Hacia la construcción de una teoría de la ineficacia procesal para el proceso civil peruano

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11 Sumario: I. A manera de justicación. II. Proceso y derecho material desde la Cons- titución. 1. Proceso y Constitución: la renovación de los estudios procesales; 2. Las “nuevas” relaciones entre derecho material y derecho procesal; 3. La instrumentali- dad del proceso. 4. El formalismo en el proceso civil. Un vistazo a la propuesta de Carlos Alberto Àlvaro de Oliveira. 5. El principio de instrumentalidad de las formas como rector de una teoría de las nulidades procesales. 6. La opción del Código Procesal Civil peruano. 7. Conclusiones parciales. III. Vicio, nulidad e inecacia procesal. 1. Inecacia estructural, inecacia funcional. 2. Primeros alcances de la teoría; 3. Vicio y nulidad; 4. La sanabilidad del vicio; 5. “Filtros” de la declaración de nulidad; 6. Inadmisibilidad e improcedencia en la teoría de la inecacia procesal: los actos de las partes. 7. La inexistencia procesal; 8. Conclusiones nales. I. A manera de justicación El presente trabajo no tiene otra intención que ser apenas una pro- puesta. No existe ningún afán de dar por sentado algún tema controver- tido; por el contrario, la idea es propiciar algunas reflexiones adicionales sobre una de las situaciones más importantes –pero sin duda la más do- lorosa– que puede acontecer en un proceso: la nulidad. Si bien en esta sede buscamos desarrollar y fundamentar la base teó- rico-dogmática del complejísimo panorama que nos ofrece esta apasio- nante materia en el proceso civil, admitimos que en modo alguno puede agotarse en un ensayo de las dimensiones como el que presentamos. En Hacia la construcción de una teoría de la inecacia procesal en el proceso civil peruano * Renzo I. Cavani Brain ** *** * “El poder no se tiene sino que se recibe en la obediencia del otro”. MATURANA, Humberto. El sentido de lo humano. ** A la memoria de mi amigo Juan Carlos Lanao Gablanovich, a quien tanto le debo. *** Las traducciones del portugués han sido realizadas libremente por el autor.

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Sumario: I. A manera de justifi cación. II. Proceso y derecho material desde la Cons-titución. 1. Proceso y Constitución: la renovación de los estudios procesales; 2. Las “nuevas” relaciones entre derecho material y derecho procesal; 3. La instrumentali-dad del proceso. 4. El formalismo en el proceso civil. Un vistazo a la propuesta de Carlos Alberto Àlvaro de Oliveira. 5. El principio de instrumentalidad de las formas como rector de una teoría de las nulidades procesales. 6. La opción del Código Procesal Civil peruano. 7. Conclusiones parciales. III. Vicio, nulidad e inefi cacia procesal. 1. Inefi cacia estructural, inefi cacia funcional. 2. Primeros alcances de la teoría; 3. Vicio y nulidad; 4. La sanabilidad del vicio; 5. “Filtros” de la declaración de nulidad; 6. Inadmisibilidad e improcedencia en la teoría de la inefi cacia procesal: los actos de las partes. 7. La inexistencia procesal; 8. Conclusiones fi nales.

I. A manera de justifi cación

El presente trabajo no tiene otra intención que ser apenas una pro-puesta. No existe ningún afán de dar por sentado algún tema controver-tido; por el contrario, la idea es propiciar algunas reflexiones adicionales sobre una de las situaciones más importantes –pero sin duda la más do-lorosa– que puede acontecer en un proceso: la nulidad.

Si bien en esta sede buscamos desarrollar y fundamentar la base teó-rico-dogmática del complejísimo panorama que nos ofrece esta apasio-nante materia en el proceso civil, admitimos que en modo alguno puede agotarse en un ensayo de las dimensiones como el que presentamos. En

Hacia la construcción de una teoría de la inefi cacia procesal en el proceso civil peruano*

Renzo I. Cavani Brain** ***

* “El poder no se tiene sino que se recibe en la obediencia del otro”. MATURANA, Humberto. El sentido de lo humano.

** A la memoria de mi amigo Juan Carlos Lanao Gablanovich, a quien tanto le debo.*** Las traducciones del portugués han sido realizadas libremente por el autor.

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efecto, un estudio completo de las nulidades procesales –incluyendo a los actos procesales como necesaria fase preliminar– podría demandar cuando menos dos voluminosos tomos. En ese sentido, este espacio no es el adecuado para realizar tamaña empresa; sin embargo, en la medida de lo posible, hemos querido abarcar con cierta profundidad las catego-rías más relevantes sobre las cuales podría ser construida una teoría de las nulidades procesales, aún precaria en nuestro país. Es por esta razón que hemos sacrificado –y esperamos que nos sea perdonado– el desarro-llo jurisprudencial que implica una visión de la ineficacia procesal en el día a día.

Asimismo, como se verá en su oportunidad, del fenómeno de la ine-ficacia procesal –que no solo se restringe a la nulidad–, nuestro trabajo girará en torno a esta y al vicio, y no tanto respecto de los llamados prin-cipios de la nulidad, los cuales son abordados aquí no en toda su magni-tud, sino apenas como una serie de reflexiones con que se pretende justi-ficar nuestra posición teórica. Por nuestra parte, creemos que para entrar de lleno al tema de los principios es preciso partir de algunos cimientos que posean cierta firmeza; por ello es que dejaremos para otro momento su acucioso examen. Por su parte, también dedicaremos algunas pági-nas a la inexistencia, a manera de opinión sobre su incorporación en el proceso.

Hemos divido el ensayo en dos partes, la primera de las cuales se denomina “Proceso y derecho material desde la Constitución”. Conside-rando el avance que ha tenido el proceso civil en los últimos cuarenta o cincuenta años creemos que ninguna institución o categoría procesal (y especialmente la nulidad) puede desligarse de las finalidades del pro-ceso civil, de su función política y social en el ordenamiento jurídico, ni tampoco de su innegable contenido axiológico. Es por ello que nos hemos permitido comenzar nuestra exposición con el fenómeno de la renovación de los estudios procesales producto de su vinculación con el Derecho Constitucional que, a su vez, fue producto de la enorme importancia que se le dio a la Constitución a partir de la posguerra. El Derecho Procesal, que había quedado entrampado entre innumerables y complejas teorías que se sucedían unas a otras, recibió una bocanada de aire fresco y surgió nada menos como el mecanismo mediante el cual se tutelan los derechos fundamentales agraviados y, además, a través de aquel la Constitución consagra su supremacía normativa.

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Asimismo, haremos una reafirmación –pues lo hemos venido sos-teniendo en anteriores trabajos– de nuestra profunda convicción que el proceso no es solo un instrumento mediante el cual las partes tutelan sus derechos sino, por el contrario, una verdadera herramienta de pacifi-cación social. El proceso tiene una innegable función social: la resolución pacífica y justa de cada uno de los conflictos que llegan a la jurisdicción, en su conjunto, busca promover un clima de armonía y respeto en la so-ciedad. Y si esto es lo que la sociedad espera del proceso jurisdiccional (pensar que cada individuo solo le importa su conflicto es una percep-ción egoísta y decimonónica), ni qué decir qué es lo que Estado preten-de con aquel: como bien demostró Dinamarco, el Estado-juez ostenta el poder estatal, que es impuesto a los gobernados, y el poder jurisdiccio-nal (que no es un “poder del Estado”, sino una manifestación del poder, que es uno solo) que consiste en la potestad para resolver conflictos en forma excluyente y definitiva.

Ya en los años posteriores a este replanteamiento de la visión del proceso adquirieron especial relevancia los estudios sobre el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, el acceso a la justicia y el debido proce-so legal, junto a los principios de efectividad y seguridad jurídica. Pero, a la par de la proliferación de los estudios sobre este tema, ya se había planteado en forma original la concepción del proceso desde una pers-pectiva de la ciencia política, concibiendo a la jurisdicción como una ma-nifestación del poder estatal y la instrumentalidad del proceso frente a los objetivos políticos, jurídicos y sociales del Estado y la sociedad1.

Luego, haremos un breve examen de la trascendental importancia del formalismo en el proceso civil, tal como fue demostrado en la magis-tral tesis de Carlos Alberto Àlvaro de Oliveira, Do formalismo no proces-so civil (proposta de um formalismo–valorativo)2. Este tema será abordado por tener incidencia directa en la concepción del vicio y de la nulidad

1 Esta postura es el refl ejo de una de los trabajos más importantes de los últimos años de la ciencia procesal: se trata de A instrumentalidade do processo de Cândido Rangel Dinamarco, que data de 1986. Existen varias ediciones brasileñas de esta obra; sin embargo, entre nosotros tenemos una buena traducción de Juan José Monroy Palacios, bajo el sello de la Editorial Communitas. Por ello, en este trabajo usaremos esta última edición.

2 Igualmente, trabajaremos con la edición castellana: ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. Del formalis-mo en el proceso civil (propuesta de un formalismo-valorativo). Trad. Juan José Monroy Palacios, Palestra, Lima, 2007.

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procesal, así como el principio de instrumentalidad de las formas, línea vectorial que toda teoría de la nulidad debe seguir.

La segunda parte se titula “Vicio, nulidad e ineficacia procesal”, en donde graficaremos nuestra perspectiva dogmática de la teoría de la nulidad (la que, a nuestro criterio, debería ser de la inefi cacia proce-sal, y así la llamaremos en adelante), recorriendo por las categorías de la ineficacia funcional y estructural, vicio, irregularidad, inexistencia, nulidad y los llamados principios de la nulidad. Estos tópicos son, na-turalmente, el corazón de nuestro ensayo, pues es aquí donde procura-remos delinear los conceptos y delimitar su aplicación práctica. Cabe afirmar aquí, desde ya, que nuestra intención en el desarrollo de estas categorías es con miras a una progresiva construcción de una teoría de la ineficacia procesal –con particular relevancia en el proceso civil– que sea aplicable con nuestro sistema, con su orientación y normativa. Por tal razón es que nos centraremos principalmente en lo concerniente a la nulidad y a la inexistencia, manifestaciones de la ineficacia estruc-tural, limitándonos a dar algunas luces sobre aquella ineficacia produ-cida por una situación sobreviniente a la creación del acto, esto es, la ineficacia funcional.

Ahora bien, somos conscientes de que ambas partes bien podrían ser ensayos independientes. No obstante ello, nuestra intención es estable-cer las pautas que consideramos indispensables para nuestro cometido en un plazo no muy lejano. En ese sentido, con la venia del lector, pasa-mos a desarrollar nuestra propuesta.

II. Proceso y derecho material desde la Constitución

1. Proceso y Constitución: la renovación de los estudios proce-sales

1.1. Autonomía y crisis del Derecho Procesal

Es sabido que el derecho procesal, como disciplina autónoma, co-menzó a gestarse recién en la segunda mitad del siglo XIX, producto de la discusión en torno a la categoría de la actio romana y la función que tenía en los tiempos modernos de aquella época. El resultado fue la escisión del concepto de acción del derecho material, al cual perteneció

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desde la época romana3, y provocó que lo concerniente a ese ámbito donde los particulares discutían sus derechos con la presencia del Es-tado para darle la razón a uno u otro –el proceso–, comience a no ser visto como un apéndice del Derecho Civil, sino como una materia jurídi-ca con sus propias categorías e instituciones, que aún permanecía virgen e inexplorada. Y los primeros vientos de la independización de la acción se dieron con la conocida polémica entre Windscheid y Muther, y conti-nuaron con los estudios de Von Bülow, Degenkolb, Wach, entre otros4, hasta llegar a Giuseppe Chiovenda, uno de los padres de la ciencia del proceso.

Se acostumbra decir que la famosísima prolusión de 1903 (L’azione nel sistema dei diritti), dada por Chiovenda en la Universidad de Bolo-nia, marca el inicio de la ciencia del proceso como rama autónoma de la ciencia jurídica. Sin embargo, la verdad es que en las últimas décadas del siglo XIX ya estaba asentada la autonomía de la acción (y por ello del Derecho Procesal), y ya venían realizándose diversos trabajos científicos sobre el proceso.

La escuela fundada por Chiovenda –conocida como histórico-dogmá-tica o sistemática, como Vittorio Denti la denominó–, de la cual fueron parte grandes pensadores del proceso civil, se dedicó con furor a con-cretizar la autonomía del Derecho Procesal a través de la elaboración de

3 Como es sabido, la actio romana era el mismo derecho material, pero ejercitado en el proceso. Así, por ejem-plo, cuando un sujeto pretendía que su deudor le devuelva una cosa se presentaba ante el pretor, alegando su derecho de reivindicar la cosa de su propiedad. El pretor daba conocimiento al supuesto deudor del reclamo del actor, y con lo expresado por aquel elaboraba una fórmula (litiscontestatio), delimitando los puntos de controversia, otorgándole una actio al actor y una exceptio al demandado para que puedan discutir ante el iudex privado nombrado por ellas mismas. Entonces, el actor, que había alegado su derecho de reivindicar, tiene ahora una acción reivindicatoria, es decir, su derecho subjetivo transformado en actio para ejercitarlo en el proceso. Era tan inextricable el vínculo de la actio con el derecho material que si el actor perdía el proceso (por cualquier motivo, inclusive un rito mal realizado), se extinguía la actio y, consecuentemente, su derecho material. Sobre este tema se han escrito muchísimas páginas, pero podemos recomendar las siguien-tes: SCIALOJA, Vittorio. Procedimiento civil romano. Trad. Santiago Sentís Melendo, EJEA, Buenos Aires, 1950; MONROY GÁLVEZ, Juan. Introducción al proceso civil. T. I, Temis-Estudio de Belaúnde & Monroy Abogados, Bogotá-Lima, 1996, pp. 24 y 25.

4 Sobre este tema se han escrito muchísimas obras, siendo una referencia casi indispensable por parte de cualquier estudioso del derecho procesal. Sin embargo, una lectura muy profunda y crítica la encontramos en ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. Teoría y práctica de la tutela jurisdiccional. Trad. Juan José Monroy Palacios, Communitas, Lima, 2008. En esta obra bastante reciente, el profesor Àlvaro de Oliveira recorre el camino de la evolución de la acción, realizando apreciaciones muy críticas a las teorías de la acción concreta, de la acción abstracta y de la teoría dualista, bastante arraigada en su país de origen, Brasil, pues el principal propulsor de dicha teoría fue el gran jurista Francisco Cavalcanti Pontes de Miranda y es aún segui-da por autorizadas voces de allí (entre ellas, el recientemente desaparecido maestro Ovídio Baptista da Silva).

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teorías sobre el proceso, la acción, la jurisdicción, etc., así como la adap-tación y readaptación de un sinfín de categorías e instituciones que sir-vieron para edificar complejos castillos conceptuales que, ciertamente, han sido su legado para nosotros.

No es posible negar que los esfuerzos de la Escuela Sistemática fue-ron encomiables: la autonomía de la ciencia del proceso quedó absoluta-mente demostrada, sin posibilidad alguna de sostener que el proceso era un mero complemento del derecho material. Así, a pesar de las discre-pancias entre los partidarios de la teoría de la acción concreta y la acción abstracta, se tenía por entendido que la acción era el medio por el cual se solicitaba tutela al Estado; de ahí que la acción era un derecho cuya esencia era pública.

Al respecto, dice acertadamente Cândido R. Dinamarco: “La escalada de autonomía científica del derecho procesal, fruto de los estudios inicia-dos a mediados del siglo XIX, dejó fuera de duda que el derecho procesal tiene su vida propia y le corresponde una misión social y jurídica diferen-te, en relación al derecho sustancial. Sus fines, u objetivos propios (socia-les, políticos y jurídicos), son bien definidos y no se confunden con los de este (…); se apoya en fundamentos metodológicos que no son los mismos del derecho sustancial (es derecho público, formal, no participa de la crea-ción de derechos); y tiene su propio objeto material, que son las catego-rías jurídicas relacionadas con la actividad destinada a eliminar conflicto. Las categorías jurídicas procesales, aglutinadas en torno de sus institutos básicos (jurisdicción, acción, defensa y proceso), son reconocidas univer-sales como realidades independientes del derecho sustancial y de las si-tuaciones regidas por él. Esas conquistas metodológicas empezaron con el reconocimiento de la autonomía de la acción frente al derecho subjetivo material (no es más habida por inherencia de este) y de la relación jurídi-ca procesal frente a la relación sustancial controvertida entre los litigan-tes (ella difiere de esta en sus sujetos, en su objeto y en sus presupuestos: Oskar Von Bülow) (…). Hoy no hay margen para dudar de la autonomía del derecho procesal y de su colocación en nivel distinto de aquel en que se sitúan las normas y relaciones jurídico-materiales”5.

5 DINAMARCO, Cândido Rangel. Instituições do direito processual civil. T. I, 1ª ed., Malheiros, São Paulo, 2001, p. 15.

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Sin embargo, conforme transcurrían las primeras décadas del siglo XX, los estudios sobre el proceso aumentaban exponencialmente gene-rando como resultado un conjunto indiscriminado y caótico de teorías y conceptos, a punto tal que cada autor tenía su propia concepción sobre la acción, el proceso y la jurisdicción, por solo mencionar tres de los temas favoritos por los juristas de aquel entonces. Esto hizo que la joven ciencia se entrampe, sin poder progresar de manera uniforme, exacta-mente igual como sucede cuando un pueblo se convierte en ciudad sin ningún tipo de planificación urbana.

Pero eso no fue todo. La ebullición de doctrinas y teorías que crea-ron en poquísimo tiempo un panorama excesivamente complejo y tenue estuvieron orientadas al perfeccionamiento del procedimiento ordinario, heredero directo del ordo iudiciorum privatorum del Medioevo. Este pro-cedimiento o proceso ordinario desde su nacimiento representó el cauce privilegiado por el cual debían discurrir todas las situaciones y relacio-nes jurídicas sobre las que debía recaer un pronunciamiento judicial. ¿Y cuál era la razón? Que este procedimiento consagraba la defensa plena del demandado y, por lo tanto, constituía el único mecanismo que podía generar certeza en la resolución del conflicto6 7.

Tampoco hay que perder vista que el procedimiento ordinario fue el instrumento legitimador de la ideología predominante por los estadios históricos que vio pasar y, sobre todo, con mayor fuerza, de la ideología

6 No profundizaremos en este tema porque nos extenderíamos demasiado. Para un desarrollo más detallado puede consultarse la magistral obra de SILVA, Ovídio Baptista da. Jurisdicción y ejecución en la tradición romano-canónica, trad. Juan José Monroy Palacios, Palestra, Lima, 2005, p. 170 y ss.; MARINONI, Luiz Guilherme, “O procedimento comum clássico e a classifi cação trinaria das sentenças como obstáculo para a tutela dos direitos“. En: Revista Peruana de Derecho Procesal, V, Estudio Monroy Abogados, Lima, 2002, pp. 173-179, esp. pp. 177-179; MONROY GÁLVEZ, Juan y MONROY PALACIOS, Juan José. “Del mito del proceso ordinario a la tutela diferenciada. Apuntes iniciales”. En: La formación del proceso civil. Escritos reunidos, 2ª ed., Palestra, Lima, 2004, pp. 803-805.

7 Esto no puede ser desconocido para los peruanos, que soportamos por 81 años el anacrónico Código de Procedimientos Civiles de 1912, una copia de la Ley de Enjuiciamiento Civil española de 1881. Es decir, entrada la década del noventa nuestro proceso civil era regido por reglas de hace un siglo atrás, como si nada hubiera cambiado en una centuria. Así, entre el sinfín de cuestiones absolutamente nocivas y perniciosas que el Código de 1912 y su viejo saurio, el proceso ordinario, generaban, estaba que la decisión en los juicios sumarios y ejecutivos podían ser cuestionadas en lo que se denominaba el juicio contradictorio, que no era otra cosa que el proceso ordinario. ¿Y cuál es la explicación para ello? Sencillamente, la fi el creencia de que solo a través del proceso ordinario podía llegarse a una “verdadera” decisión. Nótese que ello es sinónimo de admitir que un procedimiento que posee cognición sumaria no puede adquirir cosa juzgada, idea que muchos aún siguen admitiendo.

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liberal surgida con la Ilustración8, esa que relegó al juez a un papel de mero espectador en la discusión entre las partes.

De todas estas consideraciones podemos concluir que la Escuela Sis-temática consiguió, por fin, la ansiada autonomía del Derecho Procesal, con base en la creación de institutos jurídicos propios, sin que se “conta-minen” del derecho material. Sin embargo, el costo de la consecución de dicha meta fue dramático: la ciencia avanzaba –si se puede decir así– y se alimentaba a sí misma, hinchándose de teorías y abstracciones, y las categorías procesales tenían como finalidad perfeccionar cada vez más el proceso ordinario en aras de la cientificidad. En consecuencia, bajo la consigna de la autonomía y, por qué no, de un repudio al derecho mate-rial, la finalidad del proceso se volvió él mismo. De pronto, la ciencia del Derecho Procesal había quedado postrada pues perdió completamente el norte: había olvidado que el proceso, más allá del nivel de tecnicidad con que está estructurado, era un instrumento estatal mediante el cual se ventilan las diversas situaciones jurídicas que claman por una tutela del Estado. El proceso debía ser un medio de concreción de las normas de derecho material; por tanto, es inevitable concluir que la construcción de la ciencia del proceso debía estar orientada a generar un espacio propi-cio para que las situaciones del derecho sustantivo sean adecuadamente tuteladas.

Luiz Guilherme Marinoni resume lo expuesto hasta el momento:

“(…) no es posible ignorar que la escuela sistemática, en sus ansias por redescubrir el valor del proceso y por dar contornos científicos al de-recho procesal civil, acabó excediéndose en su misión. La intención de depurar el proceso civil de su contaminación por el derecho sustancial, a él impuesta por la tradición jurídica del siglo XIX, llevó a la doctrina chiovendiana a erguir las bases de un ‘derecho procesal civil’ completamente despreocupado del derecho material”9 (las cursivas son del original).

8 La perniciosa infl uencia del pensamiento liberal en el proceso está estrechamente ligada a la legitimación del proceso ordinario como vehículo para atender las demandas de justicia. Algunas refl exiones sobre el tema pueden encontrarse en MONROY GÁLVEZ, Juan. “Proceso y Constitución en el amparo peruano”. En: Archivo procesal, N° 1; CAVANI BRAIN, Renzo. “La nueva ideología del proceso civil y el principio de inmediación”. En: Revista Jurídica del Perú, N° 95, Gaceta Jurídica, Lima, enero 2009, pp. 444-454.

9 MARINONI, Luiz Guilherme. Derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva. Trad. Aldo Zela Villegas, Palestra, Lima, 2005, p. 45.

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No hay duda de que el Derecho Procesal es autónomo, pero no puede ser indiferente a las necesidades del derecho material10. Entonces, aunque el principal e innegable logro de los procesalistas alemanes del siglo XIX y de la Escuela Sistemática fue dejar sentada la autonomía del proceso frente al derecho material, se llegó al extremo de privilegiar a aquel en perjuicio de este, olvidando que son precisamente los preceptos del derecho material los que buscan ser efectivizados por el proceso. En una palabra: se “olvidó” la esencia puramente instrumental del Derecho Procesal frente al derecho material.

Esto determinó que la novísima ciencia del Derecho Procesal ingre-se a un periodo de crisis que amenazó con sepultarla; sin embargo, la Segunda Guerra Mundial y sus nefastas consecuencias ocasionaron una reformulación muy importante en la ciencia jurídica, y más concreta-mente en el Derecho Constitucional: la reformulación de la importancia de la Constitución y de los derechos fundamentales en un ordenamien-to jurídico. Y este movimiento –al que se le conoce bajo el nombre de neoconstitucionalismo– fue el factor clave para que el Derecho Procesal, por fin, encuentre el norte que no había hallado desde su fundación.

1.2. El neoconstitucionalismo y su infl uencia decisiva

Podemos afirmar que el constitucionalismo fue una repercusión del movimiento filosófico de la Ilustración en el ámbito jurídico, ocurrido entre los siglos XIX y XX. Se le denominó “constitucionalismo” por-que el vocablo “Constitución” fue comenzado a usar para aludir a un documento donde se encontraban plasmados los principios jurídicos, políticos y sociales de la Ilustración y la ideología liberal. Como bien señala Pizzorusso11, la idea de constitucionalismo se manifestó en dos

10 “No hay duda que el proceso no se confunde con el derecho material. Sin embargo, la escuela sistemática, al construir las bases de la autonomía del derecho procesal civil, parece haber olvidado la diferencia entre auto-nomía e indiferencia.

El hecho de que el proceso civil es autónomo en relación al derecho material, no signifi ca que él pueda ser neutro o indiferente a las distintas situaciones de derecho sustancial.

Autonomía no es sinónimo de neutralidad o indiferencia. Por el contrario, la conciencia de la autonomía puede eliminar el miedo escondido atrás de una falsa neutralidad o de una indiferencia que, en realidad, es mucho mejor medio de defensa que el alejamiento en relación con lo que acontece ‘lejos de las fronteras’” (MARINONI, Luiz Guilherme. Derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva. Ob. cit., p. 47, las cursivas son del original).

11 PIZZORUSSO, Alessandro. “La Constitución como documento político y como norma jurídica”. En: Justicia, Constitución y pluralismo. Palestra-Pontifi cia Universidad Católica del Perú, Lima, 2005, p. 23 y ss.

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vertientes divergentes: i) la acontecida en Estados Unidos, donde la Constitución fue la norma jurídica más importante en el ordenamien-to, cuyo principal mecanismo de protección era la judicial review; y ii) la ocurrida en Europa, donde la Constitución fue concebida como un documento político que plasmaba los valores políticos de la sociedad, pero no era considerada propiamente una norma jurídica, es decir, no importaba un cumplimiento obligatorio que pudiera ser exigido. ¿Y por qué Estados Unidos y Europa tomaron caminos separados? Sin duda alguna, porque la elaboración de sus respectivas constituciones se dio en circunstancias bastante distintas: a diferencia de la naciente república americana, los países europeos habían convivido por siglos con los prin-cipios del ancien régime –aunque obsoletos, aún presentes en la concien-cia jurídica europea– por lo cual no pudo darse un cambio tan radical como se hubiera querido12.

Para entender el constitucionalismo y la función de la Constitución en la Europa continental de los siglos XVIII y XIX, no hay que olvidar que la ley, bajo la influencia de la Ilustración, fue considerada como la máxima expresión de la razón del hombre. La ley era el instrumen-to perfecto pues no hacía distinción entre gobernantes y gobernados, y garantizaba la tan ansiada libertad del individuo al ser producto de la soberanía popular (este es el eje central de la ideología liberal). Así, la primacía plena y absoluta de la ley simbolizaba una reacción contra el arbitrio estatal característico del ancien régime, pero también satisfacía los deseos de un sistema jurídico completo, sistematizado, unitario y co-herente por parte de los postulados filosóficos de la Ilustración. Por con-siguiente, este enorme prestigio dado a la ley por el positivismo decimo-nónico fue suficiente para que no exista posibilidad que “algo” (léase la

12 Refi riéndose al modelo constitucional norteamericano, Pizzorusso escribe: “La razón por la cual la infl uencia de este modelo ha sido rara en la evolución constitucional de algunos países europeos se debe a la diferente posición de partida, pues la constituciones europeas tuvieron que arreglar cuentas, en cualquier medida al menos, con los principios del ancien régime. Incluso cuando se propuso el cambio radical de tales principios, se condicionaron los proyectos de los reformadores, obligándolos en algunos casos a soluciones concilia-doras y, en otros, a modifi caciones que se limitaban a cambiar la atribución de algunos poderes, allí donde la adopción del modelo americano habría implicado su reestructuración” (PIZZORUSSO, Alessandro. “La Constitución como documento político y como norma jurídica”. Ob. cit., p. 32). Sin embargo, es de notar que, a excepción de Inglaterra, “(...) tanto en Francia como en los Estados Unidos de América, que son los países donde nace (y a través de ellos se extenderá) el Estado constitucional, la vieja ‘idea’ de constitución no se convirtió en concepto de modo evolutivo, sino a través de un proceso de ruptura (independencia en un caso, revolución en otro)” (ARAGÓN REYES, Manuel. “La Constitución como paradigma”. En: CARBONELL, Miguel (editor), Teoría del neoconstitucionalismo. Trotta, Madrid, 2007, p. 30).

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Constitución) esté por encima de la ley. De ello lógicamente se despren-de que no haya existido un control de constitucionalidad de las leyes, y menos aún por parte del Poder Judicial tal como ocurrió en Inglaterra (el caso Bonham) y Estados Unidos (Marbury vs. Madison), porque si la función del juez es tan solo pronunciar las palabras de la boca de la ley, era impensable que bajo cualquier circunstancia un juez dejara de aplicarla.

Asimismo, era tan grande la importancia y superioridad de la ley, que en cuanto a criterios interpretativos se establecía algo que hoy nos parecería inverosímil: la Constitución se interpretaba conforme a la ley. Aún más, a través de la ley –que realmente lo podía todo– se modificaba la Constitución, aunque ello no debería sorprendernos pues esta no era considerada como la norma jurídica fundamental. Entonces, las consti-tuciones del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX –salvo las ex-cepciones ya mencionadas– sucumbieron ante la supremacía normativa de la ley, y quedaron relegadas a ser un documento político aunque, es cierto, dotado de autoridad. Este documento establecía los principios po-líticos, sociales y económicos de una sociedad, delimitaba la separación de poderes y las competencias de los órganos públicos, aunque también enunciaba ciertos derechos y deberes de los ciudadanos13; sin embargo, no existía la idea, que ahora es indiscutible, por la cual el legislador está compelido a plasmar legislativamente los preceptos de la Constitución. Así, por ejemplo, no había un verdadero deber de promover algún dere-cho proclamado por la Constitución, porque esta solo contenía normas programáticas, es decir, “simples declaraciones políticas, exhortaciones morales o programas futuros y, por esto, destituida de positividad o de eficacia vinculativa”14.

Este sometimiento de la Constitución a la ley y, por ello, a las re-laciones de poder, significó también la ausencia completa del valor del

13 Al respecto, es interesante la forma como está estructurada la Constitución de Weimar de 1919. En los prime-ros 108 artículos se establecen las competencias del Imperio, del Rechtstag y del Rechtsrat y, en general, la administración del Imperio alemán. A partir del artículo 109 hasta el 165 se enuncian una serie de derechos a favor de los alemanes, varios de los cuales tienen acogida en las constituciones modernas (v. gr. igualdad ante la ley, hábeas corpus, voto, libre culto religioso, etc.). Sin embargo, en aquel entonces no existía la convic-ción que tales disposiciones constitucionales eran vinculantes en todo el ordenamiento jurídico; ciertamente, se creía que eran pautas ideales, pero no que eran de cumplimiento obligatorio.

14 CAMBI, Eduardo. “Neoconstitucionalismo e neoprocessualismo”. En: Panóptica, Nº 6, febrero 2007, p. 7, disponible en: <http://www.panoptica.org/fevereiro07.htm>, acceso al sitio el 02/11/08.

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Derecho Constitucional como ciencia jurídica. Así, en palabras de Kon-rad Hesse, “(...) esa negación del derecho constitucional importa en la negación de su valor en cuanto ciencia jurídica. Como toda ciencia jurí-dica, el Derecho Constitucional es ciencia normativa. Se diferencia, así, de la Sociología y de la Ciencia Política, en cuanto ciencias de la realidad. Si las normas constitucionales expresan nada más que relaciones fácti-cas altamente mutables, no hay cómo dejar de reconocer que la ciencia de la Constitución jurídica constituye una ciencia jurídica en la ausencia del Derecho, no restándole otra función sino la de constatar y comentar los hechos creados por la Realpolitik. Así, el Derecho Constitucional no estaría al servicio de un orden estatal justo, cumpliéndole tan solamente la miserable función –indigna de cualquier ciencia– de justificar las re-laciones de poder dominantes. Si la Ciencia de la Constitución adopta esa tesis y pasa a admitir la Constitución real como decisiva, se tiene su descaracterización como ciencia normativa, operándose su conversión en una simple ciencia del ser. No habría más como diferenciarla de la Sociología o de la Ciencia Política”15 (el resaltado es del original).

La ciega y desmesurada confianza en la ley y la consecuente opa-cidad de la Constitución permitieron los nefastos acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, pues la ley se transformó en el instrumento legitimador mediante el cual se implantaron los regímenes totalitarios y antisemíticos16. Es así que el rechazo a las atrocidades producidas hizo que se aprecie desde otro prisma la importancia de la Constitución en el ordenamiento jurídico; ahora esta debía estar por encima de la ley, y convertirse en la norma jurídica fundamental que refleje el sentimiento político y jurídico y los valores democráticos de toda una nación, que consagre los derechos fundamentales de los individuos y que sea un

15 HESSE, Konrad. A força normativa da Constituição. Trad. Gilmar Ferreira Mendes, Sérgio Fabris editor, Porto Alegre, 1991, p. 11.

16 “Fueron las experiencias de gobiernos autoritarios que se sucedieron en varios países europeos, en la pri-mera mitad del siglo XX, las que mostraron cómo la autoridad de la ley, entendida como manifestación de voluntad de una asamblea representativa del pueblo, podía ser fácilmente sustituida con la autoridad de la ley, entendida como manifestación de voluntad de un tirano. En atención a los principios de iuspositivis-mo, las reglas constitucionales eran modifi cables sin límites, y nada impedía, por ejemplo, el adoptar una Ermächtigungsgesetz y, sobre la base de ella, establecer el Führerprinzip, así como dar el valor de ley a cualquier manifestación de voluntad del Jefe, derogando incluso normas constitucionales que dispusiesen lo contrario. Como sucedió en Alemania, el Jefe podía, con una simple expresión oral, ordenar el exterminio del pueblo judío” (PIZZORUSSO, Alessandro. “La Constitución como documento político y como norma jurídi-ca”. Ob. cit., pp. 37-38).

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freno para el ejercicio del poder estatal17. Y por ser una auténtica norma jurídica, existe una fuerza vinculante que desciende no solo a la legisla-ción, sino también a los órganos del Estado y a los propios particulares. En ese sentido, cabe resaltar que uno de los aspectos en que más enfati-zaron las Constituciones de la posguerra fue la dignidad de la persona humana18.

¿Qué debemos entender, en consecuencia, por neoconstitucionalismo? Es posible sintetizar la idea de la siguiente manera:

“El neoconstitucionalismo pretende explicar un conjunto de textos constitucionales que comienzan a surgir después de la Segunda Guerra Mundial y sobre todo a partir de los años setenta del siglo XX. Se trata de Constituciones que no se limitan a establecer competencias o a sepa-rar a los poderes públicos, sino que contienen altos niveles de normas

17 “Con la derrota de los regímenes totalitarios (nazi-fascistas) se verifi có la necesidad de crear catálogos de derechos y garantías fundamentales para la defensa del ciudadano frente a los abusos que podrían venir a ser cometidos por el Estado o por cualquier detentor del poder en cualquiera de sus manifestaciones (político, económico, intelectual, etc.), bien como mecanismos efectivos de control de la Constitución (jurisdicción constitucional). La superación del paradigma de la validez meramente formal del Derecho, en que bastaba al Estado cumplir el proceso legislativo para que la ley viniese a ser expresión del Derecho, resultó de la comprensión de que el Derecho debe ser comprendido dentro de las respectivas relaciones de poder, sien-do intolerable que, en nombre de la ‘voluntad del legislador’, todo lo que el Estado hiciere fuese legítimo. Así, se estrechan los vínculos entre Derecho y Política, en la medida en que conceptos como los de razo-nabilidad, sentido común, interés público, etc. son informados por relaciones de poder” (CAMBI, Eduardo. “Neoconstitucionalismo e neoprocessualismo”. Ob. cit., pp. 4-5). Solo a manera de complemento, podríamos agregar que los mecanismos para la reforma de la Constitución se volvieron mucho más estrictos.

18 Esta es también la opinión de Francisco Fernández Segado: “Uno de los rasgos sobresalientes del constitucio-nalismo de la segunda posguerra es la elevación de la dignidad de la persona a la categoría de núcleo axio-lógico constitucional, y por lo mismo, a valor jurídico supremo del conjunto ordinamental, y ello con carác-ter prácticamente generalizado y en ámbitos socioculturales bien dispares (…). Esta circunstancia tiene una explicación fácilmente comprensible. Los horrores de la Segunda Guerra Mundial impactarían de tal forma sobre el conjunto de la humanidad, que por doquier se iba a generalizar un sentimiento de rechazo, primero, y de radical rectifi cación después (…)” (FERNÁNDEZ SEGADO, Francisco. “La dignidad de la persona como valor supremo del ordenamiento jurídico”. En: Estudios jurídico-constitucionales, México DF, UNAM, 2003, p. 3). Este aserto también se comprueba en las Constituciones de la pos-guerra de Alemania e Italia, los Estados que cobijaron un régimen totalitario, en donde el individuo era un instrumento para la realización de los fi nes del Estado. Así, el artículo 1 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949 establece que: “La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público. El pueblo alemán, por ello, reconoce los derechos humanos inviolables e inalienables como fundamento de toda comunidad huma-na, de la paz y la justicia del mundo. Los siguientes derechos fundamentales vinculan a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial como directamente aplicables”. Por su parte, la Costituzione italiana de 1947, en su artículo 3, proclama que “Tutti i cittadini hanno pari dignità sociale e sono eguali davanti alla legge, senza distinzione di sesso, di razza, di lengua, di religiones, di opinioni politiche, di condizioni personali e sociali. È compito della Repubblica rimuovere gli ostacoli di ordine economico e sociale, che, limitando di fatto la libertà e l’eguaglianza dei cittadini, impediscono il pieno sviluppo della persona umana e l’effettiva parteci-pazione di tutti i lavoratori all’organizzazione politica, economica e sociale del Paese”.

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‘materiales’ o sustantivas que condicionan la actuación del Estado por medio de la ordenación de ciertos fines y objetivos. Ejemplos represen-tativos de este tipo de Constituciones lo son la española de 1978, la bra-sileña de 1988 y la colombiana de 1991”19.

En efecto, a lo largo de la posguerra se dieron una serie de Constitu-ciones que se concebían no ya como un mero documento político, sino como un verdadero cuerpo normativo de fuerza vinculante, con irradia-ción a todo el ordenamiento jurídico. La ley dejó de ser la protagonista, y cedió su lugar a la Constitución, que se convirtió en el centro del siste-ma jurídico. Este fenómeno es conocido como neoconstitucionalismo, pre-cisamente porque implica una nueva manera de contemplar a la Cons-titución en el marco de la ciencia del Derecho. Ahora, el Estado, la ley, la sociedad están sometidas a la Norma Fundamental, que se origina en el sentimiento popular que, a su vez, refleja la realidad de un determi-nado pueblo en un momento histórico dado20. Por lo tanto, queda claro que el cambio de paradigma que ha significado el fenómeno del neocons-titucionalismo para la ciencia jurídica (y especialmente, como veremos a

19 CARBONELL, Miguel. “El neoconstitucionalismo en su laberinto”. En: CARBONELL, Miguel (ed.), Teoría del neoconstitucionalismo. Ob. cit., pp. 9-10.

20 Es oportuno dejar constancia de la bella lección de Konrad Hesse: “Pero la fuerza normativa de la Constitución no reside, tan solamente, en la adaptación inteligente a una realidad dada. La Constitución ju-rídica logra convertirse, ella misma, en fuerza activa, que se asienta en la naturaleza singular del presente (individuelle Beschaffenheit der Gegenwart). Aunque la Constitución no pueda, por sí sola, realizar nada, ella puede imponer tareas. La Constitución se transforma en fuerza activa si esas tareas fueran debidamente realizadas, si existe la disposición de orientar la propia conducta según el orden en ella establecido, si, a pesar de todos los cuestionamientos y reservas provenientes de los juicios de conveniencia, se pudiera identifi car la voluntad de concretizar ese orden. Concluyendo, se puede afi rmar que la Constitución se convertirá en fuerza activa si se hiciera presente, en la conciencia general –particularmente, en la conciencia de los principales responsables por el orden constitucional–, no solo la voluntad de poder (Wille zur Macht), sino también la voluntad de Constitución (Wille zur Verfassung).

Esa voluntad de Constitución se origina de tres vertientes diversas. Se basa en la comprensión de la necesi-dad y del valor de un orden normativo inquebrantable, que proteja el Estado contra el arbitrio desmedido y deforme. Reside, igualmente, en la comprensión que ese orden constituido es más que un orden legitimado por los hechos (y que, por eso, necesita estar en constante proceso de legitimación). Se asienta también en la conciencia de que, al contrario de lo que se da con una ley del pensamiento, ese orden no logra ser efi caz sin el concurso de la voluntad humana. Ese orden adquiere y mantiene su vigencia a través de actos de voluntad. Esa voluntad tiene consecuencia porque la vida del Estado, tal como la vida humana, no está abandonada a la acción sorda de fuerzas aparentemente ineluctables. Al contrario, todos nosotros estamos permanentemente convocados a dar conformación a la vida del Estado, asumiendo y resolviendo las tareas por él colocadas. No percibir ese aspecto de la vida del Estado representaría un peligroso empobrecimiento de nuestro pensamien-to. No abarcaríamos la totalidad de ese fenómeno y su integral y singular naturaleza. Esa naturaleza se pre-senta no solo como problema proveniente de esas circunstancias inejecutables, sino también como problema de determinado ordenamiento, esto es, como un problema normativo” (A força normativa da Constituição. Ob. cit., pp. 19-20, las cursivas son del original). Tras esta lección, no podemos dejar de admirar el profundo contenido del término voluntad de Constitución.

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continuación, para el Derecho Procesal) fue radical, y con mayor fuerza en las últimas décadas, donde la injerencia de la Constitución en las dis-ciplinas del Derecho ha adquirido una relevancia superlativa.

Como acabamos de decir, esta nueva actitud frente a la Constitución se vio fuertemente reflejada en el Derecho Procesal. Así es, las normas constitucionales requerían ser cumplidas por los miembros de la so-ciedad y, además, la propia Carta Magna debía ser protegida, siendo el proceso jurisdiccional el mecanismo designado para obtener ambos propósitos. Se trata de la llamada judicialización de la Constitución, o más propiamente dicho, jurisdiccionalización21.

En efecto, para que la Constitución sea cumplida no basta con enun-ciar solemnemente los derechos fundamentales y los principios políticos del Estado; por el contrario, es absolutamente imprescindible la existen-cia de un instrumento mediante el cual los preceptos constitucionales (normas materiales constitucionales) se efectivicen cuando se hayan vul-nerado o, inclusive, cuando exista amenaza de vulneración22. Y aquí es donde el Derecho Constitucional mira al proceso como su instrumento: a través de él se consolidará su supremacía normativa –inaplicando o eliminando las leyes que contravengan el texto fundamental23–, y tam-bién serán protegidos los derechos fundamentales de los ciudadanos.

21 A nuestro criterio, hablar de jurisdiccionalización es más preciso que judicialización, por la razón de que el primer término alude a aquella manifestación del poder estatal para resolver los confl ictos en forma defi nitiva (función jurisdiccional), mientras que el segundo término se vincula con un poder del Estado en que algunos de sus órganos ostentan la calidad de jurisdiccionales, pero otros no. Si lo que se quiere referir es que la Constitución echó mano del proceso jurisdiccional para realizar sus aspiraciones, queda claro que se trata de una jurisdiccionalización.

22 Nuestro Código Procesal Constitucional reconoce expresamente la tutela jurisdiccional en los casos de ame-naza de lesión de un derecho fundamental (artículo 1). Este dispositivo de enorme importancia tiene todo un trasfondo doctrinario, al que se le ha denominado tutela inhibitoria o preventiva, que ofrece una nueva dimensión de estudio. Para un acercamiento al tema puede consultarse las siguientes obras: RAPISARDA, Cristina. Profi li della tutela civile inibitoria. CEDAM, Padua, 1987; MARINONI, Luiz Guilherme. Tutela específi ca de los derechos. Trad. Aldo Zela Villegas, Palestra, Lima, 2007.

23 Es un hecho que el control difuso es un mecanismo de enorme importancia para proteger a la Constitución, dejando de aplicar, en la tramitación de un proceso, alguna de ley que colisione con aquella, y así evitan-do emitir una decisión inconstitucional. El ejercicio del control difuso por parte de todos y cada uno de los jueces es un arma que, bien empleada, garantiza la supremacía de la Carta Magna. Sin embargo, si bien hay ordenamientos jurídicos en donde está expresamente reconocido (en el Perú lo está, pero los casos en que se produce son contadísimos), hay otros en que confían el control de la constitucionalidad solo al tribunal creado para tal efecto, como es el caso de Alemania, y no por ello funcionan peor.

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Entonces, todo cambió para el Derecho Procesal. De pronto se en-contró con que su objeto de estudio –el proceso– era ahora la principal herramienta de la Constitución para que sus normas sean realizadas; a través del cauce del proceso se ventilarían nada menos que los agravios a derechos fundamentales y las leyes cuya inconstitucionalidad sea de-mandada24. Estos supuestos grafican lo que se ha convenido denominar tutela procesal de la Constitución o Derecho Procesal Constitucional.

Pero no solo ello. Dentro de la amalgama de derechos materiales que las constituciones consagraron (sobre todo aquellas surgidas a partir de la década del setenta en adelante), también se encontraban aquellos que incidían en la propia funcionalidad del proceso. Así, sus principios fundamentales y pilares básicos (imparcialidad, inapartabilidad, contra-dictorio, juez natural, duración razonable, etc., todo subsumido en las categorías macro del debido proceso y la tutela jurisdiccional efectiva) adquirieron fundamento constitucional –se constitucionalizaron– y, preci-samente por esta razón, pasaron a ser las líneas vectoriales del Derecho Procesal. A este fenómeno se le ha llamado tutela constitucional del proce-so o Derecho Constitucional Procesal25.

Como puede verse, esta nueva concepción de la Constitución trajo una inusitada y progresiva renovación de los estudios procesales, pues

24 No es casualidad, por ello, que los fi nes de los procesos constitucionales, tal como están regulados en el ar-tículo II del Título Preliminar de nuestro Código Procesal Constitucional de 2004, sean garantizar la primacía de la Constitución y la vigencia efectiva de los derechos constitucionales.

25 Sin embargo, es de notar que para autorizada doctrina la relación entre proceso y Constitución se verifi ca solo en el Derecho Procesal Constitucional: “La condensación metodológica y sistemática de los principios consti-tucionales del proceso toma el nombre de derecho procesal constitucional. No se trata de una rama autónoma del derecho procesal, sino de una exposición científi ca, de un punto de vista metodológico y sistemático, del cual se puede examinar el proceso en sus relaciones con la Constitución. El derecho procesal constitucional abarca, de un lado, a) la tutela constitucional de los principios fundamentales de la organización judicial y del proceso; b) de otro, la jurisdicción constitucional” (CINTRA, Antonio Carlos de Araújo; GRINOVER, Ada Pellegrini y DINAMARCO, Cândido Rangel. Teoria geral do processo (1974), 22ª ed. revisada y actualizada, Malheiros, São Paulo, 2006). De igual manera, se sostiene que “(...) el derecho procesal constitucional se ex-terioriza mediante (a) la tutela constitucional del proceso, que es el conjunto de principios y garantías venidos da la Constitución (garantías de tutela jurisdiccional, del debido proceso legal, del contradictorio, del juez natural, exigencia de motivación de los actos judiciales, etc.) (…); y (b) la llamada jurisdicción constitucional de la libertades, compuesta por el arsenal de medios predispuestos por la Constitución para mayor efectividad del proceso y de los derechos individuales y grupales, como el mandato de seguridad individual y el colecti-vo, la acción civil pública, la acción directa de inconstitucionalidad, la exigencia de los juzgados especiales, etc. (…)” (DINAMARCO, Cândido Rangel. Instituições de direito processual civil, I. Ob. cit., p. 53). Aún más, es importante advertir lo siguiente: algunas páginas más adelante de la obra que venimos citando, el profesor Cândido reconoce la categoría “tutela constitucional del proceso” y abiertamente la confi gura como una vertiente del derecho procesal constitucional (n. 74, pp. 188 y ss., esp. pp. 188 y 189).

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abrió un inmenso espectro que la Escuela Sistemática no había percibido en su plenitud. Sin embargo, el forjamiento de la ciencia procesal a partir de este nuevo paradigma se dio fundamentalmente a partir de los traba-jos de dos inolvidables maestros del proceso civil: Eduardo J. Couture y Mauro Cappelletti. Al respecto, es pionero un conocido estudio del pri-mero (que data de 1946)26, donde afirma el sustento constitucional del derecho de acción en el derecho de petición, y destaca la importancia del due process of law en varias de sus manifestaciones. Asimismo, con una impresionante percepción, en otro breve estudio expresó la exigen-cia constitucional de un acceso gratuito a la justicia27.

A partir de allí la ciencia procesal encontró el sendero para supe-rar su crisis y dejó atrás el método de la Escuela Sistemática, acogiendo el reto que el Derecho Constitucional le planteó, comprendiendo que su importancia en un Estado Constitucional de Derecho es primordial

26 Nos referimos al estudio pionero “Las garantías constitucionales del proceso civil”, que apareció por primera vez en los Estudios en honor de Hugo Alsina, en 1946, y luego en sus Estudios de Derecho Procesal Civil, en 1948. Existe una reciente edición que es reproducción inalterada de la 2ª ed. y que se trata de nuestro material de consulta: Estudios de Derecho Procesal Civil, tomo I. La Constitución y el proceso civil, 3ª ed., Lexis-Nexis y Depalma, Buenos Aires, 2009, pp. 17-67. Como una tangible demostración de su inquietud científi ca y su premonitoria visión del proceso civil, véase el siguiente pasaje de su ensayo: “De la Constitución a la ley no debe mediar sino un proceso de desenvolvimiento sistemático. No solo la ley procesal debe ser fi el intérprete de los principios de la Constitución, sino que su régimen del proceso, y en especial el de la acción, la defensa y la sentencia, solo pueden ser instituidos por la ley.

El régimen del proceso lo debe determinar la ley. Ella concede o niega poderes y facultades dentro de las bases establecidas en la Constitución. El espíritu de esta se traslada a aquella, que debe inspirarse en las valoraciones establecidas por el constituyente. Para quienes negamos que dentro de nuestro sistema consti-tucional existan fallos generalmente obligatorios, ni aun en régimen de casación esta fi delidad de la ley a la Constitución representa la base de toda una construcción que está reclamando desenvolvimiento.

(…) Estas refl exiones nos han ido deparando, con el andar del tiempo, el convencimiento de que la doctrina pro-

cesal moderna tiene aún una etapa muy signifi cativa que cumplir. Un examen de los institutos que nos son familiares en esta rama del derecho, desde el punto de vista constitucional, constituye una empresa cuya im-portancia y fecundidad no podemos todavía determinar” (Ob. cit., p. 20).

27 Se trata de “Protección constitucional de la justicia gratuita en caso de pobreza”. En: Estudios. Ob. cit., pp. 79-85. Al respecto, dice el maestro uruguayo: “El principio de gratuidad de la justicia es principio constitu-cional porque tiende a asegurar el acceso de todos los ciudadanos a los estrados de los tribunales y, en con-secuencia, a un amparo igual para todos en el ejercicio del derecho. Si en un proceso actúan frente a frente el pobre y el rico, debiendo pagar ambos los gastos de la justicia, no existe igualdad posible, porque mientras el pobre consume sus reservas más esenciales para la vida, el rico litiga sin sacrifi cio y hasta con desprecio del costo de la justicia. No existen, pues, dos partes iguales, sino una dominante por su independencia económica y otra dominada por su sujeción económica. Tal cosa supone el quebrantamiento del principio doctrinario de la igualdad de los individuos en el juicio, que, como se dice habitualmente, no es otra cosa que la aplicación del principio constitucional de la igualdad de los individuos ante la ley” (Ob. cit., p. 81). Esta situación que describe Couture es uno de los obstáculos para el otorgamiento de una prestación jurisdiccional efectiva, y es contra lo que el Derecho Procesal debe combatir. Sin embargo, más allá de eso, lo encomiable es que Couture condenaba esta desigualdad por vulnerar el derecho fundamental de acceso a la justicia.

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para la realización de los objetivos y valores de este. Los estudios que han venido apareciendo a lo largo de la segunda mitad del siglo pasa-do hasta nuestros días, tanto por constitucionalistas como procesalistas, han puesto gran énfasis en esta misión del proceso y, en su camino, han propuesto diversas fundamentaciones desde el Derecho Constitucional, el Derecho Procesal y la ciencia política.

En consecuencia, nos encontramos frente a una relación proceso-Constitución muy estrecha, casi inseparable, con una profunda interde-pendencia entre ambos ámbitos. Lo que veremos a continuación es cómo se ha venido desarrollando esta interdependencia, esto es, hasta dónde han llegado los estudios procesales que han dado forma al proceso civil contemporáneo, comprometido con los preceptos constitucionales.

2. Las “nuevas” relaciones entre derecho material y Derecho Procesal

Quizá pueda llamar la atención las comillas que encierran la palabra “nuevas” en el título del presente acápite. Como es evidente, la “nove-dad” de las relaciones entre derecho material y derecho procesal alude a que se trata de una configuración reciente, producto del neoconstitu-cionalismo arriba expuesto; sin embargo (y aquí es donde se justifican las comillas), tales relaciones no fueron inventadas, sino descubiertas. El proceso y el derecho material al cual tutela están inextricablemente uni-dos y siempre han debido estarlo; el carácter instrumental del primero respecto del segundo es parte de la esencia de ambos como fenómenos jurídicos, y eso determina su inseparabilidad. La relación del derecho procesal con el derecho material siempre estuvo allí, lo que es “nuevo” en realidad es la concepción que ha advertido esta relación. Bastó, en consecuencia, la toma de conciencia de la trascendencia del proceso en un Estado Constitucional de Derecho, para que el binomio Derecho Pro-cesal–derecho material sea proclamado.

2.1. Fundamento constitucional

Pues bien, ¿cuál es el papel actual que desempeña el derecho pro-cesal frente al derecho material? Ya hemos señalado que el proceso se convirtió en el instrumento mediante el cual la Constitución se asegura el cumplimiento de sus preceptos cuando son efectivamente violados (o cuando cuya violación sea amenazada) y, a su vez, el texto constitucional

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provee al Derecho Procesal de sus lineamientos fundamentales, sobre los cuales reposa su legitimidad. Entonces, el objeto de tutela del proceso es nada menos que derechos fundamentales, invulnerables e inalienables por esencia. De ahí que es imprescindible que el proceso cuente con los medios idóneos para tutelar adecuadamente estas situaciones jurídicas, que son el eje del ordenamiento jurídico.

La exigencia de un proceso eficaz y adecuado para la tutela de los derechos fundamentales tiene sustento constitucional. Siguiendo a la más autorizada doctrina28, se advierte que todo derecho constitucional subjetivo exige un actuar negativo del Estado, en tanto este tendrá cier-tos límites de actuación para no perjudicar la esfera de libertad del titu-lar del derecho. Esta concepción muy propia del Estado liberal decimo-nónico exigía que este, en ejercicio del poder público, deba abstenerse de realizar cualquier tipo de acto que pueda perjudicar a algún derecho fundamental29. Ello se justificaba pues el Estado del siglo XIX convivió con los derechos de primera generación (derechos civiles y políticos), que solo requerían la no injerencia del poder estatal para ser respetados.

Sin embargo, con el advenimiento de los derechos de segunda ge-neración después de la Segunda Guerra Mundial (los derechos socia-les, económicos y culturales, propios del Estado Social), se advirtió que para su eficacia plena no bastaba con una conducta negativa del poder

28 ALEXY, Robert. Teoría de los derechos fundamentales. Trad. Ernesto Garzón Valdés, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 419 y ss; CANOTILHO, José Joaquim Gomes. Direito Constitucional, 6ª ed. revisada, Livraria Almedina, Coimbra, 1993, p. 637; SARLET, Ingo Wolfgang. “Os direitos fundamentais sociais na Constituição de 1988”. En: Revista Diálogo Jurídico, N° 1, abril 2001. El enlace es el siguiente: <www.direitopublico.com.br>, acceso el 22/05/09. Una exposición del pensamiento de ALEXY, en la bús-queda del encuadramiento del derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva, puede encontrarse en MARINONI, Luiz Guilherme. Derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva. Ob. cit., pp. 186-190 y 227 y ss.

29 Alexy, remitiéndose a Carl Schmitt, conceptúa a esta omisión estatal como un derecho de defensa del pro-pio derecho fundamental (Teoría de los derechos fundamentales. Ob. cit., p. 419). El gran constitucionalista brasileño Ingo Wolfgang Sarlet conceptúa adecuadamente el derecho de defensa: “Los derechos fundamen-tales en su función defensiva se caracterizan, por tanto, esencialmente, como derechos negativos, dirigidos principalmente a una conducta omisiva por parte del destinatario (Estado o particulares, en la medida en que se puede admitir una efi cacia privada de los derechos fundamentales). Abarcan, además de los así denomi-nados derechos de libertad, la igualdad ante la ley, el derecho a la vida y el derecho de propiedad, los cuales integran lo que se convino llamar de primera generación de los derechos fundamentales. Además, son parte de este grupo todos los derechos fundamentales que objetivan, en primera línea, la protección de ciertas po-siciones jurídicas contra ingerencias indebidas, de tal suerte que, en principio, se cuida de garantizar la libre manifestación de la personalidad (en todos sus aspectos), asegurando, además de eso, una esfera de autodeter-minación (autonomía) del individuo” (“Os direitos fundamentais sociais na Constituição de 1988”. Ob. cit., p. 14).

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público, también se precisaba de una conducta positiva. Es así que al lado de la abstención estatal se encuentra el derecho a un actuar posi-tivo del mismo poder estatal, es decir, un derecho a la realización de determinados actos que promuevan una concreta efectividad del dere-cho fundamental. Se trata, entonces, del derecho a diversas prestaciones por parte del Estado, de ahí que a este se le haya denominado derecho a prestaciones30.

Ahora bien, ¿de qué clase de prestaciones se trata? Ciertamente, a todas las que sean requeridas, dependiendo de los requerimientos del derecho a tutelar. Así, pueden existir prestaciones normativas (esto es, la creación de normas jurídicas) y prestaciones fácticas, las cuales, como es obvio, deberán ser idóneas para todos y cada uno de los derechos cons-titucionales subjetivos a los que se dirigen.

Por su parte, es importante recalcar que los derechos a una absten-ción y a una prestación estatal tienen como contrapartida un deber co-rrelativo por parte del Estado31. En ese sentido, cuando nuestra Cons-titución determina, por ejemplo, que “toda persona incapacitada para velar por sí misma a causa de una deficiencia física o mental tiene dere-cho al respeto de su dignidad y a un régimen legal de protección, aten-ción, readaptación y seguridad” (artículo 7), ¿puede el Estado dejar de desarrollar legislativamente el derecho de protección del discapacitado? No, no puede. El Estado tiene el deber de respetar la dignidad del disca-pacitado (abstención de realizar actos atentatorios contra la dignidad) y crear un régimen legal idóneo para su protección y atención (prestación normativa), por la razón de que la persona discapacitada tiene, primero, derecho a que se respete su dignidad y, segundo, derecho a la prestación

30 “Vinculados a la concepción de que al Estado incumbe, además de la no intervención en la esfera de libertad personal de los individuos, asegurada por los derechos de defensa (o función defensiva de los derechos fun-damentales), la tarea de colocar a la disposición los medios materiales e implementar las condiciones fácticas que posibiliten el efectivo ejercicio de las libertades fundamentales, los derechos fundamentales a prestaciones objetivan, en último análisis, la garantía no apenas de libertad-autonomía (libertad ante el Estado), sino tam-bién de la libertad por intermedio del Estado, partiendo de la premisa de que el individuo, en lo que concierne a la conquista y manutención de su libertad, depende en mucho de una postura activa de los poderes públi-cos” (SARLET, Ingo Wolfgang. “Os direitos fundamentais sociais na Constituição de 1988”. Ob. cit., p. 15).

31 “En tanto derechos subjetivos, todos los derechos a prestaciones son relaciones trivalentes entre un titular de derecho fundamental, el Estado y una acción positiva del Estado. Si un titular de un derecho fundamental a tiene un derecho frente al Estado (e) a que este realice la acción positiva h, entonces, el Estado tiene frente a a el deber de realizar h. Cada vez que existe una relación de derecho constitucional de este tipo entre un titu-lar de un derecho fundamental y el Estado, el titular de derecho fundamental tiene competencia para imponer judicialmente el derecho” (ALEXY, Robert. Teoría de los derechos fundamentales. Ob. cit., p. 431).

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prometida por la norma constitucional. Con ello queda claro que el mandato constitucional impone un deber de prestación que vincula al Estado en sus diversas manifestaciones, esto es, el Estado-legislador, el Estado-administración y también el Estado-juez. Esto no debe perderse de vista cuando abordemos lo concerniente a la idoneidad de la presta-ción jurisdiccional en el marco de un proceso.

Siempre en la misma línea que la doctrina que venimos siguiendo, los derechos a prestaciones pueden ser: i) derechos de protección, ii) de-rechos a organización y procedimiento, y iii) derechos a prestaciones en sentido estricto32. Para nuestra exposición solo nos referiremos a los dos primeros puntos.

Los derechos de protección consisten en prerrogativas del titular del derecho fundamental a una prestación del Estado, para cuidarlo frente a intervenciones de terceros. La protección estatal puede darse de di-versas maneras, alcanzando a cualquier aspecto relevante de los dere-chos fundamentales. Así, habrá protección contra la publicidad engaño-sa, contra la usurpación de una propiedad, contra el despido, etc., y se podrá realizar a través de la creación de normas jurídicas, actuaciones de la jurisdicción o administración, políticas sociales, etc. Según Alexy, lo “común de esta variedad es el hecho de que los derechos a protección son derechos subjetivos constitucionales frente al Estado para que este realice acciones positivas fácticas o normativas que tienen como objeto la delimitación de las esferas de sujetos jurídicos de igual jerarquía como así también la imponibilidad y la imposición de esta demarcación”33.

Los derechos a organización y procedimiento, al igual que los de-rechos a protección, presuponen un espectro bastante amplio. En cuan-to al primer elemento –la organización–, se entiende como ordenación

32 Por su parte, Ingo Wolfgang Sarlet, siguiendo la doctrina de Alexy, opina que los derechos a protección y los derechos a organización y procedimiento conforman juntos un subgrupo, mientras que en otro están los dere-chos a prestaciones en sentido estricto (“Os direitos fundamentais sociais na Constituição de 1988”. Ob. cit., p. 13).

33 ALEXY, Robert. Teoría de los derechos fundamentales. Ob. cit., p. 436. Al respecto, es clarísima la distinción que hace entre derechos de defensa (abstención del Estado) y derechos a protección: “El primero es un de-recho frente al Estado a que este omita intervenciones; el segundo, un derecho frente al Estado para que este se encargue de que terceros omitan intervenciones. La diferencia entre el deber de omitir intervenciones y el deber de encargarse de que terceros omitan intervenciones es tan fundamental y tiene tantas consecuencias que, al menos desde el punto de visto dogmático, es inconveniente toda relativización de esta diferencia” (Ibídem, p. 441).

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y conformación de unidades organizativas34, como por ejemplo un mi-nisterio, unas elecciones municipales o una universidad pública. Queda claro aquí que tales organizaciones deberán procurar efectivizar los de-rechos fundamentales correspondientes, como en el caso de las eleccio-nes generales el derecho a voto o a ser elegidos, y en el ejemplo de la universidad, el derecho a la educación, al trabajo, etc.

En cuanto al segundo –el procedimiento–, se entiende también de manera muy amplia pues, como señala Canotilho35, es un conjun-to de actos: i) jurídicamente ordenados, ii) destinados al tratamiento y obtención de información, iii) que se estructura y desenvuelve bajo la responsabilidad de titulares de los poderes públicos; y iv) sirve para la preparación de la toma de decisiones36. Así, dado el sentido genérico del vocablo “procedimiento”, dentro de este confluyen procedimientos de licitaciones administrativas, procedimientos legislativos y procedimien-tos en el ámbito del proceso jurisdiccional. Sin embargo, para Alexy los procedimientos judiciales y administrativos son los procedimientos en sentido estricto, pues “(...) son esencialmente derechos a una ‘protec-ción jurídica efectiva’”, cuya condición es que “(...) el resultado del pro-cedimiento garantice los derechos materiales del respectivo titular de derechos”37. ¿De qué tratan entonces los derechos a procedimientos? En términos sencillos: que todos los derechos fundamentales requieren de procedimientos –en su sentido genérico– para efectivizarse; sin embar-go, tanto el desarrollo como el resultado de tales procedimientos deben

34 CANOTILHO, José Joaquim Gomes. Direito Constitucional. Ob. cit., p. 637.

35 CANOTILHO, José Joaquim Gomes. Direito Constitucional. Ob. cit., p. 637.

36 Alexy explica los derechos a organización y procedimiento de la siguiente manera: “Es fácil reconocer la razón del uso poco técnico de la fórmula. El espectro de lo designado es muy amplio. Se extiende desde los derechos a una protección jurídica efectiva que nadie dudaría en llamar ‘derechos a procedimientos’ hasta aquellos derechos a ‘medidas estatales’ (…) de tipo organizativo que se refi eren a la composición de los órga-nos colegiados en las universidades. El hecho de que se resuman bajo un mismo concepto –sea que tenga un nombre compuesto o no– cosas tan diferentes está solo justifi cado si existen afi nidades que lo justifi can. La afi nidad que lo justifi ca es la idea de procedimiento. Los procedimientos son sistemas de reglas y/o principios para la obtención de un resultado. Si el resultado es logrado respetando las reglas y/o los principios, entonces, desde el aspecto procedimental presenta una característica positiva. Si no es obtenido de esta manera, enton-ces es defectuoso desde el punto de vista procedimental y, por ello, tiene una característica negativa” (Teoría de los derechos fundamentales. Ob. cit., p. 457).

37 ALEXY, Robert. Teoría general de los derechos fundamentales. Ob. cit., p. 472.

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proteger los derechos fundamentales del sujeto al cual pertenece el dere-cho al procedimiento38.

A manera de complemento, no debe dejar de afirmarse que una de las prestaciones a las que el Estado está obligado es fomentar la parti-cipación de los ciudadanos a través de procedimientos (otra vez en-tendidos genéricamente), para que ellos intervengan en la protección y eficacia de sus derechos fundamentales39. Pero la participación no se da únicamente en los procedimientos de elecciones, sino también en los asuntos públicos a través de referéndum, iniciativa legislativa, remoción o revocación de las autoridades y demanda de rendición de cuentas (ar-tículo 31, primer párrafo, Const.). Asimismo, se verifica la posibilidad de participar en materia de educación (“toda persona, natural o jurídica, tiene el derecho de promover y conducir instituciones educativas y el de transferir la propiedad de estas, conforme a ley”, artículo 15, último párrafo, Const.) y en lo concerniente al patrimonio cultural de la nación, pues se “fomenta, conforme a ley, la participación privada en la conser-vación, restauración, exhibición y difusión del mismo [del patrimonio cultural] (…)” (artículo 21, último párrafo, Const.). Y tampoco se debe olvidar la cláusula general de participación contenida en la primera parte del artículo 17, Const.: “Toda persona tiene derecho: a participar, en forma individual o asociada, en la vida política, económica, social y cultural de la Nación”.

No obstante ello, téngase en cuenta que la participación también es exigida en el ámbito de los procedimientos que forman parte del proce-so jurisdiccional. Los más claros ejemplos de ello son los procesos de ac-ción popular e inconstitucionalidad, en cuanto pueden ser iniciados por

38 Cabe advertir aquí lo siguiente: “La idea del procedimiento justifi ca reunir bajo un concepto la pluralidad de los fenómenos que se encuentran en el ámbito de la organización y del procedimiento. Frente a esto, la cues-tión terminológica pasa a segundo plano. En vez de derecho a organización y procedimiento, podría hablarse –partiendo de un concepto amplio de procedimiento que también abarque las normas de organización– sim-plemente de ‘derechos a procedimiento’ o de ‘derechos procedimentales’” (ALEXY, Robert. Teoría general de los derechos fundamentales. Ob. cit., p. 458). De igual forma, si bien el mismo autor admite que los dere-chos a procedimiento en sentido estricto (procedimientos judiciales y administrativos) “(…) sirven, en primer lugar, para la protección de posiciones jurídicas existentes frente al Estado y frente a terceros, (…) es posible tratar a estos últimos también dentro del marco de los derechos a protección. El hecho de que ellos sean tratados aquí [como derechos a organización y procedimiento] se justifi ca porque el aspecto procedimental en ellos es, desde el punto de vista de la teoría de los derechos fundamentales, más interesante que el de la protección” (Teoría de los derechos fundamentales. Ob. cit., p. 474).

39 Cfr. CANOTILHO, José Joaquim Gomes. Direito Constitucional, p. 639; MARINONI, Luiz Guilherme. Derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva. Ob. cit., p. 186.

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los propios ciudadanos. En el primer caso, la legitimidad es amplia40; en el segundo, restringida41, pero está claro que así como los ciudadanos participan en la creación de leyes, también participan en su eliminación por ofender a la Constitución. La misma participación se verifica en las demandas colectivas que buscan tutelar derechos de los consumidores o del medio ambiente, aunque aquí aludimos a experiencias extranjeras porque la tutela de los derechos colectivos en nuestro país aún es preca-ria, tanto legislativa como jurisprudencialmente.

Ahora bien, no hay ninguna duda de que la participación –como prestación del Estado– permite a los titulares de los derechos funda-mentales efectivizar directamente sus propios derechos. Sin embargo, eso no es todo pues, como indica Luiz Guilherme Marinoni, “La idea de legitimidad del ejercicio del poder presupone la de efectividad de la participación”42. Lo afirmado es de gran trascendencia pues la legitimi-dad del poder, es decir, su aceptación por parte de aquellos con sujeción a este (los gobernados), solo se puede conseguir si se crea un espacio de diálogo y participación, donde ambos polos de la relación de poder contribuyan al resultado. Ello cobra especial relevancia en el ámbito de un proceso jurisdiccional (en donde el juez ejerce el poder estatal, en su manifestación de jurisdicción), pues aquí es donde de tutela en forma definitiva la inmensa mayoría de los derechos materiales de las perso-nas. El juez y las partes, sujetos principales en el proceso jurisdiccional, deben desenvolver su relación en un clima de colaboración, en donde aquellas (las partes) no deben ser simples receptoras de las órdenes y mandatos de aquel (el juez), sino que deben coadyuvar con el órgano

40 Así, el artículo 40 de nuestro Código Procesal Constitucional dice: “La demanda de acción popular puede ser interpuesta por cualquier persona”.

41 A diferencia de otros ordenamientos, como el brasileño, en donde existe la fi gura de la acción directa de in-constitucionalidad (directa porque cualquiera puede interponerla), nuestra Constitución limita la participación para derogar una norma con rango de ley: “Están facultados para interponer acción de inconstitucionalidad: (…) 5. Cinco mil ciudadanos con fi rmas comprobadas por el Jurado Nacional de Elecciones. Si la norma es una ordenanza municipal, está facultado para impugnarla el uno por ciento de los ciudadanos del respectivo ámbito territorial, siempre que este porcentaje no exceda del número de fi rmas anteriormente señalado” (ar-tículo 203 inciso 3).

42 MARINONI, Luiz Guilherme. “Da teoria da relação jurídica processual ao processo civil do Estado Constitucional”. En: Revista Peruana de Derecho Procesal, N° XI, Communitas, Lima, 2008, p. 224. En este importante trabajo, el profesor Marinoni realiza una feroz crítica a la teoría de la relación procesal, acu-sándola de ser neutra e inefi caz en lo que postula un Estado Constitucional de Derecho. Para él el elemento valorativo es sustancial, así como que el proceso deba estar legitimado por la participación de las partes, por el procedimiento y por la decisión.

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jurisdiccional a la formación de la decisión, la cual por esta participa-ción, será legítima.

Recurramos nuevamente a Luiz Guilherme Marinoni para explicar mejor la forma como se debe dar esta participación: “El énfasis a la par-ticipación en el procedimiento tiene el objetivo de legitimar la decisión. La participación debe dar a las partes la oportunidad de alegar, requerir pruebas, participar en su producción y considerar sobre sus resultados. En una palabra: la parte debe tener la oportunidad de demostrar sus ra-zones y de contraponerse a las razones de la parte contraria. Además de esto, la parte tiene el derecho de asistir a las audiencias y a los juicios, así como de exigir la adecuada fundamentación de las decisiones. Es en ese sentido que se dice que la participación, más allá del derecho de influir sobre el convencimiento del juez de oponerse al adversario, requiere la publicidad de los actos procesales y la fundamentación de las decisio-nes. La participación a través del contradictorio y de la publicidad de los actos procesales confiere a la parte la oportunidad de interferir sobre la formación de la decisión, garantizando su justicia”43. Entonces, un pro-cedimiento legítimo desemboca en una decisión legítima, pero para ello es imprescindible el respeto a las garantías y derechos fundamentales, que es al final lo que se busca con la participación44.

Finalmente, el lector puede preguntar cuál ha sido la utilidad de desarrollar tan sucintamente una pequeña parte de la dogmática de los derechos fundamentales. A nuestro criterio, se trata de un factor indispensable para comprender el funcionamiento, estructuración y fines del proceso contemporáneo, entendido este como el instrumento destinado a concretar y efectivizar los derechos materiales. Es así que el deber de prestación del Estado para con los derechos fundamentales

43 MARINONI, Luiz Guilherme. “Da teoria da relação jurídica processual ao processo civil do Estado Constitucional”. Ob. cit., pp. 229-230.

44 La legitimidad de la decisión es importantísima no solo porque la Constitución lo preceptúa, sino también porque presupone una resolución de la controversia más efectiva, pues la parte perdedora, habiendo participa-do intensamente y siendo consciente que el procedimiento fue escrupulosamente respetado, debería aceptar la decisión adversa. En efecto, “Existe la predisposición a aceptar decisiones desfavorables en la medida en que cada uno, teniendo oportunidad de participar en la preparación de la decisión e infl uir en su tenor mediante la observancia del procedimiento adecuado (principio del contradictorio, legitimidad por el procedimiento), confía en la idoneidad del sistema en sí mismo. Y, por último: psicológicamente, a veces la privación consu-mada es menos incómoda que el confl icto pendiente: eliminado este desaparecen las angustias inherentes al estado de insatisfacción y esta, si perdurara, estaría desprovista de buena parte de su potencialidad antisocial” (DINAMARCO, Cândido Rangel. La instrumentalidad del proceso. Ob. cit., p. 275).

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debe consistir en acciones normativas y fácticas destinadas a proteger-los, creando un procedimiento adecuado para viabilizar su concreción y fomentando la participación de los individuos en aquel y en la decisión. Como ya se ha visto, este deber de prestación está a cargo del Estado en general y no a algún órgano en particular; sin embargo, también diji-mos que es el proceso jurisdiccional –con la autoridad y legitimidad del poder estatal– el principal instrumento designado para acometer los re-querimientos de las normas materiales constitucionales. En el siguiente apartado procuraremos aterrizar en las manifestaciones concretas con que debe contar el proceso para cumplir con su encargo.

2.2. Manifestaciones del derecho fundamental a la tutela jurisdiccio-nal efectiva

2.2.1. El derecho (y el deber) a la efectividad de la prestación juris-diccional

Para que el proceso sea la herramienta que la Constitución necesi-ta, precisa poseer armas que permitan otorgar una prestación efectiva, para así poder proteger a los derechos materiales, con la participación de los mismos ciudadanos a través de un procedimiento idóneo. Nos encontramos, en consecuencia, con el deber del Estado de brindar una prestación jurisdiccional efectiva.

Entonces, todo ciudadano tiene derecho a una prestación jurisdiccio-nal mediante la cual buscará tutelar sus derechos, y Estado tiene el deber de otorgársela. Pero esta prestación debe ser efectiva, es decir, debe ser idónea. Sin ánimos de ser poco generosos al referirnos a la efectividad o idoneidad de la prestación jurisdiccional, podemos afirmar que esta será efectiva o idónea cuando, al final, en el plano de la realidad, otorgue la tutela más próxima a la que prometió la norma material45. En otras pa-

45 Creemos que la frase “tutela más próxima” merece un comentario aparte. No se trata, en lo absoluto, de que el proceso sea defi ciente o mezquino porque no puede otorgar una tutela idéntica a la prometida por el derecho material. Por el contrario, el Estado, a través del proceso, debe ser capaz de dar la tutela más próxi-ma porque es imposible dar exactamente la misma tutela que el derecho material prevé. ¿Cuál es la razón? Dentro de muchos factores que pueden acontecer –entre ellas, la nulidad– siempre habrá una brecha de tiem-po entre el momento en que el derecho o norma material es vulnerado, hasta que se otorga la prestación efectiva, brecha que el proceso jamás podrá compensar. Imaginemos una situación hipotética: A (arrendatario devenido en precario) no quiere restituir el inmueble propiedad de B (arrendador), por lo cual este interpone demanda de desalojo. El proceso tuvo una duración extremadamente corta, y el inmueble fue efectivamente restituido tres meses después de la interposición de la demanda. ¿El proceso cumplió su misión? Sí, la tutela fue adecuada y oportuna. ¿La situación de B es la misma antes de presentar la demanda? No, hubo un perjuicio que

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labras, la efectividad de la prestación jurisdiccional está condicionada a que se brinde conforme a los designios del derecho material y, también, oportunamente, es decir, que el conflicto sea resuelto en un plazo razo-nable46. Asimismo, como resulta claro después de nuestra exposición, la decisión deberá provenir del estricto cumplimiento del procedimiento instituido por ley el cual, a su vez, deberá encontrarse acorde a los man-damientos de la Constitución.

Por consiguiente, nos encontramos frente a un derecho fundamen-tal mediante el cual los ciudadanos pueden efectivizar sus derechos en el ámbito de un procedimiento en que el Estado –sea como legislador o como juez– tiene una gran injerencia. Este derecho se conoce como el de-recho a la tutela jurisdiccional efectiva, que encaja perfectamente en lo que hemos desarrollado sobre el derecho a prestación. Sin embargo, como bien dice Marinoni, “El derecho a la prestación jurisdiccional efectiva no puede ser visto como un derecho a una prestación fáctica y tampoco solo como i) el derecho a la técnica procesal adecuada, ii) el derecho a partici-par a través del procedimiento adecuado o iii) el derecho a la respuesta del juez. En realidad, el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva englo-ba esos tres derechos, pues exige una técnica procesal adecuada (normas procesales), la institución de un procedimiento capaz de viabilizar la

fue precisamente los tres meses que el proceso duró, y que no tuvo la casa bajo su esfera de dominio. A esta brecha de tiempo ha sido denominada, en terminología que nos satisface, margen diferencial. Nótese que la brecha no implica solo una cuestión de tiempo; se trata de todo tipo de circunstancias que le impiden al pro-ceso otorgar una prestación jurisdiccional efectiva tal como la Constitución exige. En consecuencia, tal como sucedió en el ejemplo hipotético (¡y vaya qué hipotético!), lo que el proceso debe buscar para considerarse efi caz y así cumplir con su cometido, es reducir al mínimo el margen diferencial. Muy aparte de concep-tualizar la fi gura, sugerimos consultar las brillantes consideraciones de MONROY PALACIOS, Juan José. “Cinco temas polémicos en el proceso civil peruano”. En: Revista Peruana de Derecho Procesal, V, Estudios Monroy Abogados, Lima, 2002, pp. 349 y 350.

46 Uno de los dilemas del proceso civil contemporáneo (a decir verdad, de todo proceso jurisdiccional) es su duración; sin embargo, es preciso que esta sea razonable para que la prestación jurisdiccional (protección a los derechos materiales) sea efectiva. Como bien señala CANOTILHO, José Joaquim Gomes. “(...) al deman-dante de una protección jurídica debe ser reconocida la posibilidad de, en tiempo útil (‘adecuación temporal’, ‘justicia temporalmente adecuada’), obtener una sentencia ejecutoria con fuerza de cosa juzgada –‘la justicia tardía equivale a una denegación de la justicia’ (…). Nótese que la exigencia de un derecho sin dilaciones indebidas, o sea, de una protección judicial en tiempo adecuado, no signifi ca necesariamente ‘justicia acele-rada’. La ‘aceleración’ de la protección jurídica que se traduzca en disminución de garantías procesales y ma-teriales (plazos del recurso, supresión de instancias) puede conducir a una justicia pronta pero materialmente injusta” (Direito Constitucional. Ob. cit., p. 652, las cursivas son del original). Además, bajo una perspectiva que conecta con los derechos a organización y la duración razonable del proceso, es importante advertir que la organización del material humano y la adecuada asignación de recursos por parte del Poder Judicial son fundamentales para otorgar una prestación jurisdiccional más efectiva (Cfr. ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. Del formalismo en el proceso civil. Ob. cit., p. 161).

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participación (p. e., acciones colectivas) y, finalmente, la propia respues-ta jurisdiccional”47. En otras palabras, el justiciable tiene derecho (y el Estado su correlativo deber) de contar con una tutela estatal que pro-vea normas materiales y procesales adecuadas (prestación normativa), a participar en el procedimiento en el cual se ventilarán sus derechos, y a que la decisión sea obtenida respetando los derechos fundamentales.

De ello, resulta claro que si los derechos materiales sometidos a un procedimiento ante la jurisdicción están en juego, el derecho a la tute-la jurisdiccional efectiva importa una protección adecuada por parte del Estado. Aquellos derechos no se concretarían de la forma en que la Constitución ordena si es que el Estado–legislador (en su deber de creación de normas jurídicas abstractas) y el Estado–juez (en su deber de otorgar la prestación jurisdiccional en cada caso concreto) incumplen con sus preceptos. Por su parte, aunque se ya se afirmado indirecta-mente, no hay que perder de vista que el derecho a la tutela jurisdic-cional efectiva no solo es el medio para efectivizar derechos materiales constitucionales (derechos fundamentales) sino toda clase de derechos que requieren de la prestación jurisdiccional para ser tutelados. En efec-to, cuando la Constitución asegura el derecho a la efectiva tutela en el ámbito jurisdiccional como derecho fundamental, busca que inclusi-ve los derechos no constitucionales –como el crédito– sean protegidos idóneamente48.

El derecho a la tutela jurisdiccional efectiva tiene incidencia a lo largo de todo el proceso, hasta la satisfacción plena del actor si este re-sultare vencedor. Debe dejarse de lado, por lo tanto, la concepción que circunscribe este derecho solamente a ingresar al proceso y que solo

47 MARINONI, Luiz Guilherme. Derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva. Ob. cit., p. 227.

48 “Entre tanto, el derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva, cuando se dirige contra el juez, no exige solo la efectividad de la protección de los derechos fundamentales, sino que la tutela jurisdiccional sea prestada de manera efectiva para todos los derechos. Tal derecho fundamental, por eso mismo, no requiere solo de técnicas y procedimientos adecuados para la tutela de los derechos fundamentales, sino de técnicas procesales idóneas para la efectiva tutela de cualquiera de los derechos (…).

Como se ve, aunque la respuesta del juez siempre atienda al derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva, solamente en algunos casos el objeto de la decisión es otro derecho fundamental, ocasión en que, en realidad, existe el derecho fundamental a la tutela jurisdiccional al lado del derecho fundamental puesto en decisión del juez. Cuando este otro derecho fundamental requiere de protección, no hay duda que la decisión confi gura una evidente protección jurisdiccional de protección. ¿Y en el caso en que la decisión no trata de un derecho fundamental? Nótese que, aunque el juez, en ese caso, no decida sobre un derecho fundamental, ob-viamente responde al derecho fundamental a la efectiva tutela jurisdiccional” (MARINONI, Luiz Guilherme. Derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva. Ob. cit., p. 230, las cursivas son del original).

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favorece al actor. Para que el proceso sea un instrumento adecuado, tal como lo preceptúa la Constitución al reconocer un derecho fundamental –la efectividad de la prestación jurisdiccional– como medio para tutelar los otros derechos fundamentales (y también los no fundamentales), no basta tan solo con permitir al actor instaurar un proceso y despreocu-parse de lo que viene después, ni tampoco dejar de lado al demandado. ¿Cómo es posible que una tutela jurisdiccional efectiva se restrinja mez-quinamente a la génesis del proceso y se despreocupe de su resultado? De ahí que la teoría de la acción abstracta como un derecho público sin contenido, que solo sirve para activar el mecanismo de la jurisdicción y se agota en el mismo instante en que es ejercitada, manifiesta un ale-jamiento del proceso de la efectiva tutela de los derechos49 tal como la Constitución quiere50. Y esto no es para menos: la acción fue la categoría en torno a la cual giraba toda la ciencia del proceso; sin embargo, en el momento actual en que se encuentran los estudios procesales creemos

49 Es preciso reconocer que la teoría de acción como un derecho público, subjetivo, autónomo, abstracto y que únicamente servía para ingresar a la jurisdicción (derecho a la jurisdicción, le llamaba Couture) sigue aún siendo ampliamente aceptada en diversas latitudes de Sudamérica, salvo en Brasil. Allí, muchos juristas son partidiarios de la teoría de la dualidad de acciones, en que se propone la coexistencia de una acción material –similar a la actio romana– y una acción procesal. Sin embargo, esta teoría (que tuvo su origen en el genio de Pontes de Miranda, en la década del treinta) posee una complejidad que hace imposible ser conceptuada en términos sencillos, bajo riesgo de tropezar. Para ello nos remitimos al trabajo tantas veces citado del Profesor ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. Teoría y práctica de la tutela jurisdiccional. Ob. cit., pp. 74-108, en donde la expone y refuta con mucha claridad. Sin embargo, debemos reconocer que el surgimiento de esta teoría se dio al advertirse que la acción abstracta –que iba ganando adeptos en ese tiempo– refl ejaba la sepa-ración radical entre Derecho Procesal y material. En otras palabras, fue un intento por acercar ambos planos que estaban distanciándose cada vez más. Es así que uno de los más férreos defensores de la teoría de Pontes de Miranda afi rmó que “La acción de derecho material es precisamente la categoría capaz de reestablecer, dogmáticamente, el vínculo perdido entre el derecho material y el proceso” (MACHADO, Fábio Cardoso. “Ação e ações: Sobre a renovada polêmica em torno da ação de direito material”. En: Revista Peruana de Derecho Procesal, XI, Lima: Communitas, 2008, p. 185). A pesar de ello, compartimos plenamente las cate-góricas críticas realizadas por el Prof. Carlos Alberto, tanto de esta teoría como de la acción abstracta.

50 Pero no solo está de por medio la cuestión concerniente a la Constitución. La teoría de la acción abstracta también desconoce el fenómeno procesal en su totalidad (dinámico por esencia), sobre todo en cuanto al papel del juez y su deber de decidir, y de los múltiples poderes, facultades y cargas del propio titular. En efecto, “Las teorías abstractas cuando ponen el acento sea en el momento inicial (derecho o poder de esti-mular la jurisdicción), sean el momento fi nal del proceso (derecho o poder a una sentencia de mérito), solo consideran la acción como situación inactiva o estática, típica de quien es destinatario de un comportamiento imperativo de otro, vale decir, como un posición subjetiva de ventaja o de predominio con relación a un bien (en este caso, en relación con la decisión jurisdiccional de tutela), realizada por el deber de hacer nacer com-portamientos positivos. En tal perspectiva, quedan en la sombra las eventuales facultades, poderes y cargas procesales del titular, ya que el perfi l necesariamente dinámico de la situación subjetiva, atrás subrayado, constantemente es colocado en segundo plano por la consideración atribuida al perfi l estático-sancionatorio del deber de prestar justicia. Por ello, la idea de concebir la acción como poder solitario de iniciar el proceso conduce a una indeseable identifi cación de la acción con el derecho a obtener una decisión. Pero la acción, entendida como poder de iniciativa, no representa el otro lado del deber de decidir del juez, constituye solo su presupuesto, el soporte fáctico al cual el ordenamiento vincula aquel deber” (ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. Teoría y práctica de la tutela jurisdiccional. Ob. cit., pp. 121-122).

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que es necesario una reformulación o, más precisamente, que la acción evolucione. Y el resultado de esa evolución no es otro que el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva o, como también se le conoce, principio de efectividad51.

De otro lado, el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva impone al Estado la constitución de todo un aparato debidamente organizado y sistematizado (derecho a la organización) abocado al ejercicio de la jurisdicción por algunos de sus órganos, así como a estructurar un me-canismo idóneo para la tutela de los derechos sustanciales (derecho a procedimiento). A su vez, este mecanismo –que no es otro que el proce-so– deberá ser capaz de proteger cualquier situación de derecho mate-rial que amerita tutela por parte de la jurisdicción (con lo arduo que ello significa, pues la realidad siempre va por delante), y para ello es impres-cindible que existan respuestas efectivas. Esto último demuestra el gran error de la Escuela Sistemática, al buscar perfeccionar el procedimiento ordinario, pues es el Derecho Procesal el que debe adaptarse a las ne-cesidades del derecho material, y no al revés. Es claro que esta última situación genera un perjuicio irreversible a aquellos derechos materia-les que no pueden soportar una duración prolongada o que requieren protecciones adicionales por su propia esencia, y que un procedimiento creado con otro propósito (buscar a toda costa la certeza, privilegiando al máximo la defensa del demandado) es incapaz de tutelar.

2.2.2. Tutela jurisdiccional, debido proceso, proceso justo y acceso a la justicia

En nuestro país, el vocablo “debido proceso” es mucho más usado para referirse a todas aquellas garantías constitucionales presentes en un proceso (no solo jurisdiccional), y se encuentra plenamente identificado con el derecho de defensa. No obstante, ello no quiere decir que catego-rías como la tutela jurisdiccional efectiva, proceso justo o el acceso a la justicia no sean conocidas, pero sin duda están un tanto opacadas por el debido proceso en la praxis nacional.

51 “La efectividad está consagrada en la Constitución Federal, art. 5, XXXV, pues no es sufi ciente solamente abrir la puerta de entrada al Poder Judicial, sino prestar una jurisdicción en lo posible efi ciente, efectiva y justa, mediante un proceso sin dilaciones temporales o formalismos excesivos, que conceda al vencedor en el plano jurídico y social todo lo que sea justo” (ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. Del formalismo en el proceso civil. Ob. cit., p. 157).

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En este acápite no queremos, en lo absoluto, realizar una distinción dogmático-conceptual de esta terminología (que, en verdad, hasta po-dría ser inútil), sino simplemente aclarar por qué hemos venido utili-zando la categoría de la tutela jurisdiccional efectiva en desmedro de las otras.

En primer lugar, es posible concebir al debido proceso (due process of law) como un derecho fundamental que comprende todas aquellas garantías de índole constitucional presentes a lo largo del desenvolvi-miento de un proceso, cuyo cumplimiento efectivo garantizan como resultado una decisión justa. De tales garantías podemos mencionar las más importantes: imparcialidad, inapartabilidad, juez natural, igualdad de las partes, principio del contradictorio, publicidad de los actos proce-sales, motivación de las resoluciones, etc.

Sin embargo, como destaca Dinamarco, “La doctrina tiene mucha dificultad en conceptuar el debido proceso legal y precisar los contor-nos de esa garantía –justamente porque es vaga y caracterizada por una amplitud determinada y que no interesa determinar. La jurisprudencia norteamericana, empeñada en expresar lo que siente por el due process of law, dice que es algo que está en torno de nosotros y no sabemos bien lo que es, pero influye decisivamente en nuestras vidas y en nuestros dere-chos (juez Frankfurter). A la cláusula se atribuye hoy una dimensión que va más allá de los dominios del sistema procesal, presentándose como un debido proceso legal sustancial que, en esencia, constituye un víncu-lo autolimitativo del poder estatal como un todo, proporcionando me-dios para censurar la propia legislación y dictar la ilegitimidad de leyes que afrenten las grandes bases del régimen democrático (substantive due process of law)”52.

¿Y qué es el proceso justo? Pues, la verdad, es una de las tantas lo-cuciones que recibió el due process of law53. Tanto el derecho al debido proceso como el derecho a un proceso justo exigen el respeto de los principios y garantías consagradas en la Constitución en el ámbito de un proceso, con la exclusiva finalidad de arribar a una justa decisión.

52 DINAMARCO, Cândido Rangel. Instituições de direito processual civil. I. Ob. cit., p. 244.

53 Como bien señala BUSTAMANTE ALARCÓN, Reynaldo. Derechos fundamentales y proceso justo. ARA Editores, Lima, 2001, p. 183.

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En otras palabras, se trata de un mismo concepto con dos nomen iuris distintos: ambos están estructurados sobre lo mismo y buscan exac-tamente lo mismo. No obstante ello, creemos que la locución derecho a un proceso justo refleja con más pertinencia el propósito que el proceso pretende alcanzar al buscar efectivizar de los preceptos constitucionales. Volveremos a esta idea en los siguientes apartados.

Por su parte, esta identificación entre debido proceso y proceso justo también es reconocida por Dinamarco54: “El perfil de proceso que resulta de esa garantía es del proceso justo y equitativo que, en la voz de la más moderna doctrina, es el proceso regido por garantías mínimas de medios y de resultados, con empleo del instrumental técnico-procesal adecuado y conducente a una tutela adecuada y efectiva (Luigi Paolo Comoglio). El contexto de garantías tipificadas y atípicas contenidas en la fórmula due process of law ofrece a los litigantes un derecho al proceso justo, con oportunidades reales y equilibradas”. Y concluye de la siguiente mane-ra: “Derecho al proceso justo es, en primer lugar, el derecho al proceso tout court –asegurado por el principio de la inapartabilidad del control jurisdiccional que la Constitución impone mediante la llamada garan-tía de la acción. Sin el ingreso al juicio no se tiene la efectividad de un proceso cualquiera y mucho menos de un proceso justo. Garantizado el ingreso en juicio y también la obtención de un proveimiento final de mérito, es indispensable que el proceso se haya realizado con aquella garantías mínimas: a) de medios, por la observancia de los principios y garantías establecidas; b) de resultados, mediante la oferta de decisiones justas, o sea, portadoras de tutela jurisdiccional a quien efectivamente tenga razón”.

En segundo lugar, el acceso a la justicia es un derecho fundamen-tal que se identifica plenamente con la forma cómo hemos descrito el derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva. En efecto, el de-recho de acceso a la justicia fue inicialmente identificado tan solo con la petición inicial de los ciudadanos (derecho de acción), pero que fue evolucionando conforme el proceso fue asumiendo un compromiso más estrecho con la Constitución55.

54 DINAMARCO, Cândido Rangel. Instituições de direito processual civil. I. Ob. cit., p. 246.

55 Cfr., SALDANHA, Jânia Maria Lopes y RATKIEWICZ, Ana Carolina Machado. “O prazo razoável do pro-cesso civil brasileiro como direito fundamental de acesso à justiça: Um exercício de cidadania”. En: Revista

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Por otro lado, es preciso reconocer que al aludir a la tutela jurisdic-cional efectiva estamos limitando nuestras afirmaciones al proceso me-diante el cual el Estado ejercita su función jurisdiccional (cuyo rasgo fundamental es la potestad de resolver los conflictos en forma definiti-va), dejando de lado otros procesos no menos relevantes como son el proceso arbitral, el proceso administrativo (ante la Administración Pú-blica), el proceso legislativo (creación de normas jurídicas) y el proceso ante privados como es el caso de asociaciones, clubes, etc.; es decir, los procesos ante las entidades intermediarias, usando la terminología del profesor Cândido R. Dinamarco56.

No es que privilegiemos el proceso jurisdiccional al punto de des-preciar los procesos en que no existe jurisdicción. Al fin y al cabo, en los procesos administrativos ante la Administración Pública, por ejemplo, el Estado también ejercita su poder y, además, muchos derechos funda-mentales también son tutelados. Por su parte, producto de la reciente reforma del régimen del arbitraje, el tribunal arbitral ha adquirido ma-yores poderes y autonomía respecto de la jurisdicción –al punto que la calificación de las medidas cautelares otorgadas por aquel no está sujeta a una interpretación de su contenido ni de sus alcances por parte del juez–, por lo cual no se trata en lo absoluto de un proceso secundario o subordinado.

No obstante ello, es en el proceso jurisdiccional donde la Constitu-ción ha depositado sus expectativas para tutelar, a través de un proce-dimiento eficaz, gran parte de sus preceptos materiales. Si quiere verse de otra manera, por los propios rasgos de la jurisdicción, es el proceso jurisdiccional donde se ventilará ulteriormente alguna afrenta a un de-recho material. Además, podemos agregar que las mejores posibilidades de tutela efectiva de los derechos que requieren de un procedimiento idóneo para ser efectivizados se encuentran en el proceso jurisdiccional, principalmente por el rol y los poderes del Estado-juez. Y todo ello sin contar que, salvo poquísimas excepciones, la jurisdicción es quien tiene la última palabra en cuanto se trata de la resolución de un conflicto de intereses.

Peruana de Derecho Procesal, X, Communitas, Lima, 2008, p. 52 y ss.

56 DINAMARCO, Cândido Rangel. La instrumentalidad del proceso. Ob. cit., p. 107.

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Ahora bien, la cláusula del debido proceso legal o proceso justo tiene unos alcances más vastos que la tutela jurisdiccional efectiva, al menos en rigurosos términos lingüísticos. Así es, como acabamos que decir, la tutela jurisdiccional se limita evidentemente al ámbito del ejercicio de la jurisdicción; por el contrario, el debido proceso legal o proceso justo abarca cualquier tipo de proceso, sea estatal o privado. Sin embargo, es necesario advertir que se trata de las mismas garantías (salvo, por su-puesto, las que son inherentes a la jurisdicción). En efecto, hay violación del debido proceso si un club no motiva debidamente por qué se expul-sa a un socio, si la Administración Pública no notifica debidamente al administrado o si un juez no es imparcial. Pero si todas estas violaciones ocurren en un proceso jurisdiccional, es correcto afirmar que no se está otorgando una prestación jurisdiccional efectiva, y por ello nos encon-tramos en el espectro de la tutela jurisdiccional. Lo que es más, podría afirmarse que hay aspectos que el debido proceso no comprendería, como sería la organización del aparato judicial y los “derechos” del juez, como la independencia, autonomía, inamovilidad, salario digno, etc., pero que sí llegarían a afectarlo, “(...) en tanto supone el aseguramiento de un conjunto de condiciones extraprocesales que redundarán en la efi-cacia de la impartición de justicia”57.

Entonces, podría concluirse lo siguiente: el debido proceso abarca cualquier tipo de proceso, incluido el jurisdiccional; pero la tutela juris-diccional, en su respectivo ámbito, comprende el debido proceso y algo más. ¿Es necesario distinguir dogmáticamente la convergencia de las dos categorías? Creemos que no58. La verdad es que hemos adoptado el

57 MONROY GÁLVEZ, Juan. “Comentarios al artículo 139 inciso 3 de la Constitución”. En: GUTIÉRREZ CAMACHO, Walter (director). La Constitución comentada. Análisis artículo por artículo. T. II, Gaceta Jurídica, Lima, 2006, p. 497. Asimismo, suscribimos la opinión de este autor cuando afi rma que la tutela efectiva de los derechos no debe quedar restringida en el ámbito jurisdiccional, sino debe extenderse a todas aquellas áreas que también resuelven confl ictos. De ahí que el nombre más idóneo sea el de tutela procesal efectiva, “en tanto alcanza a toda la actividad resolutiva que se realiza en nuestra sociedad, y no únicamente la que realizan los órganos jurisdiccionales” (Ob. cit., p. 498). Al respecto, es importante resaltar que nuestro Código Procesal Constitucional, con mucha corrección, al mencionar los derechos tutelados por el proceso de amparo, hace mención a la tutela procesal efectiva (artículo 37 inciso 16) y no a la tutela jurisdiccional efectiva ni al debido proceso. Ello se justifi ca pues la vulneración de dicho derecho fundamental podría haber ocurrido en un proceso judicial, un proceso arbitral, un proceso ante la Administración Pública (inclusive un procedimiento) o un proceso ante privados.

58 Por ello es que si bien acierta al circunscribir el ámbito de actuación de la tutela jurisdiccional, no comparti-mos la preocupación de Reynaldo Bustamante Alarcón cuando cree necesario defi nir los alcances de aquella y del debido proceso por el solo hecho de que la Constitución reconoce ambos (BUSTAMANTE ALARCÓN, Reynado. Derechos fundamentales y proceso justo. Ob. cit., pp. 189-190). Por el contrario, creemos que nues-

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vocablo tutela jurisdiccional efectiva por dos razones fundamentales: la primera es por una simple identidad terminológica con la prestación a la que el Estado está obligado a través de su función jurisdiccional, de ahí que tiene el deber de otorgar una tutela jurisdiccional efectiva (que corresponde al derecho de los individuos a recibir esta tutela). Por su parte, la segunda razón es porque el tema central de nuestra exposición –la ineficacia procesal– está pensada para el ámbito jurisdiccional en ma-teria civil aunque, vale la advertencia, ello no implica que los criterios no sean aplicables –con sus respectivas particularidades– a otros procesos jurisdiccionales (como el penal o el laboral), estatales (administrativos) o privados.

2.2.3. El principio de seguridad jurídica

Lo que hemos descrito sobre el derecho a la efectividad de la tu-tela jurisdiccional también se le conoce como principio de efectividad. Sin embargo, como bien alerta el profesor Carlos Alberto Àlvaro de Olivei-ra59, este principio no puede ser pensado sin considerar “su otra cara”: el principio de seguridad jurídica.

Ciertamente, este principio –así como tampoco el propio principio de efectividad– no puede ser visto como la finalidad que se propone al-canzar la Constitución. Así, “(...) de tal forma, hoy la seguridad jurídica de una norma debe ser medida por la estabilidad de su finalidad, abar-cada en caso de necesidad por su propio movimiento. No se busca más el absoluto de la seguridad jurídica, sino la seguridad jurídica afectada con un coeficiente de garantía de realidad. En esa nueva perspectiva, la propia seguridad jurídica induce el cambio al movimiento, visto que debe estar al servicio del objetivo inmediato de permitir la efectividad del derecho fundamental a un proceso imparcial. En suma, la seguridad ya no es vista con los ojos del Estado liberal, en que tendía a prevalecer

tra Constitución deja mucho que desear al regular las garantías constitucionales procesales, no solo respecto del fondo (no asegura, por ejemplo, el libre acceso a la justicia o la inapartabilidad de la jurisdicción en los confl ictos suscitados), sino también respecto de la forma: consagra “principios” y “derechos” de la función jurisdiccional cuando muchos de ellos son derechos de los justiciables y, además, no fue rigurosa al mencio-nar tanto el debido proceso como la tutela jurisdiccional.

59 Nos referimos a su ponencia titulada “El derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva desde la perspectiva de los derechos fundamentales”, presentada en las XXI Jornadas Iberoamericanas de Derecho Procesal (realizadas los días 16, 17 y 18 de octubre de 2008 en la ciudad de Lima), publicada en diversas revistas jurídicas en Brasil y también entre nosotros (Revista Jurídica del Perú, N° 96, Gaceta Jurídica, Lima, febrero 2009, pp. 379-392).

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como valor, porque no sirve más a los fines sociales a que se destina el Estado. Dentro de estas coordenadas, el juez debe estar atento a las pe-culiaridades del caso, pues atendiendo incluso al formalismo estableci-do por el sistema, de cara a las circunstancias de la especie, el proceso puede presentarse injusto o llevar un resultado también injusto”60.

Es muy importante no desconocer que efectividad y seguridad son medios y no fines, pues de lo que se trata es conseguir, a través del pro-ceso, es “un resultado cualitativamente diferenciado”61; es decir, que no solo se asegure el ingreso al proceso (acción abstracta clásicamente en-tendida), ni tampoco tan solo la emisión de un juzgamiento de mérito, sino que el resultado sea justo, entendido este como un resultado acorde a los postulados axiológicos y normativos (que se inspiran en aquellos). La efectividad y la seguridad, pues, deben contribuir a ello.

Sin embargo, no todo es color de rosa cuando se habla de efectivi-dad y seguridad. Muy por el contrario, es correcto afirmar que cuanto más efectividad se dé, menor seguridad habrá, y mientras más seguri-dad se aplique, menor efectividad se conseguirá. Es innegable que hay un permanente conflicto entre ambos principios, pero ¿cómo solucio-narlo? La respuesta, a nuestro criterio, siempre dependerá del particular caso concreto al cual se enfrente el legislador –al instaurar disposiciones normativas que reflejen con mayor acentuación uno u otro valor–, pero, más aún, el juez, por ser quien en forma directa deberá otorgar la tutela jurisdiccional reclamada. Concordamos plenamente con la doctrina que venimos siguiendo, cuando afirma que: “Delante de carácter normati-vo de los derechos fundamentales de la efectividad y de la seguridad, pienso que en el ámbito del proceso es posible definir la adecuación de la tutela jurisdiccional como la aptitud de esta para realizar la eficacia ofrecida por el derecho materia, con la mayor efectividad y seguridad po-sibles. Por lo tanto, en regla, la adecuación resulta de la ponderación de esos dos valores o derechos fundamentales, con vistas al resultado que se quiere obtener frente a la clase de derecho violado. Esas directivas deben comprometer al legislador, la doctrina y la aplicación práctica del derecho procesal por el órgano judicial, respetados, por supuesto, los

60 ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. “El derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva desde la perspectiva de los derechos fundamentales”. Ob. cit., p. 388.

61 Ibídem, p. 388.

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dispositivos asegurados para la parte, pues esta puede elegir la forma de tutela que más le conviene (autonomía de la voluntad, otro derecho fun-damental), salvo las excepciones consignadas expresamente en la ley”62 (las cursivas son del original).

En efecto, no se trata de privilegiar un principio y pulverizar el otro: la solución estriba por llegarse a una armonía en que puedan convivir al punto tal de concretizarse en el resultado más justo posible.

Finalmente, sin ánimos de extendernos más en el tema, debemos tener en cuenta que esta apreciación tiene relevancia en todo el ámbito del proceso, pero se evidencia con mayor fuerza cuando el juez, al mo-mento de sentenciar, decide e interpreta enunciados normativos (y pro-duce la norma jurídica para el caso concreto). Y, de igual manera, cuan-do el juez tiene en sus manos la posibilidad de retroceder en el avance del procedimiento por haberse presentado un defecto, también deberá tener como norte la efectividad y la seguridad.

2.2.4. Las técnicas procesales

La prestación jurisdiccional efectiva (que se debe en todo el discurrir del proceso) implica que los derechos materiales ventilados sean concre-tados y, por ello, protegidos (derecho a protección). Y como acabamos de apreciar, para esta conseguir esta finalidad el proceso debe poseer una amplia gama de mecanismos. Tales mecanismos son las técnicas procesales, las cuales constituyen “la predisposición ordenada de me-dios destinados a la realización de los objetivos procesales”63. Por ello, como cualquier técnica, la técnica procesal “(...) es eminentemente ins-trumental, en el sentido de que solo se justifica en razón de la existencia de alguna finalidad a cumplir y de que debe ser instituida y practicada con miras a la plena consecución de la finalidad”64. En otras palabras, a

62 ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. “El derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva desde la perspectiva de los derechos fundamentales”. Ob. cit., p. 390. Aunque tampoco es fi n en sí mismo, el prin-cipio del contradictorio, una de las fuentes legitimadoras del proceso como instrumento ético, debe ser pro-movido y respetado (lo cual no quiere decir que para otorgar la prestación jurisdiccional efectiva –principio de efectividad–, pueda inobservarse). Para una brillante exposición sobre este principio, véase ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. “A garantia do contraditório”. En: Revista Peruana de Derecho Procesal. V, Estudio Monroy Abogados, Lima, 2002, pp. 11-23, esp. p. 20 y ss.

63 DINAMARCO, Cândido Rangel. La instrumentalidad del proceso. Ob. cit., p. 388.

64 Ibídem, p. 386.

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través de las técnicas procesales, el proceso cumple con sus propósitos; por lo tanto, estas técnicas deben ser adecuadas e idóneas para otorgar una efectiva prestación jurisdiccional.

Queda claro que las técnicas procesales deben ser las más idóneas y efectivas para tutelar los derechos materiales porque esto es lo que pro-mete el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva. Es decir, si la Consti-tución requiere que en un proceso jurisdiccional puedan concretizarse los derechos materiales –entre ellos, los fundamentales–, entonces los medios que sirven a la finalidad de aquel (las técnicas procesales) deben ser los más adecuados65.

Siendo las técnicas procesales medios destinados a la realización de los propósitos trazados por el proceso se deduce que aquellas deben ser instituidas mediante normas jurídicas por parte del Estado-legislador. Teniendo este el deber de proteger normativamente los derechos funda-mentales –y por ello el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva–, está obligado a emitir las normas jurídicas más adecuadas (tanto materiales como procesales) para que los individuos obtengan una tutela idónea. Y precisamente a través de la creación de normas procesales es que toman cuerpo las técnicas procesales. Así, por ejemplo, cuando el legislador in-corporó la figura de la (mal llamada) medida temporal sobre el fondo (artículo 674 y ss., CPC), lo hizo para que el titular de un derecho con un inminente peligro de perjudicarse, pueda obtener, en el plano de la realidad, los efectos que coinciden con aquellos que obtendría en la de-cisión final.

Sin embargo, no basta que el legislador plasme normativamente las técnicas procesales más adecuadas; es imprescindible que estas sean aplicadas a la situación jurídica concreta que efectivamente así lo requie-ra, y esta labor está encargada al juez. Inclusive, es tan fuerte la vincu-lación de este con el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva que, si el

65 El profesor Carlos Alberto Àlvaro de Oliveira, en su concepción de la tutela jurisdiccional, advierte la distin-ción entre esta y la técnica. Afi rma que la tutela jurisdiccional se encuentra en un ámbito valorativo, mientras que la técnica no. En efecto, “La técnica nada tiene que ver con el valor de las fi nalidades a las que sirve, pues, como medio e instrumento, concierne exclusivamente a los procedimientos que permiten realizarlas, sin preocuparse por esclarecer si son buenas o malas. Apreciar el mérito de los fi nes del individuo constituye un problema ético y no técnico” (Teoría y práctica de la tutela jurisdiccional. Ob. cit., p. 154). Como ejemplo pone las cámaras de gas utilizadas en el Holocausto: en sí, estas no son buenas o malas, lícitas o ilícitas; en todo caso, lo que puede ser moralmente califi cado es el uso que el hombre le dio a dicha técnica.

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legislador ha omitido la consagración normativa de una técnica, el juez tiene el deber de proveer la más eficaz e idónea para el caso concreto.

Con el ejemplo de la medida cautelar regulada en el artículo 674 CPC se verifica en forma tangible a qué nos referimos al hablar de técnicas procesales. Este tipo de medida cautelar, así como las otras especies, está destinada a tutelar situaciones especialísimas, y constituye una verdade-ra técnica al servicio del proceso. El legislador, al instaurar la medida temporal sobre el fondo, procuró otorgar la prestación jurisdiccional más adecuada para ciertas situaciones de derecho material.

Sin embargo, no hay que ir tan lejos para encontrar otras técnicas: la sentencia y el mismo procedimiento también lo son. Asimismo, po-demos mencionar algunas técnicas procesales –con prescindencia que estén reguladas o no en nuestro CPC– y en un orden arbitrario: la tute-la anticipatoria, el procedimiento monitorio, el contradictorio diferido, la sumarización procedimental y cognitiva, la notificación por nota, la carga probatoria dinámica, el favor probationem, las pruebas leviores, los sucedáneos de los medios probatorios, el llamado proceso urgente, la reposición con apelación subsidiaria, la apelación diferida, el incidente de nulidad, la condena genérica, la condena a futuro, la legitimidad co-lectiva y la llamada cosa juzgada erga omnes en los procesos colectivos, la actuación de la sentencia impugnada, las multas, las astreintes, la pri-sión civil, entre muchas otras. De igual modo, como será desarrollado más adelante, la categoría de técnica procesal también comprende a la nulidad.

3. La instrumentalidad del proceso

Hemos sustentado que el proceso es un mecanismo de protección de los derechos materiales, y esa protección se manifiesta con la prestación jurisdiccional efectiva, lo cual constituye la razón de ser del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, cuyo fundamento es constitucional. Ello implica, innegablemente, que el proceso tiene un carácter instru-mental frente al derecho material. Asimismo, respecto del uso de este último término, ya sabemos que se comprende también los derechos constitucionales.

Sin embargo, es preciso reconocer que el proceso responde también a otros fines, además de tutelar los derechos materiales. Como bien

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resaltó Cândido Dinamarco, no es correcto circunscribir el fenómeno de la jurisdicción solamente al plano jurídico, sino también al político y al social66. En efecto, desde un estricto punto de vista de la ciencia política, la jurisdicción o función jurisdiccional resulta ser una manifestación del poder político del Estado, aquel del cual se vale para imponer sus decisiones. De ahí que la sentencia –así como las leyes– constituya un acto de positivación del poder67, y que la observancia de las normas que estructura el procedimiento implica la legalidad y legitimidad del ejercicio del poder68. Por su parte, fundamenta el carácter instrumental o teleológico del proceso como un medio para alcanzar los objetivos de la jurisdicción, que son sociales, políticos y jurídicos. Así, la pacifica-ción social y la educación de los derechos y deberes ciudadanos (obje-tivos sociales); la capacidad del Estado de decidir imperativamente, el culto a la libertad y la participación democrática ciudadana (objetivos políticos); y actuación de la voluntad concreta del derecho (objetivo ju-rídico) conforman el amplio espectro que el Estado y la sociedad anhe-lan conseguir, y para ello se valen de la función jurisdiccional ejercida por aquel.

En estos tiempos es innegable que el proceso, como instrumento de la jurisdicción, ya no busca más la actuación de la voluntad de la ley (si

66 El fragmento que transcribiremos a continuación es más una conclusión que la enunciación del problema, pero refl eja bastante bien lo que pretende el profesor Dinamarco: “El procesalista, sin dejar de serlo, ha de estar atento a la indispensable visión orgánica de la interacción entre lo social, lo político y lo jurídico. Hay que estar informado de los conceptos y sugestiones que otras ciencias le puedan otorgar, y conocer la vivencia del proceso como instrumento, conocer su potencialidad para conducir a resultados, tener sensibilidad para sus defi ciencias y disposición a concurrir para su perfeccionamiento. La percepción y examen ordenado de todos los objetivos, que animan la institución y el ejercicio de la jurisdicción como expresión del poder político, y la búsqueda de una armoniosa convivencia social constituyen factores de primer orden para el encuentro de soluciones adecuadas, sea en el plano teórico o práctico, sea en casos particulares o en la generalización legislativa” (Cândido Rangel DINAMARCO. La instrumentalidad del proceso. Ob. cit., p. 263).

67 Ibídem, p. 153.

68 Ibídem, pp. 215 y 221. El profesor Dinamarco no duda en rechazar la concepción de la jurisdicción en torno al concepto de acción (pues se enfoca exclusivamente en el actor, olvidando al demandado) “En la criticada visión estrictamente jurídica del fenómeno político que constituye la jurisdicción, los estudiosos del proceso se conformaron inicialmente con afi rmaciones extremadamente individualistas, ligadas al sincretismo priva-tista, en el que el sistema procesal aparece como medio para el ejercicio de los derechos e institucionalmente destinado a su satisfacción. Se decía, entonces, que el propósito del proceso era la tutela de los derechos, en aquella visión pandectista que colocaba a la acción como centro del sistema y la describía como el propio derecho subjetivo en actitud de rechazo a la lesión sufrida. Hoy, reconocida la autonomía de la acción y pro-clamado el método del proceso civil de resultado, se sabe que la tutela jurisdiccional es dada a las personas, no a los derechos, y solamente a aquel sujeto que tuviera la razón: la tutela de los derechos no es propósito de la jurisdicción ni del sistema procesal; constituye un grave error de perspectiva la creencia de que el sistema gravita en torno a la acción o de los derechos subjetivos materiales” (Ibídem, pp. 257-258).

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es que puede afirmarse que la ley tiene voluntad). Circunscribir el ejerci-cio de la jurisdicción a la aplicación de la ley es una idea absolutamente retrógrada: la jurisdicción, como bien lo hace notar la doctrina que veni-mos siguiendo, tiene finalidades que alcanzar que le interesan al Esta-do –su detentor– y a la sociedad en su conjunto. En efecto, el propósito que trasciende a resolver cada caso concreto es precisamente generar un clima de paz social que permita el progreso de la sociedad.

Tenemos entonces que el proceso es un instrumento de tutela de los derechos materiales; pero, a la vez, resulta una herramienta impres-cindible con que cuenta la sociedad para resolver sus conflictos. Es así que el proceso no solo busca tutelar adecuadamente los derechos mate-riales, resolviendo el conflicto de intereses entre las partes, sino también pretende traer pacificación social69. Sin embargo, tal propósito no puede alcanzarse sin el respeto de los derechos de las partes, de los principios que inspiran el proceso y de las reglas del procedimiento previamente establecidas, lo cual constituye una manifestación del principio de segu-ridad jurídica.

4. El formalismo en el proceso civil. Un vistazo a la propuesta de Carlos Alberto Àlvaro de Oliveira

Desde sus orígenes, en todo proceso, y más aún en el proceso civil, ha existido un factor de suma importancia absolutamente indesligable de aquel, pues es parte de su propia esencia: nos estamos refiriendo al formalismo. Con mucha frecuencia este término es identificado como algo negativo o perverso, como ritos sagrados desprovistos de utilidad, que solo entorpecen la obtención de la finalidad, cualquiera que esta sea. No obstante, esta idea es altamente equívoca. El formalismo por sí mismo no es algo nocivo; por el contrario, consiste en una garantía in-dispensable de cualquier procedimiento, pues presupone las “reglas de juego” impuestas al juez, a los sujetos procesales y a los terceros. Sin em-bargo, el formalismo adquiere una relevancia singular en el proceso ju-risdiccional, pues aquí se discuten los derechos y valores más relevantes

69 “De ahí la idea, sustancialmente correcta, de que el Derecho Procesal es el Derecho Constitucional aplicado, lo que signifi ca esencialmente que el proceso no se agota dentro de los parámetros de una mera realización del derecho material, constituyendo sí, más ampliamente, la herramienta de naturaleza pública indispensable para la realización de justicia y de la pacifi cación social” (ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. Del formalismo en el proceso civil. Ob. cit., p. 138).

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de la sociedad, siendo el espacio donde los ciudadanos resuelven sus disputas en forma definitiva; por ello, ante semejantes situaciones, está claro que deben encontrarse debidamente limitados los poderes del juez, las facultades de las partes, los derechos y garantías de estas. Así, el for-malismo delimita el cauce y el discurrir del proceso, con el exclusivo propósito que los fines de este sean concretados por una vía ordenada y con la garantía que todos deben someterse a aquella. En consecuencia, el formalismo no viene a ser otra cosa que un medio, un instrumento del proceso que, a su vez, como hemos visto en la primera parte, también es un instrumento.

El Profesor Carlos Alberto Àlvaro de Oliveira define el formalismo de la siguiente manera: “El formalismo, o forma en sentido amplio, sin embargo, se muestra más extenso e inclusive indispensable, al implicar la totalidad formal del proceso, comprendiendo no solo la forma, o las formalidades, sino especialmente la delimitación de los poderes, facultades y deberes de los sujetos procesales, coordinación de su actividad, ordena-ción del procedimiento y organización del proceso, con miras a que sean alcanzadas sus finalidades primordiales. La forma en sentido amplio se encomienda, así, a la tarea de indicar las fronteras para el comienzo y el fin del proceso, circunscribir el material a ser formado, y establecer dentro de qué límites deben cooperar y actuar las personas obrantes en el proceso para su desarrollo”70.

Asimismo, no menos importante es complementar esta definición con dos elementos que el Profesor Carlos Alberto había delineado pocas páginas atrás. En ese sentido, es necesario entender que la forma en sentido estricto “(...) es el envoltorio del acto procesal, la manera cómo este debe exteriorizarse; se trata, por tanto, del conjunto de signos por los cuales la voluntad se manifiesta y de los requisitos a ser observa-dos en su celebración”71. Por su parte, advierte que parte de la doctrina identifica la forma en sentido amplio, que comprendería el medio de ex-presión (forma en sentido estricto) y, además, las condiciones de lugar y tiempo en que se realiza el acto procesal72. Sin embargo, el Profesor Carlos Alberto afirma correctamente que estas son circunstancias –por

70 Ibídem, pp. 30-31.

71 Ibídem, p 28.

72 Ídem.

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ello son extrínsecas al acto–, que vienen a ser formalidades que “(...) por delimitar los poderes de los sujetos procesales y organizar el proceso, integran el formalismo procesal, pero no la forma en sentido estricto”73. En otras palabras, lo que debe entenderse por forma en sentido amplio es el formalismo, que a su vez comprende la forma en sentido estricto y las formalidades.

De la definición del formalismo procesal se desprende que este pre-supone un orden preestablecido otorgándole previsibilidad al procedi-miento, el cual debe ser respetado por todos los intervinientes del proce-so, incluido, como es evidente, el Estado–juez. De ello se desprende, en primer lugar, que el formalismo sirve como garantía de libertad de las partes, frente al arbitrio en que pudieran incurrir los órganos que ejercer el poder estatal. Asimismo, en segundo lugar, el formalismo sirve para controlar y proteger a una parte, de los eventuales excesos de la otra y viceversa. En efecto, al determinar las reglas de juego a las que las partes deben adecuarse, si aquellas no son trasgredidas se garantiza el correcto y leal desenvolvimiento del procedimiento. Además, es importante tam-bién advertir que el formalismo viene a ser un mecanismo igualador de ambas partes, a través de una equilibrada distribución de poderes entre las partes (en plano normativo) y asegurando que el ejercicio de los po-deres de una parte no perjudique el ejercicio de los poderes de la otra (plano del hecho)74.

Por lo expuesto, queda fuera de toda duda que el formalismo no en-traña una negatividad; es la libertad absoluta de las formas y su opuesto, el formalismo exacerbado o exceso de formalismo, lo que es verdaderamen-te pernicioso para el proceso. En efecto, si las reglas del procedimiento quedaran a la libre discreción del juez, las situaciones de derecho mate-rial serían tuteladas en forma muy diversa, conduciendo a una cadena de injusticias75. No se olvide que el poder sin límites, sin control, con-duce casi inevitablemente al arbitrio y la desigualdad. Y una situación

73 Ibídem, p. 29. Distinguir entre forma en sentido estricto y formalidades es un punto clave para la construcción de nuestra teoría (v. infra, n. 10.2).

74 Ibídem, pp. 31-35. Cabe advertir que en este punto estamos procurando exponer sus ideas.

75 “Por si ello no bastara, si el órgano judicial estuviera obligado en cada proceso a elaborar para el caso con-creto, con gran desperdicio de tiempo, los propios principios con la fi nalidad de dar forma al procedimiento adecuado, permanecería inutilizable el tesoro de la experiencia tomada de la historia del derecho procesal” (Ibídem, p. 33).

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no menos dramática se produciría si las partes fueran quienes de-limitaran a su gusto el procedimiento: sería casi ilusorio que se fijen poderes y deberes igualitarios, primaría más la voluntad de la parte poderosa sobre la menos poderosa, y sería lícito dudar que el contra-dictorio, pilar fundamental de una relación dialéctica como es el proce-so, sea garantizado y efectivamente cumplido76.

Por su parte, el formalismo excesivo alude no solo a la estructura-ción de reglas que impiden la consecución de los fines del proceso, sino también a actitudes (sobre todo decisiones del juez) que tienden a privi-legiar la aplicación de normas y principios procesales pero no con miras a la obtención de los fines del proceso, sino por el formalismo mismo. En otras palabras, el formalismo excesivo se mira a sí mismo como fin, no como medio, privilegiando una rigurosa e irracional aplicación de una regla jurídica que obstruye la consecución de los fines del proceso. Para el tema que nos concierne, el formalismo excesivo se verifica cuan-do los actos procesales son invalidados por cuestiones meramente for-males, sin atender al cumplimiento de la finalidad para la cual fueron realizados. Así, por ejemplo, peca de formalismo excesivo anular una re-solución jurisdiccional solo porque no está correctamente enumerada en el expediente (artículo 122 inciso 2, CPC), o desestimar el escrito de una parte porque el texto tenga márgenes distintos a los exigidos (artículo 130 inciso 2, CPC), por poner dos ejemplos sencillos que están presentes en nuestra legislación.

Pero la lección del Prof. Carlos Alberto va más allá. Partiendo de la innegable idea de que el proceso es un fenómeno cultural, el formalismo debe ser apreciado no solo desde el formalismo mismo, es decir, desde los poderes, facultades y técnicas establecidos, sino, en primer lugar, desde las vertientes políticas (ejercicio del poder estatal en el proceso) y axiológicas (valores de la justicia, paz social, efectividad, seguridad). Esto es claro. Si el formalismo representa la forma cómo se estructura y organiza un proceso, entonces está directamente influenciado por cómo el proceso sirve a la sociedad en un tiempo y lugar determinados. El

76 Ibídem, p. 247.

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proceso es parte de la experiencia histórico-cultural de un pueblo, es el fiel reflejo de sus vivencias y penurias77.

Por su parte, el formalismo también está intrínsecamente vincula-do con las garantías constitucionales. Así, como bien se ha resaltado, “El principio del debido proceso legal representa la expresión consti-tucional del formalismo procesal; la informalidad excesiva (donde las partes corren el peligro exponerse al arbitrio y al poder del Estado) y el exceso de formalismo (donde el contenido –el derecho material y la justicia– corre el riesgo de extinguirse por razones de forma) esta-blecen sus límites extremos”78. De ahí que para arribar a una decisión justa, en respeto a los derechos fundamentales, el formalismo de hoy en día no puede promover ningún tipo de arbitrariedad ni tampoco que la forma se sobreponga al contenido. Esto último tiene vital im-portancia para nosotros: la aplicación de las reglas consagradas por el formalismo no deben obstruir el camino a la obtención de la tutela efectiva del derecho material, que se verificará mediando una decisión justa.

Asimismo, si queremos hacer una vinculación con lo expuesto sobre los derechos fundamentales líneas arriba, advertimos que el formalismo tiene una importancia sustancial frente a los derechos a la organización

77 Pensemos en dos ejemplos que corroboran este aserto. En un antiguo estadio de la civilización, el hombre era un ser muy místico por naturaleza, atribuyendo a la magia los fenómenos que no llegaba a comprender. De ahí que para resolver las disputas entre los miembros de la tribu recurría al brujo o sacerdote, porque era quien poseía poderes mágicos y sobrenaturales. El procedimiento de ese entonces, por lo tanto, era excesiva-mente formal: poseía conjuros, invocaciones, fórmulas que mal pronunciadas perdían la causa. Entonces, la relación entre proceso, formalismo y cultura es más que evidente: la cultura del hombre de esa época estaba determinada por el misticismo, la admiración, lo mágico; por ello, el procedimiento para resolver confl ictos es también místico y mágico (Cfr. ÀLVARO DE OLIVEIRA, Carlos Alberto. Del formalismo en el proceso civil. Ob. cit., pp. 43-44). Muchas centurias más tarde, por infl ujo del Iluminismo, en Europa continental se asentó la ideología liberal que, como en casi toda la vida cultural, tuvo enormes repercusiones en el proceso. Aquí podemos ver la percepción del Estado como un mal necesario, cuyo deber primordial era abstenerse de menoscabar el libre albedrío de los ciudadanos. Este sentimiento de sacralización de la libertad del individuo surgió a causa de la opresión e injusticias que generaba el Estado absolutista (Estado-policía) y, naturalmente, parió un proceso acorde a tal ideología. El proceso liberal, por tanto, promovió el individualismo que la fi lo-sofía de la época demandaba, y le otorgó a las partes el control casi absoluto del procedimiento: ellas decidían su nacimiento, paralización, conclusión, en fi n, su desenvolvimiento interno. ¿Y el juez? A consecuencia de la corrupción del servicio de justicia absolutista (con más notoriedad en los parlamentos franceses) y de la idealización de la ley como instrumento perfecto de igualdad y protección contra el Estado, el juez quedó marginado a un simple espectador de la contienda de las partes, cuya función era ser la bouche de la loi. En consecuencia, véase cómo el pensamiento y la ideología (en fi n, la cultura) de esta época dio origen a un formalismo –esto es, a la organización, estructuración y distribución de roles en el proceso– que refl ejaba perfectamente los postulados políticos y axiológicos.

78 Ibídem, p. 183.

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y procedimiento y de protección. En efecto, el formalismo, o sea, la es-tructuración y funcionamiento del proceso, y su cumplimiento por el juez y las partes, serán factores determinantes en la efectividad y asegu-ramiento de los derechos fundamentales. En otros términos, las reglas constituidas para el desenvolvimiento del proceso (prestación normati-va) y el comportamiento del Estado-juez frente a tales reglas (prestación fáctica), son elementos que deben estar adecuadamente configurados para así concretizar los preceptos constitucionales.

Sin embargo, pese a todo lo dicho, es imprescindible reflexionar sobre una cuestión adicional. Si bien el formalismo sirve al proceso para que alcance sus fines, toda aquella amalgama de formas, forma-lidades, poderes, facultades, deberes y cargas no está prevista nor-mativamente para que sea un saludo a la bandera. Todo ello está allí para que se cumpla. Si el procedimiento es una garantía para las partes (seguridad jurídica), es no solo porque ya se han determinado ante-ladamente las normas que deben ser cumplidas, sino principalmente porque la exigencia de su cumplimiento no será arbitraria a una u otra parte: será para ambas. Es claro e innegable que la estructuración y funcionamiento del proceso debe permitir el adecuado ejercicio de los derechos y no debe traicionar los preceptos axiológicos fundamentales, pero no se trata de pulverizar el formalismo cada vez que se quiera o se pueda79.

Habiendo dado algunos trazos acerca del formalismo desde una interesante propuesta80, corresponde ahora abordar un principio ínti-mamente vinculado con el formalismo –su verdadera razón de ser–, que resulta de importancia suprema para la teoría que pretendemos proponer.

79 Tal como, a veces, acostumbra a hacer nuestro Tribunal Constitucional, que desde hace varios años deja mucho que desear. Pero lo más grave de todo no es que altere el procedimiento legalmente previsto (porque siendo el órgano que es, admitimos que podría hacerlo), sino, como resulta algo ya frecuente, que se exceda en sus competencias.

80 Dejaremos para otra oportunidad profundizar un poco más acerca de la interesante propuesta de un formalis-mo valorativo del profesor Carlos Alberto. En esta sede nos es imposible, por ejemplo, desarrollar la conexión entre formalismo y colaboración entre el juez y las partes en el proceso, así como las diversas manifestacio-nes del proceso que están estrechamente ligadas al formalismo. Si bien podríamos hacer alguna referencia al respecto en lo sucesivo, esperamos se nos entienda el no haber abordado el tema como es debido.

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5. El principio de instrumentalidad de las formas como rector de una teoría de las nulidades procesales

La terminología “instrumentalidad de las formas” significa exacta-mente lo que expresa: que las formas –pertenecientes al formalismo– son instrumentos o medios y, como tales, existen para uno o varios fines, y en el caso del proceso civil, se identifican con sus propios fines.

El principio de instrumentalidad de las formas está inextricable-mente vinculado a la visión instrumentalista del proceso81, es decir, a su propósito de solucionar con justicia los conflictos que surgen en el seno de una sociedad, tutelando en forma adecuada, en cada caso concreto, el derecho material. Podríamos afirmar que este principio es la manifes-tación palpable de que el proceso no es más ya un conjunto de ritos y suntuosidades, cuyo incumplimiento, por más mínimo que este fuere, traería como consecuencia la invalidez de todo lo actuado –y con ello todo el tiempo, gasto y esfuerzo realizado–, y a comenzar de nuevo. Esto no es otra cosa, como nuestra mejor doctrina ha dicho, que una versión moderna del mito de Sísifo82.

Como es evidente, ya no nos encontramos en épocas remotas de la historia donde una palabra mal pronunciada bastaba para invalidar el procedimiento83. La sociedad de hoy reclama una herramienta eficiente para solucionar sus controversias y atender a sus necesidades de justicia y seguridad, en tanto el Estado está en la obligación de proporcionarla. Y si el proceso pretende ser esta herramienta, entonces es absolutamente

81 Destacan también la misma identifi cación DINAMARCO, Cândido Rangel. La instrumentalidad del proceso. Ob. cit., pp. 457 y ss.; BEDAQUE, José Roberto Dos Santos. “Nulidade processual e instrumentalidade do processo (a não intervenção do Ministério e a nulidade do processo)”. En: Justitia, N° 150, p. 54 y ss.

82 “En el plano de fundamentar la propuesta, se trató de abandonar la vieja tesis procedimentalista según la cual, como todas las normas procesales son de orden público, el incumplimiento de cualquiera de ellas acarrea un vicio tan nefasto que solo puede producir la nulidad de todo lo que se ha actuado. Esta posición radical tuvo como consecuencia que los procesos se dilaten considerablemente y que la actividad procesal fuera apreciada como un conjunto de ritos paganos conocidos por algunos (jueces y abogados, jamás por el ciudadano) y cuyo cumplimiento estricto era la razón de ser de toda la práctica procesal. Se avanzaba, se gastaba, se sufría, se angustiaba el litigante, hasta que un buen día todo volvía a empezar, la versión procedimental del mito de Sísifo” (MONROY GÁLVEZ, Juan. “La reforma del proceso civil peruano, Quince años después”. En: Código Procesal Civil. Communitas, Lima, 2009, p. 57).

83 Aunque ello no se diferencia mucho del impune actuar de nuestra Corte Suprema cuando estaba en vigencia el Código de 1912. Ahí, cualquier vicio, por más mínimo que sea, frecuentemente era sancionado con nulidad de todo lo actuado. Pero lo peor de todo es que esta conducta de nuestros jueces supremos de aquel entonces, por lo general, tenía su justifi cación en la molicie para leer el expediente.

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indispensable no solo que fije sus fines, sino que su funcionamiento res-ponda a la efectiva consecución de aquellos.

Producto de la exposición sobre el formalismo, no tenemos difi-cultades en advertir que la instauración normativa de un estricto pro-cedimiento en que los poderes estén bien distribuidos, que fomente el contradictorio y que establezca con claridad la forma cómo deben ser realizados los actos (así como las consecuencias si se incumple), sirve para estructurar un cauce donde la controversia discurra ordenadamen-te, cuya previsibilidad signifique una garantía para las partes, consa-grando la seguridad jurídica, y que de esa manera se obtenga una de-cisión justa. Ya hemos dicho que las formas han sido establecidas para que sean cumplidas.

Sin embargo, cuando dicho cauce se distorsiona es preciso ende-rezarlo, debiendo repetirse la actuación que se dio en forma distinta a la querida por la ley. Así, cuando el procedimiento toma un rumbo no previsto por la ley –y debe entenderse que si no está previsto de esa ma-nera, es porque no está permitido–, la consecuencia es que se rehaga lo que está mal hecho. Y el arma más eficaz para conseguir este “endereza-miento”, como veremos en los puntos siguientes, es la nulidad o, lo que es lo mismo, la ineficacia de los actos realizados defectuosamente.

Esta patología del procedimiento no tiene como fin la simple invali-dación de los defectos; por el contrario, esta sirve –ulteriormente– para que el resultado final sea adecuado a los fines del proceso, al cual, ne-cesariamente, deberá haberse llegado con las garantías ofrecidas por un procedimiento idóneo y debidamente realizado. Es por esta razón que, tomando como punto de partida la concepción instrumental del forma-lismo frente al proceso, el rigor de la formalidad debe ser atenuada si los actos, pese a encontrarse mal hechos, cumplen con su objetivo para el que fueron consagrados por el legislador. La instrumentalidad de las formas es, pues, una relativización del formalismo; es una pugna entre el principio de seguridad jurídica, que pretende la concreción de las for-mas procesales tal como la ley lo ha previsto, y el principio de efectivi-dad, que impone la prestación efectiva de la tutela, para lo cual es pre-ciso que el proceso finalice con una decisión que traiga pacificación (que debe ser justa).

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Como puede verse, este principio tiene su ámbito de actuación en el fenómeno de nulidad procesal, porque es aquí donde el formalismo y su esencia instrumental pasan la prueba de fuego.

Ahora bien, cabe preguntar lo siguiente: ¿nuestro Código Procesal Civil es consciente de esta concepción sobre las formas?

6. La opción del Código Procesal Civil peruano

Sería injusto no reconocer que nuestro CPC ha tomado conciencia de la función de las formas en el proceso y ha destinado una serie de nor-mas que verdaderamente reflejan el principio de instrumentalidad de las formas aplicado a la invalidez procesal. Así, se deja de rendir culto a la forma y verdaderamente se privilegia el contenido del acto procesal, al regular una serie de parámetros que constituyen obstáculos para que el procedimiento no sufra un retroceso por uno o más actos defectuosa-mente realizados.

La mayoría de normas que regulan la nulidad procesal en nuestro código están destinadas a impedir su producción, y esto es exactamen-te de lo que se trata: de reconocer que la forma no tiene un fin propio, y que la nulidad debe ser evitada. En los ítems posteriores desarrolla-remos los principios de la nulidad; sin embargo, es pertinente transcri-bir el artículo IX del CPC. Por su ubicación en su título preliminar no cabe dudas que nuestro ordenamiento procesal civil ha asumido plena-mente la función de las formas en el proceso: “Las normas procesales contenidas en este Código son de carácter imperativo, salvo regulación permisiva en contrario. Las formalidades previstas en este Código son imperativas. Sin embargo, el juez adecuará su exigencia al logro de los fines del proceso. Cuando no se señale una formalidad específica para la realización del acto, este se reputará válido cualquiera sea la empleada”. Siendo el panorama auspicioso, aunque con ciertos inconvenientes más que nada de orden técnico, volveremos sobre esto después.

7. Conclusiones parciales

La larga digresión que hemos realizado hasta este punto tan solo fue con la intención de compartir con el lector lo que, a nuestro criterio,

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son las pautas esenciales para concebir cualquier tipo de teoría o cons-trucción científica relativa al proceso civil. Ningún estudioso de nuestra ciencia debe pasar por alto, en modo alguno, la incuestionable suprema-cía de la Constitución sobre el ordenamiento jurídico que, en cuanto al proceso, se refleja en un panorama amplísimo. El proceso y sus institu-ciones jurídicas deben transitar el camino trazado por los derechos fun-damentales –verdadera pauta a seguir por el Derecho–, hallando en el camino que la efectividad y la seguridad jurídica son valores que sirven para que el resultado sea una decisión justa, que implica precisamente un proveimiento acorde a los derechos fundamentales. Pero tampoco puede pasar desapercibido el hecho de que el proceso es un fenómeno de la cultura de un pueblo en un momento histórico determinado, y ello repercute en su funcionamiento, que no es otra cosa que el formalismo.

En la estación histórica donde nos encontramos, el formalismo no puede ser más un vacuo conjunto de ritos solemnes, ni tampoco sinóni-mo de arbitrio –sea estatal o de las partes–; por el contrario, debe aspi-rar a las directrices trazadas por el marco constitucional, desempeñando plenamente su carácter instrumental. Por esta razón, como señalamos, debe ser apreciado y aplicado como tal, sin que jamás las prescripciones formales se sobrepongan al contenido.

Dicho todo esto, no queda más que proceder a desarrollar nuestra propuesta enunciada en el título del presente trabajo.

III. Vicio, nulidad e inefi cacia procesal

1. Inefi cacia estructural, inefi cacia funcional

Para nosotros, en vez de teoría de las nulidades procesales, debe hablarse de una teoría de la ineficacia procesal84. La razón subyacente a ello no solo es un mero cambio de denominación, sino la propuesta de incorporar la nulidad procesal dentro de un espectro más grande, que es precisamente la ineficacia procesal. Ante ello cabe advertir que la distin-ción entre validez y eficacia (que son categorías pertenecientes más a la Teoría General del Derecho y no al Derecho Civil) está presente también

84 Esta clasifi cación, aplicada al proceso, la hemos tomado de las lecciones de Juan Monroy Gálvez, así como varias de las ideas aquí desarrolladas. Valga la oportunidad para agradecerle por todo lo aprendido.