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Santiago Martín Arnedo. Revista Lindaraja, nº 37 2014 © Revista Lindaraja. 3 de enero de 2014. Número 37. www.realidadyficcion.es http://www.realidadyficcion.es/Revista_Lindaraja/revistalindaraja.htm Revista de estudios interdisciplinares. ISSN: 1698 - 2169 © Santiago Martín Arnedo. HABLAR PARA UNOS POCOS, HABLAR PARA TODOS Santiago Martín Arnedo Resumen: El papel de la argumentación en la res pública ha sido vindicado, matizado y rechazado desde presupuestos ontológicos muy diferentes. La polémica toma como punto de partida la confrontación entre Kant y Hegel. No nos podemos salir de nuestros prejuicios históricos, con lo que toda crítica es contextual, mas, por otro lado debemos forzar la tensión de la distancia trascendental al máximo, sino queremos quedar atrapados en la inmanencia historicista. La actual ronda de discusión se centró en Habermas y Luhmann. El primero sostiene la tesis fuerte de que es posible argumentar racionalmente en ámbitos tales como la ética, estética, etc. para proponer una teoría capaz de criticar la sociedad de donde surge. El segundo soslaya la crítica como un aspecto residual de la impotencia del científico social para describir científicamente cómo funciona una sociedad, que de tan compleja, es incapaz de volverse transparente para sí misma y de automarcarse un rumbo. El rumbo, concluirá Luhmann, ya lo marca la propia evolución. Palabras claves: Argumentación, Luhmann, Habermas, crítica, funcionalismo. 1.- Los padres de la polémica. Acorde con su ensalzamiento del ideal clásico heleno, la ciudad griega encarnaba para el joven Hegel la "sustancia ética”. Venía a representar el conjunto de valores morales que viven en, y pertenecen a, la historia de un pueblo, en donde reside la identidad de éste y e1 fanal orientativo de su caminar. Proporciona sentido al cotidiano quehacer del ciudadano. Se le presenta como un conjunto de normas asequibles que acata e internaliza, y que dota del sentimiento de la comunión y de la reconciliación con los suyos. Hegel rechazaba la Moralität kantiana como principio abstracto y vacío que venía a juzgar al mundo desde fuera. Para el dialéctico, la ilusión era el motor y la condición de posibilidad del desarrollo de la vida, aquello, pensaba, de lo que carecía precisamente el imperativo categórico. El imperativo aislaba e infravaloraba la vida (piénsese en la exclusión rigorista kantiana de toda inclinación sensible en la valoración ética de una conducta), mientras que la Sittlichkeit pondría ventajosamente a trabajar todas las capacidades humanas, y dotaría a éstas de una dimensión social, muy necesaria para su alegre desenvolvimiento. En realidad la conciencia que se alza contra el contenido de la vida goza de una libertad ficticia: “La libertad de la autoconciencia es indiferente con respecto al ser allí natural […] la libertad en el pensamiento tiene solamente como su verdad el pensamiento puro, verdad, que así, no aparece llena de contenido de la vida y es, por tanto, solamente el concepto de la libertad, y no la libertad misma” 1 . Paradójicamente la razón más absoluta es aquí la que reivindica la historicidad, el aquí y ahora de la sustancia, para incorporarla a la consciencia y de esta manera llenarla a ésta de vida, y dejar de ser una libertad pensada para llegar a ser una libertad real. No sería Hegel el último en reseñar las carencias motivacionales del formalismo kantiano. 1 Hegel, G. W. F. (1966) Fenomenología del espíritu. FCE, México, p. 123.

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Santiago Martín Arnedo. Revista Lindaraja, nº 37 2014

© Revista Lindaraja. 3 de enero de 2014. Número 37. www.realidadyficcion.es

http://www.realidadyficcion.es/Revista_Lindaraja/revistalindaraja.htm Revista de estudios interdisciplinares. ISSN: 1698 - 2169 © Santiago Martín Arnedo.

HABLAR PARA UNOS POCOS, HABLAR PARA TODOS Santiago Martín Arnedo

Resumen: El papel de la argumentación en la res pública ha sido vindicado, matizado y

rechazado desde presupuestos ontológicos muy diferentes. La polémica toma como punto de partida la confrontación entre Kant y Hegel. No nos podemos salir de nuestros prejuicios históricos, con lo que toda crítica es contextual, mas, por otro lado debemos forzar la tensión de la distancia trascendental al máximo, sino queremos quedar atrapados en la inmanencia historicista. La actual ronda de discusión se centró en Habermas y Luhmann. El primero sostiene la tesis fuerte de que es posible argumentar racionalmente en ámbitos tales como la ética, estética, etc. para proponer una teoría capaz de criticar la sociedad de donde surge. El segundo soslaya la crítica como un aspecto residual de la impotencia del científico social para describir científicamente cómo funciona una sociedad, que de tan compleja, es incapaz de volverse transparente para sí misma y de automarcarse un rumbo. El rumbo, concluirá Luhmann, ya lo marca la propia evolución.

Palabras claves: Argumentación, Luhmann, Habermas, crítica, funcionalismo. 1.- Los padres de la polémica. Acorde con su ensalzamiento del ideal clásico heleno, la ciudad griega encarnaba para

el joven Hegel la "sustancia ética”. Venía a representar el conjunto de valores morales que viven en, y pertenecen a, la historia de un pueblo, en donde reside la identidad de éste y e1 fanal orientativo de su caminar. Proporciona sentido al cotidiano quehacer del ciudadano. Se le presenta como un conjunto de normas asequibles que acata e internaliza, y que dota del sentimiento de la comunión y de la reconciliación con los suyos. Hegel rechazaba la Moralität kantiana como principio abstracto y vacío que venía a juzgar al mundo desde fuera. Para el dialéctico, la ilusión era el motor y la condición de posibilidad del desarrollo de la vida, aquello, pensaba, de lo que carecía precisamente el imperativo categórico. El imperativo aislaba e infravaloraba la vida (piénsese en la exclusión rigorista kantiana de toda inclinación sensible en la valoración ética de una conducta), mientras que la Sittlichkeit pondría ventajosamente a trabajar todas las capacidades humanas, y dotaría a éstas de una dimensión social, muy necesaria para su alegre desenvolvimiento. En realidad la conciencia que se alza contra el contenido de la vida goza de una libertad ficticia: “La libertad de la autoconciencia es indiferente con respecto al ser allí natural […] la libertad en el pensamiento tiene solamente como su verdad el pensamiento puro, verdad, que así, no aparece llena de contenido de la vida y es, por tanto, solamente el concepto de la libertad, y no la libertad misma”1. Paradójicamente la razón más absoluta es aquí la que reivindica la historicidad, el aquí y ahora de la sustancia, para incorporarla a la consciencia y de esta manera llenarla a ésta de vida, y dejar de ser una libertad pensada para llegar a ser una libertad real. No sería Hegel el último en reseñar las carencias motivacionales del formalismo kantiano.

1 Hegel, G. W. F. (1966) Fenomenología del espíritu. FCE, México, p. 123.

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Por un lado, emerge la tensión entre una razón encarnada en su presente, que no necesita fundamentar las tradiciones y una razón trascendental que se ve capaz de remontar el vuelo sobre la historia para juzgarla desde fuera. Existe otra opción y es sencillamente cuestionar la misma idoneidad de la razón como juez instructor de los asuntos públicos. Lo que está en juego, es la misma sustancia de nuestras tradiciones, si es que pensamos que la razón reflexiva adquiere cada vez un protagonismo mayor en el decurso de la historia, es decir, que la sociedad occidental se ha ido racionalizando en un sentido u en otro. La discusión es antigua y compleja y se ha prolongado hasta nuestros días, si bien desarrollándose en otros términos. H. G. Gadamer ha tomado partido metodológicamente por la consigna hermenéutica de la imposibilidad de trascender nuestro horizonte histórico. No nos podemos deshacer de nuestros pre-juicios, porque sencillamente la razón no tendría abono del que nutrirse. J. Habermas, de una pregnancia kantiana más intensa, todavía sostiene titánicamente una tensión entre el nivel trascendental, que él devalúa a una especie de reconstrucción semiempírica, como ocurre por ejemplo con las teorías de Piaget o Kohlberg, y el nivel fáctico, muy consciente de dos peligros: sin esa distancia, la crítica ideológica queda deslegitimada, y dos, el giro hacia una filosofía del lenguaje imposibilita seguir aferrado a una concepción solipsista del sujeto y a una razón atemporal, por mucho que éste comparta con sus congéneres una dotación apriórica genérica al estilo kantiano. Lo que sí parece aceptado es la preeminencia del lenguaje como nuevo centro gravitatorio desde el que fundamentar las teorías de la sociedad y su posible capacidad crítica.

A la hora de pronunciarse sobre la vida pública, el papel del diálogo había sido ya tematizado desde antiguo por el mundo heleno clásico, que, como hemos visto, fue tan añorado por Hegel. Pero el problema fue definir el papel de la palabra en las discusiones políticas, su estatus y su potencialidad. Los sofistas de la Grecia clásica han pasado tópicamente por ser unos mercenarios de la palabra al servicio de unos intereses estratégicos, al servicio del poder. Ya Gorgias había equiparado el efecto de una palabra con el de un medicamento, aquélla sobre el espíritu, éste sobre el cuerpo. Por tanto el interés de Gorgias2 en la palabra no es tanto su referencia o significado, de los que por cierto desconfía radicalmente, cuanto la capacidad que tiene para inducir sentimientos y promover opiniones.

Desde entonces el papel de la racionalidad, encarnada en el lenguaje, en la dirección política se ha bifurcado casi infinitamente. Donde antes se hablaba de diálogos ahora se habla de discursos, de las condiciones ideales. Unos proponen la racionalidad lingüística en exclusividad como guía rectora para tomar decisiones que atañen a muchos, otros reniegan de ella como traidora engañifa, pues la intuición sigue siendo más poderosa en tales lides; otros hablan de su papel humilde y limitado y algunos otros llegan incluso a acusarla de ser peligrosa, por cuanto sus sueños, según reza el lema goyesco, producen monstruos.

¿Es posible alzarse con una teoría crítica de la sociedad con unos patrones que puedan dar razón de sí mismos? ¿o toda esta dialéctica se diluye en el mundo de la opinión y en realidad la sociedad camina con paso autónomo y sordo a nuestros pesares? ¿Qué posición es más responsable, la del crítico de las ideologías o la del científico social que pretende describir asépticamente el funcionamiento del sistema? ¿Y quién no tiene en el fondo interés práctico?

2.- La acción práctica. Todo aquel que dialoga está presuponiendo una racionalidad práctica, puesto que en

una discusión, si se aduce argumentos, es porque se cree que éstos pueden conducir a un acuerdo racionalmente motivado. Y si no somos muy optimistas en cuanto a la consecución del

2 Calvo, T. (1986) De los sofistas a Platón: política y pensamiento. Cincel, Madrid, p. 96

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acuerdo, puesto que radicalmente cada uno posee una visión única del universo, al menos se convendrá en que el diálogo es la mejor forma de manejar los desacuerdos, y en el peor de los casos, pasa por ser un camino de aprendizaje sobre el otro y sobre sí mismo. No en vano, el diálogo fue una de las primitivas formas de ejercer la filosofía, de inquirir en la verdad.

En principio, cualquiera puede admitir una discusión racional sobre lo que se ha venido llamando una aserción o una acción cognitivo-instrumental. Es decir, podemos discutir si lo que hemos dicho es verdad o no (si se corresponde con lo es que el caso) y si los medios para realizar una acción son los idóneos o no, cuya comprobación fácilmente recae sobre el resultado de la acción. Habermas amplía el horizonte y enumera una serie de acciones sobre las que es posible decidirse racionalmente: la acción dramatúrgica, en la que uno se presenta ante los demás en una especie de escenificación. Es la forma en que uno se expresa. Aquí no hablamos de verdad o de falsedad del hablante, sino de veracidad o falsedad. Podemos averiguar si alguien se comporta irracionalmente, cuando por ejemplo se da una incongruencia entre lo que dice y lo que hace. Incluso se podría llegar a al autoengaño, si bien nunca de forma absoluta, a no ser que se cayera en la extrema locura. Un psicoterapeuta sería el encargado de iluminar al autoengañado sobre su propio mundo subjetivo. El discurso del terapeuta sería racional y se valdría de razones. Incluso las emisiones estéticas son para Habermas racionales en el sentido de que se pueden aportar razones (mayor variedad, contraste, complejidad, etc.) para defender la preferibilidad de un valor estético sobre otro. Los criterios serían de pertinencia, relevancia, etc. Un crítico artístico en este sentido podría argumentar mejor que otro a la hora de valorar una obra o una representación. La racionalidad se mediría en el calibre de las razones aportadas, si son mejores o peores que otras.

Toda esta plétora racionalista exhibida por Habermas puede ser en un sentido u otro discutida. Pero para nosotros ahora es importante, dado el título de nuestro ensayo, un tipo especial de acción: la acción práctica. Es la acción regulada por normas. Estas pueden ser “observadas” o “violadas”. Una norma no es verdadera o falsa, sino correcta o incorrecta. Y esta corrección se puede demostrar a través de razones. Habermas es un cognitivista ético, y pretende fundamentar una posición práctica a través de las razones. El calificativo de práctico proviene del contexto kantiano, el sujeto realiza una acción liberado de las cadenas causales, poniendo en ejecución su subjetividad y haciendo uso de su libertad, es decir, inaugurando desde cero una nueva red causal que antes no existía.

Si, como intentó el positivismo que desemboca en Luhmann, la acción práctica es indistinguible de la teórica, la discusión sobre los asuntos mundanos es cuando menos una pérdida de tiempo. Los racionalistas serían unos ilusos. Los funcionalistas, como contrapartida, unos ideólogos, pues defienden subrepticiamente que nada puede cambiar.

¿Son diferentes las acciones sociales instrumentales de las acciones sociales prácticas? Jürgen Habermas, tal y como hemos expuesto un poco más arriba, ha detallado reiteradamente3 que las primeras se dejan guiar por un imperativo de eficiencia y que ontológicamente sólo presuponen un actor y un mundo objetico con el que interactuar. La eficiencia resultará del saber presupuesto en la acción: funciona si es verdadero, es decir, que ese saber se corresponda con el estado de cosas objetivos (sin entrar en más presupuestos ontológicos). Si el actor no elige los medios adecuados o su información sobre el estado de cosas es errónea, la probabilidad de una acción instrumental fallida aumenta. Anteriormente a la obra de Habermas ya existía una gran tradición extendida desde Max Weber hasta la primera Escuela de Frankfurt, que defendía una separación radical entre ambos tipos de acciones, pues lo que estaba en juego era nada menos que la posibilidad de una crítica ideológica, crítica llevada a cabo, por cierto, bajo unas condiciones especiales de diálogo.

3 Habermas, J.(1984) Teoría de la acción comunicativa. Taurus, Madrid.

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Santiago Martín Arnedo. Revista Lindaraja, nº 37 2014

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La acción social práctica presupone ontológicamente otros actores, es decir, otras subjetividades, cada una con un acceso privilegiado al mundo propio subjetivo. La acción resulta válida si concuerda con una norma asumida. Cómo haya de justificarse esa norma es otro asunto bien diferente, porque lo que importa señalar ahora es que la acción será justa o injusta de acuerdo a la adecuación de la norma. Las éticas de la intención relegarán más el conocimiento objetivo del estado de cosas, las de la responsabilidad se dejarán llevar más por los resultados. Pero todo esto son consideraciones que no influyen en estas discriminaciones básicas.

Sin embargo, esta distinción inveterada, la de la razón teórica y la razón práctica, es puesta en duda por autores como el sociólogo Niklas Luhmann. La distinción, según él, alude al tipo de realización: la acción práctica se consuma en sí misma, mientras que la estratégica produce algo según la intención o el plan del actor, algo diferente, un producto. La tradición filosófica ha hecho prevalecer la acción práctica sobre la instrumental porque el sujeto se reconoce en la primera reflexivamente con más propiedad, el producto es él mismo. Hermann Lübbe ha señalado4 que quizá es en la acción instrumental donde con más genuinidad se refleja la subjetividad, pues el producto de la acción no es una imagen de sí mismo, como en la acción práctica, sino que se la juega por decirlo de algún modo en sus propios resultados, que vienen a ser un dique contra el delirio de la virtud. Es la realidad la que con su resistencia pone a cada uno en su lugar. Luhmann señala5 que la diferencia entre ambas acciones podría estribar en el sentido de la acción, interno (en la práctica) o externo (en la técnica). Y es que en la acción práctica la subjetividad alzó vuelo con la filosofía romántica, perdiendo tierra bajo los pies, identificándose la autoconsciencia con la autodeterminación, como aparece prístinamente por ejemplo en la filosofía de Fichte.

Quizá, sin embargo, la taxonomía de las acciones dependa de una antropología previa y más aún, de una concepción metafísica (inconfesable), como tendremos ocasión de examinar detenidamente en las teorías de los dos filósofos sociales que hemos tomado como referencia.

Dicho con otras palabras, si se adquiere la perspectiva de un observador en tercera persona para describir el discurrir social, el diálogo crítico sobre el mismo no es más que una pérdida de tiempo en el mejor de los casos. Puesto que lo que uno observa son fenómenos dentro de una red causal impersonal. En el peor caso, su opinión, que trasciende más allá de la descripción de ese discurrir social, al querer marcarle un camino, puede llegar a ser un obstáculo para la evolución natural que el sistema social posee de suyo.

Si se considera que el paralelismo de un hecho social y natural no es sólo ontológicamente erróneo, sino que además es ideológico, ya que éste aborta toda pretensión crítica contra el sistema, el diálogo queda como el único camino expedito para afrontar los grandes retos que se presentan en una sociedad hipercompleja. La intención es ahondar en esta problemática profundizando en los fundamentos de la teoría social.

Para algunos autores, llamados irracionalistas, la discusión sobre la preeminencia de un tipo de racionalidad o de otro, es posterior en importancia. Desde el romanticismo arranca un movimiento antiilustrado, que arrincona a la razón como medio privilegiado de acceso a la realidad. Amén de otros claramente recelosos; por no referirnos a los autores que como Nietzsche, Marx o Freud eran encasillados bajo el rótulo de “escuela de la sospecha”. La razón ocultaba sus propias cloacas. Aunque algunas teorías han quedado entretanto desfasadas, está hoy en día la idea ampliamente difundida de que desde la intuición o partir de una revelación religiosa se puede llegar a vislumbrar la idoneidad de una norma. Pero de

4 Lübbe, H. (1970) "Geschichtsphilosophie und politische Praxis" en Hegel und die Folgen. Freiburg.

5 Luhmann, N. "Das Problem der Komplexität" en Habermas, J. y Luhmann, N. (1971) Theorie der Gesellschaft oder

Sozialthechnologie, Suhrkamp Verlag, Frankfurt/M.

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Santiago Martín Arnedo. Revista Lindaraja, nº 37 2014

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antemano, estos medios, dada su privacidad, están en desventaja como motores para arribar al acuerdo racionalmente motivado respecto a una razón que quiere ser pública.

Otra forma más feliz y con más predicamento en las últimas discusiones sobre racionalidad social, ha sido la protagonizada entre los así llamados universalistas y los comunitaristas. Estos han puesto de nuevo en tela de juicio las pretensiones de universalidad de los razonamientos éticos y aún más, quizá el analista ético se quede desprovisto de sus intuiciones morales como participante de una comunidad cultural y, en este sentido, tenga menos “razones” para ser bueno. Es decir, que el especialista en filosofía puede verse con más facilidad desarmado ante la vida moral, que el que ha recibido los mandamientos con la fe del carbonero. Con lo cual, un diálogo filosófico extremadamente intenso llegaría a ser contraproducente para la salud de la convivencia democrática, pues vendría a poner en duda lo que ya felizmente funciona de hecho. Como se ve, esta hornada no es más que una vuelta de tuerca de los reproches hegelianos, con los que empezábamos el capítulo, a la desmundanizada y desvitalizada filosofía de Kant.

3.- La argumentación. El estudio de la argumentación tiene suficiente antigüedad y dedicación como para

perderse en la prolijidad de sus bifurcaciones. Bien es cierto, que a partir de Descartes su estudio se relegó. Las razones son sencillas: "la argumentación se opone a la necesidad y la evidencia, pues no se delibera en los casos en los que la solución es necesaria ni se argumenta contra la evidencia. El campo de la argumentación es el de lo verosímil, lo plausible, lo probable"6. En su deseo de emular la ciencia, la filosofía desdeñó lo probable como lo no contrastable y en el siglo XX como lo no falsable. Pero la argumentación se impone como tema de nuevo en el momento en que los asuntos humanos se mueven en ese nivel, y para hablar de la res pública no hay otra que ejercitarse en ese arte antiguo que es la retórica. Ya Aristóteles había situado "las ciencias prácticas" tras las "ciencias teóricas", es decir, en un escalafón inferior dentro de la jerarquía del saber "ya que en este caso el saber no es ya un fin en sí mismo desde un punto de vista absoluto, sino subordinado, y por tanto, en cierto sentido, sometido a la actividad práctica. Estas ciencias prácticas consideran la conducta de los seres humanos así como el fin que con ella pretenden alcanzar"7.

El estudio del tipo de auditorio, de los efectos perlocucionarios, del punto de partida de la argumentación (las premisas, los lugares comunes), la forma del discurso, las técnicas argumentativas (reglas de analogía, de autoridad, etc.) no interesan tanto en este apartado, cuanto descubrir el punto fundamental de donde extraen su fuerza los argumentos, si de su contexto o de instancias (semi)trascendentales, y si es posible la argumentación en las diferentes esferas culturales. Además Habermas, situado en la línea de pensamiento kantiano, considerará justamente al revés la preeminencia del saber práctico, como el campo donde la razón ejerce su legislación sin complejos.

Cuando en la práctica comunicativa, teoriza Habermas, se produce un desacuerdo y no se puede seguir adelante recurriendo simplemente a las creencias compartidas se acude a la argumentación. Si pensamos en su través como una ganancia de racionalidad, la argumentación pasa a ocupar un lugar privilegiado dentro del cognitivismo ético.

En la vida cotidiana se observa continuamente como la gente convierte cualquier tema rápida en objeto de discusión: "tal equipo de fútbol jugó mejor que el otro", "este asesino merecería la pena de muerte", "esta actriz no tiene ningún estilo vistiendo", etc. Si por todo se

6 Perelman, CH y Olbrechts-Tyteca, L. (1989) Tratado de la argumentación. La nueva retórica. Gredos, Madrid. p. 30.

7 Reale, G. (1985) Introducción a Aristóteles. Herder, Barcelona. p. 87.

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discute, parece que implícitamente se está concediendo que la discusión juega un papel relevante en los mutuos convencimientos. A veces se atasca el proceso argumentativo con expresiones como “todo depende del color con que se mire”, y aunque ciertamente el mundo del feliz no coincide con el del infeliz, como aseguraba Wittgenstein, no por eso se reniega a ir ahondando en el diálogo infinito que es la historia. Los asuntos públicos ocupan esa esfera intermedia de dialéctica, de acuerdo con Aristóteles, entre la ciencia y la mera opinión. Y es que lo público nos atañe a todos y el disenso es especialmente gravoso.

Si los participantes en una discusión se valen de razones para defender su posición ("tal equipo jugó mejor que el otro porque mantuvo más tiempo el balón, tuvo más ocasiones de gol, etc.") o atacar la posición del contrario ("el otro equipo estuvo encerrado en su área, etc.), se introducen en una argumentación racional. Pero no basta con dar razones, sino que hay que dar buenas razones, y llegado el caso las mejores. Pues las razones irrelevantes no son signo de racionalidad, tampoco así las impertinentes. Habermas calibra la fortaleza de las razones por su capacidad de convencimiento. Como veremos más adelante, no estimamos acertado este criterio en exclusividad, pues lo decisivo de una razón no es su capacidad para generar acuerdo sino que se ponga a la altura de la complejidad de lo real8 y le haga justicia. La verdad no se reduce a la adecuación, sino a una mayor captación de la riqueza9. Jaspers distinguía entre:

- Richtigkeit. Es la corrección de lo dicho, su adecuación. - Wahrheit. Depende más de la riqueza de lo que se viene a decir.

Las ciencias positivas están más interesadas en la corrección de lo investigado y no tanto en la importancia de ese conocimiento. En este sentido una proposición correcta puede ser engañosa, en virtud de la racionalidad del diálogo, en el sentido de que eclipsa lo importante de un problema. La verdad sola no es suficiente, sino que su enunciación sea la oportuna en vistas a la solución del problema que la realidad nos está presentando. Y en la filosofía lo que se encaran son problemas. Para algunos, como para el primer Wittgenstein, problemas ficticios. Pero si no queremos caer en el mero diletantismo de la discusión, hemos de presuponer que la crítica y la polémica se ha de fundamentar en la racionalidad del lenguaje.

Habermas denomina desempeñar una pretensión de validez al hecho de pretender que un enunciado es válido intersubjetivamente, dicho de otro modo, que se dan las condiciones que lo hacen válido. Por ejemplo, el mostrar un estado de cosas hace verdadero al enunciado que lo describe y que se había puesto previamente en cuestión. Y para el desempeño de esta pretensión se disponen de diferentes medios, entre otros, las razones que se pueden aducir en un proceso de discusión. La actitud contraria se denomina recusar una pretensión de validez. Cuando las pretensiones de validez se han vuelto problemáticas, entonces pueden ser tematizadas (convertidas en tema) en una argumentación. Argumentar es sensu stricto conectar la verdad de unos enunciados con la de otros. En sentido amplio decimos que argumentamos cuando aportamos razones para llegar a un acuerdo sobre lo que se ha vuelto problemático. Lo importante es que ha de llegarse a un acuerdo racionalmente motivado. Es decir, tenemos que dejarnos llevar tan sólo por las razones. Si nuestro oponente nos hace cambiar de opinión a base de amenazas o bien en función de gratificaciones ulteriores, propiamente no podemos decir que nos ha convencido. Nos puede persuadir (überreden) a actuar en tal sentido, pero no convencer (überzeugen) en sentido propio. Al acuerdo al que se llega en tal caso, podría ser un acuerdo estratégico ("asiento a tu pretensión para evitar un despido o alcanzar un puesto más alto en la empresa"), mas no racionalmente motivado.

Antes bien, en el caso en el que nos decidamos a aducir razones, tenemos que presuponer, como decíamos en la introducción, su valor, esto es, su fuerza intervinculante o validez

8 Blanco, D. (2000) Filosofía Política. Síntesis, Madrid.

9 Habermas, J.(2002) Verdad y justificación. Trotta, Madrid.

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intersubjetiva. No son sólo razones que valgan para un sujeto individual, sino que son razones, precisa Habermas, que deberían contar con el asentimiento de un auditorio universal.

Existen dos maneras, expuestas teóricamente por Habermas, de valoras las razones: 1) Mantener una postura relativista, cuyo ejemplo paradigmático es la frase "cada uno

cuenta la feria según le va". Es decir, para un actor es una cosa, para otro, otra totalmente distinta. En esta situación sería mejor no abrir la boca, pues qué función habrían de cumplir las razones. Gorgias tendría razón, y el trasfondo referencial del lenguaje es iluso. No es más que una herramienta para despertar emociones y conducirlas. Esta postura, en su formulación básica ("todo es relativo") es autocontradictoria, pues pretende precisamente que ese enunciado no lo sea. Quizá esta prueba lógica tampoco convenza mucho al escéptico, a fuer de tal.

2) El otro extremo es la postura absolutista, es la que se parte de una verdad última e incuestionable. El absolutista se encuentra con el problema de no poder justificar sus primeros principios, pues de querer hacerlo, tendría que recurrir a otros, con lo cual, los anteriores no eran los primeros principios. El proceso se podría repetir indefinidamente, o bien pararse en un momento arbitrario, siendo el punto de partida en cualquier caso rigurosamente injustificable.

La problemática es compleja y la salida del dilema no ha sido unívoca en la historia del pensamiento. Si queremos comprender lo específico de la situación argumentativa sin caer en tales derroteros, hemos de intentar una definición compleja de tal situación. Habermas propone al menos tres perspectivas de la situación argumentativa que puedan hacer frente a esta complejidad: entender la argumentación como proceso, como producto y como procedimiento. Si saltamos por alto alguno de estos aspectos, caemos en las aporías anteriormente descritas.

En primer lugar, como expone Toulmin10, habría que distinguir situaciones en las que es pertinente exigir razones y luego cómo medir la fuerza de las mismas, puesto que su fuerza va a depender de la situación.

La racionalidad, empieza a desdoblarse en dos aspectos. 1. Se puede enjuiciar en qué medida uno es consecuente con la creencia

proclamada. 2. Se puede enjuiciar si tal creencia merece ser aceptada (como enunciado

verdadero, como norma justa, etc.) Se dan razones para explicar un hecho: “he vuelto antes porque comenzaba a llover”. La

forma de verificarlo es bien fácil. La razonabilidad de su actitud no dependía tanto del hecho de que la proposición “comenzaba a llover” sea verdadera, como de la relación que estableció entre su conducta (“volver antes”) y la causa (la lluvia). Una razón es poderosa en virtud de su relevancia y de su pertinencia. Si se volvió dejando a alguien moribundo simplemente porque amenazaba lluvia, hay un error de relevancia y su actitud es muy irracional. Si estaba jugando al ajedrez dentro de casa, la lluvia tampoco parece pertinente en este caso. Quizá encubría una razón oculta: se aburría jugando, etc.

El “hacia dónde” de una razón viene determinado por un contexto de argumentación. Toulmin admite contextos de argumentación teóricos y prácticos, pero no estéticos, a diferencia de Habermas, pues según él no tenemos razones para que algo nos guste. Bien es cierto que a veces es difícil distinguir a qué tipo de conducta pertenece una acción: una conducta puede explicarse por una intención de fondo (“siempre silbo esta melodía bajo su ventana”), por la estipulación de un ritual (“siempre nos saludamos así”), etc.

10

Toulmin, S. (2007) Los usos de la argumentación, Península, Barcelona.

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Santiago Martín Arnedo. Revista Lindaraja, nº 37 2014

© Revista Lindaraja. 3 de enero de 2014. Número 37. www.realidadyficcion.es

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¿Qué tienen en común todas la conductas de las que podemos esperar razones explicativas? A alguien se le exige respuestas cuando su conducta ha sido aprendida y no es meramente autónoma, en el sentido por ejemplo de un acto reflejo. Existen distintos tipos de razones y esta tipología depende del contexto de acción en el que nos situemos. Con ayuda de la investigación sociológica, podemos deslindar estos contextos de argumentación con la ayuda de campos de acción institucionalizados. Toulmin llega a distinguir funcionalmente cinco campos: derecho, moral, ciencia, dirección de empresas y crítica de arte. En la medida en que se desempeñan en tales situaciones las pretensiones de validez problemáticas a través de argumentos, tales instituciones son llamadas empresas racionales. Cada institución crea un campo de argumentación propio, y no podemos valorar adecuadamente un argumento si desconocemos la empresa a la que adscrito. La belleza de la forma no es un atenuante en un crimen juzgado, pero si un punto a favor en el proyecto de un arquitecto.

El punto decisivo es que la fuerza del argumento no reside sólo en sus características intrínsecas, sino que necesita el concurso del fin al que sirve. En otras palabras, tenemos que recurrir a un contexto empírico, históricamente dado, para evaluar la fuerza de una argumentación. Toulmin está convencido que la racionalidad en abstracto es un sinsentido. La racionalidad se ha ido forjando históricamente en las distintas empresas y no podemos a priori evaluar tal racionalidad. Tampoco podemos caer en el caso opuesto, de declarar sólo como racional lo que ya de antemano ya ha sido sancionado como tal, cayendo en la recursividad de Luhmann11 que declara como teoría sociológica aquello que remite a la teoría sociológica. Si, por otro lado, la fuerza de un argumento proviniera del grado de aceptación social que ha gozado, nos veríamos obligados a aceptar ciertamente razones muy irracionales, pues no parece que el consenso justifique una pretensión de validez.

Habermas acusa de relativista a Toulmin12 pues éste es incapaz de defender la imparcialidad más allá de un contexto históricamente dado. La imparcialidad comporta para Habermas un contexto contrafáctico: una situación ideal de habla en la que reine simetría entre los hablantes, en la que se llegue a un acuerdo racionalmente motivado, no dejarse coaccionar por otra fuerza que la que no provenga del mejor argumento. Aquí Habermas es de nuevo deudor en el optimismo antropológico ilustrado que atribuye a la razón un poder curativo. Luhmann critica la apelación a un auditorio universal, (las buenas razones que merezcan la aprobación potencial de todos los afectados) porque a todas luces sobrepasa la capacidad de la conciencia. Más que el consenso, lo operativo es la suposición de ese consenso, puesto que Luhmann ha fundamentado la comunicación sobre el concepto de expectativa, pues ésta determina más la acción que la realidad misma.

De ahí cree Habermas extraer la explicación de por qué las mejores razones han de ser convincentes. Hasta qué punto es posible elevarse a lo ideal es bien discutible, pero podríamos aceptar que las condiciones anteriormente descritas son deseables para garantizar una mayor racionalidad del discurso. Cada contexto argumentativo nos dice qué tipo de pretensión de validez estamos tematizando, pero éstas gozan de una vertiente universal, en el sentido de que pueden trascender estos contextos, a través de los cuales son reconocidas.

Uno entiende una razón cuando comprueba que para el agente existía una actitud favorable hacia un determinado tipo de acciones y mantenía la creencia de que su acción caía dentro del tipo de esas acciones. ¿Se puede comprender una razón en actitud de tercera persona? Habermas defiende la tesis dura de que para comprender una razón hay que pronunciarse sobre la validez de la misma. Es decir, sólo cuando sé por qué es válida una argumentación puedo en rigor comprenderla, pues las razones están hechas de tal materia

11

Luhmann (1984) p. 4. 12

Habermas (1981) p. 58.

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que no pueden ser descritas en tercera persona. De forma paralela, uno comprende una aserción lingüística cuando puede decidirse sobre su corrección. Alguien puede utilizar exitosamente un código lingüístico sin haber entendido nada, pero en rigor no lo ha “comprendido”. Searle ideó en este sentido el experimento mental de la "habitación china", que luego popularizó Penrose13. La manipulación exitosa de los símbolos no implica la "comprensión" del mensaje ni de por qué razones es correcto o incorrecto.

Esta implicación valorativa en el estudio de las razones lleva al estudioso social a evaluar inevitablemente las culturas que sean objeto de su estudio. No puede el antropólogo acercarse asépticamente a describir unas costumbres sin juzgarlas desde fuera, pues de mantener esta actitud, en realidad no estaría entendiendo nada, como el sujeto de experimentación de Searle. Y si es posible desde dentro evaluar la racionalidad implícita en una cultura, por las mismas razones se puede proponer una jerarquía de valores entre las diferentes culturales, idea que combatieron enérgicamente los relativistas y los culturalistas. Las culturas primitivas compartirían una imagen mítica del mundo, en la que los individuos se ven exonerados del peso de la interpretación personal de a situación, al estar la cosmovisión tan marcada y acríticamente aceptada, pero por la misma razón se ven imposibilitados de llegar a un acuerdo fundamentado racionalmente. La imagen lingüística del mundo que comparten queda reificada y pierde susceptibilidad de crítica. Nuestra tradición occidental posibilita, a mercede de ciertas características estructurales, una relación reflexiva con sus tradiciones. En occidente se ha diferenciado el mundo objetivo, subjetivo y normativo suficientemente como para poder justificar la verdad proposicional, la veracidad subjetiva y la rectitud normativa. Los procesos de aprendizaje se han institucionalizado socialmente, y han permitido que las acciones orientadas al éxito queden desconectadas parcialmente de la razón comunicativa. Esta situación nos adelanta en la evolución social, desde el punto de vista de la racionalización, respecto a otras culturas. Un peligro sin embargo consiste en pensar que esta imagen descentrada del mundo sirva para definir el ideal de una vida perfectamente racional.

4.- ¿Idoneidad de la discusión racional? En la respuesta hegeliana a la razón kantiana distanciada de la vida hunden pues sus

raíces los modernos debates sobre los comunitaristas y los liberales. Aquéllos retornan y quieren aferrarse, para salvaguardar su laboriosamente conseguida democracia, al conjunto de creencias y hábitos cívicos que más o menos irreflexivamente pervive entre los ciudadanos; que se ha ido fraguando en la historia y que supone cierta estabilidad y garantía para el régimen político vigente. (Vigente en su nación, pues la polémica se centra sobre todo en los Estados Unidos, con los consiguientes [posibles] abusos sociocentristas). Más que una preocupación por fundamentar ciertos valores en el orden racional, hay que mantener, proponen, el espíritu de diálogo, desde la tolerancia y el reconocimiento mutuo. Pero el diálogo se sabe y quiere saberse como particular: se trata de mantener los valores que han arraigado en la tradición occidental y a ellos les debemos nuestra fidelidad. Dejemos de pensar en principios supracomunitarios o universales, o en auditorios imaginarios. Contentémonos con charlar con los que a nuestro lado están, sin pretensión alguna de llegar a la verdad. Pues sabemos que de nuestro hablar siempre surge una manera de ver las cosas, entre otras, que nuestro hablar siempre está pensado para alguien particular. Contra la tradición ilustrada de cariz kantiano objetan su incapacidad para "promover un sentimiento de comunidad". Si el tejido social se disgrega (y cómo era posible la coordinación de la acción en sociedad, dada la doble contingencia en toda interrelación, constituyó e1 leit motiv en la obra de T. Parsons,

13

Penrose, R. (2006) La nueva mente del emperador, Debolsillo, Barcelona.

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como más adelante analizaremos), la única forma de evitar una anomia omnidestructiva sería recurrir a un estado tutor, una tiranía que atenta contra la razón v la libertad públicas. ¿Habría entonces que hacer primar los valores compartidos intuitivamente que cohesionan el grupo sobre la "soledad del juicio crítico"? ¿Primacía de la filosofía o de la democracia?

No parece que podamos, ni debamos, renunciar al ejercicio crítico de la razón, aun siendo cierto que éste (ejercicio) ha deteriorado muchas de las acertadas creencias intuitivas, que no irracionales, que disponemos sobre la moral, al querer reducirlas a una ulterior encuadernación conceptual en su omnímoda apetencia analítica; teniendo en cuenta también que, dados los resultados empíricos en la medición del nivel intelectual (Piaget), y moral (Kohlberg) de los adultos, es ilusorio pensar que todos podamos llegar al convencimiento y justificación de ciertas actitudes por vía racional. Y puede ocurrir y ocurre que por vía racional lleguemos a arruinar muchas de las fructuosas intuiciones y actitudes espontáneas que dan calidad a nuestra vida moral. Lo que está claro, y está demostrado por la psicología social, es que pueden darse conductas morales, altruistas verbigracia, en personas que no hayan llegado al nivel convencional, según la gradación de Kohlberg, al tiempo que el haber alcanzado un estadio superior no garantiza en absoluto la acción buena. Esto no es un argumento en contra del desarrollo moral, pues la relación entre la madurez del juicio moral y el actuar conforme a los principios morales es más consistente que en los otros casos, sino una llamada de atención sobre la complejidad del problema. Por eso Galston14 opta por una educación cívica en la que se inculquen los valores que garanticen la convivencia y la tolerancia, y así nos ahorraríamos el peligro de arruinar la riqueza de las intuiciones morales en personas que difícilmente podrían llegar al mismo sitio por vía de argumentación racional.

En la renuncia empero a la argumentación racional sobre la orientación que deben tomar los asuntos públicos, se presenta, ya desde otro paradigma, su versión más radical. Toda reflexión enderezada a hacerse cargo del rumbo social deviene ideológica, La sociedad moderna es acatémoslo, un sistema sin portavoz y sin un centro privilegiado desde el que informar y valorar. Todo lamento sobre la crisis de los valores culturales y de legitimación es inútil, como sería inútil quejarse de la existencia de la ley de la gravedad. Para la conservación de la sociedad bastan las leyes evolutivas, ellas cuidan de sí mismas. Dada la creciente complejidad del sistema, ya no puede darse un núcleo desde el que autoobservarse; sus energías, las del sistema, se agotan en reducir la complejidad del entorno. Estas son las conclusiones de Niklas Luhmann. Frente a él, Habermas reclama un foro en el que discutir los problemas que afectan a todos y desde el que ejercer la crítica. Un foro que se haga eco de la opinión de los especialistas, que esté traspasado por la leyes del discurso y enderezado al consenso, sin dejar fuera a ninguno de los (posibles) afectados, y que ensaye una visión de conjunto para hacerse cargo, desde una ética de la responsabilidad, de problemas que, por su generalidad y gravedad, requieren una atención urgente.

Para tomar decisiones al respecto, ya que los efectos del problema pueden repercutir a nivel mundial, éstas requieren una legitimación que merezca e1 asentimiento de todos los afectados. Esta situación, cada vez más frecuente en la era de la tecnología, la pasan los comunitaristas intolerablemente por alto.

Pero no parece que hayamos llegado al "mundo administrado" luhmanniano, en el que la acción social se halla exonerada de sus rendimientos interpretativos, hasta producir una desaforada o completa tecnificación del mundo de la vida. Y, en su teoría, todo lo que aparezca a la subjetividad como crisis dolorosas en las que ésta se juega su identidad, queda reinterpretado y reintegrado asépticamente como disfunciones sistémicas. Por eso no es de

14

Galston, W (1991) A Liberal Purposes: Goods, Virtues, and Diversity in the Liberal State. Cambrigde University Press, New York.

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extrañar que los primeros reproches que Habermas dirigiera contra Luhmann, como hemos visto, fueran del tipo de crítica ideológica: encubre bajo el disfraz de las leyes evolutivas de la supervivencia lo que en realidad podría manejarse responsablemente.

Pero este es el caso extremo paradigmático, el de Niklas Luhnann, en el que los hombres desaparecen como protagonistas, en un antihumanismo sociológico radical, y en su lugar aparece un juego anónimo de comunicaciones que nadie controla, ni posiblemente vislumbra, dada la creciente complejidad que impera en el entorno.

Contra esta posición, que venimos esbozado, no podremos sin embargo esgrimir un programa de educación democrática, como el propuesto por Amy Gutmann15: la "reproducción social consciente", si se toma en el sentido de una razón autosuficiente que modela y conforma el decurso de los acontecimientos. Pues dicha modelación implicaría la existencia de un self social más que problemático. Supondría por otro lado supervalorar la capacidad de conocer y de autodeterminarse en el hombre; e imponer unos esquemas, por muy racionales que se nos aparezcan, a la realidad para subsumirla y controlarla bajo éstos. Tal concepción encierra un potencial de peligro (y de delirio) extremo. Los intentos de dirigir la historia por creerse en posesión de la razón, sea la razón de la superioridad de la raza, del sistema político ideal, o cualesquiera otros absolutismos, han degenerado en la peor de las tiranías.

Pero por otra parte, no podemos, ni debemos, renunciar a nuestra razón, al ejercicio de nuestra razón en el intento de embridar nuestra vida. Con este fin, que el ciudadano se mueva y elija con un ejercicio no menguado de su razón, sí cobra plausibilidad la educación para la democracia. Y no podemos renunciar a ésta por rendir tributo a la tradición o a la moral social vigente, ni siquiera bajo la creencia de que ante la tecnificación del mundo de la vida, las disfunciones queden ya bajo la responsabilidad de los expertos, o de nadie.

Más arriba atribuíamos a los comunitaristas una buena disposición para el diálogo pero bajo pretensiones particularistas. El posible acuerdo al que lleguemos, dicen, está marcado por la doble contingencia temporal y local. Pero que seamos conscientes de su valor contingente no nos impide que convirtamos la creencia en una profunda guía de nuestra acción. ¿Es consistente la idea de que puede haber diálogo sin una aspiración a la verdad (extraindividual)? Cuando pensamos, decía Ortega, hay que distinguir el acto de pensar, percibir, etc. de lo pensado o percibido. A su vez, 1o pensado ha de distinguirse de la cosa en la realidad a la que se refiere. Existe la realidad de la cosa sobre la que pensamos, la realidad del acto por el cual pensamos y la irrealidad de las ideas, o aquello que pensarnos de las cosas. Es importante tener bien presente la distinción radical entre la idea y lo real16. Y lo que fundamenta y excita el diálogo es precisamente el reto que nos plantea la realidad, las cosas mismas.

La verdad remite siempre a la realidad. Nuestras ideas serán más ciertas o más erróneas según estén más cerca o más lejos de la realidad. Al tiempo que la realidad remite a la multitud de perspectivas, a la extracción y unilateralización que se actualiza en cada acto de percepción, de comprensión. Sin pluralismo no hay realidad.

El diálogo tiene que estar remitido a la idea de verdad, y por tanto a la realidad. Si su fin se agotara en el consenso de todos los implicados, como alguna vez explicitaran los éticos discursivos, y esta es una de las críticas más radicales contra el optimismo habermasiano respecto al diálogo, perderíamos el contacto con la realidad. Si el fin del diálogo se agotara en el consenso con los que viven en nuestra comunidad, perderíamos toda aspiración a la verdad. En ambos casos se imposibilita un genuino diálogo. Pues en el primer caso, si recluyésemos la

15

Gutmann, A. (1999) Democratic Education. Princeton University Press. 16

Blanco, D. (2000) Principios de filosofía política, Síntesis, Madrid.

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verdad en el consenso no habría posibilidad de distintas y enfrentadas perspectivas y por ende olvidaríamos intolerablemente que toda configuración lingüística de la realidad no es más que un pedazo de realidad contemplado desde un determinado punto de vista y con una determinada jerarquía de relieves. La realidad, mudable e inapresable, quedaría suplantada por una representación. En el segundo caso, sin la aspiración a la verdad, no se entiende el diálogo mismo. Desde dónde hablaríamos, para qué decir nada, si todo al fin y al cabo tendrá el mismo rango. Para discutir hay que disponer de un punto de partida, algo sólido desde lo que tomar impulso, pues sin la resistencia del agua, poco avanzaría el nadador, pues lo que se le opone es precisamente aquello en lo que se apoya para dejarlo atrás.

Por eso cuando hablamos, tendremos que pensar cuál es la posición más acertada, si es la del interlocutor o es la nuestra, en el caso de que estén enfrentadas, pues dos tesis contrapuestas no pueden ser al mismo tiempo ciertas, aunque si falsas. Y digo más acertada porque evidentemente nadie puede tener la verdad absoluta, y si se da el diálogo es precisamente para ganar verdad. En conclusión, el diálogo ni se agota en, ni su fin es, e1 consenso; sino la ganancia de verdad o contacto con la realidad,

Normalmente no ocurre así, como demuestran los estudios de Allport17. El individuo tiende a no estar en desacuerdo con los demás, pues el desacuerdo le produce inseguridad en sus juicios y si hacemos caso a Festinger18, convendremos en que existe una tendencia en el individuo a evaluar del modo más exacto posible sus aptitudes y a mantener opiniones lo más válidas posibles y que como garantía de la validez de sus juicios apela al consenso con los demás, o en el peor de los casos, el disenso lo percibe como señal de alarma de posibles equivocaciones. Cuanto más extremos sean sus juicios, más probabilidad existe de que se dé un desacuerdo, de tal suerte que cada parte del diálogo va moderando sus juicios hasta que convergen en un centro común, por muchas diferencias individuales que se den a la hora de encarar el conformismo. Y se va creando un campo medio, moderado, sin aristas, de opiniones que van delimitando el sentido común, que provee a un tiempo de un acervo cultural muy útil para el desenvolvimiento en sociedad y muy limitante para la irrupción del cambio o de la novedad.

Crutchfield19 ha demostrado con sus estudios que la tasa de conformismo que existe es siempre muy elevada, incluso para los casos en los que la opinión del grupo está muy alejada de la realidad. Y no sólo se deja uno convencer en cuestiones de valoración o preferencias, sino incluso en asertos referidos al mismo entorno físico. Pero éste (conformismo) se debe a una falta de implicación en lo que se trata, en tener poco respeto a la realidad; entendamos la realidad no en un sentido muy metafísico, tan sólo en el sentido intuitivo, como aquello de lo que se habla, como aquello que se opone a los deseos y a las iniciativas de uno, que con su resistencia demuestra su realidad más allá de todo idealismo. Por eso cuanto más comprometida se encuentra una persona con la posición en la que se halla, más difícil será que cambie de perspectiva a partir de la mera influencia del grupo, lo que no significa que no sea debidamente receptiva ante las opiniones contrarias.

Hemos repasado parcamente algunos de los tópicos que se plantean en el complejo debate en torno al papel de la reflexión filosófica en la actual sociedad. Hemos visto que lo que ganaba Hegel en motivación, lo perdía en universalidad, al contrario que el pensador de Königsberg, que rozaba la pura universalidad, mas poco arraigada en el pedazo de tierra que

17

Allport, G. W. (1985) La personalidad: su configuración y su desarrollo. Herder, Barcelona. 18

Festinger, L. (1992) Los métodos de investigación en las ciencias sociales. Paidós Ibérica, Barcelona. 19

Crutchfield, R. (1948) Theory and Problems of Social Psychology. McGraw-Hill, New York.

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nos toca pisar. También comprobamos la dificultad de pronunciarse sobre el límite del diálogo, hasta dónde debe llegar el discurso racional en la orientación de la vida social. Se propuso desde una automoción racional hasta una pura pervivencia inconsciente. Si pudimos empero comprobar la importancia del diálogo en cuanto instrumento para ganar realidad y cómo éste no podía renunciar a la idea de verdad, ni enderezarse exclusivamente al consenso. Es en él por lo que podemos tomar cada vez más conciencia de lo complejo y de lo multilateral que se muestra en cada problema, y cómo en su arrostramiento hay que tentarse constantemente. Y sin embargo, si se cierran las puertas a todos los errores (Kant) se dejará fuera a la verdad.

Para analizar las posiciones esbozadas más arriba hay que descender hasta los presupuestos ontológicos más básicos, pues en este nivel las diferencias se dibujan con más nitidez y alcance. Para ello vamos a analizar las concepciones de la acción social, tomada como elemento mínimo, según la tradición sociológica, del plexo de la vida social.