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GRANDES ANIVERSARIOS FEDERICO CHOPIN 1810 — 184.9 POR ROLAND MANUEL il U N E S C O

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GRANDES ANIVERSARIOS

FEDERICO CHOPIN

1810 — 184.9

POR R O L A N D M A N U E L

il

U N E S C O

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G R A N D E S A N I V E R S A R I O S

FEDERICO CHOPIN, POR R. MANUEL

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Publicación N° 448 de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

' Primera edición, 1949. Impreso en Francia. Firmin-Didot. Copyright 1949 by Unesco, Paris.

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DE S D E H A C E cien años que murió, viene metiéndose a Chopin en una aventura que no le corresponde. El más adulado,

el más raro y a la vez el más popular de los músicos modernos, al que se evoca más a menudo, el más minuciosamente comentado, es también el menos comprendido, el traicionado con mayor regularidad en la letra y en el espíritu de su mensaje.

Su música, demasiado segura y demasiado celosa de su pureza para recurrir nunca al apoyo del argumento, al prestigio del título alusivo y que habla inmediatamente al oído, al corazón, a la inteligencia de quien escucha esa música, la toman casi siempre trocándole el sentido sus editores, sus exégetas y sus ejecutantes — por no decir nada de sus auditorios.

Tanto y tan bien, que entre Chopin y nosotros se alza un aparato de glosas arbitrarias, de anécdotas sin autoridad, que a poco más tenderían a conven­cernos de que la obra de Chopin no vale únicamente por sí misma, a menos de pensar que somos incapaces de saborearla tal cual es.

Gotas de agua que se afanan por recoger los comentadores de los preludios (sin conseguir, por lo

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demás, ponerse de acuerdo en cuanto al preludio de que se trata), patear del caballo impaciente, meteoros de todo género, procesiones de fantasmas, tumultos de cabalgadas, sin que ni en los Estudios deje la sangre del motín de enrojecer la blancura del marfil, en tanto que Chopin, en un día de sequedad, escribe a su amigo Franchomme : « C o m o esto siga así, mis producciones ya no podrán hacer pensar en el gorjeo de las currucas, ni siquiera en la porcelana rajada. Hay que resignarse... »

Pero no se resigna a dejar al editor Wessel que imponga a su música denominaciones caprichosas : « A ese animal de Wessel no volveré nunca más a mandarle nada, por sus Agréments au salon (Placeres del salón). Quizá no sepas que así es como ha bauti­zado mi segundo impromptu »; y, en otra ocasión : « Wessel es un imbécil y un timador. Si pierde con mis composiciones, la culpa la tienen desde luego los títulos estúpidos que les pone, a pesar de mis órdenes formales. »

Mejores cosas se han visto aún, en el siglo que lleva Chopin siendo presa de la exegesis sentimental, del rubato elástico, de los movimientos desenfrenados, de la demencia de los arregladores. Menos mal que el exceso de lo ridículo lleva en sí su propio remedio. Sabido es que a un editor se le ocurrió, no hace tanto tiempo, poner letra a la melodía del estudio en mí. Eso se llama con justicia Tristeza, porque la índole y el resultado de la operación son como para hacer saltar las lágrimas; ahora bien, el éxito de esa publicación había de suscitar un nuevo avatar :

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Tristeza se vende hoy en transcripción para piano solo... Queda cerrado el ciclo, y ha llegado el m o ­mento de transcribir a Chopin para piano solo — de escuchar lo que dice, no lo que le hacen decir, y de abordar su obra, en la medida en que uno pueda hacerlo, como se lanzó él a abordar la música — partiendo del teclado : la tecla al dedo, la nota arrastrando consigo a la nota. N o se penetra en el universo de Chopin sin participar humildemente de esa emoción vacilante y medrosa que no se atreve a creer en la dicha de su descubrimiento.

E n cuanto a remontarse de la obra acabada a las circunstancias problemáticas de su génesis, es la tentativa más decepcionadora y más vana. Supo­niendo que uno no se extravíe, no hará más que descuidar lo esencial y lo único para aferrarse a lo accidental o a lo común.

Ahora bien, lo común es ese enfermo que sufre del destierro y del frío, y al que lastima la grosería de los hombres y la perfidia de las mujeres. L o único, es la pureza del mensaje que Chopin no puede dar al siglo sino zafándosele de las manos.

Si nos atenemos a lo que importa exclusivamente, en definitiva, en la vida de un hombre : aquello que ha hecho y que le distingue, y cómo lo ha hecho, la existencia de Chopin es la más sorprendente y la más sencilla del m u n d o — un misterio en plena luz.

Nacido, cerca de Varsovia, de un emigrado lorenés y de una polaca, Justina Drzyzanowska, Federico Francisco Chopin viene al m u n d o con la segunda generación romántica. Hermano menor de Schubert,

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de Bellini y de Berlioz, la fecha de su nacimiento, el 22 de febrero de 1810, le hace casi exactamente contemporáneo de Mendelssohn, de Schumann y de Liszt.

U n don precoz, magnífico, inmediatamente reco­nocido por los que le rodeaban, que se pusieron a su servicio; unos pedagogos inteligentes : Adalbert Zywny, que pone al niño al piano; Joseph Eslner, que le inicia en la composición, le enseña los caminos practicados y le aplaude en cuanto se le ocurre salirse de ellos; aquí, todo llega a punto. A este niño mimado, al que una ternura precavida informa a sus anchas, no le costará trabajo reconocer a los suyos. Los únicos maestros que le dan son los que autori­zaron sus comienzos, y sus primeros amores musi­cales serán suficientes para toda su vida : Juan Sebas­tián Bach, Mozart, de quien hará su dios, la ópera italiana, que le encantará siempre con la voz de Cimarosa y de Bellini ; pero, ante todo y sobre todo, el canto de la tierra nutricia — la música popular oída en la cuna y rememorada en el destierro.

La niñez, la niñez perdida y vuelta a encontrar es el hogar del genio. L a nostalgia, el Zal polaco, lo alimentan y se consumen en él. L a música de Chopin no es más que un canto de fidelidad.

U n joven de veinte años deja Varsovia el i° de noviembre de 1830, apenas un mes antes de la insurrección polaca. Nunca más volverá a ver su patria. Pero deja el hogar familiar como el insecto perfecto sale enteramente armado de su crisálida. Lleva en su equipaje sus dos conciertos, el vals en

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re bemol mayor, su primer nocturno, cuatro mazurcas, sin olvidar, entre tanto, su primeros Estudios, impor­tante parte de su obra que completará sin hacerla publicar.

E n Viena, donde le llega la noticia del aplasta­miento de Polonia, contrata una silla de postas, luego renuncia a reunirse con sus amigos en un combate sin esperanzas. El pasaporte que consigue para Londres lleva la indicación « pasando por París », y su paso por París durará lo que le queda de vida: diez y ocho años : « Llegué aquí traído por el viento. Aquí se respira libremente; pero quizá sea por eso por lo que se suspira tan a menudo. . . » E n rigor, apenas saldrá de París sin que ello le acarree daños o pesares : A m o r de Dresde — Moja biéda (mi miseria) ; fastidio de Nohant. Y las brumas de Escocia y de Londres rematarán lo que las lluvias de Mallorca habían empezado : darán el golpe de gracia a este tísico que vuelve a París, a morir en esta ciudad, el 17 de octubre de 1849, al lado de los fran­ceses, a los que ha querido « como a los propios suyos ». E n París, pues, es donde se consumará, en lo que atañe a lo esencial, la breve, brillante y dis­creta carrera del pianista y del compositor. Pero el m u n d o que Chopin ambiciona conquistar, y que no le negará m u c h o tiempo sus favores, tendrá que hacerse a la idea de aplaudirle con menos fre­cuencia en el estrado de los conciertos que en la intimidad de los salones. D e todas maneras, el ceremonial de las recepciones aristocráticas es más de su gusto y está más hecho a su medida que la

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promiscuidad de los estudios de artista, excepción hecha del de Eugène Delacroix, que no se abre al primero que se presente.

El cenáculo romántico hace demasiada bulla para que no lastime su exquisita reserva. Aislado de ese pueblo al que lo mezclamos con demasiado frecuencia, podría pintarse a Chopin con las palabras de que se sirve Baudelaire para caracterizar a Dela­croix : la misma frialdad aparente, ligeramente afectada, la misma capa de hielo que cubre una púdica sensibilidad. M u c h o de salvaje, m u c h o de mundano — y m u c h o de dandy.

« Chopin, escribe su amigo Orlowski, vuelve ocas a todas las mujeres. Los hombres tienen celos de él. Está de m o d a . Sin duda llevaremos m u y pronto guantes a lo Chopin; pero la nostalgia le consume... »

Franz Liszt, corazón generoso, futuro santo de la música en su efusión suntuosa y barroca, Liszt parece haber tenido a Chopin m u c h o más cariño del que recibió de él, cuenta la repugnancia de su amigo respecto del charlatanismo virtuoso : « N o sirvo, pero en absoluto, para dar conciertos, por lo que m e intimida el público. M e siento asfixiado por esas respiraciones precipitadas, paralizado por esas miradas curiosas, m u d o ante esas caras extrañas; usted, en cambio, está destinado a eso, ya que, cuando no gana al público, tiene con qué aplastarlo... »

L a misma discreción que le inclina a ganarse la vida dando lecciones más bien que exhibiéndose en público, la misma delicadeza que le hace elegir para

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su alcoba el color gris perla, porque no es, como dice él, « ni chillón ni vulgar », esa misma reserva le hace hostil a cuanto delata, en el hombre o en el arte, lo desmesurado o lo trivial.

Este ardiente patriota, al que persiguen por todas partes y en todos los terrenos las tormentas revolu­cionarias, de 1830 à 1848, profesa un decidido horror a la revolución en todas sus formas. Se mantiene celosamente apartado de los cenáculos que la incuban. H u y e de las multitudes que la llevan a cabo.

Los románticos le testimonian una simpatía a la que hubiera sido descortés sustraerse; pero no se mezclará nunca al clan ni aceptará las consignas de la tribu. Baudelaire evoca a propósito de él : « esa música ligera y apasionada que se asemeja a un pájaro brillante que revoloteara sobre los ho­rrores de una sima ». L a sima es romántica; pero el pájaro brillante se posa apenas en sus bordes.

L a estética de Chopin, su repulsa de los prestigios oscuros, su asco ante lo morboso, su desprecio para la « literatura », su desconfianza respecto de las potencias febriles que gobiernan al artista a pesar suyo, se afirman a cuál más en irrecusables testi­monios, que resume el de Eugène Delacroix.

Cuenta éste en su diario, con fecha 7 de abril de 1849, una de las últimas conversaciones que tuvo con Chopin. Interrogado sobre lo que establece la lógica en música, Chopin declara que el arte musical estipula el rigor de una ciencia : « L a ciencia demos­trada por un hombre como Chopin es el arte mismo, y, en cambio, el arte ya no es entonces lo que cree el

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vulgo; es decir, una como inspiración que viene de no sé dónde, que va al albur y sólo presenta el exterior pintoresco de las cosas. Es la razón misma ornada por el genio, pero que sigue una marcha necesaria y sostenida por leyes superiores. Esto m e vuelve a la diferencia entre Mozart y Beethoven. « Allí, m e dijo (Chopin), donde este último es oscuro y parece carecer de unidad, la causa de ello no está en una supuesta originalidad, algo salvaje, con que se le gratifica; es que se vuelve de espaldas a princi­pios eternos. Mozart, nunca. »

Ahora nos explicamos que, después de Beethoven, ningún músico romántico haya hallado gracia a los ojos de Chopin : Meyerbeer le da horror; Mendels­sohn le parece fácil; Berlioz, extravagante. Peor aún : no estima gran cosa a Schumann. El mismo Schubert, único músico, con Mozart y Bellini, cuyo ascendiente haya sufrido visiblemente Chopin, Schubert le defrauda, dice, « por sus contornos demasiado agudos, en que es como si se descarnara el sentimiento ».

¿Qué exige, entonces, el inexorable crítico que descubrimos en Chopin?

Los creadores geniales se reconocen por el signo de que saben exactamente lo que no quieren. L o que quieren se inscribe con trazos de oro o de fuego en la obra misma. Así ocurre con Chopin.

L o que impresiona ante todo en esa obra es su extraordinaria adherencia a lo concreto, que traduce la exigencia de la técnica, la voluntad de limitar su dominio para explotarlo mejor : « Al encerrarse en el

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marco exclusivo del piano — dice m u y bien Liszt —, Chopin dio prueba de una de las cualidades más esenciales para un escritor : la justa apreciación de la forma en que le es dado descollar. »

Escrita no tanto para el piano como por el piano, la música de Chopin extrae curiosamente sus virtudes de sus necesidades. Dijérase que el ejercicio empírico del teclado no le da sólo la materia, sino, m u y pronto, la forma de sus composiciones.

Lejos de corregirlos, esa forma se inspira en esos defectos menudos que van ligados tanto a la desi­gualdad de los dedos del pianista1 como al imperfecto mecanismo de su instrumento.

El colorido pianístico, en Chopin, opone o empa­reja los matices sonoros respondiendo al juego de las teclas blancas y negras. La proporción de su empleo determina la elección de la tonalidad, mientras que el pedal pone en libertad la serie de las armónicas, halo sonoro que nimba la nota y prolonga el acorde.

Es significativo que la crítica alemana se haya hallado sumamente perpleja para situar el arte de Chopin y dar con sus afinidades electivas. Reconoce, desde luego, el empleo insistente de los acordes alterados y del cromatismo, cuyo primer ejemplo no podía menos de encontrar Chopin en las obras, para

i Los pianistas han trabajado contra la naturaleza al tratar de dar una sonoridad igual a cada dedo... H a y , pues, varias especies de sonoridad, lo m i s m o que hay varios dedos. Se trata de utilizar esas diferencias.

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él familiares, de Bach y de Mozart; pero lo que des­concierta a un Riemann, entre tantos otros, es que la busca de una sintaxis fluyente no se inscriba por m o d o necesario, como ocurre entre los germánicos, en el marco único de la tonalidad tradicional.

Es que Chopin, avezado desde su niñez a los juegos de la modalidad eclesiástica y popular, no cesa de remover los cantos de su terruño polaco. El maestro de los Preludios se nos aparece así como el primer compositor que haya aplicado espontánea­mente las suspensiones, los retrasos, las escapadas, las cadencias eludidas o quebradas, las ambigüe­dades y los contrastes — todas las conquistas de la armonía — a las fluctuaciones de la música polaca.

Porque la melodía es esencial al arte de Chopin. L a armonía está ahí solamente para retener el capricho de ese arte, prolongar su encanto, sin ceder, como m u y pronto harán los alemanes, al mortal atractivo de un ahondar ilimitado.

N o hay nada que exija una lucidez más fina que la fiesta : el juego de la espera y de la sorpresa requiere, de quien lo practica, un espíritu incesantemente despierto. Desde este punto de vista, nadie ha seguido mejor que Marcel Proust las frases de Chopin en su movimiento secreto : « T a n libres, tan flexibles, tan táctiles, que empiezan por buscar y ensayar su sitio fuera y m u y lejos de la dirección de que parten, m u y lejos del punto en que hubiera podido esperarse que alcanzarían su contacto, y que sólo ejecutan ese esguince caprichoso para volver

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más deliberadamente, en un retorno más premeditado, con mayor precisión, como un cristal que resonase hasta hacer gritar, al heriros en el corazón. »

L o admirable es que el cuidado de introducir el canto de su raza en el universo de la música europea no llevó nunca a Chopin a violentar las normas de esa música, como muchos lo harán después de él.

La asimilación es tan perfecta siempre en Chopin, que las influencias que con más fuerza sufrió no cobran nunca figura de cosa prestadiza. Hay que solicitar a los textos para volver a encontrar algo de la Tocata en re menor, para órgano, de J. S. Bach, en el cuarto estudio en do sostenido. Y si los valses de nuestro autor evocan fugazmente tal o cual landler de Franz Schubert, nada más sorprendente que la suelta discreción con que el músico de la Barcarola convierte el piano en heredero legítimo de las fiorituras italianas, trasmuda en rasgos de teclado la vocalización de su querido Bellini. Digamos con Ravel que « ese gran eslavo, italiano de educación... realizó todo lo que sus maestros, por negligencia, expresaron sólo imperfectamente ». Nacida de lo concreto, la música de Chopin va del sonido a la nota. Es decir, con André Gide, que « cada nota, en él, es fruto de una necesidad ». Y si el sentimiento viene a habitar esa música, como señala también Gide, es porque encuentra en ello su conveniencia. Antes de expresar el sentimiento, Chopin organiza la sensación. M u y cerca, en esto, de los franceses, llámense Baudelaire, Manet o Claude Debussy. M u y cerca, además, de los franceses por su sentido de la

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forma. Porque la forma, en él, excluye todo propó­sito de desarrollo abstracto. A las amplificaciones de la retórica musical prefiere la sujeción elemental de las danzas cuya estructura está impuesta y regida por su movimiento : polonesas, mazurcas, valses. N o es separar a Chopin de su inseparable Polonia pretender que el « célebre pianista » de quien el Pequeño Larousse de nuestra infancia afirmaba que había venido a Francia para « introducir en ella las mazurcas », reanudó verdaderamente, allende el romanticismo, la tradición de los maestros de laúd y de los clavecinistas franceses. C o m o ellos, interroga a su instrumento y obedece a las suges­tiones que de él recibe. C o m o ellos, se inspira en el ritmo de las danzas de forma fija.

C o m o ellos, cultiva « el adorable arabesco », retiene su vibración en el acorde.

C o m o ellos, en fin, hace de su arte una íntima confidencia que reserva a auditorios escogidos. Y la literatura moderna del piano nos persuade de que, sin Federico Chopin, ni Claude Debussy ni M a u ­rice Ravel hubieran podido volver a dar con el camino del dominio francés.

Constatar la influencia de Chopin en el Wagner de Tristan e Iseo, en la Escuela francesa entera, de Emmanue l Chabrier a Francis Poulenc, en la España de Albéniz y de Falla, en la Noruega de Grieg; constatar el valor ejemplar de un arte que ha autorizado y suscitado el florecimiento, en Europa entera, de las nacionalidades musicales, es decir suficientemente que el hombre que por espacio

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de un siglo ha personificado a Polonia a los ojos del m u n d o , es consubstancial en cierto m o d o con la cultura occidental.

E n una época en que el mal gusto se reparte entre el brillo del virtuosismo y los excesos de la grandilocuencia, Chopin sólo se ocupa de estrechar los límites del juego matizado del sonido y del tiempo que es el suyo y que sigue siendo el nuestro.

U n a palabra responde a la razón última, un secreto deseo de esa reducción a lo esencial : la pureza. « Puro como una lágrima », dijo el pintor Kiatkowski ante el lecho de muerte de Chopin.

N o nos engañemos : la pureza del arte hace eco, sin duda, en último análisis, a la sencillez del corazón ; pero no basta con el candor en el orden estricto de la obra que se ha de hacer.

« La pureza, escribe Paul Valéry, es el resultado de operaciones infinitas sobre el lenguaje, y el cui­dado de la forma no es otra cosa que la reorgani­zación meditada de los medios de expresión. » Y , de hecho, en música como en todo arte, sólo se es puro depurándose. Chopin se resume por entero en una breve esquela a Franchomme : « Trabajo un poco, borro mucho , toso bastante... »

U n recato de gran señor, una sencillez de niño, un espíritu viril, lúcido y sano en un cuerpo enfermo. « Muere su vida », dice Auber. Pero la muere con dignidad. C o m o Mozart, al que adora, como Purcell, Pergolese, Schubert y Bellini, esos amados de los dioses que el cielo prestó no más que por un ins­tante a la tierra, Federico Chopin comprime la

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violencia de ese corazón que tiene los latidos cortados; pero no puede impedir que ese corazón responda a los envites de la belleza con el único amor que le anima.

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BIBLIOGRAFÍA SUMARIA

(Sólo damos cuenta de las obras cuya publicación, reedición o traducción son relativamente recientes.)

Frédéric Chopin : Lettres, Tr. Stéphane Danyss.

Malfère, 1933. Franz Liszt : Chopin. Corrêa, 1941.

George Sand : Histoire de ma vie. 4 vol. Calmann-Lévy. — Un hiver à Majorque. 1 vol., ibid.

Maurice Karasowski : F. Chopin, Berlin, 1925. Comte Wodzinski : Les trois romans de F. Chopin.

Calmann, 1886. Robert Schumann : Études sur la musique et les

musiciens. Trad. H . de Curzon, Paris, 1898. Karlowicz : Souvenirs inédits de F. Chopin. Paris y

Leipzig, 1904 (trad. F . Disière). Friedrick Niedcks : F. Chopin as a man and a musi­

cian. Novello. Londres, 1882, 2 vol. Kleczinski : F. Chopin et Vinterprétation de ses

œuvres. Paris, 1906. Elie Poirée : Chopin. Paris, 1907. Edouard Gauche : Frédéric Chopin, sa vie et ses

œuvres. Paris, Mercure de France, 1923. Ferdinand Hœsick : Chopin, 3 vol. Varsovia, 1911. I. Paderewski : A la mémoire de Chopin (Discours),

1911. James Huneker : Chopin, the man and his music.

Reeves, Londres, 1921. Eugène Delacroix : Journal 3 vol. Plon, 1926.

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Henri Bidou : Chopin. Alean, 1926. G u y de Pourtalès : Chopin ou le Poète. N . R . F. , 1927. Zdislas Sachimecki : Frédéric Chopin et son œuvre.

Delagrave, 1930. Leopold Binental : Chopin. Rieder, 1934. André Gide : Notes sur Chopin. L'Arche, 1948.

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