HENRÍQUEZ UREÑA, Pedro. Seis Ensayos en Busca de Nuestra Expresión

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  • Seis ensayos en busca de

    nuestra expresin.

    Pedro Henrquez Urea

    EDICIN DE MIGUEL D. MENA

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    Primera edicin:

    Editorial Babel,

    Buenos Aires, 1928.

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    [email protected]

    Julio de 2006

    PENSAMIENTO Y CREACIN,

    DOMINICANA Y CARIBEA.

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    I. ORIENTACIONES

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    EL DESCONTENTO Y LA PROMESA

    "Har grandes cosas: lo que son no lo s." Las palabras del rey loco son el mote que inscribimos, desde hace cien aos, en nuestras banderas de revolucin espiritual. Venceremos el descontento que provoca tantas rebeliones sucesivas? Cumplire-mos la ambiciosa promesa?

    Apenas salimos de la espesa nube colonial al sol quemante de la independencia, sacudimos el espritu de timidez y declaramos seoro sobre el futuro. Mundo vir-gen, libertad recin nacida, repblicas en fermento, ardorosamente consagradas a la inmortal utopa: aqu haban de crearse nuevas artes, poesa nueva. Nuestras tierras, nuestra vida libre, pedan su expresin.

    LA INDEPENDENCIA LITERARIA

    En 1823, antes de las jornadas de Junn y Ayacucho, inconclusa todava la indepen-dencia poltica, Andrs Bello proclamaba la independencia espiritual: la primera de sus Silvas americanas es una alocucin a la poesa, "maestra de los pueblos y los re-yes", para que abandone a Europa luz y miseria y busque en esta orilla del Atlntico el aire salubre de que gusta su nativa rustiquez. La forma es clsica; la intencin es revolucionaria. Con la Alocucin, simblicamente, iba a encabezar Juan Mara Gutirrez nuestra primera grande antologa, la Amrica potica, de 1846. La segunda de las Silvas de Bello, tres aos posterior, al cantar la agricultura de la zona trrida, mientras escuda tras las pacficas sombras imperiales de Horacio y de Virgi-lio el "retorno a la naturaleza", arma de los revolucionarios del siglo XVIII, esboza todo el programa "siglo XIX" del engrandecimiento material, con la cultura como ejercicio y corona. Y no es aquel patriarca, creador de la civilizacin, el nico que se enciende en espritu de iniciacin y profeca: la hoguera anunciadora salta, como la de Agamenn, de cumbre en cumbre, y arde en el campo de victoria de Olmedo, en los gritos insurrectos de Heredia, en las novelas y las campaas humanitarias y de-mocrticas de Fernndez de Lizardi, hasta en los cielitos y en los dilogos gauches-cos de Bartolom Hidalgo.

    A los pocos aos surge otra nueva generacin, olvidadiza y descontenta. En Europa, oamos decir, o en persona lo veamos, el romanticismo despertaba las voces de los pueblos. Nos parecieron absurdos nuestros padres al cantar en odas clsicas la ro-mntica aventura de nuestra independencia. El romanticismo nos abrira el camino de la verdad, nos enseara a completarnos. As lo pensaba Esteban Echeverra, es-caso artista, salvo en uno que otro paisaje de lneas rectas y masas escuetas, pero claro teorizante. "El espritu del siglodecalleva hoy a las naciones a emancipar-se, a gozar de independencia, no slo poltica, sino filosfica y literaria". Y entre los jvenes a quienes arrastr consigo, en aquella generacin argentina que fue voz con-tinental, se hablaba siempre de ''ciudadana en arte como en poltica" y de "literatura que llevara los colores nacionales".

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    Nuestra literatura absorbi vidamente agua de todos los ros nativos: la naturaleza; la vida del campo, sedentaria y nmada; la tradicin indgena; los recuerdos de la poca colonial; las hazaas de los libertadores; la agitacin poltica del momento... La inundacin romntica dur mucho, demasiado; como bajo pretexto de inspira-cin y espontaneidad protegi la pereza, ahog muchos grmenes que esperaba nutrir... Cuando las aguas comenzaron a bajar, no a los cuarenta das bblicos, sino a los cuarenta aos, dejaron tras s tremendos herbazales, raros arbustos y dos copu-dos rboles, resistentes como ombes: el Facundo y el Martn Fierro.

    El descontento provoca al fin la insurreccin necesaria: la generacin que escandali-z al vulgo bajo el modesto nombre de modernista se alza contra la pereza romntica y se impone severas y delicadas disciplinas. Toma sus ejemplos en Europa, pero piensa en Amrica. "Es como una familia (deca uno de ella, el fascinador, el des-lumbrante Mart). Principi por el rebusco imitado y est en la elegancia suelta y concisa y en la expresin artstica y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo." El juicio criollo! O bien: "A esa literatura se ha de ir: a la que ensancha y revela, a la que saca de la corteza ensangrentada el almendro sano y jugoso, a la que robustece y levanta el corazn de Amrica." Rubn Daro, si en las palabras liminares de Prosas profanas detestaba "la vida y el tiempo en que le toc nacer", paralelamente fundaba la Revista de Amrica, cuyo nombre es programa, y con el tiempo se converta en el autor del yambo contra Roosevelt, del Canto a la Argentina y del Viaje a Nicaragua. Y Rod, el comentador entusiasta de Prosas profa-nas, es quien luego declara, estudiando a Montalvo, que "slo han sido grandes en Amrica aquellos que han desenvuelto por la palabra o por la accin un sentimiento americano".

    Ahora, treinta aos despus hay de nuevo en la Amrica espaola juventudes in-quietas, que se irritan contra sus mayores y ofrecen trabajar seriamente en busca de nuestra expresin genuina.

    TRADICION Y REBELION

    Los inquietos de ahora se quejan de que los antepasados hayan vivido atentos a Eu-ropa, nutrindose de imitacin, sin ojos para el mundo que los rodeaba: olvidan que en cada generacin se renuevan, desde hace cien aos, el descontento y la promesa. Existieron, s, existen todava, los europeizantes, los que llegan a abandonar el espa-ol para escribir en francs, o, por lo menos, escribiendo en nuestro propio idioma ajustan a moldes franceses su estilo y hasta piden a Francia sus ideas y sus asuntos. O los hispanizantes, enfermos de locura gramatical, hipnotizados por toda cosa de Espaa que no haya sido trasplantada a estos suelos.

    Pero atrevmonos a dudar de todo. Estos crmenes son realmente inslitos e im-perdonables? El criollismo cerrado, el afn nacionalista, el multiforme delirio en que coinciden hombres y mujeres hasta de bandos enemigos, es la nica salud? Nuestra preocupacin es de especie nueva. Rara vez la conocieron, por ejemplo, los romanos: para ellos, las artes, las letras, la filosofa de los griegos eran la norma; a la norma sacrificaron, sin temblor ni queja, cualquier tradicin nativa. El carmen satur-nium, su "versada criolla", tuvo que ceder el puesto al verso de pies cuantitativos; los

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    brotes autctonos de diversin teatral quedaban aplastados bajo las ruedas del carro que traa de casa ajena la carga de argumentos y formas; hasta la leyenda nacional se retocaba, en la epopeya aristocrtica para enlazarla con Ilin; y si pocos escritores se atrevan a cambiar de idioma (a pesar del ejemplo imperial de Marco Aurelio, cuya prosa griega no es mejor que la francesa de nuestros amigos de hoy), el viaje a Atenas, a la desmedrada Atenas de los tiempos de Augusto, tuvo el carcter ritual de nuestros viajes a Pars, y el acontecimiento se celebraba, como ahora, con el obli-gado banquete, con odas de despedida como la de Horacio a la nave en que se em-barc Virgilio. El alma romana hall expresin en la literatura, pero bajo preceptos extraos, bajo la imitacin, erigida en mtodo de aprendizaje.

    Ni tampoco la Edad Media vio con vergenza las imitaciones. Al contrario: todos los pueblos, a pesar de sus caractersticas imborrables, aspiraban a aprender y apli-car las normas que daba la Francia del Norte para la cancin de gesta, las leyes del trovar que dictaba Provenza para la poesa lrica; y unos cuantos temas iban y ven-an de reino en reino, de gente en gente: proezas carolingias, historias clticas de amor y de encantamiento, fantsticas tergiversaciones de la guerra de Troya y las conquistas de Alejandro, cuentos del zorro, danzas macabras, misterios de Navidad y de Pasin, farsas de carnaval... Aun el idioma se acoga, temporal y parcialmente, con la moda literaria: el provenzal, en todo el Mediterrneo latino; el francs, en Italia, con el cantar pico; el gallego, en Castilla, con el cantar lrico. Se peleaba, s, en favor del idioma propio, pero contra el latn moribundo, atrincherado en la Univer-sidad y en la Iglesia, sin sangre de vida real, sin el prestigio de las Cortes o de las fiestas populares. Como excepcin, la Inglaterra del siglo XIV echa abajo el frondoso rbol francs plantado all por el conquistador del XI.

    Y el Renacimiento? El esfuerzo renaciente se consagra a buscar, no la expresin caracterstica, nacional ni regional, sino la expresin del arquetipo, la norma univer-sal y perfecta. En descubrirla y definirla concentran sus empeos Italia y Francia, apoyndose en el estudio de Grecia y Roma, arca de todos los secretos. Francia llev a su desarrollo mximo este imperialismo de los paradigmas espirituales. As, Ingla-terra y Espaa poseyeron sistemas propios de arte dramtico, el de Shakespeare, el de Lope (improvisador genial, pero dbil de conciencia artstica, hasta pedir excusas por escribir a gusto de sus compatriotas)1; pero en el siglo XVIII iban plegndose a las imposiciones de Pars: la expresin del espritu nacional slo poda alcanzarse a travs de frmulas internacionales.

    Sobrevino al fin la rebelin que asalt y ech a tierra el imperio clsico, culminando en batalla de las naciones, que se pele en todos los frentes, desde Rusia hasta No-ruega y desde Irlanda hasta Catalua. EL problema de la expresin genuina de cada pueblo est en la esencia de la revolucin romntica, junto con la negacin de los fundamentos de toda doctrina retrica, de toda fe en "las reglas del arte" como la clave de la creacin esttica. Y, de generacin en generacin, cada pueblo afila y aguza sus teoras nacionalistas, justamente en la medida en que la ciencia y la m-quina multiplican las uniformidades del mundo. A cada concesin prctica va unida una rebelin ideal.

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    EL PROBLEMA DEL IDIOMA

    Nuestra inquietud se explica. Contagiados, espoleados, padecemos aqu en Amrica urgencia romntica de expresin. Nos sobrecogen temores sbitos: queremos decir nuestra palabra antes de que nos sepulte no sabemos qu inminente diluvio.

    En todas las artes se plantea el problema. Pero en literatura es doblemente complejo. El msico podra, en rigor sumo, si cree encontrar en eso la garanta de originalidad, renunciar al lenguaje tonal de Europa: al hijo de pueblos donde subsiste el indiocomo en el Per y Boliviase le ofrece el arcaico pero inmarcesible sistema nativo, que ya desde su escala pentatnica se aparta del europeo. Y el hombre de pases donde prevalece el espritu criollo es dueo de preciosos materiales, aunque no es-trictamente autctonos: msica trada de Europa o de frica, pero impregnadas del sabor de las nuevas tierras y de la nueva vida, que se filtra en el ritmo y el dibujo meldico.

    Y en artes plsticas cabe renunciar a Europa, como en el sistema mexicano de Adol-fo Best, construido sobre los siete elementos lineales del dibujo azteca, con franca aceptacin de sus limitaciones. O cuando menos, si sentimos excesiva tanta renun-cia, hay sugestiones de muy varia especie en la obra del indgena, en la del criollo de tiempos coloniales que hizo suya la tcnica europea (as, con esplendor de dominio, en la arquitectura), en la popular de nuestros das, hasta en la piedra y la madera y la fibra y el tinte que dan las tierras natales.

    De todos modos, en msica y en artes plsticas es clara la particin de caminos: o el europeo, o el indgena, o en todo caso el camino criollo indeciso todava y trabajoso. El indgena representa quizs empobrecimiento y limitacin, y para muchos, a cu-yas ciudades nunca llega el antiguo seor del terruo, resulta camino extico: para-doja tpicamente nuestra. Pero, extraos o familiares, lejanos o cercanos, el lenguaje tonal y el lenguaje plstico de abolengo indgena son inteligibles.

    En literatura, el problema es complejo, es doble: el poeta, el escritor, se expresan en idioma recibido de Espaa. Al hombre de Catalua o de Galicia le basta escribir su lengua verncula para realizar la ilusin de sentirse distinto del castellano. Para nosotros esta ilusin es fruto vedado o inaccesible. Volver a las lenguas indgenas? El hombre de letras, generalmente, las ignora, y la dura tarea de estudiarlas y escri-bir en ellas lo llevara a la consecuencia final de ser entendido entre muy pocos, a la reduccin inmediata de su pblico. Hubo, despus de la conquista, y an se compo-nen, versos y prosas en lengua indgena, porque todava existen enormes y difusas poblaciones aborgenes que hablan cien si no ms idiomas nativos; pero raras veces se anima esa literatura con propsitos lcidos de persistencia y oposicin. Crear idiomas propios, hijos y sucesores del castellano? Existi hasta aos atrs grave temor de unos y esperanza loca de otros la idea de que bamos embarcados en la aleatoria tentativa de crear idiomas criollos. La nube se ha disipado bajo la presin unificadora de las relaciones constantes entre los pueblos hispnicos. La tentativa, suponindola posible, habra demandado siglos de cavar foso tras foso entre el idioma de Castilla y los germinantes en Amrica, resignndonos con hero-smo franciscano a una rastrera, empobrecida expresin dialectal mientras no apare-

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    ciera el Dante creador de alas y de garras. Observemos, de paso, que el habla gau-chesca del Ro de la Plata, substancia principal de aquella disipada nube, no lleva en s diversidad suficiente para erigirla siquiera en dialecto como el de Len o el de Aragn: su leve matiz la aleja demasiado poco de Castilla, y el Martn Fierro y el Fausto no son ramas que disten del tronco lingstico ms que las coplas murcianas o andaluzas.

    No hemos renunciado a escribir en espaol, y nuestro problema de la expresin original y propia comienza ah. Cada idioma es una cristalizacin de modos de pen-sar y de sentir, y cuanto en l se escribe se baa en el color de su cristal. Nuestra expresin necesitar doble vigor para imponer su tonalidad sobre el rojo y el gual-da.

    LAS FRMULAS DEL AMERICANISMO

    Examinemos las principales soluciones propuestas y ensayadas para el problema de nuestra expresin en literatura. Y no se me tache prematuramente de optimista cn-dido porque vaya dndoles aprobacin provisional a todas: al final se ver el por-qu.

    Ante todo, la naturaleza. La literatura descriptiva habr de ser, pensamos durante largo tiempo, la vez del Nuevo Mundo. Ahora no goza de favor la idea: hemos abu-sado en la aplicacin; hay en nuestra poesa romntica tantos paisajes como en nues-tra pintura impresionista. La tarea de describir, que naci del entusiasmo, degener en hbito mecnico. Pero ella ha educado nuestros ojos: del cuadro convencional de los primeros escritores coloniales, en quienes slo de raro en raro asomaba la faz genuina de la tierra, como en las serranas peruanas del Inca Garcilaso, pasamos poco a poco, y finalmente llegamos, con ayuda de Alexander von Humboldt y de Chateaubriand, a la directa visin de la naturaleza. De mucha olvidada literatura del siglo XIX sera justicia y deleite arrancar una vivaz coleccin de paisajes y minia-turas de fauna y flora. Basta detenernos a recordar para comprender, tal vez con sorpresa, cmo hemos conquistado, trecho a trecho, los elementos pictricos de nuestra pareja de continentes y hasta el aroma espiritual que se exhala de ellos: la colosal montaa; las vastas altiplanicies de aire fino y luz tranquila donde todo per-fil se recorta agudamente; las tierras clidas del trpico, con sus maraas de selvas, su mar que asorda y su luz que emborracha; la pampa profunda; el desierto "inexo-rable y hosco". Nuestra atencin al paisaje engendra preferencias que hallan pala-bras vehementes: tenemos partidarios de la llanura y partidarios de la montaa. Y mientras aqullos, acostumbrados a que los ojos no tropiecen con otro lmite que el horizonte, se sienten oprimidos por la vecindad de las alturas, como Miguel Can en Venezuela y Colombia, los otros se quejan del paisaje "demasiado llano", como el personaje de la Xaimaca de Giraldes, o bien, con voluntad de amarlo, vencen la inicial impresin de monotona y desamparo y cuentan cmo, despus de largo rato de recorrer la pampa, ya no la vemos: vemos otra pampa que se nos ha hecho en el espritu (Gabriela Mistral). O acerqumonos al espectculo de la zona trrida: para el nativo es rico en luz, calor y color, pero lnguido y lleno de molicie; todo se le desle en largas contemplaciones, en plsticas sabrosas, en danzas lentas:

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    y en las ardientes noches del esto la bandola y el canto prolongado que une su estrofa al murmurar del ro. . .

    Pero el hombre de climas templados ve el trpico bajo deslumbramiento agobiador: as lo vi Mrmol en el Brasil, en aquellos versos clebres, mitad ripio, mitad hallaz-go de cosa vivida; as lo vio Sarmiento en aquel breve y total apunte de Ro de Janei-ro:

    "Los insectos son carbunclos o rubes, las mariposas plumillas de oro flotan-tes, pintadas las aves, que engalanan penachos y decoraciones fantsticas, verde esmeralda la vegetacin, embalsamadas y prpuras las flores, tangible la luz del cielo, azul cobalto el aire, doradas a fuego las nubes, roja la tierra y las arenas entremezcladas de diamantes y de topacios".

    A la naturaleza sumamos el primitivo habitante. Ir al indio! Programa que nace y renace en cada generacin, bajo muchedumbre de formas en todas las artes. En lite-ratura, nuestra interpretacin del indgena ha sido irregular y caprichosa. Poco hemos agregado a aquella fuerte visin de los conquistadores como Hernn Corts, Ercilla, Cieza de Len, y de los misioneros como fray Bartolom de las Casas. Ellos acertaron a definir dos tipos ejemplares, que Europa acogi e incorpor a su reper-torio de figuras humanas: el "indio hbil y discreto", educado en complejas y exqui-sitas civilizaciones propias, singularmente dotado para las artes y las industrias, y el "salvaje virtuoso", que carece de civilizacin mecnica, pero vive en orden, justicia y bondad, personaje que tanto sirvi a los pensadores europeos para crear la imagen del hipottico hombre del "estado de naturaleza" anterior al contrato social. En nues-tros cien aos de independencia, la romntica pereza nos ha impedido dedicar mu-cha atencin a aquellos magnficos imperios cuya interpretacin literaria exigira previos estudios arqueolgicos; la falta de simpata humana nos ha estorbado para acercarnos al superviviente de hoy, antes de los aos ltimos, excepto en casos co-mo el memorable de los Indios ranqueles; y al fin, aparte del libro impar y delicioso de Mansilla, las mejores obras de asunto indgena se han escrito en pases como San-to Domingo y el Uruguay, donde el aborigen de raza pura persiste apenas en rinco-nes lejanos y se ha diluido en recuerdo sentimental. "El espritu de los hombres flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira", deca Mart.

    Tras el indio, el criollo. El movimiento criollista ha existido en toda la Amrica es-paola con intermitencias, y ha aspirado a recoger las manifestaciones de la vida popular, urbana y campestre, con natural preferencia por el campo. Sus lmites son vagos: en la pampa argentina, el criollo se opona al indio, enemigo tradicional, mientras en Mxico, en la Amrica Central, en toda la regin de los Andes y su ver-tiente del Pacfico, no siempre existe frontera perceptible entre las costumbres de carcter criollo y las de carcter indgena. As mezcladas las reflejan en la literatura mexicana los romances de Guillermo Prieto y el Periquillo de Lizardi, despertar de la novela en nuestra Amrica, a la vez que despedida de la picaresca espaola. No hay pas donde la existencia criolla no inspire cuadros de color peculiar. Entre todas, la literatura argentina, tanto en el idioma culto como en el campesino, ha sabido apo-derarse de la vida del gaucho en visin honda como la pampa. Facundo Quiroga, Martn Fierro, Santos Vega, son figuras definitivamente plantadas dentro del hori-zonte ideal de nuestros pueblos. Y no creo en la realidad de la querella de Fierro

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    contra Quiroga. Sarmiento, como civilizador, urgido de accin, atenaceado por la prisa, escogi para el futuro de su patria el atajo europeo y norteamericano en vez del sendero criollo, informe todava, largo, lento, interminable tal vez, o desembo-cado en callejn sin salida; pero nadie sinti mejor que l los soberbios mpetus, la acre originalidad de la barbarie que aspiraba a destruir. En tales oposiciones y en tales decisiones est el Sarmiento aquilino: la mano inflexible escoge; el espritu am-plio se abre a todos los vientos Quin comprendi mejor que l a Espaa, la Espaa cuyas malas herencias quiso arrojar al fuego, la que visit "con el santo propsito de levantarle el proceso verbal", pero que a ratos le haca agitarse en rfagas de simpa-ta? Quin anot mejor que l las limitaciones de los Estados Unidos, de esos Esta-dos Unidos cuya perseverancia constructora exalt a modelo ejemplar?

    Existe otro americanismo, que evita al indgena, y evita el criollismo pintoresco, y evita el puente intermedio de la era colonial, lugar de cita para muchos antes y des-pus de Ricardo Palma: su precepto nico es ceirse siempre al Nuevo Mundo en los temas, as en la poesa como en la novela y el drama, as en la crtica como en la historia. Y para m, dentro de esa frmula sencilla como dentro de las anteriores, hemos alcanzado, en momentos felices, la expresin vvida que perseguimos. En momentos felices, recordmoslo.

    EL AFN EUROPEIZANTE

    Volvamos ahora la mirada hacia los europeizantes, hacia los que, descontentos de todo americanismo con aspiraciones de sabor autctono, descontentos hasta de nuestra naturaleza, nos prometen la salud espiritual si mantenemos recio y firme el lazo que nos ata a la cultura europea. Creen que nuestra funcin no ser crear, co-menzando desde los principios, yendo a la raz de las cosas, sino continuar, prose-guir, desarrollar sin romper tradiciones ni enlaces.

    Y conocemos los ejemplos que invocaran, los ejemplos mismos que nos sirvieron para rastrear el origen de nuestra rebelin nacionalista: Roma, la Edad Media, el Renacimiento, la hegemona francesa del siglo XVIII... Detengmonos nuevamente ante ellos. No tendrn razn los arquetipos clsicos contra la libertad romntica de que usamos y abusamos? No estar el secreto nico de la perfeccin en atenernos a la lnea ideal, que sigue desde sus remotos orgenes la cultura de Occidente? Al crio-llista que se defienda acaso la nica vez en su vida con el ejemplo de Grecia, ser fcil demostrarle que el milagro griego, si ms solitario, ms original que las creaciones de sus sucesores, recoga vetustas herencias: ni los griegos vienen de la nada; Grecia, madre de tantas invenciones, aprovech el trabajo ajeno, retocando y perfeccionando, pero, en su opinin, tratando de acercarse a los cnones, a los para-digmas que otros pueblos, antecesores suyos o contemporneos, buscaron con intui-cin confusa2.

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    Todo aislamiento es ilusorio. La historia de la organizacin espiritual de nuestra Amrica, despus de la emancipacin poltica, nos dir que nuestros propios orien-tadores fueron, en momento oportuno, europeizantes: Andrs Bello, que desde Londres lanz la declaracin de nuestra independencia literaria, fue motejado de europeizante por los proscriptos argentinos veinte aos despus, cuando organizaba la cultura chilena; y los ms violentos censores de Bello, de regreso en su patria, haban de emprender en su turno tareas de europeizacin, para que ahora se lo afeen los devotos del criollismo puro.

    Apresurmonos a conceder a los europeizantes todo lo que les pertenece, pero nada ms, y a la vez tranquilicemos al criollista. No slo seria ilusorio el aislamiento la red de las comunicaciones lo impide, sino que tenemos derecho a tomar de Euro-pa todo lo que nos plazca: tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occi-dental. Y en literatura cindonos a nuestro problema recordemos que Europa estar presente, cuando menos, en el arrastre histrico del idioma.

    Aceptemos francamente como inevitable, la situacin compleja: al expresarnos habr en nosotros, junto a la porcin sola, nuestra, hija de nuestra vida, a veces con herencia indgena, otra porcin substancial, aunque slo fuere el marco, que recibi-mos de Espaa. Voy ms lejos: no slo escribimos el idioma de Castilla, sino que pertenecemos a la Romania, la familia romnica que constituye todava una comu-nidad, una unidad de cultura, descendiente de la que Roma organiz bajo su potes-tad; pertenecemossegn la repetida frase de Sarmientoal Imperio Romano. Lite-rariamente, desde que adquieren plenitud de vida las lenguas romances, a la Roma-nia nunca le ha faltado centro, sucesor de la Ciudad Eterna: del siglo XI al XIV fue Francia, con oscilaciones iniciales entre Norte y Sur; con el Renacimiento se desplaza a Italia; luego, durante breve tiempo, tiende a situarse en Espaa; desde Luis XIV vuelve a Francia. Muchas veces la Romania ha extendido su influjo a zonas extranje-ras, y sabemos cmo Pars gobernaba a Europa, y de paso a las dos Amricas, en el siglo XVIII pero desde los comienzos del siglo XIX se definen, en abierta y perdura-ble oposicin, zonas rivales: la germnica, suscitadora de la rebelda; la inglesa, que abarca a Inglaterra con su imperio colonial, ahora en disolucin, y a los Estados Unidos; la eslava... Hasta polticamente hemos nacido y crecido en la Romania. An-tonio Caso seala con eficaz precisin los tres acontecimientos de Europa cuya in-fluencia es decisiva sobre nuestros pueblos: el Descubrimiento, que es acontecimien-to espaol; el Renacimiento, italiano; la Revolucin, francs. El Renacimiento da forma en Espaa slo a mediasa la cultura que iba a ser trasplantada a nuestro mundo; la Revolucin es el antecedente de nuestras guerras de independencia. Los tres acontecimientos son de pueblos romnicos. No tenemos relacin directa con la Reforma, ni con la evolucin constitucional de Inglaterra, y hasta la independencia y la Constitucin de los Estados Unidos alcanzan prestigio entre nosotros merced a la propaganda que de ellas hizo Francia.

    LA ENERGIA NATIVA

    Concedido todo eso, que es todo lo que en buen derecho ha de reclamar el europei-zante, tranquilicemos al criollo fiel recordndole que en la existencia de la Romania como unidad, como entidad colectiva de cultura, y la existencia del centro orienta-

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    dor, no son estorbos definitivos para ninguna originalidad, porque aquella comuni-dad tradicional afecta slo a las formas de la cultura, mientras que el carcter origi-nal de los pueblos viene de su fondo espiritual, de su energa nativa.

    Fuera de momentos fugaces en que se ha adoptado con excesivo rigor una frmula estrecha, por excesiva fe en la doctrina retrica, o durante perodos en que una de-cadencia nacional de todas las energas lo ha hecho enmudecer, cada pueblo se ha expresado con plenitud de carcter dentro de la comunidad imperial. Y en Espaa, dentro del idioma central, sin acudir a los rivales, las regiones se definen a veces con perfiles nicos en la expresin literaria. As, entre los poetas, la secular oposicin entre Castilla y Andaluca, el contraste entre Fray Luis de Len y Fernando de Herrera, entre Quevedo y Gngora, entre Espronceda y Bcquer.

    El compartido idioma no nos obliga a perdernos en la masa de un coro cuya direc-cin no est en nuestras manos: slo nos obliga a acendrar nuestra nota expresiva, a buscar el acento inconfundible. Del deseo de alcanzarlo y sostenerlo nace todo el rompecabezas de cien aos de independencia proclamada; de ah las frmulas de americanismo, las promesas que cada generacin escribe, slo para que la siguiente las olvide o las rechace, y de ah la reaccin, hija del inconfesado desaliento, en los europeizantes.

    EL ANSIA DE PERFECCIN

    Llegamos al trmino de nuestro viaje por el palacio confuso, por el fatigoso laberinto de nuestras aspiraciones literarias, en busca de nuestra expresin original y genuina. Y a la salida creo volver con el oculto hilo que me sirvi de gua.

    Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresin sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfeccin.

    El ansia de perfeccin es la nica forma. Contentndonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca comunicaremos la revelacin intima; con-tentndonos con la tibia y confusa enunciacin de nuestras intuiciones, las desvir-tuaremos ante el oyente y le parecern cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la expresin firme de una intuicin artstica, va en ella, no slo el sentido universal, sino la esencia del espritu que la posey y el sabor de la tierra de que se ha nutrido.

    Cada frmula de americanismo puede prestar servicios (por eso les di a todas apro-bacin provisional); el conjunto de las que hemos ensayado nos da una suma de adquisiciones tiles, que hacen flexible y dctil el material originario de Amrica. Pero la frmula, al repetirse, degenera en mecanismo y pierde su prstina eficacia; se vuelve receta y engendra una retrica.

    Cada grande obra de arte crea medios propios y peculiares de expresin; aprovecha las experiencias anteriores, pero las rehace, porque no es una suma, sino una snte-sis, una invencin. Nuestros enemigos, al buscar la expresin de nuestro mundo, son la falta de esfuerzo y la ausencia de disciplina, hijos de la pereza y la incultura, o la vida en perpetuo disturbio y mudanza, llena de preocupaciones ajenas a la pure-za de la obra: nuestros poetas, nuestros escritores, fueron las ms veces, en parte son

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    todava, hombres obligados a la accin, la faena poltica y hasta la guerra, y no fal-tan entre ellos los conductores e iluminadores de pueblos.

    EL FUTURO

    Ahora, en el Ro de la Plata cuando menos, empieza a constituirse la profesin lite-raria. Con ella debiera venir la disciplina, el reposo que permite los graves empeos. Y hace falta la colaboracin viva y clara del pblico: demasiado tiempo ha oscilado entre la falta de atencin y la excesiva indulgencia. El pblico ha de ser exigente; pero ha de poner inters en la obra de Amrica. Para que haya grandes poetas, deca Walt Whitman, ha de haber grandes auditorios.

    Slo un temor me detiene, y lamento turbar con una nota pesimista el canto de espe-ranzas. Ahora que parecemos navegar en direccin hacia el puerto seguro, no lle-garemos tarde? El hombre del futuro seguir interesndose en la creacin artstica y literaria, en la perfecta expresin de los anhelos superiores del espritu? El occi-dental de hoy se interesa en ellas menos que el de ayer, y mucho menos que el de tiempos lejanos. Hace cien, cincuenta aos, cuando se auguraba la desaparicin del arte, se rechazaba el agero con gestos fciles: "siempre habr poesa". Pero despus fenmeno nuevo en la historia del mundo, insospechado y sorprendente hemos visto surgir a existencia prspera sociedades activas y al parecer felices, de cultura occidental, a quienes no preocupa la creacin artstica, a quienes les basta la indus-tria, o se contentan con el arte reducido a procesos industriales: Australia, Nueva Zelandia, aun el Canad. Los Estados Unidos no habrn sido el ensayo intermedio? Y en Europa, bien que abunde la produccin artstica y literaria, el inters del hom-bre contemporneo no es el que fue. El arte haba obedecido hasta ahora a dos fines humanos: uno, la expresin de los anhelos profundos, del ansia de eternidad, del utpico y siempre renovado sueo de la vida perfecta; otro, el juego, el solaz imagi-nativo en que descansa el espritu. El arte y la literatura de nuestros das apenas recuerdan ya su antigua funcin trascendental; slo nos va quedando el juego... Y el arte reducido a diversin, por mucho que sea diversin inteligente, pirotecnia del ingenio, acaba en hasto.

    ...No quiero terminar en tono pesimista. Si las artes y las letras no se apagan, tene-mos derecho a considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la mo-desta caja donde ahora guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos por qu temer el sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habr pasa-do a estas orillas del Atlntico el eje espiritual del mundo espaol.

    Buenos Aires, 1926

    Conferencia pronunciada en la Asociacin Amigos del Arte, de Buenos Ai-res, el 28 de agosto de 1926, fue publicada en La Nacin, Buenos Aires, 29 de agosto de 1926; reproducida en Repertorio Americano, San Jos de Costa rica, 1926, nm. 22; en Patria, Santo Domingo, nms. 65-68, noviembre de 1928; en Seis Ensayos..., pgs. 11-25; en Analecta, Santo Domingo, tomo I, nm. 3, abril de 1934.

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    CAMINOS DE NUESTRA HISTORIA LITERARIA

    I La literatura de la Amrica espaola tiene cuatro siglos de existencia, y hasta ahora los dos nicos intentos de escribir su historia completa se han realizado en idiomas extranjeros: uno, hace cerca de diez aos, en ingls (Coester); otro, muy reciente, en alemn (Wagner). Est repitindose, para la Amrica espaola, el caso de Espaa: fueron los extraos quienes primero se aventuraron a poner orden en aquel caos o mejor en aquella vorgine de mundos caticos. Cada grupo de obras literarias o, como decan los retricos, "cada gnero" se ofreca como "mar nunca antes navegado", con sirenas y dragones, sirtes y escollos. Buenos trabajadores van tra-zando cartas parciales: ya nos movemos con soltura entre los poetas de la Edad Me-dia; sabemos cmo se desarrollaron las novelas caballerescas, pastoriles y picares-cas; conocemos la filiacin de la familia de Celestina... Pero para la literatura religio-sa debemos contentarnos con esquemas superficiales, y no es de esperar que se per-feccionen, porque el asunto no crece en inters; aplaudiremos siquiera que se dedi-quen buenos estudios aislados a Santa Teresa o a fray Luis de Len, y nos resigna-remos a no poseer sino vagas noticias, o lecturas sueltas, del beato Alonso Rodr-guez o del padre Luis de la Puente. De msticos luminosos, como sor Cecilia del Na-cimiento, ni el nombre llega a los tratados histricos.3 De la poesa lrica de los "si-glos de oro" slo sabemos que nos gusta, o cundo nos gusta; no estamos ciertos de quin sea el autor de poesas que repetimos de memoria; los libros hablan de escue-las que nunca existieron, como la salmantina; ante los comienzos del gongorismo, cuantos carecen del sentido del estilo se desconciertan, y repiten discutibles leyen-das. Los ms osados exploradores se confiesan a merced de vientos desconocidos cuando se internan en el teatro, y dentro de l, Lope es caos l solo, monstruo de su laberinto. Por qu los extranjeros se arriesgaron, antes que los nativos, a la sntesis? Dema-siado se ha dicho que posean mayor aptitud, mayor tenacidad; y no se echa de ver que sentan menos las dificultades del caso. Con los nativos se cumpla el refrn: los rboles no dejan ver el bosque. Hasta este da, a ningn gran crtico o investigador espaol le debemos una visin completa del paisaje. Don Marcelino Menndez y Pelayo, por ejemplo, se consagr a describir uno por uno los rboles que tuvo ante los ojos; hacia la mitad de la tarea le traicion la muerte.4 En Amrica vamos procediendo de igual modo. Emprendemos estudios parciales; la literatura colonial de Chile, la poesa en Mxico, la historia en el Per... Llegamos a abarcar pases enteros, y el Uruguay cuenta con siete volmenes de Roxlo, la Argen-tina con cuatro de Rojas (ocho en la nueva edicin!). El ensayo de conjunto se lo

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    dejamos a Coester y a Wagner. Ni siquiera lo hemos realizado como simple suma de historias parciales, segn el propsito de la Revue Hispanique: despus de tres o cua-tro aos de actividad la serie qued en cinco o seis pases. Todos los que en Amrica sentimos el inters de la historia literaria hemos pensado en escribir la nuestra. Y no es pereza lo que nos detiene: es, en unos casos, la falta de ocio, de vagar suficiente (la vida nos exige, con imperio!, otras labores); en otros casos, la falta del dato y del documento: conocemos la dificultad, poco menos que insuperable, de reunir todos los materiales. Pero como el proyecto no nos abandona, y no faltar quin se decida a darle realidad, conviene apuntar observaciones que aclaren el camino.

    LAS TABLAS DE VALORES Noble deseo, pero grave error cuando se quiere hacer historia, es el que pretende recordar a todos los hroes. En la historia literaria el error lleva a la confusin. En el manual de Coester, respetable por el largo esfuerzo que representa, nadie discernir si merece ms atencin el egregio historiador Justo Sierra que el fabulista Rosas Mo-reno, o si es mucho mayor la significacin de Rod que la de su amigo Samuel Blixen. Hace falta poner en circulacin tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura indispensables.5 Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar en la penumbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero qued a medio hacer: tragedia comn en nuestra Amrica. Con sacrificio y hasta injusticias sumas es como se constituyen las conste-laciones de clsicos en todas las literaturas. Epicarmo fue sacrificado a la gloria de Aristfanes; Gorgias y Protgoras a las iras de Platn. La historia literaria de la Amrica espaola debe escribirse alrededor de unos cuan-tos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Mart, Daro, Rod.

    NACIONALISMOS Hay dos nacionalismos en la literatura: el espontneo, el natural acento y elemental sabor de la tierra nativa, al cual nadie escapa, ni las excepciones aparentes; y el per-fecto, la expresin superior del espritu de cada pueblo, con poder de imperio, de perduracin y expansin. Al nacionalismo perfecto, creador de grandes literaturas aspiramos desde la independencia: nuestra historia literaria de los ltimos cien aos podra escribirse como la historia del flujo y reflujo de aspiraciones y teoras en bus-ca de nuestra expresin perfecta; deber escribirse como la historia de los renovados intentos de expresin y, sobre todo, de las expresiones realizadas. Del otro nacionalismo, del espontneo y natural, poco habra que decir si no se le hubiera convertido, innecesariamente, en problema de complicaciones y enredos. Las confusiones empiezan en el idioma. Cada idioma tiene su color, resumen de larga vida histrica. Pero cada idioma vara de dudad a ciudad, de regin a regin,

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    y a las variaciones dialectales, siquiera mnimas, acompaan multitud de matices espirituales diversos. Sera de creer que mientras cada regin de Espaa se define con rasgos suyos, la Amrica espaola se quedara en nebulosa informe, y no se hallara medio de distinguirla de Espaa? Y a qu Espaa se parecera? A la anda-luza? El andalucismo de Amrica es una fbrica de poco fundamento, de tiempo atrs derribada por Cuervo.6 En la prctica, todo el mundo distingue al espaol del hispanoamericano: hasta los extranjeros que ignoran el idioma. Apenas existi poblacin organizada de origen europeo en el Nuevo Mundo, apenas nacieron los primeros criollos, se declar que diferan de los espaoles; desde el siglo XVI se anota, con insistencia, la diversidad. En la literatura, todos la sienten. Hasta en don Juan Ruiz de Alarcn: la primera im-presin que recoge todo lector suyo es que no se parece a los otros dramaturgos de su tiempo, aunque de ellos recibi rgido ya el molde de sus comedias: temas, construccin, lenguaje, mtrica. Constituimos los hispanoamericanos grupos regionales diversos: lingsticamente, por ejemplo, son cinco los grupos, las zonas. Es de creer que tales matices no tras-ciendan a la literatura? No; el que ponga atencin los descubrir pronto, y le ser fcil distinguir cundo el escritor es rioplatense, o es chileno, o es mexicano. Si estas realidades paladinas se oscurecen es porque se tien de pasin y prejuicio, y as oscilamos entre dos turbias tendencias: una que tiende a declararnos "llenos de carcter", para bien o para mal, y otra que tiende a declararnos "pjaros sin matiz, peces sin escama", meros espaoles que alteramos el idioma en sus sonidos y en su vocabulario y en su sintaxis, pero que conservamos inalterables, sin adiciones, la Weltanschauung de los castellanos o de los andaluces. Unas veces, con infantil pesi-mismo, lamentamos nuestra falta de fisonoma propia; otras veces inventamos cre-dos nacionalistas, cuyos complejos dogmas se contradicen entre s. Y los espaoles, para censurarnos, declaran que a ellos no nos parecemos en nada; para elogiarnos, declaran que nos confundimos con ellos. No; el asunto es sencillo. Simplifiqumoslo: nuestra literatura se distingue de la lite-ratura de Espaa, porque no puede menos de distinguirse, y eso lo sabe todo observa-dor. Hay ms: en Amrica, cada pas, o cada grupo de pases, ofrece rasgos peculia-res suyos en la literatura, a pesar de la lengua recibida de Espaa, a pesar de las constantes influencias europeas. Pero estas diferencias son como las que separan a Inglaterra de Francia, a Italia de Alemania? No; son como las que median entre In-glaterra y los Estados Unidos. Llegarn a ser mayores? Es probable.

    AMERICA Y LA EXUBERANCIA Fuera de las dos corrientes turbias estn muchos que no han tomado partido; en general, con una especie de realismo ingenuo aceptan la natural e inofensiva suposi-cin de que tenemos fisonoma propia, siquiera no sea muy expresiva. Pero cmo

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    juzgan? Con lecturas casuales: Amalia o Mara, Facundo o Martn Fierro, Nervo o Ru-bn. En esas lecturas de azar se apoyan muchas ideas peregrinas; por ejemplo, la de nuestra exuberancia. Veamos. Jos Ortega y Gasset, en artculo reciente, recomienda a los jvenes argen-tinos "estrangular el nfasis", que l ve como una falta nacional. Meses atrs, Euge-nio d'Ors, al despedirse de Madrid el gil escritor y acrisolado poeta mexicano Al-fonso Reyes, lo llamaba "el que le tuerce el cuello a la exuberancia". Despus ha vuelto al tema, a propsito de escritores de Chile. Amrica es, a los ojos de Europa recuerda Ors la tierra exuberante, y razonando de acuerdo con la usual teora de que cada clima da a sus nativos rasgos espirituales caractersticos ("el clima in-fluye los ingenios", deca Tirso), se nos atribuyen caracteres de exuberancia en la literatura. Tales opiniones (las escojo slo por muy recientes) nada tienen de insli-tas; en boca de americanos se oyen tambin. Y, sin embargo, yo no creo en la teora de nuestra exuberancia. Extremando, hasta podra el ingenioso aventurar la tesis contraria; sobraran escritores, desde el siglo XVI hasta el XX, para demostrarla. Mi negacin no esconde ningn propsito defen-sivo. Al contrario, me atrevo a preguntar: se nos atribuye y nos atribuimos exube-rancia y nfasis, o ignorancia y torpeza? La ignorancia, y todos los males que de ella se derivan, no son caracteres: son situaciones. Para juzgar de nuestra fisonoma espi-ritual conviene dejar aparte a los escritores que no saben revelarla en su esencia porque se lo impiden sus imperfecciones en cultura y en dominio de formas expre-sivas. Que son muchos? Poco importa; no llegaremos nunca a trazar el plano de nuestras letras si no hacemos previo desmonte. Si exuberancia es fecundidad, no somos exuberantes; no somos, los de Amrica es-paola, escritores fecundos. Nos falta "la vena", probablemente; y nos falta la urgen-cia profesional: la literatura no es profesin, sino aficin, entre nosotros; apenas en la Argentina nace ahora la profesin literaria. Nuestros escritores fecundos son ex-cepciones; y esos slo alcanzan a producir tanto como los que en Espaa represen-ten el trmino medio de actividad; pero nunca tanto como Prez Galds o Emilia Pardo Bazn. Y no se hable del siglo XVII: Tirso y Caldern bastan para desconcer-tarnos; Lope produjo l solo tanto como todos juntos los poetas dramticos ingleses de la poca isabelina. Si Alarcn escribi poco, no fue mera casualidad. Exuberancia es verbosidad? El exceso de palabras no brota en todas partes de fuen-tes iguales; el ingls lo hallar en Ruskin, o en Landor, o en Thomas de Quincey, o en cualquier otro de sus estilistas ornamentales del siglo XIx; el ruso, en Andreyev: excesos distintos entre s, y distintos del que para nosotros representan Castelar o Zorrilla. Y adems, en cualquier literatura, el autor mediocre, de ideas pobres, de cultura escasa, tiende a verboso; en la espaola, tal vez ms que en ninguna. En Amrica volvemos a tropezar con la ignorancia; si abunda la palabrera es porque escasea la cultura, la disciplina, y no por exuberancia nuestra. Le climat parodiando a Alceste ne fait rien l'affaire. Y en ocasiones nuestra verbosidad lla-ma la atencin, porque va acompaada de una preocupacin estilstica, buena en s, que procura exaltar el poder de los vocablos, aunque le falte la densidad de pensa-miento o la chispa de imaginacin capaz de trocar en oro el oropel. En fin, es exuberancia el nfasis. En las literaturas occidentales, al declinar el roman-ticismo, perdieron prestigio la inspiracin, la elocuencia, el nfasis, "primor de la scriptura", como le llamaba nuestra primera monja poetisa doa Leonor de Ovando.

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    Se puso de moda la sordina, y hasta el silencio. Seul le silence est grand, se proclama-ba enfticamente todava! En Amrica conservamos el respeto al nfasis mientras Europa nos lo prescribi; an hoy nos quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como decan los romnticos. No representarn simple retraso en la moda literaria? No se atribuir a influencia del trpico lo que es influencia de Vctor Hugo? O de By-ron, o de Espronceda, o de Quintana? Cierto; la eleccin de maestros ya es indicio de inclinacin nativa. Pero dejando aparte cuanto revel carcter original los modelos enfticos no eran los nicos; junto a Hugo estaba Lamartine; junto a Quin-tana estuvo Melndez Valds. Ni todos hemos sido enfticos, ni es ste nuestro ma-yor pecado actual. Hay pases de Amrica, como Mxico y el Per, donde la exalta-cin es excepcional. Hasta tenemos corrientes y escuelas de serenidad, de refina-miento, de sobriedad; del modernismo a nuestros das, tienden a predominar esas orientaciones sobre las contrarias.

    AMRICA BUENA Y AMRICA MALA Cada pas o cada grupo de pases est dicho da en Amrica matiz, especial a su produccin literaria: el lector asiduo lo reconoce. Pero existe la tendencia, particu-larmente en la Argentina, a dividirlos en dos grupos nicos: la Amrica mala y la buena, la tropical y la otra, los petits pays chauds y las naciones "bien organizadas". La distincin, real en el orden poltico y econmico salvo uno que otro punto crucial, difcil en extremo, no resulta clara ni plausible en el orden artstico. Hay, para el observador, literatura de Mxico, de la Amrica Central, de las Antillas, de Vene-zuela, de Colombia, de la regin peruana, de Chile, del Plata; pero no hay una litera-tura de la Amrica templada, toda serenidad y discrecin. Y se explicara segn la teora climatolgica en que se apoya parcialmente la escisin intentada porque, contra la creencia vulgar, la mayor parte de la Amrica espaola situada entre los trpicos no cabe dentro de la descripcin usual de la zona trrida. Cualquier ma-nual de geografa nos lo recordar: la Amrica intertropical se divide en tierras altas y tierras bajas; slo las tierras bajas son legtimamente trridas, mientras las altas son de temperatura fresca, muchas veces fra. Y el Brasil ocupa la mayor parte de las tierras bajas entre los trpicos! Hay opulencia en el espontneo y delicioso ba-rroquismo de la arquitectura y las letras brasileas. Pero el Brasil no es Amrica es-paola... En la que s lo es, en Mxico y a lo largo de los Andes, encontrar el viajero vastas altiplanicies que no le darn impresin de exuberancia, porque aquellas altu-ras son poco favorables a la fecundidad del suelo y abundan en las regiones ridas. No se conoce all "el calor del trpico". Lejos de ser ciudades de perpetuo verano, Bogot y Mxico, Quito y Puebla, La Paz y Guatemala mereceran llamarse ciudades de otoo perpetuo. Ni siquiera Lima o Caracas son tipos de ciudad tropical: hay que llegar, para encontrarlos, hasta La Habana (ejemplar admirable!), Santo Domingo, San Salvador. No es de esperar que la serenidad y las suaves temperaturas de las altiplanicies y de las vertientes favorezcan "temperamentos ardorosos" o "imagina-ciones volcnicas". As se ve que el carcter dominante en la literatura mexicana es de discrecin, de melancola, de tonalidad gris (recrrase la serie de los poetas desde el fraile Navarrete hasta Gonzlez Martnez), y en ella nunca prosper la tendencia a la exaltacin, ni aun en las pocas de influencia de Hugo, sino en personajes aisla-dos, como Daz Mirn, hijo de la costa clida, de la luna baja. As se ve que el carc-

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    ter de las letras peruanas es tambin de discrecin y mesura; pero en vez de la me-lancola pone all sello particular la nota humorstica, herencia de la Lima virreinal, desde las comedias de Pardo y Segura hasta la actual descendencia de Ricardo Pal-ma. Chocano resulta la excepcin. La divergencia de las dos Amricas, la buena y la mala, en la vida literaria, s comien-za a sealarse, y todo observador atento la habr advertido en los aos ltimos; pero en nada depende de la divisin en zona templada y zona trrida. La fuente est en la diversidad de cultura. Durante el siglo XIX, la rpida nivelacin, la semejanza de situaciones que la independencia trajo a nuestra Amrica, permiti la aparicin de fuertes personalidades en cualquier pas: si la Argentina produca a Sarmiento, el Ecuador a Montalvo; si Mxico daba a Gutirrez Njera, Nicaragua a Rubn Daro. Pero las situaciones cambian: las naciones serias van dando forma y estabilidad a su cultura, y en ellas las letras se vuelven actividad normal; mientras tanto, en "las otras naciones", donde las instituciones de cultura, tanto elemental como superior, son vctimas de los vaivenes polticos y del desorden econmico, la literatura ha co-menzado a flaquear. Ejemplos: Chile, en el siglo XIX, no fue uno de los pases hacia donde se volvan con mayor placer los ojos de los amantes de las letras; hoy s lo es. Venezuela tuvo durante cien aos, arrancando nada menos que de Bello, literatura valiosa, especialmente en la forma: abundaba el tipo del poeta y del escritor dueo del idioma, dotado de facundia. La serie de tiranas ignorantes que vienen afligiendo a Venezuela desde fines del siglo XIX al contrario de aquellos curiosos "despotis-mos ilustrados" de antes, como el de Guzmn Blanco han deshecho la tradicin intelectual: ningn escritor de Venezuela menor de cincuenta aos disfruta de repu-tacin en Amrica. Todo hace prever que, a lo largo del siglo XX, la actividad literaria se concentrar, crecer y fructificar en "la Amrica buena"; en la otra sean cuales fueren los pa-ses que al fin la constituyan, las letras se adormecern gradualmente hasta quedar aletargadas.

    II Si la historia literaria pide seleccin, pide tambin sentido del carcter, de la origina-lidad: ha de ser la historia de las notas nuevas acento personal o sabor del pas, de la tierra nativa en la obra viviente y completa de los mejores. En la Amrica espa-ola, el criterio vacila. Tenemos originalidad? O somos simples, perpetuos imita-dores? Vivimos en todo de Europa? O pondremos fe en las "nuevas generaciones" cuando pregonan cada tres o cuatro lustros, desde la independencia- que ahora s va a nacer la expresin genuina de nuestra Amrica?

    EL ECLIPSE DE EUROPA Yo no s si empezaremos a "ser nosotros mismos" maana a la aurora o al medioda; no creo que la tarea histrica de Europa haya concluido; pero s s que para nosotros Europa est en eclipse, pierde el papel dogmtico que ejerci durante cien aos. No es que tengamos brjula propia; es que hemos perdido la ajena.

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    A lo largo del siglo XIX, Europa nos daba lecciones definidas. As, en poltica y eco-noma, la doctrina liberal. Haba gobiernos arcaicos, monarquas recalcitrantes; pero cedan poco a poco a la coercin del ejemplo: nosotros anotbamos los lentos avan-ces del rgimen constitucional y aguardbamos, armados de esperanza, la hora de que cristalizase definitivamente entre nosotros. Cunda el socialismo; pero los esp-ritus moderados confiaban en desvanecerlo incorporando sus "reivindicaciones" en las leyes: en la realidad, as ocurra. Ahora? Cada esquina, cada rincn, son cte-dras de heterodoxia. Los pueblos recelan de sus autoridades. Prevalecen los gobier-nos de fuerza o de compromiso; y los gobiernos de compromiso carecen, por esen-cia, de doctrina; y los gobiernos de fuerza, sea cual fuere la doctrina que hayan aspi-rado a defender en su origen, dan como fruto natural teoras absurdas. Como de Europa no nos viene la luz, nos quedamos a oscuras y dormitamos perezosamente; en instantes de urgencia, obligados a despertar, nos aventuramos a esclarecer nues-tros problemas con nuestras escasas luces propias.7 El cuadro poltico halla su equivalente en la literatura: en toda Europa, al imperio clsico del siglo XVIII le sucede la democracia romntica, que se parte luego en sim-bolismo para la poesa y realismo para la novela y el drama. Ahora? La feliz anar-qua... Ojos perspicaces discernirn corrientes, direcciones, tendencias, que a los superficia-les se les escapan;8 pero no hay organizacin, ni se concibe; no se reemplaza a los antiguos maestros: manos capaces de empuar el cayado se divierten como de Stravinski dice Cocteau en desbandar el rebao apenas se junta. Volver Europa hogar de la inquietud a la cmoda unidad de doctrinas oficia-les como las de ayer? Volveremos a ser alumnos dciles? O alcanzaremos a fa-vor del eclipse la independencia, la orientacin libre? Nuestra esperanza nica est en aprender a pensar las cosas desde su raz.

    HERENCIA E IMITACIN Pertenecemos al mundo occidental: nuestra civilizacin es la europea de los con-quistadores, modificada desde el principio en el ambiente nuevo pero rectificada a intervalos en sentido europeizante al contacto de Europa.9 Distingamos, pues, entre

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    imitacin y herencia: quien nos reproche el componer dramas de corte escandinavo, o el pintar cuadros cubistas, o el poner techos de Mansard a nuestros edificios, de-bemos detenerlo cuando se alargue a censurarnos porque escribimos romances o sonetos, o porque en nuestras iglesias haya esculturas de madera pintada, o porque nuestra casa popular sea la casa del Mediterrneo. Tenemos el derecho herencia no es hurto a movernos con libertad dentro de la tradicin espaola, y, cuando podamos, a superarla. Todava ms: tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental. Dnde, pues, comienza el mal de la imitacin? Cualquier literatura se nutre de influjos extranjeros, de imitaciones y hasta de robos: no por eso ser menos original. La falta de carcter, de sabor genuino, no viene de exceso de cultura, como fingen creer los perezosos, ni siquiera de la franca apropia-cin de tesoros extraos: hombres de originalidad mxima saquean con descaro la labor ajena y la transforman con breves toques de pincel. Pero el caso es grave cuando la transformacin no se cumple, cuando la imitacin se queda en imitacin. Nuestro pecado, en Amrica, no es la imitacin sistemtica que no daa a Catulo ni a Virgilio, a Corneille ni a Molire, sino la imitacin difusa, signo de la literatura de aficionados, de hombres que no padecen ansia de creacin; las legiones de pe-queos poetas adoptan y repiten indefinidamente en versos incoloros "el estilo de la poca", los lugares comunes del momento. Pero sepamos precavernos contra la exageracin; sepamos distinguir el toque de la obra personal entre las inevitables reminiscencias de obras ajenas. Slo el torpe hbi-to de confundir la originalidad con el alarde o la extravagancia nos lleva a negar la significacin de Rod, pretendiendo derivarlo todo de Renn, de Guyau, de Emer-son, cuando el sentido de su pensamiento es a veces contrario al de sus supuestos inspiradores. Rubn Daro ley mucho a los espaoles, a los franceses luego: es fcil buscar sus fuentes, tanto como buscar las de Espronceda, que son ms. Pero slo "el necio audaz" negaba el acento personal de Espronceda; slo el necio o el malvolo niega el acento personal del poeta que dijo: "Se juzg mrmol y era carne viva", y "Quin que es no es romntico?", y "Con el cabello gris me acerco a los rosales del jardn", y "La prdida del reino que estaba para m", y "Dejad al huracn mover mi corazn", y "No saber adonde vamos ni de dnde venimos". Y ser la mejor recomendacin, cuando nos dirijamos a los franceses, decirles que nuestra literatura se nutre de la suya? Habra despertado Walt Whitman el inters que despert si se le hubiera presentado como lector de Vctor Hugo? No por cierto: buena parte del xito de Whitman (no todo!) se debe a que los franceses del siglo XX no leen al Vctor Hugo del perodo proftico. La rebusca de imitaciones puede degenerar en mana. D. Marcelino Menndez y Pelayo, que no saba discernir dnde resida el carcter americano como no fuera en la pincelada exterior y pintoresca (se le escondan los rasgos espirituales), tuvo la ma-

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    na de sorprender reminiscencias de Horacio en todas partes. Si Juan Cruz Varela dice que la fama de los hroes dura slo gracias al poeta, el historiador recuerda el "carent quia vate sacro". Si a Jos Joaqun Pesado, el poeta acadmico, se le acusaba de recordar a Lucrecio cuando deca:

    Qu importa pasar los montes, visitar tierras ignotas, si a la grupa los cuidados con el jinete galopan?

    Menndez y Pelayo lo defenda buscando la fuente en Horacio y olvidando que la idea se halla realmente en Lucrecio, aunque el acusador no citara el pasaje: "Hoc se quisque modo fugit".

    LOS TESOROS DEL INDIO De intento he esquivado aludir a nuestro pasado indgena anterior a la conquista. Sumergido largo tiempo aquel pasado, deshecha su cultura superior con la muerte de sus dueos y guardianes, no pudimos aprovecharlo conscientemente: su influencia fue subterrnea, pero, en los pases donde el indio prevalece en nmero (y son la ma-yora), fue enorme, perdurable, poderosa en modificar el carcter de la cultura tras-plantada. El indio de Catamarca o del Ecuador o de Guatemala que con su tcnica nativa interpreta motivos europeos, o al contrario, nada sabe de sus porqus. Noso-tros, los ms, ignoramos cunto sea lo que tenemos de indios: no sabemos todava pensar sino en trminos de civilizacin europea. Despus de nuestra emancipacin poltica, hemos ensayado el regreso consciente a la tradicin indgena. Muchas veces erramos, tantas, que acabamos por desconfiar de nuestros tesoros: la ruta del indigenismo est llena de descarrilamientos. Ya el motivo musical se engarzaba en rapsodias segn el fatal modelo de Liszt o cuando mucho en transcripciones en estilo de Mussorgski o Debussy; ya el motivo plstico se disolva en "arte decorativo"; ya el motivo literario fructificaba en poemas o nove-las de corte romntico, sembrados de palabras indias que obligaban a glosario y notas. Si son hermosos el monumento a Cuauhtmoc de Noriega y Guerra, y el Ta-bar de Zorrilla de San Martn, y las Fantasas indgenas de Jos Joaqun Prez, y el Enriquillo de Galvn, el material nativo slo de manera exterior o incidental influye en ellos. No podamos persistir indefinidamente en el error. En das recientes, hemos comen-zado a penetrar en la esencia del arte indgena: dos casos de acierto lo revelan, los estudios sobre msica del Per y Bolivia, apoyados en la definicin de la escala pen-tatnica, y sobre el dibujo mexicano, con la definicin de sus siete elementos linea-les. Esa es la va.

    HISTORIA Y FUTURO Nuestra vida espiritual tiene derecho a sus dos fuentes, la espaola y la indgena: slo nos falta conocer los secretos, las llaves de las cosas indias; de otro modo, al tratar de incorporrnoslas haremos tarea mecnica, sin calor ni color.

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    Pero las fuentes no son el ro. El ro es nuestra vida: aprendamos a contemplar su corriente, apartndonos en hora oportuna sin renunciar a ellos! del Iliso y del Tber, del Arno y del Sena. No hay por qu apresurarnos a definir nuestro espritu ence-rrndolo dentro de frmulas estrechas y recetas de nacionalismo;10 bstenos la con-fianza de que existimos, a pesar de los maldicientes, y la fe de que llegaremos a fun-dar y a representar la libertad del espritu. Y en la historia literaria, tengamos ojos insisto para las imgenes que surgieron, nuevas para toda mirada humana, de nuestros campos salvajes y nuestras ciudades anrquicas: desde la "sombra terrible de Facundo" hasta Ismaelillo; aun la visin de paz y esplendor que situbamos en Versalles o en Venecia fue el ntimo ensueo con que acallbamos el disgusto del desorden ambiente. La expresin genuina a que aspiramos no nos la dar ninguna frmula, ni siquiera la del "asunto americano": el nico camino que a ella nos llevar es el que siguieron nuestros pocos escritores fuertes, el camino de perfeccin, el empeo de dejar atrs la literatura de aficionados vanidosos, la perezosa facilidad, la ignorante improvisacin, y alcanzar claridad y firmeza, hasta que el espritu se revele en nuestras creaciones acrisolado, puro.

    En Valoraciones, La Plata, tomos 2-3, nmeros 6-7, pp. 246-253 y 27-32, agosto-septiembre de 1925. Slo la primera parte fue recogida en los Seis ensayos en busca de nuestra expresin, Buenos Aires, Babel [1928] y la segunda se recoge aqu por la pri-mera vez en libro. [Nota de Rafael Gutirrez Girardot]

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    LA RENOVACIN DEL TEATRO. HACIA EL NUEVO TEATRO

    Soy espectador atento, a quien desde la adolescencia interesaron hondamente las cosas del teatro, y me ha tocado en suerte conocer desde sus orgenes la compleja evolucin en que vivimos todava. Cuando principi a concurrir a espectculos, el realismo era ley: realista el drama, realista el arte del actor, realista el escenario. Vi-va Ibsen: imperaba. A la espiral mstica de sus dramas de ocaso ascendan muy pocos (Maeterlinck fue de ellos); la norma del mundo occidental la daban Casa de mueca, Espectros, El pato salvaje, Hedda Gabler. Hasta Francia, esquiva al parecer, aprenda de l la leccin de una psicologa apretada, donde la frase iba paso a paso penetrando y estrechando como tornillo de precisin. El actor se enorgulleca de hablar como en la vida; perda la costumbre, y desgraciadamente hasta la aptitud, de decir versos. En el escenario se aspiraba a la copia exacta de la realidad.

    De pronto, las seales cambian. El ao de 1903, en Nueva York, me toc asistir y escojo este punto de partida como arrancara de cualquier otro a la primera repre-sentacin de Cndida, donde se demostraba que Bernard Shaw llegara a las multi-tudes; su dilogo de ideas estaba destinado a ellas, porque la discusin encendida es espectculo que apasiona. El apstol de la quintaesencia del ibsenismo trabajaba, incauto, contra su maestro. A su ejemplo, los hombres de letras en Inglaterra perd-an su tradicional pavor al teatro: Barrie, el primero, se entreg libremente a las deli-cias de la extravagancia. En Irlanda, al hurgar la tierra nativa, brotaron de ella los hroes y las hadas. En Rusia, recogiendo el hilo de Ostrovski. su drama de accin dispersa, Chekhov y Gorki inventaban de nuevo despus de Eurpides la trage-dia inmvil. En Alemania, el realismo se ahogaba con su propio exceso en el natura-lismo brutal, o se disolva en delirios poticos. Francia, tarda, y tras ella Italia, se sumaron al fin a la corriente tumultuosa en que navegamos, a merced del mpetu, sin saber dnde haremos escala.

    Y vemos cambiar las condiciones materiales del espectculo: escena, decoraciones, iluminacin, trajes. Nacan y renacan los teatros al aire libre. La tragedia grie-ga, el drama religioso de la Edad Media, Shakespeare, reaparecan en sus escenarios de origen. Surgieron los tablados pequeos, con salas reducidas, los teatros de cma-ra. En Alemania, en Rusia, en Francia, en Inglaterra. Hubo ensayos de reforma de la decoracin; ao tras ao se hablaba de nuevos experimentos. Los teorizantes especialmente Adolph Appia y Gordon Craig mantenan vivo el problema. Por fin el ballet ruso hizo irrupcin en Pars, y, como en el Apocalipsis, he aqu que todas las cosas son renovadas.

    No que el realismo haya muerto, ni menos la rutina; bien lo sabemos todos. Los es-cenarios de la renovacin constituyen minoras egregias. Pero ellas bastan para el buen espectador, ese que no quiere ir noche por noche al espectculo, sino con tiempo para el buen sabor de cada cosa.

    Cuando despus de visitar pases de idioma extrao, o de residir en ellos, vuelvo a mis tierras, las de lengua espaola, busco siempre las novedades del teatro, y hallo

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    que nuestras novedades son vejeces. No soy ms que espectador (crtico pocas ve-ces, autor menos); pero como espectador cumplo mi deber: en 1920, en Madrid, ped largamente la renovacin del teatro desde las columnas de la revista Espaa; en Mxi-co, hace dos aos, y aqu ahora, reitero mis peticiones. No pedir demasiado: me ceir al problema del escenario y las decoraciones.

    LA HISTORIA DEL ESCENARIO

    Recorramos a vuelo de aeroplano la historia del escenario. En la Edad Media, muer-to el teatro de la antiguedad (de la estirpe clsica los nicos supervivientes eran los tteres y los mimos), vuelve el drama a nacer del rito, como entre los griegos: las representaciones sacras nacen en la iglesia. Pero si la tragedia antigua encontr fcil desarrollo en el templo de Dionisos, al aire libre, el misterio se vio cohibido dentro de la arquitectura del templo cristiano, escena adecuada slo para el esquemtico drama ritual del sacrificio eucarstico. Salieron entonces de la iglesia el misterio, el milagro, la moralidad, hacia donde todos los fieles pudieran contemplarlos: al atrio; de ah, a la plaza, a la calle.

    En la calle se les une la farsa cmica, usual en las ferias populares; y tragedia y co-media van desarrollndose lentamente, arrancando de las formas rudimentales, brevsimas, en que renacen, a la par que se desarrolla el escenario. Del suelo, al nivel de los espectadores, el drama tiende a subir, busca la altura de la plataforma para que todos vean mejor: as se crea el tablado. En crculo, alrededor de l, se agrupa la multitud (la primitiva disposicin se perpeta, en casos, con el escenario-carro y sus decoraciones circulares); pero los actores, para subir o bajar, necesitan abrirse cami-no; bien pronto hay que utilizar para los espectadores uno (excepcionalmente dos) de los tres lados de la plataforma: as nace el fondo de la escena.

    Pero la escena, el escenario-plataforma, si ya tiene fondo, tardar mucho (aqu ms, all menos, segn cada pas) en tener costados libres a derecha e izquierda. Cuando el drama, durante el Renacimiento, enriquecindose con el estudio de la literatura antigua, y renovando sus formas, entra a los palacios o siquiera al patio, al co-rral, los espectadores estn todava demasiado cerca de la escena, o hasta tienen asientos en ella, y slo dejan libre el fondo. Los teatros pblicos, creados en el siglo XVI, en interiores, o en patios de edificios, o entre edificios, ponen techo a la escena y van poco a poco alejando de ella al pblico. El golpe final se da en Italia: se obliga a la concurrencia, o la mayor parte de ella, a contemplar la representacin desde uno solo de los tres lados por donde antes poda verla; y para hacer definitiva la separa-cin entre pblico y actores, y hacer mayor la libertad de la escena, se crea el teln. El escenario empez a concebirse como una especie de cuadro.

    Los elementos materiales de que dispone el teatro moderno para poner marco al drama y al actor trajes, muebles, decoraciones, luz no se desarrollaron parale-lamente: cada uno tiene su desenvolvimiento propio. Los trajes y los muebles eran ricos, desde la poca del drama litrgico, cuando lo permitan los recursos del actor o de su empresa: el siglo XIX trajo el buen deseo de la exactitud histrica, pero tam-bin el recargo intil, el exceso por afn mercantil de simular lujo: se ha confundido lo costoso con lo bello.

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    La evolucin de las decoraciones es larga y compleja: hasta el siglo XVII hubo tea-tros que prescindan de ellas o las reducan a indicaciones elementales; pero, a la vez, desde la Edad Media existan las decoraciones simultneas, cuya expresin sin-ttica es la trada de los dramas religiosos: el Cielo, la Tierra, el Infierno. Shakespea-re y Lope de Vega alcanzaron todava la poca de las decoraciones simultneas a la par que sintticas; dentro de ellas concibieron sus obras, con sus frecuentes cambios de lugar, que les dan la variedad de la novela. Y no se concibi as la Celestina? Despus, cuando el teln de boca va poco a poco creando la imagen del escenario como cuadro, las decoraciones, con la adopcin de la perspectiva pictrica, pasan a nueva etapa de su desarrollo, y su porvenir parece incalculable... Y la iluminacin vino a adquirir todo su valor con la invencin de la luz elctrica: representa la apari-cin del matiz, permite la supresin de las candilejas del proscenio, con sus deplo-rables efectos sobre la figura humana.

    Con la conquista de la luz, el escenario-cuadro lleg al apogeo; se esperaban porten-tos... La colaboracin de la pintura con el drama sera cada vez ms eficaz... Por qu cuando ms seguro pareca su imperio se levantan innumerables protestas co-ntra el escenario moderno?

    EL ODIADO SIGLO XIX

    Probablemente, la causa primordial de tales protestas es el empleo que del escena-rio-cuadro hizo el odiado siglo XIX. El siglo de Napolen III, de Victoria y de Gui-llermo II comenz por aceptar la herencia de las decoraciones de tipo acadmico, pompier, y con ella combin luego el tirnico realismo de los pormenores, la prolija multiplicidad de ornamentos y de muebles sobre la escena. Academicismo y realis-mo se dieron la mano sin esfuerzo; como que representan dos fases de una misma esttica limitada, la esttica de la imitacin de la naturaleza!

    Ms que como cuadro, lleg a concebirse el escenario como habitacin a la cual se le ha suprimido una de las cuatro paredes. Quedaban para el escengrafo con imaginacin las escenas de bosque, de jardn y aun las de calles y las salas histricas... Pero all tambin hizo presa la rutina.

    Para apreciar cun corto vuelo tuvo el siglo XIX en sus concepciones escnicas, re-curdense las torpezas de Wagner, su mana de reducir a pueril realismo, en la re-presentacin plstica, los prodigios del mito teutnico y de la leyenda cristiana: mientras ms complicados son los artificios que se emplean para producir la ilusin, ms pobre es el efecto que se obtiene. Absurdo mayor que presentarnos como re-ales la cabalgata de las valquirias, el dragn de Sigfrido, el cisne de Lohengrin, la tie-rra andante de Parsifal?

    O recurdese a Sir Henry Irving en sus interpretaciones de Shakespeare: profusin de trajes, de muebles, de telones, en que abundaba la nota parda, muy seria, muy victoriana. Imaginad la Venecia del Mercader, la Venecia de los Bellini y de Crivelli, llena de manchones pardos! Gan una fortuna y la gaste en la propaganda de Sha-kespeare, deca Irving en su vejez. No hay tal afirma Bernard Shaw; Irving gan una fortuna con las obras de Shakespeare, y la gast en decoraciones.

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    El delirio realista acab por abandonar a veces los telones y la pintura, llevndolos a las decoraciones de interior, que a fuerza de exactitud se convierten en muebles: slidas, macizas, de madera y metal. Son exactas, si, pero inexpresivas, estorbosas y costossimas.

    PARA QU SIRVE EL REALISMO?

    Para qu sirve el realismo? El realismo del escenario-cuadro sirve para Casa de mu-eca, para Los tejedores, para El abanico de Lady Windermere, para La parisiense, para El gran galeoto. Para dramas de interiores modernos, el realismo es una conquista que debe aprovecharse: con prudencia, eso s, con sencillez.

    Pero, basta, o cabe siquiera, en Cuando resucitemos? En La nave? En Claudel? En Dunsany? En Tagore? En Maeterlinck, que comenz escribiendo para marionetas? Basta, en rigor, para Los intereses creados, para Las hijas del Cid? Y qu hacer con los clsicos griegos y latinos, ingleses y espaoles, que no escribieron para escenarios como los actuales? Qu hacer con Racine y Corneille, con las mejores comedias de Molire, que apenas requieren escenario? Y qu hacer con tantas obras que no se representan, pero que son representables, contra la vulgar opinin, desde la Celesti-na, hasta las Comedias brbaras de don Ramn del Valle-Incln?

    Bien se ve: el escenario moderno obliga a reservar para la biblioteca la mayor parte de las grandes obras dramticas de la humanidad, y en cambio condena al concu-rrente asiduo a teatros a contemplar interminables exhibiciones de mediocridad, que ni siquiera ofrecen novedad ninguna. As, en Espaa, por falta de renovacin, el teatro se ha reducido a unos cuantos tipos de obra dramtica: el drama y la comedia sentimental de las gentes de Madrid; la comedia del campo o de la aldea, de prefe-rencia con escenario andaluz; la tragedia de los obreros y los campesinos; las farsas y sainetes, por lo comn grotescos; el drama policaco, y, como excepcin, el drama potico, resucitado por Marquina. El teatro argentino es an ms reducido: dramas comedias, de corte uniforme, sobre el mundo elegante de Buenos Aires; comedias sobre las familias de la burguesa pobre; dramas de arrabal, con el tpico conventillo o casa de vecindad; tragedias rurales todo sometido a la tcnica realista. Y el ar-gentino es el nico teatro nacional de pleno desenvolvimiento en nuestra Amrica.11

    LA SOLUCIN ARTSTICA

    Diversas soluciones se presentan. Las ms y las mejores son simplificaciones: hay acuerdo en afirmar que el escenario moderno est recargado de cosas intiles.

    Hay quienes sustituyen el realismo con la fantasa: la solucin artstica. Sus argu-mentos son interesantes. No slo protestan contra las pretensiones de exactitud fo-

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    togrfica, contra la minucia de pormenores, sino que atacan la estructura esencial del escenario moderno. Pase el escenario realista cuando reproduce interiores pe-queos, como de cuadro holands; pero para reproducir grandes salas salvo en teatros excepcionalmente vastos, y sobre todo para el aire libre, los mtodos mo-dernos son ms equivocados que los de la Edad Media. Cuando se quiere simular un bosque, se distribuyen en el escenario unos cuantos rboles y se coloca en el fon-do una pintura de paisaje; los ojos pasan bruscamente de la perspectiva real de los rboles aislados a la perspectiva ficticia del paisaje. Y se pretende que la ilusin es completa! No existe la ilusin: slo existe la costumbre perezosa de aceptar aquello como realismo escnico. Si aun cuando faltan los rboles de bulto, slo la despro-porcin entre la figura humana real y la perspectiva ficticia del fondo destruye toda ilusin de verdad!

    Pero no basta suprimir la absurda mezcla de dos perspectivas que no se funden. Se va ms lejos. Es propsito de arte el engao? El concepto sera mezquino... A qu pretender que el paisaje simule enorme fotografa coloreada? A quin ha de enga-ar el paisaje pintado? A quin engaa la fotografa? Fuera con las pretensiones de realismo! Ya que el objeto de la decoracin no es engaar, sino sugerir, indicar el sitio, hagamos la indicacin, no fotogrfica, sino "artstica"; que sea hija de la imagi-nacin pictrica, la cual sabr variar, segn las obras, el estilo de la decoracin, des-de la opulencia de color que corresponde a Las mil y una noches, hasta los tonos som-bros que armonizan con el ambiente de Macbeth o de Hamlet.

    As nace el escenario "artstico". De l existen dos tipos principales: uno, que sirve de fondo arquitectnico o pictrico para el actor, y hasta se reduce al primer plano, con decoraciones sintticas, como lo hacen Fuchs y Erler; otro, aquel donde se concibe al actor como simple elemento de vasto conjunto plstico y dinmico, segn la prctica de Max Reinhardt en buena parte de sus invenciones escnicas. El escenario "artsti-co" escoge como puntos de apoyo, ya el dibujo y el color de las decoraciones, ya los recursos de luz. El "ballet" ruso, bajo la inspiracin de Len Baskst, es el ejemplo mejor conocido de las nuevas riquezas de forma y color. Appia y Craig acuden a las sugestiones arquitectnicas y se complacen en hacernos concebir alturas inaccesi-bles, espacios hondos. Appia ha sido adems el evangelista de la luz.

    LAS TROYANAS

    Recuerdo Las troyanas, de Eurpides, bajo la direccin de Maurice Browne, devoto ingls del evangelio de la luz. Era en Washington, durante la Gran Guerra; la com-paa del teatro de cmara de Browne viajaba entonces en propaganda de paz, re-presentando la tragedia que escribi Eurpides, segn los historiadores, contra la injusticia de la guerra. Aquella tardeextraa coincidencia acababa de hundirse el Lusitania. Antes de levantarse el teln, apareci ante el pblico un joven plido, trmulo, para decirnos unas cuantas palabras sobre la guerra; su primer gesto fue desplegar ante el pblico el extra periodstico en que se anunciaba el hundimiento de la nave monstruosa: LUSITANIA SUNK...

    En aquel ambiente lgubre comenz la representacin de la ms lgubre de las grandes tragedias. El escenario est sumido en tinieblas: noche profunda... A poco

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    se dibuja vagamente una muralla, rota en el medio. De la noche vienen las troyanas, el coro que se agrupa en torno de Hcuba la reina. Principia el lamento inacabable... El da va levantndose sobre su desolacin tremenda... Pasa, delirante, Casandra, la profetisa; sabe que ha de morir en la catstrofe de la casa de Agamenn. Llega An-drmaca, la madre joven y fuerte, trayendo de la mano al hijo nico de Hctor, en quien se refugian dbiles rayos de esperanza. Pero la guerra es implacable: Taltibio viene a arrancar de las manos maternas al nio; los argivos dispusieron darle muer-te despendolo. La desesperacin de las troyanas cunde en ondas patticas desde el oscuro escenario hasta la oscura sala de la concurrencia. Las mujeres lloran... Du-rante breves momentos, en da pleno ya, pasa frente al cortejo de las vencidas en-vueltas en mantos de luto la radiante figura de Helena, ornada de oro y carmes. Tras ella, el irritado Menelao. Sacrifcala! es el grito de Hcuba. Helena marcha hacia las huecas naves de los aqueos. Morir? Sus poderes son misteriosos... Vuelve Taltibio para entregar el destrozado cuerpo de Astinax. Mientras la piedad femeni-na amortaja el cadver y lo unge con lgrimas amorosas cmo sinti Eurpides la poesa pattica de los nios! , detrs de la rota muralla surgen rojos resplandores de incendio. Arde Troya, caen sus orgullosas torres, y el commos, el clamor de Hcu-ba y las troyanas, que entonan su despedida a la ciudad heroica, va subiendo, su-biendo junto con las llamas... Se apaga en largo gemido, mientras va cayendo la no-che: rumbo a la noche desfilan y desparecen las troyanas cautivas.

    SOLUCIN HISTRICA

    Dicen otros: demos a cada obra escenario igual o semejante al que tuvo en su origen; as la entenderemos mejor. Solucin histrica. De ah la resurreccin de los teatros griegos al aire libre, con xito creciente, que hasta incita a llevar a ellos creaciones modernas, para las cuales resulte propicio el marco antiguo. A Shakespeare y sus contemporneos se les restituye a su escenario isabelino; as las obras renacen nte-gras, sin cortes, vivas y rpidas en su tempo primitivo, libres de los odiosos interva-los "para cambiar las decoraciones". Cundo veremos restituidos en su propio es-cenario a Lope y Tirso, Alarcn y Caldern?12

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    SOLUCIN RADICAL

    Los radicales dicen: dejemos aparte los problemas de la pintura; desentendmonos de la arquitectura; no hay que soar en la fusin de las artes cuando lo que se desea es, estrictamente, representar obras dramticas. La simplificacin debe ser completa: todo lo accesorio estorba, distrae de lo esencial, que es el drama. Y el primer estorbo que debe desaparecer es la decoracin. Fuera con las decoraciones!

    El mayor apstol de la solucin radical, de la simplificacin absoluta, es Jacques Copeau. Y sus xitos en el Vieux Colombiar dan testimonio de la validez de sus teo-ras.

    LA MEJOR SOLUCIN

    Hay quienes no se atreven a tanto, y adoptan soluciones mixtas. Hay quienes hablan de sntesis, y de ritmo, y de otras nociones que emplean con vaguedad desesperante: no todos los renovadores tienen en sus ideas, o al menos en su expresin, la claridad francesa de Copeau. En rigor, las soluciones mixtas se inclinan las ms veces al tipo artstico, y en ocasiones pecan de profusin y recargo como el realismo escnico que aspiran a desterrar. Entre estas soluciones las hay de todas especies, hasta las que llegan a complicaciones extremas, como el gran espectculo de Gmier, con in-termedios de ejercicios atlticos, reminiscencia del Renacimiento italiano.

    La mejor solucin est en aprovechar todas las soluciones. La artstica es de las que se imponen solas y puede darnos deleites incomparables. La histrica, al contrario, triunfa difcilmente: requiere sumo tacto en la direccin escnica, para que la histo-ria no ahogue la vida del drama.

    Confieso mi desmedido amor a la solucin radical, a la simplificacin, relativa o ab-soluta. Nada conozco de mejor que Sfocles, Eurpides, Shakespeare, Racine, sin decoraciones o con meras indicaciones esquemticas del lugar. Y nada me confirma en mi aficin como el Hamlet de Forbes Robertson. Lo vi primero con decoraciones, y me pareci lo que todos concedan: el mejor Hamlet de su tiempo. Aos despus volv a verlo sin decoraciones. Forbes Robertson no perteneca a grupos renovado-res. Se retiraba del teatro recorriendo todos los pases de habla inglesa, en gira que dur tres aos, dedicada a Hamlet; la ltima representacin tuvo lugar el da en que se conmemoraba el tercer centenario de la muerte de Shakespeare. En esta gira, en que se cambiaba de ciudad con gran frecuencia, cuando no diariamente, las decora-ciones parecieron molestas, y fueron suprimidas, sustituyndolas con cortinajes de color verde oscuro, segn el plan preconizado en Inglaterra por William Poel. El efecto de este Hamlet era cosa nica en el arte contemporneo. La falta de accesorios estorbosos dejaba la tragedia desnuda, dndole severidad estupenda, y cl mtodo

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    empleado por Forbes Robertson de identificar el conflicto espiritual, manteniendo a los actores agrupados a corta distancia del protagonista, produca la impresin de que el drama ocurra todo dentro de Hamlet, en la cabeza de Hamlet. Nunca com-prend mejor la idea de Mallarm: los personajes de Hamlet son como proyecciones del espritu del protagonista. Este Hamlet no era ya solamente el mejor de nuestros das: es la realizacin ms extraordinaria que he visto sobre la escena.

    Con la renovacin del escenario y de las formas de representacin vuelven a la vida todas las grandes obras; el drama deja de ser mera diversin de actualidad. El con-currente asiduo a teatros en Francia, Alemania, Rusia, Inglaterra, los Estados Uni-dos, desde hace cuatro lustros goza de extraordinarios privilegios; ve reaparecer, junto a la tragedia de Esquilo, Sfocles y Eurpides, la comedia nueva de Atenas y Roma y hasta la pantomima de Sicilia; con Everyman, la moralidad alegrica de la Edad Media, y con Mitre Pathelin la farsa cmica; el lejano Oriente le enva sus teso-ros: la India, los poemas antiguos de Kalidasa y los modernos de Tagore; el Japn su Noh, su drama sinttico; la China, por ahora, slo sus mtodos estilizados de repre-sentacin. Hasta el Libro de Job y los dilogos de Platn cobran vida escnica!

    EN ESPAA

    No estarn maduros los tiempos, en los pases de habla espaola, para la renova-cin del teatro? Creo que si. Hace ms de treinta aos deca don Marcelino Menn-dez y Pelayo que La Celestina acaso no fuera representable dentro de las condicio-nes del teatro actual, mucho ms estrecho y raqutico de lo que parece. Pero agre-gaba: Quin nos asegura que esa obra de genio, cuyo autor... entrevi una frmula dramtica casi perfecta, no ha de llegar a ser, corriendo el tiempo, capaz de repre-sentarse en un teatro que tolere una amplitud y un desarrollo no conocidos hasta hoy?

    Hasta ahora, en Espaa se realizan escasos intentos de renovacin. Uno que otro, tmido, tratando de conciliar a los dioses del Olimpo y a los del Averno, precavin-dose de asustar a la masa rutinaria del pblico madrileo, se debe a las compaas de Mara Guerrero (con El cartero del rey de Tagore) y de Catalina Brcena. Benaven-te, a quien sus buenas intenciones ocasionales le hacen perdonar sus muchos peca-dos, merece recuerdo por sus ensayos de teatro infantil: a uno de ellos debe su na-cimiento La cabeza del dragn, la deliciosa comedia de Valle-Incln. Ha de recordarse la Fedra, de Unamuno, en el Ateneo de Madrid, con escenario simplificado. Y el marco de la escena fue hbilmente roto, pero sin reforma de las decoraciones, por Cipriano Rivas Cherif, distribuyendo entre el tablado y la sala del pblico a los per-sonajes del acto de la asamblea en Un enemigo del pueblo, cuando los socialistas ma-drileos organizaron una representacin de aquella tragicomedia del individualis-mo (1920).

    Gran devoto de la utopa de la utopa, que es una de las magnas creaciones espiri-tuales del Mediterrneo-, Azorn ha creado (sobre el papel!) el teatro a que aspira la Espaa moderna. Y si no fuese ya perfecto, como todas las utopas, hasta pudiera merecer su proyecto el nombre de til, a la vez que deleitable, porque contiene una

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    preciosa antologa de dramas. La encantadora lengua de las emociones en la prosa de las tragedias imitadas de los griegos por el maestro Prez de Oliva!

    EN NUESTRA AMRICA

    En Mxico descubrimos uno que otro intento digno de atencin. Se ha ensayado el teatro griego, al aire libre, en el Bosque de Chapultepec, con Margarita Xirgu y su compaa espaola, interpretando Electra (1922); desgraciadamente, el tablado que se levant era de tipo moderno, y la obra escogida no era ninguna de las tragedias clsicas, sino el frentico melodrama de Hugo von Hofmannsthal. Mejor todava, se ha procurado poner a contribucin el arte popular del pas: unas veces fuera del drama, en las obras breves del Teatro Lrico, desde 1921, o en el efmero e ingenioso Teatro Mexicano del Murcilago (1924), del poeta Quintanilla, el pintor Gonzlez y el msico Domnguez, espoleados por el ejemplo ruso; otras veces en el drama, en el teatro de los indios, iniciado por el dramaturgo Saavedra en Teotihuacn, junto a las Pirmides, y transportado despus a otros sitios (1922): el escenario era del tipo ar-tstico: los indgenas hacan de actores, en ocasiones con suma delicadeza. Y Mxico ha dado al movimiento internacional la contribucin de Miguel Covarrubias, autor de las decoraciones para la estrepitosa Revue Ngre, de Pars, y para Androcles y el len, de Bernard Shaw, y Los siete contra Tebas, de Esquilo, en Nueva York.

    En la Argentina hay signos favorables; la Asociacin de Amigos d