Hegel Logica, Fenomenología y Política

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128 LÓGICA, FENOMENOLOGÍA Y POLÍTICA EN GEORGE F. W. HEGEL El Espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. Hegel, Prólogo, Fenomenología del Espíritu 1. Introducción Por María José Rossi Tanto la Ciencia de la Lógica (Wissenschaft der Logik) como la Fenomenología del Espíritu (Phänomenologie des Geistes) compuestos por Hegel (1770-1831) entre 1812-1816 y 1807 respectivamente, constituyen textos capitales para la filosofía en lo que atañe a sus dimensiones lógica, ontológica y fenomenológica. Lo mismo puede decirse, para el ámbito de la política, de su Filosofía del Derecho (Grundlinien der Philosophie des Rechts) editada en 1821. Dada la reputada complejidad del filósofo germano, hemos antepuesto la interpretación y la lectura a los propios textos, de los que hemos seleccionado párrafos que estimamos significativos a fin de intercalarlos a lo largo de la exposición. Intentamos así ofrecer un esbozo de la ontología hegeliana (que es una con la lógica) y del camino fenomenológico que la pone al descubierto; del mismo modo hemos procedido en relación con su concepción del estado ético. Para ello ha sido necesario aludir al modo en que Hegel se ubica frente a la tradición y a su propio tiempo histórico, pues ellos bosquejan el horizonte a partir del cual sus textos adquieren inteligibilidad. Todo este desarrollo nos da la chance, además, de recapitular los problemas a los que la modernidad intenta dar respuesta a través de los pensadores que lo preceden: Descartes, Spinoza, Hume, Kant. Sólo a la luz de estos problemas, de su ubicación frente a los intentos parciales o fallidos por resolverlos, y en el marco de una Alemania que busca la unidad, es que puede comenzar a vislumbrarse el sentido de la propuesta filosófica hegeliana. 1.1. El horizonte epocal de la modernidad Vamos a presentar a Hegel partiendo de los presupuestos de la llamada modernidad filosófica. No sólo porque todo pensamiento logra hacerse visible desde un horizonte de sentido horizonte que le plantea determinados problemas y un cierto lenguaje (unas ciertas categorías) sino porque Hegel es una suerte de bisagra entre la modernidad y su propia autosuperación, una modernidad que, para decirlo en términos hegelianos, ya ha devenido otra, se ha vuelto ‘contemporánea’. Una modernidad que incorpora con Hegel como veremos el pensamiento de la historicidad, del tiempo irreversible, de la contingencia. La modernidad es aquel momento de la historia en que el sujeto ocupa un lugar de privilegio. Fundamento del conocimiento, del actuar moral y de la praxis política, el sujeto es, en todas esas dimensiones de la condición humana, la fuente del conocer, el responsable de su actuar moral en el mundo, el que subvierte el orden político para construirlo todo por sí mismo. Es el sujeto de la revolución copernicana y el de la revolución francesa; el que interroga al objeto en lugar de ser éste último quien lo dirija y maneje (Kant, CRP). El paradigma clásico, centrado en la total certidumbre de lo ente (ya sea en la forma de la esencia, en Platón, o de la sustancia, en Aristóteles) y en el vínculo íntimo del ente con el logos (lo que hace que pensamiento, lenguaje y ser coincidan y se compenetren), cede en favor de un nuevo paradigma en el que, de quien se tiene certeza y evidencia, es del sujeto. Salvo unas pocas excepciones (entre los que se cuentan algunos sofistas, como Gorgias), los pensadores clásicos no ponen en tela de juicio la realidad del mundo: de lo que se trata es de mostrar su naturaleza. Son los modernos los que cuestionan la entidad de lo real sobre la base de la certidumbre del sí mismo, de la certeza inconmovible de que el sujeto es. De ahí que el gran problema de la modernidad consista, en primer lugar, en restablecer la realidad del mundo y, en segundo lugar, en saldar la fractura entre el pensar y el ser, en salvar la verdad. ¿Cómo recuperar la correspondencia entre nuestros pensamientos y la realidad? ¿Cómo volver a vincular sujeto y objeto? Estos son algunos de los interrogantes que, en relación al conocimiento y la realidad, se formula la filosofía en los albores del siglo XVII. Sabemos que Descartes tuvo que apelar a Dios para volver a conectar el sujeto con el mundo y restablecer con ello la posibilidad de verdad 1 . Y recordemos también cómo el empirismo, principalmente en la figura de Hume, al sancionar la imposibilidad de conocer a Dios por no corresponderse con una impresión sensible (que es el criterio por el cual el conocimiento adquiere validez), rompe el puente que le permite al racionalismo vincular 1 Véase el cap. IV de la presente antología.

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Hegel

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LÓGICA, FENOMENOLOGÍA Y POLÍTICA EN GEORGE F. W. HEGEL

El Espíritu sólo conquista su verdad

cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento.

Hegel, Prólogo, Fenomenología del Espíritu

1. Introducción

Por María José Rossi

Tanto la Ciencia de la Lógica (Wissenschaft der Logik) como la Fenomenología del Espíritu (Phänomenologie

des Geistes) compuestos por Hegel (1770-1831) entre 1812-1816 y 1807 respectivamente, constituyen textos

capitales para la filosofía en lo que atañe a sus dimensiones lógica, ontológica y fenomenológica. Lo mismo puede decirse, para el ámbito de la política, de su Filosofía del Derecho (Grundlinien der Philosophie des

Rechts) editada en 1821. Dada la reputada complejidad del filósofo germano, hemos antepuesto la interpretación

y la lectura a los propios textos, de los que hemos seleccionado párrafos que estimamos significativos a fin de

intercalarlos a lo largo de la exposición. Intentamos así ofrecer un esbozo de la ontología hegeliana (que es una

con la lógica) y del camino fenomenológico que la pone al descubierto; del mismo modo hemos procedido en

relación con su concepción del estado ético. Para ello ha sido necesario aludir al modo en que Hegel se ubica

frente a la tradición y a su propio tiempo histórico, pues ellos bosquejan el horizonte a partir del cual sus textos

adquieren inteligibilidad. Todo este desarrollo nos da la chance, además, de recapitular los problemas a los que

la modernidad intenta dar respuesta a través de los pensadores que lo preceden: Descartes, Spinoza, Hume, Kant.

Sólo a la luz de estos problemas, de su ubicación frente a los intentos parciales o fallidos por resolverlos, y en el

marco de una Alemania que busca la unidad, es que puede comenzar a vislumbrarse el sentido de la propuesta filosófica hegeliana.

1.1. El horizonte epocal de la modernidad

Vamos a presentar a Hegel partiendo de los presupuestos de la llamada modernidad filosófica. No sólo porque

todo pensamiento logra hacerse visible desde un horizonte de sentido horizonte que le plantea determinados

problemas y un cierto lenguaje (unas ciertas categorías) sino porque Hegel es una suerte de bisagra entre la modernidad y su propia autosuperación, una modernidad que, para decirlo en términos hegelianos, ya ha

devenido otra, se ha vuelto ‘contemporánea’. Una modernidad que incorpora con Hegel como veremos el pensamiento de la historicidad, del tiempo irreversible, de la contingencia.

La modernidad es aquel momento de la historia en que el sujeto ocupa un lugar de privilegio. Fundamento del

conocimiento, del actuar moral y de la praxis política, el sujeto es, en todas esas dimensiones de la condición

humana, la fuente del conocer, el responsable de su actuar moral en el mundo, el que subvierte el orden político

para construirlo todo por sí mismo. Es el sujeto de la revolución copernicana y el de la revolución francesa; el

que interroga al objeto en lugar de ser éste último quien lo dirija y maneje (Kant, CRP). El paradigma clásico,

centrado en la total certidumbre de lo ente (ya sea en la forma de la esencia, en Platón, o de la sustancia, en

Aristóteles) y en el vínculo íntimo del ente con el logos (lo que hace que pensamiento, lenguaje y ser coincidan y

se compenetren), cede en favor de un nuevo paradigma en el que, de quien se tiene certeza y evidencia, es del sujeto. Salvo unas pocas excepciones (entre los que se cuentan algunos sofistas, como Gorgias), los pensadores

clásicos no ponen en tela de juicio la realidad del mundo: de lo que se trata es de mostrar su naturaleza. Son los

modernos los que cuestionan la entidad de lo real sobre la base de la certidumbre del sí mismo, de la certeza

inconmovible de que el sujeto es. De ahí que el gran problema de la modernidad consista, en primer lugar, en

restablecer la realidad del mundo y, en segundo lugar, en saldar la fractura entre el pensar y el ser, en salvar la

verdad. ¿Cómo recuperar la correspondencia entre nuestros pensamientos y la realidad? ¿Cómo volver a vincular

sujeto y objeto? Estos son algunos de los interrogantes que, en relación al conocimiento y la realidad, se formula

la filosofía en los albores del siglo XVII.

Sabemos que Descartes tuvo que apelar a Dios para volver a conectar el sujeto con el mundo y restablecer con

ello la posibilidad de verdad1. Y recordemos también cómo el empirismo, principalmente en la figura de Hume,

al sancionar la imposibilidad de conocer a Dios por no corresponderse con una impresión sensible (que es el

criterio por el cual el conocimiento adquiere validez), rompe el puente que le permite al racionalismo vincular

1 Véase el cap. IV de la presente antología.

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sujeto y mundo2. Con ello, el sujeto queda nuevamente referido sólo a sí mismo, encerrado en los límites de su

propia subjetividad. Quien va a restablecer los nexos con lo real-fenoménico, a través de la postulación de un

sujeto trascendental que constituye el mundo como representación, es Kant. La estructura a priori de la

subjetividad, condición única e indispensable para nuestro acceso al objeto, pone a salvo la posibilidad de un

conocimiento objetivo del mundo, al tiempo que cierra el acceso al en sí de las cosas. De este modo, la

representación que tenemos de las cosas se separa de lo que el mundo es en sí mismo.

Esta breve introducción nos permite retomar el horizonte desde el cual presentar el pensamiento hegeliano. Para Hegel, partir de la contraposición en la que incurre la filosofía crítica o filosofía de la subjetividad, como la

llama (y que comprende a Kant, a Fichte y Jacobi) es insuficiente y pobre: al tomar como punto de partida la

oposición de sujeto-objeto pues es propio del entendimiento subjetivo tomar al objeto (Gegenstand) como lo

que está (-stand) en frente del (Gegen-) sujeto no sólo un polo queda fuera del otro, separados, en una relación

de mera exterioridad, sino que el privilegio del sujeto como realidad primera que impone al objeto sus

principios y su legalidad hace que “el concepto de verdad se pierda, y [la razón] se vea restringida a reconocer sólo la verdad subjetiva”3. Pero la que pierde no es sólo la verdad, sino la totalidad en su conjunto, pues queda

dividida e inmovilizada: los polos quedan simplemente opuestos, sin chances para demostrar su interdependencia

ontológica. Hegel advierte, en cambio, que la realidad no es inmóvil sino que es movimiento; que la escisión

sujeto-objeto paraliza la relación entre los polos cuando en verdad forman una ‘unidad inquieta’, una “concreta

unidad viviente”4 en el que cada uno se determina recíprocamente en una negación que es al propio tiempo

determinación.

Además de la señalada contraposición sujeto-objeto, son múltiples las escisiones en las que se ha estancado para

Hegel el pensamiento moderno, empeñado en abstraer y separar: cuerpo-alma, espíritu-materia, finito-infinito, individuo-estado, etc. Ubicadas en sus diversas dimensiones (antropológica, metafísica, política, etc.), estas

polaridades refuerzan la ya señalada escisión entre sujeto y realidad. ¿Cómo salvar el antagonismo entre los

polos, la brecha que los separa, sin incurrir en una oposición insuperable, en una falsa y huera identidad? ¿De

qué modo puede la realidad recuperar su riqueza multiforme sin verse vencida y sacrificada por la arrogancia del

sujeto que le impone su vacía legalidad? Y, viceversa, ¿cómo puede el sujeto recobrar su sustancia y

reconciliarse con aquello de lo que se halla irremisiblemente separado, como alcanzar nuevamente el saber de lo

absoluto?

En su agonía, estos interrogantes encontrarán en Hegel, si no una respuesta definitiva, un nuevo camino en que desplegarse y reformularse. Un espacio especulativo en el que se revelará la unilateralidad de un entendimiento

que piensa en términos de opuestos simples; un espacio en el que no tiene lugar ni la renuncia escéptica ni el

absolutismo racional. Y si la última quiso ser la etiqueta que más frecuentemente se ha adosado a este filósofo

cuya lúcida reactividad a las simplificaciones fáciles debería bastar para eludir esa banal tentación los textos que se presentan quieren ser, precisamente, una invitación a ingresar al venturoso espacio del pensar que nos

propone, a internarnos por caminos nunca del todo bien explorados. De esa experiencia resultará, seguramente,

la imposibilidad de cualquier reducción burda y la chance de un modo de pensar que reúne, en una misma e

inquieta fisonomía, los modos inescindibles de la identidad y de la diferencia, de la afirmación y la negación.

1.2. La ontología hegeliana y las formas de la mediación: negatividad, diferencia, identidad,

contradicción (La Ciencia de la Lógica)

Para Hegel, no hay modo de situarse sólo positivamente en el mundo: todo posicionamiento es en realidad

ubicación frente a otros de los que me diferencio al negarlos (‘yo no soy lo otro’) y en relación a los cuales

obtengo una identidad (una positividad: ‘yo soy esto’) que es relativa y móvil, que no podría nunca mantenerse

fija: el plexo de relaciones en el que me hallo es siempre distinto (soy profesor/a en oposición a otros/as que son

estudiantes, soy hija/o en relación a otro/a que es padre/madre, soy ciudadana/o argentina en relación al

ciudadano español, etc.).

Una serie de conceptos concatenados permiten comprender este proceso de constitución de la propia identidad.

Por empezar, el concepto, central, de negación: “La realidad contiene ella misma la negación…”5. Negar no es

un simple eliminar que haga desaparecer lo eliminado, sino que es un dejar atrás superador. El término alemán

2 Remitimos al cap. VI de la presente antología 3 Hegel, Ciencia de la Lógica, tomo I, Ediciones Solar, Buenos Aires, p. 61. 4 Ibídem, p. 63. 5 Ibídem, p. 148

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que corresponde a este doble movimiento es Aufheben. El propio Hegel se encarga de definirlo y de mostrar su

carácter doble: “La palabra Aufheben [eliminar] tiene en el idioma [alemán] un doble sentido: significa tanto la

idea de conservar, mantener, como, al mismo tiempo, de cesar, poner fin”6 .

La negatividad no es simple actividad del pensamiento sino que es una actividad inherente a lo real, es el

movimiento por el cual comienza la diferenciación; ella puede reconocerse en diferentes ámbitos. Ubicada, por

ejemplo, en el ámbito de la cualidad, esta negatividad implica que en el médium mismo de la cosa sus atributos

se esfuerzan por repelerse y diferenciarse:

Qualierung o Inqualierung significa el movimiento de una cualidad (por ej., del ácido, del astringente,

del cáustico) en sí misma, en cuanto que ella en su naturaleza negativa (en su Qual [palabra alemana

que significa tormento)] se pone y se consolida a partir de otro, y en general es en sí misma su propia

inquietud, según la cual se engendra y se mantiene sólo en la lucha7.

La cualidad de una cosa se distingue de otra cualidad porque la niega (lo ácido no es lo mismo que lo cáustico);

ambas se contraponen contraposición que resulta, no de lo que cada una es por separado, sino por su relación dando lugar a la inquietud propia de lo real cuya condición permanente es la lucha, el conflicto, el ‘tormento’. Es

preciso llamar la atención sobre el carácter antagónico de lo real en Hegel, capaz de ver relaciones de contraposición aún en un ámbito aparentemente neutral, como es el de los compuestos químicos. Sólo un tipo de

reflexión ‘puramente extrínseca o exterior’ (la del entendimiento) puede hacer de los opuestos una realidad

separada, como se ve en esta ‘Observación’ al capítulo sobre la contradicción:

Lo positivo y lo negativo es lo mismo. Esta expresión pertenece a la reflexión extrínseca, en la medida

en que establece por medio de estas dos determinaciones una comparación. Pero no es una comparación

extrínseca la que debe efectuarse entre ellas, y tampoco entre otras categorías, sino que hay que

considerarlas en sí mismas, es decir, hay que considerar qué es su propia reflexión. En ésta, empero, se

ha mostrado, que cada uno (positivo y negativo) es esencialmente el aparecer de sí mismo en el otro, e incluso su ponerse a sí mismo como el otro8.

La reflexión extrínseca (para Hegel, la que opera desde fuera, sin penetrar realmente en la naturaleza de la cosa o

en sus procesos), considera que ‘positivo y negativo’ son valencias susceptibles de ser consideradas por

separado, como si esos diferentes “estuviesen firmes uno frente al otro” y pudiesen ser comparados

prescindiendo de su mutua compenetración y del desarrollo de su relación. Pero esto es sólo una verdad a

medias, pues lo cierto es que algo aparece como positivo porque puedo compararlo con otro, del que ‘resulta’ su

positividad. Así, por ejemplo, una experiencia resulta placentera por su simple contraste con una desventura, a la

que sucede. Tomadas en sí mismas son, como dirá luego, inconsistentes, cada cual obtiene su realidad y

consistencia por la vinculación con su diferencia. Eso es el “aparecer de sí mismo en el otro”: sin ese otro no

habría posibilidad de determinación. E incluso puede resultar que una misma cosa se torne su contrario, poniéndose de este modo “a sí mismo como el otro”.

Pero la representación [común], en la medida en que no considera lo positivo y lo negativo como son en

sí y por sí, puede en todo caso remitirse a la comparación para darse cuenta de la falta de consistencia

de estos términos diferentes, que ella admite como si estuviesen firmes uno frente al otro. Una breve

experiencia en el ejercicio del pensamiento reflexivo ya permitirá percibir que, cuando algo ha sido

determinado como positivo, si se prosigue a partir de este fundamento, se nos convierte en negativo de

inmediato entre las manos, y viceversa lo que ha sido determinado como negativo, se convierte en

positivo, de manera que el pensamiento reflexivo se enreda en estas determinaciones y se contradice a sí

mismo. La ignorancia de la naturaleza de aquellos opuestos lleva a la opinión de que este enredo sea

algo incorrecto, algo que no debe suceder, atribuyéndoselo a un error subjetivo. Este traspasar queda, en

efecto, como puro enredo, hasta que no intervenga la conciencia de la necesidad de la transformación9.

Que ‘positivo’ y ‘negativo’ no son realidades puestas simplemente una frente a otra (o sea, exteriores) nos lo

demuestra la banal y hasta cotidiana experiencia de que algo considerado ‘positivo’ pueda volverse ‘negativo’.

Por ejemplo, hacer que todo lo que se toque se convierta en oro (como en la leyenda del rey Midas) puede

6 Ibídem, p. 138. 7 Ibídem, p. 148.

8 Ibídem, tomo II, pp. 67-68 (con modificaciones). 9 Ibídem, p. 68.

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considerarse en principio la más ventajosa de las fortunas, pero su realización puede convertirse en la peor de las

pesadillas: lo positivo se trastocó en negativo. Lo mismo sucede en nuestras relaciones humanas: quien se nos

‘aparece’ en un principio como maravilloso luego ‘se vuelve’ vil. En esto consiste la ‘astucia del concepto’ para

Hegel, quien nos da este otro ejemplo: el engrandecimiento de un estado o de un patrimonio nos dice aparece de inmediato, en un primer momento, como su suerte más feliz, pero luego es eso mismo lo que lo llevará a la

desgracia10.

Sin embargo, también para la reflexión extrínseca es muy simple considerar que, ante todo, lo positivo no es un algo inmediatamente idéntico sino, por una parte, un término contrapuesto, enfrentado a lo

negativo, que tiene significado sólo en esta relación, de modo que lo negativo mismo se halla en su

concepto; por otro lado, empero, que lo positivo es en sí mismo la negación que se refiere a sí misma

del puro ser-puesto o sea de lo negativo, y por ende es él mismo la absoluta negación en sí. —De la

misma manera, lo negativo, que está frente a lo positivo, tiene sentido sólo en esta relación con este otro

de él; lo contiene, pues, en su concepto. Pero lo negativo tiene, aún sin referencia a lo positivo, una subsistencia propia; es idéntico consigo mismo; pero es así él mismo lo que tendría que ser lo positivo.

La oposición de positivo y negativo se entiende sobre todo en el sentido de que mientras el primero

(pese a que, según su nombre, expresa el ser puesto, o ser establecido) tiene que ser algo objetivo, el

segundo, al contrario, es algo subjetivo que pertenece sólo a la reflexión extrínseca, y no concierne en

absoluto a lo objetivo existente en sí y por sí, y no tiene absolutamente existencia para el mismo.11

El otro error del pensamiento exterior es creer que sólo uno de los polos de la relación es el elemento positivo

(como en el ejemplo que Hegel va a poner a continuación: sólo el bien tiene entidad y el mal es apenas ausencia

de bien, como pensaba Agustín de Hipona). Lo que aparece como ‘negativo’ sería, además, para este tipo de

reflexión, una determinación de la subjetividad, algo que no es inherente a la cosa y que resulta de la mera

comparación. Pero como se verá, esta contraposición de ‘negativo’ y ‘positivo’ no es para Hegel producto de la mera subjetividad sino que ambas constituyen determinaciones objetivas, pertenecen a la realidad. Que las cosas

se trastruequen o transformen en sus contrarios no es producto de un entendimiento confuso sino del movimiento

propio de lo real:

En efecto, cuando lo negativo no expresa otra cosa que la abstracción propia de un albedrío subjetivo o

bien una determinación que resulta de una comparación extrínseca, con toda evidencia no tiene

existencia para lo positivo objetivo, es decir, éste no está relacionado en sí mismo con una tal vacua

abstracción; pero, en este caso, la determinación que lo caracteriza como positivo le queda igualmente

extrínseca.

Los ejemplos que pone Hegel a continuación recorren diversos ámbitos y en ellos se deja apreciar como en

relación a los pares luz-oscuridad, virtud-vicio, bien-mal, verdad-error, la atribución de ‘positividad’ o de ‘negatividad’ no es nunca fija; que dicha atribución es resultado de su mutuo traspasar, y que, incluso, existen

matices ‘indiferentes’ (como la inocencia o la ignorancia):

Así, para citar un ejemplo de la oposición constante de estas determinaciones reflexivas, la luz vale en

general como lo que es sólo positivo, y al contrario la oscuridad como lo que es sólo negativo. Sin

embargo la luz, en su infinita expansión y en la fuerza de su actividad germinadora y vivificadora, tiene

esencialmente la naturaleza de una absoluta negatividad. Al contrarío la oscuridad, como uniformidad, o

como seno de la generación que no se distingue a sí mismo en sí, es lo simple, idéntico consigo mismo,

lo positivo. Se la considera como algo que es únicamente negativo, en el sentido de que, como pura

ausencia de la luz, no tiene absolutamente existencia para ésta, de modo que ésta, en su referencia a la

oscuridad, no se refiere a un otro, sino que debe relacionarse sólo a sí misma, y por ende la oscuridad tiene sólo que desaparecer, frente a la luz. Pero, como todos saben, la luz queda enturbiada hasta

convertirse en gris por la oscuridad; y, además de esta modificación puramente cuantitativa, la luz sufre

también una modificación cualitativa al ser, por vía de la referencia a la oscuridad, determinada en

color.

—Así, por ejemplo, tampoco la virtud existe sin lucha; es más bien la lucha más alta, acabada; de este

modo no es sólo lo positivo, sino una absoluta negatividad; ni tampoco es virtud sólo en comparación

con el vicio, sino que en sí misma es oposición y batalla. O bien, el vicio no es solamente la falta de la

10 Ibídem, tomo I, p. 431. 11 Ibídem, tomo II, p. 68.

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virtud —también la inocencia es tal falta— y tampoco se diferencia de la virtud sólo por una reflexión

extrínseca, sino que, al ser en sí mismo lo opuesto de aquélla, es el mal. El mal consiste en fundarse en

sí contra el bien; es la negatividad positiva. Al contrario la inocencia, como falta del bien y del mal, es

indiferente respecto a las dos determinaciones, no es ni positiva, ni negativa. Pero, al mismo tiempo esta

falta tiene también que ser considerada como una determinación, y de un lado hay que considerarla

como naturaleza positiva de algo, mientras de otro lado se relaciona con un opuesto; y todas las

naturalezas emergen de su inocencia, de su indiferente identidad consigo, se relacionan por medio de sí

mismas con su otro, y con eso se encaminan hacia su destrucción, o, en sentido positivo, vuelven a su

base.

—También la verdad es lo positivo, considerada como el saber que coincide con el objeto; pero es sólo

esta igualdad consigo mismo, puesto que el saber se ha comportado como negativo frente al otro, ha penetrado en el objeto, y ha eliminado la negación que éste constituye. El error es un positivo, como

opinión referente a lo que no existe en sí y por sí, pero que se conoce y se afirma. En cambio, la

ignorancia es o lo indiferente respecto a la verdad y al error, y por consiguiente no está determinada ni

como positiva ni como negativa, y su determinación en el sentido de falta pertenece a la reflexión

extrínseca; o bien, como objetiva, o sea como propia determinación de una naturaleza, ella es el impulso

que se dirige contra sí, es un negativo, que contiene en sí una dirección positiva. —Es uno de los

conocimientos más importantes el entender y establecer esta naturaleza de las determinaciones

reflexivas consideradas, es decir, que su verdad consiste sólo en su relación mutua, y por consiguiente

sólo en el hecho de que cada una, en su concepto mismo, contiene la otra. Sin este conocimiento no es

posible, en realidad, dar ningún paso en la filosofía12

.

Retomando la relación sujeto-objeto considerada previamente, el sujeto es tal por su diferencia con el objeto.

Esto, que parece muy obvio, es un punto de partida esencial para pensar lo real en términos hegelianos: no habría

manera de llamar ‘sujeto’ a una entidad si fuese lo único que existiese, sin su oponente ‘objeto’. Y esto se

extiende a toda relación entre entidades. Hegel rechaza las posturas filosóficas que parten de un absoluto

afirmativo: “La afirmación absoluta de una existencia tiene que tomarse precisamente como su referencia a sí

misma, y no tiene que existir por el hecho de que existe otro”13. Postular la infinitud como absoluto frente a lo

cual sólo lo finito se define por su referencia a él (como hace Spinoza, según la cita referenciada) es una postura

falsa: tanto la infinitud como la finitud, para Hegel, se definen por su referencia mutua. Por eso finito e infinito conforman una unidad donde ninguno queda fuera.

Negatividad, diferencia, identidad, mediación/relación, contradicción, totalidad: destacamos la centralidad de

estas nociones que, articuladas entre sí, dan cuenta de la ontología hegeliana: soy en la medida en que niego lo

otro (yo no soy lo otro: Juan, Ana, la piedra, el mundo, etc.; en la Fenomenología del Espíritu: el amo no es

esclavo), es decir, obtengo mi propia identidad por mi diferencia con lo otro, al que niego para afirmarme y al

que afirmo para negarlo (el a-teo tiene que ‘poner’ a dios para negarlo, como lo muestra el propio término: el

lenguaje nos juega, como Hegel va a reconocer, malas pasadas). De este modo se comprueba que sólo puedo ser

yo mismo por mediación de lo otro (sin Pedro, Juana, etc., no sería yo misma; sin el esclavo el amo no sería amo), por mi relación con él, con lo cual lo constante es la relación. Pero lo importante es que el otro está

incluido en la determinación de mí mismo: estando ‘fuera’ la alteridad no es sino parte de mí. Y recíprocamente:

“Cada uno es sí mismo y su otro; por tanto cada uno tiene su determinación no en otro, sino en él mismo”14. Esto

implica, en definitiva, que cada una de las partes es, en sí misma, la totalidad: “Cada uno de estos momentos es,

por ende, el todo en su determinación”15.

El hecho de estar relacionados entre sí (en una relación que es de oposición), implica el trastrocamiento

inevitable de los elementos en cuestión, pues nada ni nadie (excepto que pensemos las cosas o las personas son portadores de esencias inmutables) tienen asegurada una identidad. Y ese movimiento tiene lugar tanto del lado

del sujeto (de la conciencia) como del objeto (del mundo). Que estén en movimiento no significa que se

desplacen en el espacio o que se muevan uno junto a otro, ni tan sólo que evolucionen o que crezcan o

disminuyan (modos aristotélicos de ver el movimiento). Para Hegel, estar en movimiento, en principio, es ‘dejar

de ser lo que se es’, tanto en relación al sí mismo (el adulto que deja de ser niño) como con la alteridad (el amo

12 Ibídem, p. 69-70

13 Ibídem, tomo I, p. 323. 14 Ibídem, tomo II, p. 54. 15 Ibídem, p. 53; véase también p. 62: “Por ser de este modo, cada uno está mediado consigo por su otro, y lo

contiene”.

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que deja de ser amo porque ya no tiene esclavos). Asimismo una piedra está en movimiento no sólo porque

resbale por una pendiente, sino porque cuando la toma el escultor y la transforma en estatua deja de ser lo que es

para ser otra cosa; además, antes de ser estatua, es piedra porque alguien la ve como piedra y por eso puede

pensar en convertirla en otra cosa (no sería así si la viese como algo sagrado, por ejemplo). Ese ‘dejar de ser lo

que se es’ para ser ‘otro’, el hecho de diferenciarse como condición de la identidad, es obra de la negatividad.

1.3. Dialéctica y negatividad

La negatividad es el motor de la dialéctica. Y la dialéctica es el movimiento mismo de lo real. No se entiende la

dialéctica si se la concibe como una mera metodología; antes bien, la dialéctica es una ontología, el modo de ser

de lo real, que es proceso, devenir, movimiento, conflictividad. Hegel restablece el devenir heraclíteo pero lo va

a integrar al movimiento del espíritu (de la racionalidad de lo real); por lo cual no va a ser la simple unidad

natural del ‘camino que sube y que baja” siendo “uno y el mismo” (aforismo 17); no va a ser el perpetuo fluir de

la filosofía de Heráclito, sino que va a ser una actividad incesante destinada a autotrascenderse: “Lo uno

(determinado) es infinito, o sea la negación que se refiere a sí, y por ende es la repulsión de sí con respecto a sí

mismo. […] por lo tanto, es la repulsión de la determinación desde sí mismo, no el engendrarse de lo semejante a

sí mismo […] sino el engendrarse de su ser otro; se halla puesto ahora en el mismo como para enviarse más allá de sí mismo o disminuirse a sí mismo; es la exterioridad de la determinación en sí mismo”16. Lo propio de la

infinitud es la negatividad, es repelerse a sí mismo (negarse). Además que no se trata de una infinitud irreal, sino

existente, determinada, donde lo propio de lo existente finito es repeler toda determinación, toda fijeza: lo real

existente pugna siempre por ser otro. Y lo más importante: lo existente no quiere engendrar lo que es igual a sí

sino a su ser otro, trascenderse (“enviarse más allá de sí mismo”).

Hemos destacado que la negatividad es el motor de la dialéctica. Ello implica, recapitulando, 1) dejar de ser lo

que se es de manera inmediata, negarse a sí mismo o negar lo otro de mí, como cuando el adulto niega al adolescente para crecer, o como cuando la planta niega a la semilla, para poner un ejemplo del propio Hegel; 2)

negar lo otro fuera de mí (soy María porque no soy ‘Pedro’ ‘Juana’, etc.) al que, no obstante, necesito confirmar

en su existencia para poder ser. Necesito ponerlo (afirmarlo) para negarlo. La negación es condición de

posibilidad de identidad y diferencia: “La identidad y la diferencia son los momentos de la diferencia

contenidos en el interior de ella misma”17. Es decir que soy (obtengo mi identidad) por mi diferencia con otro

con quien me relaciono aunque pretenda negarlo (o precisamente por ello): el amo es amo porque no es siervo,

pero necesita al siervo (su otro) para ser amo. Y aún cuando declare mi total prescindencia respecto del mundo y

me convierta en eremita, sólo podría serlo porque el mundo está ahí, y está ahí para que con su negación me

convierta en lo que soy. (Esto es lo que, más tarde, va a demostrar el estructuralismo en el ámbito del lenguaje:

un significante obtiene su significación, no por remitir a un significado ideal, sino por su relación con otro

significante). De ahí que la realidad para Hegel sea relacional: se es, no porque se tenga una esencia previa ni

una naturaleza que potencialmente deba realizarse (en esto consiste el pensamiento profundamente antisustancialista hegeliano), sino por la relación con lo otro, al que se lo confirma y se lo niega para ser. En la

identidad reside la diferencia; en la unidad, la contradicción: “…la identidad es sólo la determinación de lo

simple inmediato, del ser muerto; en cambio, la contradicción es la raíz de todo movimiento y vitalidad; pues

sólo al contener una contradicción en sí, una cosa se mueve, tiene impulso a actividad”18. Es la contradicción la

que explica el movimiento del todo de lo real:

Por lo tanto algo es viviente, sólo cuando contiene en sí la contradicción y justamente es esta fuerza de

contener y sostener en sí la contradicción. Pero, si algo existente no puede, en su determinación positiva, abarcar al mismo tiempo su determinación negativa y mantener firme la una y la otra, es decir,

si no puede tener en sí mismo la contradicción, entonces no es ésta la unidad viviente misma, no es

fundamento, sino que perece en la contradicción. —El pensamiento especulativo consiste sólo en que el

pensamiento mantiene firme la contradicción y en ella se mantiene firme a sí mismo; pero no en que,

como acontece con la representación, se deje dominar por la contradicción y deje que sus

determinaciones sean disueltas por ésta solamente en otras, o en la nada.

Si en el movimiento, en el impulso o en otras cosas similares la contradicción está ocultada por la

representación, en la simplicidad de estas determinaciones, al contrario la contradicción se presenta de

inmediato en las determinaciones correlativas. Los ejemplos más triviales de arriba y abajo, derecha e

izquierda, padre e hijo, etcétera, al infinito, contienen todos la oposición en un único término. Arriba es

16 Ibídem, tomo I, p. 290. 17 Ibídem, tomo II, p. 53. 18 Ibídem, p. 72.

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lo que no es abajo, arriba está determinado sólo como el no ser abajo, y existe sólo en razón de que hay

un abajo, y viceversa; en una determinación se halla su contrario. El padre es el otro del hijo, y el hijo es

el otro del padre, y cada uno existe sólo como este otro del otro; y al mismo tiempo una determinación

existe sólo en relación con la otra; su ser es un único subsistir.19

2. El problema del conocimiento (La Fenomenología del Espíritu)

En la primera parte de nuestra exposición señalamos como problema de los modernos el que se plantea en torno

de la relación sujeto-objeto: si partimos de la evidencia del sujeto, lo que queda por probar es la realidad del

mundo y su verdad. Esa tensión se renueva en el caso de nuestro filósofo, pero en otros términos, en los que se

deja ver cómo asume la perspectiva clásica: ¿De qué manera se vinculan saber y ser? ¿Cómo se pertenecen

mutuamente?

Hegel se sitúa en la tradición que ubica la esencia del saber a partir del ser, no del sujeto que conoce. No en el

hombre que sabe y se re-presenta esas cosas que sabe, poniéndolas a distancia, sino en el hombre inmerso en el

ser, rodeado por él. Es decir que el acento no está puesto en los objetos, cosas, personas, que forman parte del

flujo de nuestra existencia, sino en el ser de esas mismas cosas.

El ser de las cosas es primeramente el sostenerse en sí, su ponerse a sí mismas (ser ‘en sí’, Ansischsein) y

también su exponerse, su presentarse ante otros (ser ‘para otro’). Esto último es lo que desarrollamos

anteriormente cuando vimos que las cosas son en relación: las cosas no están cerradas sobre sí mismas sino que

están relacionadas con todo lo que las rodea y que las hace ‘ser’ (la piedra es piedra porque no es agua, cielo, fuego, etc., o sea, ‘es’ al distinguirse de ellas). Por eso los entes son ‘en sí’ y, a la vez, son ‘para otro’. Ahora

bien, cuando ese ‘otro’ es una conciencia, el saber irrumpe en el corazón del ser. Irrumpe para violentarlo,

interrumpir su tranquilidad, para volverlo contra sí. El saber nunca deja a las cosas tal cual son. Es una fisura que

desgarra, que inquieta: “El Espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el

absoluto desgarramiento”20. Por otra parte, esa conciencia es la única que puede saberse a sí misma, que puede

ser ‘para sí’ (Fürsischsein). No sólo es ‘en sí’ y ‘para otro’, como todos los entes; no sólo se pone y se expone,

sino que es ‘para sí’ (o ‘fuera de sí’): conoce y se conoce a través de los entes del mundo y a través de otras

conciencias, que son a la vez ‘para sí’. Es la única que puede volver a sí, reflexionar, saberse a sí misma a través

de otro, o sea, que puede saberse de manera mediata (no in-mediata, en la soledad del uno).

Hay entonces en el meollo del ser una trabazón originaria entre todos los entes del mundo que hace que nada esté

separado ni pueda concebirse como separado. Una trabazón inquieta, que no permanece cerrada ni inmóvil, pues

habita en ella el saber que la escinde, la contrapone y la hace trascenderse, superarse siempre.

Los entes (las cosas) rodean al ser humano, rodean la conciencia. Se le muestran, se le presentan y lo asedian.

Por eso, la relación del hombre con las cosas no es la del mero re-presentar, que es como el sujeto moderno se

ubica frente a las cosas en la medida en que las objetiva y las pone a distancia, las representa. Las cosas se le presentan en su realidad desnuda. Pero el aparecer de las cosas es múltiple, son muchas las caras y sus

apariencias. La esencia de las cosas, lo que ellas son, aparece, se muestra (no es mero fenómeno, como en Kant).

Ahora bien, el hombre no puede encontrar la claridad en medio de este asedio de cosas que se (le) presentan sino

a través de un penoso trabajo. No a través de una repentina intuición mística sino a través del duro trabajo del

pensar, que opera separando y, al propio tiempo, relacionando. No captamos la esencia de las cosas sino en este

ponerlas en relación.

Este duro trabajo del pensar es lo que Hegel expone y desarrolla en su Fenomenología del Espíritu (en adelante FE), a la que describe como ‘ciencia de la experiencia de la conciencia’, vale decir, la exposición de las distintas

vivencias que atraviesa la conciencia inmersa en el mundo para saberse a sí misma. Y si la conciencia está

inmersa en el ser, y su saber es el gran acontecimiento del ser (lo que le acontece al ser para desgarrarse y

autosuperarse), saberse a sí misma es al propio tiempo el saber del ser, del ser que se sabe a sí a través de la

conciencia. Éste es, si se quiere, el núcleo del pensamiento hegeliano: el saber reside en el ser; el nous (la razón)

es el corazón de todo lo real. Por eso la razón gobierna el mundo (no es la mera facultad de un sujeto). Pero es a

través de los sujetos que despliega toda su potencia, que fuerza sus límites naturales y se trasciende a sí misma.

19 Ibídem, pp. 74-75. 20 FE, p. 24.

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135

Y si las distintas vivencias que la conciencia va atravesando en el itinerario de su formación se encaminan a un

saber, ese saber será absoluto. No porque sea un saber ‘de todo’, sino porque es un saber que recoge todas las

experiencias sin desecharlas (es un saber sustancial, no formal); es un saber que incluye la meta, el resultado y el

camino. Y porque, además, es un saber del saber. Saber que se sabe de una conciencia que es individual y

también colectiva, que es ‘nosotros’: la intersubjetividad es el modo propio de ser de la conciencia. No somos

solos: somos siempre con otros.

Para desarrollar este apartado especial de la filosofía hegeliana tomaremos partes sustanciales de la Introducción y del Prólogo a la FE; ambos textos fueron escritos en distintos tiempos: el primero, antes de que Hegel diera

inicio a la obra, el último, una vez finalizada, es decir, una vez completado el periplo del alma cuyo saber se

consuma en el saber de sí. Y si pudo señalarse alguna vez la atinada relación que existe entre la FE y la llamada

novela de formación que supo ser característica del siglo XVIII como el Emilio (1762) de Rousseau o Los años

de aprendizaje de Wilhelm Meister (1796), de Goethe es que cabe encontrar en este escrito la maravillosa aventura que supone para el alma humana, no sólo formarse y descubrirse a sí misma descubriendo el mundo,

sino narrarse y describirse: en el relato del ‘nosotros’ está, como veremos, la conciencia que se desdobla y que se

mira mirar; que se compone y comprende mientras se escribe; que revive su historia, su travesía, su formación,

en el tiempo del concepto.

2.1. La Introducción y el Prólogo a la FE

Es característico de Hegel que, a la hora de presentar un problema o un tema, comience considerando lo que ‘no

es’. Este procedimiento no sólo le sirve para tomar en cuenta los pensamientos ajenos y entablar un diálogo con

la tradición filosófica y con la ‘opinión popular’ (con la doxa, a la manera de Aristóteles, sin que esto implique

un juicio peyorativo; se trata del ‘sentido común’: sentido comunitario, razón de todos), sino para sentar su

propia posición respecto de esos mismos problemas.

Hegel aborda en la Introducción la cuestión del conocimiento, y nos dice lo que ‘no es’, tomando así distancia de

las posiciones contemporáneas a la suya:

a) En primer lugar, un instrumento o un médium para conocer lo absoluto; ambas concepciones en las que se

reconoce tanto al filósofo crítico Reinhold como al empirista Locke21 yerran en lo fundamental: i) porque ningún instrumento o medio mantiene intacta la materia de que se trata sino que la modifica; suponer que dicha

distorsión sobre la verdad puede ser descontada o restada del resultado, implicaría ya conocer la verdad que el

instrumento o médium debería hacernos accesible22; ii) ambas nociones (instrumento o médium) se basan en el

supuesto de que por un lado existe el conocimiento, y por el otro, el objeto; de un lado el saber y, del otro, el ser.

b) En segundo lugar, no hay conocimiento que, por conocer lo absoluto, se oponga necesariamente al

conocimiento que indaga lo que está ‘más acá’ de lo absoluto (la realidad fenoménica). Hegel alude aquí, sin

21 Karl Reinhold (1757-1823), filósofo austríaco que abonó el terreno para la difusión de la filosofía de Kant en

Alemania, comparte con éste la idea de que las formas a priori funcionan a la manera de un instrumento, de

modo que, prescindiendo de ellas, nada podríamos conocer (aunque a la vez, con ellas, conocemos las cosas tal

como son para nosotros). Por su parte, para John Locke (1632-1704), la facultad de conocer es un medio pasivo

que se limita a registrar impresiones para luego combinarlas y asociarlas. 22 Esta observación de Hegel puede ser objetada en el ámbito de las ciencias aplicadas, pues si se utiliza un

instrumento es porque no se puede prescindir de él para obtener el conocimiento que se pretende. Y si una vez

obtenido el resultado se puede restar la modificación introducida por el instrumento, se habría obtenido lo que se

pretende y que de otra manera no sería posible obtener. Hegel debería demostrar que esto no es posible para que

su crítica sea consistente. Es claro por otra parte que la aplicación de un medio modifica el material a observar,

conclusión a la que llega el Principio de incertidumbre enunciado por Heisenberg en 1927. De acuerdo con él,

los instrumentos de medición y de observación que se utilizan en microfísica alteran el estado del objeto (no

permiten conocer de modo simultáneo la velocidad y la posición de una partícula en movimiento). Pero si es

cierto que bajo la acción del instrumento la cosa se transforma en otra, también lo es que sin esa acción la cosa

permanecería desconocida. Se trata de escoger entre una verdad parcial y el desconocimiento completo. La

posición de Hegel no entraría por su parte en contradicción con esta posición, pues para él todo conocimiento es mediado, y en tal sentido, transforma la cosa o el asunto a tratar como parte del proceso a la verdad. Su

parcialidad no es índice de error o falsedad, sino que es necesario para la construcción del saber total. Véase

Podetti, A. (2007), pp. 67-68.

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136

mencionarla, a la filosofía kantiana y su canónica distinción entre conocimiento fenoménico y saber metafísico

(saber de lo absoluto).

c) En tercer lugar, no hay un conocimiento considerado ‘elevado’ (el saber científico suele arrogarse este lugar)

y otro ‘vulgar’ (tan despreciativo como aquél cuando se precia de superior), distinción que Hegel considera fútil,

como se deja ver en esta cita:

Pero la ciencia tiene que liberarse de esta apariencia, y sólo puede hacerlo volviéndose en contra de ella.

En efecto, la ciencia no puede rechazar un saber no verdadero sin más que considerarlo como un punto

de vista vulgar de las cosas y asegurando que ella es un conocimiento completamente distinto y que

aquel saber no es para ella absolutamente nada, ni puede tampoco remitirse al barrunto de un saber

mejor en él mismo. Mediante aquella aseveración, declararía que su fuerza se halla en su ser; pero

también el saber carente de verdad se remite al hecho de que es y asevera que la ciencia no es nada para

él, y una aseveración escueta vale exactamente tanto como la otra. Y aun menos puede la ciencia

remitirse al barrunto mejor que se daría en el conocimiento no verdadero y que en él mismo señalaría

hacía ella, pues, de una parte, al hacerlo así, seguiría remitiéndose a un ser y, de otra parte, se remitiría a

sí misma como al modo en que es en el conocimiento no verdadero, es decir, en un modo malo de su ser y a su manifestación, y no a lo que ella es en y para sí. Por esta razón, debemos abordar aquí la

exposición del saber tal y como se manifiesta23.

En relación con a), Hegel sostiene que es inútil detenerse en el instrumento por el cual se accede a la verdad para

conocer sus límites y posibilidades (como hace Kant). Por el contario, es necesario sumergirse directamente en el

objeto, hacer su experiencia y registrarla, evitando anteponer nuestras ocurrencias y opiniones24. Así distingue

entre el entendimiento (Verstand), proclive a entender al objeto desde un a priori que lo modifica y determina, que opera de modo dicotómico (o sea, separando), y la razón (Vernunft), que se sabe inmersa en el objeto y se

entrega a su movimiento inmanente, al que expone, desarrollándolo y desplegándolo:

El entendimiento formal… en vez de penetrar en el contenido inmanente de la cosa pasa siempre por

alto el todo… El conocimiento científico, en cambio, exige entregarse a la vida del objeto o, lo que es lo

mismo, tener ante sí y expresar su necesidad interna. Al sumergirse así en su objeto, este conocimiento

se olvida de aquella visión general [de la abstracción propia del entendimiento] que no es más que la

reflexión del saber en sí mismo, fuera de contenido.25

Es cierto que el conocimiento es siempre mediado, como señala Kant. Pero esa mediación (cuyo carácter

analizaremos más adelante) no es obstáculo para conocer la verdad. Por el contrario: el error consistiría en

pretender que se puede llegar a la verdad de modo fulgurante, intuitivo, de un pistoletazo (como piensan los

románticos); y lo es, también, el considerar que, porque es mediado, el conocimiento debe conformarse con

conocer lo fenoménico y resignar lo absoluto. Si bien las separaciones y abstracciones (fenoménico - nouménico

/ naturaleza - libertad, etc.) que introduce el entendimiento son necesarias (b), es preciso superarlas e integrarlas

en una totalidad más amplia. Es preciso ver las cosas en relación. De ese modo (c), hasta el conocimiento más

elemental y rudimentario es parte del camino para llegar al conocimiento de lo absoluto. Ninguno de los saberes,

ninguna de las filosofías con las que la conciencia se va topando en su camino, son declaradas falsas o erróneas,

sino que cada una enuncia una verdad parcial, relativa a su momento específico, que luego será integrada al

proceso que lleva al saber absoluto (que es saber del saber).

Como podemos observar, Hegel vuelve a ser crítico de las escisiones que vimos aparecer con anterioridad en

relación con la ontología: saber-objeto/ conocimiento fenoménico-conocimiento absoluto/saber elevado-saber

vulgar. El verdadero saber contiene y supera las polaridades que lo inmovilizan e impiden que se despliegue y

desarrolle. Las escisiones no deben desaparecer, sino que debe reconocerse su origen como desarrollo

conceptual, como producto del movimiento del saber. Por ende, su comprensión difiere del carácter estático y

extrínseco que caracteriza al entendimiento formal que fundamenta su crítica. ¿Cómo supera este modo de

23 Hegel, FE, pp. 51-52 (Introducción). 24 “Abstenerse de inmiscuirse en el ritmo inmanente de los conceptos, no intervenir en él de modo arbitrario y

por medio de una sabiduría adquirida de otro modo, esta abstención, constituye de por sí un momento esencial de la concentración de la atención en el concepto” (Hegel, p. 39, Prólogo). 25 Ibídem, p. 36 (Prólogo).

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compresión? Transformando en objeto su propio saber. La FE es, a este respecto, un saber del saber (ciencia de

la experiencia): ésa es la manera de superar las contraposiciones estériles.

2.2. La cuestión de la verdad

La FE recorre cada uno de los modos del conocimiento posible, desde la certeza más vulgar e individual hasta el

más elaborado de los pensamientos. Así va descubriendo que cada uno de los objetos con los que la conciencia

cree contraponerse, que irrumpen a lo largo de su camino son en la medida en que también la conciencia se

pone frente a ellos y construye una pauta desde la cual comprenderlos para no perderse objetos ‘puestos’ por la conciencia; objetos que, a la vez, transforman su saber, le imponen a la conciencia la necesidad de modificar su

saber previo, la pauta desde la cual observa y juzga. De este modo resulta transformada la noción misma de

verdad.

Veámoslo con más detenimiento. Si la verdad es la correspondencia entre el concepto y el objeto (como supo

verlo Aristóteles), los términos entre los cuales se da dicha correspondencia son, por un lado, lo que la

conciencia postula, cree o supone que el objeto es (lo cual oficia, por llamarlo de alguna manera, de ‘hipótesis’),

y por otro, lo que ella experimenta de él. Lo que pone en juego la conciencia, dice Hegel, es la necesidad de partir desde un punto supuesto, punto que funda las condiciones de posibilidad de la experiencia. De modo que

la realidad no se presenta de forma transparente, tal como es en sí. La correspondencia que funda la verdad no

puede ser directamente entre el enunciado y la realidad a secas. Es la pauta o el criterio desde el cual lo

abordamos el que abre el campo de posibilidades de la aparición del objeto. Pero el objeto va a presentarse, no

de manera positiva, sino negando a la pauta. Así, el saber del objeto, este resultado de la experiencia del objeto

gracias a la pauta, tiene un momento positivo y uno negativo: en tanto la conciencia puede realizar la experiencia

gracias a su pauta, prima el lado negativo, el de minar la pauta. El lado positivo va a ser el resultado del

abandono de la pauta anterior, una nueva pauta o criterio. Así, por ejemplo, el primer tramo de la conciencia está

marcado por el supuesto de que el mundo es diferente de ella misma; de este modo lo contempla como si fuese

completamente externo, como si allí residiera una verdad que le es ajena y que es preciso des-cubrir. Fascinada

por él, no mutará su actitud hasta que su pauta devenga otra: la de que el mundo no es sino resultado de ella misma. Pero esta no será la pauta definitiva, sino que ella asistirá a su propio reacomodamiento infinito. Este

acomodarse recíproco del saber y del objeto en función de una pauta (de la vara con que se mide el mundo y al sí

mismo) implica un recorrido, constituye una historia, un camino: el camino de la conciencia hacia la ‘plenitud

del saber’:

….esta exposición [….] puede considerarse, desde este punto de vista, como el camino de la

conciencia natural que pugna por llegar al verdadero saber o como el camino del alma que recorre

la serie de sus configuraciones como otras tantas estaciones de tránsito que su naturaleza le traza,

depurándose así hasta elevarse al espíritu y llegando, a través de la experiencia completa de sí misma al conocimiento de lo que en sí misma es26.

El conocimiento es, al mismo tiempo, el resultado y el camino; no basta con presentar el resultado, o la meta a la

que se llega (el saber absoluto), sino que lo importante es hacer el recorrido que nos conduce hacia la meta. Parte

de este recorrido es transitar las diferentes ‘estaciones’ o momentos que atraviesa el conocer, desde el más vulgar

hasta el más desarrollado: todos son importantes para alcanzar la sabiduría. El conocimiento empieza por lo bajo

pues aún en él está implícita, de manera aún no desplegada, la meta. Y no es que el objeto o la meta se hallen

‘fuera’ de este camino sino que, por lo contrario, los objetos y los saberes con los que la conciencia se va encontrando a lo largo de su viaje van componiendo, en su misma parcialidad, el saber ‘absoluto’:

La ciencia de este camino es la ciencia de la experiencia que hace la conciencia; la sustancia con su

movimiento es considerada como objeto de la conciencia. La conciencia sólo sabe y concibe lo que se

halla en su experiencia, pues lo que se halla en ésta es sólo la sustancia espiritual, y cabalmente en

cuanto objeto de su sí mismo. En cambio, el espíritu se convierte en objeto, porque es este movimiento

que consiste en devenir él mismo un otro, es decir, objeto de su sí mismo y superar este ser otro. Y lo

que se llama experiencia es cabalmente este movimiento en el que lo inmediato, lo no experimentado, es decir, lo abstracto, ya pertenezca al ser sensible o a lo simple solamente pensado, se extraña, para

luego retornar a sí desde este extrañamiento, y es solamente así como es expuesto en su realidad y en su

verdad, en cuanto patrimonio de la conciencia27 .

26 Ibídem, p. 54 (Introducción). 27 Ibídem, p. 26 (Prólogo).

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El recorrido no es lineal sino que está lleno de altibajos, de frustraciones y dolor. Es un tránsito doloroso en el

que se experimenta la escisión entre el saber que se cree tener del objeto, y lo que luego se comprueba de este

saber en el objeto mismo. La experimentación de esta falta de correspondencia entre saber y objeto es causa de

desesperación:

La conciencia natural se mostrará solamente como concepto del saber o saber no real. Pero, como se

considera inmediatamente como el saber real, este camino tiene para ella un significado negativo y lo

que es la realización del concepto vale para ella más bien como la perdida de sí misma, ya que por este

camino pierde su verdad. Podemos ver en él, por tanto, el camino de la duda o, más propiamente, el

camino de la desesperación28.

El camino del saber no es pacífico, armonioso, sino que, como en la caverna escarpada de Platón, nos pone

frente a la inanidad de nuestro saber. Pero no es que el encuentro con la Idea, como en Platón, torne desdeñable

lo vivido como ficción. La “verdad” del camino es que debe ser recorrido. Y este mismo recorrido es su

construcción. Saber que estamos recorriendo un camino no nos ahorra la desesperación propia de ese transitar

porque, de hecho, el camino no se ve. Tampoco la meta. La conciencia desconoce la trayectoria, el desenlace, las

vicisitudes que tendrá que vivir. Precisamente: lo hace porque no lo sabe. Si supiera cuál es el camino no lo

podría recorrer. La experiencia es un proceso siempre doloroso, siempre de pérdida, pero necesario.

Cierto que algo sedimenta a lo largo de este periplo. Ese ‘algo’ son los conceptos, lo que la conciencia va

formando o concibiendo para resistir la pura inanidad; son nociones o ideas con las que la conciencia intenta

aferrar, de manera siempre retrospectiva, sus propias experiencias (es lo que corresponde al nivel del ‘nosotros’, de la conciencia filosófica que acompaña a la conciencia en su trayectoria29). Los conceptos son así pensados en

su origen experiencial. Por tanto, el punto de partida del saber para Hegel no es la contemplación sino las

vivencias.

2.3. El concepto de experiencia y el saber absoluto

El concepto de experiencia en Hegel abarca no sólo lo que la ciencia entiende por esta noción —el conocimiento

empírico cuya fuente reside en la sensibilidad— sino también lo que la conciencia filosófica aprehende en el

medium de la historia, es decir, en su trato con el mundo, con los otros hombres, consigo misma. Se augura así,

en la historia de la filosofía, una reconciliación inédita en relación con las escisiones que suelen caracterizarla: la

del concepto puro con la experiencia, la del método con la historia. Esa mediación, que será uno de los puntos

fundamentales en torno del cual discurrirán buena parte de las filosofías del siglo XX, aparece ya planteada por

Hegel en su FE. La inmersión en la experiencia, la lucha por aferrarla y mantener su riqueza, por mantener un

diálogo vivo con el resultado de sus vivencias y hacer valer su complejidad recuperándola en el concepto, es la clave de su especulación. Pero además indica cuál es el camino del auténtico filosofar: no la ubicación desde el

saber absoluto para conducir desde él al neófito, sino el tránsito desde el mundo de la vida para concluir en un

saber que es saber de esa misma experiencia y de sus límites. La célebre definición que da el propio Hegel de lo

que entiende por experiencia así lo confirma: “Este movimiento dialéctico que la conciencia ejerce en ella

misma, tanto en su saber como en su objeto, en tanto de allí surge para ella el nuevo objeto verdadero, es lo que

propiamente se llama experiencia”.

El final del camino, el saber absoluto, no es tanto la reconciliación entre el saber del objeto y el objeto mismo,

sino que es conciencia de la relación inquieta y dinámica, contradictoria y abierta, del saber. El final del camino

es el saber de su existencia, no el mero saber de su final. La ciencia se presenta como el modo de clausurar bajo

28 Ibídem, p. 54 (Introducción). 29 El discurso fenomenológico en Hegel presenta dos niveles de lectura: el de la conciencia y el del nosotros. El

nivel de la conciencia nos muestra las experiencias que ella atraviesa; el nivel del nosotros es el nivel de la

conciencia filosófica que interpreta de modo retrospectivo lo que la conciencia va vivenciando. Su función es

conferir un hilo conductor y otorgar coherencia a lo que parece puramente contingente. Pero esa misma

conciencia filosófica está inmersa en el movimiento de la historia (de lo vivido y del relato de lo vivido). Si bien

es una especie de ‘metadiscurso’ (está ‘más allá’), no pretende situarse más allá de la historia (de modo

trascendental) sino que ella misma participa de las dudas de la conciencia, aunque en otro nivel (el nivel del

concepto). Este saber específico (filosófico) declara la provisoriedad de los saberes anteriores, es decir, reconoce

que ellos son relativos a la facticidad (a su momento específico) y, al mismo tiempo, los distingue como saberes acotados y determinados (como la ley de gravedad) que se aplican exitosamente a determinados ámbitos. O sea,

reconoce sus límites y relatividad. Al final del camino, este saber del saber se vuelve completamente reflexivo,

es decir, se vuelve enteramente sobre sí mismo. Ese es el saber absoluto.

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su concepto la necesidad de lo acontecido, pero no por ello se cierra la experiencia del mundo ni se anulan las

diferencias. Si la conciencia se va recuperando de sus desfallecimientos y se interna cada vez más en sí misma,

recobrando lo que pierde y perdiendo lo que cree ganar cada vez (su saber, su objeto), el saber absoluto es, en

definitiva, el saber de los propios límites. Límites móviles, pero límites al fin, susceptibles de ser superados en su

misma postulación. Como tal, es saber de la propia imposibilidad de saber, de alcanzar la pretendida

reconciliación completa, sin resquicios, del saber y lo real. La totalidad no es el suelo firme en el que descansa la

conciencia al término de sus infinitas búsquedas sino que es el horizonte de sus anhelos, tanto pretéritos como

futuros. El saber absoluto sólo puede concebirse así como rememorante, sólo puede ser retrospectivo: vuelto

hacia sus experiencias pasadas, no se cierra sobre ellas sino que es apertura de sus múltiples posibilidades. Y es,

al mismo tiempo, comprensión de su negatividad autosuperante.

2.4. El concepto de Espíritu

Es común que los idealistas alemanes se refieran al ‘Espíritu’ (Geist). El término no sólo está presente en la

filosofía sino también en la literatura: Goethe lo menciona expresamente en su Hamlet. La dificultad para

nosotros es que se trata de un concepto polisémico: cuando se lo contrapone a la materialidad es el aspecto, por

así decir, ‘sutil’ de las cosas; cuando se habla de que algo o alguien tiene tal o cual ‘espíritu’ se mienta su talante;

cuando nos referimos, por ejemplo, al ‘espíritu de la ley’ queremos evocar algo más que su letra o su literalidad,

etc. Todos estos usos performativos del término remiten a algo común, a una suerte de sustancia vital que se

encuentra en toda manifestación de lo real. Algo de esta significación profunda habita en el uso que el idealismo

hace del término. Pero hay un serio malentendido en torno de este concepto cuando se lo aplica, en particular, a Hegel, y se lo entiende como una suerte de entidad espectral, identificado con lo Absoluto, Dios o el Espíritu

Cósmico (Taylor) que sobrevolaría la historia o la humanidad cumpliendo con sus propios fines y sometiéndolo

todo a sus metas (como si hubiera un doble sujeto: uno infinito y otro humano finito, fatalmente subordinado a

aquél). Nada más lejos de esto. El Espíritu es precisamente el movimiento antes descripto, el proceso de lo

real/racional de liberarse de toda inmediación para reencontrarse; es el camino de vuelta hacia sí mismo, de

reflexión, donde ir es, en realidad, retornar: “La reflexión, por ende, es el movimiento que, por ser retorno, por

esto sólo es lo que empieza o que vuelve”30. El movimiento de retorno (de reflexión) no es regreso a ninguna

esencia (a la morada propia), sino que, por lo contrario, es superación de lo inmediato, de lo natural. El Espíritu

sólo puede encontrarse si se pierde, si se va de sí mismo. Sólo al alienarse o enajenarse (en el mundo) la razón

puede retornar a sí misma y encontrarse. De ahí que las simplificaciones que remiten a un espíritu hegeliano que

se aliena en la alteridad para luego recuperarse en una unidad mayor sean (coincidiendo con la lectura de Zizek31), en parte, engañosas: la clave especulativa de la dialéctica hegeliana no es esta secuencia por la cual el

sujeto (el yo, la conciencia, el Espíritu) se pone, se niega y se reapropia a sí mismo (secuencia que suele

presentarse bajo la forma trivial de tesis, antítesis y síntesis); así se parte de la presuposición de un sujeto

potencialmente listo para actualizarse, que sólo encuentra en la historia la oportunidad de desplegar lo que ya

estaba previamente contenido en él, y que por tanto sigue un desarrollo necesario susceptible de ser desplegado

especulativamente por el concepto. Desde esta lectura, la potencialidad anunciaría lo que va a venir, como

cuando hablamos de un feto como preanuncio de lo que va ser un humano (los propios ejemplos hegelianos dan

pie a veces a estas falsas interpretaciones, como cuando pone el ejemplo del germen que contiene en sí sus

futuras determinaciones; esto, que podría con reparos ser aplicado a la naturaleza, en absoluto puede trasladarse

sin más al universo humano, donde la simple potencialidad es pura abstracción). El ‘en sí’ hegeliano sería, desde

esta perspectiva, como la potencia aristotélica que contiene ‘todo’ antes de su actualización: sólo necesita encontrar el ‘suelo’ apropiado para hacerlo. Por el contrario, si bien siempre es necesario postular un punto de

partida, el retorno o para sí no es una simple vuelta a un modo de ser más desarrollado. No hay que confundir el

desarrollo dialéctico con una simple deducción lógico-conceptual donde la necesidad es lo que conecta entre sí

los momentos. Contra estas presunciones, el sujeto (o la realidad de que se trate) no es algo que contenga lo que

va a venir, sino que es lo producido en el movimiento mismo de esta alienación y este retorno. Se puede

partir, por ejemplo, de una conciencia con determinadas cualidades que, luego de alienarse en lo otro (en su

trabajo, en sus discursos, en sus acciones, en sus producciones, en sus vida cotidiana) se recupera. Al cabo de

este movimiento, ella no sólo no es la misma, sino que tampoco podría anticipar cómo será: por un lado, porque

depende de la experiencia de este movimiento de alienación (no es lo mismo ‘ponerse fuera’ en la creación de

una obra de arte que trabajando en una fábrica: las dos, siendo radicalmente diferentes, son formas de

alienación); por otro, la contingencia a que se ve expuesto este movimiento vulnera cualquier posibilidad de

adscribir ese despliegue a un derrotero necesario.

30 Lógica tomo II, p. 23. 31 Zizek, S., Hounie, A. (comp.), Violencia en acto, Conferencias en Buenos Aires, Buenos Aires, Paidos, 2005.

p. 74.

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Hegel describe este proceso de alienación y retorno con su economía habitual: “Este algo que se halló antes

deviene solamente en cuanto se lo abandona”.32

Lo que estas enigmáticas palabras significan (pues subvierte toda una lógica acomodada a los presupuestos de

una temporalidad secuencial: de la voz pasiva se pasa al futuro para luego volver a la voz pasiva) es que el sujeto

encuentra su propia esencia, “llega a ser” (no “es” sino que “se hace”) dejando atrás su naturaleza inmediata

(inmediato en Hegel quiere decir indeterminada, no desarrollada), abandonando sus presupuestos33. En otras

palabras: sólo se es realmente (sólo es posible determinarse) cuando se pierde aquello a lo que se está naturalmente adherido. Por eso, toda conquista de la libertad humana acaece cuando se cortan amarras con lo

propiamente instintivo y natural.

Ciertamente, la comprensión de este proceso sucede de manera retroactiva. Es decir, soy una vez que he pasado,

y sólo tengo la perspectiva necesaria para comprenderme cuando ese pasado ha quedado atrás. Por eso la

filosofía cuya naturaleza es ser reflexiva es comparada con el búho de minerva: como éste, que vuela cuando el sol se pone, el momento reflexivo de cualquier proceso sólo puede tener lugar una vez que ese proceso ha sido

consumado.

Como se ve, el Espíritu no es ninguna materialidad, ni puede identificarse lisa y llanamente con ninguna

sustancia. Tampoco es un espectro destinado a encarnar. El Espíritu es la sustancia que deviene sujeto. Esto

significa que lo real (la sustancia) entendido como algo puesto ahí (conforme con el paradigma clásico) no es

otra cosa que sujeto. Si la sustancia deviene sujeto es que lo que se pensaba como en sí, como materialidad

inerte, ya tenía en sí misma el principio de su automovimiento. Ello es concebir la subjetualización de lo que

sólo aparentemente es en sí. Y la subjetualización implica actividad, autopoiesis (movimiento de hacerse sí

mismo). Ciertamente Hegel está pensando en la historia, en una sustancia inmersa en la historia. No me

encuentro en un mundo histórico que está ahí porque simplemente está puesto (esto sería un pre-supuesto) sino

porque, al contrario, lo hemos hecho. Lo venimos haciendo. Esto Hegel lo toma de Vico: es el principio del

verum ipso factum (lo obrado es lo verdadero). No sólo la historia, también la propia naturaleza (eso que parece sí estar simplemente ahí) tiene un movimiento que es propio, en la que nos vemos reflejados porque alienamos

nuestra propia negatividad en ella.

El sentido final de este movimiento, su telos (en particular cuando lo pensamos en relación con la historia) es la

libertad. Esto no significa que el ser libre sea la ‘meta’, ni que el Espíritu sea un Sujeto que paulatinamente se va

liberando de lo que le pesa o le esclaviza, sino que el Espíritu emerge como su propio resultado a lo largo de

todo ese proceso de liberación paulatina que es ya, en sí mismo, liberador:

Generalmente se habla del Espíritu como de un sujeto, como si hiciera algo y, aparte de lo que hace,

como ese movimiento, ese proceso, como algo particular, su actividad es más o menos contingente […]

es de la naturaleza misma del espíritu ser esa vitalidad absoluta, ese proceso, proceder desde la

naturalidad, la inmediatez, superar, abandonar su naturalidad y convertirse en él mismo, y liberarse, su

ser él mismo sólo mientras se hace a sí mismo como producto de sí; su realidad es meramente que se ha

convertido a sí mismo en lo que es.34

3. El horizonte del pensar hegeliano: el problema del Estado y la libertad (la Filosofía del Derecho)

¿Qué es lo que lo pone en camino de este reconocimiento del carácter antagónico pero móvil, mediado, de lo

real? Para Hegel, la experiencia de la revolución francesa fue clave para su autocomprensión de la negatividad,

pues implicó el triunfo de las posiciones subjetivas más radicales que luego se transformaron en terror

(jacobinismo): en este sentido, haber triunfado fue fracasar. ¿Por qué? Porque ese momento de la revolución

implicó la realización del proyecto moderno, el de la potencia de una subjetividad capaz de enseñorearse sobre lo

real, la afirmación directa de la razón abstracta universal que, en su furia autodestructiva, en su intento por romper con los vínculos comunitarios preexistentes (premodernos), es no obstante incapaz de poner las bases de

32 Ibídem, p. 24. 33 Zizek pone un ejemplo por demás ilustrativo: los movimientos nacionalistas postulan una vuelta a los orígenes

con el presupuesto de que allí está su esencia más propia; pero este presupuesto (esta esencia) está puesto por

ellos mismos; por eso hay que dejarlo atrás para construir el ser nacional. En realidad, todo este movimiento es el

que constituye el ser-siendo de la esencia nacional (que nunca es una entidad fija anclada en un origen perdido sino el movimiento mismo de reconstrucción, pérdida, actualización).Por eso el espíritu no se sostiene más que

en la actividad incesante de los sujetos involucrados en su sustancia espiritual (Zizek, op. cit., p. 74). 34 Cit. por Zizek, op. cit., p. 74.

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un orden social concreto y estable35. A pesar de que ese momento de negatividad radical parece necesario a los

fines de fundar el nuevo estado moderno, Hegel comprende que la subjetividad por sí misma, alienada respecto

de cualquier contenido sustancial, es incompleta e insuficiente: se hace necesario emerger desde el objeto, desde

el ámbito del ser (las costumbres, la lengua, las creencias), para dotar de contenido el proyecto del estado

moderno. No es posible partir abstractamente del deber ser de la conciencia solitaria.

Hegel comprende que no es posible restablecer la armonía orgánica del estado premoderno, que desconoce los

derechos de la subjetividad, ni partir del proyecto subjetivista moderno, que arrasa con el ser para constituirlo todo desde el sujeto: es necesario encontrar una universalidad que contenga las partes sin anularlas. Pero las

partes (los individuos, las corporaciones y estamentos, etc.) no están en armonía entre sí sino en tensión. El

problema que se le presenta aquí es entonces el problema inherente a la conformación de todo estado moderno:

¿Cómo constituir una universalidad que contenga el antagonismo de las particularidades que la componen?

¿Cómo puede la universalidad concreta (fundada en la sustancia viva de un pueblo: sus costumbres, su lengua,

sus tradiciones) corresponder a las aspiraciones de la particularidad (de los sujetos-propietarios, de las

corporaciones, etc.)?

Por su parte, Hegel se encuentra en un contexto político específico en el que domina la fragmentación. “Alemania no es más un estado”, escribe en el Ensayo sobre la constitución de Alemania en 1802. En efecto, el

hecho de que Alemania no constituya aún un estado (es decir, una totalidad capaz de contener a las partes sin

suprimirlas) es para Hegel motivo de honda preocupación, sobre todo si se tiene en cuenta el poderoso influjo

que había ejercido la presencia de Napoleón en aquellas comarcas divididas, y al que Hegel en su momento, en

su paso por Jena, había reconocido como la encarnación misma del espíritu absoluto. De lo que se trata,

entonces, no es de adoptar sin más los principios de la revolución francesa y del espíritu francés transportándolos

a suelo alemán, sino de pensar y constituir el estado a partir del pueblo, a partir de la modalidad propia del

espíritu germano. Si bien Hegel es crítico del romanticismo por el papel que le confiere a la intuición intuición

capaz, según Hegel, de llegar a lo absoluto sin atravesar las dolorosas mediaciones que impone la razón va a tomar de esta corriente que se desarrolla precisamente como una forma de resistir la presencia extranjera, la

presencia francesa, la noción de pueblo. El estado debe tener a la base el espíritu de una nación, sus costumbres,

su lengua, sus hábitos, pero de manera reflexiva: debe comprometer el pensar, la autoconciencia. Y si Hegel,

como muchos de sus contemporáneos, va a rechazar la presencia francesa en suelo alemán, va a tomar de la

revolución francesa, por la que se sintió fuertemente impresionado, esta idea de que el estado es la realización de la libertad.

Es importante detenerse aquí porque que el estado sea visto como la realización de la libertad no significa

reducirlo a un puñado de leyes jurídicas que posibilitan la convivencia y el orden. El estado para Hegel es mucho

más que eso: es la instancia que permite superar la lógica de la sociedad civil, en la que dominan los intereses

personales, los particularismos; en la que los propietarios consideran al otro simplemente como un medio para la

satisfacción de las propias necesidades y al estado mismo como una entidad puesta a su servicio. Por eso Hegel

caracteriza a la sociedad civil como el ámbito de la necesidad, es decir, el ámbito en el que se ponen en juego las

necesidades humanas; necesidades que aspiran a ser satisfechas a través de la esfera de la producción y del intercambio, que es la esfera del mercado. En el mercado los hombres se mueven libremente, pero esa libertad es

la libertad del libre arbitrio. Hegel señala que la tradición liberal ha confundido sistemáticamente el libre arbitrio

con la libertad propiamente dicha, con la autodeterminación. Pero libertad no es para Hegel simple libertad de

elección, sino poder determinarse a sí mismo, y ello es solo posible en el estado.

Por eso la sociedad civil no logra superar la lógica del particularismo, del interés propio: el estado, que

representa el bien común, no es visto aún en la esfera de la sociedad civil como un fin en sí mismo, como aquello

que nos hace ser, sino que es considerado como algo exterior, e incluso, como resultado espontáneo del choque

de intereses, a la manera de Adán Smith36. Hegel toma de Smith, por un lado, la idea de que el régimen económico forma un todo que obedece a leyes objetivas independientes del deseo de los hombres, y por el otro,

esa otra idea fundamental según la cual los hombres, sin que se lo propongan, persiguiendo cada uno sus propios

intereses, contribuyen lo mejor posible el interés colectivo. Si bien coincide con Smith en este punto, para Hegel

esta no es la única manera en que se construye la totalidad, en que se sientan las bases de un estado en el que se

es libre realmente. Para esto hace falta que el querer, el hacer y el pensar de los hombres se dispongan a la

construcción de la totalidad. No es un hacer prerreflexivo: constituir el estado compromete tanto la acción como

la razón de los ciudadanos. El vínculo estatal es por eso un vínculo de ciudadanía, en el que los hombres no están

35 Ver Zizek, S., Visión de paralaje, Buenos Aires, FCE, 2006, p. 52. 36 Economista inglés del siglo XVIII que influyó en la conformación ideológica del liberalismo económico.

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ligados entre sí por los lazos meramente sanguíneos de la familia, ni por los vínculos contractuales mercantiles,

propios del burgués en la sociedad civil, sino que los individuos están reunidos por un proyecto común, querido

y sabido: “el Estado —nos dice en el parágrafo 257 de la Filosofía de Derecho— tiene su existencia mediata en

el saber y en la actividad de los individuos”, actividad que es resultado del hacer consciente de todos los

ciudadanos.

El estado es un espacio de intersubjetividad. Ello no supone dejar de lado la propiedad privada, pues ella es la

piedra de toque de toda sociedad moderna, sino que implica el reconocimiento de una instancia en que el punto de vista estrecho y limitado que impone la propiedad en el ámbito de la sociedad civil, sea superado por un

horizonte de miras menos mezquino, menos atravesado por el propio interés. De hecho Hegel creía que el

funcionamiento de la sociedad mercantil no estaba en condiciones de realizar su fin, la satisfacción de las

necesidades humanas; de ahí que el Estado deba intervenir para regular las actividades de la sociedad civil y

asegurar aquello que el mercado por sí mismo no puede asegurar. Hegel era plenamente consciente de la

imposibilidad fáctica de que el mercado satisfaga las necesidades de todos y por eso se adelantó a aquello que en

el siglo XX se llamó estado de bienestar. Por eso, va a decir que el Estado es lo racional, es la compenetración de

lo universal y lo individual, es la unidad de la libertad objetiva, sustancial, y la libertad subjetiva, que busca

realizarse por sí misma.

3.1. El estado y el papel de la filosofía

La misión de la filosofía, de acuerdo con su formulación en la Filosofía del Derecho, es conocer lo real:

Es precisamente a esta posición de la filosofía frente a la realidad a la que se refieren los equívocos, con lo que vuelvo a lo que ya he señalado anteriormente, que la filosofía, por ser la investigación de lo

racional, consiste en la captación de lo presente y de lo real, y no en la posición de un más allá que

sabe Dios dónde tendría que estar, aunque en realidad bien puede decirse dónde está: en el error de un

razonamiento vacío y unilateral.

En el curso de este tratado, yo he hecho notar que aun la república platónica, que pasa como la

invención de un vacío ideal, no ha interpretado esencialmente sino la naturaleza de la ética griega y que,

entonces, con la conciencia del más hondo principio que irrumpía de golpe en ella —principio que pudo aparecer de inmediato como aspiración aun insatisfecha y, por ello, sólo como extravío—, Platón tuvo

que buscar, justamente, en la inspiración el remedio contrario; pero ésta, que debía provenir de lo alto,

tuvo que buscarla, ante todo, en una forma exterior, particular de la ética griega, con la cual suponía

superar aquel extravío, y con la que allí tocaba, por cierto, sobre el vivo y el profundo impulso, la libre e

infinita personalidad.

Por ello Platón se ha manifestado un gran espíritu, porque, precisamente, el principio en torno del cual

gira la sustancia característica de su Idea es el eje alrededor del cual ha girado el inminente trastorno del

mundo:

Lo que es racional es real;

y lo que es real es racional.

Según Hegel, toda filosofía que se sitúe frente a la realidad como su mera negación, creyendo encontrar allí el

ámbito de la verdadera libertad, no podrá sino resultar en la vacuidad inherente al pensamiento que carece de todo contenido. La alusión de Hegel a la postulación platónica de un régimen político ideal como solución a una

realidad que se muestra corrupta e incorregible, es vista por Hegel desde una doble perspectiva. Si bien Platón

afirma en su República que de lo que se trata es de encontrar el mejor régimen político ─con independencia de si

este puede o no ser realizado (lo cual es un claro ejemplo de lo que Hegel critica)─ lo cierto es que el principio a

partir del cual lleva a cabo esa construcción ideal ─la equivalencia de la ciudad y el individuo─ muestra que la

filosofía platónica, lejos de rechazar la realidad sin más, se manifiesta como una verdadera comprensión, tanto

de la sustancia ética de la polis como de su puesta en crisis, a partir de la irrupción de un nuevo principio: el

individuo.

Pero lo que ahora nos inquieta es lo que nos dice inmediatamente: “Lo que es racional es real, y lo que es real es

racional”: esta sentencia, sin duda de las más controvertidas, ha abonado la opinión según la cual Hegel legitima

sin más la simple realidad empírica. De ahí los apelativos de ‘conservadora’ y de ‘reaccionaria’ con los que los

detractores de Hegel han (des)calificado su filosofía del estado. Sin embargo, conviene tener en cuenta aquí una

distinción fundamental: la que se da entre la realidad puramente fenoménica, contingente e inesencial (Realitat),

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143

y la realidad objetiva, esencial, racional (Wirklichkeit), distinción sin la cual Hegel, efectivamente, resultaría

partidario de una mera reconciliación con lo real. Por tanto, la primera parte de la frase “todo lo real es racional”

hace alusión a lo real en sentido fuerte, no a cualquier tipo de existencia; realidad, por lo demás, cuya lógica no

es estática sino que cambia con la historia. (Por ejemplo, el infanticidio o la esclavitud son figuras que fueron

racionales o legítimas en un momento determinado de la historia y que luego se volvieron anacrónicas,

irracionales. El presente pone en perspectiva lo pasado y evalúa su pertinencia y legitimidad, su racionalidad).

Asimismo, ‘lo que es racional es real’ significa que lo que es racional no puede no realizarse. La razón demanda su realización en el mundo, pues es inherente a la razón la necesidad de ser concreta, real. Si bien la izquierda

hegeliana ha querido leer en este pasaje que lo racional ‘debe ser’ realizado, Hegel rechaza enfáticamente la

posibilidad de un ‘deber ser’ en relación a la razón:

Esta convicción la posee toda conciencia ingenua, y también la filosofía, que parte de ella al considerar

tanto el universo espiritual como el natural. Si la reflexión, el sentimiento o cualquier aspecto que

adopte la conciencia subjetiva, juzga el presente como algo vano, va más lejos que él y sabe más que él,

entonces se encuentra en el vacío, y, puesto que sólo en el presente hay realidad, la conciencia es

únicamente vanidad.

A la inversa, si la idea se considera que es sólo una idea, una representación en una opinión, la filosofía,

por el contrario, le opone el conocimiento de que lo único real es la idea. En este caso, se trata de

reconocer, en la apariencia de lo temporal y pasajero, la sustancia que es inmanente, y lo eterno que es

presente. Porque lo racional, que es sinónimo de la idea, entrando en su realidad juntamente con el

existir exterior, se manifiesta en una infinita riqueza de formas, fenómenos y configuraciones, y rodea

su núcleo de una apariencia múltiple, en la cual la conciencia se detiene primeramente y que el concepto

traspasa para encontrar el pulso interno y sentirlo palpitar aún en las formas externas. [….] Así, pues, este tratado, en cuanto contiene la ciencia del Estado, no debe ser otra cosa, sino la tentativa de

comprender y representar al Estado como algo racional en sí. Como obra filosófica, está muy lejos de

pretender estructurar un Estado tal como debe ser. La enseñanza que pueda proporcionar no puede

consistir en enseñar al Estado "como él debe ser", sino más bien de qué modo debe ser conocido el

universo ético.

Hic Rhodus, hic saltus.

Concebir lo que es, es la tarea de la filosofía, porque lo que es, es la razón. Por lo que concierne al

individuo, cada uno es, sin más, hijo de su tiempo; y, también, la filosofía es el propio tiempo

aprehendido con el pensamiento. Es insensato, también, pensar que alguna filosofía pueda anticiparse a

su mundo presente, como que cada individuo deje atrás a su época y salte más allá de Rodas. Si,

efectivamente, su teoría va más lejos que esto y se construye un mundo tal como debe ser, éste existirá,

por cierto, pero sólo en su opinión, elemento dúctil en el que se puede plasmar cualquier cosa. Con una

pequeña variación de aquella frase diría:

He aquí la rosa; baila aquí.

Lo que reside en la razón como espíritu consciente de sí y la razón como realidad presente, lo que

distingue aquella razón de ésta y no deja encontrar la satisfacción en ella, es el obstáculo de algo

abstracto que no se ha liberado para llegar al concepto. Reconocer la razón como la rosa en la cruz del

presente y con ello gozar de éste, esta visión racional constituye la reconciliación con la realidad que la

filosofía concede a los que han sentido una vez la íntima exigencia de concebir y conservar, justamente,

la libertad subjetiva en lo que es sustancial, así como de permanecer en ella, no en lo individual y

accidental, sino en lo que es en sí y para sí.

También esto constituye el sentido concreto de lo que más arriba ha sido designado abstractamente

como la unidad de forma y de contenido; porque la forma, en su más concreta significación, es la razón

en cuanto conocimiento conceptual, y el contenido, es la razón como esencia sustancial de la realidad

ética, así como de la natural; la identidad consciente de forma y contenido constituye la Idea filosófica.

Es una gran obstinación —obstinación que hace honor al hombre— no querer aceptar nada en los

sentimientos que no esté justificado por el pensamiento—, y esa obstinación es la característica de los

De la fábula de Esopo.

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tiempos modernos, además de que es el principio propio del protestantismo. Lo que Lutero inició como

fe en la convicción y en el testimonio del espíritu, es lo mismo que el espíritu posteriormente maduro,

se ha esforzado en aprehender en el concepto, y así, emanciparse en el presente y, por lo tanto,

descubrirse en él.

Así es cómo se ha convertido en célebre aquello de que una filosofía a medias aleja de Dios —y es la

superficialidad misma la que hace descansar el conocimiento en una aproximación a la verdad—, pero

la verdadera filosofía conduce a Él, así ha ocurrido lo mismo con el Estado. Así como la razón no se

contenta con la aproximación ─que no es ni fría ni cálida y que por tanto debe ser vomitada─, tanto

menos se satisface con la fría desesperación, la cual admite que en esta vida temporal todo va mal o a lo sumo, mediocremente, pero que, justamente en ella, nada mejor se puede tener y que sólo por eso

necesita mantenerse en paz con la realidad; es una paz más cálida la que proporciona el conocimiento.

Para agregar algo a la pretensión de enseñar cómo debe ser el mundo, la filosofía, por lo demás, llega

siempre demasiado tarde. En cuanto pensamiento del mundo surge por primera vez en el tiempo,

después que la realidad ha cumplido su proceso de formación y se halla ya lista y terminada. Lo que

enseña el concepto, lo muestra la historia con la misma necesidad: sólo en la madurez de la realidad

aparece lo ideal frente a lo real y erige a este mismo mundo, aprehendido en su sustancia, en la forma de un reino intelectual. Cuando la filosofía pinta su gris en el gris, ya una figura de la vida ha envejecido y

con el gris en el gris no deja rejuvenecer, sino sólo conocer: el búho de Minerva inicia su vuelo al caer

el crepúsculo.

Sin embargo, hora es de terminar este prólogo. Como prefacio le correspondía, por otra parte, sólo

hablar extrínseca y subjetivamente desde el punto de vista de lo tratado y de cuál es su premisa. Si se

debe hablar filosóficamente de un problema, ello implica sólo un tratamiento científico objetivo; así

como, también para el autor, una objeción de distinta clase a una consideración del asunto mismo, sólo

debe valer como conclusión subjetiva y como afirmación caprichosa y, por lo tanto, serle indiferente.

Para Hegel la filosofía no debe hacer predicciones sino atenerse a lo que es. Y así como el tiempo nos engendra

(somos sus hijos), es decir, nuestra propia sustancia es ser tiempo, así también el saber es histórico, temporal.

En cuanto al simbolismo de la cruz y de la rosa (que también es el significado de Rhodas), hay discrepancias en

cuanto a su procedencia, ya sea que se la refiera a la logia de los Rosacruces, ya sea que se relacione con el

luteranismo, cuya teología Hegel comparte. Pero más allá de la pertenencia o no de Hegel a dicha sociedad

secreta o a la profesión de fe luterana, es cierto que su filosofía sólo resulta comprensible (y concebible) desde el

logos cristiano. Figuras y expresiones tales como ‘reconciliación’, ‘justificación’, ‘mediación’, etc. corresponden

no sólo a un horizonte religioso sino cultural, al que la filosofía responde con categorías que le son específicas para delinear su propio punto de vista: el del concepto. Así, la cruz es la representación sensible de la escisión de

lo real, de sus negaciones y rupturas, que la razón está llamada a reparar y a ‘reconciliar’ en el concepto. En

sentido teológico, la muerte no tendría sentido si no fuese superada por la vida del espíritu. Del mismo modo, lo

que está dividido y separado (el cuerpo y el alma, la razón y el sentido, lo universal y lo particular, etc.) queda

restaurado en una unidad superadora cuando la razón reconcilia los extremos. Por eso la filosofía hace su

aparición cuando la unidad ‘está de luto’. Podemos referir esta disensión a la sociedad civil, a la que la razón

deberá aplicarse: “La sociedad civil ofrece en estas contraposiciones y en su desarrollo el espectáculo del

libertinaje y la miseria, con la corrupción física y ética que es común a ambas” (§185). Esta es la ‘cruz’ que es

necesario superar en el Estado ético. La idea quedará retomada por la metáfora del búho de Minerva, que Hegel

utiliza más adelante, para aludir a la necesidad de la filosofía cuando una época se ha consumado.

Por último, resultan innumerables los modos en los que se puede dar cuenta de cuán ajustada resulta al filosofar

hegeliano la expresión de que la filosofía es como el búho de Minerva que sólo alza su vuelo en el ocaso. La

cuestión que aquí está en juego puede expresarse mediante la siguiente pregunta: ¿Puede la filosofía, para

Hegel, ser predictiva? Si cada pueblo histórico revela lo que es en su ocaso, es decir, cuando toda su

potencialidad ha sido puesta en acto; si, como se ha visto, la verdad, lejos de ser una cuestión de principios, se

revela al final del recorrido, cuando cada una de las posibilidades del todo ha sido llevada a la concreción que

tiene lugar en la totalidad, entonces la filosofía, que no quiere para sí opiniones sino que quiere ser verdadera

ciencia, sólo podrá realizar su tarea al final, cuando lo que reste sea tan sólo la expresión de la totalidad en el

elemento del concepto.

Apocalipsis, 3, 16.

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Fuentes

Para la Ciencia de la Lógica se ha utilizado la traducción de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Ediciones Solar,

Buenos Aires con modificaciones en base a la edición de Félix Duque, Ciencia de la Lógica, Universidad

Autónoma de Madrid, 2011.

Para la Fenomenología del Espíritu. Se ha utilizado la trad. de W. Roces, México, FCE, 1966. Se ha comparado

la versión de Roces con la versión bilingüe alemán-italiano, Rusconi, Milano, 1999, trad. de Vincenzo Cicero.

Para la Filosofía del Derecho se ha utilizado la edición de Claridad (1968), con trad. de Angélica Mendoza De

Montero (disponible en la web), a la que se le han hecho sustanciales modificaciones sobre la base de las

ediciones de Edhasa (1999), con traducción de Juan Luis Vermal, y de A. Llanos, de S.XX (1987).

Bibliografía citada

Podetti, Amelia, Comentario a la Introducción a la Fenomenología del Espíritu, Buenos Aires, Biblos, 2007.

Zizek, S., Visión de paralaje, Buenos Aires, FCE, 2006

Zizek, S., Hounie, A. (comp.), Violencia en acto, Conferencias en Buenos Aires, Buenos Aires, Paidos, 2005