Hace Cuarenta Anos - Maria Van Rysselberghe

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Hace cuarenta años

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Annotation

Estamos a finales del siglo XIX, en una playa delMar del Norte donde nacerá una pasión absoluta ysingular entre Émile y Maria. Será esta quien noscuente, cuarenta años después, cómo fue aquelbreve y fascinante amor hecho a medias deexaltación y de sumisión. Lo fugaz y lo eterno, asícomo lo imposible pues ambos están casados,marcan esta poderosa historia que nos recuerda enocasiones a Stendhal y a Flaubert y que se anticipaa las novelas de Marguerite Duras o a laspelículas de Ingmar Bergman. Pocas veces se ha dicho tanto y tan bien sobre elamor arrebatado y sobre su engarce en la realidad,aunque sea esta una realidad de escritores ypintores bohemios al margen de «loconvencional»... y en el límite de lo onírico, comoen algunas grandes obras de William Shakespeare

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MARIA VAN RYSSELBERGHE HACE CUARENTA AÑOS Traducción de Regina López Muñoz Epílogo de Natalia Zarco

Primera edición en español: septiembre de 2012 Título original: Il y a quarante ans © Éditions Gallimard, 1936 © de la traducción, Regina López Muñoz, 2012 © del epílogo, Natalia Zarco, 2012 © Errata naturae editores, 2012 C/ Río Uruguay, 7, bajo C 28018 Madrid ISBN: 978-84-15217-31-2 Depósito legal: m-24935-2012 Código BIC: FA

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Diseño de colección: Julián Rodríguez y JuanLuis López Espada para Inmedia (Cáceres) Maquetación: Natalia Moreno www.erratanaturae.com

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NOTA DE LOSEDITORES La casa de la duna... ¿Un lugar junto al mar paracerrarse al mundo o para abrirse a él? El espaciodonde se desarrolla esta historia de amor, libros yfidelidades (más que infidelidades, y el lectorpronto sabrá por qué) es un no-lugar en el que nosgustaría vivir algún tiempo. Una casa-concha, unacasa-refugio, una casa— cuerpo. La casa de laduna es el espacio delimitado por los puntoscardinales de los afectos y de los deseos. Algomás que una cabaña, pero menos que un palacio.Una casa de vacaciones donde cualquiera puedeimaginarse, y sobre la que cualquiera puedeimaginar: sí, esa casa es fundamental en estahistoria. Todos los personajes de Hace cuarenta añosson reales, es decir, viven hoy en el papel perovivieron un día sobre esa playa del Mar del Norte:los días, las jornadas que pasaron allí han quedado

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convertidas en este texto tan lleno decontradicciones como de riquezas. Aquí, ante él,nuestras convenciones, nuestras ideas,preconcebidas o no, quedan en suspenso antes odespués. Leemos y, a la vez, nos leemos. María, laprotagonista y narradora, es mucho más que esajoven burguesa vestida de blanco, con un granpañuelo de color calabaza al cuello, que apareceleyendo —siempre leyendo— en los cuadros de suesposo, el dulce pintor belga Théo vanRysselberghe, quien se hizo famoso precisamentepor algunas de las obras que pintó en su viaje aEspaña con el asturiano —y belga también durantediez años— Darío de Regoyos. Hay algo en los cuadros de este artistaimpresionista, puntillista, modernista... hay algo ensus cuadros que evoca el mundo de Hace cuarentaaños. Pero el «realismo» de María vanRysselberghe es, si se nos permite, muy distintodel simbolismo al que se liga la obra de su esposoy al que en ocasiones se la ha ligado a ella. No essiglo XIX, sino ya muy siglo XX. No se trata deese «flujo de conciencia» muy particular, que

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inunda esta novela verídica, sino de un realismoque no elude la sugestión y, digámoslo así, la auto-consciencia, es decir, esa mirada «desde dentro yhacia dentro, hacia el yo en peligro» de la que mástarde nos hablaría Carson McCullers. Mana van Rysselberghe nació en 1866 y murióen 1959. Su hija Elisabeth mantuvo una relacióncon André Gide, de la que nacería una niña. Fue elpropio Gide quien animó a Maria a escribir lospocos, e insuperables, textos suyos que hoyconocemos, y que irán viendo la luz en Erratanaturae. Bruselas y París son las dos ciudades,muy María van Rysselberghe ambas, de esta mujerque siempre se entregó, sirvió incluso, a los demáspara olvidarse, en cierto modo, de sí misma.«Hecha de otros», por decirlo con esas palabras alo Rodenbach de su amado Émile Verhaeren, elHubert de esta historia —otro amigo de Regoyos ycon el que llevaría a cabo el insustituible libro LaEspaña negra—. También es muy Maria el balneario de Knokke,donde los Van Rysselberghe tendrían finalmente sucasa de descanso y largos kilómetros de playa

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silenciosa. El hermano arquitecto de Théo lesconstruiría al fin una casa muy hermosa en Saint-Clair, con un estudio a la altura de un pintor que yaera famoso, y adorado casi, en vida, pero Maria seinstaló en París, en la rue Vanneau, en unapartamento vecino al de su amigo Gide. A pesarde ello, usó el Saint-Clair de la casa familiarcomo seudónimo para dar a conocer algunosfragmentos de Hace cuarenta años en laprestigiosa revista NRF, entre 1934 y 1935. Ya en 1936 aparecería el texto completo enGallimard, editorial que en 1968 lo reeditaría, aúnbajo el mismo seudónimo y con prefacio deBéatrix Beck, junto a otras dos piezas breves:Strophes pour un rossignol y Galerie privée. Es interesante destacar cuánto hay de esta miradainterior de Maria, es decir, cómo se la anticipa, enlos poemas «conyugales» de Verhaeren (los de Lashoras claras, Las horas de la tarde y Las horasvespertinas), escritos teóricamente comohomenaje a la vida en común con su esposa, lapintora Marthe Massin —que también aparece enHace cuarenta años—, pero donde muchos han

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querido ver, leer, otra destinataria. O unadestinataria doble al menos. La prosa de Maria van Rysselberghe la conocíanya los lectores españoles en la «voz» de latristemente desaparecida Esther Benítez, quetradujo Los cuadernos de la «Petite Dame» paraAlianza Editorial hace años. Se trataba de su únicaobra publicada en español hasta la fecha. El lector,la lectora, de este viejo-nuevo texto que ahora vela luz en nuestra lengua por primera vez va a tenerla suerte de hacerlo tras el extraordinario trabajode otra mujer, de otra traductora; en este caso de lajoven Regina López, que ha sabido, con tantaexactitud como flexibilidad, encontrar un «molde»equivalente, esto es, una lengua casi íntima,propia, y femenina, a la altura de lo quedemandaba un original tan ambicioso comointenso, y tan lleno de peligros para el traductorpor esa misma intensidad, que, con seguridad,fascinará a todos los lectores tanto como anosotros mismos, que hemos puesto todo nuestroempeño en una obra capital de aquello que lacrítica suele llamar «autoficción», un ¿género? —

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una novela en primera persona aquí, una novelaautobiográfica— que alcanzó en este Hacecuarenta años una de sus cotas de referencia. Lo demás, todo lo que podríamos añadir, está yaen las extraordinarias páginas que siguen.

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HACE CUARENTAAÑOS Me gustaría que el recuerdo de mi felicidadperdurara más allá del tiempo. ANDRÉ GIDE, Les Cahiers d'André Walter Es a ti a quien debo evocar en primer lugar,casita de la duna. Todos tus sonidos han quedadodentro de mí como el del mar en las caracolas; tuescalera de madera gemía bajo los pasos másligeros, el viento marino hacía temblar todos tusaparejos, el molino de enfrente daba vueltas concrujidos de carruaje y, en las noches de luna, susaspas rayaban tu blancura con amplias sombrasque oscilaban. Te confundo a ti, frágil refugiovibrante como una criatura sobresaltada, conmigomisma: somos el melancólico espacio de esta

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historia, la historia de un breve instante, de unacorde cuya resonancia se ha prolongado a lolargo de toda una vida. NO ME DECÍA A MI MISMA que lo amaba: élera, sencillamente, lo principal. Aparte de él,ocupaban mi vida un amor muy alegre y la ternurade una hija. Mi existencia transcurría plena yplacentera, sin frivolidad: el arte al que servíanquienes me rodeaban era un dios difícil. Sinembargo, sin aquella criatura a la vez desfiguraday resplandeciente el mundo habría carecido designificado; soloen él percibía lo irreductible queme corresponde. Él encarnaba la sensateznecesaria, mi centro de gravedad. Lo llamaréHubert. Aunque no dominaba mis pensamientos, reinabadesde un punto estratégico: ese del que nacen losmandatos más profundos. No le pedía sino queexistiera. También le exigía secretamente, creo,que no se llevara a engaño conmigo; que adivinaraesa parte de mí reservada y en retaguardia que yoapenas presentía y que acentuaba todo lo demás.

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Su insistente mirada y su manera de estrechar lamano, siempre esmerada, me anunciaban que habíaen él una lucidez en la que yo podía hallar aliento. Se había cruzado en mi camino antes queAntoine, de quien era íntimo amigo, aunque yo loconocí de veras a través del propio Antoine.Hubert le daba a Antoine coherencia y rigor,formaba en él un núcleo duro, ese centro deresistencia que mi vida necesitaba. Cuando me enteré de que Hubert estaba unido auna mujer experimenté un profundo desasosiego,que interpreté simplemente como el temor a quealgo abriera una grieta en él, aquel bloque, aquellatorre en mi horizonte. Pero no: la mujer que supoprevalecer sobre su independencia era digna de laentrega absoluta y fogosa que el amor debía deprovocar en él. Me complacía que ella fuera tandiferente a mí, que perteneciera a otro ámbito. Lallamaré Agnès. De aquello hacía tres años. Yo había aceptadodel todo la circunstancia, que por otra parte ennada había afectado a la familiaridad de nuestrotrato. Incluso había olvidado ya la contrariedad

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que me había provocado cuando, por una de esasinexplicables bondades del destino, una serie deeventualidades (un viaje de Antoine a Inglaterra yla necesidad de Hubert de pasar una temporadajunto al mar a pesar de que Agnès no podríaacompañarlo) lo condujo a la casa de la dunadonde yo ya me encontraba con mi pequeña Irène,su tata y una vieja criada de mi madre. Allívivimos los dos, durante un mes, solos. Cuando la puerta se hubo cerrado, me cuidé deexperimentar la sensación de un milagro.Caminaba de puntillas, como si todo pudieraderrumbarse al más mínimo contacto. Me sentíacomo si me embarcara en un gran bajel. ¿De verashabíamos levado anclas? Yo me afanaba en existir lo menos posible,rechazando mis propios pensamientos. Velaba porel buen orden, por que todo facilitara su trabajo. En su habitación coloqué la mejor lámpara. Yome había acomodado en la mesa grande de la salade estar. No esperaba nada. En mí solohabía celo ysilencio. Nada más llegar estuvo mirando los volúmenes

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que yo había dispuesto en la estantería:Baudelaire, Heinrich Heine, los últimos versos deLaforgue, la correspondencia de Flaubert y una desus propias obras, Las teas fúnebres, creorecordar. «Muy bien», dijo. La primera noche entró con su lámpara, la dejósobre la mesa, apagó la mía y se sentó frente a mí.Fue algo tan breve, tan claro, que me turbó comouna señal. Pero él, simplemente, propuso: «Vamosa practicar alemán: usted leerá y yo trataré detraducir. Venga a sentarse a mi lado». La timidezme habría parecido inmodestia, de modo quecoloqué mi silla junto a la suya, y él pasó su brazopor debajo del mío, que sostenía el libro.Traducía, sobre todo, siguiendo su intuición,deteniéndose para hacer numerosos comentarios;lo pasábamos muy bien hasta que bruscamentecerró el libro: «Suficiente por hoy. Leamos». Con extender el brazo detrás de sí agarraba loslibros. Los puso todos sobre la mesa, y ordenó:«Usted leerá prosa, yo poemas». Flaubert y Laforgue eran para mí parcelasprivadas: Flaubert, tan descreído e impulsivo,

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despertaba mi más apasionada simpatía; haciaLaforgue sentía un cariño tierno y profundo. Losversos de Hubert me gustaban únicamente porquelo reconocía en ellos, con sus excesos y suseveridad. Para él, en cambio, era Baudelaire elviejo conocido. Abría Las flores del mal de formaautoritaria, como al introducir una llave en sucerradura. «Escuche», me ordenaba, y su manonerviosa, desplegada como un ala, alargaba yhacía planear los versos. Toda mi sensibilidadquedaba prendada de su voz. Éramos como dosinstrumentos afinados de repente. Por la mañana se ocupaba de su correspondenciasentado frente a mí. Escribíamos a los dosausentes; ese paralelismo le divertía. Una de lasprimeras mañanas, me dijo: «Le estoy escribiendoque es usted una amiga incomparable». Se loagradecí con una sonrisa, y pensé que nada mejorque aquella franqueza para establecer lasdistancias. Tras el almuerzo me decía: «Salgamos». Yo loseguía, siempre sorprendida y colmada por aquelplural despótico. Caminábamos hacia el mar, con

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el viento de cara. Me tomaba del brazo: «Asílucharemos mejor». El viento parecía su elementonatural: sus azotes lo entusiasmaban, los recibíacomo una caricia, y yo me sentía partícipe deaquella embriaguez. A última hora de la mañana y de la tarde seaislaba para trabajar; el resto del tiempo lovivíamos juntos, aproximándonos cada vez más. Aambos nos gustaba la rutina, que creaba a nuestroalrededor los sutiles lazos de una forma de vida;lo que esta implicaba de conocimiento mutuo,lejos de parecemos monótono, se nos antojabacomo lo mejor... e inagotable. El apuro no se colaba entre nosotros merced a suautoritaria turbulencia y a los golpes directos de susalvaje sinceridad. Nuestra alianza se estrechaba yconcretaba, haciéndome experimentar una suertede admiración que al mismo tiempo yo juzgabainconsecuente. En mi opinión, su firmezamenospreciaba la prudencia y rechazaba laslimitaciones. Me refugiaba en una pasividad quequedaba disfrazada, y de algún modo favorecida,por el alegre placer que él tan libremente

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manifestaba y que ocupaba todo nuestro espacio. Los días se fueron sucediendo, maravillosamenteiguales; y todos rematados por las mismas veladas.¡Con qué emoción las esperaba yo! Se acomodaba con una magnífica impaciencia.Me rodeaba con su brazo y mi cabeza quedabajusto en el hueco de su hombro; a veces, apoyabasu mano ahí durante un instante. Una suavepenumbra reinaba a la altura de nuestros rostros.Solo nuestras manos alrededor de un libro, unramo de flores y los dibujos de la alfombra seimpregnaban de la pura claridad. Diríase que los poemas que él leía y releía loseligiera, los prefiriera, en función de una exclusivanecesidad del momento. ¡Qué sutiles y ardientesmedios para transmitir una actividad interior queha hallado forma, que ha deseado el eco queproducen! Acabábamos por conocer todos lossecretos y recovecos de los poemas. Más que laesencia de las palabras, lo que me conmovía erasu sonoridad. Y cuando su voz declamaba: Los cornos, los cornos, los cornos se han ido con el viento del norte

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me embargaba la languidez. Mi inquieta memoriaadivinaba todas sus entonaciones; y cuando fluíanlas palabras parecía que me oprimieran elcorazón. Él sabía lo que me haría palidecer; aunhoy diría que una ligera presión de su mano me loanticipaba. Empezaba a angustiarme al leer lacorrespondencia de Flaubert, pues habíamosllegado a las cartas de amor y la atmósfera quedesprenden me extenuaba. Yo leía, casi dememoria: El río se muestra blanco bajo la luna,negro en la sombra; las mariposas revoloteanalrededor de mis velas y por las ventanasabiertas se cuela el aroma de la noche. Y tú,¿duermes? El silencio y la dulzura que transmitíanlas palabras me colmaban de cálidos impulsos.Perdí mi timbre de voz, y él me pidió: «Déjemeseguir a mí». Leyó: Habría querido pasar por tu vida comoun fresco riachuelo que refrescara sus agitadasriberas, y no como un torrente que la devora.Aquella actitud tan solícita me asfixiaba como sien ella hubiera oído anticipadamente la voz del

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destino. Hallaba en Flaubert la fogosidad deHubert, tan bien domeñada, y la implacablefranqueza que permitía y suscitaba aquella tiernareciprocidad. Pero, en fin, la realidad no secorrespondía con mi desconcierto, y yo no dabamuestras de flaqueza. En torno al mediodía íbamos al mar, siguiendoun camino recto; de repente descubríamos aquelpaisaje de arena y agua envuelto en un cieloinmenso. Hablábamos poco; expresábamos laalegría a través de nuestro andar, que coincidía deforma espontánea. Siempre volvíamos cruzando las dunas. Más alláde las ondulaciones aterciopeladas y desnudascrecía una hierba corta en la que una pobreprimavera hacía florecer algunas plantas. Por lanoche, mientras la casa se entregaba al sueño,nosotros dábamos vueltas alrededor del pueblosiguiendo tortuosos caminos cubiertos de arena:íbamos a comprar cerillas o tabaco. Cuandollegábamos al pie de la escalera —la casa estabaencaramada en una loma a la que se accedía porunos peldaños hechos de bastos maderos—,

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Hubert se detenía un instante. Le gustaba mucho elmolino grande que volvía más pequeña y másíntima la casa donde nos aguardaba la claridad. En una ocasión prendió bruscamente entre lassombras nocturnas una cerilla a la altura denuestros ojos. ¡Qué cautivadora era su mirada!Poseía la particularidad de que la ternura leagrandaba los ojos, en lugar de fruncírselos. Dijocon parsimonia: La noche se espesaba igual que un tabique y ambos continuamos: Y entre tinieblas mis ojos adivinaban tus pupilas Yo atribuía todos sus gestos a una libertadsuprema que nada espera a cambio, pero al mismotiempo nacía en mí un vértigo sin misterio. Sentíacomo una explosión interna que proyectara todoalrededor con un ruido tal que ensordecía laconciencia; era una unión absoluta que franqueabatodos los límites personales. Me mantenía en unequilibrio precario. ¿De dónde sacaría fuerzaspara resistir, dónde hallaría la astucia que mepermitiría aguantar? Lo que aguardaba aún estabanaciendo. ¡Ay! Cuánto podría haber durado el

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encanto... UNA AMIGA QUE SE DIRIGÍA a Zelanda mehabía escrito avisando que vendría a visitarme, yme rogaba que le encontrara alojamiento. Sullegada estaba prevista para ese mismo día, pocoantes de la cena. Leer aquella carta en voz alta seme antojó más fácil que anunciar una noticia queme parecía un desastre. Ante su silencio hostil nome atreví a formular ningún comentario, y salí parareservar un cuarto en la posada. Al volver lo divisé desde lejos dando vueltasalrededor de la casa con las manos detrás de laespalda. El almuerzo fue sombrío, nuestro júbilosufría una fisura. Se empeñaba en mirar por lasventanas. Dijo, como sin pretenderlo: «Esta nocheya no estaremos solos». Su observación me dejóestupefacta, y trastornada por el hecho de que sehubiera atrevido a hacerla. Fui a buscar a mi amiga a la estación. Pasamospor la posada y llegamos a mi casa a la hora desentarnos a la mesa. Ella anunció inmediatamenteque deseaba retirarse nada más terminar de cenar,

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a causa del cansancio, y que vendría al díasiguiente para desayunar con nosotros, puesto quese marcharía ya durante la mañana. La acompañamos al pueblo y la dejamos junto asu puerta. ¡Con qué prisa impetuosa me arrastró! «Fíjese»,murmuró, «cómo tenemos miedo por nada». ¡Y qué bien se estaba entre las cuatro paredesque nos esperaban! Con qué sosiego respiraba lavida allí: el círculo amarillo que la lámparaproyectaba sobre el techo temblaba, las flores sehabían abierto con el calor y se oía el crepitar delas brasas en el hogar. Era como recuperarlo todotras una larga ausencia. Dispuso los libros con cierto nerviosismo, comosi fuera a abrirlos todos a la vez. En cada uno delos poemas que elegía, yo creía adivinar unagasajo. Nunca antes había leído con semejantesagacidad; hubiérase dicho que se ahogaba unpoco. Abrió el tomo de Flaubert, y poco después leí:Olvídame si puedes, arráncate el alma con ambasmanos y pisotéala para borrar la huella que he

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dejado. Mi voz se quebró. Entonces, puso el dedosobre el texto y dijo con suavidad: «No es aFlaubert a quien amas, es a mí». Me quedé helada.¿Por qué no habría de constatar lo que yo sentía?¡Era algo tan propio de él! Lo mejor era no alzar lamirada; tal vez no sucediera nada. No reparé enaquel tuteo hasta mucho después. Acaban de dar las once. Es el momento en que,siempre, cierra los libros. Esta vez, propone:«¿Seguimos un poco más? ¿Qué podemos leer?».Me gustaba especialmente la manera en quedeclamaba: Te doy estos versos para que si mi nombre atraca felizmente en épocas lejanas y hace soñar una noche a las mentes humanas, navío favorecido por un gran aquilón... Entraba en este poema como en un templo, consolemnidad. ¡Y con qué aliento recitaba el últimoverso! Se ha levantado. Mientras sofoca el fuego conmanos torpes, yo salgo a asegurar un postigo quegolpetea. Cierro con llave la puerta de entrada. Élda cuerda al reloj. La cadena chirriante me enerva,

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y espero con crispación el ruido sordo de loscontrapesos que acaban chocando contra la caja.¿Qué hacemos parados, vacilantes? ¿Acaso nohemos terminado ya con los gestos habituales? Élse decide por fin a agarrar, como cada noche, lagruesa base de la lámpara con ambas manos. Leabro la puerta de la sala y la de su habitación, queestá justo al lado. Entro tras él para cerrar laventana que ha quedado abierta; súbitamente, elviento provoca un portazo, y la llama de lalámpara tiembla por un instante. Cierro la ventana mientras él deja la lámparasobre la cómoda. ¿Le tenderé la mano como decostumbre, enfrentándome a su mirada firme ytierna? No, lo evito, experimento una repentinasensación de vacío. Trastabillo; aún mantengo lavoluntad de alcanzar el picaporte alargando lamano, pero me veo obligada a apoyarme en el piede la cama. He aquí el instante sagrado delabandono irreparable. Me oigo a mí misma decir:«Tengo el corazón tan lleno que apenas consigosoportarlo». Me toma por los hombros; depuntillas, apoya en mí todo su peso y noto sus

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músculos temblar. Dice, con la voz mudada: «Yyo, ¿crees acaso que yo no te amo?». Ha abierto los brazos y me desplomo contra supecho. ¡Ignoraba que los corazones pudieran sertan fragorosos! Sucede lo inverosímil. Se rompentodas las barreras. Me invade una terrible dulzura,y sé que nunca nada será tan intenso. —Quisiera morir —le digo. —Sí —responde él—, eso es lo que ocurre. Me levanta la cabeza con manos temblorosas.Con el semblante demudado, sus labios tensos aduras penas consiguen articular: —A pesar de todo, también amas a Antoine,¿verdad? —Sí, sí, pero contigo es distinto. Mi amor por Antoine se me antoja de repentecomo algo acotado que se puede aislar, mientrasque este carece de dimensiones y brota deprofundidades ignotas. Se aleja: «Yo a Agnès laquiero con locura, ¿sabes? ¡Pero a ti...!». Y,acercándose de nuevo, me pasa suavemente lamano sobre los ojos. A continuación, añade conrudeza: «Ven». Él agarra la lámpara y yo abro

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despacio las dos puertas. Me he dejado caer en una silla, con la cabezaapoyada en la mesa y los brazos extendidos,anonadada. Se ha sentado frente a mí, y me aprietalos puños por encima de la mesa. Y dice porprimera vez aquello que con tanta frecuenciarepetirá más adelante: «Mírame». De algún modome siento protegida por su hermosa miradadesnuda, de un inefable atractivo. Me invade laconfusión y agacho de nuevo la cabeza. «¡Sigue!»,exclama, «no te evadas». De pronto se halevantado y camina por la estancia. Le oigo decir:«Lo que sucede es deleznable». A continuación,ignora lo anterior con un gesto y añade: «Hoy, no.Ven a sentarte aquí», al tiempo que acerca unabutaca baja a la vera del fuego, pero yo le muestronuestras dos sillas. Tengo la impresión de que enese preciso momento entenderé en qué punto nosencontramos y qué umbral hemos traspasado. Enese lugar donde con tanto empeño me mantuvefirme, me abandono al gran corazón que se meofrece. ¡Ay, asfixiante y discreto ardor que todo loteme! Sus dedos delicados dibujan los contornos

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de mi rostro: se dulcifican a la altura de los ojos ytímidamente rozan mis labios; tengo la sensaciónde que me reconstruyen. Me llama «dulce mía» y todos los pliegues de sucara enfatizan y abrazan esas palabras, reiterando:«Dulce... ¡Tan dulce!». Yo soloacierto apronunciar su nombre. Merced a esas palabrasrepetidas nos hallamos desesperada ypeligrosamente agarrados como al borde de unabismo. La necesidad de hablar nos libera yahuyenta la confusión. Llegados a este punto nos dedicamos a alumbrarcon obstinación las avenidas que hemosatravesado, las que conducen a nuestros corazones,descubriendo así los matices de cada una de lasetapas hacia esta radiante evidencia que nos hacedesfallecer. La lámpara se consume; fuera, la noche parecehaber perdido parte de sus sombras. Dan lascuatro; a lo lejos canta el gallo. Con una sonrisaforzada dice: «La traición... No. Tratemos desepararnos». Ha prendido mi vela, ha abierto lapuerta y me ha acompañado hasta la escalera, que

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subo a trompicones. Se despide de mí poniéndoseambas manos sobre los labios en un ademán tanapasionado e imperioso que me separo de él. Mi rostro se refleja en el espejo, iluminadodesde abajo por la luz que he dejado sobre lamesa. Me fascina mi imagen: estoy extrañamentehermosa esta noche; un ardor desconocido meinunda la mirada. Me acuesto enseguida, evitando movermedemasiado por miedo a perder todo lo que aúnconservo de él. Heme aquí, inmóvil, tumbada en lacama como una estatua funeraria; y de este modo,rebosante de felicidad, me gana el sueño. Cuando desperté me hallaba como en el centrode una luz brillante. Seguidamente recuperé lamemoria, y me asaltó un miedo atroz: ¿y si ya noencontraba al mismo de ayer? Me arreglé a todaprisa, pero cuando ya estaba lista la angustia meretuvo y no conseguí decidirme a bajar. De pronto oí su voz en respuesta a la de la amigaque esperábamos. Sentí una suerte de alivio. Hiceun esfuerzo para unirme a ellos y dediqué todasmis atenciones a mi amiga, fingiendo que a él ya lo

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había visto. Me resultó de todo punto imposiblelevantar los ojos hasta la altura de su cara, desuerte que en el tiempo que duró la comida sololemiré las manos. Mi amiga se levantó y tomó la partitura de Losmaestros cantores de Núremberg que había vistosobre el piano. Al abrir el libreto por la página delhimno de Hans Sachs, en el último acto, afirmó:«No se me ocurre nada más conmovedor que elmomento en que Hans Sachs se quita la gorra ysaluda al pueblo». Afinó y entonó el largo cantocon voz penetrante. El súbito arranque de lamelodía pareció alzar nuestros párpados, y desdela primera nota nos miramos fijamente. ¡Quécegadora certeza, qué incendiaria llamada! Jamáshabía visto traslucir el alma a través de unosrasgos de manera semejante. Se levantó y meatrajo hacia sí, detrás de la cantante. Me zumbabanlos oídos, sentía como si flotara sobre una lejanaregión inaccesible a las palabras. Sin embargo,debía recomponerme. Salí so pretexto de dar unasinstrucciones, y cuando volví ambos seencontraban ya en la puerta: mi amiga debía

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marcharse. Tuvimos que acompañarla y esperar aque partiera su tren. En el momento en que este sealejaba por fin, vimos cómo llegaba otro tren queiba en dirección opuesta. «Marchémonos nosotrostambién», dijo Hubert, «vayamos a comer a algúnsitio, no quiero volver a la casa». Y así,desconcertados y exaltados por la fresquísimafelicidad que nos embargaba, nos dejamos llevarpor el tren. ¿Somos nosotros quienes ocupamos el decoradoblanco y dorado del amplio comedor vacío que daal mar, un poco desorientados en esta fastuosidadglacial? El órgano ilustre ha enmudecido dentro denosotros, pero nuestros movimientos están dotadosde un cierto brío soberano. La embriaguez que nosdomina no tiene donde aferrarse. La atmósfera dellugar le impacienta enseguida: «Volvamos a pie,por la costa». La marea está baja; la playa, desierta. ¡Ay,hermosa extensión, con qué fuerza penetras ennuestros corazones! Necesitamos tu desnudainmensidad para que nuestra alegría respire libre.Me ofrece su brazo, y me estrecha con tal fuerza

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contra él que nuestros pies chocan al caminar. Letiemblan los dedos en la palma de mi mano:«Pequeño espacio, tierno y desnudo», dicemientras la besa como si toda su pasión serefugiara en ese único gesto. Con la mano que tiene libre describe un amplioarabesco con el que parece acariciar la forma delas nubes, la línea sinuosa de las dunas y el nácarde las aguas. Pero este gran universo no es sino unacompañamiento; el canto lo llevamos dentro denosotros, nace de ese fecundo acorde del quenunca nos saciamos, que nunca se apagará y queseguimos descubriendo. La primera velada es triunfante: nos inunda lafelicidad. Despierto del febril letargo en que mehallaba sumergida desde la víspera. Ignoraba quetuviera tantas cosas que decir. Las palabras quearrojamos al fuego, además de avivar la llama,comienzan a alumbrarnos. «Mira», me decía, «yo soy un apasionado de lafidelidad. Pocas cosas me conmueven tanto en unapersona. Y esa pasión también la encuentro en ella.Quería, quiero, ser completamente fiel... ¿Me

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comprendes? Y, sin embargo, no te amo en contrade mi voluntad, sino con mi enteroconsentimiento». Sentía cómo aquella franqueza conmovida ydifícil, que yo recibía como un regalo, me hacíacrecer y me ligaba más a él. —Cuando decidí venir aquí —me decía—,porque tuve mis dudas, entrevi como en unrelámpago lo que ahora sucede. ¡Y con qué firmezarechacé la idea! Me sentía tan seguro de mímismo... ¡Y ya ves! No podemos prever lo que elotro puede ofrecernos... ¡Ay! ¡La tentación! Eso lojustificaría todo... ¿Acaso podía yo saber la formaque el amor tomaría en ti, y que tendrías esos ojostan tiernos y acerados a la vez, pequeño corazónintenso? —Pues yo había presentido el acorde que le dasa mi vida. Eres como la confirmación de todo loque anhelaba sin atreverme a esperarlo. Y meparece muy natural no ser suficiente para ti, quetanto me colmas. Además, me gusta que te agradesa ti mismo (porque te agradas...). También megusta que sepas tan bien quién eres. —Y mis

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manos se atrevían a tocar su rostro, ese rostrodesfigurado donde permanecía intacto el candor. —La modestia no es inconsciencia. Apuntar altoes lo que nos vuelve modestos. Porque yo, en elfondo, soy modesto; incluso tímido. —Y añadía,tras callar un momento—: Tiene gracia lo pocoque te pareces a la idea que yo tenía de la mujer.Ella, sí. ¡Ay! ¡Si te hubiera conocido antes habríasalterado todo! Te correspondes exactamente conmi emoción —le gustaba mucho esta palabra—; ya nada te sometes. ¿Cómo conseguíamos separarnos? Solo él loproponía, aunque por la mañana yo ya no vacilabaen bajar. Acudía enseguida en cuanto lo oía, puesél siempre llegaba antes al comedor. ¡Quérecibimiento! Se quedaba junto a la puerta,esperándome; me tomaba por los hombros y memantenía a cierta distancia para mirarme largorato, cara a cara. Era como si su mirada mereconociera y me descubriera al mismo tiempo.Pronunciaba mi nombre con una cálida dulzura queme calaba hasta la médula. Yo no decía nada.Conforme se iba aproximando, notaba un batir de

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alas en el pecho que me ahogaba. A veces seacercaba a mí tapándome la cara con las manos ycerrando los ojos. Yo también los cerraba, peroera siempre la primera en abrirlos para ver eltemblor del amor bajo su rostro sellado. Nuestra vida había perdido su hermoso orden.Hubert sufría arrebatos repentinos y violentos:«Vamos, salgamos a pasear al aire fresco de lamañana. Me siento como si acabara de nacer».Caminaba con los brazos abiertos y los dedos muyseparados, el pelo claro revuelto; y cuando sevolvía hacia mí ofreciéndome las manos, mequemaba como una llama. O bien, de repente,ordenaba: «Ven, vamos a mirarnos en el espejo».Y ambos mirábamos nuestros rostros muy juntos yalumbrados por la misma felicidad. Decía quenunca debíamos olvidar aquello. A veces me pedíala toquilla o el pañuelo, pero enseguida secorregía: «No, ¿qué haría yo con eso? No tengoningún lugar secreto. Para nosotros todo debequedar aquí». Con el dedo índice muy estiradotocaba su corazón y el mío, luego su frente y lamía, y afirmaba: «Hay que pensar lo que uno

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ama». Algunas noches, en medio de una lectura, selevantaba: «Ven, ven —siempre me llamaba demanera imperiosa, irresistible—. Ven, salgamos ala noche». Tiraba de mí, me arrebujaba en suabrigo. Caminábamos deprisa, tropezando con loshoyos y las piedras. A menudo hacíamos unaparada en el pequeño cementerio que olía a boj y amanzanilla, y volvíamos por caminos flanqueadosde viejos sauces que de noche adoptaban formasextrañas. Pero siempre preferíamos el mar y su llanura dearena: arena húmeda, elástica bajo nuestros pies,en la cual su bastón trazaba mi nombre. Doradaarena que pisábamos sin dejar huellas, y sobre lacual nuestras sombras fundidas se volvíanlivianas. Materia viva y mullida, menos severa quela tierra. Cuando caminábamos, en silencio, solíadetenerse en seco para volverse hacia mí yestrecharme el brazo: semejante dulzura medesbordaba de tal modo que notaba cómo elcorazón se me dilataba dolorosamente, formandounas ondas que tardaban en atenuarse. Cuando nos

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cansábamos de andar atravesábamos el primerrepliegue de la duna. Había allí algunasdepresiones que habíamos tomado para nosotros,profundas y vastas como alcobas. A menudo lasbuscábamos durante largo rato antes de dar conellas. Los momentos que allí pasábamos erancambiantes como el mar: unas veces llenos derisas y frescura; otras, turbios e incómodos. Él medecía entonces: «Vete, siéntate lejos de mí». Y así,mudos y abrumados, dejábamos de maneramecánica que la arena se escurriera entre nuestrosdedos, provocándoles un desgaste abrasador. Le gustaba calentar entre sus manos mis pieshelados por el oleaje. Y tus pies se dormían enmis manos fraternales, recitaba mientras losabrazaba. Conforme se ponía el sol, colmando de azul lossurcos de la arena, volvíamos a casa por loscaminos de tierra firme en los que la vida nosparecía más real, más insalvable. Pero eseinstante, despojado de todo lo accesorio, era tanhermoso que nada daba motivo a las sombras. ¿Qué más puedo decir de aquella breve

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temporada? Hubo instantes tan luminosos que nadaconseguiría empañar su esplendor. Cada día mepedía que cantara alguna vieja canción; la de JeanRenaud le conmovía más que ninguna otra, ytambién una canción inglesa muy antigua. Un día enque la estaba cantando, sentada al piano y vueltahacia él, me alarmó la expresión de su rostro: eracomo si de repente se hubiera cubierto de cenizas.Tan visible era su desamparo que apoyé mi mejillaen sus manos. —¡Ay! —exclamó—. ¡Ya no podré volver adecirle «Tú eres la única, nadie más que tú»! —Claro que sí —repuse yo—. Tienes que seguirdiciéndoselo. —¡Qué agradecido te estaré, cuando se lo diga,de que me permitas hacerlo! Y de repente se puso a mis pies, enajenado defervor. Yo le besaba los ojos y le alisaba lasfacciones hasta que estas se transformaron entierna embriaguez. Y esa vez fui yo quien dijo:«Ven, salgamos». Ni una sola nube había en elinmenso azul del cielo. Una tibia brisa lelevantaba los largos bigotes rubios como la

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melena de un adolescente, y desnudaba susimprecisos labios, en los que se descubría sudebilidad. Nunca podía mirarlos durante muchotiempo. Estaba como ensordecido y se apoyaba enmí. Permanecimos en silencio tanto rato que noconseguíamos encontrar palabras lo bastantecristalinas como para expresarnos. Me cubrió lacabeza con las manos y, alejándose de mí sinmoverlas, dijo: «¡Mira qué bien conservan laforma de tu cabecita!». Cuando nos acercábamos ala casa, añadió: «Tú eres el secreto que hay enmedio de mi vida; permíteme que te sea fiel». Todo lo que mirábamos juntos, hasta el cieloestrellado, me parecía más grande, más preñadode significación. Una vez me dijo: «Elijamos unaestrella, y cuando estemos separados labuscaremos a la misma hora». Pero acto seguidoañadió: «No, no, eso no; eso lo hacía también conAgnès». Bajo la luz nocturna parecíamos penetrar en unaregión interior más rica. Todo un mundo nacíaentonces, bajo la lámpara, un mundo con caminosinsospechados y escalas nuevas. ¡Ay, qué

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agradable respirar allí! A veces hablábamos con elúnico propósito de no aletargarnos; pero noéramos ningunos ingenuos, y al menor silencio nosdesbordaba como una gran ola el ardor, que nosdejaba jadeantes. «Ya ves, ahora los libros somos nosotros»,afirmaba él apartándolos con un gesto exagerado,como si nuestra ternura los hubiese dejado atrás yfueran ya un estorbo. Pero se recomponíaenseguida, pues era consciente de que los librosgarantizaban nuestra cordura: «Mejor no seringratos: incorporémoslos a nuestra alegría».Entonces los tratábamos con menos respeto,saltando de un poema a otro, buscando un verso,una palabra que nos sirviera de ofrenda. ¿Cómoelegir entre mis recuerdos? Era de veras a mí aquien leía, con trémulo vuelo, la «Invitación alviaje». Y los suaves recodos de la poesía daban unencanto conmovedor a aquella máscara trágica queparecía hecha para declamar: Mi corazón, como un tambor destemplado, va marcando marchas fúnebres. La descarnada verdad de las cartas de Flaubert

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nos calaba hasta los huesos; y cuando me leía,mientras me estrechaba contra él, Te habré amadomucho antes de dejar de quererte, me lo decía amí también, con una angustia infinita; la misma conque lo escuchaba yo. Nuestras miradas eranterriblemente lúcidas; pero de nuevo nosexaltábamos de manera imperiosa, pues al saberlosin quimeras veíamos nuestro amor de forma másclara y urgente. ¡Qué bien sabía yo, ay, que sus fuerzas noflaqueaban tanto como las mías! No habría sido locorrecto, y creo que me habría sorprendido; sinembargo, en aquel vertiginoso acuerdo quemanteníamos juntos, en aquel descubrimiento de lafelicidad, en aquella persistencia de lamaravillada consciencia, yo sentía que éramos dosmitades idénticas. ME CRUCÉ CON ÉL DE CAMINO a la oficinade correos, adonde acababa de llegarle untelegrama. La irritación le había paralizado elsemblante. Me dijo: «Viene a pasar dos díasconmigo. Llega esta noche... Me siento confundido

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por recibir la noticia de esta manera: lo que medesconcierta es que haya sido de improviso. Meadelantaré y la recibiré a medio camino». Yo,enseguida, pensé: «Abriré todas las ventanas». Cuando se hubo marchado —y a pesar de lasnumerosas tareas que me reclamaban— me quedéallí sentada, inmóvil, rememorando estampasmentalmente. Me sentía perdida en medio de algodesmedido ya consumado. Sabía que después deponer orden dentro de mí debía recuperar mi lugar;pero me gustaba aquel caos, aquella opulencia, ysonreía sin querer. Debían llegar para la caída de la tarde, peromucho antes oí de repente sus voces al pie de lacolina y me entró el pánico. No estaba preparada,me sentía desamparada y sin control sobre mímisma. Las voces se aproximaban, la puerta iba aabrirse... Atenazada por una suerte de miedo, miprimer movimiento fue huir al pasillo. La puerta dela escalera a la bodega estaba abierta de par enpar, y hacia allí me precipité. Oí cómo mellamaban alegremente. Tenía que contestar. Gritécualquier cosa: «Ya voy... Me ha parecido oír un

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ruido en la bodega...». Me había apoyado contra lapared, al final de la escalera. El corazón me latíaen la garganta. Por fin subí, y me cegó la luz. Creoque di muchas explicaciones inútiles. Habíaperdido el sentido de la realidad. Tuve lasensación, no obstante, de que todo transcurría connormalidad. En tanto que Agnès se acomodaba en lahabitación de Hubert, él se me acercó y me dijocon una sonrisa temblorosa: «He tenido muchomiedo. ¡Cuidado! —Y, con su mirada más dulce,continuó—: Cuando he visto de nuevo la línea delas dunas me he dicho: la gota que colma elvaso...». ¡Qué poderosa es la obligación de ser quien seespera que seas! No conseguía evitar pensar queacaso la actitud de Agnès estuviera tan lejos de laverdad como la nuestra... ¿Qué cubrían sussilencios? ¿Qué observaba su mirada atenta yextrañada? Estoy segura de que no me quitaba ojode encima. Por excesivo deseo de sinceridad o de libertad,Hubert cometió una torpeza: ¡se le ocurrió, ya

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desde la primera noche, querer retomar nuestrosejercicios de traducción! La resistencia que opuseyo fue sin duda aún más torpe. De este modo transcurrieron dos días. El tercero,el día en que ella partía, Hubert decidió que laacompañaría hasta la ciudad más cercana, por laque pasaba la línea principal. Antes de marcharse,me dijo que volvería a pie, por la playa.Comprendí que anhelaba verme ir a su encuentro. ¡Qué impulso festivo me llevaba hacia él, ligeray transportada por una fiebre de certezas! Unalluvia tenue humedecía la atmósfera: la arena, lasnubes, el agua: todo se fundía reverberando unadelicada grisura; el aire estaba detenido, y lamarea se retiraba deslizándose como seda. Desde muy lejos reconocí su silueta en el lugaren que el cielo bajo tocaba la tierra; la celeridadde su paso lo inclinaba hacia delante y hacíaondear su abrigo. No tardó en hacerme señas. Saberse esperada: ¡qué auténtico deleite! Resultadeslumbrante avanzar de ese modo hacia lafelicidad, verla crecer, tomar forma, recobrar lapropia conciencia con un entusiasmo que adivinas

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similar al suyo. La urgencia me dolía; mis pasos,mi sangre, todo se aceleraba; y para cuando caí ensus brazos esa tensión descontrolada estaba en sucénit. Vibraba sobre su pecho como un pajarillo enuna mano. «He sabido enseguida», me decía, «queese puntito negro al fondo del horizonte eras tú;sentía tu impaciencia brincando en mi pecho... ¡Yaquí estás! ¡Aquí estás!». ¡Qué corriente de vidame asaltaba bajo su radiante mirada! Aquelretorno sonó como una fanfarria. MI HERMANO ME ESCRIBIÓ que vendría avisitarnos, pues estaba de paso por la zona. La naturaleza de Hippolyte era de todo puntodiferente a la de Hubert y Antoine: estrictamentevinculado a la tierra, soloconocía el progreso en lainteligencia; pero el principesco derroche quehacía de sí mismo y de todas las cosas gustaba aHubert, quien lo recibió de manera calurosa yatenta. Él era, precisamente, la persona que no habríadebido venir. O tal vez quien debía venir. Durante horas, Hippolyte nos puso al tanto de la

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circunstancia que alteraba su vida por aquelentonces: estaba en pleitos de divorcio poradulterio, y el motivo de su viaje era reunirpruebas y testimonios que alimentarían el proceso. Hablaba de manera precisa y pintoresca:nosotros lo escuchábamos sin hastiarnos. Muydistanciado ya de su esposa, consideraba eldivorcio más bien como una liberación. No seapreciaba en él aflicción alguna, sino más bien unaherida en su amor propio, la sofocante vejación dehaber sido engañado por un amigo, y la voluntadde salir victorioso de aquel brete. Mi hermano estaba tan absorto en sus asuntosque ni siquiera se dio cuenta del silencioincómodo con que recibíamos sus palabras; serecreaba en sus sospechas y sus lamentos sinahorrarnos ni un penoso detalle, ni un solosarcasmo; se estaba desahogando. Lastrivialidades de aquella aventura banal, todas lasbajezas propias de ese tipo de indagaciones nossalpicaban con su vileza. Nuestra historia, bruscamente confrontada conaquella otra —con la que compartía a fin de

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cuentas apariencias e incluso escenario—,quedaba expuesta bajo una luz brutal, indiscreta,ofensiva, que nos torturaba y nos devolvía sinmiramientos a la realidad. El rostro tenso de Hubert me llenaba los ojos delágrimas; nuestras miradas se evitaban. Asíestuvimos largo rato. Por fin, acompañamos a mi hermano al tren.Luego, en silencio, nos alejamos rápidamente enuna dirección que nunca antes habíamos tomado. Me sentía desconcertada, y comprendí laexpresión «la gracia se retira». Toda misensibilidad se refugiaba en mi mano, que élmantenía apretada con fuerza contra la suya. Nosdetuvimos en una senda bordeada por chopostemblones. Hubert se había apoyado en el talud,con los brazos caídos y el gesto ausente: —Lo que acabamos de oír me ha extenuado...Dime algo. —Solo he visto tu sufrimiento, ¿cómo pensar ennada más? Sé que no puedo luchar contra lo queme empuja hacia ti. —Sí, uno no puede luchar contra su corazón,

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pero tenemos pleno poder sobre nuestros actos.Ven, vayamos a espacio abierto. Ganamos los prados conquistados por la arena,donde no había camino. Empezaba a caer la noche. —Tengo tanto amor reservado para ella —continuó—, que me atrevo a asumir lo que le estoyhaciendo. Pero lo que le hago a Antoine es tanatroz... Él es más joven que yo, más confiado... ¡Leresultas tan necesaria para su trabajo y su alegría!Es atroz y me llena de vergüenza. Y además, es misemejante. Sí, sí. Él también es artista. Un artistanato. Un pintor de los de verdad. Necesita una pazabsoluta. Lo que estamos haciendo es miserable, yme siento totalmente responsable. Estaría bien quetratáramos de comportarnos, lejos de ellos, comosi estuvieran aquí... No cambiaría nada de lo quepalpita dentro de nosotros. ¿Estás de acuerdo? Megustaría que accedieras. Lo oía perfectamente, pero mi mente era incapazde considerar lo que me decía. Me sentía, degolpe, hundida entre sombras: notaba como si sehubiese alterado la circulación de mi sangre. De repente, muy cerca de donde nos

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encontrábamos (aunque parecían salidos de mipropio corazón) brotaron unos chillidos de unaindecible angustia. Hubert, tan desconcertadocomo yo, decía: «Pero, ¿de dónde vienen? ¿Quées?». Mientras, los gritos aumentaban, agudos yacuciantes. Divisé, no muy lejos, un matojo másalto y espeso que los demás que parecía moverse.Fui corriendo. Era un hurón, con una pataenganchada en una trampa, que trataba en vano deliberarse. Nos afanábamos en abrir el resorte,inclinados ambos sobre el animal que intentabamordernos, pero nuestra presencia lo atemorizaba.Tras un esfuerzo desesperado, logró zafarse y huyóabandonando entre los dientes de la trampa unjirón de piel ensangrentada. Yo temblaba tanto que cuando quise enderezarmecaí de rodillas. Hubert se agachó para levantarme.A continuación, como si él también hubierallegado al límite de sus fuerzas, me ofreció susbrazos. Le dije que no con la cabeza (¡ay, cómo fuicapaz!) y caminé yo sola, tambaleándome.Percibía en él, casi de manera tangible, los gestosque no hacía y las palabras que no decía. La noche

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había caído casi por completo; la duna no era másque una masa violeta, el viento comenzó a soplar yme estremecí. En silencio, se quitó la chaqueta yme la puso suavemente sobre los hombros. Al penetrar en la atmósfera familiar de la casame deshice en lágrimas. No podría decir quellorara: un manantial inagotable me brotaba de losojos, como el desahogo de un dolor. Notaba aHubert pendiente de mí, desgarrado. Susimpulsivas manos, que él retenía, me dedicabandetalles conmovedores: me apartaba un bucle,agarraba mi pañuelo para enjugarme las lágrimas.Incluso me quitó una pestaña de la mejilla y,puerilmente, la metió en un sobre que acontinuación dobló y redobló e introdujo en sucarpeta de papel secante. Me llamó por mi nombrecon una inflexión tan suplicante que me avergoncéde mis indiscretos llantos. Le dije: —No estoy triste, porque estás aquí, como antes.Pero siento dolor. Hagamos algo. —Juguemos al juego de abrir los libros, al azar,para ver lo que nos dicen —propuso él. Abrió el libro de Flaubert y leyó: Tu imagen

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siempre llega como una ligera niebla (ese vapormatinal que baila y asciende, luminoso, aéreo,rosáceo) entre mis ojos y las líneas que estosrecorren. Como respuesta obtuvo una sonrisa porla manera en que dijo: «Es cierto lo que dice aquí.Es justamente así». Acto seguido tomó aBaudelaire. Solo pude distinguir este verso en lapágina abierta, y se lo señalé con el dedo: ¡La primavera adorable ha perdido su fragancia! Volvieron a brotar las lágrimas. Él caminaba porla sala con aspecto desesperado. Se sentó denuevo junto a mí y exclamó con una súbita energía:«¡Ah! Dejemos que la belleza venga asocorrernos». Entonces, acariciándome la cabeza,leyó con todo su sentimiento: Sé buena, Pena mía, y quédate más tranquila. Pedías la noche: ya llega, hela aquí. Leyó el soneto hasta el final: Y, cual largo sudario que se arrastra haciaOriente, oye, querida, oye la dulce noche pasar. Se había levantado. «No hay nada más hermosoque estos últimos versos —afirmó—. No

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borremos su huella... Lo que sale de nosotros aestas horas solopuede herirnos». Me fui, incapaz de dominarme. Recuerdo haberllorado durante toda la noche. Al día siguiente, ante mi rostro descompuesto,me dijo: «Marchémonos hasta la noche, no nosquedemos encerrados entre estos muros que tanbien nos conocen. Un paisaje querido nos calmará.Ven, ¡nos queda tan poco tiempo...!». ¡Un largo día entero, y aquella extensa playadesierta! ¡Oh, bondadosa monotonía de las horas yel espacio! Experimentaba ese vacío interior que sucede alas lágrimas, pero también la férrea voluntad demostrarme fuerte. El tiempo era el más apropiadopara espolear mi valor. El aire tenía algo deenaltecedor: el viento y el sol parecían disputarseel mar; las olas transparentes se fruncían en unaespuma brillante y rompían despacio con unsonido explosivo. El excedente de amor que mehenchía luchaba por alegrarse. Y cuánto mimoponía a su voz para decirme: «¡Me gustas tantoasí!».

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Las palabras conseguían tejer entre nosotros unpoco de firmeza. Y, hacia el mediodía, tras unacomida que tomamos en una posada de la frontera,hallamos varias veces en nuestras risas lafranqueza de ser nosotros mismos que a él tantoilusionaba y que le hacía decir: «Sí, ¿ves, dulcemía? Así, ¡libremente...!». Al final de la jornada hicimos una larga paradaen la cumbre de la duna más alta. Hablaba sinmirarme, como si lo hiciera consigo mismo: «Megustan tus ojos y tu carácter. Te sitúo por delantede Agnès; pero en el fondo es imposible... Túentiendes más cosas; y, además, consiguesdominarte; y, además, eres tan diligente... Y nuncanada te parece suficiente... Y, además, ¿acaso sabeuno lo que ama de las personas?». Por el lado de tierra firme, al pie de la duna,descubrimos una choza resguardada bajo unenorme saúco cuyo olor llegaba hasta nosotros.«¡Ah!», exclamó, «¡poder llevarte allí, y que nofuera una vileza!». De repente me abordó con unarrebato tan vivo que ambos nos quedamostemblorosos. Decía: «No debemos atenuar lo que

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estamos sacrificando. Debemos llegar hasta elfinal de nuestros pesares. Y a veces pensaremos ennuestra choza, esa de ahí, que te regalo, y a la queno habremos querido ir; porque si somos comosomos es porque así lo queremos». Yo callaba. Y,ante mi escrupuloso silencio, sonrió. Caminábamos aprisa, agarrados de la mano.Tratábamos de seguir la cresta de la duna, allídonde el paisaje parecía doble: a un lado, losúltimos visos del crepúsculo sobre el mar; al otro,la tierra, y sobre ella la luna en un cielo verdino. Él hablaba, intercalando largos silencios. «Nosacercamos a momentos difíciles, llenos detrampas... ¿Dónde está la cobardía: en marcharse,en quedarse...? ¡Marcharme sería una gran torpeza!Ya la siento preocupada... También pienso en ti,pobre mía; no creas que no llego al fondo de lascosas... Yo siempre tendré el arte... Más adelante,porque de momento ¡estoy tan lejos de él!». De camino al pueblo nos cruzamos con una niñaque acarreaba un cuévano cargado de temblorosasgramíneas que llevaba al pueblo de al lado.«Dámelo todo», le pidió mientras le ponía en la

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mano el dinero que llevaba encima. Apenas silográbamos cargar con ellas. «¿Ves —me dijo—qué torpe y excesivo soy? Las pondremos portodas partes, en recuerdo de este día: jamás habíaconocido tentación tan fuerte». ANTOINE VOLVIÓ DE LONDRES en el mismomomento en que Agnès quedó libre para unirse anosotros. Así fue como vivimos los cuatro entre tus muros,casita de la duna. Gracias a Antoine conseguimos mantener elprecario equilibrio que habíamos logradoalcanzar. Su ágil fuerza, su espléndida armonía ysu joven exuberancia nunca antes me habíanparecido tan seductoras. Poseía la elegancia delagrado, y el presente lo estimulaba por completo.¡Qué donaire, qué desenvoltura le conferían lainocencia y aquella perfecta confianza! En supresencia, los demás parecíamos deformados porla inquietud. Su alegre despreocupación enternecíaa Hubert y calmaba a Agnès. En cuanto a mí, nosentía hacia él ningún malestar: nuestro trato

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pertenecía a otro registro. Su torrente de ternura noconocía la insistencia. Yo ya había comprobadoque la búsqueda interior y la introspección ledisgustaban: vivía sin intimidad con lasprofundidades de su ser. Agnès, por su parte, se mostraba visiblementeconfusa, presa de una angustia instintiva, sin queja,y que ella debía de sentir como una irreverencia.Yo notaba con claridad su desasosiego, mas —segura de que mi carga era mayor— noexperimentaba ni un ápice de compasión. A suactitud no le faltaba grandeza: el semblante ariscola embellecía, su espontaneidad era irresistible; nosolono sentía celos de ella, sino que comprendía laclase de amor que inspiraba en Hubert. Por lodemás, ¿acaso no lo amaba ella tanto como yo? Raras veces Hubert y yo estábamos solos, ynunca de forma segura; nuestros escasosencuentros siempre transcurrían asfixiados por laprisa, por el peso de nuestros corazones. El augurio de cómo sería la jornada lo marcabanuestro apretón de manos matinal. Casi siempreera, por mi parte, esquivo y rápido, a pesar de que

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lo anhelaba desde que despertaba; trataba depresentirlo, de imaginar lo que en él pondría de mímisma. Pero casi nunca conseguía dominar aquellasuma tumultuosa que se alzaba cuando estaba anteél. Cuando lo lograba, hallaba una granrecompensa en la trémula aprobación que recibíapor respuesta. Solo me sentía de veras en conexióncon él cuando superaba mis propios límites. Ni siquiera el temor de verme claudicar ante laemoción provocaba que atenuara su solicitud. Encuanto nos quedábamos solos, me decía:«Mírame». Ante esta llamada, yo sentía cómo sedebilitaba mi escudo, y le dedicaba una miradarápida y tierna. Pero él se obstinaba: «No, así no.Estoy aquí por completo». Entonces me transmitíasu fuerza y me trasladaba hasta aquel sólido fervorque le florecía en la mirada. «Ahora sí», reponía,victorioso, «solo así nos reencontramos». La calidez espiritual a la que me teníaacostumbrada, para la que parecía estar hecha yque me revelaba mi más profunda vocación,despertaba en mí una necesidad devastadora. Trasvarios días de privación, yo ya no era —a mi

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pesar— sino un apasionado mar de dudas; ycuando me daba cuenta de mi rostro tenso, meentregaba a una impertinente alegría en la cual larisa quedaba muy próxima al sollozo; en esosmomentos, a menudo él se iba de la sala. A veces hacía esfuerzos prodigiosos paraevadirme de aquella región nueva en la que él meobligaba a vivir; mi sufrimiento era tal que parecíaestar enferma. Antoine me decía con ingenuidad: «¡Cuándiferente puedes llegar a ser! Te dibujaría de diezmaneras distintas en un solo día». Ese candor medevolvía a él con un tierno arrebato, en el que yono reconocía ninguna hipocresía. Entre la biblioteca y el piano había un espacioangosto ocupado por una silla de tijera; ese era mirefugio. Cuando me sentaba allí, Hubert sentía quedebía rescatarme; y siempre encontraba el modo,aunque solofuera ofreciéndome un simplecigarrillo. Fue él quien me enseñó a fumar. Prendíauna cerilla y me ofrecía la menuda llama con undulce esmero lleno de alusiones; nuestras manos, aveces, temblaban tanto que debíamos hacer dos

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intentos. Murmuraba: «Eres muy exigente, ¡inclusocuando no pides nada!». Yo empezaba a apreciar con temor el lastre depreocupación que él arrastraba, y cómo este leimpedía trabajar. Con amargura, exclamaba: «¡Ah!¡Lo que uno sueña...! ¡Y la realidad!». Una mañana vi desde mi ventana a Agnèscargando con su caballete hacia la duna y, por laventana de enfrente, lo vi a él mirando el paisaje,de espaldas a la casa. Su actitud, la forma quetenía de pasarse la mano por la frente... Todoindicaba su desconcierto. Me dirigí hacia él. Mesintió llegar. Cuando estuve justo detrás de él, medijo sin darse la vuelta: «Estoy abatido... Acabode mentirle por primera vez. —Y, como yocallaba, añadió—: Me estaba ordenando lospapeles, como suele hacer; ha descubierto al fondode la carpeta donde guardo el papel secante aquelsobre doblado, ya sabes cuál... Lo ha abierto concuidado y me ha preguntado con voz trémula: "Esuna pestaña de la pequeña Iréne, ¿verdad?". A loque yo he contestado: "Sí...". ¿Qué instinto leimpide entonces ver la realidad?... ¡Ah! ¡Si

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pudiera contárselo todo...! ¡Si pudiéramoscontárselo todo a los dos...! Pero sembraríamosdemasiado dolor a cambio de nuestro alivio». Esemismo día, al cruzarnos por el angosto pasillo, meabrazó en un violento arranque. Desde hacía algún tiempo, unos extranjerosamigos nuestros pasaban temporadas en el puebloy, por la noche, venían a vernos a casa. En mediode la animación general, sobre todo a la mesa, memiraba a veces con todo su empeño, como siestuviéramos solos. Llevaba la temeridad hasta elpunto de decirme en voz alta: «Me gusta ver cómose ruboriza usted». Parecía ceder a la tentación dejugar con fuego, o de poner a prueba nuestraresistencia. Era necesario todo el entusiasmo de Antoinepara ayudar a Agnès a ocultar su malestar. Hubertme decía, abatido: «Ella no halla más paz que tú.Algunos días es como una tempestad: su ánimomerodea salvajemente a mi alrededor; siento cómose tambalea su confianza. Pero no se atreve adudar. Eso también es hermoso...». El tiempo que Agnès y Hubert debían pasar con

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nosotros llegaba ya a su fin. Aquel año, en la pequeña ciudad de F..., junto ala costa, tendría lugar una famosa procesión de laPasión que solosalía cada siete años, y nosotroshabíamos planeado ir, todos juntos, con nuestrosamigos. Nuestra intención era partir al alba, la víspera dela procesión, para hacer una parte del trayecto apie junto al mar. Nosotros volveríamos nada másacabada la ceremonia, mientras que Hubert yAgnès pondrían rumbo a su casa desde allí. Fue entonces cuando, merced a una increíbleconjunción de circunstancias imprevistas, todosaquellos proyectos se vieron alterados. Unos días antes de la excursión, a Antoine se leocurrió llevar a sus amigos a Holanda. Novolvieron hasta la víspera del día acordado paranuestra partida, y llegaron tan saturados deoriginalidad, tan impacientes por ponerse atrabajar, que —de común acuerdo— decidieronrenunciar al espectáculo de la procesión. Esemismo día, además, Agnès tuvo que acostarse,azotada por una de esas migrañas que sufría y que

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la mantenían en cama durante varios días; nopodría acompañarnos. Solo quedábamos Hubert yyo. Antoine se dirigió a nosotros: «Espero queesto no os impida ir a vosotros dos». Me levantéatropelladamente para no tener que contestar. Melatía el corazón. Sentía titubear a Hubert, quien, alfin, respondió: «Por supuesto que no». LA CASA DORMÍA AÚN, a la mañanasiguiente, cuando bajé; Hubert no tardó en unirse amí. Desayunamos apresuradamente un poco de pany leche fría. Mucho antes de la hora del tren yaestábamos fuera. El día se anunciaba caluroso ysereno; el frescor matinal acariciaba nuestrosrostros. Mientras cerraba la puerta, afirmó: «Nodebíamos rehusar la audacia del azar». Postergábamos el momento de abandonarnos anuestra suerte; el temor a un contratiempoimprevisto pesaba sobre nosotros. Me resultabaintolerable quedarme a solas con él; tenía la puerilsensación de que si nos separábamos correríamosmenos peligro de atraer la mala fortuna, y entré enla posada so pretexto de ver a una amiga; nos

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encontraríamos a la hora de la partida. El pitido de nuestro tren causó en mí el efecto deseparar el mundo en dos. Hubert tenía unaindefinible y pobre sonrisa: lo notaba preso en latrampa de su conciencia, y mi alegría quedabacomo en suspenso. Su cara se recompusodespacio. Cuando nos apeamos, comprendí por lamanera en que me tomó la mano que habíarecuperado el dominio sobre su corazón. Atravesamos deprisa la ciudad, y cuandohubimos llegado a la playa, lejos de la gente,divisó una barca embarrancada que ofrecía susombra, y dijo: «Detengámonos aquí. Ven a milado, no empecemos el día incómodos.Recuperémonos primero y, sobre todo, no dejemosque nada importante se pierda en el fondo denuestra conciencia. Tú lo notaste: estuve tentadode no venir. Ella esperaba que así fuera. Pero nohe podido hacernos esto: tenemos muchas cosasque decirnos; y, además, ¡vamos a estar a laaltura...! Es un trance doloroso para ambos,quisiera que fuera hermoso también. Ya nopodemos seguir viviendo como lo hacemos: el

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sigilo, la clandestinidad me aterrorizan, medegradan; es indigno de nosotros y de ellos. Nonos queda alternativa: debemos volver a ser lo queéramos antes el uno para el otro... Sin engaños. Elengaño es una cuesta abajo sin posible vueltaatrás. A Antoine y a ti aún os quedan tres mesesantes de volver a casa; para entonces, Agnès habrárecuperado el sosiego, o eso espero. No puedemás, lo noto. Me ha dado a entender, aunque sinentrar en detalle, que si alguna vez tuviera lasensación de ser un obstáculo para mídesaparecería. La ceguera de Antoine me retieneaún más. Piensa en el dolor que podríamosdesencadenar. No solamente los haríamosinfelices: ya nunca podrían creer en nada. Yo séque comprendes todo esto; pero quisiera quetambién lo quisieras como yo. ¡Ya lo sé, ay!Reconozco la dureza de lo que te pido. Peronosotros somos los más fuertes; nosotros debemosceder. Además, no logro sentirme como si tedejara sola y desamparada: sabrás ser fuerte; noseas como las demás, no desmientas lo que más megusta de ti».

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Conforme iba hablando, sentía que medesintegraba; me parecía que una suerte dederrumbe interior iba echando abajo tabiques cuyaexistencia yo desconocía. Hubo un largo silencio. —Háblame, dulce mía. Yo le pedí con señas que esperara. Ignorabacómo enfrentarme al espanto que tenía ante mí. Alfin le dije: —Carezco de esa voluntad que querrías ver enmí; pero bien sabes que haré lo que quieras,porque el único pecado para mí sería defraudarte. —Sabía que pensabas así y me gusta que lodigas. Quiero que sepas, sin embargo, que seréinflexible tanto contigo como conmigo mismo; deno ser así, jamás nos recuperaremos... Ahora ven,caminemos. Pero, sobre todo, no ocultemos ni unosolo de nuestros pensamientos. A nuestro alrededor todo era intolerablementeapacible: el azul del cielo, el agua con su fluidezirisada, la cadencia muelle de las olas, el dulcecalor. A pesar de todo, experimentábamos unasuerte de alivio por tener, ese día, derecho ytiempo para hablar.

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Caminábamos con paso idéntico, uno junto alotro. Hablábamos dejando amplios intervalos. Laspalabras que salían de nuestros labios eran las queno podíamos retener. Él decía: «¿Habremos vivido bien nuestro amor?Dulce mía... Yo creo que sí. Lo más grave, ya ves(tú ya lo has notado), es que ya no puedo trabajar;y sabes que el arte es mi necesidad primera. Todoesto que a menudo bulle dentro de mí, que podríaconvertirse en inspiración, está emponzoñado porla tragedia... ¿Me conoces hasta lo más profundo?¿Tal vez...? ¿Sabes que a veces necesito pasarmalos tragos para ser fuerte? Si me viera en laobligación, por ejemplo, de negar algo de nosotrospor causa de una malvada cólera, me loperdonarías, ¿verdad? Pienso que eres capaz deaceptarme con todas mis espinas. ¿Acaso creesque no tiene importancia que alguien te comprendade ese modo?». Cuando su voz me enternecía demasiado, habíaen mí vibraciones tan dolorosas que tenía queposar mi mano en su boca, donde él la retenía conternura.

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Yo también hablaba; le decía: «Eres la granturbación que merezco. No hay espacio en mí parael remordimiento. Pensar que todo esto podría nohaber ocurrido me estrangula la conciencia. ¡Eimpedirlo me parece casi más triste y cruel quedestruirlo! Acaso si yo portara el peso de lasdecisiones me sentiría de otro modo...». Y élcontinuaba: «Puesto que hemos dado cobijo a loque deseaba nacer, procuremos no destruir nada.Tampoco deberemos consolarnos; habrá queconservar todo esto intacto en lo más hondo denosotros. Los corazones se robustecen consemejantes recuerdos». Caminamos durante largo rato sin percatarnos,insensibles al cansancio y al calor, sin ver nada delo que nos rodeaba, agotando de una sola veznuestra necesidad de hablar. Cuando alcanzamos lapequeña ciudad de N..., en la que teníamospensado almorzar, de repente me sentí abrumada.Tanta gravedad me había dejado exhausta. Lospárpados, quemados por la luz, se me cerraban; élme llevaba de la mano. Entramos en una especie de taberna en la que

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daban de comer y que estaba desierta. ¡Oh, quégrata resultaba aquella sala grande, plena desombra fresca y de silencio! Me invadió elbienestar. Dejábamos el infierno en la puerta. Mepareció que aquello era una tregua decidida por lasuerte, la última tregua, tras la cual no tendríamosya el valor de la indolencia. Un frondoso ramo de flores silvestres despedíauna fragancia de jardín a nuestro alrededor; laextrema pulcritud del lugar y su estricto ordenaumentaban aún más la apariencia de frescura, ylos intensos destellos del mostrador manteníantodo lo demás en una delicada penumbra. Estabasentada a contraluz, y la claridad que filtraban lospostigos cerrados le iluminaba la cara de maneracuriosa, su cara más auténtica, que me devolvía laalegría de la extrañeza. Sus rasgos estaban comomodelados por un paroxismo interior; algo en élresplandecía y parecía desdibujarle el contornodel rostro: amplitud en la bondad, munificencia enla ternura. En cuanto a mí, yo ya soloalcanzaba adistinguir la sublevación de todo mi ser hacia él. Sus palabras, y sobre todo la cálida persuasión

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de su voz, apuntalaban mi entereza. Me aseguraba:«Mira, estamos tan plenamente colmados comoquienes más seguros están de su porvenir.Nosotros solotenemos el presente. ¡Piensa en todolo que en él depositamos! Sé que puedes soportarese peso sin flaquear. No dejemos que nada sepierda, ni de nosotros ni de la vida; aceptémoslatal y como viene; todo puede ser muy hermoso,hasta las lágrimas que nos guardamos dederramar... Nada puede hacer que esto no exista;nunca nada podrá hacer que esto no haya existido.Me gustaría dejarte de este momento un recuerdoque te elevara por encima de ti misma y tetransportara... durante mucho tiempo». Me sentía embriagada más allá de toda alegría odolor. Poco a poco, nuestro amor recuperaba sulenguaje y sus costumbres. Qué imperceptiblecolor el de la perfecta sintonía que provocaba unadoble sonrisa y una delicada fusión. ¿Qué magia sepuede uno esperar de semejante voluptuosidademocional, que nada consigue consolar? Salimos de allí, fortalecidos, casi felices; sí,felices. El mar se estaba retirando y dejaba tras de

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sí una arena dura, fresca, sobre la quecaminábamos alegremente. Preciados últimos momentos, ¿cómo hacer paraque nada de vosotros se desvanezca? ¿Cómopreservaros de la angustia que os echa a perder?Yo me decía a mí misma: «Camino a su lado, ymañana aún estará aquí». Y otra voz, más fuerte,declaraba: «Todo esto ya nunca volverá a existir».Y nuestros ojos se buscaban, siempre al mismotiempo, como si solamente fuéramos capaces dehallar auxilio en la mirada del otro. Cuando élveía que mis ojos se llenaban de espanto,encontraba deliciosas formas de alegría parahacerme sonreír. Pero pronto no hubo ya entrenosotros espacio para otra cosa que no fuera elansia o la desesperación, y la una retenía a la otra.Ya no admitíamos la separación. El sol estaba bajo en el horizonte cuando nosadentramos en tierra firme camino de la ciudad deF..., nuestro objetivo. Al dejar el mar me parecióperder un aliado; no podía evitar darme la vuelta.Me dijo: «No. Hay que mirar hacia delante». Yono sabía cómo expresarle mi buena voluntad, cómo

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mostrar un poco de desenvoltura; de modo pueril,arranqué una flor del borde del camino y le dije:«Toma, te regalo esta escabiosa». A lo que élrepuso: «Escabiosa... Bonita palabra; no laconocía. Me gusta que sepas cosas que yo ignoro».¡Qué encantador era todo aquello, sobre el fondonegro de la miseria! La ciudad se dibujaba a lo lejos. Nos habíamosdetenido. Él me mantenía contra un árbol, conambas manos sobre mis hombros, como tantasotras veces. Me dijo: «No te dejes invadir por lasombra que se cierne sobre mañana. Jamás heestado tan cerca de ti. Tratemos de tener lalibertad de aquellos cuya suerte está echada».Retomamos el camino sin volver a hablar,abrazados; y yo conseguí olvidar la fragilidad deese instante gracias a su abrumadora presencia. Ganamos la pequeña ciudad, toda palpitante porlos preparativos: transportaban cosas blancas,escrupulosamente planchadas, y en la calle sepercibía un olor a dulces calientes. En el hotel nosesperaban las habitaciones que Antoine habíareservado, pero nos asustó su extenso menú del día

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y fuimos a cenar a una modesta posada de la plaza.Nuestra sensibilidad había abandonado las zonascandentes, y aquella comida resultó de una grandulzura sin patetismos. La plaza se llenaba ya de gente. Una tarimaesperaba a los músicos. «Entremos en la iglesia»,propuso Hubert. Las sombras habían invadido lanave. Todos los elementos de la procesión estabanallí preparados: grandes santos de madera quepasearían por la ciudad, instrumentos de la Pasión,las pesadas cruces negras de los penitentes; todosestos accesorios me resultaban macabros ydeformes. Salimos aprisa. Acto seguido descubrimos, en elconfín de la ciudad, un atractivo paseo que parecíaofrecernos sus bancos, su soledad y su misterio.Aún se veían las hojas recortadas contra la pálidaluz del cielo; en lo alto, por encima de nuestrascabezas, las ramas murmuraban casiimperceptiblemente. ¡Cuán dulce fuiste paranosotros, tibia noche de verano! Los deseos ymelancolías se entregan al vagabundeo nocturno enun lugar desconocido. Me hablaba como se le

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habla a un amigo: «Pronto me marcharé. Los viajesme entusiasman y a veces me colman de unaterrible tristeza, una tristeza total en la que megusta hundirme. Iré, como esta noche, a una ciudaddesconocida. Me sentiré lejos de todo, tambiénlejos de ti; te lo puedo confesar». Hubert parecía entonces salirse de sí mismo,crecer, ver cosas que los demás no veían. Y luegovolvía a mí, cargado de caricias. Saqueaba con talahínco mi rostro que mis rasgos ya no encontrabansu lugar. Se había sentado en la esquina de un banco,mientras que yo permanecía de pie frente a él. Lepasé los brazos por el cuello, y por la emoción queme asaltó entendí que hacía ese gesto por primeravez, y que no había hecho casi nada de lo quehabría podido hacer. Sí, así es: para mí los gestoshabían perdido su importancia; estaba comoanquilosada, o más bien atrapada en mi felicidad. Ya no nos atrevíamos a contar las horas que dabael campanario; cuando sonó una sola, dijo:«Debemos volver». Toda la ciudad descansaba. La puerta del hotel

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estaba abierta de par en par. El portero dormíasobre un banco. Hubert me condujo hasta laescalera, prolongando el contacto de su mano enmi hombro como si no consiguiera soltarse; estabacaliente, y pesaba. El pecho se me habíacontraído: ¿de veras iba a terminar todo? Mepidió: «Sube; debo quedarme solo», y volvió asalir, muy deprisa. Mi habitación era la primera del rellano. La suyaestaba al otro lado, al fondo, junto a una ventana.Me acosté rápidamente. Me fallaban las fuerzas,tenía fiebre, la sangre me bombeaba en las sienes.No alcanzaba a descifrar lo que me sucedía, ni sisentía una tristeza física o extenuación en el alma. No tardé en reconocer sus pasos por la escalera.Se detuvo en el rellano. El corazón dejó delatirme. Algo rozó mi puerta. Una larga pausa...Acto seguido, los pasos se alejaron y oí su llavegirando en la cerradura. Me desperté con la angustia de que fuera muytarde, pero me tranquilizaron los ruidosdomésticos. Estaba fatigada, me sentía como sidebiera ocultar una herida abierta.

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Cuando abrí mi puerta él se encontraba allí, en elrellano, ante la ventana, esperándome. Vino haciadonde yo estaba sin sonreír, y tan tenso que nopodía hablar; me agarró las manos con frialdad.Finalmente consiguió articular: «Dime que hasdormido, que no has pasado la noche abominableque he pasado yo... No nos quedemos aquí, haydemasiada gente; vayamos a desayunar al pequeñorestaurante que ya conocemos». Pronto se relajó y volvió a mí con todo suafectuoso poder. «Vayamos de nuevo al lugar donde fuimos tanfelices anoche». Aquél no había perdido un ápicede su encanto; paseamos por allí durante largorato. Me hablaba con circunspección. «Siento que no podrás olvidarme. Yo tampocopodré. Verás, estarás en mi corazón como esavirgen— cita en su hornacina que vimos por elcamino, colgada de un árbol. Tal vez me enamoreaún un poco más. Tú también, dulce mía». Me sentía pálida y rígida. No podíadesembarazarme de la sensación de una catástrofe.Recuerdo perfectamente que pensaba en una visión

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que me había impresionado durante la infancia:sobre una hamaca, una niña a la que, según decían,le amputarían una pierna al día siguiente. Para nollorar, me afanaba en rememorar las circunstanciasde aquella escena, y volvía a ver hasta el vestidode terciopelo negro y las medias rojas altas que yollevaba. Él me decía: «Vuelve a mi lado, estosinstantes aún nos pertenecen». Pero yo le cerrabala boca: ya no era capaz de soportar nada grato. Nos dirigimos a la gran plaza donde tal vezsucedían cosas que debiéramos contar a nuestravuelta. Ya estaba atestada de gente. En la esquinaen la que acabábamos de desembocar se alzabauna gruesa torre a la que llamaban, creo, la Torreespañola, y cuya puerta estaba abierta; me empujóadentro, y subimos hasta lo más alto. Un visitante bajaba, y nos quedamos solos en laplataforma. Desde allá arriba se descubría unavasta llanura dorada, muy delicada. «Miremos conatención todo esto que habremos visto juntos»,decía él. Pero yo me abrazaba a él y contestaba:«Es horroroso, ya casi no siento que estás aquí...»,y lo palpaba con manos ávidas. Al notar objetos

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duros en sus bolsillos, le pedí que me diera algunacosa: «Tómalo todo». Y lo tomé todo, como unaniña. Oímos pasos que se acercaban, y decidimosbajar. «Volvamos a la posada, tal vez allíencontremos un remanso de silencio». Nuestrasexpectativas se vieron frustradas: un bulliciosotropel lo había invadido todo. Quisimos volver anuestro verde paraíso, pero habían dispuestobarreras: éramos prisioneros de la fiesta. A la una, unos guerreros romanos anunciarondesde lo alto de la torre con toques de trompetaque la procesión iba a salir de la iglesia; otrosmúsicos tocaron a la vez, aquel ruido me hacíadaño. Recuerdo que mi espíritu se refugiaba en lapalabra «escandalera», como si haberlaencontrado supusiera un alivio. La muchedumbre nos condujo a la esquina de unacalle por la que debía pasar el cortejo. Esperamoslargo rato; el calor era agobiante; algunoscampesinos alborozados nos rodeaban, nosasfixiaban. Yo no era más que un pobre cuerpoinsignificante que él sostenía.

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Por fin pasó la procesión, precedida de un gransilencio. Vi desfilar en medio de una niebla a ungallo grande que zozobraba, a un San Pedro, a unJudas, la túnica carmesí de Cristo, a los ReyesMagos, y las cruces de los penitentes quegolpeaban con dureza el suelo durante las bruscasparadas. El cielo se cubrió de repente; una tormentaamenazaba a lo lejos, aproximándose. Yaempezaban a caer gruesas gotas. La desbandadafue bastante tosca. Penosamente, llegamos al hotel. El tren que debía llevarme lejos partía muchoantes que el suyo. Se acercaba el momento. Antemi puerta, me dijo: «Vendrás a mi habitación. Allínos despediremos». Los latidos de mi corazón hacían vacilar mispasos. No he olvidado nada de aquel instante.Cuando entré, un violento relámpago teñía de azulla habitación, y cuando sonó el estruendo del rayocaí en sus brazos abiertos, en un abrazodesesperado, vacío; sin presencia. Suavemente, meseparó de él y me empujó hacia la puerta. Perobajo el umbral me di la vuelta. No se había

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movido: con la mano izquierda se sostenía laderecha; tenía los ojos empañados en lágrimas y surostro había perdido su forma. Parecía a punto decaer de bruces. Así fue como mis ojos lo vieron y lo trasladarona mi memoria, rendido a su corazón, por últimavez. Aquí termina «nuestra» historia; después yasolotuve la mía. El corazón sobre el que tan hondo marcaste tuspasos, amplia sombra, consiguió reverdecer denuevo; sin duda, tanto o más que antes. Pero nadielogró ocupar el espacio del que tú te adueñaste.Nadie estuvo a la altura; nadie tenía ni la exigenciani la generosidad necesarias. Puesto que soloyo sobrevivo; puesto que,después de tantos años, mis recuerdos pueden verla luz sin herir ya a nadie a mi alrededor, te losregalo, querida sombra. Es lo más hermoso que hecosechado para regalarte, y la sed que me dejastesigue siendo tuya.

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(29 de julio de 1894 — 29 de julio de 1934)

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NO ME DECÍA A MÍMISMA QUE LOAMABA... Natalia Zarco HAY TEXTOS QUE NO SE LEEN, se aspiran,se respiran, y en sus acordes pausados la narraciónse sucede como un vals lento. Hay textos que consigilo caminan delante del lector y este no puedesino seguirlos con la mirada, en silencio, tratandode mantener con ellos esa conversación íntima,muda, que convertirá la lectura en un hermosorecuerdo. Parece que he vivido esta historia; estahistoria secreta que tardó tanto tiempo en sercontada, que finalmente se cuenta como homenajea la memoria, no por contener en sí misma nadaextraordinario pero sí por ser el vínculo directo

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con eso que llamamos vida. Parece que he vividoesta historia, quizá fue así, la viví, y leerla no hasido más que recordar y entender que yo tambiénhe sido Maria y que una vez, para mí la vida tuvoesa intensidad ardiente que habita en todo loinconfesable. Lo tenemos todo, tenemos un amor alegre y laternura de una hija, y es suficiente, basta, perono, existe también «lo que no», que aparece salidode la nada sin que nadie lo espere ni lo desee,como un regalo que no merecemos, sin que se sepaapenas estar a la altura de las circunstancias. Yentonces se siente vértigo. El vértigo de laposibilidad, de la oportunidad de ser otro y vivirotra vida, otra vida que por alguna razón se nosantoja la real, la verdadera, la inmensa einevitable. Tu imagen siempre llega como una ligeraniebla (ese vapor matinal que baila y asciende,luminoso, aéreo, rosáceo)... Flaubert pareceescribir para ellos. ¿Qué se hace entonces? Todo es cuestión detemperamento. La protagonista en este caso se deja

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llevar por el hechizo de lo imposible, por laineluctable atracción de aquello que no. Vivir unahistoria invisible, inconfesable y tan literariapuede en ocasiones tener mucha más fuerza, seralgo mucho más abrasador, que lanzarse de lleno alos actos. Por eso, quizá, la lectura de algunoslibros puede resultar una experiencia mucho másvivida que las cosas que nos pasan. Losprotagonistas de este relato no traspasan nunca esafrontera, la de los actos, su amor es unaconversación interminable, la página de un libro,su amor los sorprende enamorados de otraspersonas, comprometidos enteramente con suspropios principios, con la solidez de todo lo quehan construido hasta el momento de descubrirse eluno al otro. ¿Y ahora qué? Y ahora qué haremos tú y yotomados de esa mano que termina en un cuerpoque no es el nuestro... nos dice Óscar Hahn. La elegancia de sus reacciones, la sutileza con laque su pequeña historia oculta se va construyendo,sin consumarse jamás, sin llegar a romper nunca,sin tocarse siquiera, convierte su romance en un

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sueño, en uno de esos poemas que ambos leenjuntos, absortos, transidos, enamorados hasta lomás profundo de la intensidad del instante, de lacasualidad que mueve las piezas a su gusto y sobretodo de la imposibilidad de ambos para afrontarun desenlace egoísta. Su amor existe porque elloshablan de él, porque lo nombran y lo imaginan,porque lo crean con verbo y potencia, su amorexiste porque lo pronuncian, sin que ninguno de losdos sea capaz de llegar a nada más. La implicación del dolor ajeno en la historia, lanecesaria ruptura y sus consecuencias dramáticas,les paraliza. ¿Hemos sabido vivir nuestro amor?,se preguntan. Una vez terminada la lectura del relato laimpresión que subyace en el ánimo es la de laderrota, pensar: no, no han sabido, qué estúpidosambos, no han sido fuertes, no han defendido suamor como se merecía. Pero una vez recordado,releído, el texto se convierte en una revelación. ¿Ysi resultase que sí, que han sabido mucho mejorque nadie vivir ese amor? La pureza de lo nuncaalcanzado se convierte aquí en verdadero corazón

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de la historia, cambiar los acontecimientos,entregarse al otro y empezar de nuevo hubierapodido terminar en algo demasiado parecido a loque ya tienen, a esa felicidad amortiguada por lacostumbre, pero en cambio dejar su amorsuspendido, mantenido para siempre con el brillosin mácula del principio, con la intensidadluminosa del encuentro y su prodigiosaposibilidad, eso, eso es magia. Nada podrá en estahistoria demostrar lo contrario, que su amor no erainmenso y eterno, que no estaban hechos el unopara el otro. Nada hay, pues no ha dado lugar, quepueda arruinar todo aquello que ellos proyectan ensus anhelos nunca satisfechos. El deseo quedarápara siempre, y en eso radica la inmensidad de eseamor que no se destruye ni erosiona con el tiempo,que permanece intacto, aguardando, esperando,conteniendo en sí mismo todos los sueñosimaginables. Romeo y Julieta no hubieran podidovivir otra historia que no fuese la que vivieron,tenía que ser así, no es posible una continuidad, elamor de ambos es eterno y perfecto en su tragedia,y su final abrupto, a simple vista injusto, dejando

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todo por vivir, es lo que lo convierte en mito, enquimera, y es de ese modo únicamente comomantiene el esplendor con el que nace. Claro que viven su amor, viven el amor quetodos queremos vivir, el amor que sacia por superfección y justifica el resto de acontecimientosen su deterioro diario. La luz de ese amor, quecomo en la incomparable película de Wong KarWai, Deseando amar, quedará escondido en lamemoria, susurrado en la hendidura de un árbol ysellado allí con barro, para que se mantengasiempre vivo, será el faro que les hará creer queactuaron correctamente, y que todo lo demás esrelativo mientras se pueda vivir con un secreto taninmenso y ardiente dentro, hasta el final.