lo hubiera hecho, porque vos habéis com-prado el palafrén y yo no lo he vendido.

El caballero se rió de esto, y ya provisto depalafrén, de allí a pocos días se puso en camino yhacia Milán se fue como podestá. La mujer,quedándose libre en su casa, dándole vueltas a laspalabras del Acicalado y al amor que le tenía y alpalafrén que por su amor había regalado, y viéndolodesde su casa pasar con mucha frecuencia, se dijo:

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«¿Qué es lo que hago?, ¿por qué pierdo mijuventud? Éste se ha ido a Milán y no volverá hastadentro de seis meses; ¿y cuándo me los devol-verá?, ¿cuando sea vieja? Y además de esto,¿cuándo volveré a encontrar un amante como elAcicalado? Estoy sola, de nadie tengo que temer;no sé porque no cojo el goce mientras puedo; nosiempre tendré la ocasión como la tengo ahora: estono lo sabrá nunca nadie, y si tuviera que saberse,mejor es hacer algo y arrepentirse que no hacerlo yarrepentirse.»

Y así aconsejándose a sí misma, un día pu-so dos paños de manos en la ventana del jardín,como le había dicho el Acicalado; los cuales siendovistos por el Acicalado, contentísimo, al venir lanoche, secretamente y solo se fue a la puerta deljardín de la señora y lo encontró abierto; y de aquíse fue a otra puerta que daba a la entrada de lacasa, donde encontró a la noble señora que lo es-peraba. La cual, viéndole venir, levantándose a suencuentro, con grandísima fiesta le recibió, y él,abrazándola y besándola cien mil veces, por la es-calera arriba la siguió; y sin ninguna tardanzaacostándose, los últimos términos del amor conocie-ron. Y no fue esta vez la última, aunque fuese laprimera: porque mientras el caballero estuvo en

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Milán, y también después de su vuelta, volvió allí,con grandísimo placer de cada una de las partes, elAcicalado muchas otras veces.

NOVELA SEXTA

Ricciardo Minútolo ama a la mujer de Filip-pello Sighinolfo, a la que advirtiendo celosa y di-ciéndole que Filippello al día siguiente va a reunirsecon su mujer en unos baños, la hace ir allí y, cre-yendo que ha estado con el marido se encuentracon que con Ricciardo ha estado.

Nada más quedaba por decir a Elisa cuan-do, alabada la sagacidad de Acicalado, la reinaimpuso a Fiameta que procediese con una, y ella,toda sonriente, repuso:

—Señora, de buen grado.

Y comenzó:

Algo conviene salir de nuestra ciudad, quetanto como es copiosa en otras cosas lo es enejemplos de toda clase, y como Elisa ha hecho, algode las cosas que por el mundo han sucedido contar,

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y por ello, pasando a Nápoles, cómo una de estasbeatas que se muestran tan esquivas al amor fuepor el ingenio de su amante llevada a sentir los fru-tos del amor antes de que hubiese conocido lasflores; lo que a un tiempo os recomendará cautelaen las cosas que puedan sobreveniros y os delei-tará con las sucedidas.

En Nápoles, ciudad antiquísima y tal vez tandeleitable, o más, que alguna otra en Italia, hubo unjoven preclaro por la nobleza de su sangre yespléndido por sus muchas riquezas, cuyo nombrefue Ricciardo Minútolo, el cual, a pesar de que pormujer tenía a una hermosísima y graciosa joven, seenamoró de una que, según la opinión de todos, enmucho sobrepasaba en hermosura a todas las de-más damas napolitanas, y era llamada Catella, mu-jer de un joven igualmente noble llamado FilippelloSighinolfo, al Cual ella, honestísima, más que anada amaba y tenía en aprecio. Amando, pues,Ricciardo Minútolo a esta Catella y poniendo enobra todas aquellas cosas por las cuales la gracia yel amor de una mujer deben poder conquistarse, ycon todo ello no pudiendo llegar a nada de lo quedeseaba, se desesperaba, y del amor no sabiendo ono pudiendo desenlazarse, ni sabía morir ni le apro-vechaba vivir.

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Y en tal disposición estando, sucedió quepor las mujeres que eran sus parientes fue un díabastante alentado para que se deshiciese de talamor, por el que en vano se cansaba, como fueraque Catella no tenía otro bien que Filippello, del queera tan celosa que los pájaros que por el aire vola-ban temía que se lo quitasen. Ricciardo, oídos loscelos de Catella, súbitamente imaginó una manerade satisfacer sus deseos y comenzó a mostrarsedesesperado del amor de Catella y a haberlo puestoen otra noble señora, y por amor suyo comenzó amostrarse justando y contendiendo y a hacer todasaquellas cosas que por Catella solía hacer. Y no lohabía hecho mucho tiempo cuando en el ánimo detodos los napolitanos, y también de Catella, estabaque ya no a Catella sino a esta segunda señoraamaba sumamente, y tanto en esto perseveró quetan por cierto por todos era tenido ello que hastaCatella abandonó la esquivez que con él usaba porel amor que tenerla solía, y familiarmente, comovecino, al ir y al venir le saludaba como hacía a losotros.

Ahora, sucedió que, estando caluroso eltiempo, muchas compañías de damas y caballeros,según la costumbre de los napolitanos, fueron arecrearse a la orilla del mar y a almorzar allí y a

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cenar allí; sabiendo Ricciardo que Catella con sucompañía había ido, también él con sus amigos fue,y en la compañía de las damas de Catella fue reci-bido, haciéndose primero rogar mucho, como si noestuviese muy deseoso de quedarse allí. Allí lasseñoras, y Catella con ellas, empezaron a gastarlebromas sobre su nuevo amor, en el que mostrándo-se muy inflamado, más les daba materia parahablar.

Al cabo, habiéndose ido una de las señorasacá y la otra allá, como se hace en aquellos lugares,habiéndose quedado Catella con pocas allí dondeRicciardo estaba, dejó caer Ricciardo mirándola aella una alusión a cierto amor de Filippello su mari-do, por lo que ella sintió súbitos celos y por dentrocomenzó toda a arder en deseos de saber lo queRicciardo quería decir. Y luego de contenerse unpoco, no pudiendo más contenerse, rogó a Ricciar-do que, por el amor de la señora a quien él másamaba, le pluguiese aclararle lo que dicho había deFilippello. El cual le dijo:

—Me habéis conjurado por alguien porquien no os oso negar nada que me pidáis, y porello estoy pronto a decíroslo, con que me prometáisque ni una palabra diréis a él ni a otro, sino cuando

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veáis por los hechos que es verdad lo que voy acontaros, que si lo queréis os enseñaré cómo pod-éis verlo.

A la señora le agradó lo que le pedía, y máscreyó que era verdad, y le juró no decirlo nunca.Retirados, pues, aparte, para no ser oídos por losdemás, Ricciardo comenzó a decirle así:

—Señora, si yo os amase como os amé, noosaría deciros nada que creyese que iba a doleros,pero porque aquel amor ha pasado me cuidaré me-nos de deciros la verdad de todo. No sé si Filippelloalguna vez tomó a ultraje el amor que yo os tenía, osi ha tenido el pensamiento de que alguna vez fuiamado por vos, pero haya sido esto o no, a mí nun-ca me demostró nada. Pero tal vez esperando elmomento oportuno en que ha creído que yo menossospechaba, muestra querer hacerme a mí lo queme temo que piensa que le haya hecho yo, es decir,querer tener a mi mujer para placer suyo, y a lo queme parece la ha solicitado desde hace no muchotiempo hasta ahora con muchas embajadas, quetodas he sabido por ella, y ella le ha dado respuestasegún yo lo he ordenado. Pero esta mañana, antesde venir aquí, encontré con mi mujer en casa a unamujer en secreto conciliábulo, que enseguida me

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pareció que fuese lo que era; por lo que llamé a mimujer y le pregunté qué quería aquélla. Me dijo: «Esese aguijón de Filippello, al que con ese darle res-puestas y esperanzas tú me has echado encima, ydice que del todo quiere saber lo que entiendohacer, y que, si yo quisiera, haría que yo pudiera irsecretamente a una casa de baños de esta ciudad ycon esto me ruega y me cansa, y si no fuese porqueme has hecho, no sé por qué, tener estos tratos, melo habría quitado de encima de tal manera quejamás habría puesto los ojos donde yo hubiera es-tado». Ahora me parece que ha ido demasiado lejosy que ya no se le puede sufrir más, y decíroslo paraque conozcáis qué recompensa recibe vuestra fiellealtad por la que yo estuve a punto de morir. Y paraque no creáis que son cuentos y fábulas, sino quepodáis, si os dan ganas de ello, abiertamente verloy tocarlo, hice que mi mujer diese a aquella queesperaba esta respuesta: que estaba pronta a estarmañana hacia nona, cuando la gente duerme, enesa casa de baños, con lo que la mujer se fue con-tentísima. Ahora, no creo que creáis que iba a man-darla allí, pero si yo estuviese en vuestro lugar haríaque él me encontrase allí en lugar de aquella conquien piensa encontrarse, y cuando hubiera estadoun tanto con él, le haría ver con quién había estado,

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y el honor que le conviene se lo haría; y haciendoesto creo que se le pondría en tanta vergüenza queen el mismo punto la injuria que a vos y a mí quierehacer sería vengada.

Catella, al oír esto, sin tener en considera-ción quién era quien se lo decía ni sus engaños,según la costumbre de los celosos, dio súbitamentefe a aquellas palabras, y ciertas cosas pasadasantes comenzó a encajar con este hecho; y encen-diéndose con súbita ira, repuso que ciertamente ellaharía aquello, que no era tan gran trabajo hacerlo yque ciertamente si él iba allí le haría pasar tal ver-güenza que siempre que viera a alguna mujer des-pués se le vendría a la memoria. Ricciardo, conten-to con esto y pareciéndole que su invento habíasido bueno y daba resultado, con otras muchaspalabras la confirmó en ello y acrecentó su creduli-dad, rogándole, no obstante, que no dijese jamásque se lo había dicho él; lo que ella le prometió porsu honor.

A la mañana siguiente, Ricciardo se fue auna buena mujer que dirigía aquellos baños que lehabía dicho a Catella, y le dijo lo que entendíahacer, y le rogó que en aquello le ayudase cuantopudiera. La buena mujer, que muy obligada le esta-

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ba, le dijo que lo haría de grado, y con él concertó loque había de hacer o decir. Tenía ésta, en la casadonde estaban los baños, una alcoba muy oscura,como que en ella ninguna ventana por la que en-trase la luz había. Aquélla, según las indicacionesde Ricciardo, preparó la buena mujer e hizo dentrouna cama lo mejor que pudo, en la que Ricciardo,como lo había planeado, se metió y se puso a espe-rar a Catella.

La señora, oídas las palabras de Ricciardo yhabiéndoles dado más fe de lo que merecían, llenade indignación, volvió por la noche a casa, adondepor acaso Filippello embebido en otro pensamientotambién volvió y no le hizo tal vez la acogida queacostumbraba a hacerle. Lo que, viéndolo ella, tuvomayores sospechas de las que tenía, diciéndose así misma:

«En verdad, éste tiene el ánimo puesto enla mujer con quien mañana cree que va a darseplacer y gusto, pero ciertamente esto no sucederá.»

Y con tal pensamiento, e imaginando quédebía decirle cuando hubiera estado con él, pasótoda la noche. Pero ¿a qué más? Venida nona,Catella tomó su compañía y sin mudar de propósitose fue a aquellos baños que Ricciardo le había en-

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señado; y encontrando allí a la buena mujer le pre-guntó si Filippello había estado allí aquel día. A loque la buena mujer, adoctrinada por Ricciardo, dijo:

—¿Sois la señora que debe venir a hablarcon él?

Respondió Catella:

—Sí soy.

—Pues —dijo la buena mujer—, andad conél.

Catella, que andaba buscando lo que nohabría querido encontrar, haciéndose llevar a laalcoba donde estaba Ricciardo, con la cabeza cu-bierta entró en ella y cerró por dentro. Ricciardo,viéndola venir, alegre se puso en pie y recibiéndolaen sus brazos dijo quedamente:

—¡Bien venida sea el alma mía!

Catella, para mostrar que era otra de la queera, lo abrazó y lo besó le hizo grandes fiestas sindecir una palabra, temiendo que si hablaba fuesepor él reconocida. La alcoba era oscurísima, con loque cada una de las partes estaba contenta; y nopor estar allí mucho tiempo cobraban los ojos mayorpoder. Ricciardo la condujo a la cama y allí, sin

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hablar para que no pudiese distinguirse la voz, porgrandísimo espacio con mayor placer y deleite deuna de las partes que de la otra estuvieron; peroluego de que a Catella le pareció tiempo de dejarsalir la concebida indignación, encendida por ar-diente ira, comenzó a hablar así.

—¡Ay!, ¡qué mísera es la fortuna de las mu-jeres y que mal se emplea el amor de muchas ensus maridos! Yo, mísera de mí, hace ocho años yaque te amo más que a mi vida, y tú, corno lo hesentido, ardes todo y te consumes en el amor deuna mujer extraña, hombre culpable y malvado.¿Pues con quién te crees que has estado? Hasestado con aquella que se ha acostado a tu ladodurante ocho años; has estado con aquella a quiencon falsas lisonjas has, tiempo ha, engañadomostrándole amor y estando enamorado de otra.Soy Catella, no soy la mujer de Ricciardo, traidordesleal: escucha a ver si reconoces mi voz, que soyella; y se me hacen mil años hasta que a la luz es-temos para avergonzarte como lo mereces, perroasqueroso y deshonrado. ¡Ah, mísera de mí!, ¿aquién le he dedicado tanto amor tantos años? Aeste perro desleal que, creyéndose tener en brazosa una mujer extraña, me ha hecho más caricias yternuras en este poco tiempo que he estado aquí

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con él que en todo el restante que he sido suya.¡Hoy has estado gallardo, perro renegado, cuandoen casa sueles mostrarte tan débil y cansado y sinfuerza! Pero alabado sea Dios que tu huerto haslabrado, no el de otro, como te creías. No me mara-villa que esta noche no te me acercases; esperabasdescargar la carga en otra parte y querías llegarmuy fresco caballero a la batalla: ¡pero gracias aDios y mi artimaña, el agua por fin ha bajado pordonde debía! ¿Por qué no contestas, hombre cul-pable? ¡Por Dios que no sé por qué no te meto losdedos en los ojos y te los saco! Te creíste que muyocultamente podías hacer esta traición. ¡Por Dios,tanto sabe uno como otro; no has podido: mejoressabuesos te he tenido detrás de lo que creías!

Ricciardo gozaba para sí mismo con estaspalabras y, sin responder nada la abrazaba y labesaba y más que nunca le hacía grandes caricias.Por lo que ella, que seguía hablando, decía:

—Sí, te crees que ahora me halagas contus caricias fingidas, perro fastidioso, y me quierestranquilizar y consolar; estás equivocado: nunca meconsolaré de esto hasta que no te haya puesto envergüenza en presencia de cuantos parientes yamigos y vecinos tenemos. ¿Pues no soy yo, mal-

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vado, tan hermosa como lo sea la mujer de Ricciar-do Minútolo?, ¿no soy igual en nobleza a ella? ¿Nodices nada, perro sarnoso? ¿Qué tiene ella más queyo? Apártate, no me toques, que por hoy ya bastan-te has combatido. Bien sé que ya, puesto que sabesquién soy, lo que hicieses lo harías a la fuerza: peroasí Dios me dé su gracia como te haré pasar caren-cia, y no sé por qué no mando a por Ricciardo, queme ha amado más que a sí mismo y nunca pudogloriarse de que lo mirase una vez; y no sé qué malhubiera habido en hacerlo. Tú has creído tener aquía su mujer y es como si la hubieras tenido, porquepor ti no ha quedado; pues si yo lo tuviera a él nome lo podrías reprochar con razón.

Así, las palabras fueron muchas y la amar-gura de la señora grande; pero al final Ricciardo,pensando que si la dejaba irse con esta creencia amucho mal podría dar lugar, deliberó descubrirse ysacarla del engaño en que estaba; y cogiéndola enbrazos y apretándola bien, de modo que no pudierairse, dijo:

—Alma mía dulce, no os enojéis; lo que contan sólo amar no podía tener, Amor me ha enseña-do a conseguir con engaño, y soy vuestro Ricciardo.

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Lo que oyendo Catella, y conociéndolo en lavoz, súbitamente quiso arrojarse de la cama, perono pudo; entonces quiso gritar, pero Ricciardo letapó la boca con una de las manos, y dijo:

—Señora, ya no puede ser que lo que hasido no haya sido; aunque gritaseis durante todo eltiempo de vuestra vida, y si gritáis o de alguna ma-nera hacéis que esto sea sabido alguna vez poralguien, sucederán dos cosas. La una será (que nopoco debe importaros) que vuestro honor y vuestrafama se empañarán, porque aunque digáis que yoos he hecho venir aquí con engaños yo diré que noes verdad, sino que os he hecho venir aquí condinero y presentes que os he prometido y que comono os los he dado tan cumplidamente como espera-bais os habéis enojado, y por eso habláis y gritáis, ysabéis que la gente está más dispuesta a creer lomalo que lo bueno y me creerá antes a mí que avos. Además de esto, se seguirá entre vuestro ma-rido y yo una mortal enemistad y podrían ponerselas cosas de modo que o yo le matase a él antes oél a mí, por lo que nunca podríais estar despuésalegre ni contenta. Y por ello, corazón mío, no quer-áis en un mismo punto infamaros y poner en peligroy buscar pelea entre vuestro marido y yo. No sois laprimera ni seréis la última que es engañada, y yo no

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os he engañado por quitaros nada vuestro sino porel excesivo amor que os tengo y estoy dispuestosiempre a teneros, y a ser vuestro humildísimo ser-vidor. Y si hace mucho tiempo que yo y mis cosas ylo que puedo y valgo han sido vuestras y están avuestro servicio, entiendo que lo sean más quenunca de aquí en adelante. Ahora, vos sois pruden-te en las otras cosas, y estoy cierto que también loseréis en ésta.

Catella, mientras Ricciardo decía estas pa-labras, lloraba mucho, y aunque muy enojada estu-viera y mucho se lamentase, no dejó de oír la razónen las verdaderas palabras de Ricciardo, que noconociese que era posible que sucediera lo queRicciardo decía; por lo que dijo:

—Ricciardo, yo no sé cómo Dios me permi-tirá soportar la ofensa y el engaño que me hashecho. No quiero gritar aquí, donde mi simpleza yexcesivos celos me han conducido, pero estateseguro de esto, de que no estaré nunca contenta side un modo o de otro no me veo vengada de lo queme has hecho; por ello déjame, no me toques más;has tenido lo que has deseado y me has vejadocuanto te ha placido; tiempo es de que me dejes:déjame, te lo ruego.

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Ricciardo, que se daba cuenta de que suánimo estaba aún demasiado airado, se había pro-puesto no dejarla hasta conseguir que se calmara;por lo que, comenzando con dulcísimas palabras aablandarla, tanto dijo, y tanto rogó y tanto juró queella, vencida, hizo las paces con él, y con igual de-seo de cada uno de ellos por gran espacio, des-pués, con grandísimo deleite, se quedaron juntos. Yconociendo entonces la señora cuánto más sabro-sos eran los besos del amante que los del marido,transformada su dureza en dulce amor a Ricciardo,desde aquel día en adelante tiernísimamente lo amóy, prudentísimamente obrando, muchas veces goza-ron de su amor. Que Dios nos haga gozar del nues-tro.

NOVELA SÉPTIMA

Tedaldo, enojado con una amante suya, seva de Florencia; vuelve allí después de algún tiempodisfrazado de peregrino; habla con la dama y lehace reconocer su error y libra de la muerte a sumarido, a quien se le había acusado de haberledado muerte a él, y lo reconcilia con los hermanos;y luego, discretamente, con su amante goza.

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Ya alabada por todos se calla Fiameta,cuando la reina, para no perder tiempo, prestamen-te a Emilia encomendó la narración; y ella empezó:

A mí me place volver a nuestra ciudad, dedonde a las dos anteriores les plugo apartarse, ycontaros cómo un ciudadano nuestro reconquistó asu perdida señora.

Hubo, pues, en Florencia, un noble jovencuyo nombre era Tedaldo de los Elisei, que enamo-rado sobremanera de una señora, llamada doñaErmelina y mujer de un Aldobrandino Palermini, porsus loables costumbres mereció disfrutar de su de-seo; placer al cual la Fortuna, enemiga de los di-chosos, se opuso; por lo cual, fuera cual fuese larazón, la señora, habiendo complacido a Tedaldodurante un tiempo, por completo se apartó de que-rer complacerlo y de querer no ya escuchar ningunaembajada suya, sino tampoco verle de manera nin-guna. Por lo que él se dejó ir a una tristeza fiera yaborrecible, mas tenía de tal manera celado suamor que nadie creía que éste era la razón de sumelancolía; y luego de que de diversas maneras sehubo ingeniado mucho en reconquistar el amor quesin culpa suya le parecía haber perdido, y encon-

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trando vana toda fatiga, a alejarse del mundo (parano alegrar al verlo consumirse a aquella que de sumal era ocasión) se dispuso.

Y cogiendo los dineros que pudo conseguir,secretamente, sin decir palabra a amigo ni a parien-te fuera de un compañero suyo que todo sabía, sefue y llegó hasta Ancona, haciéndose llamar Filippode San Lodeccio, y trabando allí conocimiento conun rico mercader, entró a su servicio y en un barcojunto con él se fue a Chipre. Sus costumbres y susmaneras agradaron tanto al mercader que no sola-mente le asignó un buen salario, sino que le hizo susocio en parte y además gran parte de sus negociosle puso entre las manos, los cuales llevó tan bien ycon tanta solicitud que en pocos años se hizo buenoy rico mercader y famoso. En los cuales negocios,aunque muchas veces se acordase de la cruel se-ñora y fieramente fuese de amor traspasado y mu-cho desease volver a verla, fue de tanta constanciaque durante siete años venció aquella batalla. Perosucedió que, oyendo un día en Chipre cantar unacanción que hacía tiempo él había compuesto, en laque el amor que tenía a su señora y ella a él y elplacer que de ella gozaba se contaba, pensandoque no podía ser que ella le hubiera olvidado, entanto deseo de volver a verla se inflamó que, no

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pudiendo sufrirlo más, se dispuso a volver a Floren-cia.

Y puestos en orden todos sus asuntos, sevino tan sólo con un sirviente suyo a Ancona, adon-de habiendo llegado sus cosas, las mandó a Flo-rencia a un amigo del anconés socio suyo, y él ocul-tamente, como un peregrino que viniera del SantoSepulcro, con su criado se vino detrás; y llegados aFlorencia, se fue a una posadita que dos hermanostenían cerca de la casa de su señora. Y donde pri-mero fue no fue a otra parte sino a la puerta de sucasa por verla si podía; pero vio las ventanas y laspuertas y todo cerrado, por lo que mucho temió quehubiera muerto o que se hubiese mudado de allí.Por lo que, muy pensativo, se fue a la casa de sushermanos, a quienes vio todos vestidos de negro,de lo que se maravilló mucho, y sabiéndose tancambiado en el vestido y la persona de lo que sersolía cuando se fue de allí, que no podría ser reco-nocido fácilmente, confiadamente se acercó a unzapatero y le preguntó por qué aquéllos iban vesti-dos de negro. A lo que el zapatero respondió:

—Van vestidos de negro porque no hacequince días que un hermano suyo que hacía muchotiempo que no estaba aquí, que tenía por nombre

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Tedaldo, fue muerto; y me parece entender que hanprobado a la justicia que uno que tiene por nombreAldobrandino Palermini, que está preso, lo matóporque estaba enamorado de la mujer y había vuel-to disfrazado para estar con ella.

Maravillóse mucho Tedaldo de que tanto sele asemejase alguno que fuese tomado por él y ledolió la desgracia de Aldobrandin, y habiendo oídoque la señora estaba sana y salva, siendo ya denoche, lleno de diversos pensamientos, se volvió ala posada, y luego de que cenado hubo con su cria-do, en lo más alto de la casa fue puesto a dormir.Allí, tanto por los muchos pensamientos que le asal-taban como por la dureza de la cama y tal vez por lacena, que había sido escasa, ya era medianoche ytodavía Tedaldo no había podido dormirse, por loque, estando despierto, le pareció hacia la media-noche sentir que desde el tejado de la casa bajabagente a la casa, y luego por las rendijas de la puertade la cámara vio hacia allí venir una luz.

Por lo que, calladamente acercándose a lasrendijas, empezó a mirar qué significaba aquello yvio a una joven muy hermosa tener en mano estaluz y venir hacia ella tres hombres, que habían ba-

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jado del tejado, y luego de hacerse algunas fiestasunos a otros, dijo uno de ellos a la joven:

—Ya podemos, Dios sea loado, estar segu-ros, porque sabemos ciertamente que la muerte deTedaldo Elisei ha sido achacada por sus hermanosa Aldobrandín Palermini, y él ha confesado y yaestá escrita la sentencia, pero debemos seguir ca-llando porque si alguna vez se sabe que hemos sidonosotros estaremos en el mismo peligro que estáAldobrandino.

Y dicho esto, con la mujer, que muy conten-ta se mostró con esto, bajaron y se fueron a dormir.

Tedaldo, oído esto, empezó a considerarcuántos y cuáles eran los errores en que podía caerla mente de los hombres, pensando primero en sushermanos, que a un extraño habían llorado y sepul-tado en su lugar, y luego acusado a un inocente porfalsas sospechas, y con testigos no verdaderoshaberlo llevado a la muerte, y además de ello en laseveridad ciega de las leyes y de sus rectores, loscuales muchas veces, como solícitos investigadoresde la verdad, con crueldades hacen probar lo falso yse llaman ministros de la justicia y de Dios cuandoson ejecutores de la iniquidad y del diablo. Despuésde esto, a la salvación de Aldobrandino dirigió sus

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pensamientos y consideró consigo mismo lo quedebía hacer. Y en cuanto se levantó por la mañana,dejando al criado, cuando le pareció oportuno se fueél solo a la casa de su señora y, encontrando poracaso abierta la puerta, entró dentro y vio a su se-ñora sentada por tierra en una salita que allí en laplanta baja había; y estaba llena de llanto y deamargura; y casi se puso a llorar de compasión; yacercándose le dijo:

—Señora, no os atribuléis; vuestra paz estácerca.

La señora, al oírle, levantó el rostro y, llo-rando, dijo:

—Buen hombre, me pareces un peregrinoforastero; ¿qué sabes tú de la paz ni de mi aflic-ción?

Repuso entonces el peregrino:

—Señora, soy de Constantinopla y poco hahe llegado aquí mandado por Dios a convertir vues-tras lágrimas en risa y a librar de la muerte a vues-tro marido.

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—¿Cómo —dijo la señora— si eres deConstantinopla y recién llegado aquí sabes quiénesmi marido y yo somos?

El peregrino, empezando desde el principio,toda la historia de la angustia de Aldobrandino lecontó y le dijo quién era ella, cuánto tiempo hacíaque estaba casada y otras muchas cosas que élmuy bien sabía de sus asuntos, por lo que la señorase maravilló mucho y teniéndolo por un profeta searrodilló a sus pies, rogándole por Dios que, si hab-ía venido a salvar a Aldobrandino que se apresura-se porque el tiempo era poco. El peregrino,mostrándose como un muy santo varón, dijo:

—Señora, levantaos y no lloréis, y escuchadbien lo que voy a deciros, y guardaos de decirlonunca a nadie. Por lo que Dios me ha revelado quela tribulación en la que estáis os ha sobrevenido porun gran pecado que cometisteis hace tiempo, queDios ha querido que purguéis en parte con estaangustia y del que quiere que os enmendéis: si no,por ello recaeréis en una aflicción mucho mayor.

Dijo entonces la señora:

—Señor, he pecado mucho y no sé de quéDios querrá que me enmiende entre todos, y por

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ello, si lo sabéis, decídmelo y haré todo cuanto pue-da por enmendarlo.

—Señora —dijo entonces el peregrino—,bien sé cuál es y no voy a preguntároslo para saber-lo mejor, sino para que diciéndolo vos misma teng-áis más remordimiento. Pero vengamos al asunto.Decidme, ¿os acordáis de haber tenido algún aman-te?

La señora, al oír esto, dio un gran suspiro yse maravilló mucho, no creyendo que nadie nuncalo hubiera sabido, a no ser que desde que habíasido muerto aquel que fue enterrado como Tedaldose hubiese propalado algo por algunas palabrasindiscretamente dichas por un amigo de Tedaldo,que sabía de ello; y respondió:

—Bien veo que Dios os muestra todos lossecretos de los hombres, y por ello estoy dispuestaa no ocultaros los míos. Es verdad que en mi juven-tud amé sumamente al desventurado joven de cuyamuerte se culpa a mi marido, cuya muerte tanto hellorado cuanto me duele, por lo que, por muy rígiday agreste que me mostrase con él antes de su parti-da, ni su partida ni su larga ausencia ni aun su des-venturada muerte han podido nunca arrancármelodel corazón.

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A lo que dijo el peregrino:

—Al desventurado joven que ha sido muertono amasteis vos, sino a Tedaldo Elisei. Pero decid-me, ¿cuál fue la razón por la que os enojasteis conél? ¿Os ofendió en algo?

Y la señora le respondió:

—Ciertamente que no, nunca me ofendió,pero la razón del enfado fueron las palabras de unmaldito fraile con el que me confesé una vez, por-que cuando le hablé del amor que a aquél tenía yde la intimidad que tenía con él, me levantó tal que-bradero de cabeza que todavía me espanta, dicién-dome que si no me abstenía de ello iría a dar a laboca del diablo en lo profundo de los infiernos ysería condenada al fuego eterno. De lo que meentró tal pavor que por completo me dispuse a noquerer ya su intimidad; y para quitar la ocasión, nisu carta ni su embajada quise recibir; aunque creoque si hubiese perseverado más (porque por lo quepresumo se fue desesperado y lo vi consumirsecomo hace la nieve al sol), mi dura decisión sehubiese doblegado porque un deseo mayor no teníaen el mundo.

Dijo entonces el peregrino:

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—Señora, éste es el único pecado que aho-ra os atribula. Sé firmemente que Tedaldo no osforzó en nada; cuando os enamorasteis de él porvuestra propia voluntad lo hicisteis, agradándoos él,y cuando vos misma quisisteis vino a vos y gozó devuestra intimidad, en la cual con palabras y conobras tanto agrado le mostrasteis que, si primero osamaba, más de mil veces hicisteis redoblar su amor.Y si así fue, como sé que fue, ¿qué razón podíamoveros a apartarlo tan rígidamente? Esas cosasdebían pensarse antes de hacerse y si creyeseisque debíais arrepentiros como de algo mal hecho,no hacerlas. Tal como él se hizo vuestro, vos oshicisteis suya. Si él no hubiera sido vuestro, podríaishaber hecho en todo lo que quisieseis, como dueña,pero querer arrebatarle a vos que erais suya era unrobo y cosa reprobable si aquélla no era la voluntadde él. Pues debéis saber que yo soy fraile y por elloconozco todas sus costumbres; y si hablo de ellasun tanto libremente para vuestro provecho no estarámal en mí como estaría en otros; y me place hablarde ellas para que de ahora en adelante mejor losconozcáis de lo que parece que habéis hecho hastaahora. Hubo antes frailes santísimos y hombres devalor, pero los que hoy se llaman frailes, y por elloquieren ser tenidos, nada tienen de fraile, sino la

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capa, y ni siquiera ésta es de fraile porque si por losfundadores de los frailes fueron elegidas delgadas ymíseras y de telas groseras y manifestadoras delespíritu que había despreciado las cosas tempora-les cuando se envolvía el cuerpo en tan vil vestido,hoy se las hacen anchas y forradas y satinadas y detelas finísimas y les han dado forma cortesana ypontifical para no avergonzarse de pavonearse conellos en las iglesias y en las plazas como con susvestidos hacen los seglares; y como con el espara-vel el pescador se ingenia en coger en los ríos mu-chos peces de una vez, así éstos, con las amplísi-mas fimbrias envolviéndose, a muchas santurronas,muchas viudas, a muchas otras mujeres necias yhombres se ingenian en coger debajo, y de ello seocupan con mayor solicitud que de otro ejercicio. Ypor ello, para decirlo con más verdad, no las capasde los frailes llevan éstos sino solamente el color delas capas. Y mientras los antiguos deseaban la sal-vación de los hombres, éstos desean las mujeres ylas riquezas, y todo su empeño han puesto y ponenen asustar con palabrería y con pinturas las mentesde los necios y en enseñarles que con las limosnasse purgan los pecados y con misas, para que aaquellos que por cobardía (no por devoción) se hanacogido a hacerse frailes, y para no pasar trabajos,

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éste les mande el pan, aquél les mande el vino,aquel otro les dé la pitanza por el alma de sus muer-tos. Y ciertamente es verdad que las limosnas y lasoraciones purgan los pecados, pero si quienes lashacen viesen a quién las hacen o les conocieran,antes las guardarían para sí o mejor a otros tantospuercos las arrojarían. Y porque saben que cuantomenor es el número de los poseedores de una granriqueza, a tanto más tocan, todos con charlas y conespantos se ingenian en quitarles a los demásaquello que desean para ellos solos. Reprueban alos hombres la lujuria para que, apartándose de ellalos reprobados, para los reprobadores se quedenlas mujeres; condenan la usura y las gananciasinjustas para que, siéndoles restituidas a ellos, pue-dan hacerse las capas más amplias, comprar obis-pados y las otras prelaturas mayores con aquelloque han enseñado que llevaría a la condenación aquien lo tuviera. Y cuando de estas cosas y de otrasmuchas que causan escándalo se les reprende, conresponder «Haced lo que decimos y no lo quehacemos» creen que tienen digna descarga de tan-to peso grave, como si fuese más posible a las ove-jas ser constantes y de hierro que a los pastores. Ycuántos son aquellos a quienes dan tal respuestaque no la entienden en el modo que la dicen, mu-

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chos lo saben. Quieren los frailes de hoy que hagáislo que dicen, esto es que llenéis sus bolsas de dine-ros, les confiéis vuestros secretos, observéis casti-dad, perdonéis las injurias, os guardéis de hablarmal de nadie: cosas todas buenas, todas honestas,todas santas; ¿pero para qué? Para poder hacerellos lo que, si los seglares lo hacen, no podránhacer. ¿Quién no sabe que sin dineros la vaganciano puede durar? Si en tus gustos te gastas el dine-ro, el fraile no podrá haraganear en la orden; si tevas con las mujeres de alrededor les quitarás el sitioa los frailes; si no eres paciente y perdonas las inju-rias, el fraile no se atreverá a venir a tu casa y con-taminar a tu familia. ¿Por qué sigo? Se acusan ellosmismos tantas veces como antes los oyentes seexcusan de aquella manera. ¿Por qué no se quedanen casa si no creen poder ser abstinentes y santos?O si quieren dedicarse a esto, ¿por qué no siguenaquellas santas palabras del Evangelio: «EmpezóCristo a hacer y a enseñar»? Hagan esto primero yenseñen luego a los demás. He visto en mi vidagalanteadores, amadores, visitantes no sólo de lasmujeres seglares sino de las monjas y de aquellosque más escándalo arman desde sus púlpitos. ¿Y alos tales vamos a seguir? Quien así hace, hace loque quiere pero Dios sabe si lo hace prudentemen-

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te. Pero aun si hubiéramos de conceder lo que elfraile que os reprendió dijo, esto es, que gravísimopecado sea romper la fe matrimonial, ¿no lo es mu-cho mayor robar a un hombre?, ¿no lo es muchomayor matarlo o enviarlo al exilio rodando por elmundo? Esto lo concederá cualquiera. El tener inti-midad un hombre con una mujer es un pecado natu-ral; robarlo o matarlo o expulsarlo procede de mal-dad del espíritu. Que robasteis a Tedaldo ya antesos lo he demostrado, arrebatándoos a él cuando oshabíais hecho suya por vuestra espontánea volun-tad. Además, os digo que, por lo que a vos respec-ta, lo matasteis por haber hecho todo lo necesario(mostrándoos cada vez más cruel) para que se ma-tase con sus propias manos; y quiere la ley quequien es ocasión del mal tenga la misma culpa quequien lo hace. Y que vos de su exilio y de que hayaandado rodando por el mundo siete años sois laocasión, no se puede negar. Así que mucho mayorpecado habéis cometido con cualquiera de estastres cosas dichas que cometíais con concederlevuestra intimidad. Pero veamos, ¿es que Tedaldomereció estas cosas? Ciertamente que no: vosmisma lo habéis confesado; sin contar con que séque más que a sí mismo os ama. Nada fue tan hon-rado, tan exaltado, tan magnificado como erais vos

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sobre cualquiera otra mujer por él, si se encontrabaen parte donde honestamente y sin engendrar sos-pechas sobre vos podía de vos hablar. Todo subien, todo su honor, toda su libertad en vuestrasmanos era puesta por él. ¿No era un noble joven?,¿no era más apuesto que todos sus conciudada-nos?, ¿no era valeroso en las cosas que son pro-pias de los jóvenes?, ¿no era amado, tenido enaprecio, visto con agrado por todos? A nada de estodiréis que no. Entonces ¿cómo, por lo que dijese unfrailecillo maniático, brutal y envidioso, pudisteistomar contra él una resolución cruel? No sé quéerror debe de ser el de las mujeres que a los hom-bres desprecian y estiman en poco que, pensandoen lo que ellas son y en cuánta y cuál sea la noble-za dada por Dios al hombre sobre todos los demásanimales, deberían gloriarse cuando son amadaspor alguno y tenerle sumamente en aprecio y contoda solicitud ingeniarse en complacerlo para quede amarla nunca se apartase. Y que lo hicisteis vos,movida por las palabras de un fraile, que con certe-za debía de ser algún tragasopas manducador detortas, ya lo sabéis, y tal vez lo que él deseaba eraocupar el lugar de donde se esforzaba en echar aotro. Este pecado es aquel que la divina justicia quecon justa balanza lleva a efecto todas sus operacio-

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nes, no ha querido dejar sin castigo; y así como vossin ninguna razón os ingeniasteis en quitaros vosmisma a Tedaldo, así vuestro marido sin razón haestado y todavía está en peligro, y vos en tribula-ción. De la cual si deseáis ser librada, lo que osconviene prometer y, sobre todo hacer, es esto: sisucede alguna vez que Tedaldo de su largo destie-rro vuelva, vuestra gracia, vuestro amor y vuestrabenevolencia e intimidad le devolveréis y le respon-deréis en aquel estado en que estaba antes de quevos tontamente creyeseis al loco fraile.

Había el peregrino terminado sus palabrascuando la señora, que atentísimamente le escucha-ba porque veracísimas le parecían sus razones, yse es timaba con seguridad castigada por aquelpecado, al oírselo a él decir, dijo:

—Amigo de Dios, bastante conozco que sonciertas las cosas que decís y en gran parte conozcopor vuestra enseñanza quiénes son los frailes, quehasta ahora han sido tenidos por mí como santos; ysin duda conozco que mi culpa ha sido grande en loque hice contra Tedaldo, y si pudiera con gusto laenmendaría de la manera que me habéis dicho:pero ¿cómo puede ser? Tedaldo no podrá nunca

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volver: está muerto, y por ello lo que no puedehacerse no sé para qué voy a prometéroslo.

El peregrino le dijo:

—Señora, Tedaldo no está muerto, segúnDios me revela, sino que está vivo y sano y en buenestado si tuviese vuestra gracia.

Dijo entonces la señora.

—Mirad lo que decís; que yo lo he vistomuerto delante de mi casa de muchas cuchilladas, ylo tuve en estos brazos y con muchas lágrimas bañésu muerto rostro, las cuales dieron ocasión de hacerque se dijese lo que deshonestamente se ha dicho.

Entonces dijo el peregrino:

—Señora, digáis lo que digáis os aseguroque Tedaldo está vivo; y si queréis prometer aquellocon la intención de cumplirlo, espero que lo veáispronto.

La señora dijo entonces:

—Lo hago y lo haré de buen grado; y nadapodría suceder que me diese tanta alegría sino vera mi marido libre y sin daño y a Tedaldo vivo.

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Pareció entonces a Tedaldo tiempo de des-cubrirse y de consolar a la señora con más ciertaesperanza de su marido, y dijo:

—Señora, para que pueda consolaros conrelación a vuestro marido, un gran secreto necesitodeciros, que cuidaréis de que nunca mientras viváismanifestéis a nadie.

Estaban en un lugar asaz alejado, y solos,habiendo tomado gran confianza la señora en lasantidad que le parecía tener el peregrino; por loque Tedaldo, sacando un anillo guardado por él consumo cuidado, que la señora le había dado la últimanoche que había estado con ella, y mostrándoselodijo:

—Señora, ¿conocéis esto?

En cuanto la señora lo vio lo reconoció y di-jo:

—Señor, sí, yo se lo di a Tedaldo ha tiempo.

El peregrino, entonces, poniéndose en pie yprestamente quitándose de encima la esclavina y dela cabeza el capelo, y hablando en florentino, dijo:

—¿Y a mí, me conocéis?

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Cuando lo vio la señora, conociendo queera Tedaldo, toda se pasmó, temiéndole como a loscuerpos muertos, si se les ve andar como vivos, seteme: y no como a Tedaldo que regresaba de Chi-pre fue a su encuentro a recibirlo, sino como deTedaldo que volvía desde la tumba quiso huir teme-rosa. Y Tedaldo le dijo:

—Señora, no temáis, soy vuestro Tedaldovivo y sano y nunca me he muerto ni me mataron,creáis lo que creáis mis hermanos y vos.

La señora, tranquilizada un tanto, y bajandola voz, y mirándolo más y asegurándose de queaquél era Tedaldo, llorando se le echó al cuello y lobesó, diciendo:

—Dulce Tedaldo mío, ¡seas bien venido!

Tedaldo, besándola y abrazándola, dijo:

—Señora, no es ahora tiempo de hacernosmás estrechos saludos; quiero ir a hacer que Aldo-brandino os sea devuelto sano y salvo, sobre lo cualespero que antes de mañana por la noche tengáisnuevas que os agraden; que, si tengo suerte comoespero, sobre su salvación quiero poder venir estanoche a dároslas con más espacio que puedohacerlo al presente.

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Y volviéndose a poner la esclavina y elsombrero, besando otra vez a la señora y con-fortándola con buena esperanza, se separó de ella yallá se fue donde Aldobrandino estaba en prisión,más embebido en pensamientos de temor de lainminente muerte que de esperanza de futura salud;y a guisa de consolador, con la venia de los carcele-ros, entró donde él estaba y sentándose junto a él,le dijo:

—Aldobrandino, soy un amigo tuyo queDios te manda para salvarte, quien por tu inocenciaha sentido piedad de ti; y por ello, si en honor suyoquieres concederme un pequeño don que voy apedirte, sin falta antes de que mañana sea de no-che, en lugar de la sentencia de muerte que espe-ras, oirás absolución.

Al que Aldobrandin repuso:

—Buen hombre, puesto que de mi salvaciónte preocupas, aunque no te conozco ni me acuerdede haberte visto nunca, debes ser amigo, comodices. Y en verdad el pecado por el cual se dice quedebo ser condenado a muerte, nunca lo he cometi-do; muchos otros he hecho, que tal vez a esto mehayan conducido. Pero te digo por el temor de Diosesto: si él ahora tiene misericordia de mí, grandes

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cosas, no una pequeña, haría de buena gana, aun-que no lo prometiese; así que lo que te plazca pide,que sin falta, si llego a escapar de ésta, lo cumpliréciertamente.

El peregrino entonces dijo:

—Lo que quiero no es otra cosa sino queperdones a los cuatro hermanos de Tedaldo elhaberte conducido a este punto, creyéndote culpa-ble de la muerte de su hermano, y que los tengaspor hermanos y por amigos si te piden perdón.

Al que Aldobrandín repuso:

—No sabes cuán dulce cosa es la venganzani con cuánto ardor se desea sino quien recibe lasofensas; pero aun así, para que Dios de mi salva-ción se ocupe, de buen grado les perdonaré y ahorales perdono, y si de aquí salgo vivo y me salvo, parahacerlo seguiré el modo que te sea grato.

Esto le plugo al peregrino, y sin querer de-cirle más, encarecidamente le rogó que tuviesebuen ánimo, que con seguridad antes de que termi-nase el siguiente día tendría noticia certísima de susalud. Y separándose de él se fue a la señoría y ensecreto a un caballero que la gobernaba dijo así.

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—Señor mío, todos sabemos de buen gradoempeñarnos en hacer que la verdad de las cosas seconozca, y máximamente aquellos que tienen elpuesto que vos tenéis, para que no sufran los casti-gos los que no han cometido el pecado y sean cas-tigados los pecadores. Y para que ello suceda enhonor vuestro y para mal de quien lo ha merecido,he venido a vos. Como sabéis, habéis procedidoseveramente contra Aldobrandín Palermini y pareceque habéis tenido por cierto que él ha sido quienmató a Tedaldo Elisei, y vais a condenarlo, lo quesegurísimamente es falso, como creo que antes dela medianoche, trayendo a vuestras manos al mata-dor de aquel joven, os habré demostrado.

El valeroso hombre, que tenía lástima deAldobrandino, prestó gustosamente oídos a laspalabras del peregrino, y explicándole muchas co-sas sobre esto, siendo su guía, cuando estaban enel primer sueño, a los dos hermanos posaderos y asu criado apresó a mansalva, y queriéndoles dartortura para descubrir cómo había sido la cosa, nolo sufrieron sino que cada uno separadamente yluego todos juntos abiertamente confesaron habersido quienes mataron a Tedaldo Elisei, sin recono-cerlo. Preguntados por la razón, dijeron que porqueéste a la mujer de uno de ellos, no estando ellos en

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la posada, había molestado mucho y querido forzara que hiciese su voluntad.

El peregrino, enterado de esto, con licenciadel gentilhombre se fue y secretamente se vino acasa de la señora Ermelina, y a ella sola (habiéndo-se ido a dormir todos los demás de la casa) la en-contró esperándole, igualmente deseosa de tenerbuenas noticias del marido y de reconciliarse ple-namente con su Tedaldo; a la cual acercándose,con alegre gesto, dijo:

—Carísima señora mía, alégrate, que porcierto recuperarás mañana aquí sano y salvo a tuAldobrandino.

Y para asegurarle de esto más, lo que habíahecho le contó plenamente. La señora, de los dosaccidentes tales y tan súbitos, esto es, de recuperara Tedaldo vivo, al cual firmemente creía haber llora-do muerto, y de ver libre de peligro a Aldobrandino,a quien se creía tener que llorar por muerto unospocos días después, tan alegre como nunca lo es-tuvo nadie, afectuosamente abrazó y besó a suTedaldo; y yéndose juntos a la cama de buena ganafirmaron graciosas y alegres paces, tomando el unodel otro deleitable gozo. Y al acercarse el día, Te-daldo, levantándose, habiendo ya explicado a la

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señora lo que hacer entendía y rogándole queocultísimo lo tuviese, de nuevo en hábito de pere-grino salió de casa de la señora para poder, cuandofuese el momento, ocuparse de los asuntos de Al-dobrandino. La señoría, llegado el día y pareciéndo-le tener completa información del asunto, presta-mente liberó a Aldobrandino y pocos días después alos malhechores hizo cortar la cabeza donde habíancometido el homicidio.

Estando, pues, libre Aldobrandino, con granregocijo suyo y de su mujer y de todos sus amigos yparientes, y conociendo manifiestamente que aque-llo había sido obra del peregrino, le condujeron a sucasa por tanto tiempo cuanto le pluguiera estar en laciudad; y allí, de hacerle honores y fiestas que no sesaciaban, y especialmente la mujer, que sabía aquién se los hacía Pero pareciéndole, luego de al-gunos días, tiempo de reconciliar a sus hermanoscon Aldobrandino, a quienes sabía no sólo desacre-ditados por su absolución, sino también armadospor miedo, pidió a Aldobrandino que cumpliese supromesa. Aldobrandino espontáneamente contestóque estaba dispuesto.

El peregrino le hizo preparar un hermosoconvite para el día siguiente, al que dijo que quería

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que él con sus parientes y con sus mujeres invitasea los cuatro hermanos y a sus mujeres, añadiendoque él mismo iría incontinenti a invitarles a superdón y a su convite de su parte. Y estando Aldo-brandino contento con cuanto placía al peregrino, elperegrino enseguida se fue a casa de los cuatrohermanos, y dirigiéndoles las palabras que para talasunto se requerían, al final, con razones irrebati-bles fácilmente les condujo a querer reconquistar,solicitando el perdón, la amistad de Aldobrandino, yhecho esto, a ellos y a sus mujeres a almorzar conAldobrandino la mañana siguiente les invitó, y ellos,de buen grado, creyendo su palabra, aceptaron elconvite.

Así, pues, la mañana siguiente, a la hora decomer, primeramente los cuatro hermanos de Te-daldo, tan vestidos de negro como iban, con algu-nos amigos suyos vinieron a casa de Aldobrandino,que les esperaba; y allí, delante de todos aquellosque para acompañarles habían sido invitados porAldobrandino, arrojadas las armas en tierra, se pu-sieron en manos de Aldobrandino, pidiéndoleperdón de lo que contra él habían hecho. Aldobran-dino, llorando compasivamente, los recibió y besan-do a todos en la boca, gastando pocas palabras,todas las injurias recibidas perdonó. Después de

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ellos, sus hermanas y sus mujeres todas vestidasde luto vinieron, y por la señora Ermelina y las otrasgrandes señoras graciosamente recibidas fueron.

Y habiendo sido magníficamente servidosen el convite tanto los hombres como las mujeres,no había habido en él nada más que cosas dignasde encomio, a no ser la taciturnidad por el recientedolor que estaba representado en los vestidos oscu-ros de los parientes de Tedaldo (por lo cual la in-vención y la invitación del peregrino había sido cen-surada por muchos, y él se había apercibido deello); pero como lo había decidido, venido el tiempode disiparla, se puso en pie, todavía comiendo losdemás la fruta, y dijo:

—Nada ha faltado a este convite para quefuese alegre sino Tedaldo, a quien, pues habiéndoletenido continuamente con vosotros no lo habéisconocido, quiero mostrároslo.

Y quitándose de encima la esclavina y todala ropa de peregrino se quedó en jubón de tafetánverde, y no sin grandísima maravilla fue por todosmirado y examinado largamente antes de que al-guien se atreviese a creer que era él. Lo que viendoTedaldo, mucho les habló de sus parientes, de lascosas sucedidas entre ellos, de sus accidentes; por

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lo que sus hermanos y los demás hombres, todosllenos de lágrimas de alegría, a abrazarle corrieron,y lo mismo después hicieron las mujeres, tanto lasparientes como las no parientes, salvo doña Ermeli-na. Lo que viendo Aldobrandin, dijo:

—¿Qué es esto, Ermelina? ¿Cómo no cele-bras tú como las otras mujeres a Tedaldo?

Y, oyéndola todos, la señora le respondió:

—Ninguna hay que con más agrado le hayahecho fiestas o se las haga que se las haré yo, co-mo quien más que ninguna otra le está obligada,considerando que por su medio te he recuperado;pero las deshonestas habladurías de los días enque llorábamos a quien creíamos Tedaldo, hacenque me retenga.

Aldobrandino le dijo:

—¡Vamos, vamos!, ¿crees que yo creo a losque ladran? Procurando mi salvación bastante hademostrado que aquello eran falsedades, sin contarcon que nunca lo creí: levántate enseguida, ve aabrazarlo.

La señora, que otra cosa no deseaba, nofue lenta en obedecer en ello al marido; por lo que,

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levantándose como habían hecho los demás,abrazándolo ella, le hizo alegres fiestas. Esta libera-lidad de Aldobrandino mucho plugo a los hermanosde Tedaldo y a todos los hombres y mujeres que allíestaban, y cualquier barrunto que hubiera nacido enalgunos por las habladurías que había habido, conesto desapareció. Habiendo, pues, celebrado todosa Tedaldo, él mismo rasgó las vestiduras negrasque llevaban sus hermanos y las oscuras de lashermanas y las cuñadas, y quiso que otras ropas setrajesen y después de que vestidas fueron, muchoscantos y bailes se hicieron y otros pasatiempos; porlas cuales cosas, el convite, que había tenido silen-cioso principio, tuvo un fin sonoro.

Y con grandísima alegría, así como esta-ban, se fueron a casa de Tedaldo y allí cenaron porla noche, y muchos días después, siguiendo delmismo modo, continuaron la fiesta. Los florentinosdurante muchos días como a hombre resucitado yasombrosa cosa miraron a Tedaldo; y muchos, yaun los hermanos, tenían cierta ligera duda en elánimo sobre si era él o no, y no lo creían todavíafirmemente ni tal vez lo hubieran creído en muchotiempo si un caso que sucedió no hubiera llegado aaclararles quién había sido el muerto; que fue esto.Pasaban un día unos soldados de Lunigiana delante

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de su casa y, viendo a Tedaldo, fueron a su encuen-tro, diciéndole:

—¡Buenos los tenga Faziuolo!

A quienes Tedaldo, en presencia de sushermanos, respondió:

—Me habéis tomado por otro.

Ellos, al oírle hablar, se avergonzaron y lepidieron perdón, diciendo

—En verdad que os parecéis, más que nun-ca hemos visto parecerse nadie a otro, a un cama-rada nuestro que se llama Faziuolo de Pontriémoli,que vino aquí hace unos quince días o poco más ynunca hemos podido saber qué fue de él. Bien esverdad que nos maravillábamos del vestido porqueél era, como lo somos nosotros, mesnadero.

El hermano mayor de Tedaldo, al oír esto,fue hacia ellos y les preguntó qué vestido llevabaaquel Faziuolo. Ellos se lo dijeron y se encontró queprecisamente así iba como decían ellos; por lo que,entre esto y otras señales, conocido fue que el quehabía sido muerto había sido Faziuolo y no Tedaldo,por lo que se desvanecieron las sospechas de sushermanos y de cualquier otro. Tedaldo, pues, que

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había vuelto riquísimo, perseveró en su amor y sinque la señora se enojase más con él, discretamenteobrando, largamente gozaron de su amor. Dios noshaga gozar del nuestro.

NOVELA OCTAVA

Ferondo, tomados ciertos polvos, es ente-rrado como muerto y por el abad, que su mujer sedisfruta, hecho sacar de la tumba y puesto en pri-sión y persuadido de que está en el purgatorio, yluego, resucitado, como suyo cría a un hijo engen-drado por el abad en su mujer.

Llegado el fin de la larga historia de Emilia,que a nadie había desagradado por su extensión,sino considerada por todos como narrada breve-mente teniendo en cuenta la cantidad y la variedadde los casos contados en ella; la reina, a Lauretamostrando con un solo gesto su deseo, le dio oca-sión de comenzar así:

Carísimas señoras, se me pone delantecomo digna de ser contada una verdad que tiene,mucho más de lo que fue, aspecto de mentira, y me

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ha venido a la cabeza al oír contar que uno por otrofue llorado y sepultado. Contaré, pues, cómo unvivo fue sepultado por muerto y cómo después,resucitado y no vivo, él mismo y otros muchos cre-yeron que había salido de la tumba, siendo por ellovenerado como santo quien más bien como culpa-ble debía ser condenado.

Hubo, pues, en Toscana, una abadía (y to-davía hay) situada, como vemos muchas, en unlugar no demasiado frecuentado por las gentes, dela que fue abad un monje que en todas las cosasera santísimo, salvo en los asuntos de mujeres, yéstos los sabía hacer tan cautamente que casi na-die no sólo no los conocía, sino que ni los sospe-chaba; por lo que santísimo y justo se pensaba queera en todo. Ahora, sucedió que, habiendo hechogran amistad con el abad un riquísimo villano quetenía por nombre Ferondo, hombre ignorante y ob-tuso fuera de toda ponderación (y no por otra cosagustaba el abad de su trato sino por la diversión quea veces le causaba su simpleza), en esta amistadse apercibió el abad de que Ferondo tenía por es-posa a una mujer hermosísima, de la que se ena-moró tan ardientemente que en otra cosa no pensa-ba ni de día ni de noche; pero oyendo que, por muysimple y necio que fuese en todas las demás cosas,

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era sapientísimo en amar y proteger a esta su mu-jer, casi desesperaba.

Pero, como muy astuto, domesticó tanto aFerondo que éste con su mujer venían alguna vez apasearse por el jardín de su abadía; y allí, con él,sobre la felicidad de la vida eterna y sobre las santí-simas acciones de muchos hombres y mujeres yamuertos les hablaba con gran modestia, tanto que ala señora le dieron deseos de confesarse con él y lepidió licencia a Ferondo y la obtuvo. Venida, pues, aconfesarse con el abad con grandísimo placer deéste y poniéndose a sus pies como si otra cosaviniese a decir, comenzó:

—Señor, si Dios me hubiese dado marido ono me lo hubiese dado, tal vez me sería más fácilcon vuestra enseñanza entrar en el camino de queme habéis hablado, que lleva a otros a la vida eter-na, pero yo, considerando quién sea Ferondo y suestulticia, me puedo considerar viuda y, sin embar-go, soy casada en tanto que, viviendo él, otro mari-do no puedo tomar, y él, aun necio como es, es tanfuera de toda medida y sin ninguna razón tan celosoque por ello no puedo vivir con él más que en tribu-lación y en desgracia. Por la cual cosa, antes devenir a otra confesión, lo más humildemente que

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puedo os ruego que sobre esto queráis darme algúnconsejo, porque si desde ahora no empiezo a pro-curar ocasión de mi bien, confesarme o hacer algu-na otra buena obra de poco me servirá.

Este discurso proporcionó gran placer alalma del abad, y le pareció que la fortuna hubieraabierto el camino a su mayor deseo; y dijo:

—Hija mía, creo que gran fastidio debe serpara una hermosa y delicada mujer como sois vos,tener por marido a un mentecato, pero mucho ma-yor creo que sea tener a un celoso; por lo que, te-niendo vos uno y otro, fácilmente os creo lo que devuestra tribulación me decís. Pero en ello, por decir-lo en pocas palabras, no veo consejo ni remediofuera de uno, que es que Ferondo se cure de estoscelos. La medicina para curarlo sé yo muy biencómo hacerla, siempre que vos tengáis la voluntadde guardar en secreto lo que voy a deciros.

La mujer dijo:

—Padre mío, no dudéis de ello, porque medejaré antes morir que decir a nadie algo que vosme dijerais que no dijese, ¿pero cómo se podráhacer?

Repuso el abad:

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—Es necesario que muera, y así sucederá,y cuando haya sufrido tantos castigos que esté cas-tigado de estos celos suyos, nosotros, con ciertasoraciones, rogaremos a Dios que lo devuelva a estavida, y así lo hará.

—Pues —dijo la mujer—, ¿he de quedarmeviuda?

—Sí —repuso el abad—, durante algúntiempo, que mucho debéis guardaros de que nadiese case con vos, porque a Dios le parecería mal, yal volver Ferondo tendríais que volver con él y seríamás celoso que nunca.

La mujer dijo:

—Siempre que se cure de esta desgracia,que no tenga que estar yo siempre en prisión, estoycontenta; haced como gustéis.

Dijo entonces el abad:

—Así lo haré: pero ¿qué galardón tendré devos por tal servicio?

—Padre mío —dijo la señora—, lo que de-seéis si puedo hacerlo, pero ¿qué puede alguiencomo yo que sea apropiado a tal hombre como vossois?

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El abad le dijo:

—Señora, vos podéis hacer por mí no me-nos que lo que yo me empeño en hacer por vosporque así como me dispongo a hacer aquello quedebe ser bien y consuelo vuestro, así podéis hacervos lo que será salud y salvación de mi vida.

Dijo entonces la señora:

—Sí es así, estoy dispuesta.

—Pues —dijo el abad—, me daréis vuestroamor y me daréis el placer de teneros, porque porvos ardo y me consumo.

La mujer, al oír esto, toda pasmada, repuso:

—¡Ay, padre mío!, ¿qué es lo que mepedís? Yo creía que erais un santo: ¿y les cuadra alos santos requerir a las mujeres que les piden con-sejo a tales asuntos?

El abad le dijo:

—Alma mía bella, no os maravilléis, que poresto la santidad no disminuye, porque está en elalma y lo que yo os pido es un pecado del cuerpo.Pero sea como sea, tanta fuerza ha tenido vuestraatrayente belleza que Amor me obliga a hacer esto,

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y os digo que de vuestra hermosura más que otrasmujeres podéis gloriaros al pensar que agrada a lossantos, que están tan acostumbrados a las del cielo;y además de esto, aunque sea yo abad sigo siendoun hombre como los demás y, como veis, todavíano soy viejo. Y esto no debe seros penoso de hacer,sino que debéis desearlo porque mientras Ferondoesté en el purgatorio, yo os daré, haciéndoos com-pañía por la noche, el consuelo que debería darosél, y nadie se dará cuenta de ello, creyendo todosde mí aquello, y más, que vos creíais hace poco. Norehuséis la gracia que Dios os manda, que muchasson las que desean lo que vos podéis tener y tendr-éis, si como prudente seguís mi consejo. Además,tengo hermosas joyas valiosas, que entiendo nosean de otra persona sino vuestras. Haced, pues,dulce esperanza mía, lo que yo hago por vos debuen grado.

La mujer tenía el rostro inclinado, y no sabíacómo negárselo, y concedérselo no le parecía bien,por lo que el abad, viendo que le había escuchado ydaba largas a la respuesta, pareciéndole haberlaconvencido a medias, con muchas otras palabrascontinuando las primeras, antes de que callase lehabía metido en la cabeza que aquello estaba bienhecho; por lo que dijo vergonzosamente que estaba

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dispuesta a lo que mandase, pero que antes de queFerondo hubiese ido al purgatorio no podía ser. Elabad contentísimo le dijo:

—Y haremos que allí vaya incontinenti;haced de manera que mañana o al día siguientevenga a estar aquí conmigo.

Y dicho esto, habiéndole puesto ocultamen-te en la mano un bellísimo anillo, la despidió. Lamujer, alegre con el regalo y esperando tener otros,volviendo con sus compañeras, maravillosas cosasempezó a decir sobre la santidad del abad. De allí apocos días se fue Ferondo a la abadía, y en cuantolo vio el abad pensó en mandarlo al purgatorio; yencontrados unos polvos de maravillosa virtud queen tierras de Levante había obtenido de un granpríncipe que afirmaba que solía usarlos el Viejo dela Montaña cuando quería mandar a alguien(haciéndole dormir) a su paraíso o traerlo de allí, yque, en mayor o menor cantidad dados, sin ningunalesión hacían de tal manera dormir más o menos aquien los tomaba que, mientras duraba su poder nose habría dicho que tenía vida, y habiendo tomadode ellos cuantos fuesen suficientes para hacer dor-mir tres días, en un vaso de vino todavía un pocoturbio, en su celda, sin que Ferondo se diese cuen-

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ta, se los dio a beber; y con él lo llevó al claustro ycon otros de sus monjes empezaron a reírse de él yde sus tonterías.

Lo que no duró mucho porque, obrando lospolvos, se le subió a éste un sueño tan súbito y fieroa la cabeza que estando todavía en pie se durmió, ycayó dormido. El abad, mostrándose perturbado porel accidente, haciéndolo desceñir y haciendo traeragua fría y echándosela en la cara, y haciéndoleaplicar muchos otros remedios cómo si de algunaflatulencia de estómago o de otra cosa que tomadole hubiera quisiera recuperarle la desmayada vida yel sentido, viendo el abad y los monjes que con todoaquello no recobraba el sentido, tomándole el pulsoy no encontrándolo, todos tuvieron por cierto queestuviese muerto; por lo que, mandándolo a decir ala mujer y a sus parientes, todos los cuales aquívinieron prontamente, y habiéndolo la mujer con susparientes llorado un tanto, vestido como estaba lohizo el abad poner en una sepultura.

La mujer volvió a su casa, y de un pequeñomuchachito que tenía de él dijo que no entendíasepararse nunca; y así quedándose en casa, el hijola riqueza que había sido de Ferondo empezó aadministrar. El abad, con un monje boloñés de

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quien mucho se fiaba y que aquel día había venidoaquí desde Bolonia, levantándose por la noche ca-lladamente, a Ferondo sacaron de la sepultura y aun subterráneo, en el que ninguna luz entraba y quepara prisión de los monjes que cometiesen faltashabía sido hecho, lo llevaron y, quitándole sus ves-tidos, vistiéndole a guisa de monje, sobre un haz depaja lo pusieron, y lo dejaron hasta que recobrase elsentido. Entretanto, el monje boloñés, por el abadinformado de lo que tenía que hacer, sin saber deello nadie más, se puso a esperar que Ferondovolviese en sí.

El abad, al día siguiente, con algunos desus monjes a modo de hacer una visita, se fue acasa de la mujer, a la cual de negro vestida y atribu-lada encontró, y consolándola algún tanto, en vozbaja le pidió que cumpliera su promesa. La mujer,viéndose libre y sin el empacho de Ferondo ni denadie, habiéndole visto en el dedo otro hermosoanillo, dijo que estaba pronta y acordó con él que lanoche siguiente fuese. Por lo que, llegada la noche,el abad, disfrazado con las ropas de Ferondo yacompañado por su monje, fue, y con ella hasta lamañana, con grandísimo deleite y placer, se acostó,y luego se volvió a la abadía, haciendo aquel cami-no asaz frecuentemente para dicho servicio; y sien-

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do encontrado por algunos al ir o al venir, se creyóque era Ferondo que andaba por aquel barriohaciendo penitencia, y sobre ello muchas historiasentre la gente vulgar de la villa nacieron, y hasta ala mujer, que bien sabía lo que pasaba, se las con-taron muchas veces.

El monje boloñés, vuelto en sí Ferondo yhallándose allí sin saber dónde estaba, entrandodentro, dando una voz horrible, con algunas varasen la mano, cogiéndolo, le dio una gran paliza. Fe-rondo, llorando y gritando, no hacía otra cosa quepreguntar:

—¿Dónde estoy?

El monje le repuso:

—Estás en el purgatorio.

—¿Cómo? —dijo Ferondo—. ¿Es que mehe muerto?

Dijo el monje:

—Ciertamente.

Por lo que Ferondo por sí mismo y por sumujer y por su hijo empezó a llorar, diciendo lasmás extrañas cosas del mundo. El monje le llevó

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algo de comer y de beber, lo que viendo Ferondodijo:

—¿Así que los muertos comen?

Dijo el monje:

—Si, y esto que te traigo es lo que la mujerque fue tuya mandó esta mañana a la iglesia parahacer decir misas por tu alma, lo que Dios quiereque te sea ofrecido.

Dijo entonces Ferondo:

—¡Dómine, bendícela! Yo mucho la queríaantes que muriese, tanto que la tenía toda la nocheen brazos y no hacía más que besarla, y tambiénotra cosa hacía cuando me daba la gana.

Y luego, teniendo mucha hambre, comenzóa comer y a beber, y no pareciéndole el vino muybueno, dijo:

—¡Dómine, házselo pagar, que no le dio alcura del vino de la cuba de junto al muro!

Pero luego que hubo comido, el monje lecogió de nuevo y con las mismas varas le dio unagran paliza. Ferondo, habiendo gritado mucho, dijo:

—¡Ah!, ¿por qué me haces esto?

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Dijo el monje:

—Porque así ha mandado Dios NuestroSeñor que cada día te sea hecho dos veces.

—¿Y por qué razón? —dijo Ferondo.

Dijo el monje:

—Porque fuiste celoso teniendo por esposaa la mejor mujer que hubiera en tu ciudad.

—¡Ay! —dijo Ferondo—, dices verdad, y lamás dulce; era más melosa que el caramelo, perono sabía yo que Dios Nuestro Señor tuviera a malque el hombre fuese celoso, porque no lo habríasido.

Dijo el monje:

—De eso debías haberte dado cuenta mien-tras estabas allí, y enmendarte, y si sucede quealguna vez allí vuelvas, haz que tengas tan presentelo que ahora te hago que nunca seas celoso.

Dijo Ferondo:

—¿Pues vuelve alguna vez quien se mue-re?

Dijo el monje:

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—Sí, quien Dios quiere.

—¡Oh! —dijo Ferondo—, si alguna vezvuelvo, seré el mejor marido del mundo; no le pe-garé nunca, nunca le diré injurias sino por causa delvino que ha mandado esta mañana: y tampoco hamandado vela ninguna, y he tenido que comer aoscuras.

Dijo el monje:

—Sí lo hizo, pero se consumieron en lasmisas.

—¡Oh! —dijo Ferondo—, será verdad, y tenpor seguro que si allí vuelvo la dejaré hacer lo quequiera. Pero dime: ¿quién eres tú que me hacesesto?

Dijo el monje:

—También estoy muerto, y fui de Cerdeña,y porque alabé mucho a un señor mío el ser celosome ha condenado Dios a esta pena, a que tengaque darte de comer y de beber y estas palizas hastaque Dios disponga otra cosa de ti y de mí.

Dijo Ferondo:

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—¿No hay aquí nadie más que nosotrosdos?

Dijo el monje:

—Sí, millones, pero tú no los puedes ver nioír, ni ellos a ti.

Dijo entonces Ferondo:

—¿Pues a qué distancia estamos de nues-tra tierra?

—¡Ojojú! —dijo el monje—, estamos a mi-llas de más bien—la—cagueremos

—¡Recontra, eso es mucho! —dijo Feron-do—, y a lo que me parece debemos estar fuera delmundo, de tan lejos.

Ahora, en tales conversaciones y otras se-mejantes, con comida y con palizas, fue tenido Fe-rondo cerca de diez meses, en los cuales con mu-cha frecuencia el abad muy felizmente visitó a suhermosa mujer y con ella se dio la mejor vida delmundo. Pero como suceden las desgracias, la mujerquedó preñada, y dándose cuenta enseguida lo dijoal abad; por lo que a los dos les pareció que sindemora Ferondo tenía que ser traído del purgatorio

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a la vida y volver con ella, y decir ella que estabagrávida de él.

El abad, pues, la noche siguiente hizo conuna voz fingida llamar a Ferondo en su prisión ydecirle:

—Ferondo, consuélate, que place a Diosque vuelvas al mundo; adonde, vuelto, tendrás unhijo de tu mujer, al que llamarás Benedetto porquepor las oraciones de tu santo abad y de tu mujer ypor amor de San Benito te concede esta gracia.

Ferondo, al oír esto, se puso muy alegre, ydijo:

—Mucho me place: Dios bendiga a NuestroSeñor y al abad y a San Benito y a mi mujer queso-sa melosa sabrosa.

El abad, habiéndole hecho dar en el vinoque le mandaba tantos polvos de aquellos que lehicieran dormir unas cuatro horas, volviéndole aponer sus vestidos, junto con su monje silenciosa-mente lo volvieron a la sepultura donde había sidoenterrado. Por la mañana al hacerse de día, Feron-do volvió en sí y vio por alguna rendija de la sepultu-ra luz, lo que no veía hacía diez meses, por lo quepareciéndole estar vivo, empezó a gritar:

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—¡Abridme, abridme! —y a golpear él mis-mo con la cabeza contra la tapa del sepulcro, tanfuerte que removiéndola, porque con poco se re-movía, empezaba a abrirse cuando los monjes, quehabían rezado maitines, corrieron allí y conocieronla voz de Ferondo y lo vieron ya salir del sepulcro,por lo que, espantados todos ante la extrañeza delhecho, comenzaron a huir y se fueron al abad. Elcual, haciendo semblante de levantarse de la ora-ción, dijo:

—Hijos, no temáis; tomad la cruz y el aguabendita y venid detrás de mi, y veamos lo que elpoder de Dios nos quiere mostrar —y así lo hizo.

Estaba Ferondo tan pálido como quien haestado tanto tiempo sin ver el cielo, fuera del ataúd;el cual, al ver al abad, corrió a sus pies y le dijo:

—Padre mío, vuestras oraciones, según meha sido revelado, y las de San Benito y las de mimujer me han sacado de las penas del purgatorio ytraído a la vida de nuevo; por lo que os ruego a Diosque tengáis buenos días y buenas calendas, hoy ysiempre.

El abad dijo:

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—Alabado sea el poder de Dios. Ve, pues,hijo, pues que Dios aquí te ha devuelto, y consuelaa tu mujer, que siempre, desde que te fuiste, haestado llorando, y sé de aquí en adelante amigo yservidor de Dios.

Dijo Ferondo:

—Señor, así ha sido dicho; dejadme hacer amí, que en cuanto la encuentre, tanto la besarécuanto la quiero.

El abad, quedándose con sus monjes,mostró sentir por esta cosa una gran admiración ehizo cantar devotamente el miserere. Ferondo tornóa su villa, donde, quien lo veía huía de él como sue-le hacerse de las cosas horribles, pero él, llamándo-le, afirmaba que había resucitado. La mujer tambiéntenía miedo de él, pero después de que la gente fuetomando confianza con él, y, viendo que estabavivo, le preguntaban sobre muchas cosas; converti-do en sabio, a todos respondía y daba noticias delas almas de sus parientes, y hacía por sí mismo lasmás bellas fábulas del mundo sobre los hechos delpurgatorio, y delante de todo el pueblo contó la re-velación que había sido hecha por boca de Arañue-lo Grabiel antes de que resucitase.

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Por la cual cosa, volviéndose a casa con lamujer y entrado en posesión de sus bienes, la preñóa su parecer, y sucedió por ventura que llegado eltiempo oportuno en opinión de los tontos, que creenque la mujer lleva a los hijos precisamente nuevemeses, la mujer parió un hijo varón, que fue llamadoBenedetto Ferondo. La vuelta de Ferondo y suspalabras, al creer casi todo el mundo que habíaresucitado, acrecentaron sin límites la fama de lasantidad del abad; y Ferondo, que por sus celoshabía recibido muchas palizas, según la promesaque el abad había hecho a la mujer, dejó de serceloso de allí en adelante, con lo que, contenta lamujer, honestamente como solía con él vivió aun-que, cuando convenientemente podía, de buengrado se encontraba con el santo abad que bien ydiligentemente en sus mayores necesidades la hab-ía servido.

NOVELA NOVENA

Giletta de Narbona cura al rey de Francia deuna fístula; le pide por marido a Beltramo de Ro-sellón, el cual, desposándose con ella contra suvoluntad, a Florencia se va enojado; donde, corte-jando a una joven, en lugar de ella, Giletta se

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acuesta con él y tiene de él dos hijos, por lo que él,después, sintiendo amor por ella, la tuvo como mu-jer.

Quedaba, al no querer negar su privilegio aDioneo, solamente la reina por contar su historia(como fuera que ya había terminado la novela deLaureta); por lo cual, ésta, sin esperar a ser solicita-da por los suyos, así, toda amorosa, comenzó ahablar:

¿Quién contará ahora ya una historia queparezca buena, habiendo escuchado la de Laureta?Alguna ventaja ha sido que ella no fuese la primera,que luego pocas de las otras nos hubieran gustado,y así espero que suceda con las que esta jornadaquedan por contar. Pero sea como sea, aquella quesobre el presente asunto se me ocurre os contaré.

En el reino de Francia hubo un gentilhombreque era llamado Isnardo, conde del Rosellón, elcual, porque poca salud tenía, siempre tenía a sulado a un médico llamado maestro Gerardo de Nar-bona. Tenía el dicho conde un solo hijo pequeño,llamado Beltramo, el cual era hermosísimo y ama-ble, y con él otros niños de su edad se educaban,

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entre los cuales estaba una niña del dicho médicollamada Giletta, la cual infinito amor, y más allá delo que convenía a su tierna edad ardiente, puso eneste Beltramo. El cual, muerto el conde y confiadoél a las manos del rey, tuvo que irse a París, de loque la jovencilla quedó vehementemente desconso-lada; y habiendo muerto el padre de ella no muchodespués, si alguna razón honesta hubiera tenido, debuen grado a París para ver a Beltramo habría ido;pero estando muy guardada, porque rica y solahabía quedado, no encontraba ningún caminohonesto. Y siendo ella ya de edad de tomar marido,no habiendo podido nunca olvidar a Beltramo, amuchos con quienes sus parientes habían queridocasarla había rechazado sin manifestar la razón.

Ahora, sucedió que, inflamada ella en elamor de Beltramo más que nunca, porque hermosí-simo joven oía que se había hecho, vino a oír unanoticia, de cómo al rey de Francia, de un nacido quehabía tenido en el pecho y le había sido curado mal,le había quedado una fístula que grandísima moles-tia y grandísimo dolor le ocasionaba, y no se habíapodido todavía encontrar un médico (aunque mu-chos lo hubiesen intentado) que lo hubiera podidocurar de aquello, sino que todos lo habían empeo-rado; por la cual cosa el rey, desesperándose, ya de

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ninguno quería consejo ni ayuda. De lo que la jovense puso sobremanera contenta y pensó no sola-mente por aquello tener una razón legítima para ir aParís, sino que, si fuese la enfermedad que ellacreía, que fácilmente podría tener a Beltramo pormarido.

Con lo que, como quien en el pasado delpadre había aprendido muchas cosas, hechos suspolvos con ciertas hierbas útiles para la enfermedadque pensaba que era, montó a caballo y a París sefue. Y antes de haber hecho nada se ingenió paraver a Beltramo, y luego, venida delante del rey, degracia le pidió que su enfermedad le mostrase. Elrey, viéndola joven hermosa y agradable, no se losupo negar, y se la mostró. En cuanto la hubo visto,incontinenti sintió esperanzas de poder curarlo, ydijo:

—Monseñor, si os place, sin ninguna moles-tia o trabajo vuestro, espero en Dios que en ochodías os sanaré de esta enfermedad.

El rey, para sí mismo, se burló de sus pala-bras diciendo:

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—¿Lo que los mayores médicos del mundono han podido ni sabido, una mujer joven cómopodrá saberlo?

Pero le agradeció su buena voluntad y re-puso que se había propuesto no seguir ya ningúnconsejo de médico. La joven le dijo:

—Monseñor, desprecias mi arte porque jo-ven soy y mujer, pero os recuerdo que yo no curocon mi ciencia, sino con la ayuda de Dios y con laciencia del maestro Gerardo narbonense, que fuemi padre y famoso médico mientras vivió.

El rey, entonces se dijo: «Tal vez me hamandado Dios a ésta; ¿por qué no pruebo lo quesabe hacer, pues dice que sin sufrir molestias mecurará en poco tiempo?», y habiendo decidido pro-barlo, dijo:

—Damisela, y si no me curáis, después dehacernos romper nuestra decisión, ¿qué queréisque se os haga?

—Monseñor —repuso la joven—, vigiladme,y si antes de ocho días no os curo, hacedme que-mar; pero si os curo, ¿qué premio me daréis?

El rey le respondió:

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—Me parecéis aún sin marido; si lo hacéis,os casaremos bien y altamente.

La joven le dijo:

—Monseñor, verdaderamente me place quevos me caséis, pero quiero a un marido tal cual yoos lo pida, entendiendo que no os debo pedir ningu-no de vuestros hijos ni de la familia real.

El rey enseguida le prometió hacerlo. La jo-ven comenzó su cura y, en breve, antes del tiempofijado, le devolvió la salud, por lo que el rey, sintién-dose curado, dijo:

—Damisela, os habéis ganado bien el mari-do.

Ella le contestó:

—Pues, monseñor, he ganado a Beltramode Rosellón, a quien infinitamente en mi infanciacomencé a amar y desde entonces siempre heamado sumamente.

Fuerte cosa pareció al rey tenérselo quedar, pero como prometido lo había, no queriendofaltar a su palabra, lo hizo llamar y así le dijo:

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—Beltramo, sois ya maduro y fornido: que-remos que volváis a gobernar vuestro condado yque con vos llevéis a una damisela que os hemosdado por mujer.

Dijo Beltramo:

—¿Y quién es la damisela, monseñor?

El rey le repuso:

—Es aquella que con sus medicinas me hadevuelto la salud.

Beltramo, que la conocía y la había visto,aunque muy bella le pareciese, conociendo que noera de linaje que a su nobleza correspondiera, todoofendido dijo:

—Monseñor, ¿pues me queréis dar por mu-jer a una mendiga? No plazca a Dios que tal mujertome jamás.

El rey le dijo:

—¿Pues queréis vos que no cumplamosnuestra palabra, que para recobrar la salud dimos ala damisela que os ha pedido por marido en ga-lardón?

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—Monseñor —dijo Beltramo—, podéis qui-tarme cuanto tengo, y darme, como vuestro hombreque soy, a quien os place: pero estad seguro deesto, que nunca estaré contento con tal matrimonio.

—Sí lo estaréis —dijo el rey—, porque ladamisela es hermosa y prudente y os ama mucho,por lo que esperamos que mucho más feliz vidatengáis con ella que tendríais con una dama de másalto linaje.

Beltramo se calló y el rey hizo preparar congran aparato la fiesta de las bodas; y llegado el díapara ello determinado, por muy de mala gana que lohiciera Beltramo, en presencia del rey la damiselase casó con quien más que a ella misma amaba. Yhecho esto, como quien ya pensado tenía lo quedebía hacer, diciendo que a su condado volverquería y consumar allí el matrimonio, pidió licenciaal rey; y, montado a caballo, no a su condado sefue, sino que se vino a Toscana.

Y sabiendo que los florentinos peleaban conlos sieneses, a ponerse a su lado se dispuso, dondealegremente recibido y con honor, hecho capitán decierta cantidad de gente y recibiendo de ellos buensalario, a su servicio se quedó y estuvo muchotiempo. La recién casada, poco contenta de tal suer-

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te, esperando poder con sus sabias obras hacerlovolver a su condado se fue al Rosellón, donde portodos como su señora fue recibida. Encontrandoallí, por el largo tiempo que sin conde había estado,todas las cosas descompuestas y estragadas, comoseñora prudente con gran diligencia y solicitud todaslas cosas puso en orden, por lo que los súbditosmucho contento tuvieron y la tuvieron en muchaestima y le tomaron gran amor, reprochando muchoal conde que con ella no se contentara. Habiendo laseñora recompuesto todo el país, por dos caballerosse lo comunicó al conde, rogándole que, si por ellano quería venir a su condado, se lo comunicase, yella, por complacerle, se iría; a los cuales él, durísi-mamente, dijo:

—Que haga lo que le plazca: en cuanto amí, volveré allí a estar con ella cuando tenga esteanillo en su dedo, y en los brazos un hijo engendra-do por mí.

Tenía el anillo en gran aprecio y nunca seseparaba de él, por cierto poder que le habían dadoa entender que tenía. Los caballeros oyeron la duracondición puesta con aquellas dos cosas casi impo-sibles, y viendo que con sus palabras de su inten-ción no podían moverle, volvieron a la señora y su

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respuesta le contaron. La cual, muy dolorida, des-pués de pensarlo mucho, deliberó querer saber siaquellas dos cosas podían ocurrir y dónde, para quecomo resultado pudiera recobrar a su marido. Yhabiendo pensado lo que debía hacer, reunidos unaparte de los mayores y mejores hombres de su con-dado, les contó ordenadamente y con palabras dig-nas de compasión lo que antes había hecho poramor del conde, y mostró lo que había sucedido poraquello, y finalmente les dijo que su intención no eraque por su estancia allí el conde estuviera en perpe-tuo exilio, por lo que entendía consumir lo que lequedase de vida en peregrinaciones y en obras demisericordia por la salvación de su alma; y les rogóque la protección y el gobierno del condado toma-sen y se lo significasen al conde, que ella vacía ylibre le había dejado su posesión y se había alejadocon intención de nunca volver al Rosellón.

Aquí, mientras ella hablaba, fueron derra-madas lágrimas por muchos de aquellos hombresbuenos y le hicieron muchos ruegos de que le plu-guiese cambiar de opinión y quedarse; pero de na-da sirvieron. Ella, encomendándolos a Dios, con unprimo suyo y una camarera, en hábito de peregri-nos, bien surtidos de dineros y valiosas joyas, sinque nadie supiese dónde iba, se puso en camino y

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no se detuvo hasta que llegó a Florencia; y llegadaallí por acaso a una posadita que tenía una buenamujer viuda, simplemente y a guisa de pobre pere-grina estaba, deseosa de oír noticias de su señor.

Sucedió, pues, que al día siguiente vio pa-sar a Beltramo por delante de la posada, a caballocon su compañía, y aunque muy bien lo conoció nodejó de preguntar a la buena mujer de la posadaquién era. La posadera le respondió:

—Es un gentilhombre forastero que se lla-ma el conde Beltramo, amable y cortés y muy ama-do en esta ciudad; y lo más enamorado del mundode una vecina nuestra, que es mujer noble, peropobre. Verdad es que honestísima joven es, y porpobreza no se ha casado aún, sino que con su ma-dre, prudentísima y buena señora, vive; y tal vez, sino fuese por esta su madre, habría ella hecho ya loque este conde hubiera querido.

La condesa, oyendo estas palabras, las re-tuvo bien; y más menudamente examinando y vi-niendo a todos los detalles, y bien comprendidastodas las cosas, tomó su decisión, y aprendida lacasa y el nombre de la señora y de su hija amadapor el conde, un día, ocultamente, en hábito deperegrina, allí se fue, y a la señora y a su hija en-

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contrando muy pobremente, saludándolas, dijo a laseñora que cuando le placiese quería hablarle. Lahonrada señora, levantándose, dijo que estabapronta a escucharla; y entrando solas en una alcobasuya, y tomando asiento, comenzó la condesa:

—Señora, me parece que os contáis entrelas enemigas de la fortuna como me cuento yo, perosi quisierais, por ventura podríais a vos y a mí con-solarnos.

La señora respondió que nada deseaba tan-to cuanto consolarse honestamente. Siguió la con-desa:

—Me es necesaria vuestra palabra, en laque si confío y vos me engañaseis, echaríais a per-der vuestros asuntos y los míos.

—Con confianza —dijo la noble señora—,decid todo lo que gustéis, que nunca por mí seréisengañada.

Entonces la condesa, comenzando con suprimer enamoramiento, quién era ella y lo que hastaaquel día le había sucedido le contó, de tal maneraque la noble señora, como quien ya en parte lo hab-ía oído a otros, comenzó de ella a sentir compasión.Y la condesa, contadas sus aventuras, siguió:

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—Ya habéis oído, entre mis otras angustias,cuáles son las dos cosas que necesito tener si quie-ro tener a mi marido, las cuales a nadie más conoz-co que pueda ayudarme a adquirirlas sino a vos, sies verdad lo que entiendo, esto es, que el conde mimarido sumamente a vuestra hija ama.

La noble señora le dijo:

—Señora, si el conde ama a mi hija no losé, pero mucho lo aparenta; ¿pero qué puedo yopor ello lograr de lo que vos deseáis?

—Señora —repuso la condesa—, os lo diré,pero primeramente os quiero mostrar lo que quierodaros si me ayudáis. Veo que vuestra hija es her-mosa y en edad de darle marido, y por lo que heentendido y me parece comprender, no tener dotepara darle os la hace tener en casa. Entiendo, enrecompensa del servicio que me hagáis, darle pres-tamente de mis dineros la dote que vos misma es-timéis que para casarla honradamente sea necesa-ria.

A la señora, como a quien estaba en nece-sidad, le plugo la oferta, pero como tenía el ánimonoble, dijo:

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—Señora, decidme lo que puedo hacer porvos, y si es honesto para mí lo haré con gusto, y vosluego haréis lo que os plazca.

Dijo entonces la condesa:

—Necesito que vos, por alguien de quien osfiéis, hagáis decir al conde mi marido que vuestrahija está dispuesta a hacer lo que él guste si puedecerciorarse de que la ama como aparenta, lo quenunca creerá si no le envía el anillo que lleva en lamano y que ella ha oído que él ama tanto; el cual sise lo manda, vos me lo daréis; y luego le mandaréisdecir que vuestra hija está dispuesta a hacer sugusto, y le haréis venir aquí ocultamente y escondi-damente a mí, en lugar de a vuestra hija, me pondr-éis a su lado. Tal vez me conceda Dios la gracia dequedar preñada; y así luego, teniendo su anillo en eldedo y en los brazos a un hijo por él engendrado, leconquistaré y con él viviré como la mujer debe vivircon su marido, habiendo sido vos la ocasión de ello.

Grave cosa pareció ésta a la señora, te-miendo que fuese a seguirse de ella vergüenza parasu hija; pero pensando que era cosa honrada darocasión a que la buena señora recuperase a sumarido y que con honesto fin se ponía a haceraquello, confiándose a sus buenos y honrados sen-

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timientos, no solamente prometió hacerlo a la con-desa sino que pocos días después, con secretacautela, según las órdenes que había dado, tuvo elanillo (aunque un tantillo le costase al conde) y aella en lugar de a su hija magistralmente puso en lacama con el conde.

En los cuales primeros ayuntamientos afec-tuosísimamente por el conde buscados, comoagradó a Dios, la señora quedó preñada de doshijos varones, como el parto hizo manifiesto a sudebido tiempo. Y no solamente una vez alegró lanoble señora a la condesa con los abrazos del ma-rido, sino muchas, tan secretamente actuando quenunca se supo una palabra de ello: creyendo siem-pre el conde que no con su mujer sino con aquella aquien amaba había estado. A quien cuando se iba air por las mañanas, había dado diversas joyas her-mosas y de valor, que diligentemente la condesaguardaba. La cual, sintiéndose preñada, no quisomás a la honrada señora imponer tal ayuda, sinoque le dijo:

—Señora, por merced de Dios y vuestratengo lo que deseaba, y por ello es tiempo que hagalo que os agrade, para irme después.

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La honrada señora le dijo que si habíahecho algo que le agradase, que le placía, pero queno lo había hecho por ninguna esperanza de ga-lardón sino porque le parecía deber hacerlo paraobrar bien. La condesa le dijo:

—Señora, mucho me place, y así, por otraparte, no entiendo daros lo que me pidáis por ga-lardón, sino por obrar bien, que a mí me parece quedebe hacerse así.

La honrada señora entonces, por la necesi-dad obligada, con grandísima vergüenza, cien lirasle pidió para casar a su hija. La condesa, conocien-do su vergüenza y oyendo su discreta petición, ledio quinientas y tantas joyas hermosas y valiosasque por ventura valían otro tanto; con lo que la hon-rada señora, mucho más que contenta, las graciasque mejor pudo a la condesa dio, la cual, separán-dose de ella, se volvió a la posada.

La honrada señora, por quitar ocasión aBeltramo de mandar a nadie ni venir a su casa, conla hija se fue al campo a casa de sus parientes, yBeltramo de allí a poco tiempo, reclamado por sushombres, a su casa, oyendo que la condesa sehabía alejado, se volvió. La condesa, oyendo que sehabía ido de Florencia, y vuelto a su condado, se

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puso muy contenta; y se quedó en Florencia hastaque el tiempo del parto vino, y dio a luz a dos hijosvarones parecidísimos a su padre, a los que hizodiligentemente criar.

Y cuando le pareció oportuno, poniéndoseen camino, sin ser por nadie reconocida, con ellosse vino a Montpellier; y descansando allí algunosdías, y sobre el conde y dónde estuviera habiendoindagado, y enterándose de que el día de Todos losSantos en el Rosellón iba a hacer una gran fiesta dedamas y caballeros, siempre disfrazada de peregri-na (como había salido de allí), allá se fue. Y oyendoa las damas y los caballeros reunidos en el palaciodel conde estar para sentarse a la mesa, sin cam-biarse de hábito, con sus hijuelos en los brazossubiendo a la sala, abriéndose paso entre todos,allá se fue hasta donde vio al conde, y arrojándose-le a los pies, dijo llorando:

—Señor mío, yo soy tu desventurada espo-sa, que por dejarte volver y estar en tu casa, larga-mente he andado rodando. Por Dios te requiero aque las condiciones que me pusiste por los doscaballeros que te mandé las mantengas: y aquí estátu anillo en mi dedo, y aquí, en mis brazos, tengo noa uno sino a dos hijos tuyos. Es hora ya de que

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deba por ti ser recibida como mujer, según tu pro-mesa.

El conde, al oír esto, todo se desvaneció yreconoció el anillo, y también a los dos hijos, tantose le parecían; pero dijo:

—¿Cómo puede haber sucedido esto?

La condesa, con gran maravilla del conde yde todos cuantos presentes estaban, ordenadamen-te contó lo que había pasado y cómo; por lo cual elconde, conociendo que decía la verdad y viendo superseverancia y su buen juicio, y además a aquellosdos hijitos tan hermosos, para cumplir lo que prome-tido había y por complacer a todos sus hombres y alas damas, que todos le rogaban que a ésta comosu legítima esposa acogiera ya y honrase, depusosu obstinada dureza e hizo ponerse en pie a la con-desa, y la abrazó y besó y por su legítima mujer lareconoció, y a aquéllos por hijos suyos; y haciéndo-la vestirse con ropas convenientes a ella, congrandísimo placer de cuantos allí había y de todossus otros vasallos que aquello oyeron, hizo no so-lamente todo aquel día, sino muchísimos otrosgrandísima fiesta, y de aquel día en adelante a ellasiempre como a su esposa y mujer honrada, la amóy la apreció sumamente.

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NOVELA DÉCIMA

Alibech se hace ermitaña, y el monje Rústi-co la enseña a meter al diablo en el infierno, des-pués, llevada de allí, se convierte en la mujer deNeerbale.

Dioneo, que diligentemente la historia de lareina escuchado había, viendo que estaba termina-da y que sólo a él le faltaba novelar, sin esperarórdenes, sonriendo, comenzó a decir:

Graciosas señoras, tal vez nunca hayáis oí-do contar cómo se mete al diablo en el infierno, ypor ello, sin apartarme casi del argumento sobre elque vosotras todo el día habéis discurrido, os lopuedo decir: tal vez también podáis salvar a vues-tras almas luego de haberlo aprendido, y podréistambién conocer que por mucho que Amor en losalegres palacios y las blandas cámaras más a sugrado que en las pobres cabañas habite, no por elloalguna vez deja de hacer sentir sus fuerzas entrelos tupidos bosques y los rígidos alpes, por lo quecomprender se puede que a su potencia están suje-tas todas las cosas.

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Viniendo, pues, al asunto, digo que en laciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo unhombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía unahijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; lacual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristia-nos que en la ciudad había alabar mucho la fe cris-tiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno deellos en qué materia y con menos impedimentospudiese servir a Dios. El cual le repuso que servíanmejor a Dios aquellos que más huían de las cosasdel mundo, como hacían quienes en las soledadesde los desiertos de la Tebaida se habían retirado.La joven, que simplicísima era y de edad de unoscatorce años, no por consciente deseo sino por unimpulso pueril, sin nada decir a nadie, a la mañanasiguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente,sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, conti-nuando sus deseos, después de algunos días aaquellas soledades llegó, y vista desde lejos unacasita, se fue a ella, donde a un santo varón en-contró en la puerta, el cual, maravillándose de verlaallí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. Lacual repuso que, inspirada por Dios, estaba bus-cando ponerse a su servicio, y también quién laenseñara cómo se le debía servir. El honrado varón,viéndola joven y muy hermosa, temiendo que el

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demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su bue-na disposición y, dándole de comer algunas raícesde hierbas y frutas silvestres y dátiles, y agua abeber, le dijo:

—Hija mía, no muy lejos de aquí hay unsanto varón que en lo que vas buscando es muchomejor maestro de lo que soy yo: irás a él.

Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él yoídas de éste estas mismas palabras, yendo másadelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muydevota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico,y la petición le hizo que a los otros les había hecho.El cual, por querer poner su firmeza a una fuerteprueba, no como los demás la mandó irse, o seguirmás adelante, sino que la retuvo en su celda; y lle-gada la noche, una yacija de hojas de palmera lehizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acosta-se. Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones enluchar contra las fuerzas de éste, el cual, en-contrándose muy engañado sobre ellas, sin dema-siados asaltos volvió las espaldas y se entregó co-mo vencido; y dejando a un lado los pensamientossantos y las oraciones y las disciplinas, a traerse ala memoria la juventud y la hermosura de ésta co-menzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en

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qué modo debiese comportarse con ella, para queno se apercibiese que él, como hombre disoluto,quería llegar a aquello que deseaba de ella.

Y probando primero con ciertas preguntas,que no había nunca conocido a hombre averiguó yque tan simple era como parecía, por lo que pensócómo, bajo especie de servir a Dios, debía traerla asu voluntad. Y primeramente con muchas palabrasle mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era eldiablo, y luego le dio a entender que el servicio quemás grato podía ser a Dios era meter al demonio enel infierno, adonde Nuestro Señor le había conde-nado. La jovencita le preguntó cómo se hacía aque-llo; Rústico le dijo:

—Pronto lo sabrás, y para ello harás lo quea mí me veas hacer.

Y empezó a desnudarse de los pocos vesti-dos que tenía, y se quedó completamente desnudo,y lo mismo hizo la muchacha; y se puso de rodillasa guisa de quien rezar quisiese y contra él la hizoponerse a ella. Y estando así, sintiéndose Rústicomás que nunca inflamado en su deseo al verla tanhermosa, sucedió la resurrección de la carne; ymirándola Alibech, y maravillándose, dijo:

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—Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo queasí se te sale hacia afuera y yo no la tengo?

—Oh, hija mía —dijo Rústico—, es el diablode que te he hablado; ya ves, me causa grandísimamolestia, tanto que apenas puedo soportarle.

Entonces dijo la joven:

—Oh, alabado sea Dios, que veo que estoymejor que tú, que no tengo yo ese diablo.

Dijo Rústico:

—Dices bien, pero tienes otra cosa que yono tengo, y la tienes en lugar de esto.

Dijo Alibech:

—¿El qué?

Rústico le dijo:

—Tienes el infierno, y te digo que creo queDios te haya mandado aquí para la salvación de mialma, porque si ese diablo me va a dar este tormen-to, si tú quieres tener de mí tanta piedad y sufrir quelo meta en el infierno, me darás a mí grandísimoconsuelo y darás a Dios gran placer y servicio, sipara ello has venido a estos lugares, como dices.

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La joven, de buena fe, repuso:

—Oh, padre mío, puesto que yo tengo el in-fierno, sea como queréis.

Dijo entonces Rústico:

—Hija mía, bendita seas. Vamos y metá-moslo, que luego me deje estar tranquilo.

Y dicho esto, llevada la joven encima deuna de sus yacijas, le enseñó cómo debía ponersepara poder encarcelar a aquel maldito de Dios.

La joven, que nunca había puesto en el in-fierno a ningún diablo, la primera vez sintió un pocode dolor, por lo que dijo a Rústico:

—Por cierto, padre mío, mala cosa debe sereste diablo, y verdaderamente enemigo de Dios,que aun en el infierno, y no en otra parte, duelecuando se mete dentro.

Dijo Rústico:

—Hija, no sucederá siempre así.

Y para hacer que aquello no sucediese, seisveces antes de que se moviesen de la yacija lo me-tieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron

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tan bien la soberbia de la cabeza que de buenagana se quedó tranquilo.

Pero volviéndole luego muchas veces en eltiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempreobediente a quitársela, sucedió que el juego co-menzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico:

—Bien veo que la verdad decían aquellossabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios eracosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nuncacosa alguna hiciera yo que tanto deleite y placer mediese como es el meter al diablo en el infierno; y porello me parece que cualquier persona que en otracosa que en servir a Dios se ocupa es un animal.

Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústi-co y le decía:

—Padre mío, yo he venido aquí para servira Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter eldiablo en el infierno.

Haciendo lo cual, decía alguna vez:

—Rústico, no sé por qué el diablo se esca-pa del infierno; que si estuviera allí de tan buenagana como el infierno lo recibe y lo tiene, no sesaldría nunca.

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Así, tan frecuentemente invitando la joven aRústico y consolándolo al servicio de Dios, tanto lehabía quitado la lana del jubón que en tales ocasio-nes sentía frío en que otro hubiera sudado; y porello comenzó a decir a la joven que al diablo nohabía que castigarlo y meterlo en el infierno másque cuando él, por soberbia, levantase la cabeza:

—Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lohemos desganado, que ruega a Dios quedarse enpaz.

Y así impuso algún silencio a la joven, lacual, después de que vio que Rústico no le pedíamás meter el diablo en el infierno, le dijo un día:

—Rústico, si tu diablo está castigado y yano te molesta, a mí mi infierno no me deja tranquila;por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas acalmar la rabia de mi infierno, como yo con mi in-fierno te he ayudado a quitarle la soberbia a tu dia-blo.

Rústico, que de raíces de hierbas y aguavivía, mal podía responder a los envites; y le dijoque muchos diablos querrían poder tranquilizar alinfierno, pero que él haría lo que pudiese; y así al-guna vez la satisfacía, pero era tan raramente que

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no era sino arrojar un haba en la boca de un león;de lo que la joven, no pareciéndole servir a Dioscuanto quería, mucho rezongaba. Pero mientrasque entre el diablo de Rústico y el infierno de Ali-bech había, por el demasiado deseo y por el menorpoder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego enCafsa en el que en la propia casa ardió el padre deAlibech con cuantos hijos y demás familia tenía; porla cual cosa, Alibech, de todos sus bienes quedóheredera. Por lo que un joven llamado Neerbale,habiendo en magnificencias gastado todos sushaberes, oyendo que ésta estaba viva, poniéndosea buscarla y encontrándola antes de que el fisco seapropiase de los bienes que habían sido del padre,como de hombre muerto sin herederos, con granplacer de Rústico y contra la voluntad de ella, lavolvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y conella de su gran patrimonio fue heredero. Pero pre-guntándole las mujeres que en qué servía a Dios enel desierto, no habiéndose todavía Neerbale acos-tado con ella, repuso que le servía metiendo al dia-blo en el infierno y que Neerbale había cometido ungran pecado con haberla arrancado a tal servicio.

Las mujeres preguntaron:

—¿Cómo se mete al diablo en el infierno?

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La joven, entre palabras y gestos, se lomostró; de lo que tanto se rieron que todavía seríen, y dijeron:

—No estés triste, hija, no, que eso tambiénse hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo aDios Nuestro Señor en eso.

Luego, diciéndoselo una a otra por toda laciudad, hicieron famoso el dicho de que el másagradable servicio que a Dios pudiera hacerse erameter al diablo en el infierno; el cual dicho, pasadoa este lado del mar, todavía se oye. Y por ello voso-tras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia deDios, aprended a meter al diablo en el infierno, por-que ello es cosa muy grata a Dios y agradable paralas partes, y mucho bien puede nacer de ello y se-guirse.

Mil veces o más había movido a risa la his-toria de Dioneo a las honestas damas, tales y de talmanera les parecían sus palabras; por lo que, llega-do él a la conclusión de ésta, conociendo la reinaque el término de su señorío había llegado, quitán-dose el laurel de la cabeza, muy placenteramente lopuso sobre la cabeza de Filostrato, y dijo:

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—Pronto veremos si el lobo sabe mejorguiar a las ovejas que las ovejas han guiado a loslobos.

Filostrato, al oír esto, dijo riéndose:

—Si me hubieran hecho caso, los loboshabrían enseñado a las ovejas a meter al diablo enel infierno no peor de lo que hizo Rústico con Ali-bech; y por ello no nos llaméis lobos porque nohabéis sido ovejas, pero según me ha sido concedi-do, gobernaré el reino que se me ha encomendado.

A quien Neifile contestó:

—Oye, Filostrato; habríais, queriéndonosenseñar, podido aprender sensatez como aprendióMasetto de las monjas y recuperar el habla en talpunto que los huesos sin dueño habrían aprendidoa silbar.

Filostrato, conociendo que había allí no me-nos hoces que dardos tenía él, dejando el bromear,a dedicarse al gobierno del reino encomendadoempezó; y haciendo llamar al senescal, en qué pun-to estaban todas las cosas quiso oír, y además deesto, según lo que pensó que estaría bien y quedebía satisfacer a la compañía, por cuanto su se-

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ñorío durase, discretamente dispuso, y después,dirigiéndose a las señoras, dijo:

—Amorosas señoras, por mi desventura,pues que mucho dolor he conocido, siempre por lahermosura de alguna de vosotras he estado sujetoa Amor, y ni el ser humilde ni el ser obediente ni elsecundarlo como mejor he podido conocer en todassus costumbres, me ha valido sino primero serabandonado por otro y luego andar de mal en peor,y así creo que andaré de aquí a la muerte, y por ellono de otra materia me place que se hable mañanasino de lo que a mis casos es más conforme, estoes, de aquellos cuyos amores tuvieron infeliz final,porque yo con el tiempo lo espero infelicísimo, y nopor otra cosa el nombre con que me llamáis, porquienes bien sabían lo que decían, me fue impues-to.

Y dicho esto, poniéndose en pie, hasta lahora de la cena dio a todos licencia.

Era tan hermoso el jardín y tan deleitableque no hubo ninguna que eligiera salir de él paramayor placer hallar en otra parte; así, no causandoel sol, ya tibio, ninguna molestia para seguirlos, alos cabritillos y los conejos y los otros animales queestaban en él y que, mientras estaban sentados

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unas cien veces, saltando por medio de ellos, hab-ían venido a molestarlos, se pusieron algunos aseguir. Dioneo y Fiameta comenzaron a cantar so-bre micer Guglielmo y la Dama del Vergel, Filomenay Pánfilo se pusieron a jugar al ajedrez, y así, quiénhaciendo esto, quién haciendo aquello, pasándoseel tiempo, apenas esperada, la hora de la cenallegó; por lo que, puestas las mesas en torno a labella fuente, allí con grandísimo deleite cenaron porla noche. Filostrato, por no salir del camino seguidopor quienes reinas antes que él habían sido, cuandose levantaron las mesas, mandó que Laureta guiaseuna danza y cantase una canción; la cual dijo:

—Señor mío, canciones de los demás nosé, ni de las mías tengo en la cabeza ninguna quesea lo bastante conveniente a tan alegre compañía;si queréis de las que sé, las cantaré de buena gana.

El rey le dijo:

—Nada de lo tuyo podría ser sino bello yplacentero, y por ello, lo que sepas, cántalo.

Laureta, con voz asaz suave, pero con ma-nera un tanto lastímera, respondiéndole las demás,comenzó así.

Nadie tan desolada

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como yo ha de quejarse,

que triste, en vano, gimo enamorada.

Aquel que mueve el cielo y toda estrella

me formó a su placer

linda, gallarda, y tan graciosa y bella,

para aquí abajo al intelecto ser

una señal de aquella

belleza que jamás deja de ver,

mas el mortal poder,

conociéndome mal,

no me valora, soy menospreciada.

Ya hubo quien me quiso y, muy de grado,

siendo joven me abrió

sus brazos y su pecho y su cuidado,

y en la luz de mis ojos se inflamó,

y el tiempo (que afanado

se escapa) a cortejarme dedicó,

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y siendo cortés yo

digna de él supe hacerme,

pero ahora estoy de aquel amor privada.

A mí llegó después, presuntuoso,

un mozalbete fiero

reputándose noble y valeroso,

su prisionera soy, y el traicionero

hoy se ha vuelto celoso;

por lo que, triste, casi desespero,

puesto que verdadero

es que, viniendo al mundo

por bien de muchos, de uno soy guardada.

Maldigo mi ventura

que, por cambiarme en esta

veste respondí sí de aquella oscura

en que alegre me vi, mientras con ésta

llevo una vida dura,

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mucho menor que la pasada honesta.

¡Oh dolorosa fiesta,

antes muerta me viese

que haber sido en tal caso desgraciada!

Oh caro amante, con quien fui primero

más que nadie dichosa,

que ahora en el cielo ves al verdadero

creador, mírame con tu piadosa

bondad, ya que por otro

no te puedo olvidar, haz la amorosa

llama arder por mí, ansiosa,

y ruega que yo vuelva a esa morada.

Aquí puso fin Laureta a su canción, que, oí-da por todos, diversamente por cada uno fue enten-dida; y los hubo que entendieron a la milanesa quemejor era un buen puerco que una bella moza; otrosfueron de más sublime y mejor y más verdaderointelecto, sobre el que al presente no es propio reci-tar. El rey, después de ésta, sobre la hierba y entrelas flores habiendo hecho encender muchas velas

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dobles, hizo cantar otras hasta que todas las estre-llas que subían comenzaron a caer; por lo que, pa-reciéndole tiempo de dormir, mandó que con lasbuenas noches cada uno a su alcoba se fuese.

TERMINA LA TERCERA JORNADA

CUARTA JORNADA

COMIENZA LA CUARTA JORNADA DELDECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNODE FILOSTRATO, SE RAZONA SOBRE AQUE-LLOS CUYOS AMORES TUVIERON UN FINALINFELIZ.

CARÍSIMAS señoras, tanto por las palabrasoídas a los hombres sabios como por las cosas pormí muchas veces vistas y leídas, juzgaba yo que elimpetuoso viento y ardiente de la envidia no debíagolpear sino las altas torres y las más elevadascimas de los árboles; pero en mi opinión me en-cuentro sobremanera engañado. Porque huyendoyo, y habiéndome siempre ingeniado en huir el fieroímpetu de ese rabioso espíritu, no solamente por lasllanuras sino también por los profundísimos valles,

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callado y escondido, me he ingeniado en andar; loque puede aparecer asaz manifiesto a quien laspresentes novelitas mira, que no solamente en flo-rentino vulgar y en prosa están escritas por mí y sintítulo sino también en estilo humildísimo y bajocuanto más se puede, y no por todo ello he podidodejar de ser fieramente atacado por tal viento (hastacasi desarraigado) y de ser todo lacerado por losmordiscos de la envidia; por lo que asaz manifies-tamente puedo comprender que es verdad lo quesuelen decir los sabios que sólo la miseria deja deser envidiada en este mundo presente. Pues hahabido quienes, discretas señoras, leyendo estasnovelitas, han dicho que vosotras me gustáis dema-siado y que no es cosa honesta que yo tanto deleitetome en agradaros y consolaros y algunos han di-cho peor: que en alabaros como lo hago. Otros,mostrando querer hablar más reflexivamente, handicho que a mi edad no está bien perseguir ya estascosas: esto es, hablar de mujeres y complacerlas.

Y muchos, muy preocupados por mi famamostrándose, dicen que más sabiamente haré enestar con las musas en el Parnaso que en estaschácharas mezclarme con vosotras. Y hay quienes,más despechada que sabiamente hablando, handicho que haría más discretamente en pensar

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dónde podría encontrar el pan que tras estas nece-dades andar palpando el viento. Y algunos otros,que de otra guisa han sido las cosas por mí conta-das que como os las digo, se ingenian en detrimen-to de mis trabajos en demostrar. Así, por tantos ytales soplos, por tan atroces dientes, por tan agu-dos, valerosas señoras, mientras en vuestro serviciomilito, estoy azotado, molestado y, en fin, crucifica-do vivo. Las cuales cosas con tranquilo ánimo,sábelo Dios, escucho y oigo, y aunque a vos enesto corresponda por completo mi defensa, no me-nos entiendo yo no ahorrar mis fuerzas y sin res-ponder cuanto sería conveniente, con alguna ligerarespuesta quitármelos de las orejas, y hacer estosin tardanza porque si ya, no habiendo llegado altercio de mi trabajo, son ellos muchos y mucho pre-sumen, pienso que antes de que llegue al finalpodrán haberse multiplicado de manera (no habien-do sufrido antes ninguna repulsa) que con pocoesfuerzo suyo me hundirían, y contra ellos, por muygrandes que sean, no podrían resistir vuestras fuer-zas. Pero antes de que comience a responder aalguien, me place contar en mi favor no una historiaentera, para que no parezca que quiero mis histo-rias con aquellas de tan loable compañía como fuela que os he mostrado mezclar, sino parte de una,

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para que en su misma forma incompleta se muestreque no es de aquéllas; y hablando a mis detracto-res, digo que:

En nuestra ciudad, hace ya mucho tiempo,hubo un ciudadano que fue llamado Filippo Balduc-ci, hombre de condición asaz modesta, pero rico ybien despachado y hábil en las cosas cuanto suestado lo requería; y tenía a una señora por mujer aquien tiernamente amaba, y ella a él, y juntos lleva-ban una feliz vida, en ninguna otra cosa poniendotanto afán como en agradarse enteramente el uno alotro. Ahora, sucedió que, como sucede a todos, labuena señora falleció y nada dejó suyo a Filipposino un único hijo concebido de él, que de edad deunos dos años era. Él, por la muerte de su mujer tandesconsolado se quedó como nunca quedó nadie alperder la cosa amada; y viéndose quedar solo sin lacompañía que más amaba, se decidió por completoa no pertenecer más al mundo sino dedicarse alservicio de Dios, y hacer lo mismo de su pequeñohijo. Por lo que, dando todas sus cosas por el amorde Dios, sin demora se fue a lo alto del Monte Sine-rio y allí en una pequeña celda se metió con su hijo,con el cual, de limosnas y en ayunos y en oracionesviviendo, sumamente se guardaba de hablar, allídonde estaba, de ninguna cosa temporal ni de de-

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jarle ver ninguna de ellas, para que no lo apartasende tal servicio, sino que siempre de la gloria de lavida eterna y de Dios y de los santos hablaba, noenseñándole otra cosa sino santas oraciones: y enesta vida muchos años le tuvo, no dejándolo nuncasalir de la celda ni mostrándole ninguna cosa másque a sí mismo.

Acostumbraba el buen hombre a venir algu-na vez a Florencia, y de allí, según sus necesidadesayudado por los amigos de Dios, a su celda se volv-ía. Ahora, sucedió que siendo ya el muchacho deedad de dieciocho años, y Filippo viejo, un día lepreguntó que dónde iba. Filippo se lo dijo; al cualdijo el muchacho:

—Padre mío, vos sois ya viejo y mal podéissoportar los trabajos; ¿por qué no me lleváis unavez a Florencia, para que, haciéndome conocer alos amigos de Dios y vuestros, yo, que soy joven ytengo más fuerzas que vos, pueda luego ir a Flo-rencia a vuestros asuntos cuando lo deseéis, y vosquedaros aquí?

El buen hombre, pensando que ya su hijoera grande, y estaba tan habituado al servicio deDios que difícilmente las cosas del mundo debíanya poder atraerlo, se dijo:

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«Bien dice éste».

Por lo que, teniendo que ir, lo llevó consigo.Allí el joven, viendo los edificios, las casas, las igle-sias y todas las demás cosas de que toda la ciudadse ve llena, como quien no se acordaba de haberlasvisto, comenzó a maravillarse grandemente, y sobremuchas preguntaba al padre qué eran, y cómo sellamaban. El padre se lo decía y él, quedándosecontento al oírlo, le preguntaba otra cosa. Y pregun-tando de esta manera el hijo y respondiendo el pa-dre, por ventura se tropezaron con un grupo debellas muchachas jóvenes y adornadas que de unafiesta de bodas venían; a las cuales, en cuanto vioel joven, le preguntó al padre que qué eran.

El padre le dijo:

—Hijo mío, baja la vista, no las mires, queson cosa mala.

Dijo entonces el hijo:

—Pero ¿cómo se llaman?

El padre, por no despertar en el concupis-cente apetito del joven ningún proclive deseo menosque conveniente, no quiso nombrarlas por su propionombre, es decir, «mujeres», sino que dijo:

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—Se llaman gansas.

¡Maravillosa cosa de oír! Aquel que nuncaen su vida había visto ninguna, no preocupándosede los palacios, ni del buey, ni del caballo, ni delasno, ni de los dineros ni de otra cosa que vistohubiera, súbitamente dijo:

—Padre mío, os ruego que hagáis que ten-ga yo una de esas gansas.

—¡Ay, hijo mío! —dijo el padre—, calla: soncosa mala.

El joven, preguntándole, le dijo:

—¿Pues así son las cosas malas?

—Sí —dijo el padre.

Y él dijo entonces:

—No sé lo que decís, ni por qué éstas seancosas malas: en cuanto a mí, no me ha parecidohasta ahora ver nunca nada tan bello ni tan agrada-ble como ellas. Son más hermosas que los corderospintados que me habéis enseñado muchas veces.¡Ah!, si os importo algo, haced que nos llevemosuna allá arriba de estas gansas y yo la llevaré apastar.

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Dijo el padre:

—No lo quiero; ¡no sabes tú dónde pastan!

Y sintió incontinenti que la naturaleza eramás fuerte que su ingenio, y se arrepintió de haber-lo llevado a Florencia. Pero haber hasta aquí conta-do de la presente novela me basta, y dirigirme aquienes la he contado.

Dicen, pues, algunos de mis censores quehago mal, oh jóvenes damas, esforzándome dema-siado en agradaros; y que vosotras demasiado meagradáis. Las cuales cosas abiertísimamente con-fieso; es decir, que me agradáis y que me esfuerzoen agradaros; y les pregunto si de esto se maravi-llan considerando no ya el haber conocido el amo-roso besarse y el placentero abrazarse y los ayun-tamientos deleitosos que con vos, dulcísimas seño-ras, se tienen muchas veces, sino solamente elhaber visto y ver continuamente las corteses cos-tumbres y la atractiva hermosura y la cortés gallard-ía y además de todo esto, vuestra señoril honesti-dad: cuando aquel que nutrido, criado, crecido enun monte salvaje y solitario, dentro de los límites deuna pequeña celda, sin otra compañía que el padre,al veros, solas por él deseadas fuisteis, solas conafecto seguidas.

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¿Habrían de reprenderme, de amonestar-me, de castigarme éstos si yo, cuyo cuerpo el cieloprodujo apto para amaros, y yo desde mi infancia elalma os dediqué al sentir el poder de la luz de vues-tros ojos, la suavidad de las palabras melifluas y lasllamas encendidas por los compasivos suspiros, sime agradáis y si yo en agradaros me esfuerzo; yespecialmente teniendo en cuenta que antes quenada agradasteis a un ermitañito, a un jovencillo sinsentido, casi a un animal salvaje? Por cierto quequien no os ama y por vos no desea ser amado,como persona que ni los placeres ni la virtud de lanatural afección siente ni conoce me reprende: ypoco me preocupo por ello. Y quien contra mi edadva hablando muestra que mal conoce que aunque elperro tiene la cabeza blanca, la cola la tiene verde;a los cuales, dejando a un lado las bromas, respon-do que nunca reputaré vergonzoso para mí hasta elfinal de mi vida el complacer a aquellas cosas a lasque Guido Cavalcanti y Dante Alighieri ya viejos, ymicer Gino de Pistoia viejísimo tuvieron en honor, ybuscaron su placer.

Y si no fuese que sería salirme del modoque se acostumbra a hablar, traería aquí en mediola historia, y la mostraría llena de hombres viejos yvalerosos que en sus más maduros años sumamen-

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te se esforzaron en complacer a las damas, lo quesi ellos no lo saben, que vayan y lo aprendan. Quese quede con las musas en el Parnaso, afirmo quees un buen consejo: pero no siempre podemosquedarnos con las musas ni ellas con nosotros. Sicuando sucede que el hombre se separa de ellas,se deleita en ver cosa que se las asemejan no es dereprochar: las musas son mujeres, y aunque lasmujeres lo que las musas valen no valgan, sin em-bargo tienen en el primer aspecto semejanza conellas, así que aunque por otra cosa no me agrada-sen, por ello debían agradarme; sin contar con quelas mujeres ya fueron para mí ocasión de componermil versos mientras las musas nunca me fueron dehacer ninguno ocasión. Ellas me ayudaron bien yme mostraron cómo componer aquellos mil; y talvez para escribir estas cosas, aunque humildísimassean, también han venido algunas veces a estarconmigo, en servicio tal vez y en honor de la seme-janza que las mujeres tienen con ellas; por lo que,tejiendo estas cosas, ni del Monte Parnaso ni de lasMusas me separo tanto cuanto por ventura muchoscreen.

Pero ¿qué diremos a aquellos que de mifama tienen tanta compasión que me aconsejan queme busque el pan? Ciertamente no lo sé, pero, que-

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riendo pensar cuál sería su respuesta si por necesi-dad se lo pidiera a ellos, pienso que dirían: «¡Búsca-telo en tus fábulas!». Y ya más han encontradoentre sus fábulas los poetas que muchos ricos entresus tesoros, y muchos ha habido que andando trasde sus fábulas hicieron florecer su edad, mientraspor el contrario, muchos al buscar más pan del quenecesitaban, murieron sin madurar.

¿Qué diré más? Échenme con malos mo-dos esos tales cuando se lo pida, si bien con lamerced de Dios todavía no lo necesito y si me so-breviniese la necesidad yo sé, según el Apóstol,vivir en la abundancia y padecer la miseria; y porello nadie se preocupe de mí sino yo. Y los quedicen que estas cosas no han sido así, me gustaríamucho que encontrasen los originales, que si fuerandiscordantes de lo que yo escribo, justa diré que essu reprimenda y en corregirme yo mismo me inge-niaré; pero mientras no aparezca nada sino pala-bras, les dejaré con su opinión, siguiendo la mía,diciendo de ellos lo que ellos dicen de mí. Y que-riendo haber respondido bastante por esta vez, digoque con la ayuda de Dios y la vuestra, gentilísimasseñoras, en quien espero, armado y con buenapaciencia, con esto procederé adelante, volviendolas espaldas a este viento y dejándolo soplar, por-

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que no veo que pueda sucederme a mí otra cosaque le sucede al menudo polvo, el cual, soplando eltorbellino, o de la tierra no lo mueve, o si lo muevelo lleva a lo alto y muchas veces sobre la cabeza delos hombres, sobre las coronas de los reyes y de losemperadores, y a veces sobre los altos palacios ysobre las excelsas torres lo deja; de las cuales, sicae, más abajo no puede llegar del lugar adondefue llevado. Y si alguna vez con toda mi fuerza acomplaceros en algo me dispuse, ahora más quenunca me dispondré, porque conozco que otra cosanadie podrá decir con razón sino que los demás yyo, que os amamos, naturalmente obramos; a cuyasleyes (de la naturaleza) para querer oponerse, de-masiado grandes fuerzas se necesitan y muchasveces no solamente en vano sino con grandísimodaño del que se afana se ponen en obra. Las cualesfuerzas, confieso que no las tengo ni deseo tenerlasen esto, y si las tuviese, antes a otros las prestaríaque las usaría para mí. Por lo que cállense los re-prensores, y si calentarse no pueden, vivan conge-lados, y en sus deleites (más bien apetitos corrup-tos) estándose, a mí en el mío, en esta breve vidaque se nos da, me dejen tranquilo. Pero hemos devolver, porque bastante hemos divagado, oh her-

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mosas señoras, allá de donde partimos, y el ordenempezado seguir.

Arrojado había el sol ya del cielo a todas lasestrellas y de la tierra la húmeda sombra de la no-che, cuando Filostrato, levantándose, a toda sucompañía hizo levantar, y yendo al hermoso jardín,por allí empezaron a pasearse; y venida la hora dela comida, almorzaron aquí donde habían cenado lanoche pasada. Y de dormir, estando el sol en sumayor altura, levantándose, de la manera acostum-brada cerca de la hermosa fuente se sentaron, yentonces Filostrato a Fiameta mandó que principiodiese a las historias, la cual, sin esperar más a quedicho le fuese, señorilmente así comenzó:

NOVELA PRIMERA

Tancredo, príncipe de Salerno, mata alamante de su hija y le manda el corazón en unacopa de oro; la cual, echando sobre él agua enve-nenada, se la bebe y muere.

Duro asunto para tratar nos ha impuestohoy nuestro rey, si pensamos que cuando para ale-

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grarnos hemos venido, tenemos que hablar de laslágrimas de otros, que no pueden contarse sin quedeje de sentir compasión quien las cuenta y quienlas escucha. Tal vez por moderar un tanto la alegríasentida los días pasados lo ha hecho; pero sea loque le haya movido, como a mí no me incumbecambiar su gusto, un caso lastímero, y por lo mismodesventurado y digno de nuestras lágrimas, contaré.

Tancredo, príncipe de Salerno, fue señorasaz humano, y de benigno talante, si en amorosasangre, en su vejez, no se hubiera ensuciado lasmanos; el cual en todo el tiempo de su vida no tuvomás que una hija, y más feliz hubiera sido si no lahubiese tenido. Ésta fue por el padre tan tiernamen-te amada cuanto hija alguna vez fuese amada porsu padre; y por este tierno amor, habiendo ella yapasado en muchos años la edad de tener marido,no sabiendo cómo separarla de él, no la casaba;luego, por fin, habiéndola dado por mujer a un hijodel duque de Capua, viviendo con él poco tiempo,se quedó viuda y volvió con su padre. Era hermosí-sima en el cuerpo y el rostro como la mujer que máslo hubiera sido, y joven y gallarda, y más discreta delo que por ventura convenía a una mujer serlo. Yviviendo con el amante padre como una gran seño-ra, en mucha blandura, y viendo que su padre, por

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el amor que le tenía, poco cuidado se tomaba porcasarla otra vez, y a ella cosa honesta no le parecíapedírselo, pensó en tener, ocultamente si podíahallarlo, un amante digno de ella. Y viendo a mu-chos hombres en la corte de su padre, nobles y no,como nosotros los vemos en las cortes, y conside-radas las maneras y las costumbres de muchos,entre los otros un joven paje del padre cuyo nombreera Guiscardo, hombre de nacimiento asaz humildepero por la virtud y las costumbres noble, más queotro le agradó y por él calladamente, viéndolo amenudo, ardientemente se inflamó, estimando cadavez más sus maneras. Y el joven, que no dejaba deser perspicaz, habiéndose fijado en ella, la habíarecibido en su corazón de tal manera que de cual-quiera otra cosa que no fuera amarla tenía alejadala cabeza. De tal guisa, pues, amándose el uno alotro secretamente, nada deseando tanto la jovencomo encontrarse con él, ni queriéndose sobre esteamor confiarse a nadie, para poderle declarar suintención inventó una rara estratagema.

Escribió una carta, y en ella lo que tenía quehacer el día siguiente para estar con ella le mostró;y luego, puesta en el hueco de una caña, jugandose la dio a Guiscardo diciendo:

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—Con esto harás esta noche un soplillo pa-ra tu sirvienta con que encienda el fuego.

Guiscardo la tomó, y pensando que no sinrazón debía habérsela dado y dicho aquello,marchándose, con aquello volvió a su casa, y mi-rando la caña, y viéndola hendida, la abrió y, halla-da dentro la carta de ella y leída, y bien entendido loque tenía que hacer, se sintió el hombre más con-tento que ha habido en el mundo, y se dedicó aprepararse para reunirse con ella según el modoque le había mostrado. Había junto al palacio delpríncipe una gruta cavada en el monte, hecha entiempos lejanísimos, a la que daba luz un respirade-ro abierto en el monte; el cual, como la gruta estabaabandonada, por zarzas y por hierbas nacidas porencima, estaba casi obturado; y a esta gruta, poruna escala secreta que había en una de las cáma-ras bajas del palacio, que era la de la señora, podíabajarse, aunque con un fortísimo portón cerradaestaba. Y estaba tan fuera de la cabeza de todosesta escala, porque hacía muchísimo tiempo que nose usaba, que casi ninguno de los que allí vivían larecordaba; pero Amor, a cuyos ojos nada está tansecreto que no lo alcance, se la había traído a lamemoria a la enamorada señora. La cual, para quenadie de ello apercibirse pudiera, muchos días con

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sus arneses mucho había trabajado para que aquelportón pudiera abrirse; abierto el cual, y sola bajan-do a la gruta y visto el respiradero, por él habíamandado decir a Giuscardo que se industriase enbajar, habiéndole dibujado la altura de aquél a latierra haber podía.

Y para cumplir esto, Guiscardo prestamen-te, preparada una soga con ciertos nudos y lazadaspara poder descender y subir por ella, y vestido conun cuero que de las zarzas le protegiese, sin haberdicho nada a nadie, a la noche siguiente al respira-dero se fue, y acomodando bien uno de los cabosde la soga a un fuerte tocón que en la boca del res-piradero había nacido, por ella bajó a la gruta yesperó a la señora. La cual, al día siguiente, fin-giendo querer dormir, mandadas afuera sus damise-las y encerrándose sola en la alcoba, abierto elportón, a la gruta bajó, donde, encontrando a Guis-cardo, uno a otro maravillosas fiestas se hicieron, yviniendo juntos a su alcoba, con grandísimo placergran parte de aquel día se quedaron, y puesto dis-creto orden en sus amores para que fuesen secre-tos, volviéndose a la gruta Guiscardo y ella cerrandoel portón, con sus damiselas se vino afuera.

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Guiscardo luego, al venir la noche, subiendopor su soga, por el respiradero por donde habíaentrado salió afuera y se volvió a su casa; y habien-do aprendido este camino, muchas veces luego,andando el tiempo, allí retornó. Pero la fortuna, en-vidiosa de tan largo y de tan grande deleite, con undoloroso suceso el gozo de los dos amantes volviótriste llanto. Acostumbraba Tancredo a venir algunavez solo a la cámara de su hija, y allí hablar con ellay quedarse un rato, y luego irse; el cual, un día des-pués de comer, bajando allí, estando la señora, queGhismunda tenía por nombre, en un jardín suyo contodas sus damiselas, en ella entrando, sin habersido por nadie visto u oído, no queriendo apartarlade su distracción, encontrando las ventanas de laalcoba cerradas y las cortinas de la cama echadas,junto a ellas en una esquina se sentó en un almo-hadón; y apoyando la cabeza en la cama y cubrién-dose con la cortina, como si deliberadamente sehubiera escondido allí, se quedó dormido. Y estan-do durmiendo de esta manera, Ghismunda, que pordesgracia aquel día había hecho venir a Guiscardo,dejando a sus damiselas en el jardín, calladamenteentró en la alcoba y, cerrándola, sin apercibirse deque nadie estuviera allí, abierto el portón a Guiscar-do que la esperaba y yéndose los dos a la cama

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como acostumbraban, y juntos jugando y solazán-dose, sucedió que Tancredo se despertó y oyó y violo que Guiscardo y su hija hacían; y dolorido por ellosobremanera, primero quiso gritarles, luego tomó elpartido de callarse y de quedarse escondido, si pod-ía, para poder más cautamente obrar y con menorvergüenza suya lo que ya le había venido la inten-ción de hacer.

Los dos amantes estuvieron largo tiempojuntos como acostumbraban, sin apercibirse deTancredo; y cuando les pareció tiempo, bajándosede la cama, Guiscardo se volvió a la gruta y ellasalió de la alcoba. De la cual Tancredo, aunque eraviejo, desde una ventana bajó al jardín y sin servisto por nadie, mortalmente dolorido, a su cámaravolvió. Y por una orden que dio, al salir del respira-dero, la noche siguiente durante el primer sueño,Guiscardo, tal como estaba con la vestimenta decuero embarazado, fue apresado por dos y secre-tamente llevado a Tancredo; el cual, al verle, casillorando dijo:

—Guiscardo, mi benignidad contigo no me-recía el ultraje y la vergüenza que en mis cosas mehas hecho, como he visto hoy con mis propios ojos.

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Al cual, Guiscardo, nada respondió sino es-to:

—Amor puede mucho más de lo que pode-mos vos y yo.

Mandó entonces Tancredo que calladamen-te en alguna cámara de allí adentro guardado fuese;y así se hizo. Venido el día siguiente, no sabiendoGhismunda nada de estas cosas, habiendo Tancre-do consigo mismo pensado varios y diversos proce-dimientos, después de comer, según su costumbrese fue a la cámara de la hija, donde haciéndolallamar y encerrándose dentro con ella, llorando co-menzó a decirle:

—Ghismunda, pareciéndome conocer tu vir-tud y tu honestidad, nunca habría podido cabermeen el ánimo, aunque me lo hubieran dicho, si yo conmis ojos no lo hubiera visto, que someterte a algúnhombre, si tu marido no hubiera sido, hubieses noya hecho sino ni aun pensado; por lo que yo en estepoco resto de vida que mi vejez me conserva siem-pre estaré dolorido al recordarlo. Y hubiera queridoDios que, pues que a tanta deshonestidad encami-narte debías, hubieses tomado un hombre que a tunobleza hubiera sido conveniente; pero entre tantosque mi corte frecuentan, elegiste a Guiscardo, joven

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de condición vilísima en nuestra corte casi como porel amor de Dios desde niño hasta este día criado;por lo que en grandísimo afán de ánimo me haspuesto no sabiendo qué partido tomar sobre ti. DeGuiscardo, a quien esta noche hice prender cuandopor el respiradero salía y lo tengo en prisión, ya hedeterminado qué hacer, pero de ti sabe Dios que nosé qué hacer. Por una parte, me arrastra el amorque siempre te he tenido más que ningún padretuvo a su hija y por la otra me arrastra la justísimaira ocasionada por tu gran locura: aquél quiere quete perdone y éste quiere que contra mi misma natu-raleza me ensañe; pero antes de tomar partido,deseo oírte lo que tengas que decir a esto.

Y dicho esto, bajó el rostro, llorando tanfuertemente como habría hecho un muchacho apa-leado. Ghismunda, al oír a su padre y al conocer nosolamente que su secreto amor había sido descu-bierto sino que Guiscardo estaba preso, un dolorindecible sintió y de mostrarlo con gritos y conlágrimas, como la mayoría de las mujeres hace,estuvo muchas veces cerca, pero venciendo estavileza su ánimo altanero, su rostro con maravillosafuerza contuvo, y se determinó a no seguir con vidaantes que proferir alguna súplica por ella misma,imaginando que ya su Guiscardo había muerto, por

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lo que no como dolorida mujer o arrepentida de suyerro, sino como mujer impasible y valerosa, conseco rostro y abierto y en ningún rasgo alterado, asídijo a su padre:

—Tancredo, ni a negar ni a suplicar estoydispuesta porque ni lo uno me valdría ni lo otro quie-ro que me valga; y además de esto, de ningún mo-do entiendo que me favorezcan tu benevolencia y tuamor sino la verdad confesando, primero defendermi fama con razones verdaderas y luego con lasobras seguir firmemente la grandeza de mi ánimo.Es verdad que he amado y amo a Guiscardo, ymientras viva, que será poco, lo amaré y si despuésde la muerte se ama, no dejaré de amarlo; pero aesto no me indujo tanto mi femenina fragilidad comotu poca solicitud en casarme y la virtud suya. Debeserte, Tancredo, manifiesto, siendo tú de carne, quehas engendrado a una hija de carne y no de piedrani de hierro; y acordarte debías y debes, aunque túahora seas viejo, cómo y cuáles y con qué fuerzason las leyes de la juventud, y aunque tú, hombre,en parte de tus mejores años en las armas te hayasejercitado, no debías, sin embargo, conocer lo quelos ocios y las delicadezas pueden en los viejos, noya en los jóvenes. Soy, pues, como engendrada porti, de carne, y he vivido tan poco que todavía soy

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joven, y por una cosa y la otra llena del deseo con-cupiscente, al que asombrosísimas fuerzas ha dadoya, por haber estado casada, el conocimiento delplacer sentido cuando tal deseo se cumple. A cuyasfuerzas, no pudiendo yo resistir, a seguir aquello alo que me empujaban, como joven y como mujer,me dispuse, y me enamoré.

»Y ciertamente en esto puse toda mi virtudal no querer que ni para ti ni para mí, de aquello queal natural pecado me atraía (en cuanto yo pudieraevitarlo) viniese ninguna vergüenza. A lo que elcompasivo Amor y la benigna fortuna una muy ocul-ta vía me habían encontrado y mostrado, por lacual, sin nadie saberlo, yo mis deseos alcanzaba: yesto (quien sea que te lo haya mostrado o comoquiera que lo sepas) no lo niego. A Guiscardo noescogí por acaso, como muchas hacen, sino quecon deliberado consejo lo elegí antes que a cual-quiera otro, y con precavido pensamiento lo atraje, ycon sabia perseverancia de él y de mí largamentehe gozado en mi deseo. En lo que parece que,además de haber pecado por amor, tú, más la opi-nión vulgar que la verdad siguiendo, con más amar-gura me reprendes al decir, como si no te hubieseenojado si a un hombre noble hubiera elegido paraesto, que con un hombre de baja condición me he

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mezclado; en lo que no te das cuenta de que no mipecado sino el de la fortuna reprendes, la cual conasaz frecuencia a los que no son dignos eleva, de-jando abajo a los dignísimos.

»Pero dejemos ahora esto, y mira un pocolos principios del asunto: verás que todos nosotrosde una sola masa de carne tenemos la carne, y quepor un mismo creador todas las almas con igualfuerza, con igual poder, con igual virtud fueroncreadas. La virtud primeramente hizo distinciónentre nosotros, que nacemos y nacíamos iguales; yquienes mayor cantidad de ella tenían y la poníanen obra fueron llamados nobles, y los restantesquedaron siendo no nobles. Y aunque una costum-bre contraria haya ocultado después esta ley, noestá todavía arrancada ni destruída por la naturale-za y por las buenas costumbres; y por ello, quienvirtuosamente obra, abiertamente se muestra noble,y si de otra manera se le llama, no quien es llamadosino quien le llama se equivoca.

»Mira, pues, entre tus nobles y examina suvida, sus costumbres y sus maneras, y de otra partelas de Guiscardo considera: si quisieras juzgar sinanimosidad, le llamarías a él nobilísimo y a todosestos nobles tuyos villanos. En la virtud y el valor de

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Guiscardo no creí por el juicio de otra persona, sinopor tus palabras y por mis ojos. ¿Quién le alabótanto cuando tú le alababas en todas las cosas loa-bles que deben ser alabadas en un hombre valero-so? Y ciertamente no sin razón: que si mis ojos nome engañaron, ninguna alabanza fue dicha por tique yo ponerla en obra, y más admirablemente quepodían expresarlo tus palabras, no le viese; y si enello me hubiera engañado en algo, por ti habría sidoengañada. ¿Dirás, pues, que con un hombre debaja condición me he mezclado? No dirás verdad; sipor ventura dijeses que con un pobre, con vergüen-za tuya podría concederse, que así has sabido a unhombre valioso servidor tuyo traer a buen estado;pero la pobreza no quita a nadie nobleza, sino loshaberes.

»Muchos reyes, muchos grandes príncipesfueron pobres, y muchos que cavan la tierra y guar-dan ovejas fueron riquísimos, y lo son. La últimaduda que me expusiste, es decir, qué debas hacerconmigo, deséchala por completo: si en tu extremavejez estás dispuesto a hacer lo que de joven noacostumbraste, es decir, a obrar cruelmente, pre-párate a ello, sé cruel conmigo porque no estoydispuesta a rogarte de ningún modo que no lo seascomo que eres la primera razón de este pecado, si

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es que pecado es; por lo que te aseguro que lo quede Guiscardo hayas hecho o hagas si no hacesconmigo lo mismo, mis propias manos lo harán. Yahora anda, vete con las mujeres a derramar lágri-mas, y para descargar tu crueldad con el mismogolpe, a él y a mí, si te parece que lo hemos mere-cido, mátanos.

Conoció el príncipe la grandeza de ánimode su hija, pero no por ello creyó que estuviese tanfirmemente dispuesta a lo que con sus palabrasamenazaba como decía; por lo que, separándosede ella y alejando el pensamiento de obrar cruel-mente contra ella, pensó con la condenación delotro enfriar su ardiente amor, y mandó a los dos quea Guiscardo guardaban que, sin hacerlo saber anadie, la noche siguiente lo estrangularan y,arrancándole el corazón, se lo llevasen. Los cuales,tal como se les había ordenado, lo hicieron, por loque, venido el día siguiente, haciéndose traer elpríncipe una grande y hermosa copa de oro y pues-to en ella el corazón de Guiscardo, por un fidelísimosirviente suyo se lo mandó a su hija y le ordenó quecuando se lo diera le dijese:

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—Tu padre te envía esto para consolartecon lo que más amas, como le has consolado tú conlo que él más amaba.

Ghismunda, no apartada de su dura deci-sión, haciéndose traer hierbas y raíces venenosas,luego de que su padre partió, las destiló y las redujoa agua, para tenerla preparada si lo que temía su-cediese. Y venido el sirviente a ella con el regalo ycon las palabras del príncipe, con inconmoviblerostro la copa recibió, y descubriéndola, al ver elcorazón y al oír las palabras, tuvo por certísimo queaquél era el corazón de Guiscardo, por lo que, le-vantando los ojos hacia el sirviente, dijo:

—No convenía sepultura menos digna queel oro a tal corazón como es éste; discretamente haobrado mi padre en esto. —Y dicho esto, acercán-doselo a la boca, lo besó y después dijo—: En todaslas cosas y hasta en este extremo de mi vida heencontrado tiernísimo el amor que mi padre metiene, pero ahora más que nunca; y por ello las últi-mas gracias que debo darle ahora por tan gran pre-sente, de mi parte le darás. —Dicho esto, mirandola copa que tenía abrazada, mirando el corazón,dijo—: ¡Ay!, dulcísimo albergue de todos mis place-res, ¡maldita sea la crueldad de aquel que con los

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ojos de la cara me hace verte ahora! Bastante meera mirarte a cada momento con los del espíritu. Túhas cumplido ya tu carrera y te has liberado de laque te concedió la fortuna; llegado has al final adonde todos corremos; dejado has las miserias delmundo y las fatigas, y de tu mismo enemigo hasrecibido la sepultura que tu valor merecía.

»Nada te faltaba para recibir cumplidasexequias sino las lágrimas de quien mientras vivistetanto amaste; las que para que las tuvieses, pusoDios en el corazón de mi cruel padre que te manda-se a mí, yo te las ofreceré aunque tuviera el propó-sito de morir con los ojos secos y con el gesto denada espantado; y después de habértelas ofrecido,sin tardanza alguna haré que mi alma se una a laque, rigiéndola tú, con tanto amor guardaste.

»¿Y en qué compañía podré ir más conten-ta y más segura a los lugares desconocidos que conella? Estoy segura de que está todavía aquí dentroy que mira los lugares de sus deleites y los míos, ycomo quien estoy segura de que sigue amándome,espera a la mía por la cual sumamente es amada.

Y dicho esto, no de otra manera que si unafuente en la cabeza tuviese, sin hacer ningún mujerilalboroto, inclinándose sobre la copa, llorando em-

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pezó a verter tantas lágrimas que admirable cosaera de ver, besando infinitas veces el muerto co-razón. Sus damiselas, que en torno de ella estaban,qué corazón fuese éste y qué querían decir suspalabras no entendían, pero por la piedad vencidas,todas lloraban; y compasivamente le preguntabanen vano por el motivo de su llanto, y mucho más,como mejor podían y sabían, se ingeniaban en con-solarla. La cual, después de que cuanto le parecióhubo llorado, alzando la cabeza y secándose losojos, dijo:

—Oh, corazón muy amado, todos mis debe-res hacia ti están cumplidos y nada me queda porhacer sino venir con mi alma a estar en tu compañ-ía.

Y dicho esto, se hizo dar la botijuela dondeestaba el agua que el día anterior había preparado;y la echó en la copa donde el corazón estaba, conmuchas lágrimas suyas lavado; y sin ningún espan-to puesta allí la boca, toda la bebió, y habiéndolabebido, con la copa en la mano subió a su cama, ylo más honestamente que supo colocó sobre ella sucuerpo y contra su corazón apoyó el de su muertoamante, y sin decir palabra esperaba la muerte. Susdamiselas, habiendo visto y oído estas cosas, como

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no sabían qué agua fuera la que había bebido, aTancredo habían mandado a decir todo aquello, elcual, temiendo lo que sucedió, bajó prontamente ala alcoba de su hija. Adonde llegó en el momento enque ella se echaba sobre la cama, y tarde, con dul-ces palabras viniendo a consolarla, viendo el térmi-no en que estaba, comenzó doloridamente a llorar;y la señora le dijo:

—Tancredo, guarda esas lágrimas paraalgún caso menos deseado que éste, y no las vier-tas por mí que no las deseo. ¿Quién ha visto jamása nadie llorar por lo que él mismo ha querido? Perosi algo de aquel amor que me tuviste todavía viveen ti, por último don concédeme que, pues que note fue grato que yo calladamente y a escondidascon Guiscardo viviera, que mi cuerpo con el suyo,dondequiera que lo hayas hecho arrojar muerto,esté públicamente.

La angustia del llanto no dejó responder alpríncipe, y entonces la joven, sintiéndose llegar a sufin, estrechando contra su pecho el muerto corazón,dijo:

—Quedaos con Dios, que yo me voy.

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Y velados los ojos y perdido todo sentido,de esta dolorosa vida se partió.

Tal doloroso fin tuvo el amor de Guiscardo yde Ghismunda, como habéis oído; a los cuales Tan-credo, luego de mucho llanto, y tarde arrepentido desu crueldad, con general dolor de todos los salerni-tanos, honradamente a ambos en un mismo sepul-cro hizo enterrar.

NOVELA SEGUNDAFray Alberto convence a una mujer de que

el arcángel Gabriel está enamorado de ella y, comosi fuera él, muchas veces se acuesta con ella, lue-go, por miedo a los parientes de ella huyendo de sucasa se refugia en casa de un hombre pobre, elcual, como a un hombre salvaje, al día siguiente a laplaza lo lleva; donde, reconocido, sus frailes leechan mano y lo encarcelan.

Había la historia por Fiameta contada hechomuchas veces saltar las lágrimas a sus compañe-ras, pero estando ya completa, el rey con inconmo-vible gesto dijo:

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—Poco precio me parecería tener que darmi vida por la mitad del deleite que con Guiscardogozó a Ghismunda, y ninguna de vosotras debemaravillarse, como sea que yo, viviendo, a cadapaso mil muertes siento, y por todas ellas no me esdada una sola partecilla de deleite. Pero dejandoestar mis asuntos en sus términos por el momento,quiero que sobre duros casos, y en parte a mis ac-cidentes semejantes, siga hablando Pampínea; lacual, si como ha comenzado Fiameta, continúa, sinduda algún rocío comenzaré a sentir caer sobre misllamas.

Pampínea, oyendo que a ella le tocabaaquella orden, más por su emoción conoció el áni-mo de sus compañeras que el del rey por sus pala-bras y por ello, más dispuesta a recrearlas un pocoque a tener (salvo por el solo mandato) que conten-tar al rey, se dispuso a contar una historia que sinsalir de lo propuesto, las hiciera reír, y comenzó:

Acostumbra el pueblo a decir el proverbiosiguiente: «Quien es malvado y por bueno tenido,puede hacer el mal y no es creído»; el cual ampliamateria para hablar sobre lo que me ha sido pro-puesto me presta, y aun para demostrar cuánta ycuál sea la hipocresía de los religiosos, los cuales

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con las ropas largas y amplias y con los rostrosartificialmente pálidos y con las voces humildes ymansas para pedir a otros, y altanerísimos y áspe-ros al reprender a los otros sus mismos vicios y enmostrarles que ellos por coger y los demás por dar-les a ellos consiguen la salvación, y además de ello,no como hombres que el paraíso tengan que ganarcomo nosotros sino casi como señores y poseedo-res de él dando a cada uno que muere, según lacantidad de los dineros que les deja, un lugar más omenos excelente, con esto primero a sí mismos, siasí lo creen, y luego a quienes a sus palabras danfe se esfuerzan en engañar. Sobre los cuales, sicuanto les conviene me fuera permitido demostrar,pronto le aclararía a muchos simples lo que en suscapas anchísimas tienen escondido. Pero quisieraDios que en todas sus mentiras a todos les suce-diese lo que a un fraile menor, nada joven, sino deaquellos que por mayores santones eran tenidos enVenecia; sobre el cual sumamente me place hablarpara tal vez aliviar un tanto con risa y con placervuestros ánimos llenos de compasión por la muertede Ghismunda.

Hubo, pues, valerosas señoras, en Imola,un hombre de malvada vida y corrupta que fue lla-mado Berto de la Massa, cuyas vituperables accio-

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nes muy conocidas por los imolenses, a tanto lellevaron que no ya la mentira sino la verdad no hab-ía en Imola quien le creyese; por lo que, apercibién-dose de que allí ya sus artimañas no le servían,como desesperado a Venecia, receptáculo de todainmundicia, se mudó, y allí pensó encontrar otramanera para su mal obrar de lo que había hecho enotra parte. Y como si le remordiese la concienciapor las malvadas acciones cometidas por él en elpasado, mostrándose embargado por suma humil-dad y convertido en mejor católico que ningún otrohombre, fue y se hizo fraile menor y se hizo llamarfray Alberto de Imola; y en tal hábito comenzó ahacer en apariencia una vida sacrificada y a alabarmucho la penitencia y la abstinencia, y nunca comíacarne ni bebía vino cuando no había el que le gus-taba.

Y sin apercibirse casi nadie, de ladrón, derufián, de falsario, de homicida, súbitamente seconvirtió en un gran predicador sin haber por elloabandonado los susodichos vicios cuando oculta-mente pudiera ponerlos en obra. Y además de ello,haciéndose sacerdote, siempre en el altar, cuandocelebraba, si muchos lo veían, lloraba por la pasióndel Señor como a quien poco le costaban las lágri-mas cuando lo quería. Y en breve, entre sus predi-

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caciones y sus lágrimas, supo de tal manera enga-tusar a los venecianos que casi de todo testamentoque allí se hacía era fideicomisario y depositario, yguardador de los dineros de muchos, confesor yconsejero casi de la mayoría de los hombres y delas mujeres; y obrando así, de lobo se había conver-tido en pastor, y era su fama de santidad en aque-llas partes mucho mayor que nunca había sido la deSan Francisco de Asís. Ahora, sucedió que unamujer joven, mema y boba que se llamaba doñaLisetta de en cá Quirini casada con un rico merca-der que había ido con sus galeras a Flandes, fuecon otras mujeres a confesarse con este santo frai-le; y estando a sus pies, como veneciana que era,que son todos unos vanidosos, habiendo dicho unaparte de sus asuntos, fue preguntada por fray Alber-to si tenía algún amante. Y con mal gesto le res-pondió:

—Ah, señor fraile, ¿no tenéis ojos en la ca-ra? ¿Os parecen mis encantos hechos como los deesas otras? Demasiados amantes tendría, si quisie-ra; pero no son mis encantos para dejar que losame un tal o un cual ¿A cuántas veis cuyos encan-tos sean como los míos, yo que sería hermosa en elparaíso?

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Y además de esto dijo tantas cosas de estahermosura suya que era un fastidio oírla. Fray Al-berto conoció incontinenti que aquélla olía a necia, ypareciéndole tierra para su arado, de ella súbita-mente y con desmesura se enamoró; pero guardan-do las alabanzas para momento más cómodo, paramostrarse santo aquella vez, comenzó a quererlareprender y a decirle que aquello era vanagloria, yotras de sus historias; por lo que la mujer le dijo queera un animal y que no sabía que había hermosurasmayores que otras, por lo que fray Alberto, no que-riéndola enojar demasiado, terminada la confesión,la dejó irse con las demás.

Y unos días después, tomando un fiel com-pañero, se fue a casa de doña Lisetta y, retirándoseaparte a una sala con ella y sin poder ser visto porotros, se le arrodilló delante y dijo:

—Señora, os ruego por Dios que me per-donéis de lo que el domingo, hablándome vos devuestra hermosura, os dije, por lo que tan fieramen-te fui castigado la noche siguiente que no he podidolevantarme de la cama hasta hoy.

Dijo entonces doña Trulla:

—¿Y quién os castigó así?

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Dijo fray Alberto:

—Os lo diré: estando en oración durante lanoche, como suelo estar siempre, vi súbitamente enmi celda un gran esplendor, y antes de que pudieravolverme para ver lo que era, me vi encima un jovenhermosísimo con un grueso bastón en la mano, elcual, cogiéndome por la capa y haciéndome levan-tar, tanto me pegó que me quebrantó todo. Al cualpregunté después por qué me había hecho aquello,y respondió: «Porque hoy te has atrevido a repren-der los celestiales encantos de doña Lisetta, a quienamo, Dios aparte, sobre todas las cosas». Y yoentonces pregunté: «¿Quién sois vos?». A lo querespondió él que era el arcángel Gabriel. «Oh, señormío, os ruego que me perdonéis», dije yo. Y él dijoentonces: «Te perdono con la condición de que irása verla en cuanto puedas, y pídele perdón; y si no teperdona, yo volveré aquí y te daré tantos que losentirás mientras vivas». Lo que me dijo después nome atrevo a decíroslo si no me perdonáis primero.

Doña Calabaza —de—viento, que era un síes no es dulce de sal, se esponjaba oyendo estaspalabras y todas las creía veracísimas, y luego deun poco dijo:

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—Bien os decía yo, fray Alberto, que misencantos eran celestiales; pero así Dios me ayude,me da lástima de vos, y hasta ahora, para que no oshagan más daño, os perdono, si verdaderamenteme decís lo que el ángel os dijo después.

Fray Alberto dijo:

—Señora, pues que me habéis perdonado,os lo diré de buen grado, pero una cosa os recuer-do, que lo que yo os diga os guardéis de decirlo aninguna persona del mundo, si no queréis estropearvuestros asuntos, que sois la más afortunada mujerque hay hoy en el mundo. Este ángel Gabriel medijo que os dijera que le gustáis tanto que muchasveces habría venido a estar por la noche con vos sino hubiera sido por no asustaros. Ahora, os mandadecir por mí que quiere venir una noche a veros yquedarse con vos un buen rato; y porque como esun ángel y viniendo en forma de ángel no lo podríaistocar, dice que por deleite vuestro quiere venir enfigura de hombre, y por ello dice que le mandéisdecir cuándo queréis que venga y en forma dequién, y que lo hará; por lo que vos, más que ningu-na mujer viva, os podréis tener por feliz.

Doña Bachillera dijo entonces que mucho leplacía si el ángel Gabriel la amaba, porque ella lo

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quería bien, y nunca sucedía que una vela de unmatapán no le encendiera delante de donde le viesepintado; y que cuando quisiera venir a ella era bienvenido, que la encontraría sola en su alcoba; perocon el pacto de que no fuese a dejarla por la VirgenMaría, que le habían dicho que la quería mucho, ytambién lo parecía así porque en cualquier sitio quelo veía estaba arrodillado delante de ella; y ademásde esto, que era cosa suya venir en la forma quequisiese, siempre que no la asustara.

Entonces dijo fray Alberto:

—Señora, habláis sabiamente, y yo arre-glaré bien con él lo que me decís. Pero podéishacerme un gran favor, y no os costará nada y elfavor es éste: que queráis que venga en este cuer-po mío. Y escuchad por qué me haréis un favor: queme sacará el alma del cuerpo y la pondrá en el pa-raíso, y cuanto él esté con vos tanto estará mi almaen el paraíso.

Dijo entonces doña Poco—hila:

—Bien me parece; quiero que por los azo-tes que os dio por mi causa, que tengáis este con-suelo.

Entonces dijo fray Alberto:

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—Así, haréis que esta noche encuentre él lapuerta de vuestra casa de manera que pueda en-trar, porque viniendo en cuerpo humano comovendrá, no podrá entrar sino por la puerta.

La mujer repuso que lo haría. Fray Albertose fue y ella se quedó con tan gran alborozo que nole llegaba la camisa al cuerpo, mil años pareciéndo-le hasta que el arcángel Gabriel viniera a verla. FrayAlberto, pensando que caballero y no ángel teníaque ser por la noche, con confites y otras buenascosas empezó a fortalecerse, para que fácilmenteno pudiera ser arrojado del caballo; y conseguido elpermiso, con un compañero, al hacerse de noche,se fue a casa de una amiga suya de donde otra vezhabía arrancado cuando andaba corriendo las ye-guas, y de allí, cuando le pareció oportuno, disfra-zado, se fue a casa de la mujer y, entrando en ella,con los perifollos que había llevado, en ángel setransfiguró, y subiendo arriba, entró en la cámara dela mujer. La cual, cuando aquella cosa tan blancavio, se le arrodilló delante, y el ángel la bendijo y lahizo ponerse en pie, y le hizo señal de que se fuesea la cama; lo que ella, deseosa de obedecer, hizoprestamente, y el ángel después con su devota seacostó.

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Era fray Alberto hermoso de cuerpo y robus-to, y muy bien plantado; por la cual cosa, en-contrándose con doña Lisetta, que era fresca ymórbida, distinto yacimiento haciéndole que el mari-do, muchas veces aquella noche voló sin alas, de loque ella muy contenta se consideró; y además deello, muchas cosas le dijo de la gloria celestial. Lue-go, acercándose el día, organizando el retorno, consus arneses fuera se salió y volvióse a su compañe-ro, al cual, para que no tuviese miedo durmiendosolo, la buena mujer de la casa había hecho amiga-ble compañía. La mujer, en cuanto almorzó, toman-do sus acompañantes, se fue a fray Alberto y le dionoticias del ángel Gabriel y de lo que le había con-tado de la gloria y la vida eterna, y cómo era él,añadiendo además a esto, maravillosas fábulas.

A la que fray Alberto dijo:

—Señora, yo no sé cómo os fue con él; loque sé bien es que esta noche, viniendo él a mí yhabiéndole yo dado vuestra embajada, me llevósúbitamente el alma entre tantas flores y tantasrosas que nunca se han visto tantas aquí, y meestuve en uno de los lugares más deleitosos quenunca hubo hasta esta mañana a maitines: lo quepasó de mi cuerpo, no lo sé.

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—¿No os lo digo yo? —dijo la señora—.Vuestro cuerpo estuvo toda la noche en mis brazoscon el ángel Gabriel, y si no me creéis miraos bajola teta izquierda, donde le di un beso grandísimo alángel, tal que allí tendréis la señal unos cuantosdías.

Dijo entonces fray Alberto:

—Bien haré hoy algo que no he hecho hacemucho tiempo, que me desnudaré para ver si medecís verdad.

Y luego de mucho charlar, la mujer se volvióa casa; a donde en figura de ángel fray Alberto fueluego muchas veces sin encontrar ningún obstáculo.Pero sucedió un día que, estando doña Lisetta conuna comadre suya y juntas hablando sobre la her-mosura, para poner la suya delante de ninguna otra,como quien poca sal tenía en la calabaza, dijo:

—Si supierais a quién le gusta mi hermosu-ra, en verdad que no hablaríais de las demás.

La comadre, deseosa de oírla, como quienbien la conocía, dijo:

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—Señora, podréis decir verdad; pero sinembargo, no sabiendo quién sea él, no puede unodesdecirse tan ligeramente.

Entonces la mujer, que poco meollo tenía,dijo:

—Comadre, no puede decirse, pero conquien me entiendo es con el ángel Gabriel, que másque a sí mismo me ama como a la mujer más her-mosa, por lo que él me dice, que haya en el mundoo en la marisma.

A la comadre le dieron entonces ganas dereírse, pero se contuvo para hacerla hablar más, ydijo:

—A fe, señora, que si el ángel Gabriel seentiende con vos y os dice esto debe ser así, perono creía yo que los ángeles hacían estas cosas.

Dijo la mujer:

—Comadre, estáis equivocada, por las lla-gas de Dios: lo hace mejor que mi marido, y me diceque también se hace allá arriba; pero porque leparezco más hermosa que ninguna de las que hayen el cielo se ha enamorado de mí y se viene aestar conmigo muchas veces; ¿está claro?

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La comadre, cuando se fue doña Lisetta, sele hicieron mil años hasta que estuvo en un lugardonde poder contar estas cosas; y reuniéndose enuna fiesta con una gran compañía de mujeres, or-denadamente les contó la historia. Estas mujeres selo dijeron a sus maridos y a otras mujeres, y éstas aotras, y así en menos de dos días toda Veneciaestuvo llena de esto. Pero entre aquellos a cuyosoídos llegó, estaban los cuñados de ella, los cuales,sin decir nada, se propusieron encontrar aquelarcángel y ver si sabía volar: y muchas noches es-tuvieron apostados.

Sucedió que de este anuncio alguna noticie-ja llegó a oídos de fray Alberto; el cual, para repren-der a la mujer yendo una noche, apenas se habíadesnudado cuando los cuñados de ella, que le hab-ían visto venir, fueron a la puerta de su alcoba paraabrirla. Lo que, oyendo fray Alberto, y entendiendolo que era, levantándose y no viendo otro refugio,abrió una ventana que sobre el gran canal daba ydesde allí se arrojó al agua. La hondura era bastan-te y él sabía bien nadar así que ningún daño sehizo; y nadando hasta la otra parte del canal, en unacasa que abierta había se metió prestamente, ro-gando a un buen hombre que había dentro que poramor de Dios le salvase la vida, contando fábulas

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de por qué allí a aquella hora y desnudo estaba. Elbuen hombre, compadecido, corno tenía que salir ahacer sus asuntos, lo metió en su cama y le dijo queallí hasta su vuelta se estuviese; y encerrándolodentro, se fue a sus cosas.

Los cuñados de la mujer, entrando en la al-coba, se encontraron con que el ángel Gabriel,habiendo dejado allí las alas, había volado, por loque, como escarnecidos, gravísimas injurias dijerona la mujer, y por fin desconsoladísima la dejaron enpaz y se volvieron a su casa con los arneses delarcángel.

Entretanto, clareando el día, estando elbuen hombre en Rialto, oyó contar cómo el ángelGabriel había ido por la noche a acostarse con doñaLisetta, y, encontrado por los cuñados, se habíaarrojado al canal por miedo y no se sabía qué habíasido de él; por lo que prestamente pensó que aquelque tenía en casa debía de ser él; y volviendo allí yreconociéndolo, luego de muchas historias, llegócon él al acuerdo de que si no quería que le entre-gase a los cuñados, le diese cincuenta ducados; yasí se hizo.

Y después de esto, deseando fray Albertosalir de allí, le dijo el buen hombre:

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—No hay modo ninguno, si uno no queréis.Hoy hacemos nosotros una fiesta a la que uno llevaa un hombre vestido de oso y otro a guisa de hom-bre salvaje y quién de una cosa y quién de otra, yen la plaza de San Marcos se hace una cacería,terminada la cual se termina la fiesta; y luego cadauno se va con quien ha llevado donde le guste; siqueréis, antes de que pueda descubrirse que estáisaquí, que yo os lleve de alguna de estas maneras,os podré llevar donde queráis; de otro modo, no veocómo podréis salir sin ser reconocido; y los cuñadosde la señora, pensando que en algún lugar de aquídentro estáis, han puesto por todas partes guardiaspara cogeros.

Aunque duro le pareciese a fray Alberto irde tal guisa, a pesar de todo le indujo a hacerlo elmiedo que tenía a los parientes de la mujer, y le dijoa aquél adónde debía llevarlo: y que de cómo lellevase se contentaba. Éste, habiéndole ya untadotodo con miel y recubierto encima con pequeñasplumas, y habiéndole puesto una cadena al cuello yuna máscara en la cara, y habiéndole dado parauna mano un gran bastón y para la otra dos grandesperros que había llevado del matadero, mandó auno a Rialto a que pregonase que si alguien quería

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ver al ángel Gabriel subiese a la plaza de San Mar-cos. Y fue lealtad veneciana ésta.

Y hecho esto, luego de un rato, lo sacó fue-ra y lo puso delante de él, y andando detrás su-jetándolo por la cadena, no sin gran alboroto demuchos, que decían todos: «¿Qué es eso? ¿Qué eseso?», lo llevó hasta la plaza donde, entre los quehabían venido detrás y también los que, al oír elpregón, se habían venido desde Rialto, había unsinfín de gente. Éste, llegado allí, en un lugar desta-cado y alto, ató a su hombre salvaje a una columna,fingiendo que esperaba la caza, al cual las moscasy los tábanos, porque estaba untado de miel, dabangrandísima molestia.

Pero luego que de gente vio la plaza bienllena, haciendo como que quería desatar a su salva-je, le quitó la máscara a fray Alberto, diciendo:

—Señores, pues que el jabalí no viene a lacaza, y no puede hacerse, para que no hayáis veni-do en vano quiero que veáis al arcángel Gabriel,que del cielo desciende a la tierra por las nochespara consolar a las mujeres venecianas.

Al quitarle la máscara fue fray Alberto incon-tinenti reconocido por todos y contra él se elevaron

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los gritos de todos, diciéndole las más injuriosaspalabras y la mayor infamia que nunca se dijo aningún bribón, y, además de esto, arrojándole a lacara quién una porquería y quién otra; y así le tuvie-ron durante muchísimo tiempo, hasta tanto que poracaso llegando la noticia a sus frailes, hasta seis deellos poniéndose en camino llegaron allí, y, echán-dole una capa encima y desencadenándolo, no singrandísimo alboroto detrás hasta su casa lo lleva-ron, donde encarcelándolo, después de vivir míse-ramente se cree que murió. Así éste, tenido porbueno y obrando el mal, no siendo creído, se atrevióa hacer de arcángel Gabriel; y de él convertido enhombre salvaje, con el tiempo, como lo había mere-cido, vituperado, sin provecho lloró los pecadoscometidos. Plazca a Dios que a todos los demás lessuceda lo mismo.

NOVELA TERCERA

Tres jóvenes aman a tres hermanas y conellas se fugan a Creta, la mayor, por celos, mata asu amante, la segunda, entregándose al duque deCreta, salva de la muerte a la primera, cuyo amantela mata y con la primera huye, es culpado de ello eltercer amante con la tercera hermana y, presos, lo

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confiesan y por temor a morir corrompen con dineroa la guardia, y, pobres, huyen a Rodas y en la po-breza allí mueren.

Filostrato, oído el final del novelar dePampínea, se quedó un poco ensimismado y luegodijo volviéndose a ella:

—Algo bueno y que me agradó hubo al finalde vuestra novela, pero demasiada diversión huboantes que habría querido que no hubiese.

Luego, volviéndose a Laureta, dijo:

—Señora, seguid vos con una mejor, si esque puede ser.

Laureta, riendo, dijo:

—Demasiado cruel estáis contra los aman-tes, si sólo un mal fin les deseáis; y por obedecerosos contaré una sobre tres que igualmente mal ter-minaron habiendo gozado poco de su amor.

Y dicho esto, comenzó:

Jóvenes señoras, como claramente podéisconocer, todos los vicios pueden volverse, congrandísimo dolor, contra quien los tiene y muchas

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veces contra otros; y entre los que con más flojasriendas a nuestros peligros nos lleva, me pareceque la ira sea el que más; la cual no es otra cosaque un movimiento súbito y desconsiderado, movidopor los sentidos dolores; el cual, desterrada todarazón y teniendo los ojos de la mente ofuscados portinieblas, con ardentísimo furor enciende nuestroánimo. Y aunque con frecuencia le sobreviene alhombre, y más a unos que a otros, no menos hasobrevenido (y con mayores daños) a las mujeres,porque más fácilmente se enciende en ellas y allíarde con llama más clara y con menor freno lasagita.

Y no hay que maravillarse de ello: porque siqueremos mirar, veremos que su fuego por su natu-raleza antes prende en las cosas ligeras y suavesque en las duras y más pesadas; y nosotras somos(no lo tengan a mal los hombres) más delicadas quelo son ellos, y mucho más volubles. Por lo cual,viéndonos naturalmente a esto proclives, y mirandodespués cómo nuestra mansedumbre y benignidadson gran reposo y placer a los hombres con quienacostumbramos a tratar, y cómo la ira y el furor sonde gran angustia y peligro, para que de ella con másfuerte pecho nos guardemos, el amor de tres jóve-nes y de otras tantas señoras, como dije antes,

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convertido de feliz que era en infelicísimo por la irade una de ellas, entiendo mostraros con mi historia.

Marsella es, como sabéis, en Provenza, unanobilísima y antigua ciudad, situada junto al mar, yha sido antes en hombres ricos y en grandes mer-caderes más copiosa de lo que hoy se ve; entre losque hubo uno llamado N'Arnald Civada, hombre denacimiento ínfimo pero de claro honor y leal merca-der, sin medida rico en posesiones y en dineros, elcual de su mujer tenía muchos hijos entre los cualestres eran mujeres, y eran de edad mayores que losotros que eran varones. De las cuales, dos, nacidasde un parto, tenían quince años de edad, la terceratenía catorce; y nada esperaban sus parientes paracasarlas sino la vuelta de N'Arnald, que con su mer-cancía se había ido a España.

Eran los nombres de las dos primeras, el dela una Ninetta, y de la otra Maddalena; la tercera sellamaba Bertella. De Ninetta estaba un joven, gentil-hombre aunque fuese pobre, llamado Restagnone,enamorado cuanto más podía, y la joven de él; y detal modo habían sabido obrar que, sin que ningunapersona en el mundo lo supiese, gozaban de suamor; y ya buen espacio gozado habían cuandosucedió que dos jóvenes amigos, de los cuales uno

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se llamaba Folco y el otro Ughetto, muertos suspadres y habiendo quedado riquísimos, el uno deMaddalena y el otro de Bertella se enamoraron. Delo cual percatándose Restagnone (habiéndole sidopor Ninetta mostrado) pensó en poder ayudarse ensus carencias con el amor de éstos; y familiarizán-dose con su trato, ahora a uno ahora al otro, y aveces a los dos, les acompañaba a ver sus señorasy la de él.

Y cuando lo bastante familiar y amigo suyole pareció ser, un día a su casa llamándoles les dijo:

—Carísimos jóvenes, nuestro trato os pue-de haber demostrado cuánto es el amor que ostengo y que por vosotros pondría en obra lo que pormí mismo pondría; y porque mucho os amo, lo quese me ha venido al ánimo entiendo mostraros, yvosotros luego conmigo, juntos, tomaremos el parti-do que os parezca mejor. Vosotros, si vuestras pa-labras no mienten, y por lo que en vuestros actos dedía y de noche me parece haber comprendido, engrandísimo amor por las dos jóvenes que amáisardéis, y yo por la tercera, su hermana; al cual ar-dor, si queréis concedérmelo, me pide el corazónhallar un muy dulce y placentero remedio como eséste: vosotros sois riquísimos, lo que no soy yo; si

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quisierais juntar vuestras riquezas y hacerme a mítercer poseedor de ellas junto con vosotros y delibe-rar a qué parte del mundo podríamos ir a vivir ale-gremente con ellas, sin falta me dice el corazón quepodré hacer que las tres hermanas, con gran partede lo que tiene su padre, con nosotros a dondequeramos ir vengan, y allí cada uno con la suya aguisa de hermanos vivir podremos como los hom-bres más felices que hay en el mundo. A vosotrosos toca ahora decidir si queréis haceros felices conesto, o dejarlo.

Los dos jóvenes, que sobremanera ardían,al oír que a las dos jóvenes tendrían, no pasaronmucho trabajo deliberando sino que dijeron que, siesto sucedía, estaban dispuestos a hacerlo. Res-tagnone, con esta respuesta de los jóvenes, de allía pocos días se encontró con Ninetta, a la que nosin gran dificultad ver podía; y luego de que un tantocon ella hubo estado, lo que había hablado con losjóvenes le explicó, y con muchas razones se ingenióen que esta empresa le agradase. Pero poco difícille fue porque ella mucho mas que él deseaba poderestar con él sin sobresalto; por lo que de buenagana le contestó que le placía y que sus hermanas,y máximamente en esto, harían lo que ella quisiese;

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le dijo que todas las cosas necesarias para ello loantes que pudiera preparase.

Volviendo Restagnone a los dos jóvenes,que mucho sobre lo que les había dicho le pregun-taban, les dijo que por parte de sus señoras el asun-to estaba decidido; y entre ellos deliberaron irse aCreta después de vender algunas posesiones quetenían, bajo título de querer ir a comerciar con losdineros, y trocadas en dineros todas las demáscosas que tenían, compraron una saetía y la arma-ron secretamente con gran ventaja, y esperaron eltérmino puesto.

Por otra parte, Ninetta, que del deseo de lashermanas demasiado sabía, con dulces palabras entanto afán de hacer aquello las inflamó que les pa-recía que no iban a vivir lo suficiente para llegar aello. Por lo que, venida la noche en que debíansubir a la saetía, las tres hermanas, abierto un grancofre de su padre, de él grandísima cantidad dedineros y de joyas sacaron, y con ellas, de casa lastres ocultamente saliendo, según lo planeado, allí asus tres amantes que las esperaban encontraron;con los cuales sin ninguna demora a la saetía subi-das, dieron los reinos al agua y se fueron, y sin de-tenerse un punto en ningún lugar, a la tarde siguien-

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te llegaron a Génova, donde los noveles amantesgozo y placer por primera vez tomaron de su amor.Y proveyéndose de aquello que necesitaban sefueron, y de un puerto en otro, antes de que llegaseel día octavo, sin ningún impedimento llegaron aCreta, donde grandísimas y hermosas posesionescompraron, en las cuales, asaz cerca de Candiaconstruyeron hermosísimas y deleitables mansio-nes; y allí con muchos sirvientes, con perros y conaves de presa y con caballos en convites y en fies-tas y en placeres con sus mujeres lo más contentosdel mundo a guisa de barones comenzaron a vivir.

Y viviendo de tal manera, sucedió (así comovemos suceder todos los días) que aunque las co-sas mucho gusten, si se tienen en cantidad excesi-va cansan, que a Restagnone, el cual mucho ama-do había a Ninetta, pudiéndola sin ningún temortener a todo su placer, comenzó a cansarle, y porconsiguiente, a fallarle el amor hacia ella. Y habién-dole en una fiesta sumamente agradado una jovendel país, hermosa y noble señora, y cortejándolacon toda asiduidad, comenzó a hacer por ella mara-villosos gastos y fiestas, de lo que percatándoseNinetta, le entraron tantos celos de él que no podíadar un paso sin que ella lo supiera y sin que luegocon palabras y con reproches a él y a ella no se

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atribulase. Pero así como la abundancia de las co-sas engendra el fastidio, así multiplica el apetito elser negadas las que se desean: y así los reprochesde Ninetta acrecentaban las llamas del nuevo amorde Restagnone; y como con el paso del tiempoaconteciese o que Restagnone la intimidad de lamujer amada tuviese o que no, Ninetta, quienquieraque se lo dijese, lo tuvo por cierto, con lo que cayóen tanta tristeza, y de ella en tanta ira y subsiguien-temente a tanto furor pasó que, convertido el amorque a Restagnone tenía en amargo odio, cegadapor la ira, pensó con la muerte de Restagnone ven-gar la vergüenza que le parecía haber recibido.

Y hecha venir a una vieja griega, gran ma-estra en componer venenos, con promesas y condones la condujo a hacer un agua mortífera, la queella, sin aconsejarse con nadie, una noche a Res-tagnone acalorado y que aquello no temía le dio abeber. El poder de aquello fue tal que antes de quellegase la mañana lo había matado; cuya muerte,sintiendo Folco y Ughetto y sus mujeres, sin saberque de veneno hubiese muerto, junto con Ninettaamargamente lloraron y honradamente lo hicieronsepultar. Pero sucedió no muchos días despuésque, por otra malvada acción, fue apresada la viejaque a Ninetta el agua envenenada le había prepa-

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rado, la cual, entre sus otras maldades, al darletortura, confesó ésta, claramente mostrando lo quepor ello había sucedido; por lo que el duque de Cre-ta, sin nada decir, ocultamente una noche fue a losalrededores de la villa de Folco, y sin alboroto nioposición ninguna, se llevó presa a Ninetta, de lacual, sin ninguna tortura, prestísimamente lo que oírquería obtuvo sobre la muerte de Restagnone.

Folco y Ughetto ocultamente le habían oídoal duque, y a sus mujeres, por qué había sido apre-sada Ninetta; lo que mucho les dolió, y todo trabajoponían en hacer que Ninetta escapase al fuego, alque creían que sería condenada, como quien muybien merecido lo tenía, porque el duque firme esta-ba en querer hacer justicia. Maddalena, que hermo-sa joven era y largamente había sido cortejada porel duque sin nunca haber querido hacer nada que éldesease, imaginando que si le daba gusto podríalibrar a la hermana del fuego, por un cauto embaja-dor se lo dio a entender, que ella estaba por com-pleto a sus órdenes si dos cosas se siguiesen deello; la primera, que recuperase a su hermana salvay libre; la otra, que esto fuese cosa secreta. El du-que, oída la embajada y agradándole, largamenteconsideró si debía hacerlo y al final estuvo deacuerdo y repuso que estaba pronto. Haciendo,

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pues, con consentimiento de la señora (como si deellos quisiera informarse del asunto) detener unanoche a Folco y a Ughetto, fue secretamente a al-bergarse con Maddalena; y fingiendo primero haberpuesto a Ninetta dentro de un saco y deber aquellanoche misma arrojar al mar con una piedra atada alcuello, con él se la llevó a su hermana y por preciode aquella noche se la dio, rogándole al irse por lamañana que aquella noche, que había sido la pri-mera de su amor, no fuese la última, y además deesto le ordenó que de allí hiciese partir a la mujerculpable para que no le fuese reprochado aquello yno tuviese que empezar de nuevo a maltratarla.

A la mañana siguiente, Folco y Ughetto,habiendo oído que Ninetta por la noche había sidoarrojada al mar, y creyéndolo, fueron liberados; y asu casa para consolar a sus mujeres de la muertede la hermana retornados, por mucho que Madda-lena se ingeniase en esconderla mucho, Folco sedio cuenta de que estaba allí; de lo que se maravillómucho y súbitamente sospechó, habiendo ya oídoque el duque había cortejado a Maddalena, y lepreguntó cómo podía ser que Ninetta estuvieseaquí. Maddalena urdió una larga fábula paraquerérselo explicar, poco por él (que era malicioso)

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creída, y a decir la verdad la constriñó; y ella, luegode muchas palabras, se la dijo.

Folco, vencido por el dolor y montando enira, desenvainada una espada, a ella que en vano lepedía merced, la mató; y temiendo la ira y la justiciadel duque, dejándola muerta en la alcoba, se fuedonde Ninetta estaba, y con rostro infinitamentealegre, le dijo:

—Vamos pronto allí donde tu hermana hadeterminado que te lleve para que no vuelvas amanos del duque.

La cual cosa creyendo Ninetta, y como te-merosa, deseando irse, con Folco, sin otra despedi-da buscar de su hermana, siendo ya de noche, sepuso en camino, y con aquellos dineros a que Folcopudo echar mano, que fueron pocos; y yéndose alpuerto, subieron a una barca y nunca más se supodónde llegaron. Venido el día siguiente y siendoMaddalena hallada muerta, hubo algunos que porenvidia y odio que tenían a Ughetto, rápidamente alduque se lo hicieron saber, por la cual cosa el du-que, que mucho amaba a Maddalena, corriendofogosamente a la casa, a Ughetto apresó y a sumujer, que de estas cosas todavía nada sabían,esto es de la partida de Folco y Ninetta, los cons-

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triñó a confesar que ellos juntos con Folco habíansido culpables de la muerte de Maddalena. Por cuyaconfesión ellos, fundadamente temiendo la muerte,con gran habilidad a quienes los guardaban co-rrompieron, dándoles una cierta cantidad de dinerosque en su casa escondidos para los casos necesa-rios guardaban: y junto con los guardias, sin tenerespacio de poder coger ninguna de sus cosas,montándose en una barca, de noche se escaparona Rodas, donde en pobreza y miseria vivieron nomucho tiempo. Pues a semejante partido el locoamor de Restagnone y la ira de Ninetta les conduje-ron a ellos y a los demás.

NOVELA CUARTA

Gerbino, contra la palabra dada al rey Gui-lielmo, su abuelo, combate una nave del rey deTúnez para quitarle a una hija suya; y matada éstapor los que allí iban, los mata, y a él luego le cortanla cabeza.

Laureta callaba, una vez terminada su nove-la, y, entre la compañía, quién con uno, quién conotro de la desgracia de los amantes se dolía, y

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quién reprobaba la ira de Ninetta, y unos una cosa yotros otra decían, cuando el rey, como saliendo deun profundo pensamiento, alzó el rostro y a Elisa lehizo señal de continuar narrando; la cual gentilmen-te comenzó:

Amables señoras, muchos son los que cre-en que Amor solamente por las miradas encendido,envía sus saetas, burlándose de quienes sostenerquieren que alguien por el oído pueda enamorarse,y que éstos están engañados aparecerá asaz cla-ramente en una novela que contar entiendo, en laque no solamente por la fama, sin haberse vistonunca, veréis que ha obrado sino también cómo amísera muerte condujo a cada uno os será mani-fiesto.

Guilielmo II, rey de Sicilia, según dicen lossicilianos, tuvo dos hijos, uno varón llamado Ruggie-ro, la otra mujer, llamada Constanza. El cual Rug-giero, muriendo antes que su padre, dejó un hijollamado Gerbino, el cual, con solicitud educado porsu abuelo, se hizo un joven hermosísimo y famosoen bizarría y en cortesía. Y no dentro de los límitesde Sicilia se quedó encerrada su fama, sino que envarias partes del mundo sonando, era clarísima enBerbería, que en aquellos tiempos era tributaria del

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rey de Sicilia. Y entre los demás a cuyos oídos lamagnífica fama de la virtud y la cortesía de Gerbinollegaron, hubo una hija del rey de Túnez, la cual,según lo que todos los que la veían decían, era unade las más hermosas criaturas que nunca por lanaturaleza hubiera sido formada, y la más cortés yde ánimo grande y noble. La cual, gustando de oírhablar de los hombres valerosos, con tanto afectoretuvo las cosas valerosamente hechas por Gerbinoque unos y otros contaban, y tanto le agradaban,que dándole vueltas en su imaginación a cómo deb-ía ser él, ardientemente se enamoró, y con másagrado que de otros hablaba de él y a quien de élhablaba escuchaba.

Por otra parte, había también, como a otroslugares, llegado a Sicilia la grandísima fama de labelleza y del valor de ella, y no sin gran deleite ni envano había alcanzado los oídos de Gerbino; así, nomenos que la joven se había inflamado por él, él porella se había inflamado. Por la cual cosa, hastatanto que con conveniente razón de su abuelo lalicencia pidiese para ir a Túnez, deseoso sobrema-nera de verla, a todo amigo suyo que allí iba, orde-naba que en cuanto estuviera en su poder le comu-nicase su secreto y gran amor del modo que mejorle pareciese y le trajese de ella noticia. De los cua-

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les, uno lo hizo muy sagazmente llevándole joyasde mujer para que las viese, del modo que hacenlos mercaderes, y por completo manifestándole elardor de Gerbino, él y sus cosas le ofreció dispues-tas a sus mandatos; la cual, con alegre rostro elembajador y la embajada recibió; y respondiéndoleque ella en igual amor ardía, una de sus más pre-ciosas joyas en testimonio de ello le mandó. La cualrecibió Gerbino con tanta alegría como pueda reci-birse la cosa más querida, y por aquel mismo mu-chas veces le escribió y le mandó preciosísimospresentes, haciendo con ella ciertos conciertos pa-ra, si la fortuna lo permitiese, verse y tocarse.

Pero andando las cosas de esta guisa y unpoco más lejos de lo que hubiera sido necesarioardiendo por una parte la joven y por otra Gerbino,sucedió que el rey de Túnez la casó con el rey deGranada, de lo que ella se afligió sobremanera,pensando que no solamente con larga distancia sealejaba de su amante sino que casi por completo leera arrebatada; y si hubiera habido manera, debuena gana, para que aquello no sucediese, hubie-ra huido del padre y se hubiera reunido con Gerbi-no. Del mismo modo, Gerbino, enterado de estematrimonio, sin medida doliente vivía y pensando sipudiese hallar alguna manera de poder llevársela

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por la fuerza, si sucediese que por mar fuese almarido. El rey de Túnez, oyendo algo de este amory de la determinación de Gerbino, y temiendo suvalor y su poder, llegando el tiempo en que debíamandarla, hizo saber al rey Guilielmo lo que queríahacer y que entendía hacerlo si él le aseguraba queni Gerbino ni otro se lo impediría.

El rey Guilielmo, que viejo era y no habíaoído nada del enamoramiento de Gerbino, no ima-ginándose que por ello se le pidiese tal garantía, loconcedió de buena gana y en señal de ello mandóal rey de Túnez su guante. El cual, después de quela seguridad hubo recibido, hizo preparar unagrandísima y hermosa nave en el puerto de Cartagoy abastecerla con todo lo que fuera necesario, yadornarla y prepararla, para mandar en ella a su hijaa Granada; y no esperaba sino el tiempo favorable.La joven señora, que todo esto sabía y veía, ocul-tamente mandó a Palermo a un servidor suyo y leordenó que al bellido Gerbino saludase de su partey le dijera cómo iba a irse a Granada pocos díasdespués; por lo que ahora se vería si era hombretan valiente como se decía y si tanto la amaba comomuchas veces le había significado. Aquel a quien lefue ordenada, óptimamente cumplió su embajada yse volvió a Túnez. Gerbino, al oír esto, y sabiendo

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que el rey Guilielmo su abuelo había otorgado laseguridad al rey de Túnez, no sabía qué hacerse;pero empujado por el amor, habiendo escuchadolas palabras de la señora y para no parecer vil, yen-do a Mesina, allí hizo prestamente armar dos gale-ras ligeras, y haciendo subir a ellas valientes hom-bres, con ellos se fue junto a Cerdeña, pensandoque por allí debía pasar la nave de la señora. Y notardó en realizarse su pensamiento, porque des-pués de que allí pocos días hubo estado, la nave,con poco viento y no lejana al lugar donde se habíaapostado esperándola, apareció.

Viendo la cual, Gerbino, a sus compañerosdijo:

—Señores, si sois tan valerosos como pien-so, ninguno de vosotros creo que esté sin habersentido o sentir amor, sin el cual, como por mí mis-mo juzgo, ningún mortal puede ninguna virtud o bientener en sí; y si enamorados habéis estado o estáis,fácil cosa os será comprender mi deseo. Yo amo:Amor me indujo a daros la presente fatiga, y lo queamo, en la nave que se ve ahí delante está, la cual,junto con la cosa que yo más deseo, va llena degrandísimas riquezas, las cuales, si hombres vale-rosos sois, con poca fatiga, virilmente combatiendo,

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podemos conquistar; de cuya victoria no buscoquedarme sino con una mujer por cuyo amor muevolas armas; todas las demás cosas sean vuestraslibremente desde ahora. Vamos, pues, y con buenaventura asaltemos la nave mientras Dios, favorablea nuestra empresa, sin prestarle viento nos la tieneinmóvil.

No necesitaba el bellido Gerbino tantas pa-labras porque los mesinenses que con él estaban,deseosos del botín, ya en su ánimo estaban dis-puestos a hacer aquello a lo que Gerbino les alen-taba con las palabras; por lo que, haciendo ungrandísimo alboroto, al final de sus palabras, paraque así fuese sonaron las trompetas, y empuñandolas armas dieron los remos al agua y a la nave lle-garon. Los que en la nave estaban, viendo de lejosvenir las galeras, no pudiéndose ir, se aprestaron ala defensa. El bellido Gerbino, llegado a ella, ordenóque los patrones a las galeras fuesen llevados si noquerían batalla. Los sarracenos, asegurados dequiénes eran y qué pedían, dijeron que se les asal-taba contra la palabra empeñada con ellos por elrey suyo, y en señal de ello mostraron el guante delrey Guilielmo y del todo se negaron, si no eran ven-cidos en batalla, a rendirse o a darle nada quehubiera en la nave. Gerbino, que en la popa de la

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nave había visto a la señora, mucho más hermosade lo que él ya pensaba, mucho más inflamado enamor que antes, al mostrarle el guante repuso queallí no había en aquel momento halcones para losque se necesitase un guante, y que por ello, si noquerían entregarles a la señora, que se preparasena la batalla. La que, sin esperar más, a arrojarsesaetas y piedras el uno contra el otro fieramentecomenzaron y largamente con daño de cada una delas partes en tal guisa combatieron.

Por último, viéndose Gerbino sin muchoprovecho, tomando una barquichuela que de Cer-deña llevado había, y prendiéndole fuego, con lasdos galeras la acostó a la nave; lo que viendo lossarracenos y conociendo que por necesidad debíano rendirse o morir, haciendo a cubierta venir a la hijadel rey, que bajo cubierta lloraba, y llevándola a laproa de la nave y llamando a Gerbino, ante susojos, a ella, que pedía merced y ayuda, le cortaronlas venas y arrojándola al mar dijeron:

—Tómala, te la damos como podemos ycomo tu lealtad la ha merecido.

Gerbino, viendo su crueldad, deseoso demorir, no preocupándose por saetas ni por piedras,a la nave se hizo acercar, y subiendo a ella a pesar

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de cuantos allí iban, no de otra manera que un leónfamélico entra en una manada de becerros, ora aéste ora a aquél desangrando y primero con losdientes y con las uñas su ira sacia que el hambre,con una espada en la mano ora a éste ora a aquélcortando de los sarracenos, cruelmente a muchosmató Gerbino; creciendo ya el fuego en la encendi-da nave, haciendo a los marineros coger lo quepudieran como recompensa, abajo se fue con aque-lla poco alegre victoria conseguida sobre sus ene-migos. Luego, haciendo el cuerpo de la hermosaseñora recoger del mar, largamente y con muchaslágrimas la lloró, y volviéndose a Sicilia, en Ustica,pequeñísima isla casi enfrente de Trápani, honra-damente la hizo sepultar, y a su casa se fue másdolorido que ningún hombre. El rey de Túnez, cono-cida la noticia, a sus embajadores de negro vesti-dos, envió al rey Guilielmo, doliéndose de que lapalabra dada mal había sido cumplida, y le contaroncómo. Por lo que el rey Guilielmo, fuertemente aira-do, no viendo manera de poder negarles la justiciaque pedían, hizo apresar a Gerbino, y él mismo, nohabiendo ninguno de sus barones que con ruegosse esforzase en disuadirlo, le condenó a muerte yen presencia suya le hizo cortar la cabeza, querien-do antes quedarse sin nieto que tenido por un rey

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sin honor. Así, en pocos días, tan miserablementelos dos amantes, sin haber gustado ningún fruto desu amor, de mala muerte murieron, como os hecontado.

NOVELA QUINTA

Los hermanos de Isabetta matan a suamante, éste se le aparece en sueños y le muestradónde está enterrado, ella ocultamente le desentie-rra la cabeza y la pone en un tiesto de albahaca yllorando sobre él todos los días durante muchotiempo, sus hermanos se lo quitan y ella se muerede dolor poco después.

Terminada la historia de Elisa y alabada porel rey durante un rato, a Filomena le fue ordenadoque contase: la cual, llena de compasión por elmísero Gerbino y su señora, luego de un piadososuspiro, comenzó:

Mi historia, graciosas señoras, no será so-bre gentes de tan alta condición como fueron aqué-llas sobre quienes Elisa ha hablado, pero acaso noserá menos digna de lástima; y a acordarme de ella

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me trae Mesina, ha poco recordada, donde sucedióel caso.

Había, pues, en Mesina tres jóvenes her-manos y mercaderes, y hombres, que habían que-dado siendo bastante ricos después de la muerte desu padre, que era de San Gimigniano, y tenían unahermana llamada Elisabetta, joven muy hermosa ycortés, a quien, fuera cual fuese la razón, todavía nohabían casado. Y tenían además estos tres herma-nos, en un almacén suyo, a un mozo paisano lla-mado Lorenzo, que todos sus asuntos dirigía y hac-ía, el cual, siendo asaz hermoso de persona y muygallardo, habiéndolo muchas veces visto Isabetta,sucedió que empezó a gustarle extraordinariamen-te, de lo que Lorenzo se percató y una vez y otra,semejantemente, abandonando todos sus otrosamoríos, comenzó a poner en ella el ánimo; y de talmodo anduvo el asunto que, gustándose el uno alotro igualmente, no pasó mucho tiempo sin que seatrevieran a hacer lo que los dos más deseaban.

Y continuando en ello y pasando juntos mu-chos buenos ratos y placenteros, no supieron obrartan secretamente que una noche, yendo Isabettacalladamente allí donde Lorenzo dormía, el mayorde los hermanos, sin advertirlo ella, no lo advirtiese;

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el cual, porque era un prudente joven, aunque muydoloroso le fue enterarse de aquello, movido pormuy honesto propósito, sin hacer un ruido ni decircosa alguna, dándole vuelta a varios pensamientossobre aquel asunto, esperó a la mañana siguiente.Después, venido el día, a sus hermanos contó loque la pasada noche había visto entre Isabetta yLorenzo, y junto con ellos, después de largo conse-jo, deliberó para que sobre su hermana no cayeseninguna infamia, pasar aquello en silencio y fingir nohaber visto ni sabido nada de ello hasta que llegarael momento en que, sin daño ni deshonra suya, estaafrenta antes de que más adelante siguiera pudie-sen lavarse. Y quedando en tal disposición charlan-do y riendo con Lorenzo tal como acostumbraban,sucedió que fingiendo irse fuera de la ciudad parasolazarse llevaron los tres consigo a Lorenzo; yllegados a un lugar muy solitario y remoto, viéndosecon ventaja, a Lorenzo, que de aquello nada seguardaba, mataron y enterraron de manera quenadie pudiera percatarse; y vueltos a Mesina corrie-ron la voz de que lo habían mandado a algún lugar,lo que fácilmente fue creído porque muchas vecessolían mandarlo de viaje.

No volviendo Lorenzo, e Isabetta muy fre-cuente y solícitamente preguntando por él a sus

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hermanos, como a quien la larga tardanza pesaba,sucedió un día que preguntándole ella muy insisten-temente, uno de sus hermanos le dijo:

—¿Qué quiere decir esto? ¿Qué tienes quever tú con Lorenzo que me preguntas por él tanto?Si vuelves a preguntarnos te daremos la contesta-ción que mereces.

Por lo que la joven, doliente y triste, temero-sa y no sabiendo de qué, dejó de preguntarles, ymuchas veces por la noche lastímeramente lo lla-maba y le pedía que viniese, y algunas veces conmuchas lágrimas de su larga ausencia se quejaba ysin consolarse estaba siempre esperándolo.

Sucedió una noche que, habiendo lloradomucho a Lorenzo que no volvía y habiéndose al finquedado dormida, Lorenzo se le apareció en sue-ños, pálido y todo despeinado, y con las ropas des-garradas y podridas, y le pareció que le dijo:

—Oh, Isabetta, no haces más que llamarmey de mi larga tardanza te entristeces y con tuslágrimas duramente me acusas; y por ello, sabe queno puedo volver ahí, porque el último día que meviste tus hermanos me mataron.

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Y describiéndole el lugar donde lo habíanenterrado, le dijo que no lo llamase más ni lo espe-rase. La joven, despertándose y dando fe a la vi-sión, amargamente lloró; después, levantándose porla mañana, no atreviéndose a decir nada a sushermanos, se propuso ir al lugar que le había sidomostrado y ver si era verdad lo que en sueños se lehabía aparecido. Y obteniendo licencia de sus her-manos para salir algún tiempo de la ciudad a pase-arse en compañía de una que otras veces con elloshabía estado y todos sus asuntos sabía, lo antesque pudo allá se fue, y apartando las hojas secasque había en el suelo, donde la tierra le pareciómenos dura allí cavó; y no había cavado muchocuando encontró el cuerpo de su mísero amante ennada estropeado ni corrompido; por lo que clara-mente conoció que su visión había sido verdadera.De lo que más que mujer alguna adolorida, cono-ciendo que no era aquél lugar de llantos, si hubierapodido todo el cuerpo se hubiese llevado para darlesepultura más conveniente; pero viendo que nopodía ser, con un cuchillo lo mejor que pudo le se-paró la cabeza del tronco y, envolviéndola en unatoalla y arrojando la tierra sobre el resto del cuerpo,poniéndosela en el regazo a la criada, sin ser vistapor nadie, se fue de allí y se volvió a su casa.

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Allí, con esta cabeza en su alcoba en-cerrándose, sobre ella lloró larga y amargamentehasta que la lavó con sus lágrimas, dándole milbesos en todas partes. Luego cogió un tiesto grandey hermoso, de esos donde se planta la mejorana ola albahaca, y la puso dentro envuelta en un hermo-so paño, y luego, poniendo encima la tierra, sobreella plantó algunas matas de hermosísima albahacasalernitana, y con ninguna otra agua sino con aguade rosas o de azahares o con sus lágrimas la rega-ba; y había tomado la costumbre de estar siemprecerca de este tiesto, y de cuidarlo con todo su afán,como que tenía oculto a su Lorenzo, y luego de quelo había cuidado mucho, poniéndose junto a él,empezaba a llorar, y mucho tiempo, hasta que todala albahaca humedecía, lloraba. La albahaca, tantopor la larga y continua solicitud como por la riquezade la tierra procedente de la cabeza corrompida queen ella había, se puso hermosísima y muy olorosa.

Y continuando la joven siempre de esta ma-nera, muchas veces la vieron sus vecinos; los cua-les, al maravillarse sus hermanos de su estropeadahermosura y de que los ojos parecían salírsele de lacara, les dijeron:

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—Nos hemos apercibido de que todos losdías actúa de tal manera.

Lo que, oyendo sus hermanos y advirtiéndo-lo ellos, habiéndola reprendido alguna vez y nosirviendo de nada, ocultamente hicieron quitarleaquel tiesto. Y no encontrándolo ella, con grandísi-ma insistencia lo pidió muchas veces, y no devol-viéndoselo, no cesando en el llanto y las lágrimas,enfermó y en su enfermedad no pedía otra cosa queel tiesto. Los jóvenes se maravillaron mucho de estapetición y por ello quisieron ver lo que había dentro;y vertida la tierra vieron el paño y en él la cabezatodavía no tan consumida que en el cabello rizadono conocieran que era la de Lorenzo. Por lo que semaravillaron mucho y temieron que aquello se su-piera; y enterrándola sin decir nada ocultamentesalieron de Mesina y ordenando la manera de irsede allí se fueron a Nápoles. No dejando de llorar lajoven y siempre pidiendo su tiesto llorando murió yasí tuvo fin su desventurado amor; pero después decierto tiempo, siendo esto sabido por muchos huboalguien que compuso aquella canción que todavíase canta hoy y dice:

Quién sería el mal cristiano

que el albahaquero me robó, etc.

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NOVELA SEXTA

Andreuola ama a Gabyiotto; le cuenta unsueño que ha tenido y él a ella otro; repentinamentese muere en sus brazos, mientras ella con una cria-da a su casa lo llevan son apresadas por la señoría,y ella dice lo que ha sucedido; el podestá la quiereforzar, ella no lo sufre, se entera su padre y, hallán-dola inocente, la hace liberar, ella, rehusando seguiren el mundo, se hace monja.

La historia que Filomena había contado fuemuy apreciada por las señoras porque muchas ve-ces habían oído cantar aquella canción y nuncahabían podido, a pesar de preguntarlo, saber conqué ocasión había sido compuesta. Pero habiendoel rey su final oído, a Pánfilo le ordenó que conti-nuase el orden. Pánfilo, entonces, dijo:

El sueño contado en la pasada historia meda materia para contaros una en la cual se habla dedos, que sobre cosas que debían pasar, como sihubieran ya sucedido, versaban, y apenas hubieronterminado de contarse por quienes las habían vistocuando tuvieron los dos efecto. Y así, amorosas

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señoras, debéis saber que general impresión es detodos los vivientes ver varias cosas en su sueño, lascuales, aunque a quien duerme, durmiendo le pare-cen todas verdaderas, y despertándose juzgue ver-daderas algunas, algunas verosímiles y una partefuera de toda verosimilitud, no menos resulta quemuchas de ellas suceden. Por la cual cosa, muchosprestan tanta fe a cada sueño cuanta prestarían alas cosas que vieran estando en vigilia, y con susmismos sueños se entristecen o se alegran comopor lo que temen o esperan, y por el contrario, hayquienes en ninguno creen sino después de que seven caer en el peligro que les ha sido mostrado; delos cuales, ni a unos ni a otros alabo, porque nosiempre son verdaderos ni todas las veces falsos.

Que no son todos verdaderos, muchas ve-ces todos nosotros hemos tenido ocasión de verlo, yque todos no son falsos, ya antes en la historia deFilomena se ha mostrado, y en la mía, como ya hedicho, entiendo mostrarlo. Por lo que juzgo que si sevive virtuosamente y se obra, a ningún sueño con-trario a ello debe temerse y no dejar por él los bue-nos propósitos; en las cosas perversas y malvadas,aunque los sueños parezcan favorables a ellas ycon visiones propicias a quienes los ven animen,

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nadie debe creer; y así, en su contrario, dar a todoscompleta fe. Pero vengamos a la historia.

Hubo en la ciudad de Brescia un gentilhom-bre llamado micer Negro de Pontecarrato, el cual,entre otros muchos hijos, tenía una hija, llamadaAndreuola, muy joven y hermosa y sin marido, lacual, por ventura de un vecino suyo cuyo nombreera Gabriotto, se enamoró, hombre de baja condi-ción aunque de loables costumbres lleno y en supersona hermoso y amable; y con la intervención yla ayuda de la nodriza de la casa tanto anduvo lajoven, que Cabriotto supo no sólo que era amadopor Andreuola, sino que fue llevado mucho a unhermoso jardín del padre de ella, y muchas vecescon deleite de una y de otra parte; y para que nin-guna razón nunca sino la muerte pudiera separar sudeleitoso amor, marido y mujer secretamente sehicieron. Y del mismo modo, furtivamente, confir-mando sus ayuntamientos, sucedió que a la jovenuna noche, durmiendo, le pareció ver en sueñosque estaba en su jardín con Gabriotto y que le teníaentre sus brazos con grandísimo placer de ambos; ymientras así estaban le pareció ver salir del cuerpode él una cosa oscura y terrible cuya forma ella nopodía reconocer, y le parecía que esta cosa cogiesea Gabriotto y contra su voluntad con espantosa

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fuerza se lo arrancase de los brazos y con él seescondiese dentro de la tierra y no pudiese ver másni al uno ni a la otra; por lo que muy gran dolor eimponderable sentía, y por ello se despertó, y des-pierta, aunque fuese viendo que no era así como lohabía soñado, no por ello dejó de sentir miedo porel sueño visto.

Y por esto, queriendo luego Gabriotto la no-che siguiente venir a donde ella, cuanto pudo seesforzó en hacer que no viniese por la noche allí;pero, viendo su voluntad, para que de otro no fuesea sospechar, la noche siguiente lo recibió en sujardín. Y habiendo muchas rosas blancas y berme-jas cogido, porque era tiempo de ellas, con él juntoa una bellísima fuente y clara que en el jardín había,se fue a estar, y allí, después de una grande y muylarga fiesta que disfrutaron juntos, Gabriotto le pre-guntó cuál era la razón por la que le había prohibidovenir el día antes.

La joven, contándole el sueño tenido porella la noche antes y el temor que le había dado, sela explicó. Gabriotto, al oírla, se rió y dijo que grannecedad era creer en sueños porque o por excesode comida o por falta de ella sucedían, y que erantodos vanos se veía cada día; y luego dijo:

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—Si yo hubiese querido hacer caso de sue-ños no habría venido aquí, no tanto por el tuyo sinopor uno que también tuve esta noche pasada, elcual fue que me parecía estar en una hermosa ydeleitosa selva por la que iba cazando, y habercogido una cabritilla tan bella y tan placentera comola mejor que se haya visto; y me parecía que eramás blanca que la nieve y en breve espacio se hizotan amiga mía que en ningún momento se separabade mí. Y me parecía que la quería tanto que paraque no se separase de mí me parecía que le habíapuesto en la garganta un collar de oro y con unacadena de oro la sujetaba entre las manos. Y des-pués de esto me parecía que, descansando estacabritilla una vez y teniéndome la cabeza en el re-gazo, salió de no sé dónde una perra negra como elcarbón, muy hambrienta y espantosa en su aparien-cia, y se vino hacia mí, contra la que ninguna resis-tencia me parecía hacer; por lo que me parecía queme metía el hocico en el seno en el lado izquierdo, ytanto lo roía que llegaba al corazón, que parecíaque me arrancaba para llevárselo. Por lo que sentíatal dolor que mi sueño se interrumpió y, despierto,con la mano súbitamente corrí a palpar si algo teníaen el costado; pero no encontrándome el mal meburlé de mí mismo por haberlo hecho. Pero ¿qué

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quiere decir esto? Tales y más espantosos he teni-do más veces y no por ello me ha sucedido nadamás ni nada menos; y por ello olvídate de eso ypensemos en disfrutar.

La joven, por su sueño ya muy espantada,al oír esto lo estuvo mucho más, pero para no serocasión de enfado a Gabriotto, lo más que pudoocultó su miedo; y aunque abrazándolo y besándoloalgunas veces y siendo por él abrazada y besada sesolazase, temerosa y no sabiendo de qué, más delo acostumbrado muchas veces le miraba a la caray de vez en cuando miraba por el jardín por si algu-na cosa negra viese venir de alguna parte.

Y estando de esta manera, Cabriotto, lan-zando un gran suspiro, la abrazó y dijo:

—¡Ay de mí, alma mía, ayúdame que memuero!

Y dicho esto, cayó en tierra sobre la hierbadel pradecillo.

Lo que viendo la joven y caído como esta-ba, apoyándoselo en el regazo, casi llorando dijo:

—Oh, dulce señor mío, ¿qué te pasa?

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Gabriotto no respondió sino que jadeandofuertemente y sudando todo, luego de no muchotiempo, pasó de la presente vida.

Cuán duro y doloroso fue esto para la joven,que más que a sí misma lo amaba, cada una debeimaginarlo. Ella lo lloró mucho, y muchas veces lollamó en vano, pero luego de que se apercibió deque estaba verdaderamente muerto, habiéndolotocado por todas las partes del cuerpo y en todasencontrándolo frío, no sabiendo qué hacerse ni quédecir, lacrimosa como estaba y llena de angustia, sefue a llamar a su nodriza, que de este amor eracómplice, y su miseria y su dolor le mostró. Y luegode que míseramente juntas un tanto hubieron llora-do sobre el muerto rostro de Cabriotto, dijo la jovena la nodriza:

—Puesto que Dios me lo ha quitado, no en-tiendo seguir yo con vida pero antes de que llegue amatarme, querría que buscásemos una maneraconveniente de proteger mi honor y el secreto amorque ha habido entre nosotros y que el cuerpo delcual la graciosísima alma ha partido fuese sepulta-do.

A lo que la nodriza dijo:

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—Hija mía, no hables de querer matarte,porque si lo has perdido, matándote también lo per-derías en el otro mundo porque irías al infierno,donde estoy cierta que su alma no ha ido porquebueno fue; pero mucho mejor es que te consueles ypienses en ayudar con oraciones o con otras bue-nas obras a su alma, por si por algún pecado come-tido tiene necesidad de ello. Sepultarlo es muy fácilhacerlo en este jardín, lo que nadie sabrá nuncaporque nadie sabe que nunca él haya venido aquí, ysi no lo quieres así, pongámoslo fuera del jardín ydejémoslo: mañana por la mañana lo encontrarán yllevándolo a su casa será sepultado por sus parien-tes.

La joven, aunque estuviese llena de amar-gura y continuamente llorase, escuchaba sin em-bargo los consejos de su nodriza, y no estando deacuerdo en la primera parte, repuso a la segunda,diciendo:

—No quiera Dios que un joven tan valioso ytan amado por mí y marido mío sufra que sea sepul-tado a guisa de un perro o dejado en tierra en lacalle. Ha recibido mis lágrimas y, como yo pueda,recibirá las de sus parientes, y ya me viene al ánimolo que tenemos que hacer.

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Y prestamente a por una pieza de paño deseda que tenía en su arca la mandó; y traída aqué-lla y extendiéndola en tierra, encima pusieron elcuerpo de Gabriotto, y poniéndole la cabeza sobreuna almohada y cerrándole con muchas lágrimaslos ojos y la boca, y haciéndole una guirnalda derosas y poniéndole alrededor las rosas que habíancogido juntos, dijo a la nodriza:

—De aquí a la puerta de su casa hay pococamino, y por ello tú y yo, así como lo hemos arre-glado, lo llevaremos de aquí y lo pondremos delantede su casa. No tardará mucho tiempo en hacerse dedía y lo recogerán, y aunque para los suyos no seaesto ningún consuelo, para mí, en cuyos brazos hamuerto, será un placer.

Y dicho esto, de nuevo con abundantísimaslágrimas se le inclinó sobre el rostro y largo espacioestuvo llorando, la cual, muy requerida por la criada,porque venía el día, irguiéndose, el mismo anillocon el que se había desposado con Gabriottoquitándose del dedo, se lo puso en el dedo a él,diciendo entre llanto:

—Caro señor mío, si tu alma ve mis lágri-mas y algún conocimiento o sentimiento después desu partida queda en los cuerpos, recibe benigna-

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mente el último don de esta a quien viviendo amas-te tanto.

Y dicho esto, desvanecida, cayó encima deél, y luego de algún tiempo volviendo en sí y po-niéndose en pie, junto con la criada cogiendo elpaño sobre el que yacía el cuerpo, con él salierondel jardín y hacia la casa de él se enderezaron.

Y yendo así, sucedió por casualidad que porlos guardias del podestá, que por azar iban a aque-lla hora a algún asunto, fueron encontradas y pren-didas con el cuerpo muerto.

La Andreuola, más deseosa de morir que devivir, reconocidos los guardas de la señoría, fran-camente dijo:

—Sé quiénes sois y que querer huir de na-da me serviría; estoy dispuesta a ir con vos ante laseñoría, y lo que sea contar; pero ninguno se atrevaa tocarme, si os obedezco, ni a quitar nada de loque lleva este cuerpo si no quiere que yo le acuse.

Por lo que, sin que ninguno la tocase, con elcuerpo de Gabriotto se fue a palacio; lo cual oyendoel podestá, se levantó, y haciéndola venir a la alco-ba, de lo que había sucedido se informó, y habiendohecho mirar por algunos médicos si con veneno o

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de otra manera había sido muerto el buen hombre,todos afirmaron que no sino que algún acceso cer-cano al corazón se le había roto que lo había aho-gado. Y él, oído esto y que aquélla en poca cosaera culpable, se ingenió en parecer que le daba loque no podía venderle, y dijo que si ella su voluntadhiciese, la liberaría.

Pero no sirviéndole las palabras, quiso con-tra toda conveniencia usar la fuerza; pero Andreuo-la, encendida en desdén y sintiéndose fortísima,virilmente se defendió, rechazándolo con injuriosasy altivas palabras. Pero llegado el día claro y sién-dole contadas estas cosas a micer Negro, mortal-mente dolido se fue con muchos de sus amigos apalacio y allí, informado de todo por el podestá,pidió que le devolviesen a su hija. El podestá, que-riendo primero acusarse de la fuerza que le habíaquerido hacer que ser acusado por ella, alabandoprimero a la joven y su constancia, por probarla vinoa decir que era lo que había hecho; por la cual cosa,viéndola de tanta firmeza, sumo amor había puestoen ella y si a él le agradaba, que su padre era, y aella, no obstante haber tenido marido de baja condi-ción, de buen grado como mujer la tomaría.

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En este tiempo que así éstos hablaban, An-dreuola vino ante su padre y llorando se le arrojó alos pies y dijo:

—Padre mío, no creo que sea necesarioque la historia de mi atrevimiento y de mi desgraciaos cuente, que estoy cierta de que ya la habéis oídoy lo sabéis; y por ello cuanto más puedo humilde-mente perdón os pido de mi falta, esto es, de haber,sin vos saberlo, a quien más me placía tomado pormarido; y este perdón no os lo pido para que mesea perdonada la vida sino para morir como hijavuestra y no como vuestra enemiga.

Y así, llorando, cayó a sus pies.

Micer Negro, que viejo era ya y hombre be-nigno y amoroso por naturaleza, al oír estas pala-bras empezó a llorar, y llorando alzó a su hija tier-namente en pie, y dijo:

—Hija mía, mucho me hubiera gustado quehubieses tenido tal marido como según mi parecerte convenía; y si lo hubieras tomado tal como a ti teagradase debía también gustarme; pero el haberloocultado me hace dolerme de tu poca confianza, ymás aún, viéndote que lo has perdido antes dehaberlo sabido yo. Pero puesto que es así, lo que

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por contentarte, viviendo él, habría hecho con gusto,esto es, honrarle como a mi yerno hágasele a sumuerte.

Y volviéndose a sus hijos y a sus parientesles ordeno que preparasen para Gabriotto exequiasgrandes y honorables. Habían entretanto acudidolos padres y los parientes del joven, que se habíanenterado de la noticia, y casi tantas mujeres y tantoshombres como en la ciudad había; por lo que, pues-to en medio del patio el cuerpo sobre el paño deAndreuola y con todas sus rosas, allí no tan sólo porella y por sus parientes fue llorado, sino pública-mente casi por todas las mujeres de la ciudad y pormuchos hombres, y no a guisa de plebeyo sino deseñor sacado de la plaza pública a hombros de losmás nobles ciudadanos, con grandísimo honor fuellevado a la sepultura. Y de allí a algunos días, insis-tiendo el podestá en lo que pedido había, exponién-dose micer Negro a su hija, ésta nada de ello quisooír; pero queriendo en algo complacer a su padre,en un monasterio muy famoso por su santidad, ellay su nodriza monjas se hicieron, y honradamenteluego en él vivieron mucho tiempo.

NOVELA SÉPTIMA

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Simona ama a Pasquino; están juntos en unhuerto; Pasquino se frota los dientes con una hojade salvia y se muere; Simona es apresada, la cual,queriendo mostrar al juez cómo murió Pasquino,frotándose con una de aquellas hojas los dientes,muere del mismo modo.

Pánfilo se había desembarazado de su his-toria cuando el rey, no mostrando ninguna compa-sión por Andreuola, mirando a Emilia, le hizo ungesto significándole que le agradaría que siguiesecon la narración a quienes ya habían hablado; lacual, sin ninguna demora, comenzó:

Caras compañeras, la historia contada porPánfilo me induce a contar una en ninguna otracosa semejante a la suya sino en que, así comoAndreuola perdió el amante en el jardín, igual suce-dió a aquella de quien debo hablar; y del mismomodo presa, como lo fue Andreuola, no por fuerzani por virtud sino por inesperada muerte se libró dela justicia. Y como ya se ha dicho más veces entrenosotras, aunque Amor de buen grado habite en lascasas de los nobles, no por ello rehúsa el señoríosobre las de los pobres y también en ellas muestraalguna vez sus fuerzas de tal manera que como

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poderosísimo señor se hace temer de los más ricos.Lo que aunque no en todo, en gran parte apareceráen mi historia, con la que me place volver a nuestraciudad, de la que hoy, contando diversas cosasdiversamente, vagando por diversas partes delmundo, tanto nos hemos alejado.

Hubo, pues, no hace todavía mucho tiempo,en Florencia, una joven muy hermosa y gallardapara su condición, e hija de padre pobre, que sellamaba Simona; y aunque tuviera que ganarse consus manos el pan que quería comer, y para subsistirhilase lana, no fue ello de tan pobre ánimo que noosase recibir a Amor en su mente, el cual con losactos y las palabras amables de un mozo de nomás fuste que ella, que andaba dando lana a hilarpara su maestro lanero, hacía tiempo que habíamostrado querer entrar. Acogiéndolo, pues, en ellabajo el placentero aspecto del joven que la amaba,cuyo nombre era Pasquino, deseándolo mucho y noatreviéndose a nada más, hilando, a cada vuelta delana hilada que enroscaba al huso arrojaba mil sus-piros más calientes que el fuego al acordarse deaquel que para hilarla se la había dado.

Él, por otra parte, muy solícito habiéndosevuelto de que se hilase bien la lana de su maestro,

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como si sólo la que Simona hilaba, y no ningunaotra, debiese bastar a toda la tela, más frecuente-mente que la otras las solicitaba. Por lo que, solici-tando uno y la otra gozando al ser solicitada, suce-dió que, cobrando el uno más osadía de la que solíatener y desechando la otra mucho del miedo y de lavergüenza que acostumbraba a tener, juntos seunieron en mutuos placeres, los cuales a una partey a la otra agradaron tanto que no esperaba el unoa ser solicitado por el otro para ello, sino que unoinvitaba al otro para disfrutarlos.

Y continuando así su placer de un día enotro, y siempre, al continuar, más inflamándose,sucedió que Pasquino dijo a Simona que firmemen-te quería que encontrase el modo de poder venir aun jardín adonde él quería llevarla, para que allímás a sus anchas y con menos temor pudiesenestar juntos. Simona dijo que le placía, y dando aentender a su padre, un domingo después de co-mer, que quería ir a la bendición de San Galo, conuna compañera suya llamada Lagina, al jardín quele había mostrado Pasquino se fue, donde, juntocon un compañero suyo que Puccino tenía pornombre, pero que era llamado el Tuerto, lo en-contró, y allí, iniciándose un amorío entre el Tuerto yLagina, ellos se retiraron a una parte del jardín a

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gustar de sus placeres y al Tuerto y a Lagina deja-ron en otra.

Había en aquella parte del jardín dondePasquino y Simona habían ido, una grandísima yhermosa mata de salvia; a cuyo pie se sentaron yun buen rato se solazaron juntos, y habiendo habla-do mucho de una merienda que en aquel huerto,con ánimo reposado, querían hacer, Pasquino, vol-viéndose a la gran mata de salvia, cogió algunashojas de ella y empezó a frotarse con ellas los dien-tes y las encías, diciendo que la salvia los limpiabamuy bien de cualquier cosa que hubiera quedado enellos después de haber comido. Y luego de que, así,un poco los hubo frotado volvió a la conversación dela merienda de la que estaba hablando primero; yno había proseguido hablando casi nada cuandoempezó a demudársele todo el rostro y luego dedemudársele no pasó sin que perdiese la vista y lapalabra y en breve se murió. Las cuales cosas vien-do Simona empezó a llorar y a gritar y a llamar alTuerto y a Lagina, los cuales prestamente corriendoallí y viendo a Pasquino no solamente muerto, sinoya todo hinchado y lleno de manchas oscuras por elrostro y por el cuerpo, súbitamente gritó el Tuerto:

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—¡Ay, mujer malvada, lo has envenenadotú!

Y habiendo hecho un gran alboroto, fue oí-do por muchos que vivían cerca del jardín; los cua-les, corrido el rumor y encontrándole muerto e hin-chado, y oyendo dolerse al Tuerto y acusar a Simo-na de haberlo envenenado con engaños, y a ella,por el dolor del súbito accidente que le había arre-batado a su amante, casi fuera de sí, no sabiendoexcusarse, fue reputado por todos que había sidocomo el Tuerto decía; por la cual cosa, apresándola,llorando siempre ella mucho, fue llevada al palaciodel podestá. E insistiendo allí el Tuerto, y el Re-choncho y el Desmañado, compañeros de Pasquinoque habían llegado, un juez sin dilatar el asunto sepuso a interrogarla sobre el hecho y, no pudiendocomprender ella en qué podía haber obrado mali-ciosamente o ser culpable, quiso, estando él pre-sente, ver el cuerpo muerto y decirle el lugar y elmodo porque por las palabras suyas no lo com-prendía bastante bien. Haciéndola, pues, sin ningúntumulto, llevar allí donde todavía yacía el cuerpo dePasquino, le preguntó que cómo había sido.

Ella, acercándose a la mata de salvia yhabiendo contado toda la historia precedente para

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darle completamente a entender lo sucedido, hizo loque Pasquino había hecho, frotándose contra losdientes una de aquellas hojas de salvia. Las cualescosas, mientras que por el Tuerto y por el Rechon-cho y por los otros amigos y compañeros de Pas-quino, como frívolas y vanas en la presencia deljuez eran rechazadas, y con más insistencia acusa-da su maldad, no pidiendo sino que el fuego fuesede semejante maldad castigo, la pobrecilla, que porel dolor del perdido amante y por el miedo de lapena pedida por el Tuerto estaba encogida, porhaberse frotado la salvia en los dientes, sufrió aquelmismo accidente que antes había sufrido Pasquino,no sin gran maravilla de cuantos estaban presentes.

¡Oh, almas felices, a quienes un mismo díasucedió el ardiente amor y la mortal vida acabar; ymás felices si juntas a un mismo lugar os fuisteis; yfelicísimas si en la otra vida se ama, y os amáiscomo lo hicisteis en ésta! Pero mucho más feliz elalma de Simona en gran medida, por lo que respec-ta al juicio de quienes, vivos, tras de ella hemosquedado, cuya inocencia la fortuna no sufrió quecayese bajo los testimonios del Tuerto y del Re-choncho y del Desmañado (tal vez cardadores uhombres más villanos) abriéndole más honestocamino con la misma clase de muerte de su aman-

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te, para deshacerse de su calumnia y seguir al almade su Pasquino, tan amada por ella.

El juez, todo estupefacto por el accidentejunto con cuantos allí estaban, no sabiendo quédecirse, largamente calló; luego, con mejor juicio,dijo:

—Parece que esta salvia es venenosa, loque no suele suceder con la salvia. Pero para que aalguien más no pueda ofender de modo semejante,córtese hasta las raíces y arrójese al fuego.

La cual cosa, el que era guardián del jardínhaciéndola en presencia del juez, no acababa deabatir la gran mata cuando apareció la razón de lamuerte de los dos míseros amantes. Había bajo lamata de aquella salvia un sapo de maravilloso ta-maño, de cuyo venenoso aliento pensaron que lasalvia se había envenenado. Al cual sapo, no atre-viéndose nadie a acercarse, poniéndole alrededoruna pila grandísima de leña, allí junto con la salvialo quemaron, y se terminó el proceso del señor juezpor la muerte del pobrecillo Pasquino. El cual, juntocon su Simona, tan hinchados como estaban, por elTuerto y el Rechoncho y el Hocico Puerco y elDesmañado fueron sepultados en la iglesia de SanPaolo, de donde probablemente eran feligreses.

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NOVELA OCTAVA

Girólamo ama a Salvestra; empujado porlos ruegos de su madre va a París,, vuelve y la en-cuentra casada; entra a escondidas en su casa y sequeda muerto a su lado, y llevado a una iglesia,Salvestra muere a su lado.

Había acabado la historia de Emilia cuando,por orden del rey, Neifile comenzó así:

Algunos, a mi juicio hay, valerosas señoras,que más que la otra gente creen saber, y menossaben; y por esto no solamente a los consejos delos hombres sino también contra la naturaleza delas cosas pretenden oponer su juicio; de la cualpresunción han sobrevenido ya grandísimos malesy nunca se vio venir ningún bien. Y porque entre lasdemás cosas naturales es el amor la que menosadmite el consejo o la acción que le sean contrarios,y cuya naturaleza es tal que antes puede consumir-se por sí mismo que ser arrancado por ningún con-sejo, me ha venido al ánimo narraros una historia deuna señora que, queriendo ser más sabia de lo quedebía y no lo era (y también porque no lo soportaba

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la cosa en que se esforzaba por manifestar su buenjuicio) creyendo del enamorado corazón arrancar elamor que tal vez allí habían puesto las estrellas,llegó a arrancarle en un mismo punto el amor y elalma del cuerpo a su hijo.

Hubo, pues, en nuestra ciudad, según losancianos cuentan, un grandísimo mercader y ricocuyo nombre fue Leonardo Sighieri, que de su mujertuvo un hijo llamado Girólamo, después de cuyonacimiento, arreglados ordenadamente sus asuntos,dejó esta vida. Los tutores del niño, junto con lamadre, bien y lealmente administraron sus bienes.El niño, creciendo con los niños de sus otros veci-nos, más que con ningún otro del barrio con unaniña de su edad, hija de un sastre, se familiarizó; ycreciendo los años, el trato se convirtió en amor tangrande y fiero que Girólamo no estaba bien si noveía cuanto veía ella; y ciertamente no la amabamenos que era amado por ella.

La madre del muchacho, percatándose deello, muchas veces se lo reprochó y lo castigó; yluego que a sus tutores (no pudiendo Girólamo con-tenerse) se quejó y como quien se creía que por lagran riqueza del hijo podía pedir peras al olmo, lesdijo:

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—Este muchacho nuestro, que todavía notiene catorce años, está tan enamorado de una hijade un sastre vecino, que se llama Salvestra, que, sino se la quitamos de delante, probablemente latomará un día por mujer sin que nadie lo sepa, y yonunca estaré contenta; o se consumirá por ella si lave casarse con otro; y por ello me parece que paraevitar esto lo debíais mandar a alguna parte lejanade aquí, al cuidado de los negocios para que, de-jando de ver a ésta, se le salga del ánimo y se lepodrá luego dar por mujer alguna joven bien nacida.

Los tutores dijeron que la señora decía bieny que harían aquello que pudiesen, y haciendo lla-mar al muchacho al almacén, comenzó a decirleuno, muy amorosamente:

—Hijo mío, ya eres grande; bueno será quecomiences tú mismo a velar por tus negocios, por loque nos contentaría mucho que fueses a estaralgún tiempo en París, donde verás cómo se traficacon gran parte de tu riqueza; sin contar con que teharás mucho mejor y más cortés y de más valor allíque aquí lo harías, viendo a aquellos señores y aaquellos barones y a aquellos gentileshombres (queallí hay tantos) y aprendiendo sus costumbres; lue-go podrás venir aquí.

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El muchacho escuchó diligentemente y enbreve respondió que no quería hacerlo porque pen-saba que lo mismo que los demás, podía quedarseen Florencia. Los honrados hombres, al oírle esto,le insistieron con más palabras; pero no pudiendosacarle otra respuesta, a su madre se lo dijeron. Lacual, bravamente enojada, no por no querer irse aParís, sino por su enamoramiento, le dijo gravesinsultos; y luego, con dulces palabras ablandándolo,empezó a halagarlo y a rogarle tiernamente quehiciese aquello que querían sus tutores; y tantosupo decirle que él consintió en irse a estar allí unaño y no más; y así se hizo.

Yéndose, pues, Girólamo a París vehemen-temente enamorado, diciéndole hoy no, mañana teirás, allí lo tuvieron dos años; y más enamorado quenunca volviendo encontró a su Salvestra casadacon un buen joven que hacía tiendas, de lo quedesmesuradamente se entristeció. Pero viendo quede otra manera no podía ser, se esforzó en tranqui-lizarse; y espiando cuándo estuviese en casa,según la costumbre de los jóvenes enamoradosempezó a pasar delante de ella, creyendo que no lohabía olvidado sino como él había hecho con ella.Pero el asunto estaba de otra guisa: ella se acorda-ba de él como si nunca lo hubiera visto, y si por

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acaso algo se acordaba, mostraba lo contrario. Delo que el joven se apercibió en muy poco espacio detiempo y no sin grandísimo dolor; pero no por ellodejaba de hacer todo lo que podía por volver a en-trar en su pecho; pero como nada parecía conse-guir, se dispuso, aunque fuese su muerte, a hablarleél mismo. E informándose por algún vecino sobrecómo su casa estaba dispuesta, una tarde que hab-ían ido de vela ella y el marido a casa de sus veci-nos, ocultamente entró dentro en su alcoba, detrásde las lonas de las tiendas que estaban tejidas allí,se escondió; y tanto esperó, que, vueltos ellos yacostados, sintió a su marido dormido, y allá se fueadonde había visto acostada a Salvestra; y ponién-dole una mano en el pecho, simplemente dijo:

—¡Oh, alma mía! ¿Duermes ya? —la joven,que no dormía, quiso gritar pero el joven pronta-mente dijo—: por Dios, no grites, que soy tu Giróla-mo

Al que oyendo ella toda temblorosa dijo:

—¡Ah, por Dios, Girólamo, vete!; ha pasadoaquel tiempo en que éramos muchachos y no eracontra el decoro estar enamorados; estoy, como vescasada, por lo que ya no me está bien escuchar aotro hombre que a mi marido; por lo que te ruego

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por Dios que te vayas, que si mi marido te oyeseaunque otro mal no se siguiera, se seguiría que yano podría vivir nunca con él en paz ni en reposo,mientras que ahora, amada por él, en paz y en tran-quilidad con él vivo.

El joven, al oír estas palabras, sintió un te-rrible dolor, y recordándole el tiempo pasado y suamor nunca por la distancia disminuido, y mezclan-do muchos ruegos y promesas grandísimas, nadaobtuvo; por lo que, deseoso de morir, por último lepidió que en recompensa de tanto amor, sufrieseque se acostase a su lado hasta que pudiera calen-tarse un poco, que se había quedado helado es-perándola, prometiéndole que ni le diría nada ni latocaría, y que en cuanto se hubiera calentado unpoco se iría.

Salvestra, teniendo un poco de compasiónde él, se lo concedió con las condiciones que élhabía puesto. Se acostó, pues, el joven junto a ellasin tocarla; y recordando en un solo pensamiento ellargo amor que le había tenido y su presente durezay la perdida esperanza, se dispuso a no vivir más yretrayendo en sí los espíritus, sin decir palabra,cerrados los puños junto a ella se quedó muerto.

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Y luego de algún rato, la joven, maravillán-dose de su quietud, temiendo que el marido se des-pertase, comenzó a decir:

—¡Ah, Girólamo! ¿No te vas?

Pero no sintiéndose responder, pensó quese habría quedado dormido; por lo que, extendiendola mano, empezó a menearlo para que se desperta-se, y al tocarlo lo encontró frío como el hielo, de loque se maravilló mucho; y meneándolo con másfuerza y sintiendo que no se movía, luego de tocarlootra vez conoció que había muerto; por lo que so-bremanera angustiada estuvo mucho tiempo sinsaber qué hacerse. Al fin, decidió, fingiendo que setrataba de otra persona, ver qué decía su maridoque debía hacerse; y despertándolo, lo que acaba-ba de sucederle a ella le dijo que le había sucedidoa otra, y luego le preguntó que si le sucediese a él,ella qué tendría que hacer. El buen hombre respon-dió que le parecía que a aquel que había muerto sele debía calladamente llevar a su casa y dejarlo allí,sin enfurecerse contra la mujer, que no le parecíaque hubiese cometido ninguna falta.

Entonces la joven dijo:

—Pues eso tenemos que hacer nosotros.

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Y cogiéndole de la mano, le hizo tocar almuerto joven, con lo que él, todo espantado, sepuso en pie y, encendiendo una luz, sin entrar consu mujer en otras historias, vestido el cuerpo muertocon sus mismas manos y sin ninguna tardanza,ayudándole su inocencia, echándoselo a las espal-das, a la puerta de su casa lo llevó, y allí lo puso ylo dejó.

Y venido el día y encontrado aquél delantede su puerta muerto, fue hecho un gran alboroto y,especialmente por su madre; y examinado por todaspartes y mirado, y no encontrándosele ni herida nigolpe, fue generalmente creído por los médicos quehabía muerto de dolor, como había sido. Fue, pues,este cuerpo llevado a una iglesia; y allí vino la dolo-rida madre con muchas otras señoras parientes yvecinas, y sobre él comenzaron a llorar a lágrimaviva, y a lamentarse, según nuestras costumbres.

Y mientras se hacía un grandísimo duelo, elbuen hombre en cuya casa había muerto, dijo aSalvestra:

—Anda, échate algún manto a la cabeza yve a la iglesia donde ha sido llevado Girólamo ymétete entre las mujeres; y escucha lo que se hablesobre este asunto, y yo haré lo mismo entre los

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hombres, para enterarnos de si se dice algo contranosotros.

A la joven, que tarde se había hecho piado-sa, le plugo, como a quien deseaba ver muerto aquien de vivo no había querido complacer con unsolo beso; y allá se fue. ¡Maravillosa cosa es depensar cuán difícil es descubrir las fuerzas de Amor!Aquel corazón, que la feliz fortuna de Girólamo nohabía podido abrir lo abrió su desgracia, y resuci-tando las antiguas llamas todas, súbitamente lomovió a tanta piedad el ver el muerto rostro, que,oculta bajo su manto, abriéndose paso entre lasmujeres, no paró hasta llegar al cadáver; y allí, lan-zando un fortísimo grito, sobre el muerto joven searrojó de bruces, y no lo bañó con muchas lágrimasporque, antes de tocarle, el dolor, como al joven lehabía quitado la vida, a ella se la quitó. Luego, con-solándola las mujeres y diciéndole que se levanta-se, no conociéndola todavía, y como ella no se le-vantaba, queriendo levantarla, y encontrándola in-móvil, pero levantándola, sin embargo, en un mismopunto conocieron que era Salvestra y estaba muer-ta. Por lo que todas las mujeres que allí estaban,vencidas de doble compasión, comenzaron un llantomucho mayor. La noticia se esparció fuera de laiglesia, entre los hombres, y llegando a los oídos de

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su marido que entre ellos estaba, sin atender con-suelo o alivio de nadie, largo espacio lloró, y con-tando luego a muchos que allí había lo que aquellanoche había sucedido entre aquel hombre y aquellamujer abiertamente todos supieron la razón de lamuerte de cada uno, lo que dolió a todos.

Tomando, pues, a la muerta joven, yadornándola también como se adorna a los cuerposmuertos, sobre aquel mismo lecho junto al joven lapusieron yacente, y llorándola allí largamente, enuna misma sepultura fueron enterrados los dos; y aellos, a quienes Amor no había podido unir vivos, lamuerte unió en inseparable compañía.

NOVELA NOVENA

Micer Guiglielmo de Rosellón da a comer asu mujer el corazón de micer Guiglielmo Guardas-tagno, muerto por él y amado por ella; lo que sa-biéndolo ella después, se arroja de una alta ventanay muere, y con su amante es sepultada.

Habiendo terminado la historia de Neifile nosin haber hecho sentir gran compasión a todas sus

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compañeras, el rey, que no entendía abolir el privi-legio de Dioneo, no quedando nadie más por narrar,comenzó:

Se me ha puesto delante, compasivas seño-ras, una historia con la cual, puesto que así osconmueven los infortunados casos de amor, osconvendrá sentir no menos compasión que con lapasada, porque más altos fueron aquellos a quienessucedió lo que voy a contar y con un accidente másatroz que los que aquí se han contado.

Debéis, pues, saber que, según cuentan losprovenzales, en Provenza hubo hace tiempo dosnobles caballeros, de los que cada uno castillos yvasallos tenía, y tenía uno por nombre micer Gui-glielmo de Rosellón y el otro micer GuiglielmoGuardastagno; y porque el uno y el otro eran muyde pro con las armas, mucho se amaban y teníanpor costumbre ir siempre a todo torneo o justas uotro hecho de armas juntos y llevando una mismadivisa.

Y aunque cada uno vivía en un castillo suyoy estaban uno del otro lejos más de diez millas,sucedió sin embargo que, teniendo micer Guiglielmode Rosellón una hermosísima y atrayente señorapor mujer, micer Guiglielmo Guardastagno, fuera de

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toda medida y no obstante la amistad y la compañíaque había entre ellos, se enamoró de ella; y tanto,ora con un acto ora con otro, hizo que la señora seapercibió; y sabiéndolo valerosísimo caballero, leagradó, y comenzó a amarle hasta tal punto quenada deseaba o amaba más que a él, y no espera-ba sino ser requerida por él; lo que no pasó muchotiempo sin que sucediese, y juntos estuvieron unavez y otra, amándose mucho.

Y obrando menos discretamente juntos, su-cedió que el marido se apercibió de ello y fieramen-te se enfureció, hasta el punto que el gran amor quea Guardastagno tenía se convirtió en mortal odio,pero mejor lo supo tener oculto que los dos amanteshabían podido tener su amor; y deliberó firmementematarlo. Por lo cual, estando el de Rosellón en estadisposición, sucedió que se pregonó en Francia ungran torneo; lo que el de Rosellón incontinenti hizodecir a Guardastagno, y le mandó decir que si leplacía, viniera a donde él y juntos deliberarían siiban a ir y cómo. Guardastagno, contentísimo, res-pondió que al día siguiente sin falta iría a cenar conél. Rosellón, oyendo aquello, pensó que había lle-gado el momento de poder matarlo, y armándose, aldía siguiente, con algún hombre suyo, montó a ca-ballo, y a cerca de una milla de su castillo se puso

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en acecho en un bosque por donde debía pasarGuardastagno; y habiéndolo esperado un buenespacio, lo vio venir desarmado con dos hombressuyos junto a él, desarmados como él, que nadadesconfiaba; y cuando le vio llegar a aquella partedonde quería, cruel y lleno de rencor, con una lanzaen la mano, le salió al paso gritando:

—¡Traidor, eres muerto!

Y decir esto y darle con aquella lanza en elpecho fue una sola cosa; Guardastagno, sin podernada en su defensa ni decir una palabra, atravesa-do por aquella lanza, cayó en tierra y poco despuésmurió. Sus hombres, sin haber conocido a quien lohabía hecho, vueltas las cabezas a los caballos, lomás que pudieron huyeron hacia el castillo de suseñor. Rosellón, desmontando, con un cuchillo abrióel pecho de Guardastagno y con sus manos le sacóel corazón, y haciéndolo envolver en el pendón deuna lanza, mandó a uno de sus vasallos que lo lle-vase; y habiendo ordenado a todos que nadie fueratan osado que dijese una palabra de aquello, montóde nuevo a caballo y, siendo ya de noche, volvió asu castillo.

La señora, que había oído que Guardastag-no debía ir a cenar por la noche, y con grandísimo

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deseo lo esperaba, no viéndolo venir, se maravillómucho y dijo al marido:

—¿Y cómo es esto, señor, que Guardas-tagno no ha venido?

A lo que el marido repuso:

—Señora, he sabido de su parte que nopuede llegar aquí sino mañana.

De lo que la señora quedó un tanto enojada.

Rosellón, desmontando, hizo llamar al coci-nero y le dijo:

—Coge aquel corazón de jabalí y prepara elmejor alimento y más deleitoso de comer que se-pas; y cuando esté a la mesa, mándamelo en unaescudilla de plata.

El cocinero, cogiéndolo y poniendo en ellotodo su arte y toda su solicitud, desmenuzándolo yponiéndole muchas buenas especias, hizo con él unmanjar exquisito.

Micer Guiglielmo, cuando fue hora, con sumujer se sentó a la mesa. Vino la comida, pero él,por la maldad cometida impedido su pensamiento,poco comió. El cocinero le mandó el manjar, que

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hizo poner delante de la señora, mostrándose élaquella noche desganado, y lo alabó mucho. Laseñora, que desganada no estaba, comenzó a co-merlo y le pareció bueno, por lo que lo comió todo.

Cuando el caballero hubo visto que la seño-ra lo había comido todo, dijo:

—Señora, ¿qué tal os ha parecido esa co-mida?

La señora repuso:

—Monseñor, a fe que me ha placido mucho.

—Así me ayude Dios como lo creo —dijo elcaballero— y no me maravillo si muerto os ha gus-tado lo que vivo os gustó más que cosa alguna.

La señora, esto oído, un poco se quedó ca-llada; luego dijo:

—¿Cómo? ¿Qué es lo que me habéis dadoa comer?

El caballero repuso:

—Lo que habéis comido ha sido verdade-ramente el corazón de micer Guiglielmo Guardas-tagno, a quien como mujer desleal tanto amábais; y

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estad cierta de que ha sido eso porque yo con estasmanos se lo he arrancado del pecho.

La señora, oyendo esto de aquél a quienmás que a ninguna cosa amaba, si sintió dolor nohay que preguntarlo, y luego de un poco dijo:

—Habéis hecho lo que cumple a un caballe-ro desleal y malvado; que si yo, no forzándome él,le había hecho señor de mi amor y a vos ultrajadocon esto, no él sino yo era quien debía sufrir el cas-tigo. Pero no plazca a Dios que sobre una comidatan noble como ha sido la del corazón de un tanvaleroso y cortés caballero como micer GuiglielmoGuardastagno fue, nunca caiga otra comida.

Y poniéndose en pie, por una ventana quedetrás de ella estaba, sin dudarlo un momento, searrojó. La ventana estaba muy alta; por lo que alcaer la señora no solamente se mató, sino que sehizo pedazos. Micer Guiglielmo, viendo esto, muchose turbó, y le pareció haber hecho mal; y temiendo alos campesinos y al conde de Provenza, haciendoensillar los caballos, se fue de allí.

A la mañana siguiente fue sabido por todala comarca cómo había sucedido aquello: por loque, por los del castillo de micer Guiglielmo Guar-

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dastagno y por los del castillo de la señora, congrandísimo dolor y llanto fueron los dos cuerposrecogidos y en la iglesia del mismo castillo de laseñora puestos en una misma sepultura, y sobreella escritos versos diciendo quiénes eran los quedentro estaban sepultados, y el modo y la razón desu muerte.

NOVELA DÉCIMA

La mujer de un médico, teniéndole pormuerto, mete a su amante narcotizado en un arcónque, con él dentro, se llevan dos usureros a su ca-sa; al recobrar el sentido, es apresado por ladrón; lacriada de la señora cuenta a la señoría que ella lohabía puesto en el arcón robado por los usureros,con lo que se salva de la horca, y los prestamistaspor haber robado el arca son condenados a pagaruna multa.

Solamente a Dioneo, habiendo ya termina-do el rey su relato, quedaba por cumplir su labor; elcual, conociéndolo y siéndole ya ordenado por elrey, comenzó:

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Las desdichas de los infelices amantes aquícontadas, no sólo a vosotras, señoras, sino tambiéna mí me han entristecido los ojos y el pecho, por loque sumamente he deseado que se terminase conellas. Ahora, alabado sea Dios, que han terminado(salvo si yo quisiera a esta malvada mercancía aña-dir un mal empalme, de lo que Dios me libre), sinseguir más adelante en tan dolorosa materia, unamás alegre y mejor comenzaré, tal vez sirviendo debuena orientación a lo que en la siguiente jornadadebe contarse.

Debéis, pues, saber, hermosísimas jóvenes,que todavía no hace mucho tiempo hubo en Salernoun grandísimo médico cirujano cuyo nombre fuemaestro Mazzeo de la Montagna, el cual, ya cercade sus últimos años, habiendo tomado por mujer auna hermosa y noble joven de su ciudad, de lujososvestidos y ricos y de otras joyas y de todo lo que auna mujer puede placer más, la tenía abastecida; esverdad que ella la mayor parte del tiempo estabaresfriada, como quien en la cama no estaba por elmarido bien cubierta. El cual, como micer Ricciardode Chínzica, de quien hemos hablado, a la suyaenseñaba las fiestas y los ayunos, éste a ella leexplicaba que por acostarse con una mujer una veztenía necesidad de descanso no sé cuántos días, y

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otras chanzas; con lo que ella vivía muy desconten-ta, y como prudente y de ánimo valeroso, para po-der ahorrarle trabajos al de la casa se dispuso aecharse a la calle y a desgastar a alguien ajeno, yhabiendo mirado a muchos y muchos jóvenes, al finuno le llegó al alma, en el que puso toda su espe-ranza, todo su ánimo y todo su bien. Lo que, advir-tiéndolo el joven y gustándole mucho, semejante-mente a ella volvió todo su amor. Se llamaba ésteRuggeri de los Aieroli, noble de nacimiento pero demala vida y de reprobable estado hasta el punto deque ni pariente ni amigo le quedaba que le quisierabien o que quisiera verle, y por todo Salerno se leculpaba de latrocinios y de otras vilísimas malda-des; de lo que poco se preocupó la mujer, gustán-dole por otras cosas.

Y con una criada suya tanto lo preparó, queestuvieron juntos; y luego de que algún placer dis-frutaron, la mujer le comenzó a reprochar su vidapasada y a rogarle que, por amor de ella, de aque-llas cosas se apartase; y para darle ocasión dehacerlo empezó a proporcionarle cuándo una canti-dad de dineros y cuándo otra. Y de esta manera,persistiendo juntos asaz discretamente, sucedió queal médico le pusieron entre las manos un enfermoque tenía dañada una de las piernas, al cual mal

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habiendo visto el maestro, dijo a sus parientes que,si un hueso podrido que tenía en la pierna no se leextraía, con certeza tendría aquél o que cortarsetoda la pierna o que morirse; y si le sacaba el huesopodía curarse, pero que si no se le daba por muerto,él no lo recibiría; con lo que, poniéndose de acuerdotodos los de su parentela, así se lo entregaron.

El médico, juzgando que el enfermo sin sernarcotizado no soportaría el dolor ni se dejaría in-tervenir, debiendo esperar hasta el atardecer paraaquel servicio, hizo por la mañana destilar de ciertocompuesto suyo una agua que debía dormirle tantocuanto él creía que iba a hacerlo sufrir al curarlo; yhaciéndola traer a casa en una ventanica de sualcoba la puso, sin decir a nadie lo que era. Venidala hora del crepúsculo, debiendo el maestro ir conaquél, le llegó un mensaje de ciertos muy grandesamigos suyos de Amalfi de que por nada dejase deir incontinenti allí, porque había habido una granriña y muchos habían sido heridos.

El médico, dejando para la mañana siguien-te la cura de la pierna, subiendo a una barquita, sefue a Amalfi; por lo cual la mujer, sabiendo que porla noche no debía volver a casa, ocultamente comoacostumbraba, hizo venir a Ruggeri y en su alcoba

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lo metió, y lo cerró dentro hasta que algunas otraspersonas de la casa se fueran a dormir. Quedándo-se, pues, Ruggeri en la alcoba y esperando a laseñora, teniendo (o por trabajos sufridos durante eldía o por comidas saladas que hubiera comido, o talvez por costumbre) una grandísima sed, vino a veren la ventana aquella garrafita del agua que elmédico había hecho para el enfermo, y creyéndolaagua de beber, llevándosela a la boca, toda la be-bió; y no había pasado mucho cuando le dio un gransueño y se durmió.

La mujer, lo antes que pudo se vino a su al-coba y, encontrando a Ruggeri dormido, empezó asacudirlo y a decirle en voz baja que se pusiese enpie, pero como si nada: no respondía ni se movía unpunto; por lo que la mujer, algo enfadada, con másfuerza lo sacudió, diciendo:

—Levántate, dormilón, que si querías dor-mir, donde debías ir es a tu casa y no venir aquí.

Ruggeri, así empujado, se cayó al suelodesde un arcón sobre el que estaba y no dio ningu-na señal de vida, sino la que hubiera dado un cuer-po muerto; con lo que la mujer, un tanto asustada,empezó a querer levantarlo y menearlo más fuerte ya cogerlo por la nariz y a tirarle de la barba, pero no

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servía de nada: había atado el asno a una buenaclavija. Por lo que la señora empezó a temer queestuviera muerto, pero aun así le empezó a pellizcaragriamente las carnes y a quemarlo con una velaencendida; por lo que ella, que no era médica aun-que médico fuese el marido, sin falta lo creyó muer-to, por lo que, amándolo sobre todas las cosas co-mo hacía, si sintió dolor no hay que preguntárselo, yno atreviéndose a hacer ruido, calladamente, sobreél comenzó a llorar y a dolerse de tal desventura.Pero luego de un tanto, temiendo añadir la deshon-ra a su desgracia, pensó que sin ninguna tardanzadebía encontrar el modo de sacarlo de casa muertocomo estaba, y ni en esto sabiendo determinarse,ocultamente llamó a su criada, y mostrándole sudesgracia, le pidió consejo.

La criada, maravillándose mucho y me-neándolo también ella y empujándolo, y viéndolo sinsentido, dijo lo mismo que decía la señora, es decir,que verdaderamente estaba muerto, y aconsejó quelo sacasen de casa.

A lo que la señora dijo:

—¿Y dónde podremos ponerlo que no sesospeche mañana cuando sea visto que de aquídentro ha sido sacado?

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A lo que la criada contestó:

—Señora, esta tarde ya de noche he visto,apoyada en la tienda del carpintero vecino nuestro,un arca no demasiado grande que, si el maestro nola ha metido en casa, será muy a propósito lo quenecesitamos porque dentro podemos meterlo, ydarle dos o tres cuchilladas y dejarlo. Quien lo en-cuentre allí, no sé por qué más de aquí dentro quede otra parte vaya a creer que lo hayan llevado;antes se creerá, como ha sido tan malvado, que,yendo a cometer alguna fechoría, por alguno de susenemigos ha sido muerto, luego metido en el arca.

Plugo a la señora el consejo de la criada,salvo en lo de hacerle algunas heridas, diciendo queno podría por nada del mundo sufrir que aquello sehiciese; y la mandó a ver si estaba allí el arca dondela había visto, y ella volvió y dijo que sí. La criada,entonces, que joven y gallarda era, ayudada por laseñora, se echó a las espaldas a Ruggeri y yendo laseñora por delante para mirar si venía alguien, lle-gadas al arca, lo metieron dentro y, volviéndola acerrar, se fueron.

Habían, hacía unos días más o menos, ve-nido a vivir a una casa dos jóvenes que prestaban ausura, y deseosos de ganar mucho y de gastar po-

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co, teniendo necesidad de muebles, el día anteshabían visto aquella arca y convenido que si por lanoche seguía allí se la llevarían a su casa. Y llegadala medianoche, salidos de casa, encontrándola, sinentrar en miramientos, prestamente, aunque pesadi-ta les pareciese, se la llevaron a casa y la dejaronjunto a una alcoba donde sus mujeres dormían, sincuidarse de colocarla bien entonces; y dejándolaallí, se fueron a dormir.

Ruggeri, que había dormido un grandísimorato y ya había digerido el bebedizo y agotado suvirtud cerca de maitines se despertó; y al quedar elsueño roto y recuperar sus sentidos el poder, sinembargo le quedó en el cerebro una estupefacciónque no solamente aquella noche sino después al-gunos días lo tuvo aturdido; y abriendo los ojos y noviendo nada, y extendiendo las manos acá y allá,encontrándose en esta arca, comenzó a devanarselos sesos y a decirse:

—¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Estoydormido o despierto? Me acuerdo que esta nochehe entrado en la alcoba de mi señora y ahora meparece estar en un arca. ¿Qué quiere decir esto?¿Habrá vuelto el médico o sucedido otro accidentepor lo cual la señora, mientras yo dormía, me ha

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escondido aquí? Eso creo, y seguro que así habrásido.

Y por ello, comenzó a estarse quieto y a es-cuchar si oía alguna cosa, y estando así un granrato, estando más bien a disgusto en el arca, queera pequeña, y doliéndole el costado sobre el quese apoyaba, queriendo volverse del otro lado, tanhábilmente lo hizo que, dando con los riñones con-tra uno de los lados del arca, que no estaba coloca-da sobre un piso nivelado, la hizo torcerse y luegocaer; y al caer hizo un gran ruido, por lo que lasmujeres que allí al lado dormían se despertaron ysintieron miedo, y por miedo se callaban. Ruggeri,por el caer del arca temió mucho, pero notándolaabierta con la caída, quiso mejor, si otra cosa nosucedía, estar fuera que quedarse dentro. Y entreque él no sabía dónde estaba y una cosa y la otra,comenzó a andar a tientas por la casa, por ver siencontraba escalera o puerta por donde irse. Cuyotantear sintiendo las mujeres, que despiertas esta-ban, comenzaron a decir:

—¿Quién hay ahí?

Ruggeri, no conociendo la voz, no respond-ía, por lo que las mujeres comenzaron a llamar a losdos jóvenes, los cuales, porque habían velado hasta

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tarde, dormían profundamente y nada de estas co-sas sentían. Con lo que las mujeres, más asusta-das, levantándose y asomándose a las ventanas,comenzaron a gritar:

—¡Al ladrón, al ladrón!

Por la cual cosa, por varios lugares muchosde los vecinos, quién arriba por los tejados, quiénpor una parte y quién por otra, corrieron a entrar enla casa, y los jóvenes semejantemente, despertán-dose con este ruido, se levantaron. Y a Ruggeri, elcual viéndose allí, como por el asombro fuera de sí,y sin poder ver de qué lado podría escaparse, pron-to le echaron mano los guardias del rector de laciudad, que ya habían corrido allí al ruido, y lleván-dolo ante el rector, porque por malvadísimo eratenido por todos, sin demora dándole tormento,confesó que en la casa de los prestamistas habíaentrado para robar; por lo que el rector pensó quesin mucha espera debía colgarlo.

Se corrió por la mañana por todo Salerno lanoticia de que Ruggeri había sido preso robando encasa de los prestamistas, lo que la señora y su cria-da oyendo, de tan grande y rara maravilla fueronpresa que cerca estaban de hacerse creer a símismas que lo que habían hecho la noche anterior

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no lo habían hecho, sino que habían soñado hacer-lo; y además de ello, del peligro en que Ruggeriestaba la señora sentía tal dolor que casi se volvíaloca.

No poco después de mediada tercia,habiendo retornado el médico de Amalfi, preguntóqué había sido de su agua, porque quería darla a suenfermo; y encontrándose la garrafa vacía hizo ungran alboroto diciendo que nada en su casa podíadurar en su sitio.

La señora, que por otro dolor estaba azuza-da, repuso airada diciendo:

—¿Qué haríais vos, maestro, por una cosaimportante, cuando por una garrafita de agua verti-da hacéis tanto alboroto? ¿Es que no hay más en elmundo?

A quien el maestro dijo:

—Mujer, te crees que era agua clara; no esasí, sino que era un agua preparada para hacerdormir.

Y le contó la razón por la que la habíahecho.

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Cuando la señora oyó esto, se convenció deque Ruggeri se la había bebido y por ello les habíaparecido muerto, y dijo:

—Maestro, nosotras no lo sabíamos, asíque haceos otra.

El maestro, viendo que de otro modo nopodía ser, hizo hacer otra nueva. Poco después, lacriada, que por orden de la señora había ido a saberlo que se decía de Ruggeri, volvió y le dijo:

—Señora, de Ruggeri todos hablan mal y,por lo que yo he podido oír, ni amigo ni parientealguno hay que para ayudarlo se haya levantado oquiera levantarse; y se tiene por seguro que maña-na el magistrado lo hará colgar. Y además de esto,voy a contaros una cosa curiosa, que me parecehaber entendido cómo llegó a casa del prestamista;y oíd cómo. Bien conocéis al carpintero junto aquien estaba el arca donde le metimos: éste estabahace poco con uno, de quien parece que era elarca, en la mayor riña del mundo, porque aquél lepedía los dineros por su arca, y el maestro respond-ía que él no había visto el arca, pues le había sidorobada por la noche; al que aquél decía: «No es asísino que la has vendido a los dos jóvenes presta-mistas, como ellos me dijeron cuando la vi en su

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casa cuando fue apresado Ruggeri». A quien elcarpintero dijo: «Mienten ellos porque nunca se lahe vendido, sino que la noche pasada me la habránrobado; vamos a donde ellos». Y así se fueron, deacuerdo, a casa de los prestamistas y yo me vineaquí, y como podéis ver, entiendo que de tal guisaRuggeri, adonde fue encontrado fue transportado;pero cómo resucitó allí no puedo entenderlo.

La señora, entonces, comprendiendo ópti-mamente cómo había sido, dijo a la criada lo quehabía oído al médico, y le rogó que para salvar aRuggeri la ayudase, como quien, si quería, en unmismo punto podía salvar a Ruggeri y proteger suhonor.

La criada dijo:

—Señora, decidme cómo, que yo harécualquier cosa de buena gana.

La señora, como a quien le apretaban loszapatos, con rápida determinación habiendo pensa-do qué había de hacerse, ordenadamente informóde ello a la criada. La cual, primeramente fue almédico, y llorando comenzó a decirle:

—Señor, tengo que pediros perdón de unagran falta que he cometido contra vos.

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Dijo el médico:

—¿Y de cuál?

Y la criada, no dejando de llorar, dijo:

—Señor, sabéis quién es el joven Ruggeride los Aieroli, quien, gustándole yo, entre amenazasy amor me condujo hogaño a ser su amiga: y sa-biendo ayer tarde que vos no estabais, tanto mecortejó que a vuestra casa en mi alcoba a dormirconmigo lo traje, y teniendo él sed y no teniendo yodónde ir antes a por agua o a por vino, no queriendoque vuestra mujer, que en la sala estaba, me viera,acordándome de que en vuestra alcoba una garrafi-ta de agua había visto, corrí a por ella y se la di abeber, y volví a poner la garrafa donde la habíacogido; de lo que he visto que vos en casa granalboroto habéis hecho. Y en verdad confieso quehice mal, pero ¿quién hay que alguna vez no hagamal? Siento mucho haberlo hecho; sobre todo por-que por ello y por lo que luego se siguió de ello,Ruggeri está a punto de perder la vida, por lo queos ruego, por lo que más queráis, que me perdonéisy me deis licencia para que me vaya a ayudar aRuggeri en lo que pueda.

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El médico, al oír esto, a pesar de la sañaque tuviese, repuso bromeando:

—Tú ya te has impuesto penitencia tú mis-ma porque cuando creíste tener esta noche a unjoven que muy bien te sacudiera el polvo, lo quetuviste fue a un dormilón: y por ello vete a procurarla salvación de tu amante, y de ahora en adelanteguárdate de traerlo a casa porque lo pagarás poresta vez y por la otra.

Pareciéndole a la criada que buena piezahabía logrado al primer golpe, lo antes que pudo sefue a la prisión donde Ruggeri estaba, y tanto lison-jeó al carcelero que la dejó hablar a Ruggeri. Lacual, después de que lo hubo informado de lo queresponder debía al magistrado para poder salvarse,tanto hizo que llegó ante el magistrado. El cual,antes de consentir en oírla, como la viese fresca ygallarda, quiso enganchar una vez con el garfio a lapobrecilla cristiana; y ella, para ser mejor escucha-da, no le hizo ascos; y levantándose de la molienda,dijo:

—Señor, tenéis aquí a Ruggeri de los Aierolipreso por ladrón, y no es eso verdad.

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Y empezando por el principio le contó la his-toria hasta el fin de cómo ella, su amiga, a casa delmédico lo había llevado y cómo le había dado abeber el agua del narcótico, no sabiendo que lo era,y cómo por muerto lo había metido en el arca; ydespués de esto, lo que entre el maestro carpinteroy el dueño del arca había oído decir, mostrándolecon aquello cómo a casa de los prestamistas habíallegado Ruggeri.

El magistrado, viendo que fácil cosa eracomprobar si era verdad aquello, primero preguntóal médico si era verdad lo del agua, y vio que habíasido así; y luego, haciendo llamar al carpintero y aquien era el dueño del arca y a los prestamistas,luego de muchas historias vio que los prestamistasla noche anterior habían robado el arca y se la hab-ían llevado a casa. Por último, mandó a por Ruggeriy preguntándole dónde se había albergado la nocheantes, repuso que dónde se había albergado no losabía, pero que bien se acordaba que había ido aalbergarse con la criada del maestro Maezzo, decuya alcoba había bebido agua porque tenía muchased; pero que dónde había estado después, salvocuando despertándose en casa de los prestamistasse había encontrado dentro de un arca, no lo sabía.

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El magistrado, oyendo estas cosas y divir-tiéndose mucho con ellas, a la criada y a Ruggeri yal carpintero y a los prestamistas las hizo repetirmuchas veces. Al final, conociendo que Ruggeri erainocente, condenando a los prestamistas que roba-do habían el arca a pagar diez onzas, puso en liber-tad a Ruggeri; lo cual, cuánto gustó a éste, nadie lopregunte: y a su señora gustó desmesuradamente.La cual, luego, junto con él y con la querida criadaque había querido darle de cuchilladas, muchasveces se rió y se divirtió, continuando su amor y susolaz siempre de bien en mejor; como querría queme sucediese a mí, pero no que me metieran dentrode un arca.

Si las primeras historias los pechos de lasanhelantes señoras habían entristecido, esta últimade Dioneo las hizo reír tanto, y especialmente cuan-do dijo que el magistrado había enganchado el gar-fio, que pudieron sentirse recompensadas de lastristezas sentidas con las otras. Pero viendo el reyque el sol comenzaba a ponerse amarillo y que erallegado el término de su señorío, con muy placente-ras palabras se excusó con las hermosas señorasde lo que había hecho; es decir, de haber hechohablar de un asunto tan cruel como es el de la infe-licidad de los amantes, y hecha la excusa se levantó

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y de la cabeza se quitó el laurel y, esperando lasseñoras a ver a quién iba a ponérselo, placentera-mente sobre la cabeza rubísima de Fiameta lo puso,diciendo:

—Te pongo esta corona como a quien, me-jor que ninguna otra, de la dura jornada de hoy conla de mañana sabrás consolar a estas compañerasnuestras.

Fiameta, cuyos cabellos eran crespos, lar-gos y de oro, y sobre los cándidos y delicados hom-bros le caían, y el rostro redondito con un verdaderocolor de blancos lirios y de bermejas rosas mezcla-dos todo esplendoroso, con dos ojos en la cara queparecían de un halcón peregrino y con una boquitapequeñita cuyos labios parecían dos pequeñosrubíes, sonriendo contestó:

—Filostrato, yo la acepto de buena gana, ypara que mejor veas lo que has hecho, desde ahoramando y ordeno que todos se preparen para contarmañana lo que a algún amante, luego de algunosduros o desventurados accidentes, le hubiera suce-dido de feliz.

La cual proposición plugo a todos; y ella,haciendo venir al senescal y habiendo dispuesto

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con él las cosas necesarias, a toda la compañía,levantándose, hasta la hora de la cena dio alegre-mente licencia.

Ellos, pues, parte por el jardín, cuya hermo-sura no era de las que cansa pronto, y parte por losmolinos que fuera de él daban vueltas, y quién poraquí y quién por allí, a gustar según los distintosapetitos diversos deleites se dieron hasta la hora dela cena. Venida la cual, recogiéndose todos, comotenían por costumbre, junto a la hermosa fuente, abailar y a cantar se pusieron, y dirigiendo Filomenala danza, dijo la reina:

—Filostrato, yo no pretendo apartarme demis predecesores, sino, como ellos han hecho, en-tiendo que obedeciéndome se cante una canción; yporque estoy cierta de que tus canciones son comotus novelas, para no tener más días turbados contus infortunios, queremos que una nos cantes comomás te plazca.

Filostrato repuso que de grado, y sin demo-ra comenzó a cantar de tal guisa:

Con lagrimas demuestro

cuánta amargura siente, y qué dolor,

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el traicionado corazón, Amor.

Amor, amor, cuando primeramente

pusiste en él a quien me mueve al llanto

sin esperar salud,

tan llena la mostraste de virtud

que leve yo creí cualquier quebranto

que embargase mi mente,

ya mártir y doliente

por causa tuya, pero bien mi error

conozco ahora, y no sin gran dolor.

Me ha mostrado mi engaño

el verme abandonado por aquella

en quien sólo esperaba:

que cuando, triste, yo creí que estaba

más en su gracia y la servía a ella,

sin pensar en el daño

que sentiría hogaño,

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vi que la calidad de otro amador

dentro acogía y yo perdí el favor.

Cuando me vi por ella desdeñado

nació en mi corazón el doloroso

llanto que lloro ahora;

y mucho he maldecido el día y la hora

en que primero vi el rostro amoroso

de alba belleza ornado

y muy mucho infamado,

mi confianza, esperanza y ardor

va maldiciendo mi alma en su dolor.

Cuán sin consuelo sea mi quebranto,

señor, puedes sentirlo, pues te llamo

con voz que se lamenta

y te digo que tanto me atormenta

que por menor martirio muerte clamo:

venga, y la vida tanto

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anegada en su llanto

termine con su golpe, y mi furor

a donde vaya sentiré menor.

Ni otro camino ni otra salvación

le queda sino muerte a mí afligida

vida: dámela, Amor,

pronto y con ella acaba mi amargor

y al corazón despoja de tal vida.

¡Hazlo, ay, que sin razón

se me ha quitado mi consolación!

Hazla feliz con mi muerte, señor,

como la has hecho con nuevo amador.

Balada mía, si otros no te aprenden

me da igual, porque no sabrá la gente

igual que yo cantarte;

un trabajo tan sólo quiero darte

a Amor encuentra, a él tan solamente

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cuánto me es enojosa

esta vida angustiosa

di claramente, y ruega que a mejor

puesto la lleve para hacerse honor.

Demostraron las palabras de esta canciónasaz claramente cuál era el ánimo de Filostrato, y laocasión; y tal vez más declarado lo habría el aspec-to de tal señora que estaba danzando, si las tinie-blas de la llegada noche el rubor de su rostro nohubieran escondido. Pero luego de que él la hubopuesto fin, muchos otros cantares hubo hasta quellegó la hora de irse a dormir; por lo que, mandándo-lo la reina, cada uno en su cámara se recogió.

TERMINA LA CUARTA JORNADA

QUINTA JORNADA

COMIENZA LA QUINTA JORNADA DELDECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNODE FIAMETA, SE RAZONA SOBRE LO QUE AALGÚN AMANTE, DESPUÉS DE DUROS O DES-VENTURADOS ACCIDENTES, SUCEDIÓ DE FE-LIZ.

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ESTABA ya el oriente todo blanco y los sur-gentes rayos de todo nuestro hemisferio habíanextendido la claridad, cuando Fiameta, por los dul-ces cantos de los jóvenes que a primera hora deldía cantaban alegremente en los arbustos incitada,se levantó e hizo llamar a todas las demás y a lostres jóvenes; y con suave paso descendiendo a loscampos, por la ancha llanura arriba entre las hier-bas cubiertas de rocío, hasta que el sol se huboalzado un tanto, con su compañía fue paseando,hablando con ellos de una y otra cosa. Pero al sentirque ya los solares rayos se calentaban, hacia suhabitación volvieron los pasos; llegados a la cual,con óptimos vinos y con dulces del ligero trabajopasado les hizo confortarse y por el deleitoso jardínhasta la hora de comer se recrearon. Venida la cual,estando todas las cosas aparejadas por el discretí-simo senescal, luego de que alguna estampida yuna baladilla o dos fueron cantadas, alegremente,según plugo a la reina, se pusieron a comer; yhabiéndolo hecho ordenadamente y con alegría, noolvidada la establecida costumbre de bailar, con losinstrumentos y con las canciones algunas danzassiguieron. Después de las cuales, hasta pasada lahora de dormir, la reina dio licencia a todos; algunos

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de ellos se fueron a dormir y otros a su solaz por elbello jardín se quedaron. Pero todos, un poco pasa-da nona, allí, como quiso la reina, según la usadacostumbre se reunieron junto a la fuente; y habién-dose sentado la reina pro tribunali, mirando haciaPánfilo, sonriendo, a él le ordenó que diese principioa las felices novelas; el cual a ello se dispuso degrado, y dijo así.

NOVELA PRIMERACimone, por amar, se hace sabio y a Ifige-

nia su señora rapta en el mar, es hecho prisioneroen Rodas, de donde Lisímaco le libera y, de acuer-do con él, rapta a Ifigenia y a Casandra en sus bo-das, huyendo con ellas a Creta; y allí, haciéndolassus mujeres, con ellas a sus casas son llamados.

Muchas historias, amables señoras, paradar principio a tan alegre jornada como será ésta seme ponen delante para ser contadas; de las cualesuna más agrada a mi ánimo porque por ella podréisentender no solamente el feliz final según el cualcomenzamos a razonar, sino cuán santas sean,cuán poderosas y cuán benéficas las fuerzas del

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Amor, las cuales muchos, sin saber lo que dicen,condenan y vituperan con gran error; lo que, si nome equivoco (porque creo que estáis enamoradas)mucho deberá agradaros.

Pues así como hemos leído en las antiguashistorias de los chipriotas, en la isla de Chipre huboun hombre nobilísimo que tuvo por nombre Aristip-po, más que sus otros paisanos riquísimo en todoslos bienes temporales, y si con una cosa no lehubiese herido la fortuna, más que nadie hubierapodido sentirse contento. Y era ésta que entre susotros hijos tenía uno que en estatura y belleza decuerpo a todos los demás jóvenes sobrepasaba,pero que era estúpido sin esperanza, cuyo verdade-ro nombre era Caleso; pero porque ni con trabajo deningún maestro ni por lisonja o golpes del padre nipor ingenio de ningún otro había podido metérseleen la cabeza ni letra ni educación alguna, así comopor su voz gruesa y deforme y por sus manerasmás propias de animal que de hombre, por burla erade todos llamado Cimone, lo que en su lengua so-naba como en la nuestra «asno». Cuya malgastadavida el padre soportaba con grandísimo dolor; yhabiendo perdido ya toda esperanza, para no tenersiempre delante la causa de su dolor, le mandó quese fuese al campo y que allí viviera con sus labrado-

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res; la cual cosa agradó muchísimo a Cimone por-que las costumbres y las maneras de los hombresrústicos eran más de su gusto que las ciudadanas.

Yéndose, pues, Cimone al campo, yhaciendo allí las cosas que correspondían a aquellugar, sucedió que un día, pasado ya mediodía,yendo él de una posesión a otra con un bastónechado al cuello, entró en un bosquecillo que habíahermosísimo en aquella comarca, y que, porque elmes de mayo era, estaba todo frondoso; andandopor el cual llegó, según le guió su fortuna, a un pra-decillo rodeado de altísimos árboles, en uno de losrincones del cual había una bellísima y fresca fuentejunto a la que vio, sobre el verde prado, dormir auna hermosísima joven cubierta por un vestido tansutil que casi nada de las cándidas carnes escond-ía, y de la cintura para arriba estaba solamente cu-bierta por un paño blanquísimo y sutil; y junto a ellasemejantemente dormían dos mujeres y un hombre,siervos de esta joven. A la cual, como Cimone vio,no de otra manera que si nunca hubiera visto formade mujer, apoyándose sobre su bastón, sin decircosa alguna, con admiración grandísima comenzóintensísimamente a contemplar; y en el rudo pecho,donde con mil enseñanzas no se había podidohacer entrar impresión alguna de ciudadano placer,

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sintió despertar un pensamiento que le decía a sumaterial y gruesa mente que aquélla era la máshermosa cosa que nunca había sido vista porningún viviente.

Y allí empezó a distinguir sus partes ala-bando los cabellos, que estimaba de oro, la frente,la nariz y la boca, la garganta y los brazos y suma-mente el pecho, todavía no muy elevado; y de la-brador convertido súbitamente en juez de la hermo-sura, deseaba sumamente en su interior verle losojos que, por alto sueño apesadumbrados, teníacerrados; y por vérselos muchas veces tuvo deseosde despertarla. Pero pareciéndole infinitamente máshermosa que otras mujeres que antes había visto,dudaba que fuese alguna diosa; y tanto juicio mos-traba que juzgaba que las cosas divinas eran másdignas de reverencia que las mundanas y por ellose contenía esperando que por sí misma se desper-tase; y aunque la espera le pareciese excesiva,invadido por desusado placer, no sabía irse de allí.

Sucedió, pues, que, luego de un largo es-pacio, la joven, cuyo nombre era Ifigenia, antes queninguno de los suyos se despertó, y alzando la ca-beza y abriendo los ojos y viendo que en su bastón

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apoyado estaba Cimone delante, se maravilló mu-cho, y dijo:

—Cimone, ¿qué vas buscando a estashoras por este bosque?

Era Cimone, tanto por su hermosura comopor su rudeza y por la nobleza y riqueza del padre,conocido a cualquiera del país. No contestó nada alas palabras de Ifigenia, pero al verla abrir los ojosempezó a mirárselos fijamente pareciéndole que deellos salía una suavidad que le llenaba de un placernunca por él probado. Lo que viendo la joven co-menzó a temer que aquel su fijo mirar moviese surudeza a alguna cosa que pudiera causarle deshon-ra, por lo que, llamadas sus mujeres, se levantódiciendo:

—Cimone, quedaos con Dios.

Y entonces Cimone le respondió:

—Yo voy contigo.

Y por mucho que la joven rechazase sucompañía, siempre temiéndole, no pudo separarlode ella hasta que no la hubo acompañado a su ca-sa; y de allí se fue a casa de su padre afirmandoque de ninguna manera volvería al campo; lo que,

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por muy pesado que fuera a su padre y a los suyos,le dejaron hacer esperando ver qué causa era laque de aquella manera le había hecho mudar deopinión.

Habiendo, pues, entrado en el corazón deCimone, en el que ninguna enseñanza había podidoentrar, la saeta de Amor por la hermosura de Ifige-nia, en brevísimo tiempo, yendo de un pensamientoa otro, maravilló a su padre y a todos los suyos y acualquiera otro que le conocía. Primeramente pidióa su padre que le hiciera vestir con los trajes y todaslas demás cosas adornado que llevaban sus her-manos, lo que su padre hizo contentísimo. Luego,reuniéndose con los jóvenes de pro y oyendo hablarde las cosas que corresponden a los gentileshom-bres, y máximamente a los enamorados, primerocon admiración grandísima de todos en poco espa-cio de tiempo, no solamente aprendió las primerasletras, sino que llegó a ser de gran valor entre losfilósofos; y después de esto, siendo razón de todoaquello el amor que tenía a Ifigenia, no solamente lavoz bronca y rústica redujo a educada y ciudadana,sino que llegó a ser maestro de canto y de música,y en el cabalgar y en las cosas bélicas, tanto mari-nas como de tierra, expertísimo y valeroso llegó aser. Y en breve, para no contar en detalle todas las

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cosas de su virtud, no había pasado el cuarto añodesde el día de su primer enamoramiento cuandohabía llegado a ser el más gallardo y el más cortésy el que tenía más particulares virtudes entre losotros jóvenes que hubiera en la isla de Chipre.

¿Qué es, amables señoras, lo que hemosde pensar de Cimone? Ciertamente, no otra cosasino que las altas virtudes por el cielo infundidas ensu valerosa alma habían sido por la envidiosa fortu-na en una pequeñísima parte de su corazón conlazos fortísimos atadas y encerradas, los cualestodos Amor rompió e hizo pedazos, como que eramucho más poderoso que ella; y como animador delos adormecidos ingenios, a aquéllos, oscurecidospor crueles tinieblas, con su fuerza arrastró a laclara luz mostrando abiertamente de qué lugararrastra a los espíritus sujetos a él y a cuál los con-duce con sus rayos.

Cimone, pues, por mucho que en amar aIfigenia en algunas cosas, así como suelen hacerlos jóvenes amantes, exagerase, no por ello Aristip-po, considerando que Amor lo había hecho de bo-rrego transformarse en persona, no sólo no dejabapacientemente de ayudarlo sino que le animaba aseguir en todo su voluntad. Pero Cimone, que rehu-

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saba ser llamado Galeso por acordarse de que asílo había llamado Ifigenia, queriendo dar honesto fina su deseo, muchas veces hizo sondear a Cipseo,padre de Ifigenia, para que se la diese por mujer,pero Cipseo repuso siempre que se la había prome-tido a Pasimundas, noble joven rodense a quienentendía no faltar.

Y habiendo llegado el tiempo de las pacta-das nupcias de Ifigenia, y habiendo mandado a porella su esposo, se dijo Cimone:

«Ahora es tiempo de mostrar, oh Ifigenia,cuánto eres amada por mí. Por ti me he hecho unhombre y si puedo tenerte no dudo que me conver-tiré en más glorioso que algún dios; y con certeza ote tendré o moriré.»

Y dicho esto, ocultamente a algunos noblesjóvenes pidiendo ayuda, que eran sus amigos, yhaciendo secretamente armar un barco con todaslas cosas oportunas para la batalla naval, se hizo ala mar, en espera del barco que debía transportar aIfigenia a su esposo en Rodas. La cual, luego demuchos honores que le hicieron su padre y los ami-gos de su esposo, hecha a la mar, hacia Rodasenderezaron la proa y salieron.

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Cimone, que no se dormía, al día siguientecon su barco la alcanzó, y de lo alto de la proa a losque en el barco de Ifigenia iban, gritó fuerte:

—Deteneos, arriad las velas, o esperad servencidos y hundidos en el mar.

Los adversarios de Cimone habían traídolas armas a cubierta y se preparaban a defenderse;por lo que Cimone, tomando, después de las pala-bras, un arpón de hierro, sobre la popa de los ro-denses, que se alejaban deprisa, lo echó y la proade su barco lo sujetó con fuerza; y fiero como unleón, sin esperar a ser seguido por nadie, sobre lanave de Rodas saltó, como si a todos tuviera pornadie; y espoleándolo Amor, con maravillosa fuerzaentre los enemigos se arrojó con un cuchillo en lamano y ora a éste ora a aquél hiriendo, como aovejas los abatía. Lo que viendo los rodenses, arro-jando en tierra las armas, casi al unísono se decla-raron prisioneros.

A los que Cimone dijo:

—Jóvenes, ni deseo de botín ni enojo con-tra vosotros me hizo partir de Chipre para asaltarosen medio del mar con mano armada: lo que memovió es para mí grandísima cosa de conseguir y

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para vosotros fácil de conceder con paz, y es Ifige-nia, sobre todas las cosas por mí amada, a quien nopudiendo obtener de su padre como amigo y enpaz, a vosotros como enemigo y con las armas meha empujado Amor a quitárosla; y porque entiendoser yo para ella lo que debía ser vuestro Pasimun-das, dádmela, e idos con la gracia de Dios.

Los jóvenes, a quienes más la fuerza que laliberalidad obligaba, a Ifigenia, lacrimosa, concedie-ron a Cimone; el cual, viéndola llorar, le dijo:

—Noble señora, no te aflijas; soy tu Cimo-ne, que por un largo amor mucho más he merecidotenerte que Pasimundas por una palabra dada.

Volvióse, pues, Cimone, habiéndola yahecho llevar sobre su nave, sin tocar nada más delos rodenses, con sus compañeros, y los dejó mar-char. Cimone entonces, más que ningún otro hom-bre contento con la adquisición de tan cara prenda,luego de que algún tiempo hubo empleado en con-solarla a ella, que lloraba, deliberó con sus compa-ñeros que no era el caso de volver a Chipre por elmomento, por lo que, de común consejo, todoshacia Creta, donde casi todos ellos y máximamenteCimone, por parentescos viejos y recientes y pormuchos amigos creían que estarían seguros junto

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con Ifigenia, enderezaron la proa de su nave. Perola fortuna, que asaz fácilmente había otorgado aCimone la consecución de la mujer, inconstante,súbitamente en triste y amargo llanto mudó la inde-cible alegría del enamorado joven.

No habían todavía pasado cuatro horasdesde que Cimone había dejado a los rodensescuando, llegando la noche (que Cimone esperabamás placentera que ninguna de las pasadas antes)junto con ella se levantó un temporal bravísimo ytempestuoso que al cielo con nubes y al mar conperniciosos vientos llenó; por la cual cosa ni podíanadie ver qué hacer ni adónde ir, ni siquiera mante-nerse en cubierta para buscar algún remedio. Cuán-to dolió esto a Cimone no hay que preguntárselo.Parecía que los dioses le hubiesen concedido sudeseo para que más doloroso le fuese el morir, delo que sin aquello poco se hubiese preocupadoantes. Se dolían del mismo modo sus compañeros,pero sobre todos se dolía Ifigenia, llorando fuerte-mente y temiendo cada sacudida de las olas, y ensu llanto ásperamente maldecía el amor de Cimoney se quejaba de su atrevimiento, afirmando que porninguna otra cosa había nacido aquel tempestuosoazar sino porque los dioses no querían que aquelque contra su gusto quería tenerla por esposa pu-

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diera gozar de su presuntuoso deseo sino que,viéndola primero morir a ella, él después muriesemiserablemente.

Con tales lamentos y con otros mayores nosabiendo los marineros qué hacerse, haciéndose elviento cada vez más fuerte, sin saber ni distinguiradónde iban, llegaron junto a la isla de Rodas; y nosabiendo sin embargo qué isla fuese aquélla, contodo ingenio se esforzaron, para salvar sus vidas enllegar a tierra si se podía. A lo cual fue favorable lafortuna y los condujo a un pequeño seno del maradonde poco antes que ellos los rodenses dejadoslibres por Cimone habían llegado con su nave; yantes de apercibirse de haber anclado en la isla deRodas, se vieron (al salir la aurora y hacer el cieloalgo más claro) como vecinos por un tiro de arco delbarco que el día anterior habían dejado libre, de lacual cosa Cimone, angustiado sin medida, temiendoque le sucedería lo que le sucedió, mandó que sepusiera todo esfuerzo en salir de allí e ir a donde lafortuna los llevase porque en ninguna parte podíanestar peor que aquí.

Se hicieron grandes esfuerzos para podersalir de allí, pero en vano: el viento poderosísimo losempujaba al lado contrario hasta el punto de que no

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sólo no pudieron salir del pequeño golfo, sino que,quisieran o no, los empujó a tierra. Y al llegar a ellafueron reconocidos por los marineros rodenses quehabían descendido de su nave, de los cuales rápi-damente alguno corrió a una hacienda cercanaadonde habían ido los nobles jóvenes rodenses yles contó que allí Cimone con Ifigenia a bordo de sunave habían llegado por azar del mismo modo queellos. Éstos, al oírlo, contentísimos, tomando a mu-chos de los hombres de la hacienda, prestamentefueron al mar; y Cimone, que ya en tierra con lossuyos había tomado la decisión de huir a algúnbosque cercano, todos juntos con Ifigenia fueronpresos y llevados a la hacienda, y de allí, venido dela ciudad Lisímaco, sobre quien reposaba aquel añola suma magistratura de los rodenses, con grandí-sima compañía de hombres de armas, a Cimone y atodos sus compañeros se llevó a prisión, como Pa-simundas, a quien las noticias habían llegado, habíaordenado querellándose ante el senado de Rodas.Y de tal guisa el mísero y enamorado Cimone per-dió a su Ifigenia ganada por él poco antes sin haber-le quitado más que algún beso.

Ifigenia fue recibida y confortada por mu-chas mujeres nobles de Rodas, tanto por el dolorsufrido en su captura como por la fatiga pasada en

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el airado mar, y junto a ellas se estuvo hasta el díafijado para sus bodas. A Cimone y a sus compañe-ros, por la libertad que habían dado el día antes alos jóvenes rodenses, les fue concedida la vida, quePasimundas solicitaba con todas sus fuerzas queles fuera quitada, y a prisión perpetua fueron con-denados; en la cual, como puede creerse, dolorososestaban y sin esperanza ya de ningún placer. Pasi-mundas cuanto podía la preparación de las futurasnupcias solicitaba; pero la fortuna, como arrepentidade la súbita injuria hecha a Cimone, obró un nuevoaccidente en favor de su salud.

Tenía Pasimundas un hermano menor enedad que él, pero no en virtud que tenía por nombreOrínisda, que había estado en largas negociacionespara tomar por mujer a una joven noble y hermosade la ciudad, que se llamaba Casandra, a quienLisímaco sumamente amaba; y se había aplazadoel matrimonio muchas veces por distintos acciden-tes. Ahora, viéndose Pasimundas a punto de cele-brar sus nupcias con grandísima fiesta, pensó queóptimamente estaría si en aquella misma fiesta,para no volver de nuevo a los gastos y a los feste-jos, pudiera hacer que Orínisda semejantementetomara mujer, por lo que con los parientes de Ca-sandra renovó las conversaciones y las llevó a

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término, y él junto con el hermano decidieron que elmismo día que Pasimundas se llevase a Ifigenia, elmismo Orínisda se llevase a Casandra. La cualcosa oyendo Lisímaco, sobremanera le desagradóporque se veía privado de su esperanza, según lacual pensaba que si Orínisda no la desposaba, cier-tamente la obtendría él; pero como prudente, tuvoescondido su dolor y empezó a pensar de qué ma-nera podría impedir que aquello tuviera lugar, y novio ninguna vía posible sino raptarla. Esto le pareciófácil por el cargo que tenía, pero mucho más des-honroso lo juzgaba que si no hubiera tenido aquelcargo; pero en resumen, después de larga delibera-ción, la honestidad cedió el lugar al amor y tomó elpartido de que, sucediera lo que sucediese, raptaríaa Casandra.

Y pensando en la compañía que para haceraquello necesitaba y de la manera en que deblaprocederse, se acordó de Cimone, a quien teníaprisionero junto con sus compañeros, e imaginó queningún otro compañero mejor ni más leal podía te-ner que Cimone en este asunto; por lo que la nochesiguiente ocultamente le hizo venir a su cámara ycomenzó a hablarle de esta guisa:

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—Cimone, así como los dioses son óptimosy liberales donantes de las cosas a los hombres, asíson sagacísimos probadores de su virtud, y a quie-nes encuentran firmes y constantes en todos loscasos, como a los más valerosos hacen dignos delas más altas recompensas. Ellos han querido unaprueba de tu virtud más cierta que aquella que pu-diste mostrar dentro de los límites de la casa de tupadre, a quien sé abundantísimo en riquezas; yprimero con las punzantes solicitudes de amor tehicieron hombre de insensato animal (tal como hesabido), y luego con dura fortuna y al presente condolorosa prisión quieren ver si tu ánimo cambia delo que era cuando por poco tiempo te sentiste felizcon la ganada presa; el cual si es el mismo que fue,nada tan feliz te concedieron como lo que al presen-te se preparan a darte, lo cual, para que recobreslas usadas fuerzas y te sientas animoso, entiendomostrarte. Pasimundas, contento con tu desgracia ysolicito procurador de tu muerte, cuanto puede seapresura a celebrar las bodas con tu Ifigenia paragozar en ellas de la presa que primero una alegrefortuna te había concedido y súbitamente airada tequitó; la cual cosa, cuánto tiene que dolerte, si amascomo yo creo, por mí mismo lo conozco, a quienigual injuria que la tuya se prepara a hacerme el

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mismo día su hermano Orínisda con Casandra, aquien yo amo sobre todas las cosas. Y para escapara tanta injuria y a tanto dolor de la fortuna ningunavía veo que quede abierta sino la virtud de nuestrosánimos y de nuestras diestras con las que debemosmantener las espadas y abrirnos camino, tú para elsegundo rapto, y yo para el primero de nuestrasseñoras; por lo que si tú, no quiero decir tu libertad(de la que poco creo que te preocupes sin tu seño-ra), sino si a tu señora quieres recuperar, en tusmanos la han puesto los dioses si quieres seguirmeen mi empresa.

Estas palabras hicieron volver a Cimone to-do el perdido ánimo, y sin demasiado respiro tomar-se para responder, dijo:

—Lísimaco, ni más fuerte ni más fiel com-pañero que yo puedes tener en tal cosa si es que deella se seguirá para mí lo que dices; y por ello loque te parece que tenga que hacer ordénamelo yverás que lo hago con maravillosa fuerza.

A quien Lísimaco dijo:

—El tercer día a partir de hoy, entrarán porvez primera las nuevas esposas en casa de susmaridos, donde tú armado con tus compañeros y yo

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con algunos de los míos en los que más confío, alcaer la tarde entraremos, y raptándolas en mediodel convite, a una nave que he hecho aprestar se-cretamente las llevaremos matando a cualquieraque se atreva a hacernos frente.

Gustó la orden a Cimone y, callado, hasta eltiempo acordado estuvo en la prisión. Llegado el díade las bodas, la pompa fue grande y magnífica, ypor todas partes la casa de los dos hermanos esta-ba en fiesta. Habiendo preparado Lísimaco todaslas cosas oportunas, a Cimone y sus compañeros ysemejantemente a sus amigos, todos armados bajosus vestidos, cuando le pareció oportuno y habién-dolos primero con muchas palabras animado a supropósito, dividió en tres partes, de las cuales cau-tamente a una mandó al puerto para que nadie pu-diera impedir el subir a la nave cuando lo necesita-sen; y con las otras dos venidos a la casa de Pasi-mundas, a una dejó a la puerta para que ningunopudiera encerrarlos dentro e impedir su salida, y conel remanente, junto con Cimone, subió por las esca-leras.

Y llegados ya a la sala donde las nuevasesposas con muchas otras señoras ya a la mesa sehabían sentado para comer ordenadamente,

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echándose hacia adelante y tirando al suelo lasmesas, cada uno cogió a la suya y, poniéndolas enbrazos de sus compañeros, mandaron que a la pre-parada nave las llevasen inmediatamente. Las re-cién casadas empezaron a llorar y a gritar e igual-mente las otras mujeres y servidores; y repentina-mente todo se llenó de voces y de llanto. Pero Ci-mone y Lisímaco y sus compañeros, sacando lasespadas, sin que nadie se enfrentase a ellos,dejándoles todos paso, hacia la escalera se volvie-ron; y bajando por ella corrió a ellos Pasimundasque con un gran bastón en la mano corría al ruido,al que animosamente Cimone con su espada gol-peó en la cabeza y se la partió por medio, y le hizocaer muerto a sus pies; corriendo en ayuda del cualel mísero Orínisda, igualmente fue muerto por unode los golpes de Cimone, y algunos otros que acer-carse quisieron por los compañeros de Lísimaco yde Cimone fueron heridos y rechazados. Éstos,dejando la casa llena de sangre y de alboroto y dellanto y de tristeza, sin ningún obstáculo, apretandosu botín, llegaron a la nave; y poniendo en ella a lasmujeres y subiendo ellos y todos sus compañeros,estando ya la playa llena de gente armada que arescatar a las señoras venía, dando los remos alagua, alegremente se fueron a lo suyo.

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Y llegados a Creta, allí por muchos amigosy parientes alegremente recibidos fueron, y casán-dose con las mujeres haciendo una gran fiesta,alegremente de su botín gozaron. En Chipre y enRodas hubo alborotos y riñas grandes y durantemucho tiempo por sus hechos; por último, mediandoen un lugar y en otro los amigos y los parientes,encontraron el modo de que, luego de algún exilio,Cimone con Ifigenia, contento, volviese a Chipre yLísimaco del mismo modo con Casandra se volvió aRodas; y cada uno alegremente con la suya viviólargamente contento en su tierra.

NOVELA SEGUNDA

Costanza ama a Martuccio Gmito y, oyendoque había muerto, desesperada se sube sola a unabarca, la cual por el viento es transportada a Susa;lo encuentra vivo en Túnez, se descubre a él, y él,estando en gran privanza con el rey por los conse-jos que le ha dado, casándose con ella, rico, sevuelve con ella a Lípari.

La reina, viendo terminada la historia dePánfilo, después de haberla alabado mucho, ordenó

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a Emilia que, diciendo una, continuase; la cual co-menzó así:

Todos debemos con razón deleitarnos conlas cosas que vemos seguidas por el galardón quemerecen los afectos; y porque amar más merecedeleite que aflicción a largo término, con muchomayor placer mío al hablar de la presente materiaobedeceré a la reina de lo que en la precedentehice al rey.

Debéis, pues, delicadas señoras, saber quejunto a Sicilia hay una islita llamada Lípari, en lacual, no hace aún mucho tiempo, hubo una bellísi-ma joven llamada Costanza, nacida en la isla degentes muy honradas, de la cual un joven que en laisla había, llamado Martuccio Gomito, asaz gallardoy cortés y valioso en su oficio, se enamoró. La cualtanto por él se inflamó de igual manera que nuncasentía ningún bien sino cuando lo veía, y deseandoMartuccio tenerla por mujer, la hizo pedir a su pa-dre, el cual contestó que él era pobre y por ello noquería dársela.

Martuccio, despechado al verse rehusadopor su pobreza, con algunos amigos y parientesarmando un barco, juró no volver jamás a Líparisino rico; y partiendo de allí, comenzó a piratear

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costeando Berbería, robando a cualquiera que pu-diese menos que él; en la cual cosa bastante favo-rable le fue la fortuna, si hubiera sabido poner límitea su ventura. Pero no bastándole que él y sus com-pañeros se hubiesen hecho riquísimos en pocotiempo, mientras buscaban enriquecerse más, su-cedió que por algunos barcos sarracenos luego delarga defensa, con sus compañeros fue preso yrobado, y por 1a mayor parte de los sarracenosdespedazado y hundido su barco, él, llevado aTúnez, fue puesto en prisión y tenido en larga mise-ria. Llegó a Lípari no por una ni por dos, sino pormuchas y diversas personas la noticia de que todosaquellos que con Martuccio había en el barquichue-lo se habían anegado.

La joven, que sin medida estaba triste por lapartida de Martuccio, oyendo que con los otros hab-ía muerto, largamente lloró, y decidió no seguir vi-viendo, y no sufriéndole su corazón matarse a símisma con violencia, pensó una rara obligaciónimponer a su muerte; y saliendo secretamente unanoche de su casa y llegando al puerto, halló poracaso, un tanto separada de las otras naves, unanavecilla de pescadores, a la cual, porque acaba-ban de bajarse de ella sus patrones, encontró pro-vista de mástil y de remos.

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Y subiendo en ella prestamente y con losremos empujándose un tanto por el mar, algo cono-cedora del arte marinero como lo son generalmentetodas las mujeres de aquella isla, izó la vela y arrojólos remos y el timón y se entregó por completo alviento, pensando que por necesidad debía sucedero que el viento a la barca sin carga y sin piloto vol-case, o que contra algún escollo la arrojase y rom-piera; con lo que ella, aunque salvarse quisiera, nopudiese y por necesidad se ahogara; y tapándose lacabeza con un manto, se echó sollozando en elfondo de la barca. Pero de muy distinta manerasucedió de lo que ella pensaba, porque siendoaquel viento que soplaba tramontano y asaz suave,y no habiendo casi oleaje, y sosteniéndose bien labarca, al siguiente día de la noche en que se habíasubido a ella, al atardecer, a unas cien millas másallá de Túnez a una playa vecina a una ciudad lla-mada Susa la llevó.

La joven no advertía estar en la tierra másque en el mar, como quien nunca por ningún acci-dente había levantado la cabeza ni entendía levan-tarla. Y había por acaso entonces, cuando la barcagolpeó la orilla, una pobre mujer junto al mar, quequitaba del sol las redes de sus pescadores; la cual,viendo la barca, se maravilló de cómo con la vela

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desplegada la hubiese dejado dar en tierra; y pen-sando que en ella los pescadores dormían, fue a labarca y a ninguna otra persona vio sino a esta jo-ven, y a ella, que profundamente dormía, llamó mu-chas veces, y al fin la hizo despertarse, y conocien-do en el vestir que era cristiana, hablándola en ladi-no le preguntó cómo era que tan sola en aquellabarca hubiera llegado allí.

La joven, oyéndola hablar ladino, temió quetal vez otro viento la hubiera devuelto a Lípari, yponiéndose súbitamente en pie miró alrededor, y noconociendo la comarca y viéndose en tierra, pre-guntó a la buena mujer que dónde estaba.

Y la buena mujer le respondió:

—Hija mía, estás cerca de Susa en Berber-ía.

Oído lo cual, la joven, pesarosa de que Diosno había querido mandarle la muerte, temiendo eldeshonor y no sabiendo qué hacerse, junto a subarca sentándose, comenzó a llorar. La buena mu-jer, viendo esto, sintió piedad de ella, y tanto le rogóque se la llevó a su cabaña; y tanto la lisonjeó allíque ella le dijo cómo había llegado hasta allí, por loque, viendo la buena mujer que estaba todavía en

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ayunas, su duro pan y algún pez y agua le preparó,y tanto la rogó que comió un poco. Luego preguntóCostanza quién era a la buena mujer que así habla-ba ladino; y ella le dijo que de Trápani era y quetenía por nombre Carapresa y que allí servía a al-gunos pescadores cristianos.

La joven, al oír decir «Carapresa», por muyapesadumbrada que estuviera, y no sabiendo ellamisma qué razón le movía a ello, sintió que erabuen augurio haber oído este nombre, y comenzó asentir esperanzas sin saber de qué y a sentir cesarun tanto el deseo de la muerte; y sin manifestarquién era ni de dónde, rogó insistentemente a labuena mujer que por amor de Dios tuviera miseri-cordia de su juventud y que le diese algún consejocon el cual pudiera escapar de que le hicieran algúndaño.

Carapresa, al oírla, a guisa de buena mujer,dejándola en la cabaña, prestamente recogió susredes y volvió con ella, y cubriéndola toda con sumismo manto, la llevó con ella a Susa, y llegada allí,dijo:

—Costanza, yo te llevaré a casa de unabuenísima señora sarracena a quien sirvo muchasveces en lo que necesita, y es una señora anciana y

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misericordiosa; te recomendaré a ella cuanto pueday estoy certísima de que te recibirá de grado y tetratará como a una hija, y tú, estando con ella, te lasingeniarás como puedas, sirviéndola, para conse-guir su gracia hasta que Dios te mande mejor ventu-ra.

Y como lo dijo, lo hizo. La señora, que eraya vieja, después de oírla, miró a la joven a la cara yempezó a llorar, y asiéndola, la besó en la frente yluego, de la mano, la llevó a su casa, en la cual, conalgunas otras mujeres vivía sin hombre alguno, ytodas trabajaban en diversas cosas con sus manos,haciendo distintos trabajos de seda, de palma, decuero; de los que la joven en pocos días aprendió ahacer alguno y con ellas comenzó a trabajar, y entanta gracia y amor llegaron a tenerla la buena se-ñora y las otras, que era cosa maravillosa, y enpoco espacio de tiempo, enseñándosela ellas,aprendió su lengua.

Viviendo, pues, la joven en Susa, habiendosido ya en su casa llorada por perdida y muerta,sucedió que, siendo rey de Túnez uno que se lla-maba Meriabdelá, un joven de gran linaje y de mu-cho poder que había en Granada, diciendo que lepertenecía a él el reino de Túnez, reunida grandísi-

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ma multitud de gente contra el rey de Túnez se vino,para arrojarlo del reino.

Y llegando estas cosas a los oídos de Mar-tuccio Gomito en la prisión, el cual muy bien sabíael berberisco, y oyendo que el rey de Túnez se es-forzaba muchísimo en defenderla, dijo a uno deaquellos que a él y a sus compañeros guardaban:

—Si yo pudiera hablar al rey, me da el co-razón que le daría un consejo con el cual ganaría laguerra.

El guardián dijo estas palabras a su señor,el cual al rey las contó incontinenti; por lo cual, elrey mandó que le fuera llevado Martuccio; y pre-guntándole cuál era su consejo, le respondió así:

—Señor mío, si he mirado bien en otrostiempos que he estado en estas tierras vuestras lamanera en que tenéis vuestras batallas, me pareceque más con arqueros que otra cosa las libráis; ypor ello, si encontrase el modo de que a los arque-ros de vuestro adversario les faltasen saetas y quelos vuestros tuvieran de ellas en abundancia, creoque venceríais vuestra batalla.

Y el rey le dijo:

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—Sin duda si esto pudiera hacerse, creeríaser vencedor.

Y Martuccio le dijo:

—Señor mío, si lo queréis, esto podráhacerse, y oíd cómo: vosotros debéis hacer cuerdasmucho más delgadas para los arcos de vuestrosarqueros que las que son por todas usadascomúnmente, y luego mandar hacer saetas cuyasmuescas no sean buenas sino para estas cuerdasdelgadas; y esto conviene hacerlo tan secretamenteque vuestro adversario no lo sepa, porque de otramanera encontraría un remedio. Y la razón por laque os digo esto es ésta: luego que los arqueros devuestro enemigo hayan lanzado sus saetas y losvuestros las vuestras, sabed que las que los vues-tros hayan lanzado tendrán que recogerlas vuestrosenemigos, para seguir la batalla, y los vuestrostendrán que recoger las suyas; pero los adversariosno podrán usarlas saetas lanzadas por los vuestrosporque las pequeñas muescas no entrarán en lascuerdas gruesas, mientras a los vuestros sucederálo contrario con las saetas de vuestros enemigos,porque en las cuerdas delgadas entrarán óptima-mente las saetas que tengan anchas muescas; y así

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los vuestros tendrán gran acopio de saetas mientraslos otros tendrán falta de ellas.

Al rey, que era sabio señor, agradó el con-sejo de Martuccio, y siguiéndole enteramente, conél encontró haber ganado la guerra, con lo que su-mamente Martuccio consiguió su gracia y, por con-siguiente, un grande y rico estado. Corrió la fama deestas cosas por el país y llegó a oídos de Costanzaque Martuccio Gomito estaba vivo, a quien larga-mente había creído muerto; por lo que el amor porél, ya entibiado en su corazón frío, con pronta flamase inflamó de nuevo y se hizo mayor y la muertaesperanza suscitó. Por lo cual a la buena señoracon quien vivía manifestó todos sus asuntos, y ledijo que deseaba ir a Túnez para saciar sus ojoscon aquello que los oídos por las recibidas noticiasle habían hecho deseosa. La cual alabó mucho sudeseo, y como si hubiese sido su madre, subiendo auna barca, con ella se fue a Túnez, donde con Cos-tanza en casa de una pariente suya fue recibidahonradamente.

Y habiendo ido con ella Carapresa, lamandó a escuchar lo que pudiera saberse de Mar-tuccio; y encontrando que estaba vivo y en granestado y contándoselo, plugo a la noble señora ser

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ella quien significase a Martuccio que allí en su bus-ca había venido su Costanza; y yendo un día adonde Martuccio estaba, le dijo:

—Martuccio, a mi casa ha llegado un servi-dor tuyo que viene de Lípari y querría secretamentehablarte; y por ello, por no confiarse a los otros, talcomo él ha querido, yo mismo he venido a decírtelo.

Martuccio le dio las gracias y tras ella se fuea su casa. Cuando la joven lo vio, cerca estuvo demorir de alegría, y no pudiendo contenerse, súbita-mente con los brazos abiertos se le echó al cuello ylo abrazó, y por lástima de los infortunios pasados ypor la alegría presente, sin poder nada decir, tier-namente comenzó a llorar.

Martuccio, viendo a la joven, un tanto sequedó sin palabra de la maravilla, y luego, suspi-rando, dijo:

—¡Oh, Costanza mía! ¿Estás viva? Hacemucho tiempo que oí que habías muerto y en nues-tro país de ti nada se sabía.

Y dicho esto, llorando tiernamente, laabrazó y la besó. Costanza le contó todas sus aven-turas y el honor que había recibido de la noble se-ñora con quien había estado. Martuccio, luego de

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muchos razonamientos, separándose de ella, a suseñor se fue y todo le contó; esto es, sus azares ylos de la joven, añadiendo que, con su licencia,entendía según nuestra fe casarse con ella.

El rey se maravilló de estas cosas, yhaciendo venir a la joven y oyéndole que era talcomo Martuccio había dicho, dijo:

—Pues muy bien lo has ganado por marido.

Y haciendo venir grandísimos y nobles pre-sentes, parte le dio a ella y parte a Martuccio,dándoles licencia para hacer entre sí lo que másfuese del agrado de cada uno. Martuccio, honradamucho la noble señora con quien Costanza habíavivido, y agradeciéndole lo que en su servicio habíahecho, y haciéndole tales presentes como a ellaconvenían y encomendándola a Dios, no sin mu-chas lágrimas de Costanza, se despidió; y luego,subiendo a un barquito con licencia del rey, y con suCarapresa, con próspero viento volvieron a Lípari,donde hubo tan gran fiesta como nunca decir sepodría. Allí Martuccio se caso con ella e hizo gran-des y hermosas bodas, y luego con ella, en paz y enreposo, largamente gozaron de su amor.

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NOVELA TERCERA

Pietro Boccamazza se escapa con Agnole-lla; se encuentra con ladrones, la joven huye por unbosque y es conducida a un castillo, Pietro es apre-sado y se escapa de manos de los ladrones, y luegode algunos accidentes llega al castillo donde estabaAgnolella, y casándose con ella, con ella vuelve aRoma.

No hubo nadie entre todos que la historia deEmilia no alabase, la que viendo la reina que habíaterminado, volviéndose a Elisa le ordenó que conti-nuase ella; y ella, deseosa de obedecer, comenzó:

A mí se me pone delante, encantadoras se-ñoras, una mala noche que pasaron dos jovencillospoco prudentes; pero porque le siguieron muchosdías felices, como está de acuerdo con nuestroargumento, me place contarla.

En Roma, que como hoy es la cola antesfue la cabeza del mundo, hubo un joven hace pocotiempo, llamado Pietro Boccamazza, de familia muyhonrada entre las romanas, que se enamoró de unahermosísima y atrayente joven llamada Agnolella,hija de uno que tuvo por nombre Gigliuozzo Saullo,

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hombre plebeyo pero muy querido a los romanos. Yamándola, tanto hizo, que la joven comenzó a amar-le no menos que él la amaba. Pietro, empujado porferviente amor, y pareciéndole que no debía sufrirmás la dura pena que el deseo de ella le daba, lapidió por mujer; la cual cosa, al saberla sus parien-tes, fueron adonde él y le reprocharon mucho lo quequería hacer; y por otra parte hicieron decir a Gi-gliuozzo Saullo que de ninguna manera atendiese alas palabras de Pietro porque, si lo hacía, nuncacomo amigo le tendrían sus parientes.

Pietro, viéndose el vedado camino por elque sólo creía poder conseguir su deseo, quisomorirse de dolor, y si Gigliuozzo lo hubiera consen-tido, contra el gusto de todos los parientes que teníahubiese tomado por mujer a su hija; pero como nofue así, se le puso en la cabeza que, si a la joven leplaciere, haría que aquello tuviese lugar, y por per-sona interpuesta conociendo que le placía, se pusode acuerdo con ella para huir de Roma. Y planeadoaquello, Pietro, una mañana, levantándose tem-pranísimo, junto con ella montó a caballo y se pusie-ron en camino hacia Anagni, donde Pietro teníaalgunos amigos en los cuales confiaba mucho; ycabalgando así, no teniendo tiempo de hacer las

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bodas porque temían ser seguidos, hablando. sobresu amor, alguna vez el uno besaba al otro.

Ahora, sucedió que, no conociendo Pietromuy bien el camino, cuando estuvieron unas ochomillas lejos de Roma, debiendo tomar a la derecha,se fueron por un camino a la izquierda; y apenashabían cabalgado más de dos millas cuando sevieron cerca de un castillo del cual, habiéndolosvisto, súbitamente salieron cerca de doce hombresde armas; y estando bastante cerca, la joven los vio,por lo que gritando dijo:

—¡Pietro, salvémonos que nos asaltan!

Y como pudo, hacia un bosque grandísimovolvió su jaco y, apretándole las espuelas, sujetán-dose al arzón, sintiéndose el jaco aguijar, corriendopor aquel bosque la llevaba. Pietro, que más la carade ella iba mirando que el camino, no habiéndosepercatado pronto, como ella, de los hombres quevenían, fue alcanzado por ellos y preso y obligado abajar del jaco; y preguntándole quién era, empeza-ron a deliberar entre ellos y a decir:

—Éste es de los amigos de nuestros ene-migos; ¿qué hemos de hacer sino quitarle estas

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ropas y este jaco y, por desagradar a los Orsini,colgarlo de una de estas encinas?

Y estando todos de acuerdo con esta deci-sión, habían mandado a Pietro que se desnudase; yestando él desnudándose, ya adivinando todo sumal, sucedió que una cuadrilla de bien veinticincohombres de armas que estaban en acecho súbita-mente se les echaron encima a aquéllos gritando:

—¡Mueran, mueran!

Los cuales, sorprendidos por aquello, de-jando a Pietro, se volvieron en su defensa, peroviéndose mucho menos que los asaltantes, comen-zaron a huir, y éstos a seguirlos, la cual cosa viendoPietro, súbitamente cogió sus cosas y saltó sobre sujaco y comenzó a huir cuanto pudo por el caminopor donde había visto que la joven había huido.

Pero no viendo por el bosque ni camino nisendero, ni distinguiendo huellas de caballo, des-pués de que le pareció encontrarse a salvo y fuerade las manos de aquellos que le habían apresado ytambién de los otros por quienes ellos habían sidoasaltados, no encontrando a su joven, más tristeque ningún hombre, comenzó a llorar y a andarlallamando por aquí y por allí por el bosque; pero

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nadie le respondía, y él no se atrevía a volverseatrás, y andando por allí delante no sabía adóndeiba a llegar; y, por otra parte, de las fieras que sue-len habitar en los bosques tenía al mismo tiempomiedo por él y por su joven, a quien le parecía estarviendo estrangulada por un oso o un lobo.

Anduvo, pues, este desventurado Pietro to-do el día por aquel bosque gritando y dando voces,a veces retrocediendo cuando creía que avanzaba;y ya entre el gritar y el llorar y por el miedo y por ellargo ayuno, estaba tan rendido que más no podía.Y viendo llegada la noche, no sabiendo qué consejotomar, encontrada una grandísima encina, bajandodel jaco, lo ató a ella, y luego, para no ser por lasfieras devorado por la noche, se subió a ella, y pocodespués, saliendo la luna y estando el tiempo clarí-simo, no atreviéndose a dormir para no caer, aun-que hubiera tenido la ocasión, el dolor y los pensa-mientos que tenía de su joven no le hubieran deja-do; por lo que, suspirando y llorando y maldiciendosu desventura, velaba.

La joven, huyendo como decíamos antes,no sabiendo dónde ir sino donde su jaco mismodonde mejor le parecía la llevaba, se adentró tantoen el bosque que no podía ver el lugar por donde

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había entrado; por lo que no de otra manera de loque había hecho Pietro, todo el día (ora esperandoy ora andando), y llorando y dando voces, y dolién-dose de su desgracia, por el selvático lugar anduvodando vueltas.

Al fin, viendo que Pietro no venía, estandoya oscuro, dio junto a un senderillo, entrando por elcual y siguiéndolo el jaco, luego de que más de dosmillas hubo cabalgado, desde lejos se vio delantede una casita, a la que lo antes que pudo se llegó; yallí encontró un buen hombre de mucha edad consu mujer que también era vieja; los cuales, cuandola vieron sola, dijeron:

—Hija, ¿qué vas haciendo tú sola a estahora por este lugar?

La joven, llorando, repuso que había perdi-do a su compañía en el bosque y preguntó a quédistancia estaba Anagni.

El buen hombre respondió:

—Hija mía, éste no es camino por donde ira Anagni; hay más de doce millas desde aquí.

Dijo entonces la joven:

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—¿Y dónde hay habitaciones en que poderalbergarse?

Y el buen hombre repuso:

—Habitaciones no hay en ningún lugar tancercano que pudieses llegar antes que fuera de día.

Dijo entonces la joven:

—¿Os placería, puesto que a otro lugar irno puedo, tenerme aquí por el amor de Dios estanoche?

El buen hombre repuso:

—Joven, que te quedes con nosotros estanoche nos placerá, pero sin embargo queremosrecordarte que por estas comarcas de día y de no-che van muchas malas brigadas de amigos y ene-migos que muchas veces nos causan gran daño ygran disgusto; y si por desgracia estando tú aquíviniera alguna, y viéndote hermosa y joven comoeres te causaran molestias y deshonra, nosotros nopodríamos ayudarte. Queremos decírtelo para quedespués, si ello sucediera, no puedas quejarte denosotros.

La joven, viendo que la hora era tardía,aunque las palabras la asustasen, dijo:

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—Si place a Dios, nos guardará a vos y amí de este dolor, que si a pesar de ello me sucedie-ra, es mucho menos malo ser desgarrada por loshombres que despedazada en los bosques por lasfieras.

Y dicho esto, bajando de su rocín, entró enla casa del pobre hombre, y allí con ellos de lo quepobremente tenían cenó y luego, toda vestida, so-bre una yacija, junto con ellos, se acostó a dormir; yen toda la noche no cesó de suspirar ni de llorar sudesventura y la de Pietro, de quien no sabía quédebía esperar sino mal.

Y estando ya cerca la mañana, sintió ungran ruido de pasos de gente; por la cual cosa, le-vantándose, se fue a un gran patio que tenía detrásla pequeña casita, y viendo en una de las partesmucho heno, se fue a esconder dentro para que, siaquella gente llegase aquí, no la encontraran tanpronto. Y apenas acababa de esconderse del todocuando aquéllos, que eran una gran brigada dehombres malvados, llegaron a la puerta de la casita;y haciendo abrir y entrando dentro, y encontrado eljaco de la joven todavía con la silla puesta, pregun-taron quién había allí.

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El buen hombre, no viendo a la joven, repu-so:

—No hay nadie más que nosotros, pero es-te rocín, de quien se haya escapado, llegó ayer porla tarde a nosotros y lo metimos en la casa para quelos lobos no lo comiesen.

—Pues —dijo el comandante de la compañ-ía— bueno será para nosotros, puesto que otrodueño no tiene.

Esparciéndose, pues, todos estos por la pe-queña casa, una parte se fue al patio, y dejando entierra sus lanzas y sus escudos de madera, sucedióque uno de ellos, no sabiendo qué hacer, arrojó sulanza en el heno y estuvo a punto de matar a laescondida joven, y ella a descubrirse porque la lan-za le dio junto a la teta izquierda, tanto que el hierrole desgarró los vestidos con lo que ella estuvo apunto de lanzar un gran grito temiendo haber sidoherida; pero acordándose de dónde estaba, re-cobrándose, se quedó callada.

La brigada, quién por aquí y quién por allá,habiéndoles cogido los cabritillos y la otra carne, ycomido y bebido, se fueron a lo suyo y se llevaron elrocín de la joven.

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Y estando ya bastante lejos, el buen hom-bre comenzó a preguntar a la mujer:

—¿Qué ha sido de la joven que ayer por lanoche llegó aquí, que no la he visto desde que noslevantamos?

La buena mujer respondió que no sabía, yestuvieron buscándola. La joven, sintiendo queaquéllos se habían ido, salió del heno; de lo que elbuen hombre, muy contento, puesto que vio que nohabía dado en manos de aquéllos, y haciéndose yade día, le dijo:

—Ahora que el día viene, si te place teacompañaremos hasta un castillo que está a cincomillas de aquí, y estarás en un lugar seguro; perotendrás que venir a pie, porque esa mala gente queahora se va de aquí, se ha llevado tu rocín.

La joven, sin preocuparse por ello, le rogóque al castillo la llevasen; por lo que poniéndose encamino, allí llegaron hacia mitad de tercia. Era elcastillo de uno de los Orsini que se llamaba Liello deCampodiflore, y por ventura estaba allí su mujer,que era señora buenísima y santa; y viendo a lajoven, prestamente la reconoció y la recibió con

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fiestas, y ordenadamente quiso saber cómo hubierallegado aquí. La joven le contó todo.

La señora, que conocía también a Pietro,así como amigo de su marido que era, dolorosaestuvo del caso sucedido; y oyendo dónde habíasido preso, pensó que habría sido muerto.

Dijo entonces a la joven.

—Puesto que es así que no sabes de Pie-tro, te quedarás aquí conmigo hasta que puedamandarte a Roma con seguridad.

Pietro, estando sobre la encina lo más tristeque puede estarse vio venir unos veinte lobos haciala hora del primer sueño, los cuales todos en cuantoel jaco vieron lo rodearon. Sintiéndolos el rocín,levantando la cabeza, rompió las riendas y quisodarse a la huida, pero estando rodeado y no pu-diendo, un gran rato con los dientes y con las patasse defendió; al final fue abatido y destrozado y rápi-damente destripado, y apacentándose todos, nodejando sino los huesos, lo devoraron y se fueron.Con lo que Pietro, a quien parecía tener en el jacouna compañía y un sostén de sus fatigas, mucho seacoquinó y se imaginó que nunca más podría salirde aquel bosque; y siendo ya cerca del día, murién-

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dose de frío sobre la encina, como quien siempremiraba alrededor, vio cerca lo que parecía ungrandísimo fuego; por lo que, al hacerse de díaclaro, bajando no sin miedo de la encina, se ende-rezó hacia allí y tanto anduvo que llegó a él, alrede-dor del cual encontró pastores que comían y sedivertían, por los que por compasión fue recogido. Yluego de que hubo comido bien y se calentó, conta-da su desventura y cómo había llegado solo allí, lespreguntó si en aquellos lugares había alguna villa ocastillo adonde pudiese ir.

Los pastores le dijeron que a unas tres mi-llas de allí estaba un castillo de Liello de Campodi-flore, en el cual al presente estaba su mujer; de loque Pietro contentísimo se puso y les rogó que al-guno de ellos le acompañase hasta el castillo, loque dos de ellos hicieron de buen grado. Llegado aél Pietro, y habiendo encontrado allí a un conocidosuyo, tratando de buscar el modo de que la jovenfuese buscada por el bosque, fue mandado llamarde parte de la señora; el cual, incontinenti, fue aella, y al ver con ella a Agnolella, nunca contentohubo igual que el suyo.

Se consumía todo por ir a abrazarla, peropor vergüenza que le causaba la señora lo dejaba; y

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si él estuvo muy contento, la alegría de la joven alverlo no fue menor. La noble señora, acogiéndolo yfestejándolo y oyéndole lo que sucedido le había, lereprendió mucho de lo que quería hacer contra elgusto de sus parientes; pero viendo que con todoestaba determinado a ello y que agradaba a la jo-ven, dijo:

—¿De qué me preocupo yo? Éstos seaman, éstos se conocen; cada uno de ellos esigualmente amigo de mi marido, y su deseo es hon-rado, y creo que agrade a Dios; puesto que uno dela horca ha escapado y el otro de la lanza, y ambosdos de las fieras salvajes, hágase así.

Y volviéndose a ellos les dijo:

—Si esto tenéis en el ánimo, querer ser mu-jer y marido, yo también; hágase, y que las bodasaquí se preparen a expensas de Liello: la paz, des-pués, entre vosotros y vuestros parientes bien sabréhacerla yo.

Contentísimo Pietro, y más Agnolella, secasaron allí, y como se puede hacer en la montaña,la noble señora preparó sus honradas bodas, y allílos primeros frutos de su amor dulcísimamente gus-taron. Luego, de allí a algunos días, la señora junto

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con ellos montando a caballo, y bien acompañados,volvieron a Roma, donde, encontrando muy airadosa los parientes de Pietro por lo que había hecho,con ellos los puso en paz; y él con mucho reposo yplacer con su Agnolella hasta su vejez vivió.

NOVELA CUARTA

Ricciardo Manardi es hallado por micer Liziode Valbona con su hija, con la cual se casa, y consu padre queda en paz.

Al callarse Elisa, las alabanzas que suscompañeras hacían de su historia escuchando,ordenó la reina a Filostrato que él hablase; el cual,riendo, comenzó:

He sido reprendido tantas veces por tantasde vosotras porque os impuse un asunto de narra-ciones crueles y que movían al llanto, que me pare-ce (para restañar algo aquella pena) estar obligadoa contar alguna cosa con la cual algo os haga reír; ypor ello, de un amor que no tuvo más pena quealgunos suspiros y un breve temor mezclado con

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vergüenza, y a buen fin llegado, con una historietamuy breve entiendo hablaros.

No ha pasado, valerosas señoras, muchotiempo desde que hubo en la Romaña un caballeromuy de bien y cortés que fue llamado micer Lizio deValbona, a quien por acaso, cerca de su vejez, lenació una hija de su mujer llamada doña Giacomina;la cual, más que las demás de la comarca al crecerse hizo hermosa y placentera; y porque era la únicaque les quedaba al padre y a la madre sumamentepor ellos era amada y tenida en estima y vigiladacon maravilloso cuidado, esperando concertarle ungran matrimonio. Ahora, frecuentaba mucho la casade micer Lizio y mucho se entretenía con él un jo-ven hermoso y lozano en su persona, que era de losManardi de Brettinoro, llamado Ricciardo, del cualno se guardaban micer Lizio y su mujer más que sihubiera sido su hijo; el cual, una vez y otra habiendovisto a la joven hermosísima y gallarda y de loablesmaneras y costumbres, y ya en edad de tomar ma-rido, de ella ardientemente se enamoró, y con grancuidado tenía oculto su amor. De lo cual, percibién-dose la joven, sin esquivar el golpe, semejantemen-te comenzó a amarle a él, de lo que Ricciardo estu-vo muy contento.

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Y habiendo muchas veces sentido deseosde decirle algunas palabras, y habiéndose calladopor temor, sin embargo una vez, buscando ocasióny valor, le dijo:

—Caterina, te ruego que no me hagas morirde amor.

La joven repuso de súbito:

—¡Quisiera Dios que me hicieses tú másmorir a mí!

Esta respuesta mucho placer y valor dio aRicciardo y le dijo:

—Por mí no quedará nada que te sea grato,pero a ti corresponde encontrar el modo de salvar tuvida y la mía.

La joven entonces dijo:

—Ricciardo, ves lo vigilada que estoy, y porello no puedo ver cómo puedes venir conmigo; perosi puedes tú ver algo que pueda hacer sin que medeshonre, dímelo, y yo lo haré.

Ricciardo, habiendo pensado muchas co-sas, súbitamente dijo:

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—Dulce Caterina mía, no puedo ver ningúncamino si no es que pudieras dormir o venir arriba ala galería que está junto al jardín de tu padre, don-de, si supiese yo que estabas, por la noche sin faltame las arreglaría para llegar, por muy alta que esté.

Y Caterina le respondió:

—Si te pide el corazón venir allí creo quebien podré hacer de manera que allí duerma.

Ricciardo dijo que sí, y dicho esto, una solavez se besaron a escondidas, y se separaron. Al díasiguiente, estando ya cerca el final de mayo, la jo-ven comenzó delante de la madre a quejarse deque la noche anterior, por el excesivo calor, no hab-ía podido dormir.

Dijo la madre:

—Hija, pero ¿qué calor fue ése? No hizo ca-lor ninguno.

Y Caterina le dijo:

—Madre mía, deberíais decir «a mi pare-cer» y tal vez diríais bien; pero deberíais pensar enlo mucho más calurosas que son las muchachasque las mujeres mayores.

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La señora dijo entonces:

—Hija, es verdad, pero yo no puedo hacercalor y frío a mi gusto, como tú parece que querrías;el tiempo hay que sufrirlo como lo dan las estacio-nes; tal vez esta noche hará más fresco y dormirásmejor.

—Quiera Dios —dijo Caterina—, pero nosuele ser costumbre, yendo hacia el verano, que lasnoches vayan refrescándose.

—Pues —dijo la señora—, ¿qué vamos ahacerle?

Repuso Caterina:

—Si a mi padre y a vos os placiera, yomandaría hacer una camita en la galería que estájunto a su alcoba y sobre su jardín, y dormiría allíoyendo cantar el ruiseñor; y teniendo un sitio másfresco, mucho mejor estaría que en vuestra alcoba.

La madre entonces dijo:

—Hija, cálmate; se lo diré a tu padre, y si éllo quiere así lo haremos. Las cuales cosas oyendomicer Lizio a su mujer, porque era viejo y quizá porello un tanto malhumorado, dijo:

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—¿Qué ruiseñor es ése con el que quieredormirse? También voy a hacerla dormir con el can-to de las cigarras.

Lo que sabiendo Caterina, más por enfadoque por calor, no solamente la noche siguiente nodurmió sino que no dejó dormir a su madre, siemprequejándose del mucho calor, lo que habiendo vistola madre fue por la mañana a micer Lizio y le dijo:

—Micer, vos no queréis mucho a esta joven;¿qué os hace durmiendo en esa galería? En toda lanoche no ha cerrado el ojo por el calor; y además,¿os asombráis porque le guste el canto del ruiseñorsiendo como es una criatura? A los jóvenes les gus-tan las cosas semejantes a ellos.

Micer Lizio, al oír esto, dijo:

—Vaya, ¡que le hagan una cama comopueda caber allí y haz que la rodeen con sarga, yque duerma allí y que oiga cantar el ruiseñor hastahartarse!

La joven, enterada de esto, prontamentehizo preparar allí una cama; y debiendo dormir allí lanoche siguiente, esperó hasta que vio a Ricciardo yle hizo una señal convenida entre ellos, por la queentendió lo que tenía que hacer.

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Micer Lizio, sintiendo que la joven se habíaacostado, cerrando una puerta que de su alcobadaba a la galería, del mismo modo se fue a dormir.Ricciardo, cuando por todas partes sintió las cosastranquilas, con la ayuda de una escala subió al mu-ro, y luego desde aquel muro, agarrándose a unossaledizos de otro muro, con gran trabajo (y peligro sise hubiese caído), llegó a la galería, donde calla-damente con grandísimo gozo fue recibido por lajoven; y luego de muchos besos se acostaron juntosy durante toda la noche tomaron uno del otro deleitey placer, haciendo muchas veces cantar al ruiseñor.Y siendo las noches cortas y el placer grande, y yacercano el día (lo que no pensaban), caldeadostanto por el tiempo como por el jugueteo, sin tenernada encima se quedaron dormidos, teniendo Cate-rina con el brazo derecho abrazado a Ricciardo bajoel cuello y cogiéndole con la mano izquierda por esacosa que vosotras mucho os avergonzáis de nom-brar cuando estáis entre hombres. Y durmiendo detal manera sin despertarse, llegó el día y se levantómicer Lizio; y acordándose de que su hija dormía enla galería, abriendo la puerta silenciosamente, dijo:

—Voy a ver cómo el ruiseñor ha hechodormir esta noche a Caterina.

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Y saliendo afuera calladamente, levantó lasarga con que estaba oculta la cama, y a Ricciardoy a ella se encontró desnudos y destapados quedormían en la guisa arriba descrita; y habiendo bienconocido a Ricciardo, en silencio se fue de allí y sefue a la alcoba de su mujer y la llamó diciendo:

—Anda, mujer, pronto, levántate y ven a verque tu hija estaba tan deseosa del ruiseñor quetanto lo ha acechado que lo ha cogido y lo tiene enla mano.

Dijo la señora:

—¿Cómo puede ser eso?

Dijo micer Lizio:

—Lo verás si vienes enseguida.

La señora, apresurándose a vestirse, en si-lencio siguió a micer Lizio, y llegando los dos juntosa la cama y levantada la sarga claramente pudo verdoña Giacomina cómo su hija había cogido y teníael ruiseñor que tanto deseaba oír cantar. Por lo quela señora sintiéndose gravemente engañada porRicciardo quiso dar gritos y decirle grandes injurias,pero micer Francisco le dijo:

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—Mujer, guárdate, si estimas mi amor, dedecir palabra porque en verdad, ya que lo ha cogi-do, será suyo. Ricciardo es un joven noble y rico; nopuede darnos sino buen linaje; si quiere separarsede mí con buenos modos tendrá que casarse prime-ro con ella, así se encontrará con que ha metido elruiseñor en su jaula y no en la ajena.

Por lo que la señora, consolada, viendo quesu marido no estaba irritado por este asunto, y con-siderando que su hija había pasado una buena no-che y había descansado bien y había cogido el rui-señor, se calló. Y pocas palabras dijeron despuésde éstas, hasta que Ricciardo se despertó; y viendoque era día claro se tuvo por muerto, y llamó a Ca-terina diciendo:

—¡Ay de mí, alma mía! ¿Qué haremos queha venido el día y me ha cogido aquí?

A cuyas palabras micer Lizio, llegando dedentro y levantando la sarga contestó:

—Haremos lo que podamos.

Cuando Ricciardo lo vio, le pareció que learrancaban el corazón del pecho; e incorporándoseen la cama dijo:

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—Señor mío, os pido merced por Dios, séque como hombre desleal y malvado he merecido lamuerte, y por ello haced de mí lo que os plazca,pero os ruego, si puede ser, que tengáis piedad demi vida y no me matéis.

Micer Lizio le dijo:

—Ricciardo, esto no lo ha merecido el amorque te tenía y la confianza que ponía en ti; peropuesto que es así, y que a tan gran falta te ha lleva-do la juventud, para salvarte de la muerte y a mí dela deshonra, antes de moverte toma a Caterina portu legítima esposa, para que, así como esta nocheha sido tuya, lo sea mientras viva; y de esta guisapuedes mi perdón y su salvación lograr, y si noquieres hacer eso encomienda a Dios tu alma.

Mientras estas palabras se decían, Caterinasoltó el ruiseñor y, despertándose, comenzó a lloraramargamente y a rogar a su padre que perdonase aRicciardo; y por otra parte rogaba a Ricciardo quehiciese lo que micer Lizio quería, para que con tran-quilidad y mucho tiempo pudiesen pasar juntos talesnoches. Pero no hubo necesidad de muchos ruegosporque, por una parte, la vergüenza de la falta co-metida y el deseo de enmendarla y, por otra, elmiedo a morir y el deseo de salvarse, y además de

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esto el ardiente amor y el apetito de poseer la cosaamada, de buena gana y sin tardanza le hicierondecir que estaba dispuesto a hacer lo que le placíaa micer Lizio; por lo que pidiendo micer Lizio a laseñora Giacomina uno de sus anillos, allí, sin mo-verse, en su presencia, Ricciardo tomó por mujer aCaterina.

La cual cosa hecha, micer Lizio y su mujer,yéndose, dijeron:

—Descansad ahora, que tal vez lo necesit-áis más que levantaros.

Y habiendo partido ellos, los jóvenes seabrazaron el uno al otro, y no habiendo andado másque seis millas por la noche anduvieron otras dosantes de levantarse, y terminaron su primera jorna-da. Levantándose luego, y teniendo ya Ricciardouna ordenada conversación con micer Lizio, pocosdías después, como convenía, en presencia de susamigos y de los parientes, de nuevo desposó a lajoven y con gran fiesta se la llevó a su casa y ce-lebró honradas y hermosas bodas, y luego con éllargamente en paz y tranquilidad, muchas veces ycuanto quiso dio caza a los ruiseñores de día y denoche.

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NOVELA QUINTA

Guidotto de Cremona deja a Giacomino dePavia una niña y se muere; a la cual Giannole deSeverino y Minghino de Mingole aman en Faenza;llegan a las manos; se descubre que la muchachaes hermana de Giannole y se entrega por esposa aMinghino.

Habían reído tanto todas las mujeres, escu-chando la historia del ruiseñor, que todavía, aunqueFilostrato hubiera terminado de novelar, no podíandejar de reírse.

Pero al cabo, luego de que un rato se hubie-ron reído, dijo la reina:

—Ciertamente, aunque nos afligiste ayer,nos has divertido hoy tanto, que ninguna debe que-jarse de ti con razón.

Y habiendo remitido la palabra a Neifile, leordenó que novelase; la cual alegremente, así co-menzó a hablar:

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Puesto que Filostrato ha entrado, hablando,en la Romaña, a mí me agradará también andaralgún tanto por ella paseándome con mi novelar.

Digo, pues, que vivieron antiguamente en laciudad de Fano dos lombardos de los cuales unofue llamado Guidotto de Cremona y el otro Giaco-mino de Pavia, hombres ya de edad y que habíanpasado su juventud casi toda en hechos de armas ycomo soldados; donde, llegándole la hora de lamuerte a Guidotto, y no teniendo ningún hijo ni otroamigo o pariente en quien confiar más de lo quehacía en Giacomino, una hija suya de unos diezaños y lo que en el mundo tenía, hablándole muchode sus asuntos, le dejó, y se murió.

Sucedió en estos tiempos que la ciudad deFaenza, que largamente había estado en guerra yen desventura, a un estado mejor volvió, y fue, acualquiera que quisiese volver, libremente concedi-do que pudiese volver; por la cual cosa, Giacomino,que otras veces había vivido allí, y placídole la es-tancia, allí se volvió con todas sus cosas, y con élse llevó a la muchacha que le había dejado Guidot-to, a quien como a hija propia amaba y trataba. Lacual, creciendo, se hizo hermosísima joven tantocomo cualquiera otra que hubiese en la ciudad; y

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tanto como era hermosa era cortés y honrada, porla cual cosa empezaron a cortejarla algunos, perosobre todo dos jóvenes muy gallardos e igualmentede pro le cogieron grandísimo amor, en tanto quepor celos empezaron a tenerse un odio desmesura-do: y se llamaba el uno Giannole de Severino y elotro Minghino de Mingole.

Y ninguno de ellos, teniendo ella quinceaños, hubiese dejado de tomarla por mujer si susparientes lo hubieran sufrido; por lo que, viendo queen la manera honesta se la prohibían, cada uno sededicó a conquistarla de la manera que mejor pu-diese. Tenía Giacomino en casa una criada de edady un criado que tenía por nombre Crivello, personadivertida y muy amistosa a la cual Giannole, familia-rizándose mucho, cuando le pareció oportuno ledescubrió su amor, rogándole que le fuese favora-ble para poder obtener su deseo, y grandes cosas silo hacía prometiéndole.

A quien Crivello dijo:

—Mira, en esto no podré hacer otra cosapor ti sino que cuando Giacomino se vaya a algunaparte a cenar, meterte donde ella estuviera, porquesi le quisiera decir algo por ti no se quedaría nuncaescuchándome. Esto, si te place, te lo prometo, y lo

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haré; haz luego, si sabes, lo que creas que estébien.

Giannole le dijo que no quería más, y que-daron de acuerdo en esto. Minghino, por otra parte,había conquistado a la criada y conseguido tantocon ella que muchas veces le había llevado susembajadas a la muchacha y casi con su amor lahabía inflamado; y además de esto, le había prome-tido reunirlo con ella si sucediese que Giacominopor alguna razón se fuese de casa por la noche.

Sucediendo, pues, no mucho después deestas palabras que, por obra de Crivello, Giacominose fue a cenar con un amigo suyo, haciéndolo sabera Giannole, acordó con él que, cuando hiciese ciertaseñal, viniera, y encontraría la puerta abierta.

La criada, por otra parte, no sabiendo nadade esto, avisó a Minghino de que Giacomino nocenaba allí, y le dijo que estuviera cerca de la casa,de manera que cuando viese una señal que le haríaella, viniera y entrase dentro.

Llegada la noche, no sabiendo los dosamantes nada el uno del otro, sospechando cadauno del otro, con algunos compañeros armados sefue a entrar en posesión de ésta; Minghino, con los

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suyos, a esperar la señal se instaló en casa de unamigo suyo vecino de la joven; Giannole, con lossuyos se quedó un poco alejado de la casa. Crivelloy la criada, no estando allí Giacomino, se ingenia-ban en quitarse de en medio el uno al otro.

Crivello decía a la criada:

—¿Cómo no te vas a dormir? ¿Qué hacesdando vueltas por la casa?

Y la criada le decía:

—Pero ¿tú por qué no te vas con el señor?¿Qué estás esperando aquí si ya has cenado?

Y así, el uno no podía hacer mover al otro.

Pero Crivello, viendo que había llegado elmomento concertado con Giannole, se dijo:

«¿Qué me importa ésta? Si no se calla,tendrá lo que se merece».

Y hecha la señal convenida, se fue a abrir lapuerta; y Giannole, venido prontamente con dos desus compañeros, entró, y encontrando a la joven enla sala, la cogieron para llevársela. La joven empezóa resistir y a gritar fuertemente, y la criada del mis-mo modo; lo que sintiendo Minghino, prestamente

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con sus compañeros allá corrió y, viendo que yasacaban a la joven por la puerta, sacando las espa-das, gritaron todos:

—¡Alto, traidores, muertos sois! No ossaldréis con la vuestra; ¿qué violencia es ésta?

Y dicho esto, comenzaron a herirles y, porotra parte, la vecindad, saliendo fuera al alborotocon luces y con armas, comenzaron a condenaraquello y a ayudar a Minghino; por lo que, luego delarga pelea, Minghino le quitó la joven a Giannole yla volvió a llevar a casa de Giacomino; y no se hab-ía terminado la reyerta cuando los soldados delcapitán de la ciudad llegaron allí y cogieron a mu-chos de aquéllos, y entre otros fueron presos Ming-hino y Giannole y Crivello, y llevados a prisión.

Pero tranquilizada luego la cosa y habiendovuelto Giacomino, y muy sañudo con este incidente,examinando cómo había sido, y encontrando que ennada tenía culpa la joven, se tranquilizó un tanto,proponiéndose, para que mas casos semejantes nosucedieran, casarla lo antes que pudiera.

Llegada la mañana, los parientes de unaparte y de la otra, habiendo la verdad del caso oíday conociendo el mal que a los jóvenes apresados

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podía sobrevenirles si Giacomino quería poner enobra lo que razonablemente habría podido, se fue-ron a él y con suaves palabras le rogaron que a laofensa recibida del poco juicio de los jóvenes nomirase tanto cuanto al amor y a la benevolencia quecreían que les tenía a aquellos que le rogaban,ofreciéndose luego ellos mismos y los jóvenes quehabían causado el mal a poner en obra toda repara-ción que él exigiese.

Giacomino, que durante su vida habría vistomuchas cosas y era de buenos sentimientos, repu-so brevemente:

—Señores, si como estoy en la vuestra es-tuviese en mi ciudad, me tengo tanto por vuestroamigo que ni en esto ni en otra cosa haría sino loque os pluguiese; y además de esto, más deboplegarme a vuestra voluntad en cuanto vosotros oshabéis ofendido a vosotros mismos, porque estajoven no es de Cremona ni de Pavia, como tal vezmuchos juzgan, sino faentina, si bien ni yo ni ella niaquel de quien yo la obtuve supimos nunca dequién fuese hija; por lo cual de lo que me rogáis,haré tanto como esté en mi poder.

Los valerosos hombres, oyendo que era deFaenza se maravillaron; y dándole las gracias a

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Giacomino por su generosa respuesta le rogaronque le pluguiera decirles cómo había llegado ella asus manos y cómo sabía que fuese faentina; a losque Giacomino dijo:

—Guidotto de Cremona fue mi compañero yamigo, y llegada la hora de su muerte me dijo quecuando esta ciudad fue tomada por Federico elemperador estando pillando todo, entró él con suscompañeros en una casa y la encontró llena decosas y abandonada por sus habitantes, salvo poresta niña, quien, de edad de dos años o menos, a élque subía las escaleras le llamó padre; por la cualcosa, sintiendo lástima de ella, junto con todas lascosas de la casa se la llevó consigo y se fue a Fanoy, muriendo allí, con lo que tenía allí me la dejó,ordenándome que cuando fuera tiempo la casara ylo que había sido suyo le diese por dote. Y llegandoa edad de tener marido, no he podido darla a nadieque me guste; pero lo haré de buena gana antes deque otro caso semejante a aquel de ayer noche mesuceda.

Había allí, entre los otros, un Guigliemino deMedicina que con Guidotto había estado en aquelasunto, y muy bien sabía de quién era la casa que

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Guidotto había robado; y viéndolo allí entre losotros, se le acercó y le dijo:

—Bernabuccio, ¿oyes lo que dice Giacomi-no?

Dijo Bernabuccio:

—Sí, y ha poco pensaba en ello porque meacuerdo que en aquella turbamulta perdí una hijitade la edad que Giacomino dice.

A quien Guigliemino dijo:

—Con certeza aquélla es ésta porque yohace tiempo estuve en una parte donde oí a Guidot-to explicar dónde había el pillaje, y supe que habíasido tu casa; por ello, acuérdate si por alguna señalcreerías reconocerla y hazla buscar, que encon-trarás que con certeza es tu hija.

Por lo que, pensando Bernabuccio, seacordó que debía tener una cicatriz a guisa de cru-cecita sobre la oreja izquierda, por un nacido que lehabía hecho quitar poco antes de aquel accidente,por lo que, sin dilación, acercándose a Giacominoque todavía estaba allí, le rogó que lo llevara a sucasa y le dejase ver a esta joven.

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Giacomino le llevó allí de buen grado y lahizo venir ante él; la cual, al verla Bernabuccio, lacara misma de su madre, que todavía era una her-mosa mujer, le pareció ver; pero sin embargo, noquedándose en esto, dijo a Giacomino que le pedíala gracia de poder levantarle un poco los cabellossobre la oreja izquierda, de lo que Giacomino estu-vo contento. Bernabuccio, acercándose a ella, quevergonzosamente estaba quieta, levantados con lamano derecha los cabellos, la cruz vio; por donde,verdaderamente conociendo que era su hija, tier-namente comenzó a llorar y a abrazarla, aunqueella se escabullese, y vuelto a Giacomino dijo:

—Hermano mío, ésta es mi hija; mi casa fuela que fue pillada por Guidotto, y ésta, en aquelfrenesí súbito, fue dentro olvidada por mi mujer y sumadre, y hasta ahora habíamos creído que en lacasa, que aquel mismo día ardió, había ardido.

La joven, oyendo esto y viéndolo hombre deedad, y dando fe a sus palabras y, por oculta virtudmovida, recibiendo sus abrazos, con él tiernamentecomenzó a llorar. Bernabuccio en el mismo momen-to mandó a por su madre y a por otros parientessuyos y a por sus hermanos, y mostrándola a todosy contándoles el hecho, después de mil abrazos,

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haciendo una gran fiesta, estando Giacomino muycontento, consigo a su casa la llevó.

Sabido aquello el capitán de la ciudad, queera hombre valeroso, y sabiendo que Giannole, aquien tenía preso, hijo era de Bernabuccio y herma-no carnal de aquélla, pensó pasar por alto mansa-mente la falta cometida por aquél; e interviniendo enestas cosas, con Bernabuccio y con Giacomino, aGiannole y a Minghino hizo hacer las paces, y aMinghino, con gran placer de todos sus parientes,dio por mujer a la joven, cuyo nombre era Agnesa, yjunto con ellos liberó a Crivello y a los otros quedetenidos habían sido por esta razón; y Minghinoluego hizo contentísimo buenas y grandes bodas, Yllevándosela a casa, con ella en paz y en prosperi-dad después vivió muchos años.

NOVELA SEXTA

Gian de Prócida, hallado con una jovenamada por él y regalada al rey Federico, para serquemado con ella es atado a un palo, reconocidopor Ruggier de Loria, se salva y la toma por mujer.

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Terminada la historia de Neifile, que muchohabía gustado a las damas, mandó la reina aPampínea que se dispusiese a contar alguna; lacual, prestamente, levantando el claro rostro, co-menzó:

Grandísimas fuerzas, amables señoras, sonlas de Amor, y a grandes fatigas y a exorbitantespeligros exponen a los amantes, como por muchascosas contadas hoy y otras veces, puede compren-derse; pero no dejo de querer probarlo de nuevocon la osadía de un joven enamorado.

Ischia es una isla muy cercana a Nápoles,en la que antiguamente hubo una jovencita entre lasotras hermosa y muy alegre cuyo nombre fue Resti-tuta, e hija de un hombre noble de la isla que MarínBólgaro tenía por nombre; la cual, a un mozuelo quede una islita cercana a Ischia era, llamada Prócida,y por nombre tenía Gianni, amaba más que a suvida, y ella a él. El cual, no ya el día venía a pasar aIschia para verla, sino que muchas veces de noche,no habiendo encontrado barca, desde Prócida aIschia nadando había ido, para poder ver, si otracosa no podía, al menos las paredes de su casa.

Y durante estos amores tan ardientes suce-dió que, estando la joven un día de verano sola

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junto al mar, yendo de roca en roca desprendiendode las piedras conchas marinas con un cuchillito, sehalló en un lugar oculto por los escollos donde, tan-to por la sombra como por la comodidad de unafuente de agua fresquísima que allí había, se hab-ían detenido con su fragata algunos jóvenes sicilia-nos, que de Nápoles venían. Los cuales, habiendovisto a la hermosísima joven que todavía no losveía, y viéndola sola, decidieron entre sí cogerla yllevársela; y a la decisión siguió el acto. Ellos, pormucho que ella gritara, cogiéndola, la subieron a labarca y se fueron; y llegados a Calabria empezarona discutir de quién debía ser la joven y, en resumen,todos la querían, por lo que no hallando acuerdoentre ellos, temiendo llegar a las manos y por ellaarruinar sus asuntos, llegaron al acuerdo de regalar-la al rey Federico de Sicilia, que entonces era joveny con cosas semejantes se entretenía; y llegados aPalermo lo hicieron así.

El rey, viéndola hermosa, le gustó; peroporque se sentía flojo de salud, hasta que se sintie-se más fuerte, mandó que fuese tenida en ciertosedificios bellísimos de un jardín suyo al que llamabaLa Cuba y allí servida; y así se hizo. El alboroto porel rapto de la joven fue grande en Ischia, y lo quemás les dolía es que no podían saber quiénes hab-

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ían sido los que la habían raptado. Pero Gianni, aquien más que a los demás importaba, no esperan-do poder averiguarlo en Ischia, sabiendo de quélado se había ido la fragata, haciendo armar una,subió a ella y lo más pronto que pudo, recorridatoda la costa desde el Minerva hasta el Scalea enCalabria, y por todas partes preguntando por lajoven, le dijeron en Scalea que había sido llevadapor los marinos sicilianos a Palermo; con lo queGianni, lo antes que pudo se hizo llevar allí, y luegode mucho buscar, encontrando que la joven habíasido regalada al rey y por él estaba vigilada en LaCuba, se enfureció mucho y perdió la esperanza, noya de poder nunca volver a tenerla sino de verla tansólo.

Pero, retenido por el amor, despidiendo lafragata, viendo que por nadie era conocido, allí sequedó, y frecuentemente pasando por La Cuballegó a verla un día a una ventana, y ella lo vio a él;con lo que los dos bastante contento tuvieron. Yviendo Gianni que el lugar era solitario, acercándo-se como pudo, le habló e, informado por ella de loque tenía que hacer si quería hablarle más de cer-ca, se fue, habiendo primero considerado en todossus detalles la disposición del lugar, y esperando lanoche, y dejando pasar buena parte de ella, allá se

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volvió, y agarrándose a sitios donde no habríanpodido hincarse picos en el jardín entró, y encon-trando en él una pértiga, a la ventana que le habíaenseñado la joven la apoyó, y por ella con bastantefacilidad subió.

La joven, pareciéndole que ya había perdidoel honor por cuya protección algo arisca había sidocon él en el pasado, pensando que a ninguna otrapersona más dignamente que a él podía entregarsey pensando en poder inducirlo a sacarla de allí,había decidido complacerle en todos sus deseos, ypor ello había dejado la ventana abierta, para que élrápidamente pudiese entrar dentro. Encontrándola,pues, Gianni abierta, silenciosamente entró y seacostó junto a la joven que no dormía. La cual, an-tes de pasar a otra cosa, le manifestó toda su inten-ción, rogándole sumamente que la sacase de allí yla llevase con él; y Gianni le dijo que nada le agra-daría tanto como aquello y que, sin falta, cuando seseparase de ella, de tal manera ordenaría las cosasque la primera vez que volviese allí se la llevaría. Ydespués de esto, abrazándose con grandísimo pla-cer, gozaron de aquel deleite más allá del cual nin-guno mayor puede conceder Amor; y luego de quelo hubieron reiterado muchas veces, sin darse cuen-ta se quedaron dormidos uno en los brazos del otro.

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El rey, a quien ella había gustado mucho aprimera vista, acordándose de ella, sintiéndose biende salud, aunque estaba ya cercano el día, deliberóir a estar un rato con ella; y con algunos de susservidores, calladamente, se fue a La Cuba, y en-trando en los edificios, haciendo abrir sin ruido laalcoba donde sabía que dormía la joven, en ella conun gran candelabro encendido por delante entró; ymirando la cama, a ella y a Gianni, desnudos yabrazados, vio que estaban durmiendo. De lo quede súbito se enojó ferozmente y montó en tan gran-de ira, sin decir palabra, que poco faltó para que allí,con un puñal que llevaba al cinto, los matase; luego,juzgando cosa vilísima que cualquier hombre, y noya un rey, matase a dos personas desnudas quedormían, se detuvo, y pensó hacerlos morir enpúblico y quemados.

Y volviéndose al solo compañero que teníaconsigo, dijo:

—¿Qué te parece esta mala mujer en quienhabía puesto mi esperanza?

Y luego le preguntó si conocía al joven quetanta audacia había tenido que había venido a sucasa a causarle tan gran ultraje y disgusto. Aquel aquien preguntado había contestó que no se acorda-

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ba de haberlo visto nunca. Se fue el rey, pues, aira-do, de la alcoba y mandó que los dos amantes,desnudos como estaban, fuesen apresados y ata-dos, y al hacerse día claro los llevasen a Palermo yen la plaza, atados a un poste con la espalda deuno vuelta contra la del otro y hasta la hora de terciafueran tenidos, para que pudiesen ser vistos portodos y luego fuesen quemados como lo habíanmerecido; y dicho esto se volvió a Palermo a sucámara muy sañudo.

Partido el rey, súbitamente muchos se arro-jaron sobre los dos amantes y no solamente losdespertaron sino que prestamente sin ninguna pie-dad los cogieron y los ataron; lo que viendo los dosjóvenes, si se dolieron y temieron por sus vidas ylloraron y se quejaron, puede estar bastante claro.Fueron, según el mandato del rey, llevados a Pa-lermo y atados a un palo en la plaza, y delante desus ojos se preparó la leña y el fuego para prender-la a la hora mandada por el rey. Allí rápidamentetodos los palermitanos, hombres y mujeres, corrie-ron a ver a los dos amantes; los hombres todosvenían a mirar a la joven, y lo hermosa que era portodas partes y lo bien hecha alababan, como lasmujeres, que a mirar al joven corrían, a él por otraparte elogiaban por ser hermoso y sumamente bien

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formado. Pero los desventurados amantes, aver-gonzándose mucho ambos, estaban con la cabezabaja y llorando su infortunio, de hora en hora, espe-rando la cruel muerte por el fuego.

Y mientras así hasta la hora fijada eran te-nidos, pregonándose por todas partes la falta come-tida por ellos y llegando a los oídos de Ruggier deLoria, hombre de inestimable valor y entonces almi-rante del rey, para verlos se fue hacia el lugar don-de estaban atados y llegado allí, primero miró a lajoven y la alabó de su hermosura, y después vinien-do a mirar al joven, sin demasiado trabajo lo reco-noció; y acercándose más a él, le preguntó si eraGianni de Prócida.

Gianni, alzando el rostro y reconociendo alalmirante, repuso:

—Señor mío, bien fui aquel por quien pre-guntáis, pero estoy a punto de dejar de serlo.

Le preguntó entonces el almirante que quéle había llevado a aquello; al cual Gianni repuso:

—Amor y la ira del rey.

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Hízose el almirante explicar más la historia,y habiendo oído todo cómo había sucedido, y que-riendo irse, lo llamó Gianni y le dijo:

—¡Ah, señor mío! Si puede ser, alcanzadmeuna gracia de quien así me hace estar.

Ruggeri le pregunto que cuál.

Gianni le dijo:

—Veo que debo, y muy pronto, morir; quie-ro, pues, de gracia, que, como estoy con esta joven,a quien más que a mi vida he amado, y ella a mí,dándole la espalda, y ella a mí, que nos pongandándonos la cara, para que al verla la cara mientrasme esté muriendo pueda irme consolado.

Ruggier, sonriendo, dijo:

—Haré con gusto que la veas todavía tantoque te hartes de ella.

Y separándose de él, mandó a aquellos aquienes había sido ordenado poner aquello en eje-cución que sin otro mandato del rey no debíanhacer más de lo que habían hecho; y sin demora sefue al rey, al cual, aunque le viese airado, no dejóde decirle lo que pensaba, y le dijo:

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—Rey, ¿en qué te han ofendido los dosjóvenes que allí arriba, en la plaza, has mandadoque sean quemados?

El rey se lo dijo.

Continuó Ruggier:

—La falta que han cometido lo merece, perono de ti; y como las faltas merecen castigo, así losbeneficios merecen recompensa, además de lagracia y la misericordia. ¿Sabes quiénes son esos aquienes quieres que quemen?

El rey repuso que no.

Dijo entonces Ruggier:

—Y yo quiero que lo sepas para que veascuán discretamente te abandonas a los impulsos dela ira. El joven es hijo de Landolfo de Prócida, her-mano carnal de micer Gian de Prócida por obra dequien eres rey y señor de esta isla; la joven es hijade Marín Bólgaro, cuyo poder hace hoy que tu se-ñorío no sea arrojado de Sicilia. Son, además deesto, jóvenes que largamente se han amado y em-pujados por el amor y no por el deseo de desafiar tuseñoría, este pecado, si se puede llamar pecado alque por amor hacen los jóvenes, han cometido. Por

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lo que ¿cómo quieres hacerlos morir cuando congrandísimos placeres y presentes deberías honrar-los?

El rey, oyendo esto y cerciorándose de queRuggier decía verdad, no solamente no procedió ahacer lo peor contra ellos sino que se arrepintió delo que había hecho, por lo que incontinenti mandóque los dos jóvenes fuesen desatados de la estacay llevados ante él; y así se hizo.

Y habiendo conocido enteramente su condi-ción pensó que con honores y con dones tenía quecompensar la injuria; y haciéndolos vestir honora-blemente, viendo que era de mutuo consentimiento,a Gianni hizo casarse con la jovencita, y haciéndo-les magníficos presentes, contentos los mandó a sucasa, donde, recibidos con grandísima fiesta, lar-gamente en placer y en gozo vivieron juntos.

NOVELA SÉPTIMA

Teodoro, enamorado de Violante, hija demicer Amffigo su señor, la deja preñada y es con-denado a la horca, siendo llevado a la cual, mien-tras le iban azotando, reconocido por su padre ypuesto en libertad, toma por mujer a Violante.

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Las señoras, que temerosas estaban pen-dientes de oír si los dos amantes eran quemados,oyendo que se habían salvado, se alegraron dandogracias a Dios; y la reina, oído el final, a Laureta dioel encargo de la siguiente: la cual alegremente co-menzó a decir:

Hermosísimas damas, en tiempos en que elbuen rey Guiglielmo gobernaba Sicilia había en laisla un gentilhombre llamado micer Amérigo Abatede Trápani, el cual, entre los demás bienes tempo-rales, estaba bien provisto de hijos; por lo que, te-niendo necesidad de servidores y viniendo galerasde los corsarios genoveses de Levante que pirate-ando y costeando Armenia a muchos muchachoshabían apresado, de ellos, creyéndolos turcos,compró algunos, entre los cuales, aunque todos losdemás pareciesen pastores, había uno que de gentily mejor aspecto que ningún otro parecía, y era lla-mado Teodoro. El cual, creciendo, aunque fuesetratado a guisa de siervo, en la casa mucho con loshijos de micer Amérigo se crió; y tirando más sunaturaleza que los accidentes, comenzó a sercortés y de buenos modales, hasta tal punto quetanto gustaba a micer Amérigo que lo hizo libre; y

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creyendo que fuese turco, lo hizo bautizar y llamarPietro, y lo hizo de sus asuntos administrador, con-fiando mucho en él.

Como los otros hijos de micer Amérigo,igual creció una hija suya llamada Violante, hermo-sa y delicada joven, la cual, pasando el tiempo elpadre sin casarla, se enamoró por acaso de Pietro,y amándolo y teniendo en gran estima sus manerasy sus obras, sentía vergüenza, sin embargo, endescubrírselo. Pero Amor le quitó este trabajo por-que, habiéndola Pietro mirado muchas veces caute-losamente, tanto se había enamorado de ella queno sentía ningún bien sino cuando la veía; peromucho temía que de esto alguien se percatase,pareciéndole que no hacía bien con ello; de lo quela joven, que de buena gana lo miraba, se apercibió,y para darle más seguridad, contentísima (comoestaba) se le mostraba.

Y en esto pasaron bastante, no atreviéndo-se a decir el uno al otro cosa alguna, aunque mucholos dos lo deseaban. Pero mientras ellos por igualardían en las amorosas llamas encendidos, la fortu-na, como si hubiese decidido que quería que aque-llo sucediese, encontró el modo de arrojar de ellosel temeroso miedo que los retenía. Tenía micer

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Amérigo, aproximadamente a una milla de Trápani,un lugar suyo muy hermoso al que su mujer con lahija y con otras mujeres y señoras acostumbraba air frecuentemente para distraerse; donde, habiendoido un día que hacía mucho calor, y habiendo lleva-do consigo a Pietro y quedándose allí, sucedió (co-mo a veces vemos suceder en el verano) que súbi-tamente se cubrió el cielo con oscuras nubes, por lacual cosa, la señora con su compañía, para que elmal tiempo no las cogiese aquí, se pusieron en ca-mino para volver a Trápani; y andaban lo más de-prisa que podían.

Pero Pietro, que era joven y del mismo mo-do la muchacha, se adelantaban bastante al andarde su madre y de las otras compañeras, tal vez nomenos empujados por el amor que por el miedo altiempo; y habiendo ya avanzado tanto, con relacióna la señora y a las otras, que apenas se veían, su-cedió que luego de muchos truenos súbitamente ungranizo gruesísimo y espeso comenzó a caer, delque la señora y su compañía escaparon en casa deun labrador. Pietro y la joven, no teniendo más rápi-do refugio, entraron en una iglesia antigua y casi enruinas en la que no había nadie, y en ella, bajo unpoco de techo que todavía quedaba, se refugiaronambos; y les obligó la necesidad del escaso amparo

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a arrimarse el uno al otro. El cual tocamiento fueocasión de tranquilizar un poco los ánimos y abrirlos amorosos deseos.

Y primero comenzó Pietro a decir:

—¡Quisiera Dios que nunca, debiendo yoestar como estoy, cesase este granizo!

Y la joven dijo:

—¡Mucho me gustaría!

Y de estas palabras vinieron a cogerse lasmanos y a apretujarse, y de esto a abrazarse y lue-go a besarse, mientras granizaba; y (para no teneryo que contar todos los particulares) el tiempo no searregló antes de que ellos, los últimos deleites deamor ya conocidos, para poder secretamente el unogozar del otro hubiesen hecho acuerdos.

El mal tiempo cesó, y al entrar en la ciudad,que estaba cerca, esperando a la señora, con ella acasa volvieron. Allí algunas veces, con muy discretoorden y secreto, con gran felicidad juntos se reunie-ron; y fue la cosa de manera que la joven quedóembarazada, lo que mucho desagradó al uno y alotro, por lo que ella muchas artes usó para poder

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contra el curso de la naturaleza desembarazarse,pero nunca pudo lograrlo.

Por la cual cosa, Pietro, por su vida temien-do, decidido a huir, se lo dijo; la cual, oyéndolo dijo:

—Si te vas, me mataré sin falta.

A lo que Pietro, que mucho la amaba, dijo:

—¿Cómo quieres, señora mía, que mequede aquí? Tu gravidez descubrirá nuestra culpa,a ti te será perdonada fácilmente, pero yo, mísero,seré quien de tu culpa y la mía tendrá que sufrir lapena.

A quien la joven dijo:

—Pietro, mi pecado bien se sabrá, peroestá seguro de que el tuyo, si no lo dices, no sesabrá nunca.

Pietro entonces dijo:

—Puesto que me lo prometes así, me que-daré; pero piensa en cumplirlo.

La joven, que lo más que había podido supreñez había tenido escondida, viendo por el au-mento de su cuerpo que más no podía esconderse,con grandísimo llanto un día lo manifestó a su ma-

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dre, rogándole que la salvase. La señora, desmesu-radamente afligida, le dijo grandes injurias y quisosaber cómo había sido la cosa. La joven, para que aPietro no se le hiciera daño, compuso una fábula,envolviendo la verdad en otras formas. La señora lacreyó, y para ocultar la falta de la hija, a una pose-sión suya la mandó. Allí, llegado el tiempo del parto,gritando la joven como las mujeres hacen, no pen-sando la madre que aquí micer Amérigo, que casinunca acostumbraba a hacerlo, fuese a venir, suce-dió que, volviendo él de cazar y pasando junto a laalcoba donde su hija gritaba, maravillándose, súbi-tamente entró dentro y preguntó qué era aquello.

La señora, viendo llegar al marido, le-vantándose afligida, lo que le había sucedido a suhija le contó, pero él, menos dispuesto a creerla quelo había estado la señora, dijo que no podía serverdad que no supiera de quién estaba grávida, ypor ello firmemente lo quería saber, y diciéndolo ellapodría recobrar su perdón; si no, que pensase enmorir sin ninguna piedad. La señora se ingenió encuanto podía en contentar al marido con lo que ellale había dicho, pero no servía de nada; él, fuera desí de furor, con la espada desnuda en la mano,corrió a su hija, la cual, mientras su madre entreten-

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ía al padre con palabras, había parido un hijo varón,y dijo:

—O manifiestas de quién se engendró esteparto o morirás sin dilación.

La joven, temiendo la muerte, rota la pro-mesa hecha a Pietro, lo que entre ella y él habíapasado le manifestó, lo que oyendo el caballero yferozmente enfurecido, apenas se contuvo de ma-tarla, pero luego de que aquello que le dictaba la irahubo dicho, volviendo a montar a caballo, se vino aTrápani y a un micer Currado que en nombre del reyera capitán allí, la ofensa que le había hecho Pietrocontándole, súbitamente, no sospechando él nada,le hizo prender; y dándole tormento, todo lo hechoconfesó.

Y siendo después de algunos días conde-nado por el capitán a que por la ciudad fuese azota-do y luego ahorcado, para que una misma hora sellevase de la tierra a los dos amantes y a su hijo,micer Amérigo, a quien con haber conducido a Pie-tro a la muerte no se le había calmado la ira, vertióveneno en un vaso con vino, y lo dio a un sirvientesuyo y un cuchillo desnudo con ello, y dijo:

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—Ve con estas dos cosas a Violante y dilede mi parte que prontamente tome la que quiera deestas dos muertes, o el veneno o el hierro, y que lohaga sin demora; si no, que yo, a la vista de todoslos ciudadanos que hay aquí, la haré quemar comolo ha merecido; y hecho esto, cogerás al hijo paridopor ella hace pocos días y, golpeándole en la cabe-za contra la pared arrójalo de comida a los perros.

Dada por el fiero padre esta cruel sentenciacontra su hija y su nieto, el servidor, más al mal queal bien dispuesto, se fue. Pietro, condenado, siendopor los guardias llevado a la horca dándole azotes,pasó, como quisieron los que guiaban la brigada,por delante de un albergue donde había tres hom-bres nobles de Armenia, los cuales por el rey deArmenia eran enviados a Roma como embajadoresa tratar con el Papa de grandísimas cosas para unaexpedición que se debía hacer, allí descendidospara refrescarse y descansar algún día, y que hab-ían sido muy honrados por los hombres nobles deTrápani y especialmente por micer Amérigo. Éstos,sintiendo pasar a los que llevaban a Pietro, vinierona una ventana a mirar. Iba Pietro de la cintura paraarriba todo desnudo y con las manos atadas atrás, ymirándole uno de los tres embajadores, que erahombre viejo y de gran autoridad llamado Fineo, le

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vio en el pecho una gran mancha bermeja, no teñi-da, sino naturalmente fijada en la piel, a modo deesas que las mujeres de aquí llaman «rosas»; vistala cual, súbitamente le vino a la memoria un hijosuyo el cual ya habían pasado quince años desdeque por los corsarios le había sido arrebatado en lacosta de Layazo, y nunca había podido tener noti-cias de él.

Y considerando la edad del infeliz que eraazotado, pensó que, si estuviese vivo su hijo, debíaser de la edad que aquél parecía, y pensó que sifuese aquél debía todavía recordar su nombre y elde su padre y acordarse de la lengua armenia; porlo que, cuando estuvo cerca, llamó:

—¡Teodoro!

La cual voz oyendo Pietro, rápidamente le-vantó la cabeza; y Fineo, hablando en armenio, ledijo:

—¿De dónde fuiste y cuyo hijo?

Los soldados que le llevaban, por respeto alvaleroso hombre, se detuvieron, de manera quePietro respondió:

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—Fui de Armenia, hijo de un hombre quetuvo el nombre de Fineo, traído aquí de pequeñopor no sé qué gente.

Lo que oyendo Fineo, certísimamente cono-ció que él era el hijo que había perdido; por lo que,llorando, con sus compañeros bajó y entre todos lossoldados corrió a abrazarlo, y echándole encima unmanto de riquísimo paño que llevaba, rogó a aquelque le llevaba al suplicio que le pluguiese esperarallí hasta que de volverlo a donde estaba le vinierala orden. Aquél repuso que la esperaría de buengrado.

Había ya Fineo sabido la razón por la queera conducido a la muerte, por lo que rápidamentecon sus compañeros y con sus criados se fue amicer Currado y le dijo así:

—Micer, aquel a quien mandáis a morir co-mo a siervo es hombre libre e hijo mío, y está prestoa tomar por mujer a aquella a quien se dice que leha quitado su virginidad; plázcaos por ello aplazar laejecución hasta que pueda saberse si ella lo quierepor marido, para que contra la ley si ella lo quiere noos encontréis que habéis obrado.

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Micer Currado, oyendo que aquél era hijode Fineo se maravilló, y avergonzándose un tantode la culpa de la fortuna, confesando que era ver-dad lo que decía Fineo prestamente lo hizo volver acasa y mandó a por micer Amérigo y le dijo aquellascosas.

Micer Amérigo, que ya creía que la hija y elnieto estaban muertos, se dolió más que ningúnhombre en el mundo por lo que había hecho, viendoque si no estuviese muerta se podían muy bienarreglar todas las cosas; pero no dejó de mandarcorriendo allí adonde su hija estaba para que si nose había cumplido su orden no se cumpliese. El quefue encontró al criado mandado por micer Amérigoque, habiéndole puesto delante el veneno y el cu-chillo, porque ella tan pronto no se decidía, la insul-taba y quería obligarla a coger uno, pero oído elmandato de su señor, dejándola, se volvió a él y ledijo cómo estaba el asunto. De lo que, contentomicer Amérigo, yendo allí donde estaba Fineo, llo-rando, como mejor supo se excusó de lo que habíasucedido y le pidió perdón, afirmando que él, siTeodoro quería a su hija por mujer, estaría muycontento en dársela.

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Fineo recibió de buena gana las excusas, yrepuso:

—Entiendo que mi hijo tome a vuestra hija;y si no quisiera, que se cumpla la sentencia dadacontra él.

Estando, pues, Fineo y micer Amérigo deacuerdo, allí donde Teodoro estaba, todavía todotemeroso de la muerte y alegre por haber encontra-do a su padre, le preguntaron su voluntad sobreesta cosa. Teodoro, oyendo que Violante, si quisie-se, sería su mujer, tanta fue su alegría que del in-fierno le pareció saltar al paraíso; y dijo que estosería una grandísima gracia si a ellos les placía. Semandó, pues, a la joven a preguntarle su parecer, lacual, oyendo lo que de Teodoro había sucedido yestaba por suceder, cuando más doliente que mujeralguna la muerte esperaba, prestando alguna fedespués de mucho a las palabras, un poco sealegró y repuso que si ella su deseo siguiese enaquello, nada más feliz podía sucederle que ser lamujer de Teodoro, pero que siempre haría lo que supadre le mandase.

Así, pues, en concordia, haciendo casarse ala joven, se hizo una fiesta grandísima con sumoplacer de todos los ciudadanos. La joven, consolán-

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dose y haciendo nutrir a su pequeño hijo, luego deno mucho tiempo volvió a ser más hermosa queantes; y levantándose del parto, y ante Fineo (cuyavuelta de Roma se esperó) viniendo, le hizo la reve-rencia que a un padre; y él, muy contento de tanhermosa nuera, con grandísima fiesta y alegríahechas celebrar sus bodas, como a hija la recibió ytuvo luego siempre; y después de algunos días, asu hijo y a ella y a su nietecito, subiendo a una gale-ra, con él se los llevó a Layazo, donde con reposo ycon placer los dos amantes cuanto la vida les duróvivieron.

NOVELA OCTAVA

Nastagio de los Onesti, amando a una delos Traversari, gasta sus riquezas sin ser amado, seva, importunado por los suyos, a Chiassi, allí ve aun caballero perseguir a una joven y matarla, y serdevorada por dos perros, invita a sus parientes y ala mujer amada a almorzar donde está él, la cual vedespedazar a esta misma joven, y temiendo uncaso semejante, toma por marido a Nastagio.

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Al callarse Laureta, así (por orden de la re-ina) comenzó Filomena:

Amables señoras, tal como nuestra piedadse alaba, así es castigada también nuestra crueldadpor la justicia divina; para demostraros lo cual ydaros materia de desecharla para siempre de voso-tras, me place contaros una historia no menos la-mentable que deleitosa.

En Rávena, antiquísima ciudad de Romaña,ha habido muchos nobles y ricos hombres, entre loscuales un joven llamado Nastagio de los Onesti, quepor la muerte de su padre y de un tío suyo quedóriquísimo sin medida, el cual, así como ocurre a losjóvenes, estando sin mujer, se enamoró de una hijade micer Paolo Traversaro, joven mucho más noblede lo que él era, cobrando esperanza de poder in-ducirla a amarlo con sus obras. Las cuales, aunquegrandísimas, buenas y loables fuesen, no solamen-te de nada le servían sino que parecía que le perju-dicaban, tan cruel y arisca se mostraba la jovencitaamada, tan altiva y desdeñosa (tal vez a causa desu singular hermosura o de su nobleza) que ni él ninada que él hiciera le agradaba; la cual cosa le eratan penosa de soportar a Nastagio, que muchasveces por dolor, después de haberse lamentado, le

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vino el deseo de matarse; pero refrenándose, sinembargo, se propuso muchas veces dejarla porcompleto o, si pudiera, odiarla como ella le odiaba aél. Pero en vano tal decisión tomaba porque parecíaque cuanto más le faltaba la esperanza tanto másse multiplicaba su amor.

Perseverando, pues, el joven en amar y engastar desmesuradamente, pareció a algunos desus amigos y parientes que él mismo y sus haberespor igual iban a consumirse; por la cual cosa mu-chas veces le rogaron y aconsejaron que se fuerade Rávena y a algún otro sitio durante algún tiempose fuese a vivir, porque, haciéndolo así, haría dis-minuir el amor y los gastos. De este consejo mu-chas veces se burló Nastagio; mas, sin embargo,siendo requerido por ellos, no pudiendo decir tantoque no, dijo que lo haría, y haciendo hacer grandespreparativos, como si a Francia o a España o aalgún otro lugar lejano ir quisiese, montado a caba-llo y acompañado por algunos de sus amigos, deRávena salió y se fue a un lugar a unas tres millasde Rávena, que se llamaba Chiassi; y haciendovenir allí pabellones y tiendas, dijo a quienes lehabían acompañado que quería quedarse allí y queellos a Rávena se volvieran.

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Quedándose aquí, pues, Nastagio, co-menzó a darse la mejor vida y más magnífica quenunca nadie se dio, ahora a éstos y ahora a aqué-llos invitando a cenar y a almorzar, como acostum-braba. Ahora, sucedió que un viernes, casi a la en-trada de mayo, haciendo un tiempo buenísimo, yempezando él a pensar en su cruel señora, man-dando a todos sus criados que solo le dejasen, parapoder pensar más a su gusto, echando un pie de-lante de otro, pensando se quedó abstraído.

Y habiendo pasado ya casi la hora quintadel día, y habiéndose adentrado ya una medía millapor el pinar, no acordándose de comer ni de ningu-na otra cosa, súbitamente le pareció oír un grandí-simo llanto y ayes altísimos dados por una mujer,por lo que, rotos sus dulces pensamientos, levantóla cabeza por ver qué fuese, y se maravilló viéndoseen el pinar; y además de ello, mirando hacia adelan-te vio venir por un bosquecillo bastante tupido dearbustillos y de zarzas, corriendo hacia el lugardonde estaba, una hermosísima joven desnuda,desmelenada y toda arañada por las ramas y laszarzas, llorando y pidiendo piedad a gritos; yademás de esto, vio a sus flancos dos grandes yferoces mastines, los cuales, corriendo tras ellarabiosamente, muchas veces cruelmente donde la

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alcanzaban la mordían; y detrás de ella vio venirsobre un corcel negro a un caballero moreno, derostro muy sañudo, con un estoque en la mano,amenazándola de muerte con palabras espantosase injuriosas.

Esto a un tiempo maravilla y espanto des-pertó en su ánimo y, por último, piedad por la des-venturada mujer, de lo que nació deseo de librarlade tal angustia y muerte, si pudiera. Pero en-contrándose sin armas, recurrió a coger una ramade un árbol en lugar de bastón y comenzó a salir alencuentro a los perros y contra el caballero.

Pero el caballero que esto vio, le gritó desdelejos:

—Nastagio, no te molestes, deja hacer a losperros y a mí lo que esta mala mujer ha merecido.

Y diciendo así, los perros, cogiendo fuerte-mente a la joven por los flancos, la detuvieron, yalcanzándolos el caballero se bajó del caballo;acercándose al cual Nastagio, dijo:

—No sé quién eres tú que así me conoces,pero sólo te digo que gran vileza es para un caballe-ro armado querer matar a una mujer desnuda yhaberle echado los perros detrás como si fuese una

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bestia salvaje; ciertamente la defenderé cuantopueda.

El caballero entonces dijo:

—Nastagio, yo fui de la ciudad que tú, yeras todavía un muchacho pequeño cuando yo, quefui llamado micer Guido de los Anastagi, estabamucho más enamorado de ésta que lo estás tú aho-ra de la de los Traversari; y por su fiereza y cruel-dad de tal manera anduvo mi desgracia que un día,con este estoque que me ves en la mano, desespe-rado me maté, y estoy condenado a las penas eter-nas. Y no había pasado mucho tiempo cuando ésta,que con mi muerte se había alegrado desmesura-damente, murió, y por el pecado de su crueldad y laalegría que sintió con mis tormentos no arrepintién-dose, como quien no creía con ello haber pecadosino hecho méritos, del mismo modo fue (y está)condenada a las penas del infierno; en el cual, albajar ella, tal fue el castigo dado a ella y a mí: queella huyera delante, y a mí, que la amé tanto, se-guirla como a mortal enemiga, no como a mujeramada, y cuantas veces la alcanzo, tantas con esteestoque con el que me maté la mato a ella y le abrola espalda, y aquel corazón duro y frío en dondenunca el amor ni la piedad pudieron entrar, junto

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con las demás entrañas (como verás incontinenti) learranco del cuerpo y se las doy a comer a estosperros. Y no pasa mucho tiempo hasta que ella,como la justicia y el poder de Dios ordena, como sino hubiera estado muerta, resurge y de nuevo em-pieza la dolorosa fuga, y los perros y yo a seguirla, ysucede que todos los viernes hacia esta hora laalcanzo aquí, y aquí hago el destrozo que verás; ylos otros días no creas que reposamos sino que laalcanzo en otros lugares donde ella cruelmentecontra mí pensó y obró; y habiéndome de amanteconvertido en su enemigo, como ves, tengo queseguirla de esta guisa cuantos meses fue ella cruelenemigo. Así pues, déjame poner en ejecución lajusticia divina, y no quieras oponerte a lo que nopodrías vencer.

Nastagio, oyendo estas palabras, muy te-meroso y no teniendo un pelo encima que no se lehubiese erizado, echándose atrás y mirando a lamísera joven, se puso a esperar lleno de pavor loque iba a hacer el caballero, el cual, terminada suexplicación, como un perro rabioso, con el estoqueen mano se le echó encima a la joven que, arrodi-llada, y sujetada fuertemente por los dos mastines,le pedía piedad; y con todas sus fuerzas le dio enmedio del pecho y la atravesó hasta la otra parte.

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Cuando la joven hubo recibido este golpecayó boca abajo, siempre llorando y gritando; y elcaballero, echando mano al cuchillo, le abrió loscostados y sacándole fuera el corazón, y todas lasdemás cosas de alrededor, a los dos mastines lasarrojó; los cuales, hambrientísimos, incontinenti lascomieron; y no pasó mucho hasta que la joven,como si ninguna de estas cosas hubiesen pasado,súbitamente se levantó y empezó a huir hacia elmar, y los perros siempre tras ella hiriéndola, y elcaballero volviendo a montar a caballo y cogiendode nuevo su estoque, comenzó a seguirla, y enpoco tiempo se alejaron, de manera que ya Nasta-gio no podía verlos. El cual, habiendo visto estascosas, largo rato estuvo entre piadoso y temeroso, yluego de un tanto le vino a la cabeza que esta cosapodía muy bien ayudarle, puesto que todos los vier-nes sucedía; por lo que, señalado el lugar, se volviócon sus criados y luego, cuando le pareció, man-dando a por muchos de sus parientes y amigos, lesdijo:

—Muchas veces me habéis animado a quedeje de amar a esta enemiga mía y ponga fin a misgastos: y estoy presto a hacerlo si me conseguísuna gracia, la cual es ésta: que el viernes que vienehagáis que micer Paolo Traversari y su mujer y su

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hija y todas las damas parientes suyas, y otras queos parezca, vengan aquí a almorzar conmigo. Loque quiero con esto lo veréis entonces.

A ellos les pareció una cosa bastante fácilde hacer y se lo prometieron; y vueltos a Rávena,cuando fue oportuno invitaron a quienes Nastagioquería, y aunque fue difícil poder llevar a la jovenamada por Nastagio, sin embargo allí fue junto conlas otras. Nastagio hizo preparar magníficamente decomer, e hizo poner la mesa bajo los pinos en elpinar que rodeaba aquel lugar donde había visto eldestrozo de la mujer cruel; y haciendo sentar a lamesa a los hombres y a las mujeres, los dispuso demanera que la joven amada fue puesta en el mismolugar frente al cual debía suceder el caso.

Habiendo, pues, venido ya la última vianda,he aquí que el alboroto desesperado de la perse-guida joven empezó a ser oído por todos, de lo quemaravillándose mucho todos y preguntando qué eraaquello, y nadie sabiéndolo decir, poniéndose todosen pie y mirando lo que pudiese ser, vieron a ladoliente joven y al caballero y a los perros, y pocodespués todos ellos estuvieron aquí entre ellos. Sehizo un gran alboroto contra los perros y el caballe-ro, y muchos a ayudar a la joven se adelantaron;

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pero el caballero, hablándoles como había habladoa Nastagio, no solamente los hizo retroceder, sinoque a todos espantó y llenó de maravilla; y haciendolo que la otra vez había hecho, cuantas mujeres allíhabía (que bastantes habían sido parientes de ladoliente joven y del caballero, y que se acordabandel amor y de la muerte de él), todas tan misera-blemente lloraban como si a ellas mismas aquelloles hubieran querido hacer.

Y llegando el caso a su término, y habién-dose ido la mujer y el caballero, hizo a los queaquello habían visto entrar en muchos razonamien-tos; pero entre quienes más espanto sintieron estu-vo la joven amada por Nastagio; la cual, habiendovisto y oído distintamente todas las cosas, y sabien-do que a ella más que a ninguna otra persona queallí estuviera tocaban tales cosas, pensando en lacrueldad siempre por ella usada contra Nastagio, yale parecía ir huyendo delante de él, airado, y llevar alos flancos los mastines. Y tanto fue el miedo quede esto sintió que para que no le sucediese a ella,no veía el momento (que aquella misma noche se lepresentó) para, habiéndose su odio cambiado enamor, a una fiel camarera mandar secretamente aNastagio, que de su parte le rogó que le pluguiera ira ella, porque estaba pronta a hacer todo lo que a él

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le agradase. Nastagio hizo responderle que aquellole era muy grato, pero que, si le placía, quería suplacer con honor suyo, y esto era tomándola comomujer.

La joven, que sabía que no dependía másque de ella ser la mujer de Nastagio, le hizo decirque le placía; por lo que, siendo ella misma mensa-jera, a su padre y a su madre dijo que quería ser lamujer de Nastagio, con lo que ellos estuvieron muycontentos; y el domingo siguiente, Nastagio se casócon ella, y, celebradas las bodas, con ella muchotiempo vivió contento. Y no fue este susto ocasiónsolamente de este bien sino que todas las mujeresravenenses sintieron tanto miedo que fueron siem-pre luego más dóciles a los placeres de los hombresque antes lo habían sido.

NOVELA NOVENA

Federigo de los Alberighi ama y no es ama-do, y con los gastos del cortejar se arruina; y lequeda un solo halcón, el cual, no teniendo otra co-sa, da de comer a su señora que ha venido a sucasa; la cual, enterándose de ello, cambiando deánimo, lo toma por marido y le hace rico.

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Había ya dejado de hablar Filomena cuandola reina, habiendo visto que nadie sino Dioneo (de-bido a su privilegio) quedaba por hablar, con alegregesto, dijo:

A mí me corresponde ahora hablar: y yo,carísimas señoras, lo haré de buen grado con unahistoria en parte semejante a la precedente, nosolamente para que conozcáis cuánto vuestros en-cantos pueden en los corazones corteses, sino por-que aprendáis a ser vosotras mismas, cuando deb-áis, otorgadoras de vuestros galardones sin dejarque sea siempre la fortuna quien los conceda, lacual, no discretamente como debe ser, sino des-consideradamente la mayoría de las veces los con-fiere.

Debéis, pues, saber que Coppo de losBorghese Domenichi, que fue en nuestra ciudad, ytal vez es todavía, hombre de grande y reverencia-da autoridad entre los nuestros (y por las costum-bres y por la virtud mucho más que por la noblezade sangre clarísimo y digno de eterna fama), siendoya de avanzada edad, muchas veces sobre las co-sas pasadas con sus vecinos y con otros gustabade hablar; lo cual él, mejor y con más orden y con

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mayor memoria y adornado hablar que ningún otrosupo hacer, y acostumbraba a contar entre susotras buenas cosas que en Florencia hubo un jovenllamado Federigo de micer Filippo Alberighi, enhechos de armas y en cortesía alabado sobre todoslos demás donceles de Toscana. El cual, como su-cede a la mayoría de los gentileshombres, de unacortés señora llamada doña Giovanna se enamoró,en sus tiempos tenida como de las más hermosasmujeres y de las más gallardas que hubiera en Flo-rencia; y para poder conseguir su amor, justaba,torneaba, daba fiestas y regalos, y lo suyo sin nin-guna contención gastaba: pero ella, no menoshonesta que hermosa, de ninguna de estas cosaspor ella hechas ni de quien las hacía se ocupaba.

Gastando, pues, Federigo mucho más de loque podía y no consiguiendo nada, como suelesuceder las riquezas le faltaron, y se quedó pobre,sin otra cosa haberle quedado que una tierra pe-queña de las rentas de la cual estrechamente vivía,y además de esto un halcón de los mejores delmundo; por lo que, más enamorado que nunca y nopareciéndole que podía seguir llevando una vidaciudadana como deseaba, a Campi, donde estabasu pequeña hacienda, se fue a vivir. Allí, cuandopodía, cazando y sin invitar a nadie, su pobreza

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sobrellevaba pacientemente. Ahora, sucedió un díaque, habiendo Federigo llegado a estos extremos, elmarido de doña Giovanna enfermó, y viendo llegarla muerte hizo testamento; y siendo riquísimo dejóheredero de ello a un hijo suyo ya grandecito, ydespués de él, habiendo amado mucho a doña Gio-vanna, a ella, si sucediese que el hijo muriera sinheredero legítimo, como heredera constituyó, y mu-rió.

Quedándose, pues, viuda doña Giovanna,como es costumbre entre nuestras mujeres, en elverano con este hijo suyo se iba al campo a unaposesión asaz cercana a la de Federigo; por lo quesucedió que aquel jovencito empezó a hacer amis-tad con Federigo y a entretenerse con las aves decaza y los perros; y habiendo visto muchas vecesvolar el halcón de Federigo, gustándole extraordina-riamente, mucho deseaba tenerlo, pero no se atrev-ía a pedírselo viendo que él lo quería tanto.

Y estando así la cosa, sucedió que el mu-chachito se enfermó, de lo que la madre, muy do-liente, como quien no tenía más y le amaba lo másque podía, estando todo el día junto a él, no dejabade cuidarlo y muchas veces le preguntaba si desea-ba algo, rogándole que se lo dijese, que tuviera la

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certeza que si fuese posible tenerlo lo conseguiríadonde estuviera.

El jovencito, oyendo muchas veces estosproferimientos, dijo:

—Madre mía, si hacéis que tenga el halcónde Federigo creo que me curaré en seguida.

La señora, oyendo esto, se quedó calladaun rato y empezó a pensar qué podía hacer. Sabíaque Federigo largamente la había amado, y nuncade ella una mirada había obtenido; por lo que sedecía:

«¿Cómo enviaré o iré yo a pedirle estehalcón que es, por lo que oigo, el mejor que nuncaha volado, y además es lo que lo mantiene en elmundo? ¿Y cómo voy a ser tan desconsiderada quea un gentilhombre a quien ningún otro deleite haquedado, quiera quitárselo?»

Y preocupada con tal pensamiento, si bienestaba segurísima de obtenerlo si se lo pedía, sinsaber qué decir, no le contestaba a su hijo sino quese callaba. Por último, la venció tanto el amor de suhijo, que decidió para contentarlo que, pasara lo quepasase, no mandaría a por él sino que iría ella mis-ma y se lo traería, y repuso:

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—Hijo mío, consuélate y piensa en curartede todas las maneras, que te prometo que lo prime-ro que haré mañana por la mañana será ir a buscar-lo y te lo traeré.

Con lo que, contento el niño, el mismo díamostró cierta mejoría.

La señora, a la mañana siguiente, tomandootra señora en su compañía, como de paseo se fuea la pequeña casa de Federigo y preguntó por él. Él,porque no era temporada de caza, estaba en elhuerto y preparaba algunas faenas allí, el cual, al oírque doña Giovanna preguntaba por él a la puerta,maravillándose mucho, corrió allí muy contento; yella, al verlo venir, con señorial amabilidad le-vantándose a saludarle, habiéndola ya Federigo conreverencia saludado, dijo:

—¡Bien hallado seáis, Federigo! —y si-guió—. He venido a reparar los daños que has su-frido por mí amándome más de lo que hubiera con-venido; y la reparación es que quiero con esta com-pañía mía almorzar contigo familiarmente hoy.

A quien Federigo, humildemente, repuso:

—Señora, ningún daño me acuerdo dehaber recibido de vos, sino tanto bien que, si alguna

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vez algún valor tuve, por vuestro valor y por el amorque os tuve fue; y ciertamente esta vuestra liberalvenida me es más querida que me sería si otra vezme fuera dado gastar cuanto ya he gastado, aunquea pobre huésped habéis venido.

Y dicho así, avergonzado la recibió en sucasa, y de ella la condujo a su jardín, y no teniendoallí a quien hacer acompañarla, dijo:

—Señoras, pues que nadie más hay, estabuena mujer, esposa de este labrador, os tendrácompañía mientras que yo voy a hacer poner lamesa.

Él, por muy extrema que fuese su pobreza,no se había percatado todavía de cuánto necesitabalas riquezas que había gastado desordenadamente;pero esta mañana, no encontrando nada con quepoder honrar a la señora por amor de quien ya hab-ía honrado a infinitos hombres, se lo hizo ver.

Y sobremanera angustiado, maldiciendo sufortuna, como un hombre fuera de sí, ora yendoaquí y ora allí, ni dineros ni nada para empeñarencontrando, siendo tarde la hora y el deseo grandede honrar con algo a la noble señora, y no querien-do, no ya a otro, sino ni a su mismo labrador, pedir

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nada, vio delante su buen halcón, que estaba en lasalita en su percha; por lo que, no teniendo otracosa a qué recurrir, lo cogió y encontrándolo gordopensó que sería digna comida de tal señora.

Y sin pensarlo más, quitándole el collar, auna criadita lo hizo prestamente, pelado y condi-mentado, poner en un asador y asar cuidadosamen-te; y poniendo la mesa con manteles blanquísimos,de los que aún tenía algunos, con alegre gesto vol-vió a la señora a su jardín, y el almuerzo que podíaél, dijo que estaba preparado. Con lo que la señora,levantándose con su compañera, fueron a la mesa,y sin saber qué se estaban comiendo, junto conFederigo, que con suma devoción las servía, secomieron al buen halcón.

Y levantándose de la mesa, y un tanto conamables conversaciones quedándose con él unrato, pareciéndole a la señora momento de deciraquello por lo que ido había, así benignamente co-menzó a hablar a Federigo:

—Federigo, acordándote tú de tu pasadavida y de mi honestidad, que tal vez hayas reputadodureza y crueldad, no dudo que debes maravillartede mi atrevimiento al oír aquello por lo que princi-palmente aquí he venido; pero si tuvieses hijos o los

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hubieras tenido, por quienes pudieras conocer dequé gran fuerza es el amor que se les tiene, meparecería estar segura de que en parte me tendríaspor excusada. Pero aunque no los tienes, yo quetengo uno, no puedo dejar de seguir las leyes co-munes de las demás madres; las cuales forzoso mees seguir y contra mi voluntad, y fuera de toda con-veniencia y deber, pedirte un regalo que sé que tees sumamente querido: y es justo porque ningúnotro deleite, ningún otro entretenimiento, ningúnconsuelo te ha dejado tu rigurosa fortuna; y estéregalo es tu halcón, del que mi niño se ha encapri-chado tan fuertemente qué si no se lo llevo temoque se agrave tanto en la enfermedad que tiene quese siga de ello alguna cosa por la que lo pierda. Ypor ello te ruego no por el amor que me tienes, porel cual ninguna obligación tienes, sino por tu noble-za, que en usar cortesía se ha mostrado mayor quela de ningún otro, que te plazca dármelo para quecon este don pueda decir que he conservado convida a mi hijo y por ello te quede siempre obligada.

Federigo, al oír aquello que la señora pedía,y sintiendo que no la podía servir porque se lo habíadado a comer, comenzó en su presencia a llorarantes de poder responder palabra, cuyo llanto laseñora creyó primero que de dolor por tener que

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separarse de su buen halcón vendría más que deotra cosa, y a punto estuvo de decirle que no loquería; pero conteniéndose, esperó después delllanto la respuesta de Federigo. El cual dijo así:

—Señora, desde que plugo a Dios que envos pusiera mi amor, en muchas cosas he juzgadoque la fortuna me era contraria y me he dolido deella, pero todas han sido ligeras con respecto a loque me hacen en este momento, con lo que jamáspodré estar en paz con ella, pensando que vos hay-áis venido aquí a mi pobre casa cuando, mientrasque fue rica, no os dignasteis a venir, y me pidáis unpequeño don, y ella ha hecho de manera que nopueda dároslo; y por qué no puede ser os lo dirébrevemente. Cuando oí que deseabais por vuestrabondad comer conmigo, considerando vuestra exce-lencia y vuestro valor, reputé digna y convenientecosa que con más preciosa vianda dentro de misposibilidades debía honraros que las que suelenusarse para las demás personas; por lo que,acordándome del halcón que me pedís, y de subondad, pensé que era digno alimento para vos: yesta mañana, asado lo habéis tenido en el plato, yyo lo tenía por óptimamente albergado, pero al verahora que de otra manera lo deseabais, siento tal

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duelo por no poder serviros que creo que nuncapodré tener paz.

Y dicho esto, las plumas y las patas y el pi-co hizo echarles delante en testimonio de ello. Lacual cosa viendo la señora y oyendo, primero lereprendió por haber matado tal halcón para dar decomer a una mujer, y luego la grandeza de su áni-mo, que la pobreza no había podido ni podía abatirmucho en su interior alabó; luego, perdida la espe-ranza de poder tener e halcón, y tal vez por la saluddel hijo preocupada, dando las gracias a Federigopor el honor que le había hecho y por su buenavoluntad, toda melancólica se fue y volvió con suhijo. El cual, o por tristeza de no haber podido tenerel halcón, o por la enfermedad que a pesar de tododebería haberlo llevado a ello, no pasaron muchosdías sin que, con grandísimo dolor de la madre,terminase esta vida. La cual, luego que llena delágrimas y amargura hubo estado un tanto, habien-do quedado riquísima y todavía joven, muchas ve-ces fue instada por sus hermanos a que se casasede nuevo; la cual, aun que no hubiera querido, sinembargo viéndose molestar, acordándose de valorde Federigo y de su magnanimidad última, esto es,de que había matado tal halcón para honrarla, dijo asus hermanos:

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—Yo de buen grado, si os pluguiera, mequedaría sin casar, pero si os place que tome mari-do, ciertamente no tomaré otro jamás si no tengo aFederigo de los Alberighi.

A lo cual los hermanos, burlándose de ella,dijeron:

—Tonta, ¿qué es lo que dices? ¿Cómo loquieres a él, que no tiene nada en el mundo? —a loque ella respondió:

—Hermanos míos, bien sé que es comodecís, pero antes quiero un hombre que necesiteriquezas que riquezas que necesiten un hombre.

Los hermanos, oyendo su voluntad y cono-ciendo que era Federigo de gente principal aunquefuese pobre, tal como ella quiso, se la dieron contodas sus riquezas; el cual, con tal señora que tantohabía amado viéndose por mujer, y además de elloriquísimo, con ella felizmente, convertido en mejoradministrador, terminó sus años.

NOVELA DÉCIMAPietro de Vinciolo va a cenar fuera; su mujer

manda venir a un muchacho, vuelve Pietro; ella lo

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esconde bajo un cesto de pollos; Pietro dice que encasa de Hercolano, con quien cenaba, han encon-trado a un joven que allí había metido la mujer, sumujer censura a la mujer de Hercolano; un burropone la pata, por desgracia, sobre los dedos del queestaba bajo el cesto; éste grita; Pietro corre allí, love, descubre el engaño de la mujer, con quien al finhace las paces a causa de su desdichado vicio.

Había llegado a su fin el discurrir de la rein-a, siendo por todos alabado que Dios dignamentehubiese galardonado a Federigo, cuando Dioneo,que nunca esperaba que se lo ordenasen, co-menzó:

No sé si creer que sea un vicio accidental yadquirido por los mortales por la maldad de suscostumbres, o si, por el contrario, es un defecto dela naturaleza el reírse con las cosas malas más quecon las buenas obras, y especialmente cuandoaquellas tales no nos tocan a nosotros.

Y porque el trabajo que otras veces me hetomado, y ahora estoy por tomarme, no mira aningún otro fin sino a quitarnos la tristeza y traernosrisa y alegría, aunque la materia de la historia mía

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que va a seguir, enamoradas jóvenes, sea en algu-nas cosas menos que honesta, como puede causardeleite os la contaré; y vosotras, al oírla, haced loque soléis hacer al entrar en los jardines, que ex-tendiendo la delicada mano, cogéis las rosas y dej-áis las espinas; lo que haréis dejando al mal hombrequedarse con su vicio y riendo alegremente de losamorosos engaños de su mujer, teniendo compa-sión de las desgracias ajenas si es necesario.

Hubo en Perusa, todavía no hace muchotiempo, un hombre rico llamado Pietro de Vinciolo,el cual, tal vez más por engañar a los demás y dis-minuir la general opinión que de él tenían todos losperusinos que por deseo que tuviera de ello, tomómujer; y estuvo la fortuna tan conforme con su ape-tito, que la mujer que tomó era una joven rolliza, depelo rojo y encendida, que dos maridos mejor queuno habría querido y tuvo que quedarse con unoque mucho más a otra cosa que a ella tenía el áni-mo dispuesto. Lo que ella, con el paso del tiempoconociendo, y viéndose hermosa y lozana y sintién-dose gallarda y poderosa, primero comenzó a eno-jarse mucho y a tener con su marido palabras dedesprecio alguna vez y casi de continuo mala vida;después, viendo que esto más su consunción que la

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enmienda de la maldad del marido podría ser, sedijo:

«Este desdichado me abandona para, consu deshonestidad andar en zuecos por lo seco; y yome las arreglaré para llevar a otro en barco por lolluvioso. Lo tomé por marido y le di grande y buenadote sabiendo que era un hombre y creyendo quedeseaba aquello que desean y deben desear loshombres; si no hubiera creído que era hombre, no lohabría aceptado nunca. Él, que sabía que yo erauna mujer, ¿por qué me tomó por mujer si las muje-res le disgustaban? Esto no puede sufrirse. Si nohubiera yo querido estar en el mundo me habríahecho monja; y si quiero estar, como quiero y estoy,si espero de éste placer y deleite tal vez puedohacerme vieja esperando en vano; y cuando seavieja, arrepintiéndome, en vano me doleré por haberperdido mi juventud, y para consolarla buen maestroes él con sus ejemplos para hacer que tome gusto alo que a él le gusta, el cual gusto me honrará a mímientras en él es muy reprobable; yo ofenderé sólolas leyes, mientras él ofende las leyes y a la natura-leza».

Habiendo, pues, la buena mujer, tenido talpensamiento, y tal vez más de una vez, para darle

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secretamente cumplimiento hizo amistad con unavieja que no parecía sino santa Viridiana que da decomer a las serpientes, la cual siempre con el rosa-rio en la mano iba a ganar todas las indulgencias yde nada sino de la vida de los Santos Padreshablaba y de las llagas de san Francisco, y por to-dos era tenida por santa; y cuando le pareció opor-tuno le explicó su intención cumplidamente. A quienla vieja dijo:

—Hija mía, sabe Dios (que sabe todas lascosas) que haces muy bien; y aunque no lo hicieraspor otra cosa, deberíais hacerlo tú y todas las de-más jóvenes para no perder el tiempo de vuestrajuventud, porque ningún dolor es semejante a aquél,para quien tiene conocimiento, que es haber perdi-do el tiempo. ¿Y de qué diablos servimos nosotrasdespués, cuando somos viejas, sino para cuidar lascenizas del fogón? Si alguna lo sabe y puede dartestimonio, soy yo; que ahora que soy vieja no singrandísimas y amargas punzadas de ánimo conoz-co (y sin provecho) el tiempo que dejé perder: yaunque no lo perdiese todo, que no querría quecreyeses que he sido una pazguata, no hice sinembargo, lo que habría podido hacer, de lo que,cuando me acuerdo, viéndome tal como me veo,que no encontraría quien me diese un poco de lum-

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bre, Dios sabe el dolor que siento. A los hombres noles sucede así, nacen buenos para mil cosas, nosólo para ésta, y la mayor parte son más honradosde viejos que de jóvenes; pero las mujeres paraninguna otra cosa sino para darles hijos nacen, ypor ello son estimadas. Y si tú no te has dado cuen-ta de otra cosa, sí debes darte de ésta: que noso-tras siempre estamos dispuestas, lo que no sucedecon los hombres; y además de esto, una mujer can-saría a muchos hombres, mientras muchos hom-bres no pueden cansar a una mujer: y porque paraesto hemos nacido, de nuevo te digo que hacesmuy bien en darle a tu marido un pan por una hoga-za, para que tu alma no tenga en su vejez que re-prenderle a la carne. De esta manera cada unotiene cuanto recoge, y especialmente las mujeres,que tienen que aprovechar mucho más el tiempocuando lo tienen que los hombres, porque verásque cuando envejecemos ni el marido ni nadie nosquiere mirar, sino que nos echan a la cocina a con-tar historias al gato y a contar las ollas y las escudi-llas; y peor, que nos ponen en canciones y dicen:«A las jóvenes los buenos bocados, y a las viejas,los desechados», y otras muchas cosas dicen. Ypara no entretenerte más, te digo desde ahora queno podrías a nadie en el mundo descubrir tu inten-

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ción que más útil te fuera que a mí, porque no haynadie tan encumbrado a quien yo no me atreva adecirle lo que haga falta, ni tan duro o huraño queno lo ablande bien y lo lleve a aquello que quiera.Haz, pues, de manera que me enseñes quién teagrada, y déjame luego hacer a mí; pero una cosate recuerdo hija mía: que cuides de mí, porque soyuna persona pobre y quiero desde ahora que seaspartícipe de todas mis indulgencias y de cuantosrosarios rece, para que Dios dé luz y candela a tusmuertos.

Y terminó. Quedó, pues, la joven de acuer-do con la vieja en que si encontraba un mozueloque por aquel barrio muy frecuentemente pasaba,de quien le dio todas las señas, que ya sabía lo quetenía que hacer; y dándole un trozo de carne saladala mandó con Dios. La vieja, no pasados muchosdías, ocultamente le metió aquel del que ella le hab-ía hablado en la alcoba, y de allí a poco tiempo otro,según los que le iban placiendo a la joven señora; lacual en lo que pudiese hacer en aquello, aunquetemiendo al marido, no dejaba el negocio.

Sucedió que, debiendo una noche ir a cenarsu marido con un amigo suyo que tenía por nombreHercolano, la joven mandó a la vieja que hiciera

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venir a donde ella a un mancebo que era de los máshermosos y los más placenteros de Perusa; la cual,prestamente así lo hizo. Y habiéndose la señora conel joven sentado a la mesa a comer, he aquí quePietro llamó a la puerta para que le abriesen. Lamujer, oyendo esto, se tuvo por muerta; pero que-riendo, si podía, ocultar al joven, no ocurriéndoselemandarlo ir o hacerle esconderse en otra parte,habiendo una galería vecina a la cámara en quecenaban, bajo un cesto de pollos que había allí lehizo refugiarse y le echó encima una tela de jergónque había hecho vaciar aquel día, y hecho esto,prestamente hizo abrir a su marido. Al cual, entran-do en casa, le dijo:

—Muy pronto la habéis engullido, esa cena.

Pietro repuso:

—No la hemos catado.

—¿Y cómo ha sido eso? —dijo la mujer.Pietro entonces dijo:

—Te lo diré. Estando ya a la mesa Hercola-no, la mujer y yo sentimos estornudar cerca de no-sotros, de lo que ni la primera vez ni la segunda nospreocupamos, pero el que había estornudado estor-nudando la tercera vez y la cuarta y la quinta y mu-

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chas otras, a todos nos hizo maravillar; de lo queHercolano, que algo enojado con la mujer estabaporque un buen rato nos había hecho estar a lapuerta sin abrirnos, furioso dijo: «¿Qué quiere deciresto? ¿Quién es ese que así estornuda?». Y le-vantándose de la mesa hacia una escalera quehabía cerca en cuyo hueco había una trampilla demadera, junto al pie de la escalera, donde poderocultar alguna cosa quien lo hubiera querido, comovemos que mandan hacer los que hacen obra ensus casas, y pareciéndole que de allí venia el soni-do del estornudo, abrió una puertecilla que había allíy cuando la hubo abierto, súbitamente salió el ma-yor tufo a azufre del mundo, como que anteshabiendo venido el olor y quejándose había dicho laseñora: «Es que hace un rato he blanqueado misvelos con sulfuro, y luego el cacharro sobre el quelos había tendido para que recibiesen el humo lo hepuesto debajo de aquella escalera, así que ahoraviene de allí». Y luego que Hercolano hubo abiertola puertecilla y se hubo disipado un poco el tufo,mirando dentro, vio al que estornudado había yseguía estornudando, obligándolo a ello la fuerzadel azufre, y mientras estornudaba le había yaoprimido tanto el pecho el azufre que poco faltabapara que no hubiera estornudado nunca más. Her-

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colano, viéndolo, gritó: «Ahora, veo, mujer, por loque hace poco, cuando vinimos, tanto estuvimos ala puerta sin que nos abriesen; pero así no tenga yonunca nada que me guste como que me las pagas».Lo que oyendo la mujer, y viendo que su pecadoestaba descubierto, sin decir ninguna excusa, le-vantándose de la mesa, huyó y no sé adónde iría.Hercolano, no percatándose de que la mujer seescapaba, muchas veces dijo al que estornudabaque saliese, pero él, que ya no podía más, no semovía por nada que dijese Hercolano; por lo queHercolano, cogiéndolo por un pie lo arrastró fuera, ycorría a por un cuchillo para matarlo, pero yo, te-miendo por mí mismo a la guardia, levantándome,no le dejé matar ni hacerle ningún daño, sino quegritando y defendiéndolo di ocasión a que corriesenallí los vecinos, los cuales, cogiendo al ya vencidojoven, lo llevaron fuera de la casa no sé dónde; porlas cuales cosas turbada nuestra cena, no solamen-te no la he engullido sino que ni siquiera la he cata-do, como te dije.

Oyendo la señora estas cosas, conoció quehabía otras tan listas como ella era, aunque a vecesla desgracia le tocase a alguna, y con gusto hubieradefendido con palabras a la mujer de Hercolano;

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pero como reprobando la falta ajena le pareció abrirmejor camino a las suyas, comenzó a decir:

—¡Qué buena cosa! ¡Qué buena y santamujer debe ser ésa! ¡Qué promesa de mujer honra-da, que me habría confesado con ella, tan devotame parecía! Y peor que, siendo ya vieja, muy buenejemplo da a las jóvenes. Maldita sea la hora enque vino al mundo y la tal que vive aquí, que debeser mujer perfidísima y mala, universal vergüenza yvituperio de todas las mujeres de esta tierra, queolvidando su honestidad y la promesa hecha al ma-rido y el honor de este mundo, a él, que es tal hom-bre y tan honrado ciudadano y que tan bien la trata-ba, por otro hombre no se ha avergonzado de inju-riar, y a ella con él. Por mi salvación que de seme-jantes mujeres no habría que tener misericordia:habría que matarlas, habría que meterlas vivas enuna hoguera y hacerlas cenizas.

Luego, acordándose de su amante que de-bajo del cesto muy cerca de allí tenía, comenzó aanimar a Pietro a que se fuese a la cama, porque yaera hora. Pietro, que más gana tenía de comer quede dormir, preguntaba, sin embargo, si no habíanada de cena, a lo que la mujer respondía:

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—¡Si, cena va a haber! Acostumbramos ahacer cena cuando tú no estás. ¡Sí que soy yo lamujer de Hercolano! ¡Bah! ¿Por qué no te vas adormir por esta noche? ¡Es lo mejor que podríashacer!

Sucedió que habiendo venido por la nochealgunos labradores de Pietro con algunas cosas delpueblo, y habiendo dejado sus burros, sin darles debeber, en una pequeña cuadra que había junto a lagalería, uno de los burros, que tenía muchísimased, sacada la cabeza del cabestro, había salido dela cuadra y andaba olfateando todo por si encontra-ba agua; y yendo así llegó ante el cesto bajo el cualestaba el mancebo, el cual, como tenía que estar agatas, había estirado los dedos de una de las ma-nos en el suelo fuera del cesto, y tanta fue su suer-te, o su desgracia si queremos, que este burro lepuso encima la pata, por lo que, sintiendo ungrandísimo dolor, dio un gran grito.

Oyendo el cual Pietro, se maravilló y se diocuenta de que era dentro de la casa; por lo que,saliendo de la alcoba y sintiendo todavía quejarse aaquél, no habiendo todavía el burro levantado lapata de los dedos sino aplastándolos todavía fuer-temente, dijo:

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—¿Quién anda ahí?

Y corriendo a la cesta, y levantándola, vio aljoven, el cual, además de dolor que sentía porque elburro le aplastaba los dedos, temblaba de miedo deque Pietro le hiciera algún daño.

Y siendo reconocido por Pietro, como quePietro por sus vicios había andado tras él muchotiempo, preguntándole a él:

—¿Qué haces tú aquí?

Nada le respondió sino que le rogó que poramor de Dios no le hiciese daño. El cual, siendoreconocido por Pietro, dijo:

—Levántate y no temas que te haga yoningún daño: pero dime cómo has venido aquí y porqué.

El jovencillo le dijo todo; no menos contentoPietro de haberlo encontrado que dolida su mujer,cogiéndolo de la mano se lo llevó con él a la alcoba,en la cual la mujer con el mayor miedo del mundo loesperaba.

Y sentándose Pietro frente a ella le dijo:

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—Si tanto censurabas hace un momento ala mujer de Hercolano y decías que debían quemar-la y que era vergüenza de todas vosotras, ¿cómono lo decías de ti misma? O si no querías decirlo deti, ¿cómo tenías el valor de decirlo de ella sabiendoque habías hecho lo mismo que ella había hecho?Seguro que nada te inducía a ello sino que todassois iguales, y con culpar a las otras queréis taparvuestras faltas: ¡que baje fuego del cielo y os que-me a todas, raza malvada que sois!

La mujer, viendo que para empezar no lehabía hecho daño más que de palabra, y parecién-dole que se derretía porque tenía de la mano a unjovencito tan hermoso, cobró valor y dijo:

—Segura estoy de que querrías que bajasefuego del cielo que nos quemase a todas, como quete gustamos tanto como a un perro los palos; peropor la cruz de Dios que no será así. Pero con gustohablaré un poco contigo para saber de qué te que-jas; y ciertamente que saldría bien si me comparascon la mujer de Hercolano, que es una vieja santu-rrona gazmoña y él le da todo lo que quiere y laquiere como se debe querer a la mujer, lo que a míno me pasa. Que, aunque me vistas y me calcesbien, bien sabes cómo ando de lo demás y cuánto

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tiempo hace que no te acuestas conmigo; y másquerría andar vestida con harapos y descalza y queme tratases bien en la cama que tener todas estascosas tratándome como me tratas. Y entiende bien,Pietro, que soy una mujer como las demás, y megusta lo que a las otras, así que porque me lo bus-que yo si tú no me lo das no es para insultarme, porlo menos te respeto tanto que no me voy con cria-dos ni con tiñosos.

Pietro se dio cuenta de que las palabras nocesarían en toda la noche, por lo que, como quienpoco se preocupaba de ella, dijo:

—Calla ya, mujer: que te daré gusto en eso;bien harías en darnos de cenar algo, que me pareceque este muchacho, igual que yo, no habrá cenadotodavía.

—Claro que no —dijo la mujer—, que no hacenado, que cuando tú llegaste en mala hora, nossentábamos a la mesa para cenar.

—Pues anda —dijo Pietro—, danos de ce-nar y luego yo arreglaré las cosas de modo que notengas que quejarte.

La mujer, levantándose al oír al marido con-tento, prestamente haciendo poner la mesa, hizo

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venir la cena que estaba preparada y junto con suvicioso marido y con el joven cenó alegremente.Después de la cena, lo que Pietro se proponía parasatisfacción de los tres se me ha olvidado; pero biensé que a la mañana siguiente en la plaza se vio eljoven no muy seguro de a quién había acompañadomás por la noche, si a la mujer o al marido. Por loque tengo que deciros, señoras mías, que a quiente la hace se la hagas; y si no puedes, que no se tevaya de la cabeza hasta que lo consigas, para quelo que el burro da contra la pared lo mismo reciba.

Terminada, pues, la historia de Dioneo, porvergüenza menos reída de las señoras que porpoca diversión, y conociendo la reina que habíallegado el fin de su gobierno, poniéndose en pie yquitándose la corona de laurel se la puso en la ca-beza a Elisa, diciéndole:

—A vos, señora, os corresponde ahoramandar.

Elisa, recibiendo el honor, como antes habíasido hecho hizo: que, disponiendo con el senescalprimeramente lo que era preciso para el período desu señorío, con contento de la compañía dijo:

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—Ya hemos oído muchas veces que conpalabras ingeniosas o con respuestas prontas mu-chos han sabido con la reprimenda merecida limarlos dientes ajenos o evitar los peligros que se cern-ían sobre ellos; y porque la materia es buena y pue-de ser útil, quiero que mañana, con la ayuda deDios, se discurra dentro de estos límites: es decir,sobre quien con algunas palabras ingeniosas sevengase al ser molestado, o con una pronta res-puesta o algún invento escapase a la perdición o alpeligro o al desprecio.

Esto fue muy alabado por todos, por lo cualla reina, poniéndose en pie les dio licencia a todoshasta la hora de la cena.

La honrada compañía, viendo a la reina le-vantada, se puso en pie y según la costumbre, cadauno se entregó a lo que más le gustaba. Pero alcallar ya las cigarras, llamando a todos, se fueron acenar; y terminada con alegre fiesta a cantar y atocar todos se entregaron. Y habiendo ya, por de-seo de la reina, comenzado Emilia una danza, aDioneo le mandaron que cantase una canción, elcual prestamente comenzó: «Doña Aldruda, levan-taos la cola, que buenas nuevas os traigo». De loque todas las señoras comenzaron a reírse, y

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máximamente la reina, la cual le mandó que dejaseaquélla y dijese otra.

Dijo Dioneo:

—Señora, si tuviese un cimbalo diría: «Al-zaos las ropas, doña Lapa» o «Bajo el olivo hayhierba». ¿O querríais que cantase: «Las olas delmar me hacen tanto daño»? Pero no tengo címbalo,y por ello decidme cuál queréis de estas otras: ¿osgustaría: «Sal fuera que está podado como un mayoen la campiña»?

Dijo la reina:

—No, di otra.

—Pues —dijo Dioneo—; diré: «Doña Simo-na embotella embotella; y no es el mes de octubre».

La reina, riendo, dijo:

—¡Ah, en mala hora!, di una buena, si teplace, que no queremos ésa.

Dijo Dioneo:

—No, señora, no os enojéis, pero ¿cuál osgusta? Sé más de mil. ¿O que reís: «Éste mi nicho,si no lo pico» o «¡Ah, despacio, marido mío!» o «Mecompraré un gallo de cien liras»?

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La reina entonces, un tanto enojada, aun-que las demás riesen, dijo:

—Dioneo, deja las bromas y di una buena; ysi no, podrías probar cómo sé enojarme.

Dioneo, oyendo esto, dejando las bromas,prestamente de tal guisa empezó a cantar:

Amor, la hermosa luz

con que sus bellos ojos me han herido

a ella y a ti me tiene ya rendido.

De sus ojos se mueve el esplendor

con que mi corazón a arder se ha puesto

por los míos pasando,

y cuánto fuese grande tu valor

su bello rostro me hizo manifiesto,

el cual, imaginando,

sentí que me iba atando

todo poder, y que a ella era ofrecido,

y ésta la causa de mi llanto ha sido.

Así pues, en tu siervo transformado

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estoy, señor, y así obediente espero

que me seas clemente;

mas no sé si del todo ha adivinado

mi fe entera y ferviente

aquella que mi mente

posee, que la paz, si no ha venido

de ella no quiero, y nunca la he querido.

Por eso, señor mío, yo te ruego

que, al mostrárselo, la hagas tú sentir

tu fuego en su costado

para servirme, porque yo en tu fuego

amando me consumo, y de sufrir

me siento ya postrado;

y, cuando tú lo creas acertado,

dale razón de mí como es debido;

que me veré, si lo haces, complacido.

Luego de que Dioneo, callando, mostró quesu canción había terminado, hizo la reina decir mu-

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chas otras, sin dejar de haber alabado mucho la deDioneo. Mas luego que parte de la noche hubo pa-sado, la reina, sintiendo que al calor del día habíavencido la frescura de la noche, mandó que todos,hasta el día siguiente, se fuesen a descansar agusto.

TERMINA LA QUINTA JORNADA

SEXTA JORNADA

COMIENZA LA SEXTA JORNADA DELDECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNODE ELISA, SE DISCURRE SOBRE QUIEN CONALGUNAS PALABRAS INGENIOSAS SE RESAR-CE DE ALGÚN ATAQUE, O CON UNA RÁPIDARESPUESTA U OCURRENCIA ESCAPA A LAPERDICIÓN O AL PELIGRO O AL DESHONOR.

Había la luna, estando ya en medio del cie-lo, perdido sus rayos, y ya con la nueva luz quellegaba estando claras todas las partes de nuestromundo cuando, levantándose la reina, haciendollamar a su compañía, algo se alejaron, con lentopaso, del hermoso palacio paseándose entre el

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rocío, sobre una y otra cosa varios razonamientosteniendo, y disputando sobre la mayor y menor be-lleza de las historias contadas, y riéndose de nuevode diversos sucesos contados en ellas, hasta que,levantándose más el sol y empezando a calentar, atodos pareció tener que volver a casa; por lo que,volviendo sobre sus pasos, allá se fueron.

Y allí, estando ya puestas las mesas y todolleno de esparcidas hierbecillas olorosas y flores,antes de que el calor se hiciese mayor, por orden dela reina se pusieron a comer, y hecho esto con fies-ta, antes de hacer otra cosa, cantadas algunas can-cioncillas bellas y graciosas, quién se fue a dormir yquién a jugar a los dados y quién a las tablas; yDioneo junto con Laureta sobre Troilo y Criseida sepusieron a cantar. Y llegada ya la hora de volver alconsistorio, siendo todos llamados por la reina, co-mo acostumbraban, en torno a la fuente se senta-ron; y queriendo ya la reina mandar que se contasela primera historia sucedió algo que hasta entoncesno había sucedido, y fue que por la reina y por to-dos fue oído un gran alboroto que las criadas y losservidores hacían en la cocina. Por lo que hechollamar el senescal y preguntándole quién gritaba ycuál era la razón del alboroto, repuso que el alboro-to era entre Licisca y Tíndaro pero que la razón no

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1a sabía, como quien acababa de llegar a dondeestaban para hacerlos callar cuando de parte suyalo habían llamado. Al cual mandó la reina que incon-tinenti hiciera venir aquí a Licisca y Tíndaro; venidoslos cuales, preguntó la reina cuál era la razón de sualboroto.

Y queriéndole responder Tíndaro, Licisca,que sus años tenía y un tanto soberbia era, y calen-tada con el gritar, volviéndose a él con mal gesto,dijo:

—¡Ved este animal de hombre a lo que seatreve, donde estoy yo a hablar antes que yo! Dejaque yo lo diga. —Y volviéndose a la reina, dijo:—Señora, éste quiere saber más que yo de la mujerde Sicofonte, y ni más ni menos que si yo no la co-nociese, quiere que crea que la noche primera queSicofonte se acostó con ella, micer Mazo entró enMontenegro por la fuerza y con derramamiento desangre; y yo digo que no es verdad sino que entrópacíficamente y con gran placer de los de dentro. Yéste es tan animal que se cree demasiado que lasjóvenes son tan tontas que están perdiendo el tiem-po al cuidado del padre y los hermanos que de sieteveces seis esperan a casarlas tres o cuatro añosmás de lo que deben. Hermano, ¡bien estarían si

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tuvieran que esperar tanto! Por Cristo que debosaber lo que me digo cuando lo juro, no tengo veci-na yo que haya ido al marido doncella; y aun de lascasadas bien sé cuántas y qué burlas hacen a losmaridos; y este borrego quiere enseñarme a cono-cer a las mujeres, como si yo hubiera nacido ayer.

Mientras hablaba Licisca, se reían tanto lasseñoras que se les habrían podido sacar todos losdientes que tenían; y la reina ya la había mandadocallar seis veces, pero no valía de nada: no paróhasta que hubo dicho lo que quería. Pero luego deque puso fin a sus palabras, la reina, riendo, vol-viéndose a Dioneo, dijo:

—Dioneo, éste es asunto tuyo, y por ellocuando hayamos terminado nuestras historiastendrás que sentenciar en firme sobre él.

Dioneo prestamente le respondió:

—Señora, la sentencia está dada sin oírmás; y digo que Licisca tiene razón y creo que seacomo ella dice, y Tíndaro es un animal. —La cualcosa, oyendo Licisca, comenzó a reírse, y volvién-dose a Tíndaro, le dijo:

—Oye, bien lo decía yo: vete con Dios,¿crees que sabes más que yo cuando todavía no

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tienes secos los ojos? ¡Alabado sea!, no he vividoyo en vano, no.

Y si no fuera que la reina con un mal gestole impuso silencio y le mandó que no dijese unapalabra más ni hiciera ningún alboroto si no queríaser azotada, y mandó que se fuesen ella y Tíndaro,nada se habría podido hacer en todo el día sinooírla a ella. Poco después que hubieron partido, lareina ordenó a Filomena que a las historias dieraprincipio; la cual, alegremente así comenzó:

NOVELA PRIMERA

Un caballero dice a doña Oretta que la lle-vará a caballo y le contará una historia, y contándo-la desordenadamente, ella le ruega que la baje delcaballo.

Jóvenes señoras, como en las noches cla-ras son las estrellas ornamento del cielo y en laprimavera las flores de los verdes prados, y de losmontes los vestidos arbustillos, así de las cortesescostumbres y de los bellos discursos lo son las fra-ses ingeniosas; las cuales, porque son breves, tanto

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mejor convienen a las mujeres que a los hombres,cuanto a las mujeres más que a los hombres elmucho hablar afea. Es verdad que, sea cual sea larazón, o la mitad de nuestro ingenio o la singularenemistad que a nuestros siglos tengan los cielos,hoy pocas o ninguna mujer quedan que sepan enlos momentos oportunos decir algunas, o, si se di-cen, entenderlas como conviene: vergüenza generalde todas nosotras. Pero porque ya sobre esta mate-ria suficiente fue dicho por Pampínea, no entiendoseguir adelante; mas por haceros ver cuán bello esdecirlas en el momento oportuno, una cortés impo-sición de silencio hecha por una gentil señora a uncaballero me place contaros:

Así como muchas de vosotras pueden sa-berlo (o por haberlo visto o haberlo oído), no hacemucho tiempo hubo en nuestra ciudad una gentil ycortés señora y elocuente cuyo valor no ha mereci-do que se olvide su nombre. Se llamó, pues, doñaOretta y fue la mujer de micer Geri Spina; la cual,estando por acaso en el campo, como estamosnosotros, y yendo de un lugar a otro para entrete-nerse junto con otras señoras y caballeros, a quie-nes en su casa había tenido a almorzar, y siendo talvez el camino algo largo de allí de donde partían a

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donde esperaban llegar todos a pie, dijo uno de loscaballeros de la compañía:

—Doña Oretta, si queréis, yo os llevaré granparte del camino que tenemos que andar, a caballoy contándoos una de las mejores historias del mun-do.

La señora le repuso:

—Señor, mucho os lo ruego, y me serágratísimo.

El señor caballero, a quien tal vez no le sen-taba mejor la espada al cinto que el novelar a lalengua, oído esto, comenzó una historia que enverdad era de por sí bellísima, pero repitiendo éltres o cuatro veces una misma palabra y unas ve-ces volviendo atrás, y a veces diciendo: «No escomo dije», y con frecuencia equivocándose en losnombres, diciendo uno en lugar de otro, gravementela estropeaba; sin contar con que pésimamente,según la cualidad de las personas y de los actosque les sucedían, hacía la exposición.

De lo que a doña Oretta, al oírlo, muchasveces le venían sudores y un desvanecimiento delcorazón como si, enferma, estuviera a punto definar; la cual cosa, después de que ya sufrir no la

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pudo, conociendo que el caballero había entrado enun embrollo y no sabía cómo salir, placenteramentedijo:

—Señor, este caballo vuestro tiene un trotemuy duro, por lo que os ruego que os plazca dejar-me bajar.

El caballero, que por ventura era muchomejor entendedor que narrador, entendida la alu-sión, y tomándola festivamente y a broma, echómano de otras novelas, y la que había comenzado ymal seguido, dejó sin terminar.

NOVELA SEGUNDA

El panadero Cisti con una sola palabra hacearrepentirse a micer Géri Spina de una irreflexivapetición suya.

Mucho fue por todas las mujeres y los hom-bres alabado el decir de doña Oretta, al que mandóla reina que Pampínea siguiese; por lo que ella co-menzó así:

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Hermosas señoras, no sé ver por mí mismaqué tiene mayor culpa, si la naturaleza emparejandoun alma noble con un cuerpo vil o la fortuna empa-rejando con un cuerpo dotado de alma noble un viloficio, como en Cisti, nuestro conciudadano, y enmuchos más hemos podido ver que sucedía; al cualCisti, provisto de altísimo ánimo, la fortuna hizopanadero. Y ciertamente le echaría yo la culpa porigual a la naturaleza y a la fortuna si no supiese quela naturaleza es discretísima y que la fortuna tienemil ojos aunque los tontos se la figuren ciega. Lascuales creo yo que, como muy previsoras, hacen loque los mortales hacen muchas veces, cuando,inseguros del acontecer futuro, para una necesidadsus cosas más preciosas en los sitios más viles desus casas, como menos sospechosos, sepultan, yde allí la sacan en las mayores necesidades,habiéndolas el vil lugar más seguramente conser-vado que lo habría hecho la hermosa cámara.

Y así las dos ministros del mundo con fre-cuencia sus más preciosas cosas esconden bajo lasombra de las artes reputadas más viles, para queal sacarlas de ellas cuando es necesario, más claroaparezca su esplendor. Lo cual, en cuán poca cosael panadero Cisti lo demostró abriéndole los ojos dela inteligencia a micer Geri Spina (a quien, la conta-

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da historia de doña Oretta, que fue su mujer, me hatraído a la memoria) me place exponeros con unahistoria muy corta.

Digo, pues, que, habiendo el papa Bonifa-cio, junto al que micer Geri Spina tuvo grandísimofavor, mandado a Florencia a algunos nobles emba-jadores suyos por ciertas grandes necesidades su-yas, habiéndose quedado ellos en casa de micerGeri, y tratando él con ellos los asuntos del Papa,sucedió que, cualquiera que fuese la razón, micerGeri con estos embajadores del Papa, todos a pie,casi todas las mañanas pasaban por delante deSanta María Ughi, donde el panadero Cisti tenía suhorno y personalmente ejercía su arte. Al cual, aun-que fortuna hubiera dado un oficio muy humilde,tanto en él le había sido benigna que se habíahecho riquísimo, y sin querer nunca abandonarlopor otro, espléndidamente vivía, teniendo entre susdemás buenas cosas los mejores vinos blancos ytintos que se encontraban en Florencia o en susalrededores. El cual, viendo todas las mañanaspasar por delante de su puerta a micer Geri y losembajadores del Papa, y siendo grande el calor,pensó que gran cortesía sería invitarles a beber subuen vino blanco; pero considerando su condición yla de micer Geri, no le parecía cosa decorosa atre-

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verse a invitarlo sino que pensó en una manera queindujese a micer Geri a invitarse a sí mismo. Y te-niendo un jubón blanquísimo puesto y un mandillimpísimo siempre por encima, que más bien le hac-ían parecer molinero que panadero, todas las ma-ñanas a la hora que pensaba que micer Geri con losembajadores debían pasar, se hacía traer delantede su puerta un cubo nuevo rebosante de aguafresca y un pequeño jarro boloñés nuevo de subuen vino blanco y dos vasos que parecían de pla-ta, tan claros eran; y sentándose, cuando pasaban(y después de que él una vez o dos había carras-peado), comenzaba a beber con tanto gusto estevino suyo que le habría dado ganas de beberlo a unmuerto.

La cual cosa habiendo micer Geri visto unao dos mañanas, dijo la tercera:

—¿Qué es eso, Cisti? ¿Está bueno?

Cisti, poniéndose prestamente en pie, repu-so:

—Señor, sí; pero cuánto no podría haceroscomprender si no lo probáis.

Micer Geri, quien o por el tiempo que hacíao por haberse cansado más de lo acostumbrado o

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tal vez por el gusto con que veía beber a Cisti, sent-ía sed, volviéndose a los embajadores les dijo son-riendo:

—Señores, bueno será que probemos el vi-no de este hombre honrado; tal vez sea tal que nonos arrepintamos.

Y junto con ellos se acercó a Cisti. El cual,haciendo inmediatamente sacar un buen bancofuera de la tahona, les rogó que se sentasen, y asus criados que ya para lavar los vasos se adelan-taban dijo:

—Compañeros, apartaos y dejadme hacer amí este servicio, que no sé peor escanciar que hor-near; ¡y no esperéis probar una gota!

Y dicho esto, lavando él mismo cuatro va-sos buenos y nuevos, y haciendo traer un pequeñojarro de su buen vino, diligentemente dio de beber amicer Geri y sus compañeros. A quienes el vinopareció el mejor que habían bebido en mucho tiem-po; por lo que, alabándolo mucho, mientras los em-bajadores estuvieron allí, casi todas las mañanasfue con ellos a beber micer Geri.

Habiendo terminado sus asuntos y debien-do partir, micer Geri les hizo dar un magnífico convi-

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te, al que invitó a una parte de los más honorablesciudadanos, e hizo invitar a Cisti, el cual de ningunamanera quiso ir. Mandó entonces micer Geri a unode sus servidores que fuese a por una botella delvino de Cisti, y de él diese medio vaso por personala primera vez que sirviese.

El servidor, tal vez enfadado porque nuncahabía podido probar el vino, cogió un gran frasco; elcual al verlo Cisti dijo:

—Hijo, micer Geri no te envía a mí.

Lo que afirmando muchas veces el servidory no pudiendo obtener otra respuesta, volvió a micerGeri y se lo dijo así, micer Geri le dijo:

—Vuelve allí y dile que de verdad te mandoyo, y si otra vez te contesta lo mismo pregúntaleque adónde te mando.

El servidor, volviendo, le dijo:

—Cisti, es verdad que micer Geri me mandaotra vez a ti.

Cisti le respondió:

—Seguro, hijo, que no.

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—Entonces —dijo el servidor—, ¿a quiénmanda?

Respondió Cisti:

—Al Arno.

Lo que contando el servidor a micer Geri,enseguida le abrió los ojos de la inteligencia, y dijoal servidor:

—Déjame ver qué frasco le llevas. —Yviéndolo, dijo—: Cisti dice bien.

E insultándole, le hizo llevar un frasco apro-piado; viendo el cual, Cisti dijo:

—Ahora sé bien que te manda a mí.

Y alegremente se lo llenó.

Y luego, aquel mismo día, haciendo llenarun barrilejo de un vino igual y haciéndolo llevar des-pacito a casa de micer Geri, se fue detrás y al en-contrarse con él le dijo:

—Señor, no querría que creyeseis que elgran frasco de esta mañana me había espantado;pero pareciéndome que os habíais olvidado de loque yo os he mostrado estos días con mis peque-ños jarritos, es decir, que éste no es vino para cria-

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dos, quise recordároslo esta mañana. Pero como noentiendo ser guardián de él, os he traído todo:haced con él lo que gustéis.

Micer Geri recibió el apreciadísimo regalode Cisti y le dio las gracias que creyó que conven-ían, y siempre luego lo tuvo en gran estima y fue suamigo.

NOVELA TERCERA

Doña Nonna de los Pulci con una rápidarespuesta a las bromas menos que honestas delobispo de Florencia impone silencio.

Cuando Pampínea hubo terminado su histo-ria, luego que por todos tanto la respuesta como laliberalidad de Cisti fue muy alabada, plugo a la reinaque Laureta narrase después; la cual, alegremente,comenzó a decir así:

Amables señoras, primero Pampínea y aho-ra Filomena con mucha verdad incidieron en nues-tra poca virtud y en la belleza de los dichos ingenio-sos; por lo que como no hay necesidad de volver aello, además de lo que se ha dicho de los dichos

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ingeniosos, quiero recordaros que la naturaleza deestos dichos es tal que del modo que muerde laoveja deben atacar al oyente y no como hace elperro: porque si como el perro mordiesen, las pala-bras no serían ingeniosas sino villanas. Es verdadque, si como respuesta se dicen, y el que respondemuerde como el perro cuando ha sido primero mor-dido como por un perro, no parece tan reprensiblecomo lo sería si no hubiera sucedido así, y por ellohay que considerar cómo y cuándo y con quién ysemejantemente dónde se hace gala de ingenio.Las cuales cosas, poco teniendo en cuenta un pre-lado nuestro, no menor ataque recibió que dio; loque quiero mostraros con una corta historia.

Siendo obispo de Florencia micer Antoniode Orsi, valioso y sabio prelado, vino a Florencia unnoble catalán llamado micer Diego de la Ratta, ma-riscal del rey Roberto, el cual, siendo apuestísimoen su persona y muy gran galanteador, sucedió queentre las otras damas florentinas le gustó una queera mujer muy hermosa y era sobrina de un herma-no del dicho obispo. Y habiendo sabido que su ma-rido, aunque de buena familia era muy avaro y mal-vado, arregló con él que le entregaría cincuentaflorines de oro y que él le dejaría dormir una nochecon su mujer; por lo que, haciendo dorar popolinos

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de plata, que entonces se usaban, acostándose conla mujer, aunque contra el gusto de ella, se los dio.Lo que, corriéndose luego por todas partes, llenó almal hombre de burlas y de escarnio y el obispo,como prudente, fingió no haber oído nada de todoesto. Por lo que, tratándose mucho el obispo y elmariscal, sucedió que el día de San Juan, montandoa caballo uno al lado del otro mirando a las mujerespor la calle por donde se corre el palio, el obispo vioa una joven a quien la pestilencia presente nos haquitado ya siendo señora, cuyo nombre fue Nonnade los Pulci, prima de micer Alesso Rinucci y aquien vosotras todas habéis debido conocer; la cual,siendo entonces una lozana y hermosa joven y elo-cuente y de gran ánimo, poco tiempo antes casadaen Porta San Pietro, la enseñó al mariscal.

Luego, acercándose a ella, poniéndole almariscal una mano en el hombro, dijo:

—Nonna, ¿qué piensas de él? ¿Crees quele vencerías?

A Nonna le pareció que aquellas palabrasen algo iban contra su honestidad o que la man-charían en la opinión de quienes las oyeron, queeran muchos; por lo que, no preocupándose de

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limpiar esta mancha sino de devolver golpe porgolpe, rápidamente contestó:

—Señor, él tal vez no me vencería a mí,que necesito buena moneda.

Cuyas palabras oídas, el mariscal y el obis-po, sintiéndose igualmente vulnerados, el uno comoautor de la deshonrosa cosa con la sobrina del her-mano del obispo y el otro como el que la había reci-bido en la sobrina del propio hermano, sin mirarse eluno al otro, avergonzados y silenciosos se fueronsin decir aquel día una palabra más. Así pues,habiendo sido atacada la joven, no estuvo mal queatacase a los otros con ingenio.

NOVELA CUARTA

Ghichibio, cocinero de Currado Gianfigliazzi,con unas rápidas palabras cambió a su favor en risala ira de Currado y se salvó de la desgracia con queCurrado le amenazaba.

Se callaba ya Laureta y por todos había si-do muy alabada Nonna, cuando la reina ordenó aNeifile que siguiese; la cual dijo:

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Por mucho que el rápido ingenio, amorosasseñoras, con frecuencia preste palabras rápidas yútiles y buenas a los decidores, según los casos,también la fortuna, que alguna vez ayuda a los te-merosos, en sus lenguas súbitamente las ponecuando nunca los decidores hubieran podido hallar-las con ánimo sereno; lo que con mi historia entien-do mostraros.

Currado Gianfigliazzi, como todas vosotrashabéis oído y podido ver, siempre ha sido en nues-tra ciudad un ciudadano notable, liberal y magnífico,y viviendo caballerescamente continuamente se hadeleitado con perros y aves de caza, para no entrarahora en sus obras mayores. El cual, con un halcónsuyo habiendo cazado un día en Perétola una grullamuerta, encontrándola gorda y joven la mandó a unbuen cocinero suyo que se llamaba Ghichibio y eraveneciano, y le mandó decir que la asase para lacena y la preparase bien.

Ghichibio, que era un fantoche tan grandecomo lo parecía, preparada la grulla, la puso al fue-go y con solicitud comenzó a guisarla. La cual, es-tando ya casi guisada y despidiendo un grandísimoolor, sucedió que una mujercita del barrio, que sellamaba Brunetta y de quien Ghichibio estaba muy

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enamorado, entró en la cocina y sintiendo el olor dela grulla y viéndola, rogó insistentemente a Ghichi-bio que le diese un muslo.

Ghichibio le contestó cantando y dijo:

—No os la daré yo, señora Brunetta, no osla daré yo.

Con lo que, enfadándose la señora Brunet-ta, le dijo:

—Por Dios te digo que si no me lo das,nunca te daré yo nada que te guste.

Y en resumen, las palabras fueron muchas;al final, Ghichibio, para no enojar a su dama, tirandode uno de los muslos de la grulla se lo dio. Habien-do luego delante de Currado y algunos huéspedessuyos puesto la grulla sin muslo, y maravillándoseCurrado de ello, hizo llamar a Ghichibio y le pre-guntó qué había sucedido con el otro muslo de lagrulla.

El veneciano mentiroso le respondió:

—Señor mío, las grullas no tienen más queun muslo y una pata.

Currado, entonces, enojado, dijo:

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—¿Cómo diablos no tienen más que unmuslo y una pata? ¿No he visto yo en mi vida másgrullas que ésta?

Ghichibio siguió:

—Es, señor, como os digo; y cuando osplazca os lo haré ver en las vivas.

Currado, por amor a los huéspedes que ten-ía consigo, no quiso ir más allá de las palabras, sinoque dijo:

—Puesto que dices que me lo mostrarás enlas vivas, cosa que nunca he visto ni oído que fueseasí, quiero verlo mañana por la mañana, y me que-daré contento; pero te juro por el cuerpo de Cristoque, si de otra manera es, te haré azotar de maneraque por tu mal te acordarás siempre que aquí vivasde mi nombre.

Terminadas, pues, por aquella tarde las pa-labras, a la mañana siguiente, al llegar el día, Cu-rrado, a quien no le había pasado la ira con el sue-ño, lleno todavía de rabia se levantó y mandó que lellevasen los caballos y haciendo montar a Ghichibioen una mula, hacia un río en cuya ribera siempresolía, al hacerse de día, verse a las grullas, lo llevó,diciendo:

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—Pronto veremos quién ha mentido ayertarde, si tú o yo.

Ghichibio viendo que todavía duraba la irade Currado y que tenía que probar su mentira, nosabiendo cómo podría hacerlo, cabalgaba junto aCurrado con el mayor miedo del mundo, y de buenagana si hubiese podido se habría escapado; pero nopudiendo, ora hacia atrás, ora hacia adelante y a loslados miraba, y lo que veía creía que eran grullassobre sus dos patas.

Pero llegados ya cerca del río, antes quenadie vio sobre su ribera por lo menos una docenade grullas que estaban sobre una pata como suelenhacer cuando duermen. Por lo que, rápidamentemostrándolas a Currado, dijo:

—Muy bien podéis, señor, ver que ayer no-che os dije la verdad, que las grullas no tienen sinoun muslo y una pata, si miráis a las que allá están.

Currado, viéndolas, dijo:

—Espérate que te enseñaré que tienen dos.—Y acercándose un poco más a ellas, gritó—:¡Hohó!

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Con el cual grito, sacando la otra pata, to-das después de dar algunos pasos comenzaron ahuir; con lo que Currado, volviéndose a Ghichibio,dijo:

—¿Qué te parece, truhán? ¿Te parece quetienen dos?

Ghichibio, casi desvanecido, no sabiendo élmismo de dónde le venía la respuesta, dijo:

—Señor, sí, pero vos no le gritasteis«¡hohó!» a la de anoche: que si le hubieseis gritado,habría sacado el otro muslo y la otra pata comohacen éstas.

A Currado le divirtió tanto la respuesta, quetoda su ira se convirtió en fiestas y risa, y dijo:

—Ghichibio, tienes razón: debía haberlohecho.

Así pues, con su rápida y divertida respues-ta, evitó la desgracia y se reconcilió con su señor.

NOVELA QUINTA

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Micer Forese de Rábatta y el maestro Giot-to, pintor, viniendo de Mugello, mutuamente se bur-lan de su mezquina apariencia.

Al callarse Neifile, habiendo gustado muchoa las señoras la respuesta de Ghichibio, así hablóPánfilo por voluntad de la reina:

Carísimas señoras, sucede con frecuenciaque, así como la fortuna bajo viles oficios algunasveces oculta grandes tesoros de virtud, como hacepoco fue mostrado por Pampínea, también bajofeísimas formas humanas se encuentran maravillo-sos talentos escondidos por la naturaleza. La cualcosa muy aparente fue en dos de nuestros conciu-dadanos sobre los que entiendo hablar brevemente:porque el uno, que micer Forese de Rábatta sellamaba, siendo bajo de estatura y deforme, con unacara tan aplastada y retorcida que hubiera parecidodeforme a cualquiera de los Baronci que más de-formada la tuvo, tuvo tanto talento para las leyesque por muchos hombres de valor fue reputadoalmacén de conocimientos civiles; y el otro, cuyonombre fue Giotto, fue de ingenio tan excelente queninguna cosa de la naturaleza (madre de todas lascosas y alimentadora de ellas con el continuo girar

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de los cielos) con el estilo, la pluma o el pincel habíaque no pintase tan semejante a ella que no ya se-mejante sino más bien ella misma pareciese, encuanto muchas veces en las cosas hechas por él seencuentra que el vivísimo juicio de los hombres seequivoca creyendo ser verdadero lo que es pintado.

Y por ello, habiendo él hecho tornar a la luzaquel arte que muchos siglos bajo los errores aje-nos (que más para deleitar los ojos de los ignoran-tes que para complacer al intelecto de los sabiospintan) había estado sepultada, merecidamentepuede decirse que es una de las luces de la floren-tina gloria; y tanto más cuanto que, con la mayorhumildad, viviendo siempre en ella como maestrode las artes, la conquistó rehusando siempre serllamado maestro; el cual título, por él rechazado,tanto más resplandecía en él cuanto más era usur-pado con avidez mayor por quienes menos sabíanque él o por sus discípulos. Pero por muy grandeque fuese su arte, no era él en la persona y el as-pecto en nada más hermoso de lo que era micerForese. Pero volviendo a la historia digo que:

Tenían en Mugello micer Forese y Giottosus posesiones; y habiendo ido micer Forese a verlas suyas en este tiempo del verano en que los tri-

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bunales tienen vacaciones, y volviendo por acasosobre un mal rocín de alquiler, encontró al ya dichoGiotto, el cual semejantemente, habiendo visto lassuyas, se volvía a Florencia; el cual ni en el caballoni en los arreos estando en nada mejor que él, co-mo viejos que eran, avanzando poco a poco, sejuntaron. Sucedió, como muchas veces en el veranovemos suceder, que les alcanzó una súbita lluvia,de la que lo más pronto que pudieron se refugiaronen casa de un labrador amigo y conocido de losdos. Pero luego de un rato, no llevando el aguaaspecto de parar y queriendo ellos llegar en el día aFlorencia, pidiendo prestadas al labrador dos viejascapas de paño romañés y dos sombreros todosroídos por el tiempo, porque mejores no había, co-menzaron a caminar.

Ahora, habiendo andado algo, y viéndosetodos mojados y, por las salpicaduras que los roci-nes hacen en gran cantidad con las patas, llenos debarro, cosas que no suelen añadir ningún honor,aclarando un tanto el tiempo, ellos, que largamentehabían venido callados, empezaron a conversar. Ymicer Forese, cabalgando y escuchando a Giotto,que era excelentísimo conversador, comenzó aconsiderarlo de lado y de frente y por todas partes;

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y viéndolo todo tan deslustrado y tan mezquino, sinconsiderarse a sí mismo, comenzó a reírse y dijo:

—Giotto, ¿cuándo, si viniese a nuestro en-cuentro algún forastero que nunca te hubiera visto,crees tú que pensaría que eras el mejor pintor delmundo, como eres?

Giotto le respondió prestamente:

—Señor, creo que lo creería cuando mirán-doos a vos creyese que sabíais el abecé.

Lo que, oyendo micer Forese, su error re-conoció y se vio pagado en la misma moneda conque había vendido las mercancías.

NOVELA SEXTA

Prueba Michele Scalza a algunos jóvenesque los Baronci son los hombres más nobles delmundo y del ultramar y gana una cena.

Todavía reían, las señoras con la buena yrápida respuesta de Giotto cuando la reina ordenóseguir a Fiameta, la cual comenzó a hablar así:

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Jóvenes señoras, el haber recordado Pánfi-lo a los Baronci, a quienes tal vez no conocisteiscomo él conoció, me ha traído a la memoria unahistoria en la cual cuánta sea su nobleza se muestrasin desviarnos de nuestro propósito; y por ello meplace contarla.

No ha pasado mucho tiempo desde que ennuestra ciudad hubo un joven llamado MicheleScalza, que era el más agradable y divertido hom-bre de mundo, y tenía entre manos las historias másextravagantes; por la cual cosa los jóvenes florenti-nos estimaban mucho, cuando se reunían en com-pañía poder contar con él. Ahora, sucedió un díaque, estando él con algunos más en Montughi, em-pezó entre ellos una disputa sobre cuáles serían loshombres más nobles de Florencia y los más anti-guos; de los cuales algunos decían que los Uberü yotros los Lamberü, y quién uno y quién otro, segúnles venía al ánimo.

Y oyéndolos Scalza, comenzó a reírsesarcásticamente y dijo:

—Idos por ahí, idos, que sois unos bobos;no sabéis lo que decís: los hombres más nobles ylos más antiguos, no en Florencia sino en todo elmundo y en ultramar son los Baronci, y en esto

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están de acuerdo todos los filósofos y todo hombreque los conoce como yo; y para que no creáis quehablo de otros os digo que son los Baronci vuestrosvecinos de Santa María la Mayor

Cuando los jóvenes, que esperaban que di-jera otra cosa, oyeron esto, se burlaron de él todos,y dijeron:

—Quieres atraparnos por tontos, como si noconociésemos a los Baronci como tú.

Dijo Scalza:

—No, por el Evangelio, sino que digo laverdad, y si aquí hay alguno que quiera apostar unacena a pagarla quien gane, yo apostaré de grado;aún haré más, que me someteré a la sentencia dequien queráis.

Entre quienes dijo uno, que se llamaba NeriVannini:

—Yo estoy dispuesto a ganar esa cena.

Y poniéndose de acuerdo en tener por jueza Piero de los Fioretino, en cuya casa estaban, yyéndose a buscarle, y todos los otros detrás paraver perder a Scalza y burlarse de él, le contarontodo lo dicho.

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Piero, que era discreto joven, oída primera-mente la explicación de Neri, volviéndose haciaScalza luego, dijo:

—¿Y cómo podrás demostrar esto que afir-mas?

Dijo Scalza:

—¿Que cómo? Lo mostraré con tal argu-mento que no sólo tú sino también éste que lo niegadirá que digo verdad. Sabéis que, cuanto más anti-guos son los hombres más nobles son, y así decíanéstos hace poco; y los Baronci son más antiguosque cualquiera otro hombre, por lo que son másnobles; y si os demuestro cómo son más antiguossin duda habré ganado la disputa. Debéis saber quelos Baronci fueron creados por Dios en el tiempo enque él había comenzado a aprender a pintar, perolos otros hombres fueron hechos después de queNuestro Señor supo pintar. Y si digo la verdad enesto, pensad en los Baronci y en los demás hom-bres. Mientras a todos los demás veréis con losrostros bien compuestos y debidamente proporcio-nados, podréis ver a los Baronci con la cara muylarga y estrecha, y alguno que la tiene ancha másallá de toda conveniencia, y tal con la nariz muylarga y tal con ella corta, y algunos con el mentón

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hacia afuera o metido hacia adentro, y con quijadasque parecen de asno, y los hay que tienen un ojomayor que el otro, y aun quien tiene uno más altoque el otro, como suelen ser las caras que pintanprimero los niños que aprenden a dibujar; por locual, como ya he dicho, bastante bien se ve queNuestro Señor los hizo cuando aprendía a pintar,por lo que éstos son más antiguos que los otros, ypor ello más nobles.

De lo cual acordándose Piero que era eljuez y Neri que había apostado la cena, y acordán-dose todos los demás también, y habiendo oído eldivertido argumento de Scalza, empezaron a reírsey a afirmar que Scalza tenía razón y que había ga-nado la cena y que con seguridad los Baronci eranlos más nobles y más antiguos que había, no ya enFlorencia sino en el mundo y en ultramar. Y por ellocon toda razón Pánfilo, queriendo mostrar la fealdaddel rostro de micer Forese, dijo que habría sidohorrible en uno de los Baronci.

NOVELA SÉPTIMA

Doña Filipa, encontrada por su marido conun amante, llamada a juicio, con una pronta y diver-

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tida respuesta consigue su libertad y hace cambiarlas leyes.

Ya se callaba Fiameta y todos reían aún delingenioso argumento usado por Scalza para enno-blecer sobre todos los otros a los Baronci, cuando lareina mandó a Filostrato que novelase; y él co-menzó a decir:

Valerosas señoras, buena cosa es saberhablar bien en todas partes, pero yo juzgo que esbuenísimo saber hacerlo cuando lo pide la necesi-dad; lo que tan bien supo hacer una noble señorasobre la cual entiendo hablaros que no solamente adiversión y risa movió a los oyentes, sino que a símisma se desató de los lazos de una infamantemuerte, como oiréis.

En la ciudad de Prato había antes una ley,ciertamente no menos condenable que dura, que,sin hacer distinción, mandaba que igual fuera que-mada la mujer que fuese por el marido hallada enadulterio con algún amante como la que por dinerocon algún otro hombre fuese encontrada. Y mien-tras había esta ley sucedió que una noble señora,hermosa y enamorada más que ninguna otra, cuyo

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nombre era doña Filipa, fue hallada en su propiaalcoba una noche por Rinaldo de los Pugliesi, sumarido, en brazos de Lazarino de los Guazzagliotri,joven hermoso y noble de aquella ciudad, a quienella como a sí misma amaba y era amada por él; lacual cosa viendo Rinaldo, muy enfurecido, a duraspenas se contuvo de echarse encima de ellos ymatarlos, y si no hubiese sido porque temía por símismo, siguiendo el ímpetu de su ira lo habríahecho.

Sujetándose, pues, en esto, no se pudo su-jetar de querer que lo que a él no le era lícito hacerlo hiciese la ley pratense, es decir, matar a su mu-jer. Y por ello, teniendo para probar la culpa de lamujer muy convenientes testimonios, al hacerse dedía, sin cambiar de opinión, acusando a su mujer, lahizo demandar. La señora, que de gran ánimo era,como generalmente suelen ser quienes enamora-das están de verdad, aunque desaconsejándoselomuchos de sus amigos y parientes, decidió firme-mente comparecer y mejor querer, confesando laverdad, morir con valiente ánimo que vilmente,huyendo, ser condenada al exilio por rebeldía ydeclararse indigna de tal amante como era aquel encuyos brazos había estado la noche anterior. Y muybien acompañada de mujeres y de hombres, por

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todos exhortada a que negase, llegada ante el po-destá, preguntó con firme gesto y con segura vozqué quería de ella. El podestá, mirándola y viéndolahermosísima y muy admirable en sus maneras, y degran ánimo según sus palabras testimoniaban, sin-tió compasión de ella, temiendo que fuera a confe-sar una cosa por la cual tuviese él que hacerla morirsi quería conservar su reputación.

Pero no pudiendo dejar de preguntarleaquello de que era acusada, le dijo:

—Señora, como veis, aquí está Rinaldovuestro marido y se querella contra vos, a quiendice que ha encontrado en adulterio con otro hom-bre, y por ello pide que yo, según una ley dispone,haciéndoos morir os castigue; pero yo no puedohacerlo si vos no confesáis, y por ello cuidaos biende lo que vais a responder, y decidme si es verdadaquello de que vuestro marido os acusa.

La señora, sin amedrentarse un punto, convoz asaz placentera, repuso:

—Señor, es verdad que Rinaldo es mi mari-do y que la noche pasada me encontró en brazosde Lazarino, en los que muchas veces he estadopor el buen y perfecto amor que le tengo, y esto

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nunca lo negaré. Pero como estoy segura que sab-éis, las leyes deben ser iguales para todos y hechascon consentimiento de aquellos a quienes afectan;cosas que no ocurren con ésta, que solamente obli-ga a las pobrecillas mujeres, que mucho mejor quelos hombres podrían satisfacer a muchos; y ademásde esto, no ya ninguna mujer, cuando se hizo, leprestó consentimiento sino que ninguna fue aquíllamada; por las cuales cosas merecidamente pue-de decirse que es mala. Y si queréis en perjuicio demi cuerpo y de vuestra alma ser ejecutor de ella, avos lo dejo; pero antes de que procedáis a juzgarnada, os ruego que me concedáis una pequeñagracia, que es que preguntéis a mi marido si yo,cada vez y cuantas veces él quería, sin decirle nun-ca que no, le concedía todo de mí misma o no.

A lo que Rinaldo, sin esperar a que el po-destá se lo preguntase, prestamente repuso que sinduda alguna su mujer siempre que él la había re-querido le había concedido cuanto quería.

—Pues —siguió rápidamente la señora— yoos pregunto, señor podestá, si él ha tomado de mísiempre lo que ha necesitado y le ha gustado, ¿quédebía hacer yo (o debo) con lo que me sobra? ¿De-bo arrojarlo a los perros? ¿No es mucho mejor

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servírselo a un hombre noble que me ama más quea sí mismo que dejar que se pierda o se estropee?

Estaban allí para semejante interrogatoriode tan famosa señora casi todos los pratenses re-unidos, los cuales, al oír tan aguda respuesta, en-seguida, luego de mucho reír, a una voz gritaronque la señora tenía razón y decía bien; y antes deque se fuesen de allí, exhortándoles a ello el po-destá, modificaron la cruel ley y dejaron que sola-mente se refiriese a las mujeres que por dinero fal-tasen contra sus maridos. Por la cual cosa Rinaldo,quedándose confuso con tan loca empresa, se fuedel tribunal; y la señora, alegre y libre, del fuegoresucitada, a su casa se volvió llena de gloria.

NOVELA OCTAVA

Fresco aconseja a su sobrina que no se mi-re al espejo si los fastidiosos le eran tan molestosde ver como decía.

La historia contada por Filostrato primeroofendió con alguna vergüenza los corazones de lasseñoras que escuchaban, y con el rubor que apare-

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ció en su rostro dieron de ello señal; y luego, mirán-dose la una a la otra, apenas pudiendo contener larisa, la escucharon riendo a escondidas. Pero luegode que llegó el fin, la reina, volviéndose a Emilia, leordenó que siguiese; la cual, no de otro modo que sise levantase de dormir, suspirando, comenzó:

Atrayentes jóvenes, porque un largo pen-samiento me ha tenido un buen rato lejos de aquí,para obedecer a nuestra reina, tal vez con una mu-cho más corta historia de lo que lo habría hecho sihubiese tenido ánimo, cumpliré, contándoos el tontoerror de una joven corregido por unas ingeniosaspalabras de un tío suyo si ella hubiera sido capaz deentenderlo.

Uno, pues, que se llamó Fresco de Celático,tenía una sobrina llamada cariñosamente Cesca, lacual, aunque tuviese gallarda figura y rostro, no erasin embargo de esos angelicales que muchas vecesvemos, pero en tanto y tan noble se reputaba quehabía tomado por costumbre censurar a los hom-bres y las mujeres y todas las cosas que veía sinmirarse en nada a sí misma, que era mucho másfastidiosa, cansina y enfadosa que ninguna, porquea su gusto nada podía hacerse; y tan altanera era,además de todo esto, que si hubiera sido hija del

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rey de Francia habría sido excesivo. Y cuando ibapor la calle tanto le olía a quemado que no hacíasino torcer el gesto como si le llegara hedor deaquel a quien viera o encontrara. Ahora, dejandootras muchas costumbres suyas desagradables yfastidiosas, sucedió un día que, habiendo vuelto acasa, donde Fresco estaba, y sentándose frente aél, toda deshecha en dengues no hacía sino suspi-rar; por lo que preguntándole Fresco le dijo:

—Cesca, ¿qué es esto, que siendo hoy fies-ta has vuelto tan pronto a casa?

A quien, hecha melindres, le respondió:

—Es verdad que me he venido tempranoporque no creo que nunca en esta ciudad han sidolos hombres y las mujeres tan fastidiosos y moles-tos como hoy, y no hay nadie en la calle que no medesagrade como la mala ventura; y no creo quehaya mujer en el mundo a quien más fastidie ver ala gente desagradable que a mí, y por no verla mehe venido tan pronto.

Fresco, a quien grandemente desagradabanlas maneras afectadas de la sobrina, dijo:

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—Hija, si así te molestan los fastidiososcomo dices, si quieres vivir contenta, no te miresnunca al espejo.

Pero ella, más hueca que una caña y aquien le parecía igualar a Salomón en inteligencia,no de otra manera que hubiese hecho un borregoentendió las acertadas palabras de Fresco; contestóque le gustaba mirarse al espejo como a las demás;y así en su ignorancia siguió, y todavía sigue.

NOVELA NOVENA

Guido Cavalcanti injuria cortésmente conunas palabras ingeniosas a algunos caballeros flo-rentinos que lo habían sorprendido.

Advirtiendo la reina que Emilia se habíadesembarazado de su historia y que a nadie queda-ba por novelar sino a ella, excepto a aquél que teníael privilegio de decirla al final, así comenzó a decir:

Aunque, gallardas señoras, hoy me habéisquitado más de dos historias entre las que yo habíapensado contar una, no ha dejado de quedarme unapara contar en cuya conclusión se contienen tales

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palabras que tal vez ningunas se han contado detanta sabiduría.

Debéis, pues, saber que en tiempos pasa-dos había en nuestra ciudad muchas bellas y en-comiables costumbres (de las cuales hoy no haquedado ninguna por causa de la avaricia que enella ha crecido con las riquezas, que ha desterradoa todas) entre las cuales había una según la cual endiversos lugares de Florencia se reunían los noblesde los barrios y hacían grupos de cierto número,cuidando de poner en ellos a quienes soportar pu-diesen cumplidamente los gastos, y hoy uno maña-na otro, y así sucesivamente todos invitaban a co-mer, cada uno el día que le correspondiese, a todoel grupo; y a la mesa frecuentemente invitaban anobles forasteros, cuando allí llegaban, o a otrosciudadanos; y también se vestían de la misma ma-nera al menos una vez al año; y juntos los días fes-tivos cabalgaban por la ciudad, y a veces justaban,y máximamente en las fiestas principales o cuandoalguna noticia alegre de victoria o de otra cosahubiera llegado a la ciudad.

Entre las cuales compañías había una demicer Betto Brunelleschi, a la que micer Betto y loscompañeros se habían esforzado mucho por atraer

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a Guido, de micer Cavalcanti de los Cavalcanti, nosin razón, porque además de que era uno de losmejores lógicos que hubiera en su tiempo en elmundo y un óptimo filósofo natural (cosas de lascuales poco cuidaba la compañía) fue tan donoso ycortés y elocuente hombre que todo lo que queríahacer y de un noble era propio, supo hacerlo mejorque nadie; y además de esto era riquísimo y lo másque pueda decir la lengua sabía honrar a quien leparecía que valiese. Pero micer Betto nunca habíapodido tenerlo y creía él con sus compañeros queello ocurría porque Guido, en sus especulaciones,muchas veces mucho se abstraía de los hombres; yporque en algunas cosas compartía las opinionesde los epicúreos se decía entre la gente vulgar queestas especulaciones suyas estaban solamente enbuscar si podía probar que Dios no existía.

Ahora, sucedió un día que, habiendo salidoGuido de Orto San Michele y viniendo por el corsode los Adimari hasta San Giovanni, que muchasveces era su camino, estando allí esos sepulcrosgrandes de mármol que hoy están en Santa Repa-rata y otros muchos alrededor de San Giovanni, yestando él entre las columnas de pórfiro que allí hayy aquellas tumbas y la puerta de San Giovanni, quecerrada estaba, micer Betto con su compañía a

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caballo, viendo a Guido allí entre aquellas sepultu-ras, dijeron:

—Vamos a gastarle una broma.

Y espoleados los caballos, a guisa de unasalto bullicioso estuvieron encima casi antes deque él se diera cuenta, y comenzaron a decirle:

—Guido, tú te niegas a entrar en nuestracompañía; pero di, cuando hayas encontrado queDios no existe, ¿qué harás?

A quienes Guido, viéndose rodeado porellos, prestamente dijo:

—Señores, en vuestra casa podéis decirmetodo lo que os plazca.

Y poniendo la mano sobre una de aquellastumbas, que eran grandes, como agilísimo que eradio un salto y se puso del otro lado y, librándose deellos, se fue. Ellos se quedaron todos mirándoseunos a otros y comenzaron a decir que era un atur-dido y que lo que había contestado no quería decirnada, siendo como era que allí donde estaban notenían ellos nada más que hacer que todos los de-más ciudadanos, y no Guido menos que ninguno deellos.

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Micer Betto, volviéndose a ellos, dijo:

—Los aturdidos sois vosotros si no lo hab-éis entendido: nos ha dicho cortésmente y con po-cas palabras la mayor injuria del mundo, porque, sibien lo miráis, estas sepulturas son las casas de losmuertos, porque en ellas se los pone y se quedanlos muertos; las cuales dice que son nuestra casa, ynos prueba que nosotros y los demás hombres in-cultos y no letrados somos, en comparación de él yde los otros hombres de ciencia, peor que muertos,y por ello al estar aquí estamos en nuestra casa.

Entonces todos entendieron lo que Guidohabía querido decir, y avergonzándose, nunca másle gastaron bromas; y tuvieron en adelante a micerBetto por sutil y entendido caballero.

NOVELA DÉCIMA

Fray Cebolla promete a algunos campesi-nos mostrarles la pluma del ángel Gabriel; al encon-trar en lugar de ella unos carbones, dice que son deaquellos que asaron a San Lorenzo.

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Habiendo todos los de la compañía comple-tado sus historias, conoció Dioneo que a él le toca-ba tener que contar; por la cual cosa, sin demasiadoesperar un mandato solemne, impuesto silencio aquienes las agudas palabras de Guido alababan,comenzó:

Graciosas señoras, aunque tenga por privi-legio poder hablar de lo que más me agrade, noentiendo hoy querer separarme de aquella materiade que vosotras todas habéis muy apropiadamentehablado; sino siguiendo vuestras huellas entiendomostraros cuán cautamente con un súbito expedien-te uno de los frailes de San Antonio escapó a unaburla que por dos jóvenes le había sido preparada.Y no deberá seros penoso que, para bien contar lahistoria completa, algo me extienda al hablar, simiráis al sol que todavía está en mitad del cielo.

Certaldo, como tal vez habéis podido oír, esun burgo de Valdelsa situado en nuestros campos elcual, aunque sea pequeño, estuvo antiguamentehabitado por hombres nobles y acaudalados; alcual, porque se encontraban buenos pastos, acos-tumbraba a ir durante mucho tiempo, todos los añosuna vez, a recoger las limosnas que le daban lostontos, un fraile de San Antonio cuyo nombre era

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fray Cebolla, tal vez no menos por el nombre quepor otra devoción bien visto allí, como sea queaquel terreno produce cebollas famosas en todaToscana. Era este fray Cebolla pequeño de perso-na, de pelo rojo y alegre gesto, y lo más campecha-no del mundo; y además de esto, no teniendo nin-guna ciencia, tan óptimo hablador y rápido quequien no lo hubiera conocido no solamente lo habríaestimado por gran retórico sino que habría dichoque era el mismo Tulio o tal vez Quintiliano; y caside todos los de la comarca era compadre o amigo obienquisto.

El cual, según su costumbre, en el mes deagosto allí se fue una vez entre otras y un domingopor la mañana, habiendo todos los buenos hombresy las mujeres de las aldeas de alrededor venido amisa a la parroquia, cuando le pareció oportuno,avanzando hacia ellos, dijo:

—Señores y señoras, como sabéis, vuestracostumbre es mandar todos los años a los pobresdel barón señor San Antonio algo de vuestro granoy de vuestras mieses, quién poco y quién mucho,según sus posibilidades y su devoción, para que elbeato San Antonio os guarde vuestros bueyes y losburros y las ovejas; Y además de esto, soléis pagar,

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y especialmente quienes a nuestra cofradía estánapuntados, esa pequeña cuota que se paga una vezal año. Para recoger las cuales cosas he sido man-dado por mi superior, es decir, por el señor abad; ypor ello con la bendición de Dios, después de nona,cuando oigáis tocar las campanillas, venid aquífuera de la iglesia, donde yo os echaré el sermón almodo usado y besaréis la cruz; y además de esto,porque sé que todos sois devotísimos del barón SanAntonio, como gracia especial os mostraré unasantísima y bella reliquia, que yo mismo he traídode tierras de ultramar, y es una de las plumas delángel Gabriel, que en la alcoba de la Virgen Maríase quedó cuando vino a visitarla a Nazaret.

Y dicho esto se calló y volvió a su misa.Había, cuando fray Cebolla decía estas cosas, entreotros muchos jóvenes en la iglesia, dos muy astu-tos, llamado el uno Giovanni del Bragoniera y el otroBiagio Pizzini, los cuales, luego de que algún tantose hubieron reído entre sí de la reliquia de fray Ce-bolla, aunque eran muy amigos suyos y de su com-pañía, se propusieron hacerle alguna burla con estapluma. Y habiendo sabido que fray Cebolla por lamañana almorzaba en el castillo con un amigo suyo,al sentirlo sentado a la mesa se bajaron a la calle yal albergue donde estaba hospedado el fraile se

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fueron, con el propósito de que Biagio debía darconversación al criado de fray Cebolla y Giovannidebía entre las cosas del fraile buscar aquella plu-ma, fuese la que fuese, y quitársela, para ver quédecía él al pueblo de este asunto.

Tenía fray Cebolla un criado a quien algu-nos llamaban Guccio Balena y otros Guccio Imbrat-ta, y quien le decía Guccio Porco, el cual era tan feoque no es verdad que Lippo Topo pintase a alguiensemejante. Del que muchas veces fray Cebollaacostumbraba a reírse con su compañía y a decir:

—Mi criado tiene nueve cosas tales que siuna cualquiera de ellas se encontrase en Salomón,en Aristóteles o en Séneca tendría la fuerza de es-tropear todo su entendimiento, toda su virtud, todasu santidad. ¡Pensad qué hombre debe ser éste enquien ni virtud, ni entendimiento ni santidad algunahay, habiendo nueve cosas!

Y siendo alguna vez preguntado que cuáleseran estas nueve cosas, y habiéndolas puesto enverso, respondía:

—Os las diré: es calmoso, pringoso y menti-roso; negligente, desobediente y malediciente; des-cuidado, desmemoriado y maleducado, sin contar

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con que tiene algunos defectillos, además de éstosque mejor es callarlos. Y lo que es sumamente risi-ble de sus asuntos es que en todos los sitios quieretomar mujer y arrendar una casa, y teniendo la bar-ba larga y negra y grasienta le parece que es tanhermoso y placentero que cree que cuantas muje-res le ven se enamoran de él y si se le dejase an-daría detrás de todas perdiendo las calzas. Y esverdad que me es de gran ayuda porque nunca haynadie que me quiera hablar tan en secreto que él noquiera oír su parte, y si sucede que me preguntenalguna cosa siente tanto miedo de que yo no separesponder que prestamente responde él sí o no,según juzga que conviene.

A éste, al dejarlo en el albergue, fray Cebo-lla le había mandado que mirase bien que nadietocase sus cosas, y especialmente sus alforjas quees donde estaban las cosas sagradas; pero GuccioImbratta, que más gustaba de estar en la cocinaque el ruiseñor sobre las verdes ramas, y máxima-mente si a alguna sirvienta olía por allí, habiendovisto a una del hospedero, grasienta y gruesa ypequeña y mal hecha, con un par de tetas que pa-recían dos canastas de abono y con una cara queparecía de los Baronci, toda sudada, mugrienta yahumada, no de otro modo que el buitre se arroja

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sobre la carroña, abandonando la cámara de frayCebolla y todas sus cosas, allá se dejó caer.

Y aunque fuese agosto, sentándose junto alfuego comenzó con ésta, que Nuta tenía por nom-bre, a entrar en conversación y a decirle que él erahombre noble por delegación y que tenía más demilientainueve florines, sin contar con los que teníaque dar a otro que eran más o menos los mismos, yque sabía hacer y decir tantas más cosas que ni eldómine unquanque. Y sin mirar un capuz suyo quetenía tanta grasa que habría servido para condimen-tar la caldera de Altopascio, y a su jubonzuelo roto yremendado, y alrededor del cuello y bajo los soba-cos esmaltado de mugre con más manchas y máscolores que nunca tuvieron los paños tártaros oindios y a sus zapatillas todas rotas y a las calzasdescosidas, le dijo, como si hubiera sido el señor deChatilión, que quería darle vestidos y pulirla y sacar-la de aquella esclavitud de estar en casa ajena, ysin tener grandes posesiones, ponerla en estado deesperar mejor fortuna; y muchas otras cosas, lascuales, por muy afectuosamente que las dijese,convertidas en aire como ocurría con la mayoría desus empresas, se quedaron en nada.

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Encontraron, así, los dos jóvenes a GuccioPorco ocupado con Nuta; de la cual cosa contentos,porque la mitad del trabajo se ahorraban, no impi-diéndoselo nadie, en la cámara de fray Cebolla, queencontraron abierta, entrados, la primera cosa quecogieron para buscar en ella fue la alforja dondeestaba la pluma; y abierta la cual, encontraron en ungran paquete de cendales envuelta una pequeñaarqueta donde, abierta, encontraron una pluma deaquéllas de la cola de un papagayo, que pensaronque debía ser la que había prometido mostrar a loscertaldeños. Y ciertamente podía en aquellos tiem-pos fácilmente hacérselo creer, porque todavía loslujos de Egipto no habían llegado a Toscana sino enpequeña cantidad y no como después en grandísi-ma abundancia, con ruina de toda Italia han llegado;y si eran poco conocidos en aquella comarca, noeran nada conocidos por los habitantes; sino que,conservándose todavía la ruda honestidad de losantiguos no sólo no habían visto papagayos, sinoque ni de lejos la mayor parte nunca habían oídohablar de ellos.

Contentos, pues, los jóvenes de haber en-contrado la pluma, la cogieron, y para no dejar laarqueta vacía, viendo carbones en un rincón de lacámara, llenaron con ellos la arqueta; y cerrándola y

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cerrando todas las cosas como las habían encon-trado, sin haber sido vistos, se fueron contentos conla pluma y se pusieron a esperar lo que fray Cebo-lla, al encontrar carbones en lugar de la pluma, iba adecir. Los hombres y las mujeres sencillos que es-taban en la iglesia, al oír que iban a ver la pluma delarcángel Gabriel después de nona, terminada lamisa se volvieron a casa; y diciéndoselo de un veci-no a otro y de una comadre a otra, al terminar todosde almorzar, tantos hombres y tantas mujeres acu-dieron al castillo que apenas cabían allí, esperandocon deseo de ver aquella pluma.

Fray Cebolla, habiendo almorzado bien yluego dormido un rato, se levantó un poco despuésde nona y sintiendo que una multitud grande decampesinos había venido para ver la pluma, mandóa decir a Guccio Imbratta que allí con las campani-llas subiera y trajese sus alforjas. El cual, luego quecon trabajo de la cocina y de la Nuta se arrancó,con las cosas pedidas, con lento paso, allá se fue, yllegando allí sin aliento porque el beber agua lehabía hecho hincharse mucho el cuero, por manda-to de fray Cebolla, bajo la puerta de la iglesia se fuey comenzó a tocar fuertemente las campanillas.Después de que todo el pueblo se reunió, fray Ce-bolla, sin haberse apercibido de que nada le hubie-

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ran tocado, comenzó su sermón y a favor de susintenciones dijo muchas palabras; y teniendo quellegar a mostrar la pluma del ángel Gabriel, diciendoprimero con gran solemnidad el Confiteor, hizo en-cender dos antorchas, y desenrollando delicada-mente los cendales, habiéndose quitado primero lacapucha, fuera sacó la arqueta; y diciendo primera-mente unas palabritas en alabanza y loa del arcán-gel Gabriel y de su reliquia, abrió la arqueta. Ycuando llena de carbones la vio, no sospechó queaquello Guccio Balena lo hubiera hecho porquesabía que no alcanzaba a tanto, ni lo maldijo por nohaber cuidado de que otro no lo hiciera; sino que seinsultó tácitamente por haberle encomendado laguarda de sus cosas sabiéndolo como lo sabía ne-gligente, desobediente, descuidado y desmemoria-do; pero sin embargo, sin cambiar de color, alzandoel rostro y las manos al cielo dijo de manera que fueoído por todos:

—¡Oh, Dios, alabado sea siempre tu poder!

Luego, volviendo a cerrar la arqueta y vol-viéndose al pueblo, dijo:

—Señores y señoras, debéis saber quesiendo yo todavía muy joven fui enviado por unsuperior mío a aquella parte por donde aparece el

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sol, y me fue ordenado con mandamiento expresoque buscase los privilegios de Porcellana, los cua-les, aunque como indulgencias no costasen nada,mucho más útiles les son a otros que a nosotros;por la cual cosa, poniéndome en camino, partiendode Vinegia y yendo por el Burgo de Griegos y de allíadelante cabalgando por el reino del Garbo y porBaldacca, llegué al Parión de donde, no sin sed,luego de un tanto llegué a Cerdeña. ¿Pero por quévoy diciéndoos todos los países por donde fui bus-cando? Llegué, pasado el estrecho de San Giorgio,a Estafia y a Befia, países muy habitados y conmuchas gentes, y de allí llegué a la Tierra de laMentira, donde a muchos de nuestros frailes y deotras religiones encontré, los cuales todos andabanevitando los disgustos por amor de Dios, pococuidándose de otros trabajos cuando veían queperseguían su utilidad, no gastando más monedaque la que no estaba acuñada por aquellos países;y pasando de allí a la tierra de los Abruzzos, dondelos hombres y las mujeres van sin zuecos por losmontes, vistiendo a los puercos con sus mismastripas, y poco más allá me encontré a gentes quellevan el pan en los bastones y el vino en los morra-les, desde donde llegué a las montañas de los vas-cos, donde todas las aguas corren hacia abajo.

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»Y en resumen, tanto anduve que lleguéhasta la India Pastinaca, en donde os juro, por elhábito que llevo, que vi volar a los plumíferos, cosaincreíble para quien no los haya visto; pero no medeje mentir Maso del Saggio a quien encontré allíhecho un gran mercader que cascaba nueces yvendía las cáscaras al por menor. Pero no pudiendolo que estaba buscando encontrar, porque de allí enadelante se va por el mar, volviéndome atrás, lleguéa esas santas tierras donde en el verano os cuestael pan frío cuatro dineros y el caldo nada os cuesta;y allí encontré al venerable padre señor Non—me—blasméis—si—os—place, dignísimo patriarca deJerusalén, el cual, por reverencia al hábito quesiempre he llevado del barón señor San Antonio,quiso que viese ya todas las santas reliquias quetenía junto a sí, y fueron tantas que, si quisiese des-cribiros todas no vendrían a término en tal milla;pero por no dejaros desilusionados os diré, sin em-bargo, algunas. Primeramente me mostró el dedodel Espíritu Santo tan entero y sano como nunca loestuvo, y el tupé del serafín que se apareció a SanFrancisco, y una de las uñas de los querubines, yuna de las costillas del Verbum—caripuesto—alajimez, y de los vestidos de la santa fe católica yalgunos de los rayos de la estrella que se apareció

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a los tres Magos de Oriente, y una ampolla con elsudor de San Miguel cuando combatió con el diablo,y la mandíbula de la muerte de San Lázaro y otras.Y porque yo libremente le entregué las laderas deMontemoreno en vulgar y algunos capítulos delCaprezio que largamente había estado buscando, élme hizo partícipe de sus santas reliquias y me donóuno de los dientes de la santa cruz y en una ampo-lleta algo del sonido de las campanas del templo deSalomón y la pluma del arcángel Gabriel, de la cualya os he hablado, y uno de los zuecos de San Ghe-rardo de Villamagna, el cual yo, no hace mucho, enFlorencia di a Gherardo de los Bonsi, que tiene enél grandísima devoción; y me dio los carbones conlos que fue asado el bienaventurado mártir SanLorenzo; las cuales cosas todas aquí conmigo trajedevotamente, y todas las tengo.

»Y es la verdad que mi superior nunca hapermitido que las mostrase hasta tanto que no se hacertificado si son ciertas o no, pero ahora que poralgunos milagros hechos por ellas y por cartas reci-bidas del patriarca se ha asegurado, me ha conce-dido la licencia para que os las muestre; pero yo,temiendo confiárselas a nadie, siempre las llevoconmigo. Cierto que llevo la pluma del arcángelGabriel, para que no se estropee, en una arqueta, y

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los carbones con los cuales fue asado San Lorenzoen otra, las cuales son tan semejantes la una a laotra que muchas veces he cogido la una por la otra,y ahora me ha ocurrido; y creyendo que había traídola arqueta donde estaba la pluma, he traído aquellaen donde están los carbones. Lo que no reputocomo error sino que me parece que sea cierto quehaya sido la voluntad de Dios y que Él mismo hayapuesto la arqueta de los carbones en mis manos,acordándome yo hace poco que la fiesta de SanLorenzo es de aquí a dos días; y por ello, queriendoDios que yo, al mostraros los carbones con los quefue asado, encienda en vuestras almas la devociónque en él debéis tener, no la pluma que quería sinolos benditos carbones rociados con el humor deaquel santísimo cuerpo me hizo coger. Y por ello,hijos benditos, quitaos las capuchas y acercaosaquí devotamente a verlos. Pero primero quiero quesepáis que cualquiera que por estos carbones estocado con la señal de la cruz puede vivir segurotodo el año de que no le quemará fuego que nosienta.

Y luego que hubo dicho así, cantando unlaude de San Lorenzo, abrió la arqueta y mostró loscarbones, los cuales luego de que un rato la estúpi-da multitud hubo mirado con reverente admiración,

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con grandísimo ruido de pies todos se acercaron afray Cebolla, y dando mayores limosnas de lo queacostumbraban, que les tocase con ellos le rogabantodos. Por la cual cosa, fray Cebolla, cogiendoaquellos carbones en la mano, sobre sus camisolasblancas y sobre los jubones y sobre los velos de lasmujeres comenzó a hacer las cruces mayores quele cabían, afirmando que cuanto se gastaban alhacer aquellas cruces lo crecían después en la ar-queta, como él había experimentado muchas veces.Y de tal guisa, no sin grandísima utilidad suya,habiendo cruzado a todos los certaldeños, por surápida invención se burló de aquellos que, quitándo-le la pluma, habían querido burlarse de él. Los cua-les, estando en su sermón y habiendo oído el extra-ordinario remedio encontrado por él, y cómo se lashabía arreglado y con qué palabras, se habían reídotanto que habían creído que se les desencajabanlas mandíbulas; y luego de que se hubo ido el vulgo,yendo a él, con la mayor fiesta del mundo lo quehabían hecho le descubrieron y luego le devolvieronsu pluma, la cual al año siguiente le valió no menosque aquel día le habían valido los carbones.

Esta historia dio por igual a toda la compañ-ía grandísimo placer y solaz y mucho se rieron to-dos de fray Cebolla y máximamente de su peregri-

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nación y de las reliquias tanto vistas por él comotraídas; la cual sintiendo la reina que había acaba-do, e igualmente su señorío, poniéndose en pie, sequitó la corona y, riendo, se la puso en la cabeza aDioneo y dijo:

—Es tiempo, Dioneo, que algo pruebes lacarga que es tener que guiar y gobernar a las muje-res; sé, pues, rey, y reina de tal manera que al finalde tu gobierno lo alabemos.

Dioneo, recibiendo la corona, repuso riendo:

—Muchas veces podéis haber visto reyesde ajedrez que son más preciosos de lo que yo soy;y por cierto que si me obedecieseis como a un ver-dadero rey se obedece, os haría gozar de aquellosin lo cual es verdad que ninguna fiesta es total-mente alegre. Pero dejemos estas palabras; gober-naré como pueda.

Y haciendo, según la costumbre usada, ve-nir al senescal, lo que tenía que hacer mientrasdurase su señorío le mandó; y luego dijo:

—Valerosas señoras, de diversas manerasse ha hablado aquí tanto del ingenio humano y delos varios sucesos que, si la señora Licisca nohubiese venido aquí hace un rato (que con sus pa-

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labras me ha dado la materia de las futuras narra-ciones de mañana) temo que me hubiera costadomucho tiempo encontrar tema sobre el que hablar.Ella, como habéis oído, dijo que no tenía una vecinaque hubiera ido doncella a su marido, y añadió quebien sabía cuántas y cuáles burlas seguían las ca-sadas haciendo a sus maridos. Pero dejando laprimera parte, que es cosa de criaturas, pienso quela segunda deba ser divertida para hablar de ella, ypor ello quiero que mañana se digan, puesto que laseñora Licisca nos ha dado el motivo, burlas quepor amor o por salvación suya han hecho las muje-res a sus maridos, habiéndose ellos apercibido ono.

Hablar de tal materia parecía a algunas delas damas que no era apropiado para ellas y le ro-gaban que cambiase el tema propuesto; a quienesel rey respondió:

—Señoras, sé lo que he ordenado mejorque vosotras, y de ordenarlo no me podréis apartarpor lo que queréis mostrarme, considerando queestamos en tales tiempos que con guardarse loshombres y las mujeres de obrar deshonestamentetoda conversación está permitida. Pues ¿no sabéisque por la perversidad de esta temporada los jueces

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han abandonado los tribunales, las leyes tanto divi-nas como humanas están calladas y amplia licenciapara conservar la vida se ha concedido a cada uno?Por lo que, si algo se relaja vuestra honestidad alhablar, no para seguir con las obras nada desorde-nado sino para deleite de los demás y vuestro, noveo con qué argumento os pueda en el porvenir serreprochado por nadie. Además de esto, nuestracompañía, desde el primer momento hasta estahora honestísima, por nada que se diga no me pa-rece que en ningún acto se manche ni sea mancha-da, con la ayuda de Dios. Además, ¿quién no cono-ce vuestra honestidad? La cual no ya las conversa-ciones divertidas sino el terror de la muerte creo queno podría desalentar. Y por decir verdad, quiensupiera que dejasteis de hablar de estas chanzasalguna vez acaso sospecharía que fueseis culpa-bles de lo que teníais que narrar y que por ello noquisisteis. Sin contar con que bien me honraríais sihabiendo yo obedecido a todas, ahora, habiéndomehecho vuestro rey, quisierais imponerme la ley y nohablar de lo que yo ordenase. Dejad, pues, estetemor más propio de ánimos bajos que de los nues-tros, y buena suerte tenga cada una en pensar unabuena historia.

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Cuando las señoras esto hubieron oído dije-ron que fuera así como a él le pluguiese; por lo queel rey hasta la hora de la cena dio a cada uno licen-cia de hacer lo que gustase.

Estaba el sol todavía muy alto porque lasnarraciones habían sido breves; por lo que, habién-dose Dioneo con los otros jóvenes puesto a jugar alas tablas, Elisa, llamando aparte a las otras seño-ras, dijo:

—Desde que estarnos aquí he deseado lle-varos a un lugar muy cerca de éste donde no creoque ninguna de vosotras haya estado, y se llama elValle de las Damas; y hasta ahora no he visto elmomento de poderos llevar allí sino hoy, puesto queel sol está aún alto; y por ello, si os place venir, nodudo que cuando estéis allí no estéis contentísimasde haber estado.

Las señoras dijeron que estaban dispues-tas, y llamando a una de sus criadas, sin decir nadaa los jóvenes, se pusieron en camino; y no habíanandado más de una milla cuando llegaron al Vallede las Damas; dentro del cual, por un camino muyestrecho por una de cuyas partes corría un clarísi-mo arroyo, entraron; y lo vieron tan hermoso y tandeleitoso, y especialmente en aquel tiempo en que

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el calor era grande cuanto más podría imaginarse. Ysegún me dijo luego alguna de ellas, el llano quehabía en el valle era tan redondo como si hubierasido trazado con compás aunque artificio de la natu-raleza y no de la mano del hombre pareciese; ytenía de contorno poco más de media milla, rodea-do por seis montañitas no muy altas, y encima de lacumbre de cada una se veía un edificio que tenía laforma de un hermoso castillito.

Las laderas de tales montañitas declinandohacia la llanura descendían como en los teatrosvemos que desde la cima las gradas hasta la partemás baja vienen sucesivamente ordenadas, estre-chando siempre su círculo. Y estaban estas laderas,cuantas a la vertiente del mediodía miraban, todascon viñas, olivos, almendros, cerezos, higueras yotras clases muchas de árboles frutales llenas sindejar un palmo. Las que miraban al carro del Sep-tentrión todas eran de bosquecillos de chaparros,fresnos y otros árboles verdísimos y lo más dere-chos que podían estar. La llanura de abajo, sin te-ner más entrada que aquella por donde las damashabían venido, estaba llena de abetos, de cipreses,de laureles y de algunos pinos, tan bien compuestosy tan bien ordenados como si todos hubieran sidoplantados por el mejor artífice; y entre ellos poco sol

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o ninguno, entonces que estaba alto, entraba hastael suelo, que era todo un prado de hierba menudí-sima y llena de flores purpúreas y de otras. Yademás de esto, lo que no menos de deleite que deotra cosa servía, había un arroyo que desde una delas calles que dos de aquellas montañitas dividían,caía sobre peñas de roca viva y al caer hacía unrumor muy deleitoso al oído, y al salpicar parecía delejos plata viva que cayese de alguna cosa exprimi-da menudamente; y al llegar abajo a la pequeñallanura, allí, recogido en una hermosa acequia hastala mitad de la llanura velocísimo, y formaba allí unpequeño lago como a veces a modo de viverohacen en su jardín los habitantes de las ciudadesque de ello tienen ocasión.

Y era este lago no más profundo de lo quesea la estatura de un hombre hasta el pecho, y sintener en sí mezcla alguna mostraba clarísimo sufondo que era de menudísimos guijos que, quien nohubiese tenido otra cosa que hacer, habría podidocontarlos si quisiera; y no solamente al mirar se veíael fondo del agua sino tantos peces acá y allá irdiscurriendo que además de deleite eran maravilla.Y no estaba cerrado por la otra orilla sino por elsuelo del prado, tanto más hermoso en su bordecuanto más humedad tenía de él. El agua que des-

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bordaba su capacidad la recibía otra acequia por lacual, saliendo fuera del vallecito, a las partes másbajas corría.

Venidas, pues, aquí las jóvenes damas,luego de que por todas partes hubieron mirado yalabado mucho el lugar, siendo grande el calor yviendo el pequeño piélago delante y sin ningún te-mor de ser vistas, deliberaron bañarse; y mandandoa su criada que sobre el camino por donde habíanestado se quedase y mirase si alguien venía y se lohiciera saber, las siete se desnudaron y entraron enél, que no de otra manera escondía sus cándidoscuerpos de lo que haría a una encarnada rosa uncristal sutil. Estando ellas allí metidas sin que ennada se enturbiase el agua, comenzaron como pod-ían a andar de acá para allá detrás de los peces, loscuales mal tenían donde esconderse, y a querercogerlos con las manos. Y luego de que en tal di-versión, habiendo cogido algunos, estuvieron unrato, saliendo de allí se volvieron a vestir y sin poderalabar más el lugar que lo habían alabado, pare-ciéndoles tiempo de volverse a casa, con suavepaso, hablando mucho de la belleza del lugar, sepusieron en camino; y llegando a la villa a bastantebuena hora, todavía allí encontraron jugando a los

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jóvenes donde los habían dejado; a quienes Pampí-nea, riendo, dijo:

—Pues ya os hemos engañado hoy.

—¿Y cómo? —dijo Dioneo—. ¿Comenzáisprimero las obras que las palabras?

Dijo Pampínea:

—Señor nuestro, sí.

Y extensamente le contó de dónde venían ycómo era el lugar y cuánto distaba de allí y lo quehabían hecho.

El rey, oyendo hablar de la belleza del lugar,deseoso de verlo, prestamente hizo ordenar la ce-na; la cual luego de que con mucho placer de todosse terminó, los tres jóvenes con sus sirvientes, de-jando a las damas, se fueron a este valle, y conside-rando cada cosa, no habiendo estado allí nuncaninguno de ellos, alabaron aquello como una de lasmás bellas cosas del mundo; y luego de que sehubieron bañado y volvieron a vestirse, como sehacía demasiado tarde se volvieron a casa, dondeencontraron a las mujeres que danzaban una carolaa un aria cantada por Fiameta; y con ellas, termina-da su carola, entrando en conversación sobre el

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Valle de las Damas, mucho bien y muchas alaban-zas dijeron. Por la cual cosa el rey, haciendo veniral senescal, le mandó que a la mañana siguientehiciera que allí fuesen preparadas las cosas y fuerallevada alguna cama por si alguna quisiera dormir oacostarse la siesta. Después de esto, haciendovenir luces y vino y dulces y un tanto reconfortados,mandó que todo el mundo se pusiese a bailar; yhabiendo iniciado Pánfilo una danza por voluntadsuya, el rey, volviéndose a Elisa, le dijo amablemen-te:

—Hermosa joven, hoy me hiciste la honrade darme la corona, y yo quiero hacerte a ti estanoche la de la canción; y por ello haz una que digalo que más te guste.

A quien Elisa repuso sonriendo que de buengrado, y con suave voz comenzó de esta guisa:

Amor, si de tus garras yo saliera

no podría suceder

que otro de tus anzuelos más mordiera.

Yo era una niña cuando entré en tu guerra

creyendo que era suma y dulce paz,

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y las armas dejé puestas en tierra

cual quien confía en uno que es veraz,

tú, desleal tirano, eres rapaz

y me hiciste caer

con tu armamento y con tu garra fiera.

Luego, bien apretada en tus cadenas,

a quien nació para verdugo mío,

llena de tristes lágrimas y penas

presa me diste, y tiene mi albedrío;

y es tan duro y cruel su señorío

que no pueden mover

su corazón mis suspiros ni ojeras.

Mis ruegos todos se los lleva el viento:

nadie me escucha ni me quiere oír,

y, si cada hora crece mi tormento,

viviendo con dolor no sé morir,

¡Ah, duélete, señor, de mi sufrir!

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Lo que no puedo hacer

haz tú, y dámelo atado en forma fiera.

Y si no quieres, por lo menos suelta

el nudo con que me ata la esperanza.

¡Ah, que la libertad me sea devuelta!

Pues yo tendré, si lo haces, confianza

en ser bella de nuevo sin tardanza;

y sin más padecer

con blanca y roja flor ornada fuera

Luego de que con un suspiro muy apesa-dumbrado Elisa hubo dado fin a su canción, aunquetodos se maravillasen de tales palabras, ningunohubo que pudiera adivinar quién de tal cantar larazón fuese. Pero el rey, que estaba de buenhumor, haciendo llamar a Tíndaro, le ordenó quesacase su cornamusa, al son de la cual hizo bailarmuchas danzas; pero cuando ya buena parte de lanoche había pasado, dijo a todos que se fuesen adormir.

TERMINA LA SEXTA JORNADA

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SÉPTIMA JORNADA

COMIENZA LA SÉPTIMA JORNADA DELDECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNODE DIONEO, SE DISCURRE SOBRE BURLASQUE POR AMOR O POR SU SALVACIÓN HANHECHO LAS MUJERES A SUS MARIDOS,HABIÉNDOSE APERCIBIDO ELLOS O NO.

Todas las estrellas habían huido ya de laspartes del oriente, con la excepción de aquella queLucifer llamamos, que todavía lucía en la blanque-ciente aurora, cuando el senescal, levantándose,con un gran equipaje se fue al Valle de las Damaspara disponer allí todas las cosas según la orden yel mandato habido de su señor. Después de cuyamarcha no tardó mucho en levantarse el rey, aquien había despertado el estrépito de los cargado-res y de las bestias; y levantándose, hizo levantar alas señoras y a los jóvenes por igual; y no despun-taban aún bien los rayos del sol cuando todos sepusieron en camino. Y nunca hasta entonces leshabía parecido que los ruiseñores cantaban tanalegremente y los otros pájaros como aquella ma-ñana les parecía; por cuyos cantos acompañadosse fueron al Valle de las Damas, donde, recibidos

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por muchos más, les pareció que con su llegada sealegrasen. Allí, dando una vuelta por él y volviendoa mirarlo de arriba abajo, tanto más bello les parecióque el día pasado cuanto más conforme era con subelleza la hora del día.

Y luego de que con el buen vino y los dul-ces hubieron roto el ayuno para que por los pájarosno fuesen superados, comenzaron a cantar, y juntocon ellos el valle, siempre entonando las mismascanciones que decían ellos a las que todos los pája-ros, como si no quisiesen ser vencidos, dulces ynuevas notas añadían. Mas luego que la hora decomer fue venida, puestas la, mesas bajo los fron-dosos laureles y los otros verdes árboles, junto albello lago, como plugo al rey, fueron a sentarse, ymientras comían veían a lo peces nadar por el lagoen anchísimos bancos; lo que, tanto como de mirardaba a veces motivo para conversar. Pero luego deque llegó el final del almuerzo, y las viandas y lasmesas fueron retiradas, todavía más contentos queantes empezaron a cantar y luego de esto a tañersus instrumentos y a danzar; y después, habiéndo-se puesto camas en muchos lugares por el pequeñovalle (todas por el discreto senescal rodeadas desargas francesas y de cortinas cerradas) con licen-cia del rey, quien quiso pudo irse a dormir; y quien

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dormir no quiso, con los otros a sus acostumbradosentretenimientos podía entregarse a su placer. Perollegada ya la hora en que todos estaban levantadosy era tiempo de recogerse a novelar, según quiso elrey, no lejos del lugar donde comido habían,haciendo extender tapetes sobre la hierba y sentán-dose cerca del lago, mandó el rey a Emilia que co-menzase; la cual, alegremente, así comenzó a decirsonriendo:

NOVELA PRIMERA

Gianni Lotteringhi oye de noche llamar a supuerta; despierta a su mujer y ella le hace creer quees un espantajo; van a conjurarlo con una oración ylas llamadas cesan.

Señor mío, me hubiera agradado muchísi-mo, si a vos os hubiera placido, que otra persona enlugar de mí hubiera a tan buena materia como esaquella de que hablar debemos hoy dado comienzo;pero puesto que os agrada que sea yo quien a lasdemás dé valor, lo haré de buena gana. Y me inge-niaré, carísimas señoras, en decir, algo que puedaseros útil en el porvenir, porque si las demás son

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como yo, todas somos medrosas, y máximamentede los espantajos que sabe Dios que no sé qué sonni he encontrado hasta ahora a nadie que lo supie-ra, pero a quienes todas tememos por igual; y parahacerlos irse cuando vengan a vosotras, tomandobuena nota de mi historia, podréis una santa y bue-na oración, y muy valiosa para ello, aprender.

Hubo en Florencia, en el barrio de SanBrancazio, un vendedor de estambre que se llamóGianni Lotteringhi, hombre más afortunado en suarte que sabio en otras cosas, porque teniendo algode simple, era con mucha frecuencia capitán de loslaudenses de Santa María la Nueva, y tenía queocuparse de su coro, y otras pequeñas ocupacionessemejantes desempeñaba con mucha frecuencia,con lo que él se tenía en mucho; y aquello le ocurríaporque muy frecuentemente, como hombre muyacomodado, daba buenas pitanzas a los frailes. Loscuales, porque el uno unas calzas, otro una capa yotro un escapulario le sacaban con frecuencia, leenseñaban buenas oraciones y le daban el pater-noste en vulgar y la canción de San Alejo y el la-mento de San Bernardo y las alabanzas de doñaMatelda y otras tonterías tales, que él tenía en granaprecio y todas por la salvación de su alma las de-cía muy diligentemente. Ahora, tenía éste una mujer

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hermosísima y atrayente por esposa, la cual teníapor nombre doña Tessa y era hija de Mannuccio dela Cuculía, muy sabia y previsora, la cual, conocien-do la simpleza del marido, estando enamorada deFederigo de los Neri Pegolotti, el cual hermoso ylozano joven era, y él de ella, arregló con una criadasuya que Federigo viniese a hablarle a una tierramuy bella que el dicho Gianni tenía en Camerata,donde ella estaba todo el verano; y Gianni algunavez allí venía por la tarde a cenar y a dormir y por lamañana se volvía a la tienda y a veces a sus laú-des.

Federigo, que desmesuradamente lo de-seaba, cogiendo la ocasión, un día que le fue orde-nado, al anochecer allá se fue, y no viniendo Giannipor la noche, con mucho placer y tiempo, cenó ydurmió con la señora, y ella, estando en sus brazospor la noche, le enseñó cerca de seis de los laúdesde su marido. Pero no entendiendo que aquéllafuese la última vez como había sido la primera, nitampoco Federigo, para que la criada no tuvieseque ir a buscarle a cada vez, arreglaron juntos estamanera: que él todos los días, cuando fuera o vol-viera de una posesión suya que un poco más abajoestaba, se fijase en una viña que había junto a lacasa de ella, y vería una calavera de burro sobre un

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palo de los de la vid, la cual, cuando con el hocicovuelto hacia Florencia viese, seguramente y sin faltapor la noche, viniese a ella, y si no encontraba lapuerta abierta, claramente llamase tres veces, y ellale abriría; y cuando viese el hocico de la calaveravuelto hacia Fiésole no viniera porque Gianni estar-ía allí.

Y haciendo de esta manera, muchas vecesjuntos estuvieron; pero entre las otras veces hubouna en que, debiendo Federigo cenar con doñaTessa, habiendo ella hecho asar dos gordos capo-nes, sucedió que Gianni, que no debía venir, muytarde vino. De lo que la señora mucho se apesa-dumbró, y él y ella cenaron un poco de carne saladaque había hecho salcochar aparte; y la criada hizollevar, en un mantel blanco, los dos capones guisa-dos y muchos huevos frescos y una frasca de buenvino a un jardín suyo al cual podía entrarse sin ir porla casa y donde ella acostumbraba a cenar conFederigo alguna vez, y le dijo que al pie de un me-locotonero que estaba junto a un pradecillo aquellascosas pusiera; y tanto fue el enojo que tuvo, que nose acordó de decirle a la criada que esperase hastaque Federigo viniese y le dijera que Gianni estabaallí y que cogiera aquellas cosas del huerto. Por loque, yéndose a la cama Gianni y ella, y del mismo

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modo la criada, no pasó mucho sin que Federigollegase y llamase una vez claramente a la puerta, lacual estaba tan cerca de la alcoba, que Gianni losintió incontinenti, y también la mujer; pero para queGianni nada pudiera sospechar de ella, hizo comoque dormía.

Y, esperando un poco, Federigo llamó lasegunda vez; de lo que maravillándose Gianni, pe-llizcó un poco a la mujer y le dijo:

—Tessa, ¿oyes lo que yo? Parece que lla-man a nuestra puerta.

La mujer, que mucho mejor que él lo habíaoído, hizo como que se despertaba, y dijo:

—¿Qué dices, eh?

—Digo —dijo Gianni— que parece que lla-man a nuestra puerta.

—¿Llaman? ¡Ay, Gianni mío! ¿No sabes loque es? Es el espantajo, de quien he tenido estasnoches el mayor miedo que nunca se tuvo, tal que,cuando lo he sentido, me he tapado la cabeza y nome he atrevido a destapármela hasta que ha sidodía claro.

Dijo entonces Gianni:

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—Anda, mujer, no tengas miedo si es él,porque he dicho antes el Te lucis y la Intermerata ymuchas otras buenas oraciones cuando íbamos aacostarnos y también he persignado la cama deesquina a esquina con el nombre del Padre y delHijo y del Espíritu Santo, y no hay que tener miedo:que no puede, por mucho poder que tenga, hacer-nos daño.

La mujer, para que Federigo por acaso nosospechase otra cosa y se enojase con ella, deli-beró que tenía que levantarse y hacerle oír queGianni estaba dentro, y dijo al marido:

—Muy bien, tú di tus palabras; yo por miparte no me tendré por salvada ni segura si no loconjuramos, ya que estás tú aquí.

Dijo Gianni:

—¿Pues cómo se le conjura?

Dijo la mujer:

—Yo bien lo sé, que antier, cuando fui aFiésole a ganar las indulgencias, una de aquellasermitañas que es, Gianni mío, la cosa más santaque Dios te diga por mí, viéndome tan medrosa meenseñó una santa y buena oración, y dijo que la

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había probado muchas veces antes de ser ermitañay siempre le había servido. Pero Dios sabe que solanunca me habría atrevido a ir a probarla; Pero ahoraque estás tú, quiero que vayamos a conjurarlo.

Gianni dijo que muy bien le parecía; y le-vantándose, se fueron los dos calladamente a lapuerta, fuera de la cual todavía Federigo, ya sospe-chando, estaba; y llegados allí, dijo la mujer a Gian-ni:

—Ahora escupe cuando yo te lo diga.

Dijo Gianni:

—Bien.

Y la mujer comenzó la oración, y dijo:

—Espantajo, espantajo, que por la nochevas, con la cola tiesa viniste, con la cola tiesa teirás; vete al huerto junto al melocotonero, allí haygrasa tiznada y cien cagajones de mi gallina; cata elfrasco y vete deprisa, y no hagas daño ni a mí ni ami Gianni.

Y dicho así, dijo al marido:

—¡Escupe, Gianni!

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Y Gianni escupió; y Federigo, que fuera es-taba y esto oído, ya desvanecidos los celos, contoda su melancolía tenía tantas ganas de reír queestallaba, y en voz baja, cuando Gianni escupía,decía:

—Los dientes.

La mujer, luego de que en esta guisa huboconjurado tres veces al espantajo, a la cama volviócon su marido. Federigo, que con ella esperabacenar, no habiendo cenado y habiendo bien laspalabras de la oración entendido, se fue al huerto yjunto al melocotonero encontrando los dos caponesy el vino y los huevos, se los llevó a casa y cenócon gran gusto; y luego las otras veces que se en-contró con la mujer mucho con ella rió de este con-juro.

Es cierto que dicen algunos que sí habíavuelto la mujer la calavera del burro hacia Fiésole,pero que un labrador que pasaba por la viña le hab-ía dado con un bastón y le había hecho dar vueltas,y se había quedado mirando a Florencia, y por elloFederigo, creyendo que le llamaban, había venido, yque la mujer había dicho la oración de esta guisa:«Espantajo, espantajo, vete con Dios, que la calave-ra del burro no la volví yo, que otro fue, que Dios le

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dé castigo y yo estoy aquí con el Gianni mío»; por loque, yéndose, sin albergue y sin cena se habíaquedado. Pero una vecina mía, que es una mujermuy vieja, me dice que una y otra fueron verdad,según lo que ella de niña había oído, pero que laúltima no a Gianni Lotteringhi había sucedido sino auno que se llamó Gianni de Nello, que estaba enPorta San Pietro no menos completo bobalicón quelo fue Gianni Lotteringhi. Y por ello, caras señorasmías, a vuestra elección dejo tomar la que más osplazca de las dos, o si queréis las dos: tienenmuchísima virtud para tales cosas, como por expe-riencia habéis oído; aprendedlas y ojalá os sirvan.

NOVELA SEGUNDA

Peronella mete a su amante en una tinaja alvolver su marido a casa; la cual habiéndola vendidoel marido, ella le dice que la ha vendido ella a unoque está dentro mirando a ver si le parece bien en-tera; el cual, saliendo fuera, hace que el marido laraspe y luego se la lleve a su casa.

Con grandísima risa fue la historia de Emiliaescuchada y la oración como buena y santa elogia-

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da por todos, siendo llegado el fin de la cual mandóel rey a Filostrato que siguiera, el cual comenzó:

Carísimas señoras mías, son tantas las bur-las que los hombres os hacen y especialmente losmaridos, que cuando alguna vez sucede que algunaal marido se la haga, no debíais vosotras solamenteestar contentas de que ello hubiera ocurrido, o deenteraros de ello o de oírlo decir a alguien, sino quedeberíais vosotras mismas irla contando por todaspartes, para que los hombres conozcan que si ellossaben, las mujeres por su parte, saben también; loque no puede sino seros útil porque cuando alguiensabe que otro sabe, no se pone a querer engañarlodemasiado fácilmente. ¿Quién duda, pues, que loque hoy vamos a decir en torno a esta materia,siendo conocido por los hombres, no sería grandí-sima ocasión de que se refrenasen en burlaros,conociendo que vosotras, si queréis, sabríais burlar-los a ellos? Es, pues, mi intención contaros lo queuna jovencita, aunque de baja condición fuese, casien un momento, para salvarse hizo a su marido.

No hace casi nada de tiempo que un pobrehombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosay atrayente jovencita llamada Peronella; y él con suoficio, que era de albañil, y ella hilando, ganando

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muy escasamente, su vida gobernaban como mejorpodían. Sucedió que un joven galanteador, viendoun día a esta Peronella y gustándole mucho, seenamoró de ella, y tanto de una manera y de otra lasolicitó que llegó a intimar con ella. Y para estarjuntos tomaron el acuerdo de que, como su maridose levantaba temprano todas las mañanas para ir atrabajar o a buscar trabajo, que el joven estuvieraen un lugar de donde lo viese salir; y siendo el ba-rrio donde estaba, que Avorio se llama, muy solita-rio, que, salido él, éste a la casa entrase; y así lohicieron muchas veces. Pero entre las demás suce-dió una mañana que, habiendo el buen hombresalido, y Giannello Scrignario, que así se llamaba eljoven, entrado en su casa y estando con Peronella,luego de algún rato (cuando en todo el día no solíavolver) a casa se volvió, y encontrando la puertacerrada por dentro, llamó y después de llamar co-menzó a decirse:

—Oh, Dios, alabado seas siempre, que,aunque me hayas hecho pobre, al menos me hasconsolado con una buena y honesta joven por mu-jer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por dentrocuando yo me fui para que nadie pudiese entraraquí que la molestase.

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Peronella, oyendo al marido, que conocióen la manera de llamar, dijo:

—¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que aquíestá mi marido que Dios confunda, que ha vuelto, yno sé qué quiere decir esto, que nunca ha vuelto aesta hora; tal vez te vio cuando entraste. Pero poramor de Dios, sea como sea, métete en esa tinajaque ves ahí y yo iré a abrirle, y veamos qué quieredecir este volver esta mañana tan pronto a casa.

Giannello prestamente entró en la tinaja, yPeronella, yendo a la puerta, le abrió al marido ycon mal gesto le dijo:

—¿Pues qué novedad es ésta que tan pron-to vuelvas a casa esta mañana? A lo que me pare-ce, hoy no quieres dar golpe, que te veo volver conlas herramientas en la mano; y si eso haces, ¿dequé viviremos? ¿De dónde sacaremos pan? ¿Creesque voy a sufrir que me empeñes el zagalejo y lasdemás ropas mías, que no hago día y noche másque hilar, tanto que tengo la carne desprendida delas uñas, para poder por lo menos tener aceite conque encender nuestro candil? Marido, no hay vecinaaquí que no se maraville y que no se burle de mícon tantos trabajos y cuáles que soporto; y tú te me

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vuelves a casa con las manos colgando cuandodeberías estar en tu trabajo.

Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decirde nuevo:

—¡Ay! ¡Triste de mí, desgraciada de mí! ¡Enqué mala hora nací! En qué mal punto vine aquí,que habría podido tener un joven de posición y noquise, para venir a dar con este que no piensa enquién se ha traído a casa. Las demás se diviertencon sus amantes, y no hay una que no tenga quiéndos y quién tres, y disfrutan, y le enseñan al maridola luna por el sol; y yo, ¡mísera de mí!, porque soybuena y no me ocupo de tales cosas, tengo males ymalaventura. No sé por qué no cojo esos amantescomo hacen las otras. Entiende bien, marido mío,que si quisiera obrar mal, bien encontraría conquién, que los hay bien peripuestos que me aman yme requieren y me han mandado propuestas demucho dinero, o si quiero ropas o joyas, y nunca melo sufrió el corazón, porque soy hija de mi madre; ¡ytú te me vuelves a casa cuando tenías que estartrabajando!

Dijo el marido:

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—¡Bah, mujer!, no te molestes, por Dios;debes creer que te conozco y sé quién eres, y hastaesta mañana me he dado cuenta de ello. Es verdadque me fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes,como yo no lo sabía; hoy es el día de San Caleoney no se trabaja, y por eso me he vuelto a esta horaa casa; pero no he dejado de buscar y encontrar elmodo de que hoy tengamos pan para un mes, quehe vendido a este que ves aquí conmigo la tinaja,que sabes que ya hace tiempo nos está estorbandoen casa: ¡y me da cinco liriados!

Dijo entonces Peronella:

—Y todo esto es ocasión de mi dolor: tú queeres un hombre y vas por ahí y debías saber lascosas del mundo has vendido una tinaja en cincoliriados que yo, pobre mujer, no habías apenas sali-do de casa cuando, viendo lo que estorbaba, la hevendido en siete a un buen hombre que, al volver tú,se metió dentro para ver si estaba bien sólida.

Cuando el marido oyó esto se puso másque contento, y dijo al que había venido con él paraello:

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—Buen hombre, vete con Dios, que ya oyesque mi mujer la ha vendido en siete cuando tú nome dabas más que cinco.

El buen hombre dijo:

—¡Sea en buena hora!

Y se fue.

Y Peronella dijo al marido:

—¡Ven aquí, ya estás aquí, y vigila con élnuestros asuntos!

Giannello, que estaba con las orejas tiesaspara ver si de algo tenía que temer o protegerse,oídas las explicaciones de Peronella, prestamentesalió de la tinaja; y como si nada hubiera oído de lavuelta del marido, comenzó a decir:

—¿Dónde estáis, buena mujer?

A quien el marido, que ya venía, dijo:

—Aquí estoy, ¿qué quieres?

Dijo Giannello:

—¿Quién eres tú? Quiero hablar con la mu-jer con quien hice el trato de esta tinaja.

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Dijo el buen hombre:

—Habla con confianza conmigo, que soy sumarido.

Dijo entonces Giannello:

—La tinaja me parece bien entera, pero meparece que habéis tenido dentro heces, que estátodo embadurnado con no sé qué cosa tan secaque no puedo quitarla con las uñas, y no me la llevosi antes no la veo limpia.

Dijo Peronella entonces:

—No, por eso no quedará el trato; mi mari-do la limpiará.

Y el marido dijo:

—Sí, por cierto.

Y dejando las herramientas y quedándoseen camino, se hizo encender una luz y dar una rae-dera, y entró dentro incontinenti y comenzó a ras-par.

Y Peronella, como si quisiera ver lo quehacía, puesta la cabeza en la boca de la tinaja, queno era muy alta, y además de esto uno de los bra-

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zos con todo el hombro, comenzó a decir a su mari-do:

—Raspa aquí, y aquí y también allí... Miraque aquí ha quedado una pizquita.

Y mientras así estaba y al marido enseñabay corregía, Giannello, que completamente no habíaaquella mañana su deseo todavía satisfecho cuan-do vino el marido, viendo que como quería no pod-ía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; yarrimándose a ella que tenía toda tapada la boca dela tinaja, de aquella manera en que en los anchoscampos los desenfrenados caballos encendidos porel amor asaltan a las yeguas de Partia, a efectollevó el juvenil deseo; el cual casi en un mismo pun-to se completó y se terminó de raspar la tinaja, y élse apartó y Peronella quitó la cabeza de la tinaja, yel marido salió fuera.

Por lo que Peronella dijo a Giannello:

—Coge esta luz, buen hombre, y mira siestá tan limpia como quieres

Giannello, mirando dentro, dijo que estababien y que estaba contento y dándole siete liriadosse la hizo llevar a su casa.

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NOVELA TERCERA

Fray Rinaldo se acuesta con su comadre, loencuentra el marido con ella en la alcoba y le hacencreer que estaba conjurando las lombrices del ahi-jado.

No pudo Filostrato hablar tan oscuro de lasyeguas partias que las sagaces señoras no le en-tendiesen y no se riesen algo, aunque fingiendoreírse de otra cosa. Pero luego de que el rey cono-ció que su historia había terminado, ordenó a Elisaque ella hablara; la cual, dispuesta a obedecer,comenzó:

Amables señoras, el conjuro del espantajode Emilia me ha traído a la memoria una historia deotro conjuro que, aunque no sea tan buena comofue aquélla, porque no se me ocurre ahora otrasobre nuestro asunto, la contaré.

Debéis saber que en Siena hubo en tiempospasados un joven muy galanteador y de honradafamilia que tuvo por nombre Rinaldo; y amandosumamente a una vecina suya y muy hermosa se-

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ñora y mujer de un hombre rico, y esperando (sipudiera encontrar el modo de hablarle sin sospe-chas) conseguir de ella todo lo que deseaba, noviendo ninguno y estando la señora grávida, pensóen convertirse en su compadre; y haciendo amistadcon su marido, del modo que más conveniente lepareció se lo dijo, y así se hizo.

Habiéndose, pues, Rinaldo convertido encompadre de doña Agnesa y teniendo alguna oca-sión más pintada para poder hablarle, le hizo cono-cer con palabras aquella parte de su intención queella mucho antes había conocido en las expresionesde sus ojos; pero poco le valió, sin embargo, aun-que no desagradara a la señora haberlo oído. Su-cedió no mucho después que, fuera cual fuese larazón, Rinaldo se hizo fraile y, encontrara comoencontrase aquel pasto, perseveró en ello; y suce-dió que un poco, en el tiempo en que se hizo fraile,había dejado de lado el amor que tenía a su coma-dre y algunas otras vanidades, pero con el paso deltiempo, sin dejar los hábitos las recuperó y comenzóa deleitarse en aparentar y en vestir con buenospaños y en ser en todas sus cosas galante y ador-nado, y en hacer canciones y sonetos y baladas, y acantar, y en una gran cantidad de otras cosas se-mejantes a éstas.

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Pero ¿qué estoy yo diciendo del fray Rinal-do de que hablamos? ¿Quiénes son los que nohacen lo mismo? ¡Ay, vituperio del perdido mundo!No se avergüenzan de aparecer gordos, de apare-cer con el rostro encarnado, de aparecer refinadosen los vestidos y en todas sus cosas, y no comopalomas sino como gallos hinchados con la crestalevantada encopetados proceden; y lo que es peor,dejemos el que tengan sus celdas llenas de tarroscolmados de electuario y de ungüentos, de cajas devarios dulces llenas, de ampollas y de redomitascon aguas destiladas y con aceites, de frascos conmalvasía y con vino griego y con otros desbordan-tes, hasta el punto de que no celdas de frailes sinotiendas de especieros o de drogueros parecen ma-yormente a los que las ven; no se avergüenzanellos de que los demás sepan que son golosos, y secreen que los demás no saben y conocen que losmuchos ayunos, las comidas ordinarias y escasas yel vivir sobriamente haga a los hombres magros ydelgados y la mayoría de las veces sanos; y si apesar de todo los hacen enfermos, al menos noenferman de gota, para la que se suele dar comomedicamento la castidad y todas las demás cosasapropiadas a la vida de un modesto fraile.

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Y se creen que los demás no conocen queademás de la vida austera, las vigilias largas, el orary el disciplinarse deben hacer a los hombres pálidosy afligidos, y que ni Santo Domingo ni San Francis-co, sin tener cuatro capas cada uno, no de lanillateñida ni de otros paños señoriles, sino hechos conlana gruesa y de natural color, para protegerse delfrío y no para aparentar se vestían. ¡Que Dios losayude como necesitan las almas de los simples quelos alimentan!

Así pues, vuelto fray Rinaldo a sus primerosapetitos, comenzó a visitar con mucha frecuencia asu comadre; y habiendo crecido su arrogancia, conmás instancias que antes lo hacía comenzó a solici-tarle lo que deseaba de ella.

La buena señora, viéndose solicitar muchoy pareciéndole tal vez fray Rinaldo más guapo de loque solía, siendo un día muy importunada por él,recurrió a lo mismo que todas aquellas que tienendeseos de conceder lo que se les pide, y dijo:

—¿Cómo, fray Rinaldo, y es que los fraileshacen esas cosas?

A quien el fraile contestó:

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—Señora, cuando yo me quite este hábito,que me lo quito muy fácilmente, os pareceré unhombre hecho como los otros, y no un fraile.

La señora se rió y dijo:

—¡Ay, triste de mí! Sois compadre mío,¿cómo podría ser esto? Estaría demasiado mal, yhe oído muchas veces que es un pecado demasia-do grande; y en verdad que si no lo fuese haría loque quisierais.

A quien fray Rinaldo dijo:

—Sois tonta si lo dejáis por eso. No digoque no sea pecado, pero otros mayores perdonaDios a quienes se arrepienten. Pero decidme:¿quién es más pariente de vuestro hijo, yo que losostuve en el bautismo o vuestro marido que loengendró?

La señora repuso:

—Más pariente suyo es mi marido.

—Decís verdad —dijo el fraile—. ¿Y vuestromarido no se acuesta con vos?

—Claro que sí —repuso la señora.

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—Pues —dijo el fraile— y yo, que soy me-nos pariente de vuestro hijo que vuestro marido,tanto debo poder acostarme con vos como vuestromarido.

La señora, que no sabia lógica y de peque-ño empujón necesitaba, o creyó o hizo como quecreía que el fraile decía verdad; y respondió:

—¿Quién sabría contestar a vuestras pala-bras?

Y luego, no obstante el compadrazgo, sedejó llevar a hacer su gusto; y no comenzaron unasola vez sino que con la tapadera del compadrazgoteniendo más facilidad porque la sospecha era me-nor, muchas y muchas veces estuvieron juntos.Pero entre las demás sucedió una que, habiendofray Rinaldo venido a casa de la señora y viendoque allí no había nadie sino una criadita de la seño-ra, asaz hermosa y agradable, mandando a sucompañero con ella al aposento de las palomas aenseñarle el padrenuestro, él con la señora, que dela mano llevaba a su hijito, se metieron en la alcobay, cerrando por dentro, sobre un diván que en ellahabía comenzaron a juguetear; y estando de estaguisa sucedió que volvió el compadre, y sin que

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nadie lo sintiese se fue a la puerta de la alcoba, ydio golpes y llamó a la mujer.

Doña Agnesa, oyendo esto, dijo:

—Muerta soy, que aquí está mi marido,ahora se dará cuenta de cuál es la razón de nuestrotrato.

Estaba fray Rinaldo desnudo, esto es sinhábito y sin escapulario, en camiseta; el cual estooyendo, dijo tristemente:

—Decís verdad; si yo estuviese vestido al-guna manera encontraría; pero si le abrís y me en-cuentra así no podrá encontrarse ninguna excusa.

La señora, por una inspiración súbita ayu-dada, dijo:

—Pues vestíos; y cuando estéis vestido co-ged en brazos a vuestro ahijado y escuchad bien loque voy a decirle, para que vuestras palabras esténde acuerdo con las mías; y dejadme hacer a mí.

El buen hombre no había dejado de llamarcuando la mujer repuso:

—Ya voy. —Y levantándose, con buen ges-to se fue a la puerta de la alcoba y, abriéndola, di-

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jo—: Marido mío, te digo que fray Rinaldo nuestrocompadre ha venido y que Dios lo mandó porqueseguro que si no hubiese venido habríamos perdidohoy a nuestro niño.

Cuando el estúpido santurrón oyó esto, todose pasmó, y dijo:

—¿Cómo?

—Oh, marido mío —dijo la mujer—, le vinoantes de improviso un desmayo que me creí queestaba muerto, y no sabía qué hacerme ni qué de-cirme, si no llega a aparecer entonces fray Rinaldonuestro compadre y, cogiéndolo en brazos, dijo:«Comadre, esto son lombrices que tiene en el cuer-po que se le están acercando al corazón y lo matar-ían con seguridad; pero no temáis, que yo las conju-raré y las haré morir a todas y antes de que yo mevaya de aquí veréis al niño tan sano como nunca lohabéis visto». Y porque te necesitábamos para decirciertas oraciones y la criada no pudo encontrarte selas mandó decir a su compañero en el lugar másalto de la casa, y él y yo nos entramos aquí dentro;y porque nadie más que la madre del niño puedeestar presente a tal servicio, para que otros no nosmolestasen aquí nos encerramos; y ahora lo tiene élen brazos, y creo que no espera sino a que su com-

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pañero haya terminado de decir las oraciones, yestará terminando, porque el niño ya ha vuelto en sídel todo.

El santurrón, creyendo estas cosas, tanto elcariño por su hijo lo conmovió que no se le vino a lacabeza el engaño urdido por la mujer, sino quedando un gran suspiro dijo:

—Quiero ir a verle.

Dijo la mujer:

—No vayas, que estropearías lo que se hahecho; espérate, quiero ve si puedes entrar y tellamaré.

Fray Rinaldo, que todo había oído y se hab-ía vestido a toda prisa y había cogido al niño enbrazos, cuando hubo dispuesto las cosas a su modollamó:

—Comadre, ¿no es el compadre a quien oi-go ahí?

Repuso el santurrón:

—Señor, sí.

—Pues —dijo fray Rinaldo—, venid aquí.

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El santurrón allá fue y fray Rinaldo le dijo:

—Tomad a vuestro hijo, salvado por la gra-cia de Dios, cuando he creído poco ha, que no loveríais vivo al anochecer; y bien haríais en hacerponer una figura de cera de su tamaño a la gloria deDios delante de la estatua del señor San Ambrosio,por los méritos del cual Dios os ha hecho esta gra-cia.

El niño, al ver a su padre, corrió hacia él y lehizo fiestas como hacen los niños pequeños; elcual, cogiéndolo en brazos, llorando no de otra ma-nera que si lo sacase de la fosa, comenzó a besarloy a darle gracias a su compadre que se lo habíacurado.

El compañero de fray Rinaldo, que no unpadrenuestro sino más de cuatro había enseñado ala criadita, y le había dado una bolsa de hilo blancoque le había dado a él una monja, y la había hechodevota suya, habiendo oído al santurrón llamar a laalcoba de la mujer, calladamente había venido a unsitio desde donde pudiera ver y oír lo que allí pasa-ba.

Y viendo la cosa en buenos términos, se vi-no abajo, y entrando en la alcoba dijo:

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—Fray Rinaldo, las cuatro oraciones queme mandasteis las he dicho todas.

A quien fray Rinaldo dijo:

—Hermano mío, tienes buena madera y hashecho bien. En cuanto a mí, cuando mi compadrellegó no había dicho sino dos, pero Nuestro Señorpor tu trabajo y el mío nos ha concedido la gracia deque el niño sea curado.

El santurrón hizo traer buen vino y dulces, ehizo honor a su compadre y a su compañero con loque ellos tenían necesidad más que de otra cosa;luego, saliendo de casa junto con ellos, los enco-mendó a Dios, y sin ninguna dilación haciendohacer la imagen de cera, la mandó colgar con lasotras delante de la figura de San Ambrosio, pero node la de aquel de Milán.

NOVELA CUARTA

Tofano le cierra una noche la puerta de sucasa a su mujer, la cual, no pudiendo hacérselaabrir con súplicas, finge tirarse a un pozo y arroja aél una gran piedra; Tofano sale de la casa y corre

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allí, y ella entra en casa y le cierra a él la puerta ycon gritos lo injuria.

El rey, al sentir que terminaba la novela deElisa, sin esperar más, volviéndose hacia Laureta,le mostró que le placía que ella narrase; por lo queella, sin tardar, así comenzó a decir:

¡Oh, Amor, cuántas y cuáles son tus fuer-zas, cuántos los consejos y cuántas las invencio-nes! ¿Qué filósofo, qué artista habría alguna vezpodido o podría mostrar esas sagacidades, esasinvenciones, esas argumentaciones que inspiras túsúbitamente a quien sigue tus huellas? Por ciertoque la doctrina de cualquiera otro es tarda con rela-ción a la tuya, como muy bien comprender se puedeen las cosas antes mostradas; a las cuales, amoro-sas señoras, yo añadiré una, puesta en práctica poruna mujercita tan simple que no sé quién sino Amorhubiera podido mostrársela.

Hubo hace tiempo en Arezzo un hombre ri-co, el cual fue llamado Tofano. A éste le fue dadapor mujer una hermosísima mujer cuyo nombre fuedoña Ghita, de la cual él, sin saber por qué, prontose sintió celoso, de lo que apercibiéndose la mujer

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sintió enojo; y habiéndole preguntado muchas vecessobre la causa de sus celos y no habiéndole sabidoseñalar él sino las generales y malas, le vino alánimo a la mujer hacerlo morir del mal que sin razóntemía. Y habiéndose apercibido de que un joven,según su juicio muy de bien, la cortejaba, discreta-mente comenzó a entenderse con él; y estando yalas cosas tan avanzadas entre él y ella que no falta-ba sino poner en efecto las palabras con obras,pensó la señora encontrar semejantemente un mo-do para ello.

Y habiendo ya conocido entre las malascostumbres de su marido que se deleitaba bebien-do, no solamente comenzó a alabárselo sino arte-ramente a invitarle a ello muy frecuentemente. Ytanto tomó aquello por costumbre que casi todas lasveces que le venía en gana lo llevaba a embriagar-se bebiendo; y cuando lo veía bien ebrio, llevándoloa dormir, por primera vez se reunió con su amante yluego seguramente muchas veces continuó en-contrándose con él, y tanto se confió en las embria-gueces de éste, que no solamente había llegado alatrevimiento de traer a su amante a casa sino queella a veces se iba con él a estarse gran parte de lanoche en la suya, la cual no estaba lejos de allí.

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Y de esta manera continuando la enamora-da mujer, sucedió que el desgraciado marido vino adarse cuenta de que ella, al animarle a beber, sinembargo, no bebía nunca; por lo que le entraronsospechas de que fuese a ser lo que era, esto es,de que la mujer le embriagase para poder hacer sugusto mientras él estaba dormido. Y queriendo deello, si fuese así, tener pruebas, sin haber bebido entodo el día, mostrándose una tarde el hombre másebrio que pudiera haber en el hablar y en las mane-ras, creyéndolo la mujer y no juzgando que necesi-tase beber más, para dormir bien prestamente lopreparó. Y hecho esto, según acostumbraba ahacer algunas veces, saliendo de casa, a la casa desu amante se fue y allí hasta medianoche se quedó.

Tofano, al no sentir a la mujer, se levantó yyéndose a la puerta la cerró por dentro y se puso ala ventana, para ver a la mujer cuando volviese yhacerle manifiesto que se había percatado de suscostumbres; y tanto estuvo que la mujer volvió, lacual, volviendo a casa y encontrándose la puertacerrada, se dolió sobremanera y comenzó a tratarde ver si por la fuerza podía abrir la puerta.

Lo que, luego de que Tofano lo hubo sufridoun tanto, dijo:

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—Mujer, te cansas en vano porque dentrono podrás volver. Vuélvete allí adonde has estadohasta ahora; y ten por cierto que no volverás nuncaaquí hasta que de esto, en presencia de tus parien-tes y de los vecinos, te haya hecho el honor que teconviene.

La mujer empezó a suplicar por el amor deDios que hiciese el favor de abrirle porque no veníade donde él pensaba sino de velar con una vecinasuya porque las noches eran largas y ella no podíadormirlas enteras ni velar sola en casa. Los ruegosno servían de nada porque aquel animal estabadispuesto a que todos los aretinos supieran su ver-güenza cuando ninguno la sabía.

La mujer, viendo que el suplicar no le valía,recurrió a las amenazas y dijo:

—Si no me abres te haré el hombre másdesgraciado que existe.

A quien Tofano repuso:

—¿Y qué puedes hacerme?

La mujer, a quien Amor había ya aguzadocon sus consejos el entendimiento, repuso:

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—Antes de sufrir la vergüenza que quiereshacerme pasar sin razón, me arrojaré a este pozoque está cerca, en el cual luego cuando me encuen-tren muerta, nadie creerá sino que tú, en tu embria-guez me has arrojado allí, y así, o tendrás que huir yperder lo que tienes y ser puesto en pregones, o tecortarán la cabeza como al asesino mío que real-mente habrás sido.

Nada se movió Tofano de su necia opinióncon estas palabras; por la cual cosa, la mujer dijo:

—Pues ya no puedo sufrir este fastidio tuyo,¡Dios te perdone! Pon en su sitio esta rueca mía,que la dejo aquí.

Y dicho esto, siendo la noche tan oscuraque apenas habrían podido verse uno al otro por lacalle, se fue la mujer hacia el pozo; y, cogiendo unagrandísima piedra que había al pie del pozo, gritan-do «¡Dios, perdóname!», la dejó caer dentro delpozo.

La piedra, al llegar al agua, hizo un grandí-simo ruido, el que al oír Tofano creyó firmementeque se había arrojado dentro; por lo que, cogiendoel cubo con la soga, súbitamente se lanzó fuera decasa para ayudarla y corrió al pozo.

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La mujer, que junto a la puerta de su casase había escondido, al verlo correr al pozo se refu-gió en casa y se cerró dentro y se fue a la ventana ycomenzó a decir:

—Hay que echarle agua cuando uno lo be-be, no luego por la noche.

Tofano, al oírla, se vio burlado y volvió a lapuerta; y no pudiendo entrar, le comenzó a decirque le abriese.

Ella, dejando de hablar bajo como hasta en-tonces había hecho, gritando comenzó a decir:

—Por los clavos de Cristo, borracho fasti-dioso, no entrarás aquí esta noche; no puedo sufrirmás estas maneras tuyas: tengo que hacerle ver atodo el mundo quién eres y a qué hora vuelves acasa por la noche.

Tofano, por su parte, irritado, le comenzó adecir injurias y a gritar; de lo que sintiendo el ruidolos vecinos se levantaron, hombres y mujeres, y seasomaron a las ventanas y preguntaron qué eraaquello.

La mujer comenzó a decir llorando:

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—Es este mal hombre que me vuelve bo-rracho por la noche a casa o se duerme por lastabernas y luego vuelve a estas horas; habiéndoloaguantado mucho y no sirviendo de nada, no pu-diendo aguantar más, he querido hacerle pasar estavergüenza de cerrarle la puerta de casa para ver sise enmienda.

El animal de Tofano, por su parte, decíacómo había sido la cosa y la amenazaba.

La mujer a sus vecinos les decía:

—¡Ved qué hombre! ¿Qué pensaríais si yoestuviera en la calle como está él y él estuviese encasa como estoy yo? Por Dios que dudo que nocreyeseis que dice la verdad: bien podéis ver elseso que tiene. Dice que he hecho lo que yo creoque ha hecho él. Creyó que me asustaría arrojandono sé qué al pozo, pero quisiera Dios que se hubie-se tirado él de verdad y ahogado, que el vino que habebido de más se habría aguado muy bien.

Los vecinos, hombres y mujeres, comenza-ron todos a reprender a Tofano y a echarle la culpaa él y a insultarle por lo que decía contra su mujer; yen breve tanto anduvo el rumor de vecino en vecinoque llegó hasta los parientes de la mujer. Los cuales

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llegados allí, y oyendo la cosa a un vecino y a otro,cogieron a Tofano y le dieron tantos palos que lodejaron molido; luego, entrando en la casa, tomaronlas cosas de la mujer y con ella se volvieron a sucasa, amenazando a Tofano con cosas peores.Tofano, viéndose malparado y que sus celos le hab-ían llevado por mal camino, como quien bien queríaa su mujer, recurrió a algunos amigos de interme-diarios; y tanto anduvo, que en paz volvió a llevarsela mujer a su casa, a la que prometió no ser celosonunca más; y además de ello, le dio licencia paraque hiciese cuanto gustase, pero tan prudentemen-te que él no se apercibiera. Y así, a modo del tontovillano quedó cornudo y apaleado. Y viva el amor (ymuera la avaricia) y viva la compañía.

NOVELA QUINTA

Un celoso disfrazado de cura confiesa a sumujer, al cual ésta da a entender que ama a un curaque viene a estar con ella todas las noches, con loque, mientras el celoso ocultamente hace guardia ala puerta, la mujer hace entrar a un amante suyo porel tejado y está con él.

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A su argumento puso fin Laureta; y habien-do ya cada uno alabado a la mujer porque habíaobrado bien y como a aquel desdichado convenía,el rey, para no perder tiempo, volviéndose haciaFiameta, placenteramente le encargó novelar; por lacual cosa, ella comenzó así:

Nobilísimas señoras, la precedente historiame lleva a razonar, semejantemente, sobre un celo-so, estimando que lo que sus mujeres les hacen, ymáximamente cuando tienen celos sin motivo estábien hecho. Y si todas las cosas hubiesen conside-rado los hacedores de las leyes, juzgo que en estodeberían a las mujeres no haber adjudicado otrocastigo sino el que adjudicaron a quien ofende aalguien defendiéndose: porque los celosos son hos-tigadores de la vida de las mujeres jóvenes y dili-gentísimos procuradores de su muerte. Están ellastoda la semana encerradas y atendiendo a las ne-cesidades familiares y domésticas. Deseando, comotodos hacen, tener luego los días de fiesta algunadistracción, algún reposo, y poder disfrutar algúnentretenimiento como lo toman los labradores delcampo, los artesanos de la ciudad y los regidoresde los tribunales, como hizo Dios cuando el díaséptimo descansó de todos sus trabajos, y como loquieren las leyes santas y las civiles, las cuales al

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honor de Dios y al bien común de todos mirando,han distinguido los días de trabajo de los de reposo.A la cual cosa en nada consienten los celosos, yaquellos días que para todas las otras son alegres,a ellas, teniéndolas más encerradas y más reclui-das, hacen sentir más míseras y dolientes; lo cual,cuánto y qué consunción sea para las pobrecillassólo quienes lo han probado lo saben. Por lo que,concluyendo, lo que una mujer hace a un maridoceloso sin motivo, por cierto no debería condenarsesino alabarse.

Hubo, pues, en Rímini, un mercader muy ri-co en posesiones y en dinero el cual, teniendo unahermosísima mujer por esposa, llegó a estar so-bremanera celoso de ella; y no tenía otra razón paraello sino que, como mucho la amaba y la tenía pormuy hermosa y sabía que ella con todo su afán seingeniaba en agradarle, juzgaba que todos la ama-ban y que a todos les parecía hermosa y tambiénque ella se ingeniaba tanto en agradar a otros comoa él (argumento que era de hombre desdichado y depoco sentimiento). Y así con estos celos tanta vigi-lancia tenía de ella y tan sujeta la tenía como tal vezestán los que a la pena capital están condenados,que no están vigilados con tanta severidad por loscarceleros. La mujer, no ya a bodas o a fiestas o a

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la iglesia no podía ir sino que no osaba ponerse a laventana ni mirar fuera de casa por ningún motivo;por la cual cosa su vida era desdichadísima, yaguantaba tanto más impacientemente este fastidiocuanto menos culpable se sentía.

Por lo que, viéndose maltratar sin razón porsu marido, decidió para consuelo propio encontrar elmodo, si alguno pudiera encontrar, de que con justi-cia le viese hecho. Y porque no podía asomarse a laventana y así no tenía modo de poder mostrarsecontenta del amor de alguno que se lo hubiese ma-nifestado pasando por su barrio, sabiendo que en lacasa de al lado de la suya había un joven apuesto yamable, pensó que, si algún agujero hubiese en elmuro que dividía su casa de aquélla, mirar por éltantas veces que llegase a ver al joven en manerade poder hablarle y de darle su amor si quería reci-birlo; y, si pudiese encontrarse el modo, encontrarsecon él alguna vez y de esta manera pasar su desdi-chada vida hasta tanto que el diablo saliese de sumarido.

Y yendo de una parte a otra, cuando su ma-rido no estaba, mirando el muro de la casa, vio poracaso en una parte asaz secreta de ella el muroabierto un tanto por una grieta; por lo que, mirando

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por ella, aunque muy mal pudiese discernir la otraparte, llegó a darse cuenta de que era una alcobaallí donde daba la grieta y se dijo:

«Si fuese ésta la alcoba de Filippo (es decir,del joven vecino suyo), estaría casi servida.»

Y cautamente a una criada suya, que le ten-ía lástima, la hizo espiar, y encontró que verdade-ramente el joven allí dormía solo; por lo que,acercándose con frecuencia a la grieta, y cuandosentía al joven allí, dejando caer piedrecitas y algu-nas ramitas secas, tanto hizo que, por ver qué eraaquello, el joven se acercó allí. Al cual ella llamósuavemente y él, que su voz conoció, le respondió;y ella, teniendo tiempo, en breve le abrió sus pen-samientos. De los que muy contento el joven, hizode tal manera que de su lado el agujero se hizomayor, aunque de manera que nadie pudiese aper-cibirlo; y por allí muchas veces se hablaban y setocaban la mano, pero más adelante no se podía irpor la rígida guardia del celoso.

Ahora, acercándose la fiesta de Navidad, lamujer dijo al marido que, si le placía, quería ir lamañana de Pascua a la iglesia y confesarse y co-mulgar como hacen los otros cristianos; a lo que elceloso dijo:

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—¿Y qué pecado has hecho que quieresconfesarte?

Dijo la mujer:

—¿Cómo? ¿Crees que soy santa porqueme tienes encerrada? Bien sabes que cometo pe-cados como las otras personas que así viven; perono quiero decírtelos a ti, que no eres cura.

El celoso sintió sospechas con estas pala-bras y decidió saber qué pecados había cometidoaquélla y pensó el modo en que podría hacerlo; yrespondió que le parecía bien, pero que no queríaque fuese a otra iglesia sino a su capilla, y que allífuese por la mañana temprano y se confesase consu capellán o con el cura que el capellán le dijese yno con otro, y se volviera enseguida a casa.

A la mujer le pareció que medio había en-tendido; pero sin decir nada respondió que así loharía.

Venida la mañana de Pascua, la mujer selevantó al amanecer y se arreglo y se fue a la iglesiaque el marido le había mandado. El celoso, por otraparte, se levantó y se fue a aquella misma iglesia yllegó allí antes que ella; y habiendo ya con el curade allí adentro arreglado lo que quería hacer, po-

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niéndose rápidamente una de las sotanas del curacon un capuchón grande como el que vemos quellevan los curas, habiéndoselo echado un pocohacia adelante, se sentó en el coro. La mujer, alllegar a la iglesia, hizo preguntar por el cura. El curavino, y oyendo a la mujer que quería confesarse,dijo que no podía oírla, pero que le mandaría a uncompañero suyo; y yéndose, mandó al celoso a sudesgracia. El cual, viniendo muy gravemente, aun-que no fuese muy de día y él se hubiese puesto elcapuchón sobre los ojos, no pudo ocultarse tan bienque no fuese reconocido prestamente por la mujer;la cual, al ver aquello, se dijo a sí misma:

«Alabado sea Dios, que éste de celoso seha hecho cura; pero dejadlo, que le daré lo que estábuscando.»

Fingiendo, pues, no conocerlo, se sentó asus pies. Micer celoso se había metido algunaspiedrecitas en la boca para que le dificultasen algoel habla, de manera que la mujer no le reconociese,pareciéndole que en todas las demás cosas estabadel todo tan transformado que no creía ser recono-cido de ningún modo. Pero viniendo a la confesión,entre las demás cosas que la señora le dijo,habiéndole dicho primero que estaba casada, fue

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que estaba enamorada de un cura el cual todas lasnoches iba a acostarse con ella.

Cuando el celoso oyó esto le pareció que lehabían dado una cuchillada en el corazón; y si nofuera que le azuzó el deseo de saber más de aque-llo, habría abandonado la confesión e ídose; peroquedándose quieto preguntó a la mujer:

—¿Y cómo? ¿No se acuesta con vos vues-tro marido?

La mujer contestó:

—Señor, sí.

—Pues —dijo el celoso— ¿cómo puedetambién acostarse el cura?

—Señor —dijo la mujer—, el arte con que lohace el cura no lo sé; pero no hay en casa unapuerta tan cerrada que, al tocarla él, no se abra; yme dice él que, cuando ha llegado a la de mi alco-ba, antes de que la abra, dice ciertas palabras porlas que mi marido se duerme incontinenti, y al sen-tirlo dormido, abre la puerta y se viene dentro y estáconmigo; y esto nunca falla.

Dijo entonces el celoso:

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—Señora, esto está mal hecho y tenéis queabsteneros por completo de ello.

La mujer le dijo:

—Señor, esto no creo poder hacerlo nuncaporque lo amo demasiado.

—Pues yo no podré absolveros.

Le dijo la mujer:

—Lo siento mucho: no he venido aquí paradecir mentiras; si creyese que podría hacerlo os lodiría.

Dijo entonces el celoso:

—En verdad, señora, me dais lástima, queos veo perder el alma con estas cosas; pero envuestro servicio quiero pasar trabajos diciendo misoraciones especiales a Dios en vuestro nombre, lascuales tal vez os ayuden; y os mandaré alguna vezun monaguillo mío a quien diréis si os han ayudadoo no; y si os ayudan, continuaremos.

La mujer le dijo:

—Señor, no hagáis tal de mandarme nadiea casa que, si mi marido lo supiese, es tan celosoque nadie en el mundo le quitaría de la cabeza que

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venía sino para algo malo, y nunca más tendré pazcon él.

El celoso le dijo:

—Señora, no temáis por esto, que lo haréde tal manera que nunca os dirá una palabra.

Dijo entonces la señora:

—Si eso os dice el corazón, estoy deacuerdo.

Y dicha la confesión y recibida la penitenciay poniéndose en pie, se fue a oír misa.

El celoso con su desgracia, resoplando, sefue a quitarse las ropas de cura y se volvió a casa,deseoso de encontrar el modo de poder encontrarjuntos al cura y a la mujer para jugarles una malapasada al uno y al otro. La mujer volvió de la iglesiay bien vio en la cara de su marido que le había dadolas malas pascuas; pero él se ingeniaba cuantopodía por ocultar lo que había hecho y lo que leparecía saber.

Y habiendo deliberado consigo mismo pasarla noche siguiente junto a la puerta de la calle yesperar por si venía el cura, dijo a la mujer:

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—Esta noche tengo que ir a cenar y a dor-mir fuera, y por ello cerraré bien la puerta de la calley la de mitad de la escalera y la de la alcoba, ycuando quieras acuéstate.

La mujer repuso:

—En buena hora.

Y cuando tuvo tiempo se fue a la abertura ehizo el signo usado, el cual, al sentirlo Filippo deinmediato vino allí; la mujer le dijo lo que habíahecho por la mañana y lo que el marido le habíadicho después de comer, y luego dijo:

—Estoy segura de que no saldrá de casasino que se pondrá de guardia a la puerta, y por elloencuentra el modo de venir esta noche aquí por eltejado, de manera que estemos juntos. El joven,muy contento de esto, dijo: —Señora, dejadmehacer.

Venida la noche, el celoso con sus armasse ocultó silenciosamente en una alcoba del pisobajo. Y la mujer, habiendo hecho cerrar todas laspuertas y máximamente la de mitad de la escalerapara que el celoso no pudiera subir, cuando le pare-ció oportuno el joven por un camino muy cauto porsu lado se vino, y se fueron a la cama, dándose el

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uno al otro satisfacción y buenos ratos; y venido eldía, el joven se volvió a su casa.

El celoso, doliente y sin cenar, muriéndosede frío, casi toda la noche estuvo con sus armasjunto a la puerta esperando que llegase el cura; yacercándose el día, no pudiendo velar más, en laalcoba del piso bajo se durmió. Luego, cerca detercia levantándose, estando ya abierta la puerta dela casa, fingiendo venir de fuera, subió a su casa yalmorzó. Y poco después, mandando un muchachi-to a guisa del monaguillo del cura que la había con-fesado, le preguntó si quien ella sabía había vueltoallí. La mujer, que muy bien conoció al mensajero,repuso que no había venido aquella noche y que, siasí hacia, podría írsele de la cabeza por más queella no querría que de la cabeza se le fuese.

¿Qué debo deciros ahora? El celoso estuvomuchas noches queriendo coger el cura a la entra-da, y la mujer continuamente con su amante pasán-doselo bien. Al final el celoso, que más no podíaaguantar, con airado rostro preguntó a la mujer quéle había dicho al cura la mañana que se había con-fesado. La mujer repuso que no quería decírseloporque no era cosa honesta ni conveniente.

El celoso le dijo:

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—Mala mujer, a pesar tuyo sé lo que le dijis-te, y tengo que saber quién es el cura de quiénestás tan enamorada y que contigo se acuesta to-das las noches por sus ensalmos, o te cortaré lasvenas.

La mujer dijo que no era verdad que estu-viera enamorada de un cura.

—¿Cómo? —dijo el celoso—. ¿No le dijisteesto y esto al cura que te confesó?

La mujer dijo:

—No que te lo hubiera contado sino quehubieras estado presente parece; pero sí que se lodije.

—Pues dime —dijo el celoso—, quién esese cura y pronto.

La mujer se echó a reír y dijo:

—Me agrada mucho cuando a un hombresabio lo lleva una mujer simple como se lleva a unborrego por los cuernos al matadero; aunque tú noeres sabio ni lo fuiste desde aquel momento en quedejaste entrar en el pecho al maligno espíritu de loscelos sin saber por qué; y cuanto más tonto y ani-mal eres mi gloria es menor. ¿Crees tú, marido mío,

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que soy ciega de los ojos de la cara como tú lo eresde los de la mente? Cierto que no; y mirando supequién fue el cura que me confesó y sé que fuiste tú;pero me propuse darte lo que andabas buscando yte lo di. Pero si hubieses sido sabio como crees, nohabrías de aquella manera intentado saber los se-cretos de tu honrada mujer, y sin sentir vanas sos-pechas te habrías dado cuenta de que lo que teconfesaba era la verdad sin que en ella hubieranada de pecado. Te dije que amaba a un cura; ¿yno eras tú, a quien equivocadamente amo, cura? Tedije que ninguna puerta de mi casa podía estar ce-rrada cuando quería acostarse conmigo; ¿y quépuerta te ha resistido alguna vez en tu casa dondeallí donde yo estuviera has querido venir? Te dijeque el cura se acostaba conmigo todas las noches;¿y cuándo ha sido que no te acostases conmigo? Ycuantas veces me mandaste a tu monaguillo, tantassabes, cuantas no estuviste conmigo, te mandé adecir que el cura no había estado. ¿Qué otro des-memoriado sino tú, que por los celos te has dejadocegar, no habría entendido estas cosas? ¡Y te hasestado en casa vigilando la puerta y crees que mehas convencido de que te has ido fuera a cenar y adormir! ¡Vuelve en ti ya y hazte hombre como solíasser y no hagas hacer burla de ti a quien conoce tus

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costumbres como yo, y deja esa severa guarda quehaces, que te juro por Dios que si me vinieran ga-nas de ponerte los cuernos, si tuvieras cien ojos envez de dos, me daría el gusto de hacer lo que qui-siera de guisa, que tú no te enterarías!

El desdichado celoso, a quien le parecíahaberse enterado muy astutamente del secreto dela mujer, al oír esto se tuvo por burlado; y sin res-ponder nada tuvo a la mujer por sabia y por buena,y cuando tenía que ser celoso se despojó de loscelos, así como se los había vestido cuando notenía necesidad de ellos. Por lo que la discreta mu-jer, casi con licencia para hacer su gusto, sin hacervenir a su amante por el tejado como los gatos sinopor la puerta, discretamente obrando luego, muchasveces se dio con él buenos ratos y alegre vida.

NOVELA SEXTA

Doña Isabela, estando con Leonetto, ysiendo amada por un micer Lambertuccio, es visita-da por éste, y vuelve su marido; a micer Lambertuc-cio hace salir de su casa puñal en mano, y su mari-do acompaña luego a Leonetto.

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Maravillosamente había agradado a todos lanovela de Fiameta, afirmando cada uno que la mu-jer había obrado óptimamente y hecho lo que con-venía a aquel animal de hombre. Pero luego de quehubo terminado, el rey a Pampínea ordenó quesiguiese; la cual comenzó a decir:

Son muchos quienes, hablando como sim-ples, dicen que Amor le quita a uno el juicio y que alos que aman hace aturdidos. Necia opinión meparece; y bastante las ya dichas cosas lo han mos-trado, y yo intento mostrarlo también.

En nuestra ciudad, copiosa en todos losbienes, hubo una señora joven y noble y muy her-mosa, la cual fue mujer de un caballero muy valero-so y de bien. Y como muchas veces ocurre quesiempre el hombre no puede usar una comida sinoque a veces desea variar, no satisfaciendo a estaseñora mucho su marido, se enamoró de un jovenque Leonetto era llamado, muy amable y cortés,aunque no fuese de gran nacimiento, y él del mismomodo se enamoró de ella: y como sabéis que rarasveces queda sin efecto lo que las dos partes quie-ren, en dar a su amor cumplimiento no se interpusomucho tiempo.

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Ahora, sucedió que, siendo esta mujer her-mosa y amable, de ella se enamoró mucho un caba-llero llamado micer Lambertuccio, al cual ella, por-que hombre desagradable y cargante le parecía, pornada del mundo podía disponerse a amarlo; perosolicitándola él mucho con embajadas y no valién-dole, siendo hombre poderoso, la mandó amenazarcon difamarla si no hacía su gusto, por la cual cosala señora, temiéndolo y sabiendo cómo era, seplegó a hacer su deseo.

Y habiendo la señora (que doña Isabela ten-ía por nombre) ido, como es costumbre nuestra enverano, a estarse en una hermosísima tierra suyaen el campo, sucedió, habiendo su marido ido acaballo a algún lugar para quedarse algún día, quemandó ella a por Lionetto para que viniese a estarcon ella; el cual, contentísimo, fue incontinenti. Mi-cer Lambertuccio, oyendo que el marido de la seño-ra se había ido fuera, solo, montando a caballo, sefue a donde ella estaba y llamó a la puerta.

La criada de la señora, al verlo, se fue in-continenti a ella, que estaba en la alcoba con Lio-netto y, llamándola, le dijo:

—Señora, micer Lambertuccio está ahí aba-jo él solo.

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La señora, al oír esto, fue la más dolientemujer del mundo; pero temiéndole mucho, rogó aLeonetto que no le fuera enojoso esconderse unrato tras la cortina de la cama hasta que micerLambertuccio se fuese.

Leonetto, que no menor miedo de él teníade lo que tenía la señora, allí se escondió; y ellamandó a la criada que fuese a abrir a micer Lamber-tuccio; la cual, abriéndole y descabalgando él de supalafrén y atado éste allí a un gancho, subió arriba.

La señora, poniendo buena cara y viniendohasta lo alto de la escalera, lo más alegremente quepudo le recibió con palabras y le preguntó qué an-daba haciendo. El caballero, abrazándola y besán-dola, le dijo:

—Alma mía, oí que vuestro marido no esta-ba, así que me he venido a estar un tanto con ella.

Y luego de estas palabras, entrando en laalcoba y cerrando por dentro, comenzó micer Lam-bertuccio a solazarse con ella.

Y estando así con ella, completamente fue-ra de los cálculos de la señora, sucedió que su ma-rido volvió: el cual, cuando la criada lo vio junto a la

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casa, corrió súbitamente a la alcoba de la señora ydijo:

—Señora, aquí está el señor que vuelve:creo que está ya en el patio.

La mujer, al oír esto y al pensar que teníados hombres en casa (y sabía que el caballero nopodía esconderse porque su palafrén estaba en elpatio), se tuvo por muerta; sin embargo, arrojándosesúbitamente de la cama, tomó un partido y dijo amicer Lambertuccio:

—Señor, si me queréis algo bien y queréissalvarme de la muerte, haced lo que os diga. Co-geréis en la mano vuestro puñal desnudo, y con malgesto y todo enojado bajaréis la escalera y os iréisdiciendo: «Voto a Dios que lo cogeré en otra parte»;y si mi marido quisiera reteneros u os preguntasealgo, no digáis nada sino lo que os he dicho, y,montando a caballo, por ninguna razón os quedéiscon él.

Micer Lambertuccio dijo que de buena gana;y sacando fuera el puñal, todo sofocado entre lasfatigas pasadas y la ira sentida por la vuelta delcaballero, como la señora le ordenó así hizo. Elmarido de la señora, ya descabalgando en el patio,

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maravillándose del palafrén y queriendo subir arriba,vio a micer Lambertuccio bajar y asombróse de suspalabras y de su rostro y le dijo:

—¿Qué es esto, señor?

Micer Lambertuccio, poniendo el pie en elestribo y montándose encima, no dijo sino:

—Por el cuerpo de Dios, lo encontraré enotra parte.

Y se fue.

El gentilhombre, subiendo arriba, encontró asu mujer en lo alto de la escalera toda espantada yllena de miedo, a la cual dijo:

—¿Qué es esto? ¿A quién va micer Lam-bertuccio tan airado amenazando?

La mujer, acercándose a la alcoba para queLeonetto la oyese, repuso:

—Señor, nunca he tenido un miedo igual aéste. Aquí dentro entró huyendo un joven a quien noconozco y a quien micer Lambertuccio seguía con elpuñal en la mano, y encontró por acaso esta alcobaabierta, y todo tembloroso dijo: «Señora, ayudadmepor Dios, que no me maten en vuestros brazos». Yo

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me puse de pie de un salto y al querer preguntarlequién era y qué le pasaba, hete aquí micer Lamber-tuccio que venía subiendo diciendo: «¿Dónde estás,traidor?». Yo me puse delante de la puerta de laalcoba y, al querer entrar él, le detuve; en eso fuecortés que, como vio que no me placía que entraseaquí dentro, después de decir muchas palabras sebajó como lo visteis.

Dijo entonces el marido.

—Mujer, hicisteis bien; muy gran deshonrahubiera sido que hubiesen matado a alguien aquídentro, y micer Lambertuccio hizo una gran villaníaen seguir a nadie que se hubiera refugiado aquídentro.

Luego preguntó dónde estaba aquel joven.

La mujer contestó:

—Señor, yo no sé dónde se haya escondi-do.

El caballero dijo:

—¿Dónde estás? Sal con confianza.

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Leonetto, que todo lo había oído, todo mie-doso como quien miedo había pasado de verdad,salió fuera del lugar donde se había escondido.

Dijo entonces el caballero:

—¿Qué tienes tú que ver con micer Lam-bertuccio?

El joven repuso:

—Señor, nada del mundo; y por ello creofirmemente que no esté en su juicio o que me hayatomado por otro, porque en cuanto me vio no lejosde esta casa, en la calle, echó mano al puñal y dijo:«Traidor, ¡muerto eres!». Yo no me puse a pregun-tarle que por qué razón sino que comencé a huircuanto pude y me vine aquí, donde, gracias a Dios ya esta noble señora, me he salvado.

Dijo entonces el caballero:

—Pues anda, no tengas ningún miedo; tepondré en tu casa sano y salvo, y luego entératebien de lo que tienes que ver con él.

Y en cuanto hubieron cenado, haciéndolemontar a caballo, se lo llevó a Florencia y lo dejó ensu casa; el cual, según las instrucciones recibidasde la señora, aquella misma noche habló con micer

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Lambertuccio ocultamente y con él se puso deacuerdo de tal manera que, por mucho que sehablase de aquello después, nunca por ello se en-teró el caballero de la burla que le había hecho sumujer.

NOVELA SÉPTIMA

Ludovico descubre a doña Beatriz el amorque le tiene, la cual manda a Egano, su marido, aun jardín vestido como ella y se acuesta con Ludo-vico; el cual, luego, levantándose, va y apalea aEgano en el jardín.

Esta invención de doña Isabela contada porPampínea fue por todos los de la compañía tenidapor maravillosa; pero Filomena, a quien el rey habíaordenado que siguiese, dijo:

Amorosas señoras, si no estoy engañada,creo que contaré una no menos buena, y presta-mente.

Debéis saber que en París vivió un hombrenoble florentino, el cual, por su pobreza, se habíahecho mercader, y le había ido tan bien con el co-

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mercio que se había hecho en él riquísimo; y teníade su mujer un solo hijo al que había llamado Ludo-vico. Y para que a la nobleza del padre y no al co-mercio saliese, no lo había el padre querido poneren ningún negocio sino que lo había puesto conotros hombres nobles al servicio del rey de Francia,donde muchas buenas maneras y buenas cosashabía aprendido. Y estando allí, sucedió que ciertoscaballeros que volvían del Sepulcro, mezclándoseen una conversación de los jóvenes entre los queestaba Ludovico, y oyéndolos razonar entre sí sobrelas damas hermosas de Francia y de Inglaterra y deotras partes del mundo, comenzó uno de ellos adecir que ciertamente de cuanto mundo él habíarecorrido y de cuantas mujeres había visto, nuncauna hermosura semejante a la mujer de Egano delos Galluzzi de Bolonia, llamada doña Beatriz, habíavisto; en lo que todos sus compañeros que juntocon él la habían visto en Bolonia, concordaron, 1acual cosa escuchando Ludovico, que todavía no sehabía enamorado de ninguna, se inflamó en tantodeseo de verla que en otra cosa no podía fijar elpensamiento; y del todo dispuesto a ir hasta Boloniaa verla, y allí quedarse si a ella le placía, dio a en-tender a su padre que quería ir al Sepulcro, lo queconsiguió con gran dificultad.

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Poniéndose, pues, de nombre Aniquino,llegó a Bolonia, y como quiso la fortuna, al día si-guiente vio a esta señora en una fiesta, y con mu-cho le pareció más hermosa de lo que pensadohabía; por lo que, enamorándose ardentísimamentede ella, se propuso no irse nunca de Bolonia si noconseguía su amor. Y pensando en qué caminodebía seguir para ello, dejando cualquier otro deci-dió que, si pudiera hacerse criado del marido deella, que tenía muchos, por acaso podría sucederlelo que deseaba.

Vendidos, pues, sus caballos, y colocadossus criados de manera que estaban bien, habiéndo-les ordenado que fingiesen no conocerlo, habiendohecho amistad con su posadero, le dijo que de bue-na gana entraría como servidor de algún señor debien, si alguno pudiese encontrar; al cual dijo elposadero:

—Tú eres propiamente un sirviente quedebía de ser muy apreciado por un hombre noble deesta tierra que tiene por nombre Egano, el cual tienemuchos, y todos los quiere aparentes como eres tú;yo le hablaré de ello.

Y como dijo, así lo hizo; y antes que se se-parase de Egano, hubo colocado con él a Aniquino,

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el cual le agradó lo más que podía ser. Y viviendocon Egano y teniendo oportunidades de ver conmucha frecuencia a su gobierno, tan bien y tan degrado comenzó a servir a Egano que éste le tomótanto amor que sin él no sabía hacer ninguna cosa;y no solamente de sí sino de todas las cosas lehabía encomendado el gobierno.

Sucedió un día que, habiendo ido Egano decetrería y quedándose Aniquino en casa, doña Bea-triz, que de su amor no se había apercibido todavíapor mucho que para sí misma, mirándole a él y asus maneras, muchas veces le había elogiado y leagradase, se puso con él a jugar al ajedrez; y Ani-quino, que agradarle deseaba, muy diestramente sedejaba vencer; de lo que la señora hacía maravillo-sas fiestas. Y habiéndose apartado de mirarlos ju-gar todas las damas de la señora y dejándolos ju-gando solos, Aniquino lanzó un grandísimo suspiro.

La señora, mirándolo, dijo:

—¿Qué tienes, Aniquino? ¿Tanto te dueleque te venza?

—Señora —repuso Aniquino—, mucho ma-yor cosa que lo es ésta fue la razón de mi suspiro.

Dijo entonces la señora:

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—¡Ah! Dímela, si me quieres bien.

Cuando Aniquino se oyó rogar «si la queríabien» por quien sobre todas las cosas amaba, lanzóuno mucho mayor de lo que lo había sido el prime-ro; por lo que la señora otra vez le rogó que le plu-guiese decirle cuál era la razón de sus suspiros.

A quien Aniquino dijo:

—Señora, mucho temo que os sea molestasi os la digo y además temo que la digáis a otrapersona.

A quien la señora dijo:

—Por cierto que no me será enojoso; y es-tate seguro de esto, que nada que tú me digas, sinocuando te plazca, le diré a nadie nunca.

Entonces dijo Aniquino:

—Puesto que así me lo prometéis, os lodiré.

Y con las lágrimas en los ojos le dijo quiénera él, lo que de ella había oído y dónde, y cómo deella se había enamorado y cómo venido, y por quéhabía entrado como servidor del marido; y luego,humildemente le rogó que si podía ser le pluguiera

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tener piedad de él y complacerle en este su secretoy tan ferviente deseo; y que, si esto no quería hacer,que, dejándolo estar en el traje en que estaba, lepermitiese amarla. ¡Oh, singular dulzura de la san-gre boloñesa, que digna de alabanza has sidosiempre en tales casos! Nunca te enorgulleciste delas lágrimas y los suspiros y continuamente has sidosensible a las súplicas, y a los amorosos deseosdoblegable; si yo tuviera dignas loas para alabarte,nunca saciada se vería mi voz.

La noble señora, al hablar Aniquino, le mi-raba; y dando plena fe a sus palabras, con tantafuerza recibió por sus ruegos el amor en la mente,que también ella comenzó a suspirar, y luego dealgún suspiro repuso:

—Dulce Aniquino mío, ten buen ánimo: nidones ni promesas ni cortejar de nobles ni de señoralguno ni de ningún otro (que he sido y soy corteja-da por muchos) nunca pudo mover mi ánimo tantoque amase a alguno; pero tú en tan poco tiempocomo han durado tus palabras me has hecho mástuya que lo soy mía. Juzgo que óptimamente hasganado mi amor, y por ello te lo doy y te prometoque te haré gozar de él antes de que termine estanoche que viene. Y para que esto tenga lugar, hacia

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la medianoche vendrás a mi alcoba; yo dejaré lapuerta abierta; sabes de qué lado de la cama duer-mo yo; vendrás allí y si durmiere, tócame hasta queme despierte, y te consolaré de tan largo deseocomo has sentido; y para que lo creas quiero darteun beso en prenda.

Y echándole un brazo al cuello, amorosa-mente lo besó, y Aniquino a ella.

Dichas estas cosas, Aniquino, dejando a laseñora, se fue a hacer algunas de sus obligaciones,esperando con la mayor alegría del mundo quellegase la noche.

Egano volvió de la caza, y cuando hubo ce-nado, como estaba cansado se fue a dormir, y laseñora tras él; y como había prometido dejó la puer-ta de la alcoba abierta; a la cual, a la hora que lehabía sido dicha, vino Aniquino y calladamente en-trando en la alcoba y volviendo a cerrar la puertapor dentro, del lado donde dormía la señora se fue,y poniéndole la mano en el pecho la encontró queno dormía. La cual, como sintió llegar a Aniquino,tomando su mano con las dos suyas y sujetándolofuerte, dándose vueltas en la cama tanto hizo quedespertó a Egano que dormía; al cual dijo:

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—No quise decirte nada anoche porque mepareciste cansado; pero dime, así te guarde Dios,Egano, ¿a cuál tienes tú por el mejor criado y elmás leal, y quién amas más, de los que tienes encasa?

Repuso Egano:

—¿Qué es eso, mujer, qué me preguntas?¿No lo sabes? No hay ni ha habido nunca ningunode quien tanto me fiase o me fíe o ame, cuanto mefío y amo a Aniquino. Pero ¿por qué me lo pregun-tas?

Aniquino, sintiendo despierto a Egano yoyendo hablar de él, había muchas veces tirado dela mano hacia sí para irse, temiendo mucho que laseñora quisiese engañarle; pero ésta lo había suje-tado y lo sujetaba de manera que no había podidoalejarse ni podía.

La señora repuso a Egano, y dijo:

—Yo te lo diré. Yo creía que era que fuesecomo tú dices y que más fiel que ninguno otro tefuera; pero me ha engañado, porque cuando tefuiste hoy de cetrería, él se quedó aquí, y cuando lepareció oportuno no se avergonzó de pedirme queconsintiera en hacer su gusto; y yo, para que esta

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cosa no necesitase probarte con demasiadas prue-bas, y para hacértelo tocar y ver, repuse que meparecía bien y que esta noche, pasada la mediano-che, iré al jardín nuestro y le esperaré al pie delpino. Ahora, en cuanto a mi yo no entiendo ir allí,pero si tienes ganas de conocer la fidelidad de tucriado, puedes fácilmente, poniéndote encima unade mis sayas y en la cabeza un velo, ir allá abajo aesperar si viene, que estoy segura de que sí.

Egano, oyendo esto, dijo:

—Por cierto que conviene que lo vea.

Y levantándose como mejor pudo en la os-curidad, se puso una saya de la señora en la cabe-za, y se fue al jardín y al pie de un pino se puso aesperar a Aniquino.

La señora, como lo sintió levantado y fuerade la alcoba, se levantó y cerró la puerta por dentro.Aniquino, que el mayor miedo que nunca habíasentido sintió, y que cuanto podía se había esforza-do en salir de las manos de la señora y cien milveces a ella y a su amor y a sí mismo, que confiadose había, había maldito, oyendo lo que al final habíahecho, fue el hombre más feliz que nunca hubo; yhabiendo la señora vuelto a la cama, como quiso

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ella, como ella se desnudó, y juntos se solazaron ydisfrutaron por buen espacio de tiempo.

Luego, no pareciendo a la señora que Ani-quino debiese quedarse más, lo hizo levantarse yvolver a vestirse, y así le dijo:

—Dulces labios míos, coge un buen bastóny vete al jardín, y fingiendo haberme requerido paratentarme, como si fuese yo misma, dirás insultos aEgano y me lo sacudirás bien con el bastón, porquede ello se seguirá luego maravilloso deleite y placer.

Levantándose Aniquino y yendo al jardíncon una vara de sauce en la mano, cuando llegójunto al pino y Egano lo vio venir, y levantándosecomo si quisiese recibirlo con grandísima fiesta, lesalió al encuentro; al cual dijo Aniquino:

—¡Ay, mala mujer, así que has venido! ¿Yhas creído que yo quisiera o quiero a mi señorhacerle esta afrenta? ¡Seas mil veces mal venida!

Y alzando el bastón, comenzó a sacudirlo.

Egano, al oír esto y ver el bastón, sin decirpalabra comenzó a huir, y tras él Aniquino, siemprediciendo:

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—Fuera, que Dios te dé malahora, malamujer, que por cierto que mañana se lo diré a Ega-no.

Egano, habiendo recibido dos de las bue-nas, lo antes que pudo se volvió a la alcoba; al cualpreguntó la señora si Aniquino había venido aljardín.

Egano dijo:

—Así no hubiera ido, porque creyendo queeras tú me ha molido con un bastón y dicho las ma-yores injurias que nunca se han dicho a una malamujer. Y así yo me maravillaba mucho de que él tehubiese dicho aquellas palabras con ánimo dehacer algo que fuese en vergüenza mía; sino queporque te vio tan alegre y cordial, quiso probarte.

—Entonces —dijo la señora—, alabado seaDios porque a mí me ha probado con palabras y a ticon obras; y creo que podría decir que yo soportocon más paciencia las palabras que tú las obras.Mas puesto que tal lealtad te tiene, hay que tenerloen estima y honrarle.

Egano dijo:

—Por cierto que dices la verdad.

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Y basándose en aquello, era de la opiniónde que tenía la mujer más leal y el más fiel servidorque nunca había tenido un noble; por la cual cosa,como luego muchas veces con Aniquino, éste y laseñora riesen de este hecho, Aniquino y la señoratuvieron mucha más facilidad de la que por venturahabrían tenido para hacer aquello que les dabadeleite y placer mientras que a Aniquino le plugoquedarse con Egano en Bolonia.

NOVELA OCTAVA

Uno siente celos de la mujer, y ella, atándo-se una cuerda a un dedo por la noche, siente llegara su amante, el marido se da cuenta, y, mientraspersigue al amante, la mujer pone en el lugar suyoen la cama a otra mujer, a quien el marido pega ycorta las trenzas, y luego va a buscar a sus herma-nos; los cuales, encontrando que aquello no eraverdad, le injurian.

Extrañamente maliciosa parecía a todosque doña Beatriz había sido al burlarse de su mari-do y todos afirmaban que el miedo de Aniquinodebía de haber sido muy grande cuando, sujetándo-

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lo fuertemente la señora, la oyó decir que él le habíarequerido de amores.

Pero luego de que el rey vio callarse a Filo-mena, volviéndose hacia Neifile, dijo:

—Decid vos.

La cual, sonriendo primero un poco, co-menzó:

Hermosas señoras, gran peso me incumbesi quiero con una buena historia daros gusto comoos lo han dado aquellas que antes han hablado; delcual, con la ayuda de Dios, espero descargarmeasaz bien.

Debéis, pues, saber que en nuestra ciudadhubo un riquísimo mercader llamado ArriguccioBerfinghieri, el cual neciamente, tal como ahorahacen cada día los mercaderes, pensó ennoblecer-se por su mujer y tomó a una joven señora noble(que mal le convenía) cuyo nombre fue doña Sis-monda. La cual, porque él tal como hacen los mer-caderes andaba mucho de viaje y poco estaba conella, se enamoró de un joven llamado Roberto quelargamente la había cortejado; y habiendo llegado atener intimidad con él, y teniéndola menos discre-tamente porque sumamente le deleitaba, sucedió (o

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porque Arriguccio oyese algo o como quiera quefuese) que se hizo el hombre más celoso del mundoy dejó de ir de viaje y todos sus demás negocios, ytoda su solicitud la había puesto en guardar bien aaquélla, y nunca se hubiera dormido si no la hubie-se sentido antes meterse en la cama; por la cualcosa la mujer sintió grandísimo dolor, porque deninguna guisa podía estar con su Roberto.

Pero habiendo dedicado muchos pensa-mientos a encontrar algún modo de estar con él, ysiendo también muy solicitada por él, le vino el pen-samiento de hacer de esta manera: que, como fue-se que su alcoba daba a la calle y ella se habíadado cuenta muchas veces de que a Arriguccio lecostaba mucho dormirse, pero que después dormíaprofundísimamente, ideó hacer venir a Roberto a lapuerta de su casa a medianoche e ir a abrirle y es-tarse con él mientras su marido dormía profunda-mente.

Y para sentir ella cuándo llegaba de guisaque nadie se apercibiese, inventó echar una cuer-decita fuera de la ventana de la alcoba que por unode los extremos llegase cerca del suelo, y el otroextremo bajarlo hasta el pavimento y llevarlo hastasu cama, y meterlo bajo las ropas, y cuando ella

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estuviese en la cama atárselo al dedo gordo del pie;y luego, mandando decir esto a Roberto, le ordenóque, cuando viniera, tirase de la cuerda y ella, si sumarido durmiese, lo soltaría e iría a abrirle, y si nodurmiese, lo cogería y lo tiraría hacia sí, a fin de queél no esperase. La cual cosa plugo a Roberto; yhabiendo ido muchas veces, alguna le sucedió estarcon ella y alguna no.

Por último, continuando con este artificio deesa manera, sucedió una noche que, durmiendo laseñora, y estirando Arriguccio el pie por la cama, diocon este cordel; por lo que, llevando a él la mano yencontrándolo atado al pie de su mujer, se dijo a símismo:

«Por cierto que esto debe ser algún enga-ño».

Y dándose cuenta luego de que el cordelsalía por la ventana lo tuvo por cierto; por lo quecortándolo quedamente del dedo de la mujer, lo atóal suyo, y estuvo atento para ver qué quería deciresto.

No mucho después vino Roberto, y tirandodel cordel como acostumbraba, Arriguccio lo sintió;y no habiendo sabido atárselo bien, y habiendo

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Roberto tirado fuertemente y habiéndose quedadocon el cordel en la mano, entendió que debía espe-rar; y así hizo.

Arriguccio, levantándose prestamente y co-giendo sus armas, corrió a la puerta para ver quiénera aquél y para hacerle daño. Ahora, Arriguccioera, aunque fuese mercader, un hombre fiero y fuer-te; y llegado a la puerta, y no abriéndola suavemen-te como solía hacer la mujer, y Roberto, que espe-raba, sintiéndolo, se dio cuenta que era quien era,es decir, que quien abría la puerta era Arriguccio;por lo que prestamente comenzó a huir y Arriguccioa perseguirlo. Hasta que por fin habiendo Robertohuido un gran trecho y no cesando él de seguirlo,estando también Roberto armado, sacó la espada yse volvió hacia él, y comenzaron el uno a quererherir al otro y a defenderse.

La mujer, al abrir Arriguccio la alcoba, des-velándose y encontrándose cortado el cordel deldedo, incontinenti se dio cuenta de que su engañoestaba descubierto; y sintiendo que Arriguccio habíacorrido tras de Roberto, levantándose prestamente,dándose cuenta de lo que podía suceder, llamó a sucriada, la cual sabía todo, y tanto le rogó que lapuso en su lugar en la cama, rogándole que, sin

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darse a conocer, los golpes que le diera Arrigucciorecibiese pacientemente porque ella se los devol-vería con tamaña recompensa que no tendría razónde quejarse.

Y apagada la luz que en la alcoba ardía, sefue de allí y, escondida en un lugar de la casa, sepuso a esperar lo que iba a suceder. Siguiendo lariña entre Arriguccio y Roberto, los vecinos del ba-rrio, sintiéndola y levantándose, comenzaron a in-sultarlos, y Arriguccio, por temor a ser reconocido,sin haber podido saber quién fuese el joven ni herir-lo de alguna manera, airado y de mal talante,dejándolo en paz, se fue hacia su casa; y llegando ala alcoba, airadamente comenzó a decir:

—¿Dónde estás, mala mujer? ¡Has apaga-do la luz para que no te encuentre, pero te equivo-cas!

Y yendo a la cama, creyendo coger a la mu-jer, cogió a la criada, y cuando pudo menear lasmanos y los pies tantos puñetazos y tantas patadasle dio que le marcó toda la cara, y por último le cortólos cabellos, diciéndole siempre las mayores injuriasque jamás se han dicho a una mala mujer.

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La criada lloraba mucho como quien teníade qué, y aunque alguna vez dijese: «¡Ay! ¡Por elamor de Dios!» o «¡Basta!», estaba la voz tan rotapor el llanto y Arriguccio tan ciego de furor que nopodía distinguir que aquélla fuese de otra mujer quela suya.

Apaleándola, pues, con todo derecho ycortándole los cabellos, como decimos, dijo:

—Mala mujer, no entiendo tocarte de otromodo, sino que iré a por tus hermanos y les contarétus buenas obras; y luego que vengan a por ti y quehagan lo que crean que corresponde a su honor y telleven de aquí, que en esta casa ten por cierto queno estarás nunca más.

Y dicho esto, saliendo de la alcoba, la cerrópor fuera y se fue él solo.

Cuando doña Sismonda, que todo había oí-do, sintió que el marido se había ido, abrió la alcobay, encendida la luz, encontró a su criada toda ma-chacada que lloraba fuertemente; a la cual, comomejor pudo la consoló y la llevó a su alcoba, dondedespués ocultamente haciéndola cuidar y curar,tanto con lo de Arriguccio mismo la recompensó queella se tuvo por contenta. Y cuando a la criada hubo

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llevado a su alcoba, rápidamente hizo la cama de lasuya y la arregló toda y la puso en orden, como sininguna persona se hubiera acostado allí esa no-che, y volvió a encender la lámpara, y se vistió yarregló, como si todavía no se hubiese acostado; yencendiendo un candil y tomando sus telas, se fue asentar arriba de la escalera y se puso a coser y aesperar en qué paraba aquello.

Arriguccio, al salir de su casa, lo antes quepudo se fue a la casa de los hermanos de la mujer,y allí tantos golpes dio que le sintieron y le abrieron.Los hermanos de la mujer, que eran tres, y su ma-dre, sintiendo que era Arriguccio se levantaron to-dos, y haciendo encender las luces vinieron a suencuentro y le preguntaron qué iba buscando aaquella hora y tan solo. A quienes Arriguccio, em-pezando con el cordel que había encontrado atadoal dedo del pie de doña Sismonda hasta lo últimoque encontrado y hecho había, se lo contó; y paradarles entero testimonio de lo que había hecho, loscabellos que creía haberle cortado a su mujer se lospuso en las manos, añadiendo que viniesen a porella y que le hiciesen lo que creyeran que corres-pondía a su honor, porque él no pensaba tenerlamás en casa.

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Los hermanos de la mujer, muy enojados delo que habían oído y teniéndolo por cierto, contraella enardecidos, hechas encender antorchas, conintención de jugarle una mala partida, con Arrigucciose pusieron en camino y fueron a su casa. Lo queviendo su madre, llorando comenzó a seguirlos, oraa uno ora al otro rogando que no creyesen aquellascosas tan súbitamente sin ver ni saber nada más,porque el marido podía por alguna razón estar eno-jado con ella y haberle hecho daño, y ahora decirlesaquello en excusa de sí mismo, diciendo ademásque ella se maravillaba mucho de cómo podía habersucedido aquello porque conocía bien a su hija,como quien la había criado desde pequeñita, y mu-chas otras cosas semejantes.

Llegados, pues, a casa de Arriguccio y en-trando dentro, comenzaron subir las escaleras; yoyéndolos venir doña Sismonda, dijo:

—¿Quién anda ahí?

A quien uno de los hermanos repuso:

—Bien lo sabrás tú, mala mujer, quién es.

Dijo entonces doña Sismonda:

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—¿Pero qué querrá decir esto? ¡Señor,ayúdame! —Y poniéndose en pie, dijo—: Hermanosmíos, sed bien venidos; ¿qué andáis buscando aesta hora los tres aquí dentro?

Ellos, habiéndola visto sentada y cosiendo ysin ninguna marca en el rostro de haber sido gol-peada, cuando Arriguccio había dicho que la habíadejado machacada, algo al primer embite se maravi-llaron y refrenaron el ímpetu de su ira, y le pregunta-ron que cómo había sido aquello de lo que Arriguc-cio se quejaba de ella, amenazándola mucho si noles decía todo.

La mujer dijo:

—No sé qué deba deciros, ni de qué tengaque haberse quejado de mí Arriguccio.

Arriguccio, al verla, la miraba como estupi-dizado, acordándose de que le había dado tal vezmil puñetazos en la cara y la había arañado y lehabía hecho todas las maldades del mundo, y ahorala veía como si no hubiera pasado nada de aquello.En resumen, los hermanos le dijeron lo que Arriguc-cio les había dicho del cordel y de los golpes y detodo.

La mujer, volviéndose a Arriguccio, dijo:

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—¡Ay, marido mío! ¿Qué es lo que oigo?¿Por qué haces tenerme por mala mujer para tugran vergüenza, cuando no lo soy, y a ti por hombremalo y cruel, que no eres? ¿Y cuándo has estadoesta noche en casa, no ya conmigo? ¿O cuándo mepegaste? En cuanto a mí, no me acuerdo.

Arriguccio comenzó a decir:

—¿Cómo, mala mujer, no nos fuimos a lacama juntos anoche? ¿No he vuelto luego, despuésde haber estado corriendo tras tu amante? ¿No tehe dado muchos golpes y cortado los cabellos?

La mujer repuso:

—En esta casa no te acostaste anoche tú,pero dejemos esto, que no puedo dar otro testimo-nio que mis palabras verdaderas, y vengamos a loque dices que me pegaste, y cortaste los cabellos.A mí no me has pegado nunca, y cuantos hay aquíy tú también, fijaos en mí, si en todo el cuerpo tengoalguna señal de paliza; ni te aconsejaría que fuesestan atrevido que me pusieses la mano encima que,por la cruz de Cristo te abofetearía. Ni tampoco mecortaste los cabellos, que yo lo haya sentido o lohaya visto, pero tal vez lo hiciste sin que me diesecuenta; déjame ver si los tengo cortados o no.

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Y quitándose los velos de la cabeza, mostróque cortados no los tenía, sino enteros; las cualescosas viendo y oyendo los hermanos y la madre,comenzaron a decirle a Arriguccio:

—¿Qué dices, Arriguccio? Esto no es ya loque nos viniste a decir que habías hecho; y no sa-bemos cómo puedes probar lo que queda.

Arriguccio estaba como quien soñase, yquería hablar; pero viendo que lo que creía quepodía probar no era así, no se atrevía a decir nada.

La mujer, volviéndose a sus hermanos, dijo:

—Hermanos míos, veo que ha andado bus-cando que yo haga lo que no querría haber hechonunca, esto es, que os cuente sus miserias y sumaldad; y lo haré. Creo firmemente que lo que osha contado le haya pasado, y oíd cómo. Este hom-bre de pro, a quien por mi mal me disteis por mujer,que se dice mercader y que quiere ser respetado yque debería tener más templanza que un religioso ymás honestidad que una doncella, pocas son lasnoches que no vaya emborrachándose por las ta-bernas, y ahora con esta mala mujer, ahora conaquélla enredándose; y a mí se me hace hasta me-dianoche y a veces hasta el amanecer esperándole

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de la manera que me habéis encontrado. Estoysegura de que, estando bien borracho, se fue a lacama con alguna mujerzuela y a ella, al despertar-se, le encontró el cordel en el pie y luego hizo todasesas gallardías que dice, y por último volvió a ella yla pegó y le cortó los cabellos; y no habiendo vueltoen sí todavía, se creyó, y estoy segura de que locree todavía, que estas cosas me las había hecho amí; y si os fijáis bien en su cara, todavía está medioborracho. Pero sea lo que haya dicho de mí, noquiero que se lo toméis en cuenta más que como aun borracho; y que como yo le perdono lo perdonéisvosotros también.

Su madre, oyendo estas palabras, comenzóa alborotarse y a decir:

—Por la cruz de Cristo, hija mía, eso nodebía hacerse sino que debía matarse a ese perrofastidioso y desconsiderado, que no es digno detener una tal moza como tú. ¡Bueno está! ¡Ni aun-que te hubiese recogido del fango! Mal rayo le partasi debes aguantar las podridas palabras de un co-merciantucho en heces de burro que vienen delcampo y salen de las pocilgas vestidos de pardillocon las calzas de campana y con la pluma en elculo y en cuanto tienen tres sueldos quieren a las

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hijas de los gentileshombres y de las buenas damaspor mujeres, y usan armas y dicen: «Soy de lostales» y «Los de mi casa hicieron esto». Bien querr-ía que mis hijos hubiesen seguido mi consejo, quetan honorablemente te podían colocar en casa delos condes Guido por un pedazo de pan; y en cam-bio quisieron darte esta valiosa joya que, siendo túla mejor moza de Florencia y la más honesta, no seha avergonzado de decir a medianoche que eresuna puta, como si no te conociésemos; pero a feque si me hiciesen caso se le haría un escarmientoque lo pudriese. —Y volviéndose a sus hijos, dijo—:Hijos, bien os decía yo que esto no podía ser.¿Habéis oído cómo vuestro cuñado trata a vuestrahermana, ese comerciantuelo de cuatro al cuarto?Que, si yo fuese vosotros, habiendo dicho lo que hadicho de ella y haciendo lo que hace, no estaríacontenta ni satisfecha mientras no lo hubiera quita-do de en medio; y si yo fuese hombre en vez demujer no querría que otro en mi lugar lo hiciese.¡Señor, haz que le pese, borracho asqueroso queno tiene vergüenza!

Los jóvenes, vistas y oídas estas cosas,volviéndose a Arriguccio le dijeron las mayores inju-rias que nunca se le han dicho a ningún malvado, ypor último dijeron:

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—Te perdonamos ésta porque estás borra-cho, pero cuida de que en toda tu vida de aquí enadelante no oigamos más noticias de éstas, que sialguna nos viene a los oídos por cierto que nos lapagarás por ésta y por aquélla.

Y dicho esto, fueron.

Arriguccio, que se quedó como estúpido, nosabiendo él mismo si lo que había hecho era verdado si lo había soñado, sin decir una palabra más dejóa su mujer en paz; la cual no solamente con su sa-gacidad escapó al peligro inminente sino que seabrió el camino para poder hacer en el tiempo porvenir todos sus gustos sin tener miedo al maridonunca más.

NOVELA NOVENA

Lidia, mujer de Nicostrato, ama a Pírro, elcual, para poder creerla, le pide tres cosas, todaslas cuales ella le hace, y además de esto, en pre-sencia de Nicostrato se solaza con él y a Nicostratohace creer que no es verdad lo que ha visto.

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Tanto había agradado la historia de Neifileque ni de reírse ni de hablar de ella podían dejar lasseñoras, aunque el rey muchas veces silencio leshubiera ordenado, habiendo mandado a Pánfilo quela suya contase; pero luego que callaron, así co-menzó Pánfilo:

No creo yo, reverendas señoras, que hayanada por grave y peligroso que sea, que a hacer nose atreva quien ardientemente ama; la cual cosa,aunque haya sido probada en muchas historias, nopor ello creo que dejaré de probar mejor con unaque entiendo contaros, donde oiréis sobre una se-ñora que en sus obras tuvo mucho más favorable lafortuna que sensato el juicio. Y por ello no aconse-jaría a ninguna que las huellas de quien hablar en-tiendo se arriesgase a seguir, porque no siempre lafortuna está dispuesta de un modo, ni todos loshombres del mundo son ofuscados igualmente.

En Argos, ciudad antiquísima de Acaya, porsus antiguos reyes mucho más famosa que grande,hubo un hombre noble el cual fue llamado Nicostra-to, a quien ya cercano a la vejez la fortuna concediópor mujer a una gran señora no menos osada quehermosa, llamada por nombre Lidia. Tenía éste,como hombre noble y rico, muchos criados y perros

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y aves de caza, y grandísimo deleite sentía en lascacerías; y tenía entre sus otros domésticos unjovencito cortés y adornado y hermoso de cuerpo ydiestro en cualquier cosa que hubiera queridohacer, llamado Pirro, a quien Nicostrato más que aningún otro amaba y mucho se fiaba de él. De éste,Lidia se enamoró ardientemente, tanto que ni de díani de noche podía tener el pensamiento en otraparte sino en él; del cual amor, o que Pirro no seapercibiese o que no lo quisiese, nada mostrabapreocuparse. De lo que la señora un dolor intolera-ble llevaba en el ánimo; y del todo dispuesta ahacérselo saber llamó a una camarera suya llamadaLusca, en la cual confiaba mucho, y le dijo así:

—Lusca, los beneficios que has recibido demí te deben hacer obediente y fiel, y por ello cuidade que lo que ahora voy a decirte, ninguna personalo oiga nunca sino aquel a quien yo te ordene. Co-mo ves, Lusca, yo soy mujer joven y fresca, y llenay colmada de todas las cosas que cualquiera puededesear, y en resumen, excepto de una, no puedoquejarme; y ésta es que los años de mi marido sondemasiados si se miden con los míos, por la cualcosa, de aquello de que las mujeres jóvenes másdisfrutan vivo poco contenta; y sin embargo, de-seándolo como las otras, hace mucho tiempo que

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deliberé no querer (si la fortuna me ha sido pocoamiga al darme tan viejo marido) ser yo enemiga demí misma al no saber encontrar manera a mis delei-tes y mi salvación. Y para tenerlos tan satisfecho enesto como en las demás cosas, he tomado el parti-do de querer, como más digno de ello que ningunootro, que nuestro Pirro con sus brazos los supla, yhe puesto en él tanto amor que nunca me sientobien sino cuando lo veo o pienso en él; y si sin él, ysin tardanza no me reúno con él, ciertamente creoque me moriré. Y por ello, si mi vida te es cara, porel medio que mejor te parezca le significarás miamor y también le rogarás de mi parte que le plazcavenir a mí cuando tú vayas a buscarle.

La camarera dijo que lo haría de buen gra-do; y cuando primero le parecieron tiempo y lugaroportunos, llevando a Pirro aparte, cuanto mejorsupo, la embajada le dio de su señora. La cual co-sa, oyendo Pirro, se maravilló mucho, como quiennunca de nada se había apercibido, y temió que laseñora quisiera decírselo por probarlo; por lo quesúbita y rudamente repuso:

—Lusca, no puedo creer que estas palabrasvengan de mi señora, y por ello cuida lo que dices; ysi viniesen de ella, no creo que con ánimo de cum-

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plirlas sea; pero si con ese ánimo las dijese, mi se-ñor me honra más de lo que merezco; no le haré talultraje por mi vida, y tú cuida de no hablarme detales cosas.

Lusca, no asustada por sus duras palabras,le dijo:

—Pirro, de éstas y de cualquiera otra cosaque mi señora me ordene te hablaré cuantas vecesella me lo encomiende, te sea gustoso o molesto;pero eres un animal.

Y enfadada, con las palabras de Pirro sevolvió a la señora, la cual, al oírlas deseó morir; yluego de algunos días volvió a hablar a la camareray dijo:

—Lusca, sabes que con el primer golpe nocae la encina; por lo que me parece que vuelvas denuevo a aquel que en mi perjuicio inusitadamentequiere ser leal, y hallando tiempo conveniente,muéstrale enteramente mi ardor e ingéniate en todoen hacer que la cosa tenga efecto, porque si así sedejase, yo me moriré y él se creería que había sidopor probarlo; y de lo que buscamos que es su amorse seguiría odio.

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La camarera consoló a la señora y, buscan-do a Pirro, lo encontró alegre y bien dispuesto, y asíle dijo:

—Pirro, yo te mostré pocos días ha en quégran fuego tu señora y mía está por el amor que tetiene, y ahora otra vez te lo repito, que si tú en ladureza que el otro día mostraste sigues, vive segurode que vivirá poco; por lo que te ruego que te plazcaconsolarla en su deseo; y si en tu obstinación conti-nuases emperrado, cuando yo por sabio te tenía, tetendré por un bobalicón. ¿Qué gloria puede sertemayor que una tal señora, tan hermosa, tan noble,tan rica, te ame sobre todas las cosas? Además deesto, ¡cuán obligado debes sentirte a tu fortunapensando que te ha puesto delante tal cosa, paralos deleites de tu juventud apropiada, y aun seme-jante refugio para tus necesidades! ¿Qué semejantetuyo conoces que en cuanto a deleite esté mejorque tú estarás, si eres sabio? ¿Cuál otro encon-trarás que en armas, en caballos, en ropas y endineros pueda estar como tú estarás, si quieresconcederle tu amor? Abre, pues, el ánimo a mispalabras y vuelve en ti; acuérdate de que puedesuceder sólo una vez que la fortuna salga a tu en-cuentro con rostro alegre y con los brazos abiertos;la cual, quien entonces no sabe recibirla, al hallarse

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luego pobre y mendigo, de sí mismo y no de elladebe quejarse. Y además de esto, no se debe lamisma lealtad usar entre los servidores y los seño-res que se usa entre los amigos y los parientes; taldeben tratarlos los servidores, en lo que pueden,como son tratados por ellos. ¿Esperas tú, si tuvie-ses mujer hermosa o madre o hija o hermana quegustase a Nicostrato, que él iba a tropezar en lalealtad que quieres tú guardarle con su mujer? Ne-cio eres si lo crees; ten por cierto que si las lisonjasy los ruegos no bastasen, fuera lo que fuese lo quepudiera parecerte, usaría la fuerza. Tratemos, pues,a ellos y a sus cosas como ellos nos tratan a noso-tros y a las nuestras; toma el beneficio de la fortuna,no la alejes; sal a su encuentro y recíbela cuandoviene, que por cierto si no lo haces, dejemos lamuerte que sin duda seguirá de tu señora, pero tú tearrepentirás tantas veces que querrías morirte.

Pirro, que muchas veces en las palabrasque Lusca le había dicho había vuelto a pensar,había tomado por partido que, si ella volviese a élotra vez, le daría otra respuesta y del todo plegarsea complacer a la señora, si pudiera asegurarse deno estar siendo puesto a prueba; y por ello repuso:

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—Mira, Lusca, todas las cosas que me di-ces sé que son verdaderas; pero yo sé por otraparte que mi señor es muy sabio y muy perspicaz, ycomo pone en mi mano todos sus asuntos, muchotemo que Lidia, con su consejo y voluntad haga estopara querer probarme, y por ello, si tres cosas queyo le pida quiere hacer para esclarecerme, por cier-to que nada me mandará después que yo no hagaprestamente. Y las tres cosas que quiero son éstas:primeramente, que en presencia de Nicostrato mateella misma a su bravo halcón; luego, que me mandeun mechoncito de la barba de Nicostrato, y, porúltimo, una muela de la boca de él mismo, de lasmás sanas.

Estas cosas parecieron duras a Lusca y a laseñora durísimas; pero Amor, que es buen consola-dor y gran maestro de consejos, la hizo deliberarhacerlo, y por su camarera le envió a decir queaquello que le había pedido completamente haría, ypronto; y además de ello, por lo muy sabio que élreputaba a Nicostrato, dijo que en presencia suyacon Pirro se solazaría y a Nicostrato haría creer queno era verdad.

Pirro, pues, se puso a esperar lo que iba ahacer la noble señora; la cual, habiendo de allí a

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pocos días Nicostrato dado un gran almuerzo, comoacostumbraba a hacer con frecuencia, a algunosgentileshombres, y habiendo ya levantado los man-teles, vestida de terciopelo verde y muy adornada, ysaliendo de su cámara, a aquella sala vino dondeestaban ellos, y viéndola Pirro y todos los demás, sefue a la percha donde el halcón estaba, al que Ni-costrato amaba tanto, y soltándolo como si en lamano lo quisiera llevar, y tomándolo por las pihuelaslo golpeó contra el muro y lo mató. Y gritándoleNicostrato: «¡Ay, mujer! ¿Qué has hecho?», nada lerespondió, sino que volviéndose a los nobles hom-bres que con él habían comido, dijo:

—Señores, mala venganza tomaría de unrey que me afrentase, si de un halcón no tuviera elatrevimiento de tomarla. Debéis saber que esta avetodo el tiempo que debe ser prestado por los hom-bres al placer de las mujeres me ha quitado durantemucho tiempo; porque no apenas suele aparecer laaurora, Nicostrato está levantado y montado a caba-llo, con su halcón en la mano yendo a las llanurasabiertas para verlo volar; y yo, como veis, sola ydescontenta, en la cama me he quedado; por la cualcosa muchas veces he tenido deseos de hacer loque ahora he hecho, y ninguna otra razón me haretenido sino esperar a hacerlo en presencia de

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hombres que justos jueces sean en mi querella,como creo que lo seréis vosotros.

Los nobles señores que la oían, creyendoque no de otra manera era su afecto por Nicostratoque lo que decían sus palabras, riendo todos yhacia Nicostrato volviéndose, que airado estaba,comenzaron a decir:

—¡Ah, qué bien ha hecho la señora al ven-gar su afrenta con la muerte del halcón!

Y con diversas bromas sobre tal materiahabiendo ya la señora vuelto a su cámara, en risavolvieron el enojo de Nicostrato.

Pirro, visto esto, se dijo a sí mismo:

«Altos principios ha dado la señora a mis fe-lices amores: ¡Dios haga que persevere!»

Matado, pues, por Lidia el halcón, no pasa-ron muchos días cuando, estando ella en su alcobajunto con Nicostrato, haciéndole caricias, con élcomenzó a chancear, y él, por juego tirándole untanto de los cabellos, le dio ocasión de poner enefecto la segunda cosa pedida por Pirro; y presta-mente cogiéndole por un pequeño mechón de labarba, y riendo, tan fuerte le tiró que se lo arrancó

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todo del mentón; de lo que quejándose Nicostrato,ella dijo:

—¿Y qué tienes que poner tal cara porquete he quitado unos seis pelos de la barba? ¡No sent-ías lo que yo cuando me tirabas poco ha de loscabellos!

Y así continuando de una palabra en otra susolaz, la mujer cautamente guardó el mechón de labarba que le había arrancado, y el mismo día lamandó a su querido amante.

La tercera cosa le dio a la señora más quepensar, pero también (como a quien era de altoingenio y amor la hacía tener más) encontró el mo-do que debía seguir para darle cumplimiento. Yteniendo Nicostrato dos muchachitos confiados porsu padre para que en casa, aunque fuesen genti-leshombres, aprendiesen buenas maneras, de loscuales, cuando Nicostrato comía, el uno le cortabaen el plato y el otro le daba de beber, haciendo lla-mar a los dos, les dio a entender que les olía laboca y les enseñó que, cuando sirviesen a Nicostra-to, echasen la cabeza hacia atrás lo más que pudie-ran, y no le dijesen esto nunca a nadie.

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Los jovencitos, creyéndolo, comenzaron aseguir aquella manera que la señora les había en-señado; por lo que ella una vez preguntó a Nicostra-to:

—¿Te has dado cuenta de lo que hacen es-tos muchachitos cuando te sirven?

Dijo Nicostrato:

—Claro que sí, así les he querido preguntarque por qué lo hacían.

La señora le dijo:

—No lo hagas, que yo te lo diré, y te lo heocultado mucho tiempo para no disgustarte; peroahora que me doy cuenta de que otros comienzan apercatarse, ya no debo ocultártelo. Esto no te suce-de sino porque la boca te hiede fieramente, y no sécuál será la razón, porque esto no solía ser; y éstaes cosa feísima, teniendo que tratar tú con gentiles-hombres, y por ello se debía ver el modo de curarla.

Dijo entonces Nicostrato:

—¿Qué podría ser ello? ¿Tendré en la bocaalguna muela estropeada?

A quien Lidia dijo:

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—Tal vez sí.

Y llevándolo a una ventana le hizo abrir bienla boca y luego de que le hubo de una parte y otramirado, dijo:

—Oh, Nicostrato, ¿y cómo puedes haberlasufrido tanto? Tienes una de esta parte la cual, a loque me parece, no solamente está dañada, sinoque está toda podrida, y con seguridad si la tienesen la boca estropeará las que están al lado; por loque te aconsejaría que te la sacases antes de queel asunto vaya más adelante.

Dijo entonces Nicostrato:

—Puesto que te parece así, y ello me agra-da, mándese sin tardanza por un maestro que me lasaque.

A quien la señora dijo:

—No plazca a Dios que por esto venga unmaestro; me parece que está de manera que sinningún maestro yo misma te la arrancaré óptima-mente. Y, por otra parte, estos maestros son tancrueles al hacer estos servicios que el corazón nome sufriría de ninguna manera verte o saberte enlas manos de ninguno; y por ello quiero absoluta-

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mente hacerlo yo misma, que al menos, si te dueledemasiado yo te soltaré incontinenti, cosa que elmaestro no haría.

Haciéndose, pues, traer los instrumentospropios de tal servicio y haciendo salir de la cámaraa todas las personas, solamente retuvo consigo aLusca; y encerrándose dentro hicieron echarse aNicostrato sobre una mesa y poniéndole las tenazasen la boca y cogiéndole una muela, por muy fuerteque él de dolor gritase, sujetado firmemente por launa la otra le arrancó una muela a viva fuerza; yguardándola y cogiendo otra que cuidadosamentedañada Lidia tenía en la mano, a él doliente y casimedio muerto se la mostraron diciendo:

—Mira lo que has tenido en la boca hacetanto tiempo.

Creyéndolo él, aunque gravísimo doloraguantado hubiese y mucho se quejase, sin embar-go, luego que fuera estaba, le pareció estar curado,y con una cosa y con otra reconfortado, aliviándosesu dolor, salió de la cámara.

La señora, tomando la muela, enseguida asu amante la mandó; el cual, ya seguro de su amor,se ofreció dispuesto a todo su gusto. La señora,

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deseando asegurarlo más y pareciéndole aún cadahora mil antes de estar con él, queriendo lo que lehabía prometido cumplir, fingiendo estar enferma yestando un día después de comer Nicostrato vi-sitándola, no viendo con él a nadie más que a Pirro,le rogó, para alivio de sus molestias, que la ayudasea ir hasta el jardín. Por lo que Nicostrato de uno delos lados y Pirro del otro cogiéndola, la llevaron aljardín y en un pradecillo al pie de un buen peral ladejaron; donde estando sentados algún rato, dijo laseñora, que ya había hecho informar a Pirro de loque tenía que hacer:

—¡Pirro, tengo gran deseo de tener algunasde aquellas peras, y así súbete allá arriba y échameunas cuantas!

Pirro, prestamente subiendo, comenzó aechar abajo peras, y mientras las echaba, comenzóa decir:

—Eh, mi señor, ¿qué es eso que hacéis?¿Y vos, señora, cómo no os avergonzáis de sufrirloen mi presencia? ¿Creéis que sea ciego? Vos esta-bais hace un momento muy enferma, ¿cómo oshabéis curado tan pronto que hagáis tales cosas?Las cuales, si las queréis hacer tenéis tantas her-mosas alcobas; ¿por qué no os vais a alguna de

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ellas a hacer esas cosas? Y será más honesto quehacerlo en mi presencia.

La señora, volviéndose al marido, dijo:

—¿Qué dice Pirro? ¿Desvaría?

Dijo entonces Pirro:

—No desvarío, no, señora; ¿no creéis quevea?

Nicostrato se maravillaba fuertemente, y di-jo:

—Pirro, verdaderamente creo que sueñas.

A quien Pirro repuso:

—Señor mío, no sueño nada, y vos tampo-co soñáis; sino que os meneáis tanto que si así semenease este peral ninguna pera quedaría en él.

Dijo la señora entonces:

—¿Qué puede ser esto? ¿Podría ser ver-dad que le pareciese verdad lo que dice? Así meguarde Dios si estuviera sana como lo estaba antes,que subiría allí arriba para ver qué maravillas sonesas que éste dice que ve.

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Pero Pirro, arriba en el peral, hablaba y con-tinuaba este discurso; a quien Nicostrato dijo:

—Baja aquí.

Y él bajó; y le dijo:

—¿Qué dices que ves?

Dijo Pirro:

—Creo que me tenéis por estúpido o pordesvariado; os veía a vos encima de vuestra mujer,puesto que debo decirlo; y luego, al bajar, os vilevantaros y poneros así donde estáis sentados.

—Ciertamente —dijo Nicostrato—, eresestúpido en esto, que no nos hemos movido unpunto desde que subiste al peral, de como tú ves.

Al cual dijo Pirro:

—¿Por qué vamos a hacer una cuestión?Que os vi, os vi, pero os vi sobre lo vuestro.

Nicostrato se maravillaba más a cada mo-mento, tanto que dijo:

—¡Bien quiero ver si ese peral está encan-tado y quien está ahí arriba ve maravillas!

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Y se subió a él; y en cuanto estuvo arriba sumujer junto con Pirro empezaron a solazarse. Loque viendo Nicostrato comenzó a gritar:

—¡Ay, mala mujer! ¿Qué estás haciendo?¿Y tú, Pirro, de quien yo más fiaba?

Y diciendo esto comenzó a bajar del peral.La señora y Pirro decían:

—Estamos aquí sentados.

Y al verlo bajar volvieron a sentarse en lamisma guisa que él dejado los había. Al estar abajoNicostrato y verlos donde los había dejado, co-menzó a injuriarlos.

Y Pirro le decía:

—Nicostrato, ahora verdaderamente reco-nozco yo que, como vos decíais antes, vi engaño-samente mientras estaba subido al peral; y no loconozco por otra cosa sino por ésta, que veo y séque equivocadamente habéis visto vos. Y que yodigo la verdad nada puede demostrároslo sino tenersensatez y pensar por qué motivo vuestra mujer,que es honestísima y más prudente que ninguna, siquisiera con tal cosa haceros ultraje, iría a hacerlobajo vuestros ojos; nada quiero decir de mí, que

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primero me dejaría descuartizar que pensar en ello,no ya que viniese a hacerlo en presencia vuestra.Por lo que, por cierto, la maña de este falso verdebe proceder del peral, porque nada en el mundome hubiese hecho creer que vos no estuvisteis aquíyaciendo carnalmente con vuestra mujer si no osoyera decir qué os ha parecido que yo he hecho loque estoy certísimo de que, no ya nunca lo hice,sino que ni lo pensé.

La señora, después, que como toda enoja-da se había puesto en pie, comenzó a decir:

—Mala ventura haya si me tienes por tanpoco sensata que, si quisiera llegar a esas miseriasque tú dices haber visto viniera a hacerlas delantede tus ojos. Está seguro de esto, de que si algunavez el deseo me viniera, no vendría aquí, sino queme creería capaz de estar escondidamente en unade nuestras alcobas, de guisa y de manera queasombroso me parecía que tú nunca llegases asaberlo.

Nicostrato, a quien verdadero parecía lo quedecían el uno y el otro, que delante de él a tal actono iban a haberse dejado ir, dejando las palabras ylas reprensiones sobre aquel asunto, comenzó a

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razonar sobre la extrañeza del hecho y del milagrode la vista que así cambiaba a quien subía encima.

Pero la señora, que de la opinión que Nicos-trato mostraba haber tenido de ella se mostrabaairada, dijo:

—Verdaderamente este peral no hará nin-guna más, ni a mí ni a otra mujer, de estas deshon-ras, si yo puedo; y por ello, Pirro, ve y busca unhacha y en un punto a ti y a mí vénganos cortándo-lo, aunque mucho mejor estaría darle con ella en lacabeza a Nicostrato, que sin consideración algunatan pronto se dejó cegar los ojos del intelecto; que,aunque a los que tienes en la cara les pareciese loque dices, por nada debías haber consentido nicreído con el juicio de tu mente que fuese así.

Pirro, prestísimo, fue por el hacha y cortó elperal, el que como la señora viese caído, dijo a Ni-costrato:

—Pues que veo abatido al enemigo de mihonestidad, mi ira se ha terminado.

Y a Nicostrato, que se lo rogaba, benigna-mente perdonó ordenándole que no le sucediesepensar de aquella que más que a ella le amaba,semejante cosa nunca más.

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Así, el mísero marido escarnecido, junto conella y con su amante se volvieron a su casa, en lacual, luego, muchas veces Pirro de Lidia y ella de él,con más calma disfrutaron placer y deleite. Dios noslo dé a nosotros.

NOVELA DÉCIMA

Dos sieneses aman a una mujer comadrede uno, muere el compadre y vuelve al compañerosegún la promesa que le habían hecho, y le cuentacómo se está en el más allá.

Quedaba solamente al rey tener que nove-lar; el cual después que vio a las señoras calmadas(que se dolían del peral cortado, que no había teni-do culpa), comenzó:

Manifestísima cosa es que todo justo rey elprimer guardador debe ser de las leyes hechas porél, y si otra cosa hace, siervo digno de castigo y norey debe juzgarse; en el cual pecado y reprimenda amí, que vuestro rey soy, como obligado me convie-ne caer. Es verdad que ayer di yo la ley para nues-tros razonamientos de hoy, con intención de no

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querer este día usar de mi privilegio sino sujetarmecon vosotros a ella y razonar de aquello que todoshabéis razonado; pero no solamente ha sido conta-do aquello sobre lo que yo imaginaba que iba ahablar, sino que han sido dichas sobre ello tantasotras cosas y tanto mejores, que yo, en cuanto a mí,por mucho que en la memoria busque, recordar nopuedo ni saber que sobre tal materia algo puedadecir que a las contadas pueda compararse. Y porello, debiendo contravenir la ley por mí mismo dada,como digno de castigo, desde ahora a toda repara-ción que me sea ordenada me declaro aparejado, ya mi acostumbrado privilegio volveré; y digo que lahistoria dicha por Elisa sobre el compadre y la co-madre, y también la mentecatez de los sieneses,tienen tanta fuerza, carísimas señoras que, dejandolas burlas que a sus maridos necios hacen las muje-res discretas, me llevan a contaros una historietasobre ellos la cual, aunque en sí tenga mucho de loque no debe creerse, no menos será en parte pla-centera de escuchar.

Hubo, pues, en Siena, dos jóvenes pueble-rinos de los cuales uno tuvo por nombre TingoccioMini y el otro fue llamado Meuccio de Tura; y casinunca estaban el uno sin el otro, y a lo que parecíase amaban mucho. Y yendo, como los hombres

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van, a la iglesia y a los sermones, muchas vecesoído habían la gloria y la miseria que a las almas dequienes morían era según sus méritos, concedidaen el otro mundo; de las cuales cosas deseandosaber segura noticia, y no encontrando el modo, seprometieron el uno al otro que quien primero deellos muriese, al que quedase vivo volvería si podíay le daría noticia de lo que deseaba; y esto lo con-firmaron con juramento. Habiéndose, pues, estapromesa hecho y continuando juntos, como se hadicho, sucedió que Tingoccio emparentó comocompadre con un Ambruoggio Anselmini, que esta-ba en Camporeggi; el cual, de su mujer llamadadoña Mita había tenido un hijo. El cual Tingoccio,junto con Meuccio visitando alguna vez a esta sucomadre, que era una hermosísima y atrayentemujer, no obstante el compadrazgo se enamoró deella; y Meuccio semejantemente, placiéndole ellamucho y mucho oyéndola alabar a Tingoccio, seenamoró de ella. Y en este amor el uno se ocultabadel otro, pero no por la misma razón: Tingoccio seguardaba de descubrirlo a Meuccio por la maldadque a él mismo le parecía ser amar a su comadre, yse habría avergonzado de que alguien lo hubierasabido; Meuccio no se guardaba por esto sino por-que ya se había apercibido de que le placía a Tin-

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goccio, por lo que decía: «Si yo le descubro esto,tomará celos de mí, y pudiéndole hablar cuantoguste, como compadre, en lo que pueda la haráodiarme, y así nunca nada que me plazca tendré deella». Ahora, amando estos dos jóvenes como se hadicho, sucedió que Tingoccio, a quien era más fácilpoder abrir a la mujer todos sus deseos, tanto supohacer con actos y con palabras que consiguió deella su gusto; de lo que Meuccio bien se percató, yaunque mucho le desagradase, sin embargo, espe-rando alguna vez llegar al objeto de su deseo, paraque Tingoccio no tuviera materia ni ocasión de es-tropear o impedir algún asunto suyo, hacía sem-blante de no enterarse. Amando, así, los dos com-pañeros, el uno más felizmente que el otro, sucedióque, encontrando Tingoccio en las tierras de la co-madre el terreno blando, tanto labró y tanto cavó enél que le vino una enfermedad, la cual después dealgunos días se agravó tanto que, no pudiendo so-portarla, se fue al otro mundo. Y ya difunto, tres díasdespués, que tal vez primero no había podido, vino,según la promesa hecha, una noche a la alcoba deMeuccio, al cual, que dormía profundamente, llamó.Meuccio, despertándose, dijo:

—¿Quién eres tú?

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A quien respondió:

—Soy Tingoccio que, según la promesa quete hice, he vuelto a darte noticias del otro mundo.

Algo se espantó Meuccio al verlo, perotranquilizándose luego dijo:

—¡Seas bienvenido, hermano mío!

Y luego le preguntó si se había perdido; alque Tingoccio repuso:

—Perdidas están las cosas que no se en-cuentran: ¿y cómo iba a estar yo aquí en medio siestuviera perdido?

—¡Ah! —dijo Meuccio—, yo no digo eso: si-no que te pregunto si estás entre las almas conde-nadas en el fuego atormentador del infierno.

A quien Tingoccio repuso:

—Eso no, pero sí estoy, por los pecadoscometidos por mí, en penas gravísimas y muy an-gustiosas.

Preguntó entonces Meuccio particularmentea Tingoccio qué penas se daban allá por cada unode los pecados que aquí se cometen; y Tingoccio selas dijo todas. Luego le preguntó Meuccio si él podía

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aquí hacer por él alguna cosa; a quien Tingocciorespondió que sí, y era que hiciera decir por él mi-sas y oraciones y dar limosnas, porque estas cosasmucho ayudaban a los de allá. A quien Meuccio dijoque lo haría de buena gana; y separándose Tingoc-cio de él, Meuccio se acordó de la comadre, y le-vantando algo la cabeza, dijo:

—Ahora que me acuerdo, oh Tingoccio:¿por la comadre con la que te acostabas cuandoestabas aquí, qué pena te han dado allá?

A quien Tingoccio repuso.

—Hermano mío, cuando llegué allí, habíauno que parecía que todos mis pecados sabía dememoria, el cual me mandó que fuese a aquel lugar(donde lloré con grandísimas penas mis culpas),donde encontré a muchos amigos a la misma penaque yo condenados; y estando yo entre ellos, yacordándome de lo que había hecho con la coma-dre, y esperando por ello mucha mayor pena que laque me había sido dada, aunque estuviese en ungran fuego y muy ardiente, todo de miedo temblaba.Lo que sintiendo uno que había a mi lado, me dijo:«¿Qué tienes más que los demás que aquí estánque tiemblas estando en el fuego?». «¡Oh! —dijeyo—, amigo mío, tengo gran miedo del juicio que

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espero de un gran pecado que he hecho.» Aquélme preguntó entonces que qué pecado era aquél; yle dije: «El pecado fue tal, que me acostaba con unacomadre mía: y tanto me acosté que me despe-llejé». Y él entonces, burlándose de aquello, medijo: «Anda, tonto, no temas, que aquí no se llevaninguna cuenta de las comadres», lo que oyéndoloyo, todo me tranquilicé.

Y dicho esto, acercándose el día, dijo:

—Meuccio, quédate con Dios, que yo nopuedo ya estar contigo —y súbitamente se fue.

Meuccio, habiendo oído que ninguna cuentase llevaba de las comadres, comenzó a burlarse desu necedad, pues ya había dejado pasar a unascuantas; por lo que, abandonando su ignorancia, enaquello en adelante fue sabio. Las cuales cosas, sifray Rinaldo las hubiese sabido, no habría tenidonecesidad de andar con silogismos cuando persua-dió a hacer su gusto a su buena comadre.

Estaba Céfiro siendo levantado por el solque al poniente se avecinaba cuando el rey, termi-nada su historia y no quedándole nada por decir,quitándose la corona de la cabeza, sobre la cabezala puso de Laureta, diciendo:

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—Señora, con vos misma os corono reinade nuestra compañía; aquello que de ahora en ade-lante creáis que sea placer y consuelo de todos,como señora mandaréis —y volvió a sentarse.

Laureta, hecha reina, hizo llamar al senes-cal, a quien ordenó que mandase que en el placen-tero valle un tanto antes de lo acostumbrado sepusiesen las mesas, para que después con tiempose pudiera volver a la casa; y luego, lo que teníaque hacer mientras su gobierno durase, le expuso.Luego, vuelta a la compañía, dijo:

—Dioneo quiso ayer que hoy se hablase delas burlas que las mujeres hacen a sus maridos; y sino fuese que yo no quiero mostrar ser de casta decan gruñidor, que incontinenti quiere vengarse, diríayo que mañana se razonase sobre las burlas quelos hombres hacen a sus mujeres. Pero dejandoesto, digo que cada uno piense en contar burlas deesas que todos los días o la mujer al hombre o elhombre a la mujer, o un hombre a otro hombrehacen; y creo que sobre esto será no menos pla-centero razonar que ha sido hoy.

Y dicho esto, poniéndose en pie, hasta lahora de la cena licenció a la compañía.

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Levantándose, pues, las señoras y loshombres por igual, algunos de ellos, descalzos,comenzaron a andar por el agua clara y otros entrelos bellos y derechos árboles sobre el verde pradose andaban entreteniendo. Dioneo y Fiameta unbuen rato cantaron juntos sobre Arcita y Palemón; yasí, en varios y diversos deleites recreándose, eltiempo hasta la hora de la cena con grandísimoplacer pasaron; venida la cual, y a lo largo del pe-queño piélago puestas las mesas, allí al canto demil pájaros, refrescados siempre por un aura suaveque de aquellas montañitas de alrededor nacía, sinninguna mosca, reposadamente y con alegría cena-ron. Y levantadas las mesas, luego de que algúntiempo por el placentero valle hubieron dado vuel-tas, estando ahora el sol alto a medio crepúsculo,como plugo a su reina, hacia su acostumbrada mo-rada con lento paso volvieron a ponerse en camino,y bromeando y charlando de mil cosas, tanto de lasque durante el día se había hablado como de otras,a la hermosa casa, bastante cerca de la noche,llegaron. Donde con fresquísimos vinos y con dul-ces alejando la fatiga del escaso camino, en tornode la bella fuente ahora rompieron a danzar, unasveces al son de la cornamusa de Tíndaro y otras aotros sones carolando; pero al final la reina ordenó

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a Filomena que cantase una canción, la cual co-menzó así.

¡Ay de mi infeliz vida!

¿Alguna vez podría regresar

al lugar del que fui desposeída?

No estoy segura, y es tan ardoroso

el afán de mi pecho

por retornar a do vivir solía,

oh caro bien, oh mi único reposo,

que me tiene maltrecho.

¡Ah, dime tú, que no preguntaría

a otro, ni sabría!

Ah, señor mío, házmelo esperar,

que es el consuelo de mi alma afligida.

No sé bien repetir cuál fue el placer

que me tiene infamada

sin poder descansar noche ni día,

porque el sentir, el escuchar y el ver,

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con fuerza desusada,

cada uno en su hoguera me encendía,

donde ardo todavía:

y sólo tú me puedes animar

y devolverme la virtud perdida.

¡Ah, dime tú si ocurrirá algún día

que te encuentre quizás

donde los ojos que causan mi duelo;

dímelo, caro bien, dulce alma mía,

dime cuándo vendrás,

que al decir «Pronto» ya me das consuelo;

pase el tiempo en un vuelo

que he de esperarte, y largo sea tu estar,

para curarme, que es grande mi herida!

Si sucede que alguna vez te tenga

no sé si seré loca

como antes fui y te dejaré partir,

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te retendré, y que venga lo que venga,

pues de la dulce boca

mi deseo se debe bien nutrir;

no más quiero decir;

así, ven pronto, venme ya a abrazar,

que con pensarlo el canto cobra vida.

Juzgar hizo esta canción a toda la compañ-ía que un nuevo y placentero amor a Filomena ase-diase; y porque por sus palabras parecía que máshubiera probado de él que la sola vista, teniéndolapor muy feliz, envidia le tuvieron algunos de los queallí estaban. Pero luego de que su canción huboterminado, acordándose la reina de que el día si-guiente era viernes, así a todos placenteramentedijo:

—Sabéis, nobilísimas señoras, y vosotrosjóvenes, que mañana es el día que a la pasión deNuestro Señor está consagrado, el cual, si bien osacordáis, devotamente celebramos siendo reinaNeifile; y las entretenidas narraciones suspendimos;y lo mismo hicimos el sábado subsiguiente. Por loque, queriendo el buen ejemplo dado por Neifileseguir, estimo que honesta cosa sea que mañana y

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el día siguiente, como los pasados días hicimos,nos abstengamos de nuestro deleitoso novelar,trayendo a la memoria lo que en semejantes díaspor la salvación de nuestras almas sucedió.

Plugo a todos el devoto hablar de su reina;por la cual dados licencia, habiendo ya pasado buenpedazo de la noche, todos se fueron a reposar.

TERMINA LA SÉPTIMA JORNADA

OCTAVA JORNADA

COMIENZA LA OCTAVA JORNADA DELDECAMERON, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNODE LAURETA, SE RAZONA SOBRE CUALQUIERBURLA QUE O LA MUJER AL HOMBRE O ELHOMBRE A LA MUJER O UN HOMBRE A OTROSE HACEN CON FRECUENCIA.

YA en la cumbre de los más altos montesaparecían, el domingo por la mañana, los rayos dela surgiente luz y, partidas todas las sombras, mani-fiestamente las cosas se conocían, cuando la reina,levantándose, con su compañía primeramente untanto sobre las hierbecillas llenas de rocío anduvie-

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ron, y luego hacia la mitad de tercia, visitando unaiglesia vecina, en ella oyeron el divino oficio; y vol-viéndose a casa, luego que con alegría y fiestahubieron comido, cantaron y bailaron un tanto yluego, licenciados por la reina, quien quiso ir a des-cansar, pudo hacerlo. Pero habiendo el sol pasadoya el círculo meridiano, cuando a la reina plugo,para el acostumbrado novelar sentados todos juntoa la bella fuente, por mandato de la reina así co-menzó Neifile:

NOVELA PRIMERA

Gulfardo toma dineros prestados de Guas-parruolo, y concertándose con la mujer de éste paraacostarse con ella a cambio de ellos, se los da; yluego, en presencia de él, dice que se los dio a ella,y ella dice que es verdad

Si así ha dispuesto Dios que deba yo darcomienzo a la presente jornada con mi historia, ellome place; y por ello, amorosas señoras, como seaque mucho se ha dicho de las burlas hechas por lasmujeres a los hombres, una hecha por un hombre auna mujer me place contar, no ya porque yo entien-

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da con ella censurar lo que el hombre hizo, o dedecir que a la mujer no le estuvo bien empleado,sino por alabar al hombre y reprochar a la mujer, ypor mostrar que también los hombres saben burlar-se de quienes creen en ellos, como son burladospor aquellas en quienes ellos creen. Aunque, quienquisiese hablar más propiamente, lo que debo con-tar no llamaría burla sino que llamaría pago, porquecomo sea que toda mujer debe ser honestísima yguardar su castidad como su vida, y no dejarse ir amancharla por razón alguna, y no pudiendo esto, sinembargo, completamente hacerse como se deberíapor nuestra fragilidad, afirmo que es digna del fuegoaquella que a esto por dinero llega; mientras quequien por amor (conociendo sus fuerzas grandísi-mas) llega a ello, por un juez no demasiado rigurosomerece ser perdonada, como, hace pocos días,mostró Filostrato que había sucedido a doña Filipaen Prato.

Había en Milán un tudesco a sueldo cuyonombre fue Gulfardo, arrogante en su persona ymuy leal a aquellos a cuyo servicio se ponía, lo queraras veces suele suceder a los tudescos; y porqueera, en los préstamos de dinero que se le hacían,lealísimo pagador, muchos mercaderes habría en-contrado que por pequeño rendimiento cualquier

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cantidad de dinero le habrían prestado. Puso éste,viviendo en Milán, su amor en una señora muy her-mosa llamada doña Ambruogia, mujer de un ricomercader que tenía por nombre Guasparruolo Ca-gastraccio, el cual era asaz conocido suyo y amigo;y amándola muy discretamente, sin apercibirse elmarido ni otros, le pidió un día hablar con ella,rogándole que le pluguiera ser cortés con su amor,y que él estaba por su parte presto a hacer lo queella le ordenase.

La señora, luego de muchos discursos, vinoa la conclusión de que estaba presta a hacer lo quea Gulfardo pluguiera si de ello se siguiesen doscosas: una que esto no fuese manifestado por él anadie; la otra que, como fuese que ella tuviera paraalguna hacienda suya necesidad de doscientosflorines de oro, quería que él, que era rico, se losdiese, y después, siempre estaría a su servicio.Gulfardo, oyendo la codicia de ésta, asqueado porla vileza de quien creía que fuese una mujer valero-sa, en odio cambió su ardiente amor; y pensó quetenía que burlarla, y le mandó a decir que de muybuena gana, y que aquello y toda otra cosa que ellaquisiese le placería; y por ello que le mandase adecir cuándo quería que fuese a ella, que se losllevaría, y que nunca nadie sabría de esta cosa sino

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un compañero suyo de quien se fiaba mucho y quesiempre andaba en su compañía en lo que hiciese.La señora, como una mala mujer, al oír esto estuvocontenta, y le mandó a decir que Guasparruolo sumarido debía, de allí a pocos días, ir por sus nego-cios hasta Génova, y entonces ella se lo haría sabery le mandaría a buscar. Gulfardo, cuando le parecióoportuno, se fue a Guasparruolo y le dijo así.

—Tengo que hacer un negocio para el quenecesito doscientos florines de oro, los cuales quie-ro que me prestes con el interés con que suelesprestarme otros.

Guasparruolo dijo que de buena gana, y enel momento le contó los dineros. De allí a pocosdías Guasparruolo se fue a Génova, como la señorahabía dicho; por la cual cosa, la señora mandó adecir a Gulfardo que viniese a ella y le trajese losdoscientos florines de oro. Gulfardo, tomando a sucompañero, se fue a casa de la señora, y en-contrándola que lo esperaba, la primera cosa quehizo fue ponerle en la mano los doscientos florinesde oro, estando viéndolo su amigo, y así le dijo:

—Señora, tened estos dineros y se los dar-éis a vuestro marido cuando vuelva.

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La señora los tomó, y no se apercibió de porqué Gulfardo hablaba así, sino que creyó que lohacía para que su compañero no se percatase deque ella se daba a él por dinero; por lo que dijo:

—Lo haré con gusto, pero quiero ver cuán-tos son.

Y echándolos sobre una mesa y encontran-do que eran doscientos, muy contenta los volvió aguardar; y se volvió a Gulfardo, y llevándolo a sualcoba, no solamente aquella vez, sino otras mu-chas, antes de que su marido volviese de Génova,con su persona le satisfizo. Vuelto Guasparruolo deGénova, enseguida Gulfardo habiéndole hechoespiar para asegurarse de que estaba con su mujer,se fue a verlo y, en la presencia de ella, le dijo:

—Guasparruolo, los dineros que el otro díame prestaste, no los necesité, porque no pudehacer el trato para el que los tomé; y por ello se lostraje aquí enseguida a tu mujer y se los di, y por ellocancelarás mi cuenta.

Guasparruolo, vuelto a su mujer, le pre-guntó si los había recibido. Ella, que allí veía al tes-tigo, no lo pudo negar, sino que dijo:

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—Cierto que los recibí, y no me había acor-dado todavía de decírtelo.

Dijo entonces Guasparruolo:

—Gulfardo, estoy contento; idos con Dios,que yo arreglaré bien vuestra cuenta.

Ido Gulfardo, y la mujer quedando burlada,le dio al marido el deshonesto precio de su maldad;y así el sagaz amante gozó sin costo de su avaraseñora.

NOVELA SEGUNDA

El cura de Varlungo se acuesta con doñaBelcolor, le deja en prenda un tabardo, y pidiéndoleun mortero, se lo devuelve y le manda a pedir eltabardo dejado en prenda; se lo devuelve la buenamujer con unas palabras de doble sentido.

Alababan por igual los hombres y las seño-ras lo que Gulfardo hecho había a la ansiosa mila-nesa, cuando la reina, a Pánfilo volviéndose, son-riendo le ordenó que siguiese; por la cual cosaPánfilo comenzó:

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Hermosas señoras, se me ocurre contaruna historieta contra aquellos que continuamentenos ofenden sin poder por nosotros ser ofendidosde la misma manera; es decir, contra los curas, loscuales contra nuestras mujeres han predicado unacruzada, y les parece no de otra manera haber ga-nado la indulgencia plenaria cuando a una puedenhumillar bajo ellos que si de Alejandría hubierantraído a Aviñón al sultán maniatado. Lo que los des-dichados seglares no les pueden hacer a ellos,aunque en sus madres, sus hermanas, sus amigasy sus hijas (con no menos ardor que ellos asaltan asus mujeres) venguen sus iras. Y por ello entiendocontaros un amartelamiento campesino, más propiode risa por la conclusión que largo en palabras, delcual también podréis recoger como fruto que a loscuras no hay que creerles siempre en todo.

Digo, pues, que en Varlungo, pueblo asazcercano de aquí, como todas vosotras o sabe opuede haber oído, hubo un valeroso sacerdote (ygallardo en su persona) al servicio de las damasque, aunque leer no supiese mucho, sin embargo,con mucho bueno y santo palabreo, los domingos alpie del olmo recreaba a sus parroquianos; y mejorvisitaba a sus mujeres (cuando ellos se iban a algu-na parte) que ningún otro cura que hubiera habido

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allí, llevándoles cosas de la fiesta y agua bendita y aveces algún cabo de vela a su casa, dándoles subendición. Ahora sucedió que, entre las demás pa-rroquianas suyas que primero le habían gustado,una sobre todas le gustó que tenía por nombre doñaBelcolor, mujer de un labrador que se llamaba Ben-tivegna del Mazzo, la cual en verdad era una agra-dable y fresca rusticaza, morenota y maciza y másapropiada para poder moler que ninguna otra; yademás de ello era la que mejor sabía tocar elcímbalo y cantar El agua va por el barranco y con-ducir el corro y el saltarelo, cuando se terciaba, detodas las vecinas que tuviese, con un bueno y ele-gante moquero en la mano. Por las cuales cosas, elseñor cura se encaprichó por ella tanto que andabadelirante y todo el día andaba correteando parapoder verla; y cuando el domingo por la mañana lasentía en la iglesia, decía un kyrie y un Sanctusesforzándose bien en mostrarse un gran maestro decanto, que parecía un asno que rebuznase mientrasque, cuando no la veía allí, salía del lance con bas-tante facilidad; pero lo sabía hacer tan bien queBentivegna del Mazzo no se apercibía, ni aún nin-guna vecina que ella tuviese. Y para poder gozarmás del trato de doña Belcolor, de cuando en cuan-do le mandaba obsequios, y una vez le mandaba un

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manojillo de ajos frescos, que tenía los más hermo-sos del barrio en un huerto suyo que labraba consus manos, y otra vez una canastilla de habas, yahora un manojillo de cebollas de mayo o de esca-lonias; y cuando le parecía oportuno mirándola conrostro adusto, con blandura la reprendía, y ella untanto salvaje, fingiendo no darse cuenta, se iba aotra parte desdeñosamente; por lo que el señor curano podía venir al asunto. Ahora, sucedió un día que,andando el cura en pleno mediodía de un lado aotro por el barrio, sin ir a ningún sitio, se encontrócon Bentivegna del Mazzo con un burro muy carga-do, y dirigiéndole la palabra, le preguntó dónde iba.A quien Bentivegna repuso:

—A fe mía, sire, que en verdad voy hasta laciudad para un trasunto mío, y le llevo estas cosas asir Bonacotti de Cinestreto, que mi ayuda para no séqué me ha mandado a pedir para una comparacióndel parentorio, por su pericolator el juez del dificio.

El cura, contento, dijo:

—Haces bien, hijo; vete con mi bendición yvuelve pronto; y si vieses por casualidad a Lapuccioo Naldino, no se te vaya de la cabeza decirles queme traigan aquellas correas para los mayales.

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Bentivegna dijo que lo haría; y viniéndosehacia Florencia, pensó el cura que era el momentode ir a la Belcolor y de probar fortuna; y echándoseal camino, no paró hasta que estuvo en su casa, yentrando adentro, dijo:

—Dios os guarde; ¿quién vive?

Belcolor, que había subido al desván, al oír-lo dijo:

—Oh, sire, sed bienvenido; ¿qué hacéis porahí con este calor?

El cura repuso:

—Así Dios me guarde, que me vengo a es-tar un rato contigo, porque me he encontrado con tuhombre que se iba a la ciudad.

Belcolor, bajando, se sentó y comenzó aescoger simientes de unas coles que su maridohabía cogido poco hacía. El cura comenzó a decirle:

—Bien, Belcolor, ¿vas a hacerme siempremorir de esta manera?

Belcolor comenzó a reírse y a decir:

—¿Qué os hago?

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Dijo el cura:

—No me haces nada, pero no me dejashacerte lo que yo querría y Dios mandó.

Dijo Belcolor:

—Ah, vaya, vaya: ¿pues los curas hacen ta-les cosas?

El cura repuso:

—Mejores las hacemos que los demáshombres, ¿pues por qué no? Y te digo más, quenosotros hacemos mucho mejor trabajo; ¿y sabespor qué? Porque molemos sólo cuando el caz estácolmado. Pero, en verdad, muy para tu provecho, site estás quieta y me dejas hacer.

Dijo Belcolor:

—¿Y qué provecho iba yo a sacar de ahí,que sois todos más avaros que el demontre?

Entonces dijo el cura:

—No lo sé; tú pide, ¿quieres un par de es-carpines, o quieres una cinta del pelo o quieres unbuen cinturón de estambre?, o lo que quieras.

Dijo Belcolor:

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—¡Basta, hermano! Esas cosas las tengo;pero si me amáis tanto, ¿por qué no me prestáis unservicio y yo haré lo que queráis?

Entonces dijo el cura:

—Di lo que quieras y lo haré de buena ga-na.

Belcolor dijo entonces:

—Tengo que ir a Florencia el sábado a en-tregar una lana que he hilado y a llevar a arreglar eltelar; y si me prestáis cinco liras, que sé que lastenéis, recogeré en el usurero mi saya color púrpuray el cinturón de fiesta que traje de dote, que veisque no puedo ir de romería ni a ningún lugar porqueno lo tengo; y luego siempre haré lo que queráis.

Repuso el cura:

—Así Dios me dé salud como que no lasllevo encima; pero créeme que, antes que llegue elsábado, haré que las tengas de muy buena gana.

—Sí —dijo Belcolor—, todos prometéis mu-cho y luego no lo mantenéis: ¿creéis que vais ahacerme como le hicisteis a Biliuzza, que se fue conel dominus vobiscum? Por Dios que no lo haréis,

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que ella es una mujer perdida a cuenta de ello; ¡sino las tenéis, idos a buscarlas!

—¡Ah! —dijo el cura—, no me hagas ahorair hasta casa, que ves que tengo tan derecha lasuerte y hasta que no hay nadie, y tal vez cuandovolviese habría aquí alguien que lo impediría; y nosé cuándo va a ponérseme tan bien como ahora.

Y ella dijo:

—Basta: si queréis ir, iros; si no, aguantaos.

El cura, viendo que no estaba dispuesta ahacer nada que él quisiera sino salvum me fac y éllo quería hacer sine custodia, dijo:

—Mira, tú no me crees que te las traiga; pa-ra que me creas te dejaré en prenda este tabardomío de paño turqués.

Belcolor levantó la vista y dijo:

—Así este tabardo, ¿y qué vale?

Dijo el cura:

—¿Cómo qué vale? Quiero que sepas quees de dulleta y hasta de trelleta, y hay en nuestropueblo quien lo tiene por de cuadralleta; y no hacetodavía quince días que me costó en Lotto el reven-

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dedor mis buenas siete liras, y me ahorré unas cin-co liras por lo que me dijo Buglietto del Erta quesabes que es tan entendido en estos paños turque-ses.

—¡Ah!, ¿es así? —dijo Belcolor—, así meayude Dios como que nunca lo hubiese pensado;pero dádmelo como primicias.

El señor cura, que tenía la ballesta cargada,quitándose el tabardo se lo dio; y ella que lo huboguardado, dijo:

—Sire, idos a aquella cabaña, que allí nun-ca entra nadie.

Y así hicieron; y allí el cura, dándole losmás dulces besazos del mundo y haciéndola parien-te de Dios Nuestro Señor, con ella un gran rato sesolazó; luego, yéndose en sotana, que parecía queviniese de oficiar en unas bodas, se volvió a sagra-do. Allí, pensando que cuantos cabos de vela recog-ía en todo el año de oferta no valían la mitad decinco liras, le pareció haber hecho mal, y se arrepin-tió de haber dejado el tabardo y comenzó a pensaren qué modo podía recuperarlo sin costos. Y porqueera un tanto maliciosillo, pensó muy bien qué debíahacer para recuperarlo, y lo hizo; porque al día si-

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guiente, que era fiesta, mandó a un muchacho deun vecino suyo a casa de esta doña Belcolor y lepidió que le pluguiera prestarle su mortero de pie-dra, porque almorzaba con él Binguccio del Poggioy Nuto Buglietti, y que quería hacer una salsa. Bel-color se lo mandó; y cuando llegó la hora de almor-zar, el cura mandó averiguar cuándo se ponían a lamesa Bentivegna del Mazzo y Belcolor, y llamadosu monaguillo, le dijo:

—Coge aquel mortero y devuélvelo a Belco-lor, y dile: «Dice el sire que os lo agradece mucho, yque le devolváis el tabardo que el muchachito osdejó en prenda».

El monaguillo fue a casa de Belcolor con elmortero y la encontró con Bentivegna a la mesaalmorzando, y dejando allí encima el mortero, dio elrecado del cura. Belcolor, al oírse pedir el tabardoquiso contestar; pero Bentivegna, con mal gesto,dijo:

—¿Desde cuándo le tomas nada en prendaal sire? Voto a Cristo que me vienen ganas de darteun gran pescozón; ve y devuélveselo pronto, malafiebre te dé, y cuida que de nada que quiera algunavez, aunque quisiese nuestro burro, no ya otra cosa,le digas que no.

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Belcolor se levantó barbotando y, yendo alarcón, sacó de allí el tabardo y se lo dio al monagui-llo, y dijo:

—Dirás esto al sire de mi parte: «Belcolordice que promete a Dios que no machacaréis mássalsas en su mortero, que no le habéis hechoningún honor con esto».

El monaguillo se fue con el tabardo y dio elrecado al sire; al que el cura, riendo, dijo:

—Le dirás cuando la veas que, si no mepresta el mortero yo no le prestaré el mazo; vaya louno por lo otro.

Bentivegna creyó que la mujer había dichoaquellas palabras porque él la había reprendido, yno se preocupó por ello; pero Belcolor, que habíaquedado burlada, se encolerizó con el cura y lenegó la palabra hasta la vendimia; después,habiéndola amenazado el cura con hacerla ir a laboca del mayor de los Luciferes, por puro miedo,con el mosto y con las castañas se reconcilió con él,y muchas veces luego estuvieron juntos de juerga; ya cambio de las cinco liras le hizo el cura poner unpergamino nuevo al címbalo y le colgó de él un cas-cabelillo, y ella se contentó.

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NOVELA TERCERA

Calandrino, Bruno y Buffalmacco van por elMuñone abajo en busca del heliotropo, y Calandrinocree haberlo encontrado; se vuelve a casa cargadode piedras, la mujer le regaña y él, airado, la golpea,y a sus compañeros les cuenta lo que ellos sabenmejor que él.

Terminada la historia de Pánfilo, con la quelas señoras habían reído tanto que todavía se ríen,la reina a Elisa ordenó que siguiese; la cual, todavíariendo, comenzó:

Yo no sé, amables señoras, si me será da-do haceros con una historieta mía no menos verda-dera que entretenida reír tanto cuanto os ha hechoPánfilo con la suya, pero me esforzaré en ello.

En nuestra ciudad, que siempre en manerasvarias y en gentes extraordinarias ha sido abundan-te, hubo, no hace todavía mucho tiempo, un pintorllamado Calandrino hombre simple y de costumbresbizarras, el cual la mayor parte del tiempo con otrosdos pintores trataba, llamados el uno Bruno y el otro

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Buffalmacco hombres muy bromistas pero por otraparte avisados y sagaces, los cuales trataban conCalandrino porque de sus maneras y de su simple-za con frecuencia gran fiesta hacían. Había tambiénen Florencia entonces un joven de maravillosa gra-cia y en todas las cosas que hacer quería hábil yafortunado, llamado Maso del Saggio, el cual, oyen-do algunas cosas sobre la simpleza de Calandrino,se propuso divertirse de sus cosas haciéndole algu-na burla o haciéndole creer alguna cosa extraordi-naria; y por acaso encontrándolo un día en la iglesiade San Giovanni y viéndole estar atento mirando laspinturas y los bajorrelieves del tabernáculo que estásobre el altar de la iglesia, puesto no hacía muchotiempo allí, pensó que le había llegado lugar y tiem-po para su intención. E informando a un compañerosuyo de aquello que entendía hacer, juntos se acer-caron a donde Calandrino estaba sentado solo, yhaciendo semblante de no verlo, juntos comenzarona razonar sobre las virtudes de diversas piedras, delas que Maso hablaba tan autorizadamente como sihubiera sido un famoso y gran lapidario; a los cua-les razonamientos dando oídos Calandrino y luegode un rato poniéndose en pie, viendo que no erasecreto, se unió a ellos, lo que mucho agradó aMaso. El cual, siguiendo con sus palabras, fue pre-

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guntado por Calandrino que dónde estas piedrastan llenas de virtud se encontraban. Maso repusoque las más se encontraban en Berlinzonia, tierrade los vascos, en una comarca que se llamabaBengodi en la que las vides se atan con longanizasy se tiene una oca por un dinero y un pato además,y había allí una montaña toda de queso parmesanorallado en lo alto de la que había gentes que nadahacían sino macarrones y raviolis y cocerlos encaldo de capones, y luego los arrojaban desde allíabajo, y quien más cogía más tenía; y allí al ladocorría un arroyuelo de vernaza del mejor que puedebeberse, sin una gota de agua mezclada.

—¡Oh! —dijo Calandrino—, ése es un buenpaís; pero dime, ¿qué hacen de los capones queésos cuecen?

Repuso Maso:

—Todos se los comen los vascos.

Dijo entonces Calandrino:

—¿Has ido allí alguna vez?

A quien Maso respondió:

—¿Dices que si he estado? ¡Sí, así he es-tado una vez como mil!

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Dijo entonces Calandrino:

—¿Y cuántas millas tiene?

—Tiene más de un millón cantando a plenopulmón

Dijo Calandrino:

—Pues debe ser más allá de los Abruzzos.

—Ah, sí —dijo Maso—, así de nones.

El simple de Calandrino, viendo a Maso de-cir estas palabras con un rostro serio y sin reírse,les daba la fe que puede darse a la verdad másmanifiesta, y por tan ciertas las tenía; y dijo:

—Demasiado lejos está de mis asuntos; pe-ro si más cerca estuviese, sí te digo que iría una vezallí contigo para ver rodar a esos macarrones ydarme un hartazgo de ellos. Pero dime, así seasfeliz; ¿en estas comarcas no se encuentran ningunade esas piedras maravillosas?

A quien Maso repuso:

—Si, dos clases de piedras se encuentrande grandísima virtud. La una son los pedruscos deSettignano y de Montisci por virtud de los cuales,cuando se hacen muelas, se hace la harina, y por

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ello se dice en los países de allá que de Dios vienenlas gracias y de Montisci las piedras de molino; perohay de estas piedras de amolar tan gran cantidad,que entre nosotros es poco apreciada, como entreellos las esmeraldas, de las cuales hay allí unamontaña mayor que Montemorello que relucen a lamedianoche y vete con Dios; y sabe que quien pu-liera las muelas de molino y las hiciera engastar enanillos antes de que se las agujerease, y se lasllevase al sultán, tendría lo que quisiera. La otra esuna piedra que nosotros los lapidarios llamamosheliotropo, piedra de mucha mayor virtud, porquequien la lleve encima, mientras la tenga no es deninguna otra persona visto donde no está.

Entonces Calandrino dijo:

—Grandes virtudes son éstas; ¿pero esasegunda dónde se encuentra?

A quien Maso repuso que en el Muñone sesolía encontrar. Dijo Calandrino:

—¿De qué tamaño es esa piedra y qué co-lor es el suyo?

Repuso Maso:

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—Es de varios tamaños, que alguna es ma-yor, alguna menor; pero todas son de color casicomo negro.

Calandrino, habiendo todas estas cosas ad-vertido para sí, fingiendo tener otra cosa que hacer,se separó de Maso, y se propuso buscar esta pie-dra; pero deliberó no hacerlo sin que lo supiesenBruno y Buffalmacco, a quienes especialísimamenteamaba. Se dio, pues, a ir en su busca, para que sindilación y antes de ningún otro fueran a buscarlas, ytodo el resto de aquella mañana consumió buscán-dolos. Por último, siendo ya pasada la hora de no-na, acordándose de que trabajaban en el monaste-rio de las señoras de Faenza, aunque el calor fuesegrandísimo, dejando toda otra ocupación, casi co-rriendo se fue donde ellos, y llamándoles les dijo:

—Compañeros, si queréis creerme pode-mos convertirnos en los hombres más ricos de Flo-rencia, porque le he oído a un hombre digno de feque en el Muñone hay una piedra que quien la llevaencima no es visto de nadie; por lo que me pareceque sin tardanza, antes que otra persona pueda ir,fuésemos a buscarla. Por cierto que la encontrare-mos, porque la conozco; y cuando la hayamos en-contrado, ¿qué tendremos que hacer sino meterla

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en la escarcela e ir a las mesas de los cambistas,que sabéis que están siempre cargadas de mone-das de plata y de florines, y coger cuantos quera-mos? Nadie nos verá: y así podremos enriquecer-nos súbitamente sin tener todo el santo día queembadurnar los muros del modo que lo hace el ca-racol.

Bruno y Buffalmacco, al oírle, empezaron areírse por dentro; y mirándose el uno al otro pusie-ron cara de maravillarse mucho y alabaron la ideade Calandrino; pero preguntó Buffalmacco quénombre tenía esta piedra. A Calandrino, que era demollera dura, ya se le había ido el nombre de lacabeza; por lo que respondió:

—¿Qué nos importa el nombre, puesto quesabemos la virtud? Yo diría que fuésemos a buscar-la sin más esperar.

—Pero bien —dijo Bruno—, ¿cómo es?

Calandrino dijo:

—Las hay de distintas formas, pero todasson casi negras; por lo que me parece que debe-mos coger todas aquellas que veamos negras, has-ta que lleguemos a ella; así que no perdamos tiem-po, vamos.

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A quien Bruno dijo:

—Pero espera.

Y vuelto a Buffalmacco dijo:

—A mí me parece que Calandrino dice bien;pero no me parece que sea hora de ello porque elsol está alto y da dentro del Muñone y ha secadotodas las piedras; por lo que tales de ellas parecenahora blancas, algunas que hay allí, que por la ma-ñana, antes de que el sol las haya secado, parecennegras; y además de ello, mucha gente por diversasrazones hay hoy, que es día laborable, en el Muño-ne, que, al vernos, podrían adivinar lo que anduvié-ramos haciendo y tal vez hacerlo ellos también; ypodría venir a sus manos y nosotros habríamosperdido el santo por la limosna. A mí me parece, sios parece a vosotros, que éste es asunto de hacerpor la mañana, que se distinguen mejor las negrasde las blancas, y en día festivo, que no habrá allínadie que nos vea.

Buffalmacco alabó la opinión de Bruno, yCalandrino concordó con ellos, y decidieron que eldomingo siguiente por la mañana irían los tres jun-tos a buscar aquella piedra; pero sobre todas lascosas les rogó Calandrino que con nadie en el

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mundo hablasen de aquello, porque a él se lo hab-ían dicho en secreto. Y hablando esto, les contó loque había oído de la comarca de Bengodi, con ju-ramentos afirmando que era así. Cuando Calandri-no se separó de ellos, lo que sobre este asunto ibana hacer lo arreglaron entre ellos. Calandrino esperócon ansiedad el domingo por la mañana; venida lacual, se levantó al salir el día y, llamando a suscompañeros, saliendo por la puerta de San Gallo ybajando al Muñone, comenzaron a andar por élabajo, buscando piedras. Calandrino iba, como másafanoso, delante y prestamente saltando ora aquíora allí, donde alguna piedra negra veía se arrojabay cogiéndola se la metía en el seno. Sus compañe-ros andaban detrás, y de vez en cuando una u otracogían; pero Calandrino no había andado muchocamino cuando tuvo el regazo lleno; por lo que,alzándose las faldas del sayo, que no seguía lamoda de Hainaut, y haciendo con ellas una ampliahalda, habiéndolo sujetado bien con el cinturón portodas partes, no mucho después la llenó y semejan-temente, después de algún rato, haciendo halda dela capa, la llenó de piedras. Por lo que, viendo Buf-falmacco y Bruno que Calandrino estaba cargado yla hora de comer se avecinaba, según lo estableci-do entre ellos, dijo Bruno a Buffalmacco:

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—¿Dónde está Calandrino?

Buffalmacco, que lo veía allí junto a ellos,volviéndose en torno, y mirando acá y allá, repuso:

—No lo sé, pero hasta hace un momentoestaba aquí delante de nosotros.

Dijo Bruno:

—¡Que hace poco! Me parece estar segurode que ahora está en casa almorzando y nos hadejado a nosotros en el frenesí de andar buscandolas piedras negras por el Muñone abajo.

—¡Ah!, qué bien ha hecho —dijo entoncesBuffalmacco—, burlándose de nosotros y dejándo-nos aquí, ya que hemos sido tan tontos como paracreerle. ¿Crees que habría alguien tan tonto comonosotros que hubiera creído que en el Muñone iba aencontrarse una piedra tan milagrosa?

Calandrino, al oír estas palabras, imaginóque aquella piedra había llegado a sus manos yque, por la virtud de ella misma, aunque estuvieseél presente no lo veían. Contento, pues, sobrema-nera de tal suerte, sin decirles nada, pensó en vol-ver a su casa; y volviendo sobre sus pasos, co-

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menzó a irse. Viendo esto, Buffalmacco dijo a Bru-no:

—¿Qué hacemos nosotros? ¿Por qué nonos vamos?

A quien Bruno respondió:

—Vámonos; pero juro a Dios que Calandri-no no me hace ni una más; y si estuviese junto a élcomo lo he estado toda la mañana, le daría tal coneste guijarro en el calcañar que se acordaría unmes de esta broma.

Y decir estas palabras y estirar el brazo ydarle a Calandrino con el guijarro en el calcañar fuetodo uno. Calandrino, sintiendo el dolor, levantó elpie y comenzó a resoplar, pero luego se calló y sefue. Buffalmacco, cogiendo uno de los guijos querecogido había, dijo a Bruno:

—¡Ah, mira el guijo: así le diese ahora mis-mo en los riñones a Calandrino!

Y, soltándolo, le dio con él un gran golpe enlos riñones; y en resumen, de tal guisa, ahora conuna palabra y ahora con otra, por el Muñone arribahasta la puerta de San Gallo lo fueron lapidando.Allí, arrojando al suelo las piedras que habían reco-

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gido, un tanto se detuvieron con los guardias adua-neros, los cuales, primero informados por ellos,fingiendo no verlo, dejaron pasar a Calandrino conla mayor risa del mundo. El cual, sin pararse se vinoa su casa, la cual estaba junto al Canto della Maci-na; y tan favorable le fue la fortuna a la burla quemientras Calandrino por el río se venía y luego porla ciudad, nadie le dirigió la palabra, ya que en-contró a pocos porque todos estaban almorzando.Entró, así pues, Calandrino, tan cargado, en sucasa. Estaba por acaso su mujer (que tenía pornombre doña Tessa), mujer hermosa y valerosa,arriba de la escalera, y un tanto enojada por sularga demora, y viéndolo venir comenzó a decirlecon reproches:

—¡Ya, hermano, te trae el diablo! Todo elmundo ha comido ya cuando tú vienes a comer.

Lo que oyendo Calandrino y viendo que loveía, lleno de amargura y de dolor comenzó a gritar:

—¡Ay!, mala mujer, pues eres tú, me hasarruinado; pero por Dios que me las pagarás.

Y subiendo a una salita y descargadas allílas muchas piedras que había recogido, furibundocorrió hacia su mujer y, cogiéndola por las trenzas,

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la tiró al suelo, y allí, cuanto pudo mover los brazosy las piernas tantos puñetazos y patadas le dio portodo el cuerpo, sin dejarle en la cabeza cabello ohueso encima que machacado no estuviese, nadavaliéndole pedir merced con los brazos en cruz.Buffalmacco y Bruno, luego de que con los guardia-nes de la puerta se hubieron reído un poco, conlento paso comenzaron un poco de lejos a seguir aCalandrino; y llegados junto a su puerta, sintieron laferoz paliza que a su mujer le daba, y fingiendo quellegaban entonces, le llamaron. Calandrino, todosudado, rojo y cansado, se asomó a la ventana y lesrogó que subiesen donde estaba él. Ellos, mostrán-dose un tanto enfadados, subieron arriba y vieron lasala llena de piedras, y en uno de los rincones a lamujer despeinada, toda lívida y golpeada en la cara,llorar dolorosamente; y por otra parte Calandrino,desceñido y jadeante a guisa de hombre cansado,sentado. Y luego de haber mirado un rato dijeron:

—¿Qué es esto, Calandrino? ¿Quiereshacer un muro, que te vemos con tantas piedras?

Y además de esto, añadieron:

—¿Y doña Tessa qué tiene? Parece que lehas pegado; ¿qué novedades son éstas?

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Calandrino, cansado por el peso de las pie-dras y por la rabia con que le había pegado a sumujer, y con el dolor de la fortuna que le parecíahaber perdido, no podía reunir aliento para pronun-ciar enteras las palabras de su respuesta; por loque, dándole tiempo, Buffalmacco recomenzó:

—Calandrino, si estabas airado por algo, nodebías por ello escarnecernos a nosotros; que, lue-go de que nos indujiste a buscar contigo la piedrapreciosa, sin decírselo a Dios ni al diablo nos dejas-te como a dos cabrones en el Muñone y te viniste,lo que tenemos por muy gran maldad; pero por cier-to que ésta va a ser la postrera que vas a hacernos.

A estas palabras, Calandrino, esforzándose,repuso:

—Compañeros, no os enfurezcáis: las co-sas han sido de muy distinto modo del que pensa-bais. Yo, desventurado, había encontrado aquellapiedra; ¿y queréis saber si digo verdad? Cuandoprimeramente os preguntasteis por mí el uno al otro,yo estaba a menos de diez brazos de vosotros, yviendo que os acercabais y no me veíais, me fui pordelante de vosotros, y siguiendo un poco por delan-te siempre me he venido.

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Y empezando por un extremo, hasta el finalles contó lo que habían hecho y dicho ellos, y lesmostró la espalda y los calcañares cómo los habíanaderezado los guijarros, y luego siguió:

—Y os digo que, entrando por la puerta contodas estas piedras en el seno que aquí veis, nadame dijeron (que sabéis cuán desagradables y mo-lestos suelen ser) los guardianes que quieren mirartodo, y además de esto, he encontrado por la calle amuchos de mis compadres y amigos, los cualessiempre suelen dirigirme algún saludo e invitarme abeber, y no hubo ni uno que me dijese media pala-bra, como quienes no me veían. Al final, llegandoaquí a casa, este diablo de esta maldita mujer seme puso delante y me vio, porque, como sabéis, lasmujeres hacen perder la virtud a todas las cosas; delo que yo, que podía decirme el hombre más ventu-roso de Florencia, he quedado el más desventura-do: y por ello le he pegado tanto cuanto he podidomover las manos y no sé qué, me detiene en cortar-le las venas, ¡que maldita sea la hora en que prime-ro la vi y cuando vino a esta casa!

Y encendiéndose de nuevo en ira, queríalevantarse para volver a pegarle de nuevo. Buffal-macco y Bruno, oyendo estas cosas, ponían cara de

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maravillarse mucho y con frecuencia confirmaban loque Calandrino decía, y sentían tan grandes ganasde reír que casi estallaban; pero viéndole furiosolevantarse para pegar otra vez a su mujer, saliendoa su encuentro lo retuvieron diciéndole que de estascosas ninguna culpa tenía su mujer, sino él quesabiendo que las mujeres hacían perder su virtud alas cosas no le había dicho que se guardase deponérsele delante aquel día; de la cual precauciónDios le había privado o porque la suerte no debíaser suya o porque tenía en el ánimo engañar a suscompañeros, a los cuales, cuando se dio cuenta dehaberla encontrado debía descubrirla. Y luego demuchas palabras, no sin gran trabajo reconciliandocon él a la doliente mujer, y dejándolo melancólicoen la casa llena de piedras, se fueron.

NOVELA CUARTA

El preboste de Fiésole ama a una mujerviuda; no es amado por ella y, creyendo acostarsecon ella, se acuesta con una criada suya, y los her-manos de la señora hacen que su obispo lo descu-bra.

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Había llegado Elisa al fin de su historia, nosin gran placer de toda la compañía habiéndolacontado, cuando la reina, volviéndose a Emilia, lemostró que quería que ella, después de Elisa, lasuya contase; la cual, prestamente, comenzó así:

Valerosas señoras, cuán solicitadores denuestros pensamientos son los curas y los frailes ytodo clérigo, en muchas historias de las contadasrecuerdo que se ha demostrado; pero porque nuncapodría hablarse de ello tanto que no quedase mu-cho más por decir, yo, además, entiendo contarosuna sobre un preboste el cual, a pesar de todo elmundo, quería que una noble señora viuda le ama-se, quisiera ella o no; la cual, como muy sabia, letrató tal como se merecía.

Como todas vosotras sabéis, Fiésole, cuyacolina podemos desde aquí ver, fue una ciudadantiquísima y grande, aunque hoy esté toda derrui-da, y no por ello ha dejado de tener obispo propio ytodavía lo tiene. Allí, cerca de la iglesia mayor, teníauna noble señora viuda, llamada doña Piccarda,una posesión con una casa no muy grande; y por-que no era la mujer más acomodada del mundo, allívivía la mayor parte del año, y con ella dos herma-nos suyos, jóvenes muy de bien y corteses. Ahora,

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sucedió que frecuentando esta señora la iglesiamayor y siendo todavía asaz joven, y hermosa yagradable, se enamoró de ella tan ardientemente elpreboste de la iglesia, que nada más veía aquí niallí, y luego de algún tiempo fue tan atrevido que élmismo dijo a esta señora su deseo, y le rogó queestuviese contenta de su amor y de amarlo como élla amaba. Era este preboste ya viejo de años perojovencísimo de juicio, petulante y altanero, y de símismo pensaba todo lo mejor, con modos y cos-tumbres llenos de afectación y desagrado, y tancargante y fastidioso que nadie había que le quisie-ra bien; y si alguien le quería poco era esta señoramisma, que no solamente no le quería nada sinoque lo odiaba más que a un dolor de cabeza. Por loque, como prudente, le repuso:

—Señor, que vos me améis debe sermemuy grato, y yo debo amaros y os amaré de buengrado; pero entre vuestro amor y el mío ningunacosa deshonesta debe suceder jamás. Sois mi pa-dre espiritual y sois sacerdote, y ya os aproximáismucho a la vejez, las cuales cosas os deben hacerhonesto y casto; y por otra parte yo no soy una niñaa quien estos enamoramientos sienten ya bien, ysoy viuda, que sabéis cuánta honestidad se esperade las viudas; y por ello, tenedme por excusada,

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que del modo en que me requerís no os amaré nun-ca ni así quiero ser amada por vos.

El preboste, no pudiendo aquella vez sacarde ella otra cosa, no se dio por desmayado y venci-do al primer golpe, sino que usando de su arroganteosadía la solicitó muchas veces con cartas y conembajadas, y aun por sí mismo cuando a la iglesiala veía venir; por lo que, pareciéndole este tábanodemasiado pesado y demasiado enojoso a la seño-ra, pensó en quitárselo de encima del modo quemerecía, puesto que de otro no podía; pero no quisohacer cosa alguna que primero no razonase con sushermanos. Y habiéndoles dicho lo que el prebostehacía con ella y también lo que ella entendía hacer,y recibiendo de ellos plena autorización, de allí apocos días volvió a la iglesia como acostumbraba; yen cuanto la vio el preboste, vino a ella, y comosolía hacer, de modo confianzudo entró con ella enconversación. La señora, viéndole venir y mirandohacia él, le puso alegre gesto, y retirándose a unlado, habiéndole el preboste dicho muchas palabrasdel modo acostumbrado, la señora luego de un gransuspiro dijo:

—Señor, yo he oído muchas veces que nohay ningún castillo tan fuerte que, siendo combatido

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todos los días, no llegue a ser tomado alguna vez;lo que veo muy bien que me ha sucedido a mí. Tan-to unas veces con dulces palabras y otras con bro-mas y otras con otras cosas me habéis cercado,que me habéis hecho romper mi propósito; y estoydispuesta, puesto que tanto os agrado, a ser vues-tra.

El preboste, todo contento, dijo:

—Señora, mucho os lo agradezco y a decirverdad, me he maravillado mucho de cómo os hab-éis resistido tanto, pensando que nunca me ha su-cedido esto con ninguna; así he dicho yo algunasveces que, si las mujeres fuesen de plata no valdr-ían ningún dinero porque ninguna resistiría el marti-llo. Pero dejemos esto: ¿cuándo y dónde podremosestar nosotros juntos?

A lo que la señora repuso:

—Dulce señor mío, cuándo podría ser lahora que más os agradase porque yo no tengo ma-rido a quien tenga que dar cuenta de mis noches;pero dónde no sé pensarlo.

Dijo el cura:

—¿Cómo no? ¿Y vuestra casa?

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Repuso la dama:

—Señor, sabéis que tengo dos hermanosjóvenes, los cuales de día y de noche vienen a casacon sus amistades, y mi casa no es muy grande, ypor ello no podría ser, salvo que quisieseis estar allícomo si fuerais mudo sin decir palabra ni resollar, yen la oscuridad, a modo de ciego; si quisieraishacerlo así se podría, porque ellos no entran en mialcoba; pero está la suya tan al lado de la mía queno se puede decir ni una palabrita tan bajo que nose oiga.

Dijo entonces el preboste:

—Señora, que no quede por ello por unanoche o dos, en tanto yo piense dónde podemosestar en otra parte con más comodidad.

La señora dijo:

—Señor, esto es cosa vuestra, pero una co-sa os ruego, que esto quede tan secreto que no sesepa nunca una palabra.

El preboste dijo entonces:

—Señora, no temáis por ello, y si puede ser,haced que esta noche estemos juntos.

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—Me place —y dándole indicaciones decómo y cuándo venir debía, se fue y se volvió a sucasa.

Tenía esta señora una criada, que no erademasiado joven y que tenía el rostro más feo ymás contrahecho que nunca se vio; que tenía lanariz muy aplastada y la boca torcida y los labiosgruesos y los dientes mal compuestos y grandes, ytiraba a bizca, y nunca estaba sin los ojos malos, yde un color verde y amarillo que parecía que no enFiésole sino en Sinagalia había pasado el verano; yademás de todo esto, era coja y un tanto manca dellado derecho. Y se llamaba Ciuta, y porque tan lívi-da cara tenía, por todos era llamada Ciutazza; yaunque fuese contrahecha en la figura, era, sinembargo, bastante maliciosa. A la cual, la señorallamó, y le dijo:

—Ciutazza, si quieres hacerme un servicioesta noche, te daré una buena camisa nueva.

Ciutazza, oyendo mentar la camisa, dijo:

—Señora, si me dais una camisa, me arro-jaré al fuego, no ya otra cosa. —Pues bien ——dijola señora—, quiero que esta noche te acuestes conun hombre en mi cama y que lo acaricies, y guárda-

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te de decir palabra, que no te sientan mis herma-nos, que sabes que duermen al lado; y luego tedaré la camisa.

Ciutazza dijo:

—Así dormiría yo con seis, no con uno, sihiciese falta.

Venida pues la noche, el señor preboste vi-no, como le había sido fijado; y los dos jóvenes,como la señora había combinado, estaban en sualcoba y hacían mucho ruido; por lo que el preboste,silenciosamente y a oscuras entrando en la alcobade la señora, se fue a la cama como ella le habíadicho, y del otro lado Ciutazza, bien informada porla señora de lo que tenía que hacer. El señor pre-boste, creyendo tener a su señora al lado, se echóen los brazos de Ciutazza y comenzó a besarla sindecir palabra, y Ciutazza a él; y comenzó el prebos-te a solazarse con ella, tomando posesión de losbienes largamente deseados. Cuando la señorahubo hecho esto, ordenó a los hermanos que hicie-sen el resto de lo que habían planeado; los cuales,calladamente saliendo de su alcoba, se fueron a laplaza, y fue su fortuna para lo que querían hacermás favorable de lo que ellos mismos pedían por-que, siendo el calor grande, el obispo había manda-

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do a buscar a los dos jóvenes para ir hasta su casapaseando y beber en su compañía. Pero al verlosvenir, diciéndoles su deseo, con ellos se puso encamino; y entrando en un patiecillo fresco que ellostenían donde había muchas luces encendidas, congran placer estuvo bebiendo un buen vino de lossuyos. Y habiendo bebido dijeron los jóvenes:

—Señor, pues que tanto favor nos habéishecho, que os habéis dignado visitar esta nuestrapequeña choza a la que veníamos a invitaros, que-remos que os plazca ver una cosita que os querría-mos mostrar.

El obispo repuso que de buena gana; por loque uno de los jóvenes, tomando en la mano unapequeña antorcha encendida y yendo por delante,siguiéndole el obispo y todos los demás, se ende-rezó hacia la alcoba donde el señor preboste yacíacon Ciutazza, el cual para llegar pronto se habíaapresurado a cabalgar y había, antes de que éstosllegasen allí, cabalgado ya más de tres millas; por loque cansado y teniendo a Ciutazza en brazos apesar del calor, dormía. Entrando, pues, con luz enla mano el joven en la alcoba, y el obispo detrás deél y todos los otros, les fue mostrado el prebostecon Ciutazza en brazos. En esto, despertándose el

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señor preboste, y viendo la luz y esta gente a sualrededor, avergonzándose mucho y amedrentadometió la cabeza debajo de las sábanas; al cual elobispo injurió grandemente y le hizo sacar la cabezay ver con quién estaba acostado. El preboste, al verel engaño de la señora, tanto por él como por elvituperio que le parecía ser, súbitamente se sintió elmás dolorido hombre que jamás había existido: ypor mandato del obispo, vistiéndose, a sufrir un grancastigo por el pecado cometido, bien custodiado,tuvo que irse a su casa. Quiso luego saber el obispocómo había sucedido aquello de que aquél hubieseido a acostarse allí con Ciutazza. Los jóvenes lecontaron ordenadamente todas las cosas; lo queoyendo el obispo, mucho alabó a la señora, y tam-bién a los jóvenes que, sin querer mancharse lasmanos con la sangre de un sacerdote, le habíantratado como merecía. Este pecado se lo hizo elobispo llorar cuarenta días, pero el amor y la ver-güenza le hicieron llorar más de cuarenta y nueve;sin contar con que, por mucho tiempo después nopodía andar por la calle sin ser señalado con eldedo por los muchachitos, los cuales decían:

—¡Mira al que se acuesta con Ciutazza!

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Lo que le dolía tanto que estuvo a punto deenloquecer; y de tal manera la valerosa señora sequitó de encima el fastidio del importuno preboste yCiutazza ganó una camisa.

NOVELA QUINTA

Tres jóvenes le quitan los calzones a unjuez de las Marcas en Florencia, mientras él, estan-do en el estrado, administraba justicia.

Había dado Emilia fin a su razonar, habien-do sido la viuda alabada por todos, cuando la reina,mirando a Filostrato, dijo:

—A ti te toca ahora narrar.

Por la cual cosa él prestamente repuso queestaba dispuesto, y comenzó:

Deleitosas señoras, el joven a quien Elisahace poco nombró, es decir, Maso del Saggio, mehará dejar una historia que pensaba contar paracontar una sobre él y algunos de sus compañeros,la cual, aunque deshonesta no sea por decirse pa-labras en ella que vosotras os avergonzáis de decir,

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no por ello deja de ser tan divertida que a pesar detodo la contaré.

Como todas podéis haber oído, a nuestraciudad vienen con frecuencia podestás de las Mar-cas, los cuales son generalmente hombres de áni-mo apocado y de vida tan pobre y miserable quetodas sus acciones no son sino cicaterías, y por suinnata miseria y avaricia traen consigo a jueces ynotarios que parecen hombres más bien arrancadosal arado o sacados de las zapaterías que de lasescuelas de leyes. Ahora bien, habiendo venido unocomo podestá, entre los muchos otros jueces quetrajo consigo, trajo a uno que se hacía llamar micerNiccola de San Lepidio, el cual parecía más bien uncerrajero que otra cosa: y fue puesto éste entre losdemás jueces a oír las cuestiones criminales. Ycomo con frecuencia sucede que, aunque los ciu-dadanos no tengan nada que hacer en palacio aveces van por allí, sucedió que Maso del Saggiouna mañana, buscando a un amigo suyo allá se fue;y acaeciéndole mirar a donde micer Niccola estabasentado, pareciéndole que era un pajarraco raro,todo él lo iba considerando. Y como le viese el ar-miño todo pringoso en la cabeza, y un tintero colga-do del cinto, y más largo el faldellín que la toga yotras muchas cosas todas inusitadas en un hombre

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ordenado y bien educado, y además de éstas, unamás notable que ninguna de las otras, a su parecer,le vio, y fue un par de calzones que, estando élsentado y las ropas, por estrechez, quedándoleabiertas por delante, vio que el fondo de ellos lellegaba hasta media pierna. Por lo cual, sin quedar-se mucho mirándole, dejando lo que andaba bus-cando, comenzó una búsqueda nueva, y encontró ados de sus compañeros, de los cuales uno tenía pornombre Ribi y el otro Mateuzzo, hombres los dos nomenos ocurrentes que Maso, y les dijo:

—¡Ah, si me queréis bien, venid conmigohasta palacio, que quiero mostraros allí el más ex-traordinario patán que nunca habéis visto!

Y yéndose con ellos a palacio, les mostróaquel juez y sus calzones. Éstos, desde lejos co-menzaron a reírse de aquel asunto, y avecinándosea los escaños sobre los que estaba el señor juez,vieron que muy fácilmente podía andarse bajoaquellos escaños; y además de ello vieron rota latabla sobre la cual el señor juez tenía puestos lospies, tanto que con gran comodidad se podía meterpor ella la mano y el brazo. Y entonces dijo Maso asus compañeros:

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—Quiero que le quitemos del todo esos cal-zones, porque con mucha facilidad se puede.

Habían ya los compañeros visto cómo; porlo que, arreglando entre ellos lo que tenían quehacer y decir, a la mañana siguiente volvieron allí, yestando el tribunal muy lleno de hombres, Mateuz-zo, sin que nadie lo advirtiese, entró debajo delbanco y se fue derecho bajo el lugar donde el juezposaba los pies; Maso, por uno de los ladosacercándose al señor juez, lo cogió por la orla de latoga, y acercándose Ribi del otro lado y haciendo lomismo, comenzó Maso a decir:

—Señor, o señores, yo os pido por Dios queantes de que ese ladroncillo que está ahí al lado sevaya a otra parte, que le hagáis devolverme un parde borceguíes míos que me ha birlado y dice queno: y los he visto, no hace todavía un mes, que leshacía echar suelas nuevas.

Ribi, del otro lado, gritaba alto:

—Micer, no le creáis, que es un bribonzue-lo, y porque sabe que he venido a querellarme con-tra él por una valija que me ha robado, ha venidoahora mismo a hablar de los borceguíes que lostengo en casa desde antañazo; y si no me creéis,

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puedo poneros por testigo a la verdulera de al ladoy a la tripera Grassa y a uno que va recogiendo labasura de Santa María de Verzaia, que lo vi cuandovolvía del pueblo.

Maso, por el otro lado, no dejaba hablar aRibi, gritando también; y Ribi gritaba más. Y mien-tras el juez estaba de pie y más cerca de ellos paraoírles mejor, Mateuzzo, aprovechando la ocasión,metió la mano por el agujero de la tabla y cogió loscalzones del juez por abajo, y tiró de ellos fuerte-mente. Los calzones salieron incontinenti, porque eljuez era flaco y escurrido; el cual, sintiendo lo quepasaba y no sabiendo qué fuese, queriendo tirar delas ropas hacia adelante y taparse y sentarse, Masode un lado y Ribi del otro sin embargo, sujetándole ygritando fuerte:

—Micer, hacéis mal en no hacerme justiciay no querer oírme y querer iros a otra parte; ¡decosa tan pequeña como ésta es no se levanta actaen esta ciudad! —y tanto con estas palabras le tira-ron de las ropas que cuantos en el tribunal estabanse apercibieron de que le habían quitado las calzas.Mateuzzo, luego de que algún tiempo le hubo suje-tado, dejándole, se salió fuera y se fue sin que le

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viesen. Ribi, pareciéndole haber hecho bastante,dijo:

—¡Voto a Dios que me resarciré en la cor-poración! —y Maso, del otro lado, soltándole la to-ga, dijo:

—No, pues yo volveré tantas veces hastaque os encuentre menos impedido que habéis apa-recido esta mañana! —y el uno por aquí, el otro porallá, lo antes que pudieron se fueron. El señor juez,poniéndose los calzones en presencia de todo elmundo como si se levantase de la cama, y dándosecuenta entonces de lo que había pasado, preguntódónde habían ido aquellos que de los borceguíes yde la valija se querellaban; pero no encontrándolos,comenzó a jurar por las entrañas de Cristo que ten-ía que conocer y saber si era costumbre en Floren-cia quitarle los calzones a los jueces cuando sesentaban en el estrado de justicia. El podestá, porotra parte, habiéndole oído, armó un gran alboroto;después, habiéndole mostrado sus amigos queaquello no se lo habían hecho sino para mostrarleque los florentinos sabían que en lugar de haberllevado jueces había llevado allí zopencos para quele saliese más barato, por las buenas se calló y nofue más adelante la cosa aquella vez.

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NOVELA SEXTA

Bruno y Buffalmacco le roban un cerdo aCalandrino; le hacen hacer la prueba de buscarlocon pastas de jengibre y vino de garnacha y le dandos de éstas, una tras de la otra, hechas de boñigasde perro contitadas con áloe, y parece que él mismose ha quedado con él, le hacen, además, obsequiar-les si no quiere que a su mujer se lo digan.

No había la historia de Filostrato dado fin, lacual mucho fue reída, cuando la reina ordenó aFilomena que seguidamente narrase; la cual co-menzó:

Graciosas señoras, como Filostrato fue lle-vado a contar la historia que habéis oído por elnombre de Maso, así ni más ni menos soy llevadayo por el de Calandrino y de sus compañeros acontar otra de ellos, la cual, tal como creo, os gus-tará.

Quién Calandrino, Bruno y Buffalmacco fue-ron no necesita seros mostrado por mí, que asaz lohabéis oído antes; y por ello, pasando más adelan-

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te, digo que Calandrino tenía una pequeña tierra nolejos de Florencia, que había recibido como dote desu mujer, de la cual, entre las demás cosas que ledaba, sacaba cada año un cerdo; y era su costum-bre que siempre en diciembre se iban allí al pueblosu mujer y él, y lo mataban y lo hacían salar allí.Ahora bien, sucedió una vez entre las otras que, noestando la mujer bien de salud, Calandrino se fuesolo a hacer la matanza; la cual cosa oyendo Brunoy Buffalmacco, y sabiendo que su mujer no iba, sefueron a ver a un cura vecino de Calandrino ygrandísimo amigo suyo, y a estarse con él algunosdías. Había Calandrino, la mañana en que éstosllegaron allí, matado el cerdo, y viéndolos con elcura los llamó y les dijo:

—Sed bienvenidos; quiero que veáis quéamo de casa soy.

Y llevándolos a su casa les mostró aquelcerdo. Vieron ellos que el cerdo era hermosísimo, yle oyeron a Calandrino que lo iba a poner en sa-lazón para su familia. Y Bruno le dijo:

—¡Ah, qué bruto eres! Véndelo y disfruta losdineros: y a tu mujer dile que te lo han robado.

Calandrino dijo:

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—No, no lo creería, y me echaría de casa;no os empeñéis, que no lo haré nunca.

Las palabras fueron muchas pero de nadasirvieron. Calandrino les invitó a cenar con tal des-gana que no quisieron cenar y se separaron de él.Dijo Bruno a Buffalmacco:

—¿Por qué no le robamos el cerdo esta no-che?

Dijo Buffalmacco:

—¿Pues cómo podríamos?

Dijo Bruno:

—El cómo bien lo veo si no lo quita del sitiodonde lo tenía ahora mismo.

—Pues —dijo Buffalmacco— hagámoslo:¿por qué no vamos a hacerlo? Y luego lo disfruta-remos aquí junto con el dómine.

El cura dijo que le gustaba mucho la idea.Dijo entonces Bruno:

—Aquí se necesita un poco de arte. Tú sa-bes, Buffalmacco, qué avaro es Calandrino y concuánto gusto bebe cuando los demás pagan; vamosy llevémoslo a la taberna; allí, que el cura haga

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semblante de pagar todo por invitarnos y no le dejepagar nada a él: se ajumará y luego será muy fácilporque está solo en casa.

Como lo dijo Bruno, así lo hicieron. Calan-drino, viendo que el cura no le dejaba pagar, se dioa la bebida, y bien que no lo necesitase mucho, secargó bien; y siendo ya avanzada la noche cuandose fue de la taberna, sin querer cenar nada se metióen su casa, y creyendo haber cerrado la puerta, ladejó abierta y se fue a la cama. Buffalmacco y Bru-no se fueron a cenar con el cura y cuando hubieroncenado, tomando los instrumentos para entrar encasa de Calandrino por donde Bruno había planea-do, se fueron allí calladamente; pero encontrando lapuerta abierta entraron dentro y cogiendo el cerdo,a casa del cura lo llevaron, y colgándolo, se fuerona dormir. Calandrino, habiéndosele ido el vino delcuerpo, se levantó por la mañana y, al bajar, miró yno vio el cerdo, y vio la puerta abierta; por lo que,preguntando a éste y a aquél si sabían quién lehabía quitado el cerdo, y no encontrándolo, co-menzó a hacer un gran alboroto, ¡ay de él!, ¡desdi-chado de él!, que le habían robado el cerdo. Bruno yBuffalmacco, levantándose, se fueron hacia Calan-drino para oír lo que decía del cerdo; el cual, al ver-los, casi llorando llamándolos, dijo:

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—¡Ay de mí, compañeros míos, que me hanrobado el cerdo!

Bruno, acercándose, le dijo en voz baja:

—¡Maravilla que hayas sido listo una vez!

—¡Ay! —dijo Calandrino—, que digo la ver-dad.

—Dices bien —decía Bruno—, grita fuertepara que parezca que ha sido así.

Calandrino gritaba entonces más fuerte ydecía:

—¡Cuerpo de Cristo, que digo verdad al de-cir que me lo han robado! Y Bruno decía:

—Dices bien, dices bien; y hay que decirloasí, grita fuerte, hazte oír bien para que parezcaverdadero.

Dijo Calandrino:

—Me harás dar el alma al enemigo; digoque no me creerás, así no me cuelguen, que me lohan robado.

Dijo entonces Bruno:

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—¡Ah!, ¿cómo va a poder ser esto? Yo lohe visto ayer, ¿quieres hacerme creer que te lo hanrobado?

Dijo Calandrino:

—Es tal como te digo.

—¡Ah! —dijo Bruno—, ¿es posible?

—Ciertamente —dijo Calandrino—, es así;por lo que estoy perdido y no se como voy a volvera casa; la parienta no me creerá, y si me cree, notendré paz con ella en todo el año.

Dijo entonces Bruno:

—Así me ayude Dios, eso está mal si esverdad; pero sabes, Calandrino, que ayer te enseñéyo a decir eso; no querría que tú en el mismo puntote burlases de tu parienta y de nosotros.

Calandrino comenzó a gritar y a decir:

—¡Ah!, ¿por qué me hacéis desesperar yblasfemar contra Dios y los santos y todo lo queexiste? Os digo que esta noche me han robado elcerdo.

Dijo entonces Buffalmacco:

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—Si es así, se debe ver el modo, si pode-mos, de recuperarlo.

—¿Y qué modo —dijo Calandrino— podre-mos encontrar?

Dijo entonces Buffalmacco:

—Por cierto que no ha venido de la Indianadie a quitarte el cerdo; alguno de estos vecinostuyos debe haber sido, y por ello, si los pudiesesreunir, yo sé hacer la prueba del pan y el queso, yveremos de un golpe quién lo ha robado.

—¡Sí —dijo Bruno—, mucho vas a hacerlecon pan y con queso a ciertos caballerazos quetenemos alrededor!, que estoy seguro de que algu-no de ellos lo ha cogido, y se daría cuenta del casoy no querría venir.

—¿Qué vamos a hacer, entonces? —dijoBuffalmacco.

Repuso Bruno:

—Habría que hacerse con buenas pastasde jengibre y con buen vino dulce e invitarlos a be-ber; no pensarían que era por eso y vendrían; y lomismo pueden bendecirse las pastas de jengibreque el pan y el queso.

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Dijo Buffalmacco:

—Por cierto dices verdad; y tú, Calandrino,¿qué dices?, ¿lo hacemos?

Dijo Calandrino:

—Os lo ruego por el amor de Dios; que, siyo supiese quién se lo ha llevado me parecería sen-tirme medio consolado.

—Pues venga —dijo Bruno—, estoy listopara ir hasta Florencia a por esas cosas para ayu-darte, si me das los dineros.

Tenía Calandrino unos cuarenta sueldos,que le dio. Bruno, yéndose a Florencia a ver a unamigo suyo boticario, compró una libra de buenaspastas e hizo hacer dos de estiércol de perro quehizo confitar con áloe recién exprimido; después, lashizo rebozar en azúcar como estaban las otras, ypara no equivocarlas ni cambiarlas les hizo ponercierta señalecita por la cual muy bien las conocía; ycomprando un frasco de buen vino dulce, se volvióal pueblo con Calandrino, y le dijo:

—Hace falta que mañana por la mañana in-vites a beber contigo a todos aquellos de quienessospeches: es fiesta y todos vendrán de buen gra-

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do, y yo esta noche, junto con Buffalmacco, haré elencantamiento sobre las pastas y te las traeré ma-ñana por la mañana a casa, y por tu amor yo mismose las daré, y haré y diré lo que haya que decir yque hacer.

Calandrino lo hizo así. Reunida, pues, unabuena compañía entre jóvenes florentinos que esta-ban en el pueblo y labradores, al venir la mañana,junto a la iglesia y alrededor del olmo, Bruno y Buf-falmacco vinieron con una caja de pastas y con elfrasco de vino, y haciéndoles poner en corro, dijoBruno:

—Señores, me es necesario decir la razónpor la que estáis aquí para que, si algo sucedieseque no os agradase, no tengáis que quejaros de mí.A Calandrino, que aquí está, le quitaron ayer nochesu hermoso cerdo y no puede encontrar quién se lohaya cogido; y porque otro distinto de quienes es-tamos aquí no se lo habrá podido quitar, él, paraencontrar quién lo haya cogido os da a tomar estaspastas, una para cada uno, y de beber; y desdeahora sabed que quien haya cogido el cerdo nopodrá tragar la pasta sino que le parecerá másamarga que el veneno y la escupirá; y para ello, afin de que esta vergüenza no le suceda en presen-

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cia de tantos, es tal vez mejor que aquel que lohubiese cogido lo diga al sire en confesión, y yo meabstendré de este asunto.

Todos los que allí había dijeron que queríancomer de buen grado; por lo que Bruno, poniéndo-los en fila y puesto a Calandrino entre ellos, comen-zando en uno de los extremos comenzó a dar acada uno la suya; y al estar junto a Calandrino, to-mando una de las perrunas, se la puso en la mano.Calandrino prestamente se la echó a la boca y co-menzó a masticar, pero tan pronto como la lenguanotó el áloe, Calandrino, no pudiendo soportar elamargor, la escupió. Allí todos se miraban la cara eluno al otro, para ver quién escupía la suya; y nohabiendo todavía Bruno terminado de darlas nohaciendo semblante de enterarse de aquello, oyódecir a sus espaldas

—Vamos, Calandrino, ¿qué quiere decir es-to?

Por lo que, prestamente volviéndose, yviendo que Calandrino había escupido la suya, dijo:

—Espérate, tal vez alguna otra cosa se lahizo escupir: ten otra.

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Y tomando la segunda, se la puso en la bo-ca y proveyó a dar las otras que tenía que dar. Ca-landrino, si la primera le había parecido amarga,ésta le pareció amarguísima; pero, sin embargo,avergonzándose de escupirla, masticándola, untanto la tuvo en la boca, y teniéndola comenzó aarrojar lágrimas que parecían nueces, tan gruesaseran; y por último, no pudiendo resistir más, laarrojó fuera como lo había hecho con la primera.Buffalmacco servía de beber a la compañía y a Bru-no; los cuales, juntos con los demás al ver esto,todos dijeron que por cierto Calandrino se habíaquitado el cerdo a él mismo, y hubo muchos de ellosque ásperamente le reprendieron. Pero, luego quese hubieron ido, quedándose Bruno y Buffalmaccocon Calandrino, le comenzó a decir Buffalmacco:

—He estado siempre seguro de que túmismo lo habías robado y que nos querías mostrarque te lo habían robado para no darnos de beber niuna vez con los dineros que habías sacado.

Calandrino, que todavía no había escupidoel amargor del áloe, comenzó a jurar que él no lohabía robado.

Dijo Buffalmacco:

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—¿Pero cuánto sacaste, socio?, dímelo debuena fe, ¿sacaste seis?

Calandrino, al oír esto comenzó a desespe-rarse; a quien Bruno dijo:

—Oye bien, Calandrino, que en la compañíahubo quien comió y bebió con nosotros y me dijoque tenías no sé dónde una jovencita que tenías atu disposición, y le dabas lo que podías reunir, y queél estaba seguro de que le habías mandado el talcerdo, tan buen burlador has aprendido a ser. Túnos llevaste una vez por el Muñone abajo recogien-do piedras negras, y cuando nos hubiste embarcadote volviste, luego nos querías hacer creer que lohabías encontrado; y ahora semejantemente tecrees que con tus juramentos nos haces creer igualque el cerdo, que has regalado o has vendido, te lohan robado. Ya estamos acostumbrados a tus bur-las y las conocemos; no podrías gastarnos más: ypor ello, para decir verdad, nos hemos pasado eltrabajo de hacer el encantamiento, porque quere-mos que nos des dos pares de capones y, si no, selo diremos todo a doña Tessa.

Calandrino, viendo que no era creído, pare-ciéndole haber tenido ya bastante sufrimiento, noqueriendo además el acaloramiento de su mujer, les

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dio dos pares de capones. Y ellos, habiendo saladoel cerdo, se lo llevaron a Florencia, dejando a Ca-landrino cornudo y apaleado.

NOVELA SÉPTIMA

Un escolar ama a una señora viuda, la cual,enamorada de otro, una noche de invierno le hacesentarse sobre la nieve esperándola, a la cual él,después, por consejo suyo, todo un día de media-dos de julio hace estar desnuda sobre una torreexpuesta a las moscas y a los tábanos y al sol

Mucho se habían reído las señoras del des-dichado de Calandrino, y más se hubieran reídotodavía si no hubiesen sentido enojo de ver quetambién le quitaban los capones los mismos que lehabían quitado el cerdo. Pero luego que llegó el fin,la reina ordenó a Pampínea que contase la suya; yella prestamente, así comenzó:

Carísimas señoras, muchas veces sucedeque las artimañas son con artimañas vengadas, ypor ello es de poco juicio el deleitarse en escarnecera otros. Nosotros nos hemos reído mucho (con mu-

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chas historietas contadas de las burlas que han sidohechas, de las cuales ninguna venganza que sehaya tomado se ha contado; pero yo entiendo hace-ros sentir alguna compasión por la justa retribuciónhecha a una conciudadana nuestra, a la cual suburla, al ser burlada, casi con la muerte le recayósobre la cabeza; y oírlo no os dejará de ser útil por-que así mejor os guardaréis de burlaros de otro ymostraréis buen juicio.

No han pasado todavía muchos años desdeque hubo en Florencia una joven hermosa de cuer-po y altanera de ánimo y de linaje muy noble y enlos bienes de la fortuna convenientemente abundan-te, y llamada Elena; la cual, habiendo quedado viu-da de su marido nunca más quiso casarse, habién-dose enamorado de ella, a elección suya, un jovenapuesto y cortés; y de cualquiera otra preocupaciónolvidada, con la ayuda de una criada suya de quiense fiaba mucho, muchas veces con él, con maravi-lloso deleite se daba buena vida. Sucedió en estetiempo que un joven llamado Rinieri, hombre noblede nuestra ciudad, habiendo largamente estudiadoen París no para luego vender su ciencia a granelcomo muchos hacen, sino para saber la razón delas cosas y sus motivos (lo que óptimamente sientaa un noble) volvió de París a Florencia; y allí, muy

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honrado tanto por su nobleza como por su ciencia,señorilmente vivía. Pero como sucede muchas ve-ces que quienes más entendimiento de las cosasprofundas tienen más fácilmente se dejan uncir porel amor, le sucedió a este Rinieri: al cual, habiendoido él un día por vía de entretenimiento a una fiesta,delante de los ojos se le puso esta Elena, vestida denegro como van nuestras viudas, llena de tantahermosura a su juicio, y de tanta amabilidad comoninguna otra le había parecido ver; y estimó para síque podría llamarse feliz a quien Dios le hiciese lagracia de poder tenerla desnuda en los brazos. Yuna vez y otra mirándola cautamente, y conociendoque las cosas grandes y preciosas no se puedenconseguir sin trabajo, decidió poner todo su esfuer-zo y toda su solicitud en agradarle, para queagradándole consiguiese su amor, y por ello podertomar posesión de ella. La joven señora, que notenía los ojos puestos en el infierno sino que, te-niéndose en tanto y más de lo que era, moviéndoloscon arte miraba alrededor y prestamente conocía aquien con deleite la miraba, apercibiéndose de Ri-nieri, riéndose para sí misma, dijo:

—No habré venido hoy aquí en vano que, sino me equivoco, he cogido a un pavo por la nariz.

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Y comenzando a mirarle alguna vez con elrabillo del ojo, cuanto podía, se ingeniaba en de-mostrarle que se ocupaba de él, o pensando porotra parte que cuanto más atrajese y prendiese consus encantos, tanto era su hermosura de mayorprecio, y máximamente para quien ella junto con suamor la había entregado. El sabio escolar, dejandoaparte los pensamientos filosóficos, todo el ánimovolvió a ella; y creyendo que le agradaba, apren-diendo cuál era su casa, comenzó a pasar delantede ella, con varias razones excusando aquellasidas. Al cual, la señora, por la razón ya dicha vana-gloriándose de aquello, mostraba verlo de muy bue-na gana; por la cual cosa el escolar, encontrando lamanera, se aproximó a su criada y le descubrió suamor, rogándole que con su señora obrase de talmanera que él pudiese obtener su gracia. La criadaprometió mucho y a su señora lo contó, la cual, conla mayor risa del mundo lo escuchó y dijo:

—¿Has visto dónde éste ha venido a perderel seso que ha conseguido en París? Pues vamos,digámosle lo que va buscando. Le dirás, cuandosea que te hable otra vez, que yo le amo muchomás de lo que él me ama; pero que debo guardar mihonra para junto a las otras damas poder llevar la

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frente alta; por lo que él, si es tan sabio como dice,debe amarme más.

¡Ay desdichada, desdichada! No sabía ella,señoras mías, lo que es ponerse a provocar a losescolares. La criada al encontrarlo, hizo lo que suseñora le había ordenado. El escolar, contento,procedió a ruegos más calurosos y a escribir cartasy a mandar regalos, y todo era aceptado, pero enrecompensa no venían respuestas sino vagas; y deesta guisa lo tuvo mucho tiempo dándole largas. Porúltimo, habiendo ella descubierto todo a su amantey habiéndose él enojado con ella alguna vez y sen-tido algunos celos, para mostrarle que equivocada-mente sospechaba de ella, solicitándola mucho elescolar, le envió a su criada, la cual de su parte ledijo que ella no había tenido ocasión nunca dehacer nada que a él le agradase, después de que lehabía asegurado de su amor, pero que, para lafiesta de Navidad que se acercaba, esperaba poderestar con él; y que por ello la noche siguiente a lafiesta, si él quería, viniese a su patio, donde ella abuscarle, lo antes que pudiera, iría.

El escolar, más contento que ningún otrohombre, a la hora ordenada se fue a casa de laseñora, y llevado por la criada a un patio y en-

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cerrándole dentro, allí comenzó a esperar a la seño-ra. La señora, habiendo aquella noche hecho venira su amante y habiendo cenado alegremente con él,lo que entendía hacer aquella noche le contó, aña-diendo:

—Y podrás ver cuánto y cuál es el amor quele tengo y he tenido a aquel de quien neciamentehas tenido celos.

Estas palabras las escuchó el amante congran contento de ánimo, deseoso de ver con obraslo que la señora con palabras le daba a entender. Yhabía por acaso el día anterior a aquél nevado mu-cho, y todo estaba cubierto de nieve; por la cualcosa, el escolar había poco estado en el patiocuando empezó a sentir más frío del que habríaquerido; pero esperando calentarse, lo soportabapacientemente. La señora a su amante dijo despuésde un rato:

—Vamos a la alcoba y desde una ventanillamiremos lo que hace ese de quien has sentido ce-los, y lo que le contestará a la criada, que he man-dado a hablar con él.

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Se fueron, pues, a una ventanilla y viendosin ser vistos, oyeron a la criada hablar con el esco-lar y decir:

—Rinieri, mi señora es la mujer más afligidaque nunca ha habido, porque esta noche ha venidouno de sus hermanos y ha estado mucho rato ha-lando con ella, y luego quiso cenar con ella y todav-ía no se ha ido, pero creo que se irá pronto; y porello no ha podido venir ella todavía, pero ya vendrápronto; te ruega que no te enoje el esperar.

El escolar, creyendo que era verdad, repu-so:

—Di a mi señora que no se ocupe nada enmí hasta que pueda cuando le sea oportuno venir apor mí, pero que lo haga lo antes que pueda.

La criada, volviéndose dentro, se fue a dor-mir.

La señora, entonces, dijo a su amante:

—Bien, ¿qué dices?, ¿crees que yo, si lequisiera como tú temes, iba a sufrir que estuvieraallí abajo congelándose?

Y esto dicho, con su amante, que ya en par-te estaba contento, se fue a la cama, y grandísimo

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rato estuvieron gozando y disfrutando, riéndose delmísero escolar y burlándose de él. El escolar, dandovueltas por el patio, se movía para calentarse y notenía dónde sentarse ni en dónde refugiarse delsereno, y maldecía el largo entretenimiento delhermano con la señora, y todo lo que oía creía quesería una puerta que la señora abría, pero en vanoesperaba. Ésta, por fin, cerca de la medianoche,solazándose con su amante, le dijo:

—¿Qué piensas, alma mía, de nuestro es-colar? ¿Qué te parece mayor, su sabiduría o elamor que yo le tengo?, ¿hará el frío que le estoyhaciendo pasar salirle del pecho lo que con mispalabras le entró en él el otro día?

El amante repuso:

—Corazón mío, sí, bien conozco que asícomo tú eres mi bien y mi reposo y mi deleite y todami esperanza, así soy yo los tuyos.

—Pues —decía la señora— bésame mil ve-ces para ver si dices la verdad.

Por la cual cosa el amante, abrazándolaapretadamente, no mil sino cien mil veces la besa-ba; y luego de que en tal razonar estuvieron algúntanto, dijo la señora:

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—¡Ah!, levantémonos un poco y vayamos aver si se ha apagado el fuego en el cual este raroamante mío cada día me escribía que estaba ar-diendo.

Y levantándose, a la ventanilla acostumbra-da fueron; y mirando al patio vieron al escolar bai-lando una tarantela al tocar de un castañetear dedientes, que por el demasiado frío era tan salteaday rápida que nunca habían visto cosa igual. Enton-ces dijo la señora:

—¿Qué dices, mi dulce esperanza?, ¿te pa-rece que sé hacer bailar a los hombres sin músicade trompetas y cornamusas?

A quien el amante respondió:

—Deleite mío, sí.

Dijo la señora:

—Quiero que vayamos abajo hasta la puer-ta, tú te estarás callado y yo le hablaré y oiremos loque dice, y puede que no nos divirtamos menos quede verlo.

Y abriendo la alcoba silenciosamente baja-ron a la puerta, Y allí, sin abrirla, la señora en vozbaja, por un agujerito que allí había le llamó. El es-

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colar, al oírse llamar, alabó a Dios, creyendo dema-siado pronto que iba a entrar dentro, y acercándosea la puerta, dijo:

—Aquí estoy, señora; abrid por Dios, queme muero de frío.

La señora dijo:

—¡Ah, sí, que ya sé que eres friolero! ytambién que el frío es muy grande porque ha caídoun poco de nieve. Bien sé yo que en París las haymucho mayores. No puedo abrirte todavía porqueeste maldito hermano mío, que ayer por la nochevino a cenar conmigo, no se va todavía; pero se irápronto, y vendré incontinenti a abrirte. Acabo desepararme de él con mucho trabajo para venir aconsolarte y que la espera no te enoje.

Dijo el escolar:

—¡Ah, señora!, os ruego, por Dios que meabráis, para que pueda estar ahí adentro al abrigo,porque hace un poco ha empezado a caer la neva-da más espesa del mundo, y todavía nieva; y yo osesperaré ahí cuanto queráis.

Dijo la señora:

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—¡Ay, dulce bien mío, que no puedo, queesta puerta hace tanto ruido cuando se abre quefácilmente la oiría mi hermano si la abriese!, peroquiero ir a decirle que se vaya para que pueda yovolver a abrirte.

Dijo el escolar:

—Pues andad pronto, y os ruego que hag-áis encender un buen fuego para que, en cuantoentre, pueda calentarme, que he cogido tanto fríoque apenas me siento.

Dijo la señora:

—No puede ser eso, si es verdad lo que mehas escrito muchas veces de que ardes todo por miamor; pero estoy segura de que te burlas de mí.Ahora vengo; espérame y ten ánimo.

El amante, que oía todo, se divertía mucho,volviendo a la cama con ella, poco aquella nochedurmieron sino que casi toda la consumieron en susplaceres y en burlarse del escolar. El desdichadoescolar, convertido en cigüeña por el fuerte castañe-teo de dientes que tenía, dándose cuenta que seburlaban de él, muchas veces trató de abrir la puer-ta y miró a ver si por algún otro sitio podía salir; y noviendo cómo, como un león enjaulado maldecía el

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mal tiempo, la maldad de la mujer y la duración dela noche junto con su propia simpleza; y muy enfu-recido contra ella, el largo y ferviente amor que letenía súbitamente cambió en crudo y amargo odio, ypensaba muchas y grandes cosas con las que to-mar venganza, la cual ahora mucho más deseabaque antes había deseado estar con la mujer. Pero lanoche, luego de mucha y larga espera, se aproximóal día y comenzó a aparecer el alba; por la cualcosa la criada, advertida por la señora, bajando,abrió el patio, y mostrando sentir compasión por élle dijo:

—¡Malaventura pueda tener el que vinoanoche!, toda la noche te ha tenido en vilo y hahecho que te congeles: ¿pero sabes?, llévalo concalma, que lo que esta noche no ha podido ser otravez será; bien sé que nada podría haber sucedidoque tanto hubiese desagradado a mi señora.

El escolar, airado como sabio que conocíaque de nada sirven las amenazas sino para armar alamenazado, encerró en su pecho lo que su des-templada ira trataba de echar fuera, y en voz tran-quila, sin mostrarse nada enojado, dijo:

—En verdad que he pasado la peor nocheque he tenido nunca, pero bien he visto que de ello

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la señora no tiene ninguna culpa, porque ella mis-ma, compadecida de mí, vino hasta aquí abajo aexcusarse y a consolarme; y como dices, lo queesta noche no ha sido otra noche será; encomién-dame a ella y quédate con Dios.

Y casi por completo entumecido, como pudose volvió a su casa; donde, estando cansado ymuerto de sueño, sobre la cama se echó a dormir yse despertó casi por completo impedido de brazos ypiernas; por lo que, mandando por un médico ycontándole el frío que había pasado, a su salud hizoproveer. Los médicos, con grandísimas y rápidascuras ayudándolo, poco tiempo después pudieroncurarle los nervios y hacer de tal manera que sedistendiesen; y si no hubiese sido porque era joveny porque llegaba el buen tiempo, mucho habríatenido que soportar; pero de nuevo sano y fresco,guardando dentro de sí su odio, se mostraba muchomás que nunca enamorado de su viuda. Ahora,sucedió después de cierto tiempo, que la fortuna leproporcionó ocasión de poder satisfacer su deseo alescolar. Porque habiéndose el joven amado por laviuda (sin tener ninguna consideración al amor queésta le tenía) enamorado de otra mujer, y no que-riendo ni poco ni mucho decir ni hacer nada quefuese de su agrado, ella en lágrimas y amargura se

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consumía; pero su criada, que gran lástima sentíapor ella, no encontrando modo de apartar a su se-ñora del dolor sentido por el perdido amante, viendoal escolar que del modo acostumbrado pasaba porel barrio, dio en un necio pensamiento, y fue que sepodría obligar al amante de su señora a amarlacomo antes hacía con alguna operación nigrománti-ca y que en ello el escolar debía ser gran maestro; yse lo dijo a su señora. La señora, poco discreta, sinpensar en que, si el escolar hubiese sabido de ni-gromancia la habría usado en su propio provecho,dio oídos a las palabras de su criada y prontamentele dijo que le preguntase si quería hacerlo y conseguridad le prometiese que, en recompensa, ellaharía todo lo que él quisiera. La criada hizo la emba-jada bien y diligentemente; y oyéndola el escolar,todo contento dijo:

—Alabado seas, Dios mío; ha llegado elmomento en que con tu ayuda podré castigar a esamalvada mujer por las injurias que me ha hecho enre compensa del gran amor que le tenía.

Y dijo a la criada:

—Dirás a mi señora que no sufra por eso,que si su amante estuviera en la India se lo haría yovenir prestamente a pedirle gracia de lo que contra

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su gusto hubiera hecho; pero lo que tiene que hacerentiendo decírselo a ella cuándo y dónde más leplazca, y díselo así y confórtala de mi parte.

La criada dio la respuesta y se arregló demanera que se viesen los dos en Santa Lucía delPrado. Viniendo allí la señora y el escolar, y hablan-do ellos dos solos, no acordándose ella de que casilo había llevado a él a la muerte, le contó abierta-mente todas sus cosas y lo que deseaba, y se lorogó por su salvación; y el escolar le dijo:

—Señora, es verdad que entre las demáscosas que yo aprendí en París estuvo la nigroman-cia, de la que por cierto sé bien lo que es; pero por-que ofende a Dios muchísimo, había jurado nuncaponerla en obra ni para mí ni para otros. Pero esverdad que el amor que os tengo es tan fuerte queno sé cómo pueda negarme a nada que queráis quehaga; y por ello, aunque por ello deba ir a la casadel diablo, estoy dispuesto a hacerlo puesto que osplace. Pero os recuerdo que es cosa más molestade hacer de lo que por ventura pensáis, y máxima-mente cuando una mujer quiere recuperar el amorde un hombre o un hombre el de una mujer, porqueesto no puede hacerlo sino la misma persona aquien le interesa, y para hacerlo hace falta que

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quien lo haga sea de ánimo valiente porque hay quehacerlo de noche y en lugares solitarios y sin com-pañía, las cuales cosas no sé si estáis dispuesta ahacerlas.

A quien la señora, más enamorada queprudente, repuso:

—Amor me espolea de tal manera que nohay ninguna cosa que no hiciese por recuperar aaquel que me ha abandonado sin deberlo; pero, site place, dime en qué tengo que ser valiente.

El escolar, que con mal pelo tenía la colamarcada, dijo:

—Señora, tendré que hacer yo una imagende estaño en nombre de aquel a quien deseáis re-cuperar, la cual cuando os la haya enviado, vos,cuando esté la luna menguante, debéis bañaros conella siete veces en un río de aguas corrientes, com-pletamente desnuda y sola a la hora del primer sue-ño, y después, estando así desnuda, tenéis quesubiros a un árbol o en lo alto de alguna casa des-habitada: y mirando hacia el norte con la imagen enla mano, siete veces diréis algunas palabras que osdaré escritas, y cuando las hayáis dicho, vendránhacia vos dos damiselas de las más hermosas que

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nunca hayáis visto, y os saludarán y placenteramen-te os preguntarán lo que queréis que hagan. A éstasdebéis decirles bien y plenamente vuestros deseos;y guardaos de que digáis una cosa por otra; y cuan-do lo hayáis dicho, ellas se irán y vos podréis bajaral lugar donde hayáis dejado vuestras ropas y vesti-ros y volver a casa. Y tened por cierto que no estarámediada la noche siguiente cuando vuestro amante,llorando, vendrá a pediros gracia y perdón; y sabedque desde aquel momento en adelante no os dejaránunca por ninguna otra.

La señora, oyendo estas cosas y prestándo-les completa fe, pareciéndole que a su amante teníaya en los brazos, ya medio contenta, dijo:

—No os preocupéis, que estas cosas muybien las haré; y para ello tengo la mayor comodidaddel mundo, que tengo una tierra hacia el Valdarnode arriba, que está bastante cerca del río, y ya es-tamos casi en julio, que será agradable bañarse. Ytambién me acuerdo que no lejos del río hay unatorrecilla deshabitada salvo que, por algunas esca-las de palos de castaño que hay allí, suben de vezen cuando los pastores a un terrado que tiene, paraver si descubren desde allí a sus animales extravia-dos, lugar muy solitario y a trasmano al cual yo sub-

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iré, y allí lo mejor del mundo espero hacer lo quemandéis.

El escolar, que muy bien conocía el lugar dela señora y la torrecilla, contento de cerciorarse desu intención, dijo:

—Señora, yo no he estado nunca en esascomarcas, y por ello no conozco la tierra ni la torre-cilla; pero si es tal como decís no puede haber nadamejor en el mundo; y por ello, cuando sea oportunoos mandaré la imagen y la oración; pero mucho osruego que, cuando hayáis satisfecho vuestro deseoy veáis que os he servido bien, que os acordéis decumplir la promesa que me habéis hecho.

A quien la señora le contestó que lo haríasin falta; y tomando licencia de él se volvió a sucasa. El escolar, alegre de que su plan parecía queiba a llevarse a efecto, hizo una imagen con suscaracterísmos y escribió un invento suyo en lugarde una oración; y cuando le pareció oportuno lamandó a la señora, y le mandó a decir que a la no-che siguiente sin más dilación debía hacer lo que lehabía dicho; y luego, secretamente, con un criadosuyo se fue a casa de un amigo que muy cerca vivíade la torrecilla, para poder llevar a cabo su proyecto.La señora, por otra parte, con su criada se puso en

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camino; y al llegar la noche, fingiendo que se iba ala cama, mandó a la criada a dormir, y a la hora delprimer sueño, de casa calladamente saliendo, sefue a la torrecilla junto a la ribera del Arno, y miran-do mucho a su alrededor, no viendo ni sintiendo anadie, despojándose de sus ropas y escondiéndolasbajo unas malezas, siete veces se bañó con la ima-gen y luego, desnuda, con la imagen en la manohacia la torrecilla se fue. El escolar, que a la caídade la noche, con su criado entre los sauces y losdemás árboles cerca de la torrecilla se había es-condido y había visto todas aquellas cosas pasán-dole ella al lado así desnuda, y viéndola con lablancura de su cuerpo vencer las tinieblas de lanoche, y mirándole luego el pecho y las otras partesdel cuerpo, y viéndolas hermosas y pensando cómoiban a estar en poco tiempo, sintió alguna lástimade ella; y por otra parte, el aguijón de la carne leasaltó súbitamente e hizo levantarse a quien estabaechado, y lo animaba a salir del escondite e ir a ellay hacer su gusto; y estuvo a punto de ser vencidopor la una y el otro. Pero acordándose de quién eraél y cuál fuese la ofensa recibida y por qué y dequién y encendiéndose por ello nuevamente enodio, echando de sí la compasión y el carnal apetito,mantuvo firme su propósito y la dejó ir. La señora,

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subiendo a la torre y vuelta hacia el norte, comenzóa decir las palabras que el escolar le había dado; elcual poco después, entrando en la torrecilla, silen-ciosamente y poco a poco quitó la escala por la quese subía al terrado donde la señora estaba, y luegoesperó a ver qué decía y hacía ella. La señora, sieteveces dichas sus oraciones, comenzó a esperar alas dos damiselas y tan larga fue la espera que, sincontar con que sentía mucho más fresco del quehabría querido, vio aparecer la aurora; por lo que,triste de que no hubiese sucedido lo que el escolarhabía dicho, se dijo:

«Temo que éste haya querido darme unanoche como la que yo le di a él; pero si por ello meha hecho esto mal ha sabido vengarse porque noha sido ni la tercera parte de larga de lo que fue lasuya; sin contar con que el frío fue de otra clase».

Y para que el día no la cogiese allí, fue abajar de la torre, pero se encontró con que la escalano estaba allí. Entonces, casi como si el mundo bajolos pies le hubiese fallado, le desapareció el valor;y, vencida, cayó sobre la tierra apisonada de la to-rre. Y luego de que le volvieron las fuerzas, míse-ramente comenzó a llorar y a quejarse, y demasiadobien conociendo que aquello tenía que ser obra del

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escolar, comenzó a apesadumbrarse de haberofendido al prójimo, y luego de haberse fiado dema-siado de aquel a quien merecidamente debía tenerpor enemigo: y en eso pasó larguísimo tiempo. Lue-go, mirando si había alguna manera de bajar y noviéndola, recomenzó el llanto Y dio en un amargopensamiento, diciéndose a sí misma:

«Oh, desventurada, ¿qué dirán tus herma-nos, tus parientes y vecinos y en general todos losflorentinos cuando sepan que has sido encontradadesnuda? Tu honestidad, está contenta, se veráque era falsa; y si a estas cosas quisieras encontrarexcusas mentirosas (que las habría), el malditoescolar, que sabe todos tus asuntos, no te dejarámentir. ¡Ay, mísera de ti, que en una hora habrásperdido al mal amado joven y tu honor!»

Y luego de esto sintió tanto dolor que casiestuvo por arrojarse desde la torre a tierra; perohabiendo ya salido el sol y acercándose ella unpoco más a una de las partes del muro, mirando aver si algún muchacho por allí con sus animales seacercase a quien pudiera ella mandar por su criada,sucedió que el escolar, habiendo dormido un pocojunto a unas matas, al despertar la vio, y ella a él; ala cual el escolar dijo:

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—Buenos días, señora, ¿han venido ya lasdamiselas?

La señora, viéndolo y oyéndolo, volvió a llo-rar fuertemente y le rogó que viniese junto a la torrepara que pudiera ella hablarle. El escolar fue enesto muy cortés. La señora, echándose bocabajosobre el terrado, sólo asomó la cabeza a su repe-cho, y llorando dijo:

—Rinieri, si yo te di una mala noche, pue-des estar seguro de haberte vengado bien, porqueaunque estemos en julio, estando desnuda me hecreído yo congelar esta noche; sin contar con quehe llorado tanto el engaño que te hice y mi necedaden creerte que es maravilla que los ojos no se mehayan caído de la cara. Y por ello te ruego, no poramor a mí, a quien no debes amar, sino por amortuyo, que eres noble, que te contente, en venganzade la injuria que yo te hice, lo que hasta este puntome has hecho, y haz que me den mis ropas y quepueda bajar de aquí, y no quieras quitarme lo quedespués, aunque quisieras, no podrías devolverme,es decir, mi honra; que, si aquella noche te privé deestar conmigo, siempre que te sea grato puedodevolverte ciento por una. Bástete, pues, esto ycomo hombre valeroso ten por bastante haberte

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podido vengar y habérmelo hecho conocer; no quie-ras probar tus fuerzas con las de una mujer: ningu-na gloria es para un águila haber vencido a unapaloma; así pues, por el amor de Dios y por tuhonor, compadécete de mí.

El escolar, con duro ánimo pensando en lainjuria recibida y viéndola llorar y rogarle, a la vezsentía placer y desagrado en el ánimo: placer por lavenganza que más que ninguna otra cosa deseadohabía, y desagrado sentía al moverlo su humanidada compadecer la miseria. Pero no pudiendo suhumanidad vencer a la fiereza de su apetito, repuso:

—Doña Elena, si mis ruegos, que en verdadno supe bañar en lágrimas ni hacerlos melososcomo tú sabes hacer los tuyos, me hubiesen impe-trado, la noche que en tu patio lleno de nieve memoría de frío, haber sido puesto por ti un poco alabrigo, fácil cosa me sería ahora complacer lostuyos; pero si tanto más que en el pasado te ocupasahora de tu honor, y te es tan duro el estar así des-nuda, eleva estas súplicas a aquel en cuyos brazosno te enojó estar desnuda aquella noche que bienrecuerdas, sintiendo cómo yo andaba por tu patiocastañeteando los dientes y pataleando la nieve, yhazte ayudar por él, hazte por él traer tus ropas,

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pídele a él la escala por donde bajes, pon en él elcuidado de tu honor, aquel por quien ahora y otrasmil veces no has dudado en ponerlo en peligro.¿Cómo no lo llamas que venga a ayudarte? ¿Y aquién le corresponde más que a él? Eres suya: ¿yqué cosas guardará o cuidará si no te guarda y teayuda a ti? Llámalo, estúpida, y prueba si el amorque le tienes y tu sabiduría junto con la suya pue-den librarte de mi necedad; la cual, solazándote conél le preguntaste qué le parecía mayor si mi nece-dad o el amor que le tenías. Y no me hagas ahoracortesía de lo que no deseo ni podrías negármelo silo desease; guarda para tu amante tus noches, sisucede que salgas de aquí viva; son tuyas y suyas:yo tuve bastante con una y me basta haber sidoburlado una vez. Y ahora, usando tu astucia alhablar, te ingenias en alabarme para conquistar mibenevolencia y me llamas noble y valeroso, y táci-tamente te ingenias en que yo, como magnánimo,me abstenga de castigarte de tu maldad; pero tuslisonjas no me oscurecen ahora los ojos del intelec-to, como hicieron antes tus desleales promesas; yome conozco, y sobre mí mismo no aprendí tantomientras estuve en París cuanto tú me hiciste saberen una noche de las tuyas. Pero presuponiendo queyo fuese magnánimo, no eres tú de aquellas en

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quienes la magnanimidad deba mostrar sus efectos:el fin del castigo en las fieras salvajes como eres tú(e igualmente de la venganza) debe ser la muerte,mientras en los hombres debe bastar lo que tú hasdicho. Por lo que, aunque yo no sea águila, sabien-do que tú eres no paloma sino venenosa serpiente,como a antiquísimo enemigo, con todo odio y contoda la fuerza entiendo perseguirte; y con todo, estoque te hago no puede muy propiamente llamarsevenganza sino mucho mejor castigo, en cuanto lavenganza debe sobrepasar a la ofensa y esto nillegará a igualarla; por lo cual, si yo quisiese ven-garme mirando en qué partido pusiste mi vida, nome bastaría quitarte la vida ni otras ciento iguales ala tuya, porque sólo mataría a una vil y abyecta ymala hembra. ¿Y por qué diablo, si quitas tu poquitorostro, al que unos pocos años estropearán llenán-dolo de arrugas, eres más tú que cualquier tristesierva? ¡Y no quedó por ti hacer morir a un hombrevaleroso, como me has llamado poco antes, cuyavida aún podrá en un día ser más útil al mundo quecien mil iguales a la tuya podrán mientras el mundodure! Aprenderás ahora con este dolor que sufresqué es escarnecer a los hombres que tienen algúnsentimiento, y qué es escarnecer a los escolares, yte dará materia para no caer nunca más en tal locu-

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ra, si sales de ésta. Pero si tienes tan grande deseode bajar, ¿por qué no te arrojas de ahí? Y en unpunto, con la ayuda de Dios, quebrándote el cuello,saldrás del dolor en el que te parece estar y medarás la mayor alegría del mundo. No voy a decirtemás ahora: tanto pude yo que hasta ahí te hicesubir; haz tú ahora de manera que bajes, comosupiste burlarte de mí.

Mientras el escolar esto decía, la desdicha-da mujer lloraba continuamente y el tiempo pasaba,subiendo más alto aún el sol. Pero cuando vio quese callaba, dijo:

—¡Ah!, cruel, si tan dura te fue aquella mal-dita noche y te parece mi pecado tan grande que nopueden moverte a compasión ni mi joven hermosurani las amargas lágrimas ni los humildes ruegos,muévate al menos algo (y disminuya tu severa rigi-dez este solo acto mío) el haberme recientementeconfiado a ti y descubierto todos mis secretos, conlos que he dado lugar a tu deseo de poder hacermeconocedora de mi culpa, como sea que si no mehubiese fiado yo de ti ningún camino tenías parapoderte vengar, lo que muestras haber deseado contanto ardor. ¡Ah!, deja tu ira y perdóname ya: estoydispuesta, si me perdonas y me haces bajar de

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aquí, a abandonar por completo al desleal joven ytenerte a ti solo por amador y por señor, por muchoque aborrezcas mi belleza, mostrando que es cortay poco valiosa: la cual, tal cual es, como la de lasdemás, digna es de estima, aunque sólo fuera por-que la vanidad y el juego y el placer son propios dela juventud de los hombres, y tú no eres viejo. Yaunque cruelmente me estás tratando, no puedocreer por ello que quisieras verme morir de muertetan deshonrosa como sería la de arrojarme desdeaquí como una desesperada delante de tus ojos, alos cuales, si no eras entonces ya mentiroso comolo has sido ahora, tanto agradé. ¡Ah! Apiádate demí, por Dios y por piedad; el sol comienza a calentardemasiado, y como el poco fresco de esta nocheme ofendió, así el calor comienza a darme ahoragrandísima molestia.

A lo que el escolar, que por divertirse le da-ba conversación, repuso:

—Señora, tu confianza no se ha puestoahora en mis manos porque sintieras amor por mísino por recuperar lo que habías perdido, y por ellonada merece sino un mal mayor; y locamente creessi crees que sólo este camino se me ofrecía para ladeseada venganza. Tenía otros mil, y mil trampas

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con fingir que te amaba te había tendido bajo lospies, y poco tiempo era preciso para que por nece-sidad (si esto no hubiese sucedido) hubieras caídoen una de ellas y en mayor dolor y vergüenza delque ahora sientes; y seguí éste no por concederteventajas, sino por contentarme más pronto. Y sitodas me hubiesen fallado no me fallaba la pluma,con la cual tales y tantas cosas hubiera escrito de tiy de tal manera que, enterándote tú de ellas (que teenterarías), habrías deseado no haber nacido milveces al día. La fuerza de la pluma es mucho mayorde lo que creen aquellos que con su conocimientono la han experimentado. Juro ante Dios (y así élme conceda terminar esta venganza como la heempezado) que habría escrito de ti cosas que noante las demás personas, sino ante ti misma aver-gonzándote, te habrías sacado los ojos para noverte más; y por ello, no reproches al mar habercrecido con un pequeño arroyo. En tu amor y enque seas mía no tengo, como ya te he dicho, ningúninterés; sé de quién has sido, si puedes, al cual talcomo lo he odiado antes lo quiero ahora, pensandoen lo que te ha hecho. Vosotras andáis enamorandoy deseando el amor de los jóvenes, porque los veiscon las carnes un poco más vivas y con las barbasmás negras, y muy erguidos ir a danzar y ajustar;

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las cuales cosas todas las tuvieron los que son demás edad, y además saben ya lo que aquéllos tie-nen que aprender. Y además de ello, los juzgáismejores caballeros y que hacen jornadas de másmillas que los hombres más maduros. Ciertamenteconfieso yo que con más fuerza sacuden ellos laspellizas; pero los de más edad, como experimenta-dos saben mejor dónde están las pulgas, y conmucho ha de elegirse antes lo poco y sabroso quelo mucho e insípido; y el trotar mucho rompe y can-sa a cualquiera, aunque sea joven, mientras el an-dar suavemente, aunque un poco más tarde hagallegar a otros a casa, por lo menos los conduce condescanso. Vosotras no os apercibís, animales sininteligencia, cuán grande mal bajo aquella pocahermosura está escondido. No se contentan losjóvenes con una sino que a cuantas ven a tantasdesean, de tantas les parece ser dignos; por lo quesu amor no puede ser estable, y tú ahora comoprueba puedes verte de ello veracísimo testigo. Yles parece ser dignos de ser reverenciados y mima-dos por las mujeres y no tienen por mayor otra glo-ria que alabarse de las que han gozado, fallo que yaha conducido a muchas bajo los frailes, que no locuentan. Y aunque digas tú que nunca supo nadietus amores sino tu criada y yo, mal informada estás

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y mal crees si así lo crees. En su barrio no se hablasino de ello, y en el tuyo; pero la mayoría de lasveces es el último a quien tales cosas llegan a losoídos, aquel a quien se refieren. Ellos, además, osroban, mientras los de edad os regalan. Tú, pues,que mal elegiste, sé de aquel a quien te entregaste,y a mí, a quien escarneciste, déjame ser de otra,que he encontrado mujer de mucho mayor bien quelo eres tú, que mejor me ha conocido de lo que túhiciste. Y para que del deseo de mis ojos puedasllevarte al otro mundo mayor seguridad que la queparece que te dan mis palabras, arrójate de ahípronto, y tu alma, como espero, recibida en los bra-zos del diablo, podrá ver si mis ojos de haberte vistocabeza abajo caer se turban o no. Pero como creoque con tanto no querrás alegrarme, te digo que siel sol comienza a quemarte te acuerdes del frío queme hiciste sufrir, y si lo mezclas con este calor, sinfalta sentirás el sol templado.

La desconsolada mujer, viendo que a pesarde todo a un fin cruel iban a parar las palabras delescolar, volvió a llorar de nuevo y dijo:

—Mira, pues que nada de lo mío te mueve apiedad, muévate el amor que tienes a esa mujermás discreta que yo que dices que has encontrado

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y de quien dices que eres amado, y perdóname poramor suyo y tráeme mis ropas para que pueda cu-brirme, y haz que me bajen de aquí.

El escolar entonces se echó a reír, y viendoque ya la hora de tercia había pasado hacía rato,contestó:

—Mira, ahora no sé decir que no, pues portal mujer me lo has rogado: dime dónde están y yoiré por ellas y te haré bajar de ahí.

La mujer, creyéndole, algo se consoló y leenseñó el lugar donde había puesto sus ropas. Elescolar, saliendo de la torre, mandó a su criado queno se fuese de allí, sino que se quedase cerca ytodo lo que pudiera vigilase para que nadie entrarahasta que él no hubiese vuelto; y dicho esto, se fuea casa de su amigo y allí almorzó con gran calma yluego, cuando le pareció oportuno, se fue a dormir.La mujer, sobre la torre quedándose, aunque estu-viese algo consolada por una necia esperanza,sobremanera dolorida se enderezó y se sentóapoyándose en la parte del muro donde había unpoco de sombra, y se puso a esperar acompañadade amarguísimos pensamientos; y ora pensandoora llorando, y ora desesperando de la vuelta delescolar con las ropas, y saltando de un pensamien-

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to a otro, como quien por el dolor estaba vencida yque nada había dormido la noche anterior, se quedódormida. El sol, que era ardentísimo, habiendo yasubido al mediodía, hería derecho y a la descubiertael tierno y delicado cuerpo de ella, y también sucabeza, que estaba descubierta, con tanta fuerzaque no solamente le quemó todo lo que se veía delas carnes, sino que se las abrió en diminutas lla-gas; y fue tal la quemadura que aunque dormíaprofundamente, la hizo despertarse. Y sintiendo quese quemaba, moviéndose un tanto, le pareció quetoda la quemada piel se le abría y estallaba, talcomo vemos sucederle a un pergamino quemado sialguien tira de él; y además de esto, le dolía tanfuertemente la cabeza que parecía que se rompiesea pedazos, lo que ninguna maravilla era. Y el terra-do de la torre estaba tan hirviente que ni con el pieni con otra cosa podía en él hallar lugar; por lo cual,sin estarse quieta, de aquí para allá se cambiaba delugar llorando. Y además de esto, no haciendo nadade viento, había allí moscas y tábanos en cantidadabundante, los cuales, poniéndosele sobre las car-nes abiertas, tan fieramente la aguijoneaban quecada una le parecía la punzada de un espetón, porlo que de mover las manos de un lado para otro nodescansaban, maldiciéndose a sí misma y a su

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vida, a su amante y al escolar. Y estando así angus-tiada y espoleada y atravesada por el incalculablecalor, por el sol, por las moscas, por los tábanos ytambién por el hambre, pero mucho más por la sed,y por la añadidura de mil desagradables pensamien-tos, poniéndose en pie, comenzó a mirar por si veíacerca de sí u oyese a alguna persona, completa-mente dispuesta a, sucediese lo que sucediese,llamarla y pedirle ayuda. Pero también esto le habíaquitado su enemiga fortuna. Los labradores se hab-ían ido del campo por el calor y además aquel díaninguno había ido allí cerca a trabajar porque juntoa sus casas estaban trillando la mies; por lo queninguna otra cosa oía sino cigarras, y veía el Arno,el cual, despertándole deseo de sus aguas, no dis-minuía su sed, sino que la acrecentaba. Veía, tam-bién, en muchos lugares bosques y sombras y ca-sas, todas las cuales deseándolas por igual, la an-gustiaban. ¿Qué diremos más de la desventuradaviuda? El sol por arriba y el ardor del terrado porabajo, y las heridas de las moscas y los tábanos porlos lados, de tal manera la habían puesto que ella,que la noche pasada con su blancura vencía a lastinieblas, entonces, roja como el almagre y todamanchada de sangre, habría parecido a quien lahubiese visto la cosa más fea del mundo. Y estando

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así, sin nada pensar ni esperar, más esperando lamuerte que otra cosa, siendo ya pasada la mitad denona, el escolar, levantándose de dormir y acordán-dose de su señora, para ver lo que era de ella sevolvió a la torre, y a su criado, que estaba todavíaen ayunas, lo mandó a comer; al cual, habiéndolo lamujer sentido, débil y angustiada por el grave dolor,vino sobre el saledizo y, sentándose, comenzó adecir llorando:

—Rinieri, bien y fuera de toda medida tehas vengado que, si yo te hice congelarte de nocheen mi patio, tú me has hecho asar de día sobre estatorre, y aun quemar, y además de ello, morir dehambre y de sed; por lo que te ruego por el únicoDios que subas aquí, y puesto que no me sufre elánimo darme a mí misma la muerte, dámela tú, quela deseo más que otra cosa, tanto y tal es el tormen-to que siento. Y si esta gracia no quieres hacerme,al menos hazme traer un vaso de agua, que puedamojarme la boca, a la que no bastan mis lágrimasde tanta sequedad y ardor que tengo por dentro.

Bien conoció el escolar en la voz su debili-dad, y también vio su cuerpo todo abrasado al sol,por las cuales cosas y por sus humildes ruegos un

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poco de compasión sintió por ella; pero, sin embar-go, respondió:

—Mujer malvada, no morirás tú a mis ma-nos; morirás por las tuyas si ganas te dan; y tantaagua recibirás de mí para aliviar tu calor cuantofuego yo tuve para mitigar mi frío. Y mucho lamentoque la enfermedad que me causó a mí el frío con elcalor del hediondo estiércol tuvo que curarse, mien-tras la de tu calor se curará con el frescor de la olo-rosa agua de rosas; y mientras yo estuve a punto deperder los nervios y la vida, tú, despellejada coneste calor, no de otro modo quedarás hermosa quecomo hace la serpiente al dejar la vieja piel.

—¡Oh mísera de mí! —dijo la mujer—, estahermosura conseguida de tal manera otorgue Diosa las personas que mal me quieren; pero tú, máscruel que fiera alguna, ¿cómo has podido sufrirdesgarrarme de esta manera? ¿Qué debía esperaryo de ti ni de ningún otro si bajo crueles tormentoshubiese matado a todos tus parientes? Ciertamenteno sé qué crueldad mayor podría haberse usadocon un traidor que toda una ciudad hubiese pasadoa cuchillo, que la que tú has tenido conmigo alhacerme asar al sol y ser comida por las moscas; yademás de esto, no querer darme un vaso de agua,

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pues a los homicidas condenados por los tribunalescuando van a su muerte se les da a beber vino mu-chas veces si ellos lo piden. Ahora bien, puesto quete veo firme en tu acerba crueldad y que mi sufri-miento no te conmueve, con paciencia me dis-pondré a recibir la muerte para que Dios tenga mi-sericordia de mi alma, al cual ruego que con justicie-ros ojos esta tu acción contemple.

Y dichas estas palabras, se arrastró con du-ra pena hasta el centro del terrado, desesperandode poder escapar a tan ardiente calor; y no una vezsino mil, además de sus otros dolores, creyó morirde sed, llorando siempre fuerte y de su desgraciadoliéndose. Pero llegado ya el crepúsculo y pare-ciéndole al escolar haber hecho bastante, haciendorecoger las ropas de ella y envolviéndolas en lacapa del criado, se fue a la casa de la mísera mujery allí, desconsolada y triste y sin saber qué hacerencontró a su criada sentada a la puerta; a la cualdijo:

—Buena mujer, ¿qué es de tu señora?

A quien la criada respondió:

—Señor, no lo sé; esta mañana creí que laencontraría en la cama adonde ayer por la noche

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me había parecido verla irse, pero no la he encon-trado ni allí ni en ningún otro lugar y no sé qué lehabrá sucedido, por lo que vivo con grandísimodolor; pero vos, señor, ¿sabríais decirme algo deella?

A lo que el escolar repuso:

—¡Así te hubiese tenido a ti junto con elladonde la he tenido, para haberte castigado de tuculpa como la he castigado a ella de la suya! Peroseguramente no te me escaparás sin que te paguetan bien por tus obras que nunca te burles deningún hombre bueno sin acordarte de mí.

Y dicho esto, dijo a su criado:

—Dale esas ropas y dile que vaya a buscar-la si quiere.

El criado hizo lo que le mandaba; por lo quela mujer, cogiéndolas y reconociéndolas, oyendo loque le habían dicho, mucho temió que la hubiesematado, y a duras penas se contuvo de gritar; yechándose a llorar, habiéndose ya ido el escolar,con ellas se fue corriendo hacia la torre. Había, pordesventura, aquel día, un labrador de esta señoraextraviado dos cerdos, y andando en su busca,poco después de la partida del escolar llegó a aque-

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lla torrecilla, y mirando por todas partes a ver si veíasus cerdos, sintió el miserable llanto de la desventu-rada mujer; por lo que, subiendo allí cuanto pudo,gritó:

—¿Quién está llorando ahí?

La señora conoció la voz de su labrador, yllamándolo por el nombre, dijo:

—¡Ah, vete a por mi criada y haz de maneraque ella pueda venir aquí arriba a buscarme!

El labrador, conociéndola, dijo:

—¡Ay, señora!, ¿y quién os subió ahí?Vuestra criada está todo el día buscándoos; ¿peroquién hubiera pensado que estuvieseis ahí?

Y cogiendo los largueros de la escala, co-menzó a ponerla en donde estar solía y a atarloscon vilortas y palos de un lado a otro; y en éstas, lacriada apareció y, entrando en la torre, no pudiendoya contener la voz, dándose golpes con las palmasde las manos, comenzó a gritar:

—¡Ay, dulce señora mía!, ¿dónde estáis?

La señora, oyéndola, lo más fuerte que pu-do, dijo:

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—¡Oh, hermana mía, estoy aquí arriba! Nollores sino que tráeme pronto mis ropas.

Cuando la criada la oyó hablar, casi porcompleto consolada, subió por la escala ya casicompletamente arreglada por el labrador, y ayudadapor él, llegó al terrado; y viendo a su señora que noparecía tener cuerpo humano sino ser el tronco deuna vid achicharrado por el fuego, toda vencida,toda inerte, yaciendo desnuda en tierra, arañándoseel rostro comenzó a llorar sobre ella no de otra ma-nera que si estuviese muerta. Pero la señora le rogópor Dios que se callara y le ayudase a vestirse; yhabiendo sabido por ella que nadie sabía dóndehabía estado sino los que le habían llevado las ro-pas y el labrador que al presente estaba allí, untanto consolada por ello, les rogó por Dios que nun-ca a nadie dijesen nada de aquello. El labrador,luego de mucha charla, llevando a la señora enbrazos, porque no podía andar, seguramente lasacó de la torre. La desdichada criada, que detrásse había quedado, bajando menos cuidadosamente,se torció un pie y cayó de la escala al suelo rom-piéndose una cadera, y con el dolor que sentía co-menzó a bramar que parecía un león. El labrador,dejando a la señora en un prado, fue a ver qué teníala criada, y hallándola con la cadera rota, igualmen-

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te la llevó al prado y la dejó junto a su señora; lacual, viendo esto añadirse a sus males, y haberseroto la cadera aquella por quien esperaba ser ayu-dada más que por nadie, triste sin medida comenzóde nuevo su llanto tan miserablemente que no sóloel labrador no pudo consolarla sino que también élcomenzó a llorar. Pero estando ya bajo el sol, paraque aquí no les cogiese la noche, tal como plugo ala desconsolada señora, fue a su casa y llamando ados de sus hermanos y a la mujer, y volviendo allícon una tabla, sobre ella colocaron a criada y seño-ra y a casa las llevaron; y reconfortada la señoracon un poco de agua fresca y con buenas palabras,cogiéndola el labrador en brazos, la llevó a su alco-ba. La mujer del labrador, habiéndole dado de co-mer pan ensopado y desnudándola luego, la metióen la cama, y organizaron las cosas de manera queella y su criada fuesen de noche llevadas a Floren-cia; y así se hizo. Allí, la señora, que gran acopio deembustes tenía, inventando una fábula muy diferen-te de las cosas sucedidas, tanto de ella como de sucriada hizo creer a sus hermanos, y a sus cuñadasy a todas las demás personas, que por arte de losdemonios esto les había sucedido. Los médicosfueron prestamente y no sin grandísimo dolor y su-frimiento de la señora, que toda la piel dejó muchas

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veces pegada a las sábanas, de una grave fiebre yde otros accidentes la curaron, y semejantemente ala criada de la cadera; por la cual cosa la señora,olvidado su amante, de entonces en adelante dehacer burlas y de amar se guardó prudentemente; yel escolar, oyendo que a la criada se le había roto lapierna y pareciéndole haber logrado completa ven-ganza, contento, dejó las cosas así. Así pues, estofue lo que sucedió a la necia joven por sus burlas,por creer que podía divertirse con un escolar comohabría podido con otros, no sabiendo que éstos (nodigo todos pero sí la mayor parte) saben dóndetiene la cola el diablo. Y, por ello, señoras, guardaosde las burlas, y especialmente a los escolares.

NOVELA OCTAVA

De dos amigos que siempre están juntosuno se acuesta con la mujer del otro, este otro,apercibiéndose, de acuerdo con su mujer lo encierraen un arcón sobre el cual, estando aquél dentro,con la mujer de él se acuesta.

Graves y dolorosos habían sido los casosde Elena a los oídos de las señoras, pero porque en

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parte estimaban que le habían ocurrido justamente,con más moderada compasión los habían sobrelle-vado, aunque inflexible y fieramente constante, asícomo cruel, reputasen al escolar. Pero habiendoPampínea llegado al fin, la reina ordenó a Fiametaque continuase; la cual, deseosa de obedecer, dijo:

Amables señoras, como me parece que osha causado alguna amargura la severidad del ofen-dido escolar, estimo que sea conveniente ablandarcon alguna cosa más deleitable los exasperadosespíritus; y por ello entiendo contaros una historietasobre un joven que con ánimo más manso recibióuna injuria, y la vengó con una acción más modera-da; por la cual podréis comprender que cada unodebe contentarse, como el asno, con recibir cuantoha dado contra la pared, sin desear (sobrepasandolas conveniencias de la venganza) injuriar cuando loque pretende es vengar la recibida injuria.

Debéis, pues, saber, que en Siena, como heoído decir, hubo dos jóvenes asaz acomodados yde buenas familias plebeyas, de los cuales uno sellamaba Spinelloccio de Távena y el otro Zeppa deMino, y los dos eran vecinos en Cainollia. Estos dosjóvenes siempre estaban juntos y, a lo que parecíase amaban como si fuesen hermanos o más; y cada

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uno tenía por mujer a una muy hermosa. Ahorabien, sucedió que yendo Spinelloccio muy frecuen-temente a casa de Zeppa, estando allí Zeppa o sinestar, de tal manera intimó con la mujer de Zeppaque comenzó a acostarse con ella; y así continua-ron durante bastante tiempo sin que nadie se aper-cibiese. Pero al cabo, estando un día Zeppa encasa y no sabiéndolo su mujer, Spinelloccio vino abuscarlo. La mujer dijo que no estaba en casa; conlo que Spinelloccio, subiendo prestamente y encon-trando a la mujer en la sala, y viendo que nadie máshabía, abrazándola, comenzó a besarla, y ella a él.Zeppa, que esto vio, no dijo palabra sino que sequedó escondido para ver a dónde llegaba aqueljuego; y en breve vio a su mujer y a Spinelloccio irseasí abrazados a la alcoba y encerrarse en ella; de loque mucho se enfureció. Pero sabiendo que ni porhacer un alboroto ni por otra cosa se aminoraría suofensa, sino que crecería el deshonor, se puso apensar qué venganza podría tomar que, sin divul-garse, tranquilizase a su ánimo. Y después de mu-cho pensar, pareciéndole haber encontrado el mo-do, estuvo tanto tiempo escondido cuanto Spine-lloccio estuvo con su mujer; y en cuanto se hubo idoentró él en su alcoba, donde encontró a su mujerque todavía no había terminado de colocarse en la

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cabeza la toca, que jugueteando Spinelloccio lehabía desordenado; y dijo:

—Mujer, ¿qué haces?

A lo que la mujer respondió:

—¿No lo ves?

Dijo Zeppa:

—Bien lo veo, ¡y también he visto otra cosaque no querría!

Y con ella empezó a hablar de las cosasocurridas; y ella, con grandísimo temor, después demucho darle vueltas, habiéndole confesado lo queclaramente negar no podía de su intimidad con Spi-nefloccio, llorando comenzó a pedirle perdón. Aquien Zeppa dijo:

—Mira, mujer, has hecho mal; y si quieresque te lo perdone piensa en hacer obedientementelo que voy a ordenarte, que es esto: quiero quedigas a Spinelloccio que mañana por la mañanahacia la hora de tercia encuentre alguna razón parasepararse de mí y venir contigo; y cuando esté aquí,yo volveré, y al oírme, hazlo meterse en este arcóny enciérralo dentro; luego, cuando hayas hechoesto, te diré lo demás que tienes que hacer; y en

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hacer esto no tengas ningún temor porque te pro-meto que no le haré ningún mal.

La mujer, por satisfacerle, dijo que lo haría;y así lo hizo. Llegado el día siguiente, estando Zep-pa y Spinelloccio juntos, hacia la hora de tercia,Spinelloccio, que había prometido a la mujer ir averla a aquella hora, dijo a Zeppa:

—Esta mañana tengo que ir a almorzar conun amigo a quien no quiero hacer esperar, así quequédate con Dios.

Dijo Zeppa:

—Todavía no es hora de almorzar hastadentro de un rato.

Spinelloccio dijo:

—No importa; tengo también que hablar conél de un asunto mío; de manera que me convieneestar temprano.

Separándose, pues, Spinelloccio de Zeppa,dando una vuelta, se fue a su casa con su mujer; yhabía acabado de entrar en la alcoba cuando Zeppavolvió; el cual, al sentirlo la mujer, mostrándose muymiedosa, le hizo meterse en el arcón que su marido

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le había dicho, y lo encerró dentro y salió de la al-coba. Zeppa, llegando arriba, dijo:

—Mujer, ¿es hora de almorzar?

La mujer respondió:

—Si, ya es.

Dijo entonces Zeppa:

—Spinelloccio ha ido a almorzar con unamigo suyo y ha dejado sola a su mujer; asómate ala ventana y llámala, y dile que venga a almorzarcon nosotros.

La mujer, temiendo por ella misma, y poreso muy obediente, hizo lo que el marido le ordena-ba. La mujer de Spinelloccio, rogándoselo mucho lamujer de Zeppa, vino allí al oír que su marido novenía a almorzar; y cuando ella hubo llegado, Zep-pa, haciéndole grandes halagos y cogiéndola fami-liarmente por la mano, mandó en voz baja a su mu-jer que se fuese a la cocina, y a ella se la llevó a laalcoba; y cuando estuvo allí quedándose atrás,cerró la alcoba por dentro. Cuando la mujer le viocerrar la alcoba por dentro, dijo:

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—¡Ay, Zeppa!, ¿qué quiere decir esto?¿Éste es el amor que tenéis a Spinelloccio y la lealcompañía que me hacéis?

A quien Zeppa, acercándose al arcón dondeestaba encerrado su marido y agarrándola bien,dijo:

—Señora, antes de quejarte, escucha loque voy a decirte: yo he amado y amo a Spinelloc-cio como a un hermano; y ayer, sin saberlo él, meencontré con que la confianza que yo tenía en élhabía llegado a que él con mi mujer se acuestacomo lo hace contigo; ahora bien, como le amo, noentiendo tomar otra venganza contra él sino la queiguale a la ofensa: él ha tenido a mi mujer y yo en-tiendo tenerte a ti. Si tú no quieres, tendré que co-gerlo en ello y como no pienso dejar esta ofensa sincastigo, le daré uno con el que ni tú ni él estaréisnunca contentos.

La mujer, al oír esto, y luego de muchasconfirmaciones que le dio Zeppa, creyéndole, dijo:

—Zeppa mío, puesto que esta venganzadebe caerme encima, estoy contenta de ello, siem-pre que hagas que esto que debemos hacer no me

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enemiste con tu mujer tal como yo espero seguir enpaz con ella a pesar de lo que me ha hecho.

A quien Zeppa contestó:

—Con seguridad eso haré; y además deello te daré una joya tan hermosa y preciada comoninguna otra tienes.

Y dicho esto, abrazándola y comenzando abesarla, la echó sobre el arcón donde estaba ence-rrado su marido, y allí encima, cuanto le plugo sesolazó con ella y ella con él. Spinelloccio, que en elarcón estaba y había oído todas las palabras dichaspor Zeppa y la respuesta de su mujer, y luego habíasentido la danza trevisana que le bailaban sobre lacabeza, durante un rato grandísimo sintió tal dolorque le parecía morir; y si no fuese porque temía aZeppa, le habría gritado a su mujer un gran insulto,así encerrado como estaba. Luego, pensando mejorque la injuria la había empezado él y que Zeppatenía razón en hacerle lo que le hacía y que hacia élse había comportado humanamente y como amigo,se dijo a sí mismo que debía ser más amigo quenunca de Zeppa, si éste quería. Zeppa, después deestar con la mujer cuanto quiso, bajó del arcón, ypidiéndole la mujer la joya prometida abriendo la

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alcoba, hizo venir a su mujer, la cual no dijo otracosa sino:

—Señora me habéis dado un pan por unastortas —y lo dijo riéndose.

A quien Zeppa dijo:

—Abre ese arcón —y ella lo hizo; dentro delcual enseñó a la señora a su Spinelloccio. Y largosería de decir cuál de los dos se avergonzó más, siSpinelloccio viendo a Zeppa y sabiendo que sabíalo que él había hecho, o la mujer viendo a su maridoy conociendo que él había oído y sentido lo que lehabía hecho sobre la cabeza.

A la cual dijo Zeppa:

—Aquí está la joya que te doy.

Spinelloccio, saliendo del arcón, sin gastarmuchas palabras, dijo:

—Zeppa, estamos igualados, y por ello estábien, como le decías antes a mi mujer, que sigamossiendo amigos como solíamos: y no teniendo entrenosotros nada que no sea común sino las mujeres,que también las mujeres compartamos.

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Zeppa estuvo contento, y en la mayor pazdel mundo almorzaron los cuatro juntos; y de enton-ces en adelante cada una de aquellas mujeres tuvodos maridos y cada uno de ellos tuvo dos mujeressin que tuvieran nunca ninguna discusión ni enfadopor aquello.

NOVELA NOVENA

El maestro Simón, médico, habiendo sidohecho ir por Bruno y Buffalmacco (para entrar enuna compañía que van de corsarios) de noche acierto lugar, es arrojado por Buffalmacco en unafosa de inmundicias y abandonado allí.

Luego de que las señoras un rato hubieronhablado de la comunidad de mujeres establecidapor los dos sieneses, la reina, a quien sólo quedabael novelar (si no quería hacerse injuria a Dioneo),comenzó:

Muy merecidamente, amorosas señoras,ganó Spinelloccio la burla que le fue hecha porZeppa; por la cual cosa no me parece que agria-mente deba ser reprendido, como Pampínea quiso

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hace poco demostrar, quien burla a quien lo va bus-cando o que se lo mereció. Spinelloccio se lo mere-ció, y yo entiendo hablar de uno que lo fue buscan-do, estimando que quienes se la gastaron no fuerondignos de reproche sino de alabanzas. Y aquel aquien se la gastaron fue un médico que de Boloniavolvió a Florencia todo cubierto de pieles de armiño.

Tal como todos los días vemos, nuestrosconciudadanos vuelven aquí de Bolonia cuál juez,cuál médico, cuál notario, con las ropas largas yanchas y con las escarlatas y con los armiños y conotras muchas apariencias de grandeza, a las cualescómo siguen los hechos también lo vemos todos losdías. Entre los cuales, un maestro Simón de la Villa,más rico en bienes paternos que en ciencia, nohace mucho tiempo, vestido de escarlata y con unagran beca, doctor en medicina como él mismo sedecía, aquí volvió, y se aposentó en la calle quenosotros llamamos hoy Vía del Cocomero. Estemaestro Simón, recientemente llegado, como se hadicho, entre sus otras costumbres notables tenía lacostumbre de preguntar a quien con él estuviesequién era cualquier hombre que hubiese visto pasarpor la calle; y como si de los actos de los hombresdebiese componer la medicina que tenía que dar asus enfermos, en todos se fijaba y lo recordaba

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todo. Y entre los demás en quienes con más interéspuso los ojos, hubo dos pintores sobre los que aquíse ha hablado hoy dos veces, Bruno y Buffalmacco,que siempre estaban juntos y eran sus vecinos. Ypareciéndole que estos dos menos preocupacionesque nadie en el mundo tenían y vivían muy alegre-mente, cómo vivían y cuál era su condición pre-guntó a muchas personas; y oyéndoles a todos queaquéllos eran hombres pobres y pintores, se le me-tió en la cabeza que no debía poder ser que tanalegremente viviesen en su pobreza sino que pensó(porque había oído que eran hombres astutos) quede algún otro lugar no sabido por los hombres lo-graban grandísimos beneficios, y por ello dio en eldeseo de querer, si podía, con los dos o por lo me-nos con uno tener amistad, y le ocurrió hacer amis-tad con Bruno. Y Bruno, conociendo en las pocasveces que con él había estado que este médico eraun animal, comenzó a divertirse con él cuanto podíacon sus historias; y semejantemente el médico co-menzó a tomar de él maravilloso placer. Y habién-dolo una vez invitado a comer con él y por ello cre-yendo que podía hablar con él en confianza, le dijola maravilla que le causaban él y Buffalmacco que,siendo hombres pobres, tan alegremente vivían, y lerogó que le enseñase cómo hacían. Bruno, oyendo

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al médico y pareciéndole la pregunta una de lassuyas, necias e insípidas, comenzó a reírse y pensóen responderle según a su borreguez correspondía,y dijo:

—Maestro, no le diría a muchas personas loque hacemos, pero de decírselo a vos, que soisamigo y que sé que a nadie más lo diréis, no meguardaré. Es verdad que mi compañero y yo vivi-mos tan alegremente y tan bien como os parece, ymucho más; y no es de nuestro oficio ni de ningúnotro fruto que podamos sacar de nuestras posesio-nes, de donde no podríamos pagar ni siquiera elagua que necesitamos; y no quiero por ello quecreáis que andamos robando sino que andamos decorsarios, y de esto todo lo que necesitamos y nosgusta, sin daño de un tercero, lo sacamos todo; y deesto viene el alegre vivir que nos veis.

El médico, al oír esto, y sin saber qué era,creyéndolo, se maravilló mucho, y súbitamenteentró en ardentísimo deseo de saber qué era andarde corsarios, afirmándole que por cierto nunca se lodiría a ninguna persona.

—¡Ay! —dijo Bruno—, maestro, ¿qué mepedís? Es un secreto demasiado grande el quequeréis saber, y es cosa que me destruiría y me

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arrojaría del mundo y también que me pondría enboca del Lucifer de San Gallo si otra persona losupiese: pero es tan grande el amor que siento porvuestra cualitativa melonez de Legnaia y la fe queen vos tengo, que no puedo negaros nada quequeráis; y por ello os lo diré, con la condición de queme juréis por la cruz de Montesori que nunca, comolo habréis prometido, lo diréis.

El maestro afirmó que no lo haría.

—Debéis, pues, saber —dijo Bruno—, en-dulzado maestro mío, que no hace mucho que huboen esta ciudad un gran maestro de nigromancia quetuvo por nombre Michele Scotto, porque era de Es-cocia y que de muchos gentileshombres de los cua-les pocos están hoy vivos, recibió grandísimo honor;y queriendo irse de aquí, a instancia de sus ruegosdejó a dos de sus capaces discípulos, a quienesordenó que a todos los gustos de estos tales genti-leshombres que le habían honrado estuviesensiempre dispuestos. Éstos, pues, servían a los di-chos gentileshombres en ciertos amores suyos y enotras cosas libremente; luego, gustándoles la ciudady las costumbres de los hombres, se dispusieron aestar siempre unidos en grande y estrecha amistadcon algunos, sin mirar que fuesen más o menos

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nobles que no nobles, ni más ricos que pobres,solamente que fuesen hombres conforme a su gus-to. Y por complacer a estos tales amigos suyos,organizaron una compañía de unos veinticincohombres, los cuales al menos dos veces al mestuvieran que reunirse en algún lugar concertadoentre ellos; y estando allí, cada uno les dice a éstossu deseo y prestamente ellos lo satisfacen poraquella noche; con los cuales dos teniendo Buffal-macco y yo singular amistad y confianza, por ellosen la tal compañía fuimos incluidos, y somos. Y osdigo que siempre que sucede que nos reunamos, escosa maravillosa de ver los tapices que cuelgan entorno a la sala donde comemos y las mesas puestasa la real y la cantidad de nobles y apuestos servido-res, tanto hombres como mujeres, al servicio detodos cuantos están en la compañía, y las palanga-nas, los aguamaniles, los frascos y las copas y lasdemás vajillas de oro y de plata en las cuales co-memos y bebemos; y además de esto los muchos yvariados manjares, según lo que cada uno desea,que traen delante de cada uno a su tiempo. Nopodré jamás pintaros cuántos y cuáles son los dul-ces sones de los instrumentos infinitos y los cantosllenos de armonía que se oyen allí, ni os podré decircuánta sea la cera que arde en estas cenas ni cuán-

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tos sean los dulces que en ellas se consumen y quépreciados son los vinos que allí se beben. Y noquerría, sabrosa calabaza mía, que creyerais queestamos nosotros allí con este traje o con estasropas que veis; no hay allí ninguno tan desdichadoque no parezca un emperador, pues así estamoscon ricos vestidos y hermosas cosas adornados.Pero sobre todos los demás placeres que hay allíestá el de las mujeres bellas, las cuales inmediata-mente, si uno las quiere, le son traídas de cualquierparte del mundo. Veríais allí a la señora de losbarbáricos, la reina de los vascos, la mujer delsultán, la emperatriz de Osbech, la charlánfora deNorrueca, la seminstante de Berlinzonia y la astu-ciertra de Narsia. ¿Y por qué enumerarlas? Estánallí todas las reinas del mundo, digo que hasta lachinchimurria del Preste Juán: ¡así que mirad! Ydespués de que han bebido y han comido dulces,bailado una danza o dos, cada una con aquel acuyas instancias se la ha hecho venir se va a laalcoba; ¡y sabed que aquellas alcobas parecen unparaíso a la vista, de bellas que son! Y no son me-nos odoríferas que los tarritos de especias de vues-tra tienda cuando mandáis machacar el comino; ytienen camas que parecen más hermosas que lasdel dogo de Venecia, y a ellas van a reposar. ¡Pues

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el tejemaneje con las estriberas y las viaderas quese traen las tejedoras para hacer el paño cerrado,os dejaré que lo imaginéis! Pero entre quienes me-jor están, según mi parecer, estamos Buffalmacco yyo, porque Buffalmacco la mayoría de las veceshace venir para él a la reina de Francia y yo a la deInglaterra, las cuales son dos de las más hermosasreinas del mundo; y tanto hemos sabido hacer queno miran más que por nuestros ojos; por lo que porvos mismo debéis juzgar si es que podemos y de-bemos vivir y andar mucho más contentos que losdemás hombres pensando que tenemos el amor detales dos reinas; sin contar que, cuando queremosque nos den mil o dos mil florines, no los consegui-mos. Y esto es lo que vulgarmente llamamos «ir decorsarios» porque como los corsarios les cogen lascosas a todos, así hacemos nosotros; sino que so-mos diferentes de ellos en que ellos jamás las de-vuelven mientras que nosotros las devolvemos encuanto las usamos. Ahora habéis, maestro míobueno, entendido lo que decíamos por «ir de corsa-rio», pero lo secreto que esto debe quedar, podéisverlo vos mismo, y por ello más no os digo ni osruego.

El maestro, cuya ciencia no llegaba tal vezsino para medicar las pupas de los niños, prestó

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tanta fe a las palabras de Bruno cuanta sería debidaa cualquier verdad, y en tan gran deseo se inflamóde que le recibiesen en esta compañía cuanto encualquier otra cosa más deseable podría haberseencendido. Por la cual cosa, repuso a Bruno quecon certeza no era maravilla que estuviesen tancontentos y con gran trabajo se contuvo de pedirleque lo hiciera entrar allí hasta tanto que, habiéndolehecho mayores honores, pudiera con más confianzaexponerle sus súplicas. Habiéndose, pues, conteni-do, comenzó a frecuentarlo mucho y a tenerlo ma-ñana y tarde comiendo en su casa y a mostrarledesmesurado amor; y era tan grande y tan continuaesta intimidad suya que no parecía sino que sinBruno el maestro no podía ni sabía vivir. Bruno,pareciéndole que le iba bien, para no parecer ingra-to a este honor que le hacía el médico, le hablapintado en el comedor suyo a la Cuaresma, y unagnus dei a la entrada de la alcoba y sobre la puertade entrada de la calle un orinal, para que quienestuviesen necesidad de su consejo pudieran distin-guirla de las otras; y en un balconcito le habla pinta-do la batalla de los ratones y los gatos, que cosamuy hermosa parecía al médico; y además de esto,decía algunas veces al maestro, cuando no habíacenado con él:

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—Anoche estuve con la compañía, yhabiéndome cansado un poco de la reina de Ingla-terra, me hice traer la gudmedra del Gran Kahn deAltarisi.

Decía el maestro:

—¿Qué quiere decir gudmedra? No conoz-co esa palabra.

—Oh, maestro mío —decía Bruno—, no memaravillo de ello, que bien he oído decir que ni Hi-pograto ni Vanacena dicen nada de ello.

Dijo el maestro:

—Quieres decir Hipócrates y Avicena.

Dijo Bruno:

—Por mi madre que no lo sé, de vuestrosnombres entiendo tan poco como vos de los míos;pero «gudmedra» en la lengua del Gran Khan quie-re decir tanto como «emperatriz» en la nuestra. ¡Ah,qué buena hembra os parecería! Bien sé decirosque os haría olvidar las medicinas y las lavativas ytodos los emplastos.

Y así diciéndole alguna vez por más azuzar-lo, sucedió que, pareciéndole al señor maestro (una

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noche que estaba de conversación con Bruno mien-tras le sostenía la luz para que pintase la batalla delos ratones y de los gatos) que bien lo había con-quistado con sus honores, se dispuso a abrirle suánimo; y estando solos, dijo:

—Bruno, sabe Dios que no hay nadie porquien no hiciese yo cualquier cosa que haría por ti:y por poco, si me dijeses que fuera andando de aquía Perétola, creo que iría; y por ello no quiero que temaravilles de lo que familiarmente y humildemente ycon confianza voy a pedirte. Como bien sabes, nohace mucho que me hablaste de los modos devuestra alegre compañía, a la que me ha entradotan gran deseo de pertenecer, que ninguna otracosa he deseado tanto. Y no está fuera de razón,como verás, que pertenezca, porque desde ahoraquiero que te burles de mí si no hago que venga allíla más hermosa criatura que has visto hace muchotiempo, que yo he visto el año pasado en Cacavin-cigli, a la que quiero todo el bien del mundo; y por elcuerpo de Cristo que querría darle diez boloñesesgordos si me los consintiera, y no lo consiente. Ypor ello lo más que puedo te ruego que me enseñeslo que tengo que hacer para poder entrar en ella, yque además hagas y obres de manera que entre; yen verdad tendréis conmigo un buen y fiel compañe-

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ro y honorable. Tú aquí mismo puedes ver quéapuesto soy y cómo tengo las piernas bien planta-das, y que tengo una cara que parece una rosa; yademás de ello soy doctor en medicina, que no creoque tengáis ninguno, y sé muchas buenas cosas ybellas cancioncillas, y voy a decirte una —y de gol-pe se puso a cantar. Bruno tenía tan grande ganade reír que no cabía en sí, pero se contuvo.

Y terminada la canción dijo el maestro:

—¿Qué te parece?

Dijo Bruno:

—Por cierto que con vos perderían las cíta-ras de saína, tan ortogóticamente recancanilláis.

Dijo el maestro:

—Digo que no lo habrías creído nunca si nome hubieseis oído.

—Por cierto decís verdad —dijo Bruno.

Dijo el maestro:

—Muchas otras sé; pero dejemos ahora es-to. Así como me ves, mi padre fue hombre noble,aunque viviese en el campo, y también por parte demadre he nacido de los de Vallecchio; y como has

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podido ver, tengo mejores libros y mejores ropasque ningún médico en Florencia. A fe que tengoropa que costó, todas las cuentas echadas, cercade cien liras de bagatines, ya hace más de diezaños. Por lo que lo más que puedo te ruego quehagas que entre; y a fe que si lo haces, si te ponesenfermo alguna vez, nunca por mi oficio te cobraréun dinero.

Bruno, oyéndole, y pareciéndole, tal comootras veces ya le había parecido, un babieca, dijo:

—Maestro, acercad un poco más la luz acá,y no os canséis hasta que les haya pintado el rabo aestos ratones, y luego os responderé.

Terminados los rabos, Bruno, haciendo quemucho le pesaba la petición, dijo:

—Maestro mío, grandes cosas son las queharíais por mí, y yo lo sé; pero aun la que me pedís,aunque para la grandeza de vuestro cerebro seapequeña, para mí es grandísima, y no sé de nadieen el mundo por quien, pudiendo yo, la hiciera si nola hiciese por vos, tanto porque os amo como esdebido cuanto por vuestras palabras, las cualesestán condimentadas con tanto buen juicio quequitarían las sandalias a las penitentes, no ya a mí

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mi propósito; y cuanto más os trato más sabio meparecéis. Y os digo ahora que, si otra cosa no mehiciera amaros, os amo tanto porque veo que estáisenamorado de cosa tan bella como me habéis di-cho. Pero sólo quiero deciros: en estas cosas yo notengo el poder que pensáis, y por ello no puedohacer por vos lo que necesitaría hacerse; pero si meprometéis por vuestra grande y cauterizada fe guar-darme el secreto, os diré el modo en que debéisobrar y me parece estar seguro, teniendo vos tanbuenos libros y las demás cosas que antes me hab-éis dicho, que lo conseguiréis.

A quien el maestro dijo:

—Di con confianza. Veo que no me conocesbien y no sabes todavía cómo sé guardar un secre-to. Había pocas cosas que micer Guasparruolo deSaliceto hiciese, cuando era juez del podestá deForimpópoli, que no me las comunicase, tan buensecretario me encontraba. ¿Y quieres saber si digola verdad? Yo fui el primer hombre a quien dijo queiba a casarse con Bergamina: ¡mira tú!

—Pues está muy bien —dijo Bruno— si esetal se fiaba, bien puedo fiarme yo. Lo que tenéis quehacer será esto: en nuestra compañía tenemossiempre un capitán con dos consejeros, que de seis

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en seis meses cambian, y sin falta Buffalmacco serácapitán en las calendas, y así está establecido; yquien es capitán mucho poder tiene para hacerentrar o hacer que entre quien él quiera; y por ellome parece a mí que vos, lo antes que podáis, oshagáis amigo de Buffalmacco y le honréis. Él eshombre que viéndoos tan sabio se enamorará devos incontinenti; y cuando le hayáis, con vuestrojuicio y con estas cosas buenas que tenéis, un pocoablandado, se lo podréis pedir: él no podrá decirque no. Yo le he hablado ya de vos y os quiere lomás del mundo; y cuando hayáis hecho esto, de-jadme a mí con él.

Entonces dijo el maestro:

—Mucho me place lo que dices; y si él eshombre que se deleite con los hombres sabios, yhabla conmigo un poco, haré de manera que meestará siempre buscando, porque tanto juicio tengoque podría abastecer a una ciudad entera y seguirsiendo sapientísimo.

Arreglado esto, Bruno le contó, por su or-den, todo a Buffalmacco; con lo que a Buffalmaccole parecían mil años lo que faltaba para poder hacerlo que este maestro arrope andaba buscando. Elmédico, que desmesuradamente deseaba ir de cor-

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sario, no cejó hasta que se hizo amigo de Buffal-macco, lo que le fue fácil hacer, y comenzó a ofre-cerle las mejores cenas y los mejores almuerzos delmundo, y a Bruno junto con él, y se garapiñabancomo señores, probando bonísimos vinos y gordoscapones y otras muchas cosas buenas, no se leseparaban; y sin esperar a que los invitase, diciendosiempre que con ningún otro lo harían, se quedabancon él. Pero cuando pareció oportuno al maestro,como había hecho con Bruno requirió a Buffalmac-co; con lo que éste se mostró muy enojado y le hizoa Bruno un gran alboroto, diciendo:

—Voto al alto Dios de Pasignano que metengo en poco si no te doy tal en la cabeza que tehunda la nariz hasta los calcañares, traidor, quenadie sino tú ha podido manifestar estas cosas almaestro.

Pero el maestro lo excusaba mucho, dicien-do y jurando que lo había sabido por otro lado; yluego de muchas de sus sabias palabras, lo paci-ficó. Buffalmacco, volviéndose al maestro, dijo:

—Maestro mío, bien se ve que habéis esta-do en Bolonia y que a esta ciudad habéis traído laboca cerrada; y aún os digo más: que no habéisaprendido el abecé en una manzana, como quieren

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hacer muchos necios, sino que en un melón laaprendisteis bien, que es tan largo; y si no me en-gaño, fuisteis bautizado en domingo. Y aunque Bru-no me había dicho que habíais estudiado allí medi-cina, me parece a mí que lo que aprendisteis fue adomesticar a los hombres, lo que mejor que ningúnhombre que yo haya visto sabéis hacer con vuestrojuicio y vuestras palabras.

El médico, cortándole la palabra en la boca,dijo a Bruno:

—¡Qué cosa es hablar y tratar con los sa-bios! ¿Quién habría tan pronto comprendido todaslas particularidades de mi sentimiento como lo hahecho este hombre de valer? Tú no te enteraste tanpronto de lo que yo valía como ha hecho él; pero almenos di lo que te dije yo cuando me dijiste queBuffalmacco se deleitaba con los hombres sabios:¿te parece que lo he conseguido?

Dijo Bruno:

—¡Aun mejor!

Entonces el maestro dijo a Buffalmacco:

—Otra cosa hubieras dicho si me hubiesesvisto en Bolonia, donde no había ninguno, grande ni

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pequeño, ni doctor ni escolar, que no me amase lomás del mundo, tanto podían aprender con mi razo-nar y con mi sabiduría. Y te digo más, que nuncadije palabra que no hiciese reír a todos, tanto lesagradaba; y cuando me fui de allí todos lloraron elmayor llanto del mundo, y todos querían que mequedase, y a tanto llegó la cosa para que me que-dase que quisieron dejarme a mí solo para que le-yese, a cuantos escolares allí había, la medicina,pero no quise porque estaba dispuesto a venirmeaquí a recibir la grandísima herencia que aquí teníaque ha sido siempre de los de mi familia; y así lohice.

Dijo entonces Bruno a Buffalmacco:

—¿Qué te parece? No me lo creías cuandote lo decía. ¡Por el Evangelio, no hay en esta ciudadmédico que entienda de orina de asno como éste, yciertamente no encontrarías otro de aquí a París!¡Vete y cuídate de ahora en adelante de no hacer loque dice!

Dijo el médico:

—Bruno dice verdad, pero aquí no soy es-timado. Vosotros sois más bien gente ruda, pero

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querría que me vieseis entre los doctores comosuelo estar.

Entonces dijo Buffalmacco:

—Verdaderamente, maestro, sabéis muchomás de lo que yo habría creído, y hablándoos comodebe hablarse a sabios como lo sois Vos, farama-lladamente os digo que conseguiré sin falta queseáis de nuestra compañía.

Los honores hechos por el médico a éstosdespués de esta promesa se multiplicaron; por loque ellos, divirtiéndose, le hacían comulgar con lasmayores necedades del mundo, y prometieron darlepor mujer a la condesa Civillari, que era la cosa máshermosa que podía encontrarse en todas las cule-ras de la generación humana. Preguntó el médicoquién era esta condesa; al cual dijo Buffalmacco:

—Gran pepino mío, es una gran señora ypocos casos hay en el mundo en los que ella notenga una gran jurisdicción; y no digo otros, sinohasta los frailes menores con repique de atabales lerinden tributo. Y suele decirse que cuando anda porla calle bien se hace sentir por muy encerrada quevaya; y no hace mucho que os pasó por delante dela puerta una noche que iba al Arno a lavarse los

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pies y para tomar un poco el aire; pero su más con-tinua habitación es Laterina. Muchos de sus sargen-tos van por ahí de guardia, y todos, para mostrar suseñorío, llevan la vara y la bola. Por todas partes seven a sus barones, como Tamañin de la Puerta, donBoñiga, Mango de la Escoba, Diarrea y otros, loscuales creo que son conocidos vuestros, pero ahorano os acordáis. A tan gran señora, pues (dejando aun lado a la de Cacavincigli), si el pensamiento nonos engaña, pondremos en vuestros dulces brazos.

El médico, que había nacido y crecido enBolonia, no entendía los vocablos de éstos, por loque con aquello de la mujer se tuvo por contento; yno mucho después de estas historias le dijeron lospintores que había sido admitido. Y llegado el díacuya noche siguiente debían reunirse, el maestroles invitó a los dos a almorzar, y cuando hubieronalmorzado, les preguntó el modo que tenía queseguir para entrar en aquella compañía. Al cualBuffalmacco dijo:

—Mirad, maestro, a vos os conviene encon-trar la manera de estar esta noche a la hora delprimer sueño sobre uno de esos sepulcros altos quehace poco tiempo han puesto fuera de Santa Maríala Nueva, con uno de vuestros trajes mejores pues-

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to para que comparezcáis por primera vez honora-blemente ante la compañía; y también porque, porlo que se ha dicho (que nosotros no hemos estadoallí) como sois noble, la condesa entiende haceroscaballero bañado a su costa, y allí esperad hastatanto que vaya a por vos quien mandemos. Y paraque estéis informado de todo vendrá a por vos unabestia negra y cornuda no muy grande, e iráhaciendo por la plaza, delante de vos, gran soplar ygran saltar para espantaros; pero luego, cuando veaque no os espantáis, se os acercará despacio; ycuando esté a vuestro lado, vos, entonces, sinningún miedo bajaos del sepulcro, y sin acordarosde Dios ni de los santos, saltad encima, y en cuantoestéis acomodado encima, a modo de hacer cortes-ía, poneos las manos sobre el pecho sin más tocara la bestia. Ella entonces se moverá suavemente yos traerá a nosotros; pero desde ahora os digo quesi os acordáis de Dios o los santos, o si sentís mie-do, podrá arrojaros o golpearos en algún lugar quelo sentiríais; y por ello, si os da el corazón que vaisa sentir temor no vengáis, que os haréis daño a vossin hacernos a nosotros ningún favor.

Entonces dijo el médico:

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—No me conocéis aún: miráis tal vez quellevo puestos guantes y ropas largas. Si supierais loque he hecho yo de noche en Bolonia, cuando aveces iba de mujeres con mis compañeros os ma-ravillaríais. A fe que hubo una noche, no queriendouna venir con nosotros (y era una desgraciadilla, loque es peor, que no levantaba un palmo del suelo) yle di primero muchos puñetazos, luego, cogiéndolaen vilo creo que la llevaría, así como un tiro de ba-llesta y en fin, hice de manera que tuvo que venirsecon nosotros. Y otra vez me acuerdo de que, sinestar conmigo más que un criado, allá un poco des-pués del avemaría pasé junto al cementerio de losfrailes menores: y aquel mismo día habían enterra-do allí a una mujer y no sentí ningún miedo; así queno desconfiéis de mí, que soy muy valiente y sinmiedo. Y os digo que, para estar bien honorable, mepondré la toga escarlata con la que me doctoré, yveréis si la compañía se alegra cuando me vea y sime hacen enseguida capitán. Ya veréis cómo va elnegocio cuando haya estado yo allí si sin habermevisto esa condesa quiere ya hacerme caballero ba-ñado, tanto se ha enamorado de mí, ¿y es que lacaballería me sentará mal?, ¿y la sabré llevar tanmal, o bien? Dejadme hacer a mí.

Buffalmacco dijo:

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—Muy bien decís; pero cuidad de no burlar-nos y no venir allí, o que no os encuentren en ellugar cuando mandemos a por vos; y os digo estoporque hace frío y vosotros los señores médicos osguardáis mucho de él.

—¡No quiera Dios! —dijo el médico—. Yono soy de esos frioleros, no me preocupa el frío;pocas veces hay que me levante de noche parahacer de cuerpo, como hay que hacer a veces, y meponga más de una pelliza sobre el jubón; y por ello,con seguridad estaré allí.

Yéndose, pues, éstos, cuando se ibahaciendo de noche, el maestro encontró excusas ensu casa, para decirle a su mujer; y llevándose ocul-tamente su bella toga, cuando le pareció oportuno,poniéndosela encima, se subió a uno de los dichossepulcros; y encogido sobre aquellos mármoles,siendo grande el frío, comenzó a esperar a la bes-tia. Buffalmacco, que era grande y robusto de per-sona, encargó una de esas máscaras que suelenusarse en algunos juegos que hoy no se hacen, yse puso encima una pelliza negra del revés, y se lapuso de tal manera que parecía un oso, a no serque la máscara tenía el rostro del diablo y era cor-nuda. Y así preparado, viniendo Bruno detrás para

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ver cómo iba el asunto, se fue a la plaza nueva deSanta María la Nueva; y cuando se dio cuenta deque el señor médico estaba allí, empezó a brincarde tal manera y a dar tales saltos grandísimos por laplaza y a resoplar y a gritar y a chillar de guisa queparecía endemoniado. Al cual, como el maestrosintió y vio, todos los pelos se le pusieron de punta,y comenzó a temblar todo él como quien era másmiedoso que una hembra, y hubo un momento enque hubiese querido más estar en su casa que allí;pero, sin embargo, puesto que había ido allí, seesforzó en tener valor, pues tanto podía el deseo dellegar a ver las maravillas contadas por aquéllos.Pero después de que Buffalmacco hubo diableadoun tanto, como se ha dicho, pareciendo que setranquilizaba se acercó al sepulcro sobre el queestaba el maestro y se quedó quieto. El maestro,como quien todo temblaba de miedo, no sabía quéhacerse, si montar encima o quedarse. Por último,temiendo que le hiciera daño si no se subía, con elsegundo miedo venció el primero y, bajando delsepulcro diciendo en voz baja: «¡Dios me asista!»,se subió encima, y se dispuso muy bien; y siempretemblando cruzó los brazos en forma cortés como lehabían dicho. Entonces Buffalmacco comenzó aenderezarse despacio hacia Santa María de la Sca-

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la, y yendo a cuatro patas lo llevó hasta las señorasde Rípoli. Estaban entonces por aquel barrio losfosos donde los labradores de aquellos camposhacían echar a la condesa de Civillari para abonarsus campos; a los cuales, cuando Buffalmacco seacercó, acercándose a la boca de uno y buscandoel momento oportuno, poniendo una mano bajo unode los pies del médico y con ella levantándolo envilo, de un empujón lo tiró de cabeza allí y comenzóa gruñir mucho y a saltar y a parecer endemoniado,y por Santa María de la Scala se fue hacia el pradode Ognisanti, donde se encontró con Bruno que, porno poder contener la risa, se había escapado; yhaciéndose fiestas el uno al otro, se pusieron amirar desde lejos lo que hacía el médico rebozado.El señor médico, al sentirse en aquel lugar tanabominable, se esforzó en levantarse y en intentarsalir, y ora aquí, ora allí volviendo a caer, todo rebo-zado de pies a cabeza, doloroso y desdichado,habiéndose tragado algunos gramos, pudo salirfuera, y dejó allí el capuchón; y desempastándosecon las manos como mejor podía, no sabiendo quéotra cosa hacer, se volvió a su casa y tanto llamóque le abrieron. Y no acababa de entrar así dehediondo cerrándose la puerta de nuevo, cuandoBruno y Buffalmacco estaban allí para oír cómo era

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acogido el maestro por su mujer; y estando escu-chando oyeron a la mujer decirle los mayores insul-tos que nunca se han dicho a un desgraciado, di-ciendo:

—¡Ah, qué bien te está! Te has ido concualquiera otra y querías aparecer muy honorablecon la toga escarlata. ¿Pues no te bastaba yo?Hermano, yo sería suficiente a un barrio entero, noya a ti. ¡Ah, si como te tiraron allí donde eras dignode que te tirasen, te hubieran ahogado! ¡Aquí estáel médico honrado, tiene mujer y anda por la nochetras las mujeres ajenas!

Y con estas y con otras muchas palabras,haciéndose el médico lavar todo entero, hasta lamedianoche no calló su mujer de atormentarlo.Después, a la mañana siguiente, Bruno y Buffal-macco, habiéndose pintado todo el cuerpo bajo lasropas de cardenales como los que suelen hacer losgolpes, vinieron a casa del médico y lo encontraronya levantado; y, entrando a verle, sintieron que to-das las cosas hedían, que todavía no se había po-dido limpiar todo de manera que no hediese. Yoyéndolos venir el médico, salió a su encuentrodiciéndoles que Dios les diese buenos días; al cual

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Bruno y Buffalmacco, como habían acordado, res-pondieron con airado gesto:

—Esto no os lo decimos nosotros, sino querogamos a Dios que os dé tan mala ventura queseáis muerto a espada, como el mayor desleal y elmayor traidor vivo, porque por vos no ha quedado(queriendo nosotros honraros y daros gusto) que nohayamos sido muertos como perros. Y por vuestradeslealtad nos han dado tantos golpes esta nocheque con menos andaría un burro hasta Roma; sincontar con que hemos estado en peligro de serechados de la compañía en la que habíamos arre-glado que os recibiesen. Y si no nos creéis, miradnuestras carnes cómo están.

Y a una luz macilenta que allí había abrién-dose las ropas, le mostraron los pechos todos pin-tados y se los taparon sin tardanza. El médico quer-ía excusarse y hablar de sus desgracias y de cómoy dónde lo habían arrojado; al cual Buffalmacco dijo:

—Yo querría que os hubiesen tirado al Arnodesde el puente; ¿por qué invocasteis a Dios o lossantos?, ¿no os lo habíamos dicho antes?

Dijo el médico que a fe no se acordaba.

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—¡Cómo! —dijo Buffalmacco—, ¿no osacordáis? Bien los invocabais, que nos dijo nuestromensajero que temblabais como una vara y que nosabíais dónde estabais. Pues vos bien nos la habéisjugado, pero jamás nos la jugará nadie; y a vos osdaremos vuestro merecido.

El médico comenzó a pedirles por Dios queno lo difamaran, y con las mejores palabras quepudo se ingenió en calmarlos; y por miedo de quesu vergüenza descubriesen si hasta entonces loshabía honrado, mucho más los honró y regaló conconvites y otras cosas de allí en adelante. Así pues,como habéis oído, se enseña a quien tanto noaprendió en Bolonia.

NOVELA DÉCIMA

Una siciliana quita arteramente a un merca-der lo que éste ha llevado a Palermo, el cual, fin-giendo haber vuelto con mucha más mercancía quela primera vez, tomando de ella dineros prestados,le deja agua y borra.

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Cuánto hizo reír a las señoras la historia dela reina en distintas ocasiones, no hay que pregun-tarlo: no había ninguna allí a quien la inconteniblerisa no le hubiese hecho venir a los ojos las lágri-mas doce veces. Pero luego que ella terminó, Dio-neo, que sabía que a él le tocaba el turno, dijo:

Graciosas señoras, manifiesta cosa es quetanto más gustan las artimañas cuanto a artíficemás apurado artificiosamente burlan. Y por ello,aunque hermosísimas cosas todas hayáis contado,entiendo yo contaros una que tanto más que algu-nas de las contadas deba agradar cuanto que quienen ella fue burlada era mayor maestra en burlar aotros que fue ninguno de aquellos o de aquellas dequienes habéis contado que fueron burlados.

Solía haber (y tal vez todavía la hay hoy) entodas las ciudades marinas que tienen puerto, lacostumbre de que todos los mercaderes que llegana ellas con sus mercancías, al descargarlas, todaslas llevan a un almacén al que en muchos lugaresllaman aduana, que es del ayuntamiento o del señorde la ciudad; y allí, dando a aquellos que están a sucargo, por escrito, toda la mercancía y el precio deésta, es dado por los dichos al mercader una bode-ga en la cual pone su mercancía y la cierra con

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llave; y los dichos aduaneros luego escriben en ellibro de la aduana a cuenta del mercader toda sumercancía, haciéndose luego pagar sus derechospor el mercader o de toda o de parte de la mercanc-ía que éste saque de la aduana. Y por este libro dela aduana muchas veces se informan los corredoresde la calidad y la cantidad de las mercancías quehay allí, y también están allí los mercaderes que lastienen, con quienes después ellos, según les vienea mano, hablan de los cambios, los trueques, y delas ventas y de otros asuntos. La cual costumbre,como en muchos otros lugares, la había en Palermode Sicilia; donde también había, y todavía hay, mu-chas mujeres de hermosísimo cuerpo pero enemi-gas de la honestidad, las cuales, por quienes no lasconocen serían y son tenidas por grandes yhonestísimas damas. Y estando dedicadas porcompleto no a rasurar sino a desollar a los hombres,en cuánto ven a un mercader forastero allí, en ellibro de la aduana se informan de lo que tiene y decuanto puede ganar, y luego con sus placenteros yamorosos actos y con palabras dulcísimas se inge-nian en seducir y en atraer su amor; y ya a muchoshan atraído a quienes buena parte de sus mercanc-ías han quitado de las manos, y a bastantes todaella; y de ellos ha habido quienes no sólo la mer-

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cancía, sino también el navío y las carnes y loshuesos les han dejado, tan suavemente la barberaha sabido pasarles la navaja. Ahora bien, no hacemucho tiempo sucedió que aquí, mandado por susmaestros, llegó uno de nuestros jóvenes florentinosllamado Niccolo de Cignano, aunque Salabaettofuese llamado, con tantas piezas de paño de lanaque le habían entregado en la feria de Salerno quepodían valer unos quinientos florines de oro; y en-tregando la tasa de ellos a los aduaneros, los metióen una bodega, y sin mostrar mucha prisa en des-pacharlos, comenzó a irse algunas veces de diver-sión por la ciudad. Y siendo él blanco y rubio y muyapuesto, y de muy gentil talle, sucedió que una deestas mujeres barberas, que se hacía llamar ma-dama Iancofiore, habiendo algo oído de sus asun-tos, le puso los ojos encima; de lo que apercibién-dose él, estimando que ella era una gran señora,pensó que por su hermosura le agradaba, y pensóen llevar muy cautamente este amor; y sin decircosa alguna a nadie, comenzó a pasear por delantede la casa de aquélla. La cual, apercibiéndose, lue-go de que un tanto le hubo bien inflamado con susmiradas, mostrando que se consumía por él, secre-tamente le mandó una mujer de su servicio queóptimamente conocía el arte de la picardía, la cual,

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casi con las lágrimas en los ojos, luego de muchashistorias, le dijo que con su hermosura y su amabili-dad había conquistado a su señora de tal maneraque no encontraba reposo ni de día ni de noche; ypor ello, cuando le pluguiese, deseaba más que otracosa poder encontrarse con él secretamente en unbaño; y después de esto, sacando un anillo de labolsa, de parte de su señora se lo dio. Salabaetto,al oír esto fue el hombre más alegre que nuncahubo; y cogiendo el anillo y frotándose con él losojos y luego besándolo, se lo puso en el dedo yrepuso a la buena mujer que, si madama Iancofiorele amaba, que estaba bien retribuida porque él laamaba más que a su vida propia, y que estaba dis-puesto a ir donde a ella le fuese grato y a cualquierhora. Vuelta, pues, la mensajera a su señora conesta respuesta, a Salabaetto le dijeron enseguidaen qué baño al día siguiente, después de vísperas,debía esperarla; el cual, sin decir nada a nadie,prontamente a la hora ordenada allí se fue, y en-contró que la sala de baños había sido alquilada porla señora. Y casi acababa de entrar en ella cuandoaparecieron dos esclavas cargadas de cosas: la unallevaba sobre la cabeza un grande y hermosocolchón de guata y la otra un grandísimo cesto llenode cosas; y extendiendo este colchón sobre un ca-

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tre en una alcoba de la sala, pusieron encima un parde sábanas sutilísimas listadas de seda y luego uncobertor de blanquísimo cendal de Chipre con dosalmohadones bordados a maravilla; y después deesto, desnudándose y entrando en el baño, lo lava-ron y barrieron óptimamente. Y poco después laseñora, seguida por otras dos esclavas, vino al ba-ño; donde ella, en cuanto pudo, hizo grandes fiestasa Salabaetto, y luego de los mayores suspiros delmundo, después de que mucho lo hubo abrazado ybesado, le dijo:

—No sé quién hubiera podido traerme a es-to más que tú; que me has puesto fuego al arma,chiquillo toscano.

Después de esto, cuando ella quiso, los dosdesnudos entraron en el baño, y con ellos dos delas esclavas. Allí, sin dejar que nadie más le pusierala mano encima, ella misma con jabón almizclado ycon uno perfumado con clavo, maravillosamente ybien lavó por completo a Salabaetto, y luego se hizolavar y refregar por sus esclavas. Y hecho esto,trajeron las esclavas dos sábanas blanquísimas ysutiles de las que salía tan grande olor a rosas quetodo lo que había parecía rosas; y una le envolvióen una a Salabaetto y la otra en la otra a la señora,

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y cogiéndolos en brazos a los dos llevaron a la ca-ma preparada. Y allí, luego que hubieron dejado desudar, quitándoles las esclavas aquellas sábanas,se quedaron desnudos sobre las otras. Y sacandodel cesto pomos de plata bellísimos y llenos cuál deagua de rosas, cuál de agua de azahar, cuál deagua de flor de jazmines y cuál de aguanafa, todasaquellas aguas derramaron; y luego, sacando cajasde dulces y preciadísimos vinos, un tanto se confor-taron. A Salabaetto le parecía estar en el paraíso; ymil veces había mirado a aquélla, que con certezaera hermosísima, y cien años le parecía cada horapara que las esclavas se fuesen y poder encontrar-se en sus brazos. Las cuales, después de que, pormandato de la señora, dejando una antorcha en-cendida en la alcoba, se fueron de allí, ésta abrazóa Salabaetto y él a ella; y con grandísimo placer deSalabaetto, a quien parecía que se derretía por él,estuvieron una larga hora. Pero después de que a laseñora le pareció tiempo de levantarse, haciendovenir las esclavas, se vistieron, y de nuevo bebien-do y comiendo dulces se reconfortaron un poco, yhabiéndose lavado el rostro y las manos con aque-llas aguas odoríferas, y queriendo irse, dijo la seño-ra a Salabaetto:

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—Si te agradase, me parecería un favorgrandísimo que esta noche vinieras a cenar conmi-go y a dormir.

Salabaetto, que ya de la hermosura y de lasamables artimañas de ella estaba preso, creyendofirmemente que era para ella como el corazón delcuerpo amado, repuso:

—Señora, todo vuestro gusto me es suma-mente grato, y por ello tanto esta noche como siem-pre entiendo hacer lo que os plazca y lo que por vosme sea ordenado.

Volviéndose, pues, la señora a casa, yhaciendo bien adornar su alcoba con sus ropas ysus enseres, y haciendo preparar de cenar esplén-didamente, esperó a Salabaetto; el cual, cuando sehizo algo oscuro, allá se fue, y alegremente recibi-do, con gran fiesta y bien servido cenó con la seño-ra. Después, entrando en la alcoba, sintió allí unmaravilloso olor de madera de áloe y vio la camaadornadísima con pajarillos de Chipre, y muchasbuenas ropas colgando de las vigas; las cualescosas, todas juntas y cada una por sí sola le hicie-ron pensar que debía ser aquélla una grande y ricaseñora; y por mucho que hubiese oído hablar sobresu vida y sus costumbres, no quería creerlo por

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nada del mundo, y si llegaba a creer algo en que aalguno hubiese burlado, por nada del mundo podíacreer que esto pudiese pasarle a él. Con grandísimoplacer se acostó aquella noche con ella, inflamán-dose más cada vez. Venida la mañana, le ciñó ellaun hermoso y elegante cinturón de plata con unabella bolsa, y le dijo así:

—Dulce Salabaetto mío, me encomiendo ati; y así como mi persona está a tu disposición, asíestá todo lo que hay, y lo que yo puedo, a lo quegustes mandar.

Salabaetto, contento, besándola y abrazán-dola, salió de su casa y fue a donde acostumbrabanestar los demás mercaderes. Y yendo una vez yotra con ella sin que le costase nada, y enviscándo-se cada día más, sucedió que vendió sus paños alcontante y con buenas ganancias; lo que la buenamujer no por él, sino por otros supo incontinenti. Yhabiendo ido Salabaetto a su casa una tarde, co-menzó ella a bromear y a retozar con él, y a besarloy a abrazarlo, mostrándose tan inflamada de amorque parecía que iba a morírsele en los brazos; yquería darle dos bellísimas copas de plata que ten-ía, las cuales Salabaetto no quería coger, comoquien entre unas veces y otras bien había recibido

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de ella lo que valdría sus treinta florines de oro sinhaber podido hacer que ella recibiera de él nadaque llegase a valer un grueso. Al final, habiéndolebien inflamado con el mostrarse inflamada y des-prendida, una de sus esclavas, tal como ella lo hab-ía preparado, la llamó; por lo que ella, saliendo de laalcoba y estando fuera un poco, volvió dentro llo-rando, y echándose sobre la cama boca abajo, co-menzó a lanzar los mas dolorosos lamentos quejamás lanzase mujer alguna. Salabaetto maravillán-dose, la cogió en brazos y comenzó a llorar con ellay a decirle:

—¡Ah!, corazón de mi cuerpo, ¿qué tenéistan de repente?, ¿cuál es la razón de este dolor?¡Ah, decídmelo, alma mía!

Luego de que la mujer se hubo hecho rogarbastante, dijo:

—¡Ay, dulce señor mío! No sé qué hacer niqué decir. Acabo de recibir cartas de Mesina, y meescribe mi hermano que, aunque debiese vender yempeñar todo lo que tengo, que sin falta le mandeantes de ocho días mil florines de oro y que si no lecortarán la cabeza; y yo no sé qué puedo hacerpara poder tenerlos tan rápidamente; que, si tuvieseal menos quince días de tiempo, encontraría el mo-

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do de proveerme de ellos de un lugar donde debotener muchos más, o vendería algunas de nuestrasposesiones; pero no pudiendo, querría estar muertaantes de que me llegase aquella mala noticia.

Y dicho esto, mostrándose grandementeatribulada, no dejaba de llorar. Salabaetto, a quienlas amorosas llamas habían quitado gran parte deldebido conocimiento, creyendo aquellas lágrimasveracísimas y las palabras de amor más verdade-ras, dijo:

—Señora, yo no podré ofreceros mil, pero síquinientos florines de oro, si creéis podérmelos de-volver de aquí a quince días; y vuestra ventura esque precisamente ayer vendí mis paños: que, si nofuese así, no podría prestaros ni un grueso.

—¡Ay! —dijo la mujer—, ¿así que has sufri-do incomodidad de dinero? ¿Por qué no me lo ped-ías? Porque si no tenía mil sí tenía ciento y hastadoscientos para darte; me has quitado el valor paraaceptar el servicio que me ofreces.

Salabaetto, mucho más que apresado porestas palabras, dijo:

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—Señora, por eso no quiero que lo dejéis;que si tanto los hubiese necesitado como los nece-sitáis vos, bien os los habría pedido.

—¡Ay! —dijo la señora—, Salabaetto mío,bien sé que tu amor por mí es verdadero y perfectocuando, sin esperar a que te lo pidiese, con tan grancantidad de dinero espontáneamente me proveesen tal necesidad. Y con certeza era yo toda tuya sinesto, y con esto lo seré mucho mayormente; y nun-ca dejaré de agradecerte la cabeza de mi hermano.Pero sabe Dios que de mala gana la tomo conside-rando que eres mercader y que los mercaderesnecesitan el dinero para sus negocios; pero comome aprieta la necesidad y tengo firme esperanza dedevolvértelo pronto, lo cogeré, y por lo que falta, siotro modo más rápido no encuentro, empeñaré to-das estas cosas mías.

Y dicho esto, derramando lágrimas, sobre elrostro de Salabaetto se dejó caer. Salabaetto co-menzó a consolarla; y pasando la noche con ella,para mostrarse bien magnánimamente su servidor,sin esperar a que se lo pidiese le llevó quinientosbuenos florines de oro, los cuales ella, riendo con elcorazón y llorando con los ojos tomó, contentándo-se Salabaetto con una simple promesa suya. En

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cuanto la mujer tuvo los dineros empezaron a mu-dar las indicciones; y cuando antes la visita a lamujer era libre todas las veces que a Salabaetto leagradaba, empezaron a aparecer razones por lascuales de siete veces le sucedía no poder entrar niuna, ni le ponían la cara ni le hacían las caricias nilas fiestas que antes. Y pasado en un mes y en dosel plazo (no ya llegado) en que sus dineros debíanserle devueltos, al pedirlos le daban palabras enpago; por lo que, percatándose Salabaetto del en-gaño de la malvada mujer y de su poco juicio, yconociendo que de aquello nada que pudiese serleprovechoso podía decir, como quien no tenía de elloescritura ni testimonio, y avergonzándose de lamen-tarse con nadie, tanto porque le habían prevenidoantes como por las burlas que merecidamente porsu brutalidad le vendrían de ello, sobremanera do-liente, consigo mismo lloraba su necedad. Yhabiendo recibido muchas cartas de sus maestrospara que cambiase aquellos dineros y se los man-dase, para que, por hacerlo no fuese descubierta suculpa, deliberó irse, y montándose en un barquito,no a Pisa como debía, sino a Nápoles se vino. Es-taba allí en aquel tiempo nuestro compadre Pietrodel Canigiano, tesorero de madama la emperatrizde Constantinopla, hombre de gran talento y sutil

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ingenio, grandísimo amigo de Salabaetto y de lossuyos; con el cual, como persona discretísima, la-mentándose Salabaetto luego de algunos días, lecontó lo que había hecho y su desdichada aventura,y le pidió ayuda y consejo para poder allí ganarse lavida afirmando que nunca entendía volver a Floren-cia. Canigiano, entristecido por estas cosas, dijo:

—Mal has hecho, mal te has portado, malhas obedecido a tus maestros, demasiado dinero deun golpe has gastado en molicies; pero ¿qué? Estáhecho, y hay que pensar en otra cosa.

Y como hombre avisado prestamente hubopensado lo que había que hacer y se lo dijo a Sala-baetto; al cual, gustándole el plan, se lanzó a laaventura de seguirlo. Y teniendo algún dinero yhabiéndole prestado Canigiano un poco, mandóhacer varios embalajes bien atados y bien ligados, ycomprar veinte toneles de aceite y llenarlos, y car-gando con todo ello se volvió a Palermo; y entre-gando la relación de los embalajes a los aduanerosy semejantemente la de los toneles, y haciendoanotar todas las cosas a su cuenta, las metió en lasbodegas, diciendo que hasta que otra mercancíaque estaba esperando no llegase no quería tocaraquélla. Iancofiore, habiéndose enterado de esto y

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oyendo que valía bien dos mil florines de oro o más,aquello que al presente había traído, sin contar loque esperaba, que valía más de tres mil, parecién-dole que había apuntado a poco, pensó en restituir-le los quinientos para poder tener la mayor parte delos cinco mil; y mandó a buscarle. Salabaetto, yacon malicia, allí fue; al cual ella, fingiendo no sabernada de lo que había traído, hizo maravillosa acogi-da, y dijo:

—Aquí tienes, si te habías enojado conmigoporque no te devolví en el plazo preciso tu dinero...

Salabaetto se echó a reír y dijo:

—Señora, en verdad me desagradó un po-co, como que me hubiese arrancado el corazónpara dároslo si creyese que os habría complacidocon ello; pero quiero que sepáis lo enojado queestoy con vos. Es tanto y tal el amor que os tengoque he hecho vender la mayor parte de mis pose-siones, y ahora he traído aquí tanta mercancía quevale más de dos mil florines, y espero de Occidentetanta que valdrá más de tres mil, y quiero hacer enesta ciudad un almacén y quedarme aquí para estarsiempre cerca de vos, pareciéndome que estoymejor con vuestro amor que creo que nadie puedaestar con el suyo.

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A quien la mujer dijo:

—Mira, Salabaetto, todo este arreglo tuyome place mucho, como de quien amo más que a mivida, y me place mucho que hayas vuelto con inten-ción de quedarte porque espero pasar todavía mu-chos buenos ratos contigo; pero quiero excusarmeun poco porque, en aquellos tiempos en que te fuis-te algunas veces quisiste venir y no pudiste, y algu-nas viniste y no fuiste tan alegremente recibido co-mo solías, y además de esto, de que en el plazoconvenido no te devolví tu dinero. Debes saber queentonces estaba yo en grandísima aflicción; y quienestá en tal estado, por mucho que ame a otro no lepuede poner tan buena cara ni atender aun a élcomo quisiera; y además debes saber que es muypenoso a una mujer poder encontrar mil florines deoro, y todos los días le dicen mentiras y no se cum-ple lo que se ha prometido, y por esto necesitamostambién nosotras mentir a los demás; y de ahí vie-ne, y no de otro defecto, que yo no te devolviese tudinero. Pero lo tuve poco después de tu partida y sihubiera sabido dónde mandártelo ten por cierto quete lo habría hecho mandar; pero como no lo supe, telo he guardado.

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Y haciéndose traer una bolsa donde esta-ban aquellos mismos que él le había dado, se lapuso en la mano y dijo:

—Cuenta si son quinientos.

Salabaetto nunca se sintió tan contento, ycontándolos y viendo que eran quinientos, y vol-viéndolos a guardar, dijo:

—Señora, sé que decís verdad, pero bas-tante habéis hecho; y os digo que por ello y por elamor que os tengo nunca solicitaríais de mí paracualquiera necesidad vuestra una cantidad quepudiese yo dar que no os la diera; y en cuanto mehaya establecido podréis probarme en ello.

Y de esta guisa restablecido con ella elamor en palabras, comenzó de nuevo Salabaetto afrecuentarla galantemente, y ella a darle los mayo-res gustos y hacerle los mayores honores del mun-do, y mostrarle el mayor amor. Pero Salabaetto,queriendo con su engaño castigar el engaño queella le había hecho, habiéndole ella invitado un díapara que fuese a cenar y a dormir con ella, fue tanmelancólico y tan triste que parecía que quisieramorirse. Iancofiore, abrazándolo y besándolo, co-menzó a preguntarle que por qué tenía aquella me-

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lancolía. Él, luego de que un buen rato se habíahecho rogar, dijo:

—Estoy arruinado, porque el barco en queestá la mercancía que yo esperaba ha sido apresa-do por los corsarios de Mónaco y para rescatarlo senecesitan diez mil florines de oro, de los cuales yotengo que pagar mil; y no tengo un dinero porquelos quinientos que me devolviste los mandé inconti-nenti a Nápoles para invertirlos en telas que traeraquí. Y si quisiera ahora vender la mercancía quetengo aquí, como no es la temporada apenas medarán un dinero por dos géneros; y todavía no soyaquí lo bastante conocido para que encuentre quienme preste, y por ello no sé qué decir ni qué hacer; ysi no mando pronto los dineros me llevarán a Móna-co la mercancía y nunca más la recuperaré.

La mujer, muy contrariada por esto, como aquien le parecía perder todo, pensando qué podíaella hacer para que no fuese a Mónaco, dijo:

—Dios sabe lo que me duele por amor tuyo;¿pero de qué sirve atribularse tanto? Si yo tuvieseesos dineros sabe Dios que te los prestaría inconti-nenti, pero no los tengo; es verdad que hay unapersona que hace tiempo me proveyó de quinientosque me faltaban, pero con fuerte usura, que no

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quiere menos de a razón de treinta por cien; si deesa tal persona los quisieras, necesitarías de ga-rantía un buen empeño; y en cuanto a mí yo estoydispuesta a empeñar todas estas ropas y mi perso-na por cuanto quieran prestarme, para poder servir-te, pero el remanente, ¿cómo lo asegurarías?

Vio Salabaetto la razón que movía a ésta ahacerle tal servicio y se percató de que de ella deb-ían ser los dineros prestados; lo que, placiéndole,primero se lo agradeció y luego dijo que ya porgrueso interés no lo dejaría, pues le apretaba lanecesidad; y luego dijo que lo aseguraría con lamercancía que tenía en la aduana, haciéndola es-cribir a nombre de quien el dinero le prestase, peroque quería conservar la llave de la bodega, tantopara poder mostrar su mercancía si se lo pedíancomo para que nada le pudiera ser tocado ni permu-tado ni cambiado. La mujer dijo que esto estababien dicho y era muy buena garantía; y por ello, alvenir el día mandó a buscar a un corredor de quiense fiaba mucho y hablando con él sobre este asuntole dio mil florines de oro, los cuales el corredorprestó a Salabaetto, e hizo inscribir a su nombre loque Salabaetto tenía dentro, y habiendo hecho susescrituras y contraescrituras juntos, y quedando enconcordia, se fueron a sus demás asuntos. Salaba-

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etto, lo antes que pudo, subiendo a un barquito, conmil quinientos florines de oro se fue a ver a Pietrodel Canigiano a Nápoles, y desde allí les mandóuna fiel y completa cuenta a Florencia a sus maes-tros, los que le habían enviado con los paños; ypagando a Pietro y a cualquiera otro a quien debi-ese algo, muchos días con Canigiano lo pasó biencon el engaño hecho a la siciliana; después, de allí,no queriendo ya ser mercader, se vino a Ferrara.Iancofiore, no encontrando a Salabaetto en Palermoempezó a asombrarse y entró en sospechas; y lue-go de que le hubo esperado unos buenos dos me-ses, viendo que no venía, hizo que el corredor man-dase desclavar las bodegas. Y primeramente exa-minando los toneles que se creía que estaban lle-nos de aceite, encontró que estaban llenos de aguadel mar, habiendo en cada uno como un barril deaceite encima, junto a la boca; luego, desatando losembalajes, todos menos dos, que eran paños, lle-nos los encontró de borra; y en breve, entre todo loque había no valía más de doscientos florines; porlo que Iancofiore, sintiéndose burlada, largamentelloró los quinientos florines devueltos y mucho máslos mil prestados, diciendo muchas veces:

—Quien trata con toscano no puede ser ce-gato.

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Y así, quedándose con la pérdida y las bur-las, se encontró con que tan listos eran el uno comoel otro.

Al terminar Dioneo su novela, Laureta, co-nociendo que había llegado el límite más allá delcual reinar no podía, alabados los consejos de Pie-tro Canigiano, que por sus efectos se habían vistoser buenos, y la sagacidad de Salabaetto, que nofue menor al ponerlo en obra, quitándose de la ca-beza el laurel lo puso en la cabeza de Emilia, seño-rilmente diciendo:

—Señora, no sé cuán placentera reina ten-dremos en vos, pero la tendremos hermosa, haced,pues, que a vuestra hermosura respondan vuestrasobras.

Y volvió a sentarse. Emilia, no tanto porhaber sido hecha reina como por verse así alabaren público en aquello de que las mujeres suelen sermás deseosas, un poquillo se avergonzó y tal sevolvió su rostro cual sobre la aurora son las nubeci-llas rosas; pero sin embargo, luego de que hubotenido los ojos bajos un tanto y hubo pasado el son-rojo, habiendo con sus senescales organizado losasuntos pertinentes a la compañía, así comenzó ahablar:

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—Deleitables señoras, asaz manifiestamen-te vemos que, luego de que los bueyes se han can-sado durante parte del día, sujetos al yugo, son delyugo aliviados y desuncidos, y libremente dondemás les agrada, se les deja por los bosques ir apastar; y vemos también que no son menos hermo-sos, sino mucho más, los jardines con varias plan-tas frondosos que los bosques en los cuales sola-mente vemos encinas; por las cuales cosas estimoyo, considerando los días que bajo una firme leyhemos hablado, que, como a quien está necesitadode vagar algún tanto, y vagando recuperar las fuer-zas para someterse de nuevo al yugo, no solamentesea útil, sino también oportuno. Y por ello, lo quemañana, siguiendo vuestro deleitoso razonar debadecirse, no entiendo limitaros bajo ninguna especifi-cación, sino que quiero que cada uno según gustehable, firmemente creyendo que la variedad de lascosas que se cuenten no menos graciosa será queel haber hablado solamente de una; y habiendohecho así, quien venga después de mí en el reina-do, como a más fuertes podrá con mayor seguridadconstreñirnos a las acostumbradas leyes.

Y dicho esto, hasta la hora de la cena con-cedió libertad a todos.

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Todos alabaron a la reina por las cosas di-chas, como a prudente; y poniéndose en pie, quiéna un entretenimiento y quién a otro se entregó: lasseñoras a hacer guirnaldas y a solazarse, los jóve-nes a jugar y a cantar; y así estuvieron hasta la horade la cena, venida la cual, en torno a la hermosafuente con regocijo y con placer cenaron, y despuésde cenar, del modo acostumbrado un buen rato sedivirtieron cantando y bailando. Al final la reina, paraseguir el estilo de sus predecesores, sin reparar enlas que voluntariamente habían cantado muchos deellos, ordenó a Pánfilo que cantase una; el cual,libremente comenzó así:

Tanto es, Amor, el bien

y el contento que estoy por ti sintiendo

que soy feliz en tus llamas ardiendo.

Mi corazón tal alegría rebosa,

tan de gozo está lleno

por lo que me has donado,

que esconderlo sería grave cosa

y en el rostro sereno

muestra mi alegre estado:

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que estando enamorado

de un bien tan elevado y estupendo

leve se me hace estar en él ardiendo.

Yo no sé con mi canto demostrar

ni indicar con el dedo,

Amor, el bien que siento;

y aunque supiera debería callar

que, sin dejarlo quedo,

se volvería tormento:

pues estoy tan contento

que todo hablar iría palideciendo

antes de un poco irlo descubriendo.

¿Quién pensaría ya que estos mis brazos

podrían retornar

donde los he tenido,

y que mi rostro sin sufrir rechazos

volvería a acercar

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a donde es bendecido?

Nunca hubiera creído

mi fortuna, aunque esté todo yo ardiendo

y mi placer y gozo esté escondiendo.

La canción de Pánfilo terminaba; la cual, pormucho que fuese por todos debidamente coreada,no hubo ninguno que, con más atenta solicitud quele correspondía, no tomase nota de sus palabras,esforzándose en adivinar aquello que él cantabaque le convenía tener escondido; y aunque variosanduviesen imaginando varias cosas, ninguno llegópor ello a la verdad del asunto. Y la reina, despuésque vio que la canción de Pánfilo había terminado ya las jóvenes señoras y los hombres deseosos dedescansar, mandó que todos se fuesen a dormir.

TERMINA LA OCTAVA JORNADA

NOVENA JORNADA

COMIENZA LA NOVENA JORNADA DELDECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNODE EMILIA, DISCURRE CADA UNO SOBRE LO

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QUE LE GUSTA Y SOBRE LO QUE MÁS LEAGRADA.

La luz, cuyo esplendor ahuyenta la noche,había ya cambiado todo el octavo cielo de azulino acolor celeste, y comenzaban por los prados a er-guirse las florecillas, cuando Emilia, levantándose,hizo llamar a sus compañeras e igualmente a losjóvenes; los cuales, venidos y poniéndose en cami-no tras los lentos pasos de la reina, hasta un bos-quecillo no lejano de la villa fueron, y entrando en él,vieron que animales como los cabritillos, ciervos yotros, que no temían a la caza por la existente pesti-lencia, los esperaban no de otra manera que si endomésticos y sin temor se hubiesen convertido. Yora a éste, ora a aquél acercándose, como si debi-eran unirse a ellos, haciéndolos correr y saltar, poralgún tiempo se recrearon; pero elevándose ya elsol, a todos pareció oportuno volver. Iban todosengalanados con guirnaldas de encina, con las ma-nos llenas de hierbas odoríferas y flores; y quien loshubiese encontrado nada hubiera podido decir sino:«O éstos no serán por la muerte vencidos o losmatará alegres». Así pues, paso a paso viniendo,cantando y bromeando y diciendo agudezas, llega-

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ron a la villa, donde todas las cosas ordenadamentedispuestas y a sus servidores alegres y festejantesencontraron. Allí, descansando un tanto, no se pu-sieron a la mesa antes de que seis cancioncillas (launa mejor que la otra) fuesen cantadas por losjóvenes y las señoras; después de las cuales,lavándose las manos, a todos colocó el mayordomoa la mesa según el gusto de la reina; donde, traídaslas viandas, todos alegres comieron; y levantándosede ello, a carolar y a tocar sus instrumentos se die-ron, por algún espacio; y después, ordenándolo lareina, quien quiso se fue a descansar. Pero llegadala hora acostumbrada, todos en el lugar acostum-brado se reunieron para contar sus historias, y lareina, mirando a Filomena, dijo que diese principio alas historias del presente día; la cual, sonriendo,comenzó de esta guisa:

NOVELA PRIMERA

Doña Francesca, amada por un tal Rinuccioy un tal Alessandro, y no amando a ninguno,haciendo entrar a uno como muerto en una sepultu-ra y al otro sacar a aquél como a un muerto, y nopudiendo ellos llegar a hacer lo ordenado, sagaz-mente se los quita de encima.

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Señora, mucho me agrada, puesto que oscomplace, ser quien corra la primera lid en estecampo abierto y libre del novelar en que vuestramagnificencia nos ha puesto; lo que si yo hago bien,no dudo que quienes vengan después no lo haganbien y mejor.

Muchas veces, encantadoras señoras, seha mostrado en nuestros razonamientos cuántas ycuáles sean las fuerzas de Amor, pero no creo queplenamente se hayan dicho, y no se dirían si estu-viésemos hablando desde ahora hasta dentro de unaño; y porque él no solamente conduce a los aman-tes a diversos peligros de muerte, sino también aentrar en las casas de los muertos para sacar a losmuertos, me agrada hablaros de ello con una histo-ria (además de las que ya han sido contadas), en lacual el poder de Amor no solamente comprenderéis,sino también el talento de una valerosa señora apli-cado a quitarse de encima a dos que contra su gus-to la amaban.

Digo, pues, que en la ciudad de Pistoyahubo una hermosísima señora viuda a la cual dosde nuestros florentinos que por estar desterrados deFlorencia vivían en Pistoya, llamados el uno Rinuc-

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cio Palermini y el otro Alessandro Chiarmontesi, sinsaber el uno del otro, por azar prendados de ella,sumamente la amaban, haciendo cuidadosamentecada uno lo que podía para poder conquistar suamor. Y siendo esta noble señora, cuyo nombre fueFrancesca de los Lázzari frecuentemente solicitadapor embajadas y por ruegos de cada uno de éstos,y habiéndoles poco discretamente prestado oídosmuchas veces, y queriendo discretamente dejar dehacerlo y no pudiendo, le vino un pensamiento paraquitarse de encima su importunidad: y fue pedirlesque le hiciesen un servicio que pensó que ningunopodría hacerle por muy posible que fuese, para que,al no hacerlo, tuviese ella honrosa y verosímil razónpara no querer escuchar más sus embajadas; y elpensamiento fue el siguiente. Había, el día en quele vino este pensamiento, muerto en Pistoya unoque, por muy nobles que hubiesen sido sus antepa-sados, era reputado el peor hombre que hubiese noya en Pistoya, sino en todo el mundo; y además deesto, era tan contrahecho y de rostro tan desfigura-do que quien no lo hubiese conocido al verlo porprimera vez hubiese tenido miedo; y había sidoenterrado en un sepulcro fuera de la iglesia de losfrailes menores. El cual pensó ella que podría ser

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de gran ayuda para su propósito; por la cual cosadijo a una criada suya:

—Sabes bien el aburrimiento y las molestiasque recibo todos los días con las embajadas deestos dos florentinos, Rinuccio y Alessandro; ahorabien, no estoy dispuesta a complacerles con miamor y para quitármelos de encima me ha venido alánimo ponerlos a prueba (por los grandes ofreci-mientos que hacen) en algo que estoy segura deque no harán, y quitarme así de encima su importu-nidad; y oye cómo. Sabes que esta mañana ha sidoenterrado en el lugar de los frailes menores el De-güelladiós (así era llamado aquel mal hombre dequien hablamos antes) del cual, no ya muerto, sinovivo, los hombres más valientes de esta ciudad, alverlo, tenían miedo; y por ello te irás secretamenteen primer lugar a Alessandro y le dirás: «DoñaFrancesca te manda decir que ha llegado el mo-mento en que puedes tener su amor, el cual hasdeseado tanto, y estar con ella, si quieres, de estamanera. A su casa (por una razón que tú sabrásmás tarde) debe ser llevado esta noche el cuerpode Degüelladiós que fue sepultado esta mañana; yella, como quien tiene miedo de él aun muerto comoestá, no querría tenerlo; por lo que te ruega, comogran servicio, ir esta noche a la hora del primer sue-

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ño y entrar en la sepultura donde Degüelladiós estáenterrado, y ponerte sus ropas y quedarte como sifueses él hasta que vengan a buscarte, y sin hacernada ni decir palabra dejarte arrastrar y traer a sucasa, donde ella te recibirá, y estarás con ella y a tupuesto podrás irte, dejando a su cuidado el resto».Y si dice que lo hará bien está; si dice que no quierehacerlo, dile de parte mía que no aparezca másdonde estoy yo, y que si ama su vida se guarde demandarme mensajeros ni embajadas. Y luego deesto irás a Rinuccio Palermini y le dirás: «DoñaFrancesca dice que está pronta a hacer tu gusto sile haces a ella un gran servicio, que es que estanoche hacia la medianoche vayas a la sepulturadonde fue enterrado esta noche Degüelladiós y, sindecir palabra de nada que veas, oigas o sientas,tires de él suavemente y se lo lleves a casa; allíverás para qué lo quiere y conseguirás el placertuyo; y si no gustas de hacer esto te ordena desdeahora que no le mandes más ni mensajeros ni em-bajadas».

La criada se fue a donde ambos, y ordena-damente a cada uno, según le fue ordenado, habló;a la cual contestaron ambos que no en una sepultu-ra, sino en un infierno entrarían si a ella le agrada-ba. La criada dio la respuesta a la señora, que es-

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peró a ver si estaban tan locos que lo harían. Veni-da, pues, la noche y siendo ya la hora del primersueño, Alessandro Chiarmontesi, quedándose enjubón, salió de su casa para ir a ponerse en el lugarde Degüelladiós en la sepultura; y en el camino levino al ánimo un pensamiento muy pavoroso, y co-menzó a decirse:

—¡Ah!, ¡qué animal soy! ¿dónde voy?, ¿yqué sé yo si los parientes de ésta, tal vez percata-dos de que la amo, creyendo lo que no es la hanhecho hacer esto para matarme en la sepulturaésa? Lo que, si sucediese, yo sería el que lo pagar-ía y nunca llegaría a saberse nada que los perjudi-case. ¿O qué sé yo si tal vez algún enemigo mío meha procurado esto, al cual tal vez ella, amándole,quiere servir?

Y luego decía:

—Pero supongamos que ninguna de estascosas sea, y que sus parientes vayan a llevarme asu casa: tengo que creer que el cadáver de Degüe-lladiós no lo quieren para tenerlo en brazos ni paraponerlo en los de ella; sino que tengo que creer quequieren hacer con él cualquier destrozo, como dealguien que en alguna cosa les hizo daño. Ella diceque por nada que sienta diga palabra. ¿Y si ésos

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me sacasen los ojos, o me arrancasen los dientes, ome mutilasen las manos o me hicieran alguna otrabroma semejante, qué sería de mí? ¿Cómo iba aquedarme quieto? ¿Y si hablo y me conocen y poracaso me hacen daño?; pero aunque no me lohagan, no conseguiré nada porque no me dejaráncon la señora; y la señora dirá después que he des-obedecido su mandato y nunca hará nada que mecontente.

Y así diciendo, casi se volvió a casa; pero elgran amor lo empujó hacia adelante con argumen-tos contrarios a éstos y de tanta fuerza que le lleva-ron a la sepultura; la cual abrió, y entrando dentro ydesnudando a Degüelladiós y poniéndose su ropa, ycerrando la sepultura sobre su cabeza y poniéndoseen el sitio de Degüelladiós, le empezó a dar vueltasen la cabeza quién había sido éste y las cosas quehabía oído decir que habían sucedido de noche nosólo en la sepultura de los muertos, sino también enotras partes: y todos los pelos se le pusieron depunta, y de rato en rato le parecía que Degüelladiósse iba a poner de pie y a degollarle a él allí. Peroayudado por el ardiente amor, estos y otros pavoro-sos pensamientos venciendo, estando como si es-tuviese muerto, se puso a esperar lo que fuese aser de él. Rinuccio al aproximarse la medianoche,

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salió de su casa para hacer aquello que le habíasido mandado decir por su señora; y al ir, entró enmuchos y diversos pensamientos sobre las cosasque podrían ocurrirle, tales como poder venir a da amanos de la señoría con el cadáver de Degüelladiósa cuestas y ser condenado a la hoguera por brujo, ode si esto se sabía, suscitar el odio de su parientesy de otros tales, por las cuales casi fue detenido.Pero después, recuperándose, dijo:

—¡Ah!, ¿voy a decir que no a la primera co-sa que esta noble señora, a quien tanto he amado yamo, me ha pedido, y especialmente debiendo con-quistar su gracia? Aunque tuviese que morir conseguridad, no puedo dejar de hacer lo que le heprometido.

Y siguiendo su camino, llegó a la sepulturay la abrió fácilmente. Alessandro, al sentirla abrir,aunque gran miedo tuviese, se estuvo quedo. Ri-nuccio, entrando dentro, creyendo coger el cadáverde Degüelladiós cogió a Alessandro por los pies y losacó fuera, y poniéndoselo sobre los hombros,hacia casa de la noble señora comenzó a ir; y an-dando así y no teniendo consideración con él, mu-chas veces le daba golpes, ora en un lado, ora enotro, contra algunos bancos que junto a las casas

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había; y la noche era tan lóbrega y oscura que nopodía ver por dónde andaba. Y estando ya Rinucciojunto a la puerta de la noble señora, que a la venta-na con su criada estaba para ver si Rinuccio traía aAlessandro, ya preparada para hacer irse a los dossucedió que la guardia de la señoría, puesta al ace-cho en aquel barrio y estando silenciosamente, es-perando poder coger a un bandido, al sentir el ruidoque Rinuccio hacía al andar, súbitamente sacaronuna luz para ver qué era y dónde iba, y cogiendo losescudos y las lanzas, gritaron:

—¿Quién anda ahí?

A la cual conociendo Rinuccio, no teniendotiempo de demasiada larga deliberación, dejandocaer a Alessandro, corrió cuanto las piernas podíanaguantarlo. Alessandro, levantándose rápidamente,aunque las ropas del muerto llevase puestas, queeran muy largas, también se echó a correr. La seño-ra, con la luz encendida por los guardias óptima-mente habían visto a Rinuccio con Alessandro en-cima de los hombros, y del mismo modo habíaapercibido a Alessandro vestido con las ropas deDegüelladiós; y se maravilló mucho del gran valorde los dos, pero con todo su asombro mucho se rióal ver arrojar al suelo a Alessandro y verlo después

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huir. Y alegrándose mucho con aquel suceso y dan-do gracias a Dios que del fastidio de estos dos lahabía sacado, se volvió dentro y se fue a la cama,afirmando, junto con su criada, que sin ningunaduda aquellos dos la amaban mucho, puesto quehabían hecho aquello que les había mandado, talcomo se veía. Rinuccio, triste y maldiciendo su des-ventura, no se volvió a su casa aun con todo esto,sino que, al irse de aquel barrio la guardia, volvió allíadonde a Alessandro había arrojado, y comenzó, atientas, a ver si lo encontraba, para cumplir lo que lehabía sido requerido; pero, al no encontrarlo, y pen-sando que la guardia lo habría llevado de allí, tristese volvió a su casa. Alessandro, no sabiendo quéhacer, sin haber conocido a quien le había llevado,doliente por tal desdicha, semejantemente a sucasa se fue. Por la mañana, encontrada abierta lasepultura de Degüelladiós y no viéndosele dentroporque Alessandro lo había arrojado al fondo, todaPistoya se llenó de habladurías, estimando los ne-cios que se lo habían llevado los demonios. No dejócada uno de los enamorados de hacer saber a ladama lo que habían hecho y lo que había sucedido,y con ello, excusándose por no haber cumplido porcompleto su mandamiento, su gracia y su amorpedían; la cual, mostrando no creer a ninguno, con

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la tajante respuesta de que no haría nunca nada porellos, puesto que ellos lo que les había pedido no lohabían hecho, se los quitó de encima.

NOVELA SEGUNDA

Se levanta una abadesa apresuradamente ya oscuras para encontrar a una monja suya, delata-da a ella, en la cama con su amante, y estando uncura con ella, creyendo que se ponía en la cabezalas tocas, se puso los calzones del cura, los cuales,viéndolos la acusada, y haciéndoselo observar, fueabsuelta de la acusación y tuvo libertad para estarcon su amante.

Ya se callaba Filomena y había sido alaba-do por todos el buen juicio de la señora para quitar-se de encima a aquellos a quienes no quería amar;y, por el contrario, no amor sino tontería había sidojuzgada por todos la osada presunción de los aman-tes, cuando la reina a Elisa dijo graciosamente:

—Elisa, sigue.

La cual, prestamente, comenzó:

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Carísimas señoras, discretamente supo do-ña Francesca, como se ha contado, librarse de loque la molestaba; pero una joven monja, con laayuda de la fortuna, se libró, con las palabras opor-tunas, de un amenazador peligro. Y como sabéis,son muchos los que, siendo estultísimos, maestrosse hacen de los demás y reprensores, los cuales, talcomo podréis comprender por mi historia, la fortunaalgunas veces merecidamente vitupera; y ello lesucedió a una abadesa bajo cuya obediencia estabala monja de la que debo hablar.

Debéis saber, pues, que en Lombardíahubo un monasterio famosísimo por su santidad yreligión en el cual, entre otras monjas que allí había,había una joven de sangre noble y de maravillosahermosura dotada, la cual, llamada Isabetta,habiendo venido un día a la reja para hablar con unpariente suyo, de un apuesto joven que con él esta-ba se enamoró; y éste, viéndola hermosísima, ya sudeseo habiendo entendido con los ojos, semejan-temente se inflamó por ella, y no sin gran tristeza delos dos, este amor durante mucho tiempo mantuvie-ron sin ningún fruto. Por fin, estando los dos atentosa ello, vio el joven una vía para poder ir a su monjaocultísimamente; con lo que, alegrándose ella, nouna vez, sino muchas, con gran placer de los dos, la

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visitó. Pero continuando esto, sucedió que él, unanoche, fue visto por una de las señoras de alláadentro (sin que ni él ni ella se apercibiesen) ir a vera Isabetta y volver; lo que a otras cuantas comu-nicó. Y primero tomaron la decisión de acusarla a laabadesa, la cual doña Usimbalda tenía por nombre,buena y santa señora según su opinión y de cual-quiera que la conociese; luego pensaron, para queno pudiese negarlo, en hacer que la abadesa lacogiese con el joven, y, así, callándose, se repartie-ran entre sí las vigilias y las guardias secretamentepara cogerla. Y, no cuidándose Isabetta de esto nisabiendo nada de ello, sucedió que le hizo venir unanoche; lo que inmediatamente supieron las queestaban a la expectativa. Las cuales, cuando lespareció oportuno, estando ya la noche avanzada, sedividieron en dos y una parte se puso en guardia ala puerta de la celda de Isabetta y otra se fue co-rriendo a la alcoba de la abadesa, y dando golpesen la puerta de ésta, que ya contestaba, dijeron:

—¡Sús!, señora, levantaos deprisa, quehemos encontrado a Isabetta con un joven en lacelda.

Estaba aquella noche la abadesa acompa-ñada de un cura al cual hacia venir con frecuencia

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metido en un arcón; y, al oír esto, temiendo que lasmonjas fuesen a golpear tanto la puerta (por dema-siada prisa o demasiado afán) que se abriese, apre-suradamente se puso en pie y lo mejor que pudo sevistió a oscuras, y creyendo coger unas tocas do-bladas que llevan sobre la cabeza y las llaman «elsalterio», cogió los calzones del cura, y tanta fue laprisa que, sin darse cuenta, en lugar del salterio selos echó a la cabeza y salió, y prestamente se cerróla puerta tras ella, diciendo:

—¿Dónde está esa maldita de Dios?

Y con las demás, que tan excitadas y aten-tas estaban para que encontrasen a Isabetta enpecado que de lo que llevase en la cabeza la aba-desa no se dieron cuenta, llegó a la puerta de lacelda de ésta y, ayudada por las otras, la echó aba-jo; y entradas dentro, en la cama encontraron a losdos amantes abrazados, los cuales, de un tan súbi-to acontecimiento aturdidos, no sabiendo quéhacerse, se estuvieron quietos. La joven fue inconti-nenti cogida por las otras monjas y, por orden de laabadesa, llevada a capítulo. El joven se había que-dado y, vistiéndose, esperaba a ver en qué acababala cosa, con la intención de jugar una mala pasadaa cuantas pudiera alcanzar si a su joven fuese

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hecho algún mal, y llevársela con él. La abadesa,sentándose en el capítulo, en presencia de todaslas monjas, que solamente a la culpable miraban,comenzó a decirle las mayores injurias que nunca auna mujer fueron dichas, como a quien la santidad,la honestidad y la buena fama del monasterio consus sucias y vituperables acciones, si afuera fuesesabido, todo lo contaminaba; y tras las injuriasañadía gravísimas amenazas. La joven, vergonzosay tímida, como culpable, no sabía qué responder,sino que callando, hacía a las demás sentir compa-sión de ella. Y multiplicando la abadesa sus histo-rias, le ocurrió a la joven levantar la mirada y vio loque la abadesa llevaba en la cabeza y las cintasque de acá y de allá le colgaban; por lo que, dándo-se cuenta de lo que era, tranquilizada por completo,dijo:

—Señora, así os ayude Dios, ataos la cofiay luego me diréis lo que queráis.

La abadesa, que no la entendía, dijo:

—¿Qué cofia, mala mujer? ¿Tienes el rostrode decir gracias? ¿Te parece que has hecho algocon lo que vayan bien las bromas?

Entonces la joven, otra vez, dijo:

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—Señora, os ruego que os atéis la cofia;después decidme lo que os plazca.

Con lo que muchas de las monjas levanta-ron la mirada a la cabeza de la abadesa, y ella tam-bién llevándose a ella las manos, se dieron cuentade por qué Isabetta decía aquello; con lo que laabadesa, dándose cuenta de su misma falta y vien-do que por todas era vista y no podía ocultarla,cambió de sermón, y de guisa muy distinta de laque había comenzado empezando a hablar, llegó ala conclusión de que era imposible defenderse delos estímulos de la carne; y por ello calladamente,como se había hecho hasta aquel día, dijo que cadauna se divirtiera cuanto pudiese. Y poniendo enlibertad a la joven, se volvió a acostarse con sucura, e Isabetta con su amante, al cual muchasveces después, a pesar de aquellas que le teníanenvidia, lo hizo venir allí; las demás que no teníanamante, lo mejor que pudieron probaron fortuna.

NOVELA TERCERAEl maestro Simón, a instancias de Bruno y

de Buffalmacco y de Nello, hace creer a Calandrinoque está preñado, el cual da a los antes dichos

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capones y dinero para medicinas, y se cura de lapreñez sin parir.

Después de que Elisa hubo terminado suhistoria, habiendo dado todos gracias a Dios porhaber sacado, con feliz hallazgo, a la joven monjade las fauces de sus envidiosas compañeras, lareina mandó a Filostrato que siguiese; el cual, sinesperar otra orden, comenzó:

Hermosísimas señoras, el poco pulido juezde las Marcas sobre quien ayer os conté una histo-ria, me quitó de la boca una historia de Calandrinoque estaba por deciros; y porque lo que de él secuente no puede sino multiplicar la diversión, aun-que sobre él y sus compañeros ya se haya habladobastante, os diré, sin embargo, la que ayer tenía enel ánimo.

Ya antes se ha mostrado muy claro quiénera Calandrino y los otros de quienes tengo quehablar en esta historia; y por ello, sin decir más,digo que sucedió que una tía de Calandrino murió yle dejo doscientas liras de calderilla contante; por lacual cosa, Calandrino comenzó a decir que queríacomprar una posesión, y con cuantos corredores de

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tierras había en Florencia, como si tuviese paragastar diez mil florines de oro, andaba en tratos, loscuales siempre se estropeaban cuando se llegabaal precio de la posesión deseada. Bruno y Buffal-macco, que estas cosas sabían, le habían dichomuchas veces que haría mejor en gastárselos juntocon ellos que andar comprando tierras como sihubiera tenido que hacer de destripaterrones, perono a esto sino ni siquiera a invitarles a comer unavez lo había conducido. Por lo que, quejándose undía de ello y llegando un compañero suyo que teníapor nombre Nello, pintor, deliberaron los tres juntosencontrar la manera de untarse el hocico a costa deCalandrino; y sin tardanza, habiendo decidido entreellos lo que tenían que hacer, a la mañana siguien-te, apostado para ver cuándo salía de casa Calan-drino, y no habiendo andado éste casi nada, le salióal encuentro Nello y dijo:

—Buenos días, Calandrino.

Calandrino le contestó que Dios le diesebuenos días y buen año. Después de lo cual Nello,parándose un poco, comenzó a mirarle a la cara; aquien Calandrino dijo:

—¿Qué miras?

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Y Nello le dijo:

—¿No te ha pasado nada esta noche? Nome pareces el mismo.

Calandrino, incontinenti comenzó a sentirtemor y dijo:

—¡Ay!, ¿qué te parece que tengo?

Dijo Nello:

—¡Ah!, no lo digo por eso; pero me parecesmuy transformado; será otra cosa —y le dejó ir.Calandrino, todo asustado, pero no sintiendo nada,siguió andando. Pero Buffalmacco, que no estabalejos, viéndolo ya alejarse de Nello, le salió al en-cuentro y, saludándole, le preguntó que si le dolíaalgo. Calandrino repuso:

—No sé, hace un momento me decía Nelloque parecía todo transformado; ¿podría ser que mepasase algo?

Dijo Buffalmacco:

—Si, nada podría pasarte, no algo: parecesmedio muerto.

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A Calandrino ya le parecía tener calentura;y he aquí que Bruno aparece, y antes de decir nadadijo:

—Calandrino, ¿qué cara es ésa? Parecesun muerto; ¿qué te pasa?

Calandrino, al oír a todos éstos hablar así,por ciertísimo tuvo que estaba enfermo, y todo es-pantado le preguntó:

—¿Qué hago?

Dijo Bruno:

—A mí me parece que te vuelvas a casa yte metas en la cama y que te tapen bien, y que lemandes una muestra al maestro Simón, que es taníntimo nuestro como sabes. Él te dirá incontinenti loque tienes que hacer, y nosotros vendremos a ver-te; y si algo necesitas lo haremos nosotros.

Y uniéndoseles Nello, con Calandrino sevolvieron a su casa; y él, entrando todo fatigado enla alcoba, dijo a la mujer:

—Ven y tápame bien, que me siento muymal.

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Y habiéndose acostado, mandó una mues-tra al maestro Simón por una criadita, el cual enton-ces estaba en la botica del Mercado Viejo que tienela enseña del melón. Y Bruno dijo a sus compañe-ros:

—Vosotros quedaos aquí con él, yo quiero ira saber qué dice el médico, y si es necesario a tra-erlo.

Calandrino entonces dijo:

—¡Ah, si, amigo mío, vete y ven a decirmecómo está la cosa, que yo no sé qué siento aquídentro!

Bruno, yendo a buscar al maestro Simón,allí llegó antes de la criadita que llevaba la muestra,e informó del caso al maestro Simón; por lo que,llegada la criadita y habiendo visto el maestro lamuestra, dijo a la criadita:

—Ve y dile a Calandrino que no coja frío eiré en seguida a verle y le diré lo que tiene y lo quetiene que hacer.

La criadita así se lo dijo; y no había pasadomucho tiempo cuando el médico y Bruno vinieron, ysentándose al lado del médico, comenzó a tomarle

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el pulso, y, luego de un poco, estando allí presentesu mujer, dijo:

—Mira, Calandrino, hablándote como aamigo, no tienes otro mal sino que estás preñado.

Cuando Calandrino oyó esto, dolorosamen-te comenzó a gritar y a decir:

—¡Ay! Tessa, esto es culpa tuya, que noquieres sino subirte encima; ¡ya te lo decía yo!

La mujer, que muy honesta persona era,oyendo decir tal cosa al marido, toda enrojeció devergüenza, y bajando la frente sin responder pala-bra salió de la alcoba. Calandrino, continuando consu quejumbre, decía:

—¡Ay, desdichado de mí, ¿qué haré?,¿cómo pariré este hijo? ¿Por dónde saldrá? Bienme veo muerto por la lujuria de esta mujer mía, quetan desdichada la haga Dios como yo quiero serfeliz; pero si estuviese sano como no lo estoy, melevantaría y le daría tantos golpes que la haría pe-dazos, aunque muy bien me está, que nunca debíahaberla dejado subirse encima; pero por cierto quesi salgo de ésta antes se podrá morir de las ganas.

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Bruno y Buffalmacco y Nello tenían tantasganas de reír que estallaban al oír las palabras deCalandrino, pero se aguantaban; pero el maestroSimón se reía tan descuajaringadamente que se lepodrían haber sacado todos los dientes. Pero, porfin, poniéndose Calandrino en manos del médico yrogándole que en esto le diese consejo y ayuda, ledijo el maestro:

—Calandrino, no quiero que te aterrorices,que, alabado sea Dios, nos hemos dado cuenta delcaso tan pronto que con poco trabajo y en pocosdías te curaré; pero hay que gastar un poco.

Dijo Calandrino:

—¡Ay!, maestro mío, sí, por amor de Dios;tengo aquí cerca de doscientas liras con las quequería comprar una buena posesión: si se necesitantodas, cogédlas todas, con tal de que no tenga queparir, que no sé qué iba a ser de mí, que oigo a lasmujeres armar tanto alboroto cuando están parien-do, aunque tengan un tal bien grande para hacerlo,que creo que si yo sintiera ese dolor me moriríaantes de parir.

Dijo el médico:

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—No pienses en eso: te haré hacer ciertabebida destilada muy buena y muy agradable debeber que, en tres mañanas, resolverá todas lascosas y te quedarás más fresco que un pez; peroluego tendrás que ser prudente y no te obstines enestas necedades más. Ahora se necesitan para esaagua tres pares de buenos y gordos capones, ypara otras cosas que hacen falta le darás a uno deéstos cinco liras de calderilla para que las compre, yharás que todo me lo lleven a la botica; y yo, ennombre de Dios, mañana te mandaré ese brebajedestilado, y comenzarás a beberlo un vaso grandede cada vez.

Calandrino, oído esto, dijo:

—Maestro mío, lo que digáis.

Y dando cinco liras a Bruno y dineros paratres pares de capones le rogó que en su servicio setomase el trabajo de estas cosas. El médico, yén-dose, le hizo hacer un poco de jarabe y se lomandó. Bruno, comprados los capones y otras co-sas necesarias para pasarlo bien, junto con el médi-co y con sus compañeros se los comió. Calandrinobebió jarabe tres mañanas; y el médico vino a verley sus compañeros y, tomándole el pulso, le dijo:

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—Calandrino, estás curado sin duda, asíque con tranquilidad vete ya a tus asuntos, y no escosa de quedarte más en casa.

Calandrino, contento, se levantó y se fue asus asuntos, alabando mucho, dondequiera que separaba a hablar con una persona, la buena cura quele había hecho el maestro Simón, haciéndole abor-tar en tres días sin ningún dolor; y Bruno y Buffal-macco y Nello se quedaron contentos por habersabido, con ingenio, burlar la avaricia de Calandrino,aunque doña Tessa, apercibiéndose, mucho con sumarido rezongase.

NOVELA CUARTA

Cecco de micer Fortarrigo se juega en Bon-convento todas sus cosas y los dineros de Cecco demicer Angiulieri, y corriendo detrás de él en camisay diciendo que le había robado, hace que los villa-nos lo cojan; y se viste sus ropas y monta en elpalafrén y, viniéndose, lo deja a él en camisa.

Con grandísimas risas de toda la compañíahabían sido escuchadas las palabras dichas por

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Calandrino a su mujer; pero callándose ya Filostra-to, Neifile, cuando la reina quiso, comenzó:

Valerosas señoras, si no fuese más difícil alos hombres mostrar a los demás su buen juicio y suvirtud, de lo que lo es la necedad y el vicio, en vanose fatigarían mucho en poner freno a sus palabras;y esto lo ha manifestado suficientemente la necedadde Calandrino, que ninguna necesidad tenía, paracurarse del mal que su simpleza le hacía creer quetenía, de mostrar en público los secretos gustos desu mujer. La cual cosa, me ha traído a la memoriaotra contraria a ella, esto es: cómo la malicia de unosuperó el entendimiento de otro, con grave daño yburla del sobrepasado; lo que me place contaros.

Había, no han pasado muchos años, enSiena, dos hombres ya de edad madura, llamadoslos dos Cecco, pero uno de micer Angiuleri y el otrode micer Fortarrigo, los cuales, aunque en muchasotras cosas no concordaban sus costumbres, enuna —esto es, en que ambos odiaban a sus pa-dres— tanto concordaban que se habían hechoamigos y muchas veces estaban juntos. Pero pare-ciéndole al Angiulieri, que apuesto y cortés hombreera, mal estar en Siena con la asignación que le eradada por su padre, enterándose de que en la Marca

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de Ancona había venido como legado del papa uncardenal que era mucho su protector, se dispuso airse a donde él, creyendo mejorar su condición yhaciéndole saber esto al padre, arregló con él que lediese en un momento lo que le debía dar en seismeses para que se pudiera vestir y equipar de ca-balgadura e ir honorablemente. Y buscando a al-guien a quien pudiese llevar consigo a su servicio,llegó esto a oídos del Fortarrigo, el cual inmediata-mente fue al Angiulieri y comenzó como mejor pudoa rogarle que lo llevase consigo, y que él quería sersu criado y servidor y cualquier cosa, y sin ningúnsalario más que los gastos. Al cual respondió Angiu-lieri que no lo quería llevar, no porque no supieseque era capaz de todo servicio sino porque jugaba,y además de eso se embriagaba alguna vez; a loque Fortarrigo respondió que de lo uno y lo otro seenmendaría sin duda, y con muchos juramentos selo afirmó, añadiendo tantos ruegos que Angiulieri,como vencido, dijo que estaba contento. Y puestosen camino una mañana ambos, se fueron a almor-zar a Bonconvento, donde habiendo Angiulieri al-morzado y haciendo mucho calor, haciéndose pre-parar una cama en la posada y desnudándose,ayudado por Fortarrigo, se durmió, y le dijo que alsonar nona le llamase. Fortarrigo, mientras dormía

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Angiulieri, se bajó a la taberna, y allí, habiendo be-bido un tanto, comenzó a jugar con algunos, loscuales en poco tiempo habiéndole ganado algunosdineros que tenía, semejantemente cuanta ropatenía encima le ganaron, con lo que él, deseoso deresarcirse, en camisa como estaba, subió a dondedormía Angiulieri y, viéndolo dormir profundamente,le quitó de la bolsa cuantos dineros tenía, y volvien-do al juego los perdió igual que los otros. Angiulieri,despertándose, se levantó y se vistió, y llamó aFortarrigo, y no encontrándolo, pensó Angiulieri queen algún lugar se habría dormido borracho, comootras veces había acostumbrado a hacer; por loque, decidiéndose a dejarlo, haciendo ensillar supalafrén y cargando en él la valija, pensando enencontrar otro servidor en Corsignano, queriendo,para irse, pagar al posadero, no encontró ni un dine-ro; por lo que el alboroto fue grande y toda la casadel posadero se revolvió, diciendo Angiulieri que lehabían robado allí dentro y amenazando a todoscon hacerlos ir presos a Siena. Y he aquí que llegaFortarrigo, que para quitarle las ropas como habíahecho antes con el dinero venía; y viendo a Angiu-lieri en disposición de cabalgar, dijo:

—¿Qué es esto, Angiulleri? ¿Tenemos queirnos ya? ¡Ah!, esperad un poco: debe llegar de un

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momento a otro uno que ha tomado en prenda mijubón por treinta y ocho sueldos; estoy cierto de quenos lo devolverá por treinta y cinco pagándolo en elmomento.

Y mientras estaba hablando todavía, llegóuno que aseguró a Angiulieri que Fortarrigo habíasido quien le había quitado sus dineros mostrándolela cantidad de ellos que había perdido. Por la cualcosa, Angiulieri, enojadísimo, dijo a Fortarrigo ungran insulto, y si más al prójimo que a Dios nohubiese temido, habría llegado a las obras; y ame-nazándolo con hacerlo colgar o hacer pregonar sucabeza en Siena montó a caballo. Fortarrigo, siAngiulieri dijese estas cosas a otros y no a él, decía:

—¡Bah!, Angiulieri, haya paz, dejemos aho-ra estas palabras que no importan un rábano,ocupémonos de esto: nos lo devolverán por treinta ycinco sueldos si lo recogemos ahora, que, si espe-ramos de aquí a mañana, no querrán menos detreinta y ocho, a como me lo prestó; y me hace estefavor porque me fié de él, ¿por qué no ganamostres sueldos?

Angiulieri, oyéndolo hablar así, se desespe-raba, y máximamente viéndose mirar por los queestaban alrededor, que parecía que creían, no que

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Fontarrigo hubiera jugado el dinero de Angiulieri,sino que aún tenía del suyo y le decía:

—¿Qué me importa tu jubón, así te cuel-guen, que no solamente me has robado y jugado lomío, sino que además has impedido mi partida, yaún te burlas de mi?

Fortarrigo, sin embargo, estaba impasiblecomo si no le hablase a él y decía:

—¡Ah!, ¿por qué no puedes dejarme ganartres sueldos?, ¿no crees que te los puedo prestar?¡Ah!, hazlo si algo te importo; ¿por qué tienes tantaprisa? Todavía llegaremos esta noche temprano aTorrenieri. Busca tu bolsa sabe que podría recorrertoda Siena y no encontraría uno que me estuvieratan bien como éste; ¡y decir que se lo he dejado aaquél por treinta y ocho sueldos! Todavía vale cua-renta y más, así que me perjudicarías de dos mane-ras.

Angiuleri, aquejado por grandísimo dolor,viéndose robar por éste y ahora ser detenido por supalabreo, sin responderle más, volviendo la cabezade palafrén, tomó el camino hacia Torrenieri. Alcual, Fortarrigo, poseído de una maliciosa idea, asíen camisa comenzó a trotar tras él, y habiendo an-

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dado ya sus dos millas rogando por el jubón, yendoAngiulieri deprisa para quitarse aquella lata de losoídos, vio Fortarrigo unos labradores en un campovecino al camino delante de Angiulieri; a los queFortarrigo, gritando fuerte comenzó a decir:

—¡Cogédlo, cogédlo!

Por lo que éstos, uno con azada y otro conazadón, parándose en el camino delante de Angiu-lieri, creyendo que hubiera robado a aquel que ven-ía tras él en camisa gritando, le retuvieron y lo apre-saron; al cual, decirles quién era él y cómo habíaido el asunto, de poco le servía. Pero Fortarrigo,llegan do allí, con mal gesto dijo:

—¡No sé cómo no te mato, ladrón traidorque te escapas con lo mío!

Y volviéndose a los villanos, dijo:

—Ved, señores, cómo me había, partiendoescondidamente, dejado en la posada, después dehaber perdido en el juego todas sus cosas. Bienpuedo decir que por Dios y por vosotros he recupe-rado todo esto, por lo que siempre os estaré agra-decido.

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Angiulieri por su parte decía lo mismo, perosus palabras no eran oídas. Fortarrigo, con la ayudade los villanos, lo hizo bajar del palafrén y, des-pojándole de sus ropas, se vistió con ellas, y mon-tado a caballo, dejando a Angiulieri en camisa ydescalzo, se volvió a Siena, diciendo por todas par-tes que el palafrén y las ropas le había ganado aAngiulieri. Angiulieri, que rico creía ir al cardenal enla Marca, pobre y en camisa se volvió a Bonconven-to, y por vergüenza no se atrevió a volver a Sienaen mucho tiempo; sino que, habiéndole prestadounas ropas, sobre el rocín que montaba Fortarrigose fue con sus parientes de Corsignano, con loscuales se quedó hasta que por su padre fue otravez socorrido. Y de este modo la malicia de Forta-rrigo confundió el buen propósito de Angiulieri, aun-que no fuese por él dejada sin castigo en su tiempoy su lugar.

NOVELA QUINTA

Calandrino se enamora de una joven y Bru-no le hace un breve, con el cual, al tocarla, se vacon él; y siendo encontrado por su mujer, tienen unagravísima y enojosa disputa.

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Terminada la no larga historia de Neifile, sinque demasiado se riese de ella o hablase la com-pañía, la reina, vuelta hacia Fiameta, que ella si-guiese le ordenó; la cual, muy alegre, repuso que debuen grado, y comenzó:

Nobilísimas señoras, como creo que sabéis,nada hay de lo que se hable tanto que no guste máscada vez si el momento y el lugar que tal cosa pidesabe ser elegido debidamente por quien quierehablar de ello. Y por ello, si miro a aquello por loque estamos aquí (que para divertirnos y entrete-nernos y no para otra cosa estamos) estimo quetodo lo que pueda proporcionar diversión y entrete-nimiento tiene aquí su momento y lugar oportuno; yaunque mil veces se hablase de ello, no debe sinodeleitar otro tanto al hablar de ello. Por la cual cosa,aunque muchas veces se haya hablado entre noso-tros de las aventuras de Calandrino, mirando (comohace poco dijo Filostrato) que todas son divertidas,osaré contar sobre ellas una historia además de lascontadas: la cual, si de la verdad de los hechoshubiese querido o quisiese apartarme, bien habríasabido bajo otros nombres componerla y contarla;pero como el apartarse de la verdad de las cosas

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sucedidas al novelar es disminuir mucho deleite enlos oyentes, en la forma verdadera, ayudada por loya hablado, os la contaré.

Niccolo Cornacchini fue un conciudadanonuestro y un hombre rico; y entre sus otras posesio-nes tuvo una hermosa en Camerata, en la que hizoconstruir una honorable y rica casona, y con Brunoy con Buffalmacco concertó que se la pintaran toda;los cuales, como el trabajo era mucho, llevaron con-sigo a Nello y Calandrino y comenzaron a trabajar.Donde, aunque alguna alcoba amueblada con unacama y otras cosas oportunas hubiese y una criadavieja viviese también como guardiana del lugar,porque otra familia no había, acostumbraba un hijodel dicho Niccolo, que tenía por nombre Filippo,como joven y sin mujer, a llevar alguna vez a algunamujer que le gustase y tenerla allí un día o dos yluego despedirla.

Ahora bien, entre las demás veces sucedióque llevó a una que tenía por nombre Niccolosa, aquien un rufián, que era llamado el Tragón, tenién-dola a su disposición en una casa de Camaldoli, ladaba en alquiler. Tenía ésta hermosa figura y esta-ba bien vestida y, en relación con sus semejantes,era de buenas maneras y hablaba bien; y habiendo

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un día a mediodía salido de la alcoba con unasenaguas de fustán blanco y con los cabellos revuel-tos, y estando lavándose las manos y la cara en unpozo que había en el patio de la casona, sucedióque Calandrino vino allí a por agua y familiarmentela saludó. Ella, respondiéndole, comenzó a mirarle,más porque Calandrino le parecía un hombre raroque por otra coquetería. Calandrino comenzó amirarla a ella, y pareciéndole hermosa, comenzó aencontrar excusas y no volvía a sus compañeroscon el agua: pero no conociéndola no se atrevía adecirle nada. Ella, que se había apercibido de que lamiraba, para tomarle el pelo alguna vez lo miraba,arrojando algún suspirillo; por la cual cosa Calandri-no súbitamente se encalabrinó con ella, y no sehabía ido del patio cuando ella fue llamada a laalcoba de Filippo.

Calandrino, volviendo a trabajar, no hacíasino resoplar, por lo que Bruno, dándose cuenta,porque mucho le observaba las manos, como quiengran diversión sentía en sus actos, dijo:

—¿Qué diablo tienes, compadre Calandri-no? No haces más que resoplar.

Al que Calandrino dijo:

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—Compadre, si tuviera quien me ayudase,estaría bien.

—¿Cómo? —dijo Bruno.

A quien Calandrino dijo:

—No hay que decírselo a nadie: hay una jo-ven aquí abajo que es más hermosa que una hechi-cera, la cual se ha enamorado tanto de mí que teparecería cosa extraordinaria: me he dado cuentaahora mismo, cuando he ido a por agua.

—¡Ay! —dijo Bruno—, cuidado que no seala mujer de Filippo.

Dijo Calandrino:

—Creo que sí, porque él la llamó y ella sefue a su alcoba; ¿pero qué significa esto? A Cristose la pegaría yo por tales cosas, no a Filippo. Tevoy a decir la verdad, compadre: me gusta tantoque no podría decirlo.

Dijo entonces Bruno:

—Compadre, te voy a explicar quién es; y sies la mujer de Filippo, arreglaré tu asunto en dospalabras porque la conozco mucho. ¿Pero cómo

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haremos para que no lo sepa Buffalmacco? Nopuedo hablarle nunca si no está él conmigo.

Dijo Calandrino:

—Buffalmacco no me preocupa, pero tencuidado con Nello, que es pariente de Tessa yecharía todo a perder.

Dijo Bruno:

—Dices bien.

Pues Bruno sabía quién era ella, comoquien la había visto llegar, y también Filippo se lohabía dicho; por lo que, habiéndose ido Calandrinoun poco del trabajo e ido a verla, Bruno contó todo aNello y a Buffalmacco, y juntos ocultamente arregla-ron lo que iban a hacer con este enamoramientosuyo.

Y al volver, le dijo Bruno en voz baja:

—¿La has visto?

Repuso Calandrino:

—¡Ay, sí, me ha matado!

Dijo Bruno:

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—Quiero ir a ver si es la que yo creo; y sies, déjame hacer a mí. Bajando, pues, Bruno y en-contrando a Filippo y a ella, ordenadamente lescontó quién era Calandrino y lo que les había dicho,y con ellos arregló lo que cada uno tenía que decir yhacer para divertirse y entretenerse con el enamo-ramiento de Calandrino; y volviéndose a Calandrinodijo:

—Sí es ella: y por ello esto hay que hacerlomuy sabiamente, porque si Filippo se diese cuenta,toda el agua del Arno no te lavaría. Pero, ¿qué quie-res que le diga de tu parte si sucede que puedahablarle?

Repuso Calandrino:

—¡Rediez! Le dirás antes que antes que laquiero mil fanegas de ese buen bien de impregnar,y luego que soy su servicial y que si quiere algo,¿me has entendido bien?

Dijo Bruno:

—Sí, déjame a mí.

Llegada la hora de la cena y éstos, habien-do dejado el trabajo y bajado al patio, estando allíFilippo y Niccolosa, un rato en servicio de Calandri-

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no se quedaron allí, y Calandrino comenzó a mirar aNiccolosa y a hacer los más extraños gestos delmundo, tales y tantos que se habría dado cuenta unciego. Ella, por otra parte, hacía todo cuanto podíacon lo que creía inflamarlo bien y según los conse-jos recibidos de Bruno, divirtiéndose lo más delmundo con los modos de Calandrino. Filippo, conBuffalmacco y con los otros hacía semblante deconversar y de no apercibirse de este asunto.

Pero después de un rato, sin embargo, congrandísimo fastidio de Calandrino se fueron; y vi-niendo hacia Florencia dijo Bruno a Calandrino:

—Bien te digo que la haces derretirse comohielo al sol: por el cuerpo de Cristo, si te traes elrabel y le cantas un poco esas canciones tuyas deamores, la harás tirarse de la ventana para venircontigo.

Dijo Calandrino:

—¿Te parece, compadre?, ¿te parece quelo traiga?

—Sí —repuso Bruno.

A quien repuso Calandrino:

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—No me lo creías hoy cuando te lo decía:por cierto, compadre, me doy cuenta de que sémejor que otros hacer lo que quiero. ¿Quién hubierasabido, sino yo, enamorar tan pronto a una mujer talque ésta? A buena hora iban a saberlo hacer estosjóvenes de trompa marina que todo el día lo pasanyendo de arriba abajo y en mil años no sabrían reu-nir un puñado de cuescos. Ahora querría que mevieses un poco con el rabel: ¡verás que buena pa-sada! Y entiende bien que no soy tan viejo como teparezco: ella sí se ha dado cuenta, ella; pero de otramanera se lo haré notar si le pongo las garras en-cima, por el verdadero cuerpo de Cristo, que le harétal pasada que se me vendrá detrás como la tontatras el hijo.

—¡Oh! —dijo Bruno—, te la hocicarás: y meparece verte morderla con esos dientes tuyos comoclavijas esa boca suya rojezuela y esas mejillas queparecen dos rosas, y luego comértela toda entera.

Calandrino, al oír estas palabras, le parecíaestar poniéndolas en obra, y andaba cantando ysaltando tan alegre que no cabía en su pellejo. Peroal día siguiente, trayendo el rabel, con gran deleitede toda la compañía cantó con él muchas cancio-nes; y en resumen en tal desgana de hacer nada

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entró con tanto mirar a aquélla, que no trabajabanada sino que mil veces al día, ora a la ventana, oraa la puerta y ora al patio corría para verla, y ella,según los consejos que Bruno le había dado, muybien le daba ocasiones. Bruno, por otra parte, seocupaba de sus embajadas y de parte de ella aveces se las hacía: cuando ella no estaba allí, queera la mayor parte del tiempo, le hacía llegar cartasde ella en las cuales le daba grandes esperanzas asus deseos, mostrando que estaba en casa de susparientes, donde él entonces no podía verla. Y deesta guisa, Bruno y Buffalmacco, que andaban en elasunto, sacaban de los hechos de Calandrino lamayor diversión del mundo, haciéndose dar a ve-ces, como pedido por su señora, cuándo un peinede marfil y cuándo una bolsa y cuándo una navajillay tales chucherías, dándole a cambio algunas sortiji-tas falsas sin valor con las que Calandrino hacíafiestas maravillosas; y además de esto le sacabanbuenas meriendas y otras invitaciones, por estarocupados de sus asuntos.

Ahora, habiéndole entretenido unos dosmeses de esta forma sin haber hecho más, viendoCalandrino que el trabajo se venía acabando y pen-sando que, si no llevaba a efecto su amor antes deque estuviese terminado el trabajo, nunca más iba a

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poder conseguirlo, comenzó a importunar mucho ya solicitar a Bruno; por la cual cosa, habiendo veni-do la joven, habiendo Bruno primero con Filippo ycon ella arreglado lo que había que hacer, dijo aCalandrino:

—Mira, compadre, esta mujer me ha prome-tido más de mil veces hacer lo que tú quieras y lue-go no hace nada, y me parece que te está tomandoel pelo; y por ello, como no hace lo que promete,vamos a hacérselo hacer, lo quiera o no, si tú quie-res.

Repuso Calandrino:

—¡Ah!, sí, por amor de Dios, hagámoslopronto.

Dijo Bruno:

—¿Tendrás valor para tocarla con un breveque te dé yo?

Dijo Calandrino:

—Claro que sí.

—Pues —dijo Bruno— búscame un trozo depergamino nonato y un murciélago vivo y tres grani-tos de incienso y una vela bendita, y déjame hacer.

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Calandrino pasó toda la noche siguiente ca-zando a un murciélago con sus trampas y al final locogió y con las otras cosas y se lo llevó a Bruno; elcual, retirándose a una alcoba, escribió sobre aquelpergamino ciertas sandeces con algunas cataratasy se lo llevó y dijo:

—Calandrino, entérate de que si la tocascon este escrito, vendrá incontinenti detrás de ti yhará lo que quieras. Pero, si Filippo va hoy a algúnlugar, acércate de cualquier manera y tócala y veteal pajar que está aquí al lado, que es el mejor lugarque haya, porque no va nunca nadie, verás que ellaviene allí, cuando esté allí bien sabes lo que tienesque hacer.

Calandrino se sintió el hombre más feliz delmundo y tomando el escrito dijo:

—Compadre, déjame a mí.

Nello, de quien Calandrino se ocultaba, sedivertía con este asunto tanto como los otros y juntocon ellos intervenía en la burla; y por ello, tal comoBruno le había ordenado, se fue a Florencia a lamujer de Calandrino y le dijo:

—Tessa, sabes cuántos golpes te dio Ca-landrino sin razón el día que volvió con las piedras

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del Muñone, y por ello quiero que te vengues: y sino lo haces, no me tengas más por pariente ni poramigo. Se ha enamorado de una mujer de allá arri-ba, y es tan zorra que anda encerrándose con élmuchas veces, y hace poco se dieron cita para es-tar juntos enseguida; y por eso quiero que te ven-gues y lo vigiles y lo castigues bien.

Al oír la mujer esto, no le pareció ningunabroma, sino que poniéndose en pie comenzó a de-cir:

—Ay, ladrón público, ¿eso me haces? Porla cruz de Cristo, no se quedará así que no me laspagues.

Y cogiendo su toquilla y una muchachita decompañera, enseguida, más corriendo que andan-do, con Nello se fue hacia allá arriba; a la cual, alverla venir Bruno de lejos, dijo a Filippo:

—Aquí está nuestro amigo.

Por la cual cosa, Filippo, yendo donde Ca-landrino y los otros trabajando, dijo:

—Maestros, tengo que ir a Florencia ahoramismo: trabajad con ganas.

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Y yéndose, se fue a esconder en una partedonde podía, sin ser visto, ver lo que hacía Calan-drino.

Calandrino, cuando creyó que Filippo esta-ba algo lejos, bajó al patio donde encontró sola aNiccolosa; y entrando con ella en conversación, yella, que sabía bien lo que tenía que hacer,acercándosele, un poco de mayor familiaridad quela que mostrado le había le mostró, con lo que Ca-landrino la tocó con el escrito. Y cuando la hubotocado, sin decir nada, volvió los pasos al pajar, adonde Niccolosa le siguió; y, entrando dentro, ce-rrada la puerta abrazó a Calandrino y sobre la pajaque estaba en el suelo lo arrojó, y saltándole enci-ma, a horcajadas y poniéndole las manos sobre loshombros, sin dejarle que le acercase la cara, comocon gran deseo lo miraba diciendo:

—Oh, dulce Calandrino mío, alma mía, bienmío, descanso mío, ¡cuánto tiempo he deseadotenerte y poder tenerte a mi voluntad! Con tu amabi-lidad me has robado el cordón de la camisa, me hasencadenado el corazón con tu rabel: ¿puede sercierto que te tenga?

Calandrino, pudiéndose mover apenas, de-cía:

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—¡Ah!, dulce alma mía, déjame besarte.

Niccolosa decía:

—¡Qué prisa tienes! Déjame primero verte ami gusto: ¡déjame saciar los ojos con este dulcerostro tuyo!

Bruno y Buffalmacco se habían ido dondeFilippo y los tres veían y oían esto; y yendo ya Ca-landrino a besar a Niccolosa, he aquí que lleganNello con doña Tessa; el cual, al llegar, dijo:

—Voto a Dios que están juntos —y llegadosa la puerta del pajar, la mujer, que estallaba de ra-bia, empujándole con las manos le hizo irse, y en-trando dentro vio a Niccolosa encima de Calandrino;la cual, al ver a la mujer, súbitamente levantándose,huyó y se fue donde estaba Filippo.

Doña Tessa corrió con las uñas a la cara deCalandrino que todavía no estaba levantado, y se laarañó toda; y cogiéndolo por el pelo y tirándolo deacá para allá comenzó a decir:

—Sucio perro deshonrado, ¿así que estome haces? Viejo tonto, que maldito sea el día enque te he querido: ¿así que no te parece que tienesbastante que hacer en tu casa que te vas enamo-

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rando por las ajenas? ¡Vaya un buen enamorado!¿No te conoces, desdichado?, ¿no te conoces,malnacido?, que escurriéndote todo no saldría jugopara una salsa. Por Dios que no era Tessa quien tepreñaba, ¡que Dios la confunda a ésa sea quiensea, que debe ser triste cosa tener gusto por unajoya tan buena como eres tú!

Calandrino, al ver venir a su mujer, sequedó que ni muerto ni vivo y no se atrevió a defen-derse contra ella de ninguna manera: sino que asíarañado y todo pelado y desgreñado, recogiendo lacapa y levantándose, comenzó humildemente apedir a su mujer que no gritase si no quería que lecortasen en pedazos porque aquella que estaba conél era mujer del de la casa.

La mujer dijo:

—¡Pues que Dios le dé mala ventura!

Bruno y Buffalmacco, que con Filippo y Nic-colosa se habían reído de este asunto a su gusto,como si acudiesen al alboroto, aquí llegaron; y lue-go de muchas historias, tranquilizada la mujer, die-ron a Calandrino el consejo de que se fuese a Flo-rencia y no volviera por allí, para que Filippo, si algooyera de esto, no le hiciese daño. Así pues, Calan-

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drino, triste y afligido, todo pelado y todo arañadovolviéndose a Florencia, más allá arriba no se atre-vió a volver, molestado día y noche por las repri-mendas de su mujer, y a su ardiente amor puso fin,habiendo hecho reír mucho a sus amigos y a Nicco-losa y a Filippo.

NOVELA SEXTA

Dos jóvenes se albergan en la casa de unocon cuya hija uno va acostarse, y su mujer, sin ad-vertirlo, se acuesta con el otro; el que estaba con lahija se acuesta con su padre y le cuenta todo, cre-yendo hablar con su compañero; hacen mucho al-boroto, la mujer, apercibiéndose, se mete en la ca-ma de la hija y, consiguientemente, con algunaspalabras pacifica a todos.

Calandrino, que otras veces había hechoreír a la compañía, lo mismo lo hizo esta vez: y des-pués de que las damas dejaran de hablar de suscosas, la reina ordenó a Pánfilo que hablase, el cualdijo:

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Loables señoras, el nombre de la Niccolosaamada por Calandrino me ha traído a la memoriauna historia de otra Niccolosa, la cual me placecontaros porque en ella veréis cómo una súbitainspiración de una buena mujer evitó un granescándalo.

En la llanura del Muñone hubo, no ha mu-cho tiempo, un hombre bueno que a los viandantesdaba, por dinero, de comer y beber; y aunque erauna persona pobre y tenía una casa pequeña, algu-na vez, en caso de gran necesidad, no a todas laspersonas sino a algún conocido albergaba; ahorabien, tenía éste una mujer que era asaz hermosahembra, de la cual tenía dos hijos: y el uno era unajovencita hermosa y agradable, de edad de quince ode dieciséis años, que todavía no tenía marido; elotro era un niño pequeñito que todavía no tenía unaño, al que la misma madre amamantaba. A la jo-ven le había echado los ojos encima un jovenzueloapuesto y placentero y hombre noble de nuestraciudad, el cual mucho andaba por el barrio y fogo-samente la amaba; y ella, que de ser amada por unjoven tal como aquel mucho se gloriaba, mientrasen retenerlo en su amor con placenteros gestos seesforzaba, de él igualmente se enamoró; y muchasveces con gusto de cada una de las partes hubiera

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tenido efecto aquel amor si Pinuccio, que así sellamaba el joven, no hubiera sentido disgusto encausar la deshonra de la joven y de él. Pero de díaen día multiplicándose su ardor, le vino el deseo aPinuccio de reunirse con ella, y le vino al pensa-miento encontrar el modo de albergarse en casa desu padre, pensando, como quien la disposición de lacasa de la joven sabía, que si aquello hiciera, podríaocurrir que estuviese con ella sin que nadie seapercibiese; y en cuanto le vino al ánimo, sin dila-ción lo puso en obra. Él, junto con un fiel amigollamado Adriano, que este amor conocía, cogiendoun día al caer la noche dos rocines de alquiler yponiéndoles encima dos valijas, tal vez llenas depaja, salieron de Florencia, y dando una vuelta,cabalgando, a la llanura del Muñone llegaron siendoya de noche; y entonces, como si volviesen de Ro-maña, dándose la vuelta, hacia las casas se vinie-ron y a la del buen hombre llamaron; el cual, comoquien muy bien conocía a los dos, abrió la puertaprontamente. Al que Pinuccio dijo:

—Mira, tienes que darnos albergue esta no-che: pensábamos poder entrar en Florencia, y nohemos podido apurarnos tanto que a tal hora comoes hayamos llegado.

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A quien el posadero repuso:

—Pinuccio, bien sabes qué comodidad ten-go para albergar a hombres tales como sois voso-tros; pero como esta hora os ha alcanzado aquí yno hay tiempo para que podáis ir a otro sitio, osdaré albergue de buena gana como pueda.

Echando pie a tierra, pues, los dos jóvenes,y entrando en el albergue, primeramente acomoda-ron sus rocines y luego, habiendo ellos llevado lacena consigo, cenaron con el huésped. Ahora notenía el huésped sino una alcobita muy pequeña enla cual había tres camitas puestas como mejor elhuésped había sabido; y no había, con todo ello,quedado más espacio (estando dos a uno de loslados de la alcoba y la tercera contra el otro) que sepudiese hacer allí nada sino moverse muy estre-chamente. De estas tres camas, hizo el hombrepreparar para los dos compañeros la menos mala, ylos hizo acostar; luego, después de algún tanto, nodurmiendo ninguno de ellos aunque fingiesen dor-mir, hizo el huésped acostarse a su hija en una delas dos que quedaban y en la otra se metió él y sumujer, la cual, junto a la cama donde dormía puso lacuna en la que tenía a su hijo pequeñito. Y estandolas cosas de esta guisa dispuestas, y habiendo

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Pinuccio visto todo, después de algún tiempo, pare-ciéndole que todos estaban dormidos, levantándosesin ruido, se fue a la camita donde la joven amadapor él estaba echada, y se le echó al lado; por lacual, aunque medrosamente lo hiciese, fue alegre-mente acogido, y con ella, tomando el placer quemás había deseado, se estuvo. Y estando así Pi-nuccio con la joven, sucedió que un gato hizo caerciertas cosas, que la mujer, despertándose, oyó; porlo que levantándose, temiendo que fuese otra cosa,así en la oscuridad como estaba, se fue allí adondehabía oído el ruido. Adriano, que en aquello no teníael ánimo, por acaso por alguna necesidad natural selevantó y yendo a satisfacerla se tropezó con lacuna puesta por la mujer, y no pudiendo sin levan-tarla pasar delante, cogiéndola, la levantó del lugardonde estaba y la puso junto al lado de la camadonde él dormía; y cumplido aquello por lo que sehabía levantado, volviéndose, sin preocuparse de lacuna, en la cama se metió. La mujer, habiendo bus-cado y encontrado que aquello que había caído alsuelo no era la tal cosa, no se preocupó de encen-der ninguna luz para verlo mejor sino que, habiendogritado al gato, a la alcobita se volvió, y a tientas sefue derechamente a la cama donde dormía su mari-do; pero no encontrando allí la cuna, se dijo:

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—¡Ay, desdichada de mí! Mira lo que hacía:a fe que me iba derechamente a la cama de mishuéspedes.

Y yendo un poco más allá y encontrando lacuna, en la cama junto a la cual estaba, junto aAdriano se acostó creyendo acostarse con su mari-do. Adriano, que todavía no se había dormido, alsentir esto la recibió bien y alegremente; y sin decirpalabra tensó la ballesta y la descargó de un sologolpe con gran placer de la mujer. Y estando así,temiendo Pinuccio que el sueño le sorprendiese consu joven, habiendo el placer logrado que deseaba,para volverse a dormir a su cama se levantó de sulado y, yendo a ella, encontrando la cuna, creyó queera aquélla la del huésped; por lo que, avanzandoun poco más, se acostó con el huésped, que con lallegada de Pinuccio se despertó. Pinuccio, creyendoestar al lado de Adriano, dijo:

—¡Bien te digo que nunca hubo cosa tandulce como Niccolosa! Por el cuerpo de Cristo, hetenido con ella el mayor placer que nunca un hom-bre tuvo con mujer; y te digo que he bajado seisveces a la villa desde que me fui de aquí.

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El huésped, oyendo estas noticias y nogustándole demasiado, se dijo primero: «¿Qué dia-blos hace éste aquí?».

Después, más airado que prudente, dijo:

—Pinuccio, la tuya ha sido una villanía y nosé por qué tienes que hacerme esto; pero por elcuerpo de Cristo me la vas a pagar.

Pinuccio, que no era el joven más sabio delmundo, al darse cuenta de su error no corrió a en-mendarlo como mejor hubiera podido sino que dijo:

—¿Qué te voy a pagar? ¿Qué podríashacerme?

La mujer del huésped, que con su maridocreía estar dijo a Adriano:

—¡Ay, mira a nuestros huéspedes queestán riñendo por no sé qué!

Adriano, riendo, repuso:

—Déjalos en paz y que Dios los confunda:bebieron demasiado anoche.

La mujer, pareciéndole haber oído a su ma-rido gritar y oyendo a Adriano, incontinenti conociódónde había estado y con quién; por lo cual, como

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discreta, sin decir palabra, súbitamente se levantó, ycogiendo la cuna de su hijito, como ninguna luz seviese en la alcoba, por conjetura la llevó junto a lacama donde dormía su hija y con ella se acostó; y,como despertándose con el barullo del marido, lellamó y le preguntó qué riña se traía con Pinuccio.El marido respondió:

—¿No le oyes lo que dice que ha hecho es-ta noche con Niccolosa?

La mujer dijo:

—Miente con toda la boca, que con Nicco-losa no se ha acostado; que yo me he acostadoaquí en el momento en que no he podido dormir ya;y tú eres un animal por creerle. Bebéis tanto por lanoche que luego soñáis y vais de acá para allá sinenteraros y os parece que hacéis algo grande; ¡granlástima es que no os rompáis el cuello! ¿Pero quéhace ahí ese Pinuccio? ¿Por qué no se está en sucama?

Por otra parte, Adriano, viendo que la mujerdiscretamente su deshonra y la de su hija tapaba,dijo:

—Pinuccio, te lo he dicho cien veces que novayas dando vueltas, que este vicio tuyo de levan-

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tarte dormido y contar las fábulas que sueñas te vaa traer alguna vez una desgracia; ¡vuélvete aquí, asíDios te dé mala noche!

El huésped, oyendo lo que decía su mujer ylo que decía Adriano, comenzó a creer demasiadobien que Pinuccio estaba soñando; por lo que, co-giéndolo por los hombros, comenzó a menearlo y allamarlo, diciendo:

—Pinuccio, despiértate; vuélvete a tu cama.

Pinuccio, habiendo oído lo que se había di-cho, comenzó, a guisa de quien soñase, a entrar enotros desatinos; de lo que el huésped se reía conlas mayores ganas del mundo. Al final, sintiendoque lo meneaban, hizo semblante de despertarse, yllamando a Adriano dijo:

—¿Es ya de día, que me llamas?

Adriano dijo:

—Sí, ven aquí.

Él, fingiendo y mostrándose muy somnolien-to, por fin se levantó de junto a su huésped y sevolvió a la cama con Adriano; y venido el día y le-vantándose el huésped, comenzó a reírse y a bur-larse de él y de sus sueños. Y así, de una broma en

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otra, preparando los dos jóvenes sus rocines y po-niendo sobre ellos sus valijas y habiendo bebidocon el huésped, montando de nuevo a caballo sevinieron a Florencia, no menos contentos del modoen que la cosa había sucedido que de los efectosde la cosa. Y luego después, encontrando otrosmodos, Pinuccio se encontró con Niccolosa, la cualafirmaba a su madre que éste verdaderamente hab-ía soñado; por la cual cosa la mujer, acordándosede los abrazos de Adriano, a sí misma se decía queera la única en haber velado.

NOVELA SÉPTIMA

Talano de Imola sueña que un lobo desga-rra toda la cara y la garganta de su mujer; le diceque tenga cuidado; ella no lo hace y le sucede así.

Habiendo terminado la historia de Pánfilo ysido la invención de la mujer alabada por todos, lareina a Pampínea dijo que contase la suya, la cual,entonces, comenzó:

Otra vez, amables señoras, sobre la verdaddemostrada por los sueños, de los que muchos se

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burlan, se ha hablado entre nosotros; y sin embar-go, aunque ya se haya dicho, no dejaré con unahistorieta muy breve de contaros lo que a una veci-na mía, no hace aún mucho tiempo, sucedió por nocreer en uno que sobre ella había tenido su marido.

No sé si vosotras conocisteis a Talano deImola, hombre muy honrado. Éste, habiendo toma-do por mujer a una joven llamada Margarita, máshermosa que todas las demás, pero, sobre toda otracosa, tan caprichosa, desabrida y suspicaz que noquería hacer nada a gusto de nadie ni los demáspodían hacerlo al suyo; lo que, aunque pesadísimofuese de soportar a Talano, no pudiendo hacer otracosa, se lo sufría. Ahora bien, sucedió una noche,estando Talano con esta Margarita suya en el cam-po, en una de sus posesiones, que estando él dur-miendo le pareció ver a su mujer ir por un bosquemuy hermoso que tenían no muy lejos de su casa; ymientras la veía andar así, le pareció que de unaparte del bosque salía un grande y feroz lobo, elcual prestamente se le arrojaba a la garganta y latiraba a tierra, y ella, pidiendo ayuda, se esforzabaen arrancarse de él; y cuando salió de sus fauces,toda la cara y la garganta le pareció que tenía des-trozadas. El cual, levantándose a la mañana si-guiente, dijo a su mujer:

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—Mujer, aunque tu suspicacia no hayapermitido nunca que pase yo un solo día en pazcontigo, sentiría mucho que te sucediese algún mal;y por ello, si confías en mi juicio, no saldrás hoy decasa.

Y preguntándole ella el porqué, ordenada-mente le contó su sueño. La mujer, moviendo lacabeza, dijo:

—Quien mal te quiere mal te sueña; muchote compadeces de mí, pero me sueñas como querr-ías verme; y por cierto que me guardaré, hoy ysiempre, de darte gusto con éste o con otro dañomío.

Dijo entonces Talano:

—Ya sabía yo que ibas a contestarme eso,porque así le pagan a quien cría cuervos, pero aun-que creas lo que quieras, yo lo digo por tu bien, yahora otra vez te advierto que te quedes hoy encasa, o por lo menos, que te guardes de ir a nuestrobosque.

La mujer dijo:

—Está bien.

Y luego empezó a decirse a sí misma:

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«¿Has visto con qué malicia se cree éstehaberme metido miedo de ir hoy a nuestro bosque,donde seguro que debe haberle dado una cita acualquier desgraciada, y no quiere que lo encuentreallí? ¡Oh, qué buen embelesador es éste!, y bientonta sería yo si le creyese. Pero con certeza no loconseguirá; tengo que ver yo, aunque deba estarallí todo el día, qué clase de comercio es el quequiere éste hacer hoy.»

Y como hubo dicho esto, saliendo el maridopor una puerta de la casa, salió ella por otra, y lomás ocultamente que pudo, sin dilación se fue albosque y allí, en la parte que más follaje había, seescondió, estando atenta y mirando, ora aquí, oraallí por ver si veía venir a alguien. Y mientras deesta guisa estaba, sin ningún temor del lobo, heaquí que de un matorral tupido sale un lobo grandey terrible y ni pudo ella, cuando lo vio, decir sino:«¡Señor, ayúdame!», cuando el lobo ya se le habíaarrojado a la garganta y, cogiéndola con fuerza,comenzó a llevársela de allí como si fuese un pe-queño corderito. Ella no podía gritar (tan oprimidatenía la garganta), ni de otra manera defenderse;por lo que, llevándosela el lobo, sin falta la habríaestrangulado si no se hubiera topado con algunospastores, los cuales, gritándole, le obligaron a sol-

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tarla; y ella, mísera y desdichada, reconocida porlos pastores y llevada a su casa, luego de largoesfuerzo fue curada por los médicos, pero no tantoque toda la garganta y una buena parte de la carano se quedasen estropeadas de tal manera quesiendo primero hermosa, se quedó luego siendosiempre feísima y deforme. Por lo que ella, aver-gonzándose de aparecer donde fuese vista, muchasveces miserablemente lloró su suspicacia y el nohaber, en aquello que nada le costaba, prestado feal veraz sueño de su marido.

NOVELA OCTAVA

Biondello hace una burla a Ciacco con unalmuerzo, de la que Ciacco sagazmente se vengahaciéndolo golpear concienzudamente.

Universalmente todos los de la alegre com-pañía dijeron que lo que Talano había visto dur-miendo no había sido un sueño sino una visión, sies que exactamente, sin faltar nada, había sucedi-do. Pero, callándose todos, ordenó la reina a Laure-ta que siguiese; la cual dijo:

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Como estos, sapientísimas señoras, quehoy antes de mí han hablado, casi todos han sidomovidos a hablar por alguna cosa antes dicha, asíme mueve a mí la severa venganza (contada ayerpor Pampínea) que tomó el escolar, a hablar de unamuy dura para quien la sufrió, aunque no fuese tancruel, y por ello digo que:

Viviendo en Florencia uno llamado por to-dos Ciacco, hombre glotoncísimo más que ningunoque haya existido, y no pudiendo sus posibilidadessostener los gastos que su glotonería requería,siendo por otra parte muy cortés y todo lleno debuenos y placenteros decires ingeniosos, se dedicóa ser no propiamente bufón sino motejador, y atratar a quienes eran ricos y se deleitaban comiendocosas buenas; y con éstos a almorzar y a cenar,aunque no fuese siempre invitado, iba muy frecuen-temente. Había semejantemente en aquellos tiem-pos en Florencia uno que se llamaba Biondello,pequeño de persona, muy cortés y más limpio queuna patena, con su gorrete en la cabeza, con sumelenita rubia y sin un solo cabello descolocado, elcual el mismo oficio que Ciacco tenía; el cual,habiendo ido una mañana de cuaresma allá dondese vende el pescado y comprado dos gordísimas

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lampreas para micer Vieri de los Cerchi, fue vistopor Ciacco, que, acercándose a Biondello dijo:

—¿Qué significa esto?

A quien Biondello repuso:

—Ayer tarde le mandaron otras tres muchomás hermosas que éstas son y un esturión a micerCorso Donati, y no bastándole para poder dar decomer a algunos gentileshombres, me ha mandadoa comprar estas otras dos: ¿no vas a venir tú?

Repuso Ciacco:

—Bien sabes que sí.

Y cuando le pareció oportuno, a casa demicer Corso se fue, y lo encontró con algunos veci-nos suyos, que todavía no había ido a almorzar; aquien, siendo preguntado por él que qué andabahaciendo, repuso:

—Señor, vengo a almorzar con vos y vues-tra compañía.

A quien micer Corso dijo:

—Eres bien venido, y como ya es hora,vámonos.

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Sentándose, pues, a la mesa, primero co-mieron garbanzos y atún en salmuera, y luego pe-ces del Arno fritos, y nada más. Ciacco, apercibién-dose del engaño de Biondello y no poco enojado, sepropuso hacérselo pagar; y no pasaron muchosdías sin que se encontrase con él, que ya habíahecho reír a muchos con aquella burla. Biondello, alverlo, le saludó, y riéndose le preguntó que qué talhabían estado las lampreas de micer Corso; a loque respondiendo Ciacco, dijo:

—Antes de que pasen ocho días lo sabrásmucho mejor que yo.

Y sin dar tregua al asunto, separándose deBiondello, ajustó el precio con un truhán y, dándoleun botellón de vidrio, lo llevó a la lonja de los Cavic-ciuli y le mostró en ella a un caballero llamado Filip-po Argenti, hombre grande y nervudo y fuerte, irrita-ble, iracundo y colérico más que ningún otro, y ledijo:

—Te acercas a él con este frasco en la ma-no y le dices así: «Señor, me manda Biondello y memanda para rogaros que os plazca enrojecerle estefrasco con vuestro buen vino tinto, que se quieredivertir un rato con sus compinches». Y estate bienatento para que no te ponga las manos encima,

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porque lo sentirías y habrías estropeado mis asun-tos.

Dijo el truhán:

—¿Tengo que decir algo más?

Dijo Ciacco:

—No, vete; y cuando le hayas dicho eso,vuelve aquí con el frasco, que yo te pagaré.

Echándose a andar, pues, el truhán, le diola embajada a micer Filippo. Micer Filippo, al oírle,como quien poco aguante tenía, pensando queBiondello, a quien conocía, se burlaba de él, todocolorado el rostro, diciendo:

—¿Qué «enrojecedme» y qué «compin-ches» son ésos, que Dios os confunda a ti y a él?

Se puso en pie y extendió el brazo paragolpear al truhán; pero el truhán, como quien estabaatento, fue rápido y salió huyendo, y por otro caminovolvió a donde Ciacco, que todo había visto, y le dijolo que micer Filippo había dicho. Ciacco, contento,pagó al truhán, y no descansó hasta encontrar aBiondello; al cual dijo:

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—¿Has ido últimamente por la lonja de losCavicciuli?

Repuso Biondello:

—No, nada; ¿por qué me lo preguntas?

Dijo Ciacco:

—Porque puedo decirte que micer Filippo teestá buscando; no sé qué es lo que quiere.

Dijo entonces Biondello:

—Bien, voy hacia allí y hablaré con él.

Al irse Biondello, Ciacco se fue detrás a vercómo iba el asunto. Micer Filippo, no habiendo po-dido alcanzar al truhán, se había quedado fieramen-te airado y se recomía por dentro al no poder dar alas palabras del pícaro otro significado sino queBiondello, a instancias de quien fuese, se burlabade él; y mientras estaba él reconcomiéndose, heaquí que Biondello llega. Al que, en cuanto vio, sa-liéndole al encuentro, le dio en la cara un gran pu-ñetazo.

—¡Ay!, señor —dijo Biondello—, ¿qué esesto?

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Micer Filippo, cogiéndolo por los pelos yarrancándole el gorrete de la cabeza y arrojándoleel capucho por tierra, y sin dejar de darle grandesgolpes, decía:

—Traidor, bien verás lo que es esto; ¿dequé «enrojecedme» y de qué «compinches» man-das que me hablen a mí? ¿Te parezco un mucha-chito a quien se le gastan bromas?

Y así diciendo, con los puños que tenía co-mo de hierro, le destrozó toda la cara y no le dejóen la cabeza pelo que estuviese bien colocado, yrevolcándolo por el fango, le rasgó todas las ropasque llevaba encima; y tanto se aplicaba a ello que niuna vez desde el principio pudo Biondello decirpalabra ni preguntarle por qué le hacía esto; bienhabía oído lo del «enrojecedme» y los «compin-ches», pero no sabía lo que quería decir. Por fin,habiéndole bien golpeado micer Filippo y habiendomucha gente alrededor, con el mayor trabajo delmundo se lo arrancaron de las manos, tan desgre-ñado y desastrado como estaba, y le dijeron por quémicer Filippo había hecho aquello, reprendiéndolepor haber mandado a decirle aquello, y diciéndoleque a aquellas alturas debía conocer a micer Filippoy que no era hombre para gastarle bromas. Bionde-

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llo, llorando, se excusaba y decía que nunca habíamandado a pedirle vino a micer Filippo; y luego queun poco se hubo compuesto, triste y dolorido sevolvió a casa, pensando que aquello había sidoobra de Ciacco. Y después de que tras muchosdías, desaparecidos los cardenales del rostro, co-menzó a salir de casa, sucedió que lo encontróCiacco, y riéndose le preguntó:

—Biondello, ¿qué tal te pareció el vino demicer Filippo?

Repuso Biondello:

—¡Así debían haberte parecido a ti las lam-preas de micer Corso!

Entonces dijo Ciacco:

—Ahora depende de ti: siempre que quierashacerme comer tan bien como me hiciste, te daréde beber tan bien como te he dado.

Biondello, que sabía que contra Ciacco máspodía tener mala voluntad que malas obras, rogó aDios que le diese su paz, y de allí en adelante seguardó de burlarse de él.

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NOVELA NOVENA

Dos jóvenes piden consejo a Salomón, eluno de cómo puede ser amado, el otro de cómodebe a la mujer terca; al uno le responde que ame yal otro que vaya al puente de la Oca.

Nadie más que la reina (si quería respetarseel privilegio concedido a Dioneo) quedaba por nove-lar; la cual, después de que las damas hubieronmucho reído del desdichado Biondello, alegre, co-menzó a hablar así:

Amables señoras, si con mente recta mira-mos el orden de las cosas, muy fácilmente conoce-remos que toda la universal multitud de las mujeresestá a los hombres sometida por la naturaleza y porlas costumbres y por las leyes, y que según el dis-cernimiento de éstos conviene que se rijan y go-biernen; y por ello, todas las que quieran tranquili-dad, consuelo y reposo tener con los hombres aquienes pertenecen, deben ser con ellos humildes,pacientes y obedientes, además de honestas, loque es especial tesoro de cada una. Y si en cuantoa esto las leyes, que al bien común miran en todaslas cosas, no nos enseñasen (y el uso y la costum-

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bre que queremos decir, cuyas fuerzas son grandí-simas y dignas de ser reverenciadas) la naturalezamuy abiertamente lo muestra, que nos ha hecho enel cuerpo delicadas y blandas, en el ánimo tímidas ymiedosas, en las mentes benignas y piadosas, ynos ha dado flacas las corporales fuerzas, las vocesamables y los movimientos de los miembros sua-ves: cosas todas que testimonian que tenemos ne-cesidad del gobierno ajeno. Y quien tiene necesidadde ser ayudado y gobernado, toda razón quiere quesea obediente y que esté sometido y reverencie asu ayudador y gobernador: ¿y quiénes nos ayudany gobiernan a nosotras sino los hombres? Pues alos hombres debemos, sumamente honrándoles,someternos; y la que de esto se aparte estimo quesea dignísima no solamente de dura reprensión,sino también de áspero castigo. Y a tal considera-ción, aunque ya la haya hecho otra vez, me ha traí-do hace poco Pampínea con lo que contó de lairritable mujer de Talano: a quien Dios mandó elcastigo que su marido no había sabido darle; y porello juzgo yo que son dignas (como ya dije) de duroy áspero castigo todas aquellas que se apartan deser amables, benévolas y dóciles como lo quieren lanaturaleza, la costumbre y las leyes. Por lo que meagrada contaros el consejo que dio Salom6n, como

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útil medicina para curar a aquellas que están afec-tadas de este mal; el cual, ninguna que no sea me-recedora de tal medicina, piense que se dice porella, aunque los hombres acostumbren decir talproverbio: «Espuelas pide el buen caballo y el malo,y la mujer buena y mala pide palo». Las cuales pa-labras, quien quisiera interpretarlas jocosamente,inmediatamente concedería que son ciertas de to-das, pero aun queriendo interpretarlas moralmente,digo que habría que admitirlas. Son naturalmentelas mujeres todas volubles e influenciables y porello, para corregir la inquietud de quienes se dejan irdemasiado lejos de los límites impuestos, se necesi-ta el bastón que las castigue, y para sustentar lavirtud de las demás, que no se dejen resbalar, esnecesario el bastón que las sostenga y las asuste.Pero dejando ahora el predicar, viendo a aquelloque tengo en el ánimo decir, digo que:

Habiéndose ya extendido por todo el uni-verso mundo la altísima fama de la maravillosa dis-creción de Salomón, y el liberalísimo uso que deella hacía para quien quería conocerla por propiaexperiencia, muchos acudían a él por consejo ensus estrechísimas y arduas necesidades desdediversas partes del mundo; y entre los otros que aello iba, se puso en camino un joven cuyo nombre

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era Melisso, muy noble y rico, de la ciudad de Laya-zo, de donde era él y donde vivía. Y cabalgandohacia Jerusalén, sucedió que, al salir de Antioquia,con otro joven llamado Josefo, el cual aquel mismocamino llevaba que él hacía, cabalgó durante algúntiempo; y como es la costumbre de los viajeros,comenzó a entrar con él en conversación. Habién-dole dicho ya Josefo a Melisso cuál era su condicióny de dónde venía, adónde iba y a qué le preguntó;al cual, dijo Josefo que iba a Salomón, para pedirleconsejo de lo que debía hacer con su mujer, queera más que ninguna otra mujer terca y mala, aquien él ni con ruegos ni con halagos ni de ningunaotra manera podía sacar de su obstinación. Y luego,él por su parte, de dónde era y adónde iba y paraqué le preguntó; al cual respondió Melisso:

—Yo soy de Layazo, y como tú tienes unadesgracia yo tengo otra: yo soy un hombre rico ygasto lo mío en sentar a mi mesa y honrar a misconciudadanos, y es cosa rara y extraña pensarque, a pesar de todo esto, no puedo encontrar anadie que me quiera bien; y por ello voy donde vastú, para pedir consejo de cómo pueda hacer quesea amado.

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Caminaron, pues, juntos los dos compañe-ros y, llegados a Jerusalén, por mediación de unode los barones de Salomón, fueron llevados ante él,al cual brevemente Melisso expuso su necesidad; aquien Salomón repuso:

—Ama.

Y dicho esto, prestamente Melisso fue obli-gado a salir de allí, y Josefo dijo aquello por lo queestaba allí, al cual Salomón, nada respondió sino:

—Ve al Puente de la Oca.

Dicho lo cual, también Josefo fue sin demo-ra alejado de la presencia del rey, y encontró a Me-lisso que estaba esperándole, y le dijo lo que lehabían dado por respuesta. Los cuales, pensandoen estas palabras y no pudiendo comprender susentido ni sacar ningún fruto para sus necesidades,como si hubiesen sido burlados, se pusieron encamino para volver; y luego de que hubieron cami-nado algunas jornadas llegaron a un río sobre elcual había un hermoso puente; y porque una grancaravana de carga con mulas y con caballos estabapasando tuvieron que esperar hasta tanto quehubiesen pasado. Y habiendo ya pasado casi todos,por acaso hubo un mulo que se espantó, como con

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frecuencia les sucedía, y no quería de ninguna ma-nera pasar adelante; por la cual cosa, un mulero,cogiendo una estaca, primero con bastante suavi-dad comenzó a pegarle para que pasase. Pero elmulo, ora de esta parte del camino, ora de aquéllaatravesándose, y a veces retrocediendo, de ningunamanera pasar quería; por la cual cosa el mulero,sobremanera airado, comenzó con la estaca a darlelos mayores golpes del mundo, ora en la cabeza,ora en los flancos y ora en la grupa; pero todo erainútil. Por lo que Melisso y Josefo, que estaban mi-rando esta cosa, decían al mulero:

—¡Ah!, desdichado, ¿que haces?, ¿quieresmatarlo?, ¿por qué no pruebas a conducirlo bien ytranquilamente? Irá antes que si lo golpeas comoestás haciendo.

A quienes el mulero respondió:

—Vosotros conocéis a vuestros caballos yyo conozco mi mulo; dejadme hacerle lo que quiero.

Y dicho esto, comenzó a darle bastonazos,y tantos de una parte y tantos de otra le dio que elmulo pasó adelante, de manera que el mulero sesalió con la suya. Estando, pues, los dos jóvenes apunto de seguir, preguntó Josefo a un buen hombre,

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que estaba sentado al empezar el puente, quecómo se llamaba aquello; al cual el buen hombrerepuso:

—Señor, esto se llama el Puente de la Oca.

Lo que, como hubo oído Josefo, se acordóde las palabras de Salomón y le dijo a Melisso:

—Pues te digo, compañero, que los conse-jos que me ha dado Salomón podrían ser buenos yverdaderos porque muy claramente conozco que nosabía pegar a mi mujer: pero este mulero me haenseñado lo que tengo que hacer.

De allí a algunos días llegados a Antioquia,retuvo Josefo a Melisso para que descansase algu-nos días con él; y siendo muy fríamente recibido porsu mujer, le dijo que hiciese preparar la cena talcomo Melisso le dijera; el cual, como vio que Josefoeso quería, se lo explicó. La mujer, tal como habíahecho en el pasado, no como Melisso le había di-cho, sino todo lo contrario hizo; lo que viendo Jose-fo, enojado, dijo:

—¿No se te ha dicho de qué manera debíashacer esta cena?

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La mujer, respondiéndole orgullosamente,dijo:

—Pues ¿qué quiere decir esto? ¡Ah! ¡Nocenes si no quieres cenar! Si se me dijo de otramanera a mí me ha parecido hacerlo así; si te place,que te plazca; si no, aguántate.

Maravillóse Melisso de la respuesta de lamujer y mucho se la reprobó. Josefo, al oír esto,dijo:

—Mujer, sigues siendo lo que eras, perocréeme que te haré cambiar de maneras.

Y volviéndose a Melisso dijo:

—Amigo, pronto vamos a ver qué tal ha sidoel consejo de Salomón; pero te ruego que no te seaduro verlo ni pensar que es broma lo que voy ahacer. Y para que no me lo impidas, acuérdate de larespuesta que nos dio el mulero cuando de su mulonos daba compasión.

Al cual Melisso dijo:

—Yo estoy en tu casa, donde no entiendosepararme de lo que gustes.

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Josefo, buscando un bastón redondo deuna encina joven, se fue a su alcoba, adonde lamujer, que con cólera se había levantado de la me-sa, se había ido rezongando, y cogiéndola por lastrenzas la arrojó a sus pies y comenzó a golpearlafieramente con este bastón. La mujer empezó pri-mero a gritar y después a amenazar; pero viendoque con todo Josefo no cejaba, toda dolorida co-menzó a pedir merced por Dios para que no la ma-tase, diciendo además que nunca dejaría de hacersu gusto. Josefo, a pesar de todo esto, no cesabasino que con más furia una vez que la anterior o enel costado o en las ancas o en los hombros gol-peándola fuertemente le andaba asentando lascosturas, y no se quedó quieto hasta que se cansó;y en resumen, ningún hueso ni ninguna parte quedóen el cuerpo de la buena mujer que machacada notuviese; y hecho esto, volviéndose con Melisso, dijo:

—Mañana veremos cómo resulta el consejode «Vete al Puente de la Oca».

Y descansando un tanto y lavándose des-pués las manos, con Melisso cenó y cuando fuehora se fueron a acostar. La pobrecita mujer congran trabajo se levantó del suelo y se arrojó sobre lacama, donde descansando lo mejor que pudo, a la

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mañana siguiente, levantándose tempranísimo, hizopreguntar a Josefo que qué quería que hiciese paraalmorzar. Él, riéndose de aquello junto con Melisso,se lo explicó; y luego, cuando fue hora, al volver,óptimamente todas las cosas y según la orden dadaencontraron hechas; por la cual cosa el primer con-sejo para sus males que habían oído sumamentealabaron. Y luego de algunos días, separándoseMelisso de Josefo y volviendo a su casa, a uno queera un hombre sabio le dijo lo que Salomón le habíadicho, el cual le dijo:

—Ningún consejo más verdadero ni mejorpodía darte. Sabes bien que tú no amas a nadie, ylos honores y los favores que haces los haces nopor amor que tengas a nadie sino por pompa. Ama,pues, como Salomón te dijo, y serás amado.

Así pues, fue corregida la irascible mujer, yel joven, amando, fue amado.

NOVELA DÉCIMA

Don Gianni, a instancias de compadre Pie-tro, hace un encantamiento para convertir a su mu-jer en una yegua; y cuando va a pegarle la cola,

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compadre Pietro, diciendo que no quería cola, es-tropea todo el encantamiento.

Esta historia contada por la reina hizo unpoco murmurar a las mujeres y reírse a los jóvenes;pero luego de que se callaron, Dioneo así empezó ahablar:

Gallardas señoras; entre muchas blancaspalomas añade más belleza un negro cuervo que loharía un cándido cisne, y así entre muchos sabiosalgunas veces uno menos sabio es no solamente unacrecentamiento de esplendor y hermosura para sumadurez, sino también deleite y solaz. Por la cualcosa, siendo todas vosotras discretísimas y mode-radas, yo, que más bien huelo a bobo, haciendovuestra virtud más brillante con mi defecto, másquerido debe seros que si con mayor valor a aquéllahiciera oscurecerse: y por consiguiente, mayor liber-tad debo tener en mostrarme tal cual soy, y máspacientemente debe ser por vosotras sufrido que lodebería si yo más sabio fuese, contando aquelloque voy a contar. Os contaré, pues, una historia nomuy larga en la cual comprenderéis cuán diligente-mente conviene observar las cosas impuestas poraquellos que algo por arte de magia hacen y cuándo

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un pequeño fallo cometido en ello estropea todo lohecho por el encantador.

El año pasado hubo en Barletta un cura lla-mado don Gianni de Barolo el cual, porque teníauna iglesia pobre, para sustentar su vida comenzó allevar mercancía con una yegua acá y allá por lasferias de Apulia y a comprar y a vender. Y andandoasí trabó estrechas amistades con uno que se lla-maba Pietro de Tresanti, que aquel mismo oficiohacía con un asno suyo, y en señal de cariño y deamistad, a la manera apulense no lo llamaba sinocompadre Pietro; y cuantas veces llegaba a Barlettalo llevaba a su iglesia y allí lo albergaba y comopodía lo honraba. Compadre Pietro, por otra parte,siendo pobrísimo y teniendo una pequeña cabañaen Tresanti, apenas bastante para él y para su jo-ven y hermosa mujer y para su burro, cuantas vecesdon Gianni por Tresanti aparecía, tantas se lo lleva-ba a casa y como podía, en reconocimiento delhonor que de él recibía en Barletta, lo honraba. Peroen el asunto del albergue, no teniendo el compadrePietro sino una pequeña yacija en la cual con suhermosa mujer dormía, honrar no lo podía comoquería; sino que en un pequeño establo estandojunto a su burro echada la yegua de don Gianni,tenía que acostarse sobre la paja junto a ella. La

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mujer, sabiendo el honor que el cura hacía a sumarido en Barletta, muchas veces había querido,cuando el cura venía, ir a dormir con una vecinasuya que tenía por nombre Zita Carapresa de JuezLeo, para que el cura con su marido durmiese en lacama, y se lo había dicho muchas veces al cura,pero él nunca había querido; y entre las otras vecesuna le dijo:

—Comadre Gemmata, no te preocupes pormí, que estoy bien, porque cuando me place a estayegua la convierto en una hermosa muchacha y meestoy con ella, y luego, cuando quiero, la conviertoen yegua; y por ello no me separaré de ella.

La joven se maravilló y se lo creyó, y se lodijo al marido, añadiendo:

—Si es tan íntimo tuyo como dices, ¿porqué no haces que te enseñe el encantamiento paraque puedas convertirme a mí en yegua y hacer tusnegocios con el burro y con la yegua y ganaremosel doble? Y cuando hayamos vuelto a casa podríashacerme otra vez mujer como soy.

Compadre Pietro, que era más bien corto dealcances, creyó este asunto y siguió su consejo: y lomejor que pudo comenzó a solicitar de don Gianni

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que le enseñase aquello. Don Gianni se ingeniómucho en sacarlo de aquella necedad, pero no pu-diendo, dijo:

—Bien, puesto que lo queréis, mañana noslevantaremos, como solemos, antes del alba, y osmostraré cómo se hace; es verdad que lo más difícilen este asunto es pegar la cola, como verás.

El compadre Pietro y la comadre Gemmata,casi sin haber dormido aquella noche, con tantodeseo este asunto esperaban que en cuanto seacercó el día se levantaron y llamaron a don Gianni;el cual, levantándose en camisa, vino a la alcobitadel compadre Pietro y dijo:

—No hay en el mundo nadie por quien yohiciese esto sino por vosotros, y por ello, ya que osplace, lo haré; es verdad que tenéis que hacer loque yo os diga si queréis que salga bien.

Ellos dijeron que harían lo que él les dijese;por lo que don Gianni, cogiendo una luz, se la pusoen la mano al compadre Pietro y le dijo:

—Mira bien lo que hago yo, y que recuerdesbien lo que diga; y guárdate, si no quieres echartodo a perder, de decir una sola palabra por nada

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que oigas o veas; y pide a Dios que la cola se pe-gue bien.

El compadre Pietro, cogiendo la luz, dijoque así lo haría. Luego, don Gianni hizo que sedesnudase como su madre la trajo al mundo la co-madre Gemmata, y la hizo ponerse con las manos ylos pies en el suelo de la manera que están las ye-guas, aconsejándola igualmente que no dijese unapalabra sucediese lo que sucediese; y comenzandoa tocarle la cara con las manos y la cabeza, co-menzó a decir:

—Que ésta sea buena cabeza de yegua.

Y tocándole los cabellos, dijo:

—Que éstos sean buenas crines de yegua.

Y luego tocándole los brazos dijo:

—Que éstos sean buenas patas y buenaspezuñas de yegua.

Luego, tocándole el pecho y encontrándoloduro y redondo, despertándose quien no había sidollamado y levantándose, dijo:

—Y sea éste buen pecho de yegua.

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Y lo mismo hizo en la espalda y en el vien-tre y en la grupa y en los muslos y en las piernas; ypor último, no quedándole nada por hacer sino lacola levantándose la camisa y cogiendo el aperocon que plantaba a los hombres y rápidamente me-tiéndolo en el surco para ello hecho, dijo:

—Y ésta sea buena cola de yegua.

El compadre Pietro, que atentamente hastaentonces había mirado todas las cosas, viendo estaúltima y no pareciéndole bien, dijo:

—¡Oh, don Gianni, no quiero que tenga co-la, no quiero que tenga cola!

Había ya el húmedo radical que hace brotara todas las plantas sobrevenido cuando don Gianni,retirándolo, dijo:

—¡Ay!, compadre Pietro, ¿qué has hecho?,¿no te dije que no dijeses palabra por nada quevieras? La yegua estaba a punto de hacerse, perohablando has estropeado todo, y ya no hay manerade rehacerlo nunca.

El compadre Pietro dijo:

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—Ya está bien: no quería yo esa cola. ¿Porqué no me decíais a mí: «Pónsela tú»? Y ademásse la pegabais demasiado baja.

Dijo don Gianni:

—Porque tú no habrías sabido la primeravez pegarla tan bien como yo.

La joven, oyendo estas palabras, levantán-dose y poniéndose en pie, de buena fe dijo a sumarido:

—¡Bah!, qué animal eres, ¿por qué hasechado a perder tus asuntos y los míos?, ¿qué ye-guas has visto sin cola? Bien sabe Dios que erespobre, pero sería justo que lo fueses mucho más.

No habiendo, pues, ya manera de poderhacer de la joven una yegua por las palabras quehabía dicho el compadre Pietro, ella doliente y me-lancólica se volvió a vestir y el compadre Pietro consu burro, como acostumbraba, se fue a hacer suantiguo oficio; y junto con don Gianni se fue a laferia de Bitonto, y nunca más tal favor le pidió.

Cuánto se rió de esta historia, mejor enten-dida por las mujeres de lo que Dioneo quería, pién-selo quien ahora se esté riendo. Pero habiendo

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terminado la historia y comenzando ya el sol a tem-plarse, y conociendo la reina que el final de su go-bierno había venido, poniéndose en pie y quitándo-se la corona, se la puso a Pánfilo en la cabeza, elcual sólo con tal honor faltaba de ser honrado; ysonriendo dijo:

—Señor mío, gran carga te queda, como estener que enmendar mis faltas y las de los otros queel lugar han ocupado que tú ocupas, siendo el últi-mo; para lo que Dios te dé gracia, como me la haprestado a mí en hacerte rey.

Pánfilo, alegremente recibido el honor, re-puso:

—Vuestra virtud y de mis otros súbditoshará de manera que yo sea, como lo han sido losdemás, alabado.

Y según la costumbre de sus predecesores,con el mayordomo habiendo dispuesto las cosasoportunas, a las señoras que esperaban se volvió ydijo:

—Enamoradas señoras, la discreción deEmilia, que ha sido nuestra reina este día, para daralgún descanso a vuestras fuerzas os dio la libertadde hablar sobre lo que más os pluguiese; por lo que,

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estando ya reposadas, pienso que está bien volvera la ley acostumbrada, y por ello quiero que mañanacada una de vosotras piense en discurrir sobre esto:sobre quien liberal o magníficamente en verdadhaya obrado algo en asuntos de amor o de otracosa. Así, esto diciendo y haciendo, sin ningunaduda a vuestros ánimos bien dispuestos moverá aobrar valerosamente, para que nuestra vida, que nopuede ser sino breve en el cuerpo mortal, se per-petúe en la loable fama; lo que todos los que nosólo sirven al vientre (a guisa de lo que hacen losanimales) deben no solamente desear, sino buscary poner en obra con todo empeño.

El tema plugo a la alegre compañía, la cualcon licencia del nuevo rey, levantándose, a losacostumbrados entretenimientos se entregó, cadauno según aquello a lo que más por su gusto eraatraído; y así hicieron hasta la hora de la cena. Lle-gados a la cual con fiesta, y servidos diligentementecon orden, luego del fin de ella se levantaron parabailar las danzas acostumbradas, y más de mil can-cioncillas más entretenidas de palabras que consu-madas en el canto habiendo cantado, mandó el reya Neifile que cantase una en su nombre; la cual convoz clara y alegre, así placenteramente y sin dila-ción comenzó:

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Yo soy muy jovencita, y de buen grado

me alegro y canto en la estación florida

merced a Amor y al pensar extasiado.

Voy por los verdes prados contemplando

las flores blancas, gualdas y encarnadas,

las rosas sobre espinas levantadas,

los lirios, y los voy relacionando

con el rostro de aquel a cuyo mando

porque me ama estaré siempre rendida

sin tener más deseo que su agrado.

Y cuando alguna encuentro por mi vía

que me recuerda por demás a él,

yo la cojo y la beso y le hablo de él,

y tal cual soy, así el ánima mía

le abro entera y le cuento mi porfía;

luego, con las demás entretejida,

de mis rubios cabellos es tocado.

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Y ese placer que suele dar la flor

a la mirada, el mismo a mí me dona,

como si viese a la propia persona

que me ha inflamado con su suave amor,

pero al que llega a causarme su olor

mi palabra no acierta a darle vida

y con suspiros será divulgado.

Los cuales, en mi pecho al levantarse,

no son, como en las otras damas, graves

sino que salen cálidos y suaves

y ante mi amor van a manifestarse;

quien, al oírlos, viene a presentarse

donde estoy, cuando pienso conmovida:

«¡No me aflijas y ven pronto a mi lado!».

Mucho fue por el rey y por todas las señorasalabada la cancioncilla de Neifile; después de lacual, porque ya había pasado parte de la noche,mandó el rey a todos que hasta el día se fuesen adescansar.

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TERMINA LA NOVENA JORNADA

DÉCIMA JORNADA

COMIENZA LA DÉCIMA Y ÚLTIMA JOR-NADA DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL BAJO ELGOBIERNO DE PÁNFILO, SE DISCURRE SOBREQUIENES LIBERALMENTE O CON VERDADERAMAGNIFICENCIA HICIERON ALGO, YA ENASUNTOS DE AMOR, YA EN OTROS.

Aún estaban bermejas algunas nubecillasdel occidente, habiendo ya las del oriente, en suextremidad semejantes al oro, llegado a ser lumi-nosísimas por los solares rayos que, aproximándo-seles, mucho las herían, cuando Pánfilo, levantán-dose, a las señoras y a sus compañeros hizo llamar.Y venidos todos, con ellos habiendo deliberadoadónde pudiesen ir para su esparcimiento, con lentopaso se puso a la cabeza, acompañado por Filome-na y Fiameta, y con todos los otros siguiéndole; yhablando de muchas cosas sobre su futura vida, ydiciendo y respondiendo, por largo tiempo se fueronpaseando; y habiendo dado una vuelta bastantelarga, comenzando el sol a calentar ya demasiado,

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se volvieron a la villa. Y allí, en torno a la clara fuen-te, habiendo hecho enjuagar los vasos, el que quisobebió algo, y luego entre las placenteras sombrasdel jardín, hasta la hora de comer se fueron divir-tiendo; y luego de que hubieron comido y dormido,como solían hacer, cuando al rey plugo se reunie-ron, y allí el primer discurso lo ordenó el rey a Neifi-le, la cual alegremente comenzó así:

NOVELA PRIMERAUn caballero sirve al rey de España; le pa-

rece estar mal recompensado, por lo que el rey, conuna prueba evidentísima, le muestra que no es cul-pa suya, sino de su mala fortuna, recompensándoleluego generosamente.

Como grandísima gracia, honorables seño-ras, debo reputar que nuestro rey me haya encar-gado en primer lugar hablar sobre la magnificencia,la cual, como el sol es hermosura y ornamento delcielo, es claridad y luz de cualquier otra virtud. Con-taré, pues, sobre todo una novelita a mi parecerasaz donosa, cuyo recuerdo (con certeza) no podráser sino útil.

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Debéis, pues, saber que entre los demásvalerosos caballeros que desde hace mucho tiempohasta ahora ha habido en nuestra ciudad, fue uno, ytal vez el mejor, micer Ruggeri de los Figiovanni; elcual siendo rico y de gran ánimo, y viendo que, con-siderada la cualidad del vivir y de las costumbres deToscana, él, quedándose en ella, poco o nada podr-ía demostrar su valor, tomó el partido de irse untiempo junto a Alfonso, rey de España, la fama decuyo valor sobrepasaba a la de cualquier otro señorde aquellos tiempos; y muy honradamente equipadode armas y de caballos y de compañía se fue a élen España y graciosamente fue recibido por el rey.Allí, pues, viviendo micer Ruggeri y espléndidamen-te viviendo y en hechos de armas haciendo maravi-llosas cosas, muy pronto se hizo conocer comovaleroso. Y habiendo estado allí ya algún tiempoobservando mucho las maneras del rey, le parecióque éste, ora a uno, ora a otro daba castillos y ciu-dades y baronías muy poco discretamente, comodándolas a quien no era digno; y porque a él, queentre los que lo eran se consideraba, nada le eradado, juzgó que mucho disminuía aquello su fama;por lo que deliberó irse de allí y pidió licencia al rey.El rey se la concedió y le dio una de las mejoresmulas que nunca se hubieron cabalgado, y la más

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hermosa, la cual, por el largo camino que tenía quehacer, fue muy estimada por micer Ruggeri. Des-pués de esto, encomendó el rey a un discreto servi-dor suyo que, de la manera que mejor le pareciese,se ingeniase en cabalgar la primera jornada conmicer Ruggeri de guisa que no pareciese mandadopor el rey, y todo lo que dijese de él lo conservaraen la memoria de manera que pudiera decírseloluego, y a la mañana siguiente le mandase quevolviera a donde estaba el rey. El servidor, estandoal cuidado, al salir micer Ruggeri de la ciudad, muyhábilmente se fue acompañándole, diciéndole quevenía hacia Italia. Cabalgando, pues, micer Ruggerien la mula que le había dado el rey, y con aquél deuna cosa y de otra hablando, acercándose la horade tercia, dijo:

—Creo que estaría bien que llevásemos aestercolar a estas bestias.

Y, entrando en un establo, todas menos lamula estercolaron; por lo que, siguiendo adelante,estando siempre el servidor atento a las palabrasdel caballero, llegaron a un río, y abrevando allí asus bestias, la mula estercoló en el río. Lo que vien-do micer Ruggeri, dijo:

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—¡Bah!, desdichado te haga Dios, animal,que eres como el señor que te ha dado a mí.

El servidor se fijó en estas palabras, y comoen otras muchas se había fijado caminando todo eldía con él, ninguna otra que no fuese en suma ala-banza del rey le oyó decir, por lo que a la mañanasiguiente, montando a caballo y queriendo cabalgarhacia Toscana, el servidor le dio la orden del rey,por lo que micer Ruggeri incontinenti se volvió atrás.Y habiendo ya sabido el rey lo que había dicho de lamula, haciéndole llamar le preguntó que por qué lehabía comparado con su mula, o mejor a la mulacon él. Micer Ruggeri, con abierto gesto le dijo:

—Señor mío, os asemejáis a ella porque,así como vos hacéis dones a quien no conviene y aquien conviene no los hacéis, así ella donde con-venía no estercoló y donde no convenía, sí.

Entonces dijo el rey:

—Micer Ruggeri, el no haberos hecho do-nes como los he hecho a muchos que en compara-ción de vos nada son, no ha sucedido porque yo noos haya tenido por valerosísimo caballero y dignode todo gran don; sino por vuestra fortuna, que nome lo ha permitido, en lo que ella ha pecado y yo

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no. Y que digo verdad os lo mostraré manifiesta-mente.

A quien Ruggeri repuso:

—Señor mío, yo no me enojo por no haberrecibido dones de vos, porque no los deseaba paraser más rico, sino porque vos no habéis testimonia-do con nada la estima de mi valor, sin embargo,tengo la vuestra por buena excusa y por honrada, yestoy dispuesto a ver lo que os plazca, aunque oscrea sin ninguna prueba.

Lo llevó, entonces, el rey a una gran saladonde, como había ordenado antes, había dosgrandes cofres cerrados, y en presencia de muchosle dijo:

—Micer Ruggeri, en uno de estos cofresestá mi corona, el cetro real y el orbe y muchosbuenos cinturones míos, broches, anillos y otraspreciosas joyas que tengo; el otro está lleno detierra. Coged uno, pues, y el que cojáis será vuestroy podréis ver quién ha sido ingrato hacia vuestrovalor, si yo o vuestra fortuna.

Micer Ruggeri, puesto que vio que así agra-daba al rey, cogió uno, el cual mandó el rey que

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fuese abierto, y se encontró que estaba lleno detierra; con lo que el rey, riéndose, dijo:

—Bien podéis ver, micer Ruggeri, que esverdad lo que os digo de vuestra fortuna; pero enverdad vuestro valor merece que me oponga a susfuerzas. Yo sé que no tenéis la intención de hacerosespañol, y por ello no quiero daros aquí ni castillo niciudad, pero el cofre que la fortuna os quitó, aquél adespecho de ella quiero que sea vuestro, para quea vuestra tierra podáis llevároslo y de vuestro valorcon el testimonio de mis dones podáis gloriaros convuestros conciudadanos.

Micer Ruggeri, cogiéndolo, y dadas al reyaquellas gracias que a tamaño don correspondían,con él, contento, se volvió a Toscana.

NOVELA SEGUNDA

Ghino de Tacco apresa al abad de Cluny yle cura del estómago, y luego lo suelta, el cual, vol-viendo a la corte de Roma, lo reconcilia con el papaBonifacio, y lo hace caballero Hospitalario.

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Alabada había sido ya por todos la magnifi-cencia del rey Alfonso con el caballero florentinocuando el rey, a quien mucho había complacido,ordenó a Elisa que siguiese; la cual, prestamentecomenzó:

Delicadas señoras, el haber sido un reymagnífico y el haber usado su magnificencia conquien servido le había, no puede decirse que no sealoable y gran cosa, ¿pero qué diríamos si se cuentaque un clérigo ha usado de admirable magnificenciahacia una persona que si la hubiese tenido porenemiga no habría sido reprochado por ello? Cier-tamente no otra cosa sino que la del rey fuese virtudy la del clérigo milagro, como sea que éstos sontodos mucho más avaros que las mujeres y de todaliberalidad enemigos encarnizados; y por muchoque todo hombre apetezca venganza de las ofensasrecibidas, los clérigos, como se ve, aunque pacien-cia prediquen y sumamente alaben el perdón de lasofensas, más fogosamente que los demás hombresrecurren a ella. La cual cosa, es decir, cómo unclérigo fue magnífico, en la historia que sigue podr-éis saber claramente.

Ghino de Tacco, por su fiereza y por sus ro-bos hombre muy famoso, siendo arrojado de Siena

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y enemigo de los condes de Santafiore, sublevóRadicófani contra la iglesia de Roma, y estando allí,a cualquiera que por los alrededores pasaba le hac-ía robar por sus mesnaderos. Ahora bien, estandoel Papa Bonifacio VIII en Roma, vino a la corte elabad de Cluny, el cual se cree ser uno de los másricos prelados del mundo; y estropeándosele allí elestómago, le aconsejaron los médicos que fuese alos baños de Siena y se curaría sin falta; por lo cual,concediéndoselo el Papa, sin preocuparse de lafama de Ghino, con gran pompa de equipaje y decarga y de caballos y de servidumbre se puso encamino. Ghino de Tacco, habiendo sabido su veni-da, tendió sus redes, y sin perder un solo mozo demulas, al abad y a todos sus acompañantes y suscosas cercó en un estrecho lugar; y esto hecho, lomandó al abad, al cual de su parte muy amable-mente le dijo que hiciese el favor de ir a hospedarsecon aquel Ghino al castillo. Lo que oyendo el abad,todo furioso respondió que no quería hacerlo, comoquien no tenía nada que hacer con Ghino, sino queseguiría su camino y que querría ver quién se lo ibaa vedar. Al cual el embajador, humildementehablando, dijo:

—Señor, habéis venido a un lugar donde,excepto a la fuerza de Dios, nosotros nada teme-

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mos y donde las excomuniones y los interdictosestán todos excomulgados; y por ello, sufrid por lasbuenas el complacer a Ghino en esto.

Estaba ya, mientras decían estas palabras,todo el lugar rodeado por bandoleros; por lo que elabad, viéndose apresado con los suyos, muy des-deñoso, con el embajador tomó el camino del casti-llo, y con él toda su compañía y todo su equipaje. Yhabiendo echado pie a tierra, como Ghino quiso,completamente solo fue llevado a una alcobita deun edificio muy oscura e incómoda, y todos los de-más hombres fueron, según su condición, muy bienacomodados en el castillo, y los caballos y los equi-pajes puestos a salvo sin tocar nada de ellos. Yhecho esto, se fue Ghino al abad y le dijo:

—Señor, Ghino, de quien sois huésped, osmanda preguntar que os plazca decirle adónde ibaisy por qué razón.

El abad, que como discreto había depuestosu altanería, le dijo dónde iba y por qué. Ghino, oídoesto, se fue, y pensó curarlo sin baños; y haciendoque tuviese siempre encendido en la alcoba un granfuego, y vigilarla bien, no volvió a verlo hasta laMañana siguiente; y entonces, en un mantel blan-quísimo le llevó dos rebanadas de pan tostado y un

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gran vaso de vino de Comiglia, del mismo del abad,y dijo así al abad:

—Señor, cuando Ghino era más joven estu-dió medicina, y dice que aprendió que ninguna curaes mejor para el mal de estómago que la que él oshará; de la cual estas cosas que os traigo son elprincipio, y por ello, tomadlas y confortaos con ellas.

El abad, que más hambre tenía que ganasde bromas, aunque lo hiciese malhumorado, secomió el pan y se bebió el vino, y luego muchascosas altaneras dijo y preguntó sobre muchas, yaconsejó muchas, y especialmente pidió ver a Ghi-no. Ghino, oyéndolas, algunas las dejó pasar comovanas y a algunas contestó cortésmente, afirmandoque, lo antes que pudiese, Ghino lo visitaría; y dichoesto, se separó de él, y no volvió antes del día si-guiente, con la misma cantidad de pan tostado y devino; y así lo tuvo muchos días, hasta que se diocuenta de que el abad había comido unas habassecas que él, a propósito y a escondidas, le habíatraído y dejado allí. Por la cual cosa, le preguntó departe de Ghino que qué tal le parecía que estabadel estómago; a quien el abad respondió:

—Me parece que estaría bien si estuviesefuera de sus manos; y después de esto de nada

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tengo tanta gana como de comer, pues tan bien mehan curado sus medicinas.

Ghino, pues, habiendo de su equipaje mis-mo y a sus criados hecho arreglar una hermosaalcoba, y hecho preparar un gran convite, al quecon muchos hombres del castillo asistió toda la ser-vidumbre del abad, se fue a verle la mañana si-guiente y le dijo:

—Señor, puesto que os sentís bien, estiempo de salir de la enfermería —y cogiéndolo dela mano a la cámara que le habían arreglado lellevó, y dejándolo en ella con su gente, fue a vigilarpara que el convite fuese magnífico.

El abad, con los suyos un rato se entretuvo,y cómo había sido su vida les contó, mientras ellospor el contrario le dijeron que habían sido maravillo-samente honrados por Ghino; pero llegada la horade comer, el abad y todos los demás fueron, orde-nadamente, servidos con buenos manjares y bue-nos vinos, sin que Ghino se diese a conocer al abadtodavía. Pero luego de que el abad unos cuantosdías vivió de esta manera, habiendo hecho Ghinotraer a una sala todo su equipaje, y a un patio queestaba debajo de ella todos sus caballos hasta elmás miserable rocín, fue al abad y le preguntó que

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qué tal estaba y si se sentía lo bastante fuerte paracabalgar; a lo que el abad respondió que estabamuy fuerte y bien curado del estómago, y que estar-ía bien en cuanto se viese fuera de las manos deGhino. Llevó entonces Ghino al abad a la sala don-de estaban su equipaje y todos sus servidores, yhaciéndole asomar a una ventana desde dondepodía ver todos sus caballos, dijo:

—Señor abad, debéis saber que el ser no-ble y arrojado de su patria y pobre, y el tener mu-chos y poderosos enemigos, han conducido a Ghinode Tacco, que soy yo, a ser ladrón de caminos yenemigo de la Iglesia de Roma para poder defendermi vida y mi nobleza, y no la maldad de ánimo. Peroporque me parecéis valeroso señor, después dehaberos curado el estómago no entiendo trataroscomo lo haría a otros, que, cuando los tuviese enmis manos como os tengo a vos, me quedaría conla parte de sus cosas que me pareciese; sino meparece que vos, considerando mi necesidad, meentreguéis la parte de vuestras cosas que vos mis-mo queráis. Todas están aquí ante vos, y vuestroscaballos podéis verlos en el patio desde esta venta-na; y por ello, parte o todo, según os plazca, tomad,y desde ahora en adelante quede el iros o el queda-ros a vuestro arbitrio.

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Maravillóse el abad de que un ladrón decaminos pronunciase palabras tan magnánimas, yplaciéndole mucho, súbitamente desaparecidos suira y su malhumor, y transformados en benevolen-cia, convertido en amigo de Ghino en su corazóncorrió a abrazarlo, diciendo:

—Juro ante Dios que por ganar la amistadde un hombre tal como ahora juzgo que eres, sopor-taría recibir mucho mayores ofensas que la que meparece que hasta ahora me has hecho. ¡Maldita seala fortuna que a tan condenable oficio te obliga!

Y después de esto, habiendo hecho de susmuchas cosas coger algunas poquísimas y necesa-rias, y lo mismo de los caballos, y dejándole todaslas otras, se volvió a Roma.

Había sabido el Papa la prisión del abad, yaunque mucho le había dolido, al verlo le preguntóque cómo le habían sentado los baños; al cual,sonriendo, repuso el abad:

—Santo Padre, antes de llegar a los bañosencontré un valeroso médico que óptimamente meha curado.

Y le contó el modo, de lo que se rió el Papa;al que el abad, continuando su conversación y mo-

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vido por la grandeza de su ánimo, pidió una gracia.El Papa, creyendo que le pediría otra cosa, liberal-mente ofreció hacer lo que pidiese. Entonces elabad dijo:

—Santo Padre, lo que entiendo pediros esque otorguéis vuestra gracia a Ghino de Tacco mimédico, porque entre los demás hombres valerososy de pro que nunca he conocido, él es con certezauno de los mejores, y el mal que hace juzgo que esmucho más culpa de la fortuna que suya; la cual, sivos, dándole algo con lo que pueda vivir según sucondición, cambiáis, no dudo que en poco tiempono os parezca a vos lo que a mí me parece.

El Papa, al oír esto, como quien fue de granánimo y admirador de los hombres valerosos, dijoque lo haría de buena gana si tan de pro era comodecía, y que lo hiciese venir sin temor. Vino, pues,Ghino, sobre fianza, como plugo al abad, a la corte;y no había estado mucho junto al Papa cuando lereputó por valeroso, y dándole su paz, le otorgó ungran priorazgo del Hospital, habiéndole hecho caba-llero de éste; el cual, mientras vivió, lo mantuvocomo amigo y servidor de la Santa Iglesia y delabad de Cluny.

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NOVELA TERCERA

Mitrídanes, envidioso de la cortesía deNatán, yendo a matarlo, sin conocerlo se encuentracon él, e, informado por él mismo sobre lo que debehacer, lo encuentra en un bosquecillo como éste lohabía dispuesto; el cual, al reconocerlo, se aver-güenza y se hace amigo suyo.

Cosa semejante a un milagro les parecía,en verdad, a todos haber escuchado; es decir, queun clérigo hubiese hecho algo magnífico; pero ca-llando ya la conversación de las señoras, mandó elrey a Filostrato que continuase; el cual, prestamen-te, comenzó:

Nobles señoras, grande fue la magnificenciadel rey de España y acaso mucho más inaudita ladel abad de Cluny, ¡pero tal vez no menos maravi-lloso os parecerá oír que uno, por liberalidad, a otroque deseaba su sangre y también su espíritu, concircunspección se dispuso a entregársela! y lo habr-ía hecho si aquél hubiera querido tomarlo, tal comoen una novelita mía pretendo mostraros.

Certísimo es, si se puede dar fe a las pala-bras de algunos genoveses y de otros hombres que

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han estado en aquellas tierras, que en la parte deCata, hubo un hombre de linaje noble y rico sincomparación, llamado por nombre Natán, el cualteniendo una finca cercana a un camino por el cualcasi obligadamente pasaban todos los que desdePoniente a las partes de Levante o de Levante aPoniente querían venir, y teniendo el ánimo grandey liberal y deseoso de ser conocido por sus obras,teniendo allí muchos maestros, hizo allí en pocoespacio de tiempo construir una de las mayores ymás ricas mansiones que nunca fueran vistas, y contodas las cosas que eran necesarias para recibir yhonrar a gente noble la hizo óptimamente proveer.Y teniendo numerosa y buena servidumbre, conagrado y con fiestas a quienquiera que iba o veníahacía recibir y honrar; y tanto perseveró en tal loa-ble costumbre que ya no solamente en Levante,sino en Poniente se le conocía por su fama. Y es-tando ya cargado de años, pero no cansado deejercitar la cortesía, sucedió que llegó su fama a losoídos de un joven llamado Mitrídanes, de una tierrano lejana de la suya, el cual, viéndose no menosrico que lo era Natán, sintiéndose celoso de su famay de su virtud, se propuso o anularla u ofuscarla conmayores liberalidades; y haciendo construir unamansión semejante a la de Natán, comenzó a hacer

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las más desmedidas cortesías que nunca nadiehabía hecho a quien iba o venia por allí, y sin dudaen poco tiempo muy famoso se hizo. Ahora bien,sucedió un día que, estando el joven completamen-te solo en el patio de su mansión, una mujercita,que había entrado por una de las puertas de lamansión, le pidió limosna y la obtuvo; y volviendo aentrar por la segunda puerta hasta él, la recibió denuevo, y así sucesivamente hasta la duodécima; yvolviendo la decimotercera vez, dijo Mitrídanes:

—Buena mujer, eres muy insistente en tupedir —y no dejó, sin embargo, de darle una limos-na. La viejecita, oídas estas palabras, dijo:

—¡Oh liberalidad de Natán, qué maravillosaeres!, que por treinta y dos puertas que tiene sumansión, como ésta, entrando y pidiéndole limosna,nunca fui reconocida por él (o al menos no lomostró) y siempre la obtuve; y aquí no he venidomás que trece todavía y he sido reconocida y re-prendida.

Y diciendo esto, sin más volver, se fue.Mitrídanes, al oír las palabras de la vieja, comoquien lo que escuchaba de la fama de Natán loconsideraba disminución de la suya, en rabiosa iraencendido comenzó a decir:

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—¡Ay, triste de mí! ¿Cuándo alcanzaré la li-beralidad de las grandes cosas de Natán, que nosólo no lo supero como busco, sino que en las co-sas pequeñísimas no puedo acercármele? En ver-dad me canso en vano si no lo quito de la tierra; lacual cosa, ya que la vejez no se lo lleva, convieneque la haga con mis propias manos.

Y con este ímpetu se levantó, sin decir aninguno su intención y, montando a caballo conpocos acompañantes, después de tres días llegó adonde vivía Natán; y habiendo a sus compañerosordenado que fingiesen no conocerle y que se pro-curasen un albergue hasta que recibiesen de élotras órdenes, llegando allí al caer la tarde y estan-do solo, no muy lejos de la hermosa mansión en-contró a Natán solo, el cual, sin ningún hábito pom-poso, estaba dándose un paseo; a quien él, no co-nociéndole, preguntó si podía decirle dónde vivíaNatán. Natán alegremente le repuso:

—Hijo mío, nadie en esta tierra puedemostrártelo mejor que yo, y por ello, cuando gusteste llevaré allí.

El joven dijo que le agradaría pero que, sipodía ser, no quería ser visto ni conocido de Natán;al cual Natán dijo:

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—También esto haré, pues que te place.

Echando, pues, Mitrídanes pie a tierra, conNatán, que agradabilísima conversación muy prontotrabó con él, hasta su mansión se fue. Allí hizoNatán a uno de sus criados coger el caballo deljoven, y al oído le ordenó que prestamente arregla-se con todos los de la casa que ninguno le dijera aljoven que él era Natán; y así se hizo. Pero cuandoya en la mansión estuvieron, llevó a Mitrídanes auna hermosísima cámara donde nadie le veía sinoquienes él había señalado para su servicio; y,haciéndolo honrar sumamente, él mismo le hacíacompañía. Estando con el cual Mitrídanes, aunquele tuviese la reverencia que a un padre, le preguntóque quién era; al cual respondió Natán:

—Soy un humilde servidor de Natán, quedesde mi infancia he envejecido con él, y nunca meelevó a otro estado que al que me ves; por lo cual,aunque todos los demás le alaben tanto, poco pue-do alabarle yo.

Estas palabras llevaron algunas esperanzaa Mitrídanes de poder con mejor consejo y con ma-yor seguridad llevar a efecto su perverso propósito;al cual, Natán, muy cortésmente le preguntó quiénera y qué asunto le traía por allí, ofreciéndole su

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consejo y su ayuda en lo que pudiera. Mitrídanestardó un tanto en responder y decidiéndose por fin aconfiarse con él, con largo circunloquio, le pidió supalabra y luego el consejo y la ayuda; y quién era ély por qué había venido, y movido por qué sentimien-to, enteramente le descubrió. Natán, oyendo el dis-curso y feroz propósito de Mitrídanes, mucho seenojó en su interior, pero sin tardar mucho, confuerte ánimo e impasible gesto le respondió:

—Mitrídanes, noble fue tu padre y no quie-res desmerecer de él, tan alta empresa habiendoacometido como lo has hecho, es decir, la de serliberal con todos; y mucho la envidia que por la vir-tud de Natán sientes alabo porque, si de éstashubiera muchas, el mundo, que es misérrimo, pron-to se haría bueno. La intención que me has descu-bierto sin duda permanecerá oculta, para la cualantes un consejo útil que una gran ayuda puedoofrecerte: el cual es éste. Puedes ver desde aquí unbosquecillo al que Natán casi todas las mañanas vaél solo a pasearse durante un buen rato: allí fácil teserá encontrarlo y hacerle lo que quieras; al cual, simatas, para que puedas sin impedimento a tu casavolver, no por el camino por el que viniste, sino porel que ves a la izquierda irás para salir del bosque,

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porque aunque algo más salvaje sea, está máscerca de tu casa y por consiguiente, más seguro.

Mitrídanes, recibida la información yhabiéndose despedido Natán de él, ocultamente asus compañeros (que también estaban allí adentro)hizo saber dónde debían esperarlo al día siguiente.Pero luego de que hubo llegado el nuevo día,Natán, no habiendo cambiado de intención por elconsejo dado a Mitrídanes, ni habiéndolo cambiadoen nada, se fue solo al bosquecillo y se dispuso amorir. Mitrídanes, levantándose y cogiendo su arcoy su espada, que otras armas no tenía, y montado acaballo, se fue al bosquecillo, y desde lejos vio aNatán solo ir paseándose por él; y queriendo, antesde atacarlo, verlo y oírlo hablar, corrió hacia él y,cogiéndolo por el turbante que llevaba en la cabeza,dijo:

—¡Viejo, muerto eres!

Al que nada respondió Natán sino:

—Entonces es que lo he merecido.

Mitrídanes, al oír su voz y mirándole a la ca-ra, súbitamente reconoció que era aquel que lehabía benignamente recibido y fielmente aconseja-do; por lo que de repente desapareció su furor y su

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ira se convirtió en vergüenza. Con lo que, arrojandolejos la espada que para herirlo había desenvaina-do, bajándose del caballo, corrió llorando a arrojarsea los pies de Natán y dijo:

—Manifiestamente conozco, carísimo pa-dre, vuestra liberalidad, viendo con cuánta prontitudhabéis venido a entregarme vuestro espíritu, delque, sin ninguna razón, me mostré a vos mismodeseoso; pero Dios, más preocupado de mi deberque yo mismo, en el punto en que mayor ha sido lanecesidad me ha abierto los Ojos de la inteligencia,que la mísera envidia me había cerrado; y por ello,cuanto más pronto habéis sido en complacerme,tanto más conozco que debo hacer penitencia pormi error: tomad, pues, de mí, la venganza que es-timáis convenientemente para mi pecado.

Natán hizo levantar a Mitrídanes, y tierna-mente lo abrazó y lo besó, y le dijo:

—Hijo mío, en tu empresa, quieras llamarlamala o de otra manera, no es necesario pedir niotorgar perdón porque no la emprendiste por odio,sino por poder ser tenido por el mejor. Vive, pues,confiado en mí, y ten por cierto que no vive ningúnotro hombre que te ame tanto como yo, consideran-do la grandeza de tu ánimo que no a amasar dine-

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ros, como hacen los miserables, sino a gastar losamasados se ha entregado; y no te avergüences dehaber querido matarme para hacerte famoso ni cre-as que yo me maraville de ello. Los sumos empera-dores y los grandísimos reyes no han ampliado susreinos, y por consiguiente su fama, sino con el artede matar no sólo a un hombre como tú queríashacer, sino a infinitos, e incendiar países y abatirciudades; por lo que si tú, por hacerte más famoso,sólo querías matarme a mí, no hacías nada maravi-lloso ni extraño, sino muy acostumbrado.

Mitrídanes, no excusando su perverso de-seo sino alabando la honesta excusa que Natán leencontraba, razonando llegó a decirle que se mara-villaba sobremanera de cómo Natán había podidodisponerse a aquello y a darle la ocasión y el conse-jo; al cual dijo Natán:

—Mitrídanes, no quiero que ni de mi conse-jo ni de mi disposición te maravilles porque desdeque soy dueño de mí mismo y dispuesto a hacer lomismo que tú has emprendido, ninguno ha habidoque llegase a mi casa que yo no lo contentase en loque pudiera en lo que fuese por él pedido. Viniste túdeseoso de mi vida; por lo que, al oírtela solicitar,para que no fuese el único que sin obtener lo que

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habías pedido se fuese de aquí, prestamente decidídártela y para que la tuvieses aquel consejo te dique creí que era bueno para obtener la mía y noperder la tuya; y por ello todavía te digo y ruegoque, si te place, la tomes y te satisfagas con ella; nosé cómo podría emplearla mejor. Ya la he usadoochenta años y la he gastado en mis deleites y enmis consuelos; y sé que, según el curso de la natu-raleza, como sucede a los demás hombres y gene-ralmente a todas las cosas, por poco tiempo yapodrá serme otorgada; por lo que juzgo que es mu-cho mejor darla, como siempre he dado y gastadomis tesoros, que quererla conservar tanto que con-tra mi voluntad me sea arrebatada por la naturaleza.Pequeño don es dar cien años; ¿cuánto menor serádar seis u ocho que me queden por estar aquí?Tómala, pues, si te agrada, te ruego, porque mien-tras he vivido aquí todavía no he encontrado a nadieque la haya deseado y no sé cuándo pueda encon-trar a alguno, si no la tomas tú que la deseas; y porello, antes de que disminuya su valor tómala, te loruego.

Mitrídanes, avergonzándose profundamen-te, dijo:

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—No quiera Dios que cosa tan preciosacomo es vuestra vida vaya yo a tomarla, quitándolaa vos, y ni siquiera que la desee, como antes hacía;a la cual no ya no disminuiría sus años, sino que leañadiría de los míos si pudiese.

A quien prestamente Natán dijo:

—Y si puedes, ¿querrías añadírselos? Y meharías hacer contigo lo que nunca con nadie hehecho, es decir, coger sus cosas, que nunca a na-die las cogí.

—Sí —dijo súbitamente Mitrídanes.

—Pues —dijo Natán— harás lo que voy adecirte. Te quedarás, joven como eres, aquí en micasa y te llamarás Natán, y yo me iré a la tuya ysiempre me haré llamar Mitrídanes.

Entonces Mitrídanes repuso:

—Si yo supiese obrar tan bien como sabéisvos y habéis sabido, tomaría sin pensarlo demasia-do lo que me ofrecéis; pero porque me parece sermuy cierto que mis obras disminuirían la fama deNatán y yo no entiendo estropear en otra persona loque no sé lograr para mí, no lo tomaré.

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Estos y muchos otros amables razonamien-tos habidos entre Natán y Mitrídanes, cuando plugoa Natán juntos hacia la mansión volvieron, dondeNatán, muchos días sumamente honró a Mitrídanesy con todo ingenio y sabiduría le confortó en su altoy grande propósito. Y queriendo Mitrídanes con sucompañía volver a casa, habiéndole Natán muy bienhecho conocer que nunca en liberalidad podría ven-cerle, le dio su licencia.

NOVELA CUARTA

Micer Gentile de los Carisendi, llegado deMódena, saca de la sepultura a una dama amadapor él, enterrada por muerta, la cual, confortada,pare un hijo varón, y micer Gentile a ella y a su hijolos restituye a Niccoluccio Caccianernici, su marido.

Maravillosa cosa pareció a todos que al-guien fuese liberal con su propia sangre: y afirmaronque verdaderamente Natán había sobrepasado ladel rey de España y la del abad de Cluny. Perodespués de que durante un rato unas cosas y otrasse dijeron, el rey, mirando a Laureta, le demostró

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que deseaba que narrase ella; por la cual cosa,Laureta prestamente comenzó:

Jóvenes señoras, magníficas y bellas hansido las contadas, y no me parece que se nos hayadejado nada para decir a nosotros por donde nove-lando podamos discurrir (tan ocupado está todo porla excelencia de las magnificencias contadas) si delos asuntos de amor no echamos mano, los cualesa toda materia de narración ofrecen abundantísimacopia. Y por ello, tanto por esto como porque a ellodebe principalmente inducirnos nuestra edad, meplace contaros un gesto de magnificencia hecho porun enamorado, el cual, todo considerado, no osparecerá menor por ventura que alguno de los mos-trados, si es verdad aquello de que los tesoros sedan, las enemistades se olvidan y se pone la propiavida, el honor y la fama, que es mucho más, en milpeligros por poder poseer la cosa amada.

Hubo, pues, en Bolonia, nobilísima ciudadde Lombardía, un caballero muy digno de conside-ración por su virtud y nobleza de sangre, que fuellamado micer Gentile de los Carisendi. El cual jo-ven, de una noble señora llamada doña Catalina,mujer de un Niccoluccio Caccianernici, se enamoró;y porque mal era correspondido por el amor de la

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señora, como desesperado y siendo llamado por laciudad de Módena para ser allí podestá, allí se fue.En este tiempo, no estando Niccoluccio en Bolonia,y habiéndose su mujer ido a una posesión suya aunas tres millas de la ciudad porque estaba grávida,sucedió que le sobrevino un fiero accidente, detanta fuerza que apagó en ella toda señal de vida ypor ello aun por algún médico fue juzgada muerta; yporque sus más próximos parientes decían quehabían sabido por ella que no estaba todavía grávi-da de tanto tiempo como para que la criatura pudie-se ser perfecta, sin tomarse otro cuidado, tal cualestaba, en una sepultura de una iglesia vecina,después de mucho llorar, la sepultaron. La cualcosa, inmediatamente por un amigo suyo le fuehecha saber a micer Gentile, el cual de ello, aunquede su gracia hubiese sido indigentísimo, se doliómucho, diciéndose finalmente:

«He aquí, doña Catalina, que estás muerta;yo, mientras viviste, nunca pude obtener de ti unasola mirada; por lo que, ahora que no podrásprohibírmelo, muerta como estás, te quitaré algúnbeso.»

Y dicho esto, siendo ya de noche, organi-zando las cosas para que su ida fuese secreta,

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montando a caballo con un servidor suyo, sin dete-nerse un momento, llegó a donde sepultada estabala dama; y abriendo la sepultura, en ella con cuida-do y cautela entró, y echándose a su lado, su rostroacercó al de la señora y muchas veces derramandomuchas lágrimas, la besó. Pero así como vemosque el apetito de los hombres no está nunca conten-to con ningún límite, sino que siempre desea más, yespecialmente el de los amantes, habiendo éstedecidido no quedarse allí, se dijo:

«¡Bah!, ¿por qué no le toco, ya que estoyaquí, un poco el pecho? No debo tocarla más ynunca la he tocado.»

Vencido, pues, por este apetito, le puso lamano en el seno y teniéndola allí durante algúnespacio, le pareció sentir que en alguna parte lelatía el corazón; y, después de que hubo alejado desí todo temor, buscando con más atención, encontróque con seguridad no estaba muerta, aunque pocay débil juzgase su vida; por lo que, lo más suave-mente que pudo, ayudado por su servidor, la sacódel monumento y poniéndola delante en el caballo,secretamente la llevó a su casa de Bolonia. Estabaallí su madre, valerosa y discreta señora, que des-pués que de su hijo hubo extensamente todo oído,

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movida a compasión, ocultamente, con grandísimosfuegos y con algún baño, a aquella le volvió la des-mayada vida. Al volver en sí la cual, dio la señoraun gran suspiro y dijo:

—¡Ay!, ¿pues dónde estoy?

A lo que la valerosa señora respondió:

—Tranquilízate, estás en buen lugar.

Ella, vuelta en sí y mirando alrededor, noconociendo dónde estaba y viendo delante a micerGentile, llena de maravilla a la madre de éste rogóque le dijese de qué guisa había ella venido aquí, ala cual micer Gentile ordenadamente contó todaslas cosas. De lo que doliéndose ella, después de unpoco le dio las gracias que pudo y luego le rogó, porel amor que le había tenido y por cortesía suya, ensu casa no recibir nada que menoscabase su honorni el de su marido, y al llegar el día, que la dejasevolver a su casa propia; a quien micer Gentile repu-so:

—Señora, cualquiera que mi deseo haya si-do en tiempos pasados, no entiendo al presente ninunca en adelante (puesto que Dios me ha conce-dido esta gracia que de la muerte a la vida os hadevuelto a mí, siendo el motivo el amor que en el

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pasado os he tenido) trataros ni aquí ni en ningunaotra parte sino como a una querida hermana. Peroel beneficio que os he hecho esta noche merecealgún galardón; y por ello quiero que no me neguéisuna gracia que voy a pediros.

Al cual la señora benignamente repuso queestaba dispuesta a ello si es que podía y era hones-to. Micer Gentile dijo entonces:

—Señora, todos vuestros parientes y todoslos boloñeses creen y tienen por cierto que estáismuerta, por lo que nadie hay que os espere en ca-sa; y por ello quiero pediros como gracia que quer-áis quedaros aquí ocultamente con mi madre hastaque yo vuelva de Módena, que será pronto. Y larazón por la que os lo pido es porque deseo, enpresencia de los mejores ciudadanos de esta ciu-dad, hacer de vos un precioso y solemne don avuestro marido.

La dama, sabiendo que estaba obligada alcaballero y que la petición era honesta, aunquemucho desease alegrar con su vida a sus parientes,se dispuso a hacer aquello que micer Gentile pedía,y así lo prometió y dio su palabra. Y apenas habíanterminado las palabras de su respuesta cuandosintió que el tiempo de dar a luz había llegado; por

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lo que, tiernamente por la madre de micer Gentileayudada, no mucho después parió un hermosovarón, la cual cosa muy mucho redobló la alegría demicer Gentile y la suya. Micer Gentile ordenó quelas cosas necesarias fuesen preparadas y que ellafuese atendida como si su propia mujer fuese, y aMódena secretamente se volvió. Terminado allí eltiempo de su oficio y teniendo que volver a Bolonia,hizo que, la mañana que debía entrar en Bolonia, sepreparase un gran convite en su casa para muchosy nobles señores de Bolonia entre los cuales estabaNiccoluccio Caccianernici; y habiendo vuelto yechado pie a tierra y encontrándose con ellos,habiendo también encontrado a la señora más her-mosa y más sana que nunca y que su hijo estababien, con alegría incomparable a sus invitados sentóa la mesa y les hizo servir magníficamente muchosmanjares. Y estando ya cerca de su fin la comida,habiendo él dicho primeramente a la señora lo queintentaba hacer y arreglado con ella la manera enque debía conducirse, así comenzó a hablar:

—Señores, me acuerdo de haber oído algu-na vez que en Persia hay una costumbre honradasegún mi juicio, la cual es que cuando alguien quie-re honrar sumamente a su amigo lo invita a su casay allí le muestra la cosa más preciada que tenga,

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sea su mujer, su amiga, o su hija, ¡afirmando que, sipudiese, tal como le muestra aquello, con muchomás agrado le mostraría su corazón!; la cual entien-do yo seguir en Bolonia. Vosotros, por vuestra mer-ced, habéis honrado mi convite y yo quiero honrarosa lo persa mostrándoos la cosa más preciada quetengo en el mundo y que siempre voy a tener. Peroantes de hacerlo os ruego que me digáis lo queopináis de una duda que voy a plantearos. Hay unapersona que tiene en casa a un bueno y fiel servidorque enferma gravemente; este tal, sin esperar a verel final del siervo enfermo lo hace llevar a mitad dela calle y no se preocupa más de él; viene un extra-ño y, movido a compasión por el enfermo, se lolleva a su casa y con gran solicitud y con gastos lodevuelve a su salud primera; querría yo saber ahorasi, teniéndolo y usando de sus servicios, su señorpuede en toda equidad dolerse o quejarse del se-gundo si, al pedírselo, no quisiera devolvérselo.

Los gentileshombres, después de varios ra-zonamientos entre sí y concurriendo todos en lamisma opinión, a Niccoluccio Caccianernici, porqueera un conversador bueno y ornado, encargaron dela respuesta. Éste, alabando primeramente la cos-tumbre persa, dijo que él con los demás estabaconcorde en esta opinión: que el primer señor

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ningún derecho tenía ya sobre su servidor puestoque en semejante caso no solamente lo habíaabandonado sino arrojado de sí, y que por los bene-ficios recibidos del segundo justamente parecíahaber pasado a ser su servidor; por lo que, tenién-dolo, ningún daño, ninguna fuerza, ninguna injuria lehacía al primero. Los demás hombres que a la me-sa estaban, que mucho hombre valeroso había,dijeron juntos que sostenían lo que había sido con-testado por Niccoluccio. El caballero, contento contal respuesta y con que Niccoluccio la hubiese dado,afirmó que él también era de aquella opinión y luegodijo:

—Tiempo es ahora de que según mi pro-mesa yo os honre.

Y llamados dos de sus servidores, los envióa la señora, a quien había hecho vestir y adornaregregiamente, y le mandó pedir que viniese a ale-grar a los hombres nobles con su presencia. Lacual, tomando en brazos a su hermosísimo hijito,acompañada por dos servidores, vino a la sala y,como plugo al caballero, junto a uno de los valero-sos hombres se sentó; y él dijo:

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—Señores, ésta es la cosa más preciadaque tengo y que entiendo tener más que ningunaotra; mirad si os parece que tengo razón.

Los gentileshombres, honrándola y loándolamucho, y afirmando al caballero que como preciosadebía tenerla, comenzaron a mirarla; y muchos hab-ía allí que le habrían dicho quién era si por muertano la hubiesen tenido; pero sobre todo la mirabaNiccoluccio. El cual, habiéndose alejado un poco elcaballero, como quien ardía en deseos de saberquién era ella, no pudiendo contenerse le preguntósi boloñesa era o forastera. La señora, oyendo quesu marido le preguntaba, con trabajo se contuvo enresponderle, pero para seguir la orden que le hab-ían dado, se calló. Algún otro le preguntó si erasuyo aquel niñito, y alguno si era la mujer de micerGentile o de alguna manera pariente suya; a loscuales no dio ninguna respuesta. Pero llegandomicer Gentile, dijo alguno de sus invitados:

—Señor, hermosa cosa es esta vuestra, pe-ro parece muda; ¿lo es?

—Señores ——dijo micer Gentile—, el nohaber ella hablado al presente es no pequeña prue-ba de su virtud.

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—Decidnos, pues, vos —siguió el mismo—quién es.

Dijo el caballero:

—Lo haré de buen grado si me prometéisque por nada que diga nadie se moverá de su sitiohasta que esté terminada mi historia.

Habiéndolo prometido todos, y habiendo yalevantado las mesas, micer Gentile, sentándosejunto a la señora, dijo:

—Señores, esta señora es aquel siervo lealy fiel sobre el cual os he hecho antes una pregunta;la cual, poco estimada por los suyos, y como vil y yano útil arrojada en mitad de la calle, fue recogida pormí y con mi solicitud y obras arrancada de las ma-nos de la muerte; y Dios, mirando mi puro afecto, decuerpo espantable en tan hermosa la ha hechovolverse. Pero para que claramente entendáis cómoesto me ha sucedido, brevemente os lo aclararé.

Y comenzando desde su enamoramiento deella, lo que sucedido había hasta entonces distinta-mente narró, con gran maravilla de los oyentes, yluego añadió:

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—Por las cuales cosas, si mudado no hab-éis la opinión de hace un momento ahora, y espe-cialmente Niccoluccio, esta mujer merecidamentees mía, y nadie puede reclamármela a justo título.

A esto nadie repuso sino que esperaban to-dos lo que iba a decir después. Niccoluccio y losdemás que allí estaban, y la señora lloraban decompasión; pero micer Gentile, poniéndose en pie ytomando en sus brazos al pequeñito y a la señorade la mano y yendo hacia Niccoluccio dijo:

—Vamos, compadre, no te devuelvo a tumujer, a quien tus parientes y los tuyos echaron a lacalle, sino que quiero darte a esta señora, mi coma-dre, con este hijito suyo, el cual estoy seguro de quefue engendrado por ti y a quien sostuve en el bau-tismo y le di por nombre Gentile: y te ruego queporque haya estado en mi casa cerca de tres mesesno te sea menos cara; que te juro por el Dios que talvez de ella enamorarme hizo para que mi amorfuera, como ha sido, la ocasión de su salvación, quenunca ni con su padre ni con su madre ni contigomás honestamente ha vivido de lo que lo ha hechojunto a mi madre en mi casa.

Y dicho esto, se volvió a la señora y dijo:

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—Señora, ahora ya de todas las promesasque me habéis hecho os libero y libre os dejo conNiccoluccio.

Y habiendo devuelto a la mujer y al niño alos brazos de Niccoluccio, volvió a sentarse. Nicco-luccio deseosamente recibió a su mujer y a su hijo,tanto más alegre cuanto más lejos estaba de espe-rarlos; y lo mejor que pudo y supo dio las gracias alcaballero; y los demás, que todos de compasiónlloraban, de esto le alabaron mucho, y alabado fuede quien lo oyó. La señora, con maravillosa fiestafue recibida en su casa y como resucitada fue mu-cho tiempo mirada con admiración por los boloñe-ses; y micer Gentile siempre amigo vivió de Nicco-luccio y de sus parientes y de los de la señora.

¿Qué, pues, diréis, aquí, benignas señoras?¿Estimaréis que haber dado un rey su cetro y sucorona, y un abad sin que nada le costase haberreconciliado a un malhechor con el Papa, y un viejoponer la garganta al cuchillo del enemigo, son dig-nos de igualar la acción de micer Gentile? El cual,joven y ardiente, y pareciéndole a justo título tenerderecho a aquello que el descuido ajeno había des-echado y él por su buena fortuna había recogido, nosólo templó honestamente su fuego, sino que libe-

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ralmente lo que solía con todos sus pensamientostratar de robar, teniéndolo, lo restituyó. Por ciertoque ninguna de las antes contadas me parece ase-mejarse a ésta.

NOVELA QUINTA

Doña Dianora pide a micer Ansaldo unjardín de enero bello como en mayo, micer Ansaldo,comprometiéndose con un nigromante, se lo da; elmarido le concede que haga lo que guste micerAnsaldo el cual, oída la liberalidad del marido, lalibra de la promesa y el nigromante, sin querer nadade lo suyo, libra de la suya a micer Ansaldo.

Por todos los de la alegre compañía habíasido ya micer Gentile elevado al cielo con sumasalabanzas cuando el rey ordenó a Emilia que si-guiese; la cual, desenvueltamente, como deseosade hablar, así comenzó:

Blandas señoras, nadie dirá con razón quemicer Gentile no obró con magnificencia; pero decirque no se pueda con más tal vez no demuestre que

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se puede más: lo que pienso contaros con una no-velita mía.

En el Friuli, lugar, aunque frío alegre conbellas montañas, muchos ríos y claras fuentes, hayuna ciudad llamada Udine en la que vivió una her-mosa y noble señora llamada doña Dianora y mujerde un gran hombre rico llamado Gilberto, muy ama-ble y de buena índole; y mereció esta señora por suvalor ser sumamente amada por un noble y granbarón que tenía por nombre micer Ansaldo Graden-se, hombre de alta condición y en las armas y en lacortesía conocido en todas partes. El cual, ardien-temente amándola y haciendo todas las cosas quepodía para ser amado por ella, y a ello con frecuen-cia solicitándola con sus embajadas, en vano secansaba. Y siendo a la señora penosas las solicita-ciones del caballero y viendo que, aunque le negasetodo lo que él pedía, no por ello dejaba él de amarlani de solicitarla, con una extraña y a su juicio impo-sible petición pensó que podría quitárselo de enci-ma; y a una mujer que a ella venía muchas vecesde parte de él, dijo un día así:

—Buena mujer, tú me has afirmado muchasveces que micer Ansaldo me ama sobre todas lascosas y maravillosos dones me has ofrecido de su

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parte; los cuales quiero que se quede con ellosporque por ellos nunca a amarle y a complacerle mellevará. Y si pudiese estar segura de que me amatanto como decís, sin falta me dejaría ir a amarle y ahacer lo que él quisiese; y por ello, si quisiera ase-gurarme de ello con algo que voy a pedirle, estaríadispuesta a lo que me ordenase.

Dijo la buena mujer:

—¿Qué es, señora, lo que deseáis quehaga?

Repuso la señora:

—Lo que deseo es esto: quiero, en elpróximo mes de enero, cerca de esta ciudad, unjardín lleno de verdes hierbas, de flores y de frondo-sos árboles, no de otra manera hecho que si fueseen mayo; lo cual, si no lo hace, ni a ti ni a nadieenvíe más a mí porque, si más me solicitase, talcomo yo hasta ahora lo he tenido oculto a mi maridoy a mis parientes, así, quejándome a ellos me inge-niaría en quitármelo de encima.

El caballero, oída la petición, y la promesade su señora, aunque muy difícil cosa y casi impo-sible de hacer le pareciese, y conociendo que nopor otra cosa le había pedido la dama aquello, sino

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para que abandonase toda esperanza, se propuso,sin embargo, intentar todo aquello que pudiese, ypor muchas partes del mundo anduvo mirando si aalguien encontraba que ayuda o consejo le diese; yllegó a dar con uno que, si le pagaba bien, le pro-metía hacerlo con artes nigrománticas. Con el cualmicer Ansaldo, concertándose por una grandísimacantidad de dinero, alegre esperó el tiempo que lehabían ordenado; y venido el cual, siendo grandísi-mos los fríos y todas las cosas llenas de nieve y dehielo, el valeroso hombre en un hermosísimo pradocercano a la ciudad con sus artes hizo de tal mane-ra, la noche a la cual seguía el primer día de enero,que por la mañana apareció, según los que lo veíantestimoniaban, uno de los más hermosos jardinesque nunca hubo visto nadie, con hierbas y con árbo-les y con frutos de todas clases. El cual, como micerAnsaldo, contentísimo, hubo visto, haciendo cogerfrutos de los más hermosos que había y flores delas más bellas, ocultamente los hizo llevar a su se-ñora, e invitarla a ver el jardín por ella pedido paraque por él pudiese conocer que la amaba y recor-dase la promesa que le había hecho y con juramen-to sellado, y como mujer leal procurase luego cum-plirla. La señora, vistos las flores y los frutos, y yahabiendo oído hablar a muchos del maravilloso

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jardín, comenzó a arrepentirse de su promesa; perocon todo su arrepentimiento, como deseosa de vercosas extrañas, con muchas otras damas de la ciu-dad fue a ver el jardín, y no sin maravilla alabándolomucho, más triste que mujer alguna volvió a casa,pensando en aquello a que estaba obligada por ello.Y fue tanto el dolor que, no pudiéndolo esconderbien dentro de sí, hizo que, apareciendo fuera, sumarido se diese cuenta; y quiso de todas las mane-ras que ella le dijese la razón. La señora, por ver-güenza, lo calló largo tiempo; por último, obligada,ordenadamente le manifestó todo. Gilberto, prime-ramente, oyendo aquello se enfureció mucho; luego,considerando la pura intención de la señora, arro-jando fuera de sí la ira, con más discreción, dijo:

—Dianora, no es de prudente ni de honestamujer escuchar ninguna embajada de las de talclase, ni negociar bajo ninguna condición la casti-dad con nadie. Las palabras recibidas en el corazónpor los oídos tienen mayor fuerza que muchos juz-gan y casi todo les es posible a los amantes. Malhiciste, pues, primero al escuchar y luego al hacerun trato; pero como conozco la pureza de tu inten-ción, para liberarte de los lazos de la promesahecha, te concederé lo que tal vez ningún otro har-ía, induciéndome a ello también el miedo al nigro-

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mante, al cual tal vez micer Ansaldo, si le burlases,podría pedir nuestro daño. Quiero que vayas a él y,si de alguna manera puedes, te ingenies en hacerque, conservando tu honestidad, seas liberada deesta promesa; pero si de otro modo no pudiera ser,por esta vez, el cuerpo, pero no el ánimo, concéde-le.

La mujer, oyendo al marido, lloraba y nega-ba que tal gracia quisiese de él. A Gilberto, por mu-cho que su mujer se negase, plugo que fuese así,por lo que, venida la siguiente mañana, al salir laaurora, sin demasiado adornarse, con dos de susservidores delante y con una camarera detrás, sefue la señora a casa de micer Ansaldo. El cual, aloír que su señora había venido a verle, se maravillófuertemente, y levantándose y haciendo llamar alnigromante, le dijo:

—Quiero que veas qué gran bien me hahecho conseguir tu arte.

Y saliendo a su encuentro, sin entregarse aningún desordenado apetito con reverencia la reci-bió honestamente, y en una hermosa cámara conun gran fuego entraron todos; y haciéndola sentar,dijo:

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—Señora, os ruego, si el largo amor que oshe tenido merece algún galardón, que no os moles-te decirme la verdadera razón que a tal hora os hahecho venir y con tal compañía.

La señora, vergonzosa y casi con las lágri-mas en los ojos, repuso:

—Señor, ni amor que os tenga ni palabradada me traen aquí, sino la orden de mi marido, elcual, teniendo más respeto a los trabajos de vuestroamor que a su honra y la mía, me ha hecho veniraquí, y por orden suya estoy dispuesta por esta veza hacer lo que os agrade.

Micer Ansaldo, si primero se maravilló,oyendo a la señora mucho más comenzó a maravi-llarse, y conmovido por la liberalidad de Gilberto, suardor en compasión comenzó a cambiar y dijo:

—Señora, no plazca a Dios, puesto que asíes como vos decís, que sea yo quien manche elhonor de quien tiene compasión de mi amor; y porello, el estar aquí vos, cuanto os plazca, no serásino como si fueseis mi hermana, y, cuando sea devuestro agrado, libremente podéis iros, a condiciónde que a vuestro marido, por tanta cortesía como hasido la suya, deis las gracias que creáis convenien-

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tes, teniéndome a mí siempre en el porvenir poramigo y por servidor.

La señora, oyendo estas palabras, más con-tenta que nunca, dijo:

—Nada podía hacerme creer, teniendo enconsideración vuestras costumbres, que otra cosadebiera seguirse de mi venida sino lo que veo quehacéis; por lo que os estaré siempre obligada.

Y despidiéndose, honrosamente acompa-ñada volvió con Gilberto y le contó lo que sucedidole había; de lo que se siguió una estrechísima y lealamistad entre él y micer Ansaldo. El nigromante, aquien micer Ansaldo se aprestaba a dar la prometi-da recompensa, vista la liberalidad de Gilberto paracon micer Ansaldo y la de micer Ansaldo con laseñora, dijo:

—No quiera Dios que, después de habervisto a Gilberto ser liberal con su honra y a vos convuestro amor, no sea yo también liberal con mi re-compensa; y por ello, sabiendo que os correspondea vos, entiendo que sea vuestra.

El caballero se avergonzó y se ingenió todolo que pudo en hacérsela tomar toda o en parte;pero luego de cansarse en vano, habiendo el ni-

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gromante hecho desaparecer su jardín después deltercer día y queriendo irse, le dejó irse con Dios; yapagado en el corazón el concupiscente amor, porla mujer quedó encendido en honesto afecto.

¿Qué diremos aquí, amorosas señoras?¿Antepondremos la casi muerta señora y el amorentibiecido por la débil esperanza a esta liberal con-ducta de micer Ansaldo, que más ardientementeque nunca amaba y de más esperanza encendidoque nunca estaba teniendo en sus manos la presatan perseguida? Necia cosa me parecería creer queaquella liberalidad pudiera compararse a ésta.

NOVELA SEXTA

El rey Carlos, ya viejo, victorioso, enamora-do de una jovencita, avergonzándose de su locoamor, a ésta y a una hermana suya casa honrosa-mente.

¿Quién podría contar cabalmente los variosrazonamientos que hubo entre las señoras sobrequién había usado de mayor liberalidad, Gilberto omicer Ansaldo o el nigromante, en torno a los casos

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de doña Dianora? Demasiado largo sería. Peroluego de que el rey hubo concedido que se disputa-sen un tanto, mirando a Fiameta, le mandó quenovelando los sacase de su discusión; la cual, sinesperar un momento, comenzó:

Magníficas señoras, yo he sido siempre dela opinión de que, en las compañías como la nues-tra, se debería hablar tan por extenso que la dema-siada oscuridad en el sentido de las cosas dichasno fuese para los demás materia de discusión: loque mucho más es propio de las escuelas, entre losestudiosos, que entre nosotras, que sólo con larueca y el huso trabajamos. Y por ello yo, que talvez pensaba en alguna cosa dudosa, viendo quepor las ya dichas estáis riñendo, dejaré aquélla ycontaré una no de un hombre de poco pelo sino deun valeroso rey, contando lo que caballerosamentehizo sin en nada faltar a su honor.

Todas vosotras podéis haber oído recordarmuchas veces al rey Carlos el Viejo, o bien el Pri-mero, por cuya magnífica acción y luego por la glo-riosa victoria lograda sobre el rey Manfredi, fueronde Florencia los gibelinos arrojados y volvieron allílos güelfos; por la cual cosa, un caballero llamadomicer Neri de los Uberti, con toda su familia y con

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muchos dineros saliendo de allí, no quiso humillarsesino bajo la protección del rey Carlos. Y para estaren un lugar solitario y terminar allí en reposo suvida, a Castellammare de Stabia se fue; y allí, comoa un tiro de ballesta alejado de las demás habitacio-nes de la ciudad, entre olivos y avellanos y casta-ños, en los que la comarca es abundante, compróuna posesión; sobre la cual hizo una gran casahermosa y espaciosa y junto a ella un deleitablejardín, en medio del cual, a la manera nuestra, te-niendo abundancia de agua corriente, hizo un claroy buen vivero y lo llenó fácilmente con muchos pe-ces. Y de nada cuidando sino de hacer cada díamás hermoso su jardín, sucedió que el rey Carlos,en época calurosa, fue algún tiempo a descansar aCastellammare, donde, oyendo la belleza del jardínde micer Neri, quiso verlo. Y habiendo oído de quiénera, pensó que, porque a un partido contrario alsuyo pertenecía el caballero, más familiarmente conél quería comportarse; y le mandó a decir que concuatro acompañantes, privadamente, la noche si-guiente quería cenar con él en su jardín. Lo que fuemuy del agrado de micer Neri, y habiendo prepara-do magníficamente las mesas y habiendo arregladocon sus criados lo que debía hacerse, lo más ale-gremente que pudo y supo recibió al rey en su her-

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moso jardín; el cual, después de que todo el jardín yla casa de micer Neri hubo visto y alabado, estandolas mesas puestas junto al vivero, a una de ellas,después de haberse lavado, se sentó, y al condeGuido de Monforte, que uno de sus acompañantesera, mandó que se sentase a un lado suyo y a micerNeri al otro, y a los otros tres que con él habíanvenido mandó que sirviesen la mesa según el ordenestablecido por micer Neri. Vinieron allí las bebidasdelicadas y allí estuvieron los vinos óptimos y pre-ciosos, y la manera de servir muy bella y digna dealabanza, sin ningún ruido ni ningún error, lo que elrey alabó mucho. Y estando comiendo él alegre-mente y disfrutando del lugar solitario, en el jardínentraron dos jovencitas de edad de unos quinceaños cada una, rubias como las hebras del oro ycon los cabellos todos ensortijados y sobre ellos,sueltos, una fina guirnalda de vincapervinca, y enlos rostros antes parecían corderos que otra cosa,tan delicados y hermosos los tenían; y estaban ves-tidas con un vestido de lino sutilísimo y blanco comola nieve sobre sus carnes, el cual de la cintura paraarriba era estrechísimo y de allí para abajo ancho, aguisa de un pabellón y largo hasta los pies. Y la quevenía delante llevaba sobre los hombros un par decarriegos que mantenía con la siniestra mano, y en

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la diestra llevaba un bastón largo y bajo aquel mis-mo brazo una brazada de leña y en la mano unastrébedes y en la otra mano una orza de aceite y unfuego encendido; las cuales, al verlas el rey, semaravilló y, suspenso, esperó a ver qué quería deciresto. Las jovencitas, llegadas más adelante, hones-tamente y tímidas hicieron una reverencia al rey; ydespués, yendo a donde se entraba en el vivero, laque llevaba la sartén, dejándola en el suelo y lasdemás cosas junto a ella, cogió el bastón que la otrallevaba, y las dos en el vivero, cuya agua les llegabaal pecho, entraron. Uno de los servidores de micerNeri, prestamente allí encendió el fuego, y puesta lasartén sobre las trébedes y echando en ella el acei-te, comenzó a esperar a que las jóvenes le echasenlos peces. De 1as cuales, una, buscando en loslugares donde sabía que se escondían los peces, yla otra preparando los carriegos, con grandísimoplacer del rey que aquello atentamente miraba, enpoco espacio de tiempo cogieron un montón depeces; y arrojándoselos al criado, que casi vivos losechaba en la sartén, tal como se les había enseña-do, comenzaron a coger los más hermosos y aecharlos encima de la mesa delante del rey, y delconde Guido y su padre. Estos peces se escurríanpor la mesa, con lo que el rey recibía maravilloso

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placer; e igualmente cogiéndolos él, a las jóvenescortésmente se los devolvía arrojándoselos, y así unrato estuvieron jugando, hasta que el criado hubofrito aquellos que le habían dado; los cuales, máscomo entremés que como comida muy preciosa odeleitable habiéndolo ordenado micer Neri, fueronpuestos delante del rey. Las jóvenes, al ver los pe-ces fritos y habiendo bastante pescado, habiéndo-seles completamente el blanco vestido pegado a lascarnes y no ocultando casi nada de sus delicadoscuerpos, salieron del vivero; y habiendo cada unarecogido las cosas que habían llevado, pasandovergonzosas delante del rey, a casa se volvieron. Elrey y el conde y los demás que servían habían mu-cho observado a estas jovencitas, y mucho dentrode sí mismos las había estimado cada uno bellas ybien hechas, y además de ello, amables y corteses;pero sobre todos los demás habían agradado al rey;el cual, tan atentamente todas las partes de sucuerpo había considerado cuando salían del aguaque a quien entonces lo hubiese pinchado no lohubiera sentido. Y mucho acordándose de ellas, sinsaber quiénes eran ni cómo, sintió en el corazóndespertarse un ardentísimo deseo de agradarles,por lo cual muy bien conoció que iba a enamorarsesi no tenía cuidado; y no sabía él mismo cuál de las

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dos era la que más le agradaba, tan semejante entodas las cosas era una a la otra. Pero luego de queun tanto hubo dado vueltas a este pensamiento,volviéndose a micer Neri le preguntó quiénes eranlas dos damiselas; a quien micer Neri repuso:

—Monseñor, son mis hijas y nacidas de unmismo parto, de las cuales una tiene por nombreGinebra la bella y la otra Isotta la rubia.

El rey se las alabó mucho, exhortándole acasarlas; de lo que micer Neri, por no estar ya enposición de hacerlo, se excusó. Y en esto, no que-dando sino las frutas por servir a la mesa, vinieronlas dos jóvenes con dos corpiños de tafetán bellísi-mos, con dos grandísimas bandejas de plata en lamano llenas de frutos variados, según los daba laestación, y los llevaron ante el rey sobre la mesa. Yhecho esto, retirándose un poco, comenzaron acantar una tonada cuya letra comenzaba:

Adónde he llegado, Amor,

contarse no podría largamente,

con tanta dulzura y tan agradablemente queal rey, que con deleite miraba y escuchaba, le pa-recía que todas las jerarquías de los ángeles habíandescendido allí a cantar; y terminado aquélla, arro-

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dillándose, reverentemente pidieron licencia al rey,el cual, aunque su partida le doliese, aparentementecon alegría se la dio. Terminada, pues, la cena, yhabiendo vuelto el rey a montar a caballo con suscompañeros y separándose de micer Neri, hablandode una cosa y de la otra, al real palacio volvieron.Allí, teniendo el rey su pasión escondida y no pu-diendo olvidar la hermosura y el agrado de Ginebrala bella por muchas cosas que sucediesen, por cuyoamor también amaba a su hermana, tan semejantea ella, tanto se dejó prender en la amorosa trampaque casi no podía pensar en otra cosa; y fingiendootros motivos, con micer Neri tenía una estrechafamiliaridad y muy frecuentemente visitaba su her-moso jardín para ver a Ginebra. Y no pudiendo yamás soportarlo, y habiéndosele (no sabiendo verotra manera) venido al pensamiento no solamenteuna, sino las dos jovencitas quitarle a su padre,manifestó su intención y su amor al conde Guido. Elcual, que era valeroso hombre, le dijo:

—Monseñor, me maravilla mucho lo que medecís, y tanto más de lo que se maravillaría otrocuanto me parece que desde vuestra infancia hastaestos días he conocido mejor que nadie vuestrascostumbres; y no habiéndome parecido en vuestrajuventud (en la cual Amor más fácilmente debía

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hincar sus garras) haberos conocido tal pasión,oyéndoos ahora, que ya estáis cercano a la vejez,me resulta tan raro y tan extraño que améis vos deamor que casi me parece un milagro. Y si a mí mecorrespondiese reprenderos, sé bien lo que os diría,considerando que estáis todavía en armas en elreino recientemente conquistado, entre gentes noconocidas y llenas de engaños y de traición, y todoocupado con grandísimos cuidados y de alto go-bierno, y aún no habéis podido sentaros cuandoentre tantas cosas habéis hecho lugar al lisonjeroamor. Esto no es propio de rey magnánimo, sino deun pusilánime jovencito. Y además de esto, lo quees mucho peor, decís que habéis deliberado quitarlelas dos hijas al pobre caballero que en su casa osha honrado más allá de lo que podía, y por honrarosmás os las ha mostrado casi desnudas, testimo-niando con ello cuánta sea la fe que tiene en vos, yque firmemente cree que vos sois un rey y no unlobo rapaz. Pues ¿se os ha ido tan pronto de lamemoria que la violencia hecha a las mujeres porManfredi os ha abierto las puertas de este reino?¿Qué traición se ha cometido nunca más digna deleterno suplicio que sería ésta: que a aquel que oshonra le quitéis su honor, su bien, su esperanza ysu consuelo? ¿Qué se diría si lo hicieseis? Tal vez

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juzgáis que suficiente excusa sería decir: «Lo hiceporque es gibelino». Pues ¿es esto propio de lajusticia de un rey, que a quienes en sus brazos seechan de esta forma los trate de tal guisa, seanquienes fueren? Os recuerdo, rey, que grandísimagloria os ha sido vencer a Manfredi y derrotar aCurradino, pero mucho mayor es vencerse a símismo; y por ello vos, que debéis corregir a losotros, venceos a vos mismo y refrenad ese apetito,y no queráis con tal mancha destruir lo que glorio-samente habéis conquistado.

Estas palabras hirieron amargamente elánimo del rey, y tanto más le afligieron cuanto másverdaderas las sabía; por lo que, después de algúncálido suspiro, dijo:

—Conde, por cierto que a cualquiera otroenemigo, por muy fuerte que sea, juzgo que le seaal bien enseñado guerrero débil y fácil de vencercon relación a su mismo apetito; pero por muygrande que sea el deseo y necesite fuerzas inesti-mables, tanto me han espoleado vuestras palabrasque conviene que, antes de que pasen demasiadosdías, os haga ver con obras que, como sé vencer aotros, sé someterme a mí mismo igualmente.

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Y no muchos días después de que tuvieronlugar estas palabras, vuelve el rey a Nápoles, tantopor quitarse a sí mismo la ocasión de hacer algunacosa vil como por premiar al caballero del honorrecibido de él, por muy duro que le fuese hacer aotro poseedor de lo que sumamente deseaba paraél mismo, no se dispuso menos a casar a las dosjóvenes, y no como a hijas de micer Neri, sino comoa suyas. Y con placer de micer Neri, dotándolasmagníficamente, a Ginebra la bella dio a micer Maf-feo de Palizzi, y a Isotta la rubia a micer Guiglielmode la Magna, nobles caballeros y grandes baronesambos; y asignándoselas a ellos, con dolor inesti-mable se fue a Apulia, y con fatigas continuas tantomaceró a su ciego apetito que, despedazadas yrotas las amorosas cadenas, por todo lo que vivirdebía libre quedó de tal pasión.

Habrá tal vez quienes digan que pequeñacosa es para un rey haber casado a dos jovencitas,y lo concederé; pero que muy grande y grandísimaes diré, si decimos que un rey enamorado lo hayahecho, casando a aquella a quien amaba sin habertomado o cogido de su amor fronda, o flor, o fruto.Así pues, obró el magnífico rey premiando altamen-te al noble caballero, honrando loablemente a las

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amadas jovencitas y venciéndose a sí mismo dura-mente.

NOVELA SÉPTIMA

El rey Pedro, oyendo el ardiente amor quele tiene la enferma Lisa, la consuela y luego la casacon un joven noble,, y besándola en la frente diceque será siempre su caballero.

Llegado había Fiameta al fin de su novela ymuy alabada había sido la viril magnificencia del reyCarlos, por más que alguna de las que allí estaban,que era gibelina, no quisiese alabarlo, cuandoPampínea, habiéndoselo ordenado el rey, comenzó:

Nadie que sea discreto, conspicuas seño-ras, habría que no dijera lo que decís vosotras delbuen rey Carlos, sino quien por otro motivo le quieramal. Pero como por la memoria me está rondandouna cosa tal vez no menos loable que fue hecha porun adversario suyo a una joven de nuestra Floren-cia, me place contárosla:

En el tiempo en que los franceses fueronarrojados de Sicilia, había en Palermo un boticario

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florentino llamado Bernardo Puccini, hombre riquí-simo que de su mujer tenía solo una hijita hermosí-sima y ya en edad de casarse. Y habiendo llegado aser señor de la isla el rey Pedro de Aragón, cele-braba en Palermo una maravillosa fiesta con susbarones; en la cual fiesta, estando justando él a lacatalana, sucedió que la hija de Bernardo, cuyonombre era Lisa, desde una ventana donde estabacon otras damas lo vio mientras corría, y tan maravi-llosamente le agradó que mirándolo luego una vez yotra se enamoró de él ardientemente. Y terminadala fiesta y estando ella en casa de su padre, enninguna otra cosa podía pensar sino en este sumagnífico y alto amor; y lo que en este asunto ledolía era el conocimiento de su ínfima condición queapenas le dejaba tener ninguna esperanza de unfinal feliz; pero no obstante no quería apartarse deamar al rey y por miedo de un mayor mal no seatrevía a manifestarlo. El rey de esto no se habíadado cuenta ni se preocupaba, de lo que ella, másallá de lo que pudiera juzgarse, sentía intolerabledolor; por la cual cosa sucedió que, creciendo enella continuamente amor, y sumándose una tristezaa la otra, la hermosa joven, no pudiendo más, en-fermó y, evidentemente de día en día, como la nieveal sol se consumía. Su padre y su madre, doloridos

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de esta enfermedad, con consuelos continuos y conmédicos y con medicinas en lo que era posible leayudaban; pero de nada servía porque ella, comodesesperada de su amor, había elegido no seguirviviendo. Ahora bien, sucedió que, ofreciéndole supadre darle todo lo que quisiera, le vino al pensa-miento que si convenientemente pudiese, querríahacer saber al rey su amor y su decisión antes demorir: y por ello, un día le rogó que hiciera venir aMinuccio de Arezzo. Era en aquellos tiempos Mi-nuccio tenido por un finísimo cantor y músico y conagrado era recibido por el rey Pedro, al cual avisóBernardo de que Lisa querría oírle tocar y cantar unrato; por lo que, haciéndoselo decir, él, que erahombre amable, incontinenti vino a donde ella; yluego de que un tanto con tiernas palabras la huboconsolado, con una viola dulcemente tocó algunaestampida y cantó luego algunas canciones quepara el amor de la joven eran fuego y llama, cuandoél lo que creía era consolarla. Después de esto, dijola joven que quería hablar con él solo unas pala-bras; por lo que, yéndose todos los demás, le dijoella:

—Minuccio, te he elegido a ti para fidelísimoguardián de un secreto mío, esperando primera-mente que a nadie sino a quien yo te diga debas

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manifestarlo nunca, y luego, que en lo que puedasme ayudes: y esto te ruego. Debes, pues, saber,Minuccio mío, que el día que nuestro señor el reyPedro celebró su gran fiesta de subida al trono, mesucedió verlo, mientras estaba justando, en tanfuerte momento, que por su amor se me encendióen el alma un fuego tal que a la situación me hatraído en que me ves; y conociendo yo cuán malconviene mi amor a un rey, y no pudiendo no yaarrojarlo de mí, sino disminuirlo, y siéndome sobre-manera duro de soportar, he elegido como menoraflicción, morir; y así lo haré. Y es verdad que gran-demente me iría consolada si lo supiera él primero;y no sabiendo por quién poderle hacer saber estadisposición mía más apropiadamente que por ti,quiero a ti encomendarla y te ruego que no te rehú-ses a hacerlo; y cuando lo hayas hecho, házmelosaber para que yo, muriendo consolada, me desen-lace de estas penas.

Y dicho esto, llorando, calló. Maravillóse Mi-nuccio de la grandeza del ánimo de ella y de suduro propósito, y mucho se compadeció de ella; ysúbitamente le vino al ánimo cómo honestamentepodría ayudarla, y le dijo:

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—Lisa, te doy mi palabra, por la que estásegura de que nunca serás engañada; y además,alabándote por tan alto empeño como es haberpuesto el ánimo en tan gran rey, te ofrezco mi ayu-da, con la que espero que, si quieres consolarte,obraré de tal manera que antes de que pase el ter-cer día creo que podré traerte noticias que suma-mente queridas te serán; y para no perder tiempo,me voy a darle principio.

Lisa, por ello de nuevo rogándole mucho yprometiéndole animarse, le dijo que se fuese conDios. Minuccio, yéndose, fue a buscar a un tal Micode Siena, muy buen decidor en rima en aquellostiempos, y con ruegos le obligó a hacer la cancionci-ta que sigue:

Muévete, Amor, y vete a mi señor

y cuéntale las penas que sostengo,

dile que a muerte vengo

por celar mi deseo por temor.

Piedad, Amor: de rodillas te llamo,

ve y busca a mi señor en donde mora,

dile que mucho le deseo y amo

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pues dulcemente el alma me enamora,

y por el fuego ardiente en que me inflamo

temo morir, y no veo la hora

en que me aleje de pena tan dura

como padezco su amor deseando,

temiendo y vacilando

¡Por Dios, haz que conozca mi dolor!

Desde que de él estoy enamorada,

no me has dejado, Amor, atrevimiento:

siempre estoy asustada

sin poderle mostrar mi sentimiento

a quien me tiene tan apasionada

y, muriendo, morir es mi tormento;

tal vez no le daría descontento

conocer el dolor del alma mía

si tuviera osadía

para manifestarle este mi ardor.

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Y pues que no te fue agradable, Amor,

el concederme tanta confianza

que pudiese decir a mi señor

¡ay de mí! por mensaje o en semblanza

el sentimiento que me da calor,

vete ante él y ante su remembranza

trae aquel día en que a escudo y a lanza

con otros caballeros vi justar

indúcelo a mirar

cómo perezco por su dulce amor.

Las cuales palabras, Minuccio entonó pres-tamente con un son suave y piadoso, como su ma-teria requería, y el tercer día se fue a la corte, cuan-do estaba el rey Pedro todavía comiendo; por elcual le fue dicho que cantase algo con su viola. Conlo que él comenzó, tan dulcemente tocando, a can-tar esta canción que cuantos en la real sala estabanparecían bajo un sortilegio, de tan callados y sus-pensos escuchando como estaban todos, y el reycasi más que los otros. Y habiendo Minuccio termi-

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nado su canto, el rey le preguntó de dónde proced-ía, que no le parecía haberlo oído nunca.

—Monseñor —repuso Minuccio—, no haceaún tres días que se compusieron las palabras y lamúsica.

El cual, habiéndole el rey preguntado quepor quién, repuso:

—No me atrevo a descubrirlo sino a vos.

El rey, deseoso de oírlo, levantadas las me-sas, le hizo entrar a él solo en su cámara, dondeMinuccio ordenadamente le contó todo lo oído; loque el rey celebró mucho y mucho alabó a la joveny dijo que de joven tan valerosa había que tenercompasión, y por ello que fuese de su parte a ella yla confortase, y le dijera que sin falta aquel día alatardecer vendría a visitarla. Minuccio, contentísimode llevar tan placenteras nuevas a la joven, sin dila-ción con su viola se fue y, hablando con ella sola,todo lo que había pasado le contó, y luego cantó lacanción con su viola. De esto se puso la joven tanalegre y tan contenta que claramente y sin tardanzaaparecieron señales grandísimas de su mejoría; ycon deseo, sin saber ni presumir ninguno de la casaqué fuese aquello, se puso a esperar el atardecer

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en que su señor debía venir. El rey, que liberal ybenigno señor era, habiendo luego pensado mu-chas veces en las cosas oídas a Minuccio y cono-ciendo óptimamente a la joven y su hermosura, secompadeció más de lo que estaba y al llegar la caí-da de la tarde montando a caballo, aparentando irde paseo, llegó donde estaba la casa del boticario; yallí, haciendo pedir que le abriesen un bellísimojardín que el boticario tenía, allí bajó de su caballo, yluego de un tanto preguntó a Bernardo que qué erade su hija, si la había casado ya. Repuso Bernardo:

—Señor, no está casada sino que ha estadoy aún está muy enferma; aunque es verdad quedesde nona para acá se ha mejorado maravillosa-mente.

El rey comprendió prestamente lo que aque-lla mejoría quería decir y dijo:

—A fe que desgracia sería que fuese quita-da al mundo tan hermosa cosa; queremos ir a visi-tarla.

Y con dos de sus compañeros solamente ycon Bernardo en la alcoba de ella poco despuésentró, y en cuanto estuvo dentro se acercó a la ca-

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ma donde la joven, algo incorporada en ella, le es-peraba deseosa, y le cogió una mano, diciéndole:

—Señora, ¿qué quiere decir esto? Sois jo-ven y debéis confortar a los otros, ¿y os dejáis en-fermar? Queremos rogaros que os plazca por nues-tro amor consolaros de manera que estéis prontocurada.

La joven, sintiéndose coger las manos poraquel a quien sobre todas las cosas amaba, aunqueun tanto se avergonzase, sentía tan gran placer enel ánimo como si hubiera estado en el paraíso, ycomo pudo le respondió:

—Señor mío, el querer poner mis pocasfuerzas sobre gravísimos pesos ha sido la razón deesta enfermedad, de la cual vos, por vuestra gracia,pronto libre me veréis.

Sólo el rey entendía el encubierto hablar dela joven y a cada momento la reputaba de más va-lor, y muchas veces maldijo en su interior a la fortu-na que de tal hombre la había hecho hija; y luego deque un tanto hubo estado con ella y confortándolamás todavía, se fue. Este rasgo de humanidad delrey fue muy alabado y en gran honor tenido para elboticario y su hija; la cual, tan contenta se quedó

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como cualquiera otra mujer lo estuvo alguna vez desu amante; y por una mejor esperanza ayudada,curada en pocos días, más hermosa se puso de loque lo había sido nunca. Pero luego de que estuvocurada, habiendo el rey con la reina discurrido quérecompensa a tal amor quería darle, montando undía a caballo, con muchos de sus barones se fue acasa del boticario, y entrando en el jardín hizo lla-mar al boticario y a su hija; y en esto llegando lareina con muchas damas, y recibiendo a la jovenentre ellas, comenzaron una maravillosa fiesta. Yluego de algún tanto, el rey y la reina llamando aLisa, le dijo al rey:

—Valerosa joven, el gran amor que mehabéis tenido os ha alcanzado de nos gran honor,del que queremos que por amor a nos estéis con-tenta; y el honor es éste: que, como sea que estáisen edad de casaros queremos que toméis por mari-do al que os vamos a dar, entendiendo siempre, noobstante esto, llamarme vuestro caballero, sin que-rer de tanto amor tomar de vos sino un solo beso.

La joven, que de vergüenza tenía la fazbermeja, haciendo suyo el gusto del rey, en vozbaja respondió así:

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—Señor mío, estoy muy cierta de que si sesupiera que me he enamorado de vos, las más delas gentes me reputarían loca, creyendo tal vez quea mí misma me hubiese olvidado y que mi condición(y además de ella la vuestra) no conozco; pero co-mo Dios sabe, que sólo el corazón de los mortalesve y conoce, en el momento que primero me gus-tasteis conocí que erais rey y yo la hija de Bernardoel boticario, y mal convenirme a mí a tan alto lugardirigir el ardor de mi ánimo. Pero tal como vos mejorque yo conocéis, nadie se enamora por meditadaelección sino según el apetito y el gusto; ley a lacual muchas veces se opusieron mis fuerzas; y nopudiendo más, os amé y os amo y os amaré siem-pre. Es verdad que, al sentirme prender por vuestroamor, me dispuse por completo a hacer siempre devuestro deseo el mío y por ello no el hacer esto detomar de buen grado marido y tener en estima aquien os plazca darme (que sea mi honor y estado),sino que si me dijeseis que me quedase en el fuego,si creía que os agradaba, me daría placer. Tenerosa vos, rey, por caballero, sabéis que me conviene ypor ello más a esto no respondo; y no os será con-cedido el beso que queréis de mi amor sin licenciade mi señora la reina. Y de tanta benignidad haciamí cuanta es la vuestra y de mi señora la reina que

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está aquí, Dios os conceda por mí las gracias y elpremio que yo no puedo dar.

Y aquí calló. A la reina plugo mucho la res-puesta de la joven y le pareció tan discreta como lehabía dicho el rey. El rey hizo llamar al padre de lajoven y a la madre y, sintiéndose contentos de loque hacer se proponía, hizo llamar a un joven, queera hombre noble aunque pobre, que tenía pornombre Perdicone, y poniéndole unos anillos en lamano, a él que no rehusaba hacerlo, hizo casarsecon Lisa; a los cuales incontinenti el rey, además demuchas joyas preciosas que él y la reina a la jovendieron, les dio Cefalú y Caltabellotta, dos buenísi-mos feudos y de gran fruto, diciendo:

—Éstas te las damos como dote de la da-ma; lo que queremos hacerte a ti lo verás en eltiempo por venir.

Y dicho esto, volviéndose a la joven, dijo:

—Ahora queremos tomar aquel fruto que devuestro amor debemos tener —y cogiéndole la ca-beza con las dos manos, la besó en la frente. Perdi-cone y el padre y la madre de Lisa, y ella también,contentos hicieron grandísima fiesta y alegres bo-das: y según lo que muchos afirman, muy bien

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cumplió el rey lo convenido con la joven, porquemientras vivió se llamó siempre caballero suyo ynunca fue a ningún hecho de armas llevando otraenseña sino la que por la joven le fuese mandada.Así pues, obrando se conquistan las almas de lossúbditos, se da a otros ejemplos de bien obrar y seconquistan las famas eternas; a la cual cosa hoypocos o ninguno ha tendido el arco del intelecto,habiéndose convertido en tiranos y en crueles lamayoría de los señores.

NOVELA OCTAVA

Sofronia, creyendo ser la mujer de Gisippo,lo es de Tito Quinto Fulvio y con él se va a Roma;adonde Gisippo llega en pobre estado, y creyendoser despreciado por Tito, afirma, para morir, que hamatado a un hombre, Tito, reconociéndolo, dice,para salvarlo, que lo ha matado él, lo cual, viéndoloquien lo había hecho, se culpa a sí mismo; por lacual cosa son todos puestos en libertad por Octavio,y Tito a Gisippo da a su hermana por mujer y repar-te con él todos sus bienes.

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Filomena, por mandato del rey, habiéndosecallado Pampínea y habiendo ya todas ellas alaba-do al rey Pedro, y más gibelina que las otras, co-menzó:

Magníficas señoras, ¿quién no sabe que losreyes pueden, cuando quieren, hacer las más altascosas y que además a ellos les cumple especialísi-mamente ser magníficos? Quien, por consiguiente,hace lo que debe hacer, hace bien; pero no hay quemaravillarse tanto ni alzarlo tan alto con alabanzassumas como convendría a otro que lo hiciese, dequien, por tener menos posibles menos se espera-se. Y por ello, si con tantas palabras las obras delrey exaltáis y os parecen buenas, no dudo que mu-cho más deban agradaros y ser alabadas por voslas de nuestros iguales cuando son semejantes alas del rey o mejores; por lo que una admirable obray magnífica hecha por dos ciudadanos amigos mehe propuesto contaros en una historia.

Así pues, en el tiempo en que OctavioCésar, no todavía como Augusto, sino desde elpuesto llamado triunvirato, regía el imperio de Ro-ma, hubo en Roma un hombre noble llamado PublioQuinto Fulvio el cual, teniendo un hijo llamado TitoQuinto Fulvio, de maravilloso ingenio, lo mandó a

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Atenas a aprender filosofía, y cuanto más pudo lorecomendó a un hombre noble de la ciudad llamadoCremetes, el cual era muy viejo amigo suyo. Por elcual Tito, en su propia casa fue alojado en compañ-ía de un hijo suyo llamado Gisippo; y bajo la ense-ñanza de un filósofo llamado Aristippo, tanto Titocomo Gisippo fueron por igual puestos a estudiarpor Cremetes. Y frecuentándose mucho los dosjóvenes, tanto llegaron a ser semejantes sus cos-tumbres que una fraternidad y una amistad tangrande nació entre ellos que nunca luego fue des-truida sino por la muerte; y ninguno de ellos gozabade bien ni de reposo sino cuando estaban juntos.Habían comenzado los estudios e igualmente losdos con altísimo ingenio dotados, subían a la glorio-sa altura de la filosofía con iguales pasos y conmaravillosa alabanza; y en tal vida (con grandísimoplacer de Cremetes, que casi no consideraba máshijo suyo al uno que al otro) perseveraron al menostres años. Al final de los cuales, como con todas lascosas sucede, sucedió que Cremetes, ya viejo,cerró los ojos a esta vida, de lo que un igual dolor,así como por común padre, sintieron, y ni los ami-gos ni los parientes de Cremetes discernían cuál delos dos habría de ser más consolado por el sucedi-do caso. Sucedió, después de unos cuantos meses,

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que los amigos de Gisippo y los parientes fueron aestar con él y junto con Tito le animaron a tomarmujer, y le encontraron una joven de maravillosahermosura y de nobilísimos parientes descendientey ciudadana de Atenas, cuyo nombre era Sofronia,de edad de unos quince años. Y acercándose elmomento de las futuras bodas, Gisippo rogó a Titoun día que fuese con él a verla, que todavía no lahabía visto; y llegados a casa de ella, y estando ellaentre ambos, Tito, como apreciador de la hermosurade la novia de su amigo comenzó a mirarla atentí-simamente, y todas sus partes desmedidamenteagradándole, mientras las ponderaba sumamentepara sí, tan profundamente, sin darlo a entender, seinflamó por ella, cuanto ningún amante de mujer seha inflamado nunca. Pero luego que con ella hubie-ron estado, despidiéndose, a casa se volvieron. AllíTito, entrando solo en su alcoba, en la joven que lehabía placido comenzó a pensar, tanto más in-flamándose cuanto más se paraba en su pensa-miento; de lo que, dándose cuenta, luego de mu-chos cálidos suspiros, comenzó a decirse:

—¡Ay! ¡Miserable vida tuya, Tito! ¿Dónde esdonde pones tu ánimo y tu amor y tu esperanza?¿Pues no conoces, tanto por los honores recibidosde Cremetes y su familia como por la verdadera

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amistad que hay entre tú y Gisippo, de quien éstaes esposa, que a esta joven te conviene tener lareverencia que a una hermana? ¿Cómo la amas?¿Dónde te dejas llevar por el engañoso amor?,¿dónde por la lisonjera esperanza? Abre los ojosdel intelecto y conócete, mísero, a ti mismo; dejapaso a la razón, refrena el apetito concupiscente,templa los deseos no sanos y endereza a otra partetus pensamientos; haz frente en este comienzo a tulujuria, y véncete a ti mismo mientras es todavíatiempo. Lo que quieres no es conveniente, no eshonesto; lo que a seguir te dispones, aun si fueseseguro que lo alcanzases, que no es, deberías huir-lo si mirases aquello que la verdadera amistad tepide. ¿Qué harás, pues, Tito? Abandonarás el inde-bido amor, si quieres hacer lo que es debido.

Y luego, acordándose de Sofronia, volvien-do atrás, todo lo dicho lo condenaba, diciendo:

—Las leyes de Amor son de mayor poderque ninguna otra; rompen no solamente las de laamistad sino las divinas. ¿Cuántas veces ha amadoel padre a su hija, el hermano a la hermana, la ma-drina al ahijado? Cosas más monstruosas que unamigo ame a la mujer del otro han sucedido milveces. Además de esto, yo soy joven, y la juventud

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toda está sometida a las amorosas leyes; aquello,pues, que place a amor, a mí debe placerme. Lascosas son propias de los más viejos; yo no puedoquerer sino lo que amor quiere. La hermosura deella merece ser amada por todos; y si yo la amo,que soy joven, ¿quién podrá reprenderme conrazón? No la amo porque sea de Gisippo, la amotanto como la amaría fuera de quien fuese; pecaaquí la fortuna que la ha concedido a mi amigo Gi-sippo en lugar de a otro. Y si debe ser amada por suhermosura (como debe) merecidamente, más con-tento debe estar Gisippo, al saberlo, de que la ameyo que otro.

Y desde este razonamiento, burlándose a símismo, volviendo al contrario, y de éste a aquél y deaquél a éste, no solamente aquel día y la nochesiguiente consumió, sino muchos otros, hasta elpunto de que, perdidos el alimento y el sueño, pordebilidad tuvo que acostarse. Gisippo, que muchosdías lo había visto sumido en sus pensamientos yahora lo veía enfermo, mucho se dolía, y con todoarte y solicitud, sin separarse nunca de él, se esfor-zaba en consolarlo, con frecuencia y con muchasinstancias preguntándole la razón de sus pensa-mientos y de la enfermedad. Pero habiéndole mu-chas veces Tito respondido con mentiras y habién-

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dose dado cuenta Gisippo, sintiéndose, sin embar-go, Tito obligado, con llantos y con suspiros le repu-so de tal guisa:

—Gisippo, si a los dioses hubiera placido, amí me sería mucho más grata la muerte que seguirviviendo, pensando que la fortuna me ha conducidoa un lugar en que me ha convenido probar mi virtud,y con grandísima vergüenza mía la encuentro ven-cida; pero por cierto que espero pronto la recom-pensa que merezco, es decir, la muerte, que me esmás cara que vivir con el recuerdo de mi vileza; lacual, puesto que a ti no puedo ni debo ocultartenada, con gran rubor te manifestaré.

Y comenzando desde el principio, la razónde sus pensamientos y la batalla de éstos, y porúltimo de quién era la victoria y que se moría poramor de Sofronia, le descubrió, afirmando que, co-nociendo cuánto le convenía a él aquello, comopenitencia se había impuesto el morir, lo que prontocreía que conseguiría. Gisippo, al oír esto y ver sullanto, un tanto al principio reflexionó, como quiende la belleza de la joven sucediese que más tibia-mente estuviera prendado; pero sin tardanza deli-beró que la vida de su amigo debía serle más queri-

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da que Sofronia y así, por las lágrimas de él invitadoa llorar, le contestó llorando:

—Tito, si no estuvieses tan necesitado deconsuelo como lo estás, me quejaría a ti de ti mismocomo de quien ha violado nuestra amistad tenién-dome tan largamente escondida tu gravísima pa-sión. Y aunque no pareciese honesta, no hay porello que celar al amigo las cosas deshonestas sinocomo las honestas, porque quien es amigo, asícomo en las honestas cosas se alegra con el amigo,así en las no honestas se esfuerza por apartar deellas el ánimo del amigo. Pero absteniéndome alpresente, vendré a lo que veo que más necesitas. Siardientemente amas a Sofronia, conmigo desposa-da, no me maravillo, sino que me maravillaría si nofuese así, conociendo su hermosura y la nobleza detu ánimo, tanto más apta a sostener la pasión cuan-to más excelencia tenga la cosa que plazca. Ycuanto justamente amas a Sofronia, tanto te quejasinjustamente de la fortuna, aunque así no lo expre-ses, que a mí me la ha concedido, pareciéndote queamarla tú sería honesto si hubiese sido de otro queno fuera yo. Pero si eres discreto como sueles, ¿aquién podía concederla la fortuna, de quien mayo-res gracias pudieras darle, si no me la hubiera con-cedido a mí? Cualquiera otro que la hubiese tenido

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por muy honesto que hubiera sido tu amor, la habríaamado a ella más que a ti, lo que de mí, si por tanamigo me tienes como soy, no debes esperar y larazón es ésta: que no me acuerdo, desde que so-mos amigos, de que yo tuviese nada que no fuesetan tuyo como mío; lo que, si tan lejos hubiera idolas cosas que no pudiese ser de otra manera, asíharía con ésta como con las otras; pero todavíaestamos en tales términos que puedo hacer que seasolamente tuya, y eso haré, porque no sé cómo miamistad podría serte preciada si en una cosa quepuede hacerse honestamente, no supiera de tuvoluntad hacer la mía. Es verdad que Sofronia es miesposa y que la amaba mucho y con gran alegríaesperaba las bodas con ella; pero como tú, como demayor entendimiento que yo, con más ardor deseastan preciada cosa como es ella, vive seguro que nomi mujer, sino la tuya será en mi alcoba. Y por ello,deja el ensimismamiento, aleja la melancolía, llamaa ti la salud perdida y el consuelo y la alegría, y deahora en adelante espera contento el premio de tuamor, que mucho más merecido es que lo era almío.

Tito, al oír hablar así a Gisippo, cuanto pla-cer le daba la lisonjera esperanza de aquello, tantole daba vergüenza la justa conciencia, mostrándole

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que cuanto mejor era la liberalidad de Gisippo, tantomayor le parecía inconveniente aceptarla; por loque, sin dejar de llorar, con trabajo así le respondió:

—Gisippo, tu liberal y verdadera amistadmuy claro me muestra lo que a la mía convienehacer. No quiera Dios que nunca aquella que te handado como a más digno que a mí la reciba yo pormía. Si Él hubiera visto que me convenía, ni tú ninadie debes creer que te la hubiera concedido a ti.Toma, pues, contento, lo que has elegido con eldiscreto consejo y con su don, y a mí déjame con-sumirme en las lágrimas que como a indigno detanto bien me ha aparejado: las cuales, o venceré yte seré querido, o me vencerán y estaré libre depena.

Al cual Gisippo dijo:

—Tito, si nuestra amistad puede conceder-me tanta licencia como para forzarte a seguir ungusto mío, y a ti puede inducirte a seguirlo, estoserá en lo que sumamente entiendo usarla; y si túno condesciendes placenteramente a mis ruegos,con la fuerza que debe hacerse en bien del amigoharé que Sofronia sea tuya. Sé cuánto pueden lasfuerzas de Amor y que no una vez, sino muchashan conducido a una infeliz muerte a los amantes; y

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te veo tan cerca de ello que ni detener ni vencer alas lágrimas podrías sino que, continuando, vencido,desfallecerías; y yo, sin ninguna duda, pronto teseguiría. Así pues, aunque por otra cosa no te ama-se, me es, para vivir, preciosa tu vida. Será, pues,tuya Sofronia porque fácilmente no encontrarías aotra que así te agradase, y yo con facilidad volvien-do mi amor a otra, te habré contentado a ti y a mí.En la cual cosa tal vez no sería tan liberal si tanraramente y con la misma dificultad las mujeres seencontrasen como los amigos se encuentran; y porello, pudiendo yo facilísimamente otra mujer encon-trar pero no otro amigo, quiero por ello (no quierodecir perderla, que no la perderé dándotela a ti, sinoque la trasladaré a otro yo mío) de bien a mejortransferirla, antes que perderte. Y por ello, si algunacosa pueden en ti mis ruegos, te ruego que, salien-do de esta aflicción, en un punto te consueles a ti ya mí, y con esperanza del bien, viviendo te dispon-gas a coge esa alegría que tu cálido amor desea dela cosa amada.

Aunque Tito se avergonzase de consentiren que Sofronia se convirtiese en su mujer, y porello obstinado estuviese todavía, empujándolo poruna parte amor y por la otra incitándole los ánimosque le daba Gisippo, dijo:

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—Basta, Gisippo; no sé qué puedo decirmejor que haré, si mi placer o el tuyo haciendo loque, rogándome, me dices que tanto te gusta; ypuesto que tu liberalidad es tanta que vence mimerecida vergüenza, lo haré. Pero estate seguro deque lo hago no como quien no sabe que recibo de tino solamente a la mujer amada, sino con ella mivida. Hagan los dioses, si puede ser, que con honory con bien tuyo pueda alguna vez mostrarte cuántoaprecio lo que por mí, más compasivo de mí que yomismo, haces.

Después de estas palabras, dijo Gisippo:

—Tito, en esto, para que tenga efecto, meparece que debemos hacer lo siguiente: como sa-bes, después de largas negociaciones entre misparientes y los de Sofronia, ella se ha convertido enmi esposa; y por ello, si yo fuese ahora diciendo queno la quería por mujer, grandísimo escándalo nacer-ía de ello, y se enfurecerían mis parientes y los su-yos; lo que nada me preocuparía si por ello vieseque ella iba a ser tuya; pero temo, que si así la de-jase, que sus parientes la darían pronto a otro, quetal vez no serías tú, y así habrías perdido lo que yohabría adquirido. Y por ello me parece, si estás deacuerdo, que con lo que he comenzado voy yo a

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seguir adelante y como mía la llevaré a casa y cele-braré las bodas; y luego tú, ocultamente, como lopreparemos, con ella como mujer tuya te acuestes;luego, a su lugar y tiempo manifestaremos el asun-to, que, si les agrada, bien estará; si no les agrada,de todas las maneras estará hecho y no pudiendovolverlo atrás, tendrán por fuerza que contentarsecon ello.

Plugo a Tito el acuerdo; por la cual cosa,Gisippo, como suya en su casa la recibió, estandoya Tito curado y en buena salud; y haciendo unafiesta grande, al venir la noche, dejaron las mujeresa la nueva esposa en la cama de su marido y sefueron. Estaba la alcoba de Tito contigua con la deGisippo y desde la una podía entrarse en la otra;por lo que, estando Gisippo en su alcoba y habien-do apagado todas las luces yendo calladamente adonde Tito, le dijo que con su mujer fuese a acos-tarse. Tito, al oír esto, muerto de vergüenza, quisoecharse atrás y rehusaba ir; pero Gisippo, que conentero ánimo, como en sus palabras, estaba dis-puesto a su placer, luego de larga disputa, le hizoentrar allí, el cual, al acercarse a la cama, cogiendoa la joven, como bromeando, en voz baja le pre-guntó que si quería ser su mujer. Ella, creyendo que

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era Gisippo, le contesto que sí, con lo que un bello yrico anillo le puso en el dedo, diciendo:

—Y yo quiero ser tu marido.

Y consumando así el matrimonio, largo yamoroso placer tomó de ella, sin que ni ella ni nadiese diesen cuenta nunca de que alguien que no fue-se Gisippo se hubiese acostado con ella. Estando,pues, en estos términos el matrimonio de Sofronia yde Tito, Publio su padre cerró los ojos a esta vida,por la cual cosa le fue escrito a él que sin dilaciónvolviera a Roma a velar por sus asuntos. Y por ello,habló con Gisippo de irse y llevarse a Sofronia, loque sin hacer manifiesto cómo estaban las cosas nose podía ni debía apropiadamente; con lo que undía, llamándola a la alcoba, enteramente cómo es-taba aquel asunto le explicaron, y de ello Tito, pormuchos casos entre los dos acaecidos le dio prue-bas. La cual, después que al uno y al otro un tanticoenojada hubo mirado, comenzó a deshacerse enlágrimas, quejándose del engaño de Gisippo; y an-tes de que en casa de Gisippo ni una palabra sedijese de aquello; se fue a casa de su padre, y allí aél y a su madre les contó el engaño de Gisippo deque ella y ellos habían sido víctima, afirmando queera la mujer de Tito y no de Gisippo como ellos cre-

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ían. Esto fue durísimo para el padre de Sofronia ycon sus parientes y con los de Gisippo hizo de ellolargas y grandes lamentaciones, y fueron los coma-dreos y los enfados muchos y grandes. Gisippodespertó el odio de los suyos y de los de Sofronia ytodos decían no sólo que era digno de reprobación,sino de áspero castigo. Pero él afirmaba que habíahecho una cosa honesta y que los padres de Sofro-nia debían darle las gracias porque la había casadocon alguien mejor que él mismo. Tito, por otra parte,de todo se enteraba y con gran trabajo lo soportaba;y conociendo que era costumbre de los griegosexcitarse con los reproches y las amenazas hastaque encontraban quien les respondiese, y que en-tonces no solamente humildes, sino cobardísimosse volvían, pensó que sus discursos no podían yasoportar sin responderlos; y teniendo él ánimo ro-mano y el pensamiento ateniense, de una maneramuy oportuna reunió a los parientes de Gisippo ylos de Sofronia en un templo, y entrando en élacompañado sólo por Gisippo, así habló a los queesperaban:

—Creen muchos filósofos que lo que lessucede a los mortales es disposición y providenciade los dioses inmortales; y por esto creen algunosque es inevitable todo lo que nos sucede o nos su-

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cederá alguna vez, aunque hay quienes esta inevi-tabilidad atribuyen sólo a lo que ya ha sucedido. Lascuales opiniones, si con perspicacia son miradas, severá muy abiertamente que el reprender algo queno puede cambiarse, nada es sino querer demos-trarse más sabio que los dioses, los cuales debe-mos creer que con eterna ley y sin ningún errorgobiernan y disponen de nosotros y de las demáscosas; por lo que, cuán loca y bestial presunciónsea corregir su obra, muy fácilmente lo podéis ver, yaun cuántas y cuáles cadenas merecen aquellosque se dejan ir a tal atrevimiento. Entre los cuales,según mi juicio, os encontráis todos, si es verdad loque entiendo que debéis haber dicho y decís conti-nuamente porque Sofronia sea mi mujer cuando sela habéis entregado a Gisippo, no mirando que abeterno estaba dispuesto que fuese mujer no deGisippo, sino mía, como por efecto se conoce alpresente. Pero como el hablar de la secreta provi-dencia e intención de los dioses parece a muchosduro y difícil de comprender, presuponiendo queellos de ninguna de nuestras acciones se ocupen,me place descender a los razonamientos de loshombres, hablando de los cuales me convendráhacer dos cosas muy contrarias a mis costumbres:la una, algo alabarme a mí mismo y la otra hablar

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mal de otros o humillarlos; pero porque de la verdadni en una cosa ni en otra entiendo apartarme, y lapresente materia lo pide, lo haré. Vuestras quejas,más incitadas por la furia que por la razón, con con-tinuas protestas, así como alborotos, ofenden, re-prenden y condenan a Gisippo porque me ha dadopor mujer, por su decisión, a quien vosotros a él porla vuestra habíais dado, en lo que yo estimo quedebe ser muy de alabar; y las razones son éstas: laprimera, porque ha hecho lo que debe hacer unamigo; la segunda porque ha obrado más sabia-mente de lo que lo habíais hecho vosotros. Lo quelas santas leyes de la amistad quieren que un amigohaga por el otro, no es mi intención explicaros alpresente, contentándome sólo con haberos recor-dado de ellas que los lazos de la amistad muchomás unen que los de la sangre o el parentesco,como sea que tenemos los amigos que elegimos ylos parientes que nos da la fortuna. Y por ello, siGisippo amó más mi vida que vuestra benevolencia,siendo yo amigo suyo como me tengo, nadie debemaravillarse. Pero vengamos a la segunda razón(en la que con más insistencia nos conviene dete-nernos): el haber sido él más sabio que vosotros losois, como sea que de la providencia de los diosespoco me parece que entendáis, y mucho menos que

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conozcáis los efectos de la amistad. Digo que vues-tro inicio, vuestro consejo y vuestra deliberaciónhabían dado Sofronia a Gisippo, joven y filósofo; elde Gisippo la dio a un joven y filósofo; vuestro con-sejo la dio a un ateniense, el de Gisippo a un roma-no; el vuestro a un joven noble, el de Gisippo a unomás noble; el vuestro a un joven rico, el de Gisippoa uno riquísimo; el vuestro a un joven que no sola-mente no la amaba, sino que apenas la conocía, elde Gisippo a un joven que por encima de su felici-dad y más que a la propia vida la amaba. Y que loque digo es verdad, y más de alabar que lo quehabíais hecho vosotros, miradlo cosa por cosa. Queyo joven y filósofo soy como Gisippo, mi rostro y misestudios, sin ningún discurso más largo decir, pue-den explicarlo. Una misma edad es la suya y la mía,y con iguales pasos siempre avanzando hemosestudiado. Es verdad que él es ateniense y yo ro-mano. Si de la gloria de la ciudad disputamos, diréque yo soy de ciudad libre y él de tributaria; diré quesoy de ciudad señora de todo el mundo y él de ciu-dad obediente a la mía; diré que soy de ciudad flo-reciente en armas, imperio y estudios, mientras élno podrá a la suya sino alabar en los estudios.Además de esto, aunque escolar humilde me veáisaquí entre vosotros, no he nacido de las heces del

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populacho de Roma; mis palacios y los lugarespúblicos de Roma están llenos de antiguas imáge-nes de mis mayores, y los anales romanos se en-cuentran llenos de muchos triunfos logrados por losQuinto sobre el Capitolio romano; y no está por lavejez marchita sino que hoy más que nunca florecela gloria de nuestro nombre. Callo, por vergüenza,mis riquezas, teniendo en la memoria que la pobre-za honrada es el antiguo y copioso patrimonio delos nobles ciudadanos romanos; la cual, si por laopinión de los vulgares es condenada, y son alaba-dos los tesoros, soy en ellos, no como avaricioso,sino como amado de la fortuna, abundante. Y muybien conozco que era aquí, y debía ser y debe serpreciado, tener por pariente a Gisippo; pero yo noos debo ser, por razón alguna, menos preciado enRoma, considerando que allí tendréis en mí a unóptimo huésped; y un útil y solicito y poderoso pro-tector tanto en las oportunidades públicas como enlas necesidades privadas. ¿Quién, pues, dejandoaparte la pasión, y mirando con justicia, alabarámás vuestras decisiones que las de mi amigo Gisip-po? Ciertamente, ninguno. Está, pues, Sofronia biencasada con Tito Quinto Fulvio, noble, antiguo y ricociudadano de Roma y amigo de Gisippo; por lo quequien de ello se duele o se queja no hace lo que

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debe ni sabe lo que hace. Habrá tal vez algunosque digan no dolerse de que Sofronia sea la mujerde Tito, sino dolerse del modo en que en su mujerse ha convertido: ocultamente, a hurtadillas, sin queningún amigo ni pariente supiese nada. Y esto no esmilagro ni cosa que suceda por primera vez. Dejode buena gana a un lado a aquellas que contra lavoluntad del padre han tomado marido y a aquellasque han huido con sus amantes y primero han sidoamigas que esposas, y a aquellas que antes handescubierto con embarazos y partos sus matrimo-nios que con la lengua, y la necesidad ha hechoconsentir en ellos, cosa que con Sofronia no hasucedido; sino que ordenada, discreta y honesta-mente ha sido dada por Gisippo a Tito. Y dirán otrosque la ha casado aquel a quien casarla no incumb-ía. ¡Necias lamentaciones son éstas y mujeriles, yprocedentes de la poca consideración! No usa aho-ra la fortuna por primera vez distintos caminos einstrumentos nuevos para inducir las cosas a de-terminados efectos. ¿Qué puede importarme a míque el zapatero en lugar del filósofo haya expresadosu juicio sobre un hecho mío (en oculto o en públi-co) si el fin es bueno? Debo cuidarme si el zapaterono es discreto, de no dejarle proseguir, y agradecer-le lo hecho. Si Gisippo ha casado bien a Sofronia,

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andar quejándose del modo y de él es una necedadsuperflua; si en su juicio no confiáis, cuidad de queno pueda casar a nadie más y agradecedle esto. Nomenos debéis saber que yo no busqué ni con astu-cia ni con fraude poner alguna mancha sobre lahonestidad y la claridad de vuestra sangre en lapersona de Sofronia; y aunque ocultamente la hayatomado por mujer no vine como un raptor a quitarlesu virginidad ni como enemigo quise tenerla des-honestamente, rechazando emparentar con voso-tros; sino que ardientemente prendado de su cauti-vadora hermosura y de su virtud, conocía que si conel orden que tal vez queréis decir que debía haberlaprocurado, siendo muy amada por vos, por temor aque a Roma me la llevase, no la habría obtenido.Utilicé, pues, la manera oculta que ahora puedehacérseos manifiesta e hice a Gisippo que consin-tiese en mi nombre en lo que él no estaba dispues-to; y luego, aunque yo ardientemente la amase, nocomo amante, sino como marido busqué el ayunta-miento con ella no aproximándome a ella (comopuede ella misma con verdad testimoniar), sinodespués de las debidas palabras y el anillo de des-posada, preguntándole si me quería por marido; a loque repuso que sí. Si le parece haber sido engaña-da, no habéis de reprenderme a mí, sino a ella que

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no me preguntó quién era. Éste es, pues, el granmal, el gran pecado, la gran falta cometida por elGisippo amigo y por mí amante; que Sofronia sehaya ocultamente convertido en mujer de Tito Quin-to; por ello, lo herís, lo amenazáis y lo insidiáis. ¿Yqué más haríais si la hubiese dado a un villano, a unvagabundo, a un siervo? ¿Qué cadenas, qué cárcel,qué cruces os bastarían? Pero dejemos ahora esto;ha llegado el tiempo que yo todavía no esperaba deque mi padre haya muerto y me sea obligado volvera Roma. Por lo que, queriendo llevar a Sofroniaconmigo, os he descubierto lo que puede que aúnseguiría ocultándoos; lo que, si fueseis sabios, ale-gremente lo soportaríais porque, si engañaros oultrajaros hubiera querido, escarnecida podía dejá-rosla; pero no lo quiera Dios que en un espíritu ro-mano pueda albergarse tanta vileza. Ella, pues, esdecir, Sofronia, por consentimiento de los dioses ypor vigor de las leyes humanas y por el loable juiciode mi amigo Gisippo y por mi amorosa astucia, esmía, la cual cosa vosotros (por ventura teniéndoosen más que los dioses y los demás hombres sabios)bestialmente, en dos maneras muy odiosas para mí,mostráis que os equivocáis: una es teniendo a So-fronia, sobre la cual (sino en cuanto me place) notenéis ningún derecho; y la otra es tratar a Gisippo,

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a quien estáis obligados justamente, como a enemi-go. Y cuán neciamente hacéis en ellas no entiendoal presente explicaros más sino como amigo acon-sejaros que dispongáis vuestros enojos, y los agra-vios tomados se dejen y que Sofronia me sea resti-tuida para que yo alegremente me vaya como pa-riente vuestro y vuestro viva: seguros de esto, que,os plazca o no os plazca lo que está hecho, si en-tendéis obrar de otro modo, os quitaré a Gisippo ysin faltar, si llego a Roma, recuperaré a quien esmerecidamente mía, por mucho que os disguste; ycuánto puede el enojo de los ánimos romanos, hos-tigándoos siempre, os haré conocer por experiencia.

Luego de que Tito hubo dicho esto, ponién-dose en pie con el rostro todo airado, cogiendo aGisippo de la mano, mostrando preocuparle pococuantos en el templo había, de allí, moviendo lacabeza y amenazándoles, salió. Los que se queda-ron dentro, en parte inducidos por las palabras deTito a su parentesco y a su amistad, y en parteasustados por sus últimas palabras, de comúnacuerdo deliberaron que mejor era tener a Tito porpariente, puesto que Gisippo no había querido serlo,que haber perdido a Gisippo por pariente y a Titoadquirido por enemigo; por la cual cosa, saliendo,fueron a buscar a Tito y le dijeron que les placía que

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Sofronia fuese suya y tenerlo a él por pariente que-rido y a Gisippo por buen amigo; y haciendo juntosuna familiar y amistosa fiesta, se fueron y le manda-ron a Sofronia, la cual, como discreta, haciendo dela necesidad virtud, el amor que tenía por Gisippoprestamente lo volvió a Tito y con él se fue a Roma,donde con gran honor fue recibido. Gisippo,quedándose en Atenas, por todos tenidos en poco,después de no mucho tiempo, por unas contiendasciviles, con todos los de su casa, pobre y mezquinofue arrojado de Atenas y condenado a perpetuoexilio. Estando en el cual Gisippo, y habiendo llega-do a ser no sólo pobre sino mendigo, como pudo sevino a Roma a probar si Tito lo recordaba; y entera-do de que estaba vivo y estimado por todos los ro-manos, y enterado de cuál era su casa, delante deella se puso hasta que Tito llegó; al cual, por la mi-seria en que estaba no se atrevió a dirigir la palabra,sino que se ingenió en hacer que lo viese para quereconociéndolo lo mandase llamar. Por lo que, pa-sando Tito adelante y pareciéndole a Gisippo que lohabía visto y esquivado, acordándose de lo que élhabía hecho por él, furioso y desesperado se fue; ysiendo ya de noche y estando él en ayunas y sindineros, sin saber adónde ir, más deseoso de morirque nadie, llegó a un lugar muy salvaje de la ciudad,

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donde, viendo una gran gruta, dentro entró paraquedarse aquella noche, y sobre la tierra desnuda ymal vestido, vencido por largo llanto, se durmió. A lacual gruta, dos que habían estado robando aquellanoche, con el hurto hecho fueron al amanecer, yentrando en una disputa, el uno, que era más fuerte,mató al otro y se fue; la cual cosa, habiendo Gisippooído y visto, le pareció haber encontrado el caminoa la muerte que mucho deseaba, sin matarse a símismo; y por ello, sin irse, estuvo allí hasta que losesbirros del tribunal, que ya del suceso se habíanenterado, allí vinieron y a Gisippo furiosamente sellevaron preso. Y él, interrogado, confesó que lohabía matado y que no había podido irse de la gru-ta, por la cual cosa el pretor, que se llamaba MarcoVarrón, mandó que fuese condenado a muerte en lacruz, tal como entonces era costumbre. Había Tito,por acaso, llegado al pretorio en aquel momento y,mirándole al rostro al mísero condenado y habiendooído el porqué, súbitamente reconoció a Gisippo, yse maravilló de su miserable fortuna y de cómohabría llegado aquí, y ardentísimamente deseandoayudarlo y no viendo ninguna otra vía para su sal-vación, sino acusarse a sí mismo y excusarle a él,prestamente se adelantó y gritó:

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—Marco Varrón, haz llamar al pobre hom-bre al que has condenado porque es inocente; bas-tante he ofendido yo a los dioses con una culpamatando a aquel a quien tus esbirros hallaron estamañana muerto sin que ahora les ofenda de nuevocon la muerte de otro inocente.

Varrón se maravilló y le dolió que todo elpretorio lo hubiese oído, y no pudiendo por su honorretraerse de hacer lo que le mandaban las leyes,hizo volverse atrás a Gisippo, y en presencia de Titole dijo:

—¿Cómo has sido tan loco que, sin haberexperimentado ningún dolor, confesaste lo que nohas hecho jugándote la vida? Decías que eras quienhabía matado esta noche al hombre y éste vieneahora y dice que no tú sino él lo ha matado.

Gisippo miró y vio que aquél era Tito y muybien conoció que hacía aquello para salvarle, comoagradecido por el servicio que en otro tiempo lehabía hecho; por lo que, llorando de piedad, dijo:

—Varrón, verdaderamente lo he matado yo,y la piedad de Tito para salvarme llega ya demasia-do tarde.

Tito, por otra parte, decía:

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—Pretor, como ves, éste es extranjero y sinarmas ha sido encontrado junto al muerto, y bienves que su miseria le da el motivo para querer estarmuerto; y por ello, ponlo en libertad y a mí, que lohe merecido, castígame.

Se maravilló Varrón de la insistencia deaquellos dos y presumía ya que ninguno debía serel culpable; y, pensando en el modo de absolverlos,he aquí que viene un joven llamado Publio Ambus-to, de perdidas costumbres y conocidísimo ladrónentre todos los romanos, el cual verdaderamentehabía cometido el homicidio; y sabiendo que ningu-no de los dos eran culpables de lo que los dos seacusaban, tanta fue la ternura que llenó su corazónpor la inocencia de estos dos que, movido porgrandísima compasión, vino ante Varrón y le dijo:

—Pretor, mis hechos me traen a resolver ladura discusión de estos dos, y no sé qué dios de-ntro de mí me espolea y me empuja a manifestartemi pecado: y sabe por ello que ninguno de éstos esculpable de aquello de lo que a sí mismo se acusa.Yo soy verdaderamente quien mató a aquel hombreesta mañana al apuntar el día; y a este desdichadoque está aquí lo vi allí que dormía mientras yo re-partía las cosas robadas con aquel a quien maté.

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Tito no necesita que yo lo excuse; su fama es claraen todas partes y se sabe que no es hombre de talcondición; así que libéralo y castígame a mí a lapena que las leyes me impongan.

Había ya Octavio oído estas cosas y,haciendo venir a los tres, quiso oír qué razón habíamovido a cada uno a querer ser el condenado, lacual cada uno le contó. Octavio, a los dos porqueeran inocentes y al tercero por amor suyo los pusoen libertad. Tito, tomando a Gisippo y reprendiéndo-lo mucho primero por su desapego y desconfianza,le hizo maravillosa fiesta y a su casa se lo llevó,donde Sofronia, con piadosas lágrimas le recibiócomo amigo; y confortándolo un tanto y vistiéndolo yvolviéndole al ropaje debido a su virtud y nobleza,primeramente hizo con él comunes todos sus teso-ros y posesiones, y después, a una hermana joven-cita que tenía, llamada Fulvia, le dio por mujer; yluego le dijo:

—Gisippo, de ti depende ahora o quedarteaquí junto a mí o volverte a Atenas con todas lascosas que te he dado.

Gisippo, obligándole por una parte el destie-rro a que estaba condenado por su ciudad y por otrael amor que debidamente sentía por la merecida

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amistad de Tito, decidió hacerse romano; con lo quecon su Fulvia, y Tito con su Sofronia, siempre enuna gran casa mucho tiempo y alegremente vivie-ron, más amigos haciéndose cada día, si es quepodía ser.

Santísima cosa es, pues, la amistad, y nosolamente digna de singular reverencia, sino de sercon loor perpetuo alabada como discretísima madrede la magnificencia y de la honestidad, hermana dela gratitud y de la caridad, y del odio y la avariciaenemiga; siempre, sin esperar ningún ruego, prontaa hacer por otros virtuosamente lo que querría quepor ella misma se hiciese; cuyos sacratísimos efec-tos rarísimas veces se ven hoy en dos, por culpa yvergüenza de la mísera avidez de los mortales que,sólo a la propia utilidad mirando, los ha relegado aperpetuo exilio más allá de los extremos límites dela tierra. ¿Qué amor, qué riqueza, qué parentescohubiera hecho sentir al corazón de Gisippo el ardor,las lágrimas y los suspiros de Tito, con tanta efica-cia que por ellos a la hermosa esposa noble y ama-da por él hubiese hecho casar con Tito, sino ellos?¿Qué leyes, qué amenazas, qué temor hubiesehecho a los juveniles brazos de Tito en los lugaressolitarios, en los lugares oscuros, en la cama propia,abstenerse de los abrazos de la hermosa joven, que

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tal vez le invitaba a ellos, sino ellos? ¿Qué estados,qué méritos, qué ganancias habrían hecho a Gisip-po no preocuparse de perder a sus parientes y a losde Sofronia, no preocuparse de las deshonestasmurmuraciones del populacho, no preocuparse delas burlas y de los escarnios por satisfacer a suamigo, sino ellos? Y, por otra parte, ¿quién habría aTito, sin ninguna dilación y pudiendo conveniente-mente disimular que lo veía, hecho prontísimo enprocurar la propia muerte para quitar a Gisippo de lacruz que él mismo se procuraba, sino ellos?, ¿quiénhabría hecho a Tito sin duda alguna liberalísimo encompartir su amplísimo patrimonio con Gisippo, aquien la fortuna le había privado del suyo, sinoellos? ¿Quién habría hecho a Tito sin ningún temor,deseosísimo de conceder la propia hermana pormujer a Gisippo, a quien veía pobrísimo y a extremamiseria llevado, sino ellos? Deseen, pues, los hom-bres multitud de consortes, turbas de hermanos ygran cantidad de hijos, y con sus dineros se acre-ciente el número de sus servidores; y no reparen enque cualquiera de éstos teme más un mínimo peli-gro propio que solicitud muestran en apartar losgrandes del padre o del hermano o del señor, mien-tras todo lo contrario vemos que hace el amigo.

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NOVELA NOVENA

Saladino, disfrazado de mercader, es hon-rado por micer Torello; viene luego la cruzada; mi-cer Torello pone un plazo a su mujer para que pue-da volver a casarse, es hecho prisionero y por ama-estrar aves de presa llega a oídos del sultán, elcual, reconociéndole y dándole a conocer, suma-mente le honra; micer Torello enferma y por arte demagia es llevado en una noche a Pavia, y en lasbodas que se celebraban por el nuevo matrimoniode su mujer, reconocido por ella, con ella a su casavuelve.

Había ya a sus palabras Filomena puestofin y la magnífica gratitud de Tito había sido alabadamucho por todos concordemente, cuando el rey, elpostrer lugar reservando a Dioneo, así comenzó ahablar:

Atrayentes señoras, sin falta cuenta Filome-na la verdad por lo que sobre la amistad dice, y conrazón al final de sus palabras se lamenta que hoysea ésta tan poco grata a los mortales. Y si noso-tros, aquí, para corregir los defectos mundanos oaunque sólo fuera para reprenderlos estuviésemos,

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continuaría yo con extenso discurso sus palabras;pero como otro es nuestro fin, me ha venido al áni-mo el mostraros, tal vez con una historia muy larga,pero en todas sus partes agradable, una de lasmagníficas obras de Saladino, para que por lascosas que en mi novela oigáis, si plenamente laamistad de alguien no se puede conquistar pornuestros vicios, sepamos al menos deleitarnos enobra cortésmente, esperando que, cuando sea, deello se siga una recompensa.

Digo, pues, que, según afirman algunos, enel tiempo del emperador Federico I, para reconquis-tar Tierra Santa tuvo lugar una cruzada generalentre los cristianos; la cual cosa, Saladino, valentí-simo señor y entonces sultán de Babilonia, habien-do oído algo de ello, se propuso ver personalmentelos preparativos de los señores cristianos paraaquella cruzada, para mejor poder prevenirse. Yarreglados sus asuntos en Egipto, haciendo sem-blante de ir en peregrinación, con dos de sus hom-bres más ilustres y más sabios y con tres servidoressolamente, en disfraz de mercader se puso en ca-mino; y habiendo andado por muchas provinciascristianas y cabalgando por Lombardía para pasarmás allá de los montes, sucedió que, yendo deMilán a Pavia y siendo ya el anochecer, se toparon

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con un gentilhombre cuyo nombre era micer Torellode Strata de Pavia, el cual con sus criados y conperros y con halcones se iba a estar a una hermosaposesión que sobre el río Tesino tenía. A los cuales,al verlos micer Torello se dio cuenta de que noblesy forasteros eran y deseó honrarlos; por lo que,preguntando Saladino a uno de sus servidorescuánto había todavía de allí a Pavia y si a tiempo deentrar en ella pudiese llegar allí, no dejó que res-pondiese el servidor sino que él mismo repuso:

—Señores, no podréis llegar a Pavia a unahora en que podáis entrar dentro.

—Pues —dijo Saladino— hacednos la mer-ced de enseñarnos, porque extranjeros somos,dónde podremos albergarnos mejor.

Micer Torello dijo:

—Eso haré de buena gana. Ahora mismoestaba pensando en mandar a uno de estos míosjunto a Pavia por cierta cosa: lo mandaré con vos yos conducirá a un lugar donde os albergaréis asazconvenientemente.

Y al más discreto de los suyos acercándo-se, le ordenó lo que tenía que hacer, y le mandócon ellos; y yéndose él a su posesión, prestamente,

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lo mejor que pudo hizo preparar una buena cena yponer la mesa en un jardín; y hecho esto, junto a lapuerta vino a esperarlos. El servidor, hablando conlos hombres nobles sobre diversas cosas, por cier-tos caminos los desvió y a la posesión de su señor,sin que se diesen cuenta, los condujo; a los cuales,cuando los vio micer Torello, saliendo a pie a suencuentro, dijo sonriendo:

—Señores, sed muy bien venidos.

Saladino, que era sagacísimo, se dio cuentade que este caballero había temido que no habríanaceptado el convite si, cuando los encontró, leshubiese invitado, y por ello, para que no pudierannegarse a quedarse aquella noche con él, con unaartimaña los había conducido a su casa; y contesta-do su saludo, dijo:

—Señor, si de los corteses hombres pudie-se uno quejarse, nos quejaríamos de vos, el cual,aunque hayáis estorbado un tanto nuestro viaje, sinque hayamos merecido por nada vuestra benevo-lencia sino por un solo saludo, a aceptar tan altacortesía como es la vuestra nos habéis obligado.

El caballero, sabio y elocuente, dijo:

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—Señores, esta que recibís de mí, en vues-tro aspecto, es pobre cortesía; pero en verdad fuerade Pavia no habríais podido estar en ningún lugarque fuese bueno, y por ello no os sea grave haberalargado un poco el camino para tener un pocomenos de incomodidad.

Y así diciendo, viniendo su servidumbre al-rededor de aquéllos, en cuanto desmontaron, aco-modaron sus caballos, y micer Torello a los treshombres nobles llevó a las cámaras preparadaspara ellos, donde les hizo descalzarse y refrescarseun poco con fresquísimos vinos, y en amable con-versación hasta la hora de cenar los entretuvo. Sa-ladino y sus compañeros y servidores sabían todoslatín, por lo que muy bien entendían y eran entendi-dos, y les parecía a todos ellos que este caballeroera el hombre más amable y el más cortés y el quemejor hablaba de todos los otros que hubiesen vistohasta entonces. A micer Torello, por otra parte, leparecía que eran aquellos hombres ilustrísimos y demucho más valor de lo que antes había estimado,por lo que se dolía para sí mismo de que con com-pañía y más solemne convite no podía honrarlosaquella noche; por lo que pensó en reparar aquelloa la mañana siguiente, e informando a uno de susservidores de lo que quería hacer, a su mujer, que

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discretísima era y de grandísimo ánimo, se lomandó a Pavia, que muy cerca estaba y cuyaspuertas no se cerraban nunca. Y después de esto,llevando a los gentileshombres al jardín, cortésmen-te les preguntó quiénes eran y adónde iban. Al cualrepuso Saladino:

—Somos mercaderes chipriotas y venimosde Chipre, y por nuestros negocios vamos a París.

Entonces dijo micer Torello:

—¡Pluguiese a Dios que esta tierra nuestraprodujese tales nobles como veo que Chipre hacelos mercaderes!

Y de este razonamiento en otros estando untanto, se hizo hora de cenar: por lo que les invitó asentarse a la mesa, y en ella, según era la cenaimprovisada, fueron muy bien y ordenadamenteservidos; y poco después, levantadas las mesas, sepusieron en pie, que, dándose cuenta micer Torellode que estaban cansados, en hermosísimos lechoslos llevó a descansar, y semejantemente él, pocodespués, se fue a dormir. El servidor enviado a Pa-via dio la embajada a la señora, la cual, no con áni-mo mujeril sino real, haciendo prestamente llamar amuchos amigos y servidores de micer Torello, todas

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las cosas oportunas para un grandísimo convitehizo preparar, y a la luz de las antorchas hizo invitaral convite a muchos de los más nobles ciudadanos,e hizo sacar paños y sedas y pieles y completamen-te poner en orden lo que el marido le había manda-do a decir. Venido el día, los gentileshombres selevantaron, con los cuales micer Torello, montandoa caballo y haciendo venir sus halcones, a unacharca vecina les llevó y les mostró cómo volaban;pero preguntando Saladino si alguien podía ir aPavia y llevarlos al mejor albergue, dijo micer Tore-llo:

—Ése seré yo, porque ir allí necesito.

Ellos, creyéndoselo, se alegraron y juntoscon él se pusieron en camino; y siendo ya la horade tercia y habiendo llegado a la ciudad, creyendoque eran enviados al mejor albergue, con micerTorello llegaron a su casa, donde ya al menos cin-cuenta de los más ilustres ciudadanos habían veni-do para recibir a los gentileshombres, alrededor delos cuales acudieron rápidamente a los frenos yespuelas. La cual cosa viendo Saladino y sus com-pañeros, demasiado bien comprendieron lo que eraaquello y dijeron:

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—Micer Torello, esto no es lo que os hab-íamos pedido: bastante habéis hecho esta nochepasada y mucho más de lo que merecemos; por loque sin inconveniente podíais dejarnos seguir nues-tro camino.

A quienes micer Torello repuso:

—Señores, de lo que ayer noche se os hizoestoy yo más agradecido a la fortuna que a voso-tros, que a tiempo os alcanzó en el camino para quenecesitaseis venir a mi pequeña casa; de lo de estamañana os quedaré yo obligado y junto conmigotodos estos gentileshombres que están en tornovuestro, a quienes si os parece cortés negaros aalmorzar con ellos podéis hacerlo si queréis.

Saladino y sus compañeros, vencidos,desmontaron y recibidos por los gentileshombresalegremente fueron llevados a sus cámaras, lascuales riquísimamente les habían preparado; y de-jando las ropas de camino y refrescándose un tanto,a la sala, que espléndidamente estaba aparejada,vinieron; y habiendo sido dada el agua a las manosy sentándose a la mesa con grandísimo orden yhermoso, con muchas viandas fueron magnífica-mente servidos; tanto que, si el emperador hubiesevenido allí, no se habría sabido cómo hacerle más

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honor. Y aunque Saladino y sus compañeros fuesengrandes señores y acostumbrados a ver grandísi-mas cosas, no menos se maravillaron mucho deésta, y les parecía de las mayores, teniendo encuenta la calidad del caballero, que sabían que eraburgués y no noble. Terminada la comida y levanta-da la mesa, habiendo hablado un tanto de altascosas, haciendo mucho calor, cuando plugo a micerTorello, los gentileshombres de Pavia se fueron adescansar, y quedándose él con los tres suyos, yentrando con ellos en una cámara, para que ningu-na cosa querida para él quedara que visto no hubie-ran, allí hizo llamar a su valerosa mujer; la cual,siendo hermosísima y alta en su persona y adorna-da con ricas vestimentas, en medio de dos hijossuyos, que parecían dos angelotes, vino hacia ellosy placenteramente les saludó. Ellos, al verla, selevantaron y con reverencia la recibieron, y hacién-dola sentarse entre ellos, gran fiesta hicieron consus dos hermosos hijitos. Pero luego de que conellos hubo entrado en agradable conversación,habiéndose ido un poco micer Torello, ella amable-mente les preguntó de dónde eran y adónde iban; aquien los gentileshombres respondieron como hab-ían hecho a micer Torello. Entonces la señora, conalegre gesto, dijo:

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—Así pues, veo que mi previsión femeninaserá útil, y por ello os ruego que por especial mer-ced no rehuséis ni tengáis por vil el pequeño pre-sente que voy a hacer traeros, sino considerandoque las mujeres, de acuerdo con su pequeño ánimopequeñas cosas dan, más considerando el buendeseo de quien da que la cantidad del presente, lotoméis.

Y haciendo traer para cada uno dos paresde sobrevestes, una forrada de seda y otra de mar-ta, en nada de burgueses ni de mercaderes, sino deseñor, y tres jubones de cendal y lino, dijo:

—Tomad esto: las ropas de mi señor soncomo las vuestras; las otras cosas, considerandoque estáis lejos de vuestras mujeres, y lo largo delcamino hecho y el que os queda por hacer, y quelos mercaderes son hombres limpios y delicados,aunque poco valgan podrán seros preciadas.

Los gentileshombres se maravillaron y cla-ramente conocieron que micer Torello ninguna clasede cortesía quería dejar de hacerles, y temieron,viendo la nobleza de las ropas, en nada propias demercaderes, que hubiesen sido reconocidos pormicer Torello; pero sin embargo, a la señora res-pondió uno de ellos:

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—Éstas son, señora, grandísimas cosas yno deberíamos tomarlas fácilmente si vuestros rue-gos a ello no nos obligasen, a los cuales no puededecirse que no.

Hecho esto y habiendo ya vuelto micer To-rello, la señora, encomendándolos a Dios, se se-paró de ellos, y de cosas semejantes a aquéllas, talcomo a ellos convenía, hizo proveer a los criados.Micer Torello con muchos ruegos les pidió que todoaquel día se quedasen con él; por lo que, despuésque hubieron dormido, poniéndose sus ropas, conmicer Torello un rato cabalgaron por la ciudad, yvenida la hora de la cena, con muchos honorablescompañeros magníficamente cenaron. Y cuando fueel momento, yéndose a descansar, al venir el día selevantaron y encontraron en el lugar de sus rocinescansados, tres gordos palafrenes y buenos y seme-jantemente caballos nuevos y fuertes para todossus criados. La cual cosa viendo Saladino, volvién-dose a sus compañeros, dijo:

—Juro ante Dios que hombre más cumplidoni más cortés ni más precavido que éste no lo hahabido nunca; y si los reyes cristianos son talesreyes en su condición como éste es caballero, elsultán de Babilonia no podrá enfrentarse siquiera

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con uno, ¡no digamos con todos los que vemos quese preparan para echársele encima!

Pero sabiendo que negarse a recibirlos noera oportuno, muy cortésmente agradeciéndolo,montaron a caballo. Micer Torello, con muchoscompañeros, gran trecho en el camino les acompa-ñaron fuera de la ciudad, y por mucho que a Saladi-no le doliese separarse de micer Torello, tanto sehabía prendado ya de él, le rogó que atrás se vol-viese, teniendo que irse; el cual, por muy duro quele fuese separarse de ellos, dijo:

—Señores, lo haré porque os place, pero osdiré esto: yo no sé quiénes sois ni deseo saber másde lo que os plazca; pero seáis quienes seáis, quesois mercaderes no me dejaréis creyendo esta vez:y que Dios os guarde.

Saladino, habiendo ya de todos los compa-ñeros de micer Torello tomado licencia, le repusodiciendo:

—Señor, podrá todavía suceder que oshagamos ver nuestra mercancía, con la cual vuestracreencia aseguraremos; e idos con Dios.

Se fueron, pues, Saladino y sus compañe-ros, con grandísimo ánimo de (si la vida les duraba

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y la guerra que esperaban no lo impidiese) haceraún no menor honor a micer Torello del que éste lehabía hecho; y mucho de él y de su mujer y de to-das sus cosas y actos y hechos habló con sus com-pañeros, alabándolo todo. Pero luego que todo Po-niente, no sin gran fatiga, hubo corrido, entrando enel mar, con sus compañeros se volvió a Alejandría,y plenamente informado, se dispuso a la defensa.Micer Torello se volvió a Pavia y mucho estuvo pen-sando que quiénes serían aquellos tres, pero nuncaa la verdad llegó, ni se aproximó. Llegando el tiem-po de la cruzada y haciéndose grandes preparativospor todas partes, micer Torello, no obstante los rue-gos de su mujer y las lágrimas, se dispuso a irse detodas las maneras; y habiendo hecho todos lospreparativos y estando a punto de montar a caballo,dijo a su mujer, a quien sumamente amaba:

—Mujer, como ves, me voy a esta cruzadatanto por el honor del cuerpo como por la salvacióndel alma; te encomiendo todas nuestras cosas ynuestro honor; y como estoy seguro de irme, y devolver, por mil accidentes que puedan sobrevenir,ninguna certeza tengo, quiero que me concedasuna gracia: que suceda lo que suceda de mí, si notienes noticia cierta de mi vida, que me esperes un

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año y un mes y un día sin volver a casarte, comen-zando con este día que de ti me separo.

La mujer, que mucho lloraba, repuso:

—Micer Torello, no sé cómo voy a soportarel dolor en el cual, al partiros, me dejáis: pero si mivida es más fuerte que él y algo os acaeciese, vividy morid seguro de que viviré y moriré como mujerde micer Torello y de su memoria.

A la cual micer Torello dijo:

—Mujer, certísimo estoy de que, en cuantoesté en ti sucederá esto que me prometes; peroeres mujer joven y hermosa y de gran linaje, y tuvirtud es muy conocida por todos; por la cual cosano dudo que muchos grandes y gentileshombres, sinada de mí se supiera, te pedirán por mujer a tushermanos y parientes, de cuyos consejos, aunquelo quieras, no podrás defenderte y por fuerzatendrás que complacerlos; y éste es el motivo por elcual este plazo y no mayor te pido.

La mujer dijo:

—Yo haré lo que pueda de lo que os he di-cho; y si otra cosa tuviera que hacer; os obedeceréen esto que me ordenáis, con certeza. Ruego a

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Dios que a tales plazos ni a vos ni a mí nos llevenestos tiempos.

Terminadas estas palabras, la señora, llo-rando, se abrazó a micer Torello, y quitándose deldedo un anillo se lo dio, diciendo:

—Si sucede que muera yo antes de que osvuelva a ver, acordaos de mí cuando lo veáis.

Y él, cogiéndolo, montó a caballo, y dicien-do adiós a todo el mundo, se fue a su viaje; y llega-do a Génova con su compañía, subiendo a la gale-ra, se fue, y en poco tiempo llegó a Acre y con otroejército de los cristianos se unió. En el cual casiinmediatamente comenzó una grandísima enferme-dad y mortandad, durante la cual, fuese cual fueseel arte o la fortuna de Saladino, casi todo lo quequedó de los cristianos que se salvaron fueron porél apresados a mansalva, y por muchas ciudadesrepartidos y puestos en prisión; entre los cualespresos fue uno micer Torello, y a Alejandría llevadopreso. Donde, no siendo conocido y temiendo darsea conocer, por la necesidad obligado se dedicó adomesticar halcones, en lo que era grandísimo ma-estro; y de esto llegó la noticia a Saladino, por loque lo sacó de la prisión y se quedó con él comohalconero. Micer Torello, que no era llamado por

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Saladino sino «el cristiano», a quien no reconocía,ni el sultán a él, solamente en Pavia tenía el ánimo,y muchas veces había intentado escaparse, y nohabía podido hacerlo; por lo que, venidos ciertosgenoveses como embajadores a Saladino pararescatar a algunos conciudadanos suyos, y teniendoque irse, pensó en escribirle a su mujer que estabavivo y que volvería con ella lo antes que pudiese, yque lo esperase; y así lo hizo, y caramente rogó auno de los embajadores, que conocía, que hicieseque aquellas noticias llegasen a manos del abad deSan Pietro en Cieldoro, que era su tío. Y estando enestos términos micer Torello, sucedió un día que,hablando con él Saladino de sus aves, micer Torellocomenzó a sonreír e hizo un gesto con la boca enque Saladino, estando en su casa de Pavia, se hab-ía fijado mucho, por el cual acto a Saladino le vino ala mente micer Torello; y comenzó a mirarlo fijamen-te y le pareció él; por lo que, dejando la primeraconversación, dijo:

—Dime, cristiano, ¿de qué país de Ponienteeres tú?

—Señor mío —dijo micer Torello—, soylombardo, de una ciudad llamada Pavia, hombrepobre y de baja condición.

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Al oír esto Saladino, casi seguro de lo quedudaba, se dijo alegre:

«¡Dios me ha dado la ocasión de mostrar aéste cuánto me agradó su cortesía!»

Y sin decir más, haciendo preparar en unaalcoba todos sus vestidos, le condujo dentro y dijo:

—Mira, cristiano, si entre estas ropas hayalguna que alguna vez hayas visto.

Micer Torello comenzó a mirar y vio aque-llas que su mujer le había dado a Saladino, pero nojuzgó que podían ser aquéllas; pero respondió:

—Señor mío, ninguna conozco, aunque esverdad que aquellas dos se parecen a ropas conque yo, además de tres mercaderes que en mi casaestuvieron, anduve vestido.

Entonces Saladino, no pudiendo ya conte-nerse, lo abrazó tiernamente, diciendo:

—Vos sois micer Torello de Strá, y yo soyuno de los tres mercaderes a los cuales vuestramujer dio estas ropas; y ahora ha llegado el tiempode asegurar vuestra creencia en lo que era mi mer-cancía, como al separarme de vos os dije que podr-ía suceder.

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Micer Torello, al oír esto, comenzó a poner-se contentísimo y a avergonzarse; y a estar conten-to de haber tenido tal huésped, y a avergonzarse deque pobremente le parecía haberlo recibido; al cualSaladino dijo:

—Micer Torello, puesto que Dios os ha en-viado a mí, pensad que no yo de ahora en adelantesino que vos aquí sois el dueño.

Y haciéndose fiestas grandes por igual, conreales vestidos lo hizo vestir, y llevándole ante susbarones más ilustres y habiendo dicho muchas co-sas en alabanza de su valor, ordenó que por cual-quiera que su gracia apreciase tan honrado fuesecomo su persona; lo que de entonces en adelantetodos hicieron, pero mucho más que los otros losdos señores que habían sido compañeros de Sala-dino en su casa. La altura de la súbita gloria en quese vio micer Torello, algo las cosas lombardas lehizo olvidar, y máximamente porque con seguridadesperaba que sus cartas hubieran llegado a su tío.Había, en el campo donde estaba el ejército de loscristianos, el día que fueron apresados por Saladi-no, muerto y sido sepultado un caballero provenzalde poca monta cuyo nombre era micer Torello deDignes; por la cual cosa, siendo micer Torello de

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Strá a causa de su nobleza conocido por el ejército,cualquiera que oyó decir «Ha muerto micer Torello»,creyó que era micer Torello de Strá y no el de Dig-nes; y el accidente del apresamiento que sobrevinono dejó que los engañados saliesen de su error. Porlo que muchos itálicos volvieron con esta noticia,entre los cuales los hubo tan presuntuosos queosaron decir que lo habían visto muerto y habíanasistido a su sepultura; la cual cosa, sabida por lamujer y por sus parientes, fue ocasión de grandísi-mo e indecible pesar no solamente de ellos, sino detodos los que lo habían conocido. Largo sería deexponer cuál fue y cuánto el dolor y la tristeza y elllanto de su mujer; a la cual, después de algunosmeses en que se había dolido con tribulación conti-nua, y había empezado a dolerse menos, siendosolicitada por los más ilustres hombres de Lombard-ía, sus hermanos y todos sus demás parientes em-pezaron a pedirle que se casara, a lo que ella mu-chas veces y con grandísimo llanto habiéndosenegado, obligada, al final tuvo que hacer lo quequerían sus parientes, con esta condición: que habr-ía de estar sin convivir con el marido tanto cuanto lehabía prometido a micer Torello. Mientras en Paviaestaban las cosas de la señora en estos términos, yya unos ocho días antes del plazo en que debía ir a

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vivir con su marido, sucedió que micer Torello vio enAlejandría un día a uno que había visto subir con losembajadores genoveses a la galera que venía aGénova; por lo que, haciéndole llamar, le preguntóque qué viaje habían tenido y cuándo habían llega-do a Génova. Al cual dijo éste:

—Señor mío, mal viaje hizo la galera, talcomo oí en Creta, donde me quedé; porque estandocerca de Sicilia, se levantó una peligrosa tramonta-na que contra los bajíos de Berbería la arrojó, y nose salvó un alma; y entre los demás perecieron doshermanos míos.

Micer Torello, creyendo las palabras deaquél, que eran veracísimas, y acordándose de queel plazo que le había pedido a su mujer terminabade allí a pocos días, y dándose cuenta que nada deél debía saberse en Pavia, tuvo por cierto que sumujer debía haber vuelto a casarse; con lo que cayóen tan gran dolor que, perdidas las ganas de comery echándose en la cama, decidió morir. La cual co-sa, cuando llegó a oídos de Saladino, que suma-mente le amaba, vino a verle; y luego de muchosruegos y grandes que le hizo, sabida la razón de sudolor y de su enfermedad, le reprochó mucho nohabérsela dicho antes, y luego le rogó que se ani-

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mase, asegurándole que, si lo hacia, él obraría demodo que estuviese en Pavia antes del plazo dado;y le dijo cómo. Micer Torello, dando fe a las pala-bras de Saladino, y habiendo muchas veces oídodecir que aquello era posible y se había hecho mu-chas veces, comenzó a animarse, y a pedir a Sala-dino que se apresurase en ello. Saladino, a un ni-gromante suyo cuyo arte ya había experimentado,le ordenó que arreglase la manera de que micerTorello, sobre una cama fuese transportado a Paviaen una noche; a quien el nigromante respondió queasí sería hecho, pero que por bien suyo lo adorme-ciese. Arreglado esto, volvió Saladino a Micer Tore-llo, y hallándolo completamente determinado a estaren Pavia antes del plazo dado, si pudiera ser, y sino pudiera a dejarse morir, le dijo así:

—Micer Torello, si tiernamente amáis avuestra mujer y teméis que pueda ser de otro, sabeDios que yo en nada puedo reprochároslo porquede cuantas mujeres me parece haber visto ella esquien por sus costumbres, sus maneras y su porte(dejando la hermosura, que es flor caduca) másdigna me parece de alabarse y tenerse en aprecio.Me habría complacido muchísimo que, puesto quela fortuna os había mandado aquí, el tiempo quevos y yo vivir debamos, en el gobierno del reino que

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yo tengo igualmente señores, hubiésemos vividojuntos; y si esto no me hubiera sido concedido porDios, ya que habría de veniros al ánimo o querer lamuerte o encontraros en Pavia al final del plazoimpuesto, sumamente habría deseado saberlo atiempo de poder mandaros a vuestra casa con elhonor, la grandeza, la compañía que vuestra virtudmerece; lo que, puesto que no me ha sido concedi-do, y vos deseáis estar allí presente, tal como pue-do y en la forma que os he dicho os mandaré.

A quien micer Torello dijo:

—Señor mío, sin vuestras palabras, vues-tros actos me han demostrado bien vuestra benevo-lencia, que por mí nunca en tan supremo grado fuemerecida, y de lo que decís, aunque no lo dijeseis,vivo y moriré certísimo; pero tal como he decidido,os ruego que lo que me habéis dicho que vais ahacer lo hagáis pronto, porque mañana es el últimodía en que deben esperarme.

Saladino dijo que aquello sin duda estabaarreglado; y el día siguiente, esperando mandarlo ala noche siguiente, hizo Saladino hacer en una gransala un hermosísimo y rico lecho con todos los col-chones, según su costumbre, de velludo y drapea-dos de oro, y poner por encima una colcha labrada

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con arabescos de perlas gordísimas y de riquísimaspiedras preciosas, la cual fue después aquí tenidapor un incalculable tesoro, y dos almohadones talescomo semejante lecho requería; y hecho esto,mandó que a micer Torello, que ya estaba repuesto,le pusiesen un traje a la guisa sarracena, que era lacosa más rica y más bella que nunca nadie habíavisto, y la cabeza, a su manera, hizo que se la en-volvieran en uno de sus larguísimos turbantes. Ysiendo ya tarde, Saladino entró, con muchos de susbarones, en la alcoba donde Micer Torello estaba, ysentándose a su lado, casi llorando, comenzó adecir:

—Micer Torello, el momento que va a sepa-rarme de vos está cerca, y como yo no puedoacompañaros ni haceros acompañar, por la condi-ción del camino que tenéis que hacer, que no losufre, aquí en la alcoba tengo que despedirme devos, a lo que he venido. Y por ello, antes de dejaroscon Dios, os ruego que por el amor a la amistad quehay entre nosotros, que no os olvidéis de mí, y si esposible, antes de que nos llegue nuestra hora, quevos, habiendo puesto en orden vuestras cosas enLombardía, una vez por lo menos vengáis a vermepara que pueda yo entonces, habiéndome alegradocon veros, enmendar la falta que ahora por vuestra

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prisa tengo que cometer; y hasta que esto suceda,no os sea enojoso visitarme con cartas y pedirmelas cosas que os gusten, que con más agrado porvos que por ningún hombre del mundo lo haré conseguridad.

Micer Torello no pudo retener las lágrimas,y por ello, impedido por ellas, contestó con pocaspalabras que era imposible que nunca sus benefi-cios y su valor se le fuesen de la memoria, y que sinfalta lo que le pedía haría si es que el tiempo le eraconcedido. Por lo que Saladino, tiernamenteabrazándolo y besándolo, con muchas lágrimas ledijo:

—Idos con Dios —y salió de la alcoba, y losdemás barones después de él se despidieron y sefueron con Saladino a la sala donde había hechopreparar el lecho.

Pero siendo tarde ya y el nigromante estan-do en espera de hacer aquello y preparándolo, vinoun médico con un brebaje para micer Torello y di-ciéndole que se lo daba para fortalecerle, se lo hizobeber: y no pasó mucho sin que se durmiese. Y asídurmiendo fue llevado por mandato de Saladino alhermoso lecho sobre el cual puso él una grande ybella corona de gran valor, y la señaló de manera

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que claramente se vio después que Saladino se lamandaba a la mujer de micer Torello. Después, lepuso a micer Torello en el dedo un anillo en el quehabía engastado un carbunclo tan reluciente queuna antorcha encendida parecía, cuyo valor erainestimable; luego le hizo ceñir una espada guarne-cida de manera que su valor no podría apreciarsecon facilidad, y además de esto un broche que lehizo prender en el pecho en el que había perlascuyas semejantes nunca habían sido vistas, conotras muchas piedras preciosas, y luego, a cadauno de sus costados, hizo poner dos grandísimosaguamaniles de oro llenos de doblones y muchasredecillas de perlas, y anillos, y cinturones, y otrascosas que largo sería contarlas, hizo que le pusie-sen en torno. Y hecho esto, otra vez besó a micerTorello y dijo al nigromante que se diese prisa; porlo que, incontinenti, en presencia de Saladino, ellecho llevando a micer Torello, desapareció de allí, ySaladino se quedó hablando de él con sus barones.

Y ya en la iglesia de San Pietro en Cieldorode Pavia, tal como lo había pedido, llevaba un ratoposando micer Torello con todas las antes dichasjoyas y adornos, y todavía dormía, cuando habiendotocado ya a maitines, el sacristán entró en la iglesiacon una luz en la mano; y le sucedió que súbita-

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mente vio el rico lecho y no tan sólo se maravillósino que, sintiendo un miedo grandísimo, huyendose volvió atrás: al cual viendo huir el abad y losmonjes, se maravillaron y le preguntaron la razón.El monje la dijo.

—¡Oh! —dijo el abad—, pues no eres yaningún niño ni eres tan nuevo en la iglesia paraespantarte tan fácilmente; vamos nosotros, pues, yveamos qué coco has visto.

Encendidas, pues, más luces, el abad contodos sus monjes entrando en la iglesia vieron estelecho tan maravilloso y rico, y sobre él el caballeroque dormía; y mientras, temerosos y tímidos, sinacercarse nada al lecho las nobles joyas miraban,sucedió que, habiendo pasado la virtud del brebaje,micer Torello, despertándose, lanzó un suspiro. Losmonjes al ver esto y el abad con ellos, espantados ygritando: "¡Señor, ayúdanos!", huyeron todos.

Micer Torello, abiertos los ojos y mirando al-rededor, conoció claramente que estaba allí dondele había pedido a Saladino, de lo que se puso muycontento; por lo que, sentándose en el lecho y deta-lladamente mirando todo lo que tenía alrededor, pormucho que hubiera conocido ya la magnificencia deSaladino, le pareció ahora mayor y más la conoció.

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Sin embargo, sin moverse, viendo a los monjes huiry dándose cuenta de por qué, comenzó por sunombre a llamar al abad y a rogarle que no temiese,porque él era Torello su sobrino. El abad, al oír esto,sintió mayor miedo como quien por muerto lo teníadesde hacia meses; pero luego de un tanto, tranqui-lizado por verdaderas pruebas, sintiéndose llamar,haciendo la señal de la santa cruz, se acercó a él; alcual micer Torello dijo:

—Oh, padre mío, ¿qué teméis? Estoy vivo,gracias a Dios, y aquí he vuelto de ultramar.

El abad, a pesar de que tenía la barba largay estaba en traje morisco, después de un tanto loreconoció, y tranquilizándose por completo, le cogióde la mano, y dijo:

—Hijo mío, ¡seas bien venido!

Y siguió:

—No debes maravillarte de nuestro miedoporque en esta tierra no hay hombre que no creafirmemente que estás muerto, tanto que te diré sóloque doña Adalieta tu mujer, vencida por los ruegosy las amenazas de sus parientes y contra su volun-tad, se ha vuelto a casar; y hoy por la mañana debe

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irse con su marido, y las bodas y todo lo que senecesita para la fiesta está preparado.

Micer Torello, levantándose del rico lecho yhaciendo al abad y a los monjes maravillosas fies-tas, pidió a todos que de su vuelta no hablasen connadie hasta que no hubiese él resuelto un asuntosuyo. Después de esto, haciendo poner a salvo lasricas joyas, lo que le había sucedido hasta aquelmomento le contó al abad. El abad, contento de susaventuras, con él dio gracias a Dios. Después deesto, preguntó micer Torello al abad que quién erael nuevo marido de su mujer. El abad se lo dijo, aquien micer Torello dijo:

—Antes que se sepa que he vuelto quierover el comportamiento que tiene mi mujer en estasbodas; y por ello, aunque no sea costumbre que losreligiosos vayan a tales convites, quiero que por miamor lo arregléis de manera que los dos vayamos.

El abad contestó que de buena gana; y alhacerse de día mandó un recado al recién casadodiciendo que con un compañero quería asistir a susbodas; a quien el gentilhombre repuso que mucho leplacía. Llegada, pues, la hora de la comida, micerTorello, con aquel traje que llevaba, se fue con elabad a casa del recién casado, mirado con asombro

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por quien le veía, pero no reconocido por ninguno; yel abad decía a todos que era un sarraceno enviadopor el sultán al rey de Francia como embajador. Y,pues, micer Torello sentado a una mesa exacta-mente frente a su mujer, a quien con grandísimoplacer miraba; y en el gesto le parecía molesta porestas bodas. Ella también alguna vez le miraba, noporque le reconociese en nada (que la larga barba yel extraño traje y la firme creencia de que estabamuerto no se lo permitían), sino por la rareza deltraje. Pero cuando le pareció oportuno a micer Tore-llo ver si se acordaba de él, quitándose del dedo elanillo que su mujer le había dado se separó de ella,hizo llamar a un jovencito que delante de él estabasirviendo, y le dijo:

—Di de mi parte a la recién casada que enmi país se acostumbra, cuando algún forastero co-mo yo come en el banquete de una recién casada,como es ella, en señal de que gusta de que él hayavenido a comer, que ella le manda la copa en la quebebe llena de vino; con lo cual luego de que el fo-rastero ha bebido lo que guste, tapándola de nuevo,la novia bebe el resto.

El jovencito dio el recado a la señora, lacual, como cortés y discreta, pensando que aquél

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era un gran infanzón, para mostrar que le agradabasu llegada, una gran copa dorada, que tenía delan-te, mandó que fuese lavada y colmada de vino yllevada al gentilhombre; y así se hizo. Micer Torello,que se había metido en la boca su anillo, hizo demanera que lo dejó caer en la copa sin que nadie sediese cuenta, y dejando un poco de vino, la tapó yse la envió a la señora. La cual, cogiéndola, paracumplir la costumbre, destapándola se la llevó a laboca y vio el anillo, y sin decir nada lo estuvo mi-rando un rato; y reconociéndolo como el que ella lehabía dado al irse a micer Torello, lo cogió, y miran-do fijamente al que creía forastero, y reconociéndo-lo, como si se hubiese vuelto loca, tirando al suelola mesa que tenía delante, gritó:

—¡Es mi señor, es verdaderamente micerTorello!

Y corriendo a la mesa a la que él estabasentado, sin importarle sus ropas ni nada de lo quehubiese sobre la mesa, echándose contra él cuandopudo, lo abrazó fuertemente y no se la pudo arran-car de su cuello, por dicho ni hecho de nadie queallí estuviera, hasta que micer Torello le dijo que secompusiese un poco porque tiempo para abrazarlole sería aún concedido mucho. Entonces ella, ende-

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rezándose, estando ya las bodas todas turbadas yen parte más alegres que nunca por la recuperaciónde tal caballero, rogados por él, todos callaron; porlo que micer Torello desde el día de su partida hastaaquel momento, lo que le había sucedido a todosnarró, concluyendo que al gentilhombre que,creyéndole muerto, había tomado por mujer a lasuya, si estando vivo se la quitaba, no debía pare-cerle mal. El recién casado, aunque un tanto burla-do se sintiese, generosamente y como amigo res-pondió que de sus cosas podía hacer lo que más leagradase. La señora, el anillo y la corona recibidasdel nuevo marido allí las dejó y se puso aquel quede la copa había cogido, e igualmente la corona quele había mandado el sultán; y saliendo de la casa endonde estaban, con toda la pompa de unas bodashasta la casa de micer Torello fueron, y allí los des-consolados amigos y parientes y todos los ciudada-nos, que le miraban como si fuese resucitado, conlarga y alegre fiesta se consolaron. Micer Torello,dando de sus preciosas joyas una parte a quienhabía hecho el gasto de las bodas y al abad y amuchos otros, y por más de un mensajero haciendosaber su feliz repatriación a Saladino, declarándosesu amigo y servidor, muchos años con su valerosamujer vivió después, siendo más cortés que nunca.

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Este fue, pues, el fin de las desdichas demicer Torello y de las de su amada mujer, y el ga-lardón de sus alegres y espontáneas cortesías. Lascuales, muchos se esfuerzan en hacer que, aunquetengan con qué, saben tan mal hacerlas que lashacen pagar más de lo que valen; por lo que, si deellas no se sigue recompensa, no deben maravillar-se, ni ellos ni otros.

NOVELA DÉCIMAEl marqués de Saluzzo, obligado por los

ruegos de sus vasallos a tomar mujer, para tomarlaa su gusto elige a la hija de un villano, de la quetiene dos hijos, a los cuales le hace creer que mata;luego, mostrándole aversión y que ha tomado otramujer, haciendo volver a casa a su propia hija comosi fuese su mujer, y habiéndola a ella echado encamisa y encontrándola paciente en todo, másamada que nunca haciéndola volver a casa, lemuestra a sus hijos grandes y como a marquesa lahonra y la hace honrar.

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Terminada la larga novela del rey, que mu-cho había gustado a todos a lo que mostraban ensus gestos, Dioneo dijo riendo:

—El buen hombre que esperaba a la nochesiguiente hacer bajar la cola tiesa del espantajo nohabría dado más de dos sueldos por todas las ala-banzas que hacéis de micer Torello.

Y después, sabiendo que sólo faltaba él pornarrar, comenzó:

Benignas señoras mías, a lo que me pare-ce, este día de hoy ha estado dedicado a los reyesy a los sultanes y a gente semejante; y por ello,para no apartarme demasiado de vosotras, voy acontar de un marqués no una cosa magnífica, sinouna solemne barbaridad, aunque terminase conbuen fin; la cual no aconsejo a nadie que la imiteporque una gran lástima fue que a aquél le saliesebien.

Hace ya mucho tiempo, fue el mayor de lacasa de los marqueses de Saluzzo un joven llama-do Gualtieri, el cual estando sin mujer y sin hijos, nopasaba en otra cosa el tiempo sino en la cetrería yen la caza, y ni de tomar mujer ni de tener hijos seocupaban sus pensamientos; en lo que había que

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tenerlo por sabio. La cual cosa, no agradando a susvasallos, muchas veces le rogaron que tomase mu-jer para que él sin herederos y ellos sin señor no sequedasen, ofreciéndole a encontrársela tal, y de talpadre y madre descendiente, que buena esperanzapudiesen tener, y alegrarse mucho con ello. A losque Gualtieri repuso:

—Amigos míos, me obligáis a algo que es-taba decidido a no hacer nunca, considerando quédura cosa sea encontrar alguien que bien se adaptea las costumbres de uno, y cuán grande sea laabundancia de lo contrario, y cómo es una vida durala de quien da con una mujer que no le convengabien. Y decir que creéis por las costumbres de lospadres y de las madres conocer a las hijas, con loque argumentáis que me la daréis tal que me plaz-ca, es una necedad, como sea que no sepa yocómo podéis saber quiénes son sus padres ni lossecretos de sus madres; y aun conociéndolos, sonmuchas veces los hijos diferentes de los padres ylas madres. Pero puesto que con estas cadenas osplace anudarme, quiero daros gusto; y para que notenga que quejarme de nadie sino de mí, si malsucediesen las cosas, quiero ser yo mismo quien laencuentre, asegurándoos que, sea quien sea aquien elija, si no es como señora acatada por voso-

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tros, experimentaréis para vuestro daño cuán peno-so me es tomar mujer a ruegos vuestros y contra mivoluntad.

Los valerosos hombres respondieron queestaban de acuerdo con que él se decidiese a tomarmujer. Habían gustado a Gualtieri hacía muchotiempo las maneras de una pobre jovencita quevivía en una villa cercana a su casa, y pareciéndolemuy hermosa, juzgó que con ella podría llevar unavida asaz feliz; y por ello, sin más buscar, se propu-so casarse con ella; y haciendo llamar a su padre,que era pobrísimo, convino con él tomarla por mu-jer. Hecho esto, hizo Gualtieri reunirse a todos susamigos de la comarca y les dijo:

—Amigos míos, os ha placido y place queme decida a tomar mujer, y me he dispuesto a ellomás por complaceros a vosotros que por deseo demujer que tuviese. Sabéis lo que me prometisteis:es decir, que estaríais contentos y acataríais comoseñora a cualquiera que yo eligiese; y por ello, hallegado el momento en que pueda yo cumpliros mipromesa y en que vos cumpláis la vuestra. He en-contrado una joven de mi gusto muy cerca de aquíque entiendo tomar por mujer y traérmela a casadentro de pocos días: y por ello, pensad en preparar

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una buena fiesta de bodas y en recibirla honrada-mente para que me pueda sentir satisfecho con elcumplimiento de vuestra promesa como vos podéissentiros con el mío.

Los hombres buenos, todos contentos, res-pondieron que les placía y que, fuese quien fuese,la tendrían por señora y la acatarían en todas lascosas como a señora; y después de esto todos sepusieron a preparar una buena y alegre fiesta, y lomismo hizo Gualtieri. Hizo preparar unas bodasgrandísimas y hermosas, e invitar a muchos de susamigos y parientes y a muchos gentileshombres y aotros de los alrededores; y además de esto hizocortar y coser muchas ropas hermosas y ricassegún las medidas de una joven que en la figura leparecía como la jovencita con quien se había pro-puesto casarse, y además de esto dispuso cinturo-nes y anillos y una rica y bella corona, y todo lo quese necesitaba para una recién casada. Y llegado eldía que había fijado para las bodas, Gualtieri, a lahora de tercia, montó a caballo, y todos los demásque habían venido a honrarlo; y teniendo dispuestastodas las cosas necesarias, dijo:

—Señores, es hora de ir a por la novia.

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Y poniéndose en camino con toda su comi-tiva llegaron al villorrio; y llegados a casa del padrede la muchacha, y encontrándola a ella que volvíade la fuente con agua, con mucha prisa para ir des-pués con otras mujeres a ver la novia de Gualtieri,cuando la vio Gualtieri la llamó por su nombre —esdecir, Griselda— y le preguntó dónde estaba supadre; a quien ella repuso vergonzosamente:

—Señor mío, está en casa.

Entonces Gualtieri, echando pie a tierra ymandando a todos que esperasen, solo entró en lapobre casa, donde encontró al padre de ella, que sellamaba Giannúculo, y le dijo:

—He venido a casarme con Griselda, peroantes quiero que ella me diga una cosa en tu pre-sencia.

Y le preguntó si siempre, si la tomaba pormujer, se ingeniaría en complacerle y en no enojar-se por nada que él dijese o hiciese, y si sería obe-diente, y semejantemente otras muchas cosas, a lascuales, a todas contestó ella que sí. Entonces Gual-tieri, cogiéndola de la mano, la llevó fuera, y en pre-sencia de toda su comitiva y de todas las demáspersonas hizo que se desnudase; y haciendo venir

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los vestidos que le había mandado hacer, presta-mente la hizo vestirse y calzarse, y sobre los cabe-llos, tan despeinados como estaban, hizo que lepusieran una corona, y después de esto, mara-villándose todos de esto, dijo:

—Señores, ésta es quien quiero que sea mimujer, si ella me quiere por marido.

Y luego, volviéndose a ella, que avergonza-da de sí misma y titubeante estaba, le dijo:

—Griselda, ¿me quieres por marido?

A quien ella repuso:

—Señor mío, sí.

Y él dijo:

—Y yo te quiero por mujer.

Y en presencia de todos se casó con ella; yhaciéndola montar en un palafrén, honrosamenteacompañada se la llevó a su casa. Hubo allí gran-des y hermosas bodas, y una fiesta no diferente deque si hubiera tomado por mujer a la hija del rey deFrancia. La joven esposa pareció que con los vesti-dos había cambiado el ánimo y el comportamiento.Era, como ya hemos dicho, hermosa de figura y de

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rostro, y todo lo hermosa que era pareció agradable,placentera y cortés, que no hija de Giannúculo ypastora de ovejas parecía haber sido sino de algúnnoble señor; de lo que hacía maravillarse a todo elmundo que antes la había conocido; y además deesto era tan obediente a su marido y tan servicialque él se tenía por el más feliz y el más pagadohombre del mundo; y de la misma manera, para conlos súbditos de su marido era tan graciosa y tanbenigna que no había ninguno de ellos que no laamase y que no la honrase de grado, rogando todospor su bien y por su prosperidad y por su exaltación,diciendo (los que solían decir que Gualtieri habíaobrado como poco discreto al haberla tomado pormujer) que era el más discreto y el más sagaz hom-bre del mundo, porque ninguno sino él habría podi-do conocer nunca la alta virtud de ésta escondidabajo los pobres paños y bajo el hábito de villana. Yen resumen, no solamente en su marquesado, sinoen todas partes, antes de que mucho tiempo hubie-ra pasado, supo ella hacer de tal manera que hizohablar de su valor y de sus buenas obras, y volveren sus contrarias las cosas dichas contra su maridopor causa suya (si algunas se habían dicho) alhaberse casado con ella. No había vivido muchotiempo con Gualtieri cuando se quedó embarazada,

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y en su momento parió una niña, de lo que Gualtierihizo una gran fiesta. Pero poco después, viniéndo-sele al ánimo un extraño pensamiento, esto es, dequerer con larga experiencia y con cosas intolera-bles probar su paciencia, primeramente la hirió conpalabras, mostrándose airado y diciendo que susvasallos muy descontentos estaban con ella por subaja condición, y especialmente desde que veíanque tenía hijos, y de la hija que había nacido, tristí-simos, no hacían sino murmurar. Cuyas palabrasoyendo la señora, sin cambiar de gesto ni de buentalante en ninguna cosa, dijo:

—Señor mío, haz de mí lo que creas quemejor sea para tu honor y felicidad, que yo estarécompletamente contenta, como que conozco quesoy menos que ellos y que no era digna de estehonor al que tú por tu cortesía me trajiste.

Gualtieri amó mucho esta respuesta, viendoque no había entrado en ella ninguna soberbia porningún honor de los que él u otros le habían hecho.Poco tiempo después, habiendo con palabras gene-rales dicho a su mujer que sus súbditos no podíansufrir a aquella niña nacida de ella, informando a unsiervo suyo, se lo mandó, el cual con rostro muydoliente le dijo:

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—Señora, si no quiero morir tengo quehacer lo que mi señor me manda. Me ha mandadoque coja a esta hija vuestra y que... —y no dijo más.

La señora, oyendo las palabras y viendo elrostro del siervo, y acordándose de las palabrasdichas, comprendió que le había ordenado que lamatase; por lo que prestamente, cogiéndola de lacuna y besándola y bendiciéndola, aunque con grandolor en el corazón sintiese, sin cambiar de rostro,la puso en brazos del siervo y le dijo:

—Toma, haz por entero lo que tu señor y elmío te ha ordenado; pero no dejes que los animalesy los pájaros la devoren salvo si él lo mandase.

El siervo, cogiendo a la niña y contando aGualtieri lo que dicho había la señora, maravillándo-se él de su paciencia, la mandó con ella a Bolonia acasa de una pariente, rogándole que sin nunca decirde quién era hija, diligentemente la criase y educa-se. Sucedió después que la señora se quedó emba-razada, y al debido tiempo parió un hijo varón, loque carísimo fue a Gualtieri; pero no bastándole loque había hecho, con mayor golpe hirió a su mujer,y con rostro airado le dijo un día:

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—Mujer, desde que tuviste este hijo varónde ninguna guisa puedo vivir con esta gente mía,pues tan duramente se lamentan que un nieto deGiannúculo deba ser su señor después de mí, por loque dudo que, si no quiero que me echen, no tengaque hacer lo que hice otra vez, y al final dejarte ytomar otra mujer.

La mujer le oyó con paciente ánimo y nocontestó sino:

—Señor mío, piensa en contentarte a timismo y satisfacer tus gustos, y no pienses en mí,porque nada me es querido sino cuando veo que teagrada.

Luego de no muchos días, Gualtieri, deaquella misma manera que había mandado a por lahija, mandó a por el hijo, y semejantemente mos-trando que lo había hecho matar, a criarse lo mandóa Bolonia, como había mandado a la niña; de la cualcosa, la mujer, ni otro rostro ni otras palabras dijoque había dicho cuando la niña, de lo que Gualtierimucho se maravillaba, y afirmaba para sí mismoque ninguna otra mujer podía hacer lo que ella hac-ía: y si no fuera que afectuosísima con los hijos,mientras a él le placía, la había visto, habría creídoque hacía aquello para no preocuparse más de

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ellos, mientras que sabía que lo hacía como discre-ta. Sus súbditos, creyendo que había hecho matar asus hijos mucho se lo reprochaban y lo reputabancomo hombre cruel, y de su mujer tenían gran com-pasión; la cual, con las mujeres que con ella sedolían de los hijos muertos de tal manera nunca dijootra cosa sino que aquello le placía a aquel que loshabía engendrado.

Pero habiendo pasado muchos años des-pués del nacimiento de la niña, pareciéndole tiempoa Gualtieri de hacer la última prueba de la pacienciade ella, a muchos de los suyos dijo que de ningunaguisa podía sufrir más el tener por mujer a Griselday que se daba cuenta de que mal y juvenilmentehabía obrado, y por ello en lo que pudiese queríapedirle al Papa que le diera dispensa para que pu-diera tomar otra mujer y dejar a Griselda; de lo quele reprendieron muchos hombres buenos, a quienesninguna otra cosa respondió sino que tenía que serasí. Su mujer, oyendo estas cosas y pareciéndoleque tenía que esperar volverse a la casa de su pa-dre, y tal vez a guardar ovejas como había hechoantes, y ver a otra mujer tener a aquel a quien ellaquería todo lo que podía, mucho en su interior sufr-ía; pero, tal como había sufrido otras injurias de lafortuna, así se dispuso con tranquilo semblante a

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soportar ésta. No mucho tiempo después, Gualtierihizo venir sus cartas falsificadas de Roma, y mostróa sus súbditos que el Papa, con ellas, le había dadodispensa para poder tomar otra mujer y dejar a Gri-selda; por lo que, haciéndola venir delante, en pre-sencia de muchos le dijo:

—Mujer, por concesión del Papa puedo ele-gir otra mujer y dejarte a ti; y porque mis antepasa-dos han sido grandes gentileshombres y señores deeste dominio, mientras los tuyos siempre han sidolabradores, entiendo que no seas más mi mujer,sino que te vuelvas a tu casa con Giannúculo con ladote que me trajiste, y yo luego, otra que he encon-trado apropiada para mí, tomaré.

La mujer, oyendo estas palabras, no singrandísimo trabajo (superior a la naturaleza femeni-na) contuvo las lágrimas, y respondió:

—Señor mío, yo siempre he conocido mibaja condición y que de ningún modo era apropiadaa vuestra nobleza, y lo que he tenido con vos, deDios y de vos sabía que era y nunca mío lo hice o lotuve, sino que siempre lo tuve por prestado; os pla-ce que os lo devuelva y a mí debe placerme de-volvéroslo: aquí está vuestro anillo, con el que oscasasteis conmigo, tomadlo. Me ordenáis que la

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dote que os traje me lleve, para lo cual ni a vos pa-gadores ni a mí bolsa ni bestia de carga son nece-sarios, porque de la memoria no se me ha ido quedesnuda me tomasteis; y si creéis honesto que elcuerpo en el que he llevado hijos engendrados porvos sea visto por todos, desnuda me iré; pero osruego, en recompensa de la virginidad que os traje yque no me llevo, que al menos una camisa sobre midote os plazca que pueda llevarme.

Gualtieri, que mayor gana tenía de llorarque de otra cosa, permaneciendo, sin embargo, conel rostro impasible, dijo:

—Pues llévate una camisa.

Cuantos en torno estaban le rogaban que lediera un vestido, para que no fuese vista quien hab-ía sido su mujer durante trece años o más salir desu casa tan pobre y tan vilmente como era saliendoen camisa; pero fueron vanos los ruegos, por lo quela señora, en camisa y descalza y con la cabezadescubierta, encomendándoles a Dios, salió decasa y volvió con su padre, entre las lágrimas y elllanto de todos los que la vieron. Giannúculo, quenunca había podido creer que era cierto que Gual-tieri tenía a su hija por mujer, y cada día esperabaque sucediese esto, había guardado las ropas que

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se había quitado la mañana en que Gualtieri secasó con ella; por lo que, trayéndoselas y vistiéndo-se ella con ellas, a los pequeños trabajos de la casapaterna se entregó como antes hacer solía, sufrien-do con esforzado ánimo el duro asalto de la enemi-ga fortuna. Cuando Gualtieri hubo hecho esto, hizocreer a sus súbditos que había elegido a una hija delos condes de Pánago; y haciendo preparar grandesbodas, mandó a buscar a Griselda; a quien, cuandollegó, dijo:

—Voy a traer a esta señora a quien acabode prometerme y quiero honrarla en esta primerallegada suya; y sabes que no tengo en casa muje-res que sepan arreglarme las cámaras ni hacermuchas cosas necesarias para tal fiesta; y por ellotú, que mejor que nadie conoces estas cosas decasa, pon en orden lo que haya que hacer y hazque se inviten las damas que te parezcan y recíbe-las como si fueses la señora de la casa; luego, ce-lebradas las bodas, podrás volverte a tu casa.

Aunque estas palabras fuesen otras tantaspuñaladas dadas en el corazón de Griselda, comoquien no había podido arrojar de sí el amor quesentía por él como había hecho la buena fortuna,repuso:

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—Señor mío, estoy presta y dispuesta.

Y entrando, con sus vestidos de paño pardoy burdo en aquella casa de donde poco antes habíasalido en camisa, comenzó a barrer las cámaras yordenarlas, y a hacer poner reposteros y tapices porlas salas, a hacer preparar la cocina, y todas lascosas, como si una humilde criadita de la casa fue-se, hacer con sus propias manos; y no descansóhasta que tuvo todo preparado y ordenado comoconvenía. Y después de esto, haciendo de parte deGualtieri invitar a todas las damas de la comarca, sepuso a esperar la fiesta, y llegado el día de las bo-das, aunque vestida de pobres ropas, con ánimo yporte señorial a todas las damas que vinieron, y conalegre gesto, las recibió. Gualtieri, que diligente-mente había hecho criar en Bolonia a sus hijos porsus parientes (que por su matrimonio pertenecían ala familia de los condes de Pánago), teniendo ya laniña doce años y siendo la cosa más bella que sehabía visto nunca, y el niño que tenía seis, habíamandado un mensaje a Bolonia a su parienterogándole que le pluguiera venir a Saluzzo con suhija y su hijo y que trajese consigo una buena yhonrosa comitiva, y que dijese a todos que la lleva-ba a ella como a su mujer, sin manifestar a nadiesobre quién era ella. El gentilhombre, haciendo lo

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que le rogaba el marqués, poniéndose en camino,después de algunos días con la jovencita y con suhermano y con una noble comitiva, a la hora delalmuerzo llegó a Saluzzo, donde todos los campe-sinos y muchos otros vecinos de los alrededoresencontró que esperaban a esta nueva mujer deGualtieri. La cual, recibida por las damas y llegada ala sala donde estaban puestas las mesas, Griselda,tal como estaba, saliéndole alegremente al encuen-tro, le dijo:

—¡Bien venida sea mi señora!

Las damas, que mucho habían (aunque envano) rogado a Gualtieri que hiciese de manera queGriselda se quedase en una cámara o que él leprestase alguno de los vestidos que fueron suyos,se sentaron a la mesa y se comenzó a servirles. Lajovencita era mirada por todos y todos decían queGualtieri había hecho buen cambio, y entre los de-más Griselda la alababa mucho, a ella y a su her-mano. Gualtieri, a quien parecía haber visto porcompleto todo cuanto deseaba de la paciencia desu mujer, viendo que en nada la cambiaba la extra-ñeza de aquellas cosas, y estando seguro de queno por necedad sucedía aquello porque muy biensabía que era discreta, le pareció ya hora de sacarla

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de la amargura que juzgaba que bajo el impasiblegesto tenía escondida; por lo que, haciéndola venir,en presencia de todos sonriéndole, le dijo:

—¿Qué te parece nuestra esposa?

—Señor mío —repuso Griselda—, me pare-ce muy bien; y si es tan discreta como hermosa, loque creo, no dudo de que viváis con ella como elmás feliz señor del mundo; pero cuanto está en mipoder os ruego que las heridas que a la que fueantes vuestra causasteis, no se las causéis a ésta,que creo que apenas podría sufrirlas, tanto porquees más joven como porque está educada en lablandura mientras aquella otra estaba educada enfatigas continuas desde pequeñita.

Gualtieri, viendo que creía firmemente queaquélla iba a ser su mujer, y no por ello decía algoque no fuese bueno, la hizo sentarse a su lado ydijo:

—Griselda, tiempo es ya de que recojas elfruto de tu larga paciencia y de que quienes me hanjuzgado cruel e inicuo y bestial sepan que lo que hehecho lo hacía con vistas a un fin, queriendo ense-ñarte a ser mujer, y a ellos saber elegirla y guardar-la, y lograr yo perpetua paz mientras contigo tuviera

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que vivir; lo que, cuando tuve que tomar mujer, granmiedo tuve de no conseguirlo; y por ello, para pro-bar si era cierto, de cuantas maneras sabes te heríy te golpeé. Y como nunca he visto que ni en pala-bras ni en acciones te hayas apartado de mis dese-os, pareciéndome que tengo en ti la felicidad quedeseaba, quiero devolverte en un instante lo que enmuchos años te quité y con suma dulzura curar lasheridas que te hice; y por ello, con alegre ánimorecibe a ésta que crees mi esposa, y a su hermano,como tus hijos y míos: son los mismos que tú y mu-chos otros durante mucho tiempo habéis creído queyo había hecho matar cruelmente, y yo soy tu mari-do, que sobre todas las cosas te amo, creyendopoder jactarme de que no hay ningún otro que tantocomo yo pueda estar contento de su mujer.

Y dicho esto, lo abrazó y lo besó, y juntocon ella, que lloraba de alegría, poniéndose en piefueron donde su hija, toda estupefacta, había esta-do sentada escuchando estas cosas; y abrazándolatiernamente, y también a su hermano, a ella y amuchos otros que allí estaban sacaron de su error.Las damas, contentísimas, levantándose de lasmesas, con Griselda se fueron a su alcoba y conmejores augurios quitándole sus rópulas, con unnoble vestido de los suyos la volvieron a vestir, y

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como a señora, que ya lo parecía en sus harapos, lallevaron de nuevo a la sala. Y haciendo allí con sushijos maravillosa fiesta, estando todos contentísi-mos con estas cosas, el solaz y el festejar multipli-caron y alargaron muchos días; y discretísimo juz-garon a Gualtieri, aunque demasiado acre e intole-rable juzgaron el experimento que había hecho consu mujer, y discretísima sobre todos juzgaron aGriselda. El conde de Pánago se volvió a Bolonialuego de algunos días, y Gualtieri, retirando aGiannúculo de su trabajo, como a su suegro lo pusoen un estado en que honradamente y con gran feli-cidad vivió y terminó su vejez. Y él luego, casandoaltamente a su hija, con Griselda, honrándola siem-pre lo más que podía, largamente y feliz vivió.

¿Qué podría decirse aquí sino que tambiénsobre las casas pobres llueven del cielo los espíritusdivinos, y en las reales aquellos que serían másdignos de guardar puercos que de tener señoríosobre los hombres? ¿Quién más que Griselda habr-ía podido, con el rostro no solamente seco, sinoalegre sufrir las duras y nunca oídas pruebas a quela sometió Gualtieri? A quien tal vez le habría esta-do muy merecido haber dado con una que, cuandola hubiera echado de casa en camisa, se hubiese

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hecho sacudir el polvo de manera que se hubieseganado un buen vestido.

Había terminado la historia de Dioneo y mu-cho habían hablado de ella las señoras, quien de unlado y quien del otro tirando, y quien reprochandouna cosa y quien otra alabando en relación con ella,cuando el rey, levantando el rostro al cielo y viendoque el sol estaba ya más bajo de la hora de víspe-ras, sin levantarse comenzó a hablar así.

—Esplendorosas señoras, como creo quesabéis, el buen sentido de los mortales no consistesólo en tener en la memoria las cosas pretéritas oconocer las presentes, sino que por las unas y lasotras saber prever las futuras es reputado comotalento grandísimo por los hombres eminentes. No-sotros, como sabéis, mañana hará quince días, paratener algún entretenimiento con el que sujetar nues-tra salud y vida, dejando la melancolía y los doloresy las angustias que por nuestra ciudad continua-mente, desde que comenzó este pestilente tiempo,se ven, salimos de Florencia; lo que, según mi jui-cio, hemos hecho honestamente porque, si he sabi-do mirar bien, a pesar de que alegres historias y talvez despertadoras de la concupiscencia se hancontado, y del continuo buen comer y beber, y la

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música y los cánticos (cosas todas que inclinan alas cabezas débiles a cosas menos honestas)ningún acto, ninguna palabra, ninguna cosa ni porvuestra parte ni por la nuestra he visto que hubierade ser reprochada; continua honestidad, continuaconcordia, continua fraterna familiaridad me ha pa-recido ver y oír, lo que sin duda, para honor y servi-cio vuestro y mío me es carísimo. Y por ello, paraque por demasiada larga costumbre algo que pu-diese convertirse en molesto no pueda, y para quenadie pueda reprochar nuestra demasiado largaestancia aquí y habiendo cada uno de nosotrosdisfrutado su jornada como parte del honor queahora me corresponde a mí, me parecería, si a vo-sotros os pluguiera, que sería conveniente volver-nos ya al lugar de donde salimos. Sin contar conque, si os fijáis, nuestra compañía (que ya ha sidoconocida por muchas otras) podría multiplicarse demanera que nos quitase toda nuestra felicidad; y porello, si aprobáis mi opinión, conservaré la coronaque me habéis dado hasta nuestra partida, queentiendo que sea mañana por la mañana; si juzgáisque debe ser de otro modo, tengo ya pensado quiénpara el día siguiente debe coronarse.

La discusión fue larga entre las señoras yentre los jóvenes, pero por último tomaron el conse-

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jo del rey como útil y honesto y decidieron hacer talcomo él había dicho; por la cual cosa éste, haciendollamar al senescal, habló con él sobre el modo enque debía procederse a la mañana siguiente, y li-cenciada la compañía hasta la hora de la cena, sepuso en pie.

Las señoras y los otros, levantándose, node otra manera que de la que estaban acostumbra-dos, quien a un entretenimiento, quien a otro seentregó; y llegada la hora de la cena, con sumoplacer fueron a ella, y después de ella comenzarona cantar y a tañer instrumentos y a carolar; y diri-giendo Laureta una danza, mandó el rey a Fiametaque cantase una canción; la cual, muy placentera-mente así comenzó a cantar:

Si Amor sin celos fuera,

no sería yo mujer,

aunque ello me alegrase, y a cualquiera.

Si alegre juventud

en bello amante a la mujer agrada,

osadía o valor

o fama de virtud,

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talento, cortesía, y habla honrada,

o humor encantador,

yo soy, por su salud,

una que puede ver

en mi esperanza esta visión entera.

Pero porque bien veo

que otras damas mi misma ciencia tienen,

me muero de pavor

creyendo que el deseo

en donde yo lo he puesto a poner vienen:

en quien es robador

de mi alma, y de este modo en mi dolor

y daño veo volver

quien era mi ventura verdadera.

Si viera lealtad

en mi señor tal como veo valor

celosa no estaría,

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pero es tan gran verdad

que muchas van en busca de amador,

que en todos ellos veo ya falsía.

Esto me desespera, y moriría;

y que voy a perder

su amor sospecho, que otra robaría.

Por Dios, a cada una

de vosotras le ruego que no intente

hacerme en esto ultraje,

que, si lo hiciera alguna

con palabras, o señas, u otramente,

le juro que sería mi coraje

capaz de triste hacerla, y con lenguaje

decir no he de poder

cuánto por tal locura ella sufriera.

Cuando Fiameta hubo terminado su can-ción, Dioneo, que estaba a su lado, dijo riendo:

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—Señora, sería gran cortesía que dieseis aconocer a todas quién es, para que por ignoranciano os fuese arrebatada vuestra posesión, ya que asíos enojaríais.

Después de ésta, se cantaron muchasotras; y estando ya la noche casi mediada, cuandoplugo al rey, todos se fueron a descansar. Y al apa-recer el nuevo día, levantándose, habiendo ya elsenescal mandado todas las cosas por delante, trasde la guía del discreto rey hacia Florencia tornaron;y los tres jóvenes, dejando a las siete señoras enSanta María la Nueva, de donde habían salido conellas, despidiéndose de ellas, a sus otros solacesatendieron; y ellas, cuando les pareció, se volvierona sus casas.

CONCLUSION DEL AUTOR

Nobilísimas jóvenes por cuyo consuelo hepasado tan larga fatiga, creo que (habiéndome ayu-dado la divina gracia por vuestros piadosos ruegos,según juzgo, más que por mis méritos) he termina-do cumplidamente lo que al comenzar la presenteobra prometí que haría; por la cual cosa, a Dios

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primeramente y después a vosotras dando las gra-cias, es tiempo de conceder reposo a la pluma y ala fatigada mano. Pero antes de concedérselo, bre-vemente algunas cosillas, que tal vez alguna devosotras u otros pudiesen decir (como sea que meparece certísimo que éstas no tendrán privilegiomayor que ninguna de las otras cosas, como que nolo tienen me acuerdo haber mostrado al principio dela cuarta jornada), como movido por tácitas cuestio-nes, intento responder. Habrá por ventura algunasde vosotras que digan que al escribir estas novelasme he tomado demasiadas libertades, como la dehacer algunas veces decir a las señoras, y muyfrecuentemente escuchar, cosas no muy apropiadasni para que las digan ni para que las escuchen lasdamas honestas. La cual cosa yo niego porqueninguna hay tan deshonesta que, si con honestaspalabras se dice, sea una mancha para nadie; loque me parece haber hecho aquí bastante apropia-damente Pero supongamos que sea así, que nointento litigar con vosotras, que me venceríais; digoque para responderos por qué lo he hecho así, mu-chas razones se me ocurren prestísimo. Primera-mente, si algo en alguna hay, la calidad de las nove-las lo ha requerido, las cuales, si con ojos razona-bles fuesen miradas por personas entendidas, muy

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claramente sería conocido que sin haber traicionadosu naturaleza no hubiese podido contarlas de otromodo Y si tal vez en ellas hay alguna partecilla,alguna palabrita más libre de lo que tal vez toleraalguna santurrona (que más pesan las palabras quelos hechos y más se ingenian en parecer buenasque en serio), digo que más no se me debe repro-char a mí haberlas escrito que generalmente sereprocha a los hombres y a las mujeres decir todoslos días «agujero», «clavija» y «mortero» y «almi-rez», y «salchicha» y «mortadela», y una gran can-tidad de cosas semejantes. Sin contar con que a mipluma no debe concedérsele menor autoridad queal pincel del pintor, al que sin ningún reproche (o almenos justo), dejamos que pinte no ya a San Miguelherir a la serpiente con la espada o con la lanza y aSan Jorge el dragón cuando le place, sino que hacea Cristo varón y a Eva hembra, y a Aquel mismoque quiso morir por la salvación del género humanosobre la cruz, unas veces con un clavo y otras condos, lo clava en ella. Además, muy bien puede co-nocerse que estas cosas no en la iglesia, de cuyascosas con ánimos y palabras honestísimas se debehablar (aunque en sus historias muchas se encuen-tren de sucesos más allá de los escritos por mí), nitampoco en las escuelas de los filósofos, donde la

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honestidad se requiere no menos que en otra parte,se cuentan; ni entre clérigos ni entre filósofos enningún lugar, sino en los jardines, y como entrete-nimiento, entre personas jóvenes aunque maduras yno influenciables por las novelas, en un tiempo du-rante el cual el ir con las bragas en la cabeza parasalvar la vida no sentaba tan mal a las personashonestas. Las cuales, sean quienes sean, perjudicary mejorar pueden tal como pueden todas las demáscosas, según sea el oyente. ¿Quién no sabe que elvino es óptima cosa para los vivientes, según Cinci-lione y Escolario y muchos otros, y para quien tienefiebre es nocivo? ¿Diremos, entonces, que porqueperjudica a los que tienen fiebre es malo? ¿Quiénno sabe que el fuego es utilísimo, y aun necesario alos mortales? ¿Diremos, porque quema las casas ylos pueblos y la ciudad, que sea malo? Las armas,semejantemente, defienden la vida de quien pacífi-camente vivir desea; y también matan a los hom-bres muchas veces, no por maldad suya, sino dequienes las usan. Ninguna mente corrupta entendiónunca rectamente una palabra; y así como lashonestas nada les aprovechan, así las que no sontan honestas no pueden contaminar a la bien dis-puesta, así como el lodo a los rayos solares o lasinmundicias terrenas a las bellezas del cielo. ¿Qué

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libros, qué palabras, qué papeles son más santos,más dignos, más reverendos que los de la divinaEscritura? Y muchos ha habido que, entendiéndolosperversamente, a sí mismo y a otros han llevado ala perdición. Cada cosa en sí misma es buena paraalguna cosa, y mal usada puede ser nociva paramuchas; y así digo de mis novelas. Quien quierasacar de ellas mal consejo o mala obra, a ningunose lo vedarán si lo tienen en sí o si son retorcidas yestiradas hasta que lo tengan; y a quien utilidad yfruto quiera no se lo negarán, y nunca serán tenidaspor otra cosa que por útiles y honestas si se leen ocuentan en las ocasiones y a las personas para loscuales y para quienes han sido contadas. Quientenga que rezar padrenuestros o hacer tortas decastaña para su confesor, que las deje, que no co-rrerán tras de nadie para hacerse leer, aunque lasbeatas las digan (y también las hagan) alguna queotra vez. Habrá igualmente, quienes digan que hayalgunas que hubiera sido mejor que no estuviesen.Lo concedo: pero yo no podía ni debía escribir sinolas que eran contadas y por ello quienes las conta-ron debieron haberlas contado buenas, y yo lashubiera escrito buenas. Pero si quisiera presupo-nerse que yo hubiera sido de éstas el inventor y elescritor, que no lo fui, digo que no me avergonzaría

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de que no todas fuesen buenas, porque no hayningún maestro, de Dios para abajo, que haga todaslas cosas bien y cumplidamente; y Carlo Magno,que fue el primero en crear paladines, no pudo creartantos que por ellos mismos pudiesen formar unejército. En la multitud de las cosas diversas con-viene que las haya de toda calidad. Ningún campose cultivó nunca tanto que en él ortigas y abrojos oalgún espino no se encontrase mezclado con lasmejores hierbas. Sin contar con que, al tener quehablar a jovencitas simples, como sois la mayoríade vosotras, necedad hubiera sido el andar buscan-do y fatigándose en buscar cosas muy exquisitas yponer gran cuidado en hablar muy mesuradamente.Pero en resumen, quien va leyendo éstas de una enotra, deje las que le molesten y las que le deleitenlea: para no engañar a nadie, llevan en la frenteescrito lo que en su interior escondido contienen. Ytodavía creo que habrá quien diga que las hay de-masiado largas; a los que repito que quien tiene otracosa que hacer hace una locura leyéndolas, y tam-bién si fuesen breves. Y aunque ha pasado muchotiempo desde que comencé a escribir hasta estemomento en que llego al final de mi fatiga, no se meha ido de la cabeza que he ofrecido este trabajo míoa los ociosos y no a los otros; y para quien lee por

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pasar el tiempo nada puede ser largo si le sirve paralo que quiere. Las cosas breves convienen muchomejor a los estudiosos (que no para pasar el tiemposino para usarlo útilmente trabajan) que a vosotras,mujeres, a quienes todo el tiempo sobra que nogastáis en los amorosos placeres; y además deesto, como ni a Atenas ni a Bolonia ni a París vaisestudiar ninguna, más largamente conviene habla-ros que a quienes tienen el ingenio agudizado porlos estudios. Y no dudo que haya quienes digan quelas cosas contadas están demasiado llenas de chis-tes y de bromas, y que no es propio de un hombregrave y de peso haber así escrito. A éstas debodarles las gracias, y se las doy, porque, movidas porbondadoso celo, se preocupan tanto de mi fama.Pero a su objeción voy a responder así: confiesoque hombre de peso soy y que muchas veces lo hesido en mi vida; y por ello, hablando a aquellas queno conocen mi peso, afirmo que no soy grave sinoque soy tan leve que me sostengo en el agua; yconsiderando que los sermones echados por losfrailes para que los hombres se corrijan de sus cul-pas, la mayoría llenos de frases ingeniosas y debromas y de bufonadas se encuentran, juzgué quelas mismas no estarían mal en mis novelas, escritaspara apartar la melancolía de las mujeres. Empero,

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si demasiado se riesen con ello, el lamento de Je-remías, la pasión del Salvador y los remordimientosde la Magdalena podrán fácilmente curarlas. ¿Yquién pensará que aún haya de aquellas que diganque tengo una lengua mala y venenosa porque enalgún lugar escribo la verdad de los frailes? A quie-nes esto digan hay que perdonarlas porque no esde creer que otra cosa sino una justa razón lasmueva, porque los frailes son buenas personas yhuyen de la incomodidad por amor de Dios, y mue-len cuando el caz está colmado y no lo cuentan; y sino fuese porque todos huelen un poco a cabruno,mucho más agradable sería su manjar. Confieso,sin embargo, que las cosas de este mundo no tie-nen estabilidad alguna, sino que siempre estáncambiando, y así podría ocurrir con mi lengua; lacual, no confiando yo en mi propio juicio, del quedesconfío cuanto puedo en mis asuntos, no hacemucho me dijo una vecina mía que era la mejor y lamás dulce del mundo: y en verdad que cuando estofue había pocas de las precedentes novelas quefaltasen por escribir. Y porque con animosidad ra-zonan aquellas tales, quiero que lo que se ha dichobaste a responderlas. Y dejando ya a cada unadecir y creer como les parezca, es tiempo de ponerfin a las palabras, dando las gracias humildemente

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a Aquel que tras una tan larga fatiga con su ayudame ha conducido al deseado fin; y vosotras, ama-bles mujeres, quedaos en paz con su gracia,acordándoos de mí si tal vez a alguna algo le ayudael haberlas leído.

AQUÍ TERMINA LA DÉCIMA Y ÚLTIMAJORNADA DEL LIBRO LLAMADO DECAMERÓN,APELLIDADO PRÍNCIPE GALEOTO