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Háblame a los ojos 37

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Pepita Cedillo Vicente

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Colección Con vivencias37. Háblame a los ojos

Primera edición en Ediciones Octaedro: mayo de 2004Primera edición, en esta colección: noviembre de 2013

© Pepita Cedillo Vicente

© De esta edición:Ediciones OCTAEDRO, S.L.Bailén, 5, pral. — 08010 BarcelonaTel.: 93 246 40 02 — Fax: 93 231 18 68www.octaedro.com — [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9921-438-2Depósito legal: B. 23.345-2013

Diseño de la cubierta: Joan Reig y Tomàs CapdevilaFotografía cubierta: ©123RF, pinturas rupestres de la Cueva de las

Manos de Patagonia.Diseño y producción: Editorial Octaedro

Impresión: Novagràfik

Impreso en España - Printed in Spain

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Para ti, que me lees. Para los que me escuchan con los ojos.Y para todos los que han hecho posible este libro.

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Pról o g o

El libro que tengo el placer de presentar está escrito por Pepita Cedillo, maestra y logopeda sorda.

Mi vinculación con Pepita se inició el año 1989, en el que ella empezó a trabajar en la institución de alumnado sordo en la que yo trabajaba. Sin embargo, no fue hasta 1996 que nuestra relación cambió de rumbo.

Un día me mostró con inquietud y rubor unos primeros textos que escribía en secreto a modo de diario. Eran escritos cortos que ella denominaba «escenas visuales». La temática variaba, pero tenían en común el hecho de evocar situaciones vividas por ella misma o que otros le habían relatado. Éstas eran el punto de partida para reflexionar y escribir sobre los sordos, los oyentes y cómo ambos se ven, se encuentran y desencuentran; cuáles son las distancias y cuáles los puentes de diálogo. Se trataba de escenas parcial e intencionalmente deformadas para preservar el anonimato de los protagonistas, pero que no eran únicas, en el sentido que ponían en evidencia contextos vitales compartidos por muchas personas sordas: el sentimiento de marginación en la escuela, ¿qué persona sorda no lo ha vivido?; el descono-cimiento y la negación de los sordos por parte de los oyentes, a causa de la invisibilidad de la sordera, y la creencia de su tran-sitoriedad; el monopolio de la lengua oral en la educación y el calvario de su aprendizaje; el no reconocimiento de la Lengua de Signos y su continua reivindicación; la tutela, el proteccionismo y, a veces, el control de los profesionales en la vida familiar y social de las personas sordas, etc.

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Lo que leí me causó una gran emoción. No obstante, en un primer momento consideré que no era una juez imparcial porque tanto mi amistad con Pepita como el compromiso en la educa-ción de las personas sordas influían en mis criterios. Di a leer los textos a un par de personas próximas y confirmaron mi aprecia-ción de que tenían un enorme valor. Pepita se sorprendió por el interés y la valoración positiva que otros mostraban y esto la incentivó a proseguir pero, sobre todo, le hizo darse cuenta de que aquellas producciones podían tener un objetivo distinto del inicial; era necesario que lo íntimo deviniera público.

Efectivamente, los textos recogidos en el libro son el testimonio de una serie de experiencias particulares y personales de la autora que ayudan a entender parte de su historia pero, en la medida que se ubican en un tiempo y un espacio concreto donde otras perso-nas también sordas comparten experiencias cercanas o similares a las suyas, nos muestran destellos de otra realidad social descono-cida para los oyentes. Por ello este libro adquiere una dimensión social que permite entrever aspectos de la vida de la comunidad sorda. En consecuencia, es un valioso documento para acercar-nos también a los problemas actuales de la comunidad sorda en el estado español y, seguramente, en otros lugares del planeta.

En castellano disponemos hasta el momento de escasas tra-ducciones que hablen de las personas sordas concebidas como minoría definida en función de la Lengua de Signos y de la cultu-ra visual. En contraste, existen muchas en las que los sordos son vistos desde lo que se ha convenido en llamar el «modelo médico rehabilitador» según el cual ser sordo se equipara y reduce a la sordera, es decir, a la falta de audición. Lo que sucede es que la audición no es un sentido cualquiera: es aquel que da acceso al lenguaje de modalidad sonora, que es el mayoritario. Las per-sonas que son sordas desde el nacimiento, o desde la más tierna infancia, resultan desconocidas para los que siempre hemos oído y siempre hemos vivido atrapados en el lenguaje, incluso desde antes de nacer, por lo que de nosotros han dicho y nos han dicho y hemos oído desde muy pequeños.

A menudo intentamos representarnos la sordera tapándonos los oídos pero, obviamente, este proceder la deforma y la hace

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p r ó l o g o

parcial. Seguramente a ningún lector le resultarán extrañas afirmaciones tales como «el ser humano se constituye gracias al lenguaje» o «la barrera entre lo animal y lo humano radica en el lenguaje». Es más, probablemente la gran mayoría de perso-nas oyentes coincidan y las compartan. Sin embargo, después de constatar lo obvio de estas afirmaciones es imprescindible plantearse una cuestión derivada: ¿qué incidencia tiene para el desarrollo de la gran mayoría de los niños sordos que tienen padres oyentes el hecho de no disponer desde el nacimiento de un pleno acceso a una lengua idónea a sus particulares carac-terísticas perceptivas y expresivas? A mi modo de ver este libro orienta la respuesta adecuada a esta pregunta.

En las personas sordas hay un antes y un después definido por la posibilidad de que no tengan o, por el contrario, tengan a su disposición la Lengua de Signos para construir su desarrollo. También para los oyentes existe un antes y un después subjeti-vo; podemos acercarnos al conocimiento individual o social de las personas sordas sólo mediante nuestro lenguaje hablado o aceptando la intermediación de la Lengua de Signos. Nuestra visión de las personas sordas en uno y otro caso será totalmente distinta y, contrariamente a lo que podría suponerse, a medida que avanzamos en el uso de la Lengua de Signos y, gracias a ella, se incrementa el intercambio comunicativo con las personas sordas, la dimensión de lo que en realidad implica ser sordo pre-locutivo se hace más patente y más radical. El decreto de finales del siglo xix que proscribió la Lengua de Signos de la educación de las personas sordas tuvo consecuencias dramáticas para el desarrollo porque el lenguaje es la herramienta de socialización e individuación por excelencia, de creación de pensamiento, in-cluso de elaboración de afectos; herramienta simbólica básica que permite dar sentido al mundo y crear mundos posibles.

El libro está organizado en cinco partes que tienen dos ejes conductores entrecruzados: por un lado, el contraste entre la época en que la autora era pequeña y después cuando ya es adul-ta y, por otro lado, el contraste de perspectivas según que los protagonistas sean oyentes o sordos o, en ocasiones, ciegos. A su vez, cada parte incluye una serie de «escenas visuales», feliz

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hallazgo estilístico de la autora que resulta absolutamente idó-neo para ser escrito por una persona sorda.

Es un libro del que fluye una gran humanidad y madurez, y que tiene la particularidad de estar escrito desde «dentro» de la comunidad sorda o, si se prefiere, desde la frontera entre las comunidades sorda y oyente. Está dirigido a las personas sor-das, a los padres de los niños sordos, a los profesores y profeso-ras, porque seguro que les interesará, pero también interesará a cualquier persona abierta a conocer situaciones y problemas que afectan nuestra vida en sociedad, a conocer otras culturas, otras lenguas, y los deseos y necesidades que afectan a una par-ticular minoría.

Los oyentes tenemos pendiente la deuda de dar cumplimiento a la demanda que las personas sordas plantean: respetarlas re-conociendo sus derechos lingüísticos. Me gustaría que la lectura del libro contribuyera a este objetivo.

Rosa M. BELLÉS i GUITARTBarcelona, enero 2004

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A mod o de i n t roduc c ión

No pretendo hacer literatura. Sólo quiero transmitir unas viven-cias personales, unas reflexiones propias como persona sorda. Tenía que elegir una manera de escribir el libro, un estilo en el que me pudiera desenvolver con cierta soltura. Con lo que me permite mi bagaje cognitivo, mi lenguaje. Y, también, para que las personas que lo lean decidan dedicar algo de su tiempo a una lectura amena e interesante. Por ello, empecé a probar escri-biendo unos relatos en los que aparecían escenas vividas por mí.

A medida que iba avanzando en la escritura construí otros tipos de relatos surgidos a raíz de un diálogo interior. Es decir, me hago preguntas y yo misma me respondo. Estos diálogos ha-cen aflorar distintos personajes que van apareciendo en alguna de las escenas vividas. Unas escenas son creadas a partir de un ensayo. Son textos que hubiera escrito en forma de charla o de discurso formal, como los que se imparten en una escuela o en una conferencia, y los he transformado en escenas porque me resultan más asequibles, atrayentes y comprensibles. Otras se-cuencias son contadas por diferentes personas. Unos relatos son el resultado de varios fragmentos de mi vida que se articulan en una sola escena. Otros están construidos a partir de una idea, de una frase o de una pregunta que hacen algunas personas y que se repiten con cierta frecuencia a lo largo de mi vida.

En definitiva, son relatos redactados por una persona sor-da. Hablan de cómo percibo, pienso y siento el mundo. Me he construido a partir de la relación con distintas personas y cir-cunstancias: padres, hermanos, abuelos, tíos, primos, sobrinos,

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vecinos, amigos, compañeros y profesores, personas adultas sordas y oyentes, conocidas y desconocidas. Sin olvidar otros aspectos imprescindibles que también me han ayudado en mi construcción: la lectura de libros de disciplinas diversas, la visión de películas subtituladas… A partir de esta mezcla de personas, experiencias y vivencias he elaborado este libro. En el proceso de escritura, poco a poco, fui descubriendo que me explicaba mejor. Escribir me permitía descubrirme y conocerme un poco más, como si realizara un viaje hacia mí misma. Me permitía aclarar mejor mis ideas y mis pensamientos y sentirme mejor. Me permitía crecer interiormente.

No quería que mi equipaje de experiencias fuera enterrado bajo tierra junto con mi cuerpo. Deseo que mis vivencias se es-parzan en el devenir del universo cuando mi cuerpo se trans-forme en polvo. Espero que la experiencia vivida pueda ser de alguna utilidad para aquellas personas que inicien ahora la lec-tura, les sea agradable y que, al menos, disfruten tanto como yo mientras escribía estas páginas.

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Cuando era pequeña

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c u a n d o e r a p e q u e ñ a

Érase una vez…

Tengo unos once años. Me encuentro sentada en un pupitre en el centro de la primera fila de una clase compartida con unas cua-renta compañeras oyentes. Todas somos chicas. Todas unifor-madas con unas batas de rayas finas azules sobre fondo blanco. Estoy en quinto de primaria. La clase es inmensa si la comparo con las que estuve en las dos anteriores escuelas, la de oyentes y la de sordos. Es mi segundo año aquí.

Veo aparecer por la puerta una monja regordeta y bajita, arropada de pies a cabeza con su hábito completamente azul marino, excepto el blanco que sobresale bajo el cuello y en-marca su rostro. Esta monja, nuestra profesora tutora, lleva un disco bajo el brazo y lo pone en un tocadiscos. Observo la tapa del disco y trato de fijarme en su título: Pulgarcito. No sé lo que es, me digo.

—Pepita, ven aquí —pienso que me dice al señalarme y acom-pañar el gesto de venir con el movimiento de los labios. La monja vocaliza bien cuando se dirige a mí.

Me acerco donde está el tocadiscos, situado junto a la ventana y a la mesa de la maestra que se encuentra encima de la tarima.

—¿Y la silla? —me pregunta la monja como si ya me lo hubiera dicho antes.

—¡Ah sí! —respondo haciendo como que me había despistado.Miro a mi alrededor las caras de mis compañeras, para ver si

la actividad que vamos a hacer es interesante para ellas. ¿Y para mí? Todavía no lo sé. Cuando ya me he situado cerca del toca-

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discos, la monja pone en marcha el aparato. Percibo música. Sé que es música porque es un sonido melodioso, muy distinto a la voz. Y además me encanta la música. Un poco más tarde aparece una voz. Es la voz de un hombre, porque la percibo grave. O así le llega a mi oído derecho a través del audífono. Pienso que está presentando un concierto o algo por el estilo. Es como cuando veo la televisión: primero aparece el presentador y luego las can-ciones. Esta voz me pone nerviosa y tengo ganas de que termine para que aparezca de nuevo la música. Espero un rato más a ver qué pasa y observo a mis compañeras: están muy atentas. No me atrevo a interrumpirlas para preguntarles de qué se trata. Por fin, aquí está la música otra vez. Es agradable y suave y puedo disfrutar cierto tiempo oyéndola.

—¡Oh, no, otra vez, no! —me espanto en silencio cuando, de nuevo, surge la misma voz.

Yo pensaba que después de la voz, de la presentación, sólo habría música. Pero no, aparece otra vez la voz y poco después surgen otras voces distintas y ya no sé si son mujeres o niños. De vez en cuando, aparece la música en medio de las voces pero siempre por muy poco tiempo. Y me esfuerzo para escuchar sin enterarme de nada. Espero a que termine, sin distraerme, apa-rentando que escucho ya que la monja no me quita los ojos de encima ni un instante. Por fin, la mezcla de voces ha terminado y me pregunto qué va a pasar a continuación.

—¿Has entendido? —me suelta casi por sorpresa la monja, aunque es una pregunta que frecuentemente hace para com-probar si he entendido lo que me dice.

He comprendido su pregunta. Le digo que no. Acto seguido, la monja vuelve a poner en marcha el disco. Miro a mis compañeras para ver qué gestos hacen ante este hecho. Siento una inmensa vergüenza por lo que puedan pensar. Sus caras parecen interesa-das y no están molestas. Están muy atentas y creo que les interesa mucho la historia que sale del disco que gira rítmicamente. No parece importarles que la misma historia se repita. ¿Y a mí? No sé qué decir, no sé qué siento, simplemente intento escuchar y sigo sin entender lo que dicen las voces que proceden del disco. Ahora ha acabado.

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—¿Has entendido? —vuelve a preguntarme la monja al fina-lizar la mezcla de voces.

Ahora me encuentro en una situación incómoda en la que no quiero seguir. ¿Qué hago? Miro a mí alrededor y tiemblo. Qué podría pasar si vuelvo a negar ya que mi experiencia infantil me dice que, al negar por segunda vez, las personas adultas y los niños se suelen empezar a enfadar. Los ojos de mis compañeras se fijan en mí. Después, mis ojos se dirigen a la monja. Veo su cara. Intento buscar la respuesta más adecuada para salir del atolladero en que me encuentro.

—Un poquito —se me ocurre decir.—¿Quieres que suba el volumen? —me pregunta acompañan-

do con el gesto de señalar el volumen del tocadiscos.Niego con la cabeza.—Oigo bien —le digo.Claro que oía. Si aumentaba el volumen me molestaba. Es

como los flashes de una cámara fotográfica: además de no poder ver nada de lo que tienes delante, te molestan sobremanera a los ojos. Así es como oía con el audífono si aumentaban el volumen.

Así pues, por tercera vez, la monja regordeta vuelve a poner el disco. No parece estar enfadada y mis compañeras tampo-co. Yo, sin embargo, estoy inquieta, molesta, angustiada. Deseo enormemente salir de esta situación que me oprime. Mientras el disco sigue girando, observo a mis compañeras y descubro a una de ellas que está vocalizando silenciosamente. Capto algunas palabras, sólo algunas, y me da una gran alegría.

—No, no, por favor…, estás flaco…, te comeré…Estoy contentísima aunque todo aquello no tenga ningún

sentido. Captar algunos retazos de frases es como descubrir un tesoro. Pero la compañera deja de articular los labios. Yo, con una expresión suplicante de mis ojos, le pido desesperadamente que siga vocalizando. Pero ella, o no me ha entendido o está cansa-da o, simplemente, no quiere continuar. El disco se ha parado. Ha dejado de girar. Y ahora ¿qué? Miro a la monja y espero su próxima reacción.

—¿Has entendido? —me pregunta de nuevo.—Sí, un poquito más —le contesto en voz muy baja.

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—¿Quieres que vuelva a poner el disco? —comienzo a vislum-brar su rostro de enfado.

Niego repetidas veces, asustadísima. Mi cuerpo tiembla, estoy tensa. No sé qué decir.

—Bien…, a tu sitio, y escribe un resumen… —me ordena. Ten-go el papel a rayas delante y, al mismo tiempo, sigo observan-do a la monja. He de escribir sobre lo que he entendido. Quiero cumplir con la tarea que me ha impuesto aunque detesto tener que escribir algo. Además, si no sé de qué se trata, ¿qué puedo escribir? Mis compañeras están trabajando sobre sus hojas y no consigo ver lo qué escriben, no me dejan ver. La que está a mi lado va dejando letras en su papel muy ensimismada. La llamo sin que me vea la monja para que me deje leer lo que ha escrito. Ella accede y puedo ver la primera línea que empieza así: «Érase una vez un niño llamado Pulgarcito…». De repente siento un gran alivio. Estoy contenta porque comprendo esta frase y sé que se trata de un cuento porque los cuentos suelen empezar así. Le devuelvo el papel antes de que nos pille la monja. Comienzo a escribir lo mismo que mi compañera:

«Érase una vez un niño llamado Pulgarcito…» La alegría dura sólo un instante porque no sé cómo continuar. Estoy totalmente vacía. Desconozco cómo sigue el cuento. Se me ocurre pedirle de nuevo a mi compañera que me deje leer su escrito. Ella se niega muy enfadada. ¿Qué hago ahora? Tengo mucho miedo. No encuentro otras soluciones. Yo sigo con mi papel delante. El tiempo pasa. La angustia aumenta. El pecho me oprime. Toda la tensión acumulada para escuchar el disco, sin entender nada, haciendo ver que comprendo, el enfado de mi compañera, mi im-potencia… Me conmuevo de emoción y las lágrimas comienzan a brotar de mis ojos. Exploto. Lloro desconsoladamente. Siento una vergüenza inmensa de mis lágrimas. La monja no dice nada; mis compañeras tampoco.

Es la hora de cambiar de clase.La actividad propuesta por la monja, que yo recuerde, no vol-

vió a repetirse.

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en el patio

Estoy en una escuela para oyentes. Ya he cumplido los doce años. Acaba de sonar el timbre que anuncia la hora del recreo por-que veo que mis compañeras empiezan a ponerse de pie. Nos situamos en fila de dos siguiendo las indicaciones de la monja y recorremos un ancho y largo pasillo hasta la pared de cristal que nos separa de las escaleras que conducen hasta el inmenso patio. La monja regordeta nos abre la puerta transparente que de lejos se distingue por un gran círculo rojo adhesivo en el centro. La fila se deshace nada más llegar al patio y empiezan a formarse pequeños grupos. Observo lo que hacen las niñas. Deseo con todas mis fuerzas que algún grupo juegue a algo, a lo que sea, me da igual. Pero, desgraciadamente, hoy nadie juega a nada. Las niñas hablan entre ellas, compartiendo y charlando de sus cosas. Decido acercarme a un grupo donde está mi compañera de pupitre. No suelo ser yo quien propone juegos sino las otras. Me fijo, en medio de distintas voces, en la boca de una de ellas. Capto algunas palabras.

—… mi abuela… después… hablo yo y… o sea… claro… dije… entonces… la casa… Pedro… y sabéis… pues… —comenta la niña.

Al cabo de un rato, veo que ríen. Me pregunto qué tengo que hacer si no he entendido lo que explicaba. Tengo muchas ganas de saber de qué se están riendo. Le pregunto a la compañera de pupitre qué es lo que les hace tanta gracia.

—Nada, es una tontería —me dice.

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Entonces pienso: «¿De qué tonterías se puede hablar? Y si dice que es una tontería, ¿por qué las dicen y ríen todas? Parece que se lo pasan muy bien. Cuando yo digo tonterías, me dicen tonta. Estoy un poco confundida: ¿qué es una tontería?».

—¿Qué tontería es? —insisto.—Nada, nada. No es más que una tontería —responde.—Explícame, por favor —continúo insistiendo.—Pesada —me contesta.Cuando oigo esta palabra, que ya me han dicho otras veces,

siento un gran golpe en el corazón. Tengo ganas de llorar pero me reprimo. Y, ahora, no sé qué hacer. ¿Salgo del grupo o sigo intentando captar alguna cosa? Si voy a otro grupo pensarán que soy una intrusa. Y, además, he de volver a empezar con lo mismo: preguntar de qué están hablando, qué dicen y todo lo demás. Encima, es posible que se den cuenta de que estoy triste y no me gusta porque siento vergüenza. No quiero que tengan la sensación de que soy una carga pues me rechazarían.

No quiero dar lástima ni ser una pesada. No quiero un trato diferente, caritativo. No quiero ser inferior. No quiero ser recha-zada. Quiero ser igual que las demás. Pero, ¿cómo lo lograré? Nadie me lo ha explicado. O, quizás, sí. Pero, ¿qué es lo qué me han dicho? Ya he tenido que soportar demasiadas veces frases como «es porque no te esfuerzas», «tú pregunta cuando no en-tiendas», «ten paciencia» y otras por el estilo.

Ahora estoy tensa. No sé qué hacer. Tengo muchas ganas de que suene el timbre anunciando el final del recreo. Decido con-tinuar en el mismo grupo. Hablan y yo observo el movimiento de sus labios.

—… yo iba… y después… casa… jardín… entonces… el otro… o sea… la casa… —consigo descifrar.

Vuelven a reír. Ahora, río igual que ellas aunque no entienda todo lo que dicen. No quiero que vuelvan a decir que soy una pesa-da. Por fin, acaba el recreo y volvemos a clase. Siento un gran alivio. Cuando no juegan, prefiero estar en clase que en el patio, al menos, aquí nadie puede hablar alto y yo puedo considerarme una más.

Cuando llego a casa mi madre me pregunta como cada día: «¿Qué tal te ha ido hoy?». Y como cada día, rutinariamente, le

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contesto: «Bien». Una vez que mi madre recibe la respuesta co-tidiana, se va a la cocina a preparar la merienda. Mientras me-riendo me pregunto por las noticias nuevas que me traerá Mar, mi hermana, de su escuela. Por fin, llega. Trae, como todos los días, muchas noticias que comparte conmigo.

Me explica que hoy sor Teresa se ha puesto enferma y el pro-fesor sordo de dibujo le ha sustituido una hora. Que les ha con-tado cosas sobre la historia de los romanos. Le ha encantado. El profesor les decía que los romanos se vestían de forma diferente a nosotros, igual que en una película que vimos. Con todo lujo de detalles les ha relatado cómo vivían, las carreras de caballos, las luchas entre los hombres, qué hacían los niños y las niñas, cosas de la escuela, etc. Su Lengua de Signos Catalana (LSC) es maravillosa. Ojalá fuera más tiempo su profesor para que expli-cara muchas más historias.

También me comenta lo que ha sucedido a la hora del patio.—¿Conoces a Margarita? ¿La chica cuyos padres son sordos?

Sí, la que tiene el pelo liso —empieza Mar—. Pues nos explicó una película del conde Drácula. La historia es preciosa. Además, nos la contaba con una LSC muy bella. Se alza el telón. Es de noche. Una noche muy oscura. Un hombre y una mujer caminan por el bosque. La mujer tiene mucho miedo. Los ojos de la mujer están muy abiertos y miran de un lado a otro, mientras va cogida de los brazos del hombre…

Y, así, me va explicando la película con toda clase de detalles. Cuando acaba de contarme la película, continúa explicándome que después de comer, en el patio, estaba con el grupo de sus compañeras de clase y que, al lado, había otro grupo de niñas mayores que hablaban entre ellas. A veces, miraba a las mayores y veía que decían un signo, el «&», muchas veces, y no sabía lo qué quería decir. Al preguntarle a una de ellas le dijo que todavía era pequeña para entenderlo. Que cuando fuera mayor se lo ex-plicaría. No hubo manera de que se lo dijera, aunque insistió. Al final, decidió dejarlo y continuar con la conversación de su grupo.

—Ahora explícame tú —me dice al acabar su narración.—Hoy ha sido un día terrible. Las niñas no jugaban. Estaban

todas hablando. Reían y yo les quería preguntar. Me han dicho

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otra vez que soy una pesada. Tenía muchas ganas de llorar y no lo he hecho. Me he aguantado. Sólo esperaba volver a la clase. Después he simulado, me he reído igual que ellas sin entender absolutamente nada.

No me puedo reprimir más. Le pido a Mar que nos vayamos al lavabo. No quiero que mi madre vea cómo mis ojos se van llenando de lágrimas.

—Tienes tantos temas para contar. Yo no puedo explicarte nada —le digo llorando a mi hermana—. Me lo paso tan bien escuchándote. Y yo, allí, me aburro tanto. Si no fuera por ti, des-conocería cómo es el mundo, tendría una visión diferente de las cosas. No sé cómo sería yo.

Después de secarme las lágrimas nos abrazamos en silencio.

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Í n dic e

Prólogo 9A modo de introducción 13

cuAndo erA PequeñA 15Érase una vez… 17En el patio 21¿Mentir o decir la verdad? 25El % 29De museos 35Aludes de ideas 40El placer de leer 45El paraíso 53Un sueño con historia 57¿Todo sigue igual? 60

el otro mundo 65La voz y la mirada 67Vislumbrando una realidad diferente 72Sin vista y con tacto 76El destino con regalo 82

los sordos no son Peces 91La crisis 93El señor Calafell 111Los audífonos 115La lectura labial 123La espera desesperante 126

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Emmanuelle Laborit o El grito de la gaviota 129Banquete de dioses 134El barquero 152Charla en la universidad 157Conquistar espacios para las minorías 170

tóPicos 175¿Todavía es sorda? 177Me preocupo por ti 182Has perdido la labiolectura 190Es sordo pero escucha 192Tienes la voz bonita 196Los sordos no opinan como tú 205¿Las personas sordas son desconfiadas? 216¿El signo mata la palabra? 220¿Una imagen vale más que mil palabras? 227¿El lenguaje oral es una tortura? 235

dos comunidAdes bAjo el mismo techo 237Entre madres 239Hermanas y hermanos 246El conflicto de la independencia 252El malestar adolescente 257El patito feo 261Ser maestra, se hace 264

ePÍlogo 269Crónicas telepáticas 271