Grinor Rojo Diez Tesis Sobre La Critica

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Grínor Rojo Diez tesis sobre la crítica

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Grínor Rojo

Diez tesis sobre la crítica

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Prólogo

En junio de 1996, algunos estudiantes de la Facultad de Filosofía y Hu-manidades de la Universidad de Chile me invitaron a conversar con ellos sobre el estado actual de la crítica literaria en nuestro país o, quizás si induci-dos por el entusiasmo cosmopolita que les despertaba la transnacionaliza-ción de los tiempos que corren, para conversar con ellos acerca del estado actual de los estudios sobre la literatura, entre nosotros, en el medio académi-co chileno y aun más allá. A mí la invitación de esos muchachos y muchachas me atrajo por dos razones. Primero, porque me daba la ocasión de ocuparme demoradamente de ciertos asuntos que me interesan, que son materia de los seminarios de posgrado que enseño en la Universidad y respecto de los cua-les hacía ya tiempo que yo deseaba organizar un cuerpo de ideas más o me-nos sistemático; y, segundo, porque el convite del cual me hacían objeto se producía cuando en uno de los medios de comunicación santiaguinos se esta-ba ventilando algo así como un confuso debate en torno a la crítica literaria. En lo que sigue, el lector encontrará una revisión y una profundización de los conceptos que entonces expuse. Pero también debo confesarle que, aunque aquel acalorado debate de los críticos públicos constituyó un acicate podero-so para el desarrollo de mi pensamiento, no estuvo entre mis propósitos sus-cribir o rebatir, ni en la exposición que hice ante los jóvenes universitarios ni en las páginas que siguen, tales o cuales de las diversas opciones teóricas y metodológicas con las que los polemistas midieron sus fuerzas. Me limito a observar en el episodio en cuestión los síntomas de un desasosiego al que en-tiendo inves tigable y cuyas causas intuyo que podrían ser un poco más com-plejas de lo que sus protagonistas dieron pruebas de percibir a lo largo de aque-llas nunca obsoletas discusiones. Ala averiguación de cuáles pudieran ser tales causas, así como al despliegue de un conjunto de problemas que yo no siento que hayan sido parte de la disputa aludida, dedico el presente trabajo. Pienso que las diez tesis que lo articulan, cuyos enunciados anoto en cursiva en los comienzos de cada capítulo, pudieran aprovecharse como elementos de juicio cuando se intente confeccionar el panorama de las tendencias que caracterizan

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la etapa actual en la historia de la disciplina aunque, por otro lado, ellas sean también el receptáculo de una posición y un argumento personales. En este último sentido, no me parece prematuro adelantarle aquí al lector algo que él descubrirá de todos modos: que mi escritura aparece a menudo coloreada con los tintes de mis propias opciones, si bien después del muy largo trecho que llevo ya recorrido en el transcurso de mi historia profesional no veo cómo podría yo reivindicar para lo que afirmo una neutralidad en la que no creo y a la que ni siquiera estoy seguro de que tenga derecho la lengua de las mate-máticas. De vuelta de un verdadero torneo de cientificismo, pudiera ser que la única cosa en la que estamos hoy de acuerdo los críticos chilenos de mi generación sea la imposibilidad de desembarazarnos del sujeto que somos. Hablamos como ese que somos, para acertar a veces, pero también para errar, para dar en el clavo y para equivocarnos con toda la falibilidad que es inhe-rente a la testaruda incerteza de nuestro trabajo.

Agradezco a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universi-dad de Chile, que me becó en 1999 para escribir la última parte del manuscri-to; también, a Rolando Carrasco, Marcela Orellana, Pablo Oyarzún, José Luis Martínez, Naín Nómez, Manuel Ramírez y Leandro Urbina, que lo leyeron e hicieron indicaciones que valoro; y, muy especialmente, a Lucía Invernizzi, quien con su caritativa firmeza impidió que yo lo siguiera corrigiendo. El libro lo dedico, como era de esperarse y corresponde, a mis estudiantes de las Universidades de Chile y de Santiago de Chile.

GRINOR ROTO

La Reina, noviembre de 1999

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La especificidad de los textos literarios con respecto a otros textos, lo que nues-tros mayores IIamaban la «literariedad» o la «literaturidad» de la escritura, es hoy dudosa. El postestructuralismo, cuyos antecedentes más remotos se pueden rastrear en las boutades del joven Borges, pero realizado ya cabalmente en la desconstrucción derridiana o en la más tardía de los profesores de Yale, ha desdibujado, cuando no suprimido por completo, unos límites que hasta hace no mucho tiempo se consideraban infranqueables. En 1971, sentenciaba Paul de Man: «llamamo 'literario', en el sentido pleno de este término, a cualquier texto que implícita o explícitamente significa su propio modo retórico y prefi-gura su propio malentendimiento [misunderstanding] como un correlato de su naturaleza retórica, esto es, de su 'retoricidad'. Puede hacerlo mediante una afirmación [statement] declarativa o por inferencia poética». Y agregaba en una nota al pie de página: «Un texto discursivo, crítico o filosófico, que hace esto por medio de afirmaciones, no es más o menos literario que un texto poético, que evita la afirmación directa. En la práctica, las distinciones se con-funden a menudo: la lógica de muchos textos filosóficos se apoya en gran medida en la coherencia narrativa y en las figuras del lenguaje, mientras que en la poesía abundan las afirmaciones generales. El criterio de especificidad literaria no depende de la mayor o menor discursividad del modo sino del grado de consistente retoricidad del lenguaje»'.

Partiendo pues de una noción de dominio común, que entre otras cosas cabe notar que forma parte del equipaje conceptual de la crítica angloamerica-na previa al arribo del estructuralismo y que establece que todos o casi todos los textos se hallan dotados de un excedente retórico, el que es origen de su «malentendimiento», Paul de Man concluye que es ahí, en la proporción y

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manejo de ese surplus figurativo, donde se aloja aquello a lo cual nosotros le damos o podemos darle el nombre de literatura. Las etapas que cubre su ar-gumento son tres: primero, de Man detecta la potencialidad metalingüística que todo lenguaje posee de suyo y a través de cuyo despliegue ese lenguaje va a experimentar con sus propios medios y para sus propios fines la eviden-cia de sus límites o su «ceguera» significacional. Postula en seguida que es en el conocimiento que de sus limitaciones acaba por tener el lenguaje donde nosotros debemos buscar el domicilio de una contrapulsión compensatoria, fuente ésta del surplus retórico. Y, por último, sostiene que es ese surplus retó-rico el que genera un surplus extra o seudosemántico, el que, de acuerdo con la sugerencia de I. A. Richards en The Philosophy of Rhetoric, sería la causa de nuestro malentendimiento. El corolario que se desprende de un raciocinio como el suyo es que lo que el lenguaje pierde en el plano de la potencialidad «comunicativa» (Richards, otra vez), lo gana en el de la literaturidad.

Mi impresión es que, al construir su cadena de inferencias, de Man llega a un resultado que es positivo en el nivel superficial y negativo en el profundo. Si por un lado es cierto que su retoricismo lo habilita para defender con eficacia la existencia de la literatura, basándose en una maniobra de repliegue hacia las seculares compartimentalizaciones del trivium (que él apro-vecha explícitamente en «The Resistance to Theo ry», donde fustiga la grama-ticalización que se suele hacer del trivium a expensas de la retórica y propone para combatir ese vicio «una 'verdadera' lectura retórica, que esté a salvo de cualquier indebida fenomenalización o de cualquier indebida codificación gra-matical o performativa del texto» 2 ), por otro no es menos cierto que ese reto-ricismo pone en descubierto los escrúpulos que se apoderan de él cuando le llega el momento de dar cuenta de «lo literario» de un modo que, como se viene diciendo desde un tiempo a esta parte y no sin la más grande repugnan-cia, se atenga a los protocolos de una definición «esencialista». Coincide así, creo yo, en el ámbito de su discurso profundo, con un criterio ampliamente difundido en los círculos de la lingüística contemporánea. Por ejemplo, Mi-chael Halliday, un especialista inglés de renombre, quien ha concentrado sus actividades profesionales en la investigación de las estructuras lingüísticas que se levantan por sobre el nivel de la frase, dictamina que «no importa cuá-les sean las configuraciones fpatterns] y propiedades especiales que pueden hacer que nos refiramos a algo como un texto literario, ellas son por cortesía; su existencia depende de configuraciones que ya están en el (nada simple)

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material del que están hechos todos los textos [...] Hay pocas, quizás ninguna, categorías lingüísticas que pueden aparecer en la descripción de los textos literarios que no puedan encontrarse también en el análisis de los textos no literarios»3

Evidentemente, a través del veredicto que acabamos de citar, Halliday retorna y a la vez expande la opinión de los viejos retoces, por lo menos la que ellos sostuvieron hasta los tiempos de la fusión entre retórica y poética, la que se inaugura con Ovidio y Horado y se consolida en la Edad Media. Para la retórica anterior a aquella simbiosis, sabemos que el objeto de estudio era doble, lo que como en Aristóteles hacía de la retórica misma o bien una tejné retoriké, que trataba «de un arte de la comunicación cotidiana, del discurso en público», o bien una tejné poietiké, que trataba «de un arte de la evocación imaginaria» 4 . Más aún: para aquellos maestros augurales el «material» lin-güístico con que ambas técnicas trabajaban era neutro. Era el emisor quien, merced al aprovechamiento que hacia de ese material, infundía en él su poder «persuasivo» o «poético». Pero el posterior afinamiento en la inteligencia del papel de la tejné poietiké y la identificación de los medios que, en el campo de la organización y/ o el embellecimiento lingüístico, eran los más idóneos para llevar a cabo una faena distinta a la meramente persuasiva, y los que con el andar del tiempo fueron descritos, delimitados y codificados de la manera que todos conocemos, apunta ya en una dirección que se aproxima a la con-temporánea de Halliday y de Man, para quienes la virtud poética se encuen-tra instalada en el interior del lenguaje mismo, como una de sus propiedades, y actuando de una manera que es natural y profesionalmente rastreable en cada nivel de su estructura. Convergen, por esta vía, el crítico de propensio-nes medievalizantes, admirador nostálgico de la limpieza metodológica del trivium, con el lingüista metafrástico y, en el horizonte de investigaciones vir-tuales que se abre gracias a dicha convergencia, a nosotros nos cuesta poco percatamos de que la literatura deja de ser un discurso con un radio de acción que le pertenezca sólo a ella y que por el contrario se transforma en un atribu-to cuantitativamente variable de todos los discursos.

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No es que una caracterización cuantitativa sea del todo indigna de nuestro aprecio, sin embargo. No lo será si nos ponemos de acuerdo en que también se puede tender un puente entre el aspecto cuantitativo y el cualitativo de las unidades que integran el espectro de las emisiones lingüísticas que nosotros nos sentimos inclinados a indagar. Para que eso se produzca, es necesario otorgarle prioridad no tanto a la «discreción» (al «número») como a la «conti-nuidad» (a la «magnitud») de la relación que se advierte entre ellas 5 . El empleo de este método de análisis permitirá que saquemos un mejor prove-cho de las frases de Paul de Man que yo cité más arriba, minimizando la refe-rencia que se hace en ellas a la cantidad (esto es, al monto de la retoricidad) y maximizando en cambio la referencia a la relación intencional que establecen las partes que componen el conjunto (es decir que estaremos poniendo así el acento sobre el «grado de consistencia» de su común participación en el despliegue retórico del texto, como dice de Man), lo que al cabo debiera auto-rizarnos para dar el salto que conduce desde el peldaño inferior cuantitativo hasta el superior cualitativo según la escala de las categorías.

Pero de todos modos creo que es de mínima justicia que convengamos en este punto en que la metamorfosis de la cantidad en cualidad, aun cuando abastezca al argumento de marras con una cuota de convicción que es menos mezquina de lo que pudo parecemos a la luz del primer enunciado, no nos entrega todavía una definición de inexpugnable fortaleza. Teniendo presente los requisitos cuyo cumplimiento la lógica clásica le exige a todo aquel que pretenda definir con rigor y que son requisitos que, como es bien sabido, de-mandan el uso de un «predicado de definición», es decir, de un predicado que expresa una propiedad esencial del sujeto, que pertenece a él y a nada o a nadie más que a éI, lo que se logra calzando el genus con la differentia, no cabe duda de que para buscarle un desenlace adecuado al discrimen que ahora estamos ensayando nos hace falta un elemento respecto del cual sea legitimo hipotetizar con confianza que él es patrimonio exclusivo de la literatura. Por-que, si la diferencia en cuestión no es una diferencia específica, lo que habremos seleccionado es una «propiedad no esencial» de la especie. Y así, si decimos que la literatura es «lenguaje retórico», a la expresión «lenguaje retórico» nosotros no podemos acordarle la jerarquía de un predicado de de-finición, porque, aun cuando es incontrovertible que el adjetivo «retórico» apunta a una propiedad de la especie literatura, esa propiedad en unión con el género «lenguaje» no forma una síntesis esencial, o sea, no constituye un

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predicado del que se pueda decir sin discordia que pertenece o corresponde a ese sujeto y sólo a él.

Es en tales circunstancias que se puede echar mano del recurso «cuan-titativo». Cierto, la literatura no es el único lenguaje retórico que existe en el mundo, es lo que diremos entonces, pero es, sí, el más retórico de todos. No sólo eso, sino que cuando decimos «más retórico» y acordándonos esta vez de Paul de Man, no nos estaremos refiriendo exclusivamente a la cantidad ni nos encerraremos sólo en el reducto de los «tropos» y «figuras», ya que al fin y al cabo cualquier pasquín de prensa amarilla supera en ese regusto por la facun-dia artificiosa a, por ejemplo, la poesía de Pound, Eliot y sus discípulos los bardos «objetivistas» angloamericanos del medio siglo (o a la de sus parien-tes entre nosotros, desde los sencillistas a los conversacionalistas, a los antipoetas y a los contrapoetas). Hablaremos más bien del «diseño retórico» del texto, de la «textura» o la «tesitura» del mismo, del trabajo que el escritor ha hecho en o sobre esa dimensión del objeto y de la importancia que ello tiene para una delimitación de algún modo de la identidad de la obra que nos proponemos conocer.

Todo lo cual nos lleva a una reconsideración del aparentemente inofen-sivo dictum de Jakobson en 1958, cuando en la conferencia de Bloomington éste afirmó que «puesto que el principal objeto de la poética es la differentia specifica del arte verbal en relación con las demás artes y con las otras clases de conducta verbal» y que «puesto que la lingüística es la ciencia global de la estructura verbal, la poética puede ser considerada como una parte integral de la lingüística»6 . Vemos que Jakobson definió en aquel legendario congreso la diferencia especifica de la literatura por medio de la expresión «arte ver-bal», una expresión en cuyo interior la palabra «arte» nombraba al género y la palabra «verbal» a la diferencia, produciendo de esta manera una síntesis que en sí misma a mí no me parece objetable. Pero no me inspira igual sentimien-to de tranquilidad el primer corolario de la definición jakobsoniana: según ese corolario, la «poética», que en la opinión del conferenciante y al parecer siguiendo para ello a sus antiguos amigos los formalistas rusos, es la discipli-na que tiene que ocuparse de los objetos de la literatura, también constituye o debería constituir una parte de la «lingüística». Por mi lado, yo confieso que, aun cuando sea cierto que el arte del lenguaje puede considerarse una

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diferencia «interna» del lenguaje en general7 , no veo cómo ni por dónde la poé-tica, que es y no puede ser sino una rama de la estética, podría llegar a ser (¿además?) una rama de la lingüística. No ha habido aquí, es lo que se puede intuir, una selección correlativa y satisfactoria del género próximo, malentendi-do que deviene de las más graves consecuencias, porque apenas la poética pasa a albergarse bajo el paraguas de la lingüística, los objetos que son de su incum-bencia, esto es, los objetos literarios, tienden a definirse genéricamente no como objetos de arte, sino como objetos de lenguaje. La dimensión estética, a primera vista prioritraria en la expresión «arte verbal», pasa a un segundo plano de he-cho, retrocede y acaba por esfumarse del mapa epistémico. Personalmente, y sólo en el mejor de los casos, yo pienso que la lingüística se encuentra habilita-da para dar cuenta de la literatura en cuanto «verbo». En ningún caso, estaría dispuesto a conceder que ella pueda dar cuenta de la literatura como un «arte» verbal. Lo que este segundo objetivo exige es que le demos cabida en la discu-sión acerca de la naturaleza de «lo literario» a un razonamiento de otro orden, que apunta hacia un genus alterno al lenguaje. Me refiero al genus que el propio Jakobson sugirió en primer lugar, que introdujo en el texto de su definición y del que después se olvidó yo no sé si por casualidad o porque él mismo era más un lingüista que un crítico de literatura.

De ahí que de la doble plataforma teórica de la que Jakobson se sirvió para definir el discurso literario en 1958, aislando como las dos llaves maes-tras de su programa el predominio de la autorreflexividad del mensaje, el aspecto cuantitativo del funcionamiento lingüístico desde nuestro punto de vista (se trata aquí de la mayor cantidad de atención que el mensaje se dedica a sí mismo) y la ley de proyección del principio de equivalencia desde el eje paradigmático de la selección al sintagmático de la combinación, el aspecto cualitativo (se trataría, en esta segunda instancia, de la postulación de la metáfora como el mecanismo que caracteriza normalmente a la secuencia poé-tica, lo que a su vez constituye una secuela necesaria de la teoría, si considera-mos que ésta es la que patrocina un recobro en el territorio estético del predo-minio de la autorreflexividad del mensaje), no se puede decir que ella sea una plataforma «poética» hablando con la mínima precisión deseable. Jonathan Culler, que captó esto bien y tempranamente, señaló que «Jakobson ha hecho una contribución importante a los estudios literarios, llamando la atención

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sobre la diversidad de las figuras gramaticales y sus funciones potenciales, pero sus propios análisis están viciados por la creencia de que la lingüística suministra un procedimiento de descubrimiento automático de los patterns poéticos y por su fracaso para percibir que la tarea central consiste en explicar cómo las estructuras poéticas emergen de la multiplicidad de las estructuras lingüísticas potenciales»$

A eso y a otras razones tal vez no tan doctas, en las que no creo que sea de caballeros insistir, se debe que Paul de Man, y no sólo Paul de Man, ya que los formalistas rusos hicieron lo mismo mucho antes que él, apueste en su argumento a la alternativa más segura de todas, atrincherándose detrás de aquel rasgo que con más firme regularidad se repite entre los textos a los cuales la experiencia de los lectores identifica como literarios: el componente retórico. Una enciclopedia de lingüística, aparecida en Inglaterra hace menos de diez años, funcionando con un haz de supuestos que son similares a los de Paul de Man, es menos astuta (o más sarcástica) que él y recurre por eso al expediente que los lógicos describen a menudo en sus manuales como una definición ostensiva. Leemos en el artículo sobre «estilística»: «La distinción entre lo que es y lo que no es literatura se cuestiona con frecuencia, pero es posible seguirla manteniendo con un espíritu puramente práctico: hay algu-nos textos que llegan a ser literatura porque se los trata de una manera espe-cial, que entre otras cosas abarca su inclusión en los cursos de literatura...» 9.

Recordemos ahora que la raya que separa el texto literario del no litera-rio se tiró también en el pasado haciendo un uso más o menos explícito del criterio de ficción. Cualesquiera hayan sido los «estratos» o «niveles» de la «obra» en los que los distintos teóricos pusieron el ojo, al escoger ellos esta segunda avenida para el enfoque del problema que aquí nos convoca, la opo-sición entre lo ficticio y lo real constituía la base de sus razonamientos. El mundo de la literatura era ficticio y, por lo tanto, diferente del mundo real. El lenguaje de la literatura era imaginario y, por lo tanto, diferente del lenguaje real.

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En el último cuarto de siglo, un grupo de prestigiosos contendores en las disputas en torno a la naturaleza del texto, entre los que se cuentan Tzvetan Todorov, Terry Eagleton, Mary Louise Pratt, Richard Rorty y sobre todo Jacques Derrida, han puesto esta convicción en tela de juicio. No tanto para desmentir el aserto de acuerdo con el cual aquello que la literatura nombra es a unos entes que se alimentan de ficciones, cosa en la que todos o casi todos con-cuerdan, como para dudar de que ese rasgo sea suyo en exclusiva. Es decir que, si ponemos nuestras esperanzas en la colaboración del principio de la ficciona-lidad, pensando que con ese principio vamos a construir una definición que satisfaga nuestras aspiraciones cabalmente, nos veremos enfrentados por se-gunda vez, si es que no con una derrota completa, en todo caso con una victoria de Pirro. Por ejemplo, en el pensamiento de Derrida, quien como todo el mun-do sabe ha hecho profesión de fe del ataque contra la pretensión del filósofo de decir lo que dice con un lenguaje que no es literario —pues cuando es el filósofo quien lo usa, ese lenguaje se trueca mágicamente en «serio», «literal» y «verda-dero»—, el desmantelamiento de tan grande soberbia no es menos sistemático que la soberbia misma. La desconstrucción que Derrida lleva a cabo del con-cepto de verdad, encomendándose para tales propósitos a l'enseignement meta-fórico de Nietzsche, y su manipulación del texto filosófico como si se tratara de un texto literario más, ateniéndose para esto otro a los consejos de Paul Valéry, son dos indicadores contundentes de ese trabajo suyo desestabilizador de certi-dumbres monótonas al que ahora me estoy refiriendo. Advirtamos que la teoría de lo primero, que se encuentra en muchas partes, adquiere una nitidez excepcional en «Le facteur de la verité» (1975), en medio de la crítica que Derri-da le hace ahí a la interpretación lacaniana de «The Purloined Letter», en tanto que la de lo segundo puede seguirse muy bien en el bellísimo ensayo sobre Paul Valéry, que forma parte de Marges de la philosophie (1972), y donde Derrida concluye con una asertividad que no suele ser frecuente en su prosa: «Una tarea se impone entonces: estudiar el texto filosófico en su estructura formal, en su organización retórica, en la especificidad y diversidad de sus tipos textuales, en sus modelos de exposición y producción —más allá de lo que previamente se designó como géneros—, y también el espacio de sus mises en scene, en una sin-taxis que no sólo será la articulación de sus significados, de sus referencias al Ser o a la verdad, sino también el manejo de sus procedimientos y de todo lo que en ellos se ha invertido. En una palabra, la tarea consiste en considerar también a la filosofía como un 'género literario particular'» 1°. Como vemos, en el pensamiento derridiano la filosofía termina siendo tanto o más literaria que

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la literatura o, como ironizó Borges en «Tlón...», termina siendo «una rama de la literatura fantástica»".

También, si para las necesidades de este despeje de nuestro teatro de operaciones teóricas nos movemos hacia el costado de las convergencias y divergencias entre literatura e historia, aquél cuya explicación inaugura la Poética, comprobaremos que Hayden White efectúa una parecida faena de zapa. La tesis que recorre todos sus libros de los años setenta y ochenta es la del tropologismo que infesta invariablemente al lenguaje de la historia. Esta tesis, que como la de Derrida respecto de la filosofía se estrena con el designio de una pesquisa retórica, acaba deslizándose, también como la de Derrida, debajo de las sábanas de la ficción. En las primeras páginas de «The Fictions of Factual Representation», cuyo título desafiantemente oximorónico antici-pa los contenidos del razonamiento por venir, White declara: «los artefactos verbales llamados historias y los artefactos verbales llamados novelas son in-distinguibles los unos de los otros. No se los puede distinguir fácilmente des-de un punto de vista formal a menos que nos acerquemos a ellos con precon-cepciones específicas acerca de las clases de verdades de las que se supone que cada uno trata. Pero el objetivo del escritor de una novela tiene que ser el mismo que el del escritor de una historia. Ambos quieren proporcionarnos una imagen de la `realidad'. El novelista puede presentar su noción de esta realidad indirectamente, es decir por medio de técnicas figurativas, en vez de directamente, o sea registrando una serie de proposiciones que se supone que corresponden punto por punto con algún dominio extratextual de ocurren-cias o acontecimientos, que es lo que el historiador dice hacer. Pero la imagen de la realidad que el novelista construye tiene el propósito de corresponder en su bosquejo general con algún dominio de la experiencia humana que no es menos `real' que el que no es referido por el historiador» 12 .

Es así como el análisis de White se resbala, con una facilidad que a los historiadores de la vieja escuela ha de haberles parecido escandalosa, pero que en último término hay que aceptar que no lo es, desde el terreno «formal», pura-mente retórico, en el tratamiento de los textos que involucra su programa cognoscitivo, a una consideración de las «imágenes de la realidad» con que

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nos regalan el novelista y el historiador. En esta segunda etapa de la investi-gación de White, a mí me parece evidente que su tesis pega un brinco, que deja de referirse a la carga tropológica del discurso histórico, y se convierte en cambio en una pregunta relativa a los procesos de desrealización (y de desve-rificación) que, según él mismo nos deja saber, serían consustanciales al relato del historiador.

En resumen: si de todos los discursos —de los literarios, pero también de los filosóficos y de los históricos— se puede predicar que son ficticios o, lo que es más grave, si de todos ellos se puede predicar que no son verdaderos, ya sea porque la correspondencia con sus referentes extratextuales es indemos-trable, como asegura Derrida, ya sea porque «el dominio de la experiencia humana» con que trabaja el escritor de una novela «no es menos 'real' que el que nos es referido por el historiador», como discurre White, la plataforma de apoyo que este segundo grupo de nuestros maestros escogió para dar origen a su trabajo especulativo es tanto o más sospechosa que la que pone sus hue-vos en la canasta retórica 13

Para poner la cosa más cerca nuestro ahora, comprobemos que en la historia de lateoríaa crítica latinoamericana moderna uno de los primeros desarrollos de la tesis de la literariedad o de la literaturidad afianzada por los buenos oficios de la ficción se encuentra en El deslinde, el famoso libro del ensayista mexicano Alfonso Reyes, publicado en 1944, y uno de los últi-mos en La estructura de la obra literaria, obra del académico chileno Félix Martínez Bonati, cuya primera edición es de 1960. Hacia el fin del capítulo cuarto del libro de Reyes, cuando éste hace un arqueo de lo que en el desa-rrollo de su investigación lleva cubierto hasta ese punto y con una graciosa pirueta de armonía clásica pone en relación el universalismo aristotélico con el ficcionalismo platónico, leemos: «El análisis semántico que hemos em-prendido, primero por cuantificación y luego por cualificación, nos lleva a concluir la naturaleza universal de la literatura, a la vez que su naturaleza ficticia con respecto al suceder real. Universalidad por ficción; ficción para

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universalidad» 14. En cuanto al libro de Martínez Bonati, en el comienzo de su tercera parte nos topamos con el siguiente raciocinio: «La frase 'Pedro es mi amigo', pronunciada por mí en relato directo, aquí y ahora, es, por cier-to, un signo. Pero no es un signo lingüístico. Si lo fuera, significaría que Pedro es mi amigo, lo cual evidentemente no es el sentido de lo relatado ni de este signo no lingüístico [...] Ahora bien, la posibilidad de pronunciar (o escribir) frases que no son tales, sino representantes de auténticas frases, permite poner en el ámbito de la comunicación frases imaginarias. Esto es, nos es dado pronunciar seudofrases que representan a otras auténticas, pero irreales [...] Lo asombroso, frente a esto, es la aparición de pseudofrases sin contexto ni situación concretos, es decir, de frases representadas, imagina-das sin determinación externa de su situación comunicativa. Tal es el fenóme-no literario» 15.

No obstante la táctica de desplazamiento que Martínez Bonati emplea para llevar a buen puerto su ejercicio filosófico, un ejercido al que como ve-mos él saca del terreno de las «objetividades» representadas (uso su propia jerga) para trasladarlo al terreno del signo, nosotros pecaríamos de inadver-tencia culpable si no nos percatáramos que la base de su meditación no difie-re sustancialmente de la que para sí había escogido veinte años antes el más sonriente ensayismo de Reyes. Por eso, aunque me interesa mucho incluir en mi libro las contribuciones que los latinoamericanos han hecho al asunto so-bre el que estoy tratando de producir una línea nueva de comprensión y aun-que nada menos que Roberto Fernández Retamar afirmó en su momento que la de Martínez era «la única teoría literaria completa escrita en Hispanoamé-rica» 16

, yo me excusaré de infligirle en estas páginas un escrutinio minucioso. Quedaré satisfecho si el Iector halla en La estructura de la obra literaria una

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exposición óptima, puesta al día desde los énfasis sobre todo lingüísticos que hicieron presa de la teoría crítica durante los años cincuenta y sesenta de nues-tro siglo, de una perspectiva epistemológica de rancio y populoso respaldo. Respecto del también excelente libro de Reyes, que en la mitad de la década del cuarenta se autoasignó la tarea de desmalezar el camino que conduce des-de la literatura como «literatura ancilar» a la literatura como «literatura en pureza», lo cierto es que desde sus primeras lineas él se mostraba tan a la page con los «progresos» de la disciplina en los países del Primer Mundo que uno no puede menos que preguntarse cómo fue que un hombre de gustos clási-cos, que además se notaba no sólo cómodo sino que al parecer sinceramente complacido en sus tratos con el polvoriento conservantismo de la filología española, llegó a pensar en tales términos. En realidad, el estar á la page de Alfonso Reyes sugiere que el «isocronismo» que según Angel Rama pone en marcha Darío entre la historia intelectual de América Latina y la historia me-tropolitana correspondiente" pudiera ser, al menos en lo que atañe a esta materia, menos antojadizo de lo que nos parece a los escépticos.

Por fin, y para no excusarmede retrotraer hasta sus orígenes el proble-ma que me he propuesto abordar durante el curso de estos tanteos prelimina-res, me gustaría insistir en que la tesis que encuentra en la ficción el elemento que aporta la diferencia específica con cuyo auxilio se ha definido tantas ve-ces la naturaleza esencial de la obra de arte literario no es un descubrimiento moderno, producto del romanticismo o de alguna otra corriente artística poste-rior, sino que se registra ya en el Mundo Antiguo, cuando debuta el concepto de mímesis, elaborado primero y despectivamente por Platón, a quien como sabe cualquier estudiante de licenciatura la poesía se le antojaba repudiable en tanto que ella era sólo la imitación de una imitación y, por consiguiente, una falsificación de segundo grado e inclusive una inmoralidad'$, y después, si bien cambiando éste la carga axiológica desde el polo negativo al positivo, por Aristóteles 19. Aristóteles, quien juzga que la tendencia a imitar es una

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tendencia humana universal, se opone, según nos enseña Gerald Else, a la «visión elitista» de la naturaleza humana, que es la que por cierto motiva la condena platónica, e insiste en que «la imitación surge del deseo de conocer que existe en todos Ios hombres». «Así», sigue explicando Else, «estamos autorizados para considerar que la poesía, qua imitación, es una actividad humana y que los poetas son nuestros aliados naturales en la actividad de ser hombres» 20. En el Mundo Moderno, por su parte, la estética romántica, con sus debilidades por los prodigios de la «imaginación» y la «visión» (pienso en Hölderlin, en Blake y en Shelley), hasta alcanzar el arco que va desde los simbolistas franceses a la literatura de vanguardia (digamos que esto otro a través de los lazos de paren-tesco artístico que unen a un Charles Baudelaire con, sin ir más lejos, un Vicente Huidobro), redescubre su importancia a la vez que revitaliza y divulga su em-pleo de una manera extraordinaria a cuyas no siempre felices exageraciones la circunspecta mesura de los filósofos griegos no tenía por qué anticiparse. En cuanto a los varios teóricos cuya autoridad yo invoqué en los párrafos anterio-res de este capítulo, ellos son, reconózcanlo o no, continuadores o refutadores de la tendencia moderna, la misma cuyo margen de eficacia pareciera hallarse hoy en el último respiro de su agotamiento.

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Por eso, en el vacío que genera este evento de apresurado repliegue de la literariedad o de la literaturidad hacia el subterráneo de las ideas en desuso, en vez de hablar de creaciones literarias o de hacernos cómplices de cualquier otro sinónimo no menos cuestionado que ése, a mi me parece que pudie-ra ser una mejor táctica y, por lo tanto, una medida que nos resulte al menos temporalmente útil, hablar de textos y discursos sin más. Texto cuando lo que deseamos es referirnos al continente que rodea y encierra a la totalidad significativa que nosotros deseamos comunicar, cualquiera sea la indu-mentaria semiótica que el mismo adopte (lo que significa que no tenemos por qué restringir nuestra definición al lenguaje natural o articulado, ni menos todavía a su variedad escrita, opción esta que deviene de la mayor importancia para una cultura como la latinoamericana en la que la orali-dad es un elemento de gravitación nada minúsculo), y discurso /s para nombrar los desarrollos sémicos mayores, perceptiblemente unificados, diferenciables por ende, y que a modo de vasos sanguíneos recorren el cuerpo del texto (del latín «dis», separación, y «cursum», corriente). Se su-bentiende, a partir de este doble distingo, que un texto puede (y suele) alojar en su interior a más de un discurso y que esos discursos no tienen que vivir en paz entre ellos. Pueden ser y son a menudo, discursos antagó-nicos. Finalmente, la disciplina que se ocupa de los textos y los discursos es, será, para nosotros, la teoría crítica.

Al pluralizar la segunda parte de la tesis que precede, yo espero haber puesto de relieve que para mí la equivalencia ordinaria entre texto y discurso, que da por supuesta la distribución de un discurso en o para cada texto, aun-que pudiera producirse, no es una necesidad y ni siquiera una probabilidad. Por supuesto, esta caracterización que he hecho del texto como el receptáculo de un caudal discursivo de afluentes múltiples echa mano de una terminolo-gía que desde los años sesenta en adelante ha sido objeto de un abuso despia-dado. Derrida habla del advenimiento de la «destrucción del libro», el que según anuncia «desnuda la superficie del texto»; Foucault de las «reglas del

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discurso»; Habermas del «discurso filosófico de la modernidad»; y Fredric Jameson, en un artículo que hizo época, se regala a sí mismo un field day dán-dole con toda su alma a la «ideología del texto», para limitar esta lista (que de otro modo sería excesiva) a sólo cuatro ítems todos ellos de credenciales inta-chables21 . Por mi parte y sin perjuicio de algunas precisiones que agregaré en lo sucesivo, reconozco el vínculo que tiene mi trabajo no tanto con la perspec-tiva foucaultiana, que como es sabido utiliza la palabra discurso en relación con una matriz en la que se conjugan temas relativos al saber, la verdad y el poder22, como con la de los llamados lingüistas «del texto» y «del discurso». Entre los primeros, estoy pensando en teóricos como R. Beaugrande y W. V. Dresler y los participantes en el llamado Proyecto de Konstanz, de los cuales Teun van Dijk y Janos Petiifi son los más conocidos. Entre los segundos, en Michael Halliday, John Sinclair y Malcolm Coulthard23 . Asimismo, me parece del todo aprovechable la distinción, que la mayoría de ellos emplea (la ver-dad es que la toman de las investigaciones que inició Charles S. Peirce en el siglo pasado, y que reanudan Charles Mor ris y Rudolf Carnap en los años treinta, cuarenta y cincuenta de nuestro propio siglo), entre el objeto de la semántica y el de la pragmática, entre «lo que la oración significa» de suyo y un suplemento significacional que se hallaría constituido por «lo que el hablante intenta transmitir con su emisión de la oración» 24. Por último, encuentro, como

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podrá comprobarse en los párrafos siguientes, aportes interesantes, que con-tribuyen al desarrollo de mi pensamiento, en los escritos de Umberto Eco, Mijail Bajtín y los neogramscianos de Australia.

En A Theory of Semiotics, de 1976, Eco fija un límite que mantendrá inal-terado en sus libros posteriores: «Digo que por lo común un sólo vehículo-signo pone de manifiesto muchos contenidos entretejidos y que por lo tanto lo que se denomina habitualmente un 'mensaje' es en realidad un texto cuyo contenido es un discurso de múltiples niveles»25. Y en The Role of the Reader : «lo que uno llama 'mensaje' es habitualmente un texto, esto es, una red de mensajes diferentes que dependen de códigos diferentes y que funcionan en diferentes niveles de significación»26. La aproximación de Eco es lingüística (o semiótica), como el lector habrá podido darse cuenta, y con una orientación que por lo menos en esta cita combina aspectos sintácticos y semánticos. En general, yo creo que lo que puede decirse acerca de ella es que refleja bien una postura de compromiso adoptada por Eco ante la evidencia de una problemáti-ca de riesgos previsibles y que él ha preferido soslayar. En efecto, no encontra-mos referencia alguna en las palabras del lingüista italiano a la posibilidad de

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que el esfuerzo de significar se contamine con la falta de homogeneidad o entereza que según declara ha descubierto en el texto. Aun cuando en el texto del que él habla en 1976 caben «muchos contenidos entretejidos» y en el de 1979 toda «una red de mensajes», esa abundancia de contenidos y mensajes no acarrea consigo una abundancia correlativa de discursos. En su plantea-miento, el discurso sigue siendo uno para cada texto e incluso cuando ese discurso se observa quebrantado por la coexistencia de «niveles de significa-ción» diferentes.

Una perspectiva más audaz que esta de Eco es la que detectamos en los trabajos de Mijail Bajtín. Para Bajtín la opulencia discursiva del texto consti-tuye, como luego veremos, una certidumbre precoz. Espiguémosla nosotros, sin embargo, desde una publicación de 1934 ó 1935. Me refiero a «El discurso en la novela», el magnífico ensayo que sucede a su gran libro sobre Dostoyevski, donde, con un argumento que desborda el marco de referencia exclusivamente lingüístico, Bajtín contrapone a la orientación unificadora y centralizadora, que es la que él siente que prevalece entre los lingüistas de su tiempo, la realidad de que «en cualquier momento de su evolución, el lengua-je se estratifica no sólo en dialectos en sentido estricto, sino también —y para nosotros esto es lo esencial— en lenguajes que son socioideológicos: lenguajes de grupos sociales». A mayor abundamiento, piensa Bajtín que «cada emisión concreta del sujeto hablante es un punto sobre el cual confluyen fuerzas cen-trifugas y centrípetas. Los procesos de centralización y descentralización, de unificación y desunificación, se cruzan en la emisión; la emisión no sólo obedece a los requisitos de su propio lenguaje, como la encarnación indivi-dualizada de un acto de habla, sino que obedece asimismo a los requisitos de la heteroglosia» 27 .

¿De dónde extrajo Bajtín la materia prima filosófica que lo indujo a formularse estas preguntas durante el primer lustro de la década del treinta? ¿Cómo logró adelantarse a una perspectiva multidiscursiva del texto? ¿Cómo a los presupuestos de la sociolingüística y de la lingüística del habla? Debo decir que todo esto a mí me maravilla y me confunde, y mi sospecha es que su neokantismo, su antisaussureanismo y su relación de amor y de odio con el marxismo (y, en particular, con el Estado soviético) son todas condicionantes a las cuales no debiéramos echar en saco roto pero que tampoco acaban de

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resolver el enigma28. Tal vez, y a lo mejor algo más que tal vez, convenga retrotraer esa tesis bajtiniana de mediados de la década del treinta a un ha-llazgo que la precede en unos cinco o más años. Me refiero al postulado de la «multiacentualidad» del signo, que en 1929 hace su debut en El marxismo y la filosofa del lenguaje, el misterioso libro de V. N. Volosinov, el que si es que vamos a creerles a los que saben (o dicen que saben) no es mucho más que un prestanombre para el joven Bajtín. El hecho es que en las páginas de ese libro se insiste hasta lindar con la vehemencia en el valor que el exégeta del discur-so ha de otorgarle a la «emisión concreta», al «fenómeno vivo del lenguaje», y que consecuentemente se procede al despliegue de un ataque en regla, desde posiciones marxistas o neomarxistas, contra el idealismo lingüístico de inspi-ración saussureana (Bajtín/Volosinov hablan más bien de «objetivismo abstracto» y vincula / n las operaciones del mismo a la lógica de las matemáti-cas, a la que no le preocuparían «las relaciones del signo con la realidad real que en él se refleja ni con el individuo que lo origina, sino la relación de signo a signo dentro de un sistema cerrado» 29), inaugurándose así una línea de trabajo que incrementada constante y consistentemente será la brújula que oriente los ensayos posteriores del teórico y crítico ruso: «La existencia que se refleja en el signo no sólo se refleja sino que se refracta. ¿Cómo se determina esta refracción de la existencia en el signo ideológico? Mediante la intersección de intereses sociales orientados de maneras diferentes dentro de una y la misma comunidad sígnica, esto es, mediante la lucha de clases. / / La clase no coincide con la comunidad sígnica, esto es, con la comunidad que forman la totalidad de los usuarios del mismo set de signos para la comunicación ideológica. Así varias clases diferentes usarán uno y el mismo lenguaje. A consecuencia de ello, acentos orientados diferentemente se atraviesan en cada signo ideológi-co» 30 .

De alcances no menos ambiciosos es el reciclaje de Gramsci, que en este mismo sentido, aunque sistematizando mejor que Bajtín tanto la multidimen-sionalidad social e ideológica del texto como la manera de organizar esa multidimensionalidad dentro de una «articulación» coherente del material

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discursivo, promueven Tony Bennett y un grupo de investigadores australia-nos. Escribe Bennett en 1986: «Para Gramsci las prácticas culturales e ideológicas tienen que ser comprendidas y evaluadas en términos de su funcionamiento dentro de las relaciones antagónicas entre la burguesía y la clase trabajadora, las dos clases fundamentales en la sociedad capitalista [...] Cuando Gramsci se distancia de la tradición marxista previa es cuando razo-na que las relaciones culturales e ideológicas entre la clase gobernante y las clases subordinadas en las sociedades capitalistas consisten menos en el do-minio de la primera sobre las últimas que en la lucha por la hegemonía —esto es, por el liderazgo moral, cultural, intelectual y, por lo tanto, político del conjun-to de la sociedad— entre la clase gobernante y, en tanto que es la principal de las subordinadas, la clase trabajadora».

Y sigue: «Esta sustitución del concepto de hegemonía por el de dominio no es, como lo han sugerido algunos comentaristas, meramente ter-minológica; introduce una concepción por completo diferente de los medios con los cuales se conducen las luchas culturales e ideológicas. Mientras que, de acuerdo con la tesis de la ideología dominante, la cultura y la ideología burguesas buscan reemplazar la cultura y la ideología de la clase trabajadora y de esta manera llegar a ser directamente operativas en la articulación de la experiencia de los trabajadores, Gramsci argumenta que la burguesía puede transformarse en una clase hegemónica, conductora sólo en la medida en que la ideología burguesa es capaz de acomodar, de encontrar algún espacio para las culturas y valores de las clases que se le oponen» 31 .

Para el texto de la cultura popular, a cuyo estudio e interpretación se dedican preferentemente Bennett y su equipo de trabajo, las consecuencias de la posición que él verbaliza de este modo son decisivas: al ponérselo en con-tacto con un aparato teórico gramsciano o neogramsciano, ese texto popular (y, potencialmente, todos los textos) deja /n de ser estructura / s monológica / s, el o los espacios de un discurso que es una cosa y sólo una, a saber: la expre-sión más pura de la conciencia de la clase trabajadora o el resultado nefasto de la alienación que esa misma clase experimenta cuando es víctima del po-der despersonalizante de los medios de comunicación de masas o de los turbios manejos de la industria del espectáculo, y se convierten en el locus de corrientes discursivas múltiples, todas las cuales coexisten en el espacio

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textual pero sin que ninguna neutralice a las otras merced a su mayor fuerza relativa. Si bien es cierto que alguno o algunos de esos hilos de discurso asu-mirán finalmente una función de «liderazgo» y que imprimirá in a causa de eso un cierto carácter a la totalidad, ello va a ocurrir sólo al cabo de un proce-so de negociación y dentro de un pattern articulatorio que no constituye una copia del discurso hegemónico y que por consiguiente les garantiza su no exclusión a aquellos discursos que no coinciden con el espíritu de la ley.

No cabe duda de que Benne tt y su gente les están respondiendo de esta manera a los seguidores de la polémica frakfurtiana y, más exactamente aún, a los admiradores de la diatriba adorniana contra la cultura de masas", para lo cual ellos erigen un tinglado teórico que reivindica el valor de los objetos de esa cultura en contra de los prejuicios del aristocratismo estetizan-te de los de Frankfurt, el mismo cuyos responsables no trepidaron ni siquiera en exigir la instalación de un control oficial u oficioso sobre los medios". Ob-servemos por nuestra parte que un retorno a las posiciones de Gramsci es el que casi unánimemente permea el trabajo de los críticos culturalistas de la

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nueva ola, sobre todo el que en esta dirección vienen produciendo los ingle-ses y los norteamericanos, e inclusive el de algunos teóricos de la América nuestra como se comprueba en las publicaciones de Néstor Garda Canclini y Jesús Martín Barbero. En palabras de este último: «fuimos descubriendo todo lo que el pensamiento de Frankfu rt nos impedía pensar en nosotros, todo lo que de nuestra realidad social y cultural no cabía ni en su sistematización ni en su dialéctica [...] Ahí se buscaba pensar la dialéctica histórica que arrancando de la razón ilustrada desemboca en la irracionalidad que articula totalitarismo político y masificación cultural como las dos caras de una misma dinámica». En cuanto al antídoto contra el mandarinismo de Horkheimer y Adorno, Bar-bero cree que hay que extraerlo, en primer lugar, «del concepto de hegemonía elaborado por Gramsci, haciendo [que sea así] posible pensar el proceso de dominación social ya no como una imposición desde un exterior y sin sujetos, sino como un proceso en el que una clase hegemoniza en la medida en que representa intereses que también reconocen de alguna manera como suyos las clases subalternas» 34 .

Con todo, yo siento que tampoco puedo desentenderme de la distan-cia que separa mi propia tesis de las que acabo de reseñar, entre otras cosas porque la que yo suscribo procura moverse combinando instrumentos teóri-cos de distinto domicilio y expectativas. Esta metodología transterritorial y multisistémica, que atrae y procesa informaciones diversas, es por supuesto la que mejor se adecua a la propensión antihumanística con la que paradóji-camente se enfrentan hoy día las «ciencias humanas», pero si yola prefiero no es tanto por esa razón, que según se verá oportunamente me parece discuti-ble, como por las consecuencias de orden práctico que de ello se derivan,

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porque me libera de ataduras disciplinarias odiosas, dándome la licencia que necesito para proceder a un tratamiento productivo del tema. Es probable que el peligro de contradicción sea así mayor que el que correría mi argumen-to si se mantuviera circunscrito entre las riberas de una sola disciplina, soy el primero en admitirlo, pero creo que las ganancias teóricas que se pueden ob-tener escogiendo este otro camino justifican la temeridad del intento.

Me propongo proyectar por consiguiente el sentido de la tesis que aquí propongo contra el trasfondo epistemológico que genera la colaboración con-temporánea entre la lingüística, la teoría de la ideología y el psicoanálisis. Me refiero en este último caso a la reflexión psicoanalítica que, desde los semina-rios de Jacques Lacan en los años cincuenta, entra en un diálogo sostenido y recíprocamente fecundo con esas otras disciplinas. Emile Benveniste, quien hasta donde yo sé fue el primer lingüista contemporáneo que procuró eva-luar el impacto que el freudismo y el lacanismo estaban teniendo sobre el objeto y las metodologías de su quehacer profesional (a Lacan lo cita expresa-mente en 1956, y mi sospecha es que la relectura freudiana de Lacan es ni más ni menos que el gatillo que dispara la reflexión de Benveniste), lo tradujo en estos términos: «En primer lugar, reconocemos el universo del acto indivi-dual de habla, que es el de la subjetividad. A través del análisis freudiano, se puede ver que el sujeto hace uso del acto de habla y del discurso para 'repre-sentarse sí mismo' a sí mismo, como él quiere verse y como les pide a los otros que lo observen. Su discurso es solicitación y recurso: una a veces vehemente solicitación del otro, por medio del discurso en el cual él se figura a sí mismo desesperadamente, y un recurso a veces mendaz dirigido hacia el otro para individualizarse él a sí mismo ante sus propios ojos. Por el mero hecho de dirigirse a otro, el que habla de sí mismo instala al otro en sí mismo, y por lo tanto se aprehende, se confronta y se establece como él aspira a ser, y final-mente se historiza en esta historia incompleta o fraudulenta. El lenguaje se usa aquí por lo tanto como el acto de habla, convertido en la expresión de una subjetividad instantánea y elusiva que constituye la condición del diálogo».

A eso añade Benveniste que «La lengua del sujeto provee el instrumento de un discurso en el cual su personalidad se libera y se crea, sale al encuentro del otro y se hace reconocer por él. Ahora bien, la lengua es una estructura socializada a la que el acto de habla subordina para fines individuales e inter-subjetivos, añadiéndole así un diseño nuevo y estrictamente personal. La lengua es un sistema común para todos; el discurso es el portador de un men-saje y el instrumento de la acción. En este sentido, las configuraciones de todo acto de habla son únicas, realizadas dentro y por medio de la lengua. Hay así

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una antinomia en el sujeto entre el discurso y la lengua. Pero para eI analista la antinomia se establece en un plano muy diferente y asume un significado distinto. El analista tiene que mostrarse atento al contenido del discurso, pero no menos y especialmente a las lagunas que se producen en él. Si el contenido lo infor-ma sobre la imagen que el sujeto tiene de la situación y sobre la posición que él se atribuye a sí mismo en ella, el analista busca en este contenido un contenido nuevo: el de la motivación inconsciente que procede del complejo soterrado. Más allá del simbolismo innato del lenguaje, él percibirá un simbolismo espe-cífico que se ha formado, sin que el sujeto lo sepa, tanto de lo que se omite como de lo que se afirma. Y dentro de la historia en la que el sujeto se ubica, el analista provocará la emergencia de otra historia, que explicará la motiva-ción. Así, él tomará el discurso como la traducción de otro 'lenguaje', el que posee sus propias reglas, símbolos y 'sintaxis', y que remite a las estructura profundas de la psiquis».

Recurre Benveniste en seguida al juicio de Freud, cuando éste asevera que ese «otro lenguaje» no sería privativo de la neurosis o los sueños, sino que en general constituye un recurso característico del que se valen los procesos de ideación inconsciente, siendo reconocible por eso, además, en el folklore, los mitos populares, las leyendas, los modismos lingüísticos, la sabiduría proverbial y las bromas. De aquí pasa el lingüista citado a una ca-racterización del «área» de surgimiento del excedente extrasemántico, acerca de cuya existencia a él no parece caberle ya ninguna duda, y esta vez hacién-dose cosignatario de un fraseo que yo no sé si nos remite a Lacan de una manera directa, pero que trae en todo caso a mi memoria las consabidas regiones del mapa antropológico lacaniano: «esto establece exactamente el nivel del fenómeno. El área en que aparece el simbolismo inconsciente, se podría decir que es al mismo tiempo infra y supralingüística. En tanto infra-lingüística, tiene su origen en una región más profunda que aquélla en la cual la educación instala el mecanismo lingüístico. Hace uso de signos que no se pueden dividir y que admiten variantes individuales numerosas, suscepti-bles ellas mismas de acrecentarse mediante la referencia al dominio común de una cultura o a una experiencia personal. Es supralingüística, en tanto hace uso de signos condensadísimos, que en el lenguaje organizado corres-ponderían más a unidades vastas de discurso que a unidades mínimas. Y una relación dinámica de intencionalidad se establece entre estos signos que supone una motivación constante (la realización de 'un deseo reprimido') y que sigue los senderos indirectos más notables». Y concluye su planteamien-to, pero a mi modo de ver frenando el ímpetu rupturista que exhibiera durante la primera etapa del mismo, mitigando de ese modo sus alcances y

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devolviéndolo al fin de cuentas hasta el corral de los lingüistas ortodoxos: «Siguiendo esta comparación, uno se pone en camino de comparaciones pro-ductivas entre el simbolismo del inconsciente y ciertos procedimientos típicos de la subjetividad que se manifiestan en el discurso. En el nivel del habla, se puede ser preciso: ellos son los recursos estílisticos del discurso» 35 .

Basándome entonces en esta reflexión de Benveniste, pero pidiéndole también un poco más de lo que él me quiere dar de buena gana (en realidad, pidiéndole a Benveniste que se olvide de una vez por todas de la «estilística», en cuya institucionalización se empeñó su colega Charles Bally desde los pri-meros años del presente siglo, y que se constituya en cambio en precursor de ese evento crucial que es la detección de un lenguaje dentro del lenguaje y de unos mecanismos peculiares, «infra» y «supralingüísticos», a través de los cuales el segundo lenguaje se estaría dando a conocer en las «lagunas» del primero), yo daré por demostrado en lo que sigue que las dimensiones extra-semánticas del texto no son o no son siempre conscientes (incluso que no son o no son siempre postedípicas, como luego veremos), que ellas poseen un peso ideológico inobviable tanto como unos medios expresivos propios y que, además, tampoco son o no son necesariamente incrustaciones que el hablante le hace a la significación de un único texto-discurso, sino que con frecuencia ellas forman discursos completos, continuidades coherentes de signos, más o menos opacas en un primer acercamiento, a menudo antagónicas y cuyo sen-tido total es susceptible de ser re-producido por el estudioso o el crítico me-diante su trabajo de interpretación.

Pienso también que esta postura que acabo de resumir, sin identificar-se por entero con la de Julia Kristeva, se acerca a la de ella considerablemente, beneficiándose de los resultados de investigaciones tales como Séméiotiké..., La révolution du language poétique, Polylogue y demás escritos posteriores de la autora. Como es sabido, a fines de los años sesenta y durante los setenta, mientras que por un lado descubría a Bajtín para Occidente, por otro Kristeva profundizaba en las consecuencias del giro lacaniano hacia la lingüística y hasta procuraba fundar una ciencia lingüística nueva, a la que bautizó «séma-nalyse» y de la que después se desentendió, pero con la que quiso añadirle a la materia prima saussureana y jakobsoniana que utilizara Lacan diez años antes que ella una serie de otros conceptos surgidos en capítulos posteriores

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de la evolución de los estudios en torno al lenguaje. Hoy sabemos que en efecto muchos de los conceptos pivotes de aquel sémanalyse kristeviano de principios de los años sesenta se derivaban de la nomenclatura técnica de la gramática transformacional de Chomsky, de la teoría de los campos semánticos de Pierre Giraud y de los descubrimientos de la lingüística estruc-tural de Greimas a Benveniste. De todo eso, sin embargo, mi impresión es que la influencia de verdad perdurable sobre el trabajo de Kristeva fue la del últi-mo de los nombrados, más que nada a través de su dicotomía entre la «len-gua» y el «discurso» o, como el mismo lo establece, entre el «sistema de la lengua» y el «habla humana en acción»36 . No cabe duda de que con tales dis-tinciones Benveniste estaba preparando el terreno para las exploraciones siguientes de la teórica búlgara, poniendo a su disposición el dispositivo conceptual y científico que, al menos en lo que concierne a la lingüística con-temporánea (porque ya se ve que no hay que desentenderse de la poderosa gravitación que sobre su trabajo de esos años tiene Mijail Bajtín, algo a lo que nosotros nos referimos ya y sobre lo cual volveremos otra vez más adelante), habría de distanciarla de Ferdinand de Saussure y conducirla hacia una lin-güística del habla o, como Kristeva preferirá decir, hacia una lingüística del «sujeto parlante».

Uno de los principales frutos de esta incorporación de Kristeva en la trayectoria teórico-crítica cuyo curso estamos tratando de cartografiar en las páginas de este libro es la distinción que ella ensaya entre «genotexto» y «fe-notexto». Escribe en La révolution du langage poétique: «Podemos examinar ahora el modo cómo funcionan los textos. Lo que llamaremos el genotexto incluirá procesos semióticos pero también el advenimiento de lo simbólico. Lo prime-ro incluye pulsiones, su disposición y sus divisiones del cuerpo, más el sistema ecológico y social que rodea al cuerpo, tales como los objetos y las relaciones preedípicas con los padres. Lo segundo incluye la aparición del objeto y el sujeto, y la constitución de núcleos de significación que involucran catego-rías: campos semánticos y categoriales [...) Usaremos el término fenotexto para

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denotar el lenguaje que sirve a la comunicación y que los lingüistas describen en términos de 'competencia' y 'performance'. El fenotexto está constantemen-te dividido y dividiéndose, y es irreductible a los procesos semióticos que funcionan a través del genotexto. El fenotexto es una estructura (que puede ser generada, en el sentido de la gramática generativa); obedece a reglas de comunicación y presupone un sujeto de enunciación. El genotexto, por otra parte, es un proceso; se mueve a través de zonas que tienen bordes relativos y transitorios y constituye un sendero que no está restringido a los dos polos de información unívoca entre dos sujetos plenos» 37 .

Opino yo que esta propuesta de Kristeva cancela algunos de los pudo-res que detectábamos en la semiótica de Eco a la vez que amplía y complejiza las observaciones de Bajtín, Bennett e incluso las de su primer maestro Emile Benveniste. Puntos destacables en ella son la restricción de la competencia de la lingüística tradicional a las operaciones que tienen lugar en el nivel del fenotexto, el reconocimiento de que por debajo del fenotexto existe un segun-do nivel, el del genotexto, que es un nivel que dicho sea de paso pertenece también a la órbita del lenguaje pues abarca «procesos semióticos pero también el advenimiento de lo simbólico», aun cuando sea por otra parte inaccesible a los análisis que lleva a cabo el lingüista típico (Kristeva se ha enterado obviamente de las especulaciones del autor de los Problemas de lin-güística general en torno a la existencia de un «área infra y supralingüística», allí donde «los signos no se pueden dividir» y «admiten variantes individua-les numerosas», que son «susceptibles de incrementarse» más aún, pero, al contrario de lo que piensa Benveniste, entiende que los profesionales del len-guaje, por muy «estilistas» que ellos sean, nada es lo que tienen que hacer en semejante dominio), y el de que en este nivel del genotexto ni la información es «unívoca» ni el sujeto del discurso es un «sujeto pleno».

Pese a todo, yo siento que la oposición freudiana entre conciencia e inconsciencia se confunde en la propuesta de Kristeva peligrosamente con la oposición lacaniana entre lo simbólico y lo imaginario (o «lo semiótico», como ella lo denomina, apuntando más bien hacia el punto de partida preedípico en el proceso de la construcción psicoanalítica del sujeto), y eso hasta el punto de que no ha faltado el / la comentarista que equivocó su camino en el interior de este laberíntico discurso38. El error era del /la comentarista, qué duda cabe,

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pero facilitado por una falta de transparencia epistemológica de parte de la propia Kristeva, por una indistinción entre niveles que es ella misma quien promueve y que yo pienso que deviene inextricable de sus pronunciamien-tos. Así, es Kristeva quien induce a sus lectores a perderse en las sinuosidades de su teoría, borroneando las huellas que separan a una comarca de la otra. También es consecuencia de esta misma estrategia oscurantista el que en su concepción del texto los discursos subalternos tiendan a reducirse a un sim-ple amago de lo que no ha llegado todavía, y quizás nunca llegue a ser, un acto verdadero de comunicación. De donde proviene, en el dominio estético, la propensión kristeviana a privilegiar, bastante más de lo que a nosotros nos agrada y consideramos necesario, el estilo representacional de las vanguar-dias.

Pero un segundo y aún más atendible corolario de esta tesis es el que tiene que ver con las dificultades que el estudioso y el crítico de nuestros días encuentran cuando ellos se aprestan a dar cuenta de la «unidad» de los textos con los que trabajan. El viejo problema de la unidad de tal o cual poema (La Araucana) o de tal o cual novela (El Quijote), casi un reflejo condicionado entre nuestros profesores de literatura de antaño, y el que se agudizaba todavía más por la huella que habían dejado sobre las adhesiones artísticas de esos buenos maestros los rígidos patrones de la novela realista decimonónica -pero que tampoco podemos desconocer que obedece igualmente a una causa de orden más general, con lo que que me refiero a una problemática que aflo-ra lo mismo en Aristóteles que en Kant, en Hegel que en Croce-, yo tengo la impresión de que acaba convirtiéndose, si lo mantenemos prisionero dentro de los confines del objeto, en un callejón sin salida. Es lo que les pasa, por ejemplo, a los flamantes partidarios del «fragmento», quienes, al privilegiar los derechos de lo incompleto y discontinuo por sobre los de lo completo y continuo, o declaran su impotencia de facto para darle una solución más o menos decorosa a la cuestión de la unidad o recuperan la unidad de un modo oblicuo y, en definitiva, inconducente para cualquier otro fin que no sea el de ponerlos a ellos en óptimos términos con el último grito de la frivolidad post-moderna. «Desde los tiempos de Aristóteles que nos han enseñado a buscar

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la armonía, el orden y la unidad a expensas de la discordancia, el desorden y la dispersión», se quejaba uno de tales personajes en el «Prefacio» a un volu-men colectivo de principios de los años ochenta. Pero este mismo filósofo a la mode, como vemos tan dispuesto a entregar su vida por los derechos del des-barajuste, no tenía después ni el menor reparo para declarar que «de parte nuestra, el reconocer la fragmentación nos obliga a imaginar que la obra se sostiene merced a un orden ideal subsumido, aunque a veces invisible» 39. Per-sonalmente, estimo que esto es apoyar una exhibición de incoherencia con otra exhibición de incoherencia, lo que es un forma de ser coherente pero que en mí no suscita ningún ansia emulatoria. Es afirmar que ha sonado por fin la campana de la libertad y del caos, pero en el bien entendido de que a esa libertad y a ese caos los «sostiene», aunque a primera vista no podamos no-tarla, una (com)plenitud superior.

Una réplica similar a ésta me parece que podríamos darle al más próxi-mo y no menos atolondrado alegato de Antony Easthope, quien en Literary into Cultural Studies le reprocha a la estética de la modernidad el no haberse atrevido a desafiar la misma tradición que el personaje de la cita anterior vili-pendia, la que arranca desde Aristóteles y se aproxima al texto literario como si éste fuera «una unidad autoconsistente, un elemento que ha de valorarse de acuerdo con este criterio implicito»40. Por algo será, digo yo. Easthope, quien se encarama sobre la palestra teórica con la intención de probarnos des-de esa altura estupenda que la evaporación de un criterio para definir lo literario es una consecuencia directa del «descubrimiento» postmoderno de que el texto constituye una «totalidad heterogénea» (en rigor, lo que habría que replicarle es que ni siquiera se trata de un descubrimiento postmoderno, a menos que pretendamos retrotraer los orígenes de la postmodernidad al colapso del integrismo premoderno y a las compartimentalizaciones del uni-verso discursivo que se derivan de la intensificación de la división del trabajo que promueve el nuevo tipo de productividad capitalista y que es algo que en Occidente profundiza la filosofía de Kant), efectivamente confunde dos pro-blemáticas distintas, extrapola conclusiones que pertenecen a un lado con premisas que salen del otro y acaba haciendo de su argumento una performan-ce intelectual que está muy lejos de ser impoluta.

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Volvamos entonces a lo que de veras importa. Si el texto que aquí nos interesa se encuentra habitado por más de un discurso, ¿dónde y cómo pode-mos distinguir su unidad? Con Wayne C. Booth como su abanderado 41, las respuestas que se le dieron a esta pregunta hasta el primer lustro de la década del sesenta fueron numerosas, aunque en el fondo ellas hayan sido todas ra-mas de un solo tronco, y se movieron desde el autor real al ficticio, al implíci-to y a otros constructos de parecido jaez, muchos de los cuales nosotros cono-cemos porque los hemos conjurado en ocasiones diversas, por lo común en la sala de clases, pero no sin darnos cuenta de que eran algo así como un premio de consuelo habida cuenta de la carencia y la nostalgia que en nuestra prácti-ca pedagógica provocaba la eliminación del autor. Respecto de su populari-dad en el desempeño académico escrito, existe en estos momentos un buen recuento de Paul Ricoeur, lo que a mí me ahorra la fatiga de proveer otro 42 .

Por eso, será suficiente que para añadir concreción y fortaleza a esta parte de mi argumento yo traiga a la memoria nada más que a uno de aque-llos artificios metodológicos, que he seleccionado en virtud de su lucidez y elegancia, esto es, porque representa la que mi juicio es lá mejor respuesta que el pensamiento de los años sesenta supo darle a la pregunta por la entere-za del texto y porque además me parece dueño de un hermoso antojo de so-fisticación. Fue propuesto por Gérard Genette, en un ensayo de 1964, que él recogió después en el primer volumen de Figures. Allí el teórico estructuralis-ta especuló sobre la existencia de un «principio de inteligibilidad objetiva», el de la estructura que subyace a la obra, principio que él advierte que sería «accesible únicamente por medio del análisis y de conmutaciones a una espe-cie de espíritu geométrico que no es la concienda» 43. Eran esos otros tiempos sin duda, los del apogeo del estructuralismo en un París nouvelIe vague, que no anticipaba (no tenía por qué hacerlo en realidad) los descalabrantes suce-sos del 68. Pero tampoco se puede decir que la proposición de Genette fuera inaudita. En el fondo, yo pienso que debemos ver en ella una tentativa postre-ra, husserlianamente hábil y que por lo mismo no se encuentra muy lejos de la de Martínez Bonati en Chile (ambas descansan sobre la hipótesis de que la

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conciencia, la «intencional», o sea la que se dirige al objeto, según enseña Husserl, es capaz de percibir esencialmente todo cuanto existe sobre la faz de la tierra, dependiendo el desenlace irreprochable de esa actividad cognoscitiva del ahuyentamiento previo de cualquier «presuposición» sea ésta filosófica-mente formalizada o de sentido común. La metodología conforme consiste en «suspender» las presuposiciones, poco importa el ascendiente o el prestigio ideológico con el que éstas se adornan, y en poner «entre paréntesis» la pre-gunta por el origen de la conciencia y el mundo), de darle al trabajo con la literatura un objeto «científico», provisto de una «legalidad» que lo precede y la que no depende de ningún observador particular.

Pero ya Barthes, en 1968, cuatro años después de esa publicación de Genette, manifestaba sus dudas respecto de la viabilidad, sino de la legitimi-dad tout court, del proyecto estructuralista. Se recordará que en «La muerte del autor» Barthes observó que «el texto se compone de escrituras múltiples, procedentes de muchas culturas y que entran en relaciones mutuas de diálo-go, parodia o disputa». Esto, que como es de imaginarse desparrama al texto centrifugamente, constituiría un problema ciertamente insuperable para nues-tras tentativas de recuperación de su entereza si no fuera porque existe tam-bién «un lugar en donde la multiplicidad se detiene y ese lugar es el lector y no, como se ha dicho hasta ahora, el autor». Y sigue diciendo Barthes: «El lector es el espacio en el cual todas las citas que hacen a una escritura se ins-criben y sin que niguna se pierda; la unidad de un texto se encuentra no en su origen sino en su destino»`.

Con estas frases, el imperativo de discernirle al texto una unidad, algún tipo de unidad, estaba llegando hasta el último de sus paraderos posibles. Después de eso, el espectáculo que se abría hacia el futuro era el de la inmen-sidad de la pampa, un territorio carente ya de asignaciones territoriales de cualquiera índole, sin demarcaciones ni cercos visibles, y ahí lo único que quedaba por hacer era abandonarse en los brazos de la dispersión, algo con lo que el mismo Barthes alcanzó a coquetear un poco antes de su muerte. Pero el teórico a cuya autoridad nosotros estamos ahora apelando era el que todavía se hallaba en el medio del camino, el que había dejado de derrochar su genio crítico en la búsqueda de una «estructura subyacente» a la obra, abjurado en consecuencia de las tersas elaboraciones de los Elementos de Semiología y el «Aná-lisis estructural de los relatos», pero sin que eso supusiera aún un deslizamiento

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de su muy ilustre persona por el despeñadero de una erótica del puro «inci-dente» o la pura «sensación». La audacia de 1968, cuando Roland Barthes se negó a seguirle reconociendo al texto su credencial de Iocus exclusivo de la significación, constituye hoy por hoy una verdad de principio, en la que to-dos o casi todos los practicantes de este oficio concurrimos si bien con grados de entusiasmo que difieren de uno a otro individuo.

Porque hoy no nos parece que el problema de la unidad del texto pue-da abordarse con esperanzas de éxito sino movemos el lugar de su realización desde el ámbito clauso del texto mismo hacia la instancia de su «semiosis» o, para decirlo con las palabras de Charles Sanders Peirce, hacia aquella instan-cia de la producción del sentido en la que se reúnen e interactúan por lo me-nos tres entidades Isubjectsl, que son el «signo», su «objeto» y su «interpre-tant»45 . Dicho esto más sencillamente, prescindiendo por ende de los retorci-mientos logicistas de la nomenclatura y la prosa peirceanas, de lo que se trataría, en medio de la borrasca crítica por la que corrientemente estamos navegando, es de poner el advenimiento del significado del texto en el punto de encuentro entre los discursos que lo forman, sus objetos respectivos, cualquiera sea la naturaleza de éstos, y un determinado «horizonte de expecta-tivas» de intelección (el término es de Jauss), que es el que a nosotros nos permite dar cuenta del contacto entre objetos y discursos y que además es el factor desde el cual y con el cual algún / algunos discursos son puestos por encima de los demás que con él/ellos entretejen la fábrica del texto (Peirce tiene en mente, creo yo, el tertium comparationis de la antigua retórica).

Ese «horizonte de expectativas» semióticas, cuya naturaleza es cultu-ral y que por eso debe contar con el endorso de una «comunidad de intérpre-tes», si es que nos parece todavía utilizable para tales fines la noción que Stan-ley Fish ha propuesto en varios sitios 46, da sentido a la obra y, durante el pro-ceso de su darle sentido, ordena y jerarquiza de una u otra manera sus distin-tos componentes y/o niveles. La tan a menudo mistificada eternidad de los «clásicos», libros que no envejecen porque su potencial para decir excede a las condiciones inmediatas de su producción y consumo, lo que suele atribuir-se a un «universalismo» misterioso que se escondería en algún rincón del

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libro mismo (el universalismo en cuyo encomio se regodea Alfonso Reyes, por ejemplo), tiene pues esta otra y menos arcana explicación. Clásico es un texto que está diciendo siempre" porque se engasta en la historia de la cultura de una manera radical, de una manera que, si bien es cierto que no sobrepasa a las condiciones generales de funcionamiento de esa cultura (mi acceso a los artefactos semióticos de una cultura que no sea la mía es limitado, aunque los críticos postcoloniales se empeñen en mantener lo contrario, y me parece que es un gesto de honestidad intelectual el reconocerlo sobre todo en estos tiempos en que la frescura antropologística hace que medio mundo se arrogue la facultad de emitir opiniones llenas de presunción y ligereza acerca de la otra mitad), sobrepasa sí a las inmediatas que ahí y entonces regulan el contacto presente del lector con el texto, y por eso es que éste puede decir y volver a decir según sean las renovadas promociones de individuos que en épocas diferentes se-miotizan la radicalidad que lo posee empleando para eso sus «estrategias» de lectura respectivas.

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Los discursos que habitan un texto se relacionan hacia adentro, entre ellos, y hacia afuera, con otros discursos. El primer hemistiquio de esta tercera tesis nues-tra no debiera provocarle al lector ningún asombro si es que éste se ha resig-nado ya a las consecuencias de la tesis previa, aquélla que hace del texto el continente de una pluralidad de discursos. Si en un texto existen numerosos discursos, es concebible e inclusive previsible que se forme algún tipo de en-lace entre ellos. Más herético deviene por supuesto pensar que ese mismo enlace se proyecta también «hacia afuera». Respecto de este costado no tan complaciente de nuestra proposición, lo que nosotros sostendremos en el pre-sente ensayo es que, así como los discursos que encontramos en un texto se relacio-nan entre ellos, ellos se relacionan también con otros discursos que se pueden encon-trar en otros textos. Muchos son los temas de debate que se abren a partir de nuestra tercera tesis y mi sospecha es que habría que empezar por el más obvio.

Presiento desde luego que al lector que haya sido adiestrado en el pen-samiento crítico de antes de ayer una propuesta como esta que yo acabo de hacerle le va a resultar bastante menos simpática que la anterior, pues nada cuesta percatarse de que ella atenta desvergonzadamente contra un concepto o un seudoconcepto que viene constituyendo ya, para dos o tres generaciones de estudiosos de la literatura, un artículo de fe. Pienso en el dogma de la autonomía de la obra literaria, en el extremo de cuyas presentaciones didácti-cas cada texto, y pudiera ser que también cada discurso, si es que a ese pensamiento que nos ha precedido se le hubiese ocurrido incurrir en seme-jante distingo, abarcaba un todo autosuficiente que contenía dentro de sí cuanto al lector le hacía falta para su goce y comprensión. En los libros de los neocrí-ticos estadounidenses de los años cuarenta y cincuenta, los de Crowe Ron-som (que fue quien le dio nombre a la tendencia, en The New Criticism, 1941), Allen Tate, Yvor Winters, Cleanth Brooks, W.K. Wimsatt, Robert Penn Warren y los demás, expuestos todos ellos a las persecuciones que fueron producto del mcCarthysmo y la Guerra Fría, las que los predisponían para identificar

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en los tratos con la historia el camino más seguro al infierno, es donde esta brida axiomática alcanzó su formulación e imposición poco menos que abso-luta. Su consecuencia necesaria fue la operación quirúrgica por medio de la cual los facultativos más competentes dentro del grupo se dieron maña para separar al texto del contexto y el anatema que tanto ellos como sus acólitos nacionales (actitud que prestamente imitaron los internacionales 48) descarga-ron sobre cualquier tentativa de introducir «conexiones sociológicas» en el terreno del análisis concreto. En cambio, llamaron a que los estudiosos de la literatura nos uniéramos en una cruzada a favor de una «crítica intrínseca», que desde su punto de vista sería la única acreedora de validación científica o semejante puesto que era una crítica que se confesaba desde el comienzo pro-clive a encauzar su desempeño epistémico haciendo suya la premisa de la independencia del objeto o, para ponerlo en las palabras del guía espiritual de la secta, el checo René Wellek, la premisa de que «el estudio literario debe ser específicamente literario»49.

Ese llamado revelaba desde luego, es casi superfluo que yo lo señale, la confianza sin límites que el maestro y sus discípulos tenían en sus habilida-des para discriminar entre lo que era y no era literatura. A ello se debe que, antecediendo al primer capitulo de la parte cuarta del caballo de batalla del grupo, la Theory of Literature, destinada en su integridad a «El estudio intrín-seco de la literatura», y que como se nos deja saber en el prefacio del libro es de pluma y letra de Wellek, nos encontremos con una «Introducción» cuyo escrutinio se presume que debiera dejarnos abundantemente persuadidos de que «El punto de partida natural y sensato en los estudios literarios es la

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interpretación y el análisis de las obras literarias mismas», ya que «sólo las obras mismas justifican nuestro interés en la vida de un autor, en su ambiente social y en el proceso entero de la literatura» 50. Un poco más adelante, la conclusión

a la que llega Wellek es que «el verdadero poema debe concebirse como una estructura de normas, actualizadas sólo parcialmente en la expe-riencia real de sus muchos lectores», a lo que añade que esas normas constitu-yen al fin de cuentas un sistema de varios «estratos, cada uno de ellos impli-cando su propio grupo subordinado». La cita que sigue pertenece, como es de suponerse, a Roman Ingarden 51 .

Como se ha visto al comienzo de estas notas, esa antigua y confortable confianza ya no está con nosotros. Hoy no nos sentimos en condiciones de decir, ni menos todavía con la seguridad con que lo hicieron Rene Wellek y los neocríticos estadounidenses, qué sea eso del «verdadero poema». En cambio, debemos contentarnos con el despliegue de una plataforma de trabajo un poco menos ambiciosa que la que ellos propugnaron en su tiempo, pero a la que intuimos defendible (si bien no inmodificable) y que dice relación con lo que pudieran ser el discurso y el texto. Agreguemos a esto, como que-dó establecido más arriba, que el texto en el que estamos ahora pensando se encuentra ordinariamente habitado por más de un discurso, que los discur-sos que lo ocupan se relacionan hacia adentro, entre ellos, y hacia afuera, con otros discursos, y que en vista de tales antecedentes la autonomía y la autosu-ficiencia, en cualquier caso de la manera beata en que las entendieron y apli-caron nuestros predecesores de los años cuarenta y cincuenta, no pasan de ser una superstición.

Más aún: consideramos que convertirse en un devoto de dicha supers-tición y hacer historia literaria es un contrasentido de proporciones bochornosas. Digo esto porque hacer historia literaria a base de un libreto epis-temológico que admite desde la partida la total vanidad del ademán compara-tivo o, mejor dicho, la obstinación estrambótica y sin destino que iría aparejada a un esfuerzo mediante el cual lo que se busca es investigar a unos objetos apelando a su voluntad de vinculo, que es algo que esos objetos supuestamente no tienen o tienen sólo por añadidura, se aproxima, se comprende que caricatu-rescamente, a los trabajos de Sísifo. De acuerdo con este predicamento, historiar la literatura significa ni más ni menos que relacionar a unos textos que son «autosuficientes», o sea que son textos que carecen historia o no la necesitan,

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con otros textos a los cuales ni la compañía de sus pares ni su exposición a los estímulos del tiempo parecen conmoverlos o serles de ninguna utilidad. La única y desconsoladora moraleja que los interesados en el tópico podemos extraer de un evangelio tan peregrino como ése es la que afirma que la histo-ria literaria, si para algo sirve, no es para una mejor recepción de la literatura. Otra vez, la opinión de René Wellek es la más enfática al respecto: «La histo-ria literaria tiene delante suyo el problema análogo [análogo al de la pintura o la música] de trazar la historia de la literatura como un arte, en un aislamien-to comparativo [sic] de la historia social, las biografías de los autores, o la apreciación de las obras individuales»

52.

En realidad, aunque no menos desconfiable, debo decir que resulta más de mi gusto el cinismo del que hace alarde Paul de Man al ponerse a reflexio-nar sobre este tema. A la pregunta sobre si es posible pensar en la historia de una entidad tan «autocontradictoria» como la literatura, su respuesta acumu-la una serie de tres negaciones y una afirmación. Considera Paul de Man que no es posible pensar en una «historia positivista», de amontonamiento de datos, por las razones que todos conocemos y no hace falta repetir; que tampoco es posible pensar en una historia «intrínseca», a la manera de Wellek, porque ese es un proyecto ingenuo, que a menudo presupone una noción de la historia de la que el crítico mismo no se da cuenta (o no quiere darse cuenta, agregue-mos nosotros); y, por último, que ni siquiera cabe proponerse la escritura de una historia a partir de la «literaturidad», al modo de los estructuralistas fran-ceses, porque ello da por existente en el objeto un fundamento esencial (y, por lo tanto, una estabilidad) de la que éste carece. En tales condiciones, lo único concebible y tolerable según piensa de Man es una historia que respete el estatuto autocontradictorio de la literatura, la «aporta» literaria, dicho esto con su propio lenguaje, y que se haga cargo así de la verdad y la falsedad del cono-cimiento que la propia literatura nos entrega acerca de sí misma, distinguiendo de manera rigurosa entre el lenguaje metafórico y el lenguaje histórico, y dan-do cuenta de la modernidad literaria y de su historicidad a partir de dicha distinción. Pero esto requeriría de la entrada en el debate teórico de una idea de la historia que es distinta de todas aquellas que comúnmente se encuen-tran en el mercado epistémico, lo que para de Man constituye una «empresa desesperadamente vasta», aunque la misma pudiera ser un modelo, un «pa-radigma» es lo que él escribe, para la historia en general, pues «al hombre, como a la literatura, se lo puede definir como una entidad capaz de poner en

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entredicho su propio modo de ser». Puesto de otra manera: olvídese usted de la historia literaria como una disciplina que se ocupa de un objeto homogé-neo, estable y acerca del cual se pueden postular algunas regularidades. En la literatura, como en los seres humanos, la homogeneidad, la estabilidad y la regularidad sólo existen para aguardar el instante de su autodestrucción 53

.

Por su parte, Cedomil Goié, que entre los críticos latinoamericanos fue aquél que se pronunció con mayor profundidad, coherencia y firmeza en de-manda de una postura historiográfica «intrínseca», en la «Introducción» a su Historia de la novela hispanoamericana pone el proyecto promotor de esta clase de discurso historiográfico bajo la autoridad de Roman jakobson, el que según refiere Goié con indisimulado alborozo se burló en cierta ocasión de los histo-riadores literarios no «intrínsecos», o sea de los «extrínsecos», en la jerga de Wellek, diciendo que ellos se asemejaban «a esos policías que cuando van a detener a alguien detienen a todo el que encuentran en la habitación donde vive e incluso a las personas que pasean por la calle próxima»54 . Yo tengo para mí, sin embargo, que originariamente la intención de producir una historia de la literatura que iba a hacerse responsable nada más que por las determinacio-nes «inmanentes» de su objeto constituyó una suerte de second thought o de concesión forzosa a la que contra sus naturales instintos se vieron arrastrados los fundadores de esta última época en la historia de la crítica moderna de Occidente, y me refiero a los formalistas rusos. Ello ocurrió cuando los repre-sentantes de esa escuela empezaron a sentir el aprieto verdaderamente temible en el que podían meterlos sus propios prejuicios o en el que podían meterlos los prejuicios de otros que no sólo eran menos formalistas que ellos sino que ade-más eran los dueños del poder en el nuevo Estado soviético.

Por eso, no es raro que sea el adalid del grupo, Victor Shklovsky, quien publicita el nuevo objetivo, en 1923, precisamente en los momentos en que a los miembros del Círculo Lingüístico de Moscú y a los de la Opoyaz de Petro-grado la presión bolchevique por «historizar» sus planteamientos les estaba llegando muy cerca del cuellos'. Ese mismo año Leon Trotsky había publicado

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su libro Literatura y arte, en cuyo segundo capítulo observaba que «los forma-listas (y el más grande de sus genios fue Kant) no miran hacia la dinámica del desarrollo sino que hacen un corte transversal dentro de ella, en el día y la hora de su propia revelación filosófica. En la intersección de ese corte, ellos muestran la complejidad y la multiplicidad del objeto (no del proceso, por-que no piensan en términos de proceso). Esa complejidad la analizan y la clasifican. Le dan nombres a los elementos, los que de inmediato son transfor-mados en esencias, en subabsolutos» 56.

Con más agudeza que muchos de sus camaradas de entonces y de des-pués, deslizando junto con su crítica algún aplauso entre líneas, Trotsky des-cubre en las palabras que acabo de citar el impacto que tenían o estaban te-niendo sobre el programa del formalismo ruso algunas aspiraciones filosófi-cas que son sus coetáneas. Pienso en aquéllas que son imputables por ejemplo a la fértil siembra de la fenomenología o, más precisamente, al amplio crédito que se les dispensó a las propuestas husserlianas desde la fecha de la primera publicación de los dos volúmenes de las Investigaciones Iógicas, en 1901, entre otras cosas porque su propósito era ahondar en los «contenidos inmanentes de la conciencia», prescindiendo el observador para el deslinde de la materia de análisis hasta del objeto mismo sobre el que había decidido centrar su atención, «reduciéndolo», poniéndolo «entre paréntesis», así como también

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.suspendiendo el juicio» respecto de aquellas determinaciones ideológicas que a no ser que seamos cuerpos celestes (o celestiales) condicionan y restrin-gen nuestro acceso al mundo real.

Con ello, en medio de este clima filosófico de belicoso antihistoricismo, consiguió su salvoconducto el cambio de método que durante esos años se empieza a producir en el dominio genérico de las investigaciones sobre el lenguaje desde una postura diacrónica hacia otra sincrónica. Como advertía Ferdinand de Saussure, circa 1912: «Lo primero que sorprende cuando se es-tudian los hechos de la lengua, es que para el sujeto hablante su sucesión en el tiempo es inexistente. Así el lingüista que quiere comprender ese estado tiene que hacer tabla rasa de todo lo que lo ha producido y desentenderse de la diacronía. Nunca podrá entrar en la conciencia de los sujetos hablantes más que suprimiendo el pasado. La intervención de la historia sólo puede falsear SU juicio [...] Después de conceder lugar excesivo a la historia, la lingüística volverá al punto de vista estático de la gramática tradicional, pero con un espíritu nuevo y con otros procedimientos»57. A decir verdad, no son pocos los lingüistas que hoy achacan el título de «padre» de la «ciencia» sobre cuya arena ellos exhiben sus destrezas y que clamorosamente depositan sobre la persona de Ferdinand de Saussure, no tanto a la división entre «lengua» y «habla» o a la teoría de las dos caras del signo lingüístico que el maestro pro-puso, ni siquiera al estreno en sociedad del dadivoso principio de la «diferen-cia», sino más bien al hecho de que, apoyándose en la premisa de que el obje-to de conocimiento de la disciplina debe ser el lenguaje tal y como éste se presenta en la conciencia del hablante, Saussure «fue el primero que alejó a la lingüística europea de su ocupación exclusiva con las explicaciones históricas de los fenómenos lingüísticos volviéndola hacia las descripciones de la es-tructura del lenguaje en un punto dado del tiempo»58 .

De ahí que Trotsky no sólo reconozca sino que también aprecie el pro-yecto de sus compatriotas formalistas. Percibe las ventajas que tiene el ocupar-se y el dar cuenta de «la complejidad y la multiplicidad del objeto», el trabajo de «analizarlo» y de «clasificarlo». Esto porque, aun sin ser un especialista en los laberintos lingüístico-literarios, es lo suficientemente culto como para darse cuenta de que hay en todo eso un proyecto de productividad potencial más

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que probable, que trae consigo el aval de un respaldo científico genuino, mere-cedor de algún respeto, aunque por otra parte no les perdone a los interpelados su ahistoricismo, la negativa a pensar los textos literarios «en términos de proceso».

Los formalistas no le dieron la espalda a los fraternales consejos de la némesis de Stalin y, habiéndose convencido de que no pensar «en términos de proceso» era un programa de trabajo al que ellos podían acoplarle todos los pergaminos de cientificidad imaginables pero que no por eso se transfor-maba en una opción salutífera en la Rusia postzarista, inauguraron una línea de indagaciones literarias que incorporaba la diacronía entre los asuntos que eran susceptibles de convertirse en materia de estudio. De juzgarlo nosotros desde la distancia que nos ofrecen los casi cien años transcurridos desde en-tonces hasta ahora, ese cambio de rumbo no puede menos que parecernos próximo a una abjuración de principios por cuanto los investigadores que se mostraban endosándolo eran los mismos que hasta no mucho tiempo antes se habían abstenido, con explicaciones diversas, de hacer efectivo cualquier vínculo entre el arte y la historia. Cito ahora a Victor Erlich: «Los Formalistas tenían toda la razón [aun cuando una razón maravillosamente oportuna, como se ha visto] al apuntar al dinamismo interior del proceso literario, insistiendo en que las tendencias artísticas no se pueden deducir mecánicamente de o reducir a los datos de las otras 'series' culturales. Pero da la impresión de que confundieron la autonomía con el separatismo cuando, en una reacción extra-vagante contra la Falacia Reductiva, parecieron negar cualquier interacción entre las varias partes del tejido social y construir así la evolución literaria como si ésta fuera un proceso autocontenido por completo»59 .

He ahí el acta de nacimiento, fruto de una circunstancia forzada, de una polémica con las motivaciones no del todo descubiertas y de una solución de los dientes para afuera, según comprueba el propio Erlich, del proyecto de escribir una historia «intrínseca» o «interna» de la literatura. Pero

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la posición de Shklovsky pudiera ser menos contradictoria de lo que Erlich sugiere. Porque como se ha visto uno acaba arribando a la conclusión de que la doctrina de la autonomía de los textos literarios no es un producto del libre ejercicio de la conciencia crítica, de una decisión de conocimiento personal, inmotivada y espontánea, por parte de todos aquellos que la suscriben, sino que, muy por el contrario, ella depende (¡horror de horrores!) de un sistema de determinaciones que son extrapersonales e inclusive, lo que es mucho peor, extracientíficas.

No sólo eso, sino que, después de habernos tropezado con esta eviden-cia preocupante por demás, a renglón seguido nos vamos a ver obligados a conceder también que el tal sistema sobrepasa generosamente los límites del escenario ideológico y político de la contemporaneidad. Es decir que los for-malistas rusos no fueron los primeros en acusar el impacto sobre su labor crítica de las pugnas del mundo moderno ni iban a ser los últimos tampoco. Por eso, porque el autonomismo literario no es un capricho sino una perspectiva congruente en sí misma y congruente además con muchos otros autonomismos, y por lo tanto un elemento que forma parte de la urdimbre subterránea de nuestra cultura, es que nosotros quisiéramos dedicarle, en las páginas que vienen, un brevísimo excurso.

Y es que poseemos ya más datos de los que hacen falta para demostrar que en la historia de Occidente, cuando en los albores de la modernidad el dominio de «lo estético» reemplaza al dominio de «lo sagrado», ese relevo llega a ser el que hoy día conocemos (y padecemos...) sólo después de un descuento considerable en la caja de caudales del elemento sustitutor. A lo estético se le asigna la tarea de reemplazar a lo sagrado en las conciencias de los individuos de la nueva edad moderna, esto con el fin de contrarrestar el estado de alienación que una filosofía reaccionaria y mitificadora de la edad premoderna pretende que es el propio del cotidiano burgués, pero sin que para la materialización de semejante encomienda se le destinen los recursos que serían compatibles con la magnitud de la tarea: «Desde este punto de vista, que es el que corresponde al arte en su más alta y verdadera dignidad, queda claro de inmediato que el arte pertenece a la misma provincia a la que pertenecen la religión y la filosofía. En todas estas esferas del espíritu absolu-to, el espíritu se libera de las gravosas barreras de su existencia en el mundo exterior, abriendo para sí una salida desde la contingencia de su existencia

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mundana, y del contenido finito de sus objetivos e intereses allí, hacia la con-sideración y completamiento de su ser en y para sí mismo»60 .

Estas palabras de Hegel, que destacan la que a su juicio es «Ia más alta y verdadera dignidad del arte», dan la impresión de haber sido escritas por el autor de Estética en los revuelos de un arranque de euforia especulativa que por lo menos en esa ocasión no tuvo en cuenta para nada el hecho de que en el mundo social que era su contemporáneo y con respecto a la misma temática de sus disquisiciones se estaba extendiendo una conducta que era muy dis-tinta de la que él preconizaba61 . Así, aun si fuese verídico, y yo me atrevo a pensar que no lo es o que lo es sólo a medias, que lo que pretende el orden burgués es que los productores de artefactos estéticos cierren la brecha que separa a lo particular de lo universal, al fin de los medios, al concepto del objeto y al espíritu de la naturaleza, no es menos verídico que ese orden no siente que le deba al artista un tratamiento que esté en relación con tales de-mandase.

La indiferencia burguesa no es arbitraria. Por el contrario, proviene de una idea del arte que, aunque no siempre se explicite con todo el candor que sería deseable, es coherente, y que en el concierto ideológico de la moderni-dad se nos aparece como la contracara perversa de las esperanzas de Hegel. Según esa otra idea burguesa del arte, éste, que desde las primeras definiciones del idealismo se concibió como un «juego», es decir, como una manifestación del espíritu libre de unos sujetos casi angélicos, los que por razones que nadie se explica consumaban su trabajo en el mundo absueltos de los constreñi-mientos que en los demás seres humanos descargan las miserias de la mayoría de edad, es, al mismo tiempo o por eso mismo, una ocupación ingrávida, desprovista del peso que para sí reclaman la ciencia, la moralidad y la ley,

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estas últimas las ocupaciones que junto con el arte conforman, según el razo-namiento de Kant, el núcleo básico de la cultura moderna. A partir de esta premisa de verdadera discriminación categorial entre aquellas actividades que se llevan a cabo en el espacio simbólico entre cuyas coordenadas todavía vivi-mos, a nadie debiera extrañarle que los buenos burgueses deduzcan que el arte es una práctica no seria (en el fondo, lo que deducen es que es una no práctica) y, por consiguiente, que es un afán prescindible o poco menos y con respecto del cual tanto los individuos como las instituciones pueden desen-tenderse sin desmedro ni perjuicio para nadie. La tarea del artista no consiste en salvar al mundo sino en adornarlo. De la noción idealista de juego, hemos pasado, casi imperceptiblemente, a la menos noble de decoración.

De manera que en el ámbito histórico de la modernidad el que se siente realizando una faena indispensable para la salud espiritual de sus conciuda-danos es el constructor de artefactos estéticos (o, para no ser tan excluyentes, digamos que también son de ese mismo parecer aquéllos que como Hegel se establecen y emiten su propio discurso reclamando para tales efectos un pun-to de hablada que según se les ocurre es coincidente con o incluso pudiera ir más allá que el del artista y de acuerdo con el cual, como hemos visto ante-riormente, éste junto con ellos serían los sucesores de Dios). Pensándose a sí mismos como los guardianes de la trascendencia («Pararrayos celestes, torres de Dios...», es lo que exclama Darío en un poema de Cantos de vida y esperanza, a lo que Neruda responde con su jactancioso «para mí que entro cantando como con una espada entre indefensos...»), pero a cargo de unas funciones que sus empleadores califican de supernumerarias en el mejor de los casos, el artista y el filósofo modernos actúan obnubilados por un malentendido. Por culpa de ese malentendido es que con su boca filosófica, que según él profiere versículos que pertenecen a «la misma provincia» a la que pertenecen los del arte y la religión, Hegel habla en el párrafo transcrito echándose en el bolsillo la existencia de una postura que es paralela a la suya, y que además, como si lo anterior no bastara, desde una historia que a él no puede menos que agra-viarlo igualmente, es la que prevalece alrededor.

Porque, a despecho de lo que Hegel afirma, el artista y el filósofo mo-dernos carecen del poder y ni siquiera concitan el silencio que sus antecesores premodemos se granjeaban de parte de los miembros de sus comunidades res-pectivas. Consecuencia de ese menoscabo degradante, cuyas manifestaciones cuesta muy poco comprobar, es aquel déficit de «espíritu absoluto» que tanto él como los que son como él detectan y repudian en el cotidiano burgués, un défi-cit al que cualquiera de nosotros se puede exponer escuchando las banalidades

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que difunden a diario los burócratas que dicen representarnos en las institu-ciones de la república, lo que a los buenos burgueses (que son quienes al fin y al cabo les encomiendan a aquellos otros el cuidado de la república) no los perturba ni mucho ni poco. Por último, me parece asimismo al margen de dudas que es de la creencia en los «plenos poderes» del arte, así como de la creencia en el para ellos posible remedio gracias a sus servicios balsámicos de las penurias espirituales de la modernidad, de donde exprime su entusiasmo la entera familia de los poetas románticos y postrománticos. La inmensa nos-talgia del paraíso perdido, así como el resentimiento derivado de sus tratos con la bajeza y la barbarie que ocupó el lugar vacante, el mismo en el que alguna vez reinó la dicha, eran, son todavía, el combustible no tan misterioso que se encargaba y se encarga de alimentarles la pluma. Con él, a causa del empeño que esos liridas ponen para vencer (para «sublimar» es lo que F reud hubiese escrito seguramente) su disgusto, trasladándolo hacia y metamorfo-seándolo en el dominio de las expresiones lingüísticas que constituyen su fuerza, ellos se aseguran un domicilio que les permite contrarrestar las des-venturas de su inicuo destierro. Por razones que se vinculan con su pertenencia a un cuerpo organizado de poder, que es la Iglesia, me gustaría que también quedara claro en este punto que la situación del sacerdote moderno es muy diferente a la del artista y que algo semejante es lo que puede comprobarse en cuanto a la situación del filósofo académico.

Pero no sólo eso, ya que el orden burgués se encarga de disuadir tam-bién al artista moderno de cualquier expectativa que él/ ella pudiese abrigar vis-á-vis la redistribución de papeles que exigiría un funcionamiento «más humano» de las nuevas estructuras históricas. La iniciativa, en la que Schiller fatigó su ingenio filosófico hace algo más de dos siglos, y con la que como es bien sabido él se propuso demostrar las bondades individuales y sociales de una «educación etética del hombre», se cuenta entre los primeros intentos, y puede que sea todavía el mejor de todos ellos (en América Latina, su émulo es el maestro uruguayo José Enrique Rodó), destinados a imaginarle al artista moderno una funcionalidad que, sin ser equivalente a esa otra de cuyas ven-tajas disfrutaron sus predecesores premodernos, ofrezca un remedo puesto al día, pero después de todo nada más que un remedo, de sus virtudes salvíficas. El arte, que en el pensamiento schilleriano llega a ser un «juego serio», es tam-bién, opina él, el único resorte del que el sujeto moderno puede echar mano cuando lo que él/ ella anda buscado es un puente de integración consigo mis-mo y con sus prójimos, el único instrumento de autoconexión y de interconexión al que los habitantes de la modernidad podemos recurrir cuando los nexos artificiales que la razón instrumental ha construido para el logro de un

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rodaje menos problemático de la sociedad civil nos dejan ver la pobreza de sus limites. En el pensamiento de Schiller, el arte moderno acabará así por mostrarse como una ventana abierta que en una región muy precisa de su contradictorio edificio la conciencia burguesa se ha administrado a sí misma con el fin de facilitarle su libre curso al oxígeno no utilitario. En cuanto al intercambio con el prójimo, Schi ller nos participa su convencimiento de que, en todas las esferas que no son la del arte, el diálogo moderno es un diálogo de sordos: «Todas las otras formas de comunicación dividen a la sociedad, porque todas ellas se relacionan exclusivamente con la receptividad privada o con la pericia privada de cada individuo, esto es, con lo que distingue a un hombre de otro hombre; sólo el modo de comunicación estética une a la socie-dad, porque se relaciona con aquello que nos es común a todos» 63 .

Ocurre sin embargo que los sordos son muchos, innumerables más bien, que esos sordos no escuchan, no han escuchado ni escucharán jamás ni a Schiller

ni a los que son como Schiller (al Adorno de la Dialéctica de la IIustración o al de la Teoría estética, sin ir más lejos), y que lo que sigue a este reconocimiento de la descarnada elocuencia de los hechos es un desencanto profundo y, des-pués de él, el ademán narcisista, el gesto de aquél que ha perdido la batalla y que a causa de eso ya no mira sino que se mira mirar.

De ahí al aislamiento del creador de objetos arte, ala (auto)marginalización de su persona (la bohemia es el ejemplo que descuella en la segunda mitad del siglo XIX y el «marginalismo» hoy día tan en boga pudiera ser el que corresponde a la segunda mitad del siglo XX) y a la mistificación de sus pro-ductos hay un tramo muy corto. Ese tramo se cubre en poco tiempo, el «cam-po del arte» se enrarece, la práctica estética se «autonomiza» y la producción y recepción de las obras de esta clase adquiere las características de la puesta en movimiento de una máquina de saberes especializados y cómplices. En el análisis sociológico que nos ha dado a conocer Pierre Bourdieu en lo que toca a las particularidades que este procedimiento adopta en el caso tantas veces paradigmático de Francia, deviene por lo pronto tremendamente ilustrativa su comprobación de que en ese país modelo los «progresos» del campo litera-rio en pos del desiderátum autonómico se caracterizan por el hecho de que «a fines del siglo XIX la jerarquía entre los géneros (y los autores) según los criterios específicos del juicio de los pares es casi exactamente la inversa de la jerarquía según el éxito comercial». A lo que agrega Bourdieu: «el campo literario tiende a

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organizarse según dos principios de diferenciación independientes y jerarqui-zados: la oposición principal, entre la producción pura, destinada a un mercado restringido a los productores, y la gran producción, dirigida a la satisfacción de las expectativas del gran público» 64 .

Casi no hace falta insistir en que, de acuerdo con este reordenamiento de las «reglas del arte», que como vemos se completa en Francia durante los últimos años del XIX, la «verdadera» literatura (y, en general, el arte «verdadero») es/son los que pertenecen a la primera de las dos categorías examinadas por Bourdieu en su estudio, a esa categoría en la que los productores son los mismos que los consumidores. Llega a ser ostensible también, a partir del análisis sociológico que Bourdieu realiza, cuáles son las motivaciones concretas del proceso de ensimismamiento cada vez más absorto que desde por ejemplo los experimentos escriturarios de Mallarmé se apodera del quehacer poético, considerado el non plus ultra de la literatura. Ese ourobórico autoalimentarse de la poesía con y por la propia poesía constituye, puede concluirse entonces, al mismo tiempo un efecto que una causa de la doble conciencia que la bur-guesía promueve en lo que toca a su comercio con el arte.

En una perspectiva de análisis que tiene algunos puntos de contacto con la de Bourdieu, pero que también se aventura un poco más lejos, Ter ry Eagleton, quien a comienzos de esta década procuró dar cabida a una posi-ción marxista fresca respecto del tema autonómico, nos explica que si bien es cierto que la noción moderna del artefacto estético es ideológica y que ella se construye junto con la construcción de las demás formas ideológicas de la moderna sociedad de clases, precisamente por poner el acento en la autono-mía del objeto artístico esta noción termina constituyéndose en una especie de metonimia/ metáfora de la noción (en último término, del tipo) de subjeti-vidad, también autónoma, que el aparato económico capitalista requiere para un mejor cumplimiento de sus designios de continuado crecimiento de las fuerzas productivas, lo que no sólo no es tan espantoso como suena sino que hasta pudiera ser, y valga la paradoja, celebrable.

Un poco más adelante, en el libro que ahora cito, el crítico británico nos participa lo fundamental de su tesis. Dice ahí: «La emergencia de lo estético como categoría teórica se liga estrechamente con el proceso material por cuyo intermedio la producción de cultura, en una fase temprana de la evolución de la sociedad burguesa, se convierte en 'autónoma' — se entiende que autónoma

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con respecto a las varias funciones sociales que había desempeñado tradicio-nalmente. Una vez que los artefactos de la cultura llegan a ser mercancías en el mercado, ellos existen para nada y para nadie en particular, y en consecuencia se pueden racionalizar, hablando ideológicamente, como si exis-tieran entera y gloriosamente para sí mismos. Esta noción de autonomía o autorreferencialidad es la que preocupa de manera prioritaria al nuevo dis-curso de la estética; y es bastante claro, desde un punto de vista político de izquierda [radical], cuán incapacitante [disabling] acaba por ser esa idea de la autonomía estética. No sólo porque, como el pensamiento de izquierda ha insistido de ordinario, el arte queda de esta manera secuestrado de las demás prácticas sociales, convirtiéndose en un enclave solitario dentro del cual el orden social dominante puede encontrar un refugio idealizado respecto de sus reales valores de competitividad, explotación y posesividad material. Tam-bién, con más sutileza, porque la idea de la autonomía —de un modo de ser que se autorregula y autodetermina por completo— abastece a la clase media con el modelo de subjetividad ideológica que esta necesita para sus operacio-nes».

Pero es entonces cuando Eagleton se apresura a definir también los lí-mites de su argumento y a demostrar que, no obstante su sesgo en primera instancia «incapacitante», el concepto y la práctica de la autonomía poseen además una fuerza de otro orden, suplementaria y antagónica, cuyos dividen-dos no debieran descuidarse. En sus palabras: «[la autonomía] suministra un constituyente básico de la ideología burguesa, pero también pone énfasis en la naturaleza autodeterminante de los poderes y capacidades humanos, los mismos que constituyen, en la obra de Karl Marx y de otros, la fundación antropológica de una oposición revolucionaria a la utilidad burguesa»65 .

En este argumento de Eagleton, lo que resalta, casi conmovedoramente en mi opinión, es su deseo de salvaguardar la potencialidad humanizadora y transformadora del arte. Para eso es que él apela a un cierto fundamento «an-tropológico» de la doctrina autonomista, el que legitimaría las demandas de validez de la misma, en lo que acaba teniendo todos los visos de ser un reci-claje actual, pero hecho esta vez desde una posición politica de izquierda, y sin duda que preocupada por la desconstrucción (y la descalificación) postmoderna del humanismo y las ciencias humanas, del esfuerzo setentista de Schiller.

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En fin, independientemente del crédito que nosotros estemos dispues-tos a otorgarle a las opiniones de Eagleton en lo que atañe a una debatible «fundación antropológica» del autonomismo, yo estimo que su punto de vista amerita ser escuchado en el contexto de un revival de las modernas dis-ciplinas que se ocupan del hombre, un revival que Eagleton patrocina a con-trapelo de las desconfianzas que simultáneamente lo asaltan respecto de la vigencia del humanismo burgués, por cuanto ni a él ni a nadie se le escapa que del recobro de las humanidades (de unas humanidades que no podrán ser las humanidades burguesas, ni qué decirse tiene) depende la reformula-ción de un nuevo proyecto de cultura y de vida, una tarea que a muchos de nosotros nos parece que es, que está siendo ya, el gran imperativo de la histo-ria del presente. Respecto de este asunto, de proyecciones que son mucho más amplias por cierto, yo mismo me propongo allegar en una sección poste-rior de mi libro dos o tres indicaciones que se me ocurre que a lo mejor pudieran ser tenidas en cuenta durante el curso de una discusión fundamentada de este problema, así es que por ahora me conformaré con recortar del razona-miento que bosquejé más arriba sólo aquel sector que posee un interés relevante para los fines de la etapa actual del análisis, a saber: el amarre que Eagleton establece entre el «temprano» capitalismo, la moderna sociedad de clases, la construcción de una nueva ideología y de un nuevo sujeto social, los procesos de especialización que se generan y multiplican a causa de ello y el autonomismo estético. Todo eso sin olvidarme ni por un segundo de que el último de los fenómenos mencionados acarrea desde sus orígenes históricos una carga diferencial y antitética, que no debe ni puede olvidarse, a la que por el contrario hay que tener la precaución de percibir y distinguir como corres-ponde y que es la misma que se seguirá profundizando en los siglos venide-ros hasta llegar a extremos con los que los autonomistas de la época de aper-tura ni siquiera soñaron.

En definitiva, ni los formalistas rusos ni losneocríticoss norteamerica-nos ni los estructuralistas alemanes, franceses o criollos fueron los primeros autonomistas de la historia de Occidente. Echarles a ellos la culpa de las debilidades (y también de las fortalezas... ¿por qué no?) que se derivan de la introducción en el dominio de los estudios literarios de las pretensiones del autonomismo es restringir abusivamente sus alcances. En cambio, como lo señalé en el principio de la sección anterior, yo creo que en la perspectiva critica autonomista nosotros hemos de ver la prolongación hacia nuestra mesa

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de trabajo de un proceso que se constituyó más atrás, que forma parte de la estructura profunda de la conciencia moderna, con todas las modificaciones que los diferentes dominios disciplinarios le introducen a la matriz original durante la historia de su desenvolvimiento en el tiempo, y su mejor expresión nos la suministra la situación del artista en la sociedad de nuestra época, de-batiéndose entre las tensiones que para su desconcierto y su desgarro genera esa sociedad al hacer que él/ella se presuma indispensable mientras que realmente los dueños del poder lo/la ponen a cargo de unas funciones que los tales saben mejor que nadie que podrían eliminarse sin perjuicio ninguno (al menos sin perjuicio para ellos, para el progreso «natural» de sus propias actividades). Agreguemos a esto que en América Latina, una ola de transformaciones con características que son análogas a las que hemos descrito para el Primer Mun-do se dispara en el último cuarto del siglo XIX, cuando se afianza la segunda y más profunda inserción de nuestras economías en el mercado mundial y, en el marco de esa inserción, se produce el florecimiento del sistema literario «modernista», aun cuando, debido a las modalidades particulares de nuestro desarrollo (o, más bien, de nuestro subdesarrollo), con las (en mala y en bue-na hora) «diferencias» consabidas. «El rey burgués», de Darío, donde el poeta abre sus «alas» al «huracán» y se jada de su don visionario, el que le permite profetizar y cantar el «verbo del porvenir», aunque después el reyezuelo ca-pitalista lo obligue a darle vueltas al manubrio de una caja de música y a sacar del interior «valses, cuadrillas y galopas» para disfrute de sus convida-dos 67

, es, respecto del oprobioso malentendido a cuyas consecuencias me estoy refiriendo, un siglo entero más elocuente que yo.

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Las relaciones entre discursos pueden ser de complicidad, cuando los discursos que habitan un texto colaboran, de coexistencia pacífica, cuando solamente se toleran, o de contradicción, cuando hay conflicto entre ellos. Un programa de crítica práctica que preste atención a estos distingos o, lo que es lo mismo, que al preparar al crítico para su enfrentamiento posterior con las obras singulares anticipe con sabiduría e ingenio los tipos de conexiones con los que éste va a encontrarse necesariamente, será, creo, de algún beneficio. No sólo eso, sino que también se puede anticipar que los análisis específicos que se ejecuten a partir de semejante programa arrojarán luz sobre un número significativo de misterios no resueltos y que constituyen paraderos asiduamente frecuenta-dos por el quehacer contemporáneo con los textos. Misterios tales como el del rupturismo vanguardista o tan sólo renovador que anima el paso de determi-nadas obras por la historia, dada su actuación dialécticamente conflictiva dentro de un paradigma de textualidad que se manifiesta ya caduco, o el de la «doble voz» de la escritura femenina, por lo menos de la más tradicional 68, podrían abordarse por ejemplo con una mayor competencia metodológica si hacemos nuestra esta herramienta. También estimo que con su ayuda debiera sernos posible resemantizar todo un elenco de oposiciones binarias de gaseosa circulación en el pasado y que son oposiciones que sacan la cabeza en prosce-nios críticos y paracríticos diversos. Una de ellas es la de Heinrich Wölfflin , entre el arte clásico, «lineal», «compacto», «tectónico», «equilibrado» (entre la importancia equivalente que el arte clásico le asigna a las partes y la que le asigna al todo) y «claro», de un lado, y el arte «barroco, «pictórico», «estratificado»,

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«atectónico», «desequilibrado» (esta vez a favor del todo y en desmedro de las partes) y «disperso», del otro'.

Porque, como afirma el propio Wölfflin, el barroco es un arte de la «in-quietud» o, si es que optamos por un fraseo de crónica roja y por debajo del cual lo que se transparenta es el prejuicio de la «antinaturaleza», es una «estética de la monstruosidad»7

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. Ahora bien, el argumento que yo he estado desarrollando a lo largo de este libro me predispone a dirigir la mirada hacia las raíces de esa in-quietud y/o monstruosidad. Me pregunto en efecto si tales afirmaciones, que intentan reducir la índole peculiar (en el fondo, rebelde a los dictados de la pro-porción armónica y, por rebelde a tales dictados, espléndidamente transgresora) del arte barroco, no obedecen a la coexistencia en aquellos textos en los que se actualizan los códigos de esa corriente estética no tanto de una variedad muy amplia de discursos como de discursos que entablan entre ellos relaciones de máxima discrepancia. La identificación, la clasificación y el conocimiento de las características propias que dichas discrepancias adquieren en distintas coyuntu-ras del uso lingüístico, esto es, de la forma (en la acepción fuerte de este vocablo) con que la conflictividad interdiscursiva se le hace disce rnible al crítico en este o aquel escenario textual, creo que configura el cuadro de los pasos que pueden preverse y aun programarse con antelación al momento del análisis práctico.

En este mismo sentido, y más próximo ami aprecio, en uno de los libros de Rolena Adorno sobre Guamán Poma de Ayala descubro el párrafo siguiente: «La declaración de Guamán Poma de la definición genérica de su obra como crónica es significativa ala luz de su intención política. Sin embargo, la cuestión del género suscita interrogantes que van más allá de su propia experiencia literaria inmedia-ta para concentrarse en los actos creativos que constituyeron y asistieron al naci-miento de la conciencia literaria hispanoamericana. Guamán Poma forma parte de ese momento. Al escuchar su voz, podemos oír los ecos de varias de las forma-ciones discursivas que caracterizaron la cultura escrita colonial. Escuchar simul-táneamente todas esas voces obstaculiza la clara comprensión de cualquiera de ellas. Así, desentrañar sus resonancias, una por una, es labor de la investigación»".

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De estas observaciones mayormente empíricas de Adorno sobre los problemas que plantea una exégesis de la Nueva coronica..., yo saco en limpio que ese libro de tanta importancia para la historia de la cultura de América Latina es un texto complejo, surcado por discursos de asunto y composición muy disímiles, aunque todos ellos hayan sido la obra de un solo individuo (si esto no es cierto, como se ha denunciado hace poco, más certero aún sería el juicio de Adorno), y que las relaciones que tales discursos forjan entre sí po-seen, asimismo, un índice muy grande de complejidad. Y, como nos advierte esta distinguida colonialista, proponerse un análisis crítico de esa compleji-dad es o tendría que ser equivalente al despeje de las varias «formaciones discursivas» que confluyen en la fábrica del texto.

En una posición similar a la de Adorno, aunque referida al ámbito de los discursos de mujeres, encontramos a la excelente crítica chilena Adriana Valdés. Releyendo Tala, el libro cumbre de Gabriela Mistral, en 1990, Valdés se propone hacerlo «no como el establecimiento de una identidad poética determinada, sino como el campo de batalla de varias; como el titubeo; como la oscilación de la identidad». En cuanto a la obra total de Gabriela, Valdés postula que «El primer fundamento de la identidad estaba en el nombre del Padre, en la ley de ese Padre, manifestada en el valle [el de Elqui] y su lugar es Desolación». Después de Desolación, e incluso en ciertos momentos de Desola-ción, «esa identidad se va perdiendo junto con la residencia en el valle, y junto con el clamor de un Dios presente y personal, hebreo y cristiano». Las identi-dades múltiples que afloran a partir de dicho quiebre y que según Valdés dan origen a una escritura mistraliana heterológica, son la de la sacerdotisa dessexuada, la sibila-bruja-sabia, el nosotros latinoamericano, la loca y la fantasma72

.

De ahí que mi argumento en este minuto necesite insistir en la perti-nencia del principio teórico que se opone a la imagen de un discurso encapsulado en sí mismo, autosuficiente (prolongación de la doctrina de la autosuficiencia de la obra literaria, al fin y al cabo), sosteniendo que las rela-ciones interdiscursivas existen en efecto y que, por lo tanto, los bordes que circundan al discurso no son infranqueables. En el interior del texto, el dis-curso actúa siempre o casi siempre rodeado por otros discursos. Ahí se pliega o se sustrae a las demandas de complicidad con que esos otros discursos lo acosan, entregando, negociando o defendiendo su diferencia, pero sin

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comprometer, y ni siquiera cuando su vocación es de franca indisciplina, la efectividad del contacto que él mantiene con el conjunto o con algunas de aquellas piezas que, dispuestas a una distancia mayor o menor respecto de su propia localización, constituyen al conjunto. Si no fuera así, el texto dejaría de ser el que es. O, empujando este planteamiento que a mí me parece capital hasta sus últimas consecuencias, digamos que si el texto va a seguir forman-do parte de la historia de nuestra cultura con la identidad que él ha tenido hasta ahora, si lo que esperamos obtener con nuestro análisis no es el reemplazo de ese texto por uno nuevo, el que habremos transado por el que presumiblemente era el objeto de nuestro trabajo en primer término (o lo que es lo mismo, si lo que pre-tendemos no es abandonarnos a los placeres de la esquizocrítica, lo que sin duda también es factible, aunque al embarcarnos en esa otra aventura del es-píritu nuestro domicilio teórico habrá dejado de ser el que fue), entonces el reconocimiento del vínculo entre los discursos que lo integran se transforma en un sine qua non metodológico. Bajtín tiene por lo tanto razón cuando pro-clama y aplaude el advenimiento de la democracia textual, aunque en esa proclamación y en ese aplauso no quede nunca claro cómo él resuelve los problemas que se derivan de la mantención (irrenunciable, a su juicio y tam-bién al mío) de la unidad en la diversidad.

El argumento democrático de Bajtín se puede reformular y precisar, sin embargo, sin temor de tergiversarlo y, por el contrario, haciendo que se destaquen con mayor nitidez sus grandes méritos, si nosotros lo colocamos dentro de un marco de referencia psicoanalítico, además de sociológico y lingüístico. De acuerdo con esta metodología transdisciplinaria, que según se ha visto nosotros pretendemos que es la que más conviene a los objetivos de este ensayo, podemos cotejarlo, por ejemplo, con la versión lacaniana de la textualidad. Porque, si como enseña el autor de los Écrits la conciencia es un texto, también el texto es una conciencia. En el capítulo segundo del presente libro, se recordará que nosotros echamos mano de las reflexiones de Emile Benveniste, hechas por él en los comienzos de la revolución laca-niana, a propósito no tanto de las consecuencias de la absorción de la lin-güística por parte del freudismo como a propósito de las consecuencias de la absorción del freudismo por parte de la lingüística. Profundicemos ahora lo que adelantamos en aquella oportunidad, comprobando que el aporte de mayor envergadura que el psicoanálisis lacaniano le ha hecho a la lingüísti-ca del texto consiste en su concepción del mismo como una estructura cuya frágil y transitoria identidad es compatible con y homóloga de la no menos frágil y transitoria identidad del sujeto. Benveniste nos enseña que «Es en y a través del lenguaje que el hombre se constituye a sí mismo como sujeto», y

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un par de páginas después de haber dado forma a ese aserto importantísi-mo lo reitera y refuerza precisando que «el yo se refiere al acto de discurso individual en el que se pronuncia y con el que designa al hablante. El yo es un término que no se puede identificar, excepto en aquello que hemos lla-mado en otra parte una instancia de discurso, lo que importa sólo una referencia momentánea» 73.

El lenguaje es, pues, según esta teoría de Benveniste, la heideggeriana casa del ser», una casa endeble y fugaz, como vemos, pero que no importa

cuánto lo sea, de todos modos constituye el espacio de nuestra anagnórisis. Es en el lenguaje donde los seres humanos llegamos a ser quienes somos, es ahí donde el «yo» se estructura como un signo y ahí es donde nosotros nos estructuramos como personas. Esto explica que, refiriéndose a la crítica derri-diana de Lacan, Elizabeth Wright se pregunte: «¿Dónde está la diferencia entre los dos?» Y que responda: «Uno dice que el inconsciente se encuentra activo en el lenguaje todo el tiempo (viendo al texto como una psiquis). El otro man-tiene que el inconsciente entero está estructurado como un lenguaje (viendo a la psiquis como texto)». Concluye Wright: «Es una distinción de énfasis más que una desavenencia de fondo»74 .

Con lo que irá quedando claro que la falta de uniformidad que el psico-nálisis descubre en la conciencia del sujeto se refleja en y es reflejada por la falta de uniformidad que nosotros estamos postulando ahora que es un atri-buto distintivo del texto. Si la gallina fue primero que el huevo o al revés, es un asunto que les incumbe a otras personas, pertenecientes a otros ámbitos disciplinarios y pudiera ser que hasta policíacos, y ni a W right ni a mí tiene por qué preocuparnos. Lo decisivo es que, así como la doctrina psicoanalítica distingue en la fábrica de nuestra conciencia un discurso manifiesto y otro u otros denegados o reprimidos, no constituye un despropósito ni debiera ser un motivo de espanto hipotetizar que la misma distinción puede llevarse mutatis mutandis hasta el plano del texto. El texto participa de la fractura del sujeto y también (o por consiguiente) de su méconnaissance, comprobación esta última que a los críticos con alguna experiencia en el oficio no tendría que sobresaltarnos como el hallazgo de una gran novedad, puesto que ninguno de nosotros ignora, porque lo ha visto muchas veces y porque ha tenido que

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habérselas con los innumerables malentendidos que en ello tienen su génesis, que los textos no son entidades impasibles (o desapasionadas), sino que sa-ben de sí, pero lo que saben de sí o lo que quieren que los demás sepan de sí es sólo aquello que su discurso manifiesto contiene. De acuerdo con dicho dis-curso es cómo cada texto aspira a ser leído, y el crítico que haga eso y nada más terminará dándole al texto, como decía don Ricardo Palma en tiempos en los que la morfina se vendía sin receta en la botica, en la vena del gusto.

Al crítico tradicional, a ése que entiende que sus obligaciones laborales se acaban con un descubrimiento y un refraseo de lo que el texto mismo le confiesa de motu proprio, cabría insinuarle entonces los riesgos (y los deleites) de una conducta más osada. Confieso que lo que a mí me gustaría es que ese crítico cayera en la cuenta de una vez por todas de que, así como en el domi-nio de la práctica psicoanalítica se puede afirmar que no existe peor terapeuta que aquél que da por bueno lo que el paciente le refiere acerca de su neurosis, es muy posible que en el dominio de la práctica de las actividades que a él le conciernen no exista peor crítico que el que da por bueno aquello que el texto mismo le sopla en lo que toca a la «correcta» interpretación de su mensaje. Entre la ingenuidad y la pereza, un trabajo de lectura que se da por satisfecho con lo que respecto de su significación el texto le deja saber de primera mano, es un trabajo que no sólo autolimita su capacidad de conocimiento innecesa-riamente sino que también corre el peligro de convertirse en víctima de la desinformación y del fraude. Pudiendo aspirar a más, se declara contento con las noticias que le llegan desde la superficie demótica del texto, con la repre-sentación que éste hace conscientemente de sí, para sí y para todos aquéllos que se manfiestan dispuestos a inclinarse ante no importa cuál sea el poder que hegemoniza su estructura.

A nuestro juicio, leer de este modo es incurrir en un esfuerzo intelec-tual inane, si es que no decididamente cuestionable, y que justifica la tacha de parasitaria que se le puede endilgar, y que en efecto se le endilga a menudo, a la labor crítica. Puestos en un trance de tan oscuro pronóstico, a quienes nos preocupa que lo que pensamos y escribimos sea dueño de alguna sustancia no nos queda más remedio que hacernos a la idea de que escogiendo seme-jante camino no sólo estaremos muy lejos de haber dado con el mejor de los arbitrios para coronar tales deseos, sino que lo cierto será que a las cuartillas que tan sudorosamente generamos las habremos hecho pasibles de un vere-dicto de prescindibilidad. Paradójicamente, el único que a lo mejor podría eximirse del menosprecio que a los especialistas en literatura nos despierta la restricción de la crítica a las trivialidades de la glosa es entonces el recipiente

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habitual de nuestros desprecios, el crítico público, puesto que las crónicas que él/ella estampa en el periódico (o donde sea, lo mismo da), al contrario de lo que producimos nosotros, los glosadores académicos, constituyen un trabajo cuya utilidad a nadie se le ocurriría poner en cuestión, porque lo que el crítico público hace «sirve» para algo, porque cualquiera puede ver que es gracias a ese trabajo suyo que el ciudadano común «se informa» sobre lo que se encuentra disponible en el mercado de libros y pudiera ser de su apetencia. Pero, ¿es esta la única función de la crítica? O, mejor dicho, ¿se reduce la labor de la crítica a la confección periodística de resúmenes semanales o mensuales sobre las novedades que le ofrece al ciudadano común el comercio del ramo?

Para escapar a los consecuencias de un destino profesional tan depri-mente, yo estimo que la mejor si es que no la única salida practicable consiste en admitir que el texto es siempre más de lo que él conoce y /o nos da a cono-cer de o sobre sí mismo: que es más de lo que contiene y dice su discurso manifiesto -y que se entienda bien que con ello estoy circunscribiendo mis observaciones al espacio de aquel discurso que al lector medianamente edu-cado le resulta accesible sin la participación esclarecedora de nadie-. Pierre Macherey, que al darse cuenta de esta circunstancia tomó nota de su grave-dad y se adelantó a especular sobre sus ramificaciones, postuló en 1966 que la parte de su mensaje que el texto no acepta o no quiere aceptar, «el lado opues-to de lo que está escrito», para reproducir literalmente sus palabras, es «la historia». Dice: «Para que exista un discurso crítico que es más que una reprise superficial y fútil de la obra, el hablar que el libro almacena debe hallarse incompleto; puesto que no lo ha dicho todo, queda la posibilidad de decir algo más, de otra manera. El reconocimiento de un área de sombra en o alrede-dor de la obra es el momento inicial de la crítica [...] Parece útil y legítimo preguntarle a toda producción que es eso que involucra tácitamente, qué es lo que ella no nos dice [...] Debemos mostrar una especie de quiebre en el inte-rior de la obra: esta división es su inconsciente, en la medida en que posee uno -el inconsciente que es la historia, la actividad de la historia más allá de sus bordes, metida en esos bordes: por eso es posible trazar la ruta que lleva desde la obra perseguida a aquello que la persigue. De nuevo, no se trata de incrementar la obra con un inconsciente, sino de revelar en los gestos mismos de expresión lo que no está. Entonces, el lado opuesto de lo que está escrito será la historia misma»75.

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No estoy yo inamoviblemente convencido de que «la historia», en el sentido políticosocial que Macherey le adjudica a este vocablo, sea el solo contenido encubierto por el mecanismo represor de la discursividad trans-gresora, porque eso es algo que me obligaría a parangonar la parte con el todo, estableciendo una relación especular, de intercambio o de permuta, en-tre el material ideológico y el material inconsciente. De lo que sí estoy seguro, sin embargo, y en lo que concuerdo con Macherey por completo, es de/en la tesis de la existencia es(ins)crita en el texto de un excedente discursivo del cual el texto mismo no puede o no quiere hacerse responsable. Es de cara a esa sobrecarga de suplemento semántico o extrasemántico (y sobre todo prag-mático. Lingüísticamente, cabría entretener la hipótesis subsidiaria, aunque es muy posible que también intolerable desde el punto de vista de los crite-rios de la lingüística convencional, de que lo que el texto sabe de y dice sobre su significación es su contenido semántico y lo que no sabe o no quiere saber y no dice es su contenido pragmático) donde yo opino que debemos colocar-nos preferentemente quienes nos ganamos la vida en esta profesión.

Tratando de operativizar el planteo precedente y de describir a la vez la doble naturaleza de todo discurso hacia el interior de sí mismo, yo he estrenado en mi libro sobre Gabriela Mistral76 una tipología de cuatro modos discursivos ejem-plares, y ello a partir de las combinaciones que se pueden establecer entre cuatro variables, dos de las cuales delimitan relaciones opuestas de carácter psicosocial y dos relaciones opuestas de carácter representacional (adverten-cia terminológica: el vocablo «representacional» se utiliza en los párrafos que vendrán en lo sucesivo en la acepción que al mismo le asigna la estética kan-tiana, para denominar aquello que en la representación sensu lato no es o no es sólo de carácter conceptual y que puede por ende, para decirlo con el lengua-je de la Crítica del juicio, ser causa de placer o displacer 77). Me refiero a la

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apropiación consciente y la representación mimética ende los contenidos re-ferenciales del caso (ya insistiré sobre la índole de estos contenidos en el análisis que pienso dedicar en el capitulo siete al tema de la referencialidad ideológica), a la apropiación consciente y la representación no mimética, a la apropiación inconsciente y la representación mimética y a la apropiación in-consciente y la representación no mimética. Mi concepto de mimesis es com-patible, como el lector informado lo percibirá sin problemas, con el de Eric Auerbach".

Ahora bien, en la primera de estas modalidades, el discurso funciona consciente y reflexivamente con respecto a sus contenidos referenciales; en la segunda, funciona consciente pero no reflexivamente; en la tercera, no sabe que lo que está haciendo es reproducir los contenidos referenciales de una manera reflexiva; y en la cuarta, no sabe que los está reproduciendo ni menos sabe que la retórica representacional de cuyos servicios ha acabado por apro-vecharse no es congruente con la forma cómo esos contenidos se nos revelan de ordinario en la conciencia.

En el desarrollo de nuestro proyecto crítico sobre Gabriela Mistral, el empleo de estas cuatro variables nos permitió tratar, esperamos que con algu-na dosis de eficacia, temas tan escurridizos como son el de la disposición amorosa que permea la poesía mistraliana, su maternalismo, su religiosidad,

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su nacionalismo, su americanismo y la que ella misma denominaba su «locu-ra», tanto como los variados matices de su estética: el melodrama romántico, el modernismo, el realismo regionalista y social, el surrealismo y el objetivis-mo de su producción más madura. Más aún: las capacidades combinatorias del esquema analítico que estamos ahora presentando fueron las que hicieron posible para nosotros la investigación de las superposiciones que pueden producirse y que de hecho se producen entre uno y otro de los dos niveles básicos del funcionamiento ideológico de los poemas mistralianos: el nivel de la ideología patriarcal, directamente asumido por muchos de sus textos, y el de la ideología a o antipatriarcal, indirectamente refutado. Aunque no hayamos descubierto en el estudio que mencionamos todos los secretos que guarda la producción de la poeta, nos sentiríamos orgullosos si hubiésemos empujado de este modo la frontera de la discusión crítica hacia una nueva comarca, avanzando un poco más en el recobro de la complejidad de sus discursos, la misma que hasta hace no muchos años se manifestaba cautiva de lecturas poco atentas.

No se me escapa que el cuadro tipológico que he propuesto es aún ru-dimentario y por lo mismo vulnerable, pero si lo acogemos como un punto de despegue provisional, y abierto en consecuencia a toda clase de revisiones ulteriores, creo que podría despejarnos el camino hacia el diseño de una for-malización que fuese finalmente más exhaustiva y estricta. Las variables pu-dieran entonces aumentar o cambiar y también, por supuesto, pudiera au-mentar o cambiar el número de las combinaciones. Por ejemplo, en vez de la oposición auerbachiana mimético versus no mimético, que nosotros elegimos más arriba para dar satisfacción a las necesidades de la dimensión estética del discurso, y que es también la que inauguramos en el estudio sobre Gabriela Mistral (en verdad, habría que reconocer que como siempre la práctica fue ahí más lejos que la teoría), se puede recurrir para estos mismos propósitos a la oposición entre la no autorreflexividad y la autorreflexividad del mensaje, al modo de Jakobson y sus alumnos, o quizás si con más y mejores esperanzas de acierto, a la oposición entre el aspecto no figurativo y el figurativo del lenguaje, a la manera de la retórica antigua —lo que por lo pronto es una forma más tradicional y menos técnica de decir lo mismo que Jakobson...

Si nos inclinamos por este último procedimiento, creo que no debiera ser difícil tender un vínculo proporcional entre la figuratividad del discurso, en el plano de la representación, y la represión de los contenidos referencia-les, en el plano psicosocial (pudiéramos poner esto también en los términos de una proporción inversa: a menor contenido autorizado, mayor será la

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influencia del espesor retórico). Para una interpretación psicoanalítica del dis-curso, la consecuencia casi predecible de este retorno lingüístico del reprimi-do no puede ser otra que la distorsión de la representación y, por ende, el predominio en la estética de esa clase de discursos de un barroquismo más o menos pronunciado". Puede sumarse a lo dicho, si también nos detenemos en la capilla teórica que arranca de La interpretación de Ios sueños, que retorna Jakobson y que sacraliza Lacan, que, cuando esa distorsión es exclusivamente trópica, ella se bifurca en metafórica, si obra por similaridad, y metonímica, si obra por contigüidad. Esto nos reenvía hacia el plano «mimético» auerba-chiano. Si la distorsión se produce de acuerdo a una legalidad metonímica, corresponderá, o lo anticipable es que corresponda, a un estilo de representa-ción realista. Si se produce de acuerdo a una legalidad metafórica, ocurrirá, o debiera ocurrir, lo contrario.

Pero la distorsión tampoco tiene que ser sólo trópica. Sin contar con aquellos recursos retóricos que no son tropos, Jakobson nos puso en guardia hace mucho tiempo respecto de la existencia de una «poética de la gramáti-ca»80 y tal vez lo mejor que se puede hacer en consecuencia es mover el foco del análisis puntual con suficiente flexibilidad entre los conceptos de distor-sión y desviación, confiándole al segundo de estos conceptos los atributos de la clase y al primero los de la especie.

De lo que se desprende que la distorsión metafórica sería sólo una en-tre las posibilidades de desviación que se le ofrecen al lenguaje figurativo para que éste lleve a cabo aquellas operaciones de productividad simbólica extra-conceptual que, como nosotros ya hemos visto, son las que lo distinguen del no figurativo. En cuanto a la caracterización de la clase, dejando de lado las reticencias que manifiesta Paul de Man relativas a la «gramaticalización» con-temporánea de los mecanismos propios de la retórica, yo juzgo enteramente

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legítimo recurrir al distingo de Hjelmslev, entre el nivel denotativo y el conno-tativo del lenguaje, al de Benveniste, entre el sujeto del enunciado y el de la enunciación, y al de Austin y Searle, entre el aspecto locutivo y el ilocutivo de las emisiones concretas, pero teniendo también presente que los diversos fe-nómenos que acabo de enumerar no son ocurrencias exteriores al signo lingüísti-co81 y que la poesía se destaca, incluso para sus lectores ingenuos —y de ahí las dificultades que éstos tienen para relacionarse con ella—, por su riqueza con-notativa, enunciativa e ilocutiva, cuyas repercusiones visibles en /sobre el signo no son otras que una densidad (espesor) extrema / o del significante unida / o a un incremento igualmente extremo de la rebeldía o ambigüedad del signifi-cado. Pero, para las necesidades de este capítulo, con lo expuesto se me ocu-rre que basta.

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Después de lo que llevo expuesto hasta aquí, me parece de ineludible necesidad retomar el tema de la diacronía o «evolución literaria» (o textual, si es que vamos a ser congruentes con el receso táctico en el que pusimos «lo literario» al comienzo de nuestras notas). Porque hablar de la existencia de modos discursivos ejemplares equivale a hablar de la existencia de un repertorio de virtualida-des de forma y contenido (no olvidemos que las distinciones que se hicieron más arriba se concentran en la forma de tales discursos ejemplares, y esto quiere decir que los contenidos deberán ser determinados en y para cada investiga-ción particular, v.gr.: el crítico tendrá que discernir/ decidir en cada oportunidad qué es aquello que el modo discursivo que a él le interesa muestra o reprime, referencialmente hablando, y con qué programa representacional lleva a cabo esa faena82) que se haIIan disponibles en la historia de antemano, que los autores y los lectores identifican primero, en las cuales se educan después y que por fin pueden/ logran operativizar durante la performance de las actividades que según ellos entien-den son las que mejor se adecuan a sus posiciones dialógicas respectivas en relación con cualesquiera que sean los textos del caso. Poco importa que la práctica de la produc-ción y/ o la de la lectura de textos se ponga /n en pugna con lo que ya existe, con la «legibilidad» de lo que se escribe ose textualiza durante una época concreta, para decirlo con arreglo a la fórmula barthesiana de S/Z. De hecho, como lo comprendieron los formalistas rusos hace casi cien años, el cambio histórico depende de la aparición y el desenlace de tales contradicciones.

Como se habrá observado en nuestra tipologización de los mismos, los modos discursivos ejemplares a nosotros se nos aparecen con una

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doble (y en otro sentido triple: si además nos hacemos eco de la subdivisión del lenguaje figurativo entre trópico y no trópico) constitución. Agreguemos ahora que también estamos convencidos de que esos modos discursivos ejem-plares se hallan provistos de una vida histórica documentable, es decir, que nos sentimos en condiciones de demostrar que ellos nacen, se desarrollan y mueren (y hasta resucitan, en aquellas oportunidades en que un modo dis-cursivo nuevo recupera y recicla parcial o totalmente elementos que pertenecen o pertenecieron a un modo discursivo anterior pero que en esa etapa de la his-toria se encuentra en un estado de congelación o decadencia. Con todo su conocimiento y experiencia crítica, mi colega y amigo Naín Nómez me hace ver que la novedad antitrascendentalista y burlona de la antipoesía parriana de los años cincuenta y sesenta en Chile resucita treinta o cuarenta años después el antitrascendentalismo y la irreverencia sarcástica de la poesía post-modernista de un Carlos Pezoa Véliz. Parecidas son, añado yo de mi propia cosecha, las conclusiones a las que podría llegarse si lo que nos proponemos es realizar un examen de la huella de Pedro Prado en el sector trascendentalista y no contestatario de la poesía chilena del siglo XX) y que a causa de eso, cuan-do, en el desempeño de nuestro papel de historiadores del texto, nosotros efectuamos un corte en el continuum cronológico sobre cuya pista habremos dispuesto los textos que estamos considerando, nos es dable sorprender a esos modos en fases disímiles de su desarrollo: en una etapa de formación a veces, en una de florecimiento en otras o inclusive en una de desintegración, siendo esta tercera posibilidad aquélla que Raymond Williams denomina de «pervivencia residual» y sobre la que se explaya velozmente en uno de los capítulos más enjundiosos de Marxism and Literature: «lo residual, por defini-ción, ha adquirido su forma en el pasado, pero sigue activo todavía en el proceso cultural, no sólo, y a menudo no en absoluto, como un elemento del pasado sino como un elemento del presente» 83 .

Recapitulando: nosotros pensamos que el lector de estas páginas va a estar mejor pertrechado para reconocer la forma de los modos discursivos ejem-plares que le hemos propuesto si él/ella se los imagina como estructuras genera-les y abstractas, que combinan elementos conceptuales puros con elementos figurativos (tropos y no tropos y aun, más allá de eso, habría que reconocerle también el peso que incuestionablemente le corresponde en este procedimiento a la «poética de la gramática» de la que hablaba Jakobson y a la que noso-tros aludimos en el capítulo anterior), y gracias a los cuales la práctica

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particular y concreta de los productores tanto como la de los receptores históricos de textos resulta posible. Y algo en lo que necesito insistir aquí con la mayor energía es en el hecho de que estos modos discursivos ejempla-res se encuentran muy lejos de constituir esencias inmutables, incrustado cada uno en su tibia hornacina del empíreo platónico. Por el contrario, ellos son entidades dinámicas, que se articulan desde la historia y para la historia, y que por eso se sostienen siempre en un estatuto de equilibrio precario. Es precisamente un manejo experto de esa dinamicidad lo que habilita al historiador para dar cuenta de (para construir) los modelos es-pecíficos con los cuales él/ella lleva a cabo su trabajo narrativo.

Parte importante de ese trabajo narrativo consiste en la periodización del material. En lo que concierne a este asunto, una manera de periodizar, que según pronto comprobaremos no es la única pero a la que tampoco nos con-viene desactivar totalmente, es la que actúa recurriendo al concepto de for-mación discursiva. Este concepto, que es una adaptación foucaultiana de un concepto marxista clásico y que ha tenido una circulación un tanto floja en el intercambio teórico de los últimos años, todavía puede dispensarnos algunos dividendos interesantes.

Así, nosotros entenderemos por formación discursiva a una estabilización significacional y cronológica de la materia histórica concreta o, más precisa-mente, de la materia histórica textual concreta, que se produce a consecuencia de la imposición sobre esa materia de un cierto orden y una cierta jerarquía. El que ello ocurra involucra la coexistencia en un mismo tiempo de textos hegemónicos y textos subalternos y el que esos textos sean una cosa o la otra depende de la coexistencia también simultánea de modos discursivos ejemplares articulados ellos igualmente de una manera organizada y jerárquica. Todo esto «dentro» de la formación discursiva que sea del caso. Por otro lado, en la panorámica más amplia sobre la que habría que proyectar los resultados de esta investigación, no cabe duda de que el mayor y menor vigor de los modos discursivos ejemplares, su propio estatuto hegemónico o subalterno en el interior de las conciencias de los individuos que hacen uso de ellos, se liga a los avatares de la historia social, en el sentido más lato, yen el más estricto, a las escaramuzas de la llamada lucha por la «hegemonía cultural»84 . Una formación discursiva cambia así por razones que son tanto internas como externas, dando origen de ese modo a un período histórico nuevo, lo que ocurre tan pronto como la articulación de los modos discursivos que

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están por detrás suyo se rompe y el equilibrio que se mantenía en vigencia hasta ese momento se destruye. Este acontecimiento se produce porque una práctica individual o grupal se ha puesto en contradicción con lo que existe, porque esa contradicción genera una transformación en la historia concreta y porque esa trans-formación cambia la composición y jerarquía de los modos de discurso que se ha-llaban disponibles para las necesidades de esa época, haciéndolos entrar en un proceso de reacomodo o reajuste.

Pero acabamos de escribir la expresión «para las necesidades de esa época». Nos topamos así nuevamente con la dialéctica, de la que no podemos hacer caso omiso después de haber empujado nuestro argumento hasta esta nueva frontera en sus capacidades de generación de sentido, entre produc-ción y consumo o, para designarlo con una nomenclatura ya consagrada, entre producción y recepción discursivas. El planteo que nosotros hemos hecho re-cién es, como cualquiera puede verificarlo, uno que cristaliza después de una reflexión de varios años en torno a los factores que intervienen en el proceso de la producción de los textos 85 . Pero, como también lo hacíamos ver en el capítulo dos de este mismo trabajo, desde comienzos de la década del setenta aproximadamente todos o casi todos los que nos ganamos la vida en el gremio crítico estamos persuadidos, aunque con grados de vehemencia dis-tintos, de que el texto (literario o no) existe con su recepción, lo que incluye en primerísimo lugar a la recepción del propio autor en su papel de lector. Tanto es así que el campo de los estudios acerca de la textualidad se hallaba quince anos después, según lo documenta Elizabeth Freund, abarrotado con teorizantes de diversos colores y lenguas y cada uno de los cuales les garantizaba a sus lectores el estar transmitiendo la palabra de Dios acerca del tema.

Propagáronse, por esos años, sin la menor compostura al decir de Freund, las que ella denomina «personificaciones» del lector, y que incluían, entre otros, al «lector mímico» de Gibson, al «lector implícito» de Booth e Iser,

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al «lector modelo» de Eco, al «súper lector» de Rifaterre, al «lector inscrito o encodificado» de Brooke-Rose, al «narratario» de Prince, al «lector ideal» de Culler, al «literante» de Holland, al «lector actual» de Jauss y al «lector infor-mado» o la «comunidad interpretativa» de Fish86 . Quienes hayan seguido de cerca la evolución de la teoría crítica contemporánea podrán percatarse, creo que no sin algún regocijo, de que la multiplicación afiebrada de la que habla Freund estaba remedando, esta vez en el polo receptivo del circuito dialógico, a aquella otra que había tenido lugar veinte o treinta años antes en el polo productivo de ese mismo circuito. Con esta alusión me refiero a la edad de nuestra inocencia «científica», cuando casi todos los de la partida andábamos ala siga de autores implícitos, narradores ficticios, etc. Idéntica aglomeración e idéntico despliegue de conjeturable ingenuidad y falso asombro. Con todo, tampoco se puede negar que, habiendo iniciado su trámite en calidad de igua-les entre iguales, cuando por fin se decantaron las aguas del hallazgo recep-cionista unas cuantas de las propuestas de los años setenta y ochenta acaba-ron siendo más iguales que las demás. Estoy pensando en los libros de Hans Robert Jauss, Wolfgang Iser y Umberto Eco, en Europa, y en los de Stanley Fish y Norman Holland, en Estados Unidos, todos ellos enfrascados en el proyecto de definir con precisión y finura el carismático «papel» del lector.

A nosotros, esta circunstancia nos lleva a ponderar los méritos que pudieran estar contenidos en la introducción en la tesis que ahora estamos desarrollando de un modelo de comunicación textual que sea más versátil que el seductivamente produccionista —el que por lo menos en nuestro trabajo debió su perduración antes que a cualquier otra cosa a una deferencia demasido prolongada para con la perspectiva filosófica althusseriana de los años sesenta—, aunque con discreción, pues no queremos ser víctimas de la trampa en la que han caído y siguen cayendo hasta la fecha algunas de las formulaciones menos cautas sobre el particular. Porque nos damos perfecta cuenta de que el mismo unilateralismo que resultó deficitario desde el punto de vista de la estética de la producción puede reaparecer en gloria y majestad desde el punto de vista de una estética de la recepción. La reductio ad absurdum, entre las muchas calamidades que esta línea de pensamiento auspicia y fomen-ta, se produce cuando se incorpora entre los aliños del debate teórico una concepción del signo lingüístico postmoderna, que hipertrofiando la arbitrarie-dad del contrato entre significante y significado o, en rigor convirtiendo ese principio en uno nuevo, el de la autonomía absoluta del significante, deduce que

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el texto no es ni puede ser otra cosa que una plataforma material de lanza-miento para que desde ahí se eche a volar la imaginación del intérprete. Por este camino, es inevitable que el texto acabe siendo sólo un significante a la espera de la aparición de otro nuevo. Si esa profesión de fe ultrasaussurearia pudiera defenderse con todo el rigor que su admisión por nuestra parte re-quiere, ello querría decir que el texto obtiene su significación enteramente desde la conciencia de quien lo interpreta, que esa significación es obra única y exclusivamente de la libre «creatividad» (o de la creatividad por la libre) del individuo que lee y que esa atribución de la significación no tiene tope, hasta el punto de que aun la más disparatada de sus realizaciones estarla en su justo derecho si reclama el mismo trato que las otras.

En términos de historia textual, se puede verificar sin demora que se-mejante maniobra imposibilita desde su incepción no sólo la posibilidad de una historia basada en los autores (y eso pase, otra vez. Digámosle adiós, entre otras alternativas más antiguas y menos robustas, a aquellas historias literarias que para segmentar el continuum de la diacronía textual recurren al ciclo de las generaciones, o sea, a las fechas de nacimiento y a la «sensibilidad vital» que a causa de eso se dice que acompaña a los individuos que escriben los textos), sino también la posibilidad de una historia basada en la sucesión cronológica de los textos mismos. Mejor dicho: si los textos significan sólo para mí hoy, o incluso si significan sólo para la comunidad que conmigo parti-cipa de los presupuestos de una misma «formación lectiva o de lectura» $', ni falta que hace decir que una historiografía de esos textos deviene, si no equivocada totalmente, desdeñable en cualquier caso. Pero también hay que reconocer que una historiografía que se construye a partir del principio de que los tex-tos carecen de sustancia tendrá bien poco de historiografía y sí mucho de preocupación adventicia.

Wolfgang Iser se dio cuenta de esta contradiccción en los años setenta y se enfrentó con sus peligros argumentando que así como «la obra misma» no se puede reducir ala «realidad del texto», tampoco cabría reducirla ala «subjetivi-dad del lector», lo que a mí me parece aceptable pero más bien como un subter-fugio o una declaración de buenas intenciones tendiente a atenuar el dolor de cabeza que a Iser debió haberle provocado el impasse textual postmoderno que

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como una solución efectiva del mismo. Discípulo de Ingarden, fenomenólogo autodesignado, es evidente que Iser no quiso echarse a la espalda el costo filosófico que para él iba a suponer el tomar una decisión o a favor del objeto o a favor del sujeto del conocimiento. De ahí que haya resuelto no arriesgarse y poner la obra, como él dice, «en algún lugar entre los dos» 88. Si nosotros tomamos en serio esta argucia iseriana, el paso que sigue debiera consistir en la determinación del dónde, exactamente, se encuentra ese tercer «lugar», que según él nos asegura debiera situarse en algún punto equidistante entre el autor y el lector, lo que en su teoría es (y seamos circunspectos de nuevo) bastante difícil. Pero aún menos creíble que este ontologismo topográfico de la obra literaria, cuya eficacia Iser se afana en demostrarnos, es el modelo de estructura que él mismo introdujo para aterrizar su teoría, modelo que, como si se tratara de una resurrección anacrónica y un tanto sosa de Ingarden y Wellek, postula que el texto es una configuración potencial con múltiples «in-determinaciones», esto es, con múltiples «agujeros» y «vacíos», los que debe-rían ser llenados por la actividad del lectorS 9. Es este un planteo que, por lo menos cuando se lo formula de ese modo, a mi no me parece abrumadora-mente diáfano, y no sólo a mí, pues algunas de sus insuficiencias fueron de-nunciadas también por Stanley Fish a su debido tiempo 90 .

El caso es que una mejor manera de aminorar las desazones teóricas que nos provoca esta inserción del «papel del lector» en el proceso de la interpretación y finalmente en la formulación de los principios metodológicos que pudieran apuntalar una historiografía textual sin caer en el más desenfrenado de los subjetivismos, se me ocurre a mí que pudiera hallarse retomando cuando menos el espíritu del relato magistral que Eco construye en torno al com-portamiento del signo lingüístico, el que, pongámoslo en evidencia nosotros de inmediato, proviene de una interpretación suya de ciertos aspectos esen-ciales de la semiótica peirceana. Eco vuelve una y otra vez sobre las indicacio-nes de Peirce relativas a la producción de la significación. Particularmente, le fascina un párrafo tardío, el 2228 de los Collected Papers, donde Peirce

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especifica que «Un signo, o representamen, es algo que está [stands] para alguien por algo en algún respecto o capacidad. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o quizás un signo más desarrollado. Ese signo que crea yo lo llamo el interpretant del primer signo. El signo está en lugar de algo [stands] y ese algo es su objeto. Está en el lugar de ese objeto no en todos los respectos, sino en referencia a una especie de idea que yo he llamado a veces el piso [ground] de la representación» 91 .

Como vemos, este párrafo de Peirce expande el trío que nosotros men-cionamos en el capítulo dos del presente trabajo y lo transforma en un cuarte-to. Además del «objeto», del «signo» y de su «interpretant», el precursor de la filosofía analítica introduce en el párrafo 2228 un «piso» kground»] relativa-mente a cuya solidez conceptual (es «una especie de idea», aclara él mismo) el signo se estaría conduciendo. En 1979, a Eco le parece que esta observación de Peirce es un andamio teórico sobre el cual él puede encaramarse con relativa confianza. Si la idea del «interpretant» como un signo lo autoriza para abrirle la puerta al carnaval postmoderno de la multiplicación infinita de las inter-pretaciones, al sueño de una «interminable semiosis», al de la «obra abierta» y todo lo demás que divulgan las personas de moda, el «piso» es aquello con/ en lo que él anda el signo, confiriéndole la cuota de sustantividad que no se muestran dispuestos a otorgarle los partidarios de la farándula interpretacio-nista, puesto que para ellos cualquier insinuación de sustancia deviene en el ominoso equivalente de una trampa «metafísica». Responde Eco: «El piso es un atributo del objeto en tanto que él (el objeto) ha sido seleccionado de cierta manera y sólo a algunos de sus atributos se los ha hecho pertinentes, constitu-yéndose así el Objeto Inmediato del signo» 92 . A continuación de este ajuste de cuentas con la propuesta de los saussureanos ultras y como un resultado del mismo, Eco desenfunda su idea de un Lector Modelo, inserto en el texto y con el cual los lectores históricos tendríamos la oportunidad de comunicarnos.

Debo confesar que a mí la idea de un Lector Modelo me complica tanto como cualquiera de las demás «personificaciones» denunciadas por Elizabeth Freund, aun cuando en lo esencial estoy de acuerdo con Eco. En rigor, más que su alegato de 1979, me intriga el de 1990, cuando el <piso» peirceano es puesto por él en comunicación con el principio de coherencia textual que expone San Agustín en su De Doctrina Christiana : «cualquier interpretación que se le dé a una cierta porción de un texto puede aceptarse si se confirma y debe rechazarse si se ve

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desafiada por otra porción del mismo texto. En este sentido, la coherencia textual interna controla a las de otra manera incontrolables pulsiones del lector» 93 . Me-nos esencialista que Peirce y que el propio Eco, percatémonos nosotros de que la sustantividad del texto es producida gramscianamente por el santo de las Con-fesiones a base de su coherencia o, en otras palabras, a base del sistema de su articulación discursiva. Poco cuesta movilizarse desde aquí hacia una definición del piso de Peirce por la vía de la diferencia: lo que cabe dentro de la sistematici-dad que le forja su articulación es parte del texto, es el texto. Lo que no cabe, no lo es. El texto es su no ser lo que son los otros textos. Si no sabemos lo que es, por lo menos sabemos, tenemos la obligación de saber, lo que no es.

Con lo que el problema de la significación se puede volver a acomodar en el mapa de nuestra pesquisa, pero esta vez sin recurrir al artilugio dema-siado gravoso del Lector Modelo y diciendo que la misma se produce en el punto de encuentro entre la articulación de los discursos que forman el texto (habida cuenta de su diferencia con las articulaciones respectivas que se for-man en el interior de otros textos), más un lector y una mediación cultural (el misterioso «interpretant» de Peirce), que es la/el que faculta al lector para que éste acceda a una percepción totalizadora de lo que ha leído. Para Eco, el «interpretant» son o parecen ser los «códigos» que habilitan la lectura. Para mí, son los modos discursivos ejemplares, ésos que los lectores tanto como los autores alojan en sus respectivas conciencias y con los cuales, dada la forma-ción discursiva a la cual ellos pertenecen, tendrán que hacer sus diligencias semiótico-productivas individuales.

E igual cosa se puede concluir acerca de la formación discursiva. Si ésta se halla, como nosotros hipotetizamos más arriba, constituida por un menú determinado de textos, su existencia como totalidad significativa y también como totalidad historiable depende de la existencia de un grupo de lectores que, por las razones que sean, concuerdan en ciertas maneras de leer o, más precisamente aún, en el uso que para leer hacen de un menú finito de modos discursivos ejemplares. Como sabemos, los modos discursivos ejemplares, que no existen fuera de la formación discursiva, son los que fijan al mismo tiempo su contorno". Dentro de ella, algunos lectores (como los autores, en su propio momento)

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activarán algunos modos discursivos y no otros, lo que desmembra a la comunidad de los lectores que integran una misma formación discursiva y en un mismo período en comunidades menores cada una de ellas habili-tada con su propia posición respecto del corpus textual disponible. En esta situación debemos buscar nosotros el origen de las discrepancias acerca del canon, tanto como el de la lucha por su imposición, que son dos cuestiones respecto de las cuales yo tengo en la mira exponer mi propio punto de vista en los capítulos con que se cierra este ensayo.

Finalmente, los lectores pueden pertenecer a la misma formación dis-cursiva de la que ha surgido el texto o a otra posterior. Entre los lectores pos-teriores, se encuentra el historiador, quien, como los lectores que le antecedieron, leerá también desde una cierta formación discursiva, que es la suya propia, esto es, la del lugar y tiempo en los que a él le toca vivir, así como también desde una determinada posición dentro de esa formación discursiva, la que le dan los modos de discurso que ese historiador activa en sus lecturas, que pueden ser iguales o semejantes a los que activan otros dentro del colec-tivo amplio que forman sus contemporáneos, pero que no tienen por qué ser, y lo más probable es que no sean, iguales o semejantes a los que activan todos ellos.

Si abordamos el asunto de esta manera, a mí se me ocurre que los extre-mos erradicables en nuestro programa de crítica práctica van a ser por una parte la historiografía arqueológica, que quiere delimitar el carácter del pe-ríodo a partir de la dialéctica entre un grupo de textos y los lectores de la época en la que esos textos fueron producidos (v.gr.: «el barroco es el arte de la Contrarreforma»), y por otra la historiografía, ¿cómo llamarla?, «presentis-ta», que da por supuesto que lo único que puede hacer el lector de hoy es desengañarse de que el texto posee una sustantividad, poco importa cuál sea la definición que a ésta se le dé, así como también del hecho de que ese texto ha sido leído por otros individuos desde el día primero de su redacción, lecturas que a lo mejor subsisten en la experiencia potencial del mismo en calidad de «huellas» o «rastros» (Freud, Derrida, Hillis Miller), y lee por ende a la formación discursiva (y, por consiguiente, recorta el período) desde su propia sensibilidad, esto es, desde el punto de vista de la escena textual del momento (v.gr.: «el barroco es un arte postmoderno» o un «arte de la indeter-minación de la significación» o cualquier otra lindeza por ese estilo).

Personalmente, yo descreo de ambas políticas o, mejor dicho, pienso que cada una de ellas es el producto de una media verdad y también, aunque no sé si por lo mismo, el producto de una media mentira. La pura arqueología, además

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de ser dudosamente deseable, es ciertamente imposible. Se asemeja demasiado a las pretensiones de Leopold von Ranke, cuando éste declaraba con toda seriedad que la obligación del historiador era contar como ocurrieron las cosas «realmen-te», wie es eigentlich gewesen, ateniéndose de este modo a la «estricta presentación de los hechos», puesto que ésa y no otra debía ser su «ley suprema» 95 .

En cuanto a lo de ponernos a historiar desde el hoy y nada más, hay en ello una presuposición que yo encuentro contradictoria desde el momento en que se la lanza sobre la arena historiográfica, por cuanto implica, como espe-ro haberlo demostrado convincentemente en los párrafos anteriores, una propuesta de conocimiento histórico que contiene la renuncia de hecho a lo mismo que se está proponiendo. Renuncia a esperar que podemos tener al-gún acceso al país del pasado y su reemplazo, como tal vez les gustaría a los nietzscheanos fanáticos, por el libérrimo ejercicio de la subjetividad. Ergo: la salida prudente, si se me autoriza para ponerlo en esta forma, es trabajar con independencia y sin prejuicios, pero sin perder de vista el doble sistema de la detección/ atribución de la significación. Hacemos historiografía y construi-mos la historia desde la historia misma, desde la detección de su sistema textual (desde la detección de la realidad diferencial que componen sus textos: como producción y como consumo o como producción y recepción) y tam-bién hacemos historiografía y construimos la historia desde nuestra propia e insoslayable atalaya, desde la o las atribuciones de significado que a nosotros nos permite nuestra propia formación discursiva y, dentro de ella, los modos de discurso que habremos optado por seleccionar teniendo en cuenta la peculiariadad de nuestra inserción en el marco de una historia cultural y social que no es inocua. Historiografía sin demasiada pureza para los gustos objeti-vistas de un Ranke, eso es cierto, o sin demasiada libertad, para el subjetivismo nietzscheano, eso es cierto también, pero con la pureza y la libertad suficien-tes como para que quienes nos hayamos comprometido con sus principios le sigamos siendo fieles a la conjetura de que alguna vez en el pasado sucedie-ron ciertas cosas, que esas cosas fueron y siguen siendo significativas y que esa significación que ellas poseyeron y poseen aún nos pide que la recupere-mos, aunque ello sea con las limitaciones que son inherentes a nuestros po-bres recursos humanos.

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Un aspecto que este capítulo en torno a los problemas de la «evolución literaria» o «textual» ha dejado sin resolver es el de cómo un o unos modos discursivos ejemplares se imponen por sobre (determinan a) otros. Más adelante, durante el examen de una problemática análoga en el plano del funcionamiento intratextual, a nosotros nos va a ser imprescindible retornar sobre este aspecto de la teoría con mayores precisiones. Por lo pronto, conten-témonos con decir que una perspectiva acerca de la periodización que haya sido construida a partir de las bases que ahora estamos sugiriendo nos pro-porcionará instrumentos metodológicos que acaso pudieran permitirnos tra-tar la textualidad y la contextualidad ecuánimemente, evitándonos el doble defecto de separar a la primera de la segunda, como hace el formalismo, y de forzar a la segunda sobre la primera, como hace el determinismo.

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Para volver ahora sobre las generalidades del funcionamiento interdis-cursivo, yo abrigo la esperanza de que las reflexiones precedentes hayan puesto de manifiesto que hablar de un discurso no sólo no nos impide sino que nos obliga a hablar de los demás discursos que se conectan con él hacia adentro y hacia afuera del texto. Por lo mismo, pienso que no sería inapropiado que tarjáramos de una vez por todas esta última expresión, ciertamente equívoca, «hacia afuera», y que acto seguido conviniéramos en que, además de relacionar-se con el nuestro, con eI que a nosotros nos preocupa prioritariamente, los discursos «exteriores» a aquel al que nos estamos refiriendo son con él, que él es con ellos, que ellos son (también) parte de su texto. Es, como vemos, una recuperación, ahora en el marco de nuestro propio argumento, de aquella idea del texto que se resiste a concebirlo como un simple receptáculo, como si él no fuera sino un continente material en el interior de cuyo perímetro inerte se aloja el mensaje, lo que reactiva de inmediato el significado de una de las más sugerentes me-táforas borgeanas. Me refiero a la metáfora del texto como un conjunto de «citas», según lo supo el gran argentino desde los años de su infancia en la casa de Palermo, la de la «ilimitada biblioteca de libros ingleses»%, y lo pro-clamó Roland Barthes en la «cita» que de «La muerte del autor» nosotros extrajimos y copiamos en el capítulo segundo. De lo que resulta la tesis que nos proponemos explorar a continuación, una tesis que se pronuncia a favor no sólo de la conveniencia sino de la inevitabilidad de una critica intertextual.

Como han acabado por admitirlo hasta los críticos menos sensibles a las seducciones de la moda, hacer crítica intertextual no es lo mismo que ha-cer «crítica de fuentes». Para iniciar nuestra pesquisa en torno a este tema, aclaremos de inmediato que el término «intertextualidad» procede de las lec-turas que Kristeva hizo de Bajtín en la segunda mitad de los años sesenta y cuyos resultados quedaron expuestos en un legendario artículo suyo, escrito

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en 1966, cuando tenía apenas veinticinco años, y publicado poco después en la revista Critique. Estoy pensando en «Bakhtine, le mot, le dialogue et le roman»g'. Como sabemos, Bajtín venía de la literatura clásica, del comparatis-mo, del neokantismo de Cohen, del marxismo (un marxismo muy sui generis, por cierto, ése que él inaugura con la máscara de Volosinov) y de la lingüística de la lengua (contra la que se había rebelado. Esa rebelión paraleliza su rebe-lión contra el marxismo dogmático, dicho sea de paso). Por su parte, Kristeva acudía hasta su rendez vous con el teórico ruso encandilada con los descubri-mientos de la lingüística del había, que para esas fechas ya había dejado atrás a la lingüística de la lengua. En cuanto a los postulados de la lingüística del habla, yo dije oportunamente que tengo la sospecha de que Kristeva los cono-ció por primera vez en el aula de Benveniste y/o en las páginas de la opera magna de éste, los Problemas de lingüística general. De su encuentro entonces con la herencia bajtiniana, más el aprendizaje hecho a la sombra de las leccio-nes orales o escritas de Benveniste y el psicoanálisis lacaniano (furor parisién de los años cincuenta y sesenta) iba a surgir la concepción del texto que Kris-teva enarbola en los ensayos que escribió durante aquella época y que se re-unieron y publicaron en Séméiotiké: recherches pour une sémanalyse y PolyIogue, en 1969 y 1977, respectivamente.

Con diferencias que a mi juicio no enturbian las certidumbres kriste-vianas de fondo, esta concepción del texto es la que termina por imponerse en un número no despreciable de los críticos actuales. Pieza central en el progra-ma que éstos comparten (compartimos, habría que decir) es una noción de intertexto que es por completo incompatible con la doctrina autonomista, que nos obliga a prescindir de sus servicios sin mayor dilación, y abriendo de esta manera condiciones propicias para un replanteo de la relación entre texto y contexto. Ahora bien, basta tener en cuenta el clima de ruptura epistemológi-ca que el advenimiento de tales eventos puso de relieve, incluso en los tanteos iniciales del proceso que ahora estamos reseñando, allá por los años sesenta, para llegar a la conclusión de que nada sería más erróneo que identificar la crítica de fuentes que produjeron los viejos filólogos con la nueva crítica in-tertextual. Ni siquiera cabe entender a esta última como una amplificación,

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como una puesta al día, por así decirlo, de aquélla. Los designios que guían a uno y otro tipo de actividad son entre ellos como el día respecto a la noche.

El trabajo de los viejos filólogos funcionó sobre la base de premisas que eran a la vez humildemente arcaicas, cuando por razones eruditas el crítico se limitaba a rastrear aquellos textos que un autor había frecuentado durante el proceso de la elaboración del suyo propio, y ambiciosamente modernas, cuan-do ese mismo crítico confesaba que su agenda secreta, la de veras inmodesta, consistía en el descubrimiento de la originalidad o de la falta de originalidad del autor en cuestión. Estoy seguro de que muchos de nosotros recordamos esas curiosas y no siempre desagradables lecturas que nos ponían al corriente sobre los hallazgos y las frustraciones que experimentaban algunos catedráti-cos (así se llamaban los profesores universitarios entonces) de formación empecinadamente positivista, casi todos españoles, y a los que nosotros su-poníamos muy viejos y muy sabios, en su rastreo de las fuentes de los textos medievales (en mi biografía estudiantil, los de Berceo, Juan Manuel..., etc.), con el fin de probar su diferencia o su falta de diferencia con respecto a estos o a aquellos predecesores europeos, árabes, sánscritos o de cualquier otra es-tirpe.

Ni una cosa ni la otra son de un interés irresistible para la crítica de nuestro tiempo. No lo son porque los textos que un autor puede haber cono-cido y aprovechado de adrede en la confección del suyo propio constituyen, en el mejor de los casos, la punta de un iceberg y, en cuanto al tema de la originalidad, si nosotros hemos dicho para empezar a conversar que un texto es él más todos los otros que se relacionan con él, su detección, que en la estética de la «alta modernidad» o «modernidad tardía» acabó convirtiéndo-se en un criterio de valor, se transforma en una empresa sin mucho brillo.

Por otra parte, la introducción del «papel del lector» dentro de la teoría cuya armazón lógica estamos tratando de delimitar en este libro contribuye también con lo suyo a un cambio brusco en las reglas del juego. Porque si lo que pretendemos es tomarnos en serio la afirmación de que el lector «cuenta» para los efectos del esclarecimiento semiótico, entonces no nos interesan, no nos pueden interesar, sólo los contextos que son anteriores al texto. Nos inte-resarán también los posteriores. A causa de estas consideraciones acabamos arribando al planteamiento de que contemporáneamente no se puede leer el Quijote «bien», o sea que no se lo puede leer con la «competencia» literaria que esa lectura requiere, si no tenemos en mente, aunque sea de una manera mecánica y más o menos difusa, algunos de los esquemas interpretativos que son producto de los casi cuatrocientos años de producción crítica que en

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torno a esa obra maestra se han acumulado desde 1605 hasta hoy, o sea, desde la percepción cervantina de su propia creación como una burla de las novelas de caballería hasta el consumo actual de la misma como una payasada filosó-fica o, más audazmente aún, como una «sátira polifónica».

De lo que se sigue que el trabajo de la crítica intertextual es la prolonga-ción en la práctica de una teoría que excede con mucho al anciano deporte de la caza de «influencias», pero que, como quiera que sea, comparte con aquel nada inocente pasatiempo la convicción de que el texto no es la celda de clau-sura que hizo de él la superstición autonomista. Homenaje que nuestra época le rinde, después de una temporada de torpe desdén, a una lectura de las obras sin mutilaciones y de lo cual un T. S. Eliot, quien proclamaba que los instrumentos indispensables de la crítica eran el análisis y la comparación, o un Borges, para quien toda lectura es una relectura, son un par de cómplices prestigiosos.

Eliot, especialmente, creo que debe traerse al primer plano de nuestras cavilaciones en este capítulo. Su tesis de que «ningún poeta, ningún artista de ningún arte, alcanza solo su completo significado» y que su significación, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos», lo que para él constituye «un principio de crítica estética y no sim-plemente histórica» 98, es impresionante hoy y debió serlo todavía más en el momento de formularse. Si en el punto de partida de las reflexiones de Eliot acerca de este tema desempeñó su papel habitual la crítica de fuentes, la detección de «influencias», que tiene que haber constituido un motivo peda-gógico de turno entre quienes le infligieron al joven estudiante de Harvard, Oxford y La Sorbona su educación literaria, no cabe duda de que su pensa-miento abarcó a la postre un continente teórico que era mucho más vasto y cuyas reales dimensiones sólo hoy estamos en condiciones de medir. Porque para Eliot la posterioridad, la textualidad que es posterior a la obra, afecta a ésta también, y tanto como la textualidad anterior. A su juicio, la necesidad de que una obra nueva sea coherente con lo que ya existe «no es unilateral». Por el contrario, según observa en un apartado famoso de «Tradi tion and the Indi-vidual Talento, la obra de arte nueva, cuando lo es de veras, cuando posee los atributos renovadores que los críticos esperan que ella tenga, revoluciona la historia entera de los objetos de su mismo género. Reproduzco ahora un solo

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párrafo: «lo que acontece cuando se crea una obra de arte nueva es algo que les acontece simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los monumentos existentes constituyen entre ellos un orden ideal, el que se modifica por la introducción de la obra de arte nueva (la realmente nueva) entre ellos. El orden existente está completo antes de que llegue la obra nue-va; para que el orden siga existiendo después de la superposición de la novedad, el todo existente debe, aunque sea levemente, alterarse; de esta ma-nera las relaciones, las proporciones y los valores de cada obra de arte con respecto al todo se reajustan; y en esto consiste la conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Quienquiera que apruebe esta idea de orden, de la forma de la lite-ratura europea, de la literatura inglesa, no encontrará absurdo que el pasado sea alterado por el presente tanto como el presente es dirigido por el pasa-do»". Más adelante, en ese mismo ensayo, Eliot agrega que si bien es cierto que el arte «no mejora», no es menos cierto que el material del arte «nunca es el mismo». La mente de Europa, la mente de cualquier país, «cambia» m.

En definitiva, convengamos en que este doble movimiento de la intertextualidad, hacia atrás y hacia adelante del texto, está o debe estar garantizado en cualquier programa de crítica práctica al que hoy queramos concederle autoridad. Garantía que no sólo se extenderá a los tiempos y a los lugares de desarrollo de la empresa crítica, sino también a la amplitud y el desprejuicio que ha de poseer la gestión de quienquiera sea el agente de esa empresa o, en otras palabras, a la apertura mental con que éste debería situar-se frente a la potencialidad semiótica que despliega ante sus ojos una abigarrada galaxia de intertextos. Esto significa que el desafío con el que nos enfrentamos los críticos contemporáneos consiste no sólo en abrir las páginas del texto a la visita de su parentela más cercana, como hicieron Richards y los neoaristotélicos de Chicago durante los años cincuenta, quienes autorizaban las «comparaciones» intergenéricas (las de la lírica con la lírica y las de la épica con la épica. No había autorización aún para entablar conversaciones entre la poesía y la novela, obsérvese); o como hizo Shklovsky mucho antes que eso, cuando se mostró dispuesto a considerar las relaciones interliterarias en su totalidad; o como hizo Wimsatt, de nuevo en los años cincuenta, cuando se abrió hacia la aceptación de los contactos interestéticos y, si mucho lo

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presionaban, hacia los interculturales además (entendiendo por cultura sólo a la «alta cultura», ni que decirse tiene). Más allá de esos timoratos gestos antiseparatistas o, como decían los neocríticos norteamericanos menos dog-máticos, «antiatomicistas», nosotros pensamos que en nuestro propio progra-ma de trabajo la relación que establezcamos con el dominio intertextual habrá de hacerse con las puertas y las ventanas abiertas de par en par, disponiéndo-se de esta manera el intérprete para recibir e incorporar en el ámbito de su interpretación todas aquellas «citas» que obran en su conocimiento, el que ojalá sea lo más grande que pueda darse habida cuenta de las circunstancias de lectura, y que ese individuo siente que agregan profundidad a su cometi-do. El adverbio «con las puertas y ventanas abiertas de par en par» posee, aquí, por lo tanto, un triple filo. Apunta hacia los textos que en su tiempo se contactaron con aquél con el que nosotros estamos trabajando, a los que se han venido contactando con él posteriormente y por último a aquellos que gravitan hoy, en este lugar yen este tiempo, sobre nuestra conciencia de lecto-res y de los cuales no debemos ni podemos desprendernos. En el entendido ahora de que cualquier discurso que muestre algo en común con el que a nosotros nos interesa preferentemente tiene derecho a exigir consideración en el escrutinio intertextual, sin que a nosotros nos importe que él sea del mismo género (o tipo) ni de la misma época del discurso que concita nuestra aten-ción prioritaria, pero teniendo presente también la imposibilidad de hacernos cargo de todos los discursos que rodean a ése sobre el que habremos situado el foco de nues-tro análisis, el problema, el verdadero problema, consistirá en decidir cuál o cuáles de entre ellos es el / son los más relevante / s para nuestro trámite críti-co y cómo, de qué manera y en qué niveles de funcionamiento discursivo, nosotros vamos a procesar tal relevancia.

Porque es obvio que el requisito de la relevancia le crea una dificultad a nuestro argumento. No sólo por la introducción del factor cuantitativo, porque el discurso primordial con /en el que estamos trabajando se nos presenta flanqueado desde ya por una amplísima constelación de otros dis-cursos, algunos de los cuales son sus contemporáneos y otros no, y porque eso discursos son ellos mismos de una oriundez muy diversa, disciplinaria, ideológica, estética, etc., sino también por el peso específico que tendrá en el procedimiento que nos aprestamos a seguir el factor cualitativo, porque hablar de relevancia es hablar de valor y de selección y las palabras valor y selección cuentan hoy con escasos simpatizantes. Pero la construcción de

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una teoría supone nuestra militancia en un partido epistemológico y estéti-co determinado, supone nuestro reconocimiento de que la necesidad de ele-gir y de actuar consecuentemente constituye el remate lógico del argumen-to que habremos (que hemos) suscrito con anterioridad en torno a una pro-blemática cuya solución nos importa buscar de la manera más rigurosa po-sible y es seguro que no por primera vez en la historia de este mundo1 01

Me parece a mí que en términos generales los criterios que el pensa-miento que nos ha precedido pone a nuestra disposición para escoger el o los discursos a los cuales queremos /podemos considerar relevantes se bandean entre la fe metafísica y el «buen sentido» empirista. Dicho de otra manera: entre la adopción por nuestra parte de una perspectiva filosófica que obedece a una cierta concepción y ordenación axiomática del mundo, que nos llega así formalizada de antemano, perspectiva esta que nos obligará a buscarle a nues-tro discurso sus principales filiaciones dentro de una esfera discursiva y no de otras, o puede hacerse apelando a la experiencia del crítico (y no es que por detrás de esa experiencia no haya también una «perspectiva del mundo», lo que pasa es que tal caso nos estamos refiriendo a una perspectiva no concientizada y que probablemente no ha sido objeto aún de un embate for-malizador).

Dos buenos ejemplos de la primera solución nos los proporcionan la crítica marxista, que le busca al discurso sus filiaciones en la esfera económica, aunque ello sea después de múltiples «mediaciones» y/o «en última instan-cia», y la crítica nietzscheana, más del gusto de los connaisseurs durante estos últimos años, autoproclamadamente libre de las gabelas metafísicas de la otra, pero que en realidad prefiere localizar la clave del contacto entre prácticas discursivas distintas en el «poder» que algunas ejercen sobre las demás que constituyen con ellas la fábrica del texto. Esto aun cuando el más connotado de los exponentes de esta hipótesis, Michel Foucault, se niegue a identificar a los sujetos que son los propietarios del capital discursivo, ya que todo ocurre en su pensamiento como en el interior de una cámara oscura en la que se sienten los estropicios derivados de los actos de dominio que los suso(no)dichos propietarios del poder protagonizan pero sin que se sepa jamás quiénes son

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ellos. Conviene insistir, de todas maneras, en que tanto la alternativa «metafí-sica», independientemente de sus variedades, que como hemos visto pueden ser muchas y de muy distinta naturaleza, como la del «buen sentido» empi-rista se han desenvuelto la una junto a / contra la otra a lo largo de toda la historia de la modernidad con las grandezas y miserias que muchos conoce-mos y por las que hemos pagado más de una vez un alto precio. En ciertas logias del llamado territorio discursivo postmoderno, yo me temo que la se-gunda es la que tiende a predominar, acaso por la confianza, entre interesada e ignara, como se verá en el siguiente capítulo, de que hoy estamos viviendo la época del fin de las ideologías y que por ende es necesario volver a confiar en la verdad de la experiencia.

Dentro de este mismo orden de cosas, un segundo interrogante, al que tam-bién debemos hallarle una respuesta satisfactoria, es el que se refiere al concepto de determinación. Este concepto se entrevera con el de totalidad estructurada y, en el último análisis, con el de causalidad, y de ese modo con la intención de hacer de la literatura o de la escritura o de la textualidad materia de estudio científico.

Para que una totalidad estructurada exista, no es inaudito suponer que debiera existir un discurso que la constituya como tal, ordenando y jerarqui-zando a los demás que se asocian con él dentro del espacio del texto, imponiendo sobre ellos su peculiar hegemonía. Por lo tanto, el reto que nos aguarda a los críticos actuales no consiste sólo en escoger al o a los discursos al/los que vamos a considerar relevantes respecto de aquél que para sí recla-ma el momento de apertura de nuestra atención, sino además en decidir —si es que no estamos dispuestos a abandonarnos al festineo «postmo» de la hetero-geneidad y el fragmento—, cuál de entre todos ellos es el que determina al conjunto, determinando a los otros en segunda, en tercera o en última instancia.

Pero ocurre que, en esta coyuntura de la historia de la crítica moderna, el fantasma del escepticismo recorre las galerías del alma de nuestros colegas. Como apunta Gabrielle Spiegel en un brillante artículo, la tendencia actual de los investi-gadores literarios es «a poner el problema de la causalidad entre paréntesis», pre-tendiéndose encontrarle así «una salida a las falacias reductivas y al determinismo que trastrocaron a la crítica historicista positivista de viejo cuño» 102. Es, como ve-mos, una fresca reincidencia en el antiguo y deleznable consejo de la avestruz: sino estás en posesión de las armas que te hacen falta para hacerle frente al peligro que te acecha, y entre los críticos literarios contemporáneos, sino estás en posesión de

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las armas que te hacen falta para hacerle frente al monstruo «historicista» y «positi-vista», lo que tienes que hacer es hundir la cabeza en la tierra. Por otro lado, parece que hubiera consenso a estas alturas en cuanto a que el manejo del concepto engel-siano y sartreano de «mediación», que para tales efectos desempolvó Fredric Jame-son en 1971 103 (y lo mismo podría argüirse respecto del concepto también engelsiano de «determinación en última instancia», reivindicado por Aithusser y su escuela por esos mismos años), no cambia y sólo demora el reconocimiento de la determinación, como se dieron cuenta hace ya mucho hasta los marxistas más lerdos.

Doy ahora un ejemplo que procura obedecer a y esquivar esta proble-mática simultáneamente: habiendo aceptado desde el comienzo la premisa de la relación del discurso con otros discursos, hacia adentro y hacia afuera del texto, Stephen Greenbla tt, el cabecilla de los neohistoricistas estadouni-denses, prefiere hablar en seguida de «negociación» entre discursos (él escribe negociación entre «creadores», pero para el caso es lo mismo. En rigor, la relación entre texto y contexto que Greenbla tt promueve pasa por lo que Spiegel denomina en su trabajo una «textualización del contexto» 104 y es menos desatinado de lo que parece presumir que para el académico de Berkeley el creador también es un «texto») y no de determinación. Dice: «la obra de arte es el producto de una negociación entre un creador o una clase de creadores, equipados con un repertorio de convenciones, y las instituciones y prácticas de la sociedad» 105 .

Con esta maniobra G reenblatt reconoce cuartel junto a la tradición empi-rista, que es la que mejor se acomoda a las suspicacias antiteóricas de la acade-mia estadounidense, en especial entre los hijos y los nietos de los neocríticos, por una parte, y por otra, atenúa, si es que no desmantela por completo, la influencia del determinismo marxista. Para él, los discursos van a relacionarse de una manera horizontal, sin que existan entre ellos jerarquías a priori, y casi azarosamente, sin que existan entre ellos determinaciones a priori. La clave de esta relación es su carácter de vínculo «negociable», es decir, su ser un vínculo

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cuya intensidad puede acrecentarse (y enfatizarse) en mayor o menor grado dependiendo de las circunstancias que rodean al discurso. Fruto de esta políti-ca negociadora del (con el) determinismo, somos testigos de la retención por parte de Greenblatt, aunque muy debilitada y por eso mismo postmoderna sólo a medias, de la noción de estructura. Ella acabará constituyendo en su pensa-miento no mucho más que la reunión, basada en su personal «buen sentido», de un conjunto de discursos yuxtapuestos.

Mi opinión es que lo que ha hecho Greenblatt, desde su escritorio de California, es resucitar la hipótesis del historicismo «contextualista», cuyas blandas premisas, desde otro escritorio, también de California, desarrolló Ste-phen Pepper en 1948i 06. Como es de suponerse, la «hipótesis contextualista del mundo», de la que Pepper se transformó en portavoz hace ya de esto cincuenta años, se encuentra plagada con toda clase de invocaciones a su «prag-matismo». En efecto, estamos hablando aquí de un libro en el que su autor no escatima las invocaciones ala autoridad de una doctrina filosófica de domicilio conocido y por demás prestigioso en el medio académico angloamericano, doctrina para la cual el «mundo» constituye «un espectáculo siempre cam-biante» y «el desorden» un rasgo tan radical de la realidad «que ni siquiera excluye al orden» 107, lo que a mi juicio pone al historiador que presta oído a esos cantos de sirena deweyanos en la orilla misma de su descalabro, como si dijéramos ya a punto de abandonarse a la práctica espontánea y sin vergüen-za de la histoire événementieIie. No sin transparentar una considerable simpatía para con esta modalidad de trabajo, su trasfondo ideológico no se le escapó a Hayden White en 1973: «El compromiso con las técnicas dispersivas del formismo y del contextualismo refleja únicamente la decisión por parte de los historiadores de no intentar la clase de integración de la información que el organicismo y el mecanicismo adoptan sin problemas. Esta decisión parece-ría apoyarse a su vez sobre opiniones sostenidas precríticamente en cuanto a la forma que una ciencia del hombre y la sociedad tiene que tener. En general, tales opiniones parecieran ser de naturaleza ética y, específicamente, ideológica»168.

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Desde la izquierda del espectro crítico, este mismo problema se ha pues-to sobre el suelo ciertamente fecundo que nos ofrece el recobro del proyecto teórico gramsciano. Tony Benne tt, a quien nosotros mencionamos en este en-sayo ya un par de veces, y su grupo de trabajo en Griffith/Open University en Australia (en el fondo, esta gente, más que a Gramsci, sigue o seguía hasta hace muy poco tiempo la lectura que de Gramsci hizo Laclau en Politics and Ideology in Marxist Theory. Y, así como Laclau acabó después con Gramsci, a nadie debiera causarle estupor que, a través de un demasiado oportuno ejer-cicio de autocrítica, Benne tt repita aquel ejemplo preclaro y que se pase con camas y petacas al bando de Foucault: «... Habrá quedado claro que el tenor general de mi argumento hasta ahora despliega una inclinación hacia formas foucaultianas de análisis...» 109), insisten en las virtudes renovadoras que tiene para ellos el concepto de hegemonía. Este concepto, que como todos sabemos Antonio Gramsci discurrió cercado por las paredes de la cárcel, entre 1927 y 1935, pese a las muchas incertidumbres que aún subsisten respecto de su al-cance y proyecciones, nos entrega los elementos de juicio que son necesarios para formarnos una idea de la totalidad que, sin acabar con ella, flexibiliza y complejiza la relación entre las partes que la integran. El problema preciso de Gramsci era, según observó Raymond Williams en Marxism and Literature, el de las «distribuciones especificas del poder y la influencia en el 'proceso so-cial total' que es la 'cultura'». Reinterpretado el concepto gramsciano de este modo, refiriéndolo a la problemática que determinó las circunstancias de su nacimiento, se trataría de un mecanismo que eficientemente mitiga el carác-ter totalitario y al fin de cuentas inútil de la idea tradicional de «dominio», al aseverar que el poder hegemónico no es un poder monolítico e impenetrable, sino que, por el contrario, no puede menos que verse «contaminado, resisti-do, limitado, alterado, desafiado por presiones que de ningún modo le son propias». Esas presiones son las que provienen de poderes «contrahegemónicos» e incluso, como creen algunos (Jesús Martín Barbero o el propio Williams) «hegemónico-alternativos»10 .

El caso es que el traslado de esta perspectiva al plano del texto es lo que da origen a la idea de una totalidad textual en la que el despliegue de la fuerza física o ideológica se transmuta en un proceso de articulación, esto es, en un pacto entre discursos y dentro del cual, aun cuando el/los discurso /s hegemónico/s determine / n el carácter de la totalidad (lo que Bajtín/Volosinov llamaron el

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«tema de la emisión»"'), no neutralizan o no neutralizan del todo la eficacia de los discursos alternativos, los que debido a eso tendrán la posibilidad de transformarse tarde o temprano en discursos resistentes, evitándose así lo que el mismo Bajtín despectivó como el «monologismo» textual. Escribe Janet Woo-llacott, una investigadora perteneciente al grupo de Bennett: «Las teorías de la hegemonía hacen uso de la idea de articulación de una manera particular para sugerir que, dentro de un modo de hegemonía dado, el asentimiento popular se gana y se asegura en torno a un principio de articulación, el que garantiza el establecimiento y la reproducción de los intereses de los grupos gobernantes mientras que al mismo tiempo recaba el asentimiento popular. El éxito del dominio ideológico hegemónico puede juzgarse entonces por el grado hasta el cual el principio de articulación garantiza una ordenación de discursos ideológicos diferentes y potencialmente opuestos» 1i2. Es así como, más que el disfraz de las mediaciones o el de la determinación en última ins-tancia, el ejercicio variable pero nunca obliterante de la determinación dentro de este programa gramsciano-bennettiano-woollacottiano parece adecuarse un poco mejor al funcionamiento de la democracia multidiscursiva del texto, aun cuando también sea cierto que la determinación no deja por eso de exis-tir.

Las dos cuestiones a las que nosotros quisiéramos darles un corte en este apartado son entonces las siguientes: primero, la de la relación de hege-monía que unos discursos establecen con otros en el interior de un texto al que ya no será posible considerar como el simple continente material de un mensaje y de la cual depende la entereza de este último. A esta primera pre-gunta cabria responder desde luego que de la existencia de esa hegemonía no se puede prescindir, visto que de su actividad depende la existencia del texto como tal, o sea, la existencia del texto en cuanto texto, pues lo que está más allá es el fragmento. Recordemos que la «cohesión» es una de las tres o cuatro demandas esenciales que los lingüistas metafrásticos (Halliday y Hasan, por ejemplo) le hacen al texto para que éste tenga derecho a reclamar ese nombre. En segundo término, y no es exagerado vaticinar que la respuesta a esta otra pregunta va a ser congruente con la respuesta que le demos a la pregunta anterior, también tendremos que ocuparnos del problema de la hegemonía en el ámbito de los modos discursivos ejemplares.

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El primero de estos dos problemas es de carácter crítico y afecta a la totalidad textual. El segundo es de carácter histórico y afecta a la totalidad cronológica: a la formación discursiva o, en otras palabras, a la posibilidad de sistematizar la fisonomía y los límites del período e inclusive, a mediano o largo plazo, a la posibilidad de sistematizar la fisonomía y los límites de una historia de los textos.

Como lo he sugerido en los párrafos anteriores, mi propia posición res-pecto de uno y otro de esos dos escenarios teóricos es que la renuncia a toda determinación equivale a una renuncia a la práctica de la disciplina. En el primero, ella nos priva de un objeto de conocimiento, ello en la medida en que nos reduce al fragmento y cualquier definición del fragmento que ensa-yemos deberá partir, indefectiblemente, o por el reconocimiento de que el fragmento es parte de una totalidad implícita, en cuyo caso no es fragmento, o por la admisión de que el fragmento no es nada. La apología del fragmento con la que se pisaron la cola Lawrence Kritzman et al en 1981 y que nosotros citamos en el capítulo dos de este libro, o el más reciente repudio de la unidad textual, en cuya justificación aventura el porvenir de su escurridiza inteligen-cia el británico Antony Easthope, son, a decir verdad, posiciones teóricas sin mucha enjundia y que no requieren de una extensa consideración de nuestra parte. El texto es, o debiera ser, por consiguiente, nuestra última frontera. Todo lo demás es bulla.

En el segundo escenario, si no disponemos del concepto de determina-ción, cualquiera podrá darse cuenta de que no vamos a estar en condiciones de establecer totalidades históricas. El texto solo (y eso si es que contamos con él todavía, si es que no se ha completado ya el proceso de su desintegración post-moderna...) carece de historia. Su historia llega a ser realidad sólo a través de la dinámica de su interacción con otros textos, de su existir entre ellos, con ellos. Y, como la de los discursos en su interior, esa relación del texto con otros textos también posee un contorno que es susceptible de delimitación por parte del crítico. Lo que se ajusta a ese contorno, lo que cabe dentro del círculo de tiza caucasiano que él traza —y eso porque a los textos involucrados dentro de ese círculo nosotros les hemos podido distinguir un carácter homogéneo, el que a su vez se deriva de la relativa homogeneidad de la historia concreta, es decir, de una cierta forma de articulación histórica que estabiliza tanto la cancha como las reglas de acuerdo con la cuales se entabla la lucha por la hegemonía cultural, como dicen los neogramscianos y también Guillermo Mariaca—, es el período, es decir, es una unidad cronológica (y las puede haber mayores y menores, dependiendo de la eficacia y duración del principio articulatorio: eras, épocas,

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periodos, etapas, fases, etc.), gradas a cuya existencia el desarrollo temporal deja de ser, y ojalá que no por puro voluntarismo nuestro, una cadena de acon-tecimientos absurdos.

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7

Todo discurso es la representación semiótica de una ideología, entendida ésta a la manera althusseriana, como la experiencia misma, como «lo vivido». Esta séptima tesis nuestra es compatible desde ya con el planteamiento Volosinov/ Bajtín, según el cual «el dominio de la ideología coincide con el dominio de los signos. Ellos equivalen el uno al otro y dondequiera que un signo se halle presente, la ideología lo está también». «Todo lo que es ideológico posee valor semiótico», insisten Volosinov/Bajtín, ello hasta el punto de que «la conciencia misma puede erguirse y llegar a ser un hecho viable sólo en la corporización material de los signos»13. Por consiguiente, tampoco resulta improbable y no ten-dría que producir en nosotros un rechazo fulminante el que, como predica Foucault, a la experiencia (o sea, a la ideología) nosotros no podamos vivirla si no es en la efecti-vidad de sus discursos. No es que lo real no exista, por supuesto. Ni siquiera el sagaz obispo Berkeley logró probar su inexistencia con sincero convencimiento. Lo que queremos decir con esta tesis es que nuestro comercio con la realidad se encuentra mediado por la ideología, que vivimos inmersos en ella y que lo real se nos presenta no como lo que es (si es que algo es, para decirlo con la broma siniestra de Borges), sino a través de un filtro ideológico. Ese filtro ideológico es, al mismo tiempo y no puede sino serlo, un filtro textual y dis-cursivo.

Dos criterios conductores quiero escoger a propósito del detour que con la afirmación que he hecho recién estoy tomando en pos de la zona de la referencialidad o, como hubiese dicho Peirce, del «piso» (ground), ése que según él nos enseña sostiene el objeto seleccionado del signo. Primero, me gustaría que el lector de estas notas estuviera de acuerdo conmigo en cuan-to a que ninguna experiencia es o puede considerarse pura y que por eso la promesa del empirismo se encuentra completamente a salvo del peligro de cumplirse. Toda experiencia es ideológica, y la denuncia de que algunos

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individuos, ellos, viven ideológicamente y otros, nosotros, no, repetida hasta la náusea en los círculos de la política profesional contemporánea, no debería privarnos del sueño. Oscila, como si se tratara de un dilema de florecimientos estacionales, entre la frivolidad astuta, de parte de quienes la profieren, y la estulticia más burda, de parte de quienes la comparten.

En igual sentido, y a despecho de un racionalismo con el que yo no puedo menos que estar de acuerdo, me veo también en la dura obligación de diagnosticar como necesitada en cualquier caso de unas cuantas restricciones la esperanza habermasiana de una politica inspirada en la «acción comunica-tiva». La verdad es que a mi posición relativa a la naturaleza ideológica de toda experiencia se le hace cuesta arriba aceptar sin mayores preguntas un planteo en el que se da por de contado que la ideología constituye no mucho más que una circunstancia anómala en el circuito de la comunicación normal, algo así como una interferencia en la línea telefónica que utilizamos a diario para comunicarnos con el otro, por lo que la mejor alternativa de contacto y de cambio habría que cifrarla en la habilitación (¿por quién o por quiénes?) de «esferas públicas» ascépticas, es decir, de espacios neutrales, en los que se proceda a la eliminación del «ruido» ideológico y que de ese modo hagan factible que los seres humanos participen en discusiones que les conciernen a todos en una atmósfera libre de coerción y dependencia: «Un acuerdo comunicativo logrado posee una base racional; ninguna de las partes puede imponerlo, instrumentalmente, mediante una intervención directa en la si-tuación, o estratégicamente, influyendo en las decisiones de los oponentes. El acuerdo se puede en efecto obtener por fuerza; pero eso que tiene lugar mani-fiestamente a través de la influencia externa o del uso de la violencia no puede contar subjetivamente como un acuerdo. Un acuerdo descansa sobre convicciones comunes. El acto de habla de una persona tiene éxito sólo si la otra acepta la oferta que él contiene, tomando (aunque sea implícitamente) la posición 'sí' o la posición 'no' respecto de una demanda de validez que es criticable por principio. Ambos, el ego, que hace la demanda de validez con su emisión, y el alter, que la reconoce o la rechaza, basan sus decisiones sobre fundamentos o razones potenciales»

114

Es esta tu-ta línea de pensamiento, que, apelando a la base «racional» que existe o existiría en el fondo de cualquier contacto entre personas, abre

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camino a una posibilidad de vincularse e incluso de actuar en condiciones que le restituyen a la conversación su sentido profundo, reivindicando la ca-pacidad potencial que ésta tiene para sustraerse no sólo al ejercicio de la fuer-za sino también a la influencia de la ideología. A mí debo decir que esta idea me parece atractiva, y muy atractiva, pues repone en el centro de la discusión contemporánea la figura de un sujeto autónomo, que sin embargo no es autis-ta, que recibe la información que le es proporcionada, que la estudia, la clasi-fica, la jerarquiza y actúa en consecuencia. La posibilidad de que exista esa clase de personaje, dueño de sí, lúcido y potencialmente rebelde, tanto como la posibilidad de que él desempeñe un papel protagónico en la preservación, el fortalecimiento y la expansión de una democracia con espíritu crítico a la vez que solidario, a mí no pueden menos que resultarme tremendamente alen-tadoras. Con todo, ello no obsta para que me dé cuenta de que la esperanza habermasiana es problemática, y no tanto por sus expectativas generales, las que como se ha visto yo comparto en gran medida, como por las dificultades políticas de su implementación.

Vuelvo, entonces, sobre la plataforma de Aithusser, pero no sin antes hacerle algunas sustracciones y añadidos importantes. Primero, revisemos lo que dice Aithusser con algún cuidado. Su tesis básica es, como sabemos, la de que la ideología es intercambiable con lo vivido, que los seres humanos vivimos en la ideología: «la relación 'vivida' de los hombres con el mundo, comprendida en ella la Historia (en la acción o inacción política), pasa por la ideología, más aún, es la ideología misma»75 . Esta, por otra parte, constituye una representación imaginaria de la relación que los seres humanos tenemos con nuestras condiciones de existencia y, en última instancia, con las relacio-nes de producción que dominan dentro del sistema económico-social en el cual nos encontramos insertos. Por el contrario, la «realidad» es, sería, tiene que ser, a pesar de la resistencia althusseriana a dar cabida en su pensamiento a las impurezas de lo real, la verdadera, o sea, la no imaginaria relación que los seres humanos mantenemos con nuestras condiciones de existencia y la cual, como vamos a ver en seguida, no es para él accesible a nuestra experien-cia de (como) sujetos.

Porque según Althusser a la realidad sólo se puede acceder con el auxilio de la ciencia, lo que quiere decir que el paso desde el dominio ideológico al dominio científico importa un paso desde el dominio de la imaginación al

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dominio de la ciencia: «el reconocimiento sólo nos da la conciencia de nuestra práctica incesante (eterna) del reconocimiento ideológico —su conciencia, esto es, su reconocimiento—pero de ninguna manera nos da el conocimiento (científico) del mecanismo de este reconocimiento. Ahora bien, este es el conocimiento que tenemos que lograron'.

Con todo, el tráfico desde el dominio ideológico al dominio científico se efectúa, sólo puede efectuarse, agrega él, desde el interior de una ideolo-gía: «mientras hablamos en la ideología, y desde dentro de la ideología, tenemos que esbozar un discurso que trata de romper con la ideología, para atreverse a ser el comienzo de un discurso científico (esto es, sin sujeto) sobre la ideología»17. Tempranamente, en Pour Marx, Althusser caracterizó este es-cenario de doble tarima con la ayuda del psicoanálisis freudiano: desplazarse de la ideología a la ciencia era ahí equivalente al desplazamiento psicoanalítico de la inconsciencia a la conciencia: «En realidad, la ideología tiene bien poco que ver con la 'conciencia', sise supone que este término tiene un sentido unívoco. Es profundamente inconsciente, aun cuando se presenta bajo una forma reflexiva» 118. Pero, otra vez en la perspectiva de Freud, despla-zarse de la inconsciencia a la conciencia no supondría un abandono de la inconsciencia o que la inconsciencia desaparezca por entero. Significa que es-tamos añadiendo al primer nivel de nuestra trayectoria vital, para Althusser el nivel de nuestra trayectoria vital en tanto sujetos, la posibilidad de un segundo nivel, para Althusser el nivel de nuestra actuación desubjetivizada (lacanianamente, la cosa es aún más grave, porque para Lacan la inconscien-cia es la contrapartida dialéctica de la conciencia. Es la conciencia la que origi-na a la inconsciencia por obra de la instalación del reprimido). Esto significa que nunca abandonamos la ideología, que lo que ocurre es que suplementa-mos el nivel de la ideología, que es el de lo imaginario inconsciente, con un nivel otro, el de lo real consciente.

El tráfico sigue existiendo, por ende, pero no como un reemplazo sino como una suma. ¿Cuándo y cómo se produce esta suma? La respuesta a esta pregunta nos obliga a dar por verdadera la polémica hipótesis de que hay ideologías que se encuentran más cerca de o que facilitan el acceso a lo real,

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esto es, a la práctica de la ciencia y a nuestro encuentro, por ese camino, con la luz de la conciencia. Tales serían las ideologías «progresistas», las de aquellas clases cuyas vidas se hallan en óptimos términos con el desarrollo de la histo-ria cuyas leyes la ciencia investiga y prescribe: «los que están en la ideología se creen a sí mismos por definición fuera de la ideología: uno de los efectos de la ideología es la denegación práctica del carácter ideológico de la ideología por la ideología: la ideología nunca dice: 'Soy ideológica'. Hace falta estar fuera de la ideología, esto es, en el conocimiento científico, para ser capaz de decir: Yo estoy en la ideología (un caso bastante excepcional) o (el caso más común): Yo estuve en la ideología» 19. Y en el «Prefacio al volumen primero del Capital»: «Dos tipos de lectores se enfrentan con el Capital: aquellos que tienen una experiencia directa de la explotación capitalista (sobre todos los proletarios o trabajadores asalariados en la producción directa, aunque tam-bién, con matices de acuerdo a su lugar en el sistema de producción, los trabajadores asalariados no proletarios); y aquellos que no tienen experiencia directa de la explotación capitalista, pero que están, por el contrario, goberna-dos en sus prácticas y conciencia, por la ideología de la clase dominante, la ideología burguesa. Los primeros no tienen dificultad ideológico-política para entender el Capital puesto que es una discusión directa de sus vidas concre-tas. Los segundos tienen gran dificultad para entender el Capital (aun si son muy 'leídos', y yo iría más lejos hasta el extremo de decir, especialmente si son muy 'leídos'), porque hay una incompatibilidad política entre el contenido teórico del Capital y las ideas que ellos llevan en sus cabezas, ideas que ellos 'redescubren' en sus prácticas (porque ellos las habían puesto allí en primer lugar)»

120.

Pienso yo que, aunque haya aspectos de este razonamiento althusse-riano que son controvertibles y muy controvertibles, lo esencial del mismo se sostiene. Ahora bien, ¿qué es eso que a mí me parece esencial en él? Por lo pronto, la tesis básica, la que afirma que nuestra existencia en tanto sujetos, que nuestra constitución y desempeño como tales, es ideológica. De ahí se desprende que el alegato relativo al fin de las ideologías es una necedad sin remedio, que lo fue hace cien años, cuando se formuló por vez primera, que-volvió a serlo en las décadas del cuarenta y del cincuenta, que son los años en que el mcCarthysmo lo utilizó sin tapujos, y que lo sigue siendo en nuestro tiempo, cuando sobre todo los medios de comunicación de la derecha insisten

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en él con un regusto francamente deshonesto. Nadie que tenga una forma-ción teórica mínima ignora que la naturalización de la capa ideológica por parte de quienes detentan el poder constituye un acontecimiento habitual en las sociedades de clases. Por eso, aun más interesante que el alegato de la derecha, es que ese alegato sea él mismo de inspiración ideológica.

Pero si la tesis básica de Althusser es sostenible de alguna manera, no ocurre igual cosa con su presuposición de que el plano ideológico es imagina-rio y que existe como su antítesis una esfera de lo real, cuyo conocimiento estaría, según ya hemos visto, reservado sólo a la ciencia. Aun cuando la pri-mera parte de esta propuesta es aceptable y la segunda aceptable con algunos ajustes, la tercera, la que encierra a lo real en el reducto de la ciencia, no lo es en absoluto. Es más: yo me temo que esta tercera parte de la propuesta de Althusser responde a una lectura defectuosa suya de Freud y, especialmente, de Lacan. Parece que Althusser superpone a la oposición lacaniana entre lo imaginario y lo simbólico la oposición marxista clásica entre la ideología (el «reconocimiento») y la ciencia (el «conocimiento») o, lo que viene a ser lo mismo, la oposición entre lo ilusorio y lo real. Aun cuando trate afanosamen-te de evitar el contacto entre la ciencia y la realidad, con el argumento antiempiricista de que el objeto de conocimiento de la ciencia es siempre un objeto teórico, ello no constituye óbice para que también declare que «En la ideología, los hombres expresan, en efecto, no su relación con sus condiciones de existencia, sino la manera en que ellos viven su relación con sus condicio-nes de existencia: lo que supone a la vez una relación real y una relación 'vivida', 'imaginaria'» 121 .

Esto quiere decir que hay efectivamente una realidad de la relación de los hombres con sus condiciones de existencia y que la ciencia es el medio para conocerla, pues el conocimiento que ésta produce no puede ser el mismo que el que produce (o reproduce: «reconoce») la ideología. Freud, y Lacan aún menos que Freud, no pueden pedir cartas en esta brisca por supuesto. Para Lacan, lo real es «lo imposible»' 22 y, por lo mismo, lo inaccesible. La exis-tencia humana se desenvuelve según él entre el «orden» de lo imaginario y el «orden» de lo simbólico y ni el uno ni el otro son órdenes reales, en tanto cuanto ambos constituyen construcciones de la imaginación humana. Ahí es donde nos incorporamos en algún momento de nuestra niñez, ahí es donde seguimos viviendo más tarde y de ahí no podemos salir nunca, aun cuando

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también sea efectivo que podemos desplazarnos dentro del repertorio no equi-valente de las alternativas de vida que ellos mismos nos ofrecen. En cuanto a nuestra residencia en el orden simbólico, Lacan la explicó o trató de explicarla en su «Discurso de Roma» con la claridad un tanto lírica que él se permitía en ocasiones. Dijo ahí: «Los símbolos envuelven la vida del hombre en una red tan total, que, antes de que él llegue al mundo, se unen los que lo van a engendrar en 'carne y hueso'; tan total, que llevan a su nacimiento, junto con los regalos de las estrellas, si no con los regalos de las hadas, la forma de su destino; tan total, que le dan las palabras que harán de él un devoto o un renegado, la ley de los actos que lo van a seguir hasta el lugar mismo donde no está todavía y aun más allá de su muerte; y tan total, que, a través de ellos, su fin encuentra su significado en el día del juicio, donde la Palabra absuelve o condena su ser —a menos de que él logre la realización subjetiva del ser-para-la-muerte»lu.

Si Lacan está en lo cierto, entonces nosotros no podemos sino concluir que la ciencia opera también en el dominio de la ideología, que ella es una de sus manifestaciones, como lo son el arte y la vida cotidiana. Tema éste de la omnipresencia u omniinclusividad de la cobertura ideológica, que es muy de nuestro tiempo pero que deviene contencioso en grado sumo, sobre todo para la inmodestia cada vez más extrema del cientificismo y el tecnocratismo, y respecto del cual no es poca la tinta que se ha derramado en años recientes. El mejor argumento negativo reza así: estar preso de la ideología es estar des-provisto de capacidad de «agencia» [agency], esto es, de la capacidad que a los seres humanos nos faculta para actuar en el mundo no reproductiva sino productivamente. Y esto porque dicha acción supone para materializarse un principio que no es imaginario, que es real, incluso cuando la que se encarga de la definición de lo real es la metafísica platónica. Como ejemplifica Louis Montrose: «Los críticos que subrayan las posibilidades de una agencia efecti-va por parte de los sujetos individuales o colectivos contra formas de domi-nación, exclusión y asimilación han impugnado enérgicamente a los críticos que acentúan la capacidad del temprano Estado moderno, personificado por el monarca, para contener gestos aparentemente subversivos o incluso para producirlos precisamente con el fin de contenerlos»

124.

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Para sacar su argumento del área de influencia de la segunda de las dos posiciones delineadas por Montrose en las frases que yo acabo de citar, políti-camente impalatable desde luego, y para ponerlo en línea con la primera de ellas, políticamente «correcta», es que Althusser se abandona, aunque sea a pesar suyo, según hemos visto, en las comprometedoras manos del progre-sismo, del cientificismo y del realismo decimonónicos. Todos vivimos en la ideología, todos vivimos en la no realidad, nuestra existencia como sujetos es inconsciente y ese es nuestro estado normal, del que sólo la ciencia, facilitada por la ideología de la clase proletaria, es capaz de extricarnos. Cuando la cien-cia proletaria ha hecho su trabajo (y cuando lo ha hecho bien, agreguemos nosotros), entonces y sólo entonces es cuando salimos de la ideología y accede-mos eo ipso a la realidad y a la conciencia. Mis dudas acerca de la sustentabilidad de este planteo coinciden con las que ha expresado Paul Hirst: «Creo que lo que Althusser tiene que decir acerca de las 'relaciones sociales ideológicas' es revolucionario en sus implicaciones, alejando al marxismo de los modos re-duccionista y sociologista de manejar la ideología, mientras que la teoría del conocimiento de Althusser me parece muchísimo más problemática» 125 .

Porque la verdad es que no hace falta incurrir en este ejercicio de retor-no a las convicciones filosóficas del siglo XIX para defender la capacidad de acción productiva que los seres humanos poseemos. Digamos entonces que, incluso de aceptar nosotros que nuestras acciones tienen lugar en o desde la ideología, no tenemos por qué aceptar con ello que la ideología constituye un monolito uniforme, compacto, incontrarrestable e inescapable. En primer lugar, vivir en la ideología es vivir interpelado por alternativas ideológicas diferentes (Volosinov/Bajtín es/son en esto inambiguos), ninguna de las cua-les constituye para nosotros un destino sin salida. Muy por el contrario, esas alternativas nos deparan la oportunidad de escoger posiciones ideológicas que no son, o que no son necesariamente, las que dominan o, para decirlo con el lenguaje gramsciano, las que ejercen hegemonía y administran el principio articulatorio en el ambiente cultural y social que nos circunda.

Escoger entonces, pero ¿escoger desde dónde? Desde la «realidad» y la «verdad», obviamente. Pero ¿desde qué realidad y desde qué verdad? Este es el momento en que Terry Eagleton, por ejemplo, a sabiendas de que para el

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desencanto postmoderno «en los seres humanos hay algo crónicamente torcido, una especie de pecado original que determina que toda percepción incluya la mala percepción, toda acción involucre la incapacidad y todo cono-cimiento sea inseparable del error» y habiéndose alejado él mismo de la tesis althusseriana relativa a las virtudes develadoras del conocimiento científico, desentierra al Lukács de Historia y conciencia de clase para el cual la realidad y la verdad se encuentran no en los veredictos de la ciencia sino «en la más plena conciencia posible de una clase históricamente 'progresista'», y termina apostando junto con ese Lukács a la legitimidad y a la potencia de lo que Eagleton llama un «conocimiento emancipatorio»

126. Es decir que para Eagle-

ton escogeríamos desde la superioridad que unas ideologías manifiestan por sobre otras en aquello que tiene que ver con la esperanza que simultánea-mente estaremos poniendo en la posibilidad de un acrecentamiento de la vida, en la intuición de una cierta plenitud o en la aproximación a la intuición de una cierta plenitud acerca de cuya absoluta conveniencia cualquier persona bien nacida pudiera estar llana a explayarse fervorosa y latamente. En nom-bre de esa apertura de la conciencia y del conocimiento liberador que con ello se logra, es que imaginamos soluciones, fijamos criterios, construimos el mun-do: «Ningún izquierdista que mira fríamente la tenacidad y la invasividad de las ideologías dominantes puede sentir optimismo respecto de lo que es nece-sario para aflojar esa garra letal. Pero hay un lugar sobre todo donde tales formas de conciencia pueden transformarse casi literalmente de un día para otro, y ese lugar es el de la lucha política activa. Este no es un pietismo de izquierda sino un hecho empírico. Cuando los hombres y las mujeres se com-prometen en formas modestas, locales, de resistencia política, se encuentran a sí mismos empujados por la dinámica interior de tales conflictos, en confrontación directa con el poder del Estado, y se hace entonces posible que su conciencia política se altere definitiva, irreversiblemente. Si una teoría de la ideología tiene algún valor, es en tanto ayuda a iluminar los procesos me-diante los cuales esta liberación de las creencias que comercian con la muerte puede llevarse a cabo de una manera práctica»727 .

Santo y bueno, digo yo, aun cuando no pueda dejar por eso de escar-bar un poco más en el tema. Porque, si bien cierto, como ironiza el mismo Eagleton, que «no necesitamos del acceso intuitivo a las Formas Platónicas para saber que el apartheid es un sistema social que deja algo que desear», no

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es menos cierto que los griegos consideraban que la esclavitud era una insti-tución admirable. Esto sólo debiera llevarnos a admitir que el testimonio de la experiencia ni es inmediato ni es necesariamente liberador, que también él es de naturaleza ideológica. Otra cosa es que con el transcurso del tiempo la expe-riencia ideológica llegue a formar parte de la realidad de los sujetos que la viven hasta que llega el momento en que éstos acaban asumiéndola como si ella constituyera un dato más de la naturaleza. Con todo, de ese testimonio de la experiencia conviene advertir que él se mueve, que nunca es el mismo, en tanto constituye una certidumbre que se produce en el marco de un desplazamiento dialéctico (el mismo Eagleton habla de una «dinámica interior» de los conflictos), al cabo del cual lo que se genera es lo nuevo, tanto en el mundo como en nuestra conciencia, y que es aquello que hace factible que cuando se nos presenta la necesidad de hacerlo nosotros podamos identificar y combatir la falacia ideológica dondequiera que la sorprendemos. Vivimos en la ideología, como vivimos en el capitalismo, pero ni la ideología ni el capita-lismo existen sin fracturas y, lo que es más importante, ninguno de los dos se nos presenta como un constructo a prueba de contradicciones. Y no son la ciencia, el proletariado o las «clases progresistas», aquellos/as que viajan en la cresta de la ola de la historia, los/las que nos hacen reconocer y denunciar la torpeza ideológica y desear su erradicación. Eso es confundir los efectos con las causas. Nos ponemos del lado de la ciencia, del proletariado o de las clases progresistas porque, habiendo hecho uso del potencial de conocimien-to y de acción que nos asiste por la doble circunstancia de vivir en el mundo en el que vivimos y de ser los seres humanos que somos, colejimos que esas son las entidades donde o a través de las cuales se canalizan las expectativas más adecuadas que hoy se pueden tener en cuanto a un mejoramiento del tránsito de la especie humana sobre la tierra. Esas expectativas, repito, no habrán surgido desde un afuera «imposible» (Lacan), sino que serán el resul-tado del movimiento interno de la cultura y la conciencia.

Devolvernos a nosotros mismos la capacidad de desmarcarnos de aquellas ideas que nos invalidan, produciendo lo nuevo y ojalá lo mejor, es pues un imperativo irrenunciable, y más aún en este momento, cuando los aparatos de poder que pretenden hacerse cargo de nuestros cuerpos y nues-tras mentes son de una sofisticación y una potencia tecnológica tales que a veces nos dan la impresión de ser infinitamente más poderosos que nues-tras capacidades de réplica. El ideologismo postmoderno, el de la muerte del sujeto y todo lo demás que acompaña a su sepelio (me refiero a enuncia-dos como el de la descentralización de la estructura, el fin de los grandes

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relatos, el vaciamiento del sentido, la reducción de las estrategias de resis-tencia a las acciones puramente locales, el predominio del borde, el margen y el fragmento, etc.), lo único que hace es congelar el proceso dialéctico en un coitus interruptus de oposiciones binarias sin pasado y sin futuro, absolu-tizando y universalizando a causa de ello un desánimo histórico. Ese desánimo existe, y los noticieros nos hablan de sus razones cada noche. Pero ello no significa que tengamos que aceptar al mismo tiempo la prédica irres-ponsable de su esencialización, convirtiendo a las que no son más que sus manifestaciones estacionarias en algo así como los atributos del ser. El recla-mo de la necesidad y la posibilidad que los seres humanos tenemos de co-municarnos racionalmente y de llegar de esa manera a acuerdos no coerciti-vos es, por lo tanto, legítimo (Habermas dixit, y nosotros estamos de acuerdo con él), pero siempre que no se nos pierdan de vista las condiciones adver-sas que hoy obstaculizan la materialización de esa propuesta, las que estorban y enturbian el diálogo, las trabas múltiples con que un proyecto como el habermasiano se topa cotidianamente y, sobre todo, sin que se nos pierda de vista el hecho de que tales dificultades no sólo autorizan sino que requieren, junto con la reivindicación de un sujeto agente, la reivindicación del significado de la acción colectiva, esto es, de aquella acción que Eagle-ton reclama y que nada más que el conjunto de los sujetos agentes es capaz de realizar.

Quedamos entonces en que ni la telaraña ideológica es una ni la capa-cidad de «agencia» se extingue por causa de sus actividades mediadoras. Tampoco, vamos a agregar nosotros ahora, se extingue por la concretización de esa telaraña en el discurso y en el texto. Nietzsche y Foucault alimentaron con leña abundante la nunca apagada hoguera del irracionalismo moderno, pero fueron contestatarios pese a todo, procurando que su postulación de la realidad como un orden intervenido por constructos retóricos o discursivos no acarreara consigo, al mismo tiempo, la postulación de una parálisis en el ánimo disidente de los individuos que chapoteamos en ella. A eso se debe que ambos elaboraran su pensamiento con vistas a un desenganche del su-jeto de nuestra época de los herrumbrosos grilletes que había echado sobre sus tobillos una actividad política y social represora. Foucault lo declara expresamente en su conferencia del 14 de enero de 1976, reproducida más tarde en la Microfísica del poder : «El poder se emplea y se ejerce a través de una organización que tiene las características de una red. Y los individuos no sólo circulan entre sus hilos; también están siempre en la posición de experimentar y ejercer este poder. No sólo son su blanco inerte y aqui

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escente; también son los elementos de su articulación. En otras palabras, los individuos son los vehículos del poder, no sus puntos de aplicación»' 28. El mismo Lacan, si leemos bien la cita que incluimos algunos párrafos más atrás, advierte que los símbolos no son todos de una sola laya y que, por lo tanto, ellos pueden hacer del individuo que los vive o un esclavo del siste-ma (un «devoto» del mismo) o su contrincante (un «renegado»). Así, habida cuenta de que los miembros de la especie no somos sujetos naturales sino culturales y de que nuestro ser sujetos culturales importa un ser simultá-neamente sujetos ideológicos y lingüísticos, lo que uno debiera exigirse a uno mismo es lucidez. Si a nuestra experiencia, cualquiera que ella sea, la recubren la ideología y el discurso, cualesquiera que ellos sean igualmente, bueno es que sepamos que, como del discurso mismo, tampoco se puede decir de la ideología que ella sea una totalidad uniforme, compacta y a sal-vo de contradicciones. Esto significa que en rigor no existe ideología sino ideologías, que ellas se están movilizando permanentemente, que por lo mismo se despliegan en un campo de lucha y que no a todas nosotros tene-mos la obligación de darles nuestro visto bueno ni menos aún tenemos la obligación de creer que todas valen lo mismo en la viña del Señor.

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Además, los discursos que son objeto de nuestra atención crítica pueden volcarse, y se vuelcan, en continentes textuales de distinta factura semiótica. El len-guaje escrito, el continente casi único de la literatura en el campo de los viejos estudios literarios (se hablaba también en aquella época de «literaturas ora-les», pero hasta los estudiantes bisoños no tardaban en enterarse de que por debajo de esa esplendorosa etiqueta reverberaba una contradicción asaz gro-sera, por lo que a la hora de decir en qué consistían las literaturas orales sus profesores o no lo hacían o lo hacían caminando cuanto más rápido mejor), pierde, a partir del recorte epistemológico que estamos describiendo, su ex-clusividad. Para fortuna de una región del planeta en la que contamos con un vastísimo repertorio de sistemas semióticos alternativos, e incluyéndose den-tro de éstos a cientos de lenguas naturales que no son los llamados «idiomas patrios», y que también (pero esta vez no por fortuna) es una región del pla-neta en la que en lo que concierne al empleo más o menos competente de esos llamados «idiomas patrios» los porcentajes de analfabetismo o de semialfabe-tismo han sido y siguen siendo indesmentiblemente obscenos, nuestro objeto actual son los textos, no importa cuál sea su factura semiótica, y dentro de ellos, el o los discursos que los colman. En cuanto a estos últimos, el factor estético puede o no formar parte de la composición. Como nosotros lo hici-mos ver en el momento oportuno, a alguien como Hayden White pudiera ocurrírsele argumentar que el mismo forma parte de ella por necesidad. De darle nosotros acogida a las palabras de White (o a las de aquellos que son como White), y yo me inclino porque se la demos, nuestros análisis tendrán que hacerse responsables por las consecuencias de esa decisión, haciendo uso del esquema tipológico bifronte que propusimos en el capítulo cuatro de este documento o de algún otro similar.

El caso es que, con el cambio de guardia que nos ha sobrevenido, en los recintos ceremoniales del oficio estamos asistiendo con suma frecuencia a unos actos de despedida (los que nosotros profetizamos que se prolongarán

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hasta que un proyecto histórico nuevo acuda a poner orden en la Babel del presente) no sólo de la ciencia de la literatura sino también del canon literario que instituyeron los magistris Iudi de otrora. Puede comprobarse en efecto que, entre aquéllos que oficiamos en los recintos mencionados, somos ya un grupo grande los que no sólo no hacemos ciencia de la literatura, como nuestros maestros esperaban que la estuviéramos haciendo a la edad que tenemos, ni tampoco hacemos ciencia de los textos escritos o pronunciados en el lenguaje «oral» (en verdad, la ciencia de los textos pronunciados en el lenguaje oral era también una ciencia de los textos escritos, sólo que de unos textos escritos en los que a menudo se imitaba la retórica del lenguaje de la oralidad, como a propósito del Martín Fierro y demás poemas de su mismo tipo lo estableció Borges en «La poesía gauchesca» y «En el escritor argentino y la tradición» 129 . Muy lejos nos encontrábamos en aquella época de las investigaciones señeras de un Martin Lienhard o de una Regina Harrison en este sentido), sino que hacemos interpretación de artefactos semióticos de variopinto plumaje.

Pero, al afirmar que los objetos que contemporáneamente despiertan nuestra apetencia interpretativa son artefactos semióticos sin más, abstenién-donos de incurrir en especificaciones mayores, le estamos abriendo la puerta de nuestra casa disciplinaria a una legión de solicitantes exóticos. La única condición que les habremos puesto a esos muchos reclamantes, para darles cabida en un espacio de conocimiento al que no sin optimismo segui-mos considerando nuestro, es que ellos se atengan a los requisitos del signo lingüístico. El que sean además signos de la lengua natural, oral o escrita, o de otras «lenguas», y el que posean tal o cual valor estético, no tiene ni la menor importancia. En rigor, cuarenta años después de pronunciado su discur-so de Bloomington, pareciera ser que, de las dos perspectivas que Jakobson utilizó en 1958 para sintetizar «lo literario», cuando caracterizó a la literatura

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como un «arte verbal», la única que ha sobrevivido es la segunda: el verbo. Trátase en el fondo de un síntoma más de esa «invasión» de la lingüística a cuyos progresos el propio Jakobson contribuyó con denuedo, de la que habla-ba Derrida ambiguamente en 1966t 30 y de la que vuelve a hablar, pero esta vez sin ni una pizca de complacencia, Gabrielle Spiegel en 1994. Cito a esta última porque su diagnóstico me parece que va a dar en el blanco: «Cuando se exa-mina el clima crítico actual desde la posición ventajosa de un historiador, la impresión que se apodera de uno es la de una disolución de la historia, de una huida de la 'realidad' hacia el lenguaje, entendido éste como agente cons-titutivo de la conciencia humana y la producción social de sentido [...] Lo que une a estas variantes pre y postestructuralistas es su fe en una epistemología que tiene al lenguaje por modelo, al que considera no como un reflejo del mundo aprehendido mediante palabras, sino como constitutivo de ese mun-do, es decir, como 'generativo' antes que'mimético'»t 3'.

La «invasión de la lingüística», entonces, que empezó por reducir la literatura al signo y a las operaciones del signo, hizo después lo mismo con las demás artes, reduciéndolas también a ellas, si es que no al signo lingüísti-co, en cualquier caso al signo semiótico. Por eso, el apretón analítico al que nosotros sometimos inicialmente el planteo de Jakobson del 58, cuando veri-ficamos que el punto de llegada de su raciocinio en aquel año no coincidía con el punto de partida, necesita ser recuperado en este tramo de nuestro relato. Se recordará que nosotros concluimos en el capítulo primero de este libro que la lingüística y la semiótica podían dar cuenta de las artes como sistemas de signos, pero que no pueden ni podrán dar cuenta nunca de las artes como artes. A esa incapacidad constitucional a la que se hallan sometidas tanto la lingüística como la semiótica para abarcar las dos variables que supone nuestro

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trabajo crítico con la literatura y el arte, estimo yo que puede atribuirse, al menos en el área chica del campo de juego (en el área grande, cabria referirse además a la complicidad entre el pre y el postestructuralismo, como bien anota Spiegel en el artículo citado, y eso sin contar con los factores histórico-generales que existen sin duda y en los que nosotros no podemos demorarnos aquí), la confusión de papeles y fronteras, entre lo alto y lo bajo, lo principal y lo secundario, lo central y lo marginal, que hoy estamos contemplando. La consecuencia lógica de esta confusión no es otra que el advenimiento de un tiempo de los «subversivos» y, a partir de ello, la puesta en marcha de un tobogán de reivindicaciones tan desabotonado que muchas veces nos induce a preguntarnos si es que no estamos poniendo de cabeza lo que hasta ayer anduvo de pie y sin afectar en absoluto las bases estructurales del sistema. Es por esta esquina de la reflexión por donde hace su entrada en la escena, con todo el peso de sus connotaciones, no sólo estéticas sino también sociales y políticas, el debate acerca del canon.

Vivimos en tiempos de cuestionamiento del canon, es lo que se escucha al respecto. En pocas palabras, este cuestionamiento consiste en poner a los textos en los que hasta ayer depositábamos nuestra confianza sobre la parrilla y en reputar en cambio, como merecedores de la confianza que a ellos les estamos sustrayendo, a una multitud de otros textos a los que, por cuales-quiera sean los motivos, no les habíamos dado hasta ahora la oportunidad que ellos consideraban que les era debida para presentar sus credenciales en la oficina de partes disciplinaria. En verdad, no sabemos qué, de todo lo ante-rior, continúa siendo válido, y se nos ocurre que más de algo de lo que ahora nos reclama admisión pudiera serlo. Todo ello porque hemos dado de baja aquellos criterios que en el pasado nos sirvieron para reconocerle a los textos una dignidad estética que fuese un poco más allá de su clasificación como simples artefactos de lenguaje. Es decir que el nuevo evangelio crítico une a su magnitud a o anticientífica una magnitud a o antiestética, ahora en el al-cance axiológico de este difícil vocablo132

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Como observábamos recién, el argumento con el que entran en batalla las huestes del anticuaron es técnico en principio y político en el último análi-sis. Desde el punto de vista técnico, el tópico en el que van a coincidir sus representantes más conspicuos es la crisis del concepto de literatura. Nadie que no sea Harold Bloom se atreve en los tiempos que corren a definir qué es «lo literario» ni menos todavía a delimitar, jerarquizar, tirar rayas, levantar y cortar cabezas en nombre de esa definición. En su controvertido libro de 1994, Bloom empuja sus distinciones hasta el extremo de argüir que la «fuerza esté-tica», que para él constituye el corazón de la literatura, «se compone primor-dialmente de la siguiente amalgama: dominio del lenguaje metafórico, origi-nalidad, poder cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción»' 33. Pero es un hecho que ninguno de los tres criterios que avalan toda la teorización occiden-tal existente alrededor de este problema, a los que se ajustan de una u otra manera todas las distinciones bloomianas, y sobre los que como se recordará nosotros intentamos un recuento más o menos rápido en el comienzo de estas notas, el criterio de retoricidad, el de ficcionalidad y el de universalidad, pa-rece ya digno de crédito. Si mucho apuramos a quienes dudan de su validez, y sólo en esa circunstancia, es posible que los tales pudiesen mostrarse dis-puestos a concederle/s el pase a alguno o a algunos de dichos criterios pero circunscribiendo la extensión de su consentimiento al aspecto cuantitativo. Sí, refunfuñarán los interpelados entonces, el texto literario es «más retórico» que otros textos, o es «más ficticio», o es «más universal». La contribución de Hayden White en el campo de la teoría historiográfica, la de Derrida en el de la filosofía y la subida de las acciones de unos cuantos novelistas del tercer mundo en la bolsa de valores de la frivolidad internacional, novelistas que de «periféricos» de ayer se han transformado en «centrales» de hoy, han sido

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suficientes para hacer que mucha gente dude que la literatura sea «deslinda- ble», que se pueda seguir «deslindando», con los mismos patrones de antaño.

Pero el argumento es además, y pudiera ser que al fin de cuentas, un argumento político. La decisión entonces respecto de qué sea lo literario y qué no, y por consiguiente también la decisión respecto de cuáles son los textos que valen y cuáles los que no valen entre los producidos por esta praxis humana, y poco importa a qué familia pertenezcan los medidores de aprecio que uno favorezca para dar cumplimiento a la faena evaluativa, dependen en último término, nos dicen los que participan en la batalla desde esta segunda trinchera, de variables que rebasan el terreno de la literatura. La posesión y la administra-ción del poder devienen a renglón seguido en el punto neurálgico del debate. Esos que lo tienen, es decir, algunos individuos solitarios (por no importa qué causas: económicas, sociales o de otra índole), los gobiernos, los ministerios, las universidades, los medios de comunicación o determinados grupos dirigentes, culturales, políticos o financieros, son los que, nietzsnscheanamente, para de-cirlo por medio de una invocación al santo patrón de la orden, cuadriculan el mundo. Vemos así como la nada desdeñable capacidad de fuego de la teoría postestructuralista se endereza hoy no sólo contra los valores tal y como ellos existen o han existido históricamente, sino contra la posibilidad misma de emi-tir juicios de jerarquía y / o de definición (esto último porque se da por sentado que todo juicio de definición esconde un juicio de jerarquía), echando mano de un raciocinio de acuerdo con el cual para la ejecución de una actividad de esa clase no hay en el mundo ningún correlato cuya existencia se pueda demostrar fehacientemente. El principio lógico de la adequatio intellectus et rei queda de esta manera deshauciado y los juicios de valor o de definición se truecan en meras fabricaciones y, por lo mismo, en resultados egregios del ejercicio del poder. Es cierto que este argumento puede mitigarse un poco, si sostenemos que no nos es posible determinar con exactitud el locus del poder, a la manera de un Deleuze o de un Foucault, y bloqueándose de ese modo la introducción en el horizonte teórico de una perspectiva a la que en último término no nos queda otro remedio que calificar de fascistoide. Pero, al margen de los benefi-cios que un paliativo como ese pudiera reportarles a sus inquietos usuarios, hay que admitir que lo principal del raciocinio se mantienen en pie, a saber: el alegato de que no existe en ningún lugar del universo una fundamentación que sea capaz de otorgarle su respaldo al veredicto ético, estético o similar. De acep-tar nosotros como válida esta petición de principio, se entiende que no poda-mos aceptar la existencia de un criterio de legitimidad para la confección de listas de obras y autores ni menos aún para su imposición.

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De lo que se olvidan los apasionados adherentes a esta doctrina es que para Nietzsche los valores tienen con frecuencia su origen en el costado opuesto al del poder, en el costado al que él mismo designaba (y en francés) como el del ressentiment. O sea que la postulación de la excelencia ética y estética pro-viene o puede provenir, por lo menos para el filósofo de La genealogía de la moral, de una movida sublimatoria por parte de aquéllos o de algunos de aquéllos que, habiéndose quedado con la mano estirada cuando se repartie-ron las parcelas del poder, se regalan a sí mismos con los deleitosos consuelos de una «venganza imaginaria». Pero qué se le va a hacer, si no están ya los tiempos para distingos sutiles. Por eso, el canon ético o estético aparece, en mucho de la teoría que hoy se perpetra sobre esta materia, sólo como la obra de los poderosos, de esos mismos que nos han hecho a los que no lo somos (y que por cierto que somos los más) comulgar con las ruedas de carreta de su voluntad soberana.

El resultado de este desengaño filosófico es un llamado furibundo a la subversión, y su manifestación más preclara la constituye el ataque contra el canon, del que según asevera el sector más pendenciero de los flamantes sub-versivos sería saludable deshacerse de una vez y para siempre. En cambio, se nos pide que reconozcamos la amplitud, la diversidad y el derecho a expre-sarse de todo cuanto, sosteniéndose sobre sus extremidades inferiores, aplana la superficie del globo terráqueo. Especialmente, se nos conmina a que hagamos nuestras las prerrogativas del excluido o, más concretamente, a que nos preocupemos de potenciar su discurso, que escuchemos de una vez por todas la voz de aquéllos que, al contrario de los que se suele creer, la tienen en efecto pero no han gozado hasta ahora de la oportunidad de hacer de la misma un uso libre y suficiente.

Una vez más, sólo Harold Bloom puede oponerse a una convocatoria de tamaña persuasividad democrática, arguyendo la existencia en la crítica contemporánea de un complot sedicioso, en el que si hemos de prestar oídos a la reciente acusación de un comentarista catalán del académico de Yale, éste «amontona a feministas, afroamericanistas, marxistas, neohistoricistas, des-construccionistas y, en fin, a todos los que ejercen la crítica cultural» 131. No existe semejante complot, por supuesto. O, mejor dicho, ojalá que existiera. Porque yo tengo para mí que, si en el transcurso de esta contienda teórica noso-tros somos capaces de detectar una maniobra inconfundiblemente siniestra,

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esa maniobra no va a ser la que se origina en el lado de allá del campo de batalla, sino la que proviene desde su interior y de acuerdo con la cual a «los de afuera» se los está alentando para que construyan sus ghettos propios, ahora no sólo físicos sino también políticos y culturales, para que se distrai-gan y disfruten con el espejismo de una vida humana próspera y dichosa en el espacio feérico de sus «zonas liberadas». Es así como se les otorga a los excluidos luz verde para que malgasten su tiempo en las tareas del «barrio», abocados al diseño de unas embusteras estrategias de «poder local», dispensán-doseles con la mejor de las sonrisas el agujero que ellos mismos se buscaron para enclaustrarse dentro de él, para acurrucarse en la engañosa tibieza de su propia exclusión, para asumirla con viento a favor, sintiéndose autónomos, independientes y enteros, y hasta se aplaude la sabia determinación que ellos anuncian de elegir a sus propios héroes. Todo esto a cambio de un reforzamien-to del status quo, de que lo principal del status quo se mantenga intocado, como fue, como es y como debe ser. Si los subversivos abandonan la partida, mejor para todos aquellos que la siguen jugando.

A nosotros, todo esto nos obliga a volver sobre las opiniones que en torno a la problemática del canon ha expuesto un crítico de juicio tan respetable como Walter Mignolo. En una serie de influyentes trabajos, todos ellos dados a conocer durante la última década, Mignolo, además de pasar revista al proceso de desestabilización de las obras canónicas que ha tenido lugar en América Latina desde fines de los años setenta (un libro de Carlos Rincón, de 1978, El cambio de la noción de literatura, podría ser el primero de una ya larga serie), insiste en cuánto mejor sería que nosotros nos acostumbráramos a pensar los temas relativos a la «for-mación del canon» desde el punto de vista de una suerte de neutralidad cientificista («epistémica», dice él). No contento con eso, a poco andar de su trabajo Mignolo termina abogando (y ahora abiertamente) por un cam-bio de objeto, por la conveniencia de que disasociemos el corpus del canon, y dando a entender que este último es bien poco lo que interesa o debie-ra interesar a las personas de nuestra profesión. Dice sobre el tema: «Me gusta-ría partir del ámbito del habla y de la diversidad de sistemas de escritura en los que se enmarcan expresiones humanas complejas y en los que se establecen las condiciones para la existencia misma de interacciones semióticas. Me gustaría, en suma, pensar en el campo de estudio como en un corpus de interacciones semióticas más que como en un canon de obras literarias y ver a este último no

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como una alternativa sino como una subclase del primero. El canon, en otras palabras, es una parte del corpus y no su antítesis» 135 .

Esto significa que, si nuestra orientación es epistémica y no «voca-cional» (uso las palabras del propio Mignolo), nosotros, al asumir las consecuencias de semejante orientación, nos autodespojamos, debiéramos autodespojarnos, de cualquier prurito selectivo, estético o ético, permitiendo que nuestro objeto de conocimiento por excelencia sea el corpus de los textos en su integridad (y, en el caso de que fuese el canon aquello que todavía nos llama la atención, se subentiende que nuestra curiosidad quedará circunscrita al tratamiento de problemas tales como el de su for-mación y su transformación, su representatividad o sus designios menos obvios). Habrían pasado así los buenos tiempos en que este oficio nues-tro pudo asumirse como si él nos proveyera con los medios para correr nosotros mismos las alambradas del canon, moviendo hacia allá unos cuantos ítems desde el espacio del corpus. De lo que ahora se trataría es de desenfatizar, por lo menos para los efectos de un funcionamiento dis-ciplinario de carácter cognoscitivo y no vocacional, los problemas del canon. En el último de los textos de Mignolo que yo he leído acerca de este asunto, el veredicto fatídico es que «si se acepta que en el campo de los estudios literarios tiene cabida Biografía de un cimarrón y la sublitera-tura, se acepta que los estudios literarios no se definen por el contenido del campo de estudio sino por los principios metodológicos e ideológi-cos de la práctica disciplinaria». «Hay», sigue explicando Mignolo, «una diferencia radical entre canonizar Biografía de un cimarrón (o ejemplo se-mejante) con la buena voluntad de hacerlo ingresar en el panteón de los estudios literarios, por un lado, y liberar los estudios literarios de las garras del canon para abrirlos a las incertidumbres del corpus (narrativa testimonial, subliteratura, cultura popular, etc.), por otro» 1 .

¿Cuáles son las consecuencias de esta posición de Mignolo? Pienso yo que ella nos muestra con inmejorable pulcritud una de esas despedi-das a las que me referí en las páginas iniciales de este capítulo. Ni ciencia de la literatura ni estética literaria. En cambio, semiótica textual, inter-pretación de textos semióticos y con criterios de validación que estarían

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basados en los «principios metodológicos e ideológicos de la práctica disciplinaria».

Pero tampoco puedo yo pasar por alto, en la última frase de Mig-nolo que cité, algo así como la insinuación de un repliegue. Porque, si interpreto bien sus palabras, lo que él nos está proponiendo al fin de cuentas es que erradiquemos la problemática del canon de nuestros pla-nes de trabajo (en cualquier caso, que la erradiquemos de nuestros planes de trabajo «epistémico»), es decir, que eliminemos la selección y la jerarquía para los efectos de nuestro funcionamiento como investiga-dores y exégetas del discurso y del texto, no importa cuáles sean sus versiones concretas, y que para esos mismos efectos (pues otra cosa sería la vigencia del canon dentro de un «contexto curricular: ¿qué se debe en-señar y por qué?)»t 37, nos quedemos nada más con el corpus. Pero he aquí que Mignolo le asigna luego a la disciplina la obligación de establecer ella misma (¿y para qué?, es lo que me pregunto yo ahora) ciertos enig-máticos «principios metodológicos e ideológicos». Parecido al trastabillen de Catherine Belsey, que nosotros registramos en nuestro capítulo seis y quien, después de decir que la historia cultural que ella patrocina «no rehúsa nada», acaba abogando por el establecimiento de ciertos «princi-pios de selección» 138, yo tiendo a ver en este repliegue de Mignolo el indicio de que operar dentro de una textualidad sin limitaciones es o puede ser también una forma de limitación.

Tal vez me esté pasando de listo, pero si como sospecho la metodología enmascara en el discurso teórico de Walter Mignolo a la ciencia y la ideología a la estética, no es imposible que las líneas citadas contengan la vaga nostalgia de un orden, de algún orden, y que no tiene por qué ser el mismo que Mignolo menciona al final del artículo de marras, cuando, con un sarcasmo del que yo comparto sólo en lo que dice relación con el aprecio por la caricatura, él habla

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de «la firme entidad e identidad de un sujeto cognoscente o de la comprensión, que vive todavía bajo el callado espejismo de un sujeto trascendental»

139 .

Todo esto ocurre porque la función de la crítica literaria moderna con-sistió, desde su nacimiento en medio de las grandes conmociones políticas y culturales que tuvieron lugar en el siglo XVIII, en establecer unos «princi-pios» (si no los establecemos nosotros, quién va a hacerlo...) y en diseminar a continuación un conocimiento de la literatura que, afirmándose sobre dichos principios, cerraba el circuito de sus actuaciones reingresando en la arena social. En el primer paradero de este periplo, en el que como digo hemos de ver uno de los sucesos característicos de la historia de la modernidad, aun cuando no pueda negarse que los principios de la crítica literaria tienen su punto de origen en la arena social, no es menos innegable que ellos no nacen ahí con el aspecto con que los veremos actuar posteriormente. Lo que emerge desde la arena social y llega luego hasta la mesa del crítico es sólo un cúmulo de aspiraciones confusas de parte de los consumidores de libros, quienes no saben bien cómo seleccionar y jerarquizar una masa bibliográfica que los atemoriza, y la que es o será tanto más grande cuanto mayor llegue a ser el desarrollo de la tecnología de la reproducción mecánica. En tales circunstan-cias, lo que esas personas desean es disponer entre el objeto y el sujeto de conocimiento la máquina de destrezas especializadas a la que nosotros nos referimos en el capitulo tres, máquina ésta que se supone que los críticos esta-mos en condiciones de producir (o de entender) y sin cuya mediación se da por un hecho que el polo receptivo de la textualidad moderna no funciona como es debido.

No intento yo decir con esto que las intenciones del público conforman un sistema de demandas homogéneo, que eso quede bien Jaro. La disciplina crítica responde de maneras diferentes a demandas que también lo son. Res-ponde y envía de vuelta sus respuestas hacia el entorno comunitario, el que las utiliza con el apego a la letra que cada uno de sus múltiples componentes estima que es el más legítimo o el más útil para sus propios fines.

Por otra parte, la distinción entre una crítica académica o universita-ria, que como sabemos hace su debut en Francia a mediados del siglo XIX, en las cátedras de Villemain, Brunetiére y otros, y una crítica pública, procede con más o menos lucidez del reconocimiento de una dualidad funcional que concibe a la primera como un origen y a la segunda como un puente o una

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correa transmisora del saber especializado, y sin perjuicio del adelgazamien-to que como a todos nos consta implica la divulgación periodística. Esto quiere decir que más establecida allí donde más profunda llega a ser la división del trabajo intelectual, y por ende donde más firme llega a ser la entronización de los llamados «estudios literarios» en el interior del establecí miento universita-rio, la crítica académica ha sido un referente indispensable de la conciencia ilustrada desde hace ya un siglo y medio. Por lo tanto, resulta preocupante (y deprimente) que ese orden de cosas tienda a revertirse en la actualidad, y que sean hoy por hoy los periodistas los que nos fijan el canon. Pero es preciso dejar establecido en este punto que esos mismos periodistas rara vez hablan (o escriben) desde el adentro de sus propias preferencias técnicas o valóricas, limitándose por lo común a servir de portavoces para las preferencias técnicas o valóricas de otros, en definitiva para las de aquéllos o algunos de aquéllos que constituyen el aparato financiero, de poder y comunicacional del que dependen sus actividades profesionales. Por eso, porque ese aparato constituye hoy una mancha de aceite que crece y se expande hacia y hasta los rincones más insospechados del cuadro social y cultural (el estado lastimoso de la universidad contemporánea contribuye a esta crisis de una manera que a nosotros nos duele personalmente), es que los vasos comunicantes que otro-ra conectaban la crítica académica con la crítica pública tienden a funcionar en un sentido que es inverso al que adoptaban en aquellos tiempos fundacio-nales. Invalidado el ascendiente universitario sobre las opciones del público, no cabe duda de que el territorio queda libre para la introducción de unos adefesios discursivos de los cuales en otras condiciones no habría sido me-nester ni siquiera enterarse.

Yo siento que, pese a todo su semioticismo, a mi colega y amigo Walter Mignolo le cuesta renunciar a las expectativas de aquel programa de la época primigenia, el que a nuestra práctica profesional le fijaron las aspiraciones civilizadoras de la modernidad (tanto como le cuesta a Cathe rine Belsey, más aún considerando que ella adhiere al credo de los «B ritish Cultural Materia-lists, quienes tienden a acentuar la subversión mucho más que la contención» y que a esa subversión le resulta indispensable poseer un instrumento de dis-crimen sobre la cual apoyarse. Si todo es igual, ¿contra qué y para qué nos «subvertimos»? 140) y no me parece nada de malo que así sea, aun cuando por

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otro lado sea el mismo Mignolo quien precisa que los estudios literarios latinoamericanos del presente «se auto-representan y auto-definen por la ma-nera de analizar las prácticas discursivas, y no por la cualidad de las prácticas discursivas que analizan» y que tales cambios cuentan con su «aceptación» y su «adhesión»

141

No quiero yo herir los sentimientos de nadie, menos aún rasgarme las vestiduras, pero es sobre este suelo teórico incierto, jabonoso hasta causarnos verdadera zozobra, donde nos encontramos parados en los días que corren. En un libro colectivo, que se titula Canons, así, en plural, lo que desde luego adorna al volumen con una señal de advertencia, y que se publicó en Estados Unidos en 1984, la autora del primer ensayo, después de lamentarse de que el valor, que es un «objeto digno de exploración teórica, histórica y empírica», se haya perdido «para la investigación seria», ponía fin a su trabajo con el pinto-resco descubrimiento de que «el valor de una obra literaria es producido y reproducido continuamente por los mismos actos de evaluación implícita y explícita que se invocan a menudo como si ellos 'reflejaran' el valor y fueran su evidencia. En otras palabras, lo que comúnmente se consideran los signos del valor literario son, en efecto, sólo sus resortes [springs]. La duración de un autor canónico clásico, como Homero, se debe no al pretendido valor univer-sal o transcultural de sus obras, sino, por el contrario, a la continuidad de su circulación en una cultura particular» 142. Poco antes había puntualizado ella misma que «la 'supervivencia' o la 'duración' de un texto —y su logro de un alto status canónico no sólo como 'obra literaria' sino como un 'clásico'— no se debe a una fuerza objetivamente conspiracional (en el sentido marxista) de parte de las instituciones del establishment, ni tampoco al aprecio continuo de las virtudes intemporales de un objeto al que han fijado generaciones sucesi-vas de lectores solitarios, sino, más bien, a una serie de interacciones continuas entre un objeto variablemente constituido, condiciones emergentes y mecanismos de selección y transmisión cultural. Estas interacciones son, en

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alguna medida, análogas a aquéllas en virtud de las cuales las especies bioló-gicas se desarrollan y sobreviven» 143. Pero, ¿no es este un parto de los montes? Nos lamentamos del desdén que la crítica académica de los últimos cuarenta o cincuenta años ha mostrado por la evaluación de los textos con los cuales ella trabaja y, cuando queremos reintroducir la evaluación entre los hábitos de esa crítica, no encontramos nada mejor que postular que el valor de las obras depende de la frecuencia con que quienes lo confieren así lo declaran y de la aptitud cuasi biológica de dichas declaraciones para «sobrevivir». Nada increíblemente, el título del ensayo que acabo de citar es «Contingencias del valor». Más contingencia, imposible.

Con lo que va quedando claro que, al ponerse en jaque la doble exten-sión científica y estética de la práctica, se pone en jaque a la práctica misma, a la disciplina como un todo y aun a la institución que la cobija. Todos somos testigos de que los departamentos de literatura, los seminarios de teoría lite-raria y estética, la ciencia de la literatura y nuestra propia «supervivencia» en la sala de clases, ya que de «supervivencias» es de lo que estamos hablando, atraviesan por una etapa de intimidante peligro. Por todas partes, nos salen al paso unos textos frente a los cuales difícilmente nos hubiésemos sacado el sombrero hace no muchos años y de los que se supone que debemos ocupar-nos con la misma responsabilidad profesional con la que nos ocupamos de los poemas de Pablo Neruda o de los cuentos de Jorge Luis Borges. Pero si la heterodoxia de esos textos nos confunde y nos abruma, la verdad es que también nos estimula, porque, aunque sea cierto que lo que algunos de mis colegas que son mejores lectores que yo de Thomas Kuhn han dado en llamar el nuevo «paradigma» de la disciplina está a punto de dejarnos sin empleo, también es cierto que la crisis nos abre un campo de trabajo que es más es-pléndido que el que lo precedió. Todo el espectro de la cultura, en el entendi-do de que la cultura son los lenguajes simbólicos con los que damos forma al mundo, es o puede ser hoy un blanco legítimo de nuestro asedio crítico.

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¿Por qué sorprendernos entonces de que la clarinada del día sean los «estudios culturales»? La cuadratura del círculo nos la suministra, como en otras ocasio-nes, Jonathan Culler, ahora en las páginas de un manual aparecido en 1997: «Pudiera decirse que los dos van juntos», escribe ahí, «la 'teoría' es la teoría y los estudios culturales son la práctica». Y remata esa observación, escribiendo con cursiva que «Los estudios culturales son la práctica de la cual lo que llamamos la 'teoría' para abreviar es la teoría»'".

Proliferan, en efecto, en los últimos años, las publicaciones en las que se plasma esta nueva (y vieja: texto cultural es, dicho de una manera todavía inconsulta, todo lo que no es el texto literario, histórico, filosófico, etc., en el sentido que tradicionalmente se les daba a estas compartimentalizaciones) clase de estudios críticos, trabajos más y menos extensos y más y menos sesudos acerca de discursos de tanta trascendencia para el bienestar y la per-duración de la raza humana sobre el planeta como son las bitácoras de los exploradores del Polo Norte o las películas de Rambo protagonizadas por Sylvester Stallone. «Profesores de francés que escriben libros sobre los ciga-rrillos o sobre la manía norteamericana con la gordura; shakespeareanos que analizan la bisexualidad; expertos en el realismo que están trabajando sobre los asesinatos en serie...»', la verdad es que nada pareciera hallarse a salvo de la avidez pantagruélica de los estudios culturales. Si por ejemplo nos aproxi-mamos a la que bien pudiera ser la más popular entre las varias antologías que ya circulan acerca del tema, veremos que sus editores la introducen pro-clamando una amplitud del objeto tan espléndida que prácticamente carece de fronteras. «Categorías mayores» de ese objeto son, según ellos, «la historia de los estudios culturales, el género y la sexualidad, la nacionalidad y la

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identidad nacional, el colonialismo y el postcolonialismo, la raza y la etnici-dad, la cultura popular y sus públicos, la ciencia y la ecología, la política de la identidad, la pedagogía, la política de la estética, las instituciones culturales, la política de la disciplinariedad, el discurso y la textualidad, la historia y la cultura global en una edad postmoderna»

146

En resumen, todo o casi todo. Agreguemos a eso que, a causa del a o antidisciplinarismo radical que se advierte en las expresiones más represen-tativas de la tendencia, la amplitud en lo que concierne al método no es menor. Se proclama acerca de este particular el disfrute por parte del estudioso de una libertad máxima en el uso de los medios de conocimiento ya existen-tes, el marxismo, el feminismo, el psicoanálisis, o en general las estrategias epistemológicas del postestructuralismo y el postmodernismo, junto con de-jar muy bien sentado que por su parte los estudios culturales «no tienen una metodología que les sea propia, ningún tipo de análisis estadístico, etnometo-dológico o textual del que puedan llamar suyo» y que ni siquiera «los estu-dios culturales pueden garantizar cuáles son las preguntas importantes en un contexto dado o cómo responderlas» 147

Con todo, los editores que estoy citando detectan en estos nuevos estudios (y en estos nuevos estudiosos) un cierto interés por la conexión entre las prácticas culturales y el poder y subrayan por eso mismo una ostensible preferencia por todo aquello que hasta hace algunos años solía ser enviado al patio de atrás, así como también el deseo de mantener un resquicio (al menos eso) a la posibilidad de la intervención del intelectual en los negocios de la polis, por muy contextualizada y efímera que ésta sea. Todo lo cual dificulta una definición enormemente, pero ellos no se amedrentan y la acometen de todas maneras. Va así: «Los estudios cultu-rales son un campo interdisciplinario, transdisciplinario y a veces contra-disciplinario que opera en la tensión entre sus tendencias para abrazar tanto una concepción de la cultura amplia, antropológica, como una más ceñidamente humanista. Al revés de la antropología tradicional, sin em-bargo, ha surgido de los análisis de las sociedades industriales modernas. Es típicamente interpretativo y evaluativo en sus metodologías, pero al revés del humanismo tradicional rechaza la ecuación exclusiva de la cul-tura con la alta cultura y argumenta que todas las formas de producción

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cultural necesitan ser estudiadas en relación con otras prácticas culturales y con las estructuras sociales e históricas. Los estudios culturales están de este modo comprometidos con el estudio de un espectro entero de las ar-tes, creencias, instituciones y prácticas comunicativas de la sociedad» 14$.

Por supuesto, esta indeterminación de los estudios culturales con res-pedo a sí mismos no es casual. No es que estos estudios (o estos estudiosos) no tengan la habilidad que se requiere para administrarse un objeto o unos procedimientos metodológicos, lo que pasa es que no quieren hacerlo. Porque los estudios culturales surgen en el vacío que deja la imposibilidad, cuando no la indisposición voluntaria por parte de las disciplinas del humanismo moder-no para dar cuenta de una agenda de asuntos que cada vez las presionan con mayor impaciencia. Es evidente que esas disciplinas tradicionales se han re-sistido hasta ahora prestar oído a tales presiones. No sólo la crítica literaria, sino también la historia, la sociología, la antropología, la filosofía, la piscolo-gía, etc., son todos quehaceres especializados que trazan, cada uno con su propio sistema de pesos y medidas, el perímetro de su pertinencia o, para decirlo con más precisión aún, su política de inclusiones y exclusiones. En conjunto, esas políticas forman o formaron la política de inclusiones y exclu-siones de las llamadas humanidades o ciencias humanas durante los últimos trescientos o más años de la historia de Occidente, la que no era inmotivada. Por detrás de ella, lo que se alzaba era una cierta idea del hombre. Esa idea del hombre era la que autorizaba y desautorizaba, la que protegía y excomul-gaba. En el último análisis, lo que los estudios culturales están combatiendo es la legitimidad y, por lo tanto, la autoridad de ese constructo ideológico básico, el mismo que respalda aún a las prácticas del humanismo contempo-ráneo.

Pero hay algo más. Como Mignolo y Belsey en el debate sobre el ca-non al que nosotros nos referimos en el capítulo precedente, pareciera ser que los culturalistas de los años ochenta y noventa se han convencido de que su tarea no consiste en desconstruir el programa de las disciplinas cu-yas respuestas ya no los satisfacen, para reconstruirlo después, refraseando así los estatutos exclusionistas que las constituyen de una manera «actuali-zada». No sólo sienten que habría en ello un proyecto de desenlace por de-más conjeturable, sino que el intento mismo importaría, a juicio de sus más escuchados portavoces, un cazabobos a carta cabal, cuyo fruto previsible no es otro que el reemplazo de un set de exclusiones insatisfactorio por otro set

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de exclusiones igualmente insatisfactorio o que, en el mejor de los casos, con algo de suerte, podría ser un poco menos rígido que el anterior. Una reflexión de Fredric Jameson, en Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism, aclara bien el sentido de esta suspensión, al parecer sine die, de las viejas ba-rreras disciplinarias. Escribe Jameson ahí: «argumentar que la cultura carece hoy de la relativa autonomía de la que disfrutó una vez, como un nivel entre otros en momentos anteriores del capitalismo (y ni qué decir de las socieda-des precapitalistas), no implica necesariamente su desaparición o su extinción. Por el contrario, debemos ir más allá y afirmar que la disolución de una esfera autónoma de la cultura ha de ser imaginada en términos de una explosión: una expansión prodigiosa de la cultura a través del ámbito social, hasta el punto en que acerca de todo en nuestra vida social —desde el valor económico y el poder del Estado a las prácticas y a la estructura misma de la psiquis— se puede decir que ha llegado a ser 'cultural' en algún sentido nuevo y todavía no teorizado» 19

Miradas entonces desde el punto de vista de este rebalse formidable de aquellos saberes que las humanidades empezaron a reputar como su-yos desde el Renacimiento, revueltos todos ellos en el caldero sin fondo de «la cultura», lo que el análisis de Jameson comprueba alegremente, como vemos, se entiende por qué para muchos de los participantes en la discusión culturalista contemporánea estas disciplinas, en la forma que ellas conservan aún o en cualquiera otra, no tienen salvación. No es de ex-trañar entonces que los prosélitos del culturalismo opten por refugiarse en los extramuros del juego intelectual, por establecer tienda aparte, por ponerse en una orilla de indeterminación aposta con respecto a los proto-colos del quehacer académico establecido, y que es una orilla desde la cual al investigador de la cultura debiera serle posible continuar con su trabajo sólo que ahora sin correr el riesgo de que el policía disciplinario venga y le diga que lo que está haciendo no tiene cabida dentro de los parámetros que autoriza la Ley.

También es comprensible que a la mayoría de los teóricos que manifies-tan interés en este tema la falta de un objeto y un procedimiento precisos no les preocupe seriamente. Menos aún les preocupa a aquellos otros que, dentro del mismo sector, han sido atraídos hacia él por un interés predominantemente

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político y que se concentra de preferencia en los grupos humanos a los cuales la legalidad filosófica anterior dejó, como dice Luce Irigaray respecto de las muje-res, sin representación o con una representación apropiada por los dueños del poder150 .

Pero, para poner las cosas en su justo lugar, es preciso que nos haga-mos cargo también de que la atmósfera intelectual que abrió paso a la popu-laridad de los estudios culturales es muy anterior a los trastornos ocurridos durante estos últimos años. En el fondo, lo que aquí estamos ponderando son las consecuencias de una doble crisis. A fines de la década del cincuenta y comienzos de la del sesenta, una crisis del marxismo, que tiene como esce-nario a Inglaterra, donde se inicia una polémica desde la izquierda contra el marxismo ortodoxo, especialmente contra su economicismo; y en las décadas del ochenta y noventa, una crisis generalizada de las compartimentalizacio-nes disciplinarias en el entero territorio de las humanidades, resultado este nuevo proceso de un movimiento general dentro de la historia contem poránea y de sus secuelas respectivas. Es en el marco de esta situación his-tórica nueva, con características marcadamente desestabilizadoras, que se genera una brecha filosófica de dimensiones diz que insalvables entre los supuestos del humanismo moderno y el sentir de algunos connotados re-presentantes de la teoría crítica. Pero para no olvidarnos del primero de los reajustes mencionados, anotemos aquí que él tuvo por protagonistas a gen-te como Raymond Williams, en Culture and Society (1958) y The Long Revolu-tion (1961); Richard Hoggart, en The Use of Literacy (1958); y E. P. Thompson, en The Making of the English Working Class (1963). Del segundo reajuste, cu-yas ambiciones son como se ha visto bastante más radicales, creo que se pueden encontrar no sólo primicias sino contribuciones de una envergadu-ra que no es despreciable en la crítica del eurocentrismo que en la práctica antropológica llevaron a cabo Lévi-Strauss y sus discípulos en la década del cincuenta, en la preocupación por la cultura del grupo de Frankfurt —pre-ocupación de Horkheimer y Adorno principalmente—, en la relectura que Lacan hizo de Freud a partir de los años cincuenta y en la profesión de fe agresivamente antihumanista con la que iba a presentar sus credenciales el mar-xismo althusseriano. Pero cuando el temporal arrecia con más fuerza es en el curso de los años setenta, ochenta y noventa, ahora debido al cuestionamiento

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postestructuralista y postmoderno, de la plataforma teórica y operativa del humanismo y las humanidades.

Cuesta poco comprobar que, en la primera de sus apariciones en público, aquélla que se remonta al segundo lustro de la década del cin-cuenta en Inglaterra, los estudios culturales intentaron dar respuesta a una problemática de límites circunscritos a través de una actitud crítica que en su disputa con el pasado no pretendía hacer tabula rasa. Bien mirado, ese culturalismo inglés de los años cincuenta obedeció básicamente a un prurito de reforma: a la puesta en evidencia de aquellas necesidades «su-perestructurales» de las que el marxismo había prometido hacerse cargo en algún momento de su zigzagueante trayectoria, pero a las que acabó, si es que no renunciando por completo, en cualquier caso disolviéndolas den-tro de una praxis en la que el factor económico y de clase se llevaba la parte del león. Raymond Williams, Richard Hoggart y E. P. Thompson, que se dieron cuenta de las consecuencias menoscabantes que ese déficit de una reflexión sobre la cultura tenía para los propósitos transformadores de la ciencia de Marx, pusieron en marcha entonces el proyecto culturalis-ta británico de izquierda. Williams sobre todo, a partir de su libro Culture and Society, de 1958, fue el que desarrolló la tesis del «materialismo cultu-ral», basándose en la premisa de que la cultura encierra a «la totalidad de la vida», por lo que no se la debe tratar como si ella fuese la cara opuesta y desechable de la materia (de la economía para el reduccionismo stalinista del que Williams tenía un ejemplo tan patente como heroico en el malo-grado Christopher Caudwell).

Por el contrario, la cultura va a constituir para Williams la materia misma de que la vida está hecha, el espacio donde todo, incluido el dato económico, se presenta indefectiblemente. Explicó en 1958: «Nunca ob-servamos el cambio económico en condiciones neutrales, de la misma manera en que no podemos observar la influencia exacta de la herencia, la que sólo se halla disponible para su estudio cuando está ya incorporada en un ambiente. El capitalismo, y el capitalismo industrial, que Marx pudo des-cribir en términos generales mediante el análisis histórico, aparece sólo dentro de una cultura existente. La sociedad inglesa y la sociedad francesa se encuentran ambas, hoy, en ciertos estadios del capitalismo, pero sus culturas son perceptiblemente diferentes y por razones históricas sólidas. El que ambas sean capitalistas puede ser determinante al fin, y ello puede constituirse en una guía para la acción social y política, pero es claro que,

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si lo que nos proponemos es entender las culturas, nos debemos al modo de vida como un todo» 151 .

Hoy, aunque Williams sigue siendo objeto de veneración en diversas capillas teóricas, su trabajo ha sido revisado y vuelto a revisar varias veces. La continuidad en Inglaterra de su proyecto y del de Hoggart, que se cumple a través del Centre for Contemporary Cultural Studies de Birmingham, pasó a manos de los culturalistas postestructuralistas, Stuart Hall, Dick Hebdige y otros, que como los iniciadores de la tendencia están interesados en la poten-cialidad transformadora que la cultura posee de suyo, pero sintiéndose cada vez más distantes del objeto y los métodos de la ciencia marxista. Si Williams quiso reformar el marxismo desde adentro, sus descendientes prefieren insta-larse en otro sitio.

Pero he aquí que de pronto, en lo que toca a esta manera de acercarse a la problemática políticosocial por parte de la familia culturalista, en el centro de su último libro, The Location of Culture, Homi K. Bhabha, uno de los nom-bres de más ancho cartel entre los varios que parecen disputarse el liderazgo de la corriente, acusa: «La posición enunciativa de los estudios culturales con-temporáneos es compleja y problemática. Pretende institucionalizar un es-pectro de discursos transgresores cuyas estrategias han sido elaboradas en torno a lugares no equivalentes de representación, donde una historia de dis-criminación y de falsa representación es común entre, digamos, mujeres, ne-gros, homosexuales e inmigrantes del Tercer Mundo. Sin embargo, los 'sig-nos' que construyen tales historias e identidades, género, raza, homofobia, diáspora de postguerra, refugiados, la división internacional del trabajo, etc., no sólo difieren en contenido sino que a menudo producen sistemas incom-patibles de significación y se involucran en distintas formas de subjetividad social»152

Bhabha escribe estas palabras desde su posición de culturalista postco-lonial, una posición a la que nosotros nos referiremos dentro de algunos mi-nutos pormenorizadamente. Pero lo que nos está descubriendo, aun en ese sector más acotado de la corriente culturalista at large, es que la revoltura

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indiscriminada de «signos» disímiles dentro de un mismo caldero teórico obstaculiza un examen responsable de las diferencias. Si es efectivo que las antiguas disciplinas humanísticas bloquearon el conocimiento de tales o cua-les regiones de la realidad (y, peor aún, de la humanidad), no es menos efecti-vo que la indiferenciación culturalista amenaza con devolver el conocimiento del hombre que hasta ahora habíamos logrado acumular hacia épocas que son anteriores a la gran renovación de los siglos XVI al XVIII

153

¿Cuál es, entonces, la sustancia del «texto cultural», de ese texto que según hemos visto habría llegado hasta el antiguo recinto de las ciencias humanas para reemplazar con evidentes ventajas al texto literario, al filo-sófico, al antropológico, etc.? De las frases de Bhabha yo colijo que la atri-bución de un «signo» homogéneo a todas las experiencias que tales textos nos están tratando de comunicar, si bien podría justificarse desde el punto de vista político, y aun eso es dudoso, no se puede justificar de ninguna manera si lo que deseamos es hacer abandono de una vez por todas (y es como si nunca lo hubiéramos hecho) de ciertas generalizaciones más bien bastas, como podrían ser las del tercermundismo sesentista de nuestros años mozos o las del liberalismo sensible de algunos intelectuales metro-politanos —transidos éstos de la más conmovedora benevolencia—, y dar cuenta en cambio, con precisión y finura, de las diferentes «formas de sig-nificación» y de las diferentes «subjetividades sociales» de los grupos pos-tergados. ¿No estará esto prefigurando la etapa que sigue, esa etapa con la cual Homi Bhabha no ha querido hasta ahora comprometerse?

*

Pero, antes de embarcarme en una discusión de las señales que presa-gian el advenimiento de esa otra etapa, yo siento que una versión en el límite del desempeño culturalista es la que en estos mismos momentos nos están ofre-ciendo los críticos «postcoloniales», de los que Bhabha es voz de mando y a cuya empresa cognoscitiva me parece que no puedo dejar de referirme en este

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mismo contexto. Porque me temo que lo que tenemos por delante en este caso no es es una prolongación de la escritura anticolonialista y antiimperialista de los años cincuenta y sesenta, la que autorizaron Aime Césaire, Franz Fanon, Albert Memmi o Roberto Fernández Retamar, como pregonan algunas voces simplificadoras'm, sino el producto de una rebelión de los intelectuales resident aliens y, por extensión, de todos aquellos intelectuales subalternos (sub-alter-nos) que cumplen funciones dentro de los confines de la cultura metropolitana, pero que no tienen ninguna gana de verse cooptados por esa cultura o por lo peor de esa cultura. Trátase en efecto de un tipo de trabajo culturalista que se produce ma-yormente dentro de la coterie ghettificada hasta la asfixia de los intelectuales periféricos que residen en el centro del mundo. Como sabemos, la tarea que a esos intelectuales se les confió en el pasado fue la de servir de «informantes», la de garantizar con su presencia y su palabra la verdad de los juicios que acerca del «otro» tercermundista emitían los intelectuales «ciudadanos» dentro de aquella misma región. Era cómico, desde luego, considerando que la mayoría de tales individuos había hecho su mutis de las selvas del Tercer Mundo mu-chos años atrás y que la idea que de él conservaban era con frecuencia obsoleta. En nuestro campo, ellos eran los latinoamericanistas latinoamericanos, los que validaban incluso con sus historias de vida lo que los latinoamericanistas no latinoamericanos decían acerca de un paisaje natural y social que a estos últimos les quedaba un poco lejos, por el que no siempre les era fácil movilizarse con comodidad (demasiado desorden, sobre todo), pero cuyas complicaciones se les hacía necesario reducir y domesticar a corto plazo echando mano de fórmu-las de interpretación que aparecían y desaparecían con la rapidez con que sue-len hacerlo las modas ideológicas del Primer Mundo.

Mi impresión es que lo que de un tiempo a esta parte está sucedien-do entre esos antiguos informantes es un episodio de desobediencia protegida. Hartos de su papel de segunda fila y a la sombra de algunos cambios ideológicos y políticos que hacen su estreno en sociedad en las naciones del Primer Mundo a partir de los años sesenta, v.gr .: el adveni-miento de la nueva antropología, el apogeo del «multiculturalismo» y la ideología de la «diversidad», el reflujo marxista y las libertades filosóficas que son causa y consecuencia del postestructuralismo, principalmente en sus versiones derridiana y foucaultiana, los informantes de otrora han empezado a construirse una posición discursiva propia cuya piedra de toque es

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la reivindicación a cualquier precio de su «diferencia» profesional y per-sonal. Profesionalmente, a lo que ellos aspiran es a expresarse con una voz crítica que no sea conmutable con la de los intelectuales del mundo que dejaron atrás hace tiempo ni tampoco con la de los de aquél en el que aho-ra residen. Personalmente, reivindican su no identificación para con ninguno de tales sitios.

Desde aquí entonces, desde estas nuevas «posiciones», lo que los críticos postcoloniales pretenden es producir una lectura «desco-lonizada» de unos cuantos textos que tienen su origen de ordinario entre los grupos marginales y/o subalternos, tanto los de afuera como los de adentro del espacio geográfico ocupado por el establishment hegemó-nico. El proyecto no empezó así, sin embargo. No era eso lo que se proponía Edward Said en Orientalism, su libro fundacional de 1978. Como saben sus buenos lectores, lo que Said procuró hacer en aquel libro fue sacar a luz los códigos de acuerdo con los cuales, en el marco del imperialismo, como su causa y su consecuencia, Occidente había leído a Oriente durante el siglo XIX. Hoy, ya no interesa tanto la lectu-ra que Occidente ha hecho de Oriente, ni en el siglo XIX ni después, sino leer, con el mismo ojo descolonizador que usó Said en el 78 (aun-que ahora sin la impronta foucaltiana, de la que él se sacudió más tarde, en Culture and Imperialism, de 1993), las lecturas que el Tercer Mundo ha hecho de sí, y no tanto las que se mueven dentro de la órbi-ta del discurso imperial como aquellas otras que, por pertenecer a sus sectores secundarios o secundarizados, se salvaron presumiblemente de toda contaminación.

Hemos pasado así desde Orientalism, de Said, a Imperial Eyes. Travel Writing and TranscuIturation, de Mary Louise Pratt, y a In Other Worlds: Essays in Cultural Politics, de Gayatri Spivak. Y con un añadido: el Tercer Mundo del que ahora se habla es el de afuera y también el de adentro del Primer Mundo. Esta segunda pata del proyecto postcolonial, que se refiere a los marginales y a los subalternos del interior del sistema hegemónico, es de suprema importancia, pues de ahí sale el justificativo que permite la incorporación, en este selecto club de intelectuales tercermundistas que viven en el Primer Mundo, de algunos de sus colegas que nacieron y cre-cieron en ese mismo mundo, pero que viven o dicen vivir como en el Ter-cero. Es un Cornel West, que se conecta con las «masas negras» de los Estados Unidos a través de «narrativas e historias cristianas» que les son «familiares», aunque aprovechando al mismo tiempo para la confección

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de su discurso ensayistico los «desarrollos intelectuales que van de Toc-queville a Derrida». O es un Stuart Hall, que se explaya acerca de las miserias del subproletariado inglés bajo el gobierno de Margaret Thatcher desde una sensibilidad y una postura que no pueden ser sino de izquier-da, aunque haciendo uso de un lenguaje que se sacude de la ortodoxia marxista y la reemplaza por la lógica «arbitraria» y «no natural» del signo lingüístico 155

De igual manera, definiéndose a sí mismos como «el otro» de la cultura postmoderna y poniéndose rápidamente por encima de la oposición centro / periferia, por lo menos en su significado geopolítico y geoeconómico, los cul-turalistas de la generación posterior a la de Said practican e incluso teorizan su condición de extranjeros en las academias metropolitanas. Hacen así de una circunstancia de evidente menoscabo el plus que les estaría permitiendo decir lo que dicen desde una zona blanca, expresión rediviva del discurso del filósofo cuyo lenguaje se constituye al margen de toda compulsión. He ahí la ventaja de la no pertenencia. La posición del intelectual postcolonial-resident-alien no es, en definitiva, para estos teóricos de la última vanguardia, ni la del «intelectual colonizado», ideológica y técnicamente backwards, que tiene unos ideales y que habita en un territorio que en el mejor de los casos siguen sien-do «modernos», ni la del «intelectual colonizador», asimismo contaminado ideológicamente, si bien por otras razones, pero técnicamente al día y por lo tanto ciudadano legítimo en el territorio de la postmodernidad. La doble dis-tancia con respecto a unos y a otros la fija Gayatri Spivak con meridiana limpieza en el ensayo número doce de In Other Worlds... («Subaltern Studies. Deconstructing Historiography»), donde le enmienda la plana al Grupo de Estudios Subalternos de la India, por no ser sus miembros lo suficientemente postestructuralistas, y en «Can the Subaltern Speak?», su influyente artículo del 88, donde hace lo propio con Deleuze y Foucault, pero por no ser esos otros lo suficientemente marxistas (de un marxismo presumiblemente tercer-mundista, se entiende). A buen recaudo de los desaciertos a los que conducen los discursos críticos que son tributarios de cualquiera de esos dos costados aborrecibles, la posición del intelectual postcolonial-resident-alien es la del que está también al día, y muy al dfa, puesto que vive en el territorio de la postmo-dernidad a prueba de dudas y debilidades, pero sin que eso (y he ahí lo que lo diferencia de los Deleuze y los Foucault de este mundo) le signifique un

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compromiso con los supuestos ideológicos y / o técnicos que dominan en dicha cultura.

En cuanto a lo primero, como ellos se preocupan de hacérnoslo saber, a veces con demasiada insistencia, se nos advierte que el intelectual postcolonial no es un ciudadano de la metrópoli. Es decir que es alguien que está en ella, pero que vive ahí de prestado y que por consiguiente no tiene los mismos derechos ni tampoco experimenta las mismas obligaciones (esto es lo mejor naturalmente) que tienen los intelectuales que son ciudadanos. En cuanto a lo segundo, el uso que el intelectual postcolonial-resident-alien hace del instrumental técnico post-moderno no es un uso ortodoxo sino heterodoxo, pues él/ella emplea ese instru-mental cuando quiere, donde quiere y sobre todo como quiere.

En el último libro de Spivak que yo conozco, Outside in the Teaching Ma-chine, encuentro la versión que el postcolonialismo ha compuesto sobre la reali-dad de aquellos países que están viviendo la experiencia postcolonial. Según esta autora, «las demandas que son más urgentes en el espacio descolonizado se reconocen tácitamente como codificadas dentro de la herencia del imperia-lismo: nacionalidad, constitucionalidad, ciudadanía, democracia, socialismo y aun culturalismo. En el marco histórico de la exploración, de la colonización, de la descolonización, lo que se demanda efectivamente es una serie de conceptos políticos reguladores, la narrativa supuestamente autorizada de la producción de lo que fue escrito en otra parte, en las formaciones sociales de Europa Occi-dental [...] la nación nueva se hará funcionar de acuerdo a una lógica regulado-ra que se deriva de una reversión de la antigua colonia dentro de la episteme del sujeto postcolonial: secularismo, democracia, socialismo, identidad nacio-nal, desarrollo capitalista. Hay, sin embargo, un espacio que no comparte la energía de esta reversión, un espacio que no tuvo una agencia de tráfico firmemente establecida con la cultura del imperialismo. Paradójicamente, este espacio está también fuera del movimiento obrero organizado, debajo de las tentativas por revertir la lógica del capital. Convencionalmente, este espacio se describe como el hábitat del sub proletario o del sub alterno» 156 .

Con esto, el objeto de los discursos críticos postcoloniales más próximos a nosotros queda bien establecido. Los blancos de la actividad cognoscitiva del intelectual postcolonial del presente son la marginalidad, por un lado, y la subalternidad, por el otro (es necesario mantener los dos

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términos, porque se subentiende que hay subalternos que no son o no son necesariamente marginales, v.gr.: las mujeres), principal aunque no exclu-sivamente en ese mundo que él/ ella dejó atrás alguna vez, puesto que esa marginalidad y esa subalternidad se habrían librado de la mala influencia de la cultura ilustrada, europea, «reversionista», en el sentido derridiano de una mala desconstrucción, del que padece el resto de la humanidad tercermundista e incluyéndose dentro de ella a un amplio sector de los explotados y los oprimidos de siempre. De otra parte, quien busca esa mar-ginalidad y esa subalternidad y posee los instrumentos técnicos como para descodificar sus mensajes con propiedad y competencia es el intelectual postcolonial que reside en la metrópoli, pues él/ella tiene la ilustración necesaria pero duda de ella, es dueño / a de una educación europea que no lo/la convence y no es «reversionista» sino desconstruccionista de veras.

A mí todo esto me produce, y soy muy franco al declararlo, una sensa-ción de irrefrenable disgusto y hasta un poco de vergüenza ajena. No sólo porque la posición ideológica que acabo de documentar reinventa y lleva hasta sus últimas consecuencias la falacia de un hablar desideologizado (en las dos puntas del espectro: en los marginales y subalternos periféricos, que se presu-me que se salvaron de saber, y en los intelectuales postcoloniales, que de tanto saber estarían de vuelta de eso mismo que saben), sino, lo que es aún más inquietante, porque además hace del exilio, de la desposesión de la expe-riencia de la patria, que es en último término el origen de lo que Gayatri Spivak ha llamado la «condición diaspórica del intelectual postcolonial» 757, una situación de privilegio.

A quienes hemos estado en el exilio de verdad y a quienes lo hemos sufrido con el dolor y la cólera de vernos despojados de un país que nos per-tenece mucho más que a las clases oligárquicas y burguesas que lo han señoreado, porque quienes lo construyeron fueron nuestros padres y nues-tros abuelos con su trabajo, y cuyas banderas como bien dice Douglas Hübner no tenemos razón alguna para querer regalarles, esta «teoría» nos resulta in-aceptable. Por consiguiente, el colmo del desatino (¿o es otra cosa?) nos /me parece que es aquél del que hacen gala nuestros propios intelectuales nativos, cuando ellos se declaran a su vez postcoloniales. Retoman entonces el viejo

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papel del informante, sólo que un informante que en las circunstancias actuales valida no a los colonizadores metropolitanos de antaño sino a los postcolo-niales metropolitanos de hogaño. El mejor ejemplo en este caso pareciera ser el de la escritora bengali Mahasweta Devi, en la descripción que de sus ficcio-nes hace Spivak en el libro que hace poco mencioné, pero que como quiera que sea es una descripción respecto de cuya confiabilidad yo no tengo los conocimientos que serían necesarios para dar un testimonio fidedigno ni tampoco el tiempo que me hace falta para adquirirlos. Podría, en cambio, ejemplificar mi acusación con los dechados latinoamericanos correspondien-tes, con los varios intentos que entre nosotros se han hecho, desde unos quin-ce años a esta parte, para «hacer hablar a los que no tienen voz» y en los que han rivalizado profesores y periodistas de muy distinto calibre. Con todo, también voy a abstenerme de hacer eso porque la verdad es que me interesan mucho menos los personajes de esta novela que la lógica de su desarrollo. Prefiero entregarle por eso, en lo que sigue, la palabra al crítico africano Anthony Appia Kwame, cuyas expresiones coinciden en todo con mi pensa-miento: «La postcolonialidad es la condición de lo que no muy generosamente podríamos llamar una inteligencia compradora: un grupo relativamente pe-queño de escritores y pensadores, de estilo occidental y entrenados en Occi-dente, que son mediadores del comercio de mercancías culturales del capitalismo mundial en la periferia. En el Oeste, ellos son conocidos por el Africa que ofrecen; sus compatriotas los conocen en cambio por el Occidente que ellos le presentan al Africa, así como a través de un Africa que ellos han inventado para el mundo y para el Africa también» 158. No sólo se presumen de esta manera nuestros postcoloniales «de adentro» individuos incontami-nados por la experiencia de la colonización sino que lo hacen desde el medio de los jugosos beneficios que esa misma colonización les depara.

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En El discurso filosófico de la modernidad, al concluir su crítica del borro-neo derridiano y rortyano de las fronteras entre la filosofía y la literatura, así como también su crítica de la disolución que ambos pensadores suscriben de los lenguajes disciplinarios específicos dentro del mar sin orillas del texto y la escritura, Jürgen Habermas afirma que «Derrida y Rorty están equivocados en lo que concierne al status único de los discursos que se diferencian de la comunicación ordinaria y que se confeccionan con vistas a una sola dimen-sión de validez (la verdad o el deber normativo) o a un solo complejo de problemas (cuestiones relativas a la verdad o a la justicia)». Y añade en segui-da, para echar agua en su propio molino y haciéndose eco de los consejos del esquema kantiano: «En las sociedades modernas, las esferas de la ciencia, la moralidad y la ley han cristalizado en torno a tales formas de argumentación. Los sistemas de acción cultural correspondientes administran capacidades para-resolver-problemas de una manera similar a aquélla de acuerdo con la cual las empresas del arte y la literatura administran capacidades para-el-despliegue-del-mundo159

He ahí un llamado a la sensatez de parte de uno de los pocos filósofos que continúan apostando a los beneficios que les reporta a las vidas de las gentes el cultivo del jardín humanístico, y que es un filósofo cuyas ideas, al margen del desasosiego que despierta en nosotros el tema de su implementa-ción, nos parece que merecen ser tenidas en cuenta. Porque, mirado este asunto desde nuestro punto de vista, nos vamos a dar por satisfechos sise nos concede que, cualesquiera hayan sido y sean los grandes excluidos de la compartimentalización de la experiencia y el saber que se produjo a través de la constitución de las distintas prácticas intelectuales durante los trescientos o más años que se prolonga ya la histo-ria de la modernidad y cualesquiera sean los efectos de enrarecimiento que ello provocó en el campo de las actividades estéticas, no se puede negar que esa compartimentalización ha

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sido también eI origen de algunos servicios estimables, que contrapesan sus deficien-cias decorosamente y, Io que es más importante, tampoco se puede negar que la misma constituye una precondición no sólo para el mejoramiento de esta sociedad en la que ahora vivimos sino incluso para la aparición de cualquier proyecto de sociedad futura.

Por un lado, el cuento de la entereza física y metafísica del hombre premoderno no pasa de ser un mito reaccionario, de escaso o ningún interés para los ciudadanos del presente, y la aspiración a un futuro histórico que se autoimponga la finalidad de su recobro constituye una locura de marca ma-yor. O de marca poética. O de marca heideggeriana, lo que viene a ser la mis-ma cosa. O, también, como vimos en otra sección de este libro, constituye un motivo que yo no sé si con entera conciencia del quebradero de cabeza adon-de van a parar indefectiblemente sus proposiciones, asoma en los discursos de los críticos postcoloniales. En segundo lugar, para mal, pero también para bien, hemos llegado a convertirnos en lo que somos por obra en parte de esa misma división del trabajo y por obra de ella podríamos, tal vez también en parte, llegar a ser algo más o, en cualquier caso, algo diferente de lo que ahora somos y que es lo que parece no gustarnos demasiado. Más aún si a los em-brollos actuales en el terreno específico de las disciplinas que a nosotros nos incumben les sumamos las muchas desventuras que provienen del panorama histórico amplio. Por ejemplo, de la aplicación urbi et orbi de las recetas inso-lidarias del ideologismo neoliberal, así como también del dominio, por fin sin contrapeso, de la soberbia imperialista.

No obstante, que el secularismo, que la democracia, que el socialismo, que la identidad nacional y hasta el desarrollo capitalista son menos malos que las guerras religiosas, que la matanzas étnicas o tribales (e incluido ahí el autosacrificio de las viudas en las piras funerarias de la India, para no hablar de otras costumbres de tan poco favorables consecuencias para la entereza física y espiritual de sus víctimas como son la cliterectomía africana y la con-culcación de los derechos de las mujeres en Afganistán) y que la hambruna acatada por todos aquellos que la sufren como si ella fuera una prueba inexor-cizable de la ira de Dios a mí no me cabe ni la más mínima duda. Tampoco me cabe ninguna duda acerca de la sinceridad y pertinencia del discurso que comprueba que el menú racionalista de la Ilustración no está pasando co-rrientemente por el mejor de sus momentos y que los criterios de legitimación y compartimentalización de las prácticas que componen el cuadro de la cul-tura de Occidente andan bastante a mal traer. Pero frente a eso considero asi-mismo que la que hoy estamos experimentando es una más entre una media

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docena de coyunturas críticas que la modernidad ha debido sortear en el cur-so de su trayectoria, ello dentro de una lista larga y de componentes muy variados, y la que por ende no es (y no tiene que ser pensada como) otra cosa que una etapa de transición. El orden simbólico inmediatamente anterior al actual, del que alguna vez se dijo que iba a ser un factor puesto al servicio del progreso y el ennoblecimiento de los seres humanos, se convirtió, a la larga y por causas que no son indiscernibles, en el tibio refugio de un burocratismo letárgico cuando no flagrantemente represivo. Un repudio de esa circunstan-cia era deseable y él es el que nos ha puesto donde estamos.

Pero en lo que además habría que concordar es que este lugar en donde estamos no es propiamente un lugar. La propuesta de una cultura de los «bor-des», de los «intersticios» y la «instantaneidad», que por ahí se publicita con gran éxito, y la que en sus peores empleos se apoya en la ontología negativa de unas oposiciones binarias que los mismos que las descubren desean tiri-tando en el fondo de su concha sin resolverse jamás, es menos la propuesta de una cultura verdaderamente nueva que un indicio del temor a formularla y a pasar de esa manera hacia un «territorio» y un «tiempo», hacia un «beyond», como dice Bhabha

16o, en el que a los miembros de la especie debiera sernos

posible vivir unas vidas más interesantes y satisfactorias. En el departamento de la crítica de textos, cuyo cuidado a nosotros nos concierne de manera di-recta, esto significa que a lo mejor conviene que empecemos a pensarnos como habiéndonos internado ya en la recta final de la fase de transición, lo que nos pone en la antesala de un esfuerzo reconstructor de los fundamentos episte-mológicos de nuestro quehacer. Si esto es así, si ese proceso reconstructivo va a tener lugar en efecto y si en algunos ámbitos precursores está teniéndolo ya, lo que se ha de pedirles a quienes lo impulsen es que los criterios en los que ellos fundan sus actuaciones no sean iguales a los que sustentaron el progra-ma que dejamos atrás, programa aquél que se hizo al fin de cuentas tan es trecho que no nos dejaba respirar.

No queremos darle pues nuestro espaldarazo a una «reversión» más o menos maquillada de unos cuantos axiomas filosóficos desprovistos de vitalidad, como acusa Gayatri Spivak, o, si es que nos sentimos más a gusto con la retórica de Walter Mignolo, no nos interesa reponer en el más allá epistémico «la firme entidad e identidad de un sujeto cognoscente o de la comprensión, que vive todavía bajo el callado espejismo de un sujeto tras-cendental». De los aprietos en que tales mistificaciones nos pusieron había

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que escapar más temprano que tarde, eso es algo en lo que todos concorda-mos, pero no para quedarnos a residir en la calle (o «desnudos en el tejado», como apuntan Skármeta y Beckett en el epígrafe que encabeza mi libro). Porque si la casa simbólica que existe no nos place, en cualquiera de sus cuartos o en la reunión de todos ellos bajo un solo techo, lo que corresponde no es quedarse sin casa ninguna sino edificar una nueva. No perpetuarse en el mientras tanto preedípico, en el de la subalternidad y el margen, donde previsiblemente no existen ni el espacio ni el tiempo, donde todo es puro «borde», puro «intersticio» y pura «fluidez», sino seguir investigando en las oportunidades que nos brinda el ancho mundo hasta encontrar en él (o has-ta expropiar en él) un sitio idóneo sobre el cual levantar un mejor domicilio.

Creo sin embargo que no se podrán reconstruir la experiencia y la comunicación especializadas a menos que se reconstruyan al mismo tiempo la experiencia y la comunicación ordinarias o, mejor dicho, si no nos mos-tramos capaces de imaginar un modelo de existencia humana en el que la dialéctica entre uno y otro planos esté eficaz y justicieramente implementa-da. En otras palabras, pienso que lo que hoy nos hace falta es proceder a un despliegue educado y enérgico de nuestra potencialidad creadora, precisa-mente la clase de cosa que no es de ninguna manera esperable de los obtu-sos manejos de la tecnocracia y la burocracia reinantes. Con la ayuda de un ejercicio de esa índole debiéramos poder estrenar un proyecto ideológico, político y económico nuevo, que sea inclusivo tanto cuanto las circunstan-cias de la historia nos permitan concebirlo, y que acompañe, como una renovada garantía de crecimiento de lo humano, al nuevo paradigma disci-plinario. Pero es a esta certidumbre de que lo particular no existe sin lo universal a la que mis colegas le dan hoy vuelta la espalda con una descon-fianza a la que alimentan por partes iguales las comezones de una ambición desaforada y el desconsuelo de no poder satisfacerla, y creo que a eso se debe el que los tecnócratas y los administradores se estén arrogando más atribuciones de las que sería bueno. Sabido es que cuando falta la ciencia, abunda la técnica, y cuando falta el pensamiento, florece la administración.

Es casi ofensivo que para poner fin a estas notas le reitere a mi inteli-gente lector cuán poco sabia resulta la pretensión de captar la intencionalidad significativa de los discursos que estamos estudiando, pero voy a hacerlo de todas maneras porque, a pesar de los sudorosos trajines de W. K. Wimsatt Jr. y

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Monroe C. Beardsley en 1954 161, la falacia intencional goza aún de excelente salud y no es una pérdida de tiempo añadir algo en contra suya cada vez que se presenta la ocasión.

De cuanto dejo escrito en este libro se concluye que yo juzgo recomen-dable pensar en lo que los discursos nos comunican como si se tratara de síntomas o, dicho con el vocabulario saussureano, de significantes, a los que nosotros debemos leer consistentemente, esto es, acoplándoles un significado que transforme el elemento referencia) al que nos remite ese síntoma en un eslabón más dentro de una cadena semántica que forma parte de un universo de significaciones históricamente pactado y solidariamente compartido, que es pesquisable por lo tanto y que espera que nosotros lo recorramos con con-tinuidad y sapiencia. Con lo que quiero decir que a nosotros nos corresponde leer a esas manifestaciones del «fundamento» sémico dentro del marco de inteligibilidad-del interpretant, de los códigos, de los modos discursivos ejem-plares o como quiera llamársele-, que rodeó al texto primero o, puesto con otras palabras, de acuerdo con las virtualidades significativas y expansivas que el texto trae consigo, pero sin perder de vista por ello la más o menos larga historia de las lecturas posteriores a su entrada en el conocimiento pú-blico (lo que por supuesto pone un límite a nuestro trabajo de intérpretes: no es cosa de descubrir América otra vez, quinientos años después de que fue descubierta). Finalmente, de lo dicho en el espacio de estas páginas se desprende que también vamos a tener que leer el texto en relación con las demandas de sentido que nos habrá hecho nuestro propio tiempo, que es el tiempo en que el texto se deslizó en nuestras manos y con el suficiente discer-nimiento respecto de las posibilidades y limitaciones que nos impone nuestra «estrategia» de lectura para re-producir, o sea, para volver a producir, su prin-cipio unitario.

* Con el fin de lograr lo anterior, la semiótica (desde Peirce y Saussure en

adelante), el nuevo psicoanálisis (Lacan et al ), la desconstrucción (Derrida o los críticos de Yale), el recepcionismo (éste en sus dos o tres especies, la norteamericana de Fish y Holland y las europeas de Jauss, Iser y Eco), el

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bajtinianismo (un bicho interesante, pero escurridizo) y la teoría de la ideolo-gía, a partir de Althusser, de los neomarxistas (Jameson, Eagleton), de los neohistoricistas (Greenbla tt, Montrose), de los neoculturalistas (de Williams y Said a Hebdige y Hall), de los neogramscianos (Laclau, Mouffe y Benne tt, el tercero antes e incluso después de su conversión al evangelio de Foucault), de quienes teorizan los discursos de género (Showalter en Estados Unidos, pero también las teóricas francesas y las latinoamericanas cada vez más despiertas e incisivas) y de quienes teorizan los discursos postcoloniales (Spivak, Bha-bha), son unas cuantas de las ofertas que el mesón teórico contemporáneo pone a nuestra disposición. De más está decir que, al ponernos a trabajar en no importa cuál sea el texto acerca del cual se nos antoja producir claridad, nosotros podremos hacer uso de cualquiera de estas ofertas, pero ojalá que por esta vez lo hagamos evitando una recaída los deplorables episodios del pasado reciente, cuando las neurosis puristas de algunos investigadores y críticos latinoamericanos los hacían apegarse tan al pie de la letra al recetario del almacén de ultramarinos respectivo que, cuando llegaba a generarse un corto circuito en el mecanismo de la «trasferencia de tecnología», eso les pro-vocaba un ataque de parálisis «científica» tan brutal e indomeñable que era milagroso si lograban reponerse, y eso sin haber tenido la astucia suficiente como para percatarse de que el recetario que les estaba sirviendo de biblia era en sus lugares de origen bastante más laxo y efímero de lo que ellos creían. Más papistas que el papa, nuestros predecesores de antaño produjeron camisas de fuerza a granel, tanto a la (los de la) diestra como a la (los de la) siniestra. Tratando de escapar del monstruo positivista y del monstruo im-presionista (en nuestro país, en Chile, sólo a partir de los años cincuenta), acabaron aferrándose a cuanto «modelo de análisis» se les cruzó por delante, modelos que primero fueron españoles, después alemanes, más tarde france-ses y por último norteamericanos, y los que le dieron patente de corso a un tecnocratismo vulgar e inmaduro.

Por lo tanto, acaso lo peor que pudiera hacerse en la coyuntura crítica por la que estamos hoy atravesando es asumir los varios ofrecimientos que recién mencioné como el último capítulo dentro de esa poco airosa comedia. Considerando la monserga repetida hasta la náusea durante este nuevo ciclo en la historia del desarrollo imperialista, y me refiero ala monserga de la globa-lización y sus efectos homogeneizantes, los que como es bien sabido acabarán haciendo de todos nosotros personas altas, rubias y de ojos azules, ello no ten-dría nada de raro. Pero no se trata de eso, aunque tampoco se trata de mudarse hacia el lado opuesto dentro del abanico de las posibilidades de enunciación que hoy se nos ponen por delante y de concluir que tales ofrecimientos teóricos

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carecen de validez para nosotros los latinoamericanos, porque ellos nada tie-nen que ver con «nuestra idiosincrasia», porque son «importaciones foráneas», «doctrinas ajenas a nuestra tradición», a «nuestro modo de vida» o, lo que es aún más pecaminoso, a «nuestra esencia». En cambio de ese autoctonismo tan evidentemente tosco, lo que tendríamos que intentar a mi juicio es asumir se-mejantes constructos como los hitos de una reserva cultural disponible para que los latinoamericanos hagamos con ella lo que nuestras necesidades, nues-tro saber y nuestra perspicacia crítica nos dictan. Porque esa reserva cultural no es otra que la de la modernidad de Occidente, un macrosistema de discursos que son nuestros también, que no queremos que dejen de serlo y que tampoco es posible que dejen de serlo, pero que no por eso se encuentran a salvo de la discusión, de la censura e inclusive del rechazo cuando su utilización resulta ser de nuestra parte el arbitrio más lúcido. En ese proceso calificador del patrimonio cultural que nos envían desde afuera, el que como quiera que sea convendría darse cuenta de que tampoco constituye un sistema estático e inconmovible, los intelectuales latinoamericanos no sólo tenemos el derecho sino la obligación de participar. No es cosa de producir así, en la hora en que estamos viviendo, un referente cultural al que como a la figura mítica del ouróburos le basta para alimentarse con los jugos que extrae de su propia cola. El mundo de hoy está constituido por una trama de intercambios, y nosotros tendremos que hacernos partícipes de esos intercambios, querámoslo o no. La historia actual es una historia de flujos, de flujos materiales y flujos culturales, y nosotros vamos a tener que saber funcionar en el marco de sus presupuestos, convirtiéndolos en nuestros, pero con inteligencia y finura, de manera de hacer con ellos lo que mejor se adecue a nuestros requerimientos, a veces aceptando y en otras rehusando sus atencio-nes oficiosas y múltiples, y en esta segunda circunstancia en nombre no de prejuicios que podrán ser todo lo honorables que se quiera pero que de nada sirven a la hora de expresarnos con nuestras mejores razones.

Con lo que puedo hacerme cargo aquí también de la proposición de los años sesenta de construir para América Latina una teoría de la literatura propia. El proyecto es conocido, y su formulación más acabada pertenece a Roberto Fernández Retamar, gran figura de nuestras letras, a quien yo con-sidero mi camarada y mi amigo, por quien siento una admiración y un afec-to sinceros, pero con quien me veo obligado a discrepar, al menos en lo que dice relación con el área más cuestionable de su planteamiento: «Una teoría de la Iiteratura es la teoría de una Iiteratura», escribió Fernández Retamar en

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1972162, subrayando él mismo la trascendencia que le atribuía al núcleo duro que da forma a ese dictamen y desatando con ello un temporal retórico nues-tramericanista que aún no amaina y que yo no creo que ni en sus peores pesadillas él haya podido prever.

No obstante todas las salvaguardias que Fernández Retamar interpu-so en el momento de redactarla, y que uno percibe a través de descargos tales como el de que «tampoco es cuestión de partir absurdamente de cero e igno-rar los vínculos que conservamos con la llamada tradición occidental, que es también nuestra tradición, pero en relación con la cual debemos señalar nues-tras diferencias específicas» 163, el gran problema en el planteamiento del poe-ta y ensayista cubano no era el de su falsedad (que no hay tal) sino el de la férrea cerrazón sobre sí mismo. El particularismo a ultranza que como hemos visto aporta el hilo conductor de su argumento le otorgaba al usuario del mismo todas las facilidades a las que éste podía aspirar con vistas a una trans-formación del principio lógico de la necesidad en un equivalente espurio de la suficiencia. De la mano de esa confusión ominosa nada costaba inferir que cualquier teoría de la literatura no sólo es, siempre e inescapablemente, la teoría de una literatura sino que es eso y nada más. De lo que a fortiori se deduce o puede deducirse que las categorías críticas, las modalidades historiográfi-cas y los criterios valóricos tienen que ser peculiares también. Eso, y no otra cosa, es lo que a pesar de Fernández Retamar sacaron en limpio los impulsi-vos de siempre y la cifra total de su balance fue la que tenía que ser: la teoría de la literatura con la que los estudiosos y los críticos habíamos operado hasta entonces en América Latina (o en Hispanoamérica, como escribe Fernández Retamar...) era ni más ni menos que la teoría de un objeto radicalmente distin-to al que crece en nuestras selvas y praderas y, en vez de seguirla utilizando, lo que teníamos que hacer era deshacernos de ella a corto plazo, arrojándola en el canasto de los papeles, si es que no en un sitio peor, y crear una teoría nueva que se adecuase por fin a la edénica singularidad de lo nuestro.

Pues bien, la creencia de que la solución de nuestro problema crítico-literario depende de las ilusiones separatistas del autoctonismo (y la creencia de que la solución de todos nuestros problemas depende de las ilusiones sepa-ratistas del autoctonismo) era entonces, cuando se puso sobre la mesa por primera vez, errónea y hoy lo es mucho más, tan errónea en efecto como la

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que presentemente nos comunica el bullado discurso de la marginalidad. Como lo señaló Ángel Rama en su Transculturación narrativa en América Latina, la respuesta latinoamericana a la presión «aculturante» no ha consistido, no consiste y no puede consistir en la lucha por la mantención siempre idéntica a sí misma de la cultura autóctona o vernácula. No sólo eso, sino que según comprueba el mismo Rama, las más altas cotas de originalidad que son iden-tificables en el desarrollo de la historia cultural de América Latina no han surgido de otro sitio que de un esfuerzo «transculturador» (Fernando Ortiz dixit), me-diante el cual, luego de la «desculturación parcial» que se produce en el comienzo de cada oleada modernizadora y a través del ejercicio doble de la «selectividad» y la «invención», la amenaza aculturante cambia de signo y se transforma en el motor de una «neocultura». Es así como la embestida exterior sobre los comportamientos, los hábitos y las instituciones ya existentes en nuestro espacio comunitario no sólo no inhibe sino que despierta y desencadena dialéc-ticamente potencialidades creadoras de las que las personas que se encuentran involucradas en ese trance inestable no tenían noticia y que pueden ser y son (es el caso de la narrativa de José María Arguedas, en el ejemplo específico que Rama discute) la fuente generosa de un cambio legítimo'".

Según veo yo las cosas, sin embargo, la más grave implicación del falso conflicto entre modernización (aculturación) y autoctonismo (o separatismo o marginalismo) es que ninguno de los extremos que articulan esa trampa binaria a nosotros nos abre la puerta para participar creativamente en los debates por la hegemonía ideológica en el espacio mayor, unos debates que sobre todo en la actualidad debieran importarnos tanto o más que los que se libran en el espacio menor, pues de sus resultados depende que aquellos prin-cipios y normas de los cuales nosotros habremos sido el punto de arranque y por los cuales habremos bregado más tarde con voluntad y con celo lleguen a incorporarse en el teatro de una cultura universal a cuyos desafíos no tene-mos razón para restarnos. Por otra parte, el que hasta el momento en que yo pergeño estas lineas una teoría diferente de la literatura hispanoamericana (yo prefiero decir latinoamericana a estas alturas, y ya se ha visto que tampo-co estoy dispuesto a hablar aún de una teoría de la literatura en sentido estricto, sino que prefiero concentrarme hasta nuevo aviso en una hipótesis preliminar en torno al texto y al discurso) no haya debutado todavía, y que menos hayan debutado todavía los conceptos especiales que debieron

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acompañarla en el despliegue de su trámite práctico, es un dato al que cabe prestar atención. Aunque no pruebe nada por sí solo, ese dato pone en descu-bierto las tremendas dificultades de la empresa, las que provienen no tanto de su tamaño, que es desorbitado por demás, como, y esto sin ánimo de ofender a nadie, de su redundancia. Menos que del nuestramericanismo mar-tiano, al que me he referido en otra parte in extenso y que estimo legible de una manera no tan primitiva, yo me atrevo a sugerir que el planteo que estoy aquí considerando debe su inspiración al tercermundismo de hace tres déca-das, a una plataforma ideológico-política que combinó contradictoriamente el socialismo con el nacionalismo (o el regionalismo), la ortodoxia marxista con el autoctonismo cultural. Era ése el fin de una era sin duda, el último lapso en el que la diferencia latinoamericana iba a poder reivindicarse ape-lando al socorro de esa clase de argumentos.

Hoy la coyuntura se ha movido y, aunque no hayamos renunciado a nuestra pasión latinoamericana, al reclamo ardiente de nuestra diferencia, es claro que el asumirla y el explicarla en ella misma, en su peculiaridad o su diversidad, no debiera empujarnos a creer que con eso hemos descendido en la escala de nuestras obligaciones téóricas hasta toparnos con el último ítem. Tenemos que actuar de un modo distinto al de hace tres décadas entonces, aun cuando de un modo que no es enteramente inédito. En tal sentido, yo estoy seguro de que una mirada comparativa sobre algunos de los textos clásicos del siglo XIX latinoamericano debiera ser aleccionante. Podríamos, por ejem-plo, releer el latinoamericanismo de Martí, el ídolo del autoctonismo, a la luz del latinoamericanismo de Bello, considerado por la historiografía oligárquica chilena un intelectual conservador. Cuando leemos que Martí recomienda que se injerte en nuestras repúblicas el mundo, pero que «el tronco ha de ser de nuestras repúblicas» 765, es menester recordar que treinta años antes de que él pronunciara esa sentencia preclara, en las páginas del «Discurso de instala-ción de la Universidad de Chile» y respondiéndoles a los simplificadores de su propia época, Bello declaraba que la universidad americana «toma presta-das a Europa las deducciones de la ciencia», pero que «no confundirá las aplicaciones prácticas con las manipulaciones de un empirismo ciego» y que «la opinión de aquellos que creen que debemos recibir los resultados sintéticos de la ilustración europea, dispensándonos del examen de sus títulos, dispensándonos

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del proceder analítico, único medio de adquirir verdaderos conocimientos, no encontrará muchos sufragios en la universidad» 166.

Yo no veo mayor contradicción entre estas dos posiciones. Es posible que Bello ponga el acento en la «selectividad» mientras que Martí subraya la «invención», como Ángel Rama lo hubiese descubierto complacido, pero am-bos defienden nuestra diferencia con el mismo e intenso fervor con que la defendieron Mariátegui, Neruda, Arguedas, Fernández Retamar y el propio Rama. No menos importante es que ninguno de los nombrados se manifieste dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva, cerrando los ojos a una reserva sim-bólica que ha acompañado a nuestras culturas desde hace ya cinco siglos y de la que no conviene ni es posible desprenderse. La posición que amerita nuestra confianza es pues una sola, de sus altos propósitos poseemos antece-dentes luminosos en la historia cultural de América Latina y ellos deben servirnos de inspiración. Creo que sólo cuando estemos listos para hacer que esa historia nos pertenezca de veras, a través del legado de todos los que la representan con profundidad y grandeza, será cuando habremos salido ver-daderamente del subdesarrollo y cuando los «modelos de análisis» del discurso, del texto y a Io mejor de nuevo de la literatura, que como sabemos nos llegan desde afuera periódicamente, empezarán a ser lo que siempre tuvieron que ser: herramientas que se juntan con las que en América hemos estado produciendo por nuestra propia cuenta, para que en su conjunto nos sirvan ellas a nosotros y no nosotros a ellas.

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Índice

Prólogo 7

Tesis uno La especificidad de los textos literarios con respecto a otros textos, Io que nuestros mayores llamaban la "literariedad" o la "literatu-ridad" de la escritura es hoy dudosa... 9

Tesis dos En vez de hablar de creaciones literarias o de hacernos cómplices de cualquier otro sinónimo no menos cuestionado que ése, a mí me parece que pudiera ser una mejor táctica y, por lo tanto, una medida que nos resulte al menos temporalmente útil, hablar de textos y discursos sin más... 23

Tesis tres Así corno los discursos que encontramos en un texto se relacionan entre eIIos, ellos se relacionan también con otros discursos que se pueden encontrar en otros textos... 43

Tesis cuatro Las relaciones entre discursos pueden ser de complicidad, cuando los discursos que habitan un texto colaboran; de coexistencia pacifica, cuan-do solamente se toleran; o de contradicción, cuando hay conflicto entre ellos... 61

Tesis cinco Hablar de la existencia de modos discursivos ejemplares equivale a hablar de la existencia de un repertorio de virtualidades de forma y contenido que se hallan disponibles en la historia de antemano, que

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Ios autores y los lectores identifican primero, en las cuales se edu-can después y que por fin pueden/logran operativizar durante la performance de las actividades que según ellos entienden son las que mejor se adecuan a sus posiciones dialógicas respectivas en relación con cualesquiera que sean los textos del caso... 73

Tesis seis Además de relacionarse con el nuestro, con el que a nosotros nos preocupa prioritariamente, los discursos "exteriores" a aquel al que nos estamos refiriendo son con él, él es con ellos, ellos son (también) parte de su texto. De lo que resulta una tesis que se pronuncia a favor no sólo de la conveniencia sino de la inevitabilidad de una crítica intertextual... 85

Tesis siete Todo discurso es la representación semiótica de una ideología, enten-dida ésta a la manera althusseriana, como la experiencia misma, como "lo vivido". Tampoco resulta improbable y no tendría que producir en nosotros un rechazo fulminante el que, como predica Foucault, a la experiencia (o sea, a la ideología) nosotros no podamos vivirla si no es en la efectividad de sus discursos... 99

Tesis ocho Los discursos que son objeto de nuestra atención crítica pueden volcarse, y se vuelcan, en continentes textuales de distinta factura semiótica... 111

Tesis nueve [Debido a todo lo anterior] no tiene nada de raro que la clarinada del día sean los estudios culturales. O, como también escribe Culler, "Los estudios culturales son la práctica de la cual lo que llamamos la 'teoría' para abreviar es la teoría"... 125

Tesis diez [Pero] cualesquiera hayan sido y sean los grandes excluidos de la com-partimentalización de la experiencia y el saber que se produjo a través de la constitución de las distintas prácticas intelectuales durante los trescientos o más años que se prolonga ya la historia de la modernidad y cualesquiera sean Ios efectos de enrarecimiento que ello provocó en

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eI campo de las actividades estéticas, no se puede negar que esa com-partimentalización ha sido también el origen de algunos servicios estimables, que contrapesan sus deficiencias decorosamente y, lo que es más importante, tampoco se puede negar que la misma constituye una precondición no sólo para el mejoramiento de esta sociedad en la que ahora vivimos, sino incluso para la aparición de cualquier pro-yecto de sociedad futura ... 139

Bibliografía 151