Hernandez Felisberto - Narraciones Incompletas 1

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Felisberto Hernández Narraciones incompletas - 1

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Felisberto Hernández

Narraciones incompletas - 1

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Colección:Libros del tiempo, 17Cronología de: Carol PrunhuberEdiciones Siruela, 1990Plaza Manuel Becerra, 15 "El Pabellón" 28028 Madrid. Telf.:

2455720Impresión: Grafur, S. A. Mayo de 1990 - MadridI.S.B.N.: 84-7844-027-5Depósito legal: M. 10.269-1990

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Libros del Tiempo

Las aventuras de un pianista paupérrimo, en quien el sentido de lo cómico transfigura el amargor de una vida amasada con de-rrotas, son el primer apunte del que parten los cuentos del urugua-yo Felisberto Hernández (1902-1964). Pero éste es sólo el punto de partida. Lo que desata la fantasía de Felisberto Hernández son las inesperadas invitaciones que abren al tímido pianista las puertas de misteriosas casas, de quintas solitarias donde moran personajes ricos y excéntricos, mujeres llenas de secretos y neurosis.

(...) Felisberto Hernández es un escritor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamerica-nos, es un "francotirador" que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas.

Italo Calvino

Felisberto pertenece a esa estirpe espiritual que alguna vez califiqué de presocrática, y para la cual las operaciones mentales sólo intervienen como articulación y fijación de otro tipo de contac-to con la realidad. Al igual que los eleatas, Lezama y Felisberto se conectan con las cosas (porque de alguna manera todo es "cosa" en ellos, palabras o muebles o pasiones o pensamientos son a la vez tangibles e inefables, sueño y vigilia) desde una intuición que sólo puede ser instalada en el lenguaje por obra de la imagen poé-tica, del encuentro "no" fortuito de la máquina de coser y del para-guas sobre la mesa de disecciones. Como en los eleatas, los senti-dos no parecen sometidos a las facultades intelectuales para el proceso del conocimiento, sino que entran y salen de las cosas con el ritmo del aire en los pulmones, y el paso de ese conocimiento a la palabra, a la comunicación, se opera dentro de ese mismo ritmo y con la mínima mediatización posible. A partir de ese contacto sin trabas todo el resto -descripción, narración, anécdota- se sirve "na-turalmente" de la razón y del discurso, llamados a una labor subsi-diaria a la que no están acostumbrados; así la tradición de Occi-dente ve invertirse cada tanto su escala habitual de valores, con lo cual el resultado es casi siempre el mismo: si pocos parecen haber accedido al mensaje primordial de Lezama Lima en "Paradiso",

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también son pocos los que han descifrado la clave profunda y recu-rrente de los relatos de Felisberto Hernández.

Julio Cortázar

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Cronología de Felisberto Hernández

1902

Nace en Montevideo el 20 de octubre. Primero de los cuatro hijos de Juana Hortensia Silva, "Calita", y de Prudencio Hernández, constructor de origen canario veinte años mayor que su mujer. Ca-lita siempre mantuvo con su hijo una relación de dependencia y de sobreprotección, mientras que Deolinda, la tía abuela, ejercía la autoridad.

En sus cuentos, Felisberto describe las "bromas crueles" de esta abuela, quien lo asustaba por las noches con juegos de som-bras o colocándole un sapo en la barriga mientras dormía.

En cambio, no cuenta cómo lo mandaba al almacén con reca-dos confusos que él terminaba confundiendo ni cómo lo amenaza-ba con castigarlo con el látigo sin avisarle cuándo lo haría. Felis-berto entonces pasaba las noches en vela temiendo la llegada de la madrugada y los azotes de Deolinda.

Los recuerdos de su primera infancia, su casa natal al pie de un cerro, los grandes árboles, las calles de la periferia, las diversas mudanzas y su numerosa familia aparecerán con posterioridad en sus primeros cuentos.

1908

Muere su abuelo. Felisberto comienza a ir a la escuela. De es-ta época data la anécdota sobre su primera maestra en "Primeras invenciones".

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Cuenta que un día al ver a su maestra sentada tuvo unos enormes deseos de vivir bajo sus faldas, como un pollito bajo su madre gallina.

1911

Comienza a estudiar piano con Celina Moulie, profesora fran-cesa, futura protagonista de su relato "El caballo perdido".

1914

Mientras continúa sus estudios de piano ingresa en la Escuela Artigas de Enseñanza Primaria donde cursa estudios preparatorios para ingresar en la Universidad.

Se integra en los "boy-scouts" uruguayos Vanguardias de la Patria, con los que recorre los pueblos del interior del país e incluso llega a cruzar los Andes hacia la ciudad de Mendoza en Argentina. Este viaje lo relata en su novela inconclusa "Tierras de la Memo-ria".

1915

Conoce a Clemente Colling, profesor de piano "ciego y tuer-to", en quien se inspira para escribir otro largo relato.

1917

Para ayudar económicamente a su familia comienza a traba-jar como pianista acompañante en una sala de películas mudas.

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Debido a su total dedicación al piano no tuvo tiempo para conti-nuar sus estudios universitarios.

1918

Monta un conservatorio en su casa, donde da clases particu-lares y asume la música como medio para ganarse la vida. Invierte en el estudio del piano entre doce y catorce horas diarias.

1919

Exhausto por el trabajo y el estudio del piano, decide pasar unas vacaciones en Maldonado, en casa de su tía Deolinda. Allí co-noce a su futuro empresario y editor, Venus Gonzáles Olasa, y a María Isabel Guerra, maestra, cinco años mayor que él, con quien comenzó un idilio amoroso a pesar del rechazo de la familia Gue-rra, quien lo consideraba un desequilibrado. Para poder verla, Fe-lisberto, viaja a Maldonado una vez por semana con el pretexto de dar clases de piano a su novia.

1920

Inicia estudios de composición y de armonía con Clemente Colling. Con él también aprendió a ser maestro de música, a "tener conciencia en todos los dedos".

1922

Conoce y se introduce en el círculo del filósofo Carlos Vaz Fe-rreira, cuyo pensamiento habría de influenciarlo. Empezó a dar re-citales estrenando incluso varias composiciones propias.

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1924

Convence a su familia para hospedar a Colling en su casa. Convivirán durante un año, pero la presencia y el desaseo de Co-lling aleja a muchos amigos de la casa. Entonces Calita decide mu-darse para poner fin a esta situación.

1925

Se casa con María Isabel Guerra y se van a vivir cerca de Vaz Ferreira. Felisberto participará con frecuencia en las veladas musi-cales

del filósofo e incluso en algunas ocasiones como solista.

Publica "Fulano de tal", una edición de autor de pequeño for-mato, celebrada por sus amigos.

1926

Comienza a trabajar como pianista en la orquesta del café La Giralda de Montevideo. Pero un día, al llegar al café, se encuentra con que habían "contratado a una orquesta de señoritas". Su padre le consigue un empleo como pianista y director de una pequeña or-questa en un "café concert" en Mercedes, un modesto pueblo del interior. A partir de este momento hasta 1942, para ganarse la vi-da, Felisberto recorrerá los pueblos de Uruguay y de la provincia de Buenos Aires dando recitales en los clubs sociales, escuelas y sociedades de beneficencia.

Muere Clemente Colling. Felisberto conocerá la noticia estan-do en Mercedes.

Nace su primera hija, Mabel Hernández Guerra. Felisberto, ausente debido al trabajo, sólo la conocerá cuatro meses después.

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1927

Da su primer concierto en Montevideo en el Teatro Albéniz. Estrena dos piezas de su propia creación.

1928

Ofrece un segundo recital en Montevideo en la Casa del Arte. Este concierto fue aplaudido unánimemente por la prensa urugua-ya.

1929

Edita su segundo libro, "Libro sin tapas", elogiado por la críti-ca. Una nueva gira de conciertos por el interior del país.

1930

Edita su tercer libro, "La cara de Ana".

1931

Publica su cuarto libro, "La envenenada", que al igual que los primeros provoca un vivo interés en un círculo reducido de amigos y conocidos del mundo de la cultura, pero ninguno de ellos tuvo mayor difusión.

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Se separa definitivamente de María Isabel y no volverá a ver a su hija hasta veintitrés años después, el mismo día de su boda, con el temor de no reconocerla en la sala del registro civil. A partir de ese momento nunca más dejarán de verse.

1935

Durante un homenaje que le rinden los montevideanos como pianista, en las salas del Ateneo, reencuentra a la pintora Amalia Nieto, enamorándose en el acto.

1937

Matrimonio con Amalia Nieto. Al comienzo, amparados por la familia Nieto, viven sin grandes preocupaciones.

1938

Nace su segunda hija, Ana María Hernández Nieto. Felisberto recomienza sus giras, esta vez por Argentina.

1939

Tras su concierto en Buenos Aires se le reconoce como virtuo-so.

1940

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Continúa su gira por la provincia de Buenos Aires.

Muere su padre en Montevideo.

Regresa a Uruguay. Su situación económica continúa siendo precaria.

Sus repetidas ausencias y el aumento de sus deudas crean conflictos en el matrimonio. Empujado por Amalia decide montar, en el garaje de la casa de los Nieto, una librería, El burrito blanco. A los pocos meses fracasa. Felisberto pasa las horas escribiendo y perfeccionando un sistema taquigráfico que había inventado, olvi-dándose de reponer en las estanterías los libros vendidos.

Visita con frecuencia el servicio psiquiátrico de un hospital donde trabaja su amigo el doctor Alfredo Cáceres. Se interesa por ciertos tipos de locura. Un día acompaña a su amigo a visitar a una paciente: una joven muy gorda que vivía en la trastienda del nego-cio familiar en un cuarto pintado de verde, sin ventanas e ilumina-do con luz artificial. La joven, que sufría de hidropesía, vivía acos-tada.

Felisberto, impresionado, comenta al doctor Cáceres: "A esta mujer le hace falta una ventana. Voy a escribir un cuento"1. Escri-bió "El balcón", la historia de una joven que se enamora de su bal-cón.

1942

Acuciado por los problemas económicos e incapaz de resol-verlos, optó por una vía drástica: vendió el piano.

Ese día abandonó a Amalia y también la música.

Regresa a vivir a una pensión muy pobre con su madre. La frustración y el resentimiento lo consumen. Pasa las tardes reco-rriendo los cafés de la ciudad con una libreta llena de manuscritos que corrige una y otra vez.

Con la ayuda de sus amigos publica su primera novela, "Por los tiempos de Clemente Colling". Recibe el premio del Ministerio de Instrucción Pública y el elogio de la crítica.

1Citado en "Giraldi", Norah: "Felisberto Hernández: Del creador al hombre". Edición de la Banda Oriental, Montevideo 1975.

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Entrega un ejemplar a Jules Supervielle, quien acaba de llegar a Montevideo huyendo de los estragos de la guerra europea. Poco después éste le escribe una carta elogiosa. Este reconocimiento significó un vuelco en su vida y el comienzo de una larga y fructífe-ra amistad.

1943

Amparado por la familia Supervielle y por su nueva novia, la escritora Paulina Medeiros, inicia una etapa de intensa dedicación a la escritura.

Medeiros lo introduce en nuevos círculos de intelectuales uru-guayos y argentinos2.

Publica "El caballo perdido", premiado por el Salón Municipal de Montevideo.

1944

Gracias a las publicaciones de sus primeros cuentos en dia-rios y revistas, aumentan sus admiradores. Publica fragmentos de su novela "Tierra de la Memoria" y los lee en la radio, donde tam-bién interpreta al piano composiciones suyas, en un homenaje que le rinden en la Audición titulada Escritores de América.

2Su relación con ella fue larga e intermitente, y la conocemos gracias a la publicación de la corres-pondencia entre ambos. Medeiros cuenta: "Lo conocí vistiendo dos tricotas de lana en pleno enero; tiritaba quejándose de dolor en las articulaciones". Su enfermiza sensibilidad le producía periódicas crisis de aisla-miento, sobre todo cuando creaba. Necesitaba un silencio absoluto para escribir; cualquier ruido lo molestaba y volver a concentrarse se convertía en una gran faena; "Fuera de la etapa introvertida", comenta, "siempre fue un niño o un espíritu chisporreteante de gracia y humor". Su relación con el mundo era lenta y aprensiva, por eso cuando tenía una cita llegaba media hora antes para conocer y adaptarse a los objetos y al ambiente del lugar. Leal con los amigos, lo fue menos con las mujeres. Buscaba en ellas una protección del mundo coti -diano, pero cuando la relación se volvía conflictiva o se le exigía un compromiso más profundo, se alejaba y regresaba con su madre, la única mujer a quien nunca abandonó. Cuenta Medeiros que "en uno de sus instan -tes de saturación marital, abandonó la cámara de su esposa para establecer diálogo permanente con su propia madre, entonces huésped del hogar". (Citado en "Medeiros", Paulina: "Felisberto Hernández y yo". Edición de la Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1974).

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Cuenta Medeiros que "en uno de sus instantes de saturación marital, abandonó la cámara de su esposa para establecer diálogo permanente con su propia madre, entonces huésped del hogar". (Citado en "Medeiros", Paulina: "Felisberto Hernández y yo". Edi-ción de la Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1974).

Comienza a trabajar como empleado en la Asociación Uru-guaya de Autores. En la sección de Control de Radio debía escu-char las emisiones para luego señalar la duración y naturaleza del programa, el autor de los libretos y las composiciones musicales. Sus tareas irán cambiando pero siempre será un trabajo burocráti-co.

Renunciará en 1956.

1945

En "Amigos del Arte" es presentado en forma muy elogiosa por Jules Supervielle.

Publica su cuento "El balcón" en la prensa argentina.

1946-48

Gracias a Supervielle, el gobierno francés le otorga una beca para escribir en París. Eran los años de la

posguerra. Durante dos años vive en el Hotel Rollin de la rue de la Sorbonne, alejado de todo lo que no fuera el medio uruguayo o el entorno de Supervielle. Roger Caillois se interesa por su obra y publica algunos de sus cuentos. Estando en Europa busca con afán una popularidad que antes no le había interesado, "la diosa perra popularidad que él despreciara".

En 1947 la editorial argentina Sudamericana publica su libro de cuentos "Nadie encendía las lámparas".

Conoce a María Luisa Heras, una modista española, viuda y refugiada de la guerra civil. Fue otro enamoramiento fulminante. A

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su regreso en 1948, tras múltiples gestiones, logra llevársela a Uruguay.

1949-51

Se casa con María Luisa Heras pero dos años después se se-para. Como de costumbre, Felisberto regresa a vivir con su madre en una pensión.

Publica "Las Hortensias" en una revista y luego "Mi primera maestra".

Continuará publicando en la prensa y en revistas.

1954-58

Conoce a Reyna Reyes, profesora de pedagogía y escritora, quien además de convertirse en su cuarta esposa fue su musa, de-volviéndole el entusiasmo por la escritura. Cuando Felisberto la co-noció estaba viviendo con su madre y continuaba con su empleo en la radio. Reyna alquiló una casa donde, durante un tiempo, vi-vieron felices hasta que un día le dijo: "No puedo dormir más en esta casa, porque pienso que mamá está sola en una pieza oscu-ra". Entonces Calita se fue a vivir con ellos. Reyna le consigue un puesto como taquígrafo en la Imprenta Nacional y un permiso para que utilice el piano del Ateneo de Montevideo.

1956

Se suma al "Mondel" (Movimiento Nacional de la Defensa de la Libertad), organización anticomunista, aceptando dar una serie de conferencias radiales que le proporcionaron un cierto beneficio económico. Con respecto a su posición política, existen dos versio-nes: la de sus allegados, que afirman que fue un analfabeto políti-co que se sometió al "Mondel" por candidez, o la de otros, quienes

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afirman que "tenía un sibilino resentimiento contra la especie hu-mana... tal vez por eso en las historias de Felisberto hay más obje-tos que personas y más curiosidad por el pasado que por el porve-nir"3.

Acaso debido a su precaria situación, Felisberto temía perder sus pocos "privilegios". De acusada tendencia individualista, creía fanáticamente en el "arte purismo" y en la creación como acto soli-tario.

1958

En agosto, Reyna se cae, se fractura un brazo y la hospitali-zan. Felisberto no fue a visitarla y poco a poco comenzó a mudar sus libros y ropas. A fines de ese año se le ve paseando por las ca-lles de Montevideo con su nueva novia, María Dolores Roselló, a la que había conocido en la imprenta.

1960-62

Se encuentra de nuevo viviendo con su madre mientras for-maliza su relación con María Dolores, con quien espera casarse.

Sigue trabajando en la imprenta, da clases de piano y prepa-ra lo que llamaba "el gran concierto". Escribe infatigablemente nuevos cuentos y diversos fragmentos en su sistema taquigráfico.

En 1960 edita, en Montevideo, "La casa inundada". En 1961 publica, en edición de lujo, "El Cocodrilo". En Italia aparece "La Ca-sa inundada" en una antología del cuento universal.

1963

3 Citado en "Martínez", Tomás Eloy: "Para que nadie olvide a Felisberto Hernández". En: "La Opinión", Su-plemento Cultural, Buenos Aires, n.o 877, 1974.

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Felisberto parece haber alcanzado el equilibrio, pero se siente cada vez más fatigado. Amante de la buena mesa, atribuye este cansancio al exceso de peso. A partir de este momento sólo escri-birá en su sistema taquigráfico. Busca solaz en las salas de cine, disfrutando con "Ben-Hur", los diez mandamientos" o "Lawrence de Arabia". La idea de la muerte comienza a rondarlo, el cuerpo se lo está anunciando. Su estado de salud empeora poco antes de Navi-dad, y tienen que internarlo en el hospital, donde es sometido a transfusiones diarias de plasma. El diagnóstico es irreversible: leu-cemia terminal.

1964

A comienzos de año lo trasladan a casa de su hermana Ron-ga. Le dicen que tiene una enfermedad de los riñones llamada púr-pura. Siente curiosidad por la muerte y sólo teme que "el cuerpo se le vuelva púrpura en el velorio y que no sea posible mostrarlo a las visitas".

La madrugada del trece de enero, Felisberto deja tras de sí un cuerpo tan hinchado que no pudieron sacarlo por la puerta sino por la ventana. Al llegar al cementerio, reposa algunas horas bajo los "grandes árboles" mientras los sepultureros agrandan la fosa para dar cabida al ataúd.

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Libro sin tapas

(1929)

Éste libro es sin ta-pas porque es abier-to y libre: se puede escribir antes y des-pués de él.

"Al doctor Carlos Vaz Ferreira"

Prólogo

A la última religión se le termina la temporada. A los hombres de ciencia se les aclara el epílogo que sospechaban. Los jóvenes, vigorosos y deseosos de emociones nuevas, tienen el espíritu ma-duro para recibir el tarascón de una nueva religión. Todo esto ha sido previsto como las demás veces. Se ha empezado a ensayar la parte más esencial, más atrayente, más fomentadora y más impo-nente de la nueva religión: el castigo. El castigo de acuerdo con las leyes de la religión última; con el caminito de la moral, que ha de ser el más derecho, el único, el más genial de cuantos han creado los estetas que han impuesto su sistema nervioso como modelo de los demás sistemas nerviosos.

Tenemos muchos datos. A los locos nos tienen mucha con-fianza en estas cosas. Escribiremos sólo algunos de los datos del primer ensayo y dejaremos muy especialmente a la orilla del plato los de la formación del jurado de los Dioses.

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I

El jurado de los Dioses logró reunirse. En esto fueron inferio-res a los católicos porque conviene que en religión mande "Un Solo Dios Verdadero".

El primer ejemplar estaba pronto a someterse. El pobre muer-to había sido egoísta. Jamás se preocupó del dolor ajeno. Jamás de-jó de pensar en sí mismo. Fue un hombre tranquilo. Todo esto pa-reció mal al jurado y decidieron por unanimidad castigar al muerto: lo colgaron de las manos al anillo de Saturno; le dieron un gran po-der de visión y de inteligencia para que viera lo que ocurría en la Tierra; le dieron libertad para que se interesara cuanto quisiera por lo que pasaba en la Tierra, pero si pensaba en sí mismo, se le aflo-jarían las manos y se desprendería del anillo.

II

Los primeros tiempos fueron horribles. De repente se queda-ba agarrado de una mano, de dos dedos, pero en seguida atinaba a prenderse con la otra mano. Hacía esfuerzos sobrehumanos para no pensar en sí mismo. De pronto se quedaba mirando fijo a la Tie-rra y eso le distraía un poco. Lo primero que le distrajo absoluta-mente sin tener que preocuparse de las manos ni de sí mismo, fue muy curioso: estaba mirando fijo a la Tierra y se le ocurrió pensar por qué daría vueltas y más vueltas. Así pasó mientras la Tierra dio treinta vueltas.

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III

Ya no podía más de aburrido, de pensar siempre lo mismo sin hallar solución. A veces le venía una esperancita de solución y aprovechaba a ponerse contento antes que se diera cuenta que no había encontrado solución. Entonces, durante la alegría de la espe-rancita movía alternativamente las piernas.

IV

Al mucho tiempo de aburrirse de no encontrar solución se dio cuenta que la Tierra además de las vueltas sobre sí misma, daba otras vueltas alrededor del sol: vuelta a las esperancitas y vuelta a volver a aburrirse. Pero a medida que pasaba el tiempo y se preo-cupaba de los demás, se le aguzaba la visión y la inteligencia. Por eso descubrió nuevamente, que los animales y los hombres, al mismo tiempo que seguían a la Tierra en sus dos clases de vueltas, daban otras dos clases de vuelta más: unas para conseguir qué co-mer y otras alrededor de las hembras.

V

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La visión y la inteligencia seguían aguzándosele. Esto le libra-ba en muchos momentos del aburrimiento y de pensar en sí mis-mo. Cada vez se internaba más en los problemas de la Tierra. Se diría que progresaba: el progreso lo hacía distinto, lo hacía más vi-sual y más inteligente, pero no se sabía si le suprimía dolor. La complejidad progresiva le quitaba dolor de aburrimiento y de es-fuerzo en no pensar en sí mismo. Pero nacían nuevos dolores: los dolores de no hallar solución, ahora que le crecía el interés por la Tierra y que no tenía más remedio que dejárselo crecer, porque si dejaba de mirar fijo y de pensar en la Tierra, le amargaba el pensa-miento de sí mismo y se descolgaría.

¡Y ni siquiera podía pensar qué sería de él si se descolgaba y si se le importaría o no descolgarse!

VI

Ya tenía una inmensa suma de "por qués", ¿por qué la Tierra daba vueltas sobre sí misma?, ¿por qué además daba grandes vueltas alrededor del sol?, ¿por qué los hombres tenían que dar vueltas alrededor de los alimentos y comer para no morirse?, ¿por qué daban vueltas alrededor de las hembras? Le cruzó la idea se-misolución de que la Tierra y los hombres hacían todo eso para no aburrirse. ¡Qué bien le hubiera venido ahora un pequeño descansi-to! A pesar de la alegría y el placer último seguía colgado; además no tenía más remedio que darse cuenta que la solución era falsa, seguir mirando la Tierra y aumentar la complejidad.

VII

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Los nuevos y últimos "por qués" eran: ¿por qué los hombres tienen que no aburrirse? ¿Por qué no se anulan y anulan la Tierra? ¿Por qué tienen ese fin optimista para cargar con la tarea del no aburrirse? Y siguió ahondando y ahondando y preocupándose más de la acción de los hombres y aumentando la complejidad trágica e imprescindible. Al seguir preocupándose más de la acción de los hombres descubrió el mismo problema de él y que él no sabía que lo tenía por no poder pensar en sí mismo: descubrió que los hom-bres progresaban, que eran distintos a los de las épocas anterio-res.

VIII

Más adentro descubrió que el porqué provisorio del progreso era evitar dolor. Pero en seguida cayó en la duda más dudosa, más compleja y más emocionante. El condimento de complejidad que tenía esta duda, le había despertado la curiosidad y el interés más violento. Procuraba anestesiarse y dejar pasar épocas para ver si en la última época el progreso les había quitado dolor, o si al tener menos dolor del anterior, les naciera otro dolor distinto que sumán-dolo alcanzara a la misma presión del dolor de las épocas anterio-res. También podía ser que si el dolor fuera menos, también fuera menos el placer; que la reacción natural de cada organismo diera un porcentaje mayor o menor de sistema nervioso, pero que eso no tuviera nada que ver con la compensación: que no cambiara el promedio de placer y dolor, que fuera indiferente nacer en cual-quier época.

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IX

Cuando lograba detener los "porqués", la Tierra le parecía maravillosa; le parecía un juguete ingeniosísimo; la encontraba pa-recida a esos sonajeros de los niños que es necesario que los mue-van para que suenen: la Tierra se movía y por eso los hombres te-nían acción. Tal vez si la Tierra se detuviera ellos también. Pero no se podía asegurar nada, era un juguete muy complejo. Hubiera de-seado, igual que los niños, romperlo, ver cómo era interiormente y romperle el porqué.

Pero lo único que podía hacer era observarlo: observando le parecía que los hombres tenían cuerda individual, pero que se su-bordinaban a la Tierra por un imán; que al moverse la Tierra les ex-citaba la cuerda y que había hombres de más o menos cuerda.

X

La fórmula más general que hubiera podido deducir de los hombres de más o menos cuerda era: cuantas más vueltas da la rueda de la cabeza, menos cuerda. También le parecía que el gran predominio de una de las piezas del juguete-hombre, afectaba la cuerda: el juguete-hombre-atleta, al que le predominaban los mús-culos; el juguetehombre-inteligente al que le predominaban los ra-zonamientos, etc. Todos los predominios o anormalidades hacían que el hombre que los poseía fuera considerado célebre por los de-más hombres. Todo esto le parecía raro, porque todos los hombres

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amaban el progreso, y tanto los juguetes-hombres-atletas como los juguetes-hombres-inteligentes eran inútiles al progreso.

XI

Se le ablandaba un poco la duda de por qué serían célebres los juguetes-hombres-atletas y los juguetes-hombres-inteligentes a pesar de ser inútiles al progreso: le parecía muy general, en los ju-guetes-hombres-vulgares, el mal de pocos músculos y poca inteli-gencia para el progreso. Estas dos clases de hombres servían de ejemplo a los demás. Les excitaban por medio de la exageración el desarrollo de los músculos y la inteligencia. Y todo esto a pesar de que ellos no servían al progreso: tenían más musculatura y más in-teligencia de la necesaria para la acción. Pero eran célebres por-que asombraban a los demás con la anormalidad tan notada y con la exageración que producía el buen ejemplo. Y en tanto a ellos, a los celebrados, el éxito les excitaba más la voluntad para desarro-llar más la exageración, la anormalidad que cada vez se notaba más.

XII

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Es necesario aclarar que el juguete-hombre-inteligente que imaginaba el pobre muerto no era el genio científico en favor del progreso, era el que había llegado a negar lo indispensable del pro-greso para evitar dolor. Además pensaba que a esta clase de hom-bres se les rompía la llavecita-esperanza con que se daban cuerda y entonces no habiendo acción eran inútiles al progreso. Otro de los ejemplos -pero más vulgares- de las anormalidades o predomi-nios de piezas que afectaban la cuerda, era el predominio de la pieza coraje o el predominio de la pieza miedo: Este equilibrio ne-cesario e imprescindible de estas dos piecitas le parecían cosas maravillosas en el juguete-hombre-normal.

XIII

A condición de ablandársele la última duda, se le endurecía otra: ¿por qué a pesar del triunfo de la exageración, del predomi-nio de piezas, era célebre el que le predominaba la pieza coraje y no el que le predominaba la pieza miedo?

XIV

Los Dioses estaban en la Luna.

Allí habían instalado su cámara.

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Discutían el problema de la reencarnación. Había varias ten-dencias. Ya en la Tierra creían poco en la reencarnación. Sin em-bargo había que aprovechar la lección, el castigo.

Además el control era más fácil cuando menos penados hu-biera: el problema de los vivos les era más cómodo.

Se resolvió practicar la reencarnación.

Epílogo

Otra vez en la Tierra, el pobre muerto hizo cosas muy curio-sas: Después de la tortura y de saber que el progreso era inútil, que no evitaba dolor, se enroló en la acción para el progreso.

Nunca supo que los hombres no se anulaban ni anulaban la Tierra porque ella les provocaba extraños e infinitos deseos. Esto, además de la piecita-miedo. Él realizó, como hombre, un extraño y amplio deseo. Esta amplitud consistía en no querer ser amplio, en no salirse de la Tierra, como otros hombres amplios, sino en volver al problema de los hombres. Escribía en los diarios en favor de al-gún partido político. Tenía una especie de sensualidad por escribir libretas en blanco y precisamente, mezclándose en el progreso, es que podía escribir mucho.

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Acunamiento

"A Luis Alberto Fayol"

Prólogo

Todos los sabios estaban de acuerdo en que el fin del mundo se aproximaba.

Hasta habían fijado fecha. Todos los países se llenaron de es-panto. Todos los hombres con el espíritu impreciso, no podían pen-sar en otra cosa que en hacerse los gustos. Y se precipitaban. Y no se preocupaban de que los póstumos placeres fueran a expensas del dolor de los demás. Hubo un país que reaccionó rápidamente de la fantástica noticia. Nadie sabía si ese estado de coraje era por ignorancia, por sabiduría, por demasiado dolor o por demasiado ci-nismo. Pero ellos fueron los únicos asombrosamente capaces de resolver el problema de precaverse: construyeron seis planetitas de cemento armado incluyendo las leyes físicas que los sostuvie-ran en el espacio.

I

Por más grande que fuera el esfuerzo humano, resultaba ri-dículo y pequeño al querer suplir a la Tierra. Se calculaba que ese país tenía diez veces más habitantes de los que cabían en los pla-

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netitas. Entonces decidieron algo atroz: debían salvarse los hom-bres perfectos. Vino el juicio final y unos cuantos hombres juzgaron a los demás hombres. En el primer momento todos se manifesta-ron capaces de esta tarea. Sin embargo, hubo un hombre extraña-mente loco, que dijo lo contrario. Además propuso al pueblo que todos los hombres que se eligieran para juzgar a los demás, debían aceptar esta tarea a condición de ser fusilados.

II

El pueblo aceptó esta última proposición. Se disolvieron las aptitudes para la tarea de selección: Nadie amaba la justicia al ex-tremo de dar la vida por ella. Hubo sin embargo un hombre de ex-periencia concreta que aceptó. Indignado porque un grupo de inte-ligentes se burló de su experiencia, prefirió juzgar al grupo de inte-ligentes, y morir fusilado con una sonrisa trágica de ironía y el ve-neno de rabia. Gracias a los sacrificados por la justicia a ellos mis-mos, se juzgaron a los hombres y los perfectos ocuparon sus res-pectivos puestos en los planetitas de cemento armado.

III

Los planetitas eran ventilados. No había espacio para bos-ques ni campiñas. Pero perfectos pintores recién llegados de las

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mejores academias de la tierra pintaron en las paredes árboles y prados idénticos a los de la Tierra, ni hoja más ni hoja menos.

Estaban tan bien pintados que tentaban a los hombres a in-troducirse en ellos. Pero internarse en esa belleza y darse contra la pared era la misma cosa. Otra medida horrible a que obligaba el poco espacio era la reproducción: no podía reproducirse ni en los animales ni en los hombres más de un número determinado.

IV

La competencia entre todos los planetitas y el "qué dirán" del planetita vecino, los llevó a un progreso monstruoso. La ciencia ha-bía llegado a prever antes de nacer un hombre, cómo sería, la utili-dad que prestaría a su planetita y hasta el proceso de su vida. La información que recibían los niños de las cosas era sencillamente exacta. No tenían que divagar como en la tierra acerca del origen del planeta. Conocían concretamente el origen

de su planetita y su misión de progreso. Los hombres que no cumplían en el fondo del alma esta misión eran descubiertos por otros hombres de ciencia que solamente con mirarles la cara y analizar sus rasgos descubrían al traidor.

V

En los planetitas no creían en la casualidad. Habían descu-bierto el porqué metafísico y los vehículos cruzaban las calles sin necesidad de corneta ni de otro instrumento de previsión. Uno de

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los grandes problemas resueltos era la longevidad y ésta era apli-cada a los genios mayores. De esta manera se explica que des-pués de dos siglos y medio, aún quedaran dos ancianos fundado-res de los planetitas y únicos hijos de la Tierra.

Epílogo

El mundo no se acabó. Pero se acabaron los planetitas. Fue-ron a caer en un inmenso desierto. Todos los huéspedes se asom-braban de que los dos ancianos besaran la Tierra con una alegría loca. Más se asombraron cuando emigraron de los planetitas y pre-firieron las necesidades del desierto.

Más se asombraron cuando los propios hijos de los huéspedes de reacción contraria a la perfección retornaron al problema bioló-gico primitivo de la Tierra y emigraron lo mismo que los ancianos. Igual que los niños dormidos cuando los acunan, los peregrinos no se daban cuenta que la Tierra los acunaba. Pero la Tierra era mara-villosa, los acunaba a todos igual, y les daba el día y la noche.

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La piedra filosofal

"A Vicente Basso Maglio"

I

Se estaban haciendo los cimientos para la casa de un hombre bueno. Yo estaba sentado en un montón de piedras. Un poco sepa-radas del montón había dos piedras: una más bien redonda y otra más bien cuadrada. La más bien cuadrada era La Piedra Filosofal. Ésta decía a la otra: "Yo soy el otro extremo de las cosas. En este planeta hay un extremo de cosas blandas, y es el espíritu del hom-bre. Yo soy el extremo contrario; el de las cosas duras. Pero uno de los grandes secretos es que no existen cosas duras y cosas blan-das simplemente: existe entre ellas una progresión, existen gra-dos. Suponed que las piedras fueran lo más duro; después están los árboles que son más blandos; después los animales, después los hombres. Pero sería una progresión muy gruesa. Suponed otra menos gruesa, en el mismo hombre, por ejemplo: primero los hue-sos, después los músculos, después los centros nerviosos, y lo más blando de todo después de una minuciosa progresión hacia lo blan-do: el espíritu.

Los hombres en todas las cosas sorprenden caprichosamente la graduación en grados distantes. Entonces sin perder tiempo cali-fican: esto es duro, aquello es blando, esto es negro, aquello es blanco, esto es frío, aquello es caliente... Como los hombres tienen varios sentidos, viven saltando en los grados de la naturaleza y se arman curiosísimas combinaciones. Lo más curioso de cuanto co-nozco son los hombres. Y ellos tienen a su vez la curiosidad como de lo más importante de su condición. Y la curiosidad en lo que se refiere a satisfacerla, es relativa a los sentidos.

Además está torturadísima de combinaciones.

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II

Una de las condiciones curiosas de los hombres, es expresar lo que perciben los sentidos. A los sentidos les da placer sorpren-der la graduación a distancias grandes. Este placer excita la curio-sidad. El hombre que proporcione más placer satisfaciendo más curiosidad triunfa más. Pero cuanta más curiosidad haya satisfecho un hombre para sí mismo, menos curiosidad satisface para los de-más. Porque después de satisfacer mucha curiosidad viene la du-da. Y entonces no les queda más remedio que buscarme a mí. Si los sentidos se dieran cuenta que todo es una graduación, no ha-bría para éstos sorpresas ni sensaciones distintas. Entonces no ha-bría ni el placer de los sentidos al expresar. Ya los sentidos están hechos para gozar de la diferencia de grados de la naturaleza.

Por ejemplo: el oído percibe el sonido. El sonido siguiendo una graduación hacia una gran cantidad de vibraciones llegaría a lo que los hombres llamarían calor en vez de sonido. Entonces esto lo percibirían con otro sentido que sería el tacto en vez del oído. Ya la suma de estos dos sentidos estaría en favor de la graduación.

Así como clasifican las distancias de la graduación con sus sentidos, igual clasifican todo lo que perciben con sus inteligen-cias. Los distintos sentidos les proporcionan placer a los hombres, pero les prohiben satisfacer la curiosidad de la realidad objetiva: la graduación. Ellos son otra realidad y las dos realidades son realida-des graduadas. Como ellos no entienden la graduación, tienen una tendencia fisiológica a clasificar con la inteligencia distancias gran-des, tan grandes como la distancia o diferencia de un sentido al otro. La clasificación con la inteligencia es correlativa a la de los sentidos. Entonces menos perciben la graduación de pequeñas dis-tancias. Les sorprende que con un sentido -con el tacto por ejem-plo- percibiendo grados distintos, les dé el resultado, de que una cosa sea dura o blanda. Mucho más se sorprenderían si supieran que todos los sentidos están en favor de la graduación. Pero si sa-tisfacen esta curiosidad les sacan placer a los sentidos. Entonces

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les es necesaria la duda. Una de las maneras interesantes de en-tretenerles la vida es: darles un poco de curiosidad satisfecha y otro poco de duda.

III

Yo como piedra soy muy degenerada.

Los hombres llaman degeneración, el ir de una cosa dura a una cosa blanda, de una cosa sana a una cosa enfermiza.

Las cosas enfermizas las clasifican en simpáticamente enfer-mizas o artes y antipáticamente enfermizas o vicios.

Yo he tenido la virtud de poder ser dura y blanda al mismo tiempo. Me he metido en los problemas de las piedras y que son los problemas de no tenerlos, y me he metido en los problemas de los hombres y que son los problemas de tener problemas. Por esta virtud he descubierto la "Teoría de la Graduación". Las leyes más comunes de la Teoría de la Graduación son: cuanta más dureza más simplicidad y más salud, cuanta más blandura más compleji-dad y más enfermedad. Por eso a veces es tan complejo y enfermo el espíritu del hombre. Algunos tienen tanta abundancia o exube-rancia de esto blanco o enfermizo que lo derraman por encima de nosotras las piedras. Y zas, resulta de esa manera que nosotras te-nemos sentimientos o intenciones.

Otra de las leyes es: cuanta más blandura interesa más el propósito del destino y el porqué metafísico. A nosotras las piedras no nos interesa el porqué metafísico: éste se ha hecho para los hombres.

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IV

En un grado determinado de lo duro a lo blando los hombres curiosamente clasifican una cosa diciendo si tiene o no tiene vida. Y aquí empieza el gran tráfico teórico y práctico de la vida y la muerte. Los hombres necesitan mucho de este condimento de du-da y de misterio para la vida. Pero todo es graduación: cuanto más blando más vida, cuanto más duro menos vida. Ésta sería otra ley de la Teoría de la Graduación. Los hombres sorprenden la gradua-ción y clasifican: esto tiene vida. Esto no tiene vida. ¡Vida y muer-te! Muy pocas veces entienden la graduación en lo de tener más o menos vida, de ir perdiendo la vida gradualmente a conquistando la vida gradualmente. Su condición "hombres", su sensibilidad en más o menos grado, les permite retroceder cuando están a punto de llegar a la verdad. Se agarran en la duda y el misterio, y conti-núan el tráfico entre los vivos y los muertos. Esta curiosidad les in-teresa demasiado y la tienen demasiado cerca para poder satisfa-cerla. Pero están lo mismo que frente al porqué metafísico. Así co-mo a las piedras no les interesa ni tienen curiosidad por el porqué metafísico ni por las demás piedras, ni por los hombres, así a los muertos no les interesa cómo es la muerte ni cómo es la vida. Pero a los vivos les interesan los muertos y todo lo demás. Cuanta más blandura tienen más duda, entonces dudan de lo de ir perdiendo gradualmente la vida. Biológicamente, tienen el instinto de conser-vación y como todo lo miran con su condición les cuesta creer en la muerte absoluta. A veces están a punto de caer en la verdad pe-ro tienen nervios, tienen vida, tienen instinto de conservación, tie-nen duda y misterio, y como todo lo miran con su condición, se sal-van. Se ha hecho para los vivos y no para los muertos el porqué metafísico y las reflexiones sobre la vida y la muerte, pero no les hace falta aclarar todo el misterio, les hace falta distraerse y soñar en aclararlo.

Otra ley que se deduce de acá es: cuanta más dureza menos vida, menos instinto de conservación y menos reflexiones sobre la muerte, y viceversa cuanta más blandura.

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V

Como ya dije, los hombres miran todo con su condición. Les cuesta creer que si ellos no tienen hambre otros pueden tener, que si ellos tienen vida, otros no pueden tener. Lo mismo les ocurre con el cosmos. Como ellos tienen propósito creen que el cosmos también tiene, pero el cosmos no tiene propósito, tiene inercia. En-tonces surge otra ley: cuanta más blandura más propósito, cuanta más dureza más inercia".

VI

La Piedra Filosofal iba a decir otra de las leyes de la Teoría de la Graduación. Un albañil creyó muy oportuna su forma cuadrada, y sin darse cuenta la interrumpió. Pero ésta sirvió muy bien para los cimientos de la casa del hombre bueno.

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El vestido blanco

"A María Isabel G. de Hernández"

I

Yo estaba del lado de afuera del balcón. Del lado de adentro, estaban abiertas las dos hojas de la ventana y coincidían muy en-frente una de la otra. Marisa estaba parada con la espalda casi to-cando una de las hojas.

Pero quedó poco en esta posición porque la llamaron de adentro. Al Marisa salirse, no sentí el vacío de ella en la ventana. Al contrario. Sentí como que las hojas se habían estado mirando fren-te a frente y que ella había estado de más. Ella había interrumpido ese espacio simétrico lleno de una cosa fija que resultaba de mirar-se las dos hojas.

II

Al poco tiempo yo ya había descubierto lo más importante, lo más primordial y casi lo único en el sentido de las dos hojas: las posiciones, el placer de posiciones determinadas y el dolor de vio-larlas. Las posiciones de placer eran solamente dos: cuando las ho-jas estaban enfrentadas simétricamente y se miraban fijo, y cuan-

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do estaban totalmente cerradas y estaban juntas. Si algunas veces Marisa echaba las hojas para atrás y pasaban el límite de enfren-tarse, yo no podía dejar de tener los músculos en tensión. En ese momento creía contribuir con mi fuerza a que se cerraran lo sufi-ciente hasta quedar en una de las posiciones de placer: una frente a la otra. De lo contrario me parecía que con el tiempo se les su-maría un odio silencioso y fijo del cual nuestra conciencia no sos-pechaba el resultado.

III

Los momentos más terribles y violadores de una de las posi-ciones de placer, ocurrían algunas noches al despedirnos.

Ella amagaba a cerrar las ventanas y nunca terminaba de ce-rrarlas. Ignoraba esa violenta necesidad física que tenían las ven-tanas de estar juntas ya, pronto, cuanto antes.

En el espacio oscuro que aún quedaba entre las hojas, calza-ba justo la cabeza de Marisa. En la cara había una cosa inconscien-te e ingenua que sonreía en la demora de despedirse. Y eso no sa-bía nada de esa otra cosa dura y amenazantemente imprecisa que había en la demora de cerrarse.

IV

Una noche estaba contentísimo porque entré a visitar a Mari-sa. ella me invitó a ir al balcón. Pero tuvimos que pasar por el es-

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pacio de esos lacayos de ventanas. Y no se sabía qué pensar de esa insistente etiqueta escuálida. Parecía que pensarían algo antes de nosotros pasar y algo después de pasar. Pasamos. Al rato de es-tar conversando y que se me había distraído el asunto de las ven-tanas, sentí que me tocaban en la espalda muy despacito y como si me quisieran hipnotizar. Y al darme vuelta me encontré con las ventanas en la cara. Sentí que nos habían sepultado entre el bal-cón y ellas. Pensé en saltar el balcón y sacar a Marisa de allí.

V

Una mañana estaba contentísimo porque nos habíamos casa-do. Pero cuando Marisa fue a abrir un roperito de dos hojas sentí el mismo problema de las ventanas, de la abertura que sobraba.

Una noche Marisa estaba fuera de casa. Fui a sacar algo del roperito y en el momento de abrirlo me sentí horriblemente actor en el asunto de las hojas. Pero lo abrí. Sin querer me quedé quieto un rato. La cabeza también se me quedó quieta igual que las cosas que había en el ropero, y que un vestido blanco de Marisa que pa-recía Marisa sin cabeza, ni brazos, ni piernas.

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Genealogía

"A José Pedro Bellan"

I

Hubo una vez en el espacio una línea horizontal infinita. Por ella se paseaba una circunferencia de derecha a izquierda. Parecía como que cada punto de la circunferencia fuera coincidiendo con cada punto de la línea horizontal. La circunferencia caminaba tran-quila, lentamente e indiferentemente. Pero no siempre caminaba.

De pronto se paraba: pasaban unos instantes. Después gira-ba lentamente sobre uno de sus puntos. Tan pronto la veía de fren-te como de perfil. Pero todo esto no era brusco, sus movimientos eran reposados. Cuando quedaba de perfil se detenía otros instan-tes y yo no veía más que una perpendicular. Después comenzaba a ver dos líneas curvas convexas juntas en los extremos y cada vez las líneas eran más curvas hasta que llegaban a ser la circunferen-cia de frente. Y así, en este ritmo, se paseaba la joven circunferen-cia.

II

Pero una vez la circunferencia violentó su ritmo. Se detuvo más tiempo que de costumbre: quedó parada con el perfil hacia mí

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y el frente hacia la línea infinita. Parecía observar en el sentido opuesto de su camino. Pasó mucho tiempo sin ver nada a lo largo de la línea infinita. Pero la intuición de la circunferencia no erró: de pronto, con otro ritmo violento, de andar brusco, de lados grandes, se acercaba un vigoroso triángulo. La circunferencia giró sobre uno de sus puntos y los demás volvieron a coincidir con los de la hori-zontal en el mismo sentido de antes.

III

Pero el ritmo de la circunferencia fue distinto al de antes: no era indiferente ni tan lento. Poco a poco iba tomando la forma de una elipse y su ritmo era de una gracia ondulada. Tan pronto era suavemente más alta o suavemente más baja. El vigoroso triángu-lo se precipitaba regularmente violento. Pero su velocidad no pro-metía alcanzar a la elipse. Sin embargo la elipse se detuvo un poco hasta que el precipitado triángulo estuvo cerca.

Esa misma corta distancia los separó mucho tiempo y nada había cambiado hasta que el triángulo consideró muy bruscos sus pasos: prefirió la compensación de que fueran más numerosos y más cortos y se volvió un moderado pentágono.

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IV

Ahora, hecho un pentágono era más refinado, menos brusco, pero no más veloz, ni menos torturado de problemas. Su marcha era regular a pesar de la contradicción de sus deseos: ser desigual, desproporcionados sus pasos, arrítmico. Y pensó y pensó durante mucho tiempo sin dejar de marchar tras la suave serenidad de la elipse. La elipse no se cambió más, además era sin problemas, es-pontáneamente regular y continuada. Y todo esto parecía excitar más al pentágono que de pronto resolvió el último problema vol-viéndose un alegre cuadrilátero.

V

Pero una vez, la elipse rompió la inercia de su ritmo. Hasta en este trance fue serena. A pesar de la velocidad y de la brusca de-tención hizo que sus curvas suavizaran esta última determinación. El cuadrilátero no fue

tan dueño de sí mismo. No pudo romper tan pronto su iner-cia. Al llegar junto a la elipse pareció como que se produjo un eclip-se fugaz, y el cuadrilátero se adelantó. Recién después de haber dejado a la elipse muy atrás, pudo detenerse. Pero entonces la elipse reanudó su ritmo con la misma facilidad que lo dejó, se pro-dujo un nuevo eclipse y el cuadrilátero quedó tras ella a la misma distancia de antes.

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VI

La elipse volvió a detenerse. El cuadrilátero volvió a llegar hasta la elipse. El eclipse volvió a ocurrir.

Pero fue el último: fue el eclipse eterno. La elipse quedó en-cerrada entre el cuadrilátero en un vértigo de velocidad. Fueron muy armoniosas las curvas de la elipse entre los ángulos del cua-drilátero y así pasaron todo el tiempo de sus vidas jóvenes. Cuan-do fueron viejos no se les importó más de la forma y la elipse se volvió una circunferencia encerrada en un triángulo. Marcharon ca-da vez más lentamente hasta que se detuvieron. Cuando murieron el triángulo desunió sus lados tendiendo a formar una línea hori-zontal. La circunferencia se abrió, quedó hecha una línea curva y después una recta. Los dos unidos fueron otra línea superpuesta a la que les sirvió de camino. Y así, lentamente se llenó el espacio de muchas líneas horizontales infinitas.

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Historia de un cigarrillo

"A Antonio Soto (Boy)"

I

Una noche saqué una cajilla de cigarrillos del bolsillo. Todo esto lo hacía casi sin querer. No me daba mucha cuenta que los ci-garrillos eran los cigarrillos y que iba a fumar.

Hacía mucho rato que pensaba en el espíritu en sí mismo; en el espíritu del hombre en relación a los demás hombres; en el es-píritu del hombre en relación a las cosas, y no sabía si pensaría en el espíritu de las cosas en relación a los hombres. Pero sin querer estaba mirando fijo a una cosa: la cajilla de cigarrillos. Y ahora ana-lizaba repasando mi memoria. Recordaba que primero había ame-nazado sacar a uno pero apenas tocándolo con el dedo. Después fui a sacar otro y no saqué ese precisamente, saqué un tercero. Yo estaba distraído en el momento de sacarlos y no me había dado cuenta de mi imprecisión. Pero después pensaba que mientras yo estaba distraído, ellos podían haberme dominado un poquito, que de acuerdo con su poquita materia, tuvieran correlativamente un pequeño espíritu. Y eso espíritu de reserva, podía alcanzarles para escapar unos, y que yo tomara otros.

II

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Otra noche estaba conversando con un amigo. Entonces me distraje y volví a sentir otra cosa de los cigarrillos. Cuando tenía ganas de fumar y tomaba uno de ellos, pensaba tomar uno de tan-tos. Sin querer evitaba tomar uno que estaba roto en la punta aun-que eso no influiría para que no se pudiera fumar. Mi tendencia era a tomar uno normal. Al darme cuenta de esto, saqué el cigarrillo roto más afuera de la cajilla que los demás. Invité a mi

compañero. Vi que a pesar de que ése fuera el más fácil de sacar, él tuvo el mismo sentimiento de unidad normal y prefirió sa-car otro. Eso me preocupó, pero como seguimos conversando me olvidé. Al rato muy largo fui a fumar, y en el momento de sacar los cigarrillos me acordé. Con mucha sorpresa vi que el roto no estaba y pensé: "me lo habré fumado distraído" y me alivié de la obsesión.

III

Esa misma noche en otra de las veces que saqué la cajilla me encontré con lo siguiente: el cigarrillo roto no me lo había fumado, se había caído y había quedado horizontal en el fondo de la cajilla. Entonces al escapárseme tantas veces, me volvió la obsesión. Tu-ve una fuerte curiosidad por ver qué ocurría si se fumara. Salí al patio, saqué todos los que quedaban en la cajilla sin ser el roto; en-tré a la pieza y se lo ofrecí a mi compañero, era el único y tendría que fumar "ése". Él hizo mención de tomarlo y no lo tomó. Me miró con una sonrisa.

Yo le pregunté: "¿Usted se dio cuenta?". Él me respondió: "Pero cómo no me voy a dar cuenta". Yo me quedé frío, pero él en-seguida agregó: "Le quedaba uno solo y me lo iba a fumar yo". En-tonces sacó de los de él y fumamos los dos del mismo paquete.

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IV

Al día siguiente de mañana recordé que la noche anterior ha-bía puesto el cigarrillo roto en la mesa de luz. La mesa de luz me pareció distinta: tenía una alianza y una asociación extraña con el cigarrillo. Pero yo quise reaccionar contra mí. Me decidí a abrir el cajón de la mesa de luz y fumarlo como uno de tantos. Lo abrí.

Quise sacar el cigarrillo con tanta naturalidad que se me cayó de las manos. Me volvió la obsesión. Volví a reacccionar. Pero al ir a tomarlo de nuevo me encontré con que había caído en una parte mojada del piso. Esta vez no pude detener mi obsesión; cada vez se hacía más intenta al observar una cosa activa que ahora ocurría en el piso: el cigarrillo se iba ensombreciendo a medida que el ta-baco absorbía el agua.

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La casa de Irene

"A Néstor Rosa Giffuni"

I

Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Éste se diferenciaba del otro en que el otro tenta-ba a destruirlo y éste no tentaba a nada: uno se encontraba en-vuelto en él y no le importaba nada más.

En el primer momento Irene es la persona que con más gusto pondríamos de ejemplo como simpáticamente normal: es muy sa-na, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano, pero sin ninguna insensatez ni ningún in-terés más intenso del que requiere el asunto; dice palabras de más como cuando una persona se desborda, y de menos como cuando se retrae; cuando se ríe o llora parece muy saludable y así sucesi-vamente. Y sin embargo, en su misma espontaneidad está el mis-terio blanco.

Cuando toma en sus manos un objeto, lo hace con una es-pontaneidad tal, que parece que los objetos se entendieran con ella, que ella se entendiera con nosotros, pero que nosotros no nos podríamos entender directamente con los objetos.

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II

Hoy volví a la casa de la joven que se llama Irene. Estaba to-cando el piano. Dejó de tocar y me empezó a hablar mucho de al-gunos autores. Entonces vi otra cosa del misterio blanco. Primero, mientras conversaba, no podía dejar de mirar las formas tan libres y caprichosas que iban tomando los labios al salir las palabras.

Después se complicaba a esto el abre y cierre de la boca, y después los dientes muy blancos.

Cuando terminó de conversar, empezó a tocar el piano de nuevo, y las manos se movían tan libre y caprichosamente como los labios. Las manos eran también muy interesantes y llenas de movimientos graciosos y espontáneos. No tenía nada que ver con ninguna posición determinada y no se violentaban porque dejara de sonar una nota o sonara equivocada. Sin embargo, ella se en-tendía mejor que nadie con su piano, y parecía lo mismo del piano con ella.

Los dos estaban unidos por continuidad, se les importaba muy relativamente de los autores y eran interesantísimos. Des-pués me senté yo a tocar y me parecía que el piano tenía persona-lidad y se me prestaba muy amablemente. Todas las composicio-nes que yo tocaba me parecían nuevas: tenían un colorido, una emoción y hasta un ritmo distinto. En ese momento me daba cuen-ta que a todo eso contribuían, Irene, todas las cosas de su casa, y especialmente un filete de paño verde que asomaba en la madera del piano donde terminan las teclas.

III

Hoy he vuelto a la casa de Irene porque hace un día lindo.

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Me parece que Irene me ama; que a ella también le parece que yo la amo y que sufre porque no se lo digo. Yo también tengo angustia por no decírselo, pero no puedo romper la inercia de este estado de cosas. Además ella es muy interesante sufriendo, y es también interesante esperar a ver qué pasa, y cómo será.

Cuando llegué estaba sentada leyendo. Para esto había elegi-do un lugar muy sugestivo de su inmenso jardín.

Yo la vi desde el camino de tierra que pasa frente a su casa, me introduje sin pedir permiso y la sorprendí.

Ella tuvo mucha alegría al verme, pero en seguida me pidió permiso y salió corriendo.

Apenas se levantó de la silla apareció el misterio blanco. La silla era de la sala y tenía una fuerte personalidad. La curva del respaldo, las patas traseras y su forma general eran de mucho ca-rácter. Tenía una posición seria, severa y concreta. Parecía que mi-raba para otro lado del que estaba yo y que no se le importaba de mí.

Irene me llamó de adentro porque decidió que tocáramos el piano. La silla que tomó para tocar era igual de forma a la que ha-bía visto antes pero parecía que de espíritu era distinta: ésta tenía que ver conmigo. Al mismo tiempo que sujetaba a Irene, aprove-chaba el momento en que ella se inclinaba un poco sobre el piano y con el respaldo libre me miraba de reojo.

IV

Hoy encontré a Irene en el mismo lugar de su jardín. Pero es-ta vez me esperaba. Apenas se levantó de la silla casi suelto la ri-sa. La silla en que estaba sentada la vi absolutamente distinta a la de ayer. Me pareció de lo más ridícula y servil. La pobre silla, a pe-sar del respeto y la seriedad que me había inspirado el día

antes, ahora me resultaba de lo más idiota y servil. Me pare-cía que esperaba el momento en que una persona hiciera una pe-

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queña flexión y se sentara. ella con su forma, se subordinaba a una de las maneras cómodas de descanso y nada más. Irene la to-mó del respaldo para llevarla a la sala. En ese momento el misterio blanco de Irene parecía que decía: "Pero no le haga caso, es una pobre silla y nada más" y la silla en sus manos parecía avergonza-da de verdad, pero ella sin embargo la perdonaba y la quería. Al rato de estar en la sala me quedé solo un momento y me pareció que a pesar de todo, las sillas entre ellas se entendían. Entonces por reaccionar contra ellas y contra mí, me empecé a reír.

También me parecía entonces, que ellas se reían de mí, por-que yo no me daba cuenta cuál era la que había visto primero, cuál era la que me miraba de reojo y cuál era la que yo me había reído de ella.

V

Hoy le he tomado las manos a Irene. No puedo pensar en otra cosa que en ese momento. Ocurrió así: cuando las manos estaban realizando su danza en el teclado, empecé a pensar qué pasaría si yo de pronto las detuviera; qué haría ella y qué haría yo; cómo se-rían los momentos que improvisaríamos. Yo no quise traicionarla al pensar primero lo que haría, porque ella no lo tendría pensado. Y entonces zas. Y apareció una violencia absurda, inesperada, increí-ble. Ante mi zarpazo ella se asustó y en seguida se paró. A una gran velocidad ella reaccionó en contra y después a favor. En ese instante, en que la reacción fue a favor, en el segundo que le pare-ció agradable y que parecía que en seguida reaccionaría otra vez en contra, yo aproveché y la besé en los labios.

Ella salió corriendo. Yo tomé mi sombrero y ahora estoy aquí, en casa.

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No me explico cómo cambié tan pronto e inesperadamente yo mismo; cómo se me ocurrió la idea de las manos y la realicé; cómo en vez de seguir recibiendo la impresión de todas las cosas, yo realicé una impresión como para que la recibieran los demás.

VI

Anoche no pude dormir: seguía pensando en lo ocurrido. Des-pués que pasó muchísimo rato de haberme acostado y de pensar sobre el asunto, hacía un gran esfuerzo por acordarme de algunas cosas. Hubiera querido volver a ver cómo eran mis manos toman-do las de ella. Al querer imaginarme las de ellas, su blancura no era igual, era de un blanco exagerado e insulso como el del papel. Tampoco podía recordar la forma exacta: me aparecían formas de manos feas. Respecto a las mías tampoco podía precisarlas. Me acordaba de haberme detenido a mirarlas sobre un papel, una vez que estaba distraído. Las había encontrado nudosas y negras y ahora pensaba que tomando las de ella, tendrían un contraste de color y de salvajismo que me enorgullecía. Pero tampoco podía concretar la forma de las mías porque el cuarto estaba oscuro. Además, me hubiera dado rabia prender la luz y mirarme las ma-nos. Después quería acordarme del color de los ojos de Irene, pero el verde que yo imaginaba no era justo, parecía como si le hubie-ran pintado los ojos por dentro.

Esta mañana me acordé que en un pasaje del sueño, ella no vivía sola, sino que tenía una inmensa cantidad de hermanos y pa-rientes.

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VII

Hace muchos días que no escribo.

Con Irene me fue bien. Pero entonces, poco a poco, fue des-apareciendo el misterio blanco.

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La barba metafísica

"A Venus González Olaza"

I

Había una cosa que llamaba la atención de lejos: era una bar-ba, un pito, un sombrero aludo, con bastón y unos zapatos amari-llos. Pero lo que llamaba más la atención era la barba. El portador de todo eso era un hombre jovial. Al principio daba la impresión que sacándole todo eso quedaba un hombre como todos los de-más. Después se pensaba que todo eso no era tan despegable. El andar así era una idea de él y formaba parte de él porque las ideas de un hombre son la continuación del hombre. Todo eso era la con-tinuación del espíritu de él. Él había creado esa figura y él andaba con su obra por la calle. Todo eso estaba junto a él porque él lo ha-bía querido así. Todas esas cosas y él formaban una sola cosa.

II

Después se pensaba otra cosa: a pesar de que todo eso era de él; él lo había hecho con un fin determinado.

Él sabía que esa idea de él influiría de una manera especial en el ánimo de los demás. No había violentado la normalidad por-que sí. No era tampoco el que se atreve a afrontar lo ridículo expo-

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niendo una nueva moda. Tenía otro carácter: el recordar de pronto una moda pasada. Además era más comprensible una moda pasa-da que una moda nueva. Entonces nuestra imaginación volvía a despegarle la barba.

III

Después ocurría que él triunfaba sin saberlo. A pesar de noso-tros saber que todo eso era de él y que él lo había hecho con un fin determinado, la

barba tenía una fuerza subconsciente que él no había previs-to y que no tenía nada que ver con él. Tenía más que ver con noso-tros. Además de saber que la idea era de él y que él lo hacía con el fin determinado, surgían unas violentísimas ganas de saber cómo sería él sin barba, cómo serían las mandíbulas y la parte tapada de la cara. A cada momento lo comparábamos con los demás hom-bres y la imaginación no se satisfacía en su manera de suponerlo sin barba. El espíritu quedaba en una inquietud constante, pero la barba insistía. En la intimidad se esperaba el momento en que se lavara la barba para ver cómo era, un hombre lavándose la barba. Esta curiosidad se satisfacía, pero después se la secaba, se la per-fumaba y la barba insistía. Entonces seguía el misterio, y la cons-tante inquietud del espíritu.

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Por los tiempos de Clemente Colling

(1942)

No sé bien por qué quieren entrar en la historia de Colling, ciertos recuerdos. No parece que tuvieran mucho que ver con él. La relación que tuvo esa época de mi niñez y la familia por quien conocí a Colling, no son tan importantes en este asunto como para justificar su intervención.

La lógica de la hilación sería muy débil. Por algo que yo no comprendo, esos recuerdos acuden a este relato.

Y como insisten, he preferido atenderlos.

Además tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es fatalmen-te oscura: y esa debe ser una de sus cualidades.

Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino tam-bién lo otro.

Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos. Y además reclaman la atención algunos muy tontos. Y todavía no sé si a pe-sar de ser pueriles tienen alguna relación importante con otros re-cuerdos, o qué significado o qué reflejos se cambian entre ellos.

Algunos, parece que protestaran contra la selección que de ellos pretende hacer la inteligencia. Y entonces reaparecen sorpre-sivamente, como pidiendo significaciones nuevas o haciendo nue-vas y fugaces burlas, o intencionando todo de otra manera.

Los tranvías que van por la calle de Suárez -y que tan pronto los veo yendo sentado en sus asientos de paja como mirándolos desde la vereda- son rojos y blancos, con un blanco amarillento. Hace poco volví a pasar por aquellos lugares. Antes de llegar a la

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curva que hace el 42 cuando va por Asencio y da vuelta para to-mar Suárez, vi brillar al sol, como antes, los rieles. Después, cuan-do el tranvía va por encima de ellos, hacen chillar las ruedas con un ruido ensordecedor. Pero en el recuerdo, ese ruido es disminui-do, agradable, y a su vez llama a otros recuerdos. También va jun-to con la curva, un cerco; y ese cerco da vuelta alrededor de una glorieta cubierta de enredaderas de glicinas.

En aquellos lugares hay muchas quintas. En Suárez casi no había otra cosa. Ahora, muchas están fragmentadas. Los tiempos modernos, los mismos en que anduve por otras partes, y mientras yo iba siendo, de alguna manera, otra persona, rompieron aquellas quintas, mataron muchos árboles y construyeron muchas casas pe-queñas, nuevas y ya sucias, mezquinas, negocios amontonados, que amontonaban pequeñas mercaderías en sus puertas. A una gran quinta señorial, un remate le ha dado un caprichoso mordis-co, un pequeño tarascón cuadrado en uno de sus lados y la ha de-jado dolorosamente incomprensible. El nuevo dueño se ha encar-gado de que aquel pequeño cuadrado parezca un remiendo chillón, con una casita moderna que despide a los ojos desproporciones antipáticas, pesadas y pretenciosas. Y ridiculiza la bella majestad ofendida y humillada que conserva la mansión que hay en el fon-do, tan parecida a las que veía los domingos, cuando iba al biógra-fo Olivos -que era el que quedaba más cerca- y en la época de la pubertad y cuando aquel estilo de casas era joven; y desde su en-trada se desparramaba y se abría como cola de novia una gran es-calinata, cuyos bordes se desenrollaban hacia el lado de afuera y al final quedaba mucho borde enrollado y encima le plantaban una maceta con o sin plantas -con preferencia plantas de hojas largas que se doblaran en derredor-. Y al pie de aquella escalinata empe-zaba a subir, larga y lánguidamente, la Borelli o la Bertini. ¡Y todo lo que hacían mientras subían un escalón! Hoy pensaríamos que habían salido tomadas con "relentisseur"; pero en aquellos días yo pensaba que aquella cantidad de movimientos, esparcidos en aquella cantidad de tiempo, con tanto significado y tan oculto para mi mente casi infantil, debía corresponder al secreto de adultos muy inteligentes. Y deseaba ser mayor para comprenderlo: aspira-ba a comprender lo que ya empezaba a sentir con perezosa y os-cura angustia. Era algo encubierto por aquellos movimientos, bajo una dignidad demasiado seria que, tal vez únicamente, podría pro-fanarse con el mismo arte tan superior como el que ella empleaba. -Yo ya pensaba en profanarla-. Tal vez se llegara a ella, en un es-

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fuerzo tan grande de la inteligencia, en un vuelo tan alto, como el de las abejas cuando persiguen a su reina.

Mientras tanto, un largo vestido cubría a la mujer, con escali-nata y todo.

Pero volvamos al trayecto del 42.

Después que el tranvía pasó, precisamente, por delante del terrenito -remiendo de la mansión señorial-, me quedó un momen-to en los ojos, con gran precisión, el balanceo de dos grandes pal-meras que sobresalían por detrás de la casita -mamarracho- mo-derna. Y repasando esa fugaz visión de las palmeras, las reconocí y recordé la posición que tenían antes, cuando yo era niño y la quin-ta no tenía remiendo.

Un literato de aquel tiempo que las hubiera visto ahora detrás de aquella casita, habría escrito... Y la pareja de viejas palmeras, movían significativamente sus grandes y melenudas cabezas la-cias, como si fueran dos viejos y fieles servidores que comentaran la desgracia de sus amos venidos a menos. Y esta reflexión me vino, recordando cómo significaban la vida las personas de aquel tiempo. Y cómo la reflejaban en su arte, o cómo eran sus predilec-ciones artísticas. (Pero ahora, en este momento, no quiero engol-farme en esas reflexiones: quiero seguir en el 42).

Después, un inmenso y horrible letrero me llamó los ojos. (No digo cuál es para no seguir haciéndole la propaganda al dueño. Y si me pagara, ¿lo haría? Y seguían apareciendo pensamientos como éstos: ¿No habría sido un hijo de aquella mansión señorial, el que vendió aquel pedazo de la quinta para pagar una deuda vergonzo-sa?) Tenía tristeza y pesimismo. Pensaba en muchas cosas nue-vas y en la insolencia con que irrumpían algunas de ellas. Alguien me hacía la propaganda del sentimiento de lo nuevo -y de todo lo nuevo- como fatalidad maravillosa del ser humano; y me hablaba precipitadamente, concediéndome un instante de burla e ironía pa-ra mis viejos afectos.

Como él estaba apurado, daba vuelta enseguida su antipática cabeza y se llevaba toda su persona para otro lado. Pero me deja-ba algo grisáceo en la tristeza y me la desprestigiaba; me hacía desconfiar hasta de la dignidad de mi propia tristeza; y la ensucia-ba con una sustancia nueva, desconocida, inesperadamente des-agradable, como el gusto extraño que de pronto sentimos en un alimento adulterado.

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Sin embargo, hay lugares de pocas "modificaciones" en las quintas y se puede sentir a gusto, por unos instantes, la tristeza. Entonces, los recuerdos empiezan a bajar lentamente, de las telas que han hecho en los rincones predilectos de la infancia.

Una vez, hace mucho tiempo, recordé aquellos recuerdos, del brazo de una novia. Y esta última vez, salía de una de aquellas ca-sas un niño sucio llorando. Ahora empiezo a pensar en el derecho a la vida que tienen algunas cosas nuevas y a sentir una nueva pre-disposición. (A lo mejor exagero, y la predisposición a encontrar bueno todo lo nuevo se extiende y cubre todas las cosas, como le ocurría al propagandista. Y entonces, basta tener un poco de bue-na predisposición y ya encontramos servidas mil teorías para justi-ficar cualquier cosa. Y podemos cambiar, además, muy fácilmente de motivos a justificar, por más contradictorios que sean; pues hay teorías con sugestión exótica, con misterio sugerente, con génesis naturalista, con profundidad filosófica, etc.).

Ahora recuerdo un lugar por el cual pasa el 42 a toda veloci-dad. Es cuando cruza la calle Gil. Una de sus larguísimas veredas me da en los ojos un cimbronazo giratorio. En esa misma vereda, cuando yo tenía unos ocho años, se me cayó una botella de vino; yo junté los pedazos y los llevé a casa, que quedaba a una cuadra. En casa se rieron mucho y me preguntaron para qué la había lleva-do, qué iba a hacer con ella. Este sentido lógico era muy difícil pa-ra mí -todavía lo es- porque ni siquiera la llevé para comprobar que la había roto, puesto que me habrían creído lo mismo. En una pala-bra, no sé si la llevé para que la vieran o para qué.

Si volvemos de donde era mi casa que quedaba en la calle Gil y caminamos en dirección a Suárez, antes de llegar a la esquina pasaremos por un cerco de ladrillos que está muy lejos, negruzco y con musgo de muchos verdes.

Una persona mayor verá por encima del cerco -yo, para ver, daba saltitos- pavos entre algunos árboles y un gallinero de tejido de alambre blanqueado. Una vez hicieron allí un pozo muy hondo, al que bajaba a leer un loco que no quería sentir ruidos. Siguiendo por la vereda nos encontramos en la casa de la esquina, que tiene muchas ventanas que dan a la calle Gil. Pero la última ventana, an-tes de llegar a Suárez, es pintada en el muro. Y detrás de la venta-na pintada estaba la pieza donde vivía el loco. A mí me costaba pensar en algo terrorífico, porque entre los barrotes pintados, ha-

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bía pintado también un color azul de cielo, y aquella ventana no me sugería nada grave. Sin embargo el loco estuvo por matar con un hacha a la madre, que era paralítica y siempre estaba sentada en un sillón. Afortunadamente acudieron las tres hijas. Y después el loco pasaba algún tiempo recluido y otro tiempo con ellas. Era una persona delicadísima, culta y afable. Una vez me dio un ratón de chocolate y yo le miraba agradecido la pera corta y peinada en dos. ¡Pero ellas! ¡Qué noblemente ideales eran! Por esas tres lon-gevas yo alcancé a darle la mano a una gran parte del siglo pasa-do. No sería muy difícil, hojeando revistas de aquel tiempo, encon-trar un dibujante "original" que hubiera dibujado un cigarrillo echando humo y que del humo saliera una silueta como la de ellas. La cintura lo más angosta que fuera posible, el busto amplio, el cuello encerrado entre ballenas pequeñas que sujetaban el tejido blanco.

-En aquel tiempo mi atención se detenía en las cosas coloca-das al sesgo; y en aquella casa había muchas: los cuadros blan-queados del alambre del gallinero, los cuadritos blancos del tejido del cuello sujeto por ballenas, el piso del patio de grandes losas blancas y negras y los almohadones de las camas-. Después, enci-ma de la cabeza otra gran amplitud, como un gran sombrero, pero este montón estaba hecho con el mismo pelo que salía de la cabe-za -o mitad pelo propio y mitad pelo comprado; el seno también solía ser de medio y medio-. Encima del pelo iba el verdadero som-brero, generalmente inmenso; y encima del sombrero, plumas -co-mo las del pavo del fondo, o de otras aves, creo que nunca de ga-llina, a no ser que fueran teñidas-.

Los sombreros también solían cargar frutas, creo que uvas, y eran sujetas con pinchos larguísimos que tenían una gran cabeza de metal o piedras vistosas, o carey. Los pinchos cruzaban todo el peinado, el sombrero -con flores, frutas o lo que fuera-, y volvían a aparecer del otro lado sobrándoles largos pedazos que terminaban en puntas agresivas. Desde el ala del sombrero hasta el cuello, y a manera de mosquitero, un tul muy estirado, que dejaba tras él y en penumbra provocadora y atrayente, la cara, que, a su vez esta-ba cubierta de polvos. Ese conjunto era una aparición fantástica en la que el espectador podía detener un buen rato su contemplación. Una vez, cuando niño, me puse uno de esos escaparates con mos-quitero y todo y al caminar recordaba un viaje hecho en cupé des-de el cual y a través de las cortinillas podía mirar sin ser visto.

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Una noche fuimos con mi padre a la casa de las tres longe-vas. En la media luz del zaguán pisábamos las grandes losas a cua-dros blancos y negros.

No había puerta cancel y se veían grandes plantas en la mi-tad del patio.

Nos hacían pasar a una salita que recibía luz de la poca que había en la calle; pero de cuando en cuando pasaban por la pe-numbra los cuadros iluminados de las ventanillas del 42 al cruzar a toda velocidad. Éstas también pasaban un poco al sesgo cuando cruzaban el piso y muy al sesgo cuando subían a la pared. Cuando ellas conversaban, tenían tan franca y sincera camaradería, ponían tanta alegría en los cumplimientos, las voces de todas se juntaban y subían tanto, que no se pensaba en la penumbra, ni parecía que la hubiera. Además de vivir a oscuras, eran cegatonas. Una de ellas, la que según la conversación era la que cocinaba, se sentaba en el rincón más oscuro; apenas se le veía la cara, ovalada y páli-da, con muchos lunares, como una papa mal pelada a la que se le vieran los puntos negros. Otra de ellas tenía la costumbre de pa-sarse con fuerza los puños por los pómulos para que le salieran co-lores -ésa era la que salía a hacer visitas-. Las tres eran delgadísi-mas. Y me di cuenta que en casa tenían razón cuando decían que las tres -en los intervalos de la animada conversación y sobre todo cuando reían- hacían un ruido fuertísimo al aspirar el aire por entre los dientes. Después me fijé que aquello era tan fuerte, que no lo cubría ni el 42 cuando pasaba a toda velocidad. Pero yo no quería que me hubieran hecho observar aquello, porque después tenía que poner demasiada atención en eso y no podía seguir sintiendo otras cosas. Y a mí me gustaba ir y estar en aquella casa.

En mi familia había una tía lejana de tanta edad como las lon-gevas e igualmente solterona. Y ésta llamaba a aquéllas "las del chistido". A mí me daba mucho fastidio. Y no porque estuviera ena-morado de alguna de ellas. -Aunque siempre me encontraba pre-dispuesto a enamorarme de cuanta maestra tenía y cuanta amiga de mamá venía a casa. Pero de las longevas no-. Igual que a mi madre, aquellas mujeres me inspiraban cariño por la nobleza de sus sentimientos y por la fruición con que gozaban el rato que pa-saban con nosotros. Tal vez en esos momentos fueran tan felices porque en las demás horas de sus vidas tuvieran muchas ocupa-ciones, de esas extrañas, infinitas, que suelen tener las personas responsables; y muchos frenos morales y muchas penas. Aunque el chistido fuera lo que más sobresalía, no quiere decir que debiera

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comentarse más que lo otro. Y sin contar que al nombrarlas así, se hacía una síntesis falsa de ellas; esa síntesis no incluía lo demás, sino que lo escondía un poco; y cuando uno pensaba en ellas, lo primero que aparecía en la memoria era el chistido y eso tenía un exceso de comentario. Yo me reía sin querer y después rabiaba.

Muchos años después me di cuenta que quería rebelarme contra la injusticia de insistir demasiado en lo que más sobresalía, sin ser lo más importante. Y si podía sobreponerme a ese ruido que cierta crítica hace en algún lugar del pensamiento y que no deja sentir o no deja formarse otras ideas menos fáciles de concretar; si podía evitar el entregarme fácilmente a la comodidad de apoyar-me en ciertas síntesis, de esas que se hacen sin tener previamente gran contenido, entonces me encontraba con un misterio que me provocaba otra calidad de interés por las cosas que ocurrían. Pero en aquel tiempo yo entraba en el misterio de aquellas mujeres, asombrado de que si en las cosas que hablaban con mi madre de-mostraban agilidad, criterio, amplitud y sentido común para obser-var tantos hechos de los demás, ellas, y precisamente las tres, no percibieran otras cosas que a nosotros nos parecían tan fáciles de ver. Y no sólo me sorprendía lo del chistido y la costumbre de pa-sarse los puños apretados por los pómulos. El misterio empezaba cuando se observaba cómo se mezclaban en el conjunto de cosas que ellas comprendían bien, otras que no correspondían a lo que estamos acostumbrados a encontrar en la realidad. Y esto provoca-ba una actitud de expectación: se esperaba que de un momento a otro, ocurriera algo extraño, algo de lo que ellas no sabían que es-taba fuera de lo común.

Cuando nosotros fuimos de confianza, nos hicieron pasar a otras habitaciones. Donde nunca podía ir nadie, era al fondo, don-de estaban los pavos; ese lugar estaba defendido por unos gansos bravísimos, que enseguida corrían con escándalo increíble hacia el intruso y si no se retiraba a tiempo lo picaban; a ellas mismas so-lían correrlas y romperles los vestidos.

Después de pasar por el patio, se entraba en una habitación que tenía piso de tablas anchas. Al pisarlas, cimbraban. Automáti-camente contestaban a esas pisadas, chucherías todavía invisibles en la penumbra. La anciana madre, paralítica, estaba sentada en otra habitación: se veía enseguida porque las grandes puertas de comunicación estaban abiertas de par a par.

Además, en la oscuridad se destacaba fácilmente su cabeza y pañoleta blancas. Y todavía tomaba más fácilmente la atención, el

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movimiento constante y regular de su cabeza, que a uno le hacía recordar irreverentemente, al de un juguete de cuerda. Todas ha-blaban fuerte y yo empezaba a reconocer los objetos de la habita-ción; eran tan amables y parecían tan cordiales como ellas. Allí el misterio no se agazapaba en la penumbra ni en el silencio.

Más bien estaba en ciertos giros, ritmos o recodos que de pronto llevaban la conversación a lugares que no parecían de la realidad. Y lo mismo ocurría con ciertos hechos.

La anciana tenía más de setenta años y hacía muchos que es-taba paralítica. Un hijo de ella, que se había matado -y que no era el loco- tuvo una actuación importante cerca de un político a quien todas ellas admiraban con fervor patriótico. Después de la muerte del hijo, el político fue a visitarlas; y ella, la anciana de casi ochen-ta años, compuso unos versos para recibir al político. En general los versos y también la prosa común, eran difíciles para mí; pero aquellos versos lo fueron mucho más; se remontoban a regiones de las cuales yo no tenía ninguna idea. Tampoco se referían a asuntos patrióticos de los que oía en la escuela y a los cuales esta-ba acostumbrado a no entender. Recién al final parecía que aque-llas palabras aterrizaban en un campo en el que se podía ver algo; y asimismo la anciana decía muy vagamente la dicha que sentía de que existiera en el mundo aquel ser: el político.

Las longevas tenían entre un ropero una muñeca alta y del-gada como ellas; pero negra y las motas de astrakán.

La mostraban pero no la dejaban tocar a nadie porque había sido de una sobrina de ellas que había muerto. El primer día que estábamos en las habitaciones interiores, ellas se quedaron de pronto silenciosas y con gran tensión, porque mi hermana menor le había tocado la cola a un gran loro que estaba muy quieto sobre un pedestal.

Creímos que hubiera peligro. Pero lo que ocurría era que ellas habían querido mucho a aquel loro y ahora lo conservaban diseca-do. Después nos acostumbramos a aquel "tótem" familiar, a quien ellas hablaban como si estuviera vivo. La que cocinaba imitaba su voz, como lo haría un ventrílocuo y contestaba por él.

Allí fue donde conocí a un músico, sobrino de ellas y a quien llamaban "El nene". Era ciego y tendría unos dieciocho años. Muy alto. Detrás de unos lentes negros, movía de la más impresionante manera, unos ojos tan desorbitados y aparecían de un tamaño tan sorprendente, que parecía que ya se le iban a saltar. Los párpados

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se habían agrandado y estirado mucho; pero no los podían embol-sar en todo su tamaño. Era inquietante vérselos mover continua-mente fuera de sus órbitas y recordaba el movimiento de los ojos de un rumiante vistos de perfil. No habría la menor exageración al afirmar que eran del tamaño de un huevo; no sólo sugería eso la identidad de dimensión sino también su forma ovalada.

Me habían dicho y olvidé el nombre de aquella enfermedad. Pero lo que más me angustiaba era que el médico le había pronos-ticado que moriría cuando tuviera veintidós años, que a esa edad, aquellos ojos escaparían de sus órbitas. Hasta me dijo un médico -tal vez apremiado por la insistencia con que yo le preguntaba en qué época del año ocurriría- que el hecho tendría lugar más o me-nos en marzo. Afortunadamente sé que ha pasado de los cuarenta años.

Una noche, invitados por las tías -las longevas- fuimos a la casa de El nene y lo sentimos tocar el piano.

Para mí fue una impresión extraordinaria. Por él tuve la inicia-ción en la música clásica. Tocaba una sonata de Mozart. Sentí por primera vez lo serio de la música. Y el placer -tal vez con bastante vanidad de mi parte- de pensar que me vinculaba con algo de va-lor legítimo. Además sentía el orgullo de estar en una cosa de la vi-da que era de estética superior: sería un lujo para mí entender y estar en aquello que sólo correspondía a personas inteligentes. Pe-ro cuando después tocó una composición de él, un Nocturno, la sentí verdaderamente como un placer mío, me llenaba ampliamen-te de placer; descubría la coincidencia de que otro hubiera hecho algo que tuviera una rareza o una ocurrencia que sentía como mía, o que yo la hubiera querido tener. La melodía iba a caer de pronto en una nota extraña, que respondía a una pasión y al mismo tiem-po a un acierto; como si hubiera visto un compañero que hacía al-go muy próximo a mi comprensión, a mi vida y a una predilección en que los dos nos encontrábamos de acuerdo; con esa complici-dad en la que dos camaradas se cuentan una parecida picardía amorosa.

Yo había encontrado camaradas para otras cosas; pero un amigo con quien pudiéramos representarnos el amor en aquella forma era un secreto de la vida que podíamos ir atrapando con es-condido regocijo de más sorpresas, de esas que dependen mucho de nuestras manos.

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Aquello era mucho más lindo que tocar como tocaba yo. ¡Y yo que me creía tan original cuando tocaba por mi cuenta y encogía y estiraba a mi gusto una melodía! ¡Y nada menos que una Canción de Margarita! Que precisamente una noche que la toqué en casa estando las longevas de visita, ellas decían: "¡Pero qué gusto tiene para tocar!" y "¡Mire que es linda la música!". Y aquella noche, tan inmensamente lejana -y con algo tan cercano en el sentimiento de las cosas y de la vida, que no podría decir qué es y dónde reside ese extraño reconocimiento de mí mismo- cuando tocaba una ma-zurka que se llamaba "Gorjeo de Pájaros" -¡qué vergüenza!-. Y lo que nos habíamos reído, porque mi hermanita -cuatro años, la que le tocó la cola al loro- muy apurada había dicho: "Mamá, decirle que toque "Gorjeo de lechones". Y cuando la otra, la mayor, había recitado "Pobre María", una pobre desgraciada que se había esca-pado de la casa por las palizas de la madrastra, había pasado la noche a la intemperie, en invierno, con poca ropa; y al encontrarse frente a una puerta con un letrero tenía miedo que fuera la "pre-vención". Pero al final descubría que era un asilo. Entonces llama-ba, abrían y ella se lo agradecía a la virgen. Lo decía frente a una puerta que daba al comedor; y en el momento en que ella decía: "pasos, abren, se adelantan", sin que nadie supiera nada, ni mi propia hermana, se abrió la puerta del comedor y aparecí yo, para darle más realidad a la escena. Había tenido semejante ocurrencia mientras ella recitaba; en puntas de pie había salido de la sala y dado la vuelta por otro lado. La consecuencia fue desastrosa, por-que todos, que en aquel momento estaban conmovidos, ahora, al mismo tiempo que casi lloraban, también se reían y rabiaban: aquella broma había quitado todo el efecto a "la obra".

En aquel entonces yo tenía de doce a trece años. Una prima mía -también lejana- tocaba el piano ("Plegaria de Moisés", "La Ar-gentina te llora" -nocturno dedicado a un aviador venido abajo- etc.). Era muy linda y por lo menos me doblaba la edad. (Otro amor secreto, pero con el agravante de que teníamos demasiada confianza y después mi timidez y que ella pensaría que yo había interpretado mal la confianza.

Además era muy burlona).

Una tarde que había mucho sol y era carnaval, aparecieron disfrazadas, en casa, cuatro mujeres altas; y enseguida descubri-mos a las longevas. Pero como ellas eran tres, teníamos que des-cubrir la cuarta, que no hablaba ni una palabra. Bueno, resultó que era el cieguito, Elnene. Vino después muchas veces a casa y allí

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conoció a mi prima. (Fatal coincidencia: él también se había ena-morado de ella).

Una de las veces que bailó con ella le dejó un papel en la ma-no. Era la letra de un estilo que había compuesto para ella. ¡Cuán-to lo envidiaba yo! Él había tocado antes el estilo; pero claro, sin decir a quién lo dedicaba.

La letra era de este tenor (también lo había cantado):

Soñé una noche que me decías

Con voz velada por la emoción

Tuya es mi alma, tuya es mi vida,

Tuyo es entero mi corazón.

Aquella tía lejana, se llamaba Petrona. Se reía siempre de las longevas, parodiaba a una de ellas poniéndose "dura y fruncida" y siempre recordó las palabras que aquélla decía a su sobrino: "Ne-ne, toca tu Nocturno". Como de costumbre, yo rabiaba.

Pero un día empecé a pensar que Petrona, a pesar de no sen-tir el Nocturno, ni comprender ni estar en eso, ni ambicionar ningu-na situación ni estado estético como el que gozábamos nosotros, sentía algo y a su manera, de lo que ocurría en los que oían o gus-taban ese momento de arte. Como muchas personas sin cultura in-telectual -ella apenas leía el diario- al estar entre personas "instrui-das", tenía tensión de espíritu; se adivinaba que en esos momen-tos cargaba demasiado su batería; y cuando había oportunidad de reírse, descargaba con violencia su risa, que era más convulsiva y duraba más rato que la de los otros. Igualmente ocurría cuando en la conversación aparecía una persona que se hubiera encontrado en situación un tanto difícil o propensa a caer en ridículo.

La simpatía del estado de Petrona con el de la persona en cuestión, influía directamente sobre sus acumuladores y esperaba con retenida impaciencia -aun sin ella saberlo- la oportunidad de soltar intermitentes explosiones de risa. Precisamente, si las con-vulsiones de su risa inquietaban tanto, era porque se percibía el esfuerzo por contenerlas. Su risa era aspirada y sus convulsiones medio desahogadas y medio tragadas -alguien decía "degolladas"-. Tal vez, ese afán de contener su risa presionando desesperada-mente sobre todos sus frenos musculares, respondía a su propósito

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de no hacer "papelones", de no mostrar una risa chabacana. Y así, luchando con su risa ofrecía un espectáculo impresionante y extra-ño. En ese espectáculo, no sólo aparecía la reacción de la persona que llamamos sana, saludable, que nos presenta gran riqueza de energías y que al iniciar su contacto con ambientes superiores a los que está acostumbrada a actuar, esas energías se vuelven so-bre sí mismas, frenadas por pudor, porque percibe la diferencia de ambiente y desea esconder su historia, o porque sabiendo que la descubren y que da el espectáculo, le es simplemente violento pe-netrar en un ambiente distinto; sino que Petrona también ofrecía un misterio que escondía cierto matiz brutal, persistente, burlón. Si por un lado era generosa, abnegada, consecuente en los cuidados y trabajos que se tomaba por nosotros -estaba en casa antes de nosotros nacer- también se burlaba continuamente y se le ocurrían bromas crueles. Cuando yo tenía tres años, una noche en que me habían dejado solo y con la luz prendida, vi aparecer por una puer-ta gris y entreabierta, algo como una gran pata negra de araña moviéndose; y era ella que se había forrado la mano y el brazo con una media negra y la asomaba haciendo contorsiones. Recuerdo muy bien esta impresión.

Y en casa decían que creyeron que me enloquecía.

Ella tomaba con dos dedos un sapo y lo levantaba hasta mos-trar la barriga blanca. Yo tenía miedo porque ella misma me había dicho que soltaban un fuerte chorro de orín, que daba en los ojos y que dejaba ciego. Una noche de lluvia, después que yo estaba acostado vino a mi cama y vi que levantaba las cobijas apresura-damente; enseguida sentí en los pies la barriga fría y viscosa del sapo. Algunas noches después, mi madre notó un ruido raro des-pués de apagada la luz; prendió rápidamente un fósforo y descu-brió que yo dormía con los pies y las piernas para arriba, pegados contra la pared. Ahora vuelvo a sentir un poco la angustia de cuan-do apagaban la luz, de cuando la mecha de la lámpara dejaba es-capar los últimos hipos; y que al final, después de casi apagada del todo, el último hipo tardaba más pero era más grande y ya todo quedaba completamente oscuro. Entonces empezaba a ver sapos en mi cama y a poner los pies en la pared. Mi madre me llevaba para su cama y mi padre venía a la mía. Cuando mi madre estaba por dormirse, yo le daba un codazo para que no se durmiera por-que seguía sintiendo miedo a los sapos.

Petrona contribuía a malcriarnos porque era muy buena y nos hacía todos los gustos. Y esto desde la mañana hasta la noche. To-

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davía en la noche nos llevaba a todos la bolsa de agua caliente o el porrón. Una noche, cuando todos volvimos del teatro -y mi herma-nita, la del loro, tendría cuatro años- nos encontramos, como de costumbre con las camas calientes. Y a mi hermanita le había puesto, además, la muñeca y un pequeño porrón de tinta con agua caliente a los pies de la muñeca. Cuando mi hermana mayor -la de "Pobre María"- tenía unos nueve años, la retaban porque siempre andaba corriendo y "hecha una chiva". Petrona le dijo que si corría le saldrían cuernos, como a las chivas. Y esa tarde, que llovía e hi-cieron tortas frías, Petrona hizo con masa un gran cuerno frito y se lo llevó. Después, mi hermana caminaba despacio, en puntas de pie y se tocaba la frente.

Aunque Petrona no había cultivado su sentimiento estético en el arte, en cambio tenía desarrollado el sentido estético de la vida, en ciertos aspectos del comportamiento humano. (Claro que ella no le hubiera llamado sentido estético. Tal vez nunca haya pronun-ciado la palabra "estético"). Tenía el concepto de lo que era lindo y de lo que era feo, de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. Y todo esto sintetizado en la palabra "papelón": se trataba de hacer-lo o de no hacerlo.

Tenía una sensibilidad especial para que ciertos hechos, le hi-cieran cosquillas. Y de ahí su constante risa atragantada. No nos hubiera bastado el criterio de que aquella burla fuera una reacción secreta de venganza contra las personas de otra cultura. Parecía que sobraba algo, que este criterio fuera sobrepasado y que con él no alcanzáramos toda la realidad de sus persona. También provo-caba el pensamiento de que en aquella burla o reacción tan gozo-sa, había escondida una extraña forma temperamental, que ella no podía menos que abandonarse continuamente a esa tendencia su-ya y que estaba al mismo tiempo condenada a estarla deteniendo siempre. En total podría decir que nos sería difícil encontrarla -en el sentido de comprenderla- si la buscábamos con criterios o senti-mientos comunes y que nos sentiríamos siempre tentados a pos-tergar el juicio que de ella quisiéramos formarnos. En cambio, ella, pronto, inmediatamente, se lo formaba de los demás. Realmente ella era una persona muy equilibrada. (Aunque a veces, bajo las más grandes apariencias de equilibrio encontráramos las locuras más sorprendentes o los misterios más inescrutables). Desde su equilibrio, desde cierta frescura que le daba el no haber sido inter-

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ferida por ninguna teoría estética o de alguna otra clase -que quizá hubiera tentado a su espíritu a quedarse con algo que podía resul-tar una pequeña extravagancia o alguna rara predilección- y sobre todo desde su misterio, observaba a los demás y descubría con gran facilidad, precisamente, la menor extravagancia a que una persona se hubiera entregado.

Así que en una reunión de arte, entendía de las actitudes que tomaban los demás. Y entonces su gran posibilidad de burla.

Quizá ocurriría que aquéllos cuyos sentimientos, recuerdos o predisposiciones les hicieran acudir con una actitud más o menos profunda, espontánea o sincera al instante del arte, no pusieran caras o poses interesantes. De los que no tuvieran el espíritu dis-puesto a concurrir a esos momentos de una manera más o menos profunda o continuada -ya porque fueran solicitados por cosas aje-nas al arte, ya porque en aquel momento se sintieran por debajo o por encima de él, ya porque sus temperamentos o circunstancias no los dejaran detenidos de algún modo en el arte- de entre éstos, habría quienes aprovecharían la oportunidad para componer poses seductoras, sugestivas o atrayentes. Hasta es posible que compu-sieran esas poses tomando en cuenta algo del presente; y que con caprichosas alternativas de la atención, adquirieran una pose que tuviera que ver con el estado que ahora provocaba el arte; o que se dejaran invadir por el arte con intermitencias que no les inte-rrumpieran la composición de sus poses. Pero también ocurrirían otras cosas muy extrañas. Habría personas que sentirían el instan-te del arte con nobleza, se entregarían a él con toda la profundidad de que eran capaces sus almas; y sin embargo, tendrían poses ex-travagantes. No se podía pensar que quisieran especular con sus poses, que tuvieran la intención de llamar la atención en alguna forma. Pero es posible que en la adolescencia, cuando hubieran sentido por primera vez que el arte era sublime y que el momento de sentirlo era solemne, se hubieran soñado a sí mismos con una actitud que correspondiera a ese sueño adolescente; y esa actitud se les hubiera quedado como dormida u olvidada. Y después, siem-pre que apareciera aquel momento sublime y aquel estado solem-ne, traería, junto a aquel primer sentimiento, los movimientos o poses que el arte mismo les habría sugerido cuando se soñaron a sí mismos con el primer sueño, en el cual crearon, con ingenuidad e inocencia, los ritos o trajes espirituales para el oficio del arte.

Y después, aunque les hubiera crecido el sentimiento estético y hubieran podido darse cuenta que aquella pose era extravagan-

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te, ya no podrían pensar tanto en sí mismos, si es que en el mo-mento de sentir el arte tuvieran la necesidad de un sueño más pro-fundo.

Por eso las poses quedarían en lo de fuera de esas personas -y ellos no tendrían espejo ni conciencia para verlas-. Esos movi-mientos o posturas habrían nacido y vivido en esas almas como otros movimientos nacieron y vivieron en los hombres primitivos; y cruzarían todas sus vidas como séquitos de costumbres de fideli-dad estática.

Casi no tendría objeto, llamar aparte a una de esas personas -por más amiga que fuera- y decirle que su pose era extravagante; porque parecía que profanáramos ritos de extrañas y particulares significaciones. Además, llegado el momento de oír música, por más prevenidos que estuviéramos, el arte invitaría a aflojar los fre-nos de la autocrítica, se produciría como una convencional libertad de relacionar el sentimiento del arte con nuestra historia sentimen-tal y se permitiría y se justificaría la distensión de nuestros múscu-los y el abandono de nuestra conciencia -si ese abandono no era muy exagerado, o mientras no se notara que escondía la intención de tener un abandono original: el que observara los momentos en que se pasara al estado provocado por el arte, vería cómo natural-mente se iban esfumando poco a poco los límites en que se vivía un rato antes.

Algunos sabrían que sus poses eran observadas; entonces prepararían una postura neutra, pero cómoda, para poder abando-narse a oír tranquilos, alejándose en esta forma de los presentes. (Otros, imitando a estos últimos, se prepararían como para dor-mir).

Todos estos hechos hacían cosquillas en la sensibilidad de Pe-trona.

Y si es cierto que había personas que entendiendo poco de arte escondían su incomprensión -o trataban de comprender- recu-rriendo demasiado predominantemente, a las anécdotas o a las ac-titudes de los artistas para "deducir" el arte, Petrona se dedicaba exclusiva y francamente a la observación de posturas. Y así volvían los borbotones de risa a medio desparramar.

Habíamos ido a Las Piedras con mi madre, a casa del ciegui-to; y a la hora de cenar yo dije algo que causó vergüenza y confu-sión a todos. La gente decía que mi madre me tenía muy educadi-to. Yo era tan pronto muy nervioso, o muy aplastado; muy excita-

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do, o inerte, somnoliento. Yo también cargaba mis baterías y las descargaba de golpe; pero muy a menudo a propósito de una in-significancia y con gran extrañeza de todos. Y de pronto aparecía distendido, distraído, abandonado a la luna cuando el tema era de verdadero interés. Tan pronto angustiosamente tímido como sor-presivamente violento, o audazmente atrevido. Pero constante-mente torpe. Terminada la cena -aquella gente era tan buena, atenta y profundamente noble como las longevas- y cuando todos nos paramos, yo me apronté para soltar un brillante agradecimien-to. Y dije: "Muchas gracias, aunque no es mucho...". Y así quedó sin terminar la frase en la que hubiera querido explicar, que decir gra-cias no era mucho, ni siquiera nada, frente a tantas atenciones. en el desconcierto, hubo balbuceos incoherentes -tal vez ofrecimien-tos de más comida-. Mi madre estaba consternada y yo rodeado de una luminosidad roja que salía de una pantalla encarnada, con fle-cos y con una luz muy fuerte.

Nos quedamos en aquella amable casa hasta el otro día por la tarde, después de haber cumplido el motivo de nuestra estadía: la presentación de Clemente Colling. Éste era el maestro de piano y armonía del cieguito.

Entre las longevas y Elnene, había sido combinada esta reu-nión.

Clemente Colling era conocido por "El organista de la Iglesia de los Vascos" o "El ciego que toca en los Vascos", etc. De allí su fama. Algún tiempo antes de esta reunión, me habían llevado a oír-le un concierto de piano que dio en el Instituto Verdi.

Era de los primeros conciertos que oía en mi vida. Mi entu-siasmo y mi manía de ir demasiado temprano a los espectáculos, nos colocó en la puerta de la sala mucho antes de que la abrieran. Después, apoyado en la baranda de tertulia, empezaba a sentir ese silencio de sueño que se hace antes de los conciertos cuando falta mucho para empezar; cuando lo hacen mucho más profundo los primeros cuchicheos y el chasquido seco de las primeras buta-cas; cuando se espera oír y sin embargo es más lo que se ve que lo que se oye; cuando el espíritu, sin saberlo, espera trabajando; cuando trabaja casi como en el sueño, dejando venir cosas, espe-rándolas y observándolas con una distracción infantil y profunda; cuando de pronto se hace esfuerzo para suponer lo que vendrá y se mira por centésima vez el programa; cuando se repasa la vida de uno y se aventuran ilusiones; cuando uno siente la angustia de no estar colocado en ningún lugar de este mundo y se jura colocar-

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se en alguno; cuando uno sueña llamar la atención de los demás algún día y siente cierta tristeza y rencor porque ahora no la llama: cuando se pone histérico y sueña un porvenir que le adormece la piel de la cabeza y le insensibiliza el pelo; y que jamás lo confesa-ría a nadie porque se ve a sí mismo demasiado bien y es el secreto más retenido del que tiene algún pudor; porque tal vez sea lo más profundo del sentido estético de la vida; porque cuando no se sabe de lo que se es capaz, tampoco se sabe si su sueño es vanidad u orgullo.

Mirando al escenario, sentí de pronto aquel silencio como si fuera el de un velorio. El gran piano era todo blanco. Los pianos ne-gros nunca me sugirieron nada fúnebre; pero aquel piano blanco tenía algo de velorio infantil.

Había entrado mucha gente y el murmullo era mucho más su-bido. De pronto, el corazón también se subía; pero de golpe. Se apagaron las luces de la sala; y todavía un rato más. En vez de aparecer en escena un solo hombre, aparecieron dos: no pensé que siendo Colling ciego, era muy natural que otro lo trajera hasta el piano. Pero se detuvieron antes de llegar al piano y Colling hizo un extraño saludo: al principio parecía que iba a ser de frente y después se volvía hacia un costado. Años después, me dijo que aquel saludo era muy elegante y que se lo habían enseñado en Pa-rís. Después de sentado en el piano le habló, sonriente, al que lo acompañaba. El acompañante se fue, él tosió y se llevó la mano a la boca juntando los dedos de una manera muy extraña. Su cabeza gris, de pelo aplastado y peinado con raya a un lado, brillaba arriba y tenía una sombra debajo. Solamente recuerdo cómo tocó una ba-lada de Chopin -y que también me juré aprender-; y del final, en que de acuerdo con el programa pidió al público cuatro notas en forma de tema para hacer una improvisación.

En escena había aparecido absolutamente distinto a como me lo había imaginado. Y en la reunión de Las Piedras, muy distin-to a como lo había visto en escena.

Sin embargo, el recuerdo de esa primera reunión es muy va-go. Algunas noches -muchos años después- tuve el capricho de querer recordar exactamente dónde y cómo estaba colocado, có-mo lo vi por primera vez y qué me dijo al principio. Entonces, trata-ba de imaginármelo en un lugar determinado de aquella sala, para ver si coincidía con el lugar real que hubiera ocupado por primera vez, para ver si el recuerdo se me aclaraba; intentaba inventarme un lugar de la sala donde hubiera sido posible que hubiera estado

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sentado, para ver si se producía alguna simpatía entre lo que ima-ginaba ahora y lo que fue realmente; porque esperaba que coinci-diendo, se me hiciera más preciso el recuerdo. Pero fue inútil, no sólo no encontraba lo que buscaba, sino que hasta se me confun-día la sala. De pronto me encontraba con que se fundían impresio-nes posteriores. Deduzco que debía estar sentado cerca del piano y creo que hube de esperar a que diera primero la lección del cie-guito y que después entramos nosotros. Ni recuerdo que en aquel primer encuentro hubiera percibido su desaseo. Lo más posible era que estuviera próximo al piano porque pasé muy cerca de él antes de sentarme a tocar.

Debo afrontar cuanto antes la vergüenza de confesar, que en aquella época, yo también tenía mi nocturno.

Él me dijo: "La semilla está; pero hay que cultivarla". Además de recordar esta frase por lo que tenía que ver con mi vanidad, también la recuerdo porque me pareció vulgar y por las cosas que yo seguía pensando cuando le veía su cabeza un poco inclinada y al mismo tiempo sin estar frente a mí, sino para un lado. En el otro lado apoyaba un codo contra el cuerpo, tenía doblado el brazo pa-ra arriba y tomaba el cigarrillo, con tres dedos -y levantaba los de-más como si lo que tomara fuera una masita-. Al hablar, estiraba o ampollaba la parte de la boca que iba desde el borde fino de los la-bios hasta las hornallas de la nariz, que se ensanchaban al llegar a la cara. En esa región movible que estaba debajo de la nariz y que era muy grande, tenía dos manchas marrón oscuras; y después de haber pasado mucho tiempo, me di cuenta que esas manchas eran del humo del cigarrillo que le salía por la nariz.

La frase de Colling, que tan vulgar me había parecido, me hi-zo pensar por un instante, al estilo de cómo pensaban algunos o muchos jóvenes de aquella época. Estaba como de moda, esta for-ma de reflexión: "¿Qué quieres que sea tal individuo si hace tal co-sa?". Aquel momento o desilusión frente a Colling casi equivalía a decir: "El hombre que dice semejante vulgaridad, no puede ser un crítico de arte". "Sí su frase es tan vulgar, su arte también lo debe ser". Es posible que en muchos casos acertara -y que éste fuera uno de ellos-; pero con seguridad que era una forma hecha del pensamiento, que podía dar lugar a errores crueles y que inhibía para seguir pensando u observando con respecto a una persona; y además, una de las verdades más visibles era que en un mismo in-dividuo pudieran encontrarse las cosas más contradictorias. Preci-samente, el que yo hubiera encontrado o pensado en ese error de

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los otros, no era por sutileza de observación de mi parte, sino sen-cillamente porque a mí no me convencía; porque si fueran a juzgar toda mi vida o mi persona por algunos hechos, encontraría con ra-zón que era decididamente un imbécil.

Además, ese error no era de mi estilo; yo tenía otros; ésa no era mi manera acostumbrada de soliviantarme para opinar; y me daba pereza y me costaba mucho esfuerzo la postura de pensa-miento que no coincidía con mi estilo de equivocarme. Por otra parte, hoy me encuentro con que si la frase de Colling era vulgar ¡había que haber oído mi nocturno! Y supongo mejor la posición de Colling, porque mucho tiempo después, yo también he oído y juz-gado los nocturnos a otros. Total, que yo mismo, si en aquella épo-ca podía tener alguna vaga experiencia en alguna clase de errores, en cambio en música, no tenía ninguna. Al mismo tiempo estaba con el alma inclinada hacia Colling, me seducía todo lo que tenía de ingenuo, de pintoresco, su cordialidad sinceramente bien pre-dispuesta; parecía que su corazón se moldeaba fácilmente con una franca espontaneidad a cualquier vuelta nueva de la vida. Como todos, se había inventado una sonrisa artificial para un cumpli-miento; pero parecía que ese artificio lo empleaba con gusto que estaba deseando que fuera del todo natural y tener motivos para ser sincero.

También me sucedía su ciencia, su inmensa sabiduría de mú-sico. Por lo menos a mí me parecía un sabio. Y a pesar de lo fácil que era ver algunos de sus sentimientos, de la inexplicable gracia que le hacían ciertas cosas, de sus ingenuos arrebatos de orgullo, de la seriedad de sus despampanantes mentiras, a pesar de todo, yo empezaba a internarme en muchos misterios que me empeza-ron conociendo su persona. Sentía que iba a conocer de cerca, que se me iba a producir una amistad, un extraño intercambio, con un personaje excepcional, que además era ciego. Sé que en los prime-ros momentos empezaban a ser misterio, detalles insignificantes, tal vez demasiado físicos, objetivos; ¡pero eran tan extraños, tan desconocida la historia de aquellos movimientos! Sin embargo, después yo los haría coordinar otros misterios: el de cómo serían todos los sentimientos que manejaban aquella ciencia. Ni sabía -y hallaba placer en no saber- qué misterio habría en cada ser huma-no puesto en el mundo -en un ser humano como Colling, por ejem-plo-; qué misterio me sorprendería primero, cómo sería yo después de haberlo sentido, o qué le pasaría a mi propio misterio.

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Aquella misma tarde y muchas otras, yo me quedaba callado mirándolo; confundía tal vez lo de que era ciego, procediendo co-mo si también fuera sordo; o tal vez me desconcertara verme es-condido ante sus propios ojos y en plena luz del día; o era él que se escondía detrás de sus párpados; o sencillamente procedía con una naturalidad desconocida para mí porque yo no sabía cómo era no tener vista; o él procedía con las reacciones comunes que le provocaban los videntes; procedería estando acostumbrado a la curiosidad ajena y se le confundirían de una manera extraña lo de él y lo del mundo, porque en última instancia no podríamos saber cómo serían sus sensaciones y su sentimiento de las cosas con una cualidad mental en la que no entrara la vista.

De pronto se empezaba a reír como si me hubiera estado mi-rando. Entonces él contaba: recién en la peluquería uno leía un anuncio del domingo -el domingo próximo él tocaría el órgano en la iglesia de Las Piedras- y el que leía decía a los otros: "Va a tocar un tal Colling, dicen que es un tigre". Y Colling se reía con muchísi-mas ganas porque el que hablaba pronunciaba mal su nombre. Él decía que su nombre era inglés y que acentuándolo en la primera sílaba y haciendo apenas el sonido de la "g" se pronunciaba co-rrectamente. Muchos que sabían que él era francés le decían "Me-sié Colén". Él también toleraba esta manera y era la que emplea-ban todos los franceses. Pero el de la peluquería lo había pronun-ciado con la "ll" como "y", al estilo rioplatense, como si dijera "po-llito"; además lo había acentuado en la "i" y había pronunciado la "g" con una larga ferocidad de "j", poniendo la boca como fiera que muestra los dientes. Si en realidad esto era gracioso, mucho más extraño era cómo él acentuaba las palabras. Contándonos cómo una niña vidente, que había ido al Instituto de Ciegos y que viendo a las niñas ciegas ella también quería ser ciega, decía: "y entonces la muchachita se echaba "jabón" en los ojos" y nosotros, al mismo tiempo que nos reíamos del procedimiento del jabón, nos reíamos de lo extrañó que quedaba la palabra tan mal acentuada y de la in-consciencia e ingenuidad tan infantil con que él se reía e ignoraba su falta.

Cuando me dejaban solo con los dos ciegos y ellos conversa-ban, no tenía en cuenta constantemente que eran ciegos; y de pronto me sorprendía que tomando la conversación un giro o una actitud íntima, ellos no se miraran, ni hicieran movimientos corres-

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pondientes a los que estamos acostumbrados a ver en las perso-nas que tienen vista; y así, ellos creaban a mis ojos una nueva for-ma de movimientos correspondientes a la conversación. Sus cabe-zas inquietas, casi continuamente movibles, se iban poniendo de costado, como si miraran con las orejas; pero el que emitía las pa-labras ponía la cara de frente, hacia la oreja del otro; y cuando el diálogo era entre cortado había confusión e inquietante movimien-to de cabezas. Entonces se acercaban al piano. Pero cuando habla-ban de composición, y por ahí, de sensaciones sonoras, de senti-mientos, del arte y de la ciencia, la conversación parecía más se-creta; porque iban a lugares donde yo tenía pocos pensamientos, pocas experiencias. Sin embargo, en mi curiosidad siempre expec-tante, era continuamente despertado, provocado por vagas suge-rencias, que si bien algunas acertaban a mezclarse en los caminos de ellos, otra me dejaban despistado, perdido, pero con la ansie-dad de volverlos a encontrar. Y a medida que se acercaba la noche -ellos no necesitaban luz- yo seguía los movimientos de ellos que iban siendo manchas movibles junto a la otra grande, la del piano. De un gran baúl abstracto seguían sacando juguetes abstractos, que para mí, además de ser sonoros, tenían color. Pero yo no me daba cuenta que los acordes o formas que yo sentía, también se diferenciaban de los que ellos oían, en que los míos tenían color; y hasta como aquella niña que se echaba jabón en los ojos para que-dar ciega, por algún instante, sintiéndolos a ellos, me iba un poco hacia su religión -su falta de vista y su entendimiento mutuo me sugería algo así como una religión-, y pensaba que tal vez, en lo más hondo de lo humano, la vista era superflua.

Pero enseguida me horrorizaba este pensamiento, y recorda-ba el encantamiento que ellos tenían como sombras.

De pronto, en la penumbra, me sorprendía la mano de Colling puesta hacia abajo, con los dedos juntos como si fueran a espolvo-rear algo, como un cono invertido; después daba vuelta el cono, se llevaba la punta de los dedos a la boca y era que de adentro del cono salía un cigarrillo muy blanco; se veía en el momento que arrugaba el labio superior para colocárselo. Y no se podía dejar de ver cómo encendía el fósforo. A la primera bocanada de humo, to-sía y se llevaba la mano a la boca. Yo ya sabía de memoria cómo era su mano atajando la tos, cómo eran de gruesas las ligaduras negras que tenía al borde de las uñas, y todo esto es taba lleno de un inmenso encanto de ver; y tenía encanto el recordar esas mis-mas tardes cuando el sol iba dando en aquella sala, en el ambiente misterioso que hacían ellos; y los reflejos tenían un sortilegio y un

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sentido de la vida que después nos haría pensar que todo aquello parecía mentira, una mentira soñada de verdad. Y cuando más le-jos se iba el sol, más sorpresa de manchas, no sólo sugiriendo o re-cordando las formas que se habían visto hacía un instante, sino también los colores y el sentido de los objetos que se iban cobijan-do de sombras.

Yo, con egoísmo del que posee algo que otro no posee, pen-saba en el goce de estar en la noche, después de acostado, reci-biendo el ala de luz de una portátil de pantalla verde que diera so-bre un libro en el que uno leyera y tuviera que imaginarse color, una escena en los trópicos, con mucho sol, todo el que uno se pu-diera imaginar, sobre las montañas y sobre todo los verdes de la selva. Pensaba en toda una orgía y una lujuria de ver; la reacción me llevaba primero a la grosería de la cantidad y después al refina-miento perverso de la calidad; desde las visiones próximas o leja-nas cegadoras de luz, en paisajes con arenas, con mares, con lu-chas de fieras, de hombres, hasta el artificio del cine; y el cine, desde un choque de aviones, hasta una de esas fugaces visiones, que aparecen fugaces al espectador pero que a las compañías ci-nematográficas les cuestan lentitud y sumas fabulosas; después, la visión de toda clase de microbios moviéndose en la clara luna de un lente; y después todo el arte que entra por los ojos; y hasta cuando el arte penetra en sombras espantables y es maravilloso por el solo hecho de verse.

En la noche, antes de dormirse, suponía la tragedia de los ciegos; pero -y me resultaba muy curioso- esa tragedia de ellos no me la podía suponer sin imágenes visuales.

Colling había hablado con el cieguito, el cieguito con sus fa-miliares, uno de sus familiares con las longevas, las longevas con mi madre, mi madre con mi padre, estos dos últimos conmigo y Colling vendría a darme clases de armonía; cobraría un peso por lección, teniendo en cuenta que, etc., etc. En ese tiempo vivíamos en una casa de altos de la calle Minas.

Una tarde llegó Colling con su lazarillo, que se llamaba Fito. Colling daba su mano blanda; y siempre su sonrisa, una conver-sación ingenua pero imprevisible. Su cigarrillo, la tos, la mano, las uñas, las manchas marrones debajo de la nariz, la posición un tan-to egipciana con la cabeza doblada para un lado y del otro lado el

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brazo doblado para arriba sosteniendo el cigarrillo; la oreja pegada a la cabeza, pero larga, con un pabellón tan ancho como el resto de la oreja y más largo que en las demás personas. Toda la oreja era muy parecida a unos bizcochos fritos que hacían en casa y que llamaban lentejuelas. La estatura un poco de regular para abajo; la cara apenas un poco más larga que redonda.

Nunca pude saber bien cómo era la forma de la cabeza, por-que según del lugar que se mirara era diferente su forma: ya de ta-maño regular, ya agrandada de atrás, ya redonda, ya la de un di-plomático, o comerciante, o maestro de armonía, ya la de Colling, ya otra que no era la de Colling. ¡Ah! me olvidaba de una mano, la que no tenía el cigarrillo, o justamente la que acudía cuando la tos: cuando estaba sentado la tenía descansando en el muslo, pero con la palma para arriba.

La primera lección de armonía fue corta; pero para mí loca-mente interesante. Él daba la clase de armonía, tocaba una pieza de piano y hacía un cuento. La lección de armonía era según un método propio. La pieza que tocaba, generalmente de un francés, Widor, Saint-Saens, Lack, etc., era más o menos agradable, super-ficial, pero raramente estructurada en su forma rítmica -por lo me-nos así la ejecutaba él-. Tocaba todas las partes como si mostrara una casa para alquilar: aquí la sala, aquí el comedor, la cocina, etc. No la hacía vulgar -por más cursi que la obra fuera- sino rítmica y tomando en cuenta, en la secuencia de la ejecución, la presenta-ción y desarrollo de una idea desde el punto de vista de la compo-sición.

Era, además, como si dijera: "Primero así, después así y final-mente así.

Bueno, por hoy hemos comido". Tampoco era del todo mecá-nico; era un gustador habituado a una rara organización: ni injusto, ni frío, ni muy entusiasmado. Muy parecido a algunos críticos lite-rarios. A mí me intrigaba mucho y pensaba que nunca podría saber cómo era aquello tan extraño de su persona.

El cuento era ingenuo. Casi siempre se refería a la época de su adolescencia, cuando estaba a pupilo en un colegio católico de ciegos, en París. En la clase había un niño que le había descubierto no se qué cosa. Y él se había dicho para sí: "Yo te voy a "aprender" a ser "delátor". Entonces le había pedido al "delátor", que cambia-ra con él de banco de clase: Colling fue al lugar del "delátor" y el "delátor" al de Colling. Cuando el hermano -así le llamaban al cura

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preceptor, que también era ciego- preguntó por Colling y se refirió a la lección, Colling no respondió. Cuando el hermano, después de mucho llamarlo y preguntarle y Colling no responderle, se puso fu-rioso, fue al banco de Colling pero le pegó un formidable bofetón al "delátor".

Al contar esto se reía desaforadamente. (La tos, la mano, las uñas).

Antes de irse, yo le daba el peso.

Él lo estiraba, lo doblaba en dos muy simétricamente; des-pués en cuatro y después en ocho; lo ponía en un bolsillo de arriba del chaleco; sacaba otro, doblado en la misma forma que tenía en el bolsillo del pantalón y lo ponía en el otro bolsillo de arriba del chaleco. Todo esto en medio de un silencio absoluto. Como siem-pre los combinaba de manera distinta, nunca pude descubrir la cla-ve ni el porqué de ese transporte de pesos. Después daba la mano blanda, caliente, viscosa y hacía la sonrisa. Yo lo quería mucho. En-seguida que se iba, venía Petrona chapaleando su risa y limpiaba el piano con agua Colonia, pues el teclado había quedado sucio con pedacitos de tabaco; también abría las ventanas. A decir ver-dad, el descuido de Colling no me llamaba la atención -ni me lla-maba ciertos conceptos hechos- como a los demás. Yo no lo obser-vaba continuamente, o lo olvidaba enseguida; para mí era una co-sa de él, que le ocurría a él, pero que no la relacionaba tan estric-tamente con los demás, ni con las leyes sociales.

Era, sí, una cosa rara; pero específicamente de él, que tenía que ver con su historia y en la que nosotros no debíamos intervenir en forma demasiado rigurosa o dedicando los mismos conceptos que le dedicaríamos a otras personas. Mi impresión de todo eso no era muy precisa y me fastidiaba la insistencia de los demás con respecto a eso. Tal vez, porque estaba mal predispuesto a la crítica que hacían en casa: tomaban demasiado en cuenta algunas cosas, porque no sentían tanto como yo, otras. Y también yo reaccionaba contra ciertas verdades, porque esas verdades habían sido, en un principio, expuestas exageradamente.

Una tarde llegué a casa y me encontré a Colling sentado en el comedor y a Petrona que le estaba mostrando un trapo azul, des-pués uno verde y uno rojo. Resultaba que Colling veía los colores. Estaba colocado en un lugar de mucha luz y nombraba los colores después de mucho rato y mucho esfuerzo. Además esta búsqueda del color la hacía con un solo ojo, pues no sólo era ciego, sino tam-

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bién tuerto: el otro ojo, se lo habían sacado en una operación en la que habían intentado darle vista. Ahora, mientras trataba de adivi-nar los colores, revolvía esforzadamente el ojo único arrastrando una nube blancuzca, rosácea, y un montón de hilillos rojizos.

A través de todo esto nosotros también adivinábamos que el ojo era azul.

Nunca dejaba de acertar con el color que se le mostraba; pe-ro no se podía hacer muchas veces la prueba, porque se le fatiga-ba el ojo único. De cuando en cuando sacaba el pañuelo para lim-piarse el párpado cerrado sobre el hueco en que había vivido el otro ojo.

Había empezado a perder la vista a los cinco años; y a los on-ce ya había quedado como ahora. Mucho tiempo después nos dijo que hacía poco le habían propuesto, y con más probabilidad de éxito, una nueva operación; pero que él no tenía interés. Y cuando Petrona le preguntó por qué no había querido, él respondió: "Para ver a mujeres tan feas como "usted", mejor me quedo como es-toy".

Si él era poco amable con ella, era porque ella ya le había he-cho muchas.

Cuando se le invitó a almorzar, las primeras veces se le dio vino; pero como nosotros no acostumbrábamos a tomarlo diaria-mente, un buen día no había. Entonces él lo pidió; y nosotros lo mandamos buscar. Otra vez que no había y él pidió, Petrona le al-canzó un vaso de agua diciéndole que era vino. Él se lo tomó calla-do la boca y Petrona empezó con su risa. Otras de las veces que no había, que él lo pidió y que Petrona le alcanzó un vaso de agua, él primero metió el dedo índice en el vaso de agua y después se lo chupó.

Colling quería que nosotros creyésemos que él había estado dos veces a punto de casarse y que con diferencia de un día o de horas, antes del casamiento, había dado la casualidad que la novia se le había muerto: una por enfermedad y la otra por accidente.

Petrona descargaba toda su risa y se había propuesto descu-brirle las mentiras. Una vez Colling contaba que había una monja que tenía "bígotes".

Petrona le preguntó: "¿Y usted cómo lo sabía, maestro?". Y él: "Porque se los "pálpe"".

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La tercera vez había logrado casarse. Pero había dejado la mujer y dos hijos mozos en París, para hacer una gira de concier-tos. En Buenos Aires un empresario lo había dejado plantado. En-tonces vino a Montevideo.

Su padre "era un gran señor muy distinguido". La madre "una mujer muy vulgar, era lavandera". Y enseguida agregaba: "Yo salí a mi padre".

Yo no quería pensar, ni hubiera querido darme cuenta, que la ilusión que tenía de Colling sufría algunas alternativas. Durante esos instantes -como el que hablaba con desprecio de la madre- me ocurrían cosas que tampoco hubiera querido recordar. General-mente, cuando se producía una de esas alternativas, yo atinaba a suspender el juicio o el concepto que enseguida se me empezaba a hacer; no dejaba adelantar ese motivo de contra-ilusión, me decía -pensando en él- "¡pobre!" y me preparaba para justificar u olvidar aquel hecho. Y entonces, aunque las palabras o gestos de él, si-guieran recordados, se le iba apagando o transformando aquella intención primera, se iba desvaneciendo aquel primer mal pensa-miento que tan pronto había ocurrido al lugar del hecho y que amenazaba con seguir acompañando lo que después sería un mal recuerdo y hasta aumentar su mala voluntad.

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Indice

Cronología de Felisberto Hernández

Libro sin tapas (1929)

Acunamiento

La piedra filosofal

El vestido blanco

Genealogía

Historia de un cigarrillo

La casa de Irene

La barba metafísica

Por los tiempos de Clemente Colling (1942)