Hammett, Dashiell - La maldición de los Dain - Prólogo de Luis Izquierdo

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1 Hammett, Dashiell. La maldición de los Dain. Prólogo de Luis Izquierdo. Salvat Editores S. A., España. 1973. PRÓLOGO El lugar que ocupa la novela detectivesca en el panorama literario actual todavía no parece haber rebasado los límites del mero entretenimiento. La dimensión evasiva de esta modalidad novelística (que sustrae al hombre por unos instantes de la monotonía cotidiana) es razón de que algunos arrinconen sus productos en el desván de los sueños triviales y no pasen a otras consideraciones. En definitiva, pero debería repararse simultáneamente en la importancia de muchas “trivialidades”, se le otorga un valor de pasatiempo. Ahora bien, debido a su conexión directamente popular, el lastrado y displicente criterio académico a su respecto (que es el de relegarla con negligencia a un plano muy secundario) no puede prescindir de los factores vivos y, por tanto, literarios que han cimentado su indiscutible popularidad. La novela detectivesca, aun manteniendo su condición de pasatiempo — condición que, por cierto, comparte con las demás novelas en la medida en que éstas no intentan segregarse del público—, enfoca decisivamente una zona de la realidad. Y es más, en la afición popular a ella no se da simplemente el ánimo evasivo, sino además la conciencia de que, por otro proceder narrativo peculiar, nos vamos aproximando al gran problema de la

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Como última nota final, es de notar la división en tres partes del libro. La primera refiere el infierno de las relaciones íntimas entre personajes que conviven forzados por su propio egoísmo o las circunstancias. La segunda parte, “El Templo”, parece una ironía montada en unos momentos en que era precisamente notoria la rentabilidad del fenómeno religioso como coartada del desasosiego que infestaba al país. En la tercera parte vuelve el relato al perfilamiento de las relaciones humanas en un pequeño ambiente, ahora no ya familiar, sino de pequeña población. El tono de crí¬tica implícito es bastante revelador a lo largo de la obra, sobre todo en sus últimas páginas.

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Hammett, Dashiell. La maldición de los Dain. Prólogo de Luis Izquierdo. Salvat Editores S. A., España. 1973.

PRÓLOGO

El lugar que ocupa la novela detectivesca en el panorama literario actual todavía no parece haber rebasado los límites del mero entretenimiento. La dimensión evasiva de esta modalidad novelística (que sustrae al hombre por unos instantes de la monotonía cotidiana) es razón de que algunos arrinconen sus productos en el desván de los sueños triviales y no pasen a otras consideraciones. En definitiva, pero debería repararse simultáneamente en la importancia de muchas “trivialidades”, se le otorga un valor de pasatiempo.

Ahora bien, debido a su conexión directamente popular, el

lastrado y displicente criterio académico a su respecto (que es el de relegarla con negligencia a un plano muy secundario) no puede prescindir de los factores vivos y, por tanto, literarios que han cimentado su indiscutible popularidad. La novela detectivesca, aun manteniendo su condición de pasatiempo —condición que, por cierto, comparte con las demás novelas en la medida en que éstas no intentan segregarse del público—, enfoca decisivamente una zona de la realidad. Y es más, en la afición popular a ella no se da simplemente el ánimo evasivo, sino además la conciencia de que, por otro proceder narrativo peculiar, nos vamos aproximando al gran problema de la

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literatura que es, al fin y al cabo, el de la parcela de la realidad correspondiente a las posibilidades expresivas de un género en cuestión, el de la novela detectivesca en nuestro caso.

Como diversión, la novela detectivesca permite asistir a

una aventura que —no obstante la exageración y condensación de momentos límite a menudo excesivos— no deja de corresponder a la circunstancia cotidiana. Como estilo, acelera el ritmo habitual de esa misma circunstancia, prescinde de introspecciones psicológicas y nos ofrece en su lugar al hombre consumado en sus actos. En la novela detectivesca, la gente es por lo que hace más que por lo que dice o, desde luego, piensa. Para el conjunto de datos y evidencias que presenta la conformación actual de las cosas, dicho procedimiento resulta de unas posibilidades higiénicas insoslayables. Constantemente asistimos a una retórica formal —en la superficie de las relaciones humanas— que no se corresponde en absoluto con sus manifestaciones materiales. Los hechos no corroboran las palabras. Dejar la acción reducida al dibujo muscular de su trayectoria (en forma de puñetazo o de expansión física de cualquier otro tipo) supondría, no obstante, y por paradójico que pueda parecer, “vaciar” la acción. Pues el pensamiento, acción humana fundamental, es el verdadero sustrato, y sustrato activo, del interés en el argumento. A partir de estas características, cabe apuntar esquemáticamente tres tipos de novela detectivesca. La primera vendría a ser la constituida por el predominio del ingenio especulativo y retórico, demostrativo de la brillantez analítica del protagonista. Esta modalidad ha sido practicada por los británicos con buena fortuna; los casos de Sherlock Holmes y del padre Brown, respectivamente articulados por Conan Doyle y G. K. Chesterton, parecen bastante ilustrativos. Agatha Christie, con su escrupuloso Hércules Poirot, ha llevado la formulación a extremos ingeniosos, si bien cabe reprocharle una acentuación del enredo por el enredo en sí, prescindiendo de la autonomía

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de la acción y de los personajes. Un segundo tipo vendría representado, en el otro extremo, por la novela de acción total (o, mejor dicho, de movimiento gratuito), hecha de músculo y recursos físico-recreativos. Ya nos hemos referido a ella anteriormente, al calificarla de “muscular”. La culminación de esta vertiente determinada por Ian Fleming y su insuperable James Bond; pero en esa novela faltan los ingredientes mínimos de reflexión y el ingenio viene suplantado por la dimensión dinámica y erótico-deportiva, que llega a todas partes y no está en ninguna. El individuo pierde autonomía, es proyección de las frustraciones del lector o espectador (sirve, por tanto, para escamotear la realidad), de modo que éste tiende a identificarse con el “héroe”, en lugar de reseguir su peripecia como un problema en cuya solución se interesa. Es bien sabido que, en el caso de James Bond, el individuo es sólo un vehículo de la organización que lo dirige y máscara que se pretende atractiva de la voracidad occidental encarnada en sus espías. Instrumento eficiente, su individualidad jamás podrá inferir la trayectoria ciega de su victoria, que, por cierto, no será jamás personal. James Bond es un número en movimiento, jamás un ciudadano ni, mucho menos, un rebelde que consuma sus ansias de aventura apoyándose en la famosa “licencia para matar”. Bajo su aparente desgarro, actúa la monstruosa agresividad del orden establecido.

Por derivación e inevitable consecuencia, lo detectivesco

llega a empalmar con el universo de los espías como delegados voluntarios (cuando el espía lo sea por las circunstancias, será muy distinto) de un poder anónimo cuyo detentador puede ser un Estado cualquiera. Ahora bien, antes de llegar a esta prolongación deformada del proceso detectivesco, solidaria de la progresiva reducción de las posibilidades de una acción individual, hay que señalar el florecimiento del género en un momento histórico y en un país de características determinadas.

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El lugar es, por supuesto, Estados Unidos. El crecimiento

capitalista y de lucha por la vida, la mecánica del struggle for life que incrementan las posibilidades de especulación abiertas después de la I Guerra Mundial, actúa de manera incontenible. A la afición por la novela de misterio, de orden intelectual estricto en lo que tiene de intriga a desentrañar, sucede la apetencia en el género de una mayor actividad física, de un enfrentamiento más desnudo entre las fuerzas contendientes. De una parte, los guardianes de la ley; de otra, sus transgresores. Las hornadas de gente que la inmigración suponía para Estados Unidos implicaban una masa de lectores interesados por el curso de los hechos en sus detalles vivenciales más que por su aspecto de problema a resolver. De ahí que la fusión de intriga y acción trepidante adquiera su expresión acabada en el marco de un capitalismo instituido como razón de ser y señuelo de la realización individual.

Para realizarse en una situación de competencia selvática

(de jungla municipal o de asfalto, para decirlo con el título de una de las mejores películas sobre el tema que realizara John Huston), lo primero que se advertía era la muy relativa eficacia de la policía oficial como poder moderador de las fuerzas en conflicto. La policía surgía al hilo de la voluntad de los primeros que imponían su ley, resultado de su poder. (Puede verse aquí una prolongación del ámbito “justiciero” que tanto domina en el western tradicional.) De ahí la institución de agencias privadas de información, dentro de las cuales la acción de un detective aislado venía a representar la imagen del caballero perseguidor de una injusticia y, a la vez, ajeno a la configuración convencional —establecida— del aparato policial. El atractivo de una figura semejante alimenta una de las corrientes internas del espíritu libre de Estados Unidos, no obstante su ambigüedad. Postula una lucidez a contracorriente de los márgenes dispuestos, pero amenaza a la vez con el

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establecimiento de un individualismo a ultranza que liquida a los más débiles. (De hecho, es lo que obviamente viene sucediendo en muchas esferas de la sociedad estadounidense.) Ahora bien, el gusto por el detective está claro si reparamos en nuestra propia tendencia a transferirnos en algunos seres dotados de particulares recursos en cuanto los utilizan para desencajar los goznes de un orden que mantiene tantas cosas ocultas, un orden que administra justicia como coartada de sus propios trapos sucios. En una atmósfera tan enrarecida como la americana, el terreno estaba abonado para el surgimiento de un “héroe” de estas características.

En el año de la depresión (1929), aparecen las novelas de

Hammett que mayor renombre le han supuesto en la escena literaria.

Dashiell Hammett nace en St. Mary´s County, estado de

Maryland, en 1894. Ejerce numerosos empleos, tras abandonar el Instituto Politécnico de Baltimore: vendedor de periódicos, empleado en ferrocarriles, estibador, jefe de publicidad para un joyero de San Francisco. Finalmente, trabaja ocho años en la agencia Pinkerton de detectives. Su experiencia está en la base de las novelas futuras y, dato aún más revelador, su profesionalismo literario es consecuencia de una tuberculosis contraída en la guerra que le impide seguir con su oficio de investigador privado. Debido al delicado estado de salud, traducirá en el papel unas experiencias ya irrepetibles. Junto a la reflexión, incide un tono crítico respecto a la sociedad de una acidez más acusada que la verificable en libros de mayor enjundia o consagración oficial. Los hilos del entramado político-social, hecho de intereses e imponderables peligrosos al tacto, se van descubriendo en las grandes novelas de Hammett. Así, en un tono menor por el campo en que se desenvuelve, la crítica del autor coincide con los brotes de otros grandes autores: Dos Passos, Hemingway, Steinbeck,

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Faulkner. Amigo de Nathanael West (autor de Miss Lovelyhearts), quien le ofrecería para trabajar uno de los hoteles propiedad de su padre, la aventura humana de Hammett ilustra, aparte de esa zona peculiar de los autores “grises” que con el tiempo resultan tan ilustrativos de una época como otros más favorecidos por la fortuna, la condición ambigua del intelectual contra el panorama de un país en crisis. Que Hammett obtuviera su promoción en la carrera detectivesca gracias a capturar al ladrón de una rueda mecánica de tiovivo, es de una ironía que sabrá trasplantar sobriamente a sus no-velas.

Es indudable que semejante logro en absoluto podía

satisfacer a un hombre tan consciente como él de que los robos serios, los más necesitados de castigo, no acostumbran perpetrarse en las ferias. Obligado a ejercer los dones idóneos para “realizarse” en su profesión, bajo el lema intangible del éxito, Hammett —como sus personajes— se dedicará simplemente a funcionar con eficiencia. Pero acompañará sus relatos de una segunda intención latente, crítica, demoledora de la apariencia unidimensional —crímenes y dar con el asesino— que caracteriza a la novela detectivesca. A través de Red Harvest (Cosecha roja), The Maltese Falcon (El halcón maltés) y The Glass Key (La llave de cristal), publicadas respectivamente en 1929, 1930 y 1931, Hammett diagnostica el estado de anarquía y violencia a que vive sometido el pulso general de las ciudades americanas. Más que los acontecimientos o intrigas ahí visibles, importa la lectura real de lo que está descifrando la mirada aparentemente impenetrable del protagonista (llámese Sam Spade o Ned Beaumont, pero sobre todo el primero). Esa lectura postula una visión que atraviesa las convenciones y la misma textura de los sucesos. Vigilante y dispuesto a actuar, en una especie de simbiosis de los niveles reflexivo y puramente motriz a que aludíamos al principio de este prólogo, el protagonista de

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Hammett funde tácitamente el pensamiento en la acción; no es que sea sólo por lo que hace, sino que en su actuar el lector ya repara implícitamente en la simultaneidad del pensamiento que acentúa cada uno de sus actos.

La ciudad no se presta al juego retórico, y mucho menos

la ciudad en expansión devoradora que reflejan las novelas de Hammett. Dentro de ella, la acción individual queda limitada por el juego de influencias y condicionamientos de los intereses creados; quien intenta investigar algo —como el Sam Spade de Cosecha roja— va descubriendo tal cantidad de conexiones entre el hampa evidente y muchos de los estamentos más prestigiosos, que hace falta una fuerte dosis de testarudez y resistencia para seguir adelante. El radicalismo político de Hammett (hubo de responder también, como otros intelectuales, ante el Comité de Actividades Antiamericanas en la tristísima década de los años cincuenta) se manifiesta en la pugna sin salida que se desprende de sus conflictos. Es el caso de El halcón maltés, entre otros. En esta novela, la avaricia domina a todos los personajes; todos se odian y, provisionalmente, se toleran vigilándose. Puede verse en ella una particular crítica psicológica del egoísmo, pero también es clara la voluntad del autor de manifestar el factor disolvente que es el dinero y la inútil ceguera final a que conduce. En Cosecha roja, las bandas se disputan una ciudad que carece de intereses convergentes, sociales superiores, por los que regirse. Se trasforma en un campo de batalla, y ahí es donde el protagonista, jugando estratégicamente con las debilidades de todos, afirmará su victoria. (En cine, la imagen del “héroe” de Hammett la dio perfectamente Humphrey Bogart —terquedad y una última honradez tácita, jamás retórica— en El halcón maltés de John Huston, tercera de las versiones cinematográficas sobre el tema.) Los diálogos de Hammett son de una acuidad expresiva impecable y, además, permiten reducir la acción al ritmo de esos mismos diálogos; entre lo que dicen y, más importante

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aún, entre lo que callan los personajes, ha de funcionar la imaginación cómplice del lector. Esto ocurre también con La maldición de los Dain, publicada el mismo año en que lo fue Cosecha roja. Obra menor, su significación es comparable a la que presenta el núcleo ejemplar de su producción, el de los tres títulos ya citados. La trepidación infernal de Cosecha roja está matizada por una intriga de carácter “doméstico”; la actividad del protagonista, aun siendo determinante del esclarecimiento de los hechos, no asume rasgos tan ejecutivos como los que presentan los detectives de sus mejores novelas restantes. Aquí, en el microcosmos laberíntico de unos destinos entrecruzados por intereses egoístas, la táctica del detective privado se manifiesta en toda su ambigüedad y con toda la mezquina brillantez de quien —por no estar directamente implicado en los acontecimientos— puede disponer de sus recursos con tanto mayor libertad. Una libertad tanto más efectiva cuanto mayor es el porcentaje de entrega a sus propias pasiones que acusan otros personajes. Aquí, la utilización de las pasiones ajenas no tiene el carácter vitriólico evidente en Cosecha roja. Hammett creó dos tipos de detectives, el que presenta en la figura de Sam Spade, comprensible para una gran masa de lectores, ser vivo y contundente, y otro más convencional, que va como dirigido a una capa de lectores más dispuesta al entretenimiento. En La maldición de los Dain es este tipo el que se va perfilando.

Y, sin embargo, hay un par de notas, casi tomadas al azar,

que reflejan la segunda intención del autor, su sorna apenas perceptible dentro de un argumento de intriga. La primera, cuando el escritor Fitzstephan pregunta al detective: “¿Para qué sirve meter a la gente en la cárcel?” Y éste responde: “Alivia la congestión. Si metieran en la cárcel a una cantidad suficiente de personas, no existirían problemas de circulación en las calles.”

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Es un estupendo ejemplo del understatement (o afirmación implícita a través del diálogo) que alude irónicamente a la corrupción general.

La segunda nota puede advertirse al final de la primera de

las tres partes que integran la novela. “Yo me trasladé a la sierra para fisgonear por cuenta del propietario de una mina de oro que sospechaba que sus empleados le estafaban. Supuse que permanecería en aquellas alturas por lo menos un mes... pero... me llamó el viejo, es decir, mi jefe...”

La declaración, en este segundo ejemplo, del total

individualismo que supone lo detectivesco es simple y rotunda. Entre dos asuntos, uno de orden laboral que puede implicar socialmente a la persona (la frase “sospechaba que sus empleados le estafaban” es de una impasibilidad cínica perfecta) y otro de interés curioseante investigador, el protagonista no vacila. El país funciona de cara a que no se roben joyas y para que se arreglen testamentos, fundaciones y tratados financieros. Lo demás, el trasfondo de la fábrica y la mina, carece de importancia o, por lo menos, cede en orden de urgencia a la solución de los intrigas domésticas, como es el caso de esta pequeña muestra de La maldición de los Dain.

Como última nota final, es de notar la división en tres

partes del libro. La primera refiere el infierno de las relaciones íntimas entre personajes que conviven forzados por su propio egoísmo o las circunstancias. La segunda parte, “El Templo”, parece una ironía montada en unos momentos en que era precisamente notoria la rentabilidad del fenómeno religioso como coartada del desasosiego que infestaba al país. En la tercera parte vuelve el relato al perfilamiento de las relaciones humanas en un pequeño ambiente, ahora no ya familiar, sino de pequeña población. El tono de crítica implícito es bastante revelador a lo largo de la obra, sobre todo en sus últimas

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páginas. La protagonista, más o menos pasiva, Gabrielle, no es una de las figuras más conseguidas del autor. En cambio, la fi-gura del escritor Fitzstephan —opuesta, a través de numerosos diálogos, al detective— nos brinda un divertido duelo literatura/ficción - realidad/investigación que es una de las propuestas más amenas y sugestivas que jamás realizara Hammett.

L U I S I Z Q U I E R D O .